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El exilio y la CNT en los tiempos del Plan Cóndor

Juan Raúl Ferreira

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Agradecimientos

A todos los que desde su lugar lucharon contra la dictadura. Exiliados, presos, clandes-tinos, y tantas personas comunes y corrientes, anónimas, en los pequeños márgenes que permitía la legalidad vigente.

Al PIT-CNT y al Instituto Cuesta Duarte, por invitarme a compartir estas palabras y es-critos al finalizar un tiempo tan cargado de memoria. Cincuenta años de la CNT y cua-renta del Plan Cóndor. A cien años del nacimiento del Pepe D’Elía y del Gral. Seregni. A diez años de la muerte de Hugo Cores. A menos de un año de que se nos fuera Vladi-mir Turiansky, de quien tengo la vanidad de decir que nos hicimos muy amigos en sus últimos años.

A Luis Vignolo, que ha cuidado estas páginas como propias.

A la generación que representan mis hijos Wilson y Sofía. Que sea custodia de la me-moria colectiva para muchas generaciones por delante.

Este Cuaderno del Instituto Cuesta Duarte sigue el hilo de la charla que me han invita-do a ofrecer. El texto se extiende en algunos aspectos que la falta de tiempo haría impo-sible incluir en una exposición oral. A la vez, es el embrión de un libro que planeo pu-blicar el año próximo. En él profundizaré los temas del exilio, del Plan Cóndor, y daré a conocer datos y documentos inéditos.

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INDICE

Capítulo 1 - A las 5 de la tarde (La huelga general contra el golpe de es-

tado del 73).

Capítulo 2- Primero indicios del Cóndor (Comienzo del exilio en Buenos

Aires).

Capitulo 3 - El año del Cóndor (Primera Parte)(El Toba y Zelmar. White-

law, Barredo y Liberoff).

Capitulo 4 - El año del Cóndor (Segunda Parte)(Torres, Agelelli, Letelier y

Jango Goulart).

Capitulo 5 - SAN ROMERO DE AMÉRICA.

Capitulo 6 - 2 muertes dudosas: Roldos y Torrijos.

Capitulo 7 - El Exilio y la CNT.

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1. A las cinco de la tarde

La Huelga General contra el Golpe de Estado del 73

Mi primer exilio fue muy breve y terminó cuando regresé a Montevideo para sumarme a la marcha en apoyo a la Huelga General de la CNT (Convención Nacional de Trabaja-dores) contra el Golpe de Estado. El Frente Amplio y el Partido Nacional convocaban a la manifestación del 9 de julio de 1973 y así constaba en los volantes de la época. En esos impresos que invitaban a la marcha figuraban tanto la CNT como el Partido Nacio-nal y el Frente Amplio.

Por entonces yo llevaba pocos días de reencuentro con mis padres, ya exiliados en Bue-nos Aires. Nos visitaba Alfredo Arocena, un gran amigo, gerente de Dodero Hermanos, la empresa que administraba el Vapor de la Carrera. Contó el clima de efervescencia que vivían los jóvenes wilsonistas del Partido Nacional, juntando alimentos no perecederos para las fábricas ocupadas, en las coordinadoras nacionalistas.

Era el 8 de julio. Ya se sabía que al otro día, «a las cinco de la tarde», sería la marcha en apoyo a la CNT. Mientras Alfredo hablaba de sus preparativos para regresar a Montevi-deo, Wilson lo interrumpió. No sé qué leyó el viejo en mi expresión, pero me dijo: «¿Querés ir?». Mamá casi se muere. Papá entró a mi cuarto, puso tres pilchas locas en un bolso y casi queriendo aparentar que tomaba distancia del tema, me dijo: «Bueno, andá. Después contanos todo». Volví con Arocena en el Vapor de la Carrera. Este tipo de situación se dio mucho en el exilio. Nunca dejaré de agradecérselo, sobre todo desde que no está. Y así marche a la manifestación del 9 de julio.

En el barco, no pegué un ojo en toda la noche. Empecé a repasar los últimos días y los antecedentes del Golpe en los meses y años anteriores.

Recordé la denuncia del Plan 30 Horas. La amenaza de invasión a Uruguay que la dic-tadura militar brasileña había elaborado ya en 1964, y que se manejó como opción, por ejemplo, para el caso de un hipotético triunfo electoral del Frente Amplio en las elec-ciones del 71. Recordé no menos el fraude electoral de noviembre de 1971, por el que se le impidió a Wilson Ferreira llegar a la presidencia del Uruguay. Ambos hechos, el Plan 30 Horas y el fraude electoral, fueron antecedentes fundamentales del Golpe del 73. La denuncia del plan de invasión brasileña había sido difundida en la prensa por el diario La Idea y el célebre semanario Marcha. Incluso hubo preparativos de resistencia armada. Años después, los documentos norteamericanos desclasificados revelaron que el gobierno de Estados Unidos estaba al tanto de la eventual invasión brasileña. Por su parte, el fraude electoral fue denunciado no solo por Wilson y el Partido Nacional. «La estafa del siglo», tituló el semanario Marcha de Carlos Quijano, refiriéndose a las ma-niobras que adulteraron la elección. Oscar Bruschera, el historiador, diputado y funda-dor del Frente Amplio, escribió: «En las elecciones de 1971, merced al fraude, triunfó el Partido Colorado y con él el pachequismo reeleccionista».

No sabíamos por entonces que el mismísimo presidente de Estados Unidos, Richard Ni-xon, le había reconocido el fraude al primer ministro británico, Edward Heath, en una reunión de diciembre de 1971. El informe de la reunión lo elaboró y firmó nada menos que Henry Kissinger. En él se relata que Edward Heath le preguntó a Nixon por Cuba. La respuesta del presidente norteamericano fue:

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El hombre, Castro, es un radical […] muy radical incluso para Allende y los peruanos. Nuestra posición es respaldada por Brasil, que es después de todo la llave del futuro. Los brasileños ayudaron a manipular las elecciones uruguayas. Chile es otro caso[…] Hay fuerzas que están actuando, las cuales nosotros no desalentamos…

La misma dictadura militar brasileña, que manejaba la hipótesis de invasión con el Plan 30 Horas, fue la que supervisó la maniobra del fraude electoral.

Recordé también el atentado contra Seregni durante la campaña del 71, así como el atentado a balazos contra el domicilio de Wilson, entre tantos episodios de violencia que anticiparon el Golpe.

Por denunciar estas cosas, muchos nos criticaron duramente. Nos atribuían «delirios de derrota», pero allí están disponibles los documentos desclasificados por el propio De-partamento de Estado de los Estados Unidos. El régimen político de nacimiento espurio que emergió de aquellos hechos le había pegado varios tiros en el pecho a la democra-cia. El del 27 de junio fue solo el golpe de gracia.

Ya a mediados de junio, que el Golpe se daría no era misterio para nadie. Pero aunque se acercaba su consumación y había conciencia de ello, faltaba la sensación de inminen-cia. Todavía pesaba en muchos la impresión de que «acá en Uruguay no», «todavía po-demos frenarlo» y «hay que ganar tiempo».

El fin de semana previo al Golpe, el movimiento Por la Patria, que Wilson lideraba, hizo una gira por Maldonado. Todas las señales eran duras. Durante el acto en la plaza, gru-pos de la JUP comenzaron a tirar piedras, a metros de la Jefatura y de un cordón policial que no solo no los detenía, sino que parecía estar cuidándolos. Ahí, con 20 ilusos años, increpé a la policía y fui preso por segunda vez. Antes me habían detenido, en enero, en el cumpleaños de mi viejo, celebrado con una multitud frente a su casa, y reprimido con gases y agua de carros hidrantes, los llamados popularmente «guanacos». Justo hablaba Wilson mientras yo marchaba. Rezaba para que me viera. Y me vio. Para mi sorpresa, confieso, dijo: «Se llevan preso a mi hijo. Déjenlo, así se va acostumbran-do». Más adelante me sentí orgulloso del episodio. En ese momento pensé: «Con ami-gos como este…». El diputado Galán, a las dos horas, logró que me liberaran.

Hubo una cena en Pan de Azúcar, donde una persona advirtió que el Golpe era ya un hecho. Lo tremendo fue cuando se identificó: era el jefe de la base naval de Laguna del Sauce. Nos despedimos porque el viejo quería tomarse un par de días para pensar. Yo regresé con Horacio Polla, un hombre poco reconocido que desde ese día hasta la tran-sición a la democracia no dejó de hacer algo, cada día de su vida, contra la dictadura.

Cuando llegué al apartamento donde vivíamos, había una esquela del capitán Bernardo Piñeyrúa. Necesitaba contactarse con urgencia. De madrugada me dijo que tenía que hablar con Wilson porque ya el Golpe estaba decidido. Era el lunes 26 de junio. Que-damos en tener una reunión en el estudio de un militar amigo. No deja de ser elocuente que aun la gente más informada y consciente de que se había decidido el Golpe, no lle-gaba a asumir que quedaban pocas horas antes del atentado contra la democracia.

Mientras se discutía el desafuero y el juicio político al senador Enrique Erro, este estaba en Buenos Aires, invitado por las juventudes peronistas. Se corría la voz de que a su re-greso iría preso. Eso sería el Golpe. Ignorar los fueron de un legislador.

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Llegué a casa y me encontré con los viejos. En plena carretera, dieron vuelta; algo le dijo a papá que no era momento de pensar sino de actuar. Rápidamente, llamó al Gral. Seregni. Ambos coincidían en detener a Erro para que no volviera, y así ganar tiempo. También ambos creían que la persona adecuada para la misión era Zelmar Michelini. La idea era que Zelmar viajara a Buenos Aires y convenciera a Erro de no volver todavía. No dudo de que tanto Wilson como Seregni tuvieran la voluntad de proteger a Zelmar… Creían que le salvaban la vida…

Zelmar estuvo en casa a media mañana. Habló con papá y se contactó con Seregni. Nos abrazamos fuerte. Yo por lo menos creí que nos veríamos pronto, pero no que sería ya en el exilio. Creo que Wilson sí.

Llegamos al Palacio. Wilson entró en contacto con Arismendi y el Ñato Rodríguez, por quienes se enteró de que se estaba preparando la Huelga General. Empezó a organizar sus pasos posteriores al Golpe. Cada vez era más obvio que todo sería esa noche.

Ricardo Vidal Aradas llegó enseguida luego de que Wilson lo llamara. Organizó todo para sacarlo en una pequeña embarcación desde el Buceo. Me mandó decirle a Héctor Gutiérrez Ruiz, Toba, que se fuera a Buenos Aires.

El despacho de Toba, presidente de la Cámara de Diputados, hacía cruz con la sala Ver-de, el despacho de Wilson. Toba estaba muy sereno y optimista. Es más, llamó a un mi-litar con quien tenía buen diálogo y que renegaba de los rumores. Horas más tarde, ese mismo brigadier firmó la disolución del Parlamento. No sé si lo engañó. No fueron los militares quienes presionaron a Bordaberry. En ese momento fue al revés.

Wilson cruzó y le pidió a Toba que se fuera. Lo hizo del Palacio, pero no del país. Se ocultó. Días después, con la ayuda del propio Alfredo Arocena —el mismo que me trae-ría días más tarde de regreso— salió escondido en el Vapor de la noche.

Yo iba y venía haciendo mandados. Sabía poco sobre los planes de los viejos. Mamá quería seguir los mismos pasos de papá y no separarse de él.

Sesionaba el Senado. Se acordó esperar un par de horas para una sesión de despedida. Durante todo el día papá guardó un inhabitual silencio.

Fuimos los tres —mamá no se separó ni un segundo— a un acto preprogramado de una coordinadora nacionalista, en el cine Grand Prix. Me di cuenta de algo que nunca había pasado: que él pensara en voz alta y contara lo que iba a decir. Siempre pensaba en si-lencio.

Recordaría seguramente que su iniciación en la militancia política fue luchando contra la dictadura de Terra. Cómo no voy a creer que el exilio que le esperaba estuviera en su mente… Hacía apenas tres semanas habían estado de visita los parientes Aldunate, des-de México. Todos ellos navarros exiliados en México desde que la República perdió la Guerra Civil española. Eran los «exiliados» de la familia… En el 75 nos recibirán en su casa mexicana.

Seguro que todas estas cosas pasaban por la mente de Wilson durante esos prolongados e inusuales silencios, cuando íbamos hacia el cine Grand Prix. Sobre su discurso, en la que se despidió de sus militantes, se ha escrito mucho. Se han sacado frases de contexto, tratando de poner a Wilson equidistante entre los dictadores y la izquierda. Él ya había

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comprometido su apoyo a la CNT, lo que la militancia recibió como algo natural. En el acto, se despidió, y los jóvenes lo acompañaron hasta el auto, con lágrimas. Regresamos en silencio.

En el Senado, pronunció su célebre discurso de despedida, el que de tanto en tanto lee-mos en documentales y vemos en periodísticos de la televisión. Luego salimos, la ju-ventud congregada nos acompañaba vivando a Wilson. Al llegar a la puerta del Palacio, la mano de un hombre uniformado tomó su brazo derecho. Pudo haber pasado cualquier cosa… Era el policía de todos los días, que le dijo: «Mi casa es pobre, pero allí no lo irán a buscar».

Como estaba combinado, Wilson se fue por un costado del edificio, y un amigo lo sacó en un auto desconocido. Los jóvenes siguieron alrededor de Enrique Cadenas y de mí, que subimos al Ford Escort de Wilson. Se nos siguió… En la Rambla nos detuvieron y sometieron a una espera, hasta la salida del sol, con las manos en la cabeza. Nos pregun-taban dónde estaba mi padre, lo que por cierto yo no sabía.

Me escondí unos días en lo de un amigo insospechable. Hasta que días después fui a Buenos Aires, al hotel donde íbamos con los viejos. Allí los encontré…, pero además ahí, de casualidad, unos días antes se habían reencontrado mis padres con el Toba y Juan Carlos Furest.

Recién entonces supe que el operativo del Buceo no había funcionado por el cierre del puerto. En un episodio épico, que obvio en honor a la brevedad, se escondió en Punta del Este viejo, donde hoy está la Constructora Norte. Desde allí, en un vuelo que decla-raba no llevar pasajeros, tomaron un avión en movimiento. Se tiraron en el piso de la aeronave. Mamá se lastimó un poco, pero conservó el recuerdo de su cicatriz; el viejo le dijo la frase que Roy Berocay inmortalizó en El Uruguay de las cercanías: «No podrás negar que no te he dado una vida aburrida». Desde el Vapor de la Carrera, al amanecer, comencé a divisar el Cerro de Montevideo cuando no había terminado de hilvanar mis recuerdos. Gracias a ese gran amigo que fue mi viejo, pude estar en un día de la historia del Uruguay: la manifestación del 9 de julio.

Rubén Castillo, poco recordado —país ingrato este, en sus memorias, a veces— hizo una hazaña que muchos jóvenes desconocen: usó todas las tandas de Radio Sarandí para leer una estrofa de la poesía de Federico García Lorca, Llanto por Ignacio Sánchez Me-jías,, repitiendo el verso «A las cinco de la tarde», sin violar las normas de la censura. Violó las leyes del miedo, que lo habrá tenido, porque, como solía decir Mons. Romero: «El problema no es tener miedo, sino ser su prisionero».

A la hora que en Uruguay inmortalizaron García Lorca y Rubén Castillo, yo creía que la marcha había fracasado. No se veía en 18 de Julio más gente que la habitual. Pero a la hora en punto, a la cinco de la tarde, nuestra principal avenida era un mar humano. La gente se había ocultado en comercios y galerías para evitar la presión previa. No había visto nada igual…

La represión no se hizo esperar. A mí no me lastimaron, pero sí a compañeros y compa-ñeras muy cercanos. Nos golpeaban y nos tiraban al piso con los fuertes chorros de agua que lanzaban los «guanacos». Sin embargo, nos volvíamos a levantar. Lo que más re-cuerdo es que tuve miedo, pero sentía el apoyo del miedo y de la esperanza que me

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trasmitían todos los demás. Y así, sintiéndonos acompañados, volvíamos a levantarnos, confiando en la movilización popular.

Seregni cayó preso por primera vez. La Huelga General aguantó lo que pudo. Comenzó otra etapa, del 73 al 75. Los viejos, en el exilio; yo, en Montevideo, y visitándolos. Por cada viaje a Buenos Aires, me esperó una detención al regreso a Montevideo. Como me enseñó más adelante Mons. Romero, solo hay que tener miedo al miedo que paraliza.

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2. Primeros indicios del Cóndor

Comienzo del exilio en Buenos Aires

El reencuentro en Buenos Aires fue rápido. Fui al Hotel Carsson, donde me llevaban cada tanto de paseo. Papá y mamá estaban allí junto con el Toba y Furest. Ya sabían que Zelmar se alojaba en el Liberty. Aunque todos preveíamos el inicio de una larga no-che… actuábamos como si el regreso fuese cosa de días. El paso de mudarse de los ho-teles a pequeños apartamentos daría más comodidades, pero era resignarse de a poco al exilio.

Durante los días en el hotel, recibimos visitas de personalidades del gobierno peronista, desde el ministro del Interior, Esteban Righi, al vicepresidente Solano Lima. En la Casa Rosada nos recibió el presidente Cámpora. Argentina vivía una verdadera primavera democrática. Menos de tres años después, fue el cruel trampero de muerte que Wilson le describió a Carlos Quijano en su primera carta escrita tras salir de Argentina, sobre la que ya hablaré.

Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero, un radical y un peronista, iban casi todos los días al Hotel Carsson. Fueron los mismos que nos ayudaron en las duras y que luego nos reci-bieron con los brazos abiertos en el renacer democrático. De todos modos, ya empeza-ban a actuar grupos paramilitares sin control del gobierno. Teníamos ya la señal del ase-sinato del Gral. Prats.

Los uruguayos residentes o exiliados se acercaban siempre. La cita obligatoria era con Toba y Zelmar. También la actriz argentina Thelma Biral, casada con el uruguayo Titino Pedemonti, no solo nos visitaban, hasta nos dieron una oficina en la esquina de Pelle-grini y Córdoba. Hay una foto muy linda de la visita de Consuelo Behrenz. Iba Héctor Martín Sturla, hermano del actual cardenal Sturla.

Iba y venía gente de Montevideo, más la colonia de uruguayos, más otros exiliados lati-noamericanos. Yo no me quedé en Buenos Aires, como he contado, pero iba de visita todo lo que podía.

Ahí fue que papá, ya con apartamento alquilado, colgó en la puerta un aviso: «De 5 a 7 nos juntamos en el Café Tortoni». Allí era la cita diaria, en Avenida de Mayo. Se junta-ban decenas de personas por día. «Hoy creo que los tiras son mayoría», dijo papá un día. Por eso los contactos más delicados no se hacían ahí.

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Visitábamos a Enrique Erro en el Hotel Rex. Un día, Erro habló tanto que no dejó pasar un aviso a Wilson… Había que callar esa boquita. Al salir, el Rex tenía esos ascensores de reja totalmente anticlaustrofobia. Ya bajando, don Enrique se asomó y dijo: «Bueno, Ferreira, acuerdo total». Y papá, que no podía con su humor, me miró y me dijo: «¡¿Qué carajo habremos acordado con Erro…?!». Nobleza obliga, hace pocas semanas, en el Archivo General de la Nación, nos topamos con Mateo Gutiérrez, hijo del Toba —en aquel entonces de 3 años—, y con una carta de Erro a un amigo en común, en la que habla de Wilson con total objetividad y cordialidad de amigos, acerca de coincidencias y diferencias.

El otro personaje que merecía tiempo y especial atención era Hugo Cores, el dirigente sindical y político fundador del PVP (Partido por la Victoria del Pueblo). Empezaron llevándose bien. A pesar de sus diferencias, uno blanco, nacionalista, y el otro anarco-sindicalista, tenían un enemigo común, y nada impidió que planearan acciones conjun-tas con base en la confianza y la amistad personal. En esa época, el PVP no integraba el FA. Esa mezcla explosiva de amistad y coordinación de acciones en resistencia a la dic-tadura, llevó a situaciones que con la perspectiva del tiempo suenan muy graciosas. El propio Hugo Cores narra algunas en sus memorias:

Constantemente recibíamos noticias de gente [del Partido Nacional] que llegaba huyendo de la dictadura uruguaya. Algunas veces concurrimos al Café Tortoni, en Avenida de Mayo, donde estaban, en cierto modo como establecidos, los exiliados wilsonistas. Con-versamos, por primera vez, largo y tendido, con Wilson. En esa y en otras conversaciones que siguieron en Buenos Aires, y después en Londres, París o Ginebra, Wilson Ferreira hablaba con ímpetu contra la dictadura, e inusual franqueza sobre todo lo demás, inclu-yendo las cuestiones internas de su partido. Expresaba su asco profundo a los civiles que habían traicionada la democracia y en especial a los blancos que estaban en eso. Ni hablar de Bordaberry.

En estas conversaciones, Wilson nos propuso realizar un atentado contra un toro de la cabaña del dictador, que iba a ser exhibido y premiado en la Feria de la Asociación Rural. El intento de «toricidio» estuvo a cargo de una pareja de compañeros. Se obtuvieron unas dosis de veneno abundantes y se las preparó para que el animal las ingiriera. Pero no hubo forma de que el distinguido mamífero colaborara en la resistencia democrática. Sa-ciado y lustroso, se mostraba impertérrito ante los visitantes. Durante dos o tres días se esparcieron dosis letales, sin los resultados deseados.

El relato de Cores revela el clima que se vivía. Y da una pista, que explicaremos más adelante, de la relación entre ambos.

Empezaron los contactos con el exilio comunista, aunque recién en el 75 comenzó en forma masiva el exilio del PCU (Partido Comunista del Uruguay) y generalmente, aun-que no siempre, no pasaba por Buenos Aires.

Zelmar y el Toba nunca dejaron de ser los referentes de Wilson, de quienes dependía día a día.

En Montevideo, durante la temporal libertad de Seregni, y a instancias de él, coordiná-bamos acciones no reprimibles. Jornadas de no consumo, apagones voluntarios. Las llamábamos Jornadas de Acción Nacional. Cada tanto, Seregni se reunía con el lideraz-go blanco. A veces en casa del exdiputado Goñi Castelao, del departamento de Flores. Iban a esos encuentros el exdiputado Cacho López Balestra, del departamento de Tacua-rembó, el exsenador Carlos Julio Pereyra, líder del Movimiento Nacional de Rocha, a

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veces el exsenador Dardo Ortiz. La coordinación la realizábamos Oscar Bottinelli, por entonces secretario de Seregni, y yo.

Por eso me costó dejar Uruguay. Seregni fue preso de nuevo. Estuve detenido en la ex Tintorería Biere (donde hoy hay una Piedra de la Memoria), más tiempo del habitual. No me pusieron un dedo encima, pero para ir al baño debía pasar por la sala donde tor-turaban a las mujeres.

Estaba además programando un viaje a Venezuela, a México y a Estados Unidos. Cuan-do me soltaron, me escapé por el Chuy. Creí que volvía, pero no fue así. Menos pude hacerlo el día que elegí para volver, como veremos.

Mamá recordaba el exilio de Buenos Aires como una etapa linda. Quizás porque des-pués que se fue a Europa no volvió a ver a su madre. Yo no recuerdo el exilio en Argen-tina como la mejor de las etapas. Por un lado, por su final trágico…, y por otro lado, estábamos demasiado cerca del Uruguay como para sentirnos exiliados y a la vez muy lejos como para sentirnos libres en la patria.

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3. El Año del Cóndor (primera parte)

El Toba y Zelmar. Whitelaw, Barredo y Liberoff

Como denota el relato, había muchas cosas que no sabíamos y otras que quizás debamos reconocer que nos negamos a ver. Esa curiosa defensa de los seres humanos, que nos hace más vulnerables que los animales. Pero algo yo creía con seguridad: el tiempo de mi exilio había terminado. Como en tantos relatos de esta historia, fue todo muy rápido. Consulté a mis padres, y ante la cara de espanto de mi madre, el viejo dijo: «Hacé el bolso y andá. No demorás en visitarnos». Y se alejó como si nada.

En un par de horas estaba ya en el tren de Pardo, donde vivíamos, en la provincia de Buenos Aires, hacia la capital. De allí me fui directo a lo de Héctor Gutiérrez Ruiz, Toba, donde Matilde me contó que aún estaba en su provisión. Allí llegué en taxi. Lo agarré justito bajando la cortina, con sus colaboradores Schwengel y Barreiro. Se dio tiempo para tomar un café conmigo. Hay dos cosas que Toba siempre tenía: voluntad de abrirse un hueco para dar una mano, y poco tiempo, por todos sus compromisos. Le gustó la idea de mi retorno a Montevideo. Se mostraba siempre muy optimista. Fue un gran dolor saber después que andaba muy preocupado. Lo disimuló muy bien; sabía contagiar optimismo. Me despedí como cualquier día. Quedamos en vernos, de ser po-sible con Zelmar, al otro día, cuando yo planeaba viajar. Me despedí como siempre, como amigo, como hijo de su amigo… Era la última vez que vería a ese gigante del pensamiento nacional y popular uruguayo. Porque eso era el Toba, desde antes de juntar sus esfuerzos con los de Wilson y el movimiento Por la Patria.

Teníamos un apartamento de ambiente y medio en la avenida Corrientes, al que se acce-día por una galería comercial, Corrientes Angosto. Tomé un taxi; quizás, no recuerdo bien, mi primer instinto haya sido ir directo a casa. Pero estaba frente al Hotel Liberty, donde vivía Zelmar. Allí fui. Era tarde, pero Zelmar estaba en una mesita del lobby —el hotel era diferente a lo que es hoy—, tomando un café con su hijo Luis Pedro. Me in-corporé a la reunión por un ratito, cuando su hijo nos dejó hablar mano a mano. Le robé minutos con su hijo, pienso a veces, ahora… Zelmar reaccionó distinto. No. Categóri-camente, creía que no era el momento de volver, aunque estuvo de acuerdo en juntarnos al otro día y de ser posible con el Toba. No me mencionó el secuestro de Barredo y Whitelaw. Pero ya sabía. Fue la única vez que, más allá de que estaba muy cansado, se le veía abatido.

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Un amigo de la vida y, en esos años, compañero de militancia, Carlos Arrosa, viajaba de mañana a Buenos Aires para regresar conmigo. En el aeropuerto nos esperaría el Dr. José Claudio Williman, para no volver así, a lo loco, sin precauciones. Ya era tarde. Era mejor pensar al día siguiente. Pero confieso que nada había cambiado hasta entonces mi decisión de volver.

No recuerdo con precisión la hora, pero serían más de las dos de la madrugada. Golpea-ron mi puerta. Era el hijo mayor del Toba, acompañado por uno de los mejores amigos del Toba, el Dr. Mario Capurro. Venían a decirme que a su padre y amigo lo habían lle-vado preso. La palabra secuestro no nos entraba en la cabeza, a esa altura de las cosas. Dice Mario, en la película Destino final, que a mí me costó reaccionar. Tampoco lo re-cuerdo. Sí me acuerdo de lo que sentí. Aunque en ese momento creo que ninguno quería imaginarse lo peor.

Lo primero que se nos ocurrió fue avisarle enseguida a Zelmar. En el momento de salir, atiné a manotear el pasaporte y una lista de teléfonos y de contactos internacionales que, después de nuestro viaje, habíamos preparado con papá para un caso de emergencia. Aquel, evidentemente, lo era. El pasaporte, ahora sabemos, no tenía vigencia. Recién con los papeles que logró desclasificar Oscar Destouet, nos enteramos de que ya nos habían anulado los pasaportes a Wilson, a Zelmar, al Toba y a mí.

Al llegar al Hotel Liberty, donde creíamos ir en busca de consejo, encontramos el lobby hecho un aquelarre: sillas tiradas por el piso, que el personal del hotel empezaba a poner en orden con rostro acongojado. La recepcionista lloraba sin consuelo: fue la primera en decirnos que se habían llevado a Zelmar. Sus hijos habían sido amenazados a punta de revólver. Casi se llevan a Chicho, el mayor. Era el comienzo, como veríamos, del des-amparo masivo que en pocos días después le describiera Wilson a Carlos Quijano.

Al otro día se llevaron de su casa, San Martín 2610, piso 1, al Dr. Manuel Liberoff. Era dirigente del Partido Comunista. Mis recuerdos se remontaban al programa Conozca su derecho, del conductor Reich Cintas, en la época de la televisión en blanco y negro y de solo cuatro canales. Allí debatía con figuras como el pastor Castro, los padres Spadac-cino y López García, Nelson Pilosof, y otros grandes. Con el tiempo, un argentino dijo haber visto preso a Liberoff en la calle Bacacay, la casa que salió de garantía a la Auto-motora Orletti.

Ignorábamos por entonces, y hasta meses después, que a esa misma hora, a unas diez cuadras de allí, allanaban el anterior domicilio de Wilson, en Suipacha y Sarmiento. Habíamos omitido hacer el trámite de cambio de domicilio que todos los extranjeros debían realizar. Un indefenso y atónito inquilino trataba de explicar su inocencia. No sabía de qué le hablaban. Con el paso del tiempo, en Londres, él mismo hizo el relato.

Desde el Liberty, tras escuchar los cuentos de Zelmar hijo, Chicho, hicimos los prime-ros llamados. En Estados Unidos, a la Dra. Louise Popkin, profesora de la Boston Uni-versity, muy allegada a la familia Michelini. En seguida, al profesor Edy Kaufman. Fue él quien dirigió el enorme operativo internacional que se montó en esos días para tratar de rescatar a Zelmar y al Toba con vida, y luego para sacarnos a papá y a mí de Argenti-na. Era profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, ciudadano israelí nacido en Ar-gentina. Hacía años que vivía en Israel. Como parte de su investigación académica ha-bía escrito la obra Uruguay, del orden civil al gobierno militar. Se había tomado un año

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sabático, en el que había decidido hacer una pasantía en Amnesty para trabajar por los derechos humanos en Uruguay. Había conocido a Toba y a Zelmar en Europa.

Como veremos más adelante, Edy estaba trabajando para que Wilson, Zelmar y el Toba presentaran testimonio en el Comité Fraser —que luego cortará la ayuda militar a Uru-guay—, con el de apoyo de la presidenta de Amnistía Internacional en Estados Unidos, Rose Styron; el director de la WOLA (Oficina en Washington para Asuntos Latinoame-ricanos) y muchos congresistas: Fraser, Koch… Las audiencias se hicieron: las dos si-llas vacías hablaban por sí solas.

Empezaba a amanecer cuando crucé la avenida Corrientes, en la que comenzaban los ruidos y movimientos del nuevo día. Cuando llegué a la puerta del apartamento, a pesar de lo extraño de la hora, me estaba esperando el encargado —como llaman en Buenos Aires a los porteros—, para advertirme que no subiera: «Váyase, que hay gente armada en el piso 13», donde vivíamos.

Inmediatamente nos pusimos a pensar cómo avisarle a Wilson. En La Panchita, el co-mercio del Toba, no había teléfono. Un amigo de visita en Buenos Aires, que quedó en avisarle, no lo había hecho, y además no nos lo había dicho. De modo que nos enterá-bamos tarde de que Wilson no sabía lo que estaba pasando.

Schwengel y Barreiro, junto con Tito Soares de Lima, se ofrecieron para ir de inmediato a verlo. Tomaron un remise, en el que trajeron a Wilson a la capital. Según nos contaron al regreso, no le dieron tiempo ni para tomar un vaso de agua. Lo hicieron subir al coche y le fueron contando todo en el camino. Mamá, siempre previsora, había manoteado los pasaportes.

Mientras Wilson estaba en camino, nos dedicamos fundamentalmente a llamar al exte-rior para denunciar lo que estaba pasando, pidiendo toda la ayuda que se nos pudiera brindar. Al mismo tiempo, tratábamos de encontrar un lugar seguro para llevar a Wilson. Ya llegada la noche, no teníamos novedades. En esas vueltas, Mario Cazurro, el amigo del Toba, me acompañó y ayudó mucho.

El teléfono de la casa del Toba lo habían arrancado sus secuestradores. Un aparato pres-tado por una vecina fue el puente con el mundo. Decenas de llamadas, hechas y recibi-das hacia y desde todos los rincones del planeta, movilizaron la conciencia democrática del mundo. Es muy difícil, para un joven de hoy, entender estas limitaciones del mundo de las comunicaciones internacionales.

Pasó la noche; con el correr de las horas se fueron diluyendo las esperanzas de solucio-nar el tema. Había pasado ya la medianoche cuando, caminado por Barrio Norte con Mario Capurro, decidimos no dormir hasta encontrar un lugar seguro para Wilson. Lle-gamos a una hora inapropiada a lo del boliviano Hugo Navajas, donde se estaba que-dando Albertal, sucesor de Hugo como representante de PNUD (Programa de las Na-ciones Unidas para el Desarrollo) en Uruguay. Aunque el PNUD no puede garantizar la extraterritorialidad, sí asegura protección diplomática por inmunidad de sus titulares. No es un tema jurídico, sino casi de definición civilizatoria. Navajas, dormido ya a esa hora, nos recibió en medio de la noche: «Huelgan los detalles. Vayan a decirle que ven-ga de inmediato a mi casa, que quiero que sea mi huésped». Entre tanto, Wilson andaba con mamá, cambiando de bar en bar cada 20 minutos, por precaución.

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Mientras los esperábamos, Navajas contó algunas anécdotas. Había estado en el mismo cargo que entonces ocupaba, en República Dominicana, en 1965. Una noche, un jeep del ejército rompió el portón y puso a su recaudo al presidente Juan Bosch, durante la invasión estadounidense. Contaba que el soldado que conducía le dijo: «Señor embaja-dor, pongo a su cuidado a la patria». Nos decía que invitó al soldado a quedarse, pero este no quiso. Salió en el mismo jeep. Apenas dejó de la residencia, fue abatido a tiros.

Mis padres no demoraron tanto en llegar, pero la espera se me hizo eterna… Hugo reci-bía a Wilson, al amigo del Toba, por quien sentía un profundo afecto y por quien ya ese día había hecho algunas gestiones. Allí quedó Wilson. Se comunicaba con Alfonsín a través de mí y de mamá.

Con mamá, y las más de las veces con Marcos Gutiérrez, hijo del Toba, hablamos con el nuncio Mons. Pío Laghi. Nos preguntó si las víctimas eran guerrilleros. Ante nuestra negativa, nos dijo: «Nada tienen que temer». Vimos a Perete —años más tarde embaja-dor de Alfonsín en Montevideo—, en su tradicional suite del Hotel Savoy, donde vivía y tenía sus oficinas. Por teléfono, hablamos con Carlos Andrés Pérez, a la sazón presiden-te de Venezuela, donde estaba reunida la Internacional Socialista (socialdemócrata) con cancilleres, activistas, periodistas extranjeros… Nos iba orientando Edy. Con él debía llamar a cobro revertido y variar de cabina.

Alfonsín hizo una serie de consultas, venciendo resistencias de amistades personales que se habían interrumpido por el Golpe. Él narró eso en detalle durante la presentación de mi libro Con la patria en la valija, en octubre del 2000.

Cacho López Ballestra, que también estaba en Argentina con su familia, nos ayudó mu-chísimo desde la primera hora de aquellos amargos días. Cuando Ricardo Balbín viajaba a Caracas, a la reunión ya citada, fuimos al aeropuerto a llevarle una carta de Wilson. Llegamos cuando ya casi embarcaba, en el que sería su primer viaje fuera de Argentina. El taxista no nos cobró el viaje, lo que demuestra dos cosas: nuestra falta de cuidado y la solidaridad protagonista

La tarde siguiente, Alfonsín, en vez de mandarme esquelitas por el Dr. Rulé, como hacía usualmente, me pidió que fuera a verlo. Ya me dio mala espina. Al verlo, no me exten-dió la mano como de costumbre: me apretó con un fuerte abrazo. «Raúl, ¿qué pasa?». Como única respuesta recibí un abrazo interminable. Quise llorar y no pude… «Juan, avisale a Wilson por la familia del Toba. Yo voy al Liberty a hablar con la de Zelmar».

Yo literalmente corrí a ver a Wilson. «Los mataron», le dije. Apenas se repuso, salió ha-cia lo del Toba, que quedaba a muy pocas cuadras. Dejó atrás la protección diplomática, la seguridad, todo. Ni lo pensó. Apenas llegamos a lo del Toba, él se lo comunicó a su familia. Su presencia decía todo. Se abrazaron con Matilde en silencio. No hicieron falta las palabras.

En al auto donde aparecieron muertos estaban también los restos de William Whitelaw y de Rosario Barredo. Hay referencias de que papá ya había estado con ellos. No lo sé con certeza. Seguramente sabía quiénes eran y tenía previsto verlos el 12 de junio. Pertene-cían a un grupo de tupamaros que dejaba la lucha armada y optaba por la acción políti-ca.

Un par de días más tarde, papá referiría el hecho en su célebre carta a Videla:

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Los cuerpos sin vida fueron «encontrados» junto a los de nuestros dos amigos […] Resul-ta evidente que se los mató al solo efecto de hacer aparecer a nuestros dos amigos como vinculados con la guerrilla. Y no sé si esto no es lo más abyecto de todo esto.

Luego que los cuerpos fueron finalmente entregados, lo que no fue ni fácil ni rápido, comenzaron los velatorios. Sin el más mínimo sentido del peligro, con el viejo íbamos en taxi de un velatorio al otro. En una, subimos a un taxi en la puerta de lo del Toba; antes de decirle el destino, el chofer nos miró y dijo: «¿Al otro velatorio?».

Pasado el mediodía, llevaron los restos al puerto, para hacer los trámites que permitieran embarcarlos en el Vapor de la Carrera. Pero otra historia recién empezaba… Subimos al apartamento del Toba y desde la ventana observamos, una vez que se fue la familia, a civiles armados. Philippe Labreveux, un periodista francés, corresponsal de Le Monde, sacó a papá por la cochera, oculto en su automóvil.

En ese momento sonó el teléfono, era Carlos Andrés Pérez. El propio presidente de Ve-nezuela estaba en la línea. «Mire, Ferreira, ya cursé instrucciones cifradas a mi embaja-dor en Buenos Aires, para que los asile a su padre y a usted». Cuando le expliqué lo que ocurría, me dijo: «Espere ahí que ya llamo al embajador Santander para que vaya y los recoja ahora mismo».

El embajador Santander llegó, pero yo me había ido unos minutos antes. El primero en presentarse en la casa del Toba fue el embajador de Austria, Peter Müller, y con él fui a buscar a mi padre, que ya estaba nuevamente en la residencia del PNUD. Müller era un embajador de carrera, que había captado la importancia dada por su gobierno a esta emergencia. Se había enterado de este drama, que todavía le resultaba muy ajeno, así: «Se le invita a recibir en su residencia al Sr. Wilson Ferreira Aldunate y a su hijo Juan Raúl, cuyas vidas están en peligro».

Salimos en su auto a buscar a Wilson, apenas si me despedí. Creí que volvería ensegui-da. Cuando el auto arrancó lentamente, Horacio Terra Gallinal, amigo de todas las ho-ras, pero sobre todo de las más difíciles, golpeó el parabrisas trasero. Me di vuelta para saludarlo. Con dos dedos en sus labios, me tiró un beso a la distancia. Le retribuí y le hice señas de que enseguida volvía. Él meneó la cabeza, diciéndome que no. Recién empecé a darme cuenta de que no regresaría.

Al llegar a la esquina del apartamento que hacía de residencia del PNUD, vimos que la calle estaba cerrada por efectivos militares uniformados. El embajador se identificó. Un oficial le explicó que no podía pasar. Él con gran serenidad, pidió a sus hombres que se apartaran porque iba a pasar de todos modos. Inspiró autoridad; le hicieron caso. Subimos juntos al séptimo piso, donde estaban Hugo Navajas y el viejo.

Tras despedirnos rápidamente, Navajas pidió que ayudáramos a salir de la Argentina a su compatriota Juan José Torres, general y expresidente boliviano. Torres no quiso via-jar. Once días después, lo acribillaban a tiros. Volveré a referirme a él más adelante.

Lo cierto es que tras una emotiva despedida de Navajas, nos fuimos con el embajador Müller a su residencia. A la salida del apartamento, los militares nos vieron irnos sin atinar a hacer nada. Müller nos tenía tomados a cada uno de un brazo.

Todo lo que hizo el embajador para que nos sintiéramos a gusto resultó insuficiente, fueron días muy desgraciados. Papá estaba desconsolado. Se despertaba abruptamente

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durante las noches. De día veíamos mucha televisión, la que papá apagaba bruscamente cada vez que aparecía una escena de violencia. Allí nos llegaron las primeras noticias de Uruguay.

Una multitud asistió a los entierros del Toba y Zelmar en Montevideo. Las autoridades habían dispuesto que se celebraran a la misma hora, para evitar que se congregara de-masiada gente. Mario Heber había ido preso por poner el pabellón patrio sobre el féretro del Toba. A papá le preocupó su prisión, le indignó la irreverencia de la represión, pero el gesto de Mario dibujó la primera sonrisa de ansiada esperanza que recuerdo verle por aquellos días.

Las primeras noticias de mamá no habían sido buenas. Quiso ir a lo de Navajas a buscar las cosas de papá y encontró la puerta forzada, la casa con todo tirado por el piso. ¡La residencia de un representante diplomático! Durante varios días lo dimos por muerto.

No podíamos hablar por teléfono y aunque tampoco podíamos asomarnos a la ventana, lo hacíamos a horas específicas, que le mandábamos decir a mamá, para verla pasar por la vereda de enfrente. A veces pasaba con mi hermano Gonzalo y mi tío Juan Francisco, el hermano de papá. Para matar los nervios, Wilson solía invadir la cocina para prepa-rarle un apfelstrudel al embajador. A mediodía, almorzábamos solos; de noche, cenába-mos con él.

El embajador solía traer un paquete de mamá. Un día, dentro de la encomienda venía la banderita de los Treinta y Tres de la provisión del Toba. Desde la noche del secuestro, había custodia militar en el almacén, durante las 24 horas. Schwengel y Barreiro la desafiaron y engañaron, y arriesgando sus vidas reconquistaron la banderita. «¡Cosa de blancos!», decía Wilson, con orgullo. Habían entrado clandestinos al lugar custodiado y dejaron escrito: «Habrán matado al Toba, pero con su banderita no se quedan». El ban-derín, desde entonces y hasta el día de su muerte, presidió el estar de la casa de mi pa-dre.

En la embajada de Austria, papá escribió la carta a Videla. La cita dice: «… dentro de pocas horas pediré asilo…», pero, en rigor, eso era para proteger la neutralidad de asilo del embajador.

La fiesta nacional argentina del 25 de mayo nos encontró asilados. El embajador Müller aprovechó el Te Deum en la Catedral para hacer los primeros contactos y negociar una rápida salida nuestra. Proponía evitar el trámite de asilo formal, a cambio de un salvo-conducto. Las autoridades argentinas aceptaron y, obviamente, nosotros también. El primer vuelo a Europa era al otro día, por Air France, con destino a París. En él nos fuimos. Años después me enteré de que Air France había ofrecido los pasajes gratis. So-lidaridad de nuevo…

En el aeropuerto, nos llevaron directo al salón VIP, donde solo habían autorizado que estuvieran mamá y mi tío Juan Francisco. También estaba, porque nadie pudo pararlo, ni la dictadura argentina, el Cacho López Balestra. Allí papá tomó un papel y la misma lapicera Parker con su nombre grabado que le acompañó toda la vida y le escribió una nota a Raúl Alfonsín. Se la entregó en mano, porque a los dos minutos Alfonsín, el ya amigo entrañable, había irrumpido en el salón.

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Cuando íbamos a embarcar, un oficial de la Fuerza Aérea informó que Müller no podía ir a la pista. «Ustedes no entienden», decía Wilson, «él es el que me protege de todo ese circo de seguridad». Müller no perdía la calma. «Si deben regresar, los recibiré en mi casa con mucho gusto». Finalmente accedieron y fuimos acompañados solo por él, sin militares.

En la pista nos encontramos con Hugo Navajas, que había debido pedir asilo en la Em-bajada de su país. Un cordón de la Fuerza Aérea Argentina nos rodeaba, fingiendo preo-cupación por nuestra seguridad. Un hombre de overol lo rompió, abrazó a papá y le dijo: «Los argentinos no tenemos nada que ver con lo que ha pasado». Otra vez la soli-daridad… Nunca supimos qué fue de él, ni su nombre, ni nada. Esas eran las cosas que a uno le mantenían viva el alma. Müller subió al avión con nosotros y se despidió cuan-do ya iban a cerrar la puerta.

Cuando la nave tomó vuelo, el comandante dijo todo lo de rutina, altitud, turbulencias, horas de vuelo… y terminó diciendo: «Al señor Wilson Ferreira Aldunate y a su hijo, Air France les da la bienvenida a la libertad». Nos tomamos de la mano, él miró la ven-tanilla; yo, el pasillo, y guardamos un prolongado silencio.

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4. El Año del Cóndor (segunda parte)

Torres, Angelelli, Letelier y Jango Goulart

Las muertes en Buenos Aires marcaron el fin de una etapa y el inicio de una nueva. Es-tuvimos tres noches en París, juntos, el viejo y yo, hasta que nos reunimos con mamá en Bruselas. Durante una de esas primeras tres noches, la del 7 de junio, papá le escribió a Carlos Quijano. Yo no me acordaba de esa carta. La encontramos con Mateo Gutiérrez en el Archivo General de la Nación hace pocos días. Mateo está haciendo una investiga-ción para su futura película sobre Wilson. Yo debía acompañarlo como familiar de Wil-son, para que pudiera acceder a los documentos.

Aunque no recordaba la carta, es obvio que supe de ella, ya que finaliza diciendo: Mi hijo Juan, que está al lado mío, me pide lo asocie al abrazo que le mando a todos uste-des, a la familia entera.

Esas líneas manuscritas con la letra inconfundible de Wilson expresan su angustia por la vida de los compatriotas atrapados en Buenos Aires. Le escribe, al inicio de su exilio europeo, bajo el impacto de los asesinatos del Toba y de Zelmar, a su viejo y querido amigo Quijano, a quien había acompañado en las lejanas épocas de la Agrupación Na-cionalista Demócrata Social, para trasmitirle su preocupación por la supervivencia de cientos de hombres y mujeres comunes desamparados en Buenos Aires. Uruguayos sin acceso a embajadas, ni vínculos internacionales. Dice: «Hay que plantear su caso públi-camente, para ayudarlos».

Tenía razón en preocuparse. Aunque no se conocía formalmente su existencia, aquello era el inicio del Plan Cóndor, que les costaría la libertad y la vida a los uruguayos captu-rados en Argentina y matados allí mismo o en Uruguay, así como de la venta de niños y de la usurpación de otros recién nacidos.

Hace cuarenta años… No fueron doce meses, fueron años. Después de iniciada la tran-sición a la democracia, siguieron apareciendo evidencias de más víctimas uruguayas —el Segundo Vuelo—. Hay antecedentes previos al 76. Hay mucha historia escrita con sangre en la Patria Grande… Pero el 76 fue el año en que el cóndor desplegó sus alas. Y su sombra de impunidad se desplegó desde Estados Unidos a Tierra del Fuego. El cón-dor voló con las alas del águila americana. El ser humano tiene una enorme capacidad de crearse defensas para no ver al peligro, aun cuando este es inminente. Al revés de las fieras, que lo captan con el olfato. El exi-

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lio empezó en junio del 73, en la Argentina de Cámpora, quien luego fuera compañero de exilio.

En setiembre vino el Golpe en Chile. Yo aún andaba en Montevideo. Mamá y papá iban como dos más a las marchas en Argentina. Mamá aún tarareaba: «Vea, vea, vea, qué cosa tan bonita, Allende dio la vida…».

Al año siguiente del Golpe de Pinochet en Chile, en Argentina explotó el vehículo del Gral. Prats. Había sido comandante en jefe del ejército chileno durante el gobierno de Allende. Fuimos a su velatorio, pero no se nos pasaba por la cabeza que nos podía ocu-rrir a nosotros.

Con la muerte de Prats comenzó la macabra costumbre de Pinochet de conmemorar su cruento ascenso al poder con un atentado. Setiembre Negro, así lo llamaban los voceros del régimen. Le tocó a Bernardo Leighton, de la Democracia Cristiana, en Roma. Salvó su vida y la de su esposa milagrosamente. Había sido ministro de tres presidentes de Chile y en el exilio preconizaba la unidad de la oposición chilena.

Era el comienzo operativo de la coordinación represiva entre las dictaduras. Fueron ac-tos de cada dictadura o acordados informalmente entre ellas para asesinar opositores. Trágicas «gauchadas» destinadas a matar personas. Fue en el 76 que nació el Plan Cón-dor como tal. Y se bautizó con sangre. Pienso en las veces que las sombras del cóndor y del águila nos llegaron cerca ese mis-mo año. Pienso en todos los casos que supimos de víctimas conocidas y desconocidas, y en todos los casos de los que ni siquiera supimos.

En el 76, las muertes del Toba Gutiérrez Ruiz, de Zelmar Michelini, de Rosario Barre-do, de William Whitelaw, y la desaparición de Manuel Liberoff, generaron un efecto dominó tremendo. Luego fueron asesinados el expresidente boliviano Gral. Juan José Torres, Mons. Angelelli y el excanciller chileno Orlando Letelier. Todo fue desde el 20 de mayo al 21 de setiembre del mismo año. No lográbamos hacer el duelo por la muerte de un ser querido cuando mataban a otro. A principios de diciembre, murió sospecho-samente el expresidente brasileño João Jango Goulart, también exiliado en Argentina.

Hugo Navajas, de quien papá recibió la primera protección, como hemos visto, al des-pedirnos rumbo a la Embajada de Austria pidió que lleváramos al expresidente de Boli-via, su país, Gral. Juan José Torres. El embajador de Austria estuvo de acuerdo: «Sus invitados son mis invitados». Navajas los contactó por teléfono a Wilson y a Torres. Tras formalizarle la invitación y narrarle los últimos sucesos, Torres no vaciló en agra-decer, pero declinó: «A mí me van a respetar por ser militar». A los once días llegába-mos a París, tras unos días de espera por el salvoconducto. En el mismo aeropuerto, nos alcanzaron una esquela: «Acaban de acribillar a balazos al general Torres, bajo un puen-te, en Buenos Aires». Lo mataron el 5 de junio de 1976. Papá llevó esa carga toda su vida. «Podríamos haberlo convencido». Yo aún llevo esa carga en mi mochila…

Estuvimos tres días en París, esperando a mamá, que había viajado a Montevideo a des-pedirse de mi abuela, a quien ya no vería más en su vida. El viejo se fue por unas horas a Bruselas, antes de que llegara mamá. Empezaba un largo peregrinar por Europa, sin domicilio fijo… Faltaba todavía saber dónde se establecería cada uno.

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Yo recibí a mamá llegada de Uruguay, para luego ir corriendo a la estación de tren. De Bruselas a Londres, de Londres a Washington, donde se realizarían las audiencias ante el Congreso, que terminaron logrando, contra la voluntad del propio gobierno de Esta-dos Unidos, que se cortara la ayuda militar a Uruguay.

Recuperar memoria es el objetivo… Se recuerda mucho el discurso de Wilson en el Congreso. Es más, figura en el expediente del juicio de los familiares de Michelini y Gutiérrez Ruiz contra Bordaberry, Blanco y otros. El discurso hizo historia. Pero sería injusto olvidar dos testimonios claves: las sillas vacías de los otros dos expositores: Toba y Zelmar. El Departamento de Estado había demorado sus visas, pero eso no les impidió estar: los mataron antes. Esas dos sillas vacías fueron más elocuentes que todos los discursos de Wilson juntos. Es la parte no narrada de la historia. Cuando papá debió fijar domicilio, pensó en Londres. Decía que era porque allí los po-licías (bobbies) no usaban revólver —el humor era natural en él en tiempos normales; en momentos de crisis, un recurso—. Qué época… Seguro que la verdadera razón era estar en la ciudad sede de Amnistía Internacional, y donde vivía Edy Kaufman, el en-cargado de nuestro rescate.

Ya en el aeropuerto, me pregunté qué iba a hacer en Londres… Antes de las tragedias que nos hicieron huir de Buenos Aires, habíamos hablado de tener una presencia per-manente, un lobby, para llamarlo por su nombre, en la misma capital del imperio. Y ante una nueva sorpresa de mamá, que nos llamaba etéreos, en un episodio muy parecido a mi regreso a Montevideo en el 73 para la marcha del 9 de julio, papá me dijo: «Queda-te».

Recuerdo el reproche de mamá: «Etéreos, ¿adónde va a ir a vivir?». Papá sacó 60 dóla-res de su bolsillo y me dijo: «Chau, mi viejo». Mamá no lloraba, pero miraba con triste-za y un poco de reproche. A lo mejor, pienso ahora, de viejo, había en mi decisión algo de no querer ser solo «el hijo de Wilson», sino probarme en un territorio, convengamos, tan complejo.

No habíamos tenido todavía noticias unos de los otros cuando salió en la prensa interna-cional la muerte, en un accidente automovilístico, de Mons. Angelelli. Empezaba el efecto dominó inmediato. Lamentablemente, el Plan Cóndor siguió por años… No ha-bíamos ni empezado a asumir las muertes de Zelmar y del Toba… y luego las de White-law y de Barredo. Y no salíamos del shock de la del Gral. Torres, a quien, quizás, pudi-mos haber salvado…

Nunca llegamos a estar con Mons. Angelelli en Argentina. Pero 24 horas después de estar en la Embajada, salió en los diarios de aquel país, y ni siquiera en los más impor-tantes: «El obispo de la Rioja, Mons. Enrique Ángel Angelelli, denuncia que uruguayos y argentinos colaboran en crímenes contra exiliados». Primera voz de la Iglesia argenti-na que resonó sobre el tema.

Curiosamente, en Buenos Aires leímos la noticia en inglés, en el Buenos Aires Herald, cuyo director, poco tiempo después debió exiliarse. Se dijo que Angelelli había sufrido un accidente. Todos pensamos: «Lo mataron». No sé si era una convicción o una expre-sión del escepticismo que generaba la muerte de cualquier voz a favor de la vida.

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El actual Papa Francisco desclasificó documentos de la Santa Sede, allí surgió que An-gelelli murió asesinado y que la pruebas del crimen fueron ocultadas. Pasaron casi cua-tro décadas… El 24 de octubre de 2015, Francisco beatificó a Mons. Angelelli, su com-patriota.

Yo no tenía aún un teléfono donde comunicarme con mis padres. Como una bendición, a los tres días llegó un sobre a la casa del Rev. Joe Eldridge, hasta hoy uno de los ami-gos de la vida de mayor influencia en mí. En su casa me alojé de emergencia. Dentro del sobre, una foto de papá y yo saliendo de la Casa de Gobierno, el día de la muerte de los comunistas de la Seccional 20 del Partido Comunista. En esa foto, yo tenía 19 años. A esa edad, los padres tratan de que sus hijos vayan a clases. Papá, en cambio, me saca-ba de clases. Cuando los tupas liberaron a Bardesio, cuando pasaba algo como ese 17 de abril… Me fue a buscar al colegio. Me llevó a la reunión con Bordaberry, de la cual se fue sin estrecharle la mano. Y desde allí fuimos a la Seccional 20, donde, por primera vez, vi gente muerta. También recuerdo ver al Toba, a Wilson, a Zelmar, a Arismendi… conversando, preocupados. Solo tres días antes, la llegada a tiempo del Toba al Comité Central del Partido Comunista, en la calle Sierra, había salvado decenas de vidas y evi-tado una tragedia. Es impresionante el relato de ese episodio hecho por Lilián Kechi-chián, quien por entonces militaba en la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas).

¿Por qué me fue a buscar al Colegio Seminario?, ¿por qué me llevó a la reunión, y luego a la Seccional 20? Lo más raro: la foto a la que hago referencia había salido en el matu-tino Ahora, ¿qué hacía el original en su bolso, en Londres, cuando habíamos salido casi con lo imprescindible?

Abrí la primera carta en Londres. Dentro estaba el original de la foto, nosotros saliendo de Casa de Gobierno. Una foto triste, a la que la dedicatoria transformaba en esperanza-dora: «No hay camino difícil con buen compañero, Londres 1976». Si las fotos tienen alma, esta es una. Me ha acompañado desde entonces hasta ahora.

Mientras Eldridge buscaba financiación para que yo trabajara en la WOLA, el actual embajador de Chile en Washington y excanciller Juan Gabriel Valdez, hijo de Gabriel Valdez, también excanciller de Chile, me presentó a Orlando Letelier. Este aceptó lle-varme a su oficina como interno hasta que saliera lo de la WOLA.

Orlando Letelier, además de exministro de Defensa y de Relaciones Exteriores, y exem-bajador en Washington durante el gobierno de Allende, era un factor de unidad del exi-lio y de los partidos en Chile. Era, después del Golpe, como un embajador paralelo. Los 18 de setiembre, Día Nacional de Chile, hacia su contrafiesta, a la que iban senadores, diputados, como Ortiz Mena, mexicano entonces presidente del BID (Banco Interameri-cano de Desarrollo). Allí fue que me dijo, en su casa, tras bailar la cueca con Isabel Margarita, su esposa, que empezara al día siguiente a trabajar con él. El 21, Orlando no llegaba a la oficina… Un grito de horror subió las escaleras del edificio en el 1901 Q Street NW de Washington, el Instituto de Ciencias Políticas. Una bomba había estallado en el auto, en Sheridan Circle, a pocas cuadras, frente a la Embajada de Chile. Tres días trabajé con él. Pero eso es lo de menos, lo mío es lo de menos, aunque es lo que recuer-do: «No hay escape», pensé. Es egoísta reconocerlo, pero antes de asumir su muerte sentí mucho miedo. Con él había muerto su secretaria, Ronni Moffitt.

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El funeral estaba encabezado por una camioneta pick up, donde Joan Baez cantaba No nos moverán. Mucha gente se acercaba a mí para invitarme a sus casas.

Hace unos años…, cuando la WOLA cumplió cuarenta años, en Washington, un matri-monio se me acercó para saber si me acordaba de ellos. No los ubicaba, hasta que me dijeron que la noche del entierro de Orlando me habían llevado a su casa. Luego me «adoptó» Rose Styron, esposa del escritor William Styron, autor de La elección de So-fía. Siempre el Cóndor sembraba horror y nosotros cosechábamos solidaridad. La parte nunca contada de la tragedia: la solidaridad. Y más aún la anónima.

Años después, Enrique Rodríguez Larreta, que había estado en Argentina, en la Auto-motora Orletti, pero su hijo había quedado detenido, llegó a Washington. Se quedó en casa mucho tiempo… Denunció los secuestros en Estados Unidos. Entre ellos, estaba el de una vieja amiga de la familia, Ana Inés Cuadros, que sobrevivió, y a la que vemos de tanto en tanto en actividades de derechos humanos.

A principios de diciembre, recibimos la noticia de la muerte de Jango Goulart, expresi-dente de Brasil. Estaba exiliado en Argentina. Muchos historiadores y politólogos ase-guran hoy que Jango murió por causa del Plan Cóndor. Exiliado en Uruguay después del Golpe, en el 73 fue invitado por el presidente Perón a residir en Argentina. Vista las nuevas condiciones de Uruguay, donde se le había recibido como uno de los suyos, aceptó la invitación. Zafó de un atentado del Escuadrón de la Muerte. Se mudó al muni-cipio de Mercedes (Argentina), donde el 6 de diciembre del 76, a fines del Año del Cóndor, murió de un supuesto paro cardíaco. Con el tiempo, el exgobernador de Río Grande (Brasil), Leonel Brizola, también exiliado en Uruguay hasta que fuera expulsa-do por la dictadura en 1977, denunció elementos graves en torno a la muerte de Goulart. En efecto, Goulart se había salvado milagrosamente de un atentado de la Triple A para-militar —la Alianza Anticomunista Argentina, dirigida por López Rega, y descontrolada después del Golpe del 76—. Brizola informó que no se permitió una autopsia y que la familia nunca había creído en el infarto. Es más, Brizola, casado con una hermana de Goulart, contó cómo se impidió cualquier elemento objetivo médico que permitiera es-tablecer los motivos de la muerte. Goulart y Brizola, tras años de exilio en Uruguay, te-nían una relación fraternal con Wilson.

Y así fue el 76… Ya hablaremos de Mons. Romero. Años después, él fue quien logró hacerme superar la angustia reprimida del Año del Cóndor.

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5. San Romero de América

El 14 de febrero de 1978, la Universidad de Georgetown le daba un Doctorado Honoris Causa a Mons. Óscar Arnulfo Romero, arzobispo salvadoreño. Como a él no le gustaba dejar su tierra, la ceremonia se hizo en la Catedral de El Salvador.

Yo había viajado al país centroamericano, a pedido de Diego Achard, para realizar una cobertura especial para Canal 13 de México, del que era corresponsal en Washington. La nota incluía un reportaje a Romero. Claro que le pasé el aviso de que trabajaba en la WOLA, una institución de derechos humanos que él quería muy especialmente. Heather Foote era la encargada de seguir los temas salvadoreños.

Recuerdo lo que dijo y reiteró ante cámaras, pero lo que más me impresionó fue verlo en persona. Mirarlo. No por su bien ganada fama internacional, o no solo por eso. Ro-mero hablaba y se paraba el mundo. Ahí estaba, frente a mí. Su sonrisa tímida, su tono de voz, su lenguaje corporal… era la imagen de la humildad. Dicen que lloraba solo… y que hacía llorar al que lo precisaba.

Se lo podía entrevistar por horas y siempre el tiempo resultaba insuficiente para escu-charlo. Ante su respuesta a una pregunta, quedé en silencio, impresionado. Era la bon-dad y el compromiso hecho persona. Respuestas sencillas, cortas. Nunca autorreferen-ciales, salvo cuando decía: «El que toca a uno de los míos, a mí me toca». Suyos eran el clero comprometido, los campesinos, la gente que sufría, los cuerpos anónimos que apa-recían muertos a la vera del camino.

La jornada se diluía, cuando dijo: «Si eres de la WOLA, cenas en casa». Yo no podía casi hablar; raro en mí, convengamos. Me agradeció mucho lo que la WOLA hacía por su gente. Y sin solución de continuidad me dijo: «Tienes un anecdotario gracioso y ha-ces reír con tus cuentos, pero tus ojos ocultan mucho dolor». Me miré en un espejo de realidad. Nunca me había pasado, ni me volvió a ocurrir. Él se paró, me abrazó, y lloré dos años de dolor contenido… Recién ahí me di cuenta de que no había podido hacer el duelo por la tragedia de Buenos Aires. El dolor desgarrador que sentía por los asesinatos de Zelmar y del Toba tuvo un efecto en mí del que hasta ese momento no había sido consciente. Y en los meses siguientes, llegó el torrente de muertes ya narradas. Y no ha-bía podido llorar.

Todas estas memorias, todos estos héroes, son parte de la historia de una América Lati-na que llegará un día a ser completamente libre e independiente. Todo el año 76 estuvo

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signado por las muertes de seres queridos y de personas cercanas. Esa noche dormí en la modesta casa de Mons. Romero, a la que me gusta regresar cada vez que puedo. Sentí mucha paz. La misma paz que procuro alcanzar todas las noches. Quizás me ayude, aun con el paso de los años, que su imagen sonriente en un retrato sea lo último que veo an-tes de apagar la luz de mi cuarto.

Aprendí mucho de él. Enseñaba porque había sabido aprender. Se había ido de San Sal-vador a los 14 años y había regresado ya doctorado en Teología. Fue párroco de Anamo-rós. Con tantos años fuera del país, muchas cosas habían cambiado. Había sido alumno de Giovanni Baptista Montini, futuro Papa Pablo VI, quien no lo abandonó nunca. Pero le faltaba el aprendizaje del sufrimiento de su pueblo, tan lejos de los pasillos vaticanos. Por eso hablaba de su reconversión, que contraponía a la de san Pablo al caer del caba-llo. Lo de Pablo fue un instante, lo suyo fue un proceso, y su maestro fue el sufrimiento de su pueblo. Pero no es este el momento de biografías…

Cuando podía encontrar un pretexto, iba a verlo. Papá lo conoció. Mamá tiene aún hoy su cruz sobre su cama. No es un crucifijo, es una cruz, tiene ofrendas del trabajo y el sudor de la gente trabajadora, no a Cristo crucificado. Decía que la Cruz era importante porque Cristo no seguía en ella, había resucitado. No fueron tantas las veces que lo vi. Nos escribíamos, sí. La intensidad de nuestros encuentros me hizo sentir que más allá de credos religiosos lo suyo conmigo fue un milagro. Lo sentí como un milagro en mi corazón, que sanaba mi alma.

En el año 1980, uruguayos exiliados de distintos partidos opositores a la dictadura pre-paraban el lanzamiento de la Convergencia Democrática en Uruguay, que tendría lugar el 20 de abril en la ONU (Organización de las Naciones Unidas). Participaban en esa experiencia de unidad transversal antidictatorial, los blancos en el exilio, con el apoyo de Wilson como Atilio Scarpa, Sergio Neme, Juan Pedro Eyherachar, Julián Murguía, Diego Achard y yo, junto a socialistas como Joselo Korzeniak, comunistas como el inolvidable Colo Echave, independientes de izquierda como Martínez Moreno, y algún colorado como Justino Zavala. En las reuniones preparatorias y en la redacción del do-cumento original de la Convergencia participó el pastor uruguayo Emilio Castro, secre-tario general del Consejo Mundial de Iglesias, con sede en Ginebra.

Diego Achard organizó el lanzamiento en el salón oficial de prensa de la ONU, con la presencia de líderes mundiales. Por primera vez actuaban juntos los secretarios genera-les de las internacionales Socialista, Liberal y Demócrata Cristiana. Había expresidentes y, sin que lo pudiéramos saber, muchos futuros presidentes. Queríamos que Mons. Ro-mero nos acompañara en el lanzamiento de la Convergencia, junto a otros líderes reli-giosos. Para pedírselo, fuimos a El Salvador con Diego.

El 20 de marzo lo visitamos para comprometerlo a ir el 20 de abril a la ceremonia en la ONU. No nos prometió ir: «No me gusta alejarme de mi gente», pero sí acompañarnos. Nos dio sus bendiciones y entendimos que no viajaría, pero sí que mandaría un mensaje. Al día siguiente, escribió una carta a la Conferencia de Obispos católicos de Uruguay. Está desde entonces bajo su foto en mi cuarto. Pide que nos apoyen en el trabajo de la WOLA por El Salvador. ¿Una señal de que presentía que se iba? Un día le pregunté si tenía miedo. Dijo: «Sí, tengo miedo a la muerte violenta. Pero el miedo no debe dar vergüenza, salvo que uno ceda ante él».

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El 23 de marzo dijo una homilía que estremeció al mundo. Daba la impresión de que sabía que no le quedaba tiempo y echó el resto: «Les suplico, les ruego, les ordeno en el nombre de Dios, QUE CESEN LA REPRESIÓN». Al otro día, frente a su modesta casa en el Hospital de la Providencia, dio misa en la capilla del hospital. Las monjitas a car-go le aconsejaron no hacerlo. Poco después entraron a la capilla sus asesinos. Él lo supo. En su breve homilía dijo: «Un obispo puede morir, pero la Iglesia no. Si muero, resucitaré en el pueblo salvadoreño». Desde el sermón del día anterior, el mundo espe-raba su muerte. Ya había sido nominado para el Premio Nobel de la Paz, aunque dudo de que lo hubiera aceptado. La noticia de su muerte corrió como reguero de pólvora por la comunidad de derechos humanos de Washington. Corrí desde la oficina a Tabor Hou-se, su hogar en DC, a cargo del padre Peter Hinde y la hermana Betty Campbell. Éra-mos una media docena alrededor de la mesa donde se dio misa con pan y vino reales. Como real fue su vida…

Cuando Francisco lo beatificó, me invitó a la ceremonia en El Salvador. Allí viví mo-mentos inolvidables: recuerdos, su vida real. Descubrí entonces que nunca se había po-dido borrar de mi vida. Su vida no se puede resumir en parte de una conferencia, pero sí en la poesía. La escribió un prelado español Pedro Casaldáliga, a quienes muchos lla-man el Obispo de Amerindia:

El Ángel del Señor anunció en la víspera…

El corazón de El Salvador marcaba 24 de marzo y de agonía.

Tú ofrecías el Pan, el Cuerpo Vivo —el triturado cuerpo de tu pueblo—,

su derramada Sangre victoriosa —¡la sangre campesina de tu pueblo en masacre,

que ha de teñir en vinos de alegría la aurora conjurada!—.

El Ángel del Señor anunció en la víspera…

Y el Verbo se hizo muerte, otra vez, en tu muerte;

como se hace muerte, cada día, en la carne desnuda de tu pueblo.

¡Y se hizo vida nueva en nuestra vieja Iglesia!

Estamos otra vez en pie de testimonio,

¡san Romero de América, pastor y mártir nuestro!

Romero de la paz casi imposible en esta tierra en guerra.

Romero en flor morada de la esperanza incólume de todo el continente.

Romero de la Pascua latinoamericana.

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Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa.

Como Jesús, por orden del Imperio.

¡Pobre pastor glorioso, abandonado por tus propios hermanos de báculo y de mesa!

(Las curias no podían entenderte:

ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo.)

Tu pobrerío sí te acompañaba, en desespero fiel,

pastor y rebaño, a un tiempo, de tu misión profética.

El pueblo te hizo santo. La hora de tu pueblo te consagró en el kairós.

Los pobres te enseñaron a leer el Evangelio.

Como un hermano herido por tanta muerte hermana,

tú sabías llorar, solo, en el huerto.

Sabías tener miedo, como un hombre en combate.

¡Pero sabías dar a tu palabra, libre, su timbre de campana!

Y supiste beber el doble cáliz del altar y del pueblo,

con una sola mano consagrada al servicio.

América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini

en la espuma-aureola de sus mares,

en el retablo antiguo de los Andes alertos,

en el dosel airado de todas sus florestas,

en la canción de todos sus caminos,

en el calvario nuevo de todas sus prisiones,

de todas sus trincheras, de todos sus altares…

¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!

San Romero de América, pastor y mártir nuestro:

¡nadie hará callar tu última homilía!

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6. Dos muertes dudosas: Roldós y Torrijos

A fines de los setenta se desarrollaron interesantes procesos políticos populares en dos países latinoamericanos, Ecuador y Panamá, que tuvieron enorme influencia en la soli-daridad con Uruguay, sus exiliados, sus presos políticos y su causa democrática.

En Ecuador, durante la llamada dictablanda, un grupo de coroneles comenzó a pensar en una salida hacia la democracia. El líder populista Assad Bucaram tenía mucho apoyo, pero su eventual triunfo era rechazado por los coroneles que lideraban la transición. Concibieron un método formal para proscribirlo. Reformaron la Constitución estable-ciendo que el presidente debía haber nacido en Ecuador. Eso dejaba fuera a Bucaram. Este decidió impulsar como candidato a su yerno, Jaime Roldós Aguilera, casado con su hija, Martha Bucaram.

Roldós se convirtió en una revelación. Era un hombre joven, de 39 años, con una gran sensibilidad social y enorme respaldo popular; también Martha demostró ser algo más que la hija de Bucaram.

Yo lo había conocido en Washington. El encargado de negocios de Ecuador en Estados Unidos, Horacio Sevilla Borja, era gran admirador suyo. Luego lo visitamos varias ve-ces, tanto Wilson como yo, en Quito. Con Roldós ya en el poder, desde el 10 de agosto del 79, Sevilla Borja pasó a ser una figura clave en política exterior, de corte netamente antiimperialista.

En el año 80, Jaime Roldós llamó a todos los presidentes democráticos y los líderes de-mocráticos de los países de la región bajo dictaduras. Allí se fundó la ALDHU (Asocia-ción Latinoamericana de Derechos Humanos), el brazo de actividad en derechos huma-nos de la democracia en la región. Posteriormente, tras su muerte, hubo gente que la mantuvo, y hasta el día de hoy es una ONG. Es una de las que me propuso para integrar la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo.

La creación, por impulso del gobierno de Ecuador, de la ALDHU fue un hecho histórico en América Latina. Y quizás haya sido la sentencia de muerte de Roldós. Su populari-dad crecía entre los ecuatorianos. Las instituciones funcionaban como en una democra-cia ejemplar. Su esposa se perfilaba como una líder en su misma línea nacional y popu-lar.

El 20 de enero de 1981, Ronald Reagan asumió la presidencia de Estados Unidos. Las relaciones entre los dos países se tensaron mucho. El 24 de mayo, el avión presidencial

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en el que Roldós viajaba junto con su esposa, se estrelló contra el cerro Huayporongo. La investigación fue cuestionada por sus allegados.

Se escribieron docenas de libros y se filmaron documentales. En marzo del 2015, el fis-cal del Estado declaró que el supuesto accidente parecía cada vez más un caso de «eje-cución extrajudicial».

Algo similar ocurrió contemporáneamente con Omar Torrijos, en Panamá. Llegó al po-der tras un Golpe de Estado como jefe de la Guardia Nacional. Sin embargo, rápida-mente realizó cambios que impulsaron una democratización real de su país, superando la falta de vida cívica y la rígida estratificación social del pasado. Ayudó a crear la Fede-ración de Estudiantes Panameños y los alentó a discrepar.

El día después de recuperar mi libertad, en el 84, dije esto mismo en un programa de televisión y se armó un escándalo. Titularon: «Juan Raúl defiende a un dictador». Impe-raba la Guerra Fría. Fuera de ese contexto, nunca llamaría dictador a Torrijos. Alentó la formación de partidos de oposición.

En el 78, Arístides Royo había asumido la presidencia de Panamá, y Torrijos dio un paso al costado, aunque siguió siendo el referente político más importante y el coman-dante de la Guardia Nacional.

Royo nos recibió varias veces, a Diego Achard y a mí. Nos presentó a Torrijos, a quien vimos también en otros lugares del continente. Entre los actos de solidaridad de Royo como jefe de Estado, se destacó la condecoración a Seregni. Imagínense…, un preso político condecorado por un gobierno que mantenía con Uruguay relaciones diplomáti-cas.

Torrijos impulsó las negociaciones con el gobierno norteamericano de Carter para des-colonizar el canal de Panamá a través de un nuevo tratado. Tuve el honor de ser invita-do, junto a Diego Achard y mi viejo, a la toma de posesión del gobierno panameño del locker de Miraflores. Era la primera devolución de una parte del canal.

Wilson escribió lo que fue para él aquel mediodía en que lentamente bajó de la cima del cerro Ancón la bandera estadounidense y se izó la panameña. Esas imágenes no se bo-rran nunca.

En el acto donde estaba el presidente Royo y el vicepresidente Mondale, de Estados Unidos, la silla de Torrijos permaneció vacía. No llegó, mandó un telegrama que decía «¡Viva Panamá Libre!» Firmado: «Desde un lugar del territorio panameño, ciudadano Omar Torrijos Herrera».

Los Tratados del 79 recién terminaron veinte años después, con el control total de la zona por parte de los panameños. Torrijos comenzó el proceso, pero no vio su fin. El avión Twin Otter de la Fuerza Aérea Panameña —el mismo en el que con Diego y Wil-son habíamos viajado para visitar al general en la Isla de Farallón— se estrelló sin dejar sobrevivientes. Las dudas sobre el accidente ganaron enseguida al pueblo panameño. Se sentía a voces el día de su entierro.

Dos años después, me invitaron a hablar frente a su tumba. El rumor popular, murmullo nacional, seguía siendo el mismo. Un lustro después, su hermano Hugo, colaborador cercano del general, entonces diputado, aseguró en el Parlamento estar convencido de

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que no fue un accidente. De los muchos libros escritos, el de Olmedo Peluche aporta pruebas concluyentes y sentencia: «El deceso coincidió con la readecuación de la políti-ca de Estados Unidos hacia América Latina».

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7. El exilio y la CNT

El apoyo del wilsonismo del Partido Nacional a la CNT, en la lucha contra la dictadura, empezó la noche del Golpe. De algún modo, el impulso vino de abajo hacia arriba. Es cierto que el 26 de junio del 73 Wilson había estado hablando del tema con su amigo de la vida y entonces presidente de la CNT, Pepe D’Elía, con Enrique el Ñato Rodríguez y con Rodney Arismendi. Pero anunciado el Golpe y declarada la Huelga con ocupación, los jóvenes blancos salieron a recolectar alimentos no perecederos para llevar a las fá-bricas ocupadas.

Es cierto también que esto respondía a una política muy explicitada por Wilson. El blanco, al sindicato, va como gremialista, no como blanco. Rompió la vieja política tra-dicional de la formación de sindicatos amarillos y paralelos. Cuando llegó la hora del Golpe y el exilio, era conocida su frase: «Un blanco ladrillero, primero debe ser buen ladrillero y luego buen blanco».

Cuando fue ministro de Ganadería y Agricultura, como se llamaba entonces, muchas veces llegó a acuerdos con los gremios. Otras veces no. Fue en aquellos años ya que Wilson decía de Pepe D’Elía: «Lo que se acuerda con él, no necesita firmarse». A partir de su labor en el Ministerio, se hizo amigo de los dirigentes de la CNT vinculados al ramo agropecuario. El representante de los funcionarios del Ministerio era Luis Iguini y el presidente de la Federación Autónoma de la Carne, Sixto Tito Amaro, luego compa-ñero de exilio; ambos fundadores de la CNT.

Con los años, tras el regreso, he tenido la suerte de seguir siendo muy amigo de ambos. El pasado 1 de octubre, en el Teatro el Galpón, compartí el homenaje que se les brindó a los fundadores, por los cincuenta años de la CNT. Allí nos apretamos los tres en un abrazo que resumió todas las emociones.

Con Tito Amaro dimos muchas vueltas por el mundo en actividades de solidaridad, como las Jornadas de la Cultura Uruguaya, las actividades conjuntas en la CDU (Con-vergencia Democrática Uruguaya), que integrábamos uruguayos de los más diversos orígenes y que causó, entre tantas cosas, heridas nunca cicatrizadas entre Wilson y algún dirigente, más adelante importante en la colectividad blanca.

Pero Wilson fue firme en su camino del exilio. Apoyó a la CDU y a la CNT, sin vacila-ciones. Uno de los casetes más hermosos que envió desde el exilio es el que dedica a la

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Convergencia. En el futuro libro lo publicaré, porque no es de los que más se cita e in-voca, y es muy emotivo, muy fuerte.

Pepe D’Elía fue de aquellos uruguayos, que los hubo, como Carlos Julio, como Mena Segarra, que la dictadura no se atrevió a tocar, y pudo quedarse en Uruguay, aprove-chando, como tantos, los pequeños espacios que se abrían a empujones dentro de la «legalidad» vigente en el régimen. Deliberadamente no la llamo cívico-militar como erróneamente se hace. De cívico no tenía nada, civil militar podría ser más adecuado.

Un día, Pepe D’Elía viajó a México invitado a una actividad sindical o académica. En un hecho totalmente insólito, Wilson avisó que viajaría especialmente desde Londres para verlo. Se reunieron en la casa de Carlos Martínez Moreno, en Copilco 300, México DF. Estábamos esperando la llegada de Pepe, los dueños de casa —Carlos Martínez Moreno y su esposa—, Wilson, Diego Achard y yo. Cuando llegó Pepe, presencié uno de los hechos más emotivos de los que tengo recuerdo. Se encontraron cara a cara, pero no se dieron un abrazo, como esperábamos. Se dieron un fuerte apretón de manos y quedaron mirándose a los ojos. A mí se me hizo eterno. El silencio de esos dos gigantes mirándose le daba un especial dramatismo al momento. Ambos comenzaron a no poder disimular la emoción que los embargaba. Sus rostros, sus ojos, los delataban. Wilson, con su característico humor, rompió el silencio diciendo: «Pepe, no te vayas a emocio-nar, que vos sos proletario y yo oligarca». Ahí el abrazo ya fue inevitable, y mis nervios se aflojaron.

No era el encuentro de dos personas unidas por el afecto pero en trincheras distintas; las diferencias ideológicas obvias ni se plantearon. Se habló de lo que los unía. Estábamos en la misma trinchera. Esas coincidencias, ese acuerdo tácito y expreso de cuáles eran los límites y ámbitos para la discrepancia, no se limitaban a conversaciones privadas. Tampoco se daban solo con comunistas y socialistas.

Wilson forjó, ya en Buenos Aires, una relación muy estrecha con Hugo Cores. Hasta alguna conspiración hicieron juntos como el frustrado «toricidio» al que he hecho refe-rencia. Una joya en el recuerdo… Hace un par de años, un amigo integrante del PVP, conversando conmigo en el Bar Facal, me dijo «Hugo Cores nos contaba que Wilson era su amigo». Cuando Hugo encontró su refugio en París, la amistad se cultivó mucho y mi madre se sumó a ella. Cores nos brindó su apoyo de muchas maneras concretas du-rante el exilio. Algún día lo contaré en detalle.

La expresión pública más elocuente la constituyó el acto de la CNT en Bogotá, el 16 de mayo de 1983. Wilson fue uno de los oradores, junto a Tito Amaro y yo. Nos acompa-ñaba Diego Achard. La llegada a Colombia fue motivo de un recibimiento oficial del presidente de la República, Belisario Betancur.

El discurso de Wilson fue uno de los que más recuerdo. Tocó temas políticos que me reservo para el libro próximo. Habló de la Convergencia. Dijo lo que para él significaba hablar por primera vez en un acto junto a su hijo. De muchacho, yo me limitaba a ser el anunciador de los actos.

Faltaban pocos días para el aniversario de los asesinatos del Toba y Zelmar, junto a dos compatriotas, y de la desaparición de Liberoff. Dijo que se sentía acompañados por ellos y agregó: «Me parece que hasta estuvo bien que hubiera cierta justicia en la trage-

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dia, en que cayeran juntos. Hay en esto una hermosa lección de unidad que todos debe-mos preservar». Dijo sentirse acompañado por todos los presos y se refirió especialmen-te al Gral. Seregni, a quien llamó su amigo y adversario. Remató: «Fue mi adversario, quizás lo siga siendo, espero que no».

Pero el tema central del discurso fue la CNT. Lo que venía diciendo a lo largo y ancho del planeta, lo resumió con contundencia esa noche. Manifestó: «Mi orgullo es que esta reunión esté presidida por una bandera que señala la presencia de la CNT de mi país». Agregó: «La CNT es la central única de los trabajadores de mi país. Podrán ilegalizarla, pero nunca borrarla de la vida nacional». Más delante afirmó: «Una democracia no pue-de sobrevivir sin la presencia de un sindicalismo libre». Culminó diciendo:

… uno de los hitos fundamentales en la recuperación democrática en Uruguay ha estado constituido, y de esto hace muy pocos días, por la impresionante demostración de unidad nacional que señaló la conmemoración en Uruguay de la Fiesta de los Trabajadores, el 1.o de mayo. Allí se reunieron todos los uruguayos, atendiendo a la convocatoria de nuestro renaciente movimiento sindical.

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8. La Convergencia hasta el retorno de Wilson

En el 80, la militancia tomó otra fuerza. El exilio era capaz de sacarle jugo a una piedra. La presencia de exiliados alrededor del mundo, de los más diversos orígenes, contribuía a la imagen de un país en diáspora. En los primeros años, tras los golpes de Estado de Chile y Argentina, la atención mundial se centró en la tragedia de estos dos países. Lue-go la propia pequeñez de Uruguay y su consolidada tradición democrática fue su forta-leza en la lucha antidictatorial. Éramos el país con mayor cantidad de presos políticos per cápita del mundo.

No se trataba de competencia por protagonismo de un país primando sobre otro. Era lo-grar salir de la dictadura. Para eso, a veces, además de solidario, era eficaz organizar cosas junto a los compañeros chilenos y argentinos… y paraguayos, también, excesiva-mente olvidados. Jugamos en toda la cancha.

El exilio no se distribuía de forma pareja geográficamente. Había exiliados en países europeos, gente de todos los orígenes políticos. En la Europa Oriental, muchos dirigen-tes históricos de PCU, pero también muchos de sus militantes se habían congregado en México. Muchos tupas en los países escandinavos, extupas en Lyon… En general, fuera donde uno fuera, había gente de todas las tendencias unidas por el afán de aislar la dic-tadura. A veces juntos, a veces cada uno por su lado. Hugo Villar actuaba como secreta-rio del Frente Amplio en el exterior. Wilson tenía, por su propio peso, la representación del Partido Nacional.

Desde México se exportaban modelos de actividades solidarias: las Jornadas de la Cul-tura Uruguaya en el exilio: El Galpón, Camerata… Participaban autoridades universita-rias uruguayas en el exilio como Oscar Maggiolo, exrector de la Universidad de la Re-pública, poetas como Mario Benedetti, cantautores como Numa Moraes, Osiris Rodrí-guez, Alfredo Zitarrosa, el Sabalero… Esas actividades llegaron luego a Europa. En una de ellas participó el cardenal Albino Luciani, un par de meses más tarde convertido en el Papa Juan Pablo I.

Todos los éxitos en golpear y desgastar la dictadura desde el exilio figuran en mi libro Con la patria en la valija. El tema de mi modesto aporte es para qué lo hacíamos, hacia dónde rumbeábamos. Hay que tener en cuenta que en estos años los actos de la CNT en el exilio eran los de mayor contenido de futuro, por su potencial unificador.

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El 80 venía movido, aunque al empezar el año no esperábamos la derrota de la dictadura en el plebiscito de noviembre. El 19 de abril se fundó la Convergencia Democrática. Originalmente, sería un grupo integrado por gente de diversos sectores de la vida nacio-nal y de diversos orígenes políticos. Luego, las cosas tomaron vida propia… A instan-cias de Wilson y de algunos dirigentes de izquierda, pesó más el respaldo y la represen-tatividad política.

La CDU implicaba dejar la WOLA, mi hogar y trinchera al mismo tiempo. No fue fácil. Su director de entonces, Joe Eldridge, nos acompañó en el acto fundacional y me ha se-guido acompañado hasta hoy en todos los pasos de mi vida.

El grupo quedó conformado por Luis Echave (Partido Comunista); Dr. José Korzeniak (Partido Socialista); Carlos Martínez Moreno (escritor independiente, exiliado por ser defensor e íntimo amigo de Seregni); Justino Zavala (Partido Colorado), Juan Pedro Eyherachar y luego Atilio Scarpa, dirigentes de Canelones y de la lista 800 de Montevi-deo (Partido Nacional), respectivamente, Diego Achard, por entonces secretario y con-sejero político de Wilson, y yo. El secretario general fue Martínez Moreno; el secretario ejecutivo, Justino Zabala.

Nació en México, en un acto donde estaba presente la colonia uruguaya junto a líderes europeos, de Estados Unidos y de toda América Latina. Estuvo presente el expresidente argentino Héctor Cámpora, recién llegado al exilio, muy enfermo de cáncer, después de permanecer más de tres años asilado en la embajada de México en Argentina, lo que le costó la vida. La partida de nacimiento de la Convergencia se dio en el salón oficial de prensa de la ONU, prestado por el flamante gobierno revolucionario de Nicaragua al que, por entonces, todos los partidos políticos uruguayos apoyaban. No estuvo Mons. Romero. Lo habían matado el 23 de marzo, pocos días después de que lo invitáramos con Diego.

El acto en la ONU rompió todos los esquemas. La diversidad y amplitud de los partici-pantes, tanto por sus orígenes nacionales como por las identidades políticas, fue impac-tante. Al otro día estuvimos en toda la prensa del mundo.

La actividad de la CDU tuvo un cúmulo muy importante de éxitos. Era una suma que multiplicaba. Un proceso de acumulación de fuerzas tremendo. Sus éxitos antidictato-riales ya han sido narrados (ver también CDU una experiencia unitaria). Tuvo dos ca-racterísticas: no solo no sustituyó otras trincheras, sino que además sumó una capaz de movilizar al mundo. La gira por Europa incluyó entrevistas con todos los jefes de Esta-do y de gobierno, y una ponencia ante el Senado español, entre otras actividades.

También fue un elemento de tensión en la relación de Wilson con dirigentes nacionalis-tas en Montevideo. Algunos se quejaron, otros desautorizaban los hechos. Los más be-névolos decían: «Es para el exterior».

Wilson contestó de dos maneras contundentes. Por un lado, en uno de los casetes que enviaba a la militancia en el Uruguay, cuyo original me regaló el periodista Luis Gallo, habló de la Convergencia. Por otro lado, en el famoso y ya citado acto de la CNT en Co-lombia, expuso largamente sobre el significado de la CDU y sobre nuestro trabajo en ella.

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La CDU hizo su aporte. Sumó, y no desplazó esfuerzos. Es más, contribuyó con otros esfuerzos. Recuerdo haber asistido en Barcelona, como presidente de la CDU, a un se-minario del Partido Socialista con Reinaldo Polo Gargano y José Díaz: «Seis tesis sobre el futuro de Uruguay».

Papá, luego de la amistad forjada en Buenos Aires, seguía haciendo picardías con Hugo Cores. No olvidemos, una vez más lo digo, Hugo, dirigente del PVP, era además un im-portante dirigente de la CNT. Se destacó en la huelga bancaria del 68, cuando por pri-mera vez, de muy joven, yo escuché hablar de él. Con el paso de los años, muchos de los actuales dirigentes de PVP me cuentan que cuando se reunían con Hugo en su mo-desto apartamento de París, él les decía: «El tema es que con Wilson somos amigos», y quedaban sorprendidos. Es un cuento que a mamá la pone un poco celosa… Lo llegó a querer mucho. No es el momento, pero tengo el deber de decir algún día todo lo que Hugo hizo por nosotros. Tengo todo documentado. Absolutamente increíble…

Y así se lanzó el año hasta la derrota de la dictadura, en el plebiscito del 80. Y nueva-mente en la elección interna de los partidos, en el 82. Comenzó el conteo regresivo…

La asunción de Alfonsín, en diciembre del 83, nos acercó a la Argentina. El viejo, Diego y yo sabíamos del Operativo Regreso. Mamá, no. Un día, a Pepe Guerra se le escapó y tuvimos que confesárselo.

El 25 de mayo, radicales y peronistas acordaron que en la provincia de Entre Ríos el festejo de la fecha patria argentina se trasladara de la capital provincial a Concordia. Juntos, el gobernador Montiel y el intendente Busti, concertaron que hubiera un único orador: Wilson, en nombre de ambos. Miles de uruguayos viajaron. Wilson publicó, con la firma de ambos, un documento: VOLVEMOS EL 16 [de junio].

Por la noche, con la misma orientación que el manifiesto, pronunció un encendido dis-curso. Ambos textos demuestran que su línea política era clara: no negociar, movilizar al pueblo. Se puede discrepar con esa postura, ese punto de vista. Lo ha hecho con res-peto el presidente Sanguinetti. Y eso no descalifica a ninguno de los dos. Pero decir que la verdadera estrategia de Wilson era negociar a escondidas es una falsedad.

El barco zarpó dejando una multitud con banderas del Partido Nacional y del Frente Amplio. Las voces se iban apagando a la distancia. «Vamos a volver al Uruguay para que vean que este pueblo no cambia de ideas, lleva sus banderas de la libertad.»

Ya saliendo del puerto, un pasacalle se extendió de lado a lado: «¡Buen viaje, Wilson!»; todo en silencio, hasta que una voz lanzó el grito: «¡DIOS TE BENDIGA, WILSON!».

Nadie podía imaginar que hechos políticos posteriores echaran por tierra tantos años de acumulación de fuerzas. Yo tuve mi parte de culpa. Me sigue pesando… Ante los traba-jadores de mi país quiero pedir perdón por haber votado la Ley de Caducidad.

La llegada… es parte de la historia de este país. Todo el mundo recuerda dónde estaba y qué hizo ese día. Desde los helicópteros, pudimos divisar la multitud en Avenida del Libertador. Hoy la ciudad y el país están llenos de monumentos que la recuerdan. Uno dentro del puerto; otro fuera: la Marca de la Memoria; otro, en la Plaza de Flores, el lu-gar donde Wilson dio los primeros abrazos en libertad; en la explanada de la Intenden-cia de Montevideo, un monumento recuerda su primer discurso en libertad; en la plaza

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Isabel la Católica, un monolito recuerda la bienvenida popular, por encima de partidos, cada cual con su bandera…

Aunque la historia tomó otro curso, lo bueno de los sueños inconclusos es intentar reali-zarlos.

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