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ISSN: 2255-5730. Mensual de cultura Segunda época. Abril del 2015 www.elcuadernomensual.es 67 elcuaderno BACIYELMO dossier quijote E. E. Cummings Juan Carlos Gea A. Fernández Mallo Manuel Calvo

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Portada: Manuel Calvo •«Baciyelmo» dossier quijote /«Cervantes y Avellaneda. Tres Quijotes», por Alfonso Martín Jiménez /«Una ráfaga de Quijotes nos acribilla desde el XVIII», por Javier Aparicio Maydeu /«Sobre la casa de Cervantes en Barcelona convertida en colmado», por Jesús Martínez / «Los signos en migración», por Vicente Duque /«Cervantes lector del Quijote», por Emilio Martínez Mata /«Reescrituras del Quijote en el teatro español entre 1900 y 2010», por María Fernández Ferreiro /«Miguel de Cervantes compartió una publicación», por Carmen Morán Rodríguez /«Tras las huellas de don Quijote. Un viaje por los caminos de la Mancha (1988)», por Cees Nooteboom • sesentaynuevepoemas de E.E. Cummings (Barttleby, edición en prensa) / «Pasajes para una fenomenología personal de los videojuegos ( y unas ciertas formas de melancolía), por Juan Carlos Gea Martín • «Implosió (cel·lular). Carte Blanche a Agustín Fernández Mallo», por Agustín Fernández Mallo

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ISSN: 2255-5730. Mensual de cultura Segunda época. Abril del 2015

www.elcuadernomensual.es 67elcuaderno

BACIYELMOdossier quijote

E. E. CummingsJuan Carlos GeaA. Fernández MalloManuel Calvo

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2 elcuaderno Número 67 / Abril del 2015

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ISSN: 2255-5730 D. L. : As-02972/2012

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Coordinación Jaime Priede

Consejo editorial Juan Cueto Álvaro Díaz Huici Jordi Doce Javier García Rodríguez Juan Carlos Gea Elena de Lorenzo Álvarez Helios Pandiella

Corrección Celeste Sánchez Martínez

Diseño gráfico Pandiella y Ocio

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Edición digital visualmaniac.com/elcuaderno Blog http://elcuadernomensual.es

www.asturias24.es

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2014

© de los textos: sus autores

© Ediciones Trea, S. L. Polígono Industrial de Somonte, c/ María González la Pondala, 98, nave D 33393 Gijón • Tel.: 985 303 801 www.trea.es / [email protected] [email protected]

Staff

Manuel Calvo

El silencio... La pintura en blanco y negro de Manuel Calvo (1958-1964)

Museo Evaristo Valle (Gijón)

Hasta el 19 de abril

BACIYEL

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Después de todo puede que España sea diferente. Qué país puede gozar de un mínimo de armonía con dos iconos tan dispares como un toro y la endeble sombra alargada de Don Quijote y Sancho Panza cabalgando al ralentí por la inmensa planicie amarilla de Montiel. Mucho se ha dicho y escrito sobre el libro El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, impreso en casa de Juan de la Cuesta, Madrid, en enero de 1605, y de El ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha, continuación del anterior e impreso una década después en la misma imprenta. Este año se cumple el 400 aniversario de la publicación de la segunda parte y, aunque no se atisban fastos comparables a los de 2005, ya que ambas partes se editan conjuntamente desde 1617, o precisamente por eso, El Cuaderno toma las riendas de tan ilustre como desfondada caballería para proponer a sus lectores una modesta ramificación de diferentes perspectivas que no pretenden saturar todavía más el andamiaje crítico y extratextual que soporta el Quijote, sino esbozar otros posibles caminos por los que trotar con calma y soltura. El Quijote es literatura y eso es lo que nos lleva hacia él. Alfonso Martín Jiménez marca la pauta de inicio con un esclarecedor ensayo acerca del binomio tradición/originalidad aplicado a las segundas partes (en plural) del Quijote. Javier Aparicio Maydeu vuelve a nuestras páginas con un sagaz vislumbre de las secuelas de su poética narrativa en la literatura contemporánea. También vuelve Jesús Martínez para resucitar al ingenioso manchego en medio del tráfico de Barcelona (se oye realmente el ruido del tráfico en su texto). Vicente Duque explora la ramificación de la figura de don Quijote como signo en Negras marionetas de signos invisibles, la serie de dibujos de Frank Kafka, con lúcidas alusiones a Foucault, Nietzsche y al Pierre Menard de Borges. Emilio Martínez Mata propone un documentado análisis de las lecturas dubitativas que tenía de su propia obra el hombre que estaba detrás de todo esto. María Fernández Ferreiro explora el devenir escénico de las diferentes adaptaciones teatrales que enriquecieron con nuevas perspectivas la lectura de la novela de todas las novelas. Carmen Morán Rodríguez nos invita a navegar por una red de fanfictions cervantinas de la que no desearemos salir. Finalmente, Cees Nooteboom, el verdadero caballero andante, a quien agradecemos una vez más su generosidad, nos lleva de nuevo por los caminos de La Mancha tras las huellas de ese otro caballero, quizá no menos verdadero.

Nada de restos óseos en estas páginas. Aquí se cabalga.

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Este año se conmemora el cuarto centenario de la segunda parte del Quijote (1615) de Miguel de Cervantes, que, desde los orígenes de la

«No hay antecámara de señor donde no se halle un Don Quijote», «y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se

vigente en la actualidad. Pero durante la mayor parte de la historia de la cultura occidental, desde sus orígenes hasta el surgimiento del Prerromanticismo y del Romanticismo, la imitación del estilo y de los temas de otras obras fue la forma esencial de composición artística y literaria. Por lo que respecta al ámbito literario, el con-cepto de imitación se recogía y estimulaba en las dos disciplinas que, desde la Antigüedad, se encargaron de suministrar normas o preceptos a los autores de discursos artísticos: la retórica y la poéti-ca. La retórica, como disciplina encargada de enseñar a componer y pronunciar discursos persuasivos, aconsejaba a los oradores que imitaran el estilo y las técnicas compositivas de los mejores auto-res, y la poética, que suministraba una serie de reglas destinadas a la composición de discursos poéticos o literarios, también sugirió cultivar la imitación de los estilos y los temas de los autores más destacados. Así, Horacio proponía en su Ars poetica a los jóvenes compositores latinos que optaran por desarrollar temas públicos

Cervantes Y avellaneda: tres Quijotes

por Alfonso Martín Jiménez

traduzca», le hace decir Cervantes al bachiller Sansón Carrasco (se-gunda parte, capítulo  iii). La influencia del Quijote iba a ser, en efecto, omnímoda y universal. Tal vez se encuentran ecos, parodias, paráfrasis, imitaciones, pastiches, reescrituras, refundiciones, intertextos o alusio-nes al Quijote en la flor y nata de la literatura posterior a 1615 porque el Quijote ya nació libresco. En el célebre escrutinio (primera parte, capí-tulo  vi), Cervantes dispone con regocijo su alambique de crítico, por el que fluye buena parte de la literatura vigente en su tiempo (del Amadís a su propia Galatea, que él critica avanzándose a las excentricidades me-tatextuales de la narrativa de Gide, Nabokov o Calvino), y le advierte entre líneas al lector, como hará T.  S. Eliot siglos después, que sin cono-cimiento de la tradición jamás habrá reconocimiento del talento.

La deslumbrante tramoya ficcional del Quijote, que desmonta las convenciones y pone boca arriba todas las cartas del oficio de

Una ráfaga de Quijotes nos aCribilla desde el Xviii

por Javier Aparicio Maydeu

El novelista no tiene que rendirle cuentas a nadie, salvo a Cervantes.(Milan Kundera, El arte de la novela)

escribir, ocupa el escenario de incontables novelas modernas, pues, como señala Harold Bloom en su prólogo a la ultimísima traducción inglesa, el Quijote es hasta tal punto «…  una obra cuyo verdadero tema es la propia literatura que, como Shakespeare, Cervantes resul-ta ineludible para cualquier escritor que le haya sucedido».

Abramos el baile advirtiendo que sin el Quijote no es siquiera concebible la gran novela inglesa del  xviii. En Moll Flanders (1722), de Defoe, y en Los viajes de Gulliver (1726), de Swift, se advierte la temprana influencia de la picaresca, la aventura y los juegos para-textuales y de autoría del Quijote. Después ven la luz las aventuras paródicas del quijotesco Parson Adams de Henry Fielding, en La historia de las aventuras de Joseph Andrews y de su amigo el señor Abra-ham Adams, escrita a imitación del estilo de Cervantes, autor de ‘Don Quijote’ (1742), y de su celebérrimo héroe Tom Jones (1749), a las

Historia de la Literatura, se ha venido interpretando de forma erró-nea como una obra autónoma, cuando no lo es. En 1605, Cervantes publicó la primera parte de su Quijote, la cual tuvo una continuación apócrifa, publicada en 1614 y conocida como el Quijote de Avellane-da. Y toda la segunda parte del Quijote de Cervantes, desde su inicio hasta el final, constituye una imitación satírica, correctiva o meliora-tiva del Quijote de Avellaneda.

Para entender cómo se interpretó la segunda parte del Quijote cer-vantino por parte de los historiadores de la literatura, es preciso retro-traerse a la época en que esa obra se gestó, explicando los parámetros en los que se basó su creación, y analizar después cómo surgió y se afianzó, a partir de la segunda mitad del siglo xviii y durante el siglo xix, bajo el influjo del pensamiento romántico, la Historia de la Literatura.

A partir del Romanticismo, que supuso la primera revolución anticlásica, la originalidad se valoró como requisito imprescin-dible de la creación artística, y esa concepción sigue plenamente

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y conocidos, antes que desarrollar un tema de su propia invención, y Séneca, en sus Epístolas morales a Lucilio, formulaba el símil de las abejas: de igual forma que ellas liban en distintos tipos de flores para fabricar la miel, que tiene un único sa-bor, los creadores han de asimilar los estilos y temas de los mejores autores, creando un producto propio en el que se refleje el apren-dizaje de todas las lecturas realizadas, pero que sea diferente a las mismas. Se propone así un tipo de imitación creativa que pretende asimilar y emular lo mejor de los modelos (y, si fuera posible, supe-rarlos) para crear una obra propia. A juicio de Séneca, las obras han de tener una semejanza con los textos que imitan similar a la que pueda haber entre un padre y un hijo, sin limitarse a ser un simple retrato del padre. Esta concepción distingue entre una imitación puramente servil, que no añade nada a los modelos, y que es re-chazada por su escaso valor, y una imitación propiamente crea-tiva, emulativa o meliorativa, que se produce cuando los autores saben aprovechar lo mejor de las obras que imitan y dar a la suya una apariencia personal.

Durante la Edad Media y en las retóricas y poéticas renacentistas y barrocas, se defendió sistemáticamente la imitación como prin-cipio creativo, insistiendo en la distinción entre la imitación servil (que puede ser de utilidad para el aprendizaje de los niños, pero que es impropia de los adultos), y la imitación elaborada o creativa, que ha de aprovecharse de lo mejor de los modelos, pero aportando algo particular. Y esta concepción sobre la imitación era la que imperaba en la época de Cervantes.

En el Renacimiento y en el Barroco se consideraba lícito, además, continuar las obras de otros autores, siempre y cuando estos ya no pudieran hacerlo, pero no en caso contrario. Mateo Alemán publicó en 1599 la Primera parte de Guzmán de Alfarache, la cual obtuvo un

que sucede la autoconciencia y la metafic-ción de Laurence Sterne, que aprendió el oficio en Rabelais y en el Quijote, componiendo su festiva Vida y opiniones de Tristram Shandy (1760-1767) también en forma de relato errático, en el «…  espíritu amable del más fragante humor que haya inspirado nunca la fácil pluma de mi idolatrado Cervantes» (ix,  24).

Contribuye el romanticismo, aparte de las reverencias de Sche-lling, Novalis o Schlegel, con el Wilhelm Meister (1795-1796) de Goethe y, por descontado, con el homenaje de sir Walter Scott, que llegó a querer traducir el Quijote, en su héroe Ivanhoe, encru-cijada extraña en la que el caballero don Quijote atraviesa con su lanza nada menos que el ciclo artúrico. La presencia del texto cer-vantino en las grandes novelas del  xix, deudoras de su creativi-dad torrencial, resulta constante a partir de Nuestra Señora de París (1831), de Victor Hugo, y sobre todo desde que Charles Dickens, que leyó el Quijote a los 9  años, imitó la novela en Papeles póstu-mos del Club Pickwick (1836), con el filantrópico señor Pickwick y Sam Weller como el Quijote y Sancho en versión londinense. Conforme avanzaba el siglo, Nikolái Gógol recreaba la novela de Cervantes en Las almas muertas (1842), deudora de la estructura y la naturaleza picaresca del Quijote, Daudet conjugaba a Quijote y Sancho en su Tartarín de Tarascón (1872), Herman Melville daba

notable éxito editorial, y en 1602 apareció una continuación apócri-fa, titulada Segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache, firmada con el seudónimo de «Mateo Luján de Sayavedra, natural de la villa de Sevilla», cuyo verdadero autor sin duda quiso aprove-charse de manera abusiva e ilegítima del éxito de Alemán. En aquella época no existía nada parecido a la moderna Ley de propiedad inte-lectual, y los autores que eran objeto de este tipo de usurpaciones no disponían de ningún recurso legal que los amparase. Por eso, Alemán solo encontró un medio de respuesta: escribir la verdadera Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache, que se publicó en 1604. Y en el prólogo de su obra, Alemán confesaba abiertamente que había imitado a su imitador, pagándole así con su misma mone-da, e incluso amenazaba con imitarlo de nuevo si es que se empeña-ba en volver a apropiarse de su personaje. Además, Alemán denun-ciaba que el usurpador había fingido su nombre y su lugar de origen, y que se trataba en realidad del valenciano Juan Martí.

Al año siguiente, en 1605, se publicó la primera parte del Quijote, en algunos de cuyos episodios Cervantes imitó de forma satírica o meliorativa ciertas obras de Lope de Vega (como la Arcadia) y del aragonés Jerónimo de Pasamonte, autor de una autobiografía deno-minada Vida y trabajos, que nunca fue publicada en vida de su autor, pero que circuló en forma manuscrita. La transmisión de las obras por medio de manuscritos era una forma de comunicación literaria habitual en la época, y complementaria de la de las obras impresas. Cuando Jerónimo de Pasamonte leyó la primera parte del Quijote cervantino, se vio en ella satirizado e imitado, y decidió vengarse de la afrenta y la imitación cervantinas escribiendo el Quijote apócrifo, en cuya portada figuraba que había sido compuesto por el «licencia-do Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesi-llas». Como ya había hecho con su autobiografía, Pasamonte puso

vida en Moby Dick (1851) a su enigmático capitán Ahab sirvién-dose a un tiempo de las figuras de Hamlet y don Quijote, cuya odi-sea epistemológica inspiró a Flaubert el drama de Madame Bovary (1857), atrapada en la telaraña de la ficción como otros héroes no-velescos que, como Mishkin en El idiota (1869), de Dostoyevski, que reflexionó acerca de la poética del Quijote en Diario de un escri-tor (1876), o como Bouvard y Pécuchet (1881), sísifos quijotescos con los que Flaubert se divierte jugando a la crítica de la razón pura tanto como a la parodia de toda lectura descabellada, hallan en la literatura, desde el ejemplo de Quijote, una seductora alternativa a la vida. Los desaforados elogios de Mark Twain en Las aventuras de Huckleberry Finn (1884) no dejan lugar a dudas: el Quijote es el espejo en el que se refleja toda prosa de ficción que pretenda el entretenimiento masivo.

La sofisticada poética narrativa del Quijote, en cambio, seduce pronto a la vanguardia europea, suscitando las reflexiones de Kafka en torno a un Quijote inventado por Sancho en «La verdad sobre Sancho Panza», que enriquece sobremanera su relato «La muralla china» (1917). Kafka celebró el humor cervantino y su narrativa ambigua en relatos como «El cazador Graco» o «Un médico ru-ral», al tiempo que recreaba en El proceso y El castillo aquellos enemi-gos invisibles que sí veía Quijote.

El Quijote constituye un precedente indiscutible de la ficción contemporánea y, en todo caso, algo así como un oficioso manual

de instrucciones para buena parte de la ficción mássobresaliente del siglo xx

[| «Cervantes Avellaneda...»]

[| «Una ráfaga de Quijotes...»]

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Proust dibujó al barón de Charlus, de su novela ejemplar En busca del tiempo perdido, como figura de una grandeza trágica que, nacida de la lectura romántica a la que el narrador francés sometió la obra cervantina, vive como Quijote entre la realidad anodina, los deleté-reos efectos de la ficción y una relación patológica con el amor. Joyce recreó en «Los muertos», el último relato de Dublineses (1914), el difícil equilibrio entre la descorazonadora realidad y la tentación de la fantasía, convirtiendo el texto en una reescritura sui generis de Ma-dame Bovary, a su vez reescritura del Quijote como la que, a la zaga de la que Borges le hizo hacer a Pierre Menard, imaginarán Kathy Acker en Don Quixote: Which Was a Dream (1986) y Kadaré en Invitation à l’atelier de l’écrivain (1991), nuevas vueltas de tuerca a la lúdica ob-sesión por disfrazarse de autor del Quijote. Tampoco se olvide que Faulkner leía «…  el Quijote todos los años como algunas personas leen la Biblia», que Mann aprendió la ironía en sus páginas y que Joyce quiso que su Leopold Bloom se hermanase con don Quijote compartiendo soledad, un carácter taciturno, el sofisticado mun-do cotidiano que alimentaba su actividad mental e infinitos guiños a la literatura. Nabokov emuló a Cervantes en la construcción de narradores tramposos, y de apariencias y encantamientos que tran-sitan por sus novelas transgenéricas pretendiendo, como quiso don Miguel, que sus lectores formen parte de la maquinaria narrativa y sepan que, también en literatura, el rey va desnudo. Otro tanto hi-cieron Calvino —El vizconde demediado (1951) y Palomar (1984) sin duda son recreaciones del maridaje quijotesco entre lo épico y lo pastoril— o Kundera en El libro de la risa y el olvido (1983), novelas acuñadas en la innovadora fragua del Quijote. En Monseñor Quijote (1982), Graham Greene enfrentó marxismo y catolicismo sirvién-dose de la estructura dual del libro cervantino, y novelistas como Fowles, García Márquez, Auster, Perec, Mailer, Gordimer, Naipaul,

en circulación el manuscrito del Quijote apócrifo, que llegó a manos de Cervantes. Y este, viéndose en la misma situación que Alemán (cuyo caso conocía bien), decidió hacer lo mismo que él: imitar a su imitador. Así, Cervantes empezó a componer la segunda parte de su Quijote teniendo siempre delante el manuscrito del Quijote de Avellaneda, cuyos episodios imitó de manera satírica, correctiva o meliorativa al componer todos los capítulos de su obra. Pero, a di-ferencia de Alemán, Cervantes decidió no confesar expresamente que estaba imitando a Avellaneda. Al comenzar a imitar el Quijote apócrifo, seguramente decidió silenciar su manuscrito para que no cobrara renombre a su costa en una obra que Cervantes pensaba publicar. Y cuando se llegaba a la altura del capítulo 59 de la segun-da parte de su Quijote, Cervantes supo que la obra de Avellaneda se había publicado (lo que ocurrió en la segunda mitad de 1614), adquiriendo una categoría más preocupante. En ese momento, Cer-vantes decidió mencionar expresamente el libro de Avellaneda para criticarlo, lo que hizo en el capítulo 59 de la segunda parte de su Qui-

jote, pero siguió imitando a Avellaneda ininterrumpidamente hasta el capítulo final (el 74) de su obra, lo que es muestra de que quiso pagar con su misma moneda a su rival. Además, Cervantes denunció que Avellaneda era aragonés, y sugirió su verdadera identidad: Jeró-nimo de Pasamonte. Cervantes no quiso denunciar expresamente la identidad de Avellaneda, pero dejó suficientes indicios en su obra para dejarle claro que lo había identificado, amenazándolo así con denunciarla abiertamente si se empeñaba en escribir la continua-ción de la historia de don Quijote que había anunciado al final de la obra apócrifa.

A principios del siglo xviii hubo una reedición francesa y otra española del Quijote apócrifo, y sus editores advirtieron y manifesta-ron en sus preliminares que Cervantes había imitado a Avellaneda, lo que entonces se consideraba perfectamente normal, ya que seguía imperando la concepción clásica y clasicista sobre la imitación. Pero, a partir de la segunda mitad del siglo xviii, empezó a producirse la primera revolución anticlásica, iniciada por el Prerromanticismo

Bellow, Amis o Handke han confesado lo que sus lectores fieles ya sabían, que «…  toda novela contiene al Quijote en su interior co-mo una marca de aguas» (Ortega, Meditaciones del Quijote). Un día, en «Cómo condensar los clásicos» (Toronto Star, 20 de agosto de 1921), un personaje de Cervantes llamado Hemingway redujo en broma el Quijote a nota de prensa: «Madrid (especial). Se atribuye a histerismo de guerra la extraña conducta de don Quijote, un caballe-ro local que ayer por la mañana fue arrestado mientras «combatía» con un molino. Quijote no supo dar una explicación de sus actos». Críticos perspicaces, escritores imaginativos y avezados lectores continúan buscándola.

Incontables autores y teóricos de la ficción contemporánea se han valido de muchas de las estrategias que habitan el universo ficcional del Quijote. No hay aquí espacio sino para apuntar algunas de las «mo-dernidades» del gran libro cervantino, presentes con mayor frecuen-cia en la narrativa de ficción muy literaria que habría de demostrar ciertos virtuosismos formales durante la segunda mitad del  xx:

a)  Reescritura paródica de la tradición literaria, ironía intertex-tual y double coding (esto es, remisión al connaisseur y al lector común de forma simultánea): De modo semejante a como Cervantes «re-visita» la novela de caballerías en el Quijote, John Fowles se desen-vuelve con la novela romántica victoriana en La mujer del teniente francés, Julian Barnes con la novela realista francesa en El loro de Flau-bert, Nabokov con la novela negra detectivesca en Pálido fuego, Gar-cía Márquez con la crónica de Indias en Cien años de soledad, Tour-nier con la novela «bizantina» de Defoe en Viernes, Gombrowicz con la novela gótica en Los hechizados, Tabucchi con la novela epis-tolar dieciochesca en Se está haciendo cada vez más tarde, Kundera con el costumbrismo moralizante del  xix en La insoportable levedad

Los prejuicios postrománticos nos han hecho creer que la imitación es una forma ilícita de creación artística, cuando ha dado lugar a una gran cantidad

de obras extraordinarias, e impiden reconocer que la segunda parte del Quijote de Cervantes no fue una obra autónoma, sino el magnífico resultado

de la capacidad imitativa de Cervantes, el cual supo mejorar, satirizar y corregir de manera magistral el Quijote de Avellaneda

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del ser o, más recientemente, McEwan con Operación Dulce y su juego con la novela de espías.

b)  No linealidad, fragmentación (digresiones, añadidos, interpo-laciones de relatos en la historia principal) y construcción entrópica o contrapuntística del relato.

c)  Improvisación: escritura libérrima sin cahier de notes. Saltos, elipsis, incoherencias internas, reiteraciones, alteraciones del work in progress en función de las circunstancias externas a la propia obra y de la situación del mercado.

d)  Hipertextualidad, transformaciones por parodia o imitaciones por pastiche: Leyendo el Ulises a esta luz es posible hermanar a Leopold Bloom con don Quijote, y ver que Joyce ensayaba estrategias revolucio-narias ma non troppo, contrariamente a lo que uno pudiera pensar.

e)  Transtextualidad e intertextualidad, la cita y el guiño libresco.f)  Perspectivismo e impostura en el manejo de las instancias na-

rrativas: autor implícito representado, narrador heterodiegético, na-rrador intradiegético-personaje, narratarios, autores ficticios, intru-siones del autor, etcétera. El lector reconocerá ardides semejantes en ficciones de Borges, Nabokov, Fowles, Nooteboom o Auster.

g)  Transgenericidad o el baile de máscaras de los géneros: Na-bokov, Calvino, Gombrowicz, Amis, Pynchon o Amélie Nothomb desarrollan estrategias semejantes en algunas de sus ficciones.

h)  Mecanismos de complicidad irónica texto-paratexto. Com-posición estratégica e irónica de los paratextos: dedicatorias prelimi-nares y prólogos traviesos.

i)  Hacia la tematización del lector: Cervantes intuye que los tópicos del apóstrofe al lector que la tradición pone en sus manos pueden dar más de sí en la configuración de una ficción encaminada hacia la metatextualidad. Le siguen en el empeño Barth, Cortázar, Calvino, Philip Roth o David Foster Wallace.

y culminada por el Romanticismo, movi-mientos que rechazaron las normas de las retóricas y las poéticas clasicistas, en las que se aconsejaba la imitación, y que propusieron en su lugar la originalidad como el requisito indispensable de la crea-ción literaria. Bajo el influjo del Romanticismo, surgieron los pri-meros estudios de Historia de la Literatura, que fue sustituyendo en los programas universitarios a la antigua retórica. La Historia de la Literatura también se vio muy influida por el positivismo científi-co de Auguste Comte, el cual defendió que el único conocimiento válido era el conocimiento científico. Bajo el creciente influjo del positivismo, las disciplinas humanísticas hubieron de adoptar una apariencia de cientificidad, lo que, en el caso de la naciente Histo-ria de la Literatura, se tradujo en el supuesto estudio objetivo de la literatura a través fundamentalmente de la biografía de sus autores, y lo que ocasionó también que se ignoraran las obras que no se han conservado, y cuya existencia no es perceptible por los sentidos. Por ello, la Historia de la Literatura fue muy reacia desde sus inicios a ad-mitir la existencia de manuscritos que no se han conservado, a pesar de que su existencia sea fácilmente deducible.

La Historia de la Literatura trasladó sus propios planteamien-tos a otras épocas anteriores que no se regían por ellos, y estudió la literatura anterior al siglo xix como si la imitación y las normas de las poéticas y las retóricas clásicas y clasicistas no hubieran tenido en ellas una influencia decisiva. Asimismo, los románticos alema-nes ensalzaron el Quijote cervantino, y especialmente su segunda

parte, considerando a Cervantes como el prototipo de la genialidad creativa, por lo que ignoraron completamente que Cervantes había imitado a Avellaneda, lo cual se vio facilitado, claro está, por el hecho de que el mismo Cervantes no lo hubiera reconocido. Así, desde los inicios de la Historia de la Literatura, la segunda parte del Quijote de Cervantes se consideró como una obra autónoma y genial, fruto de la invención exclusiva de su autor. Y, a la vez, los historiadores de la literatura denostaron el Quijote apócrifo, debido al carácter clara-mente manifiesto de su imitación.

En la actualidad somos herederos de esa tradición, y, como re-sultado de su enorme influjo, se sigue realizando una interpreta-ción errónea sobre la elaboración de la segunda parte del Quijote cervantino. Los prejuicios postrománticos nos han hecho creer que la imitación es una forma ilícita de creación artística, cuando ha dado lugar a una gran cantidad de obras extraordinarias, e im-piden reconocer que la segunda parte del Quijote de Cervantes no fue una obra autónoma, sino el magnífico resultado de la capaci-dad imitativa de Cervantes, el cual supo mejorar, satirizar y corre-gir de manera magistral el Quijote de Avellaneda. Hasta que no se asuma plenamente que la imitación fue durante siglos una forma perfectamente válida y legítima de creación, no se estará en condi-ciones de reconocer cómo se elaboró la principal obra de nuestras letras, ni de percibir que, para apreciar la auténtica creatividad de Cervantes, es preciso confrontar la segunda parte de su Quijote con el texto del que deriva.1 ¢

j)  Exaltación de la técnica: virtuosismos estilísticos y exhibición de sus capacidades narrativas. Pensemos en Lezama, Gadda, Max Frisch, Benet, Perec o Coetzee.

k)  Fenómenos de metalepsis, de juego con los niveles ontológi-cos, como los que conciben Unamuno en Niebla, Gide en Los mone-deros falsos o más tarde Roth o Auster.

l)  La imaginación en manos de la «verdad» histórica: de Cer-vantes a Truman Capote, Primo Levi, Gore Vidal, Philip Roth o Carlos Fuentes.

m)  Metatextualidad, aporía, glosas autoriales, escritura en se-gundo grado o el texto concebido como palimpsesto.

En la medida en que encarna las condiciones de felicidad reque-ridas por un hipotético «lector modelo» de la ficción «contempo-ránea» en lo cronológico y a la vez en lo formal, el Quijote transita por toda la bibliografía académica en torno a la ficción del siglo xx. Y está presente en el imaginario del narrador contemporáneo porque representa sus valores literarios fundamentales: libertad de crea-ción, relectura irónica de la tradición, artificio técnico, autocons-ciencia y suspensión del pacto narrativo.

Como señala Edith Grossman, su última traductora al inglés, «El modo cervantino en que realidad y ficción se trenzan resulta increí-blemente posmoderno, tanto que parece mentira que fuera conce-bido hace cuatrocientos años». El Quijote constituye un precedente indiscutible de la ficción contemporánea y, en todo caso, algo así como un oficioso manual de instrucciones para buena parte de la fic-ción más sobresaliente del siglo xx, que a su vez, a la recíproca, arroja no poca luz sobre el texto, la construcción y el sentido del propio Quijote, su modelo más incontestable. ¢

1 Para más información, vid. A. Martín Jiménez, Las dos segundas partes del «Quijote», Valladolid, Repositorio Documental de la Universidad de Valladolid, 2014, <http://uvadoc.uva.es/handle/10324/7092>.

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[| «Una ráfaga de Quijotes...»]

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un «escribiros» como última palabra, aquejado de una indisposi-ción que le retuvo tres días de cama con sus compungidos desma-yos. El perlático don Quijote dio su espíritu y se murió…

Mentira.En realidad, entró en un coma cataléptico que le mantuvo seda-

do, paralizado y sin color en la piel, por la soriasis, blancuzco como la harina, de lo enmohecido, de la palidez, de los calambres que le agarrotaban.

Así, pues, milagrosamente despertó don Quijote en el año cris-tiano del 2015, cuatro siglos después de que algún caprichoso escri-bano imprimiera la segunda parte de las andanzas que protagonizó en los pueblos de La Mancha (continuaciones de El ingenioso hidal-go don Quixote de La Mancha).

En 1615 se publicó la edición príncipe del libro más editado y traducido de la historia, con permiso de la Biblia.

En el 2015, el bachiller Sansón Carrasco había muerto tiempo ha, al igual que su sobrina, Antonia, y también el botarate de Sancho, Dios le tenga en su santo seno. Sin razón ni lógica ni filosofía que bien pudiera darle la causa de por qué envejeció más que los árbo-les, don Quijote acusó de su resucitar, revivir y sanar inesperado al encantador Frestón, sin duda el brujo malandrín que le había hechi-zado desde el diabólico escondite en el que maceraran sus conjuros.

Despertó nuestro caballero en un camastro roído, de oxidados fue-lles, y con sus consumidos huesos en cada uno de sus sitios: el esfenoi-des en el esfenoides; el isquion en el isquion; la lechuza del occipital detrás de la aplastada mandíbula. Sus ojos parecían hoyos de gua; sus

sobre la Casa de Cervantes en barCelona, Convertida

en Colmadopor Jesús Martínez

Tercera parte del Quijote.– El prudentísimo Cide Hamete no tuvo re-paro alguno en matar al bueno de Alonso Quijano, por cuya boca exhaló

de un hombrecillo o marioneta de tinta, una grafía que nace del bostezo de los libros: apenas trazo sin forma, un carácter grotes-co cuyos contornos, poco a poco conformados, van definiéndose con su reaparición entre la masa incierta de los muchos signos; la triste figura de una mayúscula deforme y desmadejada tocada con su baciyelmo como si fuera una suerte de espíritu o acento circun-flejo. Largo grafismo, flaco como una letra, ese carácter que es a un tiempo personaje está hecho de palabras entrecruzadas que, a fuerza de repetidas, crean un libro de la memoria, una vida en cuaderno: cuaderno de la fama en el que desea escribirse con moldes de oro el errante caminar del caballero para quien han sido reservados todos «los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos», pero que se sabe letra ficticia, identidad textual, criatura urdida por otras cria-turas inciertas que a sí misma se descifra y se lee en su espejo de tinta; cuaderno de la risa, de la burla, la crueldad y el sarcasmo, en el que la imagen reflejada del paladín no es sino la de un garabato torcido, un dibujo sin garbo ni belleza en los anales de la Andante Caballería.

Letra e imagen adquieren un mismo valor: el vector de «atenua-da flaqueza» que se descifra en su espejo de tinta prefigura, presa-gia en virtud de un sorprendente isomorfismo, el gesto del dibujo

los signos en migraCiónpor Vicente Duque

Metamorfosis.– En don Quijote obra una continua metamorfosis. Acaso en un principio don Quijote no es sino un rasgo difuso a la manera

Hombre ante un espejo de pie, de Franz Kafka, no en vano uno más entre los sucesivos escritores del Quijote. Como el trazo apenas deli-neado que en este dibujo, una de las figuras de la serie Negras mario-netas de hilos invisibles, se observa ante el espejo elemental de cuatro líneas, la criatura de Cervantes —añadamos el nombre más famoso a la variada dinastía de los muchos escribientes— se lee en los signos que la rodean para descubrir su propia extrañeza. El malentendido del personaje sobre su esencia nace de la doble voluntad textual del libro que se imagina que el sabio encantador —«quienquiera que seas, a quien ha de tocar ser cronista de esta peregrina historia»— ha de escribir sobre él, y el libro que efectivamente se ha escrito. El cúmulo de letras, que remite a lo fáctico y a lo corpóreo, observa la transformación de su existencia en algo perteneciente a la dinastía de lo irreal, asiste a una suerte de revelación proléptica de sus andan-zas, una preescritura —«el sabio que las escribiere»— que un apó-logo de Kafka prolonga en extravagante paradoja: «Sancho Panza, quien por cierto nunca se jactó de ello, logró con el paso de los años, aprovechando las tardes y las noches, apartar de sí a su demonio —al que más tarde dio el nombre de don Quijote— por el método de proporcionarle una gran cantidad de libros de caballerías y novelas

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dientes, fósforos prendidos por la negritud galvánica; su ánimo, decaído: desorientado, palpaba la estancia de una habitación prensada entre dos tabiques de mampos-tería, deformados, enladrillados, resistentes, que le habían confinado entre un bloque de oficinas y una escalera de vecinos. Como pudo, por una trampilla lateral, salió a la calle, las mangas arrocadas, ataviado con la cota y la celada que en el armario de luna halló. Embrazada la adarga, le cegó la luz, el iris del sol. Como los bajeles de la berbería, le asustaron los dragones que echaban humo por la cola. Los coches le asustaron. Los transeúntes le tomaron por un pillado más de los muchos que pierden la cabeza debido al estrés, la impaciencia y la falta de empleo.

Desapercibido pasó el caballero de la triste figura entre tristes figuras que empujaban sus maletines para quemarse los ojos fren-te a pantallas de leds, en oscuros bloques de hormigón, en trabajos carentes de aventura. Esos enfermizos, desesperanzados y funcio-nariales señores Silva de La ciclista de las soluciones imaginarias, de Edgar Borges («aquel maletín era el amuleto que me hacía creer en el puesto que me habían encomendado»).

Inquirió don Quijote al primer guardia que le abordó por la casa de su creador, es decir, que nuestro hombre buscaba, por motivos de honor que le dominaban, a Miguel de Cervantes (La ilustre fre-gona), esa pluma que movía los hilos del musulmán español de len-gua árabe llamado Cide Hamete Benengeli. «¿Adónde, señor, he de llevar mis pies para que el mal poeta que dicen que me pensó pueda explicarme qué narices hago aquí, en esta tierra que ya ni conozco, embrujado aún por el veneno del que soy injusta víctima? Oí que en Barcelona tenía morada», se dirigió de esta guisa al policía local, con

gorra azul, pistola al cinto y placa de metal, a lo cual el funcionario le espetó, sin miramientos: «Documentación, por favor». Con un ro-llazo de no te menees y padre y muy señor mío consiguió zafarse don Quijote del guardián impostor, porque no se puede poner orden sin lanza, sin gallardete y sin dama a quien amar.

Una monjita que se compadeció del anciano se ofreció a subirle al Alaris, alfana de latón. Le pagó el billete de tren hasta Barcelona, le sentó en el 16-a y le propuso rezar juntos la salve, con gozo, ilumi-nación y devoción de Roldán, el sobrino de Carlomagno. Con las pocas fuerzas que le quedaban, echó a patadas a la vieja. Y se quedó dormido hasta que el revisor, jayán Forozón, le pidió el dichoso pape-lito. Tan afectado vio al individuo, perplejo por la velocidad a la que se movía, y con esas pintas de motero, que le dio por imposible y caviló: «Cuando lleguemos al destino llamo a seguridad y que le encierren». No ocurrió tal cosa, porque en la estación de Sants de Barcelona los vigilantes de Securitas protestaban por el ere que la empresa había planeado para el próximo mes: media plantilla, al paro.

Dolido, con un hambre de lobos, arrastrando el coselete, don Quijote llegó al passeig de Colom («descobridor d’Amèrica», indi-ca el rótulo, sin identificar su polémica nacionalidad). Primero había pasado por la Rambla, rebaño de cabras semihumanas contra el que desistió combatir; le superaba.

En el número  2 del passeig de Colom de Barcelona, la casa de Cervantes (La Galatea).

Atrás dejó la empresa de transporte urgente Nacex («calidad con total entrega»), el edificio Condeminas (Agencia Marítima Conde-minas) y el Hotel Duquesa de Cardona (cuatro estrellas), que nada

de bandoleros, hasta el punto que aquel, des-atado, dio en llevar a cabo los actos más demenciales». Así pues, en ese Libro del Universo que es la novela, suma y cifra de las escrituras y del afán y menester de los innumerables y sucesivos escribientes —hidalgos melancólicos, historiadores arábigos, cautivos, prófugos de la justicia, encantadores que «por sus artes y sus letras» saben del destino del héroe y trastocan para su desesperación las cosas y las identidades—, bien puede ser el ridículo caballero criatura escrita por otros signos, grafía, garabato, letra que deviene emblema, carácter, en su doble dimensión de signo de imprenta y entidad de ficción, que se descubre ante su espejo como fantasma enloquecido soñado por otra suma de letras. Probablemente las tardes y noches de Sancho fue-ran largas y tediosas; no sería difícil imaginar a un hombre atormen-tado por sus quimeras, un Hombre con la cabeza sobre la mesa —de esa misma serie kafkiana de híbridos de dibujo y grafía que algunos han interpretado como variaciones sobre esa K inicial de un apellido que el escritor detestaba—, una silueta ensimismada o abatida por la angustia y por la incapacidad de actuar: un ser indeciso y ambiguo, él mismo sujeto de tinta, en ese estadio de desasosiego previo a la escri-tura, esto es, al ensayo de comunicación y contacto con los fantasmas y los demonios, con todos los seres de ese orbe de lo quimérico que la perversa costumbre de escribir invoca con callada insistencia.

AnamorfosisEn la duda de si nombrar un número mínimo de elementos del Libro-Mundo circundante o enumerar el catálogo de seres, con la tentativa inútil de agotar con la escritura la constante proliferación de signos que, merced a su combinación, tienden a un infinito mur-mullo, los autores del Quijote optan por la segunda vía. El Sancho de Kafka —por dar carta de naturaleza a otro nombre— junta le-

tras en largas enumeraciones y catálogos intentando nombrar en ese abigarramiento de signos un mundo que se desbarata, que se deshace y se va desmembrando en una suerte de pérdida indefini-da. La intensidad y coherencia del mundo caballeresco, su totalidad intacta hallan solo abrigo en la demencia, es decir, en el discurso de las palabras anacrónicas, que se saben postergadas por el tiempo y se escriben con oscuras grafías de tinta, de luto por sí mismas. Las muchas y precisas palabras que profiere el torcido garabato —«pe-regrino de lo meticuloso», lo llamó Foucault— llevan consigo el vacío de la ausencia en tanto que son invocación de un mundo qui-mérico, de una fantasmagoría que no recuerda más que su efíme-ra existencia: yuxtaposición nostálgica de signos tras los cuales no puede haber nada. Hacia esa nada —el único atisbo de la realidad asible para la figura del melancólico— tienden los rasgos nómadas de las letras que escriben al hidalgo, en sí mismo extraña voluta que parece perturbar la armonía de lo escrito y lo legible. La del Sancho de Kafka, como la del Pierre Menard de Borges, es una escritura fúnebre, pues, en la que las letras devienen signos y estos devienen imágenes —según el mismo proceso de ideograma latente en los dibujos de Franz Kafka, quien no en vano se refería a los mismos como «jeroglíficos personales», letras de una especie de escritura privada— que intentan constituirse en huellas que preservan un sentido y solo tienden a su propio acabamiento. Las letras se empu-jan unas a otras buscando espacio, se apretujan, se invaden, enlazan y desenlazan sus rasgos y rúbricas, fluctúan en sus límites en constante bullicio. Hay una casi imperceptible migración de los signos que se expanden, al principio levemente, sobre los signos contiguos invi-tándolos a proyectarse fuera de sí mismos, a transformarse en virtud de un proceso ininterrumpido de anamorfosis, sin otra referencia que no sea la disolución de sus rasgos identificables. Los signos del

En el siglo xxi, los caballeros andantes se llaman perroflautas

[| «Sobre la casa de Cervantes en Barcelona...»]

[| «Los signos en migración»]

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tenía que ver con el episodio de los duques, en el capítulo xxxI de la segunda parte de marras.

En el número  2, la casa de su padre, Miguel, había desaparecido. El badulaque Supermercat Colom (de 10 a 24 horas) en su lugar se encontraba, entre el Restaurante Port Nou (piza salami, piza mar-garita, piza carbonara) y la sucursal de La Caixa («tu fas una gran obra cada dia»). Reconoció las siete plantas del edificio de piedra por el olor a espuma de las playas cercanas y por el letrero chiquitito, que a duras penas leyó aun no alcanzarle la vista: «En recuerdo de la estancia en esta casa del autor del Quijote». La portería de al lado, cerrada a cal y canto, con pisos de alquiler de Fincas Parater. Entró en la cueva del turco (pakistaní) vestido con la almalafa, y don Quijote la cruzó de cabo a rabo, porque tenía salida por la calle de la Mercè, al otro lado. Variopinto como un retablo.

En la tienda confundió los lacasitos con las píldoras para el reuma que el doctor Pedro Recio de Agüero le recetara; confundió la bo-tella del whisky de malta escocés Cardhu («special cask reserve») con el salpicón de vaca y el cortadillo de cidra; confundió la ginebra Gordon’s («London dry gin») con el lucero del alba; confundió el ron del Captain Morgan («private stock») con el bebedizo de Fierabrás; confundió el Caribe Beach Mojito («Destilerías Cam-peny») con la ayahuasca que los conquistadores le pasaron de ma-cuto cuando regresaron a la Casa de Contratación de las Indias, en Sevilla; confundió el Brandy Napoleon («de luxe») con el bálsamo de romero, tomillo y aceite: asqueroso; confundió la absenta Cala-vera Noir (89,9  grados) con el gigante enemigo de la señora prince-sa Micomicona; confundió la Sangría Gran Sol y Guitarra Española («recuerdo de España») con el vino picado de la venta en la que veló armas y se le invistió caballero; confundió el minitequila Des-perados («hecho en México») con los trasgos.

Se zumbó las bebidas don Quijote pensando que no le harían mal, que le sanarían como el ungüento de hojas de romero mascadas y sal, y la papa que cogió y la bronca y el lelilí del turco-pakistaní, que desde hace cuatro años regenta el establecimiento, no le impidieron cruzar con el falaz bárbaro cuatro frases mal dichas:

Don Quijote: ¿Vive aquí don Miguel de Cervantes Saavedra?Dependiente: Arriba, piso de arriba.D.  Q.: Y ¿cómo es que no viene nadie?D.: No hay museo, nada.D.  Q.: Y ¿qué hace para que no se confunda el visitante?D.: Ellos llegan y preguntan por Cervantes.D.  Q.: ¿Vende libros aquí?D.: ¡Nooo!

Efectivamente, en Supermercat Colom no se compran libros ni librillos ni roscones. Sí se venden sunglasses, sombreros de paja y postales con las obras de Antoni Gaudí (una postal, 35  céntimos). Y calippos con sabor de fresa, cola, lima y chicle. Y bebidas alcohólicas. Sobre todo, alcohol.

Haciendo eses, don Quijote salió del local, aturdido por la alferecía de los brebajes, y vomitó en la entrada, delante del cartel que anuncia el concierto de Elton John (Songs from the West Coast) en el Palau de Sant Jordi (6 de diciembre). Suspiró, moribundo de adamar. Se acor-dó de Dulcinea. Acto seguido, se tendió en la calle, como una bestia, desnatado el entendimiento, punzado por las moscas. «La peor locu-ra es morirse de melancolía», murmuró, izquierdeado («apartado de lo que dicta la razón y el juicio»). Un perro callejero, mestizo, se acercó y le olisqueó la pernera, debajo del jubón de camuza.

En el siglo  xxi, los caballeros andantes se llaman perroflautas. ¢

libro revelan, pues, una disonancia, una imposibilidad de armonía, que tiene su trasunto en las peripecias argumentales: la errancia sin meta por las llanuras interminables —tan semejantes a un libro aún no escrito—, el equívoco de las palabras del loco, el engaño a los ojos y a los sentidos, la misma realidad hurtada o transfigurada, la reitera-da remisión de las conversaciones a unos caracteres ambiguos y de dudosa autoría, el espacio de incertidumbre en torno a los nombres —¿es Frestón?, ¿es Fritón?, ¿Quesada?, ¿Quijada?, ¿Quijano?—, el afán nunca recompensado de discernimiento de lo real y lo fantás-tico en la mudable multitud de las letras… En verdad, la escritura es elegía y conjuro: acaso Sancho comprende que ese devenir hacia la nada puede llevarle a la demencia y por ello vuelve loco a su de-monio, al demonio que habita en él, una criatura convulsa y febril, y decide escribirlo al pie de la letra con extraños caracteres, letras e imágenes de tinta que en algún momento se quisieron de oro.

De la migración de los signos hacia la locura, de la imposibilidad de armonía, surge el reflejo cómico, a veces una simple sonrisa, a ve-ces una carcajada estruendosa; una risa de la disonancia en un Libro-Mundo sin significado verdadero, y, por ello, una risa más propia de un demonio burlón que de un genio piadoso. En efecto, no hay sino crueldad en los continuos apaleamientos, en las burlas y engaños a que someten al esforzado caballero los restantes personajes, mez-quindad y dureza de corazón en todos ellos, incluso en ese Sancho que aun «con cierto sentido de la responsabilidad» decide «seguir tranquilamente a don Quijote en sus correrías» para así disfrutar «hasta el fin de su vida de un provechoso entretenimiento», según

el apólogo de Kafka. Parecería que la risa, en gradación ascenden-te, llega a su máximo hermanamiento con la maldad en la corte de los duques, donde todos actúan como marionetas en el teatro de un dramaturgo inmisericorde. Sin embargo, la más descarnada expresión del sarcasmo y la burla cruel es el episodio de la muerte del caballero. Cuando, «ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido o ya por la disposición del cielo», don Quijote está punto de rendir su espíritu, el narrador —llámese Cervantes, Pierre Menard, Sancho o cualquiera de los muchos redactores del libro; su nombre es Legión— decide hacer tomar conciencia al protagonista de su anómala condición de loco, de su nulidad y definitiva desola-ción. Nietzsche —a quien la lectura del Quijote, «casi una tortura», le dejó para siempre «un sabor amargo en la boca»— desvela en esta recuperación de la cordura la mayor desdicha para un carácter condenado a no encontrarse a sí mismo, relegado, aunque sea por el tiempo breve de su agonía como Alonso Quijano —como el patéti-co hombrecillo sentado con la cabeza baja del dibujo de Kafka—, a un territorio ambiguo entre el caballero y el hidalgo, es decir, entre la desesperación de no poder ser otro y la imposibilidad de poder ser uno mismo.

Suicidio y codaDe todas las negras marionetas de hilos invisibles tal vez la más fa-mosa es la que representa al esgrimista. No se sabe a ciencia cierta si esta aproximación gráfica a la esgrima está inspirada en el duelo final de Hamlet con Laertes o si se trata de una ilustración sin más,

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estableciendo una original relación con el lector, en la propia obra. Cervantes va a introducir sus observaciones tanto en la primera parte (el Quijote de 1605) como en la segunda, aunque la naturale-za de esos comentarios será diferente, como corresponde a situa-ciones distintas: en 1605, la incertidumbre ante su experimento novelístico; en la segunda parte, sus preocupaciones literarias (la recepción de su obra, la relación entre verdad y ficción, la carac-terización de los personajes, la estructura narrativa). En los dos casos se va a servir de la ficción, del diálogo entre personajes. En la primera parte son las instancias autoriales que aparecen en el prólogo: el personaje del «autor» y el del «amigo» que le visita cuando lo está escribiendo. En la segunda, por medio de un per-sonaje nuevo, Sansón Carrasco, que, en los capítulos iniciales, trae la noticia de la publicación de la historia de don Quijote, lo que da pie a sabrosos comentarios sobre la misma. A pesar de su interés,

la de un hombre practicando con un florete. El tirador aparece inclinado hacia un invisible oponente; una pierna echada hacia atrás, la línea de su espalda y el arma, un tanto curva-da, trazan un arco que apenas descansa en precario equilibrio so-bre la otra pierna flexionada, los rasgos redondeados de manos y cabeza, nimios, esquemáticos, no interrumpen la continuidad de una imagen casi dinámica que semejaría a un tiempo una rúbrica y una estilizada grafía de aquella escritura privada de Franz Kafka. Esta imagen del contendiente en actitud de ataque esclarece como un símbolo otra de las notas del autor sobre el Quijote en uno de sus cuadernos en octavo, en concreto aquella que habla de un fabuloso suicidio como una de las hazañas más importantes y perturbadoras del enloquecido caballero: «Don Quijote muerto quiere matar a don Quijote; pero para matar necesita encontrar un punto donde haya vida, que se dedica a buscar con su espada tan interminable co-mo inútilmente». En un duelo constante cuyo desenlace va siendo continuamente postergado — crueldad definitiva—, los dos opo-nentes se buscan, hacen fintas, intentan cruzar sus espadines como dos letras que se proyectan la una hacia la otra intentando enlazarse, dos marionetas de tinta que hurtan su cuerpo de atenuada flaqueza al ataque de un otro que no es sino su doble. Verso y reverso de un carácter migrante hacia la nada, el Quijote fantasmal, desesperado por no poder ser otro, frente al Quijote diabólico, que nunca podrá llegar a ser él mismo, anhelan su muerte y, ocupados en su afán, «los dos muertos ruedan por los tiempos en una indisoluble voltereta».

Libros y textos que he utilizado, citado, copiado o de los que he tomado algo prestado:

•Bieńczyk, Marek: Melancolía: de los que la dicha perdieron y no la hallarán más. Traducción de Maila Lema. Barcelona: Acantilado, 2014.

•Borges, Jorge Luis: Pierre Menard, autor del Quijote, en Obras completas. Barcelona: Emecé, 1989.

•Calasso, Roberto: K. Traducción de Edgardo Dobry. Barcelo-na: Anagrama, 2005.

•Cervantes, Miguel de: Don Quijote de la Mancha. Madrid: Alfa-guara/Real Academia Española, 2004.

•Citati, Pietro: Kafka. Traducción de José Ramón Monreal. Bar-celona: Acantilado, 2012.

•Foucault, Michel: Las palabras y las cosas. Traducción de Elsa Cecilia Frost. México: Siglo  xxi, 1993.

•Kafka, Franz: Cuaderno en octavo  g (18 de octubre de 1917-fina-les de enero de 1918), en Obras completas  iii: Narraciones y otros escritos). Traducciones de Adan Kovacsics, Joan Parra Contreras y Juan José del Solar. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2003.

— Dibujos. México/Madrid: Sexto Piso, 2011.•Nietzsche, Friedrich: La genealogía de la moral. Traducción de

Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza, 1994. ¢

no hay espacio ahora para hablar de todos estos aspectos (he trata-do de ofrecer un análisis personal sobre ellos en mi libro Cervantes comenta el ‘Quijote’, Cátedra).

Las observaciones de Cervantes sobre su obra en el prólogo al Quijote de 1605 no reflejan sus primigenias intenciones sino el re-sultado, porque, si bien es lo primero que leemos, el prólogo —y la dedicatoria— es la última parte que escribe el autor.

Los prólogos y dedicatorias de Cervantes tienen un especial in-terés porque se salen de las convenciones del género para resolver el compromiso con habilidad y grandes dosis de ironía y, sobre to-do, porque resultan lugares privilegiados para hacerse presente el autor con sus inquietudes y preocupaciones. Pero, por encima de cualquier otra inquietud, en sus prólogos y dedicatorias, Cervan-tes muestra su obsesión por el destino de sus obras. En el prólogo al Quijote de 1605, en cambio, no hay referencias al resto de sus obras,

Cervantes, leCtor del Quijote

por Emilio Martínez Mata

Las primeras observaciones acerca del Quijote las hace el propio Mi-guel de Cervantes. Lo novedoso es que esos comentarios aparecen,

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sino la constatación de las incógnitas que la propia novela le produ-ce. Una inseguridad que contrasta con la firmeza de sus ambiciones literarias de que hace gala en otros lugares. Frente a la seguridad en la valía de sus obras que Cervantes exhibe en otros prólogos, en el Quijote de 1605 se refleja una confesada incertidumbre, las dudas para escribir el prólogo que manifiesta al personaje del «amigo», y, con mayor abundancia que en ningún otro lugar, los signos de la «afectada modestia» propia de estas ocasiones.

Con su insistencia en las expresiones rebajadoras de su propia obra, que van más allá de los tópicos relacionados con la actitud humilde que debe adoptar el autor en los proemios, Cervantes está dando a entender las incógnitas que le plantea una obra de ficción que no se ajusta a ninguno de los géneros narrativos de la época. A ello se une la conciencia de las escasas expectativas que podría ge-nerar el libro a la luz de las circunstancias del autor: ha alcanzado la vejez, próximo ya a cumplir los sesenta años, y no ha publicado libro alguno desde el primero, La Galatea, veinte años antes («Al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo aho-ra, con todos mis años a cuestas, con una leyenda [‘lectura, libro’] seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina»).

El comentario de Cervantes es especialmente interesante porque en el prólogo salen a colación temas tan capitales en la comprensión de la novela cervantina como el juego de la ficción autorial, la rela-ción con los libros de caballerías, la burla de la afectación literaria, la poética de la claridad, la diversidad de lecturas y las incertidumbres de Cervantes sobre su propia obra.

Si en el prólogo de la primera parte Cervantes deja traslucir, co-mo hemos visto, sus propósitos —y sus prevenciones— respecto de su novela, con observaciones relativas a aspectos de gran interés,

es en la segunda parte cuando, al hacer aparecer el relato dentro del propio relato, va a dar lugar a un extenso comentario dialogado sobre la obra.

En sus inicios, por medio de don Quijote, Sancho y un nuevo personaje, Sansón Carrasco, que trae la noticia de su publicación, la primera se convierte en el centro de interés en un largo y ameno diálogo que se extiende por varios capítulos. Ese diálogo constitu-ye principalmente un testimonio de la «literariedad» del Quijote, del papel que la ficción desempeña en sus principales personajes, lo que tendría una enorme importancia en el desarrollo de la nove-la moderna por el uso que de esta característica hicieron novelistas como Fielding, Smollet, Sterne, etcétera. Hacer presente el Quijote de 1605 en la continuación es un ingenioso procedimiento (y una novedad absoluta) que le permite no solo efectuar originales ob-servaciones sobre el texto publicado, sino también que don Quijote y Sancho sean personajes literarios reconocibles por quienes han leído el libro, que actúan en consecuencia.

De una manera que podremos calificar sin duda de moderna, Cervantes refleja en esos capítulos iniciales sus reflexiones acerca de la recepción de su obra y, sobre todo, acerca de sus componentes esenciales: el propósito del autor, la relación entre literatura y vida, entre verdad y ficción, la caracterización de los personajes y la es-tructura narrativa.

Cervantes utiliza la mención de la primera parte en la segunda no solo para hacer una crítica literaria de ella, como había hecho en 1605 con otros muchos libros, sino también para dotarla de una función narrativa. Así, don Quijote, al tener noticia de la exis-tencia de su historia, muestra unas expectativas hacia ella —bien distintas, como los lectores saben, a lo que ofrece el texto publi-cado— que se corresponden con su perturbación por la lectura

Estas aproximaciones reproducen, reinterpretan, en suma, reescri-ben el texto cervantino.

En primer lugar, cuando el autor de una obra literaria enlaza de forma voluntaria su texto con otro u otros anteriores podemos ha-blar de intertextualidad. Y de forma más específica, hablamos de hi-pertextualidad para definir la relación entre un texto a, hipotexto, y un texto posterior b, hipertexto, que deriva del primero. Existen, por supuesto, otras denominaciones, como texto fuente y texto meta, o paratexto y exotexto. La cuestión terminológica es compleja y confu-sa, porque son múltiples las palabras que se han venido usando para denominar estas producciones secundarias que parten de un texto ajeno inicial; lo que es relevante es la definición de una relación de influencia entre un texto anterior en el tiempo y otro posterior que toma de forma explícita elementos del primero.

En segundo lugar, también son varios los términos empleados para referirse a los acercamientos de un nuevo autor al texto de origen: reescrituras, adaptaciones, versiones, revisiones, recreaciones, dramaturgias… Todos ellos remiten a la reinterpretación de una obra original por parte de un autor que se inspira en ella para crear otro producto artístico, en nuestro caso, una obra teatral. Aunque es posible identificar ciertos matices en cada término y, en gran parte, depende de quién los utilice, se pueden considerar casi intercambia-bles. No obstante, se propone a continuación una sencilla clasifica-ción terminológica para comprender mejor las puestas en escena de la novela cervantina.

Simplificando, los acercamientos al Quijote en el teatro pueden seguir dos caminos diferenciados. Por un lado, el hipertexto pue-de tener como principal motivación, estrictamente, el traslado de

reesCritUras del Quijote en el teatro español

entre 1900 Y 2010por María Fernández Ferreiro

Los acercamientos al Quijote desde otras artes y otros géneros literarios son frecuentes desde el mismo siglo xvii, cuando se publicó la novela.

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de los libros de caballerías. Se imagina que «por fuerza había de ser grandílocua, alta, insigne, magnífica y verdadera». Claro está que ninguno de estos calificativos puede aplicársele, bien al contrario (unas páginas más adelante, el narra-dor recordará los episodios en los que don Quijote había resultado maltrecho: «… los innumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni del desagradecimiento de los galeotes, ni del atre-vimiento y lluvia de estacas de los yangüeses»).

En la conversación sobre la historia de don Quijote recién publi-cada adquiere también matices claramente burlescos el motivo de la «verdad de la historia», porque la declaración del bachiller, tantas veces citada, «El historiador las ha de escribir [las cosas] no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa al-guna», se produce en un contexto en el que se recuerdan los «infini-tos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote» (a lo que apostilla Sancho: «Ahí entra la verdad de la historia»). La obligación del historiador de atenerse a la verdad, frente a la libertad del poeta para contar las cosas «no como fueron, sino como debían ser», es aducida por Sansón Carrasco para hacerle ver a don Quijote que en su historia estarán todas y cada una de las ocasiones en las que sale malparado.

De manera cómica (y, por supuesto, deslucida para don Quijo-te), Cervantes está resaltando no solo la diferencia entre la historia y la ficción, en las diferentes actitudes respecto a la verdad del histo-riador y del poeta, sino también lo que la verdad de la historia tiene de idealización, tal como la reclama don Quijote para su historia con el objetivo de no resultar rebajado del nivel heroico que desea pa-ra sí mismo: «También pudieran callarlos [los infinitos palos] por equidad —dijo don Quijote—, pues las acciones que ni mudan ni

alteran la verdad de la historia no hay para qué escribirlas, si han de redundar en menosprecio del señor de la historia».

La ambigüedad de la verdad de la historia se pone de relieve en las frecuentes ocasiones en la que aparece con valores irónicos. Como cuando se aduce para validar hechos claramente inverosí-miles o irrelevantes, en lo que supone un juego de complicidad con el lector.

El tema de la verdad de la historia se presenta en el Quijote a tra-vés de dos puntos de vista, uno de naturaleza teórica, el historiador ha de atenerse a la verdad frente a la libertad de la ficción, y otro de naturaleza concreta, la historia de don Quijote está llena de episo-dios en los que no queda en buen lugar, algo que el narrador pone en evidencia con ironía.

El problema de la verdad de la historia tiene en el Quijote dos vertientes, una literaria y otra irónica, aunque ninguna de carácter epistemológico. Respecto de la primera, la verdad de la historia se convierte en base de la concepción novelesca de Cervantes: la proxi-midad a la verdad (o su semejanza, la verosimilitud) es un criterio fundamental de valoración de la obra, como ponen de relieve las pa-labras de don Quijote: «Las historias fingidas tanto tienen de bue-nas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas». Pero también presenta otra vertiente irónica, que tiene un signifi-cado diferente en sus dos niveles. En el básico, el Quijote, como los libros de caballerías, es una «historia verdadera», es decir, falsa por completo. En el otro, más concreto, la verdad de la historia pone a la luz, por la alabada exactitud del historiador, Benengeli, los episodios degradantes del caballero, frente a las expectativas que ha generado el personaje, movido a su aventura por la idea de la fama, a imitación de sus modelos caballerescos. ¢

la novela al drama; es lo que conocemos como adaptaciones. Hay que destacar aquí que la mera dramati-zación de un texto narrativo es un proceso en el que tienen lugar cambios fundamentales como el de aumento o reducción del texto original y otros relacionados con la diégesis, la acción, los temas, los valores o las motivaciones. Las adaptaciones pueden ser de dos tipos: parciales, cuando adaptan uno o varios episodios extraídos del Quijote, y globales, cuando adaptan varios episodios con la intención de plasmar un recorrido por toda la novela. Así, podemos destacar las siguientes adaptaciones globales en el teatro español entre 1900 y 2010: Don Quijote: fragmentos de un discurso teatral (1992), de Maurizio Scaparro y Rafael Azcona; Las andan-zas de don Quijote (1997), de María Belén Camacho Sánchez; El lugar de La Mancha (2000), de Pascual Antonio Beño Galiana; En aquel lugar de La Mancha (2005), de Jerónimo López Mozo; El pequeño Quijote (2005), de Tomás Afán Muñoz; y Quixotada (2005), de la compañía Légolas. También, como ejemplos de adaptaciones parciales, podemos señalar: El retablo de maese Pedro (1923), de Manuel de Falla; Las bodas de Quiteria (1903), de Ciro Bayo; Las bodas de Camacho el rico (1905), de Pedro Novo y Col-son en colaboración con Ramiro Blanco; El curioso impertinente (1930), de Feliciano Domínguez y Andrés; Sancho Panza en la ínsula (¿1934-1936?), de Alejandro Casona; y Barataria (1960), de Manuel Martínez Azaña.

Por otro lado, se encuentran obras basadas o inspiradas en el Qui-jote, más distanciadas del texto original que las adaptaciones y con aportaciones generalmente más originales por parte de los drama-turgos; estas son las recreaciones. Principalmente toman personajes quijotescos insertados en nuevas aventuras, pero también pueden reproducir fragmentos, situaciones, etcétera. Así, encontramos en esta categoría obras como El carro de la muerte (1907), de Sinesio Delgado, con música de Tomás Barrera; Mito (1967), de Antonio Buero Vallejo; El viaje infinito de Sancho Panza (1983-1984), de Al-fonso Sastre; El engaño a los ojos (1997), de Jerónimo López Mozo; Defensa de Sancho Panza (2002), de Fernando Fernán-Gómez; En un lugar de Manhattan (2005), de Albert Boadella; o El más preciado bien que nos dieron los cielos (2005), de Elena Cánovas.

En conjunto, entre los años 1900 y 2010, ha habido 320 acerca-mientos teatrales al Quijote en España, de los que tengamos noticia. Entre esos años, 2005 ha sido en el que más reescrituras se han subi-do a las tablas: nada menos que 83 obras se sitúan en el año del cuar-to centenario de la publicación de la novela (a las que habría que su-mar alguna más de los años anteriores y posteriores pero motivadas por la misma efeméride). Esto significa que más de un 26 % de las obras de este periodo de ciento diez años se concentra en solo uno.

Los argumentos que explican el gran número de recreaciones quijotescas a lo largo del referido periodo se pueden relacionar con la intención de los adaptadores de realizar un homenaje explícito

En el Quijote se encuentran episodios, tipos y estrategias literarias que casan perfectamente con el molde teatral y que posibilitan el paso del texto

original al género dramático[| «Reescrituras del Quijote...»]

[| «Cervantes, lector del Quijote»]

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al texto que está considerado como obra cumbre de la literatura española y con la reivindicación del Quijote como icono cultural europeo. Asimismo, también resulta fundamental la facilidad que la propia novela provee para su transcodificación a escena. En este sentido, en el Quijote se encuentran episodios, tipos y estrategias lite-rarias que casan perfectamente con el molde teatral y que posibilitan el paso del texto original al género dramático. De hecho, la conexión que existe entre el teatro y el Quijote tiene su correspondencia en su dramatización ya desde época tan temprana como el mismo siglo de su publicación.

En relación con los rasgos generales de las reescrituras quijotes-cas para la escena, a pesar de que el amplio número de obras impli-ca una gran heterogeneidad, es posible trazar ciertas características globales. Así, aunque son diversos los fragmentos que se extraen del Quijote, hay una tendencia a adaptar los episodios de los molinos de viento, la ínsula Barataria, las bodas de Camacho, el retablo de maese Pedro y el de los galeotes.

Igualmente, los géneros dramáticos en los que se adapta la no-vela cervantina son también múltiples y variados, pero se pueden destacar, por su número y relevancia, las versiones infantiles o ju-veniles, los monólogos, los espectáculos de calle y las óperas. Sobre las versiones para niños y jóvenes, hay que destacar su motivación didáctica, no solo en relación al currículo de la asignatura de litera-tura española sino también con respecto a la formación en valores apropiados para su público objetivo como la amistad, la solidaridad, la justicia, la ilusión, etcétera. En relación con los monólogos, ade-

más, es reseñable el cambio de punto de vista que ofrecen algunos de ellos, cediendo el protagonismo al escudero Sancho Panza o a personajes femeninos de la novela.

No obstante, en la mayoría de las reescrituras de la novela es el hidalgo quien continúa siendo el protagonista de la historia y el eje sobre el que pivotan las acciones, manteniendo de esta forma la fide-lidad al hipotexto. Y junto a él, Sancho, como compañero insepara-ble. Ambos personajes, además, son representados según las carac-terísticas físicas y psicológicas marcadas por el modelo narrativo y reconocibles con facilidad. Este foco en los protagonistas, de hecho, es visible ya en el título de muchas de las reescrituras quijotescas; más de la mitad de las 320 obras teatrales basadas en la novela cer-vantina desde 1900 a 2010 usan la palabra Quijote en su título.

Otra de las características del hipotexto que se mantienen, con frecuencia, en sus adaptaciones es el juego metaficcional. En este sentido, no solo el teatro contemporáneo tiende ya de por sí a los juegos en las fronteras de la realidad, sino que la propia identidad metaficcional del Quijote favorece la proliferación de técnicas meta-teatrales en sus adaptaciones a la escena.

Para terminar, se pueden distinguir tres tendencias en la inten-ción o finalidad de las adaptaciones quijotescas (lo que no es óbice para que varias convivan en una misma obra teatral): en primer lu-gar, la divulgación del texto original; en segundo lugar, una voluntad cómica; y, finalmente, una motivación más profunda relacionada con el idealismo de los personajes, lo que en la actualidad se conoce como ser un quijote. ¢

tan incrustados en la historia que nadie podría imaginarse que nunca han existido. Uno de esos hombres es don Quijote de La Mancha. El escritor tiene unos cincuenta años cuando inventa héroe y nombre, el héroe tiene también la misma edad. «Frisaba la edad de nuestro hidalgo en los cincuenta años: era de complexión recia, seco de car-nes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.» Tal vez ni siquiera estuviera seguro el escritor al principio del nombre que daría a su héroe, y algo de esta duda resuena cuando dice: «Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben». Así

es introducido el lector en este terreno borroso entre la realidad y la fantasía que, si es un buen lector, le irá atrapando. Naturalmente, no había cronistas y, por lo tanto, tampoco diferencias de opiniones; probablemente aun el mismo Cervantes tampoco lo sabía. Vuelve a intentarlo con Quexana, pero finalmente decide dejar la elección del nombre a su protagonista no existente: «… así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya (su patria), y llamarse don Quijote de La Mancha». De lo único de lo que estaba seguro desde el principio era del lugar de donde procedía, aunque el escri-tor no quisiera revelar este secreto, que quizá solo él conocía: «En

tras las hUellas de don QUijote. Un viaje por los

Caminos de la manChapor Cees Nooteboom

(1988)

Miguel de Cervantes está sentado a la mesa y escribe por primera vez el nombre de su héroe. Algunos hombres que nunca han existido están

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Vivimos en un mundo magmático y añoso. Ya no podemos leer ni la primera página del Quijote sin ser conscientes de la constelación cul-tural del Quijote. O más bien ese receptor adánico y virgen no existió nunca, pues Cervantes despliega en su libro multitud de referencias a otros libros. En cualquier caso, en 1615, cuando apareció la segun-da parte del Quijote, hacía tiempo que los lectores reconocían algu-nos o muchos elementos de sus páginas. Habían leído la primera parte y el Quijote apócrifo de Avellaneda, se disfrazaban de Sancho o de Alonso Quijano; encontraban en pliegos de cordel, como piezas de un puzle que no necesitasen estar unidas para tener sentido, las aventuras del hidalgo y su escudero.

[Don Quijote de La Mancha. Francisco Rico. Miguel de Cervantes. Si puedes leer esto tienes una mente poderosa.]

migUel de Cervantes Compartió Una

pUbliCaCiónpor Carmen Morán Rodríguez

Hoy la imagen de las piezas del puzle para referirnos a una in-formación o discurso cultural ha dejado de ser exacta, pues implica pensar en cuerpos sólidos con un alto grado de cohesión entre sus partículas, y una separación patente, una discontinuidad, con las partículas del cuerpo siguiente. Hablar de puzle supone pensar en una fragmentación definitiva, que persiste aunque los pedazos se ensamblen. Ya no se trata de eso. Cada magna obra en edición críti-ca, cada ínfimo producto —la camiseta Spanish Hero made in China vendida en El Raval— no es una pieza de rompecabezas, sólida y separada de las demás, con las que puede articularse sin perder su forma y consistencia, sino la partícula de una sustancia líquida: co-hesión más débil, continuidad, fluencia. La Obra no es cada obra (cada conjunto de páginas comprendido por unas tapas, o cada do-cumento digital en epub o pdf): la Obra son todas las obras habidas

Expresidiario y Al Borde del Desahucio, Nadie Confiaba En Su Talento: Lo Que Sucedió Después Te Dejará Sin Palabras.

un lugar de La Mancha, de cuyo nom-bre no quiero acordarme…». Por lo tanto no sabemos el lugar, pero sí la región. Y aquí tenemos una de esas fantásticas ambigüedades que mantendrán ocupado al viajero durante su viaje por La Mancha. La región es auténtica, el héroe no. El autor que se llamaba Cervan-tes también era real, pero en ese afortunado momento en que hizo surgir a su héroe inexistente de La Mancha, dio a esa peculiar región española una plusvalía que las ciudades, pueblos y paisajes de La Mancha no podrán perder jamás.

Y así ocurre que después de cuatro siglos el viajero tiene gran-des dificultades para mantener separadas la apariencia y la realidad en la misma región por donde Miguel de Cervantes hizo errar a su don Quijote. El autor se ha hecho más difuso que su héroe. Todo el mundo conoce el aspecto que tenía don Quijote, aunque no haya existido nunca, pero de su creador no hay todavía ningún retrato digno de confianza. Cervantes se describió a sí mismo una vez, pero nunca fue dibujado durante su vida, por eso lo único en que se pare-cen sus estatuas es en la ropa. Tampoco se lo ha dejado muy fácil a sus retratistas futuros: «Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondi-cionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies. Este, digo, que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de La Mancha». La dificultad para Cervantes era que este, al contrario que su don Quijote, sí que existió en realidad, y que evidentemente nadie se atrevió a desfogar su fantasía con él. Don

Quijote y Sancho Panza tienen desde Daumier y Gustave Doré un aspecto que está acuñado para siempre: quien cierra los ojos los ve ante sí. En esta lucha entre la fantasía y la realidad, la fantasía ha ganado por uno a cero. El escritor es la invención, sus personajes son reales; cuando ves las innumerables imágenes del Caballero y su Escudero en todos esos lugares que aún hoy existen, donde han tenido lugar sus aventuras nunca ocurridas, no dudas ni un segundo.

Empecé el viaje hacia La Mancha en Madrid. En un libro de 1871, Castilian Days, escrito por John Hay, había leído que podía encontrar allí la casa donde vivió Cervantes, y yo quería ver esa casa. Está, naturalmente, en la calle de Cervantes, la misma calle en donde vivía Lope de Vega en aquellos días, aunque entonces tuviera otro nombre. Ahora hay dos calles viejas y estrechas la una al lado de la otra, con los nombres de estos dos monstruos de la literatura hispá-nica que, como ocurre en los círculos literarios, se criticaron mucho recíprocamente. Lope de Vega era el autor de éxito de su tiempo, el hombre de las dos mil obras de teatro y «veintiún millones de versos», mientras que Cervantes llevaba una vida aventurera, par-ticipaba en batallas navales, resultaba herido, apresado por piratas beréberes y vivía con su hermano cinco años como esclavo en el nor-te de África hasta que un monje compró su libertad. Tampoco des-pués le fue mucho mejor. Tenía un trabajo de subalterno en Sevilla, fue a la cárcel por un asunto de deudas, intentó en vano obtener un nombramiento en las colonias, confió —ya en la vejez— en poder acompañar a la corte de Nápoles a su protector, el conde de Lemos, a quien está dedicado el Quijote, pero nada de esto tuvo el fin deseado. Ni siquiera el gran éxito de su Don Quijote le hizo rico, y tardó nueve años en terminar de escribir la segunda parte, que apareció un año antes de su muerte. La última carta a su protector deja ver que él se-guirá siendo su peculiar persona hasta el final: «Puesto ya el pie en

[| «Tras la huellas de Don Quijote...»]

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y por haber, literalmente. Esto es así, y siempre lo ha sido, pero ahora no podemos seguir ignorándolo por más tiempo, porque Internet no nos permite no ver esto. La Red es una metonimia de nuestro mun-do, una imagen ingente (¿infinita?) de él, paradójicamente conteni-da en él. El Quijote son todos los quijotes imaginados, y los que aún estén por imaginar. La obra está definitivamente abierta.

Nadamos en un flujo narrativo y multimedial, polimorfo y cada vez menos jerarquizado. La búsqueda en Google —Algoritmo o Azar, la estrella anteriormente conocida como Dios— no nos lleva a las lectu-ras, sino que hace nuestra lectura y es nuestra lectura misma (Vicente Luis Mora lo advierte en una de las aportaciones más sagaces de El lectoespectador). En ese océano que se desborda no solo en el espacio, sino también en el tiempo, ¿qué sentido tiene hacer reclamaciones en nombre de la autoría, de la versión autorizada, de la intención autorial? (Vivimos una crisis epistemológica de la autoría. Si te gustó La muer-te del autor espera a ver El autor no estaba muerto, pero era un walking dead). Fanfiction.net alberga dieciséis fanfictions del Quijote, como Ca-pitán Quixote and the Pulp SciFi Novels o Quixotic, una recreación de los pensamientos que asaltan a Alonso Quijano tras leer a Shakespeare. Además, hay cuatro crossovers en las que el personaje de Cervantes se encuentra con los habitantes de la Tierra Media o con Gundam. Poca cosa comparada con la ingente cantidad de fanfictions cervan-tinas realizadas desde la Literatura. Pero ¿cuál es la diferencia?, ¿que en un caso la firma tenga nombre y apellidos, y podamos identificarla

con un tipo real, alguien que paga una hipoteca con sus derechos de autor, mientras que en otro caso la firma es Vulcaninegirl? ¿Realmente la existencia de un sujeto jurídico al que retribuir los beneficios de una infinitesimal parte de la Obra es un pilar lo suficientemente sólido co-mo para erigir sobre él nuestro concepto de Literatura? Autor ecoico, autor rizomático, foucaultiano autor-función, dispositivo colectivo de enunciación de Deleuze y Guattari: hora pro novii. También tú, Vulca-ninegirl, eres una fundadora de discursividad.

Superada la concepción newtoniana de tiempo, ya no es posible hablar de obras originales y continuaciones, reescrituras o fanfic-tions, tal y como ha señalado Fernández Mallo, quien además for-mula «…un sistema de coordenadas de tiempo relativo, que flota entre las dos obras, en el cual ni la obra original precede a la fanfiction ni viceversa, sino que las dos se retroalimentan de personajes y deco-rados en un tiempo situado entre ambas, fuera del tiempo marcado por el reloj histórico».

[Miguel de Cervantes escribió en la biografía del Quijote, de Pierre Menard. Remake.]

Pretender discriminar por géneros dentro de esa lava ardiente de creación y pensamiento, excelencia y mediocridad, que es la Obra, es una tarea estéril a la que se han consagrado con conmovedora seriedad vidas, talentos, tesis. El resultado es tan útil como una clasificación por

el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, esta te escribo. / Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo esta; el tiempo es breve, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a vuesa excelencia». Cuatro días después muere, y al día si-guiente es enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas, en la calle que ahora lleva el nombre de Lope de Vega.

Es un lunes por la mañana temprano cuando voy paseando por las dos calles con nombres de escritores. Está lloviendo en Madrid en este mes de mayo. Busco la placa conmemorativa de la que ha-blaba mi libro de 1871, pero al no estar el número de la casa en el libro resulta difícil. Finalmente encuentro la casa de Cervantes. Es el número 20. Mientras Eddy Posthuma de Boer intenta fotografiar la placa conmemorativa en la lluvia, yo me refugio en un soportal donde una viejecilla enlutada esparce serrín. Su tiendecilla tiene una puerta muy estrecha y una pequeña ventana detrás de la cual hay al-gunos botones, retales y ribetes. No le gusta que yo esté ahí. Es viejí-sima, forma más bien parte del Madrid de Cervantes que del Madrid de la explosión económica.

Enfrente de la casa del escritor hay ahora una lavandería, pero esta es la única cosa moderna en toda la calle. Más adelante veo un despacho de carbones y una churrería. Miro al viejo de la carbone-ría, negro como un minero, y a las ruedas de su carretilla cubiertas con hierro. Sin oírlas sé cómo suenan esas ruedas sobre la ruda grava. En la calle colindante encuentro el convento donde está enterrado Cervantes. Según la placa conmemorativa era un convento de las trinitarias, y el escritor fue enterrado allí a petición propia, ya que fue un trinitario quien le salvó de la esclavitud.

Manoseo la puerta y llego a una habitación oscura en donde hay una segunda puerta medio abierta. Ahora estoy ante algo que clara-

mente es la puerta de una iglesia, pero la iglesia está cerrada. Luego oigo abrirse suavemente otra puerta y veo dos cabezas de monjas que me miran. «¿Está Cervantes enterrado aquí?», pregunto, y re-cibo una respuesta muy española: «Sí, pero no está aquí». Digo que me gustaría ver la iglesia, pero no puede ser. Al terminar la misa hay que cerrar la iglesia.

—¿Hay entonces una sepultura?—No, realmente no hay ninguna sepultura.Este autor ha borrado minuciosamente sus huellas, pero no te

escaparás tan fácilmente de la posteridad. Cerca de las Cortes hay una escultura en un parque triangular. El suelo está fangoso por la continua lluvia y quizá por eso la escultura está apoyada algo tor-pemente, un soldado escritor extraviado en la época equivocada; el perfil afilado, como el de una especie singular de pájaro, se asoma por encima de la gorguera de piedra. En los relieves bajo sus pies hay escenas de su novela —el Caballero y el Escudero que veré los días siguientes en tantas formas— y una figura de mujer estilo Imperio que vuela por el aire con un lirio, y probablemente debe representar su musa. Estamos allí algo estúpidos bajo la lluvia, él de piedra y yo algo más vulnerable, parece también como si él se riera de mí, y tiene razón. A los escritores no se los encuentra en sus esculturas, sino en sus libros, y, si quiero algo de él, lo mejor será que visite los paisajes en donde se desarrolla su libro.

Un par de horas más tarde salimos de Madrid en coche, el cam-po es amplio y abierto, grandes barcos de nubes navegan sobre el poderoso cielo, pero ya no llueve. Esto es aún Castilla, la tierra que desde arriba, desde el avión, parece una superficie de rojo y marrón, color de arena, la meseta. Ahora que ha llovido no es tan duro como en verano. Los arcenes de la carretera están repletos de flores de colores de la tardía primavera: amapolas, ortigas muertas,

El Quijote son todos los quijotes imaginados, y los que aún estén por imaginar. La obra está definitivamente abierta

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tamaños o colores. La Obra domina los registros, surca los siglos, habla todos los lenguajes: se materializa en la prosa novelística del siglo xvi y en las experien-cias 2.0 de narrativa transmediática. Antonio J. Gil González ejem-plifica precisamente con el Quijote los procesos adaptativos entre distintos lenguajes artísticos, y el tránsito de la centralidad del pres-tigio literaria al producto masivo para pantallas: de Don Quijote a Donkey Xote (2006), la película de Pixar, pasando por Garbancito de La Mancha (1945) o Man of La Mancha (1972), sin olvidar los documentales basados en una no obra, la nunca realizada The Man who Killed Don Quijote de Terry Gilliam (que al parecer cabalga de nuevo: la última noticia es un nuevo intento de filmación en 2015).

Solemos hablar de versiones, reescrituras, homenajes: términos aproximados que esquivan la idea central de una gran Obra que comprende, con la primera y la segunda parte del Quijote, Rocío de La Mancha (1963) o Don Quijote: Ureigao no kishi sono ai, el manga en el que Alonso Quijano parece un caballero del zodiaco, y Sancho es un bishounen lolitesco. La tensión sexual entre ambos (Arrabal fue su profeta) se advierte desde la portada, y más pronto que tarde se resolverá en una fanfiction slash que les funda en una cópula febril y les haga olvidar el ruido de batanes.

No debería ser necesario decirlo: también los videojuegos son la Obra. Don Quijote sale de su casa siguiendo la llamada de su deber —call of duty— de andante caballero. Cervantes puede ser tu avatar.

Un videojuego no es más que un jardín de senderos que se bifurcan, como nos gustaba pensar que era aquello que solíamos llamar litera-tura —y que no era más que una parte pequeña, muy pequeña, del universo narrativo.

[Agregar fotos/vídeo]

Entre los varios Quijotes infantiles de los que da noticia Gil González, prefiero —respetadme— el Don Quijote de La Mancha (1979), la serie que realizaron para rtve el director Cruz Delgado y el productor José Romagosa Gironella. Los niños se sentaban en el suelo con su Nocilla cuando oían que empezaba: «Sanchooo, Quijote, / Quijoteee, Sancho» —la canción era de Juan Pardo y el opening aún no se llamaba opening—. Sabían que sus padres no apagarían la tv: era didáctico que los chavales viesen el Quijote. La sola pregunta de si ellos lo habían leído hubiera sido ofensiva: ¿no tenían un abrebotellas de Sancho, y unos pinchos para las aceitu-nas del Quijote comprados en Campo de Criptana? (de la media docena de pinchos se extraviarían la mitad, huidos del mueble-bar, deseosos también ellos de enderezar tuertos en batallas infantiles). No creo que se haya ponderado suficientemente la influencia de esta serie en la propensión de los nuevos narradores españoles —Vicente Luis Mora, Mario Cuenca Sandoval, Javier Pascual— a encontrar manuscritos en sus novelas.

margaritas, dientes de león, orgías de oro y rojo y azul y violeta, el horizonte se balancea ante nosotros y, cuando nos apartamos de la autovía, todo está vacío de repente, con la sensación de gran libertad que esto conlleva. Hemos decidi-do parar en Chinchón, donde se hace el mejor anís de España. En el centro del pueblo se encuentra la plaza Mayor, el más español de todos los inventos, el corazón y centro de cada lugar en Castilla, desde Madrid hasta el pueblecillo más insignificante. Pero hay algo maravilloso en esta plaza. No es rectangular, sino elipsoidal, hace pensar en una plaza de toros o en un teatro. El suelo es de arena, las casas de alrededor tienen terrazas que pueden hacer las veces de palcos y que ahora se utilizan como restaurantes. La comida es aquí aún terrenal, grandes cuencos con sopas de ajo, cordero lechal y co-chinillos asados, platos campesinos como «duelos y quebrantos», huevos con chorizo, ensalada con tomate y cebolla, jarras de espeso vino tinto. Desde la terraza tengo una vista majestuosa sobre los movimientos del único actor, el policía del pueblo, que nos vigila a todos desde abajo. Oigo el sonido de la fuente, los pájaros, el reloj de la iglesia que cada cuarto de hora hace saber que de nuevo ha vuelto a caducar un pedazo de tiempo. Desde las diferentes calles laterales aparece, como en una extraña obra de teatro, cada vez un anciano distinto que necesita mucho tiempo para cruzar con ayuda de su bastón la superficie de arena en la que un par de veces al año se sueltan los toros. Se barre el suelo del ayuntamiento, las golondri-nas pasan en vuelo rasante. De vez en cuando sale el sol, en la fábrica de pan de la bella señora Vidal recibo una clase sobre los nombres de pasteles y panecillos, y realmente me gustaría quedarme para siempre en esta plaza, en el círculo cerrado de las galerías, con una bolsa llena de mantecados de anís a mi lado. Pero esto todavía no es La Mancha. En el oscuro bar alicatado del Mesón de la Virreyna

cuelgan fotos de muchachas bailando con el traje típico castellano y de hombres que se dejan acosar por aterradores toros en la plaza del pueblo. Tenemos una cita con esos otros adversarios aún más aterradores de don Quijote, los molinos de viento. Los primeros que vemos erigirse esa tarde en orden de batalla sobre una larga hilera de colinas junto a Consuegra demuestran enseguida que el Caballero de la Triste Figura tenía razón, quien no lo vea está loco. La luz es pobre, gris plomizo mezclado con cobre, la decoración de una ópera del destino. Y, naturalmente, estos ya no son molinos, sino hombres que están allí agitando salvajemente sus brazos, pe-ligrosos guerreros, caballeros sentados en lo alto. Nabokov, que ha escrito un extenso estudio sobre don Quijote, dice de este pasaje solo: «Date cuenta de lo vivos que están los molinos de viento en la descripción de Cervantes». Y sí que lo están:

—La aventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertá-ramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se des-cubren treinta o pocos más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos la vida. […]

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos

largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquello

que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas por el viento ha-cen andar la piedra del molino.

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cur-sado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo, quítate ahí y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

No debería ser necesario decirlo: también los videojuegos son la Obra. Don Quijote sale de su casa siguiendo la llamada de su deber —call of duty—

de andante caballero. Cervantes puede ser tu avatar.

[| «Tras la huellas de Don Quijote...»]

[| «Miguel de Cervantes compartió una publicación»]

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Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante. […] Le-vantose en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse […] y bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a todo galope de Rocinante, y embistió con el primer mo-lino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió al viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo.

Lo que ves cuando vas acercándote a Consuegra es el momento de inspiración del autor. Con una determinada luz, una determinada constelación de las nubes, la vibración de calor que puede pender sobre la llanura, todo adquiere aquí algo fantasmal, irreal. Natural-mente, fue el mismo Cervantes quien —antes de que su Caballero lo pudiera hacer— había visto gigantes en estos molinos, e incluso ahora que estoy aquí arriba junto a las ruinas del castillo, no puedo deshacerme totalmente de esta fantasía. Son molinos, naturalmen-te, pero con ese ojo muerto entre las cuatro aspas girantes, son tam-bién seres vivos en peligroso orden de batalla. Paseo un poco entre los bloques de roca color pizarra, veo la infinita llanura hacia el oeste de la colina, ando a lo largo de los muros desmoronados con sus al-menas, y cada vez que me vuelvo veo de nuevo los vigilantes moli-nos contra el cielo agorero ennegrecido. No, allí arriba no estás en el mundo normal, sino en el reino de la imaginación. Debajo está La Mancha de la tierra, los campos, los cerdos, los jamones y los quesos, un mundo sólido de cosas palpables, pero desde aquí arriba ese mis-mo mundo sólido adquiere los aspectos del sueño y lo imposible, donde todo es algo diferente de lo que parece, el mundo de Cervan-tes y su héroe, sobre quien dijo Nabokov: «No nos riamos más de él, su blasón es la piedad, su estandarte, la belleza. Él está a favor de todo lo que es tierno, perdido, puro, desinteresado y galante».

Desde este altozano es como si mi viaje estuviera expuesto an-te mí, como si ahora pudiera verlo todo. Los caminos atraviesan la llanura de la meseta sur, en verano un lugar abrasador, en invierno frío e inhóspito. El Tajo al norte, el Guadiana al sur, la tierra del Cam-po de Calatrava con sus fortalezas caballerescas y sus palacios, La Mancha con sus campos de trigo y sus interminables viñedos. Sobre estos caminos iban caballeros, correos, soldados, mendigos, mon-jes, banqueros, moros, judíos, cristianos: el tejido de la historia. Esa noche paramos en Almagro, una de esas maravillas españolas de las que nunca han oído hablar los visitantes de Benidorm. Tranquila, blanca, misteriosa, un recuerdo de la desaparecida grandeza. Aquí la plaza Mayor es rectangular, una gran habitación con galerías de cris-tal como paredes. Aquí construyeron su palacio renacentista los Fu-gger, los banqueros sabios de Carlos V con conexiones comerciales con todas las partes del imperio mundial español. Dormimos en el monasterio de Santa Catalina, que han convertido ahora en parador, construido alrededor de un antiguo claustro. Aquí la imaginación no necesita hacer nada, te introduces sin darte cuenta en la Antigüedad. Esta era la sede de la Orden de Calatrava, la más antigua de España, fundada en 1158 por monjes cistercienses para expulsar a los mu-sulmanes de España. Al principio vestían como monjes, luego lleva-ron un manto blanco con una cruz de lis roja. En la penumbra crees verlos, figuras agitándose por las estrechas callejas. Por todas partes hay casas con blasones de linajes desaparecidos, leones, coronas, cuarteles, estandartes, suposiciones de amores cortesanos y batallas campales, poder y transitoriedad.

Cuando ya ha caído la tarde sigo paseando un rato por la plaza, pero solo podré verla bien al día siguiente. Es el torpor del mediodía, los hombres durmiendo tumbados en los bancos, la bandera cuelga floja de la casa consistorial, leo los versos sobre la escultura de Diego de

Ni siquiera la pura imagen estática, o aparentemente estática, queda fuera de la narrativa expandida: la pintura y la ilustración se integran en la Obra platónica, conformando a don Quijote y a San-cho —y sin terminar nunca de conformarlos del todo, pues la Obra es irrealizable, es en potencia e in fieri—. Dibujar a los personajes de Cervantes es a la vez una tarea de inigualable soberbia y de extraordi-naria humildad. Es echar una gota de agua a un océano inmenso, con la seguridad de estar incrementando su magnitud. Y ese océano si-gue recibiendo una incesante destilación en la que participan Picas-so o Dalí, pero también los curritos que calcan sus dibujos en mandi-les. No todas las contribuciones tienen la misma calidad; todas, sin embargo, se integran en la gran obra líquida, ideal, inagotable.

Augusto Ferrer-Dalmau imagina un Quijote requeté dispuesto a medir su buena y tajadora espada contra la restauración del biparti-dismo y el pucherazo. El baciyelmo se ha transmutado en boina roja, y su portador ya no viste paño de velarte ni vellorí, sino una astrosa guerrera carlista por la que asoma un codo tan enjuto y avellanado como el resto de su dueño. Lleva en la lanza, sin esperanza, con con-vencimiento, una bandera o lo que queda de ella. Junto a él, en su ru-cio, un Sancho con chaleco y boina apenas se distingue del de Doré o Jules David —quizá porque ser sencillo y pobre es muy parecido

en todo tiempo y lugar—. Si acaso, este parece haber pasado algún ayuno más que los anteriores, y su rostro refleja la gravedad de quien sabe ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y el que es vencedor hoy ser vencido mañana.

El cuadro es muy hermoso —como también lo es el Don Qui-jote y Sancho de Eustaquio Segrelles. Pero lo mejor de todo, lo que nos devuelve al punto de partida (la coexistencia flotante de todas las obras en la Obra platónica) es que el propio Ferrer-Dalmau es autor de otros Quijotes, y uno de ellos es, sí, un Quijote isabelino, casi simétrico del carlista. Un tirabuzón borgiano sobre el rizo cer-vantino. Una gota en el mar, un átomo en un universo en expansión acelerada.

Cervantes no se acaba nunca.

[Indicar que te gusta Miguel de Cervantes para seguir sus publicaciones]

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Augusto Ferrer-Dalmau imagina un Quijote requeté dispuesto a medir su buena y tajadora espada contra la restauración del bipartidismo

y el pucherazo

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MAlmagro, capitán general del reino de

Chile, muerto en Cuzco y nunca más vuelto al Almagro que lo vio nacer. Ese caballero a caballo no se parece a don Quijote, él no lu-chó contra molinos, sino contra indios, y quizá por ello el mundo —con excepción de Almagro— le ha olvidado. Visito las iglesias y el pequeño y resplandeciente teatro que tiene el cielo por techo, y me pregunto qué se sentiría al sentarse en uno de esos palcos con una trémula lámpara de aceite a tu lado y oír las palabras de Lope de Vega y Calderón de la Barca bajo la luna y las estrellas.

El peregrino literario —vamos a llamarlo así— que sigue las hue-llas del Caballero y su Escudero nunca necesita buscar. A la entrada de cada lugar que hay en la Ruta de Don Quijote, almas solícitas han fijado en la pared una lámina de metal de los dos héroes, siempre la misma, de manera que ya no puedes quitártelo de tu pensamiento; recortados como un daguerrotipo negro de hierro, ves a los dos se-guir el camino que tú también recorres, la alta y desgarbada figura del caballero con la lanza y el gordo tapón sobre su humilde burro debajo de él. Pero también en los mismos lugares se han desfogado escultores desde Ciudad Real hasta El Toboso. A veces hay también líneas de El Libro en las esquinas de las calles, hasta el punto de que ya no estás se-guro de si viajas por un libro o por el mundo real. Porque ¿qué puedes decir cuando vas a visitar la casa de Dulcinea? Está en El Toboso, y El Toboso es silencioso, un silencio en el que la fantasía empieza a zum-bar. En el centro del pueblo está la iglesia de Santiago, que en la ima-ginación de don Quijote era el palacio de su amada. Sigo las palabras escritas sobre los muros y, tras la última inscripción, «en una callejuela sin salida»…, doy con la casa de Dulcinea.

Está allí, la puedes tocar, puedes incluso entrar dentro. Para al-guien que ha hecho de la escritura su vida es un momento maravi-lloso. Entrar en la casa real de alguien que nunca ha existido no es ninguna nimiedad. Don Quijote es para Milan Kundera la primera auténtica novela y, si una de las características fundamentales de la novela es la supremacía de la imaginación sobre la realidad, con to-das las posibilidades subversivas que forman parte de ella para es-capar de la opresión de esta llamada realidad, entonces el genio de Cervantes ha mostrado para la eternidad el poder de la imaginación, aunque solo fuera porque él ahora, casi cuatro siglos después, me de-ja mirar la casa, el hogar, la cama, los utensilios de cocina de alguien que era una invención. La sensación de excitación que se produce en

mí allí, solo la he tenido una vez antes, y fue en el balcón de Romeo y Julieta en Verona, entre cien japoneses con sus cámaras.

Miro el jardín, el patio, el olivo, la prensa de uvas, y escucho el balbuceo de la guía monjil que quiere aclarar el enigma y explica quién había sido en realidad el modelo de Dulcinea. Pero esto no lo quiero oír, no quiero que la fábula se contamine con cualquier verdad presumiblemente histórica, ahora quiero irme inmediata-mente a ese otro lugar que está a menos de cincuenta kilómetros de distancia de aquí, donde fue inventada Dulcinea: Argamasilla de Alba; y si esto es verdad o no, me importa un pimiento. Pero antes he de ir al ayuntamiento, en el que un laborioso alcalde ha instalado una colección de Quijotes (y me refiero a los de papel, los libros). Lo terrible de las obras maestras es que pertenecen a todo el mundo, también a los hombres que odias o desprecias. Esto vale para Hamlet y para el Quijote. Un viejo nos lleva a través de una clase con asombrados escolares hasta una salita en donde están los libros abiertos. ¿Quién no ha leído el Quijote? Todo el mundo ha enviado su ejemplar, con dedicatoria, como si fueran ellos el escritor: Mitte-rrand, el príncipe Bernardo de los Países Bajos, Margaret Thatcher, Adolf Hitler, Hindenburg, Mussolini, el rey Juan Carlos de España, Alec Guinness, Juan Perón, Ronald Reagan, una colección de san-tos y granujas, entre los que solo falta Stalin porque el libro con su dedicatoria ha desaparecido.

Hay dos tipos de luz en el mundo, la luz humana y la luz fotográ-fica, y esta última decide que no podemos continuar ese día. Dor-mimos en un hotel de la gran carretera que va de Madrid a Valencia, en Mota del Cuervo. Se llama, naturalmente, Hostal Don Quijote. Recibo una habitación pequeña y oscura, y como somnífero el re-doble de la lluvia y el retumbar de los grandes camiones. Pero antes de retirarse, fotógrafo y escritor han tenido una discusión sobre el aspecto del Caballero y su Escudero. «Veo muchos Sanchos en la calle —dice el fotógrafo— y pocos Quijotes. Sin embargo, debe de haber». Tiene razón, pero pienso que los escuderos saltan a la vista por sus maestros. Sancho te llama la atención a través de la compa-ración con su señor. Pero ¿quién le dio su aspecto a don Quijote? ¿Quién lo acuñó? Cervantes, naturalmente, pero nos preguntamos si este habría reconocido a su creación en la imagen de Doré, aunque es claro que Doré tomó la descripción de Cervantes como punto de

POESÍACamino de las cárcelesLuis Fernández Roces

El sol tras el bosqueRobert Hass Traducción de Andrés Catalán

Marco Valerio Marcial. Antología de epigramasMarco Valerio Marcial Traducción de Pedro Conde Parrado

Antología poéticaStanislaw Baranczak Traducción de Antonio Benítez Burraco y Anna Sobieska

Hernán Cortés nº 10Ricardo Labra

NARRATIVACamposanto en CollioureMiguel Barrero

La reconversión humanaÁngel Falcón

Instante en Lucio FontanaÁngel Falcón

OTROSEl mono gastronómico. Ensayos de arte y gastronomíaJavier Pérez Escohotado

Español con estilo. Antología de textos sobre el uso correcto del españolIgnacio Gómez Font

Cuestión de oficio. Unas memorias artísticas de Emilio SagiAlejandro Carantoña

Lidiando con sombras. Antología de Benito Jerónimo FeijooElena de Lorenzo Álvarez, Rodrigo Olay Valdés y Noelia García Díaz (eds.)

Bendice estos animales que vamos a recibirPepe MonteserínCoedición con el Colegio Oficial de Veterinarios de Asturias

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Ediciones Trea • C/ María González, la Pondala, 98, nave D • 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España • Tel.: (34) 985 303 801 • [email protected]

[| «Tras la huellas de Don Quijote...»]

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estos pensamientos varios han mantenido ocupada a la humanidad desde entonces, se perdieron en refranes y representaciones, se tra-dujeron a todas las lenguas, si tuviera que entrar todo en esta cueva, tendría que ser mil veces agrandada. Y, sin embargo, la cueva está aún tan vacía como entonces, cuando el escritor descendió allí por primera vez. Enigmas. Palabras e imágenes recogidas del aire vacío.

En la parte de arriba de la escalera nos espera la anciana. Nos muestra un busto del escritor debajo de un albaricoquero, pero esto tampoco soluciona los enigmas. Los días posteriores viajamos por La Mancha bajo cielos cambiantes, visitamos el albergue de Puerto Lápice, en donde el posadero armó caballero a don Quijote, dormi-mos en el alto castillo de Alarcón con una aspillera como ventana desde la que se puede ver toda la región, vamos por las Lagunas de Ruidera hacia la salvaje sierra de Alcaraz, vemos iglesias, castillos, las casas colgantes y el magnífico museo de arte abstracto de Cuenca, las ruinas romanas en la tierra abandonada de Segóbriga. Vuelve el sol y vierte luz sobre los campos de trigo, yo apunto los nombres de guisos, quesos, vinos, posadas, pueblos; aprendo de una vieja mujer que todos sus diferentes bordados tienen los nombres de insectos y reptiles, pero durante todo este tiempo no me han abandonado todavía el Caballero de la Triste Figura y su escritor.

Recuerdo que John Hay, en ese libro de 1871, quería ver la pila bau-tismal en la que Cervantes fue bautizado, en la iglesia de Santa María la Mayor, en Alcalá de Henares. Es domingo cuando llegamos. Aquí huele ya un poco a la gran ciudad, Madrid está cerca, está a punto de cerrarse el círculo de este viaje. Vemos la magnífica fachada de la uni-versidad antigua con su plateresca entrada principal y sus nudos ma-nuelinos, la enésima escultura del escritor, esta vez con una pluma de ganso en la mano, alzada hacia el cielo azul como si también quisiera llenar este de escritura, la gente callejeando por los soportales de la calle Mayor, la casa donde vivió —si vivió allí— y finalmente la iglesia. En 1871 estaba cerrada esta iglesia, y ahora también, pero a través de una entrada lateral alcanzamos la caja de la escalera que da al coro. Dos hombres vienen a decirnos que está prohibido, pero yo les explico que buscamos la pila bautismal de Cervantes. Ellos no están a prueba de tanto disparate y nos dejan solos en la semioscuridad.

Debajo está todo cerrado, dicen, así que si quieren quedarse aquí, allá ustedes. Parece que la iglesia ya no está en uso, pero cuando se acostumbran mis ojos a la vaga oscuridad la veo enseguida, la forma marmórea, un poco fosforescente, de la pila bautismal, y con la es-túpida sensación de misión cumplida salimos de nuevo hacia fuera, hacia la dura luz del mediodía español. ¢

De El desvío a Santiago, traducción de julio grande, siruela, 1992-2006 cee

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partida. Pero incluso en el Quijote de Picasso se entrevé el de Doré, luego ¿quién es realmente el creador del don Quijote físico que ve-mos ante nosotros cuando leemos el libro? ¿Cuánto más fuerte es una imagen que está construida con palabras que esas palabras mis-mas cuando la imagen está en situación de sobrepasar a su propio origen verbal? No llegamos a ninguna conclusión. Las comidas en La Mancha son asuntos serios, como si aquí reinaran aún los hom-bres medievales. Las perdices que durante el día iban volando ante nosotros, por la noche están, de repente, en fuentes de cerámica so-bre la mesa, y el Zagarrón, que se embotella aquí al lado, es un vino que puede acabar con todo un batallón salvaje.

Al día siguiente la lluvia juega al ratón y al gato con nosotros. El tiempo es seco en el gigantesco castillo de Belmonte, que yace en-callado como un arca en el paisaje de colinas ondulantes, pero la llu-via vuelve de nuevo cuando entramos en Argamasilla para buscar la cárcel de Cervantes. Un pastor con un rebaño de ovejas nos indica el camino que lleva por las humildes callejuelas del pueblo hacia una gran puerta verde. Llamo, y después de un tiempo oigo una chillona y vieja voz que grita «¡Sí!», pero nada más. Vuelvo a dejar caer otra vez la gran aldaba de hierro, y entonces aparece una mujer muy vieja, casi doblada por completo. Tiene el cabello blanco y un rostro pre-

cioso. La cueva está en otro lugar, nos dice, y la seguimos a través de la lluvia, repentinamente dos gigantes con una enana; inventado por el escritor. Con una llave que es mucho más grande que sus manos abre una puerta y nos señala una escalera que va hacia abajo. Aquí es-tuvo el escritor preso porque no pudo liquidar una deuda, y aquí ha-bría escrito los primeros capítulos. Me lo creo todo, puesto que hay una pequeña mesa de madera con un tintero y dos plumas de ganso. Nunca lleves a un escritor a la habitación de otro escritor, porque o bien se vuelve muy desgraciado, o bien quiere sentarse enseguida en la mesita. Yo hago lo último, y veo lo que Cervantes veía cuando escribía esas primeras palabras. Pero para ello tengo que prescindir mentalmente de la luz eléctrica, de las losas conmemorativas en el muro y de la cámara del fotógrafo. Entonces queda solo la bóveda de piedra, el ruido de la lluvia que llega de arriba, un paso en la calle, el viento, el rasgar de una pluma. Y luego silencio, el silencio en que es-tas primeras palabras del prólogo fueron escritas: «Desocupado lec-tor, sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y el más directo que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contrave-nir la orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra su seme-jante. Y así, ¿qué podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno…?». Y

Don Quijote es para Milan Kundera la primera auténtica novela y, si una de las características fundamentales de la novela es la supremacía de la

imaginación sobre la realidad, con todas las posibilidades subversivas que forman parte de ella para escapar de la opresión de esta llamada realidad,

entonces el genio de Cervantes ha mostrado para la eternidad el poder de la imaginación, aunque solo fuera porque él ahora, casi cuatro siglos después, me deja mirar la casa, el hogar, la cama, los utensilios de cocina

de alguien que era una invención

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POEMAS

20 elcuaderno Número 67 / Abril del 2015poesía

i like my body when it is with yourbody. It is so quite new a thing.Muscles better and nerves more.i like your body. i like what it does,i like its hows. i like to feel the spineof your body and its bones,and the trembling-firm-smooth ness and which i willagain and again and againkiss, i like kissing this and that of you,i like,slowly stroking the,shocking fuzzof your electric fur,and what-is-it-comesover parting flesh….And eyes big love-crumbs,

and possibly i like the thrill

of under me you so quite new

Cummings es realmente especial a la hora de tra-ducirlo. Para empezar, tiene poemas realmente intraducibles. Y, dejando estos a un lado, los más asequibles a la hora de acometer una aproxima-ción «fiel», están salpicados no sólo por sus juegos tipográficos y sintácticos, la jerga callejera o el uso de neologismos, sino que, además, la estructura de muchos de sus poemas son tan cubistas como los cuadros que pintaba. Está, además, el cambio de categoría gramatical al que somete en ocasiones a algunos vocablos.

Matemáticamente equilibrados, en los textos de Cummings aparecen con frecuencia partes apa-rentemente inconexas que cobran sentido al con-frontarse con otras o con el resto del poema. Y hay sin embargo una sencillez y una transparencia en ese mundo hermético. Es ahí donde reside la magia de Cummings.

Sus poemas pueden dar la impresión de difí-ciles e incluso «elitistas». En lo primero estoy de acuerdo, pero no en lo segundo. Del mismo modo que ciertas maneras de jugar de los niños pueden desconcertar a los adultos, hay un alto componente lúdico en la creación poética de Cummings, en el uso de las palabras y la sintaxis e incluso en la pun-tuación. Sus recursos técnicos y su conocimiento de la lengua inglesa son elevados; su interés por ju-gar con ellos también. Su formación en Harvard le brinda unas excelentes calificaciones (Magna Cum

me gusta mi cuerpo cuando está con tucuerpo. Es algo bastante nuevo.Músculos mejor y nervios más.me gusta tu cuerpo. me gusta lo que hace,me gustan sus maneras. me gusta sentir la columnade tu cuerpo y sus huesos,y la temblorosa-firme-suavi dad que youna y otra y otra vezvoy a besar, me gusta besar esto y aquello de ti,me gusta,lentamente acariciar el,estridente vellode tu piel eléctrica,y lo-que-le sucedea la carne que se abre ….Y los ojos grandes migajas-de-amor,

y posiblemente me guste la emoción

de debajo de mí tú tan nueva

Nota y traducción de Juan Ignacio Torres

E.E.Cummings Laude) en griego y en inglés. Estamos hablando del año 1915, en cuyo mes de octubre cumpliría 21 años. En el último año de estudios comenzó a expe-rimentar con el verso libre, después de haber esta-do escribiendo poemas desde niño. Se interesa por la vanguardia europea y comienza a desarrollarse como pintor cubista, movimiento que, de algún modo, parece impregnar también buena parte de su obra poética. La primera publicación con poe-mas suyos fue Eight Harvard Poets, en 1917.

Durante la Primera Guerra Mundial, Cum-mings pasó más de tres meses en un campo de pri-sioneros en Francia debido a, resumiendo mucho y por catalogarlo de algún modo, un malentendido. Esta experiencia le sirvió para escribir The Enor-mous Room. Esta obra, en la que expone la buro-cracia de la guerra, es, además, un libro cargado de lirismo. Algunas de sus descripciones son verdade-ra prosa poética.

Tras la guerra, Cummings se mudó a Nueva York donde expuso sus pinturas y publicó algunos de sus poemas en Dial y en otras revistas de van-guardia. Durante los años 20 publica los volúme-nes de poesía Tulips & Chimneys (1922), & (1925) así como is 5 (1926).

Durante los años 20 viaja con frecuencia a Eu-ropa, pasando temporadas en París, donde tuvo contactos con el Surrealismo y el Dadaísmo. En 1927 publica una obra de teatro bastante experi-

mental, Him. En 1930 se atreve a publicar un libro sin título. En 1931 publica W [ViVa] y CIOPW.

W [ViVa] es un volumen de poesía. CIOPW es una publicación que recoge ilustraciones del autor; el título es un acrónimo de los materiales que utili-zó: charcoal, ink, oil, pencil, watercolours. Un viaje de seis semanas por la Unión Soviética le lleva a es-cribir Eimi, en 1933. En 1935 publica No Thanks, (poesía) y Tom, un ballet basado en La cabaña del tío Tom, de H.B. Stowe. Sigue las publicación de libros de poesía: New Poems [ from Collected Poems](1938), 50 Poems (1940), 1X1 [One Times One] (1944), y Xaipe (1950).

Durante los años 50 abundan sus conferen-cias y lecturas de poemas en el circuito académico. Su obra autobiográfica i: six nonlectures (1953), ha-bla de periodos anteriores y de su desarrollo como poeta. En 1958 publica otro volumen de poesía, 95 Poems. Entre sus publicaciones póstumas de poesía están 73 Poems (1963) y Etcetera: The Unpublished Poems (1983).

E. E. Cummings murió repentinamente en 1962, tras haber estado cortando leña en su retiro campes-tre conocido como Joy Farm. Había nacido en Cam-bridge (Massachusetts), el 14 de octubre de 1894.

Los poemas seleccionados pertenecen al libro sesentaynuevepoemas de E.E. Cummings, tradu-cido por Juan Ignacio Torres y que saldrá próxi-mamente en la editorial Bartleby.

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elcuaderno 21Número 67 / Abril del 2015 e. e. cuMMings

i carry your heart with me(i carry it inmy heart)i am never without it(anywherei go you go ,my dear; and whatever is doneby only me is your doing, my darling) i fearno fate(for you are my fate,vmy sweet)i wantno world(for beautiful you are my world,vmy true)and it’s you are whatever a moon has always meantand whatever a sun will always sing is you

here is the deepest secret nobody knows(here is the root of the root and the bud of the budand the sky of the sky of a tree called life; which growshigher than soul can hope or mind can hide)and this is the wonder that’s keeping the stars apart

i carry your heart (i carry it in my heart)

Lady,i will touch you with my mind.Touch you and touch and touchuntil you giveme suddenly a smile,shyly obscene

(lady i willtouch you with my mind.)Touchyou,that is all,

lightly and you utterly will becomewith infinite ease

the poem which i do not write.

the moon is hiding inher hair.Thelilyof heavenfull of all dreams,draws down.

cover her briefness in singingclose her with intricate faint birdsby daisies and twilightsDeepen her,

Reciteupon herfleshthe rain’s

pearls singly-whispering.

there are so many tictocclocks everywhere telling peoplewhat toctic time it is fortictic instance five toc minutes tocpast six tic

Spring is not regulated and doesnot get out of order nor doits hands a little jerking moveover numbers slowly

we do notwind it up it has no weightssprings wheels inside ofits slender self no indeed dearnothing of the kind.

(So,when kiss Spring comeswe’ll kiss each kiss other on kiss the kisslips because tic clocks toc don’t makea toctic differenceto kisskiss you and tokiss me)

Señora,te tocaré con mi mente.Te tocaré y tocaré y tocaréhasta que medes de repente una sonrisa,tímidamente obscena

(señora tetocaré con mi mente.)Tetocaré,eso es todo,

ligeramente y tú te convertirás totalmentecon infinita soltura

en el poema que no escribo.

llevo tu corazón conmigo(lo llevo enmi corazón)nunca estoy sin él(dondeyo voy tú vas,querida mía;y lo que seaque yo haga es obra tuya,mi amor) no temoal destino(ya que tú eres mi destino,dulzura)no quieromundo(ya que de bella eres mi mundo,mi certeza)y no es sino tú lo que una luna ha querido siempre deciry siempre que un sol cante eres tú

aquí está el más profundo secreto que nadie conoce(aquí está la raíz de la raíz y el brote del brotey el cielo del cielo de un árbol llamado vida;que crecemás alto de lo que el alma pueda esperar o la mente pueda ocultar)y éste es el prodigio que mantiene las estrellas separadas

llevo tu corazón (lo llevo en mi corazón)

la luna se esconde ensu pelo.Elliriodel cielolleno de sueños,se pone.

cubre su brevedad cantandociérrala con enredados pájaros lánguidosentre margaritas y crepúsculosPenétrala,

Recitasobre sucarnelas perlas

de la lluvia susurrando-a-solas.

hay demasiados tictacrelojes por todas partes diciendo a la gentequé tactic hora es portictic ejemplo las tac seis tacy cinco tic

la Primavera no está regulada y nose estropea nisus manos un poco a tirones se muevensobre los números lentamente

nosotros nole damos cuerda no tiene pesosmuelles ruedas dentro desu esbelto ser no queridanada de eso.

(Así,cuando el beso Primavera vienenos besaremos el uno beso al otro en beso el besolabios porque tic los relojes tac no marcantactiquera diferencia algunapara besarbesarte y parabesarme)

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22 elcuaderno Número 67 / Abril del 2015ensayo22 elcuaderno

En mi caso, la profecía de Samuel fue bastante ajus-tada. El personal computer con el que se cumplió la predicción entró en casa apenas dos años después de los 20 prefijados por New Scientist. Aquellos seis maravillosos kilos de quincalla cibernética gene-rosamente patrocinados por mi abuela materna ante el desconcierto de toda la familia me servían como procesador de textos y base de datos. Pero yo esperaba, deseaba ardientemente que fuesen mu-cho más que eso. Sabía que podían serlo. La ración de juegos disponibles en España para un Amstrad pc1512 dd en 1986 era en verdad magra. Y aun así, en los 640 × 200 de aquella devastadora panta-lla cga en blanco y negro empecé a vislumbrar la revelación de mundos mucho más complejos que los básicos matamarcianos de bares y billares. Ni siquiera tengo claro de dónde los saqué todos ellos. Sin disco duro, con exasperantes tiempos de carga, dejando que las leyes de la Gestalt hicieran lo que no podían hacer de ningún modo aquellos toscos racimos de píxeles y aquellos estridentes sonidos en 8-bits, aprendí lo básico: la ansiedad y el desen-gaño ante espacios digitales a los que nunca llegué a acceder por mi torpeza (El enigma de Aceps) o por bugs irreparables (mi floppy pirata de King Quest I); la sugestión de vagabundeo más o menos libre en un espacio virtual en tres dimensiones (Dark Side, Castle Master); una interactividad con las ficciones que iba mucho más allá de las toscas bifurcaciones del ‘Elige tu propia aventura’ (Senti-nel Worlds: Future Magic); el placer de la obsesión laboriosamente satisfecha (La abadía del crimen, Dark Heart of Uukrul...)

Por lo demás, 1986 había resultado ser mucho más parecido a 1964 de lo que preveíamos los niños de los apolíneos años de la Carrera Espacial alen-tados por los visionarios del New Scientist y todos los demás visionarios. Ni bases lunares ni colonias marcianas. No vestíamos a la moda Straker que Gerry y Silvia Anderson habían imaginado para el 1980 de su gloriosa serie UFO. Nada de ciuda-des submarinas. Rebasado el 84, cercano el 89, el Gran Hermano había resuelto quedarse, al menos para nosotros —ya del todo occidentales, incluso los nacidos en la periferia de Albacete—, en una combinación de capitalismo de mercado y socie-dad del espectáculo, es verdad que ya sin el lastre anacrónico del franquismo (pero eso no nos deja-ba en el futuro, sino en el vulgar presente de la era Reagan-Thatcher-Wojtyla). Y el resultado había sido una terrible y secreta frustración. En el 86, el atroz penacho del Challenger estallando frente a Florida acababa de señalarnos como un índice fa-tal nuestro pecado de hybris, nuestro lugar, nuestro límite. Para un crío que se había soñado verosímilmente piloto de cargueros espaciales, oficial del Nostromo, colono en los Mundos Exteriores o en la fosa de las Ma-rianas, esa señal en los cielos ponía un sello de humo y cenizas sobre la cancelación de todas aquellas posibilidades, vaciaba el Mundo

Futuro y lo restituía a la ficción o a la utopía. Igual que el destierro del universo que Galactus impuso como castigo a Estela Plateada: estábamos en con-finamiento en un mundo que se sobrecalentaba y se consumía a sí mismo bajo la piel de su atmósfera, en un presente mezquino, en un futuro en el que las posibilidades se habían desecado en probabilida-des. Nos era dado mirar muy lejos más allá de los muros, enviar sondas sin retorno, medir el univer-so. Pero el mundo no era solo un observatorio. Se había transformado en una penitenciaría.

Sucedió una tarde de verano dieciséis años des-pués mientras cumplía una misión secundaria en los alrededores de Seyda Neen, un pequeño puesto imperial en la Costa Amarga al sudeste de la pro-vincia de VVanderfell. Lloviznaba, se había levan-tado una fina bruma de las zonas pantanosas, la luz decaía con rapidez y al fondo, entre las grandes hojas propias de la vegetación local, se perfilaban la torre del faro y alguna cabaña de pescadores. No

había más transeúntes ni presencias. Solo el chapoteo del agua mansa, el ru-mor de la lluvia y, de vez en cuando, el lejano bramido de un zancudo del fango amarrado a su plataforma de embarque, aguardando pasajero. Entonces, con un inesperado estremecimiento de belle-za, levanté los dedos del teclado y solté el ratón. Me detuve en este y en aquel mundo, me aparté un poco de la pan-talla y permanecí así unos minutos, en

El término personal computer nació el mismo año que yo. Algunas referencias que no he po-dido precisar del todo sugieren que fue, en concreto, tres días después de que yo naciera: el 25 de enero de 1964, en un artículo del científico de ibm Arthur L. Samuel para New Scientist. La revista era un monográfico: La vida en 1984. En cualquier caso, fue veinte años antes de esta fecha. Hace ahora 51. Por eso debe considerarse histórica, y no autobiográfica o con-vencionalmente cronológica, la referencia temporal en la siguiente conjetura: a cualquiera en la cincuentena o más allá de ella que dedique hoy una parte significativa de su tiempo a

• Códigos de The Dark Heart of Uukrul• Floppy de Sentinel Worlds• Pantalla de La abadía del crimen•• Pantallazo de juego de Sentinel Worlds

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elcuaderno 23Número 67 / Abril del 2015 Juan carlos gea elcuaderno 23

suspenso, escuchando los sonidos de Vvanderfell y observando en completa quietud la caída de la no-che sobre la región de Morrowind mientras el sal-vapantallas del juego hacía girar la cámara en torno a mi avatar pasmado.

La experiencia no tenía precedentes en todos mis años de regular gamer. Nada que ver con el es-tado de rapto psicomotriz de quien lleva una hora demoliendo polígonos y acumulando hileras de naves extra en el escueto blanco y negro vectorial de Asteroids, pendiente solo de su latido uniforme-mente acelerado en mitad del estruendo electróni-co, mecánico y orgánico de unos billares de barrio. Tampoco con la agresiva intrusión en los procesos mentales que, incluso en mitad del sueño, te obliga-ba a seguir dejando que cayeran en el fondo de ojos piezas que giraban obedientes y encajaban —ahí sí, siempre— tras una sesión demasiado larga de Te-tris. Nada que ver con ninguna de las experiencias posteriores de jugador solipsista y doméstico, ni si-quiera con las más elaboradas hasta entonces.

Ni tampoco con las sentidas nostalgias del ju-gador retro. Ni con los amarres sinestésicos con los que balizamos el tiempo vivido. Estos son aleato-rios e inespecíficos, desde las asociaciones gene-racionales más obvias (las melodías en 8-bit, tan ligadas al espíritu ochentero como cualquier canción de la época) a las más profundas y privadas (el verde-anaranjado venenoso del espacio en tu primer vuelo en I-War: Edge

of Chaos enlazado para siempre a la alarma de tu mujer, que te avisa de que un avión acaba de estre-llarse en Manhattan; el adagio Agnus Dei de Barber y la voz de la Comandante Karan S’Jet anuncian-do, en Homeworld, un trémulo y orgulloso We are away mientras la nave nodriza suelta amarras y el teléfono suena para informarte de la enfermedad, que habrá de ser mortal, de un ser muy querido; el torrente de nostalgia que desagua en las vigilias du-rante las primeras noches de vida de tu hija cuando suenan las sencillas armonías de Nobuo Uematsu para la pantalla de bienvenida de Final Fantasy VII; la evocación, tan inexplicable, de paisajes de otros videojuegos ante el hipnótico giro de los grá-ficos en una partida de Bubble Spinner mientras se repite la encantadora bagatela ambient de un tal Christopher Riis Eriksen...)

No: lo de aquella tarde en Seyda Neen y lo que habría de venir después en las tierras de Mo-rrowind, Oblivion y Skyrim; en Red Dead Redemp-tion o en GTA IV, en los espacios abiertos de X-3 Reunion, nada tenía de esta subordinación que rebaja ciertas experiencias a la condición de me-ras marcas en el tiempo. Esta era una experiencia de primer rango; presente, autónoma, sustantiva, idéntica en su estructura, su intensidad y sus efec-tos a la inmersión en un entorno natural o de un

acontecimiento en cuya rara plenitud, y no de for-ma vicaria, se está. Es decir, una experiencia en sí misma memorable a la que cierta música, un so-nido, otra bruma en otra costa, cualquier aconte-cimiento banal a esta parte de la pantalla podrían reconducir con un acento de nostalgia, pérdida y restitución en el futuro. Una experiencia de belle-za. Que, como todas (Benjamin lo dijo) es insepara-ble de la melancolía.

La clave está seguramente en ese gesto intem-pestivo de renuncia a la acción, a la conducta pre-vista en un entorno creado, en principio, exclusi-vamente para un cierto tipo de interactividad. Un gesto en cierto modo subversivo respecto a la fun-ción y las reglas de uso del juego. Una desfunciona-lización y una postergación del uso instrumental que se parecen extrañamente a lo que la poesía ha-ce con el lenguaje común. ¿Han previsto, incluso buscado como baremo de excelencia, los diseñado-res de juegos esa situación en la que el jugador, en mitad del frenesí de un first-person shooter rehúsa el juego, ralentiza la matanza e intenta escabullirse, ir al paso en tramposo Modo Dios entre las balas en pos del deleite del paisaje electrónico, postergando o despreciando la pelea, tomando la misión como mera excusa para el paseo? ¿Aspiran en secreto a ese momento en que el slow-gamer pasa a ser un

no-gamer, un mirón desocupado y perezoso que vagabundea renun-ciando a toda productividad, escu-rriéndose por caminos alternativos, apreciando la forma, no la función,

Pasajes para una fenomenología personal de los videojuegos (y unas ciertas formas de la melancolía)Juan Carlos Gea Martín

jugar videojuegos —por lo general en pc— hay que presumirle un cierto pathos. No hablo de hardcore-gamers a los que diagnosticar desde ningún moralismo medicalizado: es posible además que al sujeto se le pueda rastrear algún tipo de ludo o sociopatía de última genera-ción, infantilismo, alienación escapista, sedentarismo, tendencias procrastrinantes e impro-ductivas, tecnofetichismo o los diversos síndromes derivados de la sobreexposición a la pan-talla del pc o al abuso de teclado/ratón, como el síndrome de túnel metacarpiano, pero no es-toy pensando nada por el estilo. Pienso más bien en cosas como la bilis negra. La melancolía.

• El faro de Seyda Neen, en Morrowind• La nave nodriza desamarra en Homeworld• Vista de cabina en X-3 Reunion

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24 elcuaderno Número 67 / Abril del 2015videoJuegos

como un flâneur del videojuego? ¿Se les ha pasado por la cabeza anhelar la aparente aberración de un videojue-go con aura?

Encuentro en el blog de un tal Cayden Mak, Body Whithout Organs, la siguiente observación sobre lo aurático en los videojuegos: Perhaps the aura has returned in terms of authenticity of experiencie that is offered to the player, but denied to spectator («Tal vez el aura ha vuelto en términos de autenticidad de la experiencia que se ofrece al jugador, pero se le niega al espectador»). Piensa, sin duda, en el espectador que contempla el juego desde fuera del juego. Pero, ¿y si el jugador es a la vez el espectador, y lo contemplado no es el resultado del jugar ajeno sino el juego mismo, su apariencia visual, sus rasgos sonoros, su estructura, su estética... La forma autónoma y única del juego?

En los pantanos de Seyda Neen, la renuncia a una interactividad que no fuese la meramente con-templativa actuó como un ácido en la cuarta pared digital. La volvió porosa, la diluyó. Los tiempos y los espacios interno y externo al juego se intercam-biaron y se homologaron: lo virtual se impregnó de vida auténtica, se autentificó, por una experiencia distinta a la prevista rutina del juego. El resultado fue una reconocible mezcla de plenitud y melan-colía; la urdimbre de «una trama particular de es-pacio y tiempo: la aparición irrepetible de una le-janía por cercana que ésta pueda hallarse». Porque nada hay más cercano que la plana pantalla del PC; nada más irremediablemente lejano que las costas de Morrowind, los oscuros sectores Khaak, el con-fín glacial de Skyrim, los barrios más peligrosos de Liberty City. Nada más particular que esa extraña trama de espacio y tiempo.

Me parece que esta experiencia es completa-mente nueva. Que no se asimila apenas a la relación con lo aurático en una pintura o una escultura. Ni con las posibles reintroducciones del aura a través de las nuevas tecnologías reproductivas, en el ar-te fotográfico o el videoarte. Ni siquiera con lo que pueda retener de aura algún tipo de instalación artística plenamente inmersiva e incluso interac-tiva. Por ejemplo, la relación entre lejanía y cerca-nía también funciona invertida en el videojuego: «la aparición irrepetible de una cercanía por lejana que esta pueda hallarse» sigue refiriendo un senti-do único, auténtico, a la experiencia y a su objeto. Cercano y lejano se hacen intercambiables. El viejo

sueño: estar dentro de un Friedrich, estar dentro de un Patinir. Estar en la Tierra Media, estar en Mar-te. Y saber en todo momento que se está dentro de un Friedrich, dentro de un Patinir, en una vivencia limitada, parcial de esa experiencia, consciente del desdoblamiento del medio y del sujeto. Consciente de que, en el momento en el que el personaje de ahí dentro ha dejado de cumplir con sus ritos y sus códi-gos de conducta y asumido la actitud del vagabundo contemplativo, se convierte en agente de una expe-riencia real, pervierte o rehúsa las reglas del juego, y el avatar se convierte en doble. Y que ese desdoblarse y errar, como ha recordado Fernando Castro Flórez, son el acto melancólico por excelencia.

Para Benjamin, las «décimas de segundo del cine» dinamitaban «un mundo carcelario». Para el jugador nacido bajo el signo del personal com-puter, el melancólico gamer cincuentón, el vi-deojuego no vuela los muros de «nuestros bares, nuestras oficinas, nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas», sino de nuestro mundo-penitenciaría y de nuestro tiempo-peni-tenciaría, que confinan y ahogan las expectativas

de espacio infinito y tiempo nuevo con que enga-tusaron nuestras ansias de futuro. «Y ahora», como los espectadores proletarios en los primeros cines, «emprendemos entre sus dispersos escombros via-jes de aventuras» de un modo que ya no permiten ni el cine, que inmoviliza por apabullamiento, ni la televisión, saturada de hiperrealities. ¿Hay, ade-más, entre todos esos escombros un aura que sirva como Objeto de la Misión, Nivel Máximo, Huevo de Pascua, Poder Extra al final del árbol de habili-dades, que guíe los pasos de este híbrido de Quijote, Proust, Alicia, Dorian Grey y John Carter, pero en Marte y despierto también en su cueva de la Tierra? ¿Es ya concebible, si no exigible, además, un Dante

de los cielos, infiernos y purgatorios digitales, un Baudelaire de los sand-boxes, un Sebald de los vagabundeos ludoficcionales? ¿Se puede ser flâneur bajo el pellejo digital de Nico Bellic?

Más aún: el tiempo gastado en re-correr cada cima y cada mazmorra de Cyrodiil, en limpiar de amenazas los laboratorios Black Mesa, los días via-jando con la flota kushana o de pórti-co en pórtico a través de los espacios baldíos de X-3, las horas de servicio en el Tiger’s Claw contra los Kilrathi, las cabalgadas con John Marston a

través de las praderas y cañones de la frontera del San Luis River, el tiempo empleado en levantar los mapas y desenmarañar los acertijos de la ciudad subterránea de Eriosthe, en resolver los puzles de los piranesianos Aperture Laboratories, en cazar mutantes por la desierta Chernobil de S. T. A. L. K. E. R, ¿son tiempo perdido? ¿Lo es el empleado en demorarse ante un Patinir en El Prado, en leer a Proust o The Waste Land, en ver Stalker? El tiempo empleado en vagar por los suburbios de tu ciudad, en jugar a policías y ladrones entre las ruinas del fe-rrocarril, en soñarte piloto de un carguero espacial, en lamentar confusamente que eso nunca vaya a suceder, ¿son tiempo perdido? Quizá sea más claro si lo pregunto de este modo: ¿es algo de todo eso (y si algo lo es, qué) temps perdue, tiempo digno de ser recobrado algún día con la singularidad, el aura de lo plenamente vivido?

Jamás he soñado con un videojuego. Puede que el día en que eso suceda todo quede respondido. Pero, si eso sucede al final, seguramente no conse-guiré identificarlo como un videojuego. Será, sim-plemente, un sueño con su absoluta legitimidad de sueño. Una gigantesca nave que suelta amarras mientras su mundo estalla tras ella y su comandan-te anuncia, sin remisión: we are away. ¢

•• Panorámica de I War 2• Los laboratorios Aperture, en Portal 2

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elcuaderno 25Número 67 / Abril del 2015 ??????

Sergio del MolinoLo que a nadie le importarandom House, 2014256 pp., 16,90 ¤

Miguel BarreroParte la última novela de Sergio del Molino de una frase tan rotunda e imponente, tan inapelable y enig-mática al mismo tiempo, que era un verdadero riesgo levantar con ella todo un esqueleto narrativo por cuanto el autor corría el severo peligro de que el conjunto del rela-to quedara desprovisto de fuerza frente a esa columna vertebral de hechuras tan ciclópeas. «Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos», fue la sentencia con la que el abuelo Molina, postrado en el lecho de muerte y en los prolegómenos de exhalar su último suspiro, le dijo a su mujer cuando, ya ensayando el papel de viuda, esta se acercó a su almohada para satisfacer sus últi-mas necesidades. Ante sentencias así, lo usual es agachar la cabeza y callar, fingir que uno sigue con sus ocupaciones como si no ha oído na-

da, claudicar como se claudica ante la revancha ajena o la senilidad. Del Molino, sin embargo, la retuvo en su memoria hasta que la edad o la expe-riencia le han permitido regurgitar-la y convertirla en un libro excelente que ofrece a sus lectores para confir-mar que la suya es una de las voces que merecen ser escuchadas dentro del a veces confuso panorama de la nueva narrativa es-pañola.

A Sergio del Molino lo conocimos la mayoría de los lectores con La hora violeta (Random Hou-se, 2013), un libro que era tierno y desgarrador a la vez, un volumen que constituía un dietario del dolor y la impotencia con que el propio autor hacía frente al padecimiento y la prematura muerte de su primer hijo, que murió a los dos años como con-secuencia de una de esas enferme-dades que el común de los mortales se resiste incluso a mencionar. Si en sus páginas Del Molino confirmó que el suyo era un estilo trabajado y consecuente, que venía no a ofrecer

párrafos de purpurina, sino con una prosa rica, densa y bien fundamenta-da bajo el brazo, con Lo que a nadie le importa soluciona la única duda que pudo quedarles a quienes asistieron subyugados a toda la magia y todo el dolor que se concentraba en las pá-

ginas de aquella obra: la de si sabría salir airoso de otra clase de relatos donde no se jugase tantas impli-caciones emocionales o donde, como es el caso, estas no fuesen tan di-rectas. Sergio del Molino,

que procede de una tierra de narra-dores como es Aragón (baste citar, como exiguo ejemplo, los nombres de Ignacio Martínez de Pisón, Félix Romeo, Agustín Vidaller o Manuel

Vilas), no solo consigue superar el reto sino que, a mi modo de ver, su-pera en algunos tramos de Lo que a nadie le importa el listón que él mis-mo marcó en La hora violeta, y da a imprenta una obra en la que su pro-pia biografía se entremezcla con la de su abuelo para conformar algo que es mucho más que un simple retrato generacional: la constatación de que la historia pasa por todos, pero son solo unos pocos quienes la protago-nizan, la evidencia de que también el fracaso tiene su propia épica y de que hay ocasiones en que una resignada dignidad puede ser también una sutil forma de heroísmo.

En realidad, La hora violeta y Lo que a nadie le importa vienen a ser piezas separadas de un puzle que, una vez completado, arroja una mis-ma escena, porque en ambos casos se viene a establecer una reflexión en torno al escurridizo concepto de identidad y a todas las ramificacio-nes que pueden surgir de su esencia. Si en el primer libro esa identidad se exploraba a través de una relación padre-hijo en la que el tiempo estaba acotado y cuyos entresijos aparecían siempre sobrevolados por la

Lo que tal vez sí importe

José Luis PiqueroCincuenta poemas: antología personal (1989-2014)sevilla, la isla de siltolá, 2014142 pp., 16,00 ¤

Rodrigo OlayCinco años después de El fin de se-mana perdido (dvd, 2009), José Luis Piquero (Mieres, 1967) vuelve a las librerías con una antología personal, Cincuenta poemas, publicada por la sevillana Isla de Siltolá, que, con la novedad de siete textos inéditos, reúne aproximadamente la mitad de los poemas que Piquero ha dado por buenos en una trayectoria de ya más de veinticinco años. Y es que fue hace ya veintiséis cuando Piquero publicó su primer libro, Las ruinas (Versus, 1989), en una colección tan efímera como brillante. En aquel libro, de insólita madurez (del que seis poemas pasan a esta antología), estaba ya en pie lo fundamental de lo que ha venido siendo después la poesía de Piquero: la mirada lúcida e hiriente, un lenguaje poético de extrema precisión solo en aparien-

cia prosaico, la adolescencia como infernal paraíso perdido («Canción de adolescencia») o el aprovecha-miento del monólogo dramático, tan afecto también a muchos de sus com-pañeros de generación («Retrato del estudiante Harry Kurx»). Para su se-gundo libro (del que otros seis poemas se recogen en estas páginas), Piquero eligió un título paradójico, El buen discípulo (Deva, 1992), pues nada de disci-pular había en esos poe-mas en un momento en que comenzaba a cundir en la poesía española un cierto troquel poético que llevó a muchos autores a un acomodado epigonismo que se complacía en la reproducción for-mular de los modos de los grandes poetas de los ochenta. El buen discí-pulo, todavía un tanto a espaldas de los principales circuitos de la poesía española, ahondaba en la misma lí-nea de inconformista y descarnada introspección de Las ruinas y alcan-zaba a llegar un paso más allá en esa senda de incómoda contemplación que ha venido signando la singla-

dura poética de Piquero («Apunte biográfico», «En la rotativa»). Fue Monstruos perfectos (Renacimien-to, 1997) el libro en que finalmente pudo José Luis Piquero darse a cono-cer más allá del Principado, hasta el punto de que la obra llegó a ser fina-

lista del Premio Nacional de la Crítica; en ese mis-mo año, además, Piquero apareció en 10 menos 30, la antología de Luis An-tonio de Villena (ya lo ha-bía hecho dos años antes

en Selección nacional, de José Luis García Martín) y desde entonces no ha faltado en ninguno de los princi-pales recuentos antológicos del pa-norama poético nacional; el último, el muy ponderado Las moradas del verbo, preparado por Ángel L. Prieto

de Paula. El caso es que Monstruos perfectos (del que Cincuenta poemas recupera catorce textos) es, al decir de su autor —y dando buen ejemplo de su autoexigencia—, el libro en que «empieza a atisbar una caligra-fía propia», aunque un tanto exa-gerada resulta esa afirmación, pues Monstruos perfectos reúne sin duda muchos poemas que bastarían por sí solos para resumir y concentrar en uno lo fundamental de la obra de Piquero, ya que es este un libro en que sus obsesiones y fundamentales peculiaridades tonales han fraguado por completo en una voz inconfundi-ble («Lo que dijo Judas esa noche» o «Iván y Arancha en Praga»). Habrá quien considere exagerado el elogio, pero cuando en 2003, como conme-moración del número 500 de la co-lección Visor, se preparó la antología consultada y comentada Centuria, en que ciento treinta lectores elegían «los poemas del siglo xx que, por al-gunas razones, aprecian por encima de otros», Javier Rodríguez Marcos se decantó por un poema de Mons-truos perfectos, «Elogios del pez-lu-na», incluido también en Cincuenta poemas. En cualquier caso, en

La oración de Caín

Es en esa superposición de tiempos, en ese ir y

venir del pasado al presente y viceversa, donde radica uno de los principales atractivos de esta novela

En lo que tiene toda la razón Piquero es en considerar El

fin de semana perdido, su ya citado último libro, como su mejor obra hasta el momento

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26 elcuaderno Número 67 / Abril del 2015JosÉ luis piquero / sergio del Molino

lo que tiene toda la razón Piquero es en considerar El fin de se-mana perdido, su ya citado último li-bro, como su mejor obra hasta el mo-mento (lo que se transparenta en los dieciséis poemas antologados en Cin-cuenta poemas). El fin de semana per-dido, macerado a lo largo de doce años de escritura, resulta asombroso en su dolorosa intensidad («Nova»), en su conseguida coherencia («Oración de Caín»), en un aprovechamiento cada vez más novedoso del monólogo dra-mático («Entrevista con el Golem», aunque en esto quizá corra Piquero el riesgo del autoplagio en algunos inéditos), en la aparente proscripción de toda retórica («Abrigo azul») —a la que, desde luego, solo es posible llegar a partir de su más acabado dominio («Cuatro»)— y en una asombrosa de-licadeza («Alumnas de una escuela de peluquería») que en ocasiones puede pasar desapercibida al lado de textos más ásperos o incluso estremecedo-res («Talidomida» o el inédito «Que-maduras»).

Hay, no obstante, un hito fun-damental en la obra de Piquero que voluntariamente he omitido porque merece consideración aparte. Aun-que el recorrido por sus libros exentos no deba obligatoriamente detenerse en él, lo cierto es que Autopsia: poesía 1989-2004 (dvd, 2005) fue sin duda el poemario que acabó de convertir

a Piquero en uno de los autores irre-nunciables de su generación. Autop-sia, galardonado con los premios Ojo Crítico y de la Crítica de Asturias, adelantaba hasta una quincena de la treintena larga de poemas que luego compondría El fin de semana perdido. Lamentablemente, lo mismo su poesía reunida que su último libro han sufri-do los inevitables problemas derivados de la desaparición de dvd, la editorial

que los publicó, y están hoy fuera de circulación. Ello hacía necesario, si no imprescindible, un libro como el que nos ocupa (¿o incluso una reedición ampliada de su poesía reunida?).

Cincuenta poemas se abre con una apretada pero muy enjundiosa nota preliminar que se basta en sus tres pá-ginas escasas para decir lo fundamen-tal, y que patentiza la capacidad de Pi-quero para pensar la poesía (no debe

perderse de vista que ejerce con asi-duidad el reseñismo literario y que in-cluso prologó y preparó allá por 1994 una antología de la poesía joven del momento, titulada Poetas de los 90). De hecho, desde las notas finales de El buen discípulo, ha acostumbrado ha-cer acompañar sus libros de una serie de reflexiones que, más que a la espe-culación teórica, gustosamente des-cienden a la precisión concreta y se orientan al comentario de pequeñas mañas artesanales al hilo de distintos poemas; en el caso de El fin de semana perdido, la sintética nota final encon-tró su complemento en una colección de explicaciones sobre muchos de los poemas del libro, aparecida en la extinta revista El Summum (en línea en <http://issuu.com/ambitu/docs/elsummum34/42>); quizá hubiese si-do una buena idea recuperar ahora las observaciones del autor acerca de los poemas antologados. Sea como fuere, puede llamar la atención en el prólogo a Cincuenta poemas la reivindicación de la parquedad y el elogio de la lenti-tud que Piquero abandera; no hay du-da de que se ve en la obligación de ha-cer de la necesidad virtud (es él mismo quien nos entera de que su produc-ción poética asciende exactamente a un total de 112 poemas; de media, poco más de cuatro poemas por año), pero no es menos cierto que su de-fensa lo coloca en un espacio de sana

Wakefield A Miguel Galano

¿Estás ahí? La casa te ha expulsadode nosotros, igual que un estornudo.Si cruzara la puerta ¿dónde te encontraría?A lo mejor estás en el jardín,sonando como el agua. Si cerrara los ojos¿sabré escuchar lo que no ven los ojos?El roce del vestido, el corazón latiendo,la intemperie.

Estás pero no estás.Eres la parte más densa del aire cuando se hace de nochey muevo en ti los brazos para no dar contigo,cáscara de la casa.Las ventanasno conocen tu busto, y llueve, llueve.

La soledad es eso:el hilo de la araña que va estrechando el mundo.La puerta está cerrada como un féretroy la luz encendida.

certeza de un desenlace trágico, Lo que a nadie le importa in-tenta plantear una respuesta al «quié-nes somos» partiendo del análisis del «de dónde venimos». Se abre la novela con una bucólica estampa francesa, el retrato a vuelapluma de una felicidad familiar de la que Del Molino disfruta aun sabiendo que no es la que le co-rresponde por genealogía, para fun-dirse después en una sucesión de es-tampas mucho más áridas, pero igual de ricas por lo que tienen de revelado-ras. El abuelo José Molina, el mismo que le espeta a su mujer esa gloriosa frase que viene a sintetizar la dimen-sión de su derrota, es un personaje gris encerrado en una España gris en la que apenas hay nada que contar, y es en la disección de esa grisura que envuelve a todos, protagonista y en-torno, en la que se interna Del Molino para tratar de encontrar una luz que alumbre sus propias contradiccio-nes y resuelva incógnitas pendien-tes. La novela va recorriendo, así, los distintos espacios que jalonaron la andadura por el mundo de su ante-pasado (el castizo barrio del Gancho, en Zaragoza; las calles empinadas del distrito de Embajadores, en Madrid; el pueblo aragonés donde el abuelo Molina resuelve dejar pasar las horas de la vejez) en una narración que salta hacia delante y hacia atrás en el tiem-po en virtud de las necesidades de la

trama —si es que se puede admitir tal término en una obra como esta— y de la voluntad de su autor, que dedica una buena parte del texto a rebuscar los vestigios de las hazañas bélicas de su abuelo en un periplo que lo conduce desde la Tierra Alta hasta el corazón del frente del Ebro, esa llaga abierta entre dos Españas que se resistían a ser una, esa herida que recorre hoy una ca-rretera nacional a cuyos márgenes aún palpita la memoria de los combatien-tes que protagonizaron —o sufrieron, porque el protagonismo siempre les

correspondía a otros— uno de los episodios más cruciales y dramáticos de nuestra historia reciente.

Es en esa superposi-ción de tiempos, en ese ir y venir del pasado al presente y viceversa, donde radica uno de los principales atractivos de esta novela, tan afanada en mostrar que el uno no

existiría sin el otro y que el otro tam-poco podría explicarse sin el uno. La asunción de riesgos por parte del autor, que no puede ser imparcial por mucho que en ocasiones se proponga serlo, le lleva a establecer otra oposición: aque-lla que confronta su propia juventud a la de su abuelo para evidenciar que el tiempo no solo ha contribuido a borrar toda memoria de este, sino que tam-bién matiza el recuerdo que el propio autor guarda de la presencia que del abuelo tuvo en sus días. La lógica evo-lutiva del relato, su estructura y sus ha-llazgos, hace que la percepción que el lector tiene de la historia que se le está

contando se asemeje, en buena medi-da, a la percepción que va teniendo Del Molino a medida que avanza en sus investigaciones. La figura de José Mo-lina, que en principio nos parece una figura plana, sometida sin resistencia a los empellones del devenir histórico, adquiere matices, relieve e importan-cia al tiempo que se van modificando, difuminando o sustituyendo los de quienes le rodean.

Lo que a nadie le importa es, pues, un libro valiente, aunque no en el sen-tido en que lo fue La hora violeta. Si en este Del Molino arriesgaba al poner sobre la mesa su propia vida —o, por acotarlo mejor, un tramo nada acoge-dor de ella—, en su último libro plan-tea una mirada crítica y desengañada, aunque no exenta de ternura, hacia su propia intrahistoria con la que da una vuelta de tuerca a lo que ha venido siendo el relato novelado de algunos episodios recurrentes de la reciente historia de España (la guerra civil, el franquismo, la transición) para, a través de ellos, inmortalizar una de-terminada imagen fija de su abuelo, enfrentar a sus propios fantasmas fa-miliares y de paso, y acaso esto no sea lo menos importante, descubrirse al mismo en unas páginas que merecen aplauso y, sobre todo, atenta lectura por cuanto en ellas se da curso y cohe-rencia a determinadas cuestiones que tal vez sí importen. ¢

Sergio del Molino

Hay ocasiones en que una resignada dignidad puede ser también una sutil forma de heroísmo

[molino •]

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elcuaderno 27Número 67 / Abril del 2015 piquero / MaX stirner

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y necesaria disidencia que por pleno derecho le corresponde y que buscan igualmente ocupar sus poemas, sin duda a contrapelo de una moral social (ya sea en sus vertientes sexual, fa-miliar, educacional…: «Mensaje a los adolescentes») que los propios textos de Piquero consiguen revelar hipó-crita, falaz y deshumanizada, muchas veces acudiendo a determinados arquetipos subvertidos del bien o el mal absolutos (Jesús, Caín, Judas): justamente, la búsqueda del absolu-to en el amor o la amistad (en el otro) y en la creación (el yo) es la tentativa imposible, en tanto que abocada a la (auto)destrucción, entre la que bru-julean, implacables, estos poemas («Amigos», «Lo que dijo Judas esa noche»…), y es ahí donde estriba el núcleo de refrescante radicalidad de esta poesía insobornable, maldita en el más noble sentido de la palabra, que jamás parece condescender con ninguna limitadora forma de pudor. Interesante es demorarnos en la serie de poetas a que se acoge Piquero pa-ra justificar su disidente parquedad: Rimbaud, que escribió toda su poesía en un rapto asombroso, más o menos entre 1871 y 1873; Cavafis, cuya obra poética canónica se compone de los famosos 154 poemas; y Gil de Biedma, cuya obra completa apenas supera el centenar. La lista no es ni pretende ser casual, porque estos tres autores son

sin lugar a dudas algunos de sus refe-rentes fundamentales: la rimbaldiana entrega total a la poesía como forma de vida, de la que Piquero siempre ha hecho profesión; la influencia litera-ria de Cavafis —en su vertiente menos

Max StirnerEl único y su propiedad, Trad. Pedro González Blancosexto piso, 2014456 pp. 24 ¤

Pablo Batalla Cueto«Ya sea vuestro Ser Supremo el Dios único en tres personas, el Dios de Lu-tero, el Être suprème del deísta, “el Hombre”, la Verdad, el Rey, la Ley, el Bien, la Majestad, el Honor, el Orden, la Patria, etcétera, todo es uno para el que niega al Ser Supremo mismo». Tal es, con pequeñas variaciones, la contundente reflexión sobre la cual pivota El único y su propiedad, y que se repite machaconamente a lo largo de las cuatrocientas cincuenta páginas de este libro del que Roberto Calas-so dice, en una atinadísima compa-ración, que no es mencionado en las historias de la filosofía del mismo modo y por la misma razón que al-gunos grandes textos pornográficos son silenciados en las historias más exhaustivas de la literatura. Lo cierto es que a pesar del tiempo transcurri-do desde su conflictiva publicación,

nada menos que en 1844, y de lo fe-lizmente distinto que es el mundo de hoy del de la Prusia conservadora en la cual vivió su nebuloso autor, El único y su propiedad sigue despidien-do un aroma obsceno, una oleagino-sa lascivia intelectual que empuja al lector a zambullirse en ciertas pro-fundidades del alma habitualmente revocadas por varias capas de eso que convenimos en llamar civilización, y que albergan los instintos animales y las verdades incómodas. El único y su propiedad es, un siglo antes de Ayn Rand, la gran apología del egoísmo, del desenfreno del individuo, del de-rribo de todas las barreras morales; la piedra basal del libertarianismo, que sin embargo, por mor de una de esas paradojas de que está sembrada la historia, debe su autoría a un hombre, a un Individuo Único, del que apenas se sabe nada, más allá de que Max Stirner era su seudónimo, de que su nombre real era Johann Kaspar Sch-midt, de que fue profesor de instituto y pasó penurias y de que frecuentó el grupo de los Jóvenes Hegelianos. La única referencia a su aspecto físico la tenemos en una caricatura hecha de memoria, cuarenta años después de

su muerte en 1856, por un ilustre ene-migo: Friedrich Engels.

Stirner, ácrata entre los ácratas, fustiga por igual a cristianos, comu-nistas y liberales: todos ellos caben en la suerte de blasfemia policéntrica que es El único, porque todos ellos vi-ven esclavos de «ideas fijas» y agachan la cerviz ante un Ser Supremo, super-ficialmente diferente pero esencial-mente idéntico a todos los anteriores, sucedidos unos a otros a través de re-voluciones que destruyen un orden para erigir otro encima, que derriban cierto gobierno sin derribar el Go-bierno, que atacan a cierta fe pero no a la Fe y eleva nuevas fes arrodilladoras.

«Siempre un nuevo señor es pues-to en lugar del antiguo. No se demue-le más que para reconstruir y toda revolución es una restauración», proclama Stirner, que unas páginas antes ya ha disparado: «Examinad la manera como se conduce hoy un hombre amoral que cree haber

culturalista—, desde el au-tobiografismo al homoero-tismo (o, mejor, el queer), pasando por una vocación introspectiva que, con el fi-no escalpelo de la ironía, se vuelve sobre el propio su-jeto poético sin que medie en esta operación la más mínima piedad (influencia declarada explícitamente por Piquero en los poemas «Días de 1985», «Días de 1986 y 1987»…, a espejo de los «Días de 1896», etcé-tera, del alejandrino); y el ejemplo tutelar de Jaime Gil, en su difícil facilidad, en su hábil aprovecha-miento más o menos visi-ble de la métrica clásica y en la utilización de un muy concreto registro lingüís-tico que acerca el lenguaje poético al coloquial sin que por ello pierda rique-za en matices ni capacidad de riesgo (y ahí están, por ejemplo, el sentido especial que Piquero acierta a dar

al adjetivo pequeño, los neologismos que crea mediante la yuxtaposición de dos palabras unidas con guión, sus novedosas onomatopeyas o la cantidad de expresiones felices que continuamente consigue: «esa voz /

salvaje como un fruto o sudar o una isla»). Lo más llamativo no es tanto la selección de estos nombres, muy habitualmente citados en la joven poesía española de los noventa, como la voz erigida a partir de ellos, alejada absolutamente del algo conformista tono menor, asordinado y elegíaco, de encanto tan indudable como limitado alcance, al que estos referentes pa-recieron abocar durante un tiempo,

singularidad esta que ha hecho de Pi-quero uno de los poetas predilectos de la nueva generación, poco atraída sin embargo por aquella poesía novente-ra (baste recordar que poetas como Sofía Castañón, Elena Medel, Martha Asunción Alonso o Sara R. Gallardo nunca han escondido su admiración por Piquero). Si bien, falta en la lista de influencias piquerianas, amén de algún nombre sustancial, como el de Cernuda (también los de Ángel Gon-zález o García Martín), otro núcleo fundamental: a saber, la poesía con-temporánea en lengua inglesa,

Cuatro

Haz el amor con todo lo que sabes.Jaime Sabines

Esta noche los cuatronos damos libremente, como obsequios.Ya no somos parejas y formamosun círculo perfecto.

Un placer sin palabras,algo así como un juego de calor,mas con las mismas mañasdel amor entre dos.

Y el latido de manos y de bocascon su idioma de sed:en cada piel absorta que se posantocan un corazón bajo la piel.

Sobre este cuarto ha descendido el mundo,la luz intacta de la vida breveenvolviéndonos juntosmientras la noche afuera dura y llueve.

No volveré a estar solo.Después de haber amado así, la muerteno me tendrá del todo.

Por el amor de Mí

Piquero abandera la lentitud y la parquedad, su defensa lo coloca en un espacio de sana y necesaria disidencia que por pleno derecho le corresponde

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Stirner, ácrata entre los ácratas, fustiga por igual a cristianos, comunistas y liberales: todos ellos caben en la suerte de blasfemia policéntrica que es El único

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28 elcuaderno Número 67 / Abril del 2015luna de abaJo

Alfredo Hernández GarcíaLa venganza del objetoluna de abajo, 2014238 pp., 12,00 ¤ (la edición en papel)Online, abierto: http://issuu.com/lunadeabajo

Asunción Herrera Guevara¿Hay algo más irónico que hacer creer que un objeto se puede vengar del animal más racional, del animal hu-mano? Seguramente lo haya. Pero La venganza del objeto tiene el gran mé-rito de contarnos, irónicamente y con sentido del humor, un relato veraz so-bre la historia de un error: la historia de la humanidad es una continua mues-tra de la prepotencia del animal hu-mano hacia la Naturaleza. Como bien sabe hacer Chiripa, el protagonista de nuestra novela, el hombre se pavonea, hace una vana ostentación de su domi-nio de la Naturaleza. La misteriosa y desconocida Naturaleza es vista como un instrumento, pero no es un instru-mento cualquiera, hemos estado siglos intentado controlar el poder que tiene. En el siglo xvii ya Bacon afirmaba que

acabado con Dios y que rechaza el cristianismo como un pingajo: preguntadle si alguna vez se le ha ocurrido poner en duda que las relaciones carnales entre hermano y hermana sean un incesto, que la monogamia sea la verdadera ley del matrimonio, que la piedad sea un deber sagrado, etcétera. Le veréis sobrecogido de virtuoso horror. ¿Y de dónde le viene ese horror? De que cree en una ley moral. Cualquiera que

sea la vivacidad con que se sublevó contra la piedad de los cristianos, él es igualmente cristiano en cuanto a la moralidad». El sujeto y el predicado se reemplazan el uno al otro tras la Re-volución francesa: Dios es amor por el amor es divino; Dios se hizo hombre por el Hombre, el Hombre colectivo, la Humanidad, es ella misma un dios. El quid de la cuestión es, empero, el mismo para el sufrido Individuo, al cual el nuevo orden continúa obli-

gando a esforzarse por alcanzar un ideal de perfección desinteresada —el buen cristiano, el buen ciudadano, el buen patriota...— que no tiene senti-do, porque no es natural. «El carnero —compara Stirner— no se esfuerza en llegar a ser un “verdadero carnero”, ni el perro un “verdadero perro”; ningún animal toma su ser por un deber, es decir, por una idea que debe realizar».

Sólo el egoísmo es perfecto; sólo él está, de hecho, detrás de cada supues-

ta acción desinteresada, individual o colectiva, del ser humano. El mismo Jesús de Nazaret no fue más que un formidable egoísta: para Stirner, el Mesías cristiano fue «el innovador, el revolucionario, el heredero impío que profanó con sus propias manos el sá-bado de sus padres para santificar su domingo, y que interrumpió el curso del tiempo para hacer datar de él una era nueva» y «jamás, todavía, ha podi-do pasarse una religión sin promesas pagaderas en este mundo o en el otro, porque el hombre exige un salario y no hace nada pro Deo». Stirner espeta a sus lectores una especie de lapida-rio Tu es quod ego sum: «Todos vues-tros actos, todos vuestros esfuerzos, son egoísmo no confesado, secreto, oculto, disimulado». El mismo Dios, «¿abrazaría la causa de la verdad si no fuese él mismo la verdad?», se pre-gunta el autor hozando gozosamente en el sacrilegio y la irreverencia: él mismo no predica las bondades del egoísmo por «amor a los hombres» sino por, dice, «hacer a ideas que son mis ideas un sitio en el mundo; si pre-viese que esas ideas tenían que arre-bataros la paz y el reposo, si en esas ideas que siembro viese los gérmenes de guerras sangrientas y una causa de ruina para muchas generaciones, no las esparciría menos».

Todo es, en fin, lo mismo y la Na-ción Soberana no es menos despótica

la Naturaleza era una ramera a la que había que doblegar y dominar. Un rela-to veraz de la historia de la humanidad bien pudiera concretarse en lo que he llamado un error: la prepotencia del humano ante lo natural.

La novela de Alfredo Hernández consigue retratar magistralmente esta parcela de nuestra historia con un sentido del humor desbordante. Caricaturiza al «marisabidillo» cien-tífico Chiripa, un personaje capaz de «Naturalizarse». La naturalización cambia al personaje. Desde el mismo momento en el que tiene lugar tal naturalización, Chiripa ya sólo mide, aritmetiza, controla e instrumenta-liza su vida y la de los demás, sobre manera la vida de su anciano padre y la de sus compañeros de fechorías (o sea, compañeros de trabajo) y seudo-conquistas. No se equivoque el futuro lector, cuando Chiripa se naturaliza no lo hace para integrarse con la Na-turaleza sino para dominarla y, por ende, controlar a los zoquetes que vi-ven una vida no llena de mediciones e instrumentalizaciones, sino una vida plagada de emociones, valores, fanta-sías y normas.

La Historia nos ha enseñado que los errores, la mayor parte de las veces, se pagan caros. El relato veraz de Alfredo Hernández muestra el precio que tie-ne que pagar Chiripa por su arrogan-cia. No sólo una parte de la Naturaleza controlada por él en sus experimentos se le vengará, sino que, para más mor-dacidad, Chiripa se convertirá en el ratoncillo sobre el que experimenta Nativel, otro de los personajes princi-pales que actúa como contrapunto del naturalizado Chiripa.

La Naturaleza se venga, el objeto se venga sobre Chiripa y sobre todos los que se vanaglorian de su ilustre raza. Parafraseando la fábula «El lina-judo y el ciego» (Hartzenbusch, 1837) podríamos decir:

A la Naturaleza (a un ciego) le decía Chiripa:

«Todos mis ascendientes héroes fue-ron» / Y respondiole la Naturaleza: «No lo dudo; / Yo sin vista nací: mis padres vieron» / No se envanezca de su ilustre raza / quien pudo ser melón y es calabaza

No hay nada más justo que Chiripa reciba una lección: el objeto se venga.

El objeto se vengade Eliot a Larkin pa-sando por Auden y Spender. A este respecto, no puede obviarse que Piquero seleccionó y tradujo la an-tología bilingüe inglés-asturiano Cincuenta poemes del sieglu xx (Trabe, 2000), una de las joyas de la traducción literaria al asturiano y en la que desde luego compare-cen estos cuatro poetas y muchos otros (no puede dejar de advertir-se tampoco la similitud evidente entre el título de esta antología y la que nos ocupa).

A la luz de las noticias de nue-vos poemas de cuya escritura Pi-quero va dando cuenta en su blog, cabe esperar que pronto nos en-contremos con un nuevo libro del poeta (deseemos que antes de los doce años que hubo que esperar la última vez). Aunque sobre ciertos inéditos puede planear la sombra de un leve manierismo —lo que es tanto como una inevitable contra-partida de la voz propia—, no cabe la más mínima duda de que José Luis Piquero, por más que suene a cliché, es un poeta admirable en su feroz autenticidad: todo un joven maestro. Cincuenta poemas, uno de los libros del 2014 (aunque las habituales listas no suelan tener en cuenta las recopilaciones an-tológicas), viene a subrayarlo una vez más. ¢

[piquero •]

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elcuaderno 29Número 67 / Abril del 2015 alFredo Hernández /stirner

y castrante que el Rey So-berano para Stirner, que imputa al Estado los mis-mos tintes diabólicos que hoy le otorgan nuestros panegiristas del neolibe-ralismo —«Todo Estado es despótico, sea el dés-pota uno, sean varios o (y así se puede representar una República) siendo todos señores, sea cada uno el déspota del otro», ruge—, pero se diferen-cia de éstos en que él no reconoce ni el derecho de propiedad. En este sen-tido, Stirner cita de Proudhon aquel famoso «La propiedad es el robo» y en cierto modo está de acuerdo con el francés, pero con un matiz importan-te: para Max Stirner, la propiedad es el robo tanto como debe ser el robo. «Lo quiero, luego es justo» es la consigna, poco antes ya formulada con parecidas palabras: «Lo que tú tienes la fuerza de ser, tienes también el derecho a ser-lo», al fin y al cabo «Lo que tú tienes la fuerza de tener, tienes también el de-recho a tenerlo». Stirner se pregunta y se responde, finalmente, «¿Qué es mi propiedad? Lo que está en mi poder y nada más. ¿A qué estoy legítimamente autorizado? A todo aquello de lo que soy capaz».

A esta apología del robo, se suma en la lista de apologías de lo inapolo-

gizable que es El único otra de la incoherencia. Totum obstat y Stirner acerca su tea antidespóti-ca también al despotismo propio, el que uno mismo ejerce sobre uno mismo. «Suponed —propone— que haya habido perfecta “unanimidad”: la cosa

vendría aún a ser la misma. ¿No estaría yo ligado, hoy y siempre, a mi voluntad de ayer? Un acto de voluntad determinado, creación mía, vendrá a ser mi señor. Porque yo ayer fuera un loco, ¿tendré que serlo toda mi vida? [...] El pensamiento no me es propio —añade— más que desde el momen-to en que no me formo nunca ningún escrúpulo de ponerlo en peligro de muerte y que no tengo que temer su pérdida como una pérdida para mí. El pensamiento no es mío sino desde el momento en que soy quien lo sujeta y en que nunca puede encorvarme bajo su yugo, fanatizarme y hacer de mí el

instrumento de su realización». Cada uno, dice, es para sí mismo el prójimo y el mundo ideal es aquél en el que no existe Estado ni Sociedad, sino sim-plemente asociaciones informales que cubran la innegable necesidad huma-na de colaboración entre individuos evitando las rigideces propias de los partidos, nada sino «un Estado dentro del Estado [... en el que] se debe mar-char con los ojos cerrados [...] y adoptar sin reserva todos sus principios».

¿Qué diferencia hay entre una asociación y un partido? Así lo explica, presto, Max Stirner: «La asociación no es mantenida ni por un lazo natu-ral, ni por un lazo espiritual; no es ni una sociedad natural ni una sociedad moral. No es ni la unidad de sangre, ni la unidad de creencia (es decir, de es-píritu) lo que le da nacimiento. En una sociedad natural —como una familia, una tribu, una nación o hasta la huma-nidad— los individuos no tienen más que el valor de ejemplos de un mismo género o de una misma especie; en una sociedad moral, como una comu-nidad religiosa o una iglesia, el indivi-duo no representa más que un miem-bro animado del espíritu común; en uno como en otro caso, lo que tú eres como Único debe pasar a segundo término y borrarse. No es más que en la asociación donde vuestra unicidad puede afirmarse, porque la asociación no os posee, pero vosotros la poseéis

La venganza del objeto puede re-sultar a algunas sensibilidades cruel-mente irónica y mordaz; tal vez sea cierto, pero la escritura de Alfredo Hernández se sitúa en la tradición de los grandes escritores ironistas (Só-crates, Erasmo de Roterdam, Kierke-gaard), todos ellos utilizaron la ironía para combatir el decante «Espíritu de su época». La venganza del objeto se enfrenta a una parcela de nuestra época que bien pudiéramos llamar decadente: que nadie se equivoque, no es una crítica a la Ciencia sino a la par-cela decadente de la ciencia, a eso que llamamos «cientificismo». Chiripa es el prototipo de hombre del siglo xxi que instrumentaliza todo lo que toca y a todos los que toca. Sólo le interesa la fiabilidad del hecho, la pujanza o el cundimiento, ¿qué se puede esperar de quien tiene un cactus por mascota?

El mundo de Chiripa no resulta nada atractivo para quienes no acep-tan la cosmovisión de un mundo ins-trumentalizado sino que piensan, por contra, que la humanidad tiene otras posibilidades: la posibilidad de cons-telar la ciencia con el humanismo, lo instrumental con lo emotivo.

Con este nueva concepción en mente aparecen los personajes con-trapuntos de Chiripa, el más impor-tante de ellos Valiente, su padre: «Un bulbo casi ochenta años enterrado en zona muerta, sin gota de humedad...»,

tal y como él mismo se define en un pasaje de la novela.

Los diferentes perso-najes están, intenciona-damente, situados en po-los alejados. La escritura de Alfredo Hernández siempre nos muestra es-ta bipolaridad. Bipolari-dad que le sirve a nuestro autor como elemento regulador. Chiripa y sus compañeros de tropelías tropiezan constantemen-te con su imagen velada en negro en las figuras de Valiente, el librepensa-dor Manuel o Nativel. Todos ellos son la imagen invertida de Chiripa. En to-dos ellos hallamos la parcela anhela-da, la parte más emotiva y sentimen-tal de la novela que se puede concretar en El devocionario, un libro incluido dentro de la novela. El devocionario enseña con dolor que podemos espe-rar la posibilidad del bien. A pesar de las vilezas del mundo, de las mentiras, de las villanías y desmanes, Valiente enseña a Nativel —a Chiripa no le pue-de enseñar nada, lo da por perdido— lo más preciado de la vida: el valor del amor y la amistad.

La prosa de la novela cambia. Don-de antes encontrábamos un lenguaje propio ligado a lo más instrumental y parodiando lo científico, en el devo-

cionario nos cruzamos con una prosa lírica cargada de vivencias y senti-mientos: las vivencias de Valiente. Si con Chiripa no dejaremos de sonreír o reír abiertamente, con Valiente sabremos lo que significa la Ciencia melancólica: una ciencia que nace de la suma de todas las batallas ganadas o perdidas en la vida de un ser huma-no. Valiente enseñará, incluso al lec-tor, a repensar cuál es su ciencia de la melancolía. Porque, como no hace mucho tiempo, dijo Manuel García Rubio, Alfredo Hernández es un escri-tor que no sólo quiere entretener, ade-más quiere transformar al lector. La

El objeto se venga venganza del objeto divirtiendo no deja de ser un «artefacto con pretensión transformadora». Tanto en las páginas más irónicas como en las más emotivas la reflexión está presente y no dejará impávido a ningún futuro lector.

El estilo de Alfredo Hernández es propio y me atrevo a decir que único. No sólo se caracteriza por la ironía y el sentido del humor, sino, igualmen-te, por la invención de palabras y los juegos literarios y metaliterarios que recorren las páginas de su novela.

Toda novela es una ficción pero La venganza del objeto bien pudiera cata-logarse de metaficción: la aparición de otra obra en la obra, un diálogo cons-tante con el lector, la reflexión sobre el arte... No quiero terminar sin men-cionar una idea sin la cual ninguna no-vela de Alfredo Hernández puede en-tenderse, y sin la cual La venganza del objeto tampoco se entendería, la idea la recojo de la obra de un filósofo crítico, Adorno, y dice: «En la exageración está la verdad» (Adorno recoge esta idea de Freud). Alfredo Hernández cuando es-cribe asume esta sentencia, para nues-tro autor es preciso mostrar con exage-ración, a través de la ironía, el sentido del humor y la caricatura, los desgarros y fisuras de nuestro sociedad con el fin de que el mundo aparezca trastocado, enajenado. En esto consiste la inten-ción transformadora de La venganza del objeto. ¢

El mundo de Chiripa no resulta nada atractivo para quienes no aceptan la cosmovisión de un mundo instrumentalizado sino que piensan, por contra, que la humanidad tiene otras posibilidades:

la posibilidad de constelar la ciencia con el humanismo, lo instrumental con lo emotivo

y os servís de ella [...] A la asociación nada le debes: ella te sirve y tú la dejas sin escrúpulo desde que no tienes ya ventajas que sacar».

Era —también esto se sabe— de Bayreuth, como Wagner, de quien Woody Allen decía que no podía escuchar su música mucho tiempo, porque le hacía querer invadir Polo-nia. Con Stirner sucede algo pareci-do: leerlo con demasiada atención puede hacerlo a uno querer robar, violar, asesinar a sus semejantes. Ser humano, en definitiva. ¢

Para Stirner sólo el egoísmo es

perfecto; sólo él está, de hecho, detrás de cada supuesta acción desinteresada, individual o colectiva, del ser humano

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30 elcuaderno Número 67 / Abril del 2015eXposiciÓn

Agustín Fernández Mallo

1 En el siglo xxi, la reflexión acer-ca del problema de la copia, el doble y la duplicación reaparece

en las artes y en las ciencias con una fuerza que creíamos perdida, o acaso superada. En contra de lo que en la segunda mitad del siglo xx postuló el pop, sabemos ya que nada es absoluta-mente copiable. También en contra de lo que más de un siglo atrás había pos-tulado el movimiento romántico, nada es absolutamente original. Hoy, de la mano del pensamiento complejo, se nos hace claro que la evolución, tanto en las artes como en las ciencias, se realiza mediante copias a las cuales les intro-ducimos errores (copia + error). Si esos errores devienen en cambios positivos es cuando una sociedad consensúa que la mutación efectuada es un paso ade-lante, digna de conservar.

Y es que ha sido en esta prime-ra parte del siglo xxi cuando se han reabierto los debates culturales acer-ca de qué puede ser o no ser duplicado y, en último término, qué significado alcanza para nosotros la copia; nuevas configuraciones del tema clásico del espejo. Y estas preguntas, estimula-das por una sociedad inquieta, com-pleja y en red, se abren en toda clase de frentes. Es difícil encontrar un cen-tro de arte que en algún momento de los últimos diez años no haya progra-mado alguna exposición con la copia, la réplica o la duplicación como objeto de reflexión. También es hoy cuando en el campo de las ciencias aplicadas, anteriores reflexiones éticas acer-ca de, por ejemplo, las clonaciones, pasan a su estadio práctico y toman forma en políticas y aparato legal que, según los casos, las potencian o inhi-

ben. O qué decir de los así llamados mundos paralelos, clásico tema de la ciencia ficción acerca del cual esa ra-ma de la física teórica llamada cosmo-logía ha comenzado a pensar en serio. Parece que el susto y el problema que se le planteó a Narciso cuando se miró en las aguas del río para verse duplica-do no se ha diluido aún. No olvidemos que el siglo xxi se inaugura de mane-ra efectiva con la caída del símbolo y ejemplo paradigmático de la duplica-ción: las Torres Gemelas.

2 Implosió (cel·lular) plantea un recorrido a través de la obra ya existente en Es Baluard Mu-

seu d’Art Modern i Contemporani de Palma, reordenada a fin de con-tribuir a estas reflexiones de la dupli-cación hoy. Para ello, tomando como eco básico de la existencia de vida el

Agustín Fernández Mallo

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he a 31 de enero a 20 de septiembre 2015

Inaugurado el 30 de enero, coincidiendo con el 11º aniversario de Es Baluard

Museu dÁrt Modern i Contemporani de Palma

• La exposición permanente Implosió se amplía con nuevas aportaciones de obras que permiten trabajar la formación y difusión de la historia del arte y los discursos de las vanguardias y post-modernidad. • Implosió (cel·lular). Carte Blanche a Agustín Fernández Mallo ofrece una lectura diacrónica de tiempos alterados. • La exposición supone un viaje iniciático con varios niveles de lectura que trasciende las salas de la colección permanente y amplía los recorridos tomando nuevos puntos del museo como referencia.

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elcuaderno 31Número 67 / Abril del 2015 IMPLOSIÓ (CEL•LULAR)

ciclo mediante el cual una célula se duplica, el visi-tante entrará en la expo-sición e inmediatamente verá que en un fotograma perdido de una película de principios del siglo xx, El secreto de la Pedriza, aparece, precisamente, el lugar en el que ahora co-mo visitante se encuen-tra: Es Baluard cuando aún no era Es Baluard. Un texto, inscrito ad hoc en esa pantalla, le dice: Usted Está Aquí. De pronto, a imagen y semejanza de las células, el visitante se duplica en dos organismos iguales pero distintos: el visitante está en dos lugares al mismo tiempo: dentro y fuera de la película, dentro y fuera de la narración de celu-loide. Dicho en pocas palabras, en una película de cine mudo y en un museo del siglo xxi.

La brecha que abre esa duplica-ción anuncia ya las diferentes lec-turas temporales y espaciales de las obras que van del siglo xix al xxi que el recorrido le irá mostrando. En ese itinerario irá acompañado de dife-rentes cartelas de El secreto de la Pedriza, con sus textos y diálogos, e impresas en folios estratégicamente ubicados bajo determinadas obras, cartelas que actuarán de hilo y pa-ralela lectura descontextualizada y

creemos que rica de las obras de la exposición.

El visitante, tras haber segui-do la cronología habitual del arte del siglo xx, llegará al final del itinerario, donde se reúnen tres obras de épocas y espacios en apa-riencia incompatibles. Aparece aquí la anomalía, el momento en el que la duplicación de la célula y su muerte toca a su fin: la tragedia que en todos los órdenes sociales, políticos y artísticos significó el derrumbe de las Torres Gemelas.

Así el buey abierto de Bernar-dí Roig, desde cuya barriga se des-peñan tubos fluorescentes como edificios caídos; vísceras que al-gún día emitieron luz y ya no.

Así los 8 platos de cerámica de Pi-casso, con sus 8 fases de una corrida de toros que son 8 fases del proceso celular: lo que media entre la vida y la muerte.

Y así el visionario y premonitorio cuadro pintado hacia 1910 por Pilar Montaner de Sureda, en el que dos mujeres casi idénticas acaso como dos torres gemelas , esperaban ya, pacientes, sumisas, en la puerta de su casa, al novio que, ahora lo sabemos, nunca llegaría.

3 Pero el ciclo celular nunca muere del todo, tan solo hay que buscar el lugar de su ex-

plosión y renacimiento. Explorar, caminar. El visitante se desplazará afuera, más allá del espacio museís-tico, concretamente a la cubierta del edificio, donde en una de las antiguas torretas de vigilancia verá que no sólo es ése el lugar en el que al principio de su recorrido una flecha le había indi-cado, Usted Está Aquí, sino que en el interior de esa torreta de vigilancia, convertida por Jaume Gual en impro-visada cámara oscura, hallará la célula primordial, la célula básica de la vi-sión desde la cual el arte del siglo xxi parte de nuevo. Los contadores de la creación de realidad se ponen a cero.

En todos los lugares del planeta, y dentro de toda célula, hay un Narciso que ahora mismo se está copiando a sí mismo. ¢

Ha sido en esta primera parte del siglo xxi cuando se han reabierto los debates culturales acerca de qué puede ser o no ser duplicado y, en último término, qué significado alcanza para nosotros la copia; nuevas configuraciones del tema clásico del espejo

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32 elcuaderno Número 67 / Abril del 2015eXposiciÓn

GEOMETRÍA, SENSUALIDAD, HIPNOSISManuel CalvoEl silencio... La pintura en blanco y negro de Manuel Calvo (1958-1964)Museo evaristo valle - gijónHasta el 19 de abril

De los muchos artistas que caben en la singular trayectoria de Manuel Calvo, uno de los más radicales e interesantes es el que abordó la práctica de la pintura concreta, de raíz geométrica y constructiva, en el quicio entre la década de los cincuenta y los sesenta del siglo pasado. Lo más importante de esa producción fuertemente experimental pero también exquisita y poética se ha podido ver en el Museo Oteiza y en la galería madrileña José de la Mano, y una parte de la misma se exhibe ahora en la sala de exposiciones temporales del museo Evaristo Valle: un espacio donde la austeridad silenciosa del blanco y negro se transforma, en virtud de la seriación, en una experiencia envolvente e hipnótica, casi musical, donde la geometría se manifiesta, no obstante, a través de una obra poderosamente física, sensual.