el canto de las chirocas

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El canto de las chirocas.

La torre de la catedral se recorta perfecta bajo el cielo azul azul de Chulucanas. Un resplandor naranja amanece detrs del cerro aaique. Miles de chirocas revolotean entre los cipreses de la Plaza de Armas. Los fieles se apuran en llegar a la vieja iglesia antes de que las campanas llamen a misa. Algunos, los pocos, se demoran a propsito: quieren seguir escuchando el canto de las chirocas. Un canto tenue, como un rumor, como si estuviera dentro de sus cabezas, sin altisonantes que, increblemente se escucha en todo el pueblo con la misma intensidad. El concierto de las chirocas empieza sbitamente, como si nunca hubiera empezado, como si siempre hubiera existido. Y acaba igual, como si nunca hubiera empezado. Dura exactamente catorce minutos. Esto se supo desde la poca en que don Victoriano el Sabio, trajo desde Lima, en cuatro mulas, un enorme reloj de pndulo y se mantuvo innumerables noches tratando de hacer coincidir el inicio del canto de las chirocas con las manecillas del reloj. Despus de la primera semana, los curiosos que lo acompaaban se fueron haciendo cada vez menos hasta que, sin darse cuenta, se qued solo. Una maana, en que ya nadie se acordaba de don Victoriano el Sabio, justo antes del toque de campanas, se escuch una risotada y luego: Catorce, catorce! Desde ese da camina por las calles de Chulucanas con la mirada perdida, como si mirara hacia adentro, con la barba blanca que le llega hasta la barriga, las ropas sucias, sin zapatos y, cuando alguien le alcanza algo de comer, solo atina a balbucear: catorce, catorce. Mucho despus pas por el pueblo un gringo. Los que lo vieron, contaron que por las noches sala en direccin al cerro Vics, otros decan que algunas veces merodeaba el cerro Piln, con su mochila verde olivo de siempre, donde llevaba un aparato largo, como una horqueta, que no era de metal, pero que le serva para detectar el oro de las huacas. La gente que lo vio asegura que se llev dieciocho talegas de oro preinca, cuarenta y ocho huacos de los finos, innumerables chaquiras y un extrao dolo de cermica que dicen, pareca un astronauta. Este gringo trajo, en su mueca izquierda, un reloj electrnico que alumbraba rojo en la oscuridad y solo le bast una madrugada, en que regresando de huaquear, pas por la Plaza de Armas y por casualidad, mir su reloj en el preciso instante en que empezaba el canto de las chirocas. Marcaba exactamente las cinco con cuarenta y cinco de la maana. Se qued mirando

el reloj los catorce minutos que dur el canto de las chirocas dentro de su cabeza. Hasta que un minuto antes de las seis, justo un minuto antes de que las campanas llamaran a misa, volvi el silencio, como si las chirocas nunca hubiesen cantado. La abuela Mercedes, cuando todava no se perda en el laberinto del olvido y cuando el vitligo no blanqueaba la totalidad de su piel y de sus cabellos dijo, con un aire de solemnidad, como para s misma y para el que la quera escuchar, que solamente una vez las chirocas haban dejado de cantar. Fue para la fiesta de San Ramn, el patrono del pueblo. La vspera, el Negro Otero, encargado de tocar las campanas, hostigado por la curiosidad, sali a darse un bao de gente y se zambull entre la muchedumbre de mercaderes y vivanderas que haban invadido la Plaza de Armas. Vio las mismas curiosidades de los aos anteriores, como si fuera una repeticin de las mismas ferias de tiempos inmemoriales. Ya estaba por volver al cuartito del campanario, cuando vio una cobra roja en la tienda de los hindes, con grandes ojos amarillos y, lo que ms le llam la atencin, fue una hermosa hind, sentada en posicin de loto, hipnotizando a la cobra. Sus cabellos lacios, negros, reposaban sobre sus muslos. De su piel triguea emanaba una sensualidad que desbordaba por sus poros. Sus ojos negros, negrsimos, rodeados de las ms bellas ojeras del mundo y, en el centro de la frente, un punto rojo, que nunca supo su significado, pero eso ya no importaba, porque en ese instante conoci el vrtigo del amor a primera vista: la vio envuelta en una aurora celestial, como una diosa hind. Por eso nunca pudo perdonarse de que, en su afn de observarla mejor, se acercara a la baranda y, para hacer notar su presencia, emitiera un ligero tosido. La doncella hind lo mir con el rabillo del ojo. Fue un instante eterno, que lo colm del ms intenso gozo, pero todo fue tan rpido que de un momento a otro, la muchacha yaca botando espuma verde por la boca, y la cobra escapaba como un rayo rojo hacia la negrura de la noche. Los ltimos en ver al Negro Otero dijeron que estuvo mirando las aguas del ro Chiquito en su desembocadura con el ro cara. Esa madrugada del da de San Ramn, las campanas tocaron mucho antes que de costumbre, primero una sola vez, fuerte, luego varias veces ms, discordantes, dejando un eco que taladr de pena algn corazn insomne. Recin pasadas las siete, cuando se percataron de que las campanas no llamaban a misa, lo encontraron colgado del badajo de la campana mayor, echando espuma verde por la boca y destilando un semen espeso entre sus calzoncillos. Don Herclito Seminario, boticario, doctor, maestro, declamador, consejero sentimental y necropsiador, no se asust cuando descolgaron al negro Otero y lo escuch decir: "Carajo!", entre la espuma verde. Y en forma didctica tuvo que explicarle a doa Matilde Coco que, plida y sudorosa, faltndole la respiracin, exclam: Santo Dios, est vivo este hombre! No doa

Matildita, lo que pasa es que los gases, producto de la descomposicin de las bacterias en el estmago, al salir por la garganta, producen un sonido que parece un quejido. No seor, a m nadie me va a convencer de cojudeces cuando yo misma lo he escuchado con mis propios odos. Y as fue que todos supieron que el negro Otero se despidi carajeando este mundo. Ese da las chirocas no cantaron. Al parecer, la confusin en el toque de campanas les ocasion un trastorno digestivo, y resultaron cagndose en todo el pueblo, con una mierda inconfundible, de una redondez perfecta, amarillo patito, con un punto negro en el centro. Pareca una lluvia de mierda que al poco tiempo cubra calles y techos. Chulucanas, vista de lejos, pareca una manta amarilla con puntos negros. Eso no fue todo: cerca de las diez de la maana, cay fulminada, como por un rayo, la primera chiroca, con su cuerpo amarillo, ms amarillo aun y sus alas negras extendidas, ms negras. Luego siguieron cayendo como si alguien las aventara con fuerza, una por una, hasta el medioda. Al da siguiente, cuando ya nadie esperaba escuchar el canto de las chirocas, a las cinco y cuarenta y cinco de la maana empezaron a trinar miles de aves al unsono, como si nunca hubiera sucedido nada. Pareca increble, pero all estaban los cuerpos de las chirocas muertas, que la nueva Baja Polica demor tres das en barrer las calles y en limpiar los techos. Muchos pjaros se pudrieron entre las grietas, dejando un olor a floripondios que impregn el aire del pueblo hasta la llegada de las lluvias. Manuel David Arce Martino