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El campo y los nuevos movimientos sociales: una crítica de algunas tendencias teóricas de moda 1 John Gledhill University College London Departamento de Antropología Introducción Creo que no es una injusticia observar que un gran porcen- taje de la discusión teórica sobre los llamados “nuevos mo- vimientos sociales” no se basa en investigaciones concretas y profundas sobre la realidad social. Esta situación refleja el hecho de que mucha de la atención que se presta actual- mente a los movimientos surge menos de un interés en luchas populares en sí mismas que de una preocupación por parte de un grupo de intelectuales “progresistas” de liberar- se de la tradición marxista y de la política social-revolucio- naria de la izquierda tradicional. Los “nuevos movimientos sociales” se presentan como “nuevos actores” al menos po- tencialmente “progresistas”, actores que quizá puedan sus- tituir a la clase obrera del marxismo tradicional como los agentes fundamentales de cambios sociales y políticos.2 Es bastante obvio que lo que Ernesto Laclau (1985) y muchos otros llaman los “nuevos movimientos sociales” in- cluye a una gran variedad de movimientos muy diferentes con respecto a su composición y a sus bases sociales. Muchos de los llamados “nuevos actores” son de la clase media y no tienen una posición fundamentalmente anticapitalista. A nivel teórico más general mucha de la discusión actual de los

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El campo y los nuevos movimientos sociales:

una crítica de algunas tendencias teóricas de moda1

John GledhillUniversity College London

Departamento de Antropología

Introducción

Creo que no es una injusticia observar que un gran porcen­taje de la discusión teórica sobre los llamados “nuevos mo­vimientos sociales” no se basa en investigaciones concretas y profundas sobre la realidad social. Esta situación refleja el hecho de que mucha de la atención que se presta actual­mente a los movimientos surge menos de un interés en luchas populares en sí mismas que de una preocupación por parte de un grupo de intelectuales “progresistas” de liberar­se de la tradición marxista y de la política social-revolucio- naria de la izquierda tradicional. Los “nuevos movimientos sociales” se presentan como “nuevos actores” al menos po­tencialmente “progresistas”, actores que quizá puedan sus­tituir a la clase obrera del marxismo tradicional como los agentes fundamentales de cambios sociales y políticos.2

Es bastante obvio que lo que Ernesto Laclau (1985) y muchos otros llaman los “nuevos movimientos sociales” in­cluye a una gran variedad de movimientos muy diferentes con respecto a su composición y a sus bases sociales. Muchos de los llamados “nuevos actores” son de la clase media y no tienen una posición fundamentalmente anticapitalista. A nivel teórico más general mucha de la discusión actual de los

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“nuevos movimientos sociales” forma parte de un discurso político que rechaza la centralidad de las luchas de clases en la historia, y sobre todo rechaza el papel central de la clase obrera en la lucha por el progreso social. Los que conservan una posición “socialista”, al menos en principio, destacan la necesidad de lograr el cambio social por medio de la acción dentro de las instituciones políticas de la sociedad burguesa, y privilegian la democratización como la expresión de valo­res más universales que los que están involucrados en los movimientos obreros tradicionales, cuyos valores podrían aglutinar a una gama mucho más amplia de fuerzas sociales?

Por un lado, la teoría de los “nuevos movimientos” insiste que de hecho estos movimientos están orientados a la “de­mocratización”, y también expresan la democracia dentro de su propia organización interna. Por otro, en muchos casos, se trata de una posición política que destaca el papel de los intelectuales y que muestra algo de desprecio de las capacidades de las clases populares. Si el fin principal de esta política es el cambio político (la llamada “democratización radical”) sus medios de lucha son políticos o más bien discursivos. En otras palabras, lo que se ve en este plantea­miento teórico es una extensión hasta sus últimas conse­cuencias de la interpretación más voluntarista de la concepción gramsciana de la hegemonía. Cuando Ernesto Laclau habla de la hegemonía, de hecho habla de la posibi­lidad de convencer a las masas que les convendría más democracia, menos burocratización de la vida social, y quizás una organización económica socialista, es decir, un cambio de sistemas hegemónicos depende de que las masas acepten la validez y sentido de un discurso progresista. Si el papel de los intelectuales ocupa un lugar central, también queda la sospecha de que se vea con optimismo la entrada a las luchas sociales de movimientos basados en las capas medias de la sociedad, supuestamente mejor preparadas y más receptivas a argumentos filosóficos sobre el bienestar social y la demo­cratización. Según esta perspectiva, la hegemonía pierde

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mucho de su sentido gramsciano, ya que acaba de ser el producto de luchas populares entre clases sociales, determi­nada desde abajo a la vez que desde arriba.

Si una gran parte de la literatura sobre los “nuevos movimientos sociales” refleja la desilusión de intelectuales radicales europeos y norteamericanos con respecto a las organizaciones obreras tradicionales —y quizás un decre­mento en su propia radicalización—, es cierto que ha suce­dido algo más o menos semejante en el caso de varios intelectuales mexicanos de los sesenta y setenta, pese al hecho de que las condiciones sociales y políticas vigentes en el país no se prestan a exactamente las mismas conclusiones sobre la práctica política. En vista de la experiencia histórica de la política izquierdista mexicana, y la experiencia difun­dida del populismo y la incorporación sindical en América Latina en general, no asombra mucho esta tendencia. Aun­que no se deben olvidar las diferencias históricas importan­tes entre los diferentes países latinoamericanos con respecto a sus procesos políticos y el papel desempeñado dentro de dichos procesos por organizaciones de masas, en términos generales, dicha experiencia se presta aún menos fácilmente a las visiones utópicas de la izquierda tradicional, sin men­cionar en donde ya se encuentran algunos de los líderes estudiantiles mexicanos de la generación del 68, quienes siguieron en la política. Por otro lado, existen problemas muy importantes en América Latina con respecto a la defi­nición de “posiciones de clase” en términos de los modelos clásicos europeos, tomando en cuenta, por ejemplo, la mo­vilidad de individuos dentro de mercados de trabajo dife­rentes durante el ciclo de desarrollo del grupo doméstico y la participación de los miembros de dichos grupos en activi­dades económicas diferenciadas en cualquier momento. Sin embargo, vale la pena cuestionar las bases teóricas del re ­chazo de la centralidad de relaciones de clase dentro de formaciones capitalistas.

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Decir que la posición de clase de un grupo social no determina su comportamiento político en una forma mecá­nica, no implica que lo político es cosa de la contingencia y la arbitrariedad, y está determinado solamente por el flujo de discursos. Un problema muy importante en la posición de Laclau es que elimina toda posibilidad de analizar y de tratar de explicar el nivel discursivo en términos de condi­ciones sociales, condiciones de la vida en su sentido marxista, pues la historia se ve no como un proceso sino como una sucesión de eventos, ligados entre ellos solamente por la contingencia. Laclau insiste en que cualquier forma de ac­ción social y de identidad social implica la construcción discursiva, de tal suerte que no tiene ningún sentido hablar de relaciones y estructuras sociales como elementos “obje­tivos” que existen aparte de un nivel discursivo-subjetivo. “No existe”, dice él en consecuencia, la “sociedad” como una totalidad en una forma determinada, y rechaza todos aque­llos modelos en las ciencias sociales que pretenden la to­talización de fenómenos sociales en términos de determ i­naciones estructurales.

Sin embargo, parece que aun el mismo Laclau no puede vivir en un mundo intelectual tan “descentrado” (en inglés, decentred) en la práctica: cuando le conviene volverse deter­minista, lo hace, aunque en una forma poco rigurosa en comparación con la economía política marxista tradicional. Sobre todo, cuando Laclau trata de señalar la novedad de los “nuevos movimientos sociales” y contextualizarlos histó­ricamente, su argumento depende de una teoría de algunas tendencias supuestamente “objetivas” de la llamada “socie­dad industrial” (ya no se habla del capitalismo). Según los planteamientos de Laclau, la clase obrera cambia su natura­leza y queda un elemento cada vez menos importante a raíz de cambios en la estructura económica de las sociedades capitalistas avanzadas,4 mientras que los procesos de la “co- sificación”, la “burocratización” y la “masifícación” rep re ­sentan la fuerza motriz que producen los nuevos

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movimientos, vistos como movimientos diversos (y no nece­sariamente “progresistas”) los cuales sin embargo tienen varios rasgos comunes.

Es cierto que hay que criticar y abandonar formas de determinismo histórico que son mecánicas, vulgares y ideo ­lógicas, que Laclau, y otras personas que han adoptado elementos del pensamiento “posestructuralista” y “posmo­dernista”, tienen razón en rechazar varios aspectos de la teoría de la historia tradicional basada en relaciones y luchas de clases. Sin embargo, esta crítica no justifica que se aban­done el análisis causal de procesos históricos, ni, en mi opinión, que se dejen de ver las relaciones de clase como el elemento fundamental en lo que Anthony Giddens (1986) llama la “estructuración” de las sociedades capitalistas. Exis­te un elemento utópico en mucho de la literatura sobre los nuevos movimientos sociales, a la vez que existen los ele­mentos voluntaristas e incluso elitistas que señalé anterior­mente. Es bastante obvio que el desarrollo capitalista introduce divisiones importantes dentro del proletariado, y que la estructura social de las sociedades capitalistas se vuelve constantemente más compleja. En el caso de los países del sur, el proceso de desarrollo capitalista ha producido una estructura de clases que difiere en sentidos muy importantes del modelo convencional de la tradición europea. Sin em­bargo, huelgas industriales y formas de acción rurales como invasiones de tierras no dejan de tener efectos sumamente importantes con respecto a las estructuras del poder social, porque tienen implicaciones con respecto al proceso de acumulación del capital. Es claro que acciones de este tipo rara vez expresan intenciones revolucionarias en un sentido más amplio, pero sí expresan contradicciones básicas del sistema social y provocan reacciones por parte de grupos organizados de la iniciativa privada y del estado.

Hay límites a lo que se puede permitir, y los límites cambian cuando cambian las condiciones globales de la acumulación capitalista. Es verdaderamente extraordinario

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que personas como Laclau insistan en que los movimientos y las organizaciones basadas en posiciones de clase social ya no importan al mismo momento histórico cuando se ven los estados capitalistas de los países centrales dedicándose a reducir la capacidad de lucha de organizaciones sindicales. El estado capitalista sí cree en la lucha de clases.

Por otro lado, no parece tan claro que otros tipos de movimientos sociales amenacen a las estructuras del poder social en una forma tan grave ni presenten problemas de control semejantes. No se debe tratar de generalizar sobre esta cuestión, mucho menos despreciar a movimientos lu­chando por objetivos que no tienen qué ver directamente con problemas de posición de clase. Sin embargo, es claro que aun si el modelo económico tradicional de posiciones de clase no incluye a todas las dimensiones de problemas de posición social que forman las bases de la movilización de movimientos contemporáneos (se destacan, por ejemplo, los movimientos étnicos y de género en este contexto), dimen­siones que tienen qué ver con las relaciones fundamentales del capitalismo, no están ausentes en la mayoría de los casos cuando tratamos de movimientos populares. Es mucho me­nos claro si tratamos de fenómenos similares cuando trata­mos, por ejemplo, del “feminismo” de la clase media y de cuestiones de género dentro de organizaciones populares.

Además hay que preguntar si no existe una tendencia de exagerar la escala de las acciones de los “nuevos actores” populares: aunque es cierto que ha habido momentos de gran efervescencia popular en ciudades como Monterrey, por ejemplo, no es claro en este caso que a largo plazo los nuevos movimientos impliquen tendencias más allá de lo que ha logrado el movimiento obrero tradicional,5 ni tam­poco que la efervescencia es la condición típica de la mayoría de las clases populares. Pese a los planteamientos de Laclau sobre la potencialidad por la “democratización radical” de los nuevos movimientos, no es claro en la experiencia mexi­cana que de hecho pueden mantener una forma de organi­

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zación interna más democrática que sus antecesores ni tam­poco que son menos susceptibles a la incorporación y la cooptación por parte del estado. En este sentido, como trataré de demostrar con un poco de análisis histórico en la discusión de casos concretos que siguen, el estudio de los llamados “nuevos movimientos” implica problemas analíti­cos que no son tan distintos a los que concierne el estudio de movimientos tradicionales.

Es cierto que un problema analítico fundamental en el análisis de movimientos sociales es entender cómo se forma la conciencia de los participantes y lo que determina los límites (y logros) de un movimiento dado. Aunque el análisis de discursos constituye una aportación valiosa de la teoría posestructuralista, no es una base suficiente para entender un proceso histórico, por un lado, porque impactan factores no discursivos6 sobre la acción social, y por otro lado, porque las formas de conciencia de sujetos sociales no son arbitrarios ni totalmente contingentes sino productos de la experiencia social y las condiciones de vida en su forma más amplia. Trataré de defender este argumento con una discusión más específica de los movimientos agrarios.

Movimientos históricos

El papel del campesinado en la época de la transición hacia el capitalismo

Laclau, entre muchos otros, ha criticado la teoría marxista tradicional de la historia por ser a la vez esencialista y teleológica. Consideramos el problema de las grandes revo­luciones sociales. ¿En qué sentido se puede decir que la revolución rusa fue una revolución proletaria? El proletaria­do ruso de esa época era reducido, de origen campesino reciente, y la fuerza principal de la movilización popular era rural. Es cierto que la organización espontánea de las fuerzas populares de las ciudades en soviets fue un fenómeno bas­

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tante particular, que reflejó la influencia de movimientos populares anteriores en la Europa occidental, y que la ideo­logía del liderazgo de la revolución tenía sus raíces en la misma cultura política. Sin embargo, es igualmente claro que las dos principales “revoluciones proletarias” del siglo XX sucedieron en países atrasados, donde supuestamente no existían las condiciones objetivas para una revolución pro­letaria según la ortodoxia marxista.

No parece adecuado, entonces, un modelo del proceso de cambio social basado en la evolución de la estructura económica de la sociedad, un modelo que plantea la idea que el desarrollo económico produce un antagonismo entre dos clases fundamentales cuya consecuencia, en un momento dado, es una ruptura mecánica, cuando el conflicto de interés material entre la clase dominante y la clase subalterna se vuelve insoluble.7 Al contrario, parece que sucede el caso excepcional de una ruptura social revolucionaria solamente cuando sucede una crisis fundamental en el régimen anti­guo, es decir, en el aparato del estado (premoderno). En este sentido, como sugiere Theda Skocpol (1979), la revolución francesa y la rusa, y quizá también la mexicana, tienen elementos comunes muy fundamentales, al menos con res­pecto a sus causas, elementos totalmente ofuscados si defini­mos a la francesa revolución “burguesa” y a la rusa revolución “proletaria”. Es mejor ver las revoluciones “clá­sicas” como modalidades distintas de la modernización oca­sionadas por la naturaleza de las estructuras estatales de estos países.

Si aceptamos esta proposición, quizá sea posible plantear otra: la revolución agraria es un fenómeno histórico especí­fico, y hay un sentido en que lo que llamamos un “campesi­nado” es producto de un proceso global de transformación agraria —cambios en sistemas de explotación, tenencia de la tierra, etc.— que empezó como un fenómeno global a prin­cipios del siglo pasado. Por eso quiero decir que nuestra percepción de que existe una categoría general, genérica, de

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personas y productores rurales (un campesinado) es un producto de la historia, pero si por otro lado corresponde a un proceso real de cambio y de expropiación: en todo el mundo este cambio provocó reacciones, y reacciones más extensivas que los levantamientos rurales de épocas anterio­res, aunque solamente en condiciones excepcionales provo­có revoluciones sociales, las cuales han sido, hasta la fecha, productos de crisis en la transición hacia el capitalismo.

Las fuerzas sociales involucradas en la revolución rusa eran, por tanto, mixtas, y la dirección del proceso histórico en este caso no fue determinada directamente por la estruc­tura de clases. El liderazgo de la revolución rusa no repre­sentaba directamente a su base social, sino, al contrario, estuvo obligado a crear una base social por medio del control del estado, pese a la resistencia del campesinado a su modelo de desarrollo económico predilecto, y en conse­cuencia tuvo que reprimir o eliminar las fuerzas espontáneas del verdadero poder popular que hicieron la revolución, incluso los soviets.

Parece, entonces, que Laclau tiene razón en rechazar la idea de que cambios políticos fundamentales suceden por­que grupos sociales definidos en términos esencialistas por su posición dentro de la estructura social luchan para reali­zar sus intereses materiales. Hay muchas modalidades his­tóricas de la modernización económica en términos sociales y políticos, y la burguesía no es el único actor social ni político responsable por la transición hacia el capitalismo. Pero a la vez hay que tomar en cuenta el hecho de que un actor, el campesinado, desempeñó un papel importante en todos estos casos distintos de la modernización, a consecuen­cia de los efectos de cambios estructurales sobre su condición material.

Según Laclau, ningún grupo social tiene una única identidad social: al contrario, todas las identidades sociales son múltiples, y además son construcciones discursivas. La disposición de un grupo subalterno de ver su situación como

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una situación de opresión y/o explotación por parte de un grupo dominante también es variable: las relaciones de antagonismo dependen de la articulación de discursos. Es importante señalar el aspecto valioso de este enfoque: la construcción social de identidades es un proceso que implica a la vez intervenciones por parte de los grupos dominantes e interpretaciones espontáneas de su situación social dentro de grupos subalternos. Muchas veces se podría decir que formas de “resistencia” están circunscritas en modos signifi­cativos por las condiciones de la dominación. Por ejemplo, en el caso de la población indígena de México durante la Colonia, la resistencia a la expropiación por parte de espa­ñoles, también implicó alguna forma de participación en el sistema jurídico español, y la aceptación, aunque parcial, de ciertas condiciones de la dominación colonial. Sin embargo, es difícil reducir toda la dinámica de la historia a condiciones discursivas y negar totalmente la importancia de intereses materiales. Los campesinos no se levantan porque llega un discurso nuevo, sino porque suceden cambios importantes dentro de sus condiciones de vida material, por un lado, y cambian sus expectativas con respecto a lo que pueden alcanzar por medio de un levantamiento, por otro.

México en el siglo XIX: un ciclo de movilización agraria

Consideramos la historia de luchas agrarias en México du ­rante el siglo XIX desde este punto de vista, empezando con la Insurgencia. Por un lado sería posible ver el desarrollo de los movimientos rurales como un ciclo de revoluciones so­ciales (fallidas), como ha sugerido Enrique Semo (1978). En el modelo de Semo, estamos tratando de un ciclo de revolu­ción burguesa, lo que implica la idea de un proceso dirigido por la teleología universal del desarrollo socioeconómico, la cual Laclau critica como eurocentrista, y con razón. Sin embargo, es posible ver cómo el ciclo de movilizaciones a largo plazo corresponde a un cambio socioeconómico, es

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decir, la extensión de la red comercial y cambios en los sistemas de explotación agrícola. Los periodos de actividad más importantes corresponden, en una forma general, a coyunturas económicas y políticas, y es importante destacar que no toda esta historia se explica en términos de cambios económicos. Se ve, en una forma muy típica, cómo la desor­ganización de las capas dominantes de la sociedad en algu­nos momentos lleva al surgimiento de movilizaciones más amplias. Sin embargo, dentro de este panorama, se ve tam­bién una gran variedad de procesos sociales.

Hasta cierto punto se pueden explicar diferencias subre- gionales con respecto al nivel de las movilizaciones en térmi­nos de los efectos de procesos anteriores: habían sucedido cambios sociales fundamentales que ya eliminaron la posibi­lidad de una renovación de la lucha. Pero también hay que reconocer la existencia de diferencias sociales entre regiones diferentes. Procesos como la comercialización de la agricul­tura toman formas diferentes en regiones diferentes aun en la misma época histórica, creando diferencias con respecto a las formas de diferenciación social dentro de comunidades agrarias. Comercialización por medio de la expansión del latifundio no es el único modo de la comercialización, por ejemplo. También hay que reconocer que existe una hete­rogeneidad dentro de las comunidades agrarias con respec­to a las nociones de su propia identidad social.

En muchos sentidos fenómenos como la Insurgencia representan más la ilusión óptica de un movimiento revolu­cionario integrado, que a su realidad. Las fuerzas sociales diversas que se integraron en la lucha —artesanos, campe­sinos mestizos e indígenas, arrieros, etc.— no compartían las mismas ideologías ni identidades, ni objetivos, a pesar del hecho de que su resistencia amenazaba a la clase dominante en una forma directa. Además existía una distancia enorme entre las aspiraciones de la base y los fines de los líderes principales de los movimientos, quienes muchas veces esta­

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ban pensando en mejorar su posición social y política dentro de la sociedad más amplia.

A pesar de ello es importante señalar que esta distancia no implica que “la base” de este ciclo de movilizaciones rurales no experimentó ningún desarrollo ni cambio de perspectivas en el transcurso del ciclo. Hay una tendencia de ver las luchas rurales de la época premoderna como esencialmente conservadoras y defensivas —intentos de rei­vindicar un pasado perdido— o como milenarias, orientadas a la recuperación de una época dorada. Pero eso no parece una descripción muy adecuada del zapatismo, con su pro ­pósito de desarrollar una industria azucarera basada en formas de cooperación.

En el caso del zapatismo se ve también la capacidad de movimientos populares de apropiar símbolos por sus pro­pios fines, y con su propio sentido: las banderas de los zapatistas reivindicaban el juarismo, pese a la oposición entre la comunidad indígena en la política liberal frente a la tenencia de la tierra, no porque los zapatistas eran tontos, siho porque tenían la capacidad de manipular y apropiarse de los símbolos políticos en una forma no determinada por las capas dominantes de la sociedad nacional.

En el caso michoacano, se puede demostrar que los principales líderes locales de los movimientos agrarios pos­revolucionarios antes de la época cardenista muchas veces eran personas que habían perdido una posición de dominio en sus pueblos o que querían elevar su posición social frente a la dominación de otros elementos de la sociedad local.8 Sin embargo, hay que señalar que sería demasiado simplista decir que las perspectivas de este liderazgo eran “conserva­doras”, un intento de restaurar una forma de sociedad que existía en el pasado: al contrario, al menos hasta cierto punto, planteaban un programa de cambio y de reforma social. En esta época es bastante claro que estaban penetran­do ideologías políticas modernas desde los centros urbanos nacionales y desde otros países, las cuales influyeron más a

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los líderes locales ya ligados a los caudillos revolucionarios. Sin duda existía una distancia entre los líderes y sus segui­dores en este respecto, aunque es claro que sucedieron cambios de perspectivas a todos los niveles de la sociedad regional en esta época, reforzados por el regreso masivo de norteños a fines de los años veinte.

No obstante lo anterior, no se puede explicar todo en términos de cambios de “mentalidades” ni de la articulación de discursos, dejando fuera del análisis las relaciones del poder social y político de la época. Por un lado tenemos el proceso discutido por Jorge Zepeda (1985) para el caso específico del cardenismo: los caudillos posrevolucionarios patrocinaban movimientos regionales para establecer la base de su propia conquista del poder al nivel nacional. Por otro lado tenemos el problema del balance de poder social en las regiones, el cual determinó el perfil de los movimientos durante los años veinte y principios de los treinta. La cues­tión del balance de poder social muestra que de hecho no es posible separar los factores discursivos y no discursivos, pues los dos siempre están presentes en cualquier forma de acción social: pero a la vez muestran que los discursos no viven en el cielo sino están siempre sujetos a determinaciones histó­ricas. Revisaremos los elementos que influyeron en el desa­rrollo del agrarismo cardenista en Michoacán.

La etapa cardenista: la objetividad del balance de poder social

En prim er lugar, tenemos la cuestión del poder de la clase dominante. En esta región las etapas anteriores a la revolu­ción no habían destruido totalmente ni el poder económico de los latifundios ni su poder de represión y de coacción física de la población rural. Este hecho explica, al menos en parte, porqué el movimiento cardenista tenía una tendencia a adoptar formas de organización antidemocráticas y m u­chas veces se basaba en cacicazgos fuertes. En segundo lugar,

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tenemos el problema de la resistencia de la misma gente rural a la reforma y el problema de su religiosidad. En otro trabajo (Gledhill, en prensa a.) he argumentado que no se debe tratar este fenómeno como un rasgo esencial de la cultura local: fue un producto de las condiciones de vida y de la experiencia histórica, y además de las expectativas de la población rural sobre alternativas posibles, su evaluación de las posibilidades para una vida mejor ofrecidas por la afiliación agrarista. Sin embargo, creó una contradicción muy importante: frente a un grado significativo de resisten­cia popular, el agrarismo radical tuvo que apoyarse aún más en formas de organización antidemocráticas y caciquiles: las injusticias y la violencia de la práctica del agrarismo en su turno reforzó la resistencia por parte de una sección de la población rural, y por eso fue desfavorable el balance del poder social. Estamos hablando, entonces, de los muchos factores que en un contexto histórico específico influyen en el proceso hegemónico: forman un sistema de determ ina­ciones dentro del cual se puede tratar de explicar “la articu­lación de discursos” en una forma dinámica, como pro­ductos de la acción social.

En consecuencia, en estas condiciones hegemónicas, el movimiento regional se encontró obligado a buscar alianzas para aumentar su capacidad de lucha. Los enlaces estableci­dos entre los movimientos regionales y los caudillos amena­zaban la “autonomía” de los movimientos, creando una dependencia política que a veces frenaba sus acciones locales y a largo plazo determinó la transformación radical de la situación. Hay que destacar que en esta época todavía no existía una sociedad de masas nacional: faltó todavía una incorporación de la población nacional dentro de las insti­tuciones políticas de un estado-nación y el fortalecimiento del sentido popular de pertenecer a una nación (una comu­nidad de la imaginación de “gente como nosotros”) que produce un sistema de educación y propaganda pública moderno. El fin principal de los grandes caudillos posrevo­

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lucionarios fue precisamente el establecimiento de un estado nacional moderno y efectivo, en su turno visto como la condición principal de un desarrollo nacional. Cuando Cár­denas ascendió a la Presidencia, sacrificó a sus aliados en Michoacán para lograr este objetivo, destruyendo su propia organización regional, la Confederación Revolucionaria'Mi- choacana del Trabajo, por medio de la incorporación de su parte campesina dentro de la CNC y de su sección obrera dentro de la CTM. El papel del cardenismo dentro del ciclo largo de movilizaciones rurales fue, entonces, el de acabar, al menos por el momento, con la regionalización de los movimientos, supeditándolos a un poder centralizado. El campesinado ya quedó sujeto a la representación política dentro del aparato del estado, igual que el movimiento obrero. A la vez, el cardenismo como gobierno empezó el proceso de la incorporación de la población rural dentro de una sociedad nacional alcanzando una mayor penetración del estado en la vida cotidiana de las masas, al menos en términos relativos. En ese sentido, se puede hablar del fin del ciclo largo de movilizaciones de la época anterior, pues el cardenismo produjo una reorientación fundamental de la acción campesina hacia el estado nacional y sus aparatos.

A fin de cuentas se puede ver esta resolución de la cuestión agraria como una consecuencia de condiciones estructurales. Muchas veces se presenta la cuestión de los límites de los movimientos campesinos tradicionales como cuestión de su visión particularista del mundo: enclavados dentro de espacios locales, a los movimientos rurales les falta la perspectiva más amplia necesaria para que se logre un cambio social fundamental que corresponde a sus intereses de clase, y por eso falla la revolución agraria desde el punto de vista campesino. Los mismos campesinos, según este razonamiento, tienen la culpa por no revolucionar la socie­dad según su interés de clase, y en términos marxistas tradicionales, por eso nunca pueden lograr la posición de una clase autoconsciente.

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Esta explicación es demasiado simplista, porque no da cuenta de la existencia de un elemento de creatividad en los proyectos campesinos. Las perspectivas campesinas cambian en el transcurso del tiempo: aunque es cierto que entran nuevos discursos e ideologías provenientes del medio urba­no al ambiente rural, suelen sufrir modificaciones significa­tivas al ser incorporados al proyecto campesino. El problema del campesinado moderno, es decir, el campesinado afecta­do por las fuerzas de la modernización comercial del siglo XIX en adelante, es otro: tiene qué ver con su posición dentro de la totalidad social y el vigor de las fuerzas dedicadas al proyecto de un desarrollo nacional, la creación de un estado nacional y un nacionalismo en su sentido moderno de ideo­logía de masas.

Movimientos rurales en la época moderna

El cardenismo no acabó definitivamente con la lucha agra­ria, ni tampoco con la lucha para la independencia y auto­nomía de los movimientos campesinos. Por tanto, a primera vista parece muy posible entender estos movimientos más modernos en México como una expresión —y quizás una expresión paradigmática— del perfil general de los “nuevos movimientos sociales”. Sin embargo, no es cierto que este modelo de la lógica de los movimientos contemporáneos sea recomendable sin modificaciones importantes, si analizamos las condiciones estructurales que conforman el desarrollo y capacidad de lucha de los movimientos. Es claro que siguen las acciones agraristas porque sigue vigente la cuestión agra­ria, por un lado, a raíz de la extensión fuera de la ley de la propiedad privada en el campo, y por otro, a raíz de la pobreza y desempleo que producen los modelos de desarro­llo del país tanto en la ciudad como en el campo. Igual­mente es claro que es de suma importancia la existencia —al menos hasta la fecha y a pesar de cambios importantes— de leyes agrarias, que ofrecen una estructura permanente para

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m antener al menos el propósito de reivindicaciones agra­rias. Es cierto que en años recientes se ha visto otra vuelta hacia la reorganización de los movimientos sociales rurales, pero es muy problemático ver dichos movimientos en térmi­nos generales como movimientos “descentrados” opuestos por su naturaleza al poder del estado, verdaderamente “autónomos” y necesariamente caracterizados por un fuerte grado de democracia interna.

En primer lugar, existe el problema estructural del poder del capital dentro del agro mexicano: el estado sigue ocupando un lugar estructural de suma importancia como el único organismo social por medio del cual existe la posi­bilidad de lograr cambios significativos en el balance del poder social. Aun si se puede mantener alguna distancia de la incorporación dentro de los organismos oficiales de re ­presentación, es mucho más difícil evitar otras formas de negociación y de compromiso con el estado. El mismo go­bierno de Salinas entiende este principio perfectamente bien, como demuestra su estrategia de la “concertación”. Dejando por un lado los intermediarios tradicionales, el estado está tratando, con cierto éxito, de aprovecharse de una relación más directa con las organizaciones populares de base, es decir, está aprovechándose de su carácter des­centralizado -más un carácter fragmentado que un carácter “descentrado”- para fortalecer la centralización del poder. La nueva regionalización de los movimientos agrarios a fines de los años setenta fue una reflexión, por un lado, de la incorporación de las centrales independientes, y por otro, de la fragmentación de los movimientos ocasionada por los logros de la etapa anterior de la lucha, es decir, los logros de la administración echeverrista. Con las expropiaciones eche- verristas, el régimen llegó a los límites de lo que era posible sin amenazar a su pacto con el capital. Surgieron divisiones de interés entre las organizaciones campesinas de produc­tores y las organizaciones dedicadas al agrarismo radical, y estas divisiones estuvieron sobredeterminadas por la predo­

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minancia de comunidades indígenas dentro de las organi­zaciones agrarias.9 La mayoría de las organizaciones más radicales, y menos comprometidas por alianzas políticas o por relaciones con el estado, ha quedado cada vez más en una posición defensiva desde el periodo de López Portillo hasta ahora. Ese fue el caso de la Unión de Comuneros “Emiliano Zapata” en Michoacán después de perder el pa­trocinio -lim itado y poco comprometido- del gobernador Cuauhtémoc Cárdenas (Zepeda 1986).

Es interesante observar el impacto del neocardenismo sobre este escenario: durante su auge, esta coalición política logró, al menos por un momento, aglutinar a las fuerzas heterogéneas y diversas de los movimientos sociales, y re ­presentó una verdadera amenaza a las estructuras del poder político. Es bastante claro que hubo un elemento del caudi­llaje en el éxito de esta coalición de fuerzas (Tamayo, s.f.), pero recurrir al mito del líder, mucho menos a la persona­lidad concreta de Cuauhtémoc, no es un modo de explica­ción adecuado para entender el fenómeno tanto a nivel regional como a nivel nacional: lo que suscitó el movimiento encabezado por Cuauhtémoc no fue simplemente una res­puesta a un discurso demagógico populista, sino al discurso hegemónico de sus mismas bases sociales: el mito popular del cardenismo como la posibilidad de un resultado alterna­tivo del proceso revolucionario. Este mito no es producto de intelectuales radicales sino de la misma conciencia popular, un cardenismo reconstruido y revitalizado durante decenios de reflexión. Es importante señalar que no es una forma de conciencia totalmente espontánea: comparte algunos pro­pósitos de la hegemonía oficial posrevolucionaria y depen­de, en parte, de la práctica de la política cardenista. También representa una idealización de dicha política, pero es una idealización que representa su verdadero elemento de pro­yecto popular, es decir, su potencialidad de servir como la base para construir otro orden social. En muchos sentidos, este cambio en la situación fue resultado del hecho de que

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hubo un cambio en las políticas y posición política del estado que provocaron contradicciones hegemónicas: la gente per­cibió un abandono de algunas bases del sistema hegemónico tradicional por parte del gobierno delamadridista, confir­mado por la expulsión del partido oficial del símbolo vivo de la tradición cardenista, y la candidatura presidencial de Cuauhtémoc cambió las expectativas sobre la posibilidad de llevar a cabo un cambio en el sistema de poder.10

Por un lado, entonces, se puede ver el movimiento neocardenista como producto de su base social, es decir, de un discurso hegemónico latente de difusión y, en un sentido importante, de origen popular, un fenómeno de largo plazo. Por otro lado, fue producto de la misma contratendencia hegemónica a la cual pretendía enfrentarse, la vuelta neo­liberal del régimen oficial, la cual dio pasos a la realización en la práctica de una posibilidad histórica. Su capacidad de aglutinar a elementos sociales diversos permitió una exten­sión importante del campo de acción de los movimientos sociales en la esfera política y dio un trastorno a las estruc­turas de poder que ha sido significativo en el contexto michoacano hasta la fecha en el sentido de que el régimen oficial en la entidad sigue recurriendo a la represión violen ta (tanto real como de amenazas) para combatir al PRD. Según la teoría de Laclau sobre la novedad de los nuevos movimientos sociales, lo que es importante es la politización directa del espacio de las luchas sociales: por ejemplo, los “verdes” de la clase media entienden mejor las limitaciones de la democracia en los países avanzados después de expe­rim entar la represión y el manejo oculto de información, típicos de las respuestas oficiales a los movimientos ambien­tales y antinucleares, y esta forma de politización no pasa por la intermediación de las estructuras de representación política partidarias convencionales. Es bastante claro que no faltaba conocimiento de esta cara de la democracia mexicana a los integrantes de los movimientos rurales michoacanos antes del surgimiento del neocardenismo, nj tampoco falta­

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ba a la mayoría de la población que no participaba en estos movimientos. Lo que faltaba era precisamente un contrape­so político a la fragmentación de los espacios de lucha capaz de trascender, y a la vez la heterogeneidad de intereses específicos y el sentido difundido de la futilidad de buscar progreso por medio de la acción política partidaria orienta­da a un cambio de gobierno, visto como un modo de alcanzar un cambio fundamental en las estructuras del poder. Las pretensiones actuales del PRD son de suma importancia al respecto: se habla no solamente de la democracia interna participante como la base del movimiento y el pluralismo, sino también de esfuerzos para seguir transformando la cultura política en un sentido más amplio, de lograr una transformación de mentalidades que permitiera la forma­ción de un ciudadano más dispuesto a la actividad partici­pante y al rechazo de las prácticas cotidianas por medio de las cuales la estructura del poder actual se mantiene.11 Si es cierto que existen muchos obstáculos para la realización de dicho proyecto, no es obvio que la acción espontánea de “nuevos actores” en sí misma está contribuyendo más a la apertura de caminos hacia la “democratización radical” de la sociedad en la práctica, aun si fortalece la posibilidad de la formación de partidos políticos basados en principios de esta índole.

A manera de una conclusión abierta, intentaré hacer un balance de los factores estructurales que influyen en la conformación actual y posibilidades de desarrollo de las fuerzas políticas y movimientos sociales rurales en Michoa- cán.

Una conclusión poco utópica

Ei seguro que Michoacán no es representativo del país en su conjunto con respecto a su situación política actual, aun­que este hecho no implica que su situación no tiene la potencialidad de ser un factor de importancia nacional y,

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como he argumentado en otro trabajo,12 sería un error esencialista pensar que se podría explicar el éxito relativo del PRD en la entidad solamente con base en su posesión de una cultura política especial. Sin embargo, es importante destacar que aún en Michoacán existen diferencias impor­tantes entre subregiones con respecto al apoyo que recibe el PRD por parte de secciones distintas de la población rural, las cuales nos ofrecen un laboratorio útil para entender los factores estructurales que influyen en los movimientos rura­les en términos más generales.

Si la comunidad indígena ha sido una base muy impor­tante de apoyo al neocardenismo, y en algunos casos ha sido la base de su triunfo electoral en las elecciones municipales de 1989 frente a la oposición de la mayoría de la población mestiza radicada en las cabeceras, el apoyo prestado al movimiento por parte de ejidatarios mestizos también ha sido importante pero más variable. En algunas regiones, como la Ciénega de Chapala, el apoyo al PRD en las urnas por parte de ejidatarios ha sido un factor decisivo en la radicalización de la población rural, y el partido ha encon­trado líderes en las comunidades agrarias provenientes de las capas medias de los ejidos, elementos capaces de producir excedentes comerciales de cultivos más rentables y dueños de tractores y camionetas. Si el partido oficial logró negar al PRD un triunfo electoral en varios de los municipios de esta zona, el modo en que se desalojaron a los perredistas de los palacios municipales todavía en disputa en abril de 1990, y la encarcelación y maltrato de trece de sus líderes locales por largo tiempo, fue posiblemente un error estratégico por parte de las autoridades. Si se hace una comparación entre la Ciénega de Chapala y otra zona en donde la mayoría de los ejidatarios no ha sido convencida por el programa neo- cardenista hasta la fecha, la región cañera en los alrededores de Los Reyes, hay varios factores de diferencia a la vista. La Ciénega es una zona donde los ejidatarios se encuentran en relaciones muy directas con el capitalismo rural, tanto en la

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forma de intermediarios y acaparadores operando a gran escala, como en la forma de una agricultura capitalista basada en la renta de parcelas ejidales. Es una zona en donde los malos aspectos de la estatización de la agricultura han sido acompañados por ventajas manifiestas al gran capital, y donde ingresos migratorios forman una parte muy impor­tante de la economía familiar rural, aumentando su diversi­dad y relaciones con otros sectores de la economía.

En la región de Los Reyes, en contraste, pese a tasas migratorias importantes, la estatización de la industria azu­carera y la representación de los ejidatarios por medio de una Unión de Cañeros afiliada a la CNC han producido una dependencia mucho más estrecha del aparato oficial, aun­que sea una dependencia sutil. Tomando en cuenta las dificultades del sector en años recientes a raíz del precio de la caña, a las cuales se podría añadir un sinnúmero de quejas más específicas relacionadas con la gestión de la unión oficialista, a primera vista asombra que permanece leal al PRI

-aunque en muchos casos existe la práctica del abstencionis­m o- la gran mayoría de los ejidatarios.13

De hecho existen varios factores que mejoran la situación de al menos algunos cañeros: una proporción trabaja en el ingenio, disfrutando las prestaciones de un obrero y quizás una casa construida por el sindicato, mientras que otros han recibido créditos para comprar un camión o pueden com­plementar su cultivo de caña con la siembra de una huertita de aguacate. En este contexto, donde no impacta el poder del capital en una forma muy directa, la privatización quizá parezca menos una amenaza que una solución a los proble­mas de la estatización pero hay que destacar que la misma estatización ha creado una infraestructura de intereses de propiedad y de servicios sociales que quita las ganas a la gente a dedicarse a causas peligrosas.

La alternativa que recomienda el PRD es la formación de una unión de cañeros independientes. No parece una pro­puesta práctica a la mayor parte de los ejidatarios pues dicha

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unión no puede lograr ser reconocida por el estado, pero también existe otro factor contextual muy importante: la coexistencia del agrarismo radical dentro de la misma zona. Una afiliación al PRD implicará unirse con otros elementos sociales con quienes los ejidatarios tienen poco sentido de interés común: jornaleros que no son hijos de ejidatarios y los pobres de las comunidades indígenas. Si no es probable que muchos ejidatarios vean los elementos conformando la base del PRD en la región como una amenaza directa a sus privilegios relativos, más piensan que los jornaleros repre­sentan un peligro indirecto que amenaza la tranquilidad social, dadas las evidencias cotidianas del poder represivo que demuestra el régimen oficial en la zona.

En este ejemplo se ven algunas evidencias de las fuentes del poder que conserva el partido oficial pese a sus dificul­tades electorales. El PRI todavía dispone de una gama de micro mecanismos de control informal al nivel local. Algunos de estos mecanismos se basan en el control de los medios de la represión física, y el partido-gobierno puede combinar la amenaza con los incentivos en el caso de los empleados públicos “los que comen del PRI”, como me dijo un oficial municipal perredista. No obstante, hay mecanismos que van más allá de matar, torturar, comprar o correr a gente en esta forma sencilla, y se extienden más profundamente dentro de la sociedad a todos sus niveles: al micro nivel hay acomodo de gente, se llega a un arreglo, se manipulan los intereses personales, se explotan las divisiones latentes. El PRI entien­de este juego mejor que nadie, pero siendo un estilo de hacer la política basado en las estructuras del poder social, los líderes de otros partidos políticos y movimientos sociales pueden caer en la tentación de jugar con las mismas reglas. Se reconocen las prácticas como fenómenos nocivos para la democracia, pero tanto hoy como en la época del cardenis- mo original, el balance del poder global dentro del sistema va a influir en la práctica.

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En el balance global, los recursos controlados por el partido oficial son impresionantes. Dejando por un lado el ejército y la policía, el control masivo de los medios de comunicación (y de desinformación) es una de las fuentes más importantes de poder social en el mundo moderno. En términos generales, el estado “reducido”, neoliberal, no reduce su gasto en aparatos de control social (incluso los aparatos secretos), sino al contrario fortalece sus actividades en esta esfera a la vez que toma medidas más obviamente relacionadas con el mejoramiento de la infraestructura de la acumulación del capital por parte de un capitalismo que se vuelve, en la realidad, cada vez más corporativo.14 Lo que se encuentra reducido, pese a que su lema de “ayuda a los verdaderos necesitados” es la subvención económica ofreci­da a casi todos los que no forman parte del círculo del gran capital, los llamados “marginados” quedan como las víctimas del cinismo más vicioso. Hasta cierto punto, quizá sea posible ver el cambio en el papel del estado como una consecuencia del desarrollo del control privado de los medios de comuni­cación y de la difusión sutil de una cultura popular más adecuada a la estabilidad capitalista, pero es importante tomar en cuenta el papel muy activo del nuevo estado reducido con respecto a la reorganización del sistema de educación pública y el control de las organizaciones sindica­les.

El caso mexicano presenta ciertos problemas específicos con respecto a esta transición, dado el problema potencial creado por la pretensión de acabar con la organización corporativa tradicional, pero hasta la fecha la administración ha logrado manejar la transición por medio del acomodo, conservando precisamente los aspectos del corporativismo tradicional que apoyan a su gestión de la crisis. Sin embargo, todo esto toca solamente la superficie de las relaciones de poder, sus formas manifiestas. Atrás del escenario quedan los mecanismos de la continuidad de las élites, las camarillas y sus acomodos, y la relación fundamental entre el gran

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capital, cada vez más transnacionalizado, y la élite política, la cual determina los últimos límites de la política social.

La tarea de la izquierda mexicana es romper estas cade­nas. Si un partido político que cuenta con recursos econó­micos masivos puede seguir negando la democracia, un partido de los pobres tiene que enfrentarse al problema que la democracia participante también cuesta. ¿De dónde sal­drá el dinero para que los representantes de cada cien miembros del PRD asistan al congreso estatal (tres días de estancia en Morelia más el pasaje)? ¿Si algunos de los mili­tantes se sacrifican para hacer el gasto de su bolsa, dónde se quedará la democracia participante? Además, se supone que la participación es lo que quieren los integrantes del partido: ir a las urnas no cuesta mucho tiempo, aunque sí a veces requiere algo de valor votar por la oposición. Participar es otra cosa, una cosa con otras implicaciones económicas, y es un asunto complicado por la prevalencia de un sentido de que otras personas están mejor preparadas. Aun a los líderes más comprometidos con el principio de la participación y la igualdad, mucha gente los nombra “el licenciado”, “el inge­niero”, “el maestro”. Es importante subrayar que el PRD en muchas zonas de la entidad ha intentado poner a algunas personas no “preparadas”, en el sentido académico, en posiciones de autoridad, y que los líderes locales han pres­tado mucha atención al problema de la representación activa de las bases del movimiento. Sin embargo, consideraciones muy prácticas de preparación y de posibilidades económicas influyen en la selección del liderazgo local, sin tomar en cuenta los efectos de la cultura política dentro de la confor­mación del movimiento y los intereses igualmente prácticos que motivan la afiliación de la gente al partido.

Contradicciones de esta índole caracterizan a los movi­mientos verdaderamente populares en general, y se ponen más difíciles cuando aumenta la escala y las pretensiones del movimiento. Hasta cierto punto, la naturaleza del movi­miento neocardenista como un movimiento integrador de

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elementos sociales y fracciones de clases económicas diferen­tes aumenta sus recursos en el sentido económico, y su capacidad política, pero al costo de otra serie de contradic­ciones. En primer lugar, existen divisiones dentro del lide­razgo del movimiento que reflejan no solamente las divisiones tradicionales dentro de los elementos de la iz­quierda mexicana integrados a la nueva coalición-partido, sino otro tipo de división entre los políticos anteriormente priístas y elementos sin compromisos anteriores con el siste­ma político. En consecuencia, se abren divisiones entre la diligencia y la base, reforzadas no solamente por falta de una ideología clara, sino por el hecho de que “los políticos” parecen dedicarse a la acción política en lugar de apoyar a la militancia de algunos elementos de sus bases.

Sin embargo, en segundo lugar, y antes de criticar demasiado al liderazgo del PRD, conviene repetir que tiene que enfrentarse a contradicciones objetivas muy importan­tes dentro de la misma base real o potencia:15 la teoría de los “nuevos movimientos sociales” no quiere reconocer la obje­tividad de los intereses diversos y hasta cierto punto contra­dictorios que dividen a los movimientos de base, es decir, los efectos del desarrollo capitalista y otras dimensiones de la estructuración social. Según su perspectiva voluntarista y no poco elitista, un discurso o articulación de discursos debe existir para reconciliar estas contradicciones: de hecho es un argumento racionalista que tiene poco de realismo. Sí exis­ten demandas populares que involucran nociones de la “democracia radical” en el sentido de “poder popular”, en contraste con la noción muy diferente de la democracia que ofrece la teoría liberal, la de la representación política en combinación con los límites de la intervención del estado dentro de la sociedad civil en los intereses de la libertad del poder social de la propiedad privada. Pero también existen estructuras del poder social y las realidades materiales de la vida de las masas, masas que son bastante diferenciadas. Si el PRD va a mantener su posición aun dentro de la entidad,

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tiene que calmar los temores de los muchos elementos populares que tienen miedo del desorden social, que pien­san que el partido va a confiscar su pequeña propiedad y su casa, y cerrar los templos. Los que simpatizan con la oposi­ción en términos ideológicos pero tienen miedo a la repre­sión o a sanciones por parte del partido oficial, no se equivocan totalmente. Para mantener y mejorar su posición política, el PRD estaría obligado a tratar de construir una base social amplia para tener la posibilidad de defenderse, lo cual impone ciertos límites a su radicalismo en esta fase de la consolidación y quizás a más largo plazo.

A fin de cuentas no se pueden transformar las estructu­ras básicas del poder social por medio de las acciones espon­táneas de los elementos diversos de la base. Tampoco se puede lograr lo que sería una verdadera transformación social por medio de la “extensión de espacios democráticos” creados por luchas locales y limitados, pero sí intentar la creación de ayuntamientos sanos y activos, dando repre ­sentación a todas las comunidades, fomentar proyectos lo­cales para crear empleos y mejorar la capacidad de las familias de captar ingresos, promover nuevas formas de organización cooperativa, etc. Programas locales de este tipo y campañas más extensivas para fortalecer un verdadero respeto por los derechos humanos -en el campo penal, por ejemplo- representan el único modo práctico de aumentar el esfuerzo de un movimiento y extender sus bases sociales. Sin embargo, en la estructura de clases permanece el último determinante de la totalidad de las estructuras del poder. Sería imposible lograr una transformación social significa­tiva sin establecer un aparato del poder central y utilizar dicho control para reprim ir a los elementos nacionales e internacionales contrarios, lo cual implica la necesidad de organización política a gran escala. Sin duda, será difícil lograr este objetivo sin formar una alianza de fuerzas socia­les incluyendo a elementos de las capas medias de la socie­dad: en las condiciones actuales sigue siendo difícil ver una

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posición que tendrá éxito político y a la vez tendrá efectos sociales bastante radicales para resolver la cuestión social en una forma definitiva.

No obstante, no parece existir ninguna justificación del argumento que los “nuevos movimientos sociales” tienen una capacidad transformadora más significativa que la de la organización de productores y trabajadores y las organiza­ciones agraristas dentro de partidos políticos. Es fútil hablar de la democracia, de la cuestión del poder social y del peso enorme de la organización clasista de la sociedad, en abs­tracto, aun si no cabe duda que es necesario destacar la importancia de las formas de desigualdad e injusticia social que van más allá de las relaciones de clase. En cualquier visión de la sociedad justa y democrática, es imprescindible plantear la cuestión de las funciones del estado, es decir, del poder central que podría actuar sobre la sociedad en su conjunto, y es cierto que un problema clave para un proyecto de justicia social es la búsqueda de una alternativa al estatis­mo del socialismo tradicional, pero la solución al problema no es imaginar que el estado capitalista puede ser reformado para volverse democrático por medio de argumentos razo­nables. Éstas no son cuestiones que se deben abordar desde un punto de vista utópico y voluntarista. Si no es fácil llegar a conclusiones muy optimistas sobre el futuro, quizá mejor ser realista que creer en ilusiones que no sirven a ningún interés popular.

NOTAS

1. La publicación de este artículo me ha dado la oportunidad de reflexionar un poco más sobre temas que discutí en una publicación inglesa anterior (Gledhill 1988). Agradezco a Víctor Gabriel Muro su invitación de publicarlo y sus comentarios cuando presenté un borrador en su seminario en el Colegio. También agradezco a Neil Harvey, Kathy Powell y Ann Varley por haber contribuido a la formación de algunas de las interpretaciones que ofrezco aquí por medio de compartir sus datos y sus ideas conmigo.

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2. Para una discusión más amplia del abandono de la centralidad de clase en los escritos recientes de muchos izquierdistas europeos y una defensa vigorosa de la importancia de relaciones de clase, ver Meiksins Wood (1986).

3. Para una presentación completa de dichos temas por parte de Ernesto Laclau y una versión más amplia de su crítica al marxismo, ver el libro escrito por él en colaboración con Chantal Mouffe (Laclau y Mouffe 1985). Es cierto que muchas de sus ideas quedan más claras, aunque no necesariamente más defendibles, en el texto más amplio.

4. Es claro que estas ideas suenan mucho a los planteamientos de la sociología liberal norteamericana de los años cincuenta y sesenta, es decir, de la teoría de las “sociedades plurales” y de la llamada “sociedad posindustrial” de Daniel Bell.

5. Dejando de lado la cuestión de las divisiones de orientación que suelen surgir con base en heterogeneidad de ocupaciones y de posición social, una vez satisfechas las demandas que tienen que ver con intereses comunes determi­nados por el lugar de residencia, en el caso mexicano una de las más importantes demandas urbanas, la legalización de la tenencia de la tierra, por lo menos implica cierta forma de compromiso con el régimen por medio de las gestiones de su aparato jurídico y burocrático, y da paso a posibilidades muy amplias de cooptación.

6. Es cierto que cualquier evento que repercute en el individuo o grupo local influye en sus acciones por medio de la significación que ellos atribuyen a dicho evento, en la interpretación de su sentido. Además no es necesario que todos los integrantes de un grupo o comunidad interpreten los hechos en la misma forma. En este sentido es verdad que no se puede distinguir un nivel de fenómenos “objetivos” y otro de la “subjetividad” dentro de los procesos sociales en la forma tradicional de suponer una separación radical entre lo material (externo al sujeto) y lo mental. Sin embargo, es igualmente erróneo decir que “no existen” factores no discursivos y objetividades, en dos sentidos. En primer lugar, el individuo o grupo local tiene que enfrentarse a condicio­nes determinadas fuera de su conciencia y de su voluntad en espacios sociales más amplios. Aunque sean los efectos de prácticas en la acción social, conoci­miento de estas estructuras (dinámicas) más amplias requiere una reconstruc­ción teórica y analítica por medio de la abstracción y de un intento (jamás plenamente realizable) de liberarse de los mismos discursos de los actores. En segundo lugar, el flujo de discursos concretos no obedece solamente a su propia lógica interna en un sentido racionalista o idealista sino refleja la totalidad de la experiencia material de “vivir en el mundo”. Siendo producto de todos los factores que influyen en la vida de los sujetos, también hay que tratar de reconstruir sus determinaciones en una forma objetificada, lo que de hecho forma una parte importante de la actividad de la misma gente cuando reflexiona en una forma consciente sobre las bases de su propio comportamiento y de su posición social. Consideramos el siguiente ejemplo de la auto objetificación: “Nosotros tenemos la culpa por la mezcla de nuestra sangre”. El buen relativismo consiste en reconocer esta propuesta como una actividad de objetificación, lo nocivo no es tratar, como científicos sociales, de

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objetificar la objetificación con el fin de entender las experiencias históricas que la han formado y las situaciones donde es probable que diera paso a otro tipo de discurso.

7. La teoría de Marx sobre la formación del proletariado como una fuerza revolucionaria nunca fue muy desarrollada, pero destacó el papel de la gran industria como factor de socialización del proletariado, dándose una creciente capacidad de auto organización. Es posible que este argumento tenga más validez cuando se trata de un proletariado más homogéneo, aunque no faltan ejemplos de mayor militancia por parte de trabajadores más capacitados dentro de fuerzas laborales heterogéneas. La cuestión de la transición de una forma de conciencia “económica” (sindical) hacia una conciencia política-re­volucionaria (universal) queda como una gran laguna dentro de la teoría marxista, dando paso a un sinnúmero de argumentos sobre la falta de conexión normal entre la organización sindical y la política socialista-revolu- cionaria, en contraste con la política social-demócrata. Sin embargo, como señalé anteriormente, este argumento no debe conducir a la conclusión que no importa la “conciencia económica” desde el punto de vista de la reproduc­ción capitalista.

8. Es importante señalar que la participación o no participación de cualquier elemento local de la sociedad en un determinado tipo de lucha está influido por las condiciones locales con respecto a las relaciones entre los diferentes grupos que conforman la sociedad local. En consecuencia no se puede tratar la orientación de un grupo social como un rasgo esencial derivado de su posición dentro de la estructura social y de intereses materiales que corres­ponden a dicha posición y que son invariables en la ausencia de una “concien­cia falsa” impuesta desde arriba. Las orientaciones varían según los contextos locales, y por eso varía la participación de un tipo de actor social determinado.

9. Es importante destacar que esta situación refleja el peso estructural de la historia de la reforma agraria con respecto a los problemas agrarios y no un sectarismo por parte de los movimientos en muchos casos. El liderazgo de la Unión de Comuneros “Emiliano Zapata” en Michoacán, por ejemplo, ha seguido una política muy clara de tratar de incorporar a sus filas a campesinos mestizos, incluso a jornaleros. Una proporción de los comuneros peleando por el control de tierras invadidas por ganaderos en la entidad son mestizos, y a veces incluyen a personas con una previa historia personal de participación en movimientos urbanos durante una carrera migratoria. Tal es el caso, por ejemplo, del grupo de cuarenta y seis comuneros de la comunidad de Santa Clara en el municipio de Tocumbo. Aunque algunos destacan su origen no indígena con cierto orgullo, sus actitudes solidarias como respecto a sus compañeros de las comunidades indígenas difieren muy claramente de las actitudes que se encuentran en otros sectores de la población local, las cuales varían entre el desprecio y un sentido de falta de comunidad, y se traducen en prácticas de apoyo y de solidaridad no solamente en los plantones que se realizan en Morelia sino también cuando se reúnen miembros de comunida­des diferentes para apoyar a compañeros enfrentándose a la amenaza física de fuerzas represivas.

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10. Como ha señalado Goran Therborn (1987), cualquier forma de ideología orienta el comportamiento social por medio de tres elementos distintos: una visión de lo que es, lo que debe ser y lo que sea posible. Las orientaciones vigentes con respecto a esta última dimensión determinan la relación entre la ideología y la acción. Es posible que un grupo rechace la legitimidad de un régimen social o político totalmente sin tomar ninguna acción positiva en su contra, y es probable que la estabilidad relativa de muchos regímenes se base más en evaluaciones negativas de la posibilidad de un cambio o de una alternativa que en la existencia de la “falsa conciencia” en el sentido de la aceptación no crítica de una ideología impuesta desde arriba por la clase dominante.

11. Ver, por ejemplo Gilly (1990). Aunque es importante evitar una actitud ingenua frente a los problemas y contradicciones que enfrentan al movimien­to, es cierto que el tema de la necesidad de formar una conciencia civil nueva es una preocupación muy importante de muchos líderes perredistas a quienes yo conozco personalmente, y que también se extiende la misma preocupación a otros elementos en el escenario político michoacano actual que tienen pretensiones de buscar cambios fundamentales, incluso a nuevos elementos disidentes en proceso de separarse del partido oficial.

12. Ver Gledhill (en prensa b.).13. En el caso de Tingüindín el pan tiene una influencia dentro del ejido, hecho

que quizá refleje la relativa marginación de esta comunidad de los beneficios que disfrutan los ejidatarios del centro de la zona de abastecimiento de los dos ingenios de la región y otras diferencias en el terreno económico, pero también tenga algo que ver con otras diferencias de conformación de esta zona en términos políticos y sociales. Es importante destacar la significación del “boom” aguacatero como el cambio más trascendente en su historia reciente, el cual transformó un pueblo empobrecido de alta tendencia migratoria internacional en un centro económico relativamente dinámico y abierto.

14. Es interesante observar que el paradigma del capitalismo libre, el capitalismo de los Estados Unidos, es un capitalismo muy corporativo en su propia organización y muy estrechamente ligado al estado. La ideología del “mercado libre” propuesta por el neoliberalismo es algo que solamente los políticos más ingenuos toman en serio, antes de ser corregidos por sus asesores y las presiones de los que pagan la cuenta de sus campañas. Para un análisis de la experiencia neoliberal estadounidense, ver O’Connor (1988).

15. Es claro que el liberazgo local del movimiento participa en esta diversidad de posiciones socioeconómicas. Aparte de los líderes locales, quienes son comer­ciantes por profesión, los maestros, licenciados e ingenieros perredistas tam­bién suelen tener sus negocios particulares (tanto como los priístas), un hecho que refleja tanto las condiciones sociales vigentes como las condiciones de la acción política.

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