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EL ARTE ESCÉNICO Joaquín Álvarez Barrientos CSIC (Madrid) …parecerán tibios algunos trozos, respecto de que el papel no puede dar de sí, ni lo sonoro de la música, ni lo aparatoso de las tramoyas Calderón de la Barca, prólogo a los Autos sacramentales . A.1) Los espacios teatrales Cuando llegamos al siglo XVIII los espacios para la representación siguen siendo los mismos que se emplearon en épocas anteriores, aunque algunos comienzan a cambiar. Por ejemplo, coexisten los corrales de comedias con los coliseos de los reales sitios, en lo que se refiere al teatro organizado dentro de estructuras comerciales; pero, por otro lado, como sucedió antes, en los pueblos y lugares, las funciones teatrales se dan también en los espacios cotidianos destinados a otras actividades. Es el caso de lo que se llama “teatro popular”. Estas representaciones tenían lugar en las calles, en las iglesias (a pesar de las prohibiciones), en las plazas, en los claros de los bosques, en las eras, etc. --Espacios rurales Nos encontramos, por tanto, ante dos realidades que, si bien se alimentan mutuamente, también tienen limitados sus lugares de actuación. En los espacios “populares” representarán compañías de la legua o compañías formadas 1

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EL ARTE ESCÉNICO

Joaquín Álvarez Barrientos

CSIC (Madrid)

…parecerán tibios algunos trozos, respectode que el papel no puede dar de sí, ni lo sonoro

de la música, ni lo aparatoso de las tramoyasCalderón de la Barca, prólogo a los Autos sacramentales.

A.1) Los espacios teatrales

Cuando llegamos al siglo XVIII los espacios para la representación siguen

siendo los mismos que se emplearon en épocas anteriores, aunque algunos comienzan a

cambiar. Por ejemplo, coexisten los corrales de comedias con los coliseos de los reales

sitios, en lo que se refiere al teatro organizado dentro de estructuras comerciales; pero,

por otro lado, como sucedió antes, en los pueblos y lugares, las funciones teatrales se

dan también en los espacios cotidianos destinados a otras actividades. Es el caso de lo

que se llama “teatro popular”. Estas representaciones tenían lugar en las calles, en las

iglesias (a pesar de las prohibiciones), en las plazas, en los claros de los bosques, en las

eras, etc.

--Espacios rurales

Nos encontramos, por tanto, ante dos realidades que, si bien se alimentan

mutuamente, también tienen limitados sus lugares de actuación. En los espacios

“populares” representarán compañías de la legua o compañías formadas por personas

que se dedican también a otros trabajos y que actúan sólo cuando les llaman de algún

pueblo para festejar las fiestas patronales, por ejemplo. Estos lugares de representación

se caracterizan por su condición plural, pues sólo transitoriamente se convierten en

lugares para la ficción, mientras el resto del año son espacios donde se verifican actos

litúrgicos, administrativos, de justicia, etc. En ellos el cómico ha de adaptar su modo de

representar a las condiciones abiertas del espacio. Sobre la plaza, por ejemplo, se

levantaba un tablado, que podía cubrirse (o no) parcialmente de telas, tafetanes y

telones; la escenografía y el moblaje eran mínimos, como correspondía a las

limitaciones económicas y al tipo de obras representadas: loas, pastoradas, autos, farsas.

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Como en el caso de los autos sacramentales (prohibidos en 1765), también en las

representaciones populares se encuentran escenarios itinerantes o escenas que se dan en

lugares distintos, de modo que el público, como los actores, ha de moverse a lo largo de

un itinerario que dota de valor simbólico a los diferentes entornos en los que se hace la

parada teatral. Esto que, a pesar de las prohibiciones, era habitual en los siglos

anteriores, siguió siendo una realidad en el XVIII, incluso en las iglesias y catedrales,

como manifestación de la resistencia que la antigua cultura tenía a desaparecer y contra

la corriente ilustrada que pretendía corregir las costumbres religiosas. Todavía en 1787

y desde su periódico Diario Pinciano, José Mariano Beristáin se quejaba de que en las

catedrales españolas se representaban durante Navidad piezas y farsas que, a su parecer,

denigraban los misterios de la fe. Dando noticia de un folleto distribuído a las catedrales

de León, Osma y Valladolid, cuyo objeto era servir para representar el “Nacimiento del

Hijo de Dios”, el periodista comentaba lo siguiente el miércoles 26 de diciembre:

¿Y cómo estamos nosotros en el año de 1787, uno de los más ilustrados o luminosos de nuestro siglo? ¿Hemos desterrado de nuestro Parnaso aquella chusma de versificadores bufones que inducían en el templo de Dios, de majestad inefable, los profanos conceptos y chistes insulsos que los gentiles no hubieran oído sin ira [...]? ¿Cómo celebramos hoy la Encarnación y Nacimiento admirables del Hijo de Dios vivo? ¿Todavía halla nuestra consideración devota en el portal glorioso de Belén al tosco y grosero Pascual, al malicioso y juglar Bato, al atrevido y desvergonzado Antón? ¡Ah! Allí están llenando de estiercol las pajas limpias donde está reclinado el Niño Jesús, atormentando los castos y delicados oídos de su Purísima Madre y del casto esposo José, e irritando a las bestias del establo, que obsequian con su silencio a aquellos santos huéspedes más dignamente que los pastores charlatanes con sus coplas. ¿Y esto es verdad? Diré lo que he visto. Se han impreso en esta ciudad tres juegos de villancicos para la Nochebuena de este año. Los unos para la catedral de Osma, los otros para la de León, y los últimos para la de Valladolid. Hay en ellos buenas cosas, no hay duda; pero las hay también de aquellas que [...] Feijoo llama compuestas al genio burlesco, como si las cosas de Dios fuesen de entremés. Un tutilimundi en los hombros de un francés, a quien saludan los pastores con los decentes y urbanos nombres de animal y pollino, se habrá presentado en el coro de la iglesia de Osma, y [...] habrá dicho un músico:

téngase monsiur (sic) mío,corra ese lienzo

que animales bastantesestamos viendo.

Pero qué sería oír en la misma noche en León a aquel pastor de garbo y porte que dijo al Niño Dios:

si tú vinieras/ a estos parajescon gran peinado,/ con nuevos trajes,con muchas cintas/ y hebillas grandes

todos te hicieran/ lugar bastante(Diario Pinciano, nº 44: 461- 462).

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Beristáin continúa refiriendo lo que vio en la representación de los “villancicos de

Nochebuena”, y su descripción se asemeja a un entremés en el que los distintos personajes

desfilan por la escena, aunque en este caso el escenario es la catedral de León y los actores

a los que pasa revista son personas reales, asistentes a la representación, que exponen sus

cuitas, quejas y necesidades, o que simplemente, como venía sucediendo desde la Edad

Media, trabajan durante el oficio religioso, y así vemos a una gitana que dice la

buenaventura, a un pastor que discute sobre el pleito que tienen sus compañeros con los

labradores vallisoletanos, a un maestro de escuela que pide el aguinaldo con sus alumnos

“porque él no come con cariños”, y a dos ciegos que venden calendarios y almanaques.

El diarista ofrece el panorama de un lugar público y popular de representación,

como son las diversas catedrales a las que se hace llegar el folleto –pero también sucedía

esto en iglesias de pequeñas localidades--, y transmite el tipo de texto y el tono que regía la

sociabilidad del momento, así como el tenor de las obras representadas, rechazando el

contenido burlesco, presente en todo el teatro popular, ya como forma de crítica hacia algo,

ya como terapia de grupo. Tanto el tono como el lugar de representación indican las

actitudes del público "popular" ante el espectáculo y hacia lo sagrado. El testimonio de

Beristáin refleja una realidad viva en el “siglo de la Ilustración”, que solemos olvidar

frente a la consideración prioritaria de los aspectos renovadores y reformistas.

--Espacios particulares

También siguió representándose en universidades, colegios y conventos, lo mismo

que en casas particulares. Éstas últimas funciones, las denominadas particulares, podían

patrocinarlas los gremios o realizarse en los teatros de los palacios –es decir, en locales

pequeños y cerrados--. Actuaban cómicos profesionales pero también intervenían

aficionados al arte escénico. Las representaciones particulares eran una muestra pública del

poder y riqueza de las familias y grupos que pagaban este tipo de funciones, y pudo haber

sido, además, en el caso de los poderosos cultos, una manera de intentar dirigir y controlar

el desarrollo artístico, pero esto sólo puede decirse de Olavide, Samaniego y pocos más.

Pablo de Olavide en Sevilla, el condestable de Castilla en la primera década, el duque de

Híjar, la duquesa de Alba y la condesa- duquesa de Benavente en Madrid son casos de

patrocinadores de este tipo de entretenimiento, del que Ramón de la Cruz, que estrenó

distintas obras en los teatros de la nobleza, nos ha dejado testimonio, en La junta de

aficionados y en La comedia casera, lo mismo que Comella en La señorita irresoluta o la

función casera (1796), Trigueros y otros. En estos sainetes se señala que había sobra de

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interesados para desempeñar todas las ocupaciones: galanes, damas, graciosos,

tramoyistas, poetas, carpintero, guitarrista, sastre y apuntador.

Francesc Curet [1935] daba numerosas noticias, tomadas del Diario de Barcelona y

del dietario de Rafael d’Amat i Cortada, barò de Maldá, de la afición a las representaciones

caseras, no sólo de los barceloneses, puesto que el periódico reportaba también noticias de

Madrid, como una fiesta teatral en la casa del duque de Híjar, en la que se vio la tragedia

Tito Manlio (5 de agosto de 1793). Junto a ésta, otras de esos años, además del anuncio de

la venta de “un teatro de casa particular que contiene salón y bosque” (del 10 de

diciembre). Rafael d’Amat le provee de importantes noticias relativas a la participación de

pintores famosos que realizan los decorados, a la manera de revestir el escenario, al teatro

que Felip Nadal, tintorero, montó con todo esmero en su casa, al repertorio que se ponía en

escena, representando obras de Voltaire, Jovellanos y Comella. Como más tarde hará

Mesonero Romanos en su artículo de costumbres “La comedia casera”, el diario de Amat

reseña los trabajos que se llevaban a cabo para elegir la obra (que resulta ser El delincuente

honrado), montarla y adaptarla, para repartir los papeles y elegir las músicas, tonadillas y

tiranas que se cantarían, el sainete; la pintura de bastidores y telones; y cuenta también de

qué manera se conseguían los objetos de atrezzo necesarios para la función.

Toda la descripción indica que ese tipo de representaciones estaba lejos de las

posibilidades de la gente corriente, a no ser que se realizaran amparadas por algún gremio

[Curet 1935: 89- 98] o se hicieran con menos medios, como recuerda Blanco White en una

de sus Cartas de España: “en los intermedios del baile nos obsequiaron con algunas

escenas dramáticas en las que los mismos actores improvisaban el diálogo [estos actores

eran aficionados]. Esta diversión es bastante popular en los pueblos campesinos y se

conoce con el nombre de juegos, palabra que se corresponde exactamente con la inglesa

plays” [1986: 157].

La información aportada por Curet pone de manifiesto que este entretenimiento

estaba vinculado a menudo a la vida social que se desarrollaba en tertulias y

conversaciones. La época ha dejado numerosos testimonios bibliográficos de

“misceláneas” preparadas para pasar entretenidos las tertulias y, en ellas, tanto había

cuentos, relatos breves, anécdotas, acertijos, juegos de salón, como piezas cortas (sainetes

o no) escritas específicamente para ser representadas por pocas personas. Junto a esta clase

de textos el curioso encuentra otros exclusivamente teatrales publicados para su

representación en casas particulares. Ríos Carratalá [1988; 1994] y Ana Freire [1996] han

dedicado varios trabajos a desentrañar las particularidades de este teatro que, salvo la

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necesidad de brevedad y poca escenografía y la limitación que imponía un más reducido

número de actores (el dramaturgo José Concha pedía que no trabajasen mujeres, aunque se

escribieron obras para ser interpretadas sólo por ellas), en poco se diferencia de las

dedicadas a los teatros públicos: debía tener un argumento que interesara, un verso fluido y

fácil y tratar asuntos similares a los de aquellos teatros. En este sentido, comparativamente,

pocas piezas encontramos escritas sólo para los teatros particulares (algo que será más

habitual en el siglo XIX), siendo frecuente adaptar obras de éxito a las condiciones

concretas de la representación particular.

En los años finales del siglo los nuevos melólogos, escenas mudas y otras obras

similares fueron empleados con frecuencia en fiestas privadas [Álvarez Barrientos, 2002],

mostrando una vez más que los que interpretaban esas piezas no querían reflejar su entorno

(al estilo de las comedias de Moratín, por ejemplo), sino evadirse de la realidad y remedar

el “hecho teatral”. La comedia de costumbres no se desarrollará por esta vía, ni tampoco,

contra la propuesta de Jovellanos, la reforma de la interpretación. El asturiano consideró la

posibilidad de establecer academias dramáticas en las casas de los nobles donde se

representaba [1997: 194].

Conviene recordar también que, además de los teatros oficiales, durante la segunda

mitad del siglo se dieron funciones en locales provisionales o en habitaciones alquiladas,

de lo que tenemos noticia gracias al trabajo de Ada Coe [1947], quien relaciona teatros en

diferentes calles de Madrid, con nombres tan sugestivos como La sortija de Venus o la

Máquina Real. Muchos de estos locales se dedicaban a espectáculos mágicos, de

pirotecnia, títeres y sombras chinescas [Varey, 1972].

--Espacios para la realeza

Si “burgueses”, aristócratas y menestrales tenían sus representaciones privadas, la

familia real tenía así mismo sus propios regocijos y festejos en los diferentes reales sitios.

Tras el incendio del Alcázar, Felipe V pasó a vivir al palacio del Buen Retiro y fue en su

teatro, remozado en 1738 y de nuevo en 1747, donde se representaron las óperas, serenatas

e intermedios de gusto italiano. El local se convirtió en exponente de la modernidad

arquitectónica teatral tras sus mejoras, pues se construyeron dos nuevos pisos para público,

se agrandó el escenario, elevándose también el techo y se le dio capacidad para acoger las

novedades técnicas necesarias para producir los efectos dramáticos. En éste, como en los

otros teatros de los reales sitios que se reformaron o construyeron, se separó el espacio de

la representación y el del público [Verdú Ruiz, 1989], estableciendo un pacto entre unos y

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otros que pocas veces se rompería después en los reales coliseos, pero que no se respetó en

los públicos. En el Palacio Real, que se construía por entonces, se quiso levantar también

un teatro, pero no fue posible hasta los años del reinado de Isabel II [Subirá, 1950].

Carlo Broschi, Farinelli, estuvo detrás de las reformas en los reales sitios. Había

sido encargado por Fernando VI en 1746 de dirigir las diversiones y entretenimientos

apropiados a la magnificencia real. Ésta se manifestaba, además de en lo fastuoso de las

puestas en escena e iluminaciones, en la calidad de los edificios que habían de albergar los

festejos, así como en las comitivas que se desplazaban en los traslados de la Corte. Broschi

[1992] dejó constancia, en un manuscrito de 1758, de cúal era la organización de la

“empresa” teatral real, de su estructura, sueldos y sistemas de ensayo, así como de la

necesidad de nuevas atarazanas, tanto en el Retiro como en Aranjuez, donde guardar

bambalinas, muebles y demás objetos relativos a la puesta en escena [véase también

Morales Borrero, 1987]. La obra se acompaña de unas láminas en las que se reproducen

escenas de la preparación de montajes operísticos. Incluso si estas láminas no tienen que

ver con el teatro del Buen Retiro, como sugiere Fernández Muñoz [1988: 54], son útiles

testimonios para saber cómo se trabajaba detrás del telón y antes del estreno.1 Francisco

Asenjo Barbieri, en el prólogo al libro de Carmena y Millán sobre la ópera italiana, da

noticias acerca de las reformas que se hicieron en este teatro, que constaba

de una platea con taburetes, bancos, gradas, bancos de patio y patio; sobre ella había tres suelos, el primero con cuatro aposentos (palcos) a cada lado, y en el frente la llamada cazuela de las mujeres; el segundo suelo con el mismo número de aposentos a derecha e izquierda, y en medio la luneta alta, destinada por lo regular a la servidumbre de Palacio; finalmente había debajo de la cazuela tres aposentos más, conocidos con el nombre de alojeros [1878: XLIX].

El personal del teatro del Buen Retiro era el mismo que trabajaba en el de

Aranjuez, seguramente el más importante después de aquél. Los músicos, cantantes,

virtuosos, comparsas, tramoyistas y pintores se trasladaban de un lugar a otro y entonces

recibían, sobre su sueldo, una gratificación, como indica Farinelli en el manuscrito citado.

En Aranjuez, además de las representaciones teatrales, había espectáculos náuticos en el

río. El traslado de este personal, que se sumaba al de la Corte, influyó para que la

construcción y reconstrucción de los locales se hiciera teniendo en cuenta no sólo

proveerles de espacios para guardar las decoraciones y demás elementos necesarios para el

montaje, sino también de habitaciones para los que se desplazaban, dando cuenta así de la

1 . Urrea [1977: 91- 93], sin embargo, piensa que el autor de las ilustraciones fue el pintor del real coliseo Francesco Battaglioli. Bonet Correa, en el prólogo a Broschi [1992: XIX] apoya esta suposición y piensa que los dibujos si corresponden a los trabajos que se realizaban en el Retiro.

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condición de criados que tenían los artistas en la Corte dieciochesca y del tipo de

sociabilidad cortesana en la que se insertaba el hecho dramático, marcado por la etiqueta

real tanto como por la conversión de la misma Corte en espectáculo.

El papel que jugó Farinelli en el desarrollo del teatro cortesano ha sido señalado

suficientemente; su influencia desapareció cuando Carlos III le relevó de sus obligaciones

y nombró al conde de Aranda Presidente del Consejo, con el encargo además de reformar

la vida teatral. Desde 1767 hasta 1778 el conde hizo una campaña para variar los

repertorios, restaurar locales, etc., tendente a conseguir la verosimilitud en la

representación teatral. Junto a Jaime Marquet, arquitecto, trabajó en la reforma o

construcción de teatros en los reales sitios de Aranjuez, El Escorial, El Pardo y San

Ildefonso, reforma que también alcanzó a los teatros populares, como se verá después.

Aunque mucho de lo previsto por Aranda quedó en proyecto, su cambio en el repertorio de

comedias, el abandono de las óperas, de gusto italiano, los cambios que se dieron en la

manera de interpretar y las mejoras en la infraestructura de los locales supusieron la

llegada de un nuevo orden ideológico al mundo del teatro [Rubio Jiménez, 1998].

Por lo que respecta a la arquitectura de estos locales, se procuró integrarlos en el

entorno urbano para el que estaban pensados, de manera que formaran un todo con las

estructuras clasicistas patrocinadas por la monarquía; de este modo, la asistencia al teatro

podría haberse convertido en una experiencia estética total, si también hubieran cambiado

(como se pretendía) las maneras de interpretar, además del repertorio de las compañías.

Virginia Tovar [1987] recuerda que la estructura de estos teatros era similar de unos a

otros, y que en ellos primaba la racionalidad vitruviana en aras de un más fácil desempeño

de las actividades necesarias para llevar a cabo la función.

--Espacios públicos

A la puerta de los teatros de los reales sitios había día y noche una guardia que

custodiaba los efectos y evitaba desórdenes. Farinelli en su Descripción …del teatro del

Buen Retiro reflexiona sobre el carácter que debía tener el oficial, del cuerpo de inválidos,

que estuviera a su mando, añadiendo expresiones que ofrecen el interesante punto de vista

de un hombre de teatro sobre el tipo de público, “tantas cabezas de chorlito”, que asistía a

las representaciones.

Si las palabras de Carlo Broschi son interesantes desde un punto de vista, las que

escribió tiempo después Blanco White, que se relacionan con el mismo asunto, también lo

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son, pues nos dan una viva imagen de cómo se desarrollaban las representaciones

dramáticas.

Cuando se aproxima el viático a un puesto militar, bate el tambor, los soldados salen a las calles en formación y en cuanto ven al sacerdote inclinan la rodilla derecha y rinden armas tocando el suelo con la punta de la bayoneta de los fusiles. Como en la puerta de los teatros españoles hay siempre un cuerpo de guardia, más de una vez me he reído para mis adentros de la reacción que produce la llamada del tambor en actores y espectadores. ¡Dios, Dios!, se repite por la amplia sala, y todo el mundo cae inmediatamente de rodillas. Se callan los actores, enmudecen los palillos que acompañan el fandango, y todo queda en suspenso unos minutos hasta que, perdido en la distancia el tintineo de la campanilla, se reanuda el espectáculo y los devotos intérpretes se levantan dispuestos a satisfacer al público tras la inesperada interrupción [1986: 46].

A la entrada, pues, de los corrales había una tropa que vigilaba a los espectadores.

Incluso si estaban cerrados, como sucedía en Valencia y Sevilla [Aguilar Piñal, 1974],

había teatros –corrales—en casi todas las ciudades españolas.2 Los más famosos y los más

estudiados son los de Madrid. Además de los pequeños locales, ya señalados, los más

importantes eran el de la Cruz y el del Príncipe, que existían desde antiguo. A ellos se

añadió a partir de 1708 el de los Caños del Peral, que desde 1738 se dedicó a dar funciones

de ópera italiana, iniciando esta actividad la compañía de los trufaldines. Se reedificó de

nuevo siguiendo el proyecto de los arquitectos Juan Bautista Galucci y Santiago Bonavia,

que le dotaron de mayor amplitud. Se inauguró ese año 1738, pero este teatro, que por sus

reformas estaba llamado a tener una brillante vida, se cerraba al año siguiente, acosado el

marqués de Scotti, que lo regentaba, por problemas económicos. Al mismo tiempo,

Farinelli desarrollaba su labor operística en el teatro del Retiro. Los Caños del Peral tuvo

una vida accidentada: entre 1746 y 1766 permaneció cerrado. Ese año el conde de Aranda

impulsa los bailes de disfraces y los conciertos, que se dieron allí hasta 1773. Se puede

tener una idea de cómo era la sala y el ambiente por el cuadro de Luis Paret.

Posteriormente, el Ayuntamiento intentó ofrecer óperas, ya que la compañía de

ópera de los reales sitios estaba desocupada, al encontrarse la Corte en El Pardo. Apenas se

ofrecieron títulos entre 1776 y 1777, año en que se volvió a cerrar hasta que en 1786 se

abrió concediéndose a los Hospitales el privilegio de celebrar funciones operísticas. Ese

año se restauró, dirigiendo las obras Ventura Rodríguez, que lo ajustó a los cánones

2 . Dadas las limitaciones de espacio, no se puede hacer estudio pormenorizado de todos estos locales. Remito para ello a la bibliografía, cada vez más abundante, que existe sobre los teatros de ciudades como Barcelona, Gerona, Valencia, Sevilla, Pamplona, Murcia, Logroño, Valladolid, Málaga, Cádiz, Córdoba, Granada, Jerez de la Frontera, Ciudad Real, Zaragoza, Oviedo, Gijón, Elche, Orihuela, Alcalá de Henares, Alicante, Palma de Mallorca, Zamora, Toledo, Vitoria, Soria, Bilbao, Guadalajara, Calahorra, Huesca. Una síntesis, en Palacios Fernández [1988].

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clásicos. Se mejoró la iluminación y la decoración, además de abrirse nuevos aposentos en

los cuatro pisos. Esta situación perduró hasta la muerte de Carlos III en 1788, en que se

cerraron todos los teatros. La Junta de Hospitales continuó regentando los Caños, mientras

la dirección la llevaban otros empresarios, hasta 1794. Desde ese año hasta final de siglo se

dieron funciones de ópera italiana, aunque comienzan a oírse las voces que pedían una

ópera española. Con el cambio de siglo actuarán en el teatro Isidoro Máiquez, el tenor

Manuel García; se cantarán óperas italianas pero también piezas españolas, como la

opereta El poeta calculista, que incluye el famoso polo “Yo que soy contrabandista”, de

García, que participó en enero de 1807 en una gala en honor de Godoy, que acababa de ser

promovido al grado de almirante [Muñoz, 1946; Turina Gómez, 1997]. Se demolió el

teatro en 1817, y sus restos se emplearon para construir la Casa de la Carnicería de la Plaza

Mayor. Como recuerda Fernández Muñoz [1988: 59], la construcción de este teatro

significó el primer paso para acabar con el sistema de corrales, introduciendo esquemas

que ya estaban asentados en otros países y en los reales sitios.

Los corrales respondían por su estructura y antigüedad a los patios de casas,

rectangulares y abiertos, pues sólo se cubrían con toldos, y tenían una forma bastante

parecida, por no decir similar, de unos a otros.3 Los de la Cruz y del Príncipe venían

funcionando desde el Siglo de Oro. El primero se reedificó entre 1737 y 1743, según

planos de Juvarra, y, como comenta Fernández Muñoz [1988: 63], supuso la entrada en

Madrid de un modelo de edificio teatral que llegaría hasta el siglo XIX, lo cual parece

lógico si se piensa que Juvarra había trabajado para el teatro durante mucho tiempo

realizando escenografías y diseñando otros teatros. Aun así, el de la Cruz tenía pequeño el

escenario y no parece que se pensara mucho en los espacios necesarios para la puesta en

escena. Se le dio techumbre fija, se mejoró la iluminación y se introdujeron otras mejoras,

que, al parecer, no consiguieron cambiar las costumbres del público [García Martín, 1860].

El teatro del Príncipe se restauró entre 1744 y 1745, obra de Sacchetti, que había

sustituido a Juvarra como arquitecto del Palacio Real. Con esta obra, el corral se convirtió

en moderno coliseo, más bien de estilo francés que italiano, a juzgar por el único plano

conservado.4 En 1802 sufrió un incendio que acabó con él; fue reconstruido por Juan

Villanueva. Las obras que se llevaron a cabo en estos teatros los convirtieron en coliseos,

ya que se acabó con la estructura del corral, a pesar de que, como se ha señalado, las 3 . Varey y Shergold [1951] reproducen un documento sobre la construcción de “un guardián grande que coge todo el claro del patio”. Cit. por Palacios Fernández [1988: 329].4 . Los planos de estos tres teatros pueden verse, por ejemplo, en Armona [1988] y en Fernández Muñoz [1988]. La reconstrucción ideal del Príncipe, en Allen [1983]. En Shergold [1989] hay noticias sobre las obras que sufrieron los corrales madrileños en la primera mitad del siglo.

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costumbres, de actores y público, seguían siendo las mismas que en el espacio del corral.

Hacia 1745, Cristóbal del Hoyo Solórzano, refiriéndose a unos años antes, comentaba la

existencia de dos corrales, única “diversión pública en Madrid [y] cosa infame” [1983:

144]. Años más tarde, Moratín haría una descripción de los antiguos corrales, que sin

embargo él no llegó a conocer, que pasa por canónica:

Eran los teatros unos grandes corrales a cielo abierto, con tres corredores alrededor, divididos con tablas en corta distancia que formaban los aposentos: uno muy grande y de mucho fondo enfrente de la escena, en el cual se acomodaban las mujeres; debajo de los corredores había unas gradas; en el piso del corral, hileras de bancos y, detrás de ellos, un espacio considerable para los que veían la función de pie, que eran los que propiamente se llamaban mosqueteros. Cuando empezaba a llover, corrían a la parte alta un gran toldo; si continuaba la lluvia, los espectadores procuraban acogerse a la parte de las gradas debajo de los corredores; pero si el concurso era grande, mucha parte de él tenía que salirse, o tal vez acababa el espectáculo antes de tiempo. La escena se componía de cortinas de indiana o de damascos antiguos, única decoración de las comedias de capa y espada. En nuestra niñez hemos oído recordar a los viejos aquel romper de cortinas de Nicolás de la Calle. En las comedias que llamaban de teatro ponían bastidores, bambalinas y telones pintados [1944: 310]

Todas estas mejoras a las que me vengo refiriendo, y otras más importantes, al

menos en su intención, propiciadas por el conde de Aranda, no dieron los resultados

previstos, y así, tras su paso por el Consejo, el interés por mantener unos teatros dignos

disminuyó, hasta la llegada del corregidor Armona que hasta 1792, año de su muerte,

trabajó en pro del arte escénico. Sin embargo, como distintos estudiosos han recordado, las

críticas al estado de los teatros madrileños y, por extensión, a los de otras capitales, se

daban por entonces. Tanto autores ilustrados como Jovellanos en su Memoria o Moratín en

su informe dirigido a Juan Morales, nuevo corregidor, como escritores considerados

contrarios al clasicismo, como Comella desde su Diario de las Musas, protestan en la

década de los noventa por la situación en que se encuentran los locales. Si las críticas de

los primeros se centran sobre todo en aspectos de limpieza, decoro, representación de la

dignidad nacional y hacen observaciones generales sobre la declamación, Comella se

ocupa de los aspectos técnicos de la puesta en escena y así denuncia que, por ejemplo, el

de la Cruz no tenía proscenio ni embocadura ni foro, y se dificultaba la audición de las

voces y los instrumentos, además “los balcones de hierro apagan enteramente los ecos de

la voz del actor” [2 de enero de 1791: 140].

--El público, entradas, distribución social

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Así, pues, aunque se mejoró lo externo de los locales, las reformas no alcanzaron a

las maneras interpretativas ni a la actitud de los públicos. Se percibe, en todo caso, el

interés de las autoridades por ofrecer al ciudadano una imagen de autoridad y gobierno

unificada, que se proyecta en todos los edificios y obras que se emprenden en aquellos

años. Todas las obras tendían a dar una imagen de la monarquía. Por dentro, los teatros se

dotaban de mayores y mejores maquinarias para producir los efectos que las exitosas

comedias de teatro requerían, pero el público continuaba con sus misma costumbres y

actitudes, ordenado de modo similar a como lo estaba en la época de los corrales: frente al

escenario, bancos, luneta y patio con los mosqueteros de pie; al fondo del teatro la cazuela,

palco ancho donde se colocaban las mujeres. A derecha e izquierda, las gradas, que tenían

una fila de asientos corridos o barandilla y en la parte superior lo que se llamaba corredor.

Encima, tres pisos con los llamados aposentos, más caros, que solían ocupar nobles y

adinerados, siendo el palco primero el del Ayuntamiento. Estos palcos recibían su nombre

según el piso en el que se encontraran (desde principales los del primer piso, hasta

desvanes los del último); y arriba, la tertulia, para clérigos. La luneta, formada por varias

filas de asientos, estaba en la parte delantera del patio [sobre lunetas y taburetes, Davis y

Varey, 1991].

En los teatros españoles se pagaba la entrada en dos veces. La primera, en la

puerta, servía para colocarse en las localidades baratas del patio, donde se estaba de pie.

Aquí permanecían los mosqueteros. Las otras localidades, desde los bancos de patio en

adelante, se adquirían pagando un suplemento en una “mesa” posterior. Los palcos,

aposentos y balcones podían alquilarse por temporadas. Los espectadores situados en estas

localidades, a menudo familias, en la cazuela y en la tertulia tenían entrada aparte. Había

acomodadores en la cazuela que reservaban asientos. El teatro cobraba precios distintos

según la pieza representada fuera “comedia de teatro” o “comedia sencilla”. Un

mosquetero pagaba en 1737 por ver una de teatro diez cuartos, y ocho si era sencilla,

aproximadamente la quinta parte del sueldo de un herrero. En la década de los ochenta, un

obrero gastaba por función entre el cuarenta y el cincuenta por ciento de su sueldo, según

el tipo de obra que viese. Moratín recuerda que en 1781 sólo pudo asistir al teatro en diez

ocasiones (si se exceptúan aquellas otras en las que le invitó su tío Victorio Galeoti, que

tenía un palco). Estos y otros datos llevan a Andioc [1988] a plantearse el problema de la

composición del público, ya que con tales precios resulta difícil pensar en que comparecía

a las funciones gran cantidad de público poco pudiente. En 1750, Erauso y Zavaleta

señalaba que “el vulgo” asistía muy poco y que las zonas más baratas estaban ocupadas en

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sus dos terceras partes “por sujetos de sobresaliente carácter” [88]. Hay que suponer que en

gran medida esto debía de ser así, sobre todo si tenemos en cuenta los muchos testimonios

sobre los extremos a que se llegaba para conseguir el dinero necesario para acudir al

coliseo. Al tiempo que indican la enorme afición y ganas de divertirse, sirven para

comprobar lo caro de este entretenimiento, la discriminación que se daba y lo bajos que

resultaban los salarios.

Pero, por otro lado, son muchas las noticias que hablan, a menudo desde la crítica,

de la considerable presencia en los teatros de lo que unas veces se llama vulgo, otras

público, otras apasionados, etc.5 Que Jovellanos propusiera en su Memoria la subida de los

precios para evitar la entrada de esta clase de público lo atestigua así, lo mismo que

muchos otros ejemplos, y no es el menos importante, por más famoso y por el uso

“costumbrista” que se ha hecho de ellos, el que “Chorizos” y “Polacos”, es decir, los

grupos de aficionados que defendían a sus respectivas compañías, estuvieran formados por

personas pertenecientes a lo que se llamaba plebe y que se situaban en el patio y en las

gradas, localidades, como se vio, más baratas.

La actitud del público, ya fuera noble o plebeyo, a pesar de la guardia que

custodiaba el orden en el teatro y a pesar del representante de la ley que podía asistir a la

función, era participativa; es decir, tenía una actitud activa respecto de lo que veía y

manifestaba su opinión sin complejos o “participaba” en la representación declamando,

pidiendo que se repitiera algún pasaje que gustara en especial, etc. Esto molestaba a todos

aquellos, de distinta educación, que entendían el teatro como una obra de arte, además de

como un instrumento educativo, y que buscaban conseguir el efecto de la “ilusión

escénica” [Azpitarte Almagro, 1975]. Desde luego, el que gran parte del público estuviera

de pie contribuía al alboroto y a la participación. Jovellanos, en palabras que traslucen una

experiencia personal, sugirió que se acabara con esta costumbre, sentando a todos los

asistentes al teatro:

No he visto jamás desorden en nuestros teatros que no proviniese principalmente de estar en pie los espectadores del patio. Prescindo de que esta circunstancia lleva al teatro, entre muchas personas honradas y decentes, otras muchas oscuras y baldías, atraídas allí por la baratura del precio. Pero fuera de esto, la sola incomodidad de estar en pie por espacio de tres horas, lo más del tiempo de puntillas, pisoteado, empujado y muchas veces llevado acá y acullá mal de su grado, basta y sobra para poner de mal humor al espectador más sosegado. Y en semejante situación, ¿quién podrá esperar de él moderación y paciencia? Entonces es cuando del montón de la chusma salen el grito del insolente mosquetero, las

5 . Sobre denominaciones como público, vulgo, plebe, espectador y otras, Hafter [1975] y Álvarez de Miranda [1988].

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palmadas favorables o adversas de chisperos y apasionados, los silbos y el murmullo general que desconciertan al infeliz representante y apuran el sufrimiento del más moderado y paciente espectador. Siéntense todos, y la confusión cesará. Cada uno será conocido y tendrá a sus lados, frente y espalda cuatro testigos que lo observen y que sean interesados en que guarde silencio y circunspección. Con esto desaparecerá también la vergonzosa diferencia que la situación establece entre los espectadores: todos estarán sentados, todos a gusto, todos de buen humor; no habrá pues que temer el menor desorden [1997: 212].

Sentar al público, como medida para mejorar el espectáculo, se completaba con el

ya mencionado encarecimiento de las entradas. Esta idea, que estaba en el aire, se repitió

numerosas veces hasta el momento en que la Junta de Reforma de Teatros, a finales de

siglo, procedió, en efecto, a la subida de precios.6 La medida, lo mismo que muchos

sainetes, pone de relieve que, a pesar de las dificultades económicas, los “plebeyos” y

menestrales asistían al teatro, situación con la que se quería acabar, lo mismo que asienta

esa realidad cuestionada el que se exceptuara de llevar tricornio en el teatro a aquellos “que

por su ropaje son bien conocidos”, es decir, “labrador, menestral, tendero o de otro

ejercicio u oficio mecánico” [AHN, Consejos, Sala de Alcaldes, Libro de Gobierno, 1760;

cit. por Coulon, 1993]. Por lo que se refiere a sentar al público, hay que recordar que sólo

lo consiguió Isidoro Máiquez, que numeró los asientos, prohibió vender comida y bebida

en los teatros y fue capaz de introducir otras mejoras en la escena [Cotarelo y Mori, 1902].

La Ilustración se caracterizó por interesar a la población en los procesos de

civilización que llevaban a la modernidad. Como parte de estos procesos, muchas

conductas que hasta entonces se habían considerado naturales y normales, empezaron a

criticarse y a verse como maneras antiguas, incivilizadas, propias de la mala educación.

Todo esto llegó al teatro, unas veces en forma de materia sobre la que escribir a menudo

sátiras como el sainete de Ramón de la Cruz La civilización, otras como ordenanzas que

regulaban la vida teatral y las costumbres. Por ejemplo, a mediados de siglo, el 12 de

noviembre de 1753, se publicaban unas “Precauciones mandadas observar por S.M.” en las

que se prohibía fumar, tanto por el peligro de incendio como por “lo que [se] ofende con

el humo y olor a los demás”; los hombres no podían pasar a la cazuela, ni se podía pedir

que repitieran los actores baile, escena o tonadilla que gustara. Se prohibía también que

representaran en pueblos y lugares cercanos a Madrid las compañías de la legua, pues

estaban fuera del control administrativo y creaban inconvenientes [Subirá, 1960: 88]. Este

6 . No todas las subidas de precios tuvieron esta causa. En 1782 se subió un cuarto el precio a petición de las compañías y de los cobradores de los coliseos para aplicar esos ingresos a la subsistencia del Montepío de actores [Subirá, 1960: 91].

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tipo de prohibiciones y reglamentos se sucedieron en el siglo, intentando regular el modo

de vestirse, la manera de estar en los locales, en definitiva, modelar desde la urbanidad la

nueva conducta de los españoles que, en esos casos concretos, asistían a la función, pues

era en el teatro donde más y mejor se mantenía la cosmovisión antigua contra la que los

gobiernos ilustrados combatían. Se trataba, al margen los hechos puntuales, de modelar al

nuevo ciudadano, que había de mostrar los efectos de la civilización, la urbanidad y los

resultados de la política borbónica.

Pero, si por algo se caracterizó el teatro hasta recientes fechas, fue por la facilidad

con que el público expresaba sus opiniones: aplausos de compromiso, de aceptación

(anticipación de la futura claque), bullas, pateos, broncas, gritas, han estado a la orden del

día, hasta que los efectos de esa civilización han convertido en ridículas y vituperables

expresiones que no se tenían por tales. Estas prácticas, que podían acabar con una

comedia, como recordaba Moratín en La comedia nueva y en su “Discurso preliminar”,

eran frecuentes entonces y sus partidarios estaban organizados desde 1742 en bandos,

titulados “chorizos” y “polacos”, según favorecieran al teatro del Príncipe o al de la Cruz.

A ellos se añadieron los “panduros”, de los Caños del Peral, cuando se remozó en 1786.

Estaban integrados, como se vio, por personas de baja extracción, pero no solo. A los dos

primeros los protegían la duquesa de Alba y la de Benavente.7

El número de mujeres que asistía al teatro era menor que el de hombres, entre otras

razones porque la cazuela costaba más que el patio. A aquella, en lugar de a los aposentos,

no era infrecuente que acudieran mujeres de “más calidad”, según comenta un anónimo en

un artículo publicado en el Memorial literario de marzo de 1784, en el que también

considera, como causa de alejamiento, el trato que en las piezas teatrales se les daba:

“nombres ridículos y bajos, como gallinas, cotorras, y otras expresiones de poco decoro”

[Armona, 1988: 307].

7 . Igual que antes Jovellanos, Moratín ahora hace una vívida descripción de la vida en los teatros: “Había un fraile trinitario descalzo, jefe de la parcialidad a que dio nombre, atolondrado e infatigable voceador, que adquirió entre los mosqueteros opinión de muy inteligente en materia de comedias y comediantes. Corría de una parte a otra del teatro animando a los suyos para que, dada la señal de ataque, interrumpiesen con alaridos, chiflidos y estrépito cualquiera pieza que se estrenara en el teatro de los chorizos, si por desgracia no habían solicitado de antemano su aprobación, al mismo tiempo que sostenía con exagerados aplausos cuantos disparates representaba la compañía polaca [...]. Otro fraile franciscano llamado el P. Marco Ocaña, ciego apasionado de las dos compañías, hombre de buen ingenio, de pocas letras y de conducta menos conforme de lo que debiera ser a la austeridad de su profesión, se presentaba disfrazado de seglar en el primer asiento de la barandilla inmediato a las tablas, y desde allí solía llamar la atención del público con los chistes que dirigía a los actores y a las actrices; les hacía reír, les tiraba grajea y les remedaba en los pasajes más patéticos. El concurso, de quien era bien conocido, atendía embelesado a sus gestos y ademanes, y el patio cubierto de sombreros chambergos (que parecían una testudo romana) palmoteaba sus escurrilidades e indecencias” [1944: 315].

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--Organización administrativa, temporada teatral y formación de compañías

Los teatros estaban bajo la autoridad del Consejo de Castilla, que nombraba entre

sus miembros un superintendente protector de los teatros. Este superintendente o juez de

teatros solía ser el corregidor de Madrid, que delegaba sus funciones en los alcaldes de las

otras localidades. Al mismo tiempo, había una comisión de regidores –regidores

comisarios de comedias—que administraban las salas [Kany, 1933; 1970]. El marqués de

Rafal fue el primer corregidor sobre el que recayó en 1744 esta competencia, aunque

seguramente el que más hizo por el arte escénico fue José Antonio Armona y Murga

[1988], corregidor entre 1776 y 1792, que compiló unas Memorias cronológicas sobre el

origen de la representación de comedias en España, fechadas en 1785, que contienen

numerosas y valiosas noticias teatrales. El Juez Protector se encargaba de formar las

compañías, de examinar las obras que habían de representarse, para lo cual las compañías

le remitían la lista de las que pensaban montar en la temporada –tenían un repertorio pero

habían de estrenar un número de comedias nuevas--, y de todo lo relativo a la marcha del

mundillo teatral.

Las ganancias obtenidas se repartían entre la compañía y el Ayuntamiento, que se

llevaba la tercera parte de los ingresos líquidos; el resto quedaba para la compañía. El

consistorio empleaba ese dinero en obras pías y en los hospitales bajo su cargo. Era una

práctica establecida desde el siglo XVI, que en el caso madrileño se resolvía mediante el

pago de una cantidad fija. Los actores tenían un montepío, una cofradía [Subirá, 1960] y

un hospital en la calle Fúcar de Madrid, que sólo podían emplear los cómicos que

trabajaban en la capital, razón de múltiples quejas por parte de los demás actores que

también contribuían a su mantenimiento.

La temporada teatral se iniciaba el día de Pascua de Resurrección, a menudo con

una obra de Calderón, y acababa el martes de Carnaval; se interrumpían las funciones

durante la Semana Santa, en que trabajaban titiriteros y volatines, además de ofrecerse

conciertos. Hasta su prohibición en 1765, en Corpus se representó un auto sacramental. En

el verano se reducía el número de funciones y variaba el horario de las mismas, que en

invierno comenzaban entre dos y media y tres, y a las cuatro en verano. Durante 1768 y

1773, se dieron funciones de noche, que comenzaban a las ocho, y en Carnaval, bailes,

consecuencia de las reformas del conde de Aranda.

El orden habitual de la función era el siguiente: se comenzaba con una loa o

introducción (al iniciarse la temporada, estrenarse obra nueva o incorporarse un actor), se

continuaba con la comedia, por lo general de tres actos, y entre ellos se representaban

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sainetes, que se prohibieron en 1780, aunque bajo el título de fin de fiesta se siguió

haciendo uno al final de la obra, sobre todo si ésta era de dos actos. A este esquema se le

podían añadir o quitar otras piezas como bailes, entremeses, tonadillas, según las épocas y

las circunstancias de cada momento.

Las compañías se formaban antes de Pascua, las estables, pues las de la legua y

aquellas formaciones “populares” de las que se hizo mención al comienzo de estas páginas

quedaban fuera de la jurisdicción del Juez Protector, aunque a lo largo del siglo XVIII se

las persiguió y prohibió por los perjuicios que ocasionaban a las compañías estables de las

diferentes ciudades. En 1801 se reiteró la prohibición, aprovechando la nueva Instrucción

de arreglo de teatros, aunque su presencia por los caminos llegó hasta el siglo XX

[Cotarelo y Mori, 1904]. Blanco White describe el modus operandi de una de estas

agrupaciones:

A esta verdadera sala comunal nos llevó el sonido del tambor y pronto supimos por unos desocupados que vagabundeaban por allí que una compañía de cómicos de la legua iba en breve a empezar su representación [...]. Nos dijeron que la representación iba a tener lugar en un corral donde había una vaqueriza abierta por su parte delantera, que permitía un buen acomodo para el escenario y el tocador de los actores. Pagamos cada uno algo más de un penique y tomamos asiento bajo un cielo espléndidamente estrellado, bien embozados en nuestras capas y sin hacer caso del peligro que corríamos en un teatro tan ventilado. La orquesta estaba formada por un estridente violín, un violoncelo gruñón y una trompa ensordecedora. Cuatro colchas cosidas hacían de telón y los decorados eran varias cortinas rojas pendientes de unos listones y que, cuando estaban sueltas, las movía el aire, dejando al descubierto los secretos del tocador donde los actores, sin personal bastante para todos los papeles, tenían que multiplicarse con la ayuda del sastre [1986: 142].

Las compañías estables tenían permiso para representar sólo en la ciudad o zona

asignada; no podían ir de un lugar a otro, a diferencia de las de la legua, que eran

itinerantes. Todas estaban dirigidas por un “autor”, que era actor, a menudo el primer

galán; las integraban unas treinta personas, incluyendo tramoyistas, partes de por medio,

músicos, apuntadores. Su estructura jerárquica se correspondía con la de los personajes que

interpretaban en las comedias del Siglo de Oro: galán primero, segundo, ...; lo mismo con

las damas; a continuación los barbas que hacían de ancianos y los graciosos. La tercera

dama era la graciosa y ella y el gracioso elegían los sainetes que había que representar

[Cotarelo, 1896]. A final de siglo se cambiaron las denominaciones para adecuarlas a la

realidad del nuevo teatro que se escribía, que ya no respondía a la estructura de las

comedias áureas, y se pasaron a llamar primer actor, primera actriz, actor de carácter

anciano, de carácter jocoso.

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A los cómicos se les remuneraba por dos conceptos: por “partido”, que era una

cantidad fija y diaria, y por “ración”, sólo los días que trabajaban. La cantidad variaba

según la categoría y puesto del intérprete. Hay que indicar que los actores cobraban

después de haberse descontado del producto líquido los “gastos de tablado”, es decir, lo

relativo a la puesta en escena, carteles, copia de papeles, decorados y pago al autor de la

comedia, cuando era nueva.8 Esto ocasionaba que no siempre cobraran lo estipulado, por

falta de fondos para ello, y por supuesto es una de las razones por las que los cómicos, en

general, prefirieran un tipo de obra comercial a las escritas por los neoclásicos, que no

llevaban público a los coliseos. Desde siempre se dio esa connivencia entre actores,

empresarios y ciertos comediógrafos, capaces de ofrecer lo que esos grupos reclamaban.

José de Cañizares, en la primera mitad del siglo, fue uno de ellos, pero después otros, que a

veces eran también actores, como Moncín, Concha, Fermín del Rey, Valladares de

Sotomayor o Comella. Estos escritores, como Ramón de la Cruz, escribían para el público

y llegaban a tener con las compañías arreglos mediante los cuales les proporcionaban

piezas a buen precio, asegurándose así la continuidad de una siempre precaria subsistencia

como autores. Moratín [2000] lo recordó en diversas ocasiones.

Si esta era la lamentable situación económica de los cómicos, en el caso de los de

Madrid, se agravaba aún más porque cobraban indefectiblemente menos que sus

compañeros de otras provincias. La Junta de Teatros tenía potestad para traer a la Corte a

aquellos actores que triunfaran en otras localidades, a menudo de los teatros gaditanos, lo

que suponía siempre un recorte en el sueldo, junto al honor, pues se interpretaba como un

progreso en la carrera profesional, de acudir a los teatros de la capital. Es cierto, por otro

lado, que, como señalaba el Diario de Madrid del 4 de julio de 1790, las casas eran más

baratas que en Cádiz y que en la capital se trabajaba menos que en provincias, al no tener

que ensayar tantas obras, pues duraban más tiempo en cartel (argumento que hay que

relativizar).

Sin embargo del corto partido que logran en los teatros de esta Villa los primeros papeles, y que en el de Cádiz percibe un galán y una dama seis, ocho y aun diez pesos diarios, aspiran aquellos cómicos a colocarse en Madrid porque en Cádiz trabajan comedia por día, y aquí les dura una misma función ocho, doce y aun quince días, libertándose de esta suerte de estudiar y asistir a múltiples ensayos.9

8 . Sobre el pago a los autores de comedias, Herrera Navarro [1996a]. El precio de las obras dependía de su tipo: de teatro (entre 1200 y 1500 reales), sencilla (unos 900), sainete (de 300 a 500), zarzuela (unos 1200), etc., y, desde luego, del nombre del autor; la evolución de los precios no fue en relación con la del coste de la vida. Hasta 1807, con el nuevo reglamento, los autores cobraban sólo por la venta de su obra; con el Reglamento se inició un sistema nuevo, consistente en cobrar por días representados. Este método no gozó del favor de los escritores, que prefirieron la seguridad del modelo anterior.9 . Según la cartelera madrileña, las obras duraban como media cinco días [Andioc y Coulon, 1996].

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Demás de esto, una casa en Madrid cuesta cuatro reales diarios, en Cádiz cuesta quince o más; a este tenor suben allí los salarios de criados, peluqueros, etc., y tienen las cómicas que costearse por sí las sillas en que van al coliseo, de lo que aquí están exentas. Llégase a esto que en la Cuaresma, rogativas públicas, enfermedad y demás días que no hay comedia no perciben un maravedí, siendo así que los de Madrid gozan su ración en cualquier vacante y suspensión de teatros –y añade--. Y lo que es más que todo, consiguen los cómicos de esta Villa su jubilación en caso de enfermar o imposibilitarse, cuando los de otros teatros, aunque gocen mayor partido, suelen morir miserablemente en un hospital.

Esta imagen más bien positiva del ascenso a Madrid no era compartida por todos

los representantes. Precisamente en 1788 se publicaba la Carta de un cómico retirado a los

Diaristas sobre los teatro en la que el anónimo analiza diversos asuntos relacionados con la

profesión cómica, denunciando que corrieran por cuenta de los actores muchos aspectos

que debían ser competencia de la organización, como vestirse adecuadamente, etc. Sobre

el aspecto económico del traslado de los cómicos de unas ciudades a Madrid, escribe que a

menudo, cuando eran llamados a la Corte, además de cobrar menos, bajaban en el

escalafón, pues de primeros galanes que eran en Cádiz o Barcelona pasaban a cuartos o

quintos. No había “recurso ni apelación a esta providencia, porque con esta condición

entramos todos y se nos permite el ejercicio. Este cómico, con los 12 reales, ha de poner

casa, ha de comer él y su familia y a de mantener la decencia diaria del teatro, de lo que

llaman cabos menores, como zapatos, medias, buen sombrero, peluquero, barbero diario,

etc. (y no hago esta cuenta con las mujeres, porque éstas para su adorno y lucimiento en el

teatro necesitan lo que cuatro hombres)” [en Aguilar Piñal, 1986: 16].

A.2) La interpretación

Las palabras que en el siglo XVIII se empleaban habitualmente para referirse al

actor eran cómico y representante. Actor es mucho menos frecuente y parece aludir a la

profesión de una forma más digna, mientras las otras dan buena cuenta del carácter

despectivo de su actividad, a la que los mismos comediantes denominaban “ejercicio” y no

profesión. Los actores, como se sabe, no tenían derecho a ser enterrados en sagrado,

representaban el pecado y la promiscuidad al vivir juntos hombres y mujeres a menudo sin

estar casados, aunque estaban obligados a ello, mostraban lo privado ante el público, lo que

les degradaba, servían de entretenimiento y viajaban de un lugar a otro (las de la legua y

las “conformes” o ambulantes), pues, salvo las de Madrid, ninguna podía permanecer más

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de dos meses en el mismo sitio.10 Su carácter itinerante, el hecho de mostrar el cuerpo y los

sentimientos íntimos, su desenvoltura, les hacía representantes del pecado ante los ojos de

los moralistas, de lo que hay abundantes testimonios a lo largo de la historia recopilados

por Cotarelo y Mori [1904].

--Consideración social

Aunque un noble protegiera a una actriz o cantante y ésta se presentara en público

con el aspecto propio de una aristócrata, la consideración pública de los cómicos era

negativa. Pero esta tradicional perspectiva sobre los actores chocaba con la consideración

en que las autoridades tenían al teatro, puesto que se le entendía como un medio de

reforma y educación. La reforma de la literatura y de los escritores acabó alcanzando,

aunque tardía y minoritariamente, a los actores [Dowling, 1995; Álvarez Barrientos, 1996].

Para que el teatro fuese esa escuela de moral que se pretendía había que cambiar los textos

y, por consiguiente, había que lograr que los autores abandonaran su antigua estética en

beneficio de las nuevas ideas. Por su parte, era necesario que los que iban a representar

esos nuevos textos adoptaran maneras más acordes con los nuevos tiempos.

Pero esa reivindicación que a menudo tiende a verse como exclusiva de una

minoría ilustrada, se dio también desde la órbita del teatro, no sólo desde la de las

autoridades. El Correo de los ciegos del 7 de noviembre de 1786 pedía que se considerara

a los comediantes como personas dignas de aprecio y “tan agradables como necesarias a la

sociedad” [34a]. El periódico recogía una línea reivindicativa que tenía sus orígenes

mucho antes y a la que se añadieron voces como la del actor García Parra, que reivindicaba

lo honroso de su profesión, pues, como en otras a las que sí se consideraba dignas, se

conseguía vivir con la “paga de su arte. Tantos otros profesores en materias mecánicas son

acreedores a cobrar sus trabajos sin incurrir en infamia, aun cuando son de puro lujo, con

poca necesidad y de ninguna utilidad, ¿y serán de peor condición aquellos a quien la patria

fía la corrección de las costumbres?” [1788: 33]. Manuel García de Villanueva y Parra, que

se hacía eco de la corriente que quiso reivindicar el trabajo manual y aquellas actividades

útiles pero mal consideradas por los prejuicios de clase, señalaba también otro importante

aspecto de la cuestión: ¿por qué, si los cómicos ofrecían modelos de conducta válidos,

habían de ser considerados culpables de ejercer una actividad que, sin embargo, se

10 . En 1742 Benito Pereira escribía al duque de Medina Sidonia comunicándole que se encontraba cerca con su compañía y ofreciéndose a divertir al duque si le paga el viaje, que le envíe para ello 100 pesos. Llevaba Pereira un repertorio de treinta y una obras y su compañía la formaban diecisiete personas, incluidos el apuntador y el contador (Archivo Ducal de Medina Sidonia, leg. 2288).

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entendía como útil? ¿Por qué no era deshonor escribir una obra y sí lo era representarla?

Claro que, en la consideración de muchos cercanos al poder, dedicarse a las letras podía ser

un desdoro, según lo que saliera de la pluma del autor y, desde luego, si ganaba dinero, en

lugar de ocuparse de las letras como si se tratase de un adorno de otra actividad más seria,

reconocida y remunerada.

Juan Francisco Plano, a finales de siglo, daba quizá la mejor expresión a este

argumento, a pesar de que los intentos de mejorar la profesión se habían sucedido a lo

largo de la centuria, tanto en la época de Aranda, como luego con Armona:

El deshonor de los actores, la indiferencia o desprecio con que se mira su ejercicio por los que debían fomentar sus progresos y la construcción de la economía del teatro son las verdaderas causas de la impropiedad y grosería en que se halla la representación [...]. El que escribe un drama, lo hace con el objeto de que se represente; y si el representarlo lleva consigo una deformidad moral, capaz de producir deshonor legal, el escribirlo no será cosa de mucha decencia ni gloria, porque da causa a un hecho que se considera torpe y suministra los medios de realizarlo. [...] no me parece muy moral tratar al uno con elogio y al otro con infamia, cuando ambos concurren al mismo efecto [1798: 85- 86].

Detrás de esta realidad está la idea, compartida por muchos entonces y después, de

que lo importante en el teatro es el texto. Nadie discutirá esta importancia, pero es obvio

que sin actores no hay representación. Como se verá después, desde la misma gente del

teatro, tanto como desde el gobierno, se pusieron en marcha distintas iniciativas para

mejorar la situación económica, laboral y de preparación de los representantes. Plano,

dando espacio a los argumentos sensibles y sentimentales que estaban de moda en los años

finiseculares, añade en su defensa crítica de los actores que nada puede adelantar una

persona que es considerada vil, no por sus delitos, sino por el tipo de vida y profesión que

ha elegido. Esta posición, así como la de García Parra y otros, contrasta con la de quienes,

desde el bando contrario, sólo tienen para los actores palabras críticas y reproches [Álvarez

Barrientos, 1988]. Entre estos, se puede recordar a Urquijo, Jovellanos y Moratín, a

Trigueros [2001], que ya en 1785 había escrito contra la antología dramática de García de

la Huerta y de paso contra los cómicos, con argumentos repetidos una y mil veces, y que

volvió a tener una agria disputa con ellos en 1788 [Aguilar Piñal, 1986].

A pesar de haber señalado antes ejemplos de frailes y eclesiásticos que acudían a

los teatros y lideraban facciones de aficionados, en la posición contraria a los cómicos

tienen un papel destaco sobre todo miembros de la Iglesia como el Padre Gaspar Díaz,

autor en 1742 de una Consulta teológica en la que los actores se presentaban como vagos,

inmorales y resultaban una amenaza para el catolicismo y para la sociedad. Actores de

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Cádiz y Madrid pidieron amparo al Juez de Teatros, que castigó al padre Díaz, mientras

que el jefe de compañía Manuel Guerrero escribió una Respuesta al año siguiente, que es

en cierto modo avance de lo que años más tarde publicó García Parra. Pero los ataques de

eclesiásticos no cesaron y a mediados de siglo el jesuita Francisco Moya y Correa, bajo

pseudónimo, publicó el Triunfo sagrado de la conciencia en el que arremetía contra los

actores y contra el teatro en general, insistiendo en los tópicos de siempre: escurrilidades,

falta de pudor, incitaciones al pecado, deshonestidad, itinerancia, etc. Las posturas se

mantienen inalterables hasta el siglo XIX, y así el congregacionista murciano Simón López

publicaba en 1814, aunque lo había escrito en 1789, Viva Jesús Amén. Pantoja o

resolución histórica teológica de un caso práctico de moral sobre comedias. Son dos

voluminosos tomos en los que castiga a la profesión cómica del modo más injusto y al

teatro en general, pues su origen es gentílico y supersticioso [extractos de estas obras, en

Cotarelo y Mori, 1904].

Conviene recordar que esta actitud contraria a la profesión cómica no era exclusiva

de España y que era la moneda corriente en Europa, si se exceptúan algunas figuras

concretas, ya entre siglos, que trabajaron en Francia e Inglaterra, pero también en España,

como Isidoro Máiquez. Al actor se le aplaudía en el coliseo pero era un apestado en

sociedad. Legalmente, los cómicos sólo consiguieron estatuto de igualdad cuando las

Cortes de 1812 les equipararon a los demás ciudadanos, pero ni aun así lograron

consideración social. Baste recordar que sólo cuando en 1830 se creó el Conservatorio de

Música y Declamación de María Cristina, se les permitió el tratamiento de “don”.

--La formación de los cómicos y la interpretación

Los actores aprendían su oficio de una forma práctica, viendo sobre el escenario a

aquellos que representaban. Hasta la segunda mitad del siglo no se comenzó a hablar de

escuelas de interpretación. Los cómicos, de generación en generación, se transmitían las

llamadas “tradiciones”, consistentes en modos de interpretar que se mantenían fieles a lo

aprendido. Dado que en muchas ocasiones y durante mucho tiempo se trabajó en espacios

abiertos, al aire libre, en lugares donde no había iluminación especial y donde no había

silencio porque el público intervenía considerándose un actor más, al comediante no le

quedó, desde el principio, más remedio que realizar su trabajo de un modo exagerado:

hablando alto, independientemente del contenido emocional del pasaje, y gesticulando

para ser visto de todos los asistentes y para hacerse notar entre sus compañeros, pues era

habitual que éstos no abandonaran el escenario una vez que habían terminado su

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parlamento [McCleland, 1952]. De este modo, el actor, como recuerda Cotarelo [1897:

420- 423], se adelantaba para decir sus frases o su monólogo, que repetía si gustaba al

público, y lo recitaba dirigiéndose a éste no a su interlocutor.

Los cómicos, ya se señaló, se especializaban en determinados tipos de papeles, y

así unos eran galanes, otras damas, otros vejetes, otros graciosos, según la secuencia de la

comedia del Siglo de Oro, a la que se ajustaba su interpretación. Este hecho daba pie a que

el actor pudiera interpretar sin apenas conocer su texto, puesto que representaba un tipo

que conocía bien, y además tenía la ayuda inestimable del apuntador, figura que Moratín

retrató con gorro y vela, tras el telón agujereado [1944: 316].

Pero la preocupación por mejorar la profesión nació casi con los orígenes del

teatro. Son muchos los testimonios que encontramos entre los autores clásicos;

centrándonos en España, desde la Edad Media pero sobre todo desde el Siglo de Oro se

reflexiona sobre las condiciones que debe reunir un actor, insistiendo por supuesto en su

buena memoria, pero además en su vistoso aspecto físico, en su desenvoltura y buen

recitar, así como sobre la representación natural. Además de Cervantes y otros,11 López

Pinciano [1973] dejó importantes páginas a este respecto en la “Epístola trece y última. De

los actores y representantes”. Pero, por lo general, los testimonios se refieren a aspectos

externos y a cualidades naturales. El debate en el siglo XVIII se va a enriquecer con

nuevos elementos, porque el cómico deberá saber leer y escribir, como recuerda Ramón de

la Cruz en La cómica inocente, de 1780, pero deberá así mismo saber conmover al

espectador y habrá de poseer otros conocimientos complementarios. Todos los que

proponen planes de reforma –Jovellanos, Nifo, Moratín, Díez González, Urquijo [Herrera

Navarro, 1996b]--, ya sea en escritos ex profeso o en aquellos que son sólo reflexiones

sobre el teatro hablan de que los cómicos han de aprender historia, geografía, lengua,

dicción, declamación, esgrima, canto, baile. Todos estos requisitos, lo mismo que la propia

reflexión sobre el arte del cómico, llevaban aparejada la conciencia de la dignidad y

utilidad del actor, el reconocimiento por parte de la administración de la responsabilidad

que tenía ante la sociedad, a la que se quería educar. La reforma de la profesión cómica iba

en paralelo con el proceso de civilización de la sociedad y, como en otros aspectos de la

reforma, apenas se contó con los que iban a ser reformados, siendo por lo general políticos

y literatos los encargados de dar las directrices que se habían de seguir. Seguramente no

tener en cuenta la opinión de los afectados fue una de las causas del fracaso de las

11 . Véase Rodríguez Cuadros [1998], para todo lo relativo al actor barroco.

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reformas, a menudo propuestas por personas que sólo conocían el teatro desde fuera o que

valoraban más al autor que al actor.

La idea de la reforma se canalizó a menudo desde el establecimiento de escuelas

dramáticas, lo que se hizo realidad cuando el conde de Aranda, encargado de la reforma de

los teatros en 1766, abrió una para los de los reales sitios. Esta escuela la dirigió Louis

Reynaud, que había sido el encargado de la que en Sevilla montó Pablo de Olavide. Según

detalla Aguilar Piñal [1974: 92- 104], en 1769 el Intendente de Sevilla escribía a Aranda

noticiándole su proyecto y poniendo su compañía a disposición de los reales sitios.12 Las

noticias sobre Reynaud son de lo más gráficas para hacernos ver que se consideraba el

ejercicio cómico una profesión vejatoria, pues el francés, comerciante en Cádiz, no quiso

recibir sueldo por ese trabajo para que no se pensase que vivía de él. Olavide comentaba

también que la preparación de este hombre no era mucha y que más bien era él mismo

quien guiaba sus pasos. La realidad de este comentario queda atestiguada cuando

conocemos que, ya en Madrid, acabó relevado por Clavijo y Fajardo, dada su

incompetencia. A ella suma Deacon [1991], como motivos de su exoneración, el ambiente

antifrancés del momento –1774— y el deseo de muchos de ocupar su puesto. Lo cierto es

que desde esta escuela sevillana y madrileña, que debía su ser a la afición de Olavide por el

teatro, se enseñaba la declamación “a la francesa”, que no gustaba, como anotó más tarde,

por ejemplo, el Correo de los ciegos el 8 de diciembre de 1790: “la comedia de hoy es muy

a la moda francesa, todo lloritos, y todo pasitos de caramelo” [68a]. Se acusaba a Reynaud

además de no conocer las costumbres españolas, ni la historia del país ni su lengua. Los

testimonios de figuras como Nicolás Moratín y de actores como Juan Ponce, José Espejo,

Manuel Martínez fueron en esta dirección. Pero hubo otros que, sin desdeñar estos

argumentos, enfatizaron el hecho de que existía un modo español de declamar, del gusto

de la mayoría, pues todos entendían sus convenciones, que no aceptaba las maneras

francesas “por no ser congenial a la nación, antes bien diametralmente opuesta a nuestro

carácter y genio”, como tampoco agradaron los mixtos que Reynaud intentó para lograr

cierta aceptación:

Conocían [los actores] que ni bien el modo era como los franceses recitan sus tragedias, ni como los ingleses los expresan manifestando su crueldad, ni bien como los italianos su expresión amorosa, ni como nosotros nuestra entereza en sostener con la expresión la integridad de nuestro genio y costumbres, sino es que hacía una mezcla que no podían conocer qué carácter era el que había de sostenerse en la pieza que se representaba [Deacon, 1991 : 170].

12 . Consúlyese también Defourneaux [1990] y Bolaños [1984].

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El resultado fue, como ya adelanté, que a Reynaud se le relevó del puesto en 1776

y que más tarde se ocupó Clavijo de los teatros reales. Tanto Aranda como Olavide

intentaron dar un giro a la organización teatral española mediante el cambio de repertorio,

que se encargó a Bernardo de Iriarte, y mediante la transformación del modelo

interpretativo, que debía ser el francés. Aunque no lo consiguieron, sembraron algunas

simientes que fructificaron más adelante.

Su intento de aplicar la declamación a la francesa no debe ser identificado con la

declamación interior o naturalista, reclamada por muchos desde los tiempos de Lope de

Rueda. Se conservan testimonios de la época según los cuales la declamación a la francesa

era afectada, lánguida, lenta, y más frecuente en la tragedia. Por otro lado, de haberse

seguido con la práctica de las escuelas –a finales de siglo o a comienzos del siguiente,

desde planteamientos más realistas y conociendo bien el mundillo teatral, se quiso crear en

Madrid una ”Casa- Escuela” que no prosperó [Álvarez Barrientos, 1987]--, cabe pensar

que se habría introducido la figura del director de escena, pues no otra cosa era Reynaud,

del mismo modo que habrían variado las costumbres teatrales y todo lo relativo a la

producción escénica.

En este panorama de propuesta de reformas y escuelas, Jovellanos presenta algunas

peculiaridades. Ya se indicó que era partidario de abrir escuelas en los teatros particulares,

porque pensaba que “la gente noble y adinerada” difundiría los modelos adecuados del arte

de la declamación, pero al mismo tiempo, como considera que el teatro es una “escuela de

educación para la gente rica y adinerada”, lo que justifica la reforma de los actores es que

han de trabajar para ellos [1997: 206]. Por otro lado, reconociendo la necesidad de

reformar el gremio de representantes, considera que muchos desempeñan su trabajo mejor

de lo que cabía esperar, a la vista de las condiciones en que lo realizan. Matiza además

que, por lo general, hacen bien los “caracteres bajos” que están cercanos a su condición,

mientras que no sucede lo mismo con los altos y pide premios y ayudas para aquellos

cómicos que desempeñen cabalmente su trabajo, además de ocupaciones dignas para los

que deban jubilarse y hayan desempeñado con corrección sus papeles. Es definitiva,

medidas tendentes a dignificar la profesión de actor.

Como en otros asuntos, las opiniones acerca de la necesidad de establecer escuelas

de declamación eran contrarias. Salvo la excepción de la Casa- Escuela, propuesta que

proviene del mundo de la farándula, suelen ser ilustrados los que quieren esta vía para

reformar y dar una norma al arte de la declamación. Era una manifestación más de la fe en

la educación, propia de la época, pero es también un ejemplo de que España estaba al día

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de los movimientos europeos de entonces, porque la creación de escuelas era recurso

habitual en la época, consecuencia de la noción universalista del arte. La idea era que los

cómicos que hubieran cursado en estos centros tuvieran un diploma que les acreditara a la

hora de encontrar trabajo y les diera prioridad sobre los representantes que no habían

pasado por sus aulas. Juan Francisco Plano [1798: 98] pensaba que en la Academia

Dramática los profesores habían de ser miembros de la Academia de la Historia, y los

alumnos, además de a leer y escribir, “bajo el gobierno de un director hábil” aprenderían a

decir con finura y entenderían que “cada pasión tiene su gesto y tono de voz propio, y que

aun la misma pasión lo tiene diferente en cada persona. Aprenderán la pronunciación, en

que tan atrasados están, porque sus defectos no se corrigen sino en la primera juventud, y

sobre todo la dirección y flexibilidad de la voz, en la que, y no en los gritos, reside lo

afectuoso”. Plano consideraba también que era necesario un cambio en las estructuras

económicas, pues nunca se lograría la reforma, si los beneficios que se obtenían en los

escenarios se empleaban en cosas diferentes de la mejora teatral.

Cuando de creó en 1800 la Junta de Reforma de Teatros, se estableció que los

profesores de la escuela habrían de pasar un examen previo para formar parte del claustro.

Subirá [1932] recuerda que se dejó vacante la plaza de declamación porque no se encontró

a nadie que reuniera las condiciones necesarias y que, finalmente, ganó el puesto “el

primer hombre bueno” que pasó por allí.

Los actores, por lo general, desdeñaron los proyectos de escuela y repitieron que el

suyo es un “ejercicio” que se aprende con la práctica, subidos al escenario, o viendo cómo

se trabajaba. La famosa actriz Mme. Clairon, cuyas Reflexiones se tradujeron en 1800,

representa bien la opinión más extendida entre la “República de los actores”. Tras calificar

de obsesión la tendencia a crear escuelas dramáticas, consecuencia de que los gobernantes

“no tienen la menor idea de lo que constituye un gran cómico” [131], reconoce que en esas

escuelas se puede aprender a leer y escribir, a cantar, pero “no conozco reglas ni

convenciones que puedan enseñar todos los géneros de espíritu y sensibilidad que necesita

indispensablemente un gran cómico: no hay reglas para aprender a pensar y a sentir” [131-

132]. En consecuencia, esta importante actriz defiende la escuela práctica, las compañías

de provincias, en las que, estimulado por el deseo de emular a los compañeros, por la

necesidad de ganarse la vida y el respeto de los públicos, con el constante uso de la

memoria, el aspirante a actor adquiere el desembarazo y la seguridad necesarios para salir

al escenario. Sobre las tablas tiene la posibilidad de “hacerse el oído a todos los tonos y

desenvolverse las ideas viendo las piezas enteras y el efecto que producen en el público” y

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en ellas aprenderá más en seis meses que en dos años de lecciones [132]. El traductor de la

obra de Clairon no participa de las opiniones de la actriz y, en nota, defiende la necesidad

de que los representantes aprendan, pues siguen un método de interpretación que no es más

que “ciega rutina, admitida sin reflexión”, y añade un detalle importante sobre el modo que

tenían de entender la puesta en escena:

Un maestro cualquiera pudiera a lo menos decirles que están allí todos haciendo un papel interesante, que deben tomar parte en la situación y manifestarlo así en su cara, sus gestos, sus actitudes, que no ha concluido su trabajo porque han cesado de hablar, etc. [204- 205].

Será en 1831 cuando se inaugure la Escuela de Declamación en el Conservatorio

de María Cristina, creado el año anterior, y por el pasarán como maestros muchos de los

más famosos actores; pero hasta ese momento en que, por imitación, se abren escuelas en

provincias para más tarde desaparecer, los cómicos no contarán con un centro en el que

aprender los rudimentos de su arte.

La reflexión del traductor de Mme. Clairon nos sitúa ante la realidad de la

interpretación. Todos los actores insisten en que lo más difícil de la actuación es escuchar.

Ya se vio que los cómicos estaban sobre el escenario, les correspondiera o no intervenir en

la escena. Por otra parte, puesto que apenas se ensayaba y no había propiamente un

director, no había tampoco ajuste en el tono de las voces, ni éstas se acordaban a los

papeles ni emociones que habían de transmitir. Estos defectos eran destacados por los

críticos en sus reseñas de los estrenos, mientras que a la mayoría del público era lo que le

gustaba. Pero las críticas iban en demanda de una interpretación natural, ajustada al papel

representado y a la situación del momento. La representación era un todo, concepto que

parecía fallarles a muchos actores, interesados sólo en decir su parlamento o su réplica.

Pero, aun así, y como se indicó más arriba, también desde los actores se pedía la reforma y

hubo un grupo de cómicos que a pesar de las críticas interpretaron de un modo natural:

Mariano Querol, que representaría obras de Moratín, Antonio Fuentes, Eusebio Ponce, La

Tirana, Josefa Carreras, buena cantante, Catalina Tordesillas [Funes, 1894]. Samaniego, en

1786, insistía en la necesidad de reformar la “modulación” de la voz, “cosa necesaria en el

teatro, y que además se deben acordar las voces de los que representan”, como se entonan

los órganos [2001: 621]. Todos perseguían esa especia de unidad de tono, necesaria para

conseguir la “ilusión escénica”.

La naturalidad en la interpretación se vio en el siglo XVIII como influjo

“galoclásico”, sin embargo era una reivindicación de parte de los actores españoles desde

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los tiempos de Lope de Rueda, como se ha adelantado. Al llegar al XVIII se complica con

otros elementos y se le añade un componente emocional y sentimental propio de la época y

de parte de la producción literaria de entonces [Álvarez Barrientos, 1996]. Cervantes en

Pedro de Urdemalas hizo uno de los más elaborados llamamientos a este tipo de

interpretación [Vellón Lahoz, 1993], inspirado en López Pinciano, y de él parecen derivar

muchas de las ideas que se expusieron en el siglo que llaman ilustrado. Uno de los que

insistió en esta línea fue Francisco Mariano Nifo [1996], periodista y autor teatral, que ha

dejado, además de un plan de reforma de los teatros de interés e influjo en otros proyectos

que le sucedieron [Domergue, 1980], abundantes noticias sobre las maneras de representar

y las puestas en escena. Nifo es partidario de lo que llama “acción natural”, que no consiste

sino en adecuar la interpretación al entorno, al momento, al hecho y a la situación que se

representa. Así pondrá como modelo a Manuel Guerrero por su “hablar natural y sin

resabios de aldea o lugarcillo” [Diario Extranjero, IV, 26 de abril de 1763, 58]. Su teoría es

que el actor español es un diamante en bruto que está esperando quien le enseñe y corrija.

Estamos en fechas inmediatamente anteriores a la creación de la escuela de Olavide y

luego de los reales sitios, pero ya entonces las críticas eran tantas y las soluciones tan

pocas que los cómicos, dice, no tienen “maestros ni ejemplares que imitar”, y aun así

“hacen cosas buenas que no conocen, y muchas malas porque el gusto, hasta aquí

desabrido, lo apetece” [56].

Nifo, en los años sesenta, nos sitúa ante un momento de cambio gracias a la

conciencia de actores como Guerrero y María Ladvenant, que consiguen que el público

guarde silencio mientras interpretan, incluso si ésta lo hace con errores. Es cierto que el

silencio no fue lo corriente, pero él se hace eco de la nueva situación, en la que los actores

parece que son capaces de mover el ánimo del espectador gracias a la expresión bien

regulada, es decir, natural, de las pasiones. En 1763 el ideario cervantino de naturalidad, de

“industria y cordura”, se pone al día mediante la interpretación racional, “bien regulada”,

de las pasiones, que son el elemento nuevo que se añade a la representación. Pero este

panorama favorable que observaba Nifo, se vuelve imagen pesimista veinte años después,

en 1781, cuando las facciones sobre la manera de representar parecen más fuertes entre los

mismos actores, como lo identifica desde la Introducción para la temporada de invierno.

Refiriéndose a Garrido, la actriz Francisca Martínez pregunta: “¿Sabe él más en nuestro

oficio/ que hacer gestos y hacer muecas/, fruncir la boca y el cuello/ a manera de cigüeña?”

[60]. Todo sirve para entretener al espectador y era frecuente que al iniciarse la temporada

se representaran este tipo de obras en las que los actores hacían de sí mismos. En este caso,

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el debate sobre el modo de interpretar se lleva al escenario para plantearlo de modo

efectivamente burlesco. La Martínez se hacía eco de un modo de actuar que gustaba

mucho al público, los “primores”, del que tenemos una buena descripción en el Memorial

literario de noviembre de 1784, aunque era moneda corriente desde antes, a juzgar por la

cantidad de pliegos de cordel que reproducen estas relaciones para que en las tertulias se

divirtieran los actores aficionados:

Donde es muy frecuente este estilo pomposo es en las relaciones que suelen hacer los personajes de su historia y lances, instruyendo a sus graciosos y confidentes en los principios de las primeras jornadas, donde parece ha sido costumbre afectar lo maravilloso, tanto que se sacaban aparte sus relaciones para el entretenimiento de las tertulias, y para presumir de saber pintar la lucha de una sierpe, de un toro, de un león..., la carrera de un caballo, la caza de un jabalí, de una garza, de un halcón... ¿Quién no se reirá de ver ejecutar con las manos, y aun con los pies, el paseo y trote de un caballo, con los quiebros del cuerpo y esfuerzo de brazos la lucha del Negro más prodigioso con la serpiente? [...] No ha mucho tiempo que nuestros cómicos se juzgaban haber llegado a la perfección de su arte, si en una relación imitaban con el mayor escrúpulo estas titererías; no es mucho que esperasen un grande aplauso de palmadas del vulgo, si éste juzgaba que semejantes gestos eran primores [103- 104].

Diez años antes, Cadalso se hacía eco de estas maneras, en una excelente

descripción que reconstruye bien el ambiente que se vivía en los coliseos madrileños a la

altura de los años setenta:

Figuraos que en vez de pronunciarse esta relación por un actor de bella presencia, propiamente vestido y comedido en sus gestos teatrales, en vez, digo, de todo esto, figuraos que sale Nicolás de la Calle con un vestido bordado por todas las costuras y su sombrero puntiagudo, que toma la punta del tablado, que cuelga el bastón del cuarto botón de la casaca, que se calza majestuosamente el un guante, y luego el otro guante, que se estira la chorrera de la muy blanca y almidonada camisola y que (habiendo callado todo el patio, convocada la atención de la tertulia, suspenso el ruido de la cazuela, asestados al teatro los anteojos de la luneta, saliendo de sus puestos los cobradores y arrimados a los bastidores todos los compañeros) empieza a hablar, manotear y sobre todo cabecear, a manera de azogado [1772: 40- 41].13

Estos “primores”, todos ellos muy gesticulantes y exagerados, propios de una

interpretación manotera e histriónica, se extendieron al XIX, si bien cada vez más

criticados. Mesonero Romanos deja constancia de ello en su artículo “Los cómicos en

Cuaresma”, de marzo de 1832, cuando indica que entre las pruebas que se hacen a los

representantes para formar parte de las compañías de provincias estaban las “escenas

chistosas y [de] remedo de animales”. Si alguna vez llegaba a haber ilusión escénica sobre 13 . Poco después, continúa: “Poquito tendría que lucir un cómico nuestro sus gestos, manoteos, despatarradas y posturas, con lo de la cola, lo del humo, lo del carro, lo de las aguas, lo del templo, lo de los monumentos, lo de las crines, lo de los caballos, lo de las llamas, lo de las voces, etc.” [45].

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las tablas, ésta se rompía con este tipo de “salidas de tono”; pero lo cierto es que se trataba

de lo habitual porque gustaba. Se comprueba la tendencia a la tradición y a la repetición

por parte de los actores y que no cambiaba tampoco en demasía el gusto del público. En

este ámbito resultaba difícil actualizar el modelo interpretativo, como pedían Nifo y otros

por los años sesenta e intentaron desde Sevilla y los reales sitios Olavide y el conde de

Aranda.

No hubo una campaña más decidida, aunque de poca aceptación, hasta que cambió

el estilo de las obras que se representaban. Al disminuir la representación de comedias en

la órbita del teatro del Siglo de Oro e iniciarse otras de tono sentimental, neoclásico o más

moderno, empezó a cambiar el modo de interpretar, pues las maneras y técnicas de los

cómicos no servían para dar cuenta de papeles que no se ajustaban a los tantas veces

repetidos. Este cambio llevó á que también aquellas obras antiguas que se montaban se

hicieran de un modo más moderno, pues las expectativas de ciertos sectores del público

variaban. Estos intentos de fin de siglo, que apenas prosperaron, coincidieron con la

reactivación de la reforma teatral de 1799 y con el plan de una Casa- Estudio de actores. El

objetivo era, además de proponer un nuevo modo de interpretar, crear un actor de buenas

costumbres con una preparación que le hiciera capaz de enfrentarse a los papeles que se le

proponían y desentrañarlos.

Como se observa, se perseguía hacer de la representación un oficio más intelectual

de lo que era; es decir, si los cómicos representaban de modo intuitivo y repetitivo sus

papeles, llegar a que pudieran colocarse en la situación de los personajes que iban a

interpretar (ya no tipos sólo) y poder dar la respuesta adecuada en el momento adecuado.

Este planteamiento se situaba en la polémica sobre si el actor debía o no sentir el personaje

que interpretaba. En Francia la plantearon los Riccoboni, padre e hijo, pero fue Diderot

quien mejor la expresó, tomando partido por la frialdad del actor, en su valiosa Paradoxe

sur le comedien (escrita entre 1770 y 1773 y conocida en múltiples copias manuscritas,

pero sólo impresa en 1830). Además de las necesarias dotes memorísticas y de soltura

sobre el escenario, lo que debía predominar en el cómico era la inteligencia y la capacidad

de observación, necesarias para poder reproducir en el momento preciso no las emociones

que sentía el personaje, sino los signos externos de gesto, voz, etc., que transmitieran hábil

y efectivamente al público lo que debía sentir.

--Tratados de declamación

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Cualquiera que se acerque a los testimonios de las últimas décadas del siglo

comprobará que se mezclan y confunden diversas cosas. Simplificando, por un lado, están

los que persiguen el mantenimiento de una “manera española”, si bien puesta al día; por

otro, los que persiguen la naturalidad, y por último los que identifican esta naturalidad con

las maneras francesas, principalmente en la representación de las tragedias. En este caso,

se quiere cambiar unas convenciones por otras.

Este estado de cosas se debió en parte a la publicación de varios tratados de

declamación. Aunque entre los intérpretes parece que tuvieron poca o ninguna aceptación,

no sucedió lo mismo entre periodistas y escritores de la órbita ilustrada. En 1751 Ignacio

de Luzán publicó las Memorias literarias de París donde incorporaba noticias en este

sentido, además de traducir parte de L’art du théâtre de François Riccoboni, hijo de Luigi,

autor de tratados sobre el teatro que defendían la naturalidad interpretativa, alguno de ellos,

como De la réformation du théâtre, publicado por Nifo en el Diario Extranjero en 1763. En

1783 Ignacio Meras y Queipo de Llano, con el pseudónimo de José de Resma, publicaría

del mismo autor El arte del teatro. Quizá, en España, las páginas que Luzán dedica al arte

del actor, a mostrar cómo ha de interpretar, sean las primeras de una época que iba a dar

mucha información al respecto. Más entrado el siglo encontramos, ya sea en periódicos y

parcialmente, ya de forma total, la traducción de textos sobre el arte del actor, de gran

importancia para asentar cierta idea de realismo escénico, que tiene que ver con la

naturalidad tanto como con el cambio de unas convenciones por otras. En 1789 José

Francisco Ortiz tradujo El teatro de Francesco Milizia; Resma, el citado Arte del teatro;

entre 1789 y 1790 el Espíritu de los mejores diarios publicó fragmentos de la obra de

Engel; y en 1800, un desconocido Zeglirscosac daba a las prensas su Ensayo sobre el

origen y naturaleza de las pasiones, del gesto y de la acción teatral, basado en las Idées sur

le geste et l’action théâtrale de Lebrun. En realidad estos textos programáticos se hacían

eco de lo que Cicerón en sus obras sobre oratoria, Quintiliano en el libro VI de sus

Instituciones y Horacio en el Arte poética, entre otros autores de retóricas y poéticas,

habían señalado. Y no deberíamos olvidar al ya citado López Pinciano, en su Philosophia

antigua poetica. Éstos escribieron sobre cómo estar en escena, cómo atender al que habla,

sobre el tono adecuado a la expresión de los afectos y al carácter del personaje, sobre el

empleo de las distintas partes del cuerpo. Estos tratadistas antiguos pidieron dos cosas

sobre todo para poder llevar a cabo una buena actuación: aprenderse el papel e imitar con

exactitud. Naturalidad

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Casi todos los textos modernos hacían un elenco de las pasiones, emociones y

sensaciones humanas, y de cómo habían de expresarse. Son tratados influidos por la

fisignómica de Lavater y por las convenciones clásicas del arte de la escultura y las de la

iconografía de tratados como el de Cesare Ripa y los diseños de Lebrun, como se

comprueba al repasar las láminas que acompañan las descripciones a las que ilustran, casi

todas, en especial las de Lebrun, publicadas también en l’Éncyclopedie junto al artículo

sobre declamación. Como en otros casos, aquello que pretendía ser orientación se tomó

como modelo y se enquistó en tratados que siguieron apareciendo en el siglo XIX [Rubio

Jiménez, 1988; Álvarez Barrientos, 1997]. De modo que es posible encontrar, aunque sin

citarlos, trozos de tratadistas como Engel, Zeglirscosac y otros en obras de profesores de

declamación del XIX como Andres Prieto [2001] y Antonio Capo Celada.

Después de reflexiones generales sobre el teatro y el arte de la declamación, a

veces también de la oratoria, los autores explican las condiciones que debe poseer un actor,

para terminar asimilándolo a los requisitos necesarios a cualquier artista: ha de conocer el

corazón humano. Después pasan a describir las pasiones y emociones y los medios

mejores para representarlas: cómo mover brazos y piernas, la postura del torso, la

expresión de la cara mediante el empleo de las cejas, ojos, frente, etc. La pasión se ha

vuelto fundamental para los escritores y por lo tanto también para los actores que deben

expresarlas. Resma, siguiendo a Riccoboni, describe así la pasión del furor:

Es, de las situaciones raras, a la verdad más chocantes y para las cuales apenas se podrán dar reglas [...] porque en semejante caso es cuando un personaje se halla arrebatado de sí y debajo de la humanidad [...]. Los movimientos [del cuerpo del actor] deben mostrar una fuerza superior a todos los que le rodean. Sus ojeadas deben encenderse y pintar el descarriamiento. Su voz necesita ser algunas veces vigorosa y algunas veces sofocada, mas siempre sostenida de una extrema fuerza de pecho. Sobre todo deberá moverse continuamente, pero nunca extendiendo los brazos y temblando sobre sus pies, que de esta suerte demuestra el retrato de un loco [1783: 72- 73].

Resma describe también los diferentes tonos de voz, según el carácter que se

interprete: “La timidez da una voz débil y turbada; la necedad produce un tono dominante

y de una confianza irritante. El hombre grosero tiene la voz llena y la articulación tosca; el

avaro, que pasa sus noches contando las monedas, debe tener una voz ronca” [88]. Pero no

se queda sólo en esto; su tratado, como algunos otros, enlaza reflexión psicológica con

observación de los signos externos que acompañan a esas características psicológicas y

explica desde éstas últimas sus peculiaridades fisiológicas. Son tratados para hacer que el

actor saque de sí mismo aquello que debe expresar, potenciando su penetración psicológica

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y su capacidad de observación, aquellas cualidades que tanto ponderó Diderot, pero que ya

los Riccoboni habían destacado, y antes López Pinciano en su ya citada Philosophia

antigua poetica y antes aún Quintiliano, Horacio y otros clásicos

Al hablar de la risa, Riccoboni/ Resma hacen una serie de distinciones sutiles y

útiles para que el actor exprese las variantes que van desde la risa a la alegría o a lo

placentero, etc. No sin razón le aconsejan que no se ría cuando está diciendo algo que debe

provocar risa, “porque es un defecto casi insoportable el reír él mismo, cuando hace reír a

los demás”, puesto que destruye la ilusión escénica [1783: 105]. Los tratadistas se

colocaban en la situación ideal de representación teatral, no en la habitual. Riccoboni es

también un teórico de la “unidad de tono”. Aunque no la enuncie, se refiere varias veces a

la necesidad de que exista “proporción” entre las partes, algo que después señalará

Samaniego, por ejemplo, pero también muchos otros, pues, como ya se indicó, se tendía a

ver la interpretación como un todo, en el que era necesario emplear la indumentaria y los

decorados correctos, pero también importaba saber hablar tanto como saber estar callado.

Por ello denunciaba el teórico que, mientras no declamaban, realizaban “movimientos

desarreglados frecuentemente y siempre violentos, cuya extravagancia divierte algunas

veces a los espectadores, y desazona a las personas de gusto” [111]. Sin embargo, el autor

de las “Reflexiones sobre el estado de la representación o declamación en los teatros de

esta corte”, publicadas en el Memorial literario de marzo de 1784, sí nombraba esa unidad:

no debe perderse “la unión del todo –escribía--. En todo debe haber unidad: unidad de

trajes, según el tiempo y lugar; unidad de adorno, según las personas; unidad de tono,

según los afectos y demás circunstancias” [Armona, 1988: 307].

Desde la reflexión sobre el modo de mostrar la risa y la alegría, los teóricos dan

señales del cambio que se vivía en la sociedad de entonces. Ortiz, el traductor de Milizia,

hace un análisis sociológico de las clases o grupos del Estado, al que adapta la manera de

expresar la risa, y así distingue un cómico “noble”, que muestra las “costumbres y los

vicios de los grandes”; otro “ciudadano”, que acoge tanto al “figurón” como a los tipos

burgueses urbanos, y que “consiste en el aire falso y pretensiones desproporcionadas. El

progreso de la cultura y gusto lo han aproximado al cómico noble, pero sin juntarlos ni

confundirlos” [1789: 54], y por último, el “plebeyo”, que reproduce las costumbres del

vulgo, pero que es capaz de honestidad y delicadeza, cualidades que se encuentran en ella.

Las recomendaciones para expresar lo cómico incluyen también la relativización o

adaptación al entorno mediante lo que llama “cómico local”, que al tiempo que asegura

una rápida comunicación con el público, asegura el efecto cómico y de reconocimento de

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la figura abstracta que se burla. La imitación natural no desdeñaba nacionalizar la

expresión de los sentimientos [Álvarez Barrientos, 1999].

Por lo general, las pasiones son las que organizan los tratados, hasta el punto de

que Fermín Eduardo Zeglirscosac [1800] desgrana veintiséis, entre ellas la admiración, la

compasión, la tranquilidad, los celos, el deseo, la alegría, etc. Como puede verse, más que

de pasiones, se trataba de emociones.

Una de las peculiaridades más importantes y notables de estos tratados es que se

acercan al teatro considerándolo arte autónomo, una expresión moderna desvinculada de la

literatura, como se entendía casi siempre, tanto por los preceptistas como por muchos

gobernantes. Esta condición autónoma contribuía también a dar importancia a la unidad

como criterio de representación. Por otro lado, al ser moderna, se hacía necesario un

intérprete capaz de dar cuenta de las nuevas experiencias y modelos, un actor dúctil y con

la técnica suficiente para expresar la variedad de reacciones y sentimientos del hombre

moderno, que ya no se comportaba como el ser de una pieza que gran parte de la literatura

anterior había mostrado. La representación natural y la declamación interior (más emotiva)

habían de dar cuenta del hombre moderno, marcado por las circunstancias espacio-

temporales del momento en que vivía, lo que hacía necesaria gran capacidad de reacción y

expresión, pues los personajes dejaban de ser el galán, la dama, el padre de ésta y el

gracioso que acompañaba al protagonista. Ahora, cuando había cambiado el concepto de

imitación, la literatura dramática (y no sólo ésta) representaba a padres de familia, a

comerciantes, toda una galería de personajes cercanos, siguiendo los dictados teóricos que

Diderot desarrolló en sus Entretiens sur le fils naturel.

El nuevo actor debía escindir su yo para poder controlar los sentimientos y las

emociones, y debía poseer la frialdad necesaria para mostrar las diferentes y nuevas

maneras del hombre. El intérprete no podía identificarse con la situación del personaje,

pero sí debía saber producir sobre el espectador la emoción o la alegría de la acción, y para

ello había de ser capaz, no de sentir, sino de presentar de modo teatral y creíble los

sentimientos, porque ya se sabe que en el escenario es más verosímil la convención que la

expresión “real”.

Los tratados de declamación, como se señaló ya, apenas tuvieron eco entre la

profesión cómica, pero tampoco fueron un fracaso en el intento reformista. Sus ideas sobre

la interpretación se filtraron en las diferentes capas de la “familia cómica”, si bien no con

la prontitud que muchos desearon. Se trataba de imitar a la naturaleza, pero no del modo

clasicista universal que muchos tratados ofrecían, sino “como se acostumbra a expresar

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entre nosotros”, según declaraba el Memorial literario de junio de 1786 [248], y eso había

que hacerlo con métodos intelectuales, con la inteligencia y no de un modo repetitivo.

García Parra sintetizó bien la idea, tal vez en un eco de la polémica diderotiana que

intentaba congeniar la sensibilidad con la frialdad del observador, cuando escribió que el

actor había de mostrar el interior de los hombres, sus pasiones, y explicar sus sentimientos

e ideas. Para ello había de “poseerse” de las características del personaje.

“¿Cómo persuadirá, aun repitiendo el papel más excelente, si no penetra tan

vivamente su sentido que supla las expresiones en caso de faltarle? ¿Cömo se revistirá del

carácter proporcionado sin discernimiento, y le explicará con la acción, el movimiento y la

voz o cadencia cómica?” [1788: 31]. Para esas fechas, el trabajo del actor “está ceñido a

manifestar vivamente con la parte muda [los] sentimientos de la misma situación […]

porque la acción es el alma” [30].

--Dirección y puesta en escena

Todo en la reforma tendía a poner de relieve la unidad de la representación, que

los elementos y los intérpretes trabajaran para conseguir un todo unitario, que contribuyera

a crear la tan querida ilusión escénica y, en consecuencia, el efecto de verosimilitud sobre

el espectador.

A conseguir este objetivo habría ayudado la existencia de una figura como la del

director de escena, que sólo aparece como tal en el siglo XIX. Los directores de escuelas

de declamación podían haber pasado por un antecedente de esta figura, si tales

instituciones se hubiesen llevado a cabo. En cierto modo se puede tener por tales a los

“autores”, porque se ocupaban de la marcha de la compañía, elegían las obras que

representarían y, supuestamente, se encargaban de los ensayos y de tener, al menos desde

el reglamento de 1777 de Armona, toda una serie de enseres necesarios para los

montajes.14 Sin embargo, salvo excepciones, no parece que, en el plano artístico total, no

personal, esta figura tuviera relevancia. Como se verá a continuación, era el apuntador el

que se ocupaba las más de las veces de dirigir los ensayos y, de hecho, por ejemplo, no

siempre conseguía que ensayaran las obras las veces y el tiempo necesarios. Por el

“Discurso crítico” que Armona recibe cuando redacta sus Memorias conocemos que la

elección de las obras para representar no se hacía según su valor, sino, como ya sabemos,

atendiendo a las relaciones de amistad y económicas que el comediógrafo tuviera con el

14 . Por este “Reglamento” se sabe que cada compañía madrileña tenía una “casa- ensayo que habita el autor”, para las que Armona destina tres mil reales a cada una [1988: 320- 321].

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galán de la compañía. A la hora de ensayar la pieza, de tener las primeras lecturas para

conocer su contenido, los cómicos solían no acudir, o hacerlo sólo a la primera jornada, y

esto “distribuidos en corro, leyendo el diario”. De modo que apenas se hacían con el

argumento de la obra y a menudo rechazaban piezas importantes, como había ocurrido con

El señorito mimado, que pasó tres años de lectura en lectura, y con El viejo y la niña, que

antes de representarse pasó cuatro de una compañía a otra [en Armona, 1988: 295- 296].

El anónimo autor --Herrera Navarro [1996c] considera que se trata de Gaspar

Zavala y Zamora-- repara en que en el extranjero las obras se estudiaban y ensayaban con

cuidado durante dos o tres meses, y sobre la escena unas quince veces, cosa que no era

cierta, mientras que aquí estudian sólo dos o tres días y los ensayos se reducen a

uno en las piezas ya representadas, y dos o tres, cuando más, en las absolutamente nuevas [...] ¿Este o estos ensayos se hacen sobre la escena? No, por cierto, sino en casa de los autores. Peor es esto. Y, apuremos más, ¿se hacen con la seria atención y formalidad que exige un punto tan importante? Ni por pienso. Veamos, pues, narrativamente una de sus acostumbradas pruebas. La primera de una comedia nueva, que ellos llaman ensayar por papeles, se reduce a leerla precipitadamente el primer apunte, y cotejar sus papeles los pocos actores que asisten a ella. Los demás encargan el cotejo de los suyos a algún compañero [...]

Al segundo, y las más veces último ensayo, asisten algunos más individuos, pero nunca todos. El uno canta, el otro baila, el otro fuma, el otro lee, el otro duerme, el otro se hace llevar allí el desayuno sin el menor escrúpulo. Llama el apuntador al que le corresponde hablar, dice éste sus versos y vuelve a su distracción primera, imitándole sus compañeros. Con esta continuada greguería da fin esta ceremonia de ensayo, interrumpida repetidas veces por cualquier fútil accidente, y con tan sólidos preparativos presentan esta obra en el teatro [Armona, 1988: 296- 297].

Esta costumbre no permitía, desde luego, llevar adelante ninguno de los ramos

pretendidos de la reforma, ni alcanzar la “declamación espiritual”, como la denomina el

autor. Cuando la obra era de “teatro” o requería tramoyas y decoraciones más complejas se

añadía un elemento que complicaba los ensayos, ya que el tramoyista no estaba obligado a

llevar las decoraciones hasta la misma mañana del estreno, de manera que no ensayaban

sobre las tablas y con toda la tramoya hasta esa mañana [299], con lo cual no había manera

ni tiempo de corregir, ajustar, etc., aquello que fuera necesario.

Puesto que no tenían tiempo para ensayar y memorizar, ni costumbre, los cómicos

confiaban mucho en su improvisación, en las “morcillas” que introducían para suplir las

lagunas de memorias y para conseguir la risa del público mediante alusiones a hechos

contemporáneos --de lo que nos deja constancia entre otros el autor de las “Reflexiones”

sobre el estado de la declamación--, y en el apuntador, al que se ha hecho alguna referencia

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anteriormente. Jovellanos y Moratín lo presentan con vela y gorro; ellos mismos y

Samaniego aluden a que los públicos oían dos veces la obra, una en boca de los actores y

otra en la del apuntador, destruyendo toda posibilidad de ilusión escénica. Pero todos ellos

lo colocan en los laterales del escenario, entre bambalinas. Agustín de Montiano y

Luyando, en 1753, nos ofrece las mismas informaciones sobre su función de eco, además

de otras de carácter erudito que lo relacionan con el monitor clásico, pero también sobre su

ubicación, casi ya en la famosa “concha”, no en las salidas del escenario. Repárese en que

para Montiano el teatro aún era sobre todo un texto, un poema que se escuchaba, no un

todo en el que la palabra formaba parte del espectáculo que podía verse.

El apuntador, según se valen comúnmente de su auxilio nuestros actores, no sólo choca y distrae al auditorio, precisándole a oír recitado a dúo el poema, sino que hace ver que es fingido cuanto escucha, pues no puede ser real ni parecer verdadero que en cosas graves y lastimosas hablen dos casi a un mismo tiempo una misma cosa.En los dramas que vulgarmente se llaman de teatro, esto es, en los de mutaciones y tramoyas que se ejecutan con luz artificial, ya se ha introducido el ponerse el apuntador de espaldas a los oyentes y de cara a los actores en un escotillón pequeño abierto en la mediación extrema del tablado, que se disfraza con un respaldo o nicho, no muy sobresaliente, bastante a ocultarle a él. En esta situación se percibe menos porque no necesita de levantar tanto la voz [1753: 47- 48].

El hecho de colocar al apuntador en el centro y cara al espectáculo en ese tipo de

comedias de aparato nos habla de la complejidad del montaje y de las dificultades que, en

medio de la música, los movimientos de comparsas y de tramoyas, debían de tener los

cómicos para hacerse entender tanto como para oír al apuntador. Éste se convierte, desde

su posición y dada su presencia constante, en una especie de maestro de ceremonias. Si

consideramos que era él quien ensayaba con los actores, no parece muy descabellado

suponer que, quizá, también pudiera tener “voz y voto”, junto con el primer galán, a la

hora de disponer sobre el escenario a los actores. De alguna manera, desde su posición,

podía contribuir a establecer algo parecido a esa unidad de tono, que raramente se lograba

y anhelaban muchos. En algunos de los textos que se han ido citando, y en otros, se pedía

la existencia de un director de escena, aunque no se llamase así. Nifo desde el Diario

Extranjero en 1763, más tarde Plano y otros que propusieron escuelas para los cómicos

reivindicaron la figura.

Pocos fueron los que se pararon a reflexionar por escrito sobre la puesta en escena;

uno de ellos fue, en 1768, el dramaturgo Antonio Rezano Imperial, autor de un Desengaño

de los engaños en que viven los que ven y ejecutan las comedias. Tratado sobre la cómica,

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parte principal en la representación. Rezano propone una puesta en escena tosca y estática,

pero que soluciona los problemas de entrada y salida de los actores. Si consideramos que, a

menudo, éstos no desaparecían del escenario una vez terminada su intervención, sino que

continuaban sobre él, la solución de Rezano, aunque deficiente, implica haberse planteado

la cuestión, a la búsqueda de una unidad de expresión y efecto que pusiera orden en el

escenario. Para conseguir esa unidad, y esto es una peculiaridad de su propuesta, proyecta

sobre el escenario una disposición piramidal de la estructura social que responde aún, tanto

a la España monárquica en que vivía como a la jerarquía de los personajes de la comedia

del Siglo de Oro. “La postura que se arregla al natural”, según Antonio Rezano, es esta:

El rey [estará] en medio, o persona que domine la acción y, si no, el anciano o ancianos, dándole la derecha a la dama, si es hija o pariente. Pero si no, deberá el anciano ceder, dándosela con la mayor política. Por su orden, todos los demás actores ocuparán lugares y posiciones, de forma que no se oculten al auditorio; esto es, que a vista de la luneta, que es el frente del teatro, descubran todos los personajes, sin que por muchos que hayan (sic) en las salidas quede ninguno oculto a la vista, para lo cual el galán deberá arreglar la ocupación del teatro de manera que unos a otros no se confundan, ni hablen por detrás, sino a la vista del auditorio [1768: 19- 20].

Rezano es consciente del estatismo de su propuesta y, para solventarlo en parte,

además de permitir ciertos movimientos para que pueda hablar a la vista del auditorio y no

por detrás de otros actores, aconseja al cómico que pasee por la escena, pero sólo para

preparar su salida o mutis. En este mismo texto propone modos de interpretar, pero la

diferencia respecto de los que se han visto antes es que los plantea como parte del todo que

es la representación, no de una manera abstracta o desconexa del resto de elementos, como

sucedía en los tratados de declamación. Porque si quiere que los cómicos sepan de

memoria toda la obra, no sólo su papel, es para que puedan producir un efecto de

verosimilitud, al no consultar con el apuntador, ni improvisar, ni estar trabados por el

desconocimento de la acción. Para él, lo esencial es “la ejecución y formación de la

visualidad de las salidas y lances”, que deben prepararse en los ensayos y producirse “con

la mayor naturalidad” [16]. Es decir, le interesa el efecto dramático, total y natural, no el

texto, y aquí Rezano da muestras de esa consideración nueva del teatro como entidad

autónoma del verso dramático. Desde las filas de los no ilustrados, como puede

comprobarse, se pedían y proponían también reformas. No eran sólo los clasicistas los que

querían un teatro digno. La propuesta de Rezano Imperial abogaba por la requerida

naturalidad y lo hacía desde el lado “español”, tanto que aceptaba la existencia del aparte y

de otras peculiaridades del teatro nacional criticadas por los reformistas, como la

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“relación”, en la idea de que el teatro era un mundo de convenciones en el que público y

actores pactaban sin atender necesariamente a la suspensión de la incredulidad, ni

participar de la clasicista “ilusión escénica”. Esto, sin embargo, no le impedía atacar a los

histriones que manoteaban y gritaban los versos, porque en su opinión había de ser la

presencia y no la voz la que distinguiera a unos actores de otros. Por eso

debe ser […] la postura del galán perfilada, de manera que ni esté de lado al objeto que habla, ni tampoco al auditorio, sino colocado en tal disposición que sólo el juego de la cabeza en un discurso parado haga los movimientos. En una relación hará el dibujo o acciones de ella retirándose o adelantándose conforme pida, pero siempre perfilado; y en los apartes, aspiraciones, imaginaciones y demás actos que pide la comedia podrá mantenerse en la postura perfilada.

Si es aparte, con mirar al frente del auditorio y cesar sin desarreglar el cuerpo, puede hacerlo; si son aspiraciones, el aliento lo ejecuta; si es imaginación, lo hace el movimiento de bajar un poco la cabeza y poner la mano en la frente, guardando todo lo más natural de estas acciones. Si hace personaje de autoridad y debe tomar el frente del tablado, será en una postura recta proporcional, nada vana ni afectada, sino con la mayor propiedad […], sin que desdiga del que procura imitar [1768: 21- 22].

Este modo de interpretar podía darse en el caso de montar una comedia sencilla, no

una de teatro, en las que los actores, más bien, eran parte de la decoración, y el mismo

montaje, incluida la música y el ruido de las mutaciones, podía justificar sus gritos y

manoteos [Álvarez Barrientos, 1996]. En cualquier caso, nada se conseguiría si antes no

se desechaban ciertas costumbres, como la ya señalada de estar los actores sobre el

escenario o “el gran defecto” que se recuerda en el Memorial literario de marzo de 1784,

consistente en estar los boquetes de los bastidores llenos de personas, lo cual contrastaba

de modo notable en los pasajes serios o cuando el rey estaba solo en su tienda o al pedir el

galán celos reservadamente a la dama, etc. En esos casos había “cinco o seis” actores

acechando o “lo que es peor, algunos sirvientes del teatro, estropeados o mal vestidos” [en

Armona, 1988: 308].

Por otro lado, también se hacían puestas en escena que sobrepasaban el espacio de

las tablas. Al menos desde el siglo XVII parece que existía una maroma que atravesaba el

patio, desde el escenario, y acababa en la cazuela. Además de funambulistas y objetos,

también los actores volaban gracias a ella. Esta práctica, relativamente común en ciertas

obras de teatro, continuó en el XVIII, pero se amplió dando lugar no ya sólo a un efecto

escenográfico sino a ciertos montajes, pues fue frecuente que, sobre todo en los sainetes,

unos actores hablaran desde el escenario mientras otros lo hacían entre los asistentes, ya

fuese en el patio, barandillas, cazuela, aposentos o foro, “de suerte que el público se ve

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metido dentro y fuera de la escena, entre espectadores y actores, lo que es la mayor

ridiculez y disparate que puede haberse inventado para acabar de arruinar nuestros teatros”

[Armona, 1988: 307].

Por si hiciera falta algún elemento más que indicara la ausencia de “ilusión

escénica” en el teatro y mostrara hasta qué punto no existía límite entre el espacio del actor

y el del espectador, aunque estuvieran marcados arquitectónicamente, en el mismo

Memorial se aconsejaba a los cómicos que no saludaran al público ni le agradecieran los

aplausos porque se desnudaban del personaje que representaban y rompían, una vez más,

la “ilusión escénica”. Como se observa, se están enfrentando dos maneras de entender el

hecho teatral diametralmente opuestas: la de aquellos que veían el teatro como un espacio

para la educación, para la propaganda ideológica y como medio de civilización; y la de los

que lo entendían como un entretenimientoy como forma de reconocimiento, aunque

hubiera quienes desde este lado también quisieran reformar el espectáculo teatral.

A. 3) La escenografía: tramoyas, iluminación, música, etc.

Las puestas en escena, además de dividirse según la condición de las piezas (de

aparato o sencillas), a las que habría que añadir las óperas y zarzuelas, se distinguen

también, según se realicen en los teatros de los reales sitios, mejor acondicionados, o en los

teatros públicos, que incluso cuando eran corrales montaban piezas de “teatro”.15 Carlo

Broschi [1992] dejó algunas noticias sobre el caudal de tramoyas y pinturas que se

empleaban en la realización de las óperas en el Buen Retiro, y también proporcionó datos

sobre los músicos, comparsas y demás elementos necesarios para la representación:

espejos, tapices, alfombras, iluminación a base de arañas, velas y cera. Todo correspondía

a unos montajes llenos de luz y muy vistosos. El tramoyista, Santiago Bonavía, se ocupaba

además de cuidar del coliseo y era el encargado de comprar todo lo necesario para poner

en pie las decoraciones, labor que también hacía en el teatro de Aranjuez. Broschi, en este

relato, indica cuáles eran sus obligaciones y su sueldo; en cierto modo, adelanta lo que será

el “Reglamento” de 1777 que obligaba a autores y guardarropas a proveer al teatro de una

serie de elementos. Por la descripción de Farinelli, parece que las ocupaciones del

tramoyista estaban cercanas a las de un guarda o administrador, más que a la actuación

artística propiamente dicha. Por lo que respecta a los pintores que trabajaban en los teatros

de los reales sitios, de su cuidado era hacer los diseños de las mutaciones de las óperas, lo

15 . Aunque centrado en el XVII, véase Castillejo [1984].

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que acordaba con el tramoyista y con Farinelli, la iluminación de las mutaciones y todo lo

que tenía que ver con bastidores y telones.

Junto a estos estaban dos sastres, que tenían un grupo de ayudantes y mantenían el

vestuario que había en el teatro, además era su responsabilidad vestir a los cantantes y que

cada virtuoso y comparsa se presentara con la propiedad necesaria. Al acabar la función,

debían guardar los trajes, cada cual con el nombre del actor, en arcones.

Los teatros de los reales sitios, en especial los del Buen Retiro y Aranjuez, tenían

un grupo de doscientas personas para hacer de extras o comparsas. No siempre trabajaban

todos, pero era el número de que se disponía para que no faltasen cuando había necesidad

de ellos. El encargado o sobrestante reunía los necesarios, siempre bajo la indicación de

Farinelli, y se ocupaba de prepararlos para que desempeñaran correctamente su papel: les

adiestraba “en sus evoluciones y movimientos, y en las salidas y entradas, según el

contexto de la ópera” [1988: 227]. El sobrestante debía tenerlos a tiempo, preparados y

vestidos, y había de recoger las ropas una vez acabada la función. Cada comparsa cobraba

cinco reales de vellón por noche y se le daban unos guantes, y lo mismo, salvo los guantes,

cobraba por los ensayos.

Cuando Farinelli dejó el cargo y Carlos III ocupó a Aranda en la gestión de los

teatros, cambiaron tanto las obras (se pasó a las piezas francesas), como el tipo de

montajes, prefiriendo trabajos de menor envergadura. Ya se indicó que estos teatros,

gracias a las reformas de Farinelli y Aranda, habían mejorado notablemente.

En los teatros públicos, el panorama era diferente, y lo fue también de una mitad a

otra del siglo, gracias a las reparaciones y reedificaciones que cambiaron la estructura de

los locales aunque no las costumbres, como también se indicó ya. Pero las mejoras en los

escenarios permitieron pasar de los telones a las perspectivas escénicas, lo que sólo se

logró tras cerrarlos. Esto implicó también cambios en la iluminación del espacio escénico.

Conviene recordar que todas estas mejoras no duraban demasiado porque pronto se

acababa el presupuesto o porque la tradicional desidia que parece congénita al mundo

teatral de aquellos años se apropiaba de las compañías cuando desaparecían las personas

que, como Aranda o Armona, impulsaban los cambios, a pesar de estar obligados los

directores de compañía a mantener en buen estado los telones y demás utillería del teatro.

Por ejemplo, como parte de esa reforma, Aranda mandó pintar nuevos telones en 1767,

siguiendo los cánones clásicos, y se sirvió de Villanueva, Carnicero, Rivelles, los

hermanos González Velázquez y los Tadei [Arias de Cossio, 1991], pero este trabajo, que

cambió el aspecto de la decoración teatral, no tuvo continuidad, entre otras cosas porque se

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seguían representando piezas que requerían decorados e imágenes distintos. Las comedias

militares, las de santos y mágicas, además de los vuelos de los actores por el escenario, de

las transformaciones de los objetos, necesitaban perspectivas de ciudades, marinas,

bosques, cuevas, incendios; es decir, espacios que, para producir su verdadero impacto, no

daban cabida al juego clasicista y sí a una manera de hacer más imaginativa, de manera

que la pintura de esos nuevos telones sí renovó otros lugares, los de la privacidad: salones,

gabinetes, interiores. El resto de los espacios sufrió cambios al aplicarse a su

representación los criterios de perspectiva.

En 1777 José Antonio Armona dotó a las compañías de un “Reglamento sobre las

obligaciones del autor y del guardarropa”, en el que destinaba a las dos compañías de

Madrid unas cantidades para mejorar las condiciones de representación y en el que

detallaba las obligaciones del director de la compañía y las del guardarropa. Con las

cantidades que recibiría el primero, había de “servir todo lo necesario” para el teatro, en

cuanto a muebles y demás elementos, entre los que figuran los soldados de guardia, la

iluminación de faroles, las velas de los músicos y los carteles del apuntador. La lista de

objetos necesarios es extensa, y va desde almohadas, armas, instrumentos musicales, sillas,

distintos tipos de coronas, cuadros, tapices, peñascos, libros, animales y cabezas de pasta

(que eran muy importantes para el teatro de efecto), cofres, calderos, jarros, hasta el mayo

para sainetes, espejos, pesos, linternas, carros y carretas, escaleras, troncos de árboles,

ataúdes, palanganas, cunas, botellas, cencerros, “la estatua para El asistente de Sevilla” y

muchas cosas más que pueden verse en Armona [1988: 322- 327]. Por lo que respecta al

guardarropa, de su obligación era “el alumbrado de la punta del tablado” y trasladar de la

casa del autor al teatro lo que se requiriera para la representación.

Estos cambios que, junto a otros, racionalizaban la vida teatral cayeron pronto en

desuso y así es posible volver a encontrar protestas ya desde la década de los ochenta sobre

las malas maneras en los montajes. Samaniego en 1786 desde El censor comentaba las

decoraciones bárbaras y desconocidas que iban arrumbando los lienzos de Velázquez

González y Villanueva, que, en lugar de copiarlos o arreglarlos, se dejaban estropear y se

sustituían por otros de peor calidad. Tampoco se le escapaban las limitaciones de la

maquinaria teatral, de gran lentitud, que evitaban cualquier sorpresa, pues, si un burro

había de volar, por ejemplo, se veía un cuarto de hora antes la maroma en que había que

engancharlo.16 Esto, además de los ruidos ensordecedores de poleas, contrapesos y demás 16 . Este testimonio de Samaniego pone de manifiesto que a las obras “populares” no acudía sólo el “vulgo”; otros “neoclásicos, como Leandro Moratín, han dejado constancia de su presencia en ese tipo de espectáculos.

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elementos de las tramoyas [2001: 619- 620]. Jovellanos, ya en 1792, sobre quejarse como

Samaniego de la arquitectura “riberesca” de los coliseos y del gusto bárbaro empleado en

las perspectivas de telones y bastidores, reparaba en “la impropiedad, pobreza y desaliño

de los trajes; la vil materia, la mala y mezquina forma de los muebles y útiles; la pesadez

de las máquinas y tramoyas”. En una palabra, “la indecencia y miseria de todo el aparato

escénico” [1997: 209]. El informador anónimo del corregidor Armona le trasladaba pocos

años después de haber redactado su “Reglamento” que las decoraciones estaban ya

maltratadas y rotas y que no se arreglaban, lo que ocasionaba desajustes en la ilusión

escénica, pues por los agujeros de los telones se veía asomarse a otros actores, a criados,

etc. Este informante señala también que los tramoyistas no tenían instrucción y que por lo

mismo utilizaban indistintamente unas decoraciones u otras, ya se tratase de argumentos

que sucedían en la India o en Grecia o en Rusia. La consecuencia es que el corazón no se

mueve y el espectáculo no produce “el menor efecto de los que debía” [Armona, 1988:

298].

Claro que otros no lo veían tan mal, quizá por ser menos exigentes, tal vez por no

dejarse llevar por argumentos que, de tan repetidos, parecen tópicos a los que había que

ajustarse cada vez que se hablaba de la escena. Entre ellos, el corregidor que sustituyó a

Armona, Juan Morales [Cabañas, 1944], o algunos espectadores que consignaron por

escrito sus impresiones ante lo que veían, precisamente en los tiempos en que lo hacían el

satírico Samaniego y el estricto Jovellanos. Hace años Joaquín Muñoz Morillejo [1923]

proporcionó dos textos que cambian el panorama negativo de las escenografías a final de

siglo. Del 11 de julio de 1788 es la “Carta de un español desapasionado que quiere enseñar

a ver y a sentir”, publicada en el Diario de Madrid; y del 15 de enero de 1790 son las

“Leyes y reglas teatrales que han de observarse en las decoraciones, mutaciones y

tramoyas de los dramas”, aparecidas en el mismo periódico. Ambos artículos ensalzan los

avances en la pintura de telones en el logro de los efectos de la perspectiva y señalan como

positivo el uso de la maquinaría al servicio de conseguir los efectos de verosimilitud sobre

las tablas. El texto de 1790 comenta también, como defecto, que se iluminaba en exceso

las tramoyas y los transparentes y que se corría peligro, además, cuando los efectos

lumínicos semejaban rayos, incendios o llamas del infierno.

Como se ve, disparidad de opiniones sobre el estado de la escena. Lo cierto es que

se habían dado pasos para dignificar los locales y para mejorar la representación. Cada vez

más la verosimilitud, la ilusión escénica, la satisfacción por una declamación correcta

dependía del interés personal de los que participaban en el montaje, puesto que había más

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medios para que su realización fuese mejor que en épocas anteriores. Por un lado, a finales

de siglo, las corrientes literarias y filosóficas, predisponían hacia un gusto más sentimental,

de manera que el cómico había de interpretar de una manera interior; por otro, se

procuraba una literatura de lo que sucedía alrededor, de costumbres, lo que requería del

cómico una declamación natural. Al mismo tiempo, se continuaban representando piezas

del teatro clásico español y espectáculares, lo que exigía, sobre todo en estas últimas, un

modo interpretativo más exagerado. Junto a esto, según el tipo de obra a la que se

enfrentara la compañía, había que proponer una escenografía u otra, pero siempre lo más

proporcionada a la acción, tanto en los vestidos como en las decoraciones y música.

Si durante la primera mitad del siglo primó de manera general lo italiano, por

influjo de la Corte, con Aranda, entre otros, el modelo será francés, volviendo a primar las

decoraciones de gusto menos clasicista desde finales de la década de los ochenta, cuando

los hermanos Tadei presentan sus nuevas decoraciones. Por eso, en 1788, “el español

desapasionado” del Diario de Madrid (Jovellanos comenzó a escribir su Memoria para el

arreglo de la policía de espectáculos en esas fechas) puede alabar precisamente que se ha

acabado con la uniformidad clasicista de las decoraciones en beneficio de perspectivas y

telones que sugieren e insinúan más que muestran: “yo estaba hecho a ver un templo, un

palacio, una tienda, entera y exenta, y aun le sobraba cielo por encima y los costados”

[Muñoz Morillejo, 1923: 68], pero esto le parece ya un error de perspectiva porque esos

elementos exentos y enteros sólo tienen razón de ser cuando están al fondo de la

decoración y no en los primeros planos de la misma, porque, así, parecen pequeños y

mezquinos. Por eso admira el otro tipo de decoración:

Pero, me dirá Vmd., ¿cómo puede ser que se comprenda una enorma mole, por ejemplo, cien veces mayor que el foro del teatro? Pintando tan solo una esquina, un ángulo o un trozo en aquella grandiosa forma y dimensión, dejando que la imaginación de los espectadores tire sus líneas y acabe la fábrica que el pintor no pudo cerrar entera en tan corto espacio. Esta es la magnificencia teatral [74].

Las referencias a la deficiente decoración y a la inadecuada vestimenta son

continuas, pero sobre la iluminación y la música se tienen menos testimonios y suelen ser

más generales. Puesto que una parte de lo que se representaba era muy visual, se hacía

necesario insistir en los efectos de luz, trabajando con “luz artificial”, como indicaba

Montiano a mediados de siglo. Esta parte, la de la iluminación, era muy importante, como

demuestran los gastos de cera y sebo que figuran en las cuentas de las compañías. No sólo

había que iluminar el teatro en las partes del público, sino también sobre la escena.

Mientras no se techaron los corrales, apenas había efectos lumínicos en el escenario, pues

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la luz del sol lo evitaba. Fue al cerrarse los teatros, cuando se pudo producir efectos de

iluminación. En las comedias de teatro se describen las acotaciones y mutaciones, pero no

se explica cómo se habían de iluminar, todo lo más se encuentran expresiones como éstas:

“vistosa iluminación”, “mutación (sin alumbrado) del templo”, “rayos resplandecientes”, el

“teatro estará a oscuras”, “arroja algunos rayos”. Los personajes portarán antorchas,

palmatorias, etc. Por otro lado, al interpretarse obras sentimentales, la iluminación

contribuyó a producir ese tipo de efecto emotivo y dramático, que se reflejó en prisiones y

paisajes, por ejemplo, seguramente bajo el influjo visual de las Carceri de Piranesi

[Blanco, 1986: 48]. La iluminación de telones dotaba de más relieve a su entidad

bidimensional, pero no suelen describirse los medios de que se valía la gente del teatro

para iluminar de uno u otro modo, aunque existían libros que explicaban los trucos y

maneras para ello, y no sólo para iluminar. Uno de los más extendidos fue el de Nicola

Sabbatini, Prattica di fabricar scene e macchine ne´teatri de 1638.

Los testimonios sobre música suelen referirse a la que se empleaba en las

tonadillas, melólogos y sainetes y al descaro de las cantantes. Moratín, por otro lado,

recordando las reformas que se hicieron en los teatros, apunta que, a pesar de esos

cambios, “siguió la miserable orquesta, que se componía de cinco violines y un contrabajo;

siguió la salida de un músico viejo tocando la guitarra cuando las partes de por medio

debían cantar en la escena algunas coplas, llamadas princesas en lenguaje cómico” [1944:

311]. Jovellanos, por su parte, considera que el baile y la música teatrales son dos objetos

atrasados; en especial la última, “conjunto de insípidas e incoherentes imitaciones sin

originalidad”, pero tanto ésta como el baile eran para él atractivos fundamentales para el

éxito del teatro, porque entre el público “siempre habrá muchos de aquellos que sólo tienen

sentidos” [1997: 210], insistiendo así en una larga polémica sobre el uso y función de la

música en el teatro; uso vilipendiado por muchos ilustrados, que lo entendían como una

forma de inverosimilitud. La música era un elemento muy atractivo para el público, como

ya recordara Lope de Vega en su Arte nuevo, y los cómicos le daban gran importancia

hasta el punto de que había en las compañías actrices especializadas en canto, que no

actuaban. La composición en forma de “cuatro” era muy frecuente –cuatro personajes que

cantaban— y se empleaba a menudo como elemento de transición o para pasar de una

mutación a otra. Según Samaniego, en la música para las tonadillas, Luis Misón había

introducido notables mejoras, pero no tuvo seguidores [2001: 619].

A menudo se empleaba música para disimular el ruido de las máquinas durante las

mutaciones, pero más frecuente era que hubiera pasajes musicales en diferentes momentos

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de las piezas, porque, salvo en las neoclásicas, la música era fundamental y muy del gusto

público; no era sólo un adorno, pues se insertaba en la acción. Ya se dijo que dentro de las

compañías había quien sólo cantaba. Algunas de las más famosas actrices del momento

recogen en sus apodos la dimensión musical de su actividad, así Antonia Vallejo, La

Caramba, pero no Mª Rosario Fernández, La Tirana, cuyo apodo le vino por casarse con

un actor especializado en hacer tiranos. La Tirana era sobre todo actriz de tragedias.

Además de los instrumentos señalados por Moratín, en las comedias de teatro encontramos

alusiones a clarines, timbales, trompetas, chirimías, tambores, que acompañan efectos

mágicos, transformaciones, vuelos, momentos militares y heroicos, desfiles o salidas de

personajes.

Cerrar los teatros, darles la forma italiana, perseguía terminar con la actitud

participativa del público, conseguir que actor y espectador tuvieran sus espacios, de

manera que el último no interfiriera en el desarrollo de la obra y se pudiera alcanzar la

ansiada “ilusión escénica” como efecto, la imitación realista que perseguían todos los

géneros literarios desde las últimas décadas del siglo. Esta actitud era manifestación del

programa de reformas ilustradas. En consecuencia con estos cambios en la expectativa

literaria y en la vida civil, el actor se debatió entre mantener sus “tradiciones”, cada vez

más criticadas y fuera de lugar; interpretar según una visión universalista, clasicista, de los

sentimientos, propia de los tratados; o hacerlo atendiendo a cierta libertad de imitación, es

decir, favoreciendo el modo natural, fruto de la observación de la realidad. Junto a la línea

española que reivindicaba esta interpretación, el sensismo y el sentimentalismo, aliados

con el realismo costumbrista finisecular, trabajaron en favor de la naturalidad y no del

universalismo. Todo lo demás, carpintería, decoraciones, indumentaria, etc., contribuía en

esa misma dirección.

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