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Editorial Gente Nueva

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Editorial Gente Nueva

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Edición y correción: Janet Rayneri MartínezDiseño: María Elena Cicard QuintanaIlustración de cubierta e interiores: AlejandroLima GarcíaDiseño de cubierta: Armando QuintanaGutiérrezComposición: Nydia Fernández Pérez

© Sobre la presente edición: Editorial GenteNueva, 2005

ISBN 959-08-0667-8

Instituto Cubano del Libro, Editorial GenteNueva, calle 2 no. 58, Plaza de la Revolución,Ciudad de La Habana, Cuba

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En una antigua ciudad de Persia, vivíandos hermanos de muy distinta condiciónsocial y de muy diferente carácter. Nadahabía en ellos de común, diferían entodo. Uno se llamaba Beni-Casim y elotro Alí-Babá.

Beni-Casim era inmensamente rico,mientras que Alí-Babá era más pobreque una rata.

Cuando su padre murió, solo pudolegarles unos pocos bienes. Pero Beni--Casim, que era un hombre muy intere-sado y ambicioso, se casó por convenien-cia con una mujer que tenía una buenatienda, con la cual pudo abrirse paso en

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el mundo de los negocios y contarse enpoco tiempo entre los privilegiados dela fortuna.

Por el contrario, Alí-Babá desposó auna joven sencilla y hermosa, y quenada, o muy poco, pudo aportar a suhogar. Y de esta manera, nuestro hom-bre no tuvo otro remedio que ir todoslos días al bosque con su borriquito paracortar leña, y con el producto de su ventaatender a las necesidades de su familia.

Sin embargo, Alí-Babá no se quejabade su suerte y tenía, a pesar de su po-breza, un semblante más feliz y satisfe-cho que su hermano en medio de susriquezas.

Pero como todo en este mundo tienesu compensación, Alí-Babá tenía un hijoque valía un tesoro, mientras que Beni-Casim tenía mucho dinero, pero carecíadel orgullo de tener un hermoso sucesor.

Al enviudar Alí-Babá, Beni-Casim sedirigió a casa de su hermano para darle

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el pésame, cosa extraordinaria en él,pues, para no dar, ni siquiera daba losbuenos días.

Como si se tratase de un sublime sa-crificio, o de una obra de misericordia,propuso a Alí-Babá que le cediera alpequeño Ben-Chec. Alí-Babá, que eramás alegre que unas castañuelas y mástranquilo que un lago, se le rió en lasmismas barbas y repuso que ni por todoel oro del mundo le daría a su hijo.

Pero Beni-Casim le repuso que si co-nociera el placer que da el oro cuandose cuenta y se amontona por las nochesa la luz de una vela, lo daría por unasmonedas.

—Quédate con tu oro y yo me quedarécon mi hijo, y que la paz sea contigo,Beni-Casim.

Lo que equivalía a decirle: «Anda, vetea paseo». Y desde aquella fecha la amis-tad entre los dos hermanos se enfrió unpoco.

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Jamás Beni-Casim se acercó a la puertade su hermano, ni Alí-Babá, a pesar desu modesta existencia, se acercó a la casade Beni-Casim a pedir ni un vaso de agua.

Pero el marrullero de Beni-Casim, cuan-do Ben-Chec se hizo mayor y fue llamadoa servirle al sultán, se las arregló de ma-nera que el muchacho fuera destinado amontar la guardia en su casa.

Era que la casa de Beni-Casim se habíaconvertido en el centro del comercio de laciudad.

Caravanas de todas las partes delmundo llegaban al patio de su casa paraefectuar el intercambio de mercaderías.

Entre los guías y conductores de ca-mellos de estas caravanas, se ocultabannumerosos espías y ladrones, quienesdaban cuenta a sus compinches del va-lor de las mercancías que llegaban.

Por eso, el sultán tenía destacado unpiquete de soldados en la casa de Beni--Casim, entre los que se hallaba el sobri-no de este, el joven Ben-Chec.

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Este no se encontraba mal junto a sutío, por el contrario, estaba encantado,no por las riquezas ni por las atencionesque aquel le prodigaba, sino porque sehabía enamorado de una esclava llama-da Aixa, que era más bella que un sol.

Aixa, que servía a Beni-Casim con unafidelidad y nobleza ejemplares, descu-brió un día a una compañera suya, lla-mada Li-Wong, en unas circunstanciasun poco raras: subía con frecuencia a laazotea, y, después de poner un papelitodoblado en la pata de una paloma, ladejaba en libertad.

Aixa, que estaba al acecho, quiso co-nocer lo que ocultaban aquellos miste-riosos mensajes, y un día que Li-Wongrepitió la operación, Aixa envió otra queobligó a la primera a regresar.

Febril de curiosidad, desplegó el men-saje y con gran sorpresa vio que Li-Wongera la confidente de una cuadrilla decuarenta ladrones que tenía aterroriza-do al país con sus numerosas fechorías.

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En el citado mensaje les comunicabalos últimos detalles de un golpe de manoque se efectuaría dentro de unos díasen el mercado de esclavas, al que acu-dían los más ricos mercaderes, con susbolsas bien repletas de oro.

Aixa volvió a poner el mensaje en sulugar y devolvió otra vez la libertad a lapaloma.

Por la noche, cuando se entrevistó conBen-Chec, a quien correspondía con sucariño, le informó de su sensacionaldescubrimiento:

—¡Ben-Chec, van a robar en el merca-do de esclavas! ¿Qué haremos?

Ben-Chec dio parte al sultán rápidamen-te, y con el mayor secreto se efectuaronlos preparativos para salvaguardar elmercado del asalto de los bandidos.

Mientras tanto, Alí-Babá, con su tran-quilidad peculiar, había llegado aqueldía hasta las inmediaciones del paso

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Keyber. Iba silbando tranquilamente si-guiendo a su borriquito, que parecía can-sado antes de que lo cargaran.

El paso Keyber era una especie depuerta que se abría a otro país, en aque-lla cordillera que constituía la frontera.Aquel lugar fronterizo estaba infestadode partidas de ladrones que constante-mente acechaban las caravanas que cru-zaban por allí.

Nadie se atrevía a acercarse a aquel pa-raje, del cual tantas cosas se contaban.

Pero como el que nada tiene, nadateme, Alí-Babá se encontraba allí comoel pez en el agua.

Cuando hubo cargado a su borriquitocon un par de haces de leña, se dispusoa echar una siestecita a la sombra deun árbol, cuando una voz de trueno re-tumbó en la montaña diciendo así:

—¡Sésamo, ábrete!Y, como por obra de magia, ante sus

atónitos ojos, una enorme peña comenzó

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a girar sobre su pie y dejó al descubier-to la negra boca de una caverna. Enton-ces, una cuadrilla de ladrones, monta-dos en briosos caballos árabes, salió delinterior.

Alí-Babá se acurrucó detrás de unaroca temiendo ser visto y se puso a ob-servar lo que acontecía.

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Uno de ellos, al parecer el jefe, se volvióhacia la roca y gritó:

—¡Sésamo, ciérrate! —y la peña volviólentamente a su lugar.

Inmediatamente los ladrones se lan-zaron al trote y se perdieron en la leja-nía en medio de una densa polvareda.Cuando se hubo extinguido el último ecode sus cabalgaduras en el aire, Alí-Babásalió de su escondite y se acercó conpaso cauteloso a la peña.

«Vale la pena probar. ¿Quién sabe loque descubriré?» Y dijo a voz en cuello:

—¡Sésamo, ábrete!Al momento se oyó un rechinar de ca-

denas y de engranajes mal engrasados,y la enorme peña volvió a girar sobre supie como una pesada puerta.

Alí-Babá, más muerto que vivo, tuvo elsuficiente coraje para asomarse al inte-rior, y por poco cae de espaldas al ver lasmontañas de oro que, como pequeñaspirámides, había tiradas aquí y allá.

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Valiosos tapices colgaban de las pare-des, las más ricas sedas de China lu-cían por todo el lugar; en fin, aquelloera el paraíso que más de una vez habíasoñado su hermano Beni-Casim.

«Si lo viera, ¡qué asombrado quedaría!»—pensaba Alí-Babá, recordando al ava-ricioso de su hermano.

Alí-Babá había oído decir que la ocasiónla pintan calva y se dispuso a agarrarlacomo el que lleva un melón. Además, co-nocía el popular refrán de «quien roba aun ladrón tiene cien años de perdón», asíes que fue hacia el borriquito, tiró los ha-ces de leña y lo llevó a la caverna, dondele llenó las alforjas de oro, y después, tras,tras, tras, regresó a su casa.

Aquella noche, hizo varios viajes a lacaverna, y a la mañana siguiente buenaparte del tesoro había cambiado de lugar.

—¡Sésamo, ciérrate! —volvió a deciral efectuar el último viaje, al final delcual se fue a dormir como si no hubie-ra ocurrido nada.

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Había hecho un excelente negocio, ybien se lo merecía el bueno de Alí-Babá.

Los cuarenta ladrones, que habían pa-sado la noche en la ciudad, ocupadosen conseguir astutos disfraces para es-tar al día siguiente en el mercado deesclavas y dar el golpe de mano, reci-bieron a última hora la noticia de quehabían sido traicionados.

El noventa por ciento de los mercade-res que había acudido al mercado eranguardias del sultán.

El golpe había fracasado.Cargados de mal humor, los ladrones

regresaron a la caverna, e imagínenselas caras que pusieron al ver que ha-bían sido robados.

Los más horrorosos insultos fueronlanzados contra el desvergonzado ladrónque los había despojado del botín.

Si Alí-Babá hubiese oído los gritosde venganza que lanzaban aquellosfacinerosos, seguramente se habría

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acobardado; tan terribles eran sus ex-presiones.

—¿No hay poder en este país —clama-ba al cielo, un poco calmado, el capitánde los ladrones— que pueda proteger losahorros que la gente pobre y honradaha ganado con el sudor de su frente?

Y, naturalmente, en el cielo nadie pusoatención a los lamentos de aquel singu-lar sinvergüenza.

Entonces, para ahogar su ira, mandóque fuera llevada a su presencia Li-Wong,la esclava oriental de Beni-Casim, so-bre la cual recaían las sospechas de latraición de que habían sido objeto. La es-clava fue castigada severamente, y luego,conducida a la cueva.

Para entrar en la caverna había unaespecie de piedra de molino de un diá-metro enorme, y esta era movida por uncentenar de seres, que casi no se podíadistinguir si eran hombres o animales,a causa de los andrajos y telarañas queescasamente cubrían sus cuerpos. Les

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habían cortado la lengua y estaban ata-dos con cadenas a la piedra. Tenían laorden de hacerla girar hacia la izquier-da a la voz de «Sésamo, ábrete», y haciala derecha a la voz de «Sésamo, ciérra-te». Estas eran las dos únicas voces queoían desde hacía largo tiempo, envuel-tos en la mayor oscuridad.

Este era el secreto de la peña giratoria.Li-Wong fue atada junto a aquellos

desventurados y la puerta se cerró paraotra temporada.

La pérfida oriental había jurado ven-garse. ¿Pero lograría jamás salir de taninmunda prisión?

Cuando Alí-Babá hubo puesto a su hijoal corriente del hallazgo, lo mandó a casade su tío para pedirle prestada una me-dida, pero Beni-Casim, que era muymalicioso, puso un poco de sebo debajode la misma para saber qué diablos que-ría medir su hermano.

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Porque es lo que él se decía: «Si mihermano, que es un pobre infeliz, no havisto jamás en su alacena un buen pu-ñado de arroz, ni de cualquier otra cla-se de grano, ¿qué querrá medir ahora?»

Grande fue la sorpresa que tuvo al díasiguiente cuando Ben-Chec le devolvióla medida, y al virarla boca abajo ver queen el sebo que había pegado en su baseestaba incrustada una reluciente mone-da de oro.

Sus exclamaciones fueron:—¿De dónde habrá sacado este oro mi

hermano? Tengo que saber qué ha hechopara adquirirlo. ¡Y si me pidió la medidaes que tiene mucho! —y sus ojos relucie-ron de avaricia.

Después de pensarlo un poco, Beni-Ca-sim, que era en extremo ambicioso, sepresentó en casa de su hermano sinanunciar su visita, y, naturalmente, lopescó con las manos en la masa, es de-cir, ordenando su fortuna.

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Entonces le reprochó su egoísmo y sufalta de confianza, pero de una maneravelada; también, lo amenazó con denun-ciar al sultán la presencia de tan rápidafortuna. Alí-Babá, que era más buenoque el pan, le contó su secreto con todoslos detalles, y al día siguiente Beni-Ca-sim se dirigió a la cueva de los ladrones.

Aun no había salido el sol, cuando yase encontraba en el monte, seguido dediez poderosas mulas, cada una de lascuales llevaba cuatro arquetas vacías.

Todo le fue de perlas al ambicioso Beni--Casim, pues los ladrones, que habían re-cibido nuevas confidencias, se habíandirigido al paso Keyber a esperar una ca-ravana que traía inmensas riquezas, ycuyo mercader había de ser huésped deBeni-Casim.

Al llegar a la entrada de la caverna, dijo:—¡Sésamo, ábrete! —y entró tranqui-

lamente en la caverna con sus diez mu-las; pero temeroso de ser descubierto y

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siguiendo la costumbre de encerrarsecon su oro, ordenó a la peña—: ¡Sésa-mo, ciérrate! —y se encerró en la caver-na, loco de avaricia, al encontrarse contanta riqueza.

Cuando tuvo cargadas las mulas y sedisponía a partir, se dio cuenta de quehabía olvidado la consigna para moverla peña.

—¡Mósame, ábrete!Y la peña permaneció inmóvil.—¡Sómase, ábrete!Y sucedió lo mismo.—¡Sémose, ábrete! —dijo cada vez más

nervioso.Y la peña seguía impertérrita.Loco de terror, agotó el repertorio de fra-

ses parecidas, y ya estaba a punto deecharse de cabeza contra las paredescuando lo paralizó un lejano trote de ca-ballos.

Eran los ladrones que se acercaban.Y Beni-Casim quedó cogido en la ra-

tonera.

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—¡Sésamo, ábrete!Los cuarenta ladrones penetraron

como una tromba en la cueva, tropezan-do con Beni-Casim y sus diez mulas.

Lo que hicieron con el ambicioso her-mano de Alí-Babá creo que será mejorpasarlo por alto. Lo cierto es que de lacueva no salió ya vivo.

Una vez los ladrones hubieron satisfe-cho su venganza, recibieron un nuevo

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mensaje, en el que los enteraban de queel jefe de la caravana que acababan dedesvalijar estaba destinado a ser hués-ped de un rico mercader llamado Beni--Casim, el cual había invitado inclusoal sultán para que lo secundara en ren-dir honores al poderoso huésped.

Entonces el capitán tuvo una idea su-blime:

—Hay que regresar —dijo, dirigiéndo-se a toda la partida— al lugar dondehemos desvalijado la caravana y nosapoderaremos de los camellos y las ro-pas de los que hemos dejado fuera decombate; disfrazados de mercaderes nospresentaremos en casa de este Beni-Ca-sim y le robaremos en las mismas bar-bas del sultán —y, dicho esto, regresa-ron al trote al paso Keyber.

Recelando Alí-Babá lo que había suce-dido a su hermano, se encaminó a lacaverna.

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Con muchas precauciones y despuésde cerciorarse de que no era espiado,dijo con voz fuerte:

—¡Sésamo, ábrete!Y, como siempre, la peña giró sobre sí

misma.Y ante sus ojos, en el fondo de la cue-

va, apareció el cadáver de su hermanoBeni-Casim, tendido sobre un montónde oro.

Alí-Babá sintió gran dolor por la des-gracia de su hermano.

Adivinando que los ladrones habíandescubierto el fraude, cargó el cuerpode su hermano sobre el borrico y se ale-jó a toda prisa:

—¡Sésamo, ciérrate!Cuando regresaron los ladrones con

las vestimentas y demás enseres de lacaravana saqueada, se dieron cuenta deque el cadáver había desaparecido.

Dedujeron que había otro poseedor delsecreto de la caverna, por lo cual erapreciso estar prevenidos.

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—Yo daré con él —dijo el capitán—. Nopodemos dar el golpe en casa de Beni-Casim mientras viva quien posee nues-tro secreto —y disfrazado astutamente,se fue a la ciudad, donde su primerainvestigación consistió en averiguarquién hacía las mortajas.

El encargado de hacerlas era un viejozapatero remendón, medio filósofo. Acos-tumbrado a trabajar sentado en el sue-lo, conocía a las gentes por el andar.

—Dime cómo andas y te diré quién eres—solía decir muchas veces.

Así fue que cuando se le acercó el ca-pitán de los cuarenta ladrones con supaso cauteloso, se puso en guardia.

Y este le habló:—Dime, zapatero, ¿podrías indicarme la

casa donde has efectuado tu última mor-taja? —y al hacer la pregunta el ladrónhacía sonar en su oído una bolsa reple-ta de monedas de oro.

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—No puedo, me condujeron allí con losojos vendados —contestó prudentemen-te el zapatero.

—¿Ah, sí? Esto me interesa mucho. ¿Siyo te vendara los ojos, sabrías conducir-me allá? Habrá una buena recompensa—agregó, haciendo sonar otra vez ensu oído la tentadora bolsa de monedasde oro.

El tintineo de las mismas hizo que elcorazón del zapatero diera un vuelco, yaquella noche se prestó a dejarse ven-dar los ojos y conducir al rico individuoa la casa en cuestión.

Una vez allí quitó la venda al zapateroy sacando de su bolsa repleta de mone-das de oro una cuyo valor no llegaría alos diez céntimos, la tendió avariciosa-mente al asombrado zapatero.

—Pero… —empezaba a decir el indig-nado remendón.

—Y ahora, lárgate cuanto antes, si noquieres que te retuerza el cuello.

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El zapatero se alejó medio muerto demiedo con la paga de los traidores.

Entonces, el capitán de los ladronessacó un yeso, dibujó en la puerta de lacasa una cruz, y murmuró con los dien-tes apretados:

—¡Ya ajustaremos cuentas, ladrón! —yse marchó, satisfecho de su ingenio.

Días después de la muerte de su her-mano, Alí-Babá fue a visitar a su cuña-da, le ofreció su compañía y le dijo que,siendo ricos los dos, podían reunir susfortunas y crear una sola familia. Lacuñada, que se veía bastante apurada ensu nuevo estado, aceptó encantada elofrecimiento, y así lo hicieron.

Alí-Babá se puso al frente de los nego-cios e inmediatamente invitó al sultán ala fiesta que se celebraría en honor delmercader extranjero que estaba al llegar;fiesta que el difunto había preparado yestaba medio organizada cuando termi-naron con él.

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Y el interés de Alí Baba tenía su fun-damento en el hecho de que su amistadpodía servirle de mucho. Él sultán podíadisponer que Aixa dejara de ser esclavay, al recobrar la libertad, podría casarsecon su hijo Ben-Chec.

Sabía que se querían desde hacía mu-cho tiempo, y su más ferviente deseo eraverlos contentos y felices como merecíanpor sus bondades; además, las riquezastan rápidamente adquiridas no habíanhecho mella en el carácter de Alí-Babá,que continuaba siendo tan sencillo comosiempre.

Aunque sabía que la empresa no erafácil, estaba decidido a salir triunfanteen ella.

El sultán aceptó la invitación de Alí--Babá, por diplomacia más que por cor-tesía, ya que por lo visto el huésped quese esperaba era una figura honorable enun apartado y amigo país. Pero advirtióque si no se divertía y su real persona

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no era atendida con los honores queexigía el protocolo, le haría cortar la ca-beza como fin de la fiesta.

Al enterarse de esto, Alí-Babá quedómuy preocupado. Pero como estaba dis-puesto a jugarse la cabeza por la felici-dad de su hijo, dio nuevas y mejoresórdenes para que la fiesta tuviera elmáximo de esplendor.

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Su cabeza bien valía la pena que em-pleara todo su ingenio a fin de que elsultán saliera complacido.

No es, pues, de extrañar que de suimaginación brotaran mil ideas, cadauna más jocosa y divertida para alegrarla cena al exigente invitado.

Estaba todo tan bien previsto que in-dudablemente se saldría con la suya,aunque el sultán fuera difícil de conten-tar. Se decía que nadie lo había visto nisiquiera sonreír desde hacía tiempo.

Aquella madrugada Aixa se quedó sor-prendida al ver una cruz marcada conyeso en la puerta del palacio de su nue-vo amo, y recelando alguna venganza delos bandidos, recorrió todas las callesde la ciudad, y señaló también las puer-tas de las casas y los palacios con unaseñal idéntica.

Cuando despertó el capitán de los cua-renta ladrones y se dispuso a dirigirseal lugar donde había hecho la cruz el

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día anterior, se encontró con que en to-das las puertas había una tan igual queera imposible reconocer la suya.

—Esta vez me han ganado por la astu-cia, pero ya veremos quién será el másastuto al final…

Despechado por su fracaso, se dirigióa la tienda del zapatero remendón.

—Zapatero, buen zapatero. ¿Podríasremendarme esta babucha? —dijo po-niéndole un pie en el pecho.

El zapatero levantó la vista y quedópetrificado.

—¡Oh, sí, señor, y le aseguro que notendrá que pagar nada por mi trabajo!

—Dime, ¿quién habita en la casa adon-de me condujiste ayer? —le dijo el capi-tán de los ladrones sin hacer el menorcaso de sus palabras.

El zapatero, completamente atemori-zado ante el feroz aspecto del bandido,repuso con voz apenas perceptible:

—Alí-Babá, señor, el hermano del hom-bre que fui a amortajar.

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—Está bien, espero que no dirás nada,o si no… —y lo miró de una manera har-to elocuente.

El capitán de los cuarenta ladronesideó enseguida un atrevido plan, el cualexpuso delante de todos los demás.

—Yo —empezó diciendo— me disfra-zaré de esclavo y ofreceré mis serviciosen casa de Alí-Babá, aprovechando elhecho de que necesitan gente para ser-vir el banquete y atender a los invita-dos. Si me admiten, me las arreglarépara que todos sean introducidos encasa de nuestro enemigo, sin que nadiellegue a sospecharlo. Una vez allí esta-rán alertas, y al dar yo la señal conveni-da de antemano saldrán todos a la vez ynos haremos dueños de la situación sindarle tiempo para defenderse ni a él ni asus comensales. No hay que tener com-pasión por nadie. ¿Entienden?

—¡De acuerdo! —respondieron todoslos ladrones a la vez.

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Y así terminó aquella célebre reunión,en la que los enemigos de Alí-Babá ha-bían tramado la más cruel de las conju-ras para librarse de él y robarle todassus riquezas.

El mismo día el capitán de los ladro-nes, después de disfrazarse de esclavo,se presentó en el palacio de Alí-Babá asolicitar empleo.

Aixa, que estaba encargada de admitira la nueva servidumbre, lo admitió sinsospechar quién era.

El primer paso estaba dado y habíasalido a la perfección.

—¡Ja!, ¡ja! —reía el astuto ladrón—. ¡Nosaben lo que les espera…!

Llegó el día de la fiesta. El sultán y suséquito llegaron al palacio de Alí-Babá,donde una guardia de honor vigilabatodas las entradas. Este salió a recibirloen la misma puerta del salón preparadopara la magnífica fiesta.

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—¡Oh, señor! Bienvenido a mi casa quees la tuya, y dispón de mí y de los que laocupan, pues somos tus más humildesservidores.

Estas fueron las primeras palabras quedirigió Alí-Babá a tan ilustre huésped, yse inclinó ante él como muestra de respe-to. Cuando se levantó y examinó el rostrodel sultán se le cayó el alma a los pies.

No era para menos.El sultán, con perdón sea dicho, era

un pepino en vinagre.A aquella cara de madera no había for-

ma humana de arrancarle la más tenuesonrisa.

—¡Estamos bien arreglados! —murmu-ró Alí-Babá, asaltado por los más negrospresentimientos.

Mientras tanto, llegaron los primerosintegrantes del cortejo del rico merca-der. Eran tres esclavos que traían unacaravana de diecinueve camellos, carga-dos con un par de tinajas de aceite cada

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uno. Fueron muy bien recibidos, y des-pués de ser obsequiados con ricos man-jares y generosos vinos, fueron condu-cidos a un patio interior donde los treshombres se dispusieron a descargar loscamellos.

Arriba, en los suntuosos salones delpalacio, había empezado el banquete.

Alí-Babá, sentado a la derecha del sul-tán, no cesaba de hacer alegres comen-tarios y graciosos chistes para alegrar-lo, pero el sultán permanecía herméticocomo una estatua.

«Si no fuera el sultán…, y va en ellomi cabeza, ya lo hubiese puesto depaticas en la calle» —se decía el buenode Alí-Babá, mientras estrujaba su ce-rebro en busca de las más hilarantesnarraciones y de los más fantásticoscuentos que jamás mente humana hayapodido imaginar.

Orquestas de afamados músicos ame-nizaban el banquete, rivalizando entresí para ejecutar las más alegres piezas

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musicales. Juglares, malabaristas, can-tantes y recitadores se esforzaban enrepresentar lo más vivo y estridente desu repertorio.

Pero el sultán bostezaba como unaostra.

Alí-Babá se impacientaba, y no le fal-taba razón. Él creía que su cabeza erala más valiosa que existía, y que ade-más no estaba del todo mal sobre sushombros, por lo que, en conclusión, va-lía la pena conservarla.

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Era preciso hacer algo nuevo, algo quealegrase o llamase la atención a aquelimpertérrito invitado, y el bueno de Alí--Babá, agotadas ya todas las ideas, es-taba dispuesto a dar la mitad de su for-tuna a aquel que fuese capaz de alterarlas facciones graníticas del visitante. Acada nueva atracción que aparecía enla sala del banquete, le ofrecía una va-liosa prima si conseguía arrancar unasonrisa de aprobación al sultán.

Todo era en vano. El sultán no sonreíani si se le hubieran hecho cosquillas.

Aixa, que tenía un marcado interéspara que todo saliera a pedir de boca,en un momento que en la gran cocinaescaseó el aceite, se dirigió al patio don-de estaban las tinajas que había regala-do el rico mercader.

Los tres esclavos, tumbados en un rin-cón, dormían a pierna suelta.

Aixa se acercó a una tinaja, levantó latapa, y cuál no sería su sorpresa al ver

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que en su inferior dormía un hombre conaspecto de facineroso.

—¿Ha dado ya la señal? —preguntóentre sueños, al oír un poco de ruidosobre su cabeza, creyendo que era al-guno de sus cómplices.

Aixa repuso:—No, pero muy pronto la dará —y vol-

vió a colocar la tapa.Hizo la misma prueba con todas las

tinajas, y llegó a la conclusión de quehabía treinta y seis hombres armadoshasta los dientes dentro, esperando laoportunidad para vengarse de Alí-Babáy asaltar el palacio.

Rápidamente fue a avisar a Ben-Checde lo que sucedía, quien con el mayorsigilo dio orden a la guardia para queapresara a los tres esclavos disfrazadosde portadores de camellos.

Entonces, ayudado por Aixa, puso alfuego grandes calderos de aceite, cuyocontenido, hirviente, fue arrojado dentro

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de las tinajas, donde los ladrones espe-raban la señal de salir para realizar subien trazado plan.

Como pueden suponer, ante tan con-vincente argumento, los desalmados notuvieron tiempo ni de despertar, y desu sueño transitorio pasaron al sueñoeterno.

Pero faltaba uno.Aixa y Ben-Chec recorrieron todo el

edificio, pero fue inútil; la casa estabaabarrotada de gente. El capitán de losladrones era poco menos que imposiblede identificar.

—¿Será acaso algún mercader de losque están sentados en la mesa? —pre-guntaba Aixa.

—¡Cualquiera lo averigua! —repusoBen-Chec, mesándose los cabellos—. Notenemos más remedio que estar muyalertas.

Sin embargo, sabían que estaba allí,disfrazado seguramente y dispuesto a

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dar la señal de asalto de un momento aotro y de terminar con el amo de la casa.

En esto el banquete tocaba a su fin y lacara del sultán estaba aún más seria.

Alí-Babá tenía la garganta hecha un nu-do y por más esfuerzos que hacía no acerta-ba a tragar la menor cantidad de comida.

Y el número final apareció en la saladel banquete con todo su trágico signi-ficado para Alí-Babá.

Trescientas bailarinas, todas muy be-llas, empezaron a evolucionar, trazan-do maravillosas figuras con sus velos ysus estudiados gestos alrededor de laprimera figura que danzaba con la caratapada por un tupido velo. Después, sejuntaron en varios grupos y quedaroninmóviles como blancas flores reciéncortadas, mientras la primera bailarinatrenzaba a su alrededor una cadena depasos de danza de los más bellos y fan-tásticos jamás vistos.

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Los esclavos, silenciosos como som-bras, se deslizaban junto a la larguísimamesa, atendiendo a los invitados.

Grandes cantidades de vinos y manjaresiban amontonándose en la mesa, sin quemuchos de ellos fueran ni siquiera proba-dos por los ya saciados comensales.

Algunos de ellos yacían exánimes,tumbados debajo de la mesa, mientrasotros se sostenían a duras penas; la fies-ta tocaba su fin y los únicos que se man-tenían serenos eran el inabordable sul-tán y el bueno de Alí-Babá, a quien elmismo terror despejaba el cerebro.

Todo indicaba que aquello iba a termi-nar mal, cuando, de pronto, la primerabailarina se fijó en uno de los criados yse paró en seco.

Al sentir sobre su nuca la penetrantemirada de la bailarina, el esclavo se volvió.

Entonces ella se quitó el velo de la caray el esclavo lanzó un grito de terror.

—¡Ah! ¿Eres tú?

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—¿Me has reconocido, verdad, mise-rable?

Aquella mujer era Li-Wong, la esclavaespía, a quien los ladrones habían cas-tigado tan cruelmente, y que no se sabepor qué medios había logrado fugarsede aquel terrible recinto.

Rápido como un relámpago el esclavo,que no era otro que el capitán de loscuarenta ladrones, dio un formidablesalto y se apresuró a escapar de la ven-ganza de su ex cómplice.

Pero era ya tarde.Li-Wong había sacado un puñal, lo tiró

hacia el ladrón y se lo clavó en la espal-da. Este lanzó un alarido de bestia heriday se desplomó en medio de la sala. Des-pués se incorporó poco a poco y, heridode muerte, subió casi arrastrándosehasta el final de la escalinata donde ha-bía emplazado un enorme gong.

Todos contemplaban, mudos de asom-bro, aquella escena, sin que nadie seatreviese a intervenir.

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Era aquello tan sorprendente que elmismo sultán, ¡por fin!, sentía desper-tado su interés, y sus facciones no po-dían disimular la emoción que sentía.

El esclavo, haciendo el último esfuer-zo y levantando el mazo, descargó unsonoro golpe en el gong, que retumbópor todo el palacio.

¡Era la señal!Nadie osaba respirar.Finalmente cayó al suelo y rodó por la

escalinata hasta los mismos pies delsultán.

En esto aparecieron Aixa y Ben-Chec.—¡Era el capitán de los cuarenta la-

drones, señor! —dijeron.Y el sultán sonrió satisfecho. Aquello

había sido emocionante y, además, tam-bién había resultado más real, por loque, dirigiéndose a Alí-Babá, le dijo:

—Te felicito, has conseguido romper mieterno aburrimiento con un espectáculosublime; pide la gracia que quieras y teserá concedida inmediatamente.

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—Señor, solo le pido que conceda lalibertad a mi fiel esclava Aixa, para quepueda casarse con mi hijo.

—Te será concedida Aixa, y, además,yo seré el padrino de la boda.

Y la interrumpida fiesta continuó, aho-ra ya sin los pasados temores, y con laasistencia de dos comensales más, queeran la feliz pareja, Aixa y Ben-Chec,quienes, con la autorización del sultán,se habían sentado a la mesa.

Esta vez las ocurrencias del simpáticoAlí-Babá fueron coreadas con grandes yestridentes carcajadas del hasta enton-ces imperturbable sultán.

Y así terminó aquel trágico, y al mis-mo tiempo divertido, banquete, que tanmal rato hizo pasar al buen Alí-Babá.

Dicen que de los tesoros recuperados enla cueva de los ladrones fue entregadauna parte a los pobres del país, pero se

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respetó la parte de la que Alí-Babá sehabía apropiado cuando descubrió elescondite.

El sultán fue su gran amigo, ya quebajo su techo había pasado los momen-tos más divertidos de su vida.

Y así hay que creerlo, pues desde en-tonces visitó muy a menudo el palacio deAlí-Babá y concurrió a todas sus fiestas.

Tiempo después se celebraron las nup-cias de los dos jóvenes y las fiestas seprolongaron un par de meses, durantelos cuales el sultán y Alí-Babá agotarontodos los chistes.

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