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El impacto dEl movimiEnto armado En El Estado dE méxico

(1910-1920)

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SECRETARÍA DE CULTURA

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José antonio GutiérrEz GómEz

El impacto del movimiento armado en el Estado de México (1910-1920)

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© José antonio GutiérrEz GómEz / El impacto del movimiento armado en el Estado de México (1910-1920).Colección Documentos y TestimoniosPrimera edición: 1997©Instituto Mexiquense de Cultura

Segunda edición: 2018DR ©Secretaría de CulturaBulevar Jesús Reyes Heroles 302,delegación San Buenaventura,Toluca, Estado de México, C.P. 50110

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la grabación, sin la previa autorización de la Secretaría de Cultura. El contenido es responsabilidad del autor.

alfrEdo dEl mazo maza Gobernador Constitucional

marcEla GonzálEz salas

Secretaria de Cultura

ivEtt tinoco García

Directora General de Patrimonio y Servicios Culturales

alfonso sandoval álvarEz

Director de Patrimonio Cultural

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PRÓLOGO

La descripción y el análisis de cualquier periodo histórico están siempre en constante modificación según las preguntas, retos e intereses de cada

generación.La Revolución Mexicana no es excepción. Cuando todavía olía a pólvora,

muchos de sus participantes ofrecieron recuentos detallados que solían hacer hincapié en el carácter agrario y popular que supuestamente dio vida a este movimiento a lo largo y ancho del territorio. Para los años setenta esta imagen del pasado estaba rota en mil y un pedazos: historiadores, politó logos, econo-mistas y sociólogos –denominados “revisionistas”– analizaron cuidadosamente los movimientos marcadamente contrastantes y hasta opuestos que tuvieron lugar en los pequeños rincones del país. Si bien era imposible negar el tinte radical y revolucionario de algunos de estos levantamientos, muchos estudios acabaron por resaltar lados más oscuros de la Revolución: sus carencias, la falta de logros, la corrupción e incluso su vocación francamente conservadora y autoritaria.

En el rico debate historiográfico sobre los orígenes, metas y características esenciales del movimiento social iniciado en 1910, frecuentemente fueron olvi-dados los hombres y mujeres humildes, de carne y hueso, tanto los que partici-paron con las armas en la mano, como aquéllos cuyas vidas se vieron envueltas por los procesos de destrucción y construcción.

Apartado de lo que Luis González ha llamado la “historia de bronce”, así como de las grandes generalizaciones que han pretendido caracterizar el movi-miento social que se iniciara con el derrumbe de Porfirio Díaz, el trabajo de José Antonio Gutiérrez Gómez se aboca, precisamente, a escudriñar las vivencias, sentimientos, costos y esperanzas que dejó a su paso la Revolución Mexicana entre los hombres, mujeres y niños de los pueblos, rancherías, minas y ciudades del Estado de México.

Cuidadosamente investigado en el valioso ramo Revolución Mexicana del Ar-chivo Histórico del Estado de México, en obras hemerográficas, libros y artículos,

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así como en ricos testimonios orales, este trabajo se adentra en vetas poco ex-plotadas de la historia social, cotidiana y de los valores.

Se fundamenta en la voz directa y las remembranzas de quienes vivieron la Revolución desde puntos remotos y casi anónimos de la geografía del Estado de México. Ello permite poner a prueba, desde la microhistoria, algunos de los te-mas candentes del debate historiográfico como es el precisar cuáles fueron las razones del ocaso y derrumbe del viejo régimen. Muchos de los recuerdos aquí mostrados coinciden con las interpretaciones “clásicas” y “populistas”, pues hacen hincapié en las condiciones extremas en que vivían los campesinos, como los del pueblo de Capultitlán cuando trabajaban de peones en haciendas, sufriendo una explotación exagerada por los bajos salarios y maltratos físicos.

La idea central que hila esta investigación pone de relieve el alto costo social que, como toda guerra civil, implicó la Revolución. Las pala bras de los entrevis-tados van pintando este cuadro sombrío. En la voz de Froylán Rodríguez, quien naciera en 1905 en Capulaltenango “en medio de los montes y entre el azul del cielo y la claridad del río”, se vivie ron entonces “años muy difíciles que dejaron algo dentro de nosotros; era como entrar a una pesadilla de la cual no podíamos salir”. Las enfermedades azotaron a la región: la peste, el tifo y la influenza es-pañola mataron a miles de campesinos. La leva que practicaban muchas de las facciones en pugna obligaba a los más desamparados de la sociedad a luchar sin siquiera “saber por qué peleaban”. Se vivía bajo un temor extremo a los atrope-llos sistemáticos –robos, saqueos, incendios, golpes, violaciones, ejecuciones, et-cétera– que practicaban casi todos los ejércitos, guerrillas y bandoleros que aso-laban estas tierras. La multiplicación de casos concretos da riqueza y colorido a este libro. Botón de muestra es el pueblo de Ayotzingo, que fue quemado dos veces por tropas carrancistas. Estos eventos no sólo dejaron una viva impresión de los típicos fusilamientos y violaciones, sino además los agravios simbólicos o morales como la quema de iglesias y, lo que se recuerda como un ultraje mayor, cuando los santos fueron desnudados y robados.

Por encima de esto, estaban las calamidades propias del dislocamiento en la producción y el comercio: la terrible carestía de productos esenciales y el hambre que llevó a muchos al debilitamiento y la muerte. Los sobrevivientes recuerdan también consecuencias menos dramáticas de la guerra, como la forma en que se acentuó la ignorancia y el analfabetismo, pues muchas escue las casi desapa-recieron por las necesidades económicas y el temor de los padres a enviar a sus hijos a las aulas.

Pero no todo era sufrimiento pasivo. Al contrario, la investigación de José Antonio Gutiérrez Gómez muestra una serie de estrategias de sobrevivencia y

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mecanismos de resistencia que hubieron de utilizar los habitantes de la zona para ir paliando la guerra, como la habilidad para esconderse y evadir la leva, la deserción de las fuerzas armadas y las típicas y falsas promesas de lealtad a cualquier grupo que ocupase coyunturalmente algún pueblo o hacienda.

Tampoco toda la experiencia revolucionaria fue negativa. Se aprecian pince-ladas de cómo levantó esperanzas y hasta certezas en la posibilidad de construir una sociedad más justa y humanitaria, como lo demuestra la lectura y entu-siasmo que motivaran las promesas del grupo maderista de Aquiles Serdán, o la reputación bien ganada de algunos generales zapatistas de los cuales “se oía decir” que eran buenos, que repartían la tierra y ayudaban a los necesitados.

No sólo se exponen los mecanismos y razones por los cuales los campesinos ingresaban a la contienda, sino también las evaluaciones concretas de los jefes de armas, autoridades de pueblos y municipios, gobernadores y presidentes. Se analizan sus ideales y la perseverancia en alcanzarlos, así como asuntos de ma-yor gravedad: el comportamiento real, diario y cotidiano de líderes y gobernantes hacia los pobladores. Así sabemos de los sinsabores que provocó el olvido de las promesas revolucionarias cuando dirigentes, como Madero, llegaban al poder; la admiración por la constancia y rectitud de Zapata en su lucha por la tierra; o por aquellas pocas fuerzas armadas que no cometían desmanes en las poblacio-nes que tomaban, como las zapa tistas al mando de Jesús Salgado. También se recuerdan los intentos modes tos de algunos gobernantes por mejorar las condi-ciones de los pueblos, y cómo éstos solían quedar cortos de las verdaderas ne-cesidades de la población: por ejemplo, las escuelas fundadas por el gobernador carrancista Pascual Morales, o bien la restitución de tierras a ciertos pueblos y la entrega de lotes urbanos que realizara el gobernador zapatista Gustavo Baz a obreros que demostraran ser honrados y no alcohólicos.

En suma, El impacto del movimiento armado en el Estado de México (1910-1920) constituye una importante aportación a nuestro conocimiento del signi-ficado profundo y humano que tuvo la Revolución Mexicana, más allá de los planes, héroes y líderes, y más cerca del hombre de carne y hueso. Los historia-dores de todas las épocas y de todos los grupos humanos tenemos límites muy precisos al anhelo de adentrarnos en la compleja red de sentimientos, pensa-mientos y afanes de nuestros personajes. Este libro arroja luz en esa intrincada problemática.

romana falcón

El Colegio de México

Prólogo

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INTRODUCCIÓN

Por su particular contenido y desarrollo, así como por la herencia institucio-nal e ideológica que nos legó a lo largo del siglo XX, la Revolución Mexicana

es, sin lugar a dudas, uno de los movimientos sociales con mayor trascendencia en la historia de nuestro país.

Entre sus peculiaridades sobresale que, una vez iniciado el movimiento armado, al mismo tiempo comenzaron a aparecer textos –ensayos y narraciones– que daban testimonio de él desde los más diversos puntos de vista y que de algún modo trataban de explicarlo. A este afán de dilucidar en qué consistió realmente la Revolución Mexicana, todavía no se le ven signos de agotamiento. Evidentemente, hay numerosas y profundas divergencias en las concepciones de quienes han escrito sobre ella: algunos la consideran como una revolución bur-guesa y otros como una revolución campesina. Incluso, hay quienes des cartan la noción de revolución, como históricamente se le conoce, y prefieren la de re-belión para referirse a los acontecimientos (políticos, sociales y bélicos) que se suscitaron en México, a partir de 1910.

La Revolución no fue sólo un movimiento uniforme, sino más bien una serie de levantamientos y revueltas locales, dispares en sus motivaciones y metas. Por ello, para su estudio es necesario, y a la vez complejo, captarla en toda su heterogeneidad.

Esta pluralidad de luchas que constituyeron el movimiento revolucionario (la de Francisco I. Madero por la democratización política, o la agrarista de Zapata, por mencionar las más ilustrativas) generó, por un lado, la ausencia de un resor-te ideológico único –como sí lo tuvo la Revolución Rusa, casi simultánea a la mexicana–; esto se resolvió parcialmente cuando Venustiano Carranza, al frente de los constitucionalistas, encauzó el movimiento revolucionario y promul gó la actual Constitución, en donde se canalizaron algunas de las demandas origi-nales del levantamiento contra el régimen porfirista. Precisamente este hecho propició el resultado victorioso que al final obtuvo Carranza, además de los evi-dentes: haber contado con un ejército mejor preparado y disciplinado, más esta-

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blecido, y con el apoyo de los Estados Unidos, que permitió la institucionaliza-ción de un Estado revolucionario.

Por otro lado, las diversas sublevaciones que se sucedieron de 1910 a 1920 produjeron un vacío de poder que en muchas ocasiones se tradujo en actos van-dálicos sobre las poblaciones. Esto se debió a que el gobierno maderista y las autoridades subsiguientes no pudieron concertar a los distintos grupos arma-dos que habían surgido en el país. Como otro factor debe considerarse la gran ausencia de comunicación entre las numerosas comunidades de la República –aquí viene al caso la labor de difusión que de la Revolución y sus propósitos realizó Gustavo Baz, en el sentido de dar a conocer a los campesinos surianos su mensaje ya que en muchos campamentos desconocían con certeza el objeti-vo del movimiento armado–. Por ello, nuevamente, el movimiento no fue único ni consecuente.

En lo que parecen coincidir muchas de las interpretaciones que se han efec-tuado sobre la Revolución es en su sello popular agrario, debido al origen social de la mayoría de quienes tomaron parte en ella y los conflictos que los llevaron a abolir al gobierno porfirista (Introducción a Revolución y caciquismo. San Luis Potosí, 1910-1938, de Romana Falcón).

Por tratarse de un asunto tan extenso se corre el riesgo de ver al movimiento sólo en abstracto y caer en tendencias calificadoras. Lo más práctico es abocarse en un aspecto preciso o en una región concreta para llegar a conclusiones espe-cíficas; rescatar los elementos particulares –aunque no necesariamente privati-vos– cotidianos, inmediatos, que sirven para ilustrar el impacto y la trascenden-cia que realmente tuvo la Revolución en un sector determinado.

La presente investigación surge de un interés y esfuerzo personal de algunos años atrás, ya desde la tesis de licenciatura en Historia presentada en 1987, por conocer –y mostrar– el impacto, la influencia o las repercusiones importan-tes reales e inmediatas del movimiento armado, concretamente en la población del Estado de México, de 1910 a 1920, a través del paso de los rebeldes y de las tropas federales por las ciudades, pueblos, haciendas, ranchos y rancherías de la entidad, y exponer cuáles fueron las condiciones sociales y económicas en el estado como producto de la insurrección, dado que por lo regular se habían abordado los temas que hacen referencia a los grandes acontecimientos políticos o económicos, pero pocos hablan sobre lo que pasaba con los habitantes de las localidades estatales.

Este texto se une a los múltiples estudios que se han escrito sobre la Revo-lución Mexicana, incluso sobre nuestro estado, ya sea de manera general o es-pecífica, como los de Rodolfo Alanís Boyso, El Estado de México durante la Revo-

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lución Mexicana (1910-1914) e Historia de la Revolución en el Estado de México (los zapatistas en el poder); el Diccionario biográfico e histórico de la Revolución Mexicana en el Estado de México, cuyo coordinador fue Roberto Blancarte, edita-do por El Colegio Mexiquense y el Instituto Mexiquense de Cultura; de Ricardo Ávila Palafox, ¿Revolución en el Estado de México?; La Revolución en el Estado de México, de José Ángel Aguilar; El zapatismo en el Estado de México, de Elisa Es-trada; Toluca de ayer (tomo I), de Gustavo G. Velázquez; Historia del Estado de México, de Alfonso Sánchez García; El Valle de Bravo histórico y legendario, de José Castillo y Piña, y Apuntes sobre la Revolución en Tenancingo, de José Helio-doro López, entre otros.

Este estudio pretende proporcionar elementos para el conocimiento y com-prensión del impacto del movimiento armado en la población mexiquense. Con esto se busca enriquecer la historiografía estatal; sin ser un estudio exhaustivo, es un esfuerzo por entender la lucha más significativa del pueblo mexicano en el siglo pasado. Para ello, intenta presentar la historia de una forma accesible y amena, por lo cual se evitó en lo posible el exceso de notas; referencias detalla-das de la investigación podrán localizarse al final, en la bibliografía.

Con el fin de complementar la información sobre los distintos avatares duran-te la lucha revolucionaria y sus repercusiones, se recurrió a fuentes documen-tales, bibliográficas y orales. Se apeló a la entrevista de personas que estuvieron presentes en el movimiento por considerarse que es de las últimas oportunida-des que se tienen para rescatar esos recursos directos. Además, porque de esa manera se pueden apreciar los testimonios que hablan de alegrías, sufrimientos y motivaciones de aquellos que, sin ser héroes ni villanos, ayudaron a conformar la historia. Muestran, más que el análisis y el recuento, el registro vivencial de los acontecimientos revolucionarios. La perspectiva es en carne propia, parcial, pero lleva, como punto de vista que es, a la construcción de un panorama ma-yor, más humano, específico e inmediato, de lo que fue la Revolución.

Para apreciar la evolución de los eventos revolucionarios, la investigación se presenta en un orden cronológico: el primer capítulo habla sobre los grupos so-ciales que existían en México, las primeras manifestaciones de inconformidad y brotes de malestar en la población; los datos geográficos y estadísticos del estado en 1910, un panorama de la administración de Fernando González y el inicio de la Revolución. El segundo capítulo expone los ataques que sufrieron las pobla-ciones de la entidad durante las administraciones maderista, huertista y zapa-tista, y qué medidas se tomaron para contrarrestarlos, así como las principales acciones de los gobernadores que estuvieron al frente de 1911 a 1915. El tercer capítulo comprende el periodo constitucionalista (fines de 1915 a 1920): sus pri-

Introducción

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meros pasos, ataques zapatistas y carrancistas, la administración del general Agustín Millán, la influenza española, los gobiernos interinos... El último capítu-lo, inspirado en la lectura de Mi pueblo durante la Revolución, editado por el Ins-tituto Nacional de Antropología e Historia, contiene los testimonios de distintos personajes que participaron en forma directa o simplemente presenciaron la Re-volución. Sus ángulos están también determinados por el municipio desde donde narran sus experiencias. Está dedicado a la historia oral y representa una de las mayores aportaciones de esta investigación; es decir, es la historia contada por sus actores y protagonistas, aunque en ella nunca está dicha la última palabra.

Finalmente, quiero expresar mi agradecimiento a la Secretaría de Cultura y a la Subdirección de Bibliotecas y Publicaciones, de manera especial a cada uno de los integrantes del equipo editorial que lo conforman, por el invaluable apoyo que me brindaron para que la reedición de este libro fuera posible. Por-que representa un gran logro, en virtud de que la mejor manera de trascender es a través de las obras y forma parte importante de la vida, y es la aportación que uno como historiador de la Revolución Mexicana puede compartir con los demás. También expreso mi gratitud infinita a todas aquellas personas que con su comprensión y entusiasmo me estimularon en la consumación de este apa-sionante trabajo.

José antonio GutiérrEz GómEz

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ANTECEDENTES

ETAPA PRERREVOLUCIONARIA

Grupos socialEs En méxico

A principios del siglo XX, después de haber transcurrido veinte años del régi-men porfirista en México, ya estaban definidos los sistemas de privilegios

que favorecieron a los grandes terratenientes, comerciantes e inversionistas ex-tranjeros, quienes se encargaban de controlar la vida política, económica y social del país.

El respaldo era recíproco: los extranjeros habían apoyado económicamente a la nación para que saliera del atraso material en que se encontraba desde las tres últimas décadas del siglo XIX y, por su parte, Porfirio Díaz les brindaba am-plias facilidades para que manejaran la vida económica de México. Bajo estas circunstancias, dichos grupos consolidaron su posición, de tal forma que se es-tructuraron socialmente de la siguiente manera: en primer plano se encontraba la aristocracia, formada por los hacendados, industriales, banqueros, comercian-tes mexicanos y de otras nacionalidades, principalmente españoles y franceses. Le seguían inversionistas ingleses y norteamericanos, dueños de compañías mi-neras o de industrias y, en menor proporción, también se encontraban invertidos capitales de otros países. Finalmente estaban algunos profesionistas, abogados o médicos destacados, quienes se habían colocado en el medio gracias a que eran simpatizantes del régimen porfirista.

En segundo lugar, estaba el grupo medio, compuesto por “abogados, inge-nieros y médicos con poca clientela, profesores normalistas, empleados en ofici-nas, dependientes de comercios y trabajadores calificados del ferrocarril”.1 Entre

1 Jesús Silva Herzog, Breve historia de la Revolución Mexicana. Los antecedentes y la etapa made-rista, pp. 46-48.

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estos profesionistas se localizaban grandes intelectuales que a la postre se con-vertirían, algunos de ellos, en dirigentes de la Revolución Mexicana.

Al final de esta pirámide de estratos sociales se ubicaban los artesanos, obre-ros, campesinos y trabajadores no calificados, que conformaban la mayoría de la población. Muchos de ellos vivían en la pobreza debido a la constante explota-ción que ejercían los propietarios de las fábricas y de las haciendas, obligándoles a trabajar más de doce horas diarias en condiciones deplorables e inhumanas. Un alto porcentaje de estos servidores eran analfabetos, característica que los ponía en situación todavía más desventajosa, ya que eso permitía que se apro-vecharan de ellos con mayor facilidad. Pero lo que no midieron los integrantes de la clase opresora, fue un factor muy importante y nada fácil de controlar: el hambre, que se iba extendiendo paulatinamente en toda la nación y que más tarde habría de acelerar la rebelión en contra del gobierno.

primEras manifEstacionEs En contra dEl GobiErno

A mediados de 1906 comenzaron a presentarse demostraciones de inconformi-dad en contra de la opresión que ejercían tanto el gobierno como los hacendados y los ricos comerciantes, inquietudes que se dieron a conocer a través de diversos documentos en los que se plasmaron proyectos que repercutirían en la vida na-cional, tales como el Programa del Partido Liberal que fue elaborado el 1.° de julio de 1906 por un grupo de intelectuales encabezados por Ricardo Flores Magón; en él se contemplaban reformas sociales, políticas y económicas; por ejemplo, en el aspecto educativo se señalaba que debía existir un especial cuidado en la educación de la niñez porque de esto dependía la grandeza de los pueblos y el desarrollo integral de la sociedad. También se decía que era necesario impartir la enseñanza de artes y oficios en las escuelas primarias para que el niño apren-diera alguna tarea manual la cual, en un futuro, le facilitaría obtener fondos para vivir. Por otra parte, se consideraba que las escuelas del clero eran un obstáculo para la democracia porque únicamente se dedicaban a llenar de prejuicios a los niños para que aborrecieran los ideales liberales de la nación.

Otro punto importante era el reconocimiento de los derechos del trabajador y la dignificación de su vida, que había sido reducida a condiciones miserables. La pobreza obligaba al obrero a laborar más de doce horas diarias a cualquier precio y sin oportunidad de pedir más sueldo o tratar de rebelarse porque era sometido a innumerables castigos por parte del patrón. En iguales o peores con-diciones se encontraba el jornalero del campo quien estaba sujeto a la voluntad

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del hacendado y no percibía salario en efectivo; se le daba, a cambio de su labor, maíz y frijol para que no se muriera de hambre. El peón además se mantenía en-deudado por medio de las tiendas de raya, donde solicitaba alimentos a crédito para subsistir, y como a consideración del hacendado los productos sobrepasa-ban el valor de lo que podían pagar los trabajadores, esto ocasionaba su perma-nencia de por vida en la hacienda.

Para solucionar esta situación, el programa proponía que lo más adecuado para el obrero sería una labor máxima de ocho horas diarias y un peso de sala-rio mínimo, de modo que este horario le permitiera ocupar algunas horas en dis-traerse o capacitarse, lo que redundaría en un mejor rendimiento en su trabajo. Los liberales proponían para el trabajador del campo la distribución equitativa de las tierras mediante la confiscación de aquellas que fueran ociosas, con el fin de que el jornalero pudiera comer el fruto de la tierra. A la vez, el documen-to contemplaba la creación de un banco agrícola para subsidiar a campesinos que no tuviesen dinero para trabajarlas. Se pensaba que el hecho de beneficiar al trabajador, productor de las riquezas, traería consigo un desarrollo nacional en todos los órdenes. Finalmente, todos los postulados que se planteaban serían legalizados a través de un congreso nacional que daría forma de ley al progra-ma, de cuyo puntual cumplimiento se encargarían los integrantes del partido y el pueblo mismo.

Otro documento que sin lugar a dudas tuvo singular importancia fue el Plan de San Luis Potosí, proclamado por Francisco I. Madero, en la ciudad del mismo nombre, el 5 de octubre de 1910. En él se declaraban nulas las elecciones para presidente y vicepresidente de la República, se desconocía el gobierno de Díaz y se nombraba presidente provisional a Madero. En el Artículo tercero se mencio-naba la restitución de tierras que deberían disfrutar miles de campesinos, a los cuales los hacendados habían usurpado sus terrenos. Este artículo prendió la mecha para la movilización de las masas, por comprender un interés común: la restitución de la tierra.

La inconformidad se dejó sentir, no únicamente a través de los escritos da-dos a conocer por los intelectuales revolucionarios, sino también se suscitaron acontecimientos de franca rebeldía por parte de los trabajadores del país, como las huelgas de Cananea, en Sonora, y la de Río Blanco, en Veracruz. Estos mo-vimientos se originaron a causa de que los patrones no quisieron aceptar las de-mandas de los obreros, quienes solicitaban básicamente la reducción del horario y aumento de salario. Desgraciadamente, en los dos casos se disolvieron a través de medidas violentas que causaron la muerte de varios trabajadores y que, de momento, frenaron bruscamente sus aspiraciones.

Antecedentes

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Los planes y programas elaborados por las diversas organizaciones políticas, así como el estallamiento de las huelgas mencionadas, representaron los prime-ros avisos de la inconformidad social y del desequilibrio político que se vivía en todo el país, y que poco tiempo después desembocarían en el movimiento arma-do que se inició en noviembre de 1910.

EL ESTADO DE MéXICO DURANTE LOS AñOS 1904 A 1911

datos GEoGráficos Estadísticos En 1910

Para la primera década del presente siglo, el Estado de México estaba comprendi-do entre los 18°, 8’, 20” y los 20°, 18’ y 53” latitud norte, y los 0°, 30’ y 1°, 13’, 5” longitud oeste del meridiano de México.

Los límites de la entidad se han conservado en la actualidad: al norte, con los estados de Querétaro e Hidalgo; al sur, con los estados de Guerrero y Morelos; al este, con los estados de Tlaxcala y Puebla; al oeste, con el de Michoacán; y al Distrito Federal, lo circunda por el norte, este y oeste. En aquel tiempo, el Esta-do de México contaba con una extensión de 240 kilómetros, 846 metros de norte a sur; y de 164 kilómetros, 439 metros de este a oeste. La superficie del estado comprendía 20 685 kilómetros cuadrados o miriáreas y 82 hectáreas, con una población de 989 510 habitantes, distribuidos entre los 16 distritos y 116 mu-nicipios que lo formaban.2

2 Los distritos y municipios que conformaban la entidad eran los siguientes: TOLUCA, comprendi-do por los municipios de Toluca, Almoloya de Juárez, Metepec, Temoaya, Villa Victoria y Zinacan-tepec; CUAUTITLÁN, integrado por Cuautitlán, Coyotepec, Huehuetoca, Teoloyucan, Tepotzotlán, Tultepec y Tultitlán; CHALCO, comprendido por las municipalidades de Chalco, Amecameca, Atlautla, Ayapango, Cocotitlán, Ecatzingo, Ixtapaluca, Ozumba, Temamatla, Tenango del Aire, Tepetlixpa, Tlalmanalco y Juchitepec; EL ORO DE HIDALGO, conformado por El Oro, Acambay, Atlacomulco y Temascalcingo; IXTLAHUACA, que agrupaba los municipios de Ixtlahuaca, Jiquipilco, Jocotitlán, Morelos y San Felipe del Progreso; JILOTEPEC, abarcaba Jilotepec, Aculco, Chapa de Mota, Polotitlán, Soyaniquilpan, Timilpan y Villa del Carbón; LERMA, incluía los municipios de Lerma, Ocoyoacac, Otzolotepec, San Mateo Atenco y Xonacatlán; OTUMBA, conformado por Otumba, Axapusco, Nopaltepec, Tecámac y Temascalapa; SULTEPEC, en cuya jurisdicción estaban Sul-tepec, Almoloya de Alquisiras, Amatepec, Texcaltitlán, Tlatlaya y Zacualpan; TEMASCALTEPEC, constituido por Temascaltepec, San Simón de Guerrero y Tejupilco; TENANCINGO, integrado por Tenancingo, Coatepec Harinas, Ixtapan de la Sal, Malinalco, Ocuilan, Tonatico, Villa Guerrero y Zum-pahuacán; TENANGO, conformado por Tenango, Almoloya del Río, Santa Cruz Atizapán, Calimaya, Capulhuac, Chapultepec, Jalatlaco, Joquicingo, Mexicalcingo, Rayón, San Antonio la Isla, Texcal-yacac y Tianguistenco; TEXCOCO, abarcaba Texcoco, Acolman, Atenco, Chiautla, Chicoloapan,

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la administración dE fErnando GonzálEz

A principios del siglo XX, México vivía bajo el sistema implantado por Porfirio Díaz desde hacía ya dos décadas. Por tal motivo, el Estado de México se mante-nía acorde con las políticas trazadas por el gobierno federal, las cuales eran apli-cadas por el gobernador José Vicente Villada, quien a pesar de ser gente de Díaz manejó con habilidad la administración estatal y atendió sin discriminación las necesidades planteadas por los habitantes del estado.

José Vicente Villada, ilustre gobernante mexiquense, murió repentinamen-te el 6 de mayo de 1904, víctima de neumonía gripal. Dos días después ante la tristeza de la ciudadanía de la entidad se realizó el entierro en el panteón mu-nicipal de la ciudad de Toluca al que asistieron entre 12 y 15 mil personas sin distingo de clases, desde obreros, estudiantes y profesores hasta funcionarios del más alto nivel.

Ante la necesidad de nombrar un sucesor, la legislatura estatal, por decreto número 48, el 18 de mayo de 1904 designó gobernador interino a Fernando Gon-zález, quien en agosto de ese mismo año resultó electo para concluir el periodo de Villada. Como la idea de Porfirio Díaz era perpetuarlo en el poder, González fue nominado gobernador constitucional el 7 de marzo de 1905, cargo que os-tentaría hasta mayo de 1911, ya que en marzo de 1909 fue reelegido.3

Durante los primeros años de su administración, Fernando González mantu-vo la línea trazada por su antecesor (quien dejó en buen estado los negocios pú-blicos). Se dedicó a recorrer varios distritos de la entidad con el objeto de aprove-char aquellos factores que sirvieran para crear e impulsar el desarrollo integral del Estado de México.

Chiconcuac, Chimalhuacán, La Paz, Papalotla, Teotihuacán, Tepetlaoxtoc, Tezoyuca; TLALNEPANTLA, integrado por Tlalnepantla, Coacalco, Ecatepec de Morelos, Huixquilucan, Jilotzingo, Naucalpan, Nicolás Romero, Iturbide, Zaragoza; VALLE DE BRAVO, constituido por las municipalidades de Va-lle de Bravo, Amanalco, Donato Guerra, Ixtapan del Oro, Otzoloapan, San José Malacatepec (hoy San José Villa de Allende), Santo Tomás de los Plátanos y Zacazonapan; y finalmente ZUMPAN-GO, con Zumpango, Hueypoxtla, Jaltenco y Tequixquiac. Concentración de los datos estadísticos del Estado de México en el año de 1910, Talleres de la Escuela de Artes y Oficios para Varones, p. 9.3 Fernando González estudió en el Colegio Militar. Posteriormente prestó sus servicios en la guerra yanqui y en la campaña de Yucatán, para pacificar a los rebeldes de aquellas tierras, durante ese tiempo logró varios ascensos. También fue jefe del Estado Mayor Presidencial de Porfirio Díaz e ins-pector de policía en el Distrito Federal, cargo que ocupaba antes de integrarse al ejecutivo estatal. Periódico La Democracia, Semanario de política, literatura y variedades, número 7, 13 de septiembre de 1908, p. 1.

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En cuanto a la educación, González procuró que se difundiera hasta los luga-res más apartados y otorgó el material necesario para su fomento, apoyando a las escuelas primarias, secundarias y de nivel profesional. Respecto a estas últi-mas, creó una escuela especial de jurisprudencia y autorizó la construcción del edificio para la Escuela Normal de Varones; estimuló a los profesores con un aumen to en sus percepciones y otorgó facilidades para que la mujer tuviera ac-ceso a todas las carreras. Sin lugar a dudas, todos estos esfuerzos contribuyeron al mejoramiento educativo.

Lamentablemente en otros aspectos las cosas andaban mal; las injusticias en el campo se incrementaron debido a que los hacendados y administrado-res se dedicaron a explotar y a maltratar a los peones. Entre tanto, en la ciu-dad, Fernando González trataba de aparentar su preocupación hacia los gru-pos desprotegidos a través de obras –que Villada instauró–, que llevaba a cabo la dirección de beneficencia y que consistieron en la creación del Hospital de Mater nidad e Infancia, la distribución de leche –programa de la institución Gota de Leche–, dotación de alimentos, sostenimiento de los hospitales de Toluca y Texcoco, así como de los hospicios de Zinacantepec, Toluca, Jocotitlán y Atla-comulco. También cada año se hacían dotes en favor de las huérfanas de la ciudad de Toluca.

El gobierno gonzalista atendió el ramo de salubridad pública, designando de-legados médicos en cada distrito del estado con el fin de ejercer un mayor control de los problemas de salud, en virtud de la aparición de enfermedades como el tifo, la viruela, el sarampión y la tosferina, la primera de las cuales cobró algu-nas víctimas en el municipio de El Oro, a causa de la defectuosa construcción de las barracas en donde vivían muchos de los habitantes.

Por otra parte, Fernando González trató de no descuidar las obras públicas de la entidad, poniendo especial atención en aquellas que Villada había dejado inconclusas, como los edificios del rastro y del Hospital de Maternidad e Infancia de la ciudad de Toluca.

Posteriormente se dedicó a proveer de lo necesario a localidades que así lo requiriesen, ya fuera la construcción de algún edificio público o la introducción de servicios. Así en 1908 se realizaron varias mejoras materiales en el estado: además de la Escuela Normal de Varones en el municipio de Toluca, se constru-yeron el mercado Hidalgo en el municipio de Calimaya, los palacios municipa-les de Temascalapa y de Tlalnepantla y se reformó el de Tecámac; en el pueblo de Santa Bárbara, perteneciente al municipio de Cuautitlán, se edificó un local para la escuela de niños y otro para la cárcel, se instaló el alumbrado público y se colocó el empedrado de las calles principales.

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General Fernando González, gobernador del Estado de México, 1904-1911.

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Para marzo de 1910, en el informe de gobierno que Fernando González rin-dió a la XXIII Legislatura local, expuso que los ramos de salubridad pública y educación continuaban su marcha normal y que, en cuanto a la seguridad pública, ésta se mantenía inalterable. Por su parte, el campo se vio seriamente afectado por las heladas que azotaron la entidad durante septiembre de 1909 y que ocasionaron una pérdida de $5 000 000. Los distritos más afectados fueron Texcoco, Otumba y Jilotepec; en segundo lugar, Chalco, Zumpango, Cuautitlán, Tlalnepantla, Ixtlahuaca y El Oro; en último lugar, Lerma, Tolu-ca y Tenango. Los distritos de Valle de Bravo, Temascaltepec, Sultepec y Te-nancingo quedaron a salvo. Dicho fenómeno provocó un aumento en el precio del maíz y el frijol que de hecho constituían la base alimenticia del pueblo del Estado de México.

Ante esta situación, el gobierno mexiquense solicitó autorización a la legis-latura para disponer de la suma de $200 000 de las reservas del tesoro muni-cipal con el objeto de invertirla en la importación de maíz. Pero a pesar de los esfuerzos del gobierno por tratar de solventar los problemas que vivía la enti-dad, éstos se incrementaban, sobre todo porque los campesinos y la gente me-nesterosa de las ciudades tenían que sortear serias dificultades para obtener los alimentos, tanto por la escasez como por la falta de recursos económicos. Además era imposible que con un préstamo tan irrisorio se pudieran atender las demandas de alimento, ya que contemplaba un 4% del total, en relación con las pérdidas.

Mientras el grueso de la población sufría privaciones, los poseedores de la ri-queza parecían ajenos al problema. Lo anterior se manifiesta en la celebración del onomástico del general Fernando González, a finales de mayo de 1910 en el palacio de gobierno, en donde se sirvió un excepcional banquete con menú fran-cés, muy común entre los grupos privilegiados de esa época.

Tres meses después se celebraban en el estado y en toda la República Mexi-cana, las fiestas del centenario de nuestra Independencia, con el afán de demos-trar a todos los países del mundo que México era una nación sólida y en ple-no desarrollo. Pero la realidad era otra, ya que no se debía hablar de progreso cuando la mayoría de la población se encontraba sumida en la pobreza y en la ignorancia y, pese a las fastuosas fiestas que se realizaron y a la supuesta tran-quilidad que reinaba en la entidad, se respiraba un ambiente de agitación e in-certidumbre en todos los grupos sociales.

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El inicio dE la rEvolución

Para mediados de noviembre, el Estado de México recibía los primeros avisos de lo que más tarde se convertiría en el movimiento revolucionario. El día 17, el secretario de Gobernación en turno, Miguel A. Macedo, informó al gobernador Fernando González que había noticias de que se preparaba un levantamiento político para fecha próxima y que, por acuerdo del presidente Díaz, se ordenara a cada una de las autoridades de la entidad que mantuvieran especial vigilan-cia en todas las localidades. Dos días después, González, preocupado ante tal comunicación y porque en la ciudad de Puebla los hermanos Serdán se habían declarado en contra del gobierno sosteniendo una pequeña batalla con fuerzas policiacas, recomendaba que si en sus jurisdicciones hubiera eco a tales desma-nes actuaran con la más severa energía contra quienes osaran romper el orden comprometiendo los intereses y la vida de los habitantes pacíficos.

Y así como la lluvia se expande con el aliento del aire, así sucedía con los rumo res acerca del merodeo de gente armada, el posible ataque a poblaciones o la existencia de arsenales de armas. Por otra parte, el desconcierto empezaba a reunir adictos. Tal fue el caso de los trabajadores de la Compañía Industrial de Hueyapan, productora de ladrillo ubicada en el municipio de Axapusco, quie-nes el 23 de noviembre de 1910 a las nueve de la noche abandonaron su trabajo porque se había propagado la noticia de que se les quería llevar en calidad de leva. Este tipo de murmuraciones ocasionaba que los empleados no se sintie-ran seguros en sus trabajos a causa de la situación inestable que se empezaba a manifestar y con desconfianza en el gobierno puesto que sabían que siempre se aprovechaba de ellos.

La incertidumbre y los momentos difíciles por los que atravesaba el país, y en consecuencia el estado, fomentaban entre la gente el miedo a ser atacados por revolucionarios. Por ejemplo, varios vecinos del distrito de Ixtlahuaca, a finales de noviembre, ante el temor de un ataque salieron de sus casas y se fueron a dormir a las barrancas y montes. Esto también ocasionaba que los transeúntes se imaginaran que eran malhechores. Por otra parte, mucho influían las supers-ticiones, que estaban a la orden del día, sobre todo con la aparición del cometa Halley durante ese año, del cual pensaban que traería funestas consecuencias. Pero la verdad era otra, lo que estaba pasando no era producto de un fenómeno celeste sino de la opresión del hombre por el hombre.

Las manifestaciones de inconformidad en contra del gobierno empezaban a verse de una manera más clara, como sucedió en la huelga de los operarios ale-manes de la fábrica La Cantabra, productora de vidrio ubicada en el municipio de

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Texcoco, quienes patrocinados por Joaquín Villada Cardoso, presentaron al jefe político del distrito de Texcoco, Adolfo Barreiro, un ocurso en el que expresaban que se habían lanzado a huelga porque no se les había concedido aumento de sueldo. Como respuesta, el representante del establecimiento industrial afirmaba que no se podía otorgar, puesto que sería violar el contrato que se tenía firmado. Por otra parte, el apoderado de la fábrica había remitido un oficio a la Secreta-ría General de Gobierno en el cual solicitaba la aprehensión de los sopladores de tubo de vidrio, a fin de que se les impusiera el castigo conveniente para evitar en lo sucesivo mayores problemas, en virtud de que un grupo de ellos se negaba a trabajar e incluso desfilaron por la ciudad armados y provocando alborotos.

Ante esto, el gobierno de la entidad giró instrucciones al jefe político del dis-trito para que realizara una junta con las dos partes, presidida por él para que se conciliaran los intereses de ambas, dado que un pleito judicial quitaría tiempo y dinero; además, que se les advirtiera que cualquier representación tumultuaria o escandalosa sería castigada severamente por esa jefatura. De esta forma, el gobernador Fernando González pretendía arreglar el conflicto lo más pronto po-sible, para evitar que trabajadores de otras fábricas imitaran ese movimiento y aprovecharan la coyuntura que se vivía; intentando sofocar las chispas de lo que en poco tiempo se convertiría en una hoguera de violencia y rebeldía.

Una de las estrategias que González utilizó fue tratar de alentar la confianza del pueblo en sus gobernantes, a través de una sugerencia discreta, pero obli-gatoria, que hacía a los jefes políticos del territorio estatal por medio de comuni-cados en donde les indicaba que secundaran la idea sobre el voto de confianza y adhesión al presidente de la República, y protestaran contra los actos revoltosos en algunos estados del país; además de que procuraran que las municipalidades de sus jurisdicciones remitieran una copia del mensaje de apoyo al periódico El Imparcial para su publicación.

Las manifestaciones a favor del gobierno de Porfirio Díaz y de Fernando Gon-zález no se hicieron esperar como se puede apreciar en el documento que remitió el jefe político del distrito de Chalco, Agustín Muñoz de Cote, al gobernador de la entidad; en él comunicaba que los trece municipios que componían su distrito habían acordado protestar contra los escándalos verificados para perturbar la paz y por tanto patentizaban su confianza en Porfirio Díaz para sofocar asona-das, las cuales se consideraban antipatrióticas e ilegales, dado que la actitud de rebeldía mostrada por los insurrectos violaba la voluntad soberana del pueblo demostrada en los últimos comicios.

Otro caso similar que se presentó, a finales del turbulento año 1910, fue el de los vecinos del distrito de Ixtlahuaca, los cuales, según informe del jefe políti-

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co Juan B. Argüelles, habían realizado una gran manifestación popular en favor de Porfirio Díaz y Fernando González. Pero, de hecho, la iniciativa fue del jefe político en virtud de los constantes rumores que existían del merodeo de gente armada por su jurisdicción y con el fin de tranquilizar los ánimos y el temor de la gente.

Para 1911, el movimiento revolucionario en la entidad iba cobrando mayor fuerza, no tanto como en el norte del país, pero dejaba sentir su presencia. Los rumores y las noticias sobre algunos levantamientos armados contribuían al desarrollo de los acontecimientos. Un caso ilustrativo fue el del jefe político de Temas caltepec, Manuel Martínez, quien le comentaba al secretario general de go-bierno que la persecución de bandidos sin fundamento alguno ocasionaba temor en las poblaciones por donde transitaban, y agregaba que desde hacía algunos días la fantasía y un miedo no infundado en el distrito de Valle de Bravo venían perjudicando a la población, ya que únicamente se inventaban noticias fabulosas que carecían de veracidad pero que ocasionaban alarma entre la gente.

No todo era fantasía y temor; cada vez se veía con más claridad la inconfor-midad del pueblo, como lo demuestra el hecho suscitado a inicios de marzo de 1911, cuando el cuerpo obrero libre lanzó una proclama que tenía como en-cabezado: “Viva Madero, abajo el mal gobierno”. Ese documento expresaba su descon tento hacia el gobierno constituido, por haber actuado ilícitamente en los comicios de mediados de 1910 y por cometer arbitrariedades en contra del “pobre pueblo” a quien no se le daba oportunidad de reclamar sus derechos. Además, los obreros consideraban necesario derribar al gobierno porque se había conver-tido en verdugo del pueblo, señalando que estaba integrado por dictadores, caci-ques y ladrones del derecho. El escrito era en sí una invitación a la población para impedir que se siguieran cometiendo tantos abusos y para que lucharan en favor de la paz, la libertad y la justicia. Aquí se puede apreciar cómo ya se empezaba a manifestar de una forma más clara y directa el malestar del pueblo hacia sus opresores.

Durante el primer trimestre de 1911 no se registraron manifestaciones de violencia en el estado. Sin embargo, a mediados de abril se comenzaron a perpe trar los primeros ataques a las poblaciones, como sucedió en el muni-cipio de Jalatlaco que fue ocupado por aproximadamente 300 hombres pro-cedentes del estado de Morelos, quienes a su paso por algunas rancherías se apoderaron de caballos y armas. Un día después, el general Fernando González recuperó dicha municipalidad y restableció las autoridades.

Un hecho parecido acontecido en el municipio de Malinalco, distrito de Tenan cingo, cuando la noche del 21 de abril, 20 bandoleros asaltaron la po-

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blación; se llevaron armas e incendiaron el palacio municipal y la receptoría de rentas; varias personas resultaron dañadas. Al otro día, 50 sediciosos entraron a la población y exigieron armas, caballos y dinero, pero como la mayoría de la gente era pobre, no obtuvieron respuesta positiva. Dos días después el capitán Ricardo Guzmán, de las fuerzas del estado, tomó posesión de la plaza para evitar que se cometieran más abusos.

El desconcierto que iba generando el movimiento revolucionario se dejaba sentir cada vez más y a pesar de que la revuelta maderista no tuvo muchos adeptos en la entidad, sirvió para estimular y coadyuvar al despertar del pue-blo, obviamente influido por los estados circunvecinos, sobre todo el de Morelos.

Posteriormente, la inclinación y simpatía por el maderismo empezó a dejarse ver entre algunos de sus habitantes, como fue el caso de los vecinos del distrito de Valle de Bravo, los cuales realizaron una manifestación a favor de Madero y demandaron la destitución de las autoridades locales.

De igual forma aconteció en el municipio de Atlacomulco, perteneciente al distrito de El Oro; el 18 de mayo de 1911, una vez que los maderistas invadie-ron la población, junto con la gente del pueblo recorrieron varias calles acom-pañados por notas musicales y a propuesta de los vecinos nombraron nuevo ayuntamiento.

Durante la mayor parte de mayo la actividad sediciosa fue constante; mu-chos municipios fueron afectados por el paso de los rebeldes; éstos se dedicaban a quemar los archivos, destruir parte de los palacios municipales, derrumbar puentes para evitar el paso de tropas de gobierno y, en ocasiones, robar caballos y pedir dinero a los vecinos de las localidades. Es importante hacer notar que no todos los rebeldes actuaban de buena fe, varios de ellos se aprovechaban de la situación para obtener beneficios materiales. Además, influyó bastante el hecho de que el movimiento revolucionario en la entidad fue muy localista y careció de una coordinación efectiva que le permitiese aplicar y hacer que se obedecieran los postulados del Plan de San Luis. Pero, a pesar de ello, quedaba latente el de-seo de lograr un cambio en la situación tan desfavorable en que se encontraban los campesinos y trabajadores durante aquellos años.

Mientras tanto a nivel nacional, el país vivía momentos importantes que ha-brían de cambiar las cosas. El 21 de mayo de 1911 se firmaron los tratados de Ciudad Juárez, a través de los cuales se pactaba el armisticio entre las tropas del gobierno y las revolucionarias, por lo que estas últimas deberían ser licen-ciadas en la medida en que se fuera garantizando el orden en los estados. Las negociaciones frenaron las hostilidades por el momento; a su vez perjudicaron a los revolucionarios, ya que las condiciones que se expresaban en la tregua no

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les eran del todo favorables porque ellos habían de desmantelar su ejército, en tanto que las fuerzas federales que defendieron la dictadura quedaban intactas.

La actitud que asumió Madero al respecto fue equivocada, en virtud de que no combatió al porfirismo de raíz, dando así oportunidad de que siguiera haciendo de las suyas. Cuatro días después, ante la gran presión ejercida por la Revolu-ción, renunciaron Porfirio Díaz y Ramón Corral a la presidencia y vicepresidencia de la República Mexicana, respectivamente. Por su parte, Fernando González, quien era fiel servidor de Díaz y que formaba parte de la estructura dictatorial que había sido derrotada, renunció ese mismo día a la gubernatura estatal.

Se puede considerar que la política nacional se reflejó claramente en el Es-tado de México durante los escasos siete años que Fernando González estuvo al frente de él, en virtud de que imitó a Díaz en cuanto a la aplicación de privilegios, sin importarle la difícil situación por la que atravesaban los campesinos, obreros y artesanos de la entidad. González quiso mostrar cierta preocupación por los grupos de beneficencia, pero nunca estableció medidas de beneficio social que mejoraran el nivel de vida. Asimismo, trató de continuar con la línea trazada por su antecesor, José Vicente Villada, pero resultó imposible, ya que no poseía ni la habilidad política ni el espíritu emprendedor de aquél.

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MADERISMO, HUERTISMO Y ZAPATISMO

EL MADERISMO

Una vez derrotada la dictadura porfirista y de acuerdo con lo estipulado en los Tratados de Ciudad Juárez, Francisco León de la Barra fue nombrado

presidente interino de la República Mexicana. Durante los cinco meses que estu-vo al frente de la nación, no hizo más que contrarrestar el avance de los ideales revolucionarios a través del divisionismo que fomentó entre el grupo revolucio-nario, lo cual ocasionó que éste se fuera desintegrando paulatinamente.

Francisco I. Madero apoyó las decisiones implantadas por el presidente in-terino, quizás con la intención de conciliar intereses entre los exporfiristas y revolucionarios, pero lo cierto es que su postura trajo como consecuencia el de-rrumbe de la confianza de sus compañeros, quienes vieron con desilusión las medidas que adoptó. Por otra parte, el licenciamiento de las tropas revolucio-narias que se acordó en los mencionados tratados ocasionó malestar y resen-timiento entre los revolucionarios, ya que dicha acción les hacía parecer como los vencidos y al ejército federal como triunfador, en virtud de que tendrían que deponer las armas y regresar a sus casas sin obtener beneficio alguno.

Mientras tanto, en el Estado de México, después de la renuncia del general Fernando González, quedó como gobernador interino Rafael M. Hidalgo, quien adoptó una política de conciliación y llevó a cabo algunos licenciamientos de tro-pas revolucionarias, como las comandadas por Prócoro Dorantes, los hermanos Miranda, Antonio Zavaleta y Francisco Javier Llanas.

Durante el tiempo que Rafael M. Hidalgo estuvo al frente de la entidad –25 de mayo al 9 de octubre de 1911–, del gobierno federal se expidieron medidas tendientes a restablecer el orden social. Una de ellas fue la circular que el se-cretario de Gobernación, Emilio Vázquez Gómez, dirigió a todos los goberna-dores de la República, en la que manifestaba que debido a que la mayoría de los disturbios existentes en el país obedecía a la falta de trabajo y al hambre de mucha gente, les pedía hacer un llamado al patriotismo de los capitalistas,

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comerciantes, industriales, mineros y agricultores para que pusieran en movi-miento sus negocios y llamasen al mayor número de empleados, a fin de que aquellos individuos que dejaron sus trabajos para empuñar las armas tuvieran en qué ocuparse.

Desafortunadamente, los primeros resultados que trajo consigo la Revolu-ción fueron desfavorables para los campesinos y obreros que se lanzaron a la lucha, ya que ahora se encontraban en peores condiciones que antes de que se iniciara. Los campesinos, por andar en la Revolución, no sembraban y carecían de comida y vestido –usaban ropa “destirlangada”–,4 pues, al no haber produc-ción en el campo, los precios de los productos emanados de esa actividad au-mentaban sin medida. Los obreros también sufrían las consecuencias al no te-ner dónde trabajar; por ejemplo en el municipio de Zacualpan fueron cerradas las minas del Alacrán y Guadalupe, ante el temor de los dueños de que los re-beldes atacaran sus propiedades, o bien, incitaran a los trabajadores para que se rebelaran en su contra.

Los hilos de la historia se entretejían lentamente ante la creciente ansiedad de los que habían combatido en busca de mejores condiciones de vida, y se man-tenía en alto el apoyo hacia Madero, quien representaba las aspiraciones del pueblo mexicano.

Entre los habitantes del Estado de México también estaba latente el apoyo hacia el Apóstol de la Democracia; claro, no como lo tuvo el zapatismo en More-los o entre los mismos mexiquenses, como se verá más adelante, pero de algu-na manera los postulados que defendió Madero repercutieron en varios puntos de la entidad, como ocurrió en la municipalidad de Jilotepec la noche del 16 de junio de 1911, cuando los empleados de la casa de comercio de Francisco Bui-trón organizaron una manifestación bajo el grito de “Viva Madero” atrayendo a todo el pueblo. Mientras tanto, el jefe político del distrito de Jilotepec, al no responsabilizarse ninguno de los individuos participantes, procedió a disolver-la. Al otro día del suceso, en las calles de la ciudad circularon pasquines que contenían la siguiente leyenda:

En la ciudad de Jilotepec el día 16 de junio de 1911, comenzó una manifestación de obreros y porque gritaban “¡Viva Madero!”, al pronto aparecieron varios caciques con pistola en mano y entre ellos aparecía uno que no es hijo de la población y va-liéndose de su embriaguez, sacó la pistola y con ella misma le ha dado de culatazos

4 Entrevista realizada a Froylán Rodríguez Díaz, originario del municipio de Sultepec.

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Francisco León de la Barra y el grupo antirreleccionista “Benito Juárez” del Estado de México.

Maderismo, Huertismo y Zapatismo

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a un obrero que trabajaba en el palacio municipal. En el principio nos causó indig-nación, pero ya lo sabemos que no lo hacían ellos, lo hacía la cerveza y el xheri de la casa de los caciques. Mándenme a la cárcel.

Uno que no tiene miedo.

Según el jefe político los anónimos nada tenían de cierto, ya que él estaba seguro de que eran obra de Ezequiel Valverde, de quien el gobierno ya sabía que era una persona que se ocupaba de armar alborotos. Pese a estas afirmaciones, las muestras de simpatía por la causa maderista eran evidentes, sobre todo por-que el pueblo pretendía hacer valer sus derechos, que por más de treinta años –tiempo que duró el porfiriato– habían sido ignorados.

No sólo había manifestaciones a favor del maderismo, sino también por la situación económica que se vivía en casi todo el estado, la escasez de trabajo y el alza del precio del maíz se provocó el descontento en los grupos desprote-gidos que veían así la manera de exponer sus inquietudes. Como sucedió en el municipio de Temascalcingo, cuando gente de esa población comandada por Jesús Mercado y Leandro Cruz pretendió realizar una manifestación durante la primera quincena de agosto de 1911, para que los comerciantes le vendie-ran suficiente maíz a bajo precio, de lo contrario los lugareños amenazaban con apedrear los comercios y colocar dinamita en la presidencia municipal y en el reloj público. Para desgracia de los manifestantes, Leandro Cruz se adelantó a lo planeado y fue aprehendido por las autoridades del ayuntamiento, quienes al descubrir lo que tramaban, tomaron las medidas de seguridad pertinentes para evitar cualquier desaguisado. A pesar de que no hubo ninguna declara-ción abierta de su inconformidad, quedaba el testimonio de que el pueblo tenía hambre y deseo de justicia.

Como respuesta a las inquietudes propias de la población, Andrés Molina Enríquez publicó, el 23 de agosto de 1911, el Plan de Texcoco, que tenía por ob-jeto desconocer el gobierno interino del presidente Francisco León de la Barra y suspender el orden constitucional hasta que las fuerzas revolucionarias esta-blecieran pleno dominio en todo el país. Asimismo, declaró el “fraccionamien-to de latifundios”, la regularización de los salarios. Con esto, Molina Enríquez pretendía dar a la Revolución un carácter social, aspecto que Madero empezaba a olvidar.

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ataquEs a poblacionEs dE la Entidad durantE El GobiErno dE manuEl mEdina Garduño

El 9 de octubre de 1911, el ingeniero Manuel Medina Garduño fue nombrado gobernador del Estado de México. A él le tocó enfrentar un sinnúmero de proble-mas económicos y sociales debido a que el movimiento revolucionario se exten-día poco a poco en todo el estado. El pueblo mexiquense sufría, víctima de las tropelías de las fuerzas revolucionarias y federales, y de los bandoleros que apro-vechaban la ocasión para hacer de las suyas. A finales de ese mes –día 23–, gru-pos zapatistas entraron al distrito de Chalco y atacaron las localidades de Ju-chitepec, Tenango, Temamatla, San Pablo Atlazalpan, hacienda de la Asunción y Ayotzingo; robaron caballos, armas, dinero, objetos, ropa y cuanto encontraron. En Milpa Alta incendiaron la población. Cuatro días después en el distrito de Tenango, particularmente en el municipio de Joquicingo, penetró una partida de cuarenta bandoleros que disparaba al grito de “¡Viva Madero! ¡Viva Zapata!”. Posteriormente se dedicaron al saqueo, recogiendo dinero, ropa, armas, caballos y quemando el archivo.

El pueblo no únicamente tenía que sufrir los ataques de los diversos grupos armados, sino también soportar el abuso de las autoridades locales; fue el caso de los habitantes del municipio de Valle de Bravo, quienes un año después de haberse iniciado el movimiento revolucionario solicitaron al gobernador Medina Garduño, a través de las autoridades municipales, la supresión de los jefes polí-ticos. Esta petición se debía a que quien se desempeñaba como tal en el distrito de Valle de Bravo, Jesús Ballesteros, se había dedicado durante cierto tiempo a encarcelar inmoderadamente a la gente proletaria, principalmente los domingos, cuando los vecinos de las comunidades cercanas a la ciudad acudían al merca-do, o para cumplir con sus deberes religiosos.

El ayuntamiento de la localidad consideró en algún momento que, dada la gran cantidad de ciudadanos que era conducida a la cárcel, posiblemente la po-licía tenía la consigna de aprehender a un determinado número de lugareños. Pero dicha situación obedecía a que el jefe político se ponía de acuerdo con el tinterillo –especie de secretario del ministerio público– para estafar a la gente indefensa, que en ocasiones tenía que pagar hasta 200 pesos para no ser con-denada, por lo que se veía obligada a vender sus propiedades o utilizar algunos ahorros para cubrir la supuesta infracción. La asiduidad de estos actos ocasio-nó que los vecinos se abstuvieran de ir a la ciudad y que el comercio ambulante buscara otros mercados, agobiado por los impuestos y la falta de movimiento; obviamente, este tipo de decisiones afectaba la vida económica de la entidad, ya

Maderismo, Huertismo y Zapatismo

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que no contar con los impuestos que originaba el mercado de Valle de Bravo sig-nificaba un descenso en los ingresos del estado.

Para diciembre de ese año, la actividad revolucionaria continuaba su marcha y al mismo tiempo se mantenía el acoso a las poblaciones, sobre todo en los dis-tritos de Chalco, Temascaltepec, Sultepec, Valle de Bravo, Tenango y Tenancin-go, por su cercanía con los estados de Guerrero y Morelos. En este último dis-trito se dieron dos asaltos por parte de grupos zapatistas; el primero el día 18, cuando se presentaron en la hacienda de Jalmolonga cerca de ochenta hombres, de donde se llevaron caballos, rifles y cien pesos. Un día después, la noche del 19 de diciembre, cerca de cien zapatistas entraron al pueblo de Atzingo, del cual extrajeron catorce caballos y saquearon varias casas.

Las acciones anteriores demuestran que a pesar de que el levantamiento za-patista se apoyaba en el Plan de Ayala –el cual tenía como objetivo principal la restitución de las tierras que habían sido usurpadas por los hacendados, e in-cluso expropiar aquellas que estuviesen monopolizadas–, en muchas ocasiones no respetaban el origen del movimiento y se dedicaban a robar, con el pretexto de hacerse de pertrechos de guerra para mantener el movimiento armado.

Para 1912 la situación en la entidad era cada vez más difícil, por la impoten-cia del gobierno estatal para controlar las acciones bélicas que se desarrollaban a lo largo y ancho de su territorio. El 3 de enero, el jefe político del distrito de Chalco, Fernando Poucel, informó al secretario general de gobierno, Fernando González Medina, que Ecatzingo había sido asaltado por más de 500 hombres –no se especificaba su filiación– y que a pesar de la defensa que hicieron el des-tacamento y algunos voluntarios, fueron saqueados unos tendajones e incendia-da la casa de Severo Carmona. El día 13 entraron los zapatistas a Almoloya del Río exigiendo armas y dinero; algunos de ellos se dedicaron a buscar caballos en la población y animales en el campo, con el objeto de hacerse de alimentos.

Para contrarrestar las múltiples depredaciones cometidas por los rebeldes y con el afán de tratar de controlar el movimiento revolucionario, el 22 de enero, Manuel Medina Garduño dio a conocer el decreto emitido por el presidente de la República Mexicana, Francisco I. Madero, a través del cual se suspendían las garantías otorgadas en la Constitución federal. Este decreto iba dirigido a los salteadores de caminos que dañaran las vías férreas, los que destruyeran las lí-neas telegráficas, los que cometieran el delito de robo o ataque a una población, finca rústica o industrial. Para todos ellos, el Artículo tercero expresaba que se-rían castigados con la pena de muerte.

En febrero, Madero declaró en la capital del país, en el periódico Nueva Era, que los comentarios que se hacían en relación con la supuesta debilidad de su

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Restos del tren que fue volado por los zapatistas en Ozumba, como parte de los ataques perpetrados en el distrito de Chalco, octubre de 1911.

Los federales derrotan a los zapatistas en Amecameca, distrito de Chalco, octubre de 1911.

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gobierno eran infundados, o producto del desconcierto que querían causar los amigos de la dictadura; consideraba que el pueblo estaba apto para la democra-cia porque así se había demostrado en las elecciones que lo llevaron a ocupar la silla presidencial –octubre de 1911.

Afirmaba estar seguro de contar en cualquier momento con el apoyo de todas las clases sociales, excepto la de los políticos despechados, secundados por cier-ta parte de la prensa. Finalmente, expresaba que le preocupaba, por un lado, el hecho de que el zapatismo fuera cobrando grandes dimensiones, por lo cual ya estaba tomando medidas para controlarlo, como el envío del general Juvencio Robles con 700 hombres a pacificar el estado de Morelos; por otro lado, le preo-cupaba el problema agrario, el cual estimaba de difícil resolución en breve plazo. A ese respecto, ya había presentado a la Comisión Agraria un proyecto brillante que serviría de base para el fraccionamiento de terrenos, lo que fomentaría la pequeña agricultura y, a su vez, ayudaría a remediar una de las grandes nece-sidades del país.

A finales de febrero, en el Estado de México, apareció un aviso dirigido a los jóvenes entre 18 y 22 años, para que tomaran parte en el sorteo y operaciones de reclutamiento –que no era otra cosa que la leva–. Quedaban exentos de este ordenamiento: los jóvenes que sostuvieran a su familia; los hijos de propieta-rios rurales incapaces de trabajar por sí mismos; los hijos de propietarios de fábricas y establecimientos industriales; los individuos que estuviesen en pose-sión de bienes raíces, establecimientos industriales o casas de comercio y, por último, los alumnos de las escuelas oficiales que se dedicaran al estudio de la ingeniería, medicina, abogacía, profesorado, comercio, bellas artes, instrucción preparatoria o de algún arte u oficio. Como se puede apreciar, esta medida afec-taba solamente a la gente pobre, como eran los hijos de campesinos, obreros y de aquellos que no tenían propiedades ni posibilidades de enviar a sus hijos a la escuela, cosa que debilitaba el ánimo de quienes habían forjado sus esperanzas en el maderismo.

En marzo, la preocupación por parte del gobierno federal ante las grandes di-mensiones que cobraba el movimiento armado en la entidad se hizo latente cuan-do el secretario de Estado y del despacho de Gobernación, Jesús Flores Magón, solicitó al gobernador del estado, Manuel Medina Garduño, un informe sobre el número aproximado de sublevados y las depredaciones que habían cometido en el territorio. En el distrito de Chalco el número de rebeldes que merodeaban por los municipios de Juchitepec, Tepetlixpa, Ecatzingo, Atlautla y Amecameca as-cendía aproximadamente a 600, los cuales se dedicaban a robar ganado mular y caballar, dinero, provisiones y armas. Por su parte, en el distrito de Sultepec se

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encontraban Jesús H. Salgado, al mando de 200 hombres, y Antonio Mondragón, con 130, quienes robaban caballos, alimentos, y quemaban archivos municipales. En el distrito de Temascaltepec, los cabecillas que operaban en esa jurisdicción eran: Melesio Albarrán, Antonio Mondragón, Celso Benítez, Pedro Hernández, Melesio Flores y Tranquilino Benítez, todos bajo el mando de Jesús H. Salgado, y contaban con 400 o 500 hombres, algunos de los cuales tenían como radio de acción todo el sur del estado. Según el jefe político del distrito, estos rebeldes se dedicaban a robar e incendiar poblaciones, cometer asesinatos y violar mujeres sin respetar edades.

Los rebeldes que merodeaban en el distrito de Tenancingo ascendían a 1 000, en su mayoría procedentes de los estados de Guerrero y Morelos. Los municipios que se vieron más acosados fueron: Malinalco, Ocuilan, Zumpahuacán y Tonati-co; el tipo de depredaciones que cometían eran similares a las de otros distritos. Lo mismo sucedía en Tenango y Tenancingo, en los pueblos de El Capulín, Te-chuchulco, San Lorenzo de las Guitarras, La Magdalena, Tila y Jalatlaco. Mien-tras tanto, en el noreste de la entidad, particularmente en el distrito de Texcoco, el coronel Hilario Chávez con 25 hombres zapatistas atacaron el municipio de Los Reyes, La Paz, cortaron las comunicaciones telegráficas y telefónicas, asal-taron la estación del Ferrocarril Interoceánico, el palacio municipal y las tiendas de unos españoles, así como la del presidente municipal.

Como se puede apreciar, la ola revolucionaria envolvía vertiginosamente en su mayoría a los distritos del sur de la entidad; en algunos de ellos veían con simpatía a los grupos salgadistas y zapatistas, principalmente porque lucha-ban por un fin común que era la restitución de las tierras. Sin embargo, no to-dos los que combatían con ellos respetaban en su totalidad la bandera agraria, sino que aprovechaban la ocasión para enrolarse en las filas revolucionarias y saciar sus instintos criminales cometiendo un sinnúmero de tropelías que em-pañaban la imagen del movimiento. Otro factor que desfavoreció la lucha de es-tos grupos fue el hecho de que sus hombres no tuvieran una disciplina militar que les obligara a concentrarse únicamente en la ocupación de los poblados sin cometer abusos, ya que no contaban con un subsidio –como en el caso de las fuerzas federales– para hacerse de armamento y alimentos que les permitiesen mantener su lucha.

Los intentos del gobernador Manuel Medina Garduño por contener la vorá-gine revolucionaria resultaban estériles. El 20 de abril de 1912 las huestes sal-gadistas encabezadas por Melesio Albarrán, Francisco Gómez y Manuel Díaz y Díaz atacaron junto con 400 hombres la ciudad de Valle de Bravo, infructuosa-mente, ante la férrea defensa que hicieron sus habitantes, dirigidos por Deme-

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trio Pérez, Jesús Ballesteros, José G. Pagaza, entre otros. Debido a este ataque, muchas familias abandonaron la ciudad, y las que se quedaron vivían en medio del pánico y del temor, ya que permaneció amagada por bandoleros. Los comer-ciantes presentaron su inconformidad al gobernador, en virtud de que esta si-tuación afectó a tal grado sus ventas, que disminuyeron a menos de la mitad. Manifestaron que si no contaban con una guarnición suficiente para defender la plaza, cerrarían sus establecimientos para trasladarse a un lugar más seguro.

Según testimonio oral de Froylán Caballero Avilés, originario de Valle de Bravo, durante aquellos años todavía no existía la laguna que actualmente podemos contemplar, y en su lugar se encontraba un fértil valle en el cual se cultivaba el maíz, que los lugareños vendían a los pueblos vecinos; agrega que debido a la inseguridad en que vivían a causa de los constantes abusos tanto de los rebeldes como de las fuerzas federales, debió irse a radicar al municipio de El Oro.

A principios del segundo semestre de 1912 la población mexiquense seguía sufriendo los excesos de la Revolución, particularmente en el sur de la entidad, en donde los atropellos cometidos llegaron a tal extremo que los bandidos del pueblo de Acamuchitlán, quienes se adueñaron de los terrenos del agricultor Encarnación Castillo, originario de la villa de Tejupilco, se comieron sus anima-les y quemaron su casa, en la cual se encontraban un niño y una señora; tam-bién mataron a Victoriano Rodríguez, a su hijo Melquiades y a su sobrino Ver-gara.5 Antes de matarlos, los bandidos solicitaron a la esposa de Vergara cierta cantidad de dinero para liberarlos; cuando la señora, con muchos esfuerzos, logró reunirlo, envió a Bardomiano León a entregarles el rescate; una vez que tu-vieron el dinero en su poder, amarraron al emisario en compañía de los secues-trados y en la noche se los llevaron al paraje denominado La Pezuña, en donde cavaron una fosa. Los maltrataron con golpes e insultos y posteriormente comen-zaron a darles machetazos y a medio morir los aventaron al lugar que habían cavado, arrojándoles piedras para matarlos. Estos criminales no sólo realizaban este tipo de vejaciones; además, cuando asaltaban una casa y había jovencitas, amarraban al padre o a la madre y en su presencia violaban a sus hijas.6 Este tipo de hechos permite, por una parte, apreciar la violencia y la degeneración de

5 Archivo Histórico del Estado de México, Ramo Revolución Mexicana, volumen 2, expediente 27, 1912, 10 fs. Debido a que la investigación documental del presente trabajo se apoyó en la documentación del Archivo Histórico y del Ramo Revolución Mexicana, en las subsecuentes citas únicamente se anotará el número de volumen (v.), número de expediente (e.), año y fojas en que se encuentra la información. 6 Ibidem.

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Visita de Madero a la ciudad de Toluca, mediados de 1912

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que hacían gala los bandidos, aprovechándose del desconcierto que se vivía en la entidad, y por otra, darse cuenta que las condiciones sociales en el estado, como producto del movimiento armado, fueron agresivas y dañinas, dejando de esta manera una huella imborrable en los corazones de las familias mexiquen-ses durante la Revolución.

En la mayoría de los casos se cometían innumerables injusticias en contra de los grupos oprimidos de la sociedad, porque era más lógico pensar que un campesino o un obrero se lanzara a la Revolución, que un hacendado o un co-merciante, como sucedió con Herculano Martínez, vecino de la cuadrilla de Tla-panco, municipio de Amecameca, a quien se le acusaba de ser salgadista. El susodicho, en un oficio dirigido al gobernador Manuel Medina Garduño, mani-festaba que no era posible que se alojaran a hombres honrados en la cárcel, ya que el mismo gobierno provocaba que éstos se levantaran en armas por la falta de garantías y, también, por las injustas disposiciones que el gobierno emitía en su contra.

Esto no únicamente le sucedía a la gente pobre, sino también a propietarios de un pedazo de tierra o de un pequeño comercio. Dicha situación le aconte-ció a la familia de Francisco Almazán Guadarrama, vecino de Valle de Bravo, quien comentó:

La Revolución vino a desequilibrar todo; mi padre tenía algunos terrenos, éramos más o menos gente con posibilidades para vivir bien, pero después de iniciada la Revolución nos quedamos pobres. Ante esta situación, en 1913 ingresé a las filas carrancistas al mando del general Gatica, para combatir contra los zapatistas y las gavillas que comandaba Canuto Espinosa. Me metí de carrancista por nece-sidad, ya que esto me permitía comer, ganaba 75 centavos diarios. Mi hermano Antonio Almazán se convirtió en zapatista para defender la tierra de nosotros. Los carrancistas les quitaban una oreja a los zapatistas para reconocerlos y como es-carmiento a su “mala conducta”.

Para agosto de ese año, en el discurso que pronunció Manuel Medina Gardu-ño ante la XXIV Legislatura del Estado de México, al abrir ésta el cuarto y último periodo de sus sesiones ordinarias, informaba que la difícil situación por la que atravesaba la entidad afectaba de manera considerable a todos los ramos de la administración pública, principalmente el de hacienda, ya que se había tenido que erogar más de lo debido para el sostenimiento de las fuerzas de seguridad pública. Agregaba que la contención de los rebeldes de otros estados vecinos que penetraban se tornaba imposible por la escasez de soldados; además expresaba

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que en el territorio se habían registrado casos aislados en lugares más o menos de importancia y aunque se apreciaba una tendencia creciente de atentados y depredaciones, no consideraba prudente mencionar los “tristes sucesos” que acontecían especialmente en los distritos de Chalco, Sultepec, Temascaltepec, Valle de Bravo, Tenancingo, Tenango y en los barrios de Zumpango, por no alar-mar más a la población. La intranquilidad y el sobresalto que se vivía día a día habían hecho necesaria la solicitud de las fuerzas federales al mando del general Ricardo Trujillo, quien junto con el jefe de las armas en la entidad se encargaría de reprimir a los rebeldes.

Manuel Medina Garduño, a pesar de que no lo señalaba en su discurso, ha-bía perdido el control político. Aunado a esto, las fuerzas estatales y federales resultaron insuficientes. Lo que sucedió en el distrito de Tenancingo a principios de septiembre era un claro ejemplo de los síntomas que afectaban al estado. El pueblo de Coatepec, del municipio del mismo nombre, había sido abandonado desde que los rebeldes lo atacaron, y ni los vecinos ni las autoridades municipa-les querían regresar hasta que no se impartiesen garantías. En el municipio de Ixtapan de la Sal había sido asesinada casi por completo “la principal sociedad de la localidad; entre ellos se encontraba el presidente municipal y varios fun-cionarios”.7 En el municipio de Villa Guerrero, a pesar de que existía un destaca-mento de 50 hombres, los principales vecinos se negaban a retornar a la pobla-ción hasta que no hubiera una autoridad que controlara la situación; el pueblo de Malinalco servía de cuartel a los rebeldes; en los municipios de Tonatico y Ocuilan sí había autoridades, pero se consideraban nulas porque los alzados hacían lo que querían; y en el municipio de Zumpahuacán todos los habitantes eran rebeldes.

En noviembre de 1912, como si la naturaleza pretendiera hacer aún más crí-ticas las circunstancias por las que atravesaba el estado, la mañana del 19 se dejó sentir un fuerte temblor trepidatorio y oscilatorio en los distritos de Jilo-tepec, El Oro, Ixtlahuaca y Tlalnepantla. Los municipios más afectados fueron los de Timilpan y Aculco, del distrito de Jilotepec, y Acambay, del distrito de El Oro; en el primero se derrumbó la parroquia, el local del palacio municipal y to-das las casas habitación, por lo que las familias quedaron diseminadas por los campos, en barracas de zacatón que construyeron, sufriendo fuertes heladas que azotaban esos rumbos; de hecho, el pueblo desapareció. En el segundo, va-rias casas fueron destruidas y muchas quedaron con cuarteaduras; los vecinos

7 v. 6, e. 11, 1912, fs. 7-10.

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dormían en el jardín y plaza pública porque se sentían fuertes movimientos. En los documentos existentes no se especifica cuáles fueron los daños materiales que ocasionó el sismo en Acambay; sin embargo, se hace mención de que había 70 heridos, aunque no se sabía el número exacto de muertos; muchos de los lesionados se negaban a ser trasladados a hospitales de otros distritos, argu-mentando que “preferían morir en su pueblo”, en tanto que otros evitaron recibir atención médica.

Luisa Arcos, originaria de Acambay, quien tenía veinte años de edad cuando ocurrió el movimiento telúrico, nos comentó:

La mañana del 19 de noviembre de 1912 muchas familias fueron víctimas de un fuerte temblor que acabó con el pueblo. Eran como las siete de la mañana, más de cien personas estaban en misa, fue cosa de minutos que todo se vino abajo, sólo quedaron dos pilares de pie en la parroquia. Yo iba por el camino y sentí que todo se movía, al poco rato se escuchó un gran ruido y se vio una nube de polvo, fue algo espantoso. La gente tardó mucho en reconstruir el pueblo, mientras tan-to durante esos años dormíamos en casas de tablas. Las cosas estaban peor que cuando don Porfirio era presidente, pensábamos que era castigo de Dios porque muchos querían tierras de las haciendas.

El movimiento revolucionario continuó en ascenso el resto del año, y los re-beldes comenzaron a acercarse al distrito de Toluca. Durante noviembre y di-ciembre, las fuerzas zapatistas comandadas por Francisco V. Pacheco, Fabián Padilla y Sámano asediaron algunos municipios de este distrito. Entre los más afectados se encontraban: Villa Victoria, Zinacantepec, Almoloya de Juárez y Metepec, en donde aquéllas se dedicaron a robar caballos, armas y alimentos. Por su parte, algunos grupos de bandidos aprovechaban el desconcierto que reinaba en el distrito por el ingreso de los zapatistas y realizaban serias devas-taciones en las localidades aledañas a la ciudad de Toluca, sembrando pánico entre sus habitantes.

El inicio de 1913 auguraba nuevas acciones bélicas y cambios radicales en la dirección de los destinos nacionales. El 9 de febrero se iniciaría la Decena Trá-gica, cuando los generales Manuel Mondragón, Bernardo Reyes y Félix Díaz se sublevaron en contra de Francisco I. Madero, quien, con el objeto de contener la rebelión, nombró a Victoriano Huerta responsable de las fuerzas leales al go-bierno; pero no pasó mucho tiempo para que Huerta se pusiera de acuerdo con los alzados y junto con ellos derrocara y asesinara al presidente Madero y al vi-cepresidente José María Pino Suárez, el 22 de febrero.

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Fuerzas zapatistas entrando a Tenancingo, 1912

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En cuanto a la administración maderista, se puede decir que en los escasos 16 meses que Madero permaneció en la Presidencia de la República Mexicana se consiguió un programa material mínimo. Los logros alcanzados fueron cambios de espíritu y percepción antes que prácticos. Sin embargo, hubo varios progre-sos políticos como fueron, por una parte, la ley electoral de 1912 con motivo de las elecciones para el XXVI Congreso, la cual permitió un avance en el sentido de la democratización; y por otra, la concesión de plena independencia de la ac-ción judicial, que fortalecía la autonomía de los poderes del estado. Asimismo, se estableció un proyecto para la implantación de un sistema de transporte ade-cuado y eficaz, y se puso en marcha un programa de distribución de tierras que, por su complejidad, impedía acciones apresuradas y, ante la muerte de Madero, quedaría trunco.

La combinación de varios factores, como “oposición norteamericana, odio y fervor reaccionario, intransigencia, animosidad y celos personales, deseos egoís-tas, ambición política, libertad irresponsable, malentendidos, impaciencia, falta de cohesión, falta de un programa social y económico concreto, falta de diplo-macia”8 y la ausencia de una victoria completa sobre los porfiristas, fueron las razones del fracaso de Madero.

El golpe de estado perpetrado por Huerta fue reconocido por el gobernador del Estado de México, Manuel Medina Garduño, sin mayor problema. A princi-pios de marzo Medina Garduño rendía su último informe como jefe del Ejecutivo estatal; en él hacía mención de la difícil situación que guardaba el estado, el cual mantenía un clima de crisis e inseguridad por los constantes ataques que se es-cenificaban en el territorio tanto de zapatistas como de rebeldes. Asimismo, se-ñalaba que las elecciones para gobernador del estado, diputados a la legislatura y ayuntamientos se habían realizado ordenadamente, salvo en algunos munici-pios sureños que se encontraban ocupados por rebeldes; y otros, como Acambay y Temascalcingo, afectados por la emigración de vecinos a consecuencia de los temblores de noviembre.

En cuanto a la impartición de la instrucción pública, ésta se vio afectada con-siderablemente a causa de los ataques sufridos en varias poblaciones, en las que hubo necesidad de cerrar las escuelas temporalmente; otras más, por el temor de que fueran agredidas por los rebeldes, suspendieron el servicio a solicitud de los profesores que las tenían encomendadas. Este miedo era justificado, ya que en los pueblos de Pachuquilla, municipio de Almoloya de Alquisiras; Zitlaltepec,

8 Charles C. Cumberland, Madero y la Revolución Mexicana, p. 296.

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municipio de Zumpango, y en el municipio de Zumpahuacán, los revoluciona-rios mataron a un maestro en cada uno de ellos.

El profesor Roberto Barrios Castro, originario del municipio de Atlacomul-co, nos comentó al respecto: “Los niños no asistían a las escuelas porque los soldados las utilizaban como cuarteles, para dormir en ellas; la educación se vio interrumpida debido a que los maestros se escondían por temor de que se los llevaran”.

Medina Garduño afirmaba, al finalizar el informe, que durante su manda-to no pudo trazar el menor programa de gobierno ni tampoco promover algo en favor del bienestar y adelanto general, debido a que las reformas e iniciativas planteadas no fueron acogidas positivamente, evitando con esto que tuviesen los efectos inmediatos que se necesitaban. Expresaba que la situación de la entidad se sintetizaba en “crisis económica y estado de guerra”.

Las difíciles circunstancias que vivió el estado, durante el gobierno de Medi-na Garduño, fueron suscitadas principalmente por el incremento de la incursio-nes de grupos revolucionarios, procedentes de los estados de Morelos y Guerre-ro, y por el aumento de bandoleros. De tal manera que las fuerzas con las que contaba el gobierno resultaron insuficientes para controlar el paso de estas cua-drillas por el territorio estatal, ocasionando que el gobernador se viera precisado a destinar más dinero para la manutención del ejército, en perjuicio de los otros ramos de su administración. Por otra parte, los pueblos, villas y algunas hacien-das tuvieron que soportar saqueos, incendios, robos de animales, asesinatos y violaciones de mujeres. Bajo estas condiciones, la vida social y económica del Estado de México sufrió los efectos producidos por la Revolución.

EL HUERTISMO

Durante el periodo que ocupó Victoriano Huerta la Presidencia de la Repúbli-ca, y una vez concluida la gestión gubernativa de Manuel Medina Garduño, fue nombrado gobernador del Estado de México el licenciado Francisco León de la Barra, quien, debido a que era gente de confianza de Huerta, fue llamado por el usurpador para integrarse al gabinete federal como secretario de Relaciones Exteriores, y en su lugar fue designado gobernador interino el doctor Antonio Vilchis Barbabosa, por espacio de tres meses.

El nuevo gobernante, con el objeto de hacer frente a los tradicionales ata-ques de fuerzas rebeldes a poblados del territorio estatal, junto con el general Aureliano Blanquel, jefe de las armas federales en el estado, emprendió una

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campaña de pacificación y conminó a los rebeldes a que depusieran las armas, apoyado en el decreto federal de amnistía publicado en la entidad el 2 de abril de 1913. Esta acción fue difícil de realizar debido a que el movimiento revolu-cionario mantenía el mismo ritmo de agitación, y la influencia de los estados vecinos se dejaba sentir a cada momento. El 10 de mayo de ese año, fuerzas rurales del distrito de Sultepec, al derrotar en un tiroteo a los grupos rebeldes, encontraron en uno de los insurrectos muertos en el campo de batalla, un ma-nifiesto y un plan revolucionario expedido por Rómulo Figueroa. El primero, fechado el 23 de abril en Olinalá, Guerrero, expresaba que la Revolución les había permitido a los revolucionarios comprobar que no existía poder omnipo-tente en México, que la justicia debería impartirse tanto al pobre como al rico y que querían libertades, no privilegios; el segundo desconocía al gobierno usur-pador de Victoriano Huerta y proponía que se difundiera la instrucción prima-ria en todos los rincones del país, la supresión de las jefaturas y prefecturas políticas y que tan luego como triunfara la revolución, se creara un tribunal especial que conociera todos los actos y cuestiones de tierras que hubieran sido arrebatadas ilegalmente a las comunidades indígenas, a los fondos de los pueblos y a particulares.

Un mes después, el presidente municipal de Amatepec recibía un oficio de su similar de Teloloapan, Guerrero, y un reglamento de ayuntamiento expe-dido por el jefe rebelde Jesús H. Salgado. Los documentos hacían referencia a las disposiciones que deberían observar aquellos municipios que estuvieran en la zona dominada por la Revolución, y el reglamento especificaba “que los ayuntamientos deberían de cuidar el orden y tranquilidad de las poblaciones, así como de su adelanto y progreso”; también señalaba que se establecerían escuelas primarias con el objeto de que todos los vecinos del lugar tuvieran acceso a ellas. A su vez, los habitantes de los pueblos y cuadrillas del munici-pio deberían contribuir económicamente para la manutención de las fuerzas rebeldes. Esta última determinación afectaba sensiblemente a los lugareños, ya que constantemente tenían que acatar y soportar las reglas de las diversas fuerzas rebeldes que llegaban a su localidad, por el temor de que molestaran a sus familiares; naturalmente, esto ocasionaba descontrol y descontento entre la población.

A causa de lo anterior, muchos hacendados compraban protección a los re-beldes; fue el caso de la hacienda La Providencia, ubicada en el municipio de San Felipe del Progreso, al norte del Estado de México, propiedad del español Juan de la Fuente Parres. Cuando los rebeldes penetraban a la municipalidad mencionada atacaban únicamente las propiedades de menor importancia, sin

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agredir a dicha hacienda. Los vecinos que vivían cerca de La Providencia afirma-ban que la misma gente que laboraba en la hacienda por las mañanas trabajaba la tierra y por las noches se dedicaba a robar.

Durante el breve periodo que gobernó el doctor Antonio Vilchis Barbabosa, poco fue lo que pudo hacer. Por una parte, el corto tiempo de que dispuso le impidió llevar a cabo acciones tendientes a mejorar la situación general de la entidad; y por la otra, se preocupó más por fortalecer las fuerzas de seguridad pública y policía rural del estado, que por atender los demás ramos de la admi-nistración pública.

Al finalizar su licencia de noventa días, el licenciado Francisco León de la Barra volvió a hacerse cargo de la entidad, aunque únicamente por espacio de 16 días, ya que nuevamente Victoriano Huerta le mandó llamar para que se reincorporara a la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde le era de mayor utilidad. Por tanto, el 16 de julio tomó posesión de la gubernatura, de manera interina, el general José Refugio Velasco. Convenía a los intereses del dictador que Velasco estuviera al frente del estado, ya que eso le permitiría ejercer un mayor control militar.

La antipatía en contra del régimen huertista por parte de las fuerzas zapatis-tas estaba latente; consideraban improcedentes las medidas dictadas por el go-bierno ilegal del usurpador. Con el fin de congraciarse con los rebeldes, Huerta les ofreció la amnistía desde que inició su gobierno, pero pocos fueron los que se acogieron a ella, como aconteció con Joaquín Miranda y sus hijos, Alfonso y Joa-quín, procedentes del estado de Morelos, quienes incursionaron en varias oca-siones en el Estado de México; otro amnistiado fue José Trinidad Rojas, rebelde que operaba de manera independiente por el rumbo de Chalco.

Por su parte, los zapatistas se mantenían firmes en sus ideas y en su lucha. Con el objeto de que los mexiquenses conocieran los principios de su causa, en septiembre de ese año el ingeniero Ángel Barrios, inspector general de las fuer-zas revolucionarias en el Estado de México, junto con otros jefes zapatistas, en-viaron a los comerciantes de la ciudad de Tenancingo un manifiesto dirigido a los habitantes de todo el estado. El documento expresaba que los revolucionarios pretendían liberar al pueblo, arrancarlo de la miserable condición en que vivía y restituirle los derechos que había perdido; asimismo, querían acabar con los ex-plotadores de la raza indígena. Por otro lado, afirmaban que la prensa asalaria-da de la capital constantemente les adjudicaba atentados que ellos no cometían y que, por fortuna, a medida que avanzaba la Revolución, los ciudadanos, que durante mucho tiempo vivieron engañados creyendo que los zapatistas sólo eran una cuadrilla de bandoleros, habían decidido unírseles. Finalmente, exhortaban

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a los comerciantes para que no siguieran proporcionando ayuda al gobierno, ya que si no lo hacían el zapatismo los consideraría como sus enemigos.

Probablemente el único distrito en el que habían disminuido las escaramuzas revolucionarias era el de Tenancingo; al frente de él se encontraba uno de los asesinos de Madero, el mayor Rafael Pimienta, hombre de instintos sanguinarios que a través de la represión trataba de apaciguar la rebelión en esa jurisdicción.

Hacia el mes de septiembre, Pimienta informaba al secretario general de go-bierno, Rafael M. Hidalgo, que los habitantes del distrito a su cargo, cansados de la anarquía en la cual habían vivido los últimos años y de los múltiples per-juicios que habían sufrido, prometían coadyuvar a la tarea de pacificación y al mismo tiempo ofrecían lealtad y respeto al gobierno. La realidad era otra; los vecinos simpatizantes del zapatismo que habitaban el distrito, conocedores de la crueldad del mayor Pimienta, no querían arriesgarse actuando abiertamente, por eso preferían mantener de manera discreta la rebelión.

En muchas ocasiones los lugareños se veían precisados a manifestar su apo-yo al gobierno, ya que si no lo hacían se pensaba que eran zapatistas. Sucedió con los vecinos de la ranchería de Totoltepec, municipio de Joquicingo, quienes declararon al presidente municipal que, debido a que su ranchería se encontra-ba localizada en el monte, decidieron abandonar sus hogares y refugiarse en Jo-quicingo, para que no fueran a creer que eran rebeldes.

En octubre de 1913, el general Refugio Velasco abandonó la gubernatura es-tatal, en virtud de que Victoriano Huerta lo envió al norte de la República a com-batir a los constitucionalistas, comandados por Venustiano Carranza, quien se había levantado en armas en contra de la dictadura, en marzo, mediante el Plan de Guadalupe.

El general Refugio Velasco no pudo contener la oleada revolucionaria durante el tiempo que estuvo al frente del Ejecutivo estatal, la cual se extendió paulati-namente en todo el territorio del Estado de México. No sólo los distritos sureños sufrían ataques de los rebeldes, sino también los del norte, centro y sureste. En El Oro, Ixtlahuaca, Jilotepec, Lerma, Otumba y Chalco, las partidas de rebeldes se dedicaron a cometer múltiples depredaciones, asesinatos e incendios de ca-sas. En los distritos de Sultepec, Temascaltepec y Tenango, el movimiento rebel-de seguía al orden del día. De hecho, el sur del territorio mexiquense escapaba al control gubernamental y militar que se ejercía.

En términos generales, la instrucción pública se hallaba estancada a causa del temor que existía entre la gente de los pueblos y de los propios profesores, de que fueran agredidas las escuelas. En lo que respecta a la hacienda pública, ésta se encontraba en malas condiciones debido a que los ingresos no se habían

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podido recaudar en aquellos lugares que se encontraban sustraídos al orden constitucional, y a que gran parte de los egresos fueron destinados a fortalecer la seguridad pública.

Los más afectados por la precaria situación que se vivía eran los campesi-nos, obreros y artesanos. Al lanzarse a la Revolución algunos de ellos dejaban desprotegidas a sus familias, las que, al no contar con ningún sostén, no sólo comían cualquier cosa, sino estaban con el constante temor de que los bandole-ros atacaran sus comunidades, o bien, de que los federales hicieran de las suyas mediante el fomento a la destrucción en algunas poblaciones, y en otras a través del desorden social que ocasionaban por medio de la leva.

dEsEnlacE dEl huErtismo En El Estado y su postura antE la intErvEnción nortEamEricana dE 1914

Después de que el general Refugio Velasco se fue al norte del país a combatir las huestes revolucionarias, el general Joaquín Beltrán asumió el puesto de gober-nador interino el 11 de octubre de 1913; pero, debido a una prórroga concedida al general Velasco que concluía el 12 de julio de 1914, Beltrán cubrió el puesto hasta agosto de 1914.

En el último trimestre de 1913, la actividad revolucionaria en la entidad disminuyó sensiblemente; solamente se registraron ataques en los distritos de Tlalnepantla y Otumba. En el primero, la noche del 7 de octubre se sublevaron catorce soldados del noveno regimiento, los que fueron inmediatamente con-trolados; en el segundo, la noche del 16 de octubre una partida de 50 hombres atacó el pueblo de San Jerónimo; se dedicaron a saquear algunas casas y dieron muerte a tres vecinos del lugar. En este último caso se puede aseverar que dicha acción fue realizada por bandoleros, quienes aprovecharon tanto el desorden social que se vivía como el hecho de que muchos de los grupos revolucionarios que actuaban en el territorio estatal durante ese año retornaron a sus lugares de origen, a causa de que la represión federal disminuyó en el estado de Morelos y a que las fuerzas zapatistas descargaron sus ataques en el estado de Guerrero con el objeto de apoderarse de esa entidad.

Durante el primer trimestre de 1914, las fuerzas zapatistas continuaron sus acciones bélicas en el estado y amagaron varios puntos de los distritos de Chal-co, Sultepec, Temascaltepec, Tenango y Valle de Bravo; en algunas ocasiones tuvieron éxito y en otras fueron rechazados. Los más afectados fueron Chalco y Tenango; en el primero atacaron Atlautla, de donde se llevaron los archivos. Más

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tarde, un grupo de rebeldes bastante numeroso acometió sobre Ozumba, Tepet-lixpa y San Juan Guadalupe, dedicándose a cortar comunicaciones e incendiar puentes de ferrocarril, estaciones, casas, el palacio municipal de Tepetlixpa y la hacienda de Atlapango.

En marzo retornaron los grupos revolucionarios que habían emigrado al es-tado de Guerrero, reiniciando su lucha. El territorio y la población mexiquenses se encontraron de nueva cuenta en medio de la vorágine revolucionaria y na-vegando en un mar de desconcierto y angustia, ante la imposibilidad de con-trolar la ola rebelde que continuó cometiendo toda clase de atropellos. En esta situación, la mayoría de las haciendas del estado, a excepción de las existentes en los distritos de El Oro, Jilotepec, Temascaltepec, Tenancingo, Valle de Bravo y Zumpango, solicitó armas y parque al gobierno con el objeto de proteger sus vidas e intereses. Mientras tanto, Hacienda e Instrucción Pública continuaban estancadas a causa del desequilibrio económico y social que provocaba el movi-miento armado.

Para el segundo trimestre de 1914, los rebeldes constitucionalistas avanza-ban paulatinamente en el norte del país, conquistando plazas estratégicas e im-portantes. En el sur, el ejército zapatista mantenía su guerrilla, principalmente en el estado de Morelos. En el Estado de México no variaba mucho la situación, ya que los grupos rebeldes surcaban en los distritos sureños.

En abril la situación del país se tornó más difícil, a consecuencia del bombar-deo y ocupación del puerto de Veracruz por tropas estadounidenses ocurridos el día 21. Dicho conflicto se suscitó a causa de una supuesta ofensa que las tropas federales, que se encontraban combatiendo a los rebeldes en aquel lugar, infli-gieron a unos marineros de la flota norteamericana.

Los efectos de esta invasión repercutieron inmediatamente en el Estado de México, cuando el secretario de Gobernación, Ignacio Alcocer, envió una circular al gobernador Joaquín Beltrán, en la cual le comunicaba que por instrucciones de Huerta concentrara en la Ciudad de México todo el ganado –lanar, vacuno y caballar– que se localizara en la entidad, e indicaba que si para ello era necesario hacer uso de la fuerza armada, lo hiciera. Dicha medida era con el objeto de con-tar con suministros en caso de que se prolongara el conflicto con los americanos.

Joaquín Beltrán encaminó la orden de Huerta hacia los principales comer-ciantes y hacendados, ya que eran los que podían contribuir de una manera onerosa, porque los demás habitantes apenas sobrevivían. Sin embargo, las dis-posiciones emitidas por el usurpador no dejaban de ser autoritarias y arbitra-rias, y a pesar de que se les aseguraba que se les iba a pagar, los terratenientes y comerciantes mexiquenses difícilmente creían en esa premisa dada la crítica

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situación económica por la que atravesaba el país. Por otra parte, la estancia de Huerta en el poder era indeseada y la guerra interna hacía inestable su posición.

No pasó mucho tiempo para que Victoriano Huerta se diera cuenta de que la mecánica que estaba siguiendo no era la apropiada. A los pocos días, el secre-tario de Gobernación giró instrucciones al gobernador Beltrán recomendándole prudencia y moderación en la concentración de ganado, a fin de no exaltar los ánimos; asimismo, propuso que los propietarios se constituyeran en deposita-rios de dichos bienes, para que el gobierno pudiera disponer de ellos en momen-tos aflictivos.

El distrito de Toluca era uno de los más importantes, por contener dentro de su territorio la capital estatal y porque en él se localizaba la mayor parte de haciendas, ranchos y rancherías.9 Además, la mayoría de los comerciantes y hacendados que tenían propiedades en la entidad radicaba en la ciudad de To-luca, por ser ésta la que se adaptaba a sus intereses y exigencias. Entre los pro-pietarios que enviaron al gobierno la relación de productos con los que podían contribuir, estaban: Alberto Salcedo, Ignacio Pliego, Gustavo A. Vicencio, José C. Argüelles, Eusebio y Joaquín Madrid, María de Jesús Madrid viuda de Pliego, Bernardino Trevilla y Zorrilla, los hermanos Henkel, José y Amalio Ballesteros, Alberto García, Fernando Calderón, los hermanos Graf, Martha Garduño viuda de Pliego, Crispiano Argüelles, Francisco Vilchis, Erasmo Mañón, Ramón Díaz, Enrique M. González, Arcadio Villavicencio, Joaquín y Pedro Madrid, Esteban y Gilberto Gómez Tagle, Fernando Rosenzweig, Leonardo Sánchez, María L. viuda de Pliego, José Vicente Pliego y Carmona, Valeriano Lechuga, Rafael Barbabosa y Victoriano Reyna.

La participación de los hacendados fue importante en algunos casos y en otros raquítica, debido a que no todos tenían el mismo poder económico, ni tam-poco la misma disposición de ayuda a un gobierno que había resultado incom-petente y arbitrario. Muchos de ellos señalaban que no contribuían con más cereales porque en los últimos tres años las cosechas en la entidad habían sido afectadas por las fuertes heladas.

Lo complicado de las circunstancias que prevalecían en el territorio estatal obligó al general Joaquín Beltrán a eximir de la contribución a los distritos de Valle de Bravo, Sultepec, Temascaltepec y Tenancingo, en virtud de que efecti-vamente la producción agrícola había disminuido considerablemente en los últi-

9 Rodolfo Alanís Boyso, “Notas sobre la Revolución de 1910 en Toluca” en Boletín del Archivo General del Estado de México, número 7, enero-abril, 1981, p. 8.

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mos tres años, agudizándose en 1914. El ganado en aquellos lugares era magro y de mala calidad, por lo que muchos animales morían al ser trasladados. Por otro lado, la escasez de productos se dejó sentir provocando que hubiera alza de precios, lo que degradó aún más las condiciones de vida de los campesinos, obreros y artesanos.

Con la crisis agrícola se agudizó la situación económica y social. Lo poco que se cosechaba alcanzaba sólo para el abastecimiento de las propias haciendas; en repetidas ocasiones, los hacendados se vieron precisados a comprar maíz para mantener a los peones que laboraban en sus propiedades. Además, algunas ha-ciendas sufrieron ataques de rebeldes zapatistas, como la de El Salto, en donde destruyeron la cosecha, y en la de Mexicapa, donde robaron el ganado.

La colaboración de los grupos pertenecientes a las clases media y baja no fue de tipo material, ya que con muchas penurias sobrevivían, sino más bien con-sistió en muestras de indignación y solidaridad. Las manifestaciones en contra de la invasión norteamericana y a favor del gobierno mexicano se multiplicaron. Existió una respuesta favorable en todos los rincones de la entidad; los diversos grupos sociales envueltos en el nacionalismo olvidaron por un momento sus di-ferencias e hicieron frente al enemigo.

Después de algún tiempo se supo que la invasión de los vecinos norteños ha-bía comprendido únicamente el puerto de Veracruz, por lo que los hacendados y comerciantes del Estado de México se vieron favorecidos con esta situación, pues ya no tendrían que hacer ninguna contribución.

El conflicto méxico-norteamericano se resolvió gracias a las conferencias de Niagara Falls, en julio de 1914, en donde jugaron papel de intermediarios: Ar-gentina, Brasil y Chile, a los que se denominó el “ABC”. Estos países adoptaron una política desinteresada, diplomática y pacifista que ayudó a poner fin al pro-blema con los Estados Unidos.

Paulatinamente el huertismo iba perdiendo terreno; sin embargo, en el Es-tado de México los rebeldes zapatistas continuaban amagando los distritos de Temascaltepec, Tenancingo y Tenango.

En varios pueblos de este último distrito se publicó un manifiesto emitido por Emiliano Zapata y varios generales a los habitantes de la Ciudad de México, en donde anunciaban el ataque que sufriría la metrópoli antes del 15 de julio, para que pusieran a salvo sus vidas e intereses, ya que ellos no se responsabilizarían de las pérdidas que ocurriesen durante el combate. A continuación reproduci-mos un párrafo de dicho documento, que nos permite apreciar la situación tan desigual que se vivía en aquellos años:

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Isidro Fabela, defensor de la soberanía nacionalen las conferencias del Niagara Falls.

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10 v. 2, e. 13, 1914, 7 fs.

Los ricos se hacen cada vez más ricos, y los pobres se vuelven cada vez más po-bres. Los ricos tienen palacios, gastan lujosos trenes, visten con esplendidez, se confortan con apetitosos manjares, viven sin trabajar, gozan de todas las consideraciones y de todos los privilegios. Los pobres languidecen de hambre, viven a la intemperie o en chozas dignas de salvajes, carecen de abrigo contra el frío, mueren frecuentemente de insolación, son utilizados como bestias de carga, reciben en los campos y en los talleres un tratamiento que no se compa-dece con la dignidad humana, son parias en su propio país y esclavos de sus propios conciudadanos.10

Para julio de 1914, ante la presión de las fuerzas constitucionalistas y za-patistas, Victoriano Huerta renunció a la Presidencia de la República. Beltrán, por su parte, se sentía encumbrado después de haber sido ratificado como go-bernador del estado durante ese mes; no obstante, no le duró mucho el gusto, ya que el sábado 8 de agosto, al ingresar a la ciudad de Toluca las fuerzas de la segunda brigada del cuerpo del Ejército Constitucionalista al mando del general de brigada Francisco Murguía, se vio precisado a abandonar el estado, solici-tando muy discretamente licencia para ausentarse de su cargo.

Una vez ocupada la plaza de Toluca, el general Francisco Murguía se adjudi-có las funciones de gobernador, que correspondían por ministerio de ley al pre-sidente del Tribunal Superior de Justicia, Cristóbal Solano.

Mientras tanto el 13 de agosto del mismo año, al norte del Estado de México se firmaron los Tratados de Teoloyucan, en el municipio del mismo nombre. En ellos se acordó la rendición absoluta de las tropas huertistas y la entrega de la Ciudad de México al Ejército Constitucionalista, el cual hizo su entrada el día 15. A dicho pacto no fue invitado ningún representante zapatista, lo cual acentuó la descon-fianza de Zapata hacia Carranza.

El 27 de agosto, Venustiano Carranza nombró gobernador provisional del estado a Francisco Murguía, quien ya fungía como tal. Su gestión guber-namental se inclinó por beneficiar a la clase desprotegida: decretó un sala-rio mínimo de 75 centavos a los jornaleros; prohibió las tiendas de raya y, también, que los niños en edad escolar trabajaran; creó la Junta Central de Catastro, con el objeto de hacer una revaloración de la propiedad rústica y urbana, para que los grandes latifundistas y comerciantes pagaran lo que realmente les correspondía.

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Fuerzas del general Franciso Murguía en su arribo a Toluca

Francisco Murguía en la ciudad de Toluca

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Este tipo de medidas permitían que el trabajador tuviera un sueldo más o menos acorde con las circunstancias que se vivían, y no depender de lo que quisiera otorgarle el patrón en la tienda de raya; por otra parte, la revaloración de la propiedad daba oportunidad al gobierno de alimentar con ingresos la ya desgastada hacienda estatal. De alguna manera, las disposiciones emitidas por Murguía significaban los primeros intentos por otorgar al pueblo mexiquense los frutos de la Revolución.

Pero, por otro lado, una de las desventajas que este gobierno ofrecía a la po-blación era la intransigencia que mostraba frente al clero: prohibió que se pro-nunciaran sermones, que los sacerdotes consintieran que les besaran la mano, que practicaran la confesión, e impidió que las campanas de los templos repi-caran. Esta postura obedecía a que los clérigos siempre se manifestaron en su contra y apoyaban abiertamente a la clase acaudalada.

Pese a los esfuerzos que Murguía hacía con el afán de brindar cierta tranqui-lidad a los habitantes de la entidad, las fuerzas constitucionalistas a su mando manchaban su imagen al dedicarse a molestar a los vecinos de varios pueblos del distrito de Texcoco, con el pretexto de buscar caballos, monturas y armas. También en el pueblo de Otzolotepec, distrito de Lerma, soldados constituciona-listas, con la excusa de que los lugareños eran contrarios al gobierno, arremetie-ron contra los hogares y familias.

Mientras esto acontecía en el Estado de México, a nivel nacional los jefes constitucionalistas al mando de Venustiano Carranza fueron convocados por éste a una junta que recibió el nombre de Convención, y que se celebró el 1.° de octubre, la cual tenía como objetivo discutir las reformas, proponer el gobierno provisional así como otras disposiciones de carácter general. Algunos revolucio-narios pugnaron para que la Convención se trasladara a la ciudad de Aguasca-lientes, zona neutral, ya que no estaba ocupada por fuerzas de ningún bando. Después de un sinfín de debates, al terminar sus trabajos la Convención decidió cesar en sus funciones a Carranza y a su vez, nombrar como presidente provi-sional del país a Eulalio Gutiérrez.11

Por su parte, Villa y Zapata pedían que se cumplieran aquellos puntos del Plan de Guadalupe y del Plan de Ayala en donde se mencionaba que al triunfo de la Revolución, se elegiría un presidente interino que se encargaría de convocar a elecciones. Pero Carranza difería de estos puntos y consideraba a Villa y a Zapata

11 Ricardo Ávila, “Carrancistas y zapatistas: notas y anécdotas sobre una etapa de la lucha revo-lucionaria en el Estado de México” en Boletín del Archivo General del Estado de México, número 4, julio-diciembre, 1984, p. 11.

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unos rebeldes indisciplinados que querían nombrar a su antojo al presidente de la República, a los congresistas y a los gobernadores. Además, Carranza conside-ró ilegal el nombramiento de Gutiérrez; actitud que obligó a los convencionalistas a iniciar una campaña en contra de las fuerzas que operaban bajo su mando.

Ante esta situación, el general Francisco Murguía tuvo que abandonar la gu-bernatura del Estado de México el 24 de noviembre para incorporarse a las tro-pas de Venustiano Carranza, que huían para refugiarse en Veracruz. Al frente de la entidad quedó el “ameritado y leal servidor de Gobierno”, Rafael M. Hidalgo, quien fue nombrado gobernador provisional por el vecindario de Toluca y por las fuerzas del ejército libertador que habían ocupado la plaza de Toluca.

EL ZAPATISMO

un GobErnantE zapatista En la Entidad

Después de que las fuerzas convencionalistas se apoderaron de la Ciudad de México, a finales de noviembre de 1914, los jefes zapatistas nombraron gober-nadores en aquellos estados que estaban bajo su dominio. Por tal motivo, el ge-neral Francisco V. Pacheco arribó a la ciudad el 14 de diciembre para dar pose-sión del Ejecutivo estatal al joven estudiante de medicina, Gustavo Baz Prada.

Baz Prada, originario del municipio de Tlalnepantla, concluyó sus estudios de bachiller en el Instituto Científico y Literario de Toluca, trasladándose des-pués a la Ciudad de México para ingresar a la Escuela de Medicina de la Univer-sidad Nacional. Baz era un joven inquieto e idealista que no tardó en enrolarse en un grupo activista que pretendía destronar al usurpador Victoriano Huer-ta. Desafortunadamente, fueron descubiertos por agentes huertistas, lo que le obligó a incorporarse junto con algunos de sus amigos a las fuerzas del general Emiliano Zapata.12

Una vez integrado al ejército libertador del sur, Baz fue ganándose la confian-za de sus compañeros y de algunos jefes, como sucedió con el general Pacheco, quien le tomó aprecio gracias a que curó de un empacho a su hijo de ocho me-ses de edad. En un principio se le comisionó como enlace entre las fuerzas de Pacheco y aquéllas que actuaban en las sierras del Ajusco, al mismo tiempo que

12 Entrevista personal con el doctor Gustavo Baz Prada, realizada en el Hospital de Jesús, Ciudad de México, el 11 de abril de 1985.

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curaba a los heridos en el campo de batalla. Posteriormente se dedicó a dar a conocer el mensaje de la Revolución a los campesinos, ya que en “ningún cam-pamento sabían el fin de la revolución”. De esta manera, Gustavo Baz fue adqui-riendo prestigio y grados militares que le permitieron adjudicarse la gubernatura estatal, a pesar de su corta edad.

En un principio, el compromiso que afrontó Baz no fue nada fácil; tuvo que enfrentarse, en primer lugar, a su inexperiencia política, a los constantes ata-ques carrancistas, al boicoteo de los hacendados y comerciantes, a la intransi-gencia de los jefes zapatistas y a la completa desarticulación que existía en el estado, como consecuencia de que algunas localidades del norte y noroeste de la entidad estaban fuera del control zapatista.

Los comerciantes, hacendados e industriales de Toluca no simpatizaban con la idea de que un gobierno zapatista administrara los destinos del estado, ya que las referencias que tenían sobre los sureños eran negativas, puesto que siempre se les tildaba de bandidos. Para ganar su confianza, Baz se ocupó de reglamen-tar la presencia de las tropas zapatistas en la entidad con el objeto de evitar, en lo posible, robos y desmanes que alarmaran a la población.

Poco a poco las acciones del joven gobernante dejaban constancia de sus deseos de paz y justicia social. En efecto, Baz, preocupado por la unidad terri-torial del estado, giró instrucciones para que en cada municipio se citara al mayor número de vecinos para que ellos mismos eligieran a las personas que integrarían el ayuntamiento. Esta medida permitía que el pueblo, después de mucho tiempo, participara en la elección de sus autoridades y se sintiera vinculado con la suerte de su localidad. Por otra parte, consciente de que uno de los principales problemas que se vivía era el acaparamiento de tierras y con-forme al compromiso que había hecho al tomar las riendas del Ejecutivo estatal, de hacer efectivo el cumplimiento del Plan de Ayala, el 5 de enero de 1915 creó la Sección de Agricultura, oficina que se encargaría de atender las demandas en materia agraria. Para este fin, el 18 del mismo mes expidió una circular a todos los pueblos del estado, invitando a la comunidad a que denunciara los despojos de tierras y agua de que hubiera sido objeto por parte de las autoridades ante-riores o de los propios hacendados, para que les fueran restituidas. A su vez, la Convención nombró a noventa y cinco jóvenes agrónomos para que integraran las comisiones agrarias encargadas del deslinde y repartición de terrenos en el Distrito Federal y en los estados de Puebla, Morelos y México; a este último le fueron asignados veinticuatro.

La respuesta de los campesinos no se hizo esperar. Después de muchos años por fin se les daba la oportunidad de reclamar sin temor lo que era suyo, con la

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Gustavo Baz, nombrado gobernador del Estado de México, diciembre de 1914.

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seguridad de que serían escuchadas sus peticiones. Algunos de los pueblos be-neficiados fueron: San Andrés de las Gamas, al que se le puso en posesión de los montes usurpados por la hacienda La Labor, ubicada en el distrito de Sul-tepec; Zapayautla, del distrito de Tenancingo, al que se le entregó el rancho de Coatepequito, que poseía la hacienda La Tenería; San Miguel Hila, pertenecien-te al distrito de Tlalnepantla, se le destituyó la parte de terreno usurpado por la hacienda de Sayavedra; y Zumpango, al cual se le restituyó el cerro del Nido; por su parte, al pueblo de Santa Cruz se le entregaron los terrenos expropiados a la hacienda San Juan de la Cruz y el rancho Santa Cruz, ubicados en el dis-trito de Toluca.

Gustavo Baz se preocupó también por otorgar beneficios a los obreros, a tra-vés de la creación de una colonia para trabajadores denominada Colonia de la Industria, que comprendía mil trescientos sesenta y cinco lotes de veinticinco metros de frente por cincuenta de fondo cada uno, los cuales fueron repartidos gratuitamente entre los obreros que acreditaron ser trabajadores honrados “y no tener el vicio de la embriaguez”. Convencido de que la guerra intestina había lesionado en mayor medida a las clases media y baja, el 18 de mayo decretó la congelación de rentas, determinó que no procedían juicios en contra de inquili-nos que se negaran a pagar aumento de alquileres y, a su vez, los protegió de ser lanzados por los propietarios.

Baz trató de imprimir a su administración honestidad y justicia, actuando con equidad, aunque los hacendados y comerciantes no estaban completamen-te de acuerdo, ya que habían sido perjudicados con la expropiación de algunos terrenos y con la congelación de rentas. Sin embargo, los conminó a mejorar los salarios de los trabajadores, en virtud de las condiciones tan precarias en que vivían y debido a que el costo de los productos de primera necesidad se había triplicado; también los invitó a que vendieran éstos a precios módicos.

Los esfuerzos del joven gobernante por tener buenas relaciones con los co-merciantes resultaron inútiles, ya que ellos insistían en elevar los precios de los productos de primera necesidad. Además lo acusaron ante la Convención de prohibir el traslado de alimentos a la Ciudad de México. Para hacer frente a esta situación, Baz viajó inmediatamente a la capital de la República, y en el recinto de la Convención denunció a los ricos comerciantes como responsables del aca-paramiento de granos; después de ser interpelado en varias ocasiones, los con-vencionistas le otorgaron la razón y le brindaron su apoyo.

Para mediados de 1915, la Convención vivía momentos difíciles a causa de las diferencias entre su presidente Roque González Garza, de filiación villista, y el ministro de Agricultura Manuel Palafox, del bando zapatista. Este último

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era una persona apasionada y arrogante, que siempre buscaba la oportunidad de imponer su voluntad; finalmente, ante la presión de los zapatistas, González Garza renunció a principios de junio de este año, quedando en su lugar un nue-vo presidente más frágil, el licenciado Francisco Lagos Cházaro.

A su vez, Villa sufría tres derrotas que le infligieron las huestes carrancistas al mando del habilidoso general Álvaro Obregón. Mientras tanto, tropas consti-tucionalistas comandadas por Pablo González amagaban el norte del Estado de México, particularmente los distritos de Texcoco y Tlalnepantla. Derrotadas las fuerzas villistas le resultó fácil al general González entrar a la Ciudad de México el 10 de julio, obligando de esta manera a Lagos Cházaro y a los convencionistas a huir rumbo a Toluca, donde el gobierno de Baz les ofreció garantías.

Una vez instalada la Convención en el edificio de la Cámara de Diputados de la ciudad de Toluca, los debates se llevaban a cabo tediosamente y sin resulta-dos positivos. Las diferencias y recelos entre villistas y zapatistas eran cada vez más notables, dentro y fuera de las sesiones. Por su parte, Gustavo Baz hacía grandes esfuerzos por contener los enfrentamientos callejeros entre los conven-cionistas, sin desatender los problemas de su administración; pese a las fric-ciones existentes, se logró dar forma a un programa de reformas que incluía 28 artículos. Dicho documento hacía referencia a la distribución equitativa, apro-vechamiento y buen uso de tierras, agua, minas, campos petrolíferos; también garantizaba los derechos del obrero agrícola y fabril; hacía mención además al fomento de la educación.

Durante los meses de julio a septiembre, los convencionistas lanzaban per-manentes ataques contra los carrancistas que paulatinamente iban ganando importantes ciudades. Las fuerzas villistas en el norte del país sucumbían ante el cálculo frío de Obregón; mientras tanto, Zapata se mostraba preocupado por la situación que vivía la Convención en Toluca; sin embargo, su gente se daba tiempo para hostigar a las huestes carrancistas a través de fuertes arremetidas en el Distrito Federal y en el Estado de México.

Para infortuna del gobernador Baz, las tropas carrancistas ocuparon la Ciu-dad de México el 11 de octubre, pero en esta ocasión de manera definitiva. El triunfo se había inclinado hacia Venustiano Carranza, gracias a que contaba con un ejército disciplinado y bien armado, además de que siempre tuvo la sim-patía y apoyo del gobierno estadounidense.

Ya ocupada la capital de la República, fuerzas constitucionalistas al mando de los generales Alejo González y Francisco Robelo enfilaron en dirección a Tolu-ca. La Convención se disolvió, los villistas se dirigieron hacia el norte y los zapa-tistas hacia el sur. Gustavo Baz fue uno de los últimos en salir; apostó algunos

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de sus hombres en Lerma para que le avisaran la cercanía de las tropas enemi-gas, pero resultó en vano; cuando se dio cuenta, el enemigo ya había ocupado la ciudad de Toluca. Presuroso abandonó la casa de gobierno, que se encontraba en los portales, pasó por un lado de la Alameda y tomó rumbo a San Juan de las Huertas, bajo la metralla punitiva de las huestes carrancistas.13

Días después, Baz se reunió con el resto de sus tropas en Temascaltepec. Ahí recibió un oficio del general Pablo González en el que solicitaba un salvoconduc-to para que un oficial constitucionalista se entrevistara con él en San Juan de las Huertas. Una vez que aceptó la propuesta, se trasladó al mencionado lugar, en donde se presentó el general Juan de la Luz Romero, quien le expuso que la intención de Carranza era la unificación de los revolucionarios, por tanto, lo in-vitaban a sumarse al constitucionalismo, reconociéndole sus grados militares a él y a sus subordinados. Baz y su gente aceptaron la amnistía; pero no se unió a Carranza, ya que él sentía que con el hecho de haber derrotado a Huerta, había cumplido su misión. Y así, después de entregar sus fuerzas en Toluca, se dirigió a la Ciudad de México, en donde continuó con sus estudios de medicina.

13 Entrevista al doctor Gustavo Baz Prada, ya citada.

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EL CONSTITUCIONALISMO

primEros pasos

Después de haber sido tomada la ciudad de Toluca el 14 de octubre de 1915 por las fuerzas constitucionalistas al mando de los generales Alejo Gonzá-

lez y Francisco Cosío Robelo, el Estado de México entró en una nueva etapa de su historia: el constitucionalismo; a partir de este momento, y hasta mediados de 1920, las fuerzas comandadas por el primer jefe del Ejército Constituciona-lista, Venustiano Carranza, se encargarían de regir la vida económica, política y social de la República Mexicana.

El 19 de octubre, Carranza nombró gobernador del Estado de México al ge-neral Pascual Morales y Molina. Para tomar la protesta de su cargo se trasladó a la ciudad de Toluca el general Pablo González, quien fue recibido por un gran número de tolucenses que se congregaron en las afueras del palacio de gobierno.

La simpatía del pueblo hacia el visitante se debía a que a su llegada repartió pan y dinero entre la gente pobre. Posteriormente se ofrecieron varias veladas en el Teatro Principal, en honor de ambos generales.14

Los ricos comerciantes, industriales y la clase acomodada de la ciudad de To-luca recibieron con agrado al nuevo gobierno porque estaban interesados en que éste les brindara protección; además de que, comparado con el zapatismo, era una bendición del cielo. También la gente pobre de los pueblos y villas se decla-ró a favor de los recién llegados, como había sucedido en años anteriores con el maderismo, el huertismo y el zapatismo.

14 Manuel F. Novelo, Álbum conmemorativo de la visita del general de división Pablo González a la ciudad de Toluca, del 18 al 23 de octubre de 1915, con motivo de la toma de posesión como gober-nador del Estado de México, del general Pascual Morales y Molina, Archivo Histórico del Estado de México, 57 pp.

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Durante el último trimestre de 1915, los zapatistas que quedaban aún en el territorio estatal luchaban afanosamente por mantener su control en los distritos de Tenango y Tenancingo, con el objeto de desgastar a las fuerzas carrancistas para que les reconocieran sus propuestas apoyadas en el Plan de Ayala. Desafortunadamente para el movimiento comandado por Emiliano Zapata, el no contar con un control efectivo sobre sus seguidores en otros es-tados y el hecho de que algunos bandidos integraran sus fuerzas, desvirtua-ban su lucha.

A fin de contrarrestar la ofensiva de los rebeldes sureños, Pascual Morales y Molina ordenó a su jefe de operaciones militares en el estado, general Alejo González, que estableciera su cuartel general en Tenancingo. Durante su es-tancia la región se vio favorecida con un gran movimiento económico, en virtud del acondicionamiento y terminación del camino a Tenango, así como del inte-rés que demostró por atender las carencias de la población. Pero una vez que las huestes zapatistas se concentraron en el estado de Morelos para hacer re-sistencia a la avanzada carrancista que comandaba el temerario general Pablo González, y a solicitud de la Cámara de Comercio y de los principales vecinos de Toluca, la jefatura de operaciones militares fue trasladada a dicha ciudad.

Por otra parte, a principios de 1916, Pascual Morales y Molina implantó me-didas tendientes a beneficiar tanto a obreros como a campesinos, a través de la creación de “centros recreativos para obreros” y “escuelas del lugar”, que se instalaron en cada cabecera distrital del estado. Los primeros tenían por objeto proporcionar a los trabajadores del campo y de las fábricas medios honestos de distracción que redujeran el tiempo que utilizaban los domingos en emborra-charse en las pulquerías. Estos centros contaban con gimnasio, jardines, bi-bliotecas, teatro y cinematógrafo. La intención del general Morales y Molina era buena, pero de ninguna manera aliviaba las necesidades de los trabajadores, que indicaban que el 99% de la clase trabajadora se dedicaba al campo. Lo que ellos necesitaban prioritariamente era tierra para trabajar y obtener su comida, y no tanto un centro recreativo que les ayudara a olvidar sus problemas por un momento. Por otro lado, para los campesinos esto era algo totalmente desco-nocido y poco útil, ya que habían permanecido durante años únicamente tra-bajando la tierra, sin ninguna instrucción ni diversión, por lo que de momento significaba algo raro y difícil de comprender.

En cuanto a las escuelas del lugar, que tenían como objetivo perfeccionar las industrias, artes y oficios que cultivaban los indígenas, sí beneficiaban a los campesinos, ya que contaban con maestros especializados que les ayudaban a mejorar sus trabajos y también inculcaban a los niños algún oficio. El importe de

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Gente del pueblo en espera del reparto de pan ordenado por el general Pablo González, 1915.

El general Pablo González reparte dinero a la gente del pueblo, 1915

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las ventas de los productos que elaboraban se repartía, la mitad para el muni-cipio y la mitad para el productor, y de esta manera se aprovechaban las ha-bilidades de la persona, no se mantenía ociosa y adquiría una ganancia por su trabajo.

Además de la preocupación que demostró Morales y Molina por difundir la educación en todo el estado, también procuró impulsar la industria del maguey, para ayudar a los indígenas a salir de su atraso material; y a la vez suspendió la elaboración del pulque, para evitar que éstos se embriagaran.

Para el segundo trimestre de 1916 el principal problema en el estado seguía siendo la falta de distribución de tierra, porque al no tener el campesino terre-nos propios se veía en la necesidad de comprar maíz a precios muy altos; como sucedió en el municipio de Polotitlán, donde los comerciantes acaparaban dicho producto y lo vendían a precios inaccesibles. Otros, como el azúcar, en Valle de Bravo se cotizaban muy alto, en perjuicio de la población.

Entre tanto, en el estado de Morelos la represión contra los zapatistas se re-crudecía paulatinamente; Pablo González, al igual que el temible Juvencio Ro-bles, habían establecido formalmente una dictadura militar.

Esto ocasionaba que los sureños arremetieran contra los estados vecinos, ante la imposibilidad de hacerlo en el propio, como sucedió en el Estado de Mé-xico los últimos días de mayo, cuando fuerzas zapatistas destruyeron los archi-vos parroquiales, la iglesia y la mayor parte de las casas de los vecinos de la villa de Chalco. Hechos como éste permitían a Zapata y a su gente demostrar a los constitucionalistas que aún no estaban aniquilados.

Para finales de junio, Pascual Morales y Molina tuvo que enfrentar otro pro-blema: la huelga de los mineros en El Oro, que se suscitó a consecuencia de que los trabajadores no estaban conformes con el sueldo y el horario de labores. Las dimensiones que cobraba el conflicto obligaron al gobernador a trasladarse a dicha localidad, para gestionar ante los propietarios de las mismas: aumento de salario, disminución del horario de trabajo y el no despido del personal que intervino en la huelga. Su actitud le ganó el agradecimiento de los obreros del mineral de El Oro, ya que esta medida ayudaba gradualmente a satisfacer sus necesidades más apremiantes.

A mediados de agosto, Pascual Morales y Molina se vio precisado a abando-nar la gubernatura ante el ofrecimiento de Venustiano Carranza para que se hi-ciera cargo de la Procuraduría General de la República. Su trayectoria al frente del gobierno estatal se puede considerar como un esfuerzo importante por colo-car en primer plano a la educación, lo cual se aprecia a través de las diversas re-formas educativas que realizó. También se preocupó por alejar de la embriaguez

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a los grupos más necesitados, al mismo tiempo que procuró proporcionarles los medios de distracción que les permitieran ocuparse en cuestiones más prove-chosas. Sin embargo, no se ocupó del problema más urgente: la restitución de la tierra.

ataquEs zapatistas y carrancistas

Después de que Pascual Morales y Molina dejó la gubernatura, Venustiano Ca-rranza nombró gobernador del Estado de México al general Rafael Cepeda, quien a su llegada enfrentó las incursiones de guerrilleros zapatistas que atacaron con renovados bríos. A principios de agosto de 1916 una partida numerosa arreme-tió contra la plaza de Valle de Bravo; aprovechando el reducido número de solda-dos carrancistas que guarnecían el lugar ingresaron al pueblo, quemaron casas, robaron, violaron a las mujeres sin respetar la edad y mataron a gente pacífica. Ante esta situación, el presidente municipal, P. Mejía, solicitó al gobierno del es-tado que columnas volantes de mil hombres persiguieran a los zapatistas, con el objeto de erradicar el bandolerismo que perjudicaba las vidas e intereses de los lugareños.

A los pocos días, nuevamente un grupo de zapatistas incursionó en Valle de Bravo, entablando un feroz combate con las huestes carrancistas comandadas por el general Gatica, quien murió en la refriega. En aquella ocasión fueron ba-tidos los surianos; sin embargo el peligro seguía latente para el pueblo, ya que una vez que los carrancistas tuvieron el control de la situación, fingiendo que los atacaban los zapatistas, organizaban continuas balaceras para provocar que los vecinos huyeran, y entonces se dedicaban a saquear comercios y casas.

Las actitudes de los soldados constitucionalistas demostraban que eran igual o más ladrones que los zapatistas; cuando menos estos últimos tenían como pretexto hacerse de pertrechos de guerra o de alimentos, pero en su caso, no te-nían por qué atacar las poblaciones dado que a ellos se les había encomendado resguardar el orden y la paz pública. Como sucedió en Malinalco, cuando dos soldados de las fuerzas carrancistas robaron, maltrataron y amenazaron a Filo-mena Coatzin y a su familia.15

Esta situación no era privativa del Estado de México; también se daba en el estado de Morelos, donde la característica del constitucionalismo fue el saqueo.

15 v. 92,e. 57, 1916,f. 3

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La campaña que emprendió Pablo González junto con sus huestes, con el obje-to de pacificar la región morelense, fue demasiado punitiva: se dedicaron a in-cendiar pueblos, arrasar montes, tomar ganado, confiscar maíz; además, con el propósito de limpiar de enemigos el campo, trasladaban a la gente como “parias de cerdos” a plataformas de carga, para posteriormente llevárselos en tren a la Ciudad de México, en donde los repartían por los barrios más miserables de la ciudad. Esto ocasionó que, años más tarde, los campesinos de Morelos adjudi-caran a los carrancistas todos los sufrimientos de que habían sido víctimas des-de 1911.16

Los ataques zapatistas y los abusos de las fuerzas constitucionalistas conti-nuaron durante septiembre. El día 8, en la ciudad de Toluca, un soldado carran-cista bajo el mando del capitán Briseño robó a Francisco Medina17 una yegua, un caballo tordillo, ganado, escopetas, ropa y maíz. Días después, un grupo za-patista saqueó la casa de Abraham Gezón, vecino del pueblo de Cuanalán, en el municipio de Texcoco.18 Entre estos actos de vandalismo de uno y otro grupos, destacan los ataques que realizaron tropas carrancistas en el pueblo de Ayotzin-go, del municipio de Chalco, el cual fue quemado en dos ocasiones, en una de las cuales fusilaron a varios hombres y ultrajaron a sus mujeres; en dicho acto, la iglesia fue quemada y tomada como cuartel, desnudaron a los santos y las joyas que tenía la santa patrona de la localidad se las robaron las soldaderas que venían con ellos, dejando en la población una herida imborrable de saqueo, destrucción y miseria.

La violencia ejercida por los constitucionalistas y el deseo de los zapatistas por defender sus intereses apoyados en el Plan de Ayala hacían que la llama re-volucionaria no se apagara. El gobernador Rafael Cepeda continuó con la repre-sión zapatista en el estado, pero no con el éxito que él esperaba, ya que los dis-tritos de Tenango y Lerma no fueron pacificados en su totalidad a causa de que el jefe de las operaciones militares en la entidad, el general Alejo González, no contaba con los suficientes elementos para hacer frente al enemigo.

Esta pacificación se complicaba cada vez más, ya que Zapata ordenó que se atacaran puntos neurálgicos de los estados de Puebla, Tlaxcala, Hidalgo, Michoacán, Guerrero, Oaxaca y México, con el objeto de demostrar en el ex-tranjero la debilidad del gobierno carrancista, al que habían apoyado algunos

16 John Womack Jr., Zapata y la Revolución Mexicana, p. 264.17 v. 8, e. 13, 1916, 6 fs.18 Ibidem, e. 64, 1916, 6 fs.

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Un rendido. Sargento 1.º convencional, saludando a un oficial del E. M. del general Pablo González.

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países como los Estados Unidos. Así, durante todo el otoño de 1916 las incursio-nes zapatistas al Estado de México fueron permanentes; por los alrededores de Ozumba y Amecameca, las fuerzas de Vicente Rojas y de Bardomiano González penetraron en pueblos importantes, mientras que Genovevo de la O, Valentín Reyes, Rafael Castillo y Julián Gallegos combatieron por el rumbo de Malinalco y Ocuilan.

A principios de octubre el destacamento constitucionalista que se encon-traba de vigilancia en el distrito de Ixtlahuaca, de común acuerdo con los ad-ministradores de algunas haciendas de la región, se dedicó a atacar varios pueblos, como el de Chejé, de donde se llevaron presos a algunos vecinos, sa-quearon sus hogares y les robaron el dinero que tenían destinado para el arre-glo de sus tierras.

En San Luis Mextepec, municipio de Zinacantepec, en noviembre, cinco sol-dados constitucionalistas al mando del mayor Ramos asaltaron la casa de Lu-cio López, golpearon a su familia y se robaron animales y objetos de valor. A principios de diciembre las huestes constitucionalistas siguieron haciéndoles la competencia a los zapatistas: saquearon casas, robaron ganado y trataron de quemar el pueblo de Xochiaca, perteneciente al municipio de Tenancingo, con el pretexto de que perseguían a un grupo de guerrilleros surianos. Por su parte, los zapatistas no se quedaban atrás y a mediados de diciembre incendiaron 78 casas en la Sabana y otras localidades del municipio de Villa de Allende.

Los problemas que tuvo el general Rafael Cepeda no consistieron únicamente en controlar a sus fuerzas indisciplinadas y hacer frente a las incursiones za-patistas en la entidad, sino en resolver la crisis alimenticia que se vivió durante 1916, ya que los pocos cereales y pollos con que contaba se acabaron rápida-mente. Ante esta situación se sacrificó el ganado lechero, para vender la carne; y para no verse obligados a recibir papel moneda, los comerciantes ocultaron las mercancías en perjuicio de la gente pobre, ya que al no tener qué comer moría de hambre, como aconteció en el municipio de Aculco.19 Para evitar el acapara-miento y el alza inmoderada de los productos de primera necesidad, el general Cepeda ordenó que se catearan todos los comercios y estableció un precio acce-sible para los mismos.

El general Rafael Cepeda dejó la gubernatura estatal el 1.º de enero de 1917. Durante los escasos cinco meses que tuvo a su cargo el gobierno del Estado de México dedicó la mayoría de su tiempo a contrarrestar las embestidas zapatis-

19 Berta Ulloa, “La Constitución de 1917” en Historia de la Revolución Mexicana (1914-1917), t. VI, p. 233. Entrevista realizada a Adelino Ramírez Mendoza, originario del municipio de Aculco.

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tas, a controlar los excesos de los constitucionalistas y a tratar de administrar los exiguos recursos económicos con que se contaba para conseguir productos básicos, los que posteriormente se venderían a precios moderados a los grupos más necesitados. También hizo algunas reformas en materia educativa; devolvió a la administración central del estado el control educativo y aumentó el salario de los maestros con el objeto de evitar que éstos desertaran.

El GobErnador carlos tEJada y las Escaramuzas rEvolucionarias En contra dE los puEblos dEl Estado

El 15 de enero de 1917 el general Carlos Tejada se hizo cargo de la gubernatura estatal. Durante su estancia en el poder el Estado de México continuó envuelto en la vorágine revolucionaria. A él le resultó difícil establecer la paz y tranquili-dad pública en todo el territorio mexiquense, dado que no contaba con un ejérci-to disciplinado que le ayudara a cumplir su misión; por el contrario, se dedicaba a cometer depredaciones al igual que los guerrilleros surianos. Los habitantes de los pueblos del estado se mostraban desconcertados ante los permanentes ataques que sufrían, ya que no sabían ni de quién debían protegerse, pues la mayoría de las fuerzas que pasaban por su jurisdicción se dedicaban a maltra-tarlos y robarles lo poco que tenían.

A principios de enero, los vecinos del pueblo de San Miguel Mimiapan, muni-cipio de Xonacatlán, fueron atacados por el destacamento que se encontraba en San Lorenzo Huitzilapan, municipio de Lerma; en dicha acometida los soldados constitucionalistas saquearon las casas y se dedicaron a maltratar a las familias de la localidad. Diez días después, una fuerza zapatista al mando del general Quintanilla incendió la hacienda de San Bartolo y 63 casas del pueblo de San Jerónimo, jurisdicción del municipio de Villa de Allende.

Durante febrero se desarrolló un gran acontecimiento: la promulgación de la Constitución de 1917, por parte de Venustiano Carranza. En dicho documento Carranza encauzó las aspiraciones revolucionarias, estableciendo grandes re-formas políticas y sociales. El Estado de México estuvo presente en la redacción de la Carta Magna a través de los diputados mexiquenses que fueron elegidos para el Constituyente, entre los que destacaron: Aldeguno Villaseñor, Guiller-mo Ordorica y Enrique A. Enríquez. También fue invitado a colaborar para la redacción del Artículo 27 Andrés Molina Enríquez, quien siempre se distinguió por sus ideas agraristas.

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Mientras la Carta Magna aparecía a la luz pública en la ciudad de Queréta-ro, los pueblos del Estado de México aún eran presa de las fuerzas constitucio-nalistas, y a pesar de que la Constitución venía a dar legalidad a las demandas por las cuales luchaban los revolucionarios, no impidió que la lucha armada continuara su camino. En primera, porque el hecho de que se hubieran plas-mado en un documento no quería decir que inmediatamente se iban a llevar a cabo, y lo que querían los hombres que peleaban en la Revolución era el cum-plimiento inmediato de sus aspiraciones. Por otra parte, era difícil que se com-prendiera cabalmente su significado porque el nivel cultural de algunos jefes rebeldes era bajo.

Durante los primeros días de febrero, tropas del Ejército Constitucionalista al mando del mayor Carlos Méndez incendiaron las casas, semillas y forrajes de los vecinos del pueblo de San Miguel Mimiapan, municipio de Xonacatlán. A los pocos días no muy lejos de ahí, en el pueblo de San Jerónimo, municipio de Ixtla hua ca, una fuerza constitucionalista se dedicó a vejar a los lugareños armando mucho alboroto. Asimismo, a finales del mes, unos soldados arremetieron contra los ve-cinos del barrio de Guadalupe, en el municipio de San Mateo Atenco, en donde maltrataron a la gente y robaron sus casas.

En marzo se realizaron a nivel nacional las elecciones para presidente de la República Mexicana, en las cuales el favorito y único contendiente era Venus-tiano Carranza. Y a pesar de que se estaba viviendo un momento de suma importancia para los destinos del país, los encuentros revolucionarios no dis-minuyeron durante ese mes en el Estado de México. El día 5, fuerzas consti-tucionalistas que guarnecían la plaza de Ixtlahuaca se dedicaron a cometer abusos en contra de los habitantes. Al inicio de la primavera, vecinos del pue-blo de Santa Ana Jilotzingo, del municipio de Otzolotepec, se quejaron ante el general Carlos Tejada de los excesos de la tropa que comandaba José Her-nández, quien en compañía de sus hombres se dedicó a robar las yuntas de los lugareños.

Tampoco los zapatistas aflojaron el paso. A principios de marzo se enfrenta-ron a las fuerzas constitucionalistas de la columna del general Salvador Gonzá-lez, en San Francisco Tepexoyuca, municipio de Joquicingo, no sin antes haber incendiado varias casas de particulares y algunos cereales, como maíz, frijol y cebada. En Joquicingo las acciones incendiarias continuaron hasta la última se-mana del mes, lo que obligó a los habitantes a trasladarse a Tenango y Tepexo-yuca. Los frecuentes ataques zapatistas y constitucionalistas ocasionaron una baja en la producción de alimentos, que se reflejó en algunos puntos de la enti-dad a través del alza inmoderada de los precios; como sucedió en la ciudad de

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Toluca, cuando los comerciantes se dedicaron a especular con los productos de primera necesidad, lo que motivó que el inspector general de policía, H.D. Ávila, solicitara permiso al secretario general de Gobierno para proceder en contra de los especuladores.

Desafortunadamente, al gobernador Tejada le resultaba complicado frenar las incursiones zapatistas en virtud de la falta de disciplina que existía entre las fuerzas constitucionalistas, las que en lugar de contrarrestar la ofensiva zapatis-ta se dedicaban a imitarlos. En abril, tropas constitucionalistas irrumpieron en varios lugares de los distritos de Lerma y Chalco, cometiendo robos y atropellos en contra de los vecinos.

En mayo los ataques a las poblaciones de la entidad se incrementaron. El día 2, una partida de zapatistas a la orden de Román Díaz saqueó la fábrica de hilados y tejidos María, ubicada en el municipio de Otzolotepec; se robaron toda la tela existente, dinero y unas mulas que se utilizaban para el transporte de la mercancía. Tres semanas después, los vecinos del municipio de Villa Nicolás Romero, a través del presidente municipal de la localidad, solicitaban al propio gobernador armas para combatir a los grupos zapatistas, debido a los constan-tes asaltos que llevaban a cabo en la región. Y mientras éstos mantenían el ace-cho sobre los distritos de Lerma y Tlalnepantla, las tropas constitucionalistas no quitaban el dedo del renglón, ya que durante ese mes se realizaron varios abu-sos y desórdenes en el municipio de Cocotitlán.

A finales de mayo los distritos que más perjuicios habían sufrido por la Re-volución eran: Chalco, Lerma, Sultepec, Temascaltepec, Tenancingo, Tenango y Valle de Bravo. Como se puede apreciar, las zonas más perjudicadas fueron aquellas que conforman la parte sur y suroeste de la entidad –excepción de Ler-ma–, a causa de su cercanía con los estados de Guerrero, Morelos y Puebla, cen-tros de insurgencia rebelde que comulgaban con las ideas agraristas que defen-día Emiliano Zapata.

En junio los zapatistas incursionaron nuevamente en el municipio de Vi-lla Nicolás Romero, aunque en esta ocasión con más saña; la madrugada del día 3 atacaron el pueblo de San Miguel Hila, en donde quemaron 17 casas y mataron a varios de sus habitantes, actos que provocaron que el pueblo fuera abandonado. Para mala suerte de los lugareños, los destacamentos constitu-cionalistas resultaban insuficientes e ineficaces ante el número y la sagacidad de sus contrincantes.

En tanto la lucha armada proseguía en la entidad, el general Carlos Tejada convocó a elecciones para el Congreso Constituyente del estado y para gober-nador, en las cuales resultó electo, para este último cargo, el general Agustín

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Millán, apoyado por Carranza y por el Club Democrático Progresista; además contaba con la simpatía de algunos sectores de la población gracias a que era originario del sur de la entidad, ya que nació en el municipio de Texcaltitlán, el 24 de julio de 1885.

El general Millán tomó posesión el 30 de junio de 1917.20

El Estado dE méxico y El GEnEral aGustín millán

Días después de promulgada la Constitución del 5 de febrero de 1917, Venus-tiano Carranza demostró su preocupación por restablecer el orden constitu-cional, que se había visto interrumpido desde la salida de Victoriano Huerta, a mediados de 1914. Lo anterior sería posible a través de la celebración de elec-ciones de gobernadores y presidente de la República Mexicana. Esta última se desarrolló sin mayor problema en virtud de que Carranza era el único candi-dato postulado para la presidencia, la que ocupó el 1.º de mayo de 1917. Sin embargo, algunos de los comicios para gobernadores se vieron empañados por diversos disturbios, ocasionados por las diferencias existentes entre los conten-dientes que aspiraban a tales cargos.

Al igual que sus colegas de otras entidades federativas, el general Agustín Millán tuvo que enfrentarse a las consecuencias de la prolongada guerra civil: “destrucción de campos, ciudades, vías férreas, material rodante; interrupción del comercio y de las comunicaciones; fuga de capitales, falta de un sistema bancario, epidemias, escasez de alimentos y bandidaje”.21

El mes de julio el estado atravesaba por una crisis agrícola, por tal motivo, había escasez de alimentos (principalmente maíz), acaparamiento y aumento de precios. En el municipio de Valle de Bravo se vivía una difícil situación ocasio-nada por este motivo, la cual se veía incrementada por la falta de garantías de las fuerzas que guarnecían la localidad; lo mismo sucedía en los municipios de Tenancingo, Lerma, Otzolotepec y Polotitlán, por lo que, para evitar problemas más serios, el general Millán giró una circular a todos los presidentes municipa-les en la que les solicitaba que reunieran a los comerciantes y los convencieran

20 Carlos Herrejón Peredo señala, en su libro Historia del Estado de México, el día 20 de junio como fecha en que tomó posesión de su cargo de gobernador el general Agustín Millán; sin em-bargo, en la Gaceta de Gobierno No. 19, del 6 de marzo de 1918, p. 78, aparece que fue el día 30 de junio.21 Berta Ulloa, “La lucha armada (1911-1920)” en Historia general de México, t. IV, pp. 87-88.

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para que disminuyeran el precio tan elevado del maíz, dado que la mayoría de los productos de primera necesidad provenían de dicho cereal.

Por otra parte, los ataques y el merodeo de zapatistas a las poblaciones de la entidad continuaban. A finales de julio, vecinos del pueblo de Cholula, del municipio de Ocoyoacac, se quejaban ante el gobernador Millán de los múlti-ples ataques perpetrados en su población; incluso, manifestaban que las últi-mas noches habían tenido que dormir en las milpas, bajo las inclemencias del tiempo. Ante esta situación, le solicitaban que el destacamento que se encon-traba en la estación Maclovio Herrera se diera vueltas por el pueblo; también pedían que no los fueran a concentrar en Lerma, ya que no tenían de qué vi-vir, aparte de que no querían abandonar sus sementeras, las cuales eran su único patrimonio.

Durante agosto las fuerzas constitucionalistas volvieron a atacar varios poblados del distrito de Lerma. Principalmente en Tepexoyuca, Ocoyoacac, Xonacatlán y San Miguel Ameyalco, en donde cometieron todo tipo de atroci-dades y abusos en contra de los habitantes. Mientras tanto, la escasez de ali-mentos se manifestó en el municipio de Jilotepec, donde los vecinos no tenían qué comer y temían que se desatara una epidemia. A mediados de ese mes los zapatistas incursionaron en dos ocasiones en la ciudad de Valle de Bravo, en donde causaron destrozos y saquearon las casas, por lo que los vecinos, cansados de las permanentes arbitrariedades, organizaron la resistencia y al poco tiempo los zapatistas huyeron del lugar, dejando tras de sí a varios de sus compañeros muertos.

Como resultado de la inestable situación que vivía el Estado de México, un grupo de 30 bandoleros se dejó ver en los municipios de Ixtlahuaca y Aculco; en el primero atacaron la hacienda de Enyeje, robaron la tienda de Hipólito Contre-ras y alarmaron a los habitantes de la hacienda y poblaciones circunvecinas.22 En el segundo asaltaron la hacienda La Estancia y los ranchos El Cerrito y La Concepción; de las tres propiedades se llevaron dinero, ropa, maíz y animales; en la última incendiaron gran parte de ella.

Con el objeto de contrarrestar los múltiples ataques que sufrían las poblacio-nes de la entidad, el general Agustín Millán organizó conjuntos de defensa local en aquellos lugares que eran más frecuentados por los zapatistas y bandoleros; dichos cuerpos actuaban en combinación con las fuerzas de la federación, lo cual contribuyó a que los atentados disminuyeran y los habitantes de algunos

22 v. 12, e. 31, 1917, fs. 2-5.

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poblados que se encontraban concentrados en otras poblaciones retornaran a sus hogares. Para complementar la medida anterior y lograr la pacificación del estado Millán logró que el Congreso de la Unión autorizara la organización de las fuerzas de seguridad del estado, que empezaron a funcionar tan pronto como se aprobó su creación.

Pese a los esfuerzos que realizaba el general Millán por mantener el orden en todo el territorio mexiquense, era imposible ejercer un control efectivo sobre todas las poblaciones. Como lo demuestra el hecho de que el 13 de octubre de ese año, a mediodía, varias partidas de zapatistas –entre 300 y 400 hombres pertenecientes a las fuerzas de Genovevo de la O, Manuel Reyes, Manuel Galle-gos, Román Díaz, Rafael Castillo y Martiniano Osnalla– atacaron el pueblo de Jilotzin go, que era defendido por algunos vecinos armados. Después de sostener un cerrado tiroteo y debido a la superioridad numérica de los atacantes, éstos entraron al poblado, incendiaron 23 casas, mataron a cuatro vecinos, se lleva-ron varias mujeres y saquearon la población.

Durante el último trimestre de 1917, el gobernador Agustín Millán tuvo que soportar los excesos de los destacamentos federales que supuestamente guar-necían las poblaciones de la entidad. A principios de octubre los vecinos del pueblo de Coatepec, municipio de Ixtapaluca, se quejaban ante el secretario de Gobierno de los abusos que cometían los generales Manuel González y Elizondo, quienes se habían dedicado a robar la cebada que se encontraba en las semen-teras, al mismo tiempo que los obligaban a trabajar sin pagarles en la hacienda de Zoquiapan. Un mes después, en el municipio de Teoloyucan, el destacamento número 4 penetró en las casas de los vecinos del pueblo de San Bartolo, robaron ropa, semillas, animales y se dedicaron a maltratar a niños y mujeres de la lo-calidad. Para diciembre la tónica siguió siendo la misma, ya que el día 8 un gru-po de soldados al mando de Antonio Zempoalteca agredió a los rancheros de la hacienda de Jalpa, en el municipio de Huehuetoca, además de haberles quitado algunos caballos y sillas de montar.

El general Agustín Millán no pudo atender en su totalidad los desmanes que cometían las huestes constitucionalistas, en virtud de que durante los meses de agosto a noviembre concentró toda su atención en la realización de la Constitu-ción Política del Estado de México, que promulgó el 8 de noviembre de 1917. El documento era en gran medida una adecuación regional de las reformas estable-cidas en la Constitución federal.

En los primeros meses de su gobierno, el general Agustín Millán adoptó las me-didas que a nivel nacional estableció Venustiano Carranza: redujo el número de empleados públicos, ayudó a sanear las arcas municipales, creó la Procuraduría

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Banquete que ofreció a los pobres el general Agustín Millán, 1917

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de Hacienda con el objeto de tener un organismo que regulara los ingresos fiscales e iniciara la obra de justicia fiscal que reclamaba el estado.

Para 1918 el Estado de México continuaba soportando los abusos de las fuerzas constitucionalistas, las que haciéndose pasar por zapatistas, robaban casas y maltrataban a sus moradores. Los primeros días de enero, fuerzas del destacamento que guarnecía al pueblo de Cuajimalpa atacaron la población de San Cristóbal Texcaluca, perteneciente al municipio de Huixquilucan, donde sa-quearon las casas, robaron maíz y dinero a sus habitantes. A finales del mismo mes, fuerzas carrancistas al mando de Sebastián Salazar penetraron al pueblo de Capulhuac, donde golpearon a la familia Martínez y la despojaron de todas sus pertenencias.23 Durante todo el primer trimestre de 1918 las huestes cons-titucionalistas prosiguieron en las poblaciones de la entidad y cometieron un sinfín de depredaciones, principalmente en los municipios de Xonacatlán, Otzo-lotepec, Tenango y Capulhuac.

Tanto el Estado de México como el de Morelos tuvieron que enfrentar la crisis agrícola que se dejó sentir durante los primeros meses de 1918. En Morelos fue ocasionada por la pobreza en que el general Pablo González había dejado al esta-do el año anterior. En el Estado de México fue provocada un poco por los desma-nes que cometían las fuerzas constitucionalistas y algunos bandoleros, quienes al no encontrar resistencia en los poblados se llevaban el maíz que había en las sementeras. Los zapatistas también contribuyeron a esta crisis, ya que en algu-nas poblaciones de la entidad se dedicaron a destruir los sembradíos, como su-cedió en el municipio de Ixtapan del Oro, donde en varias ocasiones amagaron a la población y arrasaron con todo lo que encontraron a su paso, lo que provocó que sus habitantes no tuvieran qué comer; además el año anterior se había re-gistrado una pérdida de cosecha.

Bajo estas circunstancias, las clases humildes de la entidad se vieron envuel-tas en una terrible miseria que las obligó a invadir las poblaciones más impor-tantes del estado, con el objeto de que se les proporcionaran alimentos; afortu-nadamente, un grupo de mexiquenses de sentimientos filantrópicos formó una junta de caridad para alimentar durante seis meses a la gente pobre; por su par-te, el gobierno contribuyó con 150 pesos mensuales para dicho fin.

La crisis agrícola agravó la ya difícil situación que vivía el erario estatal, por lo que el general Agustín Millán se vio precisado a continuar con la política de aus-teridad que había asumido a principios de su mandato. Dejó vacantes algunas plazas de empleados de la administración pública y suprimió la Procu raduría de

23 v. 91, e. 8, 1918, fs. 1-5.

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Pueblos y Pobres. Por otra parte, el Ejecutivo estatal tenía que resolver los pro-blemas que le planteaba la aplicación de los Artículos 27 y 123 de la Constitu-ción nacional. El Artículo 27 fue muy difícil ponerlo en práctica en virtud de que Carranza no estaba convencido de llevar a cabo un abundante reparto de tie-rras; incluso elaboró un proyecto de ley que postulaba la creación de pequeñas propiedades y la no dotación de tierras gratuitamente, por lo que seguramente, ante la presión del mandatario nacional, Millán se opuso a que los nuevos comu-neros ocuparan tierras que les había concedido el gobierno federal.

La aplicación del Artículo 123 corrió una suerte similar; hasta ese momento continuaron las arbitrariedades en contra de los trabajadores: no se resolvieron los despidos injustificados, el salario mínimo no se impuso en todas partes ni fue suficiente y la jornada de trabajo superó las ocho horas diarias. De suerte que los artículos que defendían el derecho a poseer la tierra –27– y a tener un trato más justo en el trabajo –123–, no era posible aplicarlos por la incertidum-bre que causaban entre los gobernadores de nuestro país.

Para el segundo trimestre de 1918 y mientras se discutía la implantación de los artículos constitucionales, los esfuerzos por guardar el orden en la entidad se mantenían al día a través de la formación de las defensas locales, las cuales funcionaban en algunos municipios desde hacía varios meses. Sin embargo, el problema no lo constituían los grupos de zapatistas o bandoleros, sino las pro-pias fuerzas federales que continuaban poniendo el mal ejemplo, y así lo demos-traron las arbitrariedades que cometieron en diversos puntos de los distritos de Tenango, Texcoco y Chalco. Durante el tercer trimestre del año, ante la impo-sibilidad del gobierno por contener a los soldados constitucionalistas, éstos si-guieron actuando en perjuicio de las poblaciones del estado.

Pese a los múltiples obstáculos que se presentaban en el camino, la adminis-tración estatal otorgó un impulso especial a la educación, la cual se vio favoreci-da con la expedición de la Ley de Educación Pública, que señalaba las diferentes escuelas y niveles educativos con que contaba la entidad, a fin de proporcionar una instrucción más completa a toda la población.

En materia agraria, Agustín Millán atendió diversas solicitudes de dotación y restitución de ejidos que hicieron varios pueblos mexiquenses. Ante la lenti-tud con que se armaban los mecanismos que hicieran expedita la repartición de tierras, Millán se vio precisado a atender poco a poco las demandas en cuanto a terrenos se refería; de esta manera resolvió a favor de varios pueblos los ex-pedientes sobre dotación de ejidos que tenían promovidos El Agostadero, San Lucas, Huitzilhuacan, San Antonio Mextepec, San Miguel Yuxtepec, San Mateo Ixtlahuaca, San Miguel Chapultepec y San Antonio Buenavista. También frac-

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cionó y repartió entre los vecinos más pobres del municipio de Ocoyoacac el te-rreno llamado El Compromiso.

A principios de septiembre el general Agustín Millán necesitó pedir un permi-so a la legislatura local, con el objeto de dirigir personalmente las actividades de pacificación en el estado. En su lugar quedó el licenciado Joaquín García Luna, quien se ocupó interinamente de la gubernatura por espacio de seis meses.

la influEnza Española y El intErinato dE Joaquín García luna

En septiembre de 1918 se hizo cargo del Ejecutivo estatal el licenciado Joaquín García Luna, la lucha contra el zapatismo continuaba, ya que Genovevo de la O y Alpízar siguieron incursionando por el sur de la entidad. Pero eso no fue el principal problema que tuvo que sortear el nuevo gobernador, sino el de la terri-ble enfermedad denominada “influenza española”, que apareció a finales del mes en algunos estados de la República Mexicana.

En la Ciudad de México los primeros brotes se manifestaron a principios de octubre, extendiéndose paulatinamente por el sur. Las difíciles condiciones por las que atravesaba el país, como eran la guerra, la fatiga prolongada, las dietas de hambre y el agua mala, ayudaron considerablemente a que la enfermedad se propagara fácilmente. El estado de Morelos fue uno de los más afectados, ya que además de las constantes escaramuzas que se desarrollaban en él, y el duro in-vierno que azotó a esa región, la epidemia cobró sus primeras víctimas. En “los pueblos y ciudades los cadáveres se acumularon más rápidamente de lo que se podían enterrar”.24 En el campo, en cabañas improvisadas, los campesinos mo-relenses se estremecían de fiebre durante varios días, y carecían de medicinas y alimentos, hasta que morían; muchos abandonaron el estado en busca de un clima más benigno, a tal grado que las patrullas de soldados federales descu-brieron pueblos completamente desiertos.

La influenza española ocasionó que el estado de Morelos perdiera, a causa de las defunciones y de la emigración, una cuarta parte de su población; pero tam-bién contribuyó notablemente a que los federales adelantaran en las actividades de pacificación que se llevaban a cabo en territorio zapatista.

El estado de Oaxaca también se vio afectado por esta epidemia, la que en el pueblo de Ixtlán de Juárez cobró muchas víctimas. Los síntomas de la enfer-

24 John Womack Jr., op. cit., p. 306.

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medad eran: temperatura muy alta, fuertes dolores de cabeza y la piel se ponía pinta; como no había medicamentos con qué atacarla, morían de tres a cinco personas diariamente. En un principio se velaban, pero posteriormente ya no, para evitar el contagio. El presidente municipal de dicha localidad ordenó que la policía, en una carreta, trasladara a los muertos al panteón, en donde eran enterrados en una fosa común.

Afortunadamente los lugareños descubrieron un árbol medicinal llamado “palo mulato” y otra planta de nombre “botonchihuite”, de los cuales despren-dían sus hojas, las ponían a hervir en agua, y con esta infusión bañaban a las personas enfermas; el tratamiento tenía que realizarse durante varios días. La aplicación de estas medicinas naturales evitó que muchos vecinos murieran; sin embargo, los que se salvaron quedaron irreconocibles, sin cabello, transparen-tes de la cara y muy delgados.

Antes de que la influenza española hiciera su aparición en el Estado de México, la Dirección de Salubridad Pública estableció medidas preventivas que evitaran su propagación. Dichas medidas consistían en: asear las calles de las ciudades y pueblos, promover que sus habitantes se bañaran, mante-ner sus casas limpias, lavar los alimentos y prohibir que en las puertas de las carnicerías se vendieran fritangas de chicharrones. Pero a pesar de tales prevenciones, al finalizar septiembre, los primeros distritos afectados fueron Tlalne pantla, Cuautitlán y Toluca. En esta última jurisdicción la cárcel cen-tral fue atacada por la epidemia; adquirieron la enfermedad 100 presos, de los cuales 20 murieron. Posteriormente invadió los distritos de El Oro, Jilotepec e Ixtla huaca; inmediatamente, el licenciado Joaquín García Luna ordenó que se ministrara a la Dirección de Salubridad 500 pesos, para comprar desinfec-tantes –azufre y creolina– y medicinas que neutralizaran los efectos tan graves que estaba ocasionando.

No obstante los grandes esfuerzos del Ejecutivo estatal y las brigadas sanita-rias provenientes de la Ciudad de México, la influenza española cobró 5 542 víc-timas en nuestra entidad, principalmente en los grupos sociales medio y pobre. La epidemia se incrementó debido a las pérdidas de la cosecha de 1917, lo cual propició una enorme carestía de los productos de primera necesidad. No faltó el gesto generoso de varios hacendados, quienes proporcionaron atención médica a sus peones y mandaron matar varias cabezas de su ganado para aliviar la si-tuación de los grupos desprotegidos.

La influenza española fue, sin lugar a dudas, una terrible epidemia que incrementó el dolor que ya venían sufriendo desde 1910 los campesinos y obreros mexiquenses. Parafraseando las palabras del profesor Roberto Barrios,

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“Parecía que se hacía realidad lo que marca la Biblia sobre los cuatro jinetes del Apocalipsis, ya que estábamos viviendo la guerra, el hambre, la peste y la transformación”.25

La epidemia incrementó la crisis financiera que el erario soportaba desde ha-cía ya varios años, por lo cual el gobernador del estado, licenciado Joaquín Gar-cía Luna, ordenó que se practicase una mayor actividad en la recaudación de impuestos y en el cobro de rezagos; también se vio precisado a solicitar un em-préstito para solventar las necesidades más apremiantes de su administración.

Durante su corta estancia al frente de la entidad, García Luna procuró man-tener la línea trazada por el general Millán en cuanto a materia agraria. En com-binación con la Comisión Nacional Agraria resolvió problemas de restitución y dotación de tierras en favor de los pueblos de Chiconcuac, Atenco, San Pablo, Santa María Chiconcuso, Santiago Tlatepaxco, Tultepec y Ocopulco. En el ramo educativo puso en práctica el mandato constitucional sobre el establecimien-to de escuelas rudimentarias, las cuales formó con cada dos grupos de primer grado que existían en las elementales; las primeras quedaron a cargo del erario municipal y las segundas las administró el gobierno estatal.

La seguridad pública sufrió una modificación interesante, ya que las tropas regionales quedaron bajo las órdenes del gobierno federal, con el objeto de esta-blecer un mayor control sobre ellas. Al mismo tiempo, el general Agustín Millán realizaba con eficacia la pacificación del territorio mexiquense.

A principios de marzo de 1919 el licenciado Joaquín García Luna entregó el poder al general Agustín Millán, quien retornó a ejercer su cargo después de re-correr los puntos más conflictivos del estado en busca del restablecimiento del orden y la paz pública.

rEtorno dEl GEnEral aGustín millán a la GubErnatura Estatal

Las circunstancias en el Estado de México, al regreso de Agustín Millán a la gubernatura estatal, parecían indicar que las actividades de pacificación efec-tuadas en algunos puntos de la entidad brindaban sus primeros frutos, ya que durante marzo varios jefes zapatistas solicitaron su amnistía. En Sultepec se

25 Entrevista realizada al profesor Roberto Barrios Castro, originario del municipio de Atlacomulco. Para mayor información sobre la influenza española, ver el capítulo dedicado a los testimonios orales de personas que vivieron durante la Revolución.

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rindieron los cabecillas Arnulfo Arizmendi y Vicente Millán; en Texcaltitlán, Juan Jaimes, Jesús Jaimes, Miguel Casas, Ricardo Alpízar, Perfecto Torres y Camilo Álvarez.26

La actitud adoptada por los jefes zapatistas obedecía a que tanto en el terri-torio mexiquense como en el morelense los guerrilleros sureños estaban muy debilitados en número, salud, reservas de hombres y pertrechos; además, en Morelos el general Pablo González había emprendido una nueva campaña, do-tada de más profesionalismo que le permitió ejercer un mejor control sobre las poblaciones y fuerzas de aquella entidad. Y aunque las acciones de González comprendían únicamente el estado de Morelos, sirvieron para frenar las incur-siones que las huestes de Zapata hacían en el Estado de México. Por otra parte, muchos zapatistas que operaban en la entidad estaban cansados ya de soportar los embates de la guerra, que se había prolongado por más de ocho años, la cual hasta ese momento no les había proporcionado ningún beneficio.

Las cosas se complicaron más para el zapatismo; el 10 de abril de 1919, en la hacienda de Chinameca, fuerzas federales al mando del coronel Jesús Guajardo acribillaron a su jefe máximo, “el general Emiliano Zapata, quien cayó para no levantarse más”.27 La muerte del Atila del Sur desconcertó a todos los guerrille-ros surianos; sin embargo, no amedrentó su espíritu de lucha, y a los pocos me-ses nombraron a Gildardo Magaña sucesor de Zapata.

A causa de este acontecimiento, de abril a octubre de 1919, muchos zapatis-tas que operaban en el sur del Estado de México gestionaron ante el gobierno es-tatal su amnistía. De suerte que en el informe de gobierno que rindió el general Agustín Millán a la XXVII Legislatura local, a principios de septiembre, manifes-taba que la pacificación del estado estaba casi concluida, como lo demostraba el hecho de que la mayor parte de los municipios que se encontraban sustraídos al gobierno ya habían restablecido a sus autoridades.

Por otra parte, Millán, desde que volvió a encargarse del poder Ejecutivo, procuró impulsar vigorosamente la administración estatal, reorganizó todos sus servicios y dio una nueva orientación al despacho de los negocios oficiales. Dichas acciones consistieron en pagar íntegros los sueldos de los empleados de gobierno, crear una proveeduría general que proporcionara en una forma más adecuada y económica a los establecimientos públicos todos aquellos ma-

26 v. 80, e. 4, 1919, 19 fs.27 John Womack Jr., op. cit., p. 321.

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teriales que necesitaran para el desarrollo de sus actividades. Además, visitó los distritos de Tenancingo, Sultepec, Temascaltepec, Valle de Bravo y El Oro, con el objeto de mejorar los servicios públicos que se suministraban en esas localidades.

El general Agustín Millán demostraba en su informe de gobierno la preocupa-ción de continuar con su política agraria, ya que expresaba que de marzo a agos-to había concedido dotación de tierras a los pueblos de San Antonio Buenavista, municipalidad de Toluca; Santiago Tlalpepexco, municipalidad de Huehuetoca; San Francisco Chejé, municipalidad de Jocotitlán, y Ocopulco, municipalidad de Chiautla. También otorgó tierras –aunque faltaba que tomaran posesión de ellas– a los pueblos de San Miguel Yuxtepec, municipalidad de Jiquipilco; San Antonio Mextepec, municipalidad de San Felipe del Progreso; San Mateo Ixt-lahuaca, municipalidad de Temascalapa; San Vicente Chicoloapan, municipa-lidad de Chicoloapan; San Sebastián y San Lucas, del municipio de Metepec. Aun cuando el general Millán no entregó gran cantidad de tierras, como muchos campesinos lo esperaban, de alguna manera con los repartos instrumentó los preceptos agrarios que marcaba el Artículo 27 de la Constitución federal.

En materia laboral, el gobernador del Estado de México resolvió las huel-gas de los obreros de las fábricas de hilados y tejidos La Colmena, San José Río Hondo y María, ubicadas en los municipios de Villa Nicolás Romero, Naucalpan y Otzolotepec, respectivamente. Dichos establecimientos se lanzaron a huelga, buscando con ello que restituyeran en sus puestos a algunos compañeros que habían sido despedidos; asimismo, que los patrones mejoraran los locales que servían de habitación a los obreros.

El 11 de septiembre de 1919, unos días después de su informe, el general Agustín Millán solicitó a la Legislatura local otra licencia para ausentarse por espacio de seis meses del Ejecutivo estatal, en virtud de que por encargo de Venustiano Carranza desempeñaría durante ese tiempo una comisión de ca-rácter militar. En su lugar fue nombrado interinamente el licenciado Francisco Javier Gaxiola, quien fungía como secretario general de Gobierno en el estado.

francisco JaviEr Gaxiola y su Estancia En El podEr

El nuevo jefe del Ejecutivo mantuvo la misma línea de gobierno que había tra-zado Millán desde que tomó el poder en junio de 1917. Procuró mejorar las con-diciones del erario estatal a través de una reorganización administrativa que realizó en la Tesorería General del Estado, al mismo tiempo que creó un nuevo

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impuesto, aprobado por la Legislatura mexiquense y los principales causantes de la entidad.

Mientras el licenciado Gaxiola establecía nuevas medidas financieras en el estado, a nivel nacional los problemas políticos ocasionados por la sucesión pre-sidencial eran el centro de atracción.

La lucha se desarrollaba en dos frentes: el de los liberales, influido por las ideas juaristas, y el de los radicales, formado por el movimiento armado. El pri-mer grupo se distinguía por el buen uso de las ideas y las palabras, y el segun-do por su destreza en el manejo de las armas y el poder. De tal forma que con el interés de consolidar y demostrar su poderío a través de la Presidencia de la República, aparecieron en escena dos tendencias: un civilismo elitista y un mi-litarismo populista.

Lamentablemente, la experiencia iniciada desde noviembre de 1910 pare-cía no influir en el ánimo de los contendientes que, por el contrario, insistían en continuar resolviendo sus diferencias por medio de las armas. Lo que hacía más difícil la situación era que Venustiano Carranza, un militar, se identificaba más con los civiles, incluso siempre se esforzó por no ser caracterizado como militar. La decisión de Carranza abrió un tremendo hueco entre él y la mayo-ría de los caudillos que lo habían acompañado en las grandes batallas y en los retos que enfrentó durante los primeros años de su gestión como presidente de la República.

No obstante las dificultades que se vivían a nivel nacional, Gaxiola proseguía redoblando esfuerzos con el objeto de sacar adelante los principales ramos de la administración estatal. Por tal motivo visitó los distritos de Chalco, Texcoco, Cuautitlán, Tlalnepantla y Zumpango, para conocer la problemática en que se encontraban y proponer alternativas de solución que permitieran su reintegra-ción a la vida económica del estado. Una de las regiones más perjudicadas fue la de Chalco, cuya cabecera municipal se encontraba completamente destrui-da a causa de los trastornos revolucionarios; para estimular su reconstrucción, Gaxiola ordenó la exención de impuestos por determinado tiempo y solicitó la aprobación de 10 000 pesos, que se destinaron a la reconstrucción de los edifi-cios públicos.

Asimismo, Gaxiola impulsó la construcción del camino carretero de Toluca a Sultepec para lograr la incorporación de las regiones sureñas de la entidad, las cuales poseían gran riqueza agrícola y minera que podría servir de apoyo al de-sarrollo del estado.

Por otra parte, durante el último trimestre de 1919 y el primero de 1920, las incursiones de los rebeldes zapatistas disminuyeron considerablemente, ya que

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afectó sensiblemente la muerte de su jefe máximo, el general Emiliano Zapata; además de que muchos jefes que comandaban la guerrilla sureña se amnistia-ron. De suerte que para principios de marzo de 1920 todos los municipios del estado se hallaban bajo la acción del gobierno y con autoridades municipales; sin embargo, en los primeros días de enero apareció por los distritos de Tenan-cingo y Tenango un grupo rebelde a las órdenes del exfederal Rafael Pimienta, el cual, gracias a la aplicación de las fuerzas de la federación y de los cuerpos de voluntarios, fue derrotado sin mayor problema.

Con el fin de asegurar la pacificación del territorio estatal, los cuerpos de vo-luntarios siguieron prestando los servicios de defensa en sus propias jurisdiccio-nes; también, algunos hacendados fueron autorizados por el gobierno para tener gente armada que vigilara sus intereses.

En los meses que el licenciado Gaxiola estuvo al frente de la entidad se de-clararon dos huelgas: una en la mina La Magdalena, ubicada en el municipio de Sultepec, y la otra en el aserradero de Palizada, perteneciente al municipio de El Oro. En los dos conflictos laborales, las juntas de Conciliación y Arbitraje resolvieron en favor de los trabajadores, quienes lograron con ello que las em-presas les aumentaran el salario y les redujeran el horario de trabajo.

A pesar de su corta estancia en el poder, Francisco Javier Gaxiola demostró a través de sus acciones de gobierno que poseía dotes de buen gobernante.

En los primeros días de marzo de 1920 el general Agustín Millán se hizo cargo nuevamente del poder Ejecutivo estatal, pero en esta ocasión no por mucho tiem-po, pues un mes y medio después el gobernador del estado de Sonora, Adolfo de la Huerta, coligado con Álvaro Obregón, lanzó, el 23 de abril, el Plan de Agua Prieta. En dicho documento se desconoció a Carranza como presidente de la República y se nombró a De la Huerta jefe del Ejército Libertador Constitucionalista.

Como el general Millán era fiel al primer jefe y en virtud de que la rebelión había cundido por todo el país, abandonó la ciudad de Toluca el 5 de mayo, para acompañar a Carranza en su evacuación del Distrito Federal. Ocho días después el gobernador del Estado de México murió en Aljibes, defendiendo como siempre al presidente, quien también corrió la misma suerte en Tlaxcalaltongo, Puebla, el 20 de mayo de ese año. Como los obregonistas no querían perder tiempo, el mismo día en que se efectuó el entierro de Venustiano Carranza, “el Congreso de la Unión fijó la fecha de las elecciones generales y designó presidente provisional a Adolfo de la Huerta, alterando con ello el Plan de Agua Prieta”.28

28 Berta Ulloa, “La lucha armada (1911-1920)” en Historia General de México, t. IV, p. 92.

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Las pugnas personales y el deseo de ostentar el poder por parte de algunos militantes y civiles desequilibraron nuevamente la paz y el orden social que ape-nas empezaban a conocer los habitantes del Estado de México. Con la llegada de Darío López a la gubernatura se abrió una nueva etapa de la historia del estado, en la cual el pueblo mexiquense lucharía por conseguir la aplicación de las de-mandas que costaron tantas vidas humanas y que se escribieron con sangre en la Constitución de 1917.

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VOCES REVOLUCIONARIAS DE MI PUEBLO

NOTAS Y ANéCDOTAS DE UN GOBERNANTE ZAPATISTA

Gustavo baz prada

Mis padres fueron Eduardo Baz y Sara Prada de Baz, un matrimonio de cla-se media que radicaba en Tlalnepantla cuando nací, en 1894. Según me

contaba mi madre, después de mi nacimiento nos trasladamos a la Ciudad de México, donde murió mi padre. Posteriormente vivimos en Zacatecas, ciudad en la cual cursé parte de la primaria. De ahí nos fuimos a Guadalajara, en donde terminé mis estudios primarios y finalmente regresamos al Estado de México, pero esta vez para radicar en la ciudad de Toluca. Una vez instalados, ingresé al Instituto Científico y Literario para estudiar la preparatoria. Mis amigos me de-cían “el güero Baz” porque tenía el cabello demasiado claro.

Cuando concluí el bachillerato, muy a pesar de los deseos de mi madre, de-cidí estudiar medicina en la Universidad Nacional. Con un nudo en la gargan-ta ante el llanto casi evidente de mi madre, partí rumbo a la Ciudad de México, lleno de esperanzas y deseos de triunfo. Pero el destino hizo que me tocara vivir momentos crueles de la historia de nuestro país.

A los pocos meses de haber llegado a la capital se cometió un acto reprocha-ble en contra de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, presidente y vi-cepresidente de la República Mexicana, respectivamente, quienes fueron artera-mente asesinados por órdenes del traidor Victoriano Huerta.

El acontecimiento me indignó bastante, ya que la manera en que Huerta se deshizo de Madero y Pino Suárez resultaba por demás cobarde y despre-ciable. Este hecho me llevó a participar en las juntas que celebraba el doctor Cuarón junto con varias personas que simpatizaban con las ideas del movi-miento revolucionario.

La situación era insostenible; por un lado, habían asesinado al hombre que logró destronar al dictador Porfirio Díaz y, por otro, era imposible volver a la

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situación que se había vivido ya años atrás y que provocó el inicio del movi-miento armado.

La Revolución en nuestro país fue ocasionada por el desmedido deseo de po-der; Porfirio Díaz se olvidó de lo que había proclamado en el Plan de Tuxtepec: toma posesión de la Presidencia de la República, consigue la unidad nacional y, después de que fenece su primer periodo de gobierno, cede el poder a Manuel González. Posteriormente regresa para ocupar nuevamente el Ejecutivo nacio-nal por espacio de un cuarto de siglo, y se olvida de la “No Reelección”. La dic-tadura se convierte en una gran presa que está deteniendo el agua (representa al pueblo), pero ésta tiende a crecer; si no hay previsión se viene abajo la pre-sa, y en consecuencia se desata la revolución y detrás de ella se abalanza la juventud, deseosa de cambios que se ajusten a la realidad que se está viviendo en ese momento.

Yo pertenecía a la juventud de aquellos años, así que ansiaba un cambio que permitiese desplazar las barreras que impedían la participación de la gente joven en la vida nacional.

A principios de mayo de 1914, paseando por el Bosque de Chapultepec jun-to con un amigo, recibí un comunicado del doctor Cuarón en donde me avisaba que agentes huertistas habían descubierto las juntas revolucionarias y que me esperaba en Puente de Sierra. Antes de reunirme con el doctor, le escribí una nota a mis familiares para avisarles que me ausentaría por algún tiempo de la ciudad y que no se preocuparan por mí. Inmediatamente me dirigí a Puente de Sierra, en San Ángel; era un lugar solitario, no había construcciones por nin-gún lado.

Después de pasar la noche en aquel lugar, partimos rumbo al campamento de Valentín Reyes; una vez que atravesamos el Ajusco, se distinguieron algunas chozas que formaban el campamento del general Reyes. Ahí cenamos tortillas tostadas, café y frijoles calientes. Luego de la suculenta cena nos dispusimos a dormir, pero yo no pude hacerlo, ya que el frío intenso de la madrugada calaba los huesos, además de que me asaltaban muchas ideas sobre lo que me depa-raba el destino.

Al otro día muy temprano nos dirigimos hacia Quila; era un cerro pelón que tenía una sola vereda y su ascenso resultaba muy difícil, en la cumbre estaba asentado el cuartel del general Francisco V. Pacheco. Yo me quedé en el campa-mento de Quila y el doctor Cuarón se fue a Huitzilac a entrevistarse con Zapata. Al principio todos desconfiaban de mí porque era blanquito, eso hacía que me sintiera incómodo; por otra parte, me preocupaba que me consideraran todo un doctor, siendo que no sabía nada de medicina.

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Coronel Gustavo Baz Prada, al tomar posesión como director de la Escuela Médico Militar.

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Una noche el suegro del general Pacheco fue por mí para que le curara a su nieto, todo sobresaltado y angustiado me dispuse a acompañarlo.

Subimos y bajamos montañas, el camino para llegar al lugar donde vivían los familiares de los jefes era muy abrupto, lo que ocasionó que me diera el mal de montaña dos o tres veces; finalmente llegamos a la casa de Pacheco como a las siete de la mañana. El chiquillo se movía como gusano, le di un té de yerba-buena con bicarbonato de sodio, la criatura empezó a arrojar gases y se quedó dormido y yo me convertí en un santo. Tal prodigio permitió que me ganara la confianza del general Pacheco, ya que a partir de ese momento comencé a par-ticipar en todas las cosas.

Visitando algunos campamentos me pude dar cuenta de que nadie sabía por qué estaba luchando. Esto me motivó a solicitar permiso al general Pacheco y al general De la O, de formar un pequeño grupo con el cual difundiéramos en todos los campamentos el mensaje de la Revolución. Dicha acción era arriesga-da, porque todo mundo estaba bien armado y eran un poco recelosos, así que para evitarme problemas disfrazaba a uno de mis hombres de comerciante con un costal en la espalda, lo pescaban y él les comentaba muy tranquilamente el asunto; ya después él me llamaba y yo les explicaba con más detenimiento el mensaje, luego nos daban de comer. Anduve por los estados de Puebla, Michoa-cán, Morelos, México y parte del Distrito Federal. Así fue como vi llegar el triunfo de la Revolución.

Recuerdo que en una ocasión fui comisionado por el general Pacheco y el ge-neral De la O a ver a Emiliano Zapata para que me entregara cierta cantidad de dinero. Inmediatamente partí rumbo a Yautepec junto con mi ayudante, al que llamaban “Cabo”. Me llamó mucho la atención la casa donde vivía Zapata, tenía unas ventanas muy curiosas. él se encontraba sentado en un sillón de mimbre con un chaleco; entré yo con mis calzones blancos y mis cananas, me miró y me tendió la mano. ¡Uf!, por tantito y me caigo. Después platicamos como dos bue-nos amigos y me envió a su casa de Anenecuilco, en donde estuve una semana, y nos atendía la señora Espejo, esposa del doctor Briones. Posteriormente, Zapata me dio un cañón que quería Genovevo de la O para el campamento del Mirador.

Cuando regresé al campamento, el general Genovevo de la O me preguntó si sabía manejar el cañón, a lo que contesté afirmativamente; luego me dio indica-ciones de que apuntara hacia el cerro de La Herradura, donde se encontraba el general Barona de filiación zapatista, yo intenté persuadirlo, pero me contestó que “no importaba que se asustara”; para evitar problemas apunté un poco más arriba, metí la granada y dio un tronidazo cuyo eco me duró por espacio de ocho días. ¡Así se trataban en aquellos años!

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Cierta ocasión me sucedió algo muy curioso: el general Pacheco me envió a la Ciudad de México a reunir fondos para poder comprar medicinas y a entregar algunas cartas a los simpatizantes del movimiento suriano. Estando parados en Tres Marías, la gente de Pacheco detuvo un automóvil en el que viajaba Carmen Serdán –quien había sostenido una entrevista con Zapata– para solicitarle que nos llevara a la capital. Como el carro no tenía frenos, caímos en una zanja que habían abierto los zapatistas en el camino para dificultar el arrastre de los ca-ñones enemigos, cuando me di cuenta ya estaba entre las naguas de Carmen Serdán y untado en ciruelas.

Con el paso del tiempo fui obteniendo ascensos militares y ganándome la confianza de mis compañeros y jefes. Una vez que las tropas zapatistas ocupa-ron la Ciudad de México a finales de noviembre de 1914, permanecí durante algún tiempo en la capital, dando cumplimiento a una comisión del general Pa-checo. A mediados de diciembre fui llamado por el general Manuel Palafox, se-cretario de Agricultura del gobierno convencionista; estando en su despacho me ordenó que me trasladara a Toluca para que el general Pacheco le informara cuál era el candidato más idóneo para ocupar la gubernatura del Estado de México.

Era ya de noche cuando llegué a Toluca, las cananas cruzaban mi pecho, la treinta-treinta protegía mis espaldas y el sarape me cubría del frío que sentía mientras caminaba por las oscuras y solitarias calles. De repente me encontré a un fulano que me dijo: “Buenas noches, señor gobernador”, sorprendido por el extraño saludo seguí caminando; más adelante, cerca del centro de la ciu-dad, encontré a varios de los hombres que yo comandaba, cuando me acerqué a ellos empezaron a gritar: “¡Viva el gobernador Gustavo Baz!”, enseguida me alzaron en hombros y me llevaron hasta el Hotel San Carlos. Sin comprender todavía lo que pasaba, le pregunté al general Pacheco por qué hacían tanto al-boroto los muchachos, y me respondió: “Es que usted ha sido nombrado gober-nador provisional del Estado de México”.

Cuando empecé mi mandato la sociedad toluqueña se mostraba desconfiada, pero después de que se dieron cuenta de que no iba a robar ni a matar a nadie, se mostraron un poco más accesibles; incluso, a muchos salvé de ser fusilados, en mi administración no hubo muertos. Uno de los problemas más serios que tuve que enfrentar fue el hecho de que el estado estaba completamente dividido, no existía ningún control, entonces empecé a repartir tierras y a dar unidad a la entidad.

En ese momento lo que importaba era satisfacer las demandas del pueblo. En Morelos se procedió a repartir tierras, ya que durante mucho tiempo los campe-sinos estuvieron trabajando para –aproximadamente– diez personas, que eran

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los que poseían la tierra. Zapata se fue dando cuenta de la situación, y así fue como una cosa pequeña la fue corrigiendo hasta la iluminación total, con Otilio Montaño y otros hombres que dieron forma al Plan de Ayala.

Con el fin de evitar saqueos, hicimos en la Escuela de Artes y Oficios, donde había magníficos litógrafos, billetes de a peso y de cincuenta centavos; luego los repartimos entre los soldados para que pudieran adquirir alimentos y ropa (con ese papel yo me compraba en la tienda High Life, que estaba ubicada en la calle de Madero en la Ciudad de México, zapatos franceses con doce pesos de los míos).

Por su parte, la gente de escasos recursos participó activamente en la Revolu-ción, unas veces avisándoles a los zapatistas sobre la cercanía de los federales, y otras, dándoles tortillas y lo más que podían; fue una Revolución del pueblo, de los campesinos. Ellos simpatizaban con los zapatistas, porque éstos habían convivido con el peón miserable, desposeído, y compartían su inconformidad y desasosiego social.

La educación se seguía ofreciendo con normalidad en los planteles, a pesar de la deserción de algunos maestros que, ante el temor de algún ataque a las po-blaciones donde impartían sus conocimientos, renunciaban a sus cargos. Pero éste no era el problema principal, sino las grandes distancias que existían entre los pueblos, que hacían imposible que los padres enviaran a sus hijos a estu-diar. Por eso considero que ¡vale más un camino, que veinte escuelas!

Cuando estaba al frente de la entidad, en toda la República Mexicana se de-sarrollaba una pugna por el poder entre grupos carrancistas, obregonistas, vi-llistas y zapatistas; esto ocasionó una división entre todos los revolucionarios, y el país continuó envuelto en inútiles y agotadores combates.

El zapatismo, a diferencia del carrancismo, no contaba con los suficientes elementos bélicos como para inclinar la victoria a su favor, fue por eso que en octubre de 1915 el general Pablo González tomó la Ciudad de México y enfiló ha-cia Toluca. Mientras el general González se dirigía a la capital del Estado de Mé-xico, yo me encontraba únicamente con diez hombres en la casa de gobierno, ya que había comisionado a Tenancingo una fuerza de ciento cincuenta hombres.

Entonces envié a un soldado cerca de Lerma para que me avisara cuando se acercaran las tropas enemigas; poco a poco se fueron replegando mis esca-sas fuerzas y, cuando me di cuenta, los constitucionalistas habían entrado a la ciudad. Inmediatamente salí de la casa de gobierno, ubicada en la cerrada de los Portales, pasé por un lado de la Alameda y, bajo una lluvia de balas que escupían las carabinas treinta-treinta de los constitucionalistas, me dirigí a San Juan de las Huertas. Es falso quien dice que me escondí en El Calvario de la ciudad de Toluca.

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Posteriormente nos encaminamos a Temascaltepec, en donde se empezaron a reunir los grupos zapatistas que se encontraban dispersos. Algunos de ellos, al saber que Pablo González había triunfado, se presentaron ante él y se convir-tieron en carrancistas.

Estando en Temascaltepec recibí un oficio del general Pablo González, donde me solicitaba un salvoconducto para que un oficial carrancista dialo-gara conmigo en San Juan de las Huertas. Así lo hice y se presentó el general Juan de la Luz Romero, una persona seria y valiente –llevaba unos pantalo-nes muy bonitos–. Después de platicar largo rato, me invitó a que me suma-ra al carrancismo y prometió reconocer los grados militares de todos los que andaban conmigo.

Como el motivo por el cual me lancé a la Revolución fue el de derrocar a Victoriano Huerta, y como éste ya no estaba en el poder, no tenía caso andar en la bola. Enseguida reuní a mis hombres y, después de discutir brevemente las condiciones expresadas por el general De la Luz Romero, decidimos acep-tar sus propuestas.

A los pocos días me presenté en la ciudad de Toluca a entregar mis fuerzas y partí hacia México, donde continué estudiando la carrera de medicina.

ATLACOMULCO, UN PUEBLO EN LA REVOLUCIÓN

robErto barrios castro

Nací en Atlacomulco en 1910, año trascendental, que abrió en nuestra historia nacional un nuevo capítulo de la lucha de un pueblo por conseguir tierra, liber-tad y justicia social.

El movimiento armado se inició con la finalidad eminentemente política, la de “quítate que ahí voy yo”. Siendo Porfirio Díaz presidente de la Repúbli-ca Mexicana, recibió una carta de Francisco I. Madero, pero Díaz la rechazó; como él ya estaba un poco achacoso, dejó que los científicos manejaran a su antojo los destinos del país, lo cual creó disputas entre ellos; al mismo tiempo, el pueblo se mostraba inquieto al avecinarse las elecciones de julio de 1910. La Revolución tuvo su foco militar en el norte de nuestro país, con las fuerzas de Lucio Blanco y Abraham González en Chihuahua, Venustiano Carranza en Coahuila y Álvaro Obregón en Sonora. Paulatinamente Madero fue adjudicán-dose triunfos y la simpatía del pueblo, y de esta manera obtuvo una importan-te victoria sobre Ciudad Juárez; Díaz, al enterarse de lo sucedido y conforme a

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lo acordado en los tratados firmados en esa ciudad, renunció a la presidencia, para posteriormente trasladarse a Veracruz, donde abordó el Ipiranga que lo llevó a París.

La gente del pueblo recibió con agrado la Revolución, porque veían en ella la oportunidad de hacer valer sus derechos que durante mucho tiempo permane-cieron en el olvido; a los jóvenes les entusiasmaba la idea de ser revolucionarios, ya que se les hacía una aventura.

En la región de Atlacomulco había muchas haciendas, entre otras, la de El Ma-gueyal, la de El Nogal, Las Ánimas, Santa Lucía, Toxi y El Faro. Los peones que laboraban en ellas trabajaban de sol a sol, en condiciones muy precarias; como la gente de Atlacomulco siempre ha sido muy inquieta, iban a la Ciudad de México, y leían sobre los acontecimientos que se estaban viviendo en el territorio nacional y de la necesidad de derrocar la dictadura; fue así que no hubo dificultad para que el pueblo atlacomulquense se uniera al movimiento revolucionario.

Recuerdo que cuando Huerta mandó matar a Madero, hubo mucha indigna-ción en mi pueblo y por eso se levantó en armas. Ignacio Alcántara junto con otros hombres se pusieron bajo el mando del general carrancista Basurto, que era originario del estado de Querétaro. En un lugar llamado “Donjuai” sostuvie-ron un feroz combate contra el general Urbanejo, apodado “el yaqui asesino”; desafortunadamente fueron derrotados y masacrados, y luego, los restos fueron trasladados a Atlacomulco y enterrados en una fosa común.

Como Atlacomulco está situado en el cruce de varios caminos, era muy frecuen-te que nos visitaran zapatistas, villistas, carrancistas, en fin, soldados de todos co-lores. El general Lucio Blanco pasó por allí en varias ocasiones, incluso cuando se dirigía a Teoloyucan a firmar el pacto del mismo nombre fusiló a dos de sus hombres que asaltaron una tienda, a mí me tocó ver cómo los fusilaban en el camposanto. La fama del general Blanco y la de algunos de sus acompañantes, como el gene-ral Francisco Murguía, hizo que muchos hombres ingresaran a sus filas.

La cercanía del Estado de México con el de Morelos ocasionó que muchos lugares de nuestra entidad estuvieran bajo el dominio de los zapatistas. Como ejemplo podemos citar al general Inocencio Quintanilla, quien era arriero de la región de Tenancingo, formó su grupo y se lanzó a la Revolución, atacando las cercanías de Toluca, ayudado por las fuerzas del general Pacheco. Una vez que los villistas y zapatistas se apoderaron de la Ciudad de México y ante la nece-sidad de ocupar la gubernatura estatal, la cual había quedado vacante ante la salida del general Murguía, las fuerzas zapatistas nombraron gobernador inte-rino al joven –en aquel tiempo– Gustavo Baz, quien era estudiante de medici-na. Baz, apoyado por las fuerzas del general Pacheco (Quintanilla y la coronela

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Rosa Bobadilla), empezó a tomar posiciones en Ixtlahuaca, El Oro, Jocotitlán y Atlacomulco. Mi pueblo fue centro de operaciones de la coronela Rosa Bobadilla, quien se hacía acompañar de un oficial de las fuerzas de Quintanilla. No todos los vecinos de Atlacomulco veían con simpatía a los recién llegados, sobre todo los integrantes del grupo carrancista, que estaba formado por Francisco Merca-do, Ángel Díaz Mercado, Rafael Velasco, entre otros.

Las fuerzas al mando de la coronela, tratando de ganarse el apoyo del pue-blo, tomaron los almacenes de Paulino Becerril y comenzaron a repartir entre la gente pobre maíz y ron, pues el hambre había asolado la región por la falta de cultivo y trabajo.

Posteriormente se empezaron a formar grupos de campesinos, entre ellos uno comandado por un oficial al que llamaban “Pata de palo”, quien se dio de alta en las fuerzas de la coronela Rosa Bobadilla con el grado de coronel. Cuando llegó a Atlacomulco, sacó una imagen de la Virgen de Guadalupe de la iglesia y orga-nizó una procesión, paseándola por todo el pueblo. Como se acercaban las tro-pas carrancistas del general Joaquín Amaro, todos huyeron como desesperados rumbo a El Oro; en un lugar llamado Tultenango sostuvieron un combate con la gente de Amaro y fueron derrotados. La coronela Bobadilla fue aprehendida y sentenciada a ser pasada por las armas, pero contó con la complicidad de los guardias y pudo escapar del lugar donde se encontraba presa; en seguida, dis-frazada de oficial carrancista, abordó un tren que conducía soldados a Toluca. Al llegar a la ciudad la reconocieron y nuevamente fue hecha prisionera. Para esas fechas los carrancistas al mando del general Alejo González habían tomado la capital del Estado de México; por su parte, el ex gobernador zapatista, Gusta-vo Baz, se encontraba con sus diezmadas tropas en Temascaltepec. Parecía que en esta ocasión la coronela no se salvaría de ser fusilada, sin embargo, cuando estaba ya en el paredón llegó en su auxilio la esposa del general Alejo González, a quien la coronela había servido durante su estancia en Toluca; al otro día fue puesta en libertad y se dirigió a Morelos, su estado natal, donde se puso a las órdenes de Emiliano Zapata.

Los zapatistas eran bien recibidos por los atlacomulquenses porque cuando pasaban por el pueblo traían maíz y guajolotes; en una ocasión recogí dos gua-jolotes vivos, pero sin patas, esto se debía a que los revolucionarios los colgaban de sus sillas de montar y el constante movimiento hacía que se trozaran las pa-tas. Los ancianos y los jóvenes se acercaban para ver qué les regalaban, excepto las muchachas, por el temor de que se las llevaran.

Las escuelas tanto de niños como de niñas permanecieron cerradas durante mucho tiempo, pues los maestros tenían temor de que les fueran a hacer algo

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los rebeldes. Además, las escuelas eran utilizadas como cuartel por los revolu-cionarios, ahí dormían y planeaban sus ataques a otras poblaciones; a los caba-llos los acostaban en los jardincitos. Un ejército duraba sólo unos tres o cuatro días, porque ya los venía siguiendo el enemigo; en caso de que fueran de la mis-ma filiación, se apalabraban para ponerse de acuerdo y permanecían durante más tiempo en la población, como cuando la coronela Rosa Bobadilla hizo de Atlacomulco su centro de operaciones. En el pueblo había un grupo llamado de voluntarios, encargado de defender los intereses de los vecinos, pero poco po-dían hacer ante la superioridad de los ejércitos revolucionarios, de suerte que terminaban uniéndoseles.

Las clases sociales estaban bien definidas durante la Revolución, incluso en las escuelas no se juntaban los ricos con los pobres. Había una escuela parti-cular a donde asistían los hijos de la gente rica de Atlacomulco, al frente de ella estaba el maestro Reséndiz; los pobres estudiábamos en las oficiales. Recuerdo que los indígenas que vivían en comunidades aledañas a la cabecera municipal tenían que cubrir grandes distancias para asistir a clases, venían muy temprano con sus tortitas amarradas a la cintura. En muchas ocasiones, junto con San-tiago Velasco, que era mi compañero, teníamos enfrentamientos con los de la escuela particular, ya que estaba muy marcada la diferencia de clases.

Desgraciadamente el grupo social que más sufrió fue el de los campesinos, su ignorancia influyó para que la cosa agraria no se tocara; por otra parte, la Iglesia se desataba en contra de los agraristas e impedía que se tomaran medidas sobre el particular, convenciendo a los campesinos de que no aceptaran la tierra que les repartían porque –decían– era del diablo.

Y entonces los que se aprovecharon fueron las personas de clase media, como don Chalo Huitrón, presidente del comisariado ejidal de Atlacomulco, quien em-pezó a repartir tierras entre carniceros, zapateros y comerciantes; cuando los campesinos quisieron la tierra, ésta ya estaba repartida entre toda la clase media.

La Revolución trajo consigo tiempos muy difíciles, ya que en una ocasión, después de que hubo algunos enfrentamientos armados que duraron varios días, se escaseó la comida, a mí me daban ganas de llorar por lo desesperante de la situación; teníamos que salir a comer hierbas. Mi abuelita, mi mamá y toda la familia permanecían la mayor parte del tiempo acostados, porque no había qué comer; mi tía Rosaura, que era directora de la escuela, nos daba la mitad de una tortilla, era una cosa terrible e insoportable. Mientras tanto, los almacenes de los ricos comerciantes estaban muy llenecitos y todo lo vendían muy caro.

Después vino lo que se conoció con el nombre de influenza española, la cual supuestamente era ocasionada por un virus que algunas personas combatientes

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en la Primera Guerra Mundial habían traído a nuestro país; también se decía que se trataba de un cólera que trajeron de España. La enfermedad arrasaba con to-dos, veía con mucha tristeza cómo paulatinamente se iba muriendo la gente de mi pueblo. Cuando asistía a la escuela, casi a diario se moría uno de mis compa-ñeros; era frecuente encontrarse, tanto en las milpas como en la calle, cadáveres en proceso de descomposición. En Atlacomulco se acabó la madera con la que fa-bricaban los ataúdes, los cementerios estaban saturados y, para evitar contagios, los cuerpos se envolvían en petates y se enterraban en una fosa común.

En las noches, bajo la tenue luz de los faroles de petróleo que daban un toque muy bonito al pueblo, en el antiguo quiosco de la plaza principal tocaba la ban-da de música alegres melodías de aquellos años; estaba compuesta por treinta y cinco músicos, pero a causa de la influenza disminuyó a veinticinco y así hasta que se murieron todos, de esta manera ya no hubo quien ayudara a aligerar las tristezas que vivía la población durante la Revolución. Después de la desapa-rición de la banda de música únicamente se percibía en el ambiente un olor y una sensación de muerte, la gente creía que se podía ahuyentar la enfermedad quemando cuernos, azufre y vasquilleja, pero lo único que lograban era darle un toque más fúnebre al pueblo.

Era como si se hiciera realidad lo que dice la Biblia sobre los cuatro jinetes del Apocalipsis, ya que estábamos viviendo la guerra, el hambre, la peste y la transformación. Afortunadamente pudimos sobrevivir; una vez que desapareció la enfermedad, todas las personas del pueblo se pusieron a trabajar las tierras para poder salir adelante y olvidar esa horrible experiencia.

Atlacomulco fue durante la Revolución tierra de grandes hombres, como el li-cenciado Isidro Fabela, quien era un personaje muy destacado y estudioso a nivel nacional e internacional. Desempeñó el cargo de oficial mayor en el gobierno de Abraham González en el estado de Chihuahua; después se le nombró oficial ma-yor del despacho de Relaciones Exteriores y posteriormente tuvo varias comisio-nes diplomáticas en Europa y Sudamérica. Fabela supo interpretar las deman-das del pueblo, así lo hacía sentir en sus elocuentes discursos pronunciados en foros nacionales e internacionales; destacó en el plano revolucionario, literario y político, y no sólo representó a su pueblo natal, sino a todo México.

Otros atlacomulquenses* destacados fueron el maestro Rafael Fabila; el obis-po Maximino Ruiz Flores, quien fue obispo conciliar de la Ciudad de México; el Güero Nieto, poeta renombrado; Ezequiel Rosas, escritor, poeta y sacerdote; Ar-

* Lo que se enuncia a partir de este párrafo corresponde a un periodo posterior, sin embargo, se inclu-ye porque se considera importante para el conocimiento de las repercusiones políticas en la entidad.

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turo Vélez, obispo de la ciudad de Toluca; Alfredo del Mazo Vélez, gobernador del Estado de México; Santiago Velasco, ilustre maestro y político de la entidad, y Trinidad Mercado. Como se puede ver, Atlacomulco ha aportado grandes hom-bres tanto en el campo político como en el eclesiástico. Hubo personas que a pe-sar de que no eran originarias de mi pueblo, hicieron de él su centro de activida-des, como Alfredo Navarrete, originario de Acambay, quien fue secretario de los ferrocarrileros y uno de los fundadores de la Casa del Obrero Mundial.

Después de la Constitución de 1917, en el Estado de México se empezó a for-mar un grupo político muy importante, integrado por Carlos Riva Palacio, quien fue gobernador del estado y secretario de Gobernación a nivel federal; Filiberto Gómez, que desempeñó los cargos de diputado local y federal, senador de la Re-pública y gobernador del Estado de México; Justo Monroy, político contrincante de Filiberto Gómez; Gonzalo N. Santos, gobernador de San Luis Potosí y repre-sentante de México en Alemania; José Vasconcelos, originario de Oaxaca, quien ocupó el cargo de secretario general de gobierno durante el mandato de Carlos Riva Palacio y después, a nivel nacional, fue secretario de Educación y de Gober-nación; Wenceslao Labra, diputado local, senador de la República, director de la Lotería Nacional y gobernador del Estado de México, y Nacho Gómez, diputado local por el distrito de Zumpango.

Posteriormente este grupo se dividió de acuerdo a las tendencias por las cua-les se inclinaban. Carlos Riva Palacio formó la Federación Socialista de Obreros y Campesinos del Estado de México; Filiberto Gómez creó el Partido Socialista del Trabajo; Wenceslao Labra organizó la Liga Nacional Campesina; el coronel Montes de Oca junto con Nacho Gómez, Antonio Soto y Gama, y Calock, forma-ron el Partido Nacional Agrarista.

Todas estas organizaciones fueron producto de la Revolución Mexicana, crea-da con el objeto de defender los derechos de los obreros y campesinos. Después apareció el Partido Nacional Revolucionario, que se encargó de fusionar todas las plataformas de principios en una sola, adoptando la bandera agrarista, la campesina y la popular.

El movimiento social en el Estado de México tuvo mucho auge gracias a que siempre han existido grandes políticos en él; esto ha ocasionado que muchos políticos nacionales traten de vincularse con el estado. Por ejemplo, Isidro Fa-bela se preocupó por proyectar a su gente a nivel nacional, lo que originalmente hicieron Riva Palacio, Filiberto Gómez y Wenceslao Labra, cada uno luchó en el estado y luego buscaron ampliar sus horizontes. Riva Palacio se alió a Calles; Filiberto Gómez a Lázaro Cárdenas, con el fin de conseguir la Presidencia de la República; muchos de ellos no eran universitarios, lo que les favorecía era el

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conocimiento de los problemas de su pueblo, ya que ante todo un político debe saber geografía, historia y psicología para conocer a los hombres, al pueblo y la tierra que pisa y demostrar su interés no tanto por las cosas materiales, sino tratar de fomentar la obra imperecedera que es la educativa y que a su vez con-forma y fortalece la conciencia de los pueblos.

ANéCDOTAS DE UN SOLDADO CARRANCISTA

francisco almazán Guadarrama

Los años de infancia fueron muy alegres para mí, porque tenía la oportunidad de contemplar hermosos amaneceres y convivir con la abundante vegetación que rodeaba mi pueblo natal.

Nací el 2 de abril de 1901 en la ranchería El Pedregal, perteneciente al muni-cipio de Valle de Bravo. Vivíamos sin muchas preocupaciones, ya que mi padre tenía algunos terrenos que trabajaba, así como algunos ahorros que nos permi-tían vivir bien; aprendí a leer y escribir con maestro particular, porque a mis pa-dres les interesaba que fuéramos gente preparada, además de que no había es-cuelas, únicamente se conocía el silabario. Sin embargo, para 1910 empezaron a suscitarse cosas poco comunes para nosotros, en ese año apareció un cometa que se dejaba ver como a las tres de la mañana, mi padre decía que significaba que habría cambios en nuestro país. Era el invierno de 1910 cuando mi padre nos comentó un poco preocupado que en varias partes del país se habían levan-tado en armas en contra del presidente Díaz, porque la gente estaba cansada del mal trato que recibían tanto los trabajadores del campo como los de la ciudad y por la gran desigualdad social que existía.

A pesar de que era muy pequeño, no me resultaba difícil apreciar el sufrimien-to de los campesinos, puesto que era muy evidente. Los campesinos vivían es-clavizados, trabajaban doce horas diarias, les daban doce cuartillos de maíz a la semana y les pagaban 18 centavos diarios; aparte de eso, cuando dizque se por-taban mal, los chicoteaban peor que a un animal. Las tierras donde ahora está la laguna eran muy fértiles, había varias haciendas propiedad de Emilio Ballesteros, también estaban los Guadarrama, dueños de la hacienda de La Compañía.

Cuando nos dimos cuenta la bola ya había llegado a Valle de Bravo, los zapa-tistas mataron a mi padre y a un hermano. Después de esto nos quedamos po-bres, y como no teníamos qué comer tuve que enlistarme en las fuerzas carran-cistas del general Gatica, allá por 1913; me pagaban 75 centavos diarios. Por su

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parte, mi hermano Antonio Almazán se unió a los zapatistas para tratar de recu-perar nuestras tierras. Me tocó combatir contra fuerzas zapatistas y gavillas de bandoleros comandadas estas últimas por Canuto Espinosa. Los carrancistas les quitaban una oreja a los zapatistas, para reconocerlos y como escarmiento a su mala conducta; así se vivía en los tiempos de la Revolución.

Durante los años de 1912 a 1915 los soldados federales se dedicaron a que-mar varios pueblos. Por los rumbos de Valle de Bravo había mucha gente za-patista, sabíamos que se acercaban cuando oíamos sonar los cuernos –los uti-lizaban como cornetas– entre los cerros; por esos rumbos anduvo el zapatista Florentino Reyes, quien junto con seis o siete hombres arrasaba con todo lo que se le ponía enfrente. Esto ocasionó que mucha gente abandonara Valle de Bra-vo, por el temor a los revolucionarios; el problema principal que se vivía era que muchos bandidos, aprovechándose de la situación, se hacían llamar rebeldes o revolucionarios, y únicamente se dedicaban a cometer atrocidades.

Los ideales de los zapatistas no eran malos, lo único que querían era recupe-rar las tierras que les habían robado los hacendados; pero, desgraciadamente, como no estaban bien organizados ni dirigidos, cometían robos, se llevaban gua-jolotes, caballos, vacas, gallinas, marranos, todo lo que era de valor. Quemaban puentes, trozaban los postes para que no hubiera comunicación para ninguna parte, y también en ellos colgaban a los contrarios que agarraban en algún com-bate. Todo esto los hacía ver como una gente bárbara.

Para acabarla de amolar, en 1918 se dio la peste; nadie supo de dónde pro-venía, y lo malo era que no sabíamos cómo combatirla, parecía que era peor que los bandoleros. No había qué comer, porque las tierras no se trabajaban y por-que en el pueblo se habían escaseado los alimentos con el paso de tantos revo-lucionarios, por lo que morían como veinte gentes diariamente.

Lo malo de la Revolución fue que cobró muchas vidas de gente inocente, tra-bajadora y honrada, que no pudo hacer nada ante el fuego arrasador del movi-miento armado.

CUERVOS EN EL CIELO, PRESAGIO DE REVOLUCIÓN

froylán rodríGuEz díaz

A los que nacimos con el siglo XX se nos decía que era el “siglo de las luces”; lo mismo les habían dicho a los del siglo XIX, que eran los “alumbrados”. Pero la realidad era otra, nos demostraron todo lo contrario ya que se nos comentaba

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que en todo el mundo se estaban viviendo problemas por la ignorancia, la mise-ria y la carencia de posibilidades para instruirse. Desafortunadamente, por no tener educación estábamos “cerrados de ojos”, eso nos impidió poder enterarnos de la situación que prevalecía en la ciudad. A pesar de que era muy pequeño me gustaba enterarme de todo lo que pasaba a mi alrededor, por eso constantemen-te le preguntaba cosas a mi padre.

Nací en el año 1905, en medio de los montes y entre el azul del cielo y la cla-ridad del río, en un pequeño pueblecito llamado Capulaltengo, perteneciente a la municipalidad de Sultepec. Mis primeros cinco años de infancia transcurrie-ron sin ninguna novedad, a pesar de que éramos pobres, ahí la íbamos pasando; además, cuando uno está pequeño lo que le interesa es jugar. Me gustaba mu-cho que mi padre me enseñara el silabario, ya que era la única forma de apren-der, por otra parte, en aquellos tiempos no había tanta exigencia como ahora de estudiar; los padres que se interesaban en la educación de sus hijos les conse-guían maestros particulares, porque así les enseñaban mejor y no los exponían en la escuela del pueblo, ya que cuando pasaban algunos rebeldes, armaban al-boroto y se dedicaban a realizar destrozos.

Para 1910 se avecinaban cosas difíciles, en ese año, antes de estallar la Revo-lución, apareció un cometa en el cielo, decían y creíamos que eso significa revo-lución, la cola de éste era muy blanca y representaba la paz que vendría después; quizás otro augurio de revolución fue el gran número de cuervos que volaban en el cielo, casi a diario, cosa que era poco común en el lugar.

Y así, al disparar la treinta-treinta, se inició la Revolución, o la bola, como se acostumbraba llamar en aquellos años. Se sabía que el general Díaz estaba al frente del país desde hacía ya bastante tiempo, yo no había oído hablar de él, pero mi padre y mi abuelo sí; comentaban que la gente estaba inconforme con él, porque ya había durado mucho tiempo en la presidencia y eso le afectaba al país, y por otra parte, se dedicaba a perjudicar a los pobres y a beneficiar a sus amigos los ricos.

Se vivieron años muy difíciles que dejaron algo dentro de nosotros, era como entrar a una pesadilla de la cual no podíamos salir. La vida transcurría lenta y desoladora, los campos estaban abandonados porque la leva se llevaba a la gente joven y fuerte a formar parte del ejército; por tanto, la tierra no se sembraba y, en consecuencia, no teníamos qué comer, todo estaba caro; los ricos almacenaban el maíz, el trigo, el frijol y los alimentos para venderlos a quien pagara mejor por ellos. Andábamos con la ropa toda destirlangada y sin guaraches, las mujeres improvi-saban, con trapos o lo que fuera, sus vestidos. En el año 1914 hubo una fuerte se-quía por todo el sur que hizo más dura la situación, realmente era horrible.

Voces revolucionarias de mi pueblo

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Tanto los “pronunciados” como los pelones y otros revolucionarios entraban y salían por las poblaciones sin que nadie les dijera nada, puesto que no ha-bía autoridades que nos defendieran, atacaban nuestras casas, saqueándolas y abusando de las mujeres; claro, había uno que otro que sí respetaba. Cuando entraban los zapatistas, nos preguntaban: “¿Con quién están?”, entonces les teníamos que decir que con ellos, y así con todos los que pasaban, les repetía-mos lo mismo; el problema era que no sabíamos con exactitud lo que peleaban, algunos de nuestra gente se iban con los revolucionarios, otros con el gobierno, según con quien les conviniera más.

Por falta de hombres se paró el trabajo de las minas del Alacrán y Guadalu-pe, ubicadas en Zacualpan; su propietario era Ignacio Gutiérrez, quien al darse cuenta de que ya no tenían gente las mandó cerrar; además de esto, tenía miedo de que los bandidos o los revolucionarios cometieran trastornos en su propie-dad, o incluso de que trataran de matarlo.

Para fines de 1918 se dio la enfermedad del tifo; para evitar el contagio cerra-ban las casas donde estaba la gente enferma, hasta que ésta se moría; parecía que se acababa el pueblo. Nadie nos tendía la mano, aparte de que no sabíamos a quién recurrir, porque todo mundo se sentía dueño de la situación, pero nadie responsable de nuestros problemas.

La Revolución nos trajo miseria, hambre, miedo, muerte, desolación y dejó una huella bastante profunda en nuestros corazones.

ZACUALPAN Y EL RÍO ROJO

EstEbana montoya

Nací el 2 de agosto de 1897 en Zacualpan, pueblo minero que se localiza en lo alto de un cerro, al sur del Estado de México.

Mis padres eran campesinos humildes que vivían del fruto de su trabajo en el campo. Yo tenía una hermana que se llamaba Rosaura, cuatro años mayor que yo; ella siempre era muy inquieta, le gustaba montar a caballo y manejar armas; mi madre le decía que parecía hombre.

Cuando tenía ocho años asistí a la escuela, que estaba a un lado de la igle-sia principal, pero nunca entraba a clases porque no me gustaba estudiar; junto con un amigo me ponía a jugar y cuando era hora de regresar a comer, llegaba a mi casa como si nada hubiera pasado.

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Para 1910, recién iniciada la Revolución, Crisóforo Ocampo entró a Zacual-pan diciendo que era maderista y que llegaba a proteger el pueblo, estuvo algu-nos días y se marchó. A partir de ese momento la situación cambió totalmente, ya que permanentemente empezamos a recibir la visita de revolucionarios. Mu-chos bandoleros, aprovechando el desconcierto que reinaba en todas partes, se hacían llamar rebeldes y se dedicaban a robar, saquear casas y maltratar a la gente; en una ocasión entraron a mi casa, mataron a mis padres y se llevaron lo poco que teníamos.

Como carecía de sustento, en 1911 me trasladé a la Ciudad de México a tra-bajar como sirvienta. Para esto tuve que sortear los peligros que implicaba viajar durante aquellos años; por ejemplo, que nos asaltaran algunos bandidos o que tropas federales nos confundieran con zapatistas; además, para llegar a la ca-pital de la República nos tardábamos ocho días porque no había un transporte especial para ello. Viajábamos un rato en carreta y otro a pie.

Estando en México me tocó presenciar la Decena Trágica; recuerdo cómo el malvado Huerta mandó matar al señor Madero, esa muerte no hizo más que in-crementar los problemas por los que atravesábamos. El día que empezaron los combates, pensábamos que se iba a acabar el mundo de tan feo que se oían los tronidos de los cañones y de los máusers; fue algo horrible, nos daban una hora para comprar comida. En una ocasión que la patrona me mandó por algunos alimentos me tocó ver cerca del cerro de la ciudad cómo se disparaban entre los soldados huertistas y maderistas; después de pasado el tiroteo, pude mirar cómo el zócalo estaba sembrado de muertos, parecían costales pintados de rojo que se hallaban tirados por donde quiera. Hasta la fuente grande estaba roja, con la sangre de los que habían caído adentro; muchos de ellos eran gente que había salido a comprar víveres o simplemente gente curiosa que le tocó la mala suerte de algunas balas perdidas.

Después de que pasaron los combates y que Huerta se hizo presidente de la República, decidí regresar a mi pueblo, porque prefería morir en la tierra que me vio nacer y no en un lugar tan alejado, donde nadie me conocía.

De regreso a Zacualpan seguí trabajando como sirvienta, pues era lo único que sabía hacer. Vivíamos momentos muy angustiosos porque cuando los alza-dos pasaban por Zacualpan mataban a los esposos de las mujeres, en ocasiones se oía decir: “Ahí viene Pantaleón, ahí viene Mano Negra, ahí vienen los colora-dos” (traían un pañuelo colorado en la frente), todos ellos trajeron desgracia y desolación al pueblo.

Algo que me trae muy malos recuerdos fue la presencia de Bastida, bandido que pertenecía al ejército de los rojos; cierto día llegó a Zacualpan a robar casas

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y comercios y a pedir dinero a todos los vecinos, yo me encontraba trabajando en la casa de los Doler, junto con otra amiga; cuando nos dimos cuenta el bandido había reventado la puerta, estaba muy tomado y delante de nosotras empezó a orinarse en unos vasos e hizo que nos los tomáramos, desde entonces aborrez-co la cerveza.

Pasado algún tiempo y cuando Huerta se sintió perdido, empezó a reclutar gente por medio de la leva. A pesar de que Zacualpan estaba un poco retirado de Toluca, una mañana de principios de 1914 llegaron fuerzas huertistas a mi pue-blo y obligaron a mucha gente a que ingresara a sus filas. Los campesinos que lograron escapar se hicieron zapatistas y se remontaron a la serranía a engrosar las fuerzas revolucionarias. Mi hermana, que era muy valiente, se unió con los zapatistas para conseguir comida; cuando regresaba de sus andanzas, algunas personas que sabían que traía maíz se le acercaban para pedirle.

Muchas veces los revolucionarios nos ponían a moler maíz y a hacerles de comer, las mujeres que podían se escondían en cualquier parte, como el caso de las Doler y las Velasco.

La actividad que sostenía a Zacualpan, y que lo hacía presa de la ambición de los bandoleros y los revolucionarios, era la minería, ya que durante aquellos años se extraía gran cantidad de plata y en menor proporción, oro; esto ocasio-naba que hubiera mucho dinero en el mineral. Ignacio Gutiérrez era el dueño de las minas del Alacrán y Guadalupe, y a causa de eso era constantemente molestado, inclusive en varias ocasiones quemaron su casa. A los trabajadores que permanecían dentro de la mina les pagaba 75 centavos, y a los que esta-ban fuera 18 centavos; entraban a trabajar a las 7 de la mañana y salían a las 4 de la tarde.

Para finales de la Revolución apareció una enfermedad muy fea, parecida al tifo, le daba mucha calentura a la gente y después de un día o dos se moría; para curar a los enfermos les daban de comer chilacayote crudo, luego llenaban el chilacatoye con creolina y lo ponían arriba de las casas para que no se exten-diera la peste. Por todos lados encontraba uno gente muerta, pero donde hubo más mortandad fue cerca de la barranca de Manila.

Los años que duró la Revolución fueron muy difíciles y crueles, sufríamos constantemente el ataque de los salgadistas, zapatistas, federales y, para rema-tar, del ejército de los colorados. La importancia económica de Zacualpan, su cercanía con el estado de Guerrero y la lejanía con la capital del Estado de Méxi-co fueron motivos suficientes para que los revolucionarios de todos colores cru-zaran por él. Cuando había enfrentamientos armados, la sangre de los muertos corría por las calles, si llegaba a llover parecía como si fuera un río rojo.

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Con el atardecer todo parecía volver a la tranquilidad, pero eso no fue posible sino hasta como por 1930, después de que el general Cárdenas asumió la Presi-dencia de la República y logró poner fin a tanto sufrimiento del pueblo mexicano.

REMEMBRANZAS DE MI PUEBLO

pEdro m. rodríGuEz

El amanecer de un nuevo siglo marcó mi nacimiento, mis padres me comenta-ban que la gente tenía muchas esperanzas de que el año 1900 traería cambios buenos en la vida de todos los mexicanos.

Para 1910, cuando contaba con diez años de edad, en todo el país se celebra-ban las fiestas del centenario de la Independencia, por todas partes de la ciudad de Toluca se encontraban vistosos adornos que la hacían ver bonita. Hubo mu-chas fiestas, pero nosotros no podíamos entrar a ellas, sino que teníamos que conformarnos con escuchar la banda de música que tocaba en el portal y los cuetes que tronaban en lo alto del cielo toluqueño.

No pasó mucho tiempo en que esa alegría se tornara en tristeza, ya que para finales de ese mismo año –1910–, la gente andaba muy alborotada con la cosa de la Revolución. Como yo vivía en Capultitlán no me enteraba con rapidez de lo que sucedía en nuestro país, nada más se oía mentar a un tal Madero, pero no sabíamos por qué luchaba, después supimos que quería quitar de la presiden-cia a Porfirio Díaz, porque éste se había dedicado a beneficiar a los hacendados, dándoles la oportunidad de poseer muchas tierras.

Cerca de Capultitlán estaba la hacienda de un tal Anselmo Villavicencio, quien había usurpado varias tierras de mi pueblo; eso ocasionó que, al no tener alguna propiedad que trabajar, tuviéramos que ingresar a las haciendas para poder comer.

Yo trabajé en esa hacienda; ganaba sesenta centavos, entraba cuando el sol empezaba a iluminar los campos y salía cuando éste se escondía. El mayordo-mo de la hacienda nos trataba mal, nos pegaba con un chicote que tenía como espinas de alambre, hasta hacernos sangrar, decía que lo hacía por órdenes del patrón; además, siempre se aprovechaba de nuestra ignorancia y de la ne-cesidad que teníamos de trabajar para obtener un poco de alimento. Nos pa-gaba con alimentos y algunas prendas de vestir, pero nos daba cualquier cosa.

Cuando Huerta fue presidente de la República sufrimos mucho con lo de la leva, ya que los “pelones” pasaban por los pueblos y se llevaban a los hombres;

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a mí me obligaron a irme con ellos. Estuve luchando contra los zapatistas en un lugar llamado San Francisco, perteneciente a Tenango; recuerdo que entre los cerros aparecían por todos lados montones de zapatistas, nos disparaban por todos lados, parecía como si estuvieran cazando animales, pues no nos daban tiempo de defendernos. Luego comprendí que no tenía caso estar exponiendo mi vida sin saber por qué peleaba, y entonces deserté del ejército.

Era una situación difícil, porque a cada momento cambiaban de presidente de la República y no sabía uno ni a quién creerle; unos decían que en la Revolu-ción se peleaba la silla presidencial, otros decían que las tierras; mientras estos dos bandos se ponían de acuerdo, otros se dedicaban a robar los pueblos.

En mi pueblo muy pocos fueron a la bola, ya que al no saber sus fines era difícil que nos lanzáramos a tientas. En donde sí se levantaron en armas apo-yando al gobierno fue en el pueblo de Tlacotepec, ahí a cada rato había albo-rotos porque la gente siempre ha sido muy peleonera. Eso sí, continuamente pasaban tropas zapatistas, carrancistas y del gobierno; siempre nos escondía-mos, por temor de que nos fueran a hacer algo, principalmente las mujeres, pues se las llevaban. Recuerdo el nombre de un general zapatista que anduvo por el rumbo de Tenancingo, Ocuilan y Malinalco, llamado Francisco Pacheco; se oía decir que era muy bueno, porque repartía tierras y ayudaba a la gente necesitada.

Durante algún tiempo padecimos hambre porque no había qué comer; los hacendados guardaban todas sus cosechas, así como maíz, frijol, garbanzo, haba y otras semillas, no querían vender porque el dinero no valía. Por otra parte, debido a que ya no se trabajaba la tierra como antes, entonces se produ-cía una cantidad mínima, comíamos hojas de haba, raíces, maguey y cualquier hierba que encontrábamos, las revolvíamos con la masa y ya no sabían tan mal; en ocasiones sólo comíamos un par de tortillas duras al día.

Por 1918 vivimos una enfermedad muy fea, decían que era una peste; para esos tiempos yo tenía un carrito de mulas que alquilaba para hacer viaje de lo que fuera. Dada la gran cantidad de gente que moría a diario, algunos vecinos me pidieron que prestara mi carro para trasladarla al panteón. Por todas partes del pueblo encontraba difuntos, empecé llevando cuatro o cinco, al día siguiente fueron quince y al tercer día eran ya veinticinco. Todos teníamos mucho miedo que nos fuera a pasar lo mismo; como el pueblo era pobre, únicamente los en-volvíamos en petates o lo que hubiese y los íbamos a enterrar al panteón. Esta peste quedó muy grabada en la mente de todos los habitantes de Capultitlán, tanto por lo horrible que fue, como por el hecho de que se llevó a muchos de sus familiares y amigos.

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Mi pueblo siempre se vio perjudicado por la ignorancia, porque cuando me-nos durante el tiempo que duró la Revolución nunca asistimos a la escuela; a mis padres les interesaba más que les ayudara en cualquier cosa, que mandar-me a estudiar. En Capultitlán había una escuela en el curato, que era donde concurrían los pocos niños que mandaban los papás.

A pesar de que no me acuerdo muy bien de todo lo que sucedió durante aque-llos años de la Revolución, sí puedo decir que se vivieron cosas terribles y difíci-les y que tardó tiempo en que se le otorgaran al pueblo aquellos beneficios por los cuales lucharon miles de mexicanos.

PARTICIPACIÓN DE UN GUERRERENSE EN LA REVOLUCIÓN

iGnacio bustamantE ramírEz

Era el 25 de enero de 1898 cuando en una casa modesta con amplias ventanas y techo de teja, ubicada en el centro de Teloloapan, estado de Guerrero, nací bajo la mirada amorosa de mis padres. Ellos se llamaban Eliseo Bustamante e Isabel Ramírez, y siempre se caracterizaron por ser gente trabajadora y honesta que gustaba de convivir con los demás y luchar por superarse en la vida, y pro-porcionarnos a mí y a mis siete hermanos lo necesario para vivir. Los primeros años de mi infancia transcurrieron sin ninguna novedad, a pesar de que de vez en cuando se dejaban escuchar en las tardes cálidas de verano noticias sobre la inconformidad de la gente del pueblo para con los patrones.

Sin darme cuenta llegó el año 1910, el cual sería crucial para la historia de nuestro país, ya que fue cuando dio inicio la Revolución Mexicana. Recuerdo que mi padre –en paz descanse– recibía comunicaciones de Aquiles Serdán desde la ciudad de Puebla, y yo me dedicaba a leerlas, en todas ellas se trata-ba la condición del reparto de tierras a los campesinos y de mejorar al pueblo en general.

Posteriormente me enteré que existía mucho descontento en contra de don Porfirio Díaz, porque se enseñoreó en el gobierno por más de treinta años, cre-yéndose dueño del país. Dos de los problemas fundamentales que dieron origen a la Revolución fueron: el derrocamiento de la dictadura porfirista y la reparti-ción justa de tierras.

Inspirado en el sufrimiento de los campesinos y por la herencia revoluciona-ria de mi familia, ingresé al movimiento armado el 27 de febrero de 1913, a la edad de quince años. Me incorporé a las fuerzas del general Jesús H. Salgado,

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quien era primo de mi abuela, Carmen Salgado, y compadre de mi padre. Salga-do era un hombre que se preocupó mucho por ayudar al pueblo y que luchó por darle una vida más digna. Tenía muchos amigos revolucionarios, como eran los generales Figueroa, Salvador González y Adrián Castrejón, todos ellos contribu-yeron de manera importante en el logro de los objetivos de la Revolución.

Bajo las órdenes del general Salgado, luché en varios puntos de los estados de Morelos, Michoacán y México; el objeto de internarnos en esos lugares era conseguir adeptos y ampliar el radio de acción de las fuerzas salgadistas. Para 1914, después de que el general Salgado tomó la plaza de Teloloapan con treinta mil hombres, nos encontrábamos reunidos en el cuartel cuando de pronto llegó un mensajero avisándole que el general huertista de nombre Epifanio Mariscal, con sus hombres, habían tratado de entrar a Teloloapan. Tan luego se enteró de la noticia, Salgado me pidió que junto con diez hombres le diera su escarmiento al susodicho Mariscal; después de perseguirlos por largo rato les dimos alcan-ce y lo matamos a él y a cinco de sus hombres; una vez consumada la acción me sentí orgulloso de haber cumplido la misión que me habían encomendado. Ya de regreso, el general Salgado me felicitó, cosa que aproveché para solicitar-le que me otorgara una constancia por mis servicios; a pesar de que yo esta-ba muy joven, era previsor, y eso me valió para que más tarde me reconocieran como veterano de la Revolución.

En varias ocasiones incursioné en el Estado de México con tropas salgadis-tas, pero tuvimos más facilidades cuando el doctor Gustavo Baz se encontraba como gobernador interino; debido a que el general Salgado comulgaba con los ideales que Zapata proclamó en el Plan de Ayala, nos veíamos los zapatistas y los salgadistas casi como amigos, claro, no faltaba de vez en cuando alguna que otra diferencia.

Los campesinos ingresaron al movimiento armado porque durante la dicta-dura de Porfirio Díaz sufrieron mucho, ganaban apenas veinticinco centavos al día, eran maltratados sin ninguna consideración, los hacían trabajar de sol a sol e incluso, cuando era necesario, hasta que el cuerpo aguantara.

La gente del campo era la que principalmente se unía al movimiento armado, por el beneficio que pensaban que recibirían más tarde, el cual sí se llevó a cabo, aunque no como ellos lo querían.

Desafortunadamente hay –y hubo– gobiernos que claudican en las metas que se proponen en un principio, y que muchas veces son las que los llevan al poder. Pero a pesar de eso la voluntad del campesino ha ido más allá, ha estado siem-pre con los gobiernos, para que éstos les ayuden y presten los servicios que ne-cesitan para salir adelante y poder cultivar la tierra como es debido. Lo anterior

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Ignacio Bustamante, joven revolucionario

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pasó cuando Madero a través del Plan de San Luis prometió que iba a entregar tierras a los campesinos, sin embargo, una vez que llegó al poder se olvidó de su promesa. En cambio, Zapata, desde que se lanzó a la Revolución hasta que lo mataron, luchó siempre por los ideales que se fijó desde un principio, que eran “la tierra y la libertad”.

El problema de Madero fue que no pudo hacer a un lado a la clase rica de la cual provenía. Cuando ocupó la presidencia olvidó a los revolucionarios y se ro-deó de la gente que tenía intereses económicos y políticos muy fuertes, y que al final de cuentas lo hundió.

La gente de los pueblos pequeños o rancherías sufría constantemente los ataques de bandoleros, o bien de los federales, quienes, argumentando que sus habitantes eran rebeldes, se dedicaban a castigarlos, a saquear sus casas y a fusilarlos.

Finalmente decidieron adoptar una estrategia que los protegiera un poco, de tal suerte que cuando venían los federales decían que apoyaban al gobier-no, cuando llegaban los villistas apoyaban a los villistas, y así sucedía con los otros grupos armados que se presentaban en las localidades tanto del estado de Guerrero como del de México; aunque es importante aclarar que los campe-sinos y los pocos obreros que había en ese entonces se identificaron más con el movimiento salgadista y también con el zapatista, porque comulgaban con los ideales que ellos defendían, aparte de que las tropas estaban integradas por gente del pueblo que se había lanzado a la bola en busca de un pedazo de tierra o un trozo de pan.

Las fuerzas de Jesús H. Salgado no cometían arbitrariedades, únicamen-te solicitaban en los pueblos que entregaran alimentos y agua; aquellos que se excedían eran pasados por las armas. Las tropas que comandaba directamente Emiliano Zapata eran disciplinadas. Yo conocí a Zapata y era muy enérgico con sus hombres y hasta con su hermano Eufemio Zapata, ya que a éste le gustaba mucho la bebida y armar alborotos, pero Emiliano siempre lo mantuvo en cintu-ra para que no cometiera abusos con la gente.

El pueblo no únicamente se veía afectado por los perjuicios de los revolucio-narios, sino también por el hambre y las enfermedades ocasionadas por la falta de producción, ya que a muchos campesinos se los llevó la leva y otros ingre-saron al bando revolucionario, por tanto la tierra no se trabajaba y esto provo-có que durante mucho tiempo la gente padeciera hambre; había personas que dormían y que al otro día ya no se levantaban. Para 1918 se vivió la enfermedad de la influenza española, decían que gente de España la había traído a nuestro país. Los síntomas eran: temperatura muy alta, dolor de cabeza, debilidad y

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Credencial que acredita a Ignacio Bustamante como diputado de la XXXV Legislatura del Estado de México, 1940.

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mucho frío. En Teloloapan era muy común ver las calles vacías, de vez en cuan-do se veía correr a uno que otro niño que iba a comprar alimentos a las tien-das; la gente adulta caminaba apresurada, angustiada, como temiendo algo; en ocasiones se oía el trotar de un caballo, esto significaba que alguien se estaba muriendo y que seguramente irían en busca del sacerdote. En un principio se nos hizo difícil, pero después de algún tiempo era común encontrarse entre los maizales a gente muerta, víctima de esta fatal enfermedad.

La impartición de la educación durante los años de la Revolución se interrum-pió en múltiples ocasiones a causa de los constantes ataques que los bandoleros hacían en las poblaciones, los padres de familia temerosos de que maltrataran a sus hijos no los enviaban.

En muchos casos, como ya no había hombres adultos en la familia porque se habían ido a la bola, los niños se dedicaban a ayudar a la mamá a sostener la casa trabajando en el campo o buscando alimento donde se pudiera. Por otra parte, la educación no estaba arraigada en el medio rural, en virtud de que a los hacendados no les convenía que la gente aprendiera, ya que esto les impedía se-guir explotándola. Otro factor que también imposibilitaba la impartición de la en-señanza era que las distancias que había que cubrir para llegar a la escuela eran muy grandes, y los padres no se animaban a mandarlos. Todos estos problemas influyeron en aquellos años para que hubiera un bajo índice de afluencia a las escuelas. Durante el tiempo que Jesús H. Salgado fue gobernador del estado de Guerrero, improvisó a sus hombres más capaces como maestros para que se de-dicaran a impartir clases.

Recuerdo que cuando él fue gobernador del estado mandó acuñar monedas de plata en Atlixtac, Apipipulco, con valor de un peso, para tratar de equilibrar la economía, porque no había con qué comprar alimentos y vestidos y se hacía necesaria la presencia de dinero. Además de que el país atravesaba por momen-tos difíciles, provocados por el movimiento armado y carecía de un gobierno que ejerciera un control y apaciguara los ánimos de los revolucionarios.

Con la llegada de Venustiano Carranza a la Presidencia de la República se cal-maron un poco las cosas, aparte de que el pueblo ya estaba cansado de combatir por tantos años. Carranza fue muy inteligente porque supo plasmar en un docu-mento las demandas del pueblo en general, ya que de esta manera se establecían legalmente y sería más fácil cumplirlas y respetarlas; así fue como se creó la Cons-titución de 1917. El Estado de México contribuyó con muchos ideólogos para la elaboración de dicha Constitución, como el señor Flores, originario de Ixtlahuaca.

En el año 1920 llegué a Toluca y colaboré con el general Abundio Gómez, cuando era gobernador interino del Estado de México, posteriormente él me en-

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vió a combatir a Rómulo Figueroa, que se había levantado en armas, y después de mucho tiempo lo derrotamos en Zacualpan. Una vez terminados los enfren-tamientos armados entre las diferentes facciones revolucionarias, se trató de poner en práctica las demandas por las que se había luchado durante la Revo-lución. Por tal motivo, en el año 1929 asistí junto con el coronel Filiberto Gómez a la convención que se realizó en Querétaro, con el objeto de crear el Partido Nacional Revolucionario, para que por medio de esa agrupación se mantuviera unido el grupo revolucionario y defendiera honestamente la lucha del pueblo por conseguir su libertad y justicia.

En los años cuarenta fui diputado por el distrito de Sultepec, y lo primero que me propuse fue darle tierra a varios pueblos de esa región. A través de va-rias gestiones que hicimos en la Cámara de Diputados, logramos otorgarles sus tierras a 18 ejidos de la región de Sultepec; esa acción me llenó de satisfacción, porque de alguna manera sentía que beneficiaba a mi gente. Luego fui vicepre-sidente de la Cámara de Diputados, durante el gobierno de Alfredo Zárate Alba-rrán. También tuve la oportunidad de trabajar en dependencias federales, como en la Secretaría de Agricultura y en el Departamento Agrario –en el gobierno del licenciado Adolfo López Mateos–, esto me permitió canalizar a quien correspon-día los problemas agrarios, con el fin de agilizar su trámite.

Dos cosas son las que me hacen sentir un hombre afortunado: la primera, haber tenido la oportunidad de participar en el movimiento armado al lado de grandes hombres, que lucharon por conseguir tierra y justicia social para los campesinos y obreros; y la segunda, haber colaborado en el gobierno y lograr –en la medida de mis posibilidades– que algunas personas tuvieran un pedazo de tierra en donde trabajar.

Gestionar la dotación de tierra para los paisanos de Sultepec y otros lugares del sur del Estado de México, no fue más que un tributo a quienes con su es-fuerzo y su sangre combatieron durante la Revolución, por legarnos un México más justo y libre.

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FUENTES CONSULTADAS

A. documEntalEs

Archivo Histórico del Estado de México, Ramo de la Revolución Mexicana, volúmenes 1, 2, 3, 4, 5, 6, 12, 51, 52, 53, 54, 57, 80, 84, 87, 88, 89, 90, 91, 92.

b. imprEsas

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c. oralEs*

Almazán Guadarrama, Francisco. Originario del municipio de Valle de Bravo, entrevistado a la edad de 84 años.

Arcos, Luisa. Originaria del municipio de Acambay, entrevistada a la edad de 93 años.

Barrios Castro, Roberto. Originario del municipio de Atlacomulco, entrevistado a la edad de 75 años.

Bautista Ángeles, Bartolomé. Originario del municipio de Zumpango, entrevistado a la edad de 84 años.

Baz Prada, Gustavo. Originario del municipio de Tlalnepantla, entrevistado a la edad de 91 años.

Becerril, Adolfo. Originario del municipio de Temoaya, entrevistado a la edad de 85 años.

Bustamante Ramírez, Ignacio. Originario de Teloloapan, estado de Guerrero, entrevistado a la edad de 87 años.

* Todas las entrevistas se realizaron en el año 1985.

Fuentes consultadas

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Caballero Avilés, Froylán. Originario del municipio de Valle de Bravo, entrevistado a la edad de 90 años.

Colín, Donaciano. Originario del municipio de Acambay, entrevistado a la edad de 85 años.

Cruz, Marcelino. Originario del municipio de Atlacomulco, entrevistado a la edad de 85 años.

De la Cruz Hernández, Venancio. Originario del municipio de Atlacomulco, entrevistado a la edad de 78 años.

García Peña, Sabás. Originario del municipio de Aculco, entrevistado a la edad de 88 años.

García Vda. de Samaniego, Josefina. Originaria del municipio de Toluca, entrevistada a la edad de 86 años.

López Ayala, María Guadalupe. Originaria del municipio de Ecatepec, entrevistada a la edad de 90 años.

Mercado, Enrique. Originario del municipio de Valle de Bravo, entrevistado a la edad de 83 años.

Montoya, Estebana. Originaria del municipio de Zacualpan, entrevistada a la edad de 88 años.

Ramírez Mendoza, Adelino. Originario del municipio de Aculco, entrevistado a la edad de 85 años.

Reyes, Cirina. Originaria del municipio de Hueypoxtla, entrevistada a la edad de 74 años.

Rodríguez, Pedro M. Originario del municipio de Toluca, entrevistado a la edad de 85 años.

Rodríguez Díaz, Froylán. Originario del municipio de Sultepec, entrevistado a la edad de 80 años.

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FUENTES FOTOGRÁFICAS

Archivo particular del profesor Alfonso Sánchez García, cronista municipal de Toluca.

Archivo particular del licenciado Fernando Vargas Bustamante.

Álbum conmemorativo de la visita del general de división Pablo González a la ciudad de To-luca del 18 al 23 de octubre de 1915, con motivo de la toma de posesión como goberna-dor del Estado de México, del general Pascual Morales y Molina, Archivo Histórico del Estado de México, México, febrero 1916, 57 pp.

Historia de la Revolución en el Estado de México (Los zapatistas en el poder), Secretaría de Administración del Gobierno del Estado de México, Toluca, 1987, 252 pp.

Reproducción fotográfica de las imágenes: Mauro Sergio Hernández Gaona

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ÍNDICE

PRÓLOGO 7

INTRODUCCIÓN 11

ANTECEDENTES 15

ETAPA PRERREVOLUCIONARIA Grupos socialEs En méxico 15primEras manifEstacionEs En contra dEl GobiErno 16

EL ESTADO DE MéXICO DURANTE LOS AñOS 1904 A 1911 datos GEoGráficos Estadísticos En 1910 18la administración dE fErnando GonzálEz 19El inicio dE la rEvolución 23

MADERISMO, HUERTISMO Y ZAPATISMO

EL MADERISMO 29ataquEs a poblacionEs dE la Entidad durantE El GobiErno dE manuEl mEdina Garduño 33

EL HUERTISMO 45dEsEnlacE dEl huErtismo En El Estado y su postura antE la intErvEnción nortEamEricana dE 1914 49

EL ZAPATISMO 57un GobErnantE zapatista En la Entidad 57

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EL CONSTITUCIONALISMO

primEros pasos 63ataquEs zapatistas y carrancistas 67El GobErnador carlos tEJada y las Escaramuzas rEvolucionarias En contra dE los puEblos dEl Estado 71El Estado dE méxico y El GEnEral aGustín millán 74la influEnza Española y El intErinato dE Joaquín García luna 80rEtorno dEl GEnEral aGustín millán a la GubErnatura Estatal 82francisco JaviEr Gaxiola y su Estancia En El podEr 84

VOCES REVOLUCIONARIAS DE MI PUEBLO

NOTAS Y ANéCDOTAS DE UN GOBERNANTE ZAPATISTA 89Gustavo baz prada

ATLACOMULCO, UN PUEBLO EN LA REVOLUCIÓN 95robErto barrios castro

ANéCDOTAS DE UN SOLDADO CARRANCISTA 101francisco almazán Guadarrama

CUERVOS EN EL CIELO, PRESAGIO DE REVOLUCIÓN 102froylán rodríGuEz díaz

ZACUALPAN Y EL RÍO ROJO 104EstEbana montoya

REMEMBRANZAS DE MI PUEBLO 107pEdro m. rodríGuEz

PARTICIPACIÓN DE UN GUERRERENSE EN LA REVOLUCIÓN 109iGnacio bustamantE ramírEz

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FUENTES CONSULTADAS

a. documEntalEs 117b. imprEsas 117c. oralEs 119

FUENTES FOTOGRÁFICAS 121

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