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DOS EMPRESAS EDUCATIVAS EN EL MEXICO DEL SIGLO XVI J osé María Kobayashi El Colegio de Michoacán/ Universidad de Sofía. Tokio Evangelizadón Si la conquista militar de las Indias españolas fue un hecho inusitado en la Historia Universal, no lo fue menos su evangelización. Para la iglesia se trataba de la primera experiencia en gran escala fuera de su ámbito tradicional. Además coincidió con el período de mayor exaltación de la sensibilidad religiosa en el" Occidente y, en particular, en España. Por último, resultó una obra exitosa cuyas consecuencias todavía se viven. En virtud de la llamada concesión alejandrina de 1493, la evangelización se convirtió en una de los im- perativos de la política indiana de los reyes de España. Pa- ra éstos, sólo un riguroso y concienzudo cumplimiento de la condición impuesta por la Santa Sede legitimaría ante la opinión pública europea de la época, cada día más celo- sa, la posesión de las tierras recién descubiertas y por des- cubrir. De ahí que la evangelización haya sido llevada adelante como una empresa más del Estado español bajo el famoso Patronato Real de la Iglesia indiana. España se encontraba en vísperas de su Siglo de Oro, caracterizado por una religiosidad exaltada a causa de la consumación reciente de su secular Reconquista, mientras el sector propiamente eclesiástico se agitaba por un refor- mismo vigoroso nutrido por el humanismo europeo coe- táneo.

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DOS EMPRESAS EDUCATIVAS

EN EL MEXICO DEL SIGLO XVI

J o s é M a r ía K o b a y a sh i

El Colegio de Michoacán/ Universidad de Sofía. T o k io

Evangelizadón

Si la conquista militar de las Indias españolas fue un hecho inusitado en la Historia Universal, no lo fue menos su evangelización. Para la iglesia se trataba de la primera experiencia en gran escala fuera de su ámbito tradicional. Además coincidió con el período de mayor exaltación de la sensibilidad religiosa en el" Occidente y, en particular, en España. Por último, resultó una obra exitosa cuyas consecuencias todavía se viven.

En virtud de la llamada concesión alejandrina de 1493, la evangelización se convirtió en una de los im­perativos de la política indiana de los reyes de España. Pa­ra éstos, sólo un riguroso y concienzudo cumplimiento de la condición impuesta por la Santa Sede legitimaría ante la opinión pública europea de la época, cada día más celo­sa, la posesión de las tierras recién descubiertas y por des­cubrir. De ahí que la evangelización haya sido llevada adelante como una empresa más del Estado español bajo el famoso Patronato Real de la Iglesia indiana.

España se encontraba en vísperas de su Siglo de Oro, caracterizado por una religiosidad exaltada a causa de la consumación reciente de su secular Reconquista, mientras el sector propiamente eclesiástico se agitaba por un refor- mismo vigoroso nutrido por el humanismo europeo coe­táneo.

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A México le tocó la suerte de beneficiarse de esta coyuntura más que ninguna otra región de las Indias españolas. El celo y la buena disposición de Cortés y la llegada temprana de religiosos competentes, particularmen­te de las órdenes franciscana, dominica y agustina propicia­ron el camino a seguir.

La evangelización se encontró, huelga decirlo, con numerosas dificultades: el mosaico lingüístico en que se dividían las comunidades indígenas; poblamiento disper­so; desnivel cultural entre los propios catecúmenos; fuerte arraigo del paganismo con sus múltiples manifestaciones y minúsculos detalles en la vida y costumbres autóctonas; incesantes choques muchas veces violentos con los intere­ses de los colonos. Sin embargo, en medio de una situa­ción casi desesperante, la evangelización fue ganando te­rreno con rapidez tal que la primera generación de misio­neros en Nueva España pudo creer, si bien ingenuamente como después señalaría con crudeza Sahagún, que la evan­gelización del país era un hecho ya consumado, porque 'públicamente no parecía cosa ninguna que fuese digna de castigo”. Por eso, el propio Martín de Valencia, jefe de los mencionados “doce” franciscanos, aspiraba a trasla­darse a otras tierras con unos compañeros suyos.

Un éxito tan completo, aunque sólo fuese aparente, se explicará por los siguientes factores:

1. —La observancia estricta que permitió a los primerosreligiosos una formidable libertad de acción al margen de todo interés secular.

2. — La humildad virtuosa hizo posible que los misionerosse hiciesen “indios con indios”, arrancando de sus cate­cúmenos palabras de admiración como éstas: “andan pobres y descalzos como nosotros, comen de lo que nosotros. . ., conversan con humildad entre nosotros, ámannos como a hijos. Razón es que los amemos y busquemos como a padres”.

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3.-—El extraordinario activismo, sobre todo entre los franciscanos, inspirado por un pensamiento apocalíp­tico que veía “acercándose ya el último fin del siglo, que se va envejeciendo”.

4 .—La utilización de medios adecuados al nivel cul­tural de los catecúmenos tales como la música, la pintura y el teatro.

5 .— Semejanzas casuales entre el cristianismo y las re­ligiones prehispánicas en ciertas ceremonias e incluso en el orden de los dogmas.

6. — La pérdida de fe en las deidades prehispánicas comoconsecuencia de la derrota militar.

7. — La seducción ejercida por los altos valores del cristia­nismo y la cultura occidental de los conquistadores.

En honor de los primeros misioneros es de señalar que, en términos generales, la evangelización de la Nueva España fue llevada a cabo a base de una predicación pací­fica y persuasiva sin recurrir a la coacción.

Afianzamiento de la nueva fe

Resultó inevitable que la primera etapa de evangeli­zación del país se efectuase en forma apresurada. Esto se observa, por ej-emplo, en el modo simplificado de admi­nistrar el bautismo que, Motolinía, uno de los misioneros que lo practicaron y abogaron con insistencia por el mismo, describe así: “a el tiempo del bautismo, ponían todos jun­tos los que se habían de bautizar poniendo los niños de­lante, y hacían sobre todos el oficio del bautismo y sobre algunos pocos la ceremonia de la cruz, flato, sal, saliva, alba. Luego bautizaban los niños cada uno por sí en agua bendita”. Entre tanto, los adultos también “bautizaban cada uno por sí” después de examinados en su conocimien­to sobre lo más fundamental de la nueva fe y de escuchar una exhortación sobre sus deberes a cumplir en la vida cristiana.

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Una conversión lograda en esta forma distaba de convencer a todos de la sinceridad de los bautizados. M u­chos españoles laicos se mostraban ‘'incrédulos en esto de la conversión de los indios”, apunta al mismo franciscano. Religioso de otras órdenes, sobre todo los dominicos, cri­ticaban acremente la ceremonia del bautismo arbitraria­mente abreviada. Por otra parte, no era demasiado difícil descubrir evidencias de que “el bosque de la idolatría no estaba aún talado” y el paganismo subsistía escondido en miles de detalles de la vida cotidiana de los neófitos. A los ojos de todos, la empresa dejaba aún mucho que desear, y hacía falta una segunda operación para extirpar las “heces de idolatría”.

Conscientes de tal necesidad, unos religiosos decidie­ron indagar las “antiguallas” para acometer a fondo el paganismo y no tolerar en adelante sus sacrilegas remi­niscencias en la tarea pastora], Otros se encargaron de asegurar la nueva fe por medio de la educación a lar­go plazo. Ambas actividades tuvieron en México pro- motres entusiastas y celosos. Particularmente, la educación se hizo compañera constante e inseparable de la evangeli- zación. Su importancia fue tal que resultó uno de los factores determinantes en la suerte de la cristianización del país. En su realización sobresalieren entre otros la orden franciscana y el oidor-obispo Vasco de Ouiroga. Aquélla en la región en torno a la ciudad de México, y éste en Michoacán.

Educación Franciscana

En el momento del descubrimiento de las Indias, la orden franciscana era la que contaba con mayor número de frailes animados del más elevado celo proselitista. La alentaba el ya referido pensamiento apocalíptico de larga tradición medieval, y en España concretamente la tempra­na reforma cisneriana la había devuelto a la vida de es­tricta observancia. Se explica, por esto, la pronta aparición de sus miembros en las Antillas y luego en México.

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El activismo y la prioridad en llegar a la tierra per­mitieron a los franciscanos desempeñar un papel de primera importancia en su evangelización. A mediados del siglo XVI, había en México 380 franciscanos repartidos en 80 conventos, mientras que el total de los dominicos y los agustinos era de 422 con el mismo número de casas. El protagonismo franciscano era patente. Sin embargo, pre­cisamente por ser los primeros misioneros en el país, les tocó la dura suerte de pioneros enfrentándose con las ma­yores dificultades que la tarea implicaba. Tuvieron que ingeniárselas para salir adelante. El caso del bautismo arriba referido es un ejemplo elocuente de la situación, y el otro es la educación de los recién bautizados que se desarrolló unas veces con éxito y otras fracasó.

Educación de hijos de caciques

El primer paso de la educación franciscana se dio cuando, apenas establecidos en Tetzcoco, los tres frailes flamencos recogieron en su monasterio a hijos de los caci­ques de la región. Su propósito era que “por ser la tierra grandísima, poblada de infinita gente, y los frailes que predican pocos para enseñar a tanta multitud, recogimos en nuestras casas a los hijos de los señores y principales para instruirlos en la fe católica y que después enseñen a sus padres”, esto es, querían valerse de los jóvenes para una mayor promoción de la evangelización. El material de enseñanza consistía en “leer y escribir, cantar y tañer instrumentos musicales y la doctrina cristiana”. Desde el principio, la evangelización iba acompañada por la intro­ducción de los indígenas a la civilización europea cuyo valor no se les presentaba sólo en el orden intelectual —leer y escribir—, sino también en el artístico: cantar y tañer instrumentos musicales.

Para cuando llegaron al país los “doce” franciscanos este primer ensayo educativo ya había dado frutos tan convincentes que los recién venidos tuvieron “por primero

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y principal ejercicio congregar y erigir seminarios de ni­ños”. Efectivamente, se ordenó que “junto a su monaste­rio edificasen un aposento bajo el hubiese una pieza muy grande. . . donde se enseñasen y durmiesen” los niños recogidos. Pronto se hizo norma el que un convento fran­ciscano estuviese acompañado por una escuela. Una re­lación de 1570 dice: “En todos los pueblos de la Nueva España adonde residen religiosos, a lo menos de esta orden de San Francisco, hay escuelas”.

Los educandos, apartados de su padres y de su am­biente natal que aún conservaba mucho del paganismo, vivían, bajo estricta vigilancia de los religiosos, una vida casi monacal, absorbiendo ingenuamente cuanto se les enseñaba. El resultado fue que los muchachos “salieron muy bonitos y muy hábiles v tomaban también la buena doctrina, que enseñaban a otros muchos”.

Hubo casos en que estos muchachos fueron mucho más allá de lo que pretendían sus maestros. Unos se de­dicaron impetuosa y alegremente a la destrucción de los templos y costumbres de sus antepasados para sufrir a ve­ces muerte violenta, y otros llegaron a cometer el exceso de matar en público a un sacerdote de la religión prehis- pánica. Eran, en una palabra, verdaderos agentes radica­les de una revolución socio-cultural. En todo caso, no cabe duda de que la educación franciscana arrojaba con esto un primer éxito. Más delante veremos desarrollarse otro intento más atrevido y noble, derivado de esta educa­ción de hijos de caciques en los conventos.

Instrucción catequística

Hasta hoy se han conservado bastantes ejemplos del patio que antaño funcionaba como capilla abierta. Se trata de un espacio abierto muy grande delante de las iglesias y conventos. Estos patios son testigos de otro tipo de educación que se desarrolló paralela a la educa­ción de hijos de caciques arriba referida. Era una instruc­

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ción catequística dirigida a los adultos bautizados con es­caso conocimiento y comprensión de la doctrina cristiana y, sobre todo, a los niños indígenas. La razón de lo espacioso de estos patios-escuelas que hoy nos sorprende, residía en la gran concurrencia de catecúmenos que allí se daba “cada día en amaneciendo”, cuando “se jun tan . . . los niños hijos de la gente plebeya. . . y las niñas hijas de macehuales y principales”, y los adultos los domingos y días de fiesta.

Es muy probable que la obra comenzase en fecha tem­prana en el patio de la iglesia de San Francisco de México, ya que en 1552 Pedro de Gante escribía a Carlos I di­ciendo: “En esta ciudad de México, dentro del patio de San Francisco, hay una capilla que se dice de San José, que fué la primera iglesia que en esta tierra se hizo, y donde han siempre sido doctrinados los indios, de los frailes. . . y yo he trabajado con ellos de día y de noche más ha de treinta años”.

El material de enseñanza se reducía a lo más esen­cial para la vida crisitiana: las oraciones principales, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, la declaración del pecado mortal y del venial, las obras de misericordia. . . etc., según se desprende de una doctrina compuesta a tal efecto. Pero los catecúmenos tenían que aprender de me­moria todo esto y dar buena cuenta de ello, lo cual su­ponía no poco esfuerzo para la gente común carente de tradición en un entrenamiento mental semejante. Por lo tanto, es aquí donde se valió de la música y la pintura a fin de facilitar el aprendizaje, y luego las representa­ciones de teatro edificante se encargaban de dar el último toque a la instrucción.

Con todo lo elemental que se perseguía en esta ins­trucción catequística hay un detalle que merece nuestra atención. Me refiero al esmerado cuidado que los frailes ponían en ella, porque los catecúmenos reunidos “se re­parten por el patio asentados en diversos turnos, conforme

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a lo que cada uno ha de aprender. . . según que van aprovechando”. Luego los Frailes “vanles examinando y requiriendo para subir de grado” hasta aprender todo el material. Esto creo que es suficiente para descalificar ia opinión sostenida por algunos estudiosos de que los misioneros daban por concluido su deber sólo administra­do el bautismo. Todo lo contrario. Estaban muy conscien­tes de la necesidad de esta labor perseverante para asen­tar la nueva fe entre los feligreses recién ganados para su causa.

Respecto a su rendimiento, Mendienta afirma que el mencionado patio-escuela de San Francisco de México fue “seminario de la doctrina de los indios para toda la tierra”, palabras que permiten suponer un buen fruto.

Educación de niñas indígenas

LIn tercer ensayo educativo a raíz de la conquista tu­vo por objetivo a las niñas indígenas. Su prmotor princi­pal fue el primer obispo de México, Juan de Zumárraga, sacado para la mitra de una celda franciscana.

La falta de religiosas profesas, durante las primeras décadas después de la conquista, obligó a que la educa­ción cristiana en forma escolar se redujese sólo a la de los varones en los monasterios ya mencionados. A las niñas se les instruía sin distinciones sociales, en el patio- escuela en la doctrina cristiana, y el resto de su formación se dejaba a cargo de sus madres. Eslo tenía el gran in­conveniente de que muchos de los muchachos criadcs y educados en los conventos olvidasen v perdiesen lo apren­dido en cuanto volvían a sus casas y contraían matrimo­nio con muchachas criadas a la usanza tradicional. Los frailes veían que así se iban perdiendo sus cuidados y es­fuerzos, y tenían por urgente necesidad dar también a las niñas una formación cristiana más amplia y profunda que la simple instrucción catequística. Esto quedaba, sin

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embargo, fuera de su alcance dada su vida de frailes obser­vantes.

La llegada del obispo Zumárraga originó un cambio en este estado de cosas. Zumárraga tomó la educación femenina como “otro cuidado que me atraviesa el corazón de lástima”. No podía tolerar que se siguiesen come­tiendo,ante sus ojos el “nefando crimen” de que los pa­dres de niñas regalasen a estas “como frutas” según sus intereses arbitrarios, ni que se perdiese la formación de los muchachos criados en los conventos por falta de con­sortes dignas. Se le ocurrió entonces organizar una edu­cación femenina escolar para niñas indígenas, quienes, después de casadas, “enseñasen a sus maridos y casas las cosas de nuestra santa fe v alguna policía honesta y buen modo de vivir”. Veía en dicha obra el camino más seguro para cristianizar a la familia indígena, va que “de esta ma­n e ra . . . se plantaría la cristianidad”, según sus propias palabras.

Su empeño fue tal que un año después de la llega­da a México, va podía escribir lo siguiente: “en la ciudad de Tetzcoco. . . está una casa muv principal con gran cerca. . . para encerramiento a manera de monasterio de monjas, y en este hay mucha cantidad de mujeres donce­llas y viudas, hijas de señores. . . v de otras que de su voluntad quieren entrar en aquel encerramiento y mejor se inclinan a querer deprender la doctrina cristiana. Aun­que no son monjas profesas, hay clausura. . . y aquel mo­nasterio y mujeres tiene a cargo una matrona, mujer hon­rada, de nuestra noción y de buen ejemplo’*.

Así comenzó tal vez en 1528 ó 1529 la educación fe­menina escolar semejante a la dada a los hijos de caciques en los conventos de frailes. El esfuerzo del obispo y la buena colaboración de la Corona le permitieron un rápido crecimiento. En 1536 la empresa contaba ya con una de­cena de casas de niñas y en cada una había “grandes con­gregaciones de niñas, , .hijas de señores” en numero de

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300 y 400. Los otros obispos del país celebraron el éxito del ensayo de su colega y junto con él se dirigieron al rey, informando de que el ideal sería que “en cada dió­cesis hubiese a lo menos una casa principal como monas­terio encerrado, de donde saliesen maestras para las otras casas”.

Este desarrollo bonacinble resultó, sin embargo, un fenómeno de corta vida. En 1544 encontramos a Zumá- rraga escribiendo: “habiendo cesado por la mayor parte la dicha crianza v doctrina, se han ido casi todas a casa de sus padres”, y con una maestra española ya dispuesta a volverse a Sevilla “queda la casa despoblada”. Motoli- nía corrobora el hecho diciendo que la educación de niñas “duró obra de diez años v no más”.

¿A qué se debió un desplome tan repentino y rotundo? Desde un principio, la educación de niñas tenía el pro­blema de cómo asegurarse maestras dignas y competentes. Las beatas y laicas que se ofrecieron a la tarea resultaron a la larga inadecuadas. Rechazaban la intervención de Zumárraga y de los frailes; no guardaban la vida recogida; se comportaban con libertad poco discreta... La úni­ca solución era que viniesen religiosas profesas, pero su envío fue negado por la Corona que juzgaba poco propicia la situación del país para ello.

También se cometió una falla en la ubicación de al­gunas de las casas de niñas, construidas, de acuerdo con el modo de pensar español, “en lugar y parte pública” como al lado de la catedral. Lo cual no gustó nada a los caciques que en su gentilidad solían tener a sus hijas “encerradas y como que nadie las viese”. Fue natural y tenaz su resistencia a entregar a sus hijas a casas tan. mal ubicadas.

Sin embargo, el golpe decisivo para la empresa vino de donde menos se esperaba. Los jóvenes indígenas, in­clusive: los educados en: los monasterios, se negaban a casar con las muchachas criadas y educadas por maestras es-

u

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pañoles. La razón alegada era que ellas usc criaban ociosas y a los maridos los tendrían en poco, ni los querrían ser­vir según la costumbre su va de que ellas mantienen a ellos”. Recuérdese que la poligamia practicada por Jos caciques tenía un significado económico, tal vez el más importante del sistema, en función del cual los caciques “no tienen otra renta sino lo que las mujeres ganan ccn su labor”. Siendo hijos de tales caciques, los educandos de los monasterios conocían de sobra la importancia que la educación de sus consortes tenía para su vida material después de casados, y preveían claramente el peligro que les acechaba al casarse con muchachas educadas a la europea, ya que para éstas era al hombre a quien tocaba la máxima responsabilidad del bienestar económico de una familia. Era, pues, natural que un matrimonio tan poco conveniente fuese rechazado por todos.

El ideal del obispo Zumárraga de plantar la cristian­dad en la familia a través de la educación de niñas a la occidental, resultó un ensayo demasiado temerario y pre­maturo a la altura de la primera mitad del siglo de la conquista. El obispo abandonó la obra, y las casas de niñas se destinaron a otros fines.

Capacitación 'profesional

Un cuarto ensayo educativo a cargo de los francis­canos fue el entrenamiento o capacitación mecánica pro­fesional en la que destacó la figura del lego franciscano Pedro de Gante. Este pariente “cercano y propincuo” de Carlos I llegó a Veracruz teniendo por lo menos cua­renta años de edad, y vivió casi otro medio siglo más ple­namente dedicado a la tarea de educar en múltiples for­mas a los indígenas. Por su genio, ingenio y dedicación será justo llamarle fundador de la pedagogía mexicana o indiana.

Siendo “muy ingenioso para todas las buenas artes y oficios provechosos a la humana y cristiana policía”, Gañ­

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te fue uno de los primeros descubrí dore .> de la capacidad y habilidad mecánica de los indígenas, buenos herederos de la íolícciiyoíl prehispánica. Al mismo tiempo, se dio cuenta de la inminente, y decisiva necesidad que tenían los indígenas de proveerse de algún medio provechoso para su vida material a fin de ir incorporándose a la fuerza al nuevo régimen económico caracterizado por el uso de la moneda que habían impuesto Jos conquistadores. Dicho de otro modo, los indígenas necesitaban aprender cuanto antes un modo de ganarse la vida honradamente, cobrandoo jlos servicios prestados y pagando las necesidades satisfechas.

Visto esto, Gante, “no se contentando con tener gran- de escuela de niños que se enseñaban en la doctrina cris­tiana v a leer, escribir y cantar, procuró que los mozos grandc.cillos se aplicasen a deprender los oficios y artes de los españoles que sus padres v abuelos no supieron, y en los que antes usaban se pcríeccionasen”. Esto fue por 1530 en el recinto en la capilla abierta de San José, patio de la Iglesia de San Francisco de México.

El fruto de este ensavo de capacitación mecánica no se hizo esperar. Una larga fila de menestrales empe­zaron a salir del plantel de San José: sastres, zapateros carpinteros, lapidarios, orfebres, canteros alfareros, teñido­res, curtidores, fundidores de campana, herreros, bordado­res, pintores, escultores..,etc. La calidad de sus obras mere­ció palabras de aprecio: “si no las hubiese visto, no pu­diera creer que indios lo hacían ', según Bernal Díaz del Castillo. Nos han llegado como testimonio de la habilidad cultivada, en San José vnos grabados hechos por uno de los alumnos más aprovechados, fray Diego Valdés, francis­cano mestizo.

Sin embargo, lo más trascendental de esta obra no fue tanto el buen rendimiento que tuvo al nivel práctico cuanto la rehabilitación que suscitó en el ánimo trauma­tizado de los vencidos. Los oficiales capacitados de SanJo:é, a quienes ayudaba también la Audiencia en su po­

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lítica social, ya “tienen sus tiendas de los oficios y obreros ganan de comer a ello”, hasta “se acodiciaron algo al pro­vecho”. Aquí venios a unos indígenas rescatados de la profunda apatía ante la misma vida que se había apodera­do de ellos al ver caer su mundo tradicional, e incorpo­rados al sistema económico procedente del Viejo Mundo. La obra de Gante les había proveído no sólo de fuente de ingreso honrado, sino de una nueva disposición animada a seguir viviendo bajo nuevas condiciones de vida.

Educación superior

En la primera mitad de la segunda década después de la conquista, o sea en los años treinta del siglo XVI, en México se dieron cita unos personajes dotados de sin­gular perspicacia, optimismo, amplitud de visión y ánimo de trabajo. Eran el humanista Sebastián Ramírez de Fuen- leal, presidente de la Segunda Audiencia (1531); Juan de Zumárraga, primer obispo de México que regresaba al país ya consagrado (1534), y Antonio de Mendoza, pri­mer virrey de Nueva España (1535). A esta rara concu­rrencia de personajes se sumaba la promoción de la Cus­todia franciscana del Santo Evangelio de México a la categoría de la provincia independiente (1535), suceso que infudiría en sus miembros un nuevo ánimo y acicate para el trabajo.

Fue tal vez por mayo de 1533 cuando por iniciativa de Pvamírez de Fuenleal comenzó a enseñarse la “gramá­tica romanzada en lengua mexicana a los naturales”, a cargo de fray Amoldo de Basacio, francés, “doctrísimo va­rón y gran lengua de los indios” en la capilla de San José de la Iglesia de San Francisco de México. No podían fal­tar oposiciones a tal novedad tanto de laicos como de ecle- siáticos, pero el optimismo de Ramírez de Fuenleal y el entusiasmo de los franciscanos las acallaron;

El buen rendimiento del experimento después de su­perada la barrera inicial fue tal que sus promotores tuvie­

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ron por bien fundar un colegio a tal efecto, y así proce­dieron a establecer el 6 de enero de 1536 el Colegio de Santa Cruz de Santiago Tlatelolco, el primero de estudios superiores en las Indias para beneficio exclusivo de indí­genas. Mendoza, Ramírez de Fuenleal, Zumárraga y el primer provincial franciscano García de Cisneros presen­ciaron el acto de inauguación, haciendo patente a todos sus intereses por el nuevo plantel. Entre los mismos, sin embargo, Zumárraga y García de Cisneros eran quienes más esperanzas ponían en el buen desarrollo de la obra, cada uno de acuerdo con el ideal que perseguía.

Cabe señalar que el colegio debía su fundación a tres objetivos:

1.— Formar grupos de laicos dirigentes bien confirmados en la fe cristiana.

2.—Preparar agentes de catequesis para mayor desarrollo de la cristianización;

3.—Proveer de ayudantes e intérpretes fidedignos a los reli­giosos no conocedores de idiomas vernáculos.Entre los mencinados, el último objetivo es clara­

mente de carácter transitorio y de importancia secundaria, mientras que los otros dos sí contienen rasgos de trascenden­cia al considerarlos en función de los ideales que incubaban el obispo Zumárraga y los franciscanos, principales bene­factores del instituto. %

El objetivo primero estaba en íntima unidad con el pensamiento político-social de la orden franciscana muy adicta a que hubiese en la sociedad humana una clara distinción de dirigentes y dirigidos, por una parte. Y por otra, no hay que alvidar que los franciscanos de Nueva España no veían en el aparato político-social prehispánico nada que condenar salvo su religión. Más bien, preten­dían clefenderlo como una modalidad de forma de vida digna y valiosa. Al decir de Sahagún, “si aquella manera de regir no estuviese tan inficcionada con ritos y supersticio­nes idolátricas, paréceme que era muy buena”. Este es un

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detalle de suma importancia que los distinguía de Vasco de Quiroga, como veremos más adelante.

Recordemos que los frailes no habían venido al país a hispanizar a los indígenas sino a cristianizarlos. Su deseo era verlos redimidos por la fe de Cristo, pero esto sin que se contagiasen de los vicios de la vieja cristianidad euro­pea escindida y decadente. Por eso se mostraron parti­darios convencidos de que indígenas y colonos europeos viviesen separados unos de otros. Deseaban preservar la sociedad autóctona tal como era, cambiando única y ex­clusivamente su creencia religiosa, y su meta final era cómo realizar el ideal de fundar una “monarquía indiana” dirigida espiritualmente por los escrúpulos religiosos ob­servantes y sometida políticamente a la lejana Majestad Católica. El camino más seguro para la consecución de este fin, según los franciscanos, era educar y formar di­rigentes bien ganados al Cristianismo, poque su experien­cia mostraba a las claras que una vez ganado el grupo di­rigente, quedaba asegurada la conversión de su comunidad. Para ellos, el Colegio de Tlatelolco era ante todo el plan­tel de donde habían de salir tales dirigentes copartícipes en la persecución de su sueño.

Para el obispo Zumárraga, sin embargo, el mismo instituto podía tener otro significado. Entre sus mayores desvelos tenía el problema urgente e importante de cómo proveer a su diócesis de clero competente en número sa­tisfactorio. Los clérigos que venían de España carecían de preparación y disposición adecuadas para cumplir sus deberes sacerdotales con los feligreses indígenas. Pensó que la única solución a su alcance era formar clero indí­gena. De aquí su apoyo decidido al colegio recién fun dado como se desprende de sus palabras escritas con los otros obispos del país: “A Vuestra Majestad certificamos que el dicho colegio es cosa importante y de mucha calidad y medio para que estos naturales mejor entiendan las cosas de nuestra fe”, porque sus alumnos aprendían “no tan solamente para saber para sí, más para darlo a entender

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lo que aprenden y saben a los otros”. La misma idea y entusiasmo compartía también el virrey Mendoza al es­cribir en 1537 al rey diciendo: “tengo por cierto que si verdadera cristiandad ha de haber en esta gente, que ésta ha de ser la puerta, y que han de aprovechar más que cuantos religiosos hay en la tierra”.

Al conocerse el buen provecho de los primeros cole­giales, Zumárraga no podía ocultar su alegría y optimis- mc diciendo: “ten^o sesenta muchachos ya gramáticos, que saben más gramática que yo. . . y están para oir cual­quier facultad”. Palabras que permiten ver a Zumárraga esperando con impaciencia el día en que por sus propias manos ordenase los primeros sacerdotes indígenas. Para el buen obispo el Colegio de Tlatelolco era sobre todo su seminario para formar clero que extendiese la tarea pas­toral a los indígenas de sus diócesis. ,

Sin embargo, igual que en el caso de la educación escolar de niñas, la ilusión de Zumárraga resultó efímera. Durante el período transcurrido entre los últimos meses de 1538 y agosto del año siguiente, algo muy grave ocurrió en la vida del colegio. Desgraciadamente, no disponemos de noticias concretas ele lo sucedido. Lo único cierto es que la ilusión encarecida del obispo se volvió la más negra desilusión. En su mente, el Colegio Seminario de Tlatelol­co ya no era la mayor preocupación. Había cedido impor­tancia a la empresa hospitalaria. Lo vemos confirmado en sus palabras escritas en abril de 1540 al rey: “El Cole­gio de Santiago, que no sabemos lo que durará”, y que las casas que la Corona le concedía, que “sean para este hos­pital de los enfermos de bubas”. La causa la descubre él mismo al añadir: “los estudiantes indios, los mejores gra­máticos tendut nuptias potius quam ad continentiam", es decir, de aquellos sesenta gramáticos que sabían más latín que el obispo y que estaban listos para seguir estudiando filosofía y teología, ninguno se ofreció a la vida de reli­gioso, sino que todos optaron por casarse. Esta preferencia de los colegiales se debería a la barrera cultural que cons­

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tituía el sacerdocio católico romano con su exigencia de celibato.

Zumárraga, inconsolablemente desilusionado, recordar- ría con amargura unos experimentos también fracasados que antaño habían intentado sus antiguos hermanos de hábito de hacer religiosos indígenas, y el dictamen con­trario a la educación de indígenas que le repetiría en el confesionario el dominico Domingo de Betanzos, confesor y hombre de plena confianza del obispo.

El desistimiento de Zumárraga decidió la suerte pos­terior del colegio. Este perdió para siempre su defensor más firme y entusiasta e incluso el máximo responsable de su bienestar material. A partir de 1540 su vida fue de­teriorándose progresivamente. Críticas y oposiciones se­guían en pie; en 1553 se inauguró la Real y Pontifica Uni- vesidad de México acogiendo en sus aulas a “los natura­les e hijos de los españoles”; las epidemias diezmaban a los colegiales y las inundaciones inhabilitaban su edifi­cios . . . Le permitieron subsistir sólo el apoyo y protección invariable de los franciscanos que, por no ver afectado su ideal por la mencionada actitud de los colegiales, seguían solicitando de la Corona unas limosnas tras otras para él, la buena disposición de los dos primeros virreyes y unas es­porádicas ayudas de particulares comprensivos del valor del instituto

Pese a todo, el colegio siguió decayendo irremedia­blemente. En 1576 Sahagún decía: “recelo tengo muy grande de que ésto se ha de perder del todo”. Unos vein­te años después, Mendieta anotaba: “Con todo esto ha cesado el enseñar de veras latín a los indios” A principios del siglo XVII, lo que se hacía en el colegio era “enseñar a los indios niños. . . a leer y escribir y buenas costumbres o sea lo que habían empezado a experimentar unos ochen­ta años atrás en una casa de Tetzcoco aquellos tres francis­canos flamencos. El colegio había perdido los altos idea­les con que se había inaugurado hacía unos setenta años.

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La educación franciscana en el siglo XVI, tuvo éxitos y fracasos. En aquellos tiempos turbulentos de destrucción, confusión y reorganización cumplió su papel de ayudar a consolidar la nueva cristianidad, de animar a una raza desesperada a sobrevivir, arrancando de uno de sus alum­nos más felices, palabras de alegre confianza en sí mismos: "graecis pares esse facile possumus”, esto es, “fácilmente podemos igualar a los griegos”.

La empresa de Vasco de Quiroga

Al lado de las tres órdenes mendicantes, destaca en la evangelización novohispana en sus días iniciales una serie de grandes obispos que con sus méritos respectivos han dejado huellas imborrables en la historia del país. Uno de ellos es Vasco de Quiroga, el primer obispo de Michoacán (1538-65).

Indudablemente, Quiroga fue uno de los claros va­rones que produjo y supo emplear España, agitada por el humanismo cristiano renacentista y segura de su misión histórica universal, que se iba abriendo a la rosa de los vientos. En él vemos compaginarse admirablemente la herencia medieval hispana de un hombre de fe firme y transparente y el testimonio renacentista de un intelectual idealista y emprendedor, dos ingredientes que en nuevas tierras se tradujeron en una tareas concretas y duraderas. Fue, no cabe duda, uno de los pocos ejemplos en que se funden perfecamente el genio y la acción.

Entre los rasgos característicos de nuesto personaje, sobresale primero la veta de cristiano viejo de alcurnia. Era de una familia noble oriunda de Galicia y luego estable­cida en la provincia castellana de Avila llamada popular­mente “tierra de santos”. Un segundo rasgo importante es una sólida y profunda formación jurídica adquirida en Salamanca o en Valladolid, la cual fue perfilando cada vez más en el ejercicio profesional de juez limpio y recto y enriqueciéndose con un sinfín de experiencias en el

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tribunal. Su erudición intelectual y su habilidad profe­sional fueron magistrales. Pero si con esto pretendemos ver en él un frío y riguroso jurisconsulto, orgulloso de sus códigos judiciales, ciertamente nos equivocamos. Hombre de profunda religiosidad, Quiroga subordinaba el valor de su ciencia a otro que era la paz y concordia entre los hombres. En sus Ordenanzas redactadas para el go­bierno de los pueblos de Santa Fe, recomienda “más per­der que ganar pleiteando y aborreciendo al prójimo”. Siendo jurista cabal, para él lo jurídico no era el valor su­premo, sino que lo era el principio evangélico de la fra­ternidad humana.

Que fue un político de talla es otro rasgo que se desprende de su biografía. Una última nota distintiva de Quiroga es su ánimo y capacidad de trabajo. Lejos de ser un simple pensador y teorizante, fue un hombre de acción por excelencia. Una vez convencido del acier­to de sus ideas, pronto se lanzaba a trabajar sin que le importasen o pudiesen estorbar las oposiciones o dificul­tades. Tal activismo incontenible fue una constante a lo largo de su vida. Las fuentes le describen plena e incesan­temente dedicado al trabajo. Uno de los testigos oculares de su diligencia afirma que “estando él casi siempre en vela, juntaba la noche con el día durante casi toda la semana”.

Hospitales-pueblos de Santa Fe

Entre las grandes obras de Quiroga, la primera en el orden cronológico y la mayor sustentadora de su reputa­ción en la posteridad es la fundación de dos hospitales- pueblos de Santa Fé: uno en 1532 en las afueras de la ciudad de México, y otro en 1533 a orillas del lago de Pátzcuaro, Michoacán. Actualmente, se llaman Santa Fe de los Altos y Santa Fe de la Laguna, respectivamente.

Varios factores movieron a Quiroga a emprender la obra:

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1.—Rescatar de la tremenda miseria a los indígenas que an­daban “desnudos por los tianguis, aguardando a co­mer lo que los puercos dejan”.

2.—Reducir a la vida comunitaria a los mismos que vivían en “derramamiento grande y falta de doctrina cristiana y moral exterior y buena policía”.

3.—Solucionar el apuro en que se hallaban los muchachos educados por los frailes por no tener dónde vivir.

4.—Explotar “lo baldío y estéril” del terreno que se ex­tendía en torno a la ciudad de México.Poco después de haber llegado a la Nueva España,

Cuiroga envió a la Corona una proposición para resolver los múltiples problemas del país y concertar su situación trastornada. Pero la respuesta regia le pareció demasiado cautelosa y poco animada. Esto le decició a obrar por su propia cuenta empleando el dinero que ganaba como oidor. Empezó por comprar terrenos necesarios para el proyecto y construyó en ellos casas modestas. Para eso no sólo gastó “entre los dichos naturales cuanto pudiera ahorrar y hubiera ahorrado del salario”, sino que debía “dineros demás del salario”. De éste sólo apartaba lo necesario para “el mantenimiento ordinario de cada día” y se con­formaba con una estrechez tal que “algunas veces no te­nía con qué hacer el medio día”. Podía decir, por tanto, con todo fundamento en su testamento: “fundé y doté a mi costa y de mis propios salarios. . .dos hospitales de indios que intitulé de Santa Fe”.

Además del arrojo y desprendimiento del fundador, la empresa se distinguía por su intención de organizar una sociedad verdaderamente nueva. Para el oidor, las leyes españolas y sus repetidos remiendos no resolvían los problemas de las Indias, sino que los complicaban todavía más. Para el Nuevo Mundo, que “en la verdad lo es en todo”, se necesitaba, creía él, orden nuevo y medios nuevos “que se adapten a la calidad y manera y condición de la tierra y de los naturales”. Por otra parte, a diferencia de los franciscanos que apreciaban la estructura político-

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social prehispánica como cosa digna de preservar y con­servar, Quiroga veía en la misma sólo un sistema de tira­nía de los caciques con respecto a los macehuales. De aquí su decisión de “fundir la cosa de nuevo” para acabar de una vez con “tanta quiebra y desconcierto”.

Dispuesto el pueblo, el oidor pidió a los franciscanos que mandasen de colonos a los muchachos educados en sus conventos, algunos de ellos ya casados, mientras él recogía allí a “indios pobres y miserables personas, pupi­los, viudas, huérfanos, mellizos”. A Santa Fe así poblado, él le dotó de un sello particular inspirado en el idealismo renacentista de restaurar en él la iglesia primitiva de los Apóstoles. Para el fundador, por algo los indígenas tenían “innata la humanidad, obediencia y pobreza y menosprecio del mundo y desnudez, andando descalzos con el cabello largo sin cosa alguna en la cabeza. . . a la manera que an­daban los Apóstoles”. Ellos le parecían ser “como tabla rasa y cera muy blanca. . .para se poder imprimir. . .la doctrina cristiana a lo cierto y verdadero” y “para se refor­mar en ella la iglesia de Dios”. Los dos pueblos de Santa Fe significaban para Quiroga un medio físico en el que restaurar su ideal de “plantar un género de cristianos a las derechas... como los de la primitiva iglesia”. Ideal que le asociaba con los grandes humanistas de la época.

El oidor tuvo por bien aplicarles “un muy buen es­tado de república” sacado de la Utopía de Tomás Moro. Lo creyó “como inspirado del Espíritu Santo” “para intro­ducirles la fe y policía mixta que solamente les falta “a los indígenas y también “para hacerlos bastantes para no se consumir ni acabar”. La empresa Santa Fe intentaba sal­var a indígenas no sólo en el cielo sino en el mundo. Efec­tivamente, justo con la doctrina cristiana, se enseñaba a sus habitantes a leer, escribir, contar, tocar, instrumentos musicales, labrar la tierra y ejercer oficios mecánicos úti­les para la vida. Incluso la doctrina cristiana no se reducía en Santa Fe al simple aprendizaje mnemotécnico de las

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oraciones, mandamientos y artículos de fe, sino que allí mismo se ponía en práctica cotidiana en formás múltiples, por ejemplo, atendiendo a enfermos, huérfanos y toda clase de gente necesitada. En vista de esta vida practi­cante, un testigo ocular decía: “no parecía sino que el Espíritu Santo andaba entre ellos, según las muestras traían en querer servir a Dios”.

El éxito bajo el “muy buen estado de república” no se limitaba al orden de doctrinar y enseñar la moral exte­rior a los indígenas, sino que se extendía a su vida eco­nómica y política. Aquélla prosperó gracias a una inge­niosa combinación del régimen colectivista y el individua­lista que hacía compatibles una vida comunitaria holgada y el mantenimiento de un sano ánimo de trabajo en fun­ción del incentivo de lucro personal. La vida política descansó a su vez en un inteligente dualismo entre el prin­cipio de la autoridad y la práctica de unos usos democrá­ticos tales como la votación secreta, el ejercicio de magis­tratura por turno entre todos los hábiles, la igualdad en en la oportunidad a tal efecto.

De lo que queda dicho, se desprenderá que en Santa Fe se lograban las mismas finalidades que la educación fran­ciscana perseguía en formas diversas; la instrucción ca­tequística en el patio escuela, la capacitación mecánica profesional en la capilla abierta de San José de México y la cristianización de la familia indígena a través de la educación femenina en las casas de niñas. Pero Santa Fe iba más lejos. Aquí se daba la oportunidad de ejercitar diariamente las virtudes que enseñaba la nueva doctrina religiosa; se brindaba buena solución al problema que tenía a los frailes “en mucha perplejidad y congoja” de dónde asentar a los muchachos criados y educados en sus conventos; se practicaban unos usos democráticos útiles para el entrenamiento político-cívico de sus habitantes.

En fin, la primera empresa quiroguiana constituía una modalidad educativa que señalaba la posibilidad de una solución más integrante de los problemas conyuntura-

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les del país que las del mismo carácter y propósito a cargo de los franciscanos.

El Colegio de San Nicolás

Erigido en 1536 el nuevo obispado de Michoacán, Carlos I presentó para su silla al oidor Vasco de Quiroga, quien fue consagrado por Zumárraga a fines de 1538. Es­ta vez el nuevo obispo se puso a organizar partiendo prác­ticamente de la nada una diócesis con el mismo entusias­mo y asiduidad con que había promovido el proyecto de Santa Fe. Asentó su sede en Pátzcuaro por considerarlo mejor acondicionado que la antigua capital tarasca de Tzin- tzuntzan; fundó en el mismo sitio el hospital de Santa Marta, “de donde tuvieron principio todos los hospitales de esta provincia”; procuró mayor desarrollo de Santa Fe de la Lengua a donde hasta los díscolos chichimecas acu­dían a escuchar sus amenas palabras de persuasión y amo­nestación; realizó constantes visitas a los numerosos pueblos de sus feligreses dispersados en sierras y valles. Su ánimo de trabajo lo comprueba, por ejemplo, el intento malo­grado de construir una catedral“con tanta grandeza que, acabada, pudiera ser octava maravilla del mundo en edi­ficios”.

Sin embargo, lo mismo que para Zumárraga y los demás obispos coetáneos en las Indias, para Quiroga era “la gran falta de ministros de los sacramentos y culto di­vino” uno de los asuntos más graves y de mayor urgencia. Estaba “tan altamente impresionado de la necesidad in­dispensable que tiene una iglesia catedral de un colegio que le sea seminario de donde se provea de ministros para su culto y servicio”, que, por segunda vez, se puso a tra­bajar con su propia iniciativa para fundar en 1540 el Co­legio de San Nicolás “cerca de nuestra iglesia catedral de San Salvador” en Pátzcuaro. Esta vez Quiroga se antici­paba en 23 años al Concilio de Trento que determinaría la fundación de seminarios diocesanos.

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Al arrojo inicial siguió el genio político y organizador típico de Quiroga, quien no cesó de consolidar la obra ora procurándole el patronazgo regio y el privilegio de ordena­ción a título de colegiales, ora comprando terrenos para la granjeria de cultivos, ganados, molino y batán con que sustentarla, ora consiguiendo varias mercedes reales en la misma finalidad. Incluso los dos pueblos de Santa Fe serían obligados a ayudarle con una contribución anual de 150 educados cada uno, quedando así vinculadas ambas instituciones. Por último, para mayor garantía de su con­servación, tuvo por bien someterlo a la competencia inme­diata no de los obispos sucesres suyos sino del cabildo ca­tedralicio.

En cuanto seminario, el Colegio de San Nicolás ad­mitió sólo “mozos españoles y limpios que no bajasen de veinte años” de edad. Al excluir a los indígenas ¿acaso Quiroga tuvo en cuenta el fracaso de los experimentos franciscanos en formar religiosos indígenas así como el de Zumárraga en preparar clérigos indígenas en el Colegio de Tlatelolco? Cronológicamente el supuesto es muy probable. Recuérdese que en 1540 coincidieron la claudicación de Zumárraga con respecto al Colegio de Tlatelolco y la fundación del de San Nicolás.

Esto, sin embargo, no quería decir qu?. San Nicolás fuese instituto de beneficio exclusivo para hijos de espa­ñoles. A él tenían acceso también mestizos e indígenas en número mayor que los colegiales seminaristas o cléri­gos, porque uno de los fines primordiales de su fundación había sido precisamente para que aquí “se enseñe y lea la doctrina cristiana y moral dicha y el leer y escribir a todos los hijos de los naturales. . . gratis todo”, y esto “en satisfacción y recompensa de lo que allí y en otra cualquier parte y obras hubieran trabajado los dichos in­dios”. Estos colegiales no clérigos gozaban del derecho a recibir la enseñanza primaria gratuita y el adoctrinamien­to, pero a su vez tenían una misión fundamental para la razón de ser Colegio: enseñar sus idiomas respectivos

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—tarasco, náhuatl, otcmí y matlatzinga— a sus futuros sa­cerdotes, a la vez que de éstos aprendían el castellano. Este aprendizaje recíproco de lenguas constituyó una de las características de las actividades de San Nicolás, dando lugar consecuentemente a una convivencia de razas dis­tintas a la que desde el momento de la conquista quedaba destinado todo el país. A diferencia de los franciscanos que abogaban por la política separacionista de las razas, Quiroga, que había vivido en tierras de contacto racial tales como Granada y Orán, aceptaba la convivencia de razas como una realidad irreversible, tratando de hacerla lo más viable y fructífera posible.

En cuanto al éxito del Colegio-Seminario de San Nicolás, es de destacar el optimismo con que está redac­tado el testamento de su fundador, y para el año 1576, o sea, en el transcurso de treinta y seis años, habían sa­lido de sus aulas “más de doscientos sacerdotes” exper­tos en las lenguas autóctonas y “otro número considerable” para las órdenes religiosas, lo cual da seis diocesanos y otros tantos religiosos en promedio al año.

Por otra parte además de ser seminario diocesano, el Colegio de San Nicolás fue una escuela primaria, un centro de instrucción catequística, una academia de len­guas y, sobre todo, un magnífico plantel de convivencia de hombres pertenecientes a razas diferentes con miras a su integración. Y esto durante más de dos siglos y me­dio gracias a la clarividencia del obispo fundador.

A modo de conclusión

En las páginas que preceden, salta a la vista que las obras quiroguianas se distinguen por su éxito y larga vida, en tanto que las franciscanas unas veces salieron exitosas pero en forma efímera o difusa y otras simplemente fra­casaron. Esto no fue, desde luego, una casualidad sino que obedeció a una serie de diferencias que había entre ambos propulsores. Aunque perfectamente coincidentes en el

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amor sincero a los indígenas y en la firme voluntad de ayudarles en la salvación del alma así como en el sobre­vivir bajo nuevas condiciones, el uno tenía una mentali­dad, un modo de apreciar la realidad, una visión hacia el futuro, una forma de proceder, distintos de los del otro, que en conjunto determinarían el desenlace fi­nal de sus empresas respectivas.

Por ser peoneros en la tarea, los franciscanos se vieron forzados a ingeniárselas sin ningún dato previo que les ayu­dase. Tuvieron que improvisar una buena parte de sus tareas, y a la fuerza estaban más expuestos al riesgo de fracaso. Mientras tanto, Vasco de Quiroga, que llegó al país unos años más tarde y que era hombre de perspicacia y agudeza extraordinarias, sí podía trabajar contando con unos ensayos precursores. Estos le permtieron llevar a ca­bo sus proyectos con mayores probabilidades de éxito.

En segundo lugar, por su religiosa adhesión al voto de pobreza, los franciscanos del siglo XVI no podían re­mediar una vulnerabilidad básica: la carencia de medios económicos. Despreciaban cuanto supusiera riqueza eco­nómica o su acumulación de manera tal que no se les ocurría siquiera la necesidad de proveer a sus obras de medios de sustentación a largo plazo. Al emprender algo, su modo de proceder usual era dirigirse a la Corona en busca de limosnas y mercedes y, concedidas éstas, gastar­las limpia y honradamente hasta agotarlas para volver a pedirle otras nuevas. No les cabía pensar en su adminis­tración al modo capitalista. Eran literalmente mendi­cantes no sólo en su vida comunitaria, sino en su modo de trabajar fuera de ésta. De ahí lo precario de la vida económica de sus fundaciones como se desprende de las fuentes. El caso del Colegio de Tlatelolco fue un ejem­plo típico y elocuente. Su desprecio del mundo y despreo­cupación por lo económico, que era una virtud y fuerza en la vida conventual y en la evangelización de tierras vírgenes, se convertía fuera de éstas en una amenaza cons­tante para sus fundaciones.

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En cambio, Quiroga tenía un sentido más equilibra­do sobre el asunto. Por un lado, disponía de cierta can­tidad de dinero procedente de su salario, y lo empleaba con una libertad poco común. Hombre desprendido, no dejaba por eso de reconocer el valor de lo económico. Tanto en Santa Fe como en San Nicolás, su procedimiento consistía en empezar por echar los cimientos de la obra con sus propios fondos y, una vez puesta en marcha, di­rigirse a la Corona en busca de medios de protección, con solidación y aun de ampliación. Por sus experiencias en la Corte, Quiroga sabía que las limosnas reales no podían ser generosas, sino más bien parcas y muchas veces insu­ficientes para servir de puntal básico en el mantenimiento de sus obras. Pero no despreciaba el aúlico prestigio que dichas limosnas otorgaban a éstas ante la opinión pública. Por eso no dejaba de aprovecharlas, pero siempre como valor de refuerzo o decorativo. Cuando él pedía limosnas al rey, lo sustancial de sus obras ya estaba en forma y orden.

En tercer término, la valoración de la estructura po­lítica-social prehispánica era otro punto de diferencia es- tre los frailes y el obispo. Imbuidos en el pensamiento social medieval europeo y fuertemente impresionados por la pobreza “seráfica” de los indígenas y su modo de ser, que ofrecía no pocos puntos de coincidencia casual con las virtudes fervorosamente cultivadas dentro de su vida comunitaria, los franciscanos consideraron dicha estruc­tura digna de conservación y de protección de toda in­fluencia occidental, según ellos, pervertidora. De aquí la clara tendencia a concentrar sus actividades en los indí­genas y el rechazo a la viabilidad de convivencia e inte­gración de las razas, en desconocimiento de la marcha de la realidad colonial que evidentemente seguía un camino diferente.

Frente a esto, dadas las experiencias en Granada y Africa del Norte y otras recien'cs en México como juez de litigios, Quiroga partía de la realid : 1 irreversible de la convivencia racial como consecuencia de la conquista,

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por una parte, y, por otra, veía una de las causas de la esclavitud de indígenas, uno de los problemas más can­dentes a raíz de la conquista y que por tanto mayor des­velo le causaba precisamente en la misma estructura pre- hispánica que para él no era sino una tiranía de caciques: “estos macehuales y gente común, opresos y tiranizados a estos caciques y gente bárbara”. La condenó, desde luego, lo mismo que rechazaba la imposición del orden y leyes es­pañolas en el Nuevo Mundo, se proponía emprender un tercer camino a través de la convivencia e integración de las razas. Ya se ha visto arriba cómo se vivía este principio en Santa Fe así como en San Nicolás con la única ex­cepción del sacerdocio, que quedaba cerrado al indígena. Se trataba, sin embargo, de una decisión tomada en tér­minos relativos hasta que “pareciere que los beneficios puedan proveerse también a los indios”.

Por último, no sería ajena la diferencia proveniente de la naturaleza respectiva de una orden religiosa y de un obispo. Los franciscanos ganaban al obispo en mayor facilidad de movimientos, pero su vida comunitaria les estorbaba no pocas veces para emprender acciones uná­nimes y consecuentes. En cambio, Quiroga se veía libre de impedimento semejante y no conocía dificultades con su cabildo. El estado episcopal le daba ventajas por el prestigio social y político frente a los frailes, a la vez que le otorgaba una facultad más amplia para la organización dentro de sus diócesis.

Sea lo que fuere, tanto los franciscanos como el obis­po-oidor ocupan capítulos de interés e importancia indis­cutible en la historia de México. Aquéllos en cuanto pioneros temerarios y éste como promotor maduro en unas tareas de mérito y eficacia gracias a las cuales la conquista militar se trascendió a sí misma.