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Mi celular sonó. Al otro lado de la línea, desde un lugar descono- cido, un hombre con voz autoritaria me daba direcciones exactas e instrucciones claras. El comandante Rodrigo Doblecero, el funda- dor del sangriento grupo paramilitar Bloque Metro, había aceptado que lo entrevistara. Anoté las instrucciones: “Domingo, 8:30, en San Roque. Vaya hacia Puerto Berrío, pase Barbosa y vire a la dere- cha después de Cisneros. Nos encontramos en la plaza principal, al frente de la iglesia”. Era la llamada que había estado esperando. Mi estancia en Colombia durante el verano de 2003 tocaba a su fin. Los últimos tres meses viajé entre Medellín y el pueblo de Granada, en el oriente antioqueño, registrando los testimonios de las víctimas del desplazamiento forzado y escuchando sus historias de horror. Los paramilitares y la guerrilla forzaron a millones de ciudadanos –sobre todo mujeres y niños– a abandonar sus aldeas, generando la peor crisis humanitaria del hemisferio occidental. Estas personas fueron las primeras en proveerme de revela- dores datos sobre el conflicto colombiano y sus complejas diná- micas. Ilustraron con gran detalle cómo hombres armados los ha- bían despojado de sus pertenencias y desarraigado de sus tierras. Algunos, incluso, atestiguaron la matanza de sus seres queridos. Así, antes de mi esperada reunión con Doblecero, ya sabía de los paras y de los actos que a diario cometían, a través de las historias de sus víctimas. Sentí su presencia en el silencio de aque- llos a quienes intentaba entrevistar, en sus susurros y en el despla- zamiento temporal, físico y emocional de sus propios barrios a di- versos sitios en donde se podían sentir más seguros para compartir PRÓLOGO Mi encuentro con “Doblecero”

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Mi celular sonó. Al otro lado de la línea, desde un lugar descono-cido, un hombre con voz autoritaria me daba direcciones exactas e instrucciones claras. El comandante Rodrigo Doblecero, el funda-dor del sangriento grupo paramilitar Bloque Metro, había aceptado que lo entrevistara. Anoté las instrucciones: “Domingo, 8:30, en San Roque. Vaya hacia Puerto Berrío, pase Barbosa y vire a la dere-cha después de Cisneros. Nos encontramos en la plaza principal, al frente de la iglesia”. Era la llamada que había estado esperando.

Mi estancia en Colombia durante el verano de 2003 tocaba a su fin. Los últimos tres meses viajé entre Medellín y el pueblo de Granada, en el oriente antioqueño, registrando los testimonios de las víctimas del desplazamiento forzado y escuchando sus historias de horror. Los paramilitares y la guerrilla forzaron a millones de ciudadanos –sobre todo mujeres y niños– a abandonar sus aldeas, generando la peor crisis humanitaria del hemisferio occidental.

Estas personas fueron las primeras en proveerme de revela-dores datos sobre el conflicto colombiano y sus complejas diná-micas. Ilustraron con gran detalle cómo hombres armados los ha-bían despojado de sus pertenencias y desarraigado de sus tierras. Algunos, incluso, atestiguaron la matanza de sus seres queridos.

Así, antes de mi esperada reunión con Doblecero, ya sabía de los paras y de los actos que a diario cometían, a través de las historias de sus víctimas. Sentí su presencia en el silencio de aque-llos a quienes intentaba entrevistar, en sus susurros y en el despla-zamiento temporal, físico y emocional de sus propios barrios a di-versos sitios en donde se podían sentir más seguros para compartir

Prólogo

Mi encuentro con “Doblecero”

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sus historias. Era en la negación de su presencia a través del silencio que la panóptica realidad de los paramilitares me fue revelada.

Apenas comenzaba mi trabajo de campo en Colombia y el comandante Doblecero sería el primer paramilitar con el que me encontraría frente a frente. Al amanecer, mientras Medellín aún dormía, partí para San Roque acompañado de un amigo. En Niquía, justo en las afueras de Medellín, pasamos sin problemas por un re-tén del Ejército y enrumbamos hacia Puerto Berrío, pasando por Barbosa y Cisneros. De allí, un camino escarpado y sin pavimentar penetraba en un valle estrecho y verde, llevándonos a la altura de una meseta. Dejaba el mundo tal y como lo conocía detrás de mí; me disponía a penetrar una selva espesa, llena incertidumbres y peligros, como Marlow, el marinero que en El Corazón de las Tinieblas de Joseph Conrad, viaja hacia un inexplorado territorio del África en busca de Kurtz, el jefe de una estación colonial.

“Estaba entrando en un mundo completamente descono-cido para mí. Las aguas, al ensancharse, fluían a través de archipiélagos boscosos; extraviarse en aquel río era tan fá-cil como perderse en un desierto; tratando de encontrar el rumbo chocábamos todo el tiempo contra bancos de are-na –llegué a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez conocidas… lejos de todo… tal vez en otra existencia… Aquellas grandes extensiones se abrían ante nosotros y volvían a cerrarse, como si la selva hubiera puesto poco a poco un pie en el agua para cor-tarnos la retirada en el momento del regreso. Penetramos más y más en la espesura del corazón de las tinieblas.”

A un paso muy lento y zigzagueando por cerca de catorce kilóme-tros, y no sin dificultad, alcanzamos una meseta después de casi dos horas. En el horizonte podíamos ver el pueblo de San Roque. En ese lugar comencé a entender cómo la geografía hostil había forjado la vida y la imaginación de la gente en ciertas regiones de Colombia, dificultándoles percibir a su país como una nación.

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Durante el viaje procuré imaginar cómo sería mi cita con Doble-cero y me preguntaba sobre su resultado. Para ese entonces no sabía mucho sobre él, apenas que había sido oficial de las Fuerzas Armadas colombianas, que al final de los años noventa había for-mado el Bloque Metro, el cual sembró el terror en Medellín y en Antioquia. Se enfrentaba en una lucha despiadada por Medellín con el Bloque Cacique Nutibara, que a finales de 2001 expulsó al Bloque Metro y subyugó la ciudad. Casi en San Roque encontramos otro retén militar en las afueras del pueblo y una nueva preocupación ocupó mis pensamientos: no sabía cómo justificar mis cuadernos, la cámara fotográfica –y en última instancia– nuestra presencia en un lugar no apto para turistas. “¿Qué debo decir? ¿Qué debo revelar de mí y cuánto? ¿O debo inventar alguna historia? ¿Quizá debo decirles que soy periodista? ¿Y sobre qué escribo?”

Decidí no revelar lo de mi encuentro con el comandante –aunque su presencia en la región, estaba seguro, no era un secreto, especialmente para los militares–. Mientras buscaba frenéticamente una idea que me permitiera disfrazar mis propósitos, experimentaba el poder que cada secreto implica, el silencio y la mentira que revela-ba no sólo la presencia del comandante Rodrigo en los alrededores, sino mi lazo invisible con él. Ahora, a través suyo, los soldados y yo estábamos unidos por ese lazo también. La patrulla militar, integrada por cuatro o cinco soldados, detuvo nuestro vehículo, que además era el único que se acercaba al pueblo en muchas horas.

“Buen día. Bajen del coche. Sus documentos, por favor”. Un soldado miró mi pasaporte italiano, me ordenó apoyar las manos en el techo, con los brazos estirados y mientras que otro buscaba en mis bolsillos, este requisaba mi cintura y mis piernas. Los demás examinaron el vehículo con cuidado, mirando bajo los asientos, en cada compartimiento, y el baúl. Los soldados ojearon mi cuaderno, revisaron mi grabadora y mi cámara fotográfica, pero no se atrevie-ron a hacer ninguna pregunta acerca de mi presencia en ese lugar y a esa temprana hora de la mañana de un domingo. De hecho, no

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había necesidad de ofrecer ninguna excusa para explicar lo que ya todos sabíamos; el secreto público de la presencia del comandante Rodrigo y sus hombres en San Roque, y de mi inminente encuentro con él. En nuestro recíproco silencio –porque no intercambiamos ninguna palabra a excepción de saludos y despedidas– revelamos nuestro lazo en común con el comandante Rodrigo. El secreto, se-gún cuenta Elías Canetti en su libro Masa y Poder, es la base del poder, y Foucault agrega que el poder es tolerable solamente bajo la condición de que enmascare una parte substancial de sí mismo. El secreto pertenece así a los intestinos oscuros de una sociedad y sus funciones, como un segundo mundo entre el mundo manifiesto, un segundo cuerpo encajonado dentro del primero. Dondequiera que haya poder, hay secreto, pero no es sólo el secreto el que sustenta la base del poder, sino también el secreto público, como lo afirma el antropólogo Michael Taussig de la Universidad de Columbia:

“¿Qué pasa si la verdad, más que un secreto, es un se-creto público, como es el caso del conocimiento social más importante, saber lo que no hay que saber?... de he-cho, ¿no son secretos compartidos las bases de nuestras instituciones sociales, el lugar de trabajo, el mercado, la familia, y el Estado? ¿No es este secreto público la más interesante, la más poderosa, la más engañosa y ubicua forma de conocimiento activo social? En comparación, lo que nosotros llamamos doctrina, ideología, conciencia, creencias, valores, e incluso, discurso, degenera en una insignificancia sociológica y una banalidad filosófica: de hecho es la función y la fuerza vital del secreto público el mantener la frontera donde el secreto no es destruido al ser expuesto, sino sujeto a una forma completamente diferente de revelación que le hace justicia.”

En otras palabras, para Taussig el secreto público es el aceite que permite que las ruedas de la sociedad den vuelta. Sin el secreto público –un conocimiento compartido que se oculta activamente– no habría ninguna sociedad, puesto que es el secreto público el que

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liga las fuerzas sociales que están en conflicto. En Colombia hay un lazo que ata al secreto público con el silencio, al secreto con la ver-dad sobre la presencia de los paramilitares y sus alianzas. “El silencio y el secreto –escribe Foucault– son un abrigo para el poder”.

Si el secreto público es el cemento de la sociedad, es decir, la base del poder, entonces el silencio es el lazo que une al poder y al secreto público con un conocimiento que no puede ser articu-lado fácilmente. Es decir, en el silencio, y en el silenciar, se revela y se consolida al mismo tiempo el poder del control, lo cual explica la ya citada frase de Canetti.

Una vez nos despedimos de los soldados estacioné frente a la iglesia, según lo acordado, y esperamos algunos minutos hasta que tres hombres llegaron y rodearon el carro. Tras comprobar mi identidad –y luego de una tensionante confusión en torno a mi apellido– uno de los paramilitares, de veintitantos años, se montó en el carro y con él a bordo abandonamos San Roque por un ca-mino destapado y estrecho. Paramos frente a una casa humilde en donde una mujer trapeaba el frente. Aunque parqueamos en su propiedad sin pedir permiso no demostró ni impaciencia ni molestia alguna; continuó su tarea como si no estuviéramos allí. Era una nor-mal anormalidad. Gente a caballo pasaba por ahí, lanzando miradas furtivas y curiosas. El secreto público me unía cada vez más con Doblecero y los paramilitares.

Pasada una media hora al fin llegó el comandante Rodrigo conduciendo una camioneta cuatro por cuatro, escoltado por dos hombres y un perro. Todos vestían uniformes militares pero el único que usaba gafas oscuras era el comandante por lo cual me fue imposible mirarlo a los ojos. Estaban fuertemente armados –cada uno llevaba un rifle con mira telescópica, así como un arma al cinto–. Nos invitaron a que subiéramos a su camioneta y yo me senté adelante, al lado de Rodrigo, quien puso su rifle al lado de mi pierna izquierda y no podía dejar de notar cómo el metal frío presionaba mi muslo. ¿“Cuántas veces ha estado en Colombia?”

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me preguntó. “Esta es la cuarta vez. Casi me siento colombiano a este punto,” le respondí bromeando. Con esto, el comandante explotó en una risa que juzgué espontánea y abierta.

Tras recorrer otro camino destapado durante veinte minutos, más o menos, llegamos a una cabaña abandonada desde la que se divisaba un ancho y verde valle. Lo bello y acogedor del paisaje contrastaba con las frías armas de la violencia y de la guerra. Nos sentamos en un pórtico listos a comenzar nuestra conversación, se quitó las gafas y reveló una mirada que era cualquier cosa, menos cruel, fría, o mentirosa; era diferente a lo que estaba esperando. Sus ojos grandes y oscuros me desconcertaban. Pensé en que no sería difícil imaginarse a este comandante paramilitar en su rol de padre, con una vida tranquila, con su esposa e hija, a las cuales sólo podía visitar clandestinamente y no muy a menudo.

Doblecero tomó un bolígrafo y una hoja de papel en sus ma-nos y bosquejó el mapa de Colombia. “Dibujemos algunas líneas aquí,” me dijo, y comenzó a dar una conferencia sobre la historia de su país. Empezó con la guerra de los Mil Días y resumió los acontecimientos políticos que llevaron a la Violencia y posterior formación del Frente Nacional, en 1957. Yo encendí la grabadora.

Mi reunión con Doblecero sucedió en un momento crucial y muy difícil para él y sus hombres. Hacían frente a una gran ofensiva militar por parte de los que habían sido sus aliados, a saber, las AUC, lideradas por Carlos Castaño, y el Ejército colombiano, el cual –como lo dice el secreto público en Medellín– había estado siempre de su lado, protegiendo y apoyando a su antiguo oficial. La lucha interna comenzó cuando Doblecero se negó a cumplir la orden impartida por Castaño de desmovilizarse e integrar la mesa de negociación con el gobierno colombiano. El líder del Bloque Metro había solicitado un foro separado al de la negociación, pues él se rehusaba a sentarse con poderosos narcotraficantes, como alias don Berna, jefe del grupo paramilitar Bloque Cacique Nutibara, que ahora estaba tras Doblecero y sus hombres.

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Las dos facciones rivales llevaban luchando desde mayo por el área donde justamente se desarrollaba nuestra entrevista, a fina-les de agosto de 2003, y ya habían provocado el desplazamiento de 600 campesinos. El Bloque Metro estaba perdiendo el territorio que había dominando por más de siete años, y solamente man-tenían algunos municipios bajo su control. Así mismo, para este momento, 500 de sus hombres ya habían desertado para unirse a su rival. Doblecero estaba perdiendo la guerra. Para finales de septiembre su grupo ya estaba aniquilado y él había huido para refugiarse en cercanías del Rodadero, en el área de Santa Marta.

Reasumimos el contacto por correo electrónico en marzo de 2004. Sobre la lucha entre los paramilitares me escribió:

“Después de que hablamos la última vez se sucedieron una serie de hechos, después de los cuales, nuestras es-tructuras militares prácticamente han desaparecido. Eso es algo bien interesante desde el punto de vista político, puesto que para nosotros ha quedado demostrado que para enfrentar una agresión conjunta de los ejércitos de los narcos y del gobierno nacional, habría que recurrir al narcotráfico como método de financiación y al terrorismo como metodología de lucha. Ambos no van de acuerdo con nuestras concepciones ideológicas sobre la crisis de la sociedad colombiana y sobre el rol que deberíamos jugar nosotros en ella como parte de la solución y no como par-te de su prolongación. Debido a este balance que hicimos y que decidimos no recurrir ni a lo uno ni a lo otro, hemos sufrido una derrota, en el aspecto militar, y hemos preser-vado nuestra ideología y nuestras estructuras políticas”.

Le propuse escribir la historia de su vida y durante tres meses el líder del Bloque Metro compartió su testimonio conmigo. Sus co-rreos eran sólo ocasionalmente largos y frecuentes. Nuestra con-versación continuó hasta unos pocos días antes de ser asesinado en una calle del Rodadero, el 27 de mayo de 2004. Tenía 39 años.

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El testimonio de Doblecero es único debido al papel que desempeñó durante los años en que el paramilitarismo amplió su dominio en Colombia. Oficial retirado del Ejército, educado por jesuitas, había sido consejero militar de los hermanos Castaño y hombre de confianza de algunos sectores de la elite antioqueña.

Una noche, durante una reunión con algunos amigos en Medellín, compartí con ellos mi trabajo con Doblecero. Un abo-gado de Medellín se encontraba allí escuchando con atención. Cuando terminé mi historia se levantó y me felicitó por haber co-nocido a Doblecero. Me aseguró que el líder paramilitar había sido un patriota auténtico que sacrificó su vida por el país. Él no era como los otros líderes paramilitares ligados al narcotráfico, quienes minaron el proyecto de las autodefensas –aseguró el abogado–. Lo comparó con los miembros del Congreso que se encontraban tras las rejas, acusados de ser cómplices del paramilitarismo. Él los conocía personalmente y podía garantizar que todos eran verda-deros patriotas que hicieron tratos con los grupos de autodefensas solamente en beneficio de la nación. No le cabía en la cabeza que hubieran hecho efectivas tales detenciones, las cuales considera-ba profundamente injustas. Nunca, como esa noche en Medellín –mientras escuchaba a ese abogado–, pude sentir y tocar la pasión y la fuerte motivación que por décadas alimentó la alianza tenebro-sa entre las escuadrillas de la muerte y ciertas élites colombianas. Todo en nombre, no de la muerte y del terror, sino de la vida; de una vida mejor. Tales emociones e intereses han prolongado y pro-fundizado la guerra, sumándose a la espiral de muerte y de horror que sume al país en la oscuridad.

En sus conversaciones conmigo Doblecero nunca reconoció que detrás de sus ideas y de sus intenciones, las cuales comunicaba con palabras nobles y enmascaraba con valores honorables, había una vida inaceptable de violencia y de muerte. Cuanto más le pre-guntaba sobre su experiencia y sobre sus motivos, más luchaba por

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justificar y darle sentido a las elecciones que había tomado durante su vida. Intentaba quizá convencerse, al igual que el abogado de Medellín, de que su vida había tenido un significado y un propósito. Que todo lo sucedido con su vida había sido por el bienestar de Colombia, que definió siempre como un país “hermoso”.

Un día, repentinamente, me preguntó: ¿“Usted qué piensa de todo esto? ¿Cuál es el interés de su trabajo? Quisiera saber más sobre su trabajo. Para mí, hasta ahora, hablar con usted ha sido útil y una forma de autoanálisis”.

Quizá todavía estoy en el proceso de encontrar una res-puesta integral y satisfactoria a las preguntas de Doblecero, que me atormentaron durante un tiempo. A lo largo de mis años de trabajo de campo en Colombia como antropólogo, mientras re-cogía los testimonios de víctimas y de paramilitares, muchas veces me vino a la mente la historia de Gilles de Rais, un psicópata que aterrorizó a la Francia del siglo xv. Este asesino abusó sexualmen-te, torturó y asesinó a centenares de niños franceses; primero los secuestraba, escondiéndolos en uno de sus muchos castillos, los encerraba en una sala de tortura y de muerte y luego los estrangulaba mientras que se estimulaba sexualmente. El acto fi-nal –como sucedió a menudo con los paramilitares– consistía en picar los cadáveres. El filósofo francés George Bataille ofrece una descripción eficaz de De Rais:

“Imaginemos un reino del terror casi silencioso, el cual no para de crecer, y por el miedo a las represalias los padres de las víctimas vacilan para hablar. La angustia es la de un mundo feudal sobre el cual se imponen las sombras de grandes fortalezas… En la presencia de los castillos de cuentos de hadas de Gilles de Rais, los cuales eventual-mente la gente llamará los castillos de Barba Azul, tene-mos la obligación de recordar las matanzas de estos niños, presididas no por hadas hechiceras sino por un hombre sediento de sangre”.

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Bataille presenta los horrores de De Rais sin la más mínima ver-güenza, invitando al lector a no alejarse de la violencia. Esa actitud, de no negar la violencia, iluminó mi trabajo sobre los paramilitares en Colombia. No puedo cerrar los ojos frente a la violencia y con-siderarla sólo como algo aberrante y ajeno al medio en el cual los actores armados siguen multiplicándose como locos. Aún cuando resulte perturbador, el ensayo de Bataille es una invitación a asu-mir el crimen y la perversión, al igual que la muerte, como partes integrantes de la humanidad, así como un llamado a rechazar la tentación de excluirlos. Este punto necesita ser reconocido si un día queremos proponer una alternativa a la violencia.

Bataille destaca que la violencia transgrede la integridad del cuerpo, el orden de las cosas, y cualquier límite. Sugiere que De Rais no puede ser entendido sin considerar las fuerzas más grandes que están en juego y que se encontraron en De Rais, y que este no pudo controlar : “Sus crímenes se originaron desde el inmenso desorden que lo descomponía, que lo descomponía, y lo desarticu-laba”. En la búsqueda de solucionar mi curiosidad académica sobre la violencia de los paramilitares, necesito rescatar para el análisis y la investigación mi propia experiencia, el sentirme fragmentado y abrumado por esta; necesito incorporarla en mi raciocinio filosófi-co sobre la vida y sus dinámicas.

El universo –escribió un poeta estadounidense–, no esta constituido por átomos sino por historias, y esta es la historia de un hombre que terminó enmarañado por una vorágine de terror y muerte. La vida de Doblecero es un reflejo no solamente de la guerra sucia de Colombia, sino del pensamiento “purgante” que ha inspirado y justificado tanta violencia. Ojalá esta historia, esta parte de un universo que compartimos, sirva para comprender y para encontrar alguna salida.

Aldo Civico, septiembre de 2009