dias de paso
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Javier Estévez
Días de Paso
Primera edición: febrero 2014
© Derechos de edición reservados. Editorial Círculo Rojo. www.editorialcirculorojo.com
[email protected] Colección Novela
© Javier Estévez
Edición: Editorial Círculo Rojo.
Maquetación: Editorial Círculo Rojo.
Fotografía de cubierta: © Tato Gonçalves
Diseño de portada: © Editorial Círculo Rojo.
Producido por: Editorial Círculo Rojo.
ISBN: 978-84-1350-754-5
Impreso en España — Printed in Spain
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A Olga y a Bruno, sentido y luz de mis días
“Nuestra naturaleza reside en el movimiento; la calma
completa es la muerte”.
Pascal
“Haz que tus conversaciones tengan más que ver con
preguntas y con dudas que con afirmaciones perentorias o
disputas ya que la misión del viajero es aprender no enseñar”.
Newton
La ciudad donde vivo está semivacía. Muchas de las casas que la
pueblan están deshabitadas desde hace décadas y un porcentaje
importante de las mismas presentan un preocupante riesgo de derrumbe
y desplome. Incluso antes de la crisis, cuando todos los centros
históricos de la nación parecían vivir una nueva oportunidad, pocas
fueron las casas de mi ciudad que se vendieron y consiguieron después
rehabilitarse. La ciudad se muere, aseguran muchos urbanistas,
sociólogos e historiadores. Ha perdido atractivo.
En este contexto, sin embargo, hace unos meses tuve la oportunidad de
entrar en una mansión que llevaba cerrada, según me contó su nuevo
propietario, que es un viejo amigo mío, más de sesenta años. La casa es
un edificio noble de fachada perfectamente simétrica, planta en U y una
galería de madera sobre el patio cuadrado. Sus últimos habitantes
fueron un adinerado matrimonio madrileño. Ellos se la habían
comprado a un viejo empresario agrícola que se había arruinado por la
crisis de la cochinilla. Ambos llegaron a Lucena tras decidirse él a
cubrir la plaza vacante de notario. Dicen que murió de gripe española a
los pocos años de instalarse. Su mujer, para sorpresa de todos, no quiso
regresar a Madrid y permaneció en Lucena, sola y entregada al auxilio
de los más necesitados. Hasta el último día de su vida. No tuvieron
hijos. Mi amigo, obsesionado con la casa, consiguió dar con sus
herederos, unos sobrinos cántabros, que rápidamente acordaron la
venta a un precio más que aceptable. Una tarde de octubre me llamó
para contarme la noticia de la compra y para invitarme a visitar “su
última adquisición” cuando yo quisiera.
Sorprendentemente la casa estaba en muy buen estado. La intención de
mi amigo era conservar todo lo que se pudiera y respetar al máximo la
tipología original de la edificación. Además, los muebles, numerosos e
insólitos, estaban en perfecto estado de conservación. La casa por
dentro parecía el plató de una película de principios del siglo XX. Una
vecina, que falleció hace unos años y que creo recordar, se encargó del
cuidado de la casa tras acordarlo con los sobrinos en la única visita que
hicieron a Lucena. Hay que reconocerle que hizo su labor a la
perfección, comenté mientras admirábamos la cocina principal.
De todas las estancias de la casa, fue la biblioteca la que llamó
especialmente mi atención. Mi amigo me adelantó que ya había tenido
algunas conversaciones con el actual concejal de cultura y que tenía
pensado donar todos los libros a la Biblioteca Municipal. Al acercarme
a las baldas, tomé algunos libros al azar y ojeé sus contenidos. En todos
me encontré un curioso exlibris diseñado exclusivamente para su
propietario: dos círculos concéntricos envolvían una vieja encina que
mostraba dos ramas simétricas y poderosas. Con toda probabilidad se
trata de un sello medieval de una ciudad castellana, de donde, según
pude averiguar después, procedían originariamente sus ancestros.
Imaginé entonces que los más de cinco mil volúmenes que conformaban
esta original biblioteca exhibirían en sus primeras páginas el marchamo
de su propietario original.
Una silla fuera de lugar, emplazada entre las ventanas que se
asomaban al callejón, y que estaba justo debajo de un retrato del
notario y su mujer, atrajo mi interés. En su asiento descansaban tres
cajas apiladas que parecían no formar parte del equilibrado conjunto
que era la biblioteca con sus estanterías de madera de roble y de cristal.
Al preguntarle a mi amigo si ya había empezado a empaquetar los
libros me respondió que no y al advertir mi interés por esas cajas y su
contenido, se encogió de hombros como haciéndome ver que no sabía en
absoluto qué hacían allí. Luego, tras confesarme que no las había visto
antes, me invitó a que las abriese.
La mayor de las tres cajas, que curiosamente ilustraba el logo de una
vieja tienda de sombreros que hacía décadas había cerrado en plena
decadencia comercial de Lucena, cobijaba una colección de libros en
formato pequeño de filosofía y teoría social. Allí convivían ensayos de
filósofos clásicos, pensadores modernos e investigadores
contemporáneos de las ciencias sociales. Lo mejor del pensamiento
humano apilado en una caja de cartón. Sin pararme a analizar su
contenido, cogí la caja pequeña, igualmente de cartón, que descansaba
junto a su pareja, y desplegué las solapas que impedían adivinar el
contenido que ocultaban.
Entonces lo vi por primera vez. Sobre todos los libros, yo creo que con
cierta intención, reposaba un cuadernillo de tapas duras y oscuras. En
la portada, centrado en su tercio superior, había un pequeño recuadro
enmarcado por unas ramas dibujadas a mano. En su interior, alguien
había escrito el título: Días de paso.
Al abrirlo me encontré con un manuscrito de una caligrafía perfecta,
impecable, cuya inclinación natural generaba un inevitable sentimiento
de dulzura. Las fechas recurridas delataron su naturaleza cotidiana: el
cuadernillo era un diario. Deduje que aquellas cuartillas habían
permanecido ocultas muchos lustros, durante varias generaciones y que,
quizás por exigencia de ellas mismas, necesitaban darse definitivamente
a conocer. El amarilleo de las páginas por el tiempo, la caligrafía
decimonónica y las fechas expuestas mostraban un documento que se
remontaba hasta los lejanos años de 1811 y 1812.
Sencillas y asequibles indagaciones posteriores me presentaron a su
autor. Sin embargo, he decidido respetar su anonimato porque creo que
ustedes, amables lectores, deben leerlo tal y como yo lo leí la primera
vez.
He estrujado este diario al igual que se constriñe con dos manos una
toalla mojada hasta que cae la última gota. La lectura pormenorizada
de las cuartillas me ha estimulado a escribir varios artículos
relacionados con su contenido que me han granjeado cierto prestigio
profesional. Incluso he llegado a publicar uno de ellos en la Revista de
Estudios Históricos de las Ciencias Médicas.
No quiero dilatar más este preámbulo. Les pongo sobre sus manos
unas letras que si bien no cambiaron irremediablemente mi vida, si me
regalaron pequeños momentos de placer, al leerlas, y protagonismo, al
darlas a conocer, que han permitido a mi mesetaria existencia alcanzar
cimas insospechadas por mí hasta hace tan sólo unos meses.
Un escritor norteamericano, cuyo nombre ahora no recuerdo, afirmó
una vez que todos sus conocimientos los adquirió mientras buscaba una
cosa y se encontraba otra que llamaba más su atención. Yo, en este
caso, puedo asegurar que todo lo que aprendí al leer este diario es
gracias al inestimable arte de encontrar sin buscar.
Días de paso
12 de febrero de 1811
El mar. El gran océano. La abundancia de luz y de azul. Hoy es la
primera vez que navego. Mis ojos nunca antes habían visto tanto mar y
tanto cielo juntos porque mi vida, hasta hace tan solo unas horas, había
transcurrido en su integridad sobre tierra firme. Soy oriundo del secano,
de ese otro vasto océano pardo, liso y nervado que es la meseta.
Además, he pasado los últimos años, no recuerdo cuántos ahora, entre
bosques, jardines y bibliotecas estudiando, recolectando y catalogando
plantas. Anoto esto porque nunca antes imaginé que tal día como hoy
llegara a suceder. Yo, en un bergantín, cruzando el océano. Pero la
jornada me iba a deparar un estreno más. También hoy debuto como
escritor, aunque este escritorzuelo tendrá como único lector a sí mismo.
Trataré de explicarme mejor: antes de que las luces de la tarde se
replegaran bajo la oscuridad de la noche, decidí visitar al capitán del
barco para presentarle los saludos que llevaba del capitán Pablo Romero,
del que ambos éramos amigos. Lo encontré en el puente de mando,
escribiendo, sentado de espalda a la puerta. Tan concentrado estaba que
no se percató de mi presencia. Esperé un tiempo prudencial en el umbral
de la puerta, intentando no interrumpir su escritura. Tras varios minutos
sin que notara mi presencia, me decidí y golpeé con mis nudillos
suavemente la puerta entornada. Al girarse y descubrirme allí plantado,
me invitó a pasar con un gesto de sus dedos y me pidió que lo
disculpara: estaba terminando de registrar los datos de la travesía que
acabábamos de comenzar. Cuando finalizó nuestro encuentro, y mientras
me dirigía a descansar al camarote que me habían asignado esta tarde al
embarcar, tuve la ocurrencia de imitarlo. Si el viaje es una de las mejores
metáforas que conozco del transcurso de la vida, un diario podría ser un
buen testimonio de mi avance a través del espacio y del tiempo.
Al llegar al camarote saqué de mi morral el cuaderno que había
comprado en Cádiz para dibujar en sus láminas aún desnudas plantas y
paisajes. Sin embargo, la idea de convertir sus hojas en un diario me
sedujo sobremanera. Al ver que no tenía ni pluma ni tintero, para los
dibujos me basta un crayón, regresé al puente de mando para ver si el
capitán podía facilitármelos. Para mi sorpresa no solo accedió a
prestarme un tintero sin usar y un viejo cálamo que extrajo de su gaveta,
sino que al oír mi promesa de devolvérselos antes de llegar a puerto, me
dijo que no, que los aceptara como un pequeño regalo sin importancia.
Como estaba anunciado, esta tarde, con el cambio de mareas, levamos
ancla, nos hicimos a la vela y zarpamos. Y tal y como esperaba la
tripulación, ningún barco francés partió desde Rota para impedirnos
alcanzar el océano que se extendía justo al otro lado de la bahía. Al
parecer, el miedo al contagio, se rumoreaba estos días por las calles de la
ciudad que hubo un rebrote de fiebres y vómitos en el barrio de los
Capuchinos, intimidaba más a la flota francesa que los barcos ingleses
que navegaban junto al nuestro y que nos acompañaron hasta que ya en
alta mar tomamos rumbo sur en solitario.
Antes de bajar al camarote, he estado sentado en cubierta observando la
belleza del mar abierto, la luz extensa del atardecer y el prolongado
planeo de las aves que se acercan hasta la cubierta. Atrás queda ya
Cádiz. A medida que avanzábamos la ciudad se empequeñecía hasta
reducirse a tan solo una línea que se dibujaba en el horizonte como
último perfil. Ahora, al contrario que esta tarde cuando una extraña
melancolía me abatía mientras embarcaba, me siento profundamente
tranquilo, sereno, feliz. Si desde alta mar la ciudad parece un espacio
fulgurante por la luz que la envuelve, el mar que la rodea, e incluso por
esas esperanzas e ideales de progreso y libertad que la habitan, vista
desde sus calles es un espacio asfixiante, agobiante, donde sus habitantes
sobreviven como pueden, hacinados y aterrados desde hace meses por el
hostigamiento francés y por el miedo al contagio de las fiebres que
matan sin distinguir clase ni condición.
Hay marejada y sopla débil el viento de poniente. Nos dirigimos a las
islas Canarias, única escala que hará este navío, un viejo bergantín de
dos mástiles de nombre Peregrino, antes de llegar a su destino final, la
ciudad de la Habana. El bergantín era un antiguo navío de línea
reconvertido por sus nuevos dueños en un barco de provisiones. ¡Hay
incluso animales a bordo, a tenor de los relinchos, mugidos y balidos
que se escuchan! Lo peor que llevo de esta travesía no es el bamboleo
del barco y el mareo consecuente sino el mal olor penetrante que hay
bajo el puente, en el vestíbulo, en el camarote e incluso en el pequeño
salón que hará de comedor durante la travesía. Es un hedor insoportable.
Otra cuestión menor es el ruido de la madera. Cruje como si afuera
hubiese una tormenta y el barco no resistiera las embestidas del viento y
las olas y fuera a partirse en dos.
Yo no seguiré hasta el Caribe, ya que desembarcaré en el puerto de
Santa Cruz de Tenerife donde me espera Pablo Romero. Pablo es capitán
de los granaderos canarios que vinieron desde las islas para unirse a las
tropas nacionales en su lucha contra el ejército de Napoleón. Unas
semanas antes de regresar a las islas, mientras esperaban en Cádiz, quiso
el azar que coincidiéramos. Luego fue mi interés por esa naturaleza
prodigiosa de las islas lo que permitió una incipiente amistad que me ha
permitido primero, poder abandonar Cádiz en este bergantín y si nada lo
impide, alcanzar uno de los sueños que todo botánico y naturalista se
preste a cumplir si tiene oportunidad: visitar la isla de Tenerife y
ascender al volcán del Teide, la montaña que más fascina a los
científicos europeos. De igual manera, aprovecharé mi estancia en la isla
para ver ese descomunal drago que crece al norte de la isla y que tantos
viajeros y botánicos relatan en sus crónicas. Pablo, antes de partir de
Cádiz, me prometió organizar una expedición por la isla si, antes de
arribar a las costas de Nueva Granada finalmente me decidía a visitarlo.
Evidentemente, acepté. Así pues, en unos días, unos seis según las
estimaciones del capitán, viendo que los alisios soplan constantes,
alcanzaremos las costas del archipiélago canario.
13 de febrero
El calor en el camarote y el mareo persistente no me dejan dormir bien.
Y menos escribir. Llevo todo el día como si estuviera agotado,
incómodo. Trato de disfrutar los momentos que estoy en la borda. He
leído algo e incluso he intentado tocar en el violín alguna pieza breve y
sencilla que no exigiera especial concentración, pero el continuo vaivén
del barco me lo impide.
Permanezco muchas horas tumbado en el catre con los ojos cerrados.
La idea de no saber cuándo regresaré al solar ibérico no me asusta pero
reconozco que cuando menos, es solemne. Es mi primer día fuera y la
idea del posible regreso, si llegara a fracasar mi aventura americana, ha
anclado con una inesperada firmeza en mi cabeza.
14 de febrero
En contra de lo previsto, pues soy el único novel en esta travesía, hoy
me he encontrado muy bien. He subido temprano a cubierta, cuando el
alba asomaba a estribor y el cielo se tornaba azul con las primeras luces
del día. He hecho una pequeña expedición por el barco, un
reconocimiento topográfico de esta pequeña isla flotante en la que vivo.
Luego, apoyado en la amura de estribor, en voluntario silencio, he
observado a parte de la tripulación realizar sus tareas, especialmente a
los jóvenes encargados de realizar las labores de estiba, del
mantenimiento y de la intendencia del barco. Hay silencio, jerarquía,
orden y pasión en sus labores. Entre la marinería hay algunos niños que
se encargan de ayudar en la cocina y de la limpieza de las bodegas. En
cambio, sólo los más fuertes y ágiles se reservan los trabajos más arduos
y peligrosos. Con gran asombro los he visto caminar sin miedo alguno
por el bauprés, limpiar el mascarón o subir por el mástil de forma ágil y
eficiente.
De pronto me doy cuenta de que puedo pasar horas observando la
belleza insólita del mar, el avance lento de este viejo corcel de madera,
la inclinación pendular de los mástiles, el viento insuflando el velamen,
la espuma sobrevolando la cubierta. El barco es en esencia uno de los
inventos más maravillosos y eficaces que haya disfrutado jamás la
humanidad: avanzar sin esfuerzo alguno aprovechando nada menos que
la fuerza del viento y las corrientes marinas.
¿Qué tiene el mar que su contemplación no cansa nunca? Creo que
estoy ante una nueva pasión que no había ni tan siquiera sospechado. Mi
peculiar insomnio me ha impedido dormir y he decidido subir de
madrugada a cubierta. La ausencia de la luna me ha permitido descubrir
un espectacular cielo estrellado sobre nosotros. ¿Por qué nos gusta tanto
observar las estrellas? ¿Qué vemos en ellas? Quizás sea la misma razón
que nos lleva a contemplar el mar. ¿Por qué el vacío, la infinitud del
espacio y el silencio nos desvisten de inquietudes y nos llenan siempre
de una agradable serenidad? Recuerdo ahora a Faustino, hermano de mi
madre, quien salía a contar cada noche las estrellas y hasta que no
comprobaba que estaban todas en el cielo no se iba tranquilo y en paz a
la cama.
16 de febrero
Esta mañana, mientras afinaba una cuerda nueva del violín, han tocado
en la puerta del camarote. En un principio pensé que sería algún joven
tripulante, los que limpian las bodegas y los camarotes, que vendría a
preguntarme si querría renovar el agua de las jarras. Para mi sorpresa,
era el capitán del bergantín quien apareció tras la puerta. Tras rechazar
mi invitación a entrar, se interesó por cómo habían transcurrido mis
primeros días en alta mar. Le confesé lo sorprendido que estaba por lo
bien que me había encontrado y lo placentero que me estaba resultando
el viaje. Yo hace años que encuentro más estable el mar que la tierra
firme, comentó sonriendo. Luego, y mirando para el arco y el violín que
aún sostenía yo en mi mano, me sugirió que si no tenía nada más
importante que hacer, podía acompañarlo y así descubrir lo más
interesante del barco, puntualizó. Dejé el instrumento sobre el catre y
mientras me ajustaba la casaca, observé que el capitán miraba el
cuaderno que estaba abierto sobre la mesa. Escribo un diario, le expliqué
tratando de satisfacer su curiosidad. Buena iniciativa, consideró. Su
memoria se lo agradecerá dentro de unos años, dijo antes de terminar
con una contundente advertencia: espero que no sea autocomplaciente.
Cuando escriba, hágalo con humildad y valentía. Escribir un diario no es
un ejercicio de vanidad. Para eso, le basta con mirarse en el espejo,
abundó. Llene esas páginas de ideas, sentimientos, reflexiones y
circunstancias. No todo es autobiografía, concluyó antes de invitarme a
pasar delante para subir las escaleras que nos llevaban a la cubierta.
Tanto por el peculiar nombre que tienen las diferentes partes del
bergantín, como por la jerga que emplea la tripulación para nominar sus
tareas, quien no esté relacionado con el mundo de la navegación podría
pensar que en el barco se habla un idioma propio y desconocido para
todos aquellos que, como yo, no estén familiarizados con el cabotaje. Es
imposible memorizar en un día todos los términos que utilizó el capitán
mientras trataba de instruirme. Hago un ejercicio de memoria y consigo
citar: jarcia, trinquete, mesana, botavara, estay, obenque, bolina, sentina,
pantoque, drizas y cabestrante. Dejo en el olvido muchísimos términos
que probablemente nunca más vuelva a oír. Mientras observaba con
aparente satisfacción como las velas del bergantín se curvaban y
tensaban por el empuje del viento, el capitán, antes de despedirse y
regresar al puente de mando, me anunció que si los alisios seguían
soplando como lo habían hecho hoy y estos días pasados, con toda
probabilidad mañana arribaremos a las islas Canarias. Al quedarme solo
he aspirado bien hondo la brisa que asciende por la borda y con los
pulmones hinchados he sentido verdadera emoción.
17 de febrero
Llevamos unas horas fondeados en una bahía amplia frente a la ciudad
de Las Palmas, primera escala en el archipiélago y por el panorama que
nos hemos encontrado, la última. Tan pronto ancló el barco frente a la
ciudad, se acercó por babor un pequeño bote guardacostas. Tras
comprobar el oficial que partimos de Cádiz sin una carta de salud que
certificara la ausencia de enfermos a bordo, advirtió al capitán del
bergantín bajo aviso de detención y encarcelamiento, que nadie de la
tripulación podría bajar del barco. En la ciudad hay un miedo terrible a
un posible contagio. Quienes han comprado el trayecto hacia La Habana,
dijo forzando notablemente la voz, subirán mañana por la tarde en un
bote que los acercará hasta la nave. En un principio asistí tranquilo al
diálogo entre el guardacostas y el capitán pues al fin y al cabo, este
hecho no significaba ningún contratiempo en mis planes. Sin embargo,
el oficial guardacostas continuó advirtiéndole al capitán de la
imposibilidad de atracar en el puerto de Santa Cruz de Tenerife por la
epidemia de fiebres que allí se padecen. La Junta de Sanidad había
decidido acordonarla por tierra y mar. Al parecer, la ciudad está aislada
desde hace meses. Las fiebres han hecho tal estrago que, según comentó
santiguándose repetidamente el guardacostas mientras continuaba con su
narración, más que una ciudad aquello era una morgue inimaginable.
Este hecho sí que era un serio contratiempo para mí. Sin dilación,
visiblemente agitado, me dirigí al capitán y le expuse mi situación: yo
había pagado solamente el trayecto hasta el puerto de Santa Cruz de
Tenerife. Sin embargo, disponía de los pesos suficientes para pagar el
resto del trayecto hasta la Habana. El capitán tras repasar el cuadrante de
pasajeros, me negó dicha posibilidad. Con los viajeros que embarcarán
aquí mañana ya quedarán ocupados todos los camarotes, me aclaró de
forma concisa. Tras un breve silencio, continuó explicándome que a
pesar de la prohibición notificada por el oficial de amarrar en Santa
Cruz, desde que partieron de Cádiz yo era la única persona entre los
pasajeros que tenía como destino final esa plaza, por lo que mi camarote
quedaba libre mañana. Lo ofrecieron porque por lo general, si no hay
ningún contratiempo y saliendo temprano de Las Palmas se llega antes
del anochecer a Tenerife. Un canónigo lo ocupará mañana por la tarde
cuando suba al bergantín junto al resto de los pasajeros. Lo lamento
mucho, se disculpó el capitán mirándome por primera vez a los ojos.
Con gesto serio y sincero concluyó que a partir de mañana, en el
bergantín no había sitio para mí.
Un joven marinero que esperaba tras él interrumpió el silencio que se
había instalado entre nosotros para acercarle la camisa limpia que
previamente el capitán le había solicitado. Una vez puesta, y mientras se
la remangaba me dijo con gesto pensativo:
— ¿Va usted a Tenerife, no? Pues bien, las fiebres que allí padecen
deben finalizar más pronto que tarde por el tiempo que ya ha
transcurrido desde que se registraron los primeros brotes— dijo tratando
de tranquilizarme —. Al noroeste de esta isla hay dos pequeños
fondeaderos donde a diario parten barcos de mercancías para el puerto
de Santa Cruz. ¿Ve esa pequeña goleta de dos mástiles que fondea a
estribor?— me preguntó mientras señalaba con la nariz hacia donde
debía mirar—. Son unas gentes del país que conozco desde hace tiempo
y que se dedican al transporte de maderas y leña. Seguro que partirán
pronto hacia el puerto de Laguete, al poniente de la isla. Desde allí luego
podrá dirigirse a Lucena, situada en el interior de la isla y emplazada a
unas pocas leguas del puerto. En esa ciudad encontrará hospedaje sin
problema alguno en el cuartel del regimiento de milicias. Allí podrá
permanecer hasta que se restaure la normalidad con el puerto de Santa
Cruz de Tenerife.
El capitán finalizó de recoger las mangas de su camisa y, mirándome de
nuevo a los ojos, me espetó con una inesperada e incómoda seriedad:
usted dirá. O esta opción, o alcanzar la orilla esta noche sin que lo vean
los guardacostas, me propuso advirtiendo con sus ojos el peligro que
entrañaba esta última sugerencia. Si asiente, dijo, me dirijo ahora mismo
al capitán de la goleta y le pido que le ayude debido a este inesperado
contratiempo. Si no, tendrá que disculparme pero tengo muchas cosas
que hacer.
Antes de aceptar, suspiré honda y sonoramente. El mismo camino que
en el océano se me mostraba expedito, libre de todo infortunio, tomaba
ahora un giro inesperado y se adentraba en el territorio cenagoso de la
incertidumbre.
— Dadas las circunstancias, capitán —contesté con un mohín de
resignación—, es evidente que no tengo más remedio que aceptar. Le
ruego hable usted con esos compatriotas suyos de la mar y que sea lo
que Dios quiera porque parece que mi deseo y mi voluntad en estas
latitudes poco pueden hacer.
El cercano perfil de la costa y la ciudad comenzó a difuminarse con la
llegada de la noche. Desde el bergantín, con la visión en mis ojos
melancólicos de las casas que ascendían por la ladera, de ciertos
campanarios y las altas palmeras, trataba de asimilar con suspiros largos
e inconscientes el infortunio siempre inesperado, siempre indeseado y
amargo. Cuando las estrellas comenzaron a bañarse en la superficie
espejeante de la ensenada, decidí bajar al camarote y pasar la última
noche en el barco de la forma más apacible posible: durmiendo.
18 de febrero
Sucedió tal y como lo habían adelantado: después del almuerzo y antes
de que subieran a bordo los nuevos viajeros, hice el trasbordo hacia la
pequeña goleta. La tripulación de La Marciega, así se llama la humilde
embarcación, me recibió con indiferencia pero lejos de molestarme, y en
honor a la verdad, lo agradecí. No estaba de humor. Una vez embarcado
y tras indicarme un tripulante dónde debía dejar mi equipaje, me senté
sobre unas cuerdas enrolladas a babor. Cuando había decidido sacar el
diario para continuar con mis anotaciones, un hombre de aspecto fuerte
y ojos coléricos se me presentó como el capitán de la nave. Colegí con
rapidez que el único motivo que lo había traído hasta donde yo estaba
era el de cobrar el precio estipulado del viaje. Tras darle lo convenido le
pregunté cuánto duraría el trayecto. Tras finalizar de contar las monedas
y encerrarlas en su puño, me respondió con voz áspera que por la
mañana estaríamos en la bahía de Laguete. Disfrute de la travesía, dijo
con ironía alejándose hacia el timón. Con el resto de la tripulación
apenas he hablado. No consigo nunca entender lo que me dicen. Siempre
les hago repetirme todo varias veces hasta que terminan desistiendo por
cansancio. Hablan muy rápido y vocalizan poco y mal.
Durante toda la tarde y hasta que la noche ha impuesto su oscuridad
sobre las últimas luces rosáceas y anaranjadas del día, permanecí
sentado solo en la proa. Mientras hubo suficiente luz, pude escudriñar la
costa y algo del interior de esta isla que parece estar totalmente
deshabitada si no es por el fulgor de algunas hogueras que despuntan
tierra adentro y por ciertas aldeas que aunque dispersas, conseguí
distinguir desde alta mar. El atardecer dibujó ante nosotros un escenario
de una hermosura indecible. La isla exhibía a contraluz un perfil alto y
sinuoso que se recortaba con precisión bajo un cielo aún intensamente
anaranjado. Desde la goleta, la topografía de la isla parece reducirse a un
enorme triángulo sombrío cuyos lados descienden progresivamente hasta
el mar. Pero fue la silueta lejana de la isla de Tenerife la que cautivó mi
atención.
Era la primera vez en mi vida que veía con mis propios ojos el volcán
que a tantos seduce por su insólita esencia, sustancia y condición: el
Teide. Visto desde la perspectiva que nos ofrecía la travesía, el volcán
parece una isla que crece sobre otra isla. La imagen del Teide era tan
hermosa y original que por un instante dudé. No sabía si lo que veían
mis ojos era un espejismo o una imagen real. A veces, la belleza de la
naturaleza es tan perfecta, tan contundente, que somos incapaces de
asimilarla en primera instancia.
Sin embargo, el atardecer y sus fuegos incandescentes aún me
reservaban otra sorpresa. Al navegar paralelos al litoral norte de Gran
Canaria, se puede contemplar junto al Teide otra montaña, más cercana,
de perfil similar y ubicada en la isla que ahora rodeamos. Sobre unos
pequeños acantilados de la costa norte se eleva esta montaña
desconocida. Son tan similares las siluetas de ambas que a pesar de estar
en islas diferentes, parecen hitos del paisaje hechos con el mismo molde
geológico. Esta peculiar pareja de volcanes protagonizó uno atardecer
bellísimo. El agradable encanto que a veces encierra lo inesperado, lo
imprevisible. El avistamiento del Teide, bajo los rescoldos del atardecer,
su presencia sobrecogedora, ha atenuado el amargor de este imprevisto
viaje que hasta ahora me ha convertido en un esclavo mudo y obediente
del azar.
Para mi sorpresa, la noche en alta mar no es fría. He podido escribir
estas líneas gracias a una tabla que he encontrado junto a las cuerdas y
que me sirve para apoyar el cuaderno. Un tripulante, al descubrir los
esfuerzos que hacía por escribir con las últimas luces del atardecer, me
ha ofrecido un candil. Su luz temblorosa me ha permitido continuar
escribiendo estas letras a pesar de la oscuridad. No podría finalizar sin
hacerle un hueco en estas líneas a las incontables estrellas que ahora
mismo titilan con ligero temblor sobre nosotros. No encuentro la forma
de explicar lo que me produce dormir al raso, teniendo como único techo
un cielo alto repleto de estrellas. Pienso en el privilegio inconsciente de
los tripulantes de la goleta mientras los observo sentados, callados, unos
comiendo y otros hablando. Qué placer es disfrutar de este cielo tan
limpio, tan fabuloso. La noche que ahora nos envuelve es una de las más
hermosas que me ha abrigado jamás. Inspira una paz agradable de la que
estaba realmente necesitado.
19 de febrero
Es tan profundo mi cansancio que no puedo dormir. Ya estoy en
Lucena, en el cuartel del Regimiento de Milicias y en efecto, tal y como
me había indicado el capitán del bergantín, la ciudad está emplazada en
el interior, apartada del mar.
Aún estoy mareado. Es como si mi cabeza no reconociese la tierra
firme y permaneciese aún en la goleta. En momentos inesperados, todo
se balancea a mi alrededor y me siento inestable. Cuando eso ocurre, me
siento donde puedo, cierro los ojos y espero unos segundos.
Afortunadamente, cuando los abro ya me encuentro mejor.
Llegué a Lucena cuando la tarde comenzaba a caer sobre los tejados.
Por la mañana, con las primeras luces del día, desembarqué en Laguete y
tras despedirme en la orilla de la tripulación me dirigí hacia un grupo de
personas que estaban justo al otro lado de la playa. Sin embargo, a pesar
de la determinación que mostraba por alcanzarlos, entre mi equipaje y
las grandes piedras que debía sortear para avanzar, pensé que no llegaría
jamás hasta ellos. Era como esas pesadillas en las que por más que
corres y te esfuerzas no consigues avanzar un metro de donde estás. Por
fortuna, fueron ellos quienes al ver mi dificultad para avanzar, sonrío
ahora al recordar la escena, se dirigieron hasta donde estaba y me
ayudaron a superar el trecho de playa que aún me quedaba por recorrer.
Con su ayuda alcanzamos pronto una explanada donde se juntaban
pescadores, barcas y algunos enseres de pesca. Tras agradecer
insistentemente la ayuda, pregunté a un pescador de ojos afligidos, la
melancolía hermosa de quienes pasan toda su vida a orillas del mar, el
camino hacia Lucena. Me indicó, sin apenas reparar en mi presencia,
cosía una red que se extendía a sus pies, que si esperaba a que terminara
su faena, podría acompañarlos. Todos ellos, dijo mientras señalaba con
la aguja a otros pescadores que permanecían atentos a la conversación,
también irán. Le confirmé que esperaría sin problema alguno. El
pescador, tras escuchar mi conformidad, mandó a un jovenzuelo que
andaba descalzo y con actitud holgazán a que pusiera mi equipaje en los
serones de una mula que, junto a otras tres esperaban amarradas en la
sombra que proyectaba sobre el terrero un pequeño almacén.
Mientras esperaba, pude observar la cadencia que le imprimían estos
hombres a su trabajo. Todos se ocupaban de sus tareas de una manera
tan orquestada que parecían más actos mecánicos que intencionados. Era
como si trabajar allí fuese algo tan natural como respirar. Todo sucedía
de una manera inconsciente pero efectiva. Unos remendaban redes, otros
cerraban las juntas de las maderas de las barcas con estopa y brea, y
unos últimos repasaban las cañas de pescar y ordenaban los anzuelos y
sedales en una pequeña caja de madera. Sentado entre ellos había un
viejo pescador de piel morena y cuarteada, pelo canoso y
extremadamente delgado. Estaba descalzo, con calzones blancos
recogidos sobre sus rodillas y camisa azul. No ayudaba a sus paisanos.
De hecho ni tan siquiera se fijaba en ellos. Sentí curiosidad por saber
qué miraba con tanta fijeza y al dirigir mi mirada hacia donde él posaba
sus ojos descubrí ante mí la lisura del mar. El océano por el que había
navegado toda la noche aparecía ahora ante mis ojos como una extensa
meseta serena y luminosa. Al sur, una cresta rocosa descendía desde la
isla de forma sinuosa hasta adentrarse paulatinamente en el mar y
desaparecer bajo él. A los pies de los acantilados se extendía el sonoro
alboroto de las olas y las gaviotas graznaban y revoloteaban en torno a
las barcas varadas en la orilla. Al volver mi mirada de nuevo hacia el
viejo pescador comprendí por qué su rostro exhibía esa placidez .
Cuando concluyeron sus trabajos, los pescadores calzaron sus pies
desnudos y uno de ellos, con un gesto de cabeza me indicó que los
siguiera. El camino pronto nos condujo por el fondo de un pequeño valle
estéril y pedregoso, cruzó una aldea de casas bajas y encaladas
orientadas todas a poniente y tan pronto alcanzó la última casa, ascendió
escabrosamente por un lomo áspero y ventoso donde no crecía
vegetación alguna. Es el paisaje más árido que he atravesado jamás, un
auténtico calvero de piedras blanquecinas y viento insoportable. Al
cruzar un llano igualmente inhóspito y abierto entre montañas, el bosque
que desde la playa crecía lejano e inaccesible, aparecía ahora en toda su
extensión coronando un impecable y aislado macizo que daba a la zona
cierto empaque y singularidad frente al resto del paisaje.
Pronto coronamos un amplio collado donde el viento aún jugaba
libremente. Desde allí, el sendero descendió indolente, lánguido, hacia el
fondo de otro valle más ancho que el anterior, más amplio pero
magníficamente cultivado, que se mostraba a la vista esplendoroso e
inundado por la luz del sol. El paisaje que estaba a mis espaldas, nada
tenía que ver con el que se mostraba ante mis ojos. Junto a las primeras
casas que nos salían al camino la campiña estaba esparcida de grandes
palmeras que nunca antes había visto pero que, por paradójico que pueda
parecer, ya conocía. En el jardín botánico de Madrid estudié con
atención las láminas que un naturalista y diplomático francés había
enviado a la colección del jardín y que ilustraban especies de las islas
aún desconocidas en suelo peninsular. Recuerdo que me llamó
poderosamente la atención la variedad de especies que poblaban unas
islas tan pequeñas. Entre todas las láminas, dos, especialmente, captaron
mi atención: la belleza casi mística de los dragos, aún no he visto
ninguno, y las palmeras, cuyas copas redondas punteaban de sombras el
camino por el que avanzábamos.
Finalmente, tras cruzar un pequeño arroyo, el camino desembocó en
una calle ancha y polvorienta que, con un trazado curvo, ascendía hacia
las primeras casas de Lucena que por su cercanía ya se distinguía con
claridad. Mis acompañantes me señalaron la sede del Regimiento. Es
una de las primeras edificaciones con las que recibe la ciudad a quienes
entran por poniente. Descargué mi equipaje de las albardas y me despedí
calurosamente de todos y cada uno de ellos. Busqué en el morral la carta
de presentación que me había firmado Pablo Romero para que la
empleara cuando llegara al cuartel de Santa Cruz y la desplegué ante el
soldado de la entrada. Cuando fui a explicarle mi condición y las
circunstancias que me habían llevado hasta allí, ya había recogido parte
de mi equipaje y con voz juvenil me había invitado a que lo siguiera.
Cruzamos varias dependencias, pasillos, patios interiores y traspatios,
hasta subir por unas escaleras exteriores a un balcón corredor donde me
indicó que entre las tres últimas habitaciones que se encontraban al final
del pasillo, podía escoger la que quisiera. Antes de despedirse me sugirió
que mañana sin falta me presentara al administrador del cuartel,
simplemente para que tenga constancia de su presencia, comentó. Él
finalizaba su servicio en unas horas y no regresaría al cuartel hasta
dentro de unos días. Le confirmé que, por supuesto, así lo haría y el
soldado, tras dejar en el suelo el equipaje, me deseó buena estancia y se
marchó silbando alegremente una canción.
Es la primera noche de mi vida en ultramar. Nunca antes había llegado
tan lejos. Quizás por esa sensación de lejanía, el sueño tarda en llegar a
mis ojos a pesar del cansancio de mi cuerpo. Sentado en una banqueta,
que descubrí oculta bajo una mesa adosada a la pared, observo
lentamente la habitación. Afuera, el aire se puebla de ladridos que se
pierden en la inmensidad de la noche. De repente, una ráfaga de aire,
que había sacudido con violencia las hojas de unos árboles cercanos,
irrumpe inesperadamente en la habitación y abre totalmente la ventana.
Al acercarme para cerrarla, me detengo unos segundos y contemplo la
tenue luz de la luna creciente que anega la vega cultivada y la montaña
cuya alta silueta emerge de la tierra con tal vitalidad que podría
confundirse con una ola gigante que aprovecha la oscuridad de la noche
para salirse del mar.
20 de febrero
La mañana, a pesar de las nubes perezosas que cubrían el cielo, ha sido
agradable. Tuve la curiosidad de salir y reconocer las calles de la ciudad
pero pensé que sería inoportuno que llegara el administrador y no me
encontrara en el cuartel. Así que opté por quedarme. Apenas me he
encontrado con soldados y con los dos que coincidí esta mañana en el
comedor, aparte de ir sin armar iban uniformados con casacas llenas de
zurcidos y con unas botas viejas y agujereadas. Tras desayunar, decidí
subir a la habitación. En un principio dudé en elegir pasatiempo: o el
violín o sacar del morral uno de los libros que adquirí en Cádiz y leer.
Tras decidirme por el libro, bajé de nuevo las escaleras y regresé al patio
central del cuartel donde crece una conífera de altura considerable. Me
senté en un pequeño banco de piedra y aproveché la sombra del árbol y
el silencio del patio, solo interrumpido por el gorjeo de algunos pájaros y
por el sonido, apenas imperceptible, del viento que silba entre sus ramas,
para leer.
Cuando llevaba más de una hora imbuido en la lectura, una voz que me
tenía como destino consiguió que abandonara la página que ojeaba para
prestarle atención.
—Leyendo en público se expone usted a que esta escena, de una belleza brutal para el deleite de mis ojos, llegue a un miembro del Santo
Tribunal y le cueste un serio disgusto. Y más si, como advierto por lo que dice el lomo del libro, lee usted a un prohibido — dijo —. Y
disculpe la interrupción, soy Ernesto Martín, administrador y contable de
este cuartel. Llevo varios minutos observándolo tras la celosía de esa ventana porque no daba crédito a lo que acababan de anunciarme: hay
un nuevo huésped en el cuartel que lleva toda la mañana leyendo a los
pies de la araucaria. Desconozco de dónde viene pero le informo que la
suya no es una imagen habitual por estas latitudes. En cualquier caso,
sea bienvenido a Lucena y a este cuartel de milicias, añadió mientras daba unos pasos hacia su derecha que lo sacaron del contraluz y me
permitieron ver con nitidez su rostro.
Ante mí se erguía un hombre de mediana edad y al contrario que la gran
mayoría de los varones de este país, no llevaba patillas alargadas ni
bigote. Su semblante es enjuto y anguloso, en perfecta armonía con la
nariz delgada y levemente aguileña que muestra cuando ladea su cara.
Me sorprendió no solo el estado impecable de sus ropas sino también su
mirada, dirigida con decisión a mis ojos.
—¿Conoce a Locke? — fue lo único que se me ocurrió decir mientras cerraba lentamente el libro.
—El deseo y la búsqueda de la felicidad tienen el carácter de un
derecho absoluto, de un derecho natural —respondió citando de memoria un párrafo de su obra —. Existe, pues, un derecho natural
innato mientras que de forma natural e innata no existe ningún deber
— continuó quitándose con firmeza los guantes. La sonrisa había desaparecido. Su cara mostró entonces un semblante de plena
satisfacción, como si le hubiese producido un enorme placer citar de
memoria al pensador inglés.
—Entonces quien debe disculparse soy yo —sugerí —. No ha sido mi interés provocar malestar alguno. La mañana y el sitio invitan a la
lectura, además, pensé que Locke tendría por estas tierras la misma
condición que yo, ser un completo desconocido —dije con cierta teatralidad —. Imagino la situación si en vez de un uniforme quien me
hubiese descubierto llevara una sotana, bromeé.
La sonrisa regresó a su rostro. Sus ojos eran pequeños, muy vivos y
expresivos. Tanto, que a veces parecía hablar a través de su mirada y no
por el ejercicio voluntario de su boca.
—Como bien sabrá, ahora mismo está usted entre Europa y América —dijo abriendo ostensiblemente sus brazos, como si cada uno de ellos
fuera un continente —. Piense que prácticamente todo lo que parte del viejo continente y se dirige hacia el nuevo mundo, antes de alcanzar su
destino final, pasa inevitablemente por estas islas. To-do — repitió con
especial énfasis—. En los barcos no van solo mercancías. A bordo
también viajan ideas, inquietudes, esperanzas. Y como le acabo de decir, todas las naves, para nuestra fortuna, deben hacer antes escala en el
archipiélago. Uy —dijo con gesto de sincero arrepentimiento—,
disculpe mi facundia, es incorregible. Me permite que le pregunte cuál es el motivo de su estancia entre nosotros —preguntó.
Le hablé entonces del motivo de mi viaje a Canarias, del destino final
del mismo al otro lado del océano y del infortunio con el que me había
encontrado nada más llegar a las islas. Al oír mis palabras, pareció
reflexionar unos segundos para luego regresar a la conversación
ofreciéndome su ayuda. Al parecer, me explicó, la comunicación con
Santa Cruz de Tenerife es escasa dada la situación que allí padecen por
la epidemia, pero entre cuarteles se mantiene cierta correspondencia,
matizó. Me sugirió escribir una carta al capitán haciéndole saber que
estaba aquí, en la isla, en Lucena e informándole igualmente que
esperaría en esta ciudad hasta que concluyera la cuarentena. Y mientras
llega respuesta, sugirió, puede usted pernoctar aquí en el cuartel el
tiempo que sea necesario. ¿Le parece?, me preguntó mientras guiñaba un
ojo y me ofrecía su mano para sellar el acuerdo.
—¡Claro! —exclamé —. Es usted muy generoso, dije estrechando su mano con sincero entusiasmo.
Antes de abandonar el cuartel, me informó que un soldado pasaría a
recoger la carta en unos días. Luego, haciendo gala de una curiosidad
insaciable, me preguntó si era científico, a tenor de lo que le han dicho
que llevo conmigo. Le aclaré entonces que era botánico de profesión y
naturalista de vocación y que como tal, llevo siempre conmigo los útiles
necesarios para recolectar hojas, semillas y flores y también cuadernos y
lápices para hacer ilustraciones. Me apasionan las plantas, le dije, los
árboles, los bosques. También tengo varios libros, unas partituras y un
violín heredado de mi abuelo que me acompaña desde mi infancia. Ese
es mi equipaje. No hay más, concluí.
Tras ponerse el sombrero, me invitó a seguir disfrutando de la lectura y
de la sombra gratificante de la araucaria, dijo abarcando con sus ojos
toda su dimensión. Este árbol parece tener la misma obsesión que Ícaro,
comentó con los brazos en jarras y la mirada apuntando al cielo: parece
obsesionado por ascender y ascender, como si así alcanzara antes el
paraíso.
23 de febrero
Lucena es una ciudad pequeña, atildada y singular. No tiene castillo, ni
murallas, ni ríos ni se asoma a ningún mar. Es una gran solana, ordenada
y limpia, donde no hay más árboles que los álamos anémicos que crecen
alineados en la plaza principal. Sus calles son estrechas, ventosas,
húmedas y empinadas y la gran mayoría están sin empedrar, con la
salvedad del entorno de la iglesia principal, que al igual que este país
insípido, aún está por finalizar. Sus gentes carecen de recelo y
desconfianza hacia el forastero pues todos me saludan aunque nadie me
conozca. Hoy he paseado por la ciudad, que en realidad parece reducirse
a dos calles paralelas que comunican la zona alta con la alameda, y otras
dos que suben y bajan del camino principal. El resto son callejones
oscuros y fríos que cruzan la ciudad de un lado a otro. Me gusta su
barrio alto. Terminé mi recorrido allí, en una taberna que está en una
plaza terregosa e inclinada. Las casas que asoman sus fachadas a este
espacio son pequeñas, simples, de aspecto viejuno pero bien
conservadas. Tiene este peculiar rincón cierta atmósfera marinera, pero
sin mar. Es el barrio de los artesanos y jornaleros. Un lugar bullicioso
donde hay muchas fraguas y talleres y gente de condición sencilla en sus
calles. La taberna, oscura y maloliente, está situada frente a la ermita que
preside la plaza.
Tan pronto irrumpí en aquella penumbra apestosa todos los hombres
que allí se encontraban callaron repentinamente y se despojaron de sus
sombreros. Algunos murmuraron algo entre ellos que no conseguí
entender. Solo la osadía del tabernero rompió el silencio incómodo que
se había instalado. Tras aclararle que yo no era el nuevo alguacil, al que
por lo visto se le espera en la ciudad desde hace unas semanas, y
exponerles el motivo de mi estancia en la ciudad, soltó una carcajada al
aire y anunció, para la tranquilidad de todos, que yo era el tipo que está
alojado en el cuartel. Al que le gustan los árboles, dijo en voz alta a
modo de presentación. Al descubrir cómo se arrebolaban mis mejillas,
me convidó a un vaso de vino. Invita la casa, por las molestias, aclaró
entre risas. Cuando me apuré el vino, que encontré áspero y con un
fuerte sabor a tierra, y pensé en marcharme, un hombre alto, enhiesto,
ágil en sus movimientos, de rostro endurecido y ojos azules que se
empequeñecían hasta prácticamente desaparecer cuando sonreía, se
acercó hasta donde yo estaba y me preguntó con la nariz y el entrecejo
arrugado: ¿árboles? Sus manos eran enormes, desproporcionadas para el
tamaño de su cuerpo, duras y ásperas como una cáscara de nuez. Tras el
saludo de manos, me preguntó con verdadera curiosidad cuál era el
sentido de mi oficio porque por mucho que lo imaginara no llegaba a
comprender qué era eso de estudiar los árboles. Intenté explicarle lo
apasionante que es acercarse a las plantas, describirlas, clasificarlas,
saber cuál es su distribución, su aportación al lugar donde crecen pero
por la expresión regañada de su cara advertí o que no me había
comprendido o que mi profesión le parecía poco atractiva. Traté de
inventar una explicación convincente y no tuve otra ocurrencia que
hacerle imaginar que entraba a una casa desconocida por primera vez.
Tenía que imaginarse que tras adentrarse en ella descubría numerosos
objetos que antes no había visto. Le dije que lo lógico sería recopilar
esos objetos y ordenarlos, bien por la habitación donde los encontró,
bien por los materiales de los que están hechos. El hombre asentía con la
cabeza, haciéndome ver que esta vez sí me entendía. Yo proseguí con el
siguiente argumento: como nadie había visto jamás esos objetos con
anterioridad, se veía en la obligación de tener que ponerles un nombre.
Una vez bautizados y ordenados, argumenté, tratará de saber para qué
sirven y qué provecho puede sacar de cada uno de ellos. Terminé
diciéndole que para mí, los bosques son como esa casa desconocida y
que a los botánicos, tuve la impresión que era la primera vez que oía esta
palabra, nos encanta entrar en las casas lejanas donde nadie ha estado
antes y nos apasiona estudiar los objetos que las habitan, aunque esos
objetos a los ojos de los demás no sean más que meras plantas. Terminé
declarándole que por lo general los botánicos no nos quedamos con
nuestros descubrimientos sino que los registramos en dibujos y en unas
fichas donde se anotan datos singulares de esas plantas y los enviamos a
jardines botánicos, donde se archivan y publican todos los nuevos
hallazgos. Así ayudamos a quienes en un futuro quieran identificarlas,
saber más sobre ellas. Entonces le hablé del jardín botánico de Madrid y
de cómo allí, tan lejos del archipiélago, por ejemplo, ya se tenía
conocimiento de muchos árboles y plantas que solo crecen aquí, en las
islas. El hombre, continuaba callado y asintiendo mientras yo hablaba, y
creo que no solo me entendió, sino que se sorprendió al oírme decir que
en Madrid, por ejemplo crecen otros árboles y otras plantas distintas de
las que crecen aquí. Vive usted en un sitio muy peculiar, le dije en tono
de felicitación. Continuamos hablando de árboles y me confesó, por
ejemplo, que no había oído jamás hablar de robles, ni de hayas y mostró
gran asombro cuando le comenté que yo había visitado bosques que eran
tan extensos y planos como el mar. Me escuchó con un silencio
exquisito y por la profundidad que alcanzó su mirada mientras yo le
describía los bosques de otras geografías, entendí que su imaginación
trataba de dibujarle unos paisajes que para él, hasta hoy, eran
inimaginables. Animado por la posibilidad de aportar algo a la
conversación, me habló de un bosque que crece cerca de aquí, de
Lucena. Incluso me indicó que me basta seguir el camino que sale justo
detrás de la pequeña ermita de la plaza para llegar hasta él. No sé si era
verdad o fruto de los numerosos aguardientes que había bebido pero con
sus manos me señalaba la anchura de los troncos de los árboles que
crecen en ese bosque y por el espacio que abarcaban sus brazos parecía
que hablara más de columnas de una iglesia que del fuste de un árbol. Le
comenté que me costaba imaginarme bosques en la isla. Pocos árboles
por aquí, dije con gesto renuente. Claro, y dibujó en su rostro una
sonrisa paternal, es que aquí, el árbol que no frutea donde mejor está es
en la chimenea.
Abandonamos juntos la taberna y nos despedimos con un saludo
sincero. La tarde estaba avanzada y decidí regresar al cuartel. Cuando
cruzaba la alameda, un tipo de mirada azorada y que parecía fingir una
cojera en su pie izquierdo, me salió al paso y me preguntó con cierta
ansiedad si ya había terminado la guerra. Sin esperar la respuesta se dio
la vuelta y desapareció por la esquina más cercana. Allí, solo, en medio
de la alameda, miré al cielo y reconocí el vuelo de unas garzas que
sobrevolaban la ciudad anunciando la melancolía que traería a las calles
las luces grises del atardecer.
Tengo curiosidad por conocer ese bosque, por comprobar si es verdad o
no la dimensión que señaló el hombre de sus árboles. Si la epidemia que
aún arrecia en Tenerife me mantiene aquí unos días más de lo esperado,
buscaré entonces la oportunidad para ver con mis propios ojos ese
prodigio de la naturaleza que parece guardar esta isla con tanto celo y
silencio.
26 de febrero
Gracias a Cavanilles y su indomable espíritu juvenil, siempre que una
montaña se alza ante mis ojos nace en mi interior la curiosidad por saber
qué hay detrás, qué paisajes esconde tras ella. Una vez que alcanzas la
cima, además de sentir el placer de ver el camino que has dejado atrás,
conviene apresar al tiempo para el deleite de la vista y el sosiego del
alma.
La montaña que se levanta frente a Lucena es la misma que descubrí
aquel atardecer que tanto disfruté desde la goleta cuando navegaba hacia
Laguete. Es asombrosamente estéril, desértica; sin embargo, exhibe una
belleza incuestionable. Quizás sea por su altura, o por la variedad de
colores terrosos que se desparraman de forma caótica por sus pendientes,
o por ese contraste tan nítido que tiene con la vega que limita: el verde
frente al ocre, lo horizontal contra lo vertical, el espacio fértil y la
geografía yerma, lo cultivado por el hombre y lo que aún permanece
salvaje. Una curiosa sucesión de contrastes en un espacio reducido.
1 de marzo
Desde que estoy en Lucena escribo siempre por las noches porque es
cuando puedo disfrutar con plenitud y sin interrupción de la soledad que
me ofrece esta habitación. Sin embargo, hoy, tan pronto me he
despertado he decidido abrir el diario y registrar en sus páginas la
angustiosa pesadilla que he sufrido. La escena es bien simple: una tropa
de soldados me persigue y al llegar a la orilla del caño de Sancti Petri
descubro que el puente de Suazo que me permitiría cruzar a la isla de
León, no está. Como si nunca hubiese existido. Impelido por el miedo,
caigo al canal y a pesar de mis agónicas brazadas, los franceses me
alcanzan con facilidad. Me sacan del agua y me conducen a un patíbulo
envuelto en una noche oscura. Cuando creo que me van a fusilar, un
soldado francés que se destaca entre el pelotón por su altitud y fortaleza
recibe la orden desde la oscuridad de degollarme. Para mi suerte, cuando
va a ejecutar la orden con una frialdad que aún me conmueve recordar,
me despierto sobresaltado.
Qué paz se respira aquí en Lucena. Qué privilegio es el transcurso de
los días sin la angustia constante de la guerra.
3 de marzo
He pasado toda la mañana tocando el violín. Tras un frugal desayuno a
base de pan y queso, y aprovechando que el silencio del cuartel y de la
mañana era hondo, asombroso, casi sedante, regresé a la habitación y
abrí las ventanas para disfrutar de un cielo despejado, sin nubes, azul,
extraordinariamente luminoso. Volví sobre mis pasos y saqué de debajo
del catre la pequeña caja de madera con forma de espátula donde guardo
el violín. La abrí, limpié el instrumento con la gamuza escarlata y ya
sentado frente a la ventana abierta, apoyé la barbilla en el instrumento,
cerré los ojos, respiré con profundidad y me impregné del aroma a
pinsapo que aún desprende el violín. Me fascina ese olor. Me recuerda a
mi casa, a mi infancia y trae siempre a mi memoria la imagen de mi
abuelo tocando apasionadamente el violín. Esta íntima ceremonia que
despliego cada vez que tengo la oportunidad de tocar en un ambiente de
agradable tranquilidad e intimidad, me aporta una sensación de felicidad
a la que no encuentro ni comparación ni sustitutos.
Cuando los acordes, junto a la luz del día, colmaban la habitación,
irrumpió Ernesto en el cuarto en el momento preciso en el que ejecutaba
el último pentagrama de la pieza. Ha venido a recoger la carta en la que
informo al capitán Pablo Romero de mi presencia en Lucena y de mi
intención de permanecer aquí hasta que finalice el tiempo de aislamiento
que padece su ciudad.
Ernesto, mostrándome el sobre que le acababa de entregar, me comenta
que la carta saldrá en unos días para Santa Cruz en un barco que fletarán
con alimentos. El destino de ese envío es socorrer al vecindario que,
asediado por la terrible enfermedad, ve como disminuye su población sin
que surtan efecto las medidas que se adoptaron para erradicar los
estragos de la epidemia.
Antes de irse, y dirigiéndose a mí con voz moderada, como si temiera
estropear con sus palabras la atmósfera de silencio que flotaba a nuestro
alrededor, me reveló su deseo de que cenara en su casa. Tanto mi esposa
como mi suegro tienen gran curiosidad por conocerle, me comentó con
inesperada sinceridad. Si acepta, dijo, vendré a buscarlo mañana por la
tarde, cuando deba regresar al cuartel por el cambio de guardia. Por
cierto, añadió con un mohín de complicidad en su cara, están los dos
invitados. ¿Los dos?, le pregunté. Sí, los dos, insistió, usted y él, dijo
señalando el violín. ¡Por supuesto! le confirmé al disiparse mi confusión.
Cuente con nosotros, exclamé entusiasmado, y ambos miramos al violín
esperando a que saliera de sus cuerdas una nota de corroboración.
Nos despedimos en el corredor y antes de regresar a la habitación
detuve mis pasos y fijé la vista en la isla de Tenerife. Desde que estoy en
Lucena, hoy es el día en el que se aprecia la isla con mayor nitidez. Está
el aire tan limpio que se puede distinguir con sorprendente facilidad el
poblado que la lejanía dibuja como una irregular línea blanca que flota
sobre el mar, los bosques que orlan el Teide y el volcán mostrando un
sorprendente cromatismo en sus laderas y en el pequeño triángulo que lo
corona. Tan cerca parece Tenerife que da la sensación de que hasta
nadando, hoy al menos, se puede alcanzar su costa sin dificultad. Le
pregunté a un soldado que estaba de guardia por el nombre de esa ciudad
que se veía allí, dije señalando, al otro lado del mar. La respuesta
confirmó lo que sospechaba. Es Santa Cruz.
Regresé a la habitación con cierto desánimo y con la sensación de lo
injusta y arbitraria que es a veces la vida. Yo, disfrutando de esta
inesperada prerrogativa, de estos días colmados de serenidad mientras en
este mismo instante, esa ciudad que se adivina a lo lejos una angustia
terrible, una ansiedad extrema habita en las calles, casas y desarbola el
alma de sus habitantes.
5 de marzo
Definitivamente, el vino que aquí elaboran es malo, terroso, áspero. Y
cabezón. Hoy debo ser lo más parecido a un espectro, un alma en pena
que vaga del catre a la jofaina, donde me refresco el rostro y la nuca, y
de la jofaina al catre. He estado así prácticamente hasta después de la
siesta, cuando por fin he comenzado a recuperar el ritmo normal de los
días. Creo que anoche bebí demasiado. Aunque debo reconocer que la
cena y la posterior velada fue maravillosa, al igual que el cordero, que
estaba exquisito. Don Diego, el suegro de Ernesto, es un hombre
bastante afable, orondo, de frente despejada y carrillos sonrosados y con
un continuo aire de cansancio que llegaba en ciertos momentos a
exasperar. Es el escribano municipal. Inés, la esposa de Ernesto es una
mujer extraordinariamente dulce y suave en la conversación y en el
trato. Además tiene unas manos bellísimas, pequeñas, blancas, de dedos
finos y ágiles, según pude comprobar cada vez que se acercaba hasta
donde yo estaba para llenar mi copa de ese vino terrible.
Tal y como imaginé, la conversación durante la cena giró en torno a
Cádiz, la actividad de las cortes y la guerra contra los franceses. Para mi
sorpresa, tanto Ernesto como su familia parecen estar mejor informados
de lo que sucede en la isla de León que yo. Mantienen fluida
comunicación con un sacerdote liberal que nacido aquí, en Lucena,
ocupa un escaño en las cortes desde el pasado mes de diciembre. Por esa
razón, les interesaron más mis palabras sobre la ciudad que mis
impresiones sobre el devenir de la guerra o la actividad parlamentaria. A
veces, tenía la impresión de que más que de Cádiz parecía que hablaba
de la Arcadia, a la vista del interesado silencio que mostraban, en
especial Ernesto que se retorció en su asiento cuando les comenté que a
día de hoy, Cádiz, no solo es la ciudad más cosmopolita de España sino
la urbe más liberal de Europa. Es un espacio, dije, que se abraza con
igual determinación al mar que a las ideas liberales que por sus calles
circulan. Pero si hay algo de la ciudad que me fascina, continué
espoleado por el ardor del vino, son sus tabernas, donde se consume
ingentes cantidades de política y de café. Nunca antes, juré, había visto
tal efervescencia y excitación por lo que editan los periódicos y por lo
que se debatía en las cortes. Las tertulias acogen debates tan
apasionados, proseguí subiendo considerablemente mi voz como si
estuviera en medio del fragor de los debates, que a veces daba la
sensación de que las ideas y principios se defienden con más ardor en los
cafés que en las sesiones que se celebran en la isla de León.
No sé cuánto tiempo estuve hablando de Cádiz, pero intuyo que en
algún momento mi monólogo tuvo que perder interés, al menos para
Don Diego, porque sin preámbulos ni rodeos, se levantó de la silla del
comedor e invitándonos a que lo siguiéramos al salón dijo que era hora
de cambiar las palabras por acordes. Una vez nos acomodamos, quiso
comprobar que lo dicho por su yerno, acerca de mi habilidad con el
violín, era cierto.
Toqué varias piezas de Scarlatti, Paganini, Vivaldi y Haydn. Dejé
adrede para el final una de mis obras preferidas: el segundo movimiento
del concierto número tres para violín y orquesta de Mozart. Tan pronto
terminé, irrumpió la voz de Ernesto, visiblemente emocionado,
confesando a todos que era lo más hermoso que había escuchado jamás.
A petición suya toqué varias obras más hasta que Inés y su padre
anunciaron que se retiraban a descansar, no sin antes prometerles una
nueva visita antes de que abandonara la ciudad. Ernesto los acompañó
hasta la puerta del comedor y cuando volvió al salón lo hizo con una
botella de aguardiente que había cogido de la alacena. Con cierta alegría
juvenil me invitó a continuar la velada abajo, en el patio central de la
casa. Bajamos por una amplia escalera de canto azul que nos condujo
hasta un patio en cuyo centro crecía una palmera muy alta y solitaria. No
había luna en el cielo y parecía que la noche aprovechaba su ausencia
para brillar a través de las estrellas. A lo lejos se repetía como una
letanía el ladrido de unos perros, que con insistencia larga y reiterada
acribillaban la inmensa oscuridad. Una ligera brisa mecía las hojas de un
árbol cercano pero era un sonido tan débil que llegaba extenuado hasta
nuestros oídos.
Hablamos de banalidades hasta que comenté la ilusión que me haría
visitar el bosque que me había descrito el hombre en la taberna. Ernesto
confirmó las descripciones que me había hecho aquel hombre de los
árboles que allí crecen. Incluso se refirió al bosque como un auténtico
santuario de la naturaleza, un prodigio forestal. Sin embargo, advirtió,
no es un lugar seguro. La razón: soy un completo desconocido y podrían
confundirme con un fiscal de la audiencia o con un alguacil y entonces,
dijo mostrando una sonrisa ambigua, mezcla entre ironía y advertencia,
no te aseguro que regreses íntegro al cuartel. Ahora mismo, continuó
llenándose el vaso de aguardiente, en el bosque hay más tensión que
árboles. Pregunté por qué casi por obligación mientras impedía con mi
mano que sirviera más alcohol en el mío. Ambición, codicia, hambre,
apuntó con lentitud. Hasta hace poco ese bosque solo interesaba a poetas
y algún que otro viajero despistado, pero ahora son muchos los ojos que
lo miran e intereses que lo cercan. A nadie le importa el bosque, dijo en
tono indignado sin soltar el vaso de la mano. Lo que todos quieren es
talar el monte para luego cultivar, unos con la intención de matar el
hambre antes de que el hambre los mate a ellos y otros para simplemente
engordar su avidez de tierras y propiedades. Piensa, trataba de
explicarme haciendo gestos ostensibles con sus manos, que bajo la
amplia y fresca sombra que ofrece el bosque se extienden las últimas
tierras fértiles de la isla. Las últimas, subrayó. En una isla de este
tamaño, salvo el mar, todo es limitado y escaso. La realidad es que hay
mucha penuria entre los campesinos que no son propietarios de tierras,
que son la gran mayoría de los isleños. El hambre los azuza y las deudas
que contraen por arrendar terrenos y abandonar así su condición de
jornaleros o medianeros terminan por ahogarlos. Ernesto interrumpió su
alocución para beberse de un trago el aguardiente que le quedaba en el
vaso. Esta comunidad de campesinos pobres, continuó tras secarse la
boca con la manga, ven en el bosque, o mejor dicho, en las tierras que
según ellos ocupa el bosque, su última oportunidad para convertirse en
propietarios de las tierras que labran. Sueñan con hacerse con una
pequeña suerte que les permita cultivar y sobrevivir con cierta dignidad.
¿Quieres que siga?, me preguntó escudriñando la botella, como si
calculara cuántos vasos quedaban aún dentro de ella. Por favor, supliqué.
Pues bien, ese bosque que aún no conoces es propiedad real. Si bien es
cierto que en un principio la Real Audiencia trató de cubrir la demanda
de tierras de los campesinos pobres mediante algunos repartos, fue tan
escasa la superficie ofertada que solo se beneficiaron unos pocos. El
resultado fue que más que un sentimiento de agradecimiento lo que
floreció entre la masa campesina fue una indignación sin precedentes
que se tradujo en más talas ilegales y en quemas sin control. Ahora la
audiencia busca frenar la usurpación del bosque vigilando sus fronteras.
Los fiscales han comenzado a denunciar y a multar a quienes se atreven
a apoderarse de tierras aún boscosas, pero no son más que medidas
coercitivas sin eficacia porque las talas y los incendios siguen sin
control. En los últimos años los campesinos brutalmente empobrecidos,
relataba Ernesto con vehemencia, muerden al amparo de la noche los
bordes del bosque hasta convertirlos en tierras desarboladas listas para
cultivar. Están tan desesperados, admitía, que serían capaces de surcar la
tierra con sus puños y regar las sementeras con lágrimas y escupitajos si
hiciera falta. ¿Otro aguardiente?, me preguntó mientras llenaba mi vaso
sin esperar a que me pronunciara. Tras beber de un solo trago todo el
aguardiente que se había servido continuó explicándome que
desgraciadamente el bosque no desaparece solo por la desesperación de
los pobres. Ahora aparece en escena, dijo enardecido, la codicia de los
ricos, que no contentos ni satisfechos con lo mucho que tienen, siempre
anhelan más. Siempre, puntualizó con indignación. Ellos fuerzan a la
corona para hacerse con los mejores terrenos del bosque. La diferencia
reside en que lo que piden no es precisamente una o dos fanegas de
tierra como la mayoría de los jornaleros. No, no, repitió moviendo el
dedo índice como si fuera un péndulo. Lo que quieren son grandes
extensiones, las mejores tierras. Si por ellos fuese, ya se hubiesen
repartido toda el agua de los océanos, dijo dibujando un mohín de burla
en su cara. Y saben que la corona cederá finalmente a sus pretensiones
porque la falta de liquidez que tiene le obliga a pagar sus deudas con lo
que más tiene y menos le duele perder: sus bosques. A pesar de que el
aguardiente ya comenzaba a hacer evidentes estragos en su dicción,
Ernesto siguió contándome que hasta algunos soldados del Regimiento,
aprovechando las tareas de vigilancia del monte que se les encomienda y
sobre todo aprovechando el fuero militar, se han hecho con tierras
forestales.
Era inevitable que preguntara quién protegía entonces el bosque, en
vista del paisaje que acababa de describirme. La respuesta, en cierto
modo, era la esperada: pues aquellos que aún viven de lo que el bosque
les ofrece. Pero curiosamente, dijo adquiriendo su rostro un semblante
despectivo, ahora hay un nuevo grupo que se opone a las talas y a las
generosas datas. A ver si sabes quién, me retó. Le bastaron unos
segundos para adivinar mi desconocimiento: los que temen quedarse
fuera de los repartos, los pequeños propietarios. Pero éstos carecen de
elementos reales de presión, declaró con cierto desdén . Por otro lado,
dijo serenando de forma ostensible su tono de voz, desde hace unos años
hay un grupo de intelectuales que intentan conservar a toda costa el
bosque que aún perdura. Ellos opinan que la destrucción y desaparición
del mismo sería el síntoma más evidente de la pobreza atávica que sufre
la isla.
Proponen mejorar la sociedad de la isla modernizando la agricultura,
abriendo nuevas rutas comerciales y sobre todo a través de la instrucción
del campesinado, esclavo de su embrutecimiento y hambriento por su
analfabetismo. Sin embargo, creo que en terreno boscoso el hacha es
más eficaz que el intelecto, dijo con un rictus de resignación. Parece que
nadie ni nada pueda evitar lo inevitable.
El silencio de la noche nos abrazó con todo su peso. Tan afligido me
sentí por la dramática perspectiva que acababa de dibujarme Ernesto que
esta vez fui yo quien llenó con decisión los vasos de aguardiente. Pues
con la ilusión que me había hecho, acerté a comentar notando también
los efectos del aguardiente en mí. No te preocupes, trató de consolarme
Ernesto. Estos días tendré que ir a Las Palmas. Como la respuesta que
esperas de Tenerife tardará unos días en llegar, si quieres, bajas conmigo
a la ciudad y cuando regresemos a Lucena, si aún no hay respuesta de
Tenerife, me comprometo a acompañarte al bosque. Volví a llenar los
vasos y brindamos por su propuesta, deseando ambos que así fuera.
Continuamos la conversación bajo el cielo estrellado entre fruslerías y
tragos de aguardiente hasta que en un momento de inesperada lucidez
decidí que ya era hora de regresar al cuartel. Nos despedimos y atravesé
en silencio la ciudad, bajo las estrellas que aún pestañeaban en el cielo, y
tan callada encontré la noche, que llegué a pensar si no estaría
deshabitada la ciudad. Hasta los álamos dormían. Y esa impresión de
ancho silencio, más propio de mar adentro que de ciudad, me gustó. Y
mucho.
6 de marzo
¿Cómo pueden los hombres vivir sin árboles? ¿Cómo?
12 de marzo
Se suceden los días sin recibir respuesta alguna de Tenerife. Aún así, no
estoy ni impaciente ni expectante. Sé que tarde o temprano llegará pero
mientras, disfruto plenamente de una quietud, de una tranquilidad
inimaginable ahora mismo en ningún punto de la España peninsular. Es
difícil imaginar que aún estoy en un país invadido por las tropas de
Napoleón. La gente vive absolutamente ajena a la contienda. Sus
palabras, sus gestos, solo revelan las inquietudes propias de la existencia
humana. Aquellas que emanan del día a día. Nadie habla de la guerra, ni
de política, ni de leyes ni se discute sobre propuestas liberales o
estrategias conservadoras.
La presencia de Ernesto es siempre gratificante. A pesar de los pocos
días que han transcurrido desde nuestro primer encuentro, nuestra
actitud es como si fuésemos amigos de siempre, de toda la vida. Flota
entre nosotros una agradable sensación de confianza que he sentido
pocas veces en mi vida y con muy pocas personas. Y a pesar de ser tan
diferentes el uno del otro. No nos parecemos en nada. Yo, soy retraído,
introvertido, atribulado tal vez. Él, por el contrario, es audaz, sonoro y
exageradamente optimista. Es de esa raza de hombres que confían en
cambiar el mundo solo a golpes de voluntad. Tiene un carácter tan
abierto que no le cuesta esfuerzo alguno entablar conversación, sea cual
sea la condición del interlocutor. Inspira una confianza inmensa, inédita
para mí. Tanto hemos intimado estos días que he llegado a compartir con
él episodios de mi vida que creo no haber contado a nadie. Jamás. Y no
me arrepiento de ello.
En el cuartel le tienen un aprecio especial. Todos disfrutan con su
presencia por su alegría perenne y contagiosa y esa atención
desinteresada hacia los demás es francamente muy inusual.
Ernesto siempre tiene tiempo para dialogar con todos, aunque sea de
cosas sin trascendencia. Me he dado cuenta de que despierta entre
quienes lo escuchan un sentimiento de orgullo y aprecio inimaginables.
Es locuaz, mucho, y generoso. Estos días me ha prestado varios libros de
su biblioteca y hemos intercambiado opiniones sobre fragmentos de los
mismos, muchas de ellas dispares, totalmente opuestas, pero que al
debatir la sustancia de las mismas, me han permitido descubrir en él una
cualidad a la hora del debate que lamentablemente escasea en este país:
la tolerancia. Tengo la certeza de estar ante alguien dotado de un aura
especial, de una fuerza de espíritu fuera de lo común.
Anoche confirmé un hecho que venía sospechando desde una
conversación que tuvimos hace unos días y que finalmente me reveló sin
titubeos tras cenar en la cocina del cuartel. Me refiero a la honda
nostalgia que siente y transmite por las ausencias. Ernesto habla mucho
de su padre, fallecido hace más de una década. Antes de regresar a su
casa, la noche nos invitó a sentarnos en el patio, bajo la araucaria, y allí
me confesó que heredó de sus padres dos cualidades que no las
cambiaría ni por la mayor de las fortunas: la pasión por la vida y la
necesidad constante de aprender. El mayor deseo de su padre, según me
declaró, era que hiciese carrera eclesiástica y para ello removió Roma
con Santiago para que, siendo aún un niño, ingresara en el seminario que
existe en Las Palmas. Una vez dentro, Ernesto estudió con denuedo.
Nada le hacía más ilusión que contentar a su padre porque era consciente
del enorme esfuerzo que realizaba para que él pudiese estar allí, para que
estudiara, para que ensanchara su alma a base de conocimientos; sin
embargo, me dijo, con el paso de los años, cada vez con más certeza,
intuía que mi destino no iba por donde transitaban los anhelos de mi
padre. Habla de su estancia en el seminario como los años más felices de
su existencia. Allí leía febrilmente todo lo que caía en sus manos, sobre
todo, poesía. Vivía para la lectura. Con quince años ya sabía que no
había enfermedad del alma que una hora de lectura no curase y que una
lectura constante te hace instintivamente curioso. Y fue en el seminario
donde comenzó a escribir sus primeros versos. No es normal esa
inteligencia y sensibilidad en la esfera militar, le dije bromeando. Esta
sorprendente revelación, que sea escritor, aumenta más mi admiración
hacia él, porque siendo alguien tan volcado hacia el mundo exterior que
le rodea y que disfruta tanto de las multitudes y del bullicio que genera
el paso de los días, me sorprende enormemente que sea capaz de
dedicarse a una tarea tan interior y solitaria como lo es la escritura.
Ernesto, antes de ser administrador del cuartel, ya había abandonado la
carrera de clérigo. La muerte de sus padres, estando aún en el seminario,
le apartó definitivamente de la tonsura. Concluyó sus estudios y regresó
a Lucena, donde conoció a Inés que, gracias al traslado de su padre a la
escribanía, acababa de llegar a la ciudad. Se enamoraron perdidamente
el uno del otro, se casaron y decidió aceptar la administración del
Regimiento de milicias. No era el mejor empleo al que podía optar pero
por lo que comentó, esta opción le permitía disponer de tiempo para leer
y para escribir, pasiones que junto a Inés forman los cimientos sobre los
que descansa su existencia.
Ahora entiendo la extraña melancolía que expresaba su rostro la noche
de la primera cena en su casa. Es un ser muy emotivo, extremadamente
sensible, al que le mata la estupidez, tal y como le he oído aclamar en
varias ocasiones. Muchas veces, sobre todo cuando la realidad choca con
sus ideales de justicia, cuando siente que se golpea deliberadamente la
dignidad humana, clama contra el cielo con una ira y una irritación que
consigue silenciar de golpe toda la bulla y el fragor que había desatado a
su alrededor. ¿Cómo pueden cohabitar dentro un mismo ser un talante
tan dulce y un espíritu tan colérico a la vez? Es demasiado imprevisible,
agitador, enérgico, tanto que a veces agota seguirlo en sus empeños. En
ocasiones creo que estoy frente a mi opuesto, porque él se encuentra en
las antípodas de mi personalidad. Por ejemplo, nunca ha salido de la isla,
ni siente necesidad ni curiosidad por explorar el mundo que le rodea,
mientras que yo padezco el prurito perenne del traslado, de la
exploración continua de paisajes y del descubrimiento de bosques aún
desconocidos, de selvas insospechadas. Tengo la impresión de que no
sabría vivir sin su familia, sin la cercana presencia de Inés. Me gusta esa
complicidad que disfrutan ambos, esa connivencia que se adquiere con
los años, sabiendo que basta una mirada para decirlo todo. Yo, en
cambio, ando solo por el mundo, como si me bastasen los árboles y otras
plantas para vivir, como si mi existencia fuese paralela a la del resto de
la humanidad, siempre juntos en el trayecto pero siempre sin
encontrarnos. Él disfruta en compañía, yo, en soledad. Me aíslan los
bosques, a él, el mar que le rodea. A él, igualmente, le apasiona el
mundo interior de los hombres, a mí, la naturaleza exterior.
El azar me ha conducido a Lucena, donde me asomo a diario a su
tranquilidad, me ha presentado a Ernesto y me seduce con ese bosque
cercano y desconocido por mí. La suprema belleza de lo inesperado.
16 de marzo
Hoy he vuelto a subir a la cima de la montaña que se alza frente a
Lucena por el viejo camino que asciende desde la pequeña aldea que
descansa en su falda. El sendero muere en la cima tras cruzar
previamente, en un divertido zig zag, sus escarpes desiertos y
pedregosos. Sorprende el tapiz, inimaginable en la distancia, que
conforman unas minúsculas y delicadas margaritas y un pequeño arbusto
que prescinde de hojas y flores, y que conjuntamente acompañan al
sendero hasta alcanzar el retén de vigilancia que ha instalado en su
cumbre el Regimiento de Lucena. A medida que uno asciende va siendo
consciente de la irrepetible escenografía del volcán, de sus dimensiones
reales. La excursión fue más breve de lo deseado porque una niebla
inesperada cegó toda visión desde la cima. Aún así, sea como sea, se
capta de inmediato que la montaña es el centro de gravedad de la
comarca, un impresionante promontorio convertido en punto estratégico
para el control visual de todo el territorio. La panorámica no puede ser
más impresionante: antes de que la niebla de la tarde ocultara la cumbre
de la montaña pude contemplar los llanos estériles, pedregosos,
volcánicos, que se extienden hasta el mar, la fértil campiña que rodea
Lucena y otros pueblos cercanos y las montañas que se despliegan con
abundancia en el interior de la isla, justo hasta donde llega la vista. Me
sigue llamando la atención los acentuados contrastes que se dan en tan
reducido espacio en esta isla. Y lo desarbolado que está el paisaje. Lo
que cuesta ver un árbol en esta geografía.
19 de marzo
Apenas he comido pan en Lucena. Haberlo haylo, como se dice, pero al
menos en el cuartel solo aparece en días puntuales. Aquí, todo parece
girar en torno al gofio, una especie de harina, hecha a base de cereales
que luego mezclan con agua, leche o caldo. En ocasiones le añaden miel,
trozos de frutas o verduras previamente cocidas. Gracias al clima de
temperaturas siempre moderadas tienen producción de verduras y
hortalizas prácticamente todo el año. Aquí se comen potajes de enero a
diciembre. ¡La suerte de no tener inviernos! Por lo general almorzamos
potajes o carne con garbanzos. Los pescados, casi siempre salados o
asados, se reservan para días puntuales. Las frutas son muchas y
diversas, e incluso producen dulces que gustan mucho en el cuartel,
tanto, que ayer se gastaron unos veintidós pesos en la adquisición de
varios sacos de azúcar y cajas llenas de la repostería local. Son
excesivamente glotones en el cuartel. Pero lo verdaderamente exquisito
que he encontrado aquí son sus quesos, especialmente unos de oveja que
se pueden comprar cada domingo en el mercado, y una mantequilla
elaborada con leche de vaca que envuelta en hojas de ñamera causa
verdadero furor. Los días que en el cuartel hay pan y mantequilla para
desayunar, me retraso adrede para disfrutar de semejante bendición en
silencio, sin los ruidos y gritos de la tropa y así poder alargar el
desayuno hasta que mi estómago grite basta.
21 de marzo
Hoy comienza la primavera. Sin embargo, aquí en Lucena parece no
haber finalizado nunca.
23 de marzo
Hay en Lucena un lugar peculiar que permite observar magníficamente
el breve tránsito del día a la noche. Es el punto de máxima elevación de
la calle de la Salvia que en ascenso y posterior descenso transcurre desde
el camino que conduce a la aldea vecina hasta el barranco de poniente.
Este punto álgido, que es como una pequeña demostración de la
curvatura del planeta, permite contemplar si miras a poniente la última
luz del día, la llama serena y cobriza del atardecer; y sin moverte, si
giras el cuello y miras hacia naciente verás el despliegue de las sombras,
el dominio transitorio de las tinieblas. Es como si estuviéramos en la
genuina frontera entre el día y la noche. Maravilloso.
Durante varios días, mañana, tarde y noche, ha llovido de forma
intensa. Me enardece ver llover sobre todo cuando la lluvia arrecia sobre
las calles. Luego, cuando amaina, una agradable melancolía se instala en
mi interior. Me embelesa la cadencia constante del goteo que cae del
alero de los tejados. Mientras llueve, recuerdo la felicidad de mi padre
cuando salía a la intemperie, jubiloso, a empaparse con el agua de la
lluvia. En mi casa, el prodigio de la lluvia se celebraba como el
nacimiento de un hijo: era una dicha intensa. La alegría absoluta del
agricultor. A pesar de las desgracias, la vida es bonita, me solía repetir
mi padre ya dentro, cuando entraba de nuevo a casa a secar su cuerpo
empapado.
Esta lluvia inesperada ha retrasado la salida hacia la capital. Como esta
tarde ha amainado definitivamente, Ernesto me anuncia que partiremos a
la capital mañana, temprano, antes de que lleguen a Lucena los primeros
rayos del amanecer.
28 de marzo
Llegamos a Las Palmas antes de que lo hiciera el anochecer, cuando aún
las calles contaban con la suficiente luz para que pudiésemos ver las
primeras casas de la ciudad. Atrás queda ya esta larga jornada
cabalgando sobre caminos pedregosos y polvorientos que tanto subían y
bajaban barrancos, como se acercaban y alejaban del mar.
Nos alojaremos todos estos días en casa de un arquitecto y también
escultor amigo de Ernesto y oriundo también de Lucena, quien hace
años cambió su ciudad de nacimiento por la abundancia de encargos que
le proporcionaba la capital. Tras llamar a la puerta de la casa que
Ernesto señaló como el final del viaje, nos recibió un criado de avanzada
edad, robusto y mal encarado. Su voz, sorprendentemente tamizada, nos
dio la bienvenida y nos anunció la ausencia del arquitecto, quien por
motivos de trabajo llegaría bien avanzada la noche. Asió las riendas de
los caballos y antes de llevarlos a las cuadras por una puerta abierta en el
lateral de la fachada, nos invitó a pasar a la cocina donde había pescado
salado, frutas y vino del país.
Ya en el cuarto que me había asignado el criado, tumbado en la cama
con las manos entrelazadas bajo la nuca, lo único que deseaba era cerrar
los ojos, detener el pensamiento y sumergirme en un sueño ancho, sin
orillas. Pero por más que lo intentaba no conseguía dormir. En mi pecho
aún latía la emoción que había sentido durante la mañana cuando el
camino, sin previo aviso, se precipitó por una cuesta escarpada y nos
condujo hasta la misma orilla del mar. Durante una legua atravesamos
un llano por un camino ancho que transcurría, para mi deleite, siempre
junto al mar.
Tan intensa es mi impresión que en la oscuridad de la noche aún veo el
mar abierto, constante en su movimiento, cadencioso, inagotable; cierro
los ojos y puedo ver con claridad el avance de una ola y detrás otra, una
y después otra, oír el rumor bronco de la espuma esparciéndose en la
orilla y oler la penetrante humedad del musgo de las rocas. Me recreo en
mi propia imagen junto al mar y mi espíritu crece y se dilata. Acabo de
levantarme y he abierto la ventana con la esperanza de oír el mar
rodando en la lejana orilla, pero solo penetra en la habitación un silencio
hondo y el aliento caluroso de la noche. ¿Por qué me embelesa ahora
tanto el mar? Ignoro qué es lo que provoca esta emoción, similar a la que
surge de la música. Quizás sean estos días ociosos y sin amenazas,
porque el mar es el mismo mar aquí y en Cádiz. ¿O tal vez no?
La luz tenue de la vela dificulta este placentero ejercicio de escribir.
Nunca imaginé que pudiese disfrutar tanto escribiendo y más cuando
escribo sobre el mar.
29 de marzo
El alba confirmó las impresiones de la noche: hay aire caliente en el
ambiente, un aire pesado, denso, capaz de aletargar cualquier voluntad.
Tan pronto llegué a la cocina el criado me indicó, mientras colocaba la
loza, que Ernesto ya había desayunado y estaba con el arquitecto.
Desayuné y mientras cruzaba el patio para ir al taller, me llamó la
atención la suciedad del cielo, la inesperada turbidez del aire de la
mañana.
El taller me gustó mucho. Es un espacio rectangular sin tabiques
interiores, de aspecto caótico que olía intensamente a madera serrada y
barniz. A primera vista todo parece en desorden, como el interior de los
bosques, pero luego, una vez que se educa la mirada todo responde a un
orden riguroso, como los bosques también. Había varias tallas aún por
finalizar, cabezas esculpidas en mármol y unas manos talladas en
madera de cedro tan hermosas que al verlas sentí esa agradable
impresión que solo se siente ante las cosas perfectas. En el suelo había
esparcidos cinceles, gubias, escoplos, buriles, lijas. Las paredes están
cubiertas en su totalidad de dibujos hechos a carbón, esbozos de
edificios, de mediciones y cálculos, de cuerpos y escenas simples, como
si el arquitecto tuviese en el paramento el papel más inmediato. Junto a
la entrada hay unos taburetes, una mesa y una balda con varios libros
entre los que reconocí una enciclopedia de tres tomos y un manual de
arquitectura. Al fondo, ambos charlaban en torno a una escultura en
ciernes, sin percatarse en un principio de mi presencia. Bastaron unos
golpes en la puerta para que el arquitecto, con enorme teatralidad en su
gesto, me invitara a entrar.
Tiene los ojos grandes, oscuros e inquietos, como de ave rapaz, el pelo
ondulado y unos antebrazos fuertes, desproporcionados con el resto de
su cuerpo. Habla siempre con gestos airados como si con ellos quisiera
subrayar las palabras que dice siempre en alta voz. De entre toda su obra
que reúne en el taller, hay un busto de mujer cuyos ojos muestran una
insoportable expresión de dolor. Es imposible mostrarse indiferente ante
el mismo. Escuece, incomoda, apena, acongoja. Según me comentó
antes de abandonar el taller, lleva un tiempo tratando de esculpir el
dolor, esa herida interna, molesta y aflictiva, exclusivamente humana.
Tras el busto, un lienzo ilustra a un hombre que se arroja al mar desde
unas columnas. En la orilla opuesta al hombre se alza un árbol solitario,
sin hojas. Il tuffatore, exclamó el arquitecto al descubrir el interés que
mostraba por el dibujo. El salto a lo desconocido, continuó visiblemente
excitado y mostrándome el espacio donde se encontraba dibujado el mar.
Nadar en las aguas procelosas de la incertidumbre, dijo con un gesto de
convicción. Esta imagen, explicaba, muestra como debe ser nuestra
actitud en la vida: el reto de arriesgar, el desafío de vivir, de avanzar con
determinación hacia lo desconocido, de romper con los límites
establecidos y aceptados. Siempre sin miedo.
El arquitecto continuó mostrándome su obra, moviéndose por el taller
con tal ímpetu que parecía que sus propias esculturas eran
descubrimientos insólitos incluso para él. Yo observaba más su ir y venir
que su obra, veía sus movimientos y confirmaba que tenía ante mí a un
hombre ágil, inquieto, contundente. Antes de que el criado asomara por
la puerta y le recordara la hora, desplegó sobre la mesa su obra máxima,
nos indicó, el alzado de la fachada de la nueva catedral. De forma
inesperada, el arquitecto guardó silencio y asentía con la cabeza mientras
sus ojos escrutaban el plano. Luego se tocó la barba, en pose meditativo
y sonrió. Cuando replegó el plano, nos miró y nos invitó a visitar las
obras con él. Cuando ustedes quieran, sugirió.
Nosotros, apresurando el paso pues se nos hacía tarde, nos dirigimos al
juramento que harían las tropas ante el nuevo Capitán General. La plaza
estaba ocupada por un multitud bulliciosa y pintoresca que calló tan
pronto hicieron aparición en el estrado las autoridades militares,
acompañadas por otras civiles y religiosas. Ernesto es tan conocido en la
capital como en Lucena. Se le acercaban muchos soldados a saludarlo y
él también, cuando descubría entre la multitud a algún conocido, no
dudaba en acercarse, estrechar su mano e intercambiar algunas palabras
afables. Uno de las muchas personas que saludó fue un anciano, bastante
pequeño, con el pelo canoso cuidadosamente peinado hacia atrás que
juntaba las manos junto al regazo y escuchaba con atención las palabras
que Ernesto le dirigía asintiendo suavemente con su cabeza.
Cuando el Capitán General comenzó a hablar se hizo un silencio solo
interrumpido por la desbandada tardía de algunas palomas. Antes de
finalizar su discurso, plagado de apelaciones al delicado momento que
vive la nación, el Capitán llenó el aire de la plaza de vivas al rey que
acompañaron los soldados con gritos exaltados. Al presenciar al clero y
la multitud gritar vivas emocionados, Ernesto se indignó y comenzó a
mascullar frases ininteligibles. Luego se me acercó al oído y me
preguntó cómo podían alegrarse de tener un rey tan felón, cobarde y
traicionero. Entonces se giró y le dio la espalda al estrado, invitándome a
seguirlo. Avanzamos entre la multitud y llegamos al extremo opuesto de
la plaza donde el gentío se diluía y se podía contemplar en su integridad
la obra de la nueva catedral. Ante nosotros se trazaban las sólidas líneas
del dibujo que nos mostró en el taller el arquitecto, aquella geometría
contundente que se alzaba, que irrumpía de la nada en un proceso
aparentemente lento pero que estaba destinada a perdurar en el tiempo
tanto como las montañas, como los bosques o los ríos. Cuando esté
concluida, me dijo Ernesto, no habrá nada más hermoso en todo el
archipiélago. Sin estar finalizada ya es hermosa, le contesté, porque ya
se adivina en ella orden, armonía y sentido.
Pero te diré, y apoyé mi mano sobre su hombro, que desde que he
pisado esta isla aún no he visto nada más sublime y majestuoso que el
mar.
Tras la finalización del discurso del Capitán General, un silencio
caluroso y espeso se instaló sobre la plaza. A continuación se convocó
una procesión que recorrería las calles adyacentes a la catedral. Cuando
le pregunté el motivo, Ernesto me reveló que era para mostrar la
solidaridad de la ciudad con la situación agónica que se vive en Tenerife,
pero luego con gesto pícaro me afirmó que el verdadero motivo era
aplacar el miedo que empezaba a instalarse entre los ciudadanos ante la
probabilidad de que la fiebre amarilla hubiese arribado a la isla y ya esté
merodeando por aquí, dijo mientras movía con agilidad sus dedos.
1 de abril
Llevo todo el día rumiando un sueño que tuve anoche y que me ha
dejado una extraña sensación de culpabilidad. Aún me veo caminando
con paso agitado por un bosque de aspecto otoñal y donde solo escucho
el crepitar de la hojarasca que tapiza el sendero por el que avanzo. Me
dirijo a un monasterio que se alza en la cima de una montaña que aunque
presiento lejana alcanzo con sorprendente rapidez. Estoy solo. Una
honda angustia dirige mis pasos, pues acabo de saber que mi padre lejos
de estar muerto ha permanecido en ese monasterio todo el tiempo que ha
transcurrido desde su fallecimiento. Pero la noticia vino acompañada de
un extraño mensaje con aire de advertencia: alguien que no consigo
identificar me conmina a no subir hasta allí, fundamentalmente porque él
no quiere contacto alguno conmigo. Cuando al fin alcanzo las puertas
entreabiertas del monasterio y trato de entrar, un portero me impide el
paso. Me extraña enormemente que sepa no solo quién soy sino por qué
estoy allí. Con gesto lento y señalándome el camino por el que he
subido, me sugiere que me vaya y confirma lo que ya me habían
advertido: mi padre se niega a recibirme. Está bastante decepcionado
con la actitud de desdén y olvido que he tenido hacia su persona. El
portero baja la mirada y continúa explicándome que mi padre llevaba
años esperando una visita mía y que una tarde, cansado de esperar allí
donde termina el camino, se internó definitivamente en el monasterio no
sin antes advertir que si algún día yo pasaba por allí, me transmitieran su
voluntad de no recibirme. Entonces, entre las puertas abiertas, advertí a
lo lejos su presencia. Era él, mi padre. Lo reconocí con facilidad a pesar
de lo incierto que parecía su figura. Está de pie, de espalda a nosotros y
solo se dibuja su silueta a contraluz. A pesar de llamarlo reiteradamente,
no se gira. Continúa con su postura hierática, ajeno a mis llamadas.
Trato de convencer al portero, con gran desesperación, para que me deje
entrar. Su negativa insistente me hace desistir. Cambio de estrategia y le
imploro que se acerque él hasta donde está mi padre y le diga que todo
es un mal entendido. Si yo lo vi inerte sobre la cama la tarde que
falleció, cómo iba a imaginar, vocifero con la intención de que mis
palabras lleguen hasta mi padre, que estaba vivo y que encima estaba
aquí. Cómo, repito en mi desesperación.
Ahí finaliza el sueño y comienza mi inquietud. Tan pronto despierto me
asiste primero una sensación de incredulidad que me lleva hasta la
vigilia, para luego anclarse en mi interior un sentimiento de culpa que
me incomoda y zozobra enormemente.
La pregunta que me ronda la cabeza y que rumio una y otra vez es por
qué me siento culpable. ¿Por qué he tenido este sueño? ¿Qué he hecho o
qué he podido decir para que mi padre, ya muerto, aparezca como
revivido y encima rechace cualquier forma de comunicación conmigo?
Por más que busque y revuelva en el cajón de sastre que es mi memoria,
no encuentro nada, en primera instancia, que responda
satisfactoriamente a mis preguntas. Nada. Y la nada acrecienta mi
desazón.
3 de abril
A pesar de mi abotargamiento, hoy he hecho una pequeña excursión por
la ciudad y sus alrededores, dominados inevitablemente por la presencia
del mar. He llegado hasta el límite norte de esta pequeña ciudad, allí
donde el océano se embate contra un pequeño muelle y he seguido
cabalgando a través de un camino ancho y arenoso hacia el norte, hasta
una pequeña península desierta y montañosa. Esta singular isleta está
unida con el resto de la isla a través de unos arenales extensos que
flanquea el mar a naciente y poniente. Un ejército de dunas,
progresivamente más altas cuanto más alejadas de la costa estén, reptan
por las lomas desnudas que frenan con su piel de piedra y arbustos su
avance hacia el interior. Las dunas, como olas de arena, parecen tener la
plasticidad de un trigal mecido por el viento. Este paisaje es muy similar
a los llanos arenosos que se extienden desde la puerta de tierra en Cádiz
hasta prácticamente el castillo de Sancti Petri. Curiosamente, uno de los
lados de ambos arenales, tienen la misma denominación: la Cortadura
del Arrecife en Cádiz y la playa del Arrecife aquí.
Si las similitudes entre ambas ciudades son sorprendentes, sus
diferencias son notables. La más evidente, al igual que sucede en
Lucena, es que sus ciudadanos, en general, parecen no tener las
inquietudes políticas que palpitan ahora mismo en Cádiz. El mar parece
que no solo atempera el clima de esta ciudad sino que también lo hace
con el espíritu de sus ciudadanos. Me impresiona, casi sería más sincero
escribir que me conmueve, la aparente tranquilidad con la que estas
gentes parecen llevar su existencia. No sé si la presencia de buques
ingleses en sus fondeaderos les tranquiliza hasta el punto de no vivir
atemorizados ante una posible invasión francesa. Esta ausencia de temor
se refleja en la propia ciudad, imbuida en una apreciable transformación
arquitectónica, como si aprovechara esta calma para cambiar de piel.
Casas recién finalizadas y otras muchas aún en construcción se alzan
magníficamente guiadas por el orden y la simetría, remarcándose sus
líneas principales por una cantería de sorprendente calidad. Las
viviendas más antiguas, en cambio, son anárquicas, mal compuestas en
su distribución exterior de puertas y vanos, como si se hubiesen
edificado siguiendo más la necesidad de sus moradores que
determinadas reglas estéticas.
Hay un elemento en el paisaje humano que la iguala el resto de las
ciudades de España: la abundancia de curas. Los hay por todos lados, en
todas las casas, en todas las calles. Es extraordinario su número, así
como los edificios dedicados al culto religioso: la catedral, iglesias,
ermitas, conventos. Si hubiera un árbol por tonsura, la ciudad se
extendería bajo un bosque frondoso. Sin embargo, como el resto de la
isla que he podido conocer hasta hoy, la ausencia de árboles, a pesar de
las enormes palmeras que se yerguen en las huertas que alimentan la
ciudad, parece no preocuparles a sus ciudadanos. Definitivamente, estos
isleños están acostumbrados a vivir en una continua solana. Trabajando
una vez en el botánico de Madrid llegué a escuchar a un naturalista
italiano que un país con árboles es mucho más rico que otro cuyo único
patrimonio se limite al oro que guarda en sus bancos. ¿Qué pensaría este
personaje si visitara un país que no tuviera ni árboles ni ese caudal?
5 de abril
Viernes santo. Tarde de procesión como lo han sido todas las tardes de
la semana. La gente asiste con gestos de seriedad y solemnidad en sus
rostros. Ernesto me comenta visiblemente enojado que hay familias que
a duras penas tienen para comer y aún así se endeudan por vestir con
buenas ropas para esta fecha. Algunos han llegado a empeñar hasta sus
casas con tal de aparentar lo que no son. No te exagero, insiste. La
iglesia y sus alrededores están abarrotados. Los que no pudieron asistir a
la misa por no encontrar sitio dentro no tuvieron más remedio que
esperar fuera. El sol del atardecer quiso también participar en la
ceremonia iluminando con una luz vieja y delicada la ciudad. El cielo
estaba despejado y hacía calor. Cuando asomaba a la puerta de la
catedral la primera imagen de la procesión, desde la cornisa de una casa
cercana emergió el canto de un mirlo. Durante unos minutos sobrevoló a
la multitud que ajena a su reclamo aún guardaba un silencio expectante.
Siempre me ha embelesado el canto del mirlo. Es durante estas semanas
cuando están en pleno apareamiento y cuando son más vistosos y
melódicos que nunca, sobre todo al amanecer y al atardecer, que por lo
general es cuando mejor se escucha la naturaleza. Fue espectacular oír
su canto mientras se incorporaba a la procesión el sepulcro con el cuerpo
de Jesús yacente. La vida natural irrumpía en ese momento y envolvía
con su voz melodiosa el cuerpo muerto del hijo de dios, preludio quizás
de esa soñada resurrección, cíclica y necesaria que alimenta la famélica
fe del hombre y que hace posible ese milagro complejo y hermoso que
es la naturaleza, donde todo nace y todo muere en un ciclo sin fin.
7 de abril
Asistí con Ernesto a la última procesión del día con cierta destemplanza
en mi cuerpo. Mientras nos encaminábamos con la multitud, despacio,
siguiendo los pasos lentos de la procesión, distinguí en una bocacalle,
sin que él se apercibiera, al arquitecto, vestido con casaca negra, calzón
corto y medias de seda, chaleco de damasco blanco y corbatín de igual
color. Caminaba ensimismado, circunspecto, alzando la vista a
momentos, escudriñando los nuevos edificios que se alzan en el barrio
viejo de la ciudad como si quisiera encontrar en ellos la respuesta a
alguna inquietud, la solución a alguna cuestión que solo en sus adentros
anida. Pensé entonces en lo paradójico de ese silencio, donde subyace un
ruido sordo de pensamientos. Aunque todo estaba callado, intensamente
mudo, bastaba aguzar el oído y distinguir entre el aparente silencio el
rumor permanente que recorre la ciudad, la música del aire o el
ceremonioso canto de un pájaro que desde una rama alta acribillaba la
luz cenital que se colaba entre las callejuelas tortuosas de la ciudad.
Tan pronto terminó la procesión, Ernesto me asió del brazo y me sacó
bruscamente de la multitud. Sin dejarme apenas hablar me condujo entre
calles estrechas hasta una explanada que se extendía delante de unas
casas alineadas junto al mar. El paisaje que se abrió ante nosotros era
maravilloso: una atmósfera bulliciosa donde se concentraban hombres
de calzones cortos y camisas remangadas que bebían, cantaban y
vociferaban entre ellos, mujeres que amamantaban a sus pequeños
ocultas entre las barcas que descansaban en la orilla, y otras que se
cepillaban el pelo o se asomaban en las puertas y ventanas de sus casas
de madera mientras comían frutas, pescados y otras cosas de la mar.
No pude más que sonreír airadamente ante el escenario que mis ojos
contemplaban. Ernesto me señaló una pequeña taberna hacia la que
pensaba dirigirse y que exigía, para alcanzar su entrada, atravesar la
festiva muchedumbre. Antes de mezclarnos con la multitud, le agarré del
brazo y le comenté, acercándome a su oído, la necesidad que tenía de
estar en un sitio así. La cercanía del mar nos refrescaba y además
prefería aquella celebración espontánea de la vida al solemne ritual que
se paseaba por la ciudad impelido por el miedo a la muerte.
Mientras Ernesto pedía vino y sardinas asadas, yo accedí a una pequeña
terraza a la que se podía llegar desde la taberna. Desde allí descubrí la
caleta que se dibujaba tras las viviendas, el juego repetido de las olas
con la orilla, la extensión palpitante del mar y a lo lejos un velero que
abandonaba la bahía y cuya estela rayaba la lisura prodigiosa del océano.
En el cielo, una bandada de gaviotas ruidosas se adentraba con ella mar
adentro con su letanía de graznidos y lamentos. La visión del mar me
estremece el ánimo. Siempre. Gracias, muchísimas gracias le dije
emocionado a Ernesto tras regresar al interior de la taberna y sentarme
junto a él. En la mesa nos esperaba una jarra de vino y un plato con
sardinas. Una vez llenos los vasos brindamos por la vida, la amistad y el
mar. Era inevitable.
9 de abril
No me encuentro bien. Estoy apesadumbrado, molesto por un dolor
confuso, residual, que abotarga mi cuerpo. Esta mañana, al despertar, he
salido al patio y he podido comprobar que aún había calima en el
ambiente. Pensé que quizás fuese la respuesta natural de mi cuerpo al
calor tan especial y a la turbidez del aire que sofoca estos días la ciudad.
Desayuné con Ernesto. Apenas pudimos conversar. Varios asuntos
personales le apremiaban y su agitación impedía establecer un diálogo
mínimamente coherente. Antes de salir y mientras se anudaba el corbatín
blanco, me anunció que alguien quería conocerme, así que si no tenía
nada mejor que hacer, podía acercarme durante la mañana hasta la casa
del arcediano de Fuerteventura y archivero de la Catedral, que según me
aclaró antes de irse, era el anciano con quien hablaba en la plaza justo
antes del discurso del Capitán General.
—Te será fácil encontrar la casa donde vive. Regresa a la plaza y
cuando llegues sitúate en su centro de espaldas a la catedral. La casa que
está justo a la mitad de las que jalonan la plaza por su lado izquierdo es
la suya. Te estará esperando — me indicó.
Tras el desayuno regresé a la habitación y me tendí en la cama junto a
mi malestar. Intenté leer un poco pero a las pocas líneas de iniciar la
lectura me asaltó una inesperada duermevela. No tardé una hora en
levantarme, y a pesar de mi atolondramiento, abandoné la estancia para
callejear por la ciudad en dirección a la plaza.
Mientras andaba con ánimo aletargado pensé en la cantidad de sotanas
que pululaban por la ciudad. El tiempo es imprevisible, pienso
igualmente: a la sombra el aire se muestra sorprendentemente frío
mientras que al sol el calor me obliga a despojarme de la casaca.
Fue sencillo dar con la casa del arcediano. La fachada era de factura
clásica, equilibrada, racional en sus proporciones y en la distribución de
sus vanos, muy a la moda. Desde la plaza vi que la puerta principal
estaba abierta; mientras avanzaba hacia la misma, creí ver la silueta de
alguien tras los cristales de un ventanal en la planta alta. El estrecho y
oscuro zaguán finalizaba en una cancela de hierro que me cerraba el
paso. Sin embargo, mi vista sobrepasó la cancela y se paseó por un patio
luminoso donde una señora mayor, sentada en una butaca, limpiaba un
gran helecho que descansaba en el suelo. Di los buenos días bien alto. La
señora respondió con un saludo brioso. Tras presentarme e indicarle que
el arcediano me esperaba por mediación de Ernesto Martín,
administrador del Regimiento de Lucena, la señora abrió la cancela y me
indicó la escalera por la que debía subir a la planta alta, el pasillo por el
que caminar y la puerta a la que tocar.
Como encontré la puerta abierta, pude ver al arcediano junto a la
ventana con las manos unidas tras la espalda, mirando la plaza desierta.
El gesto de su mano, tan pronto me vio en el umbral , con el que me
invitaba a pasar y a tomar asiento en las butacas instaladas junto a él,
reveló sin equívoco que me esperaba. Es un anciano de frente amplia,
nariz larga y ojos almendrados. Sus manos son huesudas y los nudillos
sobresalen en ellas como una alineación de pequeñas montañas. Su piel
llena de manchas revelaba una edad avanzada.
El salón donde me esperaba es amplio, espacioso, muy luminoso
gracias a las grandes ventanas que abren la habitación a la plaza. He de
confesar que su biblioteca es considerable. Casi todas las paredes, con la
excepción del vano de la puerta donde cuelgan varios retratos, están
llenas de baldas repletas de libros. No hay hueco para uno más. Pero no
fue la biblioteca ni su hablar sereno y cadencioso lo que más me
sorprendió del encuentro. Fue el intenso aroma a café que había en el
salón.
—Le agradezco su visita — dijo mostrándome con exquisita cortesía la butaca que me había reservado. Mientras servía café, me preguntó —:
¿Llegó a coincidir con Cavanilles? Sé que usted es botánico y que ha
tenido el privilegio de trabajar en el Jardín de Madrid.
—Sí —respondí —. Tuve la enorme fortuna de trabajar con él y la desgracia de hacerlo tan solo durante unos meses —dije mientras me
acomodaba en el ancho asiento.
—Nosotros nos conocimos en París hace muchos años. Antes de la revolución —y volvió su mirada de nuevo hacia la ventana
permaneciendo unos segundos ensimismado, como si tras el ventanal no estuviese la ciudad, sino algún recuerdo —: ¿Y el jardín? —preguntó
pestañeando repetidamente, como si ese gesto automático lo devolviera
al tiempo presente.
—En Cádiz coincidí con un capataz que había trabajado en las últimas plantaciones hasta su abandono, tras la ocupación francesa. Me comentó
que, por fortuna, los herbarios, la librería y las colecciones están a buen
recaudo, pero que muchas especies de árboles cultivadas, sin las debidas atenciones, es probable que se pierdan. Para siempre — subrayé.
—Malos tiempos para ser árbol —dijo con rotundidad el arcediano —. Aquí padecemos una actitud similar hacia nuestras arboledas, pero con
la peculiaridad de que el peligro no lo trae el abandono sino el hacha. En
esta isla los árboles no mueren por olvido sino por aversión — y volvió a mirar a través de la ventana, pero esta vez hacia una bandada de
palomas que aleteaban el calor que aún flotaba sobre la plaza —. El
páramo gana terrenos al bosque día tras día — abundó.
Por su gesto, el arcediano parecía resignado ante la fatalidad.
—Ernesto ya me ha informado de la situación que padece uno de los bosques de esta isla. Doramas, ¿no? —pregunté mientras alzaba la taza
hasta la altura del mentón para disfrutar con intensidad del aroma del
café. Primero —continué brevemente antes de dar un pequeño sorbo al café —le he de confesar que es todo un ejercicio de fe creer que hay
bosques en esta isla. Todo parece tan desolado, tan yermo.
El arcediano, al oír mis palabras, se dirigió hacia un escritorio que
estaba en la esquina opuesta, junto a unos estantes. Yo aproveché su
movimiento para dar dos pequeños sorbos y terminar mi taza de café. Al
llegar al escritorio me sugirió, con un movimiento rápido de sus dedos y
sin mirarme, que me acercara hasta allí.
—Hasta hace unas pocas décadas —dijo tras sacar de una gaveta una gran hoja en blanco sobre la que comenzó a dibujar el contorno de la isla
—toda esta superficie estaba intensamente arbolada —y trazó varios círculos irregulares en el interior del perímetro dibujado —.
Prácticamente la isla era un gran bosque. Hoy, en cambio, solo nos
queda esta pequeña mancha de aquí —señaló con el cálamo —que es Doramas, ésta otra, conocida como el Monte Lentiscal y varios pinares
en los altos de la isla, que si bien es cierto que aún son grandes en
superficie son ya tan ralos y dispersos que nadie diría que esas arboledas, hoy testimoniales, casi anecdóticas, fueron hasta hace unas
décadas unos bosques sombríos.
—¿Y no han denunciado esta situación a la Real Audiencia o ante el Consejo de Regencia? — le pregunté sin saber dónde poner la taza ya
vacía. El arcediano, que se percató de mi indecisión, tomó la taza entre sus manos y se dirigió hacia la mesa cercana a la ventana, donde estaba
la bandeja.
—Las denuncias fueron eficaces durante un tiempo porque consiguieron frenar las talas y los incendios.
—Pero... —me anticipé.
—Pero fueron insuficientes e ineficaces. Cuanto más intensa sea la guerra contra los franceses, más devastadora será para los montes la paz que aparenta la isla.
—¿Aparenta? —le pregunté con evidente gesto de incomprensión.
—Aquí hay una guerra declarada al bosque. Para muchos isleños, el enemigo no son los franceses, son los árboles.
El arcediano me invitó a una nueva taza de café. Yo, asintiendo con
ojos expresivos, acepté. ¿Azúcar?, sugirió. Tras negar con la cabeza, y
con un tono que mostraba cierta indignación, traje a la conversación una
frase que repetía reiteradamente Cavanilles: quien pierde sus bosques
pierde su futuro.
—En efecto, asintió. No es casual que las naciones más ricas y poderosas sean regiones boscosas.
—Entonces, si la relación entre progreso y bosques está más que demostrada, ¿por qué no se actúa? ¿Por qué se ha llegado a esta
situación tan delicada?
—Quizás el fallo que hemos cometido en esta isla es que hemos
idealizado demasiado el bosque.
—¿Hemos? —interrumpí.
—Hemos —repitió —. No solo los carboneros y los ebanistas sacan
partido del bosque. Nosotros, los afrancesados —dijo con evidente sarcasmo —enriquecemos nuestro espíritu a través del estudio de la
naturaleza y la contemplación de la misma. El resto de la población
padece más que siente la existencia de los bosques en la isla. Unos, porque el hambre y la desesperación les ciega. Y otros por mera codicia,
pero igual de ciegos, al fin y al cabo.
—¿Entonces? —insistí.
—Heráclito hablaba de la necesidad de buscar lo inesperado en lo cotidiano, comentó mientras se acercaba a una estantería. Y lo
inesperado ahora mismo —continuó mientras extraía de las baldas superiores un libro forrado en percalina —es salir de esta vía mortal que
seguimos —. Lo hojeó durante unos segundos y como no pareció
encontrar lo que buscaba, lo cerró y lo devolvió de nuevo al lugar de la balda de donde lo había cogido previamente. Yo observaba
detenidamente los movimientos del arcediano. A pesar de su avanzada
edad, aún eran ágiles y decididos. Solo por cómo se expresaba y se movía supe que pertenecía a esa raza de personas que no se rinden
nunca. Pero hay que buscar, insistió mientras volvía a sentarse en su butaca y volvía a escudriñar el cielo a través de la ventana. Solo
buscando encontraremos la solución. Y yo creo firmemente que existen
posibilidades, que no probabilidades, de esperanza, sentenció dirigiendo su mirada de rapaz hacia mis ojos.
—¿Posibilidades y probabilidades? —. Seguía sin entender nada.
—La ciencia —aclaró —. Afortunadamente tenemos suficientes conocimientos en agronomía, en botánica, en matemáticas, en física, o
en medicina como para aportar luz donde otros solo ven tinieblas y
oscuridad. La ciencia nos demuestra que siempre hay posibilidades.
—¿Hablamos entonces de fe?
—En cierto modo sí —reconoció —.La fe ya no es patrimonio exclusivo de Dios. Ahora se puede tener fe en el hombre, en la razón y
las luces que arroja sobre nuestra existencia.
—Necesito un ejemplo — supliqué.
—El bosque solo se salvará si se moderniza la agricultura. No hay otra solución, sentenció. El ejemplo de Inglaterra y Holanda nos demuestra
que la mejora en la ciencia agronómica permite avances insospechados hasta hace décadas
—¿Por ejemplo? —volví a preguntar. Él sonrió dulcemente ante mi insistencia.
—La eliminación del barbecho, una de las principales causas de atraso de nuestra agricultura, argumentó serenamente. Mediante un novedoso y
exitoso método de rotación de cultivos se aumenta considerablemente los rendimientos de la superficie cultivada. La ciencia es la esperanza y
el estudio es el camino.
—Hace años, recuerdo que en el Jardín botánico, en Madrid, se formaron profesores para que difundieran esos avances.
—Si señor —confirmó con efusión —. Godoy lo intentó, hay que
reconocerlo, pero esa medida, muy al gusto de Jovellanos, solo iba dirigida a los propietarios de tierras, no a quienes las trabajan. El ocio de
los pudientes, en primer lugar, y la guerra contra los franceses después
abortaron la iniciativa, dijo con el gesto torcido. Podía haber sido un buen comienzo...
—...pero no era suficiente —añadí.
—No lo es, no. A este país de pocas luces y muchas sombras le falta ambición pero sobre todo, instrucción, declaró.
Durante un instante permanecimos en silencio, cabizbajos. Luego,
continuamos hablando de agricultura, de la relación que hay entre
pobreza y analfabetismo, de miseria y oscuridad y de la inclinación
natural que tiene el ser humano de asomarse al abismo. Cuando la
conversación adquirió un sostenido tono de derrota, el arcediano quedó
sumido durante unos segundos en sus pensamientos para regresar
después con su voz grave y aterciopelada y extraordinariamente
persuasiva. Habló entonces de la felicidad, de nuestro deber moral de
buscarla y de encontrarla no solo en el amor fraterno, en la comprensión
humana o en la solidaridad, sino también en la poesía que escribimos
cada día con nuestros gestos, en el silencio del bosque o en la razón,
insistió señalándose la cabeza y luego el corazón. Todo ha de
recomenzar, sugirió con natural sosiego. Hay que mirar al mundo, a la
naturaleza con nuevos ojos, una nueva mirada, aceptando que allí donde
está el peligro, también se encuentra la esperanza. Es algo que puede
parecer terrible, pero me reconocerá también que es maravilloso, dijo
con un brillo infantil en sus ojos.
Sus argumentos sonaban meditados, ecuánimes. Entonces tocaron
varias veces en la puerta del salón y antes de responder una voz ligera
llamó al arcediano por su nombre. Cuando asomó tras la puerta, reconocí
a la señora de la entrada. Nuestro encuentro tocaba a su fin. Un
mensajero lo esperaba para saber si acudiría a una reunión de urgencia
que acababa de convocar la Junta de Sanidad. Algo sucede, comentó el
arcediano levantándose de su butaca con evidentes signos de
preocupación. ¿Qué le digo?, preguntó la señora. Que bajo de inmediato,
respondió con tono grave el arcediano. Me temo que es algo relacionado
con los brotes de fiebres que se dan desde hace unos días en un barrio de
la ciudad. Tememos un contagio de las fiebres que se padecen en
Tenerife, dijo.
Antes de que el arcediano partiera le confesé tanto el deseo que tenía de
visitar el bosque de Doramas como de leer alguna publicación sobre la
flora de las islas. El arcediano, sin pensarlo, se acercó a una de las
estanterías y extrajo un cartapacio que depositó sobre el buró.
—Este es un diccionario de historia natural —dijo —que he escrito de forma constante durante muchos años. Aún no está publicado y me temo
que durante el poco tiempo de vida que sé que me resta, no se publicará.
Puede consultarlo aquí todo el tiempo que desee. Es más, tiene esta biblioteca a su merced.
—¡Gracias! —exclamé sin ocultar mi emoción.
—Creo que la reunión a la que me convocan se extenderá durante toda la jornada. En mi ausencia, considere esta biblioteca como su biblioteca.
Y sí, me parece que una expedición a Doramas no solo tiene trascendencia intelectual. Ya verá como es igualmente alimento para su
alma.
Nos despedimos con cierta urgencia estrechándonos la mano de forma
efusiva. Yo no hacía más que repetir las gracias por el grato momento
que había pasado.
—No —manifestó el arcediano apoyando su mano izquierda en mi hombro derecho —, las gracias debo dárselas yo a usted por haber
aceptado mi invitación. Los viejos como yo absorbemos el tiempo de los jóvenes, dijo sonriendo mansamente.
Continué hasta bien entrada la tarde leyendo embelesado el diccionario.
Me pareció una obra monumental, como lo es la naturaleza de estas
islas. Al cabo de unas horas de lectura, el apetito me empujó a comer
algo pronto aunque fuese de modo frugal. Fue en ese momento cuando
sentí que el malestar matutino lejos de remitir arreciaba con preocupante
intensidad. Cerré el cartapacio y antes de abandonar el salón, acaricié su
portada sabiendo que dejaba atrás una obra inaudita, colosal.
Al salir al pasillo no me encontré con nadie y deshaciendo el camino
que había hecho al entrar iba cerrando con intencionada delicadeza las
puertas que tras de mí dejaba. Salí de la casa sin enturbiar el silencio que
allí flotaba. Tan pronto pisé la calle miré al cielo y me pareció más irreal
e incierto que cuando entré. Un soplo de aire fresco ascendió con
decisión por la calle. Pensé en ir a aquel barrio que había visitado con
Ernesto la tarde anterior, e incluso ir de nuevo a la misma taberna,
sentarme en la terraza y contemplar desde allí el mismo horizonte y el
mismo mar, pero me encontré fatigado y adormecido.
Regresé a casa del arquitecto con paso afligido y con la impresión de
que el camino de vuelta, a pesar de ser el mismo recorrido que el de ida,
era incomprensiblemente más largo. Todo me parecía molesto pero en
especial aquella luz blanquecina que inundaba la ciudad. Cuando
finalmente llegué me recibió el criado con su gesto adusto y su rostro
sumergido en una seriedad impenetrable. Al entrar al comedor, Ernesto,
nada más verme, se interesó por la visita al arcediano. Sin embargo, al
descubrir mi palidez, la lentitud y pesadez de mis gestos y el umbral
ceniciento de la cuenca de mis ojos, volvió a interrogarme pero esta vez
para saber cómo me encontraba. Mal, declaré. Estoy como si mi cuerpo
fuera un lastre pesado que arrastro sin fuerzas y sin voluntad. Solo me
apetece estar acostado. Ernesto me miró con cierta preocupación, me
sugirió comer todo lo que pudiera y descansar el resto de la tarde y toda
la noche ya que a la mañana siguiente, con las primeras luces del alba,
abandonaríamos la ciudad para regresar a Lucena.
10 de abril
Por los síntomas que tengo, creo que debo estar enfermo. Me duele todo
el cuerpo y tengo una sensación interna de agotamiento. Por los
escalofríos que me acompañaron desde las últimas luces de la tarde y
hasta bien entrada la noche debo tener fiebre. No puedo dormir. El temor
me lo impide. ¿Y si me he contagiado de la fiebre amarilla? Tanto el
arcediano como el arquitecto señalaron la probabilidad de que, a pesar
de tantas precauciones, el contagio de las fiebres ya haya empezado a
hacer estragos entre la población. Tengo miedo.
Partimos de la ciudad cuando el día comenzaba a despertarse bajo una
luz aún tímida y una agradable sensación de orden y silencio.
Cabalgamos durante toda la jornada, a pesar de las insistentes
invitaciones de Ernesto a parar cada vez que yo lo necesitara. Pero las
rechacé todas porque quería llegar a Lucena cuanto antes. Quizás por
eso siempre he oído que el camino más largo siempre es el de vuelta. A
diferencia de la ida, hoy el mar transmitía la sensación de que en su seno
todo es movimiento y sonido. Parece que es imposible que algo quede
inerte y callado en sus dominios. Cuando el camino nos devolvió a la
costa, antes de remontar el puerto tras el que se vislumbra por primera
vez Lucena, pudimos disfrutar de una escena bellísima: la espuma del
mar parecía elevarse en el aire, disuelta, y se elevaba hasta la cornisa de
los acantilados, donde finalmente se esfumaba. Todo el litoral era una
orla de espumas, un paisaje hermoso e indefinido compuesto por una
relación ordenada de líneas que se dibujaban con insólita precisión y que
enmarcaban una sucesión prolongada de claros y sombras. Mientras
atravesábamos este escenario, miré varias veces el rostro de Ernesto y al
verlo cabalgar con aire distraído pensé que esta gente de las islas vive
sin reparar en el privilegio que es la cercanía del mar.
Tan pronto llegamos, mientras desembridaba los caballos, Ernesto me
invitó a cenar en su casa, pero desestimé la invitación porque me
encontraba débil e inapetente. Le agradecí sinceramente la estancia en
Las Palmas. Le confesé que habían sido unos días estupendos, me
despedí y caminé calle abajo hacia el cuartel. Como era de esperar, la
ciudad estaba desierta y solo se oía la actividad frenética de algunas
cocinas.
Mis miedos contrastan con la serena atmósfera que hay afuera. Cuando
llega la noche, todo tiene una nueva dimensión gracias a la luz blanca de
la luna creciente, casi llena, de las estridencias de los grillos, el croar de
las ranas, el silbido oculto de las lechuzas y el grito infantil de algunos
alcaravanes.
Con esta sinfonía inesperada yo también me lleno, pero no de luz, sino
de sensaciones, de imágenes, de recuerdos y sobre todo, de miedos.
16 de abril
Tras varios días enfermo, con fiebre, de sueño pesado y escalofríos
discontinuos, en los que he permanecido acostado en el catre totalmente
tapado con el cuerpo tiritando bajo el embozo, al fin he mejorado. Aún
estoy débil pero las fiebres han remitido. No he vomitado en ningún
momento y gracias al agua, a los paños húmedos y fríos y tisanas para
controlar la fiebre que me subían Bernarda, la cocinera que atiende a
todos los soldados del cuartel como si fueran sus hijos, y Ernesto, que
me visitaba a diario, he mejorado de forma considerable. Hoy ya me
siento con fuerzas suficientes como para retomar el diario, hecho
sintomático de esta mejoría apuntada. Sin duda. Sin embargo, poco dura
la alegría en la casa del pobre. Esta tarde cuando desperté de la
sobremesa, me encontré con Ernesto ya en la habitación, sentado en el
taburete junto a la ventana. Estuve varios minutos observándolo
mientras él leía un libro que sostenía entre sus manos. Luego interrumpí
su lectura con un carraspeo prolongado.
—Perdona si te he despertado —se disculpó Ernesto tan pronto me vio despierto.
—No te preocupes. Me relaja verte leer —contesté desde la cama —. ¿Cómo te encuentras? —me preguntó cerrando con suavidad el libro que tenía entre las manos.
—Bastante mejor. Llevo todo el día empapado en sudor, señal inequívoca de que las fiebres comienzan a remitir.
Y para demostrar mi mejoría me incorporé y apoyé mi espalda en el
dosel. Ernesto cogió una taza que humeaba en la mesa y me la acercó.
La tisana estaba tan caliente que traté de enfriarla soplando lentamente
sobre la taza. En unos días, continué entre soplidos, espero estar
incorporado.
—Bueno, no tienes de qué preocuparte, declaró con la intención de evitar prisas innecesarias. Has tenido suerte de padecer fiebres
estacionales y no la temida fiebre amarilla. Gracias a Dios —alzó sus ojos hacia lo alto—, porque no me quiero ni imaginar qué pasaría si se
presentara el contagio en Lucena —. Ernesto se levantó y dio varios
pasos hacia la puerta con gesto de indudable preocupación. Pensé que iba a salir de la habitación, sin embargo, se giró de nuevo hacia mí y me
indicó que aún así, siendo estacionales mis fiebres, lo mejor es que
permaneciera en la habitación y no saliera de ella hasta que me repusiera totalmente —. No hay médicos en Lucena —declaró —, pero sí
remedios para tus fiebres. Continuaré visitándote a diario y daré
instrucciones a Bernarda para que te suba alimentos y todo lo necesario para mantener controlada la fiebre. Guarda reposo y trata de descansar
— me ordenó antes de cerrar la puerta con sutileza, como para evitar que
desde fuera alguien oyera lo que iba a decirme —: Ha llegado esto de Tenerife —dijo mostrando un sobre que acababa de sacar de uno de los
bolsillos interiores de su casaca —. El remite es del cuartel de la
Capitanía General. Creo que es la respuesta que esperabas.
La expectación me desbordaba mientras abría el sobre. Sin embargo,
tan pronto advertí el mal olor que desprendía el papel, la curiosidad fue
reemplazada por un expresivo gesto de contrariedad.
—Es vinagre —comentó —. Mojan el sobre en un vaso ancho con
vinagre —me explicó Ernesto al ver mi entrecejo fruncido por el hedor —. Creen que así desinfectan el sobre para evitar un posible contagio —
dijo sonriendo.
La carta era concisa, tanto que me permitió leerla varias veces hasta que
habló la curiosidad de Ernesto.
—¿Y bien? —preguntó.
—Ha muerto.
—¿Qué? —volvió a preguntar arrugando el ceño.
—Toma —respondí con sequedad —. Lee tú la carta —dije mientras se la devolvía. Antes de que Ernesto comenzara a leerla, fui desvelando
lentamente su contenido. En voz alta, como si al oír su contenido de mi
propia voz adquiriera la condición de verdad irrefutable —: El capitán
Pablo Romero ha muerto —conseguí decir mientras deshacía el nudo del
camisón —. La fiebre amarilla lo ha matado —sentencié.
—¡Santa Madre de Dios! —exclamó Ernesto al finalizar de leer la carta —. Mata más la epidemia que la guerra contra los franceses —dijo. Un
silencio de derrota se instaló en la habitación. Ni yo tenía ganas de
hablar, ni Ernesto sabía qué decir. Hasta que se pronunció ante la evidencia —: ¿Y ahora qué harás? —me preguntó. Yo me había
incorporado por primera vez en varios días y caminaba despacio y sin
rumbo por la habitación.
—No lo sé —le respondí mientras me sentaba con gesto cansino en un
taburete —. ¡Maldita fiebre amarilla! —maldije con sincera rabia mirando a través de la ventana abierta sin importarme en absoluto el
paisaje que ante mí se extendía —. La verdad es que no sé qué hacer —
confesé. La muerte del capitán deja sin sentido mi estancia aquí en Lucena.
—Bueno, ahora la prioridad es recuperarte —dijo Ernesto tratando de consolar mi desolación —. Una vez te repongas —continuó —, ya
decidirás de forma más serena qué hacer. Mañana te veré de nuevo — dijo conduciendo sus pasos hacia la puerta. Antes de abandonar la
habitación, volvió sus ojos hacia mí y al verme sentado, con la cabeza
hundida entre mis manos, se acercó hasta donde yo estaba y me frotó cariñosamente el pelo —: No te preocupes por nada y descansa —dijo
—. Mañana, por suerte, volverá a salir el sol.
19 de abril
Hoy hace siete años que murió mi padre. La primera imagen que
siempre me viene a la cabeza por esta efeméride es la de mi hermana
esperando mi regreso para anunciarme su muerte. Ese día había salido
con la intención de recolectar varias hierbas y terminar de una vez el
herbario que estaba confeccionando con las plantas que crecían
silvestres en mi comarca. Me hubiese gustado estar junto a él y junto a
los míos en ese momento. Pero mi consuelo siempre es la determinación
que he mostrado ante mi destino. Yo elegí mi camino y lo seguí. Vivir
es, en cierto modo, elegir. Y una de las consecuencias al optar por esta
forma de vida que llevo es la distancia que existe ahora entre mi familia,
a la que cada vez veo menos, y yo.
De mi padre siempre me gustó su sonrisa y su natural emoción por las
cosas más básicas de la vida. A veces me pregunto qué hubiese sido de
mi vida si nunca se hubiese producido el encuentro fortuito entre mi
padre y don Eutimio, aquel maestro tan peculiar que andaba solo por el
monte estudiando y recolectando plantas. Y sobre su beneplácito a la
propuesta que le hizo don Eutimio de enviarme a la escuela municipal
bajo su tutela, como si hubiese visto en las palabras del maestro lo que al
final ha resultado ser, la liberación de un miembro de su familia de ese
trabajo inmenso y desagradecido que es siempre la supervivencia en el
campo.
20 de abril
Anoche no conseguí dormir hasta bien entrada la madrugada. Y cuando
desperté con el amanecer no quise incorporarme. Me quedé retozando en
la cama mientras fuera el canto de un mirlo anunciaba las primeras luces
de la mañana. Bernarda apareció con el desayuno antes de lo esperado y
tras sugerirle que lo dejara en la mesa, junto a la ventana, esperé a que
abandonara la habitación para incorporarme. Con el paso y el ánimo aún
renqueante me acerqué hasta la ventana. Al abrir las hojas, una luz
polvorienta inundó la habitación cegándome durante varios segundos,
hasta que mis ojos lograron adaptarse al fulgor vespertino. Me senté
junto a la ventana abierta y mientras arrancaba a jirones la cáscara de
una naranja, observé el cielo limpio, de un intenso color azul.
Como es habitual, el fondo de este escenario lo preside la imagen del
Teide, hoy igual de visible que otros días pero más inaccesible que
nunca, más inalcanzable. La muerte del capitán Romero es también la
muerte de un viejo sueño que estuvo a punto de materializarse. Es,
igualmente, el final de mis días en Lucena. Retomo el objetivo que me
llevó a Cádiz: alcanzar las costas de Nueva Granada. Sin embargo, antes
de partir definitivamente de esta isla, me gustaría compensar la
oportunidad perdida del Teide con una excursión a ese bosque ignoto y
enigmático. Además, cuento con la proposición que me hizo Ernesto
hace unas semanas. Solo espero que, a la vista de lo sucedido, tenga más
éxito en estas islas mi deseo de explorar sus bosques que el de subir a
sus volcanes.
24 de abril
Para mi sorpresa, parece que me acostumbro rápido a la incertidumbre
que dirige mi existencia. No sé dónde estaré en unas semanas, o en unos
meses, pero poco me importa. El objetivo permanece inmutable, Nueva
Granada, pero los días en Lucena transcurren tan plácidos que me
sorprendo deseando que el paso de los días se ralentice. Además, he
decidido no forzar al destino y dejarme llevar por la corriente siempre
inescrutable del azar. Me iré de Lucena cuando verdaderamente sienta
que deba irme. Antes, no.
A pesar de que la fiebre ha remitido, la mayor parte del día me
encuentro cansado. Sin embargo, ya disfruto por las mañanas de la
sombra prolongada de la araucaria, leo, aunque no todo lo que quisiera,
y toco el violín todo el tiempo que puedo. Ernesto, aprovechando el
tiempo que invierto en la lectura, me ha pasado el borrador de una
pequeña obra de teatro que ha escrito él mismo y que acaba de finalizar.
Es un diálogo entre dos personajes, uno indígena de la isla, moribundo, y
otro, conquistador, que a traición consigue herir al indígena mortalmente
de una lanzada. Lo realmente hermoso es el escenario donde transcurre
la acción: el bosque que tanto ansío ver.
Esta tarde, cuando Ernesto ha venido a escuchar mis impresiones sobre
su obra, he aprovechado el encuentro para recordarle mi interés por
visitar el bosque antes de embarcar hacia América. Tan pronto yo esté
totalmente repuesto, ha prometido, embridaremos los caballos y
cabalgaremos de una vez hacia el monte. Luego, dijo advirtiendo yo
cierto aire de tristeza en sus palabras, podrás partir del cuartel, de
Lucena y de la isla hacia ese futuro prometedor que te aguarda al otro
lado del océano.
25 de abril
Llevo todo el día pensando si yo sería capaz de escribir una novela.
27 de abril
Confirmado. El próximo miércoles, primero de mayo, saldremos hacia el
bosque de Doramas. La noticia ha sido el espaldarazo definitivo a mi
recuperación.
28 de abril
Hoy Ernesto me ha pedido que le acompañe a un pequeño caserío para
retirar varias pipas de vino. Era un encargo que había hecho hace unos
meses a petición del arquitecto. Mientras preparaban los caldos, Ernesto
me propuso acercarnos hasta unos acantilados cercanos que ofrecen una
panorámica que te gustará mucho, aseguró. Y acertó. Sin transición
alguna, la horizontalidad de los cultivos se desploma a través de unos
escarpes totalmente verticales que se hunden en un mar oscuro, que
imagino profundo, muy profundo. Abajo, dijo señalándome un lugar
donde yo solo veía la espuma de las olas que sin pausa rompían contra la
base del cantil, hay una cueva donde el mar penetra tierra adentro. En
realidad nadie sabe hasta dónde llega pero los hay que juran haber
entrado en esa cueva. Cuentan que en realidad es la boca de un túnel
excavado en la noche de los tiempos que enlaza esta bahía con algún
lugar secreto de Lucena. A falta de bosques, comentó con ironía, la
imaginación crea nuevos espacios encantados. Yo, en cierto modo, lo
entiendo: el mar, los acantilados, sus fondos desconocidos, su extensión.
Donde aún no llega la luz de la razón, nos encontramos con las sombras
de la superstición.
Antes de regresar quise volver a mirar el mar. El aire estaba limpio. Un
velero cruzaba el océano con sus velas desplegadas y su estela rayaba la
extensa horizontalidad del mar bajo la línea siempre lejana del horizonte.
El eco de las olas parece no tener escapatoria del lugar. Las paredes
enfrentadas son una caja de resonancia que impulsa el sonido bronco del
mar hasta más allá del cantil. La vieja canción marina se oía incluso
cuando nuestros pasos ya nos habían devuelto a la geometría previsible
de los cultivos.
29 de abril
Una isla no es solo una porción de tierra rodeada de mar.
¿Cuál es el entonces su verdadero límite, donde empieza o donde
termina el mar? Éste, el mar, es parte de la isla, porque la isla nunca se
entendería sin él. Jamás. Por eso, la última frontera de una isla nunca
será el mar, sino el horizonte. Ahí es donde verdaderamente termina la
isla, en el horizonte, su última frontera, ese confín lejano e inalcanzable
donde simulan encontrarse cielo y mar.
1 de mayo
Adentrarse en un bosque es como entrar en uno mismo y retroceder en
un viaje alucinante hasta la raíz de la propia existencia, a los inicios de la
vida silvestre, cuando los árboles eran los reyes de la tierra, hoy
vergonzosamente convertidos en súbditos del hombre. ¡Quién pudiera
volver a aquel tiempo de libertad inicial cuando la única ley que
imperaba sobre la tierra era la dictada por la propia naturaleza!
He de reconocer que el bosque de Doramas, que por fin he podido
conocer, aún conserva el misterio y la sugestión que sólo son capaces de
evocar los bosques que proceden de la mismísima naturaleza primitiva,
cada vez más reducida y día tras día cada vez más alejada del hombre y
esta desnaturalizada civilización.
El relieve en el interior de la isla es muy accidentado, tanto que no
permite descubrir el bosque hasta que no estás prácticamente ante él.
Según Ernesto, hay otros caminos que nos hubiesen llevado más
rápidamente al corazón de esta selva pero me confesó que escogió la
senda por la que entramos porque ofrece una perspectiva exterior del
bosque bellísima e impactante. Ernesto imaginó que esta visión me
causaría una gran impresión y así ha sido. Ante nosotros, de repente, sin
transición alguna, se abría una sucesión equilibrada de lomos alargados
y barrancos profundos tapizados por un manto vegetal denso y uniforme.
La combinación de bosque y topografía quebrada, profundamente
arrugada que se recorta contra el cielo en sus cimas y se oscurece en sus
hondas vaguadas, crea un paisaje de una hermosura casi indescriptible.
Es una arboleda tan densa, tan abigarrada, que vista desde fuera parece
una enorme moqueta, una tela fuerte cuya trama adquiere ese aspecto de
tapiz sobrepuesto a los caprichosos devaneos del terreno. El lugar desde
el que tuvimos este primer contacto, esta primera panorámica, es
conocido como el lomo de la Raya. No me ha hecho falta preguntar el
origen del topónimo. Bastaba con volver la vista atrás y ver el paisaje
desarbolado, manchado de pastos y cultivos, y volver de nuevo la vista
hacia adelante, hacia el bosque que se extendía ante nosotros, para
entender el sentido de frontera que adquiría el lugar donde nos
encontrábamos. He de confesar que me ha sorprendido la contundente
rigidez y nitidez que adquieren los límites del bosque, al menos en esta
zona, donde bastan unos metros para pasar de la solana de los prados a la
umbría arbolada, o viceversa. Fue aquí donde nos esperaba Mateo,
amigo de Ernesto, cazador y leñador y según Ernesto, el lugareño que
mejor conoce el bosque. Mateo es alto de estatura, de piel morena y
fuertes brazos. Su pelo cano y su rostro arrugado revelan una edad ya
avanzada pero él se mantiene erguido como un mástil, pisa con inusitada
firmeza y aún goza de una agilidad casi juvenil. Sin embargo, creo que
el rasgo que mejor lo caracteriza es ese silencio tan natural, tan auténtico
que siempre le acompaña.
Una vez reunidos los tres, comenzamos a descender por un sendero
empedrado que salvaba la fuerte pendiente de la ladera en lazadas
trazadas con una audacia admirable. No habíamos alcanzado aún la
vaguada cuando en una vuelta del camino surgió ante nosotros un
escenario tenebroso e inesperado y en apariencia caótico, compuesto de
árboles que se alzaban con retorcida angustia hacia un cielo invisible, y
al que acompañaban musgos, helechos y otras plantas menores.
Entrábamos, al fin, en el bosque de Doramas y lo hacíamos a través de
un paisaje alucinante que me recordó inevitablemente al ejército
fantástico de árboles que Macbeth veía marchar hacia su castillo. Pero es
en el fondo de los valles, en las alargadas hondonadas donde se extiende
el reino de la umbría, donde crecen los árboles más espléndidos de todo
el bosque, donde cada ejemplar irradia tal majestad y solemnidad, tal
porte y altura que entremezclados con la bruma ofrecen una atmósfera
irreal. Fue en este punto donde al unísono descendimos de nuestras
monturas. Nadie nos obligó y nadie lo propuso, pero de una manera
natural entendimos que nuestro comportamiento a partir de ese punto
tendría que ser igual de respetuoso que si estuviésemos dentro de una
catedral. Y no es un ejemplo caprichoso pues es este bosque un inmenso
templo pagano que parece no haber visitado nunca el tiempo. Y de la
misma manera, se impuso entre nosotros un silencio absoluto solo
interrumpido por el bisbiseo del arroyo, de las fuentes, que aquí no
callan nunca, por el aleteo revelador de las palomas y el silbido
constante de otros pájaros y del viento que sacudía con timidez las copas
altas de los árboles. Aquí, en las vaguadas más profundas, las nieblas se
remansan y como si de un mar dócil se tratara, bañan el bosque durante
todo el año creando un ambiente de humedad tan extrema que la
vegetación permanece empapada incluso en el estío. Hay tal serenidad
dentro del bosque que uno aseguraría que la vida, bajo estas sombras, se
sucede sin drama alguno.
Mateo se acercaba a los árboles, tocaba sus troncos y los golpeaba con
sorprendente entusiasmo, como quien golpea cariñosa y repetidamente la
espalda de un amigo. A cada árbol o planta que yo me acercaba a
observar él iba detrás, indicándome su nombre. Lo hacía con tal ánimo
que cualquiera que observara la escena podría pensar que más que
decirme su nombre, parecía estar presentándome a las mismas. En
muchas ocasiones, se detenía y recogía una hoja de entre la hojarasca, y
por el color, por su tamaño o por su forma me mostraba a qué especie
pertenecía. Así, por ejemplo, he aprendido a diferenciar entre ellos los
laureles, los tiles y los barbusanos. Son tan similares estas especies entre
sí que si Mateo no me hubiese explicado las sutiles diferencias que
existen entre ellas, yo hubiese pensado que el bosque lo conformaba una
única especie. Incluso me enseñó a reconocer la presencia de los
viñátigos entre la arboleda sin haberlos localizado previamente. Basta
con distinguir las hojas anaranjadas que destacan entre la variedad de
verdes y colores pardos que se amontonan en el suelo. Es sobrecogedor
observar como esta especie, el viñátigo, retrasa su muerte mediante una
estrategia de renovación continua e insólita: sus viejos tocones, de
aspecto moribundo, se rodean de nuevos retoños, que vigorosos y
extremadamente verticales, parecen obsesionados por alcanzar cuanto
antes la luz que inunda el dosel del bosque. Por lo que veo, esquivar la
muerte no es una inquietud exclusiva de los humanos. Sin embargo, la
estupidez sí es patrimonio exclusivo de nuestra especie. Nos cuenta
Mateo que esta forma de delatarse tan ingenua que tiene el viñátigo ha
ocasionado su tala desmedida y no por gentes que buscan aprovechar la
excelente calidad de su madera, apunta. Muchos pastores los cortan,
sobre todo cuando aún son jóvenes, porque sus hojas son tóxicas para el
ganado, dice con una mueca de incomprensión. Luego, nos ha invitado a
que nos acerquemos hasta un rincón del bosque donde había cientos de
pequeñas plántulas que apenas sobresalían de la hojarasca. Ésta es la
táctica del til, ha comentado en voz baja, como quien cuenta un secreto
inconfesable y teme que lo escuchen. Es como si uno de nosotros
pudiera parar el paso del tiempo tomando la decisión de seguir siendo un
niño. Cuando sus semillas caen al suelo, nos explicaba mientras nos
abría un fruto de til que acaba de recoger entre la hojarasca, germinan
rápidamente. El suelo entonces, y señaló con sus dos manos la totalidad
de la extensión, se llena de pequeñas plántulas que logran crecer con
sorprendente rapidez y facilidad entre la broza. Pero curiosamente, estas
plántulas, como si estuviesen dotadas de una voluntad humana, deciden
no crecer más. Así, lo que nuestros ojos ven como delicados brotes
infantiles son en realidad pequeños ejemplares de til con más de veinte
años de edad. Tan solo unos pocos de entre los cientos de estas pequeñas
plantas que tapizan el suelo crecerán. Y lo harán con una única
condición: tendrán que convertirse en los árboles más altos del bosque,
nos reveló sin ocultar su emoción.
A pesar de la aparente monotonía que a primera vista transmite el
bosque, he de confesar que nunca había visto tanta diversidad de árboles
en un espacio tan reducido. Y si una vez dentro puede resultar caótica la
distribución de las especies, este caos es pura apariencia porque tras ese
aparente desconcierto subyace un orden insospechado. Cada especie
tiene sus apetencias y mientras unas prefieren la exposición directa al
sol, otras, en cambio, se esconden en los rincones más sombríos del
monte, como el saúco, que por suerte vimos florecido. Algunas especies
son muy parecidas a las que crecen en la península, como los laureles, el
acebo de las islas y los madroños, pero son los brezos los que realmente
me han causado especial asombro por sus insólitas alturas. Los brezos
que hasta hoy conocía no sobrepasan por lo general la altura de un
hombre y aquí, en este bosque, son verdaderos árboles de troncos
encrespados, sinuosos, altísimos.
A pesar de su buen estado de conservación, Mateo nos revela viejas
heridas del bosque como tocones o carboneras que sus ojos avezados
descubren donde nosotros solo vemos hojas secas y ramas amontonadas.
He recolectado todo el material que he podido entre hojas, flores y
frutos. Llevo toda la tarde junto a Mateo, a las puertas de su casa, en un
viejo caserío que surge en medio del bosque, ordenando y clasificando
multitud de hojas para luego crear un herbario lo más detallado posible
que recoja la amplia diversidad de plantas que hoy he descubierto.
Desde la solana de la casa, en un pequeño banco de madera adosado a
la misma, esperamos sentados ambos la llegada de la noche en silencio,
observando como la niebla se acerca, ocultando los valles profundos y
dejando en resaltes los lomos que ahora se aparecen ante nuestros ojos
como pequeños islotes que sobresalen sobre el mar de nubes. Las nieblas
ascienden e inciden sobre las crestas. El interior del bosque, siempre tan
atractivo, gotea con persistencia y es aún más sugestivo cuando
permanece envuelto por el tenue velo de la niebla. Es un privilegio
observar esta naturaleza majestuosa, disfrutar estos espacios donde el
espíritu se recrea y se alimenta del silencio y las sensaciones que
emanan del paisaje, del aire, de los árboles. Apenas he estado unas horas
con Mateo, pero me ha bastado ese tiempo para afirmar sin temor a
equivocarme que es ese tipo de personajes que recoge la esencia de la
verdadera inteligencia, la que reside en el corazón. Mateo no sabe de
libros o del precio de las cosas, sabe de la vida, de los árboles, de la
naturaleza, sabe de la esencia del hombre y nos recuerda que lo que
debemos hacer es recuperarla.
3 de mayo
Partimos de noche, antes de que despertara el caserío con el ruido del
amanecer. Mientras comenzaba a bañarnos la pleamar del día,
alcanzamos en continuo y duro ascenso la cornisa de un volcán
extinguido que ya avisaba de su presencia por el sustrato inestable y de
color negro que alfombraba un paisaje desolado, seco y de apariencia
estéril. La subida final la realizamos bajo un sol tibio por una empinada
cañada que acompañaban una veintena de pinos enormes, de copas
aparasoladas y ramas increíblemente retorcidas. Me pregunto qué
imagen hubiese tenido de los mismos el ínclito manchego don Alonso
Quijano si su creador lo hubiese hecho cabalgar por estos cortijos y entre
estas coníferas de aspecto casi irreal. Mateo nos comenta que todos esos
pinos descomunales tienen sus nombres propios, como nosotros, dijo
con orgullo. Y al irnos recitando de memoria los nombres de cada uno
tanto Ernesto como yo caemos rápidamente en la cuenta de que esos
nombres son los de antiguos emperadores romanos. ¿Sabes quién
bautizó a estos pinos con esos nombres, Mateo?, pregunté esperando que
nos contara alguna historia fascinante. Sin embargo, Mateo dijo lo que
realmente sabía: su padre fue quien le enseño a él esos nombres y a su
vez, su abuelo fue quien le transmitió a su padre ese mismo
conocimiento. Tengo la impresión de que para Mateo los nombres son
tan viejos como los pinos y preguntarse quién les puso sus nombres es
tan vano como intentar averiguar quién los plantó.
Una vez coronamos el volcán, la cima se transformó en una magnífica
atalaya desde la que pudimos contemplar prácticamente todo el norte de
la isla. La caldera, como llaman aquí al profundo cráter del volcán, se
abre en primer término en perfecto círculo teñido de colores rojos, ocres
y negros. La imaginación vuelve entonces a desatarse para retroceder a
un tiempo desconocido y recorre con increíble precisión el momento de
la erupción, recreándose en las fumarolas desde las que ascienden
sinuosos hilos de humo, en la lluvia negra de cenizas, en la lava que se
precipita y serpentea por el cauce de los barrancos y en el fuego, que
consume el bosque de manera lenta e implacable.
Fue aquí donde Mateo nos abandonó. Más que un breve saludo de
despedida, este tipo de hombres se merece un sincero y prolongado
abrazo de hermano. Cuando desapareció su figura entre la cañada, le
pedí a Ernesto prolongar nuestra estancia para dibujar en mi cuaderno el
soberbio paisaje que disfrutaban mis ojos, mi alma y mis pies.
Tan pronto finalicé, seguimos avanzando y ascendiendo entre campos
de retama florecida y mantos de negro picón. Cabalgábamos con
tranquilidad disfrutando de las amplias panorámicas que ofrecía el
camino, del amplio y sereno pinar entre el que se distinguía un pequeño
volcán, hasta que de pronto nuestras monturas pararon. Nadie había
dado la orden de parada. Era el camino quien se detenía de pronto como
si hubiésemos alcanzado un finisterre inesperado. Sin tránsito alguno, la
loma por la que ascendimos se desplomaba y aparecía ante nosotros un
paisaje extenso y hermoso, intensamente erosionado y desgastado por el
paso del agua, del viento y del tiempo. Era como si nos encontráramos
ante una isla distina. La visión que se abría ante nosotros, nada tenía que
ver con lo visto hasta entonces. Ernesto fue mostrándome el nombre de
los principales hitos que sobresalían en ese paisaje dramático. Rocas
gigantescas hermosamente pulidas por las manos del viento que
destacaban en el relieve como mojones desproporcionados, gigantes,
elementos más propios de una escenografía diseñada más para la
mitología que para la vida en apariencia insignificante de los hombres.
Esparcidos por el fondo quebrado de aquella enorme depresión, los
caseríos demostraban la inveterada capacidad humana por sobrevivir en
donde la vida parece algo improbable e inimaginable. Rápidamente me
invadió la sensación de tiempo detenido, como si allí no pasara nada
desde hace siglos. Adivinando mis intenciones, Ernesto se bajó de su
caballo y se sentó bajo un árbol mientras yo comenzaba a dibujar en mi
cuaderno las líneas destacadas del paisaje. Primero las de las cumbres,
simples al norte, exageradamente quebradas al sur y al poniente, donde
los estratos presentaban una inclinación tan sorprendente como
inimaginable. La ausencia significativa de arboledas la compensaba el
protagonismo de las curiosas formas del relieve. No hay orden aparente.
Como si ningún elemento del paisaje atendiera a una lógica creativa. La
naturaleza a pesar de su simple apariencia, encierra siempre una
complejidad que pocos ojos son capaces de captar y un enigma que
menos aún somos capaces de descifrar. El reto del hombre siempre ha
sido captar, reproducir e imitar la belleza limpia y enigmática de la
naturaleza.
Por la tarde, tras parar en un pequeño caserío conformado en su
totalidad por cuevas, alcanzamos un frondoso pinar. Al principio pensé
que estábamos en una meseta prolongada. Sin embargo, y como parece
habitual en la topografía esta la isla, el llano finalizaba en unos
acantilados vertiginosos que se arrojaban desde una altura considerable
hacia el mar.
Hicimos noche en una cueva amplia y abrigada no sin antes despedir el
día como se merecía. Encaramados en un gran piedra y envueltos en el
aroma de la trementina, donde se escuchaba la sinfonía silenciosa que
entonan conjuntamente los precipicios y el mar, el viento nos sonreía
silbando su vieja canción de cuna entre las acículas de los pinos, casi tan
viejos como él. A lo lejos, sobre la línea del horizonte flota la isla de
Tenerife. Un roque, como extensión final de la meseta, parece apuntar
hacia el Teide, como si ese ángulo caprichoso del relieve fuese el
mascarón de proa de un barco que navega sobre un mar de nubes hacia
un destino concreto pero eternamente inalcanzable. Permanecimos allí
sentados compartiendo una conversación sencilla hasta que la bruma y el
frío nos sorprendieron mientras observábamos con deleite el extenso
cielo estrellado que brillaba sobre nosotros.
Días como éstos pasados siempre hacen que la vida valga la pena.
Descubrir la geografía en la que nos introducen las sendas por las que
avanzamos es uno de los mayores placeres que he podido disfrutar y
para los que definitivamente no tengo sustitutivos. El reencuentro con
las montañas, con la belleza, con la soledad y ese sentido de misterio
primitivo que solo los bosques proporcionan, con los claroscuros de
luces y sombras creadas por los rayos solares, sus inesperados e
inescrutables sonidos, los atardeceres vividos. Ahora, con el silencio de
la noche instalado junto a la ventana de mi habitación disfruto de la
plenitud y la felicidad que acompañan a mi espíritu. Tras experiencias
como ésta, a veces me planteo lo temerario y estúpido que es por parte
de los hombres renegar de las bendiciones que continuamente nos ofrece
la naturaleza.
6 de mayo
Llevo varios días ordenando el material recolectado. Hojas, flores,
piedras e insectos invaden con apariencia caótica mi habitación. Una
clasificación artificial del mundo natural. Qué sentido tiene ordenar y
clasificar algo que ya de por sí es perfecto, me pregunta Ernesto con
sincera curiosidad. La naturaleza como pregunta, como misterio a
descifrar. Traducir las claves del equilibrio, la estructura interna de la
armonía, y por extensión, de la belleza. Qué sería de la medicina sin la
anatomía, le respondo. ¿Ordenar para entender?, vuelve a preguntar. No,
contesto con franqueza. Se trata solo de organizar, de establecer un
modelo que recoja la arquitectura de la naturaleza, sencillo y útil de
aplicar en cualquier lugar del planeta. El orden como idioma universal
que te permite leer la naturaleza allí donde estés. Comprender la
naturaleza es una cuestión de actitud, no de conocimientos, concluyo.
Ernesto insiste y se ahonda su curiosidad: ¿por qué te gustan tanto los
árboles, las plantas, la naturaleza? Breve silencio antes de responder a
una pregunta que para mi sorpresa nadie antes me había formulado. Me
sorprende oír la contundencia de mi respuesta, como si llevara largo
tiempo preparada cuando en realidad fue un ejercicio de sincera
espontaneidad. Porque solo en la naturaleza se dan la mano lo útil y lo
grato. Además, continúo, pocas cosas me fascinan tanto como sentarme
bajo un árbol y ver la vida pasar. Lo mío es la observación detallada, la
contemplación meticulosa. Es mi vocación, y para mi satisfacción, mi
profesión.
Las tardes las he reservado para finalizar los dibujos que empecé y que
deseo finalizar antes de partir: el interior del bosque, los claroscuros, el
paisaje que veo desde una posición elevada, el cromatismo de la
hojarasca, los brezos que se retuercen en su esfuerzo por alcanzar la luz.
El dibujo detallado de una hoja, de una flor. La voluntad y la necesidad
de exactitud. La observación minuciosa, el sonido del lápiz llenando la
habitación mientras traza en la hoja del cuaderno, con la punta tan
afilada que parece quebrarse en cada bosquejo, un árbol y junto a él otro
árbol y otro y otro más. A veces, parece que la mano actúa más rápido y
con más determinación que el pensamiento. Afuera, mientras yo dibujo,
solo se oye el viento silbar y jugar entre las ramas de los frutales. Es
como si fuera un niño cantarín que no deseara crecer nunca. Como el til.
8 de mayo
Me pregunto si somos nosotros quienes elegimos los libros o si
realmente son ellos quienes nos escogen a nosotros. Y me lo pregunto al
recordar una cita escrita en la entrada de la biblioteca del botánico que
venía a decir más o menos que el hallazgo casual de un libro puede
cambiar tu vida irremediablemente. Hoy me he acordado de esa alusión
nada más pisar la biblioteca personal de Ernesto. Siendo ésta realmente
modesta ha causado en mí la misma impresión que puede sentir quien
descubra un oasis en medio del desierto con abundante agua fresca en su
seno. Solo el amante de los libros sabrá a qué me refiero al describir la
placentera sensación que se desprende al acariciar los libros útiles,
contemplar su portada, sopesar su volumen y descubrir el enigma de su
contenido en sus primeras líneas, sus formatos de tapa dura con el lomo
de piel y pequeñas manchas de óxido en su interior, máculas del tiempo
inevitable que descubres al examinarlos.
Las bibliotecas personales son algo más que un acúmulo de libros. En
las bibliotecas está presente la vida de sus dueños. Dime qué lees y te
diré quién eres. Dime quién eres y te diré qué lees. Las bibliotecas
narran a viva voz la vida de sus lectores. Estos volúmenes delatan los
primeros enamoramientos; éstos otros, sus primeras inquietudes
intelectuales; aquellos del fondo, su dilatada y ascendente evolución
profesional; o este pequeño rincón, que nos revela un episodio de amor y
muerte. Basta con acercarse a los anaqueles y coger al azar uno de los
cuerpos inclinados de aquel montón ordenado para sentir el dolor y la
desesperación de su dueño, que al abrirlo buscaba ansiosamente entre
sus letras impresas el lenitivo que aliviara y consolase su angustiada
existencia.
Pero no eran solo libros lo que encerraba la biblioteca. Ernesto, imagino
que por contactos profesionales, acumula una interesante cartoteca con
mapas de las islas y sus regiones de diferentes autores y siglos. Entre
mis manos tuve un mapa de la isla realizado hace unos cincuenta años
por una expedición genovesa en la que encontré por primera vez la
ubicación exacta del bosque de Doramas. Me gusta leer mapas. Yo he
visto a geógrafos emocionarse y llorar ante un mapa extendido. También
la geografía encierra su poesía, pues, ¿no es cierto que mientras vivimos
vamos trazando el mapa de nuestra propia existencia? En las curvas de
nivel hay esperanzas y frustraciones, la línea costera no sólo perfila la
tristeza quebrada de los acantilados y la vida, que transita por los
caminos, también tiene tramos sin empedrar.
Aprovechando la estancia en la biblioteca y sabiendo ya mi interés por
la lectura, Ernesto me propuso algo que nadie antes había hecho: enseñar
a leer a sus dos hijos mayores, Pedro, que tiene seis años y Lorenzo, de
cinco. Me confiesa que ya muestran cierto interés por el mundo que les
rodea, y que le gustaría aprovechar el momento para enseñarles a leer.
Quiero enseñar a mis hijos, subrayó, que la vida es hermosa, el hombre
imperfecto y que existe la muerte. ¿De qué sirve la educación si no es
para emocionar?, ha manifestado. No, prosiguió, los educo para que sean
ciudadanos libres y justos, buenos profesionales y sobre todo, que sean
capaces de proponerse metas en su vida sin otro objetivo que el de ser
felices.
Llevaba unos meses rondándole la idea por la cabeza pero no
encontraba a nadie en Lucena que le convenciera para ejercer esta labor
de forma efectiva. Además, tratándose de alguien a quien no conocen,
me dijo, seguro que se lo tomarán mucho más en serio. He aceptado
encantado. Mañana mismo empezamos, le aseguré.
9 de mayo
Como en todos los pueblos y ciudades de este país, en Lucena también
hay personajes singulares. Entre todos, y hay unos cuantos para lo
pequeña que es la ciudad, hay uno que me genera más simpatías que los
demás. Se llama, o mejor dicho, lo llaman Juan Mirlo por lo bien que
imita el canto del pájaro. Quien no lo conozca podría confundirlo con un
gitano por el tizne innato de su pelo y de su piel. Vive en un pequeño
cuarto junto a una gran acequia a las afueras de la ciudad y está siempre
acompañado por dos perros tan peculiares como él: uno se llama Godoy
y el otro Napoleón y según he podido comprobar, el temperamento de
cada uno de ellos se corresponde fielmente al nombre designado: uno es
un felón mientras que su compañero de andanzas camina con un
innegable aire marcial. No necesita a nadie más. Siempre está solo y
camina patizambo, con una pequeña caña en su mano que emplea tanto
de bastón innecesario como de espada imaginaria. Desde nuestro primer
encuentro me sorprendió su manera de saludarme, tan cercana y tan
intensa como si nos conociéramos de toda la vida. Llegué a pensar que
me confundía con alguien, pero luego, esta impresión me pareció trivial.
Ahora, la rutina ha convertido nuestros encuentros en un simpático ritual
en el que yo transito por una calle o un camino cualquiera y él aparece
en el lugar que menos te lo esperas. Entonces se encuentran nuestras
miradas y él, sin esperar ni tan siquiera mi saludo, alza la mano sobre la
cabeza con inusitado entusiasmo, achina sus ojos y sonríe mostrando una
dentadura de ausencias, un vacío interrumpido tan solo por dos colmillos
solitarios y ennegrecidos. Adiós amigo, dice amistosamente. Adiós, le
respondo devolviéndole siempre la sonrisa. Y tras mi paso nada más
sucede pero reconozco que esa sonrisa peculiar, nacida más para la pena
o la ignominia, ensancha en cada encuentro mi alma peregrina.
11 de mayo
Asomados al corredor, vemos jugar a los hijos de Ernesto en el patio.
Me dice que tan pronto nació Pedro, su primogénito, cambió su actitud
con el tiempo. Antes de su nacimiento, comenta sin mirarme mientras
sigue con detalle los movimientos de sus hijos, ni existía el futuro ni tan
siquiera me asustaba la muerte. Me importaba más cómo transcurría el
día a día. Si me iba a la cama con la sensación de haber disfrutado y
aprovechado el día, me era suficiente. Había cumplido. Ahora solo
pienso en llegar con ellos en este viaje imprevisible que es la vida lo más
lejos posible. No quisiera que un día ellos me necesitaran y yo no
estuviese porque yo sé lo que es sentir la ausencia temprana de alguien a
quien quieres. Sé lo que se siente al ir a buscarlo y verte ante ese rayo
terrible que es la ausencia, cuando te das cuenta no solo de que no está
sino que no estará nunca más, confiesa mirándome finalmente a los ojos.
Me revela dos momentos que nunca olvidará gracias a la existencia de
sus hijos. El primero era esa paz indescriptible que sentía cada noche
cuando antes de acostarse se asomaba a la cuna de su hijo y lo veía
dormido. Eran los diez minutos de más placidez que he sentido jamás,
me dice. El otro fue cuando abrazó a su hijo Lorenzo por primera vez.
Tuve la impresión de tener a mi padre en mis brazos, me dijo con gesto
emocionado. Lorenzo entonces apenas tenía unos minutos de vida.
Si yo muriese hoy mismo, ¿quién me echaría de menos? ¿Quién lloraría
mi ausencia?
19 de mayo
Hoy, durante toda la tarde varios soldados del cuartel han estado
disparando cañonazos al aire sin apenas interrupción. Luego, todo el
regimiento acudió a la misa, con Te deum incluido, que se celebró en la
iglesia parroquial. También asistieron todas las personalidades políticas
de Lucena. El motivo de tal algarabía es la noticia que ha llegado hace
unos días a esta ciudad: el pasado cinco de abril el ejército español ha
recuperado Figueras tras vencer a las tropas de Napoleón. Para finalizar
la jornada de celebración ha habido un pequeño ágape improvisado en el
cuartel con bebidas y voladores. Muchos voladores. Estas gentes parecen
tener la misma inclinación que los pueblos del sur por el ruido y la
fiesta.
Y yo, que pienso y siento que las guerras nunca las gana nadie.
20 de mayo
Hace unos días, dos médicos, al parecer con amplia experiencia en el
diagnóstico de la epidemia, certificaron que las fiebres que se sufren en
Las Palmas no responden a los síntomas de la fiebre amarilla. Según
afirmaron se trata de una fiebre endémica, estacional y contagiosa,
pútrida maligna, como se refirieron a ella algunos mientras se
santiguaban al saber la noticia. Ernesto me comenta que había una gran
presión sobre los médicos para que desmintieran tajantemente la
existencia de la epidemia. Hay muchos intereses en juego, comenta con
honda sinceridad, y más ahora, que aprovechando la parálisis que sufre
la isla de Tenerife por la epidemia, algunos en esta isla hacen caja
gracias a la desgracia ajena. A estas alturas de la vida, aún no sé quién
ha causado más muertes a la humanidad, si la codicia o las epidemias, se
pregunta en voz alta.
27 de mayo
Comida con Ernesto y larga sobremesa que parece ya una costumbre que
nace en las raíces del tiempo. Casi enlazamos con la cena. El tiempo no
tiene lugar en la mesa, comenta Ernesto cuando le apunto las horas
transcurridas. Luego se justifica añadiendo que eso lo saben siempre los
auténticos degustadores de las sobremesas. Una vez finalizado el
almuerzo, ayudamos a Inés a retirar todo vestigio de comida y nos
servimos unos aguardientes para facilitar la digestión y la conversación,
sugiere Ernesto siempre sonriente. Hablamos de todo pero sobre todo de
Bacon y su aportación a las ciencias naturales en particular. Sin un
conocimiento profundo de su obra, como sí demuestra Ernesto, ambos
coincidimos en bendecir la propuesta del filósofo inglés de considerar la
observación como el único método de conocimiento de la naturaleza.
Ernesto me comenta su fascinación por esa idea de acercarse al
conocimiento eliminando antes todas las ideas preconcebidas. Fuera
prejuicios, exclama. Nos vuelve escépticos por naturaleza. La propuesta
de Bacon nos obliga a no aceptar todo aquello que no se pueda probar
por la observación y la experiencia. En definitiva, dijo incorporándose
en la silla y acercando su cuerpo a la mesa como si así tratara de que yo
oyera bien lo que iba a decir: la verdad ya no procede de la autoridad
sino que nace del conocimiento que hunde sus raíces en la experiencia.
Luego continuamos hablando de literatura (rechaza esa dialéctica tan
estúpida de o bien decantarse por Moratín o bien por Quintana ya que
considera a ambos insoportables), de historia y de política. Vivimos
tiempos interesantes y delicados, comentó. La guerra contra Francia, la
constitución, los aires de independencia que soplan en América. Muchos
retos para una nación que no sabe hacia dónde va. Ya sabes, el barco que
no sabe a qué puerto dirigirse nunca navegará con el viento a favor,
comentó.
Da gusto escuchar su verbo sincero y vehemente, sus frases ingeniosas
o sus destellos culturales. Con comidas y sobremesas como la de hoy
uno alimenta su cuerpo primero y su espíritu después. Y hablando de
espíritu, hoy es Pentecostés.
30 de mayo
Cuando nos obstinamos en pensar y creer que nuestra vida la gobierna la
mala suerte, se nos pasa que la buena suerte, al igual que la mala,
también existe. Digo esto porque el próximo sábado embarcaré junto a
Ernesto y otras gentes de Lucena rumbo a Tenerife. En un pequeño
puerto situado en la costa de la aldea vecina, hay una humilde
embarcación que nos espera para llevarnos primero a Santa Cruz y luego
al puerto de La Orotava. El objetivo es recoger en un vivero de la villa
plántulas de varias especies que quieren cultivar aquí. Ernesto me ha
dicho que en la villa estarán cuatro días, por lo que tendré tiempo
suficiente para hacer una excursión al volcán del Teide.
Hay que reconocer que sin la sal del destino, la vida sería muy insípida.
Mucho.
31 de mayo
Llevo todo el día observando el Teide desde el cuartel. No es un día
claro, pero su silueta sigue observándonos en la distancia, hermosa,
atractiva, sugerente, enigmática. Antes de que el cielo virara hacia una
oscuridad rojiza, antes de que las nubes adquirieran ese tono violáceo
que me gusta tanto, el azul del cielo y del mar eran idénticos.
Ya tengo todo mi instrumental preparado: pliegos de marquilla, un
cuadernillo de papel blanco, lápices, papel de estraza, mis lupas, las
reglas regalo de Cavanilles y la brújula comprada en Sevilla y que según
me confesó a quien se la adquirí, pertenecía a un médico y naturalista
español ya muerto que vivió muchos años en Cartagena de Indias.
1 de junio
Partimos por la mañana, temprano, con los alisios soplando con fuerza
desde una amplia bahía que llaman Sardina. Me gusta el nombre de la
nave: La lontananza. Llegamos por la tarde a la rada de Santa Cruz y con
el tiempo suficiente para acercarnos en bote a la ciudad. Ernesto y el
resto de la comitiva nos dirigimos antes que nada a la sede de la
Capitanía General. Allí, tras preguntar a varios soldados, conseguí
averiguar dónde vivía el capitán Pablo Romero. Con el beneplácito de
Ernesto y con mi compromiso de regresar al muelle en dos horas, me
dirigí hacia su casa. Mi intención era presentarle mis condolencias a su
viuda, de la que tanto me habló en Cádiz y a la que, según supe después,
tanto le habló de mí en las numerosas cartas que le envió.
Fue ella quien abrió la puerta tras tocar yo con cierta sutileza y
brevedad. Al presentarme y reconocer mi nombre me invitó a entrar sin
poder ocultar su emoción. Nos acomodamos en un pequeño salón bien
iluminado donde se disculpó por no tener nada que ofrecerme. Las
medallas y reconocimientos no dan para comer, se excusa con cierta
timidez. Después hablamos inevitablemente del capitán y de la terrible
epidemia que se lo llevó. Según me contó, con ademanes lentos y ojos
oscuros sombreados por unas ojeras que apagaban y entristecían un
rostro que tuvo que ser atractivo, la epidemia fue especialmente cruel
con la ciudad. Primero porque la mitad de la población abandonó sus
casas y huyeron ocultos en la oscuridad de las noches sin luna que
siguieron a las primeras muertes. Todos sabían que la imposición de un
cordón sanitario por la Junta de Sanidad y la imposibilidad luego de salir
estaba al caer. Los que permanecieron en la ciudad tuvieron que ver
como la mitad enfermaba y como un porcentaje alto, prácticamente uno
de cada dos enfermos, moría. A pesar de que la Junta decretó el fin de la
epidemia el pasado veintiuno de enero, la presión de la municipios
vecinos y en especial de la capital de la isla obligó a prorrogar su cierre
hasta hace poco más de un mes. Su relato corroboró lo que me temía: los
médicos concluyeron que el origen de la epidemia era la ciudad de
Cádiz. Algún pasajero o marinero procedente del puerto gaditano
introdujo las fiebres en la ciudad, y seguramente en la isla, explicó
azorada. Me comenta, para su consuelo, que en medio de tanto dolor el
capitán tuvo siempre auxilio médico y espiritual. Murió como debe
morir un buen cristiano, dijo con sorprendente serenidad. Nos
despedimos en la puerta, ella dándome reiteradamente las gracias por la
visita y yo sin decir palabra alguna pero lamentando de forma callada no
poder abrazarla para expresarle realmente cuánto siento la pérdida de su
marido, el capitán, mi amigo.
2 de junio
Navegamos con lentitud durante la noche y amanecimos fondeados
frente al puerto de La Orotava. El valle se abría ante nosotros como un
gran anfiteatro. La isla, vista desde el mar, parecía la fachada de un
enorme tejado a dos aguas. La cima del Teide asomaba tras la línea
cumbrera que dibujaban las montañas más altas. El necesario acicalado
que a diario se impone Juan Fernando, viejo maestro de Primeras Letras
de Lucena, alto, cejijunto, delgado, de aire despistado, pelo siempre bien
peinado y ropas que aunque modestas dan impresión de impecables,
retrasó más de lo deseado la hora prevista del desembarco. Las plantas
esperan, decía tratando de quitar hierro al retraso mientras enarcaba la
única ceja que raya su frente. El resto del grupo lo formaba Anselmo,
joven arrendatario al que le gusta crear nuevas variedades de plantas a
partir de injertos que prueba él mismo en sus frutales. Ernesto me había
comentado en Lucena que venían a buscar nuevas especies para una
finca experimental que quieren crear en los arrabales de la ciudad.
Mientras el bote nos conducía a puerto, me concretó que se trata
fundamentalmente de cafetales, cacao y tabaco. El resto eran plantas
más de ornato que de cultivo, para embellecer Lucena y convertir sus
montañas, hoy yermas y estériles, en espacios frondosos y sombríos, me
explicó antes de arribar al muelle. Te sugiero que mientras nosotros
estemos en el vivero recogiendo las plantaciones encargadas, tú visites el
jardín, me dijo Ernesto antes de separarnos.
El Jardín es un espacio simple, rectangular, un sencillo damero
recorrido principalmente por dos paseos anchos y perpendiculares. El
lugar donde deberían encontrarse, el centro geométrico del jardín, es un
estanque circular. Unas veredas más humildes pero igualmente regulares
y geométricas en su trazado, ayudan a acceder a cualquier punto del
jardín. Pero son estos paseos los que realmente organizan la plantación,
ya que los cuatro rectángulos que resultan de su trazado permiten exhibir
la colección cultivada siguiendo el criterio de clasificación propuesto por
Linneo. De este modo se distribuyen ordenadamente en el espacio
ajardinado las veinticuatro clases en las que el botánico sueco dividió el
reino vegetal.
El agua para el riego de toda la plantación se almacena al final del
paseo central, en un estanque rectangular elevado del terreno ajardinado.
Próximo a éste, y en el mismo nivel superior, un pequeño invernadero
alberga las plantas más delicadas y exóticas de la colección,
especialmente pequeños arbustos y otras flores procedentes de los
interiores oscuros y húmedos de las selvas americanas. Creo que a pesar
de las dimensiones humildes del jardín, el esfuerzo que realizan por
domesticar la salvaje naturaleza vegetal es encomiable.
Almorzamos en una fonda cercana y luego subimos a la villa en unas
monturas que nos tenían preparadas. Ernesto me indicó que
probablemente allí, en la villa, podría buscar algún guía para ascender al
Teide. En efecto, tan pronto llegamos, la villa es de una elegancia y
sobriedad inesperada, tuve la suerte de encontrar en una posada a un
joven con el que tras acordar el precio, quedamos para mañana, al alba,
en las puertas de la iglesia parroquial.
Pero el día me tenía reservado para sus últimas luces una de las visiones
más esperadas y emotivas que he tenido desde que estoy en este
archipiélago: el drago milenario. Emplazado en un jardín privado, más
humilde que el que visité por la mañana, pero de similar diseño, muy
afrancesado, el árbol, enorme, solitario, es una de las bellezas vegetales
absolutas del planeta. Su peculiar forma de cáliz lo convierte en el Santo
Grial de la naturaleza.
Siempre es mejor visitar estos gigantes solos, sin las prisas que
imponen quienes ni se emocionan ni padecen la presencia de estos seres
insólitos. Al lado de estos viejos árboles uno siempre desea poder
ralentizar el paso del tiempo tal y como parecen haber hecho ellos. He
estado observándolo, lo he rodeado, contemplando su copa, las
numerosas e incontables ramas, que se ensanchan y engordan como los
brazos de un bebé y sus hojas estrechas y alargadas como dagas. Es tan
grueso el tronco que han colocado una puerta en el mismo para cerrar el
acceso a un hueco que tenía el árbol. La puerta como acceso y como
hermosa metáfora, sin duda, de una naturaleza que se presenta ante
nuestros ojos siempre enigmática y misteriosa. ¿Por qué tienen los
árboles esta relación tan privilegiada con el tiempo?
No pudo ser. Definitivamente en la vida hay que dedicar el mayor
tiempo posible en celebrar las victorias que se consiguen antes que
malgastarlo lamentado las derrotas inevitables. No subimos al Teide. El
día amaneció despejado, con una temperatura agradable, pero empeoró a
medida que ascendíamos por el valle. Tanto que al atardecer comenzó a
llover, a momentos con una furia insoportable. Por la noche, dormimos a
la intemperie. El frío era inaguantable por las rachas de viento que
empezaron a levantarse. Dos pastores que venían del alto de la isla nos
avisaron de que el tiempo más arriba estaba difícil y comenzaron a bajar
a la villa por el camino que nosotros habíamos recorrido. Sin embargo,
mi terquedad me ayudó a continuar y el guía me siguió en principio con
aire dubitativo hasta que las densas nieblas y el viento, cada vez más
fuerte y constante me obligó a desistir. Tuve que rendirme. Era
imposible seguir avanzando en esas condiciones. El guía me comentó
que este tipo de tiempo en el mes de junio no es habitual. Es la primera
vez que veo algo así por estas fechas, dijo haciendo gestos
grandilocuentes en medio de las rachas insoportables de viento. Si aquí
ya es difícil caminar, me dijo con una clara voluntad de prevención,
cuando subamos al pico será imposible. ¡Imposible!, gritó. Regresamos
a la villa, yo con un sentimiento de derrota y el guía, que quería
devolverme el dinero que honradamente se había ganado al no haber
alcanzado nuestro objetivo, con unos pesos más en sus bolsillos.
He vuelto esta tarde al jardín, a ver el drago. La visión de este árbol
mítico y místico me consoló por el fracaso del ascenso al pico. He
buscado la perspectiva que más me gusta y he grabado en mi cuadernillo
un retrato detallado del mismo. Al finalizar, he imitado a Mateo y le he
dado unos golpes fraternales a su tronco, a modo de despedida. Luego,
he vuelto al lugar donde había hecho el dibujo, he recogido el
cuadernillo y los lápices y me he marchado con una agradable sensación
de felicidad. Deberíamos vivir como viven estos árboles prodigiosos:
mereciéndonos la eternidad.
Mañana regresamos a Lucena.
6 de junio
De nuevo en el cuartel. Otra vez en Lucena. El viaje de vuelta fue lento,
desesperante. Navegar en sentido contrario al que soplan los alisios,
especialmente fuertes, fue todo un ejercicio de paciencia. Desesperaba
tener la isla siempre delante y ver que pasa el tiempo y no hay sensación
de avance. Durante la travesía fui muchas veces a popa, para ver la
silueta del Teide hoy de nuevo visible porque el día amaneció despejado,
en calma aparente. También aproveché para preguntarle a Ernesto por el
destino de los cafetales y demás plantas y me emplazó a una futura cena
o almuerzo, estaba visiblemente mareado, para explicarme de forma más
pormenorizada una idea que lleva cierto tiempo madurando. Incluso,
añadió, mi participación podría enriquecer sustancialmente la misma. No
hay nadie en Lucena con tus conocimientos, agregó antes de advertirme
con un gesto de la mano que no iba a seguir hablando. Cerró los ojos y
expuso el rostro contra el viento con el ánimo de atenuar su evidente
malestar. Estaba lívido.
Vuelvo a asomarme a la ventana de la habitación. A lo lejos veo la
silueta del Teide. La tarde está callada, serena. El volcán vuelve a
presentarse como un sueño inalcanzable. Sin embargo, solo de pensar
que hace unos días estuve muy cerca de hacer posible esa vieja ilusión,
se me pone un nudo en la garganta.
11 de junio
Loooo-la leyeron lenta y conjuntamente. ¡Lola!, exclamó luego Pedro
con los ojos muy abiertos, sorprendidos por el reciente descubrimiento.
Acababa de comprender por primera vez en su vida que la palabra
escrita se correspondía con el nombre de Lola, la señora que se ocupa de
las tareas domésticas en la casa de Ernesto. Luego sonrió sonoramente y
pidió más. Quería probar con nuevas palabras. Así seguimos la clase,
leyendo ellos las palabras lentamente, juntando las sílabas cuando les era
fácil, pronunciándolas luego en voz alta, llenándose de satisfacción por
las pequeñas pero novedosas conquistas que eran capaces ya de afrontar.
Si la palabra leída les agradaba especialmente, la repetían luego muchas
veces, transformando su descubrimiento en un juego divertido.
A partir de hoy, tanto a Pedro como a Lorenzo se les abre una nueva
ventana a un universo infinito, inimaginable e inagotable. Con los libros
se viaja, se sale de esta isla yendo de palabra en palabra hacia geografías
de ensueño, lugares que no figurarán jamás en ningún mapa pero que
permanecerán luego para siempre en la cartografía ilimitada de la
imaginación y de la ensoñación. Lee y conducirás. No leas y serás
conducido, nos advirtió Santa Teresa.
Trato de recordar mi primera lectura y no encuentro en mi memoria ese
instante. Es una pena que no siempre recuerde uno todos los momentos
que podríamos calificar como decisivos o trascendentales de su vida. Y
aprender a leer lo es, sin duda. No recuerdo ni mi primera vez ni cuál fue
el primer libro que leí. Sin embargo sí recuerdo aquella inquietud
infantil por terminar mis obligaciones para ir a la biblioteca y continuar
con la lectura que había tenido que interrumpir el día anterior, o el
descubrimiento de un libro desconocido hasta entonces cuya lectura me
dejaba una impresión que aún creo indecible. Recuerdo perfectamente el
impacto que me causó leer la primera línea de la Metafísica de
Aristóteles, aquel pensamiento brillante, que afirmaba con rotundidad
que todos los hombres tienden por naturaleza a ver, a mirar, a entender,
a interpretar el mundo. Hoy creo, sin miedo a equivocarme, que fue a
partir de ese día cuando empezó a nacer mi vocación.
23 de junio
Noche de cabañuelas. Para pronosticar las lluvias futuras los soldados
escriben los meses en doce papeles diferentes y los dejan al sereno.
Sobre cada papel, amontonan un poco de sal. Mañana, al amanecer
revisarán los papeles uno a uno y tendrán entonces un calendario de
lluvias que estará en correspondencia con el estado del papel: el mes
será lluvioso si el papel amaneció muy húmedo. Por el contrario, los
papeles que despierten secos, meses secos serán.
Otros, en cambio, se acercarán a la costa para vaticinar igualmente las
lluvias del próximo calendario. Les he preguntado cómo adivinarán las
precipitaciones venideras. Al parecer, les basta con observar las
tonalidades del mar. Si está irisado de matices verdes, entonces será un
buen año de lluvias. Esta forma de pronosticar el tiempo es menos
precisa que la anterior y sin embargo tiene muchas más probabilidades
de acertar. Yo, en cambio, creo cada vez menos en el poder predictivo
de las cabañuelas. Será porque aún me conmueve el comportamiento
inescrutable de la naturaleza.
10 de julio
Estas islas tienen el mejor clima que he disfrutado jamás. Es cierto que
es monótono pero igualmente es cierto que es delicioso. Sin embargo las
gentes del lugar están continuamente lamentándose de él. Quejarse del
tiempo que hace debe ser un viejo entretenimiento en Lucena porque no
hay día que no lo hagan. Si hace calor, claman al cielo por los ardores, si
llueve, también y como haga algo de frío (lo justo sería llamarlo fresco)
y llueva ya tienen queja para todo el día. Es cierto que llevamos unas
semanas de cielo gris, plomizo y noches más bien frescas pero ya me
gustaría a mí oír lo que dirían estas gentes si tuvieran que sufrir el
tórrido calor que debe hacer estos días por el solar peninsular.
13 de julio
Al amanecer el paisaje parecía invertido: las nubes, bajas, ocultaban las
faldas yermas de la montaña, las palmeras salteadas y las escasas
viviendas que se extienden por sus pendientes ocres. Sobre las nubes
solo se podía ver la cima de la montaña, desnuda, solitaria, lejana. He
pensado al ver este paisaje si nuestras vidas se asemejaran a estos
elementos, qué preferiría ser, si montaña, siempre estática, hermosa,
solitaria, imperecedera, o como las nubes, peregrinas, transitorias y
eternamente fugaces.
15 de julio
Cena en el cuartel con Ernesto. Conversación larga y, como siempre,
caudalosa y fluida. En un principio se había acercado hasta mi
habitación para comunicarme su intención de bajar de nuevo a la capital
en unos días y para decirme si quería acompañarlo pues esta mañana oyó
decir en la escribanía que en Las Palmas hay fondeada una fragata que
partirá el día de Santiago para la costa de Caracas. Iré con él a la capital
para explorar la posibilidad de embarcarme en ese navío. Luego,
bajamos a la cocina y comimos algo de pescado, verduras y bajo el calor
del vino, con el reposo de la comida, Ernesto me habló de un poemario
que está a punto de finalizar y que sueña con publicar. Es una vieja
aspiración personal, me confiesa, una sincera necesidad de escribir no
sobre lo que imponen las mal llamadas modas culturales, sino de hablar
de aquello que realmente me arde aquí adentro, dijo señalándose el
corazón. Yo soy de la estirpe de los rebeldes y todo gran escritor es, al
fin, un gran rebelde, dijo de forma apasionada, alguien que no teme
explorar, que le gusta inventar y no por llevar la contraria a la tradición
sino por necesidad, por curiosidad. El ardor del vino y de su declaración
le llevó a confesarme el tiempo de felicidad y serenidad por el que ahora
atraviesa. La buena salud suya y de su familia, el amor y la amistad
correspondida, el trabajo que sin ser lo que soñaba le permite cierta
solvencia económica y cierto reconocimiento. Brindamos con efusión
por la continuidad de este tiempo de plenitud. Lo sorprendente fue que
luego continuáramos hablando con inusitada vehemencia de política, del
horizonte que se atisba por primera vez en este país de libertad e
igualdad, de la regeneración de la nación, de la posibilidad real que
existe de decidir entre todos, todas las cuestiones que nos son comunes.
Políticos elegidos por los ciudadanos y no reyes por designación divina,
decía Ernesto ilusionado. Imagina, parlamentos por palacios. Ése es el
cambio, pronosticó visiblemente agitado. ¿Cuál es el motor de la
humanidad? Me preguntó tras el silencio que había seguido a su anterior
confesión. La razón o la pasión, dijo dándome a elegir. Y sin darme
tiempo para poder decidir, afirmó que las dos. Sin duda, aseveró.
Aunque si nacen con la intención de servir a las ideologías son muy
peligrosas, porque a veces, en vez de solucionar conflictos los crean
donde antes no había.
Cuando quisimos darnos cuenta, la madrugada ya nos había alcanzado.
Lejos de despedirnos, Ernesto me sugirió pasear por la ciudad, ahora,
mientras las calles duermen, dijo colocándose la casaca y haciéndome un
gesto con la cabeza para que lo acompañara. Es una vieja afición que
tiene gracias a ese insomnio irremediable que le acompaña desde hace
años. Mañana no hay nada que hacer, dije, como si tuviese que justificar
la disponibilidad de tiempo de la que disfruto desde que llegué a Lucena.
La luna iluminaba nuestros pasos que resonaban con intensidad en el
vacío sonoro que eran a esa hora las calles y callejones de la ciudad. El
silencio nocturno es lo más parecido al silencio que se oye bajo el mar,
dijo Ernesto mientras subíamos hacia la alameda. No me he bañado
nunca en el mar, me sinceré bajando notablemente el tono de mi voz,
como si temiera ser descubierto por alguien escondido tras las ventanas.
Qué mejor bautizo entonces que una isla, propuso animado Ernesto
deteniendo su avance, como si al pararse dotara a sus palabras de más
arraigo, de más solemnidad. Antes de partir a América, continuó en su
empeño, deberíamos acercarnos a alguna playa para que descubras por ti
mismo cómo redime al alma un baño en el mar. En la alameda, dos
pequeños búhos nos observaban desde las ramas de los árboles mientras
cruzábamos la explanada rectangular por su eje más corto.
De vuelta a la habitación, el tic tac de los grillos no consigue detener
esta sensación de parálisis del tiempo que se experimenta al caminar por
la noche. Por cierto, me hago aquí una pregunta que nunca he sabido
responder: ¿los grillos no duermen nunca?
17 de julio
Ahora que ya tengo fecha de partida, el tiempo se precipita
inexorablemente por las calles empinadas de esta ciudad. Sé cuánto me
queda, pero miro hacia atrás y es como si no supiera cuánto tiempo llevo
aquí. Como si hiciera años ya de mi llegada y tan solo han transcurrido
cinco meses desde que llegué. Siempre se nos olvida que todo comienzo
tiene su final. Con la mano en el corazón, no sé si me alegro de irme.
Comienza a cansarme esta vida itinerante que he llevado en los últimos
años. Sé que ha sido de manera involuntaria, pero necesito sincerarme:
estoy cansado de estar hoy aquí sin saber dónde amaneceré mañana.
Como las plantas, nada me gustaría más que ahondar mis raíces en algún
punto de este planeta aún indescifrable.
Hoy he comenzado a despedirme de algunas personas y de ciertos
rincones de la ciudad aprovechando que he tenido que hacer algunos
recados menores. Pero lo que más me gustaría es despedirme de todos
los árboles de esta geografía que sin saber yo sus nombres, me han
ofrecido sus sombras y sus silencios. Nada me gustaría más que poder
abrazarlos a todos, uno a uno. Con esta intención, de hacer una ronda
callada de adioses, me he acercado esta tarde al viejo drago que crece en
el patio del hostal, a los laureles que crecen retorcidos y sombrean el
camino que une esta ciudad con la aldea vecina, al pequeño rodal de
palmeras que crecen altas y serenas en el poniente en las huertas traseras
y a la araucaria del cuartel, notaria de mis días en Lucena.
21 de julio
Ya en Las Palmas y de nuevo alojados en casa del arquitecto. Asisto
gracias a Ernesto a la cena de despedida del Capitán General, con
presencia notable del clero, de la nobleza de la ciudad y de la plebe,
entre la que me sitúo cómodamente. Como gesto de despedida de la
ciudad, se representa una obra de teatro que los que estábamos situados
al fondo de la sala apenas pudimos seguir. Se oía muy mal. Sin embargo,
sí que pude escuchar emocionado la interpretación de Jesus bleibet
meine Freude, décimo movimiento de la cantata Herz und Mund und Tat
und Leben, de Bach. Es de una belleza y una simplicidad sonora que
conmueve. El silencio que se instaló en la sala mientras ejecutaban la
pieza era indicativo de que el público tenía la misma opinión y
sentimiento que yo. Aunque me apropie de lo que no fue concebido para
mí, y sea de una forma anónima, al igual que el Capitán General puedo
afirmar que me siento halagado con esta despedida que me brinda la
ciudad.
Mañana tendré que acercarme a las oficinas del muelle para ver las
posibilidades reales que hay de embarcar hacia Caracas.
23 de julio
Tras dirigirme a la dirección que me habían facilitado en el muelle y tras
esperar varias horas sentado, pude al fin acordar el precio del viaje hacia
Caracas con el capitán de la fragata. Como no hay apenas demanda de
viajeros, el pago del mismo podré hacerlo en el momento del embarque,
fijado para las nueve de la mañana del próximo viernes. Luego, me he
dirigido a la casa del arcediano. He tenido suerte de encontrarlo aún allí.
Me recibió con su mirada brillante y con la natural bonhomía que lo
caracteriza. He disfrutado unas horas de su verbo siempre interesante y
de su buen café, que creía exportado de América pero que es cultivado
aquí, en Canarias. Hablamos de mis impresiones del bosque de
Doramas. Se sorprendió gratamente cuando le entregué las láminas que
había dibujado durante mi excursión. Para ilustrar ese maravilloso
diccionario, le sugerí. Luego intercambiamos opiniones sobre las
similitudes y diferencias entre los bosques insulares y peninsulares. Me
habló de su especial pasión por la vida desbordante de los humedales, en
especial las tablas manchegas de las que hizo alarde de verdadero
conocimiento, y de los colores encendidos que caracterizan a los
hayedos y robledales durante el otoño. Aquí en las islas, admite, la
naturaleza es más perenne, sin apenas fluctuaciones, impermeable a los
ciclos estacionales que se viven en Europa. Volvemos a coincidir en la
necesidad de conseguir la protección de los bosques. Sean los que sean y
estén donde estén. Hay que elegir entre la utopía y la catástrofe, dice en
clara alusión al momento crítico que viven los montes. Debemos seguir
buscando la Atlántida, hasta nuestro último aliento, dice como si fuera
más una orden que una sugerencia. El arcediano acuña frases, una tras
otras, que se graban con facilidad en la memoria. Cuando la visita toca a
su fin, me acompaña hasta la puerta de su casa, me abraza y me mira con
ternura paternal desde sus ojos pequeños. Me emociono aún al
recordarlo e imagino que ese sincero sentimiento surge de una pasión
que nos hermana: la naturaleza.
24 de julio
Se suspende el embarque al confirmarse que hay muertos por fiebres en
la ciudad. Varios barrios de la ciudad registran un alto número de
fallecidos que presentan los síntomas inequívocos de la fiebre amarilla.
Era algo que se sabía pero que se evitaba reconocer, dice molesto
Ernesto mientras intercambiamos pareceres sobre qué hacer entonces. La
estrategia del beneficio económico antes de la salud de la población ha
fracasado, concluye. En unos días, o quizá en cuestión de horas la Junta
de Sanidad establecerá la incomunicación de la ciudad. Mejor regresar a
Lucena con Ernesto. Cuanto antes, mejor, ordena. Yo, siento una pereza
indescriptible por tener que volver. Y una frustración inmensa.
26 de julio
No sé qué tiene la palabra regreso que me hace llorar como un niño.
Hay caminos que alejan y caminos que acercan. Vadean ríos, atraviesan
valles o sortean colinas. Senderos que suben o bajan, que confunden o
aciertan. Caminos condenados, callejones sin salida. Muchos llevan a
algún sitio; el resto, a ninguna parte. Pues bien, yo parece que estoy
condenado a no tener más destino que ninguna parte.
Mientras regresábamos tenía la misma sensación de vacío y de extraña
melancolía que tenía de pequeño cuando volvía a mi hogar tras la
clausura del curso escolar.
1 de agosto
Amanecimos con la noticia, ignominia más bien, de la tala de los árboles
que crecían alineados a la entrada de la ciudad. Eran árboles tan viejos
que nadie sabía cuándo se habían plantado. Daban una sombra agradable
y necesaria al camino que en larga recta salía de la ciudad para dirigirse
a la aldea vecina. Los talan sin criterio alguno. Señalan que es por
prevención. Los temporales pueden ocasionar que alguno de estos
árboles caiga sobre algún caminante, dicen. Seres vivos que nos dan
frescor, sombra y silencio a cambio de casi nada: un poco de agua, algo
de afecto y una mirada para contemplar su incuestionable belleza.
Escasa la sensibilidad de los hombres para con los árboles en esta tierra.
El camino, hasta ayer de una confortable umbría, recorre ahora una
solana insoportable. Si no son para mejor, entonces, ¿para qué estos
cambios?
5 de agosto
A petición de Ernesto, he asistido esta tarde a una reunión que tuvo lugar
en su biblioteca. El motivo no era otro que el de iniciar la redacción de
un proyecto ambicioso pero igual de necesario e ilusionante: crear una
escuela de capacitación agrícola en Lucena, un lugar donde formar a
pequeños y medianos labradores independientes. Para burlar a la
pobreza, comenta, debemos fomentar la figura del labrador
independiente, instruido. La escuela se ubicaría en unos terrenos de unas
doce fanegadas, y con suelos de primera calidad, que ha heredado la
parroquia por voluntad de su legítimo dueño, un hombre oriundo de
Lucena que falleció hace unos meses y que legó esta propiedad para que
se alimentara con la producción que allí se obtuviese, según su voluntad,
a los pobres solemnes del municipio. Ernesto cree que el mejor alimento
que se le puede ofrecer a cualquier ser humano es la educación, porque
ésta sacia siempre el hambre físico y el espiritual, además de aportar
virtud y valor como verdaderos garantes de la prosperidad social. Una
sociedad instruida, comenta con lentitud para que todos subrayemos la
importancia de su discurso, es una sociedad feliz. Hay que redactar una
memoria y hacer unos planos y unos bosquejos para que el párroco
pueda hacerse una idea exacta del proyecto. Ahí estará mi cometido.
Juan Fernando, el maestro que nos acompañó a Tenerife, se encargará de
la parte didáctica y pedagógica, que descansará en las ciencias útiles,
aquellas que formarán a los futuros alumnos, dijo con un exceso de
teatralidad en sus gestos, en el gran arte de la agricultura. Ernesto, por
último, se encargará quizá de la parte más delicada y determinante en el
éxito o fracaso de la propuesta: la justificación y la viabilidad económica
del mismo.
Creo que nunca he conocido a nadie con la determinación de Ernesto.
No solo es de los que pertenecen a esa clase de hombres que creen
firmemente un mundo más justo y equitativo. Es de los que sacrifican un
tiempo de su vida para crearlo.
7 de agosto
Hoy ha venido Ernesto hasta el cuartel para disculparse por no haberme
ofrecido antes una remuneración justa por el trabajo realizado.
¿Pagarme?, le he preguntado sorprendido. Mi estancia en Lucena me ha
permitido poder caminar con plena libertad de movimiento por esas
maravillosas montañas que nos contemplen día y noche, por estos
campos tan bien cultivados, he conocido el bosque de Doramas, hemos
ido a Tenerife, hemos disfrutado de esas dilatadas y fecundas cenas y
sobremesas. Lo verdaderamente justo sería que fuese yo quien pagara
por todo lo que he recibido de ustedes y en especial de ti, Ernesto, desde
el primer día que llegué. Justo al terminar mi confesión, noté que había
hablado a Ernesto todo el rato con la mano en el corazón.
10 de agosto
Me piden ayer unas gentes de la comisión de fiestas, a última hora, si
puedo tocar alguna pieza durante las inminentes fiestas patronales. El
lugar del concierto, a falta de teatro en Lucena, sería la iglesia. No solo
acepto la invitación sino que accedo a la petición del sacristán de tocar
algo con él puesto que toca el órgano desde mucho antes de aprender a
leer, bromea. Lee bien las partituras que le ofrezco y tiene un nivel
básico pero suficiente para tocar algunas piezas. Es un hombre
increíblemente ocurrente, un poco charlatán pero de un ingenio
asombroso con sus ideas y palabras. Hace continuamente bromas con
sofisticados juegos de palabras. A veces tengo que hacerle un gesto para
que entienda que debemos seguir ensayando si queremos que nuestra
actuación suene bien. Otras acepto sus pausas y lo escucho. Y sonrío con
sus ocurrencias. Mucho.
12 de agosto
No lo he podido evitar. Al ver sus ojos, iguales que los de su hijo el
arquitecto no solo en su forma sino en la inusual inquietud que
mostraban al posarse sobre los sacos de granos de un comercio que está
junto al cuartel, le he preguntado si era su madre. Al mirarme para
confirmar lo que era una evidencia, hundió su mirada en mis ojos y sentí
en ese momento no que estaba ante una mujer desconocida sino que
estaba frente al arquitecto otra vez, pero disfrazado de mujer y
notablemente envejecido. El parecido con su madre es asombroso.
Realmente increíble.
15 de agosto
Anunciaron el concierto tan pronto finalizó la misa principal de las
fiestas para evitar que los asistentes a la misma abandonaran la iglesia.
En los bancos no había sitio libre y los pasillos estaban llenos de gente
que imagino serían de Lucena y de otros barrios cercanos. Lo
sorprendente fue que nadie abandonó su sitio. Nadie salió de la iglesia.
Al principio un murmullo denso flotó en el ambiente hasta el momento
en el que el párroco, de pie y desde el crucero, nos llamó al sacristán y a
mí para que nos acercáramos hasta donde él estaba y así nos pudieran
ver desde todos los puntos de la iglesia. Reunidos los tres, comentó el
programa que interpretaríamos mientras un grupo de hombres
trasladaban el órgano desde la capilla hasta el crucero, donde finalmente
y tras acomodarnos comenzamos a tocar.
Tan pronto sonó el primer acorde, la bóveda de la iglesia, como un
cuenco cálido de mano de tea, recogía y distribuía el placer en forma de
música por todo el recinto. A parte de ser el público más numeroso ante
el que he tocado jamás, creo que me salió la mejor interpretación de mi
vida. A cada nota sentía que tocaba no para mí, sino para aquella gente,
que de forma tan silenciosa asistía al que para muchos era su primer
concierto. Creo sinceramente que en el interior de aquel volumen
inimaginable de madera y de piedra, el sacristán y yo regalábamos a la
parroquia un concierto para degustar no solo con el oído sino también
con el corazón y con el paladar.
La mejor pieza de la noche fue sin duda el largo de la ópera Xerxes. La
interpretación fue un sorprendente viaje imaginario y emocionante en el
que ambos pasamos de la inagotable expresividad del compositor a los
laberintos más oscuros del alma humana. La interpretación que ambos
hicimos de la pieza de Häendel fue sencillamente asombrosa. Rica y
sorprendente. Cálida, fresca y arriesgada.
Al finalizar, y creo que no exagero un ápice, todos los que asistieron al
concierto nos envolvieron con su aplauso emocionado. Muchos, antes de
abandonar la iglesia, se acercaban hasta nosotros y nos felicitaban
efusiva y calurosamente. Un hombre, que según me confesó nunca antes
había visto un violín, tras pedirme previamente si podía sostenerlo entre
sus manos, aún se preguntaba cómo podían salir del vientre de aquel
instrumento tan pequeño esas melodías tan prodigiosas. La madre del
arquitecto, con sonora brevedad, nos confesó a ambos que habíamos
arrullado a Lucena con un concierto inolvidable. Magnífico, exclamó
emocionada. El sacristán, cuando ya solo quedábamos en el interior de la
iglesia, él, yo y unos hombres que se encargaban de devolver el orden a
la iglesia, se me acercó, me agarró del brazo y me aseguró que hoy, esta
noche, habíamos demostrado a Lucena que la música tiene un poder
sobrenatural: el de la emoción. Y me abrazó.
16 de agosto
Un soldado del cuartel al ver que esta mañana, como tantas otras, me
dirigía a leer bajo la araucaria, me ha sugerido que subiera hoy al barrio
alto de Lucena. Es la festividad de su santo patrón, y tras la misa, las
tabernas se llenan de jornaleros y artesanos. En efecto, una vez me
decidí a subir, comprobé que el paisaje del barrio era tal cual me lo había
descrito el soldado. Bebí unos vinos en varias tabernas y pude constatar
que el tema de conversación común era la epidemia de fiebre amarilla
que se padece en Las Palmas. Unos dicen que los muertos aumentan por
día ante el silencio general de quienes escuchaban. Otros afirman que la
ciudad ya está sitiada por las tropas. El cordón de seguridad, apunta un
tercero. Algunos advierten incluso la seria posibilidad de que la
epidemia irrumpa en Lucena. ¿Cómo saber si ya hay contagiados fuera
de la capital?, pregunta desde el rincón un joven mientras se mesa su
barba. Un hombre de aspecto rudo, y muy bebido, puso fin a tanto
comentario tremebundo gritando a viva voz, pues si tiene que venir esa
fiebre que venga pero que nos coja con la barriga llena y, llevándose de
forma visible y ostensible la mano a la entrepierna, y con esto vacío,
gritó causando la carcajada general. Con la ocurrencia, todos apuran sus
vasos, cambian luego de tema de conversación y varios se van de la
taberna dispuestos a satisfacer sus deseos en los lupanares hoy repletos
que se esconden en las afueras de la ciudad. Los que permanecen en la
taberna, por los cálculos que algunos han hecho observando la luna de
agosto, hablan de los buenos pronósticos que se esperan en las próximas
cosechas.
Me sorprende la naturalidad con la que se habla en las tabernas de
temas tan incómodos como la ausencia, el dolor y la pérdida. Quizás sea
porque el alcohol nos hace confesar aquellas inquietudes que es incapaz
de resolver la fe. Quizás.
20 de agosto
La reunión para la presentación del proyecto se celebró en un salón
pequeño y oscuro del ayuntamiento. Asistieron el párroco, el alcalde y
Don Matías Ariñez en representación de los grandes hacendados de
Lucena. Ernesto era la parte visible y responsable del proyecto.
Acompañándolo estuvimos Juan Fernando y yo, sentados en un
apartado. Nuestro cometido era darle apoyo con nuestra presencia a
Ernesto, quien se encargaría de exponer y defender la propuesta. El
párroco de Lucena es pequeño, prognato, de trato afable y espíritu
afectuoso. El alcalde no tendrá más de treinta y cinco años y sonríe
siempre con forzoso azoramiento. Es rubio, de cabellos ondulados y se
peina con la raya en medio dibujada con asombrosa precisión. Viste
prendas de seda y calzones ligeros, casaca ancha, chaleco floreado,
camisa blanca con chorrera y pañuelo al cuello en lugar de corbatín.
Huele a perfumes y presume de forma ostensible de su figura esbelta. Su
fatuidad es evidente e intencionada, al igual que su locuacidad. La
dentadura impecable y esa sonrisa luminosa le dan una imagen más de
seductor que del máximo responsable de la política en esta ciudad. Don
Matías Ariñez me descubrió mientras me reía con afortunado disimulo
de la geometría exagerada de su rostro anguloso, cuadrado, con el pelo
cortado a cepillo y un fino bigote que parece subrayar su nariz
exagerada. Exhibe una visible cojera que le obliga a apoyarse en un
bastón de empuñadura nacarada. Su piel morena resalta con el blanco
intenso y ondulado de su cabellera, que peina hacia atrás con frecuencia
gracias a un peine de púas anchas que oculta en un bolsillo interno de su
levita. En función de los comentarios vertidos, además de ser un
soberano antipático, es un hombre prepotente, impermeable a la sonrisa,
intolerante y descortés y vive tan obsesionado en la administración de
sus bienes que economiza sus palabras como si también fueran parte de
su hacienda.
La reunión comenzó con Ernesto reconociendo el buen momento que
vive la agricultura en el municipio. No hay dudas de que la actividad
económica nunca antes había estado tan floreciente, apuntó. Por eso
cada vez somos más en Lucena. La ciudad crece y se renueva, se tiran
viejas casas y se construyen nuevas, más amplias, de más solera. Un
síntoma incuestionable de este progreso es que somos de las pocas
ciudades donde hay más rentistas que sacerdotes, bromeó y miró al
párroco quien le devolvió la sonrisa con un ademán de complicidad.
Como bien saben ustedes, comentó ya serio, el dinero llama al dinero.
Sin embargo, tanta riqueza, tanta prosperidad parece no haber llegado a
todos los hogares por igual. Alcalde, corríjame si me equivoco, le
sugirió Ernesto, pero la gran mayoría de los ciudadanos de este
municipio viven en cuevas, son analfabetos y no tienen más ambición
que poder comer un día sí y otro también. El alcalde lo confirmó con un
gesto afirmativo de su cabeza. Cada vez hay más pobres y cada vez
curiosamente, hay más hambre. Sin embargo, de los puertos de Sardina,
el Juncal, La Caleta y Laguete, parten casi a diario barcos para Tenerife
fletados con nuestras hortalizas, con nuestros mejores cereales, con
nuestras frutas, quesos, carnes y mantequillas para regresar después con
un caudal nada desdeñable. Mientras este fértil intercambio sucede, hay
cada vez más pobres que tocan en la puerta de la parroquia pidiendo algo
para comer. El párroco en tono conciliador, más como revelación que
rectificación o aclaración, añadió que la parroquia trata de ayudar a esas
gentes necesitadas con media libra de pan por hombre y día. Este año
hemos comprado 60 fanegadas de trigo, a pesar de la sequía, puntualizó.
Tan pronto se nombró la sequía, Ernesto volvió a tomar la palabra para
hilvanar su exposición con el argumento recién comentado por el
párroco. Este año ha sido malo en lluvias, dijo levantándose de su
asiento con lentitud. Comenzó con buenas lluvias en noviembre pero
luego se mantuvo seco. Muy seco, recalcó. Ni el invierno ni la primavera
fueron pródigos en lluvias. Fueron tan malos que ni tan siquiera los
novenarios salvaron la cosecha de papas, padre, y la de millo y trigo
mejor ni hablar. Pésimas, lamentó. Encima, la plaga de langosta del país
se ha comido todo el centeno. Hasta los pastores han tenido que
adelantar unos meses la temporada de quesos. Y aún así, al final fue
como la de las frutas, temprana y escasa. El resultado de la sequía y las
plagas no es solo un paisaje seco y yermo, sino también un drama
humano de hambre, desolación, emigración y muerte. Y sabe usted que
no exagero, y miró de nuevo al párroco que asistía al discurso de Ernesto
en silencio con los brazos cruzados sobre el regazo. Lo que he visto este
año no lo había visto nunca antes. Jamás, anunció: campesinos cargados
con sus hijos de apenas unos años buscando raíces de helechos para
hacer un gofio precario, insípido e insuficiente para engañar al hambre.
Para sobrevivir, subrayó.
Don Matías, temiendo que la arenga tarde o temprano atacase su
condición, interrumpió a Ernesto para aclarar que las sequías, guste o no
guste, es voluntad de Dios. Si así sucede es porque así Dios lo quiere,
dijo mientras buscaba con su mirada la aprobación del resto de los
participantes a su ocurrencia. Cierto, aplaudió únicamente Ernesto. Muy
cierto, insistió. Pero no olvide que la ayuda al prójimo es también deseo
divino. Don Matías, visiblemente azorado, se agarró fuertemente a su
bastón. Ahí fuera, dijo Ernesto señalando para la única ventana que
había en el salón, hay muchísima pobreza y la solución a ese problema,
que nos atañe a todos como sociedad, dijo mientras trazaba un círculo en
el aire, no es la limosna, precisó. Ernesto jugó sabiamente con la
expectación de los asistentes creando un silencio de apenas unos
segundos antes de revelar la respuesta. La solución definitiva a la
pobreza, y a cualquier problema de la sociedad, se atrevió a añadir, es la
instrucción del prójimo. En una palabra: educación.
No sé adónde quieres llegar Ernesto, irrumpió el alcalde peinándose los
cabellos con la punta de sus dedos. Ernesto se acercó hasta donde yo
estaba para, según habíamos planeado, pasar a la parte más importante
de la exposición: la presentación del proyecto. En la añeja mesa del
salón fue desplegando los planos y las láminas que ilustraban, desde
diferentes perspectivas, el resultado final del proyecto.
Como no hay nada nuevo bajo el sol, dijo Ernesto estirando los planos
en la mesa, solo se trata de imitar lo que en otros lugares ya funciona.
Una escuela de capacitación agraria, concretó finalmente. Estas
experiencias se han llevado a cabo ya con asombroso éxito en otros
lugares de esta nación, y miró para mí denunciando con sus ojos el
origen de la información. Las escuelas agrarias de Aranjuez o San
Ildefonso, por ejemplo, funcionaban muy bien hasta la invasión
francesa, teniendo unos resultados muy satisfactorios. Ellos, y volvió a
señalar para la ventana, tienen la impresión de que nosotros los
abandonamos, que solo los atendemos cuando los necesitamos. La
educación es el abrazo que ellos esperan, el verdadero pan que aplacará
de forma definitiva su hambre. Sin proyectos no hay esperanzas para
ellos. Los estamos condenando a ser pobres para siempre. ¿Desea que
así sea su grey, padre? ¿No le seduce la idea de prosperidad, alcalde?
¿Jornaleros que gracias a sus conocimientos le permitan variar y mejorar
su producción, señor Ariñez?, les inquirió correlativamente a todos.
El murmullo que se instaló en el salón lo rasgó don Matías matizando a
Ernesto que lo de mejorar lo veía difícil, si no complicado. Es imposible
que una fanega de tierra de más de lo que actualmente da. Y lo de
cambiar de cultivos, ¿para qué?, si la agricultura y el comercio en esta
ciudad dan unos beneficios envidiables, formuló.
Ernesto sonrió de la misma manera que lo hace un alumno cuando le
hacen una pregunta cuya respuesta domina sobradamente. Porque la
reciente epidemia de fiebre amarilla en Santa Cruz nos ha mostrado lo
frágil que es la prosperidad, respondió. Si el comercio de nuestros
productos o la misma actividad agrícola se constipa por los caprichos de
nuestro clima, la economía se enfría y la sociedad de Lucena enferma,
don Matías. Mientras Tenerife mantenga su producción de vino,
nosotros somos su despensa. Esto nos beneficia enormemente. Sin duda.
Pero puede cambiar, advirtió. El momento dulce que viven los caldos
tinerfeños, gracias a la demanda americana y sobre todo gracias a las
guerras contra los ingleses primero y a Napoleón después, no será
eterno. La guerra ha hundido la producción de su principal competencia.
Pero los vinos castellanos, catalanes y andaluces, una vez terminada la
contienda, porque esta guerra tarde o temprano terminará, auguró
Ernesto, recuperarán fácilmente sus mercados y entonces veremos qué le
pasa a los vinos tinerfeños y a nuestra producción agrícola después.
Por eso, animó a los presentes, ahora es el momento propicio. Sin
angustias, sin presión. Es el momento ideal de probar nuevos cultivos,
de mejorar la calidad de nuestros productos gracias a la instrucción de
los jóvenes. Las escuelas de capacitación permiten educar e innovar al
mismo tiempo. Probemos nuevas especies que tengan hueco en los
mercados europeos. Café, cacao, tabaco, nuevos frutales, sugirió.
América se independiza. No lo veamos como una fatalidad para la
nación sino como una oportunidad para relanzar nuestro comercio. Pero
depender exclusivamente de lo que pase allí, y volvió a señalar pero esta
vez no a la ventana sino hacia donde supuestamente debía estar Tenerife,
es muy arriesgado, don Matías. Muy arriesgado, repitió.
El párroco, haciendo un esfuerzo evidente por concretar la conversación
en el proyecto preguntó: ¿y quién cubrirá los gastos que genere esa
escuela, Ernesto? ¿Quién costeará el salario de los profesores, la compra
de libros, de semillas, de agua, de herramientas?
Ernesto respondió que sin ser suficiente, el ayuntamiento podría ceder
lo que obtiene de las subastas de las dehesas y otros baldíos comunales
de su propiedad. Además, se debería hacer un censo real de ciudadanos
y que se imponga un tributo de acuerdo a las capacidades económicas de
cada vecino, tal y como ya se ha hecho en otros municipios españoles.
Al decir esta última propuesta, don Matías frunció el ceño y el alcalde
torció el gesto antes de negar taxativamente esa posibilidad, a menos que
me obligue el rey, dijo con cierto desdén mientras volvía a peinarse con
la punta de los dedos.
Ernesto, que ya nos había adelantado la respuesta que le darían por
plantear esta iniciativa, ignoró las palabras del alcalde y se dirigió al
párroco con un señuelo que nadie esperaba: incluir el gasto de la escuela
como un motivo más para reclamar la recaudación del diezmo por la
parroquia. Ya va siendo hora, dijo, de que los tributos que pagan los
fieles permanezcan en las arcas de la parroquia de Lucena y no
engrosen, como sucede desde su emancipación, los beneficios de la
parroquia vecina. Esta reivindicación histórica ya no se basaría solo en
sufragar los gastos de mantenimiento del culto. Se sumarían los gastos
derivados de la educación de sus parroquianos. Es difícil que el consejo
de Regencia rechace esta vez la petición de la parroquia, finalizó su
discurso volviéndose a sentar en la silla que le habían asignado.
El párroco y don Matías se miraron varias veces antes de levantarse el
primero y revelar que hacía unas semanas, y ahora al tratarse de un
secreto, Ernesto, te tendría que matar por contártelo, bromeó el párroco,
don Matías nos ha puesto en contacto con un procurador de Cádiz, dicen
que el mejor, interrumpió el alcalde dando a entender que estaba al tanto
de la situación, para solicitar del Consejo la concesión anual de
quinientos pesos en concepto de compensación por el histórico desvío
del diezmo a la parroquia vecina, comentó el párroco. Los gastos del
procurador los cubre el propio don Matías desinteresadamente, informó
el párroco mientras este asentía con airada complacencia. También, he
de decirles que don Matías ha mostrado su interés por arrendar esos
mismos terrenos que ocuparía tu propuesta, Ernesto. Con la oferta que
nos ha hecho por el arrendamiento, podríamos cubrir los gastos de
atención a los pobres, los gastos de culto e incluso los de sepelio. Y si
consiguiéramos la cesión de esos quinientos pesos anuales, podríamos
terminar por fin la torre de poniente de la iglesia y concluir su fachada
tras varios siglos de espera. Les informo que no seré yo quien tome la
decisión del destino final de esas tierras, señaló. En unas semanas bajaré
a la capital e informaré al Obispado de ambas propuestas. La decisión
final se tomará allí, atendiendo siempre al beneficio de la parroquia,
como siempre ha sido, dijo. En cualquier caso, he de estarles
infinitamente agradecidos a ambos porque sus propuestas suponen una
mejora innegable de las prestaciones de la parroquia, comentó antes de
disculparse por tener que abandonar la reunión antes de tiempo.
No contaba con don Matías, decía una y otra vez Ernesto en la taberna a
la que nos dirigimos tras la reunión. Sabía que era difícil convencer al
párroco y al alcalde por lo novedoso del proyecto y porque aún hay
aspectos que pulir, admitió, pero competir con un rival que nos ha
tomado la delantera y que encima juega a un juego al que yo me niego a
entrar. Es imposible. Es imposible, repitió. A veces, sucede lo
imprevisible, Ernesto, dije tratando de consolarle. Y si no me crees,
mírame a mí. Estoy aquí, tomándome un vino contigo y esto era
impensable hace unos meses. Es cierto que la anticipación de Don
Matías supone un serio hándicap para la aprobación de tu iniciativa, pero
tendrás que reconocerme que en la reunión nadie ha dicho no al
proyecto. Cada vez estoy más convencido de que lo verdaderamente
jugoso de la vida procede siempre de lo inesperado, nunca de lo que
hemos concienzudamente previsto.
24 de agosto
Sufrimos, ya por tercer día consecutivo, un calor insoportable. Hay una
extraña combinación de altas temperaturas, humedad y calima. Llevo
muy mal el calor, así que he permanecido estos días, prácticamente hasta
que anochece, encerrado en mi habitación donde al menos hace más
fresco que en la calle. Apenas abro el diario y escribo en él, pero leo
mucho, gracias a varios libros que me ha prestado Ernesto. También
ensayo piezas breves en el violín. Hoy echo en falta las amplias y frescas
alamedas, las saucedas o las choperas que crecen paralelas a los ríos y
que permiten sombrear y sobrellevar con cierta confortabilidad la
canícula. Aquí, sin arboledas ni ríos parece que no hay otra forma de
sortear el calor que permanecer como un animal que en su madriguera
espera guarecido la llegada del fresco que trae siempre la tarde.
26 de agosto
El calor no da tregua. Vuelvo estos días a pensar en mi condición de
nómada, en esta soledad que me rodea y que yo en cierto modo he
elegido. En mi naturaleza peregrina que comienzo a cuestionar. Mi vida
es una acumulación de días de paso. Vivo mi permanencia en los lugares
con ligereza. Cuando te asientas en un lugar el tiempo no transcurre en
superficie sino en profundidad. Te vinculas a una geografía, te
identificas con ella, formas parte de sus ritmos, de sus rituales, de los
retos y de las preocupaciones de una comunidad. Tengo alas y carencia
de raíces. Pero yo no quiero volar sino sentirme parte de algún lugar.
30 de agosto
Siguen los días ardientes. Es cierto que en Lucena no hay ríos ni
arboledas. Pero cerca, hay mar. Hoy, Ernesto y yo marchamos a la costa,
a una pequeña caleta de rocas rodeada de acantilados de basalto que
llaman Puerto Nuevo. El agua aquí es mansa, de sorprendente color
turquesa. Tan quieta estaba la marea que invitaba no a bañarse sino a
caminar sobre ella. Nos desnudamos en una pequeña playa de cantos
grises y pulidos y guardamos la ropa y las viandas en una cueva que está
junto a la playa. Dejé que primero entrara Ernesto en el agua. Luego me
decidí yo. Qué placer. Nadar mar adentro, sin límites. Abres los ojos y la
visión sorprende. Bajo el mar, la luz penetra con decisión y la visión es
extensa, limpia, luminosa, en comparación con las aguas turbias y
barrosas de los ríos. El silencio es igualmente maravilloso. Pero lo
realmente memorable de mi primer baño en el mar fue cuando imité a
Ernesto y me relajé, y floté boca arriba, y extendí las manos y los pies y
me dejé mecer por la suave oscilación de la marea. Nunca antes había
sentido esta indescriptible sensación. Cuando salimos del mar
abandonamos nuestros cuerpos desnudos al sol. Entonces comenzó la
bajamar. No había viento, salvo una suave brisa que traía hasta la orilla
el olor del mar. El calor del mediodía, a pesar de la brisa, nos empujó a
la cueva. Dormimos plácidamente bajo la solapa hasta que la luz de la
tarde nos sorprendió. El mar ya no era de color azul, ni verde, ni
turquesa. Era azul mar, oscuro. La luz era más resplandeciente, más
tangible. Hablamos pausadamente, como si las palabras nos fueran
desemperezando, sobre la infancia, sobre el futuro. Ernesto me dice que
a veces ha pensado en vivir fuera, en una gran ciudad. Ha soñado con
Sevilla, con Madrid. Pero le bastan no unos días, sino unas horas para
darse cuenta de que nunca saldrá de la isla, que jamás vivirá en otro
lugar que no sea Lucena.
Llegamos al cuartel tras cruzar la luz lánguida y cálida del atardecer. Al
ver a unos soldados que lo esperaban a la entrada del cuartel, Ernesto
tuvo la intuición de que algo había ocurrido. Antes de adentrarse en las
dependencias con los soldados, me pide que lleve a la Lusitana a las
cuadras. Cuando pregunto al soldado que me acompaña qué ha sucedido,
me comenta visiblemente estremecido que hoy ha muerto la abuela de la
joven de la calle Trasera que falleció hace unos días. ¿Y?, insisto porque
no entiendo nada. Dicen que la joven, responde el soldado mientras
caminamos por el traspatio, vivía en la capital y pudo salir de allí gracias
a un salvoconducto que le facilitó la comisión de sanidad. Ese papel le
autorizaba a salir en plena epidemia. Sin embargo, dedujo, o debió
enfermar nada más llegar o salió ya contagiada de la capital porque
según el testimonio de una vecina que entró en casa de sus padres unos
días antes de la festividad de nuestra patrona, la joven no volvió a salir
de allí hasta su entierro, que fue el pasado martes.
Ya de vuelta en el traspatio, pregunto a otro soldado si sabe dónde está
Ernesto y me dirijo al salón donde lo encuentro reunido con la totalidad
del regimiento. Cuando entro, Ernesto estaba mandando a callar a todos.
Luego pidió a un joven licenciado que le explicara pormenorizadamente
lo ocurrido. Según narró el joven, la abuela murió con claros síntomas
de fiebre amarilla. Es lo que se comenta por el vecindario, dice para
justificar su afirmación. A pesar de que los gritos y los delirios de la
vieja se oían desde la calle, sus familiares trataron de ocultar la
enfermedad. Es una irresponsabilidad, se enoja el joven antes de añadir
que no hay nadie que se atreva a ir de voluntario hasta la casa donde
murieron las dos mujeres para comprobar cómo están sus familiares. Por
miedo al contagio, aclara con gesto de evidencia. Ernesto, con sus
manos abiertas, ruega a los soldados que se tranquilicen. Les exhorta a
transmitir serenidad y control a los ciudadanos de Lucena. Cuando todos
parecen calmarse, anuncia que necesita hablar con el alcalde y abandona
sin mirar atrás el salón. Todos permanecemos en el cuartel mirándonos,
como si de repente desconfiáramos los unos de los otros. Yo decido
regresar a mi habitación con el alma inquieta y la piel fría y salada.
Me tiendo en la cama boca arriba con los brazos cruzados tras la nuca.
El recuerdo de la jornada junto al mar, el día maravilloso que he vivido
hincha mi espíritu y me genera una euforia deliciosa, exquisita, con
aroma a mar, sol y serenidad. Cierro los ojos y vuelvo a verme flotando
en el mar, rodeado de agua transparente. Siento, ante la imagen extensa
del mar, la misma impresión de insignificancia que siento dentro de los
bosques. Luego los abro y veo la incertidumbre de la noche. No consigo
despejar la duda de qué habrá pasado y un escalofrío me sacude el
cuerpo al pensar en la posibilidad de que las fiebres estén ya en Lucena.
31 de agosto
El temor a que la fallecida estuviera contagiada ha impedido que
recibiera sepultura en la iglesia. Un operario municipal se ha encargado
de llevar el cadáver amortajado en carro hasta un descampado,
previamente amojonado, lejos de Lucena y de cualquier zona habitada.
El resto de la familia formada por el padre y la madre de la joven y su
otra abuela, permanecerán aislados y vigilados día y noche por un retén
instalado en la puerta de su domicilio. Según comentó Ernesto hoy en el
cuartel, ante las preguntas insistentes de los soldados, ninguno de ellos
tiene aún fiebre u otros síntomas propios de la enfermedad, lo que
debería tranquilizar a todos, dijo para el alivio de los que le
escuchábamos con atención. Además, continuó, se han visitado los
domicilios donde viven personas que tuvieron contacto con ambas
fallecidas hasta quince días antes de morir. No hay síntomas de contagio,
subrayó. Hay dos amigas de la joven que tuvieron fiebres pero que
remitieron totalmente a los pocos días de comenzar. Han hablado con
ellas y muestran total normalidad. Están tan sanas como nosotros,
espetó. En la casa vigilada, solo la otra abuela muestra cierta inapetencia
y cansancio. Síntomas propios de la vejez. Quien tenga abuelos en casa
sabrá de qué hablamos, dijo el joven licenciado con aires de sabelotodo.
En un apartado, donde nadie pudiera oírnos, le pregunté a Ernesto qué
pensaba realmente de la situación. Nada que no haya dicho, se sinceró.
Mientras nadie certifique lo contrario, estamos ante dos muertes
inevitables. Como todas, abundó.
Debo confesar que si durante mi estancia en Lucena no hubiese
conocido a nadie como Ernesto, y se presenta esta eventualidad, ya
hubiese estado lejos de la ciudad. Me hubiese ido, como dice esa
ocurrencia que está tan de moda en la España ocupada, a la francesa.
2 de septiembre
Si ayer no hubo novedades respecto a la situación de los familiares
vigilados, hoy las noticias son muy preocupantes. La abuela y su hija
tienen fiebres altas, dolores de cabeza y ésta última, vómitos, aunque
según Ernesto, que las visitó a última hora de la tarde, no eran de color
oscuro, síntoma inequívoco de la fiebre amarilla, por lo que hay que
seguir tranquilos, indicó.
Desde hace unas horas se observa en el cielo un eclipse de luna. La
bóveda del firmamento es una fuente inagotable de misterios y de
belleza. Es un eclipse parcial. Será de unos siete u ocho dígitos. Me
pregunto qué pensarán los hombres al ver en el telón de la noche
semejante espectáculo.
3 de septiembre
La situación se complica. El padre, el único que había permanecido sano
en la casa vigilada, también registra altas fiebres y dolor de cabeza,
aunque sin vómitos, al igual que la abuela. La gente comienza a
inquietarse. Tanto, que la parroquia ya ha organizando un calendario
intenso de novenas y misas para rogar por la salud de los enfermos y
para que no evolucione a contagio.
Hoy no he visto a Ernesto en todo el día. Y sinceramente, me preocupa.
4 de septiembre
Almuerzo breve con Ernesto. Hablamos sobre estas fiebres desconocidas
que inquietan a todos. En un momento de la conversación formula en
voz alta una reflexión que tiene a partes iguales algo de inquietud y algo
de autocrítica: ¿y si al final no es más que una gastroenteritis o una
inflamación de pulmones como ha sucedido otras veces y en tantos
lugares? Nos alarmamos de forma muy rápida, temiendo que suceda
siempre lo peor. Aunque lo cierto es que hemos estado rodeados de estas
calenturas durante meses, dice con cara de circunstancia, Cádiz, Tenerife
y ahora Las Palmas y no hemos tomado ninguna precaución.
¡Ninguna!
5 de septiembre
Remiten las fiebres en la madre y en menor medida en la abuela. Se
despiden también los días de calor. El viento rola y entra del norte, más
fresco, corretea por las calles, silba en las ventanas, sube por las paredes,
teclea los tejados, desorienta las veletas y se marcha de Lucena hacia las
montañas, desnudándolas, doblegando a los árboles, convirtiéndolas en
páramos estériles, pardos y resecos donde solo pastan tras las lluvias de
invierno unos pocos rumiantes famélicos. Ojalá se lleve a su paso estos
miedos que atenazan a Lucena y los empuje mar adentro.
6 de septiembre
Desaparecen también las fiebres del padre. Sin embargo hay tres nuevos
casos de fiebres altas, vómitos y dolores de cabeza y muscular. No hay
relación ni familiar ni geográfica entre ellos. Están en calles diferentes.
Los vecinos se turnan para controlar quién entra y quién sale de esas
casas. El miedo al contagio une a personas enfrentadas. El alcalde, en
una reunión abierta a toda la ciudadanía, ha pedido prudencia. Aún nadie
en la ciudad ha presentado el síntoma clásico e irrefutable de la epidemia
que se padece en Las Palmas: la piel de color amarilla. Nadie lo cree. En
medio del griterío y del desorden surge una voz que pide que venga
algún médico como manera definitiva de saber de una vez qué son esas
fiebres. El alcalde se desgañita para hacerse oír entre la concurrencia,
parecen más fiebres estacionales, endémicas, grita. Sin embargo todos
están de acuerdo con la propuesta anónima: que venga un médico, piden
una y otra vez. El alcalde no tiene más remedio que aceptar la propuesta
y prometer que traerá a Lucena uno lo antes posible.
9 de septiembre
Nos hemos levantado con la noticia de que el municipio vecino ha
creado una junta de sanidad subalterna que impide, hasta que se
confirme oficialmente la inexistencia de la epidemia, la entrada en su
aldea a quien provenga de Lucena. Han comenzado a controlar a
personas, objetos y mercancías que procedan de aquí. Quienes hayan
estado durante la última semana en Lucena, se les someterá a una
cuarentena de siete días, pasados los cuales se expurgarán y fumigarán
sus ropas y efectos. Además, se han apresurado en dar cuenta de lo
sucedido en Lucena a las autoridades insulares para que tomen las
medidas de inspección necesarias.
Mientras, aquí, en Lucena, la ciudad parece callada, muda, vacía, como
si todos los vecinos hubiesen huido de repente. Por la tarde, el
ayuntamiento ha convocado a los principales comerciantes de la ciudad
y hacendados para exponerles su oposición a constituir una junta
municipal de sanidad. El argumento que esgrimen es que a día de hoy no
hay nadie contagiado aún por fiebre amarilla en Lucena. El párroco trata
de explicar, ante la indignación general, que él entiende perfectamente la
actitud preventiva de la aldea vecina. Cualquier persona sensata trata de
precaverse contra la enfermedad, dice. El alcalde, aprovechando la
serenidad que siempre crea el párroco con sus palabras, comenta que
pensando en la tranquilidad de todos, a partir de hoy se convoca una
reunión diaria a esta misma hora y en este mismo lugar, para informar a
todo el que quiera asistir sobre la evolución de la familia afectada o de
alguna novedad inesperada en la ciudad relacionada con la enfermedad.
10 de septiembre
Un soldado que llega a la cocina del cuartel justo antes de yo retirarme a
la habitación anuncia que un tripulante de un barco procedente de Santa
Cruz le ha comentado que la epidemia ha vuelto a brotar allí y que
también hay un pequeño brote en La Orotava.
Sinceramente, creo que esto parece más una plaga bíblica que una
simple coincidencia de epidemias.
11 de septiembre
Hay nuevos enfermos. Lucena está en estado de estupefacción. Es como
si nadie creyera lo que está sucediendo, como si la epidemia fuese irreal,
un mal sueño, una pesadilla de la que nadie sabe cuándo despertará. En
algún momento pasará, tratan de consolarse sin saber que a veces la vida
de los hombres transcurre de mal sueño en mal sueño, de pesadilla en
pesadilla sin alcanzar nunca la ansiada calma. Los enfermos sitiados
empeoran. La abuela de la joven con la que comenzó de forma
insospechada esta pesadilla ya convulsiona y delira por las altas fiebres.
12 de septiembre
Conseguí burlarla en Cádiz. De manera imprevista evité el encuentro en
Tenerife. En Las Palmas no coincidimos por poco. Sin embargo, hoy
nuestros desencuentros tocan a su fin. No se puede burlar al destino.
Tarde o temprano estábamos destinados a coincidir. Y ha sido en
Lucena. Hoy, oficialmente, se ha declarado la existencia de la fiebre
amarilla en la ciudad. Un médico, junto a varios miembros de la Junta de
Sanidad insular, ha diagnosticado la enfermedad tras visitar a la familia
enferma que aún permanece aislada y vigilada por el retén en la calle
Trasera. Sin dilación, se ha convocado una reunión urgente en el
ayuntamiento. Allí han confirmado que los enfermos padecen de forma
evidente e incuestionable fiebre amarilla. Según comentó, la piel de la
abuela comienza a amarillear y tiene frecuentes hemorragias en la nariz.
De igual manera, los otros miembros afectados de la familia han vuelto a
registrar fiebres altas y convulsiones.
Sorprende la ausencia del alcalde en la reunión. Nadie lo ha visto llegar
al ayuntamiento. La última vez que lo vieron fue cuando habló con el
médico tan pronto salió este de la inspección de la casa infestada. Se
decide esperarlo media hora antes de comenzar. Se consuma el tiempo.
Una voz entre la abundante asistencia comenta que han llamado a su
casa y nadie contesta. Ha abandonado la ciudad. El desconcierto de los
ciudadanos que asisten a la reunión es absoluto.
El médico, antes de partir de Lucena, aclaró que si bien no es capaz de
establecer con seguridad si la enfermedad posee carácter epidémico, ante
la duda hay que obrar como si el contagio fuese irrefutable. La Junta
Municipal, sugirió, deberá tomar cuanto antes las medidas de
aislamiento, quema y fumigaciones que se suelen aplicar en estas
situaciones.
Tan pronto se despidió la comitiva sanitaria, Ernesto y el párroco
tomaron la iniciativa de crear la Junta Municipal de Sanidad. Junto a
varios vecinos, algunos voluntarios, entre los que me encuentro, y otros
que acceden a la propuesta tanto de Ernesto como del párroco para que
se sumen a la comisión, se decidió que la Junta se reunirá cada mañana y
cada tarde en el ayuntamiento. El primer punto que se debatió fue la
orden que ha impuesto la Junta Insular, firmada por el Capitán General
al Regimiento militar de Lucena: la ciudad debía ser sitiada.
Acordonada. Nadie puede entrar ni salir de Lucena sin conocimiento y
permiso de la Junta y del Regimiento.Todos los caminos de entrada y
salida de la ciudad están ya vigilados por soldados que impiden el
tránsito por ellos, comenta Ernesto.
La estupefacción se instala entre los ciudadanos. La gran mayoría de
vecinos que asisten a la Junta callan con ojos de asombro. Algunos
lloran desesperadamente. Otros ocultan su desazón tras sus manos. Los
comerciantes y algunos jornaleros protestan airadamente. Esto será la
ruina para los comercios, alerta uno de ellos que es propietario de varios
telares. Vivimos del comercio de nuestros productos. Peligran las nuevas
cosechas, grita Anselmo sumándose a la indignación general. Algunos
vecinos acusan al alcalde de haber ocultado la situación ante el
incremento de enfermos en la ciudad. La gente se inquieta. El murmullo
evoluciona hacia un insoportable griterío. Ernesto trata de hacerse oír
subido a una silla para justificar la actuación llevada a cabo hasta
entonces. Argumenta que desde que se tuvo conocimiento de los
enfermos se adoptaron las medidas preventivas oportunas. Un anciano
de ojos sombríos y hombros angulosos interrumpe y pregunta en voz alta
dónde está el alcalde y los Ojeda y los Ariñez. Abandonaron durante la
noche la ciudad, responde alguien entre la multitud con voz enojada. Sus
casas están vacías, apuntó otro. Ellos sí han podido salir. Nosotros
permanecemos aquí encerrados, dando la cara. Además si ellos se van
muchos de nosotros perderemos nuestros trabajos y entonces de qué
comeremos, se lamentan algunos. Ernesto toma la palabra. Ahora lo
prioritario es aislar la enfermedad. La búsqueda de culpables y de
cobardes no soluciona el problema al que nos enfrentamos. Ante la
estupefacción e indignación de los ciudadanos, declara la necesidad de
reconocer lo que claramente debía ser reconocido. Tenemos un
problema, indica, y tenemos que organizarnos para minimizar sus
efectos. Todos. Ante este problema no hay distinción entre ricos y
pobres, agricultores y comerciantes, jóvenes y viejos. Hombres y
mujeres. Todos. Obremos rápido. Seamos diligentes e inteligentes.
El barullo es tan grande, caótico y sonoro que se decide convocar una
reunión en el ayuntamiento mañana a las ocho de la mañana. Traten de
descansar, propone el párroco. Me temo que mañana habrá mucho que
hacer, me dice antes de abandonar los dos la sala de juntas.
Las primeras medidas que se adoptan tratan de garantizar el
aprovisionamiento de la ciudad. La Junta decidió los días y los lugares
donde podrían celebrarse mercados al aire libre para que todos puedan
comprar y vender géneros a precios prudentes y moderados. Asimismo,
se permite la apertura de comercios de alimentos durante todos los días
salvo aquellos en los que se celebre mercado.
Se da lectura de unas medidas que llegaron anoche al cuartel y que
provenían de la Capitanía General: nadie, absolutamente nadie, vecinos
y forasteros, puede ausentarse de la ciudad. Quienes lo intenten y sean
sorprendidos, sufrirán cárcel durante cien días, tendrán multa de
trescientos pesos y quedarán privados para siempre de poder trabajar
dentro de los límites municipales de Lucena. Para garantizar el
cumplimiento de la medida se instalan como puntos de control
definitivos el molino de Monteviejo, El Fielato y Las Barreras, todos en
las afueras de la ciudad.
Los soldados, ayudados por vecinos de la aldea vecina que se sumaron
a las tareas de vigilancia y acordonamientos, patrullan también por los
barrancos que limitan a naciente y poniente la ciudad.
Ahora sí que estamos aislados dentro de la isla, por muy rimbombante y
paradójico que parezca.
14 de septiembre
Tras una tapia alta de una huerta hay un jazmín, que sin verlo, reconozco
por su inconfundible aroma. Hoy, esta tarde, su fragancia, que desborda
la tapia e inunda la calle adyacente, me ha devuelto a los descansos en el
patio de la universidad, donde un viejo jazmín trepaba por la pared
empedrada del claustro. Hay recuerdos inesperados que nos traen al
presente una felicidad que creíamos olvidada.
15 de septiembre
He descubierto esta noche un cometa en el cielo vespertino de Lucena.
Curiosamente es muy visible al atardecer, cuando el sol se ha puesto y el
color violeta inunda el cielo anunciando la llegada de la noche. Se puede
seguir solamente durante una hora porque luego desaparece por el
noroeste, como si se escondiera tras la isla de Tenerife. Cualquier
persona puede apreciarlo porque es muy visible. Además, deja a su paso
una estela entre blanca y amarillenta que imagino será polvo que refleja
la débil luz del sol. Desde que me enseñaron a distinguirlos en el cielo
nocturno creo que es el tercer cometa que contemplo. He de reconocer
que estos astros tan enigmáticos me embelesan, sugestionan, hechizan,
seducen y asombran. Probablemente porque siempre me conducen a la
irresoluble cuestión de cuánto nos queda aún por aprender y por
descubrir.
16 de septiembre
La situación se complica. Muere la otra abuela de la casa sitiada. La
entierran en los mismos llanos en los que descansa su consuegra. Se
dispuso que todas las ropas y demás efectos de la difunta quedaran en el
cuarto donde falleció sin poder ser tocados hasta que fueran fumigados
con cloruro de cal. Luego se quemarían junto con la cama y demás
muebles. Se aprobó que si hubiesen más fallecidos por fiebre, ésta sería
la forma de actuar.
17 de septiembre
Ha aumentado tanto el número de enfermos por la fiebre amarilla que la
Junta ha decidido esta mañana habilitar la iglesia del viejo hospicio para
concentrarlos allí y aislarlos de forma efectiva. De igual forma, se ha
decidido que aquellos que presenten cualquier síntoma sospechoso de la
enfermedad pero que aún no la hayan desarrollado plenamente serán
sometidos a internamiento en otro lugar para su mejor observación y
seguimiento. Antes de asignar funciones entre los miembros de la Junta,
el párroco se dispuso para estar al frente del improvisado lazareto.
Algunas mujeres se ofrecieron voluntarias para ayudar en las tareas de
limpieza, otros se ofrecieron ellos para quemar las ropas de los enfermos
y fallecidos y otro grupo de vecinos ayudarán en todo momento a lo que
disponga el párroco. Tres hombres que se encontraban presos en los
calabozos del cuartel fueron liberados con la misión de trasladar a los
enfermos desde sus casas a la iglesia del viejo hospicio y conducir los
futuros cadáveres hasta el nuevo cementerio habilitado en los llanos
lejanos y ventosos de la falda de la montaña.
Salvo los miembros de la Junta y sus auxiliares, los familiares o
cualquier otra persona que hayan estado con algún enfermo o fallecido
de fiebre amarilla deberán guardar estricta cuarentena en sus hogares.
Por último, cualquier persona que presente síntoma sospechoso de
contagio debe ser notificado sin dilación alguna a la Junta Municipal de
Sanidad para proceder a su traslado al lazareto.
En principio con la ayuda prestada por militares y unos cuantos
vecinos, se ha podido organizar y materializar lo dispuesto según la
comisión. Sin embargo, no hay médicos y esto a veces complica mucho
el qué hacer con los enfermos. Los que estamos, hacemos lo que
podemos sabiendo que nos exponemos al contagio. La gran mayoría de
los vecinos se han encerrado en sus casas, temerosos los unos de los
otros, desconfiados hasta de sus propios hijos, hermanos e incluso
maridos o mujeres. Hay viviendas donde cada uno tiene asignada su
habitación y de allí procuran salir lo indispensable. En cambio los de
condición más humilde viven todos en una única estancia, por lo general
con apenas ventilación, oscura y pequeña. Ahí, el temor al contagio ha
de ser insoportable. E inevitable.
18 de septiembre
Muchos vecinos se niegan a que sus familiares sean trasladados a la
iglesia del hospicio convertido en improvisado lazareto. Prefieren
quedarse cara a cara con la enfermedad antes que soportar una
separación de la que temen su trágico final. El sargento es impermeable
a los ruegos y a las solicitudes de piedad que le llegan de quienes han
visto a los soldados entrar en sus casas y llevarse a sus familiares
enfermos. Ernesto trata de explicarles que es la única manera de intentar
controlar y aislar la epidemia. No hay otra forma. A pesar del exquisito
tacto que tiene Ernesto con la gente, la desesperación de algunos es tal
que han llegado incluso a enfrentarse directamente con los soldados del
Regimiento. Más que el miedo al contagio, lo que violenta a mucha
gente es el miedo a la muerte. Y hay que entenderlo.
19 de septiembre
Muere el hombre de la casa que es el epicentro de la epidemia. Como se
sospecha que la mortalidad aumentará en los días venideros, el párroco
ya ha bendecido los terrenos donde se entierran a los muertos por la
epidemia. Se decide que el transporte de los cadáveres hasta el
cementerio se hará siempre a última hora de la tarde.
La medida que establece el obligado traslado de los enfermos al
lazareto ha generado una desconfianza insoportable no solo entre
vecinos, sino incluso entre familiares. Cualquier persona puede ser
portadora de la enfermedad sin saberlo. A partir de hoy, que nadie
espere la ayuda desinteresada de su vecino.
20 de septiembre
Esta mañana, el sargento provisional del Regimiento de Milicias ha
pedido a la Junta que ayude en las tareas de vigilancia del cordón.
Ciertos vecinos, ha explicado con su inevitable aire marcial, jóvenes
sobre todo, amparados por la oscuridad e impelidos por la desesperación
y el miedo al contagio, reconoce, tratan de huir. Algunos lo
consiguieron, otros no tuvieron tal fortuna. De igual modo se ha
decidido imponer una medida que consideraron coercitiva y pertinente: a
partir de las ocho no puede haber nadie en las calles, salvo las tropas que
hacen la ronda y el silencio de la noche que cae sobre Lucena.
El párroco le dice al sargento que la Junta ya está desbordada con las
tareas sanitarias. Se compromete a transmitir el aviso en la reunión de la
tarde, a la que suelen acudir más vecinos, pero no puede prometerle
nada, dice con su voz serena. Si no consiguiéramos los efectivos
necesarios para realizar con eficacia la tarea asignada, advierte el
sargento, tendré que ordenar a los soldados que abran fuego sobre
aquellos que sean sorprendidos en su intento de evasión.
Ernesto, tras la rápida y tensa despedida del sargento, me sugiere que
coja mis cosas del cuartel y me traslade a su casa. Me temo que la
relación de la Junta, entre los que estoy, con los soldados y en especial
con los mandos del Regimiento, no será nada cordial a partir de hoy.
Acepto. Así que a partir de hoy, el diario tiene nuevo hogar. Uno más
que añadir.
21 de septiembre
Había gran expectación por la misa celebrada hoy. El párroco había
pedido en la reunión de ayer por la tarde y de hoy por la mañana la
asistencia de todos. Hay cierto desánimo porque cada vez viene menos
gente a las reuniones de la Junta. Necesito sentir más que nunca el calor
de mi parroquia, dijo antes de pedirnos el favor de animar a la gente que
nos encontráramos para que asistieran a su llamada.
Y la iglesia, gracias al boca a boca de las gentes de Lucena, se llenó.
Nunca antes había estado en una iglesia tan atestada y a la vez tan
quieta. Al llegar el momento del sermón, la expectación por su
contenido era palpable. El párroco subió al púlpito precedido por el
crujido agudo de los peldaños.
Hace muchos años, comenzó a decir ante el atento silencio de los
asistentes, varios siglos antes del nacimiento de nuestro señor Jesucristo,
existió un hombre que vivía retirado en un bosque. A este hombre lo
visitaban muchas personas solamente para escucharlo pues tenía fama de
sabio. Él solía explicar que la vida no es más que una escuela y que los
hombres, todos, subrayó el párroco, somos estudiantes que hemos
venido a ella a aprender. Según este sabio, lejos de lamentarnos,
debemos estar agradecidos a los infortunios que forman parte de nuestro
destino pues solo a través de la adversidad se consigue adquirir virtud y
fortaleza. La vida, decía a quienes le oían predicar bajo los árboles, no
está gobernada por la suerte, el azar, ni las coincidencias. La casualidad
no existe. Todo tiene una causa, un por qué. Y todo tiene un efecto.
El silencio que llenaba la iglesia cuando el párroco callaba era
asombroso. Nadie parecía reparar en nadie. Todos atendían al sermón
sin excepciones.
La mayoría de acontecimientos que forman parte de nuestro día a día,
continuó con su voz serena, transcurren casi sin hacer ruido. La vida
pasa en silencio. Sin embargo, hay algunos hechos que nos marcan para
siempre y dejan una huella imborrable en nuestro corazón. Una larga
enfermedad, la traición de un amigo o la muerte de un ser querido, de un
hijo, un hermano. Las peores experiencias, dijo afirmando sus palabras,
las más difíciles de afrontar, son precisamente las que nos permiten
evolucionar y madurar y son las que nos convierten en verdaderos hijos
de Dios.
Yo tengo cincuenta y un años y llegué tarde al sacerdocio, confesó el
párroco ante el asombro general. La muerte de mi hermano mayor, a
quien estaba fuertemente unido, me hundió en una fuerte crisis personal.
Entonces apenas superaba los veinte años, declaró. Sufrí como nunca
antes había sufrido en mi vida. Pero aquella congoja que asolaba mi
espíritu, me permitió hacer algo que nunca antes había hecho: acercarme
a mí, escuchar a mi alma. Entonces comencé a escribir sobre lo que
sentía dentro de mí mismo, reveló. Así fue como descubrí una vocación
y una pasión que unos meses antes ni tan siquiera sospechaba que
existía: servir a los demás. ¿Y qué decisión tomé? Abandoné mi yo para
entregarme a ustedes, se respondió a sí mismo el párroco. Para siempre.
Y esa renuncia que yo ahora llamo amor, amor al prójimo, es amor pleno
a Dios. Desde entonces no solo me siento en paz, sin miedos ni tristezas,
sino que también me siento cada día agradecido por estar vivo, dijo
dibujando un gesto de satisfacción en su rostro. Ya no doy nada por
sentado. En eso consiste vivir conscientemente: en valorar lo que tienes,
aprovechar lo que te sucede y disfrutar de cada momento. Para mí, la
vida es un regalo maravilloso, una oportunidad para aprender a ser feliz
por mí mismo y aceptar y amar a los demás. Ése es el verdadero y único
camino que nos conduce a Dios. Doy gracias a la adversidad y al
sufrimiento porque me han permitido descubrir el sentido de mi vida.
Porque la vida sí tiene sentido. Coincido plenamente con el sabio que
hablaba bajo los árboles: lo que nos sucede es por algo y para algo.
Muchos de ustedes se me han acercado estos días preguntándome por
qué Dios permite que pasen tragedias como ésta. Quizás Dios quiere que
episodios tan angustiosos y terribles como el que ahora nos sucede nos
sirvan no para saber él hasta dónde somos capaces de llegar. Él no
necesita saber hasta dónde somos capaces de llegar, recalcó. No. Somos
nosotros los que debemos descubrir nuestros límites. Conocer la
verdadera medida de nuestra fe y de nuestro amor. Viviremos esta
epidemia como un proceso difícil, incómodo y doloroso, advirtió, pero
saldremos de ella fortalecidos, tanto en la vida como en la muerte.
Recuerden que Cristo sufrió y murió por nosotros. Su pasión y muerte
fue para redimirnos. A partir de su muerte, nuestra existencia tuvo pleno
sentido. Su amor nos salvó para siempre. Y nos dejó como principal
testimonio que el amor es el único bálsamo capaz de mitigar los
sufrimientos del alma, el dolor de la existencia. Al dolor, al miedo y a la
muerte solo se le vencen con amor.
Yo estoy cada vez más convencido de que no hay mejor maestro en la
vida que la adversidad, dijo retomando el discurso tras unos segundos de
pausa en los que pareció repasar la mirada de todos y cada uno de los
presentes. Al hombre se le puede arrebatar todo, salvo la última de sus
libertades: su actitud personal frente al destino. Y si asumimos nuestra
responsabilidad como hermanos que somos y nos esforzarnos por
cambiar nuestra actitud frente a adversidades como ésta, tendremos el
mayor premio al que puede aspirar un cristiano: el abrazo cálido de Dios
y la vida eterna.
Ésas fueron las últimas palabras de su brillante exégesis de la vida.
Yo, al terminar el párroco de pronunciar las últimas palabras del
sermón, tuve ganas de aplaudir tan fuerte que lo hubiese hecho hasta que
me sangraran las manos.
Qué sería de la humanidad sin las palabras.
22 de septiembre
Una de las consecuencias más obvias del aislamiento que sufre Lucena
es la incomunicación. Algunos ciudadanos aún se dirigen a diario hasta
los puntos de control de entrada y salida con la esperanza de convencer a
los soldados para que les permitan un único encuentro con sus
familiares. Argumentan con visible desesperación que el cinturón los
separa de sus maridos, de sus hijos, de sus hermanos, a quienes la orden
cogió de sorpresa y no han podido entrar ni ellos salir. La idea, bastante
posible visto el panorama, de no volver a ver nunca más a sus seres
queridos, angustia a muchos vecinos de Lucena. Matrimonios separados,
padres que esperan a sus hijos e hijos que de la noche a la mañana son
huérfanos no por la muerte de alguno de sus progenitores sino por una
orden que los aísla y clausura sin previo aviso. Muchos preguntan si los
que están fuera podrán entrar. Los primeros días, los soldados permitían
la entrada a vecinos, que no estando en Lucena cuando se levantó el
cordón, decidían regresar junto a su familia y correr el riesgo del
contagio antes que continuar fuera sin saber nada de los suyos. Ernesto,
tan pronto se enteró del regreso de los que el cerco sorprendió lejos de la
ciudad, se acercó hasta los puntos de control y les expuso a los soldados
las consecuencias que podría tener su acción. Ante el asombro de todos
subrayó lo tajantes que habían sido los miembros de la Junta Insular:
aquellos vecinos que el cordón sanitario había dejado fuera no podían
entrar. Está prohibido, gritó enfurecido. Ni entradas ni salidas, ¿está
claro?, preguntó en voz alta sin esperar respuesta.
Vuelvo a escribir en este diario la impresión que ahora mismo tengo del
estado de la ciudad: Lucena es una isla dentro de la isla.
23 de septiembre
El viento se pasea por la ciudad como un viajero solitario y con sus
manos torpes y haraganes agita los árboles de la alameda que amanece
desierta. Mis pasos crepitan sobre un cementerio de hojas palmeadas,
pardas y secas que alfombran la calle por la que camino. Como las
generaciones de las hojas, así son las de los hombres, escribió Homero.
Ya el otoño se derrama irremediablemente sobre un paisaje socarrado
por el sol. Un otoño que se presenta con botánica paciencia. En las
catacumbas de los bosques, un regimiento silencioso de setas espera
impaciente las primeras lluvias para rasgar la corteza de la tierra y
asomar su cabeza aparasolada. El salmo de los recolectores: más vale
perder una seta en la vida que la vida por una seta.
El cielo es más alto e inalcanzable que nunca durante el otoño. Mientras
los alisios duermen barren las alturas las húmedas borrascas paridas
sobre el Atlántico, sirocos ardientes y continentales y vientos que bajan
del norte armados de frío y oscuridad. El cielo es un escenario por el que
desfilan atropelladamente nimbos, cirros, cúmulos y estratos.
El sol ya descansa sobre la línea del horizonte. Es tiempo de volver. Las
garzas regresan solitarias a descansar merecidamente en los márgenes
tibios que le ofrece el agua estancada en los barrancos. Un mirlo posado
sobre la rama de un tarajal anuncia las últimas luces del día con su canto
aflautado. Siempre son los últimos en cantar.
Aunque no lo parezca, y a pesar de la intensa vigilancia en sus entradas,
a Lucena ha llegado el otoño.
25 de septiembre
La Junta ha enviado esta mañana a varios carpinteros de la ciudad a
cortar cañas y otras ramas útiles al barranco de naciente porque hacen
falta más jergones en el lazareto. Los enfermos aumentan por día. La
sorpresa ha llegado de boca de un soldado cuando ha subido hasta la
sede de la Junta para anunciarnos que todos se habían fugado.
Sorprendentemente, los presos liberados se han ofrecido para hacer el
trabajo. Y lo han hecho meritoriamente. Ahora hay jergones suficientes.
El hospicio se ha divido para atender a las mujeres por un lado y a los
hombres por otro. Se agrava el estado de muchos enfermos. El desastre,
avisa Ernesto seriamente en la Junta, está a la vuelta de la esquina.
26 de septiembre
El cielo se muestra hace unos días limpio e intensamente azulado. Este
sol viene huyendo del agua, vaticinan algunos. Las tardes son cálidas y
durante el atardecer la luz da un aspecto cobrizo y añejo a la ciudad.
28 de septiembre
Lo ha entendido pero ha pedido que los demás comprendan también su
aflicción. Se han prohibido las misas para evitar las aglomeraciones y así
posibles contagios. La iglesia es ahora un lugar muy propicio para la
transmisión de la enfermedad. El párroco ha puntualizado que si bien
acata la orden, nadie podrá impedir que él asista a todos los hogares que
lo reclamen. Podrán impedir al rebaño acudir a mi llamada, ha dicho
como prédica, pero no que yo atienda a todas y cada una de mis ovejas.
30 de septiembre
Somos prisioneros, pero no solo porque estemos privados de movernos
según nuestro libre albedrío, imposibilitados de ir hacia donde
queramos, sino también porque la epidemia nos amarra al presente. En
esta situación, de qué nos sirve el pasado y sus recuerdos. El presente
nos inquieta, el pasado es un tiempo estéril y nos han privado del
porvenir. Y como prisioneros vivimos una condena que nos llena a todos
de angustia, pánico y ansiedad. No sabemos cuánto durará esta clausura
involuntaria que cumplimos con asombroso silencio. Unos hacen
cábalas, prediciendo que la epidemia durará tanto, otros que cuánto más
y como su predicción es más pesimista consigue hundir los escasos
ánimos de quienes los oyen. Lo cierto es que no hay nadie en todo
Lucena que sepa cuánto tiempo pasaremos recluidos en esta prisión.
2 de octubre
El cielo amaneció alto, poblado de cirros. Luego devino en un telón
grisáceo por el que desfilaban oscuros nubarrones. Las nubes grandes,
densas y oscuras anunciaban, ominosas, la tormenta que horas después
cruzaría el cielo de Lucena. El aire se fue calentando progresivamente a
medida que el día se oscurecía hasta que unos truenos lejanos avisaban
de que el temporal se acercaba más rápido de lo que nadie imaginaba.
Por la tarde llegó la lluvia. Sin viento. Fuerte, impecable, vertical, en
forma de violentos aguaceros que transformaron muchas calles de
Lucena en un barrizal. El temporal fue rápido e intenso. A la fortísima
lluvia sucedió una sensación de bochorno insoportable. Muchos creen
que la lluvia limpiará el aire de la ciudad, con lo que los efluvios y los
miasmas que suponen como posible transmisor de la infección podrían
desaparecer, dicen esperanzados. Ojalá, deseo yo, que traducido del
árabe a nuestro idioma quiere decir, si Dios quisiera.
Hoy ha parecido muerto un hombre en su domicilio con síntomas de
haber padecido la fiebre amarilla. Como vivía solo, nadie lo había
denunciado a la Junta porque llevaba semanas sin salir. Cuando una de
sus hermanas, sospechando que algo ocurría al llevar tantos días sin
verlo, se presentó en su casa, lo encontró muerto en el suelo. Un
voluntario ha visto el cadáver y ha dado parte a la Junta, confirmándose
con posterioridad la muerte por fiebre amarilla.
En el lazareto agonizan muchos enfermos que se contagiaron a
mediados del mes pasado. Preparémonos para vivir algo que no se ha
vivido nunca antes en la historia de esta ciudad, han comentado en la
reunión de esta tarde. Va a ser duro, muy duro, advirtieron otros dando
cuenta del estado del lazareto. Que sea lo que Dios quiera, hemos
implorado todos.
3 de octubre
La muerte se lleva durante el día a cuatro enfermos que estaban en el
lazareto. Y no paran de llegar más. El panorama es desolador, reconoce
Ernesto. Hoy ha habido entre los miembros de la Junta más silencio y
desolación que nunca. La epidemia comienza a minar nuestro ya
maltrecho ánimo y esto no ha hecho más que empezar.
4 de octubre
La tormenta pasada ha dejado un cielo tan prístino que el cometa es más
visible que los días que nos preceden. En la reunión de la mañana he
oído a dos jóvenes hablando de la extraña estrella que raya el cielo. Es
un cometa, les he explicado. Nunca antes habían oído hablar de los
cometas. Independientemente de nuestros conocimientos, coincidimos
en la apreciación de que cada vez aparece más tarde en el cielo y de que
cada vez retrasa más su desaparición. Pero sigue siendo igual de
fascinante.
Hoy, no ha habido muertos pero sí nuevos enfermos. Comenzamos a
sentirnos desbordados.
Lo peor a lo que nos enfrentamos es nuestra propia ignorancia.
6 de octubre
Llevábamos dos días sin muertos. Hasta hoy. Esta tarde ha fallecido un
hombre que llevaba unos veinte días enfermo. Al ver su nombre escrito
en el censo de difuntos le he preguntado al sacristán quién era. Al
describírmelo me he dado cuenta rápidamente de que era el hombre que
en la taberna del barrio alto me habló, por vez primera, del bosque de
Doramas. He rezado por él.
7 de octubre
Hay tal calor y humedad estos días que nos obliga a todos a remangarnos
las mangas de las camisas y a desanudarnos los cordones del cuello de la
camisa. A la vista de la intensificación de la epidemia, la Junta ha
propuesto para purificar el aire infesto de la ciudad e impedir la
extensión de los miasmas hacer sahumerios y quemar pólvora. Algunos
soldados del regimiento se apuntan a la iniciativa y tiran cañonazos al
aire desde las inmediaciones de la ciudad. Por supuesto, se insiste en la
necesidad de continuar con la estrategia de quemar cuanto antes la ropa
de los fallecidos.
Nos ha llegado por fin el pedido de cloruro de cal, fundamental para la
desinfección de las viviendas contagiadas. El procedimiento siempre es
el mismo: los voluntarios nos encerramos en el aposento y en unas
escupideras anchas y poco profundas vertemos varias onzas de cloruro
de cal y uno o dos cuartos de vinagre. Con una espátula de madera
removemos la mezcla y se deja desprender el gas durante media hora
aproximadamente con puertas y ventanas cerradas. Transcurrido ese
tiempo, abrimos de nuevo ventanas y puertas para que pase rápida una
corriente de aire.
No sabemos a ciencia cierta si realmente es efectiva esta forma de
proceder pero, en palabras del párroco, allí donde no hay conocimientos
al menos que esté nuestra fe.
9 de octubre
Uno de los aspectos que hacían de Lucena un espacio singular era su
barahúnda diaria, el desorden y la confusión casi constante, esa mezcla
de gentes y cosas que caracterizan a las ciudades con vocación
comercial. La algarabía que se extendía por sus calles se ha apagado
bruscamente. Ya no se celebra el mercado dominical en la alameda
porque no hay ni vendedores ni género. La calle de Las Ventas, por
ejemplo, bulliciosa siempre de lunes a domingo, desde que amanece
hasta que anochece, es hoy un espacio lleno de silencio y vacío. Todos
sus comercios y despachos están cerrados. Por las calles de Lucena solo
transita un viento frío que aletarga aún más al espíritu anémico que la
ciudad exhibe a causa de esta maldita epidemia.
10 de octubre
El contagio comienza a pintar en Lucena cuadros de un dolor
insoportable. Hoy ha muerto un niño. Apenas tenía siete años. Sus
padres despedían sin consuelo el carro donde iba amortajado el cuerpo
inerte de su hijo junto a otros dos adultos que tampoco han resistido los
embates violentos de la epidemia. ¿Por qué nos duele siempre y en lo
más profundo de nuestra alma la muerte de un niño? Son los hijos
quienes deben enterrar a sus padres y no al revés. ¿Por qué Dios permite
esta inversión en el lógico transcurso de la vida? Cuando así sucede no
solo muere el hijo sino que sus progenitores, por lo general, mueren
también, pero en vida, que es, con toda probabilidad, la peor de las
muertes imaginables: la consciente. No hay nada peor para un hombre
vivo que sentirse derrotado por la propia vida.
Afuera llueve. Con timidez, pero llueve.
12 de octubre
Llevaba unos días con claros síntomas de cansancio. Todos pensamos
que se trataba de fatiga por el escaso descanso que ha disfrutado desde
que se declaró la epidemia. La fiebre que comenzó ayer y la intensa
cefalea de hoy sin embargo han obligado al párroco a ingresar en el
lazareto como un enfermo más. Es evidente que los miembros de la
Junta tenemos las mismas o incluso más posibilidades de contagiarnos
que otros vecinos que apenas salen de sus casas, pero parecía que
habíamos olvidado este riesgo. De un día para otro podemos enfermar
como cualquier ciudadano de Lucena. Y de un día para otro podemos
morir, como mueren por la fiebre amarilla muchos ciudadanos de
Lucena.
13 de octubre
La epidemia es inabordable. Cada vez hay más enfermos.
Afortunadamente no todos mueren. Algunos sanan y regresan a sus
casas a pasar allí la obligada cuarentena. Hoy hemos decidido
exterminar todos los perros y gatos que andan sueltos por las calles de
Lucena. No ha habido consenso a la hora de aprobar esta medida pero la
mayoría de la Junta ha considerado a estos animales inofensivos
perjudiciales en tiempo de contagio. Durante la tarde ha comenzado la
cacería. Algunos que participaron en la misma comentan por la noche
que se han divertido de lo lindo. Los perros ya están todos aniquilados.
Los gatos, en cambio, es solo cuestión de unos días, han reconocido
ufanos estos improvisados cazadores.
Reprendo esta tarde a varios soldados que se ríen en la puerta del
lazareto al repasar la vida de un hombre muerto recientemente por las
fiebres. Ellos me contestan que de lo que realmente se ríen es del tiempo
que la vida le regaló sin nadie esperarlo. Y el que menos lo esperaba era
él, airea uno de ellos. Ante mi desconocimiento, me cuentan su peculiar
historia: hace años, mientras sus hermanos cargaban las mulas de sal en
unas salinas, se acercó al borde mismo de la marea haciendo caso omiso
de las advertencias del salinero que le pedía una y otra vez que se
retirase de donde estaba por el mal estado de la mar. Allí permaneció,
junto a la marea, un buen rato, desdeñando la fuerza de las olas, que ese
día, comentan mirándose entre ellos, eran extraordinariamente altas.
Cuando decidió girarse para regresar junto a sus hermanos, una ola
enorme lo abrazó y lo engulló, haciéndolo desaparecer al instante.
Luego, según contó posteriormente el propio afectado, el mar lo agitó en
el fondo, entre la espuma, y sin saber por qué, lo devolvió de nuevo a la
orilla lanzándolo contra las rocas y rompiéndole varias costillas. Nació
dos veces y murió dos veces, dijo uno de los soldados jocosamente.
Todo un afortunado, rió otro. Pues sí, reconozco yo también. Pero
semejante fortuna, al menos a mí, me causa más admiración que motivo
para la burla. Y abandoné la reunión sin importarme lo que dijeran a mis
espaldas.
14 de octubre
La montaña de Lucena que comienza justo al otro lado del barranco,
muestra un color verde resplandeciente, vivo, insospechado hace tan
solo unas semanas. Las fuertes y generosas lluvias caídas a principios
del mes maquillan la ladera de un verdor inusitado. El cono volcánico,
en cambio, es impermeable a las lluvias. Su abrupta piel sigue ocre,
estriada y desoladamente desértica.
17 de octubre
El párroco empeora más rápido de lo esperado. Es como si se dejara
morir. No ofrece resistencia a la evolución de la enfermedad. Cuando
llegué al lazareto sacaban en ese momento cinco cadáveres. Vista la
cantidad de enfermos, no es de extrañar que algún día esta cifra de
muertos se duplique. Parece que cuantas más medidas se toman para
reducir la epidemia, más violenta e intensa se vuelve ésta. Estamos
sobrepasados, agotados y las perspectivas son que a medida que pasen
los días crecerán los enfermos, los muertos, el trabajo consecuente y con
ello la desesperanza y el miedo.
Lucena parece más un pandemonio que esa pequeña y alegre ciudad
que tendida sobre una loma me encontré al llegar una tarde taciturna de
febrero.
19 de octubre
¿Por qué nos da tanto miedo morir? ¿De qué nos sirve la fe ante la
perspectiva de una muerte inminente? ¿Es el alma el resultado de la
toma de consciencia de nuestra propia muerte?
¿O es la ilusión necesaria para creer que el cuerpo es una estación de
paso, que no es ni el principio ni el final de la vida? La idea del final me
estremece, me inquieta, me aterroriza. Pero he de confesar que vivir para
siempre me parece también inquietante. No termino de creer en la
absoluta inmortalidad. Hay algo en ella que no me convence. Para
siempre, siempre me ha parecido mucho tiempo. Demasiado.
Me asalta ahora el recuerdo de la primera vez que sentí la finitud de la
vida. Volvía de la escuela. Caminaba solo entre muros de piedra seca
que delimitaban la vieja cañada real. Habíamos leído ese día las coplas
que Jorge Manrique había escrito tras la muerte de su padre. Me
conmovió enormemente la imagen del mar como el final de la vida y
como espacio infinito, ilimitado. Y también la imagen del paso de los
días como agua que se precipita inapelablemente por arroyos
pedregosos. Entonces aún no conocía el mar. Ni la muerte.
20 de octubre
Hay tantos enfermos que la organización del lazareto en la iglesia del
hospicio comienza a ser conflictiva. Cada vez hay que albergar más
enfermos y cada vez hay menos medios y personas que las atiendan. Se
han pedido refuerzos a otros regimientos de milicias de la isla. Incluso se
suplica por la presencia voluntaria de algún médico, pero hasta hoy
nadie se ha presentado en la ciudad. Se agotan las esperanzas. Mientras,
mueren cada vez más enfermos. Hoy han sido seis.
Los muertos son enterrados en el camposanto pero sin misa y velatorio
alguno. Se avisa siempre a sus familiares del fallecimiento pero no
pueden asistir porque están en cuarentena. El paisaje de Lucena se llena
de rostros que buscan tras los cristales de las ventanas el paso del carro
mortuorio para dedicarles un último y postrero adiós.
No sé si será cierto porque creo que la frontera entre la realidad y la
ficción ahora mismo es muy borrosa. Al menos en Lucena. En la reunión
de esta noche de la Junta un voluntario contó que él y otro joven vieron a
una niña que esperaba, tras el ventanal de su casa, el paso del carro con
los muertos porque sabía que allí iba su hermano. Cuando finalmente el
carro pasó, acercó su cara a la ventana y echó el vaho en el cristal para
escribir su nombre y el de su hermano en él. A los pocos segundos el
vaho desapareció, los nombres se borraron, pero la chica aún permanecía
de pie tras el cristal buscando desesperadamente la imagen del carro que
había desaparecido con el cuerpo de su hermano tras doblar una esquina.
21 de octubre
La zozobra inicial ha dado paso a la miseria, la indignación y la
violencia. La casa de Matías Ariñez, que abandonó Lucena con su
familia el día antes de acordonar el regimiento la ciudad, amaneció sin
las puertas y ventanas de la planta baja. Las encontraron calcinadas junto
a varios enseres y muebles de la casa en una pira que ardió durante la
noche en una huerta cercana. La casa del alcalde, igualmente
desaparecido, sufrió un conato de incendio que gracias a la rápida
intervención de sus vecinos, fue ahogado antes de tener que lamentar
daños irreparables. En el cuartel hay dos jóvenes que fueron
sorprendidos mientras robaban comida en la única tienda que aún
comercia en la ciudad. Ambos justificaron su acto por la desesperada
necesidad de alimentos. Tenemos hambre, alegaban como única y
previsible defensa. En el sobrado de la vivienda donde se localiza el
comercio aún guardan millo, trigo, cebada, miel, frutas pasadas,
salazones, papas, vino y legumbres. Cuando llegó a sus oídos la
existencia de tales despensas, no se lo pensaron.
En sus ojos no solo había hambre. También había ira. Los precios de
los productos que se pueden comprar en ese comercio no están al
alcance de cualquiera. Ernesto, al oír el arrepentimiento de los detenidos,
le sugiere al sargento del Regimiento que los ponga en libertad y sin
cargos a cambio de que trabajen para la Junta hasta que termine la
epidemia. El día que no se presenten, él mismo los denunciará. De igual
manera le propone al sargento ir a hablar con el comerciante para
plantearle que o pone los precios que tenían los productos el día antes de
la declaración de la epidemia o se le confisca toda la venta. El sargento,
sorprendentemente, acepta todas las propuestas. Incluso se atreve a
añadir que se podría realizar una colecta para recaudar dinero y
alimentos y así enfriar la tensión que se vive estos días en Lucena.
Siempre oí decir a mi padre que hay que odiar el delito y compadecer al
delincuente, me dijo Ernesto en la reunión de la noche cuando le
comenté lo acertado de su decisión. Es una manera de honrar su
recuerdo, dijo emocionado.
Ernesto y el sargento han decidido garantizar el reparto diario de
raciones de pan y carne a las gentes que no tengan qué comer. Podremos
morir de fiebre, argumentó el sargento, pero mientras dure el
aislamiento, en Lucena nadie morirá de hambre.
Unos vecinos, antes de finalizar la reunión, plantearon la necesidad de
clavetear balcones y ventanas así como poner candados a todas las
puertas de las casas abandonadas. Otros ciudadanos se han propuesto
para hacer rondas nocturnas y así evitar que se vuelvan a repetir los
saqueos.
Esta tarde, en la reunión, un voluntario ha comentado jocosamente que
más que una pequeña junta municipal a veces parecemos las cortes
constituyentes. Y todos nos hemos reído de lo lindo con su ocurrencia.
24 de octubre
¡Ocho!... y a tenor del número de enfermos en estado grave que hay en
el lazareto, los próximos días serán terribles. Pavorosos.
No solo se contagia la enfermedad. Empieza a ser muy preocupante
también el contagio del pesimismo entre los vecinos ante el temor de
que esta epidemia no tenga fin. El ánimo de muchos ciudadanos, sobre
todo de aquellos que prestan una ayuda inestimada comienza a decaer.
Se les ve cada vez más cansados, desilusionados, atribulados.
25 de octubre
Si vivir en una isla produce sensación de encierro, Lucena recrudece esa
impresión pues toda la ciudad es ahora mismo una prisión fría, húmeda y
vacía.
28 de octubre
Era humilde, modesto, y caritativo no por oficio sino por naturaleza. Tan
pronto estaba junto a un moribundo, en su lecho, consolándolo en su
agonía, como encabezando las decisiones que debía tomar la Junta.
Asumió sin dudarlo el reto de atender a los enfermos y a la vez dar
respuesta al dolor y al desconcierto del espíritu. Durante la epidemia no
conoció la pausa. A partir de hoy, el párroco, junto a siete enfermos más,
disfrutará del merecido descanso eterno.
29 de octubre
¡Qué rápido ha sido el obispado! Ya hay nuevo párroco interino. Era el
presbítero que auxiliaba al beneficiado en la parroquia. De aspecto
adusto, seco, severo, su rostro es incapaz de expresar simpatía y lleva
siempre un rictus en la boca como si ocultara un dolor físico oculto e
insoportable. Se ha presentado en el lazareto y ha dado un pequeño
sermón a los enfermos allí presentes. Les habló del valor de la
misericordia a través del arrepentimiento, del deber de los cristianos de
acercarse a Dios, especialmente cuando la muerte nos acecha, mediante
el perdón. Cuando terminó todos tenían una mezcla en sus rostros de
indignación y de congoja. Les ha fulminado las pocas esperanzas que
quizá les quedaban de sobrevivir.
Hoy ha sucedido un hecho insólito. Pensaba en un principio que era
algo propio del clima de Lucena. Me han comentado luego que sí, pero
nunca antes habían visto una calígine tan intensa. El día amaneció
fresco, nublado y con una ligera llovizna que hacía presagiar un día gris
y desapacible. Sin embargo, al mediodía, Lucena e imagino que toda la
comarca e incluso toda la isla, quedó sepultada por una espesa calima
que redujo tanto la visibilidad que hasta las montañas que rodean la
ciudad se esfumaron de nuestra visión. El paisaje ha quedado reducido a
un sol velado cuya luz parece no poder tocar las casas, los cultivos, las
montañas, de modo que todo parece lejano e irreal. El aire es espeso,
duro y seco y hace un calor horroroso para la altura del año en la que
estamos. Con estas condiciones de temperatura, la ausencia de frío y
lluvias que purifiquen el ambiente, se complica mucho el control y
erradicación de la epidemia.
30 de octubre
Temía que la muerte del párroco significara la defunción de la esperanza
en esta ciudad. Sin embargo, ha tenido un efecto inesperado, contrario,
como si la gente pensara, ya que vamos a morir, muramos ayudando. Su
muerte ha despertado unos sentimientos de solidaridad y una valentía
que son más fuertes que el miedo colectivo a la muerte. Hay nuevos
ayudantes en el lazareto. Reconozco entre los nuevos voluntarios a la
madre y a un hermano del arquitecto. Muchos vecinos se apuntan a la
limpieza de las calles de la ciudad. Incluso algunos hacendados han
ofrecido dinero para ayudar a la atención de enfermos y alimentar a
quienes no tengan nada que comer.
Me sorprende gratamente la capacidad que tienen muchos ciudadanos
de Lucena no solo de soportar y adaptarse al dolor, sino la fuerza con la
que se sobreponen y continúan con su vida.
31 de octubre
Si los aspectos higiénicos de la ciudad y la salud de los enfermos están
ahora mismo sobradamente cubiertos con los nuevos voluntarios, el
auxilio espiritual peligra. El nuevo párroco ha enfermado.
Al mediodía, mientras regresaba del lazareto a casa de Ernesto para
almorzar, un sonido extraño e inquietante ha comenzado a oírse. Luego,
en la habitación he vuelto a oír el sonido pero de forma más intensa. He
salido al corredor, he mirado al cielo y he visto un enjambre enorme. Era
tan grande y tan denso que parecía más una nube que se interponía entre
la tierra y el sol, oscureciendo de forma considerable la tarde. Son miles,
millones de cigarrones que el viento seco y terroso de estos días ha
traído del desierto africano, cuyo límite occidental está muy cerca de las
islas. Algunos cigarrones, extenuados, caen al suelo, lo que me ha
permitido recoger un ejemplar para dibujarlo con posterioridad en mi
cuaderno. El insecto, similar a un saltamontes, es más grande que
cualquiera de mis dedos y tiene un hermoso color rojo anaranjado.
Ernesto se me acercó y mientras lo observaba me indicó que cambian de
color a medida que van devorando y arrasando los campos y las
cosechas sobre las que se posan. Me dice que en tan solo unas horas
pueden comerse toda la producción del año. Si no se van en unos días,
temo por las próximas cosechas de papas y hortalizas, al igual que los
frutales y los brotes tiernos de trigo y otros cereales. Mal momento para
una plaga de langostas, maldijo mientras se retiraba mascullando a viva
voz la mala suerte que nos persigue. A perro flaco...
Ahora, mientras dibujo el cigarrón, observo que el ejemplar muerto
aparte de sus dos pares de alas, unas patas traseras increíblemente largas
y unas antenas igualmente sorprendentes, tiene una mandíbula potente
que, imagino, le permitirá devorar hierbas y hojas con la intensidad que
me indicó esta tarde Ernesto. Inés, al verme recogiendo varios
cigarrones del suelo del patio me sugirió que asadas y con sal son
increíblemente sabrosas. Aunque me propuso prepararlas para cenar, he
rechazado su invitación. Me parece poco afortunado alimentarme con lo
que puede ser una desgracia para los demás.
1 de noviembre
La parroquia se traslada fuera de Lucena, a un pequeño caserío cercano a
la ciudad. Era una petición de los feligreses que viven fuera de la ciudad
y que se comentó en la última reunión de ayer.
Ha vuelto a sobrevolar Lucena una columna de cigarrones con su
murmullo continuo y confuso. Se ha cubierto el cielo como si de un
tímido eclipse se tratara. Si la imagen de los cigarrones volando todos
juntos es estremecedora, el sonido del enjambre mientras vuela es
sobrecogedor.
2 de noviembre
Anselmo, el joven agricultor que ha visto como su iniciativa ha quedado
interrumpida por la epidemia, comenta los estragos que está causando la
plaga de cigarrones en los campos. Ha arrasado todas las simientes y los
brotes tiernos de las hortalizas más tempranas, dice. Nadie había visto
antes una plaga tan devastadora. Nunca, jura. El paisaje es apocalíptico,
cuenta, dentro y fuera de Lucena.
Un hombre en la explanada que está delante de la iglesia clama al cielo
y pregunta sollozando y en voz alta, qué hemos hecho, por qué este
azote. Al no recibir respuesta, me mira luego a mí y me pregunta qué
está pasando en esta isla, pero qué hemos hecho nosotros, se pregunta
mientras espera de mí una respuesta convincente y clarificadora. No
tengo ni idea, le respondo con sinceridad. El hombre, desolado, ha
doblado sus rodillas y se ha postrado desconsolado en el suelo.
3 de noviembre
Cuando parece que la epidemia comienza a desaparecer o al menos a
calmarse, se recrudece con una crueldad inesperada: en una sola tarde la
muerte se ha llevado a cuatro enfermos que parecían mejorar. Es mejor
no hacerse ilusiones, no tener expectativas de mejoría inmediata, porque
cuando no se cumplen la decepción golpea al ánimo con contundencia.
Hay que vivir día a día. No hay otra estrategia posible. Si no, sería
insoportable la existencia en esta prisión provisional que se llama
Lucena.
5 de noviembre
La situación es dramática dentro y fuera de Lucena. La epidemia mata
en la ciudad y la plaga de cigarrones devora sin contemplación las
cosechas de hortalizas, frutales y hasta los recientes prados que hay
fuera de ella. La desolación es total. Hoy en la reunión matutina de la
Junta han comentado que en los altos de Lucena se está organizando una
peregrinación masiva de pastores, pequeños agricultores y gentes sin
tierra. Están decididos a bajar y a entrar en la ciudad para pedir a la
patrona que se apiade de ellos y obre un milagro que acabe con esta
plaga dañina y con su angustia insoportable. Tan decididos están que
mañana al mediodía se concentrarán en una montaña para de allí bajar
todos juntos hacia Lucena. Al oír esta información nadie habló en la
Junta. Durante unos segundos sólo hubo caras y gestos de preocupación.
Si esa peregrinación entrara en Lucena y prendiera el contagio entre la
gente de los altos, consiguió decir un vecino, la situación entonces se
tornaría incontrolable. Toda la isla estaría en peligro. Además, ha
añadido otro vecino, si han decidido entrar en Lucena, entrarán. Ya
saben lo obstinados que son, ha dicho dirigiendo sus palabras a Ernesto
que permanecía en silencio, acodado en la mesa y con las manos
entrelazadas junto a su boca. Al parecer, estas gentes de los altos tienen
fama de empecinados. Ernesto decidió abandonar la reunión
momentáneamente para, según comentó, ir a buscar al sargento del
Regimiento y traerlo hasta la Junta para abordar conjuntamente este
problema.
Mientras Ernesto estuvo ausente de la reunión, varios vecinos
comenzaron a contar anécdotas de estas gentes. Pude oír entonces como
hace unos años los campesinos de los altos de Lucena, cansados de
esperar los repartos prometidos del monte ocuparon a su libre albedrío
varias fanegas de monte, quemándolo y roturándolo durante varias
noches. La Real Audiencia investigó los sucesos hasta que finalmente se
supo quiénes habían liderado esta rebelión. El alcalde de Lucena y el
alguacil real fueron obligados por el corregidor a hacer efectiva la
sentencia que declaraba culpables del delito de usurpación de tierras a
los acusados y les exigía el inmediato abandono de las mismas y el pago
de una considerable cantidad de dinero en concepto de multa que
obviamente fueron incapaces de pagar. Enterados los campesinos de la
sentencia, bajaron una noche a Lucena, acompañados de varios cientos
de hombres y mujeres, y entre pitadas, trabucos, palos y gritos
advirtieron tanto al alcalde como al alguacil no solo que no pensaban
pagar multa alguna sino que si volvían a entrometerse en los asuntos del
monte, no dudarían en hacer con sus casas lo que habían hecho
anteriormente con los árboles. Lo que suceda en los altos, sentenciaron
antes de marcharse, solo a nosotros nos concierne.
Cuando Ernesto y el sargento regresaron a la reunión, comunicaron que
ya habían tomado una decisión. Si el deseo de estas gentes es llegar
hasta la iglesia, comentó el sargento tomando asiento, no se lo
impediremos. Bastantes problemas tenemos ya con la epidemia, dijo,
como para tener que combatir encima una insurrección. Lo realmente
importante, expuso repasando con su vista a los asistentes a la Junta, es
controlar a esa muchedumbre por las calles de Lucena. El sargento
desgranó la propuesta que habían pergeñado él y Ernesto. Primero, dijo,
esperaremos a esas gentes en el punto de control de Las Barreras. Allí,
antes de entrar a Lucena, se les obligará a avanzar siempre entre los
soldados que el Regimiento destinará para acompañarlos. Para evitar
contagios indeseados, concretó, varios soldados les precederán haciendo
sonar sus cajas de guerra. De esta manera, el fragor de la percusión
avisará a los vecinos del avance de estas gentes hacia la iglesia. Otros se
encargarán de la vigilancia exterior de la marcha. Su función será la de
evitar cualquier contacto entre los campesinos de los altos y los
ciudadanos de Lucena. Terminada la misa en la iglesia, regresarán por la
calle de La Mina, que es en definitiva el mismo camino por el que
bajaron, puntualizó. Por supuesto, seguirán acompañados por los
soldados del Regimiento hasta el punto de control de salida. Luego, a
partir de ahí ya serán libres para ir adonde quieran, concluyó el sargento.
Salimos de la Junta con las sombras de la noche avanzando por Lucena
como lo hacen las olas en una playa de arena. Todo apunta a que mañana
será una jornada larga y especial.
6 de noviembre
El día despertó con una multitud de hogueras encendidas en las
montañas que rodean Lucena y bajo un cielo que aunque gris y
desapacible delataba al fin la ausencia de calima.
Todo ocurrió tal y como se había previsto. El lento aluvión de
campesinos llegó antes de lo previsto, justo después del mediodía. Yo
esperé en la plaza, a la sombra de un álamo que agitaba sus hojas por el
soplo suave de una brisa que acababa de levantarse. Las puertas de la
iglesia, custodiadas por soldados, estaban abiertas aunque en las naves
aún no había nadie debido a la prohibición que habían hecho cumplir los
soldados del Regimiento. Solo estaban un presbítero y unos vecinos que
propuestos por la Junta habían aceptado colaborar limpiando y
preparando el interior. La expectación era grande en la ciudad, sobre
todo cuando se oyó por vez primera el redoble lejano y previsto de los
tambores. Era la señal. Tras el sonido de los tambores, aparecieron calle
abajo los soldados que hacían tronar las cajas de guerra y tras ellos el
gentío de los altos. Venían flanqueados por varios soldados y
voluntarios. La obsesión del sargento y de Ernesto era impedir a toda
costa el contacto entre los ciudadanos de Lucena y la peregrinación.
Cuando todos llegaron al amplio espacio que se extiende entre la iglesia
y la alameda, los tambores se callaron. Entonces pude observar
detenidamente a los hombres que encabezaban el grupo. Todos llevaban
nagüetas y camisas blancas, fajín y sombrero de fieltro negro de copa
baja y redondeada. Algunos portaban chaleco liso mientras que los más
pobres solo exhibían un camisón largo amarrado a la cintura por un fajín
y sombreros raídos. Detrás iban los niños y las mujeres, que ocultaban
su rostro en la mantilla y quién sabe si también el rubor de llevar tan
desafortunada existencia. Los niños tienen cabellos mugrientos y van
descalzos. La gran mayoría exhibía una delgadez insultante. Muchos,
vestidos solo con camisones que en algún momento tuvieron que ser
blancos, jugaban entre ellos evidenciando que la infancia desconoce las
tragedias que viven los mayores.
Todos decidieron entrar cuando vieron que los más adelantados se
quitaban sus sombreros y subían las gradas de acceso a la iglesia. El
resto de hombres los imitaron y comenzaron también a subir rodeados
no solo por los soldados que esperaron fuera, sino por un silencio
espeso, casi tangible. Cuando finalmente entraron todos, las puertas se
cerraron.
Unas horas después volvieron a abrirse. Todos salieron en desorden,
cabizbajos y con miradas que no reparaban en la numerosa población
que los esperaba. Era como si nosotros, las casas, las calles, toda Lucena
no existiera o no les importara. Subieron por donde habían bajado, por la
calle de la Mina, entre las miradas compasivas de los vecinos, muchos
de los cuales para no perderse el acontecimiento se subieron sin dudarlo
a los tejados envejecidos o se asomaban a los balcones que durante la
epidemia habían permanecido cerrados. Unos los despedían con palabras
afectuosas, otros con gestos de ánimo. Otros intentaban darles su apoyo,
pero lloraban contagiados por la pena.
La tarde trajo un silencio inédito a la ciudad. Lucena estaba
sobrecogida. Un hombre comenta en la Junta que al menos la epidemia
es pasajera, en cambio su desgracia, no. Hay desgracias que son
perennes, confirma Ernesto. Un soldado del cuartel relata entre sollozos
que sus padres iban en el grupo. No deseaba otra cosa que abrazarles
cuando los descubrió entre el gentío. Este infortunio que vivimos no lo
olvidaremos nunca, comentó un vecino con gesto consternado mientras
le sacudía fraternalmente la cabeza al joven soldado tratando de
consolarlo.
Mientras, la epidemia seguía su curso matando hoy a dos hermanas
mellizas. Al menos, el destino, en este caso, ha sido benévolo. Ninguna
tendrá que llorar jamás la ausencia de la otra.
Antes de cenar, estuve tumbado un rato en el jergón sin poder olvidar
los rostros de esos hombres y mujeres. Caras anónimas endurecidas por
la tristeza y la soledad que depara una vida llevada siempre con
urgencia, rostros que nos cuentan historias tristes e inquietantes, que nos
hablan del desasosiego y la desolación. Esa tristeza da miedo, impone
por su mutismo insondable, por sus miradas perdidas. Seres vivos que
parecen muertos en vida por un destino que solo les depara hambre,
pobreza, ignorancia, superstición y desesperanza.
7 de noviembre
La ciudad despertó abatida al igual que el espíritu de sus ciudadanos,
golpeado una y mil veces por las contrariedades de la vida. La reunión
de la mañana en la Junta parecía un velatorio, una conjunción de
silencios individuales, de hombres cariacontecidos y de espíritus
rendidos. Hasta que llegó Ernesto. Tiene la facultad de alegrar a todo
aquel que esté abatido. Le incomodan los ambientes entristecidos, las
caras largas, y sobre todo cuando se trata de criaturas humilladas por el
destino. Se desvive por levantarles el ánimo creando simplemente con la
fuerza de su presencia un ambiente de sincera y agradable cordialidad.
Al calor de Ernesto, todos somos capaces de sacar a relucir la parte más
alegre de nuestro espíritu. Definitivamente, es de los hombres
necesarios, de los imprescindibles. Me pregunto qué hubiese sido de
Lucena sin la existencia, en este momento crucial, de personas como
Ernesto.
8 de noviembre
El lazareto comienza a desbordarse de enfermos. A este ritmo, comenta
Ernesto visiblemente preocupado, en cinco o seis días se nos quedará ya
pequeño. Un voluntario sugiere el traslado del lazareto a la iglesia
parroquial, ahora que no hay función alguna, propone. Ernesto lo valora
en un principio para luego desestimar la idea. El traslado de los
enfermos a parte de ser ahora un inconveniente puede ser una
imprudencia, responde.
Dentro, el olor es intenso a pesar de la buena ventilación que le
proporciona la apertura de las puertas que dan a la calle y al patio
interior. El olor acre por la concentración de enfermos rápidamente flota
en la nave como lo hace la niebla en las mañanas de invierno. La
organización del lazareto es simple: los hombres a un lado y las mujeres
a otro, separados ambos por un amplio cañizo. Más que la visión de los
enfermos, lo realmente estremecedor son los lamentos, suspiros,
quejidos, sollozos, plegarias y gritos cuando el dolor ya se hace
insostenible. Es una trágica sinfonía de ahogos y de angustia. Un
irresistible suplicio acústico. El paisaje interior es horroroso, sobre todo
cuando la vista se dirige hacia los que agonizan, retorcidos de dolor,
encogidos como fetos en el viaje inverso de la vida, llorando muchos
ante la irremediable cuenta atrás en que se convierten sus días, sus horas,
sus ardientes minutos. Todos presentan una delgadez extrema, con el
cuenco de los ojos sombrío, los brazos y los pies huesudos, como si
fuera imposible asegurar que varios días antes allí hubo una masa
muscular y una carne sustanciosa.
Los ayudantes cada vez están más cansados y desilusionados. Su
encomiable esfuerzo no ha servido para nada, dicen sin importarles que
los enfermos que aún permanecen conscientes les escuchen. Todos
tienen una imagen de abandono y cansancio que impacta tanto como la
visión de los enfermos moribundos. Muchos están flacos, pálidos,
ojerosos, marcados por un cerco sombrío de extenuación e impotencia
alrededor de la mirada.
El lazareto es el paisaje del dolor humano, del sufrimiento intenso y de
la desolación más insoportable.
12 de noviembre
Ha muerto el párroco interino que sustituyó al beneficiado.
Corre el rumor que algunos vecinos del barrio alto, ante la perspectiva
de una muerte segura, se dedican al cultivo intenso del placer. Otros, en
cambio, con la complicidad de algunos soldados, introducen alimentos y
materiales en Lucena que luego venden a precios desorbitantes. Distintas
respuestas ante una misma perspectiva sombría.
13 de noviembre
Se suicida un hombre que vivía solo y que según los vecinos se había
aislado en su vivienda hasta tal extremo que había claveteado su puerta y
ventanas por el interior. Al infierno debería ir, exclama un vecino en la
Junta sin esconder su indignación por el suceso. A veces el infierno es
no poder morir, le responde Ernesto con gesto cansado.
14 de noviembre
Desde la madrugada llueve con intensidad. Las lluvias limpian el aire de
Lucena, encharcan la alameda y hacen nacer esporádicos riachuelos por
las calles terrosas de la ciudad. En los campos se recibe la lluvia con una
alegría inusitada, indecible, comentan en la Junta. La lluvia ahoga a los
cigarrones, anuncian algunos entre abrazos de esperanza.
El soldado cuyos padres iban entre los campesinos ha entrado
totalmente empapado a la reunión con una sonrisa impecable. La patrona
los ha escuchado, repite con una euforia que contagia a todos. De la
casaca empapada que lleva colgada en el antebrazo saca una botella de
aguardiente. Nos convida a todos. Como no tenemos vasos, vamos
bebiendo, sin pegar la boca sugieren algunos con razón. Hay que evitar
cualquier posibilidad de contagio dicen precavidos antes de abrazarse a
la botella para celebrar la felicidad que ha traído la lluvia.
15 de noviembre
Me resultó extraño no encontrármelos durante el desayuno. Ni a él ni a
ella. Luego, Ernesto faltó a la reunión matutina de la Junta. Cuando nos
encontramos a media mañana en el lazareto, Ernesto exhibía una inusual
inquietud y silencio. Inés está en el pabellón de observación, me
comentó en un retiro. Tiene los síntomas previos, me dijo nervioso y
azorado. Cansancio, inapetencia y dolor general, me responde a la
pregunta de cuáles. Trato de calmarle. Primero le digo algo que él ya
sabe: esos síntomas no siempre se corresponden con la epidemia. Y si
finalmente enfermara, le recuerdo que muchos consiguen superar la
enfermedad y sanar. Hay casos de fiebres que no evolucionan hacia la
fase mortal. Para que crea lo que le digo, señalo a dos jóvenes que tras
vencer a las fiebres juegan a las cartas en un catre. Paciencia, Ernesto, le
ruego. Hay que esperar a ver qué pasa estos días.
Durante el ingreso de Inés en el pabellón de observación, Ernesto no
asistirá a las reuniones de la Junta. No quiero ni imaginar qué pasaría
por su cabeza si Inés finalmente enfermara.
17 de noviembre
Las últimas lluvias caídas han devuelto el cielo limpio a Lucena. Según
cuentan algunos ciudadanos que se dejan ver aún por las calles, la lluvia
no ha eliminado del todo la plaga de langosta pero la ha reducido a una
dimensión controlable. Solo falta que la remate un inverno bien frío. La
alegría visita los campos de Lucena. ¿Cuándo lo hará con nosotros?
El cielo vira hacia una oscuridad rojiza. Pronto llega la noche y la
visión del cometa, que vuelve a lucir en el cielo limpio y transparente
que traen estas frías noches de noviembre.
18 de noviembre
Han trasladado a Inés al lazareto. Empieza a arder por las fiebres. Tiene
mucha sed y náuseas. Ernesto ha pasado de mostrarse fuerte y valiente a
evidenciar un inusitado miedo y temor.
20 de noviembre
La muerte extiende sus brazos descarnados y parece aferrarse a Lucena.
Hoy han muerto nueve personas. Nunca han muerto tantos durante la
epidemia y a tenor de lo comentado por el sacristán mientras apuntaba
en el censo los difuntos recientes, es posible que nunca hayan muerto en
un solo día tantas personas en Lucena desde su fundación.
Ernesto no se separa de Inés. Ni un instante.
22 de noviembre
La epidemia se comporta con una previsibilidad exquisita. Tal como se
esperaba, hoy han desaparecido las fiebres que aquejaban a Inés. Ahora
vienen veinticuatro horas decisivas. Si regresan, Inés habrá entrado en la
fase más agresiva. Si no, es bastante probable que la enfermedad la haya
abandonado. Ernesto permanecerá toda la noche junto a ella.
23 de noviembre
He visitado a Inés en el lazareto tras la junta de la mañana. Su cara, a
pesar del agotamiento y del marchamo que imprimen siempre las fiebres
altas, continúa mostrando esa sonrisa tan dulce, tan humana, tan tierna
que le caracteriza. Paradójicamente ella, que es la enferma, muestra más
serenidad que Ernesto.
24 de noviembre
La fatalidad ha vuelto a mostrarnos sus fauces. Han reaparecido las
fiebres en Inés. Y con una virulencia si no inesperada, sí al menos
indeseada. Ernesto me encarga el cuidado de los niños.
25 de noviembre
¿Qué piensan aquellos que de forma consciente saben que con un poco
de suerte les resta unas semanas de vida? ¿Aceptamos la muerte como
parte inevitable de la vida? ¿Cómo soportamos la incertidumbre que
genera saber que la frontera entre la vida y la muerte está cerca, a tan
solo unos días? ¿Si tenemos fe, entonces por qué existe este atávico
miedo a la muerte? ¿O acaso es la fe una forma de contrarrestar la
existencia primera e imborrable del miedo?
27 de noviembre
El tiempo para los sanos pasa lento mientras que los que sufren tienen la
impresión contraria. Para ellos el tiempo se precipita con una rapidez
exasperante.
28 de noviembre
Inés empeora. Cada vez arde más en fiebres. Sus miembros enflaquecen.
Las hemorragias se hacen más frecuentes al igual que los vómitos, cada
vez más ennegrecidos, más oscuros, anunciando quizás el color
inevitable de su porvenir. Ya ha tenido varias pérdidas momentáneas del
conocimiento que Ernesto, siempre a su lado, ha intentado sobrellevar
como buenamente puede pues los delirios instantáneos de Inés le llevan
a decir cosas sin sentido. Ernesto se encarga día y noche de ella. Le lleva
ungüentos de cera, aceites y sebos, agua para saciar la sed, tisanas de
marrubio y poleo para calmar el dolor abdominal y emplastos que coloca
una y otra vez en su frente con la intención de domar las fiebres. Le
sorprende que a pesar de los dolores, de la fiebre y de las alucinaciones,
su pulso esté tan pausado. Me consuela enormemente, me comenta,
porque pienso que no sufre.
Ernesto es de espíritu fuerte y resistente, como pocos, pero ya comienza
a estar cansado. Está demacrado y las ropas le quedan un poco holgadas.
Adelgaza por días. Varios voluntarios me han dicho que apenas come y
duerme menos aún. Parece un ciprés solitario: alto, delgado y triste.
1 de diciembre
Los gritos de Inés parecían los quejidos de un animal durante un
sacrificio. Al verla doblada en el jergón, con las manos sobre el
abdomen, encogida por un dolor insoportable, era como asistir a la
tortura de alguien a quien le hubiesen clavado un cuchillo en el vientre y
se lo retorcieran, aún dentro, a la vez con rabia y torpeza. Nunca antes
había oído a nadie llorar y gritar de esa manera, con tanta desesperación.
El lazareto se llenó de alaridos, de sollozos, de brutalidad, de desgarro.
He salido consternado, con ganas no a llorar sino a golpear los muros,
las paredes, derrotar a golpes esta epidemia que destroza sin
contemplaciones la vida en la ciudad. Pero no he podido. No porque me
avergonzara al pensar lo estúpido que sería adoptar esa actitud, sino
porque desde una ventana que se asoma a la calle ha emergido el llanto
de un recién nacido. Al oír el nacimiento de un bebé en medio de tanta
muerte, de tanta destrucción, uno toma conciencia del valor inmenso que
tiene la vida. Luego no he podido continuar. Estaba tan emocionado que
me he sentado en el suelo y me he puesto a llorar desconsoladamente.
Después, al cabo de un rato y tras recorrer las calles vacías de Lucena,
he llegado a la casa con las lágrimas aún asomando al balcón sombrío de
mis ojos.
En el algún momento de un día inesperado, esta terrible epidemia se
acabará. No sabemos cuándo, pero sí sabemos que algún día nos
levantaremos y sin aún saberlo, la epidemia habrá muerto, quizás
devorada por su propio apetito, o quizás no esté porque ha decidido
viajar a otro lugar con su equipaje de muerte y desolación. Pero mientras
esté, es un acto increíblemente hermoso oír cómo la vida renace entre
tanto miedo y temor.
2 de diciembre
La muerte sigue su incontenible escalada. Hoy ha muerto un matrimonio
y su hijo que era su única descendencia.
Inés está moribunda. Ernesto rechaza cualquier auxilio. Solo vive para
ella.
Hoy he escrito muy poco. No tengo fuerzas ni ánimo para escribir más.
3 de diciembre
Hay escenas que conmueven de tal manera que una vez las contemplas
sabes que no las olvidarás nunca. Jamás. Hoy, cuando el sol alcanzó su
cenit, murió Inés. Ernesto estaba junto a ella, como cada día desde que
enfermó, tratando de aplacar de forma inútil su dolor. Cuando su cuerpo
paró repentinamente de convulsionar y cesó el delirio en el que estaba
sumida desde ayer, todos supimos que había muerto. Ernesto se abrazó a
ella, de lado, con suavidad. La rodeó con su brazo y con su pie
izquierdo. Nadie se atrevió a separarlos. Cuando terminaron de
amortajar los otros cuerpos, hoy han muerto cuatro personas más,
Ernesto comprendió que era el turno del cuerpo inerte de Inés. Entonces,
se levantó desolado. La besó en la frente, agarró sus manos y la miró por
última vez a sus ojos. Bajó con delicadeza sus párpados e indicó con un
gesto de cabeza que ya podían proceder. ¿Qué hacer en ese momento
preciso? Nadie se acercó a Ernesto que permaneció de pie hasta que
trasladaron el cuerpo amortajado hasta el carro. Lo acompañó con una
entereza que emocionaba. No abandonó el centro de la calle hasta que el
carro no desapareció tras recorrer el último tramo visible desde Lucena.
Luego, con una serenidad inesperada, como si todo lo sucedido lo
tuviese asumido de antemano, caminó hasta donde yo estaba y me invitó
a acompañarlo a su casa. Necesito descansar, dijo con una voz apenas
perceptible. Andamos en silencio las dos calles que separan su casa del
lazareto. Él caminaba como dormido, sin reparar en el mundo exterior.
Como había pedido hace unos días que sus hijos se quedaran con sus
abuelos, encontró la casa vacía. Tan pronto entramos, Ernesto no solo
comenzó a llorar. Parecía aullar de dolor. Se derrumbó. Déjame, ahora
déjame, me dijo. La imagen de Ernesto acodado en la mesa llorando es
de una desolación insoportable.
Hoy me he acordado de que cuando mi madre murió, mi padre no
estaba en casa. Había ido a buscar al párroco con el deseo de que al
menos recibiera el último consuelo aún estando moribunda. Cuando
llegó y le dijeron que mi madre había muerto, nos buscó a todos y nos
abrazó uno a uno de una manera tan cálida, tan afectuosa que aún siento
que ése ha sido el abrazo más intenso que he recibido jamás.
La noche es fría. En un claro del cielo, avanzada la medianoche, he
reconocido al cometa, cada vez más alejado de nosotros, como una
esperanza que se desvanece poco a poco, noche a noche, de forma
constante e inevitable.
4 de diciembre
El día después siempre es el más complicado porque es cuando surgen la
rabia y las preguntas. Hoy Ernesto ha reflejado en su rostro el desgarro
que siente por la muerte de su mujer. Los golpes de la vida hieren la fe.
Se queja a viva voz ante Dios por lo injusto e incompresible que es la
muerte. La muerte nunca tiene sentido, le he dicho, ni para el más
creyente de los hombres. Has venido en mal momento, me dice en su
paroxismo de dolor, como si quisiera darme a entender que lo tengo
difícil si pretendo consolarlo mediante palabras. No me fui. Está
deshecho. Lo acompañé en silencio. Cuando se tranquilizaba me
acercaba a él y le dedicaba un sencillo gesto afectivo. Aunque nada me
hubiese gustado más que abrazarle.
Cuando la tragedia nos golpea forma parte de nuestra naturaleza pedir
explicaciones, intentar poner algo de orden en el caos y sacar sentido de
lo que parece no tener sentido alguno. Nada para a la vida, decía don
Telesforo, el párroco de mi pueblo durante los bautizos. Nada para a la
muerte, podría decir yo hoy, y respetar así ese frágil equilibrio de
creación y destrucción, de principio y de final, que se remonta al origen
mismo de la vida.
5 de diciembre
Ernesto tiene mal aspecto. Han transcurrido tan solo dos días desde la
muerte de su mujer pero su degradación física desde entonces es
preocupante. Gesticula de forma ostensible, habla solo, dando voces,
repitiendo con insistencia y furia, un discurso inconexo e ininteligible,
lleno de palabras agresivas y maldiciones malsonantes. Es como si
estuviera contra el mundo, manifestando una ira en él desconocida, una
cólera que le hace pelear hasta con su propia sombra. O contra él mismo.
El dolor por la muerte es siempre inefable, siempre incomprensible,
siempre inasumible por mucho consuelo que viertan en nosotros. Y lo
sabido por todos pero no por todos vivido: no hay amor sin dolor.
6 de diciembre
No sé si es consecuencia del ambiente de desolación pero he soñado con
mi madre. La cuñada de Ernesto, pendiente estos días de sus hijos, huele
como ella. Creo que ése fue el detonante. El sueño se limita a la visita de
mi madre a la casa de Ernesto. Al invitarle a entrar, se niega y me
sugiere que le acompañe. Quiere mostrarme el lugar donde ahora está,
dice con voz cargada de dulzura y melancolía. Sin más, me veo en el
sueño caminando en una playa de arena negra, con el cielo ardiendo por
la luz volcánica del atardecer y ella diciéndome con su natural ternura
que me tranquilice, pues es allí donde descansa desde el día que murió.
Me desperté desconcertado y luego, a medida que fui asumiendo el
sueño y la realidad, volví a llorar como lo hice cuando oí a aquel bebé
llorar en el momento de nacer.
8 de diciembre
Somos lo que somos siempre a través de las miradas de los demás.
Vivimos dentro de ellas. Si mueren aquellos que nos miran, muere algo
de nosotros también. La muerte de alguien cercano es la desaparición
definitiva de algo que nos hacía únicos, diferentes. Nacemos peculiares
y morimos vulgares, porque al final, con la muerte de nuestros
allegados, de nuestros amigos, de nuestros padres, incluso de nuestros
hijos, va muriendo aquello que nos hacía singular, distintos, únicos.
10 de diciembre
Hoy murieron a lo largo del día tres hermanos. Ayer lo había hecho otro
hermano y anteayer otro. Sus padres no sufrieron por la pérdida de sus
cinco hijos porque ya habían muerto un día antes de que comenzaran a
morir sus vástagos. En cuatro días, la muerte ha borrado por completo
una familia que tardó décadas en formarse.
12 de diciembre
Se me encogió el corazón cuando encontré a Ernesto en la cocina,
llorando, con la cabeza recogida entre sus manos, aullando de dolor. Qué
dura es la soledad, me comenta. Luego, tras calmarse un poco me
confiesa que lo peor que lleva es la noche, porque es cuando la soledad
hace más daño.
15 de diciembre
Hay tanta desconfianza en el dato que me lo he pensado mucho a la hora
de escribirlo. Sin embargo, el censo que muestra el sacristán no ofrece
equívoco alguno: el número de enfermos decae notablemente.
Comienzan a sobrar catres en el lazareto.
17 de diciembre
Nos cuenta un soldado en la Junta que la capital lleva varios días de
cuarentena final preventiva. Al oír la noticia la esperanza se ha asomado
a los ojos de todos.
El cometa es cada vez menos visible. Al igual que la epidemia.
20 de diciembre
Ernesto ha vuelto hoy a la Junta. En su presencia todos callan, como si
les contagiara con su silencio sombrío. Aquella mirada viva, brillante,
tan infantil y viva que descubrí el primer día que lo vi en el cuartel ha
desaparecido de su rostro. Su semblante durante la Junta era concentrado
y estricto. En cambio, tan pronto entra en su casa se asoman a sus ojos la
melancolía y la tristeza.
22 de diciembre
Siguen ausentes los alisios. El frío y la oscuridad, con sus cuchillos y sus
sombras, abrazan a la ciudad y sus calles. Al igual que los almendros, la
nostalgia y la melancolía también florecen con el invierno. Sin embargo,
la naturaleza sigue con sus taquicardias y sus celebraciones. La vida no
espera a nadie. Ni la muerte. Las noches comienzan a menguar y el sol
abandona su timidez de otoño para alargar su elipse irremediable. En
invierno se estremecen más que nunca las estrellas y sus luces. Durante
las noches invernales tiritan sobre los tejados las doce estrellas más
brillantes del firmamento: Sirio, Arturo, Vega, Capela, Rigel, Proción,
Betelgeuse, Altaír, Aldebarán, Antares, Espiga y Pólux. Sólo durante el
invierno el cielo nos regala una estrella cada noche.
Dicen algunos soldados que han salido de Lucena que el verde alcanza
el mar. Las laderas pedregosas y desérticas se disfrazan, con las lluvias,
de prados esporádicos. Quién pudiera tumbarse en ellos para ver pasar
las nubes y el tiempo.
Las laderas del sur de Lucena, verdes por las lluvias, están salpicadas
de rebaños que se acercan a la ciudad para pastar. Nosotros somos
rumiantes como las ovejas, pero a diferencia de éstas, nosotros no
regurgitamos alimentos, solo pensamientos.
29 de diciembre
¿Qué queda cuando todo alrededor se quiebra? ¿Qué permanece cuando
todo se desvanece? ¿Cómo volverá Lucena a ser la Lucena de antes de la
epidemia?
30 de diciembre
Hace un frío sorprendente. El Teide amanece totalmente nevado así
como las cimas de las montañas que se alzan en su base. Comentan en la
Junta que los altos de la isla despertaron igualmente nevados. El aire
corta. Este tiempo compone una auténtica estampa invernal de frío y
soledad que se ha completado con la visión lejana de Ernesto arrastrando
su soledad y tristeza por las calles de Lucena.
1 de enero
Empezamos una nueva vuelta alrededor del sol y con ella hacemos nacer
un nuevo deseo de renacer. Que este año que hoy comienza nos regale
todo lo que el año concluido nos negó. Que así sea.
3 de enero
Mientras la ciudad permanece sitiada por los soldados del Regimiento
que impiden el paso a quien quiera entrar y a quienes sueñan con salir,
los que hemos conseguido sobrevivir aislados en Lucena, asistimos al
paso nublado del viento sobre las cimas desnudas de las montañas.
Quién fuera hoy viento. O nube. ¡Qué anhelo de libertad!
Los últimos enfermos se recuperan. Otros, en cambio, no tienen suerte
y se encaminan hacia su muerte que ocurrirá de manera inevitable en los
próximos días. Hace días que en el lazareto no entran nuevos enfermos.
6 de enero
No hay ningún enfermo en Lucena que responda a los síntomas de la
fiebre amarilla. La gente empieza a impacientarse. Todos nos
preguntamos constantemente cuándo comenzará la cuarentena final. Hay
ganas de comenzar de nuevo. Empezamos a creernos que la epidemia
toca a su fin. Ernesto, que mejora su aspecto lentamente, nos anima a
perseverar con las medidas higiénicas. No nos podemos permitir que
vuelva a reproducirse la enfermedad por una imprudencia nuestra, dice
en la Junta. No lo superaríamos.
8 de enero
Hoy ha muerto el último enfermo que quedaba en el lazareto de fiebre
amarilla. Doscientos sesenta y siete muertos en total. Más de seiscientos
enfermos. Es extraño ver ese espacio ahora vacío, invadido solo por un
silencio penetrante, profundo. Su silencio natural. La Junta ha estimado
oportuno mantener todo como está. El miedo a un rebrote de la
enfermedad nos obliga a ser prudentes.
10 de enero
La Junta Municipal dirige a la Insular de Sanidad un escrito
informándole de la ausencia de muertos y enfermos en Lucena. Se pide
que manden cuanto antes un equipo médico para certificar el fin de la
epidemia. Con el jinete que sale presto de Lucena van nuestras
esperanzas. Qué emoción hemos sentido al verlo marchar.
11 de enero
Vuelven los hijos de Ernesto tras varias semanas ausentes. La casa
comienza a llenarse de nuevo con sus voces y con la alegría inherente
que lleva siempre consigo la infancia. Saben que Inés ha fallecido, pero
es como si la muerte de su madre fuese un fenómeno reversible,
temporal, como si un día de estos, ella volviera a entrar por la puerta y
todo volviera a ser normal. Es curioso porque Inés morirá realmente para
ellos el día que sean conscientes de que su madre no volverá jamás y que
la muerte es un hecho inevitable, irreversible y universal.
14 de enero
Tan pronto han llegado los médicos a Lucena han comenzado a
inspeccionar la ciudad. Han visitado el lazareto y las casas donde se tuvo
constancia de que el contagio fue más cruento. De igual forma, han
examinado a un numeroso grupo de personas que enfermaron de fiebre
amarilla y que superaron la enfermedad. Han hecho un trabajo intenso.
Hoy duermen en el cuartel. Mañana por la mañana volverán al trabajo y
por la tarde nos comunicarán a la Junta su impresión.
16 de enero
La ciudad entra en la cuarentena final. Tan fuerte ha sido la epidemia
que los médicos imponen la continuidad del aislamiento hasta el catorce
de febrero. Mientras, si la evolución es como la de las últimas semanas,
recomiendan ambos médicos antes de marchar de Lucena, debemos ir
recobrando poco a poco la normalidad. Habrá que desinfectar la ciudad
de forma minuciosa, fumigar en cualquier rincón sospechoso y limpiar
las calles con la mayor frecuencia posible. Las lluvias del invierno
ayudarán, comentó Anselmo que no oculta su impaciencia por poner en
cultivo cuanto antes las tierras que había arrendado y que aún
permanecen en barbecho. El párroco debe certificar cada dos días el
informe que redactará la Junta del estado sanitario de la ciudad y sus
habitantes para así evitar posibles falsificaciones u ocultaciones. Como
si tuviésemos ganas de volver a pasar por lo vivido estos últimos meses,
pienso.
18 de enero
El azar abre círculos que luego nosotros debemos cerrar. Envueltos en la
vorágine de los días se nos olvida con frecuencia lo que nos advierte el
poeta: la vida tiene tramos de piedra y de sal. Estos días han transcurrido
por caminos vertiginosos, que nos asomaban al abismo negro de la
muerte. Hay personas que destacan en la oscuridad con un gesto, una
palabra, un deseo. El hombre maduro que estirando la manta con
delicadeza cubre los pies desnudos de su amigo enfermo, el abrazo
hondo de un hermano que celebra los días felices que pudieron disfrutar
a pesar del final trágico que se prevé, la carta que trae el bálsamo de la
palabra esperada, la que emocionó por su inesperada llegada y por la
certera significación de su contenido. El hijo que espera junto a su madre
la muerte inevitable de ésta, devolviéndole todas las atenciones que ella
tuvo con su hijo al nacer. Estas muertes son dolorosas, pero lentas y
permiten en muchas ocasiones, cerrar los círculos que algún día, el
destino decidió abrir.
20 de enero
Llevo varias noches observando con especial insistencia el cielo,
buscando el cometa que parece haber desaparecido tras ir su trayectoria
declinando. Cada vez se alejaba más y más su rumbo de la tierra. Me
llamó la atención su silueta, por ser tan precisa y clara a nuestros ojos.
Nos acompañó, en brillante silencio, prácticamente, desde el comienzo
de la epidemia hasta su fin.
Quizás debería ir pensando yo tener el mismo destino que el cometa.
Quizás.
23 de enero
Ernesto va recuperándose anímicamente. Él también se ha contagiado de
la alegría que se extiende ahora en Lucena. Al fin y al cabo su historia
personal coincide con la colectiva: no podrá jamás olvidar lo sucedido
pero tendrá que aprender a convivir con su herida.
La ciudad trata, aún tímidamente, de recuperar su pulso normal.
Algunas tiendas vuelven a abrir pero nadie consume en ellas. Se compra
algo de los pocos productos que ofrecen y se consumen en casa.
28 de enero
La parroquia vuelve a Lucena y con nuevo párroco al frente. Tras asistir
a varias reuniones de la Junta, lo encuentro torpe, opaco, muy dubitativo.
Lo primero que ha hecho es convocar funciones y rogativas por la nueva
constitución. ¿Hay alguien ahora mismo en Lucena pendiente de lo que
se cuece en Cádiz?
31 de enero
Todos comienzan a hacer conjeturas sobre qué sucederá cuando termine
la cuarentena. Los cañones dan bombazos al aire anunciando la cuenta
atrás: cada día que sucede, un cañonazo menos, así hasta llegar al uno
que será la víspera del levantamiento del cordón de seguridad. Algunos
ya se preparan para cuando termine la epidemia. Los jornaleros
comienzan a tocar en las puertas de los propietarios de tierras buscando
trabajo que auguran inminente. Los rentistas comienzan a hacer negocio
con los préstamos que le solicitan algunos que creen que ahora es el
momento ideal para abrir ese comercio que siempre tuvieron en mente
pero que nunca se atrevieron a materializar. Las fraguas vuelven a abrir
para que muchos artesanos y jornaleros tengan sus aperos y herramientas
preparadas para la anunciada y esperada vuelta de la normalidad. Las
misas en la iglesia parroquial vuelven a reunir a todos los ciudadanos
como antes de la epidemia. Es como si la ciudad sintiera la urgencia de
no perder el tiempo. De no poder permitírselo.
3 de febrero
Con la ausencia de enfermos ya no hay trabajo. Trato de llenar tanto
tiempo disponible leyendo y paseando por la ciudad. La biblioteca me
nutre de buena lectura. Leo a Séneca, que calma mi desasosiego con
tanta eficacia como lo hacen los árboles. Ambos, libros y bosques, nos
permiten sentir cerca esa calidez y placidez que desprende siempre la
paz interior.
Para evitar igualmente la ansiedad de la espera, salgo a caminar a
diario, siempre por la noche. Caminar es también una travesía por el
silencio y un disfrute del sonido de la naturaleza que nos envuelve. Es
una forma simple y asequible de escuchar el mundo.
6 de febrero
Acompañado del síndico personero, del párroco, del sargento
provisional y de varios soldados del Regimiento, Alonso Zamora, joven
abogado de Lucena, personaje muy cercano a la figura aún ausente de
don Matías Ariñez, se presentó en la reunión vespertina de la Junta en
calidad de nuevo alcalde de la ciudad. Ante el asombro de todos, el
síndico personero leyó el nombramiento de Alonso Zamora que llevaba
estampada la firma del corregidor. De mirada torva y mandíbula
cuadrada, comenzó a preguntar por las medidas tomadas desde el
anuncio hecho por la Junta Insular de Sanidad en el que declaraba la
cuarentena final de la ciudad. Sin esperar a que Ernesto finalizara su
alegato, el nuevo alcalde anunció una serie de medidas que, aseguró,
evitarán un nuevo brote en la ciudad. A partir de hoy nuestro trabajo
finalizaba y la Junta Municipal de Sanidad dará paso a un consejo
municipal de higiene constituido por los vecinos más inteligentes y
activos de la ciudad, dijo el nuevo alcalde para asombro de todos. Este
consejo promoverá normas higiénicas que deberán ser observadas por
unos inspectores que él mismo se encargará de designar y también por la
participación de los propios vecinos. Cada uno de nosotros vigilará y
denunciará los malos hábitos de cada vecino, de todas las casas de
Lucena, advirtió señalando con sus ojos a cada uno de nosotros a pesar
del silencio que se creó tras su intervención. Especialmente, reanudó su
discurso dirigiéndose a los soldados que estaban junto a la puerta,
aquellos sectores de la ciudad que todos conocemos, matizó
irónicamente, y que se caracterizan por su abandono, suciedad y falta de
aseo diario. Mañana se publicará un bando obligando al albeo y a la
fumigación de todas las casas de esos barrios. De todas, insistió. Se
harán visitas todos los días, ordenó al sargento, y se dará parte al
Consejo de inmediato tras anotar especialmente por qué no se han
llevado a cabo las medidas obligadas. Cuando caduque la cuarentena,
Lucena volverá a lucir a los ojos de todos como una ciudad ordenada y
limpia. Cueste lo que cueste, dijo antes de levantarse y darles las gracias
a todos los miembros de la junta por su impagable labor. Lucena les
agradece su trabajo. Seguro que la historia de esta ciudad no les olvidará
jamás, vaticinó antes de abandonar el pequeño salón seguido de su
séquito.
Ernesto y el sargento provisional permanecieron charlando en el salón
cuando todos habíamos salido. Cuando luego nos encontramos en la
tasca me comentó que el sargento le había revelado que habían visto a
don Matías en un pueblo del interior de la isla. Había huido al mismo
lugar donde se cobijó toda la élite económica de la capital antes de que
acordonaran la ciudad. Ya sabes, dijo torciendo el gesto, Dios los cría y
ellos se juntan. Acuérdate de lo que voy a decirte, me dijo con severidad
interrumpiendo el trago que ya insinuaba: el señor Ariñez volverá a
Lucena desde que levanten el cordón, y como vendrá con la promesa de
contratar a jornaleros para sus tierras, aunque luego les pague una
miseria, será recibido como lo fue Jesús al entrar en Jerusalén.
8 de febrero
Las predicciones de Ernesto parece que se cumplen. El nuevo párroco lo
citó para después de la sobremesa en la sede de la parroquia. Allí le
esperaría con el alcalde. Al sugerirme si me gustaría acompañarlo,
acepté sin dudarlo. En el almuerzo me comentó que no le habían
comunicado el motivo de la convocatoria pero sospechaba que tendría
que ver con los terrenos donde habían proyectado la escuela de
capacitación. Llegamos puntuales. Nos esperaban en una pequeña sala
que estaba a la derecha del zaguán donde la luz se filtraba en ángulo
para crear un rectángulo iluminado en el suelo. Tal como le dijeron, el
nuevo alcalde allí estaba sentado, con los pies cruzados, ojeando una
publicación novedosa que provenía de la nueva imprenta que funcionaba
en la capital. El párroco no se anduvo por las ramas. Tras tomar ambos
asiento, miró a Ernesto y le comunicó que el obispado había tomado la
decisión de arrendar la finca donde había proyectado la construcción de
la escuela agrícola. No hizo falta decir a quién. La falta de liquidez de la
parroquia unida a la necesidad urgente de alimentos para paliar el
hambre que sufren más personas de las que se imaginan, dijo con voz
samaritana, explican la decisión tomada. Hay que dar trabajo y mucho
pan, se justificó el párroco buscando con sus ojos al alcalde. ¿Y usted
qué opina?, le preguntó Ernesto a Alonso Zamora sacándolo de su
cómodo silencio. Lo que beneficie a la parroquia es beneficio para
Lucena, comentó mientras cerraba la publicación. No dijo una palabra
más. Ya, se limitó a responder Ernesto volviendo a mirar al párroco.
¿Nada más?, le preguntó clavándole en sus ojos la dureza de su mirada.
Nada más, respondió el párroco con el rostro enrojecido. Antes de
abandonar la reunión Ernesto, visiblemente contrariado, felicitó al
párroco por la nueva y deslumbrante estola que había lucido en la misa
del domingo. Un momento muy oportuno para lucir nuevas y ostentosas
prendas, dijo antes de despedirse y salir de la habitación.
11 de febrero
Llegan noticias de gran calado desde Cádiz. Las cortes se preparan para
aprobar la nueva constitución. Según cuentan, el canónigo de Lucena
que es parlamentario en Cádiz sugiere al nuevo alcalde que se posicione
rápido porque la carta magna dará un poder político a los ayuntamientos
hasta ahora inimaginable. Es el momento de adelantarse para resolver de
una forma favorable los intereses de Lucena en el viejo litigio sobre las
fronteras municipales que se tiene con la aldea vecina. El nuevo alcalde
ha convocado una reunión, con personas destacadas del municipio, ha
vuelto a resaltar nada más comenzar, entre los que estaba Ernesto. Les
ha revelado que desde Cádiz le han comunicado que las propiedades
reales con la nueva constitución que se aprobará en unas semanas pasan
a ser del estado. Según explicó, el monte que esté dentro de los límites
municipales pasará a ser propiedad municipal. Del rey pasará a ser de
Lucena, dijo con teatral pedagogía. Si finalmente es así, haremos un
reparto de tierras. O una subasta, dudó. Ya habrá tiempo de decidir cuál
es la mejor fórmula, dijo. ¿Quiénes accederán al reparto?, preguntó
Ernesto. Todos aquellos que pertenezcan a la parroquia de Lucena,
respondió el párroco que parecía preparado para responder a quien
formulara ese pregunta previsible. Será el golpe certero que nos permita
ampliar los límites municipales en los altos ya que los caseríos que allí
se encuentran, en el borde mismo del monte, dijo con voz aviesa el
alcalde, se declararán miembros de la parroquia de Lucena. Y cuando
eso suceda, tendremos otro argumento más en nuestra legítima
aspiración por recaudar el diezmo que por justicia le pertenece a la
parroquia. El párroco no solo asintió sino que aplaudió tras el discurso.
Muchos lo imitaron ante el asombro de Ernesto. Los pobres tendrán
tierras, continuó el alcalde, espoleado por la aceptación que estaba
teniendo su propuesta, la parroquia aumentará el número de feligreses y
Lucena será más próspera y grande, dijo ufanamente el alcalde envuelto
en loas y aplausos.
Si eso sucede, la constitución que dará una inesperada libertad a los
hombres de esta nación, que nos permitirá ser ciudadanos libres por
primera vez en la historia, será el hacha, la sierra, el fuego y la lava que
arrase para siempre el sombrío e irrepetible bosque de Doramas.
¿Son los derechos de los hombres incompatibles con la conservación de
la naturaleza?
La ciudad está expectante ante el levantamiento mañana del cordón
sanitario. Los médicos han vuelto y han estado junto a los miembros del
comité de higiene comprobando el buen estado de los ciudadanos y de la
propia ciudad. Mañana, por fin, se levantará el cordón que durante casi
seis meses nos ha aislado del exterior. Hay ilusión, nervios, pero
también hay miedo, mucho miedo, porque la epidemia y el paisaje que
deja tras su paso será muy difícil de olvidar.
14 de febrero
Se declara el fin de la epidemia. Los soldados se retiran de sus
apostaderos y regresan al cuartel donde hacen sonar durante todo el día
los cañones. Las mujeres bailan por las calles, los hombres beben
alegremente, las parejas se besan sin disimulo y la música fluye por las
calles donde hasta hace unos días solo sonaba el paso peregrino y
solitario del viento. Ha habido festejos espontáneos en Lucena durante
todo el día y durante toda la noche. La iglesia se llenó de fieles, todas las
tascas abrieron hasta la madrugada, al igual que las casas de placer.
Lo más emocionante fue asistir al reencuentro de personas que habían
quedado separadas por la epidemia. Ver esos abrazos y besos entre los
que vuelven a encontrarse. Lo peor, en cambio, fue ver la desolación de
aquellos que tras tocar en las casas o preguntar a algún vecino,
descubren de repente que a quienes buscan con tanta ansiedad, no están.
Han muerto.
Ernesto no ha querido salir de su casa. Ha preferido estar junto a sus
hijos, leyéndoles historias para mantenerlos al margen de una
celebración que ellos ni sienten ni entienden.
15 de febrero
Día intenso de celebraciones. Hubo procesión de la patrona por todas las
calles de Lucena. No hubo rincón que no visitara. Lo nunca visto, decían
muchos. Pero está justificado, respondían otros. Lo cierto es que la
procesión la siguieron innumerables fieles, muchos de los cuales iban
descalzos por promesa. Es su peculiar forma de agradecer a su patrona
que les haya defendido ante el ataque bíblico de la epidemia. Otros
llevaban como ofrenda hermosas enramadas con los mejores productos
de sus tierras.
Por la noche hubo fuegos que casi pasan inadvertidos por el bajo cielo
nublado que se extendía sobre la ciudad, pero la gente los celebraba
como si del nombramiento de un rey se tratara.
Yo, no me he podido resistir y he vuelto a subir al pico. Quería volver a
sentir el viento húmedo que siempre peina su cima. Sin embargo, el
viento soplaba tan fuerte que he aguantado en la cima pocos minutos.
Luego he bajado a Puerto Nuevo con la intención de volver a ver el mar.
El oleaje era tan prodigioso que la orilla se había transformado en una
orla ancha y espumosa que ocultaba con sus altas olas la pequeña bahía
donde nos habíamos bañado en agosto. Al acercarme he podido ver unos
maderos carcomidos que habrá traído el temporal. Restos, quizás, de
naufragios lejanos.
Hoy he vuelto a sentir en mi interior algo parecido a la libertad.
Sigue sin registrarse enfermo alguno. Sigue el viento aullando en la
ventana.
17 de febrero
El día se levantó ventoso, desapacible, sonoro. La ventisca gemía en las
ventanas, agitaba los árboles de la huerta trasera con una furia
indescriptible y emitía un sonido bronco y profundo al estrecharse en los
callejones. Da pavor observar hoy el paisaje: los hombres protegiéndose
con sus capas del avance del viento, los árboles desdoblados, las
palmeras balanceándose como enormes péndulos invertidos que brotan
de la tierra y la hojarasca que se arremolina y revolotea por las calles
con violenta anarquía. Las ventanas se abren solas en las fachadas y las
puertas se cierran con estruendoso golpe en los pasillos. Las nubes
cruzan rápidas el cielo como lo hacen los pensamientos en nuestra
cabeza. Es como si todos los vientos conocidos se hubiesen reunido en
Lucena: los alisios, la tramontana, el mistral, el cierzo, la galerna, el
lebeche, el poniente, el siroco, el simún. Todos soplan hoy en la ciudad
asustada. El mismo viento que impulsa a veleros y fragatas, el que ataca
los nervios, trae y lleva indistintamente alegrías y tristezas. Me recreo
imaginando cómo las palabras ascienden con el viento y se mezclan con
las hojas que arranca a los árboles timoratos. Si hoy arriban a nuestros
oídos voces sugerentes e inesperadas, probablemente no fueron
pronunciadas teniéndonos a nosotros como destino. Hablar con este
viento es como soltar una botella al mar con un mensaje en su interior:
no sabremos nunca que orilla la recibirá. Mientras el viento despeina
esta pequeña parcela del planeta, los astros aún permanecen quietos en el
firmamento, ajenos a toda esta bulla terrenal. ¿Dónde andará el cometa?
¿Qué nuevos cielos surcará?
19 de febrero
Me he vuelto a encontrar con Juan Mirlo. He caído en la cuenta entonces
de que no lo veía desde antes de la epidemia.
El cordón sanitario lo dejó fuera de Lucena. Iba solo, sin sus perros
Godoy y Napoleón. Al verme se me ha acercado y como si nada hubiese
ocurrido me ha preguntado si sabía algo de la guerra. Le he dicho que
no, pero que más pronto que tarde llegarán noticias del triunfo de
nuestras tropas. Luego, antes de que cada uno siguiera su camino le he
preguntado por sus perros. No me ha contestado y se ha marchado calle
abajo caminando con prisa como si la pregunta lo incomodase o faltase.
O como si la respuesta verdadera lo avergonzara.
Hablo con Ernesto durante la cena. Tiene mejor ánimo y mucho miedo,
me confiesa. ¿A qué? le pregunto. Pues a que un día mis hijos se
levanten y yo no esté. El miedo a morir que no tuve durante la epidemia
ha anidado ahora en mi interior, me dice secándose los ojos. Tras la
muerte de Inés es como si viviera en dos mundos: el real, en el que ella
no está y en el que me aguijonea sin descanso su ausencia, y el onírico,
en el que ella aún sigue conmigo, en el que le voy contando como
suceden las cosas, como están los niños, como estoy yo sin ella, cuánto
la echo de menos.
21 de febrero
La mañana, templada y soleada, invitaba a visitar el mercado dominical
que tras meses de parón impuesto por la epidemia, volvía a celebrarse en
Lucena. Los primeros en llegar ocuparon la alameda y la explanada
frente a la iglesia mientras que las calles adyacentes también fueron
recibiendo vendedores que iban colocando su mercancía según el orden
de llegada. Pronto las calles del Hospicio, la calle de la Mina y el
callejón de Las Sombras se llenaron de visitantes, gritos y olores. Toda
Lucena era una vibración de luz, color y alboroto. Las tascas desde
temprano ya estaban repletas de hombres que bebían y hablaban entre
olores acres de las cosechas, del precio de las semillas, de la escasez de
agua. Ernesto estaba sorprendido al ver tanta gente. No esperaba tal
afluencia siendo el primer mercado tras la epidemia. La multitud se abría
paso como podía entre los efluvios de las frutas y las verduras de las
huertas y los gritos de los hortelanos que pregonaban a viva voz su
género fresco y variado. A su lado los queseros vociferaban aún más
fuerte tratando de atraer clientes mientras los quesos, extrañamente
achatados, sudaban sobre las viejas esteras esparcidas en el suelo. En un
rincón de la alameda algunos jornaleros se ofrecían para la labor que
hiciera falta afrontar, decían, y a su lado tres niños inquietos jugaban a
subirse y bajarse de los montones de leña y de carbón aprovechando el
sueño del avejentado leñador. Había también puestos con miel,
caracoles, y hasta un barbero novel al que acudían algunos hombres
despistados que pronto abandonaban el asiento al descubrir en el espejo
las torpezas que éste dibujaba en su rostro. Frente a esta escena un
hombre sonreía antes de anunciar sus yerbas medicinales y ungüentos
prodigiosos que según juraba al aire cada vez más cálido, sanaban todas
las enfermedades conocidas y las aún inimaginables.
Andaba yo pensando que el mercado de Lucena tenía de peculiar que
no olía e detritus de puerto ni a pescado podrido cuando de repente me
encontré frente a varias mujeres que espantaban las pesadas moscas que
revoloteaban con insistencia sobre los pescados amontonados en sus
cestas aún a medio llenar. Una ráfaga de viento repartió el aroma de las
cebollas mientras los mercaderes continuaban su actividad anunciando la
calidad de sus carnes, la dureza de sus sandalias, la singularidad de sus
sombreros y la resistencia insólita de las telas. En la pequeña plazoleta
donde desemboca el callejón de Las Sombras, un corro de hombres
jaleaba a dos jóvenes que terminaron por dilucidar en una lucha sobre
los callaos la duda surgida en la taberna sobre quién era el más fuerte de
los dos. Allí volví a encontrarme con Ernesto que estaba acompañado de
un señor que no había visto nunca antes por Lucena.
Al verme llegar no dudó en presentarnos. Patrick Greenwood es un
hombre alto, de piel cetrina y modales exquisitos que llegó, al igual que
yo, de manera imprevista a esta isla, y ya lleva unos quince años
disfrutando de este paraíso, dijo con incuestionable acento británico y
alzando las manos al cielo de Lucena. Se dedica, como buen inglés, al
comercio. Exporta productos de las islas a La Habana e importa de allí
otros productos que luego vende en las islas. Vino temprano a Lucena a
comprar aguardiente, damiselas y lana del país de primera calidad. El
próximo día veintiséis de este mes partirá a Tenerife para terminar de
fletar el barco con barricas de vino y luego continuará rumbo a La
Habana, me indicó Ernesto mientras Mr. Greenwood asentía al
escucharlo hablar. ¿La Habana? pregunté con cierta sorpresa e
incredulidad. La Habana, repitió el inglés. Miré a Ernesto que asentía
dulcemente con la cabeza, como si con mi pregunta adivinara mis
intenciones. No tuve que exponerlas. Ernesto, con ese brillo en sus ojos
que creía perdido, me anunció que había lugar para mí en ese barco. Mr.
Greenwood lo confirmó indicándome que lo mejor sería que me
presentara un día antes de la partida en el muelle para confirmar mi
plaza, siempre y cuando quiera usted abandonar este maravilloso lugar,
dijo dibujando una amplia sonrisa en su rostro. Por supuesto, me limité a
decir. Allí estaré, le confirmé tras unos segundos de silencio en los que
nos miramos los unos a los otros.
Ernesto me invitó luego a comer a una tasca. El sol del mediodía
derramaba su calurosa luz sobre la ciudad. A pesar de que la gran
mayoría de los mercaderes habían recogido su mercancía, aún
permanecían algunos puestos aprovechando las delgadas sombras de la
alameda. Las tascas seguían llenas. Era inevitable hablar de mi partida.
Ernesto se sorprendió de no verme exultante de felicidad, ahora que ya
tenía fecha de partida. Debería estarlo, confesé, pero es una felicidad
agridulce. Tengo unas ganas enormes de retomar mi trabajo, de volver a
formar parte de alguna expedición, de tener compañeros con quienes
compartir inquietudes profesionales, dudas, descubrimientos, dije. Pero,
se adelantó Ernesto. Pero sé que será la última expedición. Lucena ha
despertado en mí una extraña necesidad de cambio. No sé, dudé, tendré
que esperar. Primero he de llegar a Nueva Granada y ver qué panorama
me encuentro allí. Pero he de reconocer que me iré de Lucena teniendo
otra perspectiva de que cómo afrontar el paso de los días. ¿A quién
achacarás ese cambio entonces, a Lucena o al azar que fue quien en
primera instancia te trajo hasta aquí?, me sondeó Ernesto. Antes de
contestarle, bebí con fruición y tras secarme la boca con el antebrazo
respondí, a ti. Al principio frunció el ceño pero luego arrancó una sonora
carcajada que hizo que todos miraran hacia donde estábamos.
Tras un rato charlando de cosas banales, Ernesto me reveló que volvía a
sentir ganas de escribir. Más que nunca, confesó sin poder ocultar la
emoción. He de reconocer que la escritura es la única manera que tengo
de impedir que la desesperanza y el abatimiento se cuelen como un olor
viejo entre las fisuras que ahora tiene mi espíritu. Además, dijo, gracias
a la literatura puedo crear ese mundo que anhelo, en el que realmente
creo. La escritura es el cordón umbilical que me une a la vida y la
muerte de Inés, lejos de segármelo, lo ha abonado, lo ha fortalecido aún
más. ¿Sabes?, me dijo más animado, he descubierto un sorprendente
paralelismo entre los libros y los árboles. Ambos parten de lo ínfimo, de
una primera idea, de una minúscula semilla, luego crecen lentamente
hasta que el día menos esperado dan cobijo y alimento a quienes se les
acerquen. Y ambos, por mucho que anhelen la inmortalidad, no la verán
jamás. Porque ambos forman parte indisoluble del ciclo de la vida que
concluye siempre con el olvido, que es posterior siempre a la muerte, o
es la última de las muchas muertes que se afrontan durante la existencia,
comentó antes de apurar su bebida. En ese momento, la luz de la tarde se
coló por un ventanuco abierto de la tasca y se posó sobre el rostro
Ernesto. Él siguió hablando mientras yo lo miraba y pensaba que esa era
la imagen que me gustaría tener cada vez que en el futuro me acordase
de él.
24 de febrero
¿Por dónde se empieza una despedida? Cómo cuesta decir adiós. ¿Por
qué nadie nos enseña a despedirnos? Hay algo de dolor punzante al decir
adiós, de tristeza honda. Dices adiós y te sientes de repente vacío y
oscuro como un pozo sin agua, como una noche sin estrellas. Pero
también es verdad que duele menos si la despedida ha estado a la altura
de las expectativas. Y Ernesto, hasta para decir adiós, es especial.
Ayer él y yo plantamos un drago en las afueras de Lucena, en una
ladera que se acuesta tras la ciudad y desde la que se tiene una vista
abierta de la llanura, la montaña, el mar y el Teide al fondo, culminando
con su presencia sobrecogedora el paisaje. Cuesta creer que ese pequeño
arbusto que plantamos se transformará con el tiempo en un árbol
extraordinario. ¿Hubiese nacido salvaje alguna vez un drago ahí? Nunca
lo sabremos, pero lo que no ofrecerá duda alguna es que ese árbol es el
mejor recuerdo que podemos dejarle a Lucena por haber acogido nuestra
inesperada amistad. Podrá parecer una banalidad, pero desde ayer, la isla
gana prestancia por tener un árbol más.
He estado durante dos días dibujando los rincones que más me
conmueven de Lucena: los edificios achaflanados de la entrada, el viejo
monasterio abandonado por cuyos muros sombríos reptan las hiedras, las
altas palmeras que salpican las huertas siempre verdes de poniente, los
risquetes de naciente, donde hay una peculiar comunidad de árboles
pequeños que crecen sin apenas suelo, agarrados tenazmente a las fisuras
verticales de las rocas. Serán un recuerdo perenne de la ciudad. También
he dibujado el drago que ayer plantamos, pero lo he pintado como si ya
fuese centenario, esbelto, elegante, espléndido. No lo he podido evitar.
Creo que es el mejor recuerdo que me llevo de Lucena, esa lámina con
Ernesto sentado a su sombra, leyendo, con su espalda apoyada en el ya
añejo tronco. Me llevo conmigo todas estas láminas. No así el diario,
que se quedará aquí, en Lucena. Siento que estas páginas, al contrario
que yo, sí tienen patria. Lo dejaré en la habitación, dentro de la pequeña
caja de cedro donde están las rocas y el pequeño herbario que he
confeccionado durante mi estancia en la ciudad.
Al contrario que la vez anterior, no me he despedido de nadie. Solo lo
haré mañana, temprano, cuando me despida de Ernesto antes de cabalgar
a la capital.
No me gustan las despedidas. Creo que el destino me ha regalado un
año inimaginable, en un lugar desconocido por mí. Y tengo en cuenta,
por supuesto, el amargo episodio de la epidemia. Ya lo dice el refrán: lo
que no te mata te hace más fuerte. Pero si debo celebrar algo de mi
estancia en Lucena ha sido sin duda, conocer a Ernesto y su desbordante
vitalidad. Lucena como el epicentro de un universo peculiar del cual los
dos íbamos y veníamos, entrábamos y salíamos. Cuánto he disfrutado
con Ernesto. Cuánto he aprendido a su lado. Del escritor y del actor, del
hombre culto y del hombre de acción, del hombre sencillo y discreto y
del vitalista que tiende a la épica y a la exageración, del irreprimible
explorador del alma humana, del celoso amante de las palabras que las
posee, las moldea y al mismo tiempo se entrega a ellas, del hombre que
ha convertido su vida en un ejercicio de tolerancia y de comprensión, de
bondad y de sensatez, cualidades humanas que solo anidan en el corazón
de quien conoce y acepta el dolor inherente a todo devenir humano.
Escribo estas últimas palabras a las puertas de la despedida. Me voy
sabiendo que ha recuperado su pulso vital. Me voy también sintiendo
una punzada de tristeza por el futuro incierto del bosque. Un sentimiento
de anticipada nostalgia envuelve mi despedida. La pérdida de ese mundo
en apariencia sencillo, mágico, atemporal, donde la vida fluye
apaciblemente y que parece estar inevitablemente condenado a
desaparecer. La libertad de los hombres será la tumba del bosque.
Pero no quiero tristezas ni melancolías en estas últimas horas. Solo
deseo en este momento celebrar que el destino me condujera hasta
Lucena. Y celebrar sobre todo que el azar me regalara aquel primer
encuentro con Ernesto, porque solo él ha conseguido que este tiempo de
estancia en Lucena haya sido algo más que unos días de paso. Todo lo
contrario, han sido, con diferencia, los días más intensos de mi vida.
Este libro se terminó de imprimir en Sevilla
durante el mes de febrero de 2014