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Dhristian Jacq - La Compiración del Mal - Los Misterios de Osiris 2

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La acacia de Osiris iba a morir.

Si el árbol de vida se extinguía, los misterios de la resurrección no podrían

celebrarse más, y Egipto desaparecería. Incapaz de lograr que el secreto esencial

irradiase, ya sólo sería un país como los demás, entregado a la ambición de

algunos, a la corrupción, a la injusticia, a la mentira y a la violencia.

Por eso, el faraón Sesostris, tercero de su nombre, lucharía hasta el último

instante para preservar la inestimable herencia de sus antepasados y transmitirla a

su sucesor. Con más de dos metros de altura, el coloso de cincuenta años y mirada

penetrante libraba un difícil combate del que, a pesar de su innata autoridad, su

valor y su determinación, tal vez no saliera victorioso.

Con los ojos hundidos en las órbitas, hinchados los párpados, los pómulos

prominentes, la nariz recta y fina, la boca arqueada, el rostro de Sesostris era

indescifrable. ¿No se afirmaba, acaso, que gracias a sus anchas orejas podía oír la

menor palabra pronunciada en lo más profundo de una gruta?

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El faraón vertió agua al pie del árbol, la Gran Esposa real derramó leche. El rey y

la reina se habían despojado de sus brazaletes y sus collares de oro y plata, pues la

Regla de Abydos no toleraba metal alguno en el territorio de Osiris1 .

Abydos, el centro del universo espiritual de Egipto, la tierra del silencio, el

dominio de la rectitud, la isla de los Justos sobrevolada por las almas- pájaro y

protegida por las imperecederas estrellas. Aquí reinaba Osiris, el Ser

perpetuamente regenerado, nacido antes de que existiera el nacimiento, creador

del cielo y de la tierra. Triunfador de la muerte, resucitaba en forma de gran

acacia que hundía sus raíces en el Nun, el océano de energía del que brotaban

todas las formas de vida. Pequeña emergencia perdida en el seno de esa

inmensidad, el mundo de los humanos podía verse sumergido en cualquier

momento.

Ante la gravedad de la situación, Sesostris había construido un templo y una

morada de eternidad para producir una energía espiritual destinada a salvar la

acacia. El proceso de degradación se había interrumpido, pero sólo una rama del

árbol de vida había reverdecido.

Las investigaciones emprendidas para encontrar la causa de aquel desastre así

como a su instigador pronto darían resultado, puesto que él faraón ya no tardaría

en llevar a cabo un ataque decisivo contra el jefe de provincia Khnum- Hotep,

sospechoso de ser el autor de aquel crimen.

Provisto de la paleta de oro, símbolo de su función de superior de los sacerdotes

de Abydos, el faraón leyó en voz alta las fórmulas de conocimiento que ésta

llevaba. Tras él se encontraban los escasos permanentes autorizados a residir en

el interior del recinto sagrado, adonde iban a trabajar, todos los días, algunos

temporales, filtrados y vigilados por las fuerzas de seguridad.

El Calvo, representante oficial del rey, no tomaba decisión alguna sin el acuerdo

formal del soberano. Responsable de los archivos de la Casa de Vida, el Calvo

había pasado toda su existencia en Abydos, y no sentía deseo alguno de conocer

otro horizonte. Grosero, incapaz de ser siquiera mínimamente diplomático, sólo

pensaba en la perfecta ejecución de las tareas confiadas a los permanentes y no to-

leraba la menor laxitud. Tener la suerte de pertenecer a ese restringido colegio

excluía cualquier debilidad.

1 Abydos se encuentra a 485 km al sur de El Cairo y a 160 km al norte de Luxor.

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- ¿Son venerados los antepasados? —preguntó el rey.

- El Servidor del ka cumple con su oficio, majestad. La energía espiritual de los –

seres de luz nos llega aún, los vínculos con lo invisible siguen siendo sólidos.

- ¿Están provistas las mesas de ofrenda?

- El que hace la libación de agua fresca ha cumplido todos los días con su tarea.

- ¿Está intacta la tumba de Osiris?

- El que vela por la integridad del gran cuerpo ha verificado los sellos puestos en

la puerta de su morada de eternidad.

- ¿Se transmite ritualmente el conocimiento?

- Aquel cuya acción es secreta y que ve los secretos no traiciona su función,

majestad.

Uno de los cuatro permanentes no pensaba ya con sinceridad en el cumplimiento

de sus sagrados deberes. Decepcionado al no obtener el puesto de Superior tras

una carrera que, sin embargo, él consideraba ejemplar, el sacerdote había

decidido enriquecerse utilizando el saber adquirido durante sus años de

formación. Puesto que Sesostris no reconocía sus méritos, se vengaría del rey y

de Abydos.

- La puerta del cielo se cierra —deploró el Calvo—. La barca de Osiris2 no

navega ya por los espacios estelares. Poco a poco, también ella se degrada.

Esas eran las palabras que el faraón temía escuchar. El debilitamiento del árbol de

vida provocaría una serie de catástrofes, luego el derrumbamiento del país entero.

Sin embargo, habría sido indigno y cobarde taparse los oídos y velarse la cara.

- Haz que vengan las siete sacerdotisas de Hator —ordenó el monarca—, y que

ayuden a la reina.

Procedentes de diversos medios, aquellas mujeres residían también

permanentemente en Abydos y, como sus colegas masculinos, habían jurado

absoluto secreto. El Calvo no se mostraba más amable con ellas que con los sa-

cerdotes y no admitía de su parte error alguno. En el corazón del templo, ninguna

función estaba definitivamente adquirida, y cualquier ritualista que no cumpliera

con su tarea sería excluido sin que el Calvo le demostrase la menor indulgencia.

La más joven de las siete sacerdotisas, recientemente ascendida al grado de

Despierta por la reina de Egipto, era de una belleza casi irreal. Con el rostro lu-

minoso, con rasgos de una inigualable delicadeza, la piel muy tersa, los ojos de un

verde mágico, las caderas estrechas, se desplazaba con una nobleza y una gracia

que seducían incluso a los más hastiados.

2 La neshemet

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Atraída por la iniciación desde la infancia, se desinteresó del mundo profano para

aprender los jeroglíficos y cruzar, una a una, las puertas del templo. La

muchacha, llamada para que celebrara rituales en varias provincias, regresaba

siempre con gran alegría a Abydos. Vestía una túnica que imitaba una piel de

pantera salpicada de estrellas, con la que desempeñaba el papel de la diosa

Sechat, soberana de la Casa de Vida y de la escritura sagrada, formada de

palabras de poder, únicas capaces de combatir a los enemigos invisibles.

Decidida ya, la existencia de la joven sacerdotisa debería haberse desarrollado de

un modo apacible si varios dramas no la hubieran trastornado. Primero, la

enfermedad del árbol de vida, que esparcía la angustia en un lugar donde sólo

debería haber reinado la serenidad; luego, las predicciones que le anunciaban que

no sería una Sierva de Dios como las demás, pues se le había encargado una mi-

sión capital y peligrosa, más allá de lo imaginable; finalmente, el encuentro con

un joven escriba, Iker, al que no conseguía apartar de su mente y que turbaba cada

vez más sus meditaciones.

- Que las siete sacerdotisas de Hator formen un círculo alrededor del árbol de

vida ordenó la reina.

Una vez colocadas las sacerdotisas, la Gran Esposa real ciñó el tronco del árbol

con una cinta roja para aprisionar en ella las fuerzas del mal. El faraón sabía que

esta protección era insuficiente: para salvar la acacia era necesario que se reuniera

el «Círculo de oro» de Abydos.

A excepción del Calvo, los ritualistas se retiraron.

Recogidos, la pareja real y el Calvo aguardaron la llegada de los miembros del

«Círculo de oro», que habían utilizado el canal excavado por Sesostris y

flanqueado por trescientas sesenta y cinco mesas de ofrenda, evocación del

banquete celestial que se celebraba a lo largo de todo el año. De una barca ligera

descendieron los generales Sepi y Nesmontu, el gran tesorero Senankh y el

Portador del sello real Sehotep. En misión especial, sólo faltaba un iniciado.

Los fieles llevaban un relicario, compuesto de cuatro leones opuestos por la

espalda. En el centro del objeto cilíndrico vaciado había un astil con un

escondrijo en lo más alto. Encarnaba el venerable pilar creado al inicio de los

tiempos, la columna vertebral a cuyo alrededor se organizaba el país entero. Los

cuatro hombres dispusieron la obra maestra junto a la acacia. Los leones,

guardianes infatigables cuyos ojos nunca se cerraban, impedirían a cualquier

agresor acercarse al árbol de vida.

En el escondrijo, el rey y la reina colocaron, cada uno de ellos, una pluma de

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avestruz que simbolizaba a Maat, la justicia, la rectitud y la armonía, sobre las

que se construía cotidianamente Egipto. Emanación de la luz divina, Maat era la

ofrenda por excelencia con la que se alimentaba la tierra de los faraones.

Un viento frío barría el lugar.

- ¡Mirad allí! —exclamó el general Nesmontu.

En lo alto de un árido cerro, en el lindero del desierto, acababa de aparecer un

chacal. Con los ojos negros, bordeados de naranja, miraba fijamente a los

ritualistas.

- El genio de Abydos aprueba nuestra gestión —señaló la reina—. El que está a la

cabeza de los Occidentales3 , los difuntos reconocidos como Justos, nos gratifica

con su presencia y nos alienta a proseguir nuestra búsqueda.

Aquel signo del más allá confirmó a Sesostris en su decisión de modificar los

parajes del lugar sagrado.

- Plantad una acacia en cada punto cardinal —decretó.

Los miembros del «Círculo de oro» así lo hicieron. De este modo, el árbol de vida

estaría protegido por los cuatro hijos de Horus, que velarían, en adelante, por la

residencia de Osiris. Testigos de la resurrección, formarían un eficaz talismán

contra el aniquilamiento.

Después de que el monarca hubo consagrado los árboles plantados, visitó su

nueva ciudad, «Paciente de lugares»4, donde residían los constructores de su

templo y de su tumba. Allí reinaba una atmósfera pesada, pero nadie le ponía

mala cara al trabajo. El monarca no toleraba relajamiento alguno en el territorio

de Osiris, donde se decidía la suerte de Egipto.

Al acabar su inspección, el rey se retiró a una capilla y convocó a la joven

sacerdotisa.

- Gracias a las indicaciones que has recogido en los textos antiguos he tomado el

máximo de precauciones para prolongar la vida de la acacia - explicó—. Pero eso

es sólo un mal menor.

- Seguiré buscando, majestad.

- No aflojes en tus esfuerzos, sobre todo. La desgracia que afecta a Abydos no

3 Khenty-imentiu.

4 Uah-sut

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puede deberse al azar. Sus causas son probablemente múltiples; tal vez una de

ellas se oculte aquí misma.

- ¿Qué debo entender?

- El comportamiento de los ritualistas de Abydos debe ser irreprochable. Si no es

así, puede agrietarse la muralla mágica erigida para preservar a Osiris de cual-

quier atentado. Te pido, pues, que permanezcas alerta y prestes atención al menor

incidente.

- Se hará de acuerdo con vuestra voluntad, y no dejaré de informar al Calvo.

Me informarás a mí y a nadie más. Podrás ir y venir a tu antojo, y sin duda tendrás

que abandonar Abydos más de una vez.

Aunque le costaría cumplir aquella orden, la sacerdotisa hizo una reverencia.

Solamente allí su vida adquiría sentido. Le gustaba aquel paisaje fuera del

tiempo, el recogimiento inscrito en cada una de las piedras del gran templo, la

celebración diaria de los ritos. Compartía los pensamientos presentes aún de los

iniciados que, desde los orígenes de la ciudad de Osiris, participaban en sus

misterios. Abydos era su tierra, su mundo, su universo.

Pero una orden del faraón, garante de la propia existencia de aquellos lugares, no

se discutía.

2

Con el rostro cuadrado, las cejas espesas y la panza redonda, Sekari trabajaba en

el huerto con sabia lentitud. Temía sufrir dolores dorsales y un absceso en el

cuello a fuerza de levantar la pértiga de cuyos extremos colgaban dos pesados

recipientes llenos de agua, por lo que medía sus esfuerzos y cuidaba de no

cometer excesos en la labor. Por mucho que se apresurara, los puerros no

crecerían más de prisa.

Sekari arrancó los más grandes y los metió en una de las alforjas que llevaba

Viento del Norte, el asno colosal de grandes ojos marrones de su amigo, el escriba

Iker. Infatigable, el cuadrúpedo sólo obedecía a su dueño, que lo había salvado de

las manos de un torturador y de un sacrificador. Como Iker lo autorizaba a

acompañar a Sekari, Viento del Norte ayudaba al hortelano en su tan oscura como

penosa tarea.

Según la costumbre, durante los períodos cálidos, Sekari no regaba los cultivos

antes de que cayera la tarde. El agua se evaporaba mucho más lentamente por la

noche, y las plantas almacenaban la preciosa sustancia para resistir los ardores del

sol.

Sekari, deseando ampliar su campo de cebollas, se arrodilló para arrancar las

malas hierbas. Pero lo que descubrió le quitó las ganas de proseguir.

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Eliminar al faraón Sesostris por cualquier medio: ésa era la obsesión de Iker. El

joven había sufrido tanto por la crueldad del rey que ya no había otra solución.

Desde su entrada en la élite de los escribas de la ciudad de Kahun, en el Fayum5,

Iker debería haberse contentado con su notable situación. Sin embargo, no

conseguía olvidar el pasado, en que había estado varias veces al borde de la

muerte.

Las mismas escenas regresaban una y otra vez para obsesionarle durante su

sueño, después de que le robaron su marfil mágico que alejaba a los demonios.

Se recordaba atado al mástil de un barco, El rápido, y ofrecido como ofrenda al

peligroso mar; luego, siendo el único en escapar de un imprevisible naufragio.

Aquel navío se dirigía al mítico país de Punt, por lo que sólo podía pertenecer al

rey. Y ese mismo monarca había ordenado a un falso policía que eliminara a Iker,

para impedirle así que revelara la verdad y provocara un escándalo que podría

poner en peligro su trono. Aquel tirano esclavizaba Egipto, el país amado por los

dioses, pisoteando la ley de Maat.

El camino del joven escriba estaba, pues, decidido: debía impedir que aquel

déspota asesino siguiera haciendo daño.

Pero muchas preguntas quedaban en el aire: ¿por qué lo habían raptado los

piratas? ¿Por qué, en la isla del ka, en un sueño, una inmensa serpiente había

preguntado al náufrago si sería capaz de salvar al mundo? ¿Por qué el capitán

había calificado aquel rapto de «secreto de Estado»? ¿Por qué su viejo maestro,

un escriba de la aldea de Medamud, le había predicho: «Sean cuales sean las

pruebas estaré siempre a tu lado para ayudarte a cumplir un destino que aún

ignoras»? Iker acababa de pasar por muchas pruebas, pero el misterio seguía en

pie. Al menos, haría algo útil matando a Sesostris.

En su vivienda oficial, el joven escriba no carecía de nada. Debería haber hecho

una buena carrera y haberse preocupado sólo por los ascensos. Una pequeña

habitación consagrada al culto de los antepasados, una modesta sala de recepción,

un dormitorio, aseos, un cuarto de baño, una cocina, un sótano, una terraza, unos

muebles someros pero sólidos: ¿qué más se podía pedir? Pero Iker ni siquiera

advertía aquella abundancia material, tan tendida hacia su único objetivo, tan

difícil de alcanzar, estaba su espíritu.

A menudo, pensaba en la joven sacerdotisa de la que se había enamorado y a la

que, probablemente, nunca volvería a ver. Por ella ascendía en su oficio, por ella

5 A un centenar de kilómetros al suroeste de Menfis (El Cairo).

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deseaba convertirse en escriba de élite, para no decepcionarla si se encontraban

de nuevo y si él tenía la oportunidad de revelarle sus sentimientos. Durante

mucho tiempo había querido creer en el milagro. Hoy sabía que ella era sólo un

sueño maravilloso e inalcanzable.

Los rebuznos de Viento del Norte arrancaron a Iker de su siniestra meditación.

- He regresado —anunció Sekari—. Da de comer a tu asno, yo prepararé la sopa.

- ¿Ha ido bien la cosecha?

- Tengo buena mano.

La especialidad culinaria de Sekari no se componía sólo de legumbres: añadía

pedazos de carne y de pescado, pan, comino y sal. Aquel plato llenaba el vientre y

permitía pasar una noche tranquila, hasta el desayuno.

Tras haber escapado de la muerte, en compañía de Iker, en las minas de turquesas

del Sinaí, Sekari se había cruzado de nuevo en su camino, en Kahun, donde se ha-

bía convertido en su criado, pagado por la municipalidad. Los trabajos del huerto

completaban su modesto salario, y él vendía sus productos a los escribas.

Después de que Iker hubo conducido a Viento del Norte hasta su establo, volvió a

casa con pesados pasos.

- No pareces muy contento - observó Sekari- .

¿Por qué no te tomas la vida por el lado bueno? Vístete con ropas de lino fino,

acude a los hermosos jardines y a las salas de banquetes, respira el perfume de las

flores, embriágate, festeja. La existencia es tan corta que pasa como un sueño. Si

lo deseas, te presentaré a una moza muy simpática. Con sus cabellos forma un

lazo para que los muchachos caigan en la trampa. Con su anillo los marca al rojo

vivo. ¿Sus dedos? ¡Hojas de lirio! ¿Su boca? ¡Un capullo de loto! ¿Sus pechos?

¡Mandrágoras! Pero antes de dejarte seducir, come.

Iker probó un poco de la obra maestra de Sekari.

Si enfermas, no recuperarás la moral. ¿Deseas algo más?

No, tu sopa es deliciosa, pero he perdido el apetito.

¿Qué te atormenta, Iker?

Aunque no consigo comprender por qué el faraón decidió eliminarme, a

mí, un pequeño escriba sin importancia, debo actuar.

Actuar, actuar... ¿Qué significa eso?

Cuando se conoce la raíz del mal, ¿no es indispensable destruirla?

Vosotros, los escribas, siempre inventáis justificaciones para todo. Yo soy

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un hombre sencillo y te aconsejo que evites las complicaciones. Tienes una

casa, un oficio, un porvenir asegurado... ¿Por qué buscarte problemas?

Lo verdaderamente importante es lo que me dicta la conciencia.

¡Si comienzas a utilizar las grandes fórmulas, pierdo pie! De todos modos,

tengo que decirte... —Sekari pareció turbado—. Un triste descubrimiento

reconoció—, pero tal vez no quieras saberlo.

¡Al contrario!

Tiene relación con el marfil mágico que protegía tus sueños.

¿Lo has encontrado, acaso?

Sí y no... El ladrón lo hizo pedazos y los diseminó por las malas hierbas.

Tal vez sea el tipo que te agredió y cuyo cadáver fue pescado en un canal.

Es imposible reconstruir el objeto. Para mí, eso no es una buena señal.

Sean cuales sean tus proyectos, tendrías que renunciar a ellos.

Me quedan los pequeños amuletos que me regalaste —recordó Iker—. Con

los halcones, encarnaciones del dios celestial Horus, y los babuinos de Tot,

maestro de los escribas, ¿acaso no estoy bien protegido?

¡Esos amuletos son muy pequeños! Yo, en tu lugar, no me fiaría

demasiado.

Sekari terminó la sopa ante la mirada perdida de Iker.

La próxima vez añadiré especias. ¿Y si fuéramos a dormir? Mañana hay

que levantarse temprano para trabajar.

Iker asintió.

Sekari desplegó una estera de primera calidad en el umbral de la pequeña casa.

Desde el atentado, del que Iker había estado a punto de ser víctima, su criado

tomaba precauciones.

Seguro de que Sekari estaba profundamente dormido, Iker abandonó su morada

pasando por la terraza. Tras haber comprobado que nadie lo seguía se deslizó por

una calleja impecablemente limpia y esperó largo rato. Kahun era una ciudad

notable. Construida según las leyes de la proporción divina, se dividía en dos

barrios principales. El del oeste se componía de doscientas casas de tamaño

medio, el del este albergaba varias villas, algunas de las cuales tenían setenta

habitaciones. Al nordeste se encontraba la inmensa residencia del alcalde,

construida sobre una especie de acrópolis.

Iker no sabía ya qué pensar del importante personaje. Por un lado, lo había

contratado y, luego, había favorecido su carrera, pero, por otro, era forzosamente

fiel servidor del faraón. ¿Acaso el joven escriba no sería simplemente un peón en

el tablero de un juego cuyas reglas ignoraba? Al ver que todo estaba en calma,

Iker se dirigió hacia el lugar de la cita. Ni el alcalde ni su superior, Heremsaf,

conocían sus contactos con una joven asiática, Bina, una sierva que no sabía leer

ni escribir pero que luchaba, como él, contra la tiranía de Sesostris. La muchacha

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lo aguardaba en una casa abandonada. En cuanto entró, ella cerró la puerta y lo

arrastró hacia un almacén de jarras donde ningún oído indiscreto escucharía su

entrevista.

Bina era morena, espontánea y hechicera.

¿Has tomado las precauciones necesarias, Iker?

¿Acaso me consideras un irresponsable?

¡No, claro que no! Pero tengo miedo, tanto miedo... ¿No deberías

tranquilizarme?

Bina se acurrucó contra el escriba, pero él no reaccionó. Cada vez que ella

intentaba seducirlo, el rostro de la joven sacerdotisa le venía a la memoria y le

arrebataba cualquier deseo de ceder ante las insinuaciones de su cómplice.

No tenemos mucho tiempo, Bina.

Un día, esta ciudad será nuestra y ya no estaremos obligados a ocultarnos.

Pero el camino es largo aún, Iker. Sólo tú nos permitirás lograrlo.

No estoy seguro.

¿Acaso vacilas aún?

No soy un asesino.

¡Matar a Sesostris será un acto de justicia!

Deberíamos tener pruebas formales de su culpabilidad.

¿Y qué más exiges?

Quiero consultar los archivos.

¿Será largo?

Lo ignoro. Mis funciones actuales no me autorizan a ello, y tendría que

ascender en la jerarquía para tener acceso sin llamar la atención del alcalde

y de Heremsaf.

Pero ¿qué esperas descubrir, Iker? Ya sabes que el faraón es el único

responsable de todas tus desgracias y de las de tu país. Eres consciente de

la gravedad de la situación, por eso no tienes derecho a abandonar.

¿Me imaginas clavando un puñal en el corazón de un hombre?

¡Tendrás valor para hacerlo, estoy segura!

Iker se levantó y caminó sobre restos de alfarería. Uno de ellos se quebró

bajo sus pies. El escriba deseó que eliminar al monstruo resultara igual de

fácil.

Sesostris sigue exterminando a mi pueblo —declaró la muchacha con

emoción—. Mañana perseguirá al tuyo, cuando termine la guerra civil que

ya se anuncia. No lejos de aquí, el jefe de provincia Khnum- Hotep está

formando un ejército para luchar contra el tirano. Pero ¿cuántas semanas

va a resistir?

¿De dónde provienen tus informaciones?

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De nuestros aliados, que muy pronto llegarán a Kahun, espero. Con ellos,

nuestra energía se multiplicará.

¿Cómo entrarán en la ciudad?

Lo ignoro, Iker, pero lo conseguirán. Ya verás, nos proporcionarán una

ayuda preciosa.

Es una locura, Bina.

Te aseguro que no. No existe otro medio de liberarnos de esta opresión, y

tú serás el brazo armado que nos concederá la libertad. ¿Existe mayor

destino? Al tomarla contigo, Sesostris puso en marcha la fuerza capaz de

destruirlo.

Las últimas palabras de Bina convencieron al escriba de que avanzaba por

el buen camino. Sin embargo, el objetivo seguía estando muy lejos y sus

posibilidades de alcanzarlo parecían ínfimas.

Comparto tus dudas y tus inquietudes, Iker. Pero muy pronto ya no

estaremos solos.

Tendido en la terraza, Iker no dormía por la noche. Esta vez su proyecto tomaba

cuerpo y sentía que estaba preparado para llevarlo a cabo. Nada le resultaba más

insoportable que la injusticia, ya fuera cometida por un rey o por un pobre. Y si

no había nadie más que él para rebelarse, no retrocedería. Un grito de dolor

procedente de abajo le hizo dar un respingo.

¡Se os ha agrietado la calabaza! —protestó Sekari con vehemencia—. ¡No

se despierta a la gente con patadas en las nalgas!

Iker bajó a ver.

Dos policías estaban ante él. Provistos de garrotes, no parecían muy afables.

De pie, adormilado aún, Sekari se palpaba el trasero.

¿Quién es éste? —preguntó el policía de más edad.

Sekari, mi criado.

¿Y duerme siempre en el umbral?

Medidas de seguridad.

Con un tipo al que le cuesta tanto despertar, yo no me sentiría muy seguro.

Bueno, no hemos venido por él. El escriba Heremsaf te reclama con urgencia.

Los dos emisarios se alejaron.

«Al menos, no me han puesto las esposas y no me han arrastrado por las calles de

la ciudad como a un vulgar bandido», pensó Iker, petrificado.

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Pero, por desgracia, el asunto sólo se aplazaba. Heremsaf lo convocaba de aquel

modo porque había adivinado sus intenciones. Iker sería detenido y condenado.

Su única posibilidad consistía en huir, pero ¿le permitirían salir los guardianes de

la puerta principal de la ciudad?

3

El faraón Sesostris había bautizado como «Paciente de lugares» su ciudad

construida en el paraje de Abydos para encarnar el primero de los dos valores

fundacionales de la monarquía faraónica: la perseverancia. La segunda, la

vigilancia o, más exactamente, el despertar de Osiris en la resurrección, confería

a la institución la dimensión sobrenatural que le permitía construir monumentos

duraderos.

El faraón examinaba personalmente el cuadro de servicio de los sacerdotes

temporales, distribuidos en cinco equipos que se sucedían el uno al otro.

Frente al gigante, el responsable de su redacción, un hombrecillo nervioso, no

podía dejar de temblar.

—Si has seguido mis instrucciones y cumplido correctamente tu misión, ¿a qué

viene tanto miedo?

— El... el privilegio de veros, majestad... el...

—Ni tú ni yo tenemos privilegios, somos los servidores de Osiris.

—Así lo entendía yo, majestad, y...

— ¿Cómo funcionan tus equipos?

—Al modo tradicional. Los empleados forman un grupo dividido en varias

secciones, destinadas a tareas concretas. Ninguna debe perjudicar a otra, y todas

las obligaciones se cumplen a su hora.

El responsable lanzó un detallado discurso donde habló del aseo de las estatuas,

de la limpieza de los cuencos de purificación, de la preparación de aceites de

iluminación, cuya combustión no desprendía humo, así como de la elección de

los alimentos que debían depositarse en las mesas de ofrenda y repartirse, luego,

bajo control. Le dio al rey los nombres y las hojas de servicio de los guardianes,

de los jefes de taller, de los escultores, de los pintores, de los jardineros, de los

panaderos, de los cerveceros, de los carniceros, de los pescadores y de los

perfumistas, sin omitir el más modesto de los portadores de ofrendas.

—Cada uno de ellos es identificado por las fuerzas del orden, que llevan un

registro que incluye los días y las horas de llegada y de partida, así como los

motivos de ausencia y de retraso.

—Y hasta ahora, ¿cuántas expulsiones de temporales hay por falta grave?

— ¡Ninguna, majestad! —respondió con orgullo el responsable.

—He aquí la prueba de tu incompetencia.

—Majestad, yo...

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— ¿Cómo puedes suponer ni por un solo instante haber alcanzado la perfección?

O intentas engañarme, lo cual es un error imperdonable, o te fías de los informes

de tus subordinados, lo cual es un error no menos imperdonable. En cuanto haya

nombrado a tu sustituto abandonarás Abydos.

Al visitar los talleres, los almacenes, las carnicerías y las cervecerías, Sesostris

advirtió varios quebrantamientos de las consignas de seguridad. Sobek el

Protector tomó de inmediato las medidas necesarias. Luego, el rey recibió a su

maestro de obras, con el rostro marcado por la fatiga.

—¿Problemas de nuevo?

—Nada grave, majestad, gracias a la protección de las sacerdotisas de Hator. Las

herramientas ya no se rompen y los canteros no se ponen ya enfermos. Por eso me

complace anunciaros el fin de la obra: los pintores han terminado esta misma

mañana la última figura divina, la de Isis. Vuestro templo está dispuesto para

proporcionar un máximo de ka, al igual que vuestra morada de eternidad.

¿Cuándo deseáis animar el tesoro?

—Mañana mismo.

En Tebas, las ceremonias iban acompañadas por un regocijo popular. En cambio,

en Abydos, incluso los cerveceros cumplían un papel cultural al servicio de

Osiris, y en las actuales circunstancias, cualquier manifestación de júbilo habría

resultado inapropiada.

Ante la mirada de las sacerdotisas y de los sacerdotes permanentes, Sesostris

colocó en el depósito de fundación de su templo veinticuatro lingotes de metales

y piedras preciosas, entre ellas, el oro, la plata, el lapislázuli, la turquesa, el jaspe

y la cornalina. Aquellos materiales, que habían brotado del vientre de las

montañas, entraban en la composición del ojo de Horus, el más poderoso de los

talismanes.

Luego, portadores y portadoras de ofrendas se acercaron al santuario en

procesión, para equiparlo con los elementos necesarios para su buen

funcionamiento: jofainas de purificación, copas, jarras, cofres, altares, in-

censarios, paños y barcas componían el tesoro del templo, de techo de oro y

lapislázuli, de suelo de plata y puertas de cobre.

—Celebraré hoy los tres rituales de la mañana, del mediodía y del anochecer

—comenzó el faraón—, de modo que las potencias sobrenaturales mantengan el

genio de este lugar, morada de las divinidades y no de los humanos; su papel

consiste en difundir energía.

La joven sacerdotisa veía cómo se cumplían los textos descifrados en la Casa de

Vida de Abydos, que trataban del papel primordial del rey de Egipto, dueño de la

creación de los ritos. A él le tocaba poner orden en vez de desorden, verdad en

lugar de mentira, justicia en vez de terror. Existía una posibilidad de vivir la

armonía celestial en una sociedad terrenal: cumplir esos ritos a su hora y disponer

de un faraón capaz de encargarse por completo de su función.

—Que la luz ilumine los altares —ordenó Sesostris.

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Los pebeteros derramaron suaves olores. Flores, carnes, legumbres, aromas,

recipientes que contenían agua, cerveza y vino, así como panes de formas y

tamaños diversos, se depositaron sobre las mesas de ofrenda de diorita, granito y

alabastro. Todas aquellas riquezas eran ofrecidas a las divinidades para que

disfrutaran su sutil aspecto y las transformaran en sustancias asimilables. La

ofrenda fortalecía el vínculo entre lo visible y lo invisible. Gracias a ella, la

creación se renovaba.

Sesostris entró en el templo cubierto, accesible a un pequeño número de

ritualistas encargados de representarlo. En aquel lugar cerrado a los profanos

debían preservar la integridad divina y rechazar continuamente las fuerzas del

caos, que intentaba destruir aquel espacio de Maat.

Al fondo del santuario se encontraba el cerro primordial, hacia el que descendía el

techo y ascendía el suelo. Emergido de las aguas originales en la primera mañana,

era el zócalo sobre el que el Creador edificaba su obra sin cesar.

En la penumbra del Santo de los Santos se revelaba el paraje de luz6 (I), cuyas

puertas abría el faraón. En pleno cielo de las potencias, el rey hacía que renaciese

el origen.

Mientras el cosmos siga establecido sobre sus cuatro pilares - dijo el monarca a la

Presencia—, mientras la inundación venga en el momento justo, mientras las dos

luminarias, rijan día y noche, mientras las estrellas permanezcan en su lugar y los

decanatos cumplan con su tarea, mientras Orión haga visible Osiris, este templo

será estable como el cielo.

La animación del templo retrasaría la degradación de la acacia de Osiris. La

rodearía de ondas bienhechoras y edificaría así un muro mágico que protegería el

árbol de vida de nuevos ataques, sin suprimir la causa de la enfermedad.

EI momento de proceder a una intervención de otro orden se aproximaba. El rey

reunió, pues, a los miembros del «Circulo de oro» de Abydos para tomar su

decisión.

Un solo jefe de provincia se niega a someterse —recordó el áspero general

Nesmontu—. Lancemos contra Khnum- Hotep una gran ofensiva para extirpar

toda huella de rebelión. Cuando Egipto esté realmente unido, la acacia volverá a

brotar.

El viejo oficial, vigoroso aún, no solía cuidar sus palabras. Indiferente a los

honores, sólo vivía para la grandeza de las Dos Tierras. ¿Y quién la encarnaba

sino el faraón Sesostris, al que se sentía dispuesto a entregar la vida?

Apruebo a Nesmontu —declaró el general Sepi—. Aunque esa confrontación

produzca numerosas víctimas en ambos bandos, parece ineluctable.

Sepi, alto, flaco y autoritario, había sido el brazo derecho del jefe de la provincia

de la Liebre, Djehuty, convertido en un fiel de Sesostris. En misión especial

6 El akhet, palabra construida con la raíz akh, «ser luminoso, útil».

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confiada por el «Círculo de oro», el general había convencido poco a poco a

Djehuty de que evitara un conflicto de desastrosas consecuencias. A la cabeza de

una de las más brillantes escuelas de escribas del país, Sepi nunca se precipitaba.

Era reflexivo y ponderado, y detestaba los arrebatos.

—Temo la violencia —reconoció el Portador del sello real, Sehotep, un

treintañero elegante y apuesto, de ojos brillantes e inteligentes—, pero soy de la

misma opinión que Nesmontu y Sepi, pues Khnum- Hotep no se rendirá. Con él,

la negociación parece condenada al fracaso. Aunque sea el último jefe de

provincia que mantenga sus posiciones, no reconocerá su error y preferirá

derramar sangre para tratar de conservar sus privilegios.

El Calvo se limitó a asentir con la cabeza.

Al superior de los sacerdotes de Abydos no le preocupaban demasiado las

convulsiones del mundo exterior, pero le sorprendía la concordancia de puntos de

vista entre personalidades tan distintas como Nesmontu, Sepi y Sehotep.

—El enfrentamiento se anuncia terrible —predijo el gran tesorero Senankh,

cuarentón floreciente, fino gastrónomo y riguroso administrador—. Khnum-

Hotep es rico, y su milicia, temible. De modo que su resistencia será dura. Si

creyéramos que la victoria está asegurada de antemano, pecaríamos de ingenuos.

—No pretendo lo contrario —intervino el general Nesmontu—, pero ésa no es

una razón para vacilar y dejar inconclusa la obra del faraón.

—¿Estáis seguro de que Khnum- Hotep maneja la fuerza de Seth y hace que se

marchite la acacia de Osiris? —intervino la reina.

—No cabe duda alguna, puesto que los demás jefes de provincia no eran

culpables —respondió Nesmontu—. Su delirio de grandeza lo empuja a reinar en

el Sur. Como nuestro soberano arruina sus proyectos, Khnum- Hotep se venga

atacando el centro vital de Egipto.

—¿Y si tuviera cómplices? —sugirió Sehotep.

—Es una hipótesis que hay que tener en cuenta —deploró el general Sepi—.

Khnum- Hotep ha controlado durante mucho tiempo pistas comerciales que lo

mantienen en contacto con Asia; tal vez haya encontrado aliados exteriores cuyo

interés consiste en debilitar la institución faraónica.

—Simple suposición —objetó Senankh.

—Es fácil de verificar —afirmó Nesmontu—: derrotemos la milicia de Khnum-

Hotep, capturémoslo e interroguémoslo. Creedme, nos dirá la verdad.

—¿Conoce su majestad la opinión del único miembro del «Círculo de oro»

ausente debido a la misión secreta que se le encargó?

—No hablaré en su nombre.

—Yo, que lo conozco bien, creo que habría abogado por la ofensiva —declaró

Sepi.

—¿Tus reservas significan hostilidad? —preguntó el rey a Senankh.

—De ningún modo, majestad. Pero pensar en la pérdida de tantas vidas humanas

durante una guerra civil me desespera. Sin embargo, sé que es inevitable, y

actuaré del mejor modo para que la economía del país sufra lo menos posible.

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—Como el «Círculo de oro» es unánime, preparémonos para atacar a Khnum-

Hotep y para reconquistar la provincia del Oryx —concluyó Sesostris—. Que la

reina y el gran tesorero vuelvan a Menfis para encargarse de la administración de

los asuntos en curso. Si yo desapareciera durante el combate, la Gran Esposa real

reinará y decidirá mi sucesión con los supervivientes del «Círculo de oro» de

Abydos de la Casa del Rey.

Mientras se acercaba el conflicto que amenazaba con ensangrentar Egipto,

Sesostris disfrutaba de la paz y el silencio de Abydos. Ciertamente, los turbaba la

enfermedad de la acacia, pero aún conservaban los recuerdos de la edad de oro, en

que había visto a los iniciados venciendo a la muerte gracias a la celebración de

los misterios de Osiris.

Para salvar estos valores vitales, el faraón debía acabar con la rebelión de

Khnum- Hotep, someterlo y hacer que confesara. Si Sesostris conseguía destruir

aquel bastión de Seth y reunificar las Dos Tierras, dispondría de una nueva fuerza

que, hasta el momento, le había hecho mucha falta.

En el muelle, la joven sacerdotisa recitaba las fórmulas de protección del viaje

ante el ojo completo, recientemente vuelto a pintar en la proa del navío real.

Sobek el Protector controlaba personalmente la identidad de cada marino y

registraba por tercera vez la cabina del monarca, justo antes de la partida.

—¿Cuándo pensáis regresar, majestad? —preguntó la muchacha.

—Lo ignoro.

—La guerra se acerca, ¿no es cierto?

—Osiris, el primero de los faraones, reinaba sobre un país coherente cuyas

provincias, todas ellas, sin perder su originalidad, vivían en la unión. Tengo el

deber de proseguir su obra. Regrese yo o no, tú debes llevar a cabo la tuya.

Cuando el barco se alejó del muelle, Sesostris no consiguió apartar la mirada del

incomparable paisaje de Abydos, moldeado por la eternidad de Osiris.

4

Cada tres meses, la guardia encargada de vigilar los accesos a la ciudad de Kahun

era renovada por completo. Los soldados se distribuían por las cuatro esquinas y

sólo dejaban penetrar en la ciudad a las personas conocidas y debidamente

autorizadas a permanecer en ella. Iker, convencido de que sería detenido, ni

siquiera intentó cruzar las barreras, y se dirigió, con la frente levantada, hacia la

morada de Heremsaf, su superior jerárquico.

Antes de ser encarcelado, condenado a trabajos forzados, ejecutado incluso, Iker

revelaría a Heremsaf sus más íntimos pensamientos. Sin duda sería un gesto

inútil, puesto que el alto funcionario servía a Sesostris, pero a fuerza de proclamar

la verdad sobre el tirano se efectuarían tomas de conciencia y otro brazo armado

conseguiría suprimirlo.

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Para comparecer ante su juez, Iker se había dotado de un soberbio material de

escriba, regalo de su profesor, el general Sepi. Entregaría a su acusador sus

paletas, sus pinceles, sus rascadores, sus gomas y sus botes de tinta, y tacharía así

su pasado definitivamente.

Heremsaf degustaba unos puerros gratinados, cortados en finas láminas,

separándolos del queso fresco con ajo. Cuando Iker se presentó ante él, ni

siquiera levantó la cabeza y siguió concentrado en su plato favorito.

Heremsaf, con el rostro cuadrado y el pequeño bigote perfectamente recortado,

era uno de los personajes principales de Kahun. Intendente de la pirámide de

Sesostris II y del templo de Anubis, verificaba todos los días las entregas de

carne, pan, cerveza, grasas y perfumes, escudriñaba los libros de los escribas

contables, controlaba las horas suplementarias de los empleados y se aseguraba

de que los alimentos fueran justamente repartidos. Madrugador, aunque se

acostaba muy tarde, olvidaba la propia idea del reposo.

Iker le debía su primer puesto y sus ascensos, acompañados por un consejo:

«Nada debe escapar a tu vigilancia.» Ahora bien, en el transcurso de un trabajo

que le había confiado su superior, Iker había encontrado el mango de un cuchillo

que tenía grabado el nombre de El rápido, el bajel que lo llevaba a la muerte.

¿Simple casualidad o Heremsaf estaba manipulándolo? Al negarle a Iker la po-

sibilidad de consultar los archivos demostraba su alianza con el alcalde, secuaz de

Sesostris. Sin embargo, el escriba no tenía nada concreto que reprocharle, pues no

sabía cuál era su juego.

Hoy, Heremsaf se quitaba la máscara. Su verdadera estrategia consistía en

tenderle trampas a Iker con la esperanza de que cometiera un error fatal. Disponía

de informaciones decisivas, por lo que ahora podía dar el golpe de gracia.

—Tenemos que hablar, Iker.

—Estoy a vuestra disposición.

—¡Pareces muy nervioso, muchacho! ¿Preocupaciones?

—Eso debéis decírmelo vos.

—Temes que critique tu balance, ¿no es cierto? Pues bien, examinémoslo

detenidamente. Has resuelto un delicado asunto de graneros, has desratizado la

ciudad, rehabilitado unos antiguos almacenes y reorganizado, con increíble

rapidez, la biblioteca del templo de Anubis. ¿Te parece correcto mi resumen?

—Nada que añadir.

—Una trayectoria fulgurante, ¿no es cierto?

—Vos debéis juzgarlo.

—Aunque hayas decidido mostrarte desagradable, no modificarás mi opinión ni

mi decisión.

—No era ésa mi intención. He aquí mi material de escriba.

Heremsaf levantó por fin la cabeza.

—¿Por qué quieres separarte de él?

Iker se quedó atónito.

—Debes saber, muchacho, que no acepto regalos de nadie. Deberías excusarte

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por esa estúpida acción, pero ése no es tu estilo. Bueno, olvidémoslo... Si

formulara el menor reproche contra el joven escriba más dotado de Kahun, el

alcalde me lo censuraría. El privilegio que te concede me parece desorbitado,

pero me veo obligado a doblegarme. ¡Que no se te suba a la cabeza, de todos

modos! No faltarán las envidias y, al menor error, no fallarán. Sé, pues, ex-

tremadamente prudente y no presumas de tu buena suerte.

—Mi buena suerte... ¿A qué os referís?

—A tu traslado. El alcalde te ofrece una nueva casa, más grande y mejor situada.

Ya eres propietario.

—¿Por qué tanta generosidad?

—Ahora perteneces a la élite de los escribas de Kahun, muchacho, y todas las

administraciones de la ciudad te están con ello abiertas.

—¿Debo seguir encargándome de la biblioteca del templo de Anubis?

—Por supuesto, ya que nuevos manuscritos serán transferidos esta semana; eres

el más apto para clasificarlos. A mi entender, pronto serás llamado al

ayuntamiento como consejero. Entonces, ya no seré tu superior y deberás

arreglártelas solo frente a funcionarios que ocupan su lugar desde hace mucho

tiempo. Desconfía de ellos: no les gustan los jóvenes que pueden arrebatarles el

puesto. ¿Satisfecho de tu criado?

—¿De Sekari? Lo considero un amigo que trabaja en mi casa a tiempo parcial.

—Te lo atribuyo a tiempo completo. Tu domicilio debe estar siempre bien

cuidado, tu reputación depende de ello. Que tengas buena jornada, escriba Iker.

Tú y yo tenemos mucho que hacer.

—Un sueño increíble —reveló Sekari a Iker—: ¡estaba comiendo asno! Según el

intérprete de los sueños que he consultado, eso es excelente: ascenso asegurado

para mí o para uno de mis amigos.

—Tu sueño no te ha engañado: el alcalde me ha concedido una gran mansión.

Sekari no pudo contener un silbido de admiración.

—¡Caramba...! ¡Te estás convirtiendo en alguien realmente importante en esta

ciudad! Cuando pienso en los malos momentos que hemos pasado, se lo

agradezco al destino. ¿Para cuándo el traslado? —Inmediatamente.

—¡Preparemos tus cosas, pues!

—Los servicios de la alcaldía se ocupan de ello.

Iker, Sekari y Viento del Norte fueron al lugar indicado por Heremsaf, una limpia

calleja situada en el más hermoso Kahun, no lejos de la inmensa villa del alcalde.

—¿Es aquélla? —se extrañó Sekari.

—Exacto.

—No es posible... ¡Qué hermosa es, encalada y con un piso! ¿Y has visto el

tamaño de la terraza? ¿Aceptarás, aún, dirigirme la palabra?

—Claro está, puesto que tú vivirás aquí como intendente.

—¡Qué cosas! Espera, no entremos como unos salvajes. Voy a buscar lo

necesario.

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21

Sekari tardó poco en regresar, y lo hizo con una jofaina llena de agua perfumada

que depositó en el umbral.

—Nadie entrará en esta residencia sin haberse lavado las manos y los pies.

Propietario, ¡el honor es tuyo!

En la estancia reservada al culto de los antepasados, Sekari olisqueó el aire.

—Han rociado los muros con ajo molido, pulverizado y empapado en cerveza

—advirtió—. Ni las serpientes, ni los escorpiones, ni los aparecidos nos

molestarán.

Una sala de recepción, tres habitaciones, sanitarios nuevos, una amplia cocina, un

sótano digno de este nombre... Sekari, hechizado, recorrió varias veces las

estancias.

—¿Y... el mobiliario?

—Creo que está llegando.

Varios empleados municipales acarrearon una impresionante cantidad de objetos.

Bajo la atenta mirada de Viento del Norte, Sekari los obligó a lavarse los pies y

las manos antes de depositar en los lugares adecuados los valiosos fardos.

Cestos y cofres para guardar los alimentos, la ropa, las sandalias y los objetos de

aseo que habrían satisfecho a los más exigentes. Rectangulares, oblongos,

ovoidales o cilíndricos, estaban hechos de tallos de junco atados con cintas de

hojas de palma, o de madera, y tenían tapas bien ajustadas que se cerraban con

cordones. En cuanto a las esteras, eran de calidad superior: briznas transversales

de juncos cruzadas con briznas longitudinales de lino componían cuadrados y

rombos de colores. Unas se extenderían en el suelo, las otras se colgarían de las

ventanas a modo de cortina.

Las mesas bajas y los taburetes de tres pies no carecían de elegancia ni de

robustez, pero Sekari apreció, sobre todo, las sillas bajas de paja, con los pies de

sección cuadrada y el respaldo ligeramente curvado, para adaptarse a la forma de

la espalda. Gracias a sus marcos, fijados por espigas incrustadas en muescas

superpuestas en ángulo recto, durarían siglos. ¡Y qué decir de las soberbias

lámparas, compuestas por una base de calcáreo y una columnilla de madera que

imitaba un tallo de papiro en el que se había depositado un recipiente de bronce

destinado a recibir el aceite de iluminación!

Sin aliento, Sekari se sentó en una silla.

—¿Acaso te han nombrado adjunto del alcalde?

Y aún quedaba lo más sorprendente: tres camas, una para cada habitación,

provistas de un equipamiento como Sekari nunca había visto. Palpó suavemente

los somieres fabricados con madejas de cáñamo trenzadas y sujetas a un cuadro

de madera decorada con figuras del dios Bes y de la diosa hipopótamo Tueris.

Armados con cuchillos, blandían serpientes y protegían el sueño del que dormía.

El criado posó la cabeza en los almohadones, rellenos de lana, y cayó en éxtasis

cuando palpó las sábanas de lino fino.

- —Iker, ¿te imaginas dormir ahí, sobre todo si las perfumamos...? ¡Ni una moza

se resistirá! Ya las veo en...

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El rebuzno de Viento del Norte interrumpió las idílicas visiones de Sekari. En el

flanco oeste de la casa, el asno acababa de descubrir un huerto y un pequeño

establo con el techo cubierto de hojas de palma. Lechos de paja confortable,

comedero lleno de cereales, de legumbres y de un manjar incomparable, cardos:

era evidente que a Viento del Norte le gustaba el cambio de domicilio. Tres

fuertes mocetones se presentaron ante la puerta de la morada.

—¿El sótano? —preguntó el primero.

—¿Por qué razón? —quiso saber Sekari.

—Traemos jarras de cerveza de parte del alcalde.

Sekari vio pasar los recipientes herméticos, de cuello estrecho, de barro cocido en

todo su grosor, y provistos de dos asas. Los tapones de limo garantizaban un

brebaje de calidad.

—Bueno... seguidme.

Apenas almacenadas las jarras apareció otro proveedor que llevaba taparrabos de

lino crudo, formado por dos piezas simétricas cosidas por el centro.

—Es la última moda —explicó—. Ese taparrabos llega hasta la pantorrilla y sube

hasta el pecho. Las dos puntas más largas del triángulo se anudan a la cintura. La

más pequeña debe ponerse, de atrás hacia adelante, entre los muslos, y atarse en

el abdomen con las otras dos. Si se coloca bien, el tejido da dos veces la vuelta al

cuerpo.

Iker lo probó inmediatamente y el resultado lo satisfizo.

—Me han dado esto para el criado.

Sekari recibió una magnífica escoba de largas fibras de palma, dobladas y

reunidas en manojo. Dos ligaduras séxtuples mantenían rígido el mango.

Mientras el interesado probaba su nueva herramienta de trabajo, Iker

contemplaba un objeto insólito que no habría tenido que figurar en su material de

aseo: una cuchara para maquillaje que representaba a una nadadora desnuda, con

la cabeza levantada, que sujetaba una copa oval en forma de pato. Ella, Nut, la

diosa Cielo; él, Geb, el dios Tierra. De su unión dependía la circulación del aire y

de la luz, que hacían posible la vida en la tierra.

Ella.

Aquel pequeño objeto hacía presente, de pronto, a la joven sacerdotisa, tan lejana,

tan inaccesible. ¿Simple error o signo del destino?

—¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó Sekari, divertido.

—Ofrecerás esta cuchara a una de tus bellezas.

—¿Aún piensas en aquella mujer a la que nunca volverás a ver? Te presentaré

otras diez, hermosas y comprensivas. Con una casa como ésta te has convertido

en uno de los mejores partidos de Kahun.

Iker pensó en la piedra excepcional, la reina de las turquesas, extraída de la

montaña. Gracias a ella había contemplado el rostro de la mujer amada, que

nunca podría ser sustituido por otro.

—Te torturas en vano —insistió Sekari—, y no aprecias tu suerte. Una morada

semejante y un empleo de escriba de alto nivel, ¿te das cuenta?

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—¿No me hablaste del «Círculo de oro» de Abydos?

Sekari frunció el entrecejo.

—No lo recuerdo, pero ¿qué importancia tiene eso? Todos han oído esa

expresión, que designa a unos iniciados en los misterios de Abydos. Nosotros no

formamos parte de ellos, ¡y es mejor así! ¿Te imaginas una existencia de recluso,

sin placer alguno, lejos del vino y de las mujeres?

—¿Y si ella perteneciera al «Círculo»?

—¡Olvídala y preocúpate de tu carrera! ¿Por qué tienes esa cara tan siniestra

cuando dispones de todo lo necesario para ser feliz?

—Perdona, amigo mío, pero tú no comprendes la razón de esta montaña de

regalos.

Sekari se sentó en un taburete.

—¡Eres reconocido como un excelente escriba y gozas de las ventajas que están

ligadas a tu función! ¿Qué tiene eso de extraño?

—Quieren comprarme.

—¡Divagas!

—Quieren impedirme que siga adelante con mis investigaciones y descubra la

verdad. Un buen cargo, una hermosa casa, la abundancia material... ¿Qué más

podría desear, en efecto? Hábil cálculo, pero a mí no me engañan. Nadie me

detendrá, Sekari.

—Visto de ese modo... Pero ¿no estarás exagerando?

—Represento un peligro para las autoridades de esta ciudad. Intentan cerrarme la

boca.

—Supongamos que tienes razón. Si así fuera, ¡aprovéchate de las circunstancias!

Si la verdad que buscas te conduce al desastre, ¿por qué no renunciar a ella y con-

tentarte con lo que te ofrecen?

—Te lo repito: nadie me comprará.

—Bueno, yo voy a hacer mi primera limpieza y, luego, a preparar el almuerzo.

Iker subió a la terraza. No se sentía en su casa allí. Al intentar comprarlo, sus

adversarios sólo conseguían fortalecer su decisión.

De su taparrabos, el escriba sacó el cuchillo con el que mataría a Sesostris y dejó

que el sol jugara con la hoja.

5

La viuda trabajaba duro: quería asegurar una existencia feliz a sus tres hijos. En

sus aisladas tierras, al norte de Menfis, cultivaba hortalizas con dos obreros

agrícolas y las vendía en los mercados.

Cierto día, mientras estaba amontonando unos magníficos calabacines en un

capazo, un monstruo peludo se irguió ante ella. Aunque la viuda no era miedosa,

hizo ademán de retroceder.

—¡Salud, amiga! Caramba, posees un hermoso dominio. Debe de ser muy

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rentable. —¿Y a ti qué te importa? Jeta- de- través soltó una maligna sonrisa.

—Soy un tipo amable y atento a las preocupaciones de los demás. Por eso me

encargo de protegerlos, y tú, sin duda, necesitas mi protección. —Te equivocas.

—¡Oh, no! ¡Yo nunca me equivoco! —¡Lárgate!

—Cuando me hablan en ese tono, me irrito. No cuentes con tus obreros para

defenderte, están en manos de mis hombres. Por lo que se refiere a tus retoños, no

les haremos ningún daño si te muestras comprensiva.

La viuda palideció.

—¿Qué quieres?

—El diez por ciento de tus beneficios a cambio de mi protección. Y no intentes

engañarme. En caso de que me mientas o de que opongas resistencia, me vengaré

en la pequeña.

La técnica de Jeta- de- través estaba ya muy rodada. Con su equipo de

implacables truhanes ponía bajo su dominio modestas explotaciones cuyos

propietarios cedían ante su chantaje, por miedo a perder la vida o a ver cómo

torturaban a sus familiares.

La viuda no fue una excepción a la regla.

Jeta- de- través no dejaba a sus espaldas cadáver alguno, por lo que no llamaba la

atención de la policía. Puesto que comenzaba a administrar ya un buen número de

«protegidos», sus ganancias se hacían sustanciales. Era un simple comienzo, pero

se felicitaba por sus progresos, y esperaba que el gran patrón estuviera satisfecho.

Jeta- de- través entró en Menfis por el arrabal norte, desde donde se divisaba la

vieja ciudadela de blancos muros, obra de Menes el Estable, el primer faraón.

Dada la población, allí se pasaba fácilmente desapercibido. El gran patrón, el

Anunciador, había instalado su domicilio en un modesto alojamiento, sobre una

tienda que llevaban sus fieles. Jeta- de- través, nacido bandido y autor de diversos

robos a mano armada, había pasado varios años en las minas de cobre del Sinaí y

sólo había escapado de las de turquesa gracias a un ataque del Anunciador y de su

pandilla. Poco inclinado a reconocer una autoridad cualquiera, el bandido había

admitido, de todos modos, que no encontraría un jefe mejor. Argumento decisivo:

el Anunciador lo dejaba enriquecerse a su antojo, siempre que continuara siendo

discreto y entrenara a su equipo de comandos con vistas a operaciones más

arriesgadas que la extorsión en granjas aisladas.

Aquel animal degustaba plenamente su nueva existencia, cuya única obligación

consistía en ir con regularidad a Menfis para entrevistarse con el Anunciador y

proporcionarle su golosina preferida.

Fuera cual fuese la capital elegida por este o aquel faraón, Menfis, con su gran

puerto fluvial, seguía siendo el centro económico de Egipto. Allí llegaban las

mercancías procedentes de Creta, del Líbano y de Asia, clasificadas y

seleccionadas en vastos almacenes. Los innumerables graneros estaban llenos de

cereales, los establos albergaban gordos bueyes y el Tesoro contenía oro, plata,

cobre, lapislázuli, perfumes, sustancias medicinales, vino, numerosas clases de

aceite y gran cantidad de otras riquezas.

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Jeta- de- través soñaba con apoderarse de ellas y convertirse en el hombre con la

mayor fortuna del país. Y el Anunciador alentaba aquel sueño, pues no

contrariaba sus proyectos.

Indiferente a las creencias, pero temiendo la crueldad del Anunciador, que

superaba la suya, Jeta- de- través sólo pensaba en el resultado. Para su patrón, el

mando; para él, la fortuna. Y si era preciso sembrar el terror ejecutando a todos

sus oponentes, no le faltaría ardor en la tarea.

Mientras se acercaba al domicilio del Anunciador, Jeta- de- través se sintió

observado. Una red de centinelas descubría a los curiosos y avisaba a su jefe en

caso de peligro. Un vendedor de panes por ahí, un ocioso por acá, un barrendero

más allá.

Nadie le impidió entrar en la tienda, donde se amontonaban sandalias, esteras y

tejidos bastos. Siguiendo las consignas de su maestro, los discípulos del

Anunciador se convertían en honestos comerciantes, apreciados en el barrio.

Algunos fundaban una familia, otros se limitaban a mantener relaciones

pasajeras. Participaban en las numerosas fiestas celebradas a lo largo del año,

frecuentaban las tabernas y se integraban así en la sociedad egipcia. Antes de

golpear a sus enemigos debían pasar desapercibidos.

—¿Cómo estás, Jeta- de- través? —le preguntó un pelirrojo.

—De maravilla, muchacho. ¿Y tú?

Shab el Retorcido, brazo derecho del Anunciador, era temible manejando el

cuchillo, y su especialidad era golpear por la espalda. Criminal frío, sin

emociones ni remordimientos, absorbía con delicia las enseñanzas del enviado de

Dios y era su más fiel seguidor.

—Avanzamos. Espero que no te hayan seguido.

—Ya me conoces, Shab. Sigo teniendo buena mano.

—De todos modos, ningún husmeador llegará hasta aquí.

—Se diría que no has perdido ni un ápice de tu desconfianza.

—¿Acaso no es la base de nuestro futuro éxito? Los impíos actúan por todas

partes. Algún día los exterminaremos.

Jeta- de- través asintió con la cabeza. Nada lo aburría más que los discursos

teológicos.

—El Anunciador predica. Sígueme sin hacer ruido.

Los dos hombres subieron al primer piso, donde unos veinte discípulos

escuchaban atentamente el discurso de su maestro.

—Dios me habla —reveló—. Yo, y sólo yo, debo transmitir su mensaje. Dios se

muestra dulce y misericordioso con sus fieles, pero implacable con los infieles,

que desaparecerán de la superficie de la tierra. Os impone a vosotros, los

defensores de la verdadera fe, una terrible prueba al obligaros a mezclaros con el

pueblo egipcio, que se revuelca en la lujuria y adora a los falsos dioses. No existe

otro medio para preparar la gran guerra e imponer la verdad absoluta y definitiva

de la que soy portador. Quienes se nieguen a reconocerla perecerán, y su castigo

nos llenará de gozo. Ejecutaremos a los blasfemos, comenzando por el primero de

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todos ellos: el faraón. No creáis que sea imposible alcanzarlo. Mañana,

reinaremos sobre este país. Luego, haremos desaparecer las fronteras para formar

un solo imperio en toda la tierra. Ninguna hembra circulará ya por las calles,

ningún desenfreno será tolerado, y Dios nos colmará con sus beneficios.

«Siempre el mismo discurso», pensó Jeta- de- través, a quien impresionaban la

vehemencia del tono y la fuerza de persuasión. Aquel líder convencería a más de

uno.

Una vez terminado el sermón, los discípulos se retiraron en silencio para volver a

sus quehaceres cotidianos: panaderos, vendedores de sandalias...

Como en cada uno de sus encuentros, a Jeta- de- través le extrañó el poderío físico

del Anunciador. Alto, fuerte, barbudo, con unos ojos rojos profundamente

hundidos en las órbitas, los labios carnosos, los cabellos cubiertos con un turbante

y vestido con una túnica de lana que le caía hasta los tobillos, aterrorizaba a los

más valerosos con su mirada de rapaz. Unas veces su palabra era cortante como

una navaja de sílex; otras, suave y hechicera. Todos sus fieles le sabían capaz de

dominar a los monstruos del desierto y de alimentarse con su temible fuerza.

—¿Me has traído lo necesario, Jeta- de- través?

—Claro. Tomad.

El velludo le tendió una bolsa al Anunciador. Shab el Retorcido se interpuso entre

ambos.

—Un instante, lo comprobaré.

—¿Por quién me tomas? —replicó el velludo.

—Las medidas de seguridad se aplican a todo el mundo.

—Paz, amigos míos —intervino el Anunciador—. Jeta- de- través nunca se

atrevería a traicionarme. Tengo razón, ¿no es cierto?

—Evidentemente.

El Anunciador abrió la bolsa y tomó de ella un puñado de sal de los oasis. Puesto

que no bebía vino, ni cerveza, ni alcohol y muy poca agua, se satisfacía con esa

espuma de Seth que se formaba en la superficie del suelo durante los grandes

calores del estío.

—Excelente, Jeta- de- través.

—De primera calidad; procede del desierto del Oeste.

—El vendedor no te mintió.

—Nadie se burla de mí.

—¿Satisfecho de tus negocios?

—¡Funcionan de maravilla! Los granjeros tienen tanto miedo que se doblegan

ante mis exigencias.

—¿Ningún tozudo?

—Ninguno en absoluto, señor.

—¿Nada que temer de la policía?

—Nada. Al recomendarme que actuara así tuvisteis una gran idea. Obtendré

buenos beneficios para la causa.

—- ¿Siguen entrenándose tus hombres?

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—¡Contad conmigo! Mis muchachos están más fuertes y preparados que nunca.

Cuando los necesitéis, estarán listos.

—Esperadme, los dos.

El Anunciador salió de la estancia, dejando frente a frente a Jeta- de- través y a

Shab el Retorcido.

Penetró en un reducto lleno de cestos que contenían bastas esteras. Pensó en la

revuelta que había provocado en la ciudad de Siquem, en el país de Canaán, y

sonrió. El ejército egipcio creía haberla sofocado, pero había olvidado que las

cenizas incubaban el fuego. Detenido y encarcelado, el Anunciador había salido

de prisión utilizando una estratagema: convencer a un tonto para que se hiciera

pasar por él y hablara en su nombre. Al ejecutarlo, los egipcios creían haberse

librado del agitador. Oficialmente muerto, el Anunciador actuaba en la sombra

con toda tranquilidad.

Hizo girar sobre sí mismo el muro del fondo, donde se había practicado un

escondrijo, y sacó un cofre de acacia, fabricado por un carpintero de Kahun, al

que había eliminado cuando lo amenazó con hablar más de la cuenta.

El espléndido objeto habría merecido figurar en el tesoro de un gran templo. Su

interior guardaba escritos, figurillas mágicas y una piedra que manejó con

precaución. El Anunciador regresó a la gran estancia y mostró aquella maravilla a

Jeta- de- través y a Shab el Retorcido.

—He aquí la reina de las turquesas.

Una joya de aquel tamaño y de aquella calidad no tenía igual. El Anunciador la

expuso a la luz para que se recargara de energía.

—Gracias a ella provocaremos un cataclismo contra el que el faraón será

impotente.

—Reconozco esta piedra —comentó Jeta- de- través—. Iker, un chivato de la

policía, la extrajo del vientre de la montaña de Hator. Durante el ataque a la mina,

resultó muerto y su cadáver quemado.

—Contemplad este esplendor y gozad de este privilegio reservado a mis fieles

lugartenientes.

Pero el bandido no apreciaba demasiado la meditación.

—¿Cuáles son vuestras consignas, señor?

—Debes coger más granjas bajo tu protección, acrecentar tus beneficios, reforzar

tu armamento y seguir formando a implacables guerreros. El tiempo corre a

nuestro favor.

Las instrucciones del Anunciador fueron del agrado de Jeta- de- través, que salió

de la tienda con varios pares de sandalias, como un comprador cualquiera.

El Anunciador volvió a tomar un puñado de sal.

—Según el rumor, Sesostris se dispone a atacar al jefe de provincia Khnum-

Hotep —le dijo Shab el Retorcido—. El enfrentamiento se anuncia tan sangriento

como incierto, pues la milicia de la provincia del Oryx es numerosa y está bien

equipada.

—Mejor así, amigo mío.

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—Tal vez Sesostris sea vencido y muerto. En ese caso...

—En ese caso, Khnum- Hotep tomará su lugar y se convertirá en nuestro nuevo

blanco. Hay que destruir la institución faraónica, no sólo a los individuos que la

hacen activa.

—¿Realmente confiáis en Jeta- de- través? A fuerza de enriquecerse podría

volverse incontrolable.

—Tranquilízate, ese criminal ha comprendido que nadie me traiciona, so pena de

ver cómo las garras de un demonio del desierto se hunden en su carne.

—¡Se interesa tan poco por la verdadera fe!

—Así ocurrirá con muchos de nuestros aliados, simples instrumentos de Dios. Tú

eres de naturaleza muy distinta. Mi revelación ha cambiado tu destino, y ahora

caminas por los senderos de la virtud.

La suave voz del Anunciador sumió a Shab en una especie de éxtasis. Era la

primera vez que le hablaba de ese modo, anclando definitivamente sus

convicciones. Seguiría hasta el fin a ese jefe de mirada ardiente y lo obedecería

ciegamente.

—Necesito saber si nuestra organización de cananeos, implantada en Menfis, está

dispuesta a actuar —indicó el Anunciador—; vamos a confiarle una misión

precisa para suprimir un obstáculo importante que impide a un comando asiático

infiltrarse en Kahun. 6

Con diecisiete años de edad, rápidos como el viento y flexibles como la caña, los

dos exploradores del general Nesmontu no le tenían miedo a nada. Conscientes

de la importancia de su misión, estaban decididos a correr todos los riesgos que

fueran necesarios para obtener información sobre el sistema de defensa del jefe

de provincia Khnum- Hotep. El éxito del asalto dependería en gran parte de los

datos que le proporcionaran a su superior. Primero, el Nilo. Desarmados y

vestidos con un pobre taparrabos que olía a pescado, se hicieron pasar por

pescadores. Y lo que vieron los asombró: Khnum- Hotep había reunido ante el

puerto de su capital una verdadera flotilla compuesta por embarcaciones

variadas; a bordo, decenas de arqueros. Cuando un barco se lanzó sobre su

modesta barca, se guardaron mucho de huir.

—¿Por qué merodeáis por aquí? —interrogó un oficial.

—Bueno... pescamos.

—¿Por cuenta de quién?

—Bueno... por la nuestra. Bien hay que alimentar a la familia.

—¿Ignoráis las órdenes del señor Khnum- Hotep? Ninguna barca debe circular

ya por esta parte del río.

—Vivimos en la aldea, allí, y acostumbramos a pescar aquí.

—En estos momentos está prohibido.

—¿Cómo vamos a comer, entonces?

—Id al puesto de control más cercano, allí os darán víveres. Si vuelvo a veros por

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aquí, os detendré.

Los dos exploradores se alejaron sin apresurarse, como dos buenos pescadores

molestos por el nuevo reglamento. Atracaron ante el puesto de control y se in-

ternaron en la espesura de papiro por la que pululaban serpientes y cocodrilos.

Indiferentes a las picaduras de insectos agresivos, llegaron hasta el lindero de las

tierras cultivadas.

También allí Khnum- Hotep había tomado sus precauciones. Ocultas por ramas

cubiertas de tierra, había profundas fosas excavadas que harían caer a los

asaltantes. No eran campesinos los que ocupaban las cabañas de caña, sino

soldados, y lo mismo ocurría con las granjas. Los dos muchachos descubrieron

también algunos arqueros encaramados a los árboles. Prosiguiendo con su

exploración se sumergieron en un canal que conectaba con la capital y nadaron

bajo el agua, cogiendo aire de vez en cuando. A buena distancia descubrieron

sólidas fortificaciones ocupadas por un imponente número de milicianos.

El dispositivo de Khnum- Hotep no ofrecía ningún punto débil. Los exploradores

sabían ya bastante, pero quedaba lo más difícil: regresar sanos y salvos y

transmitir la información recogida.

Entonces, oyeron silbar una flecha.

En cuanto el rey cruzó la puerta de su palacio, el ex jefe de provincia Djehuty

salió a su encuentro. Vestido con un gran manto que atenuaba la penosa sensación

de frío que sentía, el viejo dignatario quería olvidar su edad y su reuma y rendir

homenaje al soberano, del que era fiel súbdito ya.

—Os aguardaba con impaciencia, majestad.

—¿Malas noticias?

—He reforzado las fronteras de la provincia y desplegado todas mis tropas para

aislar a Khnum- Hotep, pero todos los días temía un intento por su parte de forzar

el bloqueo. Puesto que su milicia es más numerosa que la mía, yo no habría

resistido mucho tiempo.

—La desgracia no ha sucedido, seguimos teniendo esperanzas.

—Soy pesimista aún, majestad. No me fío demasiado de mis propios hombres.

Muchos de ellos protestan ante la idea de luchar contra los hombres de Khnum-

Hotep. Y os recomiendo que no otorguéis confianza alguna a los soldados de las

milicias que se han unido recientemente a la corona. Su compromiso es

demasiado reciente, y la reputación del jefe de la provincia del Oryx los hace tem-

blar. La mayoría piensan que saldrán vencedores de cualquier confrontación. En

realidad, sólo podéis contar con vuestras propias fuerzas.

—Gracias por hablarme con tanta franqueza.

—Sin duda sois el gran faraón que nuestro país tanto necesita, pero el obstáculo

que se levanta ante vos parece insuperable. Aunque venzáis en este combate, las

heridas serán imborrables.

Djehuty se preguntó si el rey tomaba en serio sus observaciones. Reintegrar al

regazo de Egipto las provincias rebeldes, a excepción de la de Khnum- Hotep,

había sido toda una hazaña; sin embargo, la reconciliación efectiva exigiría

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tiempo, mucho tiempo. Al reclamar una victoria total, ¿no se arriesgaba Sesostris

al desastre? Pero, si se demoraba, se debilitaría frente a Khnum- Hotep, que no

dejaría de sacar partido de ello.

Sobek el Protector, jefe de la guardia personal de Sesostris y de todas las policías

de Egipto, no dormía ya desde que el rey residía en la provincia de la Liebre.

Atlético y nervioso, todavía no dominaba los datos de la seguridad en aquel

territorio demasiado vasto. Además, tenía que contemporizar con los milicianos

de Djehuty y formar equipos mixtos que no le inspiraban mucha confianza. Al

menos, imponía con firmeza la presencia de sus mejores hombres en torno a los

aposentos del soberano. Era evidente que Khnum- Hotep intentaría eliminar al

monarca antes de que éste llevara a cabo el asalto. Las tropas de Sesostris,

privadas de su jefe, se unirían sin duda al adversario. ¿Dónde y cuándo se

produciría el intento de asesinato?

En Khemenu, la capital provincial, la atmósfera se estaba volviendo sombría.

Ninguno de los exploradores enviados por el general Nesmontu al otro lado del

frente había regresado. Sesostris ignoraba pues todo sobre el sistema de defensa

de Khnum- Hotep. Atacar a ciegas sólo podía conducir al fracaso. Desde el

amanecer, Sobek registraba personalmente a los empleados de palacio. Des-

confiaba incluso de los ancianos aparentemente inofensivos, y se dirigía a las

cocinas, donde los pinches probaban los platos en su presencia. Cuando se tomó

tiempo para comer una torta rellena de habas, uno de sus adjuntos se acercó

vacilante, con la cabeza gacha.

—¿Algún problema?

—No, jefe, en realidad, no... Pero como nos ordenasteis que os lo indicáramos

todo.

—Explícate.

Sobek dejó su torta, que un perro, de patas cortas pero excelente observador,

acechaba desde hacía largo rato. El animal se apoderó de su presa y corrió para

degustarla en algún rincón tranquilo.

—Habéis visto, jefe...

—Estoy esperando.

—Bueno, es un incidente menor. El peluquero oficial de palacio entró anoche, un

poco antes de que se pusiera el sol, y nadie lo ha visto volver a salir. Normal-

mente, debería haber terminado sus servicios antes del desayuno.

—¡Se ha ocultado, pues!

—Tranquilizaos, tengo su material. Nadie está autorizado a circular por palacio

con un arma o un objeto peligroso.

—¡Imbécil, habrá escondido una navaja en alguna parte!

Sobek y su adjunto corrieron hacia los aposentos de Sesostris. En el corredor que

llevaba a éstos, el adjunto descubrió al peluquero.

—¡Es él!

El hombre se detuvo, aterrorizado; en la mano llevaba una pequeña bolsa de

cuero. Sobek se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo. El adjunto le ató las manos y

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los pies con una cuerda que se hundió en sus carnes.

—¡De modo, muchacho, que querías asesinar al rey!

—¡No, no, os juro que no!

—Vamos a verlo.

Sobek abrió la bolsa. En el interior no había una navaja, sólo un soberbio

escarabajo de cornalina.

—¿Lo has robado?

El peluquero agachó la cabeza.

—Sí, es cierto.

- ¿A quién?

- A una camarera.

- ¿ Y te has ocultado, esta noche, para llevar a cabo tu fechoría?

- Pensaba que nadie me vería. Tenéis que perdonarme, yo..,

- Te prometo el máximo de años de cárcel.

Mientras Sesostris examinaba el plan de ataque del general Nesmontu, Sobek los

avisó de que dos exploradores heridos, acababan de llegar a la primera línea de

infantería. Desconfiado, el jefe de la policía pidió a Nesmontu que identificara a

esos hombres antes de que comparecieran ante el faraón.

Uno de los dos jóvenes tenía una punta de flecha clavada en el hombro izquierdo;

el otro, la pierna derecha ensangrentada. Orgullosos de haber cumplido con éxito

su misión, se negaron a ser curados antes de ha- Mar con el monarca y el general,

que los escucharon con atención.

Nesmontu los felicitó y los ascendió al grado de oficial. Los dos héroes no

pudieron contener una lágrima cuando el rey, que les sacaba más de una cabeza,

les dio un abrazo.

Una vez hubieron sido transferidos al hospital militar, Sesostris reunió a su

consejo restringido compuesto por los generales Nesmontu y Sepi, el Portador del

sello real Sehotep y Sobek el Protector.

Con gravedad, Nesmontu resumió las informaciones recogidas. Un largo silencio

siguió a su exposición.

—El dispositivo de Khnum- Hotep es infranqueable —juzgó Sepi—.

Necesitaríamos un ejército tres veces más importante para derribarlo, a costa de

gravísimas pérdidas. Y, en el actual estado de nuestras fuerzas, no hay posibilidad

alguna.

—Reconozco que esta operación será delicada —admitió Nesmontu—. Sin

embargo, no se trata de retroceder. Me pondré a la cabeza de mi unidad de élite y

atravesaremos las defensas del adversario.

—Te batirás con valor —concedió Sehotep—, pero perderás la vida. Cuando

nuestros mejores soldados hayan desaparecido, ¿qué esperanza nos quedará?

—Conocer las posiciones del enemigo nos procura una considerable ventaja. Si

sabemos aprovecharla, tal vez el destino nos sea favorable.

—¡Vano sortilegio! —protestó Sobek—. Tú mismo acabas de explicarnos por

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qué estábamos vencidos de antemano.

—Intentemos negociar aún —propuso Sehotep—. Me considero capaz de

domesticar a Khnum- Hotep.

—Te tomará como rehén —predijo el general Sepi—. La cabeza de ese jefe de

provincia es más dura que el granito. Khnum- Hotep no negociará, pues no

cederá ninguna de sus prerrogativas.

Nadie contradijo a Sepi.

—No tenemos elección —afirmó Nesmontu—. Sean cuales sean los riesgos,

debemos atacar. De lo contrario, el prestigio del faraón quedará mortalmente

herido.

—Yo abogo por el statu quo —dijo Sehotep—. Aislemos a Khnum- Hotep,

condenémoslo al hambre y obliguémoslo a rendirse.

—¡Pura utopía! Su provincia es lo bastante rica para alimentarlo durante meses,

años incluso. Si renunciamos a actuar, actuará él.

—La seguridad del rey es prioritaria —recordó Sobek el Protector—. Durante la

ofensiva, su majestad no deberá exponerse.

—Así lo creo yo —asintió Nesmontu—; yo me pondré a la cabeza de mis

soldados. Sesostris se levantó.

—La decisión última me corresponde tomarla a mí. La conoceréis mañana por la

mañana, tras la celebración del ritual en el santuario de Tot.

7

Vestida con una túnica plisada de manga corta y un corpiño beige, la joven

sacerdotisa saludó al árbol de vida y tocó para él el arpa portátil, aunque fuera

muy difícil hacerla sonar armoniosamente. El instrumento, hecho de madera de

sicómoro y de unos cincuenta centímetros de largo, estaba provisto de cuatro

cuerdas. La intérprete apoyaba el extremo inferior en el hueco del hombro y lo

mantenía horizontal, para obtener un perfecto equilibrio, bajo la protección de

dos pequeñas estatuillas que decoraban el arpa: un nudo mágico de Isis y una

cabeza de Maat.

Hizo sonar una melodía muy lenta, pero con mucho ritmo, que apaciguaba las

angustias y procuraba serenidad.

Antes de proceder a la libación, el Calvo aguardó a que se apagaran las últimas

notas.

- El cielo y las estrellas tocan música en honor del árbol de vida —recordó—. Sol

y luna cantan sus alabanzas, las diosas danzan en su favor. Un verdadero músico

conoce el plan del Creador, percibe el modo como ordena el universo y pone en

consonancia sus componentes.

De este orden nace una música celestial de la que podemos convertirnos en

modestos intérpretes. Que tu arte sea un rito.

Al llegar a Abydos, Gergu se sentía deprimido. Testaferro del rico y poderoso

Medes, secretario de la Casa del Rey, Gergu había sido ascendido a inspector

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principal de los graneros. Por este motivo, viajaba por todo Egipto y sometía a

chantaje a algunos propietarios, amenazándolos con represalias fiscales si no le

concedían, con perfecta discreción, parte de sus bienes.

Gordo, gran bebedor y comedor, aficionado a las mujeres y tres veces divorciado,

Gergu debería haber sido encarcelado por haber maltratado a su última esposa,

pero Medes lo había sacado de aquel mal paso, y le había ordenado que sólo

tratara ya con profesionales.

Gergu era supersticioso, temía los poderes ocultos de las divinidades y los magos,

y no viajaba nunca sin una buena cantidad de amuletos. Sin embargo, al poner el

pie en el embarcadero del territorio sagrado de Osiris se consideraba expuesto a

las agresiones de lo invisible.

Buen marino y experto cazador, detestaba el riesgo inmoderado, pero Medes se lo

imponía al enviarlo allí de nuevo. Como nada podía negarle a su protector,

regresaba con el pretexto de proporcionar a los sacerdotes géneros que figuraban

en una lista oficial.

El verdadero objetivo de su misión era, sin embargo, muy distinto: volver a

ponerse en contacto con uno de los permanentes, corromperlo y transformarlo en

un aliado seguro con la esperanza de apoderarse de los tesoros de Abydos.

Como consecuencia de su último encuentro, Gergu pensaba que la empresa era

factible. Pero, cuanto más pensaba en ello, más presentía que aquel sacerdote

estaba tendiéndole una trampa.

Sin embargo, ningún argumento disuadió a Medes de insistir. Y sólo varios litros

de cerveza fuerte incitaban a Gergu a salir de su camino.

Como en su anterior visita, le impresionó el despliegue de las fuerzas de

seguridad encargadas de vigilar el paraje. ¿Qué ocurría en Abydos? Cada recién

llegado era cuidadosamente registrado; cada barco, examinado de arriba abajo.

Gergu no escapó al reglamento. Al ver que se acercaban a él un oficial y cuatro

fortachones provistos de garrotes comenzó a sudar. ¡Iban a detenerlo, a encerrarlo

en una mazmorra y a interrogarlo!

—Documentos —exigió el teniente.

—Aquí están.

Temblando, le tendió un papiro al militar, que se tomó el tiempo de leerlo.

—Inspector de los graneros Gergu, en misión oficial, con un barco de mercancías

perecederas... Verifiquemos si el contenido es el adecuado.

El teniente lo miró con ojos extraños.

—No parecéis sentiros muy bien.

—Debo de haber comido algo en mal estado.

—Hay un médico de guardia en el puesto de mando. Si empeoráis, no vaciléis en

consultarle. Mientras mis hombres examinan la carga, os llevaré a mi despacho.

—¿Por qué?

—Porque he recibido consignas especiales sobre vos.

Gergu sintió que las piernas le temblaban, pero consiguió mantenerse en pie. Su

suerte estaba echada, era evidente. Dado el número de soldados era imposible

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huir. Resignado, siguió al oficial hasta una vasta sala donde trabajaban una

decena de escribas.

El teniente tomó una tablilla de madera puesta en un anaquel y se la entregó a

Gergu.

—Dada la frecuencia de vuestras visitas a Abydos, he aquí vuestra acreditación

temporal, aprobada por el responsable de los contactos con el exterior. Llevad

siempre este documento encima cuando os desplacéis por el paraje. No os

autoriza a circular por el territorio prohibido a los profanos y no os dispensa de

control alguno, pero una cara conocida facilita el procedimiento.

Incapaz de decir una sola palabra, Gergu se limitó a esbozar una sonrisa

bobalicona.

—Os conduciremos al lugar de vuestra cita.

Pasmado aún, a Gergu le complació esperar en el lugar habitual. Aquella espera

le permitió recobrar el ánimo untes de su encuentro decisivo con el sacerdote

permanente que parecía dispuesto a la traición.

La duda lo asaltó de nuevo: ¿y si otro ritualista salía del templo cubierto para

acusarlo de corromper a uno del os miembros de la cofradía más cerrada de

Egipto?

Gergu tenía la boca seca, y se atragantó al beber un poco de agua.

Y el hombre apareció. Era el mismo sacerdote, siempre tan severo y

desagradable.

Amargado al no haber sido nombrado superior de los permanentes de Abydos,

Bega deseaba vengarse del principal culpable de su estancamiento, el faraón

Sesostris. Pero para conseguirlo necesitaba aliados, y ¿cómo encontrarlos si

permanecía confinado en el dominio de Osiris?

La llegada de Gergu había sido un verdadero milagro. A pesar de su mediocridad,

Bega lo consideraba el emisario, le un poderoso personaje, decidido a conocer los

misterios de Abydos, que enviaba a Gergu para saber si existía alguna grieta por

la que pudiera introducirse.

Y esa grieta era él, Bega.

Negociaría, pues, los servicios obteniendo su valor máximo y se enriquecería

mientras llevaba a cabo su legítima venganza.

—Vuestro estatuto de temporal facilita nuestros contactos —reveló a Gergu—.

Naturalmente, continuaré entregándoos listas de género que me habéis de

proporcionar y vos seguiréis cumpliendo celosamente esa tarea.

—Claro está —asintió Gergu.

—Antes de que llevemos a cabo nuestra colaboración, me gustaría basarla en una

certeza: ¿sois realmente capaz de procurarme las conexiones necesarias para dar

salida a lo que tengo para vender?

—Sea cual sea la naturaleza de la mercancía, no hay ningún problema.

—Así pues, sois un dignatario muy influyente, Gergu.

—Sólo un intermediario. El que me emplea ocupa, en efecto, altas funciones.

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—¿Forma parte, acaso, del entorno del faraón?

—No estoy autorizado a deciros nada más, antes es preciso que nos conozcamos

mejor. En primer lugar, ¿qué es eso tan valioso que tenéis para vender?

—Venid conmigo.

El estómago de Gergu se contrajo. ¿No se trataría de una trampa?

—No temáis —le recomendó Bega—. Voy a concederos un favor que aprecian

mucho los temporales que gozan de él. Vais a aproximaros a la terraza del Gran

Dios.

Con tanto miedo como asombro, Gergu descubrió un gran número de capillas que

flanqueaban un camino de procesión. Compuestas por un santuario precedido por

un patio y un jardín con árboles, estaban rodeadas por una muralla.

—¿Quién obtiene el privilegio de ser enterrado aquí? preguntó Gergu.

—En realidad, nadie.

—Pero entonces...

—Visitemos uno de estos monumentos y lo comprenderéis

Los dos hombres cruzaron una puerta abierta en el muro y entraron en el jardín de

una gran capilla. Al pie de un sicómoro, consagrado a la diosa del Cielo, Nut,

había una alberca en la que florecían los lotos. Al lado de las paredes, estelas,

estatuas y mesas de ofrenda de diversos tamaños.

—Ningún cuerpo descansa aquí —explicó Bega—. Sin embargo, muchos

dignatarios están presentes ante Osiris gracias a esos monumentos que fueron

autorizados a mandar a Abydos y que los sacerdotes permanentes animan

Mágicamente. Así se efectúa la peregrinación del alma. Tener una estela o una

estatua cerca de la terraza del Gran Dios es estar seguro de participar de su

eternidad. A menudo, mis colegas y yo hacemos libaciones calificadas de divino

rocío» y difundimos el humo del incienso, «el que diviniza», sobre estas piedras

sagradas. Los nombres de los afortunados elegidos quedan entonces regenerados.

Gergu, fascinado por la majestuosidad del lugar, seguía asustado.

—Muy impresionante, pero no veo...

- - Mirad mejor.

Gergu se concentró, pero sólo descubrió capillas y monumentos votivos.

El valor de esas estelas, de esas estatuas y de esas mesas de ofrendas es

incalculable —señaló Bega—, pues fueron consagradas e impregnadas con el

espíritu osírico.

Gergu no se atrevía a comprender.

—No pensaréis...

—Se lleva a cabo un control exhaustivo de todo lo que entra en Abydos, pero no

de lo que sale.

—Sacar estas obras...

—No las estatuas, no las grandes estelas, no las de los dignatarios enviados en

misión a Abydos por algún faraón, sino sólo las estelas pequeñas. En ciertas

capillas son tan numerosas que nadie advertirá alguna que otra desaparición. Vos

deberéis encontrar compradores para estos tesoros, cuyo poder protector es

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inigualable.

«No hay dificultad alguna —pensó Gergu—, y haré subir al máximo los precios.»

—En el futuro —prosiguió Bega— tendré otras mercancías más valiosas aún

para negociar, pero ya hablaremos de eso más tarde.

—¿No os fiáis de mí?

—- Juego fuerte si no quiero perder. Antes de seguir adelante veamos cómo

tratáis este primer asunto.

—¡No quedaréis decepcionado! Mi patrón es eficaz y discreto.

—Eso espero.

—¿Por qué hay tantos militares y policías alrededor de Abydos? —preguntó

Gergu.

—Esa es una de las informaciones que voy a venderos. Tal vez hayan circulado

algunos rumores, pero sólo los permanentes y los íntimos del faraón conocen la

verdad. Puesto que los hechos son de extrema gravedad, están sometidos al más

estricto secreto.

—¿Un secreto que vos estáis dispuesto a violar?

Bega se volvió más gélido aún que de ordinario.

—Ya veremos.

Los dos hombres se alejaron lentamente de la terraza del Gran Dios. El silencio

era tan profundo que apaciguaba los nervios de Gergu.

—En vuestra próxima visita os entregaré una primera estela en miniatura —dijo

Bega.

—¿De qué modo procederemos?

—No os inquietéis. Si la operación comercial me resulta satisfactoria, exigiré

conocer a vuestro patrón.

—No sé yo si...

—Vos, y él a través de vos, sabéis quién soy. Yo debo saber, pues, quién es él,

para que nuestros vínculos sean indestructibles y nuestra asociación duradera.

—Le transmitiré vuestras exigencias.

—He aquí la lista de géneros que deben librarse, próximamente, a los

permanentes. No os precipitéis y esperad un tiempo prudencial antes de volver.

Al regresar a su barco, Gergu advirtió que no era sometido a control alguno.

Conocido ya como temporal, fue saludado por los guardias, y uno de ellos lo

ayudó, incluso, a llevar su bolsa de viaje.

A Gergu le extrañaba la audacia y la determinación de aquel sacerdote; era

preciso que hubiera acumulado mucho odio y mucho rencor para traicionar así a

los suyos. Pero qué ocasión fabulosa... Ni siquiera en sus más locos sueños

hubiera imaginado nunca Medes tener semejante aliado en el corazón de Abydos.

8

Rudi, un flamante treintañero, era uno de los policías más temidos de Menfis.

Nombrado por Sobek el Protector para un puesto especialmente delicado, el

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atlético supervisor de la inmigración asiática llevaba a cabo su tarea con

extremado rigor.

Trabajador, meticuloso y de naturaleza desconfiada, Rudi seguía sin digerir la

revuelta cananea de Siquem, durante la que había muerto su mejor amigo.

Encantado con la eliminación del cabecilla, un loco que se hacía llamar el

Anunciador, el supervisor no dejaba por ello de estar alerta.

Cada vez que una caravana de extranjeros solicitaba autorización para entrar en

Egipto, él se encargaba personalmente del asunto y consultaba el expediente de

cada comerciante. En caso de sospecha acudía al puesto de aduanas situado al

norte de Menfis, donde se retenía a los sospechosos, a quienes interrogaba.

A Rudi no le gustaban los cananeos ni los asiáticos; a su modo de ver, rivalizaban

en bellaquería y eran excelentes en la mentira y los golpes bajos. Así pues,

rechazaba a cuantos podía, con la certeza de contribuir al mantenimiento de la

seguridad necesaria para vivir.

—Jefe —lo llamó su adjunto—, hemos interceptado a dos tipos sospechosos

cerca del templo de Ptah. Dicen que son mercaderes de sandalias, pero no llevan

ninguna para vender.

—Me encargaré de ellos en seguida.

—¡Jefe, es la hora del almuerzo!

—Primero el deber.

—El camino parece libre —estimó Shab el Retorcido.

Precediendo al Anunciador por el dédalo de las callejas situadas detrás del puerto

de Menfis, Shab se comportaba como una fiera cazada. Intentaba percibir el

menor peligro, y nadie que lo siguiera habría logrado esquivar su vigilancia.

Además, apreciaba la capacidad de su jefe para transformarse en rapaz y

desgarrar las carnes del adversario.

Shab se detuvo frente a una casa destartalada y examinó los alrededores.

No había ningún sospechoso a la vista.

Llamó con cuatro golpes a una pequeña puerta. Desde el interior le respondieron

con uno solo. El Retorcido dio dos golpes más, muy seguidos.

La puerta se abrió.

Desconfiado aún, Shab fue el primero que entró en una estancia con el suelo de

tierra batida sobre el que estaban acuclillados dos hombres con barba.

Consideró que no había peligro e hizo una seña al Anunciador, que entró a su vez.

La puerta se cerró con sequedad.

—Ve a buscar a los demás —ordenó el Anunciador al portero.

Cuatro hombres imberbes, de unos treinta años de edad, no tardaron en aparecer,

y se postraron ante su jefe.

—¿Por qué se han dejado crecer la barba estos dos?

—Señor —respondió el inquilino oficial del lugar—, nuestros compañeros no

consiguen acostumbrarse al modo de vida de esta maldita ciudad. No escatiman

esfuerzos, pero ver circular libremente a todas esas mujeres impúdicas está por

encima de sus fuerzas. De modo que prefieren permanecer aquí y respetar

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nuestras costumbres.

—¿Y qué resultados has obtenido tú?

—No mucho más satisfactorios, me temo. Mis compañeros y yo nos hemos hecho

estibadores, pero los egipcios nos miran con malos ojos. Beben alcohol, cuentan

historias licenciosas, se ríen en voz muy alta y se divierten con mujeres de mala

vida. ¿Cómo ser amigos de esa gente? ¡Nos repugnan! Deseamos regresar a

Siquem, en Canaán, y reanudar allí la lucha contra el opresor.

Shab el Retorcido tuvo ganas de escupir al rostro de aquel inútil, pero era el

Anunciador quien debía tomar una decisión.

—Comprendo vuestros tormentos —dijo con dulzura—. Egipto es una tierra

depravada que hay que devolver al camino de la virtud.

Todos se sentaron y el Anunciador se lanzó a una larga prédica en la que fustigó

la lujuria, la escandalosa libertad de las mujeres y la institución faraónica que

Dios le había ordenado destruir. Varias veces, los cananeos inclinaron

simultáneamente la cabeza. Permaneciendo firmes en sus posiciones, su jefe los

reconfortaba.

—Venceremos —predijo—, y seréis los primeros en llevar a cabo una hazaña de

la que hablará con orgullo todo el país de Canaán.

Las miradas se levantaron, dubitativas.

—Para propinar un golpe mortal al tirano es indispensable que una caravana en la

que vayan nuestros aliados llegue a Kahun —explicó—. Ahora bien, un funcio-

nario egipcio llamado Rudi está levantando un obstáculo insuperable. Vosotros,

mis valerosos discípulos, seréis los encargados de eliminar este obstáculo.

—¿De qué modo? —preguntó uno de los barbudos.

—Tenderemos uña trampa al tal Rudi de la que no saldrá vivo. Y el mérito de esta

hazaña será vuestro.

Los cananeos escucharon con atención las explicaciones del Anunciador.

—Hasta que yo os ordene entrar en acción exijo silencio absoluto —concluyó—.

Si uno de vosotros abriera la boca, todos estaríamos en peligro.

—No nos moveremos de aquí —prometió un barbudo— y obedeceremos

estrictamente vuestras órdenes.

Shab el Retorcido inspeccionó la calleja.

Nadie.

El Anunciador podía salir de la madriguera de los cananeos. Cuando regresaban a

su domicilio, el Retorcido no pudo morderse la lengua por más tiempo.

—Son unos cobardes y unos incapaces, señor. A mi entender, no debéis contar

con ellos.

—No te equivocas.

—Pero... ¡Acabáis de confiarles una misión de gran importancia!

—Es cierto, amigo mío, pero va a ser la única.

—De modo que sois mercaderes de sandalias —dijo Rudi.

Los dos detenidos se arrodillaron.

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—Eso es —respondió el de más edad—. Mi hermano es mudo, por lo que yo

hablaré por los dos.

—Intenta no seguir mintiendo, de lo contrario perderé los nervios.

—Os juro que...

—No te obstines. ¿Cómo has entrado en Egipto?

—Por los Caminos de Horus.

—De modo que has dejado huellas de tu paso en uno de los fortines. ¿Cuál?

—No lo recuerdo ya.

—Tú y tu cómplice habéis entrado fraudulentamente en nuestro territorio. ¿Con

qué intención?

—Egipto es rico, nosotros somos pobres. Esperábamos hacer fortuna.

—Vendiendo sandalias...

—Eso es, eso es.

—¿Fabricándolas tú mismo?

—Claro está.

—Voy a llevaros a los dos a un taller y allí vais a mostrarme cómo lo hacéis.

—De acuerdo... No sabemos nada de sandalias.

—Volvamos a empezar desde el comienzo, muchachos, y esta vez no quiero ni

una sola mentira. De lo contrario, dejaré que mis hombres te interroguen a su

modo.

—¡En Egipto no se maltrata a nadie!

—Cuando hayan terminado contigo, nadie te reconocerá.

Los dos hermanos se encogieron.

—Si hablo, habrá problemas.

—Y si no hablas, serán peores.

—En verdad, no sé gran cosa... y, sobre todo, no quisiera complicaciones. Si os lo

digo todo, ¿nos concederéis la libertad, a mi hermano y a mí?

—Pides demasiado, ¿no? He aquí el trato, y no es negociable: tú me lo dices todo

y yo os hago expulsar.

—¿Palabra?

—Palabra.

—Entonces, ahí va: mi hermano y yo procedemos de la ciudad de Siquem, en

Canaán. Fuimos invitados a Menfis por un compatriota que se instaló aquí el año

pasado. Nos prometía trabajo y alojamiento. De hecho, quería convertirnos en

criminales.

—¿De qué modo?

—Proyectaba desvalijar uno de los almacenes del puerto, y no habría vacilado en

eliminar a los guardianes. ¡No quisimos ni oír hablar de ello! De modo que nos

satisface mucho regresar a nuestro país. Ya está, ya lo sabéis todo.

—Falta un detalle: ¿dónde vive ese cananeo?

—En una casa con un guardián, tras el templo de Ptah, frente a tres palmeras. El

hombre es muy desconfiado.

—¿Contraseña?

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—Venganza.

—Tu hermano y tú saldréis de Egipto hoy mismo.

Rudi debería haber advertido a su superior, Sobek, pero prefirió organizar solo

esa banal operación policial. Así podría interrogar al cananeo y obtener los

nombres de los miembros de su organización. No era apropiado molestar al jefe

de las fuerzas de seguridad para poner fuera de circulación a una pandilla de

pequeños malhechores.

Prudente, sin embargo, Rudi llevó consigo a cinco policías, pues los cananeos se

habían vuelto unos maestros en el arte de escapar y no deseaban dar posibilidad

alguna a su jefe.

La casa no fue difícil de descubrir. Rudi dispuso a sus hombres y se dirigió al

portero, adormilado en el umbral. Lo despertó palmeándole el hombro.

—¿Está tu patrón?

—Es posible. ¿A quién debo anunciar?

—Venganza.

—Voy a ver.

Arrastrando los pies, el servidor abrió la puerta, tomó una pequeña avenida

arenosa, entró en la morada, permaneció allí unos instantes y reapareció sin

cambiar su ritmo.

—Os aguarda.

A su vez, Rudi recorrió la avenida. Salió a su encuentro uno de los cananeos

afeitados que el Anunciador había hecho ir allí la víspera, justo antes de mandar a

dos cómplices hacia el templo de Ptah. Su comportamiento no dejaría de intrigar

a la policía, Rudi los interrogaría y, gracias a las informaciones que le

proporcionarían, intervendría personalmente el controlador.

La trampa funcionaba a las mil maravillas.

—¿Podéis repetir la contraseña? —preguntó el cananeo.

—Venganza.

—¡Tú vas a sufrir esa venganza!

Por detrás, el portero sujetó a Rudi mientras los demás fieles del Anunciador

salían de la casa y herían al egipcio a puñaladas. En el suelo, tuvo, sin embargo,

fuerzas para pedir ayuda, y sus hombres intervinieron con rapidez.

Tras una feroz reyerta, sólo un policía sobrevivió, aunque gravemente herido. Se

arrastró hasta el exterior, llamó a un viandante y se desvaneció.

De acuerdo con el código convenido, Shab el Retorcido llamó a la puerta de la

destartalada casa. Uno de los dos barbudos cananeos, que habían permanecido

allí, le abrió. El Retorcido entró, seguido por el Anunciador.

- - ¿Han tenido éxito los nuestros? —preguntó el otro barbudo, que estaba sentado

bebiendo leche.

—El controlador Rudi ha muerto.

—¿Se han marchado ya hacia Siquem?

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—No, hacia un destino mucho más lejano.

El barbudo se levantó.

—¿Queréis decir que...?

—Ofrecieron su vida por nuestra causa. Dios los acogerá como héroes y gozarán

por fin de todos los placeres.

—Y nosotros... ¿podemos abandonar ya Menfis?

—¿No deseáis convertiros también en héroes?

Shab el Retorcido estrangulaba ya al primer barbudo con una correa de cuero. El

segundo intentó huir, pero el Anunciador posó una mano en su pecho y lo detuvo.

El cananeo aulló.

Una garra de halcón se clavó en sus carnes y le arrancó el corazón.

—¿Qué hacemos con los cadáveres? —preguntó Shab.

—Dejémoslos a la vista y no cerremos la puerta a nuestra espalda. Algún

viandante descubrirá los cuerpos y avisará a la policía. Las fuerzas de seguridad

estarán encantadas de descubrir el refugio de los cananeos, a los que,

probablemente, asociarán con los asesinos del controlador Rudi. Una nueva

represión caerá sobre Siquem, lugar de origen de los terroristas. El faraón hará

vigilar más estrechamente aún el país de Canaán, convencido de que allí se

encuentra la fuente del mal. Y nosotros actuaremos entonces con total libertad.

9

Desde lo alto de la colina donde se había excavado su vasta tumba, terminada ya,

Khnum- Hotep contempló la magnífica provincia del Oryx que, dentro de unas

horas o unos días, sería el sangriento escenario de una guerra civil.

En esa tumba decorada con admirables pájaros multicolores reinaba todavía una

profunda paz. Pero ¿qué quedaría del monumento si Sesostris triunfaba? Sin duda

lo destruiría piedra a piedra, para hacer desaparecer cualquier rastro de su último

adversario. ¿Y qué sería de su capital, Menat- Khufu, «la nodriza de Keops»,

cuna del ilustre constructor de la gran pirámide? Pero Sesostris no había vencido

aún. No, todavía no reinaba sobre las cultivadas llanuras de esa provincia, sobre

sus coquetas aldeas de pequeñas casas blancas, sobre sus palmerales y sus

albercas de irrigación. No controlaba las rutas caravaneras que zigzagueaban por

el desierto oriental, no comandaba la milicia, numerosa y bien entrenada.

Combatiría ferozmente, y ni un solo guerrero rendiría sus armas.

—Abanicadme —ordenó a dos servidores, que agitaron de inmediato dos

abanicos en forma de loto.

Conocían los gustos de su dueño, y adoptaron el ritmo adecuado.

«Qué encanto tiene este paisaje —pensó Khnum- Hotep—, qué preñado de

dulzura está. ¿Por qué este sueño, convertido en realidad a fuerza de labor, debe

finalizar tan brutalmente?»

Era imposible prolongar aquellos instantes, demasiado breves, de meditación,

pues todos aguardaban sus instrucciones.

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—Regresemos a palacio.

Corpulento, Khnum- Hotep poseía tres sillas de manos de respaldo reclinable.

Sus tres perros, un macho muy vivaz y dos hembras regordetas, acudieron para

recibir algunas caricias. Pero su dueño, preocupado, sólo les concedió un corto

instante de ternura.

Cuatro fuertes mocetones levantaron la silla, recientemente reforzada, y, en

compañía de los perros, regresaron a la capital.

Tras haber hecho que le dieran un masaje con su ungüento preferido, a base de

grasa purificada cocida en vino aromatizado, Khnum- Hotep se instaló en un

sillón de respaldo alto.

Un servidor se apresuró a lavarle las manos, otro vertió vino blanco en su copa

preferida, cubierta por una hoja de oro, el tercero sacó de un mueble de sicómoro

dos pelucas de gran valor, una corta con el pelo trenzado y otra larga con

mechones ondulados. A Khnum- Hotep le gustaba cambiar todos los días de

tocado y no soportaba el menor defecto, pues de ello dependía su dignidad. A

veces, deseaba

tener la frente, las orejas y la nuca ocultos. En otras circunstancias le divertía

llevar unas gruesas trenzas.

—Ni la una ni la otra —le dijo al peluquero—. Dame la más antigua y la más

sobria.

Para enfrentarse con el enemigo, Khnum- Hotep quería parecerse a sus

antepasados.

En ese momento apareció Dama Techat, tesorera, controladora de los almacenes

de la provincia y administradora de los bienes personales de su señor.

—Vuestras directrices han sido ejecutadas minuciosamente. El sistema defensivo

ya está emplazado, los milicianos ocupan sus puestos.

—La provincia del Oryx será el cementerio de las tropas del invasor. Se lanzarán

al asalto y caerán en nuestras trampas.

—Perdonad mi impertinencia, señor, pero ¿no será una vana esperanza? Como

yo, tampoco vos creéis en la ingenuidad de Sesostris. ¿No nos habrán espiado sus

exploradores?

—¡Los hemos interceptado!

—No a todos, sin duda. ¿Y si el rey conoce nuestras fuerzas y nuestras

debilidades?

—En ese caso, eliminemos las últimas.

—No disponemos de suficientes hombres.

—Que las mujeres y los niños participen en la defensa de nuestro territorio.

—Eso ya está hecho.

La mirada de Khnum- Hotep se ensombreció.

—A tu entender, Dama Techat, no tenemos ninguna posibilidad de vencer.

—Tal vez nuestro valor nos permita rechazar al asaltante.

—¿Abogas por nuestra rendición?

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—De ningún modo, señor. ¿Pero cómo no comprender que ese terrible

enfrentamiento, sea cual sea el resultado, dejará exangüe nuestra provincia?

Tengo miedo, miedo de ver destruido lo que tanto amamos.

Khnum- Hotep no pronunció palabra de consuelo alguno. ¿Qué podía responder a

la lucidez de su consejera?

—Autorizadme a retirarme, señor. Me niego a presenciar esta matanza. Si somos

vencidos, no me capturarán viva.

Khnum- Hotep se encogió en su sillón. Le advertirían de la ofensiva de Sesostris.

Se pondría entonces a la cabeza de los mejores hombres de su milicia, que

lucharían hasta el límite extremo de sus fuerzas.

Se oyó un ruido de precipitados pasos.

—¡Señor —le anunció su intendente con voz temblorosa—, ahí llega el faraón!

—¿Por dónde ha atacado?

—No ha atacado, pero está aquí.

Khnum- Hotep frunció el entrecejo.

—¿Aquí...? ¿Dónde?

—Ante vuestra puerta, señor.

—¡Mi milicia ha sido exterminada y ahora me lo advierten!

—No, no, señor. Nadie ha muerto.

—Pero ¿te has vuelto loco?

—El faraón está solo. Bueno, prácticamente: el Portador del sello real lo

acompaña.

Khnum- Hotep, incrédulo, se levantó y se dirigió a grandes zancadas hacia la

entrada de su palacio.

Tocado con la corona azul, el gigante llevaba un sorprendente taparrabos,

cubierto de jeroglíficos que recordaban la función de esa vestidura sagrada:

transformar al rey en luz, hacer que triunfara sobre el mal y ver la totalidad de la

creación.

—¿Nadie... nadie os ha impedido llegar hasta mí?

—¿Quién se atrevería a levantar la mano sobre el rey del Alto y el Bajo Egipto?

—Mi provincia es independiente —rugió Khnum- Hotep antes de lanzarse a un

largo discurso en el que relató, con todo detalle, la historia de su familia.

Apoyándose en los resultados de su buena gestión, de la que no omitió elemento

alguno, alabó luego los méritos de su administración.

Sesostris aguardó inmóvil el final de la perorata sin manifestar el menor signo de

impaciencia. Luego dejó que se hiciera un largo silencio, antes de tomar él mismo

la palabra.

—El prolijo orador que arenga a la multitud es un hombre peligroso, el charlatán

crea disturbios. Excitar a la multitud lleva a la destrucción. Por eso, gobernar

exige convertirse en un artesano de las palabras.

Los dignatarios presentes estaban convencidos de que Khnum- Hotep,

gravemente insultado, ordenaría el inmediato arresto de aquel rey imprudente.

Pero, como fulminado por el rayo, el jefe de la provincia del Oryx no reaccionó.

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—Interlocutor de los dioses, el faraón establece con ellos un pacto —prosiguió

Sesostris—, pero no actúa para sí mismo. Destina la energía creadora de la que es

depositario a su pueblo. La armonía del Estado se consuma en una comunión

entre los seres que no reclaman derecho, sino que viven de sus recíprocos

deberes. Que el pensamiento de los humanos se una con el espíritu de las divi-

nidades, que la Casa del Rey se una, que el gobierno insista en la capacidad de

unión de cada ser y no en la de oponerse y dividir. De ese modo, todas las

provincias deben reunirse para aportar las ofrendas al templo y convertir Egipto

en un gran cuerpo, semejante al cielo. El faraón no se limita a hablar, sino que

actúa. Lo que mi corazón concibe lo llevo a cabo con tenacidad y perseverancia.

Si eres un hombre de deber, un verdadero responsable, no condenes al

aislamiento a la provincia del Oryx. Pero ¿no te corroe ya el mal, Khnum- Hotep?

¿Acaso no has robado el oro de los dioses? ¿No has lanzado un maleficio sobre el

árbol de vida? ¿No intentas, acaso, impedir la resurrección de Osiris?

De nuevo el silencio.

Esta vez Khnum- Hotep no podía permanecer mudo. No se trataba de una justa

verbal, sino de acusaciones tan graves que el jefe de provincia tenía que eliminar

al monarca, bien porque sabía demasiado o bien porque se atrevía a mancillar así

su honor.

Khnum- Hotep acabó, en efecto, reaccionando, pero de un modo imprevisible.

El imponente personaje soltó una carcajada. Una risa tan estruendosa que superó

los límites del palacio.

Cuando cesó por fin, Khnum- Hotep advirtió que la mirada del faraón seguía

atravesándole el alma.

—Majestad, reconozco que he sido un charlatán. Me he reído por dos razones.

Primero, a causa de mí mismo y de mi lentitud para percibir los argumentos, ¡tan

poderosos!, que vos habéis expuesto en tan pocas palabras. Luego, a causa de la

magnitud de vuestras acusaciones. La explotación de las minas de oro del

desierto de Oriente se ha reducido al mínimo desde hace mucho tiempo, y el

escaso metal precioso del que dispongo se destina al templo. Por lo que se refiere

al árbol de vida, suponiendo que no se trate de una leyenda, ignoro su

emplazamiento. Y aunque venere a Osiris, el único garante de la supervivencia de

mi alma, no estoy iniciado en los misterios de su resurrección y no tengo, pues,

poder alguno sobre él ni sobre su sagrado dominio de Abydos. No soy el criminal

que estáis buscando, majestad. Este encuentro es el momento más importante de

mi existencia, pues pone fin a nuestro enfrentamiento y permite evitar un

conflicto sangriento y devastador. Veo y oigo a un verdadero faraón cuyo fiel

servidor soy desde este instante. Pongo en vuestras manos la provincia del Oryx,

majestad, y os invito al mayor banquete que nunca se ha organizado en mi capital.

Para Sobek el Protector, que dudaba aún de la sinceridad de Khnum- Hotep, aquel

banquete era una verdadera pesadilla. ¿Cómo podía garantizar la seguridad del

rey en la vasta sala donde se instalaban los dignatarios de la provincia y sus

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esposas? ¿Acaso no estaría fingiendo su anfitrión para atraerlo a una trampa?

El general Nesmontu compartía esa hipótesis. Obligado a ponerse su ropa de

ceremonia, a regañadientes, consideraba al tal Khnum- Hotep capaz de planear el

asesinato del rey y de sus íntimos durante aquella grandiosa fiesta en la que

confraternizaban los milicianos de la provincia del Oryx y los soldados del

faraón. Nesmontu, desconfiado, había dado consignas muy estrictas a un

regimiento de élite encargado de intervenir ante el menor incidente.

El general Sepi y el Portador del sello real Sehotep se mostraban menos

pesimistas. El primero, porque advertía el alivio unánime al escapar de una

espantosa confrontación; el segundo, porque asistía a la metamorfosis de Khnum-

Hotep, y nadie podía fingir hasta aquel punto.

Adornada por centenares de flores, perfumada, iluminada por decenas de

lámparas, la sala del banquete era un regalo para los ojos.

Cuando se elevó la voz autoritaria de Khnum- Hotep, se hizo el silencio.

—El faraón ha llegado. Reúne las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, gobierna

la tierra roja y coloca la tierra negra bajo su autoridad, da vida a la caña y a la

abeja. Todos los presentes, inclinémonos ante él y venerémoslo.

Muchos de aquellos hombres rudos, comenzando por Nesmontu, no pudieron

contener la emoción. En aquel instante, Egipto recuperaba la unidad, la paz y la

coherencia; el espectro de la guerra civil se desvanecía.

Por aquella hazaña, Sesostris iba a situarse entre los mayores faraones de la

historia egipcia.

Los cocineros de Khnum- Hotep habían decidido servir varios pescados, unos

asados y acompañados por espárragos, otros por una salsa al comino, al apio y al

cilantro. De dos metros de largo, las más grandes percas pesaban ciento cincuenta

kilos. Eran rudas combatientes y no se dejaban pescar fácilmente, pero se

mostraban vulnerables en invierno, cuando subían a la superficie. Con el lomo de

un pardo oliváceo, plateado el vientre, ofrecían una carne de gran finura. La

perca, encargada de proteger la proa de la barca solar, advertía a la tripulación

divina de la presencia de la serpiente monstruosa decidida a beberse el agua del

Nilo.

El general Nesmontu degustó un mújol de redondeada cabeza y grandes escamas,

que vivía en las marismas salobres y en el Delta. Rápido, hábil, a menudo

escapaba de las redes. Sehotep, por su parte, se regalaba con la delicada carne de

un barbo de cuerpo blanco, plateado y brillante. Lo pescaban con anzuelos triples

y, como cebo, se utilizaban dátiles o bolas de cebada germinada. El general Sepi

probó un pescado muy caro, la herrera de corto hocico y ancho ojo, acostumbrado

a las orillas del río. Nocturno y temeroso, pocas veces subía a la superficie, y sólo

unos profesionales muy veteranos podían sorprenderlo. Por lo que se refiere a

Sobek el Protector, comió con buen apetito un soberbio serrasalmo, blanco

plateado en el vientre y los flancos y gris azulado en el lomo. Y nadie refunfuñó

cuando se sacaron platos de mújoles, anguilas, carpas y tencas. La mojama,

preparada con las huevas de mújoles lavadas varias veces en agua salada antes de

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ser prensadas entre unas tablas, y secadas luego, era de una excepcional calidad.

Se acompañó los platos principales, que tenían mucho éxito, con unos vinos cuya

etiqueta precisaba «ocho veces bueno», el más alto grado en la calificación de los

grandes caldos. Incluso Nesmontu tuvo que admitir que los maestros vinateros de

la provincia del Oryx podían equipararse a los del Delta.

Cuando las conversaciones florecían y la atmósfera se relajaba, Khnum- Hotep se

dirigió al rey.

—Majestad, ¿puedo pediros una explicación acerca de las terroríficas preguntas

que me hicisteis?

—El árbol de vida, la acacia de Osiris en Abydos, es víctima de un maleficio. Si

muere, Egipto morirá. Sólo cierto oro puede curarla. También debemos

identificar al culpable que maneja contra Osiris la fuerza de Seth.

—¡Y creísteis... que era yo!

—Sospechamos de todos los jefes de provincia apegados a sus privilegios.

¿Acaso combatir la unidad del país no era impedir la resurrección de Osiris? Hoy,

las Dos Tierras están de nuevo unidas. Y tu inocencia, como la de tus homólogos,

ha quedado demostrada.

—¿Quién, entonces?

—Mientras no lo sepamos, correremos un gran peligro.

—Os ayudaré en todo cuanto esté en mi mano.

—¿Sin desfallecer y sin vacilaciones?

—Ordenad, y yo obedeceré.

La noche avanzaba cuando se sirvieron unos suculentos pasteles a base de miel.

Cuando el faraón se levantó, todos los comensales lo imitaron para escuchar una

declaración que presentían que iba a ser esencial.

—No existen ya jefes de provincia, se suprimen los cargos hereditarios. El Alto y

el Bajo Egipto se reúnen en el corazón y en el puño del rey. Confío la

administración de las Dos Tierras a un visir. Se entrevistará todas las mañanas

conmigo, me dará cuenta de sus actividades, será ayudado por ministros y estará

sometido al control de la Casa del Rey. Su tarea va a resultar penosa, dura, ingrata

y amarga como la hiel. Aplicará la ley de Maat sin sobrepasarla, sin debilidad ni

excesos, perseguirá la injusticia, escuchará tanto al pobre como al rico, hará que

lo teman con mesura y no agachará la cabeza ante los dignatarios.

Todos pensaron lo mismo: quedaba por conocer el nombre del primer titular de

aquel pesado cargo, un hombre que gozaría de la confianza del monarca y

quedaría abrumado bajo un montón de imperiosos deberes.

—Atribuyo la función de visir a Khnum- Hotep —decretó el faraón.

10

El sol acababa de ponerse. Iker entró en la casa abandonada donde se reunía en

secreto con Bina, la joven asiática, al abrigo de oídos indiscretos.

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El lugar era siniestro. Un muro amenazaba ruina y las vigas se agrietaban. Muy

pronto la casa sería derribada para dar paso a un edificio nuevo.

—Soy yo —anunció a media voz—. Deja que te vea.

No hubo señal de vida.

De pronto, Iker se preguntó si la hermosa morena no lo habría traicionado

denunciándolo a las autoridades. Quizá estaba conspirando con el alcalde o con

Heremsaf para llevar al joven escriba a su perdición. Si desvelaba sus proyectos,

lo condenaría al castigo supremo, y el tirano seguiría destruyendo Egipto,

sembrando la desgracia.

Cuando se disponía a partir, esperando que la policía no estuviera aguardándolo

en el exterior, dos manos se posaron sobre sus ojos.

—¡Estoy aquí, Iker!

Él se desprendió con viveza de las manos.

—¡Estás loca! ¿Por qué me das esos sustos?

Bina hizo una mueca de niña pequeña.

—Me gusta divertirme... Y a ti, por lo que veo, no demasiado.

—¿Crees que tengo ánimo para divertirme?

—Tienes razón, perdóname.

Se sentaron el uno junto al otro.

—¿Te has decidido por fin, Iker?

—Tengo que hacer aún algunas averiguaciones.

—¡Pues yo tengo excelentes noticias! Nuestros aliados no tardarán ya. Muy

pronto llegarán a Kahun. Esos guerreros sabrán tomar el control de la ciudad. El

alto funcionario que impedía su entrada en Egipto acaba de abandonar su puesto.

Su sucesor es menos intransigente, y la caravana pasará sin dificultades.

—Supongo que eso afecta también a otras ciudades...

—Lo ignoro, Iker. Sólo soy una humilde sierva fiel a la causa de los oprimidos.

Sólo sé que triunfará.

—El ayuntamiento me ha ofrecido una magnífica morada —reveló Iker.

—¡Quieren ahogar tu conciencia! Pero tú no perteneces a la raza de los

ambiciosos que pueden corromperse, ¿verdad?

—Nadie me comprará, Bina. Mi viejo maestro me enseñó a buscar siempre lo

adecuado para actuar en consecuencia.

—¡Acaba entonces con el tirano Sesostris!

—Aún debo llevar a cabo algunas verificaciones; especialmente consultando

archivos cuyo acceso me niegan.

—Como quieras, Iker. Pero no pierdas demasiado tiempo.

Tendido en su cama, Sekari pensaba en los maravillosos momentos que acababa

de pasar en brazos de su nueva amante, una sirvienta de una casa vecina que no

había resistido sus historias chuscas, cada vez más subidas de tono. Había

aceptado la proposición de escenificar una de ellas, y la muy pizpireta se había

entregado a su papel y lo había representado a la perfección. ¿Y qué mujer digna

de ese nombre habría rechazado revolcarse en sábanas de lino fino, suaves y

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perfumadas?

Sekari hubiera repetido sus retozos de buena gana, pero tenía que alimentar a

Viento del Norte, y nadie hacía esperar al asno de su patrón. Luego, prepararía

una cena consistente, aunque Iker hubiera perdido el apetito. Si la situación no

cambiaba, Sekari se consagraría a terminar los platos.

Cuando regresó, el joven escriba se lavó las manos y los pies, y se sentó luego en

un sillón. Su aspecto era más sombrío que la víspera.

—Apuesto a que no te gustarán mis habas al ajo ni mis calabacines gratinados.

—No tengo hambre.

—Sea cual sea tu ideal, Iker, no lo alcanzarás si desfalleces.

Se oyó una voz muy conocida.

—¿Puedo entrar? Estoy buscando al escriba Iker.

—Heremsaf...

«Esta vez —pensó el muchacho— no me atribuirá una casa ni un ascenso. Debe

de haber hecho que me sigan y sin duda conoce mis vínculos con Bina.»

—Lo recibiré —decidió orgullosamente Sekari.

—No, deja. Sólo me concierne a mí.

El superior jerárquico de Iker tenía un rostro grave y huraño.

—Hermosa morada, Iker. Pero pareces cansado.

—Ha sido una dura jornada.

—¿Aceptas seguirme sin discutir?

—¿Acaso tengo elección?

—Claro. O te quedas en tu casa y descansas, o intentas la aventura.

«La aventura... Extraño término para referirse a la cárcel», pensó Iker.

¿Huir? No, eso era una utopía. ¡Qué placer sentiría Heremsaf cuando viera al

joven escriba tirado en el suelo, siendo apaleado por los policías! Puesto que era

el final del camino, al menos se comportaría con dignidad.

—Os seguiré.

—Te prometo que no lo lamentarás.

Iker no reaccionó ante aquella mordaz ironía. Su vencedor no encontraría en él

ningún signo de debilidad.

De entrada, no descubrió policía alguno; luego, advirtió que Heremsaf no lo

llevaba fuera de la ciudad, sino hacia el muro del sur.

—¿Adónde vamos?

—Al templo de Anubis.

—¿Qué tenéis que reprocharme? ¿Acaso he hecho mal mi trabajo? ¿No está en

orden la biblioteca?

—¡Al contrario, Iker, al contrario! Has cumplido tan bien con tus funciones que

el colegio de los sacerdotes de Anubis desea verte.

—¿Ahora?

—Ya sabes, con esa gente nunca se sabe el día ni la hora. Pero eres muy libre de

rechazar su convocatoria si lo deseas.

¿Qué tipo de emboscada había concebido Heremsaf? Tan intrigado como

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inquieto, Iker perseveró.

En el umbral del templo, un ritualista con la cabeza afeitada sostenía muy derecha

una antorcha. Uno de sus colegas, que llevaba un rollo de papiro, se colocó a su

lado.

Se inclinó ante Heremsaf, que se volvió hacia el escriba.

—¿Deseas tú, Iker, convertirte en sacerdote de Anubis?

El muchacho, desprevenido, respondió sin vacilar:

—¡Sí, lo deseo!

En aquellas palabras había el ardor de una insensata esperanza que, de pronto, tal

vez iba a convertirse en realidad.

—¿Fuiste iniciado en los misterios de la escritura sagrada? —- preguntó el

portador del rollo.

—Conozco las letras madre y las palabras de Tot.

—En ese caso lee ese texto ritual. Luego, escribirás fórmulas de conocimiento

referentes a la buena práctica del arte del escriba.

Iker aprobó aquel examen de ingreso citando unas máximas en las que Maat,

rectitud y acierto, ocupaba el primer lugar.

—Reunamos nuestro tribunal y procedamos a la evaluación de las cualidades del

postulante —recomendó el portador de la antorcha—. ¿Acepta presidirlo nuestro

superior?

Heremsaf asintió con la cabeza.

Iker estaba estupefacto. Heremsaf, aquel dignatario a quien creía conocer muy

bien, era el depositario de los misterios de Anubis.

Los dos ritualistas tomaron al escriba por los brazos y lo introdujeron en la

primera sala del templo.

A lo largo de las paredes había unas banquetas de piedra ocupadas por los

permanentes que celebraban los ritos cotidianos y se encargaban del

mantenimiento del lugar sagrado.

Heremsaf se colocó a oriente e hizo la primera pregunta.

—¿Qué sabes de Anubis, Iker?

—Por él pasamos de un mundo a otro y detenta los secretos de los ritos de

resurrección. Encarnado en el chacal, limpia el desierto de carroñas y las

transforma en energía.

Precisas, brotaron otras cincuenta preguntas. Iker respondió a todas ellas sin

precipitación y sin intentar ocultar sus lagunas con la verborrea de un erudito.

Durante la deliberación, el postulante quedó aislado en una pequeña estancia de

desnudos muros iluminada por una sola lámpara. El tiempo dejó de transcurrir, y

el escriba se abandonó a una apacible meditación.

Un ritualista le ofreció una larga túnica de lino, que Iker revistió.

—Quítate los amuletos —exigió—. En el lugar adonde vas no te serán de utilidad

alguna. Tu juez, tu único juez, será Anubis. Y sus decisiones son inapelables.

El ritualista hizo bajar al postulante hasta una cripta oscura.

—Contempla el fondo de esta gruta y sé paciente. Tal vez se te aparezca la

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divinidad.

Iker se quedó a solas y fue acostumbrándose poco a poco a las tinieblas. Acabó

distinguiendo a dos sorprendentes criaturas, un chacal macho y un chacal

hembra, erguidos sobre sus patas traseras, cara a cara. Entre ambos había un vacío

que atrajo irresistiblemente al escriba.

Indiferente al peligro, se deslizó entre las dos fieras, que posaron en sus hombros

las patas delanteras7 .

En aquel instante, Iker sintió que una nueva energía circulaba por sus venas. Era

como si su cuerpo se renovase, como si sus carnes se recrearan con un vigor

desconocido hasta el momento.

Heremsaf entró en la cripta con un cofre de acacia en las manos. Lo depositó a los

pies de Iker y lo abrió lentamente.

En su interior había un cetro de oro, el sekhem. En la lengua jeroglífica servía

para escribir los conceptos de dominio y de poder.

El escriba recordó las palabras del alfarero destinado al templo de Anubis. ¿No le

había enseñado, acaso, que el dios con cabeza de chacal detentaba el verdadero

poder, encarnado en este símbolo que se preservaba en el paraje de Abydos? Con

la luna, el disco de plata que manejaba durante la noche, Anubis iluminaba a los

justos. Y modelaba también una piedra de oro que adoptaba la forma del sol.

Heremsaf cerró el cofre y salió de la cripta. Iker lo siguió hasta la sala de

columnas, cubierta con grandes losas de piedra. Los permanentes escucharon

recogidos a su superior, que se dirigió al nuevo sacerdote.

—Vuelve tu mirada hacia el Santo de los Santos, el cielo en la tierra. No penetres

nunca aquí en estado de impureza, no cometas ninguna inexactitud, no robes

pensamientos ni bienes materiales, no mientas, no reveles ninguno de los secretos

que veas, no perjudiques las ofrendas, no alimentes en tu corazón palabras

sacrílegas, cumple tu función de acuerdo con la regla y no con tu fantasía. No

tienes dogma alguno que imponer, verdad absoluta alguna que proclamar, no

debes convertir a nadie. Cuando seas llamado al templo, cálzate sandalias

blancas, cumple tu servicio con rigor, pues Dios conoce a quien actúa por él.

¿Estás dispuesto, Iker, a prestar juramento?

—Lo estoy.

—Acércate al altar.

El escriba así lo hizo.

—He aquí la piedra fundamental de la que nació este templo. Si juraras en falso,

se transformaría en una serpiente que te aniquilaría. Repite conmigo esta fórmula:

«Soy hijo de Isis, no revelaré las siete palabras ocultas bajo las piedras del valle»8

Cuando Iker se hubo comprometido, Heremsaf le explicó su misión.

—Una vez a la semana traerás ofrendas a este altar. Durante las procesiones y las

7 Para tan extraordinaria escena véase Mélanges Mokhtar, I, El Cairo, 1985, p. 156, fig. 3.

8 Véase S. Aufrére, L'Univers mineral dans la pensée égyptienne, El Cairo, 1991, tomo I, p. 109.

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fiestas de Anubis, encenderás una lámpara. A cambio de tu trabajo recibirás

cebada y mechas para iluminación. Además, serás el servidor del ka de este

templo, su potencia espiritual. Pronunciarás también, durante las ceremonias, las

palabras de animación de esta fuerza nutricia. Sé bienvenido entre nosotros, Iker,

y toma parte en nuestro banquete.

El nuevo sacerdote temporal recibió el abrazo de sus cofrades.

La noche era suave; los manjares, sabrosos. Cuando compartieron la torta ritual

que revelaba la faz del dios, Iker se sintió más cerca de lo sagrado de lo que nunca

antes había estado, aunque los verdaderos secretos continuaran siendo

inaccesibles.

Él, el pequeño aprendiz de escriba de la aldea de Medamud, ascendido al rango de

sacerdote temporal del templo de Anubis, en Kahun... ¿Cómo imaginar semejante

destino? Pensó en la joven sacerdotisa, en aquella mujer sublime a la que seguía

amando. ¿Acaso no habría estado orgullosa de él, en esa velada?

No, claro que no. Debía de tratar con tan altos dignatarios que ni siquiera se fijaría

en Iker. Pero, de todos modos, él había entrado en la jerarquía sagrada y había

recibido la protección de Anubis.

—He aquí tu nuevo amuleto —dijo Heremsaf al tiempo que le ofrecía a Iker un

pequeño cetro «Potencia» de cornalina—. Póntelo al cuello y llévalo siempre

contigo.

Uno a uno, los servidores de Anubis dieron la bienvenida a su nuevo cofrade. Al

escuchar sus apacibles palabras y su incitación a descubrir, poco a poco, las

enseñanzas del dios, el muchacho se preguntó si no estaría equivocándose de

camino. ¿No debía olvidar sus insensatos proyectos y limitarse a vivir allí, en

Kahun, cumpliendo sus nuevos deberes y estudiando los libros de sabiduría?

La magia de aquel ritual, la serenidad de aquellos hombres, la belleza de aquel

lugar... ¡Qué radiante le parecía aquel porvenir!

Pero había ido demasiado lejos.

En su habitación tenía escondido el puñal con el que mataría a Sesostris. También

Bina seguía siendo muy real y le recordaba su verdadera misión. Desdeñarla y

olvidar a los infelices oprimidos por un tirano sería una insoportable cobardía.

—¿Te crees realmente capaz de asumir tus nuevas funciones? —preguntó

Heremsaf.

—¿Me hubierais llamado de no ser así?

—¿Acaso no es la vida una sucesión de experiencias?

—¿A eso me reducís, a una simple... experiencia?

—Eso debes decírmelo tú, Iker.

El escriba navegaba por un espacio incierto. Añadiéndose a la calidez de aquellos

aéreos momentos, el vino del banquete enmarañaba sus pensamientos.

Heremsaf... ¿un protector que le abría la vía de los misterios o un enemigo que

había jurado su perdición?

Pero el momento no se prestaba a las preguntas ni a las respuestas, sino a la

comunión fraterna de los servidores de Anubis. En plena noche, Iker la degustó

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como un manjar único

11

Cuando el jefe de todos los policías del reino montaba en cólera, era mejor

guardar absoluto silencio, abrir de par en par los oídos, escuchar sus órdenes y

ejecutarlas sin perder ni un segundo. Así pues, la investigación sobre la muerte

del controlador Rudi se llevó a cabo adecuadamente. La identificación de los

asesinos no dejaba duda alguna: se trataba de unos cananeos originarios de

Siquem, la ciudad de los rebeldes severamente vigilada. Sin embargo, las

precauciones eran insuficientes, puesto que los terroristas se habían infiltrado en

Menfis para cometer un atentado allí. Era preciso relacionar con ello el

descubrimiento de los cadáveres de unos cananeos con barba encontrados en una

casa situada detrás del puerto. Evidentemente, se trataba de otro domicilio del

mismo grupúsculo. Pero ¿por qué aquella matanza? ¿Se habían matado

mutuamente, los había liquidado su jefe antes de huir? Parcialmente des-

mantelada, ¿se reconstruiría en otra parte la organización?

En cualquier caso, resultaba indispensable acabar con la fuente, peinar, pues,

Siquem y endurecer la actitud de los militares egipcios en Canaán. Esas eran las

conclusiones del informe de Sobek, entregadas al faraón que, de regreso en

Menfis, reunía a los miembros de la Casa del Rey. Contaba con un nuevo elegido,

el visir Khnum- Hotep, instalado en los vastos locales contiguos al palacio. Entre

él y sus dos principales colaboradores, el gran tesorero Senankh y el Portador del

sello Sehotep, se había establecido una corriente de simpatía. Khnum- Hotep se

afirmaba ya como un visir riguroso, vinculado al servicio del Estado. Gracias a la

ayuda de los dos dignatarios reclutaba escribas de élite y formaba una

administración eficaz. Nadie envidiaba su posición, pues, día tras día, se vería

confrontado a una miríada de dificultades.

—He mandado al general Sepi en busca del oro sanador —anunció Sesostris—.

Junto con un pequeño grupo de buscadores explorará los lugares donde

esperamos descubrirlo. Pienso que la unidad recuperada de nuestro país demorará

la degeneración del árbol de vida, pero no bastará para salvarlo. Y seguimos

ignorando la identidad del tribunal que lanzó el maleficio sobre la acacia y que in-

tenta impedir la resurrección de Osiris; identificarlo sigue siendo una prioridad.

Sin embargo, debemos enfrentarnos con otro peligro: a causa del asesinato del

controlador Rudi a manos de unos cananeos, Sobek piensa que está incubándose

una nueva revuelta. Debemos, pues, intervenir con vigor en el país de Canaán y

en toda la región sirio- palestino. Ayer era imposible; hoy, estamos obteniendo

los medios necesarios para hacerlo al crear un ejército en el que se integrarán las

milicias de las provincias que han regresado al regazo de Egipto. Confío el mando

de este ejército nacional al general Nesmontu, que lo organizará en el plazo más

breve posible. Que esta fuerza no sea expresión de la brutalidad ciega, sino uno de

los medios de luchar contra el desorden y la rebelión.

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Al único al que le traía sin cuidado la gloria que su nombramiento le confería era

al propio Nesmontu. Insensible a los honores y a las condecoraciones, el viejo

general se preocupaba de formar su estado mayor con hombres de acción,

disciplinados y valerosos, algunos de los cuales procedían de las antiguas

milicias. Cada regimiento estaba formado por cuarenta arqueros y cuarenta lance-

ros, a las órdenes de un teniente asistido por un abanderado, un escriba de la

intendencia y un escriba de mapas geográficos. Arcos, jabalinas, mazas, garrotes,

hachas, dagas, escudos y brazaletes de cuero, producidos en gran cantidad por los

talleres de Menfis, formaban la base del equipamiento. Y el propio Nesmontu

inspeccionaba cada navío de guerra, examinando las hojas de servicio de los

capitanes.

Al ritmo al que trabajaba el general no pasaría mucho tiempo antes de que el

ejército egipcio fuera operativo e hiciera comprender a los cananeos que

cualquier intento de revuelta estaba condenado al fracaso.

En cuanto estuvo redactado el decreto real referente a la creación de este nuevo

dispositivo militar, Medes ordenó al servicio de correos que entregara una copia a

todas las ciudades del reino. Como de ordinario, el trabajo se realizaría a la

perfección, y Sesostris no tendría reproche alguno que hacer a la secretaría de la

Casa del Rey.

Medes, de edad madura, aficionado a la buena carne y a los vinos fuertes, con los

negros cabellos pegados a su redonda cabeza, con el rostro lunar, el pecho ancho,

las piernas cortas y los pies gordezuelos, se convertía en uno de los más visibles

altos personajes de la corte. Propietario de una soberbia villa en Menfis, esposo

de una idiota rechoncha y perversa que se pasaba el día ocupándose de su belleza,

era el vivo ejemplo del notable al que todo le salía bien.

Sin embargo, Medes se sentía insatisfecho y angustiado. Fascinado por el poder y

la riqueza, no se consideraba honrado en su justo valor. Deseaba, pues,

apoderarse del oro de Punt, país mítico al que consideraba como muy real.

Aunque hubiese organizado el rapto de un joven escriba para ofrecerlo al

peligroso mar, El rápido, fletado por él, había zozobrado durante una tormenta.

Al tiempo que le daba acceso a importantes informaciones, su nuevo cargo le

impedía, en lo inmediato, apoderarse de otro barco sin llamar la atención.

Desde que Sesostris había conseguido reunificar Egipto, ante la sorpresa general,

al secretario de la Casa del Rey le costaba dormir. Unos meses antes esperaba

desestabilizar al soberano, liquidarlo incluso. Ahora, aunque no había renunciado

a ello, debía comportarse, sin embargo, con extremada prudencia.

Aún quedaba por cumplir el principal objetivo de Medes: desvelar los misterios

del templo cerrado. A pesar de haber llevado a cabo hábiles sobornos y de haber

pronunciado repetidos halagos, no obtenía de ningún sumo sacerdote la

autorización para penetrar en la última parte del santuario. De allí, y

especialmente de Abydos, recibía su poder el faraón. Y de allí, antes o después,

recibiría Medes el suyo.

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De momento, las puertas parecían cerradas. El nombramiento de Nesmontu a la

cabeza del nuevo ejército nacional no parecía muy satisfactorio. El viejo soldado

no sentía atracción alguna por la fortuna ni por los honores. A pesar de sus

investigaciones, Medes no encontraba medio alguno de corromperlo.

—El inspector general de los graneros Gergu pide audiencia —le anunció su

intendente.

—Llévalo a la pérgola y sírvenos vino blanco.

Manipular a Gergu no ofrecía dificultad alguna, siempre que de vez en cuando se

le subiera la moral. Borracho, misógino, aquel vividor se sumía a veces en la

depresión. Gergu, hombre egoísta que sólo buscaba su placer, era, sin embargo,

un buen ejecutor.

Vaciada la primera copa, el inspector principal lucía una franca sonrisa.

—El contacto con el sacerdote permanente de Abydos se mantiene e incluso se

refuerza —declaró con orgullo.

—¿Estás realmente seguro de que no se trata de una trampa?

—Gracias a él he adquirido el estatuto de temporal y he visitado una parte del

dominio sagrado de Osiris, donde se han erigido capillas votivas, estelas y

estatuas. Es un lugar impresionante... Hecho esencial, me ha revelado, en parte al

menos, sus intenciones: vender objetos consagrados que nosotros sacaremos de

Abydos.

Medes estaba pasmado. Se preguntaba incluso si Gergu no estaría burlándose de

él, pero una exposición más detallada lo convenció.

—¡Qué amargado debe de estar ese sacerdote!

—No respira bondad, eso es cierto, pero es una suerte. ¿No soñabais con tener un

aliado en Abydos?

—Sólo era un sueño...

—Pues se está haciendo realidad, y nos encontramos a dos pasos del éxito

—afirmó Gergu—, pero el sacerdote formula una exigencia: saber quién es mi

patrón y hablar con él.

—¡Imposible!

—Debéis comprenderlo: también él teme una trampa y quiere garantías. Si no se

lo satisface, se retractará.

—Dada mi posición, no puedo correr semejante riesgo.

—Dada la suya, tampoco él puede hacerlo.

Medes se quedó desconcertado. O se limitaba a su alto puesto y olvidaba sus

ambiciones, o intentaba la aventura con el riesgo de perderlo todo.

—Necesito pensar, Gergu.

Como todas las mañanas, la joven sacerdotisa acudió, al amanecer, al lago

sagrado de Abydos, que manaba del Nun, el océano de energía del que había

nacido la vida. Tras haberse purificado allí recogió en una jarra el agua destinada

a la acacia de Osiris. Sintió una mirada que se clavaba en sus hombros desnudos y

se volvió.

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Uno de los permanentes la contemplaba.

—¿Qué deseáis, Bega?

—Agua pura. ¿Aceptáis llenar esas jarras?

—¿Eso no es trabajo de los temporales?

—Si lo hacéis, estoy seguro de que las libaciones serán más eficaces que de

costumbre.

—¡No me atribuyáis tanta importancia!

—Pertenecéis al colegio de las sacerdotisas de Hator, y la reina de Egipto en

persona os concede su estima. ¿No se abre ante vos un gran destino?

—Sólo aspiro a servir a Osiris.

—¿No sois demasiado joven para elegir tan árido camino?

—No veo en él la menor aridez, sino, más bien, una luz que fecunda todo lo que

toca.

Bega pareció afligido.

—Hermoso pensamiento, pero ¿cómo pensar en el porvenir de Abydos? Si el

árbol de vida se extingue, el paraje quedará abandonado y nos dispersaremos.

—No se han perdido todas las esperanzas —estimó la muchacha—. ¿Acaso no ha

reverdecido una de las ramas?

—- Escasísima esperanza, me temo. Sin embargo, tenéis razón: lucharemos hasta

el fin, cada cual en su lugar.

—Los temporales llenarán vuestras jarras —precisó ella, sonriente, antes de

alejarse en dirección a la acacia, junto a la que estaba ya el Calvo.

Antes de derramar juntos el agua y la leche al pie del árbol, él quiso comunicarle

la noticia que acababa de recibir.

—Un mensajero del correo real me ha traído una copia del decreto dictado por el

faraón: los jefes de provincia se han unido todos a la corona, Egipto se ha

reunificado, las Dos Tierras están fuertemente unidas.

Se levantaba una brisa muy suave. Las ramas de la acacia se estremecieron y, ante

la mirada conmovida del Calvo y de la sacerdotisa, una nueva rama,

aparentemente muerta, se tiñó de verde.

—Su majestad ha tomado la buena dirección —declaró el Calvo—. Voy a

avisarlo de inmediato. ¿Y si reviviera el árbol entero?

En los siguientes días, por desgracia, no se produjo otra señal de renacimiento. El

maleficio sólo se demoraba, no estaba eliminado.

—Acompáñame a la Casa de Vida —ordenó el Calvo a la joven sacerdotisa—. Si

consigues cruzar su puerta, buscarás allí los antiguos textos que tal vez contengan

indicaciones sobre el método que debe emplearse para curar la acacia.

Contigua a cada gran templo de Egipto había una Casa de Vida donde se

conservaban las «Almas de la luz divina»9 , es decir, los archivos sagrados; dada

la cantidad y la calidad de los textos preservados, la de Abydos resultaba de una

9 BauRa

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riqueza excepcional.

Sólo el faraón concedía autorización para entrar en ella, de modo que la joven

dedujo que el Calvo actuaba por orden suya.

Unos altos muros protegían el inestimable tesoro.

—He aquí un pastel en el que he inscrito las palabras «enemigos», «rebeldes» e

«insurrectos», todos ellos gente de isefet, la fuerza destructora y negativa opuesta

a Maat. Haz buen uso de él.

El Calvo empujó una pequeña puerta que daba a un estrecho corredor.

Y de inmediato apareció una magnífica pantera, la Dama del Castillo de Vida,

cuyo lomo se adornaba con cuatro telas.

Con sus ojos negros observó largo rato a la intrusa y, luego, se dirigió hacia ella

lentamente.

La muchacha no se movió.

Tras haberla olisqueado, la fiera posó la pata delantera izquierda en el muslo de

su presa. Aunque descubiertas, las garras no laceraron la carne.

La sacerdotisa ofreció el pastel a la encarnación de la diosa Mafdet, guardiana de

los archivos sagrados. La pantera devoró a los confederados de isefet, luego se

acurrucó junto a la puerta y se durmió.

El camino estaba libre.

El universo que descubrió la muchacha la dejó atónita durante largos minutos. En

los estantes de una vasta biblioteca había papiros y tablillas que trataban de todos

los aspectos de la ciencia de los Antiguos: el gran libro que contenía los secretos

del cielo, de la tierra y de la matriz estelar, el libro para comprender las palabras

de los pájaros, de los peces y de los cuadrúpedos, el libro para interpretar los

sueños, el libro de las formas secretas de las divinidades, el libro para apaciguar a

Sejmet, la terrorífica leona, el libro de las transformaciones en luz, el libro del

Nilo, las profecías, las Sabidurías, los tratados de alquimia, de magia, de

medicina, de astrología, de astronomía, de matemáticas y de geometría, los

diccionarios de jeroglíficos, el calendario de las fiestas secretas y públicas, los

manuales de los ritualistas, el libro para preservar la barca divina, los manuales de

arquitectura, de escultura y pintura, el inventario de los objetos rituales, la lista de

los faraones y sus anales... ¡Sólo con leer los títulos, la cabeza le daba vueltas!

Pero la sacerdotisa tenía una misión y no debía ceder a la embriaguez. Guiada por

sus conocimientos y su intuición, seleccionó los manuscritos que trataban, más

concretamente, de la energía creadora, el ka, y del modo de salvaguardarla.

El Calvo en persona llevó las comidas a la muchacha, que fue autorizada a dormir

en una pequeña estancia junto a la biblioteca. Descansando sólo lo mínimo,

prosiguió día y noche sus investigaciones, comparando las indicaciones y

siguiendo cada pista sin desalentarse ni un solo momento.

Finalmente, creyó haberlo encontrado.

Tras haber verificado su hipótesis con la ayuda de un manuscrito que contenía las

fórmulas de resurrección de los «Textos de las pirámides» habló con el Calvo.

—Tu teoría me parece aceptable, y tus argumentos, probatorios —concluyó él—.

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Mañana mismo tomarás el barco hacia Menfis para exponerla a su majestad.

12

Perfumado en exceso y ataviado con una larga túnica que ocultaba sus

redondeces, el libanés parecía lo que siempre había sido: un rico comerciante

voluble, interesado por cualquier negocio que le permitiera obtener un máximo

de beneficios.

Desde su instalación en Menfis, en una villa grande y hermosa, discreta aunque

digna de un notable, el libanés podía estar satisfecho. Su negocio, tanto el ilegal

como el legal, florecía.

Sin embargo, tenía dos razones de inquietud: primero, la entrega de una

importante reserva de madera preciosa procedente del Líbano, ante las narices de

los aduaneros egipcios; luego, un dolor de muelas que debía combatirse sin

tardanza, en esos instantes críticos en los que tenía que mantener toda su lucidez.

—Señor, el dentista —le anunció el portero.

Gracias a sus relaciones, el libanés había obtenido la rápida asistencia de uno de

los mejores facultativos de la ciudad.

106

Pequeño, frágil, el especialista le inspiró sólo una limitada confianza.

—¿Dónde os duele?

—Un poco por todas partes... Sobre todo arriba, a la izquierda. Pero también

abajo, a la derecha. ¿Será penosa la intervención?

—Si teméis el sufrimiento, puedo dormiros.

—¿Y si no despierto?

—Pocas veces ocurre. Instalaos.

El dentista hizo que su paciente se sentara en un sillón colocado a plena luz. Con

la ayuda de un espejo iluminó el interior de la boca y advirtió los daños.

—No hay caries todavía, pero si seguís abusando de las golosinas, no tardará.

Higiene dental deplorable, encías muy irritadas. Unos años más, y a este paso

vuestros dientes se descarnarán. Por fortuna para vos, soy un especialista en

prótesis de marfil y empastes de oro. Y manejo tan bien la broca como la lanceta

de cauterizar.

—No hay prisa alguna —afirmó el libanés—. ¿Y no existe un tratamiento

preventivo?

—Frotaos los dientes y las encías, por lo menos dos veces al día, con una pasta

que contenga sal marina. También sería necesario que hicierais enjuagues con

anís, coloquíntida y los frutos cortados de la persea. Molesto, pero eficaz.

—¿Cuánto os debo?

—Dos ánforas de vino, una pieza de lino y un par de sandalias de lujo.

Aunque el dentista fuera el más caro de la capital, su diagnóstico tranquilizaba al

paciente. De modo que ordenó a un criado que le proporcionara los honorarios

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exigidos, y luego fue a buscar los remedios al puesto más cercano.

Quedaba la entrega de la madera. En aquel campo, gracias a la colaboración de su

cómplice, el alto dignatario Medes, su primera experiencia había sido un

completo éxito. Sin él, habría sido imposible evitar los controles y hacer entrar

fraudulentamente la carga. Tras agrias discusiones, los dos hombres se habían

puesto de acuerdo sobre el reparto, mitad y mitad, de los beneficios. El libanés

transportaba la materia prima, Medes levantaba los obstáculos administrativos y

proporcionaba una lista de ricos clientes a su cómplice, que se encargaba de las

transacciones comerciales, de modo que el egipcio permanecía en la sombra.

Esta vez el pesado barco de mercancías transportaba cedro, ébano y distintas

variedades de pino; bastante para fabricar numerosos muebles y satisfacer a una

clientela exigente, encantada al no pagar tasa alguna. Soberbio negocio... siempre

que Medes le siguiera el juego.

—Señor, preguntan por vos.

El libanés bajó a la planta baja.

¡Por fin aquel a quien esperaba! Su mejor agente, un aguador. Circulaba por todas

partes sin que nadie reparara en él, y había seguido a Medes para identificarlo. De

modo que el libanés sabía que su socio era uno de los más altos personajes del

Estado, el secretario de la Casa del Rey, pero quería saber más detalles.

—¿Qué has averiguado?

—Medes no pasa desapercibido. Mis contactos en palacio no escatiman

comentarios. Encargado de redactar los decretos formulados por el rey, los

transmite a las provincias. La opinión unánime es que se trata de un funcionario

muy competente; nadie podría hacerle el menor reproche. Medes, puntilloso y

autoritario, no tolera error alguno en sus empleados. Los despidos no son raros, y

sólo recluta a escribas trabajadores. Es rico, está casado y tiene una hermosa

morada. Aparentemente, la felicidad perfecta. Pero una de sus ambiciones

permanece insatisfecha, según uno de mis interlocutores, sacerdote temporal en

el gran templo de Ptah: pese a varias tentativas, el acceso a los misterios sigue

estándole vedado. Es sólo un detalle, pues su carrera está tomando tales

dimensiones que ahora tiene las más interesantes perspectivas. Antes o después

entrará en la Casa del Rey.

—¿No hay rumores sobre un eventual desfalco?

—Ninguno. Medes parece la honestidad personificada. Se ha forjado una

reputación de dignatario responsable, íntegro y generoso.

—¿Y sus amistades?

—Una red de funcionarios y notables que le deben mucho y a quienes manipula a

su antojo.

—¿Hay noticias de mi barco?

—Ha llegado al puerto de Menfis. Se están llevando a cabo las gestiones

administrativas.

—Vuelve allí, y si se produce algún incidente, avísame en seguida.

El momento crucial se acercaba. O Medes jugaba limpio, y no tardaría en visitar

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al libanés, o le tendería una trampa para desmantelar aquel tráfico de mercancías

y le mandaría a la policía.

Medes ignoraba que el libanés era un agente del Anunciador, encargado de

reclutar a una personalidad de la alta administración, capaz de procurarle todo

tipo de información sobre la corte, los íntimos del faraón y las costumbres de

Sesostris, el enemigo que debía ser aniquilado. Mientras comenzaba a tratar de

negocios con el secretario de la Casa del Rey, el libanés se sentía incómodo.

¿Acaso no estaría intentando pescar un pez demasiado grande?

Pero si Medes resultaba ser, en efecto, un crápula ambicioso, ¿qué mejor cosa

podía esperar?

Reflexionar da hambre. El libanés se arrojó, pues, sobre una codorniz rellena que

su cocinero preparaba a la perfección.

Medes se envanecía de su casa de dos pisos en el centro de Menfis. Un patio

rodeado por altos muros, un estanque flanqueado por sicómoros y un balcón que

daba al jardín, sostenido por columnas pintadas de verde, la hacían especialmente

agradable.

—¿Con quién cenamos esta noche, querido? —le preguntó su mujer, cuya única

distracción consistía en maquillarse con los últimos productos de moda.

—Con algunos responsables de la administración de los canales.

—Es gente terriblemente aburrida, ¿no?

—Sé amable con ellos; podrían serme útiles.

—Necesito una pomada para el pelo y otra que disimule las huellas de la edad en

cuanto aparezcan. Se compone de vainas y semillas de fenogreco, miel y polvo de

alabastro. Si no la obtengo hoy, no me atreveré a dejarme ver. El problema es la

calidad del mineral; el que utiliza mi mercader habitual no me satisface.

—Manda a uno de nuestros servidores al taller de escultura real. El capataz le

dará algunos fragmentos del mejor alabastro y podrás hacer que los pulvericen.

Su esposa se le arrojó al cuello.

—¡Eres el marido ideal! Me encargaré inmediatamente de eso.

Por fin llegó Gergu.

—En el puerto todo va bien —le anunció a Medes—. Los aduaneros que trabajan

para nosotros miran para otro lado, los albaranes falsificados han sido entregados

a la administración y los estibadores descargan la madera en un almacén que

controlo. El libanés no se burló de vos: ¡hay una verdadera fortuna en

perspectiva!

—Tendrás tu parte. Por lo que se refiere al sacerdote de Abydos, he tomado mi

decisión: acepto hablar con él. A pesar de los riesgos, la ocasión parece

demasiado buena para dejarla pasar. En cuanto sea posible regresarás allí y

organizarás la entrevista.

La luna llena brillaba en el cielo de Menfis. Medes, encapuchado, apresuraba el

paso. Seguro de que no lo habían seguido, llamó a la puerta de la casa del libanés,

bien oculta en las callejas situadas detrás del puerto.

Medes presentó al guardián un pequeño pedazo de cedro en el que se había

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grabado el jeroglífico del árbol.

El portero abrió, dejó entrar al visitante y volvió a cerrar de inmediato. Un

sirviente acompañó a Medes hasta la sala de recepción, que estaba repleta de

costosos muebles. Sobre unas mesas rectangulares había copas de frutas y al-

gunos pasteles. Varios pebeteros exhalaban suaves aromas.

—Querido amigo, queridísimo amigo —exclamó el libanés—, ¡qué inmenso

placer recibiros! Acomodaos, os lo ruego. En ese sillón... Madera de cedro de

primera calidad, y unos almohadones de inigualable blandura. ¿Puedo ofreceros

un vino cocido?

—Con mucho gusto —respondió Medes visiblemente en guardia.

—Acabo de comprar una hermosa vajilla de piedra —reveló el libanés—.

Esquisto azul, brecha roja, alabastro blanco, granito rosado... ¡Un verdadero

concierto de colores! Al parecer, los buenos vinos desprenden mejor su aroma si

han permanecido algún tiempo en un gran cuenco de granito. Y mirad estas

maravillas: cubiletes de cristal de roca.

El libanés sirvió personalmente el precioso brebaje.

—Querido amigo, confieso que estoy extremadamente satisfecho. Ese gran caldo

es un raro producto que ha recibido la calificación de «tres veces bueno». Suave,

azucarado, muy alcoholizado, se conserva durante numerosos años. Los racimos

maduros deben recogerse durante una hermosa jornada, ni demasiado cálida ni

demasiado ventosa. Tras haber sido pisados se vierte el mosto en un caldero

reservado para este vino. Se hierve a fuego suave y, con un colador, se quitan las

impurezas que flotan hasta obtener un líquido claro, filtrado con gran cuidado. En

el segundo hervor, muy delicado, estriba una de las claves del éxito. Luego...

—No he venido aquí a escuchar una receta de cocina —interrumpió Medes—,

sino a hablar de nuestro nuevo negocio. Tu carga ha llegado a buen puerto y te

proporcionaré una nueva lista de clientes. Como acordamos, le corresponde a tu

equipo transportarlo y entregarlo en el más breve plazo. La mitad de los

beneficios se me pagará cuanto antes. Para nuestra tercera operación cambiaré de

almacén.

—Prudente precaución —consideró el libanés con súbita frialdad—. ¿No debe el

secretario de la Casa del Rey mostrarse extremadamente prudente cuando lleva a

cabo unas transacciones tan ocultas como ilegales?

Medes se levantó de un brinco.

—¿Qué significa eso? ¡Te has atrevido a espiarme!

—No se hacen negocios de semejante magnitud sin informarse primero sobre el

socio. Vos lo sabíais todo sobre mí... Si me comportara como un ingenuo,

¿seguiríais tomándome en serio? Sentaos de nuevo y festejemos nuestro éxito

bebiendo este vino excepcional.

Obligado a reconocer que el libanés no estaba equivocado, Medes tendió su

cubilete de cristal de roca.

—Nuestro comercio de madera nos proporcionará muchas ganancias —le

prometió su huésped—, pero tengo otros objetivos. Solo, no conseguiré

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realizarlos; con vos, los resultados serán extraordinarios.

—¿De qué se trata?

Al libanés se le hizo la boca agua.

—Primero, de una importación de frascos de embarazo fabricados en Chipre en

forma de mujer preñada. Están decorados con mucho gusto, son talismanes muy

buscados por la buena sociedad egipcia. Puedo obtener la exclusiva y, por lo

tanto, imponer unos altos precios.

—Trato hecho.

—Luego, pienso echar mano a la totalidad del láudano que se cosecha en Siria

—prosiguió el libanés—. Tengo que eliminar aún a dos o tres competidores, pero

es ya sólo cuestión de semanas. Dado su potente y ambarino olor, los perfumistas

egipcios aprecian el láudano. Pero no dispongo del circuito que me permita

convertirme en su proveedor privilegiado.

—Eso no es un problema —aseguró Medes.

—He guardado para el final lo mejor y lo más difícil: los aceites. Egipto consume

una gran cantidad de ellos, pero sólo me interesan dos: el de sésamo, importado

en su mayor parte de Siria, y sobre todo el de moringa, incoloro, dulce y que no se

vuelve rancio. Un verdadero producto de lujo, utilizado por los farmacéuticos

perfumistas, que lo piden sin cesar. Pues bien, dispongo de una conexión, en el

Líbano, capaz de proporcionarnos una buena cantidad de él. Pero ¿es posible

controlar, aquí, bastantes vendedores y almacenes?

—Sí, es posible —estimó Medes, a quien seducían los proyectos de su socio.

—¿Y... tardará mucho?

—Unos meses, para no cometer error alguno. La cadena de corrupciones debe ser

sólida, y cada cual debe obtener su beneficio.

—¿No os expondréis demasiado?

—Tengo un hombre de confianza, capaz de poner en marcha un dispositivo

eficaz y seguro.

—Perdonad la pregunta, Medes, pero ¿por qué un personaje tan elevado corre

semejantes riesgos?

—Porque llevo el comercio en la sangre y me gusta la riqueza. Por mi cargo en

palacio, por elevado que éste sea, recibo una remuneración mediocre. Yo valgo

más, mucho más. Contigo, colmaré parte del déficit. Naturalmente, queridísimo

amigo y cómplice, estamos atados ya para toda la vida. Y cuento con tu absoluto

silencio.

—Claro está.

—Sobre todo, no pretendas hacer un Negocio, por pequeño que éste sea, con

alguien que no sea yo. En adelante, seré tu interlocutor exclusivo.

—Así lo entendía ya.

—Puesto que nos lo decimos todo, me pregunto por la magnitud de tus

organizaciones y por tu sorprendente capacidad de innovación. No querría

ofenderte, pero ¿no serás el testaferro de una cabeza pensante?

El libanés bebió un poco de vino cocido.

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—¿Sospecháis acaso que existe un gran patrón que me dicta su voluntad?

—Eso es.

—Delicada cuestión, muy delicada.

—Los asuntos que tratamos son también muy delicados. Temo, siempre, saber

menos sobre ti de lo que tú sabes sobre mí. De modo, mi querido socio, que exijo

conocer la verdad. Toda la verdad.

—Comprendo, comprendo... Pero me ponéis en una posición difícil.

—No intentes hacerte el listo. Nadie le toma el pelo a Medes.

El libanés se miró los pies. —Pues sí, existe un gran patrón. —¿Quién es y dónde

está? —- Juré guardar silencio.

—Valoro tu sentido moral, pero no me contentaré con él.

—Sólo queda una solución —estimó el libanés—: proponerle que hable con vos.

—Excelente idea.

—¡No corráis demasiado! Ignoro si aceptará. —Aconséjaselo vivamente. ¿De

acuerdo? —De acuerdo.

Medes acababa de llegar al punto preciso adonde el libanés quería llevarlo, al

tiempo que le hacía creer que dominaba la situación.

13

De Abydos a Menfis10

(1), el viaje en barco había durado menos de una semana.

El capitán navegaba con prudencia, por lo que la joven sacerdotisa había

descansado contemplando las riberas del Nilo.

En el muelle, una incesante agitación contrastaba con la calma de Abydos.

El capitán se puso en contacto con las fuerzas de seguridad y presentó su

cuaderno de a bordo a un oficial, quien ordenó a dos policías que llevaran a la

muchacha hasta el despacho del visir. A ella le hubiera gustado pasar algunas

horas en el templo de Hator y celebrar allí los ritos, pero la urgencia de su misión

no se lo permitía.

Menfis le pareció inmensa y abigarrada, con sus graneros, sus almacenes, sus

tiendas, sus mercados, sus grandes mansiones junto a casas modestas y sus

imponentes edificios oficiales, a la cabeza de los cuales figuraban los templos de

Ptah, de Sejmet la Poderosa, y de Hator, la Dama del sicómoro del sur. Próximo a

la vieja ciudadela de blancos muros y al santuario de Neith, cuyas siete palabras

habrían creado el universo, el barrio de la administración no carecía de empaque.

Escribas presurosos corrían de un servicio a otro. Allí, lejos del centro de culto de

Osiris, se tomaban las decisiones importantes referentes a la gestión del rey.

10 Entre ambas ciudades hay una distancia de 485 km.

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El visir se había instalado en un ala nueva, añadida al palacio real. Tras haber

cruzado dos puestos de control y respondido a minuciosos interrogatorios, la

sacerdotisa fue invitada a esperar en una antecámara donde reinaba un agradable

frescor.

Minutos más tarde un secretario acudió a buscarla y le abrió la puerta de un vasto

despacho cuyas tres ventanas daban a un jardín. Los tamariscos rivalizaban allí en

belleza con los sicómoros.

Dos perritas regordetas y un macho muy vivo rodearon sin ladrar a la recién

llegada. Ella los acarició sucesivamente hasta que apareció el imponente Khnum-

Hotep.

—¡Perdonadme, son insoportables!

—Al contrario, me parecen muy cariñosos.

—Soy el visir del faraón Sesostris. ¿Podéis mostrarme vuestra orden de misión?

La muchacha entregó a Khnum- Hotep la tablilla de madera redactada por el

Calvo y marcada con su sello.

El texto solicitaba una audiencia real para la portadora del mensaje.

—¿Qué tenéis que decirle al rey?

—Lo siento, pero sólo estoy autorizada a hablar con él, sólo con él.

—No os falta carácter, pero sin duda ignoráis que soy el primer ministro de su

majestad y que me ha confiado la tarea de resolver cuantos problemas pueda.

—Comprendo vuestra posición, pero vos debéis haceros cargo de la mía.

—Tengo la impresión de que no conseguiré haceros cambiar de opinión; mi

secretario os llevará, pues, a palacio.

La sacerdotisa se dejó guiar. En cuanto hubo cruzado el portal de acceso fue

conducida ante el encargado de la seguridad, que avisó a su superior.

El atlético Sobek intervino con su brusquedad habitual:

—Nadie accede a la sala de audiencia sin haber indicado el motivo exacto de su

visita.

—Vengo de Abydos —respondió ella—. Mi superior me ha ordenado que

transmitiera un mensaje importante al faraón.

—¿De qué tipo?

—Sólo está destinado al rey.

—Si seguís callando, no veréis a su majestad.

—Lo que debo revelarle concierne al porvenir de nuestro país. Os ruego, pues,

que no pongáis trabas a mi gestión.

—Es contraria al reglamento.

—Siento obligaros a hacer una excepción.

—Una de mis auxiliares de policía debe registraros.

La sacerdotisa sufrió la prueba sin parpadear. Luego fue llevada a una estancia

vigilada por dos guardias armados y volvió a esperar.

Cuando salía de un despacho y atravesaba esa antecámara, reservada a las

personalidades que solicitaban una audiencia real, Medes divisó a la muchacha.

Picado por la curiosidad decidió informarse. No pertenecía a la corte de Menfis y

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no frecuentaba el palacio. ¿De dónde había salido entonces aquella desconocida

de luminosa belleza, y por qué el faraón aceptaba recibirla?

—Majestad —dijo Sobek con gravedad—, la sacerdotisa no cede. No aceptará

revelar el contenido de su mensaje ni al visir ni tampoco a mí mismo. Ni siquiera

un humillante registro ha podido torcer su determinación. Podéis considerarla una

persona muy segura y de lealtad inquebrantable.

—Hazla entrar y déjanos solos.

Ella se inclinó ante el monarca, cuya estatura seguía impresionándola

sobremanera.

—Majestad, poco después de la recepción de vuestro decreto de reunificación de

las Dos Tierras, una segunda rama del árbol de vida ha reverdecido. Además, tuve

la suerte de hacer un descubrimiento en la biblioteca de la Casa de Vida: para

combatir la degeneración de la acacia, el faraón debe emitir ka. Devolver la

multiplicidad de las provincias a la unidad de vuestro ser no basta, pues es preciso

reforzar también el de Osiris. Los más antiguos textos lo afirman con claridad:

Osiris es obra del faraón, Osiris es la pirámide11

. Aunque el tiempo de la

construcción de las grandes pirámides haya pasado, ¿no sigue siendo

indispensable encarnar a Osiris bajo esta forma?

El faraón guardó un largo silencio, mientras su pensamiento viajaba por lejanos

espacios para encontrar en ellos una respuesta.

—Excelente proposición —concluyó—. Falta hallar el paraje donde se levantará

mi pirámide.

Acompañado por la joven sacerdotisa y por su guardia personal, el faraón

recorrió las necrópolis de Abusir, Saqqara, Gizeh y Licht, pero no se manifestó

signo alguno.

Entre ambas ciudades hay una distancia de 485 km.

En Dachur12

, al sur de Saqqara, en el lindero del desierto del Oeste, se levantaban

las dos pirámides gigantescas del faraón Snofru, predecesor de Keops, y la

pequeña pirámide de Amenemhat II, muerto diecisiete años antes de que subiera

al trono el tercero de los Sesostris.

De aquel paraje salía una pista, jalonada de estelas, que serpenteaba por el norte

del Fayum y desembocaba en Qasr el- Sagha, donde un extraño templo protegía

una zona de canteras. Otra conducía a los oasis, famosos por su producción de

vino.

La ciudad de los constructores, Djed- Snofru («Snofru es duradero»), albergaba

aún a algunos ritualistas encargados de alimentar el ka del ilustre faraón,

considerado el mayor constructor del Imperio Antiguo. Avituallaban las mesas de

ofrendas y celebraban el culto en los templos altos, erigidos ante la cara este de

ambas pirámides: una, lisa; la otra, de doble pendiente.

11 Entre ambas ciudades hay una distancia de 485 km.

12 A unos 40 km al sur de El Cairo.

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El sol se pondría muy pronto, era preciso pensar en regresar a Menfis.

Cuando las sombras de los dos gigantes se alargaron por el desierto, Sesostris se

quedó inmóvil.

—El alma de Snofru está en paz —declaró—. Vela por estos lugares y sigue

sacralizándolos. Con su nombre, «El que lleva a cabo lo divino», nos invita a

crear. Aquí, a la sombra de ese inmenso monarca, levantaré mi propia pirámide.

Desde su instalación en Menfis, el ex jefe de provincia Djehuty estaba enfermo.

Por fortuna, el doctor Gua lo había seguido a la capital, donde su reputación no

dejaba de crecer. Hombrecillo muy flaco, nunca se desplazaba sin su pesada bolsa

de cuero, llena de instrumentos quirúrgicos y medicamentos de urgencia.

—Si seguís así —dijo el médico a su paciente—, me negaré a cuidaros. Os lo

advertí: coméis demasiado, be- liéis demasiado y no hacéis bastante ejercicio.

—Es una simple crisis de reumatismo —objetó Djehuty.

—¡Si sólo fuera eso! un poco de extracto concentrado de corteza de sauce os

aliviaría. Pero hay algo peor: vuestro corazón está fatigado. Todas las noches,

antes de acostaros, tomaréis cinco píldoras que contengan ricino, valeriana, miel

y pelitre. Y, además, intentaré limpiar los conductos por los que circulan los

fluidos vitales. Deben perder su rigidez y recuperar su flexibilidad. Y todos pasan

por el corazón. Dicho de otro modo: ¡descanso obligatorio! De lo contrario, ya no

respondo de nada.

El portero de Djehuty interrumpió la consulta.

—Perdonadme, pero...

—Pero ¿qué os habéis creído? —se indignó el doctor Gua.

—El faraón desea ver de inmediato al señor Djehuty.

El terapeuta cerró su bolsa. Vio que el rey penetraba en la habitación de su

paciente y se preguntó si algún día tendría que cuidar a semejante coloso.

—Sólo tengo un deseo que formular, majestad: no confiéis tarea alguna a mi

enfermo y jubiladlo de inmediato.

Gua se retiró refunfuñando mientras Djehuty se cubría la cabeza con una peluca

de cabello blanco.

—La vejez se acerca —reconoció—, pero la mantengo a distancia aún. Mi

estimado doctor me augura una muerte próxima desde hace muchos años, pero

sus tratamientos me mantienen con vida.

—¿Has recibido noticias del general Sepi?

—Su exploración se anuncia larga y difícil. Cuando existen, los mapas son

imprecisos. Y debe reunir a los mejores técnicos y conocedores de los desiertos.

—Pese a las exigencias de tu médico, ¿aceptarías una nueva función a la que

concedo una gran importancia?

El rostro de Djehuty se puso grave.

—Majestad, soy vuestro servidor. Hasta el último aliento, deseo trabajar por la

grandeza de Egipto.

—Djehuty, te nombro, pues, alcalde de la ciudad de pirámide que voy a erigir en

Dachur. El gran tesorero Senankh se encargará de financiar las obras.

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A la sombra bienhechora de los monumentos de Snofru, Sesostris vio en su

espíritu el plano del futuro monumento cuyos principales trazos dictó a Djehuty.

—Cuando un faraón funda un santuario —recordó el Portador del sello

Sehotep—, está recreando Egipto. Al construir, prolonga la creación de la

primera mañana. Que estas piedras vivas se conviertan en uno de los zócalos de

vuestro reinado.

Sobre una piedra no tallada dorada por los últimos rayos del sol, la joven

sacerdotisa derramó el agua obtenida del lago sagrado del templo de Ptah.

—El nombre de este paraje será «El agua fresca celestial»13

—anunció el

soberano—. Lo rodearemos con una muralla de bastiones y resaltos, según el

modelo de la de Zoser en Saqqara. Puesto que la pirámide debe emitir ka en

seguida, excavaremos hasta la roca y depositaremos en ella un núcleo de ladrillos

crudos, revestidos luego de calcáreo de Tura. En ella, que se llamará Hotep, «el

poniente, la paz, la plenitud», se trazará el recorrido del alma hasta el «proveedor

de vida», el sarcófago, lugar de regeneración del cuerpo de luz.

A medida que el monarca expresaba su visión, Djehuty la dibujaba en el papiro.

—Al norte de la pirámide —añadió el rey—, la morada de eternidad del visir

Khnum- Hotep. Las demás tumbas de los miembros de la corte, más modestas, se

inspirarán en las del Imperio Antiguo. En su interior figurarán textos formulados

durante aquella edad de oro.

En Abydos, la joven sacerdotisa había comprendido por qué era necesaria la

construcción de las moradas de eternidad. Sólo aquella arquitectura simbólica,

mágicamente animada, transformaba a los iniciados en akb, el ser luminoso capaz

de ponerse en contacto con todas las energías que circulan por el universo. Más

allá de la muerte física, el resucitado seguía actuando aquí abajo y transmitía la

luz donde vivía con una nueva vida.

Alrededor de la pirámide del faraón, sus fieles seguidores formarían un entorno

sobrenatural, encargado de protegerlo y, al mismo tiempo, de derramar sus be-

neficios.

—Las casas de los constructores estarán listas en el más breve plazo —indicó

Djehuty—. Mañana mismo comenzarán a preparar el suelo. Cuento con Senankh

para el transporte de los materiales.

Al terminar la redacción del decreto referente a la edificación del nuevo conjunto

arquitectónico de Dachur, a Medes le impresionó la magnitud del proyecto y la de

los medios empleados para llevarlo a cabo tan pronto como fuera posible. A su

administración del país, Sesostris añadía una obra espiritual que aumentaba más

aún su estatura.

¿Era realmente posible derribar a un adversario de aquella talla? Medes decidió

dejar la pregunta para más tarde e intentó informarse sobre la muchacha que

13 Kedehut.

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había solicitado audiencia. Relacionando varias informaciones, acabó sabiendo

que era una sacerdotisa procedente de Abydos, portadora de un mensaje

confidencial.

Una subalterna sin importancia, evidentemente. Pero ¿por qué la había enviado a

Menfis su jerarquía? Tal vez Gergu, en su próximo encuentro con el sacerdote

permanente, obtuviera respuesta a esa pregunta.

14

Pescar antes de la crecida era toda una hazaña: el nivel del Nilo estaba muy bajo,

el calor era asfixiante y los peces desconfiaban. Sin embargo, Sekari, como buen

criado de Iker, quería alimento fresco, lleno de ka. Así pues, desplegaba su

talento con la esperanza de capturar hermosas presas. Lamentablemente, la pesca

con caña estaba resultando un doloroso fracaso. Con la red, que exigía buen ojo y

rapidez, se sentía seguro de sí mismo, pero apenas entraban los peces volvían a

salir. Quedaba la nasa oculta entre los juncos, donde mújoles y siluros deberían

haber penetrado sin poder escapar. ¿Cómo descubrían la trampa, los muy astutos?

—No es muy brillante —le dijo a Viento del Norte, el monumental asno de Iker,

que cargaba unas alforjas vacías—. Con animales tan listos hay que tener

paciencia.

El borrico de grandes ojos marrones levantó la oreja derecha en señal de

asentimiento. A causa de su mechón i le pelo rojizo en la nuca, signo de la fuerza

de Seth, había sido abandonado y condenado a una muerte cierta. Purificado por

el ibis de Tot y salvado por Iker, el asno había crecido hasta convertirse en un

verdadero coloso, fiel para siempre al joven escriba.

—Francamente, Viento del Norte, tu dueño me preocupa. Ha perdido su buen

humor y su ardor, y se complace en negras ideas que no conducen a nada. ¿Has

intentado hablar con él?

El asno asintió con la cabeza.

—¿Has obtenido algún resultado?

El animal levantó la oreja izquierda.

—Me lo temía. Ni siquiera a ti te escucha. Come como un pajarito, no diferencia

ya entre un buen vino y un tintorro, se acuesta demasiado tarde y se levanta

demasiado pronto, ya no le divierten mis mejores bromas y se pierde en absurdos

proyectos. Pero ¡me niego a perder la esperanza! Ese mocetón tiene buen fondo, y

lo sacaremos de este bache. Mientras tanto, pasemos por el vivero para comprar

comida.

El alcalde de Kahun salía pocas veces de su inmensa villa, donde la actividad no

cesaba nunca. Día y noche se atareaban escribas, cerveceros, cocineros,

panaderos, alfareros y carpinteros, que animaban aquella colmena a cambio de un

excelente salario, que el mérito aumentaba. Confinado en su despacho,

viéndoselas con complejos expedientes, el alcalde se mantenía informado, sin

embargo, de todo lo que ocurría en su ciudad. No se decidía ningún ascenso sin su

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autorización explícita, ningún error administrativo se le escapaba. Quien

comparecía ante él ignoraba si sería objeto de una condena o de una alabanza. En

este último caso, más valía mantener fría la cabeza, pues los cumplidos iban

siempre acompañados por una tarea suplementaria, más ardua que las

precedentes.

—¡Has hecho una buena carrera, muchacho! —le dijo a Iker, obligado a

responder a su convocatoria—. Ser sacerdote temporal en el templo de Anubis, a

tu edad, es casi una hazaña. Por lo que se refiere a tu gestión en la biblioteca, ha

obtenido la unanimidad. ¡Y, en Kahun, eso es un verdadero milagro! Incluso tus

colegas más expertos, corroídos por la envidia, reconocen tus cualidades y no

saben qué inventar ya para perjudicarte. Tu único defecto es una excesiva

austeridad. ¿Por qué no piensas en descansar y en casarte con una hermosa

muchacha, que sería feliz dándote hermosos hijos?

—Vine aquí para convertirme en escriba de élite.

—¡Objetivo alcanzado, muchacho! Además, tu vida privada sólo te concierne a

ti. Tu vida pública, en cambio, depende de mí. Como Heremsaf no ahorra elogios

sobre ti, y puesto que estoy rodeado de muchos hombres mediocres, te nombro

consejero municipal.

—Vuestra confianza me honra, pero estoy satisfecho con mi cargo actual.

—En Kahun, yo decido. Tú has demostrado tu capacidad de trabajo y tu eficacia,

y yo pienso explotarlas. No creas ni por un instante que tu ascenso se debe a la

bondad de mi alma, pues carezco de ella. El faraón me encargó que hiciera

próspera esta ciudad y creara la mejor escuela de escribas del reino: ésos son mis

objetivos. Ahora puedes retirarte.

Iker no creyó ni por un momento en aquel discurso. Al ascenderlo en la jerarquía,

el alcalde sólo intentaba adormecerlo. Abrumado por las responsabilidades,

halagado por los cortesanos profesionales, bien alojado y bien alimentado, se

acomodaría en el confort y olvidaría, a la vez, su pasado y sus ideales.

Por hábil que fuese, aquella estrategia no lo engañaba. Iker la utilizaría en su

beneficio, comportándose de modo ejemplar. Fingiendo que pasaba por el aro,

cumpliría su función con celo y competencia. Ni el alcalde ni Heremsaf

adivinarían sus verdaderas intenciones. Además, de aquel modo, le ofrecían,

incluso, una arma que no tardaría en utilizar.

Aquella casa era una suerte. Para Sekari, cuidarla no resultaba un trabajo, sino un

placer. Mientras barría, silbaba una canción de moda, y no soportaba ver un

taparrabos tirado de cualquier manera sobre una silla. La cocina y el baño estaban

permanentemente limpios, así como el resto de las estancias, siempre impecables.

¿Y qué decir del mobiliario, elegante y sólido a la vez? Cestos, cofres de

almacenamiento, asientos y mesas bajas perdurarían fácilmente durante muchas

generaciones. En cuanto a la comida, ésta sabía mejor en una hermosa vajilla.

—¿Está en casa tu patrón? —preguntó el Melenudo cuando Sekari estaba

pintando de rojo el marco de la puerta de entrada, para alejar a los demonios.

—Como de costumbre, traes malas noticias.

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Especializado en los chismes, charlatán y perezoso, el Melenudo no desmintió su

reputación.

—No son muy buenas, lo reconozco, pero ¿qué puedo hacer yo? Debo hablar con

Iker.

—Lávate los pies antes de entrar y siéntate en la primera estancia. Voy a buscarlo.

Deseando librarse en seguida del importuno, el joven escriba no le ofreció

refresco alguno.

—¿Qué ocurre, Melenudo?

—Me envía el ayuntamiento, es urgente. Acaban de recibirse las previsiones de la

crecida; son más bien inquietantes.

—¿Demasiado débil o demasiado fuerte?

—Demasiado fuerte. Tienes que encargarte inmediatamente de reforzar los

diques.

—Así se hará.

—¿Me aceptas en tu equipo?

—Puesto que se trata de una catástrofe, será mejor tenerte a mi lado. Ve a la

entrada del Fayum y pide un informe detallado del estado de las albercas de

retención.

—¡Voy corriendo!

Iker, por su parte, se dirigió hacia el edificio donde se conservaban los archivos

de Estado que tanto deseaba examinar.

Reservado y puntilloso, el Conservador lo recibió con deferencia. Con respecto a

la primera visita de Iker, su actitud había cambiado mucho.

—¿Cómo satisfacer a nuestro nuevo consejero municipal, cuyo nombramiento,

ampliamente merecido, apruebo sin reservas?

—Para evaluar los peligros de la crecida, me gustaría consultar los documentos

referentes a la hidrología de la región.

—Por supuesto, todos los archivos están a tu disposición.

Iker no se limitó a examinar simplemente aquellos documentos. Finalmente

accedía al registro de las embarcaciones construidas en la provincia del Fayum y

a los nombres de los marinos que componían sus tripulaciones.

Ningún rastro de El rápido.

Al igual que en la provincia de Tot, los archivos habían sido destruidos. Tampoco

había ni la menor mención de una expedición al país de Punt. Pero quedaba una

prueba, ampliamente satisfactoria: Ojo- de- Tortuga y Cuchillo- Afilado, citados

como marinos enrolados en la flota mercante del faraón.

Había sido, pues, el tirano quien había ordenado la muerte de Iker.

—¿Dónde te ocultas, Bina? —preguntó Iker mientras exploraba la casa donde se

habían citado.

—Detrás de ti. No me mostraré antes de conocer tu decisión.

—Ahora es irrevocable.

—¿Golpearás al monstruo?

—Lo eliminaré.

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—Entonces, puedo mostrarme.

Cuando Iker la vio, no la reconoció.

Era una mujer distinta, cuidadosamente maquillada, con los ojos rodeados de

khol, un producto compuesto de galena, óxido de manganeso, ocre pardo,

carbonato de plomo, óxidos de hierro y cobre, malaquita, antimonio y crisocalco,

y especialmente eficaz para alejar a los insectos y proteger el ojo de las agresiones

externas. Una amplia peluca le cubría la mayor parte del rostro.

—¿Realmente eres tú, Bina?

—Sabía que tu respuesta iba a ser afirmativa. De modo que he previsto llevarte a

casa de nuestros amigos, siempre que ningún viandante pudiera identificarme. ¿Y

tú arma?

—La llevo conmigo.

—Caminaré delante de ti, a cierta distancia. Cuando entre en un taller, sígueme.

Algunas lámparas iluminaban el taller donde se fabricaban cuchillos y puñales,

unos destinados al uso doméstico, los otros a las fuerzas de seguridad.

Acurrucados en la penumbra, los artesanos miraban a Iker con hostilidad.

—No te preocupes —recomendó Bina—, son nuestros aliados. Hurtan parte de su

producción para reservarla a los libertadores. Muy pronto nuestras filas se en-

grosarán. Kahun será nuestro, Iker. Sin embargo, nada será posible mientras el

tirano tenga el poder absoluto. Muéstranos el arma que hará justicia.

El escriba exhibió su puñal.

Bina lo tomó y lo entregó al capataz.

—Afílalo bien, que su hoja sea cortante como la muerte.

Aunque la tarea confiada al nuevo consejero municipal fuese abrumadora, Iker

estaba a la altura de las circunstancias. A su servicio trabajaba un equipo

compuesto por escribas, técnicos y peones contratados para la ocasión, que se

dedicaban a elevar las riberas de los canales por medio de terraplenes. Cada dique

sería reforzado, cada alberca de retención consolidada. El escriba calculaba y

volvía a calcular las masas necesarias y el cubicaje que debía desplazarse y

apisonarse luego para hacerlos impermeables. Aun en el caso de una enorme

crecida, las viviendas estarían fuera de alcance. El escriba se había encargado

también del transporte de forraje hasta los puntos de reunión de los animales, al

abrigo de las aguas, y no había olvidado contar las numerosas embarcaciones que

permitirían desplazarse a la población.

Todos se maravillaban ante la increíble capacidad de trabajo del joven. Sin

parecerse lo más mínimo a un coloso, daba la impresión, sin embargo, de ser

inagotable, y quería controlarlo todo personalmente. Era evidente que el alcalde

le había impuesto una responsabilidad en exceso pesada, pero Iker perseveraba.

Cuando el agotamiento y el desaliento lo dominaban, pensaba en ella, en la joven

sacerdotisa siempre presente. Entonces, el cielo nublado se aclaraba, la energía

circulaba de nuevo y se lanzaba otra vez al combate.

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Pero el final de aquella lucha seguía siendo incierto.

Cuando llegaron los cinco días «por encima del año»14

que ponían fin al ciclo de

los trescientos sesenta precedentes y anunciaban el siguiente, todos contuvieron

el aliento. En los grandes templos del país, los ritualistas pronunciaron las

fórmulas de apaciguamiento de Sejmet, la terrible leona, para que no mandara a

sus emisarios y a sus genios malignos contra el pueblo de Egipto, con su cohorte

de desgracias y enfermedades.

El primero de los cinco temibles días se celebró el nacimiento de Osiris. ¿Acaso

la crecida no simbolizaba su resurrección? El segundo estaba consagrado a su

hijo, Horus, protector de la realeza. Pero el tercero podía provocar catástrofes y

cataclismos pues veía el nacimiento de Seth.

Maquillada e irreconocible, Bina se reunió con Iker en una plazuela rodeada de

palmeras.

—Tu nombre corre por la ciudad. Al parecer, gracias a ti, se salvará del desastre.

—Nadie ha escatimado trabajo. El Nilo decidirá.

—Espero con impaciencia el día de Seth. ¡Así castigue al maldito Egipto!

—«Maldito Egipto»... ¿qué quieres decir, Bina?

La joven asiática comprendió que acababa de meter la pata.

—- Estaba hablando del maldito tirano que conduce el país a la perdición y

siembra la desolación entre su pueblo, ¿acaso has cambiado de opinión, Iker?

—¿Me consideras un descerebrado?

—¡Claro que no!

—Teme entonces a Seth. Si golpea al déspota, mucho mejor, pero si devasta las

tierras cultivadas y reduce a la miseria a miles de personas, ¿cómo alegrarse de

ello?

—¡No te confundas! Simplemente deseo que la fuerza de ese dios alimente

nuestra causa.

El día de Seth, el despacho del visir no trató asunto alguno. El rey permaneció en

el templo y todos los demás se quedaron en sus casas.

Transcurrieron las horas, que se hicieron interminables.

Llegó por fin el día de Isis, seguido por el de Nephtys. Gracias a las dos

bienhechoras hermanas, el nuevo año nacía con armonía. Fuerte y alta, la crecida

sólo causó, sin embargo, leves daños en los diques. No hubo que deplorar víctima

alguna. La municipalidad felicitó al escriba Iker por su notable trabajo de

prevención. El conjunto de sus cálculos se había revelado exacto y, gracias a él,

Kahun y sus alrededores salían indemnes de la prueba. Incluso se preveían

soberbias cosechas que permitirían llenar los graneros y acumular reservas con

vistas a los años malos.

Al finalizar las festividades del Año Nuevo, Iker tuvo derecho por fin a unas

14 Los días epagómenos.

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horas de reposo.

—No tienes buen aspecto —observó Sekari—. Espero que el alcalde no siga

exprimiéndote como a un racimo de uvas.

—Debo redactar un informe sobre la capacidad de almacenamiento de Kahun.

Los archivos me facilitarán la tarea, pero de todos modos habrá que verificarlo

todo, pues los técnicos tienen una enojosa tendencia a recopiar sus errores.

—Y, hablando de archivos... ¿has encontrado tus famosas pruebas?

—No tengo ya duda alguna sobre la conducta que debo seguir.

—Tú eres brillante, inteligente y culto. Yo soy un hombre tosco, sin educación,

pero confío en mi instinto, que me engaña pocas veces. ¿Por qué empantanarse en

la desgracia precisamente cuando la felicidad te tiende la mano?

—No hay felicidad posible mientras no haya cumplido mi misión.

—Recuerda, de todos modos, la palabra de los sabios: el faraón sabe todo lo que

sucede. Nada existe que él ignore, ni en el cielo ni en la tierra.

—Sean cuales sean las organizaciones de información del tirano, la justicia

acabará alcanzándolo.

Sekari bajó los ojos.

—No me gusta tener que decirte esto... pero no cuentes conmigo para ayudarte.

Mi existencia no ha sido siempre fácil, he sufrido bastantes golpes bajos. Aquí me

siento bien.

—Te comprendo, y no tenía, en absoluto, la intención de pedírtelo. ¿Puedes

jurarme, sin embargo, que no me traicionarás?

—Te lo juro, Iker.

15

Por la mañana, muy temprano, la hermosa casa de Medes se llenó con los gritos

histéricos de su esposa, cuyo ataque de nervios cerraba una sucesión de

inexcusables catástrofes. Primero, los galones que adornaban el escote y los

costados de su túnica de invierno se habían descosido, como si aquella vestidura

procediera de un taller de ineptos. Luego, su peluquera habitual había tenido el

mal gusto de ponerse enferma y mandarle a una sustituta tan torpe que no

conseguía fijar los mechones postizos en su peluca de cabello negro. Bastaba, sin

embargo, con levantar un mechón de la peluca, enrollarlo alrededor de un grueso

alfiler, sujetar el falso mechón y devolver el otro a su lugar para que el artificio

desapareciese. Furiosa, la mujer del secretario de la Casa del Rey había tirado al

suelo sus espejos y había despedido a aquella estúpida sin pagarle. A

continuación, la había atacado una espantosa jaqueca que la rica propietaria

intentaba calmar untándose la cabeza con una pomada compuesta por semillas de

eneldo, brionia y cilantro, aunque sin resultado.

Entró hecha una furia en la habitación de su marido.

—¡Querido, estoy terriblemente enferma! Manda a buscar al doctor Gua; sólo él

sabrá curarme.

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—Encárgate tú misma, y haz el favor de no despertarme por bobadas; yo trabajo.

Ella cerró la puerta de un portazo.

Medes se levantó y entró en el cuarto de baño. Por lo general, le gustaba asearse

por las mañanas y, luego, tomar un copioso desayuno. Pero, tras una agitada

noche, tenía demasiadas preocupaciones en la cabeza.

¿Cuándo regresaría Gergu de Abydos, y con qué resultados? Medes seguía sin

poder creer que muy pronto iba a gozar de un aliado en el interior. ¿Cómo un

sacerdote permanente podía traicionar así a su comunidad? Si se trataba de un

intento de manipulación, no sería fácil descubrir al autor. Pero ¿no se mostraba

Medes en exceso desconfiado?

Además, se planteaba un nuevo problema: el resonante éxito de Khnum- Hotep.

El primer visir elegido por el rey Sesostris resultaba ser un excelente

administrador y aseguraba una perfecta cohesión entre el poder central y las

provincias. Como mucho, Medes preveía incidentes, enfrentamientos y protestas,

pero nada de todo aquello ocurrió. Con la permanente ayuda de los miembros de

la Casa del Rey, que no envidiaban en absoluto su cargo, el visir dirigía

firmemente una administración eficaz y trabajadora. Por fortuna, Khnum- Hotep,

de avanzada edad ya, no serviría por mucho tiempo. Esperando su desaparición,

Medes veía cómo su propia influencia iba disminuyendo, y debía procurar

mantener su red de amigos y de cortesanos.

Muchas puertas se cerraban, y volver a abrirlas no resultaría fácil. Hoy, la mayor

esperanza de Medes se llamaba Abydos.

Conocer al gran patrón del libanés lo excitaba. ¿Qué canalla era lo bastante hábil

para asegurarse los servicios del comerciante? Semejante personaje no debía de

carecer de interés, y Medes pensaba utilizarlo.

Cuando estaba terminando de vestirse, su mujer reapareció.

—El doctor Gua no me examinará hasta esta noche —gimió—. Te lo ruego,

utiliza tu influencia para que anule sus citas y se ocupe primero de mí.

—Gua tiene un carácter execrable y no soporta que lo presionen; además, tu

jaqueca no me parece mortal. Vuelve a acostarte y duerme hasta la hora del

almuerzo. Luego, el desfile de tus amigos y tu cháchara te devolverán la forma.

La llegada de Gergu interrumpió la conversación.

Medes, tenso, arrastró a su ayudante hasta el despacho, cuya puerta cerró

cuidadosamente.

—Traigo excelentes noticias —anunció Gergu con una amplia sonrisa—. ¡Qué

tipo formidable, ese sacerdote! Comprende vuestra desconfianza y desea

probaros su disposición a cooperar, por lo que nos proporciona medios para llevar

a cabo algunos negocios sin él.

Pasmado, Medes se preguntó si Gergu no estaría bajo los efectos de la bebida.

—He aquí, primero, un sello de Abydos. Se aplica en distintos materiales y nos

servirá para establecer certificados de autenticidad para las falsificaciones que

fabriquemos y vendamos como procedentes del sagrado paraje de Osiris. Eso ha

sido idea mía; he encontrado a un artesano que ha aceptado el trato. Y he aquí el

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segundo regalo de nuestro nuevo aliado, más valioso aún: la fórmula sagrada que

evoca la favorable acogida de los justos en el otro mundo. «Que navegue en la

barca de Osiris y maneje los remos, que camine por donde su corazón desee, que

los Grandes de Abydos le deseen la bienvenida, que participe en los misterios de

Osiris, que lo sigan por caminos puros en la tierra sagrada.» La grabaremos en

parte de nuestra producción, y la venderemos a precio de oro.

Nacido en una familia modesta, el comerciante de vinos sentía que su salud

declinaba, por lo que pensaba en el gran viaje. Gracias a su fortuna se pagaría un

hermoso sarcófago, pero envidiaba a los privilegiados cuyo nombre estaba

grabado, para siempre, en un monumento de Abydos, bajo la protección de

Osiris. ¿Existía mejor certeza de una eternidad feliz?

Cuando vio aparecer a Gergu, el comerciante se preguntó en seguida qué rebaja

exigiría, en su próximo encargo, el inspector principal de los graneros. Mejor

sería llevarse bien con aquel influyente personaje, que tenía numerosas relaciones

en palacio.

—¡Mi querido Gergu, acabo de recibir un nuevo caldo! ¿Deseáis probarlo?

—Por supuesto. ¿Podemos hablar tranquilamente?

—Claro, vayamos al fondo de mi almacén.

Al comerciante se le hizo un nudo en la garganta. ¿De qué chantaje iba a ser

objeto? Para domesticar al inspector le ofreció un vino excepcional.

—No es malo —estimó Gergu—, aunque demasiado dulce para mi gusto. Al

parecer, has encargado un sarcófago de primera calidad.

—Bien hay que pensar en el más allá.

—¿Qué te parecería Abydos?

—¿Abydos...? No comprendo.

—Puedo obtenerte una estela auténtica, con la fórmula sagrada. Sólo habrá que

grabar tu nombre y pasarás la eternidad al pie de la escalera del Gran Dios.

El comerciante estuvo a punto de desmayarse de la emoción.

—¿Estáis... estáis bromeando?

—Habrá que pagar un buen precio, tengo mis gastos.

—¡Lo que queráis!

—Antes de comprometerte, examina esta obra maestra.

Gergu llevó hasta un almacén al comerciante, que temblaba, nervioso. Allí, le

mostró la estela.

—Negocio cerrado —masculló el comprador.

—¡Y ya está! —fanfarroneó Gergu—. Vuestra bodega y la mía llenas, a cambio

de una hermosa piedra esculpida que nunca irá a Abydos y que nuestro artesano

destruirá esta misma noche. Podéis estar tranquilos, le he pagado bien. Tampoco

nosotros necesitamos ya ir a Abydos. Nos las arreglaremos sin ese buen

sacerdote.

—Te equivocas —objetó Medes—. No niego el interés de tu método que, por lo

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demás, tendremos que utilizar con parsimonia. Pero hay algo mejor que hacer,

mucho mejor. Los menfitas adinerados se interesarán por estelas auténticas.

Fijaremos precios muy altos y no negociables.

Los argumentos convencieron a Gergu.

—No dejaremos al sacerdote al margen...

—Sería un grave error, pues su colaboración nos es indispensable por más de una

razón. Primero, para realizar excelentes negocios; luego, para que nos informe

sobre Abydos y nos ayude a desvelar el secreto de los grandes misterios.

Organiza en seguida mi encuentro con ese hombre providencial.

La «Paciente de lugares», la ciudad de Sesostris en Abydos, adquiría vida. Allí

habitaban los constructores de su templo y de su tumba, los ritualistas encargados

de la animación espiritual de aquellos edificios y el personal administrativo, junto

con sus familias. Cada casa contaba con varias estatuas, un patio interior y un

jardín. De cinco codos de ancho15

, las callejas estaban trazadas en ángulo recto.

Del lado del desierto estaban las residencias lujosas. Por lo que se refiere a la

morada del alcalde, en el suroeste de la ciudad, ésta albergaba los despachos de

los funcionarios y numerosos talleres16

.

En uno de esos locales oficiales, el sacerdote permanente Bega recibió al

temporal Gergu y a su ayudante Medes, que se había presentado con un nombre

falso en el control de seguridad. Bien conocido por los policías, Gergu les explicó

que su tarea se hacía cada vez más pesaba y debía ser ayudado para dar total

satisfacción a la jerarquía de Abydos.

Cuando Bega entró en la estancia, Medes sintió una corriente gélida. No

imaginaba que un iniciado en los misterios de Abydos pudiera ser tan feo y tan

glacial. Alto, rígido y con la nariz prominente, Bega se sentó a buena distancia de

sus interlocutores y, desdeñando a Gergu, se dirigió a su patrón:

—¿Quién sois?

—Me llamo Medes y soy el secretario de la Casa del Rey. El faraón me dicta los

decretos que yo difundo en todas las provincias.

—Es un puesto muy importante.

—El vuestro tampoco es mediocre.

—Esperaba algo mejor, mucho mejor. También vos, ¿tal vez?

—El sello y la fórmula nos han permitido cerrar un primer negocio del que

recibiréis vuestra parte, claro está.

A continuación, ayudémonos mutuamente para obtener lo que merecemos.

Ninguna sonrisa animó el desagradable rostro de Bega. No obstante, Medes

percibió su satisfacción.

—¿Os ha transmitido mis proposiciones vuestro amigo Gergu?

15 2,60 m.

16 Las dimensiones del edificio eran de 53 x 82 m.

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—Sí, y me convienen del todo. Nos encargaremos de fabricar falsas estelas y las

venderemos a quienes las deseen, haciéndoles creer que están destinadas a

Abydos. No debéis temer el menor error, puesto que nosotros mismos las

destruiremos. Por vuestra parte, ¿cómo conseguiréis sacar del paraje

monumentos auténticos y qué ruta tendremos que trazar para llevarlos hasta

Menfis?

—Como ya le expliqué a Gergu, las personas y las mercancías que entran en

Abydos son controladas; en cambio, se sale sin dificultad alguna. Asegurándome

la complicidad de un policía que, cada diez días, se encarga de la vigilancia de la

escalera del Gran Dios, junto al desierto, depositaré en un escondrijo pequeñas

estelas de inestimable valor. Alguien de confianza deberá encargarse de

recogerlas, y luego bastará con tomar la pista que yo os indique para regresar al

Nilo, donde habrá un barco aguardando.

—El plan me parece excelente. ¿Por qué actuáis así?

—Os devuelvo la pregunta.

—Puesto que corremos los mismos riesgos, sería estúpido que nos mintiéramos

—dijo Medes—. No me pagan por mi justo valor y me demuestro, pues, a mí

mismo mi verdadero valor utilizando los medios de que dispongo. Pero vos, un

hombre del templo interior...

—Durante mucho tiempo creí que la dimensión espiritual me bastaba y que mis

deseos se reducían al mínimo. La intervención de Sesostris lo cambió todo. En

vez de ponerme a la cabeza de la jerarquía, él mismo la dirige y reorganiza los

colegios de sacerdotes. Esa inaceptable toma del poder me priva de los

privilegios que se me deben, por lo que decidí vengarme. Conseguirlo supone

medios financieros.

—Seamos claros, Bega: ¿qué entendéis exactamente por venganza?

—Acabar con el hombre que está arruinando mi carrera.

—¿Conocéis a Sesostris? Yo lo veo a menudo y conozco perfectamente su

capacidad de acción. Creedme, es más temible que un toro salvaje y más feroz

que un león. Yo también deseo su desaparición, pero ¿cómo socavar los

fundamentos de un ser tan fuerte? ^

—¿Habéis renunciado a combatirlo?

—No estoy seguro de qué método debo emplear. El rey está rodeado de amigos

fieles, y su visir obtiene la unanimidad.

—Por sólidas que parezcan, las obras humanas acaban por quebrarse. Debemos

unir nuestras fuerzas y descubrir el punto débil.

—¿Por qué el ejército y la policía custodian Abydos?

Bega se enfurruñó.

—Secreto de Estado.

—Estando donde estamos, ¿por qué dudáis en informarme? —quiso saber

Medes.

—Uno de los misterios de Abydos es el árbol de vida —reveló el sacerdote

permanente—. Tras haber enfermado, la acacia de Osiris corre el riesgo de morir.

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Las intervenciones de Sesostris y de los ritualistas frenan su degeneración, pero

¿por cuánto tiempo? La curación exigiría un oro especial que tal vez nunca sea

descubierto.

«El oro de Punt», pensó Medes, apasionado por esas revelaciones.

—¿Quién está tras ese maleficio?

—Lo ignoramos. El rey ha puesto en marcha diversas investigaciones para

identificar al culpable.

—¿Alguna sospecha?

—Ni la más mínima. Si la acacia muere, los misterios no se celebrarán ya, y

Osiris no resucitará. Eso supondría el fin de Egipto.

—¡Hablemos de esos famosos misterios! ¿No son sólo un espejismo?

—Si conocierais sólo una ínfima parte, Medes, no haríais esa pregunta.

—Como sacerdote permanente, vos entráis en los dominios secretos de Abydos y

practicáis los ritos reservados a los iniciados.

Bega permaneció mudo.

—Quiero saberlo todo —insistió Medes—. Hace ya muchos años que me niegan

el acceso al templo cubierto. ¿No es el de Abydos el más importante y vital de

todos ellos?

El sacerdote esbozó una extraña sonrisa.

—- Juré no revelar el secreto.

—Todo hombre tiene su precio. Vos poseéis varios tesoros; los pagaré a su justo

valor.

—Tendremos tiempo para discutirlo.

—La precipitación nos llevaría al fracaso, tenéis razón. Establezcamos primero

una sólida colaboración y amasemos un tesoro de guerra. Luego, iremos más

lejos.

Bega observó durante largo rato al secretario de la Casa del Rey.

—Pongámonos mutuamente a prueba. Si todo va bien, progresaremos.

—Una cosa más: en Menfis vi a una muchacha que afirmaba llegar de Abydos

con un mensaje confidencial destinado al rey, ¿la conocéis?

—Describídmela.

Bega escuchó atentamente a Medes.

—Es una de las sacerdotisas de Hator que residen aquí. Nuestro superior, el

Calvo, le abrió la biblioteca de la Casa de Vida para que indagara en los antiguos

textos.

—Sin duda habrá entregado al monarca planos que le faciliten la construcción de

una pirámide... ¿Desempeña esa mujer un papel de primer orden?

—No, sólo ocupa una posición subalterna y únicamente fue la mensajera del

Calvo. Dado su misticismo, nada debemos temer de ella. No diría lo mismo de

mis colegas, pero yo me encargo de tomar mis precauciones. ¿Y vos, Medes,

seréis lo bastante prudente?

—No suelo cometer errores.

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16

En el barco que se dirigía a Menfis, Medes había establecido una lista de

argumentos para romper la naciente alianza con Bega. Ninguno resistía el

examen. El sacerdote parecía realmente el cómplice ideal: amargado, rencoroso,

animado por una tortuosa inteligencia, tenaz y desprovisto de esa sensibilidad

primaria que impide cometer el mal, poseía los secretos de los que Medes había

deseado apoderarse desde siempre. Ciertamente, habría que domesticarlo, saber

halagarlo en el momento oportuno y hacerle creer que era el hombre más

importante del trío. Medes debía dominar su carácter ardiente.

No olvidaba el oro de Punt, que sólo él no consideraba una ilusión. De momento,

era imposible apoderarse de una tripulación sin ser descubierto. Más tarde,

echaría mano a un astillero y utilizaría su fortuna para conquistar aquel tesoro.

El guardia exterior saludó a su dueño con una gran reverencia y avisó al guardia

interior, que abrió de inmediato la pesada puerta de la opulenta morada. En la

avenida se cruzó con el doctor Gua, visiblemente apresurado.

—¿Está enferma mi mujer?

—Jaqueca de ociosa. Le he recetado una pomada y un ligero somnífero. Pero hay

algo más grave.

—Hablad, os lo ruego.

—Está demasiado gorda. Si sigue comiendo todo el día, se volverá obesa. La

alimentación, ése es el secreto de la salud. Bueno, ahora tengo que tratar casos

más graves.

Medes y Gergu se aislaron en el despacho del secretario de la Casa del Rey

después de que les sirvieran cerveza, tortas calientes y carne seca.

—Asesinar a Sesostris me parece imposible —estimó Gergu—. Está demasiado

bien protegido, nadie se atreverá a meterse con él. Si contratamos un asesino, será

detenido y nos denunciará.

—Es probable. Existe, sin embargo, un medio de actuar: debilitar al rey atacando

a sus íntimos. Si socavamos los fundamentos que él considera indestructibles, lo

aislaremos. Entonces, estará a nuestro alcance. Podemos comenzar por el hombre

que mejor conoces: el gran tesorero Senankh.

—Lo conozco muy bien, es cierto, y desgraciadamente no puedo comunicaros

nada interesante. ¡Es un tipo íntegro! Su único defecto consiste en que le gusta

demasiado la buena cocina. Y ni una sola mujer, por muy atractiva que sea, lo

transformará en un corderillo.

—Tu análisis me parece exacto —reconoció Medes—. Puesto que no podemos

corromper a Senankh, le tenderemos una trampa. No olvides que trabajo en el

Ministerio de Economía y que su funcionamiento no tiene secretos para mí. Verás

cómo vamos a proceder. Esta vez, el talento de mi esposa nos será de gran

utilidad.

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Cuarenta vigorosos años, con las mejillas hinchadas y la panza floreciente, el

gran tesorero del reino, colocado a la cabeza de la Doble Casa blanca, parecía un

sibarita, simpático y cálido. En realidad, se comportaba como un dirigente,

implacable y temido, de carácter intransigente, desprovisto de sentido de la

diplomacia y sin piedad para los holgazanes. Por lo que a los aduladores y a los

blandos se refiere, no duraban mucho tiempo en sus equipos. Senankh, encargado

por el faraón del justo reparto de las riquezas, consideraba que llevar

correctamente las cuentas del Estado era una condición indispensable para el

mantenimiento de Maat y de la civilización. En caso de despilfarro, de

endeudamiento o de abandono, el tejido social se desgarraría y se abriría la puerta

a cualquier abuso.

Como todas las semanas, el gran tesorero acudió a casa del visir Khnum- Hotep

para examinar las necesidades de las provincias peor dotadas. Haciéndolas

prósperas, el visir fortalecía día tras día la unidad recuperada, de acuerdo con la

voluntad del rey.

Ambos dignatarios, tan francos y directos el uno como el otro, se entendían a las

mil maravillas. Sin la ayuda de Senankh, tal vez Khnum- Hotep no hubiera

logrado superar las mil y una mezquindades de la administración central. Ni el

uno ni el otro eran esclavos de la ambición, y se mostraban satisfechos con las

responsabilidades que el monarca les confiaba.

—¿No hay problemas especiales, gran tesorero?

—Graneros que deben reconstruirse urgentemente, tasas sobre la navegación que

se han aumentado sin mi autorización, una decena de denuncias contra

recaudadores que se comportan como tiranos, retrasos en la entrega de jarras a

Tebas, dos holgazanes a los que voy a despedir... Te ahorraré el resto. ¿Y tú, todo

bien?

—El visir se agota, pero Egipto lo soporta bien. Bueno, casi.

En boca de Khnum- Hotep, ese tipo de matiz permitía presagiar graves

preocupaciones.

—¿Puedo ayudarte?

—Sobre todo, espero que puedas ayudarte a ti mismo. ¿No es la buena

distribución de las riquezas tu primer deber?

—¡Y no creo haberlo olvidado!

—Varios altos funcionarios no opinan lo mismo.

—¿Y en qué se basan?

—Acabo de recibir una decena de informes bastante molestos, acompañados por

unas cartas que llevan tu sello y ordenan distribuciones de cereales más bien

sorprendentes: las tres cuartas partes para ricos propietarios y el resto para

familias modestas y para aldeas en dificultades que no recibirán, por lo tanto,

alimento bastante. La población no tardará en saberlo y sus protestas serán

enérgicas. Sin duda, los jueces instruirán las denuncias, llegarán hasta mí y me

veré obligado a condenar al responsable. Tendrás que abandonar la Casa del Rey,

Senankh, y tu carrera terminará en la cárcel.

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—¿Has tomado en serio esas acusaciones?

—Hace varias noches que no duermo bien, pero no tengo derecho a destruir esos

documentos.

—Si cometieras semejante delito, serías indigno de tu cargo. Enséñamelos.

Senankh leyó con atención.

—¿Este es tu sello? —preguntó el visir.

—Lo juraría.

—Y tú caligrafía.

—Lo juraría, también.

—¿Cómo te justificas, en ese caso?

—Me gustaría explicarme ante el rey.

—Su majestad así lo habría exigido, por lo que no perdamos tiempo.

Abrumado, a Khnum- Hotep le costó levantarse. Habría prescindido de buena

gana de aquel escándalo que debilitaría gravemente la Casa del Rey. Y nunca

habría creído que Senankh cediera a la corrupción.

La calma del gran tesorero sorprendió al visir. Bajo el peso de semejantes

acusaciones, ¿cómo podía permanecer tan sereno? Seguro que, frente a Sesostris,

esa fachada se derrumbaría.

Ante la mirada penetrante del faraón, Khnum- Hotep expuso los elementos del

expediente. El monarca no manifestó emoción alguna.

—Naturalmente, todo es falso.

—Naturalmente —confirmó Senankh.

—¡Majestad —objetó el visir—, tenéis las pruebas ante vuestros ojos!

—Mi sello y mi caligrafía han sido perfectamente imitados —afirmó Senankh.

—Me parece irrisorio tu sistema de defensa —señaló Khnum- Hotep.

—Lo sería si no fuera capaz de demostrar mi inocencia.

El visir recuperó la esperanza.

—¿De qué modo?

—Hace mucho tiempo que temía un golpe bajo de este tipo. Por eso tomé mis

precauciones codificando mi correo oficial. Siempre desplazo la tercera y la

quinta línea de mis cartas. Cuando escribo la letra «ese», el cerrojo, por octava

vez, alargo claramente la parte de la derecha. Cuando se trata de la pierna, de la

«be», disminuyo el pie en su segunda aparición. Finalmente, dispongo tres puntos

negros, muy discretos, de modo que formen un triángulo en medio del texto.

Examina las misivas que se me atribuyen falsamente y advertirás que ninguno de

esos signos característicos figura en ellas.

El visir se rindió a la evidencia.

—¿Cómo puedo estar seguro de que no acabas de inventarte eso que dices?

—De dos modos. Primero, sacando de los archivos mis cartas oficiales, donde

aparecen estas particularidades; luego, haciendo que confirme mis afirmaciones

un testigo digno de fe a quien hice esta confidencia.

—¿Su nombre?

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- —El faraón de Egipto.

El visir tragó saliva.

—¡Me siento feliz, muy feliz! Voy a avisar, de inmediato, a los acusadores de que

han sido engañados. ¿Qué espíritu tortuoso ha podido cometer semejante

fechoría?

—Alguien que deseaba deshacerse discretamente de mí. La idea era astuta, la

defensa parecía imposible. Conseguir imitar así un sello y una caligrafía es una

pequeña hazaña. Todo permite suponer que tengo un adversario decidido en el

seno de la alta administración.

—Tal vez, incluso, en el interior de tu propio ministerio —sugirió el visir—.

Busca entre los celosos y los decepcionados que desean ocupar tu puesto. Te

aconsejo una medida de urgencia: modifica tu código y no lo reveles, salvo a su

majestad.

Por décima vez, el libanés lo intentó.

Y, por décima vez, fracasó. ¿Cómo renunciar a un vino blanco, suave y

azucarado, al buey en adobo, a las habichuelas con grasa de oca, a pasteles de

miel y a confitura de higos? Ciertamente, el Anunciador le había recomendado

que bebiera y comiera menos, y sus consejos equivalían a órdenes. Pero ¿de qué

servía la riqueza si había que seguir un régimen que acababa con el gozo de vivir?

Gracias a unas túnicas más anchas, el libanés esperaba poder dar el pego. En

presencia del Anunciador, en adelante se comportaría como un verdadero asceta.

A su mejor agente, el aguador, sólo le ofreció higos secos.

—Medes ha regresado a Menfis.

—¿Procedencia?

—Según mis informaciones, Abydos.

—¡Abydos, el territorio sagrado de Osiris, reservado a unos pocos iniciados! —se

extrañó el libanés—. ¿Por qué ese viaje?

—No tengo la menor idea.

Intrigado, el libanés despidió a su agente, tomó una ducha, hizo que le dieran un

masaje y se puso una bata con flecos, de una tela tan suave que se durmió al

tenderse sobre unos almohadones.

Su intendente lo despertó para avisarlo de la visita de su capitán, un excelente

marino que se encargaba del transporte de la madera procedente del Líbano.

—Nuevo cargamento que ha llegado perfectamente, patrón. Y con él, todo lo

demás.

—¿Sin problemas con los aduaneros?

—En absoluto, el sistema funciona a las mil maravillas.

Picado de viruela, con el pelo enmarañado, el lobo de mar se expresaba

lentamente y con una voz ronca.

—Por lo que se refiere al transporte, ningún problema. Por lo que se refiere a la

organización interior, algunas molestias aún. Ciertamente, desde la reunificación,

la situación mejora, ya que es posible pasar sin dificultades de una provincia a

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otra. Ahora tengo contactos en cada puerto, y la información circula de prisa, pero

en Kahun la cosa se bloquea.

—¿Por qué razón?

—Un funcionario local le niega la última acreditación a nuestra caravana.

Dispone, sin embargo, de los salvoconductos de la administración de Menfis,

pero ¡eso no le basta! El tipo quiere controlar personalmente la identidad de todos

los que llegan y la naturaleza de las mercancías.

—Enojoso, muy enojoso... ¿Cómo se llama?

—Heremsaf.

—Yo me encargaré de él.

A Heremsaf, la caravana le olía mal, como un perro cuyo hocico rechaza un

alimento estropeado. Sin embargo, el expediente parecía de una claridad

ejemplar, y no le faltaba autorización alguna. El escriba debería haber abierto las

puertas de Kahun y haber recibido a los extranjeros sin siquiera pensarlo. Pero su

instinto le aconsejaba llevar a cabo una última verificación. Tal vez estuviera

equivocado, pero así, al menos, luego no tendría que lamentar nada. Era mejor ser

puntilloso que descuidado. Ésa no sería la primera vez que una caravana con

clandestinos y productos dudosos intentaba introducirse en Kahun.

Recientemente, un sirio había tratado de vender mediocres papiros cuya calidad

superior, no obstante, garantizaba.

Al día siguiente, Heremsaf hablaría con Iker. El muchacho estaba realizando una

carrera fulgurante, que lo llevaría mucho más allá de lo que podía imaginar, pero

entonces, ¿por qué seguía estando tan triste y tan atormentado? Hacía mucho

tiempo que el superior de los sacerdotes de Anubis no había conversado con

aquel a quien muchos llamaban el «salvador», a causa de su notable trabajo para

evitar los efectos devastadores de la crecida. Algún mal corroía al escriba, pero

¿cuál?

Sólo las preguntas directas le permitirían recibir respuestas francas. Mañana

mismo, Heremsaf convocaría a Iker y obtendría, por fin, la verdad.

Su secretario le anunció la visita de una joven.

—Que pase.

Una hermosa morenita, bien maquillada, le ofreció un plato de habas con ajos,

cubiertas por una salsa a las finas hierbas.

—El cocinero de Iker es quien ha elaborado esta receta. Ha pensado que os

satisfaría degustarla.

—Buena idea.

—Comedia caliente, el sabor será perfecto.

Puesto que no había tenido tiempo de almorzar, Heremsaf no se hizo de rogar,

tanto menos cuanto el plato resultó delicioso.

Mientras se daba un banquete, Bina se alejó con la sonrisa en los labios.

Heremsaf sintió los primeros dolores en plena noche. Primero pensó en una

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intoxicación alimentaria, pero el sufrimiento se hizo tan violento que lo dejó sin

aliento y le impidió abandonar la cama.

Sus músculos se petrificaron, su corazón dejó de latir. El veneno procedente del

Líbano había producido el efecto deseado.

17

—El Melenudo te reclama —anunció Sekari a Iker, que se despertó

sobresaltado—. Parece trastornado.

—¿Qué malas noticias trae?

—Sólo quiere hablar contigo.

Antes de descender a la planta baja, el joven escriba se enjuagó la boca.

—¿Qué ocurre, Melenudo?

—¡Heremsaf... Heremsaf ha muerto esta noche!

—¡Heremsaf! ¿Estás seguro?

—Por desgracia, sí.

—¿Cuál es la causa de la muerte? 9

—El corazón ha cedido. En estos últimos tiempos estaba muy fatigado y se

negaba a descansar. A pesar de vuestra diferencia de edad, el drama tendría que

servirte de lección. También tú trabajas demasiado.

Iker se dirigió al templo de Anubis, cuyo nuevo superior dirigiría el ritual de

inhumación de Heremsaf, y se puso a su disposición para que nada faltase a la

ceremonia.

Los expedientes del difunto fueron recuperados por el ayuntamiento y

distribuidos entre distintos responsables. El que se encargó de la caravana no

descubrió nada anormal en el procedimiento y le concedió, pues, autorización de

entrada en Kahun.

La noticia de la muerte de Uakha, ex jefe de la provincia de la Cobra, afectaba

profundamente al faraón Sesostris, pero, como de costumbre, no demostraba

nada. Uakha había sido el primero en apoyarlo y en jurarle fidelidad, al comienzo

de su lucha contra las provincias disidentes. Cuando el país podría haber caído en

la guerra civil, el apoyo de Uakha había resultado decisivo. Su desaparición

marcaba, también, una etapa crucial: ¿cómo reaccionarían su familia, sus íntimos

y sus consejeros? O se sometían al visir Khnum- Hotep, enviado allí para los

funerales, o intentarían imponer un nuevo jefe de familia.

En caso de sedición, el monarca se vería obligado a utilizar la fuerza.

A tan sombríos pensamientos se añadía una persistente inquietud: ¿quién había

lanzado un maleficio sobre el árbol de vida y deseaba impedir la resurrección de

Osiris? Hoy, el faraón sabía que no se trataba de ninguno de los jefes de

provincia, opuestos antaño a la reunificación. Con toda lógica, el brujo negro

debía de ser un cananeo rebelde cuyo único objetivo era la destrucción de Egipto.

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Tal vez el general Nesmontu, peinando la región sirio- palestina, consiguiera

identificarlo.

De regreso a Menfis, al caer la tarde, Khnum- Hotep se dirigió de inmediato a

casa del soberano.

—Nadie piensa ya en restablecer un potentado local, majestad —declaró con

perceptible alivio—. He puesto en marcha una administración que trabajará bajo

el control de uno de mis delegados.

—No toleres debilidades ni excesos. Que la provincia de la Cobra, como las

demás, sea administrada según Maat, que ninguno de sus habitantes sufra

hambre, y que toda injusticia sea severamente castigada. Soy responsable ante los

dioses de la felicidad de mi pueblo. Y tú eres responsable ante mí.

—Estaba en primera fila para apreciar la magnitud de vuestra obra. Ahora, forma

parte de mí ser y carezco de exigencia más ardiente que la consolidación de la

unidad cuyo garante sois. En adelante, las provincias no os causarán

preocupación alguna.

—Si no conseguimos curar la acacia de Osiris, ¿qué quedará de Egipto?

—¿Cómo que nada? —se irritó Medes, caminando de un lado a otro de su

despacho.

—Realmente no le ha ocurrido nada —confirmó Gergu—. El gran tesorero

Senankh conserva su puesto.

—¿Ni la menor sanción?

—Ni la más mínima. El visir sigue concediéndole su confianza.

—¡Y el faraón también, por desgracia! Y yo que esperaba que Sesostris llevara a

cabo una especie de representación para guardar las apariencias y preservar la

reputación de la Casa del Rey... Sin embargo, mi esposa imitó perfectamente la

escritura de Senankh. Por lo que al sello se refiere, ¿acaso no estaba realizado a la

perfección?

De pronto, Medes comprendió.

—Un código... ¡claro! ¡Senankh utilizaba un código! No hay otra explicación

posible. Por eso ha demostrado su inocencia sin dificultades.

—Si estudiamos los archivos, lo descubriremos.

—Es inútil. Debe de haberlo cambiado.

—Tal vez alguien lo sepa.

—¡Sin duda, el faraón en persona!

El desaliento se apoderó de Gergu.

—Entonces, Senankh está fuera de nuestro alcance.

—De momento, amigo mío, sólo de momento. Pero existen blancos más fáciles

de alcanzar.

Medes expuso su nuevo plan a Gergu, que lo apreció en grado sumo y partió de

inmediato para ponerlo en práctica.

Persona de amplios conocimientos, aquel fracaso no frenaba en absoluto a

Medes. La Casa del Rey parecía una verdadera fortaleza que no conseguiría

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derribar en un solo día. Pero ahora tenía un aliado en Abydos, un aliado que le

permitiría llegar al corazón de los grandes misterios y obtener tanto poder como

poseía el faraón reinante.

El libanés utilizó varios espejos para comprobar su aspecto. Gracias a su nueva

túnica ancha, de franjas verticales, parecía mucho más delgado.

Cuando el Anunciador entró en la sala de recepción, fue incapaz de aguantar su

mirada y se apresuró a ofrecerle agua.

Su huésped declinó la oferta.

—¿Deseáis algo, señor?

—Sólo un informe detallado y sin adornos.

En las mesas bajas no había ni frutos ni pasteles. El Anunciador podía comprobar

así los esfuerzos de su anfitrión.

—En el terreno comercial, excelentes previsiones. Nuestros próximos negocios

nos supondrán beneficios sustanciales. Mis argumentos han convencido a Medes,

y no dudo de la calidad de su colaboración. Como estaba previsto, lo hago esperar

antes de ver a mí... patrón. Una vez despierta su curiosidad, no dejará de insistir.

El Anunciador esbozó una leve sonrisa, más inquietante que tranquilizadora.

- —Por lo que se refiere a mi red de informadores —prosiguió el libanés—,

funciona cada vez mejor. Con un mínimo de agentes, las informaciones circulan

con rapidez. La unificación realizada por Sesostris no es una palabra vana;

ninguna provincia se opone ya al poder central, y viajar por todo Egipto resulta

fácil.

—¿Y la caravana hacia Kahun?

Entonces le tocó sonreír al libanés.

—¡He aquí, precisamente, la prueba de la eficacia de mi organización! Mi mejor

agente sobre el terreno, una muchacha llamada Bina, descubrió que un funcio-

nario bloqueaba el expediente. Aquel puntilloso, muy suspicaz, un tal Heremsaf,

se negaba a abrir las puertas de la ciudad. Le proporcioné, pues, a Bina una

sustancia muy activa, utilizada en el Líbano para librarse de la gente molesta. La

prometedora joven acaba de cumplir su misión. Heremsaf ha muerto, la alcaldía

de Kahun ha levantado el último obstáculo para la llegada de los nuestros.

—Buen trabajo.

El libanés se ruborizó.

—Hago lo que puedo, señor. Perjudicar a Egipto me procura un inmenso placer.

—Aunque te hayas engordado más aún, mucho te será perdonado.

Cuando la larga caravana llegó a las inmediaciones de Kahun, fue detenida por la

policía, que comprobó minuciosamente los documentos que la autorizaban a

viajar.

Los asiáticos, barbudos y con el torso desnudo, llevaban taparrabos anaranjados y

sandalias negras. Algunos iban cargados con esteras, otros tocaban la lira de ocho

cuerdas; algún que otro aro adornaba los tobillos de las mujeres, que vestían

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túnicas abigarradas y calzaban botines de cuero.

Los policías inspeccionaron los fardos de los asnos: cestos, jarras, jabalinas,

maquillaje fabricado con malaquita del Sinaí y fuelles de metalurgia.

—¿Quién es vuestro jefe? —preguntó el escriba que supervisaba el control.

—Ibcha —respondió un sonriente muchacho.

—¿Dónde está?

—En la retaguardia de la caravana.

—Ve a buscarlo.

El muchacho lo hizo.

Ibcha era un mocetón fuerte, de tupida barba.

—¿Por qué hay armas en vuestro equipaje?

—Los arcos y las flechas nos habrían permitido defendernos de un mal

encuentro. Varios de nosotros son metalúrgicos y saben fabricar jabalinas con la

punta de metal.

—Os instalaréis en Kahun, por lo que debo confiscar vuestras armas. Os

interrogaré uno a uno y nos diréis vuestro nombre, vuestra edad, vuestra situación

familiar y vuestra competencia profesional. Luego, os atribuiré un alojamiento.

Los asiáticos se mostraron dóciles.

Terminadas las formalidades, el escriba se dirigió de nuevo a Ibcha.

—En Kahun rigen estrictas reglas de seguridad. Al menor delito, por pequeño que

éste sea, el culpable y su familia serán expulsados. No toleraremos pelea alguna

entre vosotros, y exigimos una obediencia absoluta a las directrices del alcalde.

Sígueme.

El escriba condujo a Ibcha hasta el taller donde se fabricaban cuchillos, que

estaban apilados en los anaqueles. Allí había sido afilado el puñal de Iker.

—Esta producción no nos basta —explicó el escriba—. El alcalde quiere dotar a

las fuerzas del orden de un equipo nuevo y de buena calidad. La forja contigua ha

sido ampliada, acaban de ser entregadas unas reservas de metal. Naturalmente,

cada objeto fabricado será verificado y numerado. Os concedemos dos días de

descanso para instalaros. Luego, manos a la obra, con el salario de un obrero

cualificado. Tú y los tuyos obtendréis en Kahun todo lo que necesitéis. A cambio

de un par de sandalias, se os darán dos litros de aceite o veinte panes, o

veinticinco litros de cerveza. Sed bienvenidos.

No lejos de allí, Bina observaba la escena. Llevada ya a cabo la primera parte de

su misión, seguiría aprovechándose de la ingenuidad de los egipcios, que creían

en la eficacia de sus controles. De cada diez armas fabricadas, los asiáticos

robarían una. Poco a poco iría reuniéndose una cantidad suficiente para los

futuros dueños de la ciudad. Si Iker conseguía acabar con el faraón, la revolución

tendría lugar antes de lo previsto.

—Mis aliados han llegado por fin —reveló Bina a Iker—. Pronto ya no

tendremos que ocultarnos en esta casa destartalada.

—¿Cuál es su plan?

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—Lo ignoro, pero ten confianza. Odian al tirano tanto como tú y como yo, y no

vacilarán en sacrificar su propia vida para derrocarlo.

Afectado todavía por la desaparición de Heremsaf, Iker no había prestado

atención alguna a la caravana asiática.

—En Kahun, los extranjeros son estrechamente vigilados —recordó—- . ¿Cómo

piensan actuar tus amigos?

—Te repito que lo ignoro.

—¿Y cuál será tu papel?

—Yo sólo soy una sierva analfabeta. Me limitaré a procurarles alimento y ropa.

Mis compatriotas me han hecho un hermoso regalo, ¿quieres verlo?

Sin aguardar la respuesta del joven escriba, Bina le mostró una pequeña pieza de

lino triangular, pespunteado.

—Pones una punta entre las piernas y anudas el taparrabos con las otras dos

puntas —explicó con voz almibarada—. ¿Y si me ayudaras a probármelo?

La hermosa muchacha se quitó la túnica. Desnuda, en la penumbra, se acercó a

Iker.

—¿Me ayudas?

—Perdóname, pero... estoy demasiado preocupado.

La tentadora se tragó el furor.

—Otra vez será —concedió.

La fiesta del dios Bes estaba en su apogeo. Todos los habitantes de Kahun

participaban en ella, el vino corría a raudales y se tocaba música en cada barrio,

aguardando el paso del enano danzarín con la máscara del león. Barbudo, de

gruesas piernas, alejaba a los demonios y aniquilaba a los espíritus malignos con

sus largos cuchillos. Por eso los artesanos lo representaban en las camas, los

cabezales, las lámparas, las sillas y los utensilios de aseo. Sacando su roja lengua,

Bes emitía el verbo purificador; golpeando su tamboril, emitía ondas positivas. El

velaba sobre el nacimiento de los niños en la habitación de parto, y de los

iniciados en el templo.

Había antorchas encendidas por todas partes; enteramente iluminada, Kahun se

abandonaba a la alegría de vivir, a la risa y a los placeres de la buena carne.

Tras haber bebido unas copas en compañía de otros consejeros municipales, Iker

desapareció, alegando fiebre y jaqueca. Muy a su pesar, sus pasos lo llevaron

hacia el taller donde los asiáticos habían afilado su puñal. El lugar más tranquilo

de la ciudad en aquella noche de jolgorio.

Iker se acercó.

No había música, no había canciones, no había risas, aunque una tenue luz salía

del local.

Unas cortinas ocultaban las ventanas. Gracias al desgarrón de una de ellas, el

escriba echó una ojeada al interior.

En voz baja, Bina estaba leyendo un texto a una decena de hombres que la

escuchaban con atención. Luego, la muchacha tomó un pincel y comenzó a

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redactar una carta.

Iker, estupefacto, se retiró.

¡Así pues, le había mentido al afirmar que no sabía leer ni escribir!

La pobre sierva inculta, sumisa y perseguida era, en realidad, la jefa de aquel

grupo de terroristas.

Asqueado, Iker regresó a su casa.

—¡Iker, despierta, es tarde!

Al no obtener respuesta alguna, con la cabeza nublada todavía por la fiesta,

Sekari empujó la puerta de la habitación del escriba. 0

Vacía.

Vacío también el cuarto de baño. Incrédulo, Sekari registró la casa. Luego se

dirigió al establo, donde Viento del Norte degustaba alfalfa.

—¡De todos modos, no habría abandonado a su confidente! Ya está, ya lo

comprendo... Abusó del vino y ahora está durmiendo la mona en alguna parte.

Sekari recorrió Kahun de arriba abajo y preguntó a las comadres.

En vano. Era evidente que Iker había abandonado la ciudad.

En el barco que se dirigía a Menfis, Iker sólo lamentaba una cosa: no haberse

llevado a Viento del Norte. Pero, sin duda, el joven escriba no regresaría vivo de

su aventura, y sabía que Sekari se ocuparía bien de su asno.

Iker se había visto obligado a cortar en seco cualquier relación con los asiáticos, a

los que no consideraba ya como aliados. Su verdadero objetivo le traía sin

cuidado.

Tenía que actuar solo.

18

La reunión de urgencia se celebró en plena noche, bajo la dirección de Bina.

—Iker ha abandonado la ciudad —reveló a los metalúrgicos llegados de Asia

para fabricar armas en Kahun.

—¡Nos denunciará a todos! —se preocupó Ibcha, el jefe de los artesanos.

—Si ésa hubiera sido su intención, ya estaríamos en la cárcel.

—¿Por qué, entonces, esta súbita huida?

—Los nervios han podido más que él —explicó la muchacha—. Quiere actuar

solo y golpear al tirano cuando le parezca, sin avisar a nadie, ni siquiera a mí.

—¡No tiene ninguna posibilidad!

—Ese escriba no es un muchacho ordinario. En su interior arde un fuego que

nadie podría apagar. Por eso no lo considero vencido de antemano.

—¿Sabes el número de obstáculos que deberá sortear antes de llegar frente al rey?

—¡Ha superado ya muchos obstáculos! Y conseguí convencerlo de que Sesostris

era un monstruo implacable al que había que derribar por cualquier medio, para

salvar Egipto.

—¿Y te creyó, el muy ingenuo?

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—Iker sabe que el mal existe, y piensa que Sesostris es su fuente. Si hay que

sacrificarse para que deje de manar, no vacilará.

—A mi entender, será eliminado. Si lo logra, ¡mejor para nosotros!

—Existe otro motivo de preocupación —reconoció Bina—: el desconocido que

intentó, en vano, matar a Iker. Los cocodrilos devoraron su cadáver.

—Si se trataba del emisario de una red organizada, sus colegas no se habrían

quedado así —estimó Ibcha—. ¿Se han producido desde entonces otros

incidentes dignos de mención?

—No. En Kahun, el asunto no tuvo ninguna resonancia. Diríase, incluso, que no

ocurrió nada.

—¿Sienten celos de Iker?

—Claro que sí, por su capacidad de trabajo y su rápido ascenso.

—Pues no busques más: es un simple ajuste de cuentas. Tu protegido se libró de

un competidor molesto. Eso me tranquiliza. Si sabe combatir, tiene un poco más

de posibilidades.

A los treinta y dos años, el Portador del sello real Sehotep tenía fama de ser uno

de los más temibles seductores de Menfis. Único heredero de una rica familia,

escriba excepcional, de un ingenio rápido y nervioso y vestido siempre a la última

moda, Sehotep engañaba con frecuencia a la gente. Solían considerarlo un

enamorado de los I 'laceres de la existencia, poco dado a trabajar durante horas, lo

que significaba olvidar sus ojos fulgurantes de inteligencia y su extraordinaria

facultad para asimilar en un mínimo de tiempo complejos expedientes. Superior

de todas las obras del rey, encargado de velar por el respeto del secreto de los

templos y la prosperidad del ganado, se ocupaba simultáneamente de esas

abrumadoras tareas con una aparente desenvoltura que ocultaba un perfecto rigor.

Los cortesanos detestaban a Sehotep, cuya existencia parecía una sucesión de

fáciles éxitos. El mismo avalaba esa reputación, dando a entender que nunca se

enfrentaba con dificultad alguna y que se libraba fácilmente de cualquier

problema. No se perdía, claro está, ninguna de las grandes citas mundanas de la

capital, ni de los suntuosos banquetes organizados por los notables. Todos

hablaban allí de buena gana, Sehotep escuchaba y recogía todas las

informaciones posibles.

El Portador del sello real, invitado a la inauguración de la nueva escuela de danza

de Menfis, honraba con su presencia aquella ceremonia profana. La maestra de

baile estaba tan ebria como sus jóvenes artistas, que vestían un taparrabos lo

bastante corto como para que no impidiera sus evoluciones.

Una hermosa morena ofreció a Sehotep su más bella sonrisa. Él se la devolvió.

Luego, la muchacha se integró en el grupo, que desplegó una serie de figuras

acrobáticas que dejaban sin aliento. Levantando muy arriba la pierna echada

hacia adelante, con el pie a la altura del hombro y el busto muy erguido, las

danzarinas se inclinaban y brincaban con pasmosa rapidez. A continuación,

efectuaron una serie de peligrosos saltos, con el cuerpo arqueado, apoyándose

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sucesivamente en las manos, con los dedos tensos, y en la punta de los pies. Se-

hotep tuvo la impresión de que formaban un círculo, pero su mirada se concentró

cada vez más en la hermosa morena.

Terminada la demostración, la maestra de baile se acercó a Sehotep con

inquietud.

—¿Estáis satisfecho?

—Notable actuación. Me gustaría felicitar a las artistas.

—¡Qué inmenso honor!

Sehotep se demoró junto a su preferida.

—¡Cuánta flexibilidad y cuánto ritmo! Supongo que debiste de aprender el oficio

cuando eras muy niña.

—En efecto, señor.

—¿Tu nombre?

—Olivia.

—¿Y tu edad?

—Dieciocho años.

—Debes de estar prometida.

—No... Bueno, en realidad, no. La directora del cuerpo de baile es muy severa.

—Tal vez podríamos cenar juntos. ¿Qué te parece esta misma noche?

Muy cargado de alcohol y saturado de aromas, el vino cocido de los oasis llegaba

a los dieciocho grados. Acompañaba una suculenta comida cara a cara, pues Se-

hotep había despedido a la servidumbre. Olivia, deslumbrada por la maravillosa

villa de su anfitrión, demostraba tener buen apetito mientras evocaba las

dificultades de su arte.

Cuando Sehotep tomó tiernamente su mano, ella no la retiró. En sus ojos brillaba

el deseo.

La desnudó lentamente y la llevó hasta su alcoba.

—Ni tú ni yo deseamos tener un hijo, ¿no es cierto? Sé buena, pues, y utiliza esta

pomada anticonceptiva.

Olivia untó con ella el sexo de su amante. A base de espinas de acacia

machacadas, la pomada era aromática y untuosa.

A la danzarina no le gustaban demasiado los preliminares, de modo que Sehotep

no perdió el tiempo en interminables caricias. Adivinando los gustos de su

amante, se empleó en satisfacerla pensando sólo en el placer de la hermosa

muchacha. Y de ese modo ejecutaron un ballet en el que rivalizó su talento.

Tendidos uno junto a otro saboreaban los dulcísimos momentos que seguían al

éxtasis compartido.

—¿En qué consiste el trabajo de un Portador del sello real?

—Si te describiera todas mis tareas, no me creerías. ¿Sabías, por ejemplo, que me

ocupo de la próxima llegada de bueyes cebados para el templo de Hator? Se

prepara un gran ritual con vistas a la iniciación de nuevas sacerdotisas, que

terminará en un banquete. También superviso la restauración de las puertas del

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templo y de su santuario.

—¿Acaso eres arquitecto?

—Empleo a todos los del reino y controlo cada paraje, sobre todo en

circunstancias excepcionales.

—¿Y es éste el caso?

—También velo porque se respete el secreto de los templos —dijo Sehotep,

sonriendo.

—¿Realmente es tan importante?

—Si conocieras la magnitud del tesoro que se entregará al santuario de Neith, no

lo dudarías.

—¡Los tesoros me hacen soñar! ¿De qué se compondrá éste?

—Secreto de Estado.

—¡Excitas más aún mi curiosidad! ¿No puedes decirme algo más?

—Lo que ese tesoro contiene es tan valioso que las propias divinidades quedarán

encantadas.

Las caricias con que Olivia gratificó a su amante despertaron su deseo. Se

lanzaron, pues, a una nueva danza amorosa.

Terminados sus retozos, la muchacha saltó del lecho.

—¿Y si fuéramos a la terraza? ¡Debe de tener una vista magnífica!

Sehotep asintió.

Desnudos y abrazados, contemplaron Menfis, iluminada por la luna llena.

—Qué hermoso es —murmuró ella—. ¡Nunca había pensado que hubiera tantos

templos! Allí, ese tan grande, ¿es el de Ptah?

—Eso es.

—Y el otro, el más alargado, al norte, ¿a quién pertenece?

—A la diosa Neith.

—¿La destinataria del tesoro?

—A decir verdad, sólo lo albergará temporalmente.

—¿Adónde irá luego?

—A un lugar inaccesible para los profanos.

—¿Lejos de aquí?

—En Abydos.

—Abydos, el territorio sagrado de Osiris... ¿Lo conoces tú?

—¿Quién puede presumir de conocer Abydos?

Ella se estrechó más aún contra Sehotep.

—Mañana por la noche el ballet actuará durante un banquete. Pero pasado

mañana estoy libre.

—Yo no.

—¿Nos veremos, pues, la semana que viene?

—Debo partir para examinar los bueyes cebados que se destinan al ritual. Cuando

regrese, el tesoro estará ya a resguardo en el templo de Neith. Lo transportaré

hasta Abydos. Luego, volveremos a vernos. Ella lo besó con ardor.

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En menos de una hora, Olivia sufrió por tercera vez los embates de Gergu. Era

gordo y brutal, pero le pagaba bien. Sin duda, ella habría preferido hacer el amor

con Sehotep, delicado y atento. La danzarina recordaría siempre aquella deliciosa

noche, durante la que había sido tratada como una princesa.

—¿Has terminado?

—¡Me has agotado, hermosa mía! Contigo nunca quedo decepcionado.

—¿Y cuándo llega tu patrón?

—Ya no puede tardar. Sobre todo, cuéntaselo todo sin omitir el menor detalle. Si

está satisfecho, la recompensa prometida se verá aumentada.

Cuando Medes entró en el salón adonde Gergu llevaba sus conquistas, Olivia lo

consideró feo y gordo. Pero ¿a qué hombre podían encontrar gracia sus ojos

después de Sehotep?

—¿De modo, jovencita, que sedujiste al Portador del sello real?

Por el tono de voz, Olivia advirtió que el interrogador era peligroso. Habría que

jugar duro con él.

—Gergu me ha prometido un lote de ropa de lujo.

—¿Te recibió bien Sehotep?

—¡Mejor de lo que esperaba!

—Hermosa como eres, no se te resistiría por mucho tiempo... ¿Conseguiste

alguna confidencia?

—Después de hacer el amor, a algunos hombres les gusta presumir de su trabajo.

Por fortuna, Sehotep forma parte de ellos.

—Te escucho, bonita. Se te pagará en función del valor de tus informaciones.

—Sehotep habló del valor de sus múltiples funciones: las grandes obras, los...

—Ya sé todo eso. ¿Describió una tarea concreta, en un futuro próximo?

—Va a examinar bueyes cebados y los traerá a Menfis.

El detalle intrigó a Medes, pues ninguna gran fiesta estaba prevista de inmediato.

—¿A qué se destinan esos animales?

—A la celebración de un ritual y un banquete en el templo de Neith.

—Te tomó el pelo, pequeña. El edificio está restaurándose.

—Sehotep supervisa las obras. Y sé también por qué se organizará esa fiesta.

—¡Habla, entonces!

Olivia hizo algunos arrumacos.

—¿Y si concretáramos mi remuneración?

Medes pareció divertido.

—Eres hábil e inteligente, pero no fuerces tu talento.

- —Si me amenazáis, no sabréis nada más.

—¿Cuál es tu mayor sueño?

—Una hermosa mansión en el centro de la ciudad.

—¡Exorbitante!

—No lo creo.

—Bueno, veamos qué tienes para vender. Si la mercancía es de calidad superior,

estoy de acuerdo con la casa.

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—Procedí por etapas para que Sehotep se confiara realmente. Vanidoso y

orgulloso de su importancia, no resistió el deseo de deslumbrarme. Si no me

hubiera mostrado curiosa, se habría extrañado, pero preguntarle demasiado lo

habría alarmado. Puesto que nuestro entendimiento fue perfecto y sin una nota

desafinada, se abandonó y me reveló la existencia de un tesoro que se depositará

muy pronto en el santuario del templo de Neith. Con ocasión del acontecimiento

se organizará una fiesta.

—Un tesoro... ¿De qué clase?

—Según sus propias palabras, «tan valioso e importante que las propias

divinidades quedarán encantadas».

Sehotep no hablaba a la ligera; de modo que la fórmula sorprendió a Medes.

—¿Nada más concreto?

—El tesoro llegará a Menfis la semana próxima.

—Sin duda, una estatua destinada a embellecer el templo de Neith —estimó

Gergu, decepcionado.

—De ningún modo —negó Olivia.

—¿Por qué estás tan segura? —preguntó Medes.

—Porque el tesoro sólo estará allí algún tiempo.

—¿Acaso sabes su verdadero destino?

—Al respecto de mi futura casa, me gustaría obtener un documento en toda regla.

—Gergu, tráeme un papiro.

Medes dictó a su segundo un certificado de propiedad, en la forma debida, a

nombre de la danzarina Olivia.

—¿Te parece bien así?

—Sólo falta vuestro sello.

—Aún no conozco el destino del tesoro...

La muchacha advirtió que no debía tensar demasiado la cuerda.

—Abydos.

Medes contuvo una exclamación.

—¿Estás segura?

—Sehotep añadió, incluso, que allí el tesoro sería inaccesible para los profanos.

El oro... ¡El oro era capaz de curar la acacia! El descubrimiento de Olivia valía

mucho más que una hermosa casa en el centro de Menfis.

—¿Cuándo debes volver a verlo?

—Cuando haya regresado de Abydos, donde habrá entregado el tesoro.

Con el plexo dolorido, Medes se obligó a caminar de un lado a otro para calmarse.

—Buen trabajo, Olivia, muy buen trabajo.

Rompió nerviosamente el papiro.

—¡Qué significa eso! Me habéis prometido...

—Ya tienes tu casa. Esta misma noche puedes instalarte allí. Y ésa es sólo la

primera parte de tu remuneración.

—¡Os estáis burlando de mí!

—Gergu te llevará a tu nuevo domicilio, pero tú tendrás que seguir trabajando

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para mí si deseas obtener el documento de propiedad definitivo y varias ventajas

más.

—¿Qué más exigís?

—Quiero ese tesoro, y tú me ayudarás a conseguirlo.

—¿De qué modo?

—Haciéndote pasar por una sacerdotisa de Neith y penetrando en el santuario.

—¿Y si fracaso?

—Lo lograrás.

—¿Y cuál será mi recompensa?

—Lo bastante para vestirte y alimentarte durante numerosos años, un criado y

una sierva pagados por mí y a tu entera disposición.

La danzarina comenzó a soñar con una existencia dorada.

—Sabré en qué momento quedará depositado el tesoro en el templo de Neith.

Serás avisada de inmediato y actuarás.

—¿Sola?

—No, uno de mis hombres te acompañará para suprimir eventuales obstáculos.

Él sacará el tesoro del santuario.

—¡La empresa supone serios riesgos!

—No más que los de una carrera de bailarina. Una lesión grave, y tu futuro

quedará roto.

Olivia comprendió la amenaza. Ya no podía dar marcha atrás.

—Esperaré, pues, vuestras noticias... ¡en mi casa!

—Llévatela, Gergu. La segunda casa de la primera calleja en la esquina nordeste

del templo de Ptah. En la puerta hay un cuchillo pintado en rojo. El guardián de la

morada de enfrente te dará la llave. Dile que vas de parte de Bel- Tran.

Con aquel nombre sirio, Medes poseía varias casas en Menfis y las utilizaba

como almacén para depositar mercancías procedentes de sus diversos tráficos.

Ésa, la última que había adquirido, estaba aún vacía.

Mientras la pareja se alejaba, Medes digería la emoción. La inmoderada afición

por las mujeres había perdido a Sehotep. Sesostris lo consideraría responsable del

robo del inestimable tesoro, y la Casa del Rey se desharía de él. Aquélla sería la

feliz consecuencia de la maniobra que iba a convertir a Medes en el propietario

del oro curativo.

19

Aunque no pudiera dejar de pensar en el tesoro del que esperaba apoderarse,

Medes no debía descuidar sus negocios. Por eso quería entrevistarse de nuevo

con el libanés, para saber si su socio comercial respetaba sus promesas. Uti-

lizando el procedimiento habitual, fue recibido, avanzada ya la noche, por un

anfitrión tan jovial como de costumbre.

Las mesas bajas desbordaban de apetitosas golosinas. Medes se llevó a los labios

una copa de vino añejo sin pronunciar palabra.

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—Acabo de recibirlo —comentó el libanés—, y me satisface que seáis vos el

primero en probarlo. ¡Fabuloso Egipto! Un clima maravilloso, vinos

incomparables, una cocina que os impide hacer el menor régimen... Aquí, incluso

el más pesimista renuncia a sus negras ideas.

—Tu filosofía no carece de interés, pero me gustaría saber si nuestros proyectos

se hacen realidad.

—Concededme el privilegio de probar ese flan con especias, regado con licor de

dátiles. Según mi pastelero, es el mejor de Menfis.

Medes no lamentó haber aceptado.

—A los egipcios les gustan tanto los muebles de cedro que nuestra provisión se

ha agotado ya —prosiguió el libanes—. Una nueva entrega, más importante que

las precedentes, está preparándose. ¿Hay algún problema por vuestra parte?

—Ninguno.

—Los frascos de embarazo llegarán dentro de quince días. Según mi

corresponsal, superan, tanto en belleza como en solidez, a todo lo que circula por

el mercado. Por lo que se refiere a la cosecha de láudano, es la más abundante

desde hace unos diez años, y he adquirido la totalidad. Mis competidores fueron...

eliminados. Idéntico resultado en el terreno de los aceites. ¿Cuántos almacenes

hay disponibles?

—Vas demasiado de prisa —señaló Medes.

—Sabré mostrarme paciente.

—Debo reconocer que me asombras.

—Viniendo de vos es un cumplido que me conmueve. Trabajaré sin descanso

para seguir mereciendo vuestra estima. Pero aún no he terminado con las buenas

noticias: mi patrón acepta veros. ¿Estaréis disponible la próxima luna nueva?

—Lo estaré. ¿En Menfis?

El libanés pareció turbado.

—No, más al sur.

—¿Dónde, exactamente?

—Cerca de Abydos.

—¡Abydos! Es un territorio prohibido.

—Mi patrón me ha dicho que conocéis a un permanente allí. Desea hablar con

vos, con vuestro ayudante Gergu y con el sacerdote de Abydos.

Medes palideció. ¿Quién podía estar al corriente de su alianza con Bega?

—¡Dime el nombre de tu patrón!

—Él mismo os lo dirá.

—Ten cuidado, libanés. Sabes muy bien quién soy, así que no me provoques.

—He recibido órdenes estrictas que debo respetar, Medes. Comprendedlo.

—No acudiré a esa cita.

—Haríais mal faltando.

—¿Es eso una amenaza?

—Ése no es mi estilo, ¡vamos! Simplemente creo que ese encuentro podrá seros

muy beneficioso.

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Medes estaba furioso. ¿Cómo se atrevía a manipularlo ese maldito ladrón?

—Si no dejas de espiarme inmediatamente, romperé nuestra colaboración.

—¿Y no sería eso un grave error, cuando tanto promete?

—¿Qué sabes tú sobre Abydos?

—¿Yo? Nada en absoluto.

—Pero tu patrón, en cambio...

—Sólo me ha pedido que os propusiera esa entrevista.

El libanés parecía sincero. ¿Y si el misterioso superior era otro sacerdote de

Abydos que intentaba despedir a Bega?

—No tengo interés alguno en tenderos una trampa —añadió su anfitrión—, y mi

patrón menos aún.

—Debo pensarlo.

No seguir dominando el juego horrorizaba a Medes. Pero, a veces, era preciso

fingir que se perdía para ganar más a la siguiente jugada.

Todos los sacerdotes permanentes de Abydos cumplían con sus funciones en

cuanto salía el sol. Quien velaba por la integridad del gran cuerpo de Osiris se

aseguraba del perfecto estado de los sellos en la puerta de su tumba. Aquel cuya

acción permanecía secreta porque veía los misterios lo ayudaba antes de

colaborar con el que vertía la libación de agua fresca en las mesas de ofrenda. Al

celebrar a los antepasados, el servidor del ka reanudaba el vínculo con los seres

de luz, protectores de Abydos. Y las siete intérpretes musicales de la diosa Hator

hechizaban el alma divina.

Sin crítica alguna que formular, el Calvo los invitó al templo de millones de años

de Sesostris, ya terminado. Se puso a la cabeza de la procesión y cruzó el umbral

abierto en el centro de la pared norte de la muralla. De allí salía una calzada que

llevaba al templo, vasto cuadrilátero rodeado por un patio flanqueado por un

pórtico de catorce columnas al que daban las puertas de servicio que facilitaban la

comunicación con los almacenes de ofrendas y de objetos rituales. Más allá

comenzaba la sala de columnas.

Tomando agua de las albercas, el Calvo purificó uno a uno a los oficiantes.

Luego, pasaron ante las estatuas del faraón y de la gran esposa real que, en la

serenidad del santuario, celebraban eternamente el misterio de las bodas sacras.

En el techo del templo cubierto brillaban unas estrellas de oro. En los muros, el

rey comulgaba con las divinidades, especialmente Osiris.

En nombre del monarca, el Calvo ofreció Maat a lo invisible.

—Este edificio ha sido construido por Osiris a semejanza del paraje de luz

—declaró—. Sus pilares son los soportes del cosmos, los símbolos sagrados

reposan en su justo lugar, el perfume del más allá está presente. Que las damas de

la acacia canten y toquen música para el árbol de vida.

Las voces se entrelazaron en una lenta melodía que, mientras duró la obra, hizo

reinar la armonía que Abydos conocía antes de la enfermedad de la acacia.

Luego fue preciso volver a la realidad.

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—Sólo han reverdecido dos ramas —recordó el Calvo—. La pirámide de Dachur

tal vez impida cualquier nueva degradación, pero quiero poner de manifiesto la

absoluta necesidad de que cumplamos rigurosamente con nuestras tareas. En las

actuales circunstancias no se tolerará falta alguna.

A la joven sacerdotisa y a Bega les tocaba servir los altares y distribuir las

ofrendas entre los sacerdotes temporales. Una vez las divinidades hubieran

degustado su aspecto inmaterial podrían alimentar los cuerpos.

—¿Fue bien vuestra misión en Menfis? —preguntó Bega.

—Transmití al faraón el mensaje de nuestro superior.

—¿Os gustó la capital?

—Es una gran ciudad, muy animada, y con soberbios templos, pero no me

gustaría vivir allí. Prefiero la calma de Abydos.

- —En la corte real hormiguean las intrigas y las ambiciones. Aquí, el reino

encuentra su verdadero equilibrio. Preservar Abydos es el deber esencial del

faraón, y estoy convencido de que la construcción de esa pirámide será una etapa

decisiva.

—Todos lo deseamos, Bega.

Acabado su servicio, la muchacha permaneció largo rato en el interior del templo.

De cada bajorrelieve, de cada pintura, de cada símbolo emanaba una energía que

luchaba contra isefet, la ineluctable tendencia a la destrucción y el caos. Al crear

aquella morada sacra, Sesostris contribuía a implantar el cielo en la tierra. La

sacerdotisa sentía una necesidad vital de ese universo, donde lo abstracto se hacía

perceptible, donde las leyes divinas iluminaban los sentidos.

Se detuvo junto al portal del recinto.

A sus pies, un enorme escarabajo de brillante caparazón moldeaba una esfera con

estiércol de vaca que había amasado girando sobre sí misma. Realizada su obra,

el maestro alfarero la hizo rodar con las patas posteriores, reculando de este a

oeste. Luego, hundió la esfera en la blanda tierra.

—Para conocer el final de este trabajo —dijo una voz grave y potente— tendrás

que esperar veintiocho días.

La sacerdotisa levantó los ojos y descubrió al faraón.

—Abydos es la ciudad del escarabajo divino —precisó Sesostris—. Al cabo de

una luna, el viejo Osiris contenido en la esfera se habrá enfrentado con la prueba

de la muerte. Si la rectitud se ha respetado, la luz brotará de la tierra y resucitará.

Se levantará un nuevo sol, la vida se extenderá por todos los espacios. ¿Cuántos

seres pueden presentir semejante misterio al observar este insecto, que el profano

aplasta tan fácilmente con su pie? Aún te serán necesarias largas horas de trabajo

y de búsqueda para percibir este mensaje. ¿Estás decidida a cruzar una nueva

puerta?

—Es mi más caro deseo, majestad.

—¿Eres consciente del peligro?

—He descubierto ya tantas riquezas que bastarían para colmar toda una

existencia, pero renunciar a correr un riesgo sería una cobardía imperdonable.

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—Sígueme, entonces.

Sesostris tomó la rampa enlosada, de setecientos metros de largo, que conducía

de su templo a su extraña morada de eternidad, que acababa de terminarse

también. En el lindero del desierto, no lejos de la necrópolis de los faraones de la

primera dinastía, estaba protegida por un recinto y un templo de recepción.

—Vamos a penetrar en la matriz estelar —advirtió el faraón—. Osiris, el creador

de los ritos y de la regla de los templos, se regenera aquí permanentemente. Sin

embargo, una gran desgracia lo afecta. El universo sufre el crimen y la muerte, la

noche se oscurece, el día desaparece, nuestro mundo vacila. ¿Quieres vivir esta

prueba, te cueste lo que te cueste?

La joven sacerdotisa asintió con la cabeza.

—Te he avisado: el camino es peligroso, espesas las tinieblas, el corazón débil no

lo resiste. ¿Persistes?

—Sí, majestad.

En el patio había dos pozos: uno vertical, el otro en pendiente relativamente suave

que permitía llegar a un corredor que desembocaba en una sala de paredes

revestidas de cal y techo que imitaba los troncos de madera con notable precisión.

En apariencia, la tumba se detenía allí. Pero el monarca tomó por un tramo donde

reinaban la cuarcita, el gres y el granito. Impregnándose del particular fuego

oculto en el corazón de aquellas piedras, la joven sacerdotisa vivió las etapas de la

obra alquímica.

En el techo faltaban algunos bloques, y a través de aquella abertura, destinada a

ser tapada, el faraón y la sacerdotisa penetraron en una habitación muy estrecha,

de seis metros de alto.

—Cambiamos de nivel y de mundo —explicó el soberano—. Lo que parecía

cerrado y concluido no lo estaba. Pasando por arriba, por el espíritu sin límites,

abrimos la puerta de la luz oculta.

Utilizaron una cuerda para llegar a un corredor horizontal que desembocaba en

una sala semejante a la que acababan de abandonar. Bajaron por la pared con la

ayuda de otra cuerda y llegaron de nuevo al suelo.

La mirada de la muchacha había cambiado. Ahora veía la claridad en el corazón

de la piedra.

—Hemos regresado al mismo nivel —indicó el soberano—, pero es distinto. Al

cruzar la puerta de la matriz estelar contemplas el otro lado de la vida. Aquí

finalizan las percepciones humanas. Por eso, el bloque de granito de cuarenta

toneladas que estás contemplando quedará oculto bajo un revestimiento de cal y

acompañado por otro bloque. Si quisiera protegerte, no seguiríamos adelante,

pero ¿acaso no te advertí de que te aguardaban terribles pruebas? Aún puedes

modificar tu destino, siempre que no superes este límite.

—Deseo conocer lo invisible.

—El precio que hay que pagar es muy alto, el esfuerzo que debe hacerse es casi

sobrehumano.

—¿No es ésta la regla? Que vuestra majestad siga guiándome.

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Recorrieron un pasillo de unos veinte metros de largo. Cuando se cerrara la

tumba, lo obstruirían unos bloques de granito.

Y llegó entonces el descubrimiento de la cámara de resurrección, revestida de

cuarcita.

En una pequeña estancia donde reinaba una dulce claridad había un sarcófago de

granito y un cofre para canopes.

—El sarcófago es la barca de Osiris —reveló Sesos- tris—. Su tapa la ocultará a

los ojos de los humanos y los genios destructores, y navegará en paz por los

paraísos. En correspondencia con los cuatro hijos de Horus que se encargan de

proseguir la obra de su padre Osiris, los cuatro canopes se ocultarán en los muros

de esta cámara. Osiris, descendiente de Ra, moldeó la luz que sale de su madre

Cielo. De su cuerpo nació la creación. Reside, pues, en todas las provincias y en

todos los santuarios. Le complace amarla, pues protege a los justos de voz y a los

resucitados. Puesto que deseas conocerlo, sube a su barca.

La sacerdotisa vaciló.

Lo que el rey le proponía era inconcebible. ¿Cómo emprender, en vida, semejante

viaje?

Pero nada la haría retroceder.

Así pues, apoyándose en el brazo del monarca, pasó la pierna por encima de la

pared del sarcófago y se tendió en el interior, con los ojos hacia el cielo de piedra.

—Ve, viaja y conoce —ordenó la voz grave de Sesostris, cuyas resonancias

parecieron extinguirse para siempre—. Entonces, conocerás el mayor secreto de

Egipto: el ser iniciado en los misterios de Osiris puede regresar de la muerte.

20

Tras haber tomado por la boca de Peker, un canal excavado hacia la tumba de

Osiris y flanqueado por trescientas sesenta y cinco mesas de ofrenda, los

miembros del «Círculo de oro» de Abydos se reunieron lejos de los ojos y los

oídos, bajo la protección de Sobek, cuyos guardias vigilaban los alrededores.

La pareja real presidía el «Círculo de oro». Estaban presentes el Calvo, el

Portador del sello real Sehotep, el gran tesorero Senankh y el general Nesmontu.

—Por desgracia, dos de los nuestros están ausentes —deploró el monarca—. El

general Sepi prosigue su metódica exploración de las minas de oro, sin resultado

de momento. Por lo que se refiere a nuestro otro hermano en espíritu, prosigue la

delicada misión que le confié, y nadie sospecha su auténtica condición.

—Majestad, propongo que recibamos a Khnum- Hotep —dijo Senankh—.

Trabaja de modo notable y consolida cada vez más la unidad que vos

restaurasteis. El visir vive según Maat y lo aplica en cada una de las iniciativas

que os somete con lealtad. Iniciándolo en los misterios del «Círculo de oro»

ampliaremos más aún su visión.

—¿Alguien se opone? —preguntó el faraón.

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Sólo el silencio respondió.

—Puesto que nadie está en contra de esta proposición, Khnum- Hotep estará muy

pronto entre nosotros. Ahora tenemos que hacer balance sin complacencia.

—La plantación de cuatro acacias en los puntos cardinales procura buena energía

al árbol de vida —señaló la reina—. Se encuentra así en el centro de un campo de

fuerzas que no pueden cruzar miasmas ni enfermedades. Pero es sólo un sistema

defensivo.

—La puerta del cielo se cierra —recordó el Calvo con gravedad—. La barca de

Osiris no circula ya normalmente por lo invisible y, poco a poco, se degrada.

—La construcción de la pirámide de Dachur nos ayudará a luchar —afirmó

Senankh—. Las obras funcionan, las condiciones de trabajo de los artesanos son

excelentes. Djehuty se consagra a la obra sin descanso, para que no se pierda ni

un instante.

—Queda la pregunta principal, que sigue sin respuesta —recordó el rey—:

¿quién lanzó un maleficio sobre el árbol de vida?

—La situación se estabiliza en la región sirio- palestina —estimó el general

Nesmontu—, y nuestros servicios de información interrogan a muchos

sospechosos, incluidos los hechiceros de aldea. Sólo menudencias, de momento.

Sin embargo, tengo la sensación de que el ataque brotó de allí.

—Suponiendo que el culpable sea un dignatario de la corte de Menfis —insinuó

Sehotep—, mis investigaciones en ese campo no han tenido resultados. No me

pierdo ninguna recepción, con la esperanza de que alguna fanfarronada me ponga

sobre la pista.

—Examinar al personal administrativo tampoco ha sido eficaz —deploró

Senankh.

- —No tengo acusación alguna que hacer contra los sacerdotes y las sacerdotisas

de Abydos —añadió el Calvo—. Cumplen sus funciones con la máxima seriedad.

Sesostris no podía excluir la siniestra hipótesis de que el mal procediese del

territorio sagrado de Osiris. Pero la joven sacerdotisa, encargada de descubrir el

menor indicio, permanecía muda.

—Nos las vemos con un temible adversario —advirtió el rey—. Inteligente,

astuto, dotado de peligrosos poderes, dirige un equipo de perfecta discreción. Los

servicios del visir y los policías de Sobek tampoco han conseguido penetrar la

niebla.

—¡Espantoso! —juzgó Senankh—. Ese monstruo está tejiendo una tela cuyos

hilos no descubrimos. ¿No será demasiado tarde cuando los veamos?

—¿Acaso no es demasiado tarde ya? —se inquietó el Calvo.

—Ciertamente, no —objetó Sesostris—. Por poco que sea, nuestras acciones

rituales han puesto trabas a las suyas, la acacia de Osiris sigue viva, y producimos

la energía necesaria para impedir su desaparición.

—El enemigo lo sabe —afirmó Sehotep—. ¿No intentará una nueva ofensiva

para romper nuestras últimas defensas?

—Las obras de la pirámide serán protegidas con el mayor cuidado —aseguró el

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rey—, y se reforzarán las medidas de seguridad en torno a Abydos.

—No estaremos eternamente a la defensiva —profetizó la reina—. Forjar armas

capaces de combatir a semejante enemigo requiere tiempo, pero el «Círculo de

oro» nunca se abandonará a la desesperación. Puesto que está en condiciones de

salvar la fuente espiritual de nuestro país, sólo este pensamiento debe dominarlo.

Mentón- prominente dio un respingo. Cuando se adormecía, el ruido de unos

pasos lo arrancó brutalmente de su sopor.

Era la décima noche consecutiva que se agazapaba en la esquina de una calleja y

observaba la portezuela de la entrada lateral del templo de Neith, en Menfis. En

restauración, la principal sólo se abría en las grandes ceremonias.

A Mentón- prominente le gustaba la oscuridad. Conocía todos los lugares poco

recomendables de la capital y había desvalijado a más de un ingenuo viajero. Dos

veces ya su puñal se había clavado en el vientre de los rebeldes. Y la policía no

iba a atraparlo mañana, sobre todo desde que trabajaba para un poderoso

protector, un tal Gergu, que le pagaba muy bien.

Gracias a esa misión especial, que consistía en saber si alguien introducía algo, en

plena noche, en el templo de Neith, Mentón- prominente cobraría una buena

prima. Contrataría a dos o tres profesionales de gama alta en la mejor casa de

cerveza de la ciudad.

A fuerza de velar, había acabado creyendo que no ocurriría nada.

El ruido de pasos fue acompañado por unos susurros, y el centinela percibió

algunos fragmentos de frases: «Cuidado, muy valioso... ¿Nadie por ahí?...

Ocultémoslo en el santuario... Luego, nos separamos en silencio total...»

Lo que los cuatro hombres llevaban no parecía ligero. Si hubiera salido de su

escondrijo, Mentón- prominente habría sido interceptado por otro hombre que

caminaba a bastante distancia de sus compadres, como cobertura.

La maniobra fue rápidamente ejecutada, la portezuela se cerró con una gran llave,

y los cinco hombres se dispersaron.

Mentón- prominente aguardó un buen rato antes de abandonar su puesto de

observación. Tomó por un sendero tortuoso, donde no se encontró con ningún

policía, acudió al punto de la cita y le hizo a Gergu un detallado informe.

—El tesoro ha llegado —anunció Gergu a Medes—. Un pesado cofre llevado por

cuatro mocetones.

—¡La pequeña Olivia ha hecho un excelente trabajo! Cuando un hombre de

Estado como Sehotep habla demasiado, comete una falta imperdonable. ¿Te has

informado sobre algún eventual dispositivo policial alrededor del templo de

Neith?

—Dos rondas suplementarias por la noche, sólo eso. Sobek no desea llamar la

atención sobre el edificio que está en obras, donde normalmente no hay nada que

robar. —¿Cómo han entrado los porteadores? —Por una puerta lateral. Un acólito

tenía la llave. —¡La necesitamos! Gergu sonrió.

—Mentón- prominente ha hecho un molde de arcilla. Tendremos una llave esta

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misma noche. —¿Confías en ese bribón? —Es un bandido eficaz. —¿Ha matado

ya alguna vez? —Hirió gravemente a dos de sus víctimas. —Así pues, acabar con

Olivia no debería plantearle ningún problema.

—A cambio de una retribución correcta, no. —Que abandone sobre el terreno el

cadáver, para comprometer a Sehotep. La investigación demostrará la

imprudencia y la culpabilidad del Portador del sello real.

—Ya no quiero —decidió Olivia con una mueca desdeñosa.

Gergu creyó haber oído mal.

—¿Qué estás diciendo?

—Mi profesión es la danza. Ahora tengo una hermosa casa, un criado, y me

consagro a mi arte. No quiero mezclarme más con tus chanchullos.

—Estás perdiendo la cabeza, chiquilla. ¿Acaso has olvidado nuestro contrato?

—Ya he terminado mi trabajo.

—¡Todavía no! Debes ir al templo de Neith esta noche, hacerte pasar por una

sacerdotisa si es necesario y traerme el tesoro con un amigo que tengo el placer de

presentarte.

Olivia lanzó una despectiva ojeada a Mentón- prominente.

—No me gusta.

—No es necesario que te guste. Él te ayudará y te evitará cualquier problema.

—No insistas, Gergu.

—Como quieras, pequeña. Pero no cuentes conmigo para sacarte de la casa de

cerveza de los arrabales de Menfis donde vas a pasar el resto de tu pobre

existencia.

Olivia, inquieta de pronto, agarró del brazo a su protector.

—Te estás burlando de mí, ¿no es cierto?

—Mi patrón no soporta que lo traicionen. Serás expulsada del cuerpo de baile y

nadie se atreverá a emplearte ya... salvo yo.

Ella se apartó.

—De acuerdo, obedeceré. Pero prométeme que luego me dejaréis tranquila.

—Prometido.

Mentón- prominente había logrado escapar durante muchos años de la policía

gracias a su perfecto conocimiento del terreno y su extremada prudencia. Así

pues, antes de ir a buscar a su cómplice había paseado largo rato, como un vulgar

pasmarote, por los alrededores del templo de Neith. Algunos canteros trabajaron

allí hasta que se puso el sol, luego se efectuó la primera ronda de policía.

Mentón- prominente no advirtió nada anormal.

Repitió la misma maniobra alrededor de la casa de Olivia. También allí todo

parecía apacible. Llamó, pues, a la puerta, de acuerdo con el código convenido.

Apareció la muchacha con un sobrio vestido verde, y en el cuello llevaba un

amuleto en forma de dos flechas entrecruzadas, símbolo de la diosa Neith.

—¡Pareces tan reservada que todos te tomarían por una sacerdotisa!

—Ahórrate tus comentarios.

—No tenemos tanta prisa, guapa. ¿No te apetecería pasar un rato agradable

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conmigo?

—En absoluto.

—¡Pues no sabes lo que te pierdes!

—Lo superaré.

—No caminaremos uno al lado del otro; tú me seguirás a cierta distancia. Si echo

a correr, regresa a casa. Eso querrá decir que he descubierto algún obstáculo. Si

tienes dudas, canturrea y cambia de dirección.

No se produjo incidente alguno.

Llegado a la pequeña puerta lateral, Mentón- prominente utilizó su llave.

—Funciona... Ven pronto.

Ella se acercó y entró en primer lugar en el edificio, donde flotaban aromas de

incienso.

Una decena de lámparas iluminaban débilmente la sala de columnas, pero las

mesas de ofrenda estaban vacías. Contra los muros había algunos andamios.

—Vayamos al santuario —murmuró Mentón- prominente.

—Tengo miedo.

—¿Miedo de quién?

—¡De la diosa! Con su arco y sus flechas puede disparar contra los intrusos.

—Deja ya de divagar, chiquilla.

Y la empujó por la espalda.

Cuando llegaban al umbral de la última capilla, una voz femenina los interpeló.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

Mentón- prominente se volvió y descubrió a una vieja sacerdotisa, tan frágil y

menuda que una ráfaga de viento la habría derribado.

Olivia, impresionada, se inclinó ante ella.

—Soy una sierva de la diosa y he venido de provincias para saludarla.

—¿A estas horas?

—Mi barco vuelve a zarpar muy pronto, mañana.

—¿Cómo has entrado? ¿Quién es este hombre?

—Mi fiel servidor. Hemos entrado por la puerta lateral.

—El guardián habrá olvidado cerrarla. ¿Llevas contigo las letanías de Neith, la

creadora del mundo?

—Están en mi corazón.

—Recógete entonces y que sus siete palabras iluminen tu conciencia. Yo estoy

fatigada y vuelvo a mi habitación.

La vieja desapareció. Mentón- prominente había estado a punto de acabar con

ella.

Tras haber esperado para asegurarse de que nadie turbaría ya la tranquilidad del

lugar, tomó una lámpara y se aventuró por el santuario, acompañado por Olivia.

En un zócalo de granito había un cofre de madera de acacia.

—¡Aquí está el tesoro! Ayúdame a llevarlo.

Una voz, masculina esta vez, los dejó clavados.

—Buenas noches, Olivia. Por lo que veo eres tan sólo una despreciable ladrona...

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—¡Sehotep! Pero ¿cómo... cómo...?

—Me gustan las mujeres, no desprecio las conquistas rápidas y las relaciones

efímeras, pero en primer lugar soy Portador del sello real. Por eso nunca charlo en

la cama, salvo cuando tengo la sensación de que me están tendiendo una trampa.

¿Qué mejor solución que tender otra?

Varios policías salieron de la penumbra.

Mentón- prominente había realizado siempre, escrupulosamente, su trabajo,

condición esencial para ser con tratado de nuevo. Por eso, antes de emprender la

huida, degolló, como estaba previsto, a Olivia.

—¡No lo matéis! —ordenó Sehotep.

Interponiéndose, un policía se vio obligado a defenderse. Más rápido que su

agresor, que blandía un cuchillo, clavó su corta espada en el corazón de Mentón-

prominente.

El Portador del sello no hizo reproche alguno al hombre encargado de custodiar la

pequeña puerta, pues la reacción del bandido había sido más violenta y rápida de

lo previsto.

Por desgracia, ni él ni la bailarina revelarían el nombre de quien les pagaba.

—¿Qué hacemos con el cofre? —preguntó el jefe del destacamento.

—Llévatelo a casa. Está vacío.

21

Desde que fue nombrado jefe de todas las policías del reino, Sobek el Protector

no dormía ya demasiado. Obsesionado por la seguridad del faraón, deploraba que

éste se desplazara con tanta frecuencia y corriera demasiados riesgos. Sobek

habría preferido que no saliese nunca de palacio. Pero Sesostris ignoraba los

prudentes consejos, y era necesario acomodarse a la situación, por incómoda que

ésta fuera.

A pesar de su función, Sobek seguía entrenándose, por lo menos una hora diaria,

con los policías de élite que formaban la guardia personal del soberano. Poco

numerosos, rápidos y eficaces, no se separaban del rey en sus desplazamientos, y

sabían reaccionar ante cualquier tipo de agresión.

Aquella mañana, Sobek estaba de mal humor. Ciertamente, no parecía fácil

implantar una buena red de informadores en un Egipto reunificado,

especialmente en las provincias antaño hostiles a Sesostris, pero ¿por qué la

policía no obtenía información alguna sobre uno o varios individuos orgullosos

de su disidencia? Los criminales nunca permanecían largo tiempo agazapados en

las sombras, pues les gustaba que se hablara de ellos. Poner en peligro al país

atacando su centro espiritual era una hazaña de la que apetecía alardear.

Y, sin embargo, nada.

Sobek lamentaba no poder ofrecer pista alguna al faraón, de modo que convocaba

a menudo a los responsables de las distintas fuerzas de seguridad e investigacio-

nes para que intensificaran sus esfuerzos. Aunque fueran cómplices de los

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demonios, él o los culpables no podían ser invisibles.

Como consecuencia del drama acaecido en el templo de Neith, Sobek y el

Portador del sello real, Sehotep, hablaron en el domicilio del segundo.

—¿Conocías tú a la tal Olivia antes de encontrarla en la escuela de danza?

—No. Como sucumbió con demasiada rapidez a mis encantos, sospeché que

actuaba por orden de alguien. ¿Has interrogado a la maestra de baile?

—A ella y a las demás danzarinas: no tienen nada que ver. Corres demasiados

riesgos, Sehotep. Supón que esa muchacha hubiera tenido la intención de

asesinarte.

—No era su estilo. Tras los problemas de Senankh, yo estaba convencido de que

intentarían comprometerme, también a mí, y deshonrarme. Alguien ha decidido

emprenderla con los miembros de la Casa del Rey y destruir el entorno inmediato

del faraón. ¿Qué has sabido sobre la tal Olivia?

—Lamentablemente, nada de interés. Al parecer, quería hacer carrera de

bailarina.

—¿Amante fijo?

—Amiguitos de paso. Hemos encontrado a los dos últimos, pero su interrogatorio

ha resultado infructuoso. En apariencia, la tal Olivia era una chiquilla sin historia.

—En apariencia sólo, pues alguien la contrató.

—Ya lo sé, Sehotep. Y no se colabora por casualidad con un redomado bandido

como Mentón- prominente.

—Sin duda, él no actuó por iniciativa propia.

—Claro que no, pero es imposible identificar a su patrón. Mentón- prominente se

entregaba al mejor postor y trabajaba contrato a contrato.

—Había recibido la orden de acabar con Olivia, ¿no crees?

—Es probable.

—En cualquier asociación de malhechores, forzosamente existe un eslabón débil.

—Cada vez lo dudo más, Sehotep.

—¿Muertos ambos, estás seguro? —preguntó Medes, inquieto.

—Completamente —respondió Gergu.

—¿Tuvo la policía tiempo de exprimirlos?

—Por la cólera de Sobek el Protector, ciertamente no. Como buen profesional,

Mentón- prominente cumplió con su contrato y suprimió a la bailarina. Intentó

huir y entonces fue derribado. Si queréis mi opinión, hemos pasado a dos dedos

de la catástrofe.

—Subestimé a Sehotep —reconoció Medes—. ¿Cómo suponer que ese

mujeriego iba a tendernos una trampa tan retorcida?

—Senankh, Sehotep... dos fracasos —advirtió Gergu, severo—. Los miembros

de la Casa del Rey resultan tenaces.

—El faraón no los eligió al azar, acaban de probar su valor. Pero sólo son

hombres, terminaremos descubriendo sus puntos débiles.

Gergu se derrumbó en un sillón bajo.

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—Somos ricos, considerados, influyentes... ¿Y si nos contentáramos con nuestra

fortuna?

—Quien no avanza, retrocede —objetó Medes—. No te hundas en la depresión

por esos albures. Es indispensable desestabilizar al rey.

Gergu se sirvió bebida.

—Ahora, sus íntimos estarán en guardia.

—¡Mostrémonos más astutos! Sé dónde propinar un golpe decisivo.

Medes expuso su plan. Exigía muchas gestiones, pero parecía factible. En caso de

éxito, Sesostris quedaría, en efecto, muy debilitado.

Una vez más la reunión de los principales responsables de la policía era estéril.

Ningún servicio disponía de una pista seria. En las tabernas, ningún informador

había descubierto a ningún sospechoso que presumiera de hazañas susceptibles

de poner en peligro al rey.

Uno de los adjuntos de Sobek parecía turbado.

—Me han llegado varias denuncias molestas —indicó—. Proceden de cuatro

provincias, una en el norte y tres en el sur.

—¿Quiénes son los denunciantes?

—Mercaderes ambulantes que, al parecer, fueron detenidos de modo

injustificado, una mujer de negocios de Sais y un granjero de Tebas, maltratados

por la policía.

—No tiene importancia.

—De todos modos, jefe, ese tipo de incidentes se producen pocas veces y eso

parece una epidemia.

—Inicia una investigación administrativa. Si realmente ha habido falta, impondré

sanciones.

Cuando salía de su despacho, Sobek se topó con un enviado de Khnum- Hotep.

—El visir quiere veros urgentemente.

«Tal vez tiene algún indicio serio», pensó Sobek.

Hubiera preferido encontrarlo él mismo, pero no estaban las cosas para vanidades

profesionales. Viniera de donde viniese, una información válida sería bienvenida.

Por el hosco rostro del visir, el jefe de la policía comprendió que no se trataba de

una buena noticia.

—Su majestad te tiene en mucha estima —recordó Khnum- Hotep—, y yo

también, pero...

—Pero no obtengo resultado alguno y merezco una reprimenda. Sin embargo, te

aseguro que mis hombres buscan sin descanso por todas partes.

—Lo sé, y en ese punto no te hago reproche alguno.

—¿Qué más hay, entonces?

—¿Eres el responsable de la libre circulación de las personas?

—Eso es.

—Acabo de recibir una serie de detalladas denuncias referentes a varios casos de

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trabas injustificadas a esta libertad.

—¡Menudencias!

—En absoluto. Desde la reunificación de Egipto no existen ya barreras entre las

provincias, y todo el mundo debe poder dirigirse de un punto a otro con total

seguridad. El papel de la policía consiste en tranquilizar, no en imponer controles

minuciosos. El número y la gravedad de estas denuncias demuestran que tus

subordinados cometen deplorables excesos de autoritarismo.

—He ordenado una investigación.

—Que concluya lo antes posible y se traduzca en sanciones ejemplares. Olvidaré

estos errores, siempre que no se repitan.

En el barco que lo llevaba a Menfis, Iker desconfiaba de todos los pasajeros,

desde el capitán hasta un hirsuto campesino, que dormía sobre sus fardos. El

muchacho ni siquiera apreciaba la belleza de los paisajes, tan concentrado estaba

su espíritu en el objetivo que debía alcanzar: suprimir al monstruo.

Hoy, se felicitaba por haber recibido un entrenamiento militar durante su estancia

en la provincia del Oryx, pues, en el momento fatídico, necesitaría fuerza, valor y

decisión, al modo de un soldado en el combate.

Iker se sentía incapaz de matar a un ser humano a sangre fría. Pero no debía

aniquilar a un individuo ordinario: aquel rey se comportaba como un tirano

sanguinario, y conducía a su país a la desgracia y a la ruina. ¿Cuántos asesinatos

había cometido para sostener su horrible poder?

—Dime, amigo, ¿es tuyo este hermoso material?

El anciano miraba el equipo de escriba que Iker había depositado a sus pies.

—Sí, me pertenece.

—¡Sabes, entonces, leer y escribir! Era mi sueño. Pero estaba la tierra, y luego la

boda, los hijos, el rebaño... En resumen, mi existencia ha pasado como una sola

jornada y no he tenido tiempo de estudiar. Hoy, viudo, he legado el dominio a mis

hijos. Yo me he instalado en Menfis, en una casita junto al puerto. ¿Vas también a

la capital?

—En efecto.

—Apuesto a que te han destinado allí. ¡Ah, qué suerte... la más hermosa ciudad

del país! Debes de conocerla ya, supongo.

—No.

—¡Caramba, tu primera estancia en Menfis! Recuerdo la mía, ¡me deslumbró!

Prepárate para mil y un descubrimientos. Dime, ¿aceptarías hacerme un favor?

—Depende.

—¡Oh, nada complicado! Me veo obligado a escribir una carta a la

administración acerca de mis impuestos. Como soy un jubilado, tendrían que

disminuir, pero ignoro las fórmulas adecuadas.

—Existen escribanos públicos que...

—Lo sé, lo sé, pero puesto que estamos aquí y tienes tiempo sería más sencillo.

Cuidado, no soy un ingrato: te alojaría gratuitamente en mi casa hasta que

encontraras algo mejor.

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La oferta era inesperada, pero ¿no se trataría de una trampa tendida por la policía?

Sin embargo, el escriba lo pensó mejor y no creyó posible que la policía utilizara

los servicios de un anciano como aquél, por lo que decidió aventurarse.

—Acepto.

—¡Me facilitas la vida! ¿Empezamos?

Iker abrió su bolsa de viaje y sacó de ella un pedazo de papiro y un pincel. Tras

haber diluido un poco de tinta negra escuchó atentamente la petición del anciano,

le preguntó algunos detalles y redactó una misiva llena de aquellas fórmulas que

el fisco apreciaba. Al comprobar que procedía de un escriba conocedor de las

leyes y las costumbres, el supervisor aceptaría el deseo del contribuyente.

—¡Escribes extraordinariamente bien, muchacho! He tenido suerte. Si te divierte,

te acompañaré a visitar la ciudad. Conozco todos sus rincones. Pero tal vez estés

demasiado ocupado...

—No, dispongo de varios días libres antes de ocupar mi puesto.

—¡No lo lamentarás! Gracias a mí, muy pronto te habrás transformado en un

menfita.

Prudente, el anciano hizo que Iker redactara una segunda carta dirigida al

superior de su supervisor, para que vigilase las actitudes de su subordinado. El

texto fue delicado de escribir, pues el escriba tuvo que encontrar fórmulas

adecuadas para no ofender a nadie.

El jubilado era un charlatán impenitente. Le gustaba contar su vida, de absoluta

trivialidad, con muchos detalles que sólo le interesaban a él, sin temer repetirse.

Al acercarse a Menfis parecía haber rejuvenecido.

—¡Bueno, ya llegamos! Admira el puerto, con sus interminables muelles y sus

centenares de barcos. Todas las riquezas llegan aquí. Y los almacenes, ¡los

mayores de Egipto! Observar a los estibadores es fascinante.

El lugar parecía un hormiguero.

—No vivo muy lejos. ¿Te importaría llevar mi equipaje?

El anciano, elegante, se abrió camino a través de la multitud, e Iker lo siguió.

Solo en una ciudad desconocida, ¿cómo se las habría arreglado? El destino acudía

en su ayuda.

Su compañero de viaje vivía en un barrio popular donde las pequeñas casas de

dos pisos alternaban con moradas más ricas. Los niños jugaban en la calle, las

amas de casa intercambiaban recetas y chismorreaban, un vendedor de tortas

vendía su mercancía.

—Aquí es —dijo el anciano, empujando una puerta en la que se había pintado, en

rojo, un Bes barbudo y risueño, encargado de rechazar los malos espíritus.

Tras cruzar el umbral, Iker se contrajo.

Había alguien en el interior.

El escriba dejó el equipaje. ¿Cuántos hombres lo aguardaban? ¿Conseguiría

escapar?

Con la escoba en la mano, apareció una robusta sesentona.

—Es la mujer de la limpieza —indicó el anciano—. Cuida la casa en mi ausencia.

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109

—¿Es uno de vuestros hijos? —preguntó ella, suspicaz.

—No, un escriba que viene a ocupar su nuevo puesto en Menfis. Lo albergaré

durante algún tiempo.

—Espero que sea limpio, bien educado y que no lo ensucie todo.

—Contad conmigo —prometió Iker.

—Siempre se dice eso, pero con el trato, ya veremos...

—Tu habitación está en el primer piso —indicó el anciano—. Instálate y, luego,

iremos a cenar a una buena taberna.

En cuanto se quedó a solas, Iker sacó el puñal de su túnica, lo depositó sobre la

cama y lo contempló durante largo rato.

Nada le haría olvidar su misión.

22

El capitán del carguero de cereales estaba dándose un festín con un puré de

garbanzos con ajo. Al cabo de menos de cuatro horas habría llegado a Menfis,

donde lo aguardaba una mujer bastante acogedora que adoraba las historias de

marinos.

—- Jefe, la policía fluvial a la vista —lo avisó su segundo.

—¿Estás seguro?

—Nos da la orden de que atraquemos.

El capitán, furibundo, abandonó su almuerzo y acudió a proa.

Una embarcación rápida con una decena de hombres armados a bordo les cerraba

el paso.

—Inspección obligatoria —gritó el oficial.

—¿Por orden de quién?

—Del jefe de policía, Sobek el Protector.

El capitán conocía la reputación del personaje, por lo que sabía que era mejor no

bromear, de modo que realizó de inmediato la maniobra de atraque y dejó que los

representantes del orden se desplegaran por su navío.

—¿Qué ocurre?

—Las reglas de navegación se han modificado —respondió el oficial—. Debes

esperar hasta mañana para dirigirte a la capital.

—¿Me estás tomando el pelo? ¡Tengo unos horarios que respetar!

—Además, debemos inspeccionar la carga.

—Mi documentación está en regla.

—Ya veremos... salvo si te niegas.

—No es mi estilo.

—Entonces, muéstramela mientras mis hombres hacen su trabajo.

El capitán obedeció.

Al ponerse el sol se pronunció el veredicto.

—Has cometido infracciones —afirmó el oficial—. Mal estado de tu

embarcación, carga excesiva, personal insuficiente. Podrás, sin embargo,

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navegar, pero se te impondrá una fuerte multa.

Cuando los policías hubieron partido, el capitán golpeó la borda con el puño.

—¡Esto no terminará así! Sobek no tiene derecho a cambiar el reglamento a su

antojo. Advertiré a la oficina del visir.

El anciano no dejaba de hablar, pero era un guía muy valioso. Iker no ignoraba ya

nada de Menfis. Había recorrido el barrio del puerto, el centro de la ciudad, los

arrabales norte y sur, había admirado los templos de Hator, de Ptah y de Neith,

había merodeado por Ankh- tauy, «la vida de las Dos Tierras», donde se

levantaba el santuario a la memoria de los faraones difuntos, navegado por los

canales, recorrido la antigua ciudadela de blancos muros y cenado en los mejores

albergues a cambio de cartas administrativas redactadas para su anfitrión y sus

relaciones.

Varias veces, el escriba y su mentor habían contemplado de lejos el palacio, de

cuya seguridad se encargaban numerosos militares.

—¿Acaso teme un atentado el faraón? —preguntó Iker.

—El Egipto reunificado goza de una paz sólida, pero eso no complace a todo el

mundo. A las familias de los ex jefes de provincia no les gusta mucho nuestro

soberano. Por su culpa han perdido gran parte de sus privilegios. El visir Khnum-

Hotep les hace cerrar el pico, y el pueblo le es favorable. Un rey como Sesostris

es tina suerte para el país.

Iker comprendió que no podía formular la menor crítica contra el tirano, puesto

que el jubilado pertenecía a la cohorte de los hechizados.

—La tarea del jefe de la policía debe de ser un espanto —aventuró.

—¡Eso lo pensamos todos, muchacho! Pero Sobek el Protector tiene los hombros

fuertes. Cuando estás frente a él, estarías dispuesto a confesárselo todo, incluso

delitos que no has cometido. Mientras el faraón esté bajo su protección, nada

tendrá que temer. Tengo sed... ¿tú no?

El jubilado tenía una capacidad de absorción muy por encima de la media, y al

joven escriba le costaba seguir su ritmo. Puesto que el alcohol lo hacía charlatán,

Iker iba convirtiéndose, gracias a él, en un aguerrido menfita.

Todas las noches los mismos recuerdos revoloteaban en sus sueños: el mástil de

El rápido, al que estaba atado, el naufragio, la isla del ka, la serpiente

preguntándole si sería capaz de salvar su mundo, el ilusorio país de Punt, el falso

policía que debía matarlo, su viejo maestro que le hablaba de un destino

indescifrable y, luego, ella, la joven sacerdotisa, tan bella, tan luminosa, tan

inaccesible.

Despertaba sobresaltado y apretaba el mango del puñal para tranquilizarse.

El conocía su porvenir.

Iker se presentó en el templo de Ptah, rodeado de numerosos edificios

administrativos, talleres, almacenes y bibliotecas. El encargado de la seguridad lo

llevó ante el intendente general.

El joven decidió ser franco.

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111

—¿Tu nombre?

—Iker.

—¿Tus referencias?

—Escriba y sacerdote temporal del templo de Anubis en Kahun.

—No es poca cosa... ¿Qué deseas?

—Puesto que me encargué de las funciones de bibliotecario, me gustaría

perfeccionar mi formación jurídica al tiempo que soy útil.

—¿Deseas alojamiento?

—Si es posible.

—Voy a presentarte a un reclutador. Él te someterá a un examen.

A pesar de algunas trampas que Iker había aprendido a evitar mientras seguía las

clases del general Sepi, fue una simple formalidad. De modo que el joven fue

contratado por un período de tres semanas, seguido de dos días de descanso. Si su

trabajo era satisfactorio, le prorrogarían el contrato.

En contacto con los libros, Iker disfrutó de serenidad. Zambullirse de nuevo en

los textos fundamentales, religiosos, literarios o científicos le procuró una

profunda alegría. Encargado de verificar un antiguo inventario, de rectificar

eventuales errores y añadir las nuevas adquisiciones, apreció la riqueza de la

biblioteca. Iker sintió clavada en él la mirada inquisidora del supervisor, que

evaluaba la capacidad del nuevo empleado. Sin embargo, la olvidó muy pronto,

puesto que su tarea lo apasionaba sobremanera.

Cuando el funcionario le palmeó el hombro, el joven se sobresaltó.

—La jornada ha terminado hace mucho rato.

—¿Ya?

—Superar el horario habitual exige una autorización especial que no estoy en

condiciones de darte. Si trabajas demasiado y con excesiva rapidez, provocarás

los celos de tus colegas. Debes aprender a mantenerte en tu lugar.

Sin emitir la menor protesta, Iker se levantó y siguió al supervisor, que lo llevó a

su pequeña habitación, en el edificio reservado a los sacerdotes temporales.

—Mañana participarás en la distribución de las ofrendas cuando hayan sido

consagradas. Puesto que la hora de la cena ha pasado ya, te deseo buenas noches.

De su material de escriba, que nunca lo abandonaba, Iker sacó el puñal y lo apretó

contra su pecho. Todas las noches fortalecía así su decisión.

Afeitado, purificado y perfumado, Iker recibió de manos de un sacerdote

permanente unos panes redondos de dorada corteza que ofreció a cada uno de los

oficiantes que se encargaban del ritual de la mañana. Él fue el último en probar

aquella delicia, acompañada de leche fresca.

—Eres nuevo —advirtió un treintañero algo encorvado—. ¿Tu especialidad?

—El derecho.

—¿Dónde lo aprendiste?

—En la provincia de la Liebre.

—La ciudad de Tot da una buena formación, pero tienes muchos datos que

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revisar. Ahora no existen ya jefes de provincia. El visir dirige el conjunto de las

jurisdicciones aplicando la ley de Maat.

—¿Dónde puedo estudiar?

—En la escuela de juristas, junto a las oficinas del visir.

—Supongo que es indispensable una recomendación.

—Si trabajas correctamente, la obtendrás.

En las siguientes semanas, el comportamiento de Iker fue ejemplar. Se fundió

entre los sacerdotes temporales, y no cometió falta ni exceso de labor alguna.

Provisto de la recomendación concedida por su superior, se presentó en la

escuela. Sus compañeros no mostraron simpatía ni animosidad para con el recién

llegado, que asistía a las clases con aplicación. Era evidente que tenía el nivel

necesario y no sería despedido, pues, como muchos de los postulantes.

No lejos del aula se levantaba el palacio real, protegido siempre por un

impresionante dispositivo de seguridad.

En una pausa, un estudiante flaco y vivaracho se acercó a Iker.

—¿Eres originario de Menfis?

—No, de la región tebana.

—Un paraje magnífico, al parecer.

—Tebas es mucho más pequeña que Menfis.

—¿Te gusta estar aquí?

—He venido a aprender.

—¡Pues no quedarás decepcionado! Los profesores nos hacen dura la vida, pero

nos imparten una excelente formación. Los mejores alumnos accederán a la alta

administración, y no será una ganga, pues el visir ha reorganizado todos los

servicios del Estado, que, en adelante, tienen que dar prueba de eficacia. No se

trata de holgazanear en los despachos o de dormirse en los laureles. Nadie es

nombrado escriba de modo vitalicio, y más vale evitar la cólera de Khnum-

Hotep. Puesto que tampoco el faraón se muestra más tolerante, es inútil contar

con su clemencia.

—¿Reside el rey a menudo en Menfis?

—A menudo, sí. Todas las mañanas, el visir le somete los expedientes

importantes. Desde la reunificación del país no falta el trabajo.

—¿Has visto alguna vez a Sesostris?

—Dos veces, cuando salía de su palacio. No puedes perdértelo: ¡realmente es el

mayor de los egipcios!

—¿Y por qué hay tantos policías y soldados alrededor del palacio?

- —Por Sobek el Protector, responsable de la seguridad del faraón. ¡Es un

verdadero maníaco! Sin duda teme que algunos dignatarios decepcionados la

tomen con su majestad. Y, además, la situación se envenena en la región sirio-

palestina. El general Nesmontu parece controlarla, pero, con los terroristas, nunca

se sabe. Uno de ellos podría ser lo bastante loco como para intentar matar al rey.

23

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—Explícame esto, Sobek —exigió el visir Khnum- Hotep, mostrándole la serie

de denuncias que se acumulaban sobre su mesa desde hacía varios días.

El interpelado examinó los documentos. Algunos capitanes de barcos mercantes

protestaban enérgicamente contra la arbitraria modificación de las reglas de

navegación, el aumento injustificado de las tasas y el comportamiento

inadmisible de las fuerzas del orden.

—Yo no di estas directrices.

—¿Eres el jefe de todas las policías del reino y el responsable de la circulación

fluvial?

—No lo niego.

—¡Entonces no controlas a tus subordinados! Eso es grave, Sobek,

extremadamente grave. Por esas inexcusables faltas, la reputación del faraón

puede salir perjudicada. Incluso el propio proceso de reunificación podría ser

cuestionado. Si las milicias locales dictan la ley, interceptan los cargueros y les

imponen rescate, ¿adónde iremos a parar? Muy pronto tendrá lugar el regreso de

los jefes de provincia.

—De momento, no tengo explicación plausible.

—El reconocimiento de tu impotencia me deja consternado. ¿Aún te crees digno

de tus funciones?

—Voy a demostrártelo. Estos deplorables incidentes se aclararán muy pronto.

—Espero tu informe y resultados concretos.

Sobek el Protector actuó con la mayor rapidez. Sus inspectores llevaron a cabo

profundas investigaciones. Él mismo interrogó a los capitanes y comparó sus

testimonios.

A la luz de las informaciones obtenidas, la verdad salió a flote, de modo que

Sobek se presentó de nuevo ante el visir.

—Mis subordinados no violaron las reglas de circulación —afirmó—, salvo en

un solo caso, en el que fueron engañados por falsos documentos administrativos.

—¿Qué significa eso?

—Que una pandilla de malhechores, especialmente hábiles, intenta provocar

disturbios.

—¿Han sido detenidos?

—Por desgracia, no.

—¿No hablarás en serio?

—Por desgracia, sí.

—¿Está amenazada la paz civil?

—No exageremos —protestó Sobek—. Tengo la seguridad de que se trata de un

grupito bien preparado y muy móvil, no de un ejército. En adelante, irán dos poli-

cías a bordo de cada barco mercante. Además, modifico mi código de mando. A

ti, visir, te corresponde hacer saber que las reglas de navegación no han cambiado

y que ningún capitán debe ceder ante la provocación si intentan convencerlo de lo

contrario.

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Khnum- Hotep se tranquilizó.

—¿Están esos bandidos vinculados a los ataques contra la acacia de Abydos?

—No hay nada que lo demuestre. No es la primera vez que se cometen este tipo

de fechorías, y las medidas que propongo devolverán la calma. Naturalmente, el

acoso ha empezado, y los culpables acabarán en la cárcel.

—He aquí dos escándalos sucesivos que han hecho que se hable mucho de ti,

Sobek.

—Me importa un comino.

—A mí, no. En caso de incompetencia, me vería obligado a tomar medidas. No

olvides que también eres responsable de la seguridad del faraón.

—¿Consideras que su majestad está amenazada?

—Te apoyo aún, pero no toleraré más incidentes.

Iker dividía su tiempo entre el trabajo de sacerdote temporal en el templo de Ptah

y los cursos de derecho en la escuela del visir. Reservado, concienzudo, gozaba

de la estima general. El escriba trataba con el superior de los servidores del dios,

el guardián de los misterios, el encargado de las ropas, los ritualistas, los

contables, los responsables de los graneros y los rebaños. Pero ninguno de esos

dignatarios, que se mostraban distantes con los jóvenes escribas, le diría lo que él

deseaba saber: las costumbres del monarca y el modo de acercarse a él. No forzar

las cosas y aguardar una oportunidad parecía la actitud adecuada. ¿Cuánto tiempo

tendría que esperar?

Al finalizar una clase de derecho sobre la Casa del Rey y sus responsabilidades, el

profesor anunció una noticia que hizo saltar el corazón del escriba: los tres

mejores alumnos tendrían el privilegio de ser presentados al Portador del sello

real, que, por lo general, los llevaba ante el faraón para demostrarle la calidad de

la enseñanza impartida. Los tres escribas formulaban ante el monarca propuestas

de reforma que pudieran simplificar el arsenal legislativo.

Iker redujo al mínimo su tiempo de descanso. Como tema, eligió la gestión de los

graneros, insistiendo en la necesidad de acumular reservas en las ciudades

principales y facilitar su distribución durante las malas crecidas. A causa de

textos obsoletos se manejaban, por negligencia, disposiciones injustas.

Llegó el día de la proclamación de los resultados.

Los dos primeros nombres que pronunció el profesor no eran el suyo. Pero el

tercero y último...

Un estudiante le dio un codazo.

—¿Estás durmiendo, Iker? ¡Cualquiera diría que la noticia te ha dejado frío! Y,

sin embargo, todos soñábamos con ello. Ya estás entre los elegidos que van a ver

al faraón.

Buenos competidores, los que no habían tenido suerte felicitaron a los

vencedores.

Casi en trance, Iker pensaba ya en el instante en que iba a abalanzarse sobre el

tirano para apuñalarlo.

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Taparrabos impecable, túnica inmaculada, peluca corta de buena calidad,

sandalias de cuero, los tres aprendices de juristas mostraban una sobria elegancia,

pero les costaba disimular su nerviosismo.

En el momento de meter el puñal bajo sus vestiduras, Iker se preguntó a sí mismo:

¿no registrarían a los visitantes, fueran quienes fuesen? Si le encontraban el arma,

sería detenido y encarcelado de inmediato.

Obligado a dejarla, el justiciero no tenía ya modo de herir al monstruo. Tendría,

pues, que apoderarse de la espada de un guardia y actuar con la velocidad del

rayo. El registro se llevó a cabo sin incidentes. Un secretario y un policía guiaron

al grupito hasta la sala de audiencias de Sehotep.

—Sed concisos —recomendó el profesor—. El Portador del sello real dispone de

muy poco tiempo.

El alto personaje impresionó a los jóvenes. El primero farfulló, el segundo olvidó

un punto clave de su razonamiento e Iker expuso sus ideas con relativa confusión.

—Interesante; tal vez mis servicios saquen de ahí algunos elementos —juzgó

Sehotep—. Que vuestros alumnos sigan estudiando y aprendan a dominarse

mejor.

—¿Cuándo los presentaréis a su majestad? —quiso saber el enseñante.

—Esta costumbre no está ya en el orden del día.

Iker tenía que resolver dos dificultades: entrar en palacio con el puñal y, luego,

ser admitido ante el rey. Tanto la una como la otra parecían insuperables.

El escriba no quería renunciar. ¿Acaso no le había sonreído la suerte hasta

entonces? Instalarse en Menfis parecía muy arduo y, sin embargo, se le habían

abierto algunas puertas.

De modo que decidió seguir comportándose como un estudiante modelo y un

sacerdote ejemplar. En el instante en que su profesor le propuso una larga

formación aceptó de inmediato, y cuando el superior del templo de Ptah le pidió

que ayudara a los astrónomos, consagrando sus noches a observar el cielo,

obedeció sin rechistar.

Aquella posición privilegiada tenía una ventaja: desde el tejado del templo se veía

el palacio real. Iker no sólo anotó la localización de los astros, sino también las

idas y venidas de los guardias, con la esperanza de descubrir un fallo en el sistema

de seguridad.

Engañosa esperanza.

No había menos policías de noche que de día, y el relavo se efectuaba con una

precisión y una rapidez que excluían cualquier intrusión. Sobek no era un

aficionado, y sus hombres tampoco.

Iker pensó en preguntar al responsable de la seguridad del templo de Ptah para

obtener más detalles sobre las costumbres de la guardia personal del monarca,

pero renunció a ello porque habría hecho que lo miraran con malos ojos. ¿Cómo

conseguir informaciones sobre el interior del palacio sin saber concretamente

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dónde residía el faraón?

Introducirse en el edificio parecía imposible. Quedaba, pues, la posibilidad de

apuñalar al tirano en el exterior, siempre que se conocieran las fechas de sus

desplazamientos. Pero ¿cómo?

Cuando Gergu salió de la casa de cerveza donde una prostituta siria se había

mostrado cooperadora, no andaba muy derecho. Encontró, sin embargo, el

camino de la casa de Medes, cuyo portero lo hizo esperar. Tambaleándose, no

obstante consiguió alcanzar el despacho de su patrón.

—Más vale que te sientes —aconsejó Medes.

—Tengo sed.

—Te bastará con agua.

—¿Agua para festejar nuestro éxito? ¡Con el informe que os reservo, merezco

vino, y del mejor!

Medes cedió. La actitud de Gergu era tal que Medes creyó que no era necesario

quebrar su agradable optimismo.

—La cosa funciona a las mil maravillas —afirmó tras haber vaciado una copa—.

El rumor se propaga a toda velocidad y se alimenta de sus propios chismes. Yo no

lo creía, pero habéis tenido razón al atacar a Sobek.

—¿Has pagado correctamente a los falsos policías que sembraron el desconcierto

en el tráfico fluvial?

—Utilicé a intermediarios, todos están muy satisfechos. Nadie llegará hasta

nosotros. Es imposible, sin embargo, aumentar nuestra ventaja, pues Sobek ha

tomado medidas radicales. Hay policías en cada barco mercante, y se han

reforzado los controles.

—No importa, nuestro primer objetivo ha sido alcanzado: empañar la reputación

de Sobek el Protector. Hasta el visir comienza a dudar de su competencia, de su

honestidad, incluso.

—¡Me complace imaginar su cólera! Debe de ser una pesadilla para él, que se

consideraba intocable.

—Pasemos, pues, a la fase siguiente —decidió Medes.

—¿No será... imprudente?

—¿De qué habría servido hacer tantos esfuerzos si nos detenemos ahí? Debilitar a

Sobek no basta. Hay que acabar con él.

A Gergu ya no le apetecía beber.

—Seamos pacientes, tal vez el visir lo destituya.

—No tiene todavía cargos bastantes contra él, y Sobek sigue estando muy cerca

del rey. Nosotros debemos proporcionar las pruebas de su indignidad.

—No veo cómo.

—¿Dispones de algunos testaferros capaces de mentir con seguridad?

—Eso no es un problema.

—Entonces, nos libraremos de Sobek asestándole un golpe fatal, que transforme

las sospechas del visir en certidumbres.

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Cada vez que el libanés se encontraba con el Anunciador perdía

momentáneamente el apetito, de tanto como se contraía su estómago. Aquel

hombre inaprensible lo asustaba y lo fascinaba al mismo tiempo. Desde que el

halcón- hombre había estado a punto de matarlo imprimiendo en su carne una

marca indeleble, el comerciante sabía que trabajaría siempre para él y que nunca

escapa ría. Resignándose a su suerte, obtenía de ello los máximos beneficios y

jugaba limpio con su temible patrón. En cuanto llegaba a su conocimiento un

nuevo elemento lo informaba de ello, pues el Anunciador no le perdonaría el

retraso ni la negligencia. No había golosinas en las mesas bajas; menos

almohadones, más austeridad... El libanés intentaba evitar, por todos los medios,

las reprimendas del Anunciador.

—Dame sal.

—¡En seguida, señor!

El Anunciador paseó una mirada despectiva por el salón del libanés. ¿De qué

servía todo aquel lujo? Regida por la verdadera fe, la nueva sociedad lo

erradicaría.

El comerciante regresó con un cuenco.

—He aquí la flor de los oasis.

El Anunciador se alimentó con la espuma de Seth.

—¿Qué debes comunicarme?

—Son sólo rumores, pero tan persistentes que sin duda no carecen de

fundamento. Se sospecha que el jefe de todas las policías del reino, Sobek el

Protector, pone trabas a la libre circulación de las personas y modifica

arbitrariamente las reglas de navegación. Los dos asuntos han sido acalla dos,

pero las relaciones entre el visir Khnum- Hotep y él van degradándose.

—A fin de cuentas, ¿podemos comprar al tal Sobek?

—De ningún modo. Es un policía puro y duro, un in corruptible. Alguien intenta

comprometerlo para que pierda su puesto.

—¿Tienes alguna idea concreta?

—No, señor. Pero estoy haciendo una investigación, sin poder aseguraros que

tendrá éxito. Quien osa meterse con Sobek el Protector debe de ser tan venenoso

como prudente.

—¿Se dejará engañar el visir por las falsas acusaciones?

—Es poco probable, pero Khnum- Hotep vela por la adecuada aplicación de la

ley, y su reputación de rigor no es exagerada. Si se le procura una buena prueba,

bastante adornada y creíble, se verá obligado a destituir a Sobek de sus funciones.

Despedido éste, todo el sistema de seguridad se dislocará, al menos por algún

tiempo... Y Sesostris será vulnerable.

24

A Iker le gustaba el amanecer en el templo. Tras la purificación del alba,

participar en el servicio de las ofrendas le procuraba un momento de serenidad

que lo sorprendía cada día que pasaba. Contemplando el lago sagrado, olvidaba

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sus angustias y su terrorífico proyecto. La vida volvía a ser armoniosa y apacible,

como si el mal no existiera ya.

Pero el ritual se interrumpía y la realidad se le arrojaba de nuevo al cuello.

- —Pareces fatigado —observó su superior—. Ya es hora de que dejes de ayudar

a los astrónomos. Tengo un nuevo destino que ofrecerte, pero puede disgustar a

un aficionado al derecho y a las bellas letras. Sin embargo, ¿no debe un escriba

formarse en todas las disciplinas?

—Estoy a vuestra disposición.

—Considero la obediencia como una importante virtud, Iker, y tú no careces de

ella. Eres, desde hoy, el en cargado del control de las carnes.

Sin poder discutirla, la decisión afligió al muchacho. Ver matar a los animales le

resultaba insoportable. Pensó en Viento del Norte, a quien tuvo que abandonar en

Kahun. Seguro que Sekari sabría hacerlo feliz.

Con la tez pálida y las piernas pesadas, Iker se dirigió al taller de los

sacrificadores, compuesto de un matadero y una carnicería donde trabajaban

expertos de abultada musculatura. En el equipo no había llorosos ni alfeñiques.

Acostumbrados a la muerte brutal y a la última mirada de los bovinos,

conscientes de su suerte, permanecían juntos y no se mezclaban con los

intelectuales de inmaculados vestidos de lino.

Iker llegó a la hora del descanso. Los carniceros degustaban con buen apetito

unas chuletas asadas. Sin interrumpir su comida, miraron al intruso con ojos

suspicaces.

—¿Quién eres tú? —preguntó el maestro carnicero, un robusto cincuentón de

pelo blanco y pecho abombado.

—Iker, el nuevo responsable del control de las carnes.

—Otro chupatintas que nos toma por estafadores... ¿Has comido ya?

—No tengo hambre.

—¿No te gustan las parrilladas?

—Sí, pero... no ahora.

—Nuestro trabajo te asquea, ¿no es cierto? Pues no eres el único, muchacho. Sin

embargo, se necesitan especialistas capaces de matar a los animales y dar buen

alimento a los carnívoros que somos.

—No siento desprecio alguno por vuestra tarea, que, lo reconozco, sería incapaz

de llevar a cabo.

El carnicero le palmeó el hombro.

—Tranquilízate, nadie te lo exige. Vamos, come. Luego anotarás el nombre y el

número de los despieces de esta mañana.

Iker tuvo que aprender a identificar el filete, el solomillo, el bazo, el hígado, los

menudillos y las demás partes de los bóvidos. Consignó las actas del veterinario

que, después de examinar la sangre de cada animal, garantizaba su pureza. Se

acostumbró a la particular atmósfera del lugar, donde reinaba una estricta higiene.

Pero el joven nunca asistió a la matanza, practicada al menos por cuatro técnicos,

entre ellos el maestro carnicero, único habilitado para degollar a la víctima ate-

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nuando su sufrimiento.

Entre Iker y los artesanos se instaló un clima de confianza y respeto. Él no se

mostraba puntilloso para evitar molestarlos y ellos se comportaban de un modo

un poco menos áspero.

Cierto anochecer, al terminar la jornada de trabajo, el maestro carnicero y el

escriba se sentaron el uno junto al otro. Bebieron cerveza y comieron buey seco.

—¿Dónde aprendiste tu oficio? —preguntó el cincuentón.

—En el nomo del Oryx, luego en Kahun, donde me convertí en sacerdote

temporal de Anubis.

—Anubis, el chacal... Limpia el desierto librándolo de sus carroñas, que

transforma en energía vital. Sin duda te asombrará, pero somos colegas. También

yo soy sacerdote, como todos los maestros carniceros, pues el sacrificio debe ser

ritual. No hay crueldad alguna en mi corazón ni en mi mano. Doy gracias al

animal que nos ofrece su vida para prolongar la nuestra. Las sacerdotisas de Hator

sacralizan nuestra labor, no desprovista de peligros.

—¿Hablas de las imprevisibles reacciones de los animales?

—No, sabemos inmovilizarlos con cuerdas. Estoy hablando del enfrentamiento

con Seth el temible.

—¿En qué momento se produce?

—Cada vez que tocamos la pata delantera izquierda; es la que alberga el máximo

poder. Contempla el cielo y la verás17

. Los ritualistas presentan esa pata ante la

puerta del más allá para que se abra y deje pasar el alma de los resucitados. Si el

rito no se cumpliera, permanecería cerrada, y el fuego de Seth devoraría nuestro

país.

Aquellas revelaciones dejaron pasmado al escriba.

—Puesto que las almas de los faraones residen en las estrellas que rodean la

polar, ¿están acaso colocadas bajo la protección de Seth?

—Se alimentan de su fuerza, como el faraón reinante se alimenta de los platos

que yo le sirvo.

—¿Co... conoces a Sesostris?

—Conocer es una palabra excesiva, pero efectivamente tengo el privilegio de

verlo una vez a la semana, cuando reside en Menfis. Esa noche le gusta cenar

solo. Mi ayudante y yo le ofrecemos una carne llena de energía.

En aquel instante, Iker supo que acababa de descubrir por fin el medio adecuado

para acercarse al tirano. Debía mantener la calma, no manifestar impaciencia ni

entusiasmo alguno.

—Pesada responsabilidad... ¡Es imposible decepcionar a su majestad!

—Lo mío es hacer bien mi trabajo.

—Se afirma que el rey no es un hombre fácil.

—¡Y que lo digas! Te domina desde lo alto de su talla, y nadie puede aguantar su

17 Se trata de la Osa Mayor.

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mirada. Cuando se expresa, su grave voz te atraviesa el alma y te sientes

minúsculo. Y, además, está su calma, casi inhumana, que nada parece turbar. No

te hablo ya de su autoridad... Los sabios que lo eligieron como faraón no se

equivocaron.

—Afortunadamente, está siempre muy bien protegido —aventuró Iker.

—Con el dispositivo de seguridad implantado por Sobek, el jefe de la policía,

Sesostris no tiene realmente nada que temer. Sólo las personas conocidas pasan

los controles. Incluso yo y mi ayudante somos registrados varias veces antes de

ser autorizados a entrar en los aposentos de su majestad.

Por miedo a despertar la desconfianza del maestro carnicero, Iker cambió de

tema. ¿Acaso no sabía ya bastante para esbozar un plan con posibilidades de tener

éxito?

—Muchos temen una guerra en la región sirio- palestina. ¿Lo crees tú posible?

—En absoluto. El rey tiene razón interviniendo firme mente en el país de Canaán,

donde no faltan candidatos a la revuelta. Aquella gente sólo piensa en crear

disturbios, aun en detrimento de su propia población. Sólo un general del temple

de Nesmontu los hará pasar por el aro. ¿Qué te parece la parrillada?

—Nunca he probado otra mejor.

—Es el manjar preferido del rey.

—Realmente tienes mucha suerte al poder verlo.

—Si fueras mi ayudante, también tú tendrías esa suerte.

—Sólo soy escriba supervisor, y del todo incapaz de ejercer el oficio de

carnicero.

—Para acompañarme a palacio y llevar una fuente, eso no es necesario. Si mi

empleado eligiera otra profesión, te llevaría conmigo, al menos una vez. A su

majestad le complacería conocer a un escriba joven y brillante.

Nariz Afilada acababa de remendar la vela de su barca, que le permitiría ir a

vender su provisión de loza a la ciudad vecina. En su aldea, a dos días de

navegación de Menfis, las amas de casa estaban bien provistas, pero a una hora de

allí faltaban recipientes sólidos y de buen tamaño.

Dos policías lo abordaron.

—¿Tú eres Nariz Afilada?

—Lo soy.

—¿Eres el alfarero del pueblo?

—Que yo sepa, no hay otro.

—¿Esa barca te pertenece?

—En efecto.

—Tu barca y tú quedáis requisados para un trabajo forzado.

—¿Un trabajo forzado...? ¿Qué clase de trabajo?

—Ya lo verás.

—¡No veré nada en absoluto! Soy artesano y sólo acepto trabajos forzados en

caso de absoluta necesidad, cuando debemos reparar los diques antes de la

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121

crecida. No estamos en ese período.

—Tenemos nuestras órdenes.

—¿Quién las ha dado?

—Sobek el Protector, jefe de todas las policías del reino.

—¿Y qué exige vuestro Sobek?

—Te he dicho que ya lo verás.

—¡Ni hablar!

—U obedeces o requisamos tu barca.

—¡Probadlo!

De un garrotazo, uno de los policías segó las piernas de Nariz Afilada. El otro se

arrojó sobre él y lo inmovilizó.

—¡Tranquilo, muchacho! De lo contrario, te aplasto la cabeza.

Nariz Afilada, aterrorizado, miró a los dos policías que se alejaban en su barca.

Robado, agredido, herido... combatiría.

Tras haber hablado largo rato con el faraón, el visir Khnum- Hotep sintió un

momento de desaliento ante el montón de expedientes que debía tratar. Poner en

marcha una nueva administración, luchar contra cualquier forma de corrupción,

obtener de cada cual lo mejor de sí mismo, asegurar a cada egipcio una existencia

decente y no perjudicar a ninguna provincia eran sólo algunas de las tareas que

Sesostris consideraba prioritarias. También el rey llevaba a cabo un considerable

trabajo, sin olvidar sus diarias obligaciones rituales. El visir se encargaba de lo

demás, de todo lo demás, ayudado por los miembros de la Casa del Rey.

Quienes creían que el ejercicio de la alta función se parecía a un placentero retozo

eran imbéciles o ingenuos; tenía, como le habían anunciado, la amargura de la

hiel. Pero Khnum- Hotep sentía un profundo gozo cuando conseguía hacer reinar

la ley de Maat y proporcionar una adecuada justicia, sin tener en cuenta el rango

oficial del acusado y del acusador.

—¿Cuántas peticiones de audiencia tenemos hoy?

—Unas veinte —respondió su secretario.

—¿Casos graves?

—Aparentemente, no. Salvo, tal vez, el de una artesa no, pero su historia parece

tan extraña que se trata, sin duda, de un pobre hombre que ha perdido la cabeza.

—Que pase en primer lugar. Si se trata de un loco, la entrevista durará poco

tiempo.

El artesano no se atrevía a entrar en el despacho del visir, por lo que el secretario

se vio obligado a empujarlo.

—Tu nombre —exigió Khnum- Hotep.

—Nariz... Nariz Afilada.

—¿Profesión?

—Alfarero.

—Según el informe que tengo delante, el alcalde de tu aldea se declaró

incompetente para tratar tu caso y te aconsejó que te dirigieras al tribunal de tu

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provincia. Pero también éste se declaró incompetente. Tu último recurso, por

consiguiente, consiste en recurrir al tribunal del visir. Los hechos deben de ser,

pues, de excepcional gravedad.

—¡Lo... lo son!

Sabiendo que no tendría una segunda oportunidad, Nariz Afilada comenzó a

hablar atropelladamente:

—¡Fui agredido, me apalearon y robaron mi barca! Eran dos, armados con

garrotes. Me amenazaron incluso con matarme si me resistía. ¡Y todo por el

trabajo forzado! Pero ahora no es la época, por eso me negué y...

—¿Quiénes eran esos dos hombres?

—Policías.

—Policías, ¿estás seguro?

—Sí, señor. Actuaban por orden de Sobek el Protector.

El rostro del visir se volvió francamente amenazador.

—¿Aceptarías repetir eso, jurando por el nombre del faraón, que dices la verdad?

Nariz Afilada repitió y juró.

—¿Qué dirección tomaron?

—Se marcharon hacia el norte. ¿Vais... a hacerme justicia?

—El Estado te proporcionará una nueva barca, trigo, cerveza, aceite y ropa. Te

llevarán a casa de un médico, que te examinará y te curará. Tus gastos de estancia

y transporte corren a mi cargo.

—¿Será condenado el tal Sobek?

—La justicia seguirá su curso.

Provisto de la descripción de la barca robada, cuya vela tenía el nombre de Nariz

Afilada, unos escribas se plantaron a la entrada del puerto reservado a las

embarcaciones de la policía.

—¿Qué buscáis? —preguntó el malhumorado vigilante.

—Inspección general.

—¿Tenéis una orden escrita del jefe Sobek?

—La del visir bastará.

—Yo sólo obedezco al jefe Sobek.

—Y él obedece al visir. Ábrenos paso. De lo contrario, te detendremos.

El vigilante se inclinó.

Los investigadores sólo necesitaron media hora para descubrir la barca de Nariz

Afilada, oculta entre dos unidades de la policía fluvial.

25

—¿Qué pasa ahora, Khnum- Hotep?

—Esta vez, Sobek, la cosa es realmente muy grave. Un alfarero, Nariz Afilada,

fue agredido y robado por dos policías que actuaban por orden tuya, para llevarlo

al trabajo forzoso.

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—¡No es la época, además, yo nunca di tales órdenes!

—Dispongo de una prueba.

—¿Cuál?

—Los dos ladrones se apoderaron de la barca de su víctima. Acabamos de

encontrarla en el puerto de la policía.

—¡Qué grotesca puesta en escena!

—Los hechos son los hechos, Sobek. Hay al menos dos malhechores entre tus

hombres. Quiero creer que has sido engañado, pero los culpables deben ser

detenidos, y pronto. De lo contrario, serás considerado plenamente responsable

de ese grave delito.

El Protector abandonó todas sus tareas y comenzó una profunda investigación en

sus propios servicios.

Tenían la frente baja, los ojos apagados y hombros de estibador, pero eran ricos.

A cada uno de los falsos policías, Gergu acababa de entregarles una bolsa de

cuero llena de piedras semipreciosas.

—Está muy bien pagado —reconoció el de más edad— dada la facilidad del

trabajo. Golpear al alfarero, asustarlo y robarle la barca, ¡hemos hecho cosas

peores!

—Amarrarla en el muelle de la policía tenía sus riesgos.

—En plena noche sin luna, con el guardián borracho como una cuba, no fue

difícil. ¿No tendríais, por casualidad, otro trabajo igualmente jugoso?

—Lo siento —deploró Gergu—, pero será mejor que no volvamos a vernos. En

Siquem, en cambio, uno de mis amigos os reserva una hermosa sorpresa.

—¿Más rentable aún?

—Más aún.

—Quien quiera cruzar los Muros del Rey debe estar en regla.

—Toma, muéstrales esta tablilla a los aduaneros; así pasaréis sin dificultades.

El hombre se la colgó de la túnica.

—¿Cómo se llama vuestro amigo?

—Preséntate en el ayuntamiento, os aguarda.

El bandido comprendió: se trataba del propio alcalde, ¡un corrupto como tantos

otros! Decididamente, trabajar para Gergu los llevaría lejos.

Desde lo alto de un cerro, oculto por el follaje de un balanites, Gergu vio a los dos

bribones caminando tranquilamente hacia la frontera.

Ni el uno ni el otro sabían leer.

Cuando mostraron el documento a un soldado, el tono se elevó muy pronto, y

siguió una pelea que acabó con la victoria de los dos brutos. Al intentar huir, una

decena de arqueros los tomaron como blanco y no fallaron.

En la tablilla se podía leer: «Muerte al ejército egipcio, viva la insurrección en

Canaán.»

De este modo desaparecían los agresores del alfarero. Nadie establecería ninguna

clase de vínculo entre ellos y aquellos cadáveres de insurrectos provocadores.

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—¿De modo que dormías? —preguntó Sobek.

—Sí, jefe.

—¿Y dormiste toda la noche en vez de vigilar nuestro puerto?

—Toda, no... en fin, casi toda, jefe. Yo no podía sospechar... A fin de cuentas, es

el muelle de la policía. ¡No corremos riesgo alguno!

—¿Habías bebido?

—Licor de dátiles, ¡y del bueno!

—¿Quién te lo había regalado?

—Lo ignoro, lo encontré en mi garita. Lo probé y, luego, ya sabéis lo que

ocurre... Nos aburrimos, la temperatura se hace más fresca... Por lo general, de

todos modos, aguanto mejor el alcohol.

«El muy cretino fue drogado», pensó Sobek.

El autor de la manipulación, en cambio, no era tonto y nada dejaba al azar. La

trampa se cerraba sobre Sobek, a menos que consiguiera identificar a los policías

corruptos. Pero ¿se trataba de dos miembros de las fuerzas del orden o eran

simuladores?

El Protector procedió, personalmente, a una serie de interrogatorios muy

desagradables, y sus fieles realizaron profundas investigaciones con el fin de

detectar eventuales ovejas negras.

Muy pronto corrió el rumor de que graves disensiones minaban la policía.

Ebrio, el sirio subió a la mesa de la taberna y comenzó a bailar la zarabanda con la

gracia de un elefante.

Los bebedores aplaudieron.

—¡He vencido a Sobek! Se creía más fuerte que los demás, pero brrrr... una buena

patada en el culo y se ha derrumbado. Yo soy el más fuerte.

Siguió una retahíla de palabras incoherentes que despertaron las risas de los

demás borrachos.

Un aguador, el mejor agente del libanés, prestó atención al delirio general. Él

bebía poco y, tanto en aquella taberna como en las demás, espigaba

informaciones que pudieran ilustrarlo sobre las desgracias que afectaban al jefe

de la policía.

Probablemente se trataba de un jaranero alcohólico que fanfarroneaba, pero el

aguador era escrupuloso. Así pues, tras el cierre de la taberna fue tras el sirio, que

a duras penas se tenía en pie.

En una calleja oscura le impidió caer.

—¡Gracias, amigo! Por fortuna, todavía hay buena gente... ¡No como ese Sobek!

De todos modos, he podido con él.

—¿Tú solo?

—¡Yo solo! Bueno, casi... Con la ayuda de un grupito muy unido. Y, si supieras...

¡Nos presentamos como agentes de la brigada fluvial! Si hubieras visto la jeta del

capitán del carguero de cereales... Creyó que éramos policías de verdad.

Nosotros, que los detestamos... Lo que nos reímos... Además, el trabajo estaba

muy bien pagado, siempre que no dijéramos ni una palabra. De modo que,

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cuidado, amigo: no te he dicho nada, nada en absoluto.

—Yo no he oído nada. ¿Cuentan los demás la misma historia?

—Los demás han desaparecido. Teníamos que encontramos para festejar la caída

de Sobek, pero no se han presentado.

—¿Y dónde vives tú?

—Depende de las noches. A mí no es fácil echarme mano.

—¿Quién os contrató, a ti y a los tuyos?

El sirio se puso rígido, con el índice señalando al cielo.

—¡Eso es más secreto que cualquier secreto! Pero el tipo no debe de ser un

cualquiera.

Evidentemente, la pandilla de mediocres bandidos encargada de comprometer a

Sobek había sido eliminada para que ninguno de sus miembros revelase la verdad

y demostrara así la inocencia de la policía. Era un trabajo mal hecho, puesto que

quedaba un superviviente borracho y charlatán. El aguador, meticuloso, acabó

con el problema antes de ponerse en contacto con el libanés.

¿Cómo resistirse a las codornices cubiertas de salsa parda en la que se mezclaban,

armoniosamente, una decena de especias? Aquel segundo plato de carne llegaba

tras algunos entrantes y el pescado, y precedía a un nuevo postre creado por su

cocinero. El libanés olvidó su régimen y se entregó al innegable placer del gusto,

pensando en el último informe del aguador.

Esta vez no cabía duda alguna: Sobek el Protector era, en efecto, víctima de un

complot. Una noticia excelente, por lo demás, aunque fuera preciso identificar

aún al cerebro de todo aquello sin alertarlo y provocar su venganza. De modo que

el libanés exigía la mayor prudencia a los miembros de su organización, pues

cualquier iniciativa fuera de lugar podría perjudicarlos.

Una comida de aquella calidad, acompañada por un vino tinto cuyo sabor

hechizaba el paladar y regeneraba la sangre, abría forzosamente el espíritu. En la

masa de informaciones acumuladas por sus agentes, un detalle alertó al libanés:

los barcos cargueros interceptados por falsos policías eran todos cerealeros.

¿Quién podía conocer su itinerario y saber dónde interceptarlos, salvo dos

personas?

La primera, el responsable del policía fluvial nombrado por Sobek. ¿Por qué

habría éste deseado perjudicarlo?

La segunda era mucho más interesante: Gergu, el inspector principal de los

graneros. Y, detrás de Gergu, Me- des, secretario de la Casa del Rey.

Si él era el instigador de la conspiración, resultaba imposible seguir avanzando

sin avisar al Anunciador.

—Si has solicitado verme es, sin duda, para comunicarme el resultado de tu

investigación —dijo el visir a Sobek—. Espero que sea positivo.

—Desde mi punto de vista, sí.

—¿Los nombres de los dos culpables?

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—Los ignoro, pero tengo una certeza: no son policías.

El tono de Khnum- Hotep se endureció.

—¡Inútil y ridícula excusa, Sobek! El expediente es abrumador. Si sigues

encubriendo a tus hombres, serás considerado el único responsable.

—Yo no encubro a nadie. Llevadas a cabo sin indulgencia alguna, las más serias

investigaciones sólo han logrado crear un clima detestable.

—No me dejas otra elección. Me veo obligado a inculparte tras haberte destituido

de tus funciones.

—Soy víctima de una conspiración, y estás tomando una decisión injusta.

—Si no te sancionara, injuriaría a la justicia y el poder real se vería

considerablemente debilitado.

—Cometes un grave error, visir.

—Antes de que se celebre tu proceso tendrás mucho tiempo para demostrar tu

inocencia. Hasta entonces, no diriges ya la policía. Y creo preferible, también,

que tus hombres de confianza no se encarguen más de la protección personal del

rey.

Sobek palideció.

—¿Por qué razón?

—Supongamos que los dos culpables pertenecen a ese cuerpo de élite que tú

formaste y tú controlas... ¿Acaso no sería imprudente dejarles las manos libres?

—Pero ¡es que no lo entiendes! Un criminal intenta destruirme para hacer

vulnerable al faraón.

Khnum- Hotep reflexionó durante largo rato.

—Es una de las posibilidades, en efecto, y tomaré las medidas necesarias para

que su majestad no corra riesgo alguno. Pero existe otra: algunos fieles del jefe de

todas las policías del reino creyeron poder cometer delitos con toda impunidad

porque su superior los encubría. Semejante ignominia sería la señal de una

decadencia inaceptable. Mi principal deber consiste en impedirlo.

—¿Estoy autorizado a ver al rey?

—Una entrevista permitiría suponer que avala tu actuación. Ahora bien, el faraón

nunca interfiere en asuntos de justicia.

—Te aprecio, Khnum- Hotep. Tú no me conoces y te estás equivocando.

—Sinceramente, eso espero.

—¡Ya está! —exclamó un Gergu triunfante—. Sobek el Protector acaba de ser

inculpado por el visir de agresión voluntaria, robo de embarcación, utilización

ilegal del trabajo forzoso y abuso de poder. La cosa va a ser grave, ¿no?

—Khnum- Hotep querrá dar ejemplo y probar al pueblo que el Estado no está

corrompido —estimó Medes—. Pero en primer lugar es preciso que Sobek sea

condenado.

—No hay posibilidad alguna de que se libre. Las pruebas son abrumadoras, el

alfarero mantendrá sus acusaciones. Mis dos bribonzuelos hicieron un buen

trabajo.

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—¿No hay riesgo alguno por esa parte, Gergu?

—¡Absolutamente ninguno! Como estaba previsto, los guardias fronterizos los

mataron. No he dejado rastro alguno detrás de mí.

—Sobek intentará demostrar su inocencia.

—Eso es imposible, os lo aseguro. Este problema ya está resuelto, y el jefe de

todas las policías del reino, eliminado.

—Probablemente, el visir pondrá a varios responsables a la cabeza de los

distintos servicios de seguridad y los controlará personalmente. En los primeros

tiempos tendrá lugar una buena desorganización, que aprovecharemos para llevar

a cabo nuestro plan.

El entusiasmo de Gergu cedió.

—¿No sería preferible emprenderla primero con los miembros de la Casa del

Rey? La destitución de Sobek los desestabilizará y...

—Sin él, Sesostris se hace vulnerable. El cuerpo de élite, fiel al Protector, no será

sustituido inmediatamente. Por lo tanto, es preferible golpear en el interior de

palacio.

—¡Ni vos ni yo podemos actuar!

—¿Vacilas acaso, Gergu?

—Matar al faraón... ¡Es demasiado arriesgado!

—En cuanto los guardias elegidos por Sobek hayan sido despedidos,

compraremos a algunos de los sustitutos. Entonces, el camino estará libre.

—¡No me pidáis demasiado, patrón!

Medes no se hacía ilusiones: su segundo sabía arreglárselas en la sombra, pero no

tendría el valor de acabar con Sesostris.

—Tienes razón, ni tú ni yo podemos exponernos así. Reclutemos a un experto

que no tenga miedo de nada.

—¿En quién pensáis?

—No lo conocemos aún. Tú debes encontrarlo, Gergu, husmeando en las

tabernas, en los muelles y en los barrios pobres. Encuéntrame un tipo con la

cabeza llena de pájaros a quien la perspectiva de hacerse muy rico en una sola

noche atraiga de un modo irresistible.

—Si fracasa, nos denunciará.

—Tenga éxito o fracase, no sobrevivirá. Si los guardias no acaban con él antes de

que abandone el palacio, nosotros mismos lo eliminaremos cuando le

entreguemos su prima.

26

Las previsiones de Medes se cumplieron punto por punto.

Aislado y deprimido, Sobek daba vueltas como una fiera enjaulada, temiendo que

no recuperaría nunca la libertad. Las puertas se cerraban una tras otra y se sentía

privado de su aliento vital: el apoyo del faraón. «No hay humo sin fuego»,

murmuraba para sí, «incluso en las filas de los policías. Tal vez el

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comportamiento de Sobek el Protector no fuera irreprochable. Provisto de

excesivos poderes, ¿acaso no habría superado los límites de la ley creyéndose

intocable?».

El acusado no sabía por dónde buscar: ninguna sospecha concreta, ni la menor

pista, ningún medio de investigación ya. Aparte de proclamar una y otra vez su

inocencia, Sobek se veía reducido a la inacción. Forzosamente arrojado al lodo en

un proceso durante el cual se inventarían nuevos agravios, haciendo que

testimoniaran los envidiosos, los decepcionados y los amargados, sería condena-

do a una dura pena.

Ante semejante injusticia debería haber intentado abandonar el país, pero Sobek

no estaba dispuesto a comportarse como un cobarde. Además, aquella actuación

demostraría su culpabilidad. Ya sólo podía esperar un milagro.

Herido en pleno corazón, veía cómo destruían el trabajo realizado durante varios

años. Los miembros de la guardia personal del soberano, sospechosos de

complicidad con su jefe, habían sido destinados a otras unidades y sustituidos por

militares de carrera, sin formación ante los ataques terroristas. Además, la

rivalidad entre sus superiores, cada uno de los cuales intentaba lograr los favores

del visir con vistas a un ascenso, desorganizaba las patrullas, las rondas y la

vigilancia de palacio.

Sobek temía lo peor.

Iker y el maestro carnicero se entendían a las mil maravillas. Aunque hubiese

comprendido las dificultades y el aspecto ritual de su trabajo, el joven escriba

nunca sería capaz de realizarlo. Pero él sólo le pedía que llevara rigurosamente la

contabilidad de los pedazos de carne, ninguno de los cuales debía ser desviado del

servicio de los dioses.

Un día a la semana el maestro carnicero se ausentaba del taller para participar en

las ceremonias que se celebraban en el templo de Hator, acompañado por las

damas de la Morada de la Acacia, cuya superiora era la reina.

Mientras degustaban un solomillo, Iker se atrevió a interrogar al artesano.

—¿Conversas a veces con la soberana?

—Cuando reside en Menfis dirige el ritual, pero no se entrega a la charla.

—¿Por qué te unes a esas sacerdotisas?

—Les proporciono la fuerza de Seth, que sólo ellas saben dominar e integrar en

una armonía de origen celestial.

¿Acaso ignoras que Horus y Seth cohabitan en el mismo ser, el del faraón? La

reina es la única vidente capaz de discernir la unidad de esa dualidad. Al

contemplar al rey, lo crea, y al crearlo, le permite conciliar lo inconciliable.

Iker sintió deseos de afirmar que, en Sesostris el tirano, Seth prevalecía sobre

Horus, pero consiguió morderse la lengua.

—La tarea de la reina de Egipto parece ardua —afirmó.

—¡Sobre todo en estos momentos!

—¿Qué ocurre?

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129

—Multiplica los ritos de protección de la persona real a causa de la crisis de la

policía, cuyo jefe, Sobek, está acusado de abuso de poder. Ha sido un golpe muy

duro para el faraón, que confiaba por completo en él. El visir está reorganizando

los servicios de seguridad, y eso requerirá tiempo.

—De todos modos, el palacio no permanece abierto a los cuatro vientos.

—¡Casi! El dispositivo perfeccionado por Sobek ha volado en pedazos. Anoche,

cuando llevé junto con mi ayudante la comida destinada al rey, comprobé que nu-

merosos controles no se efectuaban ya.

Se imponía una evidencia: Iker debía ocupar el lugar de ese ayudante. La

destitución de Sobek el Protector le ofrecía la inesperada ocasión de actuar.

Tras haber saboreado su ración de sal, el Anunciador clavó en el libanés su

mirada de rapaz.

—¿Qué debes decirme, amigo mío?

—Excelentes noticias, señor. Sobek el Protector ha sido apartado de todas sus

funciones. No cabe duda de que ha caído en una trampa tendida por Medes,

aunque no tengo la prueba formal de ello. Me parece preferible no seguir adelante

con mis investigaciones.

—¿Quién sustituye a Sobek?

—Nadie. Tenía tantas responsabilidades y competencias que su despido ha

abierto un verdadero abismo. El visir se esfuerza por colmarlo, aunque sin

demasiado éxito. Así pues, la seguridad del rey está mucho menos garantizada.

—¿Por qué se comporta así Khnum- Hotep?

—A su riguroso modo de ver, la aplicación de la ley pasa por encima de cualquier

otra consideración. Según rumores de pasillo, el expediente contra Sobek es abru-

mador.

—Una especie de arreglo de cuentas...

—Probablemente. Khnum- Hotep fue jefe de provincia. Y no debe de disgustarle

prescindir de antiguos adversarios. Supongo que no se detendrá en tan buen cami-

no, y pronto la emprenderá con otras personalidades próximas al monarca.

—¿Sería posible obtener informaciones sobre el interior del palacio y los

aposentos privados de Sesostris?

—Cuando Sobek dirigía los servicios de seguridad, os hubiera respondido

negativamente. Hoy es distinto. Los guardias y el personal ya no están sometidos

a la misma disciplina.

—Trata de averiguar en qué momento preciso será el rey más vulnerable.

—Creéis que...

El Anunciador se expresó con extremada dulzura.

—El destino podría lograr que nuestra causa progresara mucho más de prisa de lo

previsto.

Las tabernas estaban atestadas de pequeños truhanes dispuestos a dar un nuevo

golpe bajo, aunque dentro de unos límites razonables. Ciertamente, la destitución

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di- Sobek el Protector alentaba a numerosos delincuentes a reanudar sus

actividades. Lamentablemente, la mayoría, conocidos de sobra por la policía, no

tenían muchas ganas de volver a la cárcel. El visir no bromeaba con la seguridad

de las personas y los bienes. Crimen y violación eran castigados con la pena de

muerte, y el robo estaba considerado un delito grave. Un ladrón daba pruebas de

codicia, la principal manifestación de isefet, el poder destructor opuesto a Maat.

Para encontrar al pájaro, Gergu debía aprovechar el período de vacilación durante

el que Khnum- Hotep estaba reorganizando las fuerzas del orden y nombraba

nuevos responsables.

Pero el testaferro de Medes seguía mostrándose pesimista.

¿Las tabernas? Se hablaba mucho allí, demasiado. Encontrar sayones como los

que solía emplear, y luego reducirlos al silencio, era factible aún; serían olvidados

muy pronto y nadie los echaría en falta. Pero el asesino de un faraón... ¡Eso exigía

una indudable envergadura! En las casas de cerveza, Gergu no había descubierto

a ningún ejecutor potencial.

Exploró metódicamente los barrios modestos de Menfis, donde reinaba, sin

embargo, una verdadera alegría de vivir. Ninguna familia sufría la miseria, y la

popularidad de Sesostris no dejaba de crecer. Gracias a él, nadie pasaba hambre,

todo el mundo gozaba de servicios sanitarios, vivía en paz y no temía ya al futuro.

Cuando el faraón era un buen faraón, todo iba bien.

Durante sus discusiones, Gergu sólo oyó alabanzas del monarca. Despechado, no

siguió adelante.

Quedaban los muelles, que tenían dos ventajas: la fuerza física de los estibadores,

indispensable para matar al rey, y el carácter cosmopolita de la profesión. ¿No

sería mejor que el asesino fuera un extranjero?

Gergu se informó sobre los efectivos, interesándose especialmente por los

encargados del mantenimiento de los cereales. Como inspector general de los

graneros, tenía acceso al conjunto de los documentos administrativos.

Tras varios días de búsqueda, un detalle lo intrigó. En el muelle dos, el equipo

previsto tenía diez estibadores, entre ellos un sirio y un libio.

En realidad, eran once. Ese undécimo trabajador no tenía, pues, existencia legal

alguna.

Observando sin ser visto las idas y venidas, Gergu descubrió que un tipo alto con

el pecho cubierto de cicatrices robaba de vez en cuando un saco y lo ocultaba en

un almacén próximo. A cada operación decía unas palabras al libio.

Al caer la noche, éste apareció acompañado por dos asnos, cargó los sacos y

abandonó el puerto. Gergu los siguió. El libio descargó su botín y lo ocultó en una

choza cercana a su domicilio, situado en un arrabal tranquilo.

Cuando cruzaba el umbral, Gergu se dejó ver.

—Estate tranquilo, amigo, la casa está rodeada. Si intentas huir, los arqueros

acabarán contigo.

—¿Sois... policía?

—Peor aún: servicio de represión del fraude. Con nosotros no hay juicios ni

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tribunal, sólo sanción inmediata. Lo sé todo sobre tus manejos: robo de cereales,

lo cual significa cadena perpetua. Pero tal vez podamos arreglarlo.

—Arreglarlo... ¿Cómo? —balbuceó el libio, asustado.

—Entremos.

La casa era más bien coqueta.

—¡Tu pequeño negocio da beneficios!

—Debéis comprenderme, quería completar mi salario. No volveré a hacerlo, ¡os

lo juro!

—¿Quién es tu cómplice?

—Nadie... no tengo ningún cómplice.

—¡Una sola mentira más y se acabó la libertad!

—Entendido, en efecto, hay alguien que me echa una mano. Es... mi hermano.

—¿Un trabajador clandestino?

—En cierto modo.

—¿Por qué no entró en Egipto de modo legal?

—No le convenía demasiado.

—¡La verdad, y en seguida!

El libio agachó la cabeza.

—Mató a un policía que lo había insultado. Mi deber era salvarlo. Como no está

inscrito en la lista de los estiba dores asalariados, nos las arreglamos. Los demás

aceptan no decir nada.

—¿Dónde vive?

—En una choza, cerca del puerto.

Gergu exigió detalles para poder encontrarlo fácil mente:

—¿Su nombre?

—Cicatrices. Para ser franco, siempre fue muy pendenciero.

—Sin duda no se cargó sólo a un policía, tu buen hermanito.

—¡Bien tenía que defenderse! ¿Vais a detenernos?

—Depende —respondió Gergu, enigmático.

—¿Depende... de qué?

—De vuestro deseo de cooperar, el tuyo y el de tu hermano.

—¿Qué tenemos que hacer?

—Tú, callar y trabajar normalmente, y explicar a tus colegas que tu hermano ha

regresado a Libia.

—¡De modo que lo detendréis!

—Voy a ofrecerle una misión que interesa a la represión del fraude —anunció

Gergu—. Si la lleva a cabo, tendrá una autorización de residencia y un permiso de

trabajo. Ambos estaréis en regla y dejaréis de comportaros como ladrones. En

cambio, si se niega, vuestro futuro se anuncia muy hostil.

—¿Puedo... hablar con él?

Gergu fingió vacilar.

—No es muy reglamentario.

—¡Concededme vuestra confianza, os lo ruego! Cicatrices puede reaccionar mal

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si no preparo antes el terreno.

—Pides mucho, pero acepto ser generoso. Mañana hablarás con tu hermano, no

robaréis ni un saco más y, por la noche, iré a su casa. Trata de ser convincente.

—¡Contad conmigo!

27

A Jeta- de- través le gustaba mucho Menfis. Soñaba con expoliar sus almacenes y

hacerse muy rico. Lamentablemente, la empresa se anunciaba más difícil que el

discreto pillaje de las granjas aisladas, colocadas ya bajo su «protección».

El velludo coloso de enormes brazos daba a sus víctimas suficiente miedo como

para que observaran un silencio total y pagaran su diezmo con perfecta

regularidad.

Jeta- de- través veía, pues, cómo su pequeña fortuna aumentaba día tras día.

Cuando pasaba por Menfis, dando cuenta de sus actividades al Anunciador, no

olvidaba gozar de los placeres de la vida.

El barrio donde el gran jefe residía era peinado por sus fieles, que descubrían de

inmediato una cara nueva o a un curioso. Jeta- de- través entró en la tienda que

administraba un terrorista de rostro simpático. Vendía sandalias, esteras y bastas

telas a una clientela popular.

Con una mirada autorizó al recién llegado a subir al primer piso.

En lo alto de la escalera, Shab el Retorcido le cerraba el paso.

—Debo registrarte.

—Déjalo ya, ¿quieres? Soy yo, no un desconocido.

—Son órdenes del Anunciador.

—Cuidado, Retorcido, voy a enfadarme.

—Las órdenes son órdenes.

Entre ambos hombres nunca había reinado un entendimiento cordial. Shab

consideraba a Jeta- de- través un bandido depravado que sólo pensaba en sus

intereses, y este último detestaba al Retorcido, fiel a su dueño como un perro

abandonado y luego recogido.

—Cuando vengo a Menfis, nunca llevo armas. Si la policía efectúa un control,

estoy tranquilo.

—Deja que lo verifique de todos modos.

—Si eso te divierte...

Jeta- de- través no mentía.

—Sígueme.

El Anunciador estaba sentado en el centro de una estancia oscura. Cubriendo las

ventanas, había unas esteras que sólo dejaban pasar un rayo de luz.

—¿Cómo estás, mi buen amigo?

—¡Muy bien, señor! Los negocios son florecientes. Traigo mi contribución a la

causa.

—¿En qué forma?

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—Dos de mis hombres me siguen. Depositarán en la tienda piedras preciosas

compradas con los pagos de mis protegidos. Podréis cambiarlas por armas.

—Espero que no corras ningún riesgo.

—¡Ninguno, de verdad! Descubro las granjas interesantes, amenazo, maltrato si

es necesario y cobro el precio de mi protección sin tolerar el menor retraso.

—Gracias a mí, eres ya rico, Jeta- de- través.

—No exageremos, señor. El mantenimiento de mi banda me cuesta una fortuna.

—¿No tendrán tus guerreros tendencia a engordar?

—¡De ningún modo! Durante el entrenamiento, nadie reprime sus golpes.

—Sobek el Protector ya no es el jefe de la policía. Dada su desorganización, las

circunstancias nos son favorables. Muy pronto obtendré informaciones que nos

permitirán intervenir en el interior del palacio. Necesito un valiente capaz de

matar a Sesostris.

—Mis tipos lo son, todos, pero prefiero a uno: un si río retorcido y rápido. Nadie

ha conseguido vencerlo aún. Odia tanto Egipto que de buena gana asolaría el país

en tero. Eliminar al faraón será un verdadero placer para él.

El lugar estaba completamente a oscuras. Si Gergu no lo hubiera explorado de

día, habría tenido serias dificultades para orientarse en la noche. El sector sería

muy pronto demolido para dar paso a nuevos edificios, mayo res y mejor

concebidos.

—Déjate ver, Cicatrices.

Sin respuesta.

De pronto, Gergu tuvo miedo.

¿Y si el estibador lo atacaba? Dada la musculatura de aquel tipo, el inspector

principal de los graneros no daría la talla en un cuerpo a cuerpo.

—Déjate ver, o me voy.

—Estoy aquí —dijo una voz enronquecida.

Gergu se adelantó y descubrió al libio en la oscuridad. Estaba apoyado en una

pared, con los brazos cruzados.

—¿Ha hablado contigo tu hermano? —Sí.

—¿Aceptas, entonces?

—De ningún modo. A mí nadie me impone nada.

—Peor para tu hermano.

El estibador abrió los brazos.

—- ¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que la brigada de represión del fraude lo ha detenido y que su

destino depende de tu decisión.

—¡Te machacaré los huesos!

—Eso no salvará a tu hermano. Si no me obedeces, morirá.

El libio escupió.

—¿Qué esperas de mí?

—Has matado ya a varias personas, por lo que no creo que te cueste mucho

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hacerlo de nuevo.

—Es posible.

—Tus hazañas anteriores eran pequeñeces, Cicatrices. ¿Te comprometes a acabar

con un personaje importante?

—Importante o no, ¿qué más da? Será sólo un pobre tipo menos.

—¿Incluso si se tratara del faraón?

El libio se pegó al muro.

—¡El faraón es un dios!

—No más que tú y que yo.

—¡Lárgate, no quiero oír nada más!

—Elige entre el rey y tu hermano. Si te niegas, será ejecutado esta misma noche.

—La magia protege al faraón.

—Eso es falso, la situación ha cambiado.

—¿Qué ha sucedido?

—Sobek el Protector ha sido destituido de sus funciones. Sin él, ninguna magia

resultará eficaz. El rey ya es sólo un hombre como los demás.

—¿Y los guardias?

—Los que Sobek había formado han sido despedidos. Nos las arreglaremos para

dejarte el camino libre hasta los aposentos de Sesostris.

—¿Cuándo y con qué arma?

—Nosotros te proporcionaremos el arma. Cuando el momento haya llegado, te lo

haré saber. No abandones tu madriguera y sé paciente.

—¿Y mi hermano?

—Lo retendremos prisionero hasta que hayas cumplido tu misión. Luego, ambos

seréis ricos. No tendréis ya necesidad de robar, no tendréis necesidad de ocultaros

ni de trabajar. Tu hermano y tú seréis considerados unos héroes. Propietarios de

una hermosa villa, tendréis un ejército de servidores. Sin embargo, eres muy libre

de negarte.

—Acepto.

Muchacho jovial y laborioso, el ayudante del maestro carnicero aprendía el oficio

con sabia rectitud y respetaba al pie de la letra las consignas de su instructor.

Gracias a artesanos tan exigentes, la carnicería del templo de Ptali seguía siendo

una de las mejores del país.

—Tengo una buena noticia —le reveló a Iker—: pronto me voy a casar. ¡Si

supieras qué hermosa es! No ha sido fácil convencer a sus padres. Pero como ha

tomado ya su decisión, no pueden hacer más que aceptarlo.

—Te deseo mucha felicidad.

—¿Tú no piensas en el matrimonio?

—Todavía no.

—¿No eres demasiado... serio?

—Para un provinciano, instalarse en Menfis no tiene nada de fácil, y primero

deseo avanzar en mis estudios. Luego, ya veremos.

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—¡De todos modos, no olvides relacionarte con muchachas!

Mientras el ayudante regresaba a la carnicería, Iker pensaba en la joven

sacerdotisa cuyo rostro seguía poblando sus noches. Si no hubiera estado

investido de una misión de la que no saldría vivo, se habría lanzado en su busca.

Pero ¿para qué? Encontrarla era imposible. Si un milagro le permitiera volver a

verla, ¿no soltaría ella una carcajada al oírle farfullar palabras estúpidas? Con ella

habría construido otra vida. Pero alimentarse de sueños e ilusiones no llevaba a

ninguna parte. En cambio, Iker conocía el final de su último viaje: el palacio real.

Mientras redactaba su informe semanal, tan elogioso como el precedente,

pensaba en el último cerrojo. Ciertamente, podía falsificar la contabilidad y

lanzar las sospechas sobre el ayudante, pero eso hubiera sido traicionar a Maat y

destruir la carrera de un buen muchacho. Además, quejarse de él ante el maestro

carnicero sería igualmente injusto.

Tan cerca del objetivo, Iker se sentía impotente. Un criminal se habría librado

brutalmente del molesto obstáculo, pero el escriba no lo era. Simplemente quería

liberar a Egipto de un asesino y un tirano. Sólo él debía encargarse de ello.

Mientras dibujaba jeroglíficos con mano segura, Iker buscaba una solución.

Tras haberse asegurado de que nadie le observaba, el aguador entró en casa del

libanés en plena noche. El portero tenía orden de abrirle en cualquier momento.

Mientras un criado despertaba a su dueño, el inesperado huésped hizo honor a las

golosinas dispuestas en las mesas bajas. Gracias a sus incesantes

desplazamientos, él no tenía problema alguno de peso.

Envuelto en una amplia bata apareció un libanés adormilado.

—¿No podías esperar a mañana?

—No.

—Bueno, te escucho.

—Me he hecho amante de una de las lavanderas de palacio, una belleza con la

cabeza llena de pájaros, que tiene una inestimable cualidad: habla mucho. Está

tan orgullosa de su puesto que ni siquiera he tenido que hacerle preguntas. Desde

esta noche conozco prácticamente todo el dispositivo de seguridad.

El libanés ya no tenía sueño.

El aguador nunca había presumido.

—Militares de edad, muy seguros de sí mismos y pretenciosos, sustituyen a los

guardias formados por Sobek. Muy disciplinados, obedecen al pie de la letra a sus

oficia les, que se suceden cada seis horas. A veces, el rey permanece solo en su

despacho, donde cena mientras estudia algunos expedientes. No hay ningún

policía apostado en sus aposentos. Pues bien, esta velada solitaria tendrá lugar

pasado mañana.

—¡Buen trabajo! Pero de todos modos quedan los guardias.

—No, si los alejamos.

—¿De qué modo?

—Mi encantadora amante me ha dicho el nombre del teniente que estará mañana

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de servicio, a partir de primera hora de la noche. Tendremos que interceptarlo y

sustituirlo por uno de nuestros hombres, que ordenará a los militares que

abandonen el palacio para una intervención exterior. Entonces, el camino quedará

libre.

El tuerto golpeó el suelo con el puño, reconociendo así su derrota. Normalmente,

el sirio debería haber deja do de estrangularlo, pero, por el contrario, apretó con

mayor fuerza y crueldad.

—Ya basta, ¡suéltalo! —aulló Jeta- de- través.

El sirio hizo oídos sordos, y su jefe se vio obligado a tirarle del pelo. Finalmente,

aflojó la tenaza.

—¡El tuerto ha pedido gracia!

—No lo he visto. Y, además, era un ardid. Este tipo es un tarado. Finge renunciar

y contraataca.

El tuerto permanecía tumbado, con el ojo bueno abierto de par en par.

—¡Vamos, levántate!

La orden de Jeta- de- través no surtió efecto.

—Parece que está muerto —afirmó el sirio.

—¡Seguro que lo has matado!

—No será una gran pérdida, combatía cada vez peor.

—Ve a lavarte y a vestirte —ordenó Jeta- de- través—. Tienes una misión.

La mirada del sirio brilló de excitación.

—¡Ya está, de verdad! ¿Y a quién debo matar?

—Al faraón de Egipto.

28

El maestro carnicero preparaba las ofrendas para el ritual matutino cuando

conoció la mala noticia. El futuro novio tenía mucha fiebre y, por lo tanto, no

podía ir a trabajar.

El artesano habló con Iker, ocupado en diluir tinta.

—Esta noche el rey está solo y yo debo encargarme de- su cena —reveló—.

¿Aceptas hacer más horas de servicio y sustituir a mi ayudante, que acaba de

ponerse enfermo?

El escriba contuvo una bocanada de entusiasmo.

—Temo no ser competente...

—¡Tranquilízate, no es complicado! Yo llevo el primer plato y tú el segundo.

—Nadie me conoce en palacio. El guardia no me dejará entrar.

—¡Me conocen a mí! Y, además, últimamente las medidas de seguridad se han

aligerado de manera considerable. Pasarás sin problema alguno, créeme. ¿Acaso

tienes miedo de ver al rey?

—Reconozco que...

—¡Nada de pánico! Llamaré a su puerta. Cuando él ordene «Adelante», con su

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voz que atraviesa los muros, entraremos en la estancia, con la cabeza gacha, y

depositaremos los platos en una mesa baja, a la derecha del vestíbulo. El monarca

estará absorto en su trabajo y nos marcharemos en seguida; como mucho, me

preguntará si la carnicería funciona bien, y como advertirá el cambio de ayudante,

te presentaré. Comprendo tu aprensión. Aun sentado, el rey parece un gigante.

Tiene un modo de mirar que te deja mudo. Incluso cuando lo conoces, quedas

impresionado. Bueno, basta de cháchara y pongámonos manos a la obra. Anota el

número y la calidad de los pedazos destinados al templo. Luego, comeremos un

bocado.

Mientras el maestro carnicero se alejaba, Iker derramó la tinta: le temblaban las

manos. ¿Tendría, tan cerca de su objetivo, valor para cumplir su misión?

El estibador libio no estaba por la labor. Además, sus colegas lo trataban con

frialdad. Dos de ellos, con los que descargaba los cereales de un mercante,

detestaban su país. No se atrevía a preguntarles los motivos de su frialdad y

aceptaba tomar unas cargas más pesadas que de ordinario, sin dejar de pensar en

su hermano. ¿Realmente lo habían convencido para que cooperase? El extraño

tipo que los manipulaba no estaba bromeando. Era imposible rechazar sus

exigencias.

Un saco más, tan pesado que estuvo a punto de derrumbarse.

—¡Muchacho, deberíamos ser al menos dos para llevar eso!

—Cuando violaste a la niña, estabas solo, ¿no? —preguntó uno de los dos

estibadores, mirando al libio con ojos coléricos.

—¿Qué estás diciendo?

—Lo sabemos todo, basura.

—Os equivocáis, yo no he agredido a nadie.

—Te digo que lo sabemos todo, los cabrones de tu especie no merecen un

proceso, la sentencia se ejecutará en el acto.

El estibador arrojó al libio al agua. Al no saber nadar, el extranjero se debatió en

vano. Pidió socorro y recibió un saco en la cabeza. Atontado, se hundió.

—Se ha hecho justicia —comentó su colega.

De lejos, Gergu había presenciado la escena. Convencidos de su historia de

violación y convenientemente pagados para suprimir al monstruo, haciendo creer

que había sido un accidente, los estibadores habían llevado a cabo la tarea con

celo.

De acuerdo con las exigencias de Medes, Gergu no dejaba rastro alguno a sus

espaldas.

Al terminar la reunión de la Casa del Rey, el Portador del sello Sehotep comunicó

a Medes los elementos que le permitirían redactar los nuevos decretos.

Mejoraban la situación de los artesanos y acababan con la rigidez administrativa

que ponía trabas a los intercambios comerciales entre las provincias.

—Su majestad desea que las leyes sean difundidas rápidamente —advirtió

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Sehotep—. Dicho de otro modo, es más que urgente.

—Esta misma tarde le presentaré un proyecto al rey.

—No, esta tarde, no. El faraón cenará a solas para actualizar varios expedientes.

En cambio, mañana por la mañana, tras el ritual del alba, será un momento

excelente. No te limites a un simple proyecto, y olvida que la noche sirve,

normalmente, para dormir.

—Ya he sido avisado de ello —afirmó Medes, sonriendo—, y no tengo, pues,

razón alguna para quejarme.

—No ocupas el cargo más fácil, pero el rey aprecia tu trabajo.

—¿Acaso ser útil a tu país no es la más hermosa de las satisfacciones?

Perdonadme, no tengo ni un instante que perder.

Medes regresó a casa y mandó a un servidor que buscara a Gergu en la inspección

de los graneros, donde se pavoneaba ante sus subordinados. Abandonando sus

demostraciones de autoridad, lanzó algunas frases llenas de sentimiento sobre la

pereza de los funcionarios y se dirigió, presuroso, a la morada de su patrón.

—Hay que actuar esta noche —dijo Medes—. Sesostris estará solo en su

despacho.

—¿Y los guardias?

—El relevo se efectuará en la primera hora de la noche. Durante unos minutos, el

corredor que lleva a los aposentos privados del rey estará sin vigilancia. Que tu si-

rio se introduzca por el acceso reservado a la servidumbre y vaya directamente al

grano.

—¿Y si se topa con un obstáculo inesperado?

—Que lo sortee. Muéstrale este plano del palacio y que lo grabe en su memoria.

Luego, quémalo. ¿Está resuelto el caso de su hermano?

—Definitivamente.

—Avisa al muy bruto y dale tus instrucciones.

Realmente, a Gergu no le gustaba el barrio. Allí reinaba una atmósfera opresiva,

muy distinta de la alegría habitual de Menfis. Un montón de humeantes basuras

desprendía un hedor pestilente. Algunos perros vagabundos buscaban cualquier

clase de alimento. Los ladrillos yacían por el suelo, esparcidos, como si el edificio

al que estaban destinados no tuviera posibilidad alguna de ver la luz.

Incluso bajo el sol, el refugio del Cicatrices era siniestro.

—Sal de ahí —exigió Gergu.

La puerta permaneció cerrada. Se acercó, inquieto.

—¡Sal inmediatamente!

A pocos pasos de Gergu, las ratas se hicieron amenazadoras. Cuando les arrojaba

algunos restos de ladrillo, dos manos ciñeron su cuello y lo levantaron del suelo.

—¡Tengo ganas de estrangularte! —rugió el Cicatrices.

—Basta —consiguió articular Gergu—, ¡te traigo tu primera prima!

El estibador dejó al egipcio en el suelo.

—Si mientes, te hago picadillo.

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Gergu se palpó el cuello. ¡Aquel imbécil había estado a punto de rompérselo!

—Bueno, ¿y esa prima?

El inspector principal de los graneros se felicitó por su prudencia. Previendo la

reacción de aquel retrasado mental, había tomado una pequeña bolsa de cuero que

contenía un magnífico lapislázuli.

—Esta piedra es muy cara. Y es sólo una pequeña parte de la prima total...

Siempre que actúes esta misma noche.

El sirio palpó el tesoro.

—Nunca había visto nada semejante... ¿Esta noche, dices?

—Te mostraré un plano del palacio real y te explicaré cómo entrar en él. Si lo

consigues, vivirás una existencia de ensueño. He aquí la corta espada que vas a

utilizar.

El teniente encargado de mandar las fuerzas de seguridad de palacio durante las

próximas seis horas aplicaba su propio método, y no el de Sobek, demasiado

pesado a su modo de ver. Mandaba a un suboficial para que avisara a los guardias

de la hora del relevo, y todos salían de palacio, uno a uno, en orden inverso al de

su llegada. Así, el teniente podía identificarlos y contarlos. Luego, colocaba en su

lugar a sus propios hombres.

El soldado que custodiaba la puerta reservada a la servidumbre se sintió

satisfecho al abandonar su puesto. Con la espalda dolorida, no se tenía ya en pie.

Apenas hubo desaparecido cuando el Cicatrices se introdujo en palacio, dispuesto

a acabar con quien se cruzara en su camino.

El más sorprendido fue el sirio.

Como buen comando formado por Jeta- de- través, observaba los parajes desde

hacía más de una hora y aguardaba la maniobra de distracción, organizada por un

falso militar, para penetrar a su vez en el lugar.

Era evidente que aquel mocetón no formaba parte del dispositivo. ¿Quién era y

qué quería? Con su corta espada y su cabeza de bruto, nada tenía de atractivo.

El sirio comprendió: ¡un policía como cobertura!

¿Y si había otros ocultos en el interior? El único medio de saberlo era eliminar a

ése y, luego, asegurarse personalmente.

De pronto, brotaron unas órdenes seguidas por unos ruidos de carrera. ¡La

distracción prevista!

Acababan de informar al capitán de un intento de efracción contra los despachos

del visir. Todos los soldados tenían que intervenir urgentemente.

Nadie.

El Cicatrices avanzaba lentamente por los pasadizos, recordando el plano que

había memorizado. Aquel trabajo le resultaba tan fácil que sonrió.

En aquel momento, una larga hoja lo degolló con tanta violencia como precisión.

En un último respingo, el estibador azotó el aire con su espada, esperando tocar a

su agresor. Pero el sirio se había apartado y, satisfecho, veía morir a quien

consideraba un policía.

El comando prosiguió su camino.

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Ni guardias ni soldados. Como habían anunciado, el palacio estaba vacío durante

un corto período.

Finalmente, el despacho de Sesostris.

Dentro de poco tiempo, el faraón habría dejado de vivir. El sirio alardearía de su

hazaña hasta el fin de sus días.

Cuando se disponía a empujar la puerta, una cabeza dura como la piedra le golpeó

el vientre. Perdiendo el resuello, el asesino cayó de espaldas. Su adversario le

rompió la muñeca derecha de una patada, y lo obligó así a soltar el arma.

Horas y horas de entrenamiento habían enseñado al sirio a reaccionar en las

peores situaciones. A pesar de la herida y del sufrimiento se puso en pie y, con el

puño izquierdo, golpeó el costado del hombre que intentaba derribarlo.

Aprovechó la ventaja y se lanzó a su vez de cabeza. Previendo el ataque, el otro

fue más rápido, y lo esquivó al tiempo que agarraba al sirio del cuello. Si el

comando no hubiera estado disminuido, se habría liberado fácilmente de la presa,

pero estaba en muy malas condiciones para vencer en el combate, al que puso fin

el siniestro crujido de sus vértebras cervicales, que se rompieron en seco.

Suspirando de alivio, el vencedor tiró del cadáver hasta un reducto donde se

acumulaba la ropa sucia.

Ante el acceso principal del palacio, la agitación iba apaciguándose. Aunque el

relevo de la guardia hubiera sido perturbado por una falsa alarma, el teniente no

había perdido en ningún momento el control de la situación.

—¿Podemos entrar? —preguntó el maestro carnicero, acompañado por Iker—. A

su majestad no le gustaría una comida fría.

—Id —ordenó el oficial, que no quería ganarse, por exceso de celo, las

reprimendas del monarca.

Ciertamente, los guardias no se habían colocado aún en el pasillo que conducía a

los aposentos reales, pero todo el mundo conocía al artesano.

El corazón de Iker palpitaba enloquecido, y nada vio del palacio donde con tanta

facilidad acababa de entrar. Su mirada se concentraba en la espalda de su guía.

Caminaba con rápidos pasos y lo llevaba a su objetivo, que durante mucho tiempo

había considerado inaccesible. La perseverancia y la suerte habían acabado

derribando todos los obstáculos.

—Éste es el despacho del rey —anunció el maestro carnicero.

Antes de librar a Egipto del tirano había que cumplir una formalidad. Una vez

más, Iker se felicitó por haber seguido una formación militar en la provincia del

Oryx. Su brazo no tembló cuando, con el plato de alabastro, dejó sin sentido,

limpiamente, al artesano.

Oculto en las legumbres esparcidas por el suelo, su puñal. Si lo hubieran

registrado, no se les habría ocurrido mirar entre la comida. El escriba limpió el

arma y se detuvo frente a la puerta. Tenía que olvidar toda sensibilidad, pensar en

su venganza, no considerar que acababa con un ser humano, sino con un

monstruo.

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Y tenía que actuar pronto, muy pronto, sin darle tiempo al rey a reaccionar.

Cuando abría la puerta, una voz grave lo dejó petrificado:

—Entra, Iker. Te estaba esperando.

29

Bañado en una suave luz que difundían numerosas lámparas, el despacho del

monarca era inmenso. Sesostris, sentado con las piernas cruzadas y un papiro

desenrollado sobre las rodillas, miraba fijamente al joven.

—Entra y cierra la puerta.

Petrificado, Iker obedeció.

—Puesto que quieres matarme, necesitas otra arma.

El monarca enrolló el papiro y se levantó: un gigante se incorporó ante Iker.

—¿Crees poder herir a un faraón con ese miserable puñal? Toma aquél, el que

manejan los genios guardianes del otro mundo.

Iker soltó su arma y, con mano temblorosa, aceptó el regalo de Sesostris.

—Ahora, elige tu función: ¿servidor de Maat o confederado de isefet, compañero

de Horus o de Seth? ¿Deseas el fuego de la vida que regenera y transmuta o el de

la muerte, en el que arden los criminales?

Sesostris no se parecía al tirano que Iker detestaba; nada había en él de huidizo ni

de pérfido. Allí estaba, a menos de un metro de distancia, vulnerable, mientras

que su agresor blandía un objeto terrorífico, capaz de liquidarlo.

—Decídete, Iker, algunas puertas sólo se abren una

vez.

—Majestad, ¿cómo conocéis mi nombre?

—¿Has olvidado que nos vimos durante una fiesta campesina? Pedí entonces a

uno de mis fieles amigos que no te perdiera de vista.

De una oscura esquina de la estancia apareció Sekari.

Iker quedó asombrado.

—¿Tú... tú, el condenado a trabajos forzados, mi criado, que manejaba la escoba

y cocinaba?

—Mi función implica competencias múltiples. No eres fácil de seguir, pero el

esfuerzo valía la pena. Incluso me vi obligado a escalar un muro y a asustar a

Dama Techat para impedir que te retuviera en la provincia del Oryx.

—¿Sabías... conocías mis contactos con Bina, la asiática?

—Tus contactos, sí, pero no el contenido de vuestras entrevistas. Si te conviertes

en un fiel al faraón, el único garante de Maat, le revelarás lo que se trama en

Kahun. Estoy convencido de que Heremsaf, a quien le debes tu ascenso a la

dignidad de sacerdote temporal de Anubis, ha sido asesinado. Eres el centro de

una terrible conspiración, Iker. Hasta ahora te han manipulado. Abre los ojos de

una vez.

El joven fue presa del vértigo.

—Vayamos a sentarnos —recomendó el monarca—. Sekari, ¿crees que la

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seguridad está garantizada de nuevo?

—Los guardias están en su puesto. Por lo que al maestro carnicero se refiere,

saldrá de ésta con una buena jaqueca. Antes de que denuncie a Iker, Sehotep le

explicará que se trata de un asunto de Estado en el que su ayudante de un día no

está implicado en absoluto.

Un velo se desgarraba. Allí, en el palacio, en presencia del señor de las Dos

Tierras, Iker comenzaba a sentir los beneficios de una luminosa potencia.

Manipulado, estúpido, ingenuo... ¡cuántas faltas había cometido!

—Majestad, yo...

—Ni excusas ni lamentaciones, Iker. Era preciso que afrontaras la adversidad y

que, sin saberlo, siguieras una implacable formación. El pasado sólo tiene interés

si sacas una lección de él. El único porvenir que nos interesa, a ti y a mí, es el de

Egipto. Planteemos, pues, los auténticos problemas. Gracias a Sekari, dispongo

de ciertas informaciones, pero me faltan precisiones esenciales. ¿Cómo fue

trastornada tu existencia?

—Me raptaron en Medamud, mi aldea natal. Yo era alumno de un viejo escriba,

hoy fallecido, que me enseñó a leer y a escribir. Los raptores me ataron al mástil

de un gran navío, El rápido. Según el capitán, yo debía servir como ofrenda al

dios del mar. Aquellos piratas pensaban encontrar oro en el país de Punt.

—¿Reveló el capitán la identidad del destinatario del oro?

—«Secreto de Estado»: así calificaba su misión.

—¿Cómo se llamaba ese oficial?

—Lo ignoro, majestad. Sólo conozco el nombre de dos marinos, Ojo- de- Tortuga

y Cuchillo- afilado, pero cualquier rastro de su existencia ha sido visiblemente

borrado.

—El dios del mar te respetó, pues.

—Como consecuencia de una tormenta, fui el único superviviente. Al salir de la

nada desperté en una isla encantadora, la del ka, donde en sueños se me apareció

una enorme serpiente, dueña de la tierra divina y del maravilloso país de Punt.

«No pude impedir el fin de este mundo», me dijo. «¿Salvarás tú el tuyo?» La isla

desapareció, me recogieron unos marinos, así como unas cajas que contenían

perfumes. Aunque todo eso parezca inverosímil, es la verdad, ¡os lo juro!

—No lo dudo, Iker.

—Mis salvadores eran también bandidos que me pusieron en manos de un falso

policía.

—El que tuve que eliminar cerca de Kahun —advirtió Sekari.

—Majestad, no he dejado de intentar comprender por qué caían sobre mí tantas

desgracias. Todas las pistas llevaban a un solo responsable: vos mismo. Algunos

indicios concordantes me hicieron concluir que un bajel de ciento veinte codos

como El rápido forzosamente os pertenecía, y que la tripulación os obedecía.

—¿Obtuviste pruebas formales de ello?

—Esperaba encontrarlas en los archivos de la provincia de la Liebre, pero, según

Djehuty, los documentos relativos a El rápido habían sido destruidos. Los de

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Kahun sufrieron la misma suerte.

—Tienes razón, Iker: un navío de ese tamaño pertenecía forzosamente a la

marina real.

El joven se estremeció. Si no se había equivocado en ese punto fundamental,

estaba, pues, en presencia del déspota decidido a acabar con él.

—Ninguno de mis barcos marinos se llama El rápido —indicó Sesostris—. Esa

unidad fue construida clandestinamente. Mañana mismo se iniciará una

investigación fondo sobre ese acto de piratería de excepcional gravedad. Sin duda

alguna, el autor de la fechoría es también quien pagó al falso policía para matarte.

Lo que aquel criminal deseaba evitar a toda costa acaba de producirse: me has

contado la verdad. Cuando sepa que estás vivo, te encontrarás de nuevo en gran

peligro.

—Nunca me alejo de Iker —recordó Sekari.

—¿Qué más has descubierto sobre el oro de Punt? —preguntó el rey.

—Por desgracia, nada. Pero conservo en la memoria la frase del Libro de Kemit:

«Que el buen escriba sea salvado por el perfume de Punt.» ¿Es real ese país

legendario?

—¿Sabes qué ha sido de la reina de las turquesas que extrajiste de la montaña de

Hator?

—No, majestad. La pandilla de asesinos que devastaron el paraje la robó.

—Probablemente, cananeos; sin duda, los inspiradores de la revuelta de Siquem,

que el general Nesmontu redujo al silencio recuperando la ciudad. Llegará un día

en que necesitemos esa piedra.

Sekari advirtió que se anunciaba una nueva misión. ¿Con qué medios y en qué

dirección?

—En Kahun, un viejo carpintero me describió un cofre de acacia destinado a un

largo viaje —añadió Iker—. Me pregunté si los piratas no pensaban ocultar en él

el oro de Punt. El artesano ha muerto, ni siquiera me dijo el nombre de su cliente.

Sesostris se volvió hacia Sekari. Con una mirada, el agente secreto le hizo

comprender que no sabía nada más.

—Ahora, Iker —exigió el monarca—, no me ocultes nada de tus manejos en

Kahun.

Hablando, el muchacho se condenaba a muerte, pero le debía una total sinceridad

al faraón, de quien había sospechado injustamente.

—Una joven asiática me convenció de que erais un tirano sanguinario, tan

insensible a la angustia de los egipcios como a la de los extranjeros que estaban

bajo vuestro yugo. Sus preocupaciones coincidían con las mías, yo estaba

embrujado, obsesionado por una sola idea: vengarme acabando con vos y, de ese

modo, devolver la libertad al pueblo.

—¿Tú, un sacerdote de Anubis, cometiendo un asesinato?

Iker se miró las manos.

—Intenté convencerme de ello, y desperté tras una interminable pesadilla.

Reconozco haber conspirado contra vos, y sé que eso es una falta imperdonable.

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Antes de ser tomado como rehén, mi único objetivo era convertirme en un buen

escriba. Luego, se encadenaron esos incomprensibles acontecimientos y perdí la

razón. Nada justifica mi ceguera.

—¿Dirige una facción esa asiática?

—Me mintió haciéndose pasar por una pobre sierva a la que las autoridades

negaban el derecho a instruirse. En realidad, Bina desea apoderarse de Kahun con

la ayuda de algunos compatriotas que han conseguido infiltrarse allí. Puesto que

no soporto ser engañado, rompí todo contacto con ella y decidí actuar solo.

—¿Uno de sus aliados te esperaba en Menfis?

—No, majestad. Yo consideraba imposible llegar hasta vos, pero las

circunstancias me han ayudado.

—El benevolente jubilado, las clases de derecho, el templo de Ptah, el maestro

carnicero, la enfermedad de su ayudante... —precisó Sekari.

—¿Lo... lo sabías todo?

—Te recuerdo que el rey me ordenó que no te perdiera de vista.

—Pero... ¿por qué me habéis dejado entrar aquí?

—Ésa era la voluntad de su majestad.

Iker sintió de nuevo una sensación de vértigo.

—Esta noche tú no suponías el único peligro —reveló Sekari—. Aprovechando

una falsa alarma que ha perturbado el relevo de la guardia, dos hombres se han

introducido en palacio. No eran cómplices, puesto que uno de ellos ha suprimido

al otro, que tenía el torso cubierto de cicatrices. Yo me he encargado del

vencedor. Por su modo de combatir había seguido un entrenamiento avanzado. A

mi entender, un sirio y un libio. Habría preferido capturarlos vivos y obtener el

nombre de su jefe. Si el rey me autoriza a ello, me gustaría retirarme. Mi papel

debe permanecer en secreto.

Sesostris asintió.

Iker no dudaba de la sentencia del monarca: que, de inmediato, se hundiera en el

corazón el cuchillo del genio guardián. El regicidio merecía aquel castigo.

—Oculta el arma en tus ropas —ordenó el soberano.

A continuación, el rey tomó el puñal con el que Iker quería asesinarlo y lo

rompió. Luego abrió la puerta ante la que se encontraban el teniente y una decena

de soldados.

—Majestad, acabamos de encontrar los cadáveres de dos individuos, y al maestro

carnicero, sin sentido. En cuanto vuelva en sí lo someteremos a un duro interroga-

torio y...

—El artesano es inocente. Llevadlo al Portador del sello Sehotep. Por lo que a los

cadáveres se refiere, tratad de identificarlos.

—Hemos doblado la guardia, majestad, y las inmediaciones del palacio han sido

despejadas. Mañana mismo registraremos a la servidumbre.

—Demasiado tarde, ¿no crees? Que se apliquen de nuevo las medidas

preconizadas por Sobek.

El teniente miraba a Iker con ojos asombrados. ¿Qué hacía allí el ayudante del

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maestro carnicero?

El rey cruzó el pasillo e indicó una habitación.

—Tú dormirás aquí, Iker.

30

Iker no dormía.

Tendido en una cama de madera de sicómoro recordaba cada uno de los instantes

de aquella increíble noche durante la que tantos espesos velos se habían

desgarrado.

El joven escriba flotaba entre dos mundos, el de sus estúpidas ilusiones y el de la

realidad que, por la mañana, sólo podía destrozarlo. Aunque hubiera tenido

ocasión de huir, habría renunciado, pues merecía su condena. El rey daría un

ejemplo gracias a su persona. Único superviviente de los tres asesinos que

convergieron, al mismo tiempo, hacia palacio, también él debía morir.

¡Cómo debía de haberse divertido Bina manipulándolo! El único orgullo del

muchacho era no haber sucumbido a sus venenosos encantos. Gracias al recuerdo

de la joven sacerdotisa, no le había dado ese gusto a la asiática.

Aparecía el alba. En el templo, el faraón celebraba el primer ritual de la jornada.

Iker procedió a sus abluciones en el cuarto de baño contiguo a la habitación y se

afeitó con un material digno de un príncipe. ¿Cómo apreciar ese lujo sabiendo

que estaba viviendo sus últimos instantes? No desaparecería, al menos, sin haber

visto al faraón y haber reconocido sus errores. Gracias al rey, Egipto no

abandonaría el camino de Maat.

Llamaron a la puerta.

—Abrid a la guardia.

Resignado, Iker obedeció.

Un nuevo teniente, con uniforme de gala, saludó al muchacho.

—Su majestad os espera. Seguidme.

Iker obedeció.

Mientras una vigorosa claridad iluminaba los corredores, el muchacho recordó la

frase de un texto de formación de los escribas: «El palacio es semejante al

horizonte. El faraón se levanta en él y en él se acuesta con el sol.»

El teniente lo llevaba hacia una gran estancia, iluminada por varias ventanas,

donde se había servido el desayuno del soberano: leche, miel y distintas clases de

panes.

—Siéntate, Iker, y prueba estos alimentos. Necesitas ka para afrontar esta

jornada.

Era imposible sostener, ni siquiera brevemente, la mirada del monarca sin

desfallecer. Añadiéndose a la gravedad de la voz y a la autoridad del ademán, su

profundidad ponía de manifiesto la pequeñez del interlocutor.

Pero ¿por qué gozaba Iker del increíble privilegio de compartir aquel instante en

vez de pudrirse en una mazmorra?

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—Busco a un hombre de corazón libre —reveló Sesostris—, un hombre capaz de

percibir, de comprender y de llenar su espíritu de pensamientos justos, un hombre

ingenioso, reservado, de palabra eficaz, un hombre que sepa desafiar su miedo y

buscar la verdad con peligro de su vida. ¿Eres tú ese hombre, Iker?

—Me hubiera gustado serlo, majestad, pero...

—Creías luchar en favor de Maat, cuando su opuesto, isefet, te manipulaba. Sin

embargo, tus intenciones eran puras. ¿Hay algo más noble que liberar a un país

del yugo de un tirano? Debes realizar una notable hazaña: liberarte de un cepo

reconociendo plenamente tus faltas.

—Majestad, merezco...

—Mereces una tarea que esté a la altura de tus deseos. Te hago la pregunta por

última vez: ¿quieres ser el hombre que he descrito?

Iker se inclinó ante el faraón.

—Con toda mi voluntad, majestad, procuraré serlo.

—Si tu voluntad es recta y entera, lo conseguirás. Te será necesaria para llevar a

cabo peligrosas misiones. Deseabas ser escritor, ¿no es cierto? Vayamos, pues, a

rendir homenaje a tus antepasados; su ayuda te hará mucha falta.

Al salir del palacio, una maravillosa sorpresa aguardaba a Iker: Viento del Norte,

con los ojos brillantes y la sonrisa en los labios, cargaba el material del escriba.

Celebrado el encuentro con muchas caricias y una emoción compartida, el asno

siguió orgullosamente a su dueño y al faraón, acompañados por una escuadra de

arqueros.

Fascinado, Iker descubrió el inmenso territorio sagrado de Saqqara, dominado

por la pirámide escalonada del faraón Zoser, gigantesca escalera hacia el cielo.

El rey entró en una morada de eternidad donde estaban representados varios

ilustres escribas.

—Escucha las palabras de los antiguos, Iker, recoge sus enseñanzas, lee sus

libros18

. El hombre desaparece, su cuerpo se hace polvo, pero las obras permiten

que su ser permanezca. Ninguno de nosotros es superior a quien sabe transmitir,

con la escritura, un pensamiento vital, pues los escritos actúan.

Sentado con las piernas cruzadas, ante la pared esculpida, Iker anotaba las

palabras del rey.

—Los escribas llenos de sabiduría no proyectaron en absoluto dejar a sus

espaldas sucesores perecederos, hijos de carne que conservaran su nombre.

Crearon para sí mismos, como herederos, los libros y las enseñanzas. De sus

textos hicieron sacerdotes al servicio de su ka; de la paleta, su amado hijo; de la

formulación, su pirámide. Su poder mágico alcanza a sus lectores. Si deseas que

18 Ese respeto por los escritores, que no hablan de sí mismos, sino que vehiculan palabras de

sabiduría, está muy presente aún en el Imperio Nuevo. En una tumba de aquella época (véase D.

Wildung,

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el destino te sea favorable, Iker, mantente reservado y silencioso, evita la

cháchara. Sobre todo, no seas voraz y no cedas a los caprichos de tu vientre. El

glotón y el ávido corren a su perdición. El fuego del ardiente lo destruye, el

verdadero silencioso busca los lugares donde reina la armonía. Se parece al árbol

que crece apaciblemente en el jardín, verdea y da hermosos frutos de inestimable

sabor. Su sombra es bienhechora, termina sus días en el paraíso. El sabio escruta

el sentido de las antiguas escrituras, desanuda las complicaciones, instruye su

propio corazón, sobrepasa lo que realizó la víspera y mantiene la moderación en

la acción. Por lo que se refiere a aquel que, en esta tierra, tenga conocimiento de

las fórmulas de transformación en luz, saldrá al exterior en todas las formas que

desee y volverá a su justo lugar.

Mientras escribía, Iker estaba viviendo unos instantes de deslumbrante felicidad.

Recordaba las palabras de su profesor, el general Sepi, sobre las cualidades del

escriba deseoso de acceder a la esfera de la creación: escucha, entendimiento y

dominio de los fulgores. Hoy, en esa mágica mañana, recibía del faraón en

persona una enseñanza destinada a construirlo.

L'Áge d'Or de l'Égypte, le Moyen Empire, París, 1984, p. 14, fig. 4) se honra a

grandes autores como Ptah- Hotep, Ii- Meru, Ptah- Chepses, Kaires y Neferti.

—El objetivo del sabio —prosiguió Sesostris— es alcanzar la plenitud que los

jeroglíficos representan con la mesa de ofrendas, hotep, palabra sinónima de

«puesta de sol», ese instante inefable en el que la obra concluye antes del inicio de

un nuevo viaje. Estamos muy lejos de esa serenidad, Iker, y debemos abandonar

la quietud de esta morada de eternidad para enfrentarnos con una realidad

angustiante.

Mientras guardaba su material, el escriba pensó en la predicción del capitán de El

rápido: «Tu destino es convertirte en una ofrenda.»

El prisionero había escapado al dios del mar, pero ¿acaso no lo acechaban

pruebas más temibles aún?

El rey y el escriba dieron un corto paseo por el desierto.

—Egipto corre un grave peligro —reveló Sesostris—. Su mensaje espiritual se

expone al riesgo de desaparecer si no se celebran los misterios de Osiris. Han

lanzado un maleficio al árbol de vida, a la acacia de Abydos. Gracias a diversas

intervenciones, hemos detenido el proceso de degeneración, e incluso hemos

conseguido que reverdecieran dos ramas. Insuficiente y mediocre, ese resultado

tal vez sólo sea temporal. Sabemos que hay que encontrar el oro curador, pues

sólo él salvará a la acacia. Por eso he mandado en su búsqueda al general Sepi.

—¿A mi profesor?

—Un gran escriba sólo se consuma siendo también un hombre de acción sobre el

terreno. A pesar de nuestros esfuerzos no hemos conseguido identificar aún al

criminal que maneja la fuerza de Seth contra el árbol de Osiris. Decidido a

destruir Egipto, ese demonio de las tinieblas aparece como un adversario tan

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temible como eficaz.

—¿Es acaso el superior de Bina y aquel que, la pasada noche, mandó a dos

asesinos para acabar con vos?

—Excelentes preguntas a las que será conveniente dar respuestas concretas. Sin

duda, otros incidentes graves, como el asesinato de un controlador de

inmigración y la agitación en Canaán, son también obra de ese demonio. ¿Has

oído hablar del Anunciador?

—No, majestad.

—Ese sedicioso incitó a la ciudad de Siquem a rebelarse, antes de ser masacrado

por sus habitantes. La hoguera parece lejos de haberse apagado. Gracias a nuestro

nuevo ejército nacional, el general Nesmontu consigue mantener el orden, pero

temo las actividades terroristas de pequeños grupos bien entrenados y difíciles de

descubrir. Durante mucho tiempo creímos que el hombre de las tinieblas era uno

de los jefes de provincia; ahora, sospechamos de los cananeos o de los

merodeadores de las arenas. Estos sólo piensan en desvalijar caravanas; es difícil

prever sus expediciones. Sin embargo, habrá que reducir sus daños y descubrir,

entre ellos, a uno o varios cabecillas que hubieran conseguido hacerse con el

fuego de Seth.

Iker esperaba que le confiasen una misión precisa y peligrosa. La decisión de

Sesostris cayó sobre él como el rayo.

—Te nombro escriba real, al servicio directo del faraón. Ese título te permitirá

figurar en la corte.

En Menfis corrían mil rumores, tan enloquecidos como contradictorios. Unos

afirmaban que el rey había sido asesinado por un aprendiz de carnicero; otros, que

unos cananeos habían atacado el palacio, y otros más, que diversas bandas

armadas seguían combatiendo con los guardias en el interior de los aposentos del

soberano.

Fue necesaria la aparición de Sesostris en el atrio del templo de Ptah,

acompañado por Iker, para que cesaran las habladurías. El monarca no sólo

estaba vivo, sino que celebraba, también, personalmente, el ritual de mediodía,

asistido por un nuevo escriba real.

Con la cabeza vendada, el maestro carnicero se sintió feliz viendo ascendido, de

ese modo, a su ayudante de un día. Convencido de haber sido golpeado por uno

de los bandidos que intentaban introducirse en el despacho del faraón, el

nombramiento de Iker le alegraba. El muchacho había volado en ayuda del rey,

que lo recompensaba así por su valor.

El despliegue de las fuerzas del orden y la llegada de varios dignatarios, entre

ellos el Portador del sello real Sehotep y el gran tesorero Senankh, hacían suponer

a la población que iba a producirse un hecho excepcional. Muy pronto, curiosos y

pasmarotes acudieron a la entrada del edificio con la esperanza de saber la

noticia.

Cuando el visir llegó a su vez, nadie dudó ya de la inminencia del acontecimiento.

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En el gran patio al aire libre, sacerdotes permanentes, temporales y altos

funcionarios se preguntaban por las futuras declaraciones del rey. En primer

lugar, ¿estaría del todo indemne? Luego, ¿qué tipo de represión iba a decretar?

Sin duda, una más dura ocupación del país de Canaán, tal vez el establecimiento

del toque de queda en Menfis, sin olvidar las sanciones contra los policías y los

militares incapaces de asumir su seguridad. Finalmente, ¿habían sido

identificados y detenidos el culpable o los culpables?

Cuando Sesostris salió del santuario, todas las miradas convergieron hacia el

gigante, tocado con la doble corona que simbolizaba la unión del Alto y el Bajo

Egipto.

Ningún rastro de herida, ningún signo de debilidad.

—Que el escriba Iker venga a mi lado.

El muchacho, vacilante, se adelantó y se arrodilló.

—Que el visir Khnum- Hotep lo levante.

El primer ministro tomó la mano del escriba, sorprendido al verlo en semejantes

circunstancias.

—Nombro a Iker pupilo único de palacio —declaró el faraón—. Recibe la

dignidad de hijo real.

Sesostris cruzó el patio, seguido por el visir y por Iker.

El contenido de aquella declaración y su brevedad dejaron pasmada a la

concurrencia.

Uno de los espectadores estuvo a punto de caer de espaldas. Medes, el secretario

de la Casa del Rey, no creía lo que veía y oía. No podía tratarse de Iker, el

pequeño escriba raptado en Medamud para servir de víctima del sacrificio.

¿Cómo aquel chiquillo sin familia, cuya existencia conocían sólo algunos

campesinos incultos, había podido sobrevivir y recorrer un camino que llevaba

hasta el faraón? Uno de los testaferros de Medes, el falso policía hoy

desaparecido, le había jurado, sin embargo, que Iker había muerto. Si se había

salvado por milagro, ¿qué iba a contarle al rey? El rapto, el viaje hacia Punt, el

naufragio, las agresiones, los vagabundeos... Nada importante, puesto que el

escriba ignoraba la presencia de Medes y no tenía indicio alguno que permitiera

llegar hasta él.

Iker, un individuo irrisorio y condenado a la nada, ¡hijo real! Para disipar aquella

pesadilla sólo había un camino: destruirlo por cualquier medio.

31

El visir no tenía ninguna buena noticia que ofrecer al rey. En primer lugar, la

investigación realizada sobre los dos agresores había terminado en fracaso.

Ninguno de los policías y soldados encargados de la guardia de palacio conocía a

aquellos individuos y, como no podían recurrir a Sobek para registrar los bajos

fondos de Menfis, probablemente nunca se sabría de dónde procedían aquellos

asesinos. Además, las investigaciones referentes a El rápido terminaban, también,

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en un callejón sin salida; ningún navío que llevara ese nombre se había construido

en Menfis.

—Y, sin embargo, fue necesario utilizar madera, emplear a carpinteros, falsificar

documentos y enrolar una tripulación —subrayó Sesostris—. Esas gestiones no

pueden pasar del todo desapercibidas.

—Una vez más reconozco que Sobek el Protector nos hace mucha falta. Pero al

encubrir a unos subordinados culpables de un grave delito, él mismo se puso en

una situación muy delicada. Si no lo hubiera inculpado, yo habría traicionado mi

función.

—Nada te reprocho, Khnum- Hotep.

—Se me han ocurrido dos hipótesis. O El rápido fue ensamblado a orillas del mar

por un armador clandestino, y nunca encontraremos su rastro, o intervino un

astillero egipcio, aunque de modo oculto. En ese caso, forzosamente quedan

indicios.

El rey convocó a Iker y a Sekari.

—Majestad —declaró el segundo—, he recogido escasa información

vagabundeando por los muelles. Por la descripción del Cicatrices, un estibador lo

ha identificado como un trabajador clandestino de origen libio que su hermano

protegía. El tipo era fuerte y no se quejaba ante las más pesadas cargas, de modo

que lo toleraban.

—¿Y el hermano?

—Desaparecido. Su casa está vacía.

—La pista queda cortada —deploró el visir.

El monarca se dirigió a su hijo adoptivo:

—A tu entender, ¿los marinos de El rápido eran egipcios?

—Sin duda alguna, majestad.

—Hurga en tu memoria, Iker. ¿En un momento u otro supiste algún detalle, sea

cual fuere, sobre la construcción del bajel?

La reflexión fue breve.

—Según el carpintero de Kahun, Cepillo, algunas partes del navío habían sido

modeladas en el Fayum. No tuve tiempo de buscar en esa dirección.

—Sin duda, es la buena —estimó Sekari—. Iré a esa provincia.

—Un instante —exigió el monarca—. Tú, Iker, acompaña al visir hasta su

despacho. Te comunicará tus deberes de escriba real.

Khnum- Hotep y el hijo adoptivo de Sesostris se retiraron.

—He echado mucho en falta el «Círculo de oro» de Abydos —reconoció

Sekari—, y me gustaría regenerarme en él. Lamentablemente, algo me dice que

hay cosas más urgentes que hacer.

—También a mí me gustaría que nos reuniéramos todos en la ciudad de Osiris.

Pero cuando Egipto corre tan grave peligro, nuestras preferencias personales

desaparecen. Sin embargo, si sintieras que tus fuerzas menguan, yo haría lo

necesario.

—Soy fuerte aún, majestad.

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—¿No corres demasiados riesgos, Sekari?

—Nesmontu y Sepi me dieron una excelente formación.

—El modo en como cayó Sobek en la trampa me in quieta. Revela la existencia

de una red bien organizada y de una cabeza pensante que sabe utilizar, contra

nosotros, nuestra propia justicia. El infeliz se debate como una fiera enjaulada,

sin posibilidad de demostrar su inocencia. Ve a verlo, Sekari, e intenta encontrar

los medios de relanzar la investigación.

Al penetrar en el ala del palacio reservada a los servicios del visir, Khnum- Hotep

e Iker se cruzaron con Medes.

—Encantado de conocer al héroe del día —declaró éste cálidamente—. El

procedimiento adoptado por su majestad pone de manifiesto vuestras

excepcionales cualidades. Permitidme que os felicite, Iker, y que os desee el

mejor recibimiento en la corte de Menfis.

El muchacho se limitó a saludar.

—Te presento a Medes, el secretario de la Casa del Rey —dijo Khnum- Hotep—.

Es uno de los personajes principales del Estado, se encarga de la redacción de los

decretos oficiales y de su difusión por todo el reino; una tarea delicada que lleva a

cabo a las mil maravillas.

—Este cumplido me llega al corazón, pero soy consciente de que debo merecerlo

todos los días y que no se me perdonaría falta de atención alguna.

—Hermosa lucidez —reconoció el visir.

—Si puedo serle útil al hijo real, que no vacile en pedírmelo. Por desgracia, tengo

prisa, pues el superior del correo está enfermo y debo sustituirlo de inmediato.

Tened la bondad de excusarme.

Iker y su anfitrión subieron a la terraza, desde la que admiraron el centro de la

ciudad. Bajo el sol, los edificios oficiales y los templos parecían al abrigo del

desorden y la desgracia.

—No has perdido el tiempo en la provincia del Oryx —consideró Khnum-

Hotep—, y no lamento haberte formado de acuerdo con mis métodos. Por aquel

entonces te consideraba incluso mi probable sucesor, pues descartaba a los

cretinos de mis descendientes, incapaces de gobernar. Luego llegó este rey, un

rey que es realmente un faraón. Me enseñó a burlarme de mí mismo, de mi

vanidad y de mis ilusiones, ¡y me las hizo pagar muy caras al nombrarme visir!

La resonante carcajada de Khnum- Hotep sorprendió a Iker.

—Reinaba sobre mi pequeño dominio como un déspota absoluto, y heme aquí al

servicio de otro sin un solo día de descanso. ¿Quién podía imaginarlo, salvo

Sesostris? Obedécelo, Iker, venéralo y sé fiel a él, pues es el garante de Maat y el

brazo actuante de la luz. Sólo él se enfrenta sin temblar a las fuerzas de las

tinieblas. En caso de derrota, nuestra civilización desaparecerá. El faraón te ha

informado de ello, por lo que ya conoces la gravedad de la situación.

—Estoy a vuestra entera disposición.

—Normalmente, un escriba real se convierte en celoso administrador de las

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riquezas del reino. No esperes tú, sobre todo, presumir en unos soberbios locales

a la cabeza de una cohorte de subordinados. El rey te destina a otras misiones. Ha

ordenado esta entrevista para que te ponga en guardia contra los múltiples

peligros que te acechan aquí, en la corte. De la gente cercana a Sesostris, es decir,

los generales Nesmontu y Sepi, el Portador del sello Sehotep y el gran tesorero

Senankh, nada tienes que temer, son fieles devotos de su majestad.

—¿No pertenece Medes a la Casa del Rey?

—Antes o después entrará en ella, siempre que siga activo y competente. Pero

están los demás, todos los demás: dignatarios envidiosos, cortesanos

decepcionados o amar gados... Tu irrupción en un primer plano despierta odios

cuya magnitud ignoras. Decenas de mediocres han jurado ya tu perdición, y

procederán con infinitas precauciones para no ganarse la cólera de Sesostris.

Afortunadamente, Sekari vela por ti. Residirás en un aposento de palacio y

gozarás de protección policial día y noche. Conociéndote, estoy convencido de

que deseas trabajar sin tardanza en la biblioteca central.

—Me conocéis bien —señaló Iker, sonriendo.

—No olvides, sobre todo, tu vocación de escritor. La transmisión de las palabras

de poder es esencial para asegurar la presencia de Maat aquí abajo.

Sobek el Protector rabiaba. Si hubiera sido mantenido en su puesto, si sus

métodos se hubieran aplicado y se hubiera conservado su sistema de seguridad, el

faraón no habría sido víctima de una triple agresión.

Obligado a abandonar, al mismo tiempo, su vivienda oficial y el cuartel donde

entrenaba a los miembros de la guardia de élite, dispersa ahora, vivía recluida en

una casita permanentemente vigilada por dos policías acabados de enrolar que se

negaban a dirigirle la palabra.

Informado de los acontecimientos por la mujer que se encargaba de la limpieza de

su vivienda, no podía separar los chismes de la realidad.

Cuando un extraño tipo, más bien jovial, se presentó ante él, Sobek se preguntó

de qué nueva manipulación iba a ser víctima.

—Me llamo Sekari, mi gestión es confidencial.

—¿Quién te envía?

—El faraón.

Sobek rió, sarcástico.

—¡Se niega a recibirme!

—Hay en curso un proceso, por lo que no puede hablar con el principal acusado,

so pena de que lo tachen de favoritismo y precipitar así tu caída.

El ex jefe de todas las policías del reino agachó la cabeza.

—Admitámoslo... ¿Está informado el visir de tu presencia aquí?

—En absoluto.

—Mis dos carceleros no tardarán en avisarlo.

—De ningún modo, puesto que acaban de ser relevados. Sus sustitutos han

servido a tus órdenes y te apoyan sin vacilar.

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Sobek se asomó a la ventana. Sekari no mentía.

—¡De modo que realmente te envía el rey! ¿Cuál es, en definitiva, tu papel?

—Obedecer al faraón.

—¿Y qué te ha ordenado?

—Está seguro de tu inocencia, pero no quiere violar la ley Y las pruebas te

abruman.

—¡Khnum- Hotep quiere mi cabeza, ésa es la verdad!

—Te equivocas. El expediente que tiene entre manos no le permite actuar de otro

modo.

—Intentan ahogarme mientras el culpable se esconde en las sombras.

—Para que todo quede claro entre nosotros —dijo Sekari con gravedad— exijo

una respuesta firme y definitiva a una sola pregunta: ¿estás encubriendo a policías

responsables de un delito?

—¡De ningún modo! Si hubiera ovejas negras entre mis subordinados, las habría

identificado. Créeme, no habrían permanecido mucho tiempo en la policía.

La sinceridad de Sobek era evidente.

—Así pues, el rey tiene razón: eres víctima de una conspiración. Se lo confirmaré

al visir.

—Me satisface saberlo, pero ¿de qué sirve eso?

—Tú estás inmovilizado aquí, yo no. Dame algunas pistas, las seguiré.

—¡Desgraciadamente, no tengo ninguna! ¿Ha sido nombrado un nuevo jefe de

todas las policías?

—No, ahora existen varios responsables cuyo entendimiento deja mucho que

desear.

—¡Se destrozarán entre sí y la seguridad del faraón no estará ya garantizada!

¿Qué ocurrió exactamente en palacio?

—Un estibador en situación irregular, de origen libio, y un terrorista no

identificado se introdujeron en él. Ambos fueron eliminados, pero no disponemos

de indicio alguno que permita llegar hasta sus jefes. Tenemos una sola certeza, y

no es para alegrarse: no eran del mismo bando. Dicho de otro modo: dos

organizaciones distintas quieren asesinar a Sesostris.

—Libios, sirios, cananeos... Hay que buscar entre esa chusma. La mujer que

limpia mi casa me ha hablado de tres agresores.

Sekari sonrió.

—El caso del escriba Iker es del todo especial, pues unos manipuladores

intentaron transformarlo en justiciero, Impresionado por el excepcional carácter

de ese joven durante una fiesta campesina, su majestad me ordenó que lo siguiera

los pasos. Fue muy instructivo. Descubrí la existencia de una organización

terrorista, en Kahun, y salve la vida del muchacho, a quien un falso policía debía

suprimir.

El rostro de Sobek se endureció.

—¿Realmente estás seguro del tal Iker?

—El rey lo ha nombrado oficialmente pupilo único de palacio e hijo real.

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—¿Y si estuvieran manipulándolo aún?

—Cuando lo conozcas mejor, sabrás que Iker ha comprendido la causa de sus

errores y que está dispuesto a dar su vida por el faraón.

Sobek pareció despechado.

—Si el visir me manda a las minas de cobre, sólo conoceré a bandidos.

—Eres inocente, por lo que no debes caer en el pesimismo.

—El proceso prosigue, el proceso se celebrará, las circunstancias están contra mí

y no tengo ni la sombra de una pista. Mis enemigos se cuentan por docenas. El

que me ha vencido sigue siendo invisible.

—¿No has tenido, en los últimos tiempos, ningún conflicto con algún dignatario?

—¡Decenas! Esos petimetres no soportan oír hablar de represión. Exigen

seguridad, pero sin presencia policial.

—¿Algún sospechoso?

—¡Toda la corte! Por más vueltas que les doy a los acontecimientos en mi cabeza

no saco nada concreto. Había acabado concluyendo que el visir me apartaba para

poner al rey en peligro.

—Te lo repito, Khnum- Hotep es un leal servidor. Sobek se dejó caer en un sillón.

—Yo me encargaré de todo, te prometo que te sacaré de este mal paso —declaró

Sekari.

Esta vez, el agente secreto tuvo la clara sensación de estar engalanando el

porvenir.

32

Con una soberbia túnica blanca de lino real y tocado con una peluca ritual, el

pupilo único Iker acompañaba al rey en la fiesta de la diosa Useret, la Poderosa,

que celebraban las sacerdotisas de Hator bajo la dirección de la reina.

El muchacho se movía en un ininterrumpido sueño. El, el modesto aldeano

destinado a una carrera de escribano público al servicio de los analfabetos,

caminaba junto al dueño de las Dos Tierras ante los ojos admirados y envidiosos

de los dignatarios de la corte.

Ciertamente, su destino sólo le concedía una pausa muy breve, por lo que

disfrutaba plenamente de aquellas horas exaltadoras, asumiendo sus funciones

con una naturalidad desarmante para los observadores. A muchos les habría

gustado burlarse de él, tratándolo de campesino y de patán, pero Iker tenía el

porte de un escriba real educado en palacio. De modo que comenzaba a circular

un nuevo rumor: aquel muchacho sólo podía ser un auténtico hijo de Sesostris

cuya existencia, por misteriosas razones, había ocultado el rey hasta aquel día.

Iker, por su parte, aguardaba la misión que no dejaría de atribuirle el monarca,

misión forzosamente peligrosa en la que tal vez perdiera la vida. Así pues, a

riesgo de disgustar al faraón, su hijo adoptivo intentó disipar alguna zona

sombría.

—Majestad, ¿existe todavía el «Círculo de oro» de Abydos?

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—¿Quién te ha hablado de él?

—Durante un extraordinario ritual de regeneración del ex jefe de provincia

Djehuty, vi luz saliendo de dos recipientes. El general Sepi pronunció esta frase:

«Tú, que deseabas conocer el "Círculo de oro" de Abydos, míralo actuar.»

También Sekari parece conocerlo.

—El «Círculo de oro» es la emanación de Osiris. Cuando se pertenece a él, ya no

te perteneces, pues sólo cuenta la función vital confiada a cada uno de sus

miembros. El papel no consiste en predicar, ni en convertir, ni en imponer una

verdad revelada y algunos dogmas, sino en actuar con rectitud.

El faraón se sentó bajo un dosel. A su derecha, Iker hizo lo propio.

—Has sido iniciado en los primeros misterios de Anubis. ¿Qué sabes del poder

divino?

—Único es el dios oculto, más alejado que el lejano cielo, demasiado misterioso

para que su gloria sea revelada, demasiado grande para ser percibido —respondió

el joven—. Si pronunciáramos su nombre secreto, caeríamos de inmediato

muertos de miedo.

—Saludable temor, pero insuficiente para alcanzar el «Círculo de oro» —juzgó el

rey—. ¿Has observado ya el centro del cielo?

—Seth reina allí sobre las imperecederas estrellas.

—El cosmos es el cuerpo del Gran Dios; su alma, la energía que lo anima. Seth se

limita a una parte de ese cosmos, su fuerza se manifiesta en el rayo, el relámpago,

la tempestad y la tormenta. Osiris, en cambio, es el universo entero, recorrido por

potencias creadoras, tan numerosas y variadas que el pensamiento humano no

podría concebirlas. Cuando se concentran, forman un haz de energía de especial

intensidad. Aparece entonces lo que denominamos una divinidad. Cada una de

ellas, en su función específica, las transforma en alimentos espirituales, asimila-

bles por nuestro corazón- conciencia. El acto creador es Uno. Al hacerse Dos,

consuma el imposible matrimonio. Luego se desvela en forma de Tres, antes de

multiplicarse en millones, sin dejar de ser Uno.

—¿Por qué, en escritura jeroglífica, un mástil con una banderola chasqueando al

viento, aunque cuidadosamente envuelta, simboliza la divinidad?

—Porque su realidad se transmite por el aire luminoso, estimulado por el soplo

del más allá. Se encarna en un eje que debe ser protegido, envuelto, pues, como la

momia, soporte del cuerpo de luz. Todo Egipto es la morada amada por las

divinidades. Puedes encontrarlas en los templos, en los oratorios campesinos, en

una humilde capilla o durante las fiestas. Aprende a discernir su verdadera

naturaleza y a comprender cómo tejen la armonía del universo. Las partes de esa

totalidad se ensamblan porque Osiris permanece puro y sin mancilla, pues no se

mezcla con el desorden ni las calamidades que provoca la especie humana. Sus

misterios no se alteran ni en lo aparente ni en lo visible.

A Iker le hubiera gustado preguntarle al rey durante horas, pero la ceremonia

comenzó y se hizo el silencio.

Ayudada por las sacerdotisas de Hator, la reina levantó algunos minerales hacia

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el sol, luego depositó una barca de oro en un altar. En la proa estaba Useret, la

Poderosa, capaz de vencer las tinieblas gracias a sus cuatro rostros. El término

useret significaba el cuello, el eje, lo que sostiene la cabeza, pero también el

poste de tortura al que se ataban los confederados de isefet, la fuerza destructora.

Una sacerdotisa saludó el renacimiento de la luz que la Venerable hacía efectivo

en la barca de los millones de manifestaciones. Se insertó entonces un disco de

oro, el sol femenino que adoptaba también la forma del uraeus, la cobra hembra

que arrojaba su fuego para despejar el camino del faraón.

Iker ya no escuchaba los himnos, ni siquiera se interesaba por los actos rituales.

No apartaba ya los ojos de la joven sacerdotisa, junto a la reina.

Ella.

Ella, la muchacha siempre presente en su pensamiento y en sus sueños, de la que

estaba perdidamente enamorado.

Espió cada uno de sus gestos, cada uno de sus pasos, esperando que sus miradas

se cruzaran, aunque sólo fuera por un instante. Pero la ritualista permaneció

concentrada en su tarea, y la ceremonia, terriblemente corta, llegó a su fin.

Una formidable esperanza invadió a Iker: ya no era un simple escriba

provinciano, sino el hijo adoptivo del faraón Sesostris y, como tal, podría hablar

con ella.

La hermosa esperanza, sin embargo, cedió en seguida. Todo lo que le diría iba a

ser ridículo, soso y sin interés. Si se mostraba demasiado apasionado, ella lo

despediría.

La voz grave del rey lo arrancó de sus tormentos.

—¿Has advertido bien la importancia de este ritual?

—No, majestad.

—Sigues siendo sincero. De lo contrario, mi enseñanza cesaría. Debes saber que

me era necesario fortalecerte antes de enviarte a tu misión. El fulgor del disco de

oro y el fuego del uraeus han penetrado tanto en tu cuerpo como en tu alma.

—Majestad, ¿conocéis a la joven sacerdotisa que ayudaba a la reina?

—Suele residir en Abydos.

—¿Cómo se llama?

—Lleva un nombre ilustre, Isis, el de la esposa de Osiris. Esa muchacha ha

consagrado su existencia al templo y a sus misterios.

La revelación del rey lo sumió en la desesperación. La hermosa Isis seguía siendo

inaccesible.

Uno de los principales rasgos del carácter de Sekari era la obstinación, sobre todo

cuando se trataba de establecer la verdad y de absolver a un inocente. Sin

embargo, el porvenir de Sobek el Protector parecía muy oscuro.

Sekari siguió un sencillo razonamiento: quienes habían conseguido mancillar a

Sobek debían de estar muy orgullosos de su hazaña. Por lo tanto, se manifestarían

de modo más o menos aparente, ruidoso incluso.

El hilo le pareció delgado. Así pues, el agente secreto de Sesostris pidió al visir

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que le entregara las actas referentes a los incidentes, mínimos incluso,

acontecidos tras la inculpación del Protector.

Al ver el volumen de los documentos, Sekari estuvo a punto de renunciar.

Finalmente decidió solicitar la ayuda de dos escribas aptos para clasificar los

textos según la gravedad de los acontecimientos: peleas en las tabernas, robos en

los mercados, disputas conyugales que habían dado origen a una denuncia,

discusiones sobre los límites de los campos... Sekari comenzó sus investigaciones

por lo peor: un asesinato en Menfis y dos clandestinos muertos al intentar cruzar

ilegalmente la frontera del nordeste.

El asesinato era resultado de una violenta disputa entre dos primos, que se habían

peleado para obtener la propiedad de un palmeral tres veces centenario. El que

mejor manejaba el garrote había destrozado la cabeza del otro.

No tenía relación alguna con el caso Sobek. En cambio, el intento de cruzar la

frontera ofrecía un detalle interesante: los clandestinos no intentaban entrar en

Egipto, sino salir de él.

Sekari se dirigió al fortín para consultar con el oficial que firmaba el acta.

Provisto de unas credenciales del visir, fue bien recibido.

—Cuéntame los hechos.

—Los dos tipos se acercaron sin aparente hostilidad. Sin embargo, mis soldados

no recordaban sus caras, ¡y tienen mucha memoria para eso! Evidentemente, eran

cana- neos. Les pregunté a dónde iban. «Volvemos a casa, a Siquem,

respondieron, nuestros documentos están en regla.» Y los mostraron con

arrogancia. El texto proclamaba: «Muerte al ejército egipcio, ¡viva la rebelión en

Canaán!» El tono fue subiendo, los bandidos intentaron huir y los arqueros los

mataron. Dos terroristas menos.

Sekari dio un respingo. Aquellos provocadores eran unos suicidas o... ¡no sabían

leer! Alguien les había entregado un documento haciéndoles creer que se trataba

de un salvoconducto, para que los guardias fronterizos los ejecutaran con toda

legalidad.

—¿Sabes cómo se llamaban esos bribones? —preguntó Sekari sin demasiadas

esperanzas.

—Por desgracia, no, pero soy aficionado al dibujo. Como se trata del incidente

más grave que se ha producido aquí, no dejé de hacer su retrato.

Sekari se sobresaltó.

—Enséñamelos.

—Son obras de aficionado, te lo advierto...

La pincelada del oficial era de notable precisión.

—Me los llevo —dijo Sekari.

Cuando unos policías avanzaron hacia Nariz Afilada, el alfarero alojado en un

barrio popular de Menfis tomó un bastón y lo levantó, blandiéndolo.

—¡No os acerquéis o acabo con vosotros!

—Venimos de parte del visir. Desea verte urgentemente.

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—¿Quién me dice que no sois falsos policías, como los otros?

—Yo —declaró Sekari.

—¿Y quién eres tú?

—El enviado especial del faraón. Ningún miembro de las fuerzas del orden te

pondrá la mano encima estando yo presente.

El alfarero se relajó un poco.

—¿Qué queréis de mí?

—Una comprobación importante, en presencia del visir.

—¿Del visir en persona?

—Te espera.

El alfarero, desconfiado, aceptó sin embargo seguir a Sekari.

Cuando éste lo introdujo en el despacho de Khnum- Hotep, el artesano

comprendió que no estaban burlándose de él. No obstante, quiso demostrar de

inmediato su determinación.

—Si me pedís que retire la denuncia, ¡me niego! Me agredieron, me apalearon y

me robaron la barca. Aunque el culpable sea jefe de la policía y yo un simple

alfarero, ¡exijo justicia!

—Ése es precisamente mi deber —recordó Khnum- Hotep—. Sea cual sea la

condición social del demandante, la justicia no varía. Sobek el Protector ha sido

inculpado y colocado bajo arresto domiciliario hasta que se celebre el proceso.

—Bueno, en eso confío.

—Mira estos retratos.

Khnum- Hotep le mostró al alfarero los dibujos que Sekari había traído de la

frontera.

Nariz Afilada agarró el papiro.

—Ellos... ¡Son los dos policías que tanto mal me hicieron! ¡Entonces los habéis

encontrado! Quiero verlos en seguida. ¡Van a oírme, los muy canallas!

—Han muerto —reveló el visir—. Eran unos cananeos que se hicieron pasar por

policías a las órdenes de Sobek, para comprometerlo. Y tú, Nariz Afilada, fuiste

víctima de esa conspiración. ¿Reconoces formalmente a tus agresores?

—¡Claro que los reconozco! ¡Fueron ellos y sólo ellos!

Mientras un escriba redactaba la declaración de manera formal, Sekari corrió a

casa de Sobek el Protector.

33

—¿Hay noticias del general Nesmontu? —preguntó el faraón a Sehotep, el

Portador del sello real.

—El ejército se despliega en Canaán, majestad, no debemos deplorar incidente

alguno.

—Las obras de Dachur avanzan —precisó el gran tesorero Senankh—. Djehuty

está haciendo un trabajo excelente: los artesanos están bien alojados, los

materiales se entregan sin retraso. Lamentablemente, no hay ningún mensaje de

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Sepi. Debe de estar enfrentándose a serias dificultades.

—El silencio no es forzosamente alarmante —consideró Sehotep—. Prudente y

desconfiado, Sepi sólo nos avisará cuando haya encontrado el oro.

—No sólo intentan asesinarme, sino que también atacan a mis íntimos, para

desacreditarlos y aislarme —recordó el monarca—. Tú, Senankh, escapaste de la

nasa; tú, Sehotep, previste la trampa y actuaste de modo que se volviera contra

sus autores. Pero Sobek ha estado a punto de ser eliminado. Permaneced, pues,

extremadamente atentos, pues se producirán otros ataques.

—Ni la menor sospecha aún sobre la identidad del culpable —rabió Senankh.

—Majestad —dijo Sehotep—, ¿alguno de los dignatarios os ha solicitado un

importante ascenso en estos últimos tiempos?

—Nadie se ha manifestado.

—Qué lástima... Pensaba que el manipulador habría cedido a su vanidad y a su

deseo de obtener ventajas del poder, y habría cometido, pues, el error de

desenmascararse. El criminal se muestra más retorcido aún de lo que yo suponía.

—¿Y si se tratara de un extranjero y no de un egipcio? —insinuó Senankh.

—Es posible —admitió Sehotep—. En ese caso, tal vez haya implantado sus

organizaciones en pleno Menfis...

—Puesto que Sobek ha quedado restablecido en todas sus funciones, investigará

de nuevo a su modo —advirtió Sesostris—. A partir de ahora, toma en sus manos

la seguridad de palacio. Después de las revelaciones de Iker, lo más urgente era

avisar al alcalde de Kahun. Le he ordenado que vigilara de cerca a los terroristas

infiltrados con la esperanza de que, de un modo u otro, nos conduzcan hasta su

jefe.

—¿Y si intentaran apoderarse de la ciudad? —se inquietó Sehotep.

—Con el elemento sorpresa, tal vez lo hubieran conseguido. Hoy, en cambio,

acabaríamos con ellos. ¿Cómo ha reaccionado la corte ante la adopción de Iker?

—Como habíais previsto, majestad —respondió Senankh—: estupefacción y

celos. Los numerosos candidatos que se consideraban bien situados lo

perseguirán con su odio. Pero el muchacho me parece tan duro como el granito; ni

críticas ni alabanzas parecen hacer mella en él.

Sólo le interesa el camino que debe recorrer, y nada lo detendrá.

—¿Y a ti, Sehotep, qué te parece Iker?

—Tras el éxito de vuestra reunificación de Egipto, majestad, me procura mi

segundo motivo de asombro. Diríase que el pequeño escriba ha vivido desde

siempre en palacio. Tiene, con toda naturalidad, el ademán justo y el

comportamiento adecuado, sin perder ni una pizca de su personalidad.

Naturalmente, los rumores afirman que es de vuestra misma sangre.

—¿Acaso no se ha convertido en mi hijo? Voy a confiarle una misión peligrosa

que tal vez nos permita saber dónde se construyó, con gran secreto, un barco que

fue luego mandado a Punt.

—Los envidiosos creerán que lo alejáis de la corte y se sentirán encantados

—exclamó Senankh.

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—Perdonad mi reticencia —dijo Sehotep—, pero ¿os parece ese joven lo bastante

aguerrido como para lanzarse a semejante aventura?

—El destino de Iker no se parece a ningún otro. La misión que debe llevar a cabo

supera los límites de lo razonable, y nadie podría actuar en su lugar. Si fracasa, to-

dos correremos un gran peligro.

Más valía no provocar la irritación de Sobek, ni siquiera con respecto a un simple

taparrabos o a una reglamentaria muñequera de cuero. El Protector trabajaba no-

che y día para poner de nuevo en orden el dispositivo de seguridad que sus

sucesores se habían apresurado a desmantelar.

Sobek convocó a cada uno de los hombres, oficiales o no, culpables de haber

cometido errores durante la terrible noche en la que unos crápulas habían

atentado contra la vida del faraón. Por efecto de su cólera, los muros de su

despacho temblaban. Incluso sus más próximos lugartenientes temblaron en sus

sandalias, aguardando que finalizara la tormenta. Algunos mediocres pasarían

numerosos años en guarniciones de provincia, donde su más ardua tarea

consistiría únicamente en contar vacas y bueyes.

Luego, el Protector comprobó que la guardia personal del faraón no había perdido

un ápice de su eficacia, y quienes la componían no refunfuñaron ante el ejercicio.

Cuando Sobek acudió a presentarle al monarca los resultados de su labor, lo halló

en compañía de Iker.

—Aún no conoces a mi hijo adoptivo —advirtió Sesostris—. Iker, éste es Sobek

el Protector, jefe de todas las policías del reino.

—Salud para tu ka —deseó el joven.

—Igualmente —respondió Sobek, crispado—. Aun a riesgo de enojar a un hijo

real, majestad, me gustaría hablaros a solas.

Con la autorización del monarca, Iker desapareció.

—Majestad —prosiguió el Protector—, tres hombres intentaron asesinaros. Dos

de ellos han muerto. El tercero es Iker.

—Tu desconfianza no me sorprende ni me escandaliza. Sin embargo, ten la

seguridad de que nada debo temer de ese muchacho.

—Dejadme, de todos modos, que lo ponga bajo vigilancia.

—Iba a ordenártelo yo mismo, puesto que su vida, como la mía, sigue

amenazada.

Sobek no ocultó su pesimismo.

—Mi marginación se inscribía en un plan concreto: la implantación de una

organización terrorista en Menfis y, sin duda, en otras ciudades del país,

empezando por Kahun. Goza forzosamente de la complicidad de gente del

pueblo, notables incluso, inconscientes unos, deseosos de derrocaros otros. Me

han distanciado, mi retraso es considerable y camino a ciegas. Si no estoy ya a la

altura de la situación, sustituidme.

—Eso es exactamente lo que espera el enemigo —señaló Sesostris—. ¿Acaso

crees que voy a satisfacer sus deseos?

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Después de una larga mañana de trabajo junto al visir, Iker paseaba por el jardín

de palacio en compañía del rey. Sicomoros, tamariscos, granados e higueras

dispensaban unas agradables sombras. Allí, el mundo era suavidad y belleza.

—Khnum- Hotep está muy satisfecho con tu trabajo, Iker. Incluso los amargados

se ven obligados a callar, porque no te muestras arrogante y evitas las

mundanidades.

—¡Hay tanto que descubrir, majestad! Khnum- Hotep me dirige a las mil

maravillas, pero sólo lo que uno mismo experimenta se asimila realmente. Por lo

que se refiere a la gestión de los rebaños...

—Tengo que confiarte otra misión.

Absorto en sus tareas administrativas, Iker intentaba olvidar que el monarca

pronunciaría esa frase antes o después. Durante algún tiempo, se había

adormecido en la falsa tranquilidad de una existencia privilegiada.

—Te fijaré varios objetivos difíciles de alcanzar —advirtió Sesostris—. Mañana

mismo partirás con Sekari hacia el Fayum. Dispondrás de un sello de hijo real,

pero utilízalo sólo como último recurso. Intenta, más bien, pasar desapercibido,

pues ignoramos quién es nuestro enemigo principal y dónde se oculta. Gracias a

las investigaciones realizadas en la biblioteca de la Casa de Vida de Abydos,

hemos sabido que antaño se plantó, en alguna parte del Fayum, una acacia

dedicada a la diosa Neith. Si consigues encontrarla, intentaremos un injerto en el

árbol de Osiris. Luego, procura descubrir el astillero donde se construyó El

rápido. Finalmente, dirígete a Kahun para interpelar a los asiáticos y desmantelar

sus proyectos.

Un doloroso pensamiento cruzó la mente de Iker.

—Majestad, la muerte del escriba Heremsaf...

—Probablemente fue un crimen. Lo consideraba un fiel servidor. Cuando solicitó

mi consentimiento, ofreciéndose a iniciarte en los primeros misterios de Anubis,

sus argumentos fueron convincentes.

—¿El alcalde de Kahun es un aliado o un adversario?

—En su nombramiento parecía animado de las mejores intenciones, pero el poder

suele cambiar a los hombres. Tú debes descubrir su verdadera naturaleza.

—Siempre lo habéis sabido todo sobre mí, majestad, sobre mis deseos, mis

angustias y mis esperanzas, ¿no es cierto?

—Pasa una tarde tranquila en este jardín, hijo mío. Y vuelve lo antes posible.

Sesostris se alejó, dejando a Iker atónito.

Era la primera vez que el rey lo llamaba «hijo mío». Aquellas dos palabras, tan

banales, tan sencillas, adoptaban de pronto una formidable resonancia.

Ante él se abría otro mundo; un mundo en el que no combatiría ya para sí mismo,

sino para su padre, el faraón de Egipto.

Aunque aquel jardín fuese encantador, Iker no deseaba abandonarse a sus

ensoñaciones. Tenía que preparar su equipaje y obtener el mapa más detallado

posible del Fayum, que incluyera el emplazamiento de los lugares de culto y los

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parajes sagrados.

En el momento en que abandonaba aquel apacible lugar se levantó un viento del

sur tan suave y perfumado que el joven se detuvo para saborearlo. Tuvo una

alucinación.

Ella.

Se dirigía hacia él con aquel viento del sur que encarnaba en un ritual destinado a

obtener el agua regeneradora y a hacer crecer la vida.

En su frente, adornando una fina diadema dorada, capullos de loto azul y blanco

de los que brotaba una luz dorada.

¿Cómo describir su belleza, casi sobrenatural?

Iker cerró los ojos y luego volvió a abrirlos. Pero Isis seguía allí, algo más cerca

que antes.

—Temo importunaros —dijo ella con una voz tan hechicera que lo hizo

mascullar.

—No, no... ¡En absoluto! Estaba... estaba reflexionando.

—Me gusta mucho este granado —indicó Isis contemplando el árbol más viejo

del jardín—. Sigue floreciente en cualquier estación, nada altera su esplendor.

Cuando una flor se marchita, otra crece en seguida.

—Por desgracia, no ocurre así con la acacia de Osiris.

El rostro de la sacerdotisa se tiñó de inquietud.

—Si fuera necesario ofrecer mi vida para salvarla, no vacilaría ni un instante.

—El rey me ha confiado una peligrosa misión: regresar al Fayum, ahogar una

sedición y obtener un remedio para el árbol de vida.

—Una rama de la acacia de Neith.

—¿De modo que lo sabéis? —se extrañó Iker.

—Me encargo de las investigaciones en los archivos de Abydos. Si ha existido, el

árbol debe de estar muerto desde hace ya mucho tiempo.

—¡Si vive aún, lo descubriré!

El entusiasmo del muchacho la hizo sonreír.

A Isis no podía ocultársele nada.

—Yo tuve la intención de matar a Sesostris —confesó—, porque lo consideraba

un tirano, origen de todas mis desgracias.

En entrecortadas frases le contó sus aventuras, sin ocultar sus tormentos.

—El faraón os eligió como hijo adoptivo —advirtió ella—, por lo que sin duda os

considera honesto y recto.

—¿Me perdonáis, vos misma, mis extravíos?

Al hacer tan incongruente pregunta, Iker advirtió de inmediato que acababa de

cometer un error, irreparable tal vez.

Isis sonrió de nuevo.

—Su majestad dictó ya su veredicto. ¿Por qué iba a ser distinto el mío? Vuestra

sinceridad me conmueve. E incluso, viniendo de tan alto personaje, me honra.

—¡Sólo soy un escriba de Medamud! —protestó Iker.

—Sois hijo real y os debo respeto.

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Encerrado en un cepo, Iker no conseguía encontrar las palabras para hablarle de

sus sentimientos y revelarle que ella y sólo ella lo habían salvado una y otra vez.

—¿Regresaréis pronto a Abydos?

—Mañana.

—Un lugar extraordinario.

—Me está prohibido hablar de él. Siempre quise vivir allí, tan cerca de la fuente

de nuestra espiritualidad.

—¿Re... regresaréis a Menfis?

—Estoy a las órdenes del faraón y del superior de los permanentes.

Por un instante, un instante demasiado breve, creyó descubrir en su mirada un

tímido fulgor de interés y comprensión hacia lo que intentaba expresar en vano.

Pero ella iba a alejarse y a desaparecer. ¿Cómo retenerla?

—Tal vez podríais ilustrarme sobre un extraño acontecimiento —aventuró—. En

un estanque vi a una mujer de magnífica cabellera y piel muy tersa. ¿Qué diosa

encarnaba?

—Useret, la Poderosa, dama del uraeus y sol femenino —respondió Isis—. Es un

privilegio haberla encontrado, pero escapasteis de un temible peligro al no

pronunciar la fórmula de apaciguamiento. Como se os reveló durante un ritual al

que asistíais, ya no tenéis nada que temer. Que ella os ayude a cumplir vuestra

misión.

—Tal vez... tal vez volvamos a vernos.

—El destino decidirá.

34

Medes dudaba sobre la conducta que debía seguir: ¿emprenderla, con la más

extremada discreción, contra el hijo adoptivo de Sesostris, arruinando poco a

poco su reputación, o limitarse a ignorarlo? Al principio, había creído que Iker,

consciente de su importancia, ocuparía un considerable lugar en la corte; luego,

había advertido que el joven trabajaba bajo la dirección del visir Khnum- Hotep,

como un escriba real cualquiera, no asistía a cena mundana alguna, no trataba con

los dignatarios ni ocupaba ninguna posición predominante.

Asombrado y suspicaz al mismo tiempo, Medes lo había invitado a almorzar para

evaluarlo. ¿Estaba aquel provinciano tan satisfecho con su suerte que prefería

permanecer en la sombra, o adoptaba una estrategia cuyos resultados sólo serían

visibles a largo plazo? Quedaba la solución más probable: Iker se comportaba así

por orden del rey. Sabiendo que aquel «pupilo único» no tenía envergadura

alguna, Sesostris lo limitaba a una carrera de administrador donde no molestaría a

nadie.

—Señor —le dijo su intendente—, el hijo real Iker no puede honrar vuestra

invitación.

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—¿Por qué razón?

—Ha abandonado Menfis.

En palacio, Medes intentó espigar algunas informaciones, pero sólo obtuvo una:

Iker había subido a un barco que se dirigía al sur. Viajaba solo, con su asno.

Aquella partida poco brillante se parecía a una caída en desgracia. Descontento

del escriba, Sesostris lo mandaba a su provincia, para que nadie oyera hablar

nunca más de él.

Medes, mucho más animado, se consagró a su correspondencia.

Una de las cartas, redactada en código, procedía del libanés. Envuelta en una

retahíla de fórmulas de cortesía había una frase esencial: «Deseo veros con toda

urgencia.»

—¿Una copa de vino, mi querido Medes? —ofreció el libanés.

—Me he visto obligado a anular una cena y espero no lamentarlo.

—El gran patrón confirma la cita cerca de Abydos, en un barco de mi propiedad.

—He aquí mis condiciones: Gergu estará a bordo ya al zarpar de Menfis, y yo

llegaré al lugar fijado por mis propios medios.

—Como queráis.

—¿Estarás presente?

—Mi patrón no lo desea —respondió el libanés, untuoso—. Nuestros asuntos me

retienen aquí. Por lo demás, son florecientes.

Medes le dirigió una mirada amenazadora.

—¿No estarás pensando en jugármela, mi querido socio?

—¡Estaría loco si actuara así! Gracias a vos, estoy haciendo fortuna y llevo una

existencia muy agradable.

—¿Tu patrón también?

—Él es distinto. A cada cual, sus placeres.

—¡Qué misterioso personaje!

—No le gusta que hable de él.

—Si intenta perjudicarme, lo lamentará.

—Ésa no es en absoluto su intención, Medes. Desea conoceros para fortalecer

nuestra cooperación.

Desde el primer contacto, Gergu y el capitán al servicio del libanés sintieron

mutua simpatía. A Gergu le gustaba aquel fanfarrón curtido, grosero, con el pelo

en desorden y capaz de matar sin la menor emoción.

Del mismo modo, el aspecto macizo y brutal de Gergu complacía al marino.

—Debo inspeccionar tu barco de punta a cabo.

—Podemos hacerlo con una copa en la mano, ¿no?

—Podemos —confirmó Gergu.

—Tengo un vino algo fuerte, pero pasa bien.

Gergu vació la primera copa.

—Me parece algo joven, de todos modos.

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—¡Mejorará a lo largo del Nilo!

La broma los divirtió y la inspección se llevó a cabo en un clima relajado. Gergu

no descubrió nada anormal: la tripulación estaba formada por diez hombres sin

armas y la carga se componía sólo de tortas, pescado seco y jarras de vino.

—¿Tranquilo ya, Gergu?

—Larga amarras, capitán.

Durante el recorrido, los dos nuevos amigos no dejaron de brindar. Gergu alabó

los méritos de Medes; el capitán, los del libanés. Se felicitó por el modo como

estaba organizado el tráfico de madera preciosa, habló luego de sus proyectos:

una hermosa granja con algunos bueyes. Comería carne todos los días.

—A tu barco le faltan mujeres —deploró Gergu.

—De buena gana hubiera subido a bordo a una profesional —confesó el

capitán—, pero el libanés me lo prohibió.

—¿No le gustan las hembras?

—A él, sí, pero el gran patrón no es del tipo libertino, al parecer.

—¿Lo conoces?

—Nunca lo he visto.

El barco se puso al pairo mucho antes de Abydos. Oculto en una gran espesura de

cañas, cerca de la ribera, nadie lo advertiría. En caso de control de la policía

fluvial, muy improbable, el capitán alegaría un enfrentamiento y la necesidad de

reparar los daños. Según el libanés, el gran patrón en persona había elegido aquel

lugar ideal.

—Te dejo —anunció Gergu—. Voy a buscar a mi propio patrón.

El capitán se tendió en cubierta y se durmió.

El sacerdote permanente Bega se sentía intrigado.

—¿Por qué exigís que os acompañe a esta cita, Medes?

—Para sellar definitivamente nuestro acuerdo.

El temporal Gergu y Medes, que fingía ser su ayudante, habían cruzado los

controles sin dificultades y, luego, habían solicitado hablar con su interlocutor

habitual para recoger su nuevo pedido. Aquella gestión pertenecía a un proceso

rutinario al que las fuerzas de seguridad no prestaban ya atención.

—¿Quién es ese «gran patrón»? —preguntó Bega.

—Alguien que nos ayudará a enriquecernos más aún y nos proporcionará medios

materiales sin despertar sospechas. Vuestra presencia será garantía de la

magnitud de nuestra colaboración. No os oculto mi secreta esperanza: que nos

permita derrocar a Sesostris en seguida.

—¿Y si fuera sólo un vulgar bandido?

—El libanés se consolida como un traficante de altos vuelos, su patrón no puede

ser un mediocre. ¿Podéis salir fácilmente de Abydos?

—Los permanentes no somos reclusos —recordó Bega—. ¿No nos tenderá una

trampa ese misterioso personaje?

—Gergu ha registrado el barco donde se celebrará la reunión, sus hombres

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montan guardia por los alrededores. En caso de peligro intervendrán. Creedme,

Bega, controlo la situación. Y estoy convencido de que superaremos, juntos, una

etapa decisiva.

Gergu se acercó al navío en una barca.

Todo parecía tranquilo.

—¡Capitán! Soy yo, Gergu.

Aguzó luego el oído y percibió una sucesión de ronquidos. Al subir a bordo,

Gergu descubrió al capitán y su tripulación borrachos como cubas. Escrupuloso,

registró de nuevo el barco sin encontrar nada alarmante.

Tomando de nuevo el esquife, remó hasta el bajel de Medes, que estaba amarrado

algo más lejos.

—Todo en orden.

—¿Está en su lugar tu equipo, Gergu?

—Seguridad garantizada.

Medes despertó al capitán de una patada en las costillas. El otro gruñó y abrió un

ojo.

—¿Sabes cuándo va a llegar tu patrón?

—No, no... yo me limito a esperar.

—Haz que limpien la cabina.

El capitán sacudió a su tripulación, que, gruñendo, devolvió al barco una

apariencia de limpieza.

Apartando las cañas apareció un hombre encapuchado.

—Venid, Bega —le recomendó Medes—. No hay nada que temer.

Más bien torpe, con los andares titubeantes, el sacerdote permanente se aventuró

por la pasarela. Viendo que podía caer, Medes lo sostuvo. Estaba claro que la

actividad física no era el fuerte de Bega.

Jadeando, tomó un taburete de tres patas.

—¿Todo el mundo está aquí? —preguntó.

—Aún falta nuestro anfitrión.

Comenzó una larga espera. Bega mantenía el rostro bajo; Gergu bebía a

hurtadillas, detrás de la cabina; Medes paseaba por cubierta. Después de un rato,

harto ya, se dirigió al capitán, repantigado contra el empañetado.

—¡Me horroriza que se burlen de mí! Me voy. ¡Tú me pagarás esta afrenta!

Una voz, suave y amenazadora a la vez, petrificó a Medes:

—¿Por qué tanta cólera? Ya estoy aquí.

Se encontraba a proa, sin que nadie lo hubiera visto llegar.

Alto, barbudo, con la cabeza cubierta por un turbante, el rostro demacrado y

vistiendo una túnica de lana que le llegaba a los tobillos, tenía unos ojos

enrojecidos y muy hundidos en sus órbitas.

Gergu soltó su copa; Bega se puso rígido, y Medes se quedó boquiabierto.

—¿Quién... quién sois?

—Soy el Anunciador. Y vosotros tres vais a ser mis fieles discípulos.

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«¡Es un loco, es un loco!», pensó Medes, que hizo a Gergu una señal para que

ordenara la intervención de sus hombres.

—No te pongas nervioso —recomendó el Anunciador—. Tu barco está bajo mi

control. Los ridículos crápulas empleados por Gergu no han dado la talla al luchar

contra mis lugartenientes.

Jeta- de- través y Shab el Retorcido salieron de entre las cañas y arrojaron a la

cubierta unas cabezas y unas manos cortadas.

—Dejadme partir —suplicó Bega tartamudeando.

—Nadie abandonará este lugar antes de haber recibido mis órdenes y haberme

prometido obediencia —advirtió el Anunciador suavemente.

Gergu intentó, de todos modos, lanzarse al agua, pero unas garras de halcón se

hundieron en su hombro. Aullando de dolor, se vio obligado a arrodillarse.

—Si vuelves a hacerlo, te arrancaré el hígado —prometió el Anunciador—. ¡Qué

ridícula muerte, en vez de hacer fortuna!

—¿Sois... sois realmente el patrón del libanés? —preguntó Medes, fascinado.

—Ha aprendido en su propia carne a no traicionarme y a mostrarse dócil. Que os

sirva de ejemplo, pues. Juntos, llevaremos a cabo grandes proyectos. Vuestras

intenciones son buenas, las de los tres, pero topáis con una fuerte oposición y,

hasta hoy, habéis obtenido sólo decepcionantes resultados. El gran tesorero

Senankh, el Portador del sello real Sehotep, el general Nesmontu y el jefe de

todas las policías, Sobek el Protector, han salido indemnes de las encerronas que

organizasteis. Eso, por no hablar del faraón: al enviarle a un aficionado hicisteis

fracasar al asesino encargado de matarlo. Ahora, Sobek ha sido absuelto y

Sesostris está, de nuevo, bajo su protección.

—¿También vos queréis acabar con el rey? —preguntó Medes, algo

tranquilizado.

—Esos esfuerzos dispersos nos condenan al fracaso. Por eso he decidido

coordinarlos. Tú, quítate el capuchón y dime tu nombre.

El interpelado no tuvo valor para resistirse.

—Me llamo Bega y soy sacerdote permanente en Abydos.

—Buena presa, Medes —valoró el Anunciador.

—Hay que desvelar el secreto de los misterios de Osiris —afirmó el secretario de

la Casa del Rey—, pues Abydos sigue siendo el centro de la espiritualidad egipcia

y la fuente del poder del faraón.

—¿Crees que lo ignoro? —dijo el Anunciador, desdeñoso—. Bega, háblame del

árbol de vida.

El sacerdote levantó unos ojos pasmados.

—¿Lo... lo sabéis?

—Responde.

—La acacia de Osiris ha caído gravemente enferma, víctima de un maleficio.

—¿Acaso no está del todo seca?

—No, recupera algo de vida. Reverdeció una rama con la construcción del templo

y de la tumba de Sesostris. Emiten ka y los ritualistas se ocupan cotidianamente

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del árbol, para fijarlo en él. Una segunda rama hizo lo mismo cuando se proclamó

el decreto de reunificación de Egipto.

—¿Qué otras acciones están en curso para intentar que el árbol sane?

—Sesostris hace edificar una pirámide.

—¿En qué lugar?

—En Dachur —respondió Medes.

—¿Y quién detenta la paleta de oro? —interrogó el Anunciador.

Bega estaba atónito.

—¿Conocéis acaso todos nuestros tesoros rituales?

—Responde.

—El faraón en persona. Nuestro superior, el Calvo, no toma iniciativa alguna, y

sólo actúa con el explícito consentimiento del rey.

—¿Qué deseas tú, Bega?

—Librarme de ese déspota y obtener el cargo que me corresponde. Dada mi

experiencia y mi antigüedad, soy apto para reinar en Abydos.

—¿Por qué te aliaste con Medes?

Al ver que Bega se sentía turbado, el secretario de la Casa del Rey tomó la palabra

y no ocultó ninguno de los proyectos comerciales puestos en marcha con el

sacerdote.

—Excelentes ideas —reconoció el Anunciador—. Seguid por ese camino.

Estamos de acuerdo en muchos puntos, pero os falta magnitud. Yo, el

Anunciador, soy el detentador de la verdad. Redactaré una ley definitiva de la que

no podrá cambiarse palabra alguna, pues Dios me la dictará. Se aplicará a la

humanidad entera, y quienes se opongan a ella serán eliminados. Antes,

tendremos que acabar con el principal obstáculo, la institución faraónica, y

apoderarnos de Egipto. Cuando seamos dueños de este país, el centro del mundo,

la conquista de los demás ya sólo será un juego de niños.

Medes no había previsto llegar tan lejos, pero, bien mirado, ¿por qué no? Gergu,

por su parte, seguiría a Medes. Por lo que a Bega se refiere, estaba tan asustado

que la obediencia absoluta le parecía el único medio de sobrevivir.

—Sembraremos el terror entre los infieles —profetizó el Anunciador—,

ejecutaremos a los blasfemos, acabaremos con las fronteras, obligaremos a las

mujeres a permanecer en sus hogares y a servir a sus esposos, nos apoderaremos

del oro de los dioses e impediremos que Osiris resucite.

35

El tono del Anunciador hacía temblar a quienes se empapaban de sus palabras. De

los bolsillos de su túnica de lana sacó tres pedazos de cuarcita roja.

—La luz no ha dañado estas piedras de Seth —explicó—. De modo que contienen

aún el fuego destructor que nos ayudará a combatir a nuestros enemigos. Abrid

los tres vuestra mano izquierda.

El Anunciador depositó una piedra en la palma de sus manos.

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—¡Ahora, cerrad los dedos y apretad fuerte, muy fuerte!

Los tres hombres gritaron al mismo tiempo. La cuarcita les abrasaba la piel, pero

era imposible aflojar la presión.

El Anunciador extendió los brazos y el dolor desapareció.

—Ahora lleváis en vuestra carne la marca de Seth. Sois sus aliados y sus

confederados, y me obedeceréis sin rechistar. De lo contrario, vuestro cuerpo se

inflamará y moriréis entre atroces sufrimientos.

La cuarcita se había disgregado. Como sus cómplices,

Medes vio en la palma de su mano una minúscula cabeza del dios, con su hocico

de okapi y sus dos grandes orejas erguidas.

Bega se asfixiaba. El, el servidor de Osiris, era ahora discípulo de Seth, su

asesino.

—Ya nada nos separará —añadió el Anunciador—. Nuestro pacto está sellado.

—¿Con qué tropas atacaremos al faraón? —preguntó Medes.

—¿No acaba de crear un ejército nacional?

—Sí, y lo manda el general Nesmontu. Un temible poderío militar.

—Un enfrentamiento frontal forzosamente nos resultaría desventajoso

—reconoció el Anunciador—, pues sólo podríamos oponerle un rebaño de

cananeos presuntuosos, lloricas y cobardes. La única solución es el terrorismo.

—¿Con qué armas?

—Mi organización de Kahun las fabrica oficialmente para equipar a las fuerzas

del orden egipcias, pero roban una parte para nosotros. Organizaremos acciones

esporádicas y sangrientas que hagan vacilar al faraón e instalen el miedo en la

población.

—¿No se volverán contra nosotros los civiles inocentes? —se inquietó Gergu.

—No hay inocentes. Estarán con nosotros o contra nosotros. Someterse al faraón

y respetar la ley de Maat es ser culpable. En adelante, cada cual en vuestro lugar,

la pisotearéis sin descanso. Quiero saberlo todo de Abydos, de Sesostris, de su

gobierno, de su ejército y de su policía. Ahora, dispersémonos.

Bega se puso el capuchón y fue el primero en partir. Vacilante, tomó por la

pasarela y desapareció entre las cañas.

—¿No habrá tomado Sesostris una decisión extraordinaria? —preguntó el

Anunciador, con la mirada perdida en la lejanía.

—Exacto —respondió Medes—, ha elegido a un hijo adoptivo.

—¿Su nombre?

—Iker.

—¿No es ése el joven de Medamud que tú destinabas al dios del mar?

Medes sufrió un nuevo choque.

—Sí, pero... ¿cómo lo sabéis?

—¿Quién te dio el nombre de esa víctima expiatoria?

—Un informador local.

—Actuaba por orden mía. Descubrí en ese muchacho una notable capacidad para

resistir las fuerzas del mal. Sacrificándolo, las habríamos recuperado en nuestro

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benefició. Al escapar del naufragio se alimentó con una fuerza suplementaria.

Jeta- de- través abandonó su reserva:

—¿No será el tal Iker el informador de la policía al que yo creía muerto, abrasado,

en la montaña de las turquesas?

—Sobrevivió al incendio y siguió su camino, ajeno al poder que lo guiaba. Hoy

recibe las enseñanzas de Sesostris y se sienta junto al faraón.

—Tranquilizaos —intervino Medes—, ha abandonado Menfis como un mediocre

a quien el rey hubiera ex pulsado discretamente.

—¿Su destino?

—El sur. Probablemente regresa a su aldea natal, donde presumirá por algún

tiempo, como un héroe, antes de dormirse en sus privilegios. En la capital no

volverán a oír hablar de él.

Medes y Gergu abandonaron, a su vez, el barco.

El Anunciador se dirigió al capitán:

—Zarpa hacia el Fayum. Abre bien los ojos y los oídos. Si descubres a Iker,

mátalo.

Ninguno de los mapas de los que Iker disponía mencionaba la acacia de Neith,

pero los archivos proporcionaban una indicación: se erguía en la isla de Sobek, en

el Fayum. Por desgracia, los geógrafos no la habían localizado. Tal vez

interrogando a los habitantes de la provincia, el muchacho podría encontrarla.

Desde su partida de Menfis, Sekari vigilaba a Iker. Fingiendo no conocerse, los

dos viajeros no se dirigían la palabra. En caso de peligro, Sekari intervendría con

tanto vigor como fuera necesario.

Dos campesinos le habían parecido sospechosos, sobre todo cuando se habían

acercado a Iker de un modo extraño. Pero sólo deseaban conversar, y no se

produjo ningún incidente antes de llegar al puerto que conectaba con la Ciudad

del Niño Real19

, donde los constructores ampliaban un templo en honor del dios

carnero Heryshef, «El que está sobre su lago», responsable de la crecida en el

Fayum y de su correcta irrigación por el gran canal que zigzagueaba entre una

abundante vegetación.

Había obras por todas partes: desecación de marismas, fundación de aldeas y

templos, construcción de pequeñas presas, de esclusas y canales de drenaje...

Buena parte de la región parecía un inmenso bosque, un paraíso para la flora y la

fauna.

Satisfecho con el viaje, Viento del Norte trotaba alegremente. Tras haber llevado

a cabo su representación habitual, gimiendo y revolcándose por el suelo para que

Iker no cortara sus cascos, tan duros como madera de ébano, recuperaba el

aspecto altivo y provocaba la admiración de los conocedores.

—Sabes muy bien que es necesario ocuparse de tus cascos tres veces al año,

19 Neni-nesut (Herakleopolis Magna).

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igualando su superficie con un raspador —le recordó Iker.

El asno prefirió no responder y prosiguió su camino hasta el peaje de la Ciudad

del Niño Real.

—¿Alguna mercancía que declarar? —preguntó el encargado.

Iker mostró su material de escriba.

—De acuerdo, puedes pasar.

—Busco un antiquísimo lugar sagrado donde se yergue una acacia dedicada a la

diosa Neith. ¿Quién podría informarme?

—El mejor conocedor de la región es el vigilante de los diques.

El funcionario le indicó al viajero el emplazamiento de la casa del especialista.

Como si hubiera comprendido el itinerario mejor que el hijo real, Viento del

Norte marchó por delante, sin equivocarse de camino.

El vigilante tomaba el fresco en su jardín, a la sombra de una pérgola. Iker lo

saludó, se presentó y formuló su petición.

—La acacia de Neith... Sí, he oído hablar de ella. Crece en un rincón perdido que

sólo frecuentan unos escasos pastores y las bestias salvajes. Dirígete hacia el

noroeste, dejando a tu derecha el obelisco de Sesostris Primero. En lo alto hay un

disco solar que simboliza el nacimiento de la luz, brotando de las aguas

primordiales. ¿Por qué te interesa ese árbol sagrado?

—Estoy localizando los antiguos parajes de esta provincia para incluirlos en un

mapa.

Por la noche, en el albergue, el vigilante no dejó de relatar esa entrevista a sus

amigos. La descripción de Iker y su asno llegó a los oídos del capitán que el

Anunciador había enviado con una misión. Ya no soltaría su presa.

La lujuriante naturaleza no tenía sólo cosas buenas. Sin una pomada anti

mosquitos, de la que también se beneficiaba Viento del Norte, los dos

exploradores habrían dado marcha atrás. Según las indicaciones de un anciano

que encontraron en una aldea, el árbol de la diosa no estaba ya muy lejos, pero era

preciso desconfiar al flanquear el lago de los cocodrilos, poblado por verdaderos

monstruos, uno de ellos de ochenta años que, al ocaso, se tendía al sol.

Iker se preguntó si Sekari lo seguiría todavía a distancia por aquel dédalo.

Tras haber apartado unas ramas de tamarisco entrecruzadas, el escriba descubrió

una extensión de agua oculta en plena vegetación y cuyo extremo se perdía en un

bosque de sauces. En la orilla, un pastor asaba una perca.

Iker se acercó.

—¿Está lejos de aquí la isla de Sobek?

—Posiblemente no.

—Soy el escriba Iker y busco el emplazamiento de la acacia de Neith.

Hirsuto, mal afeitado, el capitán parecía uno de aquellos solitarios malhumorados

que no apreciaban en absoluto la compañía de los humanos pero que conocían

perfectamente su territorio.

—La acacia de Neith —repitió—. ¿Qué quieres de ella?

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—Situarla en mi mapa.

—Los mapas son inútiles. Es mejor fiarse del propio olfato.

—¿Querrás ayudarme, de todos modos?

—Primero tengo que terminar mi almuerzo. ¿Tienes hambre?

Los dos comensales comieron en silencio. Luego, el falso pastor se levantó.

—La isla de Sobek se encuentra en un extremo del lago —explicó—. Tomaremos

mi barca.

Apartó las cañas y soltó la amarra.

—Agárrate a mi brazo —le recomendó a Iker—. Con el número de depredadores

que merodean por aquí será mejor que no caigas al agua.

Iker hizo mal confiando en su guía. Precisamente cuando el escriba se mantenía

en equilibrio, el capitán lo empujó con violencia.

Al chocar con la superficie del lago, el hijo real hizo brotar grandes salpicaduras.

Transcurridos unos instantes, para sobreponerse y nadar hacia la orilla, vio

lanzarse hacia él al viejo cocodrilo, dueño del lugar, de ochocientos kilos de peso,

que, apoderándose de Iker, se hundió en las profundidades.

—¡Misión cumplida! —rió el capitán.

El asesino no tuvo ocasión de alegrarse más pues, surgiendo de una espesura,

Sekari le propinó un cabezazo en los riñones y lo lanzó también al lago.

—¡Socorro —aulló el capitán—, no sé nadar!

Aunque Sekari hubiese querido ayudarlo, no habría tenido posibilidad alguna de

lograrlo. Dos cocodrilos más se encargaban ya de aquella gesticulante presa. El

primero tomó el cuello entre dos mandíbulas provistas de setenta colmillos

perforadores, el segundo se encargó de la pierna izquierda. Coléricos, los

monstruos destrozaron al enviado del Anunciador.

Sekari se sentía furioso consigo mismo.

—¡Me ha parecido un pastor de verdad! Aunque desconfiaba de él, no creí que

agrediera a Iker antes de llevarlo hasta la acacia.

Viento del Norte miraba fijamente el agua, enrojecida por la sangre del capitán.

—¡No puedo abandonar a Iker, voy a zambullirme!

Pero el asno se plantó ante Sekari y levantó la oreja izquierda.

—¿Cómo qué no? Tal vez esté sólo herido, tal vez...

En los grandes ojos del animal, Sekari leyó una inquebrantable determinación. Y,

desalentado, se sentó en la ribera.

—Tienes razón, sólo conseguiría que me devorasen a mí también.

Ahora, numerosos cocodrilos combatían entre sí, procurando todos ellos obtener

parte del festín.

Sekari lloró.

—No he podido salvar a mi mejor amigo. Ha muerto por mi culpa.

Viento del Norte levantó la oreja izquierda. Sekari lo acarició.

—Tu bondad me caldea el corazón, pero me detesto a mí mismo. Vamos,

marchémonos de aquí.

El asno se interpuso de nuevo.

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—Se ha terminado, Viento del Norte. Todo ha terminado.

Firmemente erguida, la oreja izquierda desmentía esa afirmación.

—¿Quieres seguir esperando?

Le tocó entonces a la oreja derecha señalar el cielo, con gran vigor.

—Esperar... Pero ¿qué debemos esperar?

Viento del Norte se instaló cómodamente en el suelo, sin apartar los ojos del lago.

36

Dada la rapidez del depredador, Iker ni siquiera había tenido miedo de morir. En

el momento en que el enorme cocodrilo se deslizó bajo su cuerpo se agarró al

monstruo zambulléndose hacia el fondo del lago.

Tras haber atravesado una zona turbia y gris descubrió un bosque acuático

iluminado por un suave sol, y acudieron a su mente las palabras mágicas que

componían un himno destinado a apaciguar el furor del dios cocodrilo: «Tú, que

te levantas en el agua primordial y dispensas la claridad procedente de las ondas,

hazla renacer en tierra, sé el toro fecundador, señor de los alimentos, busca a tu

padre Osiris y protégeme del peligro.»

Maravillado por el esplendor de las plantas multicolores que ondulaban con

gracia, Iker no pensaba ya en respirar. El viejo cocodrilo volvió a la superficie y

depositó su fardo en un soleado cerro.

Sin comprender cómo había sobrevivido, Iker tuvo la sensación de estar provisto

de una nueva arma, la fuerza del gran pez20

(1).

Ante él, una momia extraordinaria: la cabeza del cuerpo osírico salía del cuerpo

de un cocodrilo de bronce, con dientes de oro, y revestido con una capa formada

por cobre y electro. El señor de las aguas se presentaba como una barca

indestructible, ofrecida al difunto para navegar por las extensiones del más allá.

En unos pocos minutos, olvidándose de sí mismo, Iker acababa de vivir el renaci-

miento de la luz brotada del fondo del lago.

En lo alto del cerro vio una acacia.

Lamentablemente, acababan de quemarla. Ramas y hojas eran ya sólo cenizas,

humeantes aún. En el tronco calcinado estaba escrito el nombre de la diosa Neith

con tinta roja.

—Cuéntamelo otra vez —exigió Sekari.

—Será la décima ya —protestó Iker.

—¡Por tu causa creí haber cometido un error fatal! Además, tu historia parece tan

disparatada que debo memorizar cada uno de sus detalles y asegurarme de que no

inventas otros nuevos cuando vuelves a relatarlos.

20 Esa fuerza llevaba por nombre at. Los egipcios clasificaban al cocodrilo en la categoría de los

peces.

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—¿Y es así?

—Hasta ahora, no, pero ¿acaso somos, nunca, demasiado prudentes?

—El genio maligno que se oculta en las tinieblas ha destruido la acacia de Neith.

Se diría que presiente nuestras iniciativas.

—Razón de más para dirigirnos de inmediato a Kahun, detener a Bina y

desmantelar su organización.

—Asegurémonos, primero, de la rectitud del alcalde.

—Debes entrar en la ciudad del modo más oficial —recomendó Sekari—. Si te

mete en la cárcel, haré que intervenga el ejército. Esperemos que la ciudad no esté

en manos de los asiáticos.

Bina estaba preparada. Dentro de tres días, los asiáticos instalados en Kahun

tomarían las armas que habían fabricado y ocultado para atacar, luego, los

puestos de guardia durante la noche. Con su cómplice Ibcha, tan decidido como

ella, la muchacha acabaría después con los escribas para aterrorizar a la población

y hacerle comprender que sus nuevos dueños rechazaban la antigua cultura.

Tras la caída de Kahun, Bina emprendería la conquista de las otras poblaciones

del Fayum. Ninguna aldea se le resistiría. Llegarían otras caravanas de asiáticos

como re fuerzo, y el ejército de Sesostris, inmovilizado en Canaán, tardaría

mucho tiempo en reaccionar. Luego, sufriría los ataques de una agotadora

guerrilla.

Esas eran las directrices del Anunciador, que la hermosa morena iba a seguir al

pie de la letra. Su victoria se debería a su encanto. Cada tres meses, el alcalde

renovaba por completo la guardia de Kahun, pero Bina había seducido al

funcionario encargado de las próximas sustituciones. Tanto con sus caricias como

con sus ardientes declaraciones, lo había convencido de que se uniera a su causa,

proponiéndole un cargo de primera línea en el futuro alto mando. Gracias a aquel

ingenuo, que sería el primero en desaparecer, conocía el número exacto de

soldados y sus posiciones.

Al cabo de unos pocos minutos, los asiáticos los aniquilarían.

—Nombre y cargo —exigió el guardia que vigilaba la puerta principal de Kahun.

—Iker, escriba y sacerdote temporal del templo de Anubis.

—¿Algo que declarar?

—Mi material de escritura.

El oficial registró las alforjas que llevaba Viento del Norte.

—Puedes pasar. Yo muy pronto habré acabado con este maldito trabajo. Pasado

mañana, por fin, el relevo, y entonces regresaré al Delta.

—¿Está tranquila la ciudad? —preguntó Iker.

—Sin novedad alguna.

Precedido por Viento del Norte, que conocía bien Kahun, Iker se dirigió hacia la

enorme villa del alcalde, poblada por un importante número de escribas y

artesanos.

Uno de los empleados en el correo lo reconoció.

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—Iker... Pero ¿dónde has estado?

—¿Está el alcalde en su despacho?

—Nunca sale de él. Te anunciaré.

El muchacho instaló a Viento del Norte a la sombra de un cobertizo e hizo que le

proporcionaran forraje. Un escriba condujo al visitante hasta el corazón de la

villa.

El alcalde salió de detrás de un montón de expedientes.

—¡Iker, dime que no eres tú...! ¡No puedes ser tú, el que fue nombrado hijo real

por el decreto que acabo de recibir!

—Mucho me temo que sí.

—Cuando desapareciste, renuncié a iniciar una investigación. Sin embargo,

habrías merecido severas sanciones. Pero sentí que estaba tramándose algo

extraño pues, realmente, eras muy distinto de los demás escribas. Apuesto a que

has venido en misión oficial.

—Quiero saber a qué dueño servís.

El alcalde se agarró a su sillón.

—¿Qué significa esa pregunta?

—Han intentado asesinar al rey. Aquí mismo, en Kahun, se ocultan los

terroristas. Ya no tardarán en actuar.

—¿Te... te estás burlando de mí?

—Conozco a algunos de los conspiradores. La mayoría son asiáticos empleados

como metalúrgicos.

El alcalde parecía estupefacto.

—¡No estás hablando de Kahun, de mi ciudad!

—Por desgracia, sí. O sois cómplice de los terroristas o me ayudaréis a

erradicarlos.

—¿Que yo estoy del lado de esos bandidos? ¿Acaso te has vuelto loco? ¿Cuántos

soldados quieres?

—Detenerlos a todos al mismo tiempo implica no dar la voz de alarma. Una

intervención mal preparada acabaría con excesivos choques sangrientos.

—¿Qué propone entonces el hijo real Iker?

—Reunid a los responsables y organicemos una serie de operaciones bien

dirigidas. Tras haber desmontado la conspiración, me procuraréis la lista de los

astilleros del Fayum, incluidos los que fueron cerrados y sin olvidar aquel para el

que trabajaba el difunto carpintero Cepillo.

—Será laborioso reunir todos esos elementos, pero los tendrás.

—¿Puedo instalarme en mi antigua casa?

El alcalde pareció molesto.

—Imposible.

—¿Acaso la habéis atribuido a otro?

—No, en absoluto... En fin, tú mismo verás.

El herrero empleado en el anexo de la villa del alcalde alegó un insoportable dolor

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de espalda y dejó la responsabilidad de la forja a su ayudante, para consultar

urgentemente con un terapeuta.

En realidad, acababa de reconocer a Iker y debía avisar en seguida a su jefe,

Ibcha, capataz del principal taller de fabricación de armas.

Ibcha ordenó que fueran a buscar a Bina, que abandonó de inmediato la limpieza

de la lujosa morada del conservador de los archivos, su más reciente patrón.

El trío se encerró en un almacén.

—Iker ha vuelto —reveló el herrero.

—¿Estás realmente seguro? —preguntó Bina.

—Soy muy buen fisonomista.

—Es una catástrofe —deploró Ibcha.

Bina no lo contradijo. Sabía que el comando enviado por Jeta- de- través para

matar al rey había fracasado y que Iker se había convertido en pupilo único de

palacio; dicho de otro modo, en un fiel servidor del faraón.

Sin embargo, según recientes informaciones, Iker, caído en desgracia y obligado

a abandonar la corte, se había dirigido hacia el sur con una esperanza de vida muy

reducida, puesto que uno de los agentes del libanés se disponía a eliminarlo.

—Iker sigue gozando de la confianza del faraón —estimó—. Le ha encargado

que acabara con nosotros. Sólo queda una solución: huir de inmediato

llevándonos el máximo número de armas y sacrificando a nuestros peores

elementos, en una refriega que sirva de distracción.

Ibcha se rebeló:

—¡Estamos a pocas horas de la toma de Kahun!

—El hijo real ha ido a casa del alcalde para organizar nuestro arresto. Nos quiere

vivos. ¿Acaso olvidas que conoce el emplazamiento del taller de cuchillería y el

verdadero papel de los metalúrgicos asiáticos? No tenemos ni un instante que

perder. Si vacilamos, estamos perdidos.

Derrumbándose, Ibcha se rindió a las razones de su jefa.

—¿De qué tipo de distracción estás hablando?

—Del ataque a la villa del alcalde.

Iker y Viento del Norte estaban aterrados.

De su hermosa mansión y su soberbio mobiliario sólo quedaban ya ruinas que

mostraban los estigmas de un violento incendio.

—No pudimos salvar nada —explicó el Melenudo, escriba oportunista y

perezoso, presente siempre en caso de desgracia—. El fuego se inició en plena

noche, y no fue un accidente.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque había por lo menos diez focos que se encendieron al mismo tiempo. Por

esa razón la ayuda resultó ineficaz. Una anciana vio huir a varios hombres. Ya lo

sabes, Iker, te tengo afecto, pero hay envidiosos y malhechores.

—¿Tienes sospechas?

—Concretas, no... ¿Es cierto que te has convertido en el hijo adoptivo del faraón?

—Sí, así es.

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—¿Me ayudarás entonces a obtener un ascenso?

—Esa decisión corresponde al alcalde.

—El alcalde no me aprecia demasiado. ¿Me apoyarías si te proporcionara una

información fundamental?

—Proporciónamela.

—¿Dónde piensas alojarte?

—En el templo de Anubis.

El asno tomó la dirección del santuario, cuyos permanentes recibieron a Iker con

variadas actitudes. A unos les satisfacía volver a verlo, pero otros le reprocharon

haber abandonado su puesto de temporal sin avisar a nadie.

El muchacho presentó excusas a los sacerdotes, que agradecieron al hijo real que

honrara el lugar con su presencia. Le proporcionaron la mejor habitación, pero el

escriba quiso ver de nuevo la biblioteca donde había clasificado y ordenado

tantos notables manuscritos que databan de la época de las grandes pirámides.

Su meditación duró muy poco, pues el Melenudo solicitó una entrevista. Iker lo

recibió en su habitación.

—¡Tengo tu información! ¿Hablarás con el alcalde?

—Lo haré.

—Pues bien, ésta es: uno de los incendiarios era el herrero asiático empleado en

el ayuntamiento. Esta mañana, cuando te ha visto, ha abandonado

precipitadamente su puesto por unos dolores dorsales. Según su ayudante, no era

cierto, porque corría como una liebre.

Iker había sido descubierto, pues, por uno de los hombres de Bina. O iniciaría

muy pronto las hostilidades o precipitaría la fuga de sus acólitos. Puesto que la

intervención policial no estaba a punto aún, la joven asiática disponía de una

indudable ventaja.

—¡Pronto, Melenudo! Avisemos al jefe de la guardia.

Mientras los dos hombres corrían hacia el cuartel, se oyeron algunos gritos.

—¡Están atacando la villa del alcalde! —aulló un vendedor de jarras

abandonando su carga.

37

Militares y policías corrieron hacia la morada del alcalde. Mientras la confusión

se instalaba en la ciudad, Bina, Ibcha y numerosos asiáticos salieron de ella, con

pesados cestos a cuestas llenos de armas.

—Mantente alejado de la multitud —recomendó Sekari a Iker—. En medio de

este jaleo resulta imposible protegerte de algún mal golpe.

En la acrópolis de Kahun rugía el combate. Los mártires designados por Bina

habían matado a varios servidores desarmados, pero los artesanos se defendían

con sus herramientas. Y, cuando aparecieron las fuerzas del orden, algunos

asiáticos, renunciando a su promesa de dar su vida por la causa, se dispersaron

como gorriones asustados. Otros, en cambio, lucharon ferozmente pero su-

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cumbieron por su inferioridad numérica.

Se inició entonces una larga y difícil caza del hombre que terminó dos horas más

tarde. Ninguno de los terroristas se salvó.

El alcalde, impresionado, consolaba a los heridos.

Iker y Sekari intentaron saber cuántos asiáticos habían escapado y qué dirección

habían tomado. Seleccionar los testimonios en los que se mezclaban miedo y exa-

geración no fue fácil. De ellos salieron, sin embargo, dos grandes probabilidades:

una parte de los fugitivos hacia el norte de la provincia, otra hacia el Nilo.

—Ya investigaremos luego —decidió Sekari—. Lo más urgente es identificar a

sus eventuales cómplices en la propia ciudad, de lo contrario, nos arriesgamos a

un nuevo atentado.

Había un solo sospechoso indemne: el herrero que había avisado a los asiáticos.

Aunque había intentado aparecer como víctima, nadie creía en su mentira.

Un oficial lo agarró del pelo.

—Dejadme interrogarlo a mi modo. Lo dirá todo, creedme.

—Nada de tortura —decidió Iker.

—En el presente caso, el fin justifica los medios.

—Yo mismo interrogaré al prisionero.

El oficial soltó al artesano; contradecir a un hijo real podía acarrearle graves

problemas.

—¿Veías con frecuencia a Bina?

—Como muchos habitantes de Kahun.

—¿Cuál era su plan para apoderarse de la ciudad?

—Yo no sé nada.

—Eso no es muy verosímil —observó Iker—, puesto que ocupabas un puesto de

observación privilegiado en la propia villa del alcalde. ¿No debías acabar con él

cuando estallara el motín?

—Yo sólo hacía mi trabajo.

Sekari se sentó junto al prisionero.

—Yo, amigo mío, no soy soldado ni policía. El hijo real que te pregunta con tanta

amabilidad no ejerce sobre mí influencia alguna, pues mi carrera no depende de

él. Lo divertido es que soy más bien experto en materia de interrogatorios.

Confidencialmente, puedo decirte que la cosa me distrae. Por tu parte, claro está,

te divertirás mucho menos.

Sekari mostró un pedazo de madera puntiaguda.

—Siempre comienzo reventando un ojo. Al parecer, es muy doloroso, sobre todo

cuando no se dispone de una buena herramienta. Y eso es sólo un aperitivo.

Luego paso a las cosas serias. Si el hijo real tiene la bondad de alejarse para evitar

presenciar tan penoso espectáculo...

Iker dio la espalda al herrero.

—¡Quedaos, os lo suplico, e impedid que este loco me torture! ¡Hablaré, os lo

prometo!

El escriba regresó junto al artesano.

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—Te escucho. Pero te lo advierto: una sola mentira, y el experto se encargará de

ti.

—Bina quería aprovechar el relevo de la guardia, mañana. Una vez ejecutados los

soldados, habría conquistado fácilmente la ciudad.

—Así pues, ¿tenía un cómplice entre los militares?

—Eso es, pero ignoro su nombre.

- —Nos estás tomando el pelo —afirmó Sekari.

—¡No, os juro que no!

Asustado como estaba, el prisionero decía la verdad. Iker y Sekari se reunieron

con el alcalde, feliz al disfrutar de la recuperada calma.

—¿Quién es el responsable del relevo de la guardia previsto para mañana? —le

preguntó el hijo real.

—El capitán Rechi.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—En el cuartel exterior, junto al canal.

El cuartel estaba vacío, pues todos los soldados se habían dirigido a Kahun para

garantizar la seguridad. Allí sólo quedaba un centinela de unos treinta años.

—Estoy buscando al capitán Rechi —dijo Iker.

—¿Quién eres tú?

—El hijo real Iker.

—¡ Ah!... Rechi está vigilando el canal desde su barco.

—En ese caso, sin duda habrá divisado a los fugitivos. Llévame a ese barco.

—El capitán me ha prohibido que abandone mi puesto y...

—Yo te cubro.

—Bueno, vamos allá.

Los dos hombres se dirigieron rápidamente hacia el canal.

Oculta por la vegetación había una embarcación de buen tamaño, con una cabina

central.

—¿Estáis ahí, Rechi? —preguntó el soldado con voz fuerte.

Importunadas, unas aves blancas y negras emprendieron el vuelo.

—Es curioso, no responde. Espero que no le haya pasado nada. Vayamos a ver.

A popa se veían dos arpones utilizados para la caza del hipopótamo.

Cuando Iker empujó la puerta de la cabina, presintió el ataque.

Tratando de evitar que lo dejaran sin sentido, recibió sin embargo un golpe en el

hombro y se derrumbó.

—¡Un hurón en exceso curioso! —exclamó Rechi, cogiendo un arpón.

A pesar del dolor, Iker rodó sobre sí mismo para evitar la punta del arma, que se

clavó en cubierta, a una pulgada de su cabeza.

Rechi se disponía a golpear de nuevo, con el segundo arpón esta vez, cuando un

violento rodillazo en los riñones lo detuvo. Una llave en el brazo lo obligó a

soltar el arma y un golpe en la garganta, con el canto de una mano, le privó de aire

hasta hacerlo perder el conocimiento.

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—Ese cobarde no sabe combatir —advirtió Sekari—. ¿Cómo te sientes, Iker?

—Sólo será un hematoma. Despertémoslo.

Sekari hundió en el canal la cabeza del capitán.

—¡No me matéis! —imploró.

—Eso dependerá de tus respuestas. Sabemos que eres el traidor comprado por

Bina, la asiática.

—Nuestra causa triunfará, estamos oprimidos y...

—Tu discurso no nos interesa, y vuestra conspiración ha fracasado. ¿Adónde han

ido tus cómplices?

—Debo callar...

Sekari volvió a sumergirle la cabeza en el agua y la dejó así un buen rato. Cuando

volvió a sacarla, a Rechi le costó recuperar el aliento.

—Estoy perdiendo la paciencia. O hablas o acabarás en ese canal tu miserable

existencia.

El capitán no tomó a la ligera las amenazas de Sekari.

—Los asiáticos se han separado en dos grupos. El primero ha tomado la pista que

lleva al gran lago, el otro ha embarcado hacia Menfis.

—¿Para reunirse con quién? —preguntó Iker.

—Lo ignoro.

—¿Otro chapuzón? —sugirió Sekari.

—¡No, piedad! ¡Os juro que os he dicho todo cuanto

sé!

—Llevémoslo a Kahun —ordenó el escriba.

El alcalde, agitado y envejecido, recuperaba poco a poco el ánimo. Eliminados

los sediciosos y desaparecidas las huellas del combate, Kahun volvía a ser una

ciudad tranquila y coqueta.

—Nunca podría haber imaginado semejante tragedia —le confesó a Iker.

—Los terroristas contaban con nuestra imprevisión —estimó Iker—, y están muy

lejos de haber sido aniquilados.

—Antes de marcharte, asiste a la fiesta de Sokaris —solicitó el alcalde—. Así

tendré tiempo de reunir las informaciones que necesitas.

Iker recordaba que el nombre de aquel dios misterioso figuraba en el canto de los

hombres que llevaban la silla de manos: «La vida es renovada por Sokaris.»

Como sacerdote temporal de Anubis, se integró en el equipo que llevó

procesionalmente la extraordinaria barca de Sokaris, que encarnaba la fuerza de

las profundidades que conduce el alma de los justos por el camino de la

resurrección. A proa, una cabeza de antílope, animal de Seth, cuya capacidad de

destrucción había sido dominada, sacrificada y, luego, utilizada en favor de la

armonía. En las proximidades, un pez encargado de guiar al dios de la luz por las

tinieblas de los abismos, y las golondrinas llegadas del más allá. En el centro de la

barca, la cabina simbolizaba el cerro primordial donde se manifestó la vida en la

«primera vez», revitalizada todos los días. De ella salía una cabeza de halcón,

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afirmación del poder real y de la victoria de la claridad celestial sobre la

oscuridad del caos.

—¿Está Sokaris vinculado a Osiris? —preguntó Iker al ritualista que dirigió la

ceremonia en el santuario del segundo de los Sesostris.

—Esta barca aleja a sus enemigos. A Osiris le ofrece un lugar de mutación y de

alimento. Por eso, tras la ceremonia, será transportada a Abydos.

Abydos... El paraje sagrado no dejaba de poblar los pensamientos de Iker. ¿Acaso

su nueva función no le permitiría, en un porvenir más o menos lejano, ser

admitido allí y poder ver de nuevo a Isis? Recogido, el muchacho participó con

fervor en la entrada en el templo, oculto a las miradas profanas. ¿Le concedería

Sokaris la ayuda que necesitaba?

—Sobre Cuchillo- afilado y Ojo- de- Tortuga no queda ya duda alguna —declaró

el alcalde—. Pertenecieron efectivamente a la marina mercante, pero fueron

expulsados de ella por robo. Cuando se enrolaron en El rápido, actuaban ya al

margen de la ley. Sus colegas, incluido el capitán, probablemente no valían

mucho más.

—A barco fantasma, tripulación fantasma —concluyó Iker—. ¿Y la lista de los

astilleros?

—He enviado a algunos investigadores para que interrogaran a los responsables y

a los artesanos de los astilleros activos hoy en el Fayum. Ninguna anomalía. En

cambio, no dispongo de información alguna sobre un lugar que se cerró el año

pasado, junto al gran lago.

—¡Es uno de los destinos de los fugitivos!

—Si deseas ir personalmente allí, te proporcionaré una escolta. Suponía que el

lugar era apacible, pero tras los acontecimientos...

—Que un mensajero salga de inmediato hacia Menfis, para que su majestad sea

avisada del drama de Kahun en el plazo más breve posible.

Iker dudaba de que los asiáticos fueran interceptados antes de llegar a sus cubiles,

preparados sin duda desde hacía mucho tiempo. Sobek el Protector debería

desmantelar las organizaciones subterráneas, cuyo número y magnitud seguían

siendo desconocidos. ¿Proseguiría el enemigo, en Menfis, lo que había

emprendido en Kahun?

38

Con su pequeño equipo de prospectores y policías del desierto, el general Sepi

acababa de penetrar en Nubia tras haber explorado los parajes desérticos situados

a uno y otro lado del valle del Nilo.

Gracias a los mapas proporcionados por las provincias no se había extraviado. En

los lugares de explotación del oro, casi todos abandonados, el general había

tomado algunas muestras que uno de sus subordinados entregaba al gran tesorero

Senankh, de camino hacia Menfis.

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La región parecía segura. Sin embargo, los especialistas se mostraban reacios a

proseguir hacia el sur.

—¿Qué temes? —preguntó Sepi al teniente—. ¿Acaso no has recorrido cien

veces esta región?

—Sí, pero no me fío de las tribus nubias.

—¿Piensas que no somos capaces de meter en cintura a unos pocos bandidos?

—Los nubios son poderosos guerreros, de legendaria crueldad. Necesitaríamos

algunos refuerzos.

—Imposible, nos verían desde lejos. He recibido la orden de pasar desapercibido.

¿Qué tipo de enemigo esperáis, concretamente?

—Ya veremos.

—Un monstruo del desierto... ¿Es eso?

—- Si se manifiesta, dispongo de las fórmulas adecuadas para dejarlo clavado.

Sepi no era un fanfarrón, por lo que el teniente se sintió tranquilizado.

—¿Por qué en Elefantina no han advertido al faraón de los desórdenes que

provocan esos nubios? —preguntó el general.

—Cuando la provincia se consideraba independiente, adoptó malas costumbres, y

modificarlas requerirá tiempo.

En cuanto regresara al valle del Nilo, Sepi resolvería el problema sin

miramientos. Aunque la gran provincia del sur se hubiera unido a Sesostris, su

comportamiento seguía siendo poco satisfactorio.

El pequeño cuerpo expedicionario tomó la pista que recorría el uadi Allaki, hacia

el este. Por desgracia, el mapa de Sepi no se adecuaba ya a la realidad del terreno.

El teniente, asombrado, no reconocía el lugar.

—Los vientos desplazan las dunas —recordó—, y las violentas tormentas

alimentan los ueds, cuyo curso se modifica. Pero es muy extraño, se diría que

unas manos gigantescas han movido las rocas. Será mejor dar marcha atrás.

—Al contrario —opinó Sepi—, no desdeñemos semejante señal. Iremos tan lejos

como nos lo permitan nuestras reservas de agua. Tal vez encontremos un pozo.

Al cabo de tres días de marcha divisaron unos edificios de piedra seca que

señalaban el emplazamiento de una explotación minera.

Un técnico penetró en una estrecha galería con la esperanza de que contuviera

aún filones explotables. Apenas había avanzado cuando el techo se derrumbó.

Sus compañeros intentaron liberarlo en seguida, pero tras varias horas de

esfuerzos sólo sacaron un cadáver. Otras entradas de galerías parecían también

accesibles, pero Sepi decidió no correr riesgo alguno. Cogió una gran piedra y la

lanzó al interior de un pasadizo descendente.

Unos segundos más tarde se oyó un gran estruendo. También aquel techo se había

derrumbado.

—La mina entera es una trampa —concluyó el general.

—Volvamos a Egipto —recomendó el teniente.

—Quieren obligarnos a renunciar. Pero el enemigo no me conoce.

—¡Más allá de este lugar no hay nada!

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—Tú te quedarás aquí con el equipo; yo, junto con un voluntario, proseguiré. Si

descubrimos otro yacimiento, volveremos a buscaros.

Robusto y atezado, el voluntario lamentaba su decisión. Sin embargo, ya hacía

mucho tiempo que recorría las pistas del desierto. El calor, la ardiente arena, los

ojos inflamados, los espejismos, los insectos... Nada de qué asustarse. Pero

respiraba mal. El viento se levantaba de pronto, azotaba la piel y, luego,

desaparecía con la misma rapidez, dando paso a un sol devorador. Algunas pulgas

le torturaban las pantorrillas, y era la tercera víbora cornuda, muy agresiva, que

ahuyentaba tirándole piedras.

—Dejémoslo, general.

—Un esfuerzo más, soldado.

—Esto es el infierno. Aquí sólo hay arena, reptiles y escorpiones, pero ni rastro

de oro.

—Yo no lo creo así.

El voluntario se preguntaba de dónde sacaba Sepi tanta energía. Paso a paso, lo

siguió.

De pronto, una aparición.

Un hombre de gran talla, con barba y la cabeza cubierta por un turbante.

Sepi se acercó, intrigado.

—¿Quién eres?

—Soy el Anunciador y sabía que te atreverías a llegar hasta aquí, general Sepi.

Inútil hazaña, condenada al olvido. Y ahora debes morir.

Sepi blandió su espada y se arrojó sobre el extraño personaje. Creyó poder

hundirle la hoja en el vientre, pero unas garras de halcón se clavaron en su brazo y

lo obligaron a soltar el arma.

Rozando al voluntario, petrificado, unos monstruos brotaron de ninguna parte.

Un enorme león, un antílope con un cuerno en la frente y un grifo se abalanzaron

sobre el infortunado general, que fue derribado y desgarrado.

El soldado intentó huir, pero una poderosa mano lo arrojó al suelo.

—A ti te concedo la vida, así podrás contar lo que has visto.

—El pobre muchacho está completamente desquiciado —advirtió el teniente—.

El sol le ha calcinado el cerebro.

—¡Los monstruos del desierto existen! —objetó un prospector.

—Pienso más bien en un ataque de los nubios. Aterrorizado, ha abandonado al

general Sepi. Deserción... Si no estuviera en ese estado, este asunto le supondría

una dura condena.

—Tiene el cuerpo quemado casi por completo, está viviendo sus últimos

momentos. Llegar hasta aquí le ha exigido un increíble valor. Recordadlo,

teniente: ¡también vos teméis a esos monstruos!

—Tal vez, tal vez... En todo caso, no podemos abandonar en el desierto el

cadáver del general Sepi, suponiendo que, en efecto, haya muerto.

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—¿No estaréis insinuando que vamos a ir a buscarlo?

—Si volvemos sin el general, y sin poder explicar lo que ha ocurrido, tendremos

muchísimos problemas.

El prospector reconoció que el teniente tenía razón. Pero la idea de enfrentarse

con las terribles criaturas que destrozaban los huesos de los humanos y bebían su

sangre lo hacía temblar.

—Iremos todos —decidió el oficial.

El grupito no tuvo ningún mal encuentro.

Descubrió el cadáver de Sepi en un estado espantoso, lacerado por anchas garras.

Sólo su rostro no había sufrido.

—Excavemos una tumba a la entrada del uadi Allaki —ordenó el teniente,

conmovido—, y cubrámosla de piedras para que las bestias salvajes no devoren

sus despojos.

En cuanto recibió las muestras de oro que llevaba el emisario de Sepi, el gran

tesorero Senankh se dirigió a casa del visir Khnum- Hotep. Dejándolo todo,

ambos dignatarios solicitaron audiencia al rey.

—Convocad a Sehotep y a Djehuty —exigió el faraón—. Avisaré a la reina y

saldremos todos hacia Abydos. En nuestra ausencia, Sobek el Protector se

encargará de la seguridad de Menfis. ¿Dónde se encuentra actualmente el general

Sepi?

—En Nubia —respondió Senankh—. Pronto tendremos noticias suyas.

—Comprobemos de inmediato el valor de estas muestras.

—¿No tendría que seguir en mi puesto, majestad? —sugirió el visir.

—Ha llegado el momento de ampliar el «Círculo de oro» de Abydos —reveló

Sesostris—. Bajo la protección de Osiris y en su territorio, Djehuty y tú viviréis

su ritual. Eso aumentará más aún el peso de vuestras responsabilidades, pero

fortalecerá nuestra coherencia ante la adversidad.

De acuerdo con las recomendaciones de Sobek, cuyo pesimismo y desconfianza

no dejaban de aumentar, cada uno de los ilustres viajeros tomó su propio barco,

escoltado por dos navíos de la policía fluvial. Sin embargo, a pesar de las

protestas del Protector, el faraón insistió en ponerse a la cabeza de la flotilla.

En cuanto llegaron a Abydos, el paraje quedó por completo cercado. Ninguno de

los temporales que acudieron a trabajar durante el día fue admitido.

Acompañado por las sacerdotisas y los sacerdotes permanentes, el Calvo se

inclinó ante el faraón. El ritualista encargado de velar por la integridad del gran

cuerpo de Osiris despojó a los recién llegados de sus objetos metálicos.

Bega, por su parte, se preguntaba por los motivos de la presencia en Abydos del

faraón, la gran esposa real, el visir y los más altos personajes del Estado. Sin duda

se había producido un acontecimiento excepcional que justificaba tan

espectacular desplazamiento.

- —Majestad, la barca de Osiris se ha detenido y no circula ya por los universos

donde recoge las energías necesarias para la resurrección —declaró el Calvo—.

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Pero el árbol de vida sigue resistiendo aún el maleficio.

—Te traigo oro. Tal vez lo cure.

Bega rechinó los dientes. ¿Acaso los fieles del faraón habrían acabado

obteniendo lo imposible?

—Dirijámonos a la acacia —ordenó Sesostris.

La procesión se organizó en silencio.

Esperando que el valioso metal fuera eficaz y disipara la pesadilla, Isis entró en

primer lugar en el campo de fuerzas delimitado por las cuatro jóvenes acacias

plantadas alrededor del árbol de vida y que correspondían a los puntos cardinales.

A sus pies, vertió agua y leche.

Luego, el rey se aproximó y tocó el tronco con el oro procedente del desierto de

Coptos. Ninguna reacción se produjo, ningún calor corrió por las venas de la

acacia.

El mismo fracaso se repitió con las demás muestras enviadas por el general Sepi.

Mientras que la aflicción se apoderaba de la concurrencia, Bega se alegraba ante

aquella derrota, aunque lucía un rostro desalentado.

—Majestad, no sólo necesitamos el oro regenerador para curar el árbol, sino

también para fabricar los objetos rituales sin los que los misterios osiriacos no

podrían celebrarse con rectitud —recordó el Calvo.

—Las investigaciones que se llevan a cabo en Nubia sólo están empezando. Si

alguien puede encontrar ese metal indispensable, ése es Sepi. Ahora, iniciemos a

dos nuevos seguidores de Maat en el «Círculo de oro» de Abydos. Que Khnum-

Hotep y Djehuty se retiren a una celda del templo de Osiris y allí mediten.

Hacía mucho tiempo que el «Círculo de oro» no se había reunido al completo, en

torno a las cuatro mesas de ofrendas que marcaban la inalterable voluntad de sus

miembros de consagrar su vida a la transmisión de la espiritualidad osiriaca.

Sesostris pensaba en Sekari, que se encargaba de garantizar la seguridad de su

hijo adoptivo, en el general Nesmontu, ocupado en consolidar la paz en la región

sirio- palestina, y en el general Sepi, cuya misión se anunciaba más difícil aún de

lo previsto.

Crueles ausencias, pero el rey sabía que habrían aprobado sin reservas las

iniciaciones de Khnum- Hotep y de Djehuty, dos antiguos oponentes que se

habían convertido en sus fieles servidores y, más allá de su persona, en los de la

institución faraónica, única garantía del mantenimiento de Maat en la tierra.

Pese a los peligros que amenazaban al país y a la profunda decepción provocada

por el reciente fracaso, las dos ceremonias se desarrollaron serenamente, como si

los participantes estuvieran fuera del tiempo. Khnum- Hotep se colocó en el

septentrión, acompañado por Senankh, y Djehuty a occidente, junto al Calvo.

El banquete estaba ya tocando a su fin cuando un miembro de los servicios de

seguridad anunció la llegada de un teniente procedente de Nubia. El monarca lo

recibió de inmediato.

El oficial habría preferido luchar contra unos guerreros desenfrenados más que

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comparecer ante el gigante, cuya mirada no se atrevió a sostener.

—Majestad, traigo muy malas noticias.

—No me ocultes nada, sobre todo.

—Las minas de oro de Nubia o son inaccesibles o se han convertido en una

trampa. Y, más grave aún, el general Sepi ha muerto.

Como de costumbre, el rey no demostró ni un ápice de su emoción. Aquélla era la

primera vez que deploraba la desaparición de un miembro del «Círculo de oro»

de Abydos. El sitial de Sepi no sería ocupado nunca más, nadie lo sustituiría.

Había cumplido sin desfallecer sus deberes sagrados y había formado a Iker,

abriendo su espíritu a las múltiples dimensiones del oficio de escriba. Dotado de

una inteligencia excepcional, valerosa hasta la temeridad, Sepi se había mostrado

decisivo en el proceso de reunificación de Egipto, impidiendo a Djehuty cometer

irreparables errores.

—¿Cuáles fueron las circunstancias de su defunción?

—Majestad, el general prosiguió la exploración hacia el gran sur en compañía de

un voluntario. Antes de sucumbir a una insolación, el infeliz nos dio unas confu-

sas explicaciones. A su entender, Sepi fue víctima de los monstruos del desierto.

Pero soy de la opinión de que se trata, más bien, de bandidos nubios que han

destruido las instalaciones mineras. La región no es segura, no hay posibilidad

alguna de encontrarlos.

—Te equivocas —replicó el rey—. Detendré a los asesinos del general Sepi y los

castigaré. ¿Protegisteis correctamente su despojos?

—Por supuesto, majestad. Enterramos el cuerpo a la entrada del uadi Allaki.

—Regresa allí con un momificador y lleva a Sepi a la provincia de Tot.

39

Furiosa, Bina tenía, sin embargo, que obedecer órdenes. A su modo de ver, habría

sido de mayor utilidad en el Fayum que refugiándose en Menfis. Pero nadie, ni

siquiera ella, podía discutir una decisión del Anunciador.

Tras haber huido a toda prisa, el viaje en barco había transcurrido bien. Gracias a

su rapidez, la muchacha había salvado a los mejores elementos de su tropa,

mandando a los menos expertos a una muerte cierta. Se reprochaba a sí misma

haber subestimado a Iker; nunca más cometería ese error. Lo consideraba fogoso

y decidido, pero creía, sin embargo, que el joven era frágil y manipulable.

Craso error.

Al convertirse en hijo real, Iker se afirmaba como un enemigo irreductible. En

vez de ser despedido por Sesostris y devuelto a su provincia natal, el joven

escriba se convertía en su brazo armado, al que el faraón había confiado la tarea

de reducir a la nada la organización terrorista de Kahun, al margen de un

procedimiento convencional.

i Y pensar que la intervención de Iker había tenido lugar sólo unas horas antes de

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que los asiáticos tomaran la ciudad! Sin duda, el Anunciador consideraría a Bina

responsable de tan mala suerte. Y, en ese caso, sus días estaban contados. Sin

embargo, la hermosa morena no temía enfrentarse con él ni explicarse. Acusaría,

incluso, a sus aliados de Menfis de imprevisión.

Un pelirrojo de mirada maligna recibió a Bina en el puerto. De acuerdo con las

consignas de seguridad, los asiáticos se habían dispersado antes de entrar en la

capital, pues la policía buscaría uno o varios grupos de extranjeros.

—Te pareces al retrato que me han hecho de ti, niña.

—Ya no soy una niña. Y tú, oculta mejor tu cuchillo de sílex. Una mirada experta

lo descubrirá fácilmente.

Una mueca deformó los labios de Shab el Retorcido.

—Camina unos pasos detrás de mí, niña, y no me pierdas de vista. No es hora de

arrullar ante los varones.

Dado el número de ociosos que paseaban por las calles de Menfis no era difícil

pasar desapercibido. Bina se metió entre la multitud y siguió a su guía en actitud

alerta.

Cuando el Retorcido se metió en una tienda, ella lo imitó.

La puerta se cerró de inmediato a sus espaldas.

—Tengo que registrarte, niña.

—¡No vas a tocarme!

—Son las normas. No hacemos excepción alguna.

Sin bajar los ojos, Bina se quitó la túnica y la ropa interior. Desnuda, desafió a

Shab el Retorcido.

—Cómo puedes comprobar, no oculto arma alguna. Devuélveme mis vestidos.

El pelirrojo se los echó a la cara. La hermosa morena volvió a vestirse lentamente.

—Sube al primer piso —le ordenó, severo.

La irónica sonrisa de Bina desapareció. Su próximo interlocutor sería mucho más

peligroso que ese mirón.

La estancia estaba sumida en una oscuridad casi completa.

Inmóvil, nerviosa, la muchacha sintió una presencia. En las tinieblas vio dos

puntos rojos.

—Sé bienvenida —dijo la dulce voz del Anunciador—. Sólo divisas mis ojos; yo,

en cambio, te veo muy bien. Eres hermosa, astuta y valiente, pero no has dado aún

toda tu medida.

—No soy responsable del fracaso de Kahun, señor, pues no fui avisada del

regreso de Iker ni de su verdadera misión. Nos resultó imposible apoderarnos de

la ciudad según el plan previsto. Decidí preservar nuestros mejores hombres antes

que verlos perecer a todos en un combate perdido de antemano.

Siguió un largo silencio.

Temblorosa, con los puños cerrados, Bina aguardó el veredicto.

—Nada te reprocho, muchacha. En tan delicadas circunstancias has dado pruebas

de iniciativa y has salvado la mayoría de las armas fabricadas en Kahun por

nuestros adeptos. Nuestra organización de Menfis está ahora muy bien equipada

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y podremos ayudar mejor a nuestros hermanos de Canaán.

Bina respiró con más facilidad, pero no se sintió satisfecha con ese elogio.

—¡Señor, mi lugar no es éste! Podría haber sido más útil dirigiéndome al templo,

junto al gran lago. Esa fase de nuestra empresa se anuncia ardua, y no estoy

segura de que Ibcha, a pesar de su decisión, sea capaz de llevarla a cabo.

Los puntos rojos llamearon.

—Que tu talento no te arrastre a la desobediencia. Soy yo el que manda, Bina, y

sólo yo, pues nadie más escucha la voz de Dios. Él me otorga la amplitud de

miras

necesaria para dirigir nuestra estrategia según Su voluntad. Tú, como los demás

discípulos, debes doblegarte ante ella sin rechistar.

Bina nunca permitía que un hombre la domeñara. Con el Anunciador, en cambio,

era distinto. Él se afirmaba como un auténtico jefe, inspirado por una fuerza supe-

rior que, tras haber arrasado Egipto, se extendería al mundo entero. Matar,

destruir, torturar era algo que no turbaba a la joven asiática, puesto que no había

otro medio de hacer triunfar la causa a la que consagraba su existencia. Vengaría,

así, a su pueblo humillado.

—Aquí vas a serme más útil —prosiguió el Anunciador—, pues voy a dotarte de

nuevos poderes. Hasta ahora, sólo has combatido con tus propias cualidades. No

bastarán ante nuestros temibles adversarios. Acércate, Bina.

Por unos breves instantes, ella sintió deseos de huir. ¡Qué vergüenza ceder ante el

pánico, tan cerca de un maestro supremo!

Avanzó.

El fulgor de los ojos se intensificó. De pronto, Bina tuvo la impresión de que un

pico de halcón se hundía en su frente y unas garras en sus brazos. A pesar de la

intensidad del ataque, la muchacha no sintió dolor alguno.

Habría jurado que una tibia sangre corría por todo su cuerpo, de la cabeza a los

pies.

—Mi carne está ahora en tu carne, mi sangre en tu sangre. Te conviertes así en

reina de las tinieblas.

Incrédulos aún, Medes y Gergu contemplaban el minúsculo tatuaje que

representaba la cabeza de Seth, grabada en la palma de su mano.

—De modo que no lo hemos soñado —concluyó Gergu abalanzándose sobre una

copa de cerveza—. ¿Creéis que ese Anunciador es sólo un hombre? ¡Es un

demonio brotado del corazón de la noche!

—Es mucho más que eso, amigo mío, mucho más. Es el mal, ese mal que me

fascina desde siempre y que la ley de Maat intenta ahogar. Hemos dado ya

grandes pasos juntos, y la alianza con Bega nos permitía entrever hermosas

perspectivas. Pero el Anunciador tiene otra dimensión. Con él llevaremos a cabo

prodigios.

—Pues yo dejaría que lo lograse a solas.

—Nos necesita. Por muy poderoso que sea tiene que apoyarse en hombres

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seguros, buenos conocedores del país y de su administración. Nuestro papel será,

pues, primordial. El Anunciador no nos ha elegido por casualidad, y ocuparemos

los primeros lugares en el futuro gobierno de Egipto. A él le corresponde correr el

máximo riesgo para eliminar a Sesostris; a nosotros, el fruto de la victoria.

Menos optimista que Medes, Gergu temía tanto al Anunciador que obedecería sus

órdenes al pie de la letra.

—Ve al puerto —exigió Medes— e intenta saber si está anunciado el navío del

faraón.

No comprendía por qué la pareja real, el visir y los principales personajes del

Estado habían abandonado Menfis. Mientras él se encargaba de los asuntos en

curso, Sobek el Protector garantizaba la seguridad de la capital. Sin duda, éste

sabía mucho sobre el objetivo de esa expedición y su duración, pero

preguntárselo habría despertado su desconfianza. Medes debía seguir portándose

como un perfecto secretario de la Casa del Rey, trabajador, competente y

discreto.

De pronto, el palacio se agitó y todo el personal salió de su sopor.

Desde la ventana de su despacho, Medes contempló el regreso de Sesostris y de

sus ministros. La Casa del Rey fue convocada en seguida, y su secretario tuvo que

dar minuciosa cuenta de su gestión. El visir le hizo numerosas preguntas, y no se

le dirigió reproche alguno.

Todo el mundo tenía el rostro grave, marcado por una profunda tristeza.

—¿Qué has sabido? —preguntó Medes a Gergu.

—¡Es curiosa, entre los marinos, esa necesidad de contar sus viajes! El faraón

viene de Abydos.

—Ve a ver a Bega. Nos revelará qué ha ocurrido allí.

—Sé que el rey se ha detenido en Khemenu, la capital de la provincia de la

Liebre, para celebrar allí los funerales del general Sepi, cuyo cuerpo fue llevado

en un barco que procedía del sur.

—Sesostris pierde a un hombre valioso. ¿Se conocen las causas de su muerte?

—Al parecer, cayó en manos de los nubios. Algunos mineros y prospectores

asistían a la ceremonia, y Sepi gozó de un sarcófago excepcional.

—Nubia, mineros, prospectores... ¡Seguro que Sepi buscaba el oro sanador! Sólo

Bega podrá decirnos si lo ha encontrado.

De acuerdo con el proceso habitual, Gergu se dirigió a Abydos para entregar a los

permanentes productos de calidad superior y recibir el nuevo encargo de Bega. El

sacerdote había considerado oportuno aguardar el regreso a la normalidad antes

de reanudar el tráfico de estelas. Durante la estancia del rey y de sus ministros, el

aumento de los efectivos militares y policiales impedía cualquier transacción.

Las informaciones de Bega eran para alegrarse: ninguna de las muestras de oro

proporcionadas por Sepi había curado al árbol de vida.

Añadiéndose a ese desesperante fracaso, la desaparición del general debilitaba al

monarca, que, según Bega, tenía que limitarse a proteger mágicamente la acacia

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de Osiris, sin poder salvarla.

Cada vez más, Egipto se parecía a un coloso con el corazón enfermo. Al obligarlo

a realizar agotadores esfuerzos, el Anunciador provocaría, antes o después, una

crisis fatal. La puerta del templo estaría entonces abierta de par en par, y Medes se

apoderaría de sus misterios.

Contempló de nuevo la palma de su mano.

El, un aliado de Seth, vencería a Osiris.

—¿Sin novedad?

—Ninguna, majestad —respondió Sobek el Protector—. Y eso no me gusta.

—¿Por qué estás tan descontento de tu propia eficacia?

—A través del alcalde de Kahun, el hijo real, Iker, nos avisó de que algunos

terroristas se habían dirigido a Menfis. Mis hombres no han interceptado a

ninguno. Tres hipótesis: o los asiáticos, especialmente hábiles, se han infiltrado

sin ser descubiertos, gracias a una organización instalada en la capital, o se han

marchado a otra parte, o Iker ha mentido.

—Tu última hipótesis es una grave acusación.

—Perdonadme, majestad, pero no puedo olvidar que ese muchacho intentó

asesinaros.

—Te equivocas, Sobek. Iker no quería matarme a mí, sino a un tirano criminal y

sanguinario, decidido a arrebatarle la vida y a sumir al pueblo egipcio en la

desesperación. Un maestro de las tinieblas, que actuaba a través de otras

personas, manipuló al joven escriba. Yo sabía que Iker iba a venir aquella noche.

Tras haberlo visto, durante una fiesta campesina, sabía también que su corazón es

grande y recto. Gracias a Sekari fui informado de las peripecias que jalonaron su

camino hacia palacio.

Las explicaciones del monarca hicieron dudar al Protector.

—¡Corristeis un riesgo enorme, majestad!

—Ningún razonamiento podría haber convencido a Iker de que renunciara a

hacer justicia. Sólo una entrevista podía desgarrar el velo que lo cegaba.

—De modo que realmente confiáis en él...

—El título que lleva no es sólo honorífico, pues sus deberes serán numerosos y

abrumadores. Muchas pruebas se anuncian y, sea cual sea el afecto que yo sienta

por Iker, no tendré derecho a tratarlo con miramientos.

—Si comprendo bien, preferís mi primera hipótesis.

—Por desgracia, sí.

—¡Lo que implica me parece terrible! Los terroristas gozan, forzosamente, de

cómplices entre la población egipcia. Tienen alojamientos seguros y una

organización infalible, en la que ninguno de mis informadores ha conseguido

introducirse hasta el momento. Y, más asombroso aún, el silencio. Nadie habla,

nadie se felicita por desafiar a las autoridades.

—He aquí la prueba de que todos los miembros de la organización tienen miedo;

miedo de un jefe supremo que no vacilará en acabar con quien no sujete su

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lengua. Ese monstruo utilizaba a Iker, y forzosamente lo encontrará en su camino.

—¿Por qué el hijo real no ha regresado a Menfis?

—Porque tú velas sobre la capital y él sigue otra pista. Kahun no teme ya nada,

pero probablemente una parte de los asiáticos no ha salido del Fayum. Iker debe

descubrir por qué.

40

Precedido por Viento del Norte, Iker se dirigía hacia el gran lago21

. Pese a las

objeciones de Sekari, que lo seguía a bastante distancia y, como un perro de

guardia, mantenía en alerta todos sus sentidos, el joven escriba quería explorar

aquella pista.

Iker, tranquilizado sobre la suerte de Kahun, sabía que el alcalde no se mostraría

ya tan ingenuo y velaría con firmeza por la suerte de su ciudad. En cambio, se

preguntaba por qué parte de los asiáticos había huido hacia aquel lago.

Provisto del amuleto que representaba el cetro Potencia, dotado de la rápida

fuerza del cocodrilo y armado con el cuchillo de un genio guardián que le había

ofrecido Sesostris, el hijo real no temía el peligro.

Su única debilidad era pensar demasiado a menudo en Isis.

Estúpido, tímido, inconsistente, había sido incapaz de confesarle sus

sentimientos. Y su nuevo estatuto, inesperado, sin embargo, no le procuraba

ventaja alguna. A la muchacha le traía sin cuidado su título, pues sólo se inte-

resaba por Abydos.

¡Había soñado tanto con aquel encuentro, había ensayado tanto sus palabras y su

actitud! Resultado: ¡un lamentable fracaso! No conseguía olvidar a Isis, al con-

trario. Haber estado tan cerca de ella, haber podido hablarle, mirarla, respirar su

perfume, oír su voz, admirar su porte... ¡Tanta felicidad y tan fugaz, lamentable-

mente!

La aparición de dos mocetones que blandían unos garrotes lo devolvió a la brutal

realidad.

El asno se detuvo y arañó el suelo. Ante esta señal, Iker comprendió que se

trataba de un mal encuentro.

Los dos hombres avanzaron. Barbudo el uno, lampiño el otro.

—Zona prohibida —dijo el de la barba—. ¿Qué estás buscando?

—Un astillero abandonado.

Los fortachones parecieron intrigados.

—Un astillero... No lo conocemos. ¿Quién te envía?

—El alcalde de Kahun. Estoy confeccionando un mapa del lugar, con

indicaciones de los establecimientos públicos.

—El problema es que nos han encargado que impidamos el paso.

21 El Birket Qarun.

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—¿Por orden de quién?

El barbudo vaciló.

—Pre... precisamente del alcalde de Kahun.

—En ese caso, se acabó el problema. En mi informe indicaré que habéis

respetado escrupulosamente sus consignas.

—De todos modos, no podemos autorizarte a pasar. Las órdenes son órdenes.

—¿Y sólo sois dos para vigilar las riberas del lago?

La pregunta hizo enmudecer a los dos guardianes.

—Daré marcha atrás —concedió Iker—, pero tomaré otro itinerario. Además,

vuestra guardia no tardará en terminar, pues unos soldados llegados de Kahun

inspeccionarán muy pronto la región.

—Ah... ¿Qué sucede?

—El alcalde debe comprobar que unos asiáticos huidos no se ocultan en estos

parajes.

Los dedos de la mano derecha del lampiño se crisparon en la empuñadura de su

garrote.

Con el cuello tenso, Viento del Norte miraba al barbudo.

—Eso supera nuestras competencias —estimó—. Regresaremos a nuestro puesto

y esperaremos refuerzos.

—Sobre lo del astillero, ¿quién podría informarme?

—No tengo ni la menor idea. En cualquier caso, no se encuentra por aquí.

—Así pues, me dirigiré en dirección opuesta.

Iker se alejó lentamente, sintiendo clavada en él la mirada poco amistosa de los

dos fortachones.

Cuando estuvo fuera de su vista, Sekari se reunió con

él.

—Han salido corriendo como liebres —le dijo—. He temido que te apalearan.

—Sus explicaciones eran absurdas —afirmó Iker—. Son cómplices de los

asiáticos. De hecho, montaban guardia y han ido a avisar a su jefe.

—El lugar no parece seguro. Será mejor que nos larguemos de aquí.

—Al contrario, ¡estamos llegando al final! Viento del Norte seguirá fácilmente su

rastro.

—Nuestro ejército se reduce a dos combatientes.

—Te olvidas de mi asno.

—Tres contra una pandilla armada, ¿no es muy poco?

—Bastará con ser prudente.

Sekari conocía la obstinación de Iker, por lo que no insistió.

—Sobre todo, avancemos lentamente.

—En caso de peligro, Viento del Norte nos avisará.

El azul de las aguas del gran lago, tan brillante como el del cielo, los dejó

maravillados. En la orilla, unos pescadores descansaban mientras degustaban un

pescado asado. Amablemente, invitaron a Iker a compartir su comida. Tras un

largo período de observación, Sekari se unió también a ellos.

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Mientras comían, hablaron de su técnica y de la inteligencia de algunos peces.

—¿No habrá por aquí un astillero?

—Extraña historia —respondió un pescador—. Había uno, efectivamente, a unos

cien pasos. En él se fabricaban embarcaciones de buen tamaño. Un día llegó un

carpintero que merecía su nombre: ¡Cepillo! Lo acompañaban algunos obreros

muy poco amables. Y a partir de entonces se prohibió el acceso al astillero.

Modelaban unas piezas enormes, como si construyeran un navío de alta mar.

Luego las trasladaron, sin duda para montarlas en otra parte. Poco después se

produjo un incendio. Yo mismo vi a Cepillo prendiéndole fuego a una rama.

Posteriormente, el astillero fue abandonado.

Iker acababa de encontrar el lugar donde había sido construido El rápido.

Lamentablemente, ese descubrimiento no le procuraba información alguna sobre

la identidad del comanditario. Aunque Cepillo hubiera desempeñado un

importante papel, no pagaba a los artesanos.

—¿No habréis visto a una pandilla de asiáticos vagando por los alrededores?

—preguntó Sekari—. Nos han robado material y nos gustaría decirles cuatro

cosas.

—Por ese lado del lago no hemos visto nada. Tal vez se hayan ocultado junto al

templo de las grandes piedras. Allí nadie los molestará.

—¿Por qué razón?

—Porque el lugar está embrujado. Antaño, algunos sacerdotes, unos treinta

policías y sus familias vivían allí, y los obreros trabajaban en una mina cercana.

El santuario era el punto de llegada de caravanas procedentes de los oasis de

Baharia y Siwa. De allí parte una ruta que conduce hasta Licht y Dachur. Los

demonios expulsaron a todo el mundo.

Iker y Sekari se miraron.

—Nos gustaría examinar de cerca el santuario.

—Ni lo soñéis. Quienes se han aventurado por esos parajes en estos últimos

tiempos no han regresado.

—¿Cuál es el mejor camino de acceso?

—Habría que cruzar el lago para llegar al embarcadero, pero...

—Si nos lleváis, le pediré al alcalde de Kahun que os entregue unas barcas nuevas

—propuso Iker.

—¿Co... conoces al alcalde?

—Soy hijo real y escriba de palacio.

La travesía supuso un nuevo hechizo. Aunque algo nervioso, el pescador

maniobraba con agilidad. Su embarcación se deslizaba sobre el agua fácilmente,

y Viento del Norte, bien plantado sobre sus patas, disfrutaba de la brisa. Iker y

Sekari, apreciando aquel momento de comunión con el cielo, el aire y el lago, no

dejaban de mirar fijamente la orilla.

Nadie.

El lugar parecía desierto.

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—Atracaré, desembarcaréis a toda prisa y volveré a partir —declaró el pescador,

cuyas manos temblaban.

Una magnífica calzada enlosada llevaba hasta el templo22

(2), cercano a la ribera

norte del gran lago. Centinela en el lindero del desierto, protegido por una

muralla, precedido por un patio y flanqueado por construcciones anexas, el

edificio se había levantado con enormes bloques de gres, tallados oblicuamente,

que recordaban los que utilizaron los constructores de la IV dinastía en Gizeh.

En el lado sur, una estrecha puerta daba acceso a la única sala interior, especie de

corredor bastante ancho en el que desembocaban siete capillas, hornacinas

verticales cubiertas por un techo.

Viento del Norte permanecería en el exterior, y avisaría a ambos hombres en caso

de peligro.

—Todo ha sido saqueado —comprobó Sekari—. Los culpables han hecho creer

que el lugar estaba endemoniado para evitar que se descubriera su fechoría.

Ni escenas ni inscripciones. El templo parecía un relicario donde se celebrara el

poder del número Siete, expresión del misterio de la vida. No quedaba ya objeto

ritual alguno, pero Iker encontró algunas piezas de alfarería y diversas estelas.

—Aquí ha dormido alguien —advirtió.

A la derecha de la entrada, el muro exterior intrigó a Sekari. Tomó un estrecho

paso, excavado en el grosor de la construcción. A un extremo, un agujero

permitía espiar las idas y venidas. En el suelo, una túnica multicolor y unas

sandalias negras.

Se las mostró a Iker.

—Objetos asiáticos. Aquí había un centinela, y sus cómplices se ocultaban en el

interior del templo. Pero ¿adónde han ido?

Los dos compañeros registraron los anexos, donde encontraron otras huellas de la

presencia de los intrusos.

—Sigamos la ruta enlosada —recomendó Iker—. Nos llevará a las viviendas de

los mineros y los policías.

—Probablemente, los asiáticos se han instalado allí; no corramos riesgo alguno,

pues. Yo estoy acostumbrado a pasar desapercibido; tú espérame aquí. Si Viento

del Norte se manifiesta, volveré.

Sekari no fanfarroneaba. Fuera cual fuese el medio natural sabía desplazarse sin

hacer ruido ni llamar la atención de los mejores centinelas. Su experiencia lo

salvó, pues un asiático vigilaba la ruta que desembocaba en el paraje que incluía

las casas de los canteros, dispuestas de modo geométrico, y las de los policías,

divididas en cuatro barrios que albergaban unas treinta viviendas.

Un barbudo de gruesos brazos arengaba a unos hombres bien armados. Sekari no

oía el discurso, pero no podía acercarse más.

22 Qasr el-Sagha.

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Regresó al templo.

—He encontrado a los fugitivos —anunció a Iker—. No hay ya canteros ni

policías. ¿Cuáles son las intenciones de los asiáticos? O se dirigen a Libia por el

desierto o proyectan algún golpe bajo.

—¿Hay algún puesto de observación donde podamos ocultarnos?

—El tejado del santuario me parece perfecto. Si los enemigos hacen algún

movimiento, los veremos, Por lo que se refiere a atacar, siendo dos, ni lo sueñes.

Ignoro su número exacto, pero van armados con lanzas, espadas y arcos.

—Se trata de un pequeño ejército, por lo que forzosamente se preparan para una

ofensiva.

—¡No contra Kahun, sin duda! Esta vez, el alcalde no se dejaría sorprender.

—Tenemos que descubrir su objetivo —afirmó Iker.

—Mientras tanto, ve a dormir. Te despertaré para tu guardia.

—Sekari... ¿Por qué me has hablado del «Círculo de oro» de Abydos?

—No lo sé...

—Estás iniciado en sus misterios, ¿no es cierto?

—¿Cómo un patán como yo podría ser admitido en esa cofradía? Mi honor

consiste en servir al faraón lo mejor posible. Dejo los secretos para los demás.

La espera no fue muy larga.

Al amanecer, una columna de asiáticos salió de su campamento. Iker reconoció a

su jefe, Ibcha, con su espesa barba y sus gruesos brazos, pero no descubrió a Bina.

¿Habría ido a Menfis con el otro grupo?

Sekari abrió los ojos.

—¿Se marchan todos?

—Tengo esa impresión.

Minutos más tarde la duda desapareció: los terroristas abandonaban su

madriguera del Fayum. La elección de su itinerario proporcionaría una

información decisiva. El desierto supondría la huida. La pista del este, una

estrategia de ataque.

—La pista del este —advirtió Sekari, inquieto.

—Sigámoslos —exigió Iker.

41

El general Nesmontu detestaba la ciudad de Siquem y también a los cananeos. Si

hubiera podido mandar más al norte a toda la población y transformar la región en

reserva natural, habría obtenido una tranquilidad ilusoria, pues el viejo soldado

no se engañaba: la calma impuesta era sólo aparente. Cada familia tenía uno o

varios disidentes que soñaban con exterminar a los egipcios.

Por décima vez intentaba poner en marcha un gobierno local encargado de

administrar la ciudad y las aldeas de los alrededores. Pero en cuanto un cananeo

disponía de un espacio de poder, por mínimo que fuera, pensaba de inmediato en

instalar su propio sistema de corrupción, sin importarle en absoluto el bienestar

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de sus compatriotas. En cuanto tenía pruebas de una malversación, Nesmontu

encarcelaba al culpable y elegía a un nuevo responsable, que muy pronto

resultaba ser tan deshonesto como el precedente. El general debía contar también

con los innumerables clanes que estaban constantemente en conflicto para

obtener las máximas ventajas del protectorado.

Si de él hubiera dependido, Nesmontu habría cortado por lo sano, pero ejecutaba

las órdenes del faraón, preocupado por apaciguar las tensiones. Según él, una paz

duradera sólo se lograría a partir de la prosperidad.

El viejo general no creía en ello. Con los cananeos no había respeto alguno de la

palabra dada ni de los contratos firmados. El mejor amigo de la víspera se

convertía en enemigo a la mañana siguiente, y la única regla que se aplicaba

constantemente era la mentira. A veces, Nesmontu conseguía echar mano a

algunos ladronzuelos, pero no había obtenido aún información alguna sobre el

hombre que había atacado al árbol de vida.

—General, ha llegado un mensaje del faraón —dijo su ordenanza.

Cifrado, en efecto, el texto tenía la caligrafía de Sesostris. Las escasas líneas

sumieron a Nesmontu en una profunda tristeza, pues le comunicaban la muerte de

Sepi. En el seno del «Círculo de oro» de Abydos, él demostraba lucidez y

decisión. Cuando la reunificación parecía lejana, imposible incluso, se había

lanzado de cabeza a aquel combate, seguro de que Sesostris sería un gran faraón.

La acacia de Osiris, privada del oro sanador, seguía siendo muy frágil. Sepi había

dado la vida para salvarla, y su sacrificio no sería inútil, pues sus hermanos en

espíritu proseguirían la lucha, costara lo que costase.

—General, nos comunican algunos que hay disturbios al sur de Siquem —añadió

el ordenanza—. Un rebelde ha incendiado varias casas y se ha refugiado en un

granero vacío.

—Allá voy.

Hacía mucho tiempo que no se había producido un incidente tan grave. ¿Acaso

preludiaba una tentativa de levantamiento? De ser así, Nesmontu la cortaría de

raíz.

A la cabeza de un regimiento con cuarenta arqueros y cuarenta lanceros corrió

hacia el barrio en cuestión. Los más jóvenes apenas pudieron seguir el ritmo

impuesto por el general, que olvidaba su edad en cuanto iniciaba una maniobra.

Al paso de la tropa se cerraron puertas y ventanas.

Las casas acababan de arder. En un montón de basura yacía el cadáver de un

empleado de la administración egipcia.

—¡Me las pagará! —exclamó Nesmontu, trepando a grandes zancadas por la

escalera del granero, mientras sus hombres se desplegaban.

Cuando el general abrió la trampilla, el cananeo oculto en el silo vacío esgrimió

su puñal. Jeta- de- través le había prometido que Nesmontu sería el primero en

llegar al lugar y que podría acabar con él sin dificultad.

El veterano soldado vio salir el arma destinada a matarlo, y en un acto reflejo se

arrojó hacia un lado. La hoja le rozó el hombro izquierdo, trazando un surco

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sanguinolento.

Los arqueros egipcios rodearon al herido y apuntaron al agresor.

—¡No disparéis! —ordenó Nesmontu—. Sacad a ese cobarde de su agujero y

aseguraos de que no queden otros por aquí.

Temiendo por su vida, el cananeo aullaba.

—No le hagáis daño —indicó el general—. Yo mismo lo interrogaré.

Mientras un médico militar curaba a Nesmontu, el veterano soldado observaba al

hombre que había intentado matarlo. Bajo, con las mejillas y el mentón cubiertos

por una incipiente barba rojiza, lo miraba con un odio perceptible. Un oficial

comprobaba, también, que los pies y las manos del terrorista estuvieran

fuertemente atados.

—No eres más que un tipo mediocre —afirmó Nesmontu—. Yo, a esa distancia,

nunca hubiera fallado el blanco. Y el que te paga es aún más estúpido que tú.

Cuando se decide acabar con el comandante en jefe del ejército egipcio, se utiliza

a gente competente.

—¡No sobreviviréis mucho tiempo! —eructó el cana- neo.

—En cualquier caso, más tiempo que tú, pues serás ejecutado antes de que hayan

acabado de vendarme.

El cananeo abrió unos ojos como platos.

—¿No... no me interrogáis?

—¿Para qué? O no responderías o me mentirías. Aunque quisieras decirme la

verdad, ¿qué puede saber un miserable de tu especie?

—¡Os equivocáis, general! Soy un verdadero resistente a vuestra innoble

ocupación, ¡y otros muchos centenares proseguirán mi justo combate!

Nesmontu soltó una carcajada.

—Te equivocas en las cuentas.

—¡El número no importa! Conseguiremos expulsaros de Canaán.

—Lo que sigue sorprendiéndome, entre escuerzos de tu especie, es vuestra

vanidad. Eso me facilita la tarea: sois cobardes, miedosos, incapaces de montar

una operación de envergadura.

—¡El Anunciador nos llevará a la victoria!

El rostro de Nesmontu se endureció.

—Tu Anunciador ha muerto.

El cananeo rió, sarcástico.

—¡Eso es lo que creéis, perros egipcios!

—Vi con mis propios ojos el cadáver de tu Anunciador.

—Nuestro jefe está vivo y muy vivo. Muy pronto seréis carroña sin sepultura. ¡Y

él triunfará!

—¿Dónde se oculta tu gran jefe?

—No lo diré, ¡ni siquiera si me torturáis!

Con una sola mano, Nesmontu agarró el mentón del cananeo y lo levantó.

—Si siguiera mis impulsos, te colgaría del garfio de un carnicero para facilitar

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nuestro diálogo. Pero el faraón exige humanidad, incluso con chusma de tu

calaña. Por eso te confío a unos especialistas en interrogatorios.

El cananeo sólo dijo los nombres de sus padres, muertos desde hacía mucho

tiempo, y el de un cómplice que había caído en la primera revuelta de Siquem.

Registrar su domicilio no produjo resultado alguno.

La ejecución se llevó a cabo en la mayor plaza de la ciudad, en presencia de una

numerosa multitud. Atravesado por las flechas, el cuerpo del terrorista fue

enterrado sin ceremonia alguna. El discurso de Nesmontu, cuya buena salud toda

comprobaron, fue tan breve como preciso: cualquier embrión de revuelta sería

castigado con la mayor severidad.

Los investigadores se mostraron unánimes. El cananeo era un desequilibrado que

actuaba solo, sin el apoyo de una banda organizada.

Sin embargo, el veterano general siguió dudando.

De acuerdo con su olfato, aquel incidente no debía tomarse a la ligera. No le

extrañaba demasiado que intentaran acabar con él, y sin duda ésa no sería la

última vez. En cambio, el discurso del agresor lo intrigaba. Desde que Siquem

estaba bajo control, era la primera vez que un rebelde aludía al loco que, antaño,

había levantado a la población. ¿Significaba eso que otro demente había recogido

la antorcha?

A priori, parecía inverosímil.

Pero ¿acaso la aparición del tal Anunciador no había sido, también, inverosímil?

Nesmontu convocó a los oficiales superiores, les ordenó que pusieran a sus tropas

en estado de alerta en toda la región sirio- palestino e interrogaran

exhaustivamente al conjunto de los sospechosos. Los informes le Llegarían di-

rectamente y los cabecillas detenidos serían llevados de inmediato a su presencia.

—Los asiáticos no se mueven desde hace dos días —deploró Sekari—. Se diría

que esperan refuerzos.

—Tal vez dudan sobre la ruta que deben seguir —insinuó Iker.

—Me extrañaría. A mi entender siguen un plan preciso. Aquí, a medio camino

entre el Fayum y el valle, se aseguran de que no han sido descubiertos. No son

aficionados, créeme.

—¿Por qué no avisamos al ejército?

—Lo verían llegar y desaparecerían. Si queremos descubrir sus verdaderas

intenciones, no debemos perderlos de vista. Correr semejantes riesgos me

divierte tan poco como a ti. Preferiría ser el comensal en un banquete, antes de

pasar la noche con una moza soberbia. ¡ Ah, las bonitas siervas de Kahun y las

sábanas de lino de tu hermosa casa!

—Representabas perfectamente tu papel de servidor —recordó Iker.

—¡No estaba representando! Mis padres eran gente humilde, soy un hombre del

pueblo. Ser sirviente no me molesta.

—¿Cómo se fijó en ti el faraón?

Sekari sonrió ampliamente.

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—Uno de mis innumerables oficios fue el de pajarero; aprendí a hablar el

lenguaje de los pájaros. Cuando el intendente de palacio me ponía a prueba para

un eventual contrato, una abubilla salió de la pajarera real, tan asustada que

hubiera acabado haciéndose daño. Silbé unas notas apaciguadoras y conseguí

calmarla. Sesostris presenciaba la escena y me llamó. El rey en persona, ¿lo

imaginas? Si supieras el miedo que pasé... Ante aquel gigante, me sentí más débil

que un bebé. Y la cosa no ha cambiado demasiado, créeme. No dudo en absoluto

que el faraón está en contacto con los dioses.

—¿Has ido a menudo a Abydos?

—Abydos, Abydos... ¡Estás obsesionado con Abydos!

—¿Acaso no es el centro espiritual de Egipto?

—Posiblemente, pero tenemos otras preocupaciones.

Iker pensaba en Isis, que vivía en aquel paraje sagrado, lejana, inaccesible. ¿Se le

presentaría la ocasión de volver a hablar con ella y de abrirle, por fin, su corazón?

—Se mueven —observó Sekari.

Viento del Norte y los dos hombres se encogieron, ocultos por los tamariscos.

Los asiáticos volvían a ponerse en camino.

Ibcha siempre había fabricado armas. Cuando vivía en Siquem, tenía una forja

clandestina cuya débil producción servía para equipar a unos grupúsculos que no

escapaban largo tiempo a la policía egipcia.

Luego había aparecido el Anunciador. Escuchando sus enseñanzas, Ibcha había

comprendido que sólo la violencia permitiría al pueblo cananeo expulsar al

ocupante y convertirse en una gran nación, más poderosa que Egipto. Puesto que

era preciso matar, mataría. Puesto que era preciso sacrificar combatientes para

hacer reinar una sensación de inseguridad en el adversario, formaría a algunos y

morirían con júbilo. En Kahun, Bina y él habían estado a punto de lograrlo.

Ahora, numerosas ciudades temerían un atentado.

Con su comando, Ibcha destruiría uno de los principales símbolos del poder del

faraón y le quebraría el alma. Sesostris era sólo un coloso con los pies de barro,

que confiaba demasiado en su fuerza armada, inmovilizada en Canaán, donde se

multiplicaban las acciones esporádicas. Gracias al Anunciador, la revuelta

triunfaría muy pronto.

Seguro de no haber sido descubierto, Ibcha siguió de nuevo el plan dictado por

Bina. Tomando difíciles pistas aumentaba la duración del recorrido pero evitaba

cualquier control.

En uno de los altos reveló a sus hombres el objetivo de su expedición.

—A los faraones les gusta construir monumentos a su gloria, y Sesostris no es

una excepción a la regla. Está construyendo su pirámide en Dachur, donde piensa

descansar durante toda la eternidad. Mancillaremos este edificio y su templo

infligiéndoles los mayores daños. Tras semejante injuria, el paraje quedará

inservible, abandonarán la pirámide y Sesostris sabrá que ninguna parcela de su

país está a cubierto de nuestros ataques. El pueblo perderá la confianza en él y se

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dividirá. Surgirán nuevos jefes de provincia y reinará el caos.

42

Djehuty estaba orgulloso de ser el alcalde de la ciudad de los constructores de

Dachur. Con el eficaz apoyo del gran tesorero Senankh trabajaba sin descanso

para que la pirámide real produjera cuanto antes el máximo de ka. Superficiales al

comenzar los trabajos, las instalaciones destinadas a los constructores resultaban

ahora confortables.

Djehuty, a pesar de no gozar de muy buena salud, compartía la cotidianidad de los

artesanos. Gracias a su silla de manos, se desplazaba fácilmente de un punto a

otro de las obras y se aseguraba del estricto respeto a los planos trazados por el

faraón. El conjunto arquitectónico del que la pirámide era el centro vital

respondía a unas normas simbólicas precisas, gracias a las cuales irradiaba la

magia de las piedras.

Friolero y sufriendo reumatismo, Djehuty no quería oír hablar de reposo. Al

iniciarlo en los misterios del «Círculo de oro» de Abydos y confiarle una tarea

importante, el faraón iluminaba su vejez. En vez de adormecerse en una función

honorífica, recurría, día tras día, a unos insospechados recursos. Y aunque

muchas mañanas pensaba que no podría levantarse de la cama, finalmente, sin

embargo, siempre lo lograba.

—¿Sin novedad? —preguntó al jefe del destacamento encargado de la seguridad

del paraje.

—Todo está tranquilo —respondió el teniente de infantería.

Djehuty se dirigió a la morada de eternidad donde descansaría el visir Khnum-

Hotep, al norte de la ciudad. Construida con ladrillos recubiertos de cal, estaba

animada por unos bajorrelieves y unas inscripciones jeroglíficas que aseguraban

la supervivencia de su espíritu. La cámara funeraria, la sala de los canopes y la

antecámara estarían terminadas muy pronto. Concediendo a su visir un monu-

mento tan soberbio, el faraón ponía de manifiesto la importancia de su función.

El alcalde contempló el recinto salpicado por bastiones y resaltos, verdadera

muralla mágica que protegía la pirámide, piedra primordial y canal por el que

circulaba el ka real. Siguiendo las enseñanzas de Zoser y de Imhotep, formuladas

en Saqqara, Sesostris reafirmaba los valores fundamentales de la civilización

egipcia. Sí, la pirámide encarnaba a Osiris, resucitado y vencedor de la muerte.

Sí, Maat podía triunfar sobre isefet. Sí, liberaba al hombre de la prisión de su

mediocridad y de su bajeza, siempre que se transformase en constructor.

Los carpinteros acababan de depositar las barcas de madera en unas capillas

abovedadas. Barca de día, barca de noche, barca de la luz divina, barca de los

millones de manifestaciones de la unidad, todas servirían para el viaje del alma

real, que no dejaba de navegar por el universo.

Djehuty recorrió el templo de columnas papiriformes y lotiformes. Colosales

estatuas del faraón, de más de dos metros de altura, testimoniaban el permanente

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renacimiento del rey en Osiris. Magníficos jeroglíficos revelaban los nombres y

las cualidades del monarca, colocado bajo la protección del signo de la vida, la

cruz egipcia, flanqueada por dos halcones. En la antecámara, dioses y diosas

aportaban al soberano vida y potencia; en la cámara de las ofrendas, el faraón

coronado recibía la fuerza sutil de los alimentos. Venciendo a los enemigos

brotados de las tinieblas, recreando la armonía de Maat, Sesostris celebraba aquí

una eterna fiesta de regeneración.

La monumental calzada que conectaba las partes norte y sur de aquel conjunto

arquitectónico era, por sí sola, una obra maestra. En cuanto al revestimiento de la

pirámide, compuesto por bloques de cal procedentes de la cantera de Tura, éste

reflejaría los rayos del sol para manifestar el poderío de la Piedra de Luz, brotada

en los orígenes.

El maestro de obras invitó a Djehuty a penetrar en la parte subterránea. Oculta

cuando terminaran los trabajos, su entrada daba a un corredor que llevaba a una

antecámara, prolongada por un paso que desembocaba en una estancia

rectangular. Al este, una capilla revestida de cal admirablemente dispuesta; al

oeste, la morada de resurrección, hecha de granito, presidida por un sarcófago de

granito rojo cuya decoración evocaba el palacio de los primeros faraones. Se

convertiría en la barca del espíritu luminoso del rey en su periplo por el más allá.

Por encima de la cámara funeraria, un falso techo comprendía cinco pares de

vigas de cal, de seis metros de largo, cada una de las cuales pesaba unas treinta

toneladas.

Djehuty meditó largo rato en aquel lugar situado lejos del mundo de los hombres.

De acuerdo con la tradición, los constructores modelaban un espacio donde lo

invisible podía revelarse sin temer las agresiones profanas. Allí, el faraón partía

realmente vivo por y hacia la luz.

Cuando volvió al exterior, Djehuty advirtió que el sol no tardaría en ponerse. Los

artesanos habían abandonado las obras, y al alcalde le extrañó descubrir sólo a un

guardia en el umbral del templo de la pirámide.

—¿Dónde están tus colegas?

—El teniente ha sido avisado de que acaba de producirse un grave incidente en la

ruta del Fayum. Está socorriendo a los heridos.

—Debería haber solicitado mi autorización.

—No se ha atrevido a importunaros.

Djehuty, preocupado, avisó al maestro de obras y a los constructores de que ya no

estaban protegidos por las fuerzas del orden, y les ordenó que colocaran

centinelas alrededor de la aldea.

Agotado, con las articulaciones hinchadas, regresó a su casa, bebió un poco de

agua y se tendió en la cama temiendo no poder levantarse ya.

En la lejanía, bañada por los fulgores del poniente, la pirámide en construcción

atraía irresistiblemente la mirada de Ibcha y de los miembros de su comando.

—Nuestro falso mensaje ha alejado a los guardias —advirtió—. Ya sólo quedan

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artesanos cansados de su jornada de trabajo. Como todos los egipcios, disfrutan

de ese momento inigualable en el que el sol se hunde en el occidente. Los invade

una sensación de paz, por lo que no serán capaces de defenderse.

Propagando el terror y derramando sangre en el paraje de Dachur, Ibcha

cumpliría la misión que Bina le había confiado, siguiendo órdenes del

Anunciador: impedir que la pirámide produjera ka y reducirla a un montón de

piedras inertes. Gracias a sus revelaciones, los asiáticos comenzaban a

comprender que la fuerza de los egipcios no residía sólo en sus armas. Para

vencer era preciso destruir sus edificios mágicos, que emitían una energía mis-

teriosa y les permitían cambiar las más comprometidas situaciones.

Transformar Dachur en un campo de ruinas sería una brillante victoria. El faraón

vería destruida la obra que destinaba a la eternidad. Sus certidumbres se

convertirían en aflicción y temor.

—¿Respetamos a las mujeres y a los niños? —preguntó un terrorista.

—Cualquier debilidad nos llevaría al fracaso —respondió Ibcha—. Que el fuego

del Anunciador destruya esos lugares impíos.

Los asiáticos estaban a punto de lanzarse sobre su presa cuando uno de ellos soltó

un grito:

—¡Jefe, por allí corre un hombre!

—No malgastes una jabalina, está demasiado lejos.

—¡Otro por allá, con un asno! Huye.

—¡Al ataque! —ordenó Ibcha.

Sekari nunca había corrido tanto. Temía ser derribado de un momento a otro y

seguía acelerando.

¡La entrada de la aldea de los constructores, por fin!

Sekari se topó con un artesano armado con un mazo.

—¿Dónde están los soldados?

—Han ido a socorrer a unos heridos en la ruta del Fayum.

—¡Avisad a todo el mundo, van a atacaros!

El cantero reaccionó con rapidez. Sus colegas tomaron sus herramientas y se

dispusieron a combatir.

—Defendamos la pirámide —exigió Djehuty, asombrado porque, una vez más,

había conseguido ponerse en pie—. Que las mujeres y los niños se encierren en su

casa.

—Que el «Círculo de oro» nos proteja y nos dé la fuerza necesaria para luchar

contra isefet —murmuró Sekari al oído del alcalde.

Sus manos se unieron por un breve instante.

—Iker traerá al ejército.

—¿Llegará a tiempo?

—Un escriba educado en la provincia de la Liebre no puede llegar tarde. Ponte a

cubierto.

—Combatiré como los demás —declaró Djehuty—. Nuestra muerte no importa

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si salvamos la obra real.

Una primera jabalina hirió en el muslo a un artesano. Sekari replicó de inmediato

lanzando un cincel de cobre, muy afilado, que se clavó en la garganta de un

asiático.

El alcalde blandió su bastón.

—¡Al templo, rápido!

Agrupándose en el interior del edificio, los artesanos ya sólo dejaban un acceso

posible al adversario. Obstruyeron la puerta con bloques contra los que se

quebraron lanzas y flechas.

—Esos bandidos escalarán los muros —advirtió Sekari—, y no conseguiremos

deshacernos de ellos. ¿Cuál es el lugar de más difícil acceso?

—La tumba real, pero me niego a profanarla. Defenderemos este lugar sagrado

sin ceder.

—¡Cuidado, ahí llega uno!

El mazo lanzado por Sekari alcanzó en plena frente al asiático que había

aparecido en lo alto del muro, entre dos columnas. Cayó hacia atrás y derribó al

tipo que subía tras él.

Aquel fracaso sembró el desorden entre los hombres de Ibcha, inquietos ya ante la

idea de invadir un templo y provocar el furor de las divinidades.

Sekari, en cambio, no se hacía muchas ilusiones. A pesar de su valor, los

artesanos serían vencidos muy pronto.

Repentinamente, un poderoso rebuzno petrificó a los sitiados.

—¡Es... es la voz del dios Seth! —exclamó un escultor—. ¡Ayuda a los

asaltantes!

—Al contrario —replicó Sekari—, nos da el poder necesario para vencerlos.

Ibcha degolló al herido, pues no debía dejar a sus espaldas a ningún combatiente

que pudiera hablar.

—Sólo nos ha faltado un poco de tiempo —masculló al observar el regreso de los

soldados, que Iker y Viento del Norte dirigían hacia Dachur.

Tras haber perdido a dos hombres, Ibcha prefería preservar el resto de su

comando en vez de lanzarlo a un enfrentamiento mortífero del que no estaba

seguro de salir vencedor.

Rabioso, disparó una flecha hacia la pirámide y dio orden de batirse en retirada.

Los egipcios se lanzaron tras los asiáticos, pero éstos llevaban demasiada ventaja.

El teniente se presentó ante Djehuty.

—Me han mentido. En la ruta del Fayum nadie necesitaba nuestra ayuda. Yo...

—Que un asiático te haya engañado podría tener excusa, pero has actuado sin mi

autorización, violando las consignas de seguridad. Te destituyo de tus cargos y

serás juzgado por el tribunal del visir. A la espera del nombramiento de un nuevo

oficial, yo tomaré el mando de la tropa.

Djehuty se sentó. Iker le sirvió bebida.

—Has salvado la pirámide, hijo real.

—El mérito os corresponde, y también a Sekari. No olvidemos, tampoco, que el

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rebuzno de Viento del Norte nos ha ayudado poderosamente.

La paz del anochecer envolvía de nuevo Dachur, como si nada hubiera ocurrido.

Pero las manos de Djehuty temblaban aún.

—Esos bárbaros se han atrevido a atacar un paraje sagrado. Ahora sabemos que

no retrocederán ante nada y que cometerán los peores crímenes. ¿Quién puede ser

su jefe, sino el demonio que intenta matar al árbol de vida?

—Esa chusma se enardece y sale de las tinieblas —añadió Sekari—. Lo que

demuestra que se sienten capaces de pasar a la ofensiva. En Kahun, como aquí,

estuvieron a punto de lograrlo. Debemos adoptar las medidas necesarias para

prevenir los próximos atentados.

43

—¿Estáis seguro, realmente seguro? —preguntó el hijo real.

—¡Lamentablemente, sí! —confirmó el visir Khnum- Hotep al acabar su

relato—. Sepi ha muerto.

Ni Sekari ni Iker pudieron contener las lágrimas.

El general, prudente, había salido siempre de las más peligrosas situaciones.

—¡Unos bandoleros nubios nunca hubieran conseguido hacer caer en la trampa a

mi maestro e instructor! —estimó Sekari—. Por lo que se refiere a los demonios

del desierto, los dominaba porque conocía las fórmulas capaces de inmovilizarlos

o devolverlos a sus ardientes soledades. El asesino de Sepi es, forzosamente, el

príncipe de las tinieblas.

—El mismo destructor que ataca al árbol de vida —supuso Iker.

Sekari apretó los puños.

—¡Tienes mil veces razón! Quería impedir que el general encontrara el oro

sanador. Pero ¡eso significa que ese monstruo merodea por todas partes!

—Que el dolor no te engañe —recomendó el visir.

—Sepi me lo enseñó todo. Sin él, yo no existiría.

—¿Seguiste sus clases de jeroglíficos? —preguntó Iker.

—A mí me llevaba sobre el terreno. Tracé la escritura en la arena; viví los signos

del poder sobre las peligrosas pistas, ante las bestias salvajes y los bandoleros de

todo pelaje. No me perdonaba nada, pero me daba armas para defenderme.

El gran tesorero Senankh intentó consolar a su hermano del «Círculo de oro» de

Abydos, pero sabía, al igual que él, que la ausencia de Sepi nunca podría

colmarse.

—Iker y tú actuasteis bien en Dachur. El general se habría sentido orgulloso de

vuestra intervención. De acuerdo con las exigencias de Djehuty, las medidas de

seguridad se han reforzado considerablemente. En adelante, el paraje no tiene ya

nada que temer.

—Dachur, tal vez, pero ¿y Menfis y las demás ciudades? —se rebeló Iker—. Los

terroristas pueden atacar en cualquier lugar y en cualquier momento.

Ni el visir ni el gran tesorero contradijeron al muchacho.

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205

—Hemos perdido a uno de nuestros pilares —dijo Sekari—. Mostrémonos

dignos de él y prosigamos su obra donde la muerte cree haberla interrumpido.

El rostro de Sobek era francamente hostil.

—Lo siento, hijo real, pero me veo obligado a registrarte.

—Como quieras.

Dada la personalidad del visitante, el jefe de todas las policías del reino se

encargó personalmente de la tarea.

—Puedes entrar.

Sobek abrió la puerta del despacho de Sesostris.

- —Todo en orden, majestad. ¿Deseáis que me quede en la habitación?

—Retírate, Sobek.

En las rodillas del monarca, sentado con las piernas cruzadas y el busto muy

erguido, había un papiro desenrollado.

Iker adoptó la misma postura, frente a él.

—Sobek me detesta.

—A su modo de ver, no has dado aún pruebas de tu inocencia y tu fidelidad a la

corona.

—Ya lo convenceré.

—Eso forma parte de las misiones que se te han asignado, hijo mío.

—Mis resultados son escasos, majestad. Encontré la acacia de Neith, pero el

árbol ha sido quemado. Descubrí el astillero donde se construyó El rápido, pero

no obtuve la menor información sobre quién lo encargó. Finalmente, contribuí a

impedir que los asiáticos se apoderaran de Kahun y de Dachur, pero no conseguí

detener a los cabecillas principales, Bina e Ibcha.

—¿Qué piensas de ello?

—Considero a Ibcha un asesino sin escrúpulos. Llevará a cabo, estrictamente, las

órdenes recibidas, aun a costa de su vida. Él atacó Dachur. No se lanzó a un

combate de inciertos resultados, y esa actitud me preocupa. Ibcha preservó a sus

hombres con vistas a futuras acciones.

—¿No será el cabecilla principal?

—En Kahun obedecía a Bina.

—¿Manda esa mujer al conjunto de los rebeldes?

- —Implacable, colérica y astuta, es más bien su mentora, dotada de una

formidable capacidad para dañar. Nada la desviará del objetivo que le ha fijado su

guía: la conquista de Egipto para Asia.

—Semejante discurso merece atención —reconoció Sesostris—, pero los hechos

no lo corroboran. A estas alturas no existe en la región sirio- palestina ningún jefe

de clan capaz de llevar a cabo una ofensiva contra nosotros. Si así fuera, el

general Nesmontu me lo habría advertido.

—¿Esa revuelta rastrera no se parecerá a un ued, majestad? Durante la mayor

parte del año permanece seco, y luego llegan unas lluvias cuya abundancia lo

transforma en devastador torrente. Bina e Ibcha, probablemente, se ocultan en

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Menfis, donde sus aliados se instalaron hace ya tiempo. Aquí, en la capital,

piensan dar un golpe decisivo. Y sigue existiendo un enigma: el falso policía que

intentó acabar conmigo. No era un asiático. ¿Quién lo enviaba, sino una facción

egipcia, decidida sin duda a perjudicaros? Si esas fuerzas negativas se unen, el

adversario resultará temible. ¿Acaso no han demostrado su eficacia asesinando al

general Sepi?

Sesostris estaba de acuerdo con el análisis de Iker. Ninguno de los dramas

recientes era fruto de la casualidad. Un profundo vínculo los unía con la muerte

del árbol de vida.

—Sean cuales sean las pruebas, Iker, estaré siempre a tu lado para ayudarte a

cumplir un destino que aún ignoras.

El muchacho se quedó atónito.

El rey acababa de enunciar, al pie de la letra, el último mensaje que el viejo

escriba de Medamud había dirigido a su discípulo.

—Majestad, yo...

—Descansa un poco. La tensión excesiva no favorece la lucidez.

Nariz- de- Trompeta superaba los veinte años de servicio. Policía ejemplar,

detestaba la brutalidad y aplicaba las consignas con rigor pero con humanidad.

Aunque admiraba a Sobek, lo consideraba a veces demasiado severo. ¿No era ser

amado por los menfítas tan importante como que a uno lo temieran? Nariz- de-

Trompeta resolvía numerosos conflictos de orden doméstico y no encarcelaba a

los jaraneros algo ebrios. El mismo, a veces, se abandonaba sin tener la impresión

de poner en peligro al reino.

Las últimas órdenes recibidas no le gustaban. Estaba encargado de uno de los

accesos de la ciudad, y debía registrar e interrogar a quienes desearan entrar en

ella. A la menor sospecha: detención, apertura de expediente y encarcelamiento.

Esas trabas a la libertad de circulación disgustaban a la población y complicaban

la cotidianidad, por eso Nariz- de- Trompeta, al igual que sus homólogos, no

cometía ningún exceso de celo. Se limitaba a saludar a las personas conocidas y a

los comerciantes, y molestaba a un mínimo de individuos de sospechosa

apariencia.

La hermosa morena que se presentó acompañada por un barbudo de grandes

brazos nada tenía de sospechosa, pero tuvo ganas de decirle unas palabras.

—Tú, ¿cómo te llamas?

—Agua- fresca, comandante.

—¿Es tu marido?

—Sí, comandante.

—Nunca os había visto por aquí. ¿De dónde venís?

—Del Delta.

—¿Qué pensáis hacer en Menfis?

—Mi marido está muy enfermo. Nos han dicho que aquí había excelentes

médicos. Tal vez lo curen.

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207

—¿Dónde os alojaréis?

—En casa de mi abuelo, un fabricante de sandalias.

Nariz- de- Trompeta debería haber sometido a los dos viajeros a un intenso

interrogatorio, pero el hombre parecía estar tan mal de salud que no tuvo la

crueldad de insistir. Además, la mujer, con su hermoso palmito, en nada parecía

una terrorista ávida de sangre.

Bina e Ibcha cruzaron el puesto de control sin más problemas y se unieron a los

demás miembros del comando. También ellos habían entrado en Menfis por el

mismo punto de paso, aunque a horas distintas.

Sobek estaba que echaba chispas. Asombrado al no obtener información decisiva

alguna sobre asiáticos en situación irregular, inspeccionó personalmente varios

puestos de control, dudando de que sus consignas fueran escrupulosamente

respetadas.

Tres oficiales no se comportaban realmente como feroces guardianes. Pero el

primer lugar correspondía a Nariz- de- Trompeta, que, ante la cólera de su

superior, intentó explicarse.

—Es imposible distinguir a los asiáticos peligrosos del resto de la población, jefe.

Son gentes como vos y como yo, y...

—No te creo —interrumpió Sobek.

—De todos modos, aquellos a los que interrogué a fondo también pasaron. No

había razón para meterlos en la cárcel.

—En cambio, algunos de tus colegas han procedido a hacer arrestos.

—¿Han atrapado a auténticos terroristas?

Sobek no podía mentirle: todos los sospechosos habían sido puestos

posteriormente en libertad. El dispositivo adoptado se revelaba inútil.

Inquieto y decepcionado, el Protector aligeró la vigilancia de los accesos a la

capital. En cambio, multiplicó las rondas por los barrios y ordenó a las patrullas

que le comunicaran el menor incidente.

Sobek no ocultó su fracaso al rey.

—Actué de forma presuntuosa, majestad. Menfis es una ciudad abierta que creí

poder cerrar a los indeseables, pero me equivoqué. O los asiáticos se han sentido

impresionados por el despliegue de nuestras fuerzas y se han ocultado en el Delta

o tienen cómplices que disponen de bases seguras en la capital y que los han

acogido. Desgraciadamente, estoy convencido de que la segunda hipótesis es la

acertada y que tiene un corolario: los terroristas se agrupan para preparar un

atentado. Blanco principal: vos mismo. El enemigo se oculta en las tinieblas, no

conozco su rostro, puede golpear en cualquier momento y en cualquier lugar,

incluso en el interior de este palacio. Por eso recomiendo que limitéis al máximo

vuestros desplazamientos y reforcemos las medidas de seguridad en torno a

vuestra persona.

—Postrarse como un animal acosado sería una victoria para nuestros adversarios

—objetó Sesostris—. Seguiré asumiendo, pues, plenamente, los deberes de mi

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cargo con la habitual libertad de movimientos. Tú, Sobek, asumirás los tuyos.

—¡Estoy furioso, majestad, pues me siento privado de ojos y oídos! Nunca había

tenido que enfrentarme a tan perversos criminales. Pero haré lo posible, no lo

dudéis.

—Desconfías de Iker, ¿no es cierto?

—¿Cómo olvidar que intentó acabar con vos? Aun aceptando que se tratara de

una confusión, autorizadme de todos modos a que le vigile de cerca. Si

mantuviera contactos con los asiáticos, tendríamos la prueba de su doblez.

—Aprecio tu tozudez, Sobek, pero he nombrado a Iker hijo real, y él te

demostrará su lealtad.

44

En el barrio de Menfis donde residía su jefe supremo, los discípulos del

Anunciador permanecían en estado de alerta. Panaderos, vendedores de sandalias

y peluqueros se habían mezclado tan bien con la población que nadie podía

suponer que pertenecieran a una organización latente.

Desde la llegada de Bina, Ibcha y sus hombres, puestos de inmediato a cubierto

en casa segura, los centinelas se habían multiplicado y vigilaban los alrededores,

tanto de día como de noche. Ni un solo policía se aventuraba por el dominio del

Anunciador sin ser descubierto de inmediato. Y el aumento de las rondas no

preocupaba a los asiáticos, puesto que inocentes paseantes se relevaban para

anunciar su paso.

En el primer piso de la tienda donde se vendían esteras y cestos, el Anunciador no

dejaba de predicar. Por turnos, los discípulos recogían sus palabras sin estar

autorizados a hacer la menor pregunta. Como único intérprete de un dios decidido

a conquistar el mundo, profería una verdad absoluta y definitiva.

El Anunciador, tomando un poco de sal entre dos sermones, machacaba un

discurso repetitivo, destinado a penetrar poco a poco en los espíritus de

admirados oyentes. No tendrían otra educación ni otra cultura, pero aquélla les

bastaba ampliamente para combatir hasta el triunfo final.

Shab el Retorcido bebía las palabras de su maestro, sobre todo cuando anunciaba

el exterminio de los blasfemos y la absoluta sumisión de las mujeres, demasiado

libres en la sociedad egipcia. Como perfecto perro guardián, Shab no olvidaba

filtrar a los bienaventurados a quienes se permitía recoger las enseñanzas. Ante la

menor duda, sujetaban al sospechoso y lo entregaban al Anunciador.

La voz suave y hechicera se apagó, y los discípulos se retiraron.

—Llama a Jeta- de- través —ordenó el Anunciador al Retorcido—. Por fin

aprovecharemos las numerosas jornadas de entrenamiento de sus guerreros.

—¿Golpearemos... en la cabeza?

—Exactamente, amigo mío.

—- ¿Seremos lo bastante numerosos?

El Anunciador esbozó una sonrisa indulgente.

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—No te pongas nervioso y ten fe. Gracias a nuestros nuevos aliados,

dispondremos de las informaciones necesarias. Por nuestra parte, provocaremos

tal espanto en la ciudad que desaparecerán la mayoría de los obstáculos. Haz que

recojan leña seca y trapos, para distribuirlos luego a nuestros fieles. Muy pronto,

el fuego de Seth caerá sobre esta impía ciudad. Ahora, perfeccionaré la formación

de Bina.

El Retorcido hizo una mueca.

—Maestro...

—¿Qué ocurre, Shab?

—Maestro, no tengo la menor intención de discutir vuestras decisiones, pero la

tal Bina...

—¿Qué le reprochas?

—Que sea una mujer.

El Anunciador posó suavemente la mano en el hombro del Retorcido.

—Dios nos enseña que las mujeres son criaturas inferiores y deben permanecer

confinadas en sus casas para servir a sus maridos y a sus hijos. Pero estamos en

guerra y utilizo múltiples armas, incluso las más sorprendentes. Bina es,

precisamente, una de ellas. Los egipcios son tan ingenuos que no pueden concebir

que una hermosa muchacha sea más peligrosa que un ejército bien entrenado.

Pero aún debo terminar su transformación.

El Anunciador entró en la estancia oscura donde Bina permanecía encerrada

desde su llegada a Menfis. Por sus venas corría ahora una sangre nueva, cuya

cantidad debía aumentar aún para que se convirtiera en una asesina implacable al

servicio de la causa. Nadie sería más feroz que aquella fiera.

—Bina, despierta y mírame.

Inanimada, replegada sobre sí misma, la morena comenzó a revivir al oír la voz

de su señor. Echó la cabeza hacia atrás y se irguió lentamente, con la mirada

perdida en el infinito, y permaneció petrificada en el centro de la habitación.

El Anunciador hizo girar el muro del fondo y sacó de su escondrijo el cofre de

acacia que contenía la reina de las turquesas.

—Tras haber expuesto al sol esta valiosa piedra procederé a tu última animación

—indicó—. Luego, me pertenecerás en cuerpo y alma, y tu obediencia será total.

El Anunciador corrió una cortina, formada por dos esteras unidas.

Un rayo de luz hirió a la reina de las turquesas, cuyo fulgor iluminó el rostro de

Bina.

—Reina de las tinieblas, ¡sé la leona terrible, ávida de carne y de sangre, recorre

la estepa y el desierto!

Las uñas de Bina se hicieron tan aceradas como zarpas; sus dientes, poderosos

como colmillos.

El Anunciador estaba orgulloso de su obra.

Cerró la cortina y colocó de nuevo la piedra en el cofre.

—No lo olvides, Bina, hembra fiel a tu dueño: sólo serás leona cuando yo te lo

ordene.

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La hermosa morena pareció salir de una profunda pesadilla.

—Quítate la túnica —exigió el Anunciador.

La fascinaba tanto como la asustaba, e incapaz de resistirse, se desnudó y dejó

que abusara de ella.

A pesar de las protestas de Sobek, el rey llevó a Iker fuera de Menfis.

Ciertamente, los mejores hombres del jefe de la policía vigilaban al monarca y al

hijo real. Pero ¿conseguirían salvar a Sesostris en caso de atentado? Dada la

amenaza que planeaba sobre sus cabezas, el momento parecía mal elegido para

correr semejante riesgo.

Un halcón los guió, y el rey lo siguió en silencio hasta un sombreado canal.

Contempló el follaje de los sauces y caminó a lo largo de la ribera. Una paz

profunda reinaba en aquel lugar.

—Rebaño de Dios, los humanos han sido bien provistos —recordó Sesostris—.

¿Acaso no creó el cielo y la tierra para ellos, el aire como soplo de vida, puesto

que son sus imágenes, brotadas de su ser? Brilla en el sol, hace crecer la

vegetación y les da toda clase de alimentos. El Creador no concibió nada viciado;

ningún mal figuraba en el orden de su creación. Pero los humanos se rebelaron, y

no es posible arrebatar el veneno a la serpiente, ni el mal al ser malvado. Cuando

Dios rió, los dioses fueron; cuando lloró, nacieron los hombres. Preñado de

injusticia y de crueldad, el hombre es el más temible de los depredadores. La

función faraónica mantiene y prolonga en la tierra la obra divina, liberando al

hombre de la mano del hombre. Creer que podemos actuar en favor de los

humanos es siempre vanidad; el faraón actúa en favor de su padre, el señor de los

dioses. No existe espiritualidad alguna para el perezoso, ningún hermano

espiritual para quien no escucha a Maat, ningún día de fiesta para el ávido. No

desees nunca lo que pertenece a otro, Iker, no ambiciones lo que no eres capaz de

consumar tú mismo, pues la envidia procura la decadencia. El ávido es un muerto

viviente. Ése es también el deber del rey: luchar sin cesar contra la avidez de los

humanos.

—¿No triunfó al final de la época de las grandes pirámides?

—Se prefirieron las tinieblas a la luz, nadie obtuvo ya las enseñanzas de las leyes

celestiales, nadie respetó ya las leyes terrenales, el mal fue llamado bien, el

criminal considerado como un justo, la inmoralidad como una virtud, la

perversión como norma, el prudente como un loco, el exaltado como un modelo

que había que imitar, y fueron apagadas las voces de los dioses. Entonces reinó

isefet, que es injusticia, violencia, avidez, pereza, olvido, descomposición, caos y

ley del más fuerte, que permite gobernar a los asesinos y a los ladrones. Si su

triunfo perdurara, el suelo se volvería estéril, el aire irrespirable y el agua

envenenada. Y el fuego del cielo devastaría nuestro mundo. No basta con luchar a

cada instante contra isefet. Es preciso, sobre todo, afirmar a Maat, ritualizando el

tiempo que fluye. Cada reinado debe ser la repetición consciente del proceso de

creación, de «la primera vez», para rechazar las fuerzas del caos y establecer a

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Maat. ¿Qué sabes de ella, Iker?

—Cuando Maat está en su lugar, el país sigue firme y el cielo favorable,

majestad. Hija de Ra, compañera de Tot, presente siempre en la barca solar, es el

piloto que indica el buen camino.

—Gracias a Maat, el universo funciona —precisó Sesostris—, y los mundos

estelar, solar y terrenal coexisten en coherencia. Sin Maat, nuestro espacio sería

inhabitable. Mi voluntad es Maat, pues sólo la justicia de corazón se adecua al

faraón. Mi fuerza es la justicia. Si me apartara de ella, sería el final de mi reinado,

pues los monumentos de un destructor están condenados a la destrucción. Mi

primer deber consiste en elevar a Maat hacia sí misma, en ser el mediador entre

mi pueblo y ella, en poner en consonancia el orden social y el orden cósmico.

»El Estado que carece de dimensión celestial y no hace ofrenda a Maat no conoce

justicia, ni reciprocidad, ni solidaridad. Se empantana en los conflictos humanos

y las luchas de poder. Maat ordena: actúa para el que actúa. ¿Eres tú, Iker?

—Ese es mi deseo, majestad.

Sesostris llevó a Iker hasta el lindero del desierto. A lo lejos se veía la pirámide

escalonada de Zoser.

—¿Conoces el verdadero nombre con el que los profanos designan una

necrópolis?

—¿No es acaso «la tierra de Maat»?

—Grande, duradera y radiante es la Regla de Maat. Nunca fue turbada desde el

tiempo de Osiris. Ciertamente, el mal, la iniquidad y sus aliados operan sin cesar

en este mundo y acumulan gran cantidad de fechorías. Pero mientras algunos

seres respeten a Maat, el mal no logrará atravesar el río de la vida para llegar a la

otra orilla. Y cuando llegue el final de los tiempos, Maat prevalecerá.

El monarca se dirigió hacia una pequeña morada de eternidad que databa del

Imperio Antiguo. En el dintel, una inscripción.

—Lee, Iker.

—«Pronuncia Maat, no seas pasivo, participa en la creación, pero no sobrepases

la Regla.»

—¿De qué se compone tu ser, más allá de tu cuerpo?

—De mi nombre y mi corazón.

—Tu nombre, Iker23

(1), indica que eres portador de un cumplimiento y de la

perfección de una obra destinada a renovarse sin cesar. Que tu corazón se llene de

Maat para que tus acciones sean justas. Pero también es necesario alimentar tu ka,

esa energía vital procedente del otro mundo y hacia la que regresarás si superas la

prueba del tribunal de Osiris. Que tu ba, la capacidad de tu espíritu para moverse

más allá de lo visible, vaya a buscar en el sol la luz capaz de guiarte por las

tinieblas. ¿Serás capaz de convertirte en un akh, el ser de luz al que la muerte no

alcanza?

23 Ii-kher-neferet, «El que va, portador del cumplimiento».

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Iker se sentía deslumbrado. Tantas puertas como se abrían, tantas percepciones

nuevas... Las revelaciones del rey le producían vértigo.

—Contempla esta piedra, hijo mío. Tiene la forma de un zócalo de estatua...

—¡Es uno de los jeroglíficos que sirven para escribir el nombre de Maat,

majestad!

—Las estatuas son seres vivos, nacidos de Maat. Sube a este zócalo, Iker.

El muchacho no vaciló.

—¿Qué sientes?

—Un fuego brota de esta piedra, un fuego se vierte en mi interior. Mi mirada...

¡mi mirada es más penetrante!

—En la guerra que libramos contra la potencia de las tinieblas, la supervivencia

de Osiris y la de su civilización están en juego. Por eso debemos obtener armas en

lo invisible. Hoy, hijo mío, ha comenzado realmente tu iniciación a los misterios.

En adelante, ocurra lo que ocurra, no abandones el camino de Maat.

45

La reunión de los miembros de la Casa del Rey acababa de terminar. Sehotep

salió de la sala del consejo y, con paso firme, fue al despacho de Medes. Este dejó

inmediatamente de dictar su correo y ordenó a sus ayudantes que abandonaran el

lugar.

—Estoy a vuestra disposición, Portador del sello real. ¿Cuántos decretos ha

formulado su majestad?

—Uno solo. Esta vez no tendrás mucho trabajo. Pero el texto debe estar redactado

hoy mismo, y los mensajeros del correo real tienen que partir mañana para

difundirlo por las provincias. Si es necesario, dobla los equipos.

Una vez más, Medes era uno de los primeros informados de una decisión de

Sesostris. Dada la urgencia, no podría beneficiarse de ello.

—El texto es muy corto —dijo Sehotep—: el faraón concede plenos poderes al

general Nesmontu y le encarga que ahogue cualquier intento de revuelta en

Canaán. De ese modo, ningún habitante de la región dudará de nuestra decisión.

—¿Acaso tememos un nuevo levantamiento?

—Según el último informe de Nesmontu, el Anunciador no estaría del todo

muerto.

—No comprendo...

—Aquel enfermo mental fue efectivamente ejecutado, pero han sobrevivido

algunos discípulos y lo reivindican con la intención de sembrar disturbios entre la

población. Por eso Nesmontu debe dar pruebas de una firmeza ejemplar.

—Conociendo al general, podemos estar tranquilos.

—Afortunadamente, Medes.

—Me gustaría contratar a nuevos mensajeros y aumentar el número de barcos de

transporte para mostrarme más eficaz aún. Mejorar la rapidez de nuestras trans-

misiones me parece esencial.

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—Defenderé tu causa ante el gran tesorero Senankh.

—Os lo agradezco.

La información no carecía de interés. Así pues, el general Nesmontu se topaba

con graves dificultades en Canaán. Mientras hacía creer en su desaparición, el

Anunciador seguía debilitando al ocupante.

Aquel decreto real parecía un reconocimiento de debilidad. Incapaces de

erradicar la guerrilla, el rey y el general intentaban aterrorizar a la población. Si la

región se inflamaba, ¿qué quedaría del prestigio de Sesostris?

Según su costumbre, Medes llevó a cabo su tarea con rigor y diligencia. Todos

sus empleados conocían su intransigencia: al primer error, despido. De modo que

el servicio del secretario de la Casa del Rey era puesto como ejemplo, incluso por

el visir.

Mientras Medes iniciaba la redacción definitiva del decreto, utilizando la

terminología oficial, se presentó un visitante inesperado: Iker, el maldito escriba

que debería haber desaparecido desde hacía mucho tiempo.

Medes se levantó y se inclinó.

—¡Esta visita me honra, hijo real!

—Vengo en misión oficial, por orden de su majestad.

—Trabajamos todos, y en todas las circunstancias, con la firme voluntad de darle

satisfacción. ¿Puedo añadir, a título personal, que me satisface mucho vuestro

nombramiento? La corte no podrá impedir las críticas, pero sus chismes perderán

fuerza muy pronto. Cuando me necesitéis, no vaciléis ni un instante en decírmelo.

—Vuestra amistad me es muy valiosa, Medes. El rey me ha pedido que le llevara

el nuevo decreto a Djehuty, el alcalde de la ciudad de la pirámide de Dachur, y

que compruebe las medidas de seguridad.

—Han corrido muchos rumores sobre el último incidente. Espero que la pirámide

real no haya sufrido daños.

—El ataque de los terroristas fracasó. El monumento está intacto, y su

construcción concluirá muy pronto.

—Algunos afirman que os comportasteis como un héroe.

—Se equivocan, Medes.

—¡No os subestiméis, Iker! Muchos fanfarrones que proclaman su valor huyen

ante el menor peligro. ¡Vos os enfrentasteis con temibles bandidos!

—El mérito de la victoria corresponde a Djehuty. Gracias a su sangre fría

evitamos lo peor.

El muchacho no mencionaba la decisiva intervención de Sekari por necesidad de

respetar el secreto. Muy pocos conocían el papel real de su amigo.

—Tendré el documento a vuestra disposición mañana por la mañana —prometió

Medes—. Felicitad de mi parte a Djehuty y deseadle que se mejore. La

construcción de la pirámide de Dachur será uno de los numerosos hitos del

reinado.

Cuando Iker se hubo marchado, Medes rumió su cólera.

Sabía juzgar a sus adversarios, y éste era especialmente peligroso. Naturalmente,

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el secretario de la Casa del Rey se comportaría como un perfecto cortesano y no

dejaría de halagar al hijo real, pero esa técnica sería sin duda insuficiente. Habría

que arrebatarle poco a poco el crédito ante los dignatarios, haciéndoles

comprender que aquel escriba era sólo un intrigante, un provinciano ambicioso

carente de competencia y de envergadura y, peor aún, que dañaba la reputación

del monarca. Actuando poco a poco, Medes iría destilando un eficaz veneno.

De momento tenía algo urgente que hacer: ponerse de nuevo en contacto con el

libanés.

El aguador podía estar satisfecho de su trabajo de hormiga. Semana tras semana

había conseguido contratar a algunos informadores eficaces, especialmente,

miembros del personal de limpieza de palacio. Una de las mujeres del servicio

observaba las idas y venidas de Medes. Por lo que se refiere a la rica morada del

secretario de la Casa del Rey, estaba bajo vigilancia desde hacía mucho tiempo.

Por orden del Anunciador, el libanés comprobaba que Medes se comportase

como un aliado leal. Al anunciarle su visita, el comerciante no se sorprendió. Las

últimas turbulencias no debían de tranquilizar al alto dignatario, que persistía en

seguir el procedimiento habitual con la máxima prudencia.

—Queridísimo amigo, ¿cómo os encontráis?

—¿Qué ocurrió en Dachur?

—Sentaos, Medes, y probad algunas golosinas.

—¡Quiero saberlo, y en seguida!

—No perdáis los nervios.

—Para que nuestra colaboración sea duradera excluyo entre nosotros la menor

sombra.

—Estad tranquilo, el Anunciador no lo entiende de otro modo. Dachur fue

atacado por un valeroso comando, pero, por desgracia, una inesperada resistencia

no le permitió alcanzar su objetivo: dañar la pirámide. Así pues, seguirá

produciendo energía. Dadas las recientes medidas de protección, un nuevo

ataque, al menos inmediatamente, sería una locura.

—Iker, el hijo real, fue el responsable de ese fracaso. El muchacho perjudica

nuestros intereses. Es preciso suprimirlo.

El libanés esbozó una leve sonrisa.

—¿Suprimirlo o utilizarlo?

—¿De qué modo?

—Al Anunciador le gusta mucho el ardor que anima a ese escriba y sabe cómo

manejarlo. Este problema quedará resuelto.

—¿Cuándo volveré a ver al Anunciador?

—Cuando él lo decida. Está en lugar seguro y mantiene la situación bajo control.

¿Y si nos felicitáramos por nuestros éxitos, mi querido Medes? Nuestro comercio

de madera preciosa funciona muy bien y, según creo, os proporciona una

suculenta fortuna.

El alto dignatario no lo negó. El sistema funcionaba a la perfección.

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215

—Ha llegado la hora de deciros algo más sobre mis decisiones —prosiguió el

libanés—. Cuando conozcáis sus razones, quedaréis definitivamente implicados

en nuestra encarnizada lucha contra vuestro propio país.

Sin dejar de ser untuoso, el tono del libanés se preñó de amenaza.

—No tengo la intención de renunciar a ello —afirmó Medes.

—¿Ni siquiera cuando sepáis que los productos importados están destinados a

causar la muerte de vuestros compatriotas?

—He eliminado ya a algunos aguafiestas. Puesto que ése es el precio que hay que

pagar para derrocar a Sesostris y modelar el país con el que soñamos, no habrá

vacilación alguna.

El libanés esperaba mayor resistencia, pero el secretario de la Casa del Rey

parecía haber ahogado cualquier sensibilidad para lograr mejor sus fines. En

adelante, adepto incondicional de isefet, activo compañero del Mal, cuyo poder y

necesidad no discutía ya, Medes no retrocedería.

—Hablemos primero del láudano que tanto gusta a vuestros perfumistas

—prosiguió el libanés—. Algunos de nuestros frascos no sólo contienen el

valioso producto, sino también una droga que acabará con algunos obstáculos.

Pasemos, ahora, a los frascos de embarazo, que por lo general están llenos del

aceite de moringa con el que se untan las mujeres preñadas. Nuestras dientas

pertenecen a la mejor sociedad, llevan en su seno la futura élite del país. ¿Por qué

dejar que prospere cuando disponemos de un medio para aniquilarla antes incluso

de que nazca?

Medes, estupefacto, dejó de mirar al comerciante como un vividor cálido y

simpático.

—No vas a decirme que...

—Cuando el Anunciador lo haya decidido, sustituiremos el aceite de moringa por

otra sustancia que provocará un importante número de abortos. ¿Os contraría,

acaso, tan hermoso proyecto, Medes?

El secretario de la Casa del Rey tragó saliva. De pronto, su combate tomaba un

giro inesperado. Aquella violencia no entraba en sus planes, pero ¿no debía

prevalecer la eficacia? Aliarse con el Anunciador daba otra dimensión a la guerra

subterránea contra el faraón.

—No estoy escandalizado en absoluto.

—Lo celebro, querido aliado. ¿Comprendéis ahora por qué organicé este

comercio? Y eso no es todo. Los ritualistas, los escribas y los cocineros egipcios

utilizan distintos aceites. No pensamos, pues, restringir nuestra acción a las

mujeres preñadas.

¡Perspectivas vertiginosas pero extremadamente fascinantes! Herida de muerte,

la sociedad faraónica se derrumbaría por sí misma ante la asustada mirada de las

impotentes autoridades.

—El éxito exigirá coordinación y destreza —precisó el libanés—. Nuestras redes

serán operativas en un futuro próximo, pero no olvidemos a nuestro temible

adversario: el faraón. Mientras siga reinando, encontrará la energía necesaria para

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afrontar las peores pruebas.

—Por desgracia, Sobek el Protector ha regresado —recordó Medes- —. Creí

haberle asestado un golpe fatal, pero ese maldito policía tiene la piel dura.

—Somos perfectamente conscientes de ello y no desdeñamos su capacidad para

perjudicarnos. Sin embargo, hoy parece posible tener éxito donde fracasamos.

—¿Un atentado contra Sesostris? ¡No puedo creerlo!

—Los métodos clásicos resultarían inútiles, lo acepto. Pero estoy hablando de

armas nuevas. Sea cual sea el número de guardias, conseguiremos librarnos de

ellos. Necesito vuestra ayuda, Medes. Me hace falta un plano preciso del palacio,

informaciones sobre las ocupaciones del monarca y el dispositivo de seguridad

que lo rodea.

—¿No sospecharán de mí si el faraón sobrevive?

—No hay riesgo alguno, dejaremos rastros que permitan identificar a los

culpables. Cuando os revele la fecha y la hora, procurad que se os vea muy lejos

de palacio, y forjaos una buena coartada. Si Sesostris desaparece, nuestra

conquista será más rápida de lo previsto.

46

Iker no podía rechazar una invitación para cenar en casa de Sehotep.

La elegante morada del Portador del sello real era una maravilla: ramos de flores

en cada estancia, sutiles perfumes, muebles refinados, vajilla de alabastro,

pinturas que representaban grullas, cigüeñas y garzas, baldosas de delicados

matices... En cuanto al personal, a excepción de un cocinero cuya redondez

demostraba su gula, se componía de encantadoras muchachas, levemente vestidas

con velos de lino y cubiertas de joyas.

—Participar en el gobierno de Egipto es una tarea bastante dura —observó

Sehotep—. A cada cual, su método para relajarse un poco: éste es el mío. Tú, hijo

real, pareces mucho más serio. ¿Es cierto que te pasas las noches leyendo viejos

tratados de sabiduría?

—Marcaron el comienzo de mi educación y siguen ofreciéndome incomparables

alimentos.

—Ya sé que a los escribas se les recomienda no embriagarse, pero ¿aceptaría, de

todos modos, el ex estudiante de derecho una copa de vino? Este gran caldo pro-

cede de mi viñedo de Imau, y el propio rey lo aprecia.

Iker no se hizo de rogar. La cena fue una especie de obra maestra que culminó con

unos sabrosos riñones en salsa.

—Sin querer halagarte —dijo Sehotep—, me parece notable tu modo de adaptarte

a esta corte tan difícil de descifrar. Ni yo mismo conozco aún todos sus entresijos.

Y tú has decidido ignorarlos. Es inútil decir que tu nombramiento levanta

tormentas y envidias. Piensa en el número de familias ricas deseosas de ver a su

retoño adoptado como hijo real... Y he aquí que un simple escriba provinciano es

distinguido por su majestad. Todos esperaban verte triunfante y desdeñoso. Por el

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contrario, das pruebas de una discreción tan ejemplar que se hace sospechosa.

Además, el rey te concede largas entrevistas a solas. ¿Imaginas las suposiciones y

las angustias? Cada dignatario teme por su puesto y por sus privilegios. ¿Quieres

ocupar el lugar de alguien?

—No.

—Eso es poco verosímil, Iker.

—El faraón me ofrece un inigualable tesoro al abrirme el corazón a realidades

espirituales que yo percibía confusamente, sin ser capaz de formularlas. Recoger

semejantes enseñanzas es una suerte increíble de la que espero mostrarme digno.

—¿Eres consciente de que hay tormentas que amenazan esa tranquilidad?

—El rey me prepara para duros combates.

A Sehotep le gustó la franqueza y la lucidez de Iker. Al igual que Sobek el

Protector, tenía reservas sobre la personalidad del hijo real y quería conocerla

mejor.

Ahora se sentía tranquilizado y lamentaba haber dudado de Sesostris.

—¡Por fin, majestad, por fin! —exclamó Sobek—. Sabía que mis hombres

conseguirían algún resultado, pero el tiempo se me hacía muy largo.

Sospechamos de un peluquero ambulante que trabaja en un barrio cerca del

puerto. Uno de mis informadores forma parte de sus clientes regulares, suelen

hablar libremente de cualquier cosa. Su última conversación se refirió al peligro

que podrían representar unos asiáticos llegados de Siquem que se habían

instalado clandestinamente en Menfis. El peluquero los considera buena gente,

cuyas recriminaciones están justificadas. ¿No será demasiado dura nuestra ocu-

pación militar? ¿No merece el país de Canaán una total independencia, para

desarrollarse mejor?

—Dicho de otro modo, el sospechoso apoya a los terroristas.

—Aunque deplora la violencia, comprende sus reacciones. El tipo juega a ser

humanista, como algunos intelectuales decadentes de vuestra corte, cuya única

ocupación consiste en seguir la dirección del viento.

—No estás haciendo muchos progresos en el campo de la diplomacia.

—Eso es del todo inútil cuando se persigue a criminales, majestad. Un policía

blando, indeciso y quejumbroso pone en peligro la existencia de sus colegas.

—¿Ha dicho ese peluquero otras palabras subversivas?

—Mi informador no hizo demasiadas preguntas, pues advirtió que el charlatán

lamentaba haber ido demasiado lejos. Pero por fin tenemos un eslabón de la

cadena. Romperlo sería estúpido; utilicémoslo para ir ascendiendo por la

jerarquía. Retiraré mi peón del juego; necesito, pues, un hombre nuevo y lo

bastante creíble para que el peluquero le diga algo más.

—¿En quién estás pensando?

—Me siento desconcertado, majestad. Ese tipo de malhechores identifican

instintivamente a un policía, por muy experto que éste sea. Además, nuestra

operación debe llevarse a cabo en el mayor secreto, lo que excluye a un dignatario

de la corte.

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—Así pues, no queda más que un candidato: Iker. Sigue siendo un desconocido

en Menfis.

—Iker, el hijo real...

—Si no me equivoco, ésta es la prueba que tanto estabas esperando.

—Hermosos cabellos, sanos y espesos, muchacho. ¿Qué deseas: la cabeza

afeitada, un corte a la moda, ondulaciones?

—Que los dejes cortos, sencillamente.

—Siéntate en ese taburete de tres patas —indicó el peluquero—, y mantén recto

el busto.

Sobre una mesa baja estaba dispuesto el material del fornido y simpático

artesano: varias navajas de afeitar, de distintos tamaños, pinzas para ondular,

tijeras y un bol que contenía agua con natrón.

Iker era el primer cliente de la mañana. Los demás esperarían, prolongando su

noche, jugando a los dados o chismorreando un poco.

—Tus cabellos están limpios y no necesito lavarlos. ¿Eres nuevo en el barrio?

—Soy escriba y vengo del sur. He oído decir que aquí, en Menfis, un escribano

público se gana bien la vida.

—Con el número de reclamaciones que hay dirigidas a la administración no te

faltará de nada.

—¿No desea el visir facilitar el día a día de los más humildes?

—Eso es lo que dice, pero nadie cree en los espejismos.

—Yo creo que tiene las manos atadas.

—¿Por qué dices eso, muchacho?

—Porque nadie puede oponerse a la voluntad de un tirano.

La navaja quedó unos segundos suspendida en el aire.

—No estarás hablando de...

—No es necesario que pronuncie su nombre, ya sabes a quién me refiero. No

todos somos corderos baladores, y sabemos muy bien que sólo la revuelta nos

devolverá la libertad.

—¡Habla en voz más baja! Palabras como ésas podrían llevarte a la cárcel.

—Otros me sustituirían. Ya escapé de la policía durante la matanza de Kahun.

—¿Estabas allí?

—Ayudé a mis amigos llegados de Asia. Esperábamos apoderarnos del

ayuntamiento, pero fuimos traicionados. Yo conseguí escapar. Lamentablemente,

muchos de los nuestros cayeron. Los egipcios lo pagarán.

—¿Te buscan, acaso?

—Sobek el Protector sueña con capturarme —confesó Iker—. Y a mí me gustaría

encontrar a la joven asiática que estuvo a punto de llevarnos a la victoria. Pero

supongo que murió...

—¿Cuál es su nombre?

—Si está viva aún, la pondría en peligro al revelártelo. Tú eres un pobre

peluquero y sufres la tiranía como la mayoría de la gente.

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—Te equivocas, muchacho. También yo lucho, a mi modo.

—¿Realmente tienes ganas de combatir al déspota?

—¡Y no te he esperado para empezar! Tu joven asiática se llama Bina.

Iker pareció pasmado.

—¿La... la conoces?

El peluquero se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Está viva, entonces?

—Afortunadamente para nosotros.

—¿Dónde puedo encontrarla?

—Me pides demasiado.

—¡Sin Bina estoy perdido! Antes o después seré detenido. A su lado puedo ser

útil aún.

—Yo no sé casi nada. En cambio, conozco a alguien que tal vez pueda

informarte: el fabricante de maquillaje que hay al fondo de la calleja, enfrente.

Dile que vas de mi parte.

El consejo, presidido por el rey, escuchó el detallado informe de Iker.

—Sin duda es una trampa —estimó Sehotep—. Es inútil seguir adelante.

—Al contrario —objetó Sobek—. ¿Por qué no hemos conseguido descubrir la

organización de los asiáticos implantada en Menfis? Pues porque están

perfectamente aislados unos de otros. El peluquero se mantiene en su papel, es

uno de los múltiples peones sin importancia. Pero Iker se ha ganado su confianza

y eso le permite seguir tirando del hilo.

—Comparto el análisis —aprobó Senankh.

—¿Y si el peluquero fuera sólo una trampa? —sugirió el visir.

—Iker no tiene el aspecto ni la forma de actuar de un policía —declaró Sobek—.

El peluquero y él han dado, cada uno por su parte, un paso hacia el otro,

mencionando Kahun y a Bina. De modo que no hay peligro alguno en proseguir

esta infiltración.

—¿Qué decides, Iker? —preguntó el rey.

—Continúo, majestad.

El fabricante de maquillaje abastecía a los principales médicos de la ciudad.

Combinando sustancias24

como la galena —sulfuro de plomo—, la cerusa

—carbonato de plomo—, la pirolusita —bióxido de manganeso—, la crisocola

—silicato de cobre hidratado— y la malaquita obtenía notables productos de

belleza. Pero no se limitaba a eso y creaba, también, productos de síntesis, como

la fosgenita y la laurionita. Añadía a sus maquillajes virtudes terapéuticas que

permitían prevenir o cuidar el tracoma, el leucoma y la conjuntivitis.

24 Todo lo que sigue procede de los descubrimientos de G. Tsoucaris, P. Walter, P. Martinetto y J.-L.

Lévéque, expuestos en el Mensuelde l'X, núm. 564, abril de 2001, pp. 39-45.

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Cuando el técnico estaba procediendo a preparar una mezcla, Iker llamó a la

puerta de su laboratorio.

—Estoy ocupado.

—Vengo de parte del peluquero.

—¿Quién eres?

—Un aliado de Bina. En Kahun participé en la revuelta contra el tirano. Hasta

ahora, he conseguido esconderme en Menfis, pero quisiera reunirme con mis

amigos.

—Descríbeme al peluquero.

Iker lo hizo.

—En Kahun, el alcalde vive en una modesta morada —prosiguió el fabricante de

maquillaje—. Sin embargo, le gusta ponerse ropa excéntrica y costosa.

—De ningún modo —rectificó Iker—. Vive en una villa inmensa donde trabajan

numerosos empleados y viste de un modo tradicional.

—Bina es demasiado vieja para reanudar el combate.

—¡Es muy joven y hermosa!

—Dame la contraseña que te reveló el peluquero.

Una catástrofe.

El peluquero no tenía, pues, confianza alguna en Iker. Debía encontrar de

inmediato una contraseña plausible, tal vez «Bina», «Kahun» o «revuelta», pero

sus posibilidades de éxito eran ínfimas, por lo que el escriba decidió hacer uso de

la sinceridad.

—No me dio ninguna; se limitó a decir que podríais ayudarme.

El perfumista pareció satisfecho.

—Sal de aquí, toma por la segunda calleja a la izquierda y entra en la primera casa

a tu izquierda. Luego, espera.

Iker debería haber dado cuentas a Sobek de esa nueva etapa, pero temía ser

vigilado por algunos terroristas. Además, el hombre acosado que afirmaba ser no

debía perder ni un segundo en dirigirse a aquel lugar.

La puerta se cerró a su espalda.

Sumido en la oscuridad, el vestíbulo de la pequeña casa blanca le pareció

siniestro. Si lo agredían, Iker no vería llegar los golpes.

—Sube la escalera —ordenó una voz enronquecida.

Iker fue consciente entonces de su imprudencia. Sobek no sabía dónde se

encontraba, ningún policía acudiría en su ayuda.

Y si el joven escriba era confrontado a algunos de los asiáticos a los que conocía,

¿sabría mostrarse convincente?

Nunca había visto al hombre que lo recibía. Bajo, de mediana edad, no parecía

muy temible.

—¿Qué deseas, muchacho?

—Reunirme con Bina y mis aliados asiáticos, proseguir con ellos nuestro

combate contra el tirano.

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221

—Ya no residen en Menfis.

—¿Adónde han ido?

—A Siquem, con el Anunciador.

—El Anunciador... ¡hace mucho tiempo que ha muerto!

—Nadie puede matar al Anunciador. Propagará el fuego divino por toda la región

sirio- palestina. Nosotros, los cananeos, expulsaremos a los egipcios de nuestro

territorio, formaremos un inmenso ejército y derribaremos el trono del faraón.

47

El consejo restringido del faraón no se había perdido ni una sola palabra de las

declaraciones de Iker.

—Por eso, Sobek el Protector no conseguía desmantelar la organización asiática

implantada en Menfis —concluyó Senankh—. Esa pandilla de malhechores salió

de la ciudad hace mucho tiempo y se refugió en Canaán, donde tiene numerosos

cómplices.

—Ahora le toca al general Nesmontu resolver el problema —apoyó Sehotep—.

Que extinga el deseo de revuelta deteniendo a los émulos de ese Anunciador y

que proceda a llevar a cabo ejecuciones públicas, tras un resonante proceso.

Mientras la reputación de ese rebelde aliente a los fanáticos, no reinará la paz en

la región.

—Gracias al hijo real Iker —observó Khnum- Hotep—, hoy sabemos que Menfis

fue sólo un lugar de tránsito para los terroristas, y que han regresado a sus bases

de partida. Buena noticia, por una parte; por la otra, una amenaza muy presente.

Si el enemigo agrupa sus fuerzas, se volverá temible.

—Yo soy más escéptico —declaró Sobek—. Si la verdad fuera ésa, Nesmontu

nos habría comunicado más incidentes en Siquem.

—Su último informe es alarmista —recordó Sesostris—, pero el general espera

elementos concretos antes de pronunciarse de un modo claro.

—¿Y si el hijo real hubiera sido manipulado? —preguntó Sobek.

- —No minimicemos el éxito de Iker —recomendó Se- hotep.

El Protector se mostró huraño.

—La conclusión se impone por sí misma —estimó el visir—. El mayor peligro

sigue siendo Siquem. Por prudencia, mantengamos un cordón de seguridad

alrededor de Dachur y de Abydos. En cambio, propongo restablecer aquí la libre

circulación de bienes y personas.

El rey aprobó las palabras de su primer ministro.

Sobek miró a Iker con ojos desconfiados, como si sospechara que había mentido.

Los discípulos del Anunciador se prosternaron varias veces ante su señor. Luego,

al unísono, pronunciaron una repetitiva plegaria a la gloria del dios de las

victorias, que les daría la supremacía sobre el mundo.

Mientras que Shab el Retorcido participaba con fervor en la celebración, Jeta- de-

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través se aburría tremendamente. Aquella comedia le parecía fútil comparada con

la única realidad digna de interés: la violencia. Gracias a él y a sus comandos, y

sólo a ellos, triunfaría el Anunciador.

Cuando las letanías se extinguieron, Shab el Retorcido permaneció en éxtasis.

Jeta- de- través le propinó un codazo en las costillas.

—¡Vuelve, amigo! ¡No vas a caer, ahora, en ensueños infantiles!

—¿Por qué te muestras tan cerrado a las enseñanzas del Anunciador? ¡Te

ofrecerían una fuerza que todos necesitamos!

—La mía me basta.

Cuando los discípulos hubieron regresado a su lugar de trabajo o a su puesto de

observación, el Anunciador reunió al trío encargado de preparar el atentado que

pondría fin al reinado de Sesostris.

Shab el Retorcido y Jeta- de- través se sorprendieron ante la transformación de

Bina. Ya no era una guapa morenita, vivaz y juguetona, sino una temible

seductora segura de su encanto. A pesar del desprecio que sentían por el sexo

opuesto y de la convicción de su superioridad, los dos hombres hicieron ademán

de retroceder ante ella.

—Bina pertenece ahora al primer círculo —reveló el Anunciador—. Le he

transmitido directamente parte de mi poder para que se convierta en reina de la

noche. Participará, pues, en nuestras operaciones de envergadura.

Ni Shab ni Jeta- de- través se atrevieron a emitir la menor protesta. En la mirada

de Bina había un fulgor tan terrible que ni siquiera ellos deseaban provocarlo.

—¿Están preparados tus hombres? —preguntó el Anunciador a Jeta- de- través.

—La leña ha sido escondida en los lugares previstos. Cuando dé la señal, se

iniciará la acción.

—Hablé largo rato con el aguador —añadió Shab el Retorcido—. Gracias a su

charlatana lavandera, tenemos las informaciones necesarias. Por lo que al libanés

se refiere, me entregó los frascos.

El Anunciador tomó dulcemente la mano de Bina.

—Es tu turno. Ahora te toca intervenir a ti.

—- Jefe, el peluquero y el fabricante de maquillaje han desaparecido —dijo el

policía.

—¡Cómo que han desaparecido! —exclamó Sobek el Protector—. Pero ¿no

estaban vigilados?

—Claro que sí, pero de modo muy leve, para que no se sintieran descubiertos.

Consiguieron escapar a la vigilancia de nuestros centinelas.

—¡Estoy rodeado de ineptos! —rugió Sobek.

—- Jefe, hay algo más.

—¿Qué pasa ahora?

—El cananeo con el que habló el hijo real está preparando su equipaje.

—¡A ése no lo dejaremos escapar! Yo mismo me encargaré.

Sekari estaba entregado a una de sus ocupaciones favoritas: dormir. Sin tener

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223

preferencia alguna porque se le pegaran las sábanas, por una larga siesta y por una

buena noche, se zambullía siempre en el sueño con ejemplar facilidad y no lo

abandonaba de buen grado.

—Despierta —exigió Iker sacudiéndolo.

—¡Ah!... ¿La cena?

—El cananeo me ha mandado un mensaje. Debo reunirme con él al sur de la

ciudad. El rey quiere que me sigas.

Sekari se puso en pie de inmediato.

—Eso no me gusta, Iker.

—Tal vez me proporcione un medio de reunirme con mis supuestos aliados.

El guardia le cortó el paso a Bina, impidiéndole entrar en la cantina de los

soldados.

—¿Adónde vas con ese cesto?

—Es un regalo del visir.

—Ábrelo.

El soldado descubrió unos frascos.

—Unos contienen aceite de primera calidad para cocinar —explicó Bina—;

otros, un ungüento que calma los dolores. Me han dado órdenes de que se los

entregue al cocinero.

—¿Desde cuándo trabajas en palacio?

—Desde siempre —afirmó la muchacha, incitante—. A ti, en cambio, nunca te

había visto.

—Es normal, acaban de destinarme aquí.

—Deberíamos conocernos mejor, ¿no te parece?

El guardia se estremeció, Bina sonrió.

—Buena idea.

—¿Estás libre mañana por la noche?

—Mañana por la noche... es posible —murmuró ella, haciéndose la remolona.

Bina tomó un frasco, lo destapó, humedeció su índice y lo pasó dulcemente por el

cuello del hombre, que creyó deshacerse de placer.

—Hasta pronto, apuesto militar.

Tampoco el cocinero fue difícil de seducir. A Bina le resultó muy fácil derramar

aceite en las marmitas donde se cocían los platos destinados a los centinelas que

hacían guardia a partir de las primeras horas de la noche. Caerían en un sueño

comatoso del que, en su mayoría, no despertarían. En cuanto a los soldados que

aún estaban despiertos, los hombres de Jeta- de- través se encargarían de ellos.

—El tipo no está solo, jefe —le dijo un policía a Sobek—. Hay al menos dos más

en la terraza. Y, sin duda, otros en el interior. Hemos dado con un nido de

cananeos.

El crepúsculo facilitaría el arresto.

Sobek mandó a un explorador.

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Cuando se acercaba a la casa sospechosa, una piedra lanzada por una honda le dio

en el hombro.

—- ¡Esos bandidos nos esperaban! —advirtió el Protector—. Que los rodeen. Yo

regresaré a palacio y os mandaré refuerzos. En cuanto lleguen, iréis al asalto.

Sobek experimentaba la penosa sensación de haber sido engañado. Si seguía

dirigiendo la operación, permanecería demasiado tiempo lejos del rey. Y su

instinto lo empujaba a reunirse con él lo antes posible.

—El mensaje, sin embargo, indicaba esa casa —confirmó Iker.

- —Parece abandonada —advirtió Sekari.

—En Kahun me reunía con Bina en una choza como ésa.

—Dicho de otro modo: probablemente te ha tendido una trampa. Quédate aquí.

—Sekari...

—No temas, estoy acostumbrado.

Iker no comprendía nunca cómo Sekari, aparentemente tan pesado, se

transformaba en un genio volador al que ningún obstáculo molestaba.

Desapareció con increíble agilidad y no tardó en salir de nuevo.

—La choza está vacía. El mensaje era sólo una trampa. Han querido alejarnos.

¡Pronto, volvamos a palacio!

Una decena de incendios se iniciaron al mismo tiempo en los alrededores de

palacio. La leña ardía a las mil maravillas, y las llamas llegaban hasta muy arriba

y sembraban el pánico.

Uno de los focos amenazaba un edificio administrativo y varios guardias,

apostados en el exterior, corrieron a echar una mano a los insuficientes

aguadores.

—Vamos allá —ordenó Jeta- de- través a sus quince comandos armados con

espadas cortas.

A pesar de su valor, el centinela que permanecía ante la entrada principal fue

aniquilado muy pronto.

En el interior, el veneno de Bina se revelaba eficaz. La mayoría de los soldados

yacían por el suelo del refectorio, y otros, en los pasillos. Algunos seguían de pie

aún, medios dormidos; sólo un puñado, que no habían comido, se hallaba en

condiciones de combatir.

Frente a la oleada no resistirían largo rato.

Sesostris acababa de tenderse en la cama.

Fueran cuales fuesen las múltiples ocupaciones que llenaban su interminable

jornada de trabajo, el monarca no dejaba de pensar en el árbol de vida. Eje que

unía la tierra al cosmos y columna vertebral de Osiris resucitado, preservaba los

valores fundamentales utilizados como materiales por una cofradía de sabios

durante la construcción de Egipto.

Gobernando con rectitud, el rey contribuiría a la salvaguarda de la acacia. Cada

acto justo producía un alimento, cada celebración ritual emitía un poder capaz de

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225

rechazar las fuerzas del mal.

De pronto se oyeron gritos y ruido de armas que chocaban.

El rey se levantó, tomó una espada y abrió la puerta de su habitación.

En el corredor, el último guardia sucumbía. Sólo dos de los comandos de Jeta- de-

través habían caído.

Se hizo un pesado silencio.

Todas las miradas convergieron en el gigante, cuya tranquilidad dejó pasmados a

sus agresores.

Incluso Jeta- de- través, que no sabía lo que era el miedo, retrocedió.

—¡Es él —murmuró—, es el faraón!

Los asiáticos inclinaron sus armas.

—¡No es más que un hombre! Está solo, y nosotros somos muchos, no tiene

posibilidad alguna de vencernos. ¡Al ataque!

Tras un largo instante de vacilación, uno de los agresores se decidió. Aunque el

brazo del faraón apenas se había movido, un sangriento surco se abrió en el pecho

del asiático, que cayó pesadamente de espaldas.

Otro asaltante, deseoso de vengar a su compañero, corrió la misma suerte.

Con una cólera mezclada con desdén, Sesostris contemplaba a sus enemigos.

—¡Todos juntos! —aulló Jeta- de- través.

Sus hombres le habrían obedecido si dos de ellos no hubieran sido derribados por

Sekari e Iker, que manejaban garrotes tomados de los cadáveres de los guardias.

—¡Larguémonos! —gritó un asiático, convencido de que llegaban refuerzos.

Sin embargo, no fue muy lejos, pues se topó con un Sobek enfurecido cuya lanza

lo atravesó de parte a parte.

Jeta- de- través decidió abandonar a su equipo, tomó por un corredor vacío y saltó

por una ventana.

Y, aprovechando la confusión general, desapareció en la noche.

48

El faraón estaba sano y salvo.

Levemente herido en el brazo izquierdo, Sekari recuperaba el aliento.

Sobek el Protector dirigió su jabalina hacia Iker, apoyado en la pared del corredor

donde se amontonaban los cadáveres de los asiáticos.

—Acuso al hijo real de haber organizado ese atentado.

—¡Has perdido la cabeza! —protestó Sekari.

—¿Quién nos hizo creer que los terroristas habían abandonado Menfis? Iker y el

cananeo... ¡Cómplices, ésa es la verdad!

El muchacho palideció.

—Por el nombre del faraón, juro que soy fiel al rey, y estoy dispuesto a dar mi

vida para defenderlo.

Temiendo la violencia de Sobek, Sekari se interpuso.

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—Como tú, somos víctimas de una manipulación. Nos han alejado de palacio, se

han provocado incendios, los guardias han sido drogados. En cuanto hemos

sospechado que era una trampa hemos regresado a toda prisa. Iker ha combatido

con valor, podría haber muerto.

El furor del Protector remitió. Las explicaciones de Sekari no carecían de peso.

Pero anteriormente Iker había intentado ya acabar con el monarca... ¿No sería

éste un segundo intento, mejor organizado que el primero?

—La conducta del hijo real y su juramento deberían disipar tus sospechas

—afirmó Sesostris—. Los verdaderos culpables yacen a tus pies.

—Asiáticos —advirtió Sobek—. Hemos eliminado a algunos, pero ¿cuántos

quedan aún decididos a hacer daño?

El Anunciador tranquilizó a sus fieles.

—El atentado ha fracasado —reconoció—, pero ninguno de nuestros valerosos

combatientes ha hablado. De lo contrario, la policía estaría ya aquí. Esos héroes

irán al paraíso, podemos estar orgullosos de su valor y de su abnegación. Gracias

a ellos, el tirano no se sentirá ya seguro en ninguna parte, ni siquiera en su propio

palacio. Ya es hora de abandonar esta ciudad depravada. Shab, forma los grupos.

Cada uno partirá en una dirección distinta para no llamar la atención del enemigo.

Luego nos reuniremos en algún lugar seguro y distribuiré nuevas tareas. Nuestra

lucha por la instauración de la verdadera fe no dejará de intensificarse.

Los adeptos, tranquilizados, recibieron sus consignas.

El Anunciador subió al piso y sacó de su escondrijo el cofre de acacia. Las armas

que contenía no habían podido expresarse aún con todo su poder.

—Señor, lamento no haber participado en el combate —deploró Bina—. A Jeta-

de- través le ha faltado sangre fría. Conmigo eso no hubiera ocurrido.

—Tendrás otras oportunidades para probar tu valor. Sesostris es un adversario

excepcional, tiene grandes poderes. Sus dioses lo dotaron de extraordinarias

cualidades, y sólo la superioridad del nuestro lo reducirá a la nada. El camino será

largo, Bina, pues el enemigo es valeroso.

—Más hermosa será, así, la victoria.

—Sobek no consigue localizarnos. Pero no siempre gozaremos de esta ventaja.

Debes aprender a mostrarte prudente, reina de la noche. Envuelve en tinieblas

cada uno de tus actos.

A Shab el Retorcido no le llegaba la camisa al cuerpo. Con el cofre sobre su

hombro izquierdo seguía al Anunciador, que hubiera tenido que abandonar

Menfis con los demás en vez de dirigirse a casa del libanés. Pero tenía que

obedecer a su maestro, aunque éste corriera riesgos desmesurados.

El Retorcido temía ser detenido en cualquier momento por una patrulla de

policía. El Anunciador, en cambio, caminaba con pasos tranquilos, como

cualquier ciudadano con la conciencia inmaculada. Hasta llegar a la morada del

libanés no se produjo incidente alguno.

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227

Cuando el Anunciador entró en el salón, el comerciante y Medes se levantaron.

—¡Sesostris sigue vivo! —exclamó Medes.

—Lo sé, amigo mío, lo sé.

—¡Van a detenernos a todos!

—Claro que no.

—Sobek interrogará a los heridos y hablarán.

—No lo creo —replicó el Anunciador.

—¿Cómo estar seguros de eso?

—A excepción de Jeta- de- través, lo que habían tomado los brutos que debían

encargarse de acabar con el faraón les concedía muy poca vida. Aun en caso de

éxito, todos habrían muerto una hora después.

Medes contempló aterrorizado al Anunciador.

—Habéis... habéis...

—La posibilidad de tener éxito era ínfima, pues el entorno mágico de Sesostris

sigue siendo eficaz. Sin embargo, el resultado buscado se ha conseguido: ese

régimen impío se sabe vulnerable. Y nada ni nadie le permite prever de dónde

llegarán los golpes ni en qué momento se propinarán.

—¿Debo regresar en seguida a mi país? —preguntó el libanés.

—De ningún modo, mi buen amigo. Varios fieles se han marchado ya hacia el

norte, pero tú vas a quedarte aquí, igual que los miembros de la organización

principal, compuesta por comerciantes, peluqueros y mercaderes ambulantes. La

dirigirás en mi nombre y me proporcionarás las informaciones con ejemplar

lealtad, ¿no es cierto?

—¡Contad conmigo, señor! —exclamó el libanés, cuyas cicatrices, dolorosas de

pronto, le recordaron la imperiosa necesidad de obedecer al Anunciador.

—Tu papel y el de nuestro aliado Medes son particularmente importantes. Me

informaréis de lo que ocurre en Menfis y de las intenciones de Sesostris.

—Haremos lo que podamos, pero... ¿Podemos proseguir nuestras operaciones

comerciales con el Líbano?

—No veo inconveniente alguno, siempre que nuestra causa se beneficie de ello.

—¡Así lo tenía yo entendido!

—¿Pensáis hacer una pausa antes de atacar de nuevo al faraón? —preguntó

Medes.

—Debo desplegar mis fuerzas de modo distinto, pero no habrá pausa alguna. Por

tu parte, obtén toda la información que puedas sobre Abydos. Mientras la acacia

de Osiris tenga un soplo de vida, ninguna de nuestras victorias será decisiva. Pero

muy pronto alcanzaremos el primer objetivo: lograr que ningún egipcio duerma

tranquilo.

Cuando entraba en la sala de interrogatorios del cuartel principal de Siquem, el

general Nesmontu recibió una carta de Sehotep en la que éste narraba los

dramáticos acontecimientos de Menfis.

Las noticias caldearon la sangre del viejo militar y fortalecieron su deseo de

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descubrir a los cabecillas de la sedición cananea. Aunque estuviese

aparentemente dominada, Nesmontu sentía que el fuego seguía ardiendo bajo las

cenizas.

Frente a él, sentado en un taburete con las manos atadas a la espalda, un chiquillo

de ojos coléricos.

—¿Por qué lo habéis detenido? —preguntó el general al soldado que lo vigilaba.

—Ha intentado clavarle un cuchillo por la espalda a un centinela. Se han

necesitado tres hombres para dominarlo.

—¿Qué edad tienes? —le preguntó Nesmontu al prisionero, mirándolo

directamente a los ojos.

—Trece años.

—¿Hablaste de tus intenciones con tus padres?

—Mis padres han muerto. El ejército egipcio los mató. Yo mataré a los egipcios.

Siquem se rebelará porque tenemos un jefe.

—¿Cómo se llama?

—El Anunciador.

—Fue condenado y ejecutado.

—¡Tonterías! Nosotros, los cananeos, sabemos que eso es falso. Y tendréis

pruebas de ello.

—¡Ah, caramba! ¿Y cuándo?

—En estos mismos momentos, el Anunciador desvalija una caravana al norte de

Siquem.

—Pareces muy bien informado, bribonzuelo. Pero mientes como si respiraras.

—¡Veréis como no!

—Una temporada en la cárcel te pondrá la cabeza en su sitio.

—Sólo es un chiquillo —recordó el soldado.

—¡Un chiquillo dispuesto a matar! Aquí se aplica la ley egipcia, que estipula que,

a partir de los diez años, un individuo es enteramente responsable de sus actos.

Cuando el general regresaba a su cuartel, su ayuda de campo le entregó un

mensaje.

—Ha sido agredida una caravana al norte de la ciudad.

—¿Víctimas?

—Por desgracia, sí, pero también hay supervivientes.

—Tráemelos sin tardanza.

En cuanto llegó a Menfis, Nesmontu solicitó audiencia al faraón, que lo recibió

de inmediato. Dada la importancia de las informaciones, Sesostris convocó al

visir Khnum- Hotep, al Portador del sello Sehotep, al gran tesorero Senankh, a

Sobek el Protector, al hijo real Iker y al agente especial Sekari.

—La investigación realizada por el general Nesmontu ha obtenido unos

resultados inquietantes —declaró el rey—. Que exponga las circunstancias de su

descubrimiento. Luego, tendremos que tomar decisiones.

—Una caravana acaba de ser atacada cerca de Siquem —revelo Nesmontu—.

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Los soldados que la escoltaban se han defendido valientemente, pero han sido

vencidos por el número. Una patrulla ha ayudado a tiempo a dos supervivientes,

un soldado y un mercader.

—El nuevo drama demuestra que es preciso reforzar nuestra presencia militar en

toda la región sirio- palestina —estimó Senankh.

—Propongo también que se doblen las escoltas —dijo Sobek—. Eso disuadirá de

organizar expediciones mortíferas a los merodeadores de las arenas, que se alían

de buena gana con los cananeos.

—Son medidas necesarias —reconoció Nesmontu—, pero lo que los

supervivientes me han comunicado podría hacerlas insuficientes. A su entender,

el jefe de la banda de forajidos era un hombre de gran talla al que llamaban el

Anunciador.

—El Anunciador ha muerto —recordó Sehotep—. Según tu propio informe, la

población de Siquem acabó con él, rebelándose contra aquel falso profeta.

—Así lo creí, en efecto, pero es evidente que me equivoqué. El Anunciador

parece muy vivo. Comparando los indicios recogidos durante los interrogatorios,

tengo la sensación de que se va convirtiendo en el alma de la revuelta cananea.

Incluso los niños parecen serle adictos y quieren combatir en su nombre.

—Si existe, se encuentra sin duda en la región sirio- palestino —advirtió Iker,

cuya intervención provocó la incendiaria mirada de Sobek.

El jefe de todas las policías del reino nada había podido obtener del cananeo y de

sus acólitos, enviados para atraerlo hacia una trampa. Todos habían sucumbido a

sus heridas, recibidas durante el asalto.

—El Anunciador dispone, forzosamente, de varios grupos armados —prosiguió

el general Nesmontu—. Se desplaza con frecuencia e intenta federar las tribus

para formar un ejército dispuesto a enfrentarse a nosotros.

—¿Por qué no consigues detenerlo? —preguntó el visir.

—Conoce el terreno mejor que nosotros lo conoceremos nunca, y algunos espías

le informan del menor despliegue de nuestras fuerzas. Sin embargo, he logrado

una información fundamental: el mercader superviviente había oído ya al

Anunciador predicando la guerrilla contra Egipto. Su verdadero nombre es Amu,

y manda una antigua tribu cananea, famosa por su crueldad y su violencia.

—¡Basta con localizarlo, pues!

—Las familias que componen esta tribu nómada entraron en la clandestinidad

tras la insurrección de Siquem. Formularon una promesa que toda la región se

toma muy en serio: quien denuncie a un partidario del Anunciador al ejército o a

la policía será ejecutado con el máximo salvajismo.

—¿Qué propones? —preguntó Senankh.

—Necesito un hombre muy valeroso, que disponga de la entera confianza de su

majestad y sea capaz de ganarse la de Amu y sus íntimos. Tendrá que identificar

las distintas ramas de la organización terrorista e informarnos con la mayor

prudencia. Nosotros intervendremos en el momento propicio y aniquilaremos al

enemigo de un solo golpe. Excluyo de antemano a un militar de carrera; son muy

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fáciles de descubrir.

- —Yo soy, pues, el indicado —dijo Sekari.

—De ningún modo —objetó Iker—, sólo yo poseo los argumentos decisivos.

¿Acaso no intenté asesinar al rey?

Sobek dio un respingo.

—Majestad, os recomiendo una vez más que desconfiéis de este escriba.

—Bina y los asiáticos de Kahun no estarán muy lejos del lugar donde se oculte el

Anunciador —prosiguió Iker—. No cabe duda de que han abandonado Menfis y

preparan desde la región sirio- palestina los próximos atentados. Yo conseguí

engañar a las autoridades, pero no a Sobek el Protector. A punto de ser detenido

sólo tenía una única solución: huir, reunirme con mis cómplices, comunicarles lo

que he sabido sobre palacio y reanudar con ellos el combate contra el tirano.

—¡Por fin confiesas! —exclamó Sobek.

Iker miró al jefe de todas las policías del reino.

—Puesto que no consigo convencerte de mi lealtad, mis actos hablarán por mí. O

me reúno con mis cómplices, y acabarás matándome con absoluto júbilo, o me in-

filtro entre el adversario y transmito valiosas informaciones que permitan a su

majestad extirpar el mal.

—Hay una tercera hipótesis que me parece mucho más realista —indicó

Sekari—: fracasas y el Anunciador te da muerte entre atroces sufrimientos.

—Soy consciente del peligro que corro —admitió el hijo real—. Pero debo pagar

una deuda y quiero ganarme la total confianza de los amigos de su majestad,

incluida la de Sobek, cuya actitud no me sorprende. Cometí una grave falta, y

ahora debo lavar mi corazón y llenarlo de justicia. Por eso imploro al faraón que

me confíe esta misión.

Sesostris se levantó, indicando así el final del consejo.

Todos salieron en silencio, a excepción de Iker.

—Majestad, ¿puedo solicitar un favor antes de mi partida? Desearía volver a ver a

Isis y hablar con ella por última vez.

49

Gergu sollozaba, hundido en un sillón.

—Salgamos en seguida de Menfis... Pero ¿dónde podemos ocultarnos?

¡Sesostris nos perseguirá hasta en pleno desierto!

—Deja de decir estupideces y bebe más cerveza. Eso te tranquilizará.

—¡No tengo sed!

—Sobreponte, ¡maldita sea!

Gergu aceptó vaciar su copa como si fuera la última.

—No tenemos en absoluto nada que temer —aseguró Medes—. Según los

rumores, del único del que Sobek sospecha es del hijo real, Iker. El Anunciador y

la mayoría de los suyos están a cubierto. La organización del libanés sigue

operativa.

Gergu se sintió algo menos inquieto.

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—¿Estáis seguro de que no seremos detenidos?

—No hemos cometido ningún error, todas las pistas que hubieran permitido

llegar hasta nosotros están cortadas.

Esta vez, Gergu vació la jarra.

—¡Sesostris parece indestructible! Ningún intento de asesinato tendrá éxito.

Retirémonos de esa peligrosa alianza, Medes, y gocemos de nuestra fortuna.

—Eso sería una reacción infantil. En primer lugar, el Anunciador no admite

traiciones ni defecciones. Si hiciéramos lo que tú dices, firmaríamos así nuestra

sentencia de muerte. Luego, seguiremos enriqueciéndonos gracias al libanés.

Finalmente, acabaremos dominando el país entero. ¿Realmente crees en el

infierno, Gergu?

—¡Los condenados arden allí en unos calderos y nada atenúa su sufrimiento!

—Fábulas idiotas —estimó Medes—. Yo sólo creo en el mal, en la mentira y en

la rapacidad. Negarlas es una estupidez; combatirlas es irrisorio. El Anunciador

me fascina, pues utiliza con suprema habilidad las fuerzas del mal. Y lo más

asombroso es el número de adeptos que lo obedecen ciegamente. ¿Cómo tantos

imbéciles pueden admitir que Dios haya hablado con un individuo y le haya en-

cargado que imponga una verdad absoluta y definitiva? La estupidez domina a la

multitud, y debemos aprovecharlo al máximo. Es la más formidable arma

política. Me importa un comino la religión que el Anunciador predica, pero estoy

convencido de que conseguirá conquistar el mundo. Asociándonos con él nos

haremos extraordinariamente ricos y poderosos.

La sangre fría de Medes tranquilizó a Gergu, y la cerveza acabó de relajarlo.

—La Casa del Rey vive sumida en el temor —añadió su secretario—. Tras la

inesperada llegada del general Nesmontu no he tenido que redactar decreto

alguno. Nada se ha filtrado de sus entrevistas con el rey, pero, al parecer, Iker ha

sido convocado. Intentaré averiguar algo más. Por tu parte, interroga

discretamente al entorno de Nesmontu. Acabarás encontrando algún charlatán,

orgulloso de revelarte las razones de la visita del general.

El sol se ponía en Abydos. Isis subió lentamente la escalera de piedra que llevaba

a lo alto del templo donde pasaría la noche estudiando el cielo.

El rey le había encargado que descubriera cualquier actitud sospechosa por parte

de los sacerdotes permanentes o temporales, pero la muchacha había

comprobado, no sin alivio, que todos cumplían rigurosamente con su función.

Más ardua era otra misión que reclamaba su energía: buscar en los archivos de la

Casa de Vida los elementos, aunque fueran ínfimos, útiles para la curación de la

acacia.

Y precisamente porque un texto recomendaba explorar el cosmos, Isis pensaba

interrogar a las estrellas, a los planetas y a los decanatos.

La diosa Isis había colocado los astros en su justo lugar, las siete Hator orientaban

el destino. Por lo que a la lectura de la hora se refiere, al horóscopo, éste seguía

siendo un secreto de Estado que se transmitía de faraón en faraón. Los iniciados,

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sin embargo, conocían el mensaje de las treinta y seis candelas, los decanatos,

también llamados «los vivientes». Nacían y se regeneraban en el dual, la matriz

estelar, al tiempo que ritmaban el año ritual.

Con la ayuda de un visor formado por una hoja de palma cortada por el medio y

una regleta provista de una plomada, Isis calculaba la posición de los cuerpos

celestes. Observó el Horus- toro- del- cielo, Saturno, potencia decisiva que no

dejaba lugar alguno a las debilidades humanas; el Horus- que- revela- el- secreto,

Júpiter; el Horus- rojo, Marte, dispensador de fuerza; la doble estrella, la matutina

y la vespertina, Venus, asimilada al fénix, portador del fulgor de la piedra

primordial; Sobeg, en la proa de la barca solar, y Mercurio, el que abría todos los

caminos. Juntos, estos planetas tocaban una música que era necesario aprender a

percibir para comprender cómo la partitura del universo, cuyos eternos

intérpretes eran, hechizaba la tierra de Egipto.

Ninguna de ellas presentaba ningún signo alarmante. En cambio, Isis se

preguntaba por qué la acacia no vivía ya en armonía con las fases de la luna. Tras

la fase ascendente de su energía, el decimocuarto día, el ojo celestial era

repescado, reconstituido, y brillaba en la barca como sol de la noche, luz en el

corazón de las tinieblas, capaz de ampliar las formas ocultas en la oscuridad.

Ciertamente, la luna seguía cumpliendo su función, pero el árbol de vida no se

beneficiaba ya de ella. Ahora bien, según los textos, una sola potencia podía

degradar ese sol nocturno e impedir que irradiase: Seth, el asesino de Osiris. Seth

el trasgresor, el violento, el borracho, el tormentoso, el que separaba, dividía, y

sembraba la confusión y el desorden.

Isis sabía dónde encontrarlo: en la pata anterior del toro, en el cielo del norte 25

.

Dirigiendo hacia él su pequeño cetro «Magia» de marfil, la sacerdotisa lo

interrogó, consciente del peligro. Importunar a Seth el imprevisible podía desatar

su cólera, pero deseaba descubrir por qué razón y de qué modo perjudicaba a su

hermano Osiris encarnizándose con el árbol de vida.

Las circumpolares, estrellas indestructibles, seguían idénticas a sí mismas.

Sierras de Osiris, mantenían el poder sethiano en el seno de la armonía del

universo. En cambio, los demás cuerpos celestiales comenzaron a brillar con

insólitos fulgores.

De pronto, Isis tuvo la visión de la realidad oculta de esa inmensidad que tan a

menudo había contemplado, admirada, sin discernir su verdadera naturaleza.

Contra el fondo de lapislázuli brillaban metales y piedras preciosas, alimentados

por la claridad que emanaba de la barca solar. El cosmos parecía un gigantesco

laboratorio alquímico donde se efectuaba sin cesar la transmutación de la luz en

vida, proyectada sobre cada ser, comenzando por la tierra. En el vientre de las

montañas renacían los metales y los minerales procedentes del cielo. Osiris- luna,

sol en el corazón de las tinieblas, los hacía crecer. Un genio del mal, manipulador

25 La Osa Mayor.

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de las fuerzas cósmicas, intentaba interrumpir ese crecimiento.

Isis fue presa del vértigo. Lentamente, volvió a bajar la escalera apoyándose con

frecuencia en el muro. Era demasiado pronto para obtener las enseñanzas de ese

descubrimiento, pero tal vez le procurara nuevas armas contra el adversario.

En la penumbra del templo, una presencia.

—¿Quién está ahí?

—Vengo a empezar mi servicio —dijo Bega con voz ronca—. El Calvo me ha

pedido que os sustituyera y prosiguiese las observaciones. ¿Habéis notado alguna

anomalía en el movimiento de los astros?

—No —respondió Isis sin mentir.

No era el desplazamiento ni la posición de los cuerpos celestes lo que había

abierto su conciencia, sino su propia calidad. Podría haberle hablado de ello al

sacerdote permanente Bega, afamado matemático y geómetra, especialista en

efemérides, pero la muchacha, trastornada, prefirió guardar silencio sobre su

experiencia.

A la luz de las candelas, Bega advirtió que la sacerdotisa parecía agotada.

—¿Cómo os sentís, Isis?

—Algo cansado.

—¿Deseáis que os acompañe hasta vuestra habitación?

—No será necesario.

—No pretendo daros órdenes, pero tendríais que descansar.

—Como a todos, las circunstancias me lo impiden.

—¿Acaso creéis que arruinando vuestra salud preservaréis la de la acacia?

—Si mi vida pudiese salvar la suya y la de nuestro país, no vacilaría ni un solo

instante en ofrecérsela.

—Los permanentes comparten ese noble pensamiento, y ninguno escatima

esfuerzos —afirmó Bega—. El resultado no es tan desesperante, puesto que la

acacia sobrevive.

—Estamos librando la más temible de las guerras y no la hemos perdido aún.

Mientras la veía alejarse, diversos sentimientos se apoderaron de Bega. ¿Cómo

no envidiar su belleza y su inteligencia? Con prudencia y habilidad, habría que

impedir que ascendiera por la jerarquía y se volviera molesta. Isis era tan radiante

ya que muchos le auguraban las más altas funciones. Afortunadamente,

desprovista de ambición y preocupada sólo por las búsquedas espirituales, ella no

pensaba en el poder. ¿No acababa de efectuar un descubrimiento que,

visiblemente, la había conmovido? Interrogarla hubiera sido imprudente, pues

una excesiva curiosidad le habría extrañado. Con obstinación, tal vez Bega

consiguiera domeñarla, transformarla incluso en una presa para el Anunciador.

La salida del sol fue un esplendor.

Isis advirtió el excepcional brillo del halo rojo que precedía a la reaparición del

disco de oro, vencedor de nuevo de las tinieblas surcadas durante aquella noche

que la sacerdotisa había concluido en la biblioteca de la Casa de Vida.

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Consultando el tratado de alquimia de Imhotep, cuyas riquezas estaba muy lejos

de haber agotado, la muchacha pensaba en una primera aplicación, siempre que el

Calvo estuviera de acuerdo.

Cuando vio en la mano de Isis un espejo de cobre, éste no dejó de mostrar su

descontento.

—¿Acaso olvidas nuestro primer deber?

—No, tranquilizaos. Vamos a regar el pie de la acacia con agua y leche, pero me

gustaría obtener vuestra autorización para efectuar un nuevo rito.

—¿Con este objeto?

—¿No lo sacralizó la diosa Hator en los ritos de iniciación femenina? Es el más

sencillo de que dispongo, y su facultad de irradiación sigue siendo limitada. Sin

embargo, tengo esperanzas.

—¿De dónde procede esta idea?

—De la percepción de la naturaleza metálica del cielo.

—¡Ah!... Has superado esa etapa ya. Decididamente, el rey no se ha equivocado.

Gruñendo, el Calvo se dirigió hacia la acacia, rodeada por cuatro árboles jóvenes.

Plantados en los puntos cardinales, formaban un recinto protector que impedía

que las ondas maléficas alcanzaran de nuevo a aquel enfermo grave.

Tras haber alimentado al árbol de vida, Isis colocó el espejo de modo que la luz de

la mañana iluminase una pequeña parte del follaje.

Ante la atenta mirada del Calvo, algunas hojas comenzaron a reverdecer. Luego,

el color se atenuó pero no desapareció por completo.

—Explícate, Isis.

—El enemigo turbó la circulación de la energía entre el cielo y la tierra. Una sola

y mínima potencia hace crecer los metales y que broten los vegetales, cuyo

soberano es la acacia, pues participa, a la vez, del aquí y del más allá. Debido a

esta intervención maléfica, no desempeña ya su doble papel de emisor y receptor.

Sólo una terapéutica al- química lo curará.

—Por eso resulta indispensable el oro de los dioses —recordó el Calvo.

—Antes de que encontremos la cantidad necesaria, utilicemos otros metales

procedentes de las estrellas. Ese simple espejo ritual acaba de demostrar su

eficacia, por mínima que sea. Otros, mejor modelados, ayudarán a la savia a

circular por sus venas.

—¿Y si dispusiéramos decenas de espejos alrededor de la acacia? —preguntó el

Calvo.

—Correríamos el riesgo de quemar su escasa vitalidad y matarla así nosotros

mismos. Nuestra intervención debe ser prudente y medida.

—He aquí, sin embargo, un nuevo paso en la dirección adecuada.

—Mis investigaciones no han terminado aún. Los antiguos videntes nos legaron

algunas claves importantes. De modo que seguiré examinando sus palabras.

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En el laboratorio de Abydos se conservaban las recetas de fabricación de los

cosméticos, los perfumes y los ungüentos rituales, indispensables para la práctica

cotidiana del culto. El Calvo y los sacerdotes permanentes conocían tan bien esos

textos que ya no les prestaban atención. Volviéndolos a examinar, al igual que las

columnas de jeroglíficos grabadas en los muros, Isis se lanzó en busca de un

detalle insólito o una alusión a algún secreto perdido que la pusieran tras la pista

del metal sanador.

Primero, advirtió varias menciones del oro de Punt, pero sin precisión alguna

sobre el emplazamiento de aquel misterioso país cuya realidad nadie podía

asegurar; luego, conoció la existencia de una «ciudad del oro», donde se extraía

un metal muy puro de excepcionales virtudes. No obstante, tampoco ahí había

indicación geográfica alguna. El contexto permitía suponer, sin embargo, que se

encontraba en el desierto de Nubia.

Agotada, enrolló los valiosos papiros y los metió en unos estuches de cuero.

Luego, salió del laboratorio y se recogió unos instantes en el silencioso templo

antes de regresar al mundo exterior.

El sol se ponía.

A la suave luz del crepúsculo avanzaba un gigante.

—Majestad...

—¿Qué has descubierto, Isis?

La muchacha le habló al monarca de su observación del cielo y de la ciudad del

oro.

—He venido a celebrar un ritual destinado a rechazar a los enemigos de la luz,

para proteger mejor a Osiris. Serás una de las cuatro sacerdotisas encargadas de

representar a las diosas que me ayudarán.

En una capilla, el Calvo instaló un relicario rodeado por cuatro figuras aladas, con

cabeza de leona. Simbolizaba el primer cerro que emergió durante la creación,

cuando se materializó el fulgor divino.

Acompañada por tres sacerdotisas de Hator más, Isis modeló una bola de arcilla.

Cada una de ellas representaba una faceta del ojo de Ra, capaz de disipar las

tormentas provocadas por Seth.

El faraón depositó en el relicario una quinta bola en la que clavó una pluma de

avestruz, evocación de Maat.

—Que esa tumba de Osiris esté siempre defendida contra sus agresores —declaró

el rey—. Las cuatro leonas velan en los cuatro puntos cardinales, sus ojos no se

cierran nunca. Que sus cuatro orientes permanezcan estables y el cielo no vacile.

Con su bola de arcilla, cada sacerdotisa se presentó ante el monarca. Él repitió

cuatro veces la fórmula de conjuro.

—Ahora, el sol tiene cuatro ojos. El cielo entero se ilumina. Violentos soplos,

preñados de fuego, dispersan a Seth y a sus cómplices.

El monarca lanzó la primera bola hacia el sur, la segunda hacia el norte, la tercera

hacia el oeste y la cuarta hacia el este.

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—Abydos sigue siendo para siempre el paraje que alberga al Venerable, y Seth se

ve condenado a llevar a quien es más grande que él, Osiris.

Concluido el rito, Sesostris reunió a sacerdotes y sacerdotisas permanentes en la

sala de columnas del templo.

—La protección de la acacia se refuerza —reveló—. Sea cual sea el lugar donde

se oculte el ser maléfico, el ojo de Ra lo descubrirá e impedirá su acción. En mi

ausencia, una de las iniciadas pronunciará las fórmulas que prolongan la eficacia

del rito. Isis velará por la acacia y nombrará los elementos de la barca de Osiris,

«la Dama de Abydos». Puesto que no circula ya libremente, la energía de la

resurrección se agota. Isis preservará lo que pueda ser preservado, y

proseguiremos nuestra lucha y la búsqueda del oro sanador.

Bega tenía la garganta seca. Ciertamente, Isis no sustituía aún al Calvo, pero

estaba adquiriendo una considerable importancia. Representante de la voluntad

real, no dejaría de extender su influencia. Afortunadamente, su papel se limitaba

a la acción sagrada, y no afectaba a la administración ni a los bienes materiales.

Dado su temperamento místico, la muchacha se encerraría en la espiritualidad y

no advertiría nunca el tráfico de estelas.

En cuanto a la muerte definitiva de Osiris y a la destrucción de Abydos, sólo

advertiría el peligro demasiado tarde.

Un veterano digno de ese nombre no desdeñaba una buena cerveza, sobre todo si

era algo más fuerte que de costumbre. Por eso Gergu la emprendía con uno de los

soldados de más edad de la escolta del general Nesmontu. Al finalizar sus

servicios, al ser relevado, el militar había aceptado una visita a las mejores

tabernas de Menfis, en compañía de un experto.

—Trabajo en las viñas reales —mintió Gergu—. Tras habernos remojado el

gaznate con cerveza fuerte, te haré probar algunos caldos que no olvidarás nunca.

Nadie aguantaba mejor el alcohol que Gergu. Incluso borracho como una cuba,

seguía comprendiendo lo que le decían. El veterano, en cambio, carecía de

práctica al más alto nivel. De modo que, tras haber hablado de sus hazañas, no se

negó a responder a las preguntas de su nuevo amigo.

—¿Por qué el general Nesmontu regresó precipitadamente de Menfis? —quiso

saber Gergu.

—¡Extraña historia, muchacho! Una caravana fue atacada, hubo víctimas civiles

y militares. ¿Y sabes quién era el jefe de los criminales? ¡El Anunciador! Los

piojosos de Siquem no acabaron con el de verdad, ¿te das cuenta?

—¿Y ahora se conoce su verdadera identidad?

—El general, sin duda... Estaba impaciente por comunicárselo al faraón.

—Programarán entonces un gran rastreo de la región...

—Me extrañaría.

—¿Por qué?

—Porque ya lo han hecho diez veces y no han obtenido resultado alguno.

Nesmontu es un hurón. Mandará a un espía que se infiltrará entre los cananeos

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para descubrir el lugar donde se oculta el Anunciador. Luego, golpearemos.

—Excelente trabajo, Gergu —reconoció Medes—. Ese charlatán nos ha sido muy

valioso. Informaré al libanés esta misma noche para que avise al Anunciador.

—El hijo real Iker solicita veros —lo avisó un ujier.

Medes salió inmediatamente de su despacho.

—¿En qué puedo serviros, Iker?

—Acepté vuestra invitación a cenar pero, desgraciadamente, no podré haceros el

honor.

—Espero que no estéis enfermo.

—En absoluto, sólo es que debo abandonar la corte por algún tiempo.

—¿Alguna misión en provincias?

—Perdonadme, pero me es imposible deciros nada más.

—¿Deseáis que fijemos otra fecha?

—Ignoro la duración exacta de mi ausencia.

—Permitidme que os desee buen viaje y que os diga cuán impaciente estoy por

volver a veros. En cuanto regreséis, concededme el privilegio de ser uno de los

primeros en recibiros.

—Prometido.

—¡Hasta pronto, pues!

—Si los dioses quieren, Medes.

Sólo podía haber una sola explicación para la precipitada marcha del hijo real:

Sesostris acababa de ordenarle, con el mayor secreto, que se infiltrara entre los

terroristas cananeos. Iker no era un soldado, nadie lo conocía en la región, fingiría

ser adepto del Anunciador y obtendría más resultados que el ejército de

Nesmontu.

Si Medes no se equivocaba, ya tenía el medio más seguro para librarse de aquel

aguafiestas. El libanés haría que sus agentes lo siguieran y, luego, éstos pasarían

el relevo a los discípulos del Anunciador. Cuando Iker entrara en la zona tribal de

Canaán, creyendo engañar a sus interlocutores, sería hombre muerto.

Muy pronto estaría en Canaán, un país hostil, con el peligro, la soledad, el miedo

y, sin duda, la muerte. Iker no se hacía ilusión alguna sobre su suerte, pero no la

temía. Antes de afrontar esta prueba, probablemente la última, gozaría de la paz y

el frescor de los jardines de palacio. Le habría gustado escribir, el resto de su vida,

a la sombra de un sicómoro, seguir la carrera del sol al ritmo de los jeroglíficos

desplegados sobre un papiro, penetrar en los pensamientos de los sabios e intentar

modelar una nueva formulación de acuerdo con la tradición. Pero el destino había

decidido otra cosa, y toda rebeldía hubiera sido una niñería.

De pronto, se creyó de nuevo víctima de una alucinación.

Ella... acercándose a él, con una túnica de un rosa muy pálido y una flor de loto en

el pelo.

—¿Isis, sois vos...? ¿Realmente sois vos?

Ella le sonrió, luminosa, solar.

—Por orden de su majestad, ahora resido en Menfis para consultar algunos

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archivos que no han sido examinados desde hace mucho tiempo. Antes de pasar

largas horas en la biblioteca del templo de Hator deseaba volver a ver este lugar.

Perdonad que haya interrumpido vuestra meditación.

De nuevo las palabras se atorbellinaban en la cabeza de Iker, y no sabía cuáles

elegir.

—El granado... ¿Lo recordáis? Me gustaría admirarlo con vos.

El árbol era magnífico. Una flor nueva sustituía, sin cesar, a la antigua.

Se sentaron en un banco de madera, cercano y muy distante al mismo tiempo el

uno del otro.

—¡Esperaba tanto volver a veros, Isis! Ésta será sin duda la última vez.

—¿A qué viene ese pesimismo?

—He obtenido autorización del rey para cumplir una misión que me incumbía:

intentar infiltrarme en el grupo de terroristas que dirige el Anunciador.

—¿De qué modo?

—Los estrategas me lo indicarán.

—¿Con qué medios?

- —Con el cuchillo de un genio guardián que me ha ofrecido su majestad, un

amuleto que representa el cetro «Potencia» y la experiencia de combate adquirida

durante mi formación.

Isis pareció trastornada.

—¿No será una misión suicida?

—Como hijo real debo obediencia a mi padre. Más aún, tengo que servirlo sin

pensar en mí mismo. Hoy, mi lugar está en Canaán. Si lo consigo, el faraón

luchará más eficazmente contra las fuerzas del mal. Si fracaso, otro intentará la

aventura.

—Parecéis casi indiferente frente a vuestro destino...

—No me creáis resignado, ¡ni mucho menos! Pero sé que mis posibilidades de

éxito son muy escasas. Por eso solicito un favor de vos, si aceptáis escucharme.

—Hablad, os lo ruego.

—Al salir hacia Canaán me veo obligado a abandonar a mi más fiel compañero,

Viento del Norte, un asno al que salvé dos veces de una muerte cierta. El me ha

preservado de la mala suerte. ¿Querríais llevároslo a Abydos y velar por él?

—Claro que sí, e intentaré ganarme su amistad. Podéis estar seguros de que nada

le faltará a Viento del Norte.

—Me proporcionáis un gran consuelo antes del temible exilio. En Menfis es fácil

mostrarse valeroso. Pero ¿cómo reaccionaré, lejos de Egipto? Y aunque descubra

el cubil del Anunciador, ¿podré avisar al rey?

—La magia de Abydos os protegerá, Iker. Gracias a vos salvaremos al árbol de

vida.

—Que los dioses os oigan, Isis.

El muchacho pensaba en las palabras de la serpiente, pronunciadas en la isla del

ka: «No pude impedir el fin de este mundo, ¿sabrás tú salvar el tuyo?»

Ella se levantó.

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Dentro de unos instantes iba a alejarse, a desaparecer para siempre, y él no le

había dicho nada aún.

¿Cómo enfrentarse con la muerte sin revelarle la naturaleza del fuego que lo

abrasaba?

Se levantó a su vez.

—Isis...

—¿Sí, Iker?

—Probablemente no volveremos a vernos, y debo confesaros que... os amo.

Temiendo su reacción, el muchacho bajó la vista.

Se hizo el silencio, interminable.

—También a mí me ha confiado el faraón una misión abrumadora —dijo ella con

una voz en la que Iker sintió brotar la emoción—. Como vos, temo ser incapaz de

cumplirla, y a ella debo reservarle todos mis pensamientos. Sin embargo, algunos

permanecerán junto a vos y no os abandonarán ya.

Él no se atrevió a retenerla ni a hacerle preguntas, y la vio partir, aérea, casi frágil,

tan elegante y hermosa.

Sólo quedaba ya un jardín vacío, bañado en luz.