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CHRISTIAN JAC - EL GRAN SECRETO - LOS MISTERIOS DE OSIRIS

CHRISTIAN JACQ

EL GRAN SECRETO

LOS MISTERIOS DE OSIRIS 4

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Entro y vuelvo a salir tras haber visto

lo que hay allí... Lo he visto y estoy a salvo

tras el sueño de la muerte.

Libro de los muertos, cap. 41

Grande es la Regla, duradera su eficacia. /

No ha sido turbada desde los tiempos de

Osiris. / Cuando el fin llega, la Regla permanece.

Ptah-Hotep, Máxima 5

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1 Kilómetro

ABYDOS

1 Tumbas reales de la I dinastía

2 Tumbas arcaicas

3 Templo de Osiris

4 Templo de Seti I y Osireion

5 Templo de Ramsés II

6 Ciudades de los imperios Medio y Nuevo

7 Templo de Sesostris III

8 Cenotafio de Sesostris III

9 Cenotafio de Ahmosis

10 Templo de Ahmosis

11 Pirámide de Ahmosis

12 Capilla de Teti-Sheri

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1

El alba se levantaba en Abydos, la Gran Tierra de Osiris. Era un alba esperada y

temida al mismo tiempo, puesto que se trataba de la del año nuevo. ¿Señalaría

aquella excepcional jornada el comienzo de la crecida de la que dependía la

prosperidad de Egipto? A pesar del profundo estudio de los archivos y de las

primeras medidas sugeridas por los especialistas de Elefantina, ningún técnico se

consideraba capaz de proporcionar una previsión fidedigna. ¿Serían las aguas

benéficas, devastadoras o quizá insuficientes? La angustia oprimía los corazones,

pero todos mantenían su confianza en Sesostris. Desde que aquel faraón

gobernaba las Dos Tierras, los asaltos del mal chocaban contra aquel gigante

impasible. ¿Acaso no había vencido el egoísmo de los jefes de provincias,

restableciendo la unidad del país y la paz en Nubia?

El comandante de las fuerzas especiales encargadas de defender la seguridad del

paraje no sentía temor alguno. Según su jefe, el viejo general Nesmontu, el rey

dominaba al genio del Nilo. Gracias a los rituales y a las ofrendas, la subida de las

aguas tendría lugar de una forma armoniosa. Sin embargo, dicha certidumbre no

impedía al oficial cumplir con sus funciones rigurosamente, filtrando, todas las

mañanas, a los temporales a los que se les daba permiso para cruzar la frontera del

dominio sagrado. De los panaderos a los cerveceros, de los carpinteros a los

canteros, iba controlándolos uno a uno y anotaba los días que permanecían allí.

Todos aquellos que no justificaban su ausencia sufrían un inmediato despido.

Ese día se presentó un hombre con la cabeza afeitada, imberbe, alto, y que vestía

una túnica de lino blanco.

—¿Cuál es hoy tu trabajo?

—Fumigar las moradas oficiales de los permanentes.

—¿Te ocupará mucho tiempo?

—Tres semanas, por lo menos.

—¿Quién es tu supervisor?

—El sacerdote permanente Bega.

Semejante garantía bastaba para inspirar confianza. Dada la severidad de Bega y

su bien conocida austeridad, a menudo sus empleados no debían de tener motivos

para sonreír.

—¿Volverás a salir esta noche?

—No —respondió el temporal—, estoy autorizado a dormir en un local de

servicio.

—¡Mínimo confort! Animo.

El comandante ignoraba que estaba dando paso al enemigo jurado de Egipto, el

Anunciador. Barbudo antaño y con la cabeza cubierta por un turbante, sustituía a

un temporal a quien había eliminado su fiel lugarteniente, Shab el Retorcido, para

introducirse legalmente en Abydos y esperar allí a su presa, el hijo real Iker.

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Detentador de la revelación divina, depositario de la verdad absoluta, el

Anunciador las impondría al mundo, de buen grado o por la fuerza. O los infieles

se sometían o serían exterminados. Sólo había dos obstáculos para la expansión

de la nueva creencia: el faraón Sesostris y los misterios de Osiris.

Todos los intentos de asesinar al rey habían fracasado. El faraón estaba

perfectamente protegido, y parecía fuera de alcance. Así pues, el Anunciador

había decidido acabar con el joven Iker, a quien muchos consideraban ya como el

sucesor del soberano reinante. Al cometer aquel crimen en pleno corazón del

reino de Osiris, la isla de los Justos, profanaría un santuario considerado

inviolable, desecaría la fuente de la espiritualidad egipcia y arruinaría el edificio

pacientemente construido.

El Anunciador caminó con lentos pasos hacia la «Paciente de lugares», la

pequeña ciudad de Sesostris, recientemente edificada en Abydos.

—¿Estás satisfecho con tu puesto? —le preguntó un jovial jardinero.

—Muy satisfecho.

—¡Qué buen carácter, muchacho! Nos pagan bien, de acuerdo, pero no se trata de

holgazanear. Y, además, los vigilantes no bromean. En fin, servimos al Gran

Dios. Es un gran orgullo, ¿no? Cuando pienso en todos los envidiosos que... ¿De

qué te encargas tú?

—Fumigación de casas.

—¡Buen oficio, ése! Al menos, no te estropeas las manos. Y a ti no te duele la

espalda. Vamos, ánimo. Vas a necesitarlo, por el calor. En caso de una crecida de-

masiado débil, o demasiado fuerte, ¡imagina los problemas! Que los dioses nos

protejan de la desgracia.

El Anunciador sonrió. Ningún dios podría proteger Abydos.

Descubrir aquel paraje lo fascinaba. Mientras la policía y el ejército lo buscaban

por todo el territorio egipcio, en la región sirio-palestina y en Nubia, él circulaba

libremente en pleno reino de Osiris, al que pensaba aniquilar. Ciertamente, los

temporales no accedían a sus lugares secretos, y el Anunciador sólo estaba

rozando aquella fortaleza espiritual, indestructible hasta entonces. Pero el apoyo

incondicional del sacerdote permanente Bega, discípulo del mal ya, le prometía

un hermoso futuro.

La «Paciente de lugares» no se parecía a las demás ciudades. Allí vivían

ritualistas, artesanos y administradores que se encargaban del buen

funcionamiento de los templos y de sus anejos. Directamente dependiente de la

corona, aquel personal de élite no carecía de nada. Impregnado de la presencia de

Osiris, adoptaba cierta gravedad y seguía haciéndose una angustiosa pregunta: -

¿era definitiva la curación del árbol de vida?

El Anunciador dejaba que los optimistas se hicieran ilusiones. Ciertamente, el oro

traído de Nubia y de Punt resultaba eficaz, y la gran acacia, verdeante de nuevo,

fulguraba de vigor. Por sí sola, probaba la capacidad de resurrección del dios,

pero era preciso que un nuevo maleficio no la abrumase. A distancia, y a pesar de

sus poderes, el Anunciador ya no podía agredirla. De cerca, destrozaría las

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protecciones que rodeaban el árbol de vida y lo vaciaría de toda su sustancia.

La atmósfera del lugar lo turbaba. Puerta del cielo, tierra del silencio y de lo justo,

Abydos empapaba el alma. ¿Acaso la Gran Tierra no albergaba el lago de vida?

Desde el origen de la civilización faraónica, los ritos hacían eficaces las potencias

de creación. Ningún ser, por insensible que fuera, escapaba a su irradiación.

La misión del Anunciador no permitía ambigüedad alguna: Osiris no debía

resucitar. Pondría fin a aquel milagro, y así propagaría la última religión.

Sirviendo a la vez de doctrina y de programa de gobierno, sumergiría a la

humanidad entera. Cada creyente repetiría diariamente unas fórmulas

inmutables, no se toleraría la menor libertad de pensamiento. Aunque algunos

dictadores se levantaran, aquí y allá, convencidos de tomar en sus manos el

destino de ese o aquel pueblo, la maquinaria, en realidad, funcionaría por sí sola.

La credulidad y la violencia no dejarían de alimentarla.

El Anunciador se sacudió como un perro mojado. La energía procedente de los

templos lo debilitaba y podía comprometer sus intervenciones. Sin embargo,

sería un error apresurarse. Absorber la sal de Set preservaba sus poderes y su

fuego destructor. Sabiendo incierto el resultado del combate decisivo, el

predicador de los ojos rojos avanzaba prudentemente por territorio enemigo.

Construida de acuerdo con las leyes de la divina proporción, la ciudad de

Sesostris intentaba rechazarlo. En el momento en que el Anunciador llegaba a la

arteria principal, un viento cálido lo dejó paralizado. Abrió la boca y absorbió

aquella ráfaga adversa.

—¿Algo va mal? —le preguntó un criado, provisto de una escoba y algunos

trapos.

—Admiraba nuestra hermosa ciudad. ¿No se anuncia magnífico el día?

—¿Y si la crecida se transformase en catástrofe? ¡Esperemos que Osiris nos

salve!

El Anunciador prosiguió su camino hasta la morada del sacerdote permanente

Bega, situada al comienzo de una calleja, al abrigo del sol. Apartó la estera que

cubría la entrada y penetró en una pequeña estancia dedicada a los antepasados.

Un hombre feo, de nariz prominente, dio un brinco en su asiento.

—Vos... ¿No habéis tenido problemas?

—Ni el más mínimo, querido Bega.

—¡Y, sin embargo, el comandante se muestra desconfiado!

—Me parezco lo bastante al temporal a quien reemplazo para no despertar

sospecha alguna. Pasar por los controles me ha resultado muy divertido.

Bega, cuyo nombre significaba «el frío», saboreaba cada una de las etapas de su

venganza. Tras largos años pasados en Abydos, debería haber sido nombrado

superior de la comunidad y haber conocido los grandes misterios. Pero Sesostris

había decidido otra cosa, y aquella humillación iba a pagarla muy cara. Servidor

de Set, el asesino de Osiris, en adelante, Bega, destinado a altas funciones, regiría

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con puño de hierro los templos de Egipto. Todos reconocerían su valor y lo

obedecerían ciegamente. Pero antes ejecutaría los audaces planes del

Anunciador, pues sólo su nuevo dueño le permitiría satisfacer su odio.

Gélido como un día de invierno, Bega abrasaba aquello que veneraba. Ya no

quedaba nada de su pasado de ritualista y de servidor de Osiris. Abydos, centro

por mucho tiempo de su existencia, se convertía ahora en el de sus resentimientos

y sus acritudes. Violaría el gran secreto, y la desaparición de aquel dominio privi-

legiado le procuraría un inmenso placer. Una vez aniquilados el faraón y los

permanentes, excluidas las mujeres de cualquier función espiritual, poseería por

fin los tesoros de Osiris.

—¿Has vuelto a ver a Shab? —preguntó el Anunciador.

—Se oculta en una capilla, junto a la terraza del Gran Dios, y aguarda vuestras

instrucciones.

—¿No hay rondas por este sector?

—Ningún profano está autorizado a penetrar aquí. A veces, algún sacerdote o

alguna sacerdotisa vienen a meditar. He elegido un emplazamiento retirado

donde Shab no será molestado.

—Descríbeme las protecciones del árbol de vida.

—¡ Infranqueables!

El Anunciador esbozó una extraña sonrisa.

—Descríbemelas —exigió con una voz dulce que hizo estremecer a Bega.

La minúscula cabeza de Set que llevaba grabada en la palma de la mano derecha

enrojeció.

El dolor lo incitó a hablar sin más demora.

—Se plantaron cuatro acacias en torno al árbol de vida. Están impregnadas de

magia y engendran un campo de fuerzas permanente. Ninguna energía exterior

puede franquearlo. En ellas se encarnan los cuatro hijos de Horus. Un relicario

formado por cuatro leones refuerza su eficacia. Esos vigilantes, de ojos

perpetuamente abiertos, se alimentan de Maat. El símbolo de la provincia de

Abydos, un astil que tiene en lo alto un escondrijo que oculta el secreto de Osiris,

anima ese relicario. Nadie puede tocarlo sin quedar fulminado. Y no olvidemos el

oro de Punt y de Nubia: recubre el tronco de la acacia y la hace inatacable.

—Muy pesimista me pareces, amigo mío.

—¡Realista, señor!

—¿Acaso olvidas mis poderes?

—Claro que no, pero semejante dispositivo...

—Cualquier fortaleza, por mágica que sea, tiene un punto débil. Y yo lo

descubriré. ¿Es accesible el templo de Sesostris?

—Siempre que se cumpla con una función precisa.

—Cuando haya terminado las fumigaciones, encuéntrame una.

—No será fácil, porque...

—Nada de excusas, Bega. Debo conocerlo todo de Abydos.

—¡Ni yo mismo puedo cruzar el umbral de todos los santuarios!

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—¿Cuáles te están prohibidos?

—La morada de eternidad de Sesostris y la tumba de Osiris, cuya puerta debe

permanecer sellada. Allí se oculta el recipiente que contiene la vida secreta del

dios.

—¿Lo sacan, a veces?

—Lo ignoro.

—¿Por qué no te has informado, Bega?

—Porque la jerarquía me lo impide. Cada permanente, incluido yo, lleva a cabo

una tarea precisa. Nuestro superior, el Calvo, vela por el perfecto cumplimiento

de nuestros deberes. En caso de falta, venial incluso, el culpable es despedido.

—Entonces, no debes cometer ninguna. ¿Acaso un desfallecimiento por tu parte

no equivaldría a una traición?

Frente al Anunciador, Bega perdía su seguridad y sólo pensaba en obedecer.

La voz incitadora de una joven lo hizo olvidar su espanto.

—¿Puedo entrar? Os traigo el pan y la cerveza.

El propio Anunciador apartó la estera para dejar libre el paso.

Apareció una hermosa morena, de pechos pequeños y redondos. Con el brazo

izquierdo sujetaba el cesto que llevaba en la cabeza.

Con la mano derecha agarraba el asa de una jarra. Iba vestida con una falda de

cuadrícula azul y negra, sujeta por un cinturón azul, y en las muñecas y los

tobillos llevaba unos modestos brazaletes. Viva, sensual, atractiva, Bina dejó su

carga, se arrodilló ante el Anunciador y le besó las manos.

—He aquí la reina de la noche —declaró él, satisfecho-—. Aunque ya sea incapaz

de transformarse en leona, su capacidad para hacer daño sigue siendo

considerable.

—¡No... no puedes entrar aquí! —protestó Bega.

—Al contrario —respondió ella, cortante—, pues acabo de ser nombrada

sirvienta de los sacerdotes permanentes, a quienes proporcionaré vestido y

alimento todos los días.

—¿Ha dado su conformidad el Calvo?

—El comandante de las fuerzas de seguridad lo ha convencido de que no

encontraría temporal más abnegada ni más eficaz que yo. A pesar de su

desconfianza, ese abrupto oficial sigue siendo un hombre. Mi modestia lo ha

seducido.

—De modo que te acercarás a la cima de la jerarquía masculina —observó el

Anunciador—. El sacerdote encargado de la vigilancia de la tumba de Osiris será

tu objetivo prioritario.

—Sed extremadamente prudentes —recomendó Bega, inquieto—. Sin duda, el

Calvo ha tomado precauciones que yo ignoro. Nadie sabe qué potencia pondréis

en marcha al violar ese santuario.

—Sobre el primer punto, espero informaciones precisas de tu parte. No te

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preocupes por el segundo.

—Señor, la irradiación de Osiris... —¿Es que no comprendes que Iker y Osiris

van a desaparecer para siempre?

2

Iker no había conocido a mujer alguna antes que Isis y nunca conocería a otra. Isis

no había conocido a hombre alguno antes que Iker, y nunca conocería a otro. Su

primera noche de amor sellaba un pacto eterno, más allá del deseo y de la pasión.

Una potencia superior transformaba su porvenir en destino. Indisolublemente

vinculados, unidos por el espíritu, el corazón y el cuerpo, comulgaban ahora en

una misma mirada.

¿Por qué tanta felicidad? Vivir con Isis, en Abydos... ¡Era un sueño que se

rompería muy pronto! De modo que Iker abrió los ojos, esperando sin duda una

cruel decepción. Pero allí estaba ella, a su lado. Sus ojos, de un verde mágico, lo

contemplaban. Se atrevió a acariciar su piel de divina dulzura, a besar su rostro

cuyos rasgos eran de inigualable finura.

—¿Eres tú... de verdad eres tú?

El beso que le ofreció no parecía irreal.

—¿Realmente estamos en tu casa, en Abydos?

—En nuestra casa —lo corrigió ella—. Vivimos juntos, ya estamos casados.

Iker se incorporó de pronto.

—¡No tengo derecho a casarme con la hija del faraón Sesostris!

—¿Quién te lo impide?

—La razón, las buenas formas, el...

La sonrisa de la muchacha le impidió encontrar otros argumentos.

—No soy nadie, yo...

—Basta de falsa modestia, Iker. Hijo real y Amigo único, tienes una misión que

cumplir.

El se levantó, recorrió la habitación, tocó la cama, los muros y los cofres para

guardar los enseres, luego la abrazó.

—Tanta felicidad... ¡Quisiera que este instante durase para siempre!

—Durará para siempre —prometió ella—. Pero nos aguardan imperiosas tareas.

—Sin ti, yo no tengo ninguna posibilidad de conseguirlo.

Isis lo cogió tiernamente de la mano.

—¿No soy acaso tu esposa? Cuando estábamos lejos el uno del otro, sentías mi

presencia y tú poblabas mis pensamientos. Hoy estamos unidos para siempre. Ni

siquiera el soplo del viento podría deslizarse entre nosotros. Nuestro amor nos

llevará más allá de los límites de nuestra existencia.

—¿Seré digno de ti, Isis?

—En las pruebas o en el gozo, somos uno, Iker. Ninguna clase de muerte podrá

separarnos.

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Por el camino que llevaba al árbol de vida, Isis reveló a Iker que Sesostris le había

pedido que se fijara en cualquier comportamiento sospechoso, tanto de los

permanentes como de los temporales. Sus tareas rituales y su andadura iniciática

no le permitían observar demasiado a sus colegas, y la sacerdotisa no albergaba

sospecha alguna. Sin embargo, las inquietudes del faraón no podían tomarse a la

ligera. ¿Acaso no presentía, más allá de las apariencias, una traición en pleno

corazón de la cofradía más secreta de Egipto?

—¿Cómo puede un iniciado de Abydos convertirse en un hijo de las tinieblas?

—se extrañó Iker.

—Me he hecho cien veces esa misma pregunta —reconoció Isis—. El camino de

fuego abrasó mi ingenuidad. Algunos rituales magníficos no engendran, forzo-

samente, individuos irreprochables.

—¿Crees que algún ritualista es lo bastante hipócrita como para engañar?

—¿No implica tu misión esa hipótesis?

La pareja se detuvo a buena distancia de la acacia.

La sacerdotisa rogó a los cuatro jóvenes árboles y a los cuatro leones custodios

que les permitieran pasar.

Casi de inmediato, Iker sintió un extraño perfume, dulce y apaciguador, e Isis le

indicó por signos que avanzara.

Al pie del árbol de vida, con el tronco cubierto de oro, el Calvo derramaba agua.

—Llegas con retraso, Isis. Toma el cuenco de leche y cumple con tu oficio.

La muchacha así lo hizo.

—Sean cuales sean las peripecias de tu existencia —añadió el superior de los

permanentes con voz huraña—, el rito debe predominar.

—No soy una peripecia —intervino Iker—, sino el marido de Isis.

—Las historias de familia no me interesan.

—Tal vez mi función oficial os interese más. El faraón Sesostris me ha encargado

que disipe los trastornos que gangrenan la jerarquía de los sacerdotes y vele por la

creación de nuevos objetos sagrados, con vistas a la celebración de los misterios

de Osiris.

Un largo silencio siguió a esta declaración.

—Hijo real, Amigo único, enviado del faraón... ¡Impresionantes títulos! Yo vivo

aquí desde siempre, preservo la Casa de Vida y sus archivos sagrados, verifico

que se cumplan perfectamente las tareas confiadas a los permanentes y no acepto

excusa alguna en caso de desfallecimiento. Ningún reproche se me ha hecho, y el

rey sigue confiando en mí. Por lo que a los ritualistas se refiere, yo soy su garante.

—Su majestad no se muestra tan optimista. ¿No se habrá extinguido vuestra

atención?

—¡Joven, no te permito...!

—Mi edad no importa. ¿Aceptáis facilitar mi investigación, sí o no?

El Calvo se volvió hacia Isis.

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—¿Qué piensa de ello la hija del rey?

—Enfrentarnos sería desastroso. Privado de vuestro apoyo, Iker no avanzará. Y el

árbol de vida sigue amenazado.

El Calvo se rebeló.

—¡Está resplandeciente de salud! ¿O acaso no hunde sus raíces en el océano

primordial para procurar a los justos el agua de regeneración?

—Osiris es el único en la acacia, en ella se unen vida y muerte —recordó Isis—.

Hoy siento cierta turbación. Tal vez anuncie el asalto de nuevas fuerzas de

destrucción.

—¿Es que las defensas emplazadas por el rey no son infranqueables? —se

preocupó Iker.

—No nos hagamos ilusiones.

—Razón de más para eliminar a posibles ovejas negras —insistió el hijo real.

Inquieto, el Calvo no siguió con un duelo inútil.

—¿Cómo deseas proceder?

—Interrogando a los permanentes, uno a uno, sin olvidar reunir a los artesanos y

dictarles las voluntades del rey. Todos deberán tener las manos limpias.

—¡Te preparas para un difícil futuro, Iker! Eres un extraño en Abydos, por lo que

provocarás reacciones de rechazo.

—Yo lo ayudaré —prometió Isis.

—¿Y por qué iba a tener éxito el hijo real donde nosotros fracasamos?

—preguntó el Calvo—. Ningún indicio nos orienta hacia la culpabilidad de un

permanente. ¡Y no olvidemos nuestra principal preocupación! La constelación de

Orión ha desaparecido desde hace setenta días. Si no reaparece esta misma noche,

el cosmos se derrumbará y la crecida tan esperada no se producirá.

—Interrogaré la paleta de oro —anunció Iker.

El Calvo quedó estupefacto.

—¿Te la ha confiado el rey?

—Tengo ese honor.

El anciano inclinó la cabeza.

—Manéjala con prudencia. Y no lo olvides: sólo las buenas preguntas obtienen

buenas respuestas. Ahora, encarguémonos de preparar las ofrendas para el genio

del Nilo.

El superior se alejó mascullando.

—Me detesta —señaló Iker.

—Todo cuerpo ajeno a Abydos le parece indeseable. Sin embargo, le has

impresionado mucho. Te toma en serio y no pondrá trabas a nuestras gestiones.

—¡Qué dulce es oír ese «nuestras»! Solo, iba directo al fracaso.

—Nunca más estarás solo, Iker.

Juntos, recorrieron la avenida procesional flanqueada, a uno y otro lado, por

trescientas sesenta y cinco pequeñas mesas de ofrenda, provistas de alimento

sólido y líquido. Evocando el año visible e invisible, sacralizaban cada una de las

jornadas. Se celebraba así un eterno banquete, ofrecido al ka de las potencias

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divinas. Y, en respuesta, éstas cargaban de ka los alimentos.

Dada la intensidad de la tarea, varios temporales ayudaban al permanente

encargado de la libación cotidiana. Faltaba ardor, pues circulaban inquietantes ru-

mores sobre la crecida, y algunos, incluso, llegaban a predecir su total ausencia.

El Calvo no había formulado desmentido alguno, por lo que ¿no debían pensar en

lo peor?

A Iker le habría gustado descubrir la totalidad del paraje y de sus monumentos,

pero su propia misión podría quedar cuestionada si las aguas fecundadoras fal-

taban. Los campos, privados de la aportación de limos fertilizantes, quedarían

estériles.

—¿Por qué se demora la constelación de Orión? —le preguntó a Isis.

—El poder del perturbador afecta, a la vez, al cielo y la tierra.

—En ese caso, no se trata de un ser humano.

El silencio de Isis angustió a Iker. Fueran cuales fuesen los poderes de los

iniciados de Abydos, ¿cómo iban a triunfar sobre semejante adversario? El árbol

de vida sólo gozaba de un respiro, otras tormentas se preparaban. Probablemente,

el Anunciador disponía de uno o varios cómplices, tan ocultos que escapaban de

las miradas del Calvo. ¡Y él, el novicio, tenía que identificarlos e impedir que

hicieran daño!

Isis lo condujo hasta el templo de millones de años de Sesostris. Los permanentes

salmodiaban allí las letanías que vinculaban la resurrección de Osiris al ascenso

de las aguas. La joven le presentó a las siete tañedoras encargadas de hechizar el

alma divina, al Servidor del ka que veneraba y mantenía la energía espiritual para

que se reforzasen los vínculos de la cofradía con lo invisible, El que hacía la

libación de agua fresca en las mesas de ofrenda, El que velaba por la integridad

del gran cuerpo de Osiris y el ritualista capaz de ver los secretos.

No sin asombro, cada uno de ellos comprobó que el hijo real poseía la paleta de

oro. Dada la respetuosa actitud del Calvo, el joven Iker ejercía una indiscutible

autoridad.

Ignorando las miradas, admirativas a veces, suspicaces otras, el enviado del

faraón descubría el santuario. Cruzó el pilono, experimentando el curioso

sentimiento de haberlo conocido siempre, pasó entre las colosales estatuas del

monarca como Osiris, penetró en una sala con columnas de techo cubierto de

estrellas y se recogió ante las escenas que representaban al soberano

comunicándose con las divinidades.

Tras una larga meditación, se dirigió al colegio de los ritualistas.

—Estamos en el segundo día del mes de Tot, Orión no ha aparecido aún. El

carácter excepcional de esta situación pone de manifiesto el empecinamiento de

nuestro principal adversario, el Anunciador. De modo que no podemos limitarnos

a la paciencia y a la inercia.

—¿Qué propones, entonces? —preguntó el Calvo.

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—Consultemos la paleta de oro.

Iker escribió: « ¿Qué fuerza puede provocar la crecida?»

Desapareció la pregunta e inscribió la respuesta: «Las lágrimas de la diosa Isis.»

—Las sacerdotisas permanentes deben intervenir —decidió el Calvo—. Que

celebren los ritos apropiados.

Reconociendo a Isis como su superiora, las siervas de Osiris subieron al tejado

del templo. La hija de Sesostris pronunció las primeras palabras del poema de

amor dirigido al cosmos: «Orión, que tu esplendor ilumine las tinieblas. Soy la

estrella Sothis, tu hermana, sigo siéndote fiel y no te abandono. Ilumina la noche,

proyecta sobre nuestra tierra el río de arriba, apacigua su sed.»

Iker y los permanentes se retiraron.

En el atrio del templo, el hijo real tuvo la sensación de que lo estaban espiando.

¿Espiado en Abydos, en aquel mundo de serenidad que sólo la búsqueda de lo

sagrado debería haber animado? Iker se habría abandonado de buena gana a la

contemplación de aquel paraje hechizador, pero era imposible olvidar su misión.

No vio a nadie sospechoso, por lo que levantó los ojos al cielo. De su decisión

dependía la suerte de Abydos y de Egipto entero.

En el preciso instante que Iker miró en su dirección, el Anunciador se protegió

detrás de un muro. En el peor de los casos, el joven sólo habría divisado a un

temporal, a quien preguntaría la razón de su presencia allí.

El hijo real se limitó a observar el ocaso.

Seguir a aquella presa, aislarla y golpearla no se anunciaba como algo fácil.

Sobrepasando los límites impuestos, el Anunciador corría el riesgo de ser

detenido, expulsado incluso de Abydos. De modo que tomaría de forma lenta y

segura la medida del vasto territorio de Osiris. Asesinar a Iker no era suficiente;

su muerte debía conmover a los espíritus hasta el punto de desalentarlos y

sembrar la desolación en aquel reino que se creía protegido de semejante

desastre.

Ágil y rápido a pesar de su talla, el Anunciador aprovechó la naciente noche para

regresar a su modesto dormitorio. Shab el Retorcido le proporcionaba una

suficiente cantidad de sal, la espuma de Set recolectada en el desierto del Oeste,

durante los grandes calores. Lo saciaba, lo alimentaba y mantenía su energía de

depredador.

Fascinado por la belleza de las constelaciones que adornaban el inmenso cuerpo

de Nut, la diosa Cielo, Iker no se abandonaba al sueño. Pensaba en el encarnizado

combate del sol contra las potencias oscuras, en su peligroso viaje nocturno, cuyo

final seguía siendo incierto. Al recorrer el cuerpo de Nut captaba la luz de las

estrellas y cruzaba, una a una, las puertas que llevan a la resurrección. ¿Acaso no

conducía toda existencia a ese periplo? ¿Adecuándose a él, no le daba todo su

sentido?

Desde su primera muerte, en el seno de un mar desenfrenado, Iker había vivido

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muchas pruebas, conocido crueles dudas y cometido graves errores. Pero no se

había detenido en el camino, en aquel camino que llevaba a Abydos, a la inmensa

felicidad de vivir con Isis.

En el último fleco de la noche, en el lindero del alba, el cielo cambió bruscamente

de aspecto, como si naciera un nuevo mundo.

Un profundo silencio se apoderó de la Gran Tierra. Las miradas convergieron

hacia la estrella que, tras más de setenta días de angustiosa ausencia, acababa de

reaparecer atravesando el portal de llamas.

Una vez más, el milagro se realizaba.

A la altura de Abydos, el río se ensanchó, y el genio del Nilo, Hapy, brincó

amorosamente al encuentro de las riberas. Las lágrimas de Isis provocaban la

crecida y resucitaban a Osiris.

3

Por fin, Menfis hacía estallar su júbilo. A pesar de un leve retraso, la crecida sería

abundante pero no destructora. Desde el más acomodado hasta el más humilde,

los egipcios cantaban las alabanzas del faraón, responsable del mantenimiento de

la armonía entre el cielo y la tierra. La celebración de los ritos había suscitado la

reaparición de la buena estrella, y el curso normal de las estaciones se

desarrollaba de acuerdo con el orden de Maat. Una vez más, las Dos Tierras

escapaban del caos.

Aquellas excelentes noticias no devolvían la sonrisa a Sobek, jefe de todas las

policías del reino. De impresionante poderío físico, autoritario, detestando a los

cortesanos, a los diplomáticos y a los melosos, veneraba a Sesostris desde el

comienzo de su reinado. Protegerlo seguía siendo su obsesión. Por desgracia, el

rey corría riesgos excesivos y no escuchaba demasiado sus consejos de

prudencia. De modo que el Protector seguía formando personalmente a los

especialistas encargados de la seguridad del soberano. En cuanto al palacio, a

pesar de que no se había convertido en una fortaleza, era un abrigo que los

terroristas, aunque fueran de primera magnitud, no conseguirían violar.

La llegada de las aguas fecundadoras liberaba a la capital de una capa de angustia.

Sobek no había dudado en ningún momento de la capacidad del rey para

mantener la prosperidad, pero le preocupaba la ceremonia del año nuevo, durante

la que los dignatarios y los gremios ofrecían regalos al faraón. Asegurar su sal-

vaguarda en semejantes circunstancias presentaba dificultades insuperables. Si

un asesino se mezclaba con la multitud e intentaba abalanzarse sobre Sesostris,

varios guardias le impedirían alcanzar su objetivo, pero si uno de los invitados de

alto rango pertenecía a la red del Anunciador, ¿cómo podrían interceptarlo?

Próximo al monarca durante la entrega de sus presentes, tendría tiempo de actuar

antes de que el Protector interviniera.

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Registrar el cuerpo de la totalidad de los participantes hubiera sido una excelente

solución. Lamentablemente, el protocolo y las buenas maneras lo impedían. A

Sobek sólo le quedaba una extremada atención y un tiempo de reacción

comparable con el relámpago.

El primero en presentarse fue el visir Khnum-Hotep, anciano y corpulento. Nada

había que temer del primer ministro de Egipto, competente y respetado. Ni

tampoco del general en jefe, el viejo y abrupto Nesmontu, del ministro de

Economía Senankh, con físico de vividor y un carácter intransigente, ni del

superior de todas las obras del faraón, el elegante y refinado Sehotep.

A los pies de la pareja real, los altos personajes depositaron un ancho collar,

símbolo de las nueve potencias creadoras, una espada de electro, mezcla de oro y

plata, una capilla de oro en miniatura y una jarra de plata llena de la nueva agua,

provista de virtudes regeneradoras. Los sucedió Medes, el secretario de la Casa

del

Rey, llevando un cofre que contenía oro, plata, lapislázuli y turquesas.

A Sobek no le gustaba demasiado aquel hombre bajo y gordo, de quien, sin

embargo, la burocracia menfita hablaba muy bien. Medes era el encargado de

redactar los decretos y difundirlos por todo Egipto, Nubia y el protectorado

sirio-palestino, y llevaba a cabo su tarea con una diligencia ejemplar. Numerosos

dignatarios le auguraban una brillante carrera, pues se consagraba en cuerpo y

alma a la causa pública.

A Medes lo siguieron más de cincuenta cortesanos, que rivalizaron en

obsequiosidad.

A medida que se desarrollaba la ceremonia, los nervios de Sobek se tensaban. El

Protector observaba cada actitud e intentaba adivinar cada atención. ¿Sería un

terrorista lo bastante loco, o iría lo bastante drogado, como para agredir a

Sesostris, aquel gigante de rostro severo y mirada tan intensa que dejaba clavado

en el sitio a cualquier interlocutor? Sus pesados párpados soportaban el

sufrimiento y la mediocridad de la humanidad, sus grandes orejas percibían las

palabras de los dioses y las súplicas de su pueblo.

Sesostris había nacido faraón. Depositario de un poder sobrenatural, el ka,

transmitido de rey en rey, ridiculizaba, con su mera presencia, a ambiciosos y

rivales. ¿Acaso no hacía milagros, entre ellos el control de la crecida, la abolición

de los privilegios de los jefes de provincias, la reunificación de las Dos Tierras y

la pacificación de Canaán y de Nubia? La leyenda del soberano no dejaba de

enriquecerse, y su reinado se comparaba ya con el de Osiris.

Sesostris, no obstante, indiferente a las alabanzas y detestando los halagos, nunca

alardeaba de sus éxitos y sólo pensaba en las dificultades que debía resolver.

Gobernar el país, mantenerlo en el camino de Maat, alentar la solidaridad,

proteger al débil del fuerte y asegurar la presencia de las divinidades habrían

bastado para agotar a un coloso. Pero el rey no podía descansar y debía actuar de

modo que sus súbditos, en cambio, pudieran dormir tranquilos.

Y el faraón se enfrentaba con un temible adversario, el Anunciador, un hombre

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decidido a propagar el mal, la violencia y el fanatismo. Egipto y la función

faraónica eran los principales obstáculos para su éxito, y había intentado herirlos

en pleno corazón, hechizando el árbol de vida, la acacia de Osiris en Abydos.

Pese a su curación, Sesostris seguía inquieto y no creía en la muerte del

Anunciador en algún rincón perdido de Nubia. ¿No ocultaría su desaparición una

nueva maniobra, preludio de un próximo asalto?

Ciertamente, la construcción de una pirámide en Dachur, de un templo de

millones de años y de una morada de eternidad en Abydos, y de una barrera má-

gica de fortalezas entre Elefantina y la segunda catarata, contrarrestaba los

proyectos del enemigo. Sin embargo, el Anunciador era capaz de implantar de

modo duradero una organización terrorista en Menfis, y sabía adaptarse,

corromper, aprovechar las debilidades y las zonas de sombras. Lejos de estar

vencido, aquel individuo seguía representando una terrible amenaza.

Cuando el jefe escultor de los artesanos de Menfis se presentó, a su vez, ante la

pareja real, Sobek no bajó la guardia. El hombre parecía digno de confianza, pero

aquel término no tenía cabida en el vocabulario del jefe de la policía.

—Majestad —declaró el artesano ofreciendo al faraón una pequeña esfinge de

alabastro con su efigie—, cien estatuas que representan el ka real están ahora a

vuestra disposición.

Cada provincia tendría por lo menos una, garante de la unidad del país. La diorita,

cuyos matices variaban del negro al verde oscuro, confería a aquellas esculturas

potencia y austeridad. Ninguna variedad en aquellas representaciones de un

monarca de edad avanzada, con el rostro grave y unas grandes orejas, pero sí la

voluntad de intensificar la irradiación del ka. De ese modo, una fuerza

sobrenatural seguiría impregnando Egipto con sus beneficios y rechazando los

maleficios del Anunciador.

La ceremonia tocaba a su fin.

Sobek se enjugó la frente con el dorso de la mano. Algunos ironizaban

reprochándole su pesimismo y sus excesos de seguridad. Pero a él no le

importaba, no estaba dispuesto a modificar su línea de conducta. El último

portador de regalos, un tipo flacucho, llevaba en sus brazos un recipiente de

granito. De pronto, los rebuznos de un asno, de sorprendente intensidad, lo de-

tuvieron a menos de cinco pasos del estrado donde se encontraba la pareja real.

Un enorme can empujó entonces a dos soldados, saltó sobre el flacucho y lo de-

rribó. Del recipiente brotaron una decena de víboras que sembraron el pánico

entre los invitados. Sobek y los policías de élite acabaron a bastonazos con los

reptiles. El terrorista, que había sido mordido varias veces, agonizaba tendido en

el suelo.

Protegida por su guardia personal, la pareja real se retiraba tranquilamente.

El mastín, orgulloso de su hazaña, recibió las caricias de un mocetón de rostro

cuadrado, espesas cejas y redonda panza.

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Sobek se acercó.

—Buen trabajo, Sekari.

—Felicita a Viento del Norte y a Sanguíneo. El asno ha dado la alarma, el perro

ha actuado. Los dos amigos de Iker acaban de salvar a su majestad.

—¡Merecen un ascenso y una condecoración! ¿Conocías al agresor?

—Nunca lo había visto.

—Sus propias serpientes no le han dado oportunidad alguna. Me habría gustado

interrogarlo, pero se diría que esos bandidos sienten un maligno placer acabando

con la menor pista. ¿Avanzan tus pesquisas subterráneas?

—Aun abiertos de par en par, mis oídos no recogen nada interesante.

Sekari, agente especial de Sesostris, se infiltraba con idéntica facilidad en

cualquier medio. Atrayendo las confidencias y haciéndose prácticamente

invisible, intentaba descubrir elementos de la organización terrorista. Sin

embargo, desde la desaparición de un aguador y el arresto de algunos subalternos

no había obtenido ningún éxito notable. El enemigo, desconfiado, se ocultaba.

—Forzosamente hemos reducido sus posibilidades de comunicarse entre sí

—declaró el agente secreto— y, por consiguiente, su capacidad de acción. ¿No

parece ese intento un golpe desesperado?

—Es poco probable —estimó Sobek—. Proteger al faraón en ese momento y en

ese lugar era un problema. El flacucho tenía muchas posibilidades de

conseguirlo. Su organización ha sufrido algunos golpes duros, pero

evidentemente permanece activa.

—No lo dudo ni un solo instante.

—¿Estás convencido de la muerte del Anunciador?

Sekari vaciló.

—Algunas tribus nubias sentían por él un odio feroz.

—Menfis ya ha sufrido mucho, numerosos inocentes han perecido por causa de

ese demonio. Hacer creer en su muerte me parece una estrategia excelente.

¿Estará preparando algo peor?

—Vuelvo de nuevo a la cacería —anunció Sekari.

Medes echaba sapos y culebras. ¿Por qué no lo habían avisado de aquel nuevo

intento de asesinato contra el faraón? Robusto cuarentón, gordo a causa de su

gula, con el rostro lunar y el pelo negro pegado a la cabeza, con las piernas cortas

y los pies rechonchos, alto funcionario y trabajador infatigable, Medes daba plena

satisfacción al rey y al visir. El era el encargado de dar forma a los decretos

promulgados por el faraón y de difundirlos con rapidez, dirigía un ejército de

escribas cualificados y organizaba los movimientos de una flotilla de

embarcaciones rápidas.

¿Quién iba a sospechar que servía al Anunciador? Como su testaferro, Gergu, y el

sacerdote permanente de Abydos, Bega, pertenecía ahora a la conspiración del

mal. En la palma de la mano de los conjurados, una minúscula cabeza de Set,

grabada en la carne, rojeaba, provocando intolerables sufrimientos ante la menor

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veleidad de traición.

¿Por qué había derivado de aquel modo? No faltaban razones. Desde hacía

mucho tiempo, la Casa del Rey debería haber reclamado a un técnico de su

competencia. Evidentemente, estaba destinado al puesto de primer ministro,

simple etapa antes de la obtención de poder supremo: gobernar Egipto... Medes

se sentía capaz de hacerlo, pues tenía excepcionales cualidades como

administrador y conductor de hombres. Sin embargo, seguían negándole el

acceso al templo cubierto y a la parte secreta de los santuarios, especialmente al

de Abydos, donde Sesostris obtenía la parte esencial de su fuerza.

La única solución, por tanto, era eliminar al monarca.

Más allá de aquella legítima ambición, Medes debía reconocerlo: el mal lo

fascinaba. Único detentador de la eternidad, ¿no derribaba acaso a cualquier

adversario? Así pues, el encuentro con el Anunciador, a pesar de sus terroríficos

aspectos, colmaba sus esperanzas.

El extraño personaje estaba dotado de notables poderes y, sobre todo, no temía

ataque alguno de la adversidad. Siguiendo una implacable estrategia, calculaba

siempre con una jugada de adelanto, preveía el fracaso y lo integraba en los

futuros éxitos.

No lejos de su suntuosa casa en el centro de la ciudad, Medes se topó con un

personaje gordo, visiblemente ebrio.

—¿Sigue indemne Sesostris? —preguntó Gergu, inspector principal de los

graneros.

—Por desgracia, sí.

—Entonces, el rumor era falso. ¿Estabais informado del atentado?

—Por desgracia, no.

Los gruesos labios de Gergu palidecieron.

—¡El Anunciador nos abandona!

Borracho y dado a acostarse con prostitutas, Gergu debía su carrera a Medes y, a

pesar de ciertos desacuerdos, seguía sus directrices. Aterrorizado por el Anun-

ciador, lo obedecía al pie de la letra, pues temía sus represalias.

—Nada de conclusiones apresuradas. Tal vez se trate de una iniciativa del

libanés.

—¡Estamos apañados!

—Tú sigues en libertad, yo también. Si Sobek el Protector sospechara de

nosotros, estaríamos ya en la sala de interrogatorios.

El argumento tranquilizó a Gergu.

Sin embargo, la calma duró poco, ya que lo invadió una bocanada de angustia.

—¡El Anunciador ha muerto! Sus discípulos, aterrados, intentan lo imposible.

—No pierdas los nervios —le recomendó Medes—. Un jefe de su temple no

desaparece como un vulgar malhechor. Esta agresión nada tenía de improvisada.

Su valeroso autor ha estado a punto de conseguirlo. Sin la intervención de un asno

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y un perro, las víboras hubieran mordido a la pareja real. La organización menfita

demuestra su capacidad de acción. ¡Imaginas la cara de Sobek el Protector: ha

sido ridiculizado y tachado de incompetente! Si el faraón lo destituye de sus

funciones, nos habremos librado de alguien muy molesto.

—¡No lo creo! Una garrapata se agarra menos que ese policía.

—Un parásito... ¡Buena comparación, querido Gergu! Aplastaremos a ese

Protector bajo nuestras sandalias. ¿Cuáles han sido sus éxitos? ¡Unos miserables

arrestos! ¿Acaso no sigue intacta nuestra organización?

Con la lengua seca, Gergu experimentó una intensa sensación de sed.

—¿No tendríais un poco de cerveza fuerte?

Medes sonrió.

—¡Que no la hubiera sería un crimen! Ven a refrescarte.

Una pesada puerta de dos batientes cerraba el acceso a la gran mansión del

secretario de la Casa del Rey. Junto a ella, la garita de un guardián que apartaba

con brutalidad a los importunos. Este hizo una gran reverencia ante su dueño.

Tras los altos muros, un jardín y un estanque rodeado de sicomoros al que daban

unas puertas-ventanas compuestas por celosías de madera. Medes y Gergu

acababan de sentarse, al abrigo de una pérgola, cuando un sirviente les sirvió

cerveza fresca.

Gergu bebió golosamente.

—Ignoramos la verdadera misión del hijo real Iker en Abydos —manifestó

Medes, preocupado.

—¡Vos redactasteis el decreto oficial! —se extrañó Gergu.

—No deja de ser sorprendente que disponga de plenos poderes, ¿pero para qué

van a servirle?

—¿No podríais saber más?

—Llamar la atención de los miembros de la Casa del Rey sería catastrófico. Y no

soporto la ambigüedad. Ve a Abydos, Gergu. Tu posición de sacerdote temporal

te permitirá obtener informaciones seguras.

4

Los materiales, primero. La piedra, la madera y el papiro debían ser de

excepcional calidad. Todos los días, Iker hablaba con los artesanos sin mirarlos

por encima del hombro. Así, lograba una reputación de responsable serio,

intransigente y respetuoso con los demás.

El Calvo observaba al hijo real con ojos críticos, y advertía su progresiva

integración en Abydos. Temía la precipitación y el autoritarismo por parte del

muchacho, pero le gustaba su sentido del trabajo.

—Los artesanos te aprecian —le reveló a Iker—. ¡Eso es una verdadera hazaña!

Esos mocetones, más bien rudos, no conceden fácilmente su amistad. Sobre todo,

no olvides los plazos: dentro de dos meses se inicia la celebración de los misterios

de Osiris. No debe faltar ni un solo objeto.

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—Los escultores trabajan en la creación de la nueva estatua de Osiris, los

carpinteros en la de su barca, y me dan cuenta de ello diariamente. Por mi parte,

superviso la fabricación de las esteras, los sillones, los cestos, las sandalias y los

taparrabos. Por lo que a los papiros se refiere, soporte de los textos rituales,

deberán perdurar durante generaciones.

—¿No deseabas ser escritor?

—Otras tareas me absorben ahora, pero la afición permanece intacta. ¿Acaso no

son los jeroglíficos el arte supremo? En ellos se inscriben las palabras de poder

transmitidas por los dioses. Ningún texto sobrepasa a los rituales. Si algún día

puedo participar en su formulación, mi vocación se consumará.

—Puesto que detentas la paleta de oro, ¿no has alcanzado ya tu objetivo?

—Sólo la utilizo en caso de fuerza mayor, nunca para uso personal. Pertenece al

faraón, a Abydos y al «Círculo de oro».

El Calvo pareció contrariado.

—¿Qué sabes tú de ese círculo?

—¿No encarna la cima de nuestra espiritualidad, lo único capaz de mantener las

energías creadoras y de preservar la sabiduría de los Antepasados?

—¿Deseas pertenecer a él?

—Una sucesión de milagros jalonan mi existencia. Confío en éste.

—No caigas presa de los sueños y sigue trabajando sin descanso.

Al anochecer, Isis se reunió con Iker. Poco a poco, ella lo hacía descubrir las

innumerables riquezas del territorio de Osiris. Esta vez, se recogieron a orillas del

Lago de Vida.

—No se parece a ningún otro —reveló la mujer—. Sólo los permanentes están

autorizados a purificarse aquí y a impregnarse de la potencia del Nun. Vinculada

a los efluvios del dios oculto, alcanza aquí su punto álgido. Durante las

principales fiestas y en el período de los grandes misterios, Anubis utiliza el agua

de este lago. Lava las vísceras de Osiris y las hace inalterables. Ningún profano

podría contemplar ese misterio.

—Tú lo contemplaste.

Isis no respondió.

—Desde tu primera aparición, sé que no eres sólo una mujer. El otro mundo

anima tu mirada, me muestras un camino cuya naturaleza ignoro. Me abandono a

ti, mi guía, mi amor.

La superficie del agua brilló con mil reflejos que iban del plateado al dorado.

Abrazados, los dos jóvenes saborearon un instante de felicidad de increíble inten-

sidad.

En adelante, Iker ya pertenecía a Abydos. Recuperaba su verdadera patria, la

Gran Tierra.

—¿A qué se debe tu preocupación por el árbol de vida? —le preguntó a Isis.

—Esa mejoría no es definitiva, una fuerza oscura acecha la acacia. Los rituales

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diarios la mantienen alejada, pero regresa incansablemente. Si se fortalece,

¿conseguiríamos rechazarla? ¿Se toma el Calvo la amenaza en serio?

—No consigue descubrir el origen de esas ondas negativas, y eso le quita el

sueño.

—¿Acaso está... en Abydos?

La mirada de Isis se ensombreció.

—Es imposible descartar esa hipótesis.

—¡Los temores del rey se confirman! Uno de los emisarios del Anunciador habrá

cruzado, pues, las barreras y estará preparando el terreno con vistas al próximo

ataque de su dueño.

La sacerdotisa no puso objeción alguna.

—No nos tapemos los ojos —recomendó Iker—. Todavía no he procedido a los

interrogatorios, pues antes debía descubrir este universo. Ahora me veo obligado

a hablar con cada uno de los permanentes.

—No tengas miramientos con nadie y encuentra la verdad.

El comandante de las fuerzas de seguridad de Abydos registró personalmente a la

hermosa Bina. Ella, dócil, no protestó lo más mínimo.

—Lo siento, hermosa mía. Las consignas son las consignas.

—Lo comprendo, comandante. Sin embargo, empiezas a conocerme muy bien.

—La seguridad exige tareas repetitivas. Y las hay más molestas, lo reconozco.

Sonriente y relajada, Bina lo dejó hacer.

—¿Qué podría ocultar yo en mi corta falda? Además, mi cesto está vacío.

El oficial se apartó, ruborizándose de confusión. Aun cumpliendo estrictamente

con su función, le costaba resistir la atracción que sentía por aquella magnífica

morena, dulce y sumisa.

—¿Te gusta tu trabajo, Bina?

—Servir a los permanentes me honra más allá de lo que esperaba. Perdóname, no

quiero llegar con retraso.

La reina de la noche acudió a uno de los anexos del templo de Sesostris. Allí le

entregaron pan fresco y una jarra de cerveza, que debía llevar al sacerdote

encargado de velar por la integridad del gran cuerpo de Osiris y verificar los

sellos puestos en la puerta de la tumba del dios.

Ningún temporal podía acceder allí. Como las demás siervas responsables de la

comunidad de los permanentes, Bina se limitaba a verlos en sus domicilios,

modestos alojamientos escrupulosamente cuidados.

El encargado de los sellos estaba leyendo un papiro.

—Os traigo comida y bebida —susurró Bina, tímida.

—Gracias.

—¿Dónde pongo el pan y la jarra?

—En la mesilla baja, a la izquierda de la entrada.

—¿Qué plato deseáis para comer? ¿Carne seca, filete de perca o costilla de buey

asada?

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—Hoy me bastará con el pan fresco.

—¿Os sentís mal?

—Eso no es cosa tuya, pequeña.

Aquel permanente se mostraba tan rebelde como sus colegas. Los encantos de

Bina seguían sin surtir efecto.

—¡Me gustaría ayudaros!

—No te preocupes, nuestro servicio médico funciona a las mil maravillas.

—¿Debo avisarlo?

—Si es necesario, yo mismo lo haré.

Bina bajó los ojos.

—¿No comporta vuestra tarea algunos riesgos?

—¿A qué te refieres?

—¿No emite la tumba de Osiris una temible energía?

El rostro del permanente se endureció.

—¿Acaso intentas violar los secretos, jovencita?

—¡Oh, no! Simplemente me siento fascinada y un poco... asustada. Se cuentan

muchas leyendas con respecto a Osiris y a su tumba. Algunas hablan de terrorí-

ficos fantasmas. ¿No persiguen a sus enemigos para beberse su sangre?

El ritualista calló. Era inútil criticar unas creencias que contribuían a la

protección de la morada del dios.

—Estoy a vuestra entera disposición —afirmó Bina, ofreciendo al arisco su más

hermosa sonrisa. Pero en balde, puesto que él ni siquiera levantó los ojos.

—Vuelve a la panadería y a la cervecería, muchacha, y sigue con tus entregas.

Los interrogatorios de las sacerdotisas de Hator no le proporcionaban a Iker

ningún elemento que pudiera alimentar sus sospechas. Convertida en su superiora

tras la muerte de la decana, Isis le facilitaba la tarea.

No se podía reprochar ninguna falta grave a sus hermanas, ningún

quebrantamiento de su servicio diario.

Durante sus largas entrevistas con cada una de ellas, el hijo real no sentía la

menor turbación. Sus interlocutoras se expresaban con total naturalidad, y no

disimulaban nada. Iker adquirió así la certidumbre de que el secuaz del

Anunciador no se ocultaba entre las iniciadas. Mientras proseguía su trabajo en

compañía de los artesanos, se interesó de cerca por los permanentes, que no

disimularon su desaprobación.

Aquel cuya acción es secreta y que ve los secretos fue fiel al título de su función.

Escuchó las preguntas del hijo real y se negó a responder a ellas, puesto que sólo

hablaría con el Calvo. Su superior debía decir lo que podía contarle al

investigador.

El Calvo no se hizo de rogar y repitió, al pie de la letra, las declaraciones de su

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subordinado. Una idea fundamental las resumía: sólo los iniciados en los

misterios de Osiris accedían a sus secretos. Puesto que Iker no poseía esta

cualidad, los ritualistas debían guardar silencio.

—¿No parece sospechosa esa negativa a cooperar? —preguntó el joven.

—Al contrario —repuso el Calvo—. Ese viejo compañero de viaje respeta

estrictamente sus obligaciones, sean cuales sean las circunstancias. Sólo le

importa la preservación del secreto. Pues bien, ninguno de sus aspectos

esenciales ha sido divulgado. En caso contrario, si nos traicionara en beneficio

del Anunciador, el árbol de vida habría perecido y Abydos desaparecido.

El argumento convenció a Iker.

El Servidor del ka, encargado de venerar y mantener la energía espiritual, invitó

al hijo real a celebrar en su compañía la memoria de los antepasados.

—Sin su presencia activa —reveló—, los vínculos con lo invisible se relajarían

poco a poco. Y, una vez rotos, nos convertiríamos en muertos vivientes.

El anciano y el joven honraron juntos las estatuas del ka de Sesostris, donde se

concentraba la potencia que nacía de las estrellas. Lento, grave, el ritualista

pronunció las fórmulas de animación de las almas reales y de los justos de voz.

Todos los días, la precisión de su conocimiento mágico hacía fructífera su

gestión.

—Igual que mis colegas, yo sólo soy un aspecto del ser universal del faraón

—explicó—. Solo, no existo. Unido a su espíritu y al de los demás permanentes,

contribuyo a la irradiación de Osiris, más allá de las múltiples formas de muerte.

¿Cómo semejante hombre podía ser cómplice del Anunciador?

Iker habló con El que velaba por la integridad del gran cuerpo de Osiris.

—¿Aceptáis mostrarme la puerta de su tumba?

—No.

—El rey me ha confiado una delicada misión, intento no ofender a nadie. Sin

embargo, debo asegurarme de la buena ejecución de los deberes sagrados. Los

vuestros forman parte de ellos.

—Me satisface oír eso.

—¿Aceptáis revisar vuestra posición?

—Sólo los iniciados en los misterios acceden a la tumba de Osiris. Dudar de mi

competencia, de mi seriedad y de mi probidad supondría injuriarme. Por

consiguiente, deberá bastar con mi palabra.

—Lo siento, pero exijo más. La verificación de los sellos no os ocupa toda la

jornada. ¿A qué dedicáis el resto de vuestro tiempo?

El ritualista se puso rígido.

—Estoy a disposición del Calvo, y la jornada tiene más tareas que horas. Si él lo

desea, os las revelaré. Precisamente ahora tengo que llevar a cabo una de ellas.

—Considero a ese ritualista como mi mano derecha —le confirmó el Calvo a

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Iker—. Algo arisco, tal vez, pero eficaz y abnegado. Yo mismo controlo la

solidez mágica y material de los sellos, y no encuentro defectos en ellos. También

en ese caso, ¿imaginas el beneficio que el Anunciador habría obtenido de una

traición? Sólo te queda conocer a Bega, el responsable de la libación cotidiana en

las mesas de ofrendas.

Alto, con el rostro desagradable, frío y austero, el ritualista miró por encima del

hombro a su visitante.

—La jornada ha sido dura, me gustaría descansar.

—Nos veremos mañana, pues —aceptó Iker.

—¡No, es mejor acabar cuanto antes! Mis colegas y yo respetamos vuestra

dignidad y esperamos daros entera satisfacción. Sin embargo, vuestros

procedimientos nos ofuscan. Unos sacerdotes permanentes de Abydos

considerados sospechosos, ¡qué abominación!

—¿Y no os gustaría demostrar su inocencia?

—¡Nadie la pone en duda, hijo real!

—¿No indica lo contrario mi misión?

Bega pareció turbado.

—¿Acaso el faraón no está satisfecho con nuestra cofradía?

—Percibe cierta falta de armonía en ella.

—¿Y cuál es la causa?

—La presencia en el territorio de Osiris de un cómplice de nuestro enemigo

jurado, el Anunciador.

—¡Imposible! —protestó Bega con una voz ronca—. Si ese demonio existe,

Abydos sabrá rechazarlo. Nadie podría alterar la coherencia de los permanentes.

—Esa convicción me consuela.

—¿Acaso el hijo real había creído, por un solo instante, en la traición de uno de

los nuestros?

—Estaba obligado a tenerla en cuenta.

El esbozo de una sonrisa animó el firme rostro de Bega.

—¿No consiste la astucia del Anunciador en dividirnos al hacer correr semejantes

fábulas? Carecer de lucidez nos llevaría al desastre. ¡Qué razón ha tenido el fa-

raón al designaros! A pesar de vuestra juventud, manifestáis una madurez

impresionante. Abydos os lo agradecerá.

Aquella fase de la

5

Ataviada con un collar de cuatro vueltas, unos finos pendientes y anchos

brazaletes, vistiendo una larga túnica plisada y una capa que dejaba al descubierto

el hombro derecho, la sacerdotisa de Hator se inclinó ante Isis, su superiora. A

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Neftis, cuyo nombre significaba «la soberana del templo», la reina le había

confiado la dirección del taller de las tejedoras de Menfis. Por orden de la

soberana, acababa de abandonarlo para dirigirse urgentemente a Abydos.

—Nuestra decana ha fallecido —le comunicó Isis—. Otra iniciada debe

sustituirla en seguida para completar el Siete. Tu conocimiento de los ritos te ha

designado.

—Vuestra confianza me honra, intentaré ser digna de ella.

Neftis se parecía extrañamente a Isis. Tenía la misma edad, la misma talla, la

misma forma del rostro, la misma silueta esbelta. Entre ambas, simpatía y

comunión de pensamiento fueron inmediatas. Algunos incluso las consideraron

como hermanas, felices de volver a verse.

Isis inició a Neftis en los últimos misterios. Tras ella, recorrió el camino de fuego

y cruzó las puertas que llevaban al secreto de Osiris. Luego, la hija de Sesostris le

contó con detalle los dramáticos acontecimientos que habían afectado Abydos y

no le ocultó en absoluto sus inquietudes.

Encargada de preparar el futuro sudario del dios con vistas a las ceremonias

venideras, Neftis verificó de inmediato la calidad del lino recogido al finalizar el

mes de marzo. Sólo los tallos muy tiernos servían para la fabricación de hermosos

tejidos. Puestas en agua hasta la eliminación de las partes leñosas, algunas fibras

sobrevivían a la podredumbre. Su purificación, concluida por los rayos del sol,

permitía obtener un material noble y sin defectos.

Isis y Neftis hilaron y tejieron. Ni una sombra de color mancillaría la túnica de

lino blanco real que llevaría Osiris. Llama y luz, aquella vestidura preservaba el

misterio. Tras haber preparado unos hilos trenzados de bastante longitud, las dos

mujeres los anudaron. Tras obtener unos ovillos, puestos en recipientes de

cerámica, utilizaron las antiguas ruecas, reservadas para las seguidoras de la diosa

Hator, y observaron un imperativo: sesenta y cuatro hilos de urdimbre en cada

centímetro cuadrado, por cuarenta y ocho de trama.

—Cuando Ra sintió una profunda fatiga, su sudor cayó al suelo, germinó y se

transformó en lino —recordó Neftis—. Impregnado de claridad solar, alimentado

por el fulgor de la luna, forma los pañales del recién nacido y el sudario del

resucitado.

Una capilla del templo de Osiris albergó la preciosa vestidura.

—He fracasado, señor. Sea cual sea el castigo, lo aceptaré.

A pesar de su encanto, de su fingida modestia y de su total abnegación, Bina no

conseguía penetrar en el caparazón de los permanentes. Ni su sonrisa, ni la mejor

cerveza, ni los suculentos platos los hacían menos adustos. Pasaba de uno a otro

para no llamar la atención del ritualista encargado de verificar los sellos colo-

cados en la puerta de la tumba de Osiris. El hombre se negaba a charlar y no

prestaba la menor atención al espléndido cuerpo de la sierva. Pese a su talento y a

sus esfuerzos, Bina no conseguiría su objetivo.

El Anunciador le acarició los cabellos.

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—Estamos en territorio enemigo, dulzura mía, y nada va a ser fácil. Esos

sacerdotes no se comportan como individuos ordinarios. Tu experiencia

demuestra que están más unidos a su función que a sus deseos. Es inútil correr

riesgos desmesurados.

—¿Me... me perdonáis, entonces?

—No has cometido falta alguna.

Bina besó las rodillas de su señor. Aunque lo prefería con barba y con la cabeza

cubierta por un turbante, aquella nueva apariencia en nada alteraba su poder.

Dentro de poco, el Anunciador rompería las fortificaciones espirituales y

materiales de los servidores de Osiris.

—¿Violaremos pronto los santuarios secretos? —preguntó ella, inquieta.

—Tranquilízate, lo conseguiremos.

Iker habló largo rato con el comandante de las fuerzas de seguridad, para saber

cómo funcionaba la organización de los temporales. Guardias, escultores,

pintores, dibujantes, fabricantes de jarros, panaderos, cerveceros, floristas,

portadores de ofrendas, músicos, cantoras y demás oficiantes estaban inscritos en

un cuadro de servicios, en función de sus competencias y de su disponibilidad, sin

tener en cuenta su edad ni su posición social. La duración del trabajo variaba de

algunos días a algunos meses. Los temporales animaban una verdadera ciudad y

los templos al servicio de Osiris, de modo que ningún detalle material mancillaba

la armonía del paraje.

Resultaba imposible convocarlos a todos y comprobar sus cualidades, pero el

comandante se mostraba muy firme: ninguna oveja descarriada accedía al domi-

nio divino. Naturalmente, algunos eran menos eficaces que otros; los jefes de

equipo intervenían con rapidez y no se andaban con miramientos ante los

mediocres. Cualquier queja que llegaba al Calvo se convertía, casi siempre, en

una exclusión definitiva.

Iker quiso conocer a los antiguos y a los asiduos, y esas entrevistas lo

tranquilizaron. De hecho, aquellos profesionales conscientes de sus deberes no

transgredían las fronteras impuestas.

Bina cruzó el umbral de la estancia donde el hijo real recogía las confidencias de

un viejo temporal que deseaba morir en la tarea.

Al ver a Iker de perfil lo reconoció en seguida y retrocedió, con el consiguiente

riesgo de que cayera el cesto que llevaba en la cabeza. Gracias a un rayo de sol

que penetraba oblicuo en la estancia, el anciano sólo divisaba una silueta.

—No nos molestes, pequeña. Deja los víveres fuera.

La sierva obedeció y desapareció.

¡De modo que el hijo real no se limitaba a interrogar a los permanentes! Un paso

más y la habría identificado.

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Si deseaba ver a todos los temporales, ¿cómo podría escapar de él?

Aunque Abydos lo fascinara, Gergu detestaba aquel lugar. Se sentía incómodo,

desestabilizado, y estaba al borde de la depresión. ¿Lo conducirían al éxito tantos

riesgos? El inspector principal de los graneros se habría limitado de buena gana a

su puesto, a su jarra diaria de cerveza fuerte y a las mejores prostitutas de Menfis,

pero Medes y el Anunciador le exigían más.

Fuera cual fuese su deseo de una existencia menos aventurera, Gergu no veía

salida alguna. Tenía que dar satisfacción, esperando la rápida caída del faraón y el

advenimiento de un nuevo régimen del que sería uno de los principales

dignatarios. Esperando aquel ascenso, llevaba hacia Abydos un carguero de

mercancías destinadas a los permanentes. El atraque se llevó a cabo

perfectamente, y el comandante de las fuerzas de seguridad saludó a Gergu al pie

de la pasarela.

—Siempre en forma, según parece.

—Me cuido, comandante.

—Lo siento, las consignas me obligan a inspeccionar tu cargamento.

—Hazlo, pero no estropees nada. Los permanentes son bastante maniáticos.

—No te preocupes, mis policías son expertos.

Gergu esperó trasegando cerveza tibia, demasiado dulce para su gusto. Como de

costumbre, no se descubrió nada sospechoso.

El temporal acudió al local donde solía encontrarse con Bega.

Gélido, con el rostro cerrado, el permanente no parecía muy contento de ver de

nuevo a su cómplice.

—¿A qué se debe esta visita?

—Una entrega rutinaria. ¿No despertaríamos sospechas si cambiáramos nuestras

costumbres?

Bega asintió con la cabeza.

—¿Y la verdadera razón de tu viaje?

—Medes detesta la ambigüedad y quiere conocer la misión concreta de Iker, el

hijo real.

—¿No está mejor situado para saberlo el secretario de la Casa del Rey?

—Habitualmente, sí. Pero esta vez, el decreto oficial le parece muy sucinto. Tú,

en cambio, sin duda posees la información.

Bega reflexionó.

—Voy a entregarte una nueva lista de productos que debes procurarme.

—¿Te niegas a responder?

—Vayamos hacia la terraza del Gran Dios.

—¿Para reanudar el tráfico de estelas? ¡Me parece arriesgado!

Los dos hombres tomaron un camino franqueado por mesas de ofrendas y capillas

cuyo número aumentaba a medida que se aproximaban a la escalera de Osiris.

Ningún cuerpo descansaba en los pequeños santuarios, precedidos por jardines;

albergaban estatuas y estelas que asociaban a aquellos a quienes estaban dedi-

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cadas, justos de voz, con la eternidad de Osiris. El lugar estaba desierto y

apacible. De vez en cuando, Bega hacía arder incienso, «el que diviniza»; el alma

de las piedras vivas lo utilizaba para subir al cielo y comunicarse con la luz.

Bega entró en una capilla rodeada de sauces. Sus ramas bajas cubrían la entrada.

«Sacaremos una o dos pequeñas estelas y las venderemos al mejor postor

—pensó Gergu—. ¡Una buena ocasión para enriquecerse!»

—Sígueme —exigió Bega.

—Prefiero quedarme fuera.

—Sígueme —insistió.

Finalmente Gergu obedeció, con paso vacilante. Aunque ausentes, los muertos le

parecían presentes. Turbar así su reposo, ¿no provocaría una cólera devastadora?

En el fondo del pequeño monumento, un fantasma.

Un sacerdote de gran talla, con la cabeza afeitada y los ojos enrojecidos, lo

miraba con tanta intensidad que lo dejó petrificado.

—No, no es posible... ¿No seréis...?

—Quien me traiciona no sobrevive mucho tiempo, Gergu.

Grabada en la palma de su mano, la minúscula cabeza de Set le quemó hasta

arrancarle un grito de dolor.

—¡Tened confianza en mí, señor!

—Tus palabras me son indiferentes. Sólo cuentan los resultados. ¿Por qué estás

aquí?

—Medes se inquieta —reconoció de inmediato Gergu—. Quiere conocer los

verdaderos objetivos de Iker y piensa que Bega puede informarle.

—¿Y consideras legítima esa gestión?

A Gergu se le formó un nudo en la garganta; tragó trabajosamente.

—¡Vos lo decidís, señor!

—Buena respuesta —consideró la ácida voz de Shab el Retorcido.

Atacando por detrás, como siempre, el pelirrojo pinchó la nuca de Gergu con la

punta de su cuchillo.

Pequeño delincuente sin porvenir, había descubierto la verdadera fe al escuchar

los sermones del Anunciador. Detestaba a las mujeres y a los egipcios, y nunca

vacilaba en suprimir a un infiel para satisfacer a su señor.

—¿Debo ejecutar a este renegado?

—¡Yo no he traicionado! —declaró Gergu, aterrado.

—Le concedo mi perdón —decretó el Anunciador.

La punta del cuchillo se apartó, dejando una pequeña marca sanguinolenta.

—Los tiempos no se prestan al tráfico de estelas —indicó el dueño de la

conspiración del mal—. Más adelante te enriquecerás, mi buen Gergu, siempre

que me sirvas ciegamente. Bega, ¿puedes responder a la pregunta de Medes?

—El hijo real y Amigo único Iker debe desempeñar un papel principal en la

celebración de los misterios osiriacos. Al confiarle la paleta de oro, el rey lo hace

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apto para dirigir las cofradías de permanentes y de temporales. Sé de buena fuente

que Iker ha ordenado crear una nueva estatua de Osiris y restaurar su barca. Debe

ganarse la simpatía de los artesanos y llevar a cabo la obra con rapidez. Otro

aspecto de su misión: ha interrogado a cada uno de los permanentes y a cada una

de las permanentes, pues sospecha que uno de ellos o una de ellas es cómplice del

Anunciador.

Gergu dio un respingo.

—¡Estamos perdidos, pues!

—De ningún modo. En este punto, el hijo real ha fracasado. Sus laboriosas

investigaciones no le han proporcionado ningún elemento que lo autorice a

formular una acusación precisa.

—Desgraciadamente —concretó el Anunciador—, como también se interesa por

los temporales, estuvo a punto de cruzarse con Bina. Y no olvidemos su matri-

monio con Isis, cuya perspicacia podría perjudicarnos.

—¿Qué proponéis? —preguntó el sacerdote de feo rostro.

—Nada de precipitaciones y un mejor conocimiento de los lugares secretos

gracias a ti, amigo mío.

Bega hubiera preferido permanecer en la sombra y no implicarse de un modo tan

directo.

—¿Vacilas acaso?

—¡De ningún modo, señor! Tendremos qué mostrarnos extremadamente

prudentes y actuar sólo cuando estemos seguros.

—Nuestra implantación en Abydos nos procura una ventaja decisiva. Se llevarán

a cabo varios ataques al mismo tiempo, Sesostris no se recuperará. Cuando

admita la muerte definitiva de Osiris, su trono se derrumbará.

La tranquila seguridad del Anunciador serenaba a sus discípulos.

—No olvidemos nuestro objetivo: Menfis. ¿Qué ocurre allí, Gergu?

—Un importante obstáculo se levanta ante nosotros, señor: Sobek el Protector.

Temo que consiga dar con nuestra organización. Sería indispensable eliminarlo,

¿pero cómo hacerlo?

—He aquí la solución a ese problema.

El Anunciador mostró el cofre de acacia que había contenido la reina de las

turquesas.

—Te lo entrego, Gergu. No lo abras bajo ningún concepto. De lo contrario,

morirás. —¿Qué debo hacer con él?

—El cofre saldrá de Abydos por el camino habitual, y lo depositarás en la

habitación de Sobek. —No será fácil y... Los ojos del Anunciador llamearon.

—No tienes derecho a fracasar, Gergu.

6

En la dulzura de la noche iba desgranándose la melodía que Isis tocaba en una

gran arpa angular, forrada de cuero verde. Sus veintiuna cuerdas permitían

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múltiples variaciones, y la joven superiora de las sacerdotisas de Abydos

utilizaba maravillosamente las dos octavas.

Iker se dejaba hechizar. ¿Por qué iba a desvanecerse aquella felicidad, puesto que

su esposa y él la construían y la reforzaban, día tras día, conscientes del inmenso

presente que los dioses les ofrecían? A cada instante, intentaban percibir la

magnitud de su suerte. Compartiendo el menor pensamiento, la menor emoción,

vivían la más intensa de las comuniones amorosas.

El paraíso terrenal adoptaba la forma de la pequeña casa de Isis. Aunque el Calvo

la consideraba indigna de un hijo real y de la hija de Sesostris, ni el uno ni la otra

deseaban una morada distinta. Sin duda deberían abandonarla antes o después,

pero hasta entonces querían saborear el hechizo de aquel lugar donde se habían

unido por primera vez.

Iker apreciaba los muros blancos, el marco calcáreo de la puerta de entrada, los

colores cálidos de la decoración interior y la sencillez del mobiliario. A veces, el

joven quería creer que él e Isis, formando una pareja como las demás, vivirían una

apacible existencia de ritualistas.

Pero la gravedad de la situación y la dificultad de su misión lo devolvían muy

pronto a la realidad. Su balance lo tranquilizaba y lo inquietaba al mismo tiempo.

Aparentemente, nada demostraba que el Anunciador dispusiera de un cómplice

en el interior del reino de Osiris, pero tal vez el joven no hubiera sido capaz de

descubrirlo.

Una sucesión de acordes, del agudo al grave, concluyó la melodía. Isis dejó el

arpa y posó dulcemente la cabeza en el hombro de Iker.

—Pareces preocupado —observó.

—Siento una especie de malestar, pues sin duda me han mentido; debería haber

visto y permanecí ciego.

La joven no contradijo a su marido. También ella compartía aquella turbación.

Un mal viento agredía Abydos, ondas negativas perturbaban la serenidad de lo

cotidiano.

—¿Cuántos secuaces debe de tener el Anunciador, uno o varios? —se preguntó

Iker—. En cualquier caso, no ha habido por su parte falta alguna. Ni tú ni el Calvo

habéis advertido ningún desorden ritual, no hay novedad alguna entre los

temporales. Sin embargo, estoy convencido de ello: el enemigo se ha deslizado

entre nosotros. ¿Reanudar los interrogatorios? Es inútil. Habrá que esperar a que

actúe, aunque de ese modo la Gran Tierra corra un terrible riesgo. Recuerdo la

isla del ka, la gran serpiente dueña del país de Punt, y oigo de nuevo su

advertencia: «No pude impedir el final de este mundo. ¿Salvarás tú el tuyo?» ¡Me

considero incapaz de hacerlo, Isis!

—Ya no eres un náufrago, Iker, y la isla de los Justos 110 desaparecerá.

—Pienso en mi viejo maestro, el escriba de Medamud, mi pueblo natal, y en su

único mensaje, más allá de la muerte: «Sean cuales sean las pruebas, yo...»

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—«... estaré siempre a tu lado —prosiguió Isis—, para ayudarte a cumplir un

destino que ignoras aún.»

Iker contempló estupefacto a su esposa.

—El faraón y tú... ¿Cómo podéis conocer esas palabras?

—Muchos evolucionan al albur de los acontecimientos, otros responden a la

llamada de un destino descifrando el significado real de su existencia. Su vo-

cación consiste en vivir el misterio aquí abajo, sin traicionarlo, y en transmitir lo

intransmisible. Procedente del templo de Osiris, tu viejo maestro identificaba a

esos seres y los despertaba a sí mismos, gracias al aprendizaje de los jeroglíficos.

Iker, trastornado, comprobaba la ausencia del azar en el inexorable

encadenamiento de sus pruebas.

—¿Quién lo mató?

—El Anunciador —respondió Isis—. También él te buscaba. Sacrificándote al

dios del mar reforzaba sus poderes. Los seres maléficos se alimentan de sus vícti-

mas, y nunca se sacian.

—El viejo escriba, el faraón y tú... ¡Me guiabais, me protegíais!

—Interpretaste mal algunos acontecimientos, vagaste por el seno de las tinieblas,

aunque buscando siempre la luz. Así ibas modelándote a ti mismo y dando un

camino a tus pies.

—Puesto que te estrecho ya en mis brazos, ¿no se consuma mi destino más allá de

cualquier esperanza?

—Nuestro amor sigue siendo el inquebrantable zócalo sobre el que te construyes,

y nada podrá destruirlo.

¿Crees, sin embargo, que has cruzado todas las puertas de Abydos?

La sonrisa de Isis lo desarmó.

—¿Me perdonarás mi suficiencia?

—Cuando no tenemos ya elección, somos libres. Pero hay que permanecer en el

camino de Maat.

—Ayúdame a avanzar. El rey me abrió la morada de eternidad de los escritores,

en Saqqara, y sueño con descubrir la biblioteca de Abydos.

—No se parece a ninguna otra.

—¿Me consideras indigno de ella?

—La guardiana del umbral debe decidir. ¿Te crees apto para enfrentarte a ella?

—Si tú me guías, ¿qué debo temer?

Iker siguió a su esposa. Ninguna mujer caminaba con tanta ligereza y elegancia.

Rozando apenas el suelo, parecía sobrevolar el mundo de los humanos.

Los altos muros de la Casa de Vida impresionaron a Iker. Muy estrecha, la

entrada sólo dejaba pasar a una persona.

—He aquí el lugar donde se elabora la palabra jubilosa, donde se vive de la

rectitud, donde se sabe distinguir los vocablos.

Del altar de las ofrendas levantado ante el acceso, Isis tomó un pan redondo.

—Inscribe las palabras «confederados de Set» —ordenó al hijo real.

Utilizando un fino pincel, Iker las trazó con tinta roja.

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—Ahora, olvida tu miedo e intenta entrar.

Apenas cruzado el umbral, el joven quedó inmóvil. Un amenazador rugido le heló

la sangre.

Levantó los ojos y vio una pantera, encarnación de la diosa Mafdet, dispuesta a

saltar sobre él.

Iker le ofreció el pan de los enemigos de Osiris.

La fiera vaciló un instante, clavó en él sus colmillos y desapareció. Libre ya el

paso, el escriba tomó por un corredor que desembocaba en una vasta sala

iluminada por numerosas lámparas de aceite que no desprendían humo alguno.

Cuidadosamente colocados en sus casilleros, los rollos de papiro mostraban

títulos que maravillaron al descubridor.

Iker, embriagado, comenzó por el gran libro que revelaba los secretos del cielo,

de la tierra y del mundo intermedio; luego consultó el libro para preservar la barca

sagrada y el manual de escultura.

Visión de realidades desconocidas, caminos de un conocimiento inédito...

Cuando Isis le posó la mano en el hombro, Iker sólo había rozado el tesoro.

—Está a punto de amanecer, vayamos junto al árbol de vida. El Calvo quiere

asociarte al ritual.

Recogido, Iker ofreció a su esposa y al sacerdote los cuencos que contenían agua

y leche. Acto seguido, éstos vertieron su contenido al pie de la acacia, que, apa-

rentemente, gozaba de excelente salud.

La muchacha confió al hijo real un espejo compuesto por un grueso disco de plata

y un mango de jaspe adornado con el rostro de la diosa Hator.

—Oriéntalo hacia el sol y dirige sus rayos hacia el tronco.

El acto ritual fue breve e intenso.

—Esta noche y esta mañana has superado numerosas etapas —reveló Isis—. Al

aceptar el contacto de tu mano, el espejo de la diosa te reconoce como servidor de

la luz.

—Es insuficiente —replicó el Calvo—. Esta noche te espero en el templo de

Sesostris.

El Anunciador vio cómo Isis, Iker y el Calvo se alejaban. Gracias a la

intervención de Bega y a pesar de un retraso debido a la lentitud administrativa,

acababa de ser transferido por fin al templo de millones de años de Sesostris.

Encargado del mantenimiento de los cuencos y las copas, tanto los de las

divinidades como los de los ritualistas, iba acercándose a los centros neurálgicos

del paraje.

El Anunciador, que estaba autorizado a dormir en un lugar de servicio, disponía

de una excelente base de partida para suprimir, una a una, las protecciones de

Osiris.

Sus ojos de rapaz no tardaron en descubrir las cuatro jóvenes acacias plantadas de

acuerdo con los puntos cardinales, alrededor del árbol de vida. Con gran sorpresa

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por su parte, ni guardia, ni ritualista, ni temporal vigilaban el lugar. Su seguridad

estaba, pues, tan bien defendida que ninguna presencia humana resultaba in-

dispensable.

Al avanzar, advirtió un relicario compuesto por cuatro leones, que se daban la

espalda. En el centro, un astil con el extremo ocupado por un escondrijo,

adornado con dos plumas de avestruz, símbolo de Maat.

El Anunciador se sentó con las piernas cruzadas, postura propicia para la

meditación. Los egipcios sabían manejar el pensamiento y adoptar las actitudes

corporales favorables para su florecimiento. Adecuándose a ellas, cualquier

profano se habría sentido atraído hacia lo sacro. El Anunciador, en cambio, no

sufría influencia alguna. Solo y último depositario del mensaje divino, volvía sus

propias armas contra el adversario.

El relicario de los leones y las cuatro acacias: de aquel dispositivo simbólico

emanaba un campo de fuerza.

Atravesarlo exigía fórmulas precisas. Aunque las ignorase, el Anunciador tenía

que hacerlo inoperante.

¿Dónde encontrar las indicaciones indispensables, si no en el interior del templo?

Sin duda, los textos dictados por Sesostris le proporcionarían valiosas infor-

maciones. Correctamente equipado, atacaría entonces el árbol de vida.

El Anunciador regresó al santuario al que estaba destinado y recibió las consignas

de su superior. Sin refunfuñar ante el trabajo, aceptó sustituir, durante la noche, a

un colega que estaba enfermo.

Era una noche propicia para descifrar paredes y buscar las palabras de poder.

Aguardó a estar solo para emprender su exploración, provisto de dos cuencos de

alabastro. Si lo sorprendían, tendría una excusa preparada: estaba limpiando los

preciosos objetos antes de depositarlos en un altar.

La intensidad espiritual que reinaba en el lugar lo irritó. Cada figura jeroglífica lo

rechazaba, cada estrella pintada en el techo proyectaba un fulgor hostil. Sus

presentimientos se confirmaban: sin conceder confianza alguna a los humanos,

los sabios encargaban a los símbolos la protección del edificio.

Un mago ordinario habría emprendido la huida. Dolorido y afectado, el

Anunciador sacó sus garras y su pico de halcón. La magia de los signos se deslizó

por su carne de rapaz sin abrasarla. Permaneciendo en guardia, escrutó las

escenas, estudió las palabras de las divinidades y del faraón.

Ofrendas y más ofrendas, siempre ofrendas... Y una comunión perpetuamente

repetida entre el rey y el más allá. Así le prometían millones de años e incesantes

fiestas de regeneración.

El propagador de la nueva fe rompería aquellos compromisos. Su paraíso sólo

acogería a guerreros, capaces de sacrificarse para imponer su creencia, aunque

fuera a costa de miles de víctimas. Los dioses abandonarían para siempre Abydos

y la tierra de Egipto, y cederían así el lugar a un dios único y vengador cuya vo-

luntad nadie discutiría.

Pero era preciso impedir que Osiris resucitara y hacer que el árbol de vida

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muriera.

A pesar de la agudeza de su mirada, el Anunciador no descubría herramienta

alguna que le permitiese atravesar las defensas mágicas.

Paciente, se empecinó.

El Anunciador se detuvo ante los colosos que representaban al faraón como

Osiris, con los brazos cruzados sobre el pecho y sujetando dos cetros

característicos, y sonrió.

¿Cómo no lo había pensado antes? Todo, allí, era de inspiración osiriaca, todo

partía del dios y regresaba a él.

Una voz ronca lo alertó.

Oculto tras la puerta entreabierta de una capilla lateral, vio cómo el Calvo e Iker

entraban en el patio de los pilares osiriacos. Si lo descubrían, el final del combate

sería incierto. Momentáneamente debilitado por los jeroglíficos, el

hombre-halcón no disponía de su fuerza habitual.

Los dos hombres dieron la espalda a la capilla y contemplaron una de las estatuas

del faraón transformado en Osiris.

Molido al final de una jornada de trabajo especialmente duro, Iker no podía

declinar la invitación del Calvo.

—Hoy, los artesanos se han mostrado más bien desagradables —comentó el viejo

ritualista.

—No puede decirse mejor. Y, sin embargo, ya no están lejos del objetivo. ¿Les

habéis recomendado vos que me perjudicaran?

—Es inútil, ellos conocen la Regla. Tú la ignoras.

—Estoy dispuesto a aprenderla y a practicarla.

—Al parecer, Menfis es una ciudad agradable donde jóvenes de tu edad gozan del

máximo de distracciones. ¿No la echas en falta?

—¿Realmente esperáis una respuesta afirmativa?

El Calvo farfulló una vaga injuria.

—No podrás llevar a cabo tu misión sin cruzar una nueva puerta. Los artesanos lo

saben y no toleran ninguna prebenda.

—No la solicito.

—Mira esta estatua de Osiris. ¿Quién la creó, a tu entender?

—Los escultores de Abydos, supongo.

—¡No todos, hijo real! Aunque excelentes técnicos, la mayoría de los artesanos

no son admitidos en la Morada del Oro. Allí se lleva a cabo el trabajo secreto que

da nacimiento a la estatua y transforma la materia prima, la madera, la piedra o el

metal, en obra viva. Convertidos en servidores de Dios, los verdaderos creadores,

muy poco numerosos, conocen las palabras de poder, las fórmulas mágicas y los

ritos eficaces. Así moldean materiales de eternidad que ningún fuego consume. O

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te aceptan entre ellos, o abandonas Abydos.

Puesto que sus funciones no lo dispensarían de aquella prueba, Iker no protestó.

Ante la idea de descubrir una nueva faceta de Abydos, el entusiasmo se apoderó

de él.

—¿El oro utilizado en esta Morada es también el del «Círculo»?

—Durante la celebración de los misterios, sólo él permite la resurrección de

Osiris. Por eso, incluso cuando lo ignorabas, tu existencia se consagraba a su

búsqueda. Al traer ese metal a Abydos, tú mismo te obligabas a proseguir tu

camino. Osiris reveló a los iniciados las riquezas de las montañas y del mundo

subterráneo, les mostró las riquezas ocultas bajo la ganga y les enseñó a trabajar

los metales. Debes ser consciente de una importante realidad: Osiris es la perfecta

consumación del oro.1

1. Nefer n nub (Estela de Turín, 1640).

7

Gergu estaba impaciente por abandonar Abydos. Provisto de la lista de géneros

que debía proporcionar durante el próximo viaje, subía por la pasarela cuando

una voz demasiado conocida lo dejó petrificado.

—¡Gergu! Ignoraba que estuvieras aquí.

El inspector principal de los graneros se volvió.

—¡Qué alegría volver a verte, hijo real!

—¿Te habrías marchado sin saludarme?

—También yo ignoraba tu presencia.

—¿Una estancia agradable? —preguntó Iker.

—¡Trabajo, trabajo y más trabajo! Abydos no es famosa por su fantasía.

—¿Y si me describieras concretamente tus funciones? Tal vez podría facilitarte la

tarea.

—Debo regresar a Menfis.

—¿Algo urgente?

Gergu se mordió los labios.

—No, no hasta ese punto...

—Ven entonces a tomar una cerveza a mi casa.

—No quisiera molestarte, yo...

—La jornada está tocando a su fin, ahora no es momento para emprender un

viaje. Partirás mañana por la mañana.

Gergu temía las preguntas del hijo real. Al hilo de sus respuestas, podía

traicionarse y poner en peligro la organización. Pero huir sería una confesión de

culpabilidad.

Temblando y con los ojos extraviados, Gergu acompañó a Iker. Varios

temporales advirtieron aquel favor y pensaron, de inmediato, en un ascenso.

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La cocinera acababa de preparar la comida: codornices asadas, lentejas, lechuga y

puré de higos. Aunque atraído por los apetitosos aromas, Gergu permaneció

boquiabierto ante Isis, que regresaba del Lago de Vida, donde había celebrado un

rito en compañía de las sacerdotisas permanentes.

¿Cómo podía ser tan hermosa una mujer?

Si obtenía poder suficiente, Gergu la convertiría en su esclava. En cuanto lo

exigiera, ella satisfaría sus pulsiones más perversas. Sin duda, el Anunciador

apreciaría aquella humillación.

—¿Cena con nosotros tu amigo? —preguntó Isis.

—Por supuesto —respondió Iker.

Gergu esbozó una estúpida sonrisa. Hambriento y sediento, se comportó como un

excelente comensal, esperando que la conversación sólo tratara de trivialidades.

— ¿Conoces a muchos temporales? —preguntó el hijo real.

— ¡No, a muy pocos! Me limito a entregar los géneros destinados a los

permanentes.

— ¿Varía el que da las órdenes?

—No, siempre se trata de Bega.

—Un sacerdote autoritario y severo... No te perdonaría error alguno.

— ¡Por eso no los cometo!

— ¿Conoces a otros permanentes, Gergu?

— ¡De ningún modo! ¿Sabes?, en realidad, Abydos me asusta un poco.

— ¿Y, en ese caso, por qué sigues encargándote de ese tipo de misión?

Gergu se atragantó.

—Mis funciones, la voluntad de ayudar, en fin... ya me comprendes. Sólo soy un

modesto temporal, sin verdaderas responsabilidades.

—¿Has advertido algún detalle insólito o inquietante?

—Ninguno, te lo aseguro. ¿Acaso no protege Osiris el paraje contra cualquier

maleficio?

—¿Te ha solicitado Bega servicios inesperados, sorprendentes incluso?

—¡Jamás de los jamases! Bega es la honestidad personificada. Perdona, pero

tengo intención de partir al alba, y me gustaría acostarme pronto. Mil veces gra-

cias... ¡Suculenta comida!

Al regresar a su embarcación, Gergu cayó en la cuenta de que durante toda la cena

Isis había permanecido en silencio. Aunque, de hecho, eso no tenía importancia,

puesto que se había librado muy bien de aquella trampa.

Tras una noche poblada de pesadillas, Gergu quedó encantado al ver aparecer a la

sierva encargada de llevarle leche y pasteles.

No obstante, el rostro irritado de Bina disipó aquella bocanada de optimismo.

—Anoche cenaste en casa de Iker. ¿Qué quería de ti?

—Reanudar nuestros vínculos de amistad.

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—¡Sin duda te acribilló a preguntas!

—No te preocupes, me las arreglé perfectamente. Iker no sospecha nada.

—¿Qué te preguntó y qué le respondiste tú?

Gergu resumió la entrevista atribuyéndose el mejor papel. De buena gana habría

estrangulado a aquella hembra suspicaz, pero el Anunciador no se lo perdonaría.

—Apresúrate a regresar a Menfis y no vuelvas sin una orden formal de nuestro

señor.

Bina se prosternó y besó las rodillas del Anunciador.

—El hijo real sospecha que Gergu está metido en algún asunto poco claro

—declaró—. Todavía ignora de qué clase y no sabe si hay que vincularlo al

combate principal.

—Excelente, dulzura.

—¿No se convierte Gergu en un peligro?

—Al contrario, lleva a nuestros adversarios hacia Menfis, hacia Medes, pues. Ni

él ni su ayudante sienten la verdadera fe. Sólo piensan en obtener más privilegios

y creen poder utilizarnos.

Bina soltó una sonrisa feroz.

—¿Y ese error va a costarles la vida?

—Cada cosa a su tiempo.

La hermosa morena se contrajo de nuevo.

—¡Iker conoce los vínculos que unen a Gergu y a Bega! Si decreta el arresto del

sacerdote, ¿no nos veremos privados de una pieza fundamental?

—En materia de hipocresía, nadie supera a Bega. Sabrá apaciguar a Iker.

Además, el hijo real no vivirá mucho tiempo.

Bina se acurrucó contra el muslo de su señor.

—Habéis previsto todas las etapas, ¿no es cierto?

—De lo contrario, no sería el Anunciador, ¿no crees?

La opinión de Isis obsesionaba a Iker: «Gergu me parece una fruta podrida.»

Aunque no sintiera excesiva admiración por el inspector principal de los

graneros, el hijo real lo consideraba un vividor más bien simpático.

Durante toda la cena, su esposa había permanecido en silencio, y no había dejado

de observar a su huésped, atenta a sus palabras y a sus actitudes. Y su sentencia

desmontaba las ilusiones de Iker.

El joven no ponía en absoluto en duda la lucidez de su esposa, y se reprochaba a sí

mismo su ingenuidad. Vio claro entonces que Gergu no había dejado de halagarlo

para obtener sus gracias y ascender en la jerarquía. ¿Acaso esa aspiración,

mediocre y banal, ocultaría negros designios? ¿Se habría convertido aquel patán

en discípulo del Anunciador?

La hipótesis extrañaba a Iker, precisamente por el comportamiento de aquel

aficionado a la buena carne, poco sensible a las argucias teológicas. Sin embargo,

Gergu conocía a Bega, tan frío, tan rígido, tan metido en su saber, tan distinto de

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él. ¿Simple encuentro circunstancial o conspiración?

Bega, cómplice del Anunciador... ¡Inverosímil! Su carácter abrupto y su fealdad

no justificaban semejante acusación, pero, en efecto, Gergu trataba con él.

Meditabundo, Iker se dirigió hacia la escalera del

Gran Dios. La profunda paz del lugar tal vez le permitiera formarse una opinión

definitiva.

En cuanto su instinto lo advirtió de un peligro, Shab dejó de masticar un pedazo

de pescado seco.

El Retorcido apartó una de las ramas bajas del sauce que cubrían la entrada de la

capilla donde se ocultaba y descubrió a Iker. A lentos pasos, el escriba se

acercaba. ¿Cómo lo había descubierto aquel maldito husmeador? Aparentemente,

iba solo y desarmado. ¡Fatal error, ocasión inesperada! Puesto que el hijo real

corría aquellos riesgos, pagaría muy cara su estupidez.

Shab agarró el mango de su cuchillo.

Iker se sentó en el borde de una pequeña tapia, a unos veinte pasos de la capilla.

Por desgracia, no le volvía la espalda al Retorcido. Y Shab nunca atacaba de

frente, pues temía la reacción de su presa.

El escriba desenrolló un papiro y redactó algunas líneas. Pensativo, tachó.

Evidentemente, no estaba buscando a nadie. Ocupado en aclarar sus ideas, el hijo

real parecía turbado antes de tomar una decisión.

Shab vaciló.

¿Matar a Iker aprovechando aquella inesperada situación satisfaría al

Anunciador? Le correspondía a él, y no a su discípulo, elegir el momento de la

muerte del hijo real.

El Retorcido se acurrucó al fondo de su madriguera.

Finalizadas sus reflexiones, el enviado de Sesostris se alejó.

En su último mensaje, el viejo maestro de Iker hablaba de un extranjero que había

llegado a Medamud y se entendía a las mil maravillas con el alcalde, aquel

corrupto que quería librarse del aprendiz de escriba. Un extranjero... ¡Sin duda, el

Anunciador! Manipulador, asesino, no era sólo el jefe de un grupo de fanáticos,

sino también la expresión del mal, de la implacable tendencia a la destrucción que

sólo Maat, zócalo de la civilización faraónica y, al mismo tiempo, gobernalle de

los justos de voz, conseguía combatir.

Ahora, Iker percibía el sentido de su existencia y la razón de las pruebas sufridas:

participar en esa lucha con todas sus fuerzas, sin ceder jamás. Había que reco-

menzar todos los días, y mirar de cara un mundo frágil, próximo al punto de

ruptura.

El amor de Isis le ofrecía un poder inesperado. Gracias a ella, ignoraba la duda

corrosiva y el miedo paralizante. Al matar al general Sepi, gran conocedor de las

fórmulas mágicas capaces de rechazar cualquier monstruo, el Anunciador había

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demostrado la inmensa magnitud de sus poderes. ¿De dónde procedían si no de

isefet, la opuesta a Maat, alimentada permanentemente por innumerables

vectores de podredumbre y aniquilación?

Era imposible eliminar isefet del mundo de los humanos. ¿Estaría la Gran Tierra

de Abydos al abrigo de su asoladora avalancha?

La sonrisa de Isis disipó aquellos sombríos pensamientos.

—Ya es hora de prepararse para tu próxima iniciación —indicó—. Ya no debes

ignorar nada sobre Abydos.

Iker se estremeció. En vez de llenarlo de alegría, aquella declaración lo

aterrorizó.

—¿Prefieres la ignorancia?

—¡Todo va tan de prisa! Antaño, me consumía de impaciencia. Hoy, me gustaría

tomarme tiempo, mucho tiempo, y saborear cada etapa.

—El mes de khoiak se acerca, y tendrás que dirigir, en nombre del rey, el ritual de

los misterios de Osiris.

—¿Realmente seré capaz de hacerlo?

—Esa es la consumación de tu misión. ¿Qué importa lo demás?

De nuevo, ella lo condujo. Su conocimiento de los lugares secretos de Abydos fue

el de Iker, que recorrió, a su vez, los caminos de fuego, de agua y de tierra, cruzó

las siete puertas y vio la barca de Maat.

Durante aquellas benditas horas, sólo formaron, realmente, un único ser,

contemplaron la misma luz con la misma mirada y vivieron una vida única.

Y, entonces, Iker e Isis se convirtieron para siempre en marido y mujer, en

hermano y hermana.

Su pacto se selló en el lugar más misterioso de Abydos, emplazamiento de la

tumba de Osiris, presidido por una colina salpicada de acacias.

Los sellos, que diariamente eran comprobados por el permanente encargado de

aquel oficio, cerraban la puerta del último santuario, donde el dios asesinado

preparaba su resurrección.

Sólo el faraón podía romperlos y penetrar en el interior de aquella morada de

eternidad, matriz de todas las demás.

—Aquí está el cuenco primordial1 —reveló la joven sacerdotisa—. Contiene el

secreto de la vida inalterable, más allá de la muerte. Las innumerables formas de

existencia proceden de él. Permanece, pues, junto a Osiris.

1. La khetemet, que está en los orígenes del Santo Grial.

—¿No será el secreto del «Círculo de oro»?

—El final de tu viaje se acerca, Iker. Aunque ningún humano pueda manipular ni

abrir ese cuenco, su misterio debe ser revelado, sin embargo, y transmitido, aun

permaneciendo intacto. Si la Morada del Oro te reconoce como un vivo

verdadero, si te abre los ojos, los oídos y la boca, si el recipiente de tu corazón es

un receptáculo puro y sin mancha, sabrás.

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Un sentimiento de indignidad reemplazó el miedo. El, el aprendiz de escriba en

Medamud, llegaba al centro de la espiritualidad egipcia, gozaba de una felicidad

imposible y realizaba su ideal. ¿Subiría el último peldaño, cruzaría aquel último

umbral que excedía sin duda a sus capacidades? Iker barrió sus angustias, sus

despreciables tentativas de fuga y de vuelta atrás frente al destino que Isis trazaba.

Era allí y ahora donde había que vivir el misterio cuya fuente ella le indicaba.

Mostrarse digno de ella implicaba lanzarse a lo invisible, como el ibis de Tot, de

inmensas alas, que atravesaba el crepúsculo para dirigirse hacia la luz del futuro

amanecer.

—Sentirse preparado no significa nada —estimó—. Sólo sé avanzar, y te seguiré

hasta el final de la noche.

Extraños fulgores cruzaron el crepúsculo.

—La Morada del Oro comienza a brillar —anunció Isis—. Te aguarda.

8

Medes estaba seguro de ello: lo seguían.

Había dejado a su esposa aturdida por un somnífero, dormidos a los criados, y

había abandonado su opulenta villa del centro de la ciudad en plena noche para

dirigirse a casa del libanés. En cada nueva visita, utilizaba un itinerario distinto,

fingía perderse, se alejaba de su destino cuando estaba a punto de alcanzarlo, vol-

vía sobre sus pasos y se daba la vuelta más de cien veces.

Hasta ese día no había ocurrido ningún incidente.

Siempre desconfiado, Medes vestía una basta túnica y se cubría la cabeza con un

capuchón; con ese atavío, nadie reconocería al secretario de la Casa del Rey.

Pese a los riesgos que corría, debía ponerse en contacto con el libanés y examinar

la situación.

Dada su prudencia y el lujo de precauciones, sólo había una explicación: Sobek el

Protector había ordenado que lo vigilaran día y noche. ¿Medida especial o

dispositivo previsto para el conjunto de los dignatarios? Medes carecía de

cualquier información y preveía lo peor: ¿no estaría convirtiéndose en el

principal sospechoso?

Sin embargo, no había cometido error alguno.

Inquietante hipótesis: ¡el arresto de Gergu en Abydos! Aquel cobarde, sin duda,

hablaría y lo vendería.

Elemento reconfortante: la marca de Set en la palma de su mano. En caso de

traición, ¿no lo aniquilaría el Anunciador?

Medes se sentó en la esquina de una calleja y fingió dormirse.

Por el rabillo del ojo, vio pasar al que lo seguía, un hombre de talla mediana,

flacucho, al que vencería fácilmente.

Pero ¿no reconocería así su culpabilidad?

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El policía, obligado a comportarse como un viandante ordinario, se alejó.

En cuanto estuvo fuera de su vista, Medes corrió hacia la calleja opuesta y puso

pies en polvorosa.

Casi sin aliento, se ocultó tras un horno de pan y esperó.

Nadie.

Desconfiado, describió un gran círculo alrededor de la casa del libanés antes de

dirigirse, finalmente, a su destino. Una vez allí presentó un pequeño pedazo de

cedro al guardián exterior. El cancerbero, suspicaz, lo expuso a la luz lunar.

Advirtiendo el jeroglífico del árbol, profundamente grabado, abrió la pesada

puerta de madera. El guardián interior lo comprobó.

—Subid al primero.

La rica morada del libanés, situada en el corazón de un barrio popular e invisible

desde las calles adyacentes, tenía un aspecto engañoso. Ni siquiera un atento

observador podía sospechar las riquezas que albergaba aquel edificio de aspecto

vulgar. Medes subió la escalera de cuatro en cuatro.

—Ven, amigo mío —le invitó la voz gutural del libanés. Tumbado en

multicolores cojines, el obeso mordisqueaba deliciosas pastas regadas con

alcohol de dátiles. Había renunciado definitivamente a seguir ineficaces

regímenes, y seguía engordando. Le resultaba imposible resistirse a la admirable

cocina egipcia, la única capaz de calmar sus angustias.

Voluble, encantador, comerciante sin igual, perfumado en exceso y ataviado con

recargadas ropas, el libanés se rascaba a menudo la horrible cicatriz que le

cruzaba el pecho. Una vez, sólo una, se había permitido mentirle al Anunciador, y

las garras del halcón-hombre habían estado a punto de arrancarle el corazón.

Desde aquel drama, se comportaba como un celoso servidor, seguro de tener un

papel de primer plano cuando se formara el nuevo gobierno de Egipto.

La religión del Anunciador exigiría numerosas ejecuciones, seguidas por una

implacable depuración de la que el libanés se encargaría. Habituado a los oscuros

manejos, ya soñaba con dirigir una policía política de la que nadie escaparía.

—¿Cómo están las cosas? —preguntó Medes, agresivo.

—Debido a los nuevos controles, muy eficaces, nuestras relaciones comerciales

con el Líbano se han interrumpido momentáneamente. Esperemos que la

deplorable situación termine lo antes posible.

—No he venido a hablar de eso.

—Lástima, esperaba una intervención de tu parte.

—¿Cuándo iniciarás la oleada de atentados?

—Cuando el Anunciador me lo ordene.

—¡Si sigue vivo aún!

El libanés sirvió vino tinto en las anchas copas.

—Calma, mi querido Medes, calma. ¿Por qué pierdes la sangre fría? Nuestro

señor se encuentra a las mil maravillas y sigue gangrenando Abydos. La

precipitación sería perjudicial.

—¿Conoces la verdadera misión de Iker?

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—¿No nos traerá informaciones Gergu?

—¡Ignoro si regresará!

—No seas pesimista. Ciertamente, desde la desaparición de mi mejor agente, los

vínculos entre las distintas células implantadas en Menfis se hacen lentos y de-

licados. Sin embargo, los investigadores de Sobek se empantanan, y ninguno de

los combatientes de la verdadera fe ha sido detenido.

—Me han seguido —reveló Medes—. Un policía, sin duda.

El rostro del libanés se ensombreció.

—¿Te ha identificado?

—Imposible.

—¿Estás seguro de haber despistado al curioso?

—De lo contrario, habría regresado a casa.

—Así pues, Sobek ha ordenado que te vigilen, al igual que al resto de los

dignatarios, probablemente. No confía en nadie y multiplica sus esfuerzos. Es

molesto, muy molesto...

—¡Si no lo suprimimos, fracasaremos!

—Es un personaje muy molesto, lo admito, pero difícil de alcanzar. ¿Debemos

sacrificar parte de nuestros hombres para acabar con él?

A la cabeza de la organización terrorista de Menfis, el libanés mandaba un

pequeño ejército de comerciantes, peluqueros y vendedores ambulantes,

perfectamente integrados en la población egipcia. Algunos estaban casados,

tenían hijos, y todos vivían en perfecta armonía con el vecindario.

—Sobek tiene que desaparecer —insistió Medes.

—Lo pensaré.

—No tardes demasiado. Ese maldito policía tal vez se acerque más de prisa de lo

que supones.

El libanés perdió de pronto su aspecto de vividor, despreocupado y alegre. La

súbita ferocidad de su rostro sorprendió a Medes.

—Nadie se cruzará en mi camino —prometió.

La cólera de Sobek el Protector hizo temblar las paredes de su vasto despacho

donde, todas las mañanas, escuchaba los informes de sus principales

subordinados y de los agentes enviados en misión especial. Era precisamente uno

de ellos quien sufría los rayos y truenos de su jefe.

—Vayamos punto por punto —exigió el protector—. ¿A qué hora salió el

sospechoso de la casa de Medes?

—En mitad de la noche. La ciudad dormía.

—¿Y sus ropas?

—Una túnica basta, con el capuchón muy bajo sobre el rostro.

—¿Y en ningún momento le viste la cara?

—¡No, lamentablemente!

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—Por su aspecto, ¿era un hombre joven o de edad?

—¡En cualquier caso, lleno de energía!

—¿Y su itinerario?

—Incomprensible. A mi entender, estaba vagando.

—¡Intentaba despistarte, y lo consiguió!

—Cuando se sentó, me vi obligado a proseguir mi camino. Cuando me volví, ya

había desaparecido. Inevitable. Os lo aseguro.

—Vuelve al cuartel. Barrerás el patio.

Comento al no ser sancionado gravemente, el policía desapareció.

Pese al fracaso final, el balance de aquella misión no carecía de interés.

Estrechando la vigilancia alrededor del máximo de notables, Sobek obtenía un

primer resultado que lo obligaba a avisar de inmediato al visir.

Tras comprobar el presupuesto de varias provincias en compañía del ministro de

Finanzas Senankh, KhnumHotep pensaba descansar un poco. Tenía las piernas y

la espalda doloridas, y ni siquiera sacaba ya a pasear a los perros, que sentían

aquella triste innovación. Durmiendo mal, con el apetito a media asta, el viejo

visir sentía que la vida se le escapaba de las manos. Pese a su calidad, los

tratamientos del doctor Gua no conseguían retenerla.

Todas las mañanas agradecía a Maat y a las divinidades que le hubieran

concedido una fabulosa existencia y formulaba una postrera petición: morir

trabajando y no en la cama.

—El jefe de la policía desea veros con urgencia —le anunció su secretario

particular.

Se acabó el reposo... Sobek el Protector nunca lo molestaba en vano.

—¡Visir, pareces agotado!

—Bueno, ¿qué es tan urgente?

—Tiene dos aspectos: el uno, instructivo; el otro... delicado.

—¿Por cuál prefieres comenzar?

—Por el delicado. Hacer investigaciones exhaustivas, sobre todo entre los altos

personajes, implica a veces cruzar ciertos límites y...

—Por cierto, Sobek. ¿Has colocado a algunos dignatarios bajo vigilancia sin

avisarme y sin instrucciones oficiales?

—Es una formulación brutal, pero de eso se trata, poco más o menos. Dado el pez

que espero sacar de la ciénaga, me gustaría no tener problema alguno.

—¡No te falta aplomo!

—No había un modo mejor de actuar. Así, no hay filtraciones.

—¿Y el nombre de ese pez?

—Aún lo ignoro.

—Si quieres que te apoye, no te andes con remilgos.

—He aquí lo instructivo: el secretario de la Casa del Rey parece mezclado en un

asunto turbio.

—¿Qué tipo de asunto?

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—Lo ignoro, en realidad.

Sobek relató los resultados del seguimiento.

—Es extraño —reconoció el visir—, aunque insuficiente para sospechar que

Medes esté vinculado a la organización terrorista.

—¿Me concedes, sin embargo, autorización para proseguir la investigación?

—La obtuvieses o no, continuarías. Sé muy prudente, Sobek. Incriminar a un

inocente sería una grave falta. El secretario de la Casa del Rey reaccionaría

enérgicamente y obtendría tu cabeza.

—Correré ese riesgo.

De barrio en barrio, de calleja en calleja, de casa en casa, Sekari recorría Menfis y

acababa la jornada en una taberna donde las lenguas se desataban. Para obtener el

máximo de informaciones, para ponerse en contacto, incluso, con simpatizantes

del Anunciador, se había convertido en aguador, al igual que el terrorista re-

cientemente eliminado. Viento del Norte llevaba los odres, Sanguíneo vigilaba la

mercancía.

El modesto negocio resultaba fructífero, siempre que no te permitieras echar unas

siestas demasiado largas. La dificultad consistía en librarse de las garras de

ciertas amas de casa, hechiceras unas, insaciables charlatanas otras.

Lamentablemente, la cosecha era escasa.

Parecía que los terroristas hubieran abandonado la ciudad.

Sekari, sin embargo, estaba convencido de lo contrario. Trastornado, el enemigo

se escondía y callaba, pues la conquista de Egipto implicaba la toma de Menfis.

La gran ofensiva se iniciaría allí, una pandilla de fanáticos y asesinos sembrarían

el terror y la desolación.

Todas las mañanas, el agente secreto elegía a un barbero distinto. Jovial, atraía las

confidencias, y la conversación se entablaba con facilidad. Quejas, proyectos,

historias de familia, chistes verdes... Pero ni un desliz, ni una crítica a Sesostris, ni

una alabanza, ni siquiera velada, al Anunciador.

Si aún existían terroristas entre los peluqueros, daban perfectamente el pego. Los

demás vendedores ambulantes apreciaban a Sekari. Transmitiendo decenas de

rumores, elogiaban los méritos del rey, protector de los débiles y garante de Maat.

Estaban traumatizados aún por los atentados que habían golpeado con dureza

Menfis, y esperaban no volver a vivir nunca semejante tragedia.

Sekari recorrió los almacenes donde trabajaban numerosos extranjeros. Ninguno

detestaba al faraón; al contrario. Gracias a él, gozaban de un empleo correcta-

mente pagado, de un alojamiento decente, y podían formar una familia. Algunos

protestaban contra la dureza de ciertos patrones, sólo uno añoraba su Siria natal,

pero aun así no sentía deseos de abandonar Egipto.

Superando su decepción, Sekari ofreció sus servicios a los habitantes del barrio

norte, no lejos del templo de Neith.

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El agente secreto advirtió el deplorable estado de sus sandalias, decidió buscar

una tienda que ofreciera artículos sólidos y baratos. Cuando se acercaba a un

vendedor dormido, Viento del Norte retrocedió bruscamente y Sanguíneo emitió

un gruñido amenazador.

Sekari no desdeñó las advertencias de sus dos colegas, cuya competencia

demostraban sus precedentes hazañas.

—¿Una tienda sospechosa? —le preguntó al asno.

La oreja derecha de Viento del Norte se levantó para asentir.

—¿Un tipo que no es de fiar?

La oreja siguió vertical, Sanguíneo mostró los colmillos y Sekari contempló al

durmiente con otros ojos.

—Media vuelta —ordenó.

De pronto, la atmósfera le pareció muy cargada.

Si el comerciante pertenecía a la organización terrorista, ¿no merodearían sus

cómplices por aquellos parajes? Temiendo una trampa, Sekari se alejó con pasos

tranquilos. Un viandante le pidió agua. El agente secreto miró a su alrededor,

dispuesto a defenderse, pero vio que el asno y el perro se mostraban apacibles.

—Un barrio tranquilo —comentó Sekari—. Debe de ser agradable.

—No nos quejamos —asintió el bebedor.

—¿Y ese vendedor de sandalias... hace poco que está aquí?

—¡No, qué va, lo conocemos desde hace mucho tiempo! Un muchacho servicial.

Necesitaríamos muchos como él.

9

Iker había pasado la noche meditando ante la Morada del Oro, tan

resplandeciente como un sol. Aureolado por una claridad que alejaba las

tinieblas, no sentía fatiga alguna. Hora tras hora, se apartaba de su pasado, de los

acontecimientos, de las desgracias y de los gozos. Sólo subsistía Isis, inmutable y

radiante.

Al amanecer, el Calvo se sentó con las piernas cruzadas ante el hijo real.

—¿Qué debe conocerse, Iker? —preguntó.

—El fulgor de la luz divina.

—¿Y qué te enseña?

—Las fórmulas de transformación.

—¿Adonde te conducen?

—A las puertas del más allá y por los caminos que toma el Gran Dios.

—¿Qué lenguaje habla?

—El de las almas-pájaro.

—¿Quién oye sus palabras?

—La tripulación de la barca divina.

—¿Estás equipado?

—Desprovisto de todos los metales, manejo la paleta de oro.

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CHRISTIAN JAC - EL GRAN SECRETO - LOS MISTERIOS DE OSIRIS

—Nadie penetra en la Morada del Oro si no se vuelve semejante al sol de oriente,

como Osiris. ¿Deseas conocer su fuego aun a riesgo de ser abrasado?

—Lo deseo.

Dos artesanos desnudaron a Iker y lo lavaron con mucha agua.

—No debe subsistir rastro alguno de ungüento —indicó el Calvo—. Sé

purificado cuatro veces por Horus y por Set.

Dos ritualistas que llevaban las máscaras de los dioses tomaron cada cual dos

jarros. De su gollete brotó una energía cuyas brillantes parcelas adoptaron la

forma de la llave de vida.

—Queda liberado así de lo que en ti hay de malo y descubre la vía que conduce a

la fuente.

Dioses y artesanos desaparecieron.

Al quedarse a solas, el joven dudó sobre la conducta que debía seguir. No hacer

nada sería, sin duda, un error fatal, pero aventurarse al azar, también.

Solicitó, pues, la ayuda de Isis. Allí, como en cualquier parte, ella lo guiaría.

Sintiendo que su mano tomaba la suya, avanzó hasta un bosquecillo de acacias,

apartó las ramas y ascendió a lo alto de una colina.

—Contempla el misterio de la «primera vez» —conminó la áspera voz del

Calvo—, es decir, este altozano nacido del océano primordial. La creación se

produce aquí en todo instante. Ser iniciado consiste en percibir este proceso y

practicar la transmutación de la materia en espíritu, y del espíritu en materia. Si

sobrevives a las pruebas, verás el cielo en la tierra. Antes, los escultores te

desbastarán, a ti, el mineral bruto extraído de las entrañas de la montaña.

Tres artesanos jalaron una narria de madera hasta los pies del altozano.1

1. Se evocan aquí los ritos del kikenu.

—Soy el guardián del aliento —declaró el primero—. El embajador y el vigilante

me ayudan. Trabajamos la piedra para que el viaje se realice hacia el lugar que

renueva la vida.

Agarró el pecho de Iker.

—Que el antiguo corazón sea arrancado, la antigua piel y los antiguos cabellos

quemados. Que se forme un nuevo corazón, capaz de acoger las mutaciones. De

lo contrario, el fuego consumirá la indignidad.

El Calvo cubrió al joven con una piel blanca y lo obligó a tenderse en la narria, en

posición fetal. Se inició entonces un largo periplo.

Iker tuvo la sensación de convertirse en un material, conducido hacia la obra que

levantaría un templo. Piedra entre piedras, no se preocupaba de su emplaza-

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miento, pues ya se sentía muy feliz tan sólo de pertenecer a la construcción.

El hijo real no tenía edad. De nuevo embrión al abrigo cié aquella piel protectora,

no sentía temor alguno. La narria se inmovilizó. El Calvo hizo que Iker se sentara

sobre sus talones.

Se desenrolló ante él un inmenso papiro cubierto de jeroglíficos dispuestos en

columnas. En el centro, una representación sorprendente: Osiris, de frente, tocado

con la corona de resurrección, llevando el cetro «Potencia» y la llave de vida.

Alrededor del Gran Dios, círculos de fuego.

—He aquí el atanor, el horno de las transmutaciones. Contiene la muerte y la

vida.

Iker se creyó víctima de una alucinación. Brotando del techo, se le apareció el

general Sepi.

—Descifra estas palabras y grábalas en tu nuevo corazón —recomendó a su

alumno—. Quien las conozca brillará en el cielo al modo de Ra, y la matriz

estelar lo reconocerá como un Osiris. Desciende al seno de los círculos de fuego,

alcanza la isla inflamada.

La silueta de Sepi se esfumó. Todo el ser de Iker, y no su memoria, preservó las

fórmulas. Se convirtió en jeroglífico.

El papiro volvió a enrollarse y fue sellado.

Aparecieron entonces tres artesanos de aspecto hostil, un escultor, un desbastador

y un pulidor.

—Que se deje actuar a quienes deben golpear al padre —ordenó el Calvo.

Incapaz de defenderse, Iker vio cómo se levantaban un cincel, un mazo y una

piedra redonda.

—Ahora vas a dormir —anunció el viejo ritualista—. Roguemos a los

antepasados que te saquen de tu sueño.

Tras haber cruzado barreras y controles, Bina se dirigió al anexo del templo,

donde recibió pan y leche fresca, que debía entregar cuanto antes a los sacerdotes

permanentes.

—¿Debo comenzar por el Calvo?

—No, no está en su casa —respondió el temporal encargado de distribuir las

tareas.

—¿Acaso ha abandonado Abydos?

—¿El? ¡Nunca! Al parecer se encarga de la iniciación del hijo real.

Bina adoptó un aire extrañado.

—¿Del hijo real...? ¿Pero no dispone ya de todos los poderes?

—¡Estamos en Abydos, pequeña! Aquí sólo cuenta la Regla de los misterios. Sea

cual sea el título, todo el mundo se somete a ella.

—Bueno, me encargaré de los demás permanentes, entonces. Espero que estén en

su casa.

—¡Tú verás! Y basta ya de cháchara, no pierdas el tiempo. A los viejos ritualistas

no les gusta esperar su desayuno.

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CHRISTIAN JAC - EL GRAN SECRETO - LOS MISTERIOS DE OSIRIS

La hermosa morena concluyó su servicio con Bega.

—¿Qué le sucede a Iker?

—El Calvo y los artesanos le están revelando los secretos de la Morada del Oro.

—¿Los conoces tú?

—No pertenezco a la cofradía de los escultores —respondió con sequedad Bega.

—¿Por qué recibe Iker su iniciación?

—Sin duda porque resulta indispensable para llevar a cabo su misión.

Bina tuvo que esperar hasta el final de la mañana antes de encontrarse con el

Anunciador, que estaba terminando de limpiar unos grandes recipientes. Una

decena de oficiantes los utilizaban durante la purificación de los altares.

—Estoy inquieta, señor.

—¿Qué temes?

—Iker está obteniendo nuevos poderes.

—¿Su iniciación en la Morada del Oro?

—¿Lo... lo sabíais?

—Puesto que ese escriba sobrevivió al naufragio de El Rápido y a la desaparición

de la isla del ka, consumará su destino.

—¿No habría que matarlo cuanto antes? ¡Pronto estará fuera de nuestro alcance!

—No se me escapará, tranquilízate. Cuanto más se eleva en el seno de los

misterios, más se afirma como un ser irremplazable, sucesor de Sesostris.

Eliminar a los mediocres no tiene demasiado interés. En cambio, suprimir a un

personaje de esa importancia quebrará a Sesostris, pues Iker es su punto débil. Al

ver cómo se derrumba el porvenir de Egipto, tan pacientemente construido, el

faraón quedará desamparado y se volverá vulnerable.

La mano del Calvo tocaba su frente.

Iker despertó.

—Estabas tendido, durmiendo. Hete aquí llegado al puerto de las

transformaciones, sano y salvo. La piedra puede ser jalada hasta el lugar de la

obra.

Tres artesanos tiraron de la narria.

No era ni de noche ni de día, en el cielo sólo había una dulce penumbra. Aquel

nuevo viaje se desarrollaba sin sobresaltos, como un feliz regreso a una patria

abandonada desde hacía demasiado tiempo.

Iker vio el dintel de una puerta cerrada.

—Levántate y siéntate sobre tus talones —ordenó el Calvo.

Lentamente, el hijo real lo logró.

—Sólo Osiris ve y oye —declaró el ritualista—. Sin embargo, el iniciado

participa de esta visión y de esta audición, y sus ojos se convierten en los del

halcón Horas y su oído en el de la vaca Hator. Estos ojos actúan y crean, ese oído

percibe la voz de todos los seres vivos, desde la estrella hasta la piedra. Esas son

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las dos puertas del conocimiento. Ve hasta los confines de las tinieblas, escucha

la palabra del origen, atraviesa el firmamento y asciende hacia el Gran Dios. Su

tierra sagrada absorbe los braseros destructores. Sé lúcido, frío y tranquilo como

Osiris, ve en paz hacia la región de luz donde vive para siempre.

La puerta de la Morada del Oro se abrió.

—Modela tu camino, Iker.

El joven se levantó, sintiendo el irresistible deseo de avanzar, y con lentos pasos

cruzó el umbral del santuario.

—Ahora, camina sobre las aguas.

El suelo de plata parecía líquido, los pies se le hundían. ¿Quien caminaba sobre

las aguas de su dueño no se comportaba como un perfecto servidor? Iker prosi-

guió.

De pronto, la superficie se endureció y de ella brotó un fulgor plateado que

envolvió al escriba.

—Sé presentado ante el Gran Dios —declaró el Calvo ciñendo con una cinta la

frente de Iker1—. Ahora estás provisto de un símbolo capaz de dar a luz tu mira-

da, de extraer lo vivo de las tinieblas y concederte la iluminación.

El contacto de la tela reavivó el fulgurante poder del cocodrilo que animaba al

hijo real desde su inmersión en las profundidades de un lago del Fayum. La unión

de la tela y de aquella fuerza provocó un relámpago de formidable intensidad.

Liberado de la piel blanca, Iker tocó el cielo, rozó el vientre de las estrellas y

danzó con las constelaciones.

1. El seshed, que se evoca en los «textos de las pirámides».

Cuando el deslumbramiento cesó, descubrió a Sehotep, superior de todas las

obras del rey y jefe de los artesanos.

—Hete aquí sucesor de Osiris —anunció—. Tú debes venerarlo y proseguir su

obra.

Sehotep revistió al joven con una túnica adornada con estrellas de cinco puntas.

—Con las manos puras, te conviertes en sacerdote permanente de Abydos y

servidor del Gran Dios. Descubre el trabajo oculto de la Morada del Oro. Hace

nacer la estatua y transforma la materia en obra viva.

—¿Cómo se llama Osiris? —preguntó el Calvo.

Las fórmulas del conocimiento atravesaron el espíritu de Iker.

—El lugar de la creación, la culminación del acto ritual y la sede del ojo.1 Fuente

de vida, establece Maat y gobierna a los justos de voz.

—Construye el nuevo trono de Osiris.

Iker levantó uno a uno los materiales de la obra: el oro, la plata, el lapislázuli y la

madera de algarrobo. Estos se ensamblaron por sí solos para formar el zócalo

sobre el que Sehotep levantó una estatua de Osiris.

—Decora el busto del señor de Abydos con lapislázuli, turquesa y electro,

elementos protectores de su cuerpo.2

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1. Ésas son las principales interpretaciones de la palabra Usir (Osiris).

2. Estas precisiones las proporciona la estela de Iker-Nofret, importante

testimonio sobre sus funciones en Abydos.

Las manos del hijo real no temblaron, y el pectoral puso el pecho de Osiris al

abrigo del peligro.

—En tu calidad de superior de los secretos, equipa al dios con su corona.

Flanqueada por plumas de avestruz, cubierta con una hoja de oro, perfora el cielo

y se mezcla con las estrellas.

Iker coronó la estatua.

Luego colocó los dos cetros en sus manos, el flagelo del agricultor, símbolo del

triple nacimiento, y el cayado del pastor, que sirve para reunir a los animales.

—La primera parte de la misión del hijo real se culmina —señaló el Calvo—. La

nueva estatua de Osiris animará la próxima celebración de los misterios. Queda

despertar a la Dama de Abydos.

Tres lámparas iluminaron una capilla que albergaba la antigua barca del Gran

Dios.

—A causa del maleficio, ya no circula libremente. De modo que debe ser

restaurada y reanimada.

Utilizando oro, plata, lapislázuli, cedro, sándalo y madera de ébano, Iker

construyó una nao y la insertó en el centro de la barca portátil.

Las estrellas presentes en el techo de la Morada del Oro brillaron, no subsistió

zona de sombras alguna.

—Ra ha construido la barca de Osiris —reveló Sehotep—, el Verbo edifica la

resurrección. Ra ilumina el día; Osiris, la noche. Juntos, constituyen el alma

reunida. Osiris es el lugar de donde brota la luz, materia esencial de los misterios.

—Circula de nuevo —comprobó el Calvo—. El barquero restablece la unión

entre el más allá y el aquí. El espíritu de los iniciados puede cruzar las puertas del

cielo. La segunda parte de la misión del hijo real concluye. Así se convierte en

digno de dirigir el ritual de los misterios.

El Calvo abrazó al joven.

Por primera vez, Iker sintió la profunda emoción del viejo ritualista.

10

Sobek el Protector recibió a Medes a primera hora de la mañana. Al secretario de

la Casa del Rey le costaba dominar su cólera.

—¡Exijo una investigación en toda regla! ¡Han entrado en mi casa para robarme y

me han quitado varios objetos de valor!

—Te creía bien protegido.

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—¡Mi portero dormía, el muy imbécil! El bandido era especialmente hábil y

podría volver a hacerlo. De modo que he contratado a dos guardianes que

vigilarán mi casa día y noche.

—Excelente iniciativa.

—Hay que detener a ese malhechor, Sobek.

—Sin la menor indicación, no será cosa fácil.

—Dispongo de una descripción.

—¿Quién te la ha proporcionado?

—Un criado que sufre de insomnio. Mientras contemplaba distraídamente el

jardín, vio pasar a un hombre de talla mediana, ágil, ataviado con una túnica basta

y con la cabeza cubierta por una capucha.

—Aun así, ¿le vio el rostro?

—Por desgracia, no. Lanza a buenos policías en su busca, Sobek.

—Cuenta conmigo, Medes.

El rostro del secretario de la Casa del Rey se ensombreció.

—Tengo la sensación de que el ladrón no era un bandido ordinario.

Sobek frunció el entrecejo.

—¿Puedo saber por qué?

—Es una simple hipótesis, que tal vez deba tomarse en consideración. ¿Acaso no

pretenden los terroristas suprimir a los principales dignatarios, incluidos los

miembros de la Casa del Rey? En ese caso, el desvalijador sería un emisario

encargado de examinar los lugares para preparar una agresión. ¡Y el robo, un

engaño!

—Tomo en serio tu idea —reconoció Sobek—, pues se han producido otros

intentos de robo en casa de Sehotep y de Senankh.

Medes pareció aterrado.

—¡La ofensiva parece inminente, pues!

El Protector apretó los puños.

—La Casa del Rey permanecerá intacta, te lo prometo.

—Eres nuestra última muralla, Sobek.

—Cuenta con mi solidez.

Sobek se quedó solo largo rato.

¿No estaría equivocándose al sospechar de Medes? Una vez más, aquel duro

trabajador demostraba lucidez y afecto a la corona. Si sus previsiones resultaban

exactas, la organización terrorista se disponía a dar un golpe.

Los aullidos de su esposa despertaron a Medes, presa de una pesadilla en la que se

veía perseguido por una decena de hombres de Sobek, a cual más feroz.

Empapado en sudor, irrumpió en la habitación de la histérica y la abofeteó.

—Llama en seguida al doctor Gua —suplicó ella—. De lo contrario, voy a morir

y tú serás el responsable.

Medes pensaba a menudo en estrangular a su esposa, pero, a causa de las

circunstancias, no quería llamar más la atención. Cuando gobernara Egipto, se

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libraría de aquel pesado fardo.

—¡El doctor Gua, pronto!

—Me encargaré inmediatamente de eso. Entretanto, tu peluquera y tu

maquilladora te pondrán presentable.

Medes mandó a su intendente a buscar al célebre facultativo. Era inútil

prometerle una enorme remuneración, puesto que Gua, a pesar de su notoriedad,

seguía siendo incorruptible. Demoraba a menudo la auscultación de un alto

dignatario para cuidar a una persona modesta cuyo caso le parecía urgente.

Ninguna presión modificaba su modo de actuar, y más valía no importunarlo.

Ataviada, la esposa de Medes seguía, sin embargo, siendo presa de unas crisis de

lágrimas que obligaban a la peluquera a recomenzar su trabajo sin emitir la menor

protesta, so pena de despido inmediato y solapadas venganzas. Todos los

miembros de su personal temían la maldad de la histérica.

Con gran asombro de Medes, el doctor Gua llegó antes de comer con su eterna

bolsa de cuero. Indiferente al jardín de la lujosa villa, se dirigió con paso rápido

hacia la habitación de su paciente.

—Gracias por vuestra rapidez —le dijo Medes, cálido—. Supongo que

tendremos que aumentar las dosis.

—¿El médico sois vos o yo?

—Lo siento, no quería...

—Apartaos y dejadme entrar. Sobre todo, que nadie nos moleste.

Gua se hacía dos preguntas. En primer lugar, por qué Medes, funcionario

concienzudo, íntegro, jovial, franco y que gozaba de una perfecta reputación,

padecía de un hígado que no se correspondía con semejante descripción. Sede del

carácter, aquel órgano no mentía. Medes estaba simulando, pero ¿por simple

estrategia de político o por inconfesables motivos?

Y, en segundo lugar, ¿cuál era la verdadera causa de la enfermedad de su esposa?

Egoísta, agresiva, retorcida, hipernerviosa, acumulaba un número impresionante

de defectos, pero el tratamiento debería haber mejorado su estado y acabado con

sus crisis.

Aquel fracaso terapéutico irritaba a Gua.

—¡Por fin, doctor! He creído morir mil veces.

—Pues muy viva me parecéis, y demasiado gorda aún.

Ella se ruborizó y adoptó la voz de una niña.

—A causa de mis angustias, no puedo resistir las golosinas y los platos con salsa.

¡Perdonadme, os lo suplico!

—Tendeos y dejadme ver vuestras muñecas. Voy a escuchar los canales del

corazón.

Relajada por fin, le sonrió. Aunque aquellos arrumacos le exasperaban, Gua

prosiguió el examen.

—Nada alarmante —concluyó—. Unos drenajes fuertes mantendrán el buen

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estado general.

—¿Y mis nervios?

—Ya no me apetece cuidarlos.

Ella se incorporó de un brinco.

—¿No... no iréis a abandonarme?

—Los remedios tendrían que hacer efecto, pero no es así. Por tanto, habrá que

hacer un nuevo diagnóstico y comprender por qué vuestros males se resisten a los

medicamentos.

—Yo no lo sé.

—Lo sabéis.

—¡Sufro, doctor!

—Algo os obsesiona, algo tan intenso y profundo que ningún tratamiento surte

efecto. Registrad en vuestra conciencia, aliviadla y curaréis.

—¡Son mis nervios, sólo mis nervios!

—De ningún modo.

Ella se agarró al brazo del médico.

—¡No me rechacéis, os lo suplico!

Él se soltó en seguida.

—El farmacéutico Renseneb preparará unas píldoras extremadamente potentes,

capaces de apaciguar la máxima histeria. En caso de resultados negativos, estaré

seguro de mi diagnóstico. Ocultáis en el fondo de vos misma una falta grave que

os corroe y os lleva a la locura. Confesadla y quedaréis liberada.

El doctor Gua cogió su maletín y abandonó la morada de Medes. Lo esperaba una

chiquilla que sufría de los bronquios.

—¿De qué habéis hablado? —le preguntó Medes a su esposa.

—De mi estado... ¡Tal vez no sobreviva mucho tiempo, querido!

«Excelente noticia», pensó el secretario de la Casa del Rey.

—El doctor Gua preconiza un tratamiento de choque —prosiguió, ansiosa.

—Confiemos en él.

Ella se acurrucó a su lado.

—¡Qué maravilloso marido tengo! Necesito perfumes, ungüentos y vestidos. Y,

además, cambiemos de cocinero. ¡Y también de peluquera! Esa gente me aburre y

no me sirve bien. Por su culpa, mi salud se degrada.

Por devoción hacia su patrón, generosamente pagado, el intendente de Medes

sufría a veces humillaciones difíciles de soportar, como aquellos insultos del

inspector principal de los graneros, Gergu. Estaba completamente borracho, y

exigía ver de inmediato a su patrón.

El intendente avisó a Medes.

—Os lo advierto: aliento pestilente y ropas hediondas.

—Que lo duchen, lo perfumen y lo vistan con una túnica nueva. Luego, que se

reúna conmigo en la pérgola.

Tambaleante pero presentable, Gergu se dejó caer en un sillón.

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—Pareces agotado.

—Un viaje interminable, etapas demasiado largas, unas...

—Pero tenías para beber y soñabas con desaparecer. El signo de Set te llamaba al

orden, por lo que has proseguido tu camino hacia Menfis.

Gergu bajó los ojos.

—Olvidemos esas niñerías y preocupémonos de lo esencial: las verdaderas

intenciones de Iker. Según Bega, debe restaurar la barca de Osiris y crear una

nueva estatua del dios. Dada su iniciación en la Morada del Oro, el hijo real se

convertirá, probablemente, en sacerdote permanente, dirigirá el ritual de los

misterios y no saldrá ya de Abydos. Una suerte de exilio dorado y definitivo.

—¿Qué piensa de ello el Anunciador?

—Está seguro de su éxito final.

—De modo que acabará con Iker y destruirá las defensas de Abydos.

—Es probable.

—Careces singularmente de entusiasmo, Gergu. ¿Acaso has cometido algún error

grave?

—No, tranquilizaos.

—Entonces, el Anunciador te ha confiado una misión que te asusta.

—¿Acaso no hay que detenerse a tiempo? ¡Un paso de más y caeremos!

Medes llenó una copa de un vino blanco y afrutado, cuyo sabor permanecía largo

rato en la boca, y lo ofreció a su adjunto.

—Esta es la mejor medicina. Te devolverá a la realidad y te dará confianza.

Gergu bebió con gula.

—¡Estupendo! Diez años de ánfora, por lo menos.

—Doce.

—Una sola copa no le rinde homenaje.

—Volverás a beber cuando me hayas transmitido las directrices del Anunciador.

—Son del todo insensatas, creedme.

—Deja que yo lo juzgue.

Gergu sabía que no podría escapar de Medes, por lo que decidió hablar.

—El Anunciador quiere liquidar a Sobek.

—¿De qué modo?

—Me ha entregado un cofre que no debe abrirse bajo ningún concepto.

Medes le dirigió una mirada colérica.

—Espero que hayas dominado tu curiosidad.

—¡El objeto me aterroriza! ¿No contendrá mil y un maleficios?

—¿Dónde está?

—Lo he traído aquí, claro, envuelto en un paño de lino basto.

—¿Y las órdenes del Anunciador?

—Dejarlo en la habitación de Sobek.

—¿Nada más?

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—¡Eso me parece imposible!

—No exageres, Gergu.

—Ese maldito sabueso goza de una constante protección. Se siente amenazado,

por lo que se rodea de algunos policías de élite capaces de interceptar a cualquier

agresor.

—Muéstrame esa arma inesperada.

Gergu fue a buscar el cofre, Medes apartó la tela.

—¡Una pequeña obra maestra! Acacia de primera calidad y la mano de un

excepcional carpintero.

—¡No lo toquéis, podría fulminarnos!

—El Anunciador no lo desea en absoluto; el blanco es Sobek.

—Si le entrego este objeto, desconfiará.

—No te pediré que corras ese riesgo, amigo mío. Nadie debe sospechar que

hemos eliminado al Protector. ¿Imaginas lo que sería estar libres por fin de ese

molesto sabueso? Ya hace demasiado tiempo que impide nuestro avance. Temo

incluso que esté acercándose a nosotros, puesto que me hace seguir y vigilar.

Gergu palideció.

—¿Teméis... un arresto?

—Probablemente Sobek lo ha pensado. He conseguido agrietar sus convicciones

y tranquilizarlo por lo que se refiere a mi absoluta lealtad. Sin embargo, seguirá

acosándome.

—Mientras tengamos tiempo aún —preconizó Gergu—, abandonemos Egipto

con el máximo de riquezas.

—¿Y por qué perder la sangre fría? Basta con obedecer al Anunciador

preparando correctamente nuestra intervención.

—Ni vos ni yo podemos llevarle este cofre a Sobek —insistió el inspector

principal de los graneros.

—Otro lo hará, entonces.

—¡No veo quién!

Medes reflexionó durante largo rato. Al cabo, la solución le pareció evidente.

—Disponemos de un aliado cuya opinión ni siquiera solicitaremos —indicó—,

pues voy a utilizar por segunda vez la única cualidad de mi querida esposa.

11

Durante toda una noche, Sekari observó las idas y venidas alrededor de la tienda

sospechosa. Al principio quedó decepcionado, pues sólo vio algunos ociosos,

gente que conversaba de manera más o menos animada, borrachos remolones,

perros en busca de compañeras en celo, gatos cazando... En resumen, la vida

habitual de un barrio popular.

Sin embargo, los ejercitados ojos del agente secreto advirtieron un detalle

insólito: había un centinela oculto en la esquina de una terraza, vigilando la plaza

y las calles adyacentes.

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No se trataba de un residente que tomaba el fresco, sino de un atento vigía. A

intervalos regulares, dirigía una señal con la mano a un cómplice al que Sekari le

costó mucho descubrir. Y ciertamente había otro.

Eficaz peinado, notable dispositivo. Quienes vigilaban el lugar no eran unos

aficionados.

Sekari sintió que estaba en peligro. ¿Se habría fijado en él algún terrorista?

No obstante, en vez de correr, caminó arrastrando los pies hacia el centro de la

plaza, y se dirigió a un grupo de noctámbulos que estaban en plena discusión.

—Hermosa noche, muchachos. Yo no tengo sueño.

¿No conoceréis a alguna moza simpática, por estos alrededores?

—Tú no vives aquí —soltó un gruñón.

—Yo lo conozco —dijo uno con el pelo rizado—. Es el nuevo aguador, sus

precios son buenos. No faltan mozas simpáticas por aquí.

Por el rabillo del ojo, Sekari descubrió a uno de los vigías que se movía. La

maniobra del intruso turbaba la habitual tranquilidad.

—Todo trabajo merece una recompensa, amigo. Si me llevas a una profesional

acogedora, no lo lamentarás.

El Rizos se pasó por los labios una lengua golosa.

—¿Te va una siria?

—¿Te satisface a ti?

—¡Yo acabo de prometerme! Pero los habituales hablan muy bien de ella.

—Vamos, entonces.

Sekari se sentía observado por varios pares de ojos. El Rizos se metió por una

calleja oscura y silenciosa.

Y el Gruñón los siguió.

Detrás de su guía, el agente secreto cruzó el umbral de una coqueta casa de dos

pisos.

—¿Nos acompaña el Gruñón?

—No, regresa a su casa.

—¿Vive por aquí, pues?

—Subamos al primero, voy a presentártela.

Cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Ni un solo perfume embriagador,

ninguna decoración que evocase los juegos del amor, ni recibidor amueblado con

esteras y almohadones, ni copa de cerveza ofrecida al nuevo cliente. El lugar no

parecía muy destinado al placer.

—No te decepcionará, ya lo verás —predijo el Rizos, subiendo lentamente la

escalera.

De pronto, Sekari lo empujó y corrió.

En el primer rellano lo esperaba un asesino provisto de un garrote. De un

cabezazo en el vientre, el agente secreto lo derribó y subió de cuatro en cuatro

hasta el segundo piso. La hoja de un puñal rozó su mejilla cuando llegó a la

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terraza. La única posibilidad de escapar de los terroristas era saltar de tejado en

tejado, aun a riesgo de romperse la cabeza. Abajo, el Gruñón daba la alarma.

Saliendo de las tinieblas, algunas siluetas convergieron hacia el fugitivo.

La agilidad de Sekari sorprendió a sus perseguidores. El más rápido falló en el

salto y cayó entre dos casas. Escaldados, sus acólitos retrocedieron. El Rizos

ordenó a sus hombres que regresaran a sus cubiles; una excesiva agitación

provocaría la intervención de la policía.

Sobek comía una costilla de buey asada, una ensalada y fruta fresca, y bebía una

copa de vino mientras estudiaba los informes de sus principales subordinados.

Propicia a la reflexión, la noche permitía adquirir cierta perspectiva y separar lo

esencial de lo secundario. Elemento nuevo, decisivo tal vez. Sekari creía tener

una pista seria. Prudente, efectuaba una última comprobación. En cuanto

regresara, el Protector adoptaría las medidas necesarias. Llamaron a su puerta.

—Adelante.

—Lamento molestaros, jefe —se excusó el centinela—. Os mandan un cofre y un

mensaje que dice «urgente».

Sobek rompió el sello y desenrolló un pequeño papiro de excelente calidad.

He aquí un objeto para que guardes tus archivos confidenciales, es obra de uno

de nuestros mejores artesanos. Apreciarás su robustez, como los demás

responsables a quienes su majestad ofrece este regalo. Hasta mañana, en el gran

consejo.

SEHOTEP

«Soberbio objeto», reconoció el Protector, levantando la tapa.

Pero ante su gran sorpresa, el cofre no estaba vacío.

Contenía seis pequeñas figuritas que parecían «los que responden»,1 encargados,

en el otro mundo, de efectuar diversos trabajos en vez de los justos de voz,

especialmente la irrigación, el transporte del limo fértil de oriente a occidente y el

cultivo de los campos.

1. Los uchebtis o shauabtis.

Fabricados en terracota, aquellos personajes ofrecían sorprendentes

particularidades: en vez de sujetar azadas y hachuelas, blandían puñales. Su

rostro, barbudo y amenazador, no era en absoluto egipcio.

—¿Un regalo del faraón, esto? ¡Una siniestra broma!

Cuando el jefe de la policía tomó una de las estatuillas, ésta le clavó con violencia

su arma en la mano. Cogido por sorpresa, la soltó.

Las seis figurillas se abalanzaron juntas sobre él y lo golpearon una y otra vez.

Aunque incapaz de detener la totalidad de los golpes, Sobek creyó poder vencer a

aquella horda en miniatura, pero las estatuillas se movían a tanta velocidad que el

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Protector ni siquiera conseguía dañarlas.

Sufriendo por decenas de heridas, poco a poco perdía sus fuerzas. La punta de los

puñales atravesaba su carne incansablemente. Sin concederle respiro alguno, los

agresores parecían sonreír ante la idea de destruir al coloso.

Sobek tropezó con el cofre y cayó pesadamente al suelo.

Sobreexcitadas, las estatuillas la emprendieron con su cuello y su cabeza. Su

víctima, casi desvanecida, se protegió los ojos.

Furioso por morir así, el Protector lanzó un aullido de bestia feroz, tan poderoso y

desesperado que el centinela se atrevió a penetrar en el despacho.

—¿Qué pasa, jefe? ¡Jefe!

El policía, atónito, soltó algunas patadas a las figurillas e intentó liberar a Sobek.

Pero éstas, incansables, volvían al ataque.

El centinela trató de sacar al Protector de aquel infierno arrastrándolo por los

brazos, pero al retroceder, chocó con una lámpara y la derribó.

El aceite ardiendo cayó sobre una estatuilla, que se inflamó de inmediato.

—¡Auxilio! —gritó.

Varios colegas acudieron y descubrieron el increíble espectáculo.

Cubierto de sangre, Sobek no se movía.

—¡Quemad esas cosas! —recomendó el centinela.

Las llamas inflamaban a los agresores. Resquebrajándose, las terracotas emitían

atroces gemidos.

El centinela no se atrevía a tocar el cuerpo martirizado de su jefe.

—¡Llamemos al doctor Gua!

Fuera de peligro ya, Sekari cerró los ojos y respiró hondo. Esta vez había rozado

la catástrofe. Nunca se había enfrentado, aún, a una banda tan bien organizada

cuya capacidad de reacción demostraba coherencia. El agente secreto

comprendía por qué la policía no conseguía descubrir a los terroristas.

Profundamente implantados en aquel barrio, y probablemente también en otros

lugares, trabajaban, fundaban una familia, entablaban amistades y en nada se

distinguían de los egipcios de pura cepa. Nadie los trataba de extranjeros, nadie

sospechaba de ellos.

Inquietante conclusión: el Anunciador aplicaba un plan concebido mucho tiempo

atrás.

¿Cuántos años hacía que sus asesinos vivían ya en Menfis? ¿Diez, veinte, treinta

tal vez? Olvidados, anónimos, convertidos en buena gente apreciada por sus

vecinos, aguardaban las órdenes de su señor y sólo golpeaban con seguridad.

Ninguna investigación tendría éxito. ¿Acaso algunos informadores de la policía

no pertenecían, también, a las tropas del Anunciador? Mentían, tranquilizaban y

daban irrisorias informaciones que permitían detener a pequeños delincuentes,

pero nunca a un fanático.

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Cada uno de sus barrios, rigurosamente organizados, era tan seguro como una

fortaleza. Al descubrir a un curioso, los centinelas avisaban de inmediato a la

organización.

Sekari se había condenado al cruzar ciertos límites. Viendo su comportamiento,

el enemigo no lo tomaba por un simple pasmarote y tenía que eliminarlo.

«¡Qué imbécil he sido! —pensó el agente secreto—. No alarman al vecindario y

se muestran discretos, pero no renuncian a suprimirme. No hay ninguna jauría

siguiéndome los pasos, sólo un verdugo, rápido y discreto.»

El asesino saltó del primer piso de una casita y derribó a Sekari al suelo.

Medio aturdido, el agente secreto reaccionó con retraso y no consiguió liberarse.

El terrorista le puso una gruesa cinta de cuero al cuello y apretó con todas sus

fuerzas.

El último respingo de su víctima lo divirtió. Con la laringe aplastada, el egipcio

moriría asfixiado.

La violencia del impacto obligó al asesino a soltar el lazo. No comprendió,

primero, lo que le ocurría; luego sintió que los colmillos de un mastín se clavaban

en su cabeza y la aplastaban.

Realizada su tarea, Sanguíneo lamió las manos de un Sekari que recuperaba, a

trancas y barrancas, el aliento.

—¡Tienes el sentido de la oportunidad, compañero!

Y acarició largo rato a su salvador, con los ojos brillantes de satisfacción.

«Debo avisar a Sobek.»

Titubeante aún, Sekari se recuperaba rápidamente. Pero en ese momento lo asaltó

una duda angustiosa: ¿el enemigo habría mandado a un solo asesino?

Apretó el paso, salió de la maraña de callejas y llegó a una explanada donde lo

aguardaba Viento del Norte, cargado con varios odres.

El agua fresca calmó el ardor de su garganta.

A buen ritmo, el trío se dirigió hacia palacio.

No lejos del despacho de Sobek, una insólita agitación: salía humo de él, y los

aguadores corrían hacia el interior del edificio.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Sekari a un policía de guardia.

—Un conato de incendio. Vuelve a casa, ya nos encargamos nosotros.

—¿Está sano y salvo el jefe Sobek?

—¿Y qué te importa a ti eso, amigo?

—Tengo que transmitirle un mensaje.

La urgencia de la situación obligaba a Sekari a violar su regla de absoluta

discreción.

El policía lo contempló de cerca.

—Tienes en el cuello una marca extraña... ¿Te han agredido?

—Nada grave.

—Me gustaría saber más detalles.

—Se los proporcionaré a Sobek.

—¡Sobre todo no te muevas, amigo mío!

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El policía amenazó a Sekari con un garrote. De inmediato, Viento del Norte y

Sanguíneo lo flanquearon. El asno arañó el suelo con sus cascos, el mastín gruñó,

amenazador.

—Calma, amigos míos. Este no quiere hacerme daño alguno.

Prudente, el policía retrocedió.

—¡Contén a esos dos monstruos!

Varios colegas acudieron en su ayuda.

—¿Problemas? —preguntó un oficial.

—Desearía ver al jefe Sobek —solicitó humildemente Sekari.

—¿Motivos?

—Personal y confidencial.

El oficial vacilaba. O metía a aquel individuo excéntrico en la cárcel o lo llevaba

ante uno de los miembros de la guardia personal del Protector, para que

comprobase la seriedad de aquella petición.

Tras una larga vacilación, se decidió por la segunda opción.

El oficial de seguridad reconoció al agente secreto y lo llevó a un lado.

—Hay que avisar a Sobek de inmediato —dijo Sekari—. Debemos invadir un

barrio al norte del templo de Neith.

—¿Qué temes?

—El lugar alberga un nido de terroristas.

El oficial habló con voz rota.

—Sobek ya no puede dar órdenes.

—¿Problemas administrativos?

—¡Si sólo fuera eso!

—No querrás decir que...

—Sígueme.

Sobek descansaba en una estera. Bajo su cabeza, un almohadón. El doctor Gua

desinfectaba las innumerables heridas.

Sekari se aproximó.

—¿Está vivo aún?

—Apenas. Nunca había visto a un hombre con tantas heridas.

—¿Lo salvaréis?

—En ese estado, sólo el destino decide.

—¿Se sabe quién lo ha agredido?

El oficial llamó al centinela. Con entrecortadas frases, describió el horrible

espectáculo al que había asistido.

El oficial mostró a Sekari un pequeño papiro manchado de sangre.

—Conocemos el nombre del culpable. El fabricó las estatuillas, envió el cofre y

firmó su crimen.

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12

Una vez lo hubo sabido todo sobre el templo de millones de años de Sesostris, el

Anunciador no consideró necesario destruir textos, mancillar objetos o embrujar

estatuas. El conjunto de aquel mecanismo ritual, en constante estado de marcha,

sólo servía para alimentar el ka del faraón y producir una energía reservada a

Abydos. Reducirla produciría mediocres resultados. Pero ahora era preciso

destrozar al adversario. Como de costumbre, el Anunciador llevó a cabo a la

perfección su servicio matutino y luego cedió su lugar a otros temporales

encargados del mantenimiento del santuario. Fingió dirigirse a su domicilio,

comprobó que no lo observaban y se acercó al árbol de vida.

Ni sacerdote ni centinela.

Realizado el ceremonial del alba, la acacia de Osiris permanecía sola, bañada por

el sol. El campo de fuerzas producido por los cuatro arbustos bastaba para

protegerla.

Del bolsillo de su túnica, el Anunciador sacó cuatro frascos de veneno. Durante

las noches pasadas en el templo, había penetrado en el laboratorio sin dejar

huellas y había elaborado una mixtura mortal, a medio plazo. Aunque pareciesen

en buen estado de salud, los vegetales irían desecándose en su interior y dejarían

de actuar. Cuando el Calvo lo descubriera, ya sería demasiado tarde.

En primer lugar, el oriente.

El Anunciador derramó al pie de la joven acacia el contenido del frasco, un

líquido incoloro e inodoro.

—Que la luz renaciente no te caldee ya y que te dañe, como el gélido viento del

invierno.

Luego, el occidente y el segundo frasco.

—Que los fulgores del poniente te abrumen con una mala muerte y te envuelvan

con tinieblas.

Luego el mediodía y el tercer frasco.

—Que los rayos del cenit te abrasen y aniquilen tu savia.

Finalmente, el norte y el cuarto frasco.

—He aquí el frío de la nada. Que te abrume y te corroa.

Al día siguiente, el Anunciador podría comprobar ya los efectos del veneno. Si

todo salía tal y como él esperaba, el campo de fuerzas protectoras desaparecería;

la emprendería entonces con los cuatro leones.

Iker revivía cada instante del ritual de iniciación a la Morada del Oro, cuya

magnitud seguía deslumbrándolo. ¿Cómo un simple individuo podía percibir

tantas dimensiones y captar los múltiples significados de los símbolos? Tal vez

no dividiendo, no intentando analizar, sino desarrollando una inteligencia del

corazón y penetrando, con vigor, en el centro del misterio.

El universo no se explicaba. Tenía sentido, sin embargo. Un sentido eterno, que

brotaba sin cesar de sí mismo y llevaba más allá de los límites de la especie

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humana. Nacida de las estrellas, la vida que se había hecho consciente regresaba a

ella gracias a la iniciación. Y él, el aprendiz de escriba de Medamud, acababa de

cruzar una puerta que se abría a fabulosos paisajes.

Isis se había levantado muy pronto y celebraba ahora un ritual con las

sacerdotisas de Hator. Desde su salida de la Morada del Oro, donde la estatua y la

barca de Osiris se convertían en energía, guardaba silencio. Habiéndose

enfrentado a pruebas análogas a las de Iker, conocía la importancia del

recogimiento, tras momentos de semejante intensidad. En la iniciación se reunían

fuerzas dispersas, que presidían el nacimiento de una nueva mirada.

Iker regresaba progresivamente a la tierra y nada olvidaba de su viaje más allá del

tiempo y del espacio. Salió de la modesta casa blanca y contempló durante largo

rato el cielo, que ya nunca miraría del mismo modo. De aquella matriz procedían

obras amasadas con inmortalidad, hechas visibles por los artesanos.

Pero, por desgracia, también existían otras realidades mucho menos

entusiasmadoras, y el hijo real, el Amigo único y enviado del faraón, debía

enfrentarse con ellas.

—Leche infecta y pan mediocre —juzgo Bega—. Vigila más los productos que

llevas a los permanentes. Si uno de ellos se queja, serás despedida.

La hermosa Bina se encrespó.

—¿Sirve de criterio tu gusto?

—Aquí, nadie lo desdeña.

—¡Tal vez por eso Abydos se pudre!

—No te pases de los límites, pequeña, y haz correctamente tu trabajo.

Bega odiaba a las mujeres. Frívolas, insolentes, incitadoras, perversas, tenían mil

defectos incurables. En cuanto accediera al poder supremo, las expulsaría de

Abydos y les prohibiría participar en los ritos y los cultos. Ninguna sacerdotisa

mancillaría ya los templos de Egipto, reservados a los hombres. Sólo ellos eran

dignos de dirigirse a lo divino y de recoger sus favores. La doctrina del

Anunciador le parecía excelente: apartar a las mujeres de cualquier función

religiosa, excluirlas de las escuelas, cubrir por entero su cuerpo para que no

tentaran ya al sexo opuesto y confinarlas en la morada familiar, al servicio de su

marido. La civilización faraónica les concedía tantas libertades que se

comportaban como seres independientes, ¡e incluso podían reinar!

Bina miraba al ritualista con ironía.

—¿Beberás y comerás o debo llevarme esta leche y este pan?

—Por esta vez, pase. Mañana, exijo algo mejor y... Vete pronto, llega Iker.

La muchacha se esfumó rápidamente.

Encorvando la espalda, Bega se concentró en la comida.

—Perdonadme que os importune a una hora tan temprana.

—Todos estamos a disposición del hijo real. ¿Habéis desayunado ya?

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—Todavía no.

—Hacedlo conmigo, pues.

—Gracias, no tengo hambre.

—No vayáis a caer enfermo.

—Tranquilizaos, las pruebas refuerzan mi salud.

—Felicitaciones por vuestra iniciación en la Morada del Oro. Pocas veces

concedido, semejante privilegio os confiere inmensas responsabilidades. Y

estaremos orgullosos de veros dirigir los ritos del mes de khoiak.

—La fecha me parece muy próxima, y yo, muy incompetente.

—El conjunto de los permanentes, comenzando por mí, os ayudará a preparar

este gran acontecimiento. No debéis preocuparos en absoluto, dominaréis la

situación. ¿Se desarrolla bien vuestra misión?

—La Morada del Oro da a luz una nueva estatua de Osiris y su nueva barca, y

espero que no subsista trastorno alguno en la jerarquía de los sacerdotes. Mi in-

vestigación os ha escandalizado, a vos y a vuestros colegas, pero era

indispensable.

—Incidentes olvidados —aseguró Bega—. Apreciamos vuestra discreción y

vuestro comportamiento desprovisto de arrogancia. Era preciso que

comprobarais el rigor de los permanentes y su profunda vinculación con los ritos

osiriacos. Abydos es el centro espiritual de Egipto, y no puede sufrir mancha

alguna. Es, pues, conveniente asegurarse de ello a intervalos regulares. Su

majestad demuestra su lucidez procediendo a este examen y eligiendo al hombre

capaz de llevarlo a cabo.

Bega permanecía gélido, su voz era ronca, pero su discurso reconfortaba a Iker.

El abrupto ritualista a menudo no concedía su benevolencia y se mostraba avaro

en cumplidos. Su juicio, eco del conjunto de los permanentes, manifestaba su

aprobación y disipaba las tensiones.

—Confiar la paleta de oro a un dignatario tan joven, que ignoraba nuestros ritos y

nuestros misterios, fue algo que nos sorprendió —reconoció Bega—, y pocas

veces había visto al Calvo tan descontento. Demasiado encerrados en nosotros

mismos, cometíamos el error de subestimar la amplitud de la visión real.

¡Despreciable vanidad, excusable falta! La edad y la experiencia nos adormecen.

Todos los días, la obra de Dios se consuma y nuestro deber consiste en

prolongarla humildemente, olvidando nuestras ridículas ambiciones. Vuestra

llegada, Iker, nos da una buena lección. No existía mejor medio para reanimar

nuestra atención y recordarnos firmemente las exigencias de nuestras funciones.

Si un faraón se aleja de Abydos, Egipto corre el riesgo de desaparecer. Si se

aproxima, la herencia de los antepasados dispensa innumerables beneficios y las

Dos Tierras conocen la prosperidad. Las decisiones de Sesostris son ejemplares,

su reputación y su popularidad merecidas. Vos y nosotros tenemos la suerte de

servir a un monarca excepcional cuyas decisiones iluminan nuestro camino.

Iker no esperaba semejantes confidencias por parte de aquel ritualista austero e

ingrato a la vista, y apreció su sinceridad, testimonio del irreversible compromiso

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de los permanentes de Abydos.

Sin embargo, no dejó de hacer las preguntas que lo obsesionaban, como

consecuencia de la afirmación de Isis: «Gergu parece un fruto podrido.»

—Creo que los permanentes no salen a menudo de Abydos.

—Casi nunca. Sin embargo, la regla no nos impone en absoluto la reclusión.

¿Pero qué podríamos ir a buscar al exterior? Adoptamos libremente nuestro modo

de existencia, amamos el dominio de Osiris y tocamos lo esencial de la vida.

¿Qué más podemos exigir?

—Un detalle me intriga: ¿cómo conocisteis a Gergu?

Bega frunció el entrecejo.

—Una casualidad. Superviso el aprovisionamiento de los permanentes y la

entrega de los diversos objetos necesarios para su comodidad. Gergu se ofreció, y

yo comprobé su competencia.

—¿Quién lo envió a Abydos?

—Lo ignoro.

—¿Acaso no se lo preguntasteis?

—No soy curioso por naturaleza. Pasaba los controles, así que, ¿por qué mirarlo

con ojos suspicaces? Le exijo puntualidad y seriedad, Gergu no me decepciona.

—¿Y no os hace preguntas... fuera de lugar?

—En este caso, lo habría hecho expulsar de Abydos. No, se limita a recibir mis

listas de productos y a entregarlos en los más breves plazos.

—¿Y cada vez se desplaza personalmente?

—Gergu es un funcionario muy escrupuloso. No cede a nadie la tarea de verificar

los cargamentos y llevarlos a buen puerto. Dados sus buenos y leales servicios,

fue nombrado temporal. Su carácter, más bien zafio, no le impide admirar

Abydos y apreciar su puesto.

Bega se aclaró la garganta.

—¿A qué vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecháis que Gergu ha cometido

alguna fechoría?

—No dispongo de prueba alguna.

—¡Sin embargo, desconfiáis de él!

—Su puesto de inspector general de los graneros, ¿no debería ocuparle todo su

tiempo?

—Responsables de alto rango vienen a menudo de Menfis, de Tebas o de

Elefantina. Dada la importancia de Abydos, la distancia no cuenta. Algunos sólo

se quedan una semana o dos, otros más. Ninguno renunciaría a sus tareas, por

modestas que sean. Gergu pertenece a esa comunidad de temporales, fieles y

abnegados.

—Gracias por vuestra ayuda, Bega.

—Hoy sois nuestro superior. No vaciléis en recurrir a mí.

Viendo alejarse al hijo real, el confederado de Set masticó nerviosamente un

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pedazo de pan. Lamentaba haber defendido a Gergu, pero hacerle algún cargo o

acusarlo habría puesto en marcha una investigación más profunda de Iker que,

fatalmente, habría terminado cayendo sobre él, sobre Bega.

¿Convencerían sus declaraciones al hijo real de la inocencia de Gergu?

Sin duda, no.

El tal Iker se estaba volviendo muy peligroso, investido ahora con importantes

poderes, reconocido digno de los misterios de Osiris, el enviado de Sesostris

adquiría una dimensión inesperada. Creyendo que Abydos lo rechazaría, Bega se

había equivocado gravemente.

Una extraña luz animaba a aquel joven y los ritos osiriacos lo alimentaban.

Por un instante, por un breve instante, Bega se preguntó si no valía más renunciar

a la conspiración y a la traición, volver a ser un auténtico permanente y seguir el

camino de Iker.

Irritado, se frotó los párpados.

¡La pureza de Iker, su ideal, su respeto de los valores tradicionales conducían a un

callejón sin salida! Sólo el Anunciador representaba el porvenir. Y, además, Bega

había llegado demasiado lejos.

Renegando de su pasado y de su juramento, participando en la conspiración del

mal, el ritualista ya no podía dar marcha atrás. Aquella decisión liberaba pulsio-

nes contenidas durante mucho tiempo, el deseo de enriquecerse y la voluntad de

poder. Los seres de la naturaleza de Iker tenían que desaparecer.

El Anunciador debía intervenir rápidamente.

Shab el Retorcido encontró a su dueño junto a la escalera del Gran Dios, fuera de

la vista de los soldados que patrullaban por el desierto, por el exterior del paraje.

Terminados los rituales del ocaso, las lámparas se encendían en casa de los

permanentes y los temporales autorizados a dormir en Abydos. Después de la

cena, los especialistas en la observación del cielo subirían a lo alto del templo de

Sesostris, anotarían la posición de los astros e intentarían descifrar el mensaje de

la diosa Nut.

—¿Has conseguido acercarte a la tumba de Osiris?

—No hay protección aparente —respondió el Retorcido—. Un viejo ritualista

comprueba los sellos y pronuncia unas fórmulas.

—¿No hay centinela?

—Ni uno. De acuerdo con vuestro consejo, me mantuve a unos treinta pasos de la

puerta de la tumba. Sin duda existe un dispositivo de seguridad invisible. Es

imposible que un monumento de tanta importancia sea de fácil acceso.

—El carácter sagrado del lugar y el fulgor de Osiris bastan para disuadir a los

curiosos —estimó el Anunciador—. Temen la cólera de Dios.

—¿No han instalado los sacerdotes una barrera mágica?

—No me detendrá, mi buen amigo. Poco a poco, derribo las murallas de Abydos.

—¿Debo seguir oculto en esta capilla, señor?

—No por mucho tiempo.

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El Retorcido esbozó una sonrisa maligna.

—¿Obtendré el privilegio de matar a Iker?

Los ojos del Anunciador se volvieron de un rojo vivo. De su cuerpo emanó un

calor semejante al de un brasero. Asustado, Shab retrocedió.

—Mis estatuillas salen del cofre —dijo con voz amenazadora—. Al abrirlo,

Sobek el Protector acaba de cometer su último error. Esta noche nos habremos

librado de él, y nuestra organización en Menfis podrá lanzar su ofensiva.

13

Sesostris se alegraba del feliz resultado de la iniciación de Iker en la Morada del

Oro. Según el Calvo, el joven se comportaba de un modo notable y cumplía su

misión con rigor y competencia. Sin saberlo, había cruzado la primera puerta del

«Círculo de oro» de Abydos y se convertía, pues, poco a poco, en un Osiris. Muy

pronto, mientras dirigiera el ritual del mes de khoiak, sería también su centro y

penetraría, con plena conciencia, en el corazón de la cofradía más secreta de

Egipto.

Así, Iker iba construyéndose como la piedra de luz de la que nacen todas las

pirámides, todos los templos, todas las moradas de eternidad. Y sobre aquella

piedra, el faraón fortalecía su reino, no para su propia gloria, sino para la de

Osiris. Mientras las Dos Tierras prolongaran su obra, la muerte no mataría a los

vivos. Según un persistente rumor, Sesostris nombraría muy pronto a Iker

corregente y lo asociaría al trono con el fin de prepararlo para reinar. Pero la

visión del monarca, que no excluía esta eventualidad, la superaba. Al igual que

sus predecesores, debía transmitir el ka osiriaco a un ser digno de recibirlo, de

preservarlo, de hacerlo crecer y, luego, de transmitirlo a su vez. Creador de la

barca y de la estatua del dios, Iker desempeñaría ese papel esencial. Alcanzaría el

conocimiento de los misterios y los celebraría. En su caso, muy excepcional, no

había ninguna diferencia entre la contemplación y la acción, el descubrimiento y

la puesta en práctica. Abolido el transcurso de las horas, el hijo real viviría el

tiempo de Osiris, origen de la duración sobrenatural de los símbolos, amasados

con materia y espíritu. Se reuniría con Isis más allá del camino de fuego y vería el

interior del árbol de vida.

Las amenazas del Anunciador convertían en primordial el papel de la joven

pareja. A su doctrina de fanático y a su voluntad de imponer violentamente sus

siniestras creencias, Isis e Iker oponían una espiritualidad alegre, sin dogma,

formada por mutaciones e incesantes reformulaciones, alimentada por una luz

creadora.

Pero la victoria no se había logrado. Sesostris no creía en la desaparición del

Anunciador. Como una víbora del desierto, sabía ocultarse antes de golpear.

¿Percibía la importancia real de Iker o se empecinaría, sólo, en luchar contra el

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faraón, provocando nuevos atentados en Menfis? A pesar de ciertos éxitos, Sobek

temía la facultad de hacer daño de la organización terrorista, tan bien implantada

que incluso a Sekari le costaba descubrir buenas pistas sobre ella.

En plena noche, el general Nesmontu interrumpió las reflexiones del rey.

—Traigo una muy mala noticia, majestad. Sobek ha sido víctima de un atentado.

Unas estatuillas mágicas transportadas en un cofre entregado al Protector le han

infligido una increíble cantidad de heridas. Sólo el fuego las ha vencido. El doctor

Gua intenta salvarlo. Su pronóstico es muy grave. ¡Y nuestras desgracias no ter-

minan ahí! Cuando lo han llamado, el médico estaba a la cabecera del visir,

víctima de un grave malestar. Según Gua, Khnum-Hotep ya no tiene fuerzas.

—Intervengamos de inmediato —insistió Sekari—. Si tardamos demasiado, los

terroristas se largarán.

Los policías de élite, encargados de la protección de Sobek, estaban desolados.

—Sólo él podía tomar semejante decisión —recordó su adjunto.

—¡Mira de frente la realidad! Sobek está agonizando. Conocía detalladamente

mis investigaciones y esperaba mi informe. Todo eso se resume en una palabra:

actuemos. El Protector habría utilizado todos los medios, no lo dudes.

Destrozado, el oficial parecía incapaz de reaccionar.

—Sólo Sobek sabía coordinar el conjunto de nuestras fuerzas y montar una

operación de esta envergadura. Sin él, estamos perdidos. No delegaba, estudiaba

a fondo el conjunto de los expedientes y decidía. Al eliminarlo, el enemigo nos

deja maniatados. Nunca encontraremos un jefe de ese temple.

—Tan buena ocasión no se presentará antes de que pase mucho tiempo. Insisto,

procúrame el máximo de hombres bien entrenados. Hay una pequeña posibilidad

de destruir una de las ramas de la organización del Anunciador.

El doctor Gua salió del despacho de Sobek.

—¡Id a buscarme una jarra de sangre de buey!

—¿Vive... vive aún? —preguntó el adjunto.

—¡Apresuraos!

Despertaron al maestro carnicero del templo de Sesostris, que sacrificó dos

bueyes cebados y proporcionó al médico el valioso líquido, que hizo beber al

herido a pequeños tragos.

—¿Lo salvaréis? —preguntó Sekari.

—La ciencia no hace milagros, y yo no soy el faraón.

—Puedo ayudarte —afirmó el monarca entrando en la estancia.

De inmediato, magnetizó largo rato al Protector, alejando así las garras del

fallecimiento.

El herido recuperó la conciencia.

—Majestad...

—Tu trabajo no ha terminado aún, Sobek. Deja que te cuiden, duerme y

restablécete.

El doctor Gua no creía lo que estaba viendo. Sin la intervención del monarca, el

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Protector, pese a su robusta constitución, se habría extinguido. El magnetismo y

la sangre de buey le devolvían ya cierto color.

—Que el farmacéutico Renseneb me proporcione sus mejores reconstituyentes

—exigió el médico.

El rey y Sekari se retiraron.

—La policía parece desorganizada, majestad. Necesito a Nesmontu para invadir

un barrio de Menfis donde se ocultan unos terroristas.

—Únete a él y guía a sus soldados.

El adjunto de Sobek se aproximó al soberano.

—Majestad, conocemos al responsable de la agresión.

—¿No se trata del Anunciador?

—No, majestad.

—¿Por qué estás tan seguro?

—El crimen ha sido firmado.

—¿Tienes pruebas?

—Este papiro, escrito por la mano del asesino que ha enviado el cofre a Sobek,

que afirma actuar de parte vuestra.

Sesostris leyó el documento, que acusaba formalmente a Sehotep.

Rejuvenecido por la idea de detener a una pandilla de terroristas, Nesmontu

dirigía la maniobra a marchas forzadas. Había despertado personalmente a los

soldados del cuartel principal de Menfis y se había puesto a la cabeza de varios

regimientos, que se desplegaban en función de las indicaciones del agente

secreto.

En plena noche, las callejas y las plazas estaban desiertas.

—Desconfiemos de una eventual emboscada —le recomendó Sekari a su

hermano del «Círculo de oro».

—Esos malhechores no me harán la jugarreta que les hice yo en Siquem

—prometió Nesmontu—. Primero, cerraremos el lugar; luego, pequeños grupos

de infantes registrarán cada casa. Apostados en los tejados, unos arqueros los

cubrirán.

Las órdenes del general se ejecutaron con rapidez y método.

El barrio comenzó a hervir. Brotaron las propuestas, lloraron algunos niños, pero

no estalló pelea alguna y nadie intentó huir.

Acompañado por una decena de infantes, Sekari registró la morada de la que

había escapado por los pelos. Restos de comida, lámparas usadas, viejas esteras...

La madriguera había sido abandonada precipitadamente. Pero no había ni el

menor indicio significativo.

Quedaba la sospechosa tienda del vendedor de sandalias.

En compañía de su esposa y de su aterrorizado chiquillo, el comerciante gritaba

su inocencia.

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—Registro —ordenó Nesmontu.

—¿Por orden de quién? —preguntó el sospechoso.

—Asunto de Estado.

—¡Me quejaré al visir! En Egipto, no se trata así a la gente. Debes respetar las

leyes.

Nesmontu clavó su mirada en la del hombre que protestaba.

—Soy el general en jefe del ejército egipcio y no tengo por qué recibir lecciones

de un cómplice del Anunciador.

—Cómplice... Anunciador... ¡No comprendo!

—¿Tal vez deseas algunas explicaciones?

—¡Las exijo!

—Sospechamos que eres un terrorista y deseas asesinar egipcios.

—¡Estás... estás diciendo tonterías!

—¡Un poco de respeto, mozalbete! Unos especialistas se encargarán de ti

mientras yo registro de cabo a rabo tu madriguera.

A pesar de sus gritos, los soldados arrastraron al escandaloso.

Participando en el registro, Sekari buscó desesperado la prueba de la culpabilidad

del comerciante.

Cueros de mediana calidad, decenas de pares de sandalias en stock, papiros

contables y muchos objetos necesarios para la cotidianidad de una pequeña

familia.

—No encontraremos nada —deploró.

—Tal vez existan escondrijos con armas —sugirió Nesmontu.

—Los discípulos del Anunciador han tenido tiempo para sacarlas.

—Interrogaremos a cada uno de los habitantes de este barrio. ¡Hablarán, créeme!

—No, general. Si quedan terroristas, se han dejado capturar voluntariamente.

Preparados para la eventualidad de caer prisioneros, callarán o mentirán.

El viejo general no replicó al agente secreto. Sin embargo, llevó hasta el fin la

operación.

Lamentable fracaso.

Ni Gruñón ni Rizos. Y además tuvieron que soltar al vendedor de sandalias

presentándole sus excusas.

Al finalizar los ritos del alba, Sesostris habló con el doctor Gua.

—Sobek se recuperará —predijo el terapeuta—. Mi medicación es adecuada para

un toro salvaje cuya constitución, afortunadamente, él posee. Sin embargo hay un

delicado problema: obligarlo a permanecer acostado hasta que cicatricen las

profundas heridas. Ningún órgano ha sido alcanzado gravemente, por lo que

recuperará todo su vigor.

—¿Y Khnum-Hotep?

El doctor no ocultó la verdad.

—No le quedan ya esperanzas, majestad. El corazón del visir está cansado, y

pronto dejará de latir. El único objetivo de mis últimas prescripciones es impedir

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que sufra.

—Encárgate prioritariamente de él —exigió Sesostris.

El general Nesmontu hizo al rey un desengañado informe de sus investigaciones

nocturnas. La policía debía estudiar minuciosamente el pasado de cada habitante

del barrio incriminado y verificar sus declaraciones. Era una tarea larga, enojosa

y de resultado incierto. Los terroristas se habían mezclado tanto y tan bien con la

población que resultaban invisibles.

—El adjunto de Sobek exige el arresto de Sehotep —indicó el soberano.

—Ni Sekari ni yo creemos en su culpabilidad —protestó el general—. Un

miembro del «Círculo de oro» de Abydos no puede pensar en suprimir al jefe de

la policía.

—Hay documentos que lo acusan.

—¡Es una falsificación! Una vez más, se intenta desacreditar a la Casa del Rey.

—El gran consejo no se reunirá esta mañana —decidió el monarca—. Debo oír a

Sehotep.

—No quiere decir su nombre, general, pero afirma que es grave y urgente.

—Encárgate tú de él —dijo Nesmontu a su ayuda de campo.

—Sólo hablará con vos. Al parecer, está en juego la seguridad del faraón.

Si se trataba de un extravagante, comparecería ante un tribunal por insultos al

ejército y propagación de falsas noticias. Treintañero, alto, y con una cicatriz cru-

zando su antebrazo izquierdo, el hombre parecía ponderado e inquieto. Se

expresó con voz pausada.

—Por orden de Sobek —reveló— me infiltré en el servicio administrativo que

dirige Medes. Mi misión consiste en observar su actuación y la de su personal.

Nesmontu emitió una especie de gruñido.

—¡Realmente el Protector no confía en nadie! ¿Dispone de un observador en

cada administración?

—Lo ignoro, general. Al primer incidente notable, debía avisar de inmediato a mi

jefe. El caso acaba de producirse y, puesto que Sobek no puede recibirme, he

creído necesario exponeros a vos mi descubrimiento.

—Excelente iniciativa, te escucho.

—Ocupo un puesto de responsabilidad y puedo, pues, consultar la mayoría de los

documentos tratados por Medes y sus principales colaboradores. Obtener su

confianza y conservarla presenta serias dificultades. Se comporta como un

verdadero tirano, exige un trabajo considerable y no tolera el menor error.

—Por eso su servicio funciona a las mil maravillas —estimó Nesmontu—. Nunca

la Secretaría de la Casa del Rey fue tan eficaz.

—Medes da el ejemplo —añadió el policía—. Profesionalmente, no hay nada que

reprocharle. Hasta ayer, nada anormal o sospechoso. Yo me encargo de cerrar los

locales y examiné los expedientes que al parecer consultó Medes esa mañana.

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Entre ellos, había una carta anónima. Este es su contenido: «Un traidor manipula

la Casa del Rey. Ha inventado la leyenda del Anunciador, un revoltoso sirio

muerto hace ya mucho tiempo. Ese monstruo frío y decidido dirige la

organización terrorista de Menfis, autora de abominables crímenes, y proyecta

matar al jefe de la policía. Luego, organizará un nuevo atentado contra el faraón.

Un asesino fuera de toda sospecha. Sehotep.»

—¿Te apoderaste del documento?

—No, pues la reacción de Medes resultará instructiva. ¿Hablará de ello o callará?

Este asunto ya no me concierne, puesto que he presentado la dimisión por razones

de salud. Prefiero regresar a mi unidad antes de ser identificado.

Nesmontu corrió a ver al monarca.

14

Tras la desaparición del aguador, su mejor agente, el libanés se quejaba de la

lentitud de las comunicaciones entre las células terroristas implantadas en

Menfis. Bajo la apariencia de repartidores, sus delegados se ponían en contacto

con su portero y recogían las directrices.

El libanés podría haber contratado a un sustituto, pero desconfiaba de los adeptos

del Anunciador y sólo recibiría en su casa a un hombre seguro, de probada sangre

fría. Únicamente Medes gozaba de ese privilegio, pues el secretario de la Casa del

Rey, marcado con el signo de Set, ya no podía retroceder.

El portero le entregó un mensaje cifrado cuyo texto le alegró: vaciado de su

sangre como consecuencia de las heridas infligidas por unas estatuillas mágicas,

Sobek el Protector estaba agonizando.

El Anunciador acababa de dar un golpe decisivo. Decapitada, la policía de Menfis

perdería su cohesión y la organización de los atentados se vería facilitada.

El libanés, encantado, tragó, uno tras otro, tres cremosos pasteles.

El portero reapareció.

—El Rizos desea veros urgentemente en el mercado.

El jefe de la organización menfita raras veces salía de su antro. Semejante

petición implicaba hechos graves, inquietantes incluso.

Su peso dificultaba sus desplazamientos y el trayecto le pareció largo.

Se detuvo ante un puesto cubierto de higos, cuyo dueño pertenecía a la

organización.

El Rizos se puso a la altura del obeso.

—¿No hay policía por los alrededores?

—Dos en la entrada del mercado, otros dos mezclados con los curiosos. Los

vigilamos. Si se acercan, nos avisarán.

—¿Qué ocurre?

—Nos ha descubierto un espía egipcio. Dos intentos de eliminación han

fracasado. Estoy convencido de la inminencia de una redada policial, por lo que

mis adjuntos y yo abandonamos de inmediato el barrio cuidando de no dejar

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huella a nuestras espaldas. Con gran sorpresa por nuestra parte, fue el ejército el

que invadió las callejas y registró las casas.

—¿Resultado?

—Completo fracaso de los militares y fuertes protestas de los residentes,

incluidos los valientes que se quedaron allí. ¡El vendedor de sandalias ha

recibido, incluso, excusas oficiales! En Egipto no se bromea con la ley y no se

trata de un modo arbitrario a los súbditos del faraón. Esta debilidad provocará la

pérdida del régimen.

—¿Han arrestado a alguno de los nuestros?

—A ninguno. Los rumores que hablan de la muerte de Sobek parecen fundados,

puesto que el poder tuvo que utilizar el ejército y no la policía, completamente

desorganizada. ¡ Imagino el desamparo de las autoridades! Despliegue de

fuerzas, intento de infiltración, investigaciones exhaustivas, ¡nada ha tenido

éxito! Seguimos siendo inalcanzables. Debemos dar gracias a nuestro maestro

supremo, el Anunciador. Su protección nos hace invulnerables.

—Claro está, claro está —aprobó el libanés—, pero el aislamiento y la prudencia

siguen imponiéndose.

—¿Acaso no nos procura la eliminación de Sobek una ventaja decisiva?

—No desdeñemos al general Nesmontu.

—¡Ese vejestorio sólo sabe arengar a sus tropas! Serán incapaces de reprimir una

guerrilla urbana.

—¿Dónde pensáis esconderos, tú y tus comandos?

—Donde nadie piense en buscarnos: en el barrio que acaba de ser registrado de

punta a punta. Dado nuestro nuevo dispositivo, será imposible descubrirnos.

La reciente idea del libanés garantizaba, en efecto, una seguridad absoluta a los

terroristas encargados de llevar a cabo los primeros ataques.

—No nos obliguéis a languidecer. Este tipo de alojamiento es más bien

incómodo.

—Espero la orden del Anunciador.

La respuesta colmó al Rizos. A veces, dudaba del compromiso espiritual del

libanés, demasiado esclavizado por la buena carne, y se preguntaba si su posición

de jefe de la organización no estaría subiéndosele a la cabeza. Aquella actitud lo

tranquilizó.

—Llegado el momento, mis hombres y los de mis homólogos atacarán en nombre

del Anunciador y de la nueva doctrina. Exterminaremos a los infieles, sólo los

conversos salvarán su vida. La ley de Dios se impondrá, los tribunales religiosos

perseguirán a los impíos y a las hembras impúdicas.

—Tomar Menfis no resultará fácil —atemperó el libanés—. La coordinación de

nuestras diversas células todavía plantea serios problemas.

—¡Resuélvelo! Sea como sea, el Anunciador elegirá el momento justo. A los

egipcios les gusta tanto el gozo y los placeres de la existencia que quedarán

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desarmados frente a nuestra oleada purificadora. Centenares de policías y de

soldados se arrodillarán y nos suplicarán que respetemos su vida. Cuando

exhibamos sus cabezas cortadas en la punta de nuestras lanzas, sus oficiales

huirán y abandonarán al faraón en su soledad. A Sesostris se lo ofreceremos vivo

al Anunciador.

Aun apreciando aquellas magníficas perspectivas, el libanés no subestimaba al

adversario y desconfiaba de sus propias tropas. En caso de victoria, y en cuanto se

lo nombrara jefe de la policía religiosa, haría ejecutar al Rizos y a sus semejantes

acusándolos de depravación. Muy útil durante las fases de conquista, aquel tipo

de hombre exaltado se transformaba luego en una criatura incontrolable y

perjudicial.

Dos píldoras por la mañana, una a mediodía y tres por la noche, así como varias

infusiones durante la jornada: la esposa de Medes seguía al pie de la letra la receta

del doctor Gua. En cuanto tomó los medicamentos preparados por el

farmacéutico Renseneb, se sintió ligera y relajada. Un sueño casi apacible, sin

crisis de histeria, unos largos períodos de calma. Su nueva peluquera y su nuevo

cocinero satisfacían sus menores caprichos. El último le preparaba platos de

extremado refinamiento y admirables postres con los que se atiborraba.

Provista de inesperada energía, se encargó de nuevo de su casa. Ya al amanecer,

convocó a un ejército de artesanos a quienes dio varias órdenes: volver a pintar

las paredes exteriores, limpiar el cuarto de baño, podar los árboles y comprobar

los conductos de evacuación de las aguas residuales. Aquella orgía energética la

hizo olvidar las graves faltas que la obsesionaban. Así pues, no tendría que

confesárselas al doctor Gua y romper el silencio que su marido le imponía.

—¡Qué resplandeciente salud! —advirtió él, asombrado.

—El doctor Gua es mi genio bueno. Supongo que estarás orgulloso de mí. Esta

casa necesitaba muchas mejoras, y por fin puedo ocuparme de ello.

—Felicidades, querida. Ejerce tu autoridad y, sobre todo, no permitas que te

pisoteen. Los obreros sólo piensan en robar.

Con la sonrisa en los labios, Medes se dirigió a casa del visir.

El falso escriba, agente de Sobek infiltrado en su administración, debía de haber

leído la carta anónima puesta entre sus expedientes confidenciales. Como era el

último en abandonar el lugar, el policía husmeaba un poco por todas partes. ¡Un

descubrimiento de aquella importancia recompensaba su paciencia!

Naturalmente, esperaba la reacción de Medes.

En caso de disimulo y de silencio, ¿no demostraría el secretario de la Casa del

Rey su complicidad con Sehotep y su participación en una conjura de excepcional

gravedad?

En los despachos del visirato reinaba una siniestra atmósfera.

—La salud de Khnum-Hotep nos preocupa —le reveló a Medes uno de sus más

cercanos colaboradores—.

Hemos creído perderlo tras un serio malestar. Por fortuna, el doctor Gua lo ha

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reanimado.

—¿Descansa un poco el visir, por fin?

—Desgraciadamente, no. Entrad, os aguarda.

Como todas las mañanas, Medes iba a buscar las instrucciones del primer

ministro.

La degradación física del imponente personaje lo asombró. Estaba muy delgado,

demacrado, tenía la tez terrosa y respiraba mal.

—No tengo que daros consejo alguno —declaró Medes, afligido—, ¿pero no

sería más razonable que aliviarais un poco vuestras abrumadoras tareas?

—¿Olvidas que el trabajo se dice kat y nos ofrece ka, la energía indispensable

para la vida? Morir trabajando es el modo más hermoso de desaparecer.

—¡No habléis de desgracias!

—No maquillemos la realidad. El propio doctor Gua renuncia a curarme. Otro

fiel a Sesostris me sustituirá y servirá mejor a nuestro país.

El secretario de la Casa del Rey adoptó un aire turbado.

—Me han enviado un extraño documento. Evidentemente, es un tejido de

mentiras no firmado. Esa carta anónima ensucia a uno de los miembros de la Casa

del Rey. He dudado en destruirla, tanto me indignaba, pero he creído preferible

ponerla en vuestro conocimiento.

Medes entregó el texto al visir.

—En efecto, era mejor avisarme.

Sehotep había pasado una noche maravillosa en compañía de una joven experta

en los juegos del amor.

Divertida, aficionada a bromear, no existía para ella tabú alguno. Se oponía

ferozmente al matrimonio, y pensaba aprovechar al máximo su juventud antes de

suceder a su padre y administrar el dominio familiar.

De excelente humor, los dos amantes se habían separado tras un copioso

desayuno. Poniéndose en las precisas manos de su barbero, Sehotep pensó en su

intervención en el gran consejo. Hablaría allí del estado en que se encontraban las

distintas obras distribuidas por el conjunto del territorio.

En cuanto llegó a palacio, un oficial de seguridad lo acompañó al despacho de

Sesostris y no a la sala donde se reunían los miembros de la Casa del Rey.

En cada uno de sus encuentros, el elegante Sehotep sentía más admiración hacia

aquel gigante que desafiaba los límites de la fatiga y no retrocedía ante ningún

obstáculo. Con su alta talla, dominaba su época y a sus súbditos, viviendo

plenamente su función.

—¿No tienes nada que revelarme, Sehotep?

Al superior de todas las obras del faraón, aquello lo cogió desprevenido.

—¿Debo haceros mi informe en privado?

—¿No desapruebas el comportamiento de Sobek?

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—Aunque antaño se equivocó con respecto a Iker, lo considero un excelente jefe

de la policía.

—¿No acabas de enviarle, en mi nombre, un cofre de acacia que contenía unas

estatuillas mágicas?

Pese a la vivacidad de su espíritu, Sehotep permaneció unos instantes

boquiabierto.

—¡De ningún modo, majestad! ¿Quién ha sido el autor de esa siniestra broma?

—Esas estatuillas, animadas por un perverso espíritu, intentaron matar a Sobek.

Sufrió numerosas heridas, y se desangró. Creemos que se encuentra fuera de

peligro, pero hay que identificar y castigar a su asesino. Pues bien, firmó su

crimen. Y esa firma es la tuya.

—¡Imposible, majestad!

—Mira ese papiro.

Sehotep, turbado, leyó el texto manchado de sangre que habían encontrado junto

al cuerpo de Sobek.

—Yo no he redactado esas líneas.

—¿Reconoces tu escritura?

—¡El parecido me deja asombrado! ¿Quién habrá podido fabricar una

falsificación tan perfecta?

—Otro documento te acusa —añadió el rey—. Según una carta anónima, tú eres

el jefe de una organización terrorista de Menfis que está decidida a suprimirme.

Para alejar de ti las sospechas, habrías inventado el espectro del Anunciador

inspirándote en un bandido que hoy ya está muerto.

Sehotep parecía atónito hasta el punto de no encontrar una sola réplica.

—El adjunto de Sobek y la jerarquía policial exigen tu arresto —reveló

Sesostris—. Ese papiro les basta para presentar una denuncia ante el visir.

—¿No os parece muy grosera esa ofensiva? Si yo fuera el monstruo incriminado,

no habría cometido la estupidez de firmar mi fechoría. Y una carta anónima no

tiene valor para nuestra justicia.

—Sin embargo, Khnum-Hotep se ve obligado a abrir un expediente, instruir la

denuncia que se refiere a ti y suspenderte de tus funciones.

—Majestad... ¿Dudáis de mí?

—¿Te hablaría yo de ese modo?

Una intensa alegría animó la mirada de Sehotep. Mientras gozara de la confianza

del rey, combatiría.

¿Pero cómo descubrir a los autores de la falsificación?

—Debido a tu acusación —prosiguió Sesostris—, debo renunciar a reunir a todos

los iniciados del «Círculo de oro». Tu asiento permanecerá vacío hasta que se

proclame tu inocencia.

—Mi peor enemigo será el rumor. ¡Las malas lenguas se desatarán! Y la

hostilidad de la policía no nos facilitará la tarea. El ataque ya no me parece tan

grosero... El visir, Senankh y Nesmontu son, forzosamente, los próximos

objetivos del Anunciador.

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—La salud de Khnum-Hotep se degrada de modo irreversible —indicó el

monarca.

—Pero el doctor Gua...

—Esta vez, se reconoce vencido.

Optimista por naturaleza, Sehotep vaciló.

—¡El mal quiere golpearos a vos, majestad! Aislándoos, apartando a vuestros

fieles, desorganizando uno a uno los servicios del Estado y afectando la

integridad del «Círculo de oro» intenta hacerlos más frágil. Nada de acción

masiva, nada de lucha frontal, sólo un veneno sabiamente destilado, de temible

eficacia. Es urgente sustituirme, pues la reputación de la Casa del Rey no debe

quedar mancillada. Es preciso también que se prosigan las obras en curso.

—No sustituiré a nadie —decretó el faraón—, todos permaneceréis en vuestro

puesto. Destituirte sería reconocer tu culpabilidad antes incluso de que se

pronuncie el tribunal del visir. Seguiremos, pues, el procedimiento normal, tan

aplicable a los grandes como a los pequeños.

—¿Y si no se reconociera mi inocencia? Suponiendo que parte de la policía sea

manipulada y se arroje contra mí, mis posibilidades de éxito se anuncian muy

débiles.

—Continuemos por el camino de Maat, y la verdad saldrá a la luz.

Sehotep se estremeció. Malos vientos soplaban sobre el país y amenazaban con

asolarlo.

Imperturbable, el faraón se preparaba para un combate cuya magnitud e

intensidad habrían aterrorizado al más valiente.

15

El comandante de las fuerzas especiales de Abydos detuvo a Bina.

—¿Adonde vas tan de prisa?

Ella le sonrió.

—Como de costumbre, a buscar al templo los alimentos que debo llevar a los

permanentes.

—Bastante fastidioso, ¿no?

—Me gusta mucho mi trabajo y no querría cambiarlo.

—¡A tu edad, no se habla así! Sigue haciendo bien tu tarea y obtendrás un

ascenso.

—Sólo deseo ser útil.

—¡Vamos, vamos, no te hagas la remolona! Tengo muchas ganas de registrar tu

cuerpo.

—¿Por qué razón?

—¿No lo adivinas? Una moza tan hermosa como tú no puede limitarse a servir el

desayuno a unos viejos sacerdotes que sólo están preocupados por los ritos y los

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símbolos. A mi entender, te reúnes con algún enamorado. Dadas mis funciones,

quiero conocer su nombre.

—Siento decepcionarte, pero no trato con nadie.

—¡Es difícil de creer, hermosa! Comprendo que intentes proteger al elegido, pero

yo debo estar informado de todo lo que ocurre en Abydos.

—¿Cómo convencerte de tu error?

El comandante se cruzó de brazos.

—Admitámoslo... En ese caso, forzosamente piensas casarte.

—No hay prisa.

—¡Desengáñate, Bina! Sobre todo, no te arrojes a los brazos de cualquier bribón,

y deja que un hombre experimentado te aconseje.

—¿Tú, por ejemplo?

—Muchas jóvenes seductoras revolotean a mi alrededor. Sólo aguanto por tu

causa.

Bina fingió conmoverse.

—Me siento muy halagada. Por desgracia, sólo percibo un salario muy bajo y no

podría mostrarme digna de un personaje de tu importancia.

—¿Acaso algunos dignatarios no se casan con muchachas del pueblo?

La hermosa morena bajó los ojos.

—¡Me coges desprevenida! No sé qué responderte a eso.

Él le acarició el hombro.

—No te precipites, dulzura. Tendremos todo el tiempo del mundo para ser

felices.

—¿Realmente lo crees?

—Confía en mí, ¡no quedarás decepcionada!

—¿Me concedes el derecho a pensarlo?

El comandante soltó una sonrisa bobalicona.

—Decide libremente, mi pequeña codorniz. Espero no languidecer demasiado.

Bina escapó contoneándose.

La situación se complicaba. No conseguiría rechazar por mucho tiempo a aquel

aficionado a las chicas fáciles. Les hablaba a todas del mismo modo. Se cansaba

muy pronto y pasaba de una a otra sin dejar de proponerles matrimonio por la

noche y olvidar sus promesas por la mañana.

Bina esperaba una rápida intervención del Anunciador. Cuando éste lanzara el

ataque decisivo contra Abydos, ella mataría al comandante con sus propias

manos.

Envenenadas, las cuatro jóvenes acacias sólo emitían un débil campo de fuerzas,

incapaz de molestar al Anunciador. Sólo sentía como si estuvieran clavándole

alfileres en las piernas, y eso lo divirtió.

Solamente quedaba una última protección del árbol de vida: los cuatro leones

cuyos ojos no se cerraban nunca. Infatigables vigilantes, fulminaban a quien in-

tentaba herir a la acacia de Osiris. Un astil con un escondrijo en lo más alto,

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símbolo de la Gran Tierra, les procuraba una temible fuerza.

El Anunciador se guardó mucho de tocarlo. Mientras no hubiera matado a Osiris,

aquel fetiche difundiría una peligrosa energía. En cambio, tras haber trans-

formado a Bina en la terrorífica leona, no temía enfrentarse a las fieras. Su única

duda estaba relacionada con la estrategia que debía seguir.

Cada guardián mostraba una expresión distinta. El Anunciador eligió al más

austero, al norte, y pasó por sus párpados un líquido rojizo compuesto con cizaña,

arena de Nubia, sal del desierto y sangre de Bina. Frotó pacientemente la piedra

calcárea hasta que la sustancia penetró y cegó al primer león.

Los otros tres sufrieron la misma suerte. Sur, este y oeste perdieron la vista.

Muy pronto, colmillos y zarpas no servirían para nada, y los custodios quedarían

reducidos al estado de piedras inertes.

Iker, portador de la paleta de oro, celebró el rito matutino ayudado por el Calvo.

En su compañía, comprobó el trabajo de los permanentes, luego los dos hombres

meditaron ante la tumba de Osiris.

—No has cometido ningún error —observó el viejo ritualista—, y realmente te

has convertido en el superior de nuestra cofradía.

—Sólo soy el enviado del rey. Vos dirigís la jerarquía.

—Ahora ya no, Iker. En un tiempo muy corto, has recorrido un inmenso camino,

has evitado mil y un escollos, has superado gran cantidad de obstáculos y

cumplido una delicada misión. La edad no importa. Los permanentes te

reconocen ahora como mi sucesor, y yo no podría soñar con nada mejor.

—¿No os parece prematura esa decisión?

—Algunos seres tienen tiempo para prepararse para sus futuras tareas, otros

aprenden a dominarlas practicándolas. Tu destino te obliga a crear, avanzando, tu

propio camino. Deseabas a Abydos, y Abydos te ha respondido.

—El «Círculo de oro»...

—Ya estás en su interior. Queda por cruzar una última puerta, durante la

celebración de los misterios. Su preparación debe ser, pues, rigurosa. Esta misma

noche procederemos al inventario de los objetos indispensables. Luego,

examinaremos las fases del ritual.

Cuando Iker regresó a la pequeña casa blanca, Isis lo recibió con una maravillosa

sonrisa, y ambos se abrazaron de inmediato.

—¿Estaré a la altura de mi tarea? —se preguntó él, inquieto.

—No debes plantearte eso. ¿Quién puede creerse digno de los grandes misterios?

El espíritu de Abydos nos llama, nuestro corazón se abre a su luz y cumplimos

con los ritos poniendo nuestros pasos en los pasos de los ancestros. Frente a ese

deber esencial, ¿qué importan nuestros estados de ánimo?

Subieron a la terraza, protegida del sol por una tela de lino fijada a cuatro

columnitas de madera.

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La felicidad, la perfecta reunión de lo cotidiano y lo sacro, del ideal y de su

consumación.

Viviendo con la misma mirada y el mismo aliento, Isis e Iker agradecieron a las

divinidades que les concedieran semejante oportunidad.

—¿Mi hermana del «Círculo de oro» me acoge realmente sin reticencias?

—Lo he pensado mucho y he vacilado mucho —se divirtió ella—. Pero como

pareces ser el menos malo de los postulantes...

Adoraba la risa ligera de su voz y la dulzura de sus ojos. El amor nacido en su

primer encuentro no dejaba de crecer. Ambos sabían que el tiempo no lo alteraría,

sino más bien al contrario.

Solapadas inquietudes alcanzaron al hijo real.

—Bega ha elogiado a Gergu. Sin embargo, yo no le he ocultado mis sospechas, a

causa de tu perentorio juicio.

—Sorprendente reacción. Nunca elogia a nadie.

—Su frialdad no lo hace muy agradable, pero me parece sincero. Las entregas del

inspector principal de los graneros respetan las exigencias de Bega y le dan entera

satisfacción. Queda, sin embargo, una duda: ¿llegó Gergu por sí mismo a Abydos

o lo envió alguien?

—¿Qué opina Bega?

—Le importa un pimiento, puesto que Gergu cumple perfectamente con su

trabajo y pasa los controles sin ganarse la menor crítica.

—Es una actitud extraña viniendo de un hombre tan puntilloso.

—¿Llegarías a decir que es sospechoso?

—No, no tengo ningún reproche que hacerle, salvo la sequedad de su corazón.

—¿Apariencia o realidad?

—Bega no se relaciona con las sacerdotisas —precisó Isis—. Sin embargo,

intentó ganarse mi simpatía, aunque en balde.

—Dado tu rango, ¿no estará rumiando su rencor?

—Visto su malhumor crónico, es difícil de decir. El rigor personal y el respeto

por la Regla no deberían provocar semejante ausencia de alegría. Ni siquiera el

Calvo, a pesar de su carácter abrupto, carece de calidez y de buen humor.

—Bega me ha prometido su ayuda. Ha admitido que mi llegada y mi

investigación provocaron muchos remolinos, que hoy han cesado.

—Deseémoslo.

—¡Tu escepticismo me intriga!

—No conoces tu poder, Iker. Los experimentados ritualistas se inclinan ante ti

porque ese poder se impone a ellos. Se saben incapaces de hacerte frente, a pesar

de tu corta edad. Resignación en unos, frustración en otros. Y no olvidemos la

advertencia del rey. No debemos bajar la guardia ni un solo instante.

—Voy a pedirle a Sobek el Protector que lleve a cabo una minuciosa

investigación de las actuaciones y las relaciones del tal Gergu. Si está metido en

asuntos poco claros, lo sabremos. Por lo que a Bega se refiere, le dedicaré una

atención especial. A lo largo de la preparación del ritual de los misterios solicitaré

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sus consejos. ¿Aceptará ayudarme la superiora de las sacerdotisas de Hator?

—La Regla me lo impone —le recordó ella sonriendo.

Desde su llegada a Abydos, la hermosa Neftis dormía poco. Debía participar en

los ritos de la comunidad, preparar numerosas telas indispensables para la cele-

bración de los misterios, comprobar el material simbólico en compañía de los

permanentes... No sentía transcurrir las jornadas y vivía horas inolvidables, más

allá de todas sus esperanzas.

Su encuentro con Isis era una especie de milagro. Ella la guiaba, le evitaba los

pasos en falso y le facilitaba la tarea en todas las circunstancias. Entre las dos

hermanas reinaba tal comunión de pensamientos que apenas sentían la necesidad

de hablarse.

Neftis acudió al templo de millones de años de Sesostris para comprobar el estado

de las copas y los cuencos, algunos de los cuales se utilizarían durante el mes de

khoiak. Una vez allí, se dirigió al supervisor de los temporales y solicitó ver al

responsable.

Este la condujo hasta una capilla donde trabajaba un hombre apuesto, de gran

talla, distinguido y altivo. De su fuerte personalidad emanaba un extraño encanto

al que fue sensible, de inmediato, la joven sacerdotisa.

Iba cuidadosamente afeitado y perfumado con gusto, ataviado con un largo

taparrabos de inmaculado lino, y sus gestos eran dulces y meticulosos.

Estaba acabando de limpiar un hermoso jarro de alabastro, que databa de la

primera dinastía.

—¿Puedo molestarte?

El temporal levantó lentamente los ojos, de un sorprendente y encantador color

anaranjado.

—Estoy a vuestra disposición —respondió con una voz suave.

—¿De cuántas obras maestras tan antiguas dispone el tesoro de este templo?

—De más de un centenar, la mayoría de granito.

—¿En buen estado?

—Excelente.

—¿Utilizables, pues, durante un ritual?

—A excepción de una, que he entregado al maestro escultor para una

restauración. Perdonad mi curiosidad... ¿No seréis la hermana gemela de la

superiora de las sacerdotisas de Hator?

La muchacha sonrió.

—Nos parecemos mucho. Me llamo Neftis y la reina me ha concedido el inmenso

privilegio de reemplazar a una ritualista fallecida.

—¿Vivíais en Menfis?

—En efecto, y no añoro aquella soberbia ciudad. Abydos colma todos mis

deseos.

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—Yo no conozco la capital —mintió el Anunciador—. Soy originario de una

aldea vecina, y siempre soñé con servir a la Gran Tierra.

—¿Deseas convertirte en permanente?

—Se necesitan cualidades que yo no poseo. Me gano la vida haciendo cuencos.

Dos o tres meses al año, tengo la gran suerte de trabajar aquí. Poco importan las

tareas que me confíen; lo esencial es sentirse próximo al Gran Dios.

—Le hablaré de ti al Calvo. Tal vez acepte emplearte por más tiempo.

—¡Eso sería un sueño! Gracias por vuestra ayuda.

—¿Cómo te llamas?

—Asher.

Asher, «el hirviente». Un nombre que le convenía, a pesar de su calma, pensó

Neftis. Aquel seductor debía de encender muchas pasiones.

—Ahora me toca a mí mostrarme indiscreta: ¿estás casado?

—Mi profesión me proporciona demasiado poco para alimentar a una esposa y

unos hijos. Me desesperaría hacerlos infelices.

—Ese altruismo te honra. ¿Y si encontraras a una mujer independiente que

ejerciera un oficio, incluso a una temporal de Abydos?

El Anunciador pareció asombrado, casi escandalizado.

—Me concentro en mi labor...

—Te felicito por ello, Asher. La técnica de fabricar cuencos de dura piedra me

apasiona. ¿Aceptarías hablarme de ella durante una cena?

El impudor de aquella mujer era típicamente egipcio. Bajo el reinado del

verdadero Dios, una falta tan grave sería inmediatamente castigada con unos

azotes, seguidos de un apaleamiento y una lapidación. El Anunciador contuvo su

rabia y siguió mostrándose untuoso.

—Sois una sacerdotisa y yo un simple temporal. No quisiera importunaros.

—¿Te parece bien mañana por la noche? Aunque hubiera decidido castigar a

aquella mujer, al Anunciador le parecía una hembra muy seductora. Asintió.

16

No lo creo —dijo Sobek el Protector a su adjunto—. Sírveme más solomillo y una

copa de vino.

Aunque acostado y, oficialmente, cercano a la muerte, el jefe de la policía

recuperaba su energía a increíble velocidad. La sangre de buey y los

reconstituyentes del farmacéutico Renseneb le sentaban muy bien.

—Con todos mis respetos, jefe, ¡os equivocáis! Las pruebas son evidentes.

¿Acaso no disponemos de la firma de Sehotep?

—¿Lo tomas por un imbécil? ¡No es hombre que se comporte de un modo tan

estúpido!

—Si el cofre no os lo hubiera enviado un amigo, habríais desconfiado. Las

estatuillas tenían que asesinaros y luego destruir el papiro. De ese modo, no

hubiera quedado el menor rastro del culpable.

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El razonamiento no carecía de interés.

—Los dioses os protegen, jefe, pero no juguéis demasiado con el destino. Os

ofrece la ocasión de poner fuera de juego, sin posibilidad de seguir haciendo

daño, al criminal que se oculta en el interior de la Casa del Rey.

—Sehotep, jefe de una organización terrorista de Menfis... ¡Eso es impensable!

—i Al contrario! Por eso no conseguimos desmantelarla. Sehotep era el primero

en ser informado de los proyectos del faraón, y avisaba a sus cómplices en caso de

peligro. Suprimiros resultaba indispensable porque os acercabais demasiado a él.

Debido a las investigaciones realizadas sobre cada dignatario, perdió los nervios.

Al eliminaros, decapitaba a la policía y detenía en seco sus investigaciones.

¿Acaso un miembro de la Casa del Rey no sabe manejar la magia y animar

estatuillas asesinas?

Sobek, turbado, se sirvió de nuevo de la sanguinolenta carne.

—¿Y tus intenciones?

—Mis compañeros del cuerpo de élite de la policía y yo hemos presentado una

denuncia ante el visir Khnum-Hotep. Hechos establecidos, prueba material,

expediente claro y sólido. Exigimos que se ponga bajo control judicial a Sehotep

y que comparezca ante el tribunal, acusado de intento de asesinato con premedita-

ción.

—Sanción aplicable: la pena de muerte.

—¿Acaso no es el justo castigo para un criminal de esa envergadura?

Con la Casa del Rey deshonrada y Sesostris debilitado, los fundamentos del país

se conmoverían... Las consecuencias de semejante condena resultarían desas-

trosas. No obstante, había una perspectiva halagüeña: privada de su cabeza

pensante, la organización terrorista de Menfis se vería obligada a dispersarse o a

desordenadas reacciones, fáciles de contrarrestar.

Y la pesadilla desaparecería.

No cabía duda alguna: el dispositivo de vigilancia en torno a la propiedad de

Medes había sido levantado. Gracias al talento de su mujer como falsificadora y a

la carta anónima, las sospechas se dirigían a Sehotep. La policía se concentraba

en el alto dignatario cuya inculpación hacía inútil los demás seguimientos e

investigaciones.

Medes triunfaba. ¿Acaso Sehotep no ofrecía a las autoridades un soberbio chivo

expiatorio y una magnífica pista falsa?

Sus colegas, deseosos de vengar al Protector, no soltarían la presa.

Medes, por su parte, seguía pareciendo un funcionario irreprochable y un

perfecto servidor del monarca.

Desconfiado, ordenó que procedieran a varias verificaciones para comprobar que

ningún policía merodeara por los parajes, incluso cuando caía la noche.

Cuando estuvo seguro de ello, aguardó que la casa estuviera dormida, se puso una

túnica parda distinta de la que utilizaba de ordinario y se cubrió la cabeza con un

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capuchón. Pese a todos los riesgos, debía entrevistarse con el libanés. Menfis

dormía.

De pronto oyó un ruido de pasos. ¡Una patrulla!

Medes se pegó contra la puerta de un almacén, algo más atrás que las viviendas.

Los soldados tal vez pasarían junto a él sin verlo.

Cerró los ojos, pensando en las explicaciones que daría si lo detenían.

Transcurrieron unos interminables minutos.

La patrulla había dado media vuelta.

Medes cambió diez veces de itinerario, hasta tener la certeza de que no lo seguían.

Tranquilizado, se dirigió a casa del libanés y respetó el procedimiento de identi-

ficación.

Una vez cruzado el umbral, tres personajes con cara de pocos amigos lo

flanquearon.

—El patrón ordena que registremos a cada visitante —dijo un barbudo.

—¡Ni hablar!

—¿Ocultas una arma?

—Claro que no.

—Entonces, no te resistas. De lo contrario, te forzaremos.

La aparición del libanés tranquilizó a Medes.

—¡Que se aparten estos brutos! —exigió el secretario de la Casa del Rey.

—Que respeten mis instrucciones —exigió el obeso.

Medes, pasmado, se resignó.

Al entrar en el salón donde no había pasteles ni grandes caldos, regañó a su

anfitrión.

—¿Pero te has vuelto loco? ¡Tratarme, a mí, como a un sospechoso!

—Las circunstancias me obligan a ser extremadamente prudente.

Por primera vez desde que se conocían, Medes consideró que el libanés estaba

muy nervioso.

—¿Es inminente la acción?

—El Anunciador lo decidirá. Yo estoy listo. No sin dificultades, por fin he

conseguido conectar a mis diversos grupos de intervención.

—Gracias a mi estratagema, la policía se concentra en Sehotep, acusado de dirigir

la organización terrorista y de haber intentado asesinar a Sobek el Protector.

—¿Ha sobrevivido?

—Está gravemente herido. La cólera de sus colaboradores más próximos nos será

útil. Inculpar a Sehotep supone socavar los fundamentos de la Casa del Rey.

Aunque Sesostris crea en la inocencia de su amigo, el visir aplicará la ley y

paralizará así parte del ejecutivo.

El libanés se tranquilizó.

—Es un momento ideal... ¡Que la orden del Anunciador no se haga esperar

demasiado! Tienes que ayudarme más, Medes.

—¿De qué modo?

—Mi organización necesita armas. Puñales, espadas y lanzas en gran cantidad.

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—Es difícil. Muy difícil.

—Nos acercamos al objetivo, la tibieza queda excluida.

—Estudiaré el problema, sin garantizar el resultado.

—Se trata de una orden —declaró secamente el libanés—. No ejecutarla

equivaldría a una deserción.

Los dos hombres se desafiaron con la mirada.

Medes no tomó la amenaza a la ligera. De momento, debía aceptar quedar en

ridículo.

Una vez lograda la victoria, se vengaría.

—Sobornar a los centinelas de la armería principal me parece imposible.

Propongo una expedición contra el almacén del puerto por donde transita la

producción de los talleres antes de la entrega al ejército. Gergu reclutará a

algunos malhechores, ellos llamarán la atención de los centinelas. Luego, tendrán

que intervenir tus hombres.

—Demasiado llamativo. Busca otra solución.

—Apoderarse de un cargamento destinado a una ciudad de provincias... No es

imposible. Sustituir los albaranes y, por tanto, modificar la naturaleza de la carga.

¡Pero no podemos reiterar ese tipo de manipulación! El error forzosamente será

descubierto y los responsables sancionados. Una vez, sólo una vez podría li-

brarme haciendo que acusaran a algunos inocentes.

—Apáñatelas como puedas, pero consíguelo. No es la policía la que ha

amenazado a una de mis células, sino el ejército. Sobek el Protector ya no nos

molesta, por lo que sólo nos queda un obstáculo importante que eliminar para

desmantelar la protección de Menfis. Privados de su legendario general, los

oficiales superiores se desgarrarán entre sí.

—¿Te atreverías a emprenderla con Nesmontu?

—¿Acaso admiras a uno de nuestros peores enemigos?

—¡Goza del máximo grado de protección!

—Pues no, precisamente. El viejo Nesmontu se cree invulnerable, y se comporta

como un hombre de tropa. Su desaparición será como un terremoto. El ejército y

la policía en plena crisis... ¿Podemos soñar con algo mejor?

Fiel a sus costumbres, Nesmontu ofreció una cena de gala a los jóvenes reclutas.

Vino tinto, buey en adobo, puré de legumbres, queso de cabra y pastas regadas

con licor figuraban en el menú. El general contó algunos recuerdos de batallas y

alabó los méritos de la disciplina, fermento de las victorias. Asaltado a preguntas,

respondió de buena gana y prometió una exaltante carrera a quienes se entrenaran

con dureza y no refunfuñaran ante ningún ejercicio, por fatigoso que éste fuese.

Algunas canciones que no podían escuchar todos los oídos clausuraron aquel bien

regado banquete.

—Levantarse al amanecer y una ducha fría —anunció Nesmontu—. Luego,

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carrera a pie y manejo de armas.

Un joven de anchos hombros se aproximó a él.

—Mi general, ¿me concederíais un inmenso favor?

—Te escucho.

—Mi esposa acaba de dar a luz. ¿Aceptaríais ser el padrino de mi muchacho?

—¿Un vejestorio como yo?

—Precisamente, mi mujer piensa que vuestra longevidad será una bendición para

el chiquillo. ¡Le gustaría tanto presentaros a nuestro hijo! Vivimos muy cerca del

cuartel, no perderéis demasiado tiempo.

—De acuerdo, hagámoslo en seguida.

Caminando a buen paso, el nuevo recluta precedió al general.

Una primera calleja, una segunda a la derecha, la tercera de través, muy estrecha.

De pronto, un siniestro crujido rompió el silencio y el joven soldado puso pies en

polvorosa.

—¡Cuidado! —aulló Sekari, que seguía a los dos hombres, temiendo un atentado

contra Nesmontu.

El general dudó unos instantes entre perseguir al terrorista o retroceder, y esa

vacilación le resultó fatal. Las vigas de un andamio desarticulado por los

cómplices del falso soldado cayeron sobre Nesmontu, que quedó enterrado bajo

aquel sudario de madera.

Sekari intentó liberarlo.

Nesmontu... ¿me oyes? ¡Soy yo, Sekari! ¡Responde!

Viga tras viga, el agente secreto multiplicaba sus esfuerzos.

Por fin, el cuerpo del general.

Nesmontu tenía los ojos abiertos.

—Estás perdiendo el olfato, muchacho —masculló—. Ese cerdo ha huido. Por mi

parte, tengo el brazo izquierdo roto, diversos hematomas y contusiones múltiples.

Puedo levantarme solo.

—Ha sido un atentado bien preparado —señaló Sekari—. Podrías haber muerto.

—Oficialmente, he muerto. Los terroristas querían matarme, así que démosles

esa satisfacción. La noticia de mi muerte los invitará a salir de su madriguera.

Firmar el acta de inculpación de Sehotep, su hermano del «Círculo de oro» de

Abydos, era desgarrador para el visir Khnum-Hotep, pero tenía que aplicar la ley

sin indulgencia ni preferencias personales. Y el expediente de la acusación no le

permitía cerrar el asunto. Sin embargo, no cabía ninguna duda de la inocencia de

Sehotep.

El enemigo era tremendamente hábil: pretendía manipular a la policía y utilizar el

sistema judicial egipcio para resquebrajar la Casa del Rey y hacer vulnerable a

Sesostris. El visir no soportaba aquella derrota. De modo que intentaría

convencer a Sobek de que su adjunto y sus colegas, al presentar la denuncia,

estaban ayudando al Anunciador.

Khnum-Hotep sufrió un vahído, y durante unos instantes perdió el conocimiento.

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Al volver en sí, caminó hacia una ventana, se acodó en ella e intentó en vano

respirar a fondo.

Sintió entonces un dolor insoportable en mitad del pecho, que lo obligó a sentarse

de nuevo. Privado de aire e incapaz de pedir ayuda, supo que no se recuperaría de

aquel malestar. Los últimos pensamientos del visir volaron hacia Sesostris,

rogándole que no abandonara la lucha y agradeciéndole que le hubiera concedido

tanta felicidad.

Juntos, sus perros aullaron a la muerte.

Construida a unos cincuenta metros al norte de la pirámide de Dachur, la

espléndida morada de eternidad de Khnum-Hotep recibió la momia del visir en

presencia de todos los miembros de la Casa del Rey, de Medes y de Sobek el

Protector.

Un pesado calor gravitaba sobre el paraje. Preparada rápidamente pero con gran

cuidado, la momia fue bajada hasta el fondo de un pozo y depositada en un

sarcófago.

El rey en persona celebró los ritos funerarios. Tras la apertura de la boca, de los

ojos y de las orejas de la momia, animó las escenas y los textos jeroglíficos de la

capilla, donde un sacerdote del ka mantendría viva la memoria de Khnum-Hotep.

Aquella muerte ofrecía a Medes una formidable esperanza. Con Sehotep fuera de

juego, Senankh muy ocupado en su ministerio y considerado insustituible, ya no

tenía competidores para el puesto de visir. Considerando al secretario de la Casa

del Rey como un trabajador infatigable y un dignatario modelo, Sesostris elevaría

a la dignidad de primer ministro a un cómplice del Anunciador.

La muerte accidental del general Nesmontu aumentaba más aún la profunda

tristeza de la concurrencia. Medes, que a duras penas podía poner cara de circuns-

tancias, se extrañaba ante la presencia de Sobek. Este, muy desmejorado, se

apoyaba en un bastón.

Cuando salió de la capilla, Sesostris contempló largo rato la tumba de

Khnum-Hotep. Luego se dirigió a los dignatarios.

—Debo acudir de inmediato a Abydos. Después de tantos acontecimientos

trágicos, todos somos conscientes de los peligros que amenazan Menfis. En mi

ausencia, el nuevo visir se encargará de la seguridad de los habitantes y

manifestará una firmeza extrema ante eventuales disturbios. Que el sucesor de

Khnum-Hotep se muestre digno de ese ser excepcional. Tú, Sobek el Protector,

inspírate en su ejemplo y cumple esta función tan amarga como la hiel.

17

Mientras trasegaba un vino suave y azucarado, el libanés se felicitaba por haber

tratado a Medes con la dureza necesaria. ¿Acaso el secretario de la Casa del Rey,

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muy acostumbrado a su comodidad, no estaría adormeciéndose? El jefe de la

organización terrorista de Menfis, hundiendo un aguijón en su inconmensurable

vanidad, lo obligaba a demostrar la magnitud real de su compromiso y su

capacidad de acción.

Y el resultado no decepcionaba al libanés.

De barrio en barrio, la noticia dejaba pasmada a Menfis: Nesmontu había muerto.

Atentado según unos, accidente según otros.

La muerte de Khnum-Hotep, la acusación de Sehotep, la desaparición del viejo

general... El destino se encarnizaba con los íntimos de Sesostris, cada vez más

aislado y frágil. El nombramiento de Sobek el Protector para el puesto de visir no

tranquilizaba a nadie. Aunque curase de sus heridas físicas y psíquicas, algo de lo

que muchos dudaban, sería incapaz de asumir la magnitud de aquella temible

función. Un policía seguía siendo un policía, sólo se ocuparía de la seguridad, y

olvidaría lo social y lo económico.

El régimen se deshacía.

Aquella absurda elección demostraba el terror del rey, que, en un tiempo normal,

habría apelado a Senankh o a Medes. Obligado a defenderse contra un enemigo

inalcanzable, el monarca entregaba el poder real a un hombre disminuido a quien

creía capaz de impedir lo peor.

El Rizos y sus comandos habían regresado a su base del barrio situado al norte del

templo de Neith: patrullas habituales, chivatos yendo de un lado a otro, aunque

identificados desde hacía mucho tiempo, pero ninguna presencia militar ya. Los

emisarios de Sobek podían seguir registrando las casas y las tiendas, puesto que

no encontrarían nada.

A sabiendas de que los aguadores, los peluqueros y los vendedores de sandalias

eran estrechamente vigilados, el libanés hacía circular la información y sus

directrices por medio de las amas de casa que discutían en el mercado.

Así se establecía un rápido contacto entre las células, que ya estaban en pie de

guerra. Impacientes por pelear, los fieles del Anunciador soñaban con conquistar

Menfis matando al máximo de infieles. La matanza de mujeres y niños sembraría

tanto terror que los soldados y los policías no conseguirían controlar la oleada

destructora de los partidarios de la verdadera creencia.

También el libanés comenzaba ya a impacientarse. ¿No estaba tardando

demasiado el Anunciador en lanzar la ofensiva? Su deseo de alcanzar el corazón

de Abydos topaba, forzosamente, con serias dificultades, tan serias que tal vez lo

obligaban a la inercia.

La cicatriz que cruzaba su pecho ardió.

En cuanto dudaba del jefe supremo, comenzaba a dolerle.

El libanés vació la copa de un trago.

Abydos, Menfis, la ciudad sagrada de Osiris y la capital, los centros de la

espiritualidad y de la prosperidad: heridos de muerte, provocarían el

derrumbamiento del país entero.

El Anunciador sabía el día y la hora, él, el enviado de Dios. No seguirlo

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ciegamente provocaría su cólera.

Para el gran tesorero Senankh, director de la Doble Casa Blanca, sólo había un

motivo de satisfacción: la economía de Egipto marchaba a las mil maravillas.

Funcionarios remunerados según sus méritos, ninguna ventaja definitivamente

adquirida, hincapié en los deberes y no en los derechos, artesanía y agricultura

florecientes, solidaridad entre los oficios y las edades, voluntad de respetar la

Regla de Maat en los distintos escalones de la jerarquía y de sancionar a los

fraudulentos, los corruptores y los corruptos: el programa del faraón iba

aplicándose poco a poco y daba buenos resultados.

Pero Senankh no se contentaba con ello, pues aún subsistían numerosos

problemas. Martillo del relajamiento y de la pereza, el ministro despertaba las

energías adormecidas.

¿Cómo alegrarse de sus éxitos precisamente cuando se acusaba a su hermano y

amigo Sehotep de intento de asesinato con premeditación? Y su víctima, Sobek,

era ahora el visir encargado de presidir el tribunal. Estaba obligado a respetar la

ley, podría dirigir los debates y dictar la sentencia. Invocar un vicio de forma o

tacharlo de parcialidad exigiría una importante falta del nuevo visir.

Senankh no abandonaría a Sehotep a una suerte injusta. Pese a la evidencia de la

manipulación, la maquinaria judicial podía destrozar al superior de todos los

trabajos del rey.

Solamente había un recurso posible: Sekari.

Los dos hombres se encontraron en una casa de cerveza del barrio sur. Nadie les

prestó atención.

—Hay que sacar a Sehotep de esa trampa infernal. ¿Se te ocurre alguna idea,

Sekari?

—Por desgracia, no.

—¡Si tú renuncias, está perdido!

—No renuncio, pero me reclaman otras prioridades. Espero desmantelar dentro

de poco parte de la organización terrorista.

—¿Olvidando a Sehotep?

—La acusación no se sostendrá.

—Desengáñate, el visir Sobek se empecinará. Llevemos a cabo una investigación

paralela.

—Es difícil, sin la ayuda de la policía. Y ésta permanecerá unida tras el Protector.

—¡Pero no podemos quedarnos de brazos cruzados!

—Un paso en falso agravaría la situación. La partida del rey le deja el campo libre

a Sobek.

Medes no se tranquilizaba.

Dadas sus competencias y sus cualidades, le correspondía el puesto de visir. Una

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vez más, no le reconocían sus méritos, Sesostris le infligía una insoportable hu-

millación. Con inmenso placer, pues, asistiría a su caída y al nacimiento de un

nuevo régimen cuyo centro ocuparía él.

La supresión del libanés no plantearía demasiados problemas. La del Anunciador,

en cambio, parecía delicada. A pesar de la magnitud de sus poderes, forzosa-

mente tenía debilidades; tal vez saliera disminuido del combate librado en

Abydos y de la lucha final contra Sesostris.

Medes se sabía hecho para un gran destino. Y nadie le impediría conquistar el

poder supremo.

Entretanto, llevaba a cabo su nueva misión: proporcionar más armas a los

terroristas. El anuncio de la muerte de Nesmontu le facilitaba la tarea, pues los

oficiales superiores, desmoralizados, ya comenzaban a dar órdenes

contradictorias. Numerosos soldados, que se encargaban de las misiones de

seguridad, acababan de ser llamados al cuartel central. Y uno de los talleres de

reparación de espadas y puñales, momentáneamente cerrado, permanecía sin

vigilancia.

Aprovechando la ocasión, Medes confió a Gergu la misión de pagar

generosamente a algunos descargadores poco escrupulosos para vaciar el local y

depositar el material en un almacén abandonado donde los terroristas lo

recuperarían. El secretario de la Casa del Rey demostraría así al libanés su

capacidad de acción, omitiendo decirle que conservaba parte de las existencias,

destinadas al equipamiento de su propia milicia. Aquella oportunidad evitaba a

Medes organizar la compleja operación que le había descrito al libanés. Decidida-

mente, la suerte estaba de su lado.

Sehotep, que se encontraba bajo arresto domiciliario en su soberbia villa, no se

abandonaba. Todas las mañanas se ponía en las expertas manos de su barbero, to-

maba una ducha, se perfumaba y elegía ropa elegante. Se acabaron las cenas en

galante compañía, se acabaron las recepciones que servían para recoger las

instructivas quejas del Todo-Menfis, se acabaron los viajes a las provincias, las

restauraciones de edificios antiguos y la apertura de nuevas obras. El erudito se

complacía releyendo a los clásicos y descubriendo, en ellos, mil y una maravillas

olvidadas. El estilo de los grandes autores nunca prevalecía sobre el pensamiento,

nunca la forma se convertía en un artificio. La propia gramática estaba al servicio

de la expresión de una espiritualidad transmitida desde la edad de oro de las

pirámides y reformulada sin cesar.

Aquel tesoro le daba a Sehotep la fuerza necesaria para enfrentarse con el

adversario. Y mantenía en su memoria las enseñanzas del «Círculo de oro» de

Abydos, que lo había llevado hacia el otro lado de lo real. Comparadas con la

iniciación a la resurrección osiriaca, ¿qué importancia tenían sus desgracias?

Durante el rito de la inversión de las luces, su parte de humanidad y su parte

celestial se habían, al mismo tiempo, casado e intercambiado. Lo humano no se

restringía ya a sus placeres y a sus sufrimientos, lo divino no se limitaba a lo

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inefable. Lo temporal se convertía en el lado pequeño de la existencia, lo eterno

en el lado grande de la vida. Fueran cuales fuesen las pruebas, intentaría

afrontarlas con desprendimiento, como si no le concernieran.

Un rayo de sol iluminó un cofre de acacia decorado con flores de loto finamente

cinceladas. Sehotep sonrió al pensar que un objeto semejante había sido la causa

de su perdición. Aquella modesta obra maestra daba testimonio, sin embargo, de

la civilización faraónica, apegada a la encarnación del espíritu en sus múltiples

formas, desde el simple jeroglífico hasta la gigantesca pirámide.

—El visir Sobek desea veros —lo avisó su intendente.

—Haz que suba a la terraza y sírvenos vino blanco, fresco, del año primero de

Sesostris.

El Protector podría haber convocado a Sehotep en su despacho, pero prefería

interrogarlo en su casa hasta ponerlo entre la espada y la pared.

A Sobek no le gustaba aquel treintañero distinguido, de rostro fino y ojos

brillantes de inteligencia. Otra revelación lo turbaba: ¿por qué no había firmado

Khnum- Hotep el acta de inculpación? Explicación simple: las angustias de la

agonía. Una mano que se contrae, incapaz de concretizar su voluntad.

Otra hipótesis: el visir no creía en la culpabilidad de Sehotep y deseaba proseguir

la instrucción antes de llevar a un miembro de la Casa del Rey ante el tribunal su-

premo de Egipto.

—¿Interroga el juez a un culpable condenado de antemano o queda en él una

sombra de duda? —preguntó Sehotep.

Sobek, huraño, iba de un lado a otro.

—Por lo menos, disfruta de la vista —recomendó su anfitrión—. Desde esta

terraza se descubre el Muro Blanco de Menes, el unificador del Alto y el Bajo

Egipto, y los numerosos templos de esta ciudad de inigualable encanto.

Dándole la espalda a Sehotep, Sobek se detuvo.

—Ya admiraré el paisaje en otra ocasión.

—¿Acaso no debemos aprovechar el instante?

—¿Estoy o no frente al jefe de la organización terrorista de Menfis, culpable de

un elevado número de abominables muertes? Esa es mi única pregunta.

—Para imponerse, el nuevo visir debe dar ejemplo. Puesto que mi suerte está

decidida de antemano, gozo de mis últimas horas de relativa libertad.

—¡Qué mal me conoces, Sehotep!

—¿Acaso no encarcelaste a Iker, acusándolo de traición?

—Lamentable error, lo admito. Mis nuevas funciones me incitan a extremar la

prudencia y exigen un máximo de lucidez.

Sehotep le ofreció las muñecas.

—Ponme las esposas.

—¿Confiesas?

—Cuando se dicte la pena de muerte, tendrás que matarme con tus propias

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manos, Sobek. Pues me negaré a suicidarme y afirmaré mi inocencia hasta el

último segundo.

—¡Tu posición me parece insostenible! ¿Acaso olvidas los hechos?

—Nuestros enemigos son excelentes falsificadores. Y nosotros, sometidos a

nuestro sistema judicial, ¡nos convertimos en las víctimas!

—¿Te parecen injustas nuestras leyes?

—Toda legislación tiene puntos débiles. Los jueces, y especialmente el visir,

deben minimizarlos buscando la verdad más allá de las apariencias.

—¡Quisiste asesinarme, Sehotep!

—No.

—Tú mismo fabricaste unas estatuillas mágicas destinadas a matarme.

—No.

—Tras mi muerte, habrías acabado también con su majestad.

—No.

—Desde hace meses, informabas a tus cómplices de las decisiones de la Casa del

Rey y les permitías escapar de la policía.

—No.

—Tus respuestas son algo cortas, ¿no crees?

—No.

—Tu inteligencia no te pone al abrigo del supremo castigo. Y las pruebas son

abrumadoras.

—¿Qué pruebas?

—La carta anónima me turba, lo admito. Sin embargo, respeta una lógica

indudable, de acuerdo con las intenciones de los terroristas.

Sehotep se limitó a mirar al visir directamente a los ojos. Unas miradas fuertes,

francas y directas se enfrentaban.

—Firmaste tu tentativa de crimen, y mi supervivencia en nada cambia el asunto.

La intención vale por la acción, y el tribunal no se mostrará en absoluto indul-

gente. Más te valdría confesar y facilitarme los nombres de tus cómplices.

—Siento decepcionarte, pero soy fiel al faraón y no he cometido delito alguno.

—¿Cómo te explicas, entonces, la presencia de tu caligrafía en el documento que

las estatuillas deberían haber destruido?

—¿Cuántas veces tendré que repetirlo? El enemigo utiliza el talento de un

excelente falsificador que conoce muy bien a los miembros de la Casa del Rey.

Cree que nos propina un golpe fatal. Ojala el visir no se deje engañar.

La serenidad de Sehotep sorprendió al Protector. ¿Acaso aquel hombre no tendría

una excepcional capacidad de disimulo?

—Por eficaz que resulte, tal vez esa manipulación sea un error —prosiguió el

acusado—. No olvides examinar el comportamiento de todos mis íntimos: sólo

uno de ellos ha podido disponer de mi caligrafía.

—¿Incluidas tus amantes?

—Te procuraré una lista exhaustiva.

—¿También sospechas de los dignatarios?

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—El visir debe aplicar la ley de Maat dando primacía a la verdad, sean cuales

sean sus consecuencias.

18

Aniquilados los cuatro leones y las cuatro jóvenes acacias, quedaban dos

protecciones principales: el «fetiche» de Abydos y el oro que cubría el tronco del

árbol de vida. El valioso metal, procedente de Nubia y del país de Punt, perdería

su eficacia en cuanto el Anunciador hubiera quitado el velo que cubría lo más alto

del astil plantado en el centro del relicario.

Era imposible llevar a cabo aquella profanación antes de haber suprimido al

nuevo Osiris designado por los ritos, es decir, al hijo real y Amigo único Iker. El

joven aún lo ignoraba, pero el Anunciador, en cambio, estaba preparando aquel

momento desde hacía muchos años.

Al elegir a aquel solitario muchacho, apegado al estudio de la lengua sagrada,

indiferente a los honores y capaz de sufrir mil y una pruebas sin perder el rigor y

el entusiasmo, no se había equivocado. Sin embargo, no había tenido

miramientos con él, y lo había mandado varias veces a una muerte cierta con el

fin de verificar su capacidad. Nada ni nadie, ni siquiera un mar enloquecido, un

bruto desenfrenado, un falso policía, una conspiración o cualquier otra forma

destructiva, conseguía derribar a Iker. Transido de miedo, apaleado, humillado,

acusado en falso, se levantaba una y otra vez y proseguía su camino. Un camino

que lo llevaba a Abydos, el santuario de la vida eterna.

Para él, el antro de la muerte.

Aquella aniquilación exigía la intervención del Anunciador en persona y de los

confederados de Set. Poniendo fin al proceso de resurrección de Osiris y cortando

cualquier vínculo con el más allá, acabarían con el porvenir de Egipto y

destruirían su obra. A pesar de su valor, Sesostris quedaría impotente.

El monarca no se había equivocado, tampoco, al elegir a Iker como hijo

espiritual, nueva encarnación de Osiris y futuro señor de los grandes misterios de

Abydos. Poco importaba la edad, puesto que su corazón poseía la magnitud de la

función. Fortalecido por una larga experiencia, el Calvo admitía al muchacho y

facilitaba su ascenso.

Sesostris, consciente de los peligros, no podía imaginar la estrategia del

Anunciador: Iker, irreductible enemigo de los confederados de Set y, a la vez,

arma principal de la batalla decisiva contra el faraón, ¡contra todos los faraones!

Al edificar aquel ser al modo de un templo, el rey pensaba erigir una muralla

mágica capaz de contener los asaltos del mal. Si Iker desaparecía y Abydos

quedaba sin defensa, el Anunciador asestaría el golpe fatal.

Una vez hubo terminado su servicio en el templo, se dirigió hacia el refectorio

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para desayunar allí en compañía de otros temporales, encantados de trabajar en

Abydos.

Era amable, buen compañero, siempre estaba dispuesto a prestar un servicio, y

gozaba de una excelente reputación. Según el rumor, el Calvo no tardaría en

ofrecerle un puesto mejor.

Mientras caminaba con paso tranquilo, el Anunciador pensaba en la cena en casa

de Neftis. A la calidad de los manjares se añadía el encanto de la muchacha, grave

y vivaz a la vez, y de excepcional inteligencia. La metería en su cama y obtendría

de ella el máximo placer.

Si rechazaba la verdadera creencia, él mismo arrojaría la primera piedra durante

su lapidación en la plaza pública. Era preciso exterminar a las criaturas impías

que se atrevieran a reivindicar el mantenimiento de sus libertades. Las conversas,

en cambio, serían crueles guerreras, más fanáticas que los varones. Ignorando la

compasión, seguirían el ejemplo de Bina y matarían alegremente a los

refractarios. Luego, de sus vientres saldrían las legiones del Anunciador. Se

acabó la contracepción a la egipcia, se acabó la limitación de los nacimientos,

dentro de poco la demografía aumentaría de forma espectacular. Sólo reinaría la

multitud, aulladora y manipulada.

—¿Queréis un poco de sal? —preguntó Bina.

—Con mucho gusto.

El furor llenaba los ojos de la hermosa morena.

—¿Alguna contrariedad?

—Esa tal Neftis... ¡intenta seduciros!

—¿Te escandaliza su actitud?

—¿Acaso no soy yo la reina de la noche, la única mujer admitida a vuestro lado?

El Anunciador la contempló con mirada condescendiente.

—Tus sueños te extravían, Bina. ¿Olvidas que la mujer es una criatura inferior?

Sólo el hombre puede tomar decisiones. Además, un hombre vale por varias

mujeres y no puede satisfacerse, pues, con una sola. Una esposa, en cambio, debe

absoluta fidelidad a su marido, so pena de ser lapidada. Esos son los manda-

mientos de Dios. El Estado faraónico se equivoca rechazando la poligamia y

concediendo a las hembras un lugar que no merecen y que las hace peligrosas. El

reinado de la nueva creencia acabará con esos errores.

El Anunciador acarició el pelo de Bina.

—La ley divina te impone la presencia de Neftis y de cualquier otra mujer que yo

elija. Deberás someterte, pues tu progreso espiritual así lo exige. Tú y tus seme-

jantes debéis evolucionar empezando por obedecer a vuestros guías, cuyo jefe

supremo soy. Espero que no lo dudes un solo instante.

Bina se arrodilló y besó las manos del Anunciador.

—Haced conmigo lo que deseéis.

Tras su solicitud de investigación sobre Gergu, Iker acababa de recibir una

inquietante respuesta, que relataba la agresión contra Sobek el Protector,

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gravemente herido e incapaz de tomar decisiones. ¡De modo que la organización

terrorista de Menfis pasaba de nuevo a la ofensiva!

El hijo real comunicó de inmediato la mala noticia a su esposa.

—Sobek se recuperará —profetizó ella—. El faraón expulsará de su cuerpo la

magia maligna y el doctor Gua lo curará.

—¡El enemigo se muestra de nuevo amenazador!

—Nunca ha dejado de hacerlo, Iker.

—Si Sobek se restablece, le seguirá la pista a Gergu. Tal vez por fin nos lleve

hasta algunos jefes terroristas.

—¿Cómo se comporta Bega?

—De modo amistoso y respetuoso. Responde a mis preguntas sin rodeos y me

facilita la tarea. Un día de trabajo más y los preparativos del ritual habrán acaba-

do.

Ambos se miraron amorosamente.

—Por primera vez, dirigirás la ceremonia de los misterios —murmuró Isis—.

Sobre todo, ni gestos ni palabras precipitadas. Conviértete en el canal por el que

circulan las fórmulas de poder, en el instrumento que las toca con armonía.

Iker se sabía indigno de semejante responsabilidad, pero no la eludía. ¿Acaso su

existencia no se parecía a una sucesión de milagros? Todas las mañanas daba gra-

cias a los dioses. Vivir con Isis en Abydos, gozar de la confianza del rey,

progresar por el camino del conocimiento, ¿qué más podía pedir? De las pruebas

vividas subsistía una aguda conciencia de felicidad, cuyas facetas saboreaba por

completo, desde la salida del sol junto a su esposa hasta la justa celebración de un

rito.

Los dones de hilandera y tejedora de Neftis eran casi excepcionales. Las telas y

los vestidos utilizados durante los misterios del mes de khoiak serían de

deslumbradora calidad. El Calvo, poco dado a hacer cumplidos, reconocía los

dones de la joven sacerdotisa.

Isis y su hermana verificaban el inventario, buscando la perfección. Nada debía

faltar.

—¿Conoces bien a la mayoría de los temporales? —quiso saber Neftis.

—Más o menos, sobre todo a los antiguos y a los fieles.

—Pienso en un nuevo empleado del templo de millones de años de Sesostris. Un

hombre muy apuesto, alto, con un gran porte y mucha distinción, tiene mucho

encanto... En el exterior, hace los cuencos de piedra dura. Un oficio difícil que

domina de un modo notable. Aquí, se le confía la limpieza y el mantenimiento de

las copas y los recipientes rituales. A mi entender, merece algo mejor. Incluso

puede tener el temple de un permanente.

—¡Qué entusiasmo! ¿No estarás... enamorada?

—Es posible.

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—¡Seguro!

—Cenamos juntos —reconoció Neftis—, y volveremos a vernos pronto. Es

inteligente, trabajador, atractivo, pero...

—¿Te molesta algún detalle?

—Su dulzura me parece excesiva, como si encubriera una violencia

cuidadosamente disimulada. Aunque probablemente me equivoque.

—Atiende a tu intuición antes de seguir adelante.

—¿Sentiste tú algo semejante con respecto a Iker?

—No, Neftis. Yo sólo sabía que su amor era profundo, absoluto, y que exigía un

compromiso total. Aquella potencia me asustaba, no lo veía claro en mí y no

quería mentirle. Sin embargo, pensaba a menudo en él, lo echaba en falta. Poco a

poco, aquel vínculo mágico fue transformándose en amor. Y un día comprendí

que sería el hombre de mi vida.

—¿Y nada trastorna esa certeza?

—Al contrario, se refuerza cada día más.

—Tienes mucha suerte, Isis. ¡Ignoro si mi apuesto temporal me dará tanta

felicidad!

—No olvides tu intuición.

Como una fiera perpetuamente al acecho, Shab el Retorcido sintió que alguien se

acercaba a su escondrijo.

Apartando una de las ramas bajas que ocultaban la entrada de la capilla, descubrió

la pesada silueta de Bega. Al Retorcido no le gustaba aquel tipo alto y feo, y se

preguntaba cómo su artera mirada podía engañar a los sacerdotes permanentes.

En su lugar, habría desconfiado de aquel rigorista de reprimidas ambiciones.

Bega imaginaba un brillante porvenir a la cabeza de un clero depurado, pero se

equivocaba completamente. Shab se encargaría de la depuración. Y aquel feo

larguirucho formaría parte de los primeros condenados. ¿O acaso no había que

borrar toda huella del pasado para construir un mundo que respondiese a los

deseos del Anunciador?

—¿Estás solo? —preguntó la voz desconfiada del Retorcido.

—Sí, puedes mostrarte.

Shab lo hizo, con el puñal en la mano y los nervios de punta.

—Se presenta una buena ocasión —indicó el permanente—. Prepárate para matar

a Iker.

1. Up-uaut.

Dos ritualistas con máscaras de chacal hacían el papel de Abridores de los

caminos,1 el uno en relación con el norte, el otro con el sur.

—¡Que vuestra salida se cumpla! —ordenó Iker—. Avanzad y cuidaos de vuestro

padre Osiris.

Encargado de traer a la lejana diosa hundida en las profundidades de Nubia y de

transformar a la terrorífica leona en apacible gata, un lancero1 protegía a los

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chacales. Junto a ellos, Tot, con cabeza de ibis, poseía los textos mágicos

indispensables para apartar las fuerzas oscuras decididas a desmantelar la

procesión osiriaca.

En el centro, la barca de Osiris,2 que atravesaría parte del paraje, navegaría por el

lago sagrado y conectaría lo visible con lo invisible. «En verdad —proclamaba

Tot—, el señor de Abydos resucitará y aparecerá en gloria.»

Consolidadas sus coronas, el dios descansaba en el interior de la capilla instalada

en medio de la barca.

—Que el camino que lleva al bosque sagrado sea sacralizado —exigió Iker.

Acercaron una gran narria de madera en la que se depositaría la barca, para que

recorriera la vía terrestre, ensanchando así el corazón de los habitantes del

Oriente y el Occidente. Estos verían su belleza durante su regreso a la morada de

eternidad, purificada y regenerada. Durante «la noche de acostar al dios y

ofrecerle la plenitud», el trabajo de la Morada del Oro adquiría todo su sentido.

Quedaba por representar el enfrenta- miento entre los seguidores de Osiris y los

confederados de Set. Iker, armándose de un garrote de aguzada punta llamado

«grande en vigor», reunió a los primeros, ante la cohorte de sus adversarios.

1. Onuris.

2. La neshemet

Con una peluca rojiza, las cejas y el bigote teñidos de rojo, y ataviado con una

túnica de basto lino, Shab el Retorcido estaba irreconocible. Se había mezclado

con los temporales, iba provisto de un corto bastón y sólo tenía ojos para Iker.

Primero, golpearlo con violencia en la nuca; luego, fingiendo socorrerlo,

estrangularlo con un lazo de cuero. Tendría que actuar de prisa, muy de prisa.

Aprovechando el efecto sorpresa, Shab conseguiría huir.

—¡Derribemos a los enemigos de Osiris! —ordenó Iker—. ¡Que caigan boca

abajo y no vuelvan a levantarse!

En uno y otro bando, se tomaban en serio el papel, pero sin golpear con fuerza.

Los garrotes se levantaban y caían cadenciosamente, siguiendo el compás de una

especie de danza.

El Retorcido se vio obligado a imitar a sus acólitos.

Uno a uno, los partidarios de Set se derrumbaron. Furioso por haber caído en la

trampa de aquel ritual cuyo desarrollo concreto ignoraba, Shab tenía que cruzar

las filas de los partidarios de Osiris y destrozar el cráneo de Iker.

Pero, por desgracia, el hijo real disponía de un arma temible. Y el Retorcido

nunca se enfrentaba cara a cara con el adversario.

Obligado a renunciar, soltó su bastón y se tendió en el suelo.

Vencidos, los confederados de Set ya no se oponían a la procesión. Se dirigió

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hacia la tumba de Osiris.

Los derrotados volvieron a levantarse, sacudiéndose.

—¡Has tardado mucho tiempo en caer! —se extrañó un ritualista—. No tardes

tanto en la verdadera ceremonia.

—¿No debemos combatir más? —preguntó Shab.

—¡Muchacho, se te ha subido a la cabeza el papel de sethiano! Sólo cuenta el

significado del acto ritual. Regresa a tu casa, toma una ducha fría y líbrate de toda

esa rojez. Por aquí no nos gusta demasiado ese color.

El Retorcido habría estrangulado de buena gana a aquel aleccionador, pero debía

mostrarse paciente.

Decepcionado, regresó a su escondrijo, esperando que el Anunciador le

perdonara aquel fracaso.

19

Una tormenta de arena cubría Abydos con un manto ocre. Se hacía difícil

desplazarse, y la visibilidad se reducía cada vez más. Sin embargo, Iker se dirigió

a casa de Bega, que lo había invitado a cenar para, según decía, transmitirle una

información decisiva para el porvenir de Abydos.

—Deberíais poneros al abrigo —le aconsejó el comandante de las fuerzas

especiales, que estaba dando una vuelta de inspección—. ¡Nunca había visto nada

semejante!

—Bega me aguarda.

—Apresuraos, entonces.

El oficial temía accidentes e infortunios. Sus patrullas, retenidas en el cuartel, no

podrían intervenir si sucedía algún incidente. Cuando desandaba lo andado,

divisó la silueta de una mujer.

Se aproximó a ella.

—¡Bina! No te quedes fuera, es peligroso.

—Deseaba veros.

El hombre, halagado, sonrió.

—¿Es urgente?

Ella se contoneó con sensualidad.

—Eso creo...

—Acompáñame. Te socorreré.

La hermosa morena se colgó del cuello del comandante y le pidió que le besara.

—¡Aquí no, con esta tormenta!

—Aquí y ahora.

El oficial, excitado, hizo resbalar los tirantes del vestido sobre los sedosos

hombros.

Cuando estaba besándole los pechos, la correa de cuero de Shab el Retorcido, que

lo atacó por detrás, le ciñó la garganta.

Su muerte fue dolorosa pero rápida.

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Puesto que conocía el destino de Iker, el comandante estaba condenado. Y, de

todos modos, Bina quería que lo ejecutaran: ya no soportaba más sus miradas

obscenas.

La modesta morada de Bega, poco acogedora, necesitaba una buena reforma.

Ante la sorpresa de Iker, el austero personaje había preparado una especie de

banquete. En una larga mesa de madera, cubierta con un paño, había dispuesto

dos jarras de vino y algunos platos de carne, pescado, legumbres y frutas.

—Estoy encantado de recibiros, hijo real. Esta noche, festejamos.

—¿Que festejamos?

—¡Vuestro triunfo, claro está! ¿Acaso no acabáis de conquistar Abydos?

Bebamos, entonces, por esa inmensa victoria.

Iker aceptó una copa. El vino le pareció levemente amargo, pero no se atrevió a

formular crítica alguna.

—Me sorprenden esos términos y al mismo tiempo me molestan —confesó—.

No soy un conquistador, no se trata de una guerra. Mi único deseo consiste en ser-

vir a Osiris y al faraón.

—¡Vamos, vamos, no os hagáis el modesto! ¡A vuestra edad, ser superior de los

sacerdotes permanentes de Abydos es un increíble destino! Comed y bebed, os lo

ruego.

A Iker no le gustaba en absoluto la mordiente ironía de su anfitrión.

Irritado, tomó un poco de pescado seco, unas hojas de ensalada y volvió a beber

vino, amargo de nuevo.

—¿Qué deseáis decirme, Bega?

—¡Mucha prisa demostráis! Si la tempestad empeora, no podréis regresar a

vuestro domicilio. Os ofrezco de buena gana mi hospitalidad.

—Pero ¿y esas importantes revelaciones?

—¡Lo son, creedme!

La mirada de Bega era francamente agresiva. Una gélida maldad lo animaba,

como si por fin consiguiera alcanzar un perverso objetivo, considerado

inaccesible durante mucho tiempo.

—¿Podríais explicaros?

—¡Paciencia, más tarde obtendrás la totalidad de las explicaciones! Deja que

saboree este momento. Tu triunfo es sólo aparente, joven ambicioso. Al robar el

puesto que me correspondía por derecho cometiste una falta imperdonable. Y

ahora lo vas a pagar caro.

Iker se levantó.

—¡Estáis perdiendo la cabeza!

—Mira la palma de mi mano.

Por unos instantes, la visión de Iker se nubló. Sin duda, a causa de los efectos de

la fatiga y del mal vino.

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Luego, la palma de Bega volvió a estar clara. Tenía grabada una minúscula y

sorprendente figura.

—Diríase... ¡no, no es posible! ¡La cabeza... la cabeza del dios Set!

—Exacto, hijo real.

—¿Qué... qué significa eso?

—Vuelve a sentarte, te tambaleas.

Obligado a hacerlo, Iker se sintió algo mejor.

Bega lo contemplaba con ferocidad.

—Significa que soy un confederado de Set y miembro de la conspiración del mal,

como Medes y Gergu. Soberbias revelaciones, ¿no? Y no son éstas todas tus

sorpresas.

Iker, atónito, respiraba con dificultad. Su sangre ardía. Cargó aquellos desórdenes

en la cuenta de la estupefacción. ¿Cómo imaginar tanta negrura por parte de un

permanente. El faraón no se había equivocado: el mal prosperaba en pleno

corazón de Abydos.

En ese instante apareció un hombre de gran talla, imberbe y con la cabeza

afeitada. Sus ojos rojos se clavaron en Iker.

Bega le hizo una reverencia.

—Esta vez, maestro, nada ni nadie salvará al hijo real.

—¿Quién sois? —preguntó el joven.

—Reflexiona —le recomendó una dulce voz—. El enigma no parece difícil de

resolver.

—¡El Anunciador! El Anunciador aquí, en la tierra sagrada de Abydos...

—Saliste airoso de las peores pruebas, Iker, y venciste múltiples peligros. No me

equivoqué al elegirte. Ningún hombre podría haber llevado a cabo semejantes

hazañas. Hete aquí llegado al final de tu excepcional destino, heredero y sucesor

del faraón, legatario de los grandes misterios, insustituible hijo espiritual. Por eso

debes desaparecer. Privado de porvenir, Sesostris se derrumbará y arrastrará en

su caída a Egipto entero.

Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, Iker empuñó su copa e intentó golpear al

monstruo.

Pero Shab el Retorcido apareció por detrás, lo sujetó, lo obligó a soltar la

improvisada arma y a volver a sentarse.

—Tu potencia se desvanece —indicó el Anunciador—. Los textos del laboratorio

del templo de Sesostris me han enseñado mucho. En materia de toxicología y de

venenos, los sabios egipcios son notables. Su utilización terapéutica del veneno

de serpientes y escorpiones merece admiración. He estropeado el sabor de ese

gran caldo vertiendo en él una sustancia mortífera, y la nueva religión proscribirá

cualquier consumo de vino y de alcohol. Así perecerás a causa de las disolutas

costumbres de este maldito país.

Bina apareció a su vez.

—¡Hete por fin derrotado, incapaz de luchar! Pensabas que estabas llegando a la

cumbre, y estoy encantada con tu caída.

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Paralizado y empapado en sudor, Iker sintió que la vida lo abandonaba.

—Antes de que la nada te devore, debo describirte el futuro inmediato

—prosiguió el Anunciador—. Gracias a tu desaparición, el zócalo de las Dos

Tierras sufrirá irreparables grietas. Sesostris se derrumbará y será presa de la

desgracia. Sus íntimos lo abandonarán y Menfis sufrirá la cólera de mis

discípulos. Sólo sobrevivirán los que se conviertan a la verdadera religión, los

infieles y los incrédulos perecerán. La escultura, la pintura, la literatura y la

música quedarán prohibidas. Se copiarán mis palabras, se pronunciarán sin cesar,

y nadie necesitará otra ciencia. Quien se atreva a dudar de mi verdad será

ejecutado. Las mujeres, criaturas inferiores, permanecerán confinadas en sus

moradas, servirán a sus maridos y les darán miles de varones para formar un

ejército de conquistadores que impondrán nuestra fe al mundo entero. Ni una

pulgada de su cuerpo quedará desnudo, cada hombre elegirá tantas esposas como

desee. El oro de los dioses me permitirá desarrollar una nueva economía que

asegure la riqueza de mis fieles. Y, sobre todo, Iker, Osiris no volverá a resucitar.

—¡Te equivocas, demonio! Mi muerte no cambiará nada, el faraón te destruirá.

El Anunciador sonrió.

—No salvarás tu mundo, pequeño escriba, pues yo lo he condenado ya. Soy

indestructible.

—Te equivocas... La luz... la luz te vencerá.

Los labios de Iker se apretaron. Por sus venas corría fuego, sus miembros se

petrificaban, su visión se apagaba.

La muerte no lo asustaba, puesto que había rechazado el mal.

Imploró al faraón, su padre, y dirigió sus últimos pensamientos a Isis, tan próxima

y tan lejana a la vez. Grabó su amor en un último suspiro, seguro de que ella no lo

abandonaría.

Bega fue el primero en examinar el cadáver.

—Ya no nos molestará más —comprobó, gélido.

Con brusquedad, arrancó el collar de oro del hijo real y pisoteó el amuleto que

representaba el cetro «Potencia». Luego, apartó un paño y descubrió un sarcófago

de madera.

Con la ayuda de Shab, depositó allí el cuerpo de Iker.

—Lleváoslo, y dejadlo cerca del templo de Sesostris —ordenó el Anunciador—.

Aún tengo que realizar numerosas tareas.

—La tormenta ha arreciado —deploró Bina, inquieta.

El le acarició el pelo.

—¿Acaso crees que una simple tormenta de arena me impedirá violar la tumba de

Osiris?

—¡Sed prudente, señor! Se dice que la protección mágica del lugar impide que

nadie se acerque a él.

—Una vez desaparecido Iker y con la transmisión del espíritu quebrada, ninguna

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muralla, visible o invisible, podrá resistírseme.

La arena penetraba en todas partes.

Con las ventanas y las puertas cerradas, Isis renunció a sacarla. Habría que

esperar a que remitiera el mal tiempo para emprenderla con la intrusa.

Los aullidos del viento hicieron estremecer a la muchacha. Llevaba consigo

lamentos y gemidos, se lanzaba al asalto de los edificios y no concedía respiro

alguno.

Isis sintió una repentina inquietud.

¿Por qué no regresaba Iker? Estaba ocupado en resolver múltiples detalles, y tal

vez prefería permanecer en el templo hasta que cesara la tormenta.

De pronto, la sacerdotisa sintió un violento dolor que le desgarraba el corazón. Se

vio obligada a sentarse y le costó recuperar el aliento.

Nunca la había abrumado una ansiedad de semejante magnitud.

En una mesa baja, la paleta de oro brillaba con extraño fulgor. Isis,

sobreponiéndose a su sufrimiento, la tomó en sus manos.

Se había inscrito en ella el jeroglífico del trono, que servía para escribir su

nombre.

Iker la llamaba.

La invadieron angustiosos recuerdos. Muerto hoy, ¿no le había anunciado el viejo

superior que no sería una sacerdotisa como las demás y que le incumbiría una

peligrosa misión? No, no debía dejar que esos pensamientos la abrumaran. Una

simple tormenta de arena, un simple retraso de su esposo, un simple malestar

debido al exceso de trabajo... Isis se humedeció el rostro con agua fresca y se

tendió en la cama.

Pero la paleta de oro, su nombre, la llamada de Iker... No podía quedarse allí sin

hacer nada.

Ataviada con su larga túnica blanca de sacerdotisa de Hator, se anudó al talle un

cinto rojo y se calzó unas sandalias de cuero.

La violencia del viento persistía, la arena azotaba su rostro.

¡Era imposible ver el camino a más de cinco pasos! Tendría que renunciar, pero

¿y si Iker la necesitaba? Sus espíritus y sus corazones estaban tan íntimamente

vinculados que, incluso separados, permanecían cerca el uno del otro. Ahora

bien, desde hacía unos instantes, sentía que Iker se alejaba. ¿Acaso corría el

peligro de perderlo?

Desafiando la tormenta, avanzó hacia el templo de millones de años de Sesostris.

Quizá el hijo real se había topado con dificultades imprevistas y ahora estuviera

tratando de resolverlas, olvidando la hora. En compañía de los ritualistas, ¿no

estaría profundizando en cada episodio de los misterios?

Ninguno de aquellos pensamientos la apaciguó.

A cada paso que daba, presentía más una tragedia, y tenía la certeza de que el mal

acababa de golpear Abydos.

Nunca la noche había sido tan tenebrosa.

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«Vivirás terribles pruebas —había predicho la reina—, debes conocer las

palabras de poder para luchar contra los enemigos visibles e invisibles.»

Un enlosado.

La avenida que llevaba al templo.

Conocía aquel lugar mejor que nadie. Sin embargo, dudó en proseguir.

Cerca del primer portal, su pie chocó con un sarcófago. En la cubierta, pintada

con tinta roja, había una cabeza de Set.

Febril, la sacerdotisa hizo resbalar la tapa.

En su interior, un cadáver.

Esperando equivocarse, Isis cerró los ojos por unos instantes.

—No, Iker, no...

Se atrevió a tocarlo y a besarlo.

Se quitó el cinto, formó con él un nudo mágico y lo depositó sobre el cuerpo para

mantener el vínculo entre su alma y la del difunto. Luego puso un anillo en forma

de cruz de vida en el dedo corazón de su marido.

Saliendo de la bruma ocre, avanzó un gigante.

—Majestad...

Sesostris atrajo a su hija hacia sí.

Y ella lloró, como nunca antes había llorado ninguna mujer.

LA BÚSQUEDA DE ISIS

20

El faraón presintió un desastre, y temió llegar demasiado tarde. Unas penosas

condiciones de navegación le impidieron llegar a tiempo a Abydos.

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Y el adversario acababa de alcanzarlo en pleno corazón.

Al matar a Iker, había asesinado también el porvenir de Egipto.

Isis contempló el cielo.

—El que intenta separar al hermano de su hermana no triunfará —declaró—.

Quiere destruirme y arrojarme a la desesperación. Lo aplastaré, pues destruye la

felicidad y el momento adecuado. ¿Acaso la muerte no es una enfermedad de la

que no puede curarse? Es preciso devolver a Iker a la vida, majestad, utilizando el

Gran Secreto.

—Comparto tu dolor, ¿pero no estás pidiendo un imposible?

—¿No pasa el ka de faraón a faraón? ¿Por ventura no existe un solo faraón? Si esa

potencia animaba a Iker, podemos intentar que renazca. Al menos en un caso, el

del maestro de obra Imhotep, que sigue vivo desde el tiempo de las pirámides, su

ka no ha dejado de transmitirse de iniciado en iniciado, y sigue siendo el único

fundador de templos.

-—Lo urgente es borrar las causas de la muerte y detener el proceso de

degradación. Trae el sudario osiriaco previsto para la celebración de los misterios

y reúnete conmigo en la Casa de Vida.

Los guardias de élite que escoltaban al monarca transportaron el sarcófago hasta

la entrada del edificio.

La tormenta de arena remitía por fin.

—Majestad, acabamos de encontrar el cadáver del comandante de las fuerzas de

seguridad —lo avisó un oficial—. Ha sido estrangulado.

El rostro del rey permaneció inescrutable.

De modo que, como suponía, el enemigo se había introducido en el propio seno

de la ciudad de Osiris.

—Despierta a todos los guardias, pide refuerzos a las ciudades más cercanas y

cierra el conjunto del territorio de Abydos, incluido el desierto.

Arrugado y cojeando, el Calvo se inclinó ante el rey.

Su mirada se dirigió al sarcófago.

—¡Iker! Es el...

—Los cómplices del Anunciador lo han asesinado.

El Calvo pareció muy viejo de pronto.

—¡De modo que se ocultan entre nosotros y yo no he visto nada!

—Vamos a poner en práctica los ritos del Gran Secreto.

—Majestad, sólo son aplicables al faraón y a seres excepcionales, como Imhotep

o...

—¿Acaso Iker no forma parte de ellos?

—¡Si nos equivocamos, quedará aniquilado!

—Isis desea librar ese combate. Y yo también. Apresurémonos, debo rechazar la

muerte.1

1. Todos los ritos que se evocan a continuación se describen en los documentos

egipcios (templos, tumbas, estelas, papiros).

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El Calvo abrió la puerta de la Casa de Vida.

Al ver al faraón, la pantera, guardiana de los archivos sagrados, no manifestó

agresividad alguna.

En cuanto Isis se reunió con él, llevando un cofre de marfil y loza azul, el rey

levantó el cuerpo del difunto y lo llevó al interior del edificio. En aquel lugar

donde se elaboraba la palabra gozosa, donde se vivía del Verbo, donde se

distinguían las palabras dándoles todo su sentido, el faraón meditaba, leía y

creaba los rituales que los permanentes iban perfeccionando al hilo de las edades.

Depositó los despojos de su hijo espiritual en un lecho de madera decorado con

figuras divinas, armadas con cuchillos. Ningún genio maligno agrediría al dur-

miente.

—Vestidlo con la túnica osiriaca —ordenó el monarca a Isis y al Calvo—. Que su

cabeza descanse en el apoyo de Chu, el aire luminoso que está en el origen de

toda vida.

Isis abrió el cofre y desplegó la vestidura de lino real que Iker habría ofrecido a

Osiris durante la celebración de los misterios. La muchacha había lavado y

planchado el precioso tejido. Sólo una iniciada en los misterios de Hator podía

manejar aquella tela brillante como una llama.

Sudor de Ra, expresión de la luz divina, aquel sudario purificaba y hacía

incorruptible.

Ante la estupefacción del Calvo, el rostro de Iker, con los ojos abiertos de par en

par, permaneció apacible.

La llama de aquel tejido sagrado debería haber consumido su carne y poner fin a

las locas esperanzas de Isis.

Ella lo miraba y le hablaba, aunque ninguna palabra brotara de su boca. Superada

aquella primera prueba, Iker seguía luchando en un espacio que no era ni la

muerte ni el renacimiento.

Ciertamente, su esposa podría haberse ceñido a los ritos que permitían al alma de

los justos revivir en los paraísos del más allá. Pero aquella muerte, aquel asesi-

nato, era obra del mal. No limitándose a suprimir a un hombre, pretendía destruir

al hijo espiritual del faraón y el destino que éste encarnaba.

Isis percibía la desaprobación del Calvo y conocía la magnitud de los riesgos.

Pero ¿acaso no revelaba la prueba del sudario la adhesión de Osiris y el

consentimiento de Iker?

Cuando el faraón apareció con la máscara de Anubis, el chacal que conocía los

hermosos caminos de occidente y las rutas del otro mundo, Isis y el Calvo se re-

tiraron y fueron a buscar, en el Tesoro de la Casa de Vida, los objetos

indispensables para proseguir el ritual.

—Reúno las carnes del alma completa —proclamó Sesostris—, curo de la

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muerte, modelo el sol, piedra de oro de fecundadores rayos, y amaso la luna llena,

incesante renovación. Yo te transmito sus fuerzas.

Hasta el amanecer, el faraón impuso sus manos y magnetizó a Iker.

El cadáver, momificado y detenido entre dos mundos, no se deterioraba ya.

El Calvo entregó al rey un bastón acodado, pintado de blanco y decorado con

anillas rojas. Sesostris colocó aquel «extensor derecho1» bajo la espalda de Iker;

sustituía su columna vertebral y su médula espinal, de modo que el magnetismo

siguiera circulando y rechazando el frío de la muerte.

1. Pedj-aha.

Isis ofreció a su padre una piel de animal que Anubis laceró antes de envolver con

ella el cuerpo de su hijo.

—Set está presente —declaró—. Tras haberte matado, te protege. En adelante, no

te infligirá herida alguna. Su fuego destructor te preserva de sí mismo y conserva

la calidez de la vida, que se apliquen los siete óleos santos.

Reunidos, volvían a formar el ojo de Horus, unidad que triunfaba sobre la

dispersión y el caos. Con el dedo meñique, Isis tocó los labios de Iker y le insufló

las energías de los óleos «perfume de fiesta», «júbilo», «castigo de Set», «unión»,

«soporte», «la mejor del pino» y «la mejor de Libia».

Anubis quitó la tapa del recipiente que le entregó el Calvo. Contenía la

quintaesencia de los minerales y los metales, resultante de los trabajos alquímicos

de la Morada del Oro.

—Te unjo con esta sustancia divina, dosificada para tu ka. Te conviertes así en

una piedra, lugar de las metamorfosis.

Utilizando una azuela de metal celeste, Anubis desatascó los canales del corazón,

las orejas y la boca de Iker. Sus sentidos despertaron de nuevo, doce canales, se

reunieron en el corazón, procuraron aliento y formaron una envoltura protectora.

Convertido en cuerpo osiriaco al abrigo de la corrupción, Iker permanecía, sin

embargo, lejos de la resurrección. Era preciso que aquel ser irradiara, animarlo

con una luz anterior a cualquier nacimiento. El faraón se quitó la máscara de

chacal y pronunció la primera fórmula de los «textos de las pirámides», que

iniciaban el proceso de resurrección del alma real:

—Ciertamente, no has partido en estado de muerte, has partido vivo.1

—Has partido, pero regresarás —añadió Isis—. Duermes, pero despertarás.

Abordas en la ribera del más allá, pero vives.2

El Calvo dejó solos al padre y a la hija.

—La muerte ha nacido —declaró Sesostris—. Morirá, pues. Lo que fulgura más

allá del mundo aparente, más allá de lo que llamamos «vida» y «muerte», no sufre

la nada. Los seres de antes de la creación escapan al día de la muerte.3 Sólo

resucita lo que no ha nacido. Así pues, la iniciación a los misterios de Osiris no se

presenta sólo como un nuevo nacimiento y el paso a través de una muerte. Los

humanos desaparecen porque no saben vincularse al inicio y no escuchan el

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mensaje de su madre celestial, Mut. Mut implica muerte, rectitud, precisión,

momento justo, canal fecundador y creación de una nueva simiente.4

1. «Textos de las pirámides», 134a.

2. Ibídem, 1975a-b.

3. Ibídem, 1467a.

4. Todas estas nociones están contenidas en la raíz m(u)t.

—¿No es la morada de los difuntos profunda y oscura? —se inquietó Isis—. No

tiene puerta ni ventana, ningún rayo de luz la ilumina, ningún viento del norte la

refresca. Allí nunca se levanta el sol.

—Así se presenta el infierno de la segunda muerte. El ser que conoce escapa de

él, ninguna magia lo encadena. Recuerda tu iniciación, durante la prueba del

sarcófago. En aquel instante, percibiste el Gran Secreto: los iniciados en los

misterios de Osiris pueden regresar de la muerte, siempre que estén exentos de

mal y sean identificados como justos de voz.

Isis lo recordó.

Los hombres se componían de un cuerpo perecedero, de un nombre que influía en

su destino, de una sombra presente aún tras el fallecimiento para ejercer una

primera regeneración, de un ba, el alma-pájaro capaz de volar hasta el sol y llevar

su fulgor al cuerpo osiriaco, de un ka, energía vital indestructible que debe

conquistarse más allá del óbito, y de un akh, el espíritu luminoso que despierta

durante la iniciación a los misterios.

Iker no carecía de ninguno de esos elementos.

Sin embargo, la muerte los disociaba y los dispersaba. En caso de sentencia

favorable del tribunal osiriaco, se reconstruían al otro lado y se reunían en un

nuevo ser apto para vivir dos eternidades, la del instante y la del tiempo, alimento

con los ciclos naturales.

Isis exigía más.

—Tres esferas forman el más allá —declaró el rey—. La del caos y las tinieblas,

donde se castiga a los condenados. La de la luz donde se unen Ra y Osiris en pre-

sencia de los justos de voz. Entre ambas, la de la filtración donde el mal debe ser

atrapado en la red. Tú y Neftis, llevad a cabo los ritos de ese mundo intermedio.

Isis y Neftis se maquillaron recíprocamente.

Un rastro de maquillaje verde, que emanaba del ojo de Horus, adornó los

párpados inferiores; uno de maquillaje negro, procedente del de Ra, los párpados

superiores. Conservados en la caja llamada «la que abre la visión», aquellos

productos, obras maestras de los especialistas del templo, cuidaban el ojo divino.

Un ocre rojo animó los labios; óleo de fenogreco suavizó la piel.

Sobre el corazón de Neftis, Isis trazó una estrella; en su ombligo, un sol. Se

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convertían así en las dos plañideras, Isis la Grande comparada con la popa de la

barca celestial, Neftis la Pequeña con la proa.

Neftis presentó a Isis siete túnicas de distintos colores que encarnaban las etapas

superadas en la Morada de la Acacia por la superiora de las sacerdotisas de Hator.

Luego, las dos hermanas se vistieron con una túnica de lino muy fino, blanca

como la pureza del día naciente, amarilla como el azafrán y roja como la llama.

Se tocaron con una diadema de oro adornada con flores de cornalina y rosetas de

lapislázuli, y cubrieron su pecho con un ancho collar de oro y de turquesas con los

cierres en forma de cabeza de halcón. En las muñecas y los tobillos, brazaletes de

cornalina de un rojo vivo que estimulaban el fluido vital. En los pies, sandalias

blancas.

Neftis abrazó a su hermana.

—Isis... no puedes imaginar hasta qué punto comparto tu sufrimiento. La muerte

de Iker es una injusticia insoportable.

—Por eso vamos a repararla. Necesito tu ayuda, Neftis. El magnetismo del faraón

y las palabras de poder han inmovilizado el ser de Iker en la esfera intermedia.

Nosotras debemos hacerlo salir de allí.

Las dos jóvenes penetraron en la cámara mortuoria, débilmente iluminada por

una sola lámpara. Isis se colocó a los pies del ataúd, Neftis a la cabecera.

Extendiendo las manos, lo magnetizaron. Unas líneas onduladas brotaron de sus

palmas y envolvieron el cadáver con una dulce luz.

Por turnos, las plañideras desgranaron las lamentaciones rituales, transmitidas

desde los tiempos de Osiris. La vibración de aquellas palabras acompasadas

aprisionaba las fuerzas destructoras y las apartaba de la momia. Tendida entre el

mundo de los vivos y el de los muertos, la red de la palabra mágica desempeñaba

un papel de filtro purificador.

Llegó el momento de la última súplica.

—Regresa a tu templo en tu forma primordial —imploró Isis—, ¡regresa en paz!

Soy tu hermana que te ama y aparta la desesperación. No abandones este lugar,

únete a mí, expulsa la desgracia. La luz te pertenece, brilla. Ven hacia tu esposa,

ella te abraza, ensambla tus huesos y tus miembros para convertirte en un ser

completo y consumado. El Verbo permanece en tus labios, apartas las tinieblas.

Yo te protejo para siempre, mi corazón está lleno de amor por ti, deseo abrazarte

y estar tan cerca de ti que nada pueda separamos ya. Heme aquí en el seno de este

misterioso santuario, decidida a vencer el mal que te abruma. Coloca la vida en

mí, te incluyo en la vida de mí ser. Soy tu hermana, no te alejes de mí, Dioses y

hombres te lloran. Yo te llamo hasta lo más alto del cielo. ¿No oyes mi voz1?

1. La versión larga de las «Lamentaciones de Isis y de Neftis», especialmente

traducida por R. O. Faulkner y S. Schott, se encuentra en el papiro

Bremner-Rhind.

Al cabo de una larga vigilia, el faraón, el Calvo, Isis y Neftis se colocaron

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alrededor del ataúd.

—Osiris no es el dios de todos los muertos —recordó el rey—, sino el de los

fieles de Maat, que, durante su existencia, tomaron el camino de la rectitud. Los

jueces del más allá ven nuestra existencia en un solo instante y únicamente toman

en consideración nuestros actos, puestos en un montón a nuestro lado. No mani-

fiestan indulgencia alguna y sólo el justo andará libremente por los hermosos

caminos de la eternidad. Antes se reúne el tribunal humano. Represento al Alto y

al Bajo Egipto, el Calvo a los permanentes de Abydos, Isis a las sacerdotisas de

Hator. ¿Consideráis a Iker digno de comparecer ante el Gran Dios y subir a su

barca?

—Iker no cometió falta alguna contra Abydos y la iniciación —declaró,

conmovido, el Calvo.

—El corazón de Iker es grande, ninguna falta mortal lo mancilla —afirmó Isis.

Sólo faltaba la sentencia real.

¿Reprocharía Sesostris a Iker sus errores pasados y su falta de lucidez?

—Iker siguió su destino, sin cobardía ni pusilanimidad. Es mi hijo. Que Osiris lo

reciba en su reino.

21

Cuando era favorable, el juicio del tribunal de Osiris se manifestaba con

frecuencia a los videntes en forma de pájaro, de mariposa o de escarabeo.

En cuanto salió de la Casa de Vida, Isis observó el cielo. Ciertamente, conocía el

corazón de Iker, su pureza y su rectitud, ¿pero qué decidiría lo invisible? De su

veredicto dependía que prosiguiera el proceso ritual.

De pronto, un gran ibis de alas largas y elegantes recorrió lentamente el azur.

Su mirada se cruzó con la de Isis.

Y entonces supo que Iker había pronunciado las palabras precisas, ayudado por

Tot, el patrón y protector de los escribas. Ligero como la pluma de avestruz de la

diosa Maat, su corazón seguía viviendo. El hijo real había demostrado su

conocimiento de las fórmulas enseñadas por el maestro de los jeroglíficos, y

trazaba ahora su camino hacia la otra vida.

En la paleta de oro se inscribieron las palabras «justo de voz».

—Queda por hacer lo más difícil —indicó Sesostris—. Ahora hay que transferir

la muerte de Iker a la momia de Osiris. Habiéndola vencido él, el cuerpo osiriaco

de Iker renacerá.

Osiris, espina dorsal de Egipto, zócalo de toda construcción espiritual y material,

servía de soporte a los templos, a las moradas de eternidad, a las casas, a los

canales... Ningún espacio estaba vacío de él, ninguna forma de muerte podía

alcanzarlo. Reservada a los faraones y a los raros sabios de la estatura de Imhotep,

¿tendría éxito aquella transferencia?

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Mientras el Calvo derramaba las libaciones de agua y leche al pie del árbol de

vida, Sesostris y su hija acudieron a la tumba del Gran Dios. El permanente encar-

gado de su vigilancia salió a su encuentro.

—¡Majestad, acaba de ocurrir una increíble desgracia! Durante la noche, alguien

ha roto los sellos que cierran la puerta.

El faraón atravesó el bosque sagrado, tomando el único paso que permitía acceder

a la entrada del monumento, oculta entre la vegetación.

En los aledaños había algunas acacias quemadas.

Al parecer, el profanador había librado un violento combate contra las defensas

mágicas del santuario.

Frente a la entrada, los restos de los sellos.

Sesostris cruzó el umbral.

Diseminados, pisoteados, destrozados, joyas, recipientes, piezas de vajilla y

demás objetos rituales útiles para la eternidad de Osiris. El banquete del más allá

no podía celebrarse ya.

El monarca avanzó, temiendo lo peor.

Varias lámparas iluminaban la cámara de resurrección, devastada también.

Antaño, en un lecho de basalto negro formado por el cuerpo de dos leones,

descansaba la momia de Osiris, tocado con la corona blanca, llevando el cetro

«Magia» y el del triple nacimiento.

Aquellos símbolos estaban rotos en mil pedazos.

El Anunciador había violado aquel lugar de paz donde moraba el Gran Dios,

señor del silencio, y había atravesado los siete recintos que protegían el

sarcófago.

Nada quedaba de la momia, soporte de la resurrección.

El Anunciador dispersaría las partes del cuerpo divino para que nadie consiguiera

reconstituirlo.

No obstante, quedaba una esperanza.

Sesostris levantó una losa de considerable peso y dejó al descubierto un tramo de

escalera que llevaba a una vasta sala subterránea. Esta albergaba la jarra sellada,1

rodeada por un círculo de llamas. Contenía el misterio de la obra divina, las linfas

de Osiris y la fuente de vida.

El fuego persistía, pero la jarra había desaparecido.

1. La khetemet.

En la mirada de su padre, Isis descubrió la angustia. Por primera vez, el gigante

vacilaba.

—No me ocultes nada —exigió.

—Sólo el Anunciador ha podido profanar así la morada de eternidad de Osiris.

—Su momia...

—Robada y aniquilada.

—La jarra sellada...

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—Robada y destruida.

—Henos aquí, incapaces de transferir la muerte de Iker a Osiris y de reanimarlo

utilizando el fluido divino.

Descompuesto, el Calvo acudió junto a ellos.

—Majestad, ¡el árbol de vida se marchita de nuevo!

Han privado de visión a los cuatro leones guardianes y han aniquilado el campo

de fuerzas protectoras nacido de las acacias. El oro salvador se apaga.

—¿Y el fetiche de Abydos?

—El astil ha sido arrancado; el escondrijo, destruido.

—¿Y la reliquia osiriaca?

—Horrendamente degradada.

El Anunciador no había vacilado en desfigurar al dios.

—¿No habría que formar el «Círculo de oro»? —sugirió el Calvo.

—Imposible —respondió Sesostris—. El nuevo visir, Sobek el Protector, teme

atentados en Menfis. Para lograr que los terroristas salgan de sus madrigueras,

hace correr la noticia de la muerte de Nesmontu, asesinado en un atentado. El

general debe permanecer allí e intervenir en el momento adecuado. Además,

Sehotep, acusado de haber intentado matar a Sobek, está bajo arresto domiciliario

y se arriesga a sufrir la pena capital.

—Estamos atados de pies y manos, ¿nos han vencido definitivamente?

—Todavía no —aseguró el rey—. Reforcemos de inmediato la protección de

Iker. Que el maestro carpintero y los artesanos iniciados depositen la barca de

Osi- ris en el interior de la Casa de Vida. Luego, los guardias la rodearán y no

dejarán que entre nadie, salvo vosotros dos y Neftis. Orden de matar sin previo

aviso a quien intente forzar el paso. Tú, el Calvo, trata de averiguar si algún

testigo ha presenciado los asesinatos de Iker y del comandante de las fuerzas

especiales.

—Tal vez los asesinos hayan salido de Abydos.

—En ese caso, impidámosles que escapen.

—Quizá no hayan alcanzado aún sus objetivos —supuso con voz siniestra el

viejo sacerdote.

El monarca y las dos hermanas colocaron la momia de Iker en la barca recién

acabada y destinada a la celebración de los misterios. Por sí sola simbolizaba, ya,

a Osiris reconstituido. Gracias al preciso ensamblaje de sus distintas partes, el

dueño de occidente reunía el conjunto de las divinidades.

—Que navegues y manejes los remos —le dijo el rey a Iker—, que camines por

donde tu corazón desea, que seas recibido en paz por los Grandes de Abydos, que

participes en los ritos y sigas a Osiris por caminos puros a través de la tierra

sagrada.

—Vive con las estrellas —deseó Isis—. Tu alma-pájaro pertenece a la comunidad

de los treinta y seis decanatos, te transformas en cada uno de ellos según tu deseo

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y te alimentas de su luz.

Neftis regó un jardincillo cercano a la barca. El alma-pájaro iría a beber allí antes

de partir de nuevo hacia el sol.

De acuerdo con las directrices reales, el maestro escultor de Abydos creó la

estatua-cubo de Iker. Esta representaba al escriba sentado, con las piernas

levantadas verticalmente ante sí y las rodillas casi al nivel de los hombros. Del

cuerpo envuelto en un sudario de resurrección emergía la cabeza, con los ojos

abiertos dirigidos hacia el más allá.

Escapando a la dispersión, el iniciado así encarnado se inscribía en pleno corazón

de un orden inmutable. ¿Acaso el cubo no contenía el conjunto de los poliedros,

las figuras geométricas que dan cuenta de la permanente construcción del

universo? Aunque aquella escultura anclase el alma de Iker en una piedra de luz,

duras tareas aguardaban al monarca y a su hijo.

Isis no se separaba ni un momento del sarcófago, ni siquiera para comer y dormir.

Neftis, por su parte, descansaba un poco.

Cuando su padre la estrechó tiernamente en sus brazos, la superiora de Abydos

temió lo peor.

—Ya no queda esperanza, ¿verdad?

—Queda una posibilidad ínfima de lograrlo, Isis. Ínfima, pero real.

Sesostris nunca hablaba a la ligera y no intentaba engañarla.

—No liberaremos a Iker de la prisión del mundo intermedio sin la jarra sellada

—añadió el soberano.

—Encontrarla intacta... ¡Eso es una utopía!

—Eso me temo.

—La muerte triunfa.

—Tal vez exista otra jarra sellada que contenga, también, las linfas de Osiris.

—¿Y dónde estaría oculta?

—En Medamud.

—¿La aldea de Iker?

—En el combate que libramos contra el Anunciador, la casualidad no desempeña

papel alguno. El destino hizo nacer a Iker en aquel territorio de Osiris, tan antiguo

que cayó en el olvido. Me dirigiré, pues, a Medamud, aun a riesgo de fracasar.

Nadie conoce el emplazamiento exacto del santuario primitivo de Osiris. El único

depositario del secreto era un viejo escriba, protector y profesor de Iker, por eso el

Anunciador lo asesinó.

—¿Cómo pensáis descubrir ese santuario?

—Muriendo de una forma que pueda ponerme en contacto con los antepasados. O

ellos me guían o el poder real será insuficiente y desaparecerá. Si la resurrección

de Iker no se lleva a cabo, Osiris se extinguirá para siempre. El Anunciador tendrá

entonces el campo libre, y se iniciará la era del fanatismo, de la violencia y de la

opresión. Hoy, mi deber consiste en encontrar esa jarra sellada, suponiendo que

haya sido preservada. Tampoco tu tarea se anuncia fácil.

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Sesostris entregó a su hija el cesto de los misterios, formado por juncos

coloreados de amarillo, azul y rojo, con el fondo reforzado por dos barras de

madera colocadas en cruz. En él se reunía lo que estaba disperso, en él se

reconstituía el alma osiriaca. Durante el ritual de las cosechas, Iker había tenido la

suerte de contemplarlo.

—El Anunciador y los confederados de Set quieren destrozar la gran palabra,

expresión de la luz encarnada en Osiris. Recorre las provincias, inspecciona las

ciudades, busca el secreto de los templos y las necrópolis, recoge los miembros

divinos y tráelos a Abydos para que se reúnan. Osiris es la vida. En él, los justos

de voz permanecen separados de la muerte, el cielo no se derrumba y la tierra no

zozobra. Pero también es preciso garantizar su integridad y su coherencia, para

poder transmitir esa vida. Gracias a tus iniciaciones, dispones de un nuevo

corazón, apto para percibir los misterios de los santuarios que cubren el suelo de

las Dos Tierras. Si llegas al final de tu búsqueda antes de que comience el mes de

khoiak,1 nos quedarán treinta días para resucitar al Osiris Iker.

1. Hacia el 20 de octubre.

Sesostris llevó a su hija hasta su morada de eternidad. Se dirigió a la sala del

Tesoro, de donde sacó un arma de plata maciza.

—Isis, he aquí el cuchillo de Tot. Corta lo real, discierne el buen camino y

atravesará los velos que oculten las partes dispersas del cuerpo de Osiris.

—¿No resultará demasiado corto el plazo? —se angustió la muchacha.

—¿Acaso olvidas el cetro de marfil del rey Escorpión? Moldeado por la magia

que impregna el cuerpo de las divinidades, apartará de ti los asaltos del mal, te

inspirará fulgurantes palabras y te permitirá desplazarte con los vientos. Explora

el lago sagrado, ve hasta el fondo del océano primordial. Si los dioses no nos han

abandonado, descubrirás allí el rollo de cuero que Tot escribió en los tiempos de

los servidores de Horus. Describe cada provincia de Egipto, trazado a imagen del

cielo, y te revelará las etapas de tu viaje.

Isis había visto ya el Nun en las profundidades de aquel lago donde diariamente

iba a buscar el agua necesaria para la supervivencia de la acacia. Descendió

lentamente los peldaños de la escalera de piedra y se hundió bajo la superficie,

provista del cuchillo de Tot y el cetro «Magia».

Mientras espesas tinieblas la envolvían, un rayo de luna le abrió camino. En el

extremo de una noche oscura, iluminó un cofre de hierro.

Isis hundió la punta del cuchillo en la cerradura.

La tapa se levantó por sí sola. En su interior, había un cofre de bronce. Este

contenía otro cofre de madera que albergaba un cuarto cofre de marfil y ébano,

estuche de un quinto cofre de plata. Puesto que parecía hermético, Isis utilizó el

cetro.

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Apareció entonces un cofre de oro rodeado de serpientes. Sibilantes y furiosas,

protegían el tesoro.

La brillante hoja del cuchillo las calmó. Estas se apartaron y formaron un ancho

círculo alrededor de la sacerdotisa.

Cuando abrió el cofre de oro, brotó un loto de pétalos de lapislázuli coronado por

un rostro apacible, de resplandeciente juventud.

El rostro de Iker.

Isis sacó del cofre el rollo de Tot, encerró en él el loto y regresó a la superficie del

lago.

—He aquí la cabeza de Osiris —le dijo al faraón, entregándole la reliquia—. Las

divinidades no nos abandonan y siguen apoyándonos. Iker se convierte en el

nuevo soporte de la resurrección. A través de su destino se juega, ahora, el

nuestro.

Sesostris volvió a abrir los ojos de los cuatro leones, reanimó las cuatro jóvenes

acacias, restableció el fetiche de Abydos en lo alto de su astil y lo cubrió con un

velo tejido por Neftis.

El cielo se despejó, brilló el sol.

Centenares de pájaros revolotearon sobre el árbol de vida, cuyo oro recuperó todo

su fulgor.

—Escúchalos —recomendó el rey—. También ellos te guiarán.

Isis comprendía su lenguaje. Con una sola voz, las almas del otro mundo le

pedían que reconstituyera el cuerpo de Osiris.

22

El faraón y su hija mantuvieron una larga entrevista con el Calvo y con Neftis. En

nombre del rey, el viejo sacerdote asumiría la seguridad de Abydos, sin omitir la

celebración de los ritos en compañía de la hermana menor de Isis, asociada

también a la investigación. Elegido entre la guardia personal del monarca, el

nuevo comandante de las fuerzas especiales los ayudaría.

—Salvo vosotros dos, nadie entrará en la Casa de Vida —ordenó Sesostris—.

Nuestros mejores hombres la vigilarán día y noche. Propagad la noticia de la

muerte de Iker. Si sus asesinos se encuentran todavía por estos parajes, creerán en

su triunfo y tal vez cometan una imprudencia.

—¿No les intrigará una vigilancia tan estrecha? —se inquietó Neftis.

—Prueba de nuestra angustia, se aplicará al conjunto de los monumentos y de los

centros vitales de Abydos. Prioridad principal: la preservación de la momia de

Iker. Todos los días, formularéis las palabras de poder. Segunda prioridad:

impedir que nadie salga del territorio de Osiris ni entre en él.

—¿Pensáis regresar pronto, majestad? —preguntó el Calvo.

—O traigo la jarra sellada que contiene las linfas del Gran Dios o no regresaré.

Cuando el faraón se alejó, el Calvo pensó que estaba viviendo las últimas horas

de Abydos.

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Isis se despidió de Neftis y le recomendó la mayor prudencia. Sus adversarios

llegaban hasta el asesinato, y no vacilarían en matar a una mujer.

Según el rollo de Tot, la viuda tenía que ir primero a Elefantina, cabeza de Egipto,

y bajar luego por el Nilo. Isis embarcó en un navío rápido cuyo capitán era un

marino excepcional. La tripulación, que estaba formada por expertos

profesionales, conocía todas las trampas del río. Una decena de arqueros de élite

escoltaban a la hija de Sesostris.

Apenas hubieron desplegado las velas cuando la joven señaló con el cetro

«Magia» hacia el cielo, y en pocos instantes se levantó un viento del norte de

extraña fuerza.

El capitán nunca había pilotado su embarcación a semejante velocidad. Con un

mínimo de esfuerzo, los marinos obtenían prodigiosos resultados.

—Navegaremos por la noche —anunció Isis.

—¡Es extremadamente peligroso!

—La luz de la luna iluminará nuestro camino.

Shab el Retorcido salió de su escondrijo.

Nadie por los alrededores.

Quería saber si todo el paraje estaba cerrado o si existía algún lugar por donde

escapar.

Más allá de las últimas capillas, una zona desértica. Antaño, Bega utilizaba aquel

punto de paso para sacar las pequeñas estelas.

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Las provincias del Alto Egipto

Sin su innata desconfianza, Shab hubiera sido descubierto. A poca distancia el

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uno del otro, dos arqueros montaban guardia, que, a juzgar por su

comportamiento, pertenecían a un regimiento aguerrido.

El Retorcido se desplazó, agachado.

Tal vez sólo algunos lugares gozaran de aquel tratamiento de favor. Shab se

desencantó: había soldados por todas partes. Era imposible escapar de Abydos

por aquel lado. Tenso, regresó a su madriguera.

Alguien se acercaba. Shab apartó una rama baja.

—Entra, Bega.

El permanente dobló con dificultad su enorme cuerpo y penetró en la pequeña

capilla.

—El ejército vigila el desierto, no es posible huir.

—Hay soldados por todas partes —confirmó Bega—. Han recibido la orden de

disparar sin previo aviso.

—Dicho de otro modo, el faraón cree que los asesinos de Iker están todavía en

Abydos. El Anunciador nos sacará de esta encerrona.

—No te muevas de aquí, te traeré comida.

—¿Y si me mezclara con los temporales? ¡Iker ya no está aquí para

identificarme!

—La policía los interrogará uno a uno. Es difícil justificar tu presencia, te

arriesgas a que te arresten. Espera órdenes.

Bega estaba tan nervioso como Shab, pero la sensación de victoria los

tranquilizaba. ¿No era como para sonreír la reacción del rey? ¡Desplegar el

ejército no devolvería la vida a Iker!

Con cara de circunstancias, Bega se lamentó en compañía de los permanentes

convocados por el Calvo, del que esperaban unas explicaciones claras.

—¡Qué terrible injusticia! —deploró Bega—. Si el infeliz Iker ha fallecido, la

muerte se lo lleva precisamente cuando alcanzaba el punto culminante de su ful-

gurante carrera. Todos nosotros habíamos aprendido a apreciarlo, era tan

respetuoso con nuestras costumbres.

Sus colegas masculinos y femeninos lo aprobaron.

El vigilante de la tumba de Osiris apareció a su vez; se mostraba especialmente

afectado.

—Pareces agotado —advirtió Bega—. ¿No deberías consultar a un médico?

—¿Para qué?

—¿Qué quieres decir?

—Lo siento, estoy sometido al secreto.

—¡Entre nosotros, no!

—Incluso entre nosotros. Son órdenes del Calvo.

Bega sonrió interiormente. De modo que el viejo intentaba impedir la difusión de

catastróficas noticias que arruinaban las esperanzas de la Gran Tierra antes de

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propagarse por todo Egipto.

—Se murmura que Iker ha sido asesinado —dijo el Servidor del ka.

—¡Estás divagando! —exclamó Bega—. No prestemos atención a rumores tan

insensatos.

—¿No ha sido estrangulado un oficial?

—Sin duda, como resultado de una riña.

—¿Y el despliegue del ejército, la multiplicación de las medidas de seguridad, el

refuerzo de la guardia de los edificios? ¡Es evidente que nos amenaza un terrible

peligro!

La entrada del Calvo puso fin a las discusiones.

Unas profundas arrugas estriaban su rostro, brutalmente envejecido. Una

lacerante tristeza se añadía a su austeridad natural. Los más optimistas

percibieron la gravedad de la situación.

—El hijo real Iker ha muerto —declaró—. Sin embargo, seguiremos preparando

la celebración de los misterios del mes de khoiak.

—¿Muerte natural o asesinato? —preguntó el Servidor del ka.

—Asesinato.

Se hizo un absoluto silencio.

Incluso Bega sintió una especie de impacto, como si todo el mundo acabara de

derrumbarse. Aquel crimen mancillaba el sagrado dominio de Osiris, ¡la peor

violencia en el corazón de la serenidad!

—¿Se ha detenido a los culpables?

—Todavía no.

—¿Se conoce su identidad?

—Por desgracia, no.

—¿Se tiene la seguridad de que han abandonado Abydos?

—En absoluto.

—¡Estamos en peligro, pues! —se preocupó el Servidor del ka.

—¿Y el comandante de las fuerzas especiales? —añadió el ritualista capaz de ver

los secretos—. ¡También él ha sido asesinado!

—Exacto.

—¿Otra pandilla de criminales?

—Lo ignoramos, la investigación está comenzando. Su majestad ha tomado las

medidas necesarias para asegurar vuestra protección. Respetemos nuestra Regla

y consagrémonos a nuestras tareas rituales. No hay mejor modo de rendir

homenaje a Iker.

—No veo a la infeliz Isis —intervino Bega—. ¿Acaso ha abandonado Abydos?

—La esposa de Iker está sumida en tal desolación que ni siquiera se siente capaz

de asumir los deberes de su cargo. Neftis dirigirá la comunidad de las sacerdotisas

permanentes.

Bega estaba rebosante de felicidad. ¡Iker muerto e Isis fuera! Mil soldados eran

menos peligrosos que aquellos dos. Hacía mucho tiempo ya que deseaba suprimir

a aquella mujer, demasiado bella, demasiado inteligente, demasiado

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resplandeciente. La desaparición de Iker la aniquilaba y le arrebataba cualquier

capacidad para dañar al Anunciador. Se consumiría de pena en un palacio de

Menfis.

—La lista de nuestras desgracias no se detiene ahí —deploró el Calvo—. La

tumba de Osiris ha sido profanada, han robado la preciosa jarra.

—Ni Abydos ni Egipto sobrevivirán a este cataclismo —murmuró el Servidor del

ka, destrozado.

—Os lo repito —insistió el anciano—: sigamos viviendo según la Regla.

—¿En nombre de qué esperanza?

—No es necesario esperar para actuar. El rito se transmite a través de nosotros y

más allá de nosotros, sean cuales sean las circunstancias.

Desamparados, los permanentes se consagraron a sus ocupaciones habituales,

comenzando por la distribución de las tareas a los temporales, entre quienes rei-

naba la perplejidad y la inquietud. El Calvo no había impuesto silencio, por lo que

las informaciones se propagarían con rapidez.

Al caer la noche, Bina daba un masaje en los pies a su señor. En la oscuridad de su

pequeño alojamiento oficial, él le pertenecía, y ya no pensaba en maldecir a

aquella tal Neftis, a la que mataría con sus propias manos. Dulce, previsora,

sumisa a los menores caprichos del Anunciador, ella seguía siendo su esposa

principal, relegando a las demás a empleos subalternos. Y si una de ellas

intentaba ocupar su lugar, ella le laceraría las carnes, le arrancaría los ojos y

arrojaría sus restos a los perros.

El Anunciador cenó un poco de sal, Bina ayunó. No bebía alcohol y no comía

alimento graso alguno, por miedo a engordar y a disgustar a su señor. Si seguía

siendo bella y deseable, vencería los estragos del tiempo.

Una silueta cruzó el umbral. Bina cogió un puñal y le cerró el paso.

—¡Soy yo, Bega!

—Un paso más y te atravieso. La próxima vez, anúnciate.

—No quería alertar al vecindario. Cerca de aquí hay unos policías de guardia. Los

centinelas vigilan permanentemente el paraje. Nadie puede entrar ni salir de

Abydos.

—Nos queda el camino de urgencia —recordó Bina.

—¡Impracticable, según Shab! Los arqueros patrullan por el desierto.

—No os atormentéis —recomendó con voz tranquila el Anunciador—. ¿Ha

revelado la verdad el Calvo?

—¡Estaba demasiado conmovido para callar! Mañana mismo, todos conocerán la

magnitud del desastre. Los permanentes están aterrados, el hermoso edificio

osiriaco se disloca. Privados de la protección del dios, se sienten condenados a la

nada. ¡Triunfo total, señor! Cuando pasemos a sangre y fuego la capital, las

fuerzas del orden se dispersarán y tomaremos el poder.

—¿Y Sesostris?

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—Ha abandonado Abydos.

—¿Hacia dónde?

—Lo ignoro. Abrumada por la pena, Isis también se ha marchado.

—¿Sin asistir a los funerales de su marido?

—Deben de haber enterrado el cadáver a toda prisa.

—Una actitud muy poco egipcia —estimó el Anunciador—. ¿No estará dañando

tu lucidez la embriaguez por la victoria?

—¡Derrotado, el enemigo se comporta como un animal aterrorizado!

—Al menos, intenta convencernos de ello.

—¿Por qué dudar de su desbandada?

—Porque el rey ha restablecido el campo de fuerzas que mana de las cuatro

acacias jóvenes, ha vuelto a abrir los ojos de los leones guardianes y ha vuelto a

poner, en el centro del relicario, el astil con un escondrijo.

—¡Es una maniobra de distracción! Pretende que todos crean que la cabeza de

Osiris se ha salvaguardado.

—¿Ha hablado el Calvo a este respecto?

—No, pero ha reconocido la violación de la tumba del Gran Dios y la

desaparición de la jarra sellada. Abydos carece ya de la menor energía.

—Y, sin embargo, la de las jóvenes acacias se revela eficaz. Añadida a la

presencia militar, me impide acercarme al árbol de vida y apresurar su

decadencia. ¿Por qué ese lujo de precauciones, si el faraón renuncia a combatir?

—¡Es un simple espejismo! —sugirió Bega—. Teme disturbios en Menfis y se

dirige a toda prisa hacia allí.

—Eso exigiría la lógica, en efecto. Sin embargo, ese monarca sabe librar una

batalla sobrenatural. La muerte hiere a su hijo espiritual, la tempestad barre

Abydos y abandona el paraje limitándose a algunos males menores... No, ése no

es su estilo.

—Debe defender Menfis —repuso Bega.

—Es aún más esencial salvar a Osiris. Un rey de esa envergadura no huye ni

deserta. Al reconstruir una barrera mágica, por irrisoria que nos parezca al

preservar la acacia, revela su deseo de proseguir la lucha con las mejores armas.

Los enrojecidos ojos del Anunciador llamearon.

—Sesostris no va a Menfis —afirmó—. Quiero conocer sus intenciones reales.

Interroga a los responsables del puerto y a los marinos.

—¡Corro el riesgo de despertar sospechas!

—¡Sigue demostrándome tu fidelidad, mi buen amigo!

La quemadura que sintió Bega en la palma de la mano lo disuadió de protestar.

—¿No os intriga la marcha de Isis? —preguntó Bina.

El Anunciador le acarició el pelo.

—¿Cómo podría perjudicarme una mujer?

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23

Las provincias de Egipto eran la proyección terrenal del universo. Uniendo el

más allá con el aquí, correspondencias y armónicos convertían las Dos Tierras en

el país amado por los dioses. Tenía la apariencia del cuerpo de Osiris, al que

cualquier desunión ponía en peligro. Al aunar sólidamente el Sur y el Norte, el fa-

raón celebraba la realidad de la resurrección.

Cada provincia albergaba varias reliquias, en especial una parte del cuerpo de

Osiris, cuidadosamente oculta y protegida. Gracias a las indicaciones propor-

cionadas por el Libro de Tot, Isis sabía que catorce de ellas tenían una especial

importancia, puesto que bastarían para ensamblar una momia inalterable, capaz

de acoger la muerte de Iker.

Temibles enemigos se levantaban en su camino.

El tiempo, primero. Gracias al cetro «Magia», conseguiría contraerlo, si no

dominarlo. Sin embargo, no debía perder ni una sola hora.

Luego, los potentados locales. Aunque sometidos a la voluntad real de la que era

el emisario oficial, no apreciarían en absoluto sus exigencias, y tal vez intentaran

extraviarla.

Finalmente, los confederados de Set, ciertamente, no le dejarían las manos libres

a lo largo de toda su búsqueda. Sin duda se beneficiaría del efecto sorpresa

mientras ignorasen el objetivo de su viaje. Pero, antes o después, el secreto sería

revelado.

Primera etapa, Elefantina.

Un suave sol bañaba la capital de la primera provincia del Alto Egipto, frontera

meridional del doble país, marcada por la primera catarata. El canal de Sesostris

hacía posible la navegación durante todo el año, la fortaleza y el muro de ladrillos

garantizaban la seguridad de las comunicaciones y de las operaciones comercia-

les, favorables para el desarrollo de Nubia.

La joven se dirigió al palacio del jefe de provincia Sarenput. Allí la recibieron

Buen Compañero y Gacela, un gran perro negro, esbelto, y su inseparable compa-

ñera, pequeña, rechoncha, de colgantes mamas. Pese a su edad, seguían siendo

excelentes guardianes. Sarenput desconfiaba de los visitantes ante quienes

ladraban en exceso.

Isis tuvo derecho a múltiples demostraciones de afecto. Buen Compañero se

irguió sobre sus patas traseras y le puso las delanteras en los hombros; Gacela dio

vueltas a su alrededor y le lamió los pies.

Apareció entonces el dueño del lugar, macizo como siempre con su cuadrada

cabeza, su frente baja, sus pómulos y su mentón prominente, sus anchos hombros

y su mirada decidida.

—Me halaga recibir a la superiora de Abydos —declaró, solemne y sincero—. ¿A

qué debo el honor de vuestra visita?

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Isis no le ocultó aspecto alguno de la tragedia.

Sarenput, trastornado, hizo que le sirvieran vino fuerte.

—La obra de Sesostris puede quedar destruida, y el país puede desaparecer.

¿Cómo luchar contra ese diabólico enemigo?

—Recreando un nuevo Osiris —respondió Isis—. Debo comenzar por la reliquia

de Elefantina. ¿Aceptarías entregármela?

Isis temía la reacción del dignatario, celoso de sus prerrogativas, y que no se

andaba por las ramas.

—Os llevaré de inmediato allí.

La joven subió a la barca favorita del jefe de provincia. El mismo manejaba los

remos y multiplicó su ardor.

Al ver la isla sagrada de Osiris, Isis recordó su angustiosa aventura, cuando había

ofrecido su vida para favorecer el regreso de la crecida. Iker había acudido a

socorrerla, y la había sacado a la superficie. Hoy, intentaba salvarla de la nada.

La barca acostó junto a la roca que protegía la caverna llamada «La que alberga a

su señor». Posados en lo alto de una acacia y un azufaifo, un halcón y un buitre

contemplaban a los recién llegados.

—No hay mejores guardianes —afirmó Sarenput—. Un solo imprudente intentó

desvelar el secreto de la gruta: las dos rapaces no le dejaron la menor posibilidad.

Al ver su cadáver, los curiosos se sintieron desalentados. Desde entonces, se

acabaron los incidentes. Os toca a vos, princesa. Yo permaneceré en el exterior.

Isis tomó un estrecho pasadizo de piedra, poblado por el canto de un manantial.

Aunque no reconoció el lugar, no vaciló en avanzar, indiferente a la humedad y a

la falta de aire. De pronto, el corredor se ensanchó y un fulgor brotó de las

profundidades.

La morada de Hapy, el genio del Nilo, ¡la energía de la inundación fecundadora!

Tranquilizada, Isis se deslizó a lo largo de la pared rocosa y llegó al corazón de

una vasta gruta azulada.

Frente a ella, un fetiche semejante al de Abydos.

Quitó el velo que cubría el extremo del astil y descubrió los pies de Osiris,

formados de oro, plata y piedras preciosas.

—Siento confirmároslo —dijo Sarenput, contrariado—: algunos jefes de

provincia y varios sumos sacerdotes no querrán cooperar. No niego la calidad de

vuestra escolta pero, frente a ciertas cabezas de muía, no dará la talla.

—¿Qué propones?

—Os acompaño. Un navío de guerra y un regimiento de profesionales

apaciguarán los espíritus rebeldes y los harán más conciliadores.

Isis no rechazó tan valiosa idea.

—El problema es la falta de viento del sur —advirtió Sarenput—. Utilizaremos la

corriente y los remeros se esforzarán al máximo. Sin embargo, avanzaremos

lentamente.

—Espero mejorar estas condiciones.

En la proa de su embarcación, Isis dirigió el cetro «Magia» hacia la catarata. Se

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levantó un poderoso soplo y los dos navíos se pusieron en marcha hacia Edfú, la

capital de la segunda provincia del Alto Egipto, el Trono de Horus.

Un halcón daba vueltas alrededor de la proa.

—Sigámoslo —ordenó Isis.

La rapaz los alejaba del embarcadero principal. Sarenput maldijo.

Tras haber descrito unos anchos círculos por encima de un viñedo, se posó en lo

alto de una acacia.

—Acostemos —exigió la muchacha.

La maniobra, incómoda, se ejecutó sin embargo a la perfección. Los marinos

colocaron una pasarela por la que desembarcaron, de inmediato, algunos

arqueros, desconfiados y dispuestos a disparar.

El lugar parecía tranquilo.

—No hay ni la menor posibilidad de encontrar aquí una reliquia osiriaca

—afirmó Sarenput—. En cambio, se produce un excelente vino de media crianza.

Yo soy uno de los principales compradores y nunca he tenido queja alguna.

Rodeado de muros, el viñedo del Trono de Horus comprendía doce variedades de

cepas asociadas a las palmeras datileras. En los meses de enero y febrero se

cortaban cuidadosamente los viejos sarmientos y se removía la tierra donde

crecerían los nuevos. Numerosos regueros se encargaban de una irrigación

controlada, y regulares binas ventilaban el suelo al tiempo que arrancaban las

malas hierbas. Estiércol de paloma servía de fertilizante y unas aspersiones a base

de cobre, proporcionadas por el laboratorio del templo, prevenían las

enfermedades.

Los técnicos estaban terminando una tardía vendimia, de la que se obtendría un

néctar perfumado y de mucho cuerpo, un producto de lujo muy apreciado.

Isis y Sarenput se acercaron a una gran presa.

Algunos vendimiadores llevaban grandes racimos muy maduros y los

depositaban en una gran cuba, otros los chafaban cantando. El jugo salía de la

cuba por varias aberturas, y durante dos o tres días fermentaría en jarras de arcilla

abiertas. Entonces comenzaría un trabajo de especialistas que transferirían aquel

primer vino a otras jarras, de forma distinta.

Los aprendices recogían los restos de piel y de granos, destinados a una bolsa que

retorcían al máximo para exprimir un líquido delicioso.

—¿Queréis? —preguntó un mocetón, ligeramente bebido.

—Por supuesto —respondió Sarenput.

El maestro vendimiador intervino.

—¿Qué significa ese despliegue de fuerzas? ¡Estoy en regla con el fisco!

—No te preocupes, no se te hace reproche alguno.

—¿Conoces el verdadero nombre de la uva exprimida? —preguntó Isis.

La mirada del artesano cambió.

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—Hacer semejante pregunta implica que pertenecéis al...

—Al clero de Abydos, en efecto.

—Su verdadero nombre es Osiris, pan y vino a la vez, potencia divina que se

encarna en los alimentos sólidos y líquidos. Al exprimir la uva, le damos muerte,

y esa prueba separa lo perecedero de lo imperecedero. Luego, bebemos a Osiris.

El vino nos revela uno de los caminos de la inmortalidad. Hoy, ofrecemos a los

difuntos un caldo excepcional, que alejará de nosotros los espectros y los malos

muertos. Los buenos muertos, los Grandes de Abydos, los seres de luz seguirán

protegiendo nuestra viña. Olvidar honrarlos engendraría desgracia.

—Además de ese caldo, ¿qué ofrenda les haces?

—Aguardo la procesión de los sacerdotes de Horus. Ellos aportan lo necesario.

Sarenput no tuvo tiempo para embriagarse, pues los ritualistas no tardaron. Los

encabezaba un anciano con mirada de rapaz. Su séquito llevaba un impresionante

número de jarras, piezas de tela y flores. En el centro del cortejo, una barca.

Isis le reveló su función.

—La gran sacerdotisa de Abydos está entre nosotros... ¡Qué honor! ¿Nos

concederéis el placer de participar en el ritual de esta noche? Encenderemos nu-

merosas antorchas y celebraremos un banquete por la memoria de los difuntos,

consagrándoles los mejores vinos.

—¿No tiene vuestra barca una forma particular?

—¡Es una réplica de la de Osiris! Símbolo del cuerpo divino reconstituido,

recibirá la corona de justificación y mantendrá nuestro templo al margen de la

muerte. ¿Consentiríais vos en depositarla en un altar y pronunciar las fórmulas de

protección?

—Mi misión implica otro rito. He aquí el cesto de los misterios donde se reúne lo

que estaba disperso. ¿Aceptáis entregarme el pecho de Osiris, la reliquia sagrada

de vuestra provincia?

Durante su larga vida, el superior de Edfú había oído muchas palabras

incongruentes y se creía de vuelta de todo.

Esta vez, quedó boquiabierto.

—La supervivencia de Egipto está en juego —añadió Isis en voz baja.

—¡La reliquia... la reliquia nos pertenece!

—Dadas las circunstancias, debe regresar momentáneamente a Abydos.

—Consultaré con mi colegio de sacerdotes.

Uno de los portadores ejercía la profesión de cartero. Tomaba las rápidas

embarcaciones utilizadas por

Medes para transmitir decretos reales y redondeaba su salario proporcionando a

los capitanes diversas informaciones referentes a la provincia de Edfú. Según su

importancia, la prima variaba.

Dada la agitación que reinaba en aquel viñedo, donde debía celebrarse una

apacible ceremonia, el informador se olió un buen negocio.

Evitó a los arqueros, que lo miraban con malos ojos, se mezcló con los

vendimiadores y bebió jugo de uva. Estos, a quienes tanto les gustaba bromear,

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ponían mala cara.

—Extraños visitantes —observó.

—Un cuerpo de élite —afirmó el más despierto—. ¡Esos no se andan con

bromas! Será mejor no buscarles las cosquillas. Mi hermano mayor ha

reconocido al jefe de provincia Sarenput. Por lo general, nos manda un barco

carguero y lo llenamos de jarras de vino. ¡Hoy, está al mando de un navío de

guerra! La cosa huele mal.

—¿Y esa soberbia mujer?

—Es una sacerdotisa de Abydos. Según un colega que tiene fino el oído, sería

incluso la superiora. ¿Te das cuenta? ¡No deberíamos haberla visto nunca! Se-

guro que ocurre algo.

Al informador se le hacía la boca agua. ¿Cuánto valían aquellas informaciones?

¡Sin duda, una fortuna! Regatearía con dureza y obtendría el máximo. Luego,

dimisión, compra de una granja, contratación de varios empleados y apacible

retiro. ¡Había tenido la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento

adecuado!

Habló entonces con otros vendimiadores y corrió luego hacia la orilla. La seguiría

hasta el embarcadero donde estaba fondeado uno de los barcos de Medes. El

trueque requeriría algún tiempo, pero se mostraría inflexible. El ex cartero se

imaginaba ya tendido a la sombra de su pérgola, viendo trabajar a su personal.

El halcón emprendió el vuelo. Capaz de ver lo invisible, descubría a sus presas

gracias a las emisiones luminosas, por ínfimas que fueran, que se desprendían de

su orín o de cualquier otra secreción.

Un grito extraño, angustiante, dejó inmóvil al informador.

Éste, jadeante, levantó los ojos. Cegado por el sol, le pareció que una piedra caía

sobre él a increíble velocidad.

Con el cráneo perforado, se derrumbó, muerto.

Cumplido su deber de protector de Isis, el halcón de Horus volvió a posarse en lo

alto de la acacia.

—Estas deliberaciones no nos conducirán a nada —afirmó Sarenput—. Les daré

un buen meneo a esos viejos chochos y vos cogeréis la reliquia.

—Debemos tener paciencia —recomendó Isis—. El sacerdote comprenderá la

gravedad de la situación.

—¡Queréis demasiado a los humanos! Son sólo un hatajo de charlatanes a los que

no hay que conceder la posibilidad de discutir sobre cualquier cosa.

Finalmente, el ritualista de mirada de rapaz regresó junto a la muchacha.

—Seguidme, os lo ruego.

La llevó hacia la barca portátil, a la que hizo girar sobre sí misma para acceder al

zócalo. Allí, un cofre de sicómoro. El sumo sacerdote sacó de él el pecho de

Osiris, formado por piedras preciosas.

—Por unanimidad del colegio sacerdotal de Edfú, aceptamos entregaros este

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inestimable tesoro. Utilizadlo del mejor modo y preservad de la desgracia las Dos

Tierras.

24

Incluso el mejor de los fisonomistas habría pasado junto a Sekari sin reconocerlo.

Mal afeitado, con el pelo y las cejas teñidos de gris, encorvado, parecía un viejo

cansado que intentaba, a trancas y barrancas, vender la mediocre alfarería que

llevaba su asno, lento y reticente, acompañado por un perro jadeante. Excelentes

actores, Viento del Norte y Sanguíneo jugaban a ser animales martirizados, casi

sin fuerzas.

Sekari se hacía un razonamiento sencillo: el Rizos y el Gruñón se escondían en su

barrio predilecto, donde nadie pensaría en buscarlos. ¿Imprudencia, estupidez?

De ningún modo. La organización terrorista había demostrado su eficacia y su

vigor. De modo que aquellos dos, y sus comparsas, disponían de un escondrijo

tan seguro que no temían redadas de policía ni registros, aunque fueran

inesperados.

Ningún chivato conseguía infiltrarse, ninguna traición, ningún rumor. El

aislamiento era casi perfecto. Sekari comenzaba a elaborar una hipótesis difícil de

verificar. Sin embargo, un brillo de esperanza: si no se equivocaba, uno de los

fieles del Anunciador saldría, antes o después, de su agujero, simplemente para

respirar y cambiar de aires. ¿Qué riesgo corría, en el fondo?

El barrio ya no sufría una estrecha vigilancia y los vigías avisaban a los

clandestinos del paso de cada patrulla.

Los residentes se acostumbraban a aquel personaje inofensivo que no hacía

pregunta alguna y malvivía de su magro comercio. Los viandantes le daban de

buena gana pan y legumbres, que él compartía con el asno y el perro.

Al caer la noche, Sekari dormitaba.

Aquel anochecer, la pata de Sanguíneo se posó en su cabeza.

—Déjame dormir un poco.

El perro insistió, y finalmente Sekari abrió los ojos.

A pocos pasos de allí, un hombre compraba dátiles a un vendedor ambulante y se

los comía golosamente.

El Rizos.

Esta vez, no lo dejaría escapar.

Sin dejar de masticar sus frutos, el Rizos se alejó. Sekari se levantó y lo siguió.

Disponía de una baza importante: el olfato del perro y del asno. Así podía seguir

al terrorista a gran distancia, sin ser descubierto.

El trayecto no fue largo.

El asno se detuvo ante una coqueta casa de dos pisos. Una furiosa ama de casa le

gritó a Sekari.

—¡Lárgate, saco de pulgas! Detesto a los remolones.

—¡Mis jarras no son caras! Te venderé dos por el precio de una.

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—¡Son feas y frágiles! Lárgate o llamo a la policía.

Sekari obedeció, mascullando. Tenía la absoluta certeza: el Rizos se ocultaba en

aquella morada. Sin embargo, había sido registrada varias veces.

La hipótesis del agente secreto se confirmaba.

De acuerdo con sus costumbres, Sekari burló la vigilancia de los guardias y se

deslizó, como una sombra, hasta el despacho del visir.

En plena noche, Sobek trabajaba... Sospechando lo enorme de la tarea, el

Protector había infravalorado su magnitud. La única solución era un trabajo

encarnizado, un atento estudio de cada expediente y un profundo conocimiento

de los problemas, pequeños y grandes, que amenazaban la prosperidad de las Dos

Tierras.

Contrariamente a las suposiciones de sus detractores, Sobek aprendía de prisa. El

ministro de Economía, que gozaba de la valiosa ayuda de Senankh, recurría con

frecuencia a él para no dejar que subsistiera ninguna zona de sombra.

La seguridad de Menfis seguía siendo su obsesión. Consciente de la terrible

amenaza que pesaba sobre la ciudad, esperaba un error de sus adversarios o el

resultado positivo de una de las numerosas investigaciones en curso.

Como de costumbre, la aparición de Sekari lo sorprendió. Sus dotes para

atravesar murallas no se embotaban.

Contraído, el visir se levantó.

—Debo decirte...

—Primero yo —lo interrumpió el agente secreto—. Acabo de localizar una de las

madrigueras de los terroristas.

Los dos hombres se inclinaron de inmediato sobre el plano de Menfis que había

extendido el ex jefe de policía. El índice de Sekari señaló el lugar.

Sobek hizo una mueca de despecho.

—¡Hemos registrado diez veces ese grupo de casas! Sin resultados.

—Y es inútil volver a hacerlo, el fracaso estaría asegurado —admitió Sekari.

—¿Por qué tanto optimismo, entonces?

—Porque somos ingenuos y ciegos. El Rizos se oculta allí, en efecto, y no lo

descubrimos porque el método clásico es inadecuado.

—¡No estarás hablándome de un espectro!

—La realidad me parece más concreta.

—Explícate, no estoy de humor para enigmas.

—No en el interior, sino debajo.

Sobek dio un puñetazo sobre el mapa.

—¡Subterráneos... Han excavado subterráneos donde se refugian como ratas!

¡Tienes razón, no hay una explicación mejor!

—Intervengamos de inmediato, destruiremos una parte de sus tropas.

—¡Ni hablar! Mi enfermedad oficial y la desaparición del general Nesmontu

provocarán, fatalmente, interesantes reacciones. En cuanto la mayor parte de la

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organización se descubra, actuaremos. Quiero golpear con mucha fuerza y

alcanzar la cabeza.

—¡Esa estrategia es muy arriesgada!

De pronto, el rostro de Sobek se ensombreció.

—Magnífico trabajo, Sekari. Me habría gustado celebrarlo, pero debo

comunicarte una terrible noticia.

Al Protector se le formó un nudo en la garganta.

—Iker ha muerto.

—Muerto... ¿Estás seguro de eso?

—Por desgracia, sí. Esta vez no ha podido esquivar el golpe fatal.

Descompuesto, Sekari se sentó. Perder a aquel amigo, a aquel hermano, a aquel

compañero de aventuras, le infligía un insoportable dolor.

—Muerto... ¿Cómo?

—Asesinado.

—¿En Abydos? ¡Impensable!

—Según el mensaje del rey, el culpable es el Anunciador.

Al sufrimiento se añadió la estupefacción.

—¿Acaso el Anunciador ha profanado el sagrado territorio de Osiris?

—Por orden del faraón, debes abandonar Menfis y reunirte con Isis en el Sur. Ella

te explicará la situación; le es indispensable tu ayuda.

Sekari tuvo ganas de dejarlo todo y presentar su dimisión. Vencer al Anunciador

y a su cohorte de demonios parecía imposible.

—Tú no —protestó Sobek—. Tú no puedes renunciar. Iker no habría querido eso.

Sekari, tullido, se irguió de nuevo.

—Si no volvemos a vernos, visir Sobek, no me llores. Si el enemigo es superior a

mí, mereceré mi suerte.

Sobek no conciliaba el sueño. Pensaba en Iker, aquel joven escriba de valor

inagotable y fulgurante carrera, de quien durante mucho tiempo había sospechado

que colaboraba con el enemigo. ¿Cómo imaginar que el hijo real corría el menor

peligro en Abydos y que el Anunciador se atrevería a golpear en pleno corazón

del reino de Osiris?

La cólera lo invadió, sintió deseos de convocar a la totalidad de las fuerzas del

orden y arrasar el barrio donde se ocultaban los terroristas. Los estrangularía con

sus propias manos, lenta, muy lentamente.

Pero ¿no sería eso mancillar su función y traicionar al rey? Ni él ni los aliados del

faraón debían ceder a la rabia y perder la lucidez. El Anunciador contaba con esa

debilidad, deseoso de hacer mayor su ventaja y agravar la dislocación del

edificio.

Pues nadie lo dudaba: Hijo real, Amigo único, sucesor designado de Sesostris,

Iker era insustituible.

Desde el comienzo de aquella guerra, unas veces subterránea, visible otras, el

Anunciador perseguía unos objetivos concretos, la destrucción de Abydos y la

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eliminación de aquel muchacho, paciente y duramente preparado para las más

altas funciones. Aquella terrorífica hazaña, señalaba, tal vez, la irremediable

derrota de Egipto pese a su voluntad de combatir el mal.

Sobek lucharía hasta el final.

Si las hordas del Anunciador invadían Menfis, se toparían con el Protector.

Nesmontu daba vueltas como un león enjaulado. Sin embargo, no había mejor

escondrijo para un difunto cuyos discretos funerales acababan de celebrarse, para

no alarmar a la población. ¿Quién lo buscaría en casa de Sehotep, que se

encontraba bajo arresto domiciliario y a quien esperaba una severa condena?

Por lo menos, los dos hermanos del «Círculo de oro» podían hablar de Abydos y

de sus iniciaciones, olvidando los rigores del momento.

—La calidad de las comidas me supone un gran cambio con respecto a la del

cuartel —reconoció el general—, ¡pero esa comodidad me ablanda! Estoy impa-

ciente por volver sobre el terreno. ¡Ojala los terroristas se hayan informado bien

de mi muerte!

—Tranquilízate, su organización ya ha demostrado su eficacia.

Nesmontu contempló a Sehotep.

—¡Estás deprimiéndote! No tienes apetito, no tienes alegría... ¿Hasta ese punto

echas en falta a las mujeres?

—Voy a ser ejecutado.

—¡No digas tonterías!

—Mi causa parece perdida de antemano, Nesmontu. Ya conoces a Sobek el

Protector, aplicará la ley. Y no puedo reprochárselo.

—¡El rey no autorizaría tu condena!

—El rey no se encuentra por encima de Maat. Es su representante en la tierra, y el

visir su brazo para actuar. Si me reconocen culpable, seré justamente castigado.

—¡No estamos todavía ahí!

—La hora se aproxima, lo presiento. Morir no me asusta, pero esa decadencia,

esa infamia, mi nombre mancillado, borrado de los textos... Eso no lo soporto.

¿No valdría más desaparecer antes de que me arrastren por el lodo?

Nesmontu nunca había visto al brillante Sehotep presa de la desesperación.

El viejo militar lo tomó de los hombros.

—Limitémonos a un hecho importante: eres inocente. De acuerdo, demostrarlo

resultará arduo, ¿pero acaso no nos hemos enfrentado antes con otras dificultades

aparentemente insuperables? Se trata de un combate y estamos en una posición

débil. De modo que es preciso hacer que la fuerza del adversario se vuelva contra

él. Ignoro de qué modo, ¡pero debemos encontrarlo! Hay una certeza absoluta: el

tribunal del visir exige la verdad. Nosotros tenemos esa verdad. Estamos, pues,

provistos del arma decisiva, y venceremos.

Una pálida sonrisa animó el inquieto rostro de Se- hotep. Nesmontu habría

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devuelto la confianza a un regimiento de lisiados, rodeados por todas partes.

—Eres casi convincente.

—¿Cómo que casi? ¡Detesto los insultos! Excúsate compartiendo esta ánfora de

vino tinto que exige una atenta degustación.

La excelencia del gran caldo devolvió los colores a Sehotep.

—Sin ti, Nesmontu...

—¡Vamos, vamos! No eres hombre que se desaliente.

El oficial de policía encargado de garantizar la seguridad de la lujosa morada

anunció la llegada del ministro de Economía.

Senankh había perdido su habitual bonhomía. Siniestro, miró a los dos hermanos

del «Círculo de oro» como si no los hubiera visto nunca antes.

—Sehotep, Nesmontu... —murmuró.

—Somos nosotros —le aseguró el general—. ¿Qué pasa?

—Acabo de ver al visir Sobek.

Sehotep se adelantó.

—¿Nuevas pruebas contra mí?

—No, se trata de Iker y de Abydos. Ha ocurrido una desgracia, una gran

desgracia...

—¡Explícate! —ordenó Nesmontu.

—Iker ha sido asesinado; Abydos, violado. El Anunciador triunfa.

El trío vagó hasta el alba por las calles de Menfis.

Un ejército de terroristas armados hasta los dientes podría haberse cruzado con

Sekari sin que éste lo advirtiese. Abrumado por la pena, caminaba al azar, con la

mirada perdida, acompañado por Sanguíneo, a su izquierda, y Viento del Norte, a

su derecha.

Los animales no se separaban en absoluto, y llegaban incluso a pegarse a él.

Tanto el uno como el otro percibían su angustia y, a su modo, exigían una expli-

cación. Retrasando la inevitable entrevista, Sekari recordaba cada una de las

aventuras vividas con Iker, de los peores momentos a los inefables gozos.

Grababa en su corazón el menor instante de fraternidad y el menor impulso del

alma, en el camino de Maat al que habían consagrado su existencia.

Hoy, todo era sólo injusticia y crueldad.

Con las piernas temblorosas, Sekari se derrumbó al pie de un andamio.

El asno y el perro lo rodearon.

—Os debo la verdad... una verdad, muy difícil de decir. ¿Comprendéis?

El tono de Sekari les bastó.

Juntos, Viento del Norte y Sanguíneo emitieron un lamento desgarrador, tan

intenso que despertó a numerosos vecinos que dormían.

Uno de ellos salió de su casa y descubrió el extraño espectáculo: un hombre

apoyado en el cuello de un asno y un perro y llorando a moco tendido.

—¿Acabará pronto todo ese jaleo? ¡Tengo que levantarme temprano y me

gustaría descansar!

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—¡Cállate, escuerzo, venera la memoria de un héroe que ha dado su vida para

proteger tu sueño! —gritó Sekari.

25

La llegada del navío de guerra al embarcadero de la capital de la Era, tercera

provincia del Alto Egipto, causó sensación. Uadjet, la diosa serpiente, y Nejbet,

el buitre, protegían aquel territorio que dominaba la antiquísima ciudad sagrada

de Nekhen, garante de la titulatura real.

Sarenput conocía al jefe de provincia, y al verse los dos hombres se dieron un

abrazo.

—¿Algún conflicto a la vista?

—La superiora de Abydos necesita tu ayuda.

Impresionado por la belleza y la nobleza de su huésped, el dignatario hizo una

reverencia.

—¡Contad con ella!

Isis se sentía incómoda; fuerzas oscuras merodeaban por las proximidades.

—¿No sufre la región ciertos trastornos en estos últimos tiempos?

—El color de la montaña Roja se intensifica, y muchos lo consideran

amenazador. Los sacerdotes se preocupan por ello, hasta el punto de que

pronuncian, todas las mañanas y todas las noches, las fórmulas de

apaciguamiento de las almas de Nekhen. Sin su protección, esta región se

volvería estéril.

—Vengo a buscar la reliquia de Osiris, formada por su nuca y sus mandíbulas.

El rostro del jefe de provincia se volvió francamente hostil.

—¡La tradición nos confió ese tesoro, nadie nos lo arrebatará!

—Me es indispensable para salvar Abydos —indicó Isis—. Luego, regresará a la

Era.

—¿Está en peligro Abydos?

—Es cuestión de vida o muerte.

Aquella mujer, tan altiva y tan triste, no mentía.

—Has prometido tu ayuda —recordó Sarenput.

—No sabía que...

—Una promesa es una promesa. En el juicio de Osiris, el corazón de los perjuros

testimonia contra ellos.

Finalmente, el jefe de provincia, conmovido, cedió.

—A causa de la sorprendente cólera de la montaña Roja, el sumo sacerdote de

Nekhen sacó del templo la reliquia osiriaca. El, yo y el maestro herrero somos los

únicos que conocemos su escondrijo.

—Nos llevarás allí, entonces —se alegró Sarenput.

—Avisaré primero a la gran sacerdotisa y...

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—Es inútil. Nuestro tiempo es precioso.

Bajo la protección de los arqueros de Elefantina, el trío se dirigió hacia la gran

forja, donde trabajaban unos cincuenta especialistas.

Con la ayuda de unos sopletes formados por un junco con un pitorro de terracota,

mantenían constantemente el ardiente fuego de un hogar en el que se depositaban

algunos crisoles. Allí, fundían los metales a la temperatura adecuada, y conocían

instintivamente los puntos de fusión de las soldaduras.

Empuñar crisoles llenos de metal fundido y verterlo en cubiletes de tamaño y

forma variados era una peligrosa operación, que estaba reservada a técnicos

valerosos y experimentados.

El maestro herrero, grande, fuerte y calvo, se acercó a sus visitantes.

—Aquí no aceptamos extranjeros; los secretos del oficio nos obligan. Ni siquiera

el jefe de provincia entra aquí.

—¿Y la superiora de Abydos? —preguntó Isis.

Los labios del artesano se apretaron.

—Los metales reciben su pureza de Osiris, y perderían todas sus cualidades si la

luz divina no preservara su coherencia —recordó la joven.

—¿Qué deseáis?

—Entrégame la reliquia osiriaca que te fue confiada.

—Creía que...

—Te lo ordeno —confirmó el jefe de provincia.

El maestro herrero hizo unas extrañas muecas.

—Sólo unos profesionales soportan el calor de la forja y saben defenderse de sus

riesgos. No aconsejo a una frágil muchacha que intente la aventura.

—Guíame —exigió Isis.

Sarenput tuvo un mal presentimiento.

—Os acompaño —decidió.

—Ni hablar —objetó el artesano—. Sólo una iniciada en los misterios de Abydos

puede ver y tocar la reliquia.

Isis asintió.

Al penetrar en aquel temible dominio, se vio agredida por unos ardientes soplos

que deberían haberla hecho retroceder. Sin embargo, tras el camino de fuego, el

camino le pareció bastante tranquilo.

Como si Isis no existiera, el maestro herrero se detuvo varias veces para examinar

los trabajos en curso. Comprobó los moldes para lingotes, las piedras que servían

de martillos y yunques, los sopletes, las pinzas, el grosor de las hojas de metal, y

conversó con el responsable del martilleo, reprochándole una falta de atención.

Quitó personalmente el óxido de las superficies que debían soldarse utilizando

heces de vino quemadas y concluyó una aleación de oro, plata y cobre que el

tiempo apenas gastaría.

Isis no manifestó impaciencia alguna.

—¡ Ah! —se extrañó él, mirándola—, ¿todavía estáis aquí? ¡Una verdadera

hazaña, para una mujer! Por lo general, parlotean, se quejan o hacen arrumacos.

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—¿Y qué me dices de su estupidez? Pues es evidente que en ese terreno tú les

haces una fuerte competencia.

El maestro herrero agarró una pinza con el extremo enrojecido.

—Te gustaría golpearme —observó la sacerdotisa—, pero no tendrás valor para

hacerlo. Has caído muy bajo desde tu marcha de Abydos.

El hombre soltó la herramienta.

—¿Cómo... cómo lo sabéis?

—Forzosamente aprendiste tu modo de trabajar cuando eras temporal en el

templo de Osiris. Los alquimistas de Abydos te enseñaron todo lo que sabes. Al

manejar el metal fundido, hermano del sol, tocas la carne de los dioses, las formas

divinas y las potencias encarnadas por Sokaris. Parcelas de eternidad luminosa

nacen de las obras imperecederas en las que participan tus manos y las de tu

equipo. Hoy, olvidas la grandeza de tu oficio y te comportas como un vulgar e

insignificante tirano.

El artesano bajó los ojos.

—Una sacerdotisa rechazó mi proposición de matrimonio. Y, sin embargo, yo

tenía un brillante porvenir. Preferí abandonar Abydos y volver a mi casa. Aquí,

soy estimado. De modo que las mujeres...

—Si el mal destruye el dominio de Osiris, también tu forja será aniquilada.

—¿No exageráis el peligro?

—¿Te bastará mi palabra?

—Admitámoslo. Voy a entregaros esa reliquia. Luego, desapareceréis.

El hombre se dirigió hacia el fondo de la forja, una gruta de techo bajo, de cuyas

profundidades brotaba un humo acre.

—El lago de llamas —explicó—. Este caldero infernal fue descubierto hace

siglos. Unas veces sus mandíbulas se cierran, otras se abren. Gracias a él, nunca

carecemos de la energía necesaria.

Isis contempló el terrorífico espectáculo. Algunas burbujas estallaban en la

superficie, emitiendo gases agresivos.

—¿Qué mejor escondrijo para una reliquia? —dijo el herrero sonriendo—. Al

calcinarla, este infierno mutila definitivamente el cuerpo osiriaco.

—¿Por qué has cometido ese crimen?

—¡Porque soy un fiel discípulo del Anunciador!

Con los brazos extendidos, el artesano se abalanzó sobre la joven con intención

de empujarla al lago de llamas.

Pero a menos de un paso de Isis, el pie del asesino chocó violentamente con una

excrescencia de la roca. Perdió el equilibrio y cayó.

Cuando su cabeza rozó la hirviente superficie, se inflamó de inmediato. En pocos

segundos, todo su cuerpo se abrasó.

Un olor infecto invadió la gruta.

Isis apretó con más fuerza el pequeño cetro «Magia» de marfil contra su pecho.

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Al evitar el asalto, acababa de salvarle la vida.

Sin embargo, ¿de qué servía aquello, puesto que la indispensable reliquia había

sido destruida?

La sacerdotisa, obstinada, quiso asegurarse de ello.

Inició un peligroso descenso. A pesar del calor, la pared rocosa estaba húmeda y

resbaladiza. La muchacha, concentrada, avanzaba lentamente. Y, pese a la

humareda que la cegaba, lo descubrió.

A orillas del lago, lamidos por las llamas, dos bloques parecidos a unas

mandíbulas preservaban la reliquia. Lamentablemente, era imposible bajar más

sin convertirse en su presa. Su rostro ya se inflamaba y su túnica comenzaba a

arder.

Despechada, se vio obligada a subir y percibió los ecos de una batalla.

Mientras recuperaba el aliento, Isis asistió a la derrota de los partidarios del

Anunciador, una decena de herreros que, tras haber agredido a sus colegas, se ha-

bían topado con los soldados de Sarenput, llegados para echar una mano.

—¡Son unos auténticos demonios! —advirtió él—. Incluso heridos de muerte,

siguen combatiendo.

—¡Cuidado! —aulló un arquero.

Armado con un puñal que acababa de salir de la forja y cuya hoja humeaba aún,

un joven artesano se disponía a herir a Isis por la espalda. Sarenput no le dio

tiempo de hacerlo.

Como un carnero, con la cabeza por delante, le golpeó en el vientre con tanta

cólera que el agresor fue proyectado hacia atrás más de diez pasos y se clavó en

unas puntas de espada.

—Registrad por todas partes —exigió, furioso—. Tal vez queden más basuras

como ésta.

—La reliquia parece intacta, aunque inaccesible —reveló Isis.

—Mostrádmela.

Cuando descubrió el lago de fuego, Sarenput hizo ademán de retroceder.

—Si utilizamos una cuerda, se encenderá. Y un bastón largo sufriría la misma

suerte.

Esta última proposición hizo que brillaran los ojos de la viuda.

—¡Todo depende del bastón!

—Ninguna madera resistirá en este horno —repuso Sarenput.

—Vayamos hasta el barco.

¿No se equivocaba la superiora de Abydos? Sarenput, que admiraba su tenacidad,

la siguió.

Al salir de la forja, descubrió a un fugitivo, que, con una antorcha en la mano,

corría hasta perder el aliento.

—¡Detenedlo! —ordenó.

Dos arqueros dispararon en vano. La distancia era excesiva.

El fugitivo se dirigía hacia el río.

—¡Ese loco quiere atacar mi barco!

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Prudente, Sarenput había dejado a bordo varios soldados de élite, capaces de

rechazar un asalto y dar la alarma.

No obstante, el bribón no se interesó por el navío, sino por la principal estaca de

amarre, e intentó quemarla.

Esta vez, estaba a tiro.

Y los arqueros, de pie en cubierta, no fallaron.

Cuando Sarenput e Isis llegaron al lugar del drama, la antorcha acababa de

apagarse en la tierra húmeda de la ribera.

—¡Ese terrorista había enloquecido! —dijo Sarenput.

—Al contrario —estimó Isis—: esperaba destruir nuestro único medio de salvar

las reliquias.

La sacerdotisa se arrodilló ante la estaca.

—Llora por Osiris, que sufre —imploró—. Yo, la plañidera, me identifico

contigo, pues estoy en su búsqueda. Aparto los obstáculos, lo llamo para que el

dueño de Abydos ignore la fatiga de la muerte. ¡Habla, expulsa el mal! Abre el

camino del lago y disipa la tormenta.

Acto seguido, Isis se incorporó y empuñó el pesado pedazo de madera,

levantándolo sin esfuerzo ante el asombro de los soldados.

Desconfiando, Sarenput y los arqueros escoltaron a la joven hasta la gruta.

—¿No pensaréis apaciguar ese infierno?

Isis se dirigió a la resbaladiza pendiente, y Sarenput renunció a esgrimir inútiles

argumentos.

A mitad de su recorrido, ella arrojó al lago la estaca de amarre, portadora de las

frases de la Gran Plañidera, empeñada en la curación de su hermano.

Esta se clavó en todo el corazón del infierno, y unas enormes llamas la

agredieron. Sin embargo, la estaca permaneció intacta, y las absorbió. Una a una,

las burbujas de gas reventaron y el hervor se extinguió. Isis prosiguió entonces su

descenso y alcanzó la reliquia. Apartó las dos rocas protectoras, retiró la nuca y

las mandíbulas de Osiris, perfectamente indemnes.

Sarenput, boquiabierto, no sabía cómo saludar aquella hazaña.

—¡Ninguna fuerza oscura podría resistiros!

Isis esbozó una lamentable sonrisa.

—El Anunciador no está vencido, y los peligros pueden multiplicarse.

—La presencia de una de sus cohortes, aquí... ¿Acaso están infectadas otras

capitales regionales?

—¿Lo dudas?

Quedaba una angustiosa pregunta: ¿la llegada de Isis había sorprendido a una

célula durmiente o ésta había sido alertada previamente por un informador?

Tal vez los partidarios del Anunciador ya estuvieran movilizándose en el

conjunto del territorio, decididos a suprimir a la superiora de Abydos.

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26

Uaset,1 la capital de la cuarta provincia del Alto Egipto, el Cetro «Potencia», era

el florón de una amplia llanura fértil cuyo encanto y belleza sus habitantes

consideraban inigualables. ¿Acaso no se decía que la simiente brotada del Nun, el

océano de energía, se coagulaba allí por efectos de la llama del ojo solar? En el

suelo de vida se erguía el cerro primordial, rodeado de cuatro pilares que

sostenían la bóveda celeste.

Isis acudió al templo principal, Karnak, la «Heliópolis del Sur». Allí se

consumaba la fusión entre Atum, el Creador, Ra, la luz divina, y Amón, el oculto.

Cielo y tierra se unían allí, y las nueve potencias que estaban en el origen de todas

las cosas se revelaban en oriente.

La muchacha se recogió ante los dos colosos que representaban a Sesostris de pie,

tocado el primero con la doble corona, y el segundo con la blanca. El rey cami-

naba, sujetando con mano firme el testamento de los dioses que le legaban la

tierra de Egipto. Su rostro expresaba una serena determinación.

1. Tebas.

El sumo sacerdote de Karnak salió al encuentro de Isis, que iba acompañada por

Sarenput. Los arqueros se habían quedado en el exterior del santuario.

—Se recordarán los esplendores de este reinado —declaró el hombre de edad

madura—, Gracias a sus obras, un faraón no desaparece. Y la obra más brillante

es la eternidad, que él garantiza. Sed bienvenida, superiora de Abydos.

—¿Podéis llevarme a la capilla de Osiris?

—La gran plaza se abre para vos.

Como en Abydos, la sepultura del dios estaba rodeada de árboles. Reinaba allí un

profundo silencio, casi opresivo.

En el interior de la capilla, un naos cerrado por una puerta de dos batientes.

Isis pronunció las fórmulas del despertar en paz, y corrió el cerrojo, el dedo de

Set. Contempló una admirable estatuilla de oro de Amón-Ra, de un codo de al-

tura.

Pero el pequeño monumento no contenía el símbolo esperado.

Dominando su decepción y su inquietud, la sacerdotisa se ciñó a las exigencias

rituales, cerró la puerta del naos y salió reculando y borrando con la escoba de Tot

la huella de sus pasos.

El sumo sacerdote la aguardaba a la sombra de una columnata.

—¿Habéis sido víctimas de un robo? —preguntó Isis.

—¿Quién se hubiera atrevido a violar la paz de este santuario? ¡ Ni el peor de los

criminales pensaría en cometer semejante fechoría!

—¿Conocéis al conjunto de los sacerdotes temporales y respondéis por ellos?

—Sí... Bueno, casi. Mis ayudantes contratan a voluntarios competentes y dignos

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de confianza. No tengo nada que reprochar al personal sacerdotal de Karnak.

—¿No se ha producido ningún incidente en los últimos meses?

—¡Ninguno!

—¿Ni el menor desorden en los alrededores?

—¡Ni el menor desorden! Bueno, fue tan poca cosa...

—Me gustaría conocer más detalles.

—No os servirán de nada.

—Facilitádmelos, de todos modos.

Dudoso, el sumo sacerdote aceptó.

—La policía del desierto habló de algunos pequeños disturbios del lado de la

colina de Tot. El paraje está muy aislado, por lo que no lo inspeccionan a

menudo. Un bribón creyó encontrar allí un tesoro y huyó, con las manos vacías.

Llevando un plano bastante preciso que el sumo sacerdote le había

proporcionado, Isis cruzó el Nilo y llegó a la orilla oeste. Bajo la protección de

Sarenput y de sus soldados, atravesó una zona árida y se dirigió a una colina

rodeada de barrancos.

El sol les parecía ardiente, de pronto, y el calor, pesado, demoraba el avance.

—Permaneced atentos —exigió el jefe de provincia, temiendo una emboscada.

Como aguerridos profesionales, los arqueros descubrieron los emplazamientos

donde alguien podía emboscarse para disparar. Un reflejo metálico alertó al que

cerraba la marcha.

—¡Cuerpo a tierra! —gritó.

El pequeño grupo obedeció.

Sólo la muchacha permaneció de pie, mirando fijamente el lugar indicado.

—Tendeos —suplicó Sarenput—. ¡Sois un blanco ideal!

—No tenemos nada que temer.

Ninguna flecha había sido disparada, por lo que todos se levantaron, inquietos

aún.

—Tomemos este camino —ordenó Isis.

—Es tan estrecho y escarpado que tendremos que trepar uno tras otro y con

mucha lentitud —deploró Sarenput.

—Yo iré delante.

—¡Dejad que uno de mis hombres corra ese riesgo!

—La colina de Tot nos reserva una buena acogida.

El jefe de provincia no insistió. Ahora, conocía la determinación de la muchacha

y la sabía insensible a los consejos de prudencia.

El recorrido se reveló difícil y fatigoso, las piedras rodaban bajo sus pies y caían

por la abrupta pendiente. Afortunadamente, nadie sufría de vértigo.

En lo alto, una meseta abrumada por el sol. En el centro, un modesto santuario

cuyos muros mostraban huellas de incendio. Los soldados bebieron, sedientos.

Isis cruzó el umbral del monumento con las paredes cubiertas de hollín. Allí sólo

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quedaba una representación del dios Tot, parcialmente dañada.

Intacto, el pico puntiagudo tocaba el jeroglífico del cesto que significaba

«maestría».

Isis recordó una de las enseñanzas esenciales de Abydos: la potencia de los dioses

es Tot, que da grandeza de corazón y coherencia.

A pesar de la magnitud del incendio, el rostro del ibis seguía brillando.

Isis tocó el pico del ave. En ese instante, el cesto se hundió y dejó una cavidad al

descubierto.

En su interior había un pequeño cetro de oro, parecido al utilizado durante la

celebración de los misterios de Osiris y que servía para dar a los símbolos una

fuerza sobrenatural.

Los terroristas habían incendiado en vano el santuario de Tot.

Sarenput se alegró de ver salir indemne a la superiora de Abydos. Le mostró una

espada corta, que habían hallado por los alrededores.

—Esta es la causa del reflejo sospechoso. Por su aspecto, es un arma de origen

sirio. Voy a sugerir a mi homólogo que peine la región.

—Debo rendir homenaje al ka del faraón y preguntarle si esta provincia nos

reserva otra ofrenda —declaró ella.

La vía procesional que llevaba al templo de Deir el-Bahari estaba flanqueada de

estatuas de Sesostris, con las manos puestas sobre su taparrabos. Mientras

veneraba a su padre, la hija entraba en contacto con él. Fuera cual fuese la

distancia, sus pensamientos se comunicaban. Le preguntó y obtuvo respuestas

desprovistas de ambigüedad. Sí, debía proseguir su búsqueda, combatir su propio

desaliento y no retroceder ante ningún obstáculo. Sí, Iker vivía aún, su alma

navegaba entre cielo y tierra, sin fijarse en la muerte ni en el más allá.

Ella pensó en la «Hermosa fiesta del Valle» que se celebraba en aquellos lugares

y durante la que los difuntos y los vivos celebraban juntos banquetes en las

capillas de las tumbas. Durante varios días, la estatua de Amón abandonaba

Karnak a bordo del navío real para dirigirse a la orilla oeste, la Tierra de Vida, e

insuflar una nueva energía a sus templos de millones de años. Por la noche, las

necrópolis se iluminaban, y se llevaban a los justos de voz múltiples ofrendas,

especialmente el agua de la juventud, de origen divino, y algunos ramilletes

denominados «vida». Los cantos ascendían hacia las estrellas, la frontera entre el

aquí y el más allá desaparecía, y cada sepultura se convertía en «la morada del

gran regocijo».

La última etapa de la procesión era el paraje de Deir el-Bahari.1 Se levantaba allí

el extraordinario monumento de Montu-Hotep,2 que había reinado doscientos

años de Sesostris y le servía de modelo como reunificador de Egipto, iniciado en

los misterios de Osiris y alquimista.

Desde un templo de acogida ascendía una calzada que llegaba a una gran colina

osiriaca sembrada de acacias.

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Al pie de la rampa, cincuenta y cinco tamariscos y dos hileras de sicomoros que

albergaban unas estatuas del faraón sentado ataviado con una túnica blanca, ca-

racterística de la fiesta de regeneración.

Una elegante sacerdotisa recibió a la muchacha.

—¿Cuál es tu nombre y tu función?

—Isis, superiora de Abydos e hija del faraón Sesostris.

1. Allí se edificó, en el Imperio Nuevo, el templo de la célebre reina-faraón

Hatsepsut.

2. Neb-hepet-Ra Montu-Hotep («Montu, toro guerrero, está en paz»),

2061-2010.

Impresionada, la ritualista hizo una reverencia.

—¿Deseáis preparar ya la fiesta del Valle?

—No, deseo saber si el santuario osiriaco preserva alguna reliquia.

—Lo ignoro.

—¿Nunca entras en la tumba de Osiris?

—¡Está cerrada desde hace mucho tiempo!

—Ábreme su puerta.

—¿No será eso... una profanación?

—¿Acaso mi padre no protege este santuario?

La sacerdotisa inclinó la cabeza.

—Ha hecho erigir numerosas estatuas que lo representan en veneración ante

Montu-Hotep, su lejano predecesor. Gracias a él, en efecto, la paz de Osiris se ha

preservado.

—¿Estás segura?

—¿Qué... qué suponéis?

—¿No habrán intentado turbarla, durante los últimos tiempos, algunos curiosos?

—¿Acaso la policía no vigila el paraje permanentemente? ¿Qué podemos temer?

—Llévame a la entrada de la tumba.

Pese a su tranquilidad y a la dulzura de su voz, la autoridad de la muchacha no se

discutía. La ritualista la condujo hasta un panteón que se hundía en la montaña.

Un coloso custodiaba su acceso.

Tocado con la corona roja, negros el rostro, las manos y las piernas, y ataviado

con una túnica blanca, el faraón mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y

sujetaba los cetros osiriacos. Macizo, con la mirada aguda, apartaba a los

profanos.

—No seguiré adelante —anunció la sacerdotisa.

—Sorprendente —consideró Isis.

—¡Ese gigante no bromea!

—¿Acaso no deberías conocer las fórmulas de apaciguamiento del ka?

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—Es cierto, pero este lugar es muy particular y...

—Y el Anunciador te ha encargado que descubrieras el secreto de la tumba de

Montu-Hotep y tú ignoras cómo hacerlo.

Descubierta, la falsa ritualista retrocedió hasta el borde de una cornisa. Una llama

brotó de su mano izquierda y le arrancó un grito de dolor. Aterrorizada, cayó al

vacío.

Isis regresó hacia el coloso.

—Reúnete con tu ka —le dijo—. Cercano a tu espíritu, tu hijo se ocupa de él y te

has convertido en su propio ka. La luz hace brotar tu potencia vital, no perecerás.

El principio creador y el dios Tierra te ofrecen un templo y una morada de

eternidad.

El rostro de la estatua pareció menos hostil. Isis cruzó la explanada que la

separaba de la entrada de la tumba, abierta ahora.

El corredor, cuya falsa bóveda estaba revestida de losas de cal, se abría a unas

habitaciones laterales que contenían el equipamiento funerario. Abriéndose paso

bajo la montaña, conducía a la cámara del sarcófago, donde el ka real comulgaba

con el dios oculto.

Isis meditó allí largo rato, tratando de averiguar las intenciones del gran monarca.

El, el iniciado en los misterios, forzosamente había conservado un elemento im-

portante del culto osiriaco. Los libros de la Casa de Vida no citaban reliquia

alguna, así pues, ¿de qué se trataba?

La muchacha dio siete vueltas alrededor del sarcófago. Al finalizar el rito, la

atmósfera de la sala se modificó. El techo se enrojeció, los muros se blanquearon,

el suelo se ennegreció. Una lengua de fuego brotó del sarcófago y llegó a una

pequeña habitación de granito.

En su interior había una estatua semejante al coloso, envuelta en un lienzo y

enterrada como una momia osiriaca. Isis la levantó.

Descansaba sobre una piel de carnero que, según el texto jeroglífico, procedía de

Abydos y había sido utilizada en la celebración de los misterios. La sacerdotisa la

dobló y salió a la luz. Tras ella, la puerta de la tumba volvió a cerrarse. El sol

inundaba el cerro osiriaco.

Cuando Isis abandonó el recinto sagrado, Sarenput se acercó.

—¡Comenzaba a preocuparme! ¿Problemas?

—Regresemos al barco y prosigamos nuestro viaje.

27

Cuando penetró en la aldea de Medamud, al nordeste de Karnak, Sesostris supo

que su hija acababa de encontrar la piel de carnero necesaria para la celebración

de los grandes misterios. Aquel éxito marcaba una etapa importante en su

búsqueda, apenas iniciada. La acechaban terribles peligros y el ejército de las

tinieblas no le daría respiro alguno.

La comunión de pensamiento les procuraba una fuerza inigualable. A pesar de la

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distancia, Isis jamás se sentía sola. El faraón permanecía también en contacto con

el alma de Iker, unida a su momia, al abrigo de la segunda muerte, aunque muy

lejos todavía de la resurrección. Las fórmulas que todos los días pronunciaban el

Calvo y Neftis impedían el proceso de degradación y mantenían intacto el cuerpo

intermedio, soporte del renacimiento.

Al finalizar el mes de khoiak, si no se habían cumplido las condiciones rituales,

todos aquellos esfuerzos habrían sido vanos.

Así pues, era necesario que Isis consiguiera reconstituir Osiris, y el rey llevara a

Abydos una nueva jarra sellada que contuviera las linfas del dios.

Los niños corrían y gritaban, las amas de casa abandonaban escobas y vajillas, los

hombres dejaban los campos y los talleres para ver pasar el increíble cortejo,

formado por soldados y un gigante.

¿El faraón en Medamud? Brutalmente arrancado de su siesta, el alcalde se puso a

toda prisa su más hermosa túnica. Al salir de su casa, se topó con un oficial.

—¿Eres tú el jefe de la aldea?

—No fui avisado, de lo contrario...

—Su majestad quiere verte.

Temblando, el alcalde siguió al oficial hasta el pequeño templo.

El monarca estaba sentado en un trono, ante la puerta.

Incapaz de sostener su mirada, el edil se tiró de bruces al suelo.

—¿Conoces el nombre de este lugar?

—Majestad, no... no vengo aquí a menudo y...

—Se llama «la puerta donde se escuchan tanto las peticiones de los débiles como

las de los poderosos, y donde se imparte justicia según la regla de Maat». ¿Por

qué está tan mal cuidado este santuario?

—No hay sacerdotes desde hace mucho tiempo, por la cólera del toro. Yo no

tengo medios para encargarme de semejante edificio. Como comprenderéis, debo

ocuparme primero del bienestar de mis administrados.

—¿Qué acontecimiento provocó su furor?

—Lo ignoro, majestad. Ya nadie puede acercarse a él, su fiesta no se celebra y los

ritualistas han abandonado nuestra aldea.

—¿No serás tú el origen de ese desastre?

El alcalde se atragantó.

—¿Yo, majestad? ¡No, os juro que no!

—Cuatro toros protegen mágicamente esta región.

Residen en Tebas, en Hermontis, en Tod y en Medamud, y forman una fortaleza

contra las fuerzas del mal, así como un ojo completo en cuyo centro brilla una luz

indescriptible. Tú, con tus infames actos, has puesto en peligro el edificio y has

cegado el ojo.

—¡Sólo soy un pobre hombre, incapaz de cometer tal fechoría!

—¿Has olvidado tus crímenes? Vendiste a unos piratas al joven Iker, pobre y sin

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familia, luego asesinaste y robaste a un viejo escriba, su maestro y su protector.

Tras el inesperado regreso de Iker, en vez de enmendarte e implorar su perdón, le

arrebataste su herencia, lo expulsaste de su casa y de la aldea y avisaste a un

asesino para que lo eliminara. La acumulación de esas fechorías provocó la cólera

del toro.

El alcalde, bañado en un fétido sudor, no se atrevió a negarlo.

—¿Por qué tantas infamias?

—Majestad, yo... Un momento de extravío, algunos...

—Al someterte al Anunciador, has traicionado a tu país y mancillado para

siempre tu alma —asestó Sesostris.

El acusado estalló en sollozos.

—No soy responsable, me manipulaba, lo maldigo, yo...

Huraño de pronto, sin aliento, el alcalde tuvo la impresión de que le arrancaban el

corazón. Se irguió, vomitó sangre y bilis y se derrumbó, fulminado.

—Quemad el cadáver —ordenó Sesostris.

El rey se dirigió al cercado del toro de Medamud; con su cabeza negra por delante

y blanca por detrás, vivía de su unión con el sol. Durante la fiesta celebrada en su

honor por algunos músicos y cantantes de ambos sexos, curaba numerosas

enfermedades, especialmente oftalmias.

La mirada del cuadrúpedo brillaba con tal furor que ni el monarca en persona

conseguiría apaciguarlo sin comprender las verdaderas exigencias del animal

sagrado.

—Las antiguas faltas acaban de ser borradas —le anunció—, y el culpable ha sido

castigado. La superiora de Abydos y yo mismo estamos haciendo todo lo posible

para arrancar a Iker de la nada. Si deben recorrerse otros caminos, revélalo.

El enorme macho dejó de pronto de echar espuma y arañar el suelo con los cascos

y miró al rey con sus ojos negros.

Entre el faraón y la encarnación animal de su ka se estableció el diálogo.

Una vez terminadas sus revelaciones, el toro se encolerizó de nuevo.

Sesostris, acompañado por el jefe de su guardia, exploró el templo.

—Que un mensajero vaya a Tebas y regrese con arquitectos, escultores,

dibujantes y pintores. Este edificio será restaurado y ampliado, se excavará un

lago sagrado, se edificarán moradas para los sacerdotes permanentes. Las obras

se empezarán mañana, al amanecer, y proseguirán de día y de noche. Montu y el

toro exigen un dominio digno de ellos. Que se establezca en torno a las obras un

cordón de seguridad.

El mensajero partió de inmediato.

En la alcaldía, Sesostris reunió a un enojado consejo municipal, compuesto por

criaturas venales, fieles al edil muerto. Cansándose muy pronto de sus protestas

de inocencia y sus súplicas, el soberano convocó a los ancianos, excluidos de las

deliberaciones.

—Necesitáis un nuevo alcalde. ¿A quién proponéis?

—Al propietario de las mejores tierras cultivables —respondió un gran anciano

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con el pelo de un resplandeciente color blanco—. Detestaba al bandido del que

nos habéis librado, majestad, y conseguía resistir a pesar de sus amenazas y de sus

golpes bajos. Su riqueza será puesta al servicio de nuestra pequeña comunidad, y

ningún aldeano carecerá ya de alimentos.

El consejo de ancianos aprobó la elección.

—Vuestro templo se convertirá en una gran honra para esta provincia —anunció

el monarca—. Los mejores artesanos tebanos ofrecerán a Montu una nueva

morada.

—¿Bastará para calmar al toro? —se preocupó el viejo.

—No, pues se han cometido demasiados crímenes y nos amenazan demasiados

peligros. Me toca a mí apaciguar a vuestro genio protector.

—¿Podemos ayudaros?

—¿Alguien conoce el emplazamiento del antiguo santuario de Osiris?

Los ancianos, dubitativos, intercambiaron algunas palabras.

-—Probablemente es sólo una leyenda —estimó uno de ellos.

—Los archivos de la Casa de Vida de Abydos afirman su existencia.

—Por muy lejos que se remonte la memoria de la aldea, Medamud se presenta

como la colina de Geb, el dios Tierra. Venciendo a las tinieblas, la luz divina la

fecundó y la hizo fértil.

—Llévame a ese lugar sagrado.

—Majestad, la colina se pierde entre una maraña vegetal infranqueable. Antaño,

los locos que intentaron aventurarse por allí perecieron ahogados. Desde la in-

fancia me he mantenido prudentemente alejado de ella, y ninguno de nosotros ha

intentado violar ese temible dominio.

—Muéstramelo.

El anciano, resignado y apoyándose en su bastón, caminó lentamente. Sesostris le

dio el brazo.

—¿Conociste a Iker?

—¿Al aprendiz de escriba? ¡Claro está! Según su profesor, un sabio entre los

sabios, estaba dotado de un modo excepcional y le esperaba un gran destino. Soli-

tario, silencioso, trabajador incansable, Iker sólo se interesaba por la lengua

sagrada. Era evidente que este mundo sólo formaba, para él, un paso entre el

universo de los orígenes y lo invisible. Su rapto y la muerte de su maestro

sumieron a Medamud en la tristeza y la miseria. Ni siquiera el sol nos calentaba

ya. Hoy, majestad, nos liberáis de la desgracia.

—El maestro de Iker no ignoraba el emplazamiento del santuario osiriaco.

El anciano reflexionó durante unos instantes.

—En cualquier caso, no divulgó su secreto. Nos avisó varias veces de una terrible

amenaza. Lo tachábamos de pesimista. Y luego, el extranjero con la cabeza cu-

bierta por un turbante y la túnica de lana se apoderó del espíritu del alcalde. Tras

su breve paso, las tinieblas cubrieron Medamud.

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Más allá del templo en ruinas, un huerto plantado con múltiples esencias

exhalaba suaves perfumes.

—He aquí el campo de los antepasados —dijo el anciano—. Aquí reina un pesado

silencio a causa de la ausencia de pájaros. No os acerquéis al gran azufaifo que

señala la frontera del dominio prohibido: emite ondas mortales.

—Gracias por tu ayuda.

—Majestad, no iréis a...

—Haz que se prepare un banquete para festejar el nombramiento del nuevo

alcalde.

Sesostris se permitió una breve meditación. Pensó en su hijo espiritual y en las

palabras del toro. La resurrección de Iker pasaba por la del faraón, que debía

efectuarse en pleno corazón del más antiguo de los túmulos de Osiris.

La reunión en la otra vida exigía la unión en la muerte.

El rey se dirigió hacia el azufaifo. Unos rayos amarillos y blancos lo agredieron.

Su taparrabos, portador de los signos de estabilidad, los absorbió.

Al pie del árbol había dos discos, uno de oro y el otro de plata, mancillados con

figuras mágicas de origen cananeo. El monarca, utilizando hojas de acacia y de

sicómoro, las borró.

Se levantó un suave viento, las frondas se estremecieron y decenas de pájaros

cantaron. La voz de los ancestros circulaba de nuevo, el sol y la luna iluminarían

a sus respectivas horas el huerto.

El rey apartó unas pesadas ramas y éstas emitieron desgarradores lamentos. Pero

el gigante perseveró y logró abrirse camino.

Unos cincuenta pasos le permitieron llegar a un pilono en ruinas, única abertura

de un recinto de ladrillos parcialmente derrumbado.

Ningún pájaro vivía en aquel bosque sagrado, condenado al silencio absoluto

desde hacía varias generaciones.

Sesostris cruzó el umbral del pequeño templo.

Vio un patio rectangular invadido por la vegetación, luego un segundo pilono y

un segundo patio, más pequeño y más despejado.

De pronto, los desechos vegetales se movieron. Molestada, una larga serpiente

roja y blanca, colores de las coronas, emprendió la fuga. El monarca dio un golpe

con el pie en el suelo para alejar a eventuales congéneres y emprendió una

metódica exploración del lugar.

Ninguna inscripción ni bajorrelieve.

Al oeste y al este, descubrió dos hornacinas. De cada una de ellas partía un

corredor sinuoso y abovedado, que llevaba a una estancia rectangular, con el

suelo de arena fina, cubierta por un otero ovoidal.

Las dos matrices estelares, lugar de recreación de Osiris.

Las palabras del toro adquirían así todo su sentido, y el camino del rey estaba ya

trazado.

Sesostris le dio instrucciones concretas al maestro de obra llegado de Tebas: la

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mayor parte del templo de Medamud estaría consagrado a la fiesta de regenera-

ción del faraón. Estatuas y bajorrelieves celebrarían aquel momento esencial de

un reinado en el que la potencia del soberano se renovaba gracias a la comunión

con las divinidades y los ancestros. Obra maestra de la incesante artesanía

cósmica, el señor de las Dos Tierras renacía en su función, provisto de la energía

necesaria para cumplir con sus deberes.

Sin embargo, antes de conocer este gozo, Sesostris tenía que sufrir una prueba

que tal vez señalara el fin de su existencia terrenal. Según la profecía del toro, el

emplazamiento del recipiente que contenía las linfas de Osiris sólo se le revelaría

en las tinieblas de la cripta, durante un sueño parecido a la muerte.

Allí, el dios Tierra había transmitido el trono de los vivos a su hijo Osiris. Allí,

Sesostris se convertiría en el depositario del ka de todos sus antepasados reales.

¿Pero atravesaría la noche?

No era oportuno vacilar.

En la primera matriz osiriaca, un trono. En lugar del monarca, un ramillete de

flores.

En la segunda, un sumario lecho. En su cabecera, el sello de Maat, diosa sentada

que sujetaba el jeroglífico de la vida.

Sesostris se ungió la cabeza con un ungüento que le permitía llevar la Doble

Corona sin temor a ser fulminado. El uraeus, cobra hembra equivalente al ojo de

Ra, no dirigiría su llama contra él.

Alrededor del cuello, el rey se anudó un echarpe con flecos de lino rojo,

procedente del templo de Heliópolis. Este, capaz de iluminar las tinieblas, guiaba

el pensamiento más allá de la apariencia.

Antes de tenderse en su lecho de muerte o de renacimiento, Sesostris contempló

largo rato una estrella de lapislázuli. En ella se inscribían las leyes celestiales a las

que se sometía, al tiempo que las transmitía a su país y a su pueblo.

El monarca cerró los ojos.

O celebraría la fiesta de regeneración y procuraría una nueva ayuda a Iker, o el

Anunciador obtendría una victoria decisiva eliminando a su principal adversario.

28

Según el Libro de geografía sagrada, que revelaba los emplazamientos de las

reliquias osiríacas, la próxima etapa de Isis era Dandara, capital de la sexta

provincia del Alto Egipto, el Cocodrilo. Gracias a unos insólitos vientos, la

embarcación avanzaba a extraordinaria velocidad.

En el embarcadero no se veía a nadie.

Sarenput, inquieto, ordenó a dos de sus hombres que exploraran los alrededores.

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Aldeas abandonadas, campos desiertos.

—Vayamos al templo —sugirió la muchacha.

La magnífica morada de la diosa Hator se levantaba entre una exuberante

vegetación; admirables jardines dispensaban frescor. Tanta belleza y tanta paz

incitaban a la meditación y al recogimiento.

Los arqueros de Sarenput, por su parte, se mantenían listos para disparar.

No había nada anormal en que la doble gran puerta estuviera cerrada, pues sólo se

abría en circunstancias excepcionales, especialmente durante la salida de la barca

divina. Todos los años, Hator remontaba el río hasta Edfú, para reunirse allí con

Horus y recrear la pareja real.

Todos los accesos al templo, incluido el pequeño porche donde se purificaban los

temporales, estaban tapiados.

De pronto, en lo alto de un muro apareció una sacerdotisa, visiblemente

aterrorizada.

—¿Quién sois?

—La superior a de Abydos.

—¿Por qué esos soldados?

—Son mi escolta.

—Las abejas... ¿No os han atacado las abejas?

—No he visto ni una.

La sacerdotisa bajó de su puesto de observación, entornó una puerta lateral e

invitó a Isis a entrar.

Sarenput quiso seguirla.

—¡Nada de hombres armados en el dominio de Ha- tor! —protestó la sacerdotisa.

—¿Qué ocurre?

—Desde hace varios días, las abejas se han vuelto locas. Por lo general, fabrican

el oro vegetal, en armonía con el «oro de los dioses», el nombre de nuestra diosa,

y nos proporcionan un inestimable remedio. Ahora, matan a cualquiera que se

aventure fuera de este recinto. Aquí acogemos a la población y suplicamos a la

diosa que ponga fin a esta calamidad.

—¿Habéis identificado la causa? —preguntó Isis.

—¡Por desgracia, no! Llevamos a cabo los ritos de apaciguamiento, tocamos el

sistro y bailamos, pero la horrible situación perdura.

—¿Dónde está la reliquia osiriaca?

—En el bosque sagrado, que hoy es inaccesible, puesto que decenas de enjambres

lo han invadido. Sin ayuda, pereceremos. Puesto que las abejas no os pican, tal

vez podáis salvarnos.

—Llévame a las salas de curación.

La sacerdotisa, nerviosa, acompañó a Isis hasta el famoso centro hospitalario de

Dandara. Procedentes de todo Egipto, los ritualistas enfermos iban allí a recupe-

rar la salud.

Ansiosos, centenares de habitantes de la provincia, mujeres, hombres y niños,

imploraban a Hator que alejara la desgracia y les devolviera una existencia nor-

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mal. Ver a Isis apaciguó a muchos. ¿Acaso no era una mensajera de la diosa cuya

presencia anunciaba un final feliz?

La médica en jefe, una mujer robusta y ya de edad, trabajaba incansablemente y,

al mismo tiempo, no daba reposo alguno a sus ayudantes. Entre los casos graves y

las afecciones leves, los cuidadores no tenían tiempo que perder.

—Abridme una sala de incubación —pidió Isis.

—¡No queda un lugar libre!

—Como superiora de Abydos, voy a interrogar lo invisible e intentar saber cómo

curar a esta provincia.

El argumento convenció a la terapeuta.

—Esperad un instante, trasladaré a un convaleciente.

La espera fue breve.

La médica en jefe introdujo a Isis en una pequeña estancia de techo bajo. En los

muros, fórmulas mágicas. En el centro, una bañera de agua caliente.

—Desnudaos, apoyad la cabeza, cerrad los ojos e intentad dormir, el humo

odorífero llenará este local. Si la diosa lo considera oportuno, os hablará. Desde el

comienzo de esta crisis, permanece muda.

Isis siguió las instrucciones.

El baño le ofreció deliciosas sensaciones. Distendida, dejó que su espíritu vagara.

Las fragancias fueron sucediéndose unas a otras, y formaron un torbellino de

embriagadores perfumes.

Y, de pronto, la abeja, monstruosa, atacó.

Isis se agarró al borde de la bañera de piedra y permaneció inmóvil. Sabía que

algunos espejismos intentarían asustarla y obligarla a abandonar la experiencia.

Todo un enjambre cubrió cada parcela de su cuerpo. Manteniendo los ojos

cerrados, pensó en Iker, en la continuación de su viaje y en la indispensable

reconstitución del cuerpo osiriaco. Un olor a lis la liberó de toda crispación. Y se

le apareció el rostro de la diosa Hator. Con voz apacible, le dictó la conducta que

debía seguir.

El tesoro del templo de Dandara albergaba una impresionante variedad de

metales y piedras preciosas. Una ritualista abrió los cofres y autorizó a la

superiora de Abydos a tomar lo necesario. ¿Acaso su visión no representaba la

última esperanza de vencer la maldición?

Con tranquilidad y precisión, Isis reconstruyó el ojo de Horus, desgarrado por

Set. Cristal de roca de excepcional pureza para la córnea, carbonato de magnesio

que contenía óxidos de hierro en forma de venillas rojas para la esclerótica,

obsidiana para la pupila, resina de un pardo-negro que resaltaba el iris, disimetría

entre pupila y córnea1... La joven respetó estrictamente los componentes

anatómicos, convertidos en materiales simbólicos.

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1. Véase Science et Vie. La Vie révélée des oeuvres d'art, 1998, «La intensa

mirada del escriba», artículo de Didier Dubrana, con esta conclusión: «Tras la

mirada de esta estatua del Egipto faraónico [el escriba sentado del Louvre],

bombardeos protónicos y radiográficos han puesto de relieve unos ojos de

anatomía casi perfecta.»

Con el símbolo de la perfecta salud, salió del templo y se dirigió hacia el bosque

sagrado. Nubes de abejas la rodearon.

Pese al miedo que sentía, Isis mantuvo la sangre fría. El brillo del ojo mantenía

alejados a los enfebrecidos insectos.

El bosque sagrado era un zumbido infernal.

En el centro, un cerro en el que crecían acacias. Cuando la sacerdotisa depositó

allí el ojo, las reinas reorganizaron sus enjambres y cada comunidad recuperó su

coherencia. Las abejas regresaron a sus colmenas, en el lindero del desierto.

Al pie del árbol dominante, brotó un manantial.

La sacerdotisa restituyó la reliquia, las piernas de Osiris.

Llegar a Batiu, el «Templo del Sistro "Potencia"», capital de la séptima provincia

del Alto Egipto, requirió poco tiempo.

Esta vez, el embarcadero y los muelles estaban ocupados por una multitud

numerosa y agitada. Las fuerzas del orden intentaban contener, en vano, a los

centenares de curiosos. Algunos ritualistas se lamentaban mientras escrutaban el

Nilo.

—Acercarse no me parece muy prudente —estimó Sarenput.

—Debemos descubrir la causa de este tumulto y recoger la reliquia —dijo Isis.

Una embarcación de la policía fluvial les cerró el paso. A bordo, un militar de

carrera a quien Sarenput había formado.

Las proas de las dos embarcaciones se tocaron.

—¡Señor Sarenput, qué alegría volver a veros!

—Has recorrido un buen trecho, muchacho.

—Garantizar la seguridad de esta provincia es una tarea apasionante.

—A juzgar por esta agitación, no debe de ser fácil.

—Los sacerdotes acaban de cometer un grave error, la población teme la cólera

divina.

—La superiora de Abydos devolverá la calma. Haz que corra la noticia de su

llegada.

Ante el anuncio de semejante acontecimiento, las angustias se disiparon. La

magia del emisario de Osiris triunfaría sobre la desgracia.

El navío de Sarenput atracó.

Aunque liberados de la presión de la multitud, los ritualistas, sin embargo,

seguían gimiendo. Isis les ordenó que se explicaran.

—Encabezando una procesión, nuestro sumo sacerdote llevaba la reliquia de la

provincia, el sexo de Osiris —reveló uno de ellos—. Ha caído al Nilo víctima de

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un malestar y no hemos podido recuperarlo. Un pez se la ha tragado. Nunca la

encontraremos.

—¿Por qué tanto pesimismo?

—¡Los mejores pescadores han fracasado! El pez, criatura del otro mundo,

escapa a sus redes.

—Llévame a tu templo.

El Anunciador no sólo manipulaba a los hombres. Era capaz de utilizar los

elementos, y había usado a un habitante de las aguas para interrumpir la búsqueda

de Isis y condenar a Iker a la aniquilación.

Un fulgor, un minúsculo fulgor animaba aún la voluntad de la muchacha. Se

negaba a aceptar lo evidente, y se aferraba a una mínima esperanza: manejar el

emblema de aquella provincia, el sistro con cabeza de

Hator. Tal vez de sus vibraciones naciera un nuevo camino.

Consciente de su imperdonable falta, los sacerdotes permanecían postrados.

Isis recorrió las avenidas de un jardín en el que se habían excavado albercas

cubiertas de lotos. Con hojas de alargado borde, con sépalos y pétalos

redondeados, casi desprovistos de olor, los blancos se abrían por la noche y se

cerraban al alba. Los azules, de hojas redondas, se abrían por la mañana y

exhalaban un suave aroma. Finos, sus sépalos y sus pétalos terminaban en punta.

Según antiguos escritos, Isis evocaba el sexo creador del loto venerable,

aparecido la primera vez. La joven tomó un magnífico loto azul y lo interrogó.

No, la reliquia de la provincia no había desaparecido. Una fuerza oscura la

ocultaba, el pez era sólo un engaño.

Cuando una sacerdotisa le entregó por fin el sistro «Potencia», sus vibraciones

provocaron una sucesión de rayos de un rojo vivo, parecidos a llamas, que reco-

rrieron la superficie de las albercas.

Isis reunió a los ritualistas.

—Salid de vuestro sopor —exigió—. ¿No oís ese canto?

Una áspera música desgarró sus oídos.

—Si no me contáis la verdad, vuestros sentidos se extinguirán. ¿Qué ocultáis?

—El árbol de Set —confesó un octogenario—. Más valía olvidar su existencia,

por miedo a que turbara nuestra serenidad y nos privara de la reliquia osiriaca. Al

minimizar el peligro, cometimos un error irreparable.

—Reveladme su emplazamiento.

—No os aconsejo que lo afrontéis, va...

—Debemos apresurarnos; llévame hasta allí.

Al norte del templo, un espacio desolado. No había ni una flor, ni una brizna de

hierba. El suelo ardía.

—El calor procede de la nariz de Set —explicó el octogenario.

Emergiendo de una grieta, un árbol negro, seco, de torturadas ramas. Tendido

muy cerca, un extraño cuadrúpedo de largas orejas y hocico de okapi.

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—¿Puedo... puedo marcharme? —preguntó el ritualista.

Isis asintió, y el anciano puso pies en polvorosa.

—Te conozco, Set —declaró con voz firme la superiora de Abydos—, y te

ofrezco el loto azul. Reinas sobre el oro de los desiertos y le das tu fuerza. Por ti

pasa el fuego procreador, capaz de vencer a la muerte. Permíteme recoger la

reliquia de tu hermano.

El animal se agitó y se levantó. Con los ojos enrojecidos, miró a la intrusa.

Isis dio un paso adelante; el cuadrúpedo la imitó. Lentamente, se acercaron el uno

al otro.

La sacerdotisa sintió el ardiente aliento del guardián del árbol seco. Se atrevió a

acariciarlo y advirtió que su piel estaba cubierta de un ungüento. Desgarró

entonces una de las mangas de su túnica, recogió aquella sustancia y cruzó el

espacio que la separaba de la grieta.

Estaba dándole la espalda al animal, por lo que resultaba una presa fácil.

Las ramas crujieron, el árbol negro se desmoronó y cayó hecho polvo. De la

grieta ascendió una humareda rojiza que envolvió a la joven.

Preñado del perfume del loto azul, el viento la disipó.

En la orilla del abismo apareció el falo de Osiris hecho de electro, aleación de oro

y de plata.

Isis lo envolvió en el trozo de tejido. El ungüento del animal de Set devolvería

fuerza y vigor al miembro divino.

A su alrededor, abundaba la hierba de un verde tierno.

El extraño cuadrúpedo había desaparecido.

A la vista estaba ya la Gran Tierra de Abydos, capital de la octava provincia del

Alto Egipto, lugar de todas las felicidades y de la suprema desgracia. ¡ Cómo le

hubiera gustado a Isis vivir allí una larga y feliz existencia, en compañía de Iker,

al margen de las vicisitudes del mundo!

En el embarcadero había un impresionante número de militares.

Entre ellos, se encontraban Sekari, Viento del Norte y Sanguíneo.

29

Durante mucho tiempo, Isis y Sekari fueron incapaces de pronunciar una sola

palabra. El agente secreto abrazó a la sacerdotisa con respeto, el asno y el perro

gimieron y sus ojos se humedecieron de lágrimas, y ella intentó consolarlos.

Aquel encuentro atenuó un poco su pesadumbre.

—No todo está perdido —afirmó Isis—. Debo recoger las reliquias osiríacas

importantes y reunir lo esparcido. Si lo consigo, si sabemos celebrar los ritos y

transmitir el misterio, tal vez Iker sane de su muerte.

Sekari no lo creía en absoluto, pero se guardó mucho de expresar su parecer.

¿Acaso Egipto, el país amado por los dioses, no había visto numerosos milagros?

—Proseguiremos el viaje juntos —anunció—, y te protegeré.

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—Las criaturas del Anunciador están por todas partes —reveló la sacerdotisa.

El asno y el perro exigieron nuevas caricias. Sekari y Sarenput se dieron un

abrazo.

—Esta mujer es extraordinaria —murmuró el jefe de provincia—. Aunque no

tenga la menor oportunidad de alcanzar su objetivo, traza su camino como el

mejor de los guerreros e ignora el peligro. Ningún obstáculo la detendrá, preferirá

morir antes que renunciar. ¡Ya nos hemos librado de temibles trampas! Y el

enemigo no se debilitará.

—Tu navío de guerra es demasiado llamativo — consideró Sekari—. Yo

dispongo de una embarcación ligera y rápida, así que tomaré el relevo. Puedes

regresar a Elefantina.

—¿Necesitas a mis arqueros?

—Que se despojen de su atuendo militar y se comporten como simples marinos

que forman la tripulación de un barco mercante. Ocultarán sus armas y sólo las

utilizarán en caso de necesidad. Tú, Sarenput, permanece alerta. El porvenir

podría depararnos algunas sorpresas molestas.

—¿Temes un ataque de los nubios?

—Por ese lado, no hay problema. En cambio, Menfis sigue amenazada. Es

evidente que el Anunciador quiere destrozar el trono de los vivos. Cada jefe de

provincia tendrá que desempeñar un papel, manteniendo la cohesión de su

territorio.

—Elefantina permanecerá inquebrantable —prometió Sarenput—. Sobre todo,

vela por Isis.

Conmovido, el abrupto Sarenput se despidió de la superiora de Abydos. Deseaba

expresar las palabras adecuadas, que testimoniasen su admiración y su afecto,

pero farfulló unas fórmulas de cortesía horriblemente convencionales.

La mirada de Isis le hizo comprender que percibía sus verdaderos sentimientos.

—Es inútil que os recomiende prudencia —añadió—. Sin embargo, el

adversario...

—Lo venceremos, Sarenput.

Isis, Sekari, Viento del Norte y Sanguíneo se dirigieron hacia el dominio de

Osiris. En contacto con la muchacha, el asno y el perro recuperaban su vigor de

antaño.

—Mi padre corre un grave peligro. ¿No serías más útil a su lado?

—He recibido la orden de ayudarte y protegerte. El rey está rodeado por los

mejores hombres de su guardia personal, formada por Sobek; Sesostris está

seguro.

—Aunque inmóvil, su viaje puede resultar peligroso. Si no regresa del otro lado

de la vida y no celebra su regeneración utilizando el recipiente sellado, estamos

perdidos.

—Sesostris regresará.

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—¿Un poco más de agua? —preguntó Bina al capitán de los soldados que

rodeaban la Casa de Vida de Abydos.

—Está bien.

—¿Cuándo debo traérosla?

El encanto y la sensualidad de la muchacha seducían al militar, que luchaba

valerosamente para no abandonar su puesto y llevarla hasta algún lugar discreto.

—En cuanto sea posible, en fin, quiero decir... a la hora reglamentaria.

Normalmente, no tenemos derecho a hablar.

—Tantos hombres, día y noche... ¡Custodiáis un fabuloso tesoro!

—Nosotros obedecemos órdenes.

—¿Realmente no sabes nada?

—Nada de nada.

Bina posó un furtivo beso en la mejilla del capitán.

—¡A mí no vas a mentirme! Sobre todo si nos encontramos esta noche, después

de cenar...

—Esta noche, relevo de la guardia. Abandono Abydos, me sustituye un colega.

Ahora, vete.

Aquel brutal cambio de actitud en el militar se debía a la llegada del Calvo y de

Neftis.

Temporal abnegada y discreta, Bina se esfumó.

Sus múltiples intentos, espaciados para no llamar la atención, topaban con un

muro impenetrable. Era imposible saber qué se tramaba en el interior de aquel

edificio misterioso donde el viejo ritualista y la maldita seductora penetraban

varias veces al día.

Y nadie, ni siquiera otro permanente, podía proporcionar la menor información a

la sierva del Anunciador.

¡Soldados armados en el interior del dominio de Osiris! Aquel desolador

espectáculo escandalizaba, ¿pero acaso no acababan de cometerse dos crímenes?

Por el lugar circulaba una sencilla explicación: había que proteger los archivos

sagrados y el Calvo utilizaba todos los medios.

Pero a Bina no la satisfacía. Tal vez el vejestorio y Neftis consultaban antiguos

grimorios y buscaban fórmulas mágicas capaces de proteger el paraje e impedir

nuevos crímenes. Tal vez redactaran papiros de conjuro. Pero, en ese caso, ¿por

qué semejante presencia militar?

Irritada, se dirigió a casa del Anunciador.

Por desgracia, no tendría nuevos elementos que procurarle.

Sin dejar de verter la libación de agua fresca en las mesas de ofrendas y de

cumplir escrupulosamente con su función de distribuidor de géneros

alimenticios, Bega ocultaba su cólera, la bilis lo corroía, las piernas se le

hinchaban.

¿No insistía el Calvo en tratarlo como a alguien desdeñable? Que aquel obtuso

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vejestorio despreciara a los temporales no importaba. ¡Pero que a él, un perma-

nente experto, le negara el acceso a la Casa de Vida y no consintiera en darle

explicaciones era algo insoportable!

Lamentablemente, sus colegas, verdaderos corderos, aprobaban la actitud del

Calvo, y Bega no conseguiría, pues, formar una coalición contra aquel tirano. En

cuanto se produjera la caída de Sesostris y la toma del poder por parte del

Anunciador, reduciría a la esclavitud al colegio de los permanentes. El Calvo,

condenado a lavar la ropa interior sucia, moriría haciéndolo. Y ese día, por fin,

Bega soltaría la carcajada.

Al salir de Abydos, ¿pensaba Sesostris regresar a Menfis o había elegido otro

destino que correspondiera a una estrategia concreta? Había un modo sencillo de

saberlo: obtener las confidencias de un marino de la escolta al que Bega conocía

desde hacía mucho tiempo. El hombre sufría de los riñones y valoraba el don de

pequeños amuletos que lo aliviaban.

Los dos hombres se encontraron en el muelle principal, donde Bega

inspeccionaba la entrega de hortalizas frescas.

—¿Cómo estás, amigo?

—Los dolores vuelven.

—¡Un largo viaje a Menfis deja huella!

—¿A Menfis? Si no he ido recientemente.

—¿No perteneces a la escolta real?

—Sí, pero...

El marino calló.

—Menfis no era nuestro destino. Lo siento, pero no puedo deciros nada más.

Secreto militar.

—¡Bueno, eso no es cosa mía, yo no soy curioso!

Bega sacó del bolsillo de su túnica un minúsculo amuleto de cornalina, en forma

de columnita.

—Durante la noche, colócate bajo los riñones este símbolo del verdor y el

crecimiento. Atenuará los dolores.

—¡Sois generoso, muy generoso! ¡Qué horror, esos dramas en Abydos!... Todos

esperamos que el faraón sepa rechazar la desgracia una vez más. ¿Por qué se ha

dirigido a Medamud, esa aldea de la provincia tebana, en vez de regresar a la

capital? Sin duda tiene buenas razones para hacerlo, ¡confiemos en él!

—Prudente recomendación —juzgó Bega—. Protegidos por un soberano de esa

envergadura, ¿qué podemos temer? Cuando la energía de este amuleto se haya

agotado, házmelo saber, te daré otro.

—¡Sois bueno... demasiado bueno!

—Medamud —repitió el Anunciador, intrigado—. ¿Y es una información

fidedigna?

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—Una fuente de primera calidad —aseguró Bega—. Se trata de un marino

supersticioso y estúpido que ni siquiera es consciente de que me lo ha

comunicado.

—Medamud, la aldea natal de Iker, el lugar donde residía el dios escriba,

informado del emplazamiento de un antiguo santuario de Osiris, olvidado y

abandonado. Sesostris se interesa por el lugar porque espera descubrir allí un

medio de luchar contra mí.

—Su derrota se ha consumado —afirmó Bega—. Sólo piensa en retrasar el plazo.

Asesinado su hijo espiritual, desaparecida la jarra sellada, destruido el fetiche de

Abydos, ya no le queda el menor apoyo. Sesostris está roto y se refugia en una

vieja creencia.

—Ignoras la importancia real de esta pequeña aldea. El faraón, en cambio, la

presiente. Y averiguará sus secretos, las dos matrices estelares donde él y su ka,

simbolizado por un ramillete, intentarán recargarse de energía.

La ciencia del Anunciador dejó pasmado a Bega.

—¡Pa... parecéis conocer todos nuestros ritos!

—Así no permitiré que subsista ninguno.

El miedo contrajo las vísceras del permanente. ¿No ocultaría la apariencia

humana del Anunciador una fuerza de destrucción que sobreviviría a su envoltura

carnal? Pero Bega rechazó esa advertencia de su conciencia, y trató de

convencerse de la validez de su gestión. Sólo el Anunciador colmaría sus deseos.

—Aunque se regenere, ¿qué espera Sesostris?

El Anunciador levantó los ojos.

—Veo Medamud, veo al faraón. Su alma viaja.

—¿Acaso está... muerto?

—Sigue combatiendo. Debo aprovechar este momento de debilidad para

arrojarlo a la nada.

—¡Señor, salir de Abydos me parece imposible! Los interrogatorios prosiguen, y

las fuerzas del orden rodean el paraje. Incluso el desierto está estrechamente

vigilado.

—No será necesario que me desplace. Gracias a las cualidades como médium de

Bina, maldeciré el nombre de Sesostris. Su alma no regresará a su cuerpo, errará

por paisajes desolados y perecerá de inanición.

En ese instante, Bina cruzó el umbral y se prosternó ante su dueño.

—Señor, Isis ha regresado.

Abydos albergaba una importante reliquia, la cabeza de Osiris.

Isis levantó lo que la escondía.

El rostro sereno del dios seguía mostrando los rasgos de Iker. El Anunciador no

conseguía borrarlos.

Sin embargo, la atmósfera era lúgubre.

El Calvo no disimuló su fracaso.

—Decenas de interrogatorios y contra interrogatorios, investigaciones

exhaustivas, una mayor vigilancia... y ni el menor indicio, ni la menor pista seria.

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Permanentes y temporales cumplen con celo sus funciones, como si Abydos

ignorase el crimen y la desesperación.

—¿Alguien ha intentado conocer el misterio de la Casa de Vida? —preguntó Isis.

—Las medidas de seguridad se revelan eficaces. Deploro la presencia de esos

soldados, pero no existe otro modo de velar por Iker.

—¿Os han preguntado acerca del dispositivo?

—¡Claro está! Es más, me habría parecido sospechoso quien no se hubiera

extrañado de ello. Es normal que los permanentes y los temporales aguerridos me

lo pregunten. Neftis y yo dejamos que piensen en una desenfrenada búsqueda de

viejas fórmulas mágicas, aptas para proteger Abydos.

Neftis tomó las manos de su hermana Isis.

—La barca de Osiris preserva la momia de Iker —indicó—. Todos los días, la

magnetizo varias veces y el Calvo pronuncia las palabras de poder. No aparece

rastro de degradación, tu marido sobrevive entre dos mundos. Regamos el jardín

donde va a beber el alma- pájaro de Iker, y las plantas siguen creciendo. ¡Reúne

las reliquias, Isis, no renuncies bajo ningún pretexto!

La pobre sonrisa de la viuda revelaba sus escasas posibilidades de éxito.

—¿Deseas verlo? —preguntó Neftis.

—Sin duda, la Casa de Vida es observada permanentemente por los criminales. Si

penetro en ella, comprenderán que estamos intentando lo imposible. Procuremos

guardar ese secreto el mayor tiempo posible. Cuando se divulgue, el Anunciador

pondrá en marcha nuevas fuerzas destructoras para asesinar, por segunda vez, a

Iker.

—¡Ni el Calvo ni yo te traicionaremos!

—Me hubiera gustado mucho hablar con Iker, pero eso sería ponerlo en peligro.

Tú, hermana mía, se lo explicarás.

Del cesto de los misterios, Isis sacó las reliquias que había recogido en las

primeras etapas de su viaje.

—Deposítalas en la Casa de Vida. Parto otra vez de inmediato.

Neftis acompañó a su hermana hasta el embarcadero y en el camino le hizo una

confidencia.

—Uno de los permanentes no me gusta.

—¿Bega?

—¿También a ti te parece sospechoso?

—Sospechoso es un término excesivo. No consigo percibir la realidad de su ser.

¿Le reprochas algo concreto?

—Todavía no.

—¿Crees que está relacionado con el asesinato de Iker?

—Es imposible afirmarlo sin una prueba formal.

—Sé prudente —le recomendó Isis—. El enemigo no vacila en matar.

Neftis no le habló de sus privilegiadas relaciones

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con el enigmático y seductor Asher. Podría entristecerla, escandalizarla incluso,

al evocar el mundo de los sentimientos precisamente cuando estaban en juego el

destino de Abydos y la supervivencia de Iker.

30

Menfis dormía, pero no el general Nesmontu. Tras una suculenta cena, recorría la

terraza de la villa de Sehotep. El viejo general, indiferente a la soberbia vista de la

capital, no soportaba estar sin hacer nada. Se sentía inútil lejos de los cuarteles y

de los hombres de tropa.

El elegante Sehotep se reunió con él. Privado de las veladas mundanas durante las

que sondeaba el alma y las intenciones de los dignatarios, sin poder proseguir su

programa de renovación y construcción de templos, el escriba de vivaz mirada y

ágil inteligencia se marchitaba.

—Estoy engordando —deploró Nesmontu—. Tu cocinero prepara platos tan

suculentos que no puedo resistirme a ellos. ¡Como no hago ejercicio, la obesidad

me acecha!

—¿Deseas escuchar algunas Máximas de Ptah-Hotep acerca del autodominio?

—Me las sé de memoria y me duermo repitiéndolas. ¿Por qué nos impone Sobek

tan larga espera?

—Porque quiere asestar un golpe certero.

—¡Pero si Sekari ha descubierto un nido de terroristas! Los saco de allí, los

interrogo, me confiesan el nombre de sus jefes y decapitamos el ejército de las

tinieblas.

—No luchamos contra un enemigo cualquiera —recordó Sehotep—. Acuérdate

de Trece-Años y sus semejantes. El fanatismo multiplica su odio, no se rinden, no

hablan y prefieren morir. Sobek adopta la mejor estrategia: hacer creer a los

terroristas que tienen el campo libre.

—¡Pues no se manifiestan demasiado!

—Las informaciones deben circular y adquirir credibilidad, especialmente tu

muerte y la enfermedad incurable de Sobek. Se acabó el general en jefe, se acabó

el visir, querellas entre los pretendientes a funciones vitales: ¡qué soberbia

ocasión para lanzar una ofensiva! Pero los lugartenientes del Anunciador son

prudentes, no darán ese paso antes de estar seguros de vencer.

—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Que asomen la punta de la nariz, entonces!

—No tardarán en hacerlo —predijo Sehotep.

—Me gustaría compartir tu optimismo.

—Y, sin embargo, no es mi sentimiento predominante.

—¡Deja ya de atormentarte! Tu inocencia quedará demostrada.

—El tiempo juega en mi contra. Poco importa si el faraón salva las Dos Tierras y

preserva Abydos.

Con las manos a la espalda, Nesmontu comenzó a caminar de nuevo de un lado a

otro. Y Sehotep contempló la capital, presa ofrecida a temibles depredadores.

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Furioso por haber sido destituido, el ex ayudante del alcalde de Medamud, sin

embargo, salía bien librado. Era espía del Anunciador en Medamud, y la llegada

de Sesostris le extrañaba.

¡El faraón no se había desplazado sólo para castigar al alcalde! Al hacer algunas

preguntas sobre el templo de Osiris, revelaba su verdadero objetivo: encontrar un

santuario olvidado, destruido probablemente desde hacía mucho tiempo.

El terrorista volvía a ser un simple aldeano, por lo que se afeitó el bigote, se puso

un taparrabos de campesino y merodeó alrededor de las obras donde trabajaban

los artesanos llegados de Tebas. Estaban perfectamente organizados, y se

distribuían en equipos día y noche. ¡También aquello era un comportamiento

insólito! ¿Por qué deseaba el monarca una reparación tan rápida? ¿Por qué

vigilaban el paraje unos guardias de élite?

Era evidente que el rey daba una gran importancia a Medamud.

Si el ex ayudante descubría las razones de aquel sorprendente comportamiento, el

Anunciador le concedería un ascenso. Abandonaría aquella mediocre aldea y se

trasladaría a vivir a Menfis, a una hermosa morada. Reducidos al estado de

criados, algunos altos dignatarios satisfarían sus menores deseos. Semejante

porvenir implicaba correr algunos riesgos. Con la cabeza baja, ofreció unas tortas

tibias al capitán de los guardias.

—Regalo del nuevo alcalde—dijo—. ¿Queréis más?

—No te diré que no.

—Esta noche os traeré puré de habas. El rey, en cambio, debe de preferir

manjares refinados. ¿Qué debo encargarle al cocinero del alcalde?

—No te metas en eso.

—¿Está enfermo su majestad?

—Ve a buscar el resto de las tortas.

El mutismo del capitán era muy elocuente. Sesostris estaba inmovilizado por

algún impedimento importante, a menos que estuviera llevando a cabo un rito

vinculado al santuario osiriaco de Medamud.

¿Cruzar el cordón de seguridad? Imposible.

El ex ayudante se deslizó hasta más allá del templo y, para su gran sorpresa,

advirtió que el bosque sagrado, inaccesible desde hacía varias generaciones,

estaba también bajo estrecha vigilancia.

¡El rey... el rey había cruzado la barrera vegetal! Sólo aquel gigante podía apartar

a los demonios que asfixiaban a los curiosos.

Durante la restauración y la ampliación del templo, Sesostris resistía en pleno

centro de aquel jardín prohibido. ¿Cómo acceder a él y descubrir sus intenciones?

De buen grado o por la fuerza, un hombre lo ayudaría: el octogenario que presidía

el consejo de ancianos.

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El viejo, sentado en una silla de paja, contemplaba al ex ayudante con negra

mirada.

—El santuario de Osiris no existe. Es sólo una leyenda.

—¡Deja ya de mentir! Convenciste a toda la población para preservar un secreto,

y quiero conocerlo.

—¡Tonterías! Sal de mi casa.

—Incluso a tu edad se aprecia la vida, y más aún la de los propios hijos y los

propios nietos. Respóndeme o lamentarás tu obstinación.

—¿Te atreverías...?

—Tengo mucho que ganar, ¡no me importan los medios!

El octogenario no se tomó la advertencia a la ligera.

—El santuario existe, en efecto, aunque está en ruinas.

—¿Y no alberga criptas que escondan un tesoro? —Es posible.

—Cuidado, ¡estoy perdiendo la paciencia! —Es cierto, dos capillas subterráneas.

—¿Qué contienen? El anciano sonrió. —Están vacías. —¡Bromeas!

—Compruébalo, pues. —Hazme una descripción exacta del lugar. El viejo lo

hizo.

Acto seguido, convencido de la sinceridad de su informador, el discípulo del

Anunciador lo estranguló. Dada su avanzada edad, la familia pensaría que había

sido una muerte natural.

Quedaba por encontrar el medio de introducirse en el bosque sagrado, apoderarse

del fabuloso tesoro y descubrir los manejos del rey.

¡Con un poco de suerte, incluso podría acabar con él!

Imaginar la recompensa hizo perder la cabeza al asesino. Tras haber instalado a

su víctima en la cama, salió de su modesta morada y fue a comer.

Sekari admiró el pequeño cetro de marfil gracias al cual Isis provocaba que se

levantara un poderoso viento del sur, que permitía a la embarcación navegar a una

velocidad excepcional.

—Pertenecía al rey Escorpión, uno de los monarcas de los orígenes enterrado en

Abydos —indicó Isis—.

Mi padre me lo confió para modificar el destino. Este cetro y el cuchillo de Tot

son mis únicas armas.

—Olvidas tu amor por Iker, un amor único e indestructible. Lo que unisteis en

esta tierra perdurará.

Ipu, la capital de la novena provincia del Alto Egipto, estaba orgullosa de su

templo. Éste albergaba un extraordinario testimonio de su dios protector, que

había dado su nombre a la región: el Meteorito de Min. Caída del cielo a

comienzos de la primera dinastía, aquella piedra nacida de las estrellas

garantizaba la prosperidad y la fertilidad.

Pese a su vestidura ritual, un sudario blanco que recordaba el paso por la muerte,

el dios Min afirmaba el triunfo de la vida del modo más evidente: con el sexo

perpetuamente en erección, fecundaba el cosmos y la materia en todas sus

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formas.

Isis acudió al templo. Un ritualista custodiaba la puerta de las purificaciones.

—Desearía ver a vuestro superior.

—¿Para qué?

—¿Acaso me impedirás el acceso al castillo de la Luna? Aquí se escucha al

universo y se transcribe su mensaje.

El guardián palideció. En unas pocas palabras, la muchacha demostraba su

calidad. ¿Acaso no conocía uno de los nombres secretos del templo y las virtudes

de la reliquia osiriaca?

Una vez efectuadas las purificaciones, el sacerdote invitó a la visitante a meditar

en el gran patio al aire libre, mientras él iba a buscar a su superior.

Este no tardó. Imponente cuarentón, no se andó con fórmulas de cortesía.

—¿Cuándo visteis vos el castillo de la Luna?

—Durante mi iniciación a los Dos Caminos.

—Pero entonces...

—Soy Isis, la superiora de Abydos, y deseo recoger la reliquia de este templo.

El sumo sacerdote no necesitó más explicaciones. Puesto que era preciso

reconstituir de nuevo el cuerpo osiriaco, una resurrección, semejante a la del

maestro de obras Imhotep, se estaba preparando.

Así pues, confió a la joven iniciada las orejas de Osiris.

A gran velocidad, la embarcación prosiguió su viaje hacia el norte. La magia de

Isis dilataba el tiempo, contraía las horas, atenuaba la fatiga de la tripulación y

mantenía su vigor.

Atravesaron sin incidentes varias provincias, hasta llegar a la altura de la gran

ciudad de Khemenu,1 la ciudad de Tot y de la Ogdoada.

1. Hermópolis.

Sekari sintió que Isis estaba nerviosa.

—¿Debemos hacer escala aquí?

—En principio, no. Nuestra próxima etapa es el santuario de la diosa guepardo

Pajet. Pero presiento un peligro.

Por encima de sus cabezas revoloteaba un extraño halcón. Desprovisto de la

majestad del animal de Horas, parecía cubierto de sangre y se entregaba a desor-

denados movimientos. En lugar de garras, tenía unas enormes zarpas.

Isis palideció.

—¡El halcón-hombre procedente del caldero del infierno! Un aparecido que

lacera a sus enemigos, destruye sus bienes y su descendencia.

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—Una criatura del Anunciador —dijo Sekari, lanzando un bastón arrojadizo.

La rapaz lo evitó. Furiosa, lanzó gritos que ningún oído humano había oído aún.

La presencia de las orejas de Osiris impidió a la tripulación volverse loca de

terror.

—¡A proa —aulló el capitán—, una isla en llamas!

Cruzando el Nilo, formaba un obstáculo infranqueable.

—El nido del halcón-hombre —estimó la viuda—. Recordemos las palabras del

rey durante el ritual de las cosechas: «Osiris ha venido de la isla de la llama para

encarnarse en los cereales.» El Anunciador, apoderándose del fuego, pervirtiendo

la naturaleza del halcón, intenta hacer que Egipto se vuelva estéril e imprimirle el

sello de la muerte. ¡Combatámoslo!

Pese a su determinación, los arqueros de Sarenput no dejaban de temblar.

—Empuñad los remos —-ordenó Isis.

—El río hierve —advirtió el capitán—. No tenemos la menor posibilidad de

pasar.

—Gracias al cetro «Magia», el fuego no abrasará nuestros remos y el agua no los

mojará.

Sekari dio el ejemplo, los demás lo imitaron.

En la isla se agitaban unas formas torturadas. Intentando encarnarse al

alimentarse del brasero, se resquebrajaban, caían hechas pedazos, volvían a

formarse de un modo anárquico y lanzaban gritos de odio.

Sólo Isis, Viento del Norte y Sanguíneo osaban contemplar las convulsiones de

isefet. Puesto que vivían plenamente la armonía de su ser, el asno y el perro no

temían al enemigo de Maat.

Desplegando todas sus fuerzas, los marinos esperaban escapar de aquella

pesadilla. De hecho, sus remos permanecían intactos.

—Acostemos —ordenó Isis.

El capitán creyó haber oído mal.

—¿Queréis decir... que nos dirijamos a la ribera y abandonemos el navío?

—No, acostemos en la isla.

—¡Moriremos!

La superiora de Abydos cogió un arco y disparó una flecha hacia lo alto de la

llama mayor, donde se ocultaba el halcón-hombre.

El monstruo, atravesado, estalló en una explosión de chispas que emanaron un

olor pútrido.

—Acostemos —repitió Isis.

La intensidad de las llamas disminuía, pues se devoraban entre sí; los adversarios

de la luz se desgarraban mutuamente.

Cuando Isis puso el pie en un lecho de brasas sin quemarse, una ráfaga

tempestuosa apagó el incendio y dispersó el humo.

Sanguíneo dio un brinco y devoró a un espectro que se había retrasado. Con las

orejas erguidas, la nariz al viento y aire tranquilo, el asno desembarcó a su vez.

Los marinos blandieron sus remos y aclamaron a Isis. Siguiendo a Sekari,

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pusieron sus pies en el suelo de la isla.

El agente secreto felicitó a su hermana.

—Lo que acabas de hacer no lo habría logrado ningún hombre.

—El fuego de esta isla no pertenecía al Anunciador. Devuelvo la llama a Ra y el

agua a Osiris. Llenemos nuestro ser de magia, transformemos ese dominio de

isefet en tierra de los vivos.

Por primera vez desde que se había enterado del asesinato de Iker, Sekari creyó

en la posibilidad de un inverosímil éxito de Isis.

31

El aullido del Anunciador despertó a Bina. La muchacha, aterrada, besó la frente

de su señor, cubierta de sudor. Con los ojos despavoridos, parecía extraviado en

un mundo inaccesible.

—¡Os conjuro a que volváis! Sin vos, estamos perdidos.

Las convulsiones del Anunciador la horrorizaban. El entreabrió la boca, la baba

cubría sus labios. Presa de una crisis de epilepsia, mascullaba palabras incom-

prensibles.

Bina le dio un masaje de los pies a la cabeza, se tendió sobre él y suplicó al mal

que abandonara a su señor y se apoderara de ella.

De pronto, aquel gran cuerpo se animó.

Un fulgor rojo pobló de nuevo la mirada del Anunciador.

—Isis ha destruido el nido del halcón-hombre —deploró.

La hermosa morena rompió a sollozar y abrazó al dispensador de la verdadera

creencia.

—¡Salvado, estáis salvado! Ya aniquilaréis a la impía. Ninguna hembra podría

resistir vuestro poder.

El se incorporó y le acarició el pelo.

—Tú enseñarás a tus semejantes la necesidad de someterse a los hombres. Las

mujeres, criaturas inferiores, debéis obedecerlos para salvar vuestra alma. Vues-

tro sexo os impide salir de la infancia. Al permitir a las mujeres acceder a las más

altas funciones, Egipto se niega a observar los Mandamientos de Dios. La futura

religión no tendrá sacerdotisa alguna.

—¿Y esa tal Neftis...?

—Me dará placer antes de ser lapidada. Esa será la suerte reservada a las

impúdicas.

—Permitidme que os seque y os perfume.

Apreciando la dulzura de Bina, el Anunciador recordó dolorosamente la muerte

de la rapaz de las tinieblas y la desaparición del nido de los espectros, que habían

salido del infierno para perseguir a los humanos. Isis obtenía una hermosa

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victoria al derribar un obstáculo que él consideraba infranqueable.

¿Por qué tanto empecinamiento? Con Iker muerto, destruido el recipiente sellado,

impotente el faraón, la superiora de Abydos debería haberse consumido en la

desesperación.

Suficientemente formados e informados, sus discípulos acabarían eliminando de

una vez por todas a esa loca, ebria de dolor. Su insensato combate no conducía a

ninguna parte.

Se imponía una tarea urgente.

—Desnúdate —le ordenó a Bina—, y tiéndete.

La hermosa morena se apresuró a obedecer. ¿Acaso ofrecerse a su señor no era la

más hermosa de las recompensas?

En vez de gozar de su cuerpo, el Anunciador posó un candil sobre su ombligo y

trazó unos signos en su frente.

—Cierra los ojos, concéntrate, piensa en nuestro enemigo Sesostris, cuyo nombre

acabo de escribir. Tu carne lleva así la marca del adversario. ¡Que lo maldiga y lo

rechace!

El Anunciador repitió una y otra vez las fórmulas que enseñaba a sus discípulos.

En el futuro, constituirían la única ciencia que deberían conocer, y cada fiel las

pronunciaría diariamente.

Bebiendo sus palabras, Bina entró en trance.

Los jeroglíficos que formaban el nombre del faraón se dilataron hasta volverse

ilegibles; luego se licuaron. Una sangre negra inundó el rostro de la médium.

El Anunciador se alegró.

Sesostris no saldría de su sueño. El lecho de resurrección sólo contendría un

cadáver, y el padre se reuniría con su hijo en las profundidades de la nada.

AI acercarse a la caverna de Pajet, la diosa guepardo de la decimosexta provincia

del Alto Egipto, Sanguíneo gruñó y Viento del Norte arañó la cubierta con

nerviosos cascos.

—Tranquilizaos —recomendó Isis—, conozco el lugar.

Durante la celebración de un ritual, la joven sacerdotisa había encarnado allí el

viento del sur y había provocado la inundación. Entre los privilegiados que

habían sido autorizados a contemplar la ceremonia estaba Iker. Turbada, ella

había asumido su papel como si él no existiera. Sin embargo, desde aquel

instante, le resultó imposible olvidarlo, aunque no sospechó que iba a ser el único

hombre de su vida.

—Ten cuidado —recomendó Sekari—. El comportamiento de Viento del Norte y

de Sanguíneo indica un peligro.

Isis no desdeñó la advertencia. Sin embargo, aquella diosa guepardo era una fiera

aliada. «Grande de magia», ofrecía a los iniciados de Abydos la capacidad de

afrontar su destino y ponerlo en armonía con Maat. Más aún, garantizaba la

coherencia del cuerpo osiriaco al que defendía contra las múltiples agresiones.

La fiera debería haber salido de la gruta. La sacerdotisa, intrigada, avanzó.

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De la oscuridad brotó una cobra de desmesurado tamaño.

Los arqueros tensaron la cuerda de sus arcos y apuntaron al monstruo.

—¡No disparéis! —ordenó Isis.

Pajet, «la que Araña», dominaba los fuegos destructores convirtiéndose en reptil,

capaz de combatir con los enemigos del sol.

Isis se prosternó.

—Heme de nuevo ante ti. Hoy, la supervivencia de Osiris está en peligro. He

venido a pedirte la reliquia cuya protección aseguras.

Agresiva, la cobra se preparaba para atacar.

—¡Voy a matarla! —anunció Sekari.

—¡No te muevas! —ordenó Isis.

En la ribera, la sacerdotisa trazó nueve círculos. En el centro, una serpiente

enrollada.

—Encarnas la espiral de fuego que asciende hacia la luz, el camino que hay que

seguir para salir de las tinieblas. En ti se consuman las mutaciones del

renacimiento. Examina mi corazón, contempla la pureza de mis intenciones.

Cuando la lengua de la cobra rozó la frente de la sacerdotisa, Sekari estuvo a

punto de disparar una flecha mortal, pero respetó la voluntad de la superiora de

Abydos.

Isis sustituyó la cabeza de la serpiente por la de un guepardo.

De inmediato, el inmenso reptil se deslizó hasta el dibujo, siguió el trazado de los

nueve círculos y se tragó su propio cuerpo.

El rugido de la fiera dejó estupefacta a la concurrencia.

Sumisa, aceptó las caricias de la joven y la acompañó a la gruta. Pese a su

aparente calma, ni Viento del Norte ni Sanguíneo estaban tranquilos. Sekari y los

arqueros seguían listos para disparar.

Cuando Isis volvió a salir del antro de Pajet, llevaba consigo la valiosa reliquia:

los ojos de Osiris.

La vigésima provincia del Alto Egipto, la Adelfa Anterior, merecía su nombre.

Innumerables bosquecillos adornaban la ribera y los aledaños de la capital, el

Hijo- del-Junco,1 símbolo de la realeza. Como esa sencilla planta destinada a

múltiples usos, el faraón servía a su pueblo en cualquier instante.

Cerca del templo había un gran lago que protegía un dios carnero.

—Demasiado tranquilo —consideró Sekari.

Un muchachito se acercó a los visitantes.

—¡Bien venidos! ¿Deseáis beber algo?

—¿Quién eres? —preguntó el agente secreto, suspicaz.

—El más joven de los sacerdotes temporales de este templo.

1. Neni-nesut, Heracleópolis.

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—Llévanos ante tus superiores.

—Los sacerdotes permanentes están enfermos.

—¿Una epidemia?

—No, una comida en mal estado hecha en común. La fiebre los hace delirar.

—¿Quién les preparó ese alimento en mal estado?

—El sustituto del cocinero habitual. La policía quiso interrogarlo, pero huyó.

¿Deseáis ver al responsable de los temporales?

Huraño, éste dispensó un distante recibimiento a Isis y a Sekari.

—Como los permanentes están ausentes, voy sobrecargado de trabajo y no tengo

tiempo que perder en chácharas. De modo que sed breves.

—Muéstranos la reliquia osiriaca —exigió Sekari.

El sacerdote se atragantó.

—¿Por quién os tomáis?

—¡Inclínate ante la superiora de Abydos y obedece!

Ante la prestancia de Isis, el responsable sintió que su interlocutor no exageraba.

—No estoy cualificado para...

—Tenemos prisa.

—Bueno... Seguidme.

El sacerdote los condujo hasta la capilla de la reliquia, una pequeña estancia

cuyos muros estaban cubiertos de textos referentes al nacimiento del «Grande en

forma de los siete rostros», el hijo de la luz divina aparecido bajo el loto

primordial.

—No estoy autorizado a entrar aquí, y menos aún a abrir el naos.

—Dejemos que actúe la superiora —decidió Sekari, llevando fuera a su anfitrión.

Isis leyó en voz alta el ritual grabado en la piedra.

Éste, convirtiéndose en palabra viva, apaciguó a los genios guardianes que

impedían el acceso al relicario y se abrió así paso.

Cuando salió del templo, Isis llevaba las manos vacías.

—La reliquia ha desaparecido —declaró.

—Eso es imposible —repuso el responsable de los temporales—. ¡Los

guardianes invisibles habrían matado al criminal!

Dado el dispositivo mágico que protegía el relicario, el argumento no carecía de

peso.

Isis y Sekari tuvieron el mismo pensamiento: el Anunciador, sólo él era capaz de

acabar con las mejores defensas.

—Descríbeme al sustituto del cocinero —pidió el agente secreto.

—Es un profesional serio, llegado de una aldea cercana. No hay razón alguna

para desconfiar de él.

—¿Ningún curioso ha merodeado alrededor del templo en estos últimos días?

—Nada fuera de lo normal.

Isis se sentó al pie de una columna.

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El Anunciador, o uno de sus demonios, se había apoderado de la reliquia, que ya

no podía ser encontrada, y había puesto así fin a su búsqueda. Lo único que podía

hacer ya era regresar a Abydos y ver a Iker por última vez.

—Ven conmigo —murmuró una voz infantil.

La superiora se volvió y descubrió al joven temporal, con el rostro iluminado con

una bondadosa sonrisa.

—Perdóname, pero estoy cansada, tan cansada...

—Ven, te lo ruego.

Finalmente, Isis accedió.

El muchacho la llevó al interior del templo cubierto. Juntos, penetraron en la

capilla de Ra. En un altar, la barca de madera dorada del dios de la luz.

—Desde hacía varios días, los presagios me inquietaban —reveló—. Unas

fuerzas malignas merodeaban, mis superiores no se tomaban en serio la amenaza.

Entonces, decidí intervenir y ocultar la reliquia. ¿Acaso no se dice que los brazos

de Osiris son los remos de la barca de Ra? A ti, y sólo a ti, puedo revelar mi

secreto.

Isis se acercó al altar.

El extremo de los dos grandes remos se desatornillaban. Estos contenían los

miembros superiores del señor de Abydos.

La sacerdotisa quiso darle las gracias a su salvador, pero había desaparecido. Por

la sonrisa de Isis, Sekari comprendió que acababa de producirse un aconteci-

miento favorable.

—Proseguimos nuestro viaje —anunció ella—. En adelante, nuestros remos

tendrán la potencia de los brazos de Osiris.

—Tu magia...

—No, la intervención del muchacho. ¿Cómo se llama? —le preguntó al

responsable de los temporales.

—¿Un chiquillo en el templo?

—El más joven de los sacerdotes.

—Con todos mis respetos, superiora, pero os equivocáis. El más joven tiene

veinte años.

Isis contempló el sol.

Nacido del loto, el hijo de la luz había intervenido en su favor.

—Ayúdame a levantarme —ordenó el libanés a su intendente.

Moverse le resultaba sumamente difícil; racionar su consumo de golosinas,

imposible. Lo corroían demasiadas preocupaciones e incertidumbres. Gracias a

las golosinas, su cerebro seguía funcionando y mantenía la sangre fría.

En plena noche, recibió a Medes, que parecía nervioso y agitado.

—La vigilancia de los chacales de Sobek parece haberse relajado. Sin embargo,

no me fío.

—Una muestra de longevidad —consideró el libanés—. ¿Hay noticias del visir?

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—No sale de su habitación, y su secretario particular se encarga de los asuntos

corrientes. Padece una enfermedad que ni el propio doctor Gua no sabrá curar. Se

espera el fatal desenlace de un momento a otro.

—Nesmontu muerto, Sobek moribundo... ¡Excelente!

—Más aún, no tengo que redactar ningún decreto real.

El libanés mascó un meloso dátil empapado en licor.

—¿Cómo interpretas esta situación?

—La hipótesis parece maravillosa, pero creíble: o Sesostris ha muerto, o es

incapaz de gobernar. Privado de dirección, Egipto se va a pique.

—¿Y la reina?

—Se halla postrada en sus aposentos.

—¿Senankh?

—No se recupera de la desaparición de su amigo Nesmontu. Es víctima de una

depresión, y cada vez trabaja menos.

El libanés se rascó el mentón.

—¡Admirable concurso de circunstancias! En mi lugar, nadie vacilaría en lanzar

la ofensiva.

—¿Por qué tantas reticencias?

—Mi instinto, sólo mi instinto...

—A veces, una prudencia excesiva resulta perjudicial. Menfis se nos ofrece,

¡pues tomémosla!

—Antes hay que hacer una última comprobación — decidió el libanés—.

Efectuemos operaciones puntuales. Si el adversario no reacciona eficazmente,

ordenaré que intervengan la totalidad de nuestras células.

32

Al alba, el Rizos abandonó su madriguera. Menfis despertaba, las golondrinas

danzaban, muy arriba, en el cielo. Se distribuía el pan caliente y la leche fresca,

comenzaban las primeras conversaciones.

Un vendedor de tortas le ofreció una.

—Intervención inmediata.

—¿Fuente?

—El libanés en persona.

—¿Contraseña de confirmación?

—¡Gloria al Anunciador!

—¿Segunda contraseña?

—¡Muerte a Sesostris!

El Rizos mordisqueó una torta y avisó al Gruñón. Ambos, satisfechos de pasar

por fin a la acción, se separaron. Cada uno de ellos sabía lo que debía hacer.

—Las cosas comienzan a moverse —declaró el policía encargado de la vigilancia

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de la casa sospechosa—. Nuestros vigías han visto al Rizos y al Gruñón saliendo

de su casa y partiendo en direcciones opuestas. Algunos especialistas se relevan

para seguirlos.

—Sobre todo que no los pierdan de vista —exigió el visir Sobek.

—No hay ningún riesgo. ¿Cuándo tenemos que interceptarlos?

—No intervendréis.

—Si atacan a inocentes o destruyen algunos bienes, nosotros...

—Es una orden formal: sean cuales sean las circunstancias, no intervendréis.

Quien desobedezca será acusado de traición y recibirá una pesada condena. ¿He

sido lo bastante claro?

El policía tragó saliva.

—Muy claro, visir Sobek.

El Rizos despertó a los que dormían.

Vendedores ambulantes, tenderos, artesanos, se habían fundido entre la

población. Convertidos en chivatos de la policía, algunos la abrevaban con

informes tranquilizadores y contribuían al arresto de pequeños delincuentes,

reforzando así su credibilidad.

Provocar disturbios los alegraba. Los menfitas, que se creían a salvo de nuevos

atentados, iban a sufrir una buena desilusión. De la inseguridad nacería el pánico,

favorable al asalto del ejército de las tinieblas.

La primera operación tuvo lugar por la noche, en el puerto.

Tras la marcha de los estibadores, el Rizos y cinco terroristas más incendiaron un

almacén no vigilado en el que se conservaban fardos de lino.

El humo invadió el cielo de Menfis, brotaron gritos de alarma.

Crispados, los policías que asistieron a aquella fechoría maldijeron las órdenes de

sus superiores.

Los recién casados paseaban por las orillas del Nilo. Disfrutaban de una tranquila

felicidad, y les gustaba tomar el fresco tras una jornada de trabajo, lejos de la agi-

tación de la ciudad.

De pronto, un hombre armado con un cuchillo les cerró el paso.

—Media vuelta —decidió el marido. Tras ellos, el Gruñón y tres comparsas

armados con garrotes.

—Dadme vuestras joyas y vuestra ropa. De lo contrario, os golpearemos hasta

que muráis. —Obedezcamos —aconsejó la esposa. —¡No dejaré que me roben!

—exclamó el marido. Un garrotazo le segó las piernas. El infeliz aulló de dolor.

Rápidamente, su mujer se quitó el collar, los brazaletes y los anillos.

—Tomadlo todo —imploró—, ¡ pero no nos matéis! —Tu túnica y la suya,

vuestras sandalias, ¡pronto! —exigió el Gruñón.

Desnudas, humilladas, desoladas, las víctimas intentaron consolarse, sin ni

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siquiera mirar cómo se alejaban sus agresores.

El policía encargado de seguir a los terroristas apretó los dientes.

El escriba contó los pesos utilizados en el mercado. Puntilloso, llevaba un registro

que su superior jerárquico examinaba todas las semanas. En veinte años de

buenos y leales servicios no había cometido ni un solo error. Los clientes, seguros

de no ser engañados, compraban sus mercancías con toda confianza.

Algunos listillos habían intentado sobornarlo o devolverle unos pesos falsos tras

alguna transacción dudosa. Todos habían acabado en la cárcel, pues el Ministerio

de Economía no bromeaba con la equidad.

Concluida su verificación, el escriba se disponía a cerrar la puerta de su despacho

y pensaba en la excelente cena que le esperaba: codornices asadas, habichuelas,

queso fresco y redondos pasteles de miel. ¡Un festín para celebrar el aniversario

de su esposa!

La irrupción del Rizos y dos mocetones blandiendo cuchillos lo dejó estupefacto.

—¡Salid inmediatamente!

De un puñetazo en el vientre, el Rizos hizo callar al funcionario.

El infeliz cayó pesadamente y sin aliento. Su cabeza chocó contra un muro y se

desvaneció.

—Asoladlo todo —ordenó el Rizos a sus compañeros.

Los terroristas destrozaron los archivos y arrojaron los restos sobre el cuerpo de

su víctima.

En el exterior, ocultos, los policías permanecieron inmóviles.

El general Nesmontu y Sehotep escucharon atentamente el detallado informe del

visir. Incendios, agresiones a civiles, robos, saqueos de despachos... Menfis sólo

hablaba de aquellas fechorías y criticaba la incompetencia y la debilidad de las

fuerzas del orden.

—Sólo el Rizos y el Gruñón han salido de su madriguera —declaró Sobek—. No

ha intervenido ningún otro grupo terrorista. Una vez cometidos sus delitos, los

dos bandidos y sus cómplices han regresado a su madriguera. Como suponía, el

jefe de la organización se muestra especialmente prudente y pone a prueba

nuestra capacidad de reacción. He enviado, pues, patrullas a todas partes. No

descubrirán nada y demostrarán nuestro desconcierto.

—Tras tan graves incidentes, ¿sigues negándote a actuar? —protestó Nesmontu.

—Sekari únicamente ha descubierto un solo nido de demonios. Forzosamente

existen varios. El Anunciador habrá dividido la ciudad en zonas, y el éxito de su

ofensiva dependerá de la rapidez de sus tropas.

—¿Cómo vas a contrarrestarlo?

Sobek soltó una risita.

—¡Eso, general, es cosa tuya! Yo te he proporcionado un detallado plano de la

ciudad, y tú me indicarás el mejor modo de distribuir nuestros soldados con una

perfecta discreción.

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—¡Eso despertaría a un muerto! —se entusiasmó Nesmontu.

—Naturalmente, tú tomarás el mando en cuanto se inicie el ataque terrorista.

—¿Y mi sucesión?

—Se lleva a cabo de acuerdo con nuestros planes. Los oficiales superiores se

desgarran mutuamente, pues todos quieren obtener el puesto de general en jefe.

Ausente el rey, enfermo el visir, no asoma en el horizonte decisión alguna. El

ejército y la policía están paraliza dos, no puede promulgarse ningún decreto.

—¿Le has hecho a Medes esta confidencia? —preguntó Sehotep.

—Creo preferible que no sepa nada. Así, su comportamiento no variará. Si algún

espía del Anunciador lo observa, advertirá la progresiva desorganización de los

servicios del Estado.

—¿Y Sehotep? —se preocupó el general.

—La justicia debe seguir su curso —declaró con gravedad el visir.

La tripulación contemplaba a Isis con admiración. Superar el obstáculo de la isla

en llamas, provocar el viento del sur, procurarse unos remos ligeros, fáciles de

manejar y de increíble eficacia... ¡Aquella sacerdotisa hacía milagros!

La embarcación llegó a la vigésimo primera provincia del Alto Egipto, la Adelfa

Posterior, una de las zonas fértiles del país, gracias al canal que regaba el Fayum.

Sekari conocía bien la región y recordaba las múltiples aventuras vividas junto a

Iker. Pese a las emboscadas, había conseguido salvarlo de los agresores. ¿Cómo

imaginar que el lugar más peligroso iba a ser Abydos?

—No te reproches nada —le aconsejó Isis.

—No estaba allí en el momento elegido por el Anunciador y, por tanto, no cumplí

correctamente con mi función. Cuando el rey reúna de nuevo el «Círculo de oro»,

presentaré mi dimisión.

—Cometerías un grave error, Sekari.

—Ya lo he cometido.

—No es ésa mi opinión. ¿Pero le concedes tú la menor importancia?

La pregunta turbó al agente secreto.

-Sólo el faraón y tú sois capaces de vencer al Anunciador. El «Círculo de oro» os

ayudará sin desfallecer.

—En ese caso, nada de dimisiones. De lo contrario, traicionarás a Iker.

El barco se acercaba a la ciudad del Cocodrilo, capital de la provincia, surcada

por los canales. Construida sobre un gran cerro elevado, la pequeña urbe dormita-

ba bajo el sol. Se alimentaba allí a un enorme cocodrilo, encarnación de Sobek.

Su hembra, apenas menos imponente, llevaba pendientes de oro y pasta de vidrio.

—¿Qué reliquia debemos recoger? —preguntó Sekari.

—Hasta hoy, he obtenido todas las descritas en el Libro de geografía sagrada de

Abydos. Ahora bien, el templo de esta ciudad celebra todos los años una primera

reunión de los miembros divinos. Al regenerar el antiguo sol en pleno gran lago,

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el cocodrilo de Sobek vence a las tinieblas y proclama la realeza de Osiris, ha-

llado y resucitado.

En el embarcadero reinaba la animación habitual. Los estibadores descargaban

los barcos, algunos escribas anotaban la naturaleza de las mercancías y su

cantidad.

—Espera, voy a explorar los alrededores.

—¿Qué temes?

—Dada la situación, desconfío de los lugares tranquilos.

Durante la ausencia de Sekari, la tripulación comió y bebió; también Sanguíneo y

Viento del Norte. El mastín disuadió a los curiosos de que examinaran la em-

barcación de muy cerca.

A su regreso, el agente secreto parecía inquieto.

—El templo está cerrado. Debemos investigar sin llamar la atención, pues he

advertido miradas hostiles.

Acompañada por Viento del Norte, Isis merodeó por los alrededores del

santuario. Tras ella, Sanguíneo con todos los sentidos alerta.

La sacerdotisa se dirigió a una vendedora de pescado.

—Deseo hacer una ofrenda en el templo.

—¡Tendrás que esperar, hermosa! Los sacerdotes han abandonado el lugar a

causa de un maleficio. Si no regresan, el cocodrilo nos devorará.

—¿Adonde han ido?

—Al dominio de la llama, una isla perdida al norte del gran lago. Si no se produce

un milagro, perecerán ahogados.

—¿Quién podría llevarme allí?

—El batelero conoce su emplazamiento, pero detesta a las mujeres bonitas y

exige un precio exorbitante. Olvídalo, hermosa, y abandona la región. Pronto será

presa de los demonios.

La calma del perro y del asno tranquilizó a Isis: nadie la seguía. Sekari, por su

parte, no había descubierto ningún individuo amenazador.

—El Anunciador nos ha precedido —afirmó.

—Debo cambiar de aspecto y convencer al batelero de que me acompañe al lugar

donde se han reunido los sacerdotes.

—¡Es una trampa!

—Ya lo veremos —decidió Isis.

Con el pelo gris, la tez terrosa y ataviada con una pobre túnica, Isis se había

transformado en una anciana. Cuando subió a bordo de la barca del batelero, un

hombre sin edad y de gran talla, éste permaneció sentado y ni siquiera la miró.

—¿Podrías llevarme hasta el dominio de la llama?

—Lejos y caro. No creo que puedas permitírtelo.

—¿Cuánto pides?

—No me conformaré con un mendrugo de pan y un odre de agua fresca. ¿Tienes

un anillo de oro?

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—Aquí está.

El batelero examinó largo rato el objeto.

—También quiero una tela de primera calidad, equivalente a ciento cincuenta

libras de espelta y un cuenco de bronce.

—Aquí está.

El la palpó y la dobló.

—¿Conoces los Números?

—El cielo es Uno; Dos expresa el fuego creador y el aire luminoso; Tres son

todos los dioses; Cuatro las direcciones del espacio; el Cinco abre el espíritu.

-—Puesto que sabes ensamblar la barcaza, ésta te llevará a tu objetivo. Evita la

estancia de tala; los partidarios de Set te aguardan allí.

El batelero abandonó la embarcación que, por sí sola, se dirigió hacia el gran

lago. Sorprendido, Sekari permaneció en el muelle.

Una espesa bruma cubría el dominio de la llama. El trasbordador se abrió camino

por un dédalo de líquidos ramales y se detuvo ante un islote cubierto de hierba.

Agitando los brazos, los sacerdotes del templo de Sobek pidieron socorro.

Isis, manejando el gobernalle, se acercó. Debía sal varios.

Ocultos detrás de sus rehenes, obligados a cooperar, los setianos blandían lanzas.

Un pelícano sobrevoló el islote. De su abierto pico brotó un rayo de sol cuya

intensidad disipó la niebla y abrasó la estancia de tala y también a sus verdugos.

Sanos y salvos, los sacerdotes saludaron a su salvadora.

—Que el pico del pelícano se abra de nuevo para ti y deje salir a la luz el

resucitado —le dijo a Isis el decano del colegio sacerdotal—. Al dar su sangre

para alimentar a sus pequeñuelos, encarna la generosidad de Osiris. Así se

regeneran las reliquias del Alto Egipto. Llegando hasta aquí, tú las haces

plenamente eficaces.

33

Durante la comida, Senankh, a quien generalmente tanto le gustaba vivir bien, se

limitó a mordisquear algunos alimentos y bebió más que de costumbre.

—¡Los menfitas tienen miedo, Medes, y somos incapaces de tranquilizarlos!

—¿No debería intervenir su majestad?

—Ignoramos dónde se encuentra el faraón —reconoció el ministro de

Economía—. La Casa del Rey ya no recibe directriz alguna.

—La reina...

—Permanece en silencio y solitaria, el visir agoniza, Sehotep aguarda su

condena. Debo encargarme de los asuntos corrientes, pero tengo las manos atadas

por lo que se refiere a la seguridad. Ni la policía ni el ejército me escucharían.

Medes adoptó un aire aterrorizado.

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—¿Sesostris... acaso Sesostris...?

—Nadie se atreve a pronunciar la palabra fatal. Tal vez se haya retirado a un

templo. Sea como sea, la desaparición de Iker lo ha destruido y el Estado carece

de jefe.

—Hay que nombrar al sucesor de Nesmontu y desplegar el ejército —sugirió

Medes.

—Cada oficial superior dirige un clan de irreductibles, ¡y están devorándose

mutuamente! Nos encontramos al borde de la guerra civil y no veo ningún medio

para impedirla. Afortunadamente, los terroristas sólo han realizado, aún, acciones

puntuales. Si estuvieran mejor informados, lanzarían una gran ofensiva y se

apoderarían fácilmente de Menfis.

—¡Increíble! —exclamó Medes—. ¡Intentemos, vos y yo, coordinar nuestras

fuerzas.

—La policía obedece a Sobek, y el ejército a Nesmontu. Para ellos, somos algo

desdeñable, un obstáculo incluso.

—No me atrevo a comprender...

—Permanecer en Menfis sería una locura, no escaparíamos de los motines ni del

ataque terrorista. El régimen va a derrumbarse, debemos partir.

—No, me niego a hacer eso. ¡Sesostris reaparecerá, volverá a imponerse el orden!

—Admiro el valor. Pero, en determinadas circunstancias, se convierte en

estupidez. Es inútil negar la evidencia.

Medes dejó de comer y bebió, una tras otra, sin recuperar el aliento, dos copas de

vino.

—Sin duda existe una solución —soltó con voz temblorosa—. ¡No podemos

abandonarlo todo!

—Es Maat lo que nos abandona —deploró Senankh.

—¿Y si los terroristas fueran menos poderosos de lo que imaginamos? ¿Y si sus

fechorías se limitaran a una simple guerrilla urbana?

—Su jefe, el Anunciador, desea la muerte de Osiris, la decadencia del faraón y la

destrucción de nuestra civilización. Muy pronto verá realizados esos tres deseos.

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CHRISTIAN JAC - EL GRAN SECRETO - LOS MISTERIOS DE OSIRIS

Las provincias del Bajo Egipto

1 El Muro Blanco 11 El Toro Censado

2 El Muslo 12 El Ternero y la Vaca

3 El Occidente 13 El Maestro tiene Buena Salud

4 1 Las Flechas de Neith 14 El que Encabeza el Oriente

5 j (Sur y Norte) 15 El Ibis

6 La Montaña del Toro 16 El Delfín

7 El Arpón 17 El Trono

8 El Arpón Oriental 18 El Niño Real (parte anterior)

9 Nenty (el Andariego) 19 El Niño Real (parte posterior)

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10 El Toro Negro 20 El Halcón Momificado (Soped)

—¡Ni hablar! —rugió Medes—. Huir no sería digno de nosotros. ¿Adonde

iríamos, además? Luchemos aquí, reunamos a los fieles a Sesostris y

proclamemos nuestra decisión en voz muy alta.

La reacción del secretario de la Casa del Rey sorprendió a Senankh. Lo

consideraba un profesional concienzudo y un hábil cortesano, pero lo creía

aferrado sólo a su propia comodidad y muy poco dispuesto a sacrificarse.

—Incluso reducida —prosiguió Medes—, nuestra primera institución sigue

existiendo. Es imposible difundir un decreto, pero nada nos impide afirmar la

perennidad del poder. El faraón ha abandonado Menfis a menudo, y la reina

asegura la continuidad del Estado. Habladle, os lo ruego, y convencedla de que

resista. El enemigo no ha salido victorioso aún.

—¿Seremos realmente capaces de resistir?

—Estoy convencido de ello. Militares y policías necesitan sentirse gobernados.

—Lo intentaré —prometió Senankh.

—Por mi lado, haré correr noticias tranquilizadoras —aseguró Medes—. Nuestra

confianza en el porvenir desempeñará un papel esencial.

Desconcertado, el gran tesorero abandonó la mesa.

Tal vez debería haberle revelado a Medes el plan de Sobek el Protector. Pero, fiel

a la palabra dada, Senankh calló. Cambió de opinión y se sintió feliz de contar

con el secretario de la Casa del Rey entre los más ardientes defensores de

Sesostris.

La embarcación de Isis llegaba a otro mundo, el del Bajo Egipto. Tras haber

zigzagueado entre dos desiertos, el Nilo se acomodaba y formaba un vasto delta.

Del río nacían siete brazos que alimentaban un incalculable número de canales

que, a su vez, regaban una región verde y poblada de palmerales.

En el puerto secundario de Menfis, Sekari había procedido a realizar un cambio

de tripulación. Los arqueros de Sarenput, encantados de regresar a casa, no

olvidarían nunca el valor de la sacerdotisa. Uno tras otro, le agradecieron su

protección.

Los nuevos marinos pertenecían a las fuerzas especiales fundadas por Nesmontu.

El nuevo capitán, bravucón y mal hablado, conocía hasta el último rincón de

aquellos parajes inhóspitos, y sabía navegar tanto de día como de noche.

Originario de una aldea de las ciénagas costeras, no temía las serpientes ni los

insectos, y no utilizaba mapas.

—¡Una mujer! —exclamó al descubrir a la viuda—. ¿No pensará viajar en mi

barco?

—Es su barco —precisó Sekari—, y vas a obedecerla.

—¿Bromeas?

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—Nunca cuando estoy al servicio de la superiora de Abydos.

El capitán contempló a Isis con ojos suspicaces.

—No soporto que se burlen de mí. ¿Qué significa esta historia?

—Nuestro país corre un grave peligro —reveló la joven—. Debo recoger

rápidamente unas reliquias esparcidas por el Bajo Egipto. Sin vuestra ayuda, no

lo lograré.

—Entonces, ¿sois realmente...?

—¿Estás dispuesto a zarpar?

—Mi amigo Sekari ha elegido la tripulación, y confío en él. Sin embargo...

—Te daré los destinos; tú mandas. Los remos se beneficiarán de la magia de Ra,

los vientos nos serán favorables. Sin embargo, numerosos enemigos intentarán

acabar con nosotros.

El capitán se rascó la cabeza.

—He llevado a cabo muchas misiones insensatas en mi maldita vida, pero ésta las

superará a todas. Basta de cháchara. En marcha. Si he comprendido bien, tenemos

poco tiempo. ¿Primera etapa?

—Letópolis, capital del Muslo, segunda provincia del Bajo Egipto.

El sumo sacerdote, dulce y afable, dispensó una entusiasta acogida a la superiora

de Abydos. No iba a buscar una parte del cuerpo osiriaco, sino uno de los cetros

del dios.

—¿Hay algún grave peligro que justifique vuestra gestión?

—Por desgracia, sí.

—¿Está amenazado el dominio de Osiris?

—Mi misión consiste en protegerlo. Si me entregáis el símbolo del triple

nacimiento,1 me proporcionaréis una valiosa ayuda.

—Es un honor satisfaceros.

Juntos, Isis y su anfitrión evocaron los misterios de la luz, de la matriz estelar y de

la tierra. Luego, él abrió las puertas de una capilla y sacó de ella el cetro con las

tres correas de cuero.

Isis palpó la primera.

La materia permaneció inerte.

1. El nekhakha.

—¡Volved a probarlo!

La muchacha tocó la segunda, sin más resultado.

—¡Teníais que empezar por la tercera!

La sacerdotisa siguió la recomendación.

Nuevo fracaso. Su interlocutor vaciló.

—¡No —masculló—, no lo creo!

—Se trata de una falsificación —concluyó Isis—. Además de vos, ¿quién tiene

acceso a esta capilla?

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—Mis dos adjuntos, un nonagenario nacido en Letópolis y un joven temporal.

¡Confío del todo en ellos!

—¿No deberíais abrir los ojos?

—No supondréis que...

—Uno de ellos ha robado el verdadero cetro y lo ha sustituido por una copia

desprovista de eficacia.

—¡Semejante fechoría aquí, en mi templo!

El ritualista comenzó a sentirse mal; Isis impidió que se derrumbara.

—El deshonor, la vergüenza, el...

—¿Dónde se alojan vuestros ayudantes?

—Junto al lago sagrado.

—Interroguémoslos.

Aunque en un principio vaciló, el sumo sacerdote se mostró dispuesto a

colaborar. A la emoción y la decepción les sucedió una sorda cólera. La injuria

hecha a su dignidad le despertaba el deseo de descubrir al culpable y entregarlo a

la justicia. El nonagenario había sido arrancado de su siesta, y tenía muy clara la

cabeza. Concretó sus horas de servicio y agradeció a los dioses que le

concedieran semejante felicidad. Desde su punto de vista, no había ninguna

novedad: Letópolis vivía días tranquilos y él una vejez feliz.

El dignatario llamó a la puerta del segundo ayudante.

Pero no obtuvo respuesta.

—No es normal... ¡No debería estar ausente!

—Entremos.

—Violar su intimidad...

—Es un caso de fuerza mayor.

La pequeña morada estaba vacía, al igual que los cofres de la ropa.

—Ha huido —admitió el sumo sacerdote—. ¡Era un ladrón!

—Intentemos encontrar alguno de sus efectos personales.

Sólo quedaba una estera usada.

—Bastará —estimó Isis.

La joven enrolló la estera y la puso a la altura de los ojos. Poco a poco, entró en

contacto con su propietario , lo vio claramente y distinguió su entorno.

Petrificado, el ladrón contemplaba el cetro que había sacado de su relicario,

sustituyéndolo por una fiel imitación.

Se había convertido en discípulo del Anunciador, y esperaba obtener una enorme

recompensa rompiendo aquel símbolo del poder de Osiris.

Hasta ese momento, su tarea había resultado fácil. Por la ingenuidad de su

superior, por la ausencia de vigilancia en la capilla, por su nueva morada fuera de

la ciudad... Muy pronto irían a buscarlo y lo llevarían lejos de Letópolis, para

unirse a las filas de los futuros dueños de Egipto. A las puertas de aquel gran

destino, vacilaba en destruir aquel auténtico tesoro. Su función de temporal le

había ofrecido tantas revelaciones que experimentaba las peores dificultades en

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profanar el objeto sagrado. Ciertamente, la nueva religión lo atraía, sobre todo

por las ventajas concedidas a los hombres y por la absoluta sumisión de las

mujeres, criaturas perversas dispuestas a exhibir sus atractivos. Dada su con-

versión, se creía apto para olvidar sus deberes y su pasada existencia, para hacer

desaparecer, pues, aquel simple mango de acacia al que se habían fijado tres co-

rreas de cuero.

Por décima vez, la hoja de su cuchillo las rozó. Y, por décima vez, renunció a

hacerlo.

Furioso contra sí mismo, se laceró los brazos y el pecho. El olor de la sangre lo

calmó. Al día siguiente, la de los impíos correría a chorros.

Aquella certidumbre le devolvió el mordiente.

¡Vencería la magia de Osiris! Tomó de nuevo su arma y decidió librarse de una

vez de su molesto latrocinio.

Pero de pronto se abrió la puerta de su madriguera.

Sorprendido, el sacerdote detuvo su gesto y vio cómo se arrojaba sobre él un

hombre robusto que lo agarró por las piernas y lo derribó. El ladrón soltó su

cuchillo, aturdido. Sekari le puso una cuerda al cuello.

Isis tomó el cetro.

Perdiendo los nervios, el ladrón hizo apología del Anunciador y maldijo a sus

adversarios. Finalmente, el agente secreto, cansado de sus invectivas, lo dejó sin

sentido.

Cuando Isis tocó la primera correa, la del nacimiento luminoso, el azul del cielo

se volvió más intenso, por efectos de un sol radiante.

Unos rayos de oro envolvieron el templo, la mirada de las estatuas se vio animada

por una vida sobrenatural.

El contacto con la segunda correa provocó, en pleno día, la aparición de

numerosas estrellas. De la matriz estelar, que rodeaba el cielo y la tierra, nacían a

cada instante las innumerables formas de la creación.

Cuando la joven manipuló la tercera correa, las flores brotaron de la tierra, y el

jardín, situado ante el santuario, se adornó con mil colores.

La viuda depositó el cetro en el cesto de los misterios y regresó al navío.

34

El ex ayudante del alcalde de Medamud multiplicaba sus pruebas de fidelidad.

Sin dejar de criticar a su antiguo patrón, de deplorar su propio extravío y de alabar

los méritos del nuevo consejo municipal, llevaba personalmente la comida y la

bebida a los soldados de élite que vigilaban las obras del templo, en plena

actividad, e impedían el acceso al bosque sagrado.

El discípulo del Anunciador estaba perdiendo la esperanza de encontrar a un

charlatán. Los duros mocetones no hablaban con nadie y observaban

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estrictamente las consignas, limitándose a pronunciar unas breves palabras de

agradecimiento. Sólo tenía una única certeza: desde su entrada en el dominio

prohibido, donde se ocultaba el santuario de Osiris, el rey no había vuelto a

aparecer.

Durante los funerales del octogenario, muy apreciado por los aldeanos, su asesino

había hecho un vibrante elogio del desaparecido.

—Hemos perdido la memoria de la aldea —lamentó su confidente, casi de la

misma edad—. Con él desaparecen muchos secretos.

—¡Cómo le habría gustado ver el nuevo templo! —exclamó el asesino—.

Conocer al faraón fue su última y gran alegría. Lástima que nuestro rey se

marchara tan de prisa. Su presencia, durante la ceremonia de inauguración, le

habría conferido un carácter excepcional.

Las manos del anciano se crisparon sobre su bastón.

—El faraón no ha salido de Medamud —murmuró.

—¿Acaso dirige personalmente las obras?

—Creo que está viviendo la prueba de Osiris en pleno bosque sagrado.

—¿Y en qué consiste?

—Lo ignoro. Sólo el monarca es capaz de afrontarla, corriendo grandes riesgos.

De su éxito depende la prosperidad del país.

—¡Roguemos para que lo consiga!

El anciano asintió.

El asesino se sentía jubiloso. ¡De modo que el gigante estaba en posición de

debilidad! ¡Si el discípulo del Anunciador conseguía penetrar en el territorio de

Osiris, tal vez lograra acabar con Sesostris.

Convertido en un héroe para su maestro y sus adeptos, obtendría una recompensa

cuya magnitud no se atrevía a imaginar. Ya se veía como alcalde de Tebas, siendo

adulado por los ciudadanos. Los oponentes serían implacablemente exterminados

y el terror dominaría a los incrédulos.

Tenía que cruzar la barrera militar.

No podía contar con aliados, por lo que no tenía posibilidad alguna de apuñalar a

un soldado, demasiado bien entrenado, sin llamar la atención de sus colegas.

Utilizaría, por tanto, un arma más sutil: poner droga en la comida.

También Medes estaba engordando. Al acercarse el día fatídico, comer lo

calmaba.

Hambriento, compartió la abundante cena del libanés. El pato en salsa era digno

de una mesa real. Y en cuanto a los grandes caldos, éstos habrían encantado a las

almas de los ancestros el día de la fiesta del vino.

—He obtenido las confidencias de Senankh —reveló—. No me aprecia

demasiado y desconfía de mí, pero le he hecho cambiar de opinión demostrándole

mi absoluta fidelidad a la monarquía en este período de grave crisis. Desesperado,

nuestro buen ministro quería huir y me aconsejaba que lo imitase. En vez de

asentir, le he dado un buen meneo. ¿No consiste nuestro común deber en luchar

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contra la adversidad, asegurando a la población de Menfis que no corre riesgo

alguno?

Medes soltó una carcajada; el libanés siguió impertérrito.

—Lancemos la ofensiva —recomendó el secretario de la Casa del Rey—. Nos

enfrentaremos sólo a una resistencia desorganizada. Con Menfis en nuestras ma-

nos, el resto del país se derrumbará.

—¿No hay noticias de Sesostris?

—Yo seré el primero en disponer de ellas, puesto que tendré que redactar un

decreto en cuanto se produzca su eventual regreso. No sé si está enfermo o se

siente impotente, pero el caso es que el faraón no gobierna y la grieta provocada

por su ausencia se ensancha cada día más.

—¿Y el visir?

—Está agonizando. Senankh ni siquiera lo visita ya.

—¿La reina?

—Por consejo mío, el ministro de Economía intentará incitarla a recuperar su

rango para afirmar la continuidad del poder. ¡Fracaso asegurado! La depresión de

la gran esposa real confirma la decadencia de Sesostris, incapaz de mantener el

gobernalle del Estado, o incluso su muerte.

—¿El ejército?

—Dividido en clanes dispuestos a matarse entre sí. Privado del general en jefe, se

descompone. Y la policía no está en mejor estado. ¡Egipto está enfermo, muy

enfermo! Rematémoslo antes de que una improbable sacudida le haga esperar la

curación.

El libanés degustó varias clases de cremosos quesos, acompañados por un

embriagador vino tinto de la ciudad de Imau.

—¿Por qué no hay noticias del Anunciador? —se inquietó.

—¡Porque las fuerzas del orden han aislado por completo el paraje de Abydos!

—respondió Medes—. No dejan salir a nadie. Intentar enviarnos un mensaje sería

suicida.

—Necesito una orden formal para iniciar el ataque decisivo —interrumpió el

libanés.

—¿Acaso dudas de la debilidad del adversario?

—¿Y si Senankh está haciendo la comedia?

—¡También yo lo he pensado! Ese tipo es astuto, desconfiado y un hábil táctico.

Pero acaba de perder todos sus puntos de orientación. Sé juzgar a los individuos:

éste ha sucumbido al desamparo.

—Demasiado bonito —juzgó el libanés.

Medes estalló.

—Querías ver la reacción tras nuestras operaciones puntuales, incendios, robos,

fechorías diversas, y ya la has visto: patrullas ineficaces e investigaciones

inútiles, como de costumbre. Por mi lado, te procuro informaciones de primera

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mano y me encuentro en pleno centro de la pseudoresistencia de un Estado que

está disolviéndose. Asume tus responsabilidades, el Anunciador te recompensará

por ello.

—Mi instinto me dicta prudencia.

Medes levantó los brazos al cielo.

—¡Y por eso renunciamos a la toma de Menfis!

—Hasta hoy me ha evitado muchos disgustos.

—¿Tienes miedo a la hora de tomar el poder?

Los negros ojillos del libanés se clavaron en Medes.

—Trabajo junto al Anunciador desde hace mucho más tiempo que tú y no

permitiré que nadie me acuse de cobardía. Recuérdalo: no vuelvas a repetir eso

nunca más.

—¿Qué decides?

—Una última verificación, en forma de espectacular atentado, y la denuncia de

una de nuestras células. ¿Corresponderá la reacción de las autoridades a tus

optimistas previsiones?

Tras la partida de Medes, el libanés terminó la bandeja de postres. En cuanto

fuera nombrado jefe de la policía política y religiosa, eliminaría al arrogante

secretario de la Casa del Rey.

—¿Dirección? —preguntó el capitán a Isis.

—El Occidente, tercera provincia del Bajo Egipto.

El viaje había cambiado de naturaleza y en nada se parecía al descenso por el

valle del Nilo, de Elefantina a Menfis. Isis intentaría recoger las reliquias

osiríacas del Delta pasando primero por el oeste, volviendo luego hacia el este

antes de tomar la dirección del sur y llegar a la provincia de Heliópolis, que era

conocida como el «Maestro tiene Buena Salud». Si los dioses le permitían

conseguirlo, tendría entonces la totalidad de los elementos necesarios para

reconstituir el cuerpo osiriaco, indispensable soporte de la resurrección de Iker.

El capitán disfrutaba. Temperatura ideal, viento perfecto, condiciones de

navegación idílicas, tripulación de hombres fuertes que no protestaban ante el

esfuerzo... ¿Tendría que revisar su opinión sobre las mujeres a bordo? No, porque

aquélla no se parecía a ninguna otra.

Al acercarse al castillo del Muslo, templo principal de la provincia, Isis pensó en

el «Bello Occidente», la maravillosa diosa de dulce sonrisa que recibía a los jus-

tos de voz en el más allá. Allí descansaban en paz, dotados de una vida

transfigurada, alimentada de Maat. ¡Un destino excesivamente precoz para Iker!

Su marido aún no había agotado sus cualidades, tenía que proseguir su camino

terrenal y prolongar la obra de Sesostris.

Cuando atracaban, Viento del Norte soltó tal rebuzno que estibadores y

pasmarotes quedaron petrificados.

—Problemas a la vista —advirtió Sekari.

La agresiva actitud de Sanguíneo no lo desmentía.

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Una delegación de sacerdotes y soldados solicitó subir a bordo. Isis prefirió bajar

por la pasarela. Un cuarentón de hundidas mejillas le gritó:

—¡Marchaos de inmediato, este lugar está maldito!

—Debo ir al santuario.

—Es imposible, nadie podría cruzar el campo de los escorpiones. Unos

monstruos han despertado y han matado a la mayoría de mis colegas. Un enorme

cocodrilo habita ahora el lago sagrado, impidiendo cualquier purificación.

—Intentaré conjurar esta suerte.

El superviviente se enojó.

—¡Marchaos, os lo ordeno!

Isis avanzó.

Un soldado intentó agarrarla, pero el mastín dio un salto y lo arrojó al suelo. Ante

una señal de Sekari, los arqueros apuntaron al cortejo.

—Nadie trata así a la superiora de Abydos.

—Ignoraba que...

—¡Largaos, hatajo de cobardes! Lo que ocurra será responsabilidad nuestra.

Sekari, aunque dudaba del resultado, no quería que le faltara altivez.

Y cuando vio el número de escorpiones, negros y amarillos, que hormigueaban

por el jardín y el atrio del templo, dudó más aún.

Isis no retrocedió.

—Tot pronunció la gran palabra que da la plenitud a los dioses —recordó—.

Ensambla a Osiris para que viva. Vosotros, los hijos de Serket, diosa del estrecho

paso hacia la luz de la resurrección, regente de las alturas del cielo y de la

elevación de la tierra, ¡no os opongáis a la viuda! Instilad vuestro veneno en el

corazón de la impureza, abrasad lo perecedero, picad al enemigo. Que vuestra

llama inmovilice a mis adversarios y despeje mi camino.

Las peligrosas criaturas se detuvieron, y una a una, fueron metiéndose bajo las

piedras. Sekari creyó en la eficacia de las palabras mágicas, hasta que un

escorpión negro trepó por la túnica de Isis.

Ella tendió la mano.

El venenoso aguijón parecía dispuesto a herir.

—Indícame el emplazamiento de la reliquia.

El arácnido se calmó. Isis lo dejó en el suelo y lo siguió.

El animal la condujo al lago sagrado.

La sacerdotisa bajó los primeros peldaños de la escalera. Ascendiendo de las

profundidades, apareció un gigantesco cocodrilo.

En su lomo, los muslos de Osiris.

Tras haber atravesado, a su vez, el campo de los escorpiones, Sekari retuvo a su

hermana.

—¡Ten cuidado, te lo ruego! Ese monstruo no tiene un aspecto conciliador.

—Recuerda los misterios del mes de khoiak, hermano mío del «Círculo de oro».

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¿No adopta Osiris la forma del animal de Sobek para atravesar el océano pri-

mordial?

Sekari recordó la exploración del Fayum durante la que Iker, condenado a

ahogarse, había sido salvado por el dueño de las aguas, un enorme cocodrilo.

El genio del lago se acercó a Isis, que se encontraba sumergida hasta el pecho.

Sus fauces se abrieron y dejaron ver unos amenazadores colmillos.

—Tú, el seductor de hermoso rostro, el raptor de mujeres, prosigues tu trabajo de

agrupador.

Una especie de ternura brotó de los minúsculos ojos del cocodrilo. Isis tendió las

manos y recogió las reliquias.

El capitán sintió el intenso placer de demostrar sus cualidades de navegante

eligiendo el mejor itinerario con destino a la decimoséptima provincia del Bajo

Egipto, el Trono. Aun experto, otro marino se habría perdido en aquel dédalo

acuático, cercano a la costa mediterránea. Advirtiendo los menores caprichos de

aquellas aguas sembradas de distintas trampas, se adaptaba a ellas en todo

instante.

La corriente, unas veces rápida y otras inexistente, variaba a menudo. Exigía una

extremada vigilancia y una rápida reacción.

—¿Cuál es nuestro destino? —preguntó el capitán a Isis.

—La isla de Amón.

—¡Siempre la he evitado! Según la leyenda local, los fantasmas impiden acceder

a ella. Yo no lo creo, pero los curiosos no escaparon al naufragio.

—Abordaremos la punta norte, que está expuesta a los vientos marinos.

El capitán no pensó en discutir y se preocupó de la maniobra. Inquieto, Sekari

trató de descubrir a eventuales agresores.

La isla parecía desierta.

—Yo desembarcaré primero —decidió el agente secreto.

Isis aceptó.

Acompañado por un Sanguíneo de humor juguetón, Sekari descubrió un trozo de

tierra desértica, cuyos únicos habitantes eran los mosquitos.

Ningún santuario, ninguna capilla que pudiera contener una reliquia. Viento del

Norte exploró el lugar en busca de alimento. De pronto, se detuvo ante una planta

de tallo rojo y flores blancas.

Isis se arrodilló y excavó la blanda tierra, de la que sacó los puños de Osiris.

35

Gergu se sentía angustiado y bebía en exceso. La cercanía del ataque final lo

ponía nervioso. Sin embargo, la situación se aclaraba cada día más, y Menfis

caería como una fruta madura en manos de los partidarios del Anunciador. El

porvenir le reservaba, pues, un puesto de alta responsabilidad, una suntuosa villa

y tantas mujeres como quisiera.

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Las mujeres eran, precisamente, el principal problema de aquel momento. Debido

a su violencia, las mejores casas de cerveza no aceptaban ya recibirlo ni pro-

porcionárselas, aunque fueran extranjeras. Necesitaba recurrir a un

establecimiento de tercera clase, situado junto a la casa que Medes le había

atribuido a la bailarina Olivia, una impertinente utilizada para hacer caer en la

trampa a Sehotep. Un duro fracaso, sancionado con la brutal muerte de la incapaz.

La taberna no tenía realmente buen aspecto.

—Quiero una moza —exigió Gergu.

—Primero se paga —precisó el propietario.

—¿Sirve este brazalete de cornalina?

—¡Oh, príncipe mío! Dispongo de dos pequeñas, extranjeras y sumisas. Llévalas

a donde quieras.

Acompañado por aquellas tiparracas, Gergu le pidió al portero que vivía enfrente

la llave de la casa que pertenecía a un tal Bel-Tran. Con aquel nombre, Me- des

poseía varios locales donde almacenaba gran cantidad de riquezas procedentes de

sus operaciones comerciales ilícitas.

Las muchachas, que en un principio se habían mostrado dispuestas a cooperar,

quedaron decepcionadas en cuanto Gergu las golpeó. Asustadas, comenzaron a

aullar, y una de ellas consiguió huir.

Gergu, furioso, expulsó a la otra a puntapiés, cerró dando un portazo, entregó la

llave al portero y fue a probar suerte a otra parte.

Discreto informador, al tabernero no le gustó el trato que habían recibido sus

muchachas. Avisó a su oficial de contacto y le contó el incidente.

El policía interrogó al portero.

—¿Conocías al tipo?

—Sí y no. No sé su nombre, no es del barrio. Pero me parece haberlo visto ya, en

la época en que una hermosa bailarina pensaba vivir en esta casa.

—¿A quién pertenece?

-—A un comerciante, Bel-Tran.

—¿Y le entregaste la llave a ese bruto?

—Sí, puesto que venía de parte del propietario.

En tiempos normales, el policía habría archivado el asunto. Pero, dado el clima

actual, había recibido, como sus colegas, la orden de investigar el menor inci-

dente que pudiera llevar al descubrimiento de un escondrijo de los terroristas. Le

pidió al portero una descripción precisa de Gergu, hizo un dibujo y se prometió

registrar discretamente la morada de Bel- Tran cuando cayera la noche.

Para relajarse vengándose en un débil, Gergu acudió a la aldea del Cerro Florido.

Abusando de su posición, obligaba al responsable de los graneros a pagarle

algunos sobornos para evitar las fuertes multas que sancionaban imaginarias

faltas y la pérdida de su empleo. Aterrorizado, el infeliz temía un informe firmado

por el inspector principal, cuya palabra nadie ponía en duda.

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Ver aparecer a Gergu le heló la sangre.

—¡Estoy... estoy en regla!

—¿Eso crees? La lista de tus negligencias me parece interminable. Por fortuna,

me caes bien.

—¡Os pagué hace menos de un mes!

—Es una tasa suplementaria.

La esposa del responsable de los graneros intervino:

—Comprendednos, es imposible que...

Gergu la abofeteó.

—¡Silencio, hembra, y regresa a tu cocina!

El responsable chantajeado era miedoso, pero no soportaba que tocaran a su

mujer. Esta vez, Gergu se había pasado de la raya. Sin embargo, se sentía incapaz

de enfrentarse a él y terminó por someterse.

—De acuerdo, satisfaré vuestras exigencias.

La esposa de Medes estalló en sollozos.

El doctor Gua esperó a que terminara aquella nueva crisis de lágrimas, le auscultó

el corazón y extendió una receta.

—Gozáis de una excelente salud física. Pero no diría lo mismo de vuestra psique.

Con una insólita dulzura, el facultativo deseaba comprender por qué aquella

mujer rica y colmada sufría tan graves males.

—¿Acaso fuisteis víctima de un grave trauma durante vuestra infancia?

—No, doctor.

—¿Cómo calificaríais vuestras relaciones con vuestro marido?

—¡Maravillosas! Medes es un esposo perfecto.

—¿Os corroe alguna preocupación?

—Adelgazarme sin sacrificios... ¡y no lo logro!

Aquel espejismo irritaba al doctor Gua. No se limitaría a la fórmula «una

enfermedad que no conozco y no puedo curar». Sentía que se hallaba muy cerca

de la verdad, y pensó en un método aleatorio, eficaz a veces.

—Tomad escrupulosamente vuestros remedios — aconsejó—. Sin embargo, no

serán suficientes. Tengo en mente una nueva terapia.

—¿No lloraré más y me sentiré bien?

—Eso espero.

—¡Oh, doctor, sois mi genio bueno! ¿Será... doloroso?

—En absoluto.

—¿Cuándo comenzamos?

—Pronto. Primero, los medicamentos.

Prepararía a la esposa de Medes para someterse a una delicada experiencia: la

hipnosis. Tal vez sólo eso revelara las angustias que aquella paciente ocultaba en

lo más profundo de sí misma.

Dirigiéndose a la decimoquinta provincia del Bajo Egipto, el Ibis, el capitán

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demostraba su maestría. Se sentía muy cómodo en aquel mundo acuático, y toma-

ba por instinto la decisión adecuada.

—¿Dónde debo acostar? —le preguntó a Isis.

—Espero una señal.

Allí, Tot había separado a Horus de Set, durante su terrible combate del que

dependía el equilibrio del mundo. Apaciguando a ambos guerreros, adversarios

para siempre, y reconociendo la legítima supremacía de Horus como sucesor de

Osiris, el dios del conocimiento se había hecho intérprete de Maat.

Sekari examinaba las barcas de pescadores que dirigían señales de bienvenida a

los viajeros. De pronto, el asno y el perro despertaron y observaron el cielo. Un

inmenso ibis bajaba de las alturas hacia el navío.

Majestuoso, se posó en la proa, contempló durante largo rato a la sacerdotisa y de

nuevo emprendió el vuelo.

La gran ave había depositado dos cuencos de alabastro, la piedra dura por

excelencia, colocada bajo la protección de la diosa Hator.

—Están llenos del agua de Nun —afirmó Isis—. Facilitará la regeneración del

cuerpo de Osiris.

Sin asombrarse por nada ya, el capitán adoptó el rumbo que le indicaba la

superiora de Abydos: sureste, la vigésima provincia del Bajo Egipto, el Halcón

Momificado.

Al alejarse de la ribera del Mediterráneo, la tripulación se sintió mucho mejor.

Menos ciénagas, menos insectos agresivos, más campos cultivados y palmerales.

El barco tomó una de las anchas ramas del Nilo; gracias a un permanente viento

del norte, avanzaba con rapidez.

—¿Cuál es nuestro siguiente destino? —preguntó el capitán.

—La isla de Soped.

—¡Eso es territorio prohibido! Bueno, prohibido... para los profanos. Supongo

que eso no nos concierne.

La leve sonrisa de Isis lo tranquilizó y, por pundonor, quiso maniobrar con toda

suavidad.

En la isla vivía una pequeña comunidad de ritualistas, encargados de cuidar el

santuario de Soped, el halcón momificado que llevaba la barba osiríaca. Dos

plumas de Maat adornaban su cabeza.

La superiora, una esbelta morena de grave rostro, recibió a Isis.

—¿Quién es la señora de vida?

—Sejmet.

—¿Dónde se oculta?

—En la piedra venerable.

—¿Cómo vas a obtenerla?

—Penetrando su secreto con la espina de acacia, precisa y puntiaguda,1 dedicada

a Soped.

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La morena condujo a Isis hasta el santuario. A los pies del halcón momificado se

hallaba la espina de turquesa.

La sacerdotisa se la llevó a los ojos.

—De Ra, ser de metal, nació una piedra destinada a hacer crecer a Osiris

—declaró la superiora de Abydos—. Esta obra oculta transforma lo inerte en oro.

Hoy me es necesaria para consumar la resurrección.

La mirada del halcón llameó.

Con la punta de la espina, Isis tocó las dos plumas. La rapaz desplegó las alas y

dejó ver una piedra cúbica de oro.

1. La espina sepedet, vinculada a Soped.

Bubastis, la capital de la decimoctava provincia del Bajo Egipto, el Niño Real, era

una ciudad animada, de evidente prosperidad. Allí se celebraba una gran fiesta en

honor a la diosa gata Bastet, durante la cual los participantes se olvidaban de

cualquier gazmoñería.

Varios soldados acompañaron a Isis.

—Es extraño —estimó Sekari—. ¿Por qué no se manifiestan las criaturas del

Anunciador? El no renuncia nunca, por lo que debe de haber previsto una em-

boscada mejor organizada que las anteriores. Aquí, tal vez. Sobre todo, no

bajemos la guardia.

Viento del Norte y Sanguíneo permanecían atentos. Al ver al mastín, gran

cantidad de gatos se dirigieron a posiciones más elevadas, fuera de su alcance.

Ante el templo principal, un coloso encarnaba el ka de Sesostris. El pequeño

grupo le rindió homenaje e Isis le rogó que le diera fuerzas para llegar hasta el

final de su búsqueda.

La hermosa superiora del colegio sacerdotal, de ojos rasgados, recibió a su

homologa de Abydos en un jardín donde crecían un centenar de especies de

plantas medicinales. Adeptos de la temible Sejmet, los médicos recogían allí los

dones de la dulce Bastet, necesarios para la preparación de los remedios.

Bajo el sitial de su señora, un enorme gato negro de sorprendente tamaño

contempló a Isis, luego se instaló cómodamente y ronroneó de satisfacción:

aceptaba a la inesperada visitante.

—¿Percibe este jardín la claridad de la ventana del cielo? —preguntó Isis.

—Acaba de cerrarse y el fulgor del más allá ya no ilumina el cofre misterioso

—deploró la gran sacerdotisa—. En adelante, permanecerá cerrado.

—Su contenido es indispensable para la celebración de los misterios —reveló

Isis—. ¿Has pronunciado las fórmulas del conjuro?

—En balde.

Sekari estaba en lo cierto: el Anunciador no renunciaba. Al ocultar la ventana de

Bubastis, cerraba un importante lugar de paso entre lo visible y lo invisible, e

impedía a la viuda recoger un tesoro necesario para la reconstitución del cuerpo

osiriaco.

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—¿Acaso ha tenido un comportamiento extraño alguno de tus íntimos?

—Un permanente huyó llevándose el Libro de los tragaluces celestiales

—reconoció la gran sacerdotisa.

Isis dio unos pasos por el jardín. Cuando se acercaba a una plantación de

manzanilla, el enorme gato dio un salto. Habiendo descubierto a una víbora que

se disponía a atacar a la paseante, clavó sus garras con notable precisión y mató al

reptil de un solo mordisco.

La gran sacerdotisa de Bubastis se sentía descompuesta. Nunca una serpiente

había violado el santuario.

—El gato del sol vence al asesino de las tinieblas — advirtió Isis—. Llévame a la

capilla de la diosa.

Siete flechas la protegían.

Una a una, la viuda las lanzó hacia el cielo. Estas se encajaron y formaron un

largo trazo luminoso que desgarró el azur como si fuera un tejido y volvió a caer

en el umbral de la capilla, cuya puerta de bronce abrió Isis.

En su interior, un cofre.

—Veo la energía que contiene, uno la fuerza de Set y la del enemigo, para que no

dañen las partes del cuerpo de Osiris.

Con la ayuda de la punta de la flecha, una y séptuple al mismo tiempo, Isis corrió

el cerrojo.

Sacó del cofre cuatro paños rituales que correspondían a los puntos cardinales.

Simbolizaban Egipto reunido para gloria del resucitado y servirían como envol-

tura de la momia osiriaca.

—Te serán devueltos al finalizar el ritual de Abydos —prometió Isis a la gran

sacerdotisa.

—El ladrón utilizará contra vos el Libro de los tragaluces celestiales.

—Tranquilízate, no llegará muy lejos. Y haré que te entreguen un nuevo ejemplar

de ese texto.

El escultural gato reclamó unas caricias que la viuda le otorgó de buena gana

antes de dirigirse de nuevo a su embarcación.

Encaramado en lo alto del mástil, el vigía señaló una anomalía.

Moviéndose al albur del agua se hallaba el cadáver del sacerdote vendido al

Anunciador. Su mano derecha sujetaba un papiro empapado, ilegible ya.

36

El gran tesorero Senankh sentía un absoluto respeto por el orden y el método. Por

tanto, los despachos de la Doble Casa Blanca y el Ministerio de Economía eran

modelos de organización y de limpieza. Cada funcionario conocía su papel

concreto, y sus deberes prevalecían sobre sus derechos. Nada exasperaba más a

Senankh que los jefezuelos que abusaban de su posición en detrimento de los

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demás y, especialmente, de los contribuyentes. Siempre acababa descubriendo a

éstos y ponía un brutal término a su carrera. Puesto que ningún cargo estaba

garantizado permanentemente, nadie holgazaneaba. Y el conjunto de la jerarquía

se sabía responsable de un aspecto esencial de la prosperidad de las Dos Tierras.

Cuando cinco hombres armados irrumpieron en una de las salas de archivos del

ministerio, el encargado no creyó lo que estaba viendo. Tras haber derribado a un

guardia y dos escribas, pegaron al infeliz a una pared, amenazándolo con un

cuchillo, desgarraron decenas de papiros contables, provocaron un incendio y hu-

yeron.

Sin pensar en su propia seguridad, el encargado se quitó la túnica, trató de apagar

el fuego y pidió ayuda.

Desesperado al ver cómo eran destruidos los valiosos documentos, se quemó las

manos y los brazos, y habría perecido sin la rápida intervención de los refuerzos.

Oficialmente agonizante, el visir Sobek trabajaba sólo con un restringido número

de colaboradores fieles, a quienes había formado en la época en que reorganizaba

la policía. Eran hombres competentes, eficaces y discretos, y admiraban a su jefe.

—Una acción terrorista particularmente espectacular —advirtió uno de ellos al

terminar su detallado informe—. Por fortuna, la vida de los heridos no corre

peligro. Esta siniestra hazaña ha trastornado a uno de los miembros de la

organización, puesto que nos ha dirigido una carta de denuncia. Conocemos a los

culpables y su domicilio.

—¿Es eso plausible? —preguntó Sobek.

—Tras realizar la verificación, sí. Supongo que seguiremos aplicando nuestra

estrategia y no intervendremos...

El visir reflexionó.

—Por lo general, organizan una serie de atentados. Esta vez ha sido una

operación aislada, con esta denuncia. ¡Lo nunca visto! Nos están poniendo a

prueba... ¡Sí, eso es! El jefe de la organización comprueba nuestra capacidad real

de acción. Si permanecemos de brazos cruzados ante semejante oportunidad, la

actitud le parecerá anormal, percibirá la trampa y no lanzará la gran ofensiva.

Satisfechos de tener, por fin, una buena pista, intentaremos detener a los

criminales. Y he dicho: intentaremos.

Mientras degustaba una oca confitada, el libanés escuchó el informe de su

portero.

Utilizando la carta, tres brigadas de policías habían rodeado el domicilio de los

terroristas, que no habían sido avisados. El libanés deseaba una verdadera verifi-

cación.

Mal coordinado, dadas las disensiones entre los jefes de brigada que defendían

tácticas incompatibles, el asalto de las fuerzas del orden había resultado un

fracaso. Los centinelas, intrigados por ciertos movimientos, se habían apresurado

a avisar a sus compañeros y se habían visto obligados a degollar a uno de ellos,

que se encontraba enfermo y era incapaz de desplazarse. Aunque muy movida, la

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huida de los miembros de la célula había tenido éxito.

Se imponían algunas conclusiones.

En primer lugar, la policía no disponía de ninguna pista seria. Desamparada, se

arrojaba sobre la primera información que obtenía. Luego, Sobek el Protector ya

no mandaba sus tropas, visiblemente desorganizadas, entregadas a sí mismas y

privadas de una cabeza pensante.

El libanés compartía la opinión de Medes.

Se acercaba el momento de apoderarse de Menfis, preparando la totalidad de los

grupos terroristas para que lanzaran una destructora ofensiva a la que no resis-

tirían ni el cuartel principal ni el palacio real. Sería preciso golpear con fuerza y

prontitud, provocar un terror tal que las últimas defensas de la capital se

derrumbaran sin combatir realmente.

Había mucho trabajo en perspectiva, pero también la posibilidad de un brillante

éxito. Allí, en Menfis, se decidiría el porvenir de Egipto. Tras su triunfo, el

libanés se convertiría en el dueño absoluto. La nueva religión del Anunciador no

le molestaría demasiado y él le ofrecería suficientes ejecuciones de infieles para

satisfacerlo.

Dos estatuas de Sesostris protegían el templo principal de la undécima provincia

del Bajo Egipto, el Toro Censado. El sumo sacerdote reservó un entusiasta recibi-

miento a Isis y le confió la valiosa reliquia, los dedos de Osiris, cuyos pulgares

correspondían a los pilares de Nut, la diosa Cielo.

Sorprendido por la facilidad con la que la habían obtenido, Sekari temía las

siguientes etapas, comenzando por Djedu, la capital de la novena provincia, el

Andariego. Sin embargo, el lugar parecía de lo más favorable, puesto que se

trataba de «la morada de Osiris, dueño del pilar1», centro de culto del dios donde,

todos los años, se organizaba una fiesta en su honor. Vinculada a Abydos, la

ciudad de Djedu estaba sumida en una atmósfera de recogimiento. Ya

comenzaban los preparativos de las ceremonias del mes de khoiak.

En el atrio del templo, un extraño personaje. Con una toca adornada con dos

plumas de Maat, un taparrabos de pastor, unas rústicas sandalias y un largo bas-

tón en la mano, encarnaba al infatigable peregrino en busca de los secretos de

Osiris.

—Soy el encargado de la palabra divina —declaró—. Quien la conozca alcanzará

el cielo en compañía de Ra. ¿Sabréis transmitirla de la proa a la popa de la barca

sagrada?

1. Per-Usir-neb-djed, Busiris

—La barca de este templo se llama la «Iluminadora de las Dos Tierras»

—respondió Isis—. Lleva estas grandes palabras hasta el cerro de Osiris.

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El Andariego apuntó con su bastón a Sekari.

—Que este profano se aleje.

—El «Círculo de oro» purifica y reúne —declaró el interpelado.

El Andariego, estupefacto, se inclinó. No imaginaba que un iniciado a los grandes

misterios, que conocía la fórmula de apertura de los caminos, pudiera tener aquel

aspecto.

—Una gran desgracia nos abruma —reveló—. La planta de oro1 de Osiris ha

desaparecido, el pájaro de luz ya no sobrevuela el cerro sembrado de acacias. Set

tiene ahora el campo libre, Osiris permanecerá inerte.

1. La planta nebeh. Hay aquí un juego de sonidos con nub, «el oro».

Algunas cabras habían invadido el jardín del templo y comenzaban a devorar

las hojas de las acacias.

—No temen mi bastón —deploró el Andariego—, y no consigo expulsarlas.

—Utilicemos otra arma —propuso Sekari, y comenzó a tocar la flauta.

A las primeras notas de una melodía grave y recogida, los animales abandonaron

el pillaje, parecieron esbozar unos pasos de danza y se alejaron del lugar sagrado.

Al pie de una acacia pluricentenaria, la planta de oro de Osiris brotó de la tierra.

Lamentablemente, el pájaro de luz seguía ausente.

—¿Ha sido profanado el santuario? —preguntó Isis.

—Que la superiora de Abydos lo recorra y restablezca la armonía.

Al atacar Djedu, la ciudad osiriaca del Delta, el Anunciador debilitaba a Abydos.

¿Habría conseguido dañar la reliquia?

Isis cruzó el gran portal, entró en el dominio del silencio y bajó por la escalera que

llevaba a una cripta cuyo umbral custodiaba Anubis. El chacal le permitió el paso

y ella descubrió el sarcófago que albergaba el glorioso cuerpo del dios de la

resurrección.

Las flores que componían la corona del señor del Occidente habían sido

diseminadas.

Isis las reunió, reconstruyó la corona y la colocó frente al sarcófago.

Cuando salió del santuario, un espléndido ibis comata de pico y patas rojos y

plumaje de un brillante verde sobrevolaba el santo cerro.

—Las almas de Ra y de Osiris comulgan de nuevo —advirtió el Andariego.

El pájaro akh conocía los designios de los dioses y revelaba una luz que por

naturaleza no les era dada a los humanos, aunque la necesitaban para conquistar.

Sin ella, Iker no saldría de la muerte.

El hermoso ibis se posó en la cumbre del altozano.

Allí, Isis recogió la reliquia de la provincia, la columna vertebral de Osiris.

Y el Andariego le ofreció las dos plumas de Maat que adornaban su tocado.

—Sólo vos sabréis manejarlas y utilizar su energía.

El portero del libanés parecía satisfecho.

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—Ya nos hemos puesto en contacto con las tres cuartas partes de nuestras células.

Todas se alegran ante la idea de pasar a la acción.

—¿Se respetan escrupulosamente las consignas de seguridad?

—Nuestros hombres se muestran extremadamente prudentes.

—¿No hay ninguna señal alarmante?

—Ni la más mínima. Patrullas, registros, detenciones, algunos desfiles de

soldados... Las autoridades siguen dando palos de ciego.

—Que nuestros agentes de contacto no quieran quemar etapas. Un paso en falso

pondría en peligro el conjunto de la operación.

—Todos conocen vuestras exigencias y las respetarán. ¿Puedo hacer pasar a

vuestro visitante?

—¿Ha sido registrado?

—No lleva armas, la contraseña era correcta.

Joven, atlético y con la mirada vivaz, el compatriota del libanés trabajaba para él

desde hacía mucho tiempo.

—¿Buenas noticias?

—Desgraciadamente, no.

—¿Prosigue esa sacerdotisa su inverosímil viaje?

—Pronto llegará a la vista de Athribis, la capital de la décima provincia del Bajo

Egipto, y de Heliópolis, la vieja ciudad santa del divino sol. Allí obtendrá

temibles poderes.

—¡No tan temibles, no tan temibles, no exageremos! La tal Isis es sólo una mujer,

y su vagabundeo recuerda el recorrido de una loca que no se recupera de la

muerte de su marido.

—Según los rumores, su paso provoca entusiasmo entre el personal de los

templos —insistió el informador—. Parece capaz de romper los maleficios y

desbaratar las trampas. No sé nada más, pues la escoltan soldados de élite y no

puedo aproximarme a ella.

El detalle intrigó al libanés.

Así pues, Isis llevaba a cabo una misión concreta, bajo fuertes medidas de

protección. ¿Acaso intentaba levantar la moral de los sumos sacerdotes y las

grandes sacerdotisas? ¿Les transmitía un mensaje confidencial del rey? ¿Los

ponía en guardia contra eventuales ataques de los partidarios del Anunciador?

Suponiendo que no se hubiera sumido en la demencia, el campo de acción de la

viuda seguía siendo limitado. Perfeccionista, el libanés prefirió, sin embargo, no

correr riesgo alguno.

—Le reservaremos una pequeña sorpresa —decidió—. ¿Tenemos algún agente

en Heliópolis?

—El mejor del Bajo Egipto.

—Como a la sacerdotisa le gusta viajar, voy a proporcionarle la ocasión de hacer

un largo viaje... sin regreso.

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Nesmontu ya no podía estarse quieto. Durante su larga carrera, nunca había

permanecido tanto tiempo alejado del terreno. Privado de su puesto de mando, del

cuartel, de los hombres de tropa, se sentía inútil. La comodidad de la mansión de

Sehotep estaba haciéndose insoportable. Su única distracción eran varias sesiones

diarias de gimnasia, que no habría soportado un soldado joven y de excelente

salud.

El ex Portador del sello real leía y releía los textos de los sabios. Uniendo a los

dos hermanos del «Círculo de oro» de Abydos, una franca amistad les permitía

soportar aquella penosa espera.

¡Por fin, la visita de Sobek!

—El jefe de la organización terrorista es un jugador de primera categoría

—declaró el visir—. Es astuto y desconfiado, y considera la situación demasiado

favorable.

—Nuestra ausencia de reacción le ha intrigado —advirtió Nesmontu—, y no cree

en la descomposición del Estado. Dicho de otro modo, nuestra estrategia está

fracasando.

—Al contrario —objetó el Protector, que relató los últimos acontecimientos.

—¡Tú también eres un jugador temible! —estimó Sehotep—. ¿Piensas ganar esta

partida?

—Lo ignoro. No creo haber cometido ningún error, pero quién sabe si nuestro

adversario morderá el anzuelo.

—¿Y los cortafuegos? —se preocupó Nesmontu.

—En su lugar —aseguró el visir—. He aquí el detalle.

La exposición duró más de una hora, y el general memorizó el dispositivo.

—Todavía quedan una decena de puntos débiles —analizó—. Ni un solo barrio

de Menfis debe escapar a nuestro peinado. Cuando los terroristas salgan de su

ratonera, o serán atrapados por la tenaza o se toparán con muros infranqueables.

Sobek anotó las mejoras a su plan.

—General, este forzoso retiro no ha alterado tu lucidez.

—¡Ya sólo faltaría eso! Si supieras hasta qué punto espero esa ofensiva

enemiga... Por fin vamos a vernos las caras con esos asesinos y combatir al

ejército de las tinieblas en campo abierto.

—El riesgo me parece muy alto —consideró el visir—. No conocemos el número

exacto de los partidarios del Anunciador ni sus objetivos concretos.

—¡El palacio real, los despachos del visir y el cuartel principal! —afirmó

Nesmontu—. Si se apoderaran de esos puntos estratégicos, provocarían una

desbandada. Por eso mis regimientos se ocultarán alrededor de esos edificios.

Sobre todo, no reforcemos la guardia visible.

Nesmontu ya dirigía la maniobra.

El visir se dirigió a Sehotep.

—El proceso avanza.

—Y va mal, supongo.

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—Yo no he intervenido de ninguna forma —aseguró Sobek—. El tribunal no

tardará en convocarte y en pronunciar su sentencia.

37

Navegar hasta el puerto de Athribis, la capital de la décima provincia del Bajo

Egipto, el Toro Negro, no planteó demasiados problemas al capitán. Se sintió, sin

embargo, satisfecho de acostar antes de que estallara una tormenta. Procedentes

del oeste, unas pesadas nubes se amontonaban ya sobre la región, un fuerte viento

no dejaba de aumentar y furiosas olas hacían peligroso el Nilo.

—Aquí reposa el corazón de Osiris —reveló Isis a Sekari—. Es la última parte de

su cuerpo que debo recoger.

Los relámpagos cruzaban el cielo, rugió el trueno.

—Es la voz de Set —advirtió el agente secreto—. No parece dispuesto a

facilitarte la tarea.

Compuesta, sin embargo, por hombres duros y acostumbrados al peligro, a la

tripulación no le llegaba la camisa al cuerpo.

—Amarrad concienzudamente la embarcación —ordenó Isis—, y poneos a

cubierto.

A pesar de las primeras gotas de lluvia, el asno y el perro acompañaron a la

muchacha. De acuerdo con su costumbre, Sekari la siguió a cierta distancia,

dispuesto a intervenir en caso de agresión.

La ciudad estaba desierta.

No había ni una sola casa abierta.

Isis tomó por la vía procesional que llevaba al templo, «el santuario del Medio».

De pronto, los dos animales se detuvieron. Sanguíneo gruñó.

Entonces, Isis vio aparecer al guardián del templo.

Era un enorme toro negro, un macho de más de dos metros de altura. Más

poderoso que un león, ni siquiera temía el fuego, sabía ocultarse para sorprender a

sus adversarios y se enfurecía a la menor provocación. Ni los mejores cazadores

se arriesgaban a enfrentarse con él, dejando esa tarea para el faraón. ¿Acaso la

temible bestia no llevaba el nombre de ka, potencia creadora e indestructible que

se transmitía de rey a rey?

—Calma —recomendó Isis, acariciando al asno y al perro.

Sekari se interpuso.

—Retrocedamos despacio —dijo.

—Alejaos los tres —decidió Isis—. Yo seguiré adelante.

—¡Es una locura!

—No tengo otra salida. Iker me aguarda.

El toro salvaje, excelente padre de familia y buen educador, protector de sus

semejantes heridos, se mostraba sociable y pacífico en el seno de su clan. En cam-

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bio, en solitario, podía desplegar una inaudita violencia.

Sin embargo, Isis se dirigió hacia él.

La única muerte que temía era la de Iker.

Ni el asno, ni el perro, ni Sekari huyeron. Al menor ataque del monstruo,

socorrerían a la muchacha.

El toro arañaba el suelo con las pezuñas. La espuma cubría su rígida barba.

Isis consiguió captar su mirada y comprendió por qué los habitantes y los

sacerdotes de Athribis habían abandonado su ciudad.

—¿Sufres, no es cierto? Permíteme que te ayude.

El animal respondió con un doloroso mugido.

Ella se acercó hasta tocar al debilitado coloso.

—Ojos llenos de pus, sienes enfebrecidas, raíces de las muelas inflamadas... Una

enfermedad que conozco y que voy a curar. Tiéndete de lado.

A petición de la sacerdotisa, Sekari se apresuró a traer del barco los

medicamentos necesarios. Viento del Norte y Sanguíneo se habían reunido con

Isis, que instiló un colirio desinfectante y frotó las encías y, luego, el cuerpo

entero del toro con almohadillas hechas de hierbas medicinales.

La lluvia cesó, la tormenta se alejaba.

El guardián del templo del Medio sudaba en abundancia.

—Excelente reacción —estimó la sacerdotisa—. Es señal de que el mal abandona

tu cuerpo, la fiebre se ahoga y regresa tu vigor.

—¿No sería prudente apartarse? —sugirió Sekari.

—No debemos temer nada de este valioso aliado.

El monstruo se levantó y contempló, uno a uno, a los miembros del clan salvador.

Un brusco movimiento de la cabeza no tranquilizó al agente secreto, pues las

puntiagudas astas rozaron su pecho.

Isis acarició la enorme frente.

—Voy al templo del Medio —le anunció.

Aunque aceptaba la presencia del asno y del perro, el toro negro reservaba para

Sekari una mirada más bien suspicaz. Obligándose a sonreír, éste consideró

preferible sentarse y no moverse, esperando un rápido regreso de la superiora de

Abydos.

La gran puerta del edificio estaba entornada.

Los sacerdotes, aterrorizados por el maleficio que abrumaba a su genio protector

y hacía inhabitable la ciudad, habían abandonado el santuario.

De inmediato, setenta y un genios guardianes se habían apresurado a montar

guardia alrededor de la capilla que contenía el corazón de Osiris. Seres híbridos,

fieras, llamas, devoradores de almas, formaban un ejército indestructible e

implacable.

Isis blandió el cuchillo de Tot, hecho de plata maciza.

—He aquí la gran palabra. Corta lo real y discierne el buen camino. No he venido

como ladrona, sino como sierva de Osiris. Que su corazón anime el de Egipto y

preserve el gran secreto.

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Los genios guardianes concedieron libre paso a la viuda, regresaron a la piedra y

volvieron a ser figuras esculpidas o jeroglíficos.

Ante el cuenco que contenía la valiosa reliquia, un escarabeo de jaspe.

—Oh, tú, maestro alfarero, modelador del nuevo sol, vive para siempre y sé

estable como el pilar de la resurrección. Revélame el oro celestial, el camino de la

vida en eternidad. Que ayer, hoy y mañana consumen el tiempo de Osiris y creen

las transformaciones más allá de la muerte.

Cuando Isis salió del templo, el sol brillaba en el cenit. Mientras regresaban de los

arrabales y del campo, los habitantes de Athribis vieron a la superiora de Abydos

depositando la reliquia en los lomos del enorme toro negro. Aparentemente sano,

el animal guió hasta el puerto una improvisada procesión.

Al verla, la sangre del capitán se heló.

Un acceso de cólera y las astas del gigante podrían dañar gravemente su

embarcación.

No obstante, la calma de Isis lo tranquilizó, aunque no le desagradó soltar

amarras y poner rumbo hacia la ciudad del sol, Heliópolis, la ilustre capital de la

decimotercera provincia del Bajo Egipto, en el extremo sur del Delta, al norte de

Menfis.

Sekari contemplaba a Isis, conmovido y admirado.

—Todas las partes del cuerpo osiriaco están ya reunidas; has llegado al final de tu

búsqueda.

—Queda una etapa aún.

—¡Una simple formalidad, en principio!

—¿Crees que la reputación de Heliópolis impedirá que el Anunciador actúe?

—Probablemente, no... ¡Pero ha fracasado! A pesar de las numerosas trampas y

agresiones, no ha conseguido interrumpir tu viaje.

—Subestimarlo sería un error fatal.

Sekari registró el barco de punta a punta.

¿Alguno de los miembros de la tripulación habría jurado fidelidad al

Anunciador? Sekari los conocía a todos, es cierto. Pero tal vez uno de ellos

hubiera sucumbido a las promesas de un brillante porvenir o al atractivo de una

fortuna fácilmente ganada.

Ni el perro ni el asno manifestaban la menor suspicacia ante aquellos policías de

élite, alumnos de Sobek y formados con mano dura.

¿Qué tipo de peligro les reservaba Heliópolis?

Un brazo del río que brillaba bajo el sol, un verde paraje, vastos palmerales, una

ciudad-templo apacible y austera... Allí se levantaba el obelisco único, rayo de

luz petrificada. Allí reinaban Atum, el Creador, y Ra, la luz en acto. Allí habían

sido concebidos los «textos de las pirámides», conjunto de fórmulas que

permitían al alma del faraón vencer la muerte y llevar a cabo múltiples

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transmutaciones en el otro mundo. Resultado de las percepciones espirituales de

los iniciados de Heliópolis, las grandes pirámides del Imperio Antiguo traducían,

de modo colosal, la eternidad osiriaca.

El centro de la ciudad se componía de santuarios independientes y

complementarios a la vez, donde trabajaban un número reducido de especialistas.

Ningún disturbio parecía haber alcanzado aquel territorio sagrado.

En el embarcadero, varios sacerdotes con la cabeza afeitada recibieron a Isis.

—Superiora de Abydos —dijo su portavoz—, nos alegramos de vuestra visita.

Los ecos de vuestro viaje se propagan, y os ofrecemos nuestra ayuda.

Semejantes declaraciones deberían haber reconfortado a Sekari, pero

curiosamente agravaron su inquietud. Demasiado sencillo, demasiado fácil,

demasiado evidente... ¿Qué ocultaba aquella untuosa actitud?

—Quisiera ver al sumo sacerdote —solicitó Isis.

—Por desgracia, eso es imposible. Acaba de sufrir un síncope y ha perdido el uso

de la palabra.

—¿Quién lo sustituye?

—Provisionalmente, uno de sus ayudantes. En caso de muerte, los permanentes

propondrán el nombre de un sucesor a su majestad.

—Deseo hablar con ese sustituto.

—Lo avisaremos inmediatamente de vuestra llegada. Entretanto, podéis saciar

vuestra hambre y descansar.

Un temporal acompañó a Isis, Sekari, Viento del Norte y Sanguíneo hasta el

palacio destinado a los huéspedes distinguidos. El asno y el perro degustaron una

copiosa comida y se durmieron ambos.

Nervioso, el agente secreto sólo bebió agua y examinó el conjunto de las

estancias decoradas con pinturas que representaban flores, animales y diversos

santuarios.

No descubrió nada anormal.

Cuando llegó el sustituto del sumo sacerdote, Sekari se ocultó tras una puerta y no

se perdió ni una sola palabra de la conversación.

—Vuestra presencia nos honra —dijo el dignatario.

—Esta provincia se llama el Maestro tiene Buena Salud —recordó Isis—. Aquí

custodiáis el cetro mágico de Osiris, que le permite mantener su coherencia

uniendo las partes de su cuerpo. ¿Aceptáis entregármelo?

—¿Os servirá para la celebración de los misterios del mes de khoiak?

—En efecto.

—Supongo que el sumo sacerdote habría aceptado.

—No me cabe duda.

—Permitidme que consulte con los principales permanentes.

Las deliberaciones fueron breves.

El sustituto llegó con el cetro, envuelto en un lienzo blanco, y lo entregó a la

joven. Su sombrío aspecto revelaba una profunda contrariedad.

—El éxito de vuestra búsqueda nos permite creer en la perennidad de Abydos.

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Pero, por desgracia, vuestro viaje no ha terminado.

—¿Qué queréis decir?

—Heliópolis no sólo poseía este cetro osiriaco, sino también el sarcófago donde

deben reunirse las reliquias. Sin él, permanecerán inertes.

—¿Acaso ha desaparecido?

El sacerdote pareció turbado.

—¡No, claro que no! Sufría algunos desperfectos, y el sumo sacerdote decidió

mandarlo a Biblos, la capital de Fenicia. Un carpintero de élite sustituirá allí las

partes dañadas por un pino de primera calidad.

—¿Cuándo concluirá la restauración?

—Lo ignoro.

—El mes de khoiak se acerca, no tengo tiempo para esperar.

—Lo comprendo, lo comprendo... Si deseáis ir a Biblos y volver con el sarcófago,

disponemos de una embarcación especializada en viajes entre Egipto y Fenicia.1

—¿Está la tripulación lista para zarpar?

—Reunir a los marinos requerirá poco tiempo. ¿Deseáis que me encargue

inmediatamente de ello?

—Hacedlo en seguida.

1. El actual Líbano corresponde, parcialmente, a Fenicia.

El sustituto hizo una reverencia y se marchó presuroso.

Colérico, Sekari salió de su escondrijo.

—¡Tiene voz de hiena hipócrita! ¡Nunca había oído algo tan viscoso y

empalagoso!

—No me gusta demasiado ese personaje —admitió Isis—, pero me ha procurado

valiosas informaciones.

—¡Miente y te tiende una trampa!

—Es posible.

—¡Seguro! No lo escuches, Isis, los sacerdotes de Heliópolis han cometido una

falta, el sarcófago ha sido destruido e inventan cualquier cosa para echar tierra

sobre el asunto. Al mandarte a Fenicia, desean alejarte y, sin duda, eliminarte.

—Es probable.

—¡No tomes ese barco, entonces!

—Si hay una posibilidad, una sola posibilidad de lograrlo, debo intentarlo.

—Isis...

—Debo hacerlo.

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38

El espíritu de Sesostris viajaba. Recorría el universo, danzaba con las

constelaciones, acompañaba a los infatigables planetas en sus incesantes

movimientos y se alimentaba de la luz de las indestructibles estrellas.

Más allá del sueño, del día y de la noche, del transcurso del tiempo, su ka se

encontraba con el de sus ancestros. Aparentemente dormido, expuesto a los ata-

ques exteriores de los que lo protegía su guardia personal, el rey obtenía el

máximo de energía fuera de la esfera terrenal.

Le era indispensable para regenerarse, vivir la fiesta del renacimiento del templo

de Osiris y enfrentarse con el Anunciador.

Muy pronto, sus ojos se abrirían.

El ex ayudante del alcalde de Medamud sirvió a los guardias un excelente

estofado sazonado con un somnífero, se alejó y sólo regresó junto al bosque

sagrado dos horas más tarde.

Los militares dormían, tumbados en sus puestos. Dos de ellos luchaban aún

contra el sueño, incapaces de moverse.

Prudente, el terrorista esperó.

Y finalmente se decidió a entrar en el bosque sagrado.

El silencio lo asustó, estuvo a punto de renunciar, pero la ocasión era en exceso

buena.

Apartando pesadas ramas, descubrió el antiguo templo de Osiris.

La entrada de una cripta.

¿Contendría un tesoro?

Sí, evidentemente, puesto que el rey había impuesto importantes medidas de

seguridad. ¿Y dónde se ocultaba él?

El ex ayudante se atrevió a explorar el estrecho corredor que conducía a la cámara

funeraria. De las paredes brotaba una suave luz.

Tendido en un lecho, inmóvil, un gigante.

¡El, el faraón!

Al principio, el discípulo del Anunciador creyó que estaba muerto. ¡No,

respiraba! A dos pasos de él, el indefenso Sesostris.

¿Estrangularlo o degollarlo? Un golpe violento y preciso bastaría. El soberano se

desangraría y el asesino podría alardear de una fabulosa hazaña.

El cuchillo se levantó.

Los ojos del faraón se abrieron.

El criminal, asustado, soltó el arma, salió corriendo de la cripta, atravesó el

bosque y se topó con los soldados del relevo.

Gesticulando, derribó a uno e intentó huir.

Una lanza lo clavó en el suelo.

Desinteresándose por aquella mediocre víctima, el oficial superior sacudió

vigorosamente a los dormidos, que recibirían severas sanciones.

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—El rey... ¿Alguien ha visto al rey?

—Aquí estoy —declaró la voz grave del monarca.

El sustituto del sumo sacerdote de Heliópolis fue a buscar a Isis. Adulador y

sumiso, la condujo hasta el muelle donde estaba amarrado un imponente navío,

construido en Fenicia.

—He aquí una carta para el príncipe de Biblos, AbiShemu, fiel aliado de Egipto.

Os dispensará una perfecta acogida y os entregará el valioso sarcófago. Que los

vientos os sean favorables.

Sanguíneo y Viento del Norte subieron con rapidez por la pasarela y se instalaron

en cubierta, provocando las indignadas reacciones del capitán, un mocetón de

rostro demacrado.

—¡Nada de animales a bordo! —ladró—. O bajan, o acabo con ellos.

—No te acerques —le recomendó Isis—. Me acompañan y me protegen.

La actitud del mastín disuadió al capitán de intentar llevar a cabo sus amenazas.

Se encogió de hombros, reunió a sus dieciocho marineros y les dio consignas para

la partida.

—No manejes el gobernalle —le ordenó la joven.

—¿Acaso os burláis de mí?

—¿Ignoras que sólo la diosa Hator puede guiar nuestra navegación?

—La respeto y conozco sus poderes, pero yo elijo nuestro itinerario.

—Tengo muy poco tiempo, por lo que evitaremos el cabotaje y nos lanzaremos a

alta mar.

—¡Ni... ni lo soñéis! ¡Es demasiado peligroso!

—Deja que Hator lo decida.

—¡Ni hablar!

Un marinero gritó:

—¡El barco... avanza solo!

El capitán tomó el gobernalle. Pero la pesada pieza de madera, obedeciendo a una

fuerza superior, no respondió a sus manejos.

—No te empecines —le advirtió Isis—. De lo contrario, el fuego de la diosa te

consumirá.

Con las manos abrasadas, el capitán aulló de dolor.

-—Esta mujer nos embruja —afirmó un fenicio—. ¡Arrojémosla al mar!

Levantó un brazo amenazador, pero no tuvo tiempo de concluir su gesto, pues

Sanguíneo saltó sobre él y lo derribó, mientras Viento del Norte, mostrando su

dentadura, se colocaba ante la sacerdotisa.

—No son simples animales —advirtió lúcidamente alguien—. No intentemos

agredir a la bruja, nos matarían.

—Cuidad a vuestro capitán —recomendó Isis—, permaneced en vuestro puesto y

el viaje irá muy bien. Hator nos concederá vientos favorables y un mar en calma.

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Venerada en Biblos, se sentirá feliz al ver de nuevo su templo.

Las predicciones de la superiora de Abydos se cumplieron.

Dejando pasmados a los marinos, el navío avanzaba a una velocidad imposible.

El capitán, a pesar de sus sufrimientos, no aceptaba la humillación. Empleado del

libanés, debía cumplir su contrato para cobrar una enorme recompensa, y no se

resignaba a perder semejante oportunidad. Gracias a la magia de Hator, el viaje se

anunciaba muy rápido y Biblos estaría pronto a la vista. No le quedaba mucho

tiempo para actuar, pero no podía acercarse a su víctima, flanqueada siempre por

sus dos protectores.

Sólo quedaba una solución: trepar al palo mayor y derribar a la bruja clavándole

un arpón en la espalda. Especialmente hábil en este ejercicio, el capitán, a pesar

de sus vendajes, no fallaría el blanco.

La joven contemplaba el mar pensando en Iker y en el miedo atroz que debía de

haber sentido, primero creyéndose condenado a perecer ahogado, luego durante

el naufragio de El Rápido.

Su marido vivía aún. Lo percibía, lo sabía.

Sanguíneo gruñó.

Una caricia no lo calmó.

El mastín buscó el peligro a su alrededor. Cuando levantaba la cabeza, el capitán

cayó de lo alto del mástil, chocó violentamente contra la borda y cayó al mar.

—¡Socorrámoslo! —exclamó un marinero.

—Es inútil —estimó uno de sus colegas, al que se unió la mayoría—. No tenemos

la menor oportunidad de recuperarlo. La diosa Hator nos protege, así que ol-

videmos a ese sucio tipo. Nos abrumaba a trabajo y nos pagaba salarios

miserables.

—¡Biblos! —anunció el hombre de proa—. ¡Estamos llegando!

La caída del capitán no había sido un accidente ni una torpeza. Isis había visto el

puñal clavado en su pecho, prueba de la destreza de Sekari. Pasajero clandestino,

el agente secreto sabía hacerse invisible y velaba por la seguridad de su hermana

del «Círculo de oro».

En Biblos, el atraque de un barco de aquel tamaño daba lugar a una fiesta que

apenas turbó el informe del segundo, que explicaba la lamentable desaparición

del capitán por una falsa maniobra que él mismo había llevado a cabo, poniendo

en peligro a la tripulación.

El responsable del puerto saludó a Isis.

—Soy la superiora de Abydos y debo entregar una misiva al príncipe Abi-Shemu.

—Una escolta os llevará de inmediato a su palacio.

Isis se dirigió a la ciudad vieja rodeada de murallas.

El jefe de protocolo le ofreció unas elocuentes muestras de respeto. El príncipe

estaba celebrando en el templo principal un ritual dedicado a Hator, por lo que le

propuso unirse a él.

Inspirado en la arquitectura egipcia, el edificio no carecía de grandeza. Dos

rampas, una al este y la otra al oeste, permitían acceder a él. Entre los cinco

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colosos adosados al muro este, la representación de un faraón.

Un ritualista purificó a Isis con el agua de una gran pila. Luego, ella se prosternó

ante los altares cubiertos de ofrendas, cruzó un patio flanqueado de capillas y

penetró en el santuario donde se levantaba una soberbia estatua de Hator,

llevando el disco solar en su cabeza.

Un hombrecillo rechoncho, ataviado con una túnica abigarrada, la saludó

calurosamente.

—Acaban de avisarme de vuestra llegada, gran sacerdotisa. ¿Habéis tenido un

buen viaje?

—Excelente.

—Todas las mañanas agradezco a Hator la prosperidad que concede a mi

pequeño país. La infalible amistad de Egipto nos garantiza un porvenir

afortunado, y nos alegramos del fortalecimiento de nuestros vínculos. ¿Qué os

parece este santuario?

—Magnífico.

—Oh, no puede compararse con vuestros templos, claro, pero los artesanos

locales, dirigidos por maestros egipcios, rindieron un vibrante homenaje a Hator.

Con esa ocasión, el faraón me ofreció una diadema de oro, adornada con motivos

mágicos, los signos de la vida, de la prosperidad y de la duración. ¡Nunca dejo de

llevarla en las grandes ocasiones! Mis súbditos adoran el estilo egipcio.

El príncipe y la sacerdotisa se dirigieron al vasto atrio del templo.

—¡Una vista soberbia! Las murallas, la ciudad vieja, el mar... No te cansas nunca

de verlo. Perdonad mi curiosidad: ¿no alberga Abydos los principales secretos de

Egipto?

—Y, sin embargo, he venido a buscar aquí uno de ellos.

Abi-Shemu pareció extrañado.

—¿Un secreto osiriaco en Biblos?

—Un sarcófago.

—Un sarcófago —repitió el príncipe, remachando cada sílaba—. ¿Estáis

aludiendo, acaso, a la leyenda según la que habría derivado hasta el jardín de este

palacio donde un tamarisco, brotando de modo milagroso, lo ocultaría a las

miradas profanas? ¡Se trata de una simple fábula!

—¿Aceptaríais, sin embargo, mostrarme el lugar?

—Por supuesto, pero os advierto que os decepcionará.

—He aquí un mensaje para vos. De parte de un sacerdote de Heliópolis.

Firmado por el libanés, el texto estaba escrito en fenicio. Tras una serie de

fórmulas de cortesía, la orden era clara:

Elimina discretamente a Isis, la superiora de Abydos. Que su muerte parezca un

accidente. El Anunciador no atacará tu país y te recompensará. Nuestras

operaciones comerciales se reanudarán.

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La palabra «comercial» provocaba en Abi-Shemu un goce incomparable.

Proveedor de las mercancías ilícitas que transportaba la flotilla del libanés, el

dueño de Biblos no soportaba la interrupción del tráfico. Aquella frágil joven

parecía ser la responsable de ello, y por eso iba a desaparecer.

—¿Deseáis descansar y...?

—Me gustaría visitar este jardín.

—Como gustéis. Unos asuntos urgentes me reclaman en palacio, mi jefe de

protocolo os acompañará.

Cedros, pinos, tamariscos, olivos... Isis recorrió lentamente las avenidas, en busca

de los viejos tamariscos, lo bastante desarrollados para ocultar un sarcófago. Su

protector se había quedado a bordo del barco, y la sacerdotisa lo echaba en falta.

Ante ella apareció de pronto un grupo de mujeres de rostro severo. Detrás, otro. Y

dos más a los lados. No había posibilidad alguna de huir. Igualmente vestidas y

maquilladas, pertenecían a la alta sociedad fenicia. Lentamente, fueron

estrechando el cerco.

—¡Ladrona y profanadora! —la acusó una de ellas—. ¡Creías poder hechizarnos

y hacernos estériles! Gracias a la vigilancia de nuestro príncipe, te impediremos

que causes ningún daño.

—Os equivocáis.

—¿Estás llamando mentiroso a nuestro soberano? Eres una extranjera criminal,

acusada de magia negra en Egipto. Juntas, te pisotearemos y arrojaremos tu ca-

dáver al mar.

La jauría se acercó.

—Soy Isis, superiora de Abydos, y...

—¡Tus divagaciones no nos interesan! No sentimos indulgencia alguna para con

las perversas.

Ante el grupo de asesinas, Isis no bajó la vista y se soltó el pelo en señal de lucha.

Sekari no se había equivocado: era una trampa perfecta, una muerte accidental

por asfixia.

La cabecilla iba a dar la señal de ataque.

—¡Aguardad! —ordenó una hermosa mujer de edad madura y natural

autoridad—. El delicado perfume de esta cabellera no es el de una cualquiera.

Las furiosas mujeres se rindieron ante la evidencia.

—¿Os atreveréis a mentir a la princesa de Biblos y os otorgaréis un título

usurpado?

—Mi padre, el faraón Sesostris, me elevó efectivamente a la dignidad de

superiora de la ciudad santa de Osiris.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—Debo llevar a Abydos el sarcófago de Osiris que se encuentra oculto en este

jardín. El príncipe, vuestro esposo, me ha autorizado a ello.

Exclamaciones, murmullos y diversos comentarios disiparon la agresividad de

las damas de la corte. Un gesto de la princesa las dispersó.

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—Seguidme —le ordenó a Isis—. Exigiré explicaciones.

39

Ataviado con la túnica blanca osiriaca, Sesostris unió cuatro veces el cielo y la

tierra, dirigiéndose a cada punto cardinal. Con el cuerpo protegido por un echarpe

de lino rojo, símbolo de la luz de Ra dispersando las tinieblas, consagró el nuevo

templo dedicado a Osiris. Seis depósitos de fundación contenían jarras, copas de

terracota, pulidores de gres, herramientas de bronce en miniatura, brazaletes de

cuentas de cornalinas, ladrillos de tierra cruda, maquillaje verde y negro, una

cabeza y un hombro de toro hechos de diorita. El suelo, revestido de plata,

purificaba por sí mismo los pasos de los ritualistas.

El soberano iluminó por primera vez el naos y lo incensó.

—Te doy toda fuerza y toda alegría, como el sol —dijo dirigiéndose a Montu, el

señor del santuario.

Su representante en la tierra, el toro salvaje, mantendría la vitalidad del ka del

edificio donde se desarrollaban las escenas de la fiesta de regeneración del

faraón. En el dintel de un porche monumental, Horus y Set le presentaban el tallo

de millones de años, el signo de la vida perpetuamente renovada y el de la

potencia. Unas estatuas representaban al rey anciano adosado al joven rey. En su

ser simbólico se asociaban el principio y el fin, el dinamismo y la serenidad. Un

patio se adornaba con pilares osiriacos, afirmando el triunfo de la resurrección.

Una calleja separaba el templo del barrio residencial reservado a los sacerdotes

permanentes que se purificaban con el agua del lago sagrado. Entre ellos había al-

gunos especialistas destinados al laboratorio. Allí se depositarían ungüentos,

aromas y el oro de Punt.

Al restablecer la tradición osiriaca en Medamud, Sesostris se concedía un arma

de primera magnitud contra el Anunciador. Pero había que hacerla eficaz.

El rey se dirigió hacia el recinto del toro. Al acercarse, el cuadrúpedo fue presa de

una violenta cólera.

—Apacíguate —ordenó el faraón—. Sufres ceguera por la ausencia del sol

femenino. La construcción del nuevo templo lo hará aparecer.

Durante toda la noche, cantos y danzas alegraron el corazón de la diosa de oro.

Alimentada con música, ésta aceptó reaparecer visitando la oscuridad.

El toro, apaciguado, dejó penetrar al faraón en el recinto. En el centro, una

pequeña capilla, a la sombra de una vieja acacia.

En su interior, el recipiente sellado que contenía las linfas de Osiris, fuente de

vida y misterio de la obra divina.

La princesa de Biblos permanecía atónita.

—¿De modo que mi marido habría decidido suprimiros tendiéndoos una trampa

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atroz? —concluyó tras las declaraciones de Isis—. ¿Sois consciente de la gra-

vedad de vuestras acusaciones?

—Sin vuestra intervención, las damas de vuestra corte me habrían asesinado.

¿Necesitáis aún más pruebas?

La princesa, hastiada, levantó los ojos al cielo.

—¿Acaso vuestro país traiciona a Egipto? —preguntó la viuda.

—Nuestros intereses comerciales son prioritarios, y el príncipe multiplica los

socios, a veces en detrimento de la palabra dada.

—Otras preocupaciones os obsesionan, princesa.

—Mi hijo está enfermo. Curadlo y os revelaré el verdadero emplazamiento del

sarcófago.

El niño tenía mucha fiebre y deliraba.

Isis colocó setenta y siete candiles a su alrededor, para atraer a los genios

guardianes capaces de rechazar las fuerzas de destrucción.

Cuando puso su índice en los labios del pequeño enfermo, éste se calmó y le

sonrió.

—El mal se disipa, el dolor se esfuma. Tu vitalidad regresa.

Una a una, las lámparas fueron apagándose. El niño recuperó los colores.

—Un tamarisco protegía el sarcófago —reveló la reina—. El príncipe recibió un

mensaje instándolo a sacarlo y ocultarlo en una columna de la sala de audiencias.

Partid, Isis. De lo contrario, moriréis.

—¿Se ha convertido el Anunciador en el dueño de vuestro territorio?

La princesa palideció.

—¿Cómo... cómo lo sabéis?

—Llevadme a palacio.

—¡Sería una locura, Isis!

—¿No deseáis salvar Biblos?

La estrategia del príncipe exigía agudeza y diplomacia. Sin disgustar a Egipto,

obtenía enormes beneficios favoreciendo las operaciones comerciales del libanés.

La doctrina del Anunciador no le interesaba en absoluto, pero a veces eran

necesarias ciertas concesiones.

Al príncipe le gustaba mucho la sala de audiencias, decorada con magníficas

pinturas que representaban los paisajes de la campiña fenicia. Se sentaba de

espaldas a una ventana que daba al mar. Cuando se enojaba, la cresta de las olas

llegaba hasta allí. El príncipe tenía entonces la impresión de dominar la

naturaleza, sintiéndose al abrigo de sus furores.

Su esposa entró en la sala.

—¿Qué quieres?

—Presentarte a una terapeuta que acaba de curar a nuestro hijo. ¡Es un auténtico

milagro! La fiebre ha cedido por fin, come con normalidad y vuelve a jugar.

—¡Voy a recompensarla!

—¿Le concederás todo lo que te pida?

—Tienes la palabra de Abi-Shemu.

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La princesa dirigió a su marido una irónica mirada.

—Desconfía de la diosa Hator. ¿Acaso no castiga a los perjuros?

—¿Pones en duda mi promesa?

—¡Esta vez no, querido esposo! Nadie podría bromear con la existencia de su

propio hijo. He aquí a nuestra sanadora.

La princesa introdujo a Isis en la estancia.

Como si le hubieran pinchado, Abi-Shemu se levantó.

—¿Vos? Pero...

—Sí, debería estar muerta, víctima de un accidente. Según uno de nuestros

sabios, la mentira nunca llega a buen puerto. ¿Podéis imaginar la reacción del

faraón Sesostris cuando le anunciaran la desaparición de su hija?

El príncipe bajó los ojos.

—¿Qué exigís?

—El sarcófago.

—¡Fue destruido!

—Vuestra esposa me ha contado la verdad.

Isis tocó todas las columnas de la sala y se detuvo en la séptima.

—Cumplid vuestra promesa, príncipe.

—¡No voy a hacer que destruyan esta columna sólo para probaros que no

contiene lo que buscáis!

—Hator, protectora de Biblos, puede transformarse en Sejmet. El veneno de la

cobra se añade al furor de la leona. Faltar a la palabra dada sería un crimen imper-

donable.

Los dedos de Abi-Shemu se crisparon sobre la empuñadura de su daga. ¿No sería

la mejor solución suprimir a aquella sacerdotisa?

Agarrado al borde de la ventana, Sekari observaba al príncipe de Biblos. Había

confiado el cuidado de la embarcación a Sanguíneo y a Viento del Norte, conside-

rados como dos temibles genios, y había encontrado el rastro de Isis.

El puñal salió lentamente de la vaina.

Sekari se disponía a saltar y a impedir que Abi-Shemu hiciera un gesto fatal, pero

en ese instante la princesa apostrofó a su marido.

—La superiora de Abydos ha salvado a nuestro hijo. No injuries a las divinidades

ni al faraón, y expresa tu agradecimiento.

Consciente de los riesgos que había corrido, el príncipe cedió. Un carpintero sacó

delicadamente el sarcófago de su cobertura. De madera de acacia, imputrescible,

estaba adornado con dos ojos completos que le permitían ver lo invisible.

Cuando Isis salió de la sala en compañía de la princesa, Sekari abandonó su

puesto de vigilancia y se dirigió nadando al barco.

—Que el faraón no sancione con demasiada dureza a Abi-Shemu —imploró la

princesa—. Mi marido se preocupa tanto por la prosperidad de su ciudad que

comete lamentables imprudencias.

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—Que expulse a los partidarios del Anunciador. De lo contrario, lo eliminarán y

convertirán Biblos en un infierno.

—Sabré mostrarme convincente, Isis.

El asno y el perro celebraron ruidosamente el regreso de la joven, y Sanguíneo se

levantó y plantó las patas anteriores en sus hombros.

Cuidadosamente envuelto en grueso tejido y sólidamente amarrado con unos

cabos en el interior de la cabina central, el precioso sarcófago no corría riesgo

alguno de quedar dañado.

—Queda un pequeño problema —señaló Sekari—. Tras la desaparición del

capitán, los marineros creen que este barco está hechizado. Es imposible

encontrar una tripulación.

—Hator la sustituirá y nos conducirá. Iza la vela mayor, yo me encargaré del

gobernalle.

Isis pronunció la fórmula de la navegación feliz, puesta bajo la protección de la

soberana de las estrellas.

Un viento continuado se levantó, el barco abandonó el puerto de Biblos y se

dirigió hacia Egipto.

Viento del Norte y Sanguíneo habían dormido durante todo el viaje de regreso,

más rápido aún que el de ida. En cuanto acostaron en el puerto fluvial de

Heliópolis, Isis hizo a la diosa Hator una ofrenda compuesta de flores y vino.

—No le quitéis ojo al sarcófago —pidió a Sekari y a sus dos colegas.

—¿No debería acompañarte al templo?

—No corro riesgo alguno —afirmó ella.

En el umbral del dominio sagrado, el sustituto del sumo sacerdote, descompuesto,

farfulló algunas salutaciones.

—¿Habéis... habéis regresado?

—¿Acaso os parezco un fantasma?

—Vuestro viaje...

—Sin incidentes importantes.

—Ha sido tan breve que...

—La soberana de las estrellas ha contraído el tiempo. ¿Cómo se encuentra el

sumo sacerdote?

—No mejora, lamentablemente. Tememos un fatal desenlace. ¿Habéis

encontrado... el sarcófago?

—El príncipe de Biblos me lo ha dado. Ahora está bien protegido.

—¡Perfecto, perfecto! ¿Deseáis comer algo...?

—Vuelvo a zarpar de inmediato. Tened la bondad de entregarme el cesto de los

misterios que contiene las reliquias osiríacas que os confié.

El sustituto estuvo a punto de romper a sollozar.

—¡Es terrible, horrendo! ¡Nunca debería haberse producido semejante drama,

sobre todo aquí, en Heliópolis !

—Explicaos.

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—No encuentro las palabras, yo...

—Haced un esfuerzo.

—El cesto ha sido robado —reconoció el dignatario con voz ahogada.

—¿Habéis llevado a cabo una investigación?

—¡Sin resultados, por desgracia!

—No es ésa mi opinión —declaró una voz sonora que dejó pasmado al sustituto.

¡Tras Isis, un segundo fantasma!

—Vos, sumo sacerdote, pero... ¿No estabais moribundo?

—Tenía que convencer a los que me rodeaban para desenmascarar a la criatura

del Anunciador que se esconde entre nosotros. Necesitaba una prueba formal. Tú

me la has procurado al robar el cesto de los misterios.

—Os equivocais, os...

—Es inútil negarlo.

Los guardias que se encargaban de la seguridad del templo rodearon al acusado.

Este cambió de actitud.

—Bueno... sí, estoy al servicio del futuro dueño de Egipto, de aquel que derribará

vuestros santuarios e impondrá por todas partes la nueva creencia. Vuestra

derrota se ha consumado, pues Osiris no resucitará. El hombre a quien entregué el

cesto de los misterios lo ha quemado.

—Helo aquí —declaró el sumo sacerdote dándoselo a la superiora de Abydos—.

Tu cómplice fue detenido antes de perpetrar el abominable crimen. Sois culpables

de alta traición, y seréis ejecutados juntos. Como ha hablado por los codos,

sabemos que el Anunciador ya no tiene espía alguno en Heliópolis.

La búsqueda de Isis concluía así.

El cesto de los misterios contenía todas las partes del cuerpo de Osiris que ella

intentaría reconstruir en Abydos, sin la seguridad de lograrlo. Iker la aguardaba.

Y su amor por él no dejaba de crecer.

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LOS MISTERIOS DEL MES DE KHOIAK1

1El proceso de resurrección que se evoca en las siguientes páginas se revela en

algunos documentos egipcios fundamentales, como los «textos de las pirámides»,

los «textos de los sarcófagos», el Libro de salir a la luz, los textos osiríacos de los

templos ptole- maicos, especialmente Dandara (véanse las traducciones al

francés de Emile Chassinat y de Sylvie Cauville), y varias otras fuentes como el

Papiro SALT 825

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Mes de khoiak,

Primer día (20 de octubre), Abydos

Tras el ritual del alba, el Calvo y Neftis acudieron a la Casa de Vida. Allí, el

sacerdote recitó las fórmulas de preservación de la momia. La sacerdotisa la

magnetizó. La ausencia de cualquier signo de descomposición demostraba que

Iker seguía viviendo en una existencia intermedia, entre la nada y el

renacimiento.

A partir de mediodía, se iniciaron nuevos interrogatorios.

Le llegó el turno a Asher.

—Según los informes de tus superiores —observó el Calvo—, sabes modelar

cuencos y fabricar recipientes rituales, y limpias, de modo ejemplar, los objetos

del culto.

—Es un juicio que me halaga. Intento ser útil.

—¿Cuáles son tus ambiciones, Asher?

—Fundar una familia y trabajar el mayor tiempo posible en Abydos.

—¿Desearías acceder a la dignidad de sacerdote permanente?

—¡Por supuesto, pero sólo es un sueño!

—¿Y si se convirtiera en realidad?

—¿No es Egipto el país de los milagros? No me atrevo a creerlo, pero

abandonaría de buena gana mis actividades profanas para servir a Osiris.

—¿No te asusta el rigor de nuestra Regla?

—Al contrario, afirma mis convicciones. ¿No sigue siendo Abydos el zócalo de

la espiritualidad egipcia?

—Respóndeme con claridad: ¿has observado hechos insólitos o comportamientos

dudosos?

El Anunciador reflexionó.

—Percibo una armonía que une el aquí y el más allá. Aquí, cada segundo de

nuestra existencia adquiere sentido. Temporales y permanentes llevan a cabo

tareas precisas, a su hora y de acuerdo con sus capacidades. El espíritu de Osiris

nos arrastra más allá de nosotros mismos.

El Anunciador no formuló acusación ni sospecha alguna. Según sus

declaraciones, Abydos parecía un paraíso.

Neftis sólo mordisqueaba la comida.

—¿No tienes hambre? —se asombró el Anunciador.

—Estamos en el primer día del mes de khoiak, el de la celebración de los

misterios de los que depende la supervivencia de las Dos Tierras.

—¿Estás inquieta acaso?

—El proceso de la resurrección osiriaca no deja de ser una aventura peligrosa, y

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aguardamos a nuestra superiora con impaciencia. Sin ella, es imposible iniciar el

ritual.

—¿Tan determinante es el papel que desempeña?

—Ella conoce el Gran Secreto.

—¿Y no es excesivo conceder tanta importancia a una mujer?

De pronto, Neftis lo vio claro y olvidó el encanto de

Asher. Consiguió controlarse pero no modificó su actitud amorosa y hechizada.

—Excesivo... Sí, tal vez tengas razón.

—Egipto se equivoca y se debilita concediendo demasiadas prerrogativas a su

sexo.

—¡Ante el Calvo, tan abrupto sin embargo, tu actuación fue deslumbrante!

—¿Por qué guardaste silencio?

—¡Tu ascenso me parecía seguro!

—Hablé de mi voluntad de fundar una familia. ¿Aceptarías convertirte en mi

esposa?

El Anunciador estrechó con ternura las manos de Neftis.

—Es una decisión muy importante —murmuró ella—. Soy muy joven y...

—Obedéceme y te haré feliz. ¿No debe una mujer someterse a su marido y

satisfacer sus menores deseos?

—¿Y... mis deberes de sacerdotisa?

—¡Simples ilusiones! ¿Acaso no es el dominio del espíritu inaccesible a las

mujeres? Tú eres lo bastante inteligente como para comprenderlo. Y admitirás

también que una sola esposa no le basta a un hombre. Las pulsiones de las

hembras están limitadas por la naturaleza, pero no las de los varones. Respetemos

la ley divina que dicta la superioridad del hombre.

Dócil, la hermosa sacerdotisa no se atrevió a mirar a los ojos a su seductor.

—Este lenguaje es tan nuevo, tan inesperado...

El Anunciador abrazó a Neftis.

—Muy pronto sellaremos nuestra unión. Compartirás mi lecho y te convertirás en

mi primera esposa, en la madre de mis hijos. Y no imaginas el radiante porvenir

del que gozarás.

El comandante de las fuerzas de seguridad recorría el muelle de Abydos. Por muy

militar que fuera, conocía la importancia vital del mes de khoiak. ¿No serían in-

eficaces los ritos, en ausencia de la superior a?

—¡Se acerca un barco! —lo avisó un centinela.

Los soldados se desplegaron de inmediato.

Al ver al gigante de pie en la proa, las inquietudes del comandante se disiparon.

El regreso del faraón permitía a los residentes respirar con mayor libertad.

Portador del recipiente sellado, Sesostris se dirigió a grandes zancadas hacia la

Casa de Vida, vigilada día y noche. Allí lo recibieron el Calvo y Neftis.

—He aquí la fuente de la energía osiriaca —declaró—. Depositadla a la cabecera

de Iker.

Mientras los dos ritualistas cumplían con su tarea, el rey ordenó que se triplicara

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la guardia. Algunos arqueros de élite ocuparon el tejado de la Casa de Vida,

transformada en inexpugnable fortaleza. A cada soldado se le entregó un cuchillo

de obsidiana, cargado de magia.

—¡El rey ha regresado! —exclamó Bina.

—De modo que su alma ha viajado por el otro lado de la vida, se ha reintegrado a

su cuerpo y ha celebrado en Medamud su fiesta de regeneración —se extrañó el

Anunciador—. Una nueva fuerza lo habita y quiere que Abydos se aproveche de

ella.

—¿Supondrá una amenaza?

—¡Sesostris nunca ha dejado de serlo! Hay que descubrir sus proyectos.

—Señor... habéis vuelto a cenar con esa tal Neftis.

El Anunciador acarició el pelo de Bina.

—Es una joven sumisa y comprensiva. Adoptará la verdadera creencia.

—¿Os... Casaréis con ella?

—Ambas me obedeceréis y me serviréis, pues ésa es la ley divina. Es inútil que

volvamos a hablar de ello, dulzura.

Un aterrorizado Bega irrumpió de pronto en casa del Anunciador.

—¡El faraón acaba de llegar con un recipiente sellado! ¡Y está atracando otro

barco, el de Isis!

En las esquinas interiores de la Casa de Vida, el Calvo había colocado cuatro

cabezas de león que escupían fuego, cuatro uraeus, cuatro babuinos y cuatro

braseros. De ese modo, ninguna fuerza negativa penetraría en el interior del

edificio de muros de piedra, al que se accedía por una monumental puerta de cal

blanca.

El techo del patio principal era la bóveda celestial de la diosa Nut; su suelo

enarenado, el del dios Tierra, Geb. En el centro, una capilla albergaba la barca de

Osiris donde descansaba el cuerpo de Iker.

¡Por fin volvía a verlo Isis!

Sin poder contener las lágrimas, se reprochó aquella debilidad y puso en seguida

manos a la obra, en presencia del faraón, del Calvo y de Neftis. Iker no necesitaba

manifestaciones de luto, sino el éxito de una transmutación que lo devolviera a la

luz.

La resurrección exigía una transferencia de muerte.

La de Iker debía pasar al cuerpo del ser perpetuamente regenerado,1 Osiris,

vencedor de la nada. Sólo él absorbía todas las formas de óbito y las transformaba

en vida.

1. Unen-nefer, uno de los nombres más corrientes de Osiris.

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También había que recrear a los tres Osiris y seguir un proceso ritual de absoluta

precisión, sin cometer error alguno.

Y los ritualistas sólo disponían de los treinta días del mes de khoiak.

Isis ensambló el cuerpo de piedra de Osiris reuniendo las reliquias recogidas

durante su búsqueda: la cabeza, los ojos, las orejas, la nuca y la mandíbula, la

columna vertebral, el pecho, el corazón, los brazos, los puños, los dedos, el falo,

las piernas, los muslos y los pies. Gracias al cetro de Heliópolis, aseguró la

coherencia de las partes de aquel cuerpo de resurrección, y el cetro de oro de la

colina de Tot les dio una fuerza sobrenatural.

Entonces, el rey abrió el recipiente sellado que contenía las linfas del dios, el

misterio de la obra alquímica y la fuente de vida. El fluido osiriaco, semejante a

las aguas de la inundación, unió sólidamente entre sí las partes ensambladas de la

estatuilla. De ella se desprendió el perfume de Punt.

Isis tocó la momia con la venerable piedra recogida en la isla de Soped, para

animar lo que parecía inerte y hacer que latiera el corazón mineral. Le aplicó

luego tres capas de ungüento, lo envolvió en cuatro paños que simbolizaban

cuatro estados de la luz revelados en la apertura de la ventana del cielo y la puso

en el interior de la piel de carnero procedente de Tebas.

—Tu nombre es vida —declaró el rey—. Nuestra madre, la diosa Cielo, te

engendrará de nuevo y te revelará tu naturaleza secreta transmitiéndola a tu hijo,

el Osiris Iker.

Sesostris colocó al primer Osiris, compuesto de metal y mineral, en el vientre de

la vaca cósmica de madera dorada, sembrada de estrellas y constelaciones, el

verdadero origen de los vivos. En aquel hornillo de atanor se consumaría una

resurrección invisible para los ojos de los humanos, pero indispensable para

asegurar la totalidad de las mutaciones.

—De Ra, la luz creadora, nace una piedra metálica —declaró el faraón—. Por ella

se realiza la obra oculta. Constituida por metales y piedras preciosas, transforma a

Osiris en árbol de oro. Isis, hermana mía, prosigue el trabajo alquímico.

Sobre una estructura de madera, Isis extendió una tela de lino. En el centro dibujó

la silueta de Osiris, y luego la modeló con limo húmedo y fértil, granos de cebada

y de trigo, aroma y polvo de piedras preciosas.

—Estás presente entre nosotros, la muerte no te corrompe. Que la cebada se

vuelva oro, que tu renacimiento adopte el aspecto de los verdeantes tallos que

brotarán de tu cuerpo luminoso. Eres los dioses y las diosas, eres las aguas

fecundadoras, eres el país entero, eres la vida.1

El segundo Osiris ya tenía forma. Inicialmente vinculado al primero, comenzaba

el segundo proceso de resurrección.

El tercero debería haber sido la momia del dios descansando en su morada de

eternidad de Abydos y resucitando en la novena hora de la noche, el último día

del mes de khoiak del año precedente. La inmortalidad pasaba así del dios al dios.

1. S. Cauville, Le zodiaque d'Osiris, Leuven, 1997, p. 57.

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Al violar la tumba y destruir la momia de Osiris, el Anunciador creía impedir

cualquier renacimiento.

Esta vez, un hijo real y Amigo único serviría de soporte para el ritual. ¿Pero sería

un material lo bastante resistente como para soportar la prueba?

La viuda contempló a su esposo.

—Sé el tercer Osiris —imploró—, y consuma la última resurrección.

Sólo quedaban veintinueve días.

Mes de khoiak,

Segundo día (21 de octubre), Abydos

La guardia ha sido triplicada —indicó Bega—, y cada soldado va provisto,

además de sus armas habituales, con un cuchillo de obsidiana capaz de atravesar

el caparazón de los espectros. Isis, Neftis y el Calvo no han vuelto a salir de la

Casa de Vida.

—¿Has consultado a los demás permanentes? —preguntó el Anunciador.

—Todos son de la misma opinión: los ritos de resurrección acaban de comenzar.

—¿A partir de qué soporte?

—De Iker —respondió Bina con ojos alucinados.

El Anunciador la tomó por los hombros.

—Iker ha muerto, dulzura. Yo aniquilé la momia de Osiris y el recipiente que

contenía la fuente de vida. Abydos se reduce a un cascarón vacío, los ritos están

desprovistos de eficacia.

—Iker navega entre la vida y la muerte —declaró ella—. Sus ojos permanecen

abiertos. Isis y el rey intentan devolverlo a la luz.

—¡Hay que impedírselo! —exclamó Bega.

—Ordena a Shab que estudie el dispositivo de protección. Si existe un medio de

penetrar en la Casa de Vida, él lo descubrirá.

Feliz de poder estirar las piernas, el Retorcido tomó mil precauciones para no

llamar la atención de los guardias. Contrariamente a sus esperanzas, la noche no

le procuró mayores oportunidades, pues centenares de lámparas iluminaban el

edificio y sus alrededores. Los arqueros, relevados con frecuencia, no padecían

fatiga ni falta de sueño, y su vigilancia no se aflojaba.

Las conclusiones eran perentorias: zona inaccesible.

El Anunciador calmaba a Bina, presa de convulsiones. Desde su visión, no dejaba

de temblar.

—Temo los poderes del faraón y de esa maldita superiora —reconoció Bega—.

Deberíais abandonar Abydos, señor. Antes o después, la investigación tendrá

éxito.

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—Tú has participado en el ritual de los grandes misterios. ¿Cómo procede el rey?

—Utiliza el Osiris del año pasado, cuya energía está agotada, moldea uno nuevo

y organiza una triple resurrección: mineral, metálica y vegetal. Son indispensa-

bles las linfas del recipiente sellado. Los archivos de la Casa de Vida, «las Almas

de luz», enseñan el método que se debe seguir.

—Así pues, Iker, de víctima, habría pasado a ser un soporte osiriaco —concluyó

el Anunciador, intrigado—. Una sola persona me proporcionará informaciones de

primera mano: Neftis. En cuanto reaparezca, avísame.

Isis y Neftis colocaron alrededor de Iker los cuatro recipientes que formaban el

alma recompuesta. A occidente, el primero, con cabeza de halcón,1 contenía el

intestino, los vasos y los conductos de energía de Osiris. A oriente, el segundo,

con cabeza de chacal,1 el estómago y el bazo; a mediodía, el tercero, con cabeza

de hombre,2 el hígado; a septentrión, el cuarto, con cabeza de babuino,

3 los

pulmones.

1. Kebeh-senuf, «el que da el agua fresca a su hermano».

1. Dua-mutef, «el que venera a su madre».

2. Imseti, «el fecundador (?)».

3. Hepy, «el rápido».

Reunidos, los cuatro hijos de Horus, sucesor de Osiris, fortalecían el ka y el

corazón de su padre.

Las dos hermanas levantaron las cubiertas y pronunciaron las fórmulas de

veneración al halcón, al chacal, al hombre y al babuino. Nuevos órganos, embrio-

narios aún, animaron la momia de Iker.

En aquel instante, los tres Osiris, el mineral y metálico, el vegetal y el humano,

funcionaron en simbiosis. Indisociables en adelante, resucitarían o zozobrarían

juntos.

Sólo el faraón y el Calvo abandonaron la Casa de Vida al caer la noche. El decano

de la cofradía reunió a los sacerdotes y a las sacerdotisas permanentes y les

anunció el inicio de la celebración de los grandes misterios del mes de khoiak.

—¿No había desaparecido el recipiente sellado? —se extrañó Bega.

—El rey encontró el del templo de Medamud. Se dan las condiciones necesarias

para ver renacer a Osiris.

Mes de khoiak,

tercer día (22 de octubre), Abydos

Las siete sacerdotisas de la diosa Hator eligieron los más hermosos dátiles.

Depositaron una parte en una bandeja de plata y exprimieron los demás para

extraer su jugo, produciendo un licor que simbolizaba las linfas regeneradoras de

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Osiris.

Concluido su trabajo, entregaron los frutos y el licor al faraón. Al terminar el

ritual del alba que se celebraba en su templo de millones de años, éste regresó a la

Casa de Vida y presentó la ofrenda a los tres Osiris.

—He aquí la encarnación del fuego benéfico. Que os ayude a renacer con el año

nuevo, en pleno corazón del misterio.

—Aquí se consuma el trabajo secreto guardado para siempre —añadió Isis—. En

tu cuerpo de luz, Osiris, se levantará el sol.

El primer alimento sólido y líquido de los tres Osiris estaba asegurado. El Calvo

tenía ahora que preparar la procesión de los bueyes cebados y su sacrificio,

previsto para el sexto día del mes de khoiak. Sólo Isis permaneció junto a Iker.

—-Uno de los sacerdotes temporales me intriga —le reveló Neftis al Calvo—.

Reconozco que me siento atraída por él, y acaba de pedirme en matrimonio. Es un

excelente técnico, apreciado por todos, y pensáis incluso en la posibilidad de

aceptarlo como permanente.

—¿De quién se trata?

—De Asher, ese temporal de gran talla, tan seductor. Con voz dulce, amable, casi

tierna, me ha soltado un espantoso discurso referente a las mujeres. Ninguna le

parece digna de ser sacerdotisa, y afirma la absoluta superioridad del hombre. Yo

he fingido estar de acuerdo con él.

—¿Bromeaba o hablaba en serio?

—No creo que bromease, pero procuraré confirmarlo.

—¡Sé prudente! Si se trata de un discípulo del Anunciador, estás en peligro.

—En ese caso, me llevará a su señor.

—¿Por qué iba a llevarte hasta él?

—Porque puedo revelarle los secretos de la Casa de Vida.

—Preveremos tu protección.

—¡Que sea discreta, sobre todo! De lo contrario, Asher desconfiará y fracasaré.

—¿Eres consciente de los riesgos que corres?

—Es necesario erradicar el mal que se ha implantado en Abydos. He aquí por fin,

tal vez, la ocasión de lograrlo.

—Existe un método menos peligroso —estimó el Calvo—: volver a examinar el

expediente de admisión del tal Asher. Espera mis conclusiones antes de sondear a

tu enamorado.

Neftis pensó en el sufrimiento y el valor de su hermana Isis. Aunque su vida

corriera peligro, contribuiría a apartar la amenaza de la morada de resurrección.

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Mes de khoiak,

Cuarto día (23 de octubre), Menfis

Por el sombrío aspecto del visir Sobek, el general Nesmontu presintió una

catástrofe.

—¿Un ataque terrorista?

—No, el tribunal acaba de dictar sentencia.

—No me digas que...

—La máxima condena.

—¡Sehotep no mató a nadie!

—Según el tribunal, la intención vale por la acción. Además, existen

circunstancias agravantes: el culpable pertenecía a la Casa del Rey.

—Hay que apelar esa decisión.

—Es definitiva, Nesmontu. En estos tiempos turbulentos, la justicia debe

mostrarse ejemplar. Ni siquiera el faraón puede ya hacer nada por Sehotep.

—¡Un miembro del «Círculo de oro» de Abydos condenado a muerte a causa de

una prueba falsificada!

Desamparado, el viejo soldado creyó por unos instantes en el triunfo del

Anunciador. Pero su instinto de guerrero prevaleció y pensó en reunir a sus fieles,

atacar la prisión y liberar a su hermano.

—No cometas locuras —recomendó el visir—. ¿Adonde iba a llevarte un golpe

de fuerza? De un momento a otro, los terroristas iniciarán su ofensiva. Tendrás

que coordinar nuestra respuesta. La supervivencia de Menfis dependerá de tu

intervención.

El Protector hacía bien recordándole sus deberes.

—Sobre todo, permanece oculto aquí. Si aparecieras, el jefe de la organización

terrorista comprendería que estamos tendiéndole una trampa. Algunos soldados

custodiarán esta villa requisada tras la ejecución de su propietario.

La voz de Sobek temblaba. Ni el general ni él eran hombres que estuvieran

acostumbrados a expresar su desamparo.

Sobek dormía dos horas por noche, pues seguía examinando los informes de las

investigaciones policiales, por mínimos que fueran. Esperaba hallar en ellos un

indicio que pudiera diferir la ejecución de la sentencia.

Un dibujo que representaba a un sospechoso lo intrigó. Se parecía vagamente a

Gergu, el inspector principal de los graneros. Tal vez, según el informe del in-

vestigador, estuviera mezclado, de cerca o de lejos, en el caso Olivia. El discreto

registro de una casa perteneciente a un tal Bel-Tran había dado un curioso resulta-

do: se habían hallado numerosas mercancías de valor, robadas o no declaradas.

El Protector recordó que Iker le había pedido que investigara al tal Gergu, pero

las investigaciones habían resultado estériles.

Un segundo expediente se refería al mismo personaje.

Esta vez no eran simples sospechas, sino una denuncia en toda regla. El

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responsable de los graneros de la aldea del Cerro florido acusaba a Gergu de

agresión, extorsión de fondos y abuso de poder. Demasiados funcionarios se

comportaban así, y al visir le correspondía castigarlos duramente. Si los hechos se

demostraban, el bandido iría a la cárcel.

¿No convenía, antes de detenerlo, seguirlo y saber si tenía o no relación con los

terroristas?

Mes de khoiak,

Quinto día (24 de octubre), Menfis

Me garantizas la eficacia de este producto? —preguntó el doctor Gua.

—En nombre de Imhotep el sanador —aseguró el farmacéutico Renseneb.

—¿Ni consecuencias catastróficas ni desastrosos efectos secundarios?

—Yo mismo he probado esta sutil mezcla de esencias de loto, adormidera y una

decena de flores raras, a dosis muy precisas. Vuestra paciente no experimentará

sufrimiento alguno y no sentirá ninguna turbación al salir de su hipnosis. Sólo

debo haceros una única recomendación: haced pocas preguntas, hablad con voz

firme y tranquila, no manifestéis impaciencia.

Gua tomó la bolsa de píldoras y se dirigió a casa de Medes, donde la esposa del

secretario de la Casa del Rey lo recibió con entusiasmo.

—¡Por fin, doctor! Pese a vuestros excelentes remedios, no dejo de llorar. ¡Mi

vida es un infierno!

—Os había prevenido, es preciso pasar a una nueva terapia.

—¡Estoy dispuesta!

—¿Puedo hablar con vuestro marido?

—Dados los acontecimientos, regresará tarde. ¿Os dais cuenta? No hay faraón,

no hay visir, no hay general en jefe... Menfis corre hacia su perdición.

—Preocupémonos de vuestra salud.

—¡Oh, sí, doctor, oh, sí!

—Tomad estas cuatro píldoras.

La esposa de Medes se apresuró a obedecer. Gua comprobó su pulso.

—Sentiréis rápidamente un maravilloso bienestar. No os resistáis al deseo de

dormir. Yo permaneceré junto a vos.

La droga no tardó en hacer efecto.

El médico hizo que su paciente tomara dos píldoras suplementarias.

Completamente relajada, la histérica se abandonó.

—Soy el doctor Gua. ¿Me oís?

—Os oigo —respondió una voz ronca.

—Tranquilizaos, voy a libraros de la enfermedad que os abruma. ¿Aceptáis

decirme la verdad, toda la verdad?

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—Lo... acepto.

—La verdad será vuestro remedio. ¿Lo comprendéis?

—Lo... comprendo.

—¿Sois la esposa de Medes, el secretario de la Casa del Rey?

—Lo soy.

—¿Vivís en Menfis?

—Sí, allí vivo.

—¿Sois feliz?

—Sí... no... sí... ¡No, no!

—¿Os pega vuestro marido?

—¡Nunca! Bueno, a veces, sí...

—¿Lo amáis?

—Lo amo, es un marido maravilloso, ¡tan maravilloso!

—¿Lo obedecéis, pues?

—¡Siempre!

—¿Os ordenó que cometierais algún acto que ahora lamentáis?

—¡No, oh, no! Sí... lo lamento. ¡Pero fue por él! No, no, no lamento nada.

—Estamos llegando a la raíz de vuestro mal. Si la extirpamos, os curaré. Confiad

en mí y no seguiréis sufriendo. ¿Qué os exigió vuestro marido?

El vientre de la paciente se abultó, sus miembros temblaron, los ojos se le

pusieron en blanco.

—Soy el doctor Gua, os estoy curando, estamos llegando al final. Habladme,

liberaos de vuestros tormentos.

Los espasmos se espaciaron, la enferma se calmó.

—Una carta... Escribí una carta imitando la caligrafía del gran tesorero Senankh,

para desacreditarlo. ¡Tengo un don, un don excepcional! Medes estaba contento,

muy contento... ¡Lamentablemente, fracasamos! Entonces...

—¿Entonces?

Ella volvió a crisparse.

—Soy el doctor Gua, estoy curándoos. Vuestra salud está muy cerca. Habladme,

decidme la verdad.

—Escribí otra carta imitando la caligrafía de Sehotep, para que lo acusaran de

traición y de crimen. ¡Esta vez lo conseguimos! Medes estaba contento, muy con-

tento... ¡Qué bien me siento ahora! Curada, estoy curada...

El hígado de Medes decía la verdad, también. Privado de Maat, revelaba el

carácter de un hombre envidioso y colérico.

El doctor Gua acababa de descubrir un importante aliado de los terroristas, sin

duda el personaje clave de su organización, y podía demostrar la inocencia de

Sehotep.

Sin embargo, ¿a quién revelarle esas informaciones vitales? El visir estaba

agonizando, el general Nesmontu había muerto, la reina no recibía a nadie.

Quedaba Senankh, el gran tesorero, presa de una depresión. ¿Querría escucharlo,

y estaría en condiciones de actuar?

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Una abominable hipótesis rozó el espíritu del doctor Gua: ¿y si el ministro de

Economía fuera cómplice de Medes?

Mes de khoiak,

Sexto día (25 de octubre), Abydos

El veterinario había examinado a los bueyes cebados, adornados con collares de

flores, con plumas de avestruz y echarpes de colores. Cada ejemplar considerado

puro se dirigió lentamente al matadero del templo. El maestro carnicero

confirmaría la calidad de la carne tras un nuevo examen. Debía contener el

máximo de ka.

Precedido por Viento del Norte, Sanguíneo vigilaba a las enormes bestias. Por lo

general, su llegada causaba el gozo de los temporales, seguros de participar en

varios banquetes para celebrar el renacimiento de Osiris.

Pero los acontecimientos dramáticos que habían afectado a Abydos seguían

presentes en todas las memorias, y nadie pensaba en fiestas.

Una vez más, Bina quiso llevar comida a los soldados encargados de custodiar la

Casa de Vida.

Un oficial le cerró el paso.

—¿Tienes autorización?

—Suelo...

—Consignas nuevas. Regresa por donde has venido.

Bina le ofreció su más hermosa sonrisa.

—No voy a tirar esos panes y...

—¿Deseas ser detenida?

La hermosa morena se alejó y dejó su carga en uno de los altares del templo de

millones de años de Sesostris donde oficiaba Bega.

El sacerdote se aseguró de que ningún oído indiscreto los escuchara.

—El Calvo ha reunido a los permanentes —reveló él—. Por los ritos que

debemos practicar aquí y las fórmulas que debemos recitar, ya estoy seguro: en la

Casa de Vida tiene lugar una transmutación.

—¿Conoces la naturaleza del soporte?

—Las partes del cuerpo osiriaco y la cebada que debe transformarse en oro. Y tal

vez... Pero no, es impensable. No puedes tener razón. ¡Iker está muerto y bien

muerto! Nadie podría devolverlo a la vida. Sin embargo, en el caso de Imhotep...

¡Pero ese hijo real no puede comparársele! Además, semejante intento está

condenado forzosamente al fracaso.

—¿No regresó Sesostris de Medamud con un nuevo recipiente sellado?

Bega se turbó.

—¿Tendrás acceso a la Casa de Vida? —preguntó Bina.

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—Por desgracia, no. Sólo pueden penetrar en ella el faraón, el Calvo, Isis y

Neftis.

«De nuevo esa maldita hembra», pensó la única esposa del Anunciador,

enfurecida.

Hablaría o moriría.

Mes de khoiak,

Séptimo día (26 de octubre), Abydos

El primer cuarto de la luna creciente brillaba en el cielo, abriéndole camino a Ra,

la luz divina más poderosa que las tinieblas, oculta tanto en el seno del espíritu

como en el de la materia.

Isis aguardaba con angustia ese momento. Bajo el efecto conjunto de las dos

luminarias, el sol del día y el de la noche, ¿crecerían en armonía los tres Osiris?

El Osiris mineral y metálico se confortaba al margen de la mirada humana, en el

interior del hornillo de atanor, la vaca celestial. Alimentadas con la irradiación de

las estrellas, las partes del cuerpo osiriaco se unían sólidamente.

El Osiris vegetal servía de testimonio y prueba de esa evolución secreta.

Acababa de germinar una primera semilla.

—Ten confianza —le murmuró Isis a Iker—, se han reunido todas las

condiciones para una nueva vida. Desde este momento, ya estás asociado a dos

formas de eternidad: la del instante de transmutación y la de los ciclos naturales.

Ahora, la Casa de Vida se convierte realmente en la Morada del Oro.

En el exterior, ante el edificio, el faraón celebró un banquete en compañía del

alma de los reyes muertos y resucitados. Participaron en él el Calvo y los

sacerdotes y las sacerdotisas permanentes. Todos ellos compartieron el ka de los

bueyes cebados y un pan de flor de acacia, procedente de la campiña de las

felicidades, donde las divinidades se entregaban al festejo.

Sesostris llevó luego su comida a los tres Osiris, que absorbieron la esencia sutil

de aquellos alimentos sacralizados.

Unido a los otros dos, el Osiris Iker salía progresivamente del mundo intermedio.

El proceso no se retrasaba, pero las etapas principales y los mayores peligros

estaban aún por llegar.

—La muerte de Iker cede terreno y comienza a transferirse —declaró el

monarca—. Sin embargo, esta primera fase no es decisiva. Al Osiris metálico le

falta todavía coherencia y poder. Pero ninguna diferencia debe subsistir entre las

tres formas de la Gran Obra. Como un fuego, tu amor lo anima, Isis; sin él, los

elementos vitales se disociarían. Y sólo él, porque no es de este mundo, podrá

vencer el destino impuesto por el Anunciador.

La viuda pronunciaba incansablemente las fórmulas de transformación en luz.

El rey, que llevaba la máscara de Anubis, hizo correr el cerrojo de la puerta del

cielo, grabada en una piedra calcárea de refulgente blancura.

En adelante, las fuerzas del cosmos llenarían la Morada del Oro.

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Eran indispensables para que la transmutación prosiguiera, pero representaban un

serio peligro.

¿Soportaría su impacto el Osiris Iker?

Mes de khoiak,

Octavo día (27 de octubre), Abydos

Bina maldecía hasta afearse.

¿Por qué Neftis no visitaba a su prometido, el Anunciador? Ella, Bina, sabría

hacerle hablar torturándola como nunca nadie había sido torturado. La

sacerdotisa revelaría el secreto de los ritos y confesaría de qué modo Isis y el

faraón conseguían impedir que Iker se extinguiese.

Pues nadie lo dudaba ya: el hijo real servía de soporte para la resurrección

osiriaca. Y sólo quedaban veintidós días para que lo imposible tuviera lugar.

—¡Fracasarán! —exclamó.

—Sin duda, dulzura —murmuró el Anunciador, acariciándole el pelo.

—Es imposible penetrar en ese maldito edificio, señor. Shab lo ha examinado por

todas partes, no hay puntos débiles. Y Bega no tiene acceso a él.

—Gracias a Neftis, sabremos cómo gangrenar la Casa de Vida y evitar que nos

perjudiquen.

—¡Debería estar aquí, a vuestros pies!

—Tranquilízate, vendrá.

—Nuestros archivos mencionan al tal Asher desde hace ya varios años

—confirmó el Calvo a Neftis—. Las informaciones que te ha proporcionado son

ciertas, y sus declaraciones no varían durante los interrogatorios. Es

efectivamente originario de una aldea cercana a Abydos, y modela cuencos. Este

modesto artesano cumple a la perfección con sus deberes de temporal, dos o tres

meses al año, y no ha sido objeto de ninguna crítica.

—¿Modesto, decís? Eso no se adecúa mucho a su carácter. ¿Quién lo contrató?

—Un momento, voy a comprobarlo... El sacerdote permanente Bega. Y acaba de

certificar a los investigadores la cualificación de ese temporal, del que, como sus

colegas, está muy satisfecho.

—Bega...

—No te dejes llevar por tu imaginación —recomendó el Calvo—. A ese viejo

ritualista le falta flexibilidad y amabilidad, pero está fuera de cualquier sospecha.

¿Acaso no encarna el rigor y la honestidad?

—En cuanto sea posible, hablaré de nuevo con Asher —decidió Neftis—. Esta

vez, lo veremos claro.

La cabeza de Iker tocó el firmamento. Isis le transmitió lo que había vivido

durante su iniciación al «Círculo de oro».

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En ese mismo instante, grullas, pelícanos, flamencos rosas, patos silvestres,

espátulas blancas1 e ibis negros trazaron grandes círculos por encima de la

Morada del Oro. Brotaban del Nun, el océano de energía donde nacían todas las

formas de vida, hablaban la lengua del más allá y se la enseñaban a la viuda para

que prosiguiera la consumación de la Gran Obra.

1. Zancudas de largo pico.

Llevando en sus garras dos anillas, símbolos de las dos eternidades, un ave con

cabeza humana se posó en la momia de Iker.

Regresando del cosmos, el alma animaba el cuerpo osiriaco.

Hasta el duodécimo día del mes de khoiak, la viuda tenía que respetar un absoluto

silencio.

Mes de khoiak,

Noveno día (28 de octubre), Menfis

Ebrio, Gergu se dirigió al taller del escultor que fabricaba las falsas estelas, que

luego eran vendidas a ricos clientes, convencidos de que compraban inestimables

obras procedentes de Abydos. ¿Acaso no incluían la fórmula osiriaca, garantía de

su autenticidad?

Inaccesible Medes por la preparación del asalto final, Gergu necesitaba dinero.

Quería procurarse una siria comprensiva, aunque cara, y por eso pensaba tomar

de inmediato su parte.

El artesano lo llevó hasta el fondo de su taller.

—¡Lingotes de cobre, amuletos y paños, en seguida! —exigió Gergu.

—¡ Tranquilizaos!

Furioso, el inspector general de los graneros golpeó con violencia a su cómplice,

lo tiró al suelo y lo pisoteó.

—¡Mi parte... dame mi parte!

Un poderoso puño agarró por el pelo al agresor y lo pegó a una pared.

—¡Visir Sobek! —exclamó Gergu, incrédulo—. ¡Vos... estabais moribundo!

—Ante la idea de interrogarte, mi salud mejora. La bailarina Olivia, la casa del

comerciante Bel-Tran, ¿te recuerda eso algo?

—¡No, no, nada!

—¿Y la denuncia del responsable de los graneros del Cerro florido?

—¡Un error... un error administrativo!

—¡Hablarás, amiguito!

—¡No puedo, me matarían!

—¡Yo hablaré! —decidió el artesano del rostro tumefacto, aterrorizado por

Sobek el Protector y la decena de policías que estaban registrando su taller.

Más valía confesar y pedir la indulgencia del visir arrojando la principal

responsabilidad sobre aquel peligroso alcohólico que había estado a punto de

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matarlo.

Ante las revelaciones de su cómplice, Gergu cedió.

Confesó sus fechorías, imploró el perdón de las autoridades y derramó lágrimas

ardientes.

—El verdadero culpable es Medes.

—¿El secretario de la Casa del Rey? —se extrañó Sobek.

—Sí, me manipulaba y me obligaba a trabajar para él.

—¿Robo, tráfico y posesión de mercancías utilizando el nombre de Bel-Tran?

—Quería hacer fortuna.

—¿Está mezclado en el caso Olivia?

—¡ Naturalmente!

—¿Estáis, tu patrón y tú, vinculados a la organización terrorista?

Gergu vaciló.

—¡Tal vez él, yo en absoluto!

—¿No habrás vendido tu alma al Anunciador?

—¡No, oh, no! Como vos, lo detesto y...

La mano derecha de Gergu se inflamó y le arrancó un horrible grito de dolor.

Luego, su hombro y su cabeza ardieron también.

Estupefactos, Sobek y los policías no tuvieron tiempo de intervenir.

Gergu se inflamó de pies a cabeza y finalmente se derrumbó.

El doctor Gua se había decidido a revelar sus averiguaciones a Senankh, que lo

llevó de inmediato a casa del visir.

—Sobek está agonizando —recordó el facultativo— . Incluso me han prohibido

verlo.

—Su restablecimiento es un secreto de Estado.

Ante el primer ministro, Gua expuso con brevedad y precisión los hechos.

—Utilizando las dotes de su mujer para la falsificación, Medes intentó

desacreditarme y suprimir legalmente a Sehotep —concluyó Senankh—. Y

pensaba destruir la Casa del Rey.

—También es un ladrón, y, probablemente, un aliado de los terroristas —añadió

el visir—. Por vuestra parte, doctor, silencio absoluto. Tú, Senankh, presenta de

inmediato ante el tribunal la declaración de Gua. He aquí la orden de liberación

de Sehotep, con el sello del visir.

Sobek deploraba las pocas informaciones que había obtenido durante la

detención de Gergu y el largo interrogatorio del artesano.

Esperaba sacar algo más de boca de Medes, tanto en lo referente a la organización

de Menfis como a sus cómplices en Abydos.

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Mes de khoiak,

décimo día (29 de octubre), Menfis

Al día siguiente, Medes reinaría sobre Menfis.

Todas las células terroristas se lanzarían al asalto del palacio real, de los

despachos del visir y del cuartel principal con una sola consigna: sembrar el

terror. Nada de prisioneros, ejecuciones sumarias, matanzas de mujeres y niños.

Privadas de jefe y de instrucciones, las fuerzas del orden se dislocarían muy

pronto, y sólo opondrían una débil resistencia.

Medes iría a felicitar al libanés, y entonces lo estrangularía con sus propias

manos. Oficialmente, el obeso habría sucumbido a la emoción de la victoria,

saludada por un exceso de alimentos.

Tras la eliminación de la reina, del visir, de Sehotep y de Senankh, Medes se

coronaría personalmente faraón e impondría su ley a Egipto entero, donde el

Anunciador propagaría sus creencias.

También tendría que librarse de aquel borracho de Gergu, y luego de su histérica

esposa que, desde la última visita del doctor Gua, se pasaba el día durmiendo.

¡Por fin la casa estaba tranquila!

De pronto, unos insólitos ruidos quebraron aquella tranquilidad: un grito

ahogado, un portazo, pasos precipitados. Y de nuevo otra vez el silencio.

Medes llamó a su intendente.

Pero no obtuvo respuesta.

Desde la ventana de su despacho, observó el jardín y el estanque rodeado de

sicomoros.

¡Había policías por todas partes! Y sus colegas subían ya la escalera interior tras

haber dominado a los criados.

Huir... ¿pero cómo? Sólo había una salida: el tejado.

Aterrorizado, torpe, Medes consiguió sin embargo llegar hasta él.

En equilibrio en lo más alto de la suntuosa morada, con los pies vacilantes, Medes

dudaba en saltar al otro lado de la calle.

—Ríndete —le ordenó una voz imperiosa—. No escaparás de nosotros.

—¡Sobek! ¿Pero... no estabas agonizando?

—Todo ha terminado, Medes. Has fracasado. Y el Anunciador no te salvará.

—Soy inocente, no conozco a Anunciador alguno, yo...

Horrorizado, Medes vio cómo se inflamaba su mano.

Perdió entonces el equilibrio, cayó desde lo más alto del tejado y se empaló en las

puntas metálicas que guarnecían el muro que rodeaba su propiedad.

—El ambicioso carecerá de tumba —decretó el visir, citando al sabio

Ptah-Hotep.

Afortunadamente, Medes lo anotaba todo, y sus expedientes hablaron por él. Así,

Sobek supo que había fletado El Rápido falsificando unos documentos oficiales,

que había corrompido a algunos aduaneros, traficado con el libanés, que había

almacenado mercancías ilícitas con el nombre de Bel-Tran, que había utilizado

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embarcaciones del Estado para transmitir consignas a los terroristas, que había

ordenado a un falso policía que matara a Iker... La lista de sus fechorías parecía

interminable.

Las últimas palabras escritas por su mano anunciaban, sin duda, lo peor: «El once

khoiak, operación final.»

Mes de khoiak,

undécimo día (30 de octubre), Menfis

Dieron tres golpes en la trampilla que cerraba el acceso al subterráneo.

—Vamos allá —dijo el Rizos a sus hombres.

Como todos los jefes de células terroristas, había recibido del libanés la orden de

atacar antes del amanecer. La propietaria de la casa, su cómplice, acababa de dar

la señal. En múltiples lugares de la ciudad, al mismo tiempo, las tropas del

Anunciador salían de sus escondrijos y corrían hacia sus objetivos.

La conquista de Menfis comenzaba.

Una verdadera marejada de la que el Rizos se alegraba. ¡Le gustaba tanto matar!

Levantó la trampilla, pero no tuvo tiempo de subir hasta el nivel del suelo, pues

un poderoso puño lo sacó de su agujero y lo mandó a estrellarse de espaldas

contra una pared.

—¡Me satisface verte, basura! —exclamó el general Nesmontu.

—¿Vos?

—¡Qué vista tienes!

Medio aturdido, el Rizos intentó huir, pero los dos puños unidos de Nesmontu le

rompieron la nuca.

—Ahumadlos a todos —ordenó el general a sus soldados—. A estas ratas les

gustan los subterráneos, por lo que terminarán ahí su siniestra carrera.

Nesmontu se dirigió a otro punto estratégico, con la sangre hirviéndole.

Entusiasmados por su regreso, oficiales y soldados seguían sus consignas al pie

de la letra. Ninguno de los grupos terroristas tuvo tiempo de cometer la menor fe-

choría.

Aquel once de khoiak, en Menfis, el mal fue conjurado.

El libanés devoraba golosinas.

¡El sol ya comenzaba a levantarse y aún seguía sin noticias!

Sin duda, las tropas del Anunciador habían encontrado cierta resistencia. Algunos

insensatos jugaban a hacerse los héroes y retrasaban el plazo.

—Un visitante —lo avisó su portero—. Me ha mostrado su salvoconducto, el

pequeño pedazo de cedro en el que está grabado el jeroglífico del árbol.

El libanés devoró la mitad de un gran pastel de crema.

¡Medes, por fin! Sólo debía acudir finalizados los combates, cuando hubieran

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obtenido la victoria. La toma de Menfis había sido, pues, tan rápida como estaba

previsto.

—Que suba.

El libanés bebió golosamente una copa de vino blanco. Sería un placer especial

acabar con Medes, eligiendo un interminable suplicio. Aquélla iba a ser la

primera ejecución de un infiel en pleno Menfis. Luego, se sucederían numerosas

conversiones, y el Anunciador felicitaría al jefe de su policía religiosa.

El libanés recibió en plena cara el pequeño pedazo de cedro.

Pasmado, soltó su copa.

Ante él, un coloso.

—Soy el visir Sobek. Y tú, el jefe de la organización terrorista implantada en

Menfis desde hace mucho tiempo, demasiado tiempo. Tú encargaste numerosos

crímenes e imperdonables atrocidades.

—¡Os equivocáis, yo sólo soy un honesto comerciante! Mi respetabilidad...

—Medes ha muerto. Gracias a sus elocuentes archivos privados, he podido llegar

por fin hasta la cabeza del monstruo. Tus comandos han sido aniquilados,

Nesmontu sólo tiene algunos heridos leves en las filas egipcias.

—Nesmontu, pero...

—El general, sí, está vivo y muy vivo.

El libanés, incapaz de levantarse, renunció a proclamar su inocencia.

—Tú dirigías la organización de Menfis —prosiguió Sobek—. Por encima de ti,

sólo está el jefe supremo, el Anunciador. ¿Dónde se oculta?

La cólera enrojeció al obeso.

—¡El Anunciador, ese loco que me ha destrozado la vida! En vez de poder y

fortuna, me inflige la decadencia, lo odio, lo maldigo, lo...

La larga cicatriz del libanés se abrió y dividió su cuerpo en dos. Sufriendo

demasiado para aullar, vio cómo su sangre inundaba su túnica y el corazón le bro-

taba del pecho.

La reina, el visir y el general Nesmontu salieron al encuentro de los menfitas que

daban rienda suelta a su alegría. Cada barrio organizaba un banquete por la gloria

del faraón, protector de su pueblo.

Pese a aquel innegable éxito, ni el visir ni los miembros del «Círculo de oro»

sentían el alivio de los ciudadanos.

El Anunciador seguía activo, y el rey, ausente.

¿Y qué ocurría realmente en Abydos?

Habrá, sin embargo, un nuevo motivo de satisfacción: la liberación de Sehotep.

Así pues, se hacía posible reunir a los miembros del «Círculo de oro» y combatir

con más eficacia las fuerzas de las tinieblas.

Pero primero había que asegurarse de la pacificación definitiva de Menfis. El

general Nesmontu no abandonaría la ciudad sin estar convencido de ello.

—El once de khoiak ya —recordó Senankh—. ¿Resucitará Osiris el treinta?

—El faraón e Isis han puesto en marcha el ritual del Gran Secreto —recordó

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Sehotep—, y no dejan de luchar.

—El doce es una fecha inquietante. En caso de error, el proceso de resurrección

se interrumpirá. Y el Anunciador habrá plantado el árbol de muerte en el lugar de

la acacia de Osiris.

Mes de khoiak,

duodécimo día (31 de octubre), Abydos

La noche reinaba todavía sobre la Gran Tierra cuando el Anunciador despertó

sobresaltado, con los ojos de un rojo vivo.

—¡Bina, un lienzo mojado, pronto!

La muchacha, que había sido arrancada de sus sueños, no perdió ni un segundo.

Varias veces, el Anunciador tuvo que apagar la llama que brotaba de la palma de

su mano diestra y corroía sus carnes.

La llaga horrorizó a Bina.

—Señor, necesitáis cuidados de inmediato.

—Bastará con un poco de sal. Esta noche la herida habrá desaparecido. Esas

larvas me han traicionado, Medes el ávido y Gergu el repugnante han muerto.

—¿No pensabais suprimirlos vos mismo?

—Eran peones condenados a desaparecer, en efecto. Por lo que al obeso se

refiere, ha perecido desgarrado, como una prenda de ropa vieja.

—¿El libanés, el jefe de la organización menfita?

—En vez de dirigirme alabanzas y proclamar la grandeza de mi nombre, me ha

injuriado. Su castigo ha sido ejemplar y servirá de lección a los impíos.

—¿Hemos conquistado Menfis?

—Mis fieles han perecido combatiendo por la verdadera creencia y han ganado el

paraíso. Haré hablar a esa Neftis, obtendré el medio de entrar en la Casa de Vida y

arruinaré las esperanzas de resurrección. Luego, abandonaremos Abydos.

—Pero hay numerosos guardias, señor, vuestra seguridad, vuestra...

—Razonas como una mujer. Coge dos bolsas de sal y acudamos de inmediato a la

madriguera de Shab.

Con los nervios de punta, el Retorcido se ponía de pie a la menor alerta. Por

fortuna, ni soldados ni policías turbaban la serenidad de aquella aldea de tumbas,

donde las piedras vivas comulgaban con Osiris.

Shab apartó las ramas de sauce que ocultaban la entrada de su escondrijo y divisó

la alta silueta del Anunciador, acompañado por su sierva.

Salió e hizo una reverencia.

—¡Lo lamento, señor! La Casa de Vida sigue siendo inaccesible. La guardia es

relevada con frecuencia, día y noche, y numerosas lámparas encendidas no dejan

subsistir zona de sombra alguna. Incluso una simple aproximación, a cierta

distancia, tiene riesgos.

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—¿Acaso se corren alguna vez riesgos suficientes cuando se tiene la suerte de

servir al Anunciador? —se rebeló Bina.

Shab odiaba a aquella hembra nerviosa e impulsiva. Antes o después, su dueño se

cansaría de ella, a menos que Bina lo traicionara, de un modo u otro. Entonces, el

cuchillo del Retorcido le impediría seguir haciendo daño.

—Sé apreciar el peligro —respondió.

—Neftis nos facilitará la llave de la Casa de Vida —predijo el Anunciador—.

Aquí, ante esta tumba, se convertirá en mi esposa y no me negará nada. Si se le

ocurre la infeliz idea de resistirse, tú te encargarás de ella, amigo mío. La punta de

tu arma la volverá locuaz.

—Señor —suplicó Bina—, ¿por qué no torturarla simplemente?

El Anunciador acarició la mejilla de su compañera.

—Has perdido la capacidad de transformarte en la terrorífica leona. Convertiré a

Neftis en un arma nueva contra Abydos.

—Casarse con esa egipcia, esa...

—¡Ya basta, Bina! Recuerda los mandamientos divinos: el hombre tiene derecho

a poseer varias esposas.

El Retorcido asintió. Sin embargo, la actitud de la morena lo inquietó. La sabía

posesiva y celosa, por lo que ¿no intentaría vengarse de su dueño?

—Shab, extiende esta sal hasta el desierto. Trazarás así el sendero que nos

permitirá cruzar los obstáculos.

—¿Adonde iremos?

—A Menfis.

—¡Hemos triunfado, pues!

—Todavía no, amigo mío. Nuestros adversarios creen que por su superioridad

militar están a salvo de un cataclismo. Pero se engañan, y mucho.

Aquel amanecer del duodécimo día del mes de khoiak, Isis tenía que superar una

etapa fundamental. En caso de fracaso, sería responsable de la segunda muerte de

Iker, irreversible esta vez. ¿Había hecho mal o bien al enfrentarse con el destino,

negar lo ineluctable y retrasar el curso habitual de la momificación para intentar

lo imposible? Iniciada en el camino de fuego, ¿podía comportarse como una

esposa ordinaria? La duda la invadía. Sin embargo, sólo el amor guiaba sus

pensamientos y sus gestos. Amor al conocimiento, amor a la vida más allá de la

muerte, amor a los misterios que trazaban su camino, amor a la obra divina, amor

a un ser excepcional a quien quería liberar de injustos tormentos.

Al abrir las puertas del cielo, transformando la Casa de Vida en Morada del Oro,

el faraón había vinculado el modo de existencia de los tres Osiris. Ahora había

que concretizar la presencia de las fuerzas transmuta- doras del cosmos

desprendiendo el aspecto eterno de la vida común a lo mineral, a lo metálico, a lo

vegetal, a lo animal y a lo humano.

Isis encendió una sola lámpara.

En la penumbra, distinguió la claridad que emanaba del hornillo de atanor cuyo

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fulgor llegaba, a la vez, al Osiris vegetal y a la momia de Iker.

La viuda se quitó la ropa y, desnuda ante lo invisible, comenzó el misterioso

trabajo que consistía en regenerar a su hermano.

—Te aporto los miembros divinos que he reunido —le anunció—, y edifico los

soportes de tu resurrección.

Primero, el trabajo de la abeja, símbolo de la monarquía faraónica y productora

del oro vegetal que debía transformarse en oro metálico.

Manejando el oro verde de Punt, Isis fabricó un doble molde de un codo,

destinado a las partes anterior y posterior del cuerpo de Osiris. Entre sus dedos, el

flexible metal se volvió rígido.

En el interior del molde, Isis puso un velo de lino, evocación de la barca solar que

permitía al resucitado recorrer el universo.

Luego, mezcló arena y cebada, y tomando como medida el ojo de Osiris, modeló

una momia con cabeza humana, la de Iker, tocada con la corona blanca.

La sacerdotisa tenía el corazón en un puño.

¿Soportaría su asesinado esposo el peso de la realeza en espíritu?

Pero el molde no se rompió: consumación perfecta del oro, Osiris aceptaba servir

de receptáculo a Iker. El Oriente se unía al Occidente.

La viuda depositó el molde en una cuba de bronce negro con dos agujeros que

estaba formada por dos cuadrados, de un codo y dos palmos1 de lado y tres pal-

mos y tres dedos2 de profundidad. Cuatro soportes de piedra milagrosa,

procedente del uadi Hammamat, encarnaban los pilares celestes.

Debajo, otra pila de granito rosa.

1. 65 centímetros.

2. 28 centímetros.

La viuda tomó la piedra de transmutación, es decir, unos granos de cebada cuyo

germen y cuya pulpa, al abrigo de su envoltura, celebraban la unión del principio

macho y el principio hembra. A la luz de la llama, los cereales cambiaban de

naturaleza. Ella producía la fusión del fuego fecundante masculino y el fuego

nutricio femenino, los dos aspectos complementarios e indisociables que

presidían el renacimiento.

En los ángulos de la cuba, unos buitres y unos uraeus levantaban una

infranqueable barrera mágica. Ningún elemento impuro la mancillaría.

Era una operación especialmente difícil: se trataba de regular aquellos fuegos

para evitar un fatal sobrecalentamiento. Su energía debía transformarse poco a

poco en la momia de Iker, sin la menor brusquedad.

Isis utilizó los recipientes traídos del Ibis, decimoquinta provincia del Bajo

Egipto. El alabastro, cubierto de Oro fino, emitía unos rayos delgados y precisos.

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A cada una de sus intervenciones, la sacerdotisa vertía una ínfima cantidad de

agua del Nun. Resistente a cualquier forma de contaminación, se regeneraría a sí

misma.

En el transcurso de la noche fluyeron las linfas de Osiris que contenían la

totalidad de las vibraciones de la materia, visible e invisible.

El Osiris vegetal se había vuelto negro, prueba de que se había logrado el

encadenamiento de las mutaciones.

La viuda levantó la cuba de granito, receptáculo del fluido.

Antes de humedecer con él la momia de Iker, vaciló.

Demasiado corrosiva, la obra en negro la destruiría. Demasiado débil, sólo le

daría una apariencia de existencia y provocaría la descomposición.

Era imposible volver atrás. Como la inundación, como el agua de las

purificaciones brotada del lago sagrado, el líquido osiriaco lavó de la muerte la

momia de Iker.

—Que la diosa Cielo te traiga al mundo —murmuró Isis—, que la cebada

mezclada con arena se convierta en tu cuerpo, que renazca el espíritu luminoso

recorriendo la bóveda celestial.

Había que fijar aquel espíritu volátil en lo mineral y lo vegetal, capaces de

absorber el tiempo del fallecimiento y de renacer tras su aparente desaparición.

Ni quemadura, ni mancha sospechosa, ni signo de alteración.

Intacta, la momia del hijo real se alimentaba del fluido regenerador.

Hasta el veintiuno de khoiak, todas las noches, la viuda realizaría sin cesar

aquella transferencia de energía.

Mes de khoiak,

decimotercer día (1 de noviembre),

Abydos

Deseo hablarte lejos de los oídos y de las miradas indiscretas —le dijo el

Anunciador a Neftis—. ¿No debemos tomar grandes decisiones?

¡Por fin había regresado, hermosa, elegante y sonriente! Utilizando su encanto y

su voz hechicera la convertiría en su esclava.

La pareja tomó la vía procesional que llevaba a la escalera del Gran Dios.

—Me gusta este lugar solitario y tranquilo —confesó el Anunciador—. Sin la

menor presencia humana, sólo tumbas, estelas, mesas de ofrenda y estatuas a la

gloria de Osiris. Aquí, el tiempo no existe. No hay diferencia entre los grandes y

los humildes, asociados a la eternidad del dios asesinado y resucitado. ¿Puede

reproducirse semejante milagro?

—Durante los misterios del mes de khoiak —indicó Neftis—, Osiris revive a la

vez esa tragedia y su renacimiento.

—Nosotros, los temporales, somos mantenidos al margen del verdadero secreto.

En cambio, tú, sacerdotisa permanente, lo conoces.

—La regla del silencio sella mi boca.

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—-¿Acaso una esposa tendría secretos para su marido?

—Esta regla no admite excepciones.

—Tendríamos que modificarla —sugirió el Anunciador sin levantar la voz—.

Nada debe hacer suponer a una mujer que es igual que el hombre, y menos aún

superior.

—¿De dónde sacas esa certeza?

—Del propio Dios, cuyo único intérprete soy.

—¿De modo que Osiris te ha transmitido directamente su mensaje?

El Anunciador sonrió.

—Muy pronto, Osiris morirá definitivamente. Yo aplicaré los mandamientos del

verdadero Dios. A la cabeza de sus ejércitos, impondré al mundo la nueva cre-

encia. Sus oponentes no merecen sobrevivir.

Neftis, a pesar de que estaba aterrorizada, ponía buena cara.

El Anunciador... ¡Sólo él podía expresarse de ese modo!

—Sentémonos en esa tapia, dulzura. ¿No te parece encantador este jardincillo?

A través de la cortina de hojas de sauce, Shab observaba a su señor y a la egipcia.

El Anunciador tomó tiernamente las manos de Neftis.

—Tú te salvarás, pues olvidarás las enseñanzas osiríacas y me servirás

ciegamente. ¿Me lo prometes?

Asustada, Neftis bajó los ojos.

—Eso cambiaría mi existencia, pero... no deseo separarme de ti.

—Debes decidirte, y pronto.

—¡Todo va demasiado de prisa!

—No queda tiempo, hermosa.

—Si abandonamos Abydos, ¿nos acompañarán otros discípulos, como Bega?

—¿Por qué pronuncias ese nombre?

—El Calvo descubrió que había sido él quien te había contratado.

—Bega contrató a Asher, ignora que yo lo he sustituido. Ese viejo sacerdote es

estúpido y rigorista, y no cambiará. Incapaces de convertirse, él y los adeptos de

Osiris perecerán aquí. En cambio, el Servidor del ka se apartó hace ya mucho

tiempo de las antiguas ideas. Sabotea los rituales, debilita los vínculos de Abydos

con los antepasados, y espera con impaciencia el momento de seguirme y afirmar

su fe a plena luz. Este valeroso servidor me ha permitido preparar la derrota de

Osiris en el propio corazón de su reino.

Neftis conocía ahora la identidad del principal cómplice del Anunciador, ¡un

permanente irreprochable! Bega era sólo un cebo, previsto para atraer unas

injustificadas sospechas y apartar del culpable las investigaciones.

—¿Desaparecerá Abydos?

—Tú, mi primera esposa, me ayudarás a acelerar su caída.

—¿De qué modo?

—¿Por qué hay tantos guardias, día y noche, alrededor de la Casa de Vida?

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Si no le daba una respuesta satisfactoria, la mataría. Neftis sabía que su vida

estaba en peligro, pero no lamentaba haber corrido semejante riesgo, puesto que

le permitía descubrir la verdad. Aun así, tenía que sobrevivir para transmitirla.

Revelar el verdadero secreto estaba excluido, más valía morir. Neftis debía

proporcionarle informaciones plausibles, que coincidieran con las que

probablemente poseía el Anunciador.

—Allí tiene lugar el más importante ritual de los grandes misterios del mes de

khoiak.

—¿No estás autorizada a entrar en ese edificio?

—Sí, para ayudar a mi hermana Isis.

El Anunciador le acarició el pelo.

—¿Has contemplado tú el misterio, tierna esposa mía?

—Lo he entrevisto... sólo entrevisto.

—¿No dirige Isis el proceso de resurrección?

—Sí, en compañía del faraón.

—¿Y cuál es el soporte de esa experiencia?

—Utilizan los múltiples estados del espíritu y la materia.

—Sé más precisa.

De pronto, la voz se hacía imperiosa.

Neftis vaciló largo rato.

—Iker... Iker navega entre la vida y la muerte. Asimilado a la momia de Osiris,

será sometido a las pruebas de la transmutación.

—¿Acaso Isis superó las primeras?

—Quedan aún las dificultades supremas, y yo no creo en su éxito.

—Proporcióname más detalles y descríbeme los gestos que hace tu hermana.

—A menudo actúa sola y...

—Tienes que decírmelo todo, dulzura. Absolutamente todo.

Shab se preparaba para intervenir. Con la punta de su cuchillo de sílex, hurgaría

en las carnes de aquella hembra y la obligaría a hablar.

Antes de recurrir a medios extremos, el Anunciador adoptó otra estrategia.

Seguro de su encanto, abrazó a la hermosa Neftis y la besó. Delicadamente

primero, luego con la violencia del macho que afirma su conquista.

Agazapada a pocos pasos de allí, oculta tras una mesa de ofrendas y sin perderse

ni un ápice de la entrevista, Bina no pudo permanecer pasiva.

Toda su existencia se derrumbaba.

Nunca permitiría que aquella zorra gozara de los favores de su dueño.

Muy excitada, Bina brincó, con una piedra en la mano, y aulló:

—¡Voy a destrozarte el cráneo!

Creyendo que el Anunciador estaba en peligro, Shab aprovechó la ocasión para

librarse definitivamente de aquella loca peligrosa. Su cuchillo se clavó en la nuca

de Bina cuando el brazo de la morena caía sobre Neftis.

El Anunciador apartó a la egipcia y contempló a su sierva, con el rostro

deformado por el odio.

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—Yo te amaba... No tenías... derecho a...

Se derrumbó, muerta.

Aprovechando el drama, Neftis huyó.

—Alcánzala —ordenó el Anunciador a Shab.

Al Retorcido no le costaría mucho satisfacer a su señor.

Pero el choque fue de extremada violencia. Corriendo hasta perder el aliento,

chocó contra la punta de la lanza que blandía Sekari, que había salido de una capi-

lla contigua.

El Retorcido miró al agente secreto con ojos asombrados.

—A ti no te había descubierto... ¿Cómo... cómo es posible?

Con el pecho atravesado, el Retorcido vomitó un chorro de sangre, se tambaleó y

cayó de bruces.

Sekari sabía que Neftis estaba segura, por lo que decidió correr tras el

Anunciador, que lanzaba un puñado de sal en el lindero del camino trazado por

Shab.

El suelo se inflamó de inmediato. Formando una muralla protectora, las altas

llamas le permitieron alcanzar el desierto y salir de la Gran Tierra.

Los arqueros, atónitos, dispararon en vano numerosas flechas.

Apenas extinguido el fuego, Sekari examinó el sendero cubierto de humeantes

cenizas.

Ni rastro de cadáveres.

—He conocido la identidad del traidor —le reveló Neftis, temblorosa aún.

Una pregunta obsesionaba ya a Sekari: ¿cuáles eran los proyectos del

Anunciador?

Mes de khoiak,

decimocuarto día (2 de noviembre),

Abydos

Con el sarcófago osiriaco procedente de Biblos, el faraón penetró al alba en la

Morada del Oro.

—Te traigo las provincias y las ciudades —le dijo al triple Osiris—, cada una de

ellas habitada por una potencia divina. Se unen para reconstituirse.

Del sarcófago, sacó catorce cuencos que correspondían a las partes del cuerpo

osiriaco.

Para la cabeza, la columna vertebral, el corazón, los puños y los pies, cuencos de

plata; para los ojos, la nuca, los brazos, los dedos, las piernas y el falo, cuencos de

oro; para las orejas, el pecho que albergaba la tráquea y el esófago, y los muslos,

cuencos de bronce negro.

El rey vertió el agua de cada cuenco en la momia de Iker. El líquido regenerador

hacía renacer el órgano del ser osiriaco cuyo embrión preservaba.

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Luego, el monarca mezcló oro, plata, lapislázuli, turquesa, jaspe rojo, granate,

cornalina, galena, incienso y aromas. Tras molerlo y tamizarlo todo, obtuvo un

producto destinado a la apertura de los canales de energía que recorrían la momia

de Iker, a la que las provincias proporcionaron las linfas, el agua, la sangre, los

pulmones, los bronquios, la bolsa de oro del estómago, el vientre, las entrañas, las

costillas y la piel.

—El país entero es tu ka —reveló el faraón—; cada parte de tu cuerpo, la

representación secreta de una provincia. Todo se ata y se desata, todo se mezcla y

se recompone, todo se mezcla y se desentraña, lo que estaba alejado se reintegra.

Ya no vives la existencia de un individuo, sino la de la tierra y el cielo.

Sesostris animó los catorce kas de su hijo: el verbo, la venerabilidad, la acción, el

florecimiento, la victoria, la iluminación, la aptitud para gobernar, el alimento

abundante, la capacidad de servir, la magia, la irradiación, el vigor, la luz de la

Eneada y la precisión.1

—Gracias a ellos —predijo—, volverán a formarse tu visión, tu entendimiento y

tu intuición creativa.2

1. Hu, shepes, iri, uadj, nakht, akh, uas, djefa, shernes, heka, tje- hen, user,

pesedj, seped.

2. Maa, sedjem, sia.

Una dulce claridad envolvió a Iker.

Esa fase de la transmutación había tenido éxito.

—Reúno los miembros de mi hermano —-declaró Isis—, que se une al océano

primordial y vive de su fluido.

El rey recogió en un cuenco de oro las lágrimas de la viuda.

—Debo partir —le dijo a su hija—. El Anunciador ha huido. Puesto que no puede

amenazar directamente Abydos, intentará provocar un cataclismo utilizando su

arma principal: el fuego destructor.

—El caldero de la montaña Roja, que pertenece a la tercera provincia del Alto

Egipto, presentaba inquietantes trastornos —recordó Isis.

—Las Almas de Nekhen y tu búsqueda los han disipado —estimó el rey—. Existe

un segundo caldero, enorme, cerca de Menfis. Si el Anunciador consigue de-

rramar su contenido, la ciudad quedará aniquilada. Sólo yo puedo enfrentarme

con él e impedir que haga daño.

—Si no habéis regresado el treinta de khoiak, nuestros esfuerzos habrán sido en

balde. Osiris no resucitará. Sin vos, es imposible llevar a cabo la obra.

El gigante abrazó a su hija.

—Acabamos de superar una etapa decisiva, piensa sólo en la siguiente. Te

asaltarán dudas, angustias y miedo al fracaso. Pero eres la superiora de Abydos y

has recorrido el camino de fuego. Una nueva vida anima ya a Iker. Haz que crezca

y reverdezca. El treinta de khoiak estaré a tu lado.

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Frente al Calvo y a Sekari, Bega mantuvo su sangre fría al tiempo que

manifestaba un gran asombro.

—Sí, yo contraté al tal Asher como a muchos otros temporales que ejercen una

actividad artesanal y son recomendados por las autoridades de su aldea. Sufrió el

examen reglamentario, y luego permaneció a prueba durante un tiempo. Puesto

que satisfizo a sus superiores, ha regresado a Abydos a intervalos regulares.

—¿Ni actitudes ni palabras sorprendentes? —preguntó Sekari.

—Pocas veces lo veía, y no me ocupaba de su trabajo. Según los ritualistas

encargados de controlarlo, no hay falta alguna que reprocharle.

—¿Y qué piensas del Servidor del ka? —preguntó el Calvo.

—Es un permanente perfecto, irreprochable y concienzudo. Pero a causa de su

mal carácter y su misantropía, no le tratamos demasiado.

—¿No ha habido nada anormal en su comportamiento de estos últimos tiempos?

—insistió el agente secreto.

Bega pareció extrañado.

—¡No, nada, a mi parecer! Aunque circulan algunos rumores tontos. ¿Puedo

saber qué ocurre?

—Los terroristas infiltrados en Abydos han sido eliminados —reveló el Calvo—.

Lamentablemente, su jefe ha conseguido huir.

—Su jefe... ¿Quieres decir que...?

—El Anunciador, que se ocultaba bajo la identidad de Asher.

Bega simuló a las mil maravillas la consternación.

—¿El Anunciador, aquí? ¡Impensable!

—El peligro se ha conjurado —afirmó el Calvo—. Los misterios del mes de

khoiak se celebrarán normalmente.

—Estoy anonadado —confesó Bega—. Sin embargo, llevaré a cabo del mejor

modo mis servicios.

«El Anunciador, aquí...», murmuró al abandonar la sala de interrogatorios.

—Rigorista e ingenuo —juzgó el Calvo—. Ese viejo no ha visto cómo el mal

atacaba Abydos. Únicamente está preocupado por sus tareas, y olvida las

convulsiones del mundo exterior.

—De todos modos, seguiré vigilándolo de cerca — decidió Sekari.

—Interésate más bien por el Servidor del ka. ¿Cómo ha podido engañarnos,

después de tantos años? Semejante doblez me deja estupefacto. ¿Por qué no

detenerlo de inmediato?

—Por tres razones. Primero, necesitamos una prueba formal para acusarlo, pues

ese tipo lo negará todo.

Luego, tenemos que descubrir la misión que el Anunciador no ha dejado de

confiarle, el modo como atacará la Casa de Vida, pues. Finalmente, debemos

saber si tiene cómplices.

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—Inquietante programa —consideró el Calvo—. ¡Sobre todo, no lo pierdas de

vista!

—Tienes mi palabra, hermano del «Círculo de oro».

Mes de khoiak,

decimoquinto día (3 de noviembre),

Abydos

Durante toda la noche, Isis había derramado el agua del Nun sobre la momia de

Iker, evitando así todo exceso del fuego regenerador, fuente del desarrollo de los

nuevos órganos del cuerpo osiriaco.

Sintiendo las dificultades que experimentaba el joven sol para salir de las

tinieblas, contempló el cielo.

La pata del toro1 brillaba de un modo anormal. La cólera de Set intentaba quebrar

los metales alquímicos que componían el cosmos y prevenir el crecimiento de los

minerales y las plantas.

1. La Osa Mayor.

—¡Cállate, tú, el trasgresor, el borracho, el excesivo, el tormentoso, el sembrador

de desórdenes, el que separa y descoyunta! —clamó la superiora de Abydos—. El

sol de la noche rechaza tus asaltos, apacigua tu tumulto. No impedirás que el

laboratorio al- químico de las estrellas transforme la luz en vida. El cielo y los

astros obedecen a Osiris y transmiten su voluntad. El ojo de Horus, su hijo, no

será sometido a la muerte.

Unas negras nubes ocultaron la luna, el trueno gruñó y el rayo cayó.

Luego, la bóveda celestial brilló con mil fulgores, apacible y serena.

Había llegado el momento de perfumar la momia de Iker con el venerable

ungüento. Eso le permitiría vivir en compañía de las divinidades, conocer una

auténtica pureza al abrigo de toda mancilla, así como rechazar la muerte.

Isis molió oro, plata, cobre, plomo, estaño, hierro, zafiro, hematites, esmeralda y

topacio. Al material que obtuvo añadió miel y olíbano, y lo mojó con vino, aceite

y esencia de loto. Después de cocerlo, nació la piedra divina.

La viuda la aplicó largo rato sobre cada parte del cuerpo osiriaco, convirtiendo así

lo virtual en real.

Al ocaso, Neftis ayudó a su hermana a depositar la momia de Iker en el sarcófago

encontrado en Biblos. Adornando el interior de la tapa, la diosa Nut, Hermoso

Occidente y puerta del sol.

Los pies del hijo real tocaron el signo del oro, su cabeza se volvió estrella.

—Descansas en el corazón de la piedra —declaró Isis—. Este sarcófago no es el

lugar del óbito y la descomposición, sino el cuerpo de luz de Osiris, el proveedor

de vida, el crisol alquímico y la barca del gran viaje a través de los mundos. Con

sus alas, tus dos hermanas te procuran el soplo vivificante de la feliz navegación.

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Mes de khoiak,

decimosexto día (4 de noviembre),

Abydos

He visto al Anunciador —le reveló Neftis a Isis, en presencia del Calvo, que

acababa de llevar una estatua de la diosa Nut, cielo de los dioses, a la que la

superiora de Abydos tendría que asimilarse para proseguir la realización de la

Gran Obra.

—¿Te ha hablado de Iker?

—No, quería casarse conmigo y convertirme en una de sus esclavas. Su magia es

terrorífica, sus poderes temibles. No renunciará, la Morada del Oro sigue ame-

nazada.

En la capilla del lecho, de tres codos y medio de alto, dos de ancho y tres de

largo,1 construida con madera de ébano recubierta de oro, el Calvo depositó el

molde del dios Sokaris, donde vertió la materia alquímica que contenía un cuenco

de plata, resultado de los quince primeros días de labor. En el lecho de oro, de un

codo y dos palmos,2 se llevarían a cabo las mutaciones del señor de las

profundidades, paralelas a las de Osiris. Sokaris ofrecería al alma de los Justos la

posibilidad de conocer los caminos del otro mundo.

1. 1,83 m; 1,05 m; 1,57 m.

2. 67 cm.

—La diosa Nut es el cosmos y la ruta celestial —recordó el Calvo—. Recorre el

cuerpo de la Mujer-cielo, Isis, atraviesa las doce horas de la noche y recoge sus

enseñanzas.

Ante la estatua, la superiora de Abydos emprendió el viaje.

En la primera hora, las manos de la diosa la magnetizaron y oyó el canto de las

estrellas infatigables y de los decanatos.

En la segunda hora, Nut devoró el viejo sol, ya sin fuerzas. Isis vio sia, la

intuición de las causas, al examinar el corazón de Iker y derramar el agua del Nun

para vencer su inercia. El halcón de la realeza ascendió de las profundidades y

renovó las facultades adormecidas.

En la tercera hora, silenciosa, se encendieron hogueras. Entre las altas llamas que

engendraban un intenso calor, las del Anunciador asaltaron la Morada del Oro.

Un relámpago las rechazó, y una violenta luz envolvió la momia de Iker.

En la cuarta hora, genios armados con cuchillos mataron a los enemigos de

Osiris. Isis contempló tres árboles, una región acuática, y criaturas con cabeza de

pez y las manos atadas a la espalda. Reinaba la confusión, la incertidumbre y la

inestabilidad. Enlutada, la joven se soltó los cabellos. ¿Nacería el nuevo sol?

En la quinta hora se produjo un violento ataque de los partidarios de Set. El

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Anunciador no renunciaba. Decapitados y atados, fracasaron. Isis se sentó en una

planta, creadora de ka, a la sombra del árbol de Hator. El corazón de Iker

comenzó a latir, su tráquea a respirar, su estómago volvió a formarse.

En la sexta hora, Isis se mantuvo erguida, justo por encima de la momia, dándole

a la vez su amor y la capacidad de moverse en espíritu. En una retorta donde ardía

un vivo fuego, la viuda introdujo los restos de los enemigos setianos, con lo que

provocó la separación de los antiguos materiales y una vida renaciente. Al fondo

del recipiente, los residuos inutilizables del pasado no impedían ya que el alma

emprendiera el vuelo. El fuego eliminó el moho nocivo. Quedaron la dulce

calidez y la humanidad necesarias para el crecimiento. Se elaboró el líquido

seminal.

En la séptima hora, el sol danzó y los contrarios quedaron conciliados. El hígado

recibió Maat, el niño divino con rostro de halcón apareció.

En la octava hora, Horus, rodeado por los antepasados, procuró una nueva vida a

Osiris, cuya vesícula recuperó su función.

En la novena hora, una muralla y llamas, que sólo cruzaba el ser cuyo corazón se

reconocía justo y perpetuamente regenerado. Los compañeros de Osiris la

ayudaron a nadar, a vencer las aguas y a alcanzar la tierra. Unas antorchas

iluminaron el templo, los intestinos sólo preservaron la energía.

En la décima hora, el uraeus llameó y el miedo quedó dominado. De la vulva de

Nut nació el plano del universo. Colocó su corazón en el de Iker y le dio la ca-

pacidad de recordarlo. Entonces, volvió a su memoria lo que él había olvidado.

En la undécima hora, la piedra de luz brilló con todo su fulgor y se abrió el ojo de

Ra. Isis se dejó absorber por su llama, como su barca, y revivió sus sucesivas

iniciaciones.

En la duodécima hora, la última puerta del viaje nocturno rechazó las fuerzas de

destrucción y dio paso al niño alquímico, nacido del Nun y de la fuente de vida.

Agotada, la viuda contempló a Iker.

—Tu cabeza está unida a tus huesos, la diosa Cielo los ensambla y reúne para ti

tus miembros, ella te proporciona tu corazón. Ella te abre las puertas del universo

donde la muerte no existe. Tus ojos se convierten en la barca de la noche y la

barca del día. Atraviesa el firmamento, asóciate al fulgor del alba.

Mes de khoiak,

decimoséptimo día (5 de noviembre),

Abydos

El Calvo se puso a la cabeza de una procesión que rodeó el templo de millones de

años de Sesostris y la necrópolis principal de la Gran Tierra. Los sacerdotes y las

sacerdotisas permanentes llevaban cuatro obeliscos en miniatura y algunas

enseñas divinas, que incitaban a las fuerzas de la creación a concretar la obra

misteriosa de la Morada del Oro.

Absuelto, Bega había pensado en abandonar Abydos o en limitarse a sus

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funciones, olvidando el rencor y las ambiciones.

Pero el enrojecimiento de la minúscula cabeza de Set y una dolorosa quemadura

se encargaban de disuadirlo y recordarle las órdenes del Anunciador. Tras la

partida de su señor y la muerte de Shab el Retorcido y de Bina, Bega se había

quedado solo.

Ansioso, con las piernas hinchadas y la tez biliosa, el último discípulo del

Anunciador que permanecía en Abydos tendría que llegar hasta el final y

encontrar el modo de interrumpir el trabajo de Isis.

A su lado, el Servidor del ka, siempre tan gruñón. Como de costumbre, el

ritualista no hablaba con nadie, y se concentraba en su papel. Sekari observaba a

los dos hombres. El cómplice del Anunciador no manifestaba inquietud ni

nerviosismo, como si se sintiera fuera del alcance de los investigadores. En

cuanto a Bega, éste parecía tan arisco como su colega.

¿Estarían conchabados?

Una sombra.

Una sombra alargada y estrecha que nacía en ninguna parte.

Isis, pensando que se trataba de una agresión del Anunciador, buscó el mejor

ángulo de ataque e hincó el cuchillo de Tot en el vientre del espectro.

Clavado en el suelo, éste se contrajo, y fue absorbido por el pavimento de la

Morada del Oro.

La viuda recuperó el aliento y exploró entonces hasta el último rincón.

Ni rastro ya de sombra.

A bordo de una embarcación que se dirigía a Menfis, el Anunciador se dobló

bruscamente hacia adelante.

Su vecino, un vendedor de alfarería, se alarmó.

—¿Estás enfermo?

Lentamente, el Anunciador volvió a erguirse.

—No, sólo es una fatiga pasajera.

—Yo, en tu lugar, consultaría con un médico. En Menfis los hay excelentes.

—No será necesario.

Herido en el vientre, el Anunciador se limpió la sangre con un pañuelo de lino.

La superiora de Abydos había aniquilado una parte de su ser, la sombra mortífera

capaz de atravesar los muros.

No importaba.

No la necesitaba para lanzar el asalto final.

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Mes de khoiak,

decimoctavo día (6 de noviembre),

Abydos

Isis encendió unas antorchas de acacia, pintadas de rojo. Su suave llama

impediría que cualquier fuerza nociva agrediera la Morada del Oro.

Unidos aún, los tres Osiris proseguían su camino hacia la luz, al igual que la

estatuilla de Sokaris en la capilla del lecho.

La viuda seguía humedeciendo con agua del Nun la momia de Iker, recogiendo

sus linfas y alimentando con ellas el cuerpo de resurrección.

De pronto, un cielo se formó sobre él. De allí nació un disco solar del que

brotaron unos rayos que iluminaron al hijo real.

Así, el crecimiento de sus órganos se benefició de una fulminante aceleración.

El viaje de Isis a través de la diosa Cielo y su conocimiento de las doce horas de la

noche habían originado aquel éxito, prueba de que se había franqueado un nuevo

obstáculo entre la muerte y la vida. La regulación de los fuegos alquímicos

acababa de encontrar un eco en el más allá.

Incansable, la viuda reanudó su trabajo.

Bega no tenía modo alguno de entrar en la Casa de Vida. Debería actuar, pues, el

veinticinco de khoiak.

Ese día, en efecto, Isis y la momia osiriaca se verían obligadas a salir de la

Morada del Oro y a enfrentarse ritualmente con los partidarios de Set, decididos a

impedir que alcanzaran la tumba del bosque sagrado de Peker, lugar donde se

consumaba la última fase de la resurrección.

¡Matar por segunda vez a Iker, arruinar la obra de Isis y proclamar el triunfo del

Anunciador! A consecuencia de dicha hazaña, Bega no perdía la esperanza de

tomar el poder presentándose como la única autoridad capaz de mantener el

orden. Sin embargo, aún quedaba un problema importante: Sekari seguía sospe-

chando de él y no le dejaría las manos libres. La única solución era proporcionarle

la prueba de la culpabilidad del Servidor del ka.

Tranquilizado, aquel husmeador ya no se ocuparía de Bega.

Mes de khoiak,

decimonoveno día (7 de noviembre),

Menfis

Al llegar a Menfis, el faraón sabía que Isis, en la octava hora del día, había

colocado la estatuilla de Sokaris en un zócalo de oro antes de incensarla y

exponerla al sol.

La luz rechazaba poco a poco las tinieblas, e insuflaba una nueva energía a la

momia osiriaca.

El regreso del gigante no pasó desapercibido. Liberada de cualquier temor gracias

a la erradicación de las células terroristas, la ciudad conoció rápidamente el

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acontecimiento. Los aficionados a los banquetes, a las danzas y a la música iban a

pasarlo en grande.

Sesostris reunió la Casa del Rey en presencia de la reina.

—No es tiempo para festejos —declaró—. El Anunciador había adoptado la

identidad de un temporal para infiltrarse en Abydos, ayudado por varios cómpli-

ces. Algunos de ellos han sido eliminados, pero su jefe ha logrado huir.

—¿Cuántos aliados le quedan? —preguntó Sehotep.

—Al menos, un sacerdote permanente de Abydos sigue traicionando a su

cofradía. Sekari lo descubrirá.

—¿Se está llevando a cabo la obra de Isis? —preguntó Senankh.

—Ya se han superado numerosas etapas, el Osiris

Iker comienza a revivir. ¿Habéis aniquilado vosotros la organización terrorista?

—En efecto —respondió Nesmontu—. La mitad de esas ratas perecieron

ahumadas en su subterráneo; las demás, atravesadas por las lanzas y las flechas.

A mi entender, la ciudad está limpia. La estrategia del visir Sobek era la

adecuada.

—El mérito corresponde a Sekari —afirmó el Protector, que entregó al monarca

un informe detallado de los acontecimientos y el nombre de los principales cul-

pables.

A la cabeza, Medes, el secretario de la Casa del Rey.

Sesostris pensó en la advertencia de los sabios: «Aquel al que hayas alimentado y

elevado hasta las mayores funciones te golpeará por la espalda.»

—Apruebo a Nesmontu —subrayó el visir—, y considero que la paz reina por fin

en Menfis.

—Esa es la última artimaña del Anunciador —reveló el monarca—: hacernos

creer en nuestra victoria. En Abydos, su último discípulo intentará interrumpir el

proceso de resurrección. Y ese demonio provocará, aquí mismo, un incendio

destructor.

—¿De qué modo? —preguntó la reina.

—Vertiendo sobre Menfis el contenido del caldero de la montaña Roja.

El Anunciador respiró a pleno pulmón el aire ardiente de la montaña Roja, una

enorme cantera de cuarcita, al sur de Heliópolis.1 Allí llegaba a la existencia la

piedra de fuego, color de sangre, cuya potencia él desviaría para abrasar al viejo

sol e impedir el renacimiento de su sucesor, resucitado durante su travesía del

cuerpo de la diosa Nut.

1. El gebel el-Ahmar.

Todas las noches, todos los templos de Egipto participaban en su combate contra

las tinieblas. ¿Lograrían imponer su reinado o una nueva alborada se levantaría?

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Sin los rituales y la transmisión de las palabras de luz, el mundo estaba

condenado a la decadencia. Y aquel mundo, según afirmaba la espiritualidad

faraónica, no necesitaba ser salvado por una creencia, sino gobernado y orientado

de acuerdo con la rectitud de Maat.

Esa era la idea principal que debía destruir, imponiendo una verdad absoluta a la

que nadie pudiera sustraerse.

Muy pronto, Menfis quedaría reducida a cenizas y lamentos. Llegando hasta lo

alto del cielo, una llama inmensa proclamaría el triunfo del Anunciador.

Mes de khoiak,

vigésimo día (8 de noviembre),

Abydos

En la octava hora del día, purificadas, lavadas de isefet, depiladas, con su nombre

inscrito en el hombro y la cabeza cubierta con una peluca ritual, Isis y Neftis tejie-

ron una gran pieza de tela destinada a cubrir el cuerpo osiriaco en su traslado a su

morada de eternidad.

En el exterior de la Morada del Oro, la vigilancia no se relajaba. El Calvo asistía a

los relevos de la guardia y acudía, varias veces al día, junto a la acacia, que no

manifestaba el menor signo de debilidad.

Sekari, por su parte, vigilaba al Servidor del ka.

Con su paso firme y regular, sin volverse nunca, el viejo ritualista cumplía

escrupulosamente con sus deberes. De santuario en santuario, rendía homenaje a

los antepasados, pronunciando las fórmulas de las primeras edades.

Con la cabeza alta y la vista al frente, apenas respondía a los saludos de los

temporales. A lo largo de todo su recorrido, no encontró a ningún cómplice

eventual y regresó a su morada oficial, donde le fue servido un frugal almuerzo.

Perplejo, Sekari debería haberse alejado. Pero su instinto lo incitaba a no

moverse.

Y entonces asistió a una sorprendente escena. Presa de una violenta cólera, el

Servidor del ka salió bruscamente de su casa, rompió una tablilla de madera y en-

terró los restos del objeto golpeándolos con el talón.

Sekari aguardó la marcha del ritualista, recuperó los fragmentos y reconstruyó la

tablilla.

Esta mostraba un signo finamente grabado y fácil de identificar: la cabeza del

animal de Set, con un largo hocico de okapi y las orejas erguidas.

El signo de los adeptos del Anunciador.

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Mes de khoiak,

vigésimo primer día (9 de noviembre),

Abydos

Aquella jornada decisiva y peligrosa marcaba la entrada en el cielo de todas las

divinidades y el final de la germinación del Osiris vegetal.

Isis y Neftis quitaron la piedra que cubría una abertura en el techo de la capilla,

donde se había depositado el molde, regado con agua del Nun desde el doce de

khoiak.

La relación entre los tres Osiris perduraba. Ahora era necesario efectuar una

delicada operación: sacar de la pila de bronce negro el molde de oro compuesto

por dos partes. Si aparecía alguna grieta, aquella esperanza se quebraría.

Con el rostro grave y la mano segura y precisa, Isis no advirtió defecto alguno.

Tras haber ungido con incienso las dos partes del molde, las ató fuertemente con

cuatro cordeles de papiro.

De ese modo, la garganta, el tórax y la corona blanca que llevaba la momia ya no

corrían el riesgo de alterarse.

El sol inundó el molde, la pila y el Osiris vegetante.

—Descansa un poco —le recomendó Neftis a Isis—. Estás agotada.

La viuda contempló a Iker.

—Cuando sea liberado de la muerte, descansaré a su lado.

El Calvo, aterrado, contemplaba la tablilla reconstruida.

—El Servidor del ka, cómplice del Anunciador... ¡Continúo sin poder creerlo!

—He aquí la prueba, sin embargo —afirmó Sekari. —¿Tenía cómplices?

—No lo creo, pero lo mantengo bajo constante vigilancia.

—¿No valdría más detenerlo y hacerlo hablar? -—Me parece un tipo duro,

callará. Prefiero dejar que prepare su próximo crimen y atraparlo en flagrante

delito.

—¡Es muy peligroso, Sekari! —Tranquilízate, no se me escapará. Pídele a Bega

que mantenga los ojos bien abiertos. Si advierte el más mínimo gesto sospechoso,

que nos avise de inmediato.

Mes de khoiak,

mismo día, Menfis

Sin conciencia del terrible peligro que la amenazaba, Menfis había reanudado su

existencia habitual. En cuanto regresó de su misión el comando de élite, el ge-

neral Nesmontu se dirigió a la morada del rey.

—Ni rastro del Anunciador, majestad. La cantera de la montaña Roja está cerrada

y desierta. Mis muchachos se han mostrado extremadamente prudentes y no han

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descubierto ni la menor presencia humana. De acuerdo con vuestras

instrucciones, el ejército ha cerrado el sector. Si se oculta allí, el Anunciador no

recibirá ayuda del exterior.

—Allí se oculta —afirmó Sesostris—, y nadie podrá descubrirlo antes de que se

manifieste.

—¿Acaso ese monstruo aguarda al veinticinco de khoiak?

—En efecto —asintió el monarca—. Gracias a su cómplice, sacerdote

permanente de Abydos, conoce el desarrollo de los misterios. El veintitrés, si Isis

consigue realizar la obra en rojo, todas las rocas del país quedarán recargadas de

energía y el caldero recuperará fuerza y vigor. El veinticuatro, Set intentará robar

uno de los elementos del ritual. Y el veinticinco lanzará a sus partidarios al asalto

de Osiris.

—¡El Calvo y Sekari conseguirán rechazarlo!

—Lo ignoro, Nesmontu, pues el Anunciador provocará el fuego destructor al

amanecer de ese día. Del resultado de nuestro duelo dependerá la suerte de

Abydos.

—¡Majestad, permitid que combata en lugar vuestro!

—Tu valor sería inútil. Sólo yo puedo desplegar el poder de la Doble Corona, sin

la seguridad de vencer a un enemigo de tanta envergadura. Llévate a los miem-

bros del «Círculo de oro» a Abydos, velad por la morada de resurrección y

solicitad la ayuda de los antepasados.

—Majestad...

—Ya lo sé, Nesmontu. Incluso en caso de victoria, no me quedará tiempo

suficiente para estar en Abydos el treinta de khoiak. En mi ausencia, Iker morirá.

Queda una esperanza, sin embargo: mañana, una nueva embarcación de

excepcional capacidad saldrá de los astilleros. Elige algunos marinos robustos,

capaces de navegar día y noche. El viento del norte y el río serán nuestros aliados.

—Venceréis, majestad. Y llegaréis en el momento preciso.

Mes de khoiak,

vigésimo segundo día (10 de noviembre),

Abydos

Tocado con una corona vegetal que evocaba la resurrección de Osiris, un

ritualista conducía tres bueyes, uno blanco, uno negro y uno manchado, que

tiraban de un arado que trazaba un surco en la blanda tierra. Lo seguían unos

cavadores que manejaban la azada, símbolo del amor de lo divino,1 para

perfeccionar aquel canal que los animales abrían. El día del entierro del dios, el

conjunto de los justos de voz, vivos y muertos, celebraba una fiesta de

regeneración.

Sacándola de unas pequeñas bolsas de fibra de papiro trenzada, los permanentes

medían la semilla con la ayuda de un celemín de oro, asimilado al ojo de Osiris,

antes de alimentar con ella el surco. Una última labor la cubría.

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Aquellos funerales eran alegres, pues anunciaban el renacimiento de los cereales

nutricios después de que la siembra, a imagen del dios, hubiera realizado sus

mutaciones hacia la luz. Consumando aquel ritual, la cofradía de Abydos se

aseguraba la cooperación de Geb, el dios Tierra.

1. La raíz mer significa, a la vez, «azada», «amor» y «canal». Es también una

referencia a la pirámide (mer), cuerpo osiríaco por donde circula el amor creador.

A Bega, que se hallaba limpio de cualquier sospecha, eso le importaba un

pimiento. Como ya no lo espiaban, preparaba el atentado del veinticinco. De

acuerdo con las recomendaciones del Calvo, se mantenía muy cerca del Servidor

del ka, atento al ritual de los cuatro terneros, el blanco, el negro, el rojo y el

manchado.

Procedentes de los puntos cardinales, buscaban, encontraban y protegían la

tumba de Osiris de sus enemigos visibles e invisibles. Liberando del mal el

territorio sagrado, purificaban el suelo al pisotearlo e impedían el acceso al lugar

del misterio.

En ausencia del rey —excelente señal para Bega—, Isis sujetaba las cuatro

cuerdas destinadas a controlar a los terneros. Su extremo tenía la forma del ankh,

la llave de vida. Era evidente que el Anunciador obligaba al monarca a luchar en

otro frente, tan abrasador que forzaba a Sesostris a prescindir de Abydos.

Aquella advertencia reavivó el odio y el rencor de Bega. Al igual que sus colegas,

puso una pluma de Maat en uno de los cuatro cofres que contenían las telas des-

tinadas al ka de Horus, el sucesor de Osiris. Egipto así reunido, a imagen del

universo, celebraba la coherencia recuperada del cuerpo osiriaco.

Isis y Neftis modelaron dos círculos de oro, el pequeño y el gran sol, y

encendieron trescientos sesenta y cinco candiles en pleno día, mientras sacerdotes

y sacerdotisas aportaban treinta y cuatro barcas en miniatura, cuya tripulación

formaban las estatuas de las divinidades.

Al caer la noche, recorrieron el lago sagrado.

Y la cebada del Osiris vegetante se convirtió en oro.

Mes de khoiak,

vigésimo tercer día (11 de noviembre),

Abydos

Anubis, dueño de la cripta de los fluidos divinos y escoltado por siete luces,

aportó a la momia osiriaca el corazón que atraería el pensamiento de los

inmortales, un escarabeo de obsidiana. Luego, envolvió el cuerpo con amuletos y

piedras preciosas, para vaciar la carne de su carácter perecedero.

En ese mismo instante, Isis sacó del molde la estatuilla del dios Sokaris, la puso

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en un zócalo de granito cubierto con una estera de cañas, pintó los cabellos de

lapislázuli, el rostro de ocre amarillo, las mandíbulas de turquesa, dibujó unos

ojos completos y le entregó los dos cetros osiriacos antes de exponerla al sol.

El rostro de Iker adoptó un color idéntico.

Anubis le presentó cinco granos de incienso.

—Sal del sueño, despierta. La Morada del Oro te modela, como una piedra

recreada por un escultor.

Isis levantó las dos plumas de Maat que le había entregado el Andariego de la

ciudad de Djedu. De ellas brotaron unas ondas, vectores de la energía que

aseguraba la coherencia del universo.

—Abro tu rostro —dijo Anubis—, Tus ojos te guiarán por los parajes oscuros y

verás al señor de la luz cuando atraviese el firmamento.

Tomando la azuela de metal celeste, la Grande de magia posó su extremo en los

labios de Iker. La sangre lo regó de nuevo. La obra en rojo acababa de

consumarse.

Mes de khoiak,

vigésimo cuarto día (12 de noviembre),

Abydos

El desarrollo del Osiris vegetal y la primera manifestación de vida en el Osiris

Iker demostraban que el crecimiento del Osiris mineral y metálico se estaba

desarrollando de modo armonioso. Dentro del hornillo de atanor, el cuerpo divino

se reconstruía, y su coherencia se afirmaba cada día más. Aplicándose a los

múltiples estados del espíritu y la materia, la piedra venerable cumplía su oficio

transmutatorio.

¡Le habría gustado tanto, a Isis, abrazar y besar a Iker! Pero se arriesgaba a

extinguir el minúsculo brillo de esperanza que había aparecido gracias a la obra

en rojo. Abandonando la inercia, aquel cuerpo de luz debía permanecer puro de

todo contacto humano, y sólo quedaría dotado de movilidad tras otras temibles

pruebas.

Las piedras de las canteras se cargaban de energía. El caldero de la montaña Roja

se llenaba de poder. El Anunciador dispondría, muy pronto, de un arma terrible.

Isis pensó en Sesostris.

¿Conseguiría, una vez más, obtener la victoria en un desigual combate? Ante el

Anunciador, ¿bastarían la inteligencia, el valor y la magia del faraón? Tal vez al

día siguiente, la viuda perdiera a su padre. Y si el rey no estaba en Abydos el

treinta de khoiak, para finalizar la Gran Obra, Iker no volvería a la vida.

Aquel día, en el que se enterraba el símbolo de la resurrección en el taller de

embalsamamiento, Isis envolvió la estatuilla de Sokaris con nuevas vendas, la

encerró en un cofre de sicómoro y la depositó en las ramas de aquel árbol, hábitat

terrenal de la diosa Cielo.

Durante siete días, pues cada uno de ellos contaba por un mes, la efigie viviría

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una gestación que vinculaba la materia al cosmos. Iker se beneficiaría de ello y

renacería en el seno de su Gran Madre.

Cuando Neftis se disponía a manipular una tela roja, su hermana se la arrancó de

las manos y la arrojó al suelo.

El tejido se inflamó, una llama amenazó a la momia.

El agua del Nun procedente del cuenco de oro acabó con el peligro.

—Un ataque del Anunciador —declaró la superiora de Abydos—. Por medio de

la rabia setiana, ha intentado robar esta tela e interrumpir la obra.

—¿Sabe todo lo que ocurre aquí? —se angustió Neftis.

—Su cómplice lo mantiene informado. Pero ni él ni su dueño cruzarán los muros

de la Morada del Oro, pues destruí su sombra.

—Mañana tendremos que salir de aquí y enfrentarnos a los setianos —recordó

Neftis—. La energía de su dios es indispensable para la momia. Temo lo peor. Si

la criatura del Anunciador consigue desviarla en su beneficio, Iker será

mortalmente alcanzado.

—No tenemos elección.

El Calvo había aceptado su sugerencia y Bega estaba lleno de júbilo.

Al día siguiente, durante la lucha entre los partidarios de Horus y los de Set,

habría que colocar al Servidor del ka entre estos últimos. O intentaría actuar solo

o sus eventuales cómplices se verían, por fin, obligados a desenmascararse.

No sin evidente heroísmo, Bega permanecería junto al principal sospechoso, le

impediría causar ningún daño y avisaría a las fuerzas del orden ante el menor

gesto sospechoso contra la momia osiriaca.

En realidad, en la primera parada de la procesión, Bega mataría a Isis, destrozaría

la momia y acusaría al Servidor del ka de haber cometido aquellas dos abomi-

nables hazañas.

Desempeñando el papel de un sethiano, el permanente disponía de un garrote. No

se trataba de un trivial pedazo de madera, sino de un bastón del lago, hecho de

tamarisco, capaz de derribar a cualquier enemigo.

Sobre todo desde que el Anunciador lo había cargado de fuerza destructora.

Mes de khoiak,

vigésimo quinto día (13 de noviembre),

Abydos

De la Morada del Oro, el Calvo, Isis y Neftis sacaron la barca de Osiris, donde

reposaba de nuevo la momia de Iker, cubierta por el paño tejido por las dos

hermanas. Obra del dios de la luz, lengua de Ra, el bajel se componía de piezas de

acacia que equivalían a las partes del cuerpo de Osiris reconstituido.

Sólo un justo de voz podía embarcar en ella y navegar en compañía de los

Venerables,1 vencedores de las tinieblas y capaces de manejar los remos tanto de

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día como de noche.

—Dirijámonos a la morada de eternidad del Gran Dios —ordenó el Calvo—. Que

nos volvamos poderosos2 y luminosos

3 como él.

Delante, dos ritualistas con cabeza de chacal, los Abridores de caminos, luego

Tot, Onuris, el manejador de lanza encargado de atraer a la lejana diosa y

apaciguar a la terrorífica leona, el halcón Horus, los lectores y lectoras de la Regla

y del ritual, el portador del codo de Maat, la portadora del cuenco para las

libaciones y las tañedoras.

1. Los imakhu.

2. User.

3. Akh.

El asalto de los setianos se produjo junto al lago sagrado. Al levantar sus garrotes,

se toparon con la irradiación de la barca, que los dejó inmóviles.

—Set y el mal de ojo han sido rechazados —declaró el Calvo—, su nombre ya no

existe.

—¡Barca de Osiris, tú los has dominado! Capturemos a los rebeldes con el cesto

de pesca, atémoslos con cabos, atravesémoslos con cuchillos y entreguémoslos al

tajo de la aniquilación.

Los setianos se derrumbaron. El Calvo llevó a cabo los gestos simbólicos:

cortarles la cabeza y arrancarles el corazón.

Terminada la primera parte de la ceremonia, el Servidor del ka se levantó,

mascullando. Desempeñar el papel de un agresor de Osiris le disgustaba, pero no

solía discutir las órdenes de su superior. Los demás setianos se alegraron de

abandonar la penosa función y se prepararon para la fiesta de las cebollas. Bega,

armado aún, desapareció.

Los miembros de la procesión se habían dispersado momentáneamente. ¡Era el

momento ideal para actuar! Ni Isis ni Neftis podrían resistírsele. Se reunirían con

Iker en la nada.

En el colmo de su acritud, no lamentaba nada. ¿Acaso vendiéndose al Anunciador

no saciaba su sed de poder y de venganza?

—De modo que eras tú —advirtió Sekari—, ¡el cobarde entre los cobardes, el

más infame de los pútridos!

Bega, tenso, se volvió.

—¡Me espías aún!

—Nunca creí en la culpabilidad del Servidor del ka. Cuestión de olfato y de

costumbre... El Anunciador nos lo arrojó como pasto, para dejarte libre el

camino. Pero tu camino se detiene aquí.

Desplegando su enorme osamenta, el sacerdote intentó derribar al agente secreto.

Sekari lo esquivó, pero no tuvo suficiente cuidado con el garrote del lago.

Siguiendo la inercia del golpe, el palo lo golpeó con violencia en el hombro.

Sekari rodó por los suelos, aturdido.

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Isis y Neftis se colocaron ante la momia.

—¡Iker y vos vais a morir por fin! —rugió Bega, levantando su temible arma.

En ese instante, Viento del Norte se encabritó y cayó con todo su peso sobre la

espalda del sacerdote.

Con la columna vertebral rota, el traidor soltó el garrote y lanzó un grito ronco al

caer. Sanguíneo, que confiaba en su colega, no había considerado necesario

intervenir.

El traidor agonizaba, con el terror pintado en los ojos. El mastín olisqueó al

herido y acto seguido se apartó, asqueado.

Los miembros de la procesión se reunieron alrededor de Bega, que acababa de

expirar.

—He aquí la hora del primer juicio —recordó el portador del codo de Maat—.

¿Merece ese sacerdote permanente ser momificado y llevado al tribunal de las

divinidades? Si uno de nosotros tiene que hacerle algún reproche, que hable.

—Bega violó su juramento y sirvió a la causa del mal —declaró el Calvo—.

Quería destruir el árbol de vida, mancillar los misterios de Osiris, asesinar a la

superiora de Abydos y a su hermana Neftis. La lista de sus crímenes basta para

condenarlo. No será momificado, sino quemado junto a una figurita de cera roja

que represente a Set. Nada quedará de él.

El Calvo lavó los pies de Isis en la jofaina de plata de Sokaris, y luego adornó su

cuello con una guirnalda de cebollas. Todos los participantes en los misterios

llevarían el mismo collar, cuya curva tenía forma de llave de vida, antes de

ofrecerlo, al amanecer, a las almas de los justos para devolverles así la luz.1

Gracias a la cebolla, el rostro quedaba purificado, el corazón en buena salud, y se

apartaba a la serpiente de la noche.

Al terminar el ritual, los cinco sentidos de Iker quedaron entornados. Hacerlos

eficaces exigiría nuevas mutaciones.

Dominado Set, alejado el mal y aclarada la vía, la barca de Osiris regresó a la

Morada del Oro. Con el hombro vendado, Sekari permanecía atento.

Isis no podía alegrarse del éxito, notable, sin embargo, pues la angustia la

oprimía.

¿Quién obtendría la victoria en el combate de la montaña Roja, el faraón o el

Anunciador?

1. La raíz hedj significa, al mismo tiempo, «luz» y «cebolla».

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Mes de khoiak,

mismo día,

Menfis

El faraón pronunció cada fase del ritual del alba como si lo celebrase por última

vez. Dentro de unas horas, los templos de Menfis tal vez hubieran desaparecido,

devorados por un torrente de fuego que, luego, caería sobre Abydos.

Tocado con la Doble Corona y ataviado con un taparrabo con la efigie del fénix,

el rey abandonó el santuario y se dirigió a la montaña Roja.

A buena distancia, ordenó a su escolta que no lo siguiera.

Isis había realizado la obra en rojo, Iker llegaba al lindero de la resurrección. Pero

las últimas etapas se anunciaban terribles.

La cantera llameaba, las piedras se convertían en pasto de una formidable

hoguera setiana. Hacía hervir la lava de aquel gigantesco caldero, capaz de

reducir a nada los trabajos de eternidad de los faraones, emprendidos ya en la

primera dinastía.

El Anunciador, liberado de un grupo de mediocres, sentía cómo iba creciendo su

capacidad de destrucción.

Al golpear Egipto, golpearía al mundo entero y lo privaría de Maat.

En el lindero de la cantera, indiferente al calor y al ardiente suelo, Sesostris.

—¡Hete por fin aquí, faraón! Sabía que no huirías y te considerarías capaz de

afrontarme. ¡Qué vanidad! Serás, pues, el primero en morir, antes que los

insensatos que no se conviertan a la verdadera fe.

—Tus aliados han sido vencidos.

—¡No importa! Eran unos mediocres que pertenecían al pasado. Yo preparo el

porvenir.

—Una creencia impuesta a la fuerza, dogmas intangibles y mortíferos... ¿A eso lo

llamas tú porvenir?

—¡Mi boca expresa los mandamientos de Dios, los humanos tendrán que

someterse a ellos!

El gigante clavó su mirada en la del Anunciador. Los ojos rojizos fulguraban,

pues no soportaba la presencia de aquel irreductible adversario.

—¡Yo detento la verdad absoluta y definitiva, y nadie podrá modificarla! ¿Por

qué te niegas a comprenderlo, Sesostris? Tu reinado se apaga; el mío comienza

ahora. Antes o después, los pueblos se prosternarán y se unirán a mí.

—Egipto es el reino de Maat —repuso el faraón—, no el de un fanático.

—¡Arrodíllate y venérame!

La corona blanca se transformó en un rayo de luz, tan deslumbradora que obligó a

retroceder a su adversario.

Loco de rabia, éste tomó una piedra incandescente y la lanzó contra Sesostris.

Una bola de fuego rozó el rostro del monarca.

Más precisa, la segunda iba a alcanzarlo en la frente,

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pero brotó de ella el uraeus, una cobra hembra. La llama que emitió hizo estallar

el proyectil en mil pedazos.

El Anunciador veía mal a su enemigo y no encontraba en él ningún apoyo de

isefet que le permitiera romper sus defensas.

A pesar de aquel horno, Sesostris avanzaba.

La espiral que adornaba la corona roja se desprendió de ella y se enrolló al cuello

del Anunciador. Este consiguió librarse de aquel cepo, que le dejó una profunda

herida. Bañado en sangre, aulló su dolor hasta las entrañas de la tierra.

—¡Demonios del infierno, brotad de las profundidades, asolad este país!

Cuando varias ardientes humaredas brotaban del agrietado suelo, Sesostris

derramó el contenido del cuenco de oro.

Las lágrimas de la viuda apagaron el incendio.

El Anunciador intentó abrir el canal de la lava, pero el río de fuego se volvió

contra él y lo transformó en una antorcha viviente.

—¡Desaparezco, Sesostris, pero no muero! Dentro de cien años, de mil, de dos

mil, volveré y triunfaré.

El cuerpo se deshizo en plena imprecación, el calor se atenuó y a la cantera

regresó de nuevo el silencio.

Desde su nacimiento, Egipto había impedido que el Anunciador derramara su

veneno. Y la victoria de la Doble Corona demostraba la permanencia y el fulgor

de Maat.

Pero la armonía de las Dos Tierras y sus vínculos con lo invisible, inestimables

tesoros, seguían amenazados sin cesar. Ya al final de la edad de oro de las grandes

pirámides, el país había estado a punto de desaparecer. Sólo la institución

faraónica se había opuesto a una decadencia aparentemente ineluctable. Al

restaurarla, Sesostris fortalecía la obra de sus predecesores.

Algún día, los diques cederían, y el Anunciador utilizaría la brecha para lanzar un

asalto en masa. Y ya no habría un faraón frente a él.

Sesostris tenía que ir en seguida a Abydos para que Iker regresara a la vida.

Amarrada al muelle principal de Menfis, una embarcación nueva, dispuesta a

zarpar.

A bordo, una tripulación de aguerridos marinos.

—Navegaremos día y noche —anunció el monarca—. Con destino a Abydos.

Llegaremos el treinta de khoiak.

El capitán palideció.

—¡Eso es imposible, majestad! Ningún viento, por poderoso que sea, podrá...

—El treinta de khoiak.

—Bien, majestad. Una última cosa: ¿qué nombre debemos darle a este barco?

—Se llamará El Rápido.

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Mes de khoiak,

Vigésimo sexto día (14 de noviembre),

Abydos

Los ritualistas arponearon el hipopótamo de Set, una de las encarnaciones

favoritas del dios de las perturbaciones cósmicas, y abrasaron la estatuilla de

arcilla en un altar con fuego. En el umbral de las jornadas decisivas para la

resurrección de Osiris, era preciso acabar con toda manifestación de desarmonía

que pudiera interrumpir el proceso alquímico.

Antes del comienzo de una nueva procesión, Isis contemplaba la momia de Iker.

No había curado aún de la muerte, pero una vida latente impregnaba su cuerpo de

resurrección. La viuda temía la entrada en el paraje de luz, un paso

extremadamente peligroso.

Pero ni Iker ni su esposa tenían elección.

Ella intentó ponerse en contacto con su padre, vio un inmenso campo de brasas y

una forma humana devorada por las llamas.

Luego, el incendio se calmó, el rojo dio paso al azul, y el viento hinchó las velas

de una embarcación.

¡Sesostris regresaba a Abydos! ¿Sesostris o... el Anunciador?

Victorioso, ¿no habría sido éste capaz de turbar los pensamientos? Tal vez a

bordo de aquel navío viajara

una jauría de fanáticos decididos a asolar el territorio de Osiris.

El Calvo se aproximó a Isis.

—Se plantea un problema delicado. Puesto que ahora hay que sacrificar otra

encarnación de Set, el asno salvaje, un ritualista considera inadmisible la pre-

sencia de Viento del Norte. Exige su expulsión o, peor aún...

—¿Matar al compañero de Iker que acaba de salvarnos la vida y de castigar a

Bega? ¡Eso sería ofender a los dioses y provocar su cólera! Expulsarlo nos

privaría del poder de Set, uno de los indispensables fuegos alquímicos.

—¿Qué propones, entonces?

—Expiada su falta, Set lleva para siempre a Osiris en sus lomos y nada

manteniéndolo en la superficie del océano de energía. Se convierte en el barco

indestructible, capaz de llevarlo a la eternidad. Viento del Norte desempeñará ese

papel.

Tras haber levantado la oreja derecha en señal de aprobación, el asno, grave y

recogido, recibió su precioso fardo. Sanguíneo lo precedió en una lenta procesión

de la totalidad de los ritualistas alrededor del templo de Osiris. Las permanentes

tocaban la flauta, los permanentes esparcían incienso por el suelo. El Calvo tiraba

de una narria, símbolo del dios Atum, «El que es y no es». Inaccesible para el

entendimiento humano, esa dualidad creadora, formada por términos

indisociables, albergaba uno de los secretos fundamentales del nacimiento de la

vida.

Sekari y el mastín permanecían alertas. ¿Exponer así a Iker no le hacía correr

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considerables riesgos? Ciertamente, el Anunciador ya no tenía cómplices en

Abydos.

¿Pero no habría implantado, durante su larga estancia, aquí y allá, algunos

maleficios?

La toma de posesión del espacio sacro se efectuó sin incidentes, al ritmo regular

de los pasos del animal de Set, la momia de Iker fue cargándose con la fuerza

esencial para superar la próxima etapa.

En pleno corazón de la Morada del Oro, Isis e Iker estaban solos ante la puerta del

paraje de luz,1 la misma que el faraón abría durante el ritual del alba para renovar

la creación.

Entrar en el séquito de Osiris y acceder a la resurrección implicaba convertirse en

un ser de luz.2 Bajo esta forma, el dios se unía con su imagen, sus símbolos y sus

cuerpos de piedra, preservando así el misterio de su naturaleza no creada.

Comunicar con Osiris exigía la práctica cotidiana de Maat. O Iker estaba en

rectitud, y la obra seguiría consumándose, o la intensidad de la irradiación de

aquella puerta lo aniquilaría.

Por otra parte, había otras condiciones que también eran necesarias: las sucesivas

iniciaciones, la coherencia de la andadura, el respeto al juramento y al silencio y

la veneración del principio creador. ¿Estaría a la altura de semejantes imperativos

el equipamiento de Iker, adquirido durante su viaje terrenal?

La viuda debía intentar llevar a cabo la reunión del ba, el alma-pájaro, y el ka, la

energía del más allá. De aquel encuentro, que excluía la confusión, dependía el

desarrollo del akh, el ser de luz. Si aquellos dos elementos se negaban a asociarse,

el tercero no aparecería.

1. Akhet.

2. Akh.

Isis pronunció las fórmulas de transformación, provocó el despertar del ka,

alimentado con la potencia, y la llegada del ba, empapado de sol.

Envuelta en una deslumbrante claridad, la momia de Iker cruzó la puerta y sufrió

de inmediato un proceso de transmutación análogo al que sufría el Osiris me-

tálico. Establecida la conjunción del ba y del ka, el pájaro-akh, el ibis comata,

podía emprender el vuelo.

—Ra te da el oro salido de Osiris —declaró Isis—, Tot te marca con el sello del

metal puro nacido del Dios Grande. Tu momia es coherente y estable como la

piedra de las mutaciones procedente de la montaña de Oriente. El oro ilumina tu

rostro, te permite respirar y hace eficientes tus manos. Gracias a Maat, el oro de

los dioses, pasas de lo perecedero a lo imperecedero. Permanece ante ti y no se

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aleja del cuerpo de resurrección.

La luna llena, el ojo reconstituido, brillaba con un vivo fulgor que, sin embargo,

no impedía ver Orión, apareciendo en occidente.

Isis tomó un cetro terminado en una estrella de cinco puntas y tocó con él la frente

de Iker. Luego levantó sin dificultad un colosal arpón de cedro, decorado con dos

serpientes, y colocó su garfio en el rostro de la momia.1

—Aparece en oro, brilla en electro, vive para siempre.

1. Un arpón ritual, de 2,60 m de largo, fue encontrado en una tumba de Saqqara.

Mes de khoiak,

vigésimo séptimo día (15 de noviembre),

Abydos

En el embarcadero, el Calvo recibió a la gran esposa real y a los demás miembros

del «Círculo de oro».

—¡Penoso viaje! —atronó el general Nesmontu—. Nos ha faltado viento, varios

marinos han caído enfermos y el río ha intentado hacernos algunas jugarretas.

¡Pero, bueno, aquí estamos!

—Si no hubieras tomado la barra y devuelto la moral a la tripulación, todavía

estaríamos muy lejos de aquí —aseguró Sehotep.

—¿Llegará a tiempo el faraón? —se inquietó el Calvo.

—Ignoramos el resultado del combate —reconoció Senankh—. Si vence, su

majestad utilizará una embarcación nueva, a priori, de excepcional rapidez.

—¿Prosigue la Gran Obra? —quiso saber la reina.

—Iker se presenta a las puertas del paraje de luz —respondió el Calvo.

Todos se estremecieron.

Joven e inexperto, ¿cómo iba a disponer el hijo real del suficiente equipamiento

espiritual?

—El amor de Isis conseguirá transferir la muerte —estimó Neftis.

—No es necesario esperar para emprender —recordó el Calvo—. Cumplamos

con nuestro deber ritual preparando el pan de resurrección.

Y así lo hizo, moldeándolo en forma de piramidión,1 el cerro primordial donde se

había encarnado el fulgor de los orígenes.

1. El benben.

Isis desató los movimientos de la luz, permitiendo así al espíritu de Iker escalarla

y desplazarse por medio de sus rayos. Estos penetraron en cada parcela de su

cuerpo y renovaron sus carnes.

—En el seno del sol, tu lugar es espacioso y tu pensamiento una hoguera. Une el

Oriente y el Occidente.

Bajo la nuca de la momia se formó un círculo luminoso, que produjo una suave

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llama que envolvió el rostro del hijo real sin abrasarlo.

Iker vivía con una forma de existencia propia del oro. Si no comunicaba con el

exterior y no se manifestaba fuera, se alimentaría exclusivamente de su propia

sustancia y acabaría agotándose.

La viuda debía aguardar el signo que anunciara la próxima etapa.

La reina permanecía impasible, el Calvo huraño, Sehotep nervioso, Senankh

indescifrable, Nesmontu impaciente y Neftis angustiada.

Sekari, Viento del Norte y Sanguíneo seguían vigilando los alrededores de la

Casa de Vida, que se hallaba perfectamente protegida.

—La muerte es un adversario como los demás —estimó el viejo general—.

Cuando se encuentra el defecto de su coraza y se ataca en el momento adecuado,

es posible vencerla.

Sehotep no compartía aquel optimismo. Tras haber rozado el castigo supremo a

causa de una acusación injusta, preveía lo peor. La resurrección del treinta de

khoiak le parecía muy lejana, inaccesible incluso.

Senankh creía en Isis. ¿Acaso la joven no había derribado gran cantidad de

obstáculos que se consideraban infranqueables?

Ciertamente, los tres últimos días del mes de khoiak se anunciaban peligrosos, y

la eventual ausencia del rey condenaba al fracaso la andadura de la viuda.

—¡Mirad, ahí está! —exclamó Nesmontu, levantando la cabeza.

Una grulla cenicienta volaba en lo alto del cielo. Con una gracia y una majestad

inigualables, descendió hacia la Gran Tierra y se posó en el pan en forma de

piramidión.

Mensajera del principio creador en la primera mañana del mundo y alma de

Osiris, tenía los ojos de Iker.

Mes de khoiak,

vigésimo octavo día (16 de noviembre)

La continua violencia del viento del norte era una baza importante.

Agradablemente sorprendido por ese extraordinario fenómeno, el capitán sacaba

el máximo partido de él. La mitad de la tripulación permanecía seis horas

encargándose de las maniobras, la otra mitad descansaba.

Por su parte, Sesostris permanecía constantemente en la proa, y no dormía.

—Todavía tenemos una mínima posibilidad de conseguirlo, majestad —estimó el

capitán—. No creía que un barco pudiera ser tan rápido. ¡Siempre que ningún

incidente dificulte nuestro avance, claro está!

—Hator nos protege. No olvides alimentar constantemente el fuego de su altar.

Iker acababa de cruzar el umbral del paraje de luz, la llameante puerta no lo

rechazaba. El oro irrigaba sus venas, la vida permanecía en estado mineral,

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metálico y vegetal. El treinta de khoiak, el faraón intentaría llevarla a su

expresión humana.

Uno de los mejores remeros de la tripulación, Dos- Raigones, quería contribuir de

modo decisivo al fracaso de Sesostris.

Su hija, Pequeña Flor, había puesto a Iker en manos de la policía porque se había

negado a desposarla. Desde aquella fecha, su existencia había sido una sucesión

de desgracias. Primero, la pérdida de su granja tras el descubrimiento de sus

falsas declaraciones al fisco; luego, el brutal fallecimiento de Pequeña Flor,

corroída por el remordimiento; finalmente, una grave enfermedad y la pérdida de

sus dientes.

¿Los responsables? Iker, elevado a la dignidad de hijo real, y su padre adoptivo,

el faraón Sesostris. ¿Cómo vengarse de tan poderosos personajes?

En el fondo del abismo, el destino le había sonreído. Cartero reclutado por uno de

los lugartenientes de Medes, se le habían confiado cosas que superaban el marco

de sus servicios. Dos-Raigones, nombrado responsable de un barco postal, a

causa de su maleabilidad, había aprobado la trama de una conspiración destinada

a derribar a Sesostris. Había sido ascendido posteriormente a jefe de equipo, y se

había convertido en uno de los elementos principales de la casa Medes.

Lamentablemente, su destino había cambiado de nuevo y el secretario de la Casa

del Rey había caído.

Sin mezclarse con la desbandada general, Dos-Raigones se estaba jugando el

todo por el todo. Conocedor de la acelerada construcción de un barco especial por

orden real, y de su inminente partida, había conseguido que lo contrataran como

remero y había indicado a los últimos partidarios de Medes la oportunidad de

desvalijar un carguero que transportaba fabulosas riquezas.

Poco antes de Abydos, se agruparían y lo atacarían. Dos-Raigones se encargaría

de suprimir al capitán y de incendiar el navío, que se vería obligado a acostar. La

jauría de los agresores la emprendería con el gigante, que sucumbiría superado

por el número. El Rápido nunca llegaría a buen puerto.

Mes de khoiak,

mismo día,

Abydos

Para que estuviera presente el espíritu luminoso de Osiris, los miembros del

«Círculo de oro» jalaron una narria que llevaba la piedra primordial, símbolo de

Ra. Su fulgor impregnó la Gran Tierra y provocó, en el interior de la Casa de

Vida, la mutación decisiva del Osiris vegetal. Los tallos de cebada brotaron del

cuerpo de la momia, anunciando la resurrección de los ciclos naturales, expresión

de lo sobrenatural. Aquel oro vegetal circulaba ahora por las venas de Iker.

La transferencia de muerte seguía efectuándose, la viuda no había cometido error

alguno. Pero el éxito final dependía del faraón, pues exigía la transmisión del

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principio real. Sólo el fuego de Horus, hijo de Osiris, consumaría la resurrección.

Y tal vez otro fuego, el del Anunciador, se acercaba a Abydos.

—No estoy tranquilo —le confesó Sekari a Nesmontu.

—¿Quedan aún partidarios del Anunciador en Abydos?

—Es poco probable.

—¡Si sembró algunas trampas, el «Círculo de oro» las descubrirá!

—¿Y si el Anunciador ha vaciado el caldero de la montaña Roja? El torrente de

fuego no tardaría en alcanzarnos.

—Sesostris ha triunfado —declaró el viejo soldado—. Un rey de ese temple

ignora la derrota.

—¡No olvides el largo trayecto entre Menfis y Abydos! No todos los terroristas

han sido eliminados. Los supervivientes podrían reagruparse y atacar el barco.

Un último esfuerzo, tan peligroso como desesperado.

La hipótesis no divirtió al general.

Esta vez, compartía los temores de Sekari.

—¿No te apetecería afeitarte la cabeza y leer diariamente la Regla? —preguntó el

Calvo a Sekari.

El agente secreto no disimuló su asombro:

—No comprendo...

—El peso de los años se hace excesivo; la función, abrumadora. Abydos exige un

nuevo Calvo. Tú, hermano mío, has corrido mucho mundo y has desafiado el

peligro. ¿No va siendo ya hora de que tiendas tu estera y te consagres a lo

esencial? Mi ingenuidad me hace cometer muchos errores. Tu desconfianza

natural te será útil.

—¿Realmente estás convencido de que...?

—Yo propondré al faraón el nombre de mi sucesor.

Mientras permanecía junto a Iker, Isis recordaba sus momentos de felicidad. No

era un pasado perdido y nostálgico, sino el sólido zócalo en el que se edificaba la

eternidad de su amor.

Mes de khoiak,

vigésimo noveno día (17 de noviembre),

Abydos

Al amanecer del penúltimo día del mes de khoiak, Isis adornó el pecho de Iker

con el ancho collar1 de nueve pétalos de loto. Emanación de Atum, el creador,

protegía y fijaba el ka. Ninguna de las parcelas de vida reunidas a lo largo del

proceso alquímico se dispersaría. Formado por cuatrocientos diecisiete elementos

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de loza y piedras duras dispuestas en siete vueltas, aquella joya encarnaba la

Eneada, la cofradía de las potencias creadoras que engendraban el universo a

cada instante.

Llegaba la hora de proceder a una operación muy arriesgada: sacar a la luz el

hornillo de atanor, la vaca celestial enteramente transformada en oro, en cuyo

interior proseguía la última fase de la transmutación, al abrigo de las miradas

humanas. El brillo del sol le era indispensable, ¿pero sería lo bastante coherente y

sólida para soportarlo?

Si el metal se agrietaba, si el contacto con el mundo exterior lo degradaba, sería

un fracaso irreversible. El Osiris vegetal se marchitaría, e Iker se extinguiría.

A la cabeza de la procesión, Isis y Neftis llevaron la vaca de oro que contenía el

Osiris mineral y metálico.

1. El usekh.

Bajo el suave sol de otoño, debía dar siete veces la vuelta a la tumba del dios.

Sekari, Sehotep, Senankh y Nesmontu jalaban los cuatro misteriosos cofres. La

reina y el Calvo pronunciaban alternativamente fórmulas de protección. Nadie

conseguía dominar su ansiedad, y acechaban la siniestra aparición de la más

pequeña alteración, sinónimo de desastre. Sin embargo, las dos hermanas no

apresuraron el paso.

Sehotep tenía la garganta seca.

Un fragmento del lomo de la vaca había cambiado de color. El minúsculo defecto

no aumentó de volumen, sino que aleteó.

—Una gran mariposa dorada —murmuró Senankh—. El alma de Iker nos

acompaña.

Durante la ceremonia, no tuvo lugar ningún otro incidente.

Eran unos treinta desarrapados, ex empleados de los lugartenientes de Medes. Un

hatajo de malhechores, acostumbrados a dar golpes bajos. Antes o después,

caerían en manos de la policía y, por tanto, nada tenían que perder. El mensaje de

su amigo Dos-Raigones encantaba a los cabecillas: ¡un carguero lleno de mercan-

cías que se ofrecía a su codicia!

Al norte de Abydos, a la altura de un burgo encaramado en un montículo,

Dos-Raigones provocaría un incendio. El navío se vería obligado a acostar, y la

jauría se lanzaría al asalto. Comenzaron a discutir las condiciones del reparto y

adoptaron la regla de la antigüedad: el primer bandido sería el primer servido.

Ocultos en las cañas cuyos extremos mascaban, aguardaban el feliz

acontecimiento.

—¡El barco! —gritó un centinela.

Con las velas hinchadas por un fuerte viento del norte, el magnífico bajel

avanzaba a increíble velocidad.

—No es un carguero —advirtió uno de los cabecillas, contrariado.

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—Mira bien —le recomendó uno de sus compañeros—. En la proa, diríase que...

—No importa. En cuanto se acerquen a la costa, atacamos.

A la altura de la cabina central, brotó una llama.

Caía la noche.

Silenciosa, la Gran Tierra de Abydos se disponía a vivir la penúltima noche del

mes de khoiak.

Y el faraón seguía sin llegar. Sin su presencia, los ritos no podrían celebrarse a

tiempo y la obra de Isis quedaría reducida a la nada.

La reina se retiró al palacio, cercano al templo de millones de años de Sesostris.

Como si ningún peligro amenazara Abydos, sacerdotes y sacerdotisas perma-

nentes cumplieron con sus habituales deberes.

Nesmontu estaba que trinaba.

—Una emboscada... ¡Los últimos partidarios del Anunciador han tendido una

emboscada al rey! Al alba, bajaré por el Nilo.

—Es inútil —estimó Sehotep.

—¡Tal vez me necesite!

—Nosotros somos quienes lo necesitamos. Sólo su presencia vencerá la muerte a

la que el Anunciador ha condenado a Osiris y a Iker.

Senankh no tuvo valor para manifestar un optimismo de pura fachada.

—A pesar de los riesgos, sin duda, Sesostris navega por la noche —dijo Sekari—.

No perdamos la esperanza.

christian_jacq_Mes de khoiak,

trigésimo día (18 de noviembre),

Abydos

El general Nesmontu recorría el muelle de Abydos. Incapaz de dormir, se

disponía a partir hacia el norte para encontrarse con el rey y proporcionarle su

ayuda.

¿Cómo imaginar, ni un solo instante, la victoria del Anunciador y el ataque de sus

hordas?

Acompañado por un viento del norte de rara violencia, el sol se levantó.

A lo lejos, un barco esbelto y poderoso a la vez.

Los arqueros, por orden del general, tensaron sus arcos.

En la proa, un gigante.

—¡Sesostris!

Nesmontu se prosternó ante el monarca, que fue el primero en desembarcar.

Agradeció a la diosa Hator que le hubiera concedido un feliz viaje y se dirigió al

templo.

—¿Contratiempos? —preguntó Nesmontu al capitán.

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—Por lo que se refiere a la navegación, ni uno. ¡El Rápido merece su nombre! Por

desgracia, perdí a un miembro de la tripulación.

—¿Un accidente?

—¡No, un drama extraordinario! Ayer, al ocaso, poco antes de que cayera la

noche, Dos-Raigones se inflamó, devorado por unas atorbellinadas llamas, y no

conseguimos salvarlo. En el mismo instante, unos treinta hombres surgieron de

las cañas y se reunieron junto a un pequeño embarcadero. Cuando su majestad los

miró, ¡huyeron en desbandada! Muchos murieron pisoteados.

Nesmontu se reunió con el soberano, que fue recibido por la reina y los demás

miembros del «Círculo de oro». Sin embargo, no era momento de felicitaciones,

pues la última fase de la Gran Obra se anunciaba peligrosa.

El faraón entró en la Morada del Oro, abrazó ritual- mente a Isis y tocó la cabeza

del Osiris Iker con la corona de los justos de voz, una simple cinta adornada con

dibujos florales.

—El firmamento brilla con una nueva luz —declaró—, los dioses expulsan la

tempestad, tus enemigos han sido vencidos. Te conviertes en Horus, el heredero

de Osiris que ha sido reconocido apto para reinar, puesto que tu corazón está lleno

de Maat y tu acción se adecúa a su rectitud. Asciende al cielo con la luz, el humo

del incienso, los pájaros, las barcas del día y de la noche, pasa de la existencia a la

vida. El espíritu y la materia se unen, la sustancia primordial brotada de la llama

del Nun te moldea. Hace desaparecer las barreras levantadas entre los reinos

mineral, metálico, animal, vegetal y humano. Viaja a través de todos los mundos

y conoce el instante anterior al nacimiento de la muerte.

El faraón abrió el recipiente sellado que había traído de Medamud.

—Tú, la viuda, alimenta con el fluido osiriaco el cuerpo de resurrección.

¿Iba a disolverse la momia o la obra llegaría a su término?

Iker abrió los ojos, pero su mirada sólo contemplaba el más allá.

El rey e Isis se dirigieron al templo de Osiris.

Tendido en las losas de la capilla principal, el pilar estabilidad.1

La reina, que llevaba el cetro «Potencia», se colocó detrás de Sesostris y le

transmitió la fuerza necesaria para levantarlo con la ayuda de una cuerda.

—Lo que estaba inerte revive y se levanta fuera de la muerte —declaró el

faraón—. El pilar venerable, duradero en cualquier momento, se rejuvenece por

el paso de los años. La columna vertebral de Osiris es recorrida de nuevo por la

energía vital, el ka se apacigua.

La pareja real incensó el pilar.

Dentro del hornillo de atanor, la diosa Isis se acercó a su hermano Osiris en forma

de un milano hembra, alegrándose por su amor. Precisa2 como la estrella Sothis,

3

se colocó sobre el falo del Osiris transmutado en oro, y la simiente de la Gran

Obra penetró en ella. Horus el aguzado4 nació de su madre, y «fue luminoso para

el resucitado en su nombre de ser luminoso5».

—Sin dejar de ser mujer, Isis ha desempeñado el papel de un hombre —declaró la

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reina—. Asume las dos polaridades, conoce los secretos del cielo y de la tierra.

Venerable brotada de la luz, es la pupila del ojo creador. Horus nace de la unión

de una estrella y el fuego alquímico.

1. El djed, sinónimo de «palabra», «formulación».

2. Sepedet.

3. Ibídem.

4. Seped.

5. «Textos de las pirámides», 632a y ss.

Isis y Neftis se pusieron una túnica provista de unas grandes alas abigarradas. En

compañía del rey, regresaron junto a Iker y las desplegaron cadenciosamente,

dando el aire vivificante a quien despertaba.

—Tus ojos te han sido traídos —dijo la hermana a su hermano—, las partes de tu

cuerpo se han unido. Tus ojos han vuelto a abrirse. Vive la vida, no mueras la

muerte. Esta te abandona y se aleja de ti. Estabas muerto, pero vuelves a vivir más

que la Eneada, sabes algo, para el señor de la unidad.1

Isis manejó el cetro traído del Muslo, la segunda provincia del Bajo Egipto. Las

tres correas de cuero, que simbolizaban las sucesivas pieles del triple nacimiento,

llevaron a la luz al Osiris Iker.

—La luz te anima —decretó el rey, tocando la nariz del hijo real con el extremo

de la llave de vida, el cetro del florecimiento y el pilar de la estabilidad.

Un ardiente sol bañó la momia con sus rayos.

—Las puertas del sarcófago se abren —anunció Isis—. Geb, el regente de los

dioses, devuelve la visión a tus ojos. Extiende tus piernas, que estaban dobladas.

Anubis da firmeza a tus rodillas, puedes ponerte en pie. La poderosa Sejmet te

levanta. Recuperas el conocimiento gracias a tu corazón, recuperas el uso de tus

brazos y tus piernas, cumples la voluntad de tu ka?

1. «Textos de los sarcófagos», capítulos 510 y 515.

2. «Textos de las pirámides», capítulo 676; «Textos de los sarcófagos»,

capítulo 225; Libro de los muertos, capítulo 26.

El cielo de Abydos se convirtió en lapislázuli, rayos de turquesa iluminaron la

Gran Tierra.

Inmensa, como si tocara el cielo, la acacia de Osiris, el árbol de vida, se cubrió de

miles de flores blancas y olorosas, que exhalaban un perfume de divina cualidad.

El «Círculo de oro» se reunió en torno al Osiris resucitado. En el oriente, la pareja

real, Isis e Iker, accediendo por fin a aquella cofradía con la que tanto había

soñado él; en el occidente, el Calvo y Sekari; en el septentrión, Nesmontu y

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Sehotep; en el mediodía, Senankh.

El faraón celebró la invisible y, sin embargo, real presencia de Khnum-Hotep, de

Djehuty y del general Sepi, y recordó la Regla, que no había cambiado desde los

orígenes.

—Sólo cuenta la función vital confiada a cada uno de los miembros de este

«Círculo». No consiste en predicar, ni en convertir, ni en imponer una verdad

absoluta y algunos dogmas, sino en actuar con rectitud.

La cofradía depositó el recipiente sellado y el Osiris transmutado en su morada de

eternidad, cuya entrada estaba a occidente.

La Gran Obra se instaló en un lecho de basalto, que estaba formado con el cuerpo

de dos leones que simbolizaban el ayer y el mañana. Dos halcones custodiaban la

cabeza y los pies. El señor del silencio permanecería allí hasta el próximo mes de

khoiak. Celebrando los misterios, los iniciados de Abydos intentarían, una vez

más, devolverlo a la vida.

A excepción de Sesostris, Isis e Iker, los miembros del «Círculo de oro» salieron

de la tumba.

El faraón contempló la puerta del más allá.

—Después de su partida, Iker ha regresado. Sólo Osiris resucita, algunos seres

acceden a la transmutación. Hoy, el hijo real tiene la capacidad de ir y venir. ¿Qué

deseas, Isis?

—Deseamos vivir juntos para siempre, no estar ya separados y descansar en paz,

el uno junto al otro, protegidos del mal. Cruzaremos el umbral del país de la

eternidad dándonos la mano y veremos la luz, en el instante perfecto en el que

renace.

—El Osiris Iker debe cruzar esa puerta —indicó Sesostris—. Si tú lo acompañas,

atravesarás su muerte. A pesar de tu conocimiento del camino de fuego, te

arriesgas a perecer. Tú decides.

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EL PASO

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Mes de Tot,

primer día (20 de julio),

Menfis

Bajo la protección de una refulgente Sothis, la crecida, alimentada por las

lágrimas de Isis, era perfecta. El año se anunciaba feliz y próspero.

El visir se recuperaba lentamente de su iniciación al «Círculo de oro» de Abydos.

Sobek, que estaba acostumbrado a luchar ferozmente con el adversario y a no

retroceder nunca ante el peligro, no esperaba semejantes revelaciones y tanta

conmoción.

El primer ministro de Egipto estaba orgulloso de servir a un país capaz de

transmitir el Gran Secreto. Por medio de la experiencia osiriaca, las Dos Tierras

se construían día tras día con materiales tomados de la luz del más allá. Asegurar

el bienestar material de la población no bastaba; también era preciso abrir las

ventanas del cielo.

La visita de Nesmontu alegró al visir.

—¿Buenas noticias como siempre, general?

—Excelentes. Ningún disturbio en la región sirio- palestina, sólida paz en Nubia.

—A tu entender, ¿podemos levantar las últimas medidas de seguridad especial en

Menfis?

—La desaparición del Anunciador desalentó a sus últimos partidarios. Creo que

ya no hay ningún peligro terrorista.

Con los brazos cargados de papiros, Senankh interrumpió a sus dos hermanos.

—El rey acaba de confiarme un impresionante número de reformas que deben

emprenderse urgentemente —reveló—. Me será indispensable el apoyo del visir.

Y advierto al general en jefe de nuestras fuerzas armadas que su gestión debe ser,

también, mejorada.

Nesmontu sacó pecho.

—Me pregunto si no debería dimitir y reunirme con Sekari. El, el nuevo Calvo de

Abydos, no se complica la vida con pesadeces administrativas.

—Desengáñate —replicó Senankh.

Con la frente alta, el viejo soldado fue a pasear a Sanguíneo y a Viento del Norte.

Los animales, al menos, que habían sido justamente condecorados, no le conta-

rían tonterías.

—Por lo que respecta a Nesmontu, renuncio —abdicó el visir.

—Tranquilízate, controla el menor gasto y todos sus soldados se dejarían matar

por él. Nadie podría garantizar mejor nuestra seguridad.

—Lo sé, lo sé —masculló Sobek—. ¿Ha regresado Sehotep de Abydos?

—La restauración del templo de Osiris lo retendrá aún algún tiempo allí.

—Sé sincero, Senankh: ¿apruebas la última decisión del rey?

—¿Acaso su mirada no alcanza más allá que la nuestra? Sólo él ve ciertamente la

realidad.

Sobek compartía aquella opinión.

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Por encima de ellos estaba aquel gigante, capaz de reparar los errores de sus

ministros y distinguir el menor brillo en el seno de las tinieblas. Calmado ya, el

visir podía cumplir con su pesada tarea.

—¿Ha sido avisado el jefe del protocolo?

—Yo me he encargado de eso, tratará correctamente a los huéspedes de su

majestad.

Menfis hervía con mil rumores. ¿No se disponía Sesostris a nombrar a un nuevo

hijo real al que prepararía para que le sucediera? La gente apostaba, de buena

gana, por ese o aquel nombre, sin preferir a los herederos de las ricas familias de

la capital, pues al monarca no le preocupaba la apariencia, y sólo sentía interés

por las cualidades fundamentales.

El jefe del protocolo quería evitar el menor error. Inquieto, corrió hacia los

invitados del faraón, evitó hacerles demasiadas preguntas sobre su viaje y su

salud y se limitó a conducirlos hasta el despacho del monarca, cuya puerta había

permanecido entornada.

—Bueno, es aquí —farfulló antes de desaparecer.

La voz poderosa y grave de Sesostris se dirigió a sus dos visitantes:

—Entrad, Isis e Iker. Os estaba esperando.