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Demian es un muchacho curioso einquieto que desea saber más sobresí mismo. Esta búsqueda le conducehasta Jorge, el Gordo, unpsicoanalista muy peculiar que leayuda a enfrentarse a la vida y aencontrar las respuestas que estábuscando con un método muypersonal: cada día le explica uncuento. Son cuentos clásicos,modernos, o populares,reinventados por el psicoanalistapara ayudar a su joven amigo aresolver sus dudas.

Jorge Bucay

Déjame que tecuente…

Los cuentos que me enseñaron avivir

ePub r1.1Andaluso 11.08.13

Título original: Déjame que te cuente…Jorge Bucay, 2005

Editor digital: AndalusoePub base r1.0

A mi hija Claudia

PRÓLOGOHace algunos años escribí, sin darmecuenta, una serie de cartas que dirigía auna supuesta e imaginaria amiga llamadaClaudia. Esa serie terminaba con unacarta que obviamente era la última.

Algunos amigos que conocían estehobby y algunos pacientes quesobrevaloraban su contenido, hicieronque me decidiera a publicar lo quedespués se llamaría «CARTAS PARACLAUDIA».

Sería muy difícil para mí expresarmi gratitud para con todos ellos: amigosy pacientes, a quienes les debo todos los

placeres devenidos de las sucesivasediciones de aquel libro.

Quizás sea por aquellassatisfacciones, quizás sea por vanidad, oquizás —lo dudo— sea porquefinalmente haya encontrado algo máspara decir… lo cierto es que hoy, cincoaños después, vuelvo a sentarme anteuna máquina de escribir para tipear estoque aquí empieza: quizás mi segundolibro.

En los últimos años, mi tarea comoterapeuta ha ido variando másostensiblemente que en toda la décadaanterior. Este viraje sucedió, como casitodas las cosas importantes de mi vida,

sin que yo me diera acabada cuenta delo que estaba sucediendo.

Un día, hablando con una colega conquien controlaba sus pacientes, noté quevenían a mi memoria infinitos relatos,fábulas y anécdotas con las cuales yoexplicaría a ese paciente a quien noconocía, su actitud de vida.

Me di cuenta de que, a solas con mispacientes, había recurrido confrecuencia a esta manera de decir lo quedeseaba.

Me di cuenta de cómo mis pacientesrecordaban más mis relatos que misinterpretaciones, ejercicios, ocomentarios.

Recordé el impacto profundo de losrelatos del modelo Ericksoniano.

Me di cuenta, en suma, de que estabautilizando cada vez más una poderosaarma didáctica y por supuestoterapéutica.

Esto que hoy comienzo a escribir esuna pequeña antología de relatosantiquísimos algunos y contemporáneosotros, historias tradicionales de todaslas culturas, frases y anécdotas más omenos conocidas a las cuales decidísumar algunos sucesos de mi vidapersonal y unos pocos cuentos de mipropia inventiva, sumados a —como nopodían faltar— algunas humoradas que

me han contado y que repito a menudo(demasiado repito y demasiado amenudo), a mis «pacientes» pacientes.

Sólo para que no sea tan fácilleerlos, agregué al principio o final decada relato (que a partir de ahora voy allamar indiscriminadamente «cuentos»)uno o dos párrafos, ilustrando el uso quehago de estos cuentos en mi consultorio.No necesito aclarar, creo, que este usoes sólo un ejemplo y que la sabiduríaencerrada en estos cuentos excede enmucho la aplicación supuestamente dadaen estos relatos.

Fue así, en la búsqueda de la manerade mostrar estos cuentos, que inventé a

Demián, como alguna vez inventé aClaudia.

En realidad Demián ya estabainventado. De hecho es mi hijo, elhermano mayor de Claudia. Y digo quelo inventé, porque ese es el nombre quele puse al supuesto paciente que se veobligado —pobre— a soportar una yotra vez a ese terapeuta que se parecedemasiado a mí.

EL ELEFANTEENCADENADO

—No puedo —le dije— ¡NO PUEDO!—¿Seguro? —me preguntó el gordo.—Sí, nada me gustaría más que

poder sentarme frente a ella y decirle loque siento… pero sé que no puedo.

El gordo se sentó a lo Buda en esoshorribles sillones azules de consultorio,se sonrió, me miró a los ojos y bajandola voz (cosa que hacía cada vez quequería ser escuchado atentamente), medijo:

—¿Me permites que te cuente algo?

Y mi silencio fue suficienterespuesta.

Jorge empezó a contar:Cuando yo era chico me encantaban

los circos, y lo que más me gustaba delos circos eran los animales. También amí como a otros, después me enteré, mellamaba la atención el elefante.

Durante la función, la enorme bestiahacía despliegue de peso, tamaño yfuerza descomunal… pero después de suactuación y hasta un rato antes de volveral escenario, el elefante quedaba sujetosolamente por una cadena queaprisionaba una de sus patas a unapequeña estaca clavada en el suelo.

Sin embargo, la estaca era sólo unminúsculo pedazo de madera apenasenterrado unos centímetros en la tierra.Y aunque la cadena era gruesa ypoderosa me parecía obvio que eseanimal capaz de arrancar un árbol decuajo con su propia fuerza, podría, confacilidad, arrancar la estaca y huir.

El misterio es evidente:¿Qué lo mantiene entonces?¿Por qué no huye?Cuando tenía cinco o seis años, yo

todavía confiaba en la sabiduría de losgrandes. Pregunté entonces a algúnmaestro, a algún padre, o a alguna tíapor el misterio del elefante. Alguno de

ellos me explicó que el elefante no seescapaba porque estaba amaestrado.

Hice entonces la pregunta obvia: —Si está amaestrado ¿por qué loencadenan?

No recuerdo haber recibido ningunarespuesta coherente.

Con el tiempo me olvidé delmisterio del elefante y la estaca… y sólolo recordaba cuando me encontraba conotros que también se habían hecho lamisma pregunta.

Hace algunos años descubrí que porsuerte para mí alguien había sido lobastante sabio como para encontrar larespuesta:

El elefante del circo no escapaporque ha estado atado a una estacaparecida desde que era muy, muypequeño.

Cerré los ojos y me imaginé alpequeño recién nacido sujeto a laestaca.

Estoy seguro de que en aquelmomento el elefantito empujó, tiró ysudó tratando de soltarse. Y a pesar detodo su esfuerzo no pudo.

La estaca era ciertamente muy fuertepara él.

Juraría que se durmió agotado y queal día siguiente volvió a probar, ytambién al otro y al que le seguía…

Hasta que un día, un terrible día parasu historia, el animal aceptó suimpotencia y se resignó a su destino.

Este elefante enorme y poderoso,que vemos en el circo, no escapa porquecree —pobre— que NO PUEDE.

Él tiene registro y recuerdo de suimpotencia, de aquella impotencia quesintió poco después de nacer.

Y lo peor es que jamás se ha vueltoa cuestionar seriamente ese registro.

Jamás… jamás… intentó poner aprueba su fuerza otra vez…

—Y así es, Demián. Todos somos unpoco como ese elefante del circo: vamospor el mundo atados a cientos de estacas

que nos restan libertad.Vivimos creyendo que un montón de

cosas «no podemos» simplementeporque alguna vez, antes, cuando éramoschiquitos, alguna vez, probamos y nopudimos.

Hicimos, entonces, lo del elefante:grabamos en nuestro recuerdo:

NO PUEDO… NO PUEDO YNUNCA PODRÉ

Hemos crecido portando esemensaje que nos impusimos a nosotrosmismos y nunca más lo volvimos aintentar.

Cuando mucho, de vez en cuandosentimos los grilletes, hacemos sonar las

cadenas o miramos de reojo la estaca yconfirmamos el estigma:

¡NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ!Jorge hizo una larga pausa; luego se

acercó, se sentó en el suelo frente a mí ysiguió:

Esto es lo que te pasa, Demián,vives condicionado por el recuerdo deque otro Demián, que ya no es, no pudo.

Tu única manera de saber, es intentarde nuevo poniendo en el intento todo tucorazón…

…TODO TU CORAZÓN.

FACTOR COMÚNCuando llegué por primera vez al

consultorio de Jorge, sabía que no iba aver a un analista convencional. Claudia,que me lo había recomendado, me avisóque «El Gordo” —como ella lo llamaba— era un tipo “un poco especial».

Yo ya estaba harto de las terapiasconvencionales, y sobre todo de algunosaños aburridos en un divánpsicoanalítico. Así que llamé y pedí unahora.

La primera impresión superabatodos los cálculos. Era una calurosatarde de noviembre; yo había llegado

cinco minutos antes y esperaba abajo, enla puerta de su edificio, que fuera lahora exacta.

A las cuatro y media en punto toquétimbre, el portero eléctrico sonó, empujéla puerta y subí al noveno.

Esperé en el pasillo.Esperé.¡Y esperé!Y cuando me cansé de esperar, toqué

timbre en la puerta del apartamento.Me abrió la puerta un tipo que a

primera vista parecía vestido para irsede picnic: estaba en vaqueros, zapatillasde tenis y una camiseta de color naranjachillón.

—Hola —me dijo y su sonrisa metranquilizó.

—Hola —contesté— soy Demián.—Sí, claro, ¿qué te pasó que

tardaste tanto en llegar arriba? ¿Teperdiste?

—No, no tardé. No quise tocar eltimbre para no molestar… Por si estabaatendiendo…

—¿«Para no molestar»?… Así tedebe ir a ti… —me devolvió.

Me quedé mudo.Era la segunda frase que me decía y

me estaba diciendo algo que sin lugar adudas era verdad pero… ¡Qué hijo deputa!

…El lugar donde Jorge atendía (nome animaría a llamar a eso «unconsultorio»), era tal como Jorge:informal, desarreglado, desprolijo,cálido, colorido, sorprendente y, paraqué negarlo, un poco sucio. Nossentamos en dos sillones frente a frente ymientras yo le contaba algunas cosas,Jorge tomaba mate (¡tomaba matedurante la sesión!).

Me ofreció uno:—Bueno —le dije.—Bueno ¿qué?—Bueno, el mate…—No entiendo.—Que te voy a aceptar un mate.

Jorge me hizo una servil y burlonareverencia y me dijo: —Gracias,Majestad por «aceptarme» un mate…¿Por qué no me dices si quieres un mateo no, en lugar de hacerme favores?

Este tipo me iba a volver loco.—¡Sí! —dije.Y ahora sí el gordo me dio un mate.Decidí quedarme un poco más.Le conté entre mil cosas que algo

debía andar mal en mí, porque teníadificultades en mis relaciones con lagente.

Jorge preguntó cómo sabía yo que elproblema era mío.

Le contesté que tenía dificultades en

mi casa con mi padre, con mi madre, conmi hermano, con mi pareja… y que porlo tanto, obviamente el problema debíaser yo.

Allí fue cuando por primera vezJorge me contó «algo».

Aprendería después, con el tiempo,que al gordo le gustaban las fábulas, lasparábolas, los cuentos, las frasesinteligentes y las metáforas logradas.

Según él, la única otra manera decomprender un hecho sin vivenciarlodirectamente, es teniendo una clararepresentación interior simbólica delsuceso.

—Una fábula, un cuento, o una

anécdota —afirmaba Jorge—puede sercien veces más recordada que milexplicaciones teóricas, interpretacionespsicoanalíticas o planteos formales.

Ese día, Jorge me dijo que podríahaber algo desacompasado en mí, peroagregó que mi deducción era peligrosa,que mi conclusión autoacusadora noestaba apoyada en hechos que ladeterminaran. Y me relató una de esashistorias que él contaba en primerapersona y que nunca se sabía si eranparte de su vida o de su fantasía:

Mi abuelo era bastante borrachín.Lo que más le gustaba tomar era

anís turco.Él tomaba anís y le agregaba agua

(para rebajarlo),pero igual se emborrachaba.Entonces tomaba whisky con agua y

se emborrachaba.Y tomaba vino con agua y se

emborrachaba.Hasta que un día decidió curarse…¡Y suspendió… el agua!

LA TETA O LALECHE

Jorge no contaba cuentos todas lassesiones, pero por alguna razón tengomuy presente casi todos los relatos queme contó en el año y medio que hiceterapia con él. Quizás él estaba en locierto y esa era la mejor manera derecorrer un aprendizaje.

Me acuerdo aquel día en que le dijeque me sentía muy dependiente de él. Leconté cuánto me molestaba y cómo a lavez no podía prescindir de lo querecibía de él. La suma de admiración y

amor que sentía me parecía que medejaban muy depositado en el hechoterapéutico y demasiado pendiente de lamirada de Jorge.

Tú tienes hambre de saber, hambrede crecer, hambre de conocer, hambrede volar… Puede ser que hoy yo sea lateta que da la leche que aplaca tuhambre… Me parece bárbaro que hoyquieras esta teta. Pero no te olvides:

No es la teta lo que te sirve… ¡Es laleche!

EL LADRILLOBOOMERANG

Aquel día yo venía muy enojado.Estaba fastidioso y todo me molestaba.Mi actitud en el consultorio era quejosay poco productiva. Detestaba todo loque hacía y tenía. Pero sobre todo,estaba enojado conmigo. Aquel díasentía que no podía soportar «ser yomismo».

—Soy un tonto— dije (o me dije)—Un reverendo imbécil… Creo que meodio.

—Te odia la mitad de la población

de este consultorio. La otra mitad te va acontar un cuento.

Había un tipo que andaba por elmundo con un ladrillo en la mano. Habíadecidido que a cada persona que lomolestara hasta hacerlo rabiar, le tiraríaun ladrillazo.

Método un poco troglodita pero queparecía efectivo, ¿no?

Sucedió que se cruzó con unprepotente amigo que le contestó mal.Fiel a su designio, el tipo agarró elladrillo y se lo tiró.

No recuerdo si le pegó o no. Pero elcaso es que después, al ir a buscar elladrillo, esto le pareció incómodo.

Decidió mejorar el «sistema deautopreservación a ladrillo», como él lollamaba: Le ató al ladrillo un cordel deun metro y salió a la calle.

Esto permitiría que el ladrillo no sealejara demasiado. Pronto comprobóque el nuevo método también tenía susproblemas.

Por un lado, la persona destinatariade su hostilidad debía estar a menos deun metro. Y por otro, que después dearrojarlo, de todas maneras tenía quetomarse el trabajo de recoger el hilo queademás, muchas veces se ovillaba yanudaba.

El tipo inventó así el «Sistema

Ladrillo III»: El protagonista erasiempre el mismo ladrillo, pero ahora enlugar de un cordel, le ató un resorte.

Ahora sí, pensó, el ladrillo podríaser lanzado una y otra vez pero solo,solito regresaría.

Al salir a la calle y recibir laprimera agresión, tiró el ladrillo.

Le erró… pero le erró al otro;porque al actuar el resorte, el ladrilloregresó y fue a dar justo en su propiacabeza.

El segundo ladrillazo se lo pegó pormedir mal la distancia.

El tercero, por arrojar el ladrillofuera de tiempo.

El cuarto fue muy particular. Enrealidad, él mismo había decididopegarle un ladrillazo a su víctima y a lavez también había decidido protegerlade su agresión.

Ese chichón fue enorme…Nunca se supo si a raíz de los golpes

o por alguna deformación de su ánimo,nunca llegó a pegarle un ladrillazo anadie.

Todos sus golpes fueron siemprepara él.

—Este mecanismo se llamaretroflexión y consiste básicamente enproteger al otro de mi agresividad. Cadavez que lo hago, mi energía agresiva y

hostil es detenida antes de que le llegueal otro, por medio de una barrera que yomismo pongo. Esta barrera no absorbeel impacto, simplemente lo refleja; ytoda esa bronca, ese fastidio, esaagresión me vuelve a mí mismo. A vecescon conductas reales de autoagresión(daños físicos, comida en exceso,drogas, riesgos inútiles) otras veces conemociones o manifestacionesdisimuladas (depresión, culpa,somatización).

Es muy probable que un utópico serhumano «iluminado», lúcido y sólidojamás se enojara. Sería útil paranosotros no enojarnos. Sin embargo una

vez que sentimos la bronca, la ira o elfastidio, el único camino que losresuelve es sacarlos hacia fueratransformados en acción. De lo contrariolo único que conseguimos, antes odespués, es enojarnos con nosotrosmismos.

EL VERDADEROVALOR DEL

ANILLOHabíamos estado hablando sobre la

necesidad de reconocimiento yvaloración. Jorge me había explicado lateoría de Maslow sobre las necesidadescrecientes.

Todos necesitamos el respeto y laestima del afuera para poder construirnuestra autoestima.

Yo me quejaba por entonces de norecibir la aceptación franca de mispadres, de no ser el compañero elegido

de mis amigos, de no poder lograr elreconocimiento en mi trabajo.

—Hay una vieja historia— dijo elgordo, mientras me pasaba la pava paraque yo cebara— de un joven queconcurrió a un sabio en busca de ayuda.Su problema me hace acordar al tuyo.

—Vengo, maestro, porque me sientotan poca cosa que no tengo fuerzas parahacer nada. Me dicen que no sirvo, queno hago nada bien, que soy torpe ybastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar?¿Qué puedo hacer para que me valorenmás?

El maestro, sin mirarlo, le dijo: —Cuánto lo siento muchacho, no puedo

ayudarte, debo resolver primero mipropio problema. Quizás después… —yhaciendo una pausa agregó— Siquisieras ayudarme tú a mí, yo podríaresolver este tema con más rapidez ydespués tal vez te pueda ayudar.

—E… encantado, maestro —titubeóel joven pero sintió que otra vez eradesvalorizado y sus necesidadespostergadas.

—Bien —asintió el maestro. Sequitó un anillo que llevaba en el dedopequeño de la mano izquierda ydándoselo al muchacho, agregó —tomael caballo que está allí afuera y cabalgahasta el mercado. Debo vender este

anillo porque tengo que pagar unadeuda. Es necesario que obtengas por élla mayor suma posible, pero no aceptesmenos de una moneda de oro. Vete antesy regresa con esa moneda lo más rápidoque puedas.

El joven tomó el anillo y partió.Apenas llegó, empezó a ofrecer al

anillo a los mercaderes.Estos lo miraban con algún interés,

hasta que el joven decía lo que pretendíapor el anillo.

Cuando el joven mencionaba lamoneda de oro, algunos reían, otros ledaban vuelta la cara y sólo un viejito fuetan amable como para tomarse la

molestia de explicarle que una monedade oro era muy valiosa para entregarla acambio de un anillo. En afán de ayudar,alguien le ofreció una moneda de plata yun cacharro de cobre, pero el joventenía instrucciones de no aceptar menosde una moneda de oro, y rechazó laoferta.

Después de ofrecer su joya a todapersona que se cruzaba en el mercado—más de cien personas— y abatido porsu fracaso, montó su caballo y regresó.

Cuánto hubiera deseado el joventener él mismo esa moneda de oro.Podría entonces habérsela entregado almaestro para liberarlo de su

preocupación y recibir entonces suconsejo y ayuda.

Entró en la habitación.—Maestro —dijo— lo siento, no es

posible conseguir lo que me pediste.Quizás pudiera conseguir dos o tresmonedas de plata, pero no creo que yopueda engañar a nadie respecto delverdadero valor del anillo.

—Qué importante lo que dijiste,joven amigo —contestó sonriente elmaestro—. Debemos saber primero elverdadero valor del anillo. Vuelve amontar y vete al joyero. ¿Quién mejorque él, para saberlo? Dile que quisierasvender el anillo y pregúntale cuánto te

da por él. Pero no importa lo queofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquícon mi anillo.

El joven volvió a cabalgar.El joyero examinó el anillo a la luz

del candil, lo miró con su lupa, lo pesó yluego le dijo: —Dile al maestro,muchacho, que si lo quiere vender ya, nopuedo darle más que 58 monedas de oropor su anillo.

¡¿58 monedas?! —exclamó el joven.—Sí —replicó el joyero— Yo sé

que con tiempo podríamos obtener porél cerca de 70 monedas, pero no sé… Sila venta es urgente…

El joven corrió emocionado a casa

del maestro a contarle lo sucedido.—Siéntate —dijo el maestro

después de escucharlo—. Tú eres comoeste anillo: una joya, valiosa y única. Ycomo tal, sólo puede evaluarteverdaderamente un experto. ¿Qué hacespor la vida pretendiendo que cualquieradescubra tu verdadero valor?

Y diciendo esto, volvió a ponerse elanillo en el dedo pequeño de su manoizquierda.

EL REYCICLOTÍMICO

Cuando comencé a hablar, me dicuenta de mi aceleramiento.

Estaba eufórico.A medida que le contaba a Jorge, me

daba cuenta de cuántas cosas habíahecho durante la semana.

Como otras veces, me sentía unSupermán triunfal, un enamorado de lavida. Le contaba al gordo mis planespara los próximos días.

Tenía tanta fuerza, tanta energía…El gordo se sonrió alegre y

acompañante.Como siempre, me pareció que ese

tipo me acompañaba en mis estados deánimo, cualesquiera que fueran.Compartir esta alegría con Jorge era unarazón más para estar alegre. Todo mesalía bien. Seguí planeando cosas. Nome alcanzarían dos vidas para hacer loque estaba dispuesto a empezar.

—¿Te cuento un cuento? —dijo.Con esfuerzo, reconozco, me callé.Había una vez un rey muy poderoso

que reinaba un país muy lejano. Era unbuen rey. Pero el monarca tenía unproblema: era un rey con dospersonalidades.

Había días en que se levantabaexultante, eufórico, feliz.

Ya desde la mañana, esos díasaparecían como maravillosos. Losjardines de su palacio le parecían másbellos.

Sus sirvientes, por algún extrañofenómeno, eran amables y eficientesesas mañanas.

En el desayuno confirmaba que sefabricaban en su reino las mejoresharinas y se cosechaban los mejoresfrutos.

Esos eran días en que el reyrebajaba los impuestos, repartíariquezas, concedía favores y legislaba

por la paz y por el bienestar de losancianos. Durante esos días, el reyaccedía a todos los pedidos de sussúbditos y amigos.

Sin embargo, había también otrosdías.

Eran días negros. Desde la mañanase daba cuenta de que hubiera preferidodormir un rato más. Pero cuando lonotaba ya era tarde y el sueño lo habíaabandonado.

Por mucho esfuerzo que hacía, nopodía comprender por qué sus sirvientesestaban de tan mal humor y ni siquiera loatendían bien. El sol le molestaba aunmás que las lluvias. La comida estaba

tibia y el café demasiado frío. La ideade recibir gente en su despacho leaumentaba su dolor de cabeza.

Durante esos días, el rey pensaba enlos compromisos contraídos en otrostiempos y se asustaba pensando en cómocumplirlos. Esos eran los días en que elrey aumentaba los impuestos, incautabatierras, apresaba opositores…

Temeroso del futuro y del presente,perseguido por los errores del pasado,en esos días legislaba contra su pueblo ysu palabra más usada era NO.

Consciente de los problemas queestos cambios de humor le ocasionaban,el rey llamó a todos los sabios, magos y

asesores de su reino a una reunión.—Señores —les dijo— todos

ustedes saben acerca de mis variacionesde ánimo. Todos se han beneficiado demis euforias y han padecido mis enojos.Pero el que más padece soy yo mismo,que cada día estoy deshaciendo lo quehice en otro tiempo, cuando veía lascosas de otra manera.

Necesito de ustedes, señores, quetrabajéis juntos para conseguir elremedio, sea brebaje o conjuro que meimpida ser tan absurdamente optimistacomo para no ver los hechos y tanridículamente pesimista como paraoprimir y dañar a los que quiero.

Los sabios aceptaron el reto ydurante semanas trabajaron en elproblema del rey.

Sin embargo todas las alquimias,todos los hechizos y todas las hierbas noconsiguieron encontrar la respuesta alasunto planteado.

Entonces se presentaron ante el rey yle contaron su fracaso.

Esa noche el rey lloró.A la mañana siguiente, un extraño

visitante le pidió audiencia.Era un misterioso hombre de tez

oscura y raída túnica que alguna vezhabía sido blanca.

—Majestad —dijo el hombre con

una reverencia—, del lugar de dondevengo se habla de tus males y de tudolor. He venido a traerte el remedio.

Y bajando la cabeza, acercó al reyuna cajita de cuero.

El rey, entre sorprendido yesperanzado, la abrió y buscó dentro dela caja. Lo único que había era un anilloplateado.

—Gracias —dijo el reyentusiasmado— ¿es un anillo mágico?

—Por cierto lo es —respondió elviajero—, pero su magia no actúa sólopor llevarlo en tu dedo…

Todas las mañanas, apenas televantes, deberás leer la inscripción que

tiene el anillo. Y recordar esas palabrascada vez que veas el anillo en tu dedo.

El rey tomó el anillo y leyó en vozalta: Debes saber que ESTO tambiénpasará.

LAS RANITAS EN LANATA

Yo estaba en época de exámenes.Había rendido dos finales y un parcial.Tenía fecha para mi siguiente examen enuna semana y la materia era muy larga.

—No voy a llegar —le dije a Jorge—. Es inútil seguir poniendo energía enuna causa perdida. Creo que lo mejor espresentarme con lo que sé hasta ahora;así, por lo menos si me catean no habrédesperdiciado esta semana estudiando.

—¿Conoces el cuento de las dosranitas? —preguntó el gordo.

Había una vez dos ranas que cayeronen un recipiente de nata.

Inmediatamente sintieron que sehundían; era imposible nadar o flotarmucho tiempo en esa masa espesa comoarenas movedizas. Al principio, las dospatalearon en la nata para llegar alborde del recipiente pero era inútil, sóloconseguían chapotear en el mismo lugary hundirse. Sintieron que cada vez eramás difícil salir a la superficie arespirar.

Una de ellas dijo en voz alta: —Nopuedo más. Es imposible salir de aquí,esta materia no es para nadar. Ya quevoy a morir, no veo para qué prolongar

este dolor. No entiendo qué sentido tienemorir agotada por un esfuerzo estéril.

Y dicho esto, dejó de patalear y sehundió con rapidez siendo literalmentetragada por el espeso líquido blanco.

La otra rana, más persistente oquizás más tozuda, se dijo:

—¡No hay caso! Nada se puedehacer para avanzar en esta cosa. Sinembargo ya que la muerte me llega,prefiero luchar hasta mi último aliento.No quisiera morir un segundo antes deque llegue mi hora.

Y siguió pataleando y chapoteandosiempre en el mismo lugar, sin avanzarun centímetro. ¡Horas y horas!

Y de pronto… de tanto patalear yagitar, agitar y patalear… La nata, setransformó en manteca.

La rana sorprendida dio un salto ypatinando llegó hasta el borde del pote.

Desde allí, sólo le quedaba ircroando alegremente de regreso a casa.

EL HOMBRE QUESE CREÍA MUERTO

Recuerdo que me había quedadopensando en el cuento de las dos ranitas.

—Es como aquella poesía deAlmafuerte —comenté—. No te des porvencido ni aun vencido.

—Puede ser —dijo el gordo—aunque más me parece que en este casoes: «No te des por vencido antes de servencido” o si quieres: “No te declaresperdedor antes de llegar al tiempo de laevaluación final». Porque…

Y ya que estaba, me contó otro

cuento.Había un señor muy aprensivo

respecto de sus propias enfermedades ysobre todo, muy temeroso del día en quele llegara la muerte.

Un día, entre tantas ideas locas, se leocurrió que quizás él ya estaba muerto.Entonces le preguntó a su mujer: —Dime mujer, ¿no estaré muerto yo?

La mujer rió y le dijo que se tocaralas manos y los pies.

—Ves, ¡están tibios! Bien, esoquiere decir que estás vivo.

Si estuvieras muerto, tus manos y tuspies estarían helados.

Al hombre le sonó muy razonable la

respuesta y se tranquilizó.Pocas semanas después, el hombre

salió bajo la nieve a hachar algunosárboles. Cuando llegó al bosque se sacólos guantes y comenzó a hachar.

Sin pensarlo, se pasó la mano por lafrente y notó que sus manos estabanfrías. Acordándose de lo que le habíadicho su esposa, se quitó los zapatos ylas medias y confirmó con horror quesus pies también estaban helados.

En ese momento ya no le quedóninguna duda, se «dio cuenta» de queestaba muerto.

—No es bueno que un muerto andepor ahí talando árboles —se dijo. Así

que dejó el hacha al lado de su mula y setendió quieto en el piso helado, lasmanos en cruz sobre el pecho y los ojoscerrados.

A poco de estar tirado en el piso,una jauría comenzó a acercarse a lasalforjas donde estaban las provisiones.Al ver que nada los paraba, destrozaronlas alforjas y devoraron todo lo quehabía de comestible. El hombre pensó:—Suerte que tienen que estoy muertoque si no, yo mismo los echaba apatadas.

La jauría siguió husmeando ydescubrió el burro atado a un árbol.Fácil presa era de los filosos dientes de

los perros. El burro chilló y coceó peroel hombre sólo pensó qué lindo seríadefenderlo, si no fuera porque él estabamuerto.

En algunos minutos dieron cuenta delburro, sólo unos pocos perros seguíanroyendo algún hueso.

La jauría, insaciable, siguiórondando el lugar.

No pasó mucho tiempo hasta que unode los perros olió el olor del hombre.Miró a su alrededor y vio al hacherotirado inmóvil en el piso. Se acercólentamente (muy lentamente, porque elhombre era muy peligroso y engañador).

En pocos instantes, todos los perros

babeando sus fauces rodearon alhombre.

—Ahora me van a comer —pensó—. Si no estuviera muerto, otra sería lahistoria.

Los perros se acercaron……y viendo su inacción se lo

comieron.

EL PORTERO DELPROSTÍBULO

Cursaba la mitad de la carrera y,como muchos, de repente empece areplantearme mi decisión de estudiar.Llevé el tema a mi terapia. Yo me dabacuenta de que me presionaba y meforzaba para seguir estudiando.

—Ése es el problema —dijo Jorge—. Mientras sigas creyendo que «tienesque» estudiar y recibirte, no hayposibilidades de que lo hagas con placery mientras no haya por lo menos un pocode placer, algunas partes de tu

personalidad te van a jugar malaspasadas.

Jorge repetía hasta aburrir que nocreía en el esfuerzo. Decía que nada útilse puede conseguir esforzándose. Sinembargo… en este caso yo creo que seequivocaba. Por lo menos sería laexcepción que confirma la regla.

—Pero Jorge, yo no puedo dejar deestudiar —dije— yo no creo que en elmundo en que me va a tocar vivir, yopueda ser alguien si no tengo un título.Una carrera de alguna manera es unagarantía.

—Puede ser —dijo el gordo—¿Sabes lo que es el Talmud?

—Sí.—Hay un cuento en el Talmud, trata

sobre un hombre común.Ese hombre era el portero de un

prostíbulo.No había en aquel pueblo un oficio

peor conceptuado y peor pagado que elde portero del prostíbulo… Pero ¿quéotra cosa podría hacer aquel hombre?

De hecho, nunca había aprendido aleer ni a escribir, no tenía ninguna otraactividad ni oficio. En realidad, era supuesto porque su padre había sido elportero de ese prostíbulo y tambiénantes, el padre de su padre.

Durante décadas, el prostíbulo se

pasaba de padres a hijos y la portería sepasaba de padres a hijos.

Un día, el viejo propietario murió yse hizo cargo del prostíbulo un jovencon inquietudes, creativo yemprendedor. El joven decidiómodernizar el negocio.

Modificó las habitaciones y despuéscitó al personal para darle nuevasinstrucciones.

Al portero, le dijo:—A partir de hoy, usted, además de

estar en la puerta, me va a preparar unaplanilla semanal. Allí anotará usted lacantidad de parejas que entran día pordía. A una de cada cinco, le preguntará

cómo fueron atendidas y qué corregiríandel lugar. Y una vez por semana, mepresentará esa planilla con loscomentarios que usted creaconvenientes.

El hombre tembló, nunca le habíafaltado disposición al trabajo pero…

—Me encantaría satisfacerlo, señor—balbuceó— pero yo… yo no sé leer niescribir.

—¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Comousted comprenderá, yo no puedo pagar aotra persona para que haga esto ytampoco puedo esperar hasta que ustedaprenda a escribir, por lo tanto…

—Pero señor, usted no me puede

despedir, yo trabajé en esto toda mivida, también mi padre y mi abuelo…

No lo dejó terminar.—Mire, yo comprendo, pero no

puedo hacer nada por usted.Lógicamente le vamos a dar unaindemnización, esto es, una cantidad dedinero para que tenga hasta queencuentre otra cosa. Así que, lo siento.Que tenga suerte.

Y sin más, se dio vuelta y se fue.El hombre sintió que el mundo se

derrumbaba. Nunca había pensado quepodría llegar a encontrarse en esasituación.

Llegó a su casa, por primera vez,

desocupado. ¿Qué hacer?Recordó que a veces en el

prostíbulo cuando se rompía una cama ose arruinaba una pata de un ropero, él,con un martillo y clavos se las ingeniabapara hacer un arreglo sencillo yprovisorio. Pensó que esta podría seruna ocupación transitoria hasta quealguien le ofreciera un empleo.

Buscó por toda la casa lasherramientas que necesitaba, sólo teníaunos clavos oxidados y una tenazamellada. Tenía que comprar una caja deherramientas completa. Para eso usaríauna parte del dinero que había recibido.

En la esquina de su casa se enteró de

que en su pueblo no había una ferretería,y que debería viajar dos días en mulapara ir al pueblo más cercano a realizarla compra. ¿Qué más da? Pensó, yemprendió la marcha.

A su regreso, traía una hermosa ycompleta caja de herramientas. No habíaterminado de quitarse las botas cuandollamaron a la puerta de su casa. Era suvecino.

—Vengo a preguntarle si no tiene unmartillo para prestarme.

—Mire, sí, lo acabo de comprarpero lo necesito para trabajar… comome quedé sin empleo…

—Bueno, pero yo se lo devolvería

mañana bien temprano.—Está bien.A la mañana siguiente, como había

prometido, el vecino tocó la puerta.—Mire, yo todavía necesito el

martillo. ¿Por qué no me lo vende?—No, yo lo necesito para trabajar y

además, la ferretería está a dos días demula.

—Hagamos un trato —dijo el vecino— Yo le pagaré a usted los dos días deida y los dos días de vuelta, más elprecio del martillo, total usted está sintrabajar. ¿Qué le parece?

Realmente, esto le daba un trabajopor cuatro días…

Aceptó.Volvió a montar su mula.Al regreso, otro vecino lo esperaba

en la puerta de su casa.—Hola, vecino. ¿Usted le vendió un

martillo a nuestro amigo?—Sí…—Yo necesito unas herramientas,

estoy dispuesto a pagarle sus cuatro díasde viaje y una pequeña ganancia porcada herramienta. Usted sabe, no todospodemos disponer de cuatro días paranuestras compras.

El ex-portero abrió su caja deherramientas y su vecino eligió unapinza, un destornillador, un martillo y un

cincel. Le pagó y se fue.«…No todos disponemos de cuatro

días para hacer compras», recordaba.Si esto era cierto, mucha gente

podría necesitar que él viajara a traerherramientas.

En el siguiente viaje decidió quearriesgaría un poco del dinero de laindemnización, trayendo másherramientas que las que había vendido.De paso, podría ahorrar algún tiempo enviajes.

La voz empezó a correrse por elbarrio y muchos quisieron evitarse elviaje.

Una vez por semana, el ahora

corredor de herramientas viajaba ycompraba lo que necesitaban susclientes.

Pronto entendió que si pudieraencontrar un lugar donde almacenar lasherramientas, podría ahorrar más viajesy ganar más dinero. Alquiló un galpón.

Luego le hizo una entrada máscómodo y algunas semanas después conuna vidriera, el galpón se transformó enla primera ferretería del pueblo.

Todos estaban contentos ycompraban en su negocio.

Ya no viajaba, de la ferretería delpueblo vecino le enviaban sus pedidos.Él era un buen cliente.

Con el tiempo, todos loscompradores de pueblos pequeños máslejanos preferían comprar en suferretería y ganar dos días de marcha.

Un día se le ocurrió que su amigo, eltornero, podría fabricar para él lascabezas de los martillos.

Y luego, ¿por qué no? las tenazas…y las pinzas… y los cinceles. Y luegofueron los clavos y los tornillos…

Para no hacer muy largo el cuento,sucedió que en diez años aquel hombrese transformó con honestidad y trabajoen un millonario fabricante deherramientas. El empresario máspoderoso de la región.

Tan poderoso era, que un año para lafecha de comienzo de las clases, decidiódonar a su pueblo una escuela. Allí seenseñarían además de lectoescritura, lasartes y los oficios más prácticos de laépoca.

El intendente y el alcaldeorganizaron una gran fiesta deinauguración de la escuela y unaimportante cena de agasajo para sufundador.

A los postres, el alcalde le entrególas llaves de la ciudad y el intendente loabrazó y le dijo: —Es con gran orgullo ygratitud que le pedimos nos conceda elhonor de poner su firma en la primera

hoja del libro de actas de la nuevaescuela.

—El honor sería para mí —dijo elhombre—. Creo que nada me gustaríamás que firmar allí, pero yo no sé leer niescribir. Yo soy analfabeto.

—¿Usted? —dijo el intendente, queno alcanzaba a creerlo —¿Usted no sabeleer ni escribir? ¿Usted construyó unimperio industrial sin saber leer niescribir? Estoy asombrado. Me pregunto¿qué hubiera hecho si hubiera sabidoleer y escribir?

—Yo se lo puedo contestar —respondió el hombre con calma—. ¡Siyo hubiera sabido leer y escribir… sería

portero del prostíbulo!.

DOS NÚMEROSMENOS

Esa tarde venía con un temapreparado: quería seguir hablando sobreel esfuerzo.

Cuando lo hablamos en elconsultorio me pareció bastanterazonable; pero a la hora de poner enpráctica lo aprendido, me resultabaimposible ser coherente con lo que enteoría sonaba tan deseable.

—Siento que definitivamente nopuedo vivir sin hacer, de vez en cuandopor lo menos, algunos esfuerzos. Es más,

la verdad, me parece imposible quealguien, cualquiera, pueda hacerlo.

—En algo tienes razón —me dijo elgordo—. Yo me he pasado gran parte demis últimos veinte años intentando serfiel a mi ideología y no siempre conéxito. Creo que a todos les debe pasar lomismo. La idea del «no-esfuerzo» es undesafío, una práctica, una disciplina. Ycomo tal, requiere de entrenamiento.

—Al principio a mí también meparecía imposible —siguió— ¿qué ibana pensar los demás de mí, si no iba a esareunión?, ¿si no los escuchabaatentamente aunque me importara unbledo lo que tenían que decir?

¿Si no me mostraba agradecido conese tipo al que yo consideraba unabasura?

¿Si contestaba fácilmente que NO aun pedido al que simplemente no teníaganas de acceder?

¿Si me daba el lujo de trabajarcuatro días por semana renunciando aganar más dinero?

¿Si transitaba el mundo sin estarbien afeitado?

¿Si me negaba a dejar de fumar hastaque no pudiera hacerlo naturalmente?

Si…Alguna vez escribí que esta idea del

esfuerzo necesario es una creación

social que parte de una ideologíadeterminada, de una ideología de hechobastante severa con la imagen delhombre social. Parece bastante claroque si el hombre es vago, malvado,egoísta y dejado, entonces, el hombredebe esforzarse para «mejorarse». Pero,¿será cierto que el hombre es así?

Yo escuchaba fascinado, no tanto porlo que Jorge me decía, sino por mipropia imagen de lo que sería vivirrelajadamente, sin peleas conmigomismo, tranquilo y sin prisas, sinpreguntarme nunca más: «¿Qué m…hago yo aquí?».

Pero ¿por dónde empezar?

—Primero —siguió Jorge, como siadivinara mis pensamientos—antes queninguna otra cosa es preciso desactivaruna trampa que nos pusieron cuandoéramos así de chiquititos. Esta trampa esuna idea tan prendida en nosotros, queforma parte de esta cultura explícita eimplícitamente: «Sólo se valora lo quese consigue con esfuerzo».

Como dirían los americanos, esto esbull-shit (estiércol de toro).

Cualquiera puede darse cuenta consu propio sentido de realidad que estono es cierto, y sin embargo,estructuramos nuestra vida como si fuerauna verdad incuestionable.

Hace algunos años «describí» unsíndrome clínico que aunque no estáregistrado en los tratados médicos nipsicológicos, ha sido padecido, o lo estodavía, por todos nosotros. Decidíllamarlo, ya vas a ver por qué: Elsíndrome del zapato dos números máschico.

El hombre entra en la zapatería, unvendedor amable se le acerca:

—¿En qué lo puedo servir, señor?—Quisiera un par de zapatos negros

como los de la vidriera.—Cómo no, señor. A ver, a ver… el

número que busca…debe ser… 41, ¿verdad?

—No, quiero un 39, por favor.—Disculpe, señor, hace veinte años

que trabajo en esto y el número suyodebe ser 41, quizás 40, pero… ¿39?

—39 por favor.—Disculpe, ¿me permite que le

mida el pie?—Mida lo que quiera, pero yo

quiero un par de zapatos 39.El vendedor saca de un cajón ese

extraño aparato que usan los vendedoresde zapatos para medir pies y consatisfacción, proclama:

—¿Vio? Como yo decía: ¡41!—Dígame ¿quién va a pagar los

zapatos usted o yo?

—Usted.—Bien, entonces ¿me trae un 39?El vendedor, entre resignado y

sorprendido, va a buscar el par dezapatos número 39. En el camino se dacuenta de lo que pasa: los zapatos noson para él, seguramente son para hacerun regalo.

—Señor, aquí los tiene: 39 negros.—¿Me da un calzador?—¿Se los va a poner?—Sí. Claro.—Son… ¿para usted?—¡Sí! ¿Me trae el calzador?El calzador era imprescindible para

conseguir hacer entrar ESE pie en ESE

zapato. Después de varios intentos y deridículas posiciones, el cliente consiguemeter todo el pie dentro del zapato.

Entre ayes y gruñidos caminaalgunos pasos, con dificultad, sobre laalfombra.

—Está bien. Los llevo.El vendedor siente dolor en sus

propios pies de sólo imaginar los dedosaplastados dentro del 39.

—¿Se los envuelvo?—No, gracias. Los llevo puestos.El cliente sale del negocio y camina,

como puede, las tres cuadras que loseparan de su trabajo.

El hombre trabaja de cajero (¡!) en

un banco.A las cuatro de la tarde, después de

haber pasado más de seis horas paradodentro de esos zapatos, su cara estádesencajada, tiene las conjuntivasinyectadas y lágrimas caencopiosamente de sus ojos.

Su compañero, de la caja de al lado,lo ha estado mirando toda la tarde y estápreocupado por él: —¿Qué te pasa? ¿Tesientes mal?

—No. Son los zapatos.—¿Qué pasa con los zapatos?—Me aprietan.—¿Qué pasó? ¿Se mojaron?—No, son dos números más chicos

que mi pie…—¿De quién son?—Míos.—No entiendo. ¿No te duelen los

pies?—Me matan, los pies.—¿Y entonces?—Te explico —dice, tragando saliva

—. Yo no vivo una vida de grandessatisfacciones, en realidad, en losúltimos tiempos tengo muy pocosmomentos agradables.

—¿Y?—Yo me mato con estos zapatos.

Sufro como un hijo de puta, es verdad…Pero dentro de unas horas, cuando llegue

a mi casa y me los saque… ¿Te imaginasel placer?… Qué placer, loco… ¡Quéplacer!

—Parece una locura, ¿verdad? Loes, Demián, LO ES.

Esta es en gran medida nuestra pautaeducativa. Yo creo que mi postura estambién un extremo. Sin embargo, valela pena probarla como si fuera un saco,a ver cómo nos queda.

Yo creo que no hay nadaverdaderamente valioso que se puedaobtener con el esfuerzo.

…Me fui pensando en su últimafrase, grosera y contundente: ELESFUERZO, PARA EL

ESTREÑIMIENTO.

CARPINTERÍA «ELSIETE»

—Es que además de obtusos haytipos que no se dejan ayudar —mequejé.

El gordo se acomodó y contó: Erauna pequeña casucha, casi un ranchito enlas afueras de la ciudad. Un pequeñotaller adelante con unas pocas máquinasy herramientas, dos piezas, una cocina yun rudimentario baño atrás…

Sin embargo, Joaquín no se quejaba,en estos dos años el taller de carpintería«El 7» se había hecho conocer en el

pueblo y él ganaba suficiente dinerocomo para no tener que recurrir a susmagros ahorros.

Esa mañana, como todas, se levantóa las seis y media para ver salir el sol.No obstante, no llegó al lago. En elcamino, a unos 200 metros de su casa,casi tropezó con el cuerpo herido ymaltrecho de un joven.

Con rapidez, se arrodilló y apoyó suoído contra el pecho del joven…débilmente, allá en el fondo, un corazónluchaba por mantener lo que quedaba devida en ese cuerpo sucio y hediente asangre, a mugre y a alcohol.

Joaquín fue a buscar y trajo una

carretilla, sobre la que cargó al joven.Al llegar a la casa tendió el cuerposobre su cama, cortó las raídas ropas ylo higienizó cuidadosamente con agua,jabón y alcohol.

El muchacho, además de suborrachera había sido golpeado consalvajismo. Tenía heridas cortantes enlas manos y la espalda, y su piernaderecha estaba fracturada.

Durante los siguientes dos días, todala vida de Joaquín se centró en la saludde su obligado huésped: curó y vendólas heridas, entablilló su pierna yalimentó al joven de a pequeñascucharadas con caldo de pollo.

Cuando el joven despertó, Joaquínestaba a su lado mirándolo con ternura yansiedad.

—¿Cómo estás? —preguntó Joaquín.—Bien… creo —respondió el joven

mientras se miraba su cuerpo aseado ycurado —¿quién me curó?

—Yo.—¿Por qué?—Porque estabas herido.—¿Sólo por eso?—No, también porque necesito un

ayudante.Y ambos rieron con ganas.Bien comido, bien dormido y sin

beber alcohol, Manuel, que así se

llamaba el joven, se fortalecióenseguida.

Joaquín intentaba enseñarle el oficioy Manuel intentaba rehuir del trabajotodo lo que podía. Una y otra vezJoaquín inculcaba en aquella cabezadeteriorada por la vida transcurrida, lasventajas del buen trabajo, del buennombre y de la vida buena. Una y otravez, Manuel parecía entender y doshoras o dos días después, volvía aquedarse dormido o se olvidaba decumplir con la tarea que Joaquín lehabía encomendado.

Pasaron meses. Manuel estabacurado. Joaquín había destinado para

Manuel la habitación principal, unaparticipación en el negocio y el primerturno del baño, a cambio de la promesadel joven, de dedicación al trabajo.

Una noche, mientras Joaquín dormía,Manuel decidió que seis meses deabstinencia eran bastante y creyó queuna copa en el pueblo no le haría daño.Por si Joaquín se despertaba en lanoche, cerró la puerta de su habitacióndesde adentro y salió por la ventanadejando la vela encendida para dar laimpresión de que se encontraba allí.

A la primera copa siguió la segunda,y a esta la tercera, y la cuarta, y otrasmuchas…

Cantaba con sus compañeros detrago, cuando pasaron los bomberos porla puerta del boliche haciendo sonar lasirena.

Manuel no asoció este hecho con loocurrido hasta que de madrugada,tambaleándose hasta su casa, vio lamuchedumbre reunida en su cuadra…

Sólo alguna pared, las máquinas yunas pocas herramientas se salvaron delincendio. Todo lo demás quedódestruido por el fuego. De Joaquín sólose encontraron cuatro o cinco huesoschamuscados, que enterraron en elcementerio bajo una lápida dondeManuel hizo escribir: «LO HARÉ,

JOAQUÍN. ¡LO HARÉ!».Con mucho trabajo, Manuel,

reconstruyó la carpintería.Él era vago, pero hábil y lo que

aprendió de Joaquín alcanzó para llevaradelante el negocio.

Siempre sentía que, desde algúnlugar, Joaquín lo miraba y alentaba.Manuel lo recordaba en cada logro: sucasamiento, el nacimiento de su primerhijo, la compra de su primer auto…

…A quinientos kilómetros de allíJoaquín, vivito y coleando, sepreguntaba si era lícito mentir, engañar yprenderle fuego a esa casa tan bonitasólo para salvar a un joven.

Se contestó que sí, y rió de sólopensar en la policía de pueblo queconfunde huesos humanos con huesos decerdo…

Su nueva carpintería era un pocomás modesta que la anterior, pero ya eraconocida en el pueblo… se llamaba…

CARPINTERÍA «EL 8»—A veces, Demián, la vida te hace

difícil poder ayudar a un ser querido.No obstante, si hay alguna dificultad quevale la pena enfrentar, es la de estarpara otro.

Esto no es un «deber moral» ni nadaque se le parezca, esta es una elecciónde vida que cada uno puede hacer a su

tiempo y en la dirección que desee.

Mi experiencia personal vivencial yobservatoria me hace creer que el serhumano libre y encontrado consigomismo es generoso, solidario, amable ycapaz de disfrutar por igual del dar y delrecibir. Por lo tanto, cada vez que teencuentres con aquellos que vivenmirándose al ombligo, no los odies; yabastante despelote deben tener con ellosmismos. Cada vez que te descubras enactitudes mezquinas, ruines o pequeñas,aprovecha para preguntarte qué te estápasando. Te garantizo que en algún lugarerraste el rumbo.

Alguna vez, escribí:Un neurótico no necesitaun terapeuta que lo cureni un papito que lo cuide.Todo lo que necesitaes un maestro que le muestre dónde

perdió el camino.

POSESIVIDADNo sé muy bien subido a qué

historias, entré en un camino angustiantee inútil.

Todo empezó con un ataque de celoscon mi novia. Ella había preferidoencontrarse con sus amigas del colegio ypostergar la salida conmigo, que locontrario. Desde allí empezaron adesfilar por mi cabeza las situaciones depérdida y el dolor que esto siempre mecausaba.

Yo había hablado en terapia de laimportancia de vivir las pérdidas comotales, pero ahora estaba francamente

fastidiado.—No entiendo por qué tengo que

compartir mi pareja con sus amigas, nimis amigos con sus parejas. Lo digo asípara escucharme esta estupidez y que meayudes. Cuando algo es Mío, aunque seatroglodítico como dices tú, siento quetengo derecho de cederlo o NO, y por eltiempo que quiera yo. Por eso es Mío.

Jorge dejó la pava y me contó:Caminaba distraídamente por la callecuando la vio.

Era una enorme y hermosa montañade oro.

El sol le daba de lleno y al rozar susuperficie reflejaba tornasoles

multicolores, que la hacían parecer unpersonaje galáctico salido de unapelícula de Spielberg.

Se quedó un rato mirándola comohipnotizado.

—¿Tendrá dueño? —pensó.Miró para todos lados, pero nadie

estaba a la vista.Al fin, se acercó y la tocó.Estaba tibia.Pasando los dedos por su superficie,

le pareció que su suavidad era lacorrespondencia táctil perfecta de suluminosidad y de su belleza.

—La quiero para mí —pensó.Muy suavemente la levantó y

comenzó a caminar con ella en brazos,hacia las afueras de la ciudad.

Fascinado, entró lentamente en elbosque y se dirigió al claro.

Allí, bajo el sol de la tarde, lacolocó con cuidado en el pasto y sesentó a contemplarla.

—Es la primera vez que tengo algovalioso que es mío.

¡Sólo mío! —pensaron los dossimultáneamente.

—Cuando poseemos algo y nosesclavizamos en dependencia de esealgo, quién tiene a quién, Demi…

¿Quién tiene a quién?

TORNEO DE CANTOMe quedé pegado a algunas de las

palabras de la sesión anterior.Salí del consultorio y me resonaban:

mezquino, ruin, egoísta, rumboequivocado… tenía un lío en mi cabeza,indescifrable.

Llegué a sesión con la «claraintención», como decía Jorge, de seguirsobre el tema.

—Jorge —dije— tú siempredefiendes el egoísmo como la claraexpresión de la autoestima, del amorpropio bien entendido… pero la vezpasada hablaste de mezquino, y yo que

me contagié de ti esa estúpida costumbrede buscar en el diccionario las palabrasque me resuenan, busqué por supuesto,mezquino.

—¿Y?—Decía: «Avaro, miserable,

desgraciado, pobre». Y ¿qué quieres quete diga? A mí, de repente, me suena todoigual.

—Veamos —dijo el gordo que habíaagarrado el Diccionario de la RealAcademia—. Aquí agrega: «Necesitado,escaso, diminuto» y dice que la palabraes de origen árabe (de miskin = pobre).

—Quizás ahora lo podamos definirmejor —siguió— «Mezquino» debe ser

el que carece, o cree que carece, de lomás necesario.

Es el que necesita lo que no tienepara dejar de ser diminuto, es el que seniega a dar porque todo lo quiere paraél, es el pobre desgraciado infeliz queno puede ver otros deseos que los suyos.

Jorge hizo un largo silenciobuscando en su memoria… y yo meacomodé para escuchar lo que seguía.

Una vez llegó a la selva un búho quehabía estado en cautiverio, le contaba atodos acerca de las costumbres de loshumanos.

Contaba, por ejemplo, que en lasciudades los hombres calificaban a los

artistas en competencia, a fin de decidirquiénes eran los mejores en cadadisciplina, pintura, dibujo, escultura,canto…

La idea de transplantar costumbreshumanas prendió con fuerza entre losanimales y quizás por ello se organizóde inmediato un concurso de canto, en elcual se anotaron rápidamente casi todoslos presentes, desde el jilguero alrinoceronte.

Guiados por el búho, que habíaaprendido en la ciudad, se decretó queel concurso se definiría por el votosecreto y universal de todos losconcursantes, que serían de esta manera

su propio «jurado».Así fue. Todos los animales incluido

el hombre pasaron al estrado y cantaronrecibiendo el más o menos intensoaplauso de la audiencia. Luego anotaronsu voto en un papelito y lo colocarondoblado en una gran urna que sostenía elbúho.

Cuando llegó el momento delrecuento, el búho se subió alimprovisado escenario y flanqueado pordos ancianos monos, abrió la urna paraleer y comenzar el recuento de los votosdel «transparente acto eleccionario”,«gala del voto universal y secreto» y“ejemplo de vocación democrática»

(como había escuchado decir a lospolíticos en las ciudades).

Uno de los ancianos sacó el primervoto y el búho, ante la emoción general,gritó:

—¡El primer voto, hermanos, espara nuestro amigo el burro!

Se produjo un silencio, seguido dealgunos tímidos aplausos.

—¡Segundo voto: burro!…¿?…—¡Tercero… burro!Los concurrentes comenzaron a

mirarse, sorprendidos al principio,acusadoramente después y por último,cuando proseguían apareciendo votos

para el burro, cada vez más culposos yavergonzados de sus propios votos.

Todos sabían que no había peorcanto que el desastroso rebuzno delequino. Sin embargo, uno tras otro, losvotos lo elegían como el mejor de loscantores.

Y así sucedió que, terminado elescrutinio, quedó decidido por «libreelección” del “imparcial» jurado, que eldesigual y estridente grito del burro erael ganador: LA MEJOR VOZ DE LASELVA Y ALREDEDORES.

El búho explicó después losucedido: cada concursanteconsiderándose a sí mismo el indudable

vencedor, había dado su voto al menoscalificado de los concursantes.

Aquel que no podía representaramenaza alguna a su propiaproclamación.

La votación fue casi unánime. Sólodos votos no fueron para el burro: el delpropio burro que nada tenía para perdery votó sinceramente por la calandria y eldel hombre que (cuándo no), votó por símismo.

—Y bien, Demián, estas son lascosas que hace la mezquindad en nuestrasociedad. Cuando nos sentimos tannecesitados que no hay espacio paraotros, cuando nos creemos tan

merecedores que no podemos ver máslejos de nuestro ombligo, cuando nosimaginamos tan maravillosos que noconcebimos otra posibilidad que no seaposeer lo deseado, entonces muchasveces la vanidad, la miseria, la chatura,la estupidez, nos vuelve mezquinos. Noegoístas, Demián, mezquinos… MEZ—QUI—NOS.

¿QUÉ TERAPIA ESÉSTA?

Desde hacía tiempo muchos de misamigos me preguntaban a mí, como lepreguntaban a otros, qué tipo de terapiaera esta que yo estaba haciendo. Estabantodos tan sorprendidos por algunascosas que yo contaba sobre el gordo ysobre lo que pasaba en el consultorio,que no podían encuadrar esta forma detrabajar con ningún modelo terapéuticoque ellos conocieran (y, para quénegarlo, con ninguno que yo hubieraconocido tampoco).

…Así que aquella tarde, cuandollegué, aprovechando que mis cosasestaban más o menos en calma(«ordenadas cada una en su lugar» comodecía el gordo), le pregunté a Jorge quéterapia era esa.

—¿Qué terapia es?… Qué sé yo…¿Será terapia esto? —me contestó elgordo.

¡Mala suerte!, pensé, el gordo estáen esos días herméticos en que es inútiltratar de obtener respuesta a algo…Insistí: —En serio, quiero saber.

—¿Para qué?—Para aprender.—¿Para qué te serviría aprender qué

tipo de terapia es esta?—Ya no puedo zafarme de esto, ¿no?

—dije, intuyendo lo que seguía.—¿Zafarte? ¿Para qué quieres

zafarte?—Mira, me rompe las pelotas no

poder preguntarte nada.Cuando TÚ tienes ganas, te copas

explicando y cuando no, es imposibleconseguir que contestes una putapregunta. Carajo, ¡no es justo!

—¿Estás enojado?—¡Síííí!, estoy enojado.—¿Y que haces con tu enojo? ¿Qué

quieres hacer ahora con la bronca quesientes? ¿Te la vas a llevar puesta?

—No, quiero putear. ¡La puta que loparió!

—Putea otra vez.—¡La puta que lo parió!—Otra vez. Otra vez.—¡LA PUTA QUE LO PARIÓ!—Sigue. ¿A quién estás puteando?

¡Sigue!—¡La puta que te parió! Gordo de

mierda. ¡La puta que te parió!El gordo miró en silencio cómo yo

recuperaba el aliento y retomaba poco apoco mi perdido ritmo respiratorio.

Recién algunos minutos después,abrió su boca: —Éste es el tipo deterapia que hacemos, Demi, una terapia

al servicio de comprender lo que te estápasando en cada momento. Una terapiadestinada a abrir brechas entre tusmáscaras, para dejar salir cada vez másal verdadero Demián que eres.

Una terapia, de alguna manera, únicae indescriptible, porque está armadasobre las estructuras de dos personasúnicas e indescriptibles que somos tú yyo; y que han acordado, por ahora,prestar más atención al proceso decrecimiento de una de ellas: tú.

Una terapia que no cura a nadie,porque reconoce que sólo puede ayudara algunos a que se curen a sí mismos.Una terapia que no intenta producir

ninguna reacción, sino solamente actuarcomo un catalizador capaz de acelerarun proceso, que se hubiera producido detodas maneras con o sin terapeuta.

Una terapia que (al menos con esteterapeuta), se parece cada vez más a unproceso didáctico, y en fin, una terapiaque jerarquiza más el sentir que elpensar, más el hacer que el planificar,más el ser que el tener, más el presenteque el pasado o el futuro.

—Ése es el punto. El presente. Esaes la diferencia que me parece que haycon mis terapias anteriores: el énfasisque tú pones en la situación actual.Todos los otros terapeutas que conocí o

de los que me contaron siempre, estáninteresados en el pasado, en las razones,en los orígenes del problema; tú no teocupas mucho de todo eso. Si no sabesdónde empezó el despelote ¿cómopuedes arreglarlo?

—Para hacerla corta, la vamos atener que hacer larga. A ver si lo puedoexplicar: en el universo terapéutico, yhasta donde yo sé, habitan más de 250formas de terapia que se correspondenmás o menos con otras tantas posturasfilosóficas.

Estas escuelas son todas diferentesentre sí, en la ideología, en la forma o enel encuadre, pero apuntan creo, todas a

un mismo fin:Mejorar la calidad de vida del

paciente. Quizás en lo que no podamosponernos de acuerdo es en lo que paracada terapeuta quiere decir «mejorar lacalidad de vida»… ¡pero en fin!

Sigamos. Estas 250 escuelas sepodrían agrupar en tres grandes líneasde pensamiento, según el acento quecada modelo psicoterapéutico ponga ensu exploración de la problemática delpaciente:

Escuelas que se focalizan en elpasado.

Escuelas que se focalizan en elfuturo.

Escuelas que se focalizan en elpresente.

La primera línea, lejos la máspoblada, incluye todas aquellas escuelasque parten (o funcionan como sipartieran) de la idea de que un neuróticoes un tipo que una vez, allá lejos, cuandoera chiquito tuvo un problema y pagadesde entonces las consecuencias deaquella situación. El trabajo entoncesconsiste en recuperar todos losrecuerdos de la historia pretérita delpaciente, hasta encontrar aquellassituaciones que ocasionaron estaneurosis. Como estos recuerdos están,según los analistas, «reprimidos” en el

inconsciente, la tarea es hurgar en eseinconsciente buscando los hechos quefueron “ocultados».

El ejemplo más claro de este modeloes el psicoanálisis ortodoxo.

Para identificar a estas escuelas, yosuelo decir que buscan el «PORQUÉ».

Muchos analistas, como yo los veo,creen que con sólo encontrar el motivode este síntoma, esto es, si el pacientedescubre porqué hace lo que hace, si sehace consciente lo inconsciente,entonces todo el mecanismo empezará afuncionar correctamente.

El psicoanálisis —por tomar la másdifundidas de estas escuelas— tiene,

como casi todas las cosas, ventajas ydesventajas:

La ventaja fundamental es que noexiste (o yo no creo que exista) otromodelo terapéutico que brinde unconocimiento más profundo de lospropios procesos interiores. Ningún otromodelo es capaz, parece, de llegar alnivel de autoconocimiento al que sepodría llegar con las técnicasfreudianas.

En cuanto a las desventajas son porlo menos dos. Por un lado, la duracióndel proceso terapéutico (según me dijoalguna vez un analista, un tercio deltiempo vivido por el paciente cuando

comenzó su terapia), demasiado largo,lo cual lo hace fatigoso y antieconómico(no sólo en dinero). Y por otro lado, ladudosa efectividad «terapéutica» delmodelo. Personalmente dudo de que elinsight alcance verdaderamente paramodificar un planteo de vida, unapostura enfermiza o el motivo deconsulta que trajo al paciente a consulta.

En la otra punta, creo yo, están lasescuelas psicoterapéuticas focalizadasen el futuro. Estas líneas, muy en bogaen este momento, podría yo sintetizarlasmás o menos en lo siguiente: Elverdadero problema es que elconsultante equivoca la conducta

adecuada a su intención. Por lo tanto, latarea no consiste en descubrir por qué lepasa lo que le pasa (esto ya se lo da porsentado), ni en saber quién es elindividuo que sufre; el punto es cómoconseguir que el paciente llegue a dondeél se propone, o consiga lo que desea oenfrente lo que teme para vivir másproductiva y positivamente.

Esta línea representada en formaclásica por el conductismo, propone laidea de que sólo se pueden aprendernuevas conductas ejecutándolas, cosaque el paciente difícilmente se atreveráa hacer sin la ayuda, el apoyo y ladirección de una ayuda exterior. Esta

ayuda será preferiblemente dada por unprofesional que le indicará lasconductas, recomendará en formaexplícita las actitudes adecuadas yacompañará de hecho al paciente en esteproceso de reacondicionamientosaludable.

La pregunta básica de este modelono es: ¿por qué? Sino «¿CÓMO?». Estoes, cómo conseguir el objetivo buscado.

Esta escuela tiene también ventajas ydesventajas: la primera de las ventajases la increíble efectividad de la técnicay la segunda, la rapidez del proceso(algunos neoconductistas americanos,hablan hoy de terapias que insumen entre

una y cinco consultas). La desventajamás obvia es que para mí el abordaje essuperficial; el paciente nunca termina deconocerse ni de descubrir sus propiosrecursos y queda por lo tanto, ligado aresolver solamente la situación deconsulta y en estrecha dependencia de suterapeuta. Lo que no tendría nada demalo, pero no alcanza para elimprescindible contacto con uno mismo.

La tercera línea es, desde el puntode vista histórico, la más nueva de lastres. Está integrada por todas aquellasescuelas psicoterapéuticas que focalizansu tarea en el presente.

Desde el punto de vista general,

partimos de la idea de no investigar elorigen de los sufrimientos ni elegirconductas para saltear ese sufrimiento;más bien la tarea se centra en establecerqué está pasando con esta peculiarpersona que consulta y por qué está ellaen esta situación.

Tú sabes que esta es la línea que yoelijo para trabajar y por ello es obvioque creo que es la mejor. No obstante locual, reconozco que también este caminotiene desventajas (… y hasta ventajas):

Comparativamente, no son terapiastan largas como el psicoanálisis ni tancortas como las neoconductistas; unaterapia de este modelo transcurrirá en un

lapso de seis meses a dos años. Sintener la profundidad ortodoxa, generan—a mi criterio— una buena dosis deautoconocimiento y un buen nivel demanejo de los recursos propios.

Por otro lado, si bien es capaz defertilizar el proceso de mejor contactocon la realidad actual, anida el peligrode promover en los pacientes, aunquesea por un rato, la idea de una filosofíade vida pasotista y liviana, una posturade «vivir el momento” que no tiene nadaque ver con el “presente» que estasescuelas plantean, el que por supuestoadmite y requiere muchas veces de laexperiencia y de los proyectos de vida.

Hay un viejísimo chiste que quizássirva para ejemplificar estas tres líneas.La situación del chiste es muyburdamente la misma y voy a contartetres finales diferentes para darme el lujode burlarme por un ratito de estas treslíneas de pensamiento: Situación base(común a los tres):

Un tipo tiene encopresis (en buenromance: se caga encima). Consulta a sumédico que, luego de exámenes einvestigaciones, le recomienda (nohabiendo encontrado base orgánica)consultar con un psicoterapeuta.

FINAL ALTERNATIVO UNO(El terapeuta consultado fue un

psicoanalista ortodoxo).Cinco años después, el tipo se

encuentra con un amigo: —Che, ¿cómote va con tu terapia?

—¡Bárbaro! —contesta el otro,eufórico.

— ¿Ya no te cagas encima?— ¡Mira, cagar me sigo cagando,

pero ahora ya sé por qué me cago!FINAL ALTERNATIVO DOS(El terapeuta consultado fue un

conductista) Cinco días después, el tipose encuentra con un amigo: —Che,¿cómo te va con tu terapia?

—¡Bárbaro! —contesta el otro,eufórico.

— ¿Ya no te cagas encima?—Mira, cagar me sigo cagando,

pero ahora uso bombachitas de goma.FINAL ALTERNATIVO TRES(El terapeuta consultado fue un

gestáltico) Cinco meses después, el tipose encuentra con un amigo: —Che,¿cómo te va con tu terapia?

—¡Bárbaro! —contesta el otro,eufórico.

— ¿Ya no te cagas encima?—¡Mira, cagar me sigo cagando,

pero ahora no me importa!—Pero ese planteo me parece

demasiado apocalíptico —quisedefender yo.

—Es posible, pero en todo caso esteapocalipsis es real. Tan real como que tusesión terminó.

…¡Hacía mucho que no puteabatanto a alguien!

EL TESOROENTERRADO

La sesión anterior me había dejadoinquieto, por no decir preocupado. Estetema de que el pobre señor se seguíacagando encima, sin que importe enmanos de qué terapeuta cayera, meobligó a replantearme mi propiadecisión de hacer terapia: Después detodo, yo no quería seguir en terapia nipara llegar a entender por qué, ni parausar bombachitas, ni para que dejara deimportarme. Así que, si esto era lo quese podía obtener de esta inversión de

tiempo y dinero, había llegado la horade partir.

—…Entonces, gordo, ya no es unproblema de escuelas terapéuticas.Ahora mi planteo es: ¿Para qué c…estoy aquí?

—Lamentablemente, esa respuestano la tengo yo, esa respuesta la tienes tú.

—Estoy confundido, muyconfundido. Hasta la sesión pasada, yoestaba seguro de la utilidad de lapsicoterapia; yo era uno de esos tiposque mandaban a un terapeuta a todos susamigos.

Pero de repente, en la sesión pasadaMI PROPIO terapeuta me dice que un

tipo que llega cagándose encima,cojeando, deprimido, o loco; se va tancagado, rengo, triste y delirado comollegó… No entendiendo… Esto es muyconfuso…

— Nada sale de oponerse a laconfusión, te molesta la situación por elprejuicio de que deberías tenerlo claro,deberías no estar confuso, deberías tenertodas las respuestas, deberías…deberías… Relájate, Demi, como ya tedije, en Gestalt el único «Debería” es:Deberías saber que NO “deberías» nadaen absoluto.

—Es verdad, incluso sin «deberías»hay respuestas que necesito y no las

tengo.—¿Te cuento un cuento?Ese día más que otros, abrí mis

oídos. Yo sabía que un relato de Jorge,una parábola y hasta un chiste me habíanayudado antes a encontrar la claridad enla confusión.

Había una vez en la ciudad deCracovia, un anciano piadoso ysolidario que se llamaba Izy. Durantevarias noches, Izy soñó que viajaba aPraga y llegaba hasta un puente sobre unrío; soñó que a un costado del río ydebajo del puente se hallaba un frondosoárbol. Soñó que él mismo cavaba unpozo al lado del árbol y que de ese pozo

sacaba un tesoro que le traía bienestar ytranquilidad para toda su vida.

Al principio Izy no le dioimportancia, pero después de repetirseel sueño durante varias semanas,interpretó que era un mensaje y decidióque él no podía desoír esta informaciónque le llegaba de Dios o no se sabía dedónde, mientras dormía.

Así que, fiel a su intuición, cargó sumula para una larga travesía y partióhacia Praga.

Después de seis días de marcha, elanciano llegó a Praga y se dedicó abuscar, en las afueras de la ciudad, elpuente sobre el río.

No había muchos ríos, ni muchospuentes. Así que rápidamente encontróel lugar que buscaba. Todo era igual queen su sueño: el río, el puente ya uncostado del río, el árbol debajo del cualdebía cavar.

Sólo había un detalle que en elsueño no había aparecido: el puente eracustodiado día y noche por un soldadode la guardia imperial.

Izy no se animaba a cavar mientrasestuviera allí el soldado, así queacampó cerca del puente y esperó. A lasegunda noche el soldado empezó asospechar de ese hombre cerca de SUpuente, así que se aproximó para

interrogarlo.El viejo no encontró razón para

mentirle. Por eso le contó que veníaviajando desde una ciudad muy lejana,porque había soñado que en Pragadebajo de un puente como éste, había untesoro enterrado.

El guardia empezó a reírse acarcajadas: —Mira que has viajadomucho por una estupidez —le dijo elguardia—. Hace tres años que yo sueñotodas las noches que en la ciudad deCracovia, debajo de la cocina de la casade un viejo loco, de nombre Izy, hay untesoro enterrado. Ja… Ja… mira si yodebiera irme a Cracovia para buscar a

este Izy y cavar debajo de su cocina…Ja… Ja… Ja…

Izy agradeció humildemente alguardia y regresó a su casa.

Al llegar, cavó un pozo debajo de supropia cocina y sacó el tesoro quesiempre había estado allí enterrado…

Después del cuento, el gordo hizo unlarguísimo silencio, hasta que sonó eltimbre del próximo paciente. Jorge seacercó, me abrazó, me besó en la frentey me fui.

Repasé la sesión mentalmente. Alcomienzo de la conversación ya el gordome había dicho lo mismo que después,con el cuento: «la respuesta a tus

preguntas no la tengo yo, sino tú».Las respuestas las encontraría en mí.

No en Jorge, no en los libros, no en laterapia, no en mis amigos… en mí…sólo en mí…

En ningún otro lado… me repetíauna y otra vez… en ningún otro lado…

Y entonces me di cuenta: Nadiepodía decirme si la terapia «sirve” o nosirve. Solamente yo podía saber si “MEsirve», y esta respuesta sería válida sólopara mí (y sólo por ahora). Yo habíavivido gran parte de mi vida, ahoraentendía, buscando a otro para que medijera qué estaba bien y qué estaba mal.Buscando a otros que me miraran, para

poder verme. Buscando afuera lo que enrealidad siempre estuvo adentro (debajode mi propia cocina).

Ahora estaba claro, la terapia esnada más que una herramienta parapoder cavar en el lugar correcto ydesenterrar el tesoro escondido. Elterapeuta no es más que aquel soldadoque, a su modo, dice una y otra vezdónde buscar y repite sin cansarse, quees estúpido buscar afuera…

La confusión había cesado y comoIzy me sentí afortunado y tranquilo desaber, por fin, que el tesoro estáconmigo, que siempre lo estuvo y que esimposible perderlo.

POR UNA JARRA DEVINO

Aquella fue una época en la quecada sesión parecía engancharse con laanterior, como si fueran los eslabones deuna cadena. Yo estaba tan contento quecasi no podía creer las cosas de las quesolo, solito me iba dando cuenta.

Iba aprendiendo a vivir sin darmecuenta, alegre o triste, llorando o acarcajadas pero con la satisfacción deestar más cerca que antes de la pazinterior, de la serenidad de espíritu, dela máxima confianza en mis propios

recursos, de lo que hoy llamaría serfeliz.

Todo iba bien… pero de repenteempecé a pensar que de nada servíaesclarecerse, si el resto del mundoseguía viviendo en la ignorancia supinay decidido a permanecer allí. Meencontré montado en la impotencia y meempecé a enojar con ella. Y seguí.

Aun admitiendo que yo pudierasoportar esta sensación de marciano queme dejaba el hecho de sentirmediferente, de nada serviría a los otrosque un tipo en el mundo… o diez… ocien tipos tuvieran algunas cosas unpoco más claras…

Y ahí me acordé de mi tío Roberto.El también, alguna vez, habíacomenzado terapia. Le iba bien, por loque contaba, muy bien. Pero algunosmeses después de tratarse, le dijo a suterapeuta:

—Mira, digamos que he recorrido el10% del camino. Bien, en el transcursode estos meses y con el 10% delcrecimiento, se alejó de mí el 50% de lagente que me frecuentaba. La proyecciónmatemática aproximada dice que con el30% del camino, 9 de cada 10 de misamigos habrán huido. La verdad es queyo no creo que valga la pena estar mássano, para estar más solo en el mundo

que Robinson Crusoe sin Viernes.Gracias por todo… ¡y Chau!

Así llegué a terapia aquel día.Cuestionaba el hecho terapéutico, peromás cuestionaba la tarea del terapeuta.Esta vez, no la del gordo (el gordo veníacon las acciones en alza), sino la detodos los terapeutas.

—¿Cuánto tiempo lleva formar unterapeuta para que sea idóneo? Mira tú,dejemos el primario y el secundario:seis años de facultad de medicina, cincoaños de especialización, tres años decursos y aprendizaje psicoterapéutico,diez años de terapia personal, no sécuántos años de terapia didáctica y

según me contaste, no menos de diezaños de labor profesional paracompletar tu formación teórica con laexperiencia práctica… ¡Uf!, me canséhasta de contarlo.

—No sé adónde vas, pero agregaque la formación no se termina. Laformación continúa y así debe sereternamente.

—Bueno, con más razón. Y todo esoes para atender durante toda tu vidaprofesional, a algunos cientos de tipos(…y esto porque trabajas en terapiascortas, si no, debería decir ayudar a unaveintena de tipos…). No tiene sentido,gordo, desde el punto de vista social, tu

profesión no tiene sentido.—Algunos de estos «largos años de

estudio y preparación», como dices tú,los dediqué a leer cuentos que otrosescribieron o a escuchar relatos que latradición recogió de la sabiduríapopular… y uno de estos cuentos eseste, que me parece podría servir paraalgo ahora:

Había una vez… otro rey.Este era el monarca de un pequeño

país: el principado de Uvilandia. Sureino estaba lleno de viñedos y todossus súbditos se dedicaban a lafabricación de vino. Con la exportacióna otros países, las 15.000 familias que

habitaban Uvilandia ganaban suficientedinero como para vivir bastante bien,pagar los impuestos y darse algunoslujos.

Hacía ya varios años que el reyestudiaba las finanzas del reino. Elmonarca era justo y comprensivo, y nole gustaba la sensación de meterle lamano en los bolsillos a los habitantes deUvilandia. Ponía gran énfasis, entonces,en estudiar alguna posibilidad derebajar los impuestos.

Hasta que un día tuvo la gran idea.El rey decidió abolir los impuestos.Como única contribución para solventarlos gastos del estado, el rey pediría a

cada uno de sus súbditos que una vezpor año, en la época en que se envasaranlos vinos, se acercaran a los jardines delpalacio con una jarra de un litro delmejor de su cosecha. Lo vaciarían en ungran tonel que se construiría paraentonces, para ese fin y en esa fecha.

De la venta de esos 15.000 litros devino se obtendría el dinero necesariopara el presupuesto de la corona, losgastos de salud y de educación delpueblo.

La noticia fue desparramada por elreino en bandos y pegada en carteles enlas principales calles de las ciudades.La alegría de la gente fue indescriptible.

En todas las casas se alabó al rey y secantaron canciones en su honor.

En cada taberna se levantaron lascopas y se brindó por la salud y laprolongada vida del buen rey.

Y llegó el día de la contribución.Toda esa semana en los barrios y en losmercados, en las plazas y en las iglesias,los habitantes se recordaban yrecomendaban unos a otros no faltar a lacita. La conciencia cívica era la justaretribución al gesto del soberano.

Desde temprano, empezaron a llegarde todo el reino las familias enteras delos viñateros con su jarra, en la manodel jefe de familia. Uno por uno subía la

larga escalera hasta el tope del enormetonel real, vaciaba su jarra y bajaba porotra escalera al pie de la cual, eltesorero del reino colocaba en la solapade cada campesino, un escudo con elsello del rey.

A media tarde, cuando el último delos campesinos vació su jarra, se supoque nadie había faltado. El enormebarril de 15.000 litros estaba lleno. Delprimero al último de los súbditos habíanpasado a tiempo por los jardines yvaciado sus jarras en el tonel.

El rey estaba orgulloso y satisfecho;y al caer el sol, cuando el pueblo sereunió en la plaza frente al palacio, el

monarca salió a su balcón aclamado porsu gente. Todos estaban felices. En unahermosa copa de cristal, herencia de susancestros, el rey mandó a buscar unamuestra del vino recogido. Con la copaen camino, el soberano les habló y lesdijo:

—Maravilloso pueblo de Uvilandia:tal como lo imaginé, todos los habitantesdel reino han estado hoy en el palacio.

Quiero compartir con ustedes laalegría de la corona, por confirmar quela lealtad del pueblo con su rey, es igualque la lealtad del rey con su pueblo. Yno se me ocurre mejor homenaje quebrindar por ustedes con la primera copa

de este vino, que será sin dudas unnéctar de dioses, la suma de las mejoresuvas del mundo, elaboradas por lasmejores manos del mundo y regadas conel mayor bien del reino, el amor delpueblo.

Todos lloraban y vivaban al rey.Uno de los sirvientes acercó la copa

al rey y éste la levantó para brindar porel pueblo que aplaudía eufórico… perola sorpresa detuvo su mano en el aire, elrey notó al levantar el vaso que ellíquido era transparente e incoloro;lentamente lo acercó a su nariz,entrenada para oler los mejores vinos, yconfirmó que no tenía olor ninguno.

Catador como era, llevó la copa a suboca casi automáticamente y bebió unsorbo.

¡El vino no tenía gusto a vino, ni aninguna otra cosa…!

El rey mandó a buscar una segundacopa del vino del tonel, y luego otra ypor último a tomar una muestra desde elborde superior. Pero no hubo caso, todoera igual: inodoro, incoloro e insípido.

Fueron llamados con urgencia losalquimistas del reino para analizar lacomposición del vino. La conclusión fueunánime: el tonel estaba lleno deAGUA, purísima agua y cien por cienagua.

Enseguida el monarca mandó reunira todos los sabios y magos del reino,para que buscaran con urgencia unaexplicación para este misterio. ¿Quéconjuro, reacción química o hechizohabía sucedido para que esa mezcla devinos se transformara en agua…?

El más anciano de sus ministros degobierno se acercó y le dijo al oído:

—¿Milagro? ¿Conjuro? ¿Alquimia?Nada de eso, muchacho, nada de eso.Vuestros súbditos son humanos,majestad, eso es todo.

—No entiendo —dijo el rey.—Tomemos por caso a Juan. Juan

tiene un enorme viñedo que abarca

desde el monte hasta el río. Las uvas quecosecha son de las mejores cepas delreino y su vino es el primero envenderse y al mejor precio.

Esta mañana, cuando se preparabacon su familia para bajar al pueblo, unaidea le pasó por la cabeza… ¿Y si yopusiera agua en lugar de vino, quiénpodría notar la diferencia…?

Una sola jarra de agua en 15.000litros de vino… nadie notaría ladiferencia… ¡Nadie!

…Y nadie lo hubiera notado, salvopor un detalle, muchacho, salvo por undetalle: ¡TODOS PENSARON LOMISMO!

SOLOS YACOMPAÑADOS¿Cómo hacía Jorge para calcular el

tiempo exacto de la sesión, para queterminara justo en el final de un cuento?¿Cómo hacía para dejarme colgando deuna idea toda la semana?

A veces esto me parecíamaravilloso, yo tenía siete largos díaspara pensar acerca del relato, darle mipropia interpretación y bucear en lautilidad que yo podría obtener de esecuento.

Otras veces me parecía odiosísimo

no poder sacarle el jugo que yo intuíaestaba en la historia, pero que yo noconseguía extraer.

También había veces donde meportaba estúpidamente.

Saliendo del consultorio trataba todoel tiempo de descubrir qué me habíaquerido decir el gordo con ese relato…La secuencia posterior era inevitable: yollegaba a la sesión para «chequear” conJorge mi “adivinación», y el gordo comoera de prever… se ponía furioso.

—¿Qué mierda te importa lo que yote quise decir? Lo importante es paraqué te sirvió a ti, si es que te sirvió.Esto no es una clase en el colegio y yo

no soy el que califica si descubriste ono, lo que quería decir tal o cual cosa.¡Me cacho!

Lo que yo quise decir con lo quedije ES lo que dije: si hubiera queridodecir otra cosa seguramente lo quehubiera dicho sería esa otra cosa.

Cuando haces esto, Demián, el relatosólo te sirve para poner a prueba tu ego,para alimentar tu vanidad. «Je, yo lodescubrí… Je, yo me di cuenta… Je, yopude encontrar el mensaje del cuento…Je, yo soy un idiota».

Con la historia del vino convertidoen agua, me pasaron un montón de cosas.La primera fue darme cuenta, casi con

alivio, que mi planteo estabaequivocado. Que en realidad la tareaterapéutica no terminaba en mí, ni enningún otro paciente.

Para usar palabras, que muchodespués le escuché decir al gordo, cadatipo que crece podría ser un repetidor,un pequeño maestro, el desencadenantede una relación en cadena que en símisma es capaz de cambiar el mundo.

Y cuando estaba por ahí, apareciómi segundo darme cuenta: cuántas vecesyo y otros como yo, no nos animamos ahacer algo pensando que es inútil, quenada se puede hacer, porque ¿quiénnotaría la diferencia si yo actuara así?

(como en el cuento…).Si yo actuara así… y quizás, aunque

fuera uno más se animaría pensandocomo yo, a sumarse y a actuar así, oquizás más humildemente podría ser quealguien notara la actitud diferente yregistrara, entonces que existe otraposibilidad. Si yo actuara así, distintoque todos los días, diferente de losdemás, quizás, con el tiempo, todas lascosas cambiarían.

Y me di cuenta, de que esto pasatodos los días: Que la gente no pagaimpuestos porque ¿cuál es la diferencia?

Que la gente no es amable porque¿quién se va a dar cuenta?

Que la gente no es consideradaporque nadie quiere ser el único idiota.

Que la gente no se divierte porque esridículo reírse solo.

Que la gente no empieza a bailar enlas fiestas hasta que otros no lo hacenantes.

…Que no somos más estúpidosporque no tenemos tiempo.

Si yo consiguiera ser fiel a mímismo, fiel de verdad y continuamente,cuánto más amable, cordial, generoso ygentil sería.

De todo esto venía hablando conJorge en aquella época, y a medida quehablaba y pensaba en esto, aparecía una

y otra vez, sin que yo saliera a buscarla,la idea de quedarme solo; solo yseñalado por el dedo ridiculizador delos otros…

…o peor aún, sin siquiera ese dedoridiculizador…

—Hace algunos años —empezó elgordo— escribí un ensayo queempezaba con esta frase:

«El canal de parto y el ataúd, sondos lugares diseñados sólo para uncuerpo…».

Y esto, Demi, quiere señalar —paramí—, que nacemos solos y morimossolos. Esta idea, esta (yo creo) terribleidea, es quizás la más dura de las cosas

de las que yo mismo me di cuenta en mipropio proceso de crecimiento.

Pero también descubrí, por suerte,que existen los compañeros de ruta:compañeros para un ratito, compañerospara un tiempito más largo y tambiénexisten los amigos, los amores, loshermanos; compañeros para toda lavida.

—Sabes, gordo, me hace acordar deaquello que leí alguna vez sobre lapareja: No camines delante de míporque podría no seguirte, ni caminesdetrás de mí, podría perderte. Nocamines debajo de mí porque podríapisarte, ni camines encima de mí porque

podría sentir que me pesas. Camina a milado, porque somos pares.

—Claro, Demi, es eso mismo. Estedarse cuenta de que nadie puederecorrer por ti tu camino, esfundamental. Tanto, como saber que elcamino es más nutritivo si se recorre encompañía.

Darme cuenta de quién soy ysaberme único, diferente y separado delmundo por el límite de mi piel, nonecesariamente quiere decir aislado, nidesolado, ni siquiera autosuficiente.

—Entonces, ¿no se puede vivir sinlos otros?

—Depende de lo que tú creas que es

vivir en cada momento y de quiénes sonlos otros, en cada momento.

Aquel señor había viajado mucho. Alo largo de su vida, había visitadocientos de países reales e imaginarios.

Uno de los viajes que más recordabaera su corta visita al País de lasCucharas Largas. Había llegado a lafrontera por casualidad: en el camino deUvilandia a Parais, había un pequeñodesvío hacia el mencionado país; yexplorador como era, tomó el desvío. Elsinuoso camino terminaba en una solacasa enorme. Al acercarse, notó que lamansión parecía dividida en dospabellones: un ala Oeste y un ala Esta.

Estacionó el auto y se acercó a la casa.En la puerta, un cartel anunciaba:

*PAÍS DE LAS CUCHARASLARGAS”

«ESTE PEQUEÑO PAÍS CONSTASÓLO DE DOS HABITACIONESLLAMADAS NEGRA Y BLANCA.PARA RECORRERLO, DEBEAVANZAR POR EL PASILLOHASTA QUE ESTE SE DIVIDE YDOBLAR A LA DERECHA SIQUIERE VISITAR LA HABITACIONNEGRA, O A LA IZQUIERDA SI LOQUE QUIERE ES VISITAR LAHABITACION BLANCA».

El hombre avanzó por el pasillo y el

azar lo hizo doblar primero a la derecha.Un nuevo corredor de unos cincuentametros terminaba en una puerta enorme.Desde los primeros pasos por el pasillo,empezó a escuchar los «ayes» yquejidos que venían de la habitaciónnegra.

Por un momento las exclamacionesde dolor y sufrimiento lo hicieron dudar,pero siguió adelante. Llegó a la puerta,la abrió y entró.

Sentados alrededor de una mesaenorme, había cientos de personas. En elcentro de la mesa estaban los manjaresmás exquisitos que cualquiera podríaimaginar y aunque todos tenían una

cuchara con la cual alcanzaban el platocentral… se estaban muriendo dehambre. El motivo era que las cucharastenían el doble del largo de su brazo yestaban fijadas a sus manos. De esemodo todos podían servirse, pero nadiepodía llevarse el alimento a la boca.

La situación era tan desesperante ylos gritos tan desgarradores, que elhombre dio media vuelta y salió casihuyendo del salón.

Volvió al hall central y tomó elpasillo de la izquierda que iba a lahabitación blanca. Un corredor igual alotro terminaba en una puerta similar. Laúnica diferencia era que, en el camino,

no había quejidos, ni lamentos. Al llegara la puerta, el explorador giró elpicaporte y entró en el cuarto.

Cientos de personas estaban tambiénsentados en una mesa igual a la de lahabitación negra. También en el centrohabía manjares exquisitos. También cadapersona tenía una larga cuchara fijada asu mano…

Pero nadie se quejaba ni lamentaba.Nadie estaba muriendo de hambre,porque todos… se daban de comer unosa otros.

El hombre sonrió, se dio mediavuelta y salió de la habitación blanca.Cuando escuchó el «clic» de la puerta

que se cerraba se encontró de pronto ymisteriosamente en su propio auto,manejando camino a Parais…

LA ESPOSA SORDAApenas me senté, empecé a hablar.

Tenía ese día un tema muy claro sobre elque quería trabajar. Mis discusiones conmi pareja.

—Me parece que Gaby está de lanuca.

—De la ¿qué?—De la nuca, chiflada, piantada,

loca como una zapatilla…—¿Por…?—Estuvimos discutiendo toda la

semana por el tema de las vacaciones.Resulta que Gabriela quiere quevayamos todo el mes a Punta del Este

con los viejos de ella, que nos invitaron;y yo no quiero ir porque me gustaría quenos fuéramos a Mar del Plata, con ungrupo de amigos del club. Yo sé que aella le gustaría mucho más el proyectode Mardel, pero está emperrada en lo dePunta. Y si hay algo que a mí me poneloco es cuando Gaby se emperra. Más laveo así y más tozudo me pongo yo.

Hasta que llega un momento en queno puedo hablar más con ella, porquesiento que es absolutamente incapaz deabrir su cabeza y escuchar otrasopiniones.

—¿Y por qué ella prefiere ir a Puntadel Este?

—Por nada, es un capricho.—Pero ella no dice que es un

capricho, ¿o sí?—No, ella dice que quiere ir a

Punta.—¿Y tú no le preguntaste por qué?—Sí, claro que le pregunté, pero ni

sé qué pavada me contestó.— Dime, Demi, si no sabes que te

contestó, ¿cómo puedes decir que es unapavada?

—Porque cuando Gabriela seencapricha, dice cualquier cosa y noescucha razones. Descalifica todo lo queel otro dice y lo único que atiende sonsus propios argumentos.

—Descalifica tus argumentos.—Sí.—Dice, por ejemplo, que lo tuyo son

estupideces, o que eres un cabezadura…

—Eso.—O que eres un caprichoso.—Sí, también, cómo sab…?—Ayer me contaron un chiste.Un tipo llama al médico de cabecera

de la familia: —Ricardo, soy yo: Julián.—Ah, ¿qué dices, Julián?—Mira, te llamo preocupado por

María.—Pero, ¿qué pasa?—Se está quedando sorda.

—¿Cómo que se está quedandosorda?

—Y si, viejo, necesito que la vengasa ver.

—Bueno, la sordera en general no esuna cosa repentina ni aguda, así que ellunes tráemela al consultorio y la reviso.

—Pero, ¿te parece esperar hasta ellunes?

—¿Cómo te diste cuenta de que nooye?

—Y… porque la llamo y nocontesta.

—Mira, puede ser una pavaditacomo un tapón en la oreja. A ver,hagamos una cosa: vamos a detectar el

nivel de la sordera de María: ¿dóndeestás tú?

—En el dormitorio.—Y ella ¿dónde está?—En la cocina.—Bueno, llámala desde ahí.—MARIAAA… No, no escucha.—Bueno, acércate a la puerta del

dormitorio y grítale por el pasillo.—MARIIIAAA… No, viejo, no hay

caso.—Espera, no te desesperes. Toma el

teléfono inalámbrico y acércate por elpasillo llamándola para ver cuándo teescucha.

—MARIAA, MARIIAAA,

MARIIIAAAA… No hay caso, doc.Estoy parado en la puerta de la

cocina y la veo, está de espaldaslavando los platos, pero no me escucha.MARIIIAAA… No hay caso.

—Acércate más.El tipo entra en la cocina, se acerca

a María, le pone una mano en el hombroy le grita en la oreja: ¡MARIIIAAAA!

La esposa furiosa se da vuelta y ledice: —¿Qué quieres? ¡¿QUÉQUIERES, QUÉ QUIEREEEES?!, ya mellamaste como diez veces y diez veces tecontesté ¿QUÉ QUIERES?… Tú cadadía estás más sordo, no sé por qué noconsultas al médico de una vez…

—Esto es la proyección, Demián,cada vez que veo algo que me molestaen otra persona, sería bueno recordarque eso que veo, por lo menos (¡por lomenos!) también es mío.

Bueno, sigamos con lo tuyo… ¿quéme decías de los caprichos de Gabriela?…

¡NO MEZCLAR!—Gabriela siempre se está quejando

de que yo no le presento a mis amigos.Todo el tiempo quiere conocer a loschicos y las chicas de la facultad. ¡Metiene harto!

—¿Y tú le presentas a la gente de lafacultad?

—Yo no la oculto. Si nos cruzamoscon alguien en la calle o en una fiesta yola presento, pero lo que ella quisiera esentrar en mi mundo de relaciones.

—Que es, si yo entiendo bien, justojusto lo que tú no quieres.

—Y… depende…

—¿Depende de qué?—Qué sé yo. Depende. Si la cosa se

da naturalmente, está bien.Pero forzar situaciones, no.—¿Tú me estás cargando? ¿Qué es

forzar situaciones? Que haya una fiestade la gente de la facultad, que te inviten,y que vayas con tu novia, ¿eso es forzar?

—Sí, claro que es forzar. No tienenada que ver. Si nadie la conoce.

—Esto parece joda, Demián. Yotenía un primo que antes de almorzar yantes de cenar se comía un sándwich,porque decía que no podía comer nadacon el estómago vacío.

—Yo no veo la relación entre el

chiste y lo mío.—No, hoy no le ves la relación a

nada. Me dices que no le das lugar aGabriela entre tus amigos, porque ni laconocen y no la conocen porque tú no ledas lugar…

—…—¿Para qué, Demián?—Porque Gabriela…—¿Para qué, Demián, para qué?—¿Para qué?… Para no mezclar.—¿Cómo es eso?—Claro, yo no quiero mezclar estos

dos grupos de relaciones… Y no creasque me resulta fácil. No sólo Gabrielase enoja, la verdad es que también

discuto con mis compañeros de la facu,también ellos insisten para que traiga aGaby. Nadie entiende que quiero tenerlas cosas en su lugar: una cosa es unacosa y otra cosa es otra cosa.

—Pero dime, esta cosa y esta otracosa y las otras cosas diferentes de estascosas, ¿no están acaso anidando todasadentro de ti?

—¿Para qué quieres que no semezclen?

—No sé, gordo, pero no quieromezclarlas.

—No es la primera vez que hacesesto, ¿verdad?

—¿Cómo que no es la primera vez?

—Claro, ya otras veces me hascontado que te ocupas de no mezclar.

—Ah, sí, creo que te hablé algunavez de no mezclar mi familia con misamigos, la gente del club con la de lafacultad, y no sé cuál otra.

—Yo siento que intentar preservarlugares privados que te pertenecen debeser útil, es cierto. Pero también creo queencasillar los hechos y las personas detu vida para que nunca se crucen, esdemasiado fatigoso y a veces, yo diríapeligroso.

—¿Por qué peligroso?—Porque me parece que poniendo

barreras y limitaciones, los otros

empiezan a dudar de sus propios lugaresy reclaman que les des la posibilidad decompartir contigo tus cosas, sobre todolas que se ve que son importantes.

—Ese es su problema, no el mío.—No te pongas rígido. Será su

problema, pero tú eres el que tiene quesaber que el otro se queda resentido, sesiente excluido y despreciado. Este es elriesgo. Quizás terminas hiriendo al otro«por no mezclar», arruinas tu relacióncon ellos, por poner vallas.

—Creo que lo hago sólo con misgrupos de amigos, porque son totalmenteseparados…

—Demi, algunos meses después de

empezar terapia conmigo, llegaste de lafacultad, te habías quedado sin guita yno querías pedirle a tus viejos. ¿Teacuerdas? Yo, naturalmente, te ofrecíprestarte hasta el mes siguiente, o hastacuando tuvieras. ¿Sí?

—Sí.—¿Y te acuerdas qué pasó?—Sí, no la quise aceptar.—¿Te acuerdas de tus argumentos?—No, no sé.—Me dijiste que te sorprendía, que

me agradecías pero que «no queríasmezclar». ¿No te suena esa frase?

—Bueno, pero tú no te sentiste nidespreciado, ni excluido, ni no sé qué…

—¿Estás seguro?—…Casi.—Mientes. No estás seguro ni un

poquito.—Mira, contigo, no estoy seguro ni

de cómo me llamo.—Te puedo asegurar, Demi, que a

veces no importa cuán claro tengas lascosas. Cuando tú ofreces ayuda decorazón al otro y el otro la rechazaporque es estúpido, orgulloso osimplemente porque sí, no tienes ganasde festejar; la primera sensación es demandarlo a la mierda.

—Es verdad, entiendo.—Para variar te voy a contar un

cuento.Había una vez un señor que tenía un

sirviente bastante tonto.El señor no era tan mezquino como

para echarlo, ni tan generoso como paramantenerlo sin que hiciera nada, (que eslo mejor que se puede hacer con untonto!). El caso es que el señor tratabade darle tareas sencillas para que eltonto «sirviera para algo». Un día lollamó y le dijo: —Anda hasta elalmacén y compra una medida de harinay una medida de azúcar. La harina espara pan y el azúcar para dulce, así que:Que no se mezclen. ¿Me escuchaste?¡Que no se mezclen!

El sirviente hizo esfuerzos porretener la orden: una medida de harina,una medida de azúcar y que no semezclen…

Que no se mezclen. Tomó unabandeja y partió al almacén.

Camino al almacén repetía para susadentros «una medida de harina y unamedida de azúcar pero que no semezclen!».

Llegó al almacén:—Una medida de harina, señor.El almacenero metió el jarro de la

medida en la harina y la sacó colmada.El sirviente acercó la bandeja y elalmacenero vació el jarro sobre la

bandeja.—Y una medida de azúcar —dijo el

comprador.Otra vez el almacenero tomó una

medida, la introdujo en el gran cajón yla sacó, esta vez llena de azúcar.

—¡Que no se mezclen! —dijo elsirviente.

—Y entonces ¿dónde pongo elazúcar? —preguntó el almacenero.

El otro pensó un rato, y mientraspensaba (cosa que buen trabajo lecostaba), pasó la mano por el lado deabajo de la bandeja «dándose cuenta queestaba vacío» (¿?), así que en una rápidadecisión, dijo:

—Acá —Y dio vuelta la bandejaderramando, por supuesto, la harina.

El sirviente dio media vuelta yvolvió contento a la casa: una medida deharina, una de azúcar y que no semezclen.

Cuando llegó el señor de la casa lovio entrar con la bandeja de azúcar, lepreguntó: —¿Y la harina?

—¡Que no se mezclen! —contestó eltonto— ¡Está acá!… y en un rápidomovimiento, dio vuelta la bandeja…derramando también el azúcar…

LAS ALAS SONPARA VOLAR

Ese día, Jorge me esperaba con uncuento: … Y cuando se hizo grande, supadre le dijo: —Hijo mío, no todosnacen con alas. Y si bien es cierto queno tienes obligación de volar, me pareceque sería penoso que te limitaras acaminar, teniendo las alas que el buenDios te ha dado.

—Pero yo no sé volar —contestó elhijo.

—Es verdad… —dijo el padre ycaminando lo llevó hasta el borde del

abismo en la montaña.—Ves, hijo, este es el vacío. Cuando

quieras volar vas a pararte aquí, vas atomar aire, vas a saltar al abismo yextendiendo las alas, volarás.

El hijo dudó:—¿Y si me caigo?—Aunque te caigas no morirás, sólo

algunos machucones que te harán másfuerte para el siguiente intento —contestó el padre.

El hijo volvió al pueblo, a susamigos, a sus pares, a sus compañeroscon los que había caminado toda suvida.

Los más pequeños de mente le

dijeron: —¿Estás loco? ¿Para qué? Tuviejo está medio zafado…

¿Qué vas a buscar volando? ¿Porqué no te dejas de pavadas?

¿Quién necesita volar?Los más amigos le aconsejaron: —

¿Y si fuera cierto? ¿No será peligroso?¿Por qué no empiezas despacio? Pruebatirarte desde una escalera o desde lacopa de un árbol, pero… ¿desde lacima?

El joven escuchó el consejo dequienes lo querían. Subió a la copa deun árbol y, con coraje, saltó… Desplególas alas, las agitó en el aire con todassus fuerzas pero igual se precipitó a

tierra…Con un gran chichón en la frente, se

cruzó con su padre: —¡Me mentiste! Nopuedo volar. Probé y ¡mira el golpe queme di! No soy como tú. Mis alas sóloson de adorno.

—Hijo mío —dijo el padre— paravolar, hay que crear el espacio de airelibre necesario para que las alas sedesplieguen.

Es como para tirarse en unparacaídas. Necesitas cierta altura antesde saltar.

Para volar hay que empezarcorriendo riesgos.

Si no quieres, quizás lo mejor sea

resignarse y seguir caminando parasiempre.

¿QUIÉN ERES?Había estado trabajando muy duro

conmigo mismo. Guiado por miterapeuta y alentado por mi deseo dedescubrir todo sobre mi persona, mepasaba gran parte de mi tiempo libremeditando sobre los hechos de mi vida,mis sentimientos actuales o antiguos, misrecuerdos y como había aprendido deJorge en ese «darse cuenta» que cadavez me sorprendía más.

Pero no todo eran rosas. Algunasideas que habitaban mi mente y sobretodo, algunas emociones que medesbordaban me dejaban triste y

derrumbado.Así fui al consultorio el día que

Jorge me leyó su versión del cuento deGiovanni Papini: ¿Quién eres?

Por aquel entonces yo me quejaba dela gente. No sabía qué pasaba, pero meparecía que los demás no eranconfiables; yo no sabía si era yo el quehacía siempre malas elecciones de lascompañías, o la gente era diferente de loque yo esperaba…

El caso es que siempre mesorprendía esperando a alguien quenunca llegaba, o cancelando programasa último momento porque alguien nohabía previsto no sé qué, o las más de

las veces esperando eternamente enlugares de cita a amigos que por ningunarazón estaban dispuestos a llegar a lahora pactada…

Y este es el cuento que mi terapeutame leyó: Aquel día Sinclair se levantócomo siempre a las 7 de la mañana.Como todos los días, arrastró suspantuflas hasta el baño y después deducharse se afeitó y se perfumó. Sevistió con ropa bastante a la moda, comoera su costumbre y bajó a la entrada abuscar su correspondencia. Allí seencontró con la primera sorpresa deldía:

¡No había cartas!

Durante los últimos años sucorrespondencia había ido en aumento yera una parte importante de su contactocon el mundo. Un poco malhumoradopor la noticia de la ausencia de noticias,apuró su habitual desayuno de leche ycereal (como recomendaban losmédicos), y salió a la calle.

Todo estaba como siempre: losmismos vehículos de siempretransitaban las mismas calles yproducían los mismos sonidos en laciudad, que se quejaba igual que todoslos días. Al cruzar la plaza casi tropezócon el profesor Exer, un viejo conocidocon quien solía charlar largas horas

sobre inútiles planteos metafísicos. Losaludó con un gesto, pero el profesorpareció no reconocerlo; lo llamó por sunombre pero ya se había alejado ySinclair pensó que no había alcanzado aescucharlo.

El día había empezado mal y parecíaque empeoraba con las posibilidades deaburrimiento que flotaban en su ánimo.

Decidió volver a casa, a la lectura yla investigación, para esperar las cartasque con seguridad llegarían aumentadaspara compensar las no recibidas antes.

Esa noche, el hombre no durmió bieny se despertó muy temprano. Bajó ymientras desayunaba comenzó a espiar

por la ventana para esperar la llegadadel cartero. Por fin lo vio doblar laesquina, su corazón dio un salto. Sinembargo el cartero pasó frente a su casasin detenerse. Sinclair salió y llamó alcartero para confirmar que no habíacartas para él. El empleado le aseguróque nada había en su bolso para esedomicilio y le confirmó que no habíaninguna huelga de correos, ni problemasen la distribución de cartas de la ciudad.

Lejos de tranquilizarlo, esto lopreocupó más todavía.

Algo estaba pasando y él debíaaveriguarlo. Buscó una chaqueta y sedirigió a casa de su amigo Mario.

Apenas llegó, se hizo anunciar por elmayordomo y esperó en la sala de estara su amigo, que no tardó en aparecer. Elhombre avanzó al encuentro del dueñode casa con los brazos extendidos, peroeste se limitó a preguntar: —Perdónseñor, ¿nos conocemos?

El hombre creyó que era una bromay rió forzadamente presionando al otro aservirle una copa. El resultado fueterrible: el dueño de casa llamó almayordomo y le ordenó echar a la calleal extraño, que ante tal situación sedescontroló y comenzó a gritar y ainsultar, como avalando la violencia delfornido empleado que lo empujó a la

calle…Camino a su casa, se cruzó con otros

vecinos que lo ignoraron o actuaron conél como si fuera un extraño.

Una idea se había apoderado delhombre: había una confabulación en sucontra, y él había cometido una extrañafalta hacia aquella sociedad, dado queahora lo rechazaba tanto como algunashoras antes lo valoraba. No obstante,por más que pensaba, no podía recordarningún hecho que pudiera haber sidotomado como ofensa y menos aun,alguno que involucrara a toda unaciudad.

Durante dos días más, se quedó en

su casa esperando correspondencia queno llegó o la visita de alguno de susamigos que, extrañado por su ausencia,tocara su puerta para saber de él; perono hubo caso, nadie se acercó a su casa.La señora de la limpieza faltó sin avisoy el teléfono dejó de funcionar.

Entonado por una copita de más, laquinta noche Sinclair se decidió a ir albar donde se reunía siempre con susamigos, para comentar las pavadascotidianas. Apenas entró, los vio comosiempre en la mesa del rincón que solíanelegir. El gordo Hans contaba el mismoviejo chiste de siempre y todos lofestejaban como era costumbre. El

hombre acercó una silla y se sentó. Deinmediato se hizo un lapidario silencio,que marcaba la indeseabilidad delrecién llegado. Sinclair no aguantó más:—¿Se puede saber qué les pasa a todosconmigo? Si hice algo que les molestó,díganmelo y se terminó, pero no mehagan esto que me vuelve loco…

Los otros se miraron entre sí entredivertidos y fastidiados. Uno de elloshizo girar su índice sobre su sien,diagnosticando al recién llegado. Elhombre volvió a pedir una explicación,luego rogó por ella y por último, cayó alsuelo implorando que le explicaran porqué le hacían eso a él.

Sólo uno de ellos quiso dirigirle lapalabra: —Señor: ninguno de nosotroslo conoce, así que nada nos hizo. Dehecho, ni siquiera sabemos quién esusted…

Las lágrimas comenzaron a brotar desus ojos y salió del local, arrastrando suhumanidad hasta su casa. Parecía quecada uno de sus pies pesaba unatonelada.

Ya en su cuarto, se tiró en la cama.Sin saber cómo ni por qué, había pasadoa ser un desconocido, un ausente. Ya noexistía en las agendas de suscorresponsales ni en el recuerdo de susconocidos y menos aún en el afecto de

sus amigos. Como un martilleo aparecíaun pensamiento en su mente, la preguntaque otros le hacían y que él mismo seempezaba a hacer: ¿Quién eres?

¿Sabía él realmente contestar estapregunta? Él sabía su nombre, sudomicilio, el talle de su camisa, sunúmero de documento y algunos otrosdatos que lo definían para los demás;pero fuera de eso: ¿Quién era,verdadera, interna y profundamente?Aquellos gustos y actitudes, aquellasinclinaciones e ideas, ¿eran suyosverdaderamente? ¿o eran como tantasotras cosas: un intento de no defraudar aotros que esperaban que él fuera el que

había sido? Algo empezaba a estarclaro: el ser un desconocido lo liberabade tener que ser de una maneradeterminada. Fuera él como fuera, nadacambiaría en la respuesta de los demás.Por primera vez en muchos días,encontró algo que lo tranquilizó: esto locolocaba en una situación tal, que podíaactuar como se le ocurriera sin buscarya la aprobación del mundo.

Respiró hondo y sintió el aire comosi fuera nuevo, entrando en lospulmones. Se dio cuenta de la sangreque fluía por su cuerpo, percibió ellatido de su corazón y se sorprendió deque por primera vez NO TEMBLABA.

Ahora que por fin sabía que estaba solo,que siempre lo había estado, ahora quesabía que sólo se tenía a sí mismo,ahora… podía reír o llorar… pero porél y no por otros.

Ahora, por fin, lo sabía:

SU PROPIA EXISTENCIA NODEPENDÍA DE OTROS.

Había descubierto que le fuenecesario estar solo para poderencontrarse consigo mismo…

Se durmió tranquila y profundamentey tuvo hermosos sueños…

Despertó a las diez de la mañana,descubriendo que un rayo de sol entraba

a esa hora por la ventana e iluminaba sucuarto en forma maravillosa.

Sin bañarse, bajó las escalerastarareando una canción que nunca habíaescuchado y encontró debajo de supuerta una enorme cantidad de cartasdirigidas a él.

La señora de la limpieza estaba en lacocina y lo saludó como si nada hubierasucedido.

Y por la noche en el bar, parecía quenadie había registrado aquella terriblenoche de locura. Por lo menos, nadie sedignó a hacer algún comentario alrespecto.

Todo había vuelto a la normalidad…

Salvo él, por suerte, él, que nuncamás tendría que rogarle a otro que lomirara para poder saberse… él, quenunca más tendría que pedirle al afueraque lo definiera… él, que nunca mássentiría miedo al rechazo…

Todo era igual, salvo que esehombre nunca más se olvidaría de quiénera.

—Y este es tu cuento, Demián —siguió el gordo—. Cuando no tienesregistro de tu dependencia frente a lamirada de los otros, vives temblandofrente al posible abandono de los demásque, como todos, aprendiste a temer.

Y el precio para no temer es acatar,

es ser lo que los demás, «que tanto nosquieren», nos presionan a ser, nospresionan a hacer y nos presionan apensar.

Si tienes «la suerte» del personajede Papini y el mundo, en algún momento,te da la espalda, no tendrás más remedioque darte cuenta de lo estéril de tu lucha.

Pero si no sucede así, si tienes la«desdicha» de ser aceptado y halagado,entonces… estás abandonado a tu propiaconciencia de libertad, estás forzado adecidir: acatamiento o soledad; estásatrapado entre ser lo que debes ser o noser nada para nadie. Y de allí en más…podrás ser, pero sólo, sólo y sólo para

ti.

EL CRUCE DEL RÍO—¡Tengo una bronca!…—¿Qué te pasa?—Y,… que de aquí, tengo que ir a la

casa de un compañero a llevarle unosapuntes que necesita… y vive en Merlo.

—Mira, Demi…—Sí, ya sé —lo interrumpí— me

vas a decir que yo no «tengo que» nada,que lo hago porque yo quiero, que yo loelijo y todo eso… ya lo sé.

—Seguro, tú lo eliges.—Sí, lo elijo. Pero siento que es mi

obligación.—Muy bien. Yo no cuestiono que tú

te sientas obligado, ni cuestiono por quéte sientes obligado. Lo que cuestiono, entodo caso, es que tú ni sepas por qué tesientes obligado.

—Yo sé por qué me siento obligado:Juan es un tipo fenómeno y cada vez queyo necesité algo, él estuvo ahí paraayudarme. A mí me parece que no mepuedo negar.

—Mira, poder puedes. En todo caso,lo que sucede es que…

—… es que me preocupa quépensaría Juan de mí…

—No, peor. Te preocupa quépensarías tú de ti.

—¿Yo?… Me sentiría una basura.

—Independientemente de lo quefueras o no (si no le llevaras losapuntes), ¿no te estás sintiendo ya unabasura por el sólo hecho de tener broncade ir?

—Sí, supongo que sí.—Aquí está el problema de los

sentimientos de culpa, ¿ves? Lahumanidad sufre y se caga la vidaporque doce horas por día se sienteculpable de ser como es. —…Y lasotras 12 horas le caga la vida a otrodiciéndole qué hay que hacer.

—¡Ah! Ahora sí que ya no sé nada.—Quizás sea lo mejor. Quizás sin

saber nada, haya más para aprender.

Estos momentos en que Jorge seponía a mitad de camino entre filosóficoe irónico, y yo no sabía si me lo decía amí o estaba meditando en mi presenciasobre el futuro de la humanidad, estosmomentos, eran los más duros desoportar.

Lo hiciera por lo que lo hiciera: porél, por mí o por la ciencia, lo cierto esque aun sabiendo que más tarde todoesto me serviría, yo sentía que me queríair. No quería más: ni terapia, nicrecimiento, ni nada. Me quería ir…

Lo único que me retenía era elrecuerdo de que alguna vez lo hice y alfinal todo había resultado peor, me llevé

la confusión conmigo y no pude hacernada más hasta no terminar con ella.

Este cuento no me lo contó ese día,pero en cada uno de esos momentosvenía a mi memoria, para recordarme laimportancia de no dejar las cosas por lamitad y de los peligros de ocuparespacios en la cabeza con esas cosas noresueltas.

Había una vez dos monjes Zen quecaminaban por el bosque de regreso almonasterio. Cuando llegaron al río, unamujer lloraba en cuclillas cerca de laorilla. Era joven y atractiva.

—¿Qué te sucede? —le preguntó elmás anciano.

—Mi madre se muere. Ella está solaen su casa, del otro lado del río y yo nopuedo cruzar. Lo intenté —siguió lajoven—pero la corriente me arrastra yno podré llegar nunca al otro lado sinayuda… pensé que no la volvería a vercon vida. Pero ahora… ahora queaparecisteis vosotros, alguno de los dospodrá ayudarme a cruzar…

—Ojalá pudiéramos —se lamentó elmás joven—. Pero la única manera deayudarte, sería cargarte a través del ríoy nuestros votos de castidad nos impidentodo contacto con el sexo opuesto. Esoestá prohibido… lo siento.

—Yo también lo siento —dijo la

mujer y siguió llorando.El monje más viejo se arrodilló,

bajó la cabeza y dijo: —Sube.La mujer no podía creerlo, pero con

rapidez tomó su atadito de ropa y montóa horcajadas sobre el monje.

Con bastante dificultad el monjecruzó el río, seguido por el otro másjoven.

Al llegar al otro lado, la mujerdescendió y se acercó en actitud debesar las manos del anciano monje.

—Está bien, está bien —dijo elviejo retirando las manos—, sigue tucamino.

La mujer se inclinó en gratitud y

humildad, tomó sus ropas y corrió por elcamino al pueblo.

Los monjes, sin decir palabra,retomaron su marcha al monasterio.

…Faltaban aún diez horas decaminata.

Poco antes de llegar, el joven le dijoal anciano: —Maestro, tú sabes mejorque yo de nuestro voto de abstinencia.No obstante, cargaste sobre tus hombrosa aquella mujer todo el ancho del río.

—Yo la llevé a través del río, escierto, ¿pero qué pasa contigo que lacargas todavía sobre los hombros?

REGALOS PARA ELMAHARAJÁ

—Mira, Demián, sería fantástico quele llevaras los apuntes a tu amigo, seríaideal que además sintieras placer alhacerlo, sería razonable que lo hicierassin emoción alguna, pero ¿sintiendobronca?… Yo no creo que Juan puedaaprobar esa materia estudiando por esosapuntes!

—¿Eso qué tiene que ver?—Nada, es una broma, pensaba en

las «malas ondas» como dicen ustedes.—No sé qué hinchas tanto, si yo ya

dije que los iba a llevar.—Hincho para que sepas cómo

llegas a estas situaciones. ¿Te cuento uncuento?

Una vez un maharajá, que tenía famade ser muy sabio, cumplía 100 años. Elacontecimiento fue recibido con granalegría, ya que todos querían mucho algobernante. En el palacio se organizóuna gran fiesta para esa noche y seinvitaron a poderosos señores del reinoy de otros países.

El día llegó y una montaña deregalos se amontonó en la entrada delsalón, donde el maharajá iba a saludar asus invitados.

Durante la cena, el maharajá pidió asus sirvientes que separaran los regalosen dos grupos: los que tenían remitente ylos que no se sabía quién los habíaenviado.

A los postres, el rey mandó traertodos los regalos en sus dos montañas.Una de cientos de grandes y costososregalos y otra más pequeña, de unadecena de presentes.

El maharajá comenzó a tomar regalopor regalo de la primera montaña y fuellamando a los que habían enviado losregalos. A cada uno lo hacía subir altrono y le decía: —Te agradezco turegalo, te lo devuelvo y estamos como

antes —y le devolvía el regalo, noimportaba cuál fuera.

Cuando terminó con esa pila, seacercó a la otra montaña de regalos ydijo:

—Estos regalos no tienen remitente.A estos sí los voy a aceptar, porqueestos no me obligan y a mi edad, no esbueno contraer deudas.

—Cada vez que recibes algo,Demián, puede estar en tu ánimo o en eldel otro, transformar este dar en unadeuda. Si fuera así, sería mejor norecibir nada.

Pero si eres capaz de dar sin esperarpagos y de recibir sin sentir

obligaciones, entonces puedes dar o no,recibir o no, pero nunca más quedarásendeudado. Y lo más importante, nuncamás nadie dejará de pagarte lo que tedebe, porque nunca más nadie te deberánada.

Cuando Jorge terminó de hablar, labronca había desaparecido.

Me di cuenta de que no teníaobligación de llevarle los apuntes.

Me di cuenta de que lo que él mehabía ayudado, fue hecho con sus ganas.Y aún más: si lo había hecho como unamanera de dejarme deudor, era un turroy entonces yo no quería hacerle favores.

No debía pues nada y podía hacer lo

que quisiera.Así que le di un beso a Jorge y me

fui a llevarle los apuntes a Juan.

BUSCANDO A BUDAA veces, volvía a preguntarme si el

fundamento filosófico gestáltico no erademasiado egoísta.

Parecía que la ideología daba tantalibertad, que alguien podía elegircagarse en el resto del mundo y estababien. Alguien podía vivir mirándose elombligo y no había problema.

Parecía en fin, que los valorespositivos de nuestra educación no eranvalores para la Gestalt.

Así que se lo pregunté al gordo.—Es verdad —me dijo—, a veces

parece que fuera así.

—¿Y no es así?—Sí. Es así… por eso parece que

fuera así.—¡Qué gracioso!—No, en serio, es así. En todo caso,

de la Gestalt no sé. Pero yo, yo sí creoque cada uno debe ser como es, aunqueese «como es» sea una mierda.

—¿Tú prefieres vivir entre lamierda?

—No, pero imagínate qué pasaría sicada uno viviera como es.

Exactamente fiel a como es…Yo creo que pasaría lo siguiente:

Los que son una mierda, seguiríansiéndolo y el cambio no aportaría nada.

Pero los que actúan como mierda, sóloporque viven esforzándose por mejorar,esos, se volverían gentes muyagradables… y como si esto fuera poco,los bondadosos de corazón, dejarían decuestionarse y tendrían mucho tiempolibre para hacer las cosas bien.

—Pero el final es lo mismo.—No, no lo es. La educación en que

vivimos cree que hay que educar lasolidaridad, yo creo que hay que dejarlasalir.

—¿Qué tal educar para dejarlasalir?

—Quizás pudiera ser útil, pero sinforzar a nadie a ser solidario.

Eso es empujar al río para quefluya… y no me calza.

—Pero entonces existen mejores ypeores personas, existen el egoísmo y lasolidaridad, existen el bien y el mal.

—Es probable, pero prefiero pensarque existen alturas de vuelo. Prefieropensar que andamos por el mundocaminando y caminando. Que hayalgunas pocas personas que vuelan,como los maestros; que hay algunas,menos aún, que vuelan muy alto, comolos sabios, y que hay también, qué pena,quienes se arrastran. Son los que nisiquiera tienen altura para levantar sucabeza del suelo; son los que tú y yo

llamamos malos tipos.Incluso admitiendo que no todos

tienen alas, yo creo que cada uno puedeaceptar su camino; o tratar de crecerpara ganar altura.

Pero la locura existe y hay algunosque, en lugar de alzar vuelo, dedican suesfuerzo a trepar para parecer más altos;y quienes, aunque suene increíble vivenenterrándose más y más abajo buscandono sé qué respuestas.

—En todo caso, me parece que tododepende de lo elevado del objetivo.

—No sé, ¿te cuento un cuentito?Buda peregrinaba por el mundo para

encontrarse con aquellos que se decían

sus discípulos y hablarles acerca de laVerdad.

A su paso, la gente que creía en susdecires venía por cientos para escucharsu palabra, tocarlo o verlo, seguramentepor única vez en sus vidas.

Cuatro monjes que se enteraron deque Buda estaría en la ciudad de Vaali,cargaron sus cosas en sus mulas yemprendieron el viaje que llevaría, sitodo iba bien, varias semanas.

Uno de ellos conocía menos la ruta aVaali y seguía a los otros en el camino.

Después de tres días de marcha, unagran tormenta los sorprendió. Losmonjes apuraron el paso y llegaron al

pueblo, donde buscaron refugio hastaque pasara la tormenta.

Pero el último no llegó al poblado ydebió pedir refugio en casa de un pastor,en las afueras. El pastor le dio abrigo,techo y comida para pasar la noche.

A la mañana siguiente, cuando elmonje estaba pronto para partir fue adespedirse del pastor. Al acercarse alcorral, vio que la tormenta habíaespantado las ovejas del pastor y queéste trataba de reunirlas.

El monje pensó que sus cofradesestarían dejando el pueblo y si no salíapronto, los demás se alejarían. Pero élno podía seguir su camino, dejando a su

suerte al pastor que lo había cobijado.Por ello decidió quedarse con él hastajuntar el ganado.

Así pasaron tres días, tras los cualesse puso en camino a paso redoblado,para tratar de alcanzar a suscompañeros.

Siguiendo las huellas de los demás,paró en una granja a reponer suprovisión de agua.

Una mujer le indicó dónde estaba elpozo y se disculpó por no ayudarlo, perodebía seguir con la cosecha… mientrasel monje abrevaba sus mulas y cargabasus odres con agua, la mujer le contóque tras la muerte de su marido, era

difícil para ella y sus pequeños hijosllegar a recoger la cosecha antes de quese pudriera.

El hombre se dio cuenta de que lamujer nunca llegaría a recoger lacosecha a tiempo, pero también supoque si se quedaba, perdería el rastro yno podría estar en Vaali cuando Budaarribara a la ciudad.

Lo veré algunos días después, pensó,sabiendo que Buda se quedaría unassemanas en Vaali.

La cosecha llevó tres semanas yapenas terminó la tarea, el monje retomósu marcha…

En el camino, se enteró de que Buda

ya no estaba en Vaali. Buda habíapartido hacia otro pueblo más al norte.

El monje cambió su rumbo y sedirigió hacia el nuevo poblado.

Podría haber llegado aunque más nofuera para verlo, pero en el camino tuvoque salvar a una pareja de ancianos queeran arrastrados corriente abajo y nohubieran podido escapar de una muertesegura. Sólo cuando los ancianosestuvieron recuperados, se animó acontinuar su marcha sabiendo que Budaseguía su camino…

…Veinte años pasaron con el monjesiguiendo el camino de Buda… y cadavez que se acercaba, algo sucedía que

retrasaba su andar. Siempre alguien quenecesitaba de él evitaba, sin saberlo,que el monje llegara a tiempo.

Finalmente se enteró de que Budahabía decidido ir a morir a su ciudadnatal.

Esta vez, dijo para sí, es la últimaoportunidad. Si no quiero morirme sinhaber visto a Buda, no puedo distraer micamino. Nada es más importante ahoraque ver a Buda antes de que muera. Yahabrá tiempo para ayudar a los demás,después.

Y con su última mula y sus pocasprovisiones, retomó el camino.

La noche antes de llegar al pueblo,

casi tropezó con un ciervo herido enmedio del camino. Lo auxilió, le dio debeber y cubrió sus heridas con barrofresco. El ciervo boqueaba tratando detragar el aire, que cada vez le faltabamás.

Alguien debería quedarse con él,pensó, para que yo pueda seguir micamino.

Pero no había nadie a la vista.Con mucha ternura acomodó al

animal contra unas rocas para seguir sumarcha, le dejó agua y comida alalcance del hocico y se levantó parairse.

Sólo llegó a hacer dos pasos,

inmediatamente se dio cuenta que nopodría presentarse ante Buda, sabiendoen lo profundo de su corazón que habíadejado solo a un indefenso moribundo…

Así que descargó la mula y se quedóa cuidar al animalito. Durante toda lanoche veló su sueño como si cuidara aun hijo. Le dio de beber en la boca ycambió paños sobre su frente.

Hacia el amanecer, el ciervo sehabía recuperado.

El monje se levantó, se sentó en unlugar apartado y lloró… Finalmente,había perdido también su últimaoportunidad.

—Ya nunca podré encontrarte —dijo

en voz alta.—No sigas buscándome —le dijo

una voz que venía desde sus espaldas—porque ya me has encontrado.

El monje giró y vio cómo el ciervose llenaba de luz y tomaba laredondeada forma de Buda.

—Me hubieras perdido si medejabas morir esta noche para ir a miencuentro en el pueblo… y respecto a mimuerte, no te inquietes, el Buda nopuede morir mientras haya algunos comotú, que son capaces de seguir mi caminopor años, sacrificando sus deseos porlas necesidades de otros. Eso es elBuda, y Buda está en ti.

—Creo que entiendo. Un objetivosupuestamente elevado puede ser unincentivo para levantar vuelo, peropuede también ser usado para justificara algunos de los que se arrastran.

—Eso es, Demi. Eso es.

EL LEÑADORTENAZ

—No sé que pasa, gordo. En la«facu» no me va como a mí me gustaría.

—¿Qué quiere decir eso?—Que mi rendimiento va bajando

«sin prisa pero sin pausa», desde queempezó el año. Mis calificaciones sontodos sietes y ochos, quizás algún nueve.Pero en los últimos exámenes, no puedopasar de un seis. No sé, no rindo, no mepuedo concentrar, no tengo ganas.

—Bueno, Demi, también tienes quetener en cuenta que estamos sobre fin de

año, quizás necesites un descanso.—Yo pienso tomarme el descanso,

pero todavía faltan dos meses para finde año, y antes de eso es imposible. Nopuedo parar para tomarme vacaciones.

—A veces me parece que lacivilización ha conseguido volvernoslocos a todos. Dormimos de 12 a 8,almorzamos entre las 12 y la 1, cenamosentre las 9 y las 10… En realidad,nuestras actividades las decide el reloj.No nuestras ganas. A mí me parece quepara algunas cosas es imprescindiblecierto grado de orden, pero para otras esabsolutamente incomprensible obedecerel orden preestablecido.

—Todo lo que quieras, pero ahorayo no puedo parar.

—Pero siguiendo, me dices que turendimiento disminuye.

—¡Debe haber otra forma!Había una vez un hachero que se

presentó a trabajar en una maderera. Elsueldo era bueno y las condiciones detrabajo mejores aún; así que el hacherose decidió a hacer buen papel.

El primer día se presentó al capataz,quien le dio un hacha y le designó unazona.

El hombre entusiasmado salió albosque a talar.

En un solo día cortó dieciocho

árboles.—Te felicito —dijo el capataz—

sigue así.Animado por las palabras del

capataz, el hachero se decidió a mejorarsu propio desempeño al día siguiente;así que esa noche se acostó bientemprano.

A la mañana se levantó antes quenadie y se fue al bosque.

A pesar de todo el empeño, noconsiguió cortar más que quince árboles.

—Me debo haber cansado —pensó ydecidió acostarse con la puesta del sol.

Al amanecer, se levantó decidido abatir su marca de dieciocho árboles. Sin

embargo, ese día no llegó ni a la mitad.Al día siguiente fueron siete, luego

cinco y el último día estuvo toda la tardetratando de voltear su segundo árbol.

Inquieto por el pensamiento delcapataz, el hachero se acercó a contarlelo que le estaba pasando y a jurarle yperjurarle que se esforzaba al límite dedesfallecer.

El capataz le preguntó:—¿Cuándo afilaste tu hacha la

última vez?—¿Afilar? No tuve tiempo de afilar,

estuve muy ocupado cortando árboles.—¿De qué sirve, Demián, empezar

con un enorme esfuerzo, que pronto se

volverá insuficiente? Cuando meesfuerzo, el tiempo de recuperaciónnunca alcanza para optimizar mirendimiento.

Descansar, cambiar de temas, hacerotras cosas, es muchas veces una manerade afilar nuestras herramientas. Seguiren un punto forzadamente, en cambio, esun vano intento de reemplazar convoluntad, la incapacidad de un individuoen un momento determinado.

LA GALLINA Y LOSPATITOS

Venía discutiendo mucho con misviejos. Yo me sentía totalmenteincomprendido.

Me parecía imposible no poderentenderme con ellos. Sobre todo, conmi viejo.

Siempre creí que mi papá era un tipofantástico, y en aquel tiempo lo seguíacreyendo. Pero él se portaba como sipensara que yo era un idiota. Todo loque yo hacía le parecía mal, o inútil, opeligroso o inadecuado. Y cuando yo

intentaba explicarlo era peor, no habíados ideas que pudiéramos compartir.

—…Y me resisto a creer que miviejo se volvió estúpido.

—Bueno, no creo que se haya vueltoestúpido.

—Pero te aseguro, gordo, que seporta como si fuera tarado.

Como si se encaprichara en posturasobtusas y pasadas de moda. Mi viejo noes un tipo tan mayor como para noentender a los jóvenes… decididamentees muy extraño.

—¿Cuento?—Cuento.Había una vez una pata que había

puesto cuatro huevos…Mientras los empollaba, un zorro

atacó el nido y la mató.Por alguna razón no llegó a comerse

los huevos antes de huir, pero estosquedaron abandonados en el nido.

Una gallina clueca que pasó por allí,encontró el nido sin cuidados y suinstinto la hizo sentarse sobre los huevospara empollarlos.

Poco después nacieron los patitos y,como era lógico, tomaron a la gallinacomo su madre y caminaron en fila trasella.

La gallina contenta con su nuevacría, los llevó hasta la granja.

Todas las mañanas después del cantodel gallo, mamá gallina rascaba el pisoy los patos se esforzaban por imitarla.

Cuando los patitos no conseguíanarrancar de la tierra un mísero gusano,la mamá sacaba para todos suspolluelos, partía cada lombriz enpedazos y alimentaba a sus hijos en suspropios picos.

Un día, como otros, la gallina salió apasear con su nidada por losalrededores de la granja. Sus pollitos,disciplinadamente, la seguían en fila.

Pero de pronto, al llegar al lago, lospatitos de un salto se zambulleron connaturalidad en la laguna, mientras la

gallina cacareaba desesperadapidiéndoles que salieran del agua.

Los patitos nadaban alegreschapoteando y su mamá saltaba y llorabatemiendo que se ahogaran.

El gallo apareció por los gritos de lamadre y se percató de la situación.

—No se puede confiar en losjóvenes —fue su sentencia—son unosimprudentes.

Uno de los patitos que escuchó algallo, se acercó a la orilla y les dijo:

—No nos culpen a nosotros por suspropias limitaciones.

—No pienses, Demián, que lagallina estaba equivocada.

No juzgues tampoco al gallo.No creas a los patos prepotentes y

desafiantes.Ninguno de estos personajes está

equivocado, lo que sucede es que ven larealidad desde miradores distintos.

El único error, casi siempre, escreer que el mirado en que estoy, es elúnico desde el cual se divisa la verdad.

El sordo siempre cree que los quedanzan están locos.

POBRES OVEJASMe quedé boyando en el tema de las

relaciones entre padres e hijos.¡El gordo tenía razón! Cada

generación ve las cosas desde su propioy único punto de vista. Nosotros y elloscomo en otro tiempo, ellos y losabuelos, peleamos porque no podemossiquiera acordar una misma realidad.

—Hablé con mis viejos, ¿sabes?—¿Ahá?—Le conté el cuento de la gallina.—¿Y?—Al principio, reaccionaron

exactamente como yo pensé que iban a

hacer. Mi vieja diciendo que no entendíala relación y mi viejo, diciendo que noestaba de acuerdo. Pero después nosquedamos callados un largo rato, y alfinal ya no estábamos tan en desacuerdo.

—Pudiste, por fin, acordardesacuerdos.

—Sí, es como tú decías, ponerse deacuerdo cuando nos ponemos de acuerdoes fácil, lo difícil es ponerse de acuerdoen que no estamos de acuerdo. Pero estoes lo que pasó.

—¡Qué bueno!—A pesar de todo, al final mi viejo

aclaró que él cree que tiene prioridad deopinión por su edad, por su experiencia

y porque hay peligros en la vida quetodavía no estamos en condiciones deenfrentar sin ellos, y toda la bola.

—¿Y tú qué crees?—Que no es cierto, que yo podría

enfrentarme con casi todas las cosas.—¿Y con otras?—Y con otras, creo que no.—Entonces, el viejo tiene razón.

Hay «peligros» para los cuales todavíalos necesitas.

—Y, sí.—Te deja en desventaja ese planteo,

¿eh?—Sí, pero es verdad.—¡Es verdad! Ahora falta saber si

es toda la verdad…—¿Cómo?—Escucha…Había una vez una familia de

pastores. Tenían todas las ovejas juntasen un solo corral. Las alimentaban, lascuidaban y las paseaban.

De vez en cuando, las ovejastrataban de escapar.

Aparecía entonces el más viejo delos pastores y les decía: —Ustedes,ovejas inconscientes y soberbias. Nosaben que afuera el valle está lleno depeligros. Solamente aquí podrán teneragua, alimentos y sobre todo, proteccióncontra los lobos.

En general, esto bastaba para frenarlos «aires de libertad» de las ovejas.

Un día nació una oveja diferente,digamos una oveja negra. Tenía espíriturebelde y animaba a sus compañeras ahuir hacia la libertad de la pradera.

Las visitas del viejo pastor paraconvencer a las ovejas de los peligrosexteriores, debieron hacerse cada vezmás frecuentes. No obstante, las ovejasestaban inquietas y cada vez que se lassacaba del corral, daba más trabajoreunirlas.

Hasta que una noche, la oveja negralas convenció y huyeron.

Los pastores no notaron nada hasta

el amanecer, allí vieron el corral roto yvacío.

Todos juntos fueron a llorar a lo delanciano jefe de familia.

—Se han ido, se han ido.—Pobrecitas…—¿Y el hambre?—¿Y la sed?—¿Y el lobo?—¿Qué será de ellas sin nosotros?El anciano tosió, dio una pitada de

la pipa y dijo: —Es verdad, ¿qué seráde ellas sin nosotros? Y lo que es casipeor…

¡¿Qué será de nosotros sin ellas?!

LA OLLAEMBARAZADA

—¿Cómo anda todo con tus viejos?—preguntó el gordo.

—Tiene altibajos —contesté—. Haymomentos en que nos entendemosbárbaro, y cada uno puede pararse en ellugar del otro, pero hay otros en que nohay caso. Nada que hacer.

—Bueno, Demi, supongo que eso teva a pasar con toda la gente por el restode tu vida.

—Sí, pero con los viejos, de algunamanera es diferente. Ellos son mis

padres…—Sí, son tus padres. Pero ¿en qué

sentido dices que esto es diferente?—Ellos tienen un determinado poder

por ser mis viejos.—¿Qué poder?—Poder sobre mí.—Tú ya eres un adulto, Demián. Y

como tal, nadie tiene poder sobre ti.Nadie. Por lo menos, nadie tiene máspoder que el que tú le dés.

—Yo no les doy nada.—Debe ser que sí.—Pero la casa es de ellos, ellos me

dan de comer, me compran algunaspilchas, pagan algo de la facultad, mi

vieja lava mi ropa, hace mi cama, esoalgún derecho les da…

—¿Tú no trabajas?—Sí, claro que trabajo.—¿Y entonces? Yo puedo entender

que vivas en esa casa, si no te puedesbancar económicamente un departamentopara ti; pero todo lo demás, yo creo quesi de verdad quieres pelear por tuindependencia, hay cosas que podríashacer solo.

—¿Qué es esto, el folklore maternotelúrico: «Aprende a limpiarte el culoantes de hacer otras cosas»?

—No, supongo que no, pero tú eresel que reclama libertad e independencia.

—Yo no quiero libertad eindependencia para cocinarme micomida, hacerme la cama o lavarme laropa. La quiero para no tener que pedirpermisos, para sentirme con derecho acontar lo que quiero y callarme el resto.

—Quizás, Demi, estos dos grupos de«libertades» sean interdependientes.

—Yo no quiero dejar de ver a losviejos.

—No, claro que no, pero túreclamas algunos derechos recortadosde tu situación actual, y renuncias a unaparte de las responsabilidades quedevienen de esos derechos.

—Pero yo puedo elegir en qué áreas

voy a independizarme antes y en quéáreas prefiero esperar un poco.

—A ver si esto aclara:Un señor le pidió una tarde a su

vecino una olla prestada. El dueño de laolla no era demasiado solidario, pero sesintió obligado a prestarla.

A los cuatro días, la olla no habíasido devuelta, así que, con la excusa denecesitarla fue a pedirle a su vecino quese la devolviera.

—Casualmente, iba para su casa adevolverla… ¡el parto fue tan difícil!

—¿Qué parto?—El de la olla.—¿Qué?!

—Ah, ¿usted no sabía? La ollaestaba embarazada.

—¿Embarazada?—Sí, y esa misma noche tuvo

familia, así que debió hacer reposo peroya está recuperada.

—¿Reposo?—Sí. Un segundo por favor —y

entrando en su casa trajo la olla, unjarrito y una sartén.

—Esto no es mío, sólo la olla.—No, es suyo, esta es la cría de la

olla. Si la olla es suya, la cría tambiénes suya.

«Este está realmente loco”, pensó,“pero mejor que le siga la corriente».

—Bueno, gracias.—De nada, adiós.—Adiós, adiós.Y el hombre marchó a su casa con el

jarrito, la sartén y la olla.Esa tarde, el vecino otra vez le tocó

el timbre.—Vecino, ¿no me prestaría el

destornillador y la pinza?…Ahora se sentía más obligado que

antes.—Sí, claro.Fue hasta adentro y volvió con la

pinza y el destornillador.Pasó casi una semana y cuando ya

planeaba ir a recuperar sus cosas, el

vecino le tocó la puerta.—Ay, vecino ¿usted sabía?—¿Sabía qué cosa?—Que su destornillador y la pinza

son pareja.—¡No! —dijo el otro con ojos

desorbitados— no sabía.—Mire, fue un descuido mío, por un

ratito los dejé solos, y ya la embarazó.—¿A la pinza?—¡A la pinza!… Le traje la cría —y

abriendo una canastita entregó algunostornillos, tuercas y clavos que dijo habíaparido la pinza.

«Totalmente loco», pensó. Pero losclavos y los tornillos siempre venían

bien.Pasaron dos días. El vecino

pedigüeño apareció de nuevo.—He notado —le dijo— el otro día,

cuando le traje la pinza, que usted tienesobre su mesa una hermosa ánfora deoro. ¿No sería tan gentil de prestármelapor una noche?

Al dueño del ánfora le tintinearonlos ojitos.

—Cómo no —dijo, en generosaactitud, y entró a su casa volviendo conel ánfora perdida.

—Gracias, vecino.—Adiós.—Adiós.

Pasó esa noche y la siguiente y eldueño del ánfora no se animaba agolpearle al vecino para pedírsela. Sinembargo, a la semana, su ansiedad noaguantó y fue a reclamarle el ánfora a suvecino.

—¿El ánfora? —dijo el vecino —Ah, ¿no se enteró?

—¿De qué?—Murió en el parto.—¿Cómo que murió en el parto?—Sí, el ánfora estaba embarazada y

durante el parto, murió.—Dígame ¿usted se cree que soy

estúpido? ¿Cómo va a estar embarazadaun ánfora de oro?

—Mire, vecino, si usted aceptó elembarazo y el parto de la olla. Elcasamiento y la cría del destornillador yla pinza, ¿por qué no habría de aceptarel embarazo y la muerte del ánfora?

—Tú, Demi, puedes elegir lo quequieras, pero no puedes serindependiente para lo que es más fácil yagradable, y no serlo en lo que es máscostoso.

Tu criterio, tu libertad, tuindependencia y el aumento de turesponsabilidad vienen juntos con tuproceso de crecimiento.

Tú decides ser adulto o permanecerpequeño.

LA MIRADA DELAMOR

—A mí me parece que mis viejos sevolvieron chochos y ya no son tanpiolas.

—Y a mí me parece que tú los mirásdesde un lugar diferente.

—¿Y eso qué tiene que ver? «Lo quees, es» como dices tú.

—Cuento:El rey estaba enamorado de Sabrina:

una mujer de baja condición a la que elrey había hecho su última esposa.

Una tarde, mientras el rey estaba de

cacería, llegó un mensajero para avisarque la madre de Sabrina estaba enferma.

Pese a que existía la prohibición deusar el carruaje personal del rey (faltaque era pagada con la cabeza), Sabrinasubió al carruaje y corrió junto a sumadre.

A su regreso, el rey fue informado dela situación.

—¿No es maravillosa? —dijo—.Esto es verdaderamente amor filial. ¡Nole importó su vida para cuidar a sumadre! ¡Es maravillosa!

Otro día, mientras Sabrina estabasentada en el jardín del palaciocomiendo fruta, llegó el rey. La princesa

lo saludó y luego le dio un mordisco alúltimo durazno que quedaba en lacanasta.

—¡Parecen ricos! —dijo el rey.—Lo son —dijo la princesa y

alargando la mano le cedió a su amadoel último durazno.

—¡Cuánto me ama! —comentódespués el rey—. Renunció a su propioplacer, para darme el último durazno dela canasta, ¿no es fantástica?

Pasaron algunos años y vaya a saberpor qué, el amor y la pasióndesaparecieron del corazón del rey.

Sentado con su amigo másconfidente, le decía:

—Nunca se portó como una reina…¿acaso no desafió mi investidura usandomi carruaje? Es más, recuerdo que undía me dio a comer una fruta mordida.

—La realidad es siempre la misma.Y lo que es, es… Sin embargo, como enel cuento, el hombre puede leer un hechode una manera o de la contraria.

Cuidado con tus percepciones, decíaBaldwin el sabio.

SI LO QUE VES SE AJUSTA «AMEDIDA» CON LA REALIDAD QUEA TI MÁS TE CONVIENE…¡DESCONFÍA DE TUS OJOS!

LOS RETOÑOS DELOMBÚ

Apenas entré, Jorge me dijo: —Tengo un cuento para contarte.

—Un cuento, ¿por qué?—No sé, me pareció que te vendría

bien.—Bueno —dije, confiando en él.Era un pueblo muy pequeño.Tan pequeño que no figuraba en los

grandes mapas nacionales.Tan pequeño que tenía sólo una

diminuta plaza, y que en su única plazatenía un solo árbol.

Pero la gente amaba a ese pueblo,amaba a su plaza y amaba a su árbol: unenorme ombú que estaba justo, justo enla mitad de la plaza…

… y también en la mitad de lacotidianeidad de los habitantes delpueblo: Todas las tardes, a eso de las 7,después del trabajo, hombres y mujeresse cruzaban en la plaza, recién bañados,peinados y vestidos dando un par devueltas alrededor del ombú.

Durante años los jóvenes, los padresde los jóvenes y los padres de lospadres se habían cruzado diariamentebajo el ombú.

Allí se habían cerrado negocios

importantes, tomado decisiones delmunicipio, arreglado casamientos yrecordado a los muertos, por los años delos años.

Un día algo diferente y maravillosocomenzó a pasar: en una raíz lateral,saliendo de la nada, brotó una ramitaverde con sus dos únicas hojitasapuntando al sol.

Era un retoño. El primer retoño queel ombú había dado desde que se loconocía.

Después de la conmoción, se creóuna comisión que organizó un festejopara brindar por el nuevo hecho.

Para sorpresa de los organizadores,

no todos en el pueblo concurrieron albrindis, habían quienes decían que elretoño traería complicaciones.

El caso es que algunos días despuésde aparecido el primer retoño, empezó abrotar otro. Y en un mes, más de unaveintena de nuevas manchitas verdeclaro asomaron en las ya grises raícesdel ombú.

La alegría de unos y la indiferenciade otros había de durar poco.

El aviso lo dio el guardia de laplaza. Algo le pasaba al viejo ombú.Sus hojas estaban más amarillentas quenunca, eran débiles y se caían confacilidad. La corteza del tronco otrora

carnosa y tierna, se había vuelto resecay quebradiza. El guardián dio sudiagnóstico: El ombú estaba enfermo yquizás moriría.

Esa tarde, en el paseo vespertino seplanteó la discusión.

Algunos empezaron a decir que todoesto era culpa de los retoños. Susargumentos eran concretos: todo estababien antes de que aparecieran.

Los defensores de los retoños decíanque una cosa era independiente de laotra y que los retoños eran el futuro sialgo le pasaba al viejo ombú.

Así, planteadas las posiciones, seformaron dos grupos claramente

divididos. Uno que ponía el acento en elviejo ombú y otro que lo ponía en losnuevos retoños.

Sin saber cómo, la discusión se hizocada vez más acalorada y los gruposcada vez más separados. Recién entradala noche acordaron llevar el tema a lareunión vecinal del día siguiente, paracalmar los ánimos.

Pero los ánimos no se calmaron. Aldía siguiente, los defensores del ombú(como empezaron a llamarse) dijeronque la solución del problema era volveratrás. Los retoños estaban quitándolefuerzas al viejo ombú y actuando comoparásitos del árbol. Había, por lo tanto,

que destruir a los retoños.Los defensores de la vida, como ya

se habían bautizado, escucharonazorados, porque también ellos sehabían reunido antes para encontrar unasolución. Había que hachar el viejoombú, que en realidad ya habíacumplido su ciclo. Este, lo único quehacía era quitarle el sol y agua a losrecién nacidos.

Además, era inútil defender al ombúporque de todas maneras el viejo árbolestaba potencialmente muerto.

La discusión terminó en una pelea yla pelea en una gresca, donde no faltarongritos, insultos y patadas. La policía

disolvió el escándalo mandando a cadauno a su casa.

Los defensores del ombú sereunieron esa noche y decidieron que lasituación era desesperada, los estúpidosadversarios no iban a entender razones ypor lo tanto se debía actuar. Armadoscon tijeras de podar, palas y picosdecidieron atacar: con los retoños yadestruidos, otra sería la situación anegociar.

Llegaron a la plaza casi alegres.Al acercarse al árbol, vieron que un

grupo de personas apilaban maderasalrededor del ombú. Eran los defensoresde la vida que planeaban prenderle

fuego.Ambos grupos de defensores se

trenzaron otra vez, pero ahora sus manosestaban armadas de odio, resentimientoe instinto de destruir.

Varios retoños fueron pisoteados ydañados durante la pelea.

El viejo ombú también sufrióseveros daños, en su tronco y en susramas.

Más de veinte defensores de ambosbandos terminaron la noche internados,con más o menos gravedad, en elhospital del pueblo.

La mañana siguiente encontró en laplaza un panorama distinto:

Los defensores del ombú habíanlevantado un cerco alrededor del árbol ylo custodiaban permanentemente cuatropersonas armadas.

Los defensores de la vida, por suparte, habían cavado un foso y puestoalambre de púas alrededor de losretoños que quedaban, dispuestos arepeler cualquier ataque.

La situación en el resto del pueblotambién se había tornado insoportable.Cada grupo, en su afán de conseguir másapoyo, había politizado la decisión ycada habitante debía tener posicióntomada: defendía al ombú y por lo tantoera enemigo de los defensores de la vida

o defendía los retoños y por lo tanto,debía odiar a muerte a los defensoresdel árbol.

La discusión final se iba a hacer anteel juez de paz, a la sazón el pastor delpueblo en la pequeña iglesia, elsiguiente domingo.

Dividido el público por una soga,los dos bandos intercambiaronagresiones. El griterío era terrible ynadie se hacía escuchar.

De pronto se abrió la puerta y por elpasillo, seguido por la mirada de ambosbandos, avanzaba apoyado en su bastón«El viejo».

«El viejo», que debía tener más de

cien años, cuando era un jovencito habíafundado ese pueblo, diagramó suscalles, loteó los terrenos y por supuesto,plantó el árbol.

«El viejo» era respetado por todos ysu palabra conservaba la claridad que laacompañó toda su larga vida.

El anciano rechazó los brazos que seofrecían para ayudarlo y con dificultadsubió al estrado y les habló: —¡Imbéciles! —dijo— ustedes se llaman así mismos «defensores del ombú”,«defensores de la vida»;“defensores…»!

Ustedes son incapaces de defendernada, porque su única intención es

lastimar a todos los que piensendiferente.

Ustedes no se han dado cuenta de suerror y están tan equivocados unos comootros.

El ombú no es una piedra. Es un serviviente y como tal, tiene un ciclo vital.Este ciclo incluye dar vida a los quecontinuarán su misión, es decir incluyepreparar a los retoños para hacer deellos nuevos ombúes.

Pero los retoños, estúpidos, son sóloretoños. Y por ello no podrían vivir si elombú se muere, y la vida del ombú notendría sentido si no fuera capaz deprolongarse en nueva vida.

Prepárense «defensores de la vida»,entrénense y ármense. Pronto será lahora de prenderle fuego a la casa de suspadres con ellos dentro, prontoenvejecerán y empezarán a estorbar elcamino.

Prepárense «defensores del ombú»,practiquen con los retoños. Deben estarpreparados para pisotear y matar a sushijos, cuando estos quieranreemplazarlos o superarlos.

¡Ustedes se llaman a ustedes «losdefensores»!

Ustedes lo único que quieren esdestruir… y no se dan cuenta de quedestruyendo, destruirán también

inexorablemente todo aquello que creendefender.

Reflexionen!No tienen mucho tiempo.Y dicho esto, bajó lentamente del

estrado y caminó hacia la puerta, enmedio del silencio de todos.

… Y se fue.Jorge hizo silencio.Yo no podía evitar llorar.Me levanté y me fui, en silencio,

cansado y claro…¡Había tanto para hacer!

EL LABERINTOJorge había escrito un cuento.Porque yo se lo pedí, porque él tenía

ganas o por ambas cosas, lo compartióconmigo.

Siempre le habían gustado losenigmas…

Desde chico se había desafiado a símismo en cuanto crucigrama, acertijo,laberinto, criptograma y problema deingenio se le había presentado.

Con mayor o menor éxito, habíausado gran parte de su vida y de sucerebro en resolver problemas que otroshabían inventado. Por supuesto que no

era infalible, pasaron por sus manosmuchos acertijos que eran demasiadocomplicados para él.

Frente a ellos, Joroska habíarepetido una secuencia casi ritual: losmiraba un rato largo y definía de unvistazo, como experto que era, si esteproblema pertenecía o no al grupo delos insolubles.

Si su mirada confirmaba que lo era,Joroska tomaba aire y de todas manerasse abocaba a la resolución.

Comenzaba entonces la etapa de lafrustración por psicologizar el análisisdel ritual.

Aparecían las preguntas imposibles,

los caminos cerrados, los símbolosintrincados, las palabras desconocidas,los planteos imprevisibles.

Joroska había descubierto hacíatiempo su actitud exitista frente a lavida.

¿Sería por eso que estos enigmasempezaban a aburrirlo?

El caso es que poco tiempo despuésde la tentativa, se aburría cósmicamentey abandonaba el problema, criticando enel fondo de su subconsciente al estúpido«hacedor» de problemas que ni él podíaresolver…

Creo que fue debido a que tambiénse aburría con los planteos demasiado

fáciles, que llegó a la conclusión de quehay un enigma a la medida de cada«resolvedor», y sólo él mismo puedesaber cuál es su medida.

Lo ideal sería crear los propiosacertijos a la propia medida, se dijo.Pero inmediatamente se dio cuenta deque eso haría perder interés al enigmamismo. El creador tendría la solución amedida que planteaba el problema.

Un poco jugando y un poco animadopor la idea de ayudar a otros que, comoél, quisieran resolver estos enigmas,comenzó a crear dilemas, juegos depalabras, de números, problemas delógica y planteos de pensamiento

abstracto…Pero su gran obra fue la construcción

del laberinto.En el fondo de su enorme casa,

empezó, los días de solcito y paz, alevantar paredes, ladrillo por ladrillo,para armar a escala natural un enormelaberinto.

Pasaron años. Todos sus acertijoseran compartidos con amigos, revistasespecializadas y algunas últimas páginasde diarios. Pero el laberinto no sepublicaba ni se trasladaba; el laberintocrecía y crecía en el fondo de la casa.

Joroska lo complicaba más y más.Casi sin darse cuenta, el intrincado

laberinto tenía cada vez más caminos sinsalida.

La construcción se transformó enparte de su vida. No había día en queJoroska no agregara algún ladrillo,tapiara una salida o prolongara unacurva para hacer más difícil surecorrido.

¿Cuándo fue? Diría yo que alrededorde veinte años después.

El fondo de su casa no alcanzabapara seguir construyendo y entonces ellaberinto empezó, casi naturalmente, aincluirse en su propia casa.

Para ir del dormitorio al baño, habíaque dar 8 pasos al frente, girar a la

izquierda, dar 6 pasos, luego a laderecha, bajar 3 escalones, caminar 5pasos, doblar otra vez a la derecha,saltar un obstáculo y abrir una puerta…

Para ir a la terraza había queinclinar el cuerpo sobre la paredizquierda, rodar unos metros y subir poruna escalera de soga hasta el piso alto…

Así, poco a poco, su casa se fuetransformando en un gran laberinto, detamaño natural.

Al principio, esto lo llenó desatisfacción. Era divertido transitar esospasillos que lo conducían también a él, aveces, a rutas sin salida (era imposiblerecordar todos los caminos en la

memoria).Era un laberinto a su medida.A su medida.Desde entonces Joroska invitó

mucha gente a su casa, a su laberinto;pero aun los más interesadosterminaban, como él en otros acertijos,aburriéndose.

Joroska se ofrecía a guiarlos por sucasa, pero la gente después de un ratodecidía irse. Palabras más o palabrasmenos, todos le decían lo mismo: —¡Nose puede vivir así!

Finalmente Joroska no aguantó sueterna soledad y se mudó a una casa sinlaberintos, donde pudo recibir sin

problemas a la gente.Sin embargo cada vez que conocía a

alguien que le parecía lúcido, lo llevabaa su verdadero lugar.

Como hacía aquel niño aviador deEl principito con sus dibujos de lasboas cerradas y las boas abiertas, asíJoroska abría su laberinto para los quele parecían merecedores de tal«distinción».

…Joroska nunca encontró a nadieque quisiera vivir con él en ese lugar.

EL CÍRCULO DELNOVENTA Y NUEVE

—¿Por qué, gordo, por qué nunca sepuede estar tranquilo?

—¿?—Claro, a veces me pongo a pensar.

La relación con Gabriela anda bárbara,mucho mejor que en otros tiempos, perono llega a ser lo que a mí me gustaría.No sé, falta pasión, fuego o diversión,no sé. En la facu, pasa algo parecido,voy a las clases, aprendo, rindo losexámenes y los apruebo. Pero no escompleto, me falta el gustito, el placer

cotidiano de sentir que estoy estudiandolo que quiero. Y lo mismo es con ellaburo.

Estoy bien y me pagan buena guita,pero no la que a mí me gustaría ganar.

—¿Y es todo así?—Me parece que sí. Nunca puedo

descansar y decir: bueno ahora sí, estátodo bien. Es así con mi hermano, conmis amigos, con la guita, con mi estadofísico, con todas las cosas que meinteresan.

—Hace unas semanas, cuandoestabas angustiado por la situación en tucasa, ¿no te pasaba esto?

—Supongo que sí, pero había otras

preocupaciones más grandes quetapaban estas otras cosas. Esto de hoy,de alguna manera es «un lujo», es lo quele daría completud a todo lo demás.

—¿Esto es: tu preocupación empiezacuando los grandes problemasdesaparecen?

—Claro.—Esto es, este problema empieza

cuando no tienes problemas.—¿Cómo?—Claro, cuando todo mejora.—¡Y… sí!— Dime, Demián, ¿cómo te suena

esto de admitir que tienes un problemaque empieza «cuando todo mejora»?

—Me siento un estúpido.—Lo que es, es —me dijo el gordo

—. Hace mucho que no te cuento uncuento de un rey.

—Verdad.—Había una vez un rey, digamos

«clásico».—¿Qué es un rey «clásico»?—Un rey «clásico» en un cuento, es

un rey muy poderoso, que tiene una granfortuna, un hermoso palacio, grandesmanjares a su disposición, hermosasesposas, y acceso a todo lo que se leocurra. Y a pesar de todo eso, no esfeliz.

—Ah…

—Y cuanto más clásico el cuento,más infeliz el rey.

—Y este rey ¿cuán «clásico» era?—Muy clásico.—¡Pobre!Había una vez un rey muy triste que

tenía un sirviente, que como todosirviente de rey triste, era muy feliz.

Todas las mañanas llegaba a traer eldesayuno y despertar al rey contando ytarareando alegres canciones dejuglares. Una gran sonrisa se dibujabaen su distendida cara y su actitud paracon la vida era siempre serena y alegre.

Un día, el rey lo mandó a llamar.—Paje —le dijo— ¿cuál es el

secreto?—¿Qué secreto, Majestad?—¿Cuál es el secreto de tu alegría?—No hay ningún secreto, Alteza.—No me mientas, paje. He mandado

a cortar cabezas por ofensas menoresque una mentira.

—No le miento, Alteza, no guardoningún secreto.

—¿Por qué estás siempre alegre yfeliz? ¿eh? ¿por qué?

—Majestad, no tengo razones paraestar triste. Su alteza me honrapermitiéndome atenderlo. Tengo miesposa y mis hijos viviendo en la casaque la corte nos ha asignado, somos

vestidos y alimentados y además suAlteza me premia de vez en cuando conalgunas monedas para darnos algunosgustos, ¿cómo no estar feliz?

—Si no me dices ya mismo elsecreto, te haré decapitar —dijo el rey—. Nadie puede ser feliz por esasrazones que has dado.

—Pero, Majestad, no hay secreto.Nada me gustaría más que complacerlo,pero no hay nada que yo estéocultando…

—Vete, ¡vete antes de que llame alverdugo!

El sirviente sonrió, hizo unareverencia y salió de la habitación.

El rey estaba como loco. Noconsiguió explicarse cómo el pajeestaba feliz viviendo de prestado,usando ropa usada y alimentándose delas sobras de los cortesanos.

Cuando se calmó, llamó al mássabio de sus asesores y le contó suconversación de la mañana.

—¿Por qué él es feliz?—Ah, Majestad, lo que sucede es

que él está fuera del círculo.—¿Fuera del círculo?—Así es.—¿Y eso es lo que lo hace feliz?—No, Majestad, eso es lo que no lo

hace infeliz.

—A ver si entiendo, estar en elcírculo te hace infeliz.

—Así es.—Y él no está.—Así es.—¿Y cómo salió?—¡Nunca entró!¿Qué círculo es ese?—El círculo del 99.—Verdaderamente, no te entiendo

nada.—La única manera para que

entendieras, sería mostrártelo en loshechos.

—¿Cómo?—Haciendo entrar a tu paje en el

círculo.—Eso, obliguémoslo a entrar.—No, Alteza, nadie puede obligar a

nadie a entrar en el círculo.—Entonces habrá que engañarlo.—No hace falta, Su Majestad. Si le

damos la oportunidad, él entrará solito,solito.

—¿Pero él no se dará cuenta de queeso es su infelicidad?

—Sí, se dará cuenta.—Entonces no entrará.—No lo podrá evitar.—¿Dices que él se dará cuenta de la

infelicidad que le causará entrar en eseridículo círculo, y de todos modos

entrará en él y no podrá salir?—Tal cual. Majestad, ¿estás

dispuesto a perder un excelente sirvientepara poder entender la estructura delcírculo?

—Sí.—Bien, esta noche te pasaré a

buscar. Debes tener preparada una bolsade cuero con 99 monedas de oro, ni unamás ni una menos. ¡99!

—¿Qué más? ¿Llevo guardias por siacaso?

—Nada más que la bolsa de cuero.Majestad, hasta la noche.

—Hasta la noche.Así fue. Esa noche, el sabio pasó a

buscar al rey.Juntos se escurrieron hasta los patios

del palacio y se ocultaron junto a la casadel paje. Allí esperaron el alba.

Cuando dentro de la casa seencendió la primera vela, el hombresabio agarró la bolsa y le pinchó unpapel que decía:

ESTE TESORO ES TUYO. ES ELPREMIO POR SER UN BUENHOMBRE. DISFRÚTALO Y NOCUENTES A NADIE CÓMO LOENCONTRASTE.

Luego ató la bolsa con el papel en lapuerta del sirviente, golpeó y volvió a

esconderse.Cuando el paje salió, el sabio y el

rey espiaban desde atrás de unas mataslo que sucedía.

El sirviente vio la bolsa, leyó elpapel, agitó la bolsa y al escuchar elsonido metálico se estremeció, apretó labolsa contra el pecho, miró hacia todoslados y entró en su casa.

Desde afuera escucharon la trancade la puerta, y se arrimaron a la ventanapara ver la escena.

El sirviente había tirado todo lo quehabía sobre la mesa y dejado sólo lavela. Se había sentado y había vaciadoel contenido en la mesa.

Sus ojos no podían creer lo queveían.

¡Era una montaña de monedas deoro!

Él, que nunca había tocado una deestas monedas, tenía hoy una montaña deellas para él.

El paje las tocaba y amontonaba, lasacariciaba y hacía brillar la luz de lavela sobre ellas. Las juntaba ydesparramaba, hacía pilas de monedas.

Así, jugando y jugando empezó ahacer pilas de 10

monedas:Una pila de diez, dos pilas de diez,

tres pilas, cuatro, cinco, seis… y

mientras sumaba 10, 20, 30, 40, 50,60… hasta que formó la última pila:

9 monedas!Su mirada recorrió la mesa primero,

buscando una moneda más. Luego elpiso y finalmente la bolsa.

«No puede ser», pensó. Puso laúltima pila al lado de las otras yconfirmó que era más baja.

—Me robaron —gritó— merobaron, malditos!

Una vez más buscó en la mesa, en elpiso, en la bolsa, en sus ropas, vació susbolsillos, corrió los muebles, pero noencontró lo que buscaba.

Sobre la mesa, como burlándose de

él, una montañita resplandeciente lerecordaba que había 99 monedas de oro«sólo 99».

«99 monedas. Es mucho dinero»,pensó.

Pero me falta una moneda.Noventa y nueve no es un número

completo —pensaba—.Cien es un número completo pero

noventa y nueve, no.El rey y su asesor miraban por la

ventana. La cara del paje ya no era lamisma, estaba con el ceño fruncido y losrasgos tiesos, los ojos se habían vueltopequeños y arrugados y la bocamostraba un horrible rictus, por el que

asomaban sus dientes.El sirviente guardó las monedas en

la bolsa y mirando para todos lados paraver si alguien de la casa lo veía,escondió la bolsa entre la leña. Luegotomó papel y pluma y se sentó a hacercálculos.

¿Cuánto tiempo tendría que ahorrarel sirviente para comprar su monedanúmero cien?

Todo el tiempo hablaba solo, en vozalta.

Estaba dispuesto a trabajar durohasta conseguirla.

Después quizás no necesitaratrabajar más.

Con cien monedas de oro, un hombrepuede dejar de trabajar.

Con cien monedas un hombre esrico.

Con cien monedas se puede vivirtranquilo.

Sacó el cálculo. Si trabajaba yahorraba su salario y algún dinero extraque recibía, en once o doce añosjuntaría lo necesario.

«Doce años es mucho tiempo»,pensó.

Quizás pudiera pedirle a su esposaque buscara trabajo en el pueblo por untiempo. Y él mismo, después de todo, élterminaba su tarea en palacio a las cinco

de la tarde, podría trabajar hasta lanoche y recibir alguna paga extra porello.

Sacó las cuentas: sumando su trabajoen el pueblo y el de su esposa, en sieteaños reuniría el dinero.

¡Era demasiado tiempo!Quizás pudiera llevar al pueblo lo

que quedaba de comida todas las nochesy venderlo por unas monedas. De hecho,cuanto menos comieran, más comidahabría para vender…

Vender…Vender…Estaba haciendo calor. ¿Para qué

tanta ropa de invierno?

¿Para qué más de un par de zapatos?Era un sacrificio, pero en cuatro

años de sacrificios llegaría a su monedacien.

El rey y el sabio, volvieron alpalacio.

El paje había entrado en el círculodel 99…

…Durante los siguientes meses, elsirviente siguió sus planes tal como se leocurrieron aquella noche.

Una mañana, el paje entró a laalcoba real golpeando las puertas,refunfuñando y de pocas pulgas.

—¿Qué te pasa? —preguntó el reyde buen modo.

—Nada me pasa, nada me pasa.—Antes, no hace mucho, reías y

cantabas todo el tiempo.—Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué

querría su Alteza, que fuera su bufón ysu juglar también?

No pasó mucho tiempo antes de queel rey despidiera al sirviente.

No era agradable tener un paje queestuviera siempre de mal humor.

—Y hoy cuando hablamos, meacordaba de ese cuento del rey y elsirviente.

Tú y yo y todos nosotros hemos sidoeducados en esta estúpida ideología:Siempre nos falta algo para estar

completos, y sólo completos se puedegozar de lo que se tiene.

Por lo tanto, nos enseñaron, lafelicidad deberá esperar a completar loque falta…

Y como siempre nos falta algo, laidea retoma el comienzo y nunca sepuede gozar de la vida…

Pero que pasaría si la iluminaciónllegara a nuestras vidas y nos diéramoscuenta, así, de golpe que nuestras 99monedas son el cien por cien del tesoro,que no nos falta nada, que nadie sequedó con lo nuestro, que nada tiene demás redondo cien que noventa y nueveque esta es sólo una trampa, una

zanahoria puesta frente a nosotros paraque seamos estúpidos, para que jalemosdel carro, cansados, malhumorados,infelices o resignados. Una trampa paraque nunca dejemos de empujar y quetodo siga igual… …eternamente igual!… Cuántas cosas cambiarían sipudiésemos disfrutar de nuestros tesorostal como están.

—Pero ojo, Demián, reconocer en99 un tesoro no quiere decir abandonarlos objetivos. No quiere decirconformarse con cualquier cosa.

Porque aceptar es una cosa yresignarse es otra.

Pero eso es parte de otro cuento.

EL CENTAUROEstuve pensando toda la semana en

el cuento del círculo del 99.Alguna pieza se había acomodado,

pero al hacerlo había dejado fuera de sulugar a unas cuantas otras.

Cuando llegué a sesión, todavía nosabía muy bien qué estaba pasando, asíque decidí no hablar del tema.

Me fui por las ramas toda la sesión,hablamos sobre el tiempo, lasvacaciones, los autos y las minas.

Cuando faltaba poco para terminarmi hora, le dije a Jorge que sentía quehabía desperdiciado mi sesión, que no le

había sacado el jugo.— Acuérdate, Demián, del hachero

que no afilaba el hacha.Quizás una sesión livianita y hasta

frívola sea una manera de afilarse.—Con ese criterio también podría

no haber venido.—Tú eres muy especial.—Sí, claro, y tú también.—¡Sí, pero tú más!—Bueno, acepto. Volviendo al

asunto de venir o no.Cuando yo estudiaba medicina, tenía

un profesor que dictaba obstetricia. Eramuy agradable y siempre dedicaba unamedia hora después de la clase para

contestar preguntas.—Profesor, ¿cuál es el mejor

método anticonceptivo? —preguntó undía, una de las estudiantes.

—Mire, señorita, el métodoanticonceptivo ideal debería sereconómicamente accesible, de fácilaplicación y de absoluta seguridad… —empezó a contestar el profesor.

—Pero, ¿hay algún métodoinfalible? —preguntó el rubio pintón dela tercera fila.

—Lo más seguro, accesibleeconómicamente y sencillo de aplicar —contestó el profesor— es «El métododel vaso de agua fría».

—¿Cómo es? —preguntamos varios,incluida la dueña de la pregunta.

—Cuando su pareja los reclamapara intercambio sexual, ustedes debentomar 2 o 3 vasos de agua bien fría,seguidos, bebidos de a sorbos pequeños.

—¿Antes o después del acto?—Ni antes ni después —dijo el

profe— «En vez de…».Lo mejor para poder sacarle el jugo

a terapia cuando estás en estos días«cruzados», Demi, podría ser, porejemplo, irte al cine que te gusta oencontrarte con un amigo, o dormir unpar de horitas.

Como decía mi profe: Ni antes ni

después, «En vez de…».Aquello que te hace bien es

terapéutico.—Claro, pero para eso habría que

tomar una decisión, yo creo que ladificultad empieza justamente cuandohay que elegir.

El gordo me miró con cara de asco yyo le adiviné su comentario.

—No, Jorge, no estoy diciendo quepreferiría no poder elegir ni estoyrenegando de la libertad que tengo…

—Lo que pasa es que no quiereslidiar con la indecisión.

—Claro que no. No quiero.—Sin embargo, ya deberías saber

que, a pesar de que los humanos somosuna integridad, llevamos en nosotrosdiferentes partes… algunas máscrecidas, algunas menos… algunas másesclarecidas, otras más oscuras…algunas con unas necesidades y otrascon otras.

—Entonces no se puede decir nuncanada —protesté.

—Eso también es riesgoso… —dijoel gordo y se acomodó en un almohadónen el piso.

Yo agarré también un almohadón yme dispuse a escuchar otro cuento en esedía.

El gordo siguió.

—Cuando mi hija tenía cinco años,mi esposa y yo comprábamosasiduamente libros de cuentos quedespués leíamos para ella y para suhermano antes de dormir. En uno de esoslibros infantiles leímos juntos un cuentoque se llamaba: El Centauro. Te voy acontar ese cuento porque hoy me pareceque fue escrito para ti.

Había una vez un centauro, que,como todos los centauros, era mitadhombre y mitad caballo.

Una tarde, mientras paseaba por elprado sintió hambre.

—¿Qué comeré? —pensó— ¿Unahamburguesa o un fardo de alfalfa, un

fardo de alfalfa o una hamburguesa?…Y como no pudo decidirse, se

quedó sin comer.—¿Dónde dormiré? —pensó— ¿En

el establo o en un hotel, en un hotel o enel establo?

…Y como no pudo decidirse, sequedó sin dormir.

Claro, sin comer y sin dormir elcentauro se enfermó.

—¿A quién llamar? —pensó— ¿Aun médico o a un veterinario, a unveterinario o a un médico?

…Enfermo y sin poder decidir aquién llamar, el centauro se murió.

La gente del pueblo se acercó al

cadáver y sintió pena.—Hay que enterrarlo —dijeron—

¿Pero dónde? ¿En el cementerio delpueblo o a campo traviesa, a campotraviesa o en el cementerio del pueblo?

…Y como no pudieron decidirse,llamaron a la autora del libro que, yaque no podía decidir por ellos, revivióal centauro.

Y colorín, colorado, este cuentonunca se supo que haya terminado.

DOS DE DIÓGENES—Retomemos el tema del círculo.—¿Sí?—Me parece comprender la

parábola del rey y del sirviente, y lopeor es que me siento muy identificado.La verdad es que creo que cada vez queno tengo grandes complicaciones en elhorizonte, empiezo a buscar qué le faltaa esto o aquello para ser perfecto. Lodigo y me parece terrible, pero no lopuedo evitar.

—La sociedad que somos, daseñales claras de que tu postura es laque se espera que tengas.

—¿Por qué?—Porque toda la idea de la

sociedad postindustrial está basada entener y no en ser, como diría ErichFromm. Y para convencernos de queesto es verdad, nos han condicionadocon un axioma que viene naturalmente anosotros, si no somos capaces deevitarlo. Esta frase es a la vez usadacomo motor y como trampa.

—¿Una frase?—Sí. La frase es:«QUÉ FELIZ SERÍA YO CON LO

QUE NO TENGO»Donde lo que no tengo no es un auto,

una casa, un buen sueldo, una pareja. Lo

que no tengo es «lo-que-no-tengo»;quiero decir una unidad no posible.

Dicho de otra manera: si yoconsiguiese tener lo-que-no-tengo, nome haría feliz porque ese algo (auto,casa, novia, etc.) al tenerlo, dejaría deser llo-que-no-tengo y siguiendo elaxioma, sólo podré ser feliz teniendo lo-que-no-tengo.

—¡Pero esa trampa no tiene salida!—NO, si no puedes cambiar de

axioma.—¿Y se puede?—Todos los mandatos y pautas

educativas se pueden revisar, pararatificarlos o rectificarlos. El precio que

hay que pagar es que los valores atadosa un orden determinado, se descolocan.Y nos sentimos confusos y desubicadoshasta encontrar un nuevo orden, acordecon nuestra nueva realidad.

Pero llegados allí aparece elpremio: la valoración de lo que tienes yla posibilidad de disfrutarlo a partir delo que eres.

Dicen que Diógenes paseaba por lascalles de Atenas vestido en harapos ydurmiendo en los zaguanes.

Cuentan que una mañana, cuandoDiógenes estaba amodorrado todavía enel zaguán de la casa donde había pasadola noche, pasó por el lugar un

acaudalado terrateniente.—Buen día —dijo el caballero.—Buen día —contestó Diógenes.—He tenido una muy buena semana,

así que he venido a darte esta bolsa demonedas.

Diógenes lo miró en silencio, sinhacer un movimiento.

—Tómalas, no hay trampas. Sonmías y te las doy a ti, que sé que lasnecesitas más que yo.

—¿Tú tienes más? —preguntóDiógenes.

—Sí, claro —contestó el rico—muchas más.

—¿Y no te gustaría tener más de las

que tienes?—Sí, por supuesto que me gustaría.—Entonces guárdate las monedas

que me dabas, porque tú las necesitasmás que yo.

Y cuentan algunos que el diálogosiguió así: —Pero tú también tienes quecomer y eso requiere dinero.

—Tengo ya una moneda —y lamostró— y esta me alcanzará para untazón de trigo hoy por la mañana yquizás algunas naranjas.

—Estoy de acuerdo, pero tambiéntendrás que comer mañana y pasado y aldía siguiente ¿de dónde sacarás eldinero mañana?

—Si tú me aseguras, sin temor aequivocarte, que yo viviré hasta mañana,entonces, quizás tome tus monedas…

OTRA VEZ LASMONEDAS

Algo estaba pasando conmigo contodo este tema.

Me parecía que estaba por sucederalgo importante y trascendente.

—Es un despertar —diagnosticóJorge.

—¿El despertar? —pregunté.—No, no EL despertar, sino UN

despertar. La sensación que tengo de loque me cuentas es como si estuvieras enla cama y ves por la ventana cómoaclara, te das cuenta que llega la

alborada y sientes que es la hora. Pero apesar de todo, te quedas un ratito másremoloneando en la cama.

—Ah, sí, eso es lo que siento.—Bueno, tranquilízate. Casi todos

sentimos alguna vez, más o menos lomismo.

—La verdad es que me alegro tantode no ser el único. A pesar de que malde muchos…

—¿Mal de muchos?—El refrán: «Mal de muchos,

consuelo de tontos».—Mira que cosa, esta pedantería de

los porteños. Ese refrán es bien castizo,sólo que en España es un poquito

diferente. El refrán originalmente es:MAL DE MUCHOS, CONSUELO

DE TODOS.—¿En serio?—En serio. Sólo desde la soberbia

se puede descalificar, acusando detontos a los que nos sentimos mejorestando acompañados en el dolor, queestando solos en el dolor.

—Bueno, entonces, sintiéndomemenos tonto, te confieso que me alivia loque me dices. Yo creía que era un idiotapor encontrarme en esta situación.

—No, POR ESO no eres idiota —ironizó el gordo.

—¡Basta eh!

—Bueno, basta. Ojalá sepas que yono creo que seas idiota, ni siquieraconfuso. Me parece que te resistes aaceptar que hay algunas áreas en lascuales evolucionaste más que en otras, yno te das cuenta de que eso es lo normal.

No se crece «parejo». Se puede sermuy maduro en algunas cosas y muyirresuelto en otras. Es lógico.

Por eso usé la analogía de UNdespertar.

Despertamos a la verdad muchasveces, muchas, muchas veces. Quizássea cierto que algunos pueden pasar porEL despertar y empezar a ver TODA laverdad de golpe. Pero yo no conozco

ese camino, ni a nadie que lo hayarecorrido…

Bueno, quizás sí. Es muy probableque Jesús, Buda o Mahoma hayandespertado.

—Pero yo no soy Jesús, ni Buda,ni…

—Y yo tampoco, así que nopretenderemos serlo. No sea cosa queentremos en el círculo del 99 con eldespertar, en lugar de con las monedas.

—Ya que estamos, aquel día, en queme pudriste la cabeza con el círculo del99, me hiciste la diferencia entre aceptary resignarse y me dijiste que eso erapara otro cuento. ¿Me lo cuentas hoy?

—¿Por qué no?Había una vez en las afueras de un

pequeño pueblo, dos casas vecinas. Enuna, vivía un afortunado y acaudaladoagricultor.

Estaba rodeado de sirvientes y teníaacceso a todo lo que pudieraocurrírsele.

En la otra, una casucha humilde,vivía un viejito de hábitos muy austeros,que usaba gran parte de su tiempo entrabajar la tierra y orar.

El viejo y el rico se cruzabandiariamente y cambiaban unas pocaspalabras en cada encuentro. El ricohablaba de su dinero y el viejo hablaba

de su fe.—La fe… —se burlaba el rico— Si

como dices, tu Dios es tan poderoso¿por qué no le pides que te envíesuficiente como para no pasar lasprivaciones que atraviesas?

—Tienes razón —dijo el viejo y semetió en su casa.

Al día siguiente, al cruzarse, el viejotenía una cara de felicidad como pocos.

—¿Qué te pasa, viejo?—No es que me pase nada. Pero

siguiendo tu consejo, le pedía a Diosesta mañana que me enviara cienmonedas de oro.

—Ah, ¿sí?

—Sí, le dije que como yo había sidoun buen hombre respetuoso de sus leyes,me merecía un premio y que elegía lasmonedas. ¿Te parece excesiva lacantidad?

—No importa que me parezca a mí—dijo el rico, burlonamente—. Lo queimporta es que no le parezca demasiadoa tu Dios, quizás él crea que tu premioes de veinte monedas o cincuenta uochenta o noventa y dos, ¿quién sabe?

—Ah, no, Dios puede decidir si yomerezco el premio o no, pero mi pedidofue claro. Yo quiero cien monedas. Noaceptaré veinte, ni treinta ni noventa ydos. Yo he pedido cien y no tengo dudas

de que, si mi buen Dios se puede ocuparde mi pedido, lo hará. El no regatearáconmigo. Y yo no regatearé con Él. Cienes el pedido y cien Él mandará. Yo nopienso aceptar que mande ni una monedamenos.

—Ja, ja, tú sí que eres exigente —dijo el hombre rico.

—Así como él me exige, yo leexigiré —dijo el viejo.

—Yo no te creo capaz de rechazarveinte o treinta monedas que te mande tuDios, sólo porque no son cien.

—Pues rechazaría cualquier sumainferior a cien. Sin embargo, si Dioscree que es poco y decide mandarme

más, también evitaría quedarme con elresto.

—Ja, ja, estás totalmente loco y mequieres hacer creer este cuento de tu fe ytu determinación… ja, ja… me gustaríaverte manteniendo esa postura, ja, ja…

Y cada uno se volvió a su casa.Al rico, por alguna razón, este viejo

lo alteraba.El no recibiría menos de cien

monedas de oro, ¡qué caradura!Él debía desenmascararlo. Y lo

haría esa misma tarde.Preparó en una bolsa noventa y

nueve monedas de oro y se llegó hasta lacasa del vecino.

Este estaba de rodillas, en actitud deoración y rezaba:

—Dios, querido, ayúdame en misnecesidades. Creo tener derecho a esasmonedas. Pero recuerda: son cienmonedas. No quiero conformarme con loque me mandes. Quiero cien exactasmonedas…

Mientras el viejo rezaba, el ricosubió al techo y mandó las monedas porel hueco de la chimenea. Luego bajó aespiar.

El viejo seguía de rodillas, cuandooyó el sonido metálico caer por el huecode la chimenea. Lentamente seincorporó, se acercó a la chimenea,

levantó la bolsita y le sacudió el hollín yla ceniza.

Después se acercó a la mesa y vacióel contenido sobre la mesa. La pila demonedas apareció ante él. El viejo cayóde rodillas y agradeció al buen Dios elpresente enviado.

Una vez terminada la oración,empezó a contar monedas; ¡noventa ynueve! Eran noventa y nueve monedas.

El hombre rico seguía esperando,preparado para demostrar su teoría.

El viejo alzó la voz al cielo y dijo:—Dios mío, veo que tu decisión escumplir el deseo de este pobre viejo,pero veo también que en las arcas del

cielo no había más que noventa y nuevemonedas y no quisiste hacerme esperarpor tan sólo una moneda. No obstante,tal como te he dicho, no quiero aceptaruna moneda más que cien ni unamenos…

«Es un imbécil», pensó el rico.—…Por otro lado, eres para mí de

absoluta confianza. Por ello y por únicavez, voy a dejar a tu libertad el momentoen que me mandarás la moneda que medebes.

—Traición —gritó el rico—¡Hipócrita! —y a los gritos golpeó lapuerta de su vecino.

—Eres un hipócrita —siguió

diciendo—. Dijiste que no ibas aaceptar menos de cien y ya estásembolsando esas noventa y nuevemonedas como nada, mentiroso tú y tu feen Dios.

—No sé cómo sabes de las noventay nueve monedas —dijo el viejo.

—Lo sé porque yo te envié esasnoventa y nueve monedas, sólo parademostrarte que eres un charlatán. Noaceptaré menos de cien. Ja, ja…

—Y de hecho, no aceptaré. Dios meenviará la última cuándo y cómo Él lodecida.

—El no te enviará nada, porque elque mandó estas monedas, como te dije,

fui yo.—No discutiré si tú fuiste o no el

instrumento que usó Dios para satisfacermi pedido. Pero el caso es que estedinero cayó por mi chimenea mientrasyo lo pedía y es mío.

El hombre rico cambió su sonrisapor un gesto adusto.

—¿Cómo que es tuyo? Esta bolsa yestas monedas son mías, yo las envié.

—Los designios de Dios sonincomprensibles para el ser humano —dijo el viejo.

—Maldito seas, tú y tu Dios,devuélveme mi dinero o te harécomparecer ante un juez y perderás

también lo poco que tienes.—Mi único juez es mi Dios. Pero si

te refieres al juez en el pueblo, no tengoinconvenientes en poner en sus manos elproblema.

—Bien, vamos, entonces.—Vas a tener que esperar a que

compre un carruaje, porque ahora notengo y un viejo como yo no puede darseel lujo de peregrinar hasta el pueblo.

—Nada de esperar. Yo te ofrezco micarruaje.

—Realmente, agradezco tu actitud.En todos estos años nunca me habíasayudado en nada. Bien, de todasmaneras deberemos esperar que pase un

poco el invierno, hace mucho frío y misalud no soportaría llegar al pueblo sintener un buen abrigo.

—Estás tratando de dilatar el tema—dijo el rico furioso—.

Te daré mi propio abrigo de pieles,para que puedas viajar. ¿Qué otra excusatienes?

—En ese caso —dijo el viejo—, nopuedo negarme.

El viejo se abrigó con las pieles,subió al carruaje y partió hacia elpueblo, seguido por el hombre rico, enotro coche.

Llegados allí, el hombre rico seapresuró a pedir audiencia y cuando el

juez los hizo pasar, le contó en detalle suplan para desacreditar la fe del viejo,cómo había puesto las monedas, y cómoel viejo se había negado adevolvérselas.

—¿Qué tienes para decir, viejo? —preguntó el juez.

—Señoría, mucho me extraña tenerque estar aquí, para confrontar con mivecino por este tema. Este hombre es elmás rico de la ciudad, nunca hademostrado ser solidario, nunca hatenido una actitud caritativa con losdemás. No creo que sea necesario queyo argumente en mi defensa. ¿Quiénpodría creer que un hombre avaro como

éste va a poner casi cien monedas en unabolsa y las va a arrojar por la chimeneadel vecino? Me parece claro que elpobre hombre me espiaba y al ver midinero, su codicia le hizo inventar estahistoria.

—¡Inventar! Viejo maldito —gritó elrico—. Tú sabes que todo es como yodigo. Ni tú te crees esa patraña de Diosenviándote monedas. Devuélveme labolsa.

—Evidentemente, Señoría, elhombre está muy perturbado.

—Claro, me perturba que me roben.Te exijo que me des esa bolsa.

El juez estaba asombrado, los

argumentos de ambos lo obligaban atomar una decisión, pero ¿cuál sería lajusta decisión?

—Devuélveme mi dinero, viejotramposo —decía el rico—, ese dineroes mío, sólo mío.

En un momento, el rico saltó labaranda de madera que los separaba eintentó, fuera de sí, arrebatar la bolsa alviejo.

—¡Orden! —gritó el juez— ¡Orden!—Lo ve, señor Juez. La codicia lo

enloquece. No me extrañaría que, siconsigue la bolsa empezara a decir quetambién el carro en el que vine es suyo.

—Claro que es mío —se apresuró a

decir el rico—, yo te lo presté.—Lo ve usted, Señoría. Lo único

que falta es que quiera ser el dueño demi propio abrigo.

—¡Por supuesto que soy el dueño!—gritó, ya descontrolado, el rico—. Esmío, todo es mío: la bolsa, el dinero, elcarruaje, el abrigo… todo es mío…todo.

—¡Alto! —dijo el juez, que ya notenía dudas.

—¿No te da vergüenza querersacarle lo poco que tiene este pobreviejo?

—Pe… pero…—Sin peros. Eres un codicioso y un

aprovechador —siguió el juez—. Porhaber intentado estafar a este pobreviejo, te condeno a una semana en lacárcel y a pagarle a tu vecino quinientasmonedas de oro en compensación.

—Perdón su señoría —dijo el viejo—. ¿Puedo hablar?

—Sí, anciano.—Yo creo que el hombre ha

aprendido la lección. Yo te pido, a pesarde ser mi adversario, que le levantes lacondena y que le impongas sólo unamulta simbólica.

—Eres muy generoso, anciano. ¿Quépropones, cien monedas más, cincuenta?

—No, señor juez, yo creo que con

sólo una moneda será suficiente castigo.El juez golpeó con su martillo la

mesa y sentenció: —Gracias a lagenerosidad de este hombre y NOporque sea el deseo de la corte, seimpone al acusador una simbólica multade una moneda de oro, que deberá serpagada de inmediato.

—¡Protesto! —dijo el rico— ¡Meopongo!

—Salvo que el sentenciado rechaceesta gentil propuesta de este buenhombre y prefiera la sentencia no tanbenévola de la corte.

El hombre rico, resignado, sacó unamoneda y la entregó al anciano.

—Asunto terminado —dijo el juez.El rico salió corriendo a su carruaje

y se marchó del pueblo.El juez saludó al viejo y también se

retiró.Este alzó los ojos al cielo y dijo: —

Gracias Dios, ahora sí, no me debesnada.

—Quizás ahora, Demián, puedastener todos los elementos paracompletar tu despertar sobre laaceptación y la lucha.

Es como dijo el gordo:Resignarse es una cosa y aceptar es

otra.

EL RELOJ PARADOA LAS SIETE

¡Transitaba un tiempo tan luminoso!Sentía dentro de mí, el bullir del

crecimiento.Y no sólo incorporaba

conocimientos sino que, sin tratar de sermodesto, me sentía cada vez más sabio,más esclarecido y más ubicado.

Todo era fantástico y aun con lascosas que no eran como me hubieragustado, yo tenía una actitud de calmadaaceptación y por eso sentía que podíaenfrentarme con las dificultades, con las

mejores posibilidades.—Esto es genial, gordo. ¿Tú vives

así todo el tiempo?—Contéstate —respondió el gordo.—Y, si esto es parte del despertar,

tú, que tienes por lo menos másdespertares en tu historia que yo, debesvivir así todo el tiempo.

—No —contestó Jorge—. No todoel tiempo.

—Ya que aprendí el «Mal demuchos consuelo de todos» te pregunto:¿A los demás, a la mayoría, también lespasa esto de momentos de luz ymomentos de oscuridad?

—Yo creo que sí… y quizá por eso,

desde hace un rato viene a mi memoriaun cuento de Papini. Se llama el relojparado a las siete.

— ¿Me lo cuentas?—Sí, aunque contar un cuento tan

fantásticamente escrito como ese, esrobarle más de las tres cuartas partes desu hermosura, pero… en fin.

Este cuento de Papini es unmonólogo de un personaje que escribeen la soledad de su cuarto.

Hay en una de las paredes de micuarto un hermoso reloj antiguo que yano funciona. Sus manecillas detenidascasi desde siempre, señalanimperturbables la misma hora: las siete

en punto.Casi todo el tiempo, el reloj es sólo

un inútil adorno en una blanquecina yvacía pared.

Sin embargo hay dos momentos en eldía, dos fugaces instantes en que el viejoreloj parece resurgir de sus cenizascomo un ave fénix.

Cuando todos los relojes de laciudad, en sus enloquecidos andaresmarcan las 7 y los cu-cu y los gong delas demás máquinas hacen sonar por 7veces su repetido canto, el viejo reloj demi habitación parece cobrar vida. Dosveces por día, a la mañana y a la noche,el reloj se siente en absoluta armonía

con el resto del universo.Si alguien mirara el reloj solamente

en esos dos momentos, diría quefunciona a la perfección…

Pero pasado ese instante, cuando losotros relojes han acallado su canto y lasmanecillas siguen sus monótonoscaminos, mi viejo reloj pierde su paso ypermanece fiel a aquella hora que algunavez detuvo su andar.

Y yo amo ese reloj y cuanto máshablo de él, más lo amo, porque cadavez me siento más parecido a él.También yo estoy parado en un tiempo,también yo me siento clavado e inmóvil,también yo soy de alguna manera un

adorno inútil en una pared vacía.Pero tengo también fugaces

momentos en que, misteriosamente, llegami hora.

Durante esos tiempos, yo siento quevivo. Todo está claro y el mundo setransforma en maravilloso. Yo puedocrear, soñar, volar, decir y sentir máscosas en esos instantes que en todos losotros momentos. Estas conjuncionesarmónicas se dan y se repiten una y otravez, como una secuencia inexorable.

La primera vez que lo sentí, traté deaferrarme a ese instante creyendo quepodría hacerlo durar para siempre. Perono fue así. Como a mi amigo el reloj,

también a mí se me escapa el tiempo delos otros.

…Pasado estos momentos, los otrosrelojes que anidan en otros hombres,continúan su giro y yo vuelvo a mirutinaria muerte estática, a mi trabajo, amis charlas de café, a mi aburrido andarque acostumbro a llamar vida.

Pero yo sé que la vida es otra cosa.Yo sé que la vida, la vida de verdad

es la suma de aquellos momentos queaunque fugaces, nos permiten percibir lasintonía con el universo.

Casi todo el mundo, pobre, cree quevive.

Sólo hay momentos de plenitud y

aquellos que no lo sepan e insistan enquerer vivir siempre, quedaráncondenados al mundo del gris yrepetitivo andar de la cotidianeidad.

Por esto te amo, viejo reloj, porquesomos la misma cosa tú y yo.

—Esto, Demián, es la paupérrimaexpresión de una joya literaria de Papinique alguna vez te pido que leas. Lo trajehoy, sólo para mostrarte en una metáforagenial, que quizás todos vivamos sólo enla armonía de algunos momentos.Quizás, ahora, en este presente, la horade la verdadera vida coincide con tupropia hora. Si así fuera, disfrútalaDemián, quizás se pase… demasiado

pronto…Algún tiempo después, leí el cuento

original de Papini: El reloj parado a las7. Como el gordo decía, era una joya.No obstante, hoy con el libro en mibiblioteca no puedo olvidarme de aquelrelato de Jorge, tal vez menos rico enlos giros y en las imágenes pero tan útilpara mí en ese momento, como gozosofue el original, años después…

LAS LENTEJASOtra vez mi terapeuta no se

equivocó. El instante de luminosidad yarmonía absoluta pasó y aparecieronotra vez mis eternos cuestionamientossobre la verdad, sobre los otros y sobresí mismo. Un hecho aparentementetrivial me tenía en absolutointerrumpido: por tercera vez en un año,un compañero de oficina recibía másaumento que yo. Me consideraba a mímismo un juez bastante objetivo de mitrabajo y sabía que lo hacía bastantebien. Para peor, tenía la certeza de queera yo mucho más idóneo y eficiente que

mis compañeros.—Lo que pasa es que Eduardo es un

oreja.—¿Un qué?—Un oreja, un chupamedias, un

olfa…—Extraña manera de actuar esta que

se define sólo desde palabras lunfardas.—Él está siempre detrás del jefe

mostrándole lo que hace, lo queconsiguió, lo que le salió bien yminimizando lo que no pudo resolver. Yel otro tarado se da cuenta, seguro quese da cuenta; lo que pasa es que eltiempo en que no está mostrando suslogros, está adulando al jefe.

—Y parece que el jefe es vulnerableen esa ala.

—Seguro, porque por supuesto a lahora de dar un beneficio, el adulón salepremiado.

—¿Y, hablaste con tu jefe?—Sí, claro. Él dice que yo soy muy

cuestionador, que tengo mal carácter yque eso disminuye mi puntaje.

—Dicho de otra manera. Dice, segúntú lo planteas, que si fueras obsecuentecomo Eduardo tu premio sería máspromoción, más puntaje y más sueldo.

—Así parece.—Bueno, entonces está claro. Sabes

cuál es el objetivo, sabes cuál es el

camino, tienes la posibilidad y lacapacidad de reconocerla. ¿Qué másquieres? El resto es tu decisión.

—Me niego.— ¿Te niegas a qué?—Me niego a tener que decir a todo

que sí, para conseguir unos mangosmás…

—Me parece bien, Demi, pero nocreas que esto sucede sólo en el trabajo.

—Yo no veo la relación con lo quepasa en otras áreas; pero mi experienciacontigo es que nunca nada es «sólo en unlugar», así que no sé si es sólo en eltrabajo, no sé.

—Cuando Ricardo no te eligió para

la presentación en la facultad y eligió aJuan Carlos, ¿tu sensación no fue lamisma?

—Sí.—Y cuando me contestaste, hace

unos meses, que su amiga Liliana sealejó de ti, porque prefería la compañíade los que no le decían lo que no legustaba oír… ¿no era lo mismo?

—¡Sí! Es lo mismo… Al final parano quedarte solo, tienes que forzarte aser el que no eres.

—En primera persona, por favor…—Si no quiero quedarme solo, tengo

que adular, tengo que dar la razón, tengoque ser suave y tibio, tengo que callarme

la boca o abrirla nada más que paradecir que sí…

—Sin duda ese es un camino, el otroes el de Diógenes.

—¿Qué es «el de Diógenes»?—El camino de Diógenes.—No sé qué es el camino de

Diógenes.Un día, estaba Diógenes comiendo

un plato de lentejas sentado en el umbralde una casa cualquiera.

No había nada en toda Atenas másbarato en comida que el guiso delentejas.

Dicho de otra manera, comer guisode lentejas era definirse en estado de la

mayor precariedad.Pasó un ministro del emperador y le

dijo: —¡Ay! Diógenes, si aprendieras aser más sumiso y a adular un poco alemperador, no tendrías que comer tantaslentejas.

Diógenes dejó de comer, levantó lavista y mirando al acaudaladointerlocutor profundamente, le dijo:

—Ay de ti, hermano. Si aprendierasa comer un poco de lentejas, no tendríasque ser sumiso y adular tanto alemperador.

—Este es el camino de Diógenes, eldel autorrespeto, el de defender nuestradignidad por encima de nuestras

necesidades de aprobación.Todos necesitamos la aprobación de

otros. Pero si el precio es dejar de sernosotros mismos, no sólo es caro sinoque se vuelve una búsqueda incoherente.

Empezamos a parecernos a aquelhombre que buscaba por todo el pueblosu mula, mientras iba cabalgando… ensu mula.

EL REY QUEQUERÍA SER

ALABADO—Estaba pensando y me di cuenta

de que hay muchas cosas por las quepago muy caro. Y esto no me dejasentirme muy bien.

Tengo la sensación de estar atrapadoen una rueda, de la cual no puedo salir.¿Cómo se puede hacer para saber conanticipación si el precio a pagar poralgo es caro, barato o justo?

Con las cosas materiales es fácilporque hay un precio más o menos

establecido, pero con todo lo demás,¿cuál es la medida?

—Parece que habría que empezarpor saber qué quiere decir caro, quésignifica pagar caro.

—Pagar caro es pagar mucho.—Toma desde lo material ¿u$s

100.000 es mucho?—Sí, claro.—Entonces, un avión Jumbo que se

vende en u$s 100.000 sería caro.—Y, depende para quién. Para mí,

¡sí!—¿Por qué?—Porque yo no tengo u$s 100.000.

Ni los puedo conseguir.

—No, Demi, tú estás confundiendocaro con costoso. Un Jumbo que sevenda en u$s 100.000 es barato, tengastú el dinero o no.

—Entonces, ¿cómo es?—Lo que determina que algo sea

caro o barato es la comparación entre elprecio (lo que cuesta) y el valor (lo quevale). No entre lo que cuesta y lo quetienes.

Es caro, Demi, aquello que cuestamás de lo que vale.

—Más de lo que vale… Claro, poreso hay muchas cosas por las que sientoque estoy pagando caro… Ahoraentiendo.

—El valor de las cosas que no sonmateriales —siguió Jorge— (y a vecesel de éstas también) es tan subjetivo, quesolamente uno mismo puede determinarsi un determinado precio es justo o no.Pero hay bienes preciados que todosposeemos y no sé si sabemos evaluar.Uno de ellos es la dignidad. Me pareceque la propia dignidad, el autorrespetocomo te dije alguna vez, son tan valiososque pagar con ellos es siempredemasiado caro.

Hubo una vez un rey a quien lavanidad había vuelto loco (la vanidadsiempre termina por volver loca a lagente).

Ese rey mandó construir, en losjardines de su palacio, un templo ydentro del templo hizo poner una granestatua de sí mismo en posición de loto.

Todas las mañanas después deldesayuno, el rey iba a su templo y sepostraba ante su imagen orándose a símismo.

Un día decidió que una religión quetuviera un solo seguidor no era una granreligión, así que pensó que debía tenermás adoradores.

Decretó entonces que todos lossoldados de la guardia real se postrasenante la estatua por lo menos una vez aldía. Lo mismo debían hacer todos los

servidores y los ministros del reino.Su locura crecía a medida que

pasaba el tiempo y, no conforme con lasumisión de los que lo rodeaban,dispuso un día que la guardia real fueraal mercado y trajera a las tres primeraspersonas con las que se cruzaran.

Con ellas, pensó, demostraré lafuerza de la fe en mí. Les pediré que seinclinen ante mi imagen. Si son sabios,lo harán y si no, no merecen vivir.

La guardia fue al mercado y trajo aun intelectual, a un sacerdote y a unmendigo que eran, en efecto, las tresprimeras personas que encontraron.

Los tres fueron conducidos al templo

y allí el rey les dijo: —Esta es laimagen del único y verdadero Dios,postraos ante ella o vuestras vidas seránofrecidas como sacrificio ante él.

El intelectual dijo:—El rey está loco y me matará si no

me inclino. Este es evidentemente uncaso de fuerza mayor. Nadie podríajuzgar mal mi actitud a luz de que fuehecha sin convicción, para salvar mivida y en función de la sociedad a lacual me debo —y dicho esto se postróante la imagen.

El sacerdote dijo:—El rey ha enloquecido y cumplirá

su amenaza. Yo soy un elegido del

verdadero Dios y por lo tanto, mis actosespirituales santifican el lugar dondeesté. No importa cuál sea la imagen,será el verdadero Dios aquel a quien yoesté honrando.

Y se arrodilló.Llegó el turno del mendigo, que no

hacía ningún movimiento.—Arrodíllate —dijo el rey.—Majestad, yo no me debo al

pueblo, que en realidad la mayor partede las veces me corre a patadas de losumbrales de sus casas. Tampoco soy elelegido de nadie, salvo de los pocospiojos que sobreviven en mi cabeza. Yono sé juzgar a nadie ni puedo santificar

ninguna imagen; y en cuanto a mi vida,no creo que sea un bien tan preciadocomo para hacer ridiculeces paraconservarla… Por lo tanto, mi señor, noencuentro ninguna razón valedera paraarrodillarme aquí…

Dicen que la respuesta del mendigoconmovió tanto al rey, que este seiluminó y comenzó a revisar sus propiasposturas.

Sólo por ello, cuenta la leyenda, elrey se curó y mandó reemplazar eltemplo por una fuente y la estatua porenormes cantaros con flores.

LOS DIEZMANDAMIENTOSAsí como aquel rey del cuento se

iluminó con el monólogo del mendigo, yno pudo evitar revisar toda su vida, así,pero «congelado» quedé yo, después dela última sesión.

Otra vez sentía que una cortina sedescorría y dejaba a la vista unainfinidad de situaciones, hechos,pensamientos y posturas que pasabandesordenadamente por mi cabeza…

Uno tras otro… uno tras otro… unotras otros…

Sentía que toda mi historia personalcambiaba de significado, a partir dedescubrir el sentido de «caro» y«barato».

¡Cuántas cosas había en mi historiaque había pagado demasiado caro…! ¡ycuántas cosas había recibido, sin darmecuenta de cuán barato las habíaconseguido…! avaricia y derroche, dospuntas de un mismo error…

El miserable y el pródigo… dos yoanidando en mí, conviviendo dentro demí, apareados tratando de diferenciarsey a la vez de competir, de aparecer, dedominar…

¡El juego de las polaridades del que

tanto habla Jorge!Qué loca idea ésta de que TODO va

por el mundo de a dos.Cada cosa con su opuesto.—Cada Dr. Jekill con su Mr.

Hyde…—¿Siempre es así? —le pregunté a

Jorge.—Sí, Demián, siempre, porque el

mundo en el que vivimos es un enormeYing-Yang: Dos partes que configuran untodo único e indivisible, dos mitadesque se pueden diferenciar únicamentepara comprenderlas, pero que no tienenexistencia independiente…

Mira…

Y el gordo se levantó y fue hasta elplacard, abrió la puerta y empezó arevolver el despelote de cosas que habíaadentro, hasta que sacó una linterna.Pulsó el percutor y como la linterna noencendía, le pegó tres o cuatro golpeshasta que la linterna encendió. Despuésapagó la luz de la habitación y alumbrócon la linterna hacia la ventana queestaba con las persianas bajas.

—¿Ves el rayo de luz? —mepreguntó.

—Sí, claro.—¿Por qué?—Porque la linterna está prendida

(¿?) —contesté obviamente sin saber

adónde iba Jorge.—Ahora levanta la persiana.Lo hice.—¿Y ahora? —preguntó con la

linterna dirigida hacia la ventana pordonde entraba, plena, la luz del sol delmediodía.

—Y ahora ¿qué? —pregunté.—¿Ahora, la linterna está prendida o

no?—No sé.—Cómo, ¿no ves la luz?—No, ahora no.—¿Sabes por qué?—Ehh… porque… el sol… —

intenté empezar a explicar.

—No puedes verla, porque para quepuedas percibir la luz hace falta laoscuridad. ¿Entonces? Las cosas SONsólo si existe el opuesto. Y eso es asícon la luz y la oscuridad, con el día y lanoche, con lo masculino y lo femenino,con la fuerza y la debilidad…

El gordo apagó la linterna, la tiróadentro del placard, se sentó y siguió,casi extasiado:

—Esto es así en el mundo del afueray, por supuesto, lo es también en elmundo del adentro.

¿Cómo podríamos nosotros percibirnuestras partes más sólidas si noexistieran, dentro de nosotros,

debilidades?¿Cómo podríamos aprender sin

nuestra ignorancia?¿Cómo podríamos ser varones o

mujeres, si no existieran mujeres yvarones?… Y aún más ¿cómo pensarque nacemos ciento por ciento nenes onenas, si portamos en cada célula denuestro cuerpo 50% de información deun sexo y 50% de información del otro?Todas nuestras cualidades, condiciones,virtudes y defectos están en nosotros,apareados con sus correspondientesopuestos. Quiero decir que ninguno denosotros es sólo bueno, ni sólointeligente, ni sólo valiente.

Nuestra bondad, inteligencia yvalentía coexisten siempre con nuestramaldad, con nuestra estupidez y connuestra cobardía.

Todos hemos escuchado que los quese sienten superiores y tratan demostrarlo en realidad deben creersebastante inferiores, y es cierto.

Exactamente lo mismo sucede connuestras otras características: cada vezque un rasgo se manifiesta por sobretodos los demás, no siempre es síntomade que en nosotros predomina ese rasgo,sino que muchas veces este predominioes solamente la expresión de un grantrabajo con el que la otra polaridad ha

sido escondida, evitada, resistida,reprimida.

—Pero entonces, si lo que tú dicesfuera cierto, detrás de cada buen tipo seesconde siempre un hijo de putareprimido —interrumpí indignado.

—Yo no me atrevería a decir quesiempre es así, sólo digo que a veces esasí… Y si me apuras un poco, digotambién que ese buen tipo tuvo quehacer algo con ese mal tipo que tambiénanida en él. Y que ese «algo» que hizono fue gratis, tuvo un costo para él.Quizás lo que te estoy diciendo es que loimportante es saber qué cosas escondo ypara qué lo hago.

— ¡Pucha! —me quejé.—Ya que estás al principio de un

berrinche, te voy a contar un cuento,antes de que te vayas.

…Y sucedió que un día en laspuertas del cielo, se juntaron algunoscientos de almas, que eran las queanidaban en los hombres y mujeres quehabían muerto ese día…

San Pedro, supuesto guardián de laspuertas de entrada al paraíso, ordenabael tráfico: —Por indicación del «Capo»vamos a formar tres grandes grupos dehuéspedes, a partir de la observancia delos diez mandamientos.

El primer grupo, con aquellos que

hayan violado todos los mandamientospor lo menos una vez.

El segundo grupo, con aquellos quehayan violado por lo menos uno de losmandamientos alguna vez.

Y el último grupo, que suponemos elmás numeroso, compuesto por aquellosque nunca en sus vidas hayan violado niuno de los diez mandamientos.

—Bien —siguió San Pedro—. Losque hayan violado todos losmandamientos, córranse a la derecha.

Más de la mitad de las almas secorrieron a la derecha.

—Ahora —proclamó—, de los quequedan, aquellos que hayan violado

alguno de los mandamientos, córransehacia la izquierda.

Todas las almas que quedaban sedesplazaron a la izquierda…

Casi todas…De hecho todas, menos una.Quedó en el centro el alma que había

sido de un buen hombre, que vivió todasu vida en el camino de los buenossentimientos, de los buenospensamientos y de las buenas acciones.

San Pedro se sorprendió, solamenteun alma quedaba en el grupo de lasmejores almas.

De inmediato, llamó a Dios paranotificarlo.

—Mira, el asunto es así: si seguimosel plan original ese pobre tipo quequedó en el centro, en lugar debeneficiarse por su beatitud, se va aaburrir como una ostra en la soledadmás extrema. Me parece que debemoshacer algo al respecto.

Dios se paró frente al grupo y lesdijo: —Aquellos que se arrepientanahora serán perdonados y sus fallasolvidadas. Los que se arrepientanpueden volver a reunirse en el centro,con las almas puras e inmaculadas.

Poco a poco, todos empezaron amoverse hacia el centro.

—¡Alto! ¡Injusticia! ¡Traición! —se

escuchó una voz.Era la voz del que no había pecado.—¡Así no vale! ¡Si hubieran avisado

que iban a perdonar, yo no me cagaba lavida!…

EL GATO DELASHRAM

—Gordo, ¿qué pasa si te digo queme quiero tomar unas vacaciones?

—¿Qué pasa con qué?—¿Qué pasa con nosotros? ¿Con el

tratamiento?—No entiendo, Demi…—La pregunta es: ¿Puedo yo decidir

tomarme unas vacaciones de terapia?—Mira, no sé qué me estás

preguntando. Voy a entender la únicacosa lógica que se me ocurre. Si meestás preguntando si estás en

condiciones de prescindir de tu terapiapor un tiempo, te contesto que en estemomento por supuesto que sí. Es más,creo de corazón que estás encondiciones de seguir tu camino solocuando lo decidas.

La sonrisa con que el gordo decíaesto, era lo único tranquilizador de laconversación. Yo venía a pedir permisoy me encontraba con un Jorge que, másque permiso, parecía alentarme para queme fuera.

— Dime, ¿me estás echando, gordo?—pregunté para reasegurarme.

—Demián, ¿estás loco tú? Vienes adecirme si puedes tomarte vacaciones y

cuando te digo que sí, me preguntas si teestoy echando… ¿Qué respuesta estásesperando?

—La verdad, Jorge, es que estoy tanacostumbrado a las respuestas jodidasde tus colegas, que tanta «laxitud» mesorprendió…

—¿Me quieres contar con quéfantasías venías?

—La más suave es que, como les hapasado a todos los que conozco, laprimera reacción del terapeuta es la deinterpretar todo el tema de la partidacomo una resistencia al tratamiento.

—¡Tú no podías esperar de mí unainterpretación!

—Desde la lógica no, pero era unaposibilidad. Otra era que me cagaras agritos, que te enojaras conmigo y que meecharas.

—Ahhh. Ahora sí te interpreto: «…Y así confirmar qué importante eras paramí, cuánto me duele tu partida, y cómoyo no podría soportar la idea deperderte!».

Me sentía desnudado.—Bueno, confieso —siguió el gordo

—. SI me importa de ti, porque te quieromucho, NO me duele que partas, porquecreo que es una elección tuya y laverdad (lamento decirte), SI puedosoportarlo… Y decididamente, no me

enojo y no te echo.—Y la otra posibilidad… —paré.—¿Y la otra posibilidad…? —me

animó el gordo.—La otra posibilidad es que dejes

que me vaya, como estás haciendo.—¿Y cuál es el problema?—En esto, nada.—Cada vez entiendo menos.—¿Y después?—Y después…—¿Cuándo quiera volver?—Cuando quieras volver, ¿qué?—¿Puedo?—¿Por qué no podrías, Demián?—Porque todos mis amigos que han

hecho terapia, me han contado historiasterribles sobre estas sesiones deinterrupción.

Desde veladas amenazadas derecaídas, hasta francas anticipaciones decatástrofe. Desde dudas sobre laposibilidad de conseguir horario, hastala marca estigmática de «paciente que seva no puede volver».

—¡Ahhh!… Ahora entiendo dedónde el planteo era tan cauteloso. En loque a mí respecta, tú puedes tomartevacaciones de mí cada vez que quieras ypuedes volver aquí, cada vez que se teocurra. El límite es el de la situacióncómoda para ambos, el de la utilidad de

la tarea según el modelo terapéutico ypor supuesto, depende del momentoexclusivo del paciente.

El gordo hizo una pausa para elmate.

—Lo que sucede es que, comosiempre, de una pauta realmente útil enciertas circunstancias, se ha hecho unageneralización absurda.

—¿Como siempre?—Como muchas veces… ¿te cuento

un cuento?Había una vez, un gurú que vivía con

sus seguidores en su ashram en la India.Una vez por día, al caer el sol, el

gurú se reunía con sus discípulos y

predicaba.Un día, apareció en el ashram un

hermoso gato que seguía al gurú pordondequiera que él fuera.

Resultó que cada vez que el gurúpredicaba, el gato se paseabapermanentemente por entre losdiscípulos, distrayendo su atención de lacharla del maestro.

Por eso, un día, el maestro tomó ladecisión de que cinco minutos antes deempezar cada charla, ataran al gato paraque no interrumpiera.

Pasó el tiempo, hasta que un día elgurú murió.

El discípulo más viejo se transformó

en el nuevo guía espiritual del ashram.Cinco minutos antes de su primera

prédica, mandó a atar al gato.Sus ayudantes tardaron veinte

minutos en encontrar al gato, para poderatarlo…

Pasó el tiempo, hasta que un díamurió el gato.

El nuevo gurú mandó queconsiguieran otro gato para poder atarlo.

EL DETECTOR DEMENTIRAS

—¡Me revienta! —me quejé.—¿Qué te revienta, Demián?—¡Que me mientan! ¡Me revienta

que me mientan!—¿Y por qué estás tan enojado con

la mentira? —preguntó Jorge, como siyo me estuviera quejando de que lalluvia es mojada…

—¿Cómo por qué? ¡Porque eshorrible! Me molestan los que meengañan, los que me estafan, los que meenroscan con sus fabulaciones.

—¿Te enroscan? ¿Cómo hacen paraenroscarte?

—Mienten. Eso hacen.—Pero eso no alcanza, Demi, ellos

podrían mentir de hoy hasta mañana y túdivertirte mirándolos contar sushistorias…

—Pero yo me engancho, Jorge. Yoconfío, yo les creo, cualquier pelotudose acerca a inventar una gansada y yo lecreo. ¡Soy un imbécil!

—¿Y por qué les crees?—Porque… porque…, no sé por qué

mierda les creo. ¡La puta que los parió!—grité—. No sé… No sé…

El gordo se quedó un rato

mirándome en silencio y despuésagregó:

—Tú ya sabes que sería bueno noenojarse. Pero por ahora, ya que estásenojado, lo mejor debe ser dejarteenojar y hacer algo con la bronca.

Yo sabía a qué se refería el gordo.Jorge decía que la bronca, el amor o

la pena son sólo las pilas del cuerpo;que el sentimiento es la energía queantecede al movimiento; que la emociónno es nada sin la acción, que intentardesconectarlas es alienarse, perderse,descentrarse…

…Y yo estaba haciendo eso.Tratando de controlar el desborde al que

el tema me empujaba.Mi terapeuta se tiró al piso, acercó

un almohadón enorme y lo acomodófrente a él. Sin decir una palabra, dioalgunas palmaditas sobre el almohadóninvitándome a trabajar con él.

Yo conocía la tarea que Jorge meproponía. En silencio, me senté del otrolado del almohadón y empecé a golpearsobre él con los puños.

Cada vez más.Cada vez más.Cada vez más.Pegué… y pegué… y pegué.Y después grité.Y puteé.

Y seguí pegando.Y pegando…Y pegando…Hasta que me desplomé jadeando y

exhausto…El gordo me dejó recuperar el

aliento y después me puso una mano enel hombro y preguntó: —¿Mejor?

—No —dije—. Quizás más liviano,pero mejor no.

—Son criterios —dijo Jorge—, yocreo que siempre es mejor alivianar unacarga…

Me apoyé en su pecho por un rato yme dejé contener.

Algunos minutos después, Jorge

preguntó: —¿Quieres contarme qué tepasó?

—No, gordo. No. El hechoanecdótico no es importante. Tengoahora la lucidez de darme cuenta, almenos de eso. Lo que necesito es saberqué me pasa a mí con este tema. Sientoque me pongo demasiado loco.

—Bueno, empecemos por algúnlado. Trata de decirme sintéticamentecuál crees o sientes que es el problema.

Yo me acomodé en el piso, hice unpoco de ruido con la nariz e intentéempezar:

—Lo que pasa, es que cuando yo…—el gordo no me dejó seguir.

—No, no, no. Enúncialo como sifuera un telegrama, como si decir cadapalabra te costara una fortuna… dale.

Pensó un poco.—Me molesta que me mientan —

dije al fin.Estaba satisfecho.Esta era la frase.Cinco palabras.Era un mensaje realmente sintético.Miré al gordo.…Silencio…Decidí hacer una inversión y agregar

un gasto adicional para darle másrealismo.

—¡Me molesta muchísimo que me

mientan! Eso.El gordo sonrió y puso esa cara de

abuelo comprensivo que ponía Jorge, yque yo interpretaba a veces como «quétonto que eres, chico» y otras, como unenorme abrazo que decía «aquí esto» o«está todo bien».

—¡Me molesta! —ratifiqué.—Que te mientan —terminó Jorge.—¡Que me mientan! —dije.—Que TE mientan —remarcó.—Sí. Que me mientan —yo no

entendía adónde iba Jorge.—¿De qué te reías? —le pregunté al

fin.—No me río, sonrío…

—¿Qué pasa? —pregunté—. Noentiendo nada.

—Yo conozco ese lugar donde estásparado… Y no lo conozco por haberloleído en ningún lado. Lo conozco porhaber estado parado ahí gran parte de mivida… Sonrío por simpatía, poridentificación, por reconocer a otro yomismo de otro tiempo, por encontrarloen tu postura…

—No me sirve, gordo, no mealcanza con saber que tú pasaste poracá. No me consuela saber que ésta es lacalle más transitada del planeta. ¡Hoy nome alcanza!

El gordo seguía con su cara de Buda

complacido.—Ya sé, yo sé que no te alcanza

pero ¿ya te vas?—No, ¡no me voy!—Bueno entonces calma, quisiste

saber porqué sonreía y quise contarte,eso es todo…

Jorge volvió a su sillón.—Te molesta que te mientan.—¡Sí!—¿Y qué te hace pensar que te

mienten?—¿Cómo «qué me hace pensar»?

Me dicen algo que descubro, antes odespués, que no es verdad.

—Ah, pero tú estás confundiendo

decir la verdad con no mentir.—¿Cómo? ¿No es lo mismo?—¡Para nada!La línea formalmente lógica de mi

pensamiento se había estrellado contrauna pared de granito… Mi únicoconsuelo era pensar que si, como decíaJorge, la confusión es la puerta deentrada a la claridad, yo debía estar enlos umbrales de la luz suprema porqueno entendía un carajo.

—¡Claro! —empezó Jorge.—¡Claro para ti! —intervine—. El

gordo se rió con ganas. Ysiguió—. Decir la verdad o no, es

independiente del hecho de mentir.

Te pongo un ejemplo:Hace muchos años, cuando apareció

en el mundo el Detector de Mentiras,todos los abogados y los estudiosos dela conducta humana estaban fascinados.El aparato está basado en una serie desensores que detectan las variacionesfisiológicas de sudoración, contracturasmusculares, variaciones de pulso,temblores y movimientos oculares quese producen en un individuo cualquieracuando miente.

En aquel entonces las experienciascon La Máquina de la Verdad, como sela llegó a llamar, proliferaban pordoquier.

Un día, a un abogado se le ocurrióuna exploración muy particular.Trasladó la máquina al hospitalpsiquiátrico de la ciudad y sentó en él aun internado: J. C. Jones. El señor Jonesera un psicótico y como parte de sudelirio aseguraba que él era NapoleónBonaparte. Quizás por haber sidoestudiante de historia, conocía a laperfección la vida de Napoleón yenunciaba con exactitud y en primerapersona pequeños detalles de la vida delGran Corso, en secuencia lógica ycoherente.

A este señor J. C. Jones se lo sentóen el detector de mentiras y luego de una

rutina de calibración, se le preguntó.—¿Usted es Napoleón Bonaparte?El paciente pensó un instante y

después contestó.—¡No!, ¿cómo se le ocurre? Yo soy

J. C. Jones.¡Todos sonrieron, salvo el operador

del detector que informó que el señorJones MINTIÓ!

La máquina demostró que cuando elpaciente dijo la verdad (que era Jones)estaba mintiendo (…¡él creía que eraNapoleón!).

YO SOY PETEREl asunto del que mentía cuando

decía la verdad y su lógicacontrapartida, esto es, la posibilidad deser veraz diciendo falsedades, terminóde desacomodar algunas ideas quetenían un lugar en mi cabeza.

—Esto es terrible, Jorge —dije—.La verdad se vuelve entonces unconcepto absolutamente subjetivo y porende, relativo.

—En todo caso, después de lohablado, lo que se desacomoda es elconcepto de mentir, no el concepto de laverdad. Lo verdadero podría

permanecer absoluto, aunqueadmitiéramos que declarar comoverdaderas algunas falsedades, no esmentir. No obstante, como nuestra ideade la verdad está íntimamenterelacionada con nuestro sistema decreencias, caeremos siempre en tuconclusión (con la que además, coincidopor esto y por otras razones):

La verdad es relativa y subjetiva; yademás, déjame agregar: cambiante yparcial.

—Es cierto —admití—, y nadacambia lo que te decía antes. Memolesta que me mientan.

Dicho de otra manera, más allá de

que sea cierto o no, me molesta que medigan algo sabiendo que no es verdad.

Ni siquiera la «relativa»,«subjetiva» y «parcial» verdad de quienlo dice. Me revienta que me mientan.

—Y ¿por qué piensas que temienten?

—¿Otra vez? —dije yo—. ¿Otravez?

—Quiero preguntar por qué piensasque TE mienten a ti.

—¿Cómo por qué? Es a mí a quienle dicen la mentira en cuestión —dijefastidiado.

—No te enojes, yo creo que cuandoalguien miente, ¡MIENTE! Es decir no

TE miente, ni ME miente. ¡MIENTE!En el mejor de los casos, se miente.— ¡No!—Sííí. ¿Por qué alguien miente,

Demi? Piénsalo: ¿para qué?—¡Qué sé yo! Mil motivos…—Dime uno, el de la cosa que te

trajo mal a la consulta.—Para ocultar algo que hizo mal.—Y eso ¿para qué?—Para que el otro no lo juzgue.—Y ¿por qué no quiere que lo

juzgue?—Porque sabe que el otro lo

condenaría.—¿Y por qué no quiere la condena

del otro?—Porque el otro le importa.—¿Y?—Y… no quiere tener que pagar

algún plato roto.—Esto es: Para no hacerse

responsable.—Claro.—Bien, digamos que este es el

móvil del 99% de las mentiras.—Supongo que sí.—Bien, y ¿cómo sabe el mentiroso

que resultaría responsable?¿quién determinó su

responsabilidad?—¡Nadie! ¡Bah! El mismo.

—Eso es. El mismo.—¿Y?—¿No te das cuenta? El mentiroso

no es alguien que teme el resultado deljuicio de otro; ni la condena en esejuicio. El mentiroso ya se juzgó y ya secondenó. ¿Entiendes? El asunto ya fuejuzgado. El mentiroso se esconde de supropio juicio, de su propia condena y desu propia responsabilidad. Como tedije: el problema no es del otro, es delque miente.

Yo estaba congelado. Todo esto eracierto, lo sabía de mi observación delafuera y de mi observación del adentro,yo mentía cuando ya me había juzgado y

condenado.—¡Pero es cierto que me miente!—Tan cierto como era cierto cuando

mi mamá decía de mi hermano Cacho:«¡No me come nada!»… Mi hermano noLE comía la carne ni LE tomaba lasopita de chuño, ni LE quería probar «elflancito que alimenta tanto…».

—No, no es lo mismo. Cuandoalguien me miente, ME lo dice a mí.

—No, Demián, acepto que creas quetú eres el centro de TU mundo (de hecholo eres), pero NO eres el centro de ELmundo.

Él miente, no TE miente. Lo haceporque él decide hacerlo, porque le

conviene o porque se le dio la gana.Ese es SU privilegio. Decir que TE

miente, te lleva a crear un delirioautorreferencial donde algo que enrealidad es un problema de él, te lo hacea ti. ¡No jodas!

—¿Pero es un problema de él?—Cuando la mentira es para evadir

una responsabilidad, es el equivalentede un síntoma. ¿Cuántas veces hemosvisto juntos que, en última instancia, laneurosis no es más que una manera de noser adultos? ¿De escapar a laresponsabilidad que implica crecer?

—No sé. Tengo que pensarlo. En lavida de todos los días, el mentiroso es

el que se beneficia, no el que se jode.—Aun cuando eso fuera cierto, la

justicia no tiene nada que ver con lasalud. Además, todo depende de lo quetú creas que es beneficiarse.

—Conseguir que las cosas sean deuna determinada forma y no de otramenos deseada, es beneficiarse.

—Conseguir que las cosas sean deuna determinada forma por una mentiraes difícil. Creo que, cuanto mucho, unamentira puede conseguir que las cosassucedan por un rato, de una manera másdeseada por el que miente (aunqueinternamente él sepa que esta forma esfalsa, ficticia, cartón pintado, apoyado

en su mentira).—No mentimos para eso, o no nos

damos cuenta. Me parece que yo, entodo caso, cuando miento busco controlsobre la situación.

—Es decir: Poder…—Y, sí, de alguna manera Poder. Yo

soy el que siempre supo la verdad. Yo tehice actuar. Yo te engañé. Yo te estafé.Yo te cagué… Un poder jodido, peropoder al fin.

—¿Te cuento un cuento?Hacía mucho que Jorge no me

contaba un cuento.—¡Dale!—Bueno, casi un cuentito.

Era un barucho de mala muerte, enuno de los barrios más turbios de laciudad.

El ambiente sórdido parecíaextraído de una novela policial de laserie negra.

Un pianista borracho y ojerosogolpeaba un blues aburrido, en un rincónque apenas se divisaba entre la poca luzy el humo de cigarrillos apestosos.

De repente, la puerta se abrió de unapatada. El pianista cesó de tocar y todaslas miradas se dirigieron a la puerta.

Era una especie de gigante lleno demúsculos que se escapaban de suremera, con tatuajes en sus brazos de

herrero.Una terrible cicatriz en la mejilla le

daba aun más fiereza a su cara deexpresión terrible.

Con una voz que helaba la sangre,gritó: —¿Quién es Peter?

Un silencio denso y terrorífico seinstaló en el bar. El gigante avanzó dospasos y agarró una silla y la arrojócontra un espejo.

—¿Quién es Peter? —volvió apreguntar.

De una mesa lateral, un pequeñohombrecito de anteojos corrió su silla,sin hacer ruido caminó hacia el gigantón;con voz casi inaudible, susurró:

—Yo… yo soy Peter.—Ah, tú eres Peter, yo soy Jack,

¡hijo de puta!Con una sola mano lo levantó en el

aire y lo arrojó contra un espejo. Lolevantó y le pegó dos cachetadas queparecía que le arrancarían la cabeza.Después le aplastó los anteojos. Ledestrozó la ropa y por último, lo tiró alpiso y le saltó sobre el estómago.

Un pequeño hilo de sangre empezó abrotar de la comisura de la boca delhombrecito, que quedó tirado en el pisosemiinconsciente.

El gigantón se acercó a la puerta desalida y antes de irse, dijo:

—¡Nadie se burla de mí, nadie! —yse fue.

Apenas la puerta se cerró, dos o treshombres se acercaron levantar a lavíctima de la golpiza. Lo sentaron y leacercaron un whisky.

El hombrecito se limpió la sangre dela boca y empezó a reírse. Primerosuavemente y después, a carcajadas.

La gente lo miró sorprendida.¿Los golpes lo habían dejado loco?—Ustedes no entienden —dijo, y

siguió riéndose— yo sí me burlé de eseidiota…

Los otros no podían evitar lacuriosidad y lo llenaron de preguntas:

¿Cuándo?¿Cómo?¿Con una mina?¿Por guita?¿Qué le hiciste?¿Lo mandaste preso?El hombrecito siguió riendo.—No, no. ¡Yo me burlé de ese

estúpido ahora, delante de todos. Porqueyo… ja, ja, ja… yo…

…¡Yo no soy Peter!Me fui del consultorio riéndome a

carcajadas. Tenía la imagen delmaltrecho hombrecito creyendo quecagó al grandote.

A medida que caminaba algunas

cuadras, la risa se me fue pasando y meinundó una extraña sensación deautocompasión…

EL SUEÑO DELESCLAVO

Ya me había olvidado del enojo deaquel día.

Sentía que me importaba muchísimomás el tema de la mentira en sí misma.

Había estado pensando toda lasemana sobre el tema.

Redescubriendo mi propia tendenciaa mentir, recordando mentiras mías y deotros; y siempre volvía a chequear elconcepto que Jorge había sembrado ycrecía con fuerza: «Si hay un problemaen la mentira, lo tiene el mentiroso».

Me trabé un poco con las mentiras«piadosas».

Al principio, parecían pertenecer aotra categoría.

Parecía que allí no había unjuzgamiento y autocondena.

Ni siquiera un intento de evadirresponsabilidades.

Sin embargo, hilando fino. SI habíaun precio que yo no quería pagar cuandomentía para cuidar al otro. Yo no queríaenfrentarme con su dolor, o con suimpotencia o con su enojo.

Y como si esto fuera poco, me dabacuenta de que en muchas de estasmentiras piadosas, lo que pasaba era

que me ponía en el lugar del otro (meidentificaba con la víctima, diría miterapeuta). Y entonces, transitabapensamientos alineados bajo el título de«Si esta fuera mi realidad, yo preferiríano saberla». Y desde este lugar, mesentía con derecho a decidir por el otroque no se enterara.

Dicho así, me daba cuenta de que lamentira era mucho más unamanipulación macabra que un acto depiedad.

¡Qué horror!Otra vez una mentira que no es para

el otro. Que es para mí.¿Con quién es la piedad? ¡Conmigo!

Casi todas las mentiras sonpiadosas, sólo que piadosas con unomismo, piadosas con el que miente…

—Piadosas para con uno mismo —le conté.

—Qué bueno, Demián. Nunca lohabía pensado así. Me parece una ideapoderosa —premió el gordo—. Lasmentiras «piadosas» siempre sonsospechosas y abren interrogantes, aveces complicados desde el punto devista moral y filosófico. Uno de losplanteos éticos más trascendentes queconozco es el dilema socrático delhombre y el esclavo.

La última vez que llegó a mí, lo

mencionó Lea en un grupo de parejasque coordinábamos juntos. Cuando laescuché, resonó dentro de mí y recordévagamente haber leído alguna vez lahistoria, restándole importancia. Sinembargo, al ver la discusión planteadaentre quienes escuchaban y asistir a mispropios procesos interiores, me dicuenta de que tenía una cosa más queagradecerle a Lea aparte de suamistad…

El relato es bien simple:Voy paseando por un camino

solitario, disfruto del aire, del sol, delos pájaros y del placer de que mis pies

me lleven por donde ellos quieran.A un costado del camino, encuentro

un esclavo durmiendo. Me acerco ydescubro que está soñando, de suspalabras y gestos adivino… sé lo quesueña: El esclavo está soñando que eslibre. La expresión de su cara reflejapaz y serenidad. Me pregunto… ¿Debodespertarlo y mostrarle que sólo es unsueño, y que sepa que sigue siendo unesclavo? ¿O debo dejarlo dormir todo eltiempo que pueda, disfrutando aunquesea en sueños, de su realidadfantaseada?

—¿Cuál es la respuesta correcta?…—agregó Jorge.

Me encogí de hombros.—No hay respuesta correcta —

siguió Jorge—. Cada uno debe encontrarla propia respuesta, y no hay lugarafuera donde buscarla.

—Yo creo que me quedaríaparalizado frente al esclavo, sin saberqué hacer —dije.

—Voy a darte una ayudita, que por lomenos en algún caso te puede servir,mientras estás paralizado acércate alesclavo y míralo. Si el esclavo soy yo,no lo dudes: ¡DESPIÉRTAME!

LA ESPOSA DELCIEGO

Ese día venía vindicativo.—Parece que dijeras que no hay

problema en la mentira, pero mentir estámal. Eso es lo que nos enseñaron.

—¿Estás seguro, Demi? ¿Será ciertoque nos enseñaron a no mentir? Yo noestoy tan seguro… Imagínate esta escena(sucede todos los días, en todas lascasas de todas las ciudades).

El niño acaba de ser descubierto enuna mentira.

El padre comprensivo y moderno,

sabe que no es importante ESA mentirasino el concepto moral del mentir, asíque… el padre deja de hacer lo que estáhaciendo y se sienta con su hijo paraexplicarle en lenguaje sencillo, porquétiene que decir siempre la verdad…pase lo que pase y caiga quien cai…

Suena el teléfono.El hijo, que está tratando de hacer

buena letra, dice: —¡Yo voy! —y correa atender.

Al rato, regresa.—Es el corredor de seguros, papi.—¡Uf! ¿justo ahora? Dile que no

estoy.—¿Nos enseñan a no mentir?

No creo. Nos dicen que no hay quementir, eso sí.

Pero… nuestros padres, nuestrosmaestros, nuestros sacerdotes, nuestrosgobernantes, ¿nos enseñan que no hayque mentir?

Jorge hizo una pausa, cebó un mate ysiguió: —Parece que entráramos en otrocampo, el campo personal y subjetivo dequé le pasa a cada uno frente a lamentira. Y, en todo caso, por qué estaríamal mentir. Miles de veces hemos vistojuntos que la sociedad en que vivimosdetesta los individuos impredecibles.Esto significa una pérdida de controlque complica las reglas de juego de la

convivencia, por lo menos en el sistematal como está estructurado. En estesistema, mentir está mal porque simientes nunca voy a poder saber aciencia cierta, qué piensas, qué haces, niqué te pasa. Para conservar el control dela situación yo, como todos, necesitamoshechos verdaderos y si mis sentidos noalcanzan a informarme, necesito de lainformación que me des, necesito creerque lo que me dices es cierto.

—Pero si no puedo confiar en lo queme dicen los demás —argumenté—tampoco puedo vivir.

—Nadie puede prohibirte queconfíes, Demián. Lo que cuestiono es

que pretendas prohibirle al otro quemienta.

—Pero, Jorge, si cada uno dijera loque se le canta, todo se volvería unhorror. Si todos mienten y nadie puedecreer en nadie, la situación setransforma en un caos.

—Es una posibilidad —dijo elgordo— pero no es la única. Hay otraposibilidad que es la que a mí me gustapensar como más probable. Dijimos queuno miente porque juzgándose a símismo, teme el juicio de los demás.Dijimos también que el que miente ya secondenó.

Pero imagínate un mundo en libertad,

un mundo de permisosinconmensurables, un mundo donde nadatenga que ser prohibido, inconvenienteni obligatorio…

En un mundo así, nadie secondenaría, ni se juzgaría, ni esperaríajuicios críticos de los demás. Yentonces, quizás suceda que con lalibertad de mentir o no mentir, con elpermiso de decir la verdad u ocultarla,quizás suceda que todos a la vezdejemos de mentir y el universo setransforme por fin en un espacioconfiable y relajado…

Esa también es una posibilidad,Demián.

—¿Estás seguro de que esa es unaposibilidad?

—No, no estoy seguro. Pero haytantas cosas de las cuales estoy seguro,que prefiero creer con seguridad en esta,que aunque no lo es, por lo menos tienela ventaja de ser deseable.

—A ti cualquier colectivo te lleva.—No sé si me lleva, pero si tiene el

número que yo espero, yo subo.— Dime, gordo, si es verdad que tu

sueño es posible, ¿por qué el mundo nose decide a transitar ese espacio«relajado y confiable», como tú dices?

—Porque primero, Demi, tiene quevencer el miedo.

—¿Qué miedo?—El miedo a la verdad. Algún día te

contaré el cuento de la tiendita de laverdad.

—¿Por qué no hoy?—Porque hoy es el día de otro

cuento…Había en un pueblo un señor, que

tenía una rara enfermedad en los ojos.El hombre había estado ciego los

últimos treinta años de su vida.Un día llegó al pueblo un famoso

médico a quien se consultó por su caso.El doctor aseguró que operando al

hombre, podía devolverle la vista.Su esposa (que se sentía vieja y fea)

se opuso…

LA EJECUCIÓN—Pero entonces, la sinceridad no

tiene valor para ti —protesté.—Claro que la tiene, Demián. Lo

que pasa es que me niego a instituirlapor decreto.

—¿Y cómo se va a dar ese mundodeseado por ti y por mí?

—Andando el tiempo y andando lavida, te va a pasar, te está pasando ya,que te vas a encontrar con otros y conotras con quienes eres tan libre que nonecesitas mentir. Te vas a encontrar conalgunos a quienes podrás permitirlestanto que sean como son, que jamás se

les ocurrirá mentirte. Esos son tusverdaderos amigos, cuídalos —sentenció Jorge—. Y si esos amigos y túse dan cuenta de que con ustedesempieza un nuevo orden…

— Dime, ¿para ti la franqueza espatrimonio exclusivo de la amistad?

—Sí. Pero cuidado, que la franquezaes una cosa y la sinceridad es otra.

—¿Otra más?—¡Otra!—¿A ver?—Franqueza viene de franco, de

abierto. Recuerda la idea de «librepaso». Ser franco significa: No hayningún espacio oculto en mi interior al

cual esté vedado el ingreso. No existeningún rincón de mi pensamiento,sentimiento o recuerdo que no conozca oque yo quisiera mantener reservado. Lasinceridad es mucho menos. Lasinceridad para mí es: «Todo lo que tedigo es cierto, por lo menos cierto paramí» (es decir «No te miento», comodirías tú).

—O sea que se puede ser sincero yno ser franco.

—Absolutamente. La franqueza,Demián, es una relación sibarítica, comoel Amor (así con mayúscula) unsentimiento reservado para pocos, muypocos.

—Pero Jorge, si esto es cierto, yopuedo tener espacios de mí que te sonvedados, sin dejar por eso de sersincero. Es como decir que ocultar no esmentir.

—Por lo menos para mí, ocultar noes mentir. Claro, siempre y cuando nomientas para ocultar.

—Ejemplo, «please».DIALOGO EN UNA PAREJA:—¿Qué te pasa?—Nada…(Sí, algo le pasa y él sabe que algo

le pasa, aunque no sepa qué.

Está mintiendo).

OTRO CASO:—¿Qué te pasa?—No sé…

(Sí, algo le pasa y él sí sabe que lepasa, entonces está mintiendo).

UNO MAS:—¿Qué te pasa?—No te quiero contestar ahora.(Será más jodido, pero este oculta y

es sincero.) —Pero, Jorge, en losprimeros dos ejemplos mi pareja me lobanca o me comprende. En el último, memanda a la mierda.

—Bueno, quizás sea hora dereplantearte qué clase de pareja tienes,que comprende y banca cuando mientes

y castiga cuando eres sincero.—¿Siempre tienes una respuesta?—¡Sí! Todos tenemos siempre una

respuesta. Aunque esta sea a veces elsilencio, otras la confusión y otras lafuga.

—Me tienes podrido.—A mí también me tengo podrido.—A ver, gordo, déjame hacer un

resumen.—Dale.—Tú dices que no avalas la postura

de clasificar el mentir como malo. Dicesque esta es una decisión de cada uno encada momento.

—Y en cada relación —agregó

Jorge.—Y en cada relación —asentí—.

Sostienes además que mentir no esocultar.

—No, sostengo que ocultar no esmentir. Que no es lo mismo.

—Verdad. Y dices también que lasinceridad hay que reservarla para losamigos y la franqueza para «loselegidos». ¿Eso?

—Sí. Más o menos.—Bien, entonces que yo crea en lo

que dices, siempre va a depender de larelación entre tú y yo. De mi confianza ode mi amor.

—Por supuesto. De eso y de tus

ganas.—¿Qué ganas?—¿Te cuento un cuento?En un lejano país había un señor

feudal, cuyo poderío sólo eraequiparable a su crueldad.

En su territorio imperaba su ley y alos campesinos les estaba prohibidohasta mencionar su nombre. El pueblovivía oprimido por los alguaciles que éldesignaba y agobiado por losrecaudadores de impuestos, que lesquitaban las pocas monedas que podíanobtener vendiendo sus cosechas, susvinos o sus trabajos manuales.

Nolav, que así se llamaba el señor,

tenía un poderoso ejército del que cadatanto surgían algunos jóvenes oficialesque intentaban algún motín paraderrocarlo… Pero el Tirano doblegabatodos esos intentos a sangre y fuego.

El sacerdote del pueblo era tanbondadoso, como malvado elgobernante. Un hombre respetuoso de sufe y que dedicaba su vida a ayudar aotros y a enseñar lo mucho que sabía.

Vivían con él en su casa 15 a 20discípulos, que seguían su camino yaprendían de cada gesto y de cadapalabra de su maestro.

Un día, después de la oraciónmatinal, reunió a sus discípulos y les

dijo:—Hijos míos, debemos ayudar a

nuestro pueblo. Ellos podrían luchar porsu libertad, pero el Señor de la Tierrales ha hecho creer que tiene demasiadopoder para que los hombres y mujeres seanimen a enfrentarlo. El miedo porNolav ha crecido con ellos y a menosque hagamos algo, morirán esclavos.

—Lo que tú digas será hecho —contestaron al unísono.

—¿Aunque cueste la vida deustedes? —preguntó.

—¿Qué es la vida si uno, pudiendoayudar a su hermano, no lo hace? —contestó uno de los discípulos que

hablaba como vocero de todos.Llegó el día quinto del tercer mes.

Ese día se festejaba en el palacio elcumpleaños del amo. Y por única vez enel año, el Señor de la Tierra paseaba ensu carruaje y por el pueblo.

Rodeado por una fuerte custodia yataviado con trajes bordados en oro ypiedras preciosas, Nolav empezó supaseo esa mañana.

Había un bando que ordenaba quetodos los campesinos debían postrarseante el paso del carruaje real, en señalde respeto.

Para sorpresa de todos, a pocascuadras del palacio el carruaje pasó por

una calle y uno de los súbditospermaneció de pie a su paso. Losguardias lo detuvieron inmediatamente ylo llevaron ante el Señor.

—¿No sabes que debes inclinarte?—Lo sé, Alteza.—E igual no lo hiciste.—No lo hice.—¿Sabes que te puedo condenar a

muerte?—Eso espero, Alteza.Nolav se sorprendió de la respuesta,

pero no se intimidó.—Bien, si esta es la forma en que

quieres morir, al atardecer el verdugo seocupará de tu cabeza.

—Gracias, mi señor —dijo el joveny se arrodilló sonriente.

De entre la multitud, alguien gritó.—Mi Señor, mi Señor, ¿puedo

hablar?El dictador le permitió acercarse.—Dime.—Permitidme mi señor que sea yo y

no él, el que muera el día de hoy.—¿Estás pidiendo ser ejecutado en

su lugar?—Sí Señor, por favor, siempre os fui

fiel. Permitídmelo, por favor.El amo se sorprendió y preguntó al

condenado: —¿Es tu familiar?—Jamás lo vi en mi vida. No le

permitas reemplazarme, la falta es mía yes mi cabeza la que debe rodar.

—No, Alteza, la mía.—No, la mía.—La mía.—Silencio —gritó el Señor— puedo

complaceros a los dos.Ambos serán decapitados.—Bien, Majestad, pero por ser el

primer condenado creo que tengoderecho de ser el primero.

—No, Señor ese privilegio mepertenece a mí, que ni siquiera heofendido a su Alteza.

—Basta ya, ¿qué es esto? —gritóNolav—. Callaos y os concederé el

privilegio de ser ejecutados a la vez,hay más de un verdugo en esta tierra.

Una voz se alzó entre la multitud.—En ese caso, Señor, yo también

quiero estar en la lista.—Y yo, Señor.—Y yo.¡El Señor feudal estaba atónito!No entendía qué estaba pasando.Y si había algo que ponía de mal

humor al dictador era que sucediera algosin que él pudiera entenderlo.

Cinco jóvenes sanos pidiendo serdecapitados era algo incomprensible.

Entrecerró los ojos para reflexionar.En pocos segundos tomó una

decisión. No quería que sus súbditospensaran que le temblaba el pulso.

¡Serían cinco los verdugos!Pero cuando abrió los ojos y miró a

la gente reunida, ya no eran cinco sinomás de diez las voces de los quereclamaban ser ejecutados y las manosseguían levantándose.

Esto era demasiado para elpoderoso Señor Feudal.

—¡Basta! —gritó— se suspendentodas las ejecuciones hasta que yodecida quiénes van a morir y cuándo.

Entre las protestas y los reclamos delos que querían morir, el carruajeregresó al palacio.

Una vez allí, Nolav se encerró ensus habitaciones y se dedicó a pensarsobre el tema.

De pronto. Se le ocurrió una idea.Mandó a traer al sacerdote. Él debía

saber algo sobre esa locura colectiva.Rápidamente salieron a buscar al

anciano y lo trajeron ante el SeñorFeudal.

—¿Por qué tu pueblo se pelea porser ejecutado?

El anciano no respondió.—¡Responde!Silencio.—Te lo ordeno.Silencio.

—No me desafíes. ¡Tengo manerasde hacerte hablar!

Silencio.El anciano fue llevado a la sala de

torturas y sometido a los peorestormentos por horas, pero se negó ahablar.

El tirano mandó a sus guardias altemplo a buscar a algunos de susdiscípulos.

Cuando estuvieron allí, les mostró elcuerpo dañado del maestro y lespreguntó:

—¿Cuál es la razón de que loshombres quieran ser ejecutados?

Con un hilo de voz, el anciano

sacerdote gritó: —¡Les prohibo hablar!El Señor de la Tierra sabía que no

podría amenazar con la muerte a ningunode los que allí estaban, así que les dijo:—Haré sufrir a tu maestro los peoresdolores que un hombre ha concebido. Ylos obligaré a presenciarlo. Si aman aeste hombre, díganme el secreto y luegotodos podrán irse.

—Está bien —dijo uno de losdiscípulos.

—Cállate —dijo el anciano.—Continúa —dijo Nolav.—Si alguien muere ejecutado en el

día de hoy… —empezó el discípulo…—Cállate —repitió el anciano—.

Maldito seas de tu pueblo si revelas elsecreto…

El Señor hizo un gesto y el viejorecibió un golpe que lo dejóinconsciente.

—Sigue —ordenó.—El primer hombre que muera

ejecutado en el día de hoy, después de lapuesta del sol, se volverá inmortal.

—¿Inmortal? ¡Mientes! —dijoNolav.

—Está en las Escrituras —dijo eljoven, y abriendo un libro que traía ensu bolso, leyó el párrafo que loconfirmaba.

¡Inmortal!, pensó el Señor Feudal.

Lo único que el dictador temía era lamuerte y aquí estaba la posibilidad devencerla. Inmortal, pensó.

El Señor no dudó un momento, pidiópapel y pluma y ordenó su propiaejecución.

Todos fueron echados del palacio yal caer el sol, Nolav fue ejecutado segúnsu orden.

El pueblo se libró así de su opresory se levantó a luchar por su libertad.Algunos meses después, todos eranlibres.

Al señor Feudal, nunca más nadie lomencionó, salvo la noche de suejecución en que los discípulos,

mientras curaban las heridas de sumaestro, recibían de él su bendición, porhaber arriesgado sus cabezas y tambiénsu felicitación por esas maravillosasactuaciones.

—¿Por qué, Demián, el SeñorFeudal creyó una mentira como esa?¿Por qué fue capaz de ordenar su propiaejecución, por una historia que lecontaban sus enemigos? ¿Por qué cayóen la trampa del maestro? Hay una solarespuesta: ÉL QUERÍA CREERLO.

El quería pensar que era cierto.—Y ésta, Demi, es una de las

verdades más increíblementemovilizadoras que yo haya conocido en

toda mi vida. Creemos algunas mentiraspor muchas razones, pero sobre todoporque queremos creerlas.

¿Por qué te enroscas en el que TEmiente?, preguntabas el otro día.

¡Te enroscas porque tú quisierascreer que lo que te dice es cierto! —contestó su propia pregunta.

NADIE TIENE MÁSPOSIBILIDADES DE CAER EN UNENGAÑO QUE AQUEL A QUIEN LAMENTIRA LE AJUSTA CON SUSDESEOS.

EL JUEZ JUSTOComo siempre después de una

revolución en mi cabeza, las ideasempezaban a decantarse y las relacionesentre ellas, a recuperarse.

¿Cuántas veces en mi vida habíaintentado entender el incomprensiblemisterio de los eternos compradores debuzones?

Nunca había podido encontrar unasomo de explicación a la inacabableexistencia de víctimas para los «cuentosdel tío».

¿Qué pasaba por la cabeza de unindividuo que terminaba comprando un

transatlántico por unas monedas?¿Cómo llegaba alguien a asociarse

con un estafador?¿Por qué una persona medianamente

inteligente acababa descubriendodespués de pagarla, que la mercaderíacomprada a precio ridículo no era másque basura camuflada?

Ahora por fin, aparecía la respuesta:Todos los estafados habían pensado enalgún momento que la situación losbeneficiaba, la mayoría habían pasadoun rato relamiéndose en secreto de suganancia posterior, muchos habíandisfrutado creyendo que eran ellos lospiolas que estaban estafando al otro…

¿Haría yo lo mismo cuando metragaba algún anzuelo?

Sí, claro que hacía eso.Claro que eso es lo que hago cuando

me engancho.«Engancharme» no es otra cosa que

quedarme colgado de cualquier promesao afirmación que suene agradable a misoídos.

…”Engancharse”… hasta recuerdaal anzuelo…

Y cómo no va a resonar así. Hasta lamisma expresión castellana de «tragarseel anzuelo» ya insinúa este punto.

¡Tragarse un anzuelo en el que hayque ensartada una tentadora lombriz o

peor aún, una atractiva, colorida yvistosa mosca… de plástico!

Me engancho… me trago elanzuelo… ¿con qué encarnan los otros…los que pescan? … ¿cuáles son laslombrices que más me apetecen?…

las promesas de amor eterno…la fantasía de aceptación

total…la valoración y el

reconocimiento de los otros…el deseo de ver primero lo que

nadie vio…la vanidad de destacarme por

sobre el resto…

la mirada que me ve como yoquisiera ser…

la permanencia incondicionalde otro a mi lado…

y tantas otras…¡tantas!

Yo me daba cuenta de que con eltiempo, la experiencia y el crecimiento,aprendía a escupir cada vez más rápidolos anzuelos que me tragaba, pero… ¿ylas heridas?

—¿Y las heridas, gordo? —lepregunté— ¿y las heridas? Tú meenseñas a despreciar las lombricesmuertas y descoloridas, me muestras

permanentemente cuáles son lasmosquitas de plástico para que no meensarte con los anzuelos, pero me pareceque no me muestras cómo hacer para nolastimarme.

Parece que el destino de nosotroslos crédulos, es terminar andando por lavida cosidos de cicatrices que fuerondejando algunos anzuelos que mordimosy otros que nos tragamos. Por lo menos,yo lo que quiero es no lastimarme más,gordo. Me niego a quedar en manos dela decisión de otros de dañarme ocurarme. No quiero…

—Es el precio, Demián, es elprecio. ¿Te acuerdas de la rosa de El

Principito?—Sí… Ya sé adónde apuntas: «…

debo soportar algunos gusanos si quieroconocer las mariposas…».

—Eso —confirmó Jorge.Me quedé en silencio rumiando una

extraña mezcla de dolor, indignación,resignación e impotencia.

Después me quejé:—Sigo pensando que el mentiroso

tiene demasiadas ventajas y pocoscostos.

—A veces sí y a veces, no —dijo elgordo—. La mentira tiene muchascontras. De todas maneras, lo peor de lamentira es que NO SIRVE… Antes o

después, toda mentira queda expuesta ytodo lo aparentemente conseguido, sedesvanece como la niebla al salir elsol… y es más: a veces la vida hacejusticia y el engaño se vuelve en contradel mentiroso.

Jorge entrecerró los ojos y buscó ensu memoria: —Viene cuento… —adiviné.

—Viene…Cuando Lien-tzu murió, su esposa

Zumi, su hijo mayor Ling y sus dos niñospequeños, quedaron en la más absolutapobreza.

Mientras el hombre de la casa estabavivo, había estado trabajando de sol a

sol en las plantaciones de arroz deCheng.

El grueso de su paga era en arroz ysólo recibía unas pocas monedas, queapenas alcanzaban para las mínimasnecesidades de la familia, a la cabeza delas cuales estaba el pago de losmaestros y los cuadernos de estudiopara Ling y sus hermanos.

El día de su muerte, Lien-tzu salióde su casa como siempre antes delamanecer. Camino a la plantaciónescuchó los gritos de auxilio que dabaun anciano, que era arrastrado por lascaudalosas aguas del río.

Lien-tzu lo reconoció, era el viejo

Cheng, el dueño de la plantación dondeél trabajaba.

El nunca había sido un buen nadador,y se necesitaba ser un gran nadador parasiquiera entrar en el río; cuánto más pararescatar al anciano.

Miró a su alrededor, pero nadietransitaba el camino a esa hora… ycorrer a buscar ayuda, le llevaría más demedia hora…

Casi en un impulso, Lien-tzu tomóaire y se arrojó al río.

Apenas llegó al anciano, la corrienteempezó a arrastrarlo también a él ríoabajo.

Los cuerpos sin vida de ambos

aparecieron abrazados en el remanso delrío, algunos kilómetros abajo…

Tal vez porque de alguna manera loshijos del anciano quisieron hacerresponsables a Lien-tzu de la muerte desu padre, quizás porque el pequeño Lingera demasiado joven para el trabajo, oquizás porque como dijeron, no habíatanto trabajo en los arrozales, pero elcaso es que los hijos del muerto senegaron a concederle a Ling el derechode conservar el trabajo de su padre.

El joven Ling insistió.Primero les dijo que con sus trece

años él ya era bastante grande para eltrabajo, después les dijo que ese trabajo

lo había heredado de su padre, despuéshabló sobre su capacidad de trabajo ysobre su habilidad manual y cuando todoesto no sirvió, Ling les rogó el trabajoargumentando la necesidad económicade su familia.

Ningún argumento alcanzó y el jovenfue invitado a retirarse de la plantación.

Ling se indignó y empezó a alzar lavoz, a reivindicar el sacrificio de supadre, a hablar de explotación, dederechos, de demandas, de exigencias…

En medio de un forcejeo, Ling fuesacado a empellones del lugar yarrojado a la polvorienta calle…

Desde entonces la familia comía

cuando podía, apoyada en algunostrabajos temporarios que conseguíaLing, y el sacrificio de su madre quelavaba y cosía ropas para otros.

Un día, como todos los días, Lingsalía de la plantación, como todos losdías había ido a pedir trabajo, comotodos los días le habían dicho que nohabía nada para él…

Salía con la cabeza baja, mirando elpiso y sus gastadas sandalias.

Pateaba las piedras que encontraba,consolando su dolor.

De repente pateó algo y sintió unruido diferente, buscó con la mirada loque había pateado…

No era una piedra, era una bolsita decuero cerrada con un cordel y cubiertade tierra.

El joven la volvió a patear.No estaba vacía. Hacía un hermoso

ruido al rodar por le piso.Ling siguió pateando la bolsita

durante horas y horas, disfrutando delsonido que hacía…

Finalmente la levantó y la abrió.Adentro había un montón de

monedas de plata… ¡muchísimasmonedas!… Más de las que él habíavisto en su vida…

Las contó.Eran quince. Quince hermosas,

nuevas y brillantes monedas.Y eran de él.El las había encontrado tiradas en el

piso.El las había pateado durante media

hora.El había abierto la bolsa.No había duda de que eran suyas…Ahora por fin su madre podría dejar

de trabajar, sus hermanos volverían aestudiar y todos podrían comer los quequisieran… todos los días.

Corrió al pueblo «de compras»…Llegó a la casa cargado de comida,

de juguetes para sus hermanos,acolchados para abrigo y dos hermosos

vestidos, traídos desde la India, para sumadre.

Su llegada fue una fiesta… todostenían hambre y nadie preguntó de dóndehabía salido la comida, hasta después dehaberla terminado.

Después de la cena, Ling repartiólos regalos y cuando los niños, cansadosde jugar, se fueron a dormir, Zumi hizoseñas a Ling para que se sentara a sulado.

Ling ya sabía que quería su madre.—No creerás que lo robé —dijo

Ling.—Nadie te regalaría todo esto por

nada… —dijo su madre.

—No, nadie regala —asintió Ling—. Lo compré. Yo lo compré.

—¿Y de dónde sacaste el dinero,Ling?

Y el joven le contó a su madre cómoencontró la bolsa de las monedas…

—Ling, hijo mío, ese dinero no estuyo —dijo Zumi.

—¿Cómo que no es mío? —protestóLing—. Yo lo encontré.

—Hijo, si tú lo encontraste, alguienlo perdió. Y ese que lo perdió es elverdadero dueño del dinero —sentencióla mujer.

—No —dijo Ling—. El que loperdió, lo perdió y el que lo encontró, lo

encontró. Yo lo encontré. Y si no tienedueño, es mío.

—Bien, hijo —siguió la madre—. Sino tiene dueño es tuyo. Pero si tienedueño hay que devolver su propiedad.

—No, madre.—Sí, Ling, recuerda a tu padre y

piensa qué te diría él.Ling bajó la cabeza y asintió a

disgusto.—¿Y qué haré con las monedas que

gasté? —preguntó el joven.—¿Cuántas monedas gastaste?—Dos.—Bien, ya veremos cómo podemos

pagarlas —dijo Zumi—.

Ahora vete al pueblo y pregúntale ala gente quién perdió una bolsa decuero. Empieza por preguntar cerca dedonde la encontraste.

Otra vez con la cabeza baja, esta vezsaliendo de su casa, Ling se lamentabade su destino.

Al llegar entró en la plantación ypreguntó al encargado si alguien habíaextraviado algo.

El encargado no sabía, pero iba aaveriguar.

Al rato, el hijo mayor del anciano yactual dueño del arrozal salió a suencuentro.

—¿Tú te llevaste mi bolsa de

monedas? —le preguntó en tonoacusador.

—No, señor, la encontré en la calle—contestó Ling.

—¡Dámela, rápido! —le gritó.El joven sacó de entre sus ropas la

bolsa y se la dio.El hombre vació la bolsa en su mano

y empezó a contar…El muchacho se anticipó:—Encontrará que sólo faltan dos

monedas, Señor Cheng.Yo juntaré el dinero para

devolvérselas o trabajaré gratis hastacompensarlo.

—¡Trece!… ¡Trece! —rugió—

¿Dónde están las monedas que faltan?—Ya le dije, Señor —empezó el

joven—. Yo no sabía que la bolsa erasuya. Pero yo le devolveré su dinero…

—¡Ladrón! —lo interrumpió elhombre— ¡ladrón! Yo te enseñaré a noquedarte con lo que no es tuyo —y salióa la calle gritando—. Yo te enseñaré…yo te enseñaré.

El joven marchó a su casa. Nopodría saber si era mayor su rabia o sudesesperación.

A su llegada, le contó a Zumi losucedido y ésta lo consoló.

Le prometió que ella hablaría conese hombre para arreglar el asunto.

Sin embargo, al día siguiente unemisario del juez llegó con una citaciónpara Zumi y para Ling por el robo dediecisiete monedas de una bolsa.

¡Diecisiete!Ante el juez, el hijo del anciano

declaró bajo juramento que le habíadesaparecido de su escritorio una bolsade cuero.

—Fue el mismo día que Ling estuvoa pedir trabajo —declaró Cheng— … yal día siguiente, apareció esteladronzuelo diciendo que había«encontrado» esa bolsa y preguntando«si alguien la había perdido». ¡Quédescaro!

—Continúe señor Cheng —dijo eljuez.

—Por supuesto que le dije que labolsa era mía y cuando me la devolvióde inmediato revisé el contenido yconfirmé lo que sospechaba: faltabanmonedas. ¡Diecisiete monedas de plata!

El juez escuchó atentamente el relatoy luego dirigió su mirada al muchachoque, avergonzado por la situación, no seanimaba a hablar.

—¿Qué tienes para decir, Ling? Laacusación que aquí se te hace es muyseria —preguntó el juez.

—Señor juez, yo no robé nada.Encontré esa bolsa en la calle. Yo no

sabía que el dueño era el señor Cheng.Es cierto que abrí la bolsa y es ciertotambién que gasté parte de ellas encomida y juguetes para mis hermanos,pero fueron sólo dos las monedas y nodiecisiete —el joven sollozaba—.¿Cómo podría haber tomado diecisietemonedas de la bolsa si no tenía más quequince cuando la encontré? Yo tomé sólodos monedas, señor juez, sólo dos.

—Veamos —dijo el juez— ¿Cuántasmonedas tenía la bolsa cuando el jovenla devolvió?

—Trece —contestó el demandante.—Trece —asintió Ling.—¿Y cuántas monedas tenía la bolsa

cuando te faltó? —preguntó el juez.—Treinta, Su Señoría —contestó el

hombre.—No. No —interrumpió Ling—.

Sólo tenía quince monedas. Lo juro. Lojuro.

—¿Jurarías tú —interrogó al dueñodel arrozal— que la bolsa tenía treintamonedas de plata cuando estaba en tuescritorio?

—Claro, señor juez —confirmó—,¡lo juro!

Zumi levantó su mano tímidamente yel juez le hizo señas para que hablara.

—Señor Juez —dijo Zumi—. Mihijo es un niño aún y reconozco que ha

cometido más de un error en estasituación.

Sin embargo, hay algo que puedoasegurar, Ling no miente. Si él dice quegastó sólo dos monedas, esto es verdad.Y si dice que la bolsa tenía sólo quincemonedas cuando él la encontró, esa debeser la verdad. Quizás, señor, alguienencontró la bolsa antes de que…

—Alto, señora —interrumpió el juez—. Es mi tarea y no la tuya decidir quépasó y administrar justicia. Queríashablar y se te permitió, ahora siéntate yaguarda mi fallo.

—Eso Señoría, el fallo, queremosjusticia —dijo el demandante.

El juez hizo una seña a su ayudantepara que hiciera sonar el gong. Estoquería decir que el juez iba a dar suveredicto.

—Demandante y demandado, pese aque al principio la situación era confusa,ahora se ha tornado clara —empezó eljuez—. No tengo razón para dudar de lapalabra del señor Cheng cuando jura quele faltó una bolsa con treinta monedas deplata…

El hombre sonrió malvadamentemirando a Ling y a Zumi.

—Sin embargo, el joven Lingasegura haber encontrado una bolsa conquince monedas —siguió el juez— y

tampoco tengo razón para dudar de supalabra…

Un silencio se produjo en la sala, yel juez siguió.

—Por lo tanto, es evidente para estetribunal que la bolsa encontrada ydevuelta, NO ES la que perdió el señorCheng y por lo tanto, no correspondeningún reclamo a la familia de Lien-tzu.No obstante, se dejará archivado elreclamo del demandante a quien deberáentregársele cualquier bolsa que seaencontrada y devuelta en los próximosdías y cuyo contenido de origen fuera detreinta monedas de plata.

El juez sonrió y se encontró con los

ojos agradecidos de Ling.—Y en cuanto a esta otra bolsa,

jovencito…—Sí, Señoría —balbuceó el joven

—. Me doy cuenta de miresponsabilidad y estoy dispuesto apagar mi error.

—¡Cállate!… En cuanto a la bolsade las quince monedas, decía, deboadmitir que nadie ha reclamado todavíay que dadas las circunstancias —dijo,mirando de reojo al señor Cheng— creoque es poco probable que alguien lareclame… Por lo tanto, entiendo que labolsa podría ser declarada propiedad dequien la encontrara. ¡Y ya que tú la

encontraste… Es tuya!—Pero, Señoría… —empezó a

decir Cheng.—Señoría… —intentó empezar

Ling.—Señor juez… —quiso decir Zumi.—¡Silencio! —ordenó el juez—

¡Cosa juzgada! Fuera todos…El juez se levantó y salió con

rapidez del recinto, mientras el ayudantevolvía a hacer sonar el gong…

LA TIENDA DE LAVERDAD

— Dime, Jorge, existe en casi todala gente la idea de que todo el mundonecesita terapia, yo sé que tú no estás deacuerdo, y creo que ni siquieraconsideras necesaria la terapiaindiscriminada. Pero ahora me pregunto:¿Cualquiera se puede beneficiar detransitar un proceso terapéutico?

—Sí.—¿Cualquiera?—Digámoslo así: a cualquiera que

quiera beneficiarse, podría serle útil.

—Pero, ¿por qué alguien podría noquerer beneficiarse?

—Anthony de Mello cuenta uncuentito maravilloso que me parece quepodría ayudarnos en esta búsqueda: Elhombre caminaba paseando por aquellaspequeñas callecitas de la ciudadprovinciana. Tenía tiempo y entonces sedetenía algunos instantes en cadavidriera, en cada negocio, en cada plaza.Al dar vuelta una esquina se encontró depronto frente a un modesto local cuyamarquesina estaba en blanco, intrigadose acercó a la vidriera y arrimó la caraal cristal para poder mirar dentro deloscuro escaparate… en el interior,

solamente se veía un atril que sosteníaun cartelito escrito a mano queanunciaba:

Tienda de la verdadEl hombre estaba sorprendido.

Pensó que era un nombre de fantasía,pero no pudo imaginar qué vendían.

Entró.Se acercó a la señorita que estaba en

el primer mostrador y preguntó:—Perdón, ¿esta es la tienda de la

verdad?—Sí, señor, ¿qué tipo de verdad

anda buscando: verdad parcial, verdadrelativa, verdad estadística, verdadcompleta?

Así que aquí vendían verdad. Nuncase había imaginado que esto era posible,llegar a un lugar y llevarse la verdad,era maravilloso.

—Verdad completa —contestó elhombre sin dudarlo.

«Estoy tan cansado de mentiras y defalsificaciones”, pensó, “no quiero másgeneralizaciones ni justificaciones,engaños ni defraudaciones».

—¡Verdad plena! —ratificó.—Bien, señor, sígame.La señorita acompañó al cliente a

otro sector y señalando a un vendedorde rostro adusto, le dijo: —El señor lova a atender.

El vendedor se acercó y esperó queel hombre hablara.

—Vengo a comprar la verdadcompleta.

—Ahá, perdón, ¿el señor sabe elprecio?

—No, ¿cuál es? —contestórutinariamente. En realidad, él sabía queestaba dispuesto a pagar lo que fuerapor toda la verdad.

—Si usted se la lleva —dijo elvendedor— el precio es que nunca máspodrá estar en paz.

Un frío corrió por la espalda delhombre, nunca se había imaginado queel precio fuera tan grande.

—Gra… gracias, disculpe… —balbuceó.

Se dio vuelta y salió del negociomirando el piso.

Se sintió un poco triste al darsecuenta de que todavía no estabapreparado para la verdad absoluta, deque todavía necesitaba algunas mentirasdonde encontrar descanso, algunos mitose idealizaciones en los cualesrefugiarse, algunas justificaciones parano tener que enfrentarse consigo mismo.

«Quizás más adelante», pensó…—Demián, no necesariamente lo que

para mí es beneficioso, lo es tambiénpara otro. Puede suceder y es justo que

así sea que alguien crea que el precio decierto beneficio sea demasiado costoso.Es válido que cada uno decida quéprecio quiere pagar a cambio de lo querecibe, y es lógico que cada uno elija elmomento para recibir lo que el mundo leofrece, sea la verdad o cualquier otro«beneficio».

Yo no encontraba nada para decir.Y Jorge agregó:

—Hay un viejo proverbio árabe quedice:

«PARA PODER DESCARGAR UNCARGAMENTO DE HALVÁ LO MÁSIMPORTANTE ES TENER

RECIPIENTES DONDE GUARDAR ELHALVÁ».

Con la sabiduría y con la verdadpasa lo mismo que con el Halvá…

PREGUNTASLa sesión había empezado en esa

onda insoportable, que se daba cada vezque yo llegaba al consultorio y no sabíade qué quería hablar y no hablaba. Osabía de qué quería hablar y no lo hacía.O me daba cuenta de que hubiera sidomejor no ir, pero ya estaba. O el gordotampoco tenía ganas de hablar y noayudaba, o sí tenía ganas de ayudar y secallaba…

Esas eran sesiones silenciosas.Sesiones densas.Sesiones pesadas.—Ayer escribí algo —le dije al

gordo, por fin.—¿Sí?…Breve respuesta, pensé.—Sí —contesté, más breve aún.—¿Y?… —preguntó.Otra vez me cagó, pensé.—Se llama PREGUNTAS, pero no

son preguntas.—¿Y qué quieres hacer con tus

preguntas que no son preguntas?—Me gustaría leerlas aquí, contigo.

No las releí desde que las escribí,anoche. Yo sé que no estoy buscando lasrespuestas, así que no quiero quecontestes. Quiero que escuches. Quierodecir: son planteos, no son preguntas.

—Entiendo… —dijo el gordo y sedispuso a escuchar.

Difícil, ¿no?¿Casi imposible?¿O quizás… francamente imposible?

…¿Cómo se vive siendo diferente?¿Qué sentido tiene vivir

atormentado?¿Se puede vivir de otra manera

siendo lúcido o al menos esclarecido?¿Si así no fuera, para qué trabajo

conmigo mismo?¿Para qué terapia?¿Cuál es la función de un terapeuta:

desadaptar a la gente que supuestamente

lo va a ver porque sufre?¿Y yo qué hago en esta búsqueda?¿Entonces lo que hago es un canje de

un sufrimiento por otro, que ni siquieratiene el consuelo de ser compartido porcasi todos?

¿Qué es la psicoterapia? ¿unaenorme fábrica de frustraciones «paraexquisitos»?

¿Algo así como una secta desádicos, inventores de sofisticadosmétodos de tortura refinados yexclusivos?

¿Será cierto que es mejor sufrirmucho una realidad que disfrutar laignorancia del universo fabulado?

¿Para qué se puede utilizar laconciencia plena de la soledad y elcompromiso existencial con uno mismo?

¿Qué ventaja, por favor, qué ventajaes habituarse a no esperar nada denadie?

¿Si el mundo tangible es basura, silas personas reales son caca, si lasauténticas situaciones de nuestras vidason un sorete, será sanarse embadunarsede excrementos y nadar entre losdesperdicios de la humanidad?

¿No tendrán razón las religiones queconsuelan allá lo que no se obtiene acá?

¿No tendrán también razón cuandodepositan todo el laburo en un Dios

todopoderoso, que ya se va a ocupar denosotros si nos portamos bien?

¿No es mucho más fácil portarmebien que ser yo mismo?

¿No es acaso mucho más útil ysencillo aceptar el concepto sobre elbien y el mal, que todos aceptan comocierto?

¿O por lo menos, no será mejorhacer como todos que funcionan como siacordaran con él a pie juntillas?

¿No tendrán razón los brujos, magos,manosantas y hechiceros cuando quierensanarnos con la magia de nuestra fe?

¿No estarán en lo cierto quienesapuestan a la capacidad ilimitada de

ejercer control con nuestra mente sobretodo hecho o situación en el afuera?

¿No será cierto que en realidad nadaexiste fuera de mí, y mi vida es sólo unapequeña pesadilla de cosas, personas yhechos inventados por mi creativaimaginación?

¿Quién puede creer que esto quesucede es la única posibilidad?

¿Y si es así, cuál es la ventaja desaber más sobre esta posibilidad?

¿Qué obligación tiene el otro deentenderme?

¿Qué obligación de aceptarme?¿Qué obligación de escucharme?¿Qué obligación de aprobarme?

¿Qué obligación de no mentirme?¿Qué obligación tiene de tenerme en

cuenta?¿Qué obligación tiene de quererme

como yo lo quiero?¿Qué obligación tiene de quererme

cuanto yo lo quiero?¿Qué obligación tiene algún otro de

quererme?¿Qué obligación tiene de

respetarme?¿Qué obligación tiene el otro de

enterarse de que yo existo?¿Y sin ningún otro se entera de que

yo existo, yo aquí para qué existo?¿Y si mi existencia no tiene sentido

sin otro, cómo no sacrificar cualquiercosa, sí, CUALQUIER COSA para queel sentido permanezca a mi alcance?

¿…Y si el camino desde el partohasta el ataúd es solitario, para quéengañarnos haciendo de cuenta quepodemos encontrar compañía?

El gordo carraspeó…—Qué nochecita la de anoche…,

¿eh?—Sí… —dije— negra. Muy

negra…Mi terapeuta alargó los brazos y me

hizo señas para que me sentara en sufalda.

Cuando lo hice, Jorge me abrazó,

como yo sospecho que se abraza a unniño…

Yo sentí el calorcito y el amor delgordo y allí me quedé todo lo querestaba de la sesión, en silencio…pensando.

EL PLANTADOR DEDÁTILES

—Mira, todo lo que tú enseñasparece muy cierto y por supuesto meencantaría pensar que es posible vivirasí… Sin embargo, la verdad es quecreo que tu modelo de vida no es másque un hermoso planteo teórico,inaplicable a la realidad cotidiana.

—No creo…—¡Claro! Tú no crees porque para ti

debe ser más fácil que para los demás.Tú creaste una forma de vivir a tualrededor y entonces ahora es sencillo,

pero yo y casi todos, vivimos en unmundo común y normal. Nosotros jamásllegaríamos a hacer todo lo que hacefalta hacer, para llegar a disfrutarlo.

—La verdad, Demián, es que yovengo de ese mismo mundo real del quevienes tú, que yo habito este mismoplaneta cotidiano que habitamos todos yque convivo con la misma gente común ynormal que tú conoces… Admito quevivo un poco mejor que la mayoría delas personas que conozco, pero te quierodejar en claro dos cosas: la primera esque el costo no fue pequeño.

Construir este «entorno» como lollamas tú, demandó mucha energía y

dedicación, mucho dolor y sobre todomuchas pérdidas. La segunda es que estofue un proceso, quiero decir quecambiar lo que había para cambiar,conseguir que no se desmorone lo quehabía que preservar y recorrer loscaminos que había que explorar,demandó un tiempo. No fue algo quepasó solo, ni que sucedió de un día paraotro…

—Me imagino. ¡Pero por lo menos,sabías que al final estaba el premio quehoy y gozas!

—No es así. Y ese es otro de losprejuicios con que tú cuentas para tuanálisis. Yo nunca tuve la garantía de

ningún premio.Más bien, te diría que todo el

camino que llevo recorrido hasta aquí,no es más que una apuesta a un resultadoque en realidad tampoco llegó todavía.

—¿Cómo que no llegó?—Todavía me queda mucho por

hacer, Demián… Es más, no creo que yoconsiga en toda mi vida, aunque laimagine larguísima, llegar a disfrutar dela plenitud total, disfrutar de la completafalta de expectativas, disfrutar de laactitud mental de aceptación plena delos hechos…

—¿Tú me estás diciendo que estástomándote todo este trabajo, pensando

que posiblemente nunca llegues adisfrutarlo a pleno?

—Sí.—Estás loco.—Es verdad, pero para tu beneficio

soy un loco que cuenta cuentos y queahora está por contarte uno.

En un oasis escondido entre los máslejanos paisajes del desierto, seencontraba el viejo Elihau de rodillas, aun costado de algunas palmerasdatileras.

Su vecino Hakim, el acaudaladomercader, se detuvo en el oasis aabrevar sus camellos y vio a Elihautranspirando, mientras parecía cavar en

la arena.—¿Qué tal anciano? La paz sea

contigo.—Contigo —contestó Elihau sin

dejar su tarea.—¿Qué haces aquí, con esta

temperatura, y esa pala en las manos?—Siembro —contestó el viejo.—¿Qué siembras aquí, Elihau?—Dátiles —respondió Elihau

mientras señalaba a su alrededor elpalmar.

—¡Dátiles! —repitió el reciénllegado, y cerró los ojos como quienescucha la mayor estupidezcomprensivamente—. El calor te ha

dañado el cerebro, querido amigo. Ven,deja esa tarea y vamos a la tienda abeber una copa de licor.

—No, debo terminar la siembra.Luego si quieres, beberemos…

—Dime, amigo: ¿cuántos añostienes?

—No sé… sesenta, setenta, ochenta,no sé… lo he olvidado… pero eso ¿quéimporta?

—Mira, amigo, los datileros tardanmás de cincuenta años de crecer y reciéndespués de ser palmeras adultas están encondiciones de dar frutos. Yo no estoydeseándote el mal y lo sabes, ojalávivas hasta los ciento un años, pero tú

sabes que difícilmente puedas llegar acosechar algo de lo que hoy siembras.Deja eso y ven conmigo.

—Mira, Hakim, yo comí los dátilesque otro sembró, otro que tampoco soñócon probar estos dátiles. Yo siembrohoy, para que otros puedan comermañana los dátiles que hoy planto… yaunque sólo fuera en honor de aqueldesconocido, vale la pena terminar mitarea.

—Me has dado una gran lección,Elihau, déjame que te pague con unabolsa de monedas esta enseñanza quehoy me diste —y diciendo esto, Hakimle puso en la mano al viejo una bolsa de

cuero.—Te agradezco tus monedas, amigo.

Ya ves, a veces pasa esto: tú mepronosticabas que no llegaría a cosecharlo que sembrara. Parecía cierto, y sinembargo, mira, todavía no termino desembrar y ya coseché una bolsa demonedas y la gratitud de un amigo.

—Tu sabiduría me asombra,anciano. Esta es la segunda gran lecciónque me das hoy y es quizás másimportante que la primera. Déjame puesque pague también esta lección con otrabolsa de monedas.

—Y a veces pasa esto —siguió elanciano y extendió la mano mirando las

dos bolsas de monedas—: sembré parano cosechar y antes de terminar desembrar ya coseché no sólo una, sinodos veces.

—Ya basta, viejo, no sigashablando. Si sigues enseñándome cosastengo miedo de que no me alcance todami fortuna para pagarte…

—¿Entiendes, Demián? —mepreguntó el gordo.

—Más que eso: ¡me doy cuenta! —contesté yo…

AUTORRECHAZO…Ese día, cuando terminamos la

sesión, el gordo me dio un sobre cerradoque decía:

«Para Demián»—¿Y esto? —pregunté.—Es tuyo, lo escribí para ti hace

muchos meses.—¿Hace muchos meses?—Sí, a decir verdad, se me ocurrió

pocas semanas después de queempezaste a venir a terapia. Yo estabaleyendo un poema escrito por unamericano: Leo Booth. El texto de Boothempezaba con el primer párrafo de lo

que vas a leer ahora…Y mientras leía, aparecía tu imagen

en mi retina y tus palabras de lasprimeras sesiones resonaban en misoídos… Así que me senté y te escribíesto.

—¿Y por qué me lo das reciénahora?

—Porque creo que antes no lohubieras entendido.

Leí…

AUTORRECHAZOEstaba allí desde el primer

momento, en la adrenalina que circulabapor las venas de tus padres cuando

hacían el amor para concebirte, ydespués en el fluido que tu madrebombeaba a tu pequeño corazón cuandotodavía eras sólo un parásito. Llegué a tiantes de que pudieras hablar, antes aunde que pudieras entender algo de lo quelos otros te hablaban. Estaba ya, cuandotorpemente intentabas tus primerospasos ante la mirada burlona y divertidade todos.

Cuando estabas desprotegido yexpuesto, cuando eras vulnerable ynecesitado. Aparecí en tu vida de lamano del pensamiento mágico, meacompañaban… las supersticiones y losconjuros, los fetiches y los amuletos…

las buenas formas, las costumbres y latradición… tus maestros, tus hermanos ytus amigos…

Antes de que supieras que yo existía,yo dividí tu alma en un mundo de luz yuno de oscuridad. Un mundo de lo queestá bien y otro de lo que no lo está.

Yo te traje tus sentimientos devergüenza, te mostré todo lo que hay enti de defectuoso, de feo, de estúpido, dedesagradable.

Yo te colgué la etiqueta de«diferente» cuando te dije por primeravez al oído que algo no andaba del todobien contigo.

Existo desde antes de la conciencia,

desde antes de la culpa, desde antes dela moralidad, desde los principios deltiempo, desde que Adán se avergonzó desu cuerpo al notar que estaba desnudo…y lo cubrió.

Soy el invitado no querido, elvisitante no deseado, y sin embargo soyel primero en llegar y el último en irme.

Me he vuelto poderoso con eltiempo, escuchando los consejos de tuspadres sobre cómo triunfar en la vida.

Observando los preceptos de tureligión, que te dicen qué hacer y qué nohacer para poder ser aceptado por Diosen su seno.

Sufriendo las bromas crueles de tus

compañeros de colegio, cuando se reíande tus dificultades.

Soportando las humillaciones de tussuperiores.

Contemplando tu desgarbada imagenen el espejo y comparándola despuéscon las de los «exitosos» que semuestran por televisión.

Y ahora, por fin, poderoso como soyy por el simple hecho de ser mujer, deser negro, de ser judío, de serhomosexual, de ser oriental, de serdiscapacitado, de ser alto, petiso, ogordo… puedo transformarte… en untacho de basura, en escoria, en un chivoexpiatorio, en el responsable universal,

en un maldito bastardo desechable.Generaciones y generaciones de

hombres y mujeres me apoyan. Nopuedes librarte de mí. La pena que causoes tan insostenible que para soportarme,deberás pasarme a tus hijos, para queellos me pasen a los suyos, por lossiglos de los siglos.

Para ayudarte a ti y a tudescendencia, me disfrazaré deperfeccionismo, de altos ideales, deautocrítica, de patriotismo, demoralidad, de buenas costumbres, deautocontrol.

La pena que te causo es tan intensaque querrás negarme y para eso

intentarás esconderme detrás de tuspersonajes, detrás de las drogas, detrásde tu lucha por el dinero, detrás de tusneurosis detrás de tu sexualidadindiscriminada.

Pero no importa lo que hagas, noimporta adónde vayas, yo estaré allí,siempre allí.

Porque viajo contigo día y noche sindescanso, sin límites.

Yo soy la causa principal de ladependencia, de la posesividad, delesfuerzo, de la inmoralidad, del miedo,de la violencia, del crimen, de la locura.

Yo te enseñé el miedo a serrechazado, y condicioné tu existencia a

ese miedo.De mí dependes para seguir siendo

esa persona buscada, deseada,aplaudida, gentil y agradable que hoymuestras a los otros.

De mí dependes porque yo soy elbaúl en el que escondiste aquellas coasmás desagradables, más ridículas,menos deseables de ti mismo.

Gracias a mí, has aprendido aconformarte con lo que la vida te da,porque después de todo, cualquier cosaque vivas será siempre más de lo quecrees que mereces.

¿Has adivinado, verdad?

Soy el sentimiento de rechazo que

sientes por ti mismo.

SOY… EL SENTIMIENTO DERECHAZO QUE SIENTES POR TIMISMO.

Recuerda nuestra historia…

Todo empezó aquel día gris en quedejaste de decir orgulloso: ¡YO SOY! yentre avergonzado y temeroso, bajastela cabeza y cambiaste tus dichos yactitudes por un pensamiento:

YO DEBERIA SER…—Claro —confirmé— antes no lo

hubiera entendido.—…Y además, Demi, te lo doy

ahora porque no quiero que termine tupaso por este consultorio sin llevártelo.

—¿Tú me estás echando? —preguntécomo hacía mucho.

Por primera vez desde que loconocía a Jorge, tartamudeó.

—Creo que sí… —susurró.El gordo guiñó un ojo, se sonrió y

me rozó la mejilla con su mano…—Te quiero mucho, Demián…—Yo también te quiero mucho,

gordo…Sin decir una palabra más, me

levanté.Me acerqué y le di un beso y largo

abrazo a Jorge…

Luego salí a la calle……Por alguna razón sentía que mi

vida empezaba esa tarde…

EPÍLOGOY bien… eso es todo.Durante los últimos meses, he

intentado compartir contigo algunoscuentos que suelo contar a los quequiero.

Algunos cuentos que me suelenservir a mí mismo para alumbraralgunos pasajes oscuros de mi propiocamino.

Algunos cuentos que me acercaronpersonas a quienes admiré y admiro porsu sabiduría.

Algunos cuentos, en fin, que megustan, que disfruto y que amo cada vez

más.

Un libro de cuentos termina, porsupuesto, con un cuento. Este se llamaLa Historia del Diamante Oculto y estábasado en un relato de I. L. Peretz:

En un país muy lejano vivía uncampesino.

El era el dueño de un pequeñocampo, donde cultivaba cereales y de unjardincito que hacía las veces de huerta,donde la esposa del campesino plantabay cuidaba algunas hortalizas queayudaban al magro presupuesto familiar.

Un día, mientras trabajaba su campotirando con su propio esfuerzo delrudimentario arado, vio entre los

terrones de la buena tierra, algo quebrillaba intensamente. Casi desconfiado,se acercó y lo levantó. Era como unvidrio enorme.

Se sorprendió del brillo, queenceguecía al recibir los rayos del sol.Comprendió que se trataba de unapiedra preciosa y que debía tener unvalor enorme.

Por un momento, su cabeza vagósoñando con todo lo que podría hacer sivendiera el brillante, pero enseguidapensó que ese diamante era un regalodel cielo y que él debía cuidarlo yusarlo solamente en caso de emergencia.

El campesino terminó su tarea y

volvió a su casa llevando consigo eldiamante…

Le dio miedo guardar la joya en lacasa, así que cuando anocheció salió aljardín, hizo un pozo en la tierra entre lostomates y enterró allí el diamante. Parano olvidar dónde estaba enterrada lajoya, puso justo sobre el lugar una rocaamarillenta que encontró por allí.

A la mañana siguiente, el campesinollamó a su esposa, le mostró la roca y lepidió que por ninguna razón la movieradel lugar. La esposa le preguntó por quétenía que estar esa extraña piedra entresus tomates. El campesino no seanimaba a contarle la verdad, temía

preocuparla, así que le dijo: —Esta esuna piedra muy especial. Mientras esapiedra esté en ese lugar, entre lostomates, tendremos suerte.

La esposa no discutió estedesconocido perfil supersticioso de sumarido y se las arregló para acomodarsus plantitas de tomate.

El matrimonio tenía dos hijos, unvarón y una niña. Un día, cuando la niñatenía diez años le preguntó a su madrepor piedra del jardín.

—Trae suerte —dijo la madre y laniña se conformó.

Una mañana, cuando la hija salíapara el colegio, se acercó a los tomates

y tocó la roca amarillenta (ese día teníaque dar un examen muy difícil).

Sólo por casualidad o porque la niñafue más confiada a la escuela, el caso esque el examen salió muy bien y la niñaconfirmó «los poderes» de la piedra.

Esa tarde cuando la niña volvió a lacasa, trajo una pequeña piedraamarillenta que colocó al lado de laanterior.

—¿Y eso? —preguntó la madre.—Si una piedra trae suerte, dos nos

traerán más suerte —dijo la niña en unalógica indiscutible.

A partir de ese día, cada vez que laniña encontraba una de esas piedras, la

acercaba a las anteriores.Como un juego de complicidades o

como una manera de acompañar a laniña, también la madre comenzó con eltiempo a apilar piedras junto a las de suhija.

El hijo varón, en cambio, creció conel mito de las piedras incorporado a suvida. Desde pequeño le habían enseñadoa apilar piedras amarillentas al lado delas anteriores.

Un día, el niño trajo una piedraverdosa y la apiló con las otras…

—¿Qué significa esto, jovencito? —lo increpó la madre.

—Me pareció que la pila quedaría

más linda con un toque verdoso —explicó el joven.

—De ninguna manera, hijo. Quitaesa piedra de entre las otras.

—¿Por qué no puedo poner esaverde con las demás? —preguntó elniño, que siempre había sido bastanterebelde.

—Porqueee… ehh… —balbuceó lamadre (ella no sabía porque sólopiedras amarillentas eran las que traíansuerte, sólo recordaba las palabras de sumarido «una piedra como esta entre lostomates trae suerte»).

—¿Por qué, mamá, por qué?—Porque… las piedras amarillas

traen suerte sólo si no hay piedras deotro color cerca —inventó la madre.

—Eso está mal —cuestionó el niño— ¿por qué no van a traer igual suerte siestán con otras?

—Porque… eh… ah… las piedrasde la suerte son muy celosas.

—¿¡Celosas! —repitió el joven conuna risa irónica—piedras celosas? ¡Estoes ridículo!

—Mira, yo no sé de los por qués ylos por qué—nos de las rocas, si quieressaber más, pregúntale a tu padre —ledijo la madre y se fue a hacer sus cosas,no sin antes retirar la intrusa piedraverdosa que el niño había traído.

Esa noche, el niño esperó hasta tardea que su padre volviera del campo.

—Papá, ¿por qué las piedrasamarillentas traen suerte? —le preguntóapenas lo vio entrar— ¿y por qué lasverdosas no?

¿Y por qué las amarillas no traenmás suerte si hay una verde cerca? ¿Ypor qué tienen que estar entre lostomates?

…Y hubiera seguido preguntandoantes de escuchar respuesta, si su padreno hubiera levantado la mano en señalde detenerlo.

—Mañana, hijo, saldremos juntos alcampo y contestaré todas tus preguntas.

—¿Y porqué hasta entonces…? —quiso seguir el joven.

—Mañana, hijo… mañana —lointerrumpió el padre.

Bien temprano a la mañanasiguiente, cuando todos dormían en lacasa, el padre se acercó al joven, lodespertó con ternura, lo ayudó a vestirsey lo llevó con él al campo.

—Mira, hijo, hasta ahora no te contéesto porque creí que no estabaspreparado para conocer la verdad. Perohoy me parece que has crecido, que yaeres un hombrecito y estás encondiciones de saber lo que sea y deguardar el secreto mientras sea

necesario.—¿Qué secreto papá?—Te diré. Todas esas piedras están

entre los tomates sólo para marcar undeterminado lugar del jardín. Debajo detodas esas rocas está enterrado unvalioso diamante, que es el tesoro deesta familia. Yo no quise que los demássupieran, porque me pareció que no sehubieran quedado tranquilos. Así comoyo hoy comparto el secreto contigo, tuyaserá desde hoy la responsabilidad delsecreto familiar… Algún día tendrás tuspropios hijos, y algún día sabrás quealguno de ellos debe ser informado delsecreto. Ese día llevarás a tu hijo lejos

de la casa y le contarás la verdad sobrela joya escondida, como yo hoy te lacuento a ti —el padre besó en la mejillaa su hijo y siguió—.

Guardar un secreto también consisteen saber cuándo es el momento y quiénes la persona que puede ser digna delmismo.

Hasta tanto llegue tu día de elegir,debes dejar que los otros miembros dela familia, todos los otros, crean lo quequieran sobre las rocas amarillas,verdes o azules.

—Puedes confiar en mí, papá —dijoel jovencito y se paró erguido, paraparecer más grande.

…Pasaron los años. El viejocampesino murió y el jovencito se hizohombre. Este tuvo sus hijos y de entretodos ellos, hubo uno solo que supo a sutiempo el secreto del brillante. Todoslos demás creían en la suerte que traíanlas piedras amarillentas.

Durante años y años, generación trasgeneración, los miembros de esa familiaacumularon piedras en el jardín de lacasa. Se había formado allí una enormemontaña de piedras amarillentas, unamontaña a la que la familia honrabacomo si fuera un enorme talismáninfalible.

Sólo un hombre o una mujer en cada

generación era el portador de la verdaddel diamante, todos los demás adorabanlas piedras…

Hasta que un día, vaya a saberporqué, el secreto se perdió.

Quizás un padre que muriósúbitamente, quizás un hijo que no creyólo que le contaron. Lo cierto es que deallí en más, hubo quienes siguieroncreyendo en el valor de las piedras yhubo también quienes cuestionaron esavieja tradición. Pero nunca más, nadiese dio cuenta de la joya escondida…

FIN

JORGE BUCAY, escritor y terapeutaargentino, es conocido por sus libros deautoayuda y superación con los que seha convertido en uno de los autores másvendidos de España y América Latina.

Licenciado en Medicina en BuenosAires, Bucay es un colaborador habitual

de diarios, revistas y mediostelevisivos. Definido en sus propiaspalabras como un ayudador profesional,combina la preparación de sus libroscon cursos, seminarios y su labor comoterapeuta.

De entre su obra habría que destacarobras como Cartas para Claudia,Déjame que te cuente o El candidato,además de las llamadas «Hojas de ruta»,como El camino de las lágrimas o Elcamino de la felicidad. Traducido a másde quince idiomas, con el éxito de susúltimos libros ha conseguido situarse alnivel de autores como Paulo Coelho.