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1 Deleuze, Rancière: estética y política Por Sergio Villalobos-Ruminott 1. – Bien podríamos suponer que el supuesto desencuentro entre Gilles Deleuze, el fallecido autor de una serie de libros dedicados a desestimar las pretensiones de la ontología tradicional como clave de acceso al Ser y Jacques Rancière, uno de los nombres de pila con el que el complejo editorial-universitario se abastece en la actualidad, es un simple simulacro favorecido por el incesante trabajo de un ejército de profesores, comentaristas, editores y traductores a nivel internacional. Sobre todo porque dicho complejo funciona mediante la producción de efectos rimbombantes que, como pompas de jabón, tienden a diluirse en el aire rápidamente. Algo de eso hay, por cierto, en la forma en que el nombre “Deleuze” se constituyó en una referencia inevitable hace algunos años (“algún día el siglo será deleuziano”, nos decía, no sin ironía, Michel Foucault), llegando a ser algo así como un “símbolo” de autoridad teórica que avalaba diversas disputas disciplinarias en la filosofía y en las humanidades en general. Y algo de eso amenaza al mismo Rancière, toda vez que en torno a su trabajo se entretejen infinitos comentarios y exégesis orientadas a ubicar su pensamiento, es decir, a incorporarlo en el horizonte de una cierta tradición occidental. Y aunque todo esto pareciera ser inevitable, no por eso sería suficiente. En el espacio que aproxima y aleja al mismo tiempo a ambos pensadores, se encontrarían algunos elementos claves que permitirían reformular la relación entre estética y política, entre prácticas artísticas y formas de la resistencia y del desacuerdo pertinentes para nuestra actualidad. Ese espacio de la cercanía y la distancia está marcado, tanto para ellos como para la generación de filósofos franceses de post-guerra, por una suerte de herencia inevitable derivada, por un lado, del proyecto heideggeriano de destrucción de la metafísica y de sustantivación del poema como habla originaria de un pueblo que resiste el devenir “cartesiano” del mundo y, por otro lado, por la necesaria revisión de la tradición marxista y su anquilosamiento en el socialismo de Estado y en el estalinismo, así como por la necesidad de pensar el carácter específico de mayo del 68, sin caer en el discurso del arrepentimiento que ha caracterizado a la filosofía “madura” del establishment francés. Es decir, para ambos se trataba y aún se trata de concebir los procesos de subjetivación, ya sea como devenires minoritarios o como irrupción de un desacuerdo con las reglas de la visibilidad y la audibilidad del espacio de lo común, más allá de las determinantes propias de la filosofía de la historia que, paradojalmente, todavía asechaban la teoría de la interpelación ideológica althusseriana y su concepción del marxismo como ciencia histórica radical. Y para ambos, finalmente, el psicoanálisis como discurso maestro de dichos procesos de subjetivación resultó ser insuficiente. Tendríamos que agradecer a Rancière, entonces, el haber elaborado sus diferencias con Deleuze de manera explícita, dejándonos como alternativa no solo el comentario advenedizo o la toma de partido, sino también la posibilidad de habitar en estas diferencias

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Deleuze, Rancière: estética y política

Por Sergio Villalobos-Ruminott 1. – Bien podríamos suponer que el supuesto desencuentro entre Gilles Deleuze, el fallecido autor de una serie de libros dedicados a desestimar las pretensiones de la ontología tradicional como clave de acceso al Ser y Jacques Rancière, uno de los nombres de pila con el que el complejo editorial-universitario se abastece en la actualidad, es un simple simulacro favorecido por el incesante trabajo de un ejército de profesores, comentaristas, editores y traductores a nivel internacional. Sobre todo porque dicho complejo funciona mediante la producción de efectos rimbombantes que, como pompas de jabón, tienden a diluirse en el aire rápidamente. Algo de eso hay, por cierto, en la forma en que el nombre “Deleuze” se constituyó en una referencia inevitable hace algunos años (“algún día el siglo será deleuziano”, nos decía, no sin ironía, Michel Foucault), llegando a ser algo así como un “símbolo” de autoridad teórica que avalaba diversas disputas disciplinarias en la filosofía y en las humanidades en general. Y algo de eso amenaza al mismo Rancière, toda vez que en torno a su trabajo se entretejen infinitos comentarios y exégesis orientadas a ubicar su pensamiento, es decir, a incorporarlo en el horizonte de una cierta tradición occidental. Y aunque todo esto pareciera ser inevitable, no por eso sería suficiente. En el espacio que aproxima y aleja al mismo tiempo a ambos pensadores, se encontrarían algunos elementos claves que permitirían reformular la relación entre estética y política, entre prácticas artísticas y formas de la resistencia y del desacuerdo pertinentes para nuestra actualidad. Ese espacio de la cercanía y la distancia está marcado, tanto para ellos como para la generación de filósofos franceses de post-guerra, por una suerte de herencia inevitable derivada, por un lado, del proyecto heideggeriano de destrucción de la metafísica y de sustantivación del poema como habla originaria de un pueblo que resiste el devenir “cartesiano” del mundo y, por otro lado, por la necesaria revisión de la tradición marxista y su anquilosamiento en el socialismo de Estado y en el estalinismo, así como por la necesidad de pensar el carácter específico de mayo del 68, sin caer en el discurso del arrepentimiento que ha caracterizado a la filosofía “madura” del establishment francés. Es decir, para ambos se trataba y aún se trata de concebir los procesos de subjetivación, ya sea como devenires minoritarios o como irrupción de un desacuerdo con las reglas de la visibilidad y la audibilidad del espacio de lo común, más allá de las determinantes propias de la filosofía de la historia que, paradojalmente, todavía asechaban la teoría de la interpelación ideológica althusseriana y su concepción del marxismo como ciencia histórica radical. Y para ambos, finalmente, el psicoanálisis como discurso maestro de dichos procesos de subjetivación resultó ser insuficiente. Tendríamos que agradecer a Rancière, entonces, el haber elaborado sus diferencias con Deleuze de manera explícita, dejándonos como alternativa no solo el comentario advenedizo o la toma de partido, sino también la posibilidad de habitar en estas diferencias

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y repensar una serie de categorías que, precisamente por su uso común, tienden a circular irreflexivamente selladas, es decir, naturalizadas en una suerte de jerga teórica ya legitimada universitariamente. En tal caso, diríamos que así como Deleuze trabaja distanciándose críticamente de las operaciones historicistas y hermenéuticas propias de la filosofía de la historia, Rancière no solo es un nombre asociado con las nociones de desacuerdo, distribución de lo sensible y democracia, sino también un cierto “efecto” de desplazamiento radical de la relación entre teoría e historia, cuestión que haría posible repensar la crítica del juicio ya advertida de sus limitaciones modernas. Sin duda, esto se ve favorecido por el hecho de que el mismo Rancière se presenta como un pensador no-deleuziano cuyo interés tardío y secundario por el trabajo del primero tiene que ver con sus intereses comunes y no con algún tipo de “influencia”. Sin embargo, a pesar de declararse como un pensador no-deleuziano, Rancière comparte con éste no solo la inevitable herencia de su generación, sino también ciertos énfasis y problemas que favorecerían un posible intercambio. Gracias a esta convergencia, podemos ahora atender a los puntos de desacuerdo entre el procedimiento de uno y otro, enfatizando que es Rancière quien tiene la ventaja por el simple hecho de ser éste quien ha desarrollado de manera más o menos sistemática las claves de esta lejanía. Dichas objeciones serían tanto de carácter sustantivo (su crítica de la metafísica deleuziana como un sensualismo casi vitalista), como de carácter metodológico (su crítica de la lectura paradojal de lo estético y lo literario, todavía simbólica o alegórica) y político (su crítica a las nociones de multiplicidad y devenires minoritarios como evasiones de la problemática propiamente política de la irrupción y el desacuerdo). 2. – En una serie de intervenciones acotadas, Rancière ha evidenciado lo que a su juicio constituiría el carácter paradojal de la investigación deleuziana. Desde su temprana intervención titulada “¿Existe una estética deleuziana?” presentada en las jornadas internacionales sobre Deleuze realizadas en Brasil en 1996 y publicadas en Francia en 19981, y su comentario sobre la lectura deleuziana de la novela corta de Herman Melville, Bartleby, the Scrivener: a Story of Wall Street (1853), titulado “Deleuze, Bartleby y la fórmula literaria” en 19982; hasta sus trabajos más recientes donde destacan el capítulo dedicado a sus libros sobre cine, en La fábula cinematográfica (2001)3, la entrevista concedida a Le Magazine Littéraire el 2002, bajo el título: “Deleuze accomplit le destin de l’esthétique”, en un número entero dedicado al autor de Lógica del sentido; y su reciente texto “The Monument and its Confidences; or Deleuze and Art’s Capacity of ‘Resistance’”, aparecido en inglés el año 2010.4 En todas estas intervenciones, Rancière lejos de fomentar una lectura negligente y antojadiza, lejos de “refutar” o silenciar el pensamiento deleuziano, lo ausculta, presentándolo de manera sui generis, esto es, aplicándole a Deleuze su propia “medicina”. El procedimiento-Rancière entonces se concentra en mostrar las paradojas constitutivas del trabajo de Deleuze no desde el punto de vista de un cierto olvido, negligencia o inconcistencia técnica, sino en cuanto dichas paradojas llevan al extremo y realizan la misma condición aporética de la metafísica moderna, esto es, de la estética como horizonte reflexivo inaugurado históricamente en la Europa post-revolucionaria del siglo XIX.

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La mentada paradoja deleuziana se materializaría tanto en su “forzada” lectura de Proust, para hacer coincidir el modelo literario del autor de El tiempo recobrado con la noción de un régimen de significación post-subjetivo inorgánico o vegetal, como en su interpretación “post”-alegórica de la pintura de Francis Bacon y la lógica de la sensación como un campo de inmanencia no figurativo y ya divorciado de la predominancia tradicional de la mirada. Incluso, en su abrupta diferenciación del cine en dos edades relativas a momentos “supuestamente” diferenciables en el decurso de su historia (imagen sensorial o imagen-movimiento e imagen autónoma o imagen-tiempo), basada en un ambiguo criterio empírico (la Segunda Guerra Mundial) externo a las dinámicas intestinas del cine como campo acotado, encontramos otra vez la misma paradoja. “¿Cómo puede una clasificación entre tipos de signos quedar cortada en dos por un acontecimiento histórico externo?”5, se pregunta entonces Rancière, si antes el mismo Deleuze ha postulado la condición inmanente de la imagen más allá de la problemática subjetiva de la percepción. Un problema similar se manifestaría también en sus énfasis en la economía post-metafórica del texto literario que llevaría siempre a una metamorfosis de la vida y a la postulación de un “pueblo por-venir” (en los relatos de Kafka o en las novelas de Melville). Es esto lo que diversifica y aúna su trabajo, la insistencia en mostrar en todos los autores o pensadores que arman el recorrido de sus lecturas, un procedimiento abocado a la destrucción del juicio y a “la clausura de la representación” como postulación de un plano de inmanencia absoluta, sin poder escapar, según observa el mismo Rancière, a la ley de hierro de la trascendencia. Pero, esta imposibilidad no sería solo un problema técnico o circunstancial, sino un problema inscrito en el mismo destino moderno de la estética, según fuese diseñado por el romanticismo y la filosofía idealista alemana: “¿consumar el destino de la estética [se pregunta Rancière], volver coherente la obra moderna incoherente, no es destruir su consistencia, no es hacerla una simple estación sobre el camino de una conversión, una simple alegoría del destino de la estética? Y ¿no sería la paradoja de este pensamiento militante de la inmanencia la de hacer volver sin cesar la consistencia de los bloques de perceptos y de afectos a la tarea interminable de llenar de imágenes la imagen del pensamiento?”6 En tal caso, si Deleuze realiza el destino de la estética moderna, esto se debería a que su trabajo oscila entre una crítica radical de la representación y una cierta imposibilidad de escapar a la simbolización o alegorización como mecanismo de lectura e inteligibilidad del objeto en cuestión. Ya sea en su comentario sobre los auto-retratos de Francis Bacon, donde se enfatiza la crisis de la figuración pero sólo para volver a inscribir dicha crisis en la lectura alegórica del rostro desformado y unívoco del cuadro como criterio de lectura de la sensación producida por la pintura, ya sea en su ponderación del texto literario (Proust, Kafka, Artaud, Melville), donde se enfatiza el fin de la economía alegórica y de la convergencia entre ficción y mundo histórico, pero solo para reinstalar la alegoría en una operación de lectura que depende fuertemente de la figuración de ciertos personajes centrales que sostendrían tal interpretación. En última instancia, el problema

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con esta paradoja tiene que ver con la imposibilidad de afirmar la inmanencia absoluta y hacerla, a la vez, inteligible y operativa. Deleuze querría abandonar la crítica y producir un desplazamiento radical, pero no puede borrar las huellas de su proceso de lectura, quedando preso de la dialéctica entre diseminación e inseminación. 3. – Hay una metafísica propia a la literatura, postularía Deleuze, y ésta tendría que ver con una suerte de lógica de la sensación divorciada del sujeto sensible. Gracias a dicho divorcio, la literatura, cierta literatura concernida radicalmente con la destitución del símbolo y con la afirmación de su autonomía (de su soberanía), nos dejaría adivinar el porvenir, y en dicho porvenir, la posibilidad post-humanista de un pueblo otro, distinto al último hombre, algo así como una reactualización del postulado nietzscheano del super-hombre como “animal de pequeña salud”. Sin embargo, afirma inmediatamente Rancière, “la obra no es la locura”, y en este enunciado resuena no solo la interpretación foucaultiana de Descartes, sino las observaciones de Derrida que reparaban en la pretensión del Foucault de la Historia de la locura en la época clásica de captar el silencio de la historia moderna de la razón.7 Si la locura no es la obra, es la ausencia de obra, es la ausencia de comunicabilidad, ¿cómo se las arregla Deleuze para leer en la obra el silencio de la locura (de la histeria en Ahab o la pasividad sin voluntad en Bartleby) y la anunciación de un pueblo de hermanos, constituidos en una solidaridad horizontal sin padre ni ley, una suerte de “muro de piedras sin cemento”? Pues, complementa Rancière: “las historias privilegiadas por Deleuze no solamente son alegorías de la operación literaria, sino también mitos del gran combate, de la comunidad fraternal que se gana en el combate con la comunidad paternal” (“Deleuze, Bartleby y la fórmula literaria” 12). La objeción central es ésta: ¿porqué Deleuze hipoteca su apuesta radical por el fin de la representación y de la economía simbólica (determinada por Hegel como el asunto de la estética moderna en cuanto confrontación con la exteriorización del espíritu, después del fin del arte) en sus lecturas literarias acotadas? La respuesta es sencilla: “El personaje fabulador es el telos de la anti-representación”, esto es, el énfasis deleuzinao en los personajes literarios no hace sino “ilustrar” la crisis de la estética moderna, pero sólo a condición de reintroducir en su lectura una fuerte carga simbólica con la que dichos personajes quedan investidos como claves y figuraciones de un proceso de pensamiento inmanente; la inmanencia de dicho pensamiento se traiciona, sin embargo, al ser ilustrada, y eso es lo que las lecturas de Deleuze harían constantemente, cuestión que no resulta de un error simple de procedimientos sino que expresa la condición paradójica del horizonte filosófico moderno. Así como Derrida observaba el ventrilocuismo foucaultiano y su descuido de Descartes, así también el mismo Foucault, en una respuesta diferida a dicha objeciones, consideraba que tanto Nietzsche como Mallarmé hacían converger razón y sin-razón en una poética del pensamiento como experiencia límite, como “pensamiento del afuera”, del que no se podía dar cuenta sin traducirlo a las coordenadas de la mismidad y de la identidad.8 Sin embargo, lo que está en juego en esta observación no es solo la relación entre inmanencia y trascendencia, o de manera más rigurosa, entre el modelo del juicio

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trascendentalmente constituido y la configuración post-subjetiva (post-husserliana) de un plano de inmanencia radical, sino también el estatuto de la negatividad y la posibilidad de pensar más allá de la lógica hegeliana de la Aufheben. Y esto no deja de ser sintomático, precisamente porque la observación de Rancière a la lectura que hace Deleuze del Bartleby… repara no solo en el intento deleuziano por reemplazar una cierta metafísica idealista alemana con otra (“cambiar un suelo por otro”), cuya genealogía arrancaría con los estoicos y Lucrecio, y que pasaría, por un lado, de Espinoza a Bergson, vía Flaubert; y por el otro, llegaría a Hume y, vía Hume, al pragmatismo norteamericano (donde los hermanos James aparecen como confirmación del patchwork americano y de la hermandad del pueblo por-venir), sino también en una cierta correspondencia entre el vitalismo afirmativo de Deleuze y la metafísica de la voluntad de Schopenhauer. Habría que reparar en el humor contenido en esta observación: Deleuze, el filósofo que inscribió su nombre en el catálogo de la filosofía contemporánea con una lectura anti-hegeliana de Nietzsche, no solo volvería a Schopenhauer, sino al mismo Hegel, al no poder escapar de la función simbólica del arte que el viejo filósofo alemán previó como su destino (ser un símbolo del despliegue extrañado del espíritu). Y el gesto humorístico no termina ahí, pues el mismo Deleuze, sin advertir los vaivenes de su metafísica vitalista terminaría siendo traicionado por un cierto vitalismo vulgar y corriente, al estilo de aquellos seguidores de Zaratustra que, traicionando sus enseñanzas, organizaban “la fiesta del burro” para celebrarle. Sin embargo, la divergencia entre las anunciaciones de Zaratustra y Bartleby, para Rancière, no son menores, precisamente porque a diferencia del primero, el segundo no anunciaría la muerte de Dios sino su locura, su imposibilidad de preferir, su indiferencia absoluta (“I would prefer not to”), y en esta ausencia de voluntad se escenifica un abandono desértico que hace imposible aunar, ingenuamente, ontología y política. El problema radica, en todo caso, en que en esa comunidad desértica y fraternal de hermanos se reconstituye igualmente un pasaje entre ontología y política, pasaje relativo a las pretensiones del vitalismo deleuziano más allá del mismo Deleuze: “Bajo la máscara de Bartleby, Deleuze nos abre la gran-ruta de los camaradas, la gran ebriedad de las multiplicidades gozosas emancipadas de la ley del Padre, el camino de un cierto “deleuzismo” que quizás no sea más que “la fiesta del burro” del pensamiento de Deleuze” (“Deleuze…” 17). 4. – Si el problema de procedimientos en Deleuze tiene que ver con su dependencia del modelo simbólico y con su investimiento en el personaje como “figura conceptual” todavía dependiente de la economía de la referencia y el anunciamiento, la objeción sustantiva de Rancière apunta entonces a sus presupuestos ontológicos, donde se configuraría no una metafísica tradicional sino una “nueva” física abocada a la lógica de las sensaciones y de la imagen más allá de la conciencia y del sujeto. Sin embargo, otra vez, lo que resulta contraproducente de esta ontología casi pata-física es su incapacidad de pensar su propia política. Detengámonos acá brevemente: no se trata de pensar la relación entre ontología y política, algo que Badiou le achacaría a ambos, a Deleuze por ser “un pensador de la univocidad del Ser”9, a Rancière, por no hacer ni “política” ni “filosofía”, es decir, por no arriesgarse a sostener sus propuestas ontológicamente.10 Se trata, por el contrario, de atisbar

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las consecuencias políticas de la ontología de la multiplicidad deleuziana que tienden a materializarse, más allá de “la fiesta del burro” (del deleuzismo académico), en una afirmación improcedente de la nueva comunidad de hermanos como un “nuevo pueblo”, en un caso, y en una igualmente insustancial apuesta por la noción de multitud, en el otro caso. En el primer caso, al identificar el mensaje redentor de lo literario con el advenimiento de un pueblo de hermanos, desligado de las jerarquías de la ley y del padre (de la tradición literaria europea y soviética), Deleuze no solo retoma el mito fundacional del American Exceptionalism, que va desde el mismo Hegel y Tocqueville, hasta Hanna Arendt y Richard Rorty, y que encuentra sus claves poéticas en Melville y Walt Whitman (vía D. H. Lawrence), sino que opone dicha fabulación a la ficción moderna. Por supuesto, la observación de Rancière no reduce la elegancia del argumento deleuziano a dicha tradición excepcionalista, sino que sugiere el parentesco entre dicho excepcionalismo y la historia de Occidente. Así, si para Deleuze la literatura “no debe producir metáforas sino metamorfosis”11, su potencialidad radica no sólo en la anunciación del pueblo por venir, sino en su preparación para dicho arribo. Aquí yace uno de los más delicados pliegues del desencuentro entre ambos, pues la acusación de fondo consiste en mostrar no solo cómo Deleuze realizaría el destino moderno de la estética, sino como su lectura, a la vez destructiva y alegórica, de lo literario, todavía habita el horizonte kantiano de lo sublime, pero de una manera ambigua. Dicha ambigüedad sería un impensado en el pensamiento deleuziano, y como tal, daría paso a la crisis constitutiva de su alambicada arquitectónica. El otro gran pensador contemporáneo del estatuto de lo sublime, François Lyotard, habría terminado, para Rancière, en una posición radicalmente opuesta a la de Deleuze, pues mientras ambos invierten la relación kantiana entre la diversidad de lo sensible y la razón, para uno, el exceso de la experiencia sensible se manifestaría como fin de la utopía iluminista de la emancipación, como fin de la modernidad emancipatoria si se quiere, mientras que para el otro, dicho fin sería desde ya una “buena nueva”: “La utopía fraternal se vuelve un mero avatar del sueño emancipatorio nacido con la Ilustración, el sueño de una conciencia maestra de sí misma y del mundo, libre del poder del Otro. Para Lyotard este sueño de una humanidad que es maestra de sí misma no solo es ingenuo, es criminal”.12 Así, la diferencia entre “lo inhumano” y “el pueblo por-venir” no solo mostrarían las diferencias de Lyotard y Deleuze como vástagos de la sublimidad kantiana, sino que acercaría peligrosamente la propuesta deleuziana a una suerte de “alma bella” cuya ingenuidad no la exime de las consecuencias asociadas con el vitalismo contemporáneo. En el segundo caso, al no sacar plenamente las consecuencias producidas por el vaciamiento del espacio que media entre ontología y política, el pensamiento deleuziano habría favorecido la conversión de la multiplicidad, en cuanto categoría de una “ontología singular”, al concepto histórico-sociológico de multitud, cuestión que entorpece aún más la problemática de lo político, que para Rancière está inexorablemente ligada a la noción de pueblo. El pueblo no es un agregado sociológico sino la irrupción de una nueva distribución de lo sensible que interrumpe el orden policial para desordenar su

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distribución ya naturalizada y consagrada en términos administrativos. Así, la multitud sigue siendo una categoría genérica y descriptiva que expresa en un plano histórico acotado una cierta tradición de pensamiento abocada a la descripción de formas de vida y trabajo propias del siglo XX.13 El problema con esto no es la inoperatividad de dicha noción, sino la ambigua sensación que produce al describir movimientos de oposición interinos a la producción capitalista, pero todavía en términos de su diagrama espacial. En última instancia, la multitud no es sino una condensación fortuita y circunstancial de la problemática de la multiplicidad, no necesariamente favorecida por Deleuze y Guattari, pero tampoco combatida por estos.14 En cuanto conversión antropológica de una categoría “ontológica”, no sólo sustantiva sus potencialidades políticas sino que romantiza, de una u otra forma, procesos de desterritorialización inherentes al patrón de acumulación contemporáneo, al sindicarlos como emergencia de una nueva subjetividad política, una subjetividad, en todo caso, inherente al Imperio, esto es, todavía inscrita en el modelo policial de la distribución de lo sensible.15 Aquí es donde la comunidad fraternal melvilliana de marineros sin pasado y ajenos a la “ley del padre” anticipa, según la hipótesis onto-política de la multitud, la desterritorialización contemporánea de los procesos de subjetivación, pero no en un páramo desértico o en un infinito oceánico, sino totalmente inscrita, territorializada, en el Estado planetario. Este sería el anverso y reverso de la onto-política de la multitud, su copertenencia a la figura del Imperio.16 5. –En este sentido, resulta importante señalar que en la oposición entre política y policía la política no es ni una disputa por el poder del Estado, ni una cuestión filosófica o de fundamentos. Este sería, precisamente, el eje del procedimiento-Rancière: el desplazamiento de la filosofía política y de las disciplinas sociales abocadas a reducir lo político a una cuestión de fundamentos o a una mera descripción de procedimientos y actitudes. En tal caso, la política es la misma irrupción del desacuerdo y no una doctrina o un juego de normas estratégica o teleológicamente orientadas al poder. Gracias a este desplazamiento, Rancière adquiriría una relevancia innegable, pues se coloca inmediatamente aparte de las concepciones que piensan la política como especificidad de un subsistema social (Luhmann), así como de aquellas que la piensan como una práctica incontaminada por la esfera social y los intereses económicos (Arendt). Ni siquiera se aproxima a la versión schmittiana que la piensa como una disputa partisana entre amigo y enemigo, ni menos como una descripción alucinada con las metamorfosis de la soberanía y del poder global contemporáneo (Agamben). Por el contrario, no hay especificidad de la política salvo la de ser tanto una irrupción dislocante como una interrupción del orden de lo dado. Así, la “genealogía política” rancièriana se funda en una copertenencia constitutiva entre la política y la democracia, lo que termina por desplazar los fetiches de la filosofía política contemporánea –sus insistencias en la bio-política, la teología política, el poder estatal, etc.–, que serían más propias de las preocupaciones policiales del saber que de las prácticas sociales de aquellos sujetos constituidos en la experiencia de la lucha y la resistencia. En última instancia, se trata de pensar el desacuerdo como una práctica histórica de suspensión del consentimiento (de ahí entonces su distancia con Althusser).

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Desde sus tempranos trabajos sobre el maestro ignorante y el ocio proletario, hasta sus intervenciones más recientes, el procedimiento-Rancière es consistente con una re-definición conceptual y un desplazamiento de los sobre-entendidos habituales. Así, la democracia no es el enemigo ideológico de la libertad, ni un régimen de excesos que marcarían el declive de la república moderna17, ni la estética una tradición filosófica de larga trayectoria dedicada a indagar los avatares de la belleza, sino un régimen acotado de visibilidad surgido de la descomposición decimonónica de las bellas artes y relacionada con la emergencia de una poética des-generada y contaminante de los lugares consagrados de la decibilidad.18 Así mismo, el pueblo no alude a un sujeto preconstituido y representado en la lógica policial del Estado parlamentario contemporáneo, ni menos se reduce a la lógica populista de la interpelación hegemónica (a là Laclau, por ejemplo), sino que se refiere a la irrupción de un diferir que interrumpe los consensos y que expresa procesos de subjetivación no reducibles al espacio pre-asignado de lo político, conteniendo por lo mismo, la posibilidad de nuevas espacialidades. Es como si Rancière, cercano a un Foucault todavía indeciso con respecto a sus descripciones de los mecanismos del poder, se hubiese dedicado a desarrollar la genealogía de las prácticas de ruptura y resistencia, sin extraviarse con las retóricas sobre la monumentalidad o la multidimensionalidad del poder, del Estado, o de las estrategias bio-políticas contemporáneas. Todas estas analíticas materiales de las nuevas positividades sociales no tienen mucho que ver con su trabajo, el que se orienta, mediante desplazamientos acotados, hacia una concepción de lo político que nada necesita del saber ni de los discursos maestros. Esto cerraría el argumento rancièriano contra Deleuze y el “deleuzismo”, su discrepancia a nivel sustantivo, metodológico y político. Después de todo, su reclamo tiene que ver con una concepción radical de la poética, una concepción donde los “devenires minoritarios” aludidos por el primero no alcanzan a dar cuenta de las intrincadas relaciones entre estética y política. Lo político es también lo poético, pero aquí otra vez nos encontramos con el procedimiento-Rancière en pleno: lejos de re-editar la manía filosófica heideggeriana dedicada a desentrañar las claves del Dichtung antes de la “caída”, Rancière, al igual que Badiou, desestima el énfasis en la poética como figura asociada a un nombrar esencial y se concentra en la poética como irrupción en el ámbito literario de una decibilidad contaminante y subversiva de las jerarquías y los géneros tradicionales. Sin embargo, y aquí está su diferencia con Badiou y su cercanía con Deleuze, esta distancia con respecto a la “edad de los poetas” no se hace en nombre de la filosofía como campo universal y comprometido con la verdad en sentido platónico, sino para recuperar el resonar poético de la lengua sin que en ello medie ninguna sacralidad. 6. – Todo lo anterior sería, sin embargo, indicación de un primer momento de la confrontación o del desencuentro. Todavía haría falta, como mínimo, cuestionar sostenidamente la operación de lectura rancièriana, no sólo por sus énfasis en una cierta historicidad empíricamente determinante de la emergencia moderna de lo estético y lo político (lo que Badiou llama su “fenomenología historicista”19) y que estaría asociada con la emergencia de un régimen “poético” que contaminaría y subvertiría las jerarquías que tramaban la organización genérica de las Bellas Artes, así como el espacio acotado de lo

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político constituido en torno a una distribución proporcional de las partes; sino también porque dicha operación, asociada al desplazamiento de la filosofía como discurso maestro y a una genealogía conceptual que invierte la doxa terminológica de la “teoría” contemporánea, no sería accidental sino decisiva para su forma de pensar. No se trata, en todo caso, de corregir el sesgo empírico de su etnografía, sus permanentes referencias a la literatura francesa (Flaubert, Mallarmé, Proust) y la universalización de su análisis a partir de los mecanismos detectados en dicha tradición (lo que recuerda los típicos reclamos historicistas contra Foucault, y que da pie al ejercito de investigadores post-colonialistas, ávidos de ingresar al archivo occidental). Se trata, por el contrario, de pensar cómo, de la misma forma en que él entiende la política en tanto que emergencia de un desacuerdo que irrumpe históricamente desdibujando los diagramas del poder, su pensamiento y sus estrategias, más que operaciones filosóficas o histórico-hermenéuticas destinadas a confirmar un cierto proceso social, irrumpen en la escena intelectual haciendo visible lo que resulta “desapercibido” para esta. En efecto, es en la teoría rancièriana de lo político donde hay que buscar el sentido de su propia performance reflexiva, pues allí se pliega lo ontológico y lo histórico, lo que supone una teoría de la acontecimentalidad que debe ser explicitada y comentada. Esto es, finalmente, lo que marcaría aquel espacio de la convergencia y la distancia que caracteriza al pensamiento francés contemporáneo, desde Foucault en adelante, uno de cuyos temas centrales es, precisamente, el estatuto eventual de una noción de ruptura no dialéctica (o, de una dialéctica no hegeliana). Así como Deleuze lee en el texto literario y en el procedimiento estético su propia cancelación y el advenimiento de un porvenir desterritorializado de las dinámicas del poder y la representación, así mismo Rancière entiende sus intervenciones como irrupciones del desacuerdo, quitándole el piso a los discursos maestros y devolviendo la atención a las dinámicas históricas y a los proceso materiales de subjetivación. Su gesto es radical y modesto: la política sigue siendo una cuestión relativa al sujeto. Pero eso nos lleva inevitablemente a otro desacuerdo.

Fayetteville, primavera del 2012                                                                                                                1 “¿Existe una estética deleuziana”, en: Gilles Deleuze: una vida filosófica. Colombia: Revista Se cauto, 1999. 205-211. 2 Utilizamos como referencia la versión en inglés “Deleuze, Bartleby and the Literary Formula”, en: The Flesh of Words. The Politics of Writing (traducción de Charlotte Mandell). California: Stamford University Press, 2004, pero citamos de acuerdo a la versión inédita en español de Ernesto Feuerhake. 3 La fábula cinematográfica. Reflexiones sobre la ficción en el cine. Barcelona: Paidós, 2005. 4 “L’Effect Deleuze”, Le Magazine Littéraire N 406, febrero 2002. Y, Dissensus. On Politics and Aesthetics. New York: Continuum, 2010. 169-183. 5 “¿De una imagen a otra? Deleuze y las edades del cine”, en: La fábula cinematográfica, 137. 6 ¿Existe una estética deleuziana?, 211.

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                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         7 En la segunda edición de la Historia de la locura de 1972, Foucault contesta sucintamente las observaciones que Derrida desarrolló en su texto “Cogito e historia de la locura”. Ver: Historia de la locura en la época clásica. México: FCE, 1992. Y, La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 1989. 47-89. 8 “El hombre y sus dobles”, capítulo 9 de Las palabras y las cosas. México, Siglo XXI, 1968. 295-333. 9 Alain Badiou, Deleuze. “El clamor del ser”. Buenos Aires: Manantial, 1997. 10 Alain Badiou, “Rancière and Apolitics”, en: Metapolitics. New York: Verso, 2005. 114-123. 11 “The Monument and its Confidences; or Deleuze and Art’s capacity of ‘Resistance’”, en: Dissensus, 180. 12 “The Monument…” 182. 13 De hecho Rancière advierte que el fundamento socio-económico de la noción de multitud se halla en el “obrero social”, categoría central de los análisis de la Autonomia Operaia en los años 1970. 14 Curiosamente, esta observación es inversamente proporcional al reclamo de Negri y Hardt contra la supuesta indefinición deleuziana: “Deleuze and Guattari, sin embargo, parecen capaces de concebir positivamente solo las tendencias hacia el movimiento continuo y las fugas permanentes, y por eso en su pensamiento, también, los elementos creativos y la ontología radical de la producción de lo social se mantienen insustanciales e impotentes”(28). Ver, Empire. Massachusetts: Harvard University Press, 2000. Esa ontología radical de la producción, sin embargo, para Rancière es una herencia que el análisis marxista de la economía política le deja al pensamiento de la multitud, y no una formulación acertada de los procesos de subjetivación como clave de la política. De aquí, sostenemos, surge la relación constitutiva en el “deleuzismo” contemporáneo entre onto-política y antropología productivista. 15 Ver la entrevista con Eric Alliez en: Rancière, “The People or the Multitudes?” en: Dissensus, 84-90. 16 “The People or the Multitudes?” 17 El odio a la democracia. Buenos Aires: Amorrortu, 2006. 18 The Politics of Literature. Massachusetts: Polity, 2011. 19 “Rancière and Apolitics”, 116.