dedicada a mis padres, a mi hermana y cuñado, y a … · ... uno de los lugares ... para decorar...

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Dedicada a mis padres, a mi hermana y cuñado, y a mis tres sobrinas: Bianca, Judith y Acacia

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Dedicada a mis padres,a mi hermana y cuñado,

y a mis tres sobrinas: Bianca, Judith y Acacia

El Cristo de Sal

Tomás Pastor Mora

El Cristo de Sal

© Tomás Pastor Mora

ISBN: 978-84-9948-441-9Depósito legal: A-725-2011

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33C/ Decano, n.º 4 – 03690 San Vicente (Alicante)www.ecu.fme-mail: [email protected]

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 96 567 19 87C/ Cottolengo, n.º 25 – 03690 San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electróni-co o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

Agradecimientos

A mi primo, José Manuel Viudes, por aguantar mis charlas sobre esta historia cuando la estaba escribiendo.

A mis amigas y primeras lectoras, Conchi Sánchez y Tere Garri.

A Albarracín, Teruel, un pueblo que bien podría ser parte de un cuento, hasta que recorres sus calles y sientes que la rea-lidad puede superar a la ficción.

A la Laguna Rosa, Torrevieja, uno de los lugares más bo-nitos de mi tierra. Espero que esta novela contribuya a que el respeto y la conservación por el medio ambiente sea cada vez mayor por aquellos que solemos ir a visitar ese lugar. Allí podrás disfrutar de los increíbles atardeceres que nos regala la naturaleza.

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Fue a mediados de los años setenta cuando comenzó a propagarse el boom turístico en toda la Costa Blanca. El clima y sus estupendas playas colmadas de fina arena, junto a la gastronomía mediterránea y la gran calidad de vida, eran parte de su atractivo.

Un concurso de televisión tenía en aquella época como premio estrella un apartamento en Torrevieja. Eso aportó una gran cantidad de turismo al municipio tanto nacional como extranjero, provocando una gran demanda en el sector de la construcción.

Inicialmente fueron apartamentos al lado del mar, pero la escasez de terrenos en primera línea creó una subida en el mercado, optando las constructoras por crear urbanizaciones dotadas de servicios, en zonas donde la playa quedaba a varios kilómetros de distancia.

Rafael y su esposa Rosa viajaron hasta Torrevieja a principios de 1973. Querían comprar una casa en una nueva urbanización que se iba a construir a las afueras del pueblo. No les fue difícil encontrar la oficina de ventas, en la misma carretera general había un cartel de enormes proporciones en el cual figuraba su nombre: Laguna Encantada. Con una flecha en su parte inferior y la indicación de 500 metros.

Ya en la oficina, aprovecharon que el promotor estaba ocu-pado con unos clientes para curiosear la maqueta que había en la entrada. En la misma se podían ver los conjuntos de casas adosadas y de doble planta repartidos en varios bloques y, en-tre ellos, las distintas zonas verdes, donde se ubicaría un restau-rante, una piscina, un campo de fútbol y varias pistas de tenis.

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Cuando el promotor concluyó con la cita que lo tenía ocupado, se presentó ante ellos de un modo muy afable al mismo tiempo que les echaba la mano. Después de explicarles brevemente unos detalles que faltaban en la maqueta, les invitó a pasar a su despacho, donde desplegó el plano de la que podría ser su futura casa.

Después de una corta aclaración, salieron de la oficina para acercarse al único bloque que estaba, a falta de unos detalles, casi terminado. Aparcaron en una zona asfaltada con forma triangular; según el promotor, ese terreno sería el aparcamiento privado para los propietarios.

Ya en el patio les explicó dónde quedaría ubicada la barbacoa y las plantas que se pondrían en las jardineras que había pegadas a la valla medianera.

Al abrir la puerta principal de la casa quedaba a la vista el salón-comedor, que poseía una céntrica chimenea en la pared de la izquierda. Al fondo, la cocina, con una barra america-na que comunicaba con el salón, y una puerta-ventana que daba a la zona verde. Un aseo y la habitación de matrimonio completaban esa planta. Una vez observado todo meticulo-samente, subieron a la planta superior, donde había un baño central y semejantes habitaciones a ambos lados. Las dos po-seían sendas terrazas con una puerta-ventana para acceder a la misma.

Desde la terraza se percataron de que el aparcamiento no tenía salida para el otro lado. La causante era una antigua vía de tren que estaba en desuso y que en oblicuo iba estrechándolo; de ahí su forma triangular. Sobre la vía ya no quedaban ni raíles ni traviesas; habían sido quitadas y actualmente eran utilizadas para decorar jardines o como vallado en fincas. Las malas hierbas hubieran acabado con ella por completo si no hubiera sido por los muchos senderistas que a menudo pasaban por allí, o algún que otro pastor que utilizaba esa senda para trasladar el ganado a pastorear.

Desde aquella terraza y sorteando unos matorrales de cañas, se podía contemplar una preciosa laguna. Era muy llamativo

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el color rosáceo del agua, la causa de su pigmentación era la gran cantidad de sal que acumulaba. Tenía una gran extensión, tanta que desde donde se encontraban no podían apreciar el otro lado. Únicamente unas montañas que se divisaban a lo lejos daban como finalizada la zona húmeda. Dirigiendo la vista hacia el sur se avistaba el mar y unas montañas de sal que pertenecían a la empresa salinera que recolectaba aquella laguna. El promotor también les aseguró que nadie podría quitarles la vista, ya que la laguna era un parque protegido y no se podría construir más allá de la vía. Aquel lugar les cautivó tanto que esa misma tarde cerraron el trato.

* * *

Rafael y Rosa residían en una pequeña población situada en la provincia de Teruel, su nombre: Albarracín. Contaba con una catedral, una iglesia y un palacio con varios siglos de antigüedad. Una muralla lo rodeaba finalizando esta en un castillo medieval. Sus calles eran adoquinadas y le daban el aspecto de un pueblo típico. Se le podía definir como un museo al aire libre.

Siglos atrás fue un lugar con una gran hegemonía, pero a principios del siglo XX empezó a decaer, llegando en los tiem-pos actuales a un gran abandono de su patrimonio histórico-cultural, y, simultáneamente, a una decadencia en su población, donde muchos jóvenes emigraron en busca de otras alternati-vas de futuro.

Su censo apenas pasaba de los quinientos habitantes y la gran mayoría eran personas de avanzada edad. Los niños en edad escolar no superaban los cincuenta, habiendo solamente un profesor para impartir todas las asignaturas.

En invierno solía nevar, ya que se encontraba en plena sie-rra y a unos mil metros sobre el nivel del mar. Era en esas fechas cuando se llenaban sus hoteles y pensiones, sobre todo de cazadores que llegaban a las monterías que se organizaban en sus sierras, de ahí se obtenía gran parte de sus ingresos y se mantenían la gran mayoría de puestos de trabajo.

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Un pueblo demasiado tranquilo donde Rafael ocupaba la única plaza de taxista de que disponía la localidad. Para poder tomar vacaciones, un compañero que trabajaba en Teruel se trasladaba al pueblo durante esos días; tenía una casa allí y le venía bien habitarla de vez en cuando.

Rafael rozaba el metro setenta de estatura y tenía cuarenta y dos años. Siempre había estado muy delgado, pero últimamente había aumentado de peso. De cabello negro y ondulado, ojos café y muy carismático.

Rosa tenía cuatro años menos que su marido. Estaba em-pleada en el colegio municipal, donde ejercía de limpiadora; en eso era muy meticulosa. Tenía fama de ser muy buena cocinera. Según Rafael, ella era la culpable de la tripa que últimamente lucía. De cabello rubio y bastante recia, no era obesa, pero sí tenía un cuerpo forjado por el trabajo que desde muy joven ejerció en el campo. De mediana estatura y unos ojos verdes que llamaban la atención, era una mujer muy querida en el pue-blo, además de creyente y participativa, siempre que podía, en los actos religiosos que se organizaban en el pueblo.

Llevaban casados trece años y pocos habían sido los pro-blemas que habían tenido en su relación. Solamente cuando estaban recién casados tuvieron que afrontar una etapa bastan-te dura; ella se quedó sin padres en menos de un año y eso les forzó a casarse precipitadamente. Fue la principal causa de que pasaran una temporada de necesidades.

De su matrimonio habían nacido dos hijos, una pareja. Rosy era la niña y así la llamaban cariñosamente para diferenciarla de su madre. Rubia y con la piel muy blanca, en eso era igualita a su madre. Los ojos los sacó de su padre. Llevaba el cabello largo, recogido siempre con una trenza o una cola ya que no soportaba llevarlo suelto; aquella manía era más bien de su ma-dre, que no quería cortárselo. En aquellas fechas contaba con once años de edad.

Adolfo era un año menor que su hermana. Tenía el color del cabello de su padre, aunque muy liso. Los ojos eran idénticos

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a los de su madre, pronunciándosele excesivamente a causa de sus pestañas, negras y largas. Era algo más moreno de piel que su hermana, atento, servicial y muy cariñoso, tanto que a veces rozaba la zalamería. A la vez, algo travieso e inquieto; más de una vez les había acarreado algún disgusto a sus padres por culpa de los tirachinas que él mismo fabricaba.

Los dos hermanos compartían toda clase de juegos, además de tener una gran complicidad. No obstante, él siempre estaba muy resguardado por su hermana. Aunque su diferencia de edad fuera corta, ella siempre lo encubría no contándole a sus padres alguna de las travesuras que realizaba para que no fuera castigado, ya que cuando así era, a ella tampoco la dejaban salir sola a la pla-za del pueblo donde había columpios y otros juegos para niños.

Tanto Rafael como Rosa pertenecían a familias humildes. Si pudieron comprar la “casa de la playa”, como ellos la llamaban, fue gracias a que al padre de Rafael le fueron expropiadas unas tierras por el Gobierno para hacer una central nuclear.

El matrimonio pensó invertir aquel dinero en una casa cerca del mar, para que los niños disfrutaran del verano, distante de la soledad que en el pueblo reinaba en los meses estivales.

* * *

A principios de julio de aquel año llegaron los cuatro inte-grantes de la familia a la casa de la playa. Casi todo lo que había que hacer era limpiar, y aquel primer día se les hizo muy pesado después de un viaje tan largo, algo más de siete horas en el Re-nault 12 que Rafael utilizaba también como coche de trabajo. Aquella noche la pasaron como buenamente pudieron, dur-miendo sobre sábanas y utilizando el calzado como almohada.

Bien temprano fueron al día siguiente al pueblo para comprar los muebles. Estaban tan cansados que no tardaron mucho en decidirse. Les suplicaron que se los sirvieran ese mismo día, ya que otra noche más no aguantarían durmiendo así, por lo menos las camas, los sofás y sillas eran de menor

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importancia. Aquella misma tarde se lo llevaron todo. Después de ordenar toda la casa y sabiendo que esa noche dormirían cómodamente, salieron a cenar; no podían hacer otra cosa, aún no habían comprado los electrodomésticos.

—Todavía no tenemos vecinos, por lo que parece que estamos solos en el barrio —le comentó Rafael a su mujer.

—Eso parece, aunque creo que habrán vendido alguna casa más. De todas maneras, mañana se lo preguntaremos al promotor cuando vayamos a la oficina.

Tenían que pasar por allí para recoger unos papeles con los cuales poder contratar el gas.

Rafael se levantó temprano y alrededor de las nueve se acercó a la oficina. No quiso despertar a su mujer al verla tan profundamente dormida. A la vuelta se encontró con ella, que salía de la habitación; todavía se podía reflejar en su rostro la plácida noche que había pasado.

—Sí que tenemos vecinos —puntualizó Rafael—. Están casi todas las casas vendidas menos la quinta y la sexta. La de este lado —mientras señalaba a la casa que hacía esquina— es de un matrimonio español que vive en Suiza; me ha comentado que la compraron para venir aquí a vivir cuando se jubilen, aunque todavía les quedan unos años. Y de este otro lado, dos hermanos alemanes han comprado las dos siguientes, aunque no sabe cuándo vendrán, ya que no querían la casa para veranear. Dice que hace demasiado calor para ellos y que preferían pasar esos meses en Alemania. Así que no sabe si los conoceremos o no este verano.

—Creo que nos toca pasar el verano sin vecinos —dedujo Rosa—. No importa. De lo que me he dado cuenta es de que por la noche no hace falta cubrirse, hace casi el mismo calor que por el día. En el pueblo aunque sea verano hay que dormir tapado y con pijama.

—¡Normal! Aquí estamos a nivel del mar y el pueblo está en plena sierra.

—Prefiero esto. Esos cambios de temperatura no son bue-nos. Aquí se vive muy bien y se nota, ya viste cómo estaba

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anoche el restaurante, lleno de gente. Eso es porque hace muy buen clima e invita a salir de casa, por cierto, ¿te ha dado los papeles el promotor?

—Sí, menos mal. O si no, no sé cómo vamos a cocinar. —Despierta a los niños y vamos al pueblo, compramos algo

para comer, un par de botellas de gas y después nos vamos a la playa; yo voy a buscar las toallas.

Subió Rafael e hizo lo que su mujer le pidió. Llamó primero a Rosy, que había escogido la habitación que daba a la zona verde, todavía sin terminar, y seguidamente fue a la de Adolfo, que eligió la que tenía vistas a la laguna.

Ya en el pueblo preguntaron a varios transeúntes, ignoran-do estos lo que les requerían al ser también forasteros. Fue una joven lugareña la que les indicó el lugar exacto donde podían contratar el gas. Mientras transitaban por el pueblo, Adolfo y su hermana esperaban impacientes que llegara un cruce para mirar hacia el sur, fijando su vista en los mástiles que sobresalían de los barcos que estaban atracados en el puerto.

—¿Cuándo vamos a la playa? —le preguntó Adolfo a su padre.

—Cuando mamá acabe de comprar un par de cosas que nos hacen falta y desayunemos algo.

—¡Pues que termine pronto! —expresó Rosy—. ¡Me muero por darme un baño!

—Voy a comprar unas empanadillas para matar el hambre y nos vamos a la playa —les dijo su madre al notarlos tan im-pacientes.

Montaron en el coche y pusieron rumbo hacia las afueras del pueblo. Nada más terminar las casas, apareció ante su vista un impresionante mar azul. Los dos niños expresaban tales exclamaciones que daba la sensación de que estuvieran describiendo un espejismo. Para ellos era su primera vez, nunca habían visto el mar a tan corta distancia.

No era así para Rafael y su esposa, que estuvieron en Mallorca de viaje de novios, sin embargo, Rosa no guardaba

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buenos recuerdos de esa experiencia, se pasó tanto el viaje de ida como el de vuelta mareada. Desde entonces le tiene cierta ojeriza a los barcos y cada vez que contaba la historia repetía que no montaría en otro.

Salieron del asfalto para entrar en un camino de tierra donde dejaron el coche aparcado, con cierto miedo por parte de Rafael por si se quedaba atascado.

Adolfo se despojó de su camiseta y de su calzado antes de bajar del auto. Caminó por un sendero sin problemas, hasta que pisó la suave arena de una pequeña duna. En aquel momento notó el calor de la arena en la planta de sus pies. Al no querer vol-ver nuevamente al camino, comenzó a correr hasta llegar donde la arena estaba humedecida por el vaivén de las olas. Su padre lo perseguía para que no se metiera, creyendo que esa era su in-tención; pero no fue así. Cuando calmó el escozor volvió donde estaban ellas, y agarrando a su hermana de la mano le dijo:

—Vamos los dos, a mí me da un poco de miedo.Estaba nervioso ante esa nueva experiencia. Le imponía la

grandeza del mar y el rumor de su oleaje. Rosy le dio la mano y con cautela metieron un pie en el agua, a continuación, se sentaron en la orilla ante la atenta mirada de sus padres, que no tardaron en ir a acompañarlos. Era el primer verano fuera del pueblo y el matrimonio se sentía lleno de dicha, al ver, sentados sobre una toalla, cómo sus hijos jugueteaban en la arena.

Llegada la hora del almuerzo el hambre que tenían era atroz, decidiendo comer en un bar cercano al cual llegaron andando. Mientras saciaban su apetito empezaron los problemas; Rosy comenzó a quejarse del escozor que tenía en su espalda. De vuelta a casa entraron en una farmacia para adquirir una crema y aunque el mal era evidente, algo le pudo aliviar el dolor. Adolfo no alcanzó en su piel tal enrojecimiento; la suya no era tan sen-sible como la de su hermana, la prueba estaba en que, estando expuestos al sol el mismo tiempo, no alcanzó tales quemaduras.

A la semana de estar allí, Rafael tuvo que volver a Albarracín; el amigo que hacía sus servicios tenía que volver a Teruel y por el momento no podía tomar más vacaciones.

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El mes de julio pasó rápido, aunque los niños no podían divertirse excesivamente. No había jóvenes de su edad, además de que todavía no había piscina ni lugar de ocio terminado donde pudieran entretenerse. Para evitar la soledad que reina-ba en aquel lugar, algunos días tomaban el autobús y se iban al pueblo, donde además de disfrutar de la playa, Rosa apro-vechaba para comprar lo que le hacía falta, tanto para comer como para la casa.

A finales de agosto volvió Rafael para pasar los últimos días del mes con su familia y hacer el viaje de vuelta todos juntos. Puesto que disponían de vehículo, las mañanas las dedicaban a visitar diferentes playas. Nada más empezar el siguiente mes, partieron hacia el pueblo.

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Rosa comenzó con sus tareas de limpieza en el colegio, mientras que Rafael volvió a la normalidad de su taxi, haciendo diariamente viajes a Teruel.

Los dos jóvenes empezaron el curso escolar a mediados de septiembre, por el momento eran muy buenos estudiantes. Rosy destacaba sobre todo en Matemáticas y en Lengua, mientras que Adolfo lo hacía en Ciencias Naturales así como en lo que era su gran pasión: los trabajos manuales.

Ese año comenzaron a trabajar con chapa de madera, construyendo una torre Eiffel. El profesor les daba el dibujo que todos los alumnos copiaban con papel de calco sobre la chapa. El diseño constaba de ocho partes, cuatro pertenecían a las patas y las otras cuatro a la torre. Una vez calcadas se recortaba el contorno con una fina sierra de calar. Después, con una pequeña barrena, se perforaba la fina madera para poder introducir la sierra y así recortar los dibujos que lleva la torre en su interior. Todas las piezas se pegaban y se barnizaban. Terminada rebasaba los cincuenta centímetros. A Adolfo le gustó tanto cómo quedó la suya que le pidió al profesor otro

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dibujo para realizarlo en casa como pasatiempo, por lo que le facilitó uno que llevaba un espejo redondo central, el cual debía pegar en chapa de madera llevando la decoración alrededor.

Llegó el invierno y la nieve a Albarracín. Era en esa época cercana a Navidad cuando el pueblo vivía su mayor esplendor. Para cazadores y turistas aquel sitio era estupendo, se podía disfrutar de la naturaleza en todo su ambiente, pero para Adolfo y su hermana el invierno era aburrido. Solamente podían salir de casa a disfrutar de la nieve durante las horas cálidas y si el tiempo acompañaba. Si no era así, lo pasaban en casa. Se hacía muy aburrido tener que estar encerrado sin poder salir a compartir juegos con otros niños en esos días de vacaciones.

A la hora de la cena siempre estaba sintonizado el telediario. Adolfo y su hermana observaban expectantes y algo desilusio-nados al “hombre del tiempo”, que pronosticaba para el día siguiente nieve y frío en el lugar donde estaba ubicado Albarra-cín, alegrando seguidamente sus semblantes cuando llenaba de soles la zona del Levante. Los dos expresaban al mismo tiempo que señalaban el mapa en la pantalla de la tele:

—¡Mirad qué sol hace donde tenemos la casa de la playa!Al día siguiente y a la misma hora les tenía una sorpresa

preparada su padre. Cuando el meteorólogo marcó de nuevo con soles el sureste levantino, les comunicó:

—Preparaos, porque el día de Año Nuevo nos vamos a pasar unos días a la casa de la playa.

—¿Quién se queda en tu puesto? —le preguntó Rosa mientras que sus dos hijos lo celebraban con gritos y saltos.

—Se lo comenté a Carlos y me dijo que no había problema, ahora no tiene mucho trabajo en Teruel.

A Rosa le encantó la idea. Cambiar de aires por unos días les sentaría bien.

Recién estrenado el año metieron en el maletero alguna manta gruesa y partieron hacia Torrevieja, dejando atrás una postal de su pueblo, colmado de nieve y totalmente blanco, desde su muralla hasta sus plazas empedradas.

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Acercándose a la costa, el blancor de la nieve se iba perdien-do mientras que el verde de los bosques se iba afianzando en el terreno. Llegando a Valencia y tomando la carretera que bordea el mar Mediterráneo, podían admirar a un lado las montañas, y a su izquierda, el mar, que imponente hacía de acompañante en casi todo el camino. Llegando a Torrevieja el sol seguía brillan-do y el clima era muy diferente al de Albarracín.

Rafael creía que se iba a encontrar el barrio muy solitario, pero se llevó una buena impresión cuando vio las ventanas de sus vecinos subidas, y el humo saliendo por las chimeneas. Al entrar en la casa notaron un tremendo helor, tanto era así que de su aliento salía un vaho como si estuvieran en una cámara frigorífica; demasiado tiempo cerrada y sin habitar. Rafael se frotaba las manos mientras que Rosa, con las suyas cruzadas y agarrando su chaqueta para taparse el pecho, expresaba:

—¡Hace un frío de mil demonios!—Voy a ver si encuentro algún lugar donde vendan leña,

porque no vamos a comprar una estufa de gas para tres días que vamos a estar —dijo Rafael.

—Si llego yo a saber esto la hubiésemos traído de casa, pero claro, yo no pensaba que esta iba a estar tan helada —añadió Rosa.

—Yo me voy contigo, papá, así te ayudo a cargar la leña —dijo Adolfo.

Rafael se acercó hasta la valla del vecino y se asomó al interior del patio. Un señor de pelo cano que se encontraba en el salón salió al verlo curioseando. Se notaba que era extranjero solamente con ver su rostro, pero ignoraba si sabía hablar castellano. Abreviando palabras le dijo:

—Hola, buenas tardes, yo vecino —mientras se señalaba a sí mismo—, esta, mi casa —señalándola también—. Feliz Año Nuevo.

Aquel hombre le contestó en un castellano pobre pero entendible.

—Igual para ti, Feliz Año, mi nombre es Herber, mucho gusto. —Y se echaron la mano.

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—Yo querer preguntar dónde comprar leña para chimenea. Mi casa mucho frío —dijo Rafael haciendo gestos de estar helado.

—Yo comprar lado carretera —orientando con señas la dirección donde la había adquirido.

Rafael le dio las gracias y puso rumbo hacia la salida de la ur-banización. Allí encontraron una exposición de figuras de piedra y escayola. En la parte trasera divisaron un montón de leña, pen-saron que ese sería el lugar donde el señor Herber había compra-do la leña y también el que les señaló. La introdujeron en el male-tero y retornaron a casa, encendiendo seguidamente la chimenea y acudiendo toda la familia a calentarse. Una vez la casa caldeada y ordenada, decidieron ir al pueblo, tenían que aprovisionarse para esos días. Allí les alcanzó la noche y se quedaron a cenar en una pizzería, para ellos era una exquisitez que solamente podían catar cuando se encontraban en Torrevieja. Ya de vuelta se senta-ron frente al televisor, hasta que, uno a uno, fueron rindiéndose al cansancio y abandonando el sofá para irse a la cama.

Rafael se acercó a la oficina de ventas a la mañana siguien-te para recoger unos papeles que habían quedado pendientes desde el verano. Conversó con el promotor, el cual le comentó que todas las casas de su bloque estaban vendidas y que eran todos extranjeros menos en una, que había sido adquirida por un matrimonio de Madrid. Rafael le preguntó si tenían hijos, era importante para él que jóvenes de la edad de los suyos ron-daran por la zona. Le dijo que el matrimonio era más o menos de su edad y que tenían una niña que no había visto, pero según le comentaron los compradores, la joven tenía ocho años.

Al volver a su casa se lo hizo saber a su mujer: —Me ha dicho el promotor que está todo el bloque vendido y

que son todos extranjeros, menos un matrimonio que es español y al parecer tienen una niña. Como sean antipáticos, tendremos que aprender a hablar alemán —comentó bromeando.

—Ya los conoceremos si vienen en verano, de todas maneras si los extranjeros son buenos vecinos por mí no hay problema en aprender idiomas —siguiéndole la broma.

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Aquella mañana fueron a visitar el pueblo. Querían hacer alguna compra para el día de Reyes. Todavía les faltaba comprar los regalos para los padres de Rafael.

Contemplaron varios escaparates hasta que llegaron a uno que les llamó la atención. Curiosearon por la cristalera cada uno de los artículos que allí había. Lo que más abundaba era el tema marinero; nudos, timones, barcos metidos en botellas, si bien, lo que más les sorprendió y sobre todo a Adolfo, fueron los barcos de sal. Se preguntaba cómo sería posible hacer aquello. Al resto de su familia también les gustó, principalmente uno que resaltaba en la estantería debido a la luz fluorescente que recibía desde arriba.

Entraron en la tienda y después de preguntar el precio, decidieron llevárselo. Pensaron que sería un buen regalo para el abuelo, pocas veces visitó el mar y una vez le comentó que si hubiera nacido cerca de él, le hubiera gustado ser marinero. Adolfo miraba embobado a la dependienta cómo envolvía con papel de regalo el barco, que se encontraba resguardado en una caja acristalada.

—¿Te gusta el barquito, guapetón? —le preguntó ella viendo lo embelesado que estaba mirándolo.

Adolfo apartó la vista del barco y con cara de asombro le dijo:

—Me gusta mucho, pero... ¿cómo lo han hecho? ¿Cómo le han pegado la sal?

—Nosotros no le pegamos la sal —contestó riéndose—. Se hace el barco y más tarde se mete en la laguna, se deja durante un tiempo y la sal queda pegada por todo el barquito.

—¿No lo hace usted?—Pues no, yo no lo hago, estos barcos los fabrica un arte-

sano que vive en el pueblo, yo solamente le compro todos los que hace para venderlos más tarde aquí.

—Pues es... es muy bonito, me gustaría hacer uno a mí.—¿Sí? Dile a tu mamá que te lleve a la casa del señor que

los hace, y cuando te hagas un buen artesano te los compraré a ti también.

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—¿Y dónde vive ese señor?La dependienta soltó una carcajada, su comentario anterior

había sido en broma, no pensaba que a él le interesara tanto esa artesanía como para llevarla a cabo.

—Vive cerca de la laguna. Saliendo del pueblo en dirección a Cartagena y pasado el cine de verano, hay una casa con puertas y ventanas pintadas en color verde. Al lado hay una caseta vieja con el tejado de madera medio derrumbado, desde allí salía el tren antiguamente. Pero si piensas ir, pregunta por el tío Tono y no tendrás problemas. Así es como le conocen en el pueblo.

Finalizado el cuidadoso envoltorio y abonada la cuenta, salieron de la tienda. Nada más pisar la calle, Adolfo le preguntó a su madre:

—Mamá, ¿vamos a ir a visitar a ese señor? —¿Qué señor? —preguntó ignorando su petición.—El señor que nos ha dicho la señora de la tienda, el tío

Tono.Su madre creía que no se había tomado en serio las expli-

caciones de la dependienta, pero al advertir la expresión de su cara cuando se lo pidió, se percató de que hablaba en serio. Para que no insistiera se excusó diciéndole:

—Ahora es Navidad y seguro que ese señor no trabaja en estos días, cuando vengamos en verano iremos a visitarlo.

Adolfo creyó la respuesta de su madre, aunque ella se lo dijo pensando que cuando llegara el verano ya se habría olvidado.

Nunca se había fijado en la laguna, pero desde que vio aquel barco no dejaba de salir a su terraza a contemplarla. Alguna vez pasó por la vía y vio el sendero que se adentraba, pero siempre sintió miedo de entrar por aquellos cañares altos y tupidos de maleza.

Estuvo cavilando y preguntándose a sí mismo qué podría meter en la laguna, y cómo lo hallaría en el verano. Rebuscó en su casa esperando encontrar algo que nadie echara de menos, pero no halló nada de poco valor. Aquel mismo día paseando con su hermana y su madre, se encontró al lado de los cubos de

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basura unas gafas con el marco de plástico y con un solo cristal, le quitó el otro y le pidió a su hermana que le acompañara. Ella tenía tanto miedo como él a pasar por aquel sendero, no era nada corto y al no tener ellos una altura desarrollada, la sensación de agobio se acrecentaba al impedirles los matorrales la visión. Aunque su mayor temor era encontrarse alguna culebra, muy frecuentes en las zonas de cañares. Estando indecisos en la entrada, él le dijo:

—¡Corre y no pienses!Adolfo se adentró y su hermana hizo lo mismo. Aquel tramo

se les hizo eterno, en el par de minutos que tardaron en llegar a la arena muchas cosas pasaron por su mente. Debido a la gota fría de aquel año y la poca evaporación en aquellas fechas, la laguna se encontraba al máximo de su capacidad. Adolfo se quitó los deportivos y los calcetines para no mojarlos y se metió un par de metros dentro. Dejó el marco de las gafas sumergido y le pidió a su hermana que le tirase un trozo de caña. La pasó por uno de los agujeros y la hincó en el fango, así sabría dónde las dejó cuando retornara en verano. Salió y se calzó de nuevo, retomando el camino de vuelta. Mientras se alejaba, volvía a menudo la vista hacia atrás, fijándose en todo lo que había alrededor de la caña y memorizando así el lugar donde la había clavado. Franquearon el sendero con la misma velocidad que anteriormente, aunque esta vez Adolfo iba detrás intentando asustarla:

—¡Cuidado, una culebra! —gritaba reiteradamente. Al lle-gar a la vía empezaron a reír del miedo que habían pasado.

Partieron hacia Teruel al día siguiente. Iban a pasar la noche de Reyes en casa de los abuelos como hacían todos los años si las inclemencias del tiempo no lo impedían. Con mucho cuidado, dejaron el barco de sal a un lado del maletero y ataron los bultos y maletas para que no se movieran por el camino y lo dañaran.

A la hora del almuerzo estaban en la casa de los abuelos, los cuales poseían una vivienda enorme, con un gran patio

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que la abuela decoraba con toda clase de plantas, casi todas en macetas; a ella le molestaba que jugaran allí y dañaran alguna. Más de una vez había ocurrido jugando con una pelota y el enfado por parte de ella había sido enorme.

Los abuelos vivían años atrás en Albarracín, pero debido a que la madre de Rafael se obsesionaba con cualquier dolor, decidieron irse a vivir a la capital. Aparte de que en el pueblo no había consulta diaria, el médico se trasladaba desde Teruel un par de veces a la semana. De ahí que Rafael tuviera numerosos clientes que semanalmente visitaban la capital, sea para asistir a algún especialista o para arreglar alguna clase de papeleo.

Aquella noche cenaron una estupenda carne de pavo casero que el abuelo cuidaba durante todo el año pensando en esas fechas. Después vinieron los regalos. Al abuelo le gustó muchísimo el barco de sal, nunca había visto uno de verdad, ni sabía que existían, le pareció que ponía en la estantería de su casa un trocito de mar. A la abuela le regalaron un mantón bordado que también le encantó.

El plato fuerte fue para Rosy y Adolfo, ya que los abuelos les habían comprado sendas bicicletas desmontables para que las pudieran transportar en el coche sin dificultades; Rosy escogió la de color rojo y Adolfo se quedó con la azul. Llevaban un pequeño foco que era alimentado por una dinamo, así como unas ruedas suplementarias atornilladas al cuadro que les ayudarían con la estabilidad. Alguna vez habían montado en bici, pero no eran muy diestros en el manejo, por eso los abuelos pensaron en esos apoyos para que aprendieran mejor. Quisieron probarlas aquella misma noche pero solamente pudieron hacerlo en el patio y ante la atenta mirada de la abuela, que no paraba de refunfuñar por si le destrozaban alguna planta.

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Principios de julio, mismo año

Rafael dispuso de unos días libres, que aprovechó para trasladar a su familia hasta Torrevieja. Después tendría que volver, ya que su compañero no podía hacerle el turno en esas fechas; sus vacaciones serían más adelante. Prepararon todo para salir y esta vez, aparte del equipaje, viajarían las bicicletas en la baca del coche. Adolfo metió varios de sus trabajos en bolsas y los situó en la bandeja trasera. Al llegar observaron que su zona verde estaba terminada. Habían construido dos pistas de tenis y una zona con columpios y toboganes. En la zona verde de al lado, habían terminado la piscina, la cual tenía un trampolín de obra y de varias alturas, así como un pequeño bar en uno de sus lados. Zona enlosada, de césped, vestuarios, todo rodeado de una valla metálica que la hacía más privada. Se habían apresurado para terminar esa zona verde, ya que los propietarios le exigieron al promotor que, llegado el verano, por lo menos la piscina estuviera terminada.

Al entrar en su aparcamiento había un coche con matrícula extranjera, sin embargo, la impresión que daban las casas era la de estar desocupadas. «Se habrán marchado a Alemania a pasar el verano y han dejado el coche allí», pensó Rafael.

Después de descargarlo todo y quedando todavía bastante sol, Adolfo convenció a su hermana para ir hasta la laguna, es-taba desesperado por ver cómo habían quedado las gafas. Al llegar al sendero observaron que estaba casi tapado, las cañas lo cubrían, además de nuevas hierbas que habían nacido por el suelo. De nuevo pensaron en entrar corriendo y, como el año pasado, aunque con menos miedo, volvieron a introducirse en aquel sendero. Dejaron de correr cuando terminaron los ma-torrales y ante ellos quedó el esplendor de aquella laguna, pero esta vez, debido a la evaporación que había hecho en el mes de junio, había un manto de sal de varios metros hasta llegar al agua. Estuvieron pisando y disfrutando de los crujidos que hacía la sal

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al partirse, observando las huellas de sus pisadas; lo que les pro-vocaba la sensación de que debajo de la sal estaba hueco.

Vieron la caña todavía clavada en el lodo pero completa-mente descubierta, una marca en la caña delataba lo que había descendido el agua en la laguna. Adolfo se acercó con paso lento, se puso en cuclillas al lado y con sus dedos empezó a escarbar, quitando los grumos de sal que había alrededor. Al le-vantar uno de ellos encontró una de las patillas completamente llena de sal, pero con más espesor de lo normal.

—¡Aquí están! —expresó entusiasmado.—¿Cómo han quedado?—Creo que llevan más sal de la cuenta, la tendré que rascar

con un cuchillo. Uno de los agujeros está casi tapado. —El que tenía la caña traspasada estaba completamente limpio.

—Puede que haya estado mucho tiempo dentro del agua —dedujo su hermana.

—No sé, vamos a casa y allí le doy un retoque.Al llegar dejó las gafas encima de la mesa que había en el

patio, entró a la cocina y sacó un cuchillo de sierra. Con su maña habitual, fue quitando sal hasta quedar solamente una fina capa por todo el contorno. Su madre, al percibir desde la cocina que estaban muy afanados, salió al patio y les pre-guntó:

—¿Qué tenéis ahí que estáis tan distraídos? —Adolfo dejó unas gafas en la laguna en navidades y mira

cómo han quedado.Rosa las observó, sorprendiéndose de lo bien terminadas

que estaban. Las examinó desde varios puntos creando gestos de asombro.

—Mamá, yo quiero conocer al tío Tono.—Pero ¿todavía estás con eso? Yo creía que te habías olvi-

dado. De todas maneras no conocemos a ese hombre de nada y a mí me da vergüenza ir a verlo así sin más.

Adolfo le rogó zalameramente que cambiara de actitud. Incluso ponía las palmas de las manos juntas como si estuviera suplicando, al mismo tiempo que inclinaba su cabeza buscando

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la mirada que su madre evadía para no mirarlo a los ojos; él sabía que a su madre le costaba resistirse a sus peticiones si se las pedía de ese modo.

—Solo te voy a decir una cosa. Si tu padre dice que sí, por mí no hay problemas, pero si te dice que no, ya sabes que no quiero que ruegues más —le explicó su madre.

—Está bien, se lo comentaré a papá.En ese momento salió Rafael de la casa sin haber escuchado

la conversación.—Papá, ¿me vas a llevar? —le preguntó de sopetón.Su padre ni siquiera le preguntó nada, solamente le contestó: —Pues claro que sí. Te llevo donde tú quieras.—¡Adolfo! No le has dicho a tu padre dónde te tiene que

llevar —le reprochó su madre.—¿Es que adónde quiere ir? —preguntó Rafael ignorando

cuál sería la petición.—Quiere que lo lleves a conocer a un hombre que se dedi-

ca a hacer barcos de sal, dice que quiere aprender.—¡Pues! —expresó quedándose pensativo—. Lo llevo y si

le gusta prefiero que esté haciendo eso que no otras cosas. Adolfo dio un salto para sujetarse al cuello de su padre,

comenzando a darle besos de agradecimiento.—¿Cuándo vamos a ir? —Mañana es domingo y no vamos a molestar al hombre; el

lunes por la mañana antes de marcharme para el pueblo vamos a visitarlo.

—¡Ya te has salido con la tuya! —le recriminó su madre—. Ahora a arreglarte la habitación y sin excusas, que yo también estoy cansada del viaje.

Se dispusieron a pasar aquella mañana de domingo en la playa. En el trayecto pasaron por la puerta de la casa del tío Tono. Adolfo se acordaba de todos los detalles que la depen-dienta le había descrito.

—¡Mira, papá! Esa es la casa donde tenemos que venir mañana.

—Está cerca de la nuestra, mañana venimos en un momento.

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Pasaron un día de playa maravilloso. Adolfo y Rosy no pararon de jugar en el agua, mientras que sus padres, protegidos por una sombrilla del fuerte sol, los observaban sin perderlos de vista.

Rosa estaba nostálgica, sabía que era el último día con su marido en la playa y que tardaría algunas semanas en volver a verlo. Se quedaba con la compañía de sus hijos, aunque sabía que echaría en falta el calor y la seguridad que le daba su esposo.

Todos estaban descansando al día siguiente, todos, menos Adolfo, que se despertó antes de las ocho, comenzando a hacer ruido por la cocina para que sus padres se despertaran. Su padre salió de su habitación con cara de sueño y en ropa interior.

—¿Nos vamos, papá? ¡Ya son casi las nueve! —le dijo Adolfo impaciente.

—¿A qué viene tanta prisa?—A que tenemos que ir a casa del tío Tono, y no quiero

que se nos haga muy tarde, ya que tú te tienes que ir para el pueblo.

—De todas maneras nos vamos todos, no tú y yo solos. Tu madre tiene que comprar para comer esta semana.

—¡Pues vaya! ¡Sí que estamos bien! Entonces no llegamos ni a las once.

—No te impacientes, tu madre sale ya. Y tú despierta a tu hermana.

No le sentó nada bien a Rosy que la despertara. Bajó a desayunar en pijama, protestando porque no la dejaron dormir más tiempo.

Toda la familia concentrada en la mesa desayunaba con cara de sueño y algún bostezo que se escapaba de vez en cuando, mientras que él miraba a cada uno la leche que les iba quedando en el vaso, deseando que terminaran el desayuno y se asearan para salir de casa cuanto antes.

Primeramente fueron a hacer la compra. Adolfo seguía ansioso y más se alteraba cuando su madre agarraba algún

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artículo para ver el precio y lo dejaba de nuevo en la estantería; pensaba que así no terminarían nunca. Pero poco a poco se fue llenando la cesta y llegó la hora de salir. Estando en el coche, Rosa comenzó a revisar la lista de la compra ayudada por su marido, Adolfo, que no aguantaba más, les dijo recriminándoles:

—¡Ahora cuando lleguemos a casa del tío Tono, espero que no os entren las prisas!

Su madre volvió la cabeza para observar su cara de enfado, mientras que su padre lo miraba por el espejo retrovisor. No pudieron reprimir una fuerte carcajada. Su padre, sin parar de reír, giró la llave y arrancó el coche, poniendo rumbo hacia la casa del artesano.

Rafael tuvo la impresión, cuando llegaron, de que en la casa no había nadie.

—Esperad un momento, voy a ver si hay alguien —les dijo al mismo tiempo que abría la puerta y salía del coche.

Permanecieron expectantes, observando cómo Rafael gol-peaba la puerta con la anilla de hierro que poseía como llama-dor. Era una casa muy cercana a la laguna y a la salinera, con la fachada pintada de cal y enormes erupciones que dejaban adivinar que sus paredes eran de piedra. En su entrada princi-pal, dos eucaliptos enormes que daban sombra y aroma todo el año. La puerta fue abierta por una señora de mediana edad. Ellos desde el coche no podían escuchar la conversación, aun-que atentos observaban los gestos de ella indicándole a Rafael una dirección. Cuando la señora cerró la puerta, él les hizo una indicación para que salieran del coche.

—La mujer que ha salido es su hija. Me ha dicho que se encuentra en el taller que está en la parte trasera.

Recorrieron el lateral de la casa pisando el fruto del euca-lipto y sus hojas. Al llegar al referido lugar, se encontraron a un hombre sentado en una silla. Con una de sus manos atrapaba un trozo de madera y en la otra poseía un cacho de lija. Lle-vaba puesto un sombrero de paja, el cual tenía agujero en su parte alta, donde el dedo índice aprieta para ser ajustado, ese orificio delataba que debajo del sombrero no poseía mucho

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pelo. En su boca, una raíz de regalicia, era una costumbre que tomó para acabar con el hábito de fumar; aunque no lo había dejado por completo, pero sí lo hacía mucho menos. Les miró con gesto de asombro, pocas veces se veía a gente desconocida por aquel lugar.

—Hola, buenos días. ¿El señor Tono? —le preguntó Rafael.

—Sí, yo soy el hombre que buscan. ¿Para qué les soy bue-no? —levantándose de la silla.

Le dio la mano a Rafael mirándole a los ojos y también a Rosa moviendo su cabeza con un gesto galante y educado. Rosa esperaba que el tío Tono fuera un hombre de más avanzada edad, calculó que tendría algo más de sesenta años; no se equivocó mucho, tenía sesenta y dos.

—Estamos aquí porque a mi hijo le gustan con locura los trabajos manuales, y desde que vio un barco de sal de los que usted hace, está obsesionado con conocerle. Y si es posible aprender. ¿Si usted quiere? —le explicó Rafael.

—¡Así que tengo aquí a un joven artesano! —expresó mirando a Adolfo.

Él no habló, solamente movió su cabeza en un gesto afirmativo.

—¡Por mí, estupendo! El día que quieras puedes venir. Yo estoy aquí a diario, si no es que tengo que ir al pueblo. Pero cuando yo vuelvo seguro que tú ni te has levantado.

—¿Nos puede explicar cómo los hace usted? —le preguntó Rafael sintiendo curiosidad también.

—Claro que sí. —Al mismo tiempo que se adentraba en el taller y con la mano les invitaba a que pasaran.

La puerta del taller era también de madera y se dividía en dos partes, una de ellas era la que siempre se abría, mientras que la otra se mantenía fija, ya que rozaba un poco en el sue-lo, se había descolgado del peso. Rosa esperaba ver un taller limpio y curioso, pero no fue así, no todo el mundo era tan meticuloso como ella para eso. El suelo era de tierra y las vigas de madera que aguantaban el tejado estaban llenas de alcayatas;

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de ellas colgaban diferentes objetos, cuerdas con nudos mari-neros, aperos de labranza, rastras de ajos, redes, panochas, un sinfín de cosas útiles e inútiles que habían sido colocadas con el paso del tiempo. A la derecha, una barca con el nombre de Magdalena, y en la pared de la izquierda, un banco con toda clase de herramientas en desorden; formones, martillos, papel de lija, una prensa y otros instrumentos raros que incluso Ra-fael ignoraba que existieran, ya que nunca los había visto.

—Aquí es donde hago mis barquitos.Rosa se sintió atraída por la barca, estaba muy limpia, era lo

único que brillaba en ese lugar.—¿Magdalena es su hija o su mujer? —le preguntó intrigada.—Ese nombre siempre ha estado conmigo, así que no sé

decirle a quién pertenece. Lo puse por mi mujer, pero mi hija y mi nieta se llaman así. Mi mujer falleció hace unos años.

Aquellas palabras hicieron que Rosa se sintiera incómoda al creer que podría haberle molestado su pregunta.

—Lo siento muchísimo, y siento también habérselo pre-guntado.

—Gracias, y no se preocupe usted, no me molesta hablar de mi mujer.

El tío Tono posó su mano en la cabeza de Adolfo revol-viéndole el cabello para preguntarle:

—Entonces..., ¿quieres aprender a hacer barcos de sal?Adolfo, mirándolo a la cara y todavía nervioso, le contestó: —Me gustaría mucho.—¡Pues no se hable más! El día que quieras ya sabes dónde

es, pero... ¿ustedes son de aquí?—No, somos de Albarracín, un pueblecito al lado de Teruel.

Pero tenemos una casa a unos dos kilómetros en esa dirección, pegada a la laguna —le respondió Rosa señalando desde allí la situación de su casa.

—¡Madre mía! De allá son ustedes. Por Teruel pasé yo cuan-do estaba en el servicio militar, pero claro, ¡ya ha llovido desde entonces! A malas penas me acuerdo. Si se lo he preguntado, es porque sus caras no me sonaban, ya que aquí nos conocemos

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todos. No viven muy lejos de aquí, si el niño quiere venir, por mí no hay problema.

—A mí me gustaría que viniera, pero mi esposo tiene que volver hoy a Teruel; tiene que trabajar. Mis hijos y yo nos que-damos aquí pero no sé cómo voy a traer al niño; no tenemos otro coche.

—Muy fácil. La vía del tren termina aquí al lado. Si su casa está a unos dos kilómetros, en un rato andando o en bici se coloca aquí.

Adolfo no paraba de mirar a sus padres y al tío Tono. Él solamente quería que hubiera un acuerdo y que no fuera una negación lo que escuchara. Inquieto, interrumpió la conversa-ción para comentarles:

—Yo tengo una bici y por la vía del tren hay un sendero que llega hasta aquí, yo lo he visto.

—Si no lo digo por la bici, es más bien por si pasa algo por el camino —dijo su madre.

Al observar Rosy las dudas que su madre tenía, dijo: —Yo lo acompañaré con mi bici. Venimos por la mañana, me

quedo aquí viendo lo que hacen y luego nos vamos los dos juntos. De todas maneras sobra tiempo por la tarde para ir a la piscina.

Quedó pensativa Rosa durante unos segundos, mirando a su marido por si decía algo. Al apreciar que no ponía repro-ches, le dijo:

—Bueno, así lo haremos pero, Adolfo, pórtate bien con el señor Tono, porque como me entere de que haces alguna diablura te voy a castigar.

—¡Mire, señora! Yo he tenido varios jóvenes que han ve-nido a aprender y a los dos días se han aburrido. Si al niño le gusta lo mismo sigue, pero si se quedase con las ganas sería peor. De todas maneras, si viene su hija no se aburrirá, ya que mis nietas viven aquí conmigo. Daniela es la mayor y tiene que ser de su edad —refiriéndose a Rosy—. La más pequeña, que se llama como su madre y su abuela, tiene cinco años. No están aquí ahora porque se han tenido que ir con su padre al pueblo, pero mañana, si venís, os las presento.

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—Ya me ha convencido usted del todo, la verdad, me parece usted una buena persona y creo que dejo a mis hijos en buenas manos.

—Gracias por lo de buena persona. Me siento orgulloso cuando alguien quiere aprender a hacer esto. Es posible que sea porque una de mis ilusiones siempre ha sido la de ser maestro de escuela, pero la vida a cada uno le viene como le viene y nunca he podido ejercer esa profesión.

Dándole las gracias salieron del taller, y nada más llegar a casa prepararon el almuerzo. Mientras comían, Rosa comentó la cara de buena persona que tenía el artesano, aunque su mi-rada era triste, posiblemente, dedujo ella, aquella tristeza era debida a la falta de su mujer.

Recién terminado el almuerzo, Rafael se levantó de su silla y se dirigió a sus dos hijos para decirles:

—Portaos bien, tanto con el señor Tono como con mamá. Y tú —señalando a Adolfo—, espero que seas un buen alumno. ¡Venga! Dadme un beso que me voy, no quiero llegar a medianoche.

* * *

Adolfo se levantó temprano a la mañana siguiente, despertando a su madre al subir el volumen del televisor. Ella salió disgustada de su habitación.

—Que no se te ocurra despertar a tu hermana. Cuando ella lo haga entonces desayunáis y os marcháis. La mañana es muy larga y si vais muy pronto os cansaréis antes, mañana duerme hasta algo más tarde —le dijo muy molesta.

Alrededor de las diez se levantó Rosy, aunque él intentó que lo hiciera antes, creando ruidos extras cada vez que entraba o salía al baño, bajando la tapadera del inodoro o haciendo gár-garas mientras se lavaba los dientes, pero no hubo forma de desvelarla. Cuando bajó a desayunar la trató como una reina; le hizo unas tostadas, se las untó de mantequilla, todo para que terminara lo antes posible y poder marcharse. Un poco antes de

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las once salieron de casa en dirección a Torrevieja por el sende-ro de la vía. Tenían que ir circulando en fila india ante la imposi-bilidad de hacerlo en paralelo. No había arbustos altos, aunque pedaleando era normal rozar los matorrales con los pedales, y algunas brozas secas se enrollaron en los radios de las ruedas, teniendo que parar un par de veces para quitarlas; aun así, en cuestión de un cuarto de hora estaban en la casa del tío Tono.

Desde lejos pudieron ver al artesano sentado en su silla, percatándose de que no estaba solo, dos niñas lo acompañaban. Les dio vergüenza aproximarse y sobre todo a Rosy, era algo menos abierta que su hermano. El artesano le presentó a sus dos nietas, y seguidamente se pusieron a jugar a la comba con uno de los lados de la cuerda agarrado al tronco de higuera que allí mismo había. El tío Tono le anudaba un trozo de tela gruesa al tronco para que la cuerda no le produjera una rozadura.

Adolfo entró con el artesano al taller y este lo llevó hasta el banco de herramientas.

—¿Ves lo que hay aquí encima? —le preguntó el tío Tono.No dijo nada, solamente movió su cabeza haciendo un tic

afirmativo. —Pues quiero que las herramientas que son peligrosas no

las toques a no ser que lo hagas delante de mí, o que ya tengas mucha maña, no quiero que te cortes, ¿lo has entendido?

—Sí, aunque lo que quiero es ver cómo lo va haciendo usted, y yo me iré fijando para luego practicarlo.

—Veo que empiezas bien. Mira, te explicaré. Yo sujeto la madera fuertemente con estos gatos —al mismo tiempo que le enseñaba las herramientas—, y luego la voy cepillando para quitarle grosor. De ese modo puedo doblarlas, pero mientras yo voy haciendo este trabajo quiero que tú empieces a lijar eso de ahí. —Señalándole un timón de madera que había colgado en un gancho de los que había en el techo.

Adolfo se sentó en una silla y comenzó a lijar con sus finas y suaves manos aquella pieza de madera bastante rugosa, nada que ver con lo que él utilizaba en el colegio. Al mismo tiempo que lijaba, observaba cómo el tío Tono tallaba con un formón

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un dibujo sobre un ancla de madera. El artesano no quería hacerlo sufrir, pero el trabajo que le dio era el menos peligroso para empezar, aparte de que la lija era el retoque final de todos los trabajos en el que la madera estuviera presente; había que aprender a utilizarla. Pasó toda la mañana haciendo lo mismo, incluso se esmeraba en sus quehaceres de tal forma que el tío Tono le dijo que parara y descansara. Mientras lo hacía, observaba cómo el artesano daba forma a los mandos de un timón en un torno muy obsoleto.

—¿Te gusta cómo ha quedado? —le preguntó mostrándo-selo.

—Sí, me gusta mucho, y lo hace usted con una facilidad...—Pues este es tu trabajo de lija para mañana, voy a montarlo

y ya sabes qué te toca hacer nada más llegar.—¿Quiere que venga esta tarde y lo haga?La pregunta de Adolfo dejó sorprendido al artesano. —No, por hoy ya has hecho bastante, esta tarde te toca

descansar.—¿He terminado por hoy?—Sí, tú por lo menos sí. Es más de la una. Marchaos a casa,

que vuestra mamá os estará esperando para comer. Adolfo salió del taller y le dijo a su hermana que era la hora

de irse.—¿Ya? ¿No podemos quedarnos un rato más? —Estaba

disfrutando de las nuevas amistades.—No, por hoy he terminado y, además, tenemos que llegar

a casa. Se despidieron los dos de Magdalena y Daniela hasta el

próximo día, montando en sus bicicletas y retomando el camino de la vía. Adolfo llevaba las palmas de las manos encarnadas de tanto lijar, le costaba agarrar los puños de la bici. Sus jóvenes manos no estaban acostumbradas a un trabajo así, aparte de tener una pequeña herida en una de sus yemas producida por una astilla.

—¡Contadme! ¿Qué tal os ha ido la mañana? —le preguntó su madre mientras ponía la mesa.

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—Yo me lo pasé estupendamente con las nietas del señor Tono, son muy simpáticas y agradables. He aprendido dos nue-vos juegos que enseñaré a mis amigas cuando nos marchemos para el pueblo.

—Yo también, aunque no estuve jugando. ¡Mira cómo quedaron mis manos de lijar!

—¡Si las llevas casi ensangrentadas! —expresó alarmada.—Sí, pero el señor Tono me dijo que tenía que aprender

muy bien a lijar antes de coger las herramientas, dice que es lo menos peligroso.

—Sí, claro, porque no quiero que utilices herramientas con las que te puedas cortar.

—No te preocupes, él ya me dijo que ni se me ocurriera.

A la mañana siguiente y nada más llegar a casa del artesano, Rosy se fue con las nietas del tío Tono al pueblo a hacer unos recados, mientras Adolfo comenzó a lijar el timón ya montado. Llevaba un rato puliendo aquellos mandos, cuando el tío Tono, que estaba adquiriendo una grata impresión de Adolfo, le dijo que lo acompañara, quería que le ayudara a montar un barco.

Pieza a pieza fueron pegándolo con cola, desde la quilla hasta el mástil, le pusieron las velas, una escalerilla, y cuando estuvo terminado, el tío Tono cogió un bolígrafo y le dijo:

—Pon tu nombre en este lugar, escríbelo en letras grandes. —Señalándole uno de los lados del navío.

—¿Y eso para qué, señor Tono? —preguntó sorprendido.—Lo primero: no quiero que me llames señor Tono, sino

tío Tono, lo de señor es una palabra que me queda grande. Y si quiero que este barco lleve tu nombre, es porque si algún día la sal se cayera por alguna razón, y eso pasara dentro de muchos años, recordarás este día y lo joven que eras cuando lo hiciste, es tu primer barco de sal. Cuando lo vaya a meter en la laguna le pondré una señal y si el año que viene sigues siendo mi alumno, te lo regalaré. —Al mismo tiempo que le guiñaba un ojo—. Y también porque no sé escribir, entonces, o lo haces tú, o tendrá que hacerlo Daniela —le explicó riéndose.

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Adolfo tomó el bolígrafo y puso su nombre en mayúscu-las, en la parte izquierda del barco; en babor. Seguidamente el artesano fue quitando la madera con la punta de un formón, dejando tallado el nombre.

Tanto Adolfo como su hermana regresaron a casa muy contentos aquella mañana, se lo estaban pasando de maravilla en aquella casa, cada cual haciendo lo que le gustaba.

Así pasaron todo el mes de julio, de lunes a viernes en casa del artesano sin perder ni un día. Adolfo se fue instruyendo cada vez más en aquel arte, incluso le reprochaba al tío Tono, con mucha educación, que tuviera el banco de trabajo tan desor-denado, se estaba fraguando entre ellos una gran complicidad.

Una tarde a primeros de agosto, estaban los dos hermanos intentando armar un puzle en el patio ante la curiosa mirada de su madre, cuando vieron pasar un coche de color blanco que aparcó tres casas más allá. Adolfo solamente se dio cuenta de que llevaba matrícula de Madrid y que era un coche bastante lujoso, no había visto ninguno igual. Rosa se asomó al aparcamiento y vio cómo abandonaban el coche una pareja y una niña. Volvió a sentarse con sus hijos y les comentó que serían los nuevos vecinos:

—Más tarde iremos a conocerlos.Cuando se percataron de que habían terminado de sacar

el equipaje, se acercaron disimuladamente, como si estuvieran paseando. En ese momento un hombre salió de la citada casa hacia el coche:

—Hola, buenas tardes. ¿Son ustedes los nuevos vecinos? —le preguntó Rosa.

—Buenas tardes. Sí, somos nosotros. ¿Vive usted por aquí también?

—Sí, tres casas más allá. Solamente quería decirles que si les hace falta algo, ya saben dónde estamos. ¡Ah! Mi nombre es Rosa y estos son mis hijos, Rosy y Adolfo.

—Mucho gusto en conocerles, mi nombre es Julián. —Al mismo tiempo que le echaba la mano—. Venid un momento conmigo, les presentaré a mi familia.

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—Mi señora Carmen y mi hija María, estos son nuestros vecinos —de ese modo hizo las presentaciones Julián.

—Mucho gusto —dijo Carmen—, tiene usted unos hijos muy guapos.

—Gracias, y por lo que puedo ver la suya no se queda corta —dijo Rosa dándole dos besos a María—. Me alegra que haya una niña en el vecindario. Por aquí solo hay personas mayores y casi todos extranjeros, los niños se suelen aburrir, por lo menos ahora no estarán tan solos.

Después de las presentaciones y alguna que otra pregunta, Rosa volvió con sus hijos a su casa, mientras Julián y su familia comenzaron a ordenar la suya.

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Julián era un hombre muy atractivo. Tenía cuarenta y tres años. Llamaba la atención por su altura y su buen cuerpo, atlé-tico y bien proporcionado. Se notaba que se cuidaba. De cabe-llo canoso y muy corto, ojos pardos y un talante muy agradable. Era piloto y trabajaba en unas líneas aéreas con la graduación de comandante.

Su niñez no fue nada fácil. Su madre trabajaba sirvien-do en la casa de un general ya fallecido, que no tuvo hijos y que acogió a Julián y a su hermana como si lo fueran. Cuan-do Julián decidió seguir la carrera militar, aquel hombre, con mucho gusto, pagó todos los gastos que le ocasionaron los estudios.

Julián no desperdició lo que aquel hombre le dio y aunque era una persona a la que la vida le había sonreído y vivía con-fortablemente, no olvidaba los amargos momentos que vivió con su padre, el cual fue matándose lentamente por su adicción al alcohol y dando una mala vida a su madre.

De distinta manera siempre recordaba a su madre que, de rodillas y ya viuda, fregaba suelos en la casa del general sin rechistar, sabiendo que esa era la única manera de que él pudiera

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ser algún día un hombre de bien. Su madre falleció a los pocos días de su graduación como teniente. Esas experiencias en su juventud lo habían cultivado como una persona humilde y comprensiva.

El tabaco no lo había probado nunca y si bebía lo hacía por placer; era buen catador y entendedor de vinos. Su gran devo-ción, aparte de la familia y su trabajo, era el mar. Si compraron la casa allí fue principalmente por el amarre que consiguió en el puerto.

Su mujer, seis años menor que él, era el polo opuesto. Como familiares directos, le quedaban su madre y un hermano, su padre falleció años atrás. Venía de una familia acomodada y pudo permitirse estudiar, sin embargo, malgastó su tiempo en las fiestas que se organizaban en el instituto. Cuando abandonó los estudios se dedicó a salir por los locales de moda de Madrid; fue en una fiesta de oficiales donde conoció a Julián. No desaprovechó la ocasión y en el plazo de dos años se casaron. Era una mujer muy guapa y supo engatusarlo, aunque ella tenía bien claro que su hombre ideal no tenía nada que ver con la imagen de un hombre pobre.

Se dedicaba íntegramente a su hija. Si bien su devoción era estar bien arreglada y a la última moda. Periódicamente asistía a sesiones de belleza, combinándolas con masajes o saunas. Le traumatizaba la vejez y sobre todo que alguien le echara más edad de la que tenía. Su cuerpo lo cuidaba con mucho tesón, por esa razón no quiso tener más hijos.

María era la hija de ambos, una niña bella como su madre. El color de su cabello era castaño y lo llevaba largo, haciéndo-la muy llamativa a pesar de tan solo tener nueve años. Vestía siempre lo que su madre le compraba y, como es de imaginar, siempre a la última moda en marcas. Los rasgos eran los de su madre, igual que el azul de sus ojos, aunque la nobleza era totalmente la de su padre. Era una niña inteligente, bondadosa, muy responsable para su edad y con mucha educación.

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* * *

Los tres jóvenes coincidieron en el aparcamiento la siguien-te tarde y ya pasada la siesta. Se hicieron preguntas de los estu-dios que cada uno cursaba y de sus respectivos lugares donde residían. María no dejaba de mirar a Adolfo de reojo, si bien este intentaba eludirla, ya que le hacía sentirse incómodo, igual-mente, no quería que ella se diera cuenta de que le gustaba, por lo menos esa fue su impresión, no sentía lo mismo cuando es-taba con otras chicas; como podían ser las nietas del tío Tono.

Entre tanto Carmen y Rosa comenzaron a hacerse amigas. Todas las tardes, iban con sus respectivos hijos a la piscina, o bien se acercaban al pueblo. No eran del mismo estatus social ni tenían nada en común, pero si no querían pasar mucho tiempo solas, tendrían que soportarse durante esas fechas, ya que Julián salía a pescar o a pasear con el barco casi diariamente.

Una mañana, mientras se servía el desayuno en casa de Rosa, esta se enteró de que ninguno de sus hijos iba a ir a casa del artesano. Habían quedado con María para ir a la piscina y pensaron que por un día que no fueran, no iba a pasar nada.

—¿Sabe el tío Tono que no vais a ir esta mañana?—No— le contestó Adolfo—. No le hemos dicho nada,

pero ya se lo digo yo mañana. Marcharon todos a la piscina incluidas las dos madres. Allí

se encontraron con otros jóvenes de la urbanización y varios fueron los que se sintieron atraídos por María, eso incomodó a Adolfo, se sintió inferior ante aquella situación, no pudiendo descifrar lo que sentía, ya que era un sentimiento nuevo para él.

Al día siguiente hicieron lo mismo, aunque Rosa se quedó en casa, no se encontraba bien y prefirió descansar hasta que se le pasase un pequeño dolor de cabeza que le molestaba. Carmen se quedó al cuidado de los niños. Eran aproximadamente las doce del mediodía cuando Rosa salió de su casa para ir a la piscina, encontrándose con un hombre que transitaba en bicicleta por

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la vía, el cual llevaba un ritmo lento y portaba un sombrero en su cabeza. A Rosa aquella silueta se le hacía conocida.

—¿Usted es la madre de Adolfo? —le preguntó el ciclista al mismo tiempo que frenaba.

Ella lo reconoció al escuchar su voz.—Sí, soy yo. ¡Ya decía yo que me sonaba usted de algo!

¿Qué le trae por aquí? —le preguntó, aunque sospechaba la razón de su visita.

—Ayer me quedé esperando que vinieran los niños y pensé que no vendrían por alguna razón. Pero al no presentarse hoy, me he preocupado por si les había ocurrido algo.

Era notable que el artesano y sus nietas les habían tomado mucho cariño a Adolfo y a su hermana.

—No ha pasado nada. Ayer le pregunté si iba a ir y me dijo que iría hoy. Lo que ocurre es que tenemos una vecina nueva y se han ido con ella a la piscina. Ahora cuando le vea le diré que eso no se hace, tendría que haber ido a su casa para explicarle la razón de su falta para que usted no se preocupara.

—No le diga usted nada, no se preocupe por eso. Si él está mejor en la piscina, no hay problema; el chico es joven y tiene que disfrutar.

—Sí, pero él insistió mucho en conocerle y ahora debe cumplir. Yo le diré, de buenas maneras, que lo que ha hecho no está bien.

—¡Me alegro de que no haya pasado nada! Eso es lo im-portante.

—Gracias por todo y no se preocupe que yo hablaré con él. El tío Tono volvió por la vía del tren hasta su casa, un poco

triste al comprobar que había perdido a su alumno, asimismo, más tranquilo al saber que la ausencia de Adolfo no se debía a algún percance o problema.

Cuando llegó Rosa a la piscina, Carmen se encontraba tum-bada tomando el sol y los niños jugando en el agua. Se acercó al borde y desde el canto le hizo una señal con el dedo a Adolfo para que se acercase a la orilla.

—¿Qué pasa, mamá?

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—¿Qué pasa? —poniéndole mala cara—. Pues ni más ni menos que el tío Tono ha venido hasta aquí en bicicleta, pre-ocupado porque tú no has ido por allí en estos dos días, el pobre hombre pensaba que algo te había ocurrido. Ya te dije que tendrías que haber ido a decirle que no ibas a ir para que él no se preocupara.

Un sentimiento de culpa se apoderó de él. —Ahora mismo vuelvo —le comunicó a María y a su her-

mana. Salió de la piscina y se secó con la toalla. Después de co-locarse el pantalón, emprendió una carrera hasta llegar a su casa. Allí cogió la bicicleta, poniendo rumbo hacia la casa del artesano, que, como de costumbre, se encontraba sentado en la puerta res-guardado del sol con un trozo de madera entre sus manos.

—Buenos días —dijo Adolfo antes de bajar de la bici.—¡Buenos días, hombre! Creía que ya no vendrías más

—comentó en broma.—Eso venía a decirle.—¿No vas a venir más? —preguntó extrañado.—No, al contrario, vengo a pedirle disculpas por no haber

venido a decirle que no vendría durante unos días, pero maña-na ya vengo.

—Yo creía que te había pasado algo, por eso fui a tu casa. Pero no tienes por qué preocuparte, si algún día no quieres o no puedes venir, no pasa nada.

—Si no es eso. Es que tenemos una nueva vecina y está sola, y claro... le hacemos compañía mi hermana y yo.

El tío Tono se fijó en la expresión que Adolfo puso cuando mentó a María:

—¡Ahora entiendo! ¡Esa niña te ha hecho “tilín”! —dando cierto énfasis a sus palabras.

Adolfo se sonrojó y en su cara apareció una leve sonrisa.—¡Bueno! No sé si será eso.—¡Pues claro que es eso! Se te nota en esa carita que pones

—dijo en tono socarrón. —¿Qué carita pongo? —le preguntó queriendo saber qué

expresión había aparecido en su rostro.

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El Cristo de Sal

—Pues la misma cara de bobo que cualquier chico de tu edad al que le gusta una niña. No es nada grave ni debes pre-ocuparte, es algo normal. Además, si quieres quedarte algún día con ella no te preocupes que a mí no me sienta mal. Pero no me gustaría que te dejaras esto ya que estás aprendiendo mucho.

—Mañana estoy aquí a la hora de siempre —le dijo muy firme y seguro.

—¡Oye! ¿Por qué no le dices a tu amiga que venga también?—Pues... no sé si su madre la dejará, se lo preguntaré.—Pregúntaselo y si mañana queréis, venid todos, por mí no

hay problema. Adolfo volvió a toda velocidad. Dejó la bicicleta apoyada

en la valla metálica que bordeaba la piscina, y fue hasta el lugar donde Carmen y su madre se encontraban tumbadas.

—Ya he estado con el tío Tono.—¿Y qué le has dicho?—Que mañana voy a ir.Adolfo pensó que, estando Carmen allí delante, era el mo-

mento adecuado para comentar la propuesta que le hizo el tío Tono.

—También me ha dicho que si quiere venir María lo puede hacer, así conocerá a sus nietas.

Rosa miró a Carmen y dijo: —Eso ya es cosa de su madre.Previamente a esta conversación, Rosa le había contado a

Carmen adónde se dirigía Adolfo cuando salió tan deprisa an-teriormente.

—No sé, se lo tendré que comentar a su padre —respondió Carmen exculpándose ella de sus obligaciones, y dejando a su marido como el que posiblemente pusiera las objeciones.

Adolfo se desvistió nuevamente y se metió al agua, comen-tándoselo a María. Carmen descifró en los labios de Adolfo y en las expresiones de su hija, que la miraba de vez en cuando de reojo, lo que le estaba explicando. Ya estando en sus respec-tivas casas a la hora de la comida, María le preguntó a su madre delante de su padre si la iba a dejar ir.

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—No, no quiero que vayas en bici a ningún sitio, además, no tienes edad, ni tampoco conozco a ese hombre.

—¿De qué estáis hablando? —interesándose por la conver-sación Julián.

—Los hijos de la vecina van a la casa de un hombre que hace barcos de la sal. El niño está aprendiendo y le han comentado a tu hija de ir también, pero ellos se van en bici y no quiero que se vaya detrás, montada en el portaequipajes.

—¿Dónde está esa casa?—Al final de la vía, no hay que salir a la carretera —le

explicó María.—Mañana os llevo yo, quiero ver cómo los hacen. ¿A qué

hora van los vecinos?—A eso de las diez se marchan de aquí. —Pregúntales, si les ves luego, si les parece bien que vaya-

mos en mi coche mañana.María se lo hizo saber por la tarde a los dos hermanos,

gustándoles la idea.

* * *

Julián dejó su coche aparcado bajo la sombra de los eucalip-tos. Dieron la vuelta a la casa para entrar por la puerta del taller, y mientras Adolfo le presentaba al artesano a Julián y a María, Rosy aprovechó para entrar en la casa y llamar a las nietas.

El tío Tono le estuvo explicando cómo construía los barcos, mientras Julián atendía a sus palabras sin perder el más mínimo detalle. Se notaba que le apasionaba el mar y todo lo referente. Después de estar más de una hora ejerciendo de educando, miró su reloj y les dijo:

—Yo tengo que ir al puerto a estar con el conserje, en un par de horas estoy aquí para recogeros.

Julián se marchó muy tranquilo, ya que se llevó una grata impresión del tío Tono, se fijó en que trataba a sus nietas con mucho cariño. Una vez alejado, el artesano le comentó a Adolfo en un tono divertido:

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—Así que esa es la niña que te ha tenido apartado de tu pasión durante estos días.

Adolfo se sonrojó y bajó la cabeza, escondiendo una tímida sonrisa.

—Entonces estás perdonado, es... preciosa. Y comprendo que no hayas venido, yo también hacía lo mismo.

—¿Cómo que hacía lo mismo? —preguntó curioso.—Sí. Yo conocí a mi mujer cuando era un poco mayor que

tú, no mucho más. Entonces ella tendría más o menos la edad de esa niña. Mi padre salía a diario de pesca muy temprano, y me decía que al mediodía lo esperara en el varadero; tenía que ayudarle ya que yo era el mayor de la casa. Pero algunas veces a esa hora, me iba al colegio de mi mujer a esperar que saliera. Ella por lo menos estudió, por eso sabía leer y escribir, no como yo, que estuve ayudando a mis padres en la mar y en la huerta. Pero tú no hagas eso nunca, los estudios siempre primero —le advirtió mientras le hacía una señal con el dedo índice.

Adolfo quiso retomar la conversación de su mujer cuando eran niños y le preguntó:

—¿Qué hacía usted cuando ella salía del colegio? El artesano le retiró la mirada dejándola ausente, al mismo

tiempo que los recuerdos comenzaron a abordar su mente. —Esperaba a que terminara de dar clase, aunque si llegaba

antes me asomaba por la ventana del colegio y la veía sentada. Ella se sonrojaba y me miraba igual que te ha mirado esa niña —señalando con un movimiento de entrecejo a María.

—¿Cómo me ha mirado? —le preguntó intrigado. —Como lo hacía mi mujer, de reojo, con una sonrisa

que delata que le gustas —se quedó pensativo durante unos segundos—. ¡Cómo me gustaba que me mirara así!

Conforme iba terminando su frase, el brillo de sus ojos se iba acrecentando, de tal modo que una enorme lágrima resbaló por su mejilla, perdiéndose entre las arrugas de su cara. Adolfo, que estaba mirándolo fijamente, pudo sentir el anhelo y el dolor de sus palabras. Con voz entrecortada comentó:

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—Tuvo que ser una gran mujer.El tío Tono lo miró y en unos momentos cambió su carisma

para decir orgulloso: —No solo fue una gran mujer y esposa, también una ma-

ravillosa madre y abuela. ¡Qué pena que no esté aquí para que pudieras conocerla!

Adolfo no quiso ahondar en la llaga, se notaba que esos recuerdos le ponían demasiado triste.

—Sí, es una pena, me hubiera gustado conocerla.De ese modo terminaron la conversación, y como si nada

hubiera ocurrido siguieron trabajando y gastándose las bromas habituales.

Adolfo estuvo yendo a diario a casa del artesano, a veces lo acompañaban su hermana y María, mientras que otras veces iba él solo. Cuando era así, Rosy se quedaba haciendo compañía a María en la piscina. Pero él no quiso renunciar a lo que le gustaba hacer ni un día más.

María cumplía años en el presente mes, nació un veinte de agosto. Ese día su padre los llevó a casa del tío Tono. Llevaron unos pasteles y mientras el artesano charlaba con Julián en el taller, los jóvenes disfrutaron de los dulces y de los refrescos bajo la sombra de la higuera. Aquella mañana el tío Tono le dijo a Adolfo que cogiera dos de los barcos y escribiera el nombre de su hermana y el de María en babor. Cuando estaba subrayando las letras, Adolfo le preguntó:

—¿Cómo va a diferenciarlos?—Les pondré una marca a cada uno antes de hundirlos en

el agua, un trozo de tela de distinto color. Aquellos últimos días de verano pasaron rápido, y María se

marchó a Madrid cuando finalizó el mes. La familia de Adolfo salió al aparcamiento a despedirlos. Cuando el coche se había alejado de ellos unos metros, María se dio la vuelta y arrodilla-da en el asiento trasero, comenzó a agitar su mano, pudiendo ellos observarla por el cristal posterior. Fue un verano especial para todos, pero para Adolfo y María fue el comienzo de algo

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más que una amistad, eran demasiado jóvenes, aunque era evi-dente que entre ellos había una gran complicidad.

La familia de Adolfo tardó una semana más en abandonar la casa de la playa. Fueron todos a despedirse del tío Tono hasta el próximo año, dándole las gracias por lo bien que se había portado con ellos.

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Verano siguiente, principios de julio

Rosa empezó a limpiar nada más llegar a Torrevieja, enfa-dándose con Adolfo ya que este se obstinó en hinchar las rue-das de la bicicleta; quería ir a casa del tío Tono. Cuando Adolfo vio salir a su madre escoba en mano, dejó la bici y se dedicó a hacer lo que su madre le pedía. Al terminar de ordenar su habi-tación ya estaba anocheciendo, así que decidió que sería mejor ir al día siguiente a la casa del artesano.

Aquella mañana se levantó a las nueve y después de desayu-nar, salió en bici hasta la vía. Las malas hierbas habían crecido y tuvo que ir haciendo culebrinas para esquivarlas. Cuando los matorrales se lo permitían, podía observar la casa y del mismo modo, al tío Tono sentado en su silla que miraba hacia la lagu-na. Tocó el timbre de su bici para saludarlo. El artesano no lo reconoció hasta que estuvo a unos metros de él; había dado un estirón y llevaba el cabello algo más largo. En cambio Adolfo lo vio igual que el año pasado, como si el tiempo no hubiera transcurrido; sonriente, amable y con esa mota de tristeza en su mirada. En vez de chocarse las manos se besaron en las mejillas, como si fueran parientes. Se estuvieron preguntando el uno al otro qué les había deparado el año, hasta que salieron las nietas a saludarlo, interesándose estas por su hermana. Él les explicó que al día siguiente lo acompañaría, ya que aquella mañana tuvo que ayudar a su madre. Después de un rato charlando afablemente en la puerta del taller, pasaron dentro, donde el tío Tono le mos-

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tró los tres barcos de sal con un banderín de diferente color en el mástil central; era la señal para saber cuál de ellos era el de cada uno. Eso sí, le advirtió que hasta que no estuvieran los tres aquí no se los iban a llevar, así que tendrían que esperar a María.

Después de una mañana muy plácida comenzó su vuelta a casa. A la vez que prestaba atención al serpenteado sendero que las hierbas dejaban libre en la vía, dirigía de vez en cuan-do su vista hacia atrás para observar la casa del tío Tono. A él le encantaba aquella casa al borde de la laguna, el silbido del viento al paso por las hojas de los eucaliptos, la serenidad de aquel hombre instruyéndole y contándole historias, la maña que tenía el artesano para comerse los higos, abriéndolos por su parte superior y engulléndolos casi sin pelarlos. Su hija y sus nietas con su desbordante simpatía. En un corto espacio de tiempo, aquel lugar se había convertido en parte de su vida; todo lo que anhelaba durante el año, lo tenía allí.

Durante todo el mes de julio no perdió ni un día de clase. Siempre trabajaba duro la primera hora y a eso de las once, la hija del artesano les traía algo de comer para que tomaran un tentempié antes de la comida diaria. A Adolfo le gustaba observar cómo el tío Tono cortaba con su navaja el embutido o la pieza de salazón, apoyándolo en un cacho de pan para introducírselo en su boca seguidamente. También disfrutaba viendo cruzar el chorro de vino desde la bota hasta la boca del artesano sin derramarse ni una gota, al mismo tiempo que se la iba separando y acercando, haciendo un curioso ruido al tragárselo. Magdalena le preparaba a Adolfo medio bocadillo con lo que le encantaba, jamón serrano con tomate.

Por las mañanas con el artesano y por la tarde en la piscina, luego, cuando el sol dejaba de calentar, le gustaba pasear por la laguna. Aquel año ya no le tenía miedo a aquel sendero. Casi sin darse cuenta el mes de julio se había terminado.

* * *Fue el primer lunes de agosto cuando María llegó a pasar

las vacaciones. Rosa y su hija se acercaron hasta su puerta al

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percatarse de su llegada. Estuvieron dialogando durante varios minutos, volviendo seguidamente a su vivienda mientras ellos comenzaron a ordenar la suya.

Adolfo vio el coche de Julián en la puerta cuando volvía al mediodía de casa del artesano; era la prueba evidente de que ya ella había llegado. Se quedó mirando hacia adentro al pasar por la puerta, sin darse cuenta de que María estaba en la terraza de su habitación. Ella sí se había percatado de él. Al ver que no paraba gritó su nombre. Él mantuvo su mirada guardando el equilibrio, solamente con la inercia de las últimas pedaladas. Siguió doblando su cuello sin dejar de contemplar-la, asombrado por lo atractiva que la encontraba. Al no estar pendiente del rumbo que llevaba, no pudo percatarse del coche que había dejado el señor Herber estacionado durante su viaje a Alemania. La rueda de su bici rozó el parachoques trasero, haciéndole perder la estabilidad y emitiendo un sonoro golpe al caer. María bajó hasta el aparcamiento para saber si se había lesionado. Solamente se hizo un rasguño en una de sus rodillas, aunque se sentía en aquel momento avergonzado al creer que había hecho el ridículo con su caída.

—No te preocupes, no ha sido nada —le dijo él mientras ella iba a su encuentro preocupada.

—¡Si llevas sangre! Ven a casa que te cure.—No, no hace falta.—¡Ya sé que eres un machote! Por cierto, todavía no me

has dado la bienvenida —le recordó apartando la mirada de la herida y fijándola en sus ojos.

Ella acercó su cara para darle un beso y cuando sus meji-llas estuvieron pegadas, dobló su cabeza para pegar sus labios en el moflete de Adolfo. Hizo lo mismo en el otro beso. La calidez de su piel y el ruido que hicieron sus besos dejaron a Adolfo completamente embelesado. Al volver sus miradas a encontrarse, apreciaron que el año que había pasado no había transcurrido en vano.

—Voy... a dejar... la bici y comer, mi madre me está espe-rando, esta tarde nos vemos y ya hablamos —dijo Adolfo tra-

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bando sus palabras y no queriendo que ella se diera cuenta del nerviosismo que le produjo aquella situación, ni siquiera sentía el dolor de su herida.

—¡Estupendo! Yo voy a comer fuera con mis padres, pero esta tarde estaré de vuelta.

Adolfo tuvo que desinfectarse la herida antes de sentarse a la mesa.

Ya por la tarde y una vez que el sol se había debilitado, los tres jóvenes caminaron hasta llegar al sendero que los llevaba a la laguna. A María le daba miedo caminar por allí. Adolfo se ofreció para que subiera sobre él, a “caballito”. Ella lo agarró por los hombros y de un salto subió sobre su espalda, colocan-do rápidamente él sus manos en los muslos de ella para que sus pies no tocaran en el suelo. Rosy iba delante, mientras Adolfo le contaba a María con voz entrecortada, ya que ella le colocó sus manos entrelazadas por el cuello, que su barco de sal había quedado estupendo y que el tío Tono la estaba esperando para dárselos a la misma vez.

A María le encantó aquel lugar, desde su terraza lo había visto pero nunca había estado allí.

—¡Es un lugar mágico! —expresó al pisar la sal por primera vez.

Julián los llevó al día siguiente a casa del artesano y este les regaló a cada uno su barco de sal.

Julián se acercó hasta el pueblo y compró un par de botellas de vino, las cuales regaló al tío Tono para así agradecerle el buen comportamiento que tenía con los niños.

Si el verano anterior fue bueno, este lo superó con creces. Como todo lo bueno pasa rápido, el mes pasó del mismo modo, despidiéndose con gran pena hasta el próximo verano.

* * *

Durante los años siguientes, Adolfo fue aprendiendo del artesano todos los trucos; lijaba, pegaba, cortaba las telas, realizaba nudos marineros y torneaba la madera con una enorme

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maestría. Para el tío Tono aquel joven se convirtió en el nieto que siempre había deseado. Sus dos hijos tenían féminas como descendientes y no eran muy aficionadas a sus gustos.

La vida y estudios de los jóvenes fueron cambiando. Rosy comenzó a estudiar en el instituto en 1977, teniendo que trasladarse diariamente hasta Teruel en el autobús que recogía a los estudiantes que había en los pueblos aledaños a la capital. Allí pasaba todo el día. Por las mañanas estudiaba, almorzaba en casa de los abuelos y regresaba de nuevo al pueblo bien entrada la tarde. Si bien algunas noches se quedaba también a dormir, ya que así podía adelantar los ejercicios que les solían mandar regularmente para hacer en casa y también para evitar de ese modo el viaje de vuelta y el madrugón del día siguiente.

Igualmente iba cambiando Torrevieja. De ser un pequeño pueblo, salinero y pescador, a convertirse a pasos agigantados en una ciudad moderna y dedicada casi en su totalidad al turismo. Se abrieron varios supermercados y zonas de ocio así como una sala de bingo, esa era una de las debilidades de Carmen. Ella y Julián encontraron un gran sustento en Rosa. A ellos les gustaba salir por las noches los días que estaban de vacaciones, pero con su hija no podían permitirse ir a ciertos sitios ni retirarse tarde. Así que muchas noches María las pasaba en casa de Rosa. Sus padres permanecían tranquilos, ya que sabían que Rosa era una completa madraza y trataba a María como una hija más. A Rosy le encantaba tener a su amiga durmiendo a su lado, aunque tu-vieran que compartir la misma cama que no era de grandes pro-porciones. Los tres jóvenes pasaban muchas noches jugando en la terraza de la habitación hasta que llegaba la hora de dormir, o bien Rosa se lo imponía si se pasaban de la medianoche.

Adolfo empezó a estudiar en el instituto y volvió a retomar el contacto con su hermana, aunque poco le duró. Al siguiente año, ella comenzó a cursar la carrera de Magisterio en la Universidad de Valencia. Era la más cercana que había y eran muchos los estudiantes de la provincia de Teruel que escogían esa ciudad.

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No le costó mucho ubicarse ni tampoco lograr una habita-ción en un apartamento con otras tres jóvenes más. Cada cual se cocinaba aunque la limpieza era compartida semanalmente por dos de las jóvenes. Lo que menos le gustaba era tener que tender la ropa una vez lavada, en el cochambroso tendedero que daba a un pequeño patio de luces, donde las ventanas estaban casi pegadas. No es que le fueran a quitar la ropa, simplemente, le daba vergüenza dejar su ropa interior a la vista de todos, pero no tenía más remedio, ya que el viaje hasta Albarracín era largo y a veces tenía que quedarse varias semanas.

Habían pasado tres años con sus tres veranos, esperando que llegase el calor y los días fueran alargando para que la ilusión de volver a verse se fuese acrecentando.

6

Verano de 1980

Adolfo ya había cumplido los diecisiete años. Su fisonomía había dado un paso a la madurez. Incluso le había crecido un bigote que su padre le aconsejaba no afeitarse para que no le brotara más abundante.

Como en años anteriores llegado ese primer día, Adolfo se obsesionaba con ir a saludar al artesano. Cuando salía de su casa en dirección por primera vez hacia allí, siempre se acordaba del año anterior, reviviendo en su mente la misma escena.

No había cambiado mucho, era similar su pensamiento a lo que realmente se encontró. Lo notó algo más delgado y como otros años en ese mismo día, únicamente hablaron de los mo-mentos transcurridos en el tiempo que pasaron separados. Adol-fo le habló de María; que se habían escrito alguna vez y también que a su hermana le quedaban algunos exámenes; por esa razón empezaría las vacaciones un poco más tarde. Fue una mañana tranquila, emotiva, en la misma línea que la de años anteriores, sin embargo, cada año que pasaba se iba acentuando la complicidad.