declaraciÓn robert rauschenberg · osiris egipcio; una oveja de cerámica de un llamativo color...
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153FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
DECLARACIÓNRobert Rauschenberg
Tiempo atrás tenía encima de la cama un Zurbarán muy deprimente (El San
Serapio del Wadsworth Atheneum). Lo había recortado de un número de
ARTnews. Era más o menos la relación de un hombre con una sábana. Daba real-
mente la impresión de que el santo se hallaba en el lecho —quizá esté muerto,
pero parece más bien que duerme. Tenía asimismo una cabeza muy rudimenta-
ria —una litografía— de Matisse, cuatro o cinco trazos. Irradiaba una simpatía
animada que no se asemejaba al arte. Era una expresión de cordialidad sobre el
papel.
Habitualmente tengo un montaje de tipo museo (acabo de cambiar de piso). Los
objetos descansaban siempre en un estante. Rara vez los tacaba ni los miraba,
pero sabía que estaban allí: ofrendas votivas etruscas; un diente cariado de
santo en un marco que parece haber sido repujado a partir de una matrícula de
coche; antes tenía también dos huevos de avestruz, pero regalé uno de ellos; un
Osiris egipcio; una oveja de cerámica de un llamativo color azul. Tengo además
una vasija prehistórica —un simple recipiente—, que se diría hecha de goma de
mascar. La conseguí en Italia.
Tengo un par de fragmentos del rojo y el verde de los frescos romanos. Ocurrió
en uno de esos lugares a los que puedes ir una tarde saliendo de Roma. Andaba
yo entre mármoles rotos y había una criatura blanda, un topo, deambulando
por los contornos. Nunca había visto un topo. Me encantan las cosas bonitas, y
era tan suave y tan hermoso (aunque un poco tétrico) que me hubiera gustado
atraparlo. Observé cómo escarbaba, y al remover la tierra sacó a la luz aquellos
maravillosos fragmentos. Creo que era un topo arqueólogo. Homenaje a Nueva York, Jean Tinguely, instalación «autodestructiva» en el jardín del Museo de Arte Moderno de Nueva York, 17 de marzo de 1960.
154 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
Guardo incluso juguetes que el agua arrojó sobre la playa, tan deformados que
invitan a la reflexión. Son como una idea, pero no una idea concreta. Tengo una
mano etrusca que es estrictamente eso. Es algo muy literal; es un hecho, una mano.
No percibo ningún vínculo directo entre mi trabajo y el arte existente. Hay,
no obstante, una evolución insoslayable: los elementos que todos los cuadros
tienen en común son la pintura, el color y un cierto método de aplicación.
Partiendo de ese principio puedes hacer que dos obras cualesquiera parezcan
similares o diferentes. De todos modos, no creo que las similitudes y las diferen-
cias resulten muy interesantes.
Aparte del concepto general de que encierran arte, no suelo pensar en las pintu-
ras ajenas. Pero defiendo la idea del arte y sé que está integrado por todos esos
cuadros. Las obras clásicas son unos objetos que pueden influir o no en lo que
hacemos, lo mismo que cualquier otra cosa. Lo mismo, por ejemplo, que la radio.
Cuando contemplas a Rubens o Delacroix, ves unas situaciones tan dramáticas…
Es una forma de mirar por la que, sencillamente, te maravillas, mas no tiene
nada que ver ni con tu arte ni con la intención del artista.
En un dibujo de Ingres me obsesiona cuán sutil y fríamente puede hacer un
sombreado a lápiz en el que se siga apreciando el lápiz. Pero cuando me pongo
a pintar, yo no actúo igual. No pretendo ser sutil ni descubrir artimañas. Sin
embargo, ¿acaso no es esa clase de mirada la relación más estrecha que puede
uno establecer con una pintura?
Ni siquiera supe que existía el arte hasta que abandoné Texas cuando tenía
dieciocho años. El único cuadro que conocía (y sólo más tarde averigüé que se
trataba de una «pintura») era La Esperanza, una mujer sentada sobre un globo
terráqueo con la cabeza envuelta en uno de esos lazos-vendaje y creo que una
lira, mientras el agua —si no recuerdo mal— borbotea a su alrededor. ¡Era de un
verde que únicamente se ve en las reproducciones!
Sin duda esto invalida la idea que tenemos de la relación de un pintor con el arte
oficial, con las obras de los grandes maestros. Era terreno neutral —me refiero
a aquella pintura en particular. Yo reaccionaba a los estímulos visuales, pasaba
la mayor parte del tiempo dibujando. La Esperanza era tan sólo una especie de
presencia, pero no arte».
Sam Hunter, Robert Rauschenberg [2000], traducción de Marta Pérez Sánchez, Polígrafa, Barcelona,
2006.
Homenaje a Nueva York, Jean Tinguely, fragmentos.
Lanzador de dinero para el H. A. N. Y. (Homenaje a Nueva York) de Tinguely, Robert Rauschenberg.