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De un tronco secular, un nuevo retoño. La fraternidad de Belén ANTONIO FURIOLI (Addis Ababa) 1. UN POCO DE HISTORIA Vno de noviembre de 1950: Roma, plaza de San Pedro. Pío XII proclama el dogma de la Asunción. Entre la ingente multitud llegada de todas las partes del mundo hay un grupo de peregrinos franceses que con silencioso asombro escucha la im- perceptible voz del Papa. Mientras va desarrollándose la ceremo- nia, una firme persuasión les subyuga: Dios quiere que sean pre- cisamente ellos los que vivan "hoy" en la Iglesia el misterio de María escondida con Cristo en Dios. Tienen la plena seguridad de que una nueva orden religiosa está a punto de nacer en la Iglesia. Se dedicará sencillamente a aumentar en el mundo los lugares de retiro donde, a ejemplo de María Santísima, todos puedan llegar a ser verdaderos adoradores del Padre. Sor Marie, sabedora de este proyecto de fundación, después de haber vivido cuatro años en una comunidad contemplativa y uno en completa soledad a la escucha de los Padres del desierto y de San Bruno, decide unirse al grupo de aquellos peregrinos que la informan de la singular inspiración recibida en Roma. Le resulta muy difícil comprender el sentido profundo de esa llamada tan distinta de la suya, pero las circunstancias no le dejan otra alternativa: debe obedecer. REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 50 (1991), 89-102

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De un tronco secular, un nuevo retoño. La fraternidad de Belén

ANTONIO FURIOLI

(Addis Ababa)

1. UN POCO DE HISTORIA

Vno de noviembre de 1950: Roma, plaza de San Pedro. Pío XII proclama el dogma de la Asunción. Entre la ingente multitud llegada de todas las partes del mundo hay un grupo de peregrinos franceses que con silencioso asombro escucha la im­perceptible voz del Papa. Mientras va desarrollándose la ceremo­nia, una firme persuasión les subyuga: Dios quiere que sean pre­cisamente ellos los que vivan "hoy" en la Iglesia el misterio de María escondida con Cristo en Dios. Tienen la plena seguridad de que una nueva orden religiosa está a punto de nacer en la Iglesia. Se dedicará sencillamente a aumentar en el mundo los lugares de retiro donde, a ejemplo de María Santísima, todos puedan llegar a ser verdaderos adoradores del Padre.

Sor Marie, sabedora de este proyecto de fundación, después de haber vivido cuatro años en una comunidad contemplativa y uno en completa soledad a la escucha de los Padres del desierto y de San Bruno, decide unirse al grupo de aquellos peregrinos que la informan de la singular inspiración recibida en Roma. Le resulta muy difícil comprender el sentido profundo de esa llamada tan distinta de la suya, pero las circunstancias no le dejan otra alternativa: debe obedecer.

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 50 (1991), 89-102

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El 2 de febrero de 1951 sor Marie y sor Marie-Liesse van a establecerse en Chamvres (Borgoña) sin más regla que el Evange­lio y un horario muy preciso al que se adaptarán fielmente. Todas las demás actividades del día se armonizan y unifican en la ora­ción. Entre tanto monseñor Lamy, arzobispo de Sens (París), ha tenido noticia del minúsculo grupo y acaba interesándose viva­mente por aquellos tímidos comienzos. El 22 de agosto de 1951 da el hábito religioso a tres Hermanas y recibe al mismo tiempo sus votos. Pocos meses después las Hermanas son ya diez. El Espíritu las apremia a marchar al desierto y, con ese objetivo a la vista, en julio de 1952 sor Marie efectúa un viaje de exploración por los alrededores de los Alpes en busca de una casa que garan­tice la soledad más absoluta. Acaba llamando a las puertas de lá gran Cartuja para pedir consejo acerca del modo de vivir en la Iglesia la "llamada al desierto". El monje que la recibe discierne en ella la vocación cartuja, pero monseñor Lamy la disuade de entrar en la Cartuja persuadiéndola a realizar su singular llamada a la soledad quedándose en su fraternidad, aún en busca de su fisonomía futura.

El 15 de septiembre de 1954 monseñor Alexandre Renard, entonces obispo de Versalles, acogió en su diócesis a otro grupo de la Fraternidad de Belén: la casa de Chambery ya es demasiado pequeña. Estamos en 1967: en Méry-sur-Oise las Hermanas de Belén llevan ya diecisiete años viviendo en completa soledad y oración ... El paso del tiempo es tan rápido que casi no lo advier­ten; la oración ocupa casi todas las horas. En el monasterio suceden muy pocas cosas importantes y la única novedad digna de relieve se vive solamente en la oración.

La Provincia dominicana de París ayudó a las Hermanas de Belén hasta el Capítulo general de 1971, fecha en la cual la Fra­ternidad decidió vivir su "carisma inicial" orientándose definiti­vamente hacia un estilo de vida monástica en completo silencio y soledad. Las vocaciones no cesaban de afluir a la Fraternidad, por lo que fue necesario abrir otros monasterios: Les Monts Voirons (1967), Friburgo (1968), Les Corbieres (1971), Nemours­Poligny (1972), Lérins (1973), Curriere-en-Chartreuse (1974), Bo­quen (1976), Mougeres (1977), Le Thoronet (1978), París (1979), Umbertide (Perugia, 1981) y seguramente seguirán otros ...

Desde 1959 algunos monjes habían aconsejado a la naciente

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Fraternidad estudiar la vida y la creatividad del monacato primi­tivo en el Próximo Oriente cristiano. Unas temporadas en mo­nasterios griegos y libaneses bastaron para hacer comprender a las Hermanas que la tradición monástica de las "lauras" de los valles de Belén y de Egipto era justamente lo que ellas habían pretendido seguir desde los comienzos de la fundación. El nombre de laura designa un conjunto de celdas agrupadas en torno a un anciano llamado "staretz". En el secreto de esas celdas cada uno busca a Dios ocupándose en la oración continua y el trabajo manual. En el centro de las lauras hay una iglesia y un refectorio donde los solitarios se reúnen regularmente para las celebraciones litúrgicas y los ágapes fraternos. Esta antiquísimá tradición fue introducida en Occidente en 1084 por San Bruno, fundador de la Cartuja. Las Hermanas de Belén, desde los comienzos de su fun­dación, consideraron a San Bruno como flIndador espiritual y modelo inspirador de su estilo de vida solitario, pero siguieron viviendo "en secreto" este vínculo espiritual.

En 1966 la Congregación de Religiosos encargaba a monseñor André Bontemps, arzobispo de Chambery, la tarea de visitar y asistir a las Fraternidades, en estrecha unión con todos los obis­pos en cuya diócesis existiera un monasterio de Belén.

En 1973 los cartujos pidieron a la Fraternidad de Belén que fuera a establecerse en Curriere-en-Chartreuse para vivir allí su vida de oración en absoluta soledad y silencio y también para atender un centro de acogida en favor de los que desean "silencio y soledad" como marco exterior de su búsqueda de Dios. Quince Hermanas respondieron a esta invitación de los solitarios de la gran Cartuja. Esta invitación fue en realidad la señal de la Pro­videncia para hacer conocer en adelante a todo el mundo la paternidad espiritual de San Bruno, que había estado cuidadosa­mente oculta durante muchos años.

En esta misma línea de búsqueda de una vida evangélica de soledad, comenzó en 1976 la Fraternidad de los Hermanos de Belén. Ellos decidieron también establecerse en Curriere-en-Char­treuse (St. Laurent du Pont), pues deseaban aprender la pedago­gía de la divinización del hombre en el espíritu del Evangelio y guiados por la Virgen María. En este lugar, tan evocador para ellos, se sumergieron en el silencio y la soledad, pilares de su

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misma vocación. Aquí se iniciaron todos ellos a la vida de la Fraternidad.

En 1981 los Hermanos de Belén eran más de veinte; otros han solicitado ya formar parte del grupo y seguramente les seguirán otros más. En Roma se ha presentado su "Regla de vida" con vistas a la erección canónica.

A lo largo de los siglos ha habido una admirable variedad de familias religiosas que ha manifestado la inagotable y múltiple riqueza de los carismas del Espíritu Santo. Algunas buscan la perfección de los consejos evangélicos en el apostolado, sin que esto excluya su búsqueda personal de Dios. Otras, en cambio, se han dedicado totalmente a la contemplación. Entre éstas, unas consagran su existencia ofreciéndose a Dios en sacrificio de ala­banza en el silencio y la soledad, la oración incesante y la ascesis oculta.

La palabra "monje" proviene de "monos" que significa solo. El monje es por tanto el que se consagra a vivir solo con el Solo. El monacato nació en Oriente debido a los Padres de la Iglesia que presentaban la vocación cristiana como una toma de posesión hecha por el Espíritu Santo. Desde entonces monjas y monjes han empleado su vida en incesante "rumiatio" (reflexión, rumia) de la Palabra de Dios y esto ya sea mediante una sosegada cele­bración litúrgica, sea por la total ausencia del deseo obsesivo de eficiencia temporal ligada inevitablemente a tiempos fijos, sea por la prioridad absoluta dada a profundizar el misterio de Dios.

La vida monástica se ha desarrollado partiendo de carismas diversos y manifestándose mediante reglas de vida muy diferentes unas de otras. Junto con una tradición eremítica vivida en la soledad y preferentemente en lugares desiertos, coexiste una tra­dición cenobítica vivida en comunidad.

En la historia de la espiritualidad cristiana aparece como ori­ginal el carisma de San Bruno. Cuando éste y sus seis compañeros fueron conducidos por San Hugo, obispo de Grenoble, al horren­do y desolado paraje de Cartuja, iban ellos buscando una fusión armónica entre vida eremítica y vida cenobítica, vida de soledad y vida de comunión fraterna. Los primeros cartujos pasaban la mayor parte del tiempo en la soledad de sus austeras y rústicas ermitas, pero a ciertas horas del día y de la noche la comunidad de los solitarios se reunía para las celebraciones litúrgicas y para

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una gozosa convivencia fraterna. Sin embargo, no reside en esto el carisma de San Bruno: su núcleo central es la búsqueda cons­tante y apasionada de Dios, realizada en la soledad y el silencio. Todo se pospone a esto y todo se dirige a entrar en profunda comunión con Dios y por El, como centro de comunión universal, con todos los hombres-hermanos.

Vivir en la soledad con Dios solo no significa en absoluto romper con toda relación social ni aislarse de la gran familia humana. Al contrario, permaneciendo continuamente en presen­cia del infinitamente Santo, se vive en el centro del mundo, en el corazón de la humanidad, con unos lazos mucho más fuertes y eficaces que los que pueden anudarse en los mejores encuentros.

n. ELEMENTOS BÁSICOS DE LA FRATERNIDAD

Para captar la realidad íntima de la familia monástica de Belén, tenemos que esforzarnos por comprender que su vocación característica no ha podido emerger sino gradual y lentamente. Las Hermanas carecían de todos los medios materiales exteriores para que la soledad pudiera vivir se íntegramente como era su más vivo deseo.

l. Escucha asidua de la Palabra

U n primer elemento esencial existente desde los comienzos es la escucha asidua de la Palabra de Dios, al estilo particular de la Virgen, hija predilecta del Padre, Virgen-Esposa del Espíritu San­to, perfecta imitadora de su Hijo, símbolo, modelo y Madre de la Iglesia, comunidad de creyentes. María quiso creer confiadamente en la Palabra de Dios y la aceptó en su vida a medida que los acontecimientos se la iban presentando. Ella reconoció su insufi­ciencia, su debilidad, su pobreza radical y precisamente por eso, desbordante de alegría, en presencia de Isabel pronunció su him­no de alabanza y de acción de gracias que no cesó de brotar del fondo de su corazón agradecido durante todo el resto de su vida.

María fue la primera que escuchó a Jesús: lo siguió en fe, .

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procurando comprender todo lo que El hacía, guardando en su corazón contemplativo tanto los grandes acontecimientos como las palabras a veces duras y exigentes de su Hijo, poniéndose día tras día a seguir su mensaje de entrega total. Poco a poco, con un esfuerzo personal, María llegó a comprender todo el alcance de las palabras que le dirigió el anciano Simeón en el templo de Jerusalén: "Este ... será señal de contradicción y a ti misma una espada te atravesará el alma" (Lc 2,34ss). María se comprometió con Jesús en un camino que la conducirá a la agonía de Getsema­ní, a la Pasión y al Calvario, participando en los dolores físicos y en los sufrimientos morales y espirituales de Cristo, su Hijo. María en la persona de Juan acepta ser la madre de la Iglesia naciente por la cual velará en adelante con su oración continua, mientras que en ella se intensifica cada vez más hasta el día de su "dormición", el deseo vehemente de ver de nuevo el rostro fami­liar de su Hijo.

La Fraternidad de Belén no ha querido sólo revivir sino reac­tualizar en su corazón el ofrecimiento de María desde su Fiat hasta el "Stabat", y participar en los sentimientos íntimos de su Magnificat en el silencio y la soledad de una vida consagrada irrevocablemente a la oración.

2. La paternidad de San Bruno

El segundo elemento de la Fraternidad de Belén ha ido deli­neándose poco a poco. Antes de la fundación oficial de la Frater­nidad siguiendo las huellas de San Bruno, un atractivo irresistible la impulsaba hacia la soledad, suave pero decididamente, sin lugar a interpretaciones equívocas.

Desde los comienzos San Bruno era considerado por la Fra­ternidad como un hombre invadido por un ardiente amor de Dios, un deseo apasionado de contemplar su rostro, misterioso pero fascinante, y una voluntad decidida de vivir a toda costa en la soledad del desierto de Cartuja. San Bruno estaba sediento de lo absoluto de Dios y determinado a vivir de El y en El sin anteponer nunca nada a El. Pero esta búsqueda apasionada de Dios se realiza en el seno de una comunidad, puesto que para él hay una correspondencia perfecta entre el mandamiento del amor

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al Señor Altísimo y del amor fraterno. El don radical de sí mismo al Padre hace a San Bruno más capaz de amar a sus hermanos y él hace esto con un ritmo humano sosegado y con una ternura evangélica que aúna sabiamente la firmeza y la comprensión.

La Fraternidad de Belén quiere vivir de las fuentes puras del Evangelio y de la tradición espiritual y litúrgica de los solitarios de Oriente. La Fraternidad, nacida en Occidente (Francia), recibe de San Bruno, patriarca de los solitarios occidentales, un estilo de vida de soledad y de comunión fraterna semejante al de las lauras, expresiones eremíticas y comunitarias juntamente de la llamada evangélica, dirigida por el Espíritu Santo a los primitivos monjes de Oriente.

3. Soledad y comunión fraterna

Los que integran la Fraternidad de Belén han recibido una llamada especial para vivir en la soledad de una celda donde cada uno reza, estudia, trabaja, come, descansa y dirige sus miradas, sus pensamientos y su corazón a Jesús, que lo conduce al Padre. Los monjes viven un día a la semana en soledad completa y absoluta. La celebración litúrgica del oficio divino y de la euca­ristía los congrega todos los días. Tres veces por semana -espe­cialmente en los monasterios de formación- tiene lugar una catequesis. El domingo se caracteriza por una atmósfera más fraterna: se celebran cuatro oficios en común -sólo una de las horas menores se reza en la celda-, una comida alegre y silencio­sa reúne a la comunidad en el refectorio y con una recreación vespertina concluye el día del Señor l.

I Horario cotidiano: 4,30: levantarse y ángelus; 4,50: maitines en la Iglesia; 6,20: laudes y colación en la celda; 7: oración privada y "lectio divina"; 8,30: tercia en la celda y estudio personal; 10,10: sexta en la celda; 10,20: paseo o tiempo libre; 10,50: ángelus y comida en la celda; 11,30-16: trabajo. (Todos dan cuatro días al mes de trabajo más intenso al servicio de la comunidad, pero permaneciendo siempre las condiciones de vida solitaria y silenciosa. Con mucha frecuencia esos trabajos son muy humildes.) 15: nona en la celda o en el taller; 16: bocadillo; 16,30: capítulo para toda la comunidad (tres veces por semana); 17,15: vísperas en común en la iglesia; 18: santa misa y acción de gracias; 19,30: oración personal en la celda; 20: completas; 20,30: descan­so.

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Esta vida se caracteriza no sólo por ser particularmente soli­taria y silenciosa, sino también por la realidad evangélica del amor fraterno vivido con gran sencillez. Como un cuerpo cuyos miembros tienen distintas funciones, así la familia monástica de ' Belén encuentra su unidad en diversas formas de vida. Después del período del noviciado, la elección de un determinado modo de vivir es examinada y acrisolada en la oración y decidida por los responsables de la Fraternidad. Ese modo puede ser definitivo o constituir solamente una etapa del camino que hay que recorrer. Así tenemos:

a) Los solitarios de la celda y los que viven en el monasterio; el objetivo de unos y otros es el de vivir en profunda comunión con el Dios que habita en el santuario del desierto. El silencio y la soledad exterior les sirven de constante llamada a mantenerse amorosamente en la presencia del Señor Altísimo, día y noche hasta la muerte. Esto les lleva a optar cada vez más abiertamente por un género de vida especialmente silencioso y solitario.

b) Los solitarios "sirvientes" que, aun teniendo la misma vocación, asumen responsabilidades de trabajo, pero siempre den­tro del monasterio. Estos ofrecen el sacrificio voluntario -sólo por determinados períodos de tiempo- de algunas condiciones externas de soledad y de silencio para poder atender a todas las necesidades que comporta la vida en común.

Entre estos últimos hay algunos encargados de recibir a los huéspedes que buscan a Dios y vienen al monasterio para hallarlo lejos de las distracciones. Así pues, Belén ofrece siempre a todos un lugar de acogida sencilla y fraterna en el silencio y en la adoración del Dios Altísimo. A ejemplo de Jesús que iba al de­sierto a orar, la familia de Belén se adentra en una soledad vivida

Distribución del tiempo. En la celda: una hora y diez minutos de oficio: laudes, tercia, sexta, nona y completas; cuatro horas de oración, lectio divina y estudio; cinco horas de trabajo; ocho horas de sueño; una hora y quince minutos para las comidas; cincuenta minutos de paseo o tiempo libre. (El lunes es el día semanal de desierto. Transcurre todo él en la celda en forma enteramente libre. Se puede hacer un paseo más largo. Sólo se reúnen en comunidad para acabar el día con la Eucaristía.) En la iglesia: tres horas y quince minutos de celebración: vísperas y Eucaristía; treinta minutos de ado­ración silenciosa de la Eucaristía. (Los domingos se reúne la comunidad para el oficio divino, una comida, un paseo y un encuentro fraterno.)

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para adorar al Padre; pero como Cristo que vivía en comunión con los hermanos, la pequeña fraternidad no admite una llamada puramente eremítica, sino vivida en relación con los demás. Me­diante esta vida de soledad y comunión los Hermanos y Herma­nas de Belén viven para Dios sólo y se ofrecen a El "como víctima viva" (Rm 12,1) en nombre de todos los hombres.

Teniendo presente el modo con que Cristo el Señor acogía a todos, la familia de Belén deja "entornadas" las puertas del mo­nasterio para que pueda entrar el que quiera. Por este motivo todo monasterio cuenta con un lugar de absoluto silencio y sole­dad y un ambiente para la comunión fraterna, y otro lugar en el que hay zonas de silencio y zonas de intercambio fraterno.

Las Hermanas y los Hermanos, aun teniendo el mismo espí­ritu y respetando su vocación de vivir para Dios en el desierto, forman dos comunidades autónomas que viven en monasterios distintos donde, en la soledad, Dios se les comunica y habla con ellos como hace un amigo con su amigo. El quiere acostumbrarlos a contemplar su rostro prescindiendo de toda imagen y a estar a la escucha de su voz aunque prescindiendo también de toda pa­labra. Los Hermanos y las Hermanas de Belén quieren vivir con los hombres-hermanos una relación que traduce las relaciones de amor de las tres Personas divinas. Por esto, en algunas ocasiones y en determinadas fiestas litúrgicas se reúnen, ya que la liturgia es el alma de la comunión fraterna, donde todos juntos en vela esperan al Dios que viene.

4. Ansiosa búsqueda de Dios

En la tradición religiosa que comienza con Abraham, Dios es "Alguien" que se revela y actúa de modo que la humanidad tenga libre acceso a la intimidad de su ser. Una sed insaciable nacerá entonces en el corazón del hombre. Esta es la que conduce a Moisés a la montaña desierta del Sinaí y le llevará a pedir a Dios que se le ha revelado en la zarza ardiente: "Muéstrame tu rostro" (Ex 33,18). Y el Señor, como sorprendido de tanta audacia, le responde: "No puede verme el hombre y seguir viviendo" (Ex 33,20). Esa sed inextinguible es también la que lleva a Elías al monte Horeb; se manifiesta en el alma de Israel por medio de los

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salmistas y sobre todo después del exilio, después de la destruc­ción de Jerusalén, la dispersión, la deportación del pueblo elegido, el final de todas las instituciones humanas. Y ese doloroso lamen­to resonará siempre en nosotros alimentando nuestra oración: "Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo podré ir a ver la faz de Dios?" (Sal 42,3); "Yahve, tu rostro busco, no me ocultes tu rostro" (Sal 27,8-9).

Este deseo de ver el rostro de Dios arde sobre todo en el corazón de María. En efecto, ella, en el espacio interior de su oración, de su contemplación, de su amor y de su silencio hecho oración, engendró al Hijo de Dios que se encarnó en su seno. La maternidad física de María'es una consecuencia de la maternidad espiritual de la Palabra que vivía en ella antes de que engendrara al Verbo de la vida. Por eso, por su perfecta sintonía con la Virgen de N azaret, le fue más fácil a la Palabra de Dios asumir la condición humana poniendo su tienda entre nosotros. Jesús es el Emmanuel, el Dios con nosotros. Precisamente en Belén es donde se realiza ese encuentro decisivo de Dios, que se pone delante del hombre, y de éste, que busca anhelosamente a Dios entre tinieblas.

Nadie ha visto jamás a Dios, pero el Hijo Unigénito que está en el seno del Padre nos lo ha revelado (Jn 1,18). Dios se nos ha revelado en la persona de Cristo: su acción, sus palabras y más aún, su muerte y su resurrección. Y cuando Juan, que penetró en la intimidad de Jesús más que ningún otro apóstol y evangelista, quiere resumir en una palabra quién es Dios, escribe: "Dios es Amor" (Un 4,8). Entonces es cuando este desgarrador deseo de infinito que hay en el fondo de todo corazón humano asume todo su alcance: es, sencillamente, el deseo de ver a Dios, deseo que se realiza ya en la tierra. En efecto, el que cree entra en una relación única con Dios y comienza con El un diálogo interminable que se reanudará y perfeccionará después de nuestra muerte.

Pedro, el primero de los apóstoles, hizo, junto con su hermano Andrés, la experiencia directa de esto cuando respondiendo a la invitación de Jesús: "Venid y veréis", fue y se quedó con El todo el día (Jn 1,38). Todos los que creen en Cristo y están bautizados reciben el Espíritu Santo que el Padre desde lo íntimo de su ser envía a petición de su Unigénito. Entonces, y precisamente gracias a este don gratuito y benévolo, realizamos nosotros nuestro fin,

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No sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos real­mente en virtud del Espíritu Santo (lJn 3,lss). Por su medio estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, y esta comunión crece cada vez más con la aportación personal de nuestra oración. El Espíritu impulsa a Jesús a retirarse al desierto para hablar con el Padre, adorarlo y conocer su voluntad. De igual modo el Espíritu nos apremia a entrar en la intimidad de nosotros mismos para descubrir allí que Dios habita en nosotros y que nosotros debemos vivir en Ello mismo que el Padre vive en el Hijo y el Hijo en el Padre.

Sin embargo, todavía no ha sido concedida la petición apre­miante y conmovida del salmista: "Muéstrame tu rostro" (Sal 42,3; 27,8). Es posible rezar a Jesús, adorarlo, acogerlo, vivir en El; es posible entrever su hermoso rostro por medio de imágenes que manifiestan lo visible del mundo invisible; es posible percibir el rostro del Señor a través del rostro del hermano, pero no vemos aún a Dios. Esta es la dolorosa experiencia que San Pablo nos enseña: vemos a Dios como en un espejo y con las dificultades de una fe austera (l Co 13,12). La fe implica necesariamente la oscuridad, pero a pesar de eso, nos sostiene una certeza consola­dora: un día veremos a Dios cara a cara. Entonces cesarán la fe y la esperanza, sólo permanecerá el amor (1 Co 13,8; 13,13), el amor de las tres Personas divinas y el amor de los demás, que volveremos a encontrar en Dios.

Esta esperanza y esta gozosa experiencia son posibles a todos los que buscan a Dios con sincero corazón. Todos los hombres son amados por Dios que quiere que todos se salven. Esta expe­riencia es vivida ya por todos los que adoran al Dios de Abraham, sean hijos de Israel o hijos de Ismael. Esta experiencia se hace más real y al mismo tiempo más consciente en quien, escuchando la palabra de Dios, recibe el cuerpo y la sangre de Cristo para nutrirse con ellos, o en el que se dedica a la oración y se esfuerza. por vivir lo mejor posible las exigencias del amor fraterno a imitación del Maestro. Todos los bautizados pueden llegar al conocimiento y a la intimidad amorosa de Dios Padre: la invita­ción a la santidad, a la plenitud de la vida cristiana y a la perfec­ción de la caridad se dirige indistintamente a todos los bautiza­dos.

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III. MENSAJE ESPIRITUAL DE LA FRATERNIDAD

Belén enseña el retorno a la pureza de los orígenes de nuestra vocación cristiana. Para sentir el latido del corazón de Dios en nosotros es necesario envolverse en silencio y penetrar en el san­tuario, austero pero privilegiado, de la soledad.

La oración purifica y sacia nuestro corazón extravertido y disipado que, precisamente en el desierto y la soledad, en el espejo de su indigencia que revela la misericordia del Padre, descubre su hermosura con un asombro confiado. Esta pobreza comporta que el hombre no guarde celosamente para él solo lo que posee, sino que lo comparta con otros. Nace así la cordialidad de la amistad, que es la dimensión más amplia y sin fronteras de nues­tra realidad humana.

En Belén, la "casa del pan", parten unos para otros el pan cotidiano de la Palabra de Dios; ésta es recibida y vivida, celebra­da y meditada. Se comparte la eucaristía, se busca en ella la vida y se la adora; se busca la voluntad del Padre para preferirla a todo y para realizarla en nosotros. Los que buscan la soledad, con el paso de los años se habitúan a frecuentar esos lugares de desierto, refugio para la oración, símbolo de una irreprimible llamada espiritual, y les encanta retirarse a ellos en cuanto les es posible para encontrar allí el alimento de su vida.

En los monasterios de Belén, en la pobreza de sus incómodas instalaciones, la vida contemplativa está abierta a todos, no hace ningún misterio de sí misma, sino que conduce al hombre al misterio de Aquel a quien ama, a una total entrega de amor. Así ese lugar silencioso y solitario puede convertirse en un potente anuncio del Evangelio para muchos. En este lugar las palabras desaparecen; sólo existe la experiencia que se ofrece y no puede rechazarse, pues impele a todo el que se acerca a pronunciarse, a tomar postura, a exponerse al compromiso y situarse en lo tocan­te a Cristo Jesús.

Yo creo que esto es el retorno al corazón, lo único que dará al hombre de hoy -destrozado por la angustia y por opciones contradictorias- encontrarse de nuevo a sí mismo, verse con su indigencia radical y ser librado de ella por el amor crucificado de Jesús Nazareno. La oración abre este camino, la oración de todo el ser del hombre, esa oración que es ante todo ausencia de

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palabras y abandono confiado en Dios. Por eso necesita el apoyo de una comunidad, para no perder de vista su camino en la hora de la prueba.

Las Hermanas de Belén han comprendido que esta escuela de oración participada hay que ofrecerla -al menos como señal y llamada estimulante- en el desierto de las ciudades. Por este motivo han abierto un monasterio en París, en el barrio latino. La casa de la calle Grégoire de Tours es un oasis indispensable, en medio del torbellino diario, para muchos que después de una jornada contemplativa en la capilla del monasterio delante del sacramento, en la presencia amorosa del Emmanuel, se esforzarán por salvaguardar ese espacio interior que el encuentro con Dios les ha revelado.

La oración ininterrumpida de las Hermanas nos recuerda que en medio de nosotros hay Alguien a quien no conocemos, que el Reino de Dios está cerca y que todos estamos invitados al ban­quete eterno de la amistad y de la fraternidad universal. Por eso Belén está abierto para todos como la casa del pan, porque no habría posibilidad de un auténtico compartir sin una búsqueda incesante de unidad.

La primera pregunta que Cristo hizo a sus amigos incluye el interrogante fundamental de todo hombre contemporáneo: "¿Qué buscáis?" (Jn 1,38). El diálogo que se entabla no contiene discur­sos ni enseñanzas, sino la propuesta de compartir la vida: "Maes­tro, ¿dónde habitas?" "Venid y veréis" (Jn 1,38-39). En Belén, en la escuela de la oración del corazón, que procede de la prestigiosa tradición espiritual de Oriente, en la meditación paciente y casi exclusiva del Evangelio, se aprende que orar es ante todo vivir en la escucha atenta de esta pregunta: "¿Qué buscáis?" La respuesta, que no puede reducirse a unas palabras concisas, comporta siem­pre un riesgo, una gran aventura que se nos propone: "Venid y veréis".

La libertad de ese riesgo puede seducir como una invitación oída en lo más hondo del corazón. A Dios le gusta llevarnos al desierto para hacernos allí partícipes de sus confidencias. Lo que los jóvenes de hoy buscan ante todo es poder compartir ese riesgo, acabando de una vez con una sociedad en la que todo está pro­gramado en términos de consumismo. Y no serán las tesis sociales y políticas (donde por desgracia encallan los vanos razonamientos

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religiosos de hoy) las que ofrezcan un manjar sustancioso y nutri­tivo.

Por eso Belén se presenta a cada uno de nosotros como una gracia, un don en la situación de emergencia de nuestros tiempos difíciles, que son decisivos para nosotros y nos impelen al silencio del encuentro amoroso. La vocación de Belén es la paradoja evangélica del grano de trigo que acepta caer olvidado en tierra, hundirse en el silencio y en la soledad para luego resurgir en Cristo, el eterno viviente.

CONCLUSIÓN

Así pues, ha nacido en la Iglesia una nueva familia monástica congregada por el Espritu Santo para vivir el carisma específico de San Bruno en forma muy afín a los diversos modos de vida de la Orden, pero al mismo tiempo diferente de ellos. Esta Fraterni­dad se caracteriza por un profundo amor y fidelidad a la Iglesia y al Evangelio en la obediencia al Padre, a la Virgen María y al carisma específico de San Bruno.

Ya han transcurrido treinta años desde la fundación de la Fraternidad, que actualmente cuenta con 220 monjas repartidas en doce monasterios, y más de 20 Hermanos agrupados en un monasterio. Todo esto demuestra la bendición de Dios, que ha fundado sobre la roca de su amor la soledad y la fecundidad de este "nuevo signo de los tiempos".