cuentos sobre tema identidad

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CUENTOS SOBRE TEMA IDENTIDAD Contenido CUENTOS SOBRE TEMA IDENTIDAD .............................................................................................. 1 EL TIGRE-OVEJA - Cuento Popular ............................................................................................. 1 EL INDIO TRISTE. ........................................................................................................................ 4 EL HOMBRE DE LAS SIETE MÁSCARAS - Jalil Gibran .................................................................. 6 CRECER SIN MÁSCARAS- (Indios Wiza) ...................................................................................... 7 "Las Máscaras Hablaban"- (Por: Sandra Aravena) ................................................................... 9 Leyenda de la máscara de cristal- Miguel Ángel Asturias ...................................................... 12 La máscara de la muerte roja- Edgar Allan Poe ...................................................................... 17 Un baile de máscaras- Alexandre Dumas, padre .................................................................... 21 La máscara -Raúl Brasca .......................................................................................................... 31 Derechos torcidos -de Hugo Midón - Poema .......................................................................... 42 QUIEN QUIERA OIR, QUE OIGA - Mignona/Nebbia................................................................. 43 LIBROS PROHIBIDOS EN LA DICTADURA están en el PDf Cuadernillo CGE- educación y Derecho ................................................................................................................................... 45 EL TIGRE-OVEJA - Cuento Popular Fuente: Cuentos espirituales del Tíbet –  Ramiro A. Calle Era una tigresa que estaba en muy avanzado estado de gestación. Eso no le refrenaba sus impulsos felinos de abalanzarse contra los rebaños de ovejas. Pero en una de esas ocasiones alumbró un precioso cachorro y no logró sobrevivir al parto. Oveja tigre

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Diversos cuentos sobre el tema identidad

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CUENTOS SOBRE TEMA IDENTIDADContenidoCUENTOS SOBRE TEMA IDENTIDAD1EL TIGRE-OVEJA - Cuento Popular1EL INDIO TRISTE.4EL HOMBRE DE LAS SIETE MSCARAS - Jalil Gibran6CRECER SIN MSCARAS- (Indios Wiza)7"Las Mscaras Hablaban"- (Por: Sandra Aravena)9Leyenda de la mscara de cristal- Miguel ngel Asturias12La mscara de la muerte roja- Edgar Allan Poe17Un baile de mscaras- Alexandre Dumas, padre21La mscara -Ral Brasca31Derechos torcidos -de Hugo Midn - Poema42QUIEN QUIERA OIR, QUE OIGA - Mignona/Nebbia43LIBROS PROHIBIDOS EN LA DICTADURA estn en el PDf Cuadernillo CGE- educacin y Derecho45

EL TIGRE-OVEJA - Cuento PopularFuente: Cuentos espirituales del Tbet Ramiro A. Calle

Era una tigresa que estaba en muy avanzado estado de gestacin. Eso no le refrenaba sus impulsos felinos de abalanzarse contra los rebaos de ovejas. Pero en una de esas ocasiones alumbr un precioso cachorro y no logr sobrevivir al parto.

Oveja tigre

El cachorrito fue recogido por las ovejas. Se hicieron cargo de l, dndole de mamar y cuidndolo con mucho cario. El felino creci entre las ovejas, aprendi a pastar y a balar. Su balido era un poco diferente y chocante al principio, pero las ovejas se acostumbraron. Aunque era una oveja corporalmente bastante distinta a las otras, su temperamento era como el de las dems y sus compaeras y compaeros estaban muy satisfechos con la oveja-tigre. Y as fe discurriendo el tiempo. La oveja-tigre era mansa y delicada.

Una maana clara y soleada, la oveja-tigre estaba pastando con gran disfrute. Un tigre se acerc hasta el rebao y todas las ovejas huyeron, pero la oveja-tigre, extasiada en el alimento, segua pastando. El tigre la contempl sonriendo. Nunca haba visto algo semejante. El tigre se aproxim al cachorro y, cuando ste levant la cabeza y vio al animal, exhal un grito de terror. Comenz a balar desesperadamente.

- Clmate, muchachito le apacigu el tigre.- No voy a hacerte nada.- Al fin y al cabo somos de la misma familia- De las misma familia? replic sorprendido el cachorro.- Yo no soy de tu familia, Qu dices?- Soy una oveja.- Anda, acompame dijo el tigre.

El tigre-oveja le sigui. Llegaron a un lago de aguas maravillosamente tranquilas y despejadas.

- Mirate en las aguas del lago dijo el tigre al cachorro.

El tigre-oveja se mir en las aguas. Se qued perplejo al contemplar que no era parecido a sus hermanas las ovejas.

- Mirame a m.- Mirate a ti y mrame a m.- Yo soy un poco ms grande, pero no compruebas que somos iguales?- T no eres una oveja, sino un tigre.

El tigre-oveja se puso a balar.

- No bales le reprendi el tigre, y a continuacin le orden ruge.

Pero el tigre-oveja sigui balando y en das sucesivos, aunque el tigre trat de persuadirle de que no era una oveja, sigui pastando. Pero unos das despus el tigre le trajo un trozo de carne cruda y le conmin a que lo comiera. En el mismo momento en que el tigre-oveja prob la carne cruda, tuvo consciencia de su verdadera identidad, dej el rebao de ovejas, se march con el tigre y llev la vida propia de un tigre.

Maestro: hasta que no probamos el sabor de nuestro ser interno, vivimos de espaldas a nuestra propia identidad, identificados con lo que creemos ser y no somos.

EL INDIO TRISTE.Adaptacin del relato Las calles del indio triste incluido en Las calles de Mxico, de Luis Gonzlez Obregn.

Despus de la conquista de Mxico los espaoles ofrecieron su proteccin y privilegios a algunos indgenas de la nobleza mexica a cambio de que colaboraran con ellos reportndoles cualquier plan de rebelin contra el nuevo gobierno. Uno de ellos, llamado Tizoc, era muy cercano al virrey quien, por sus servicios como espa, le haba permitido conservar sus riquezas, entre las que haba casas lujosas en la ciudad de Mxico, muebles forrados con pieles, joyas y finas prendas de vestir.

Para quedar bien con los espaoles Tizoc se haba bautizado, iba a la iglesia y rezaba, pero en un lugar secreto de su casa tena un pequeo templo donde segua adorando a los dioses aztecas. No haca nada de provecho, coma alimentos picantes en exceso, beba pulque de todos los sabores y sala de paseo con diversas amigas. Esta clase de vida perjudic su salud; cada vez tena peor aspecto y se olvid de la misin que le haba dado el virrey. Gracias a otro espa ms atento, el virrey se enter de que algunos indgenas estaban organizando una conspiracin en su contra e hizo apresar a los culpables. Orden que, como castigo por su descuido, a Tizoc le quitaran todas sus propiedades.

De un da para otro se qued en la calle. Sus amigas lo abandonaron y no tena siquiera un poco de dinero para comprar comida. Medio desnudo y enfermo permaneca sentado en la esquina de la calle donde estaba su casa, en el actual centro de la capital. Tanto los indgenas como los espaoles que pasaban frente a l lo despreciaban y se burlaban de l. Slo algunas personas bondadosas le ofrecan pan, agua y granos de cacao. Tizoc no se mova de su lugar; siempre solo y callado se dedicaba a recordar su antigua riqueza y su vida anterior a la conquista. A veces se quedaba dormido y soaba con el pulque, las doncellas y los manjares de antes. Acostumbrada a verlo siempre ah, la gente lo apod el indio triste.

Pasaron las semanas. Tizoc dej de comer lo que le daban e incluso se neg a beber agua. Ya ni siquiera tena lgrimas para llorar y permaneca siempre sumido en sus pensamientos. Cada da estaba ms dbil y con dificultades poda levantar la cabeza. Senta como si hubiera perdido su lugar en el mundo. Un da amaneci inmvil sobre la acera: haba muerto de hambre, sed y tristeza.Unos frailes que pasaban por ah lo levantaron. Con todo respeto lo cargaron en hombros y lo llevaron al cementerio de Tlatelolco donde lo sepultaron. Para poner un ejemplo a los espas descuidados, el virrey mand hacer una estatua de su figura sentada, con los brazos cruzados sobre las rodillas, los ojos hinchados y la lengua sedienta. La colocaron en la esquina donde siempre estaba y llamaron a esas cuadras las calles del Indio Triste.

EL HOMBRE DE LAS SIETE MSCARAS - Jalil GibranHaba una vez un hombre que haba hecho siete mscaras y las usaba permanentemente. Un da entraron ladrones a su casa y las robaron. El hombre, desesperado, comenz a seguir a los ladrones gritando:-Ladrones, ladrones, ladrones, devolvedme mis mscaras, no os las llevis!Los ladrones corran y corran, y el hombre los segua por toda la ciudad.En un determinado momento, los delincuentes empezaron a trepar por un edificio y el hombre levant su rostro para verlos. Por primera vez los rayos del sol dieron en su cara y, entonces, por primera vez, sinti el calor del sol.En ese momento, ese hombre que hasta haca unos instantes lloraba por sus mscaras, comenz a gritar:-Ladrones, benditos ladrones que me han robado mis mscaras!

CRECER SIN MSCARAS- (Indios Wiza)En la tribu de los Wiza, para que los jvenes fueran considerados adultos, deban ir al lugar sagrado donde se reunan los miembros del Consejo de ancianos de la comunidad y responder, delante de ellos, algunas preguntas.Entre otras, habitualmente preguntaban por qu queran crecer. Las respuestas ms comunes eran: para ir de caza, para tomar decisiones propias o para participar en los grupos de trabajo que llevan adelante la vida de la tribu.Al finalizar la conversacin, los ancianos presentaban una opcin para que el joven manifestara su eleccin frente al planteo.Si para crecer tuvieras que dejar alguno de estos tres elementos, cul dejaras?En ese momento, el jefe mostraba un arco, un cinto con un cuchillo y un juguete de la infancia; los jvenes saban que, obviamente, para pasar esa prueba tenan que decir que abandonaban el juguete de la infancia.Sin embargo, cierta vez, le toc el turno de presentarse delante del Consejo a Uruchi. S, la expresin justa es que le toc, porque haba cumplido la edad, pero nadie crea que fuera capaz de pasar las pruebas. Uruchi andaba siempre corriendo de un lado para otro, con las manos y los pies llenos de barro ya que le gustaba jugar con el agua y la tierra. Era bastante atolondrado y acostumbraba a pasar, corriendo como un tornado, entre las carpas tirando lo que encontraba a su paso. Pero nada de esto impeda que Uruchi fuera muy querido. Tena la virtud de hacer rer al ms triste y, a su lado, todos se sentan bien.Muchos lo invitaban a comer a su casa porque alegraba la comida con sus cuentos y sus bromas. Sin embargo, hasta sus familiares crean que todava no le haba llegado la madurez para hacer la prueba.Cuando le mostraron el arco, el cinto y el juguete, Uruchi se qued mirndolos. Luego, tom el juguete en sus manos. Era su juguete preferido, un pequeo oso de madera tallado por su abuelo.Acariciando el osito con sus manos, pens: Quin se habr atrevido a sacarme este juguete de mi cuarto?Mientras Uruchi permaneca pensativo, uno de los ancianos tom la palabra y dijo:Muy bien, felicitaciones. Vemos que ests preparado y dispuesto a dejar el juguete. Muchos creamos que no lo podras hacer.Pero, para sorpresa de los adultos, Uruchi, poniendo un tono de voz realmente serio, que nadie crea que fuera capaz de utilizar, dijo:No pienso dejar mi oso, por eso lo agarr.Se hizo un gran silencio, y las miradas se dirigieron al jefe.ste se par y se acerc hacia Uruchi que, en silencio y mirndolo a los ojos, apretaba al oso contra su pecho.Algn da dijo el jefe con voz clara y poderosa llegars a ser un gran jefe. Cuando quieras y puedas, te espero para que te sientes a mi lado en el Consejo.Gracias fue la nica respuesta de Uruchi. Luego se dio la vuelta y sali corriendo para dejar al oso en la repisa de su habitacin.Los adultos miraban asombradsimos la escena, sin poder comprender qu haba ocurrido. El jefe reconoci sus expresiones y les explic.Han pasado muchos aos desde que hacemos esta prueba, y jams un joven se atrevi a darnos esta respuesta. El arco y el cuchillo son elementos que se pueden reemplazar por otros. Lo que nunca debemos dejar atrs es lo que somos y los que fuimos. Uruchi no tuvo miedo de decir la verdad y reconoci el tesoro ms grande para poder crecer bien: aquello que recibi en su infancia y sus recuerdos. Para alcanzar la plenitud de la madurez, en nuestro corazn siempre debe haber algo del nio que fuimos.

"Las Mscaras Hablaban"- (Por: Sandra Aravena)

Ella tena nombre de color... o de una flor... o de una flor de color...En sus pies llevaba el largo camino que se recorre en los extensos y verdosos campos del sur de mi largo y angosto pas, brillaba el silencio de grillos, pjaros, maderas, soledades y mucho desamor. Llevaba el quinto viaje en el empeine, el quinto viaje de un alma solitaria y oculta entre lamos y preciosos canelos. Llevaba en cada dedo, en cada ua, un atisbo de posesiones desposedas, la suciedad de las almas que nacen para crear mucho ms que canciones...En su ombligo traa una virginidad extraa, inocente, perdida...En sus manos llevaba y cargaba misterios, creacin, una poco de guitarras, un poco de melodas, otro poco de cabellos sueltos y pajosos al viento, una pizca de cebollas y uvas. Llevaba una hermosa guitarra y la sabidura de un pueblo campesino, atravesado por las insaciables ganas de crear...A ella la llamaban Violeta... Violeta Parra.Dentro de sus manos estaba dormida la mscara que tiempo despus, tal vez en el mismo quinto viaje, le hablara...Era el amanecer de un da en un mes y un ao no cualquiera. En un lugar extrao de idiomas, y de suspirosas lenguas gargareantes de sonidos amorosos.A la que llamaban Violeta se le puso una idea en la mente y en las manos. Se le puso la idea que vena de una mscara que ya le hablaba. Era la mscara ms chillona de todas, la tendenciosa... la mscara tendenciosa...Temprano, bien temprano, recorri las calles angostas de una ciudad desconocida. Buscaba cartones, cartoncitos, corrugados, lisos, de colores o simplemente cafecitos bien bien claros...Buscaba (porque tan extraa era la ciudad, que todo lo que fuera necesario, se buscaba entre las calles, basureros... en las casas de los nuevos y viejos amigos...) una tinaja sin orificios ni hoyos ni huecos, ojal de greda, aunque era difcil tan lejos de la tierra de las gredas fciles. Una tinaja donde poder vaciar toda el agua del mundo y no cayera fuera de ella ni una sola gota, que poda significar un mar infinito...Buscaba un pegamento blanco, acuoso pero espeso, ligero de peso, que dejara que el agua le atravesara hasta el espritu sin reclamos, que le permitiera a sus manos dejar libre la voz, las voces de las mscaras que hablaban...En el camino, recogi cartones, cartoncitos, corrugados, lisos, de colores y simplemente cafecitos bien bien claros... eran tantos que uno sobre otro formaban una montaa ante sus ojos, lo que le caus varios tropezones, cadas, torceduras, desvos en el camino de continuar buscando...Por ah hall la tinaja de lata. No era de greda, pero no tena agujeros, hoyos ni orificios. Caba toda el agua del mundo en su interior...Un poco ms all, cerca del museo de la ciudad, encontr el pegamento que le haca falta.Haba recorrido buena parte del sur de la ciudad, del centro al sur.Era la hora de volver a esa habitacin que guardaba de arpilleras bordadas con cuerpos y semblantes, rostros y manos y pies deformados por la aguja y el grueso de los hilos. Volver a la habitacin que pronto sera la cuna de los deseos de tantas mscaras...En la tinaja puso un poco de cartones, pero solo la parte ms delgada del cartn. Las otras partes, esperaron a que se terminara la mezcla perfecta. Luego agreg a la tinaja agua, un montn de pegamento blanco, Cola Fra, un poco de sal para que la mezcla resultara perfecta.... con sus manos llenas de creacin mezclaba, mientras su canto brotaba, y hablaba de la machi, de los desamores, de tantas maldiciones que se ocupaban del mundo, y que ella cantaba a mil voces, como si fuera una sola.La mezcla resultaba, solo faltaba un poco ms de agua. Otro poco de sal, un poquito ms de Cola Fra. Nuevamente sus manos mezclaban, y el canto.... Qu hermoso era el canto de la Violeta mientras mezclaba los maravillosos ingredientes!!.... ya estaba. Estaba listo papel mach...Comenzaba entonces a hacer mscaras. Con sus manos llevaba a la masa el recuerdo de tantos rostros, de tantas caras que haba visto en su vida de flores y campo. All estaba viviendo con los suyos... algn amante tal vez, o sobrinos, madre, o vecinas... cerraba sus ojos, la Violeta, y all entonces comenzaba a pulir con sus manos los perfectos rostros. Perfectos, pareca incluso que tenan un poco de alma, otro poco de espritu... pareca que adems tenan un poco del canto de la Violeta.... porque Cantaban!!.Una de ellas, la mscara del rostro de su madre, cantaba la plegaria a un Dios lejano e infinito. La otra le segua, era la de uno de sus hermanos, y oraba, gritada adorando a una Virgen maravillosa que habra conocido por all, en el campo chileno. Una de ellas, la que tena ms grandes los pmulos, era la tendenciosa. La mscara tendenciosa.Desde un comienzo, la tendenciosa le preguntaba cosas. Por qu mis pmulos son tan grandes? Y mientras las otras dos mscaras rezaban a Dioses y vrgenes. Ella prefera conversar con la Violeta. Por qu mi nariz en tan pequea? Por qu tus manos son tan dulces y prolijas? Por qu cantas mientras me pules?... no se callaba nunca. No callaba y Violeta le responda a todo con serenidad... porque as me gustas, porque as te quiero, porque con el canto voy por la vida, porque tu alma ha encontrado un espacio donde vivir, una mscara hermosa....Las pintaba de colores hermosos. La tendenciosa entonces, se dio cuenta que la Violeta adems pintaba de mil maravillas. Las mscaras oradoras oraban. Oraban. Oraba y oraban. Las plegarias parecan eternas, y la Violeta solo responda con un respetuoso Amn, a la par que le responda a la tendenciosa, a la preguntona...

Cuando lleg el momento de pintar a la mscara tendenciosa, la Violeta escuch un llanto tmido. S, claro, era la mscara la que lloraba disimuladamente por la dicha que tena de haber visto las arpilleras en la pared blanca de la habitacin, por haber escuchado cantar de machis, desamores, brillos, maldiciones.... Lloraba porque no soportaba la emocin...

La Violeta decidi, entonces, pintarla del color de la melancola... Para eso mezcl el verde musgo con un poco de gris...le puso unos puntitos de color caf cartn, para recordar la materia prima de la mscara, y luego, las cejas fueron negras. La pintura se corra por las lgrimas de la tendenciosa. Finalmente las lgrimas se secaron con la pintura y quedaron estampadas hasta siempre en el rostro de la tendenciosa, se quedaron petrificadas, la Violeta no tuvo ms remedio que dejarlas all...

En un largo silencio, tal vez el nico, la Violeta no cantaba, las mscaras no rezaban, la tendenciosa no preguntaba.... una ltima pregunta fue necesaria: Violeta, con que arte te quedaras si tuvieses que escoger uno: con las mscaras, con la pintura o con la msica?... la Violeta miro hacia al cielo, como alzando una nueva plegaria, o tal vez un nuevo canto, junto sus manos en el pecho. Acarici lentamente el rostro de la tendenciosa. Su voz se hizo sonrisa y finalmente dijoyo... yo me quedo con la gente, con el pueblo... porque es el pueblo el que me permite hacer todo arte...

La mscara tendenciosa llor. No tena brazos para abrazarla. Pero un beso clido sali de sus labios y dejndose morir agradeci la vida y la muerte, por el pueblo, a la Violeta, nombre de fruta, nombre de color.... nombre de fruta de color...

Leyenda de la mscara de cristal- Miguel ngel AsturiasY, s, Nana la Lluvia, el que haca los dolos y. preparaba las cabezas de los muertos, dejndolas desabrido hueso, betn encima, tena las manos tres veces doradas!Y, s, Nana la Lluvia, el que haca los dolos, cuidador de calaveras, huy de los hombres de piel de gusano blanco, incendiaron la ciudad entonces, y se refugi en lo ms inaccesible de sus montaas, all donde la tierra se volva nube!Y, s, Nana la Lluvia, el que haca los dioses que lo hicieron a l, era Ambiastro, tena dos astros en lugar de manos!Y, s, Nana la Lluvia, Ambiastro huy del hombre de piel de gusano blanco y se hizo montaa, cima de montaa, sin inquietarle la ingrimitud de su refugio, la soledad ms sola, piedras y guilas, habituado a vivir oculto, a no mostrarse mientras creaba las imgenes sacras, dolos de barro y cebolln, y por la diligencia que puso en darse compaa de dioses, hroes y animales que tall, esculpi, model en piedra, madera y lodo, con los utensilios que trujo!Y, s, Nana la Lluvia, Ambiastro, faltando a su juramento de esculpir en piedra y slo en piedra, mientras durara su destierro, se dio licencia para tallar, en su caa de fumador de tabaco, un grupo de monitos juguetones, asidos de la cola, los brazos en alto como queriendo atrapar el humo, y en un grueso tronco de manzanarrosa, el combate de la serpiente y el jaguar!Y, s, Nana la Lluvia!Al nacer el da, luceros panzones y tenues albaluces, Ambiastro golpeaba el tronco hueco de palo de manzanarrosa, para poner en movimiento, razn de ser de la escultura, al jaguar, aliado de la luz, en su lucha a muerte con la noche, serpiente inacabable, y producir sonido de retumbo, tal y como se acostumbraba en las puertas de la ciudad, al asomar el lucero de las preciosas piedras.Glorificado el lucero de la maana, alabado todo lo que reverdeca, recortados los desaparecidos de la memoria nocturna (nadie hubiera tomado su camino y ellos no regresarn), Ambiastro juntaba astillas de madera seca y a un chispazo de su pedernal naca aquel que se consume solo y tan prontamente que jams le dio tiempo para esculpir su imagen de guacamayo de llamas bulliciosas. Encendido el fuego, pona a calentar agua de nube en un recipiente de barro y en espera del hervor, soltaba los sentidos a vagar sin pensamiento, felices, fuera de la cueva en que viva. Montes, valles, lagos, volcanes apuraban sus ojos mientras perda el olfato en la borrachera de aromas frutales que suba de la tierra caliente, el tacto en el pacto de no tocar nada y sentirlo todo, y el odo en las relojeras del roco.Al formarse las primeras burbujas, corran como perlas de zoguillas desatadas por la superficie del agua a punto de hervir, Ambiastro sacaba de un bucul amarillo un puo de polvo de chile colorado, lo que cogan cinco dedos, y lo arrojaba al lquido en ebullicin. Un guacal de esta bebida roja, espesa, humeante, como sangre, era su alimento y el de su familia, como llamaba a sus esculturas en piedra, coloreadas del bermelln al naranja.Sus gigantes, talla directa en la roca viva, baados de plumas y collares de mscaras pequeas, guardaban la entrada de la cueva en que a los jugadores de pelota, en bajorrelieve, seguan personajes con dos caras, la de la vida y la de la muerte, danzarines atmosfricos, dioses de la lluvia, dioses solares con los ojos muy abiertos, cilindros con figuras de animales en rbitas astrales, dioses de la muerte esquelticos, enzoguillados de estrellas, sacerdotes de crneos alargados y piedras duras, verdes, rojizas, negras, con representaciones calendricas o profticas.Pero ya la piedra le angustiaba y haba que pensar en el mosaico. Desplegar sobre las paredes y bvedas de su vivienda subterrnea, escenas de ceremonias religiosas, danzas, asaeteamientos, caceras, todo lo que l haba visto antes de la llegada de los hombres de piel de gusano blanco.Apart los ojos de un bosquecillo de rboles que ya sin fuerza para izarse, tan alto haban nacido en las montaas azules, se retorcan y bajaban reptando por laderas arenosas, pedregales y nidos de aguiluchos solitarios. Apart los ojos de estos rboles casi culebras, al reclamo de los que sembrados en estribaciones ms bajas, suban s ofrecerle sus copas de verdores fragantes y sus hondas carnes amorosas. La tentacin de la madera lo sacaba de su refugio poblado de dolos ptreos, gigantes minerales, piedras y ms piedras, al mundo vegetal clido y perfumado de las florestas que recorra de noche como sonmbulo por caminos de estrellas que llovan de los ramajes, y de da, traspuesto, enajenado, ansioso, delirante, suelto a dejar la piedra, faltando a su promesa de no tocar rbol, arcilla o materia blanda durante su destierro, y lanzarse a la multiplicacin de sus criaturas en palos llamarosa, palos carne-amarilla, humo-fuego, maderas que lejos de oponer resistencia como la piedra, dura y artera, se entregaban a su magia, blandas, ayudadoras, gozosas. Una conciencia remota las haca preferir aquel destino de esculturas de palo blanco, rival del marfil ms fino, de banos desafiadores del azabache, de caobas slo comparables con el granate vinoso.Dormir, imposible. Todo su mundo d dioses, guerreros, sacerdotes esculpidos en piedras duras, casi de joyera, le haca sentir su cueva como sepultura de momia. Que la madera no pasa de ser escultura para hoy y nada para maana Se. morda los labios. Por otra parte, su obra no era de pura complacencia. Enterraba un mensaje. Esconda una cauda de cometas sin luz. Daba nacimiento a la gemanstica. Se llev a la boca su caa de fumar, adornada con montos que jugaban con el humo que tenda un vel entre l y su pensamiento. Aunque todo quedara sepultado si se desplomaba la caverna. Mejor la madera, esculpir dioses-rboles, dioses-ceibas, esculturas con races, no sus granitos y mrmoles sin raigambre, esculturas de brazos gigantes, ramas que se vestiran de flores tan enigmticas como los jeroglficos.No supo de sus ojos. Estallaron. Ciego, Ciego. Estallaron luces al golpear con la punta de su pedernal, mientras buscaba piedras duras, en una vera de cristal de roca. Sus manos, sus brazos, su pecho baados en roco cortante. Se llev los dedos a la cara, sembrada de piquetazos de agujas, para buscarse los ojos. No estaba ciego. Fue el deslumbramiento, el chispado, la explosin de la roca luminosa. Olvid sus piedras oscuras y la tentacin de las maderas fragantes. Tena al alcance sus manos, pobres astros apagados, ms all del mar de jade y la noche de obsidiana, la luz de un medioda de diamantes, muerta y viva, fra y quemante, desnuda y enigmtica, fija y en movimiento.Esculpira en cristal de roca, pero cmo trasladar aquella masa luminosa hasta su caverna. Imposible. Ms hacedero que l se trasladara a vivir all. Solo o con su familia, sus piedras esculpidas, sus dolos, sus gigantes? Reflexion, la cabeza de un lado a otro. No, no. No pensarlo. Desconoca todo parentesco con seres de tiniebla.Improvis all mismo, junto al peasco de cristales, una cabaa, trajo al dios que se consume solo y pronto, acarre agua en un tinajas y en una piedra de mollejn fue dando filo de navajuela a sus pedernales.Nueva vida. La luz. El aire. La cabaa abierta al sol y de noche a la cristalera de los astros.Das y das de faena. Sin parar. Casi sin dormir. No poda ms. Las manos lastimadas, la cara herida, heridas que antes de cicatrizar eran cortadas por nuevas heridas, lacerado y casi ciego por las astillas y el polvo finsimo del cuarzo, reclamaba agua, agua, agua para beber y agua para baar el pedazo de luz cristalizada y pursima que iba tomando la forma de una cara.El alba lo encontraba despierto, ansioso, desesperado porque tardaba en aclarar el da y no pocas veces se le oy barrer alrededor de la cabaa, no la basura, sino la tiniebla. Sin acordarse de saludar al lucero de las preciosas piedras, qu mejor saludo que golpear la roca de pursimo cuarzo de donde saltaban salvas de luz, apenas amaneca continuaba su talla, falto de saliva, corto de aliento, empapado en sudor de loco, en lucha con el pelo que se le vena a la cara sangrante, las astillas heridoras, a los ojos llorosos, el polvo cegador, lo que le pona iracundo, pues perda tiempo en levantrselo con el envs de la mano. Y la exasperacin de afilar a cada momento sus utensilios, ya no de escultor, sino de lapidario.Pero al fin la tena, tallada en fuego blanco, pulida con el polvo del collar de ojos y martajados caracoles. Su brillo cegaba y cuando se la puso Mscara de Nana la Lluvia tuvo la sensacin de vaciar su ser pasajero en una gota de agua inmortal. Pared geolgica! S, Nana la Lluvia! Soberana no rebelada! S, Nana la Lluvia! Superficie sin paralelo! S, Nana la Lluvia! Lava respirable! S, Nana la Lluvia! Ddalo de espejos! S, Nana la Lluvia! Tumba ritual! S, Nana la lluvia! Nivel de sueos luminosos! S, Nana la Lluvia! Mscara irremovible! S, Nana la Lluvia! Obstculo que afila sus contornos hasta anularlos para montar la guardia de la eternidad despierta!Paso a paso volvi a su cueva, no por sus olvidadas piedras, dioses, hroes y figurillas de animales tallados en manantiales de tiniebla, sino por su caa de hablar humo. No la encontraba. Hall el tabaco guindose por el olor. Pero su caa su caa su pequea cerbatana, no de cazar pjaros, de cazar sueosDej la mscara luminosa sobre una esterilla tendida en lo que fue su lecho de tablas de nogal y sigui buscando. Se la llevaxon los monitor esculpidos alrededor, se consolaba, ella tan paco quiso quedarse en esta tenebrosa tumba, entre estos dolos y gi, gantas que dejar soterrados abata que encontr un material digno de gris manos de Ambiastro.Se golpeaba en los objetos. La poca costumbre de andar en la oscuridad, se dijo. Aunque ms bien los objetos le saltan al paso y se golpeaban can l. Los banquitos de tres pies a darle en las espinillas. Las mesas no esperaban, mesas y bancos de trabajo, se l tiraban encima como fieras. Esquinazos, cajonatos, patadas de mesas convertidas en bestias enfurecidas. Los tapexcos llenos de trastes lo atacaban por la espalda, a matar, como si alguien los empujara, y all la de caerle encima ollas, jarros, potes, piedras de afilar, incensarios, tortugas, caracoles, tambores de lengetas, ocatinas, todo lo que l guardaba para ahuyentar el silencio ton las fiestas del ruido, mientras los apartes, las tinajas, los guacales, posedos de un extrao furor, le golpeaban a ms y mejor y del tedio se desprendan, entre nubes de cuero de bestias de aullido, zogas y bejucos flagelantes como culebras marcadoras.Se refugi junto a la mscara. No realizaba bien lo que le suceda. Segua creyendo que era l, poco acostumbrado ya al mundo subterrneo, el que se, golpeaba en las cosas de su uso y su trabajo. Y efectivamente, al quedarse quieto ces el ataque, pausa en la que terco como era volvi a ver de un lado a otro, cama preguntando a todos aquellos seres inanimados por su. caa de fumar. No estaba. Se conform con llevarse a la boca un puo de tabaco y masticarlo. Pero algo extrao. Se movan la serpiente y el jaguar de su tambor de madera, aquel con que saludaba al lucero de las preciosas luces. Y si las mesas, los tapexcos, los bancos, las tinajas, los apaxtes, los guacales, se haban aquietado, ahora bajaban y suban los prpados los gigantes de piedra. La tempestad agitaba sus msculos. Cada brazo era un ro. Avanzaban contra l. Levant los astros apagados de sus manos para defender la cara del puetazo de una de esas inmensas bestias. Maltrecha, sin respiracin, el esternn hundido por el golpe de aquel puo de gigante de piedra, un segundo golpe con la mano abierta le deshizo la quijada. En la penumbra verdosa que quiere ser tiniebla y no puede,, luz y no alcanza, movanse en orden de batalla los escuadrones de flecheros creados por l, nacidos de sus manos, de su artificio, de su magia. Primero por los flancos, despus de frente, sin dar gritos de combate, apuntaron sus arcos y dispararon contra l flechas envenenadas. Un segundo grupo de guerreros, tambin hechos por l, esculpidos en piedra por sus manos, tras abrirse en abanico y jugar a mariposas, lo rodearon y clavaron con los aguijones de las caas tostadas, en las tablas de la cama en que yaca tendido junto a su mscara maravillosa. No lo dud. Se la puso. Deba salvarse. Huir. Romper el cero. Ese gran ojo redondo de la muerte que no tiene dos ojos, como las calaveras, sino un inmenso y solitario cero sobre la frente. Lo rompi, deshizo la cifra abstracta, antes de la unidad, nada, y despus de la unidad, todo, y corri hacia la salida de la cueva, guardada por dolos tambin esculpidos por l en materiales de tiniebla. El dolo de las orejas de cabro, pelo de paxte y pechos de fruta. Le toc las tetas y lo dej pasar. El dolo de los veinticuatro diablos viudo, castrado y honorable. Le salud reverente y lo dej pasar. La mujer verde, Maribal, tejedora de salivas estriles. Le dio la suya para prearla y lo dej pasar. El dolo de los dedales de la luna caliente. Le toc el murcilago del galillo con la punta de la lengua en un boca a boca espantoso, y lo dej pasar. El dolo del cenzontle negro, ombligo de floripundia. Le sopl el ombligo para avivarle el celo y lo dej pasarNoche de puercoespines. En cada espina, una gota luminosa de la mscara que Ambiastro llevaba sobre la cara. Los dolos lo dejaron pasar, pero ya iba muerto, rodeado de flores amarillas por todas partes.Los sacerdotes del eclipse, decan:El que agrega criaturas de artificio a la creacin, debe saber que esas criaturas se rebelan, lo sepultan y ellas quedan!Por la ciudad de los caballeros de piedra pasa el entierro de Ambiastro. No se sabe si re o si llora, la mscara de cristal de roca que le oculta la cara. Lo llevan sobre tablas de nogal fragante, los gigantes, los dolos y los hroes de piedra nacidos de sus manos, hierticos, atormentados, arrogantes, y le sigue un pueblo de figuras de barro amasadas con el llanto de Nana la Lluvia.Acerca del autor.Miguel ngel Asturias Rosales (Ciudad de Guatemala, Guatemala, 19 de octubre de 1899 Madrid, 9 de junio de 1974) fue un escritor y diplomtico guatemalteco. Recibi el Premio Lenin de la Paz en 1965 y el Premio Nobel de Literatura en 1967.

La mscara de la muerte roja- Edgar Allan Poe

La "Muerte Roja" haba devastado el pas durante largo tiempo. Jams una peste haba sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnacin y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vrtigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevena la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la vctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpata, y la invasin, progreso y fin de la enfermedad se cumplan en media hora.Pero el prncipe Prspero era feliz, intrpido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llam a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retir con ellos al seguro encierro de una de sus abadas fortificadas. Era sta de amplia y magnfica construccin y haba sido creada por el excntrico aunque majestuoso gusto del prncipe. Una slida y altsima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Haban resuelto no dejar ninguna va de ingreso o de salida a los sbitos impulsos de la desesperacin o del frenes. La abada estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podan desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El prncipe haba reunido todo lo necesario para los placeres. Haba bufones, improvisadores, bailarines y msicos; haba hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusin, y cuando la peste haca los ms terribles estragos, el prncipe Prspero ofreci a sus mil amigos un baile de mscaras de la ms inslita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayora de los palacios, la sucesin de salones forma una larga galera en lnea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galera. Pero aqu se trataba de algo muy distinto, como caba esperar del amor del prncipe por lo extrao. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visin no poda abarcar ms de una a la vez. Cada veinte o treinta metros haba un brusco recodo, y en cada uno naca un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gtica daba a un corredor cerrado que segua el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenan vitrales cuya coloracin variaba con el tono dominante de la decoracin del aposento. Si, por ejemplo, la cmara de la extremidad oriental tena tapiceras azules, vvidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapiceras y ornamentos purpreos, y aqu los vitrales eran prpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta haba sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El sptimo aposento apareca completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cmara el color de las ventanas no corresponda a la decoracin. Los cristales eran escarlata, tenan un color de sangre.

A pesar de la profusin de ornamentos de oro que aparecan aqu y all o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no haba lmparas ni candelabros. Las cmaras no estaban iluminadas con bujas o araas. Pero en los corredores paralelos a la galera, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trpodes que sostenan un gneo brasero cuyos rayos se proyectaban a travs de los cristales teidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producan en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantsticos. Pero en la cmara del poniente, la cmara negra, el fuego que a travs de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombras colgaduras, produca un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloracin tan extraa a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner all los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de bano. Su pndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, montono; y cuando el minutero haba completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entraas de bronce del mecanismo naca un taido claro y resonante, lleno de msica; mas su tono y su nfasis eran tales que, a cada hora, los msicos de la orquesta se vean obligados a interrumpir momentneamente su ejecucin para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras an resonaban los taidos del reloj, era posible observar que los ms atolondrados palidecan y los de ms edad y reflexin se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditacin o a un ensueo. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacan en la asamblea; los msicos se miraban entre s, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometan en voz baja que el siguiente taido del reloj no provocara en ellos una emocin semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacan el desconcierto, el temblor y la meditacin.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnfica. El prncipe tena gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con brbaro esplendor. Algunos podran haber credo que estaba loco. Sus cortesanos sentan que no era as. Era necesario orlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El prncipe se haba ocupado personalmente de gran parte de la decoracin de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto haba guiado la eleccin de los disfraces.

Grotescos eran stos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagrico. Veanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veanse fantasas delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cmaras se mova, de un lado a otro, una multitud de sueos. Y aquellos sueos se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraa msica de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Ms otra vez tae el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueos estn helados, rgidos en sus posturas. Pero los ecos del taido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la msica, viven los sueos, contorsionndose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trpodes. Mas en la cmara que da al oeste ninguna mscara se aventura, pues la noche avanza y una luz ms roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aqul cuyo pie se pose en la sombra alfombra, brota del reloj de bano un ahogado resonar mucho ms solemne que los que alcanzan a or las mscaras entregadas a la lejana alegra de las otras estancias.

Congregbase densa multitud en estas ltimas, donde afiebradamente lata el corazn de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a orse los taidos del reloj anunciando la medianoche. Call entonces la msica, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj deba taer doce campanadas, y quiz por eso ocurri que los pensamientos invadieron en mayor nmero las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quiz tambin por eso ocurri que, antes de que los ltimos ecos del carrilln se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no haba llamado la atencin de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzse al final un rumor que expresaba desaprobacin, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparicin ordinaria no hubiera provocado semejante conmocin. El desenfreno de aquella mascarada no tena lmites, pero la figura en cuestin lo ultrapasaba e iba incluso ms all de lo que el liberal criterio del prncipe toleraba. En el corazn de los ms temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emocin. An el ms relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecan sentir en lo ms hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La mscara que ocultaba el rostro se pareca de tal manera al semblante de un cadver ya rgido, que el escrutinio ms detallado se habra visto en dificultades para descubrir el engao. Cierto, aquella frentica concurrencia poda tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se haba atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, as como el rostro, aparecan manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del prncipe Prspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeci de rabia.

-Quin se atreve -pregunt, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quin se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? Apodrense de l y desenmascrenlo, para que sepamos a quin vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el prncipe Prspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el prncipe era hombre temerario y robusto, y la msica acababa de cesar a una seal de su mano.

Con un grupo de plidos cortesanos a su lado hallbase el prncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en direccin al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al prncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensin que la insana apariencia de enmascarado haba producido en los cortesanos impidi que nadie alzara la mano para detenerlo; y as, sin impedimentos, pas ste a un metro del prncipe, y, mientras la vasta concurrencia retroceda en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, sigui andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo haba distinguido. Y de la cmara azul pas la prpura, de la prpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde sta a la blanca y de all, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el prncipe Prspero, enloquecido por la ira y la vergenza de su momentnea cobarda, se lanz a la carrera a travs de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Pual en mano, acercse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que segua alejndose, cuando sta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvi de golpe y enfrent a su perseguidor. Oyse un agudo grito, mientras el pual caa resplandeciente sobre la negra alfombra, y el prncipe Prspero se desplomaba muerto. Posedos por el terrible coraje de la desesperacin, numerosas mscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permaneca erecta e inmvil a la sombra del reloj de bano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la mscara cadavrica que con tanta rudeza haban aferrado no contenan ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Haba venido como un ladrn en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orga manchadas de sangre y cada uno muri en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de bano se apag con la del ltimo de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trpodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupcin, y la Muerte Roja lo dominaron todo.Un baile de mscaras- Alexandre Dumas, padre

Haba dado la orden de que se dijese que no estaba en casa para nadie: uno de mis amigos forz la consigna.Mi criado me anunci al seor Antony R... Descubr, detrs de la librea de Jos, el cuerpo de una levita negra. Era probable, por lo tanto, que el que la llevaba hubiese visto, por su parte, la falda de mi bata de casa. Siendo imposible ocultarme:

-Muy bien! Que entre -dije en alta voz.

"Que se vaya al diablo!", dije en voz baja.

Cuando se trabaja, slo la mujer que se ama puede interrumpir a uno impunemente; pues, hasta cierto punto, siempre est ella de algn modo en el fondo de lo que se hace.

Me fui, pues, hacia l con el aspecto medio irritado de un autor interrumpido en uno de los momentos en que ms teme serlo, cuando le vi tan plido y tan descompuesto que las primeras palabras que le dirig fueron stas:

-Qu tenis? Qu os ha ocurrido?

-Oh! Dejadme respirar -dijo-. Voy a controslo; pero, qu digo!, esto es un sueo o sin duda, estoy loco.

Se arroj sobre un sof y dej caer la cabeza entre sus manos.

Le mir asombrado: sus cabellos estaban mojados por la lluvia; sus botas, sus rodillas y la parte baja de su pantaln, estaban cubiertos de barro. Me asom a la ventana y vi a la puerta a su criado con el cabriol: nada comprenda de aquello.

l vio mi sorpresa.

-He estado en el cementerio del Pre-Lachaise -me dijo.

-A las diez de la maana?

-Estaba all a las siete... Maldito baile de mscaras!

Yo no poda adivinar la relacin que poda tener un baile de mscaras con el Pre-Lachaise. As es que me resign, y volviendo la espalda a la chimenea, empec a envolver un cigarrillo entre mis dedos, con la flema y paciencia de un espaol.

Cuando termin de hacerlo, se lo ofrec a Antony, el cual saba yo que de ordinario agradeca mucho esta clase de atencin.

Me hizo un signo de agradecimiento, pero rechaz mi mano. Por mi parte, me inclin a fin de encender el cigarrillo: Antony me detuvo.

-Alejandro -me dijo-, escuchadme: os lo ruego.

-Pero si hace un cuarto de hora que estis aqu y no me decs nada.

-Oh! Es una aventura muy rara!

Me enderec, puse mi cigarro sobre la chimenea y me cruc de brazos como un hombre resignado; nicamente que empezaba a creer como l que muy bien poda haberse vuelto loco.

-Os acordis de aquel baile de la pera, en que os encontr? -me dijo, despus de un instante de silencio.

-El ltimo, en el que haba a lo ms doscientas personas?

-Ese mismo. Os dej con la intencin de irme al de Variedades, del cual me haban hablado como cosa curiosa en medio de nuestra curiosa poca: usted quiso disuadirme de que fuese; la fatalidad me empujaba a aquel sitio. Oh! Por qu no ha visto usted aquello; usted, dedicado a describir las costumbres? Por qu Hoffman o Callot no estaban all para pintar aquel cuadro fantstico y burlesco a la par que se desarroll ante mis ojos? Acababa de dejar la pera vaca y triste y encontr una sala llena y gozosa: corredores, palcos, plateas, todo estaba lleno.

"Di una vuelta por el saln: veinte mscaras me llamaron por mi nombre y me dijeron el suyo. Eran celebridades aristocrticas o financieras bajo innobles disfraces de pierrots, de postillones, de payasos o de verduleras.

"Eran todos jvenes de nombre, de corazn, de mrito; y all, olvidando familia, artes y poltica, reedificaban una tertulia del tiempo de la Regencia en medio de nuestra poca grave y severa. Ya me lo haban dicho y, sin embargo, yo no haba querido creerlo! Sub algunas gradas, y, apoyndome sobre una columna, y medio escondido por ella, fij los ojos en aquella ola de criaturas humanas que se movan a mis pies. Aquellos domins de todos los colores, aquellos vestidos pintorreados y aquellos grotescos disfraces, formaban un espectculo que no tena semejanza con nada humano. La msica empez a tocar. Oh! Entonces fue ella. Aquellas extraas criaturas se agitaron al son de aquella orquesta cuya armona llegaba a mis odos en medio de gritos, de risas y de algazara; se cogieron unos a otros por las manos, por los brazos, por el cuello: se form un gran crculo, empezando entonces un movimiento circular; bailadores y bailadoras pateando, haciendo levantar con ruido un polvo cuyos tomos haca visibles la plida luz de las araas; dando vueltas con velocidad creciente y con extraas posturas, con gestos obscenos, con gritos desordenados: dando vueltas cada vez con ms rapidez, tirados por tierra como hombres borrachos, dando alaridos como mujeres perdidas, con ms delirio que alegra, con ms rabia que placer: semejantes a una cadena de condenados que hubiesen cumplido, bajo el ltigo de los demonios, una penitencia infernal. Aquello ocurra en mi presencia y a mis pies. Senta el viento que producan en su carrera: cada uno de los que me conoca me deca, al pasar, alguna palabra que me haca enrojecer. Todo aquel ruido, todo aquel murmullo, toda aquella confusin, toda aquella msica, estaban en mis odos como en la sala. Muy pronto llegu a no saber si lo que tenia ante mis ojos era sueo o realidad; llegu a preguntarme si no era yo el insensato y ellos los razonables: se apoderaban de m extraas tentaciones de arrojarme en medio de aquella bacanal, como Fausto a travs de las regiones infernales, y sent entonces que tendra gritos, gestos, posturas y risas como las suyas. Oh! De aquello a la locura no hay ms que un paso. Qued asombrado y me lanc fuera de la sala, perseguido hasta la puerta de la calle por aullidos que parecan aquellos rugidos de amor que salen de la caverna de las bestias feroces.

"Me detuve un instante bajo el prtico para tranquilizarme. No quera aventurarme en la calle lleno mi espritu de tanta confusin: es muy fcil que no hubiese conocido el camino: es muy fcil que hubiese sido atropellado por un coche sin quererlo yo mismo. Me encontraba en ese estado en que se encuentra un hombre borracho que empieza a recobrar la razn suficiente en su cerebro ofuscado para darse cuenta de su estado y que, sintiendo que recobra la voluntad, pero no an el poder, se apoya, inmvil, con los ojos fijos y extraviados, contra un poyo de la calle o contra un rbol de un paseo pblico.

"En este momento, un coche se detuvo ante la puerta: una mujer sali de su puertecilla o, ms bien, se precipit fuera de ella.

"Entr bajo el peristilo, volviendo la cabeza a derecha e izquierda como una persona perdida. Vesta un domin negro y tena la cara cubierta con un antifaz de terciopelo. Lleg hasta la puerta.

-Vuestro billete? -le dijo el portero.

"-Mi billete? -respondi ella-. No lo tengo.

"-Pues, entonces, tomadlo en la taquilla.

"La mujer del domin volvi bajo el peristilo, registrando vivamente todos sus bolsillos.

"-No traigo dinero! -exclam-. Ah! Este anillo... Un billete de entrada por este anillo -dijo ella.

"-Imposible -respondi la mujer que venda los billetes-; no hacemos negocios de ese gnero.

"Y rechaz el brillante, que cay a tierra y rod hacia mi lado.

"La mujer del domin permaneci inmvil, olvidando el anillo y abismada, sin duda, en algn pensamiento.

"Yo recog el anillo y se lo present.

Vi, a travs de su antifaz, que sus ojos se fijaban en los mos; me mir un instante con indecisin. Despus, de repente, pasando su brazo alrededor del mo:

"-Es necesario que me paguis la entrada -me dijo-. Por piedad, es necesario!

"-Yo sala ya, seora -le dije.

"-Entonces dadme seis francos por este anillo, y me habris hecho un servicio por el que os bendecir toda mi vida.

"Volv a poner el anillo en su dedo; fui a la taquilla y tom dos billetes. Entramos juntos.

"Una vez llegados al corredor, sent que vacilaba. Form entonces con su segundo brazo una especie de anillo alrededor del mo.

"-Sufrs? -le dije.

"-No, no: esto no es nada -repuso ella-. Un desvanecimiento: eso es todo

"Y me condujo hacia el saln. Entramos en aquel gozoso Charenton. Tres veces dimos la vuelta abrindonos paso con gran pena por entre aquella multitud de mscaras que se empujaban las unas a las otras: ella, estremecindose a cada palabra obscena que escuchaba; yo, avergonzado de que me viesen dando el brazo a una mujer que se atreva a escuchar tales palabras. Despus nos volvimos al extremo del saln. Ella se dej caer sobre un banco. Yo permanec de pie ante ella, con la mano apoyada en el respaldo de su asiento.

"-Oh! Esto debe pareceros muy extravagante -me dijo-: pero no ms que a m: os lo juro. Yo no tena idea alguna de esto -miraba al baile-, pues ni aun en sueos he podido ver tales cosas. Pero, vea usted, me han escrito que estara aqu con una mujer. Y qu mujer ser esa que se atreve a venir a un sitio semejante?

"Yo hice un gesto de asombro; ella lo comprendi.

-Quiere usted decir que yo tambin estoy aqu, no es verdad? Oh! pero ya es otra cosa: yo lo busco, yo soy su mujer. Estas gentes vienen aqu impulsadas por la locura y el libertinaje. Oh! Pero yo vengo por celos infernales. Hubiera ido a buscarle a cualquier parte: por la noche, a un cementerio, hubiera ido a Greve el da de una ejecucin, y, sin embargo, os lo juro, cuando era joven, no he salido ni una sola vez a la calle sin mi madre. Mujer ya, no he dado un paso fuera de casa sin ir seguida de un lacayo; y, sin embargo, heme aqu, como todas estas mujeres perdidas: heme aqu dando el brazo a un hombre a quien no conozco, enrojeciendo, bajo mi antifaz, de la opinin que de m habis podido formaros. Yo comprendo todo esto!... Caballero, habis estado alguna vez celoso?

"-Atrozmente -respond.

"-Entonces, seguramente que me perdonis y que lo comprendis todo. Conocis aquella voz que os grita, como si lo hiciese a la oreja de un insensato: "Ve!". Conocis el brazo que, como el de la fatalidad, os empuja a la vergenza y al crimen. Sabis ya que en tales momentos uno es capaz de todo, con tal que pueda vengarse.

"Iba a responderle; pero se levant de repente con la mirada fija en dos domins que pasaban en aquel momento ante nosotros.

-Callaos! -me dijo.

"Y me arrastr en su persecucin.

"Yo estaba metido en una intriga de la que no comprenda nada; senta vibrar todas sus cuerdas y ninguna me la haca comprender; pero aquella pobre mujer pareca tan agitada que estaba verdaderamente interesante. Tan imperiosa es una pasin verdadera, que obedec como un nio, y nos pusimos en persecucin de las dos mscaras, de las que la una era evidentemente un hombre y la otra una mujer. Hablaban a media voz; sus palabras apenas llegaban a nuestros odos.

"-Es l! -murmuraba ella-. Es su voz. S, s, es su estatura...

"El ms alto de los dos que vestan domin empez a rerse.

"-Es su risa! -dijo ella-. Es l, seor, es l! La carta deca la verdad. Oh Dios mo! Dios mo!

"Sin embargo, las mscaras avanzaban y nosotros salimos detrs de ellas. Tomaron la escalera de los palcos, y nosotros la subimos en su persecucin. No se detuvieron hasta que llegaron a la de la gran bveda: nosotros parecamos sus dos sombras. Un pequeo palco enrejado se abri; entraron en l y la puerta se cerr tras ellos.

"La pobre criatura que yo llevaba del brazo me asustaba con su agitacin: no poda ver su cara; pero, apretada contra m como estaba, senta latir su corazn, temblar su cuerpo y estremecerse sus miembros. Haba algo de extrao en la manera como llegaban a m los sufrimientos inauditos cuyo espectculo se desarrollaba ante mis ojos, cuya vctima no conoca y cuya causa ignoraba por completo. Sin embargo, por nada del mundo hubiese abandonado a aquella mujer en semejante momento.

"Cuando ella vio a las dos mscaras entrar en el palco y el palco cerrarse tras ellos, permaneci un momento inmvil y como herida de un rayo. Despus se abalanz sobre la puerta para escuchar. Colocada como estaba, el menor movimiento denunciaba su presencia y la perda: yo la tom violentamente por el brazo, abr el pestillo del palco contiguo, la arrastr all conmigo, ech la cortina y cerr la puerta.

"-Si queris escuchar -le dije-, hacedlo de aqu al menos.

"Ella se dej caer sobre una rodilla y aproxim la oreja al tabique, y yo me mantuve de pie al lado opuesto, con los brazos cruzados, cabizbajo y pensativo.

"Todo lo que yo haba visto de aquella mujer me haba hecho creer que era un verdadero tipo de belleza. La parte baja de su cara, que no ocultaba el antifaz, era fresca, aterciopelada y llena; sus labios rojos y finos; sus dientes, a los que el terciopelo que llegaba hasta ellos haca parecer ms blancos, pequeos, separados y brillantes; su mano pareca un modelo; su talle poda abrazarse con las manos; sus cabellos negros, sedosos, se escapaban con profusin de la cofia de su domin, y su pequeo pie, que apenas se dejaba ver fuera de la bata, pareca no poder apenas sostener aquel cuerpo, ligero, gracioso y areo. Oh! Deba ser una maravillosa criatura! Oh, el que la hubiese tenido en sus brazos, el que hubiese visto todas las facultades de aquella alma empleadas en amarle, el que hubiese sentido sobre su corazn aquellas palpitaciones, aquellos estremecimientos, aquellos espasmos neurlgicos, y el que hubiese podido decir: "Todo esto, todo esto, es producido por el amor que por m siente; por el amor que tiene para m solo entre todos los hombres y es el ngel para mi predestinado!" Oh! Este hombre... este hombre...!

"Estos eran mis pensamientos, cuando de repente vi a aquella mujer levantarse, volverse hacia m y decirme con voz entrecortada y furiosa:

"-Caballero, soy hermosa: os lo juro. Soy joven, pues tengo diez y nueve aos. Hasta ahora, he sido pura como el ngel de la creacin. Pues bien...-ech sus brazos a mi cuello- pues, bien: soy vuestra... Tomadme!...

"En el mismo instante sent sus labios pegarse a los mos, y la impresin de un mordisco, ms bien que la de un beso, corri por todo su cuerpo tembloroso y enloquecido por la pasin: una nube de fuego pas por mis ojos.

Diez minutos despus, la tena entre mis brazos, desmayada, medio muerta, sollozando.

"Poco a poco volvi en si. Yo distingua, a travs de su antifaz, sus ojos extraviados; vi la parte inferior de su cara plida, vi que sus dientes chocaban unos con otros, como si estuviese poseda de un temblor febril. Toda esta escena se presenta an ante mi vista.

"Record lo que acababa de pasar y cay a mis pies.

"-Si os inspiro alguna compasin, me dijo sollozando, alguna piedad, no fijis en m vuestros ojos, no procuris nunca reconocerme: dejadme marchar y olvidadlo todo. Ya me acordar yo de ello por los dos!

"A estas palabras se levant, rpida como el pensamiento que huye de nosotros; se abalanz hacia la puerta, la abri, y, volvindose an una vez, me dijo:

"-Caballero, no me sigis; en nombre del Cielo, no me sigis!

"La puerta, empujada con violencia, se cerr entre m y ella, ocultndomela como una aparicin. No he vuelto a verla!

"No he vuelto a verla! Y en los diez meses que han pasado desde entonces la he buscado por todas partes, en los bailes, en los espectculos, en los paseos. Cuantas veces vea de lejos una mujer de fino talle, de pie pequeo y de cabellos negros, la segua, me aproximaba a ella, la miraba de frente, esperando que su rubor la descubriese. En ninguna parte la he vuelto a encontrar; en ninguna parte la he vuelto a ver... nada ms que en mis noches de insomnio y en mis sueos! Oh! Entonces ella volva a venir all; all la senta, senta sus abrazos, sus mordiscos, sus caricias tan ardientes, que tenan algo de infernal; despus, el antifaz caa, y la cara ms extraa se presentaba a mis ojos, ya velada, como si estuviese cubierta por una nube; ya brillante, como rodeada de una aureola; ya plida, con el crneo blanco y pelado, con las rbitas de los ojos vacas, y con los dientes vacilantes y raros. En fin, que desde aquella noche no he vivido, abrasado de un amor insensato por una mujer a quien no conoca, esperando siempre y siempre engaado en mis esperanzas, celoso sin tener el derecho de serlo, sin saber de quin deba estarlo, sin atreverme a manifestar a nadie tamaa locura, y, sin embargo, perseguido , acabado, consumido y devorado por ella.

Al acabar estas palabras, sac una carta de su pecho.

-Ahora que te lo he contado todo, toma esta carta y lela -me dijo. La tom y le:

Acaso hayis olvidado a una pobre mujer que no ha olvidado nada y que muere porque no puede olvidar. Cuando recibis esta carta ya habr dejado de existir. Entonces, id al cementerio del Pre-Lachaise, decid al conserje que os ensee, de las ltimas tumbas, una que llevar sobre su piedra funeraria el sencillo nombre de Mara, y cuando estis en presencia de esta tumba arrodillaos y rezad.

-Pues bien -continu Antony-; he recibido esta carta ayer y he estado all esta maana. El conserje me condujo a la tumba y he permanecido ante ella dos horas, arrodillado, rezando y llorando. Comprendes? Aquella mujer estaba all!... Su alma ardiente haba volado; su cuerpo, consumido por ella, se haba doblado hasta romperse bajo el peso de los celos y de los remordimientos! Estaba all, a mis pies, y haba vivido y muerto desconocida para m, desconocida... y ocupando un lugar en mi vida como lo ocupa en la tumba; desconocida... y encerrando en mi corazn un cadver fro e inanimado como el que se haba depositado en el sepulcro! Oh! Conoces cosa alguna semejante? Has odo algn acontecimiento tan extrao? As es que ahora, adis mis esperanzas, pues jams volver a verla. Cavara su fosa y no podra encontrar ya all los restos con que poder recomponer su cara. Y contino amndola! Comprendes, Alejandro? La amo como un insensato; y me matara al momento para unirme a ella si no supiese que ha de permanecer desconocida para m en la eternidad, como lo ha sido en este mundo.

A estas palabras, me quit la carta de las manos, la bes varias veces y se puso a llorar como un nio.

Yo lo abrac, y, no sabiendo qu responderle, llor con l.

FIN

Souvenirs d'Antony (1835)

La mscara -Ral Brasca

Iba bailando por la vereda. La profesora de danzas la haba elogiado y ya se vea estrella precoz del Bolshoi, una Maia Plisetkaia de once aos. Llevaba slo una pollerita floreada sobre la malla azul elctrico y bailaba sonriente, ajena a las miradas y a lo que suceda alrededor. Cuando lleg a la plaza vio que alguien vestido de pato Donald venda helados bajo la araucaria. Se desvi del camino y fue hacia all. Donald la mir inmvil un instante y la salud con una gran reverencia.

-Cmo te llams?

-Melisa.

El pato se agach hasta que sus alturas coincidieron y ladeando un poco la gran cabeza lanz una exclamacin de entusiasmo. Los chicos que lo rodeaban festejaron la broma.

-Ac tenemos a la gran artista Melisa- anunci-, que nos viene a visitar desde un lejano pas...

-Rusia- acot ella divertida.

-Eso es, Rusia de dnde va a ser si no?. Y que nos va a brindar su inigualable versin de...-Volvi la cara hacia Melisa.

-No hay msica- dijo ella.

-No importa- insisti Donald.

Melisa vacil. A esa hora la plaza estaba llena de gente que volva del trabajo y los chicos que rodeaban a Donald la miraban como dudando de que se animara.

-Est bien, la "habanera"- dijo, y empez a ondular de a poco, primero con laxitud y luego, como si el recuerdo de la msica la creciera adentro, con el cuerpo tenso por el ritmo cada vez ms justo. Contone las caderas y sacudi los hombros hasta que al fin, cuando logr mostrarse segura, se afloj de golpe y mir a todos con una media sonrisa, de esas que parecen pedir la aprobacin general para completarse. Donald inici los aplausos con gran aparato.

-Sos una maravilla. Nunca vi nada igual -dijo-. Otra, otra.

-Bueno, una danza espaola- contest Melisa entusiasmada.

-No, la habanera de nuevo. Me gusta la habanera.

Los chicos, relegados durante demasiado tiempo, protestaron con un murmullo general y dos de ellos se fueron no bien ella volvi a ondular. Donald dej la caja de helados en el piso y comenz a imitarla. As consigui retener a los que quedaban; pero cuando se sent como dispuesto a prolongar la funcin de baile desertaron otros dos. La gente que pasaba miraba el espectculo sin detenerse, sonrea y segua su camino. Melisa, ahora, bailaba con ms soltura, haca movimientos ms amplios y sensuales, y controlaba de reojo a Donald. Advirti que estaba como hipnotizado: ni por un segundo haba apartado la mirada de ella y pareca no darse cuenta (o no importarle) que los clientes se le estuvieran yendo poco a poco. Al principio, eso la halag; pero despus empez a confundirla. Tena la sensacin de que, detrs de la mscara, el hombre la espiaba como por el agujero de una cerradura. Fue perdiendo espontaneidad, los movimientos se achicaron; cuando se fue el ltimo espectador, la danza se desarticul. Entonces, Donald se par de un salto, grit bravo y aplaudi.

-Lstima que tengo que irme, me quedara horas vindote bailar -dijo, y sacando un helado de la caja se lo tendi-. Vas a baile todos los das?.

Melisa mir el helado y lo mir a l. De nuevo, choc con la mscara. Vacil un instante, pero acept el helado.

-Los martes y jueves. Vos vens?.

-S, un rato, hasta la hora del ensayo.

Ella hizo un silencio largo. El hombre oculto en el disfraz le estaba hablando con su voz natural y en cierto tono de intimidad.

-Sacate la cabeza de pato.

-As que sos curiosa?. Qu bien, con la curiosidad se llega lejos- dijo l cargando la caja. Pero Melisa no lo poda dejar ir todava.

-Qu ensayo?- le pregunt.

-Una comedia musical para chicos. Soy actor.

-Ah...-dijo ella.

Donald esper atento unos segundos sin que Melisa agregara nada.

-Bueno, me voy. El jueves nos vemos- dijo mientras se alejaba.

Ella lo vio sacarse la enorme cabeza justo antes de que doblara la esquina.

Si no hubiera sido por la lluvia, Melisa se habra encontrado con Donald el jueves. Pero el agua haba empezado a eso de las cuatro y ella haba tenido que quedarse en casa bailando sola frente al espejo. A las seis, el cielo oscuro y la lluvia persistente le haban hecho perder las esperanzas. Se haba sentado y pensaba en l. Lo imaginaba sacndose la mscara. Era joven, la cara era simptica y le sonrea. Le peda que bailara y ella le peda un helado. El se lo daba. Entonces bailaba un poco y le peda otro. El se los iba dando todos con tal de que siguiera bailando. Un da, la invitaba a acompaarlo al teatro. Ella iba y la contrataban. Era la primera figura. Al final del espectculo, con una sonrisa blanca y humilde, l la llevaba de la mano al borde del escenario para que saludara ltima al pblico.

Esa noche, muy tarde, mientras oa llover desde la cama, Melisa tuvo un sobresalto: la cara de desaliento de Donald que, mojado y tembloroso, la esperaba a pesar de la lluvia. Despus se haba dormido. Pero a la maana siguiente, se levant intranquila por el temor de que l no volviera a la plaza.

El martes cuando lo vio, se acerc corriendo. Lo encontr muy ocupado; alrededor se le tendan un montn de manos con dinero y todos los chicos pedan al mismo tiempo. -Hola- grit.

Donald le dedic una mirada muy rpida. Melisa pens que l tambin haba dicho hola pero que no lo haba odo.

-El jueves no vine porque llovi- volvi a gritar. Pero Donald estaba discutiendo con un chico que deca que le haba dado la plata y reclamaba su helado. Ni siquiera la mir.

-Llovi. No puedo salir cuando llueve -insisti ella en un tono mucho menos eufrico. Ahora l la mir sin hablarle durante un tiempo ms largo. Luego mene la cabeza y sigui trabajando.

Ella no supo qu decir. Se alej unos pasos y permaneci mirando al grupo confundida. La imagen nocturna del jueves haba vuelto con penosa nitidez. De golpe, se le ocurri una solucin: la "habanera". Apenas empez a moverse, oy a Donald que deca:

-Por favor, slo los que tienen el cambio justo.

Entonces sonri, sacudi los hombros con mayor violencia y ampli el crculo que describan sus caderas. Muy pronto, los chicos empezaron a quejarse de que Donald confunda los helados. Satisfecha, Melisa se esmer todava ms. Quera que l dejara de vender como la otra vez. Sin embargo, lleg a agitarse sin que Donald diera alguna seal de interrumpir el trabajo. Prob volteretas veloces, se abri de piernas todo lo que pudo y arque la espalda hasta apoyar las manos en el suelo. Nada pareca suficiente para que l se decidiera. Su ltima carta, los pasos recin aprendidos, los ms difciles, la dejaron jadeante, con las mejillas rojas y pequeas gotas de sudor distribuidas en la frente. De haber sabido qu otra cosa hacer, no hubiera abandonado. Pero no saba. Comenzaba a alejarse cuando Donald anunci en voz muy alta que se le haban terminado los helados. Orlo la reanim. Volvi y se sent en el piso. Los chicos se estaban dispersando y l pasaba el dinero del bolsillo a la billetera.

-Yo quera venir...- dijo.

Donald contaba la plata con mucha atencin. No le respondi.

-Lo que pasa es que cuando llueve, no voy a la academia. -El asinti con la cabeza.

-Quers que baile?

-Ya bailaste. Buena funcin, hoy.

-Si quers bailo de nuevo.

El hombre mir su reloj pulsera.

-Bueno, pero soltate el pelo.

-Qu?

-Que te sueltes el pelo.

Melisa busc la mirada del hombre y slo encontr el hueco negro que se abra en la mscara. Se llev las manos a la hebilla y se la sac. Empez a bailar pero estaba muy rgida. Amag con detenerse.

-No -dijo l-, segu hasta que yo te diga.

Un minuto despus la interrumpi.

-Ya est bien -dijo-. No soy rencoroso. Te voy a llevar al teatro para que te vea bailar el director. Vamos?.

Melisa, cortada, emiti una risita nerviosa y luego, muy seria, agach la cabeza y se puso a remover las piedritas del piso con la punta de una zapatilla.

-Yo, si quiero, puedo hacer que l te d un papel.

Ella le ech una mirada veloz y, con la cabeza gacha de nuevo, alz los hombros.

-Y eso qu quiere decir?- dijo Donald.

Melisa no contest.

-Qu? tens miedo?

Ahora, los ojos de Melisa se esforzaban por vencer la neutralidad de la mscara. Donald la miraba tan pendiente, que ella intuy la importancia de lo que iba a responder.

-Yo no tengo miedo a nada.

-Eso est muy bien- dijo amistoso Donald. Los que tienen miedo no llegan a ninguna parte. Yo tengo un amigo que toca muy bien el violn y vive lamentndose porque nunca tuvo una oportunidad para hacerse famoso. Pero es mentira, lo que pasa es que cuando tuvo la oportunidad no se anim. Vos no conocs gente as?.

Melisa pens unos segundos.

-S, mi ta -exclam asombrada-. Escribe versos y nunca se los muestra a nadie. Se enoj una vez que yo quise leer uno.

-Viste que tengo razn.

-S- reconoci ella en voz baja.

-Y entonces?

-Es muy tarde.

-Qu lstima, el jueves es el ltimo da que me toca esta zona. Quers un helado?.

-Dijiste que no tenas ms.

El hombre abri la caja, sac el helado y se lo dio. Melisa tard en desenvoverlo. Pensativa, lo recorra con la lengua despacio. Donald sigui en silencio cada movimiento hasta que, como obedeciendo a un impulso, dijo:

-Tens que venir.

Las palabras le salieron lentas y graves; pero sbitamente y con su mejor voz de pato, agreg: -Es una buena oportunidad. Y es cerca.

Melisa sonri apenas.

-Capaz que voy -dijo-, el jueves.

-Capaz o seguro? -insisti el pato.

-Pero tiene que ser temprano.

-A las cuatro y media?

-Bueno -repondi Melisa.

A esa hora los chicos todava estaban en la escuela y la gente no haba salido del trabajo. En la plaza vaca, bajo la araucaria, Donald caminaba en crculos con aire de impaciencia. Melisa lo vio de lejos. El da anterior haba estado con su ta y le haba preguntado por los versos. "Son malos?", le haba dicho. "No, son muy buenos". "Y por qu no sos famosa?". "Porque soy una tonta", haba respondido la ta. Pero ella no era ninguna tonta: no bien cruz a la plaza se quit la hebilla, sacudi el pelo con coquetera y agit un brazo para que Donald la viera. El le respondi moviendo la mano de un modo casi imperceptible. Ella aceler el paso. Metros antes de llegar ya le mostraba una sonrisa ancha.

-Viste que vine.

-Claro, sos una chica inteligente -dijo l-. Pero vamos, le ped al director que fuera antes al teatro y no conviene hacerlo esperar.

-Y vas a ir vestido as?.

-Ahora me cambio en la camioneta.

-Camioneta?. -Melisa se puso seria.

-S, esa blanca.

Ella mir en la direccin que Donald le sealaba. La camioneta le record una ambulancia.

-Me habas dicho que era cerca.

-En la camioneta es cerca. Yo voy primero y me cambio; cuando arranque el motor vas vos.

Por la diagonal de la plaza se acercaban dos mujeres. Donald abri la caja y removi entre los helados como si buscara uno en especial que Melisa le hubiese pedido.

-Te conoce mucha gente por ac?- pregunt muy bajo y sin levantar la vista de los helados.

-Ms o menos, por qu?- contest ella tambin a media voz.

Las mujeres pasaron sin prestarles atencin. Donald sac un helado y se lo ofreci.

-Tomtelo mientras me cambio- le dijo-. Y no vayas a hablar con nadie.

Ella no se movi. Lo miraba como si la mscara contuviera un mensaje que no pudiese descifrar.

-Qu pasa? -dijo l-. Si te pons a hablar con alguien y nos retrasamos el director va a estar de mal humor. -Melisa se tom unos segundos antes de responder.

-Le gustar como bailo?.

-Seguro, a m me gust cuando hiciste el puente el otro da.

-Ah, el puente...- Tendi los brazos hacia atrs.

-No, no hagas eso- dijo l demasiado tarde: ella ya apoyaba las manos en el piso. El cuerpo arqueado descubra el relieve suave que empezaba a redondearlo. Donald dej caer el helado en la caja. Miraba fugazmente a un lado y a otro, pero postergaba cualquier comentario.

-Y? cmo me sali? -pregunt ella desde abajo.

-Es un arco perfecto- dijo l adelantando un brazo.

Cuando las yemas de los dedos la rozaron, Melisa se incorpor tan rpido que tambale. Mir las manos de Donald. Los dedos se movan nerviosos como impedidos por un guante demasiado estrecho.

-Brbaro, el papel va a ser tuyo. El protagnico. - Donald pareca encandilado, posedo por un ataque de fervor. Volvi a sacar el helado y se lo dio con tanta determinacin que ella no pudo rechazarlo.

-Ya sabs, cuando arranque el motor -dijo alejndose.

Melisa permaneci mirando la camioneta despus que Donald entr. Como si pudiera verlas, segua en el tiempo cada operacin que l haca para cambiarse y, cuando crey que haba terminado, dese intensamente que el motor se hubiera descompuesto y no arrancara. Se arrepinti en el acto: era el ltimo da que a Donald le tocaba esa zona. Si por lo menos le hubiese preguntado qu haca l en la comedia sabra si era joven o...

El motor arranc y se abri la puerta del lado del acompaante. Melisa trag saliva. No era cuestin de que ahora le agarrara el miedo y le pasara como a su ta. Se dijo que no haba motivo, que si el director se entusiasmaba tanto como Donald el papel ya era suyo. Casi haba conseguido apartar las dudas cuando l apret el acelerador. El rugido breve, pareci reservarse una violencia mucho mayor. Melisa volvi a dudar. No quera tener miedo pero tena miedo. Trataba de pensar en la comedia musical y no poda: ahora el motor no paraba de llamarla. Donald deba estar furioso. Algo tena que hacer.

Sin saber por qu empez a bailar. Un muchacho que pasaba se fij en ella. El motor hizo un rugido ms apremiante y el muchacho mir la camioneta. Donald apareci de golpe en el hueco de la puerta como para decir algo pero se le congel la expresin cuando su mirada se cruz con la del muchacho. Enseguida dio un portazo, aceler a fondo y parti haciendo chirriar las gomas. Melisa se detuvo confundida. Luego corri hasta el borde de la calle. La camioneta haba desaparecido. Record los versos de su ta y mir alrededor como pidiendo ayuda.

-Qu pasa? Quin era?- le pregunt el muchacho.

Ella necesit un segundo para darse cuenta de que no saba.

-No s. No lo conozco- dijo.

Lo dijo casi llorando.

Derechos torcidos -de Hugo Midn - Poema Miramos la misma luna, buscamos el mismo amor, tenemos la misma risa, sufrimos la misma tos. Nos dan las mismas vacunas por el mismo sarampin, hablamos el mismo idioma con la mismsima voz.

EstribilloYo no soy mejor que nadie Y nadie es mejor que yo por eso tengo los mismos derechos, Que tens vos.

QUIEN QUIERA OIR, QUE OIGA - Mignona/Nebbia Cuando no recordamos lo que nos pasa, nos puede suceder la misma cosa. Son esas mismas cosas que nos marginan, nos matan la memoria, nos queman las ideas, nos quitan las palabras... oh... Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia,quien quiera oir que oiga. Nos queman las palabras, nos silencian, y la voz de la gente se oir siempre. Intil es matar, la muerte prueba que la vida existe... Cuando no recordamos lo que nos pasa, nos puede suceder la misma cosa. Son esas mismas cosas que nos marginan, nos matan la memoria, nos queman las ideas, nos quitan las palabras... oh... Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia, quien quiera or que oiga. Nos queman las palabras, nos silencian, y la voz de la gente se oir siempre. Intil es matar, la muerte prueba que la vida existe... Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia, quien quiera or que oiga. Nos queman las palabras, nos silencian, y la voz de la gente se oir siempre. Intil es matar, la muerte prueba que la vida existe... Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia, quien quiera or que oiga. Nos queman las palabras, nos silencian,y la voz de la gente se oir siempre. Intil es matar, la muerte prueba que la vida existe... Nos queman las palabras, nos silencian, y la voz de la gente se oir siempre.Intil es matar, la muerte prueba que la vida existe...

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