cuentos de marcelo cohen

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Cuentos de Marcelo Cohen Según pasan los cuñados Empezó una tarde a la salida del trabajo. Wircana y una compañera habían salido a la calle ycaminado ajustándose las bufandas, porque el otoño venía tremendo, y en una esquina las había sorprendido un árbol imponente, de hojas tan carmesíes que parecía afiebrado. Viendo que Wircana entrecerraba los ojos, la compañera le había explicado que era una gastenia, y había agregado que ella apenas podría mirarlo, tal pena le daba que se estuviera deshojando. Ay, no, había disentido Wircana; a mí no. Ella quería que llegara el invierno, las ramas lánguidas, desvestidas, que se estiraban buscando el sol que el cielo les negaba, la temporada de los hotelitos de hielo, sobre todo porque después las ramas volvían a echar brotes, en primavera, y los muros de hielo se fundían y de nuevo se podía dormir bajo las estrellas. ¿Dormir bajo lasestrellas?, preguntó la compañera. Yo sí, había dicho Wircana. Después de despedirse se había alejado con la mirada en la gastenia, por si sorprendía alguna hoja cayendo, a paso más o menos valseado y tan distraída que se llevó un hombre por delante. Era un hombre fortachón y despeinado. Sonreía de agitación. Era su cuñado Enílcar, el hermano de su segunda ex pareja, un matrimonio en regla. Enílcar la felicitó de encontrarla espontánea yebelí como siempre, y eso que habían pasado, ¿cuántos años? No llegaron a calcularlo porque se pusieron a hablar de otras cosas, dando por sentada una familiaridad, pero con balbuceos, como si tuvieran bastantes recuerdos comunes pero les costara localizarlos. Enílcar era alergista, seguía siendo. Siempre se había llevado como perro y gato con el ex marido de Wircana. Le contó que sibien ahora su hermano vivía en otra isla, antes de la partida se habían reconciliado. Dijo que seguramente él, Enílcar, iba a llamarla para tener el diálogo sereno que nunca habían podido concretar, y una vez se fue ella se giró a mirarlo. Aunque no cree que vaya a dialogar con ese hombre tan poco sereno, está contenta de haberlo visto, como si las idas y venidas de la vida le hubieran regalado una persona que la memoria borró injustamente con el esfuerzo de eliminar otra. El hermano de Enílcar era un tipo torcido y altanero; en aquel entones, de impotencia para entender por qué se había casado con él, cómo se había ilusionado hasta el punto de tener con él una hija, Wircana se habría desahogado incluso con Enílcar, por desaconsejable que fuese, si no hubiera notado que el hermano lo doblegaba tanto como a ella en beneficio de una asquerosa hermanita de los dos que le sorbía el seso. Lo doblegaba hasta la atrofia. Ahora Enílcar seguía siendo un hombre atrofiado. No había podido reponerse, o se había repuesto apenas para tener, eso había contado, esposa y dos brachitos. Wircana recordó que ella misma había sentido que ese matrimonio la estaba atrofiando. Por suerte la había salvado su optimismo. La maternidad, claro; a veces ser abierta era una ventaja, y una hija era un gesto de apertura. En la humillación de Enílcar había entrevisto lo que sufría ella. Tenía que 1

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Cuentos de Marcelo Cohen

Según pasan los cuñados

Empezó una tarde a la salida del trabajo. Wircana y una compañera habían salido a la calle ycaminado ajustándose las bufandas, porque el otoño venía tremendo, y en una esquina las había sorprendido un árbol imponente, de hojas tan carmesíes que parecía afiebrado. Viendo que Wircana entrecerraba los ojos, la compañera le había explicado que era una gastenia, y había agregado que ella apenas podría mirarlo, tal pena le daba que se estuviera deshojando. Ay, no, había disentido Wircana; a mí no. Ella quería que llegara el invierno, las ramas lánguidas, desvestidas, que se estiraban buscando el sol que el cielo les negaba, la temporada de los hotelitos de hielo, sobre todo porque después las ramas volvían a echar brotes, en primavera, y los muros de hielo se fundían y de nuevo se podía dormir bajo las estrellas. ¿Dormir bajo lasestrellas?, preguntó la compañera. Yo sí, había dicho Wircana. Después de despedirse se había alejado con la mirada en la gastenia, por si sorprendía alguna hoja cayendo, a paso más o menos valseado y tan distraída que se llevó un hombre por delante. Era un hombre fortachón y despeinado. Sonreía de agitación. Era su cuñado Enílcar, el hermano de su segunda ex pareja, un matrimonio en regla. Enílcar la felicitó de encontrarla espontánea yebelí como siempre, y eso que habían pasado, ¿cuántos años? No llegaron a calcularlo porque se pusieron a hablar de otras cosas, dando por sentada una familiaridad, pero con balbuceos, como si tuvieran bastantes recuerdos comunes pero les costara localizarlos. Enílcar era alergista, seguía siendo. Siempre se había llevado como perro y gato con el ex marido de Wircana. Le contó que sibien ahora su hermano vivía en otra isla, antes de la partida se habían reconciliado. Dijo que seguramente él, Enílcar, iba a llamarla para tener el diálogo sereno que nunca habían podido concretar, y una vez se fue ella se giró a mirarlo. Aunque no cree que vaya a dialogar con ese hombre tan poco sereno, está contenta de haberlo visto, como si las idas y venidas de la vida le hubieran regalado una persona que la memoria borró injustamente con el esfuerzo de eliminar otra. El hermano de Enílcar era un tipo torcido y altanero; en aquel entones, de impotencia para entender por qué se había casado con él, cómo se había ilusionado hasta el punto de tener con él una hija, Wircana se habría desahogado incluso con Enílcar, por desaconsejable que fuese, si no

hubiera notado que el hermano lo doblegaba tanto como a ella en beneficio de una asquerosa hermanita de los dos

que le sorbía el seso. Lo doblegaba hasta la atrofia. Ahora Enílcar seguía siendo un hombre atrofiado. No había podido reponerse, o se había repuesto apenas para tener, eso había contado, esposa y dos brachitos. Wircana recordó que ella misma había sentido que ese matrimonio la estaba atrofiando. Por suerte la había salvado su optimismo. La maternidad, claro; a veces ser abierta era una ventaja, y una hija era un gesto de apertura. En la humillación de Enílcar había entrevisto lo que sufría ella. Tenía que estarle agradecida. Se arrepintió de no haber sacudido a Enílcar para que se enfrentase al hermano, porque esa rebeldía podría haberle servido a ella para romper el matrimonio, como de todos modos había terminado por hacer, pero con más honra. No sabe en qué tiempo está pensando estas cosas. Le vienen a la mente visiones oblicuas de Enílcar, escenas de patio familiar, y hasta de su consultorio de alergista, que lo integran y consiguen recortarlo de los elementos malos de la familia. Tiene que ser porque siempre logró recortarse. Un cuñado tiene su peculiaridad, y hasta eclipsado irradia una luz, cuatro o cinco interrogantes humanos que la cuñada sólo puede formularse fría o novelísticamente. Con distancia política, ja. Es muy interesante. Esto es lo que cuenta Wircana en su reunión semanal del Pedeá, un grupo de afirmación mutua e intercambio para Personas Demasiado Abiertas. Lo que siga pasando durante unas semanas también lo contará en las sesiones, con el aliento y la glosa de los otros miembros.

Tres días después, en la cola de la caja de un alimentario, alguien le pone un dedo en la espalda.“¡Arriba la manos!”, dice alguien. Es su cuñado Overat, el hermano mayor de su pareja. La fama de chistoso de Overat está muy bien ganada; sólo de recibir el beso de él en la mejilla Wircana se parte de risa. Pero hace un año que no lo ve, desde que el compañero de Wircana le quitó el saludo, harto –eso argumentó– de que bajo la superficie graciosa de su hermano haya un carácter quejoso, infantiloide, manijero y egoísta. Salen del alimentario. Cada uno con su bagayero de provisiones al lado, las de Overat muy escasas, charlan media hora en la calle. Overat deplora que su perro esté sarnoso; se burla, imitándolas, de unas clientas pesadas que asuelan su tienda de luminería, donde gana tan poco que a veces tiene que comerse las lámparas que no vende. En eso, estremecido por una puntada, anuncia que van a hacerle un trasplante de bazo. Es un comediante muy seductor. Wircana pasa un rato sensacional. Sin embargo después, sola, comprende que cada gag de Overat era un lamento encubierto. El tipo no le hizo una sola pregunta sobre ella, ni sobre

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su hija. Esa noche, aunque se guarda la anécdota para no remover heridas, comprende que su pareja de aquel entonces hizo muy bien en cortar con el hermano: Overat es el típico incapaz de atender a las alegrías del otro, y menos a los problemas, porque siempre le está pasando algo más grave. Así que Wircana aprovecha el encuentro para valorar a su actual compañero, ese viudo despreocupado y franco con el que se entiende en tantos planos. Es una relación amorosa polifacética. Se pregunta por qué no se atreven de una vez a vivir juntos; se quieren mucho; están bien. Wircana le cuenta incluso, sin darle importancia porque no cree que latenga, que se encontró con un ex cuñado suyo que la hizo reír por un rato, hasta que empezó a desconfiar.

Un encuentro con un cuñado, reflexiona Wircana en el grupo, es un cambio de iluminación en la vida que tuvo una con el hermano.

Presiente que ha entrado en una racha de cuñadismo. Va a haber luces muy cambiantes sobre la vida inmediata. La hija de Wircana tiene que extraerse un lunar del mentón. Wircana la acompaña a un populoso centro Multimédico y está hojeando un revistor en la sala de espera cuando un hombre se sienta allado de ella con una aparatosidad raramente silenciosa. Es su cuñado Ríjtal, el hermano de su tercera ex pareja (otro matrimonio). Ríjtal está demacrado. Dice que ha ido a consultar a un neurólogo: no ve otra forma de tratarse de algo que se ha infligido por desesperación. Explica que se pasó año y medio sin empleo y al fin una empresa de archivos humanos le ofreció, si quería trabajar para ellos, implantarle una fotográmina en el córtex visual. El cerebro de Ríjtal captura y fija la imagen de todo lo que él mire durante más de tres segundos, lo archiva y puede descargar lo en dos o tres dimensiones si lo conectan a una reproductora. Mucho más que una mente estándar, que, por bien dotada que esté olvida las dos terceras partes de lo que captan los sentidos, Ríjtal es el continente de un artefacto registrador del mundo. Pero el artefacto lo ha vampirizado, y es insaciable, y a él lo tortura vivir con el cerebro repleto de imágenes imborrables, días enteros, hasta que la empresa le permite descargarlas. Ríjtal sonríe. Wircana lo mira y cree oír un clic debajo de una arruga en el ceño, y se ve fijada en la mente de Ríjtal en una expresión perpleja y aprensiva; él le dice que en efecto hay un clic. De modo que conversan procurando desviar las miradas: sobre lo que caro que le ha costado a Ríjtal en términos amorosos el largo desempleo y esta compulsión profesional, por así llamarla, y sobre lo mucho que lo sostuvo su familia; pero en especial hablan de Emüquen, el hermano de Ríjtal que fue pareja de Wircana, y sobre lo bien que le está yendo hoy en día Emüquen con una pequeña industria de embutidos. A Wircana le duele que Emüquen, que era un talento para la matemática, haya terminado fabricando salchichas. Emüquen y ella se casaron convencidos de ser tal para cual, pero la historia mostró que se habían equivocado en el juicio de las afinidades. Es un error que Wircana tendría que analizar. De momento la domina cierta desconfianza hacia Ríjtal, quizá porque el relato le ha dado escalofríos; y porque la entretuvo mucho. La están llamando; su hija ya puede irse a casa. Ríjtal se abstiene de mirarla, para no tapar la imagen de la nena de hace diez años con una foto de la muchacha adulta de ahora. Wircana se va meditando que Ríjtal siempre fue un mentiroso. Sin embargo a los dos días le llega una foto de ella, los ojos de avellana dorada, los anchos pómulos relucientes, ella en su edad y sus facciones indudables, abiertas. Se gusta, qué le va a hacer. Y qué más da que Ríjtal le haya tomado la foto con el cerebro o con un aparato escondido en la levita casi astrosa, si hizo esa historia. Qué tonta. Cuando vivía con Emüquen desdeñaba a Ríjtal por pobre fracasado.

De repente entiende que, a fuerza de fabular, su cuñado Ríjtal había generado un campo magnético y a ella le daba miedo que ese campo la sorbiera. Hacia su centro. Pavor. Le daba pavor su propio deseo de vivir ahí, en la esfera de las mentiras fabulosas. Mirado desde los inventos de Ríjtal, el mundo funcionaba con mecanismos no menos aceptables que los que una usaba todos los días, o los de la matemática de Emüquen. Un relámpago nocturno no era un fenómeno eléctrico que el lazo con otras noches de tormenta. Ríjtal no prosperó, pero no deja de ser una prueba de que es posible vivir siguiendo esos mecanismos. A lo mejor, dice Wircana, es eso lo que ella está haciendo ahora. Las fábulas cambian la situación, en general. ¿No cambiarán todo, lo que pasó y es pasado y lo que está por venir?

Una mañana de sábado lleva a revisión el robot cocinerillo y el que atiende el mostrador del taller es su cuñado Stáburan, el hermano de su primer novio. No bien se saludan, él le pregunta cómo está y atolondradamente, como si se excusara por trabajar ahí, le aclara que de noche es barman en un club. Por supuesto, claro. Wircana se acuerda que ya de jovencito Stáburan hacia unos cócteles transportadores, pero suponía que ella, su hermano Arrofalan y su propia novia se los elogiaban por compromiso. No era así. En absoluto. Bien que un poco los sacara de manuales, eran unos cócteles fenomenales. Ah, Stáburan el timidísimo. Sigue siendo apocado, y Wircana siente tal ola de simpatía que acepta pasar una noche de la semana siguiente por el club donde éloficia. Es un lugar de luces húmedas, sofocante y

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hospitalario. Ni mencionan al hermano de Stáburan, que también era tímido y a Wircana le encantaba, aunque ahora le cueste recomponer la cara; hablan de qué ha sido de la vida de ella. El menudo Stáburan bate la coctelera frente a clientes expectantes. Ella saborea las creaciones deliciosas que él le dedica. Asfódelo, Farol, Quieto Entusiasmo: estos tres se los zampa, y se achispa y acepta la invitación de un señor a bailar, y después de haber bailado está que desborda de contenta, pero tan cansada y didelfa que se le empasta la lingual; no puede hablar mucho con Stáburan. Por otra parte él no es de hablar. Pero se despiden con un abrazo cariñoso.

Para beneficio de sus compañeros del Pedeá, Wircana reflexiona que lo intrigante de la timidez es qué cosa le da miedo al tímido, si defraudar expectativas o hacer el ridículo por sobrepasarlas. Puede que le dé miedo no averiguar nunca a qué teme. Es un brete paralizante. Las pocas veces en que un arranque de timidez le bloquea el estado habitual de apertura no bastan como experiencia para que Wircana despeje el enigma. Al contrario. El enigma se hace más denso. Tal vez por eso no entendió nunca a Arrofalan. Eran jóvenes, observa un compañero del grupo.

El pensamiento de Wircana es un tren rápido. Acaba de llegar a otra estación. Quieto entusiasmo: como el cóctel de Stáburan se siente ella en este momento. Presagia que se avecina un nuevo encuentro, el que le estaría faltando, y de hecho tiene tantas ganas de que suceda que a los pocos días lo realiza.

La repartición donde trabaja la envía a un simposio sobre Logística de los Suministros Hospitalarios en una isla vecina. Wircana acaba de entrar en el vagón del Subfluviano cuando a quién se encuentra sentado ya en una butaca sino a su cuñado Brömend. Wircana finge sorprenderse para ocultar la expectativa que la abruma. Como ella, Brömend está en una madurez fresca, algo entrada en carnes pero firme y comunicativa, y mantiene ese estilo único que siempre concuerda con una moda u otra: el pelo gris con raya al medio y lentes de lectura. Una vez le ha extraído a Wircana un informe detallado de sus andanzas, no retacea nada de lo que lo tiene contento en la vida, hasta donde es posible estar contento sin ser un estúpido. Hoy está yendo a isla Adela por dos días como representante de una firma de velas. La descripción de las ligeras emociones que suscita la luz trémula de una vela atrapa a Wircana, y con la locuacidad de Brömend el trayecto pasa en un soplo. Wircana toma la precaución de despedirse con amabilidad y rapidez, pero lo primero que hace en el cuarto del hotel es mirarse al espejo. En cada lagrimal se descubre una gotita de ámbar como la secreción de un deseo archivado.

Durante un tiempo, entre su tercera pareja y la actual Wircana, vivió formalmente en trimonio, de dos mujeres porque le pareció que sería más ventilado, o menos trabajoso. Pei-Javdor, un hombre inteligente, considerado, sabía que el secreto de un buen trimonio es evitar las camas redondas, pero no lograba esconder una inclinación por Wircana, y Wircana no podía evitar que la leve postergación de su coesposa le aumentase a ella la temperatura. Imprevistamente se había encontrado espiando a la otra; más aún: sobre todo se había encontrado intentando espiar al hermano de su marido, Brömend, cuando iba de visita, como si la vida trimonial, diseñada para salida módica y poner orden en los impulsos, le provocase un anarquismo libidinoso. Una noche había soñado que Brömend tenía un duende agazapado en el hombro, un lälo, uno de esos de mirada pícara, y no se daba cuenta, y ella se prometía sacárselo un día pero le habían dicho que era peligroso tocar el lälo de otra persona. Qué boba.

En fin. Wircana va a la convención y, aunque a la tarde está cansada, cuando la llama Brömend acepta la invitación a cenar y después a dormir con él, estaba escrito, y la noche siguiente vuelve a aceptar. La primera noche es fogosa, sobreactuada y físicamente satisfactoria. La segunda es sexualmente un despropósito, pero lo pasan de maravilla contándose películas favoritas, explicándose por qué votaron como votaron y susurrando manías que nunca le habían confiado a nadie. En la reunión de cierre de la convención, Wircana se sorprende culpando a Brömend por estar muerta de sueño. Le causa gracia, este rencorcito, y la reafirma en la seguridad de que no va a verlo más.

En cambio le gustaría encontrarse a Pei-Javdor alguna vez, únicamente para preguntarle por qué echó e perder un trimonio prometedor manifestando burdamente una preferencia por ella.

Se alegra de volver a casa y de tener por delante muchas noches con su compañero de ahora. Tres o más miembros del Pedeá le observan de distintas maneras que dentro de todo supo manejar su apertura con

cierto criterio. Wircana lo toma como una felicitación forrada de una advertencia. Por suerte el grupo la ha dejado desagotar tanto el corazón que por muchas sesiones va a poder escuchar muy abiertamente a los otros.

Ya no le quedan cuñados en la lista. Los que pasaron no le han revelado pocos aspectos. Cosas. Los cuñados no sólo son útiles como blanco de comentarios para desviar rencillas de pareja. Los cuñados son las notas al pie más trabajadas de una historia sentimental. Tal vez Wircana tenga que releer las que le tocan.

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–No, mamá –opina la hija de Wircana–. Lo que hizo la racha de cuñados fue sacar a la superficie una napa escondida de tu vida, y ahora tu vida es diferente.

Wircana la abraza: “Tenés razón, hija; me siento otra”. Mientras tanto los días traen un suceso decisivo tras otro. Frente al balcón del apartamento de Wircana, una alondra

que no migró afronta el invierno en la rama más alta de una gastenia desnuda. Cada vez que la alondra aletea la rama se curva y en la luz glacial destellan dos brotecitos morados.

“Ya”, piensa Wircana. O: todavía. Después del invierno viene la primavera. Después de una película viene otra, con unos días de intervalo si acaso. Después de una separación viene la pena y después de la indiferencia la ilusión. Pero Wircana no sabe qué viene después de una racha de cuñados. Hay que esperar, sin alterarse.

La gran cadena de los panaderos

A la puerta de su panadería Braulio Fossey se repone de parte de la jornada en una silla de plástico. Son las seis y media de la tarde. Una luz pletórica cavila al borde de Fossey como si dudara de poder mostrarse en las muchas facetas de su cuerpo, o un rapto de caridad la detuviera. Aunque está fresco, bajo la bata no muy limpia la piel de Fossey no se eriza ni reacciona. La acidez del aire no llega a ser corrosiva. Fossey ha entornado los ojos. Entre los párpados asoma un festón blanco que mantiene la luz a raya. Al lado de la silla hay un parasol verde y rojo, junto al parasol una mesa de plástico y en la mesa un vaso con granizado de limón. Unos bichitos voladores van a inmolarse en los añicos de hielo. Los que no mueren siguen zumbando al borde del vaso. La conciencia de Fossey prepara sus polirritmias para un momento supremo, aunque Fossey se ha identificado tanto con la silla que él mismo se pregunta si lo sabe, si sabe que se acerca un momento imponderable. El colosal corpachón resplandece en su inmanencia. Fossey descansa y vela. Es buena parte del todo. No todo el todo, porque algo diferente de él se apresta a importunarlo.

Este Fossey derramado en la silla es un hombre intenso y desprendido. Más de sesenta y cinco años ya. Discordias

superficiales; lucidez intermitente. Tiene la carne fofa por las cantidades de pan que ha comido y firme por los miles de panes que ha amasado y acarreado; tiene la piel blancuzca de harina y rubicunda por el calor del horno. Expresivas pompas de pensamiento se desprenden de la calva de engrudo seco, pero la luz se apresura a capturarlas y las revienta. La boca de Fossey agradece con un pliegue risueño. Después se pliega en otro sentido, el sentido de la sombra. Fossey se rinde a la silla como si ya hubiera cumplido, no sabe con qué.

En la mente se abre un intervalo. A espaldas de Fossey, el cuerpo rendido se disputa el cristal con muchos otros reflejos y con el cartel que él mismo pintó hace unos años: Panadería El Firmamento. Detrás del escaparate la jovial mujer de Fossey y su hija mayor venden uno que otro pastel o los regalan a los mendigos del vecindario, y al fondo, en un rectángulo de penumbra ambarina, el aprendiz vigila la última horneada, que más tarde Fossey repartirá a pulso por fondas y cafetuchos de la zona. Al lado de la panadería el hijo mayor repara motos en el taller que Fossey construyó después de comprar el local de la panadería. Más allá una vendedora de empanadas atiende las súplicas de su novio en un pequeño telefonín visuable. El aire huele a levadura y canela. A la puerta de la panadería las azaleas de la señora de Fossey arden sin consumirse en un rosado triunfal.

Todo está en su punto, incluso el caos. La verdad, Fossey, que hoy amasó los primeros panes a las cinco de la mañana, no ignora totalmente con qué ha cumplido. Tampoco ignora que ya no quiere sólo media hora de quietud para beber limonada. El mantra de su conciencia le repite que está muy cansado, pero mucho. Es un rumor que anima a esperar algo, probablemente la indiferencia. Como si esperase lograr la indiferencia, Fossey está majestuosamente derrumbado en la silla. Por ahora gana el cansancio. Lo que el pan no tiene de peso lo tiene de volumen.

A un lado y otro del parasol abstraídos peatones andan chocándose por la acera. Hay un ritmo cardíaco en la decepción de los comercios. El rincón de las imágenes – Bálsamos naturales – Frenos y dirección del automotor – Frutas por unidad - Minicomponentes y clases de audio – Se hacen llaves. Delante de Fossey la avenida es un estruendoso algoritmo de camiones. Las vías del tren elevado se desgañitan en chirridos. Marañas de smog irisan la luz. A pocos metros de la silla de Fossey una banda de adolescentes juega con esos dados que en cada cara traen una imagen famosa

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que parece gesticular. El hardware físico de los muchachos no logra disfrutar, ni saber quién gana o pierde en cada tirada, porque le han comprado el juego a un reducidor de bienes robados y el programa está en otro idioma. Avanzada como está su atrofia gramatical, tampoco pueden comunicarse sensaciones complejas, ni acaso tenerlas. Sin embargo gritan. Dejame a mí que a esa tarada le hincho un ojo – Mirá, mirá cómo le entra la pena – Dos que se ríen y soy un campeón. Aunque el entusiasmo de los muchachos no se aviene en un espacio mental unitario, como red orgánica tienen una entidad. Sus alaridos compiten con los bocinazos. Ahora que terminan de rodar por las baldosas, los tres dados muestran la cara ilusionada de la misma cantante, que en cada uno canta una melodía diferente. Bailoteando sobre esa disonancia una chica grita “Hurra” y levanta velozmente el pozo de las apuestas. Es la hija mediana de Fossey, una desaforada, y nadie se atreve a discutirle si es cierto que ha ganado o no, ni siquiera Fossey.

A lo lejos se suceden varios ruidos. Frenadas, choques, alaridos de dolor, una explosión, latigazos de luz giratoria. Un patrullero hiende el tráfico para incrustarse en la batahola. Corren vecinos gritando La pisó, la pisó, mientras otros gritan Al hospital del quemado. De la cloaca que hay a los pies de la silla sube un hedor a tripa. La luz entra en un vórtice, pero ante la colosal inmovilidad de Fossey recupera nerviosamente el equilibrio. Todo huye o prefiere no tocarlo. Fossey reposa dentro de su campo de fuerzas, a la espera de algo que podría suceder en el momento menos pensado.

Esperar aumenta el cansancio. Un rezongo de la nariz chata comprime toda una vida. Muchos creen conocer la utilidad de lo útil. Muchos ignoran la utilidad de lo inútil. ¿Cómo saber si los muertos no se arrepienten de desear la vida? ¿Y esto quién lo dice? La hiriente agudeza de esa voz arruga la frente de Fossey. Una ceja tironea, como resistiéndose a un falso llamado divino. Majestad. Majestad. Pasa el tiempo y al fondo de la panadería el aprendiz vigila la horneada que Fossey deberá repartir. Las bolsas de pan van a pesar bastante cuando en cada fonda Fossey las saque de la camioneta, y eso es porque está cansado. Una vez más, y varias veces aún, tendrá que contar lo que ha visto en la vida y en el día, explicar por qué reparte el pan él mismo, retribuir el amor que le dan; tendrá que inventar consejos y cantar tonadas a los nietos, y oír chistes que contará sin gracia, volverá a emocionarse con la frescura de su mujer. Tendrá que amasar. Hacerse radiografías. Lavar la dentadura postiza. Operarse una vez más de la hernia, despertarse de la anestesia. Contar el dinero de la caja y repartirlo. Padecer los pies planos bajo sus noventa y seis kilos. Tendrá que ver morir, todavía. Tendrá que transmitir experiencia a los chicos, él, que sería tan poco propenso a modificar vidas ajenas, si supiera en qué dirección conviene. Cansancio y majestad.

Con un crujido hueco la mandíbula inferior de Fossey cae de pronto sobre el pecho monumental, como una puerta de ventilación activada por un termostato; pero por cansado que esté Fossey, y hasta plácido, la temperatura mental no le afloja. Tampoco es que Fossey necesite mucho aire interior. Quiere seguir adelante. Para seguir adelante necesita un descanso. Cuanto más adelante siga más grande será la necesidad. Este debate es grandioso; de ahí quizá la placidez. Fossey no querría entregar a la muerte sus escombros. Los escombros temen y crujen y él tiene que ir pensando en la paz. Pero ahora le bastaría alargar la mano para atrapar el momento imponderable.

Los ruidos del tráfico y el aroma a canela se ordenan en un mandala. En la luz tan amarilla la enharinada mole del cuerpo de Fossey es un iceberg de tiempo que se funde por la médula. Ya no sabe si está plácido en su silla o el cansancio le impedirá volver a levantarse. Adelante. Quieto. Hacia el tránsito.

Hay una tradición en la isla que recomienda plantar el gran árbol viejo e inútil en las llanuras de la nada. Los que todavía la escuchan piensan que es más farmacéutica que metafísica. Fossey siempre ha mantenido su tradicionalismo en segundo plano, para no desentonar con las actualizaciones del medio ambiente. Desde ese segundo plano, rendido en la silla, piensa ahora en las llanuras de la nada. Pero la tradición dice que el anciano cansado sólo puede retirarse de los afanes cuando haya recibido el esclarecimiento. Pero lo esclarecido sólo aparece cuando el cansancio es auténtico e insuperable. Sólo entonces el anciano puede ir a plantarse en las llanuras de la nada. Dejar el timón en manos frescas; apreciar sin desvelo el horizonte que no alcanzará: hay una bocha de expresiones para expresar el gran derecho a hacer sebo. Los chicos las desdeñan porque son frases que exigen cierto dominio sintáctico. Pero antes incluso de retirarse el candidato debe reconocer él mismo que algo se le reveló, con una certidumbre tan precisa que cuando lo cuente los demás comprendan en un santiamén que ese hombre es un sabio. Tiene que dejarlos boquiabiertos. Entonces sí el árbol viejo podrá ir a echar raíces donde dice la tradición, para los que la escuchan.

Fossey ha vivido todos los pasajes que le correspondían. Se destetó a tiempo de una madre no poco absorbente. Pasó él solito de la niñez a la virilidad y de la virilidad a la hombría, luego de la hombría al amor, de la jactancia al compañerismo, de la obsecuencia a la firmeza, de la ambición a la humildad, de la diletancia a la concentración, de la

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sordera a la atención, del hambre a la satisfacción, de ser hijo a ser padre y de ser padre a ser abuelo, de la insatisfacción al contento y de la precaución a la entrega, todo esto en palabras de la tradición que ya nadie escucha, y, como nadie le daba instrucciones, cada pasaje le costó una barbaridad de esfuerzo. Ni siquiera sabe si realmente pasó en cada ocasión al otro lado, o meramente se hizo la idea. Ignora si hacerse la idea no es ya un modo de haber pasado las pruebas. Está la posibilidad de que su cuerpo monumental se haya quedado siempre del lado de allá del primer pasaje, y Fossey sea aún un niño exhausto que aún tiene por delante una vida de labores. Qué horror. Desde luego que esta ignorancia dificulta el pasaje de por sí trabajoso que tiene que dejarlo listo para ir a plantarse en las llanuras de la nada. El asesor espiritual de Fossey le ha dicho que una combinación de acoples amorosos con su mujer y retención de la semilla le darán una nitidez mental muy grande, al cabo de varias sesiones; así, lúcido a fuerza de penetrar sin derramarse, le dará grandes placeres a la mujer y entrará lozano en el derecho al descanso. En cambio el médico de Fossey dice que excitarse a menudo sin descargar la semilla terminaría matándolo de cáncer de próstata, esto antes de haber hecho el tránsito a las llanuras de la nada. De modo que Fossey viene haciendo el amor con su mujer como siempre.

Fossey sólo quiere una excusa íntima. No cree que vaya a explotarla. Es para su tranquilidad, para poder estarse dos o tres horas más por día mirando cómo pasan camiones por la avenida. Hay incluso un aromo mustio, en la remota vereda de enfrente, donde al mediodía van a picotearse unas tortolitas.

La luz ha caído uno o dos grados, como si el gentío que rodea a Fossey se hubiera aunado para correr una cortina. Atrás se redobla el olor a masa puesta al horno. También adelante la fetidez de la cloaca. No queda mucho tiempo. No falta casi nada para tener que empezar una vez más. Todos esperan verlo cargar las bolsas de pan en la camioneta para decir Ahí va Fossey a repartir el pan del atardecer. Fossey piensa en lo apacible que es abandonarse a la silla y se cansa más. Puede que esta mezcla insostenible de placidez y agotamiento sea el anuncio de un saber, el salvoconducto.

Las manazas de Fossey se crispan hasta donde se lo permite el tamaño, la consistencia y la pereza. El plexo metódico eleva y declina en su tejido. La conciencia se deslinda en una doble cinta helicoidal y es como si la cabeza redonda se ovalara. Inmovilidad. Majestad. Un esfuerzo.

Nace una visión.Por encima de los vahos del tráfico, lamiendo casi los techos, unas nubes menudas derivan como retoños de las vidas

que Fossey no vivió. A Fossey lo reconfortaría este encuentro con sus posibilidades truncas si se imaginase al menos qué puede haber dejado de ser él. Respira, y el aliento aparta la luz. La imaginación de Fossey trabaja brutalmente sobre las nubecitas platinadas. Late una vena. Las nubes se desdoblan, segregan cada una un ser acabado y exhausto, cumplido, diferente. Se ven claro, estos Fosseyes. Lívidamente atraviesan las ristras de camiones, los espectros de un hombre con gran aparato de herramientas colgadas de un correaje, otro con el pelo y la ropa manchados de pintura, otro con arreos de taxista, otro con una bolsa de cemento al hombro, todos corpulentos, y algunos más dentro de la gama de profesiones que día a día Fossey ve en su barrio. Esos espectros son de una niñez larga y macerada, un desasosiego tan inocente que Fossey querría acunarlos. Pero la compasión lo impacienta y, como si entendieran que no van a revelarle nada, los Fosseyes opcionales revientan en una miríada de centellas.

Es una pobre pirotecnia. Fossey resopla. Llovizna de vidas deshechas sobre humo de escapes. Ruedan otra vez los dados. Si tocás te parto la jeta. La tradición dice que el que muere sin haber descansado pasea su ansiedad por las azoteas de los vivos. Duros como corchos, los labios de Fossey murmuran una pregunta. Las centellas quedan suspendidas a ras del pavimento, donde caben entre los autobuses, y como si un deseo las elevara se agrupan en dos o borbotones, se subdividen y configuran en nuevas pautas. Ahora son todos panaderos. Con el poder de penetración típico de las visiones, ocupan el cuerpo de Fossey. Desde adentro lo coronan como último eslabón provisorio de la inmemorial cadena de hacedores de pan. Son tantos que si les diera por ponerse a amasar el cuerpo de Fossey estallaría. Y en cierto modo vibra, lo bastante para que los chicos holgazanes quieran apartarse unos metros. Se van con sus dados y sus frases faltas de potencial, de subjuntivo, ese idioma donde nada cuaja. En cierto modo es una reverencia. Pero Fossey no siente satisfacción sino pesadumbre. La pachorrienta hélice de la conciencia se pone a moler la noble tropa de predecesores de Fossey, y después de hacerlos pasta sigue raspando las paredes del cráneo, y eso duele. Es decepción, es desesperación, es lo poco que falta para que el pan esté horneado, para tener que amasar el de mañana: es la confianza de la familia en que Fossey seguirá saliendo muchos años a repartir el pan de la noche. Todo tan compacto que al fin Fossey se escapa.

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Mientras la tarde palidece, las últimas resistencias musculares se desvanecen en una entrega total. La silla de plástico se ofrenda sin una queja. Fossey se ha dormido.

Es una nube. Dentro de esta nube menuda, a la deriva en un bel canto de atardecer, la conciencia está tan plena como abarcadora es la visión. Una nube puede desprenderse de su marco de cielo, bien que la avenida truene de camiones, si tiene muchas ganas de acercarse a una escena. Aunque las nubes ven con una nitidez de presente inamovible, sin intermitencias ni rayas, tienden a sintetizar las imágenes. Son muy subjetivas. Silencio. Discreción. Imagen absoluta. A la puerta de su panadería Braulio Fossey se repone de parte de la jornada en una silla de plástico. Son las seis y media de la tarde. Una luz pletórica cavila al borde de Fossey como si un rapto de caridad la detuviera. Aunque está fresco, la acidez del aire no llega a ser corrosiva. Fossey ha entornado los párpados. Nada en su piel se eriza ni reacciona. Al lado de la silla hay un parasol verde y rojo y sobre la mesa de plástico unos bichitos se inmolan en un taller de nubes. Firmamento en el subrepticio hedor a tripa horneada. La conciencia de Fossey zumba como amarillentos añicos de hielo. Polirritmias de un momento imponderable se acercan a importunar al corpachón demarramado en la silla. Discordias intermitentes, lucidez superficial, este hombre sería parte del todo si la carne fofa no hubiera transportado la piel blancuzca. A las llanuras de la nada todas las bolsas de pan que ha comido mantienen la piel firme por el calor de calvas pompas de pensamiento. La luz de engrudo pliega la boca en el sentido de la sombra. Majestad. Quietud. Balanceo del horizonte que no alcanzará. Chirridos en la cadena de hacedores de pan. Velozmente suplica el farphone una batahola de dados pastosos. La espalda no sabe con qué ha cumplido. Lo que el pan no tiene de peso lo tiene de reflejos en las llanuras de la nada. Una policromía detrás del escaparate recoge al aprendiz y la hija menor de Fossey en un rectángulo de penumbra. La mujer de Fossey, el cuerpo jovial rendido. Los crotos del vecindario atienden los logros del horizonte que no alcanzará. Levadura y canela del mantra de la conciencia repitiendo el taller de motos. El aire incluso el caos gritan de entusiasmo en un iceberg de tiempo que se funde por la médula. Panadería Ambarina no ignora con qué ha cumplido. Quietud. Firmamento. Se hacen llaves irisadas a un reducidor de otro programa. Majestad. De una ceja tironea el pozo de las apuestas. Ebriedad que él mismo pintó hace unos años. El aire en media hora repite que está exhausto del horizonte que no alcanza. Fossey derrumbado en el pan como si esperase conquistar la indiferencia. Las seis de la mañana, no ignora lo que el pan tiene de peso. Majestuosamente un rumor de Alineación y vida intermitente. Marañas de peatones en un estruendoso algoritmo de ansia majestuosa. El ritmo cardíaco de los Minicomponentes hiere la batahola defraudada. Una red orgánica de la hija mediana trae la julinfa le hincho un ojo de un espacio interior unitario. En la inmovilidad colosal el firmamento se agudiza. Pisan los muertos la decepción de disfrutar quién gana o pierde. Inutilidad de cantantes diferentes quema los dados desgañitándose en un vórtice de camiones de llanura. Dos o tres grados de luz tienen que declinar el pan en una camioneta de radiografías. Un salvoconducto para la perplejidad del firmamento acuna a Fossey la semilla de plástico, pero las tortolitas en acoples amorosos retienen el tránsito hacia las llanuras de la nada. Entrega. Precaución. Firmeza. Contento. Placer de la señora Fossey recoge la perspicacia de un momento imponderable. Truena el mantra del nieto al abuelo. La pintura del padre instruye si ha pasado las pruebas. Aun si un niño monumental da lucidez para jactarse, da raíces de platino en la llanuras de la nada, la indiferencia escalerece la cadena de los panaderos, con tal certidumbre que el anciano es coronado en timón de manos que no alcanzan. Escapa el pensamiento en nubes menudas. Sobre la nariz de engrudo el grandioso debate del firmamento. Luces giratorias de temperatura mental en granizado de pies planos. Pletóricos bichos rojizos se inmolan en pirotecnia de camiones. Un patrullero cumplido ulcera el firmamento. Noventa y seis kilos de estruendo se disputan una imagen en imperceptible evolución gestual, en atrofia sintáctica, en smog caritativo, y por las azoteas remotas pasea el cansancio que no entrega a la muerte sus escombros. Grasiento platino del mandala. Se aúna el cuerpo esclarecido para alcanzar el rezongo del momento imponderable. Y así la nube sigue y sigue componiendo lo que mira, desaforada como la hija menor del hombre que descansa en la silla, tan ruidosa que Fossey empieza a comprender dormido aún que está soñando y pide, pide que la nube lo toque, pide tocarse como si lo esclareciera un ángel, y siente en la mejilla el dorso algo pesado de la mano, y se despierta.

Ni la tradición ni el asesor espiritual de Fossey han explicado nunca de qué manera llega el esclarecimiento. Es posible que sea apenas un parpadeo, pero Fossey no tiene tiempo de considerarlo porque al tocarse la mejilla que la nube acarició se encuentra, depositado en una rugosa cavidad de su moflete derecho, un objeto cúbico que susurra una canción. Es uno de los dados de látex con imágenes, que se les ha escapado a los muchachos. Fossey tarda unos buenos segundos en despegárselo de la piel. La expectativa temerosa de los chicos se debate en frases como muñones verbales.

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Ese rumor le facilita a Fossey el afloramiento. En realidad se levanta con tal agilidad que la silla, mientras Fossey se tambalea por la inercia, cae hacia atrás en una polvareda de harina. La fuerza de gravedad se ha reducido. Y aunque el cansancio perdura, hecho casi agotamiento, Fossey termina de estirar el cuerpo en un nimbo de levedad, no porque el sueño fuera una versión indisciplinada de la realidad que ahora vuelve a incluirlo, sino porque esta realidad que él ve ahora, los dados en las manos de los ciberbrutos, los camiones, la luz almidonada, los bichos en el hielo, la panadería El Firmamento, es un arreglo superior a lo que el sueño apuntó.

Todo está igual que antes, pero un poco diferente. En el ocaso hay un centro claro, y en el tráfico un bullicio curioso, y el cuerpo de Fossey es el todo como si las cosas se alegraran de que haya vuelto.

Esta diferencia le da permiso. Desde las superpuestas capas de inútiles tejidos de su cuerpo, se enfrenta con los verbobrutitos. Les arroja el dado. Pero antes de que ellos se abalancen a recogerlo Fossey los frena alzando una mano, sólo hasta la altura del abdomen, la palma hacia adelante con sus costras de harina y sus estrías. No está del todo seguro de lo que va a decir. No obstante lo dice.

“Ustedes no pueden imaginarse, muchachos, todo lo que hay que ver para el que está dispuesto.”Los muchachos asienten. Fossey baja la mano y se la limpia en la bata. Para esconder la turbación se retira. Detrás del

chancleteo de sus pies planos, algunos muchachos se rascan; otros ríen como si se desagotaran. Echando una mirada a las fogosas azaleas del tiesto, Fossey entra en la panadería. Como siempre, la belleza de su mujer lo deja aturdido. A Fossey le basta mirarle los ojos irritados para recordar lo poco que le importa a ella meditar sobre su propio cansancio. Detrás de la caja, la hija mayor se instruye leyendo un manual de psicometría. Un cliente reflexivo duda ante varios paquetes de galletas iguales. En la parca iluminación del local se vuelca la luz del atardecer, y en esa confluencia el cansancio de Fossey, la simpatía de la señora de Fossey y el grupo humano en general titilan en la tensión de un momento imponderable. Esto piensa Fossey. La señora de Fossey le da un beso y le pregunta si está más repuesto. “Más que repuesto”, dice Fossey entonces: “Tuve un sueño”. “No me digas.” “Sí”, dice Fossey, procurando no chocar con la lámpara de techo: “Tuve un sueño increíble. Un sueño que no cabe en la cabeza. Habría que ser un burro para querer contar un sueño así. Soñé que era... Me parece que no sé si se puede decir qué. Me parece que... en fin. Habría que ser un zoquete para pensar que se puede decir lo que soñé. Yo no creo que alguien haya visto algo así, no creo que alguien lo haya oído. No creo que haya palabras, no creo que quepa en la cabeza de nadie soñar eso. No se puede decir nada de lo que soñé; habría que escribirlo porque en el fondo no era nada”.

En la panadería ya no se ve gran cosa. Pero Fossey piensa que él debe estar espléndido, porque la mujer se cala los anteojos como cuando va a abrir un regalo. “Es un sueño lindísimo, Braulio”, dice. Fossey prevé nuevos y largos acoples sin derrame de semilla. El cliente reflexivo le paga las galletas a la hija mayor de Fossey. “¿O sea que no vas a repartir el pan?”, dice la chica. El sobrio Fossey le acaricia la nuca, febril de una jornada entera en funcionamiento. Con ese calor en la palma emprende el traslado de sus muchos kilos hacia el taller del fondo. La temperatura sube bastante. El aprendiz, que ya está sacando las bandejas, le pregunta sin mirarlo si quiere que reparta el pan por él. Fossey le dice que no, que está bastante despejado y que se vaya a su casa. Las aristas menos visibles del taller se resignan a adaptarse a la inconveniente magnitud de su cuerpo. Fuera, más que camiones, se ven ahora ristras de faros. En la lejana vereda de enfrente el cielo rojizo se va tragando las nubecitas una a una, y a veces de a dos. Fossey mira el caudal del tráfico como si fuera el río que baña las llanuras de la nada. Abundancia. Disolución. El crepúsculo de la mente dura más que el del firmamento. No se extingue. Una amplia bolsa de hilo sintético se despliega entre las manos de Fossey, ávida de recibir panes calientes.

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