cuentos con olor a fruta

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CECILIA BEUCHÂT

Cuentos con olor a fruta Ilustraciones EDITORIAL UNIVERSITARIA

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¿DONDE QUEDARON LAS PASAS?

Qué le vamos a regalar este año a

mamá? — preguntó esa tarde Marcela a su hermano, cuando volvían de la escuela.

—No sé —replicó el niño balanceando su bolsón de un lado para otro.

—No te muevas tanto, y escúchame... —insistió Marcela—. Faltan dos días, y si no lo pensamos ahora no vamos a tener ningún regalo.

—Yo le voy a hacer un dibujo —dijo entonces José recogiendo una flor diente de león que había junto a la vereda, y luego de soplarla, agregó—: A mamá siempre le gustan mis dibujos...

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Caminaron otra cuadra sin hablar. José sopló otra flor más.

—¡No saques más flores! Deja de soplar —dijo entonces Marcela impaciente—. A mí me gustaría regalarle algo que hace tiempo quiere tener...

—¿Y qué es? —preguntó José ahora con más interés.

—Un molde para hacer queques —contestó la niña entusiasmada

—¡Qué fome! —murmuró José chuteando una piedrecita que hallo en el camino.

—No piensa ser fome. Son unos moldes especiales, en forma de corazón. Los recibieron en la tienda de don Alfonso. El otro día, cuando fuimos a comprar la cola de pegar, la mamá le dijo que a lo mejor, a fin de mes, se compraría uno.

Marcela siguió pensando en silencio sobre el regalo para mamá. ¿De dónde

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conseguir un poco más de dinero para comprar el hermoso corazón de aluminio que deseaba tener ella?

—Oye —dijo por fin—, ¿por qué no se lo regalamos entre los dos? Tú tienes plata guardada, y si la juntamos con la mía, nos alcanza de más y hasta nos va a sobrar para... ¡ya sé! Le hacemos un queque de esos que le gustan a ella, y se lo entregamos en el molde. Tú haces una linda tarjeta dibujada.

—Mmmm... —fue toda la respuesta que se escuchó de José.

—¿Ya? —le preguntó Marcela tomándolo de la mano para atravesar otra calle.

—No me tinca —dijo José indiferente—. ¿Para qué quiere la mamá un molde si no tiene tiempo para coci-nar?

—Pero, tonto, por eso mismo. Se va a entusiasmar con el molde en forma de corazón, siempre dice que los queques

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comprados no son nunca iguales a los que se preparan en casa.

Estaban casi por llegar, cuando Marcela le pidió una vez más a su hermano:

—¡Hagámoslo! ¿Quieres? Dime que no es una buena idea. .

—Bueeeeno... —contestó por fin José algo cansado.

Y entonces, antes de entrar a la casa,

se pusieron de acuerdo en cómo lo iban

a hacer. El sábado, el papá tendría que

salir con la mamá, y así ellos podrían

preparar todo sin que se diera cuenta.

Marcela compraría los ingredientes para

preparar el queque y, naturalmente, el

molde en forma de corazón. Eso lo

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tendría que hacer el viernes por la tarde

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al volver de la clase de gimnasia rítmica.

José, por su parte, prometió sacar

los ahorros, que guardaba en secreto detrás del primer cajón del velador, y dibujaría, en la noche, la tarjeta de saludo.

—Voy a buscar la receta en ese cuaderno que era de la abuela. A mamá le encantan pasas —agregó Marcela muy entusiasmada.

Y así quedó todo pensado. Nada

podía fallar. En la noche hablaron con el papá, y él aceptó colaborar en el plan. Prometió llevar a pasear a la mamá el sábado por la tarde, advirtiéndole a Marcela que tuviera cuidado con el horno.

—¡Papá! Ya estoy bastante grande —dijo suspirando Marcela—. No es la primera vez que preparo algo en la

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cocina. Por fin llegó el sábado, y en cuanto

escucharon salir al papá con la mamá, Marcela sacó la bolsa con el molde en forma de corazón escondido debajo de la cama, y se dirigió con José a la cocina.

El viejo cuaderno de recetas de la abuela fue abierto, y en sus amarillas y gastadas páginas, Marcela leyó la receta del queque con pasas que tanto gustaba a mamá.

Luego juntaron todos los ingredientes que habían escondido en el refrigerador, detrás de las lechugas y los pusieron sobre la mesa: harina, huevos, azúcar, polvos de hornear, un limón, leche, y, ¡claro!, por supuesto... las pasas.

—Eso es lo más importante... no se nos vayan a olvidar las pasas —dijo Marcela mientras encendía el horno con cuidado y lo dejaba con una llama bajita.

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José miró con apetito las pasas, y

cuando Marcela se agachó para sacar

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una fuente, tomo unas pocas y se las comió, pero ella no se dio cuenta.

Luego la niña comenzó a batir

entusiasmada la mantequilla, mientras José agregaba azúcar, huevos, harina, polvos y ralladura de limón. Un rico olor in-vadió la cocina.

En eso sonó el teléfono. —Sigue tú —dijo Marcela a su

hermano—. Debe ser Ximena la que llama. Échale un poco de leche y las

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pasas, y luego lo pones al horno. No te vayas a quemar...

José estaba feliz de que por fin Marcela lo dejara hacer cosas importantes, y no sólo lo tuviese para ayudar.

Cuando después de un largo rato regresó Marcela a la cocina, José ya había lavado y ordenado todo para que la mamá no se diera cuenta de nada. —Eres un hermano maravilloso —le dijo la niña dándole un beso en el cabello.

—Puf —dijo José—. Si hubiese sabido que me iba a tocar lavar y ordenar todo a mí, no te habría ayudado.

—No te enojes, hermanito... Es que Ximena tenía que contarme algo muy importante. ¿Lo metiste al horno?

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Qué lo colgara de la lámpara?

—Ay, tonto. Marcela esperó pacientemente el

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tiempo indicado para que el queque estuviese listo, y luego apagó el horno. Allí quedaría hasta la mañana siguiente.

Después abrió la ventana, y colgó su delantal. José se había ido a jugar fútbol con su vecino Andrés.

Y llegó el domingo. Marcela y su hermano despertaron

con besos y risas a la mamá y le cantaron con el papá la canción del Feliz Cumpleaños. La mamá estaba contenta y abrazó a los tres.

Entonces Marcela dijo: —Mamá, vamos a tomar el

desayuno. Te tenemos una sorpresa... —¡Sí! —dijo José—. Jamás te lo

podrás imaginar. —¡Bueno! —dijo la mamá, y todos

corrieron escalera abajo al comedor. Marcela se había levantado

temprano, para poner la mesa y

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preparar el desayuno con mucho esmero.

El ramo de flores, regalo del papá, lucía hermoso en medio de la mesa.

—Y ahora a sentarse y cerrar los

ojos... —dijo alborotada Marcela. —¡Sin abrirlos! —insistió José

contento de ver a la mamá que ya estaba mirando el sobrecito con su tarjeta.

—¡Aquí viene! —dijo entonces Marcela trayendo el molde en forma de corazón con el queque.

La mamá estaba sorprendida y no sabía qué decir. Se notaba que estaba feliz. El papá agregó:

—Fue idea de ellos. Yo sólo participe un poquito.

—¡Ajá! En realidad me parecía muy extraño que tuvieses tantos deseos de salir ayer conmigo.

Cuando Marcela le iba a pasar el cuchillo a la mamá para que sacara el

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queque, se quedó como petrificada y dijo:

—Un momento —su cara se había puesto roja de rabia—. Me podría decir alguien: ¿dónde quedaron las pasas?

—¿Qué pasas? —preguntó la mamá. —Las pasas que tú te comiste, ¿no

es cierto? —le gritó entonces furiosa a José.

José la miró sin entender. En realidad, en el queque no se veía ni la muestra de una sola pasa.

—¡Te las comiste! ¡Pesado! —retó Marcela a su hermano y lo agarró del cabello.

—¡Niños, por favor! —pidió la mamá afligida—. Por favor, no peleen.

—Mamá, José se pasó. Mientras yo hablaba por teléfono se comió las pasas. Ya no es tu queque favorito...

—¡Silencio! —dijo el papá, molesto—. Con o sin pasas es el cumpleaños de mamá, y ahora tomar

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desayuno. José miraba el queque sorprendido.

¿Qué habría pasado con las famosas pasas?

La mamá tomó el cuchillo, y con

mucho cuidado0 sacó el queque del molde. Lucía amarillito, dorado pero sin pasas...

—No importa lo que haya sucedido —dijo ella con la voz algo triste—. Igual me alegro mucho con el regalo —Partió el queque, y, ¡oh! ¡sorpresa!... allí, bien metiditas, estaban ellas. Se habían ido al fondo de la masa que había quedado demasiado líquida y, por eso, no se veían.

A Marcela, a la mamá y al papá les bajó ataque de risa, de puros nervios, pero José permaneció callado.

—Perdóname, José —le pidió entonces Marcela avergonzada.

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—No te enojes, José —dijo la mamá inquieta—. ¿Por qué no hacen las paces?

—Las paces por las pasas —agregó el papá riéndose de su chiste. José no se aguantó, y, por fin, sonrió. Y la mamá, para que se le quitara la pena, le dio un doble beso y doble porción de queque. ¡Pero con pasas!

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UN REGALO PARA TOÑO ¡Me cargó! —dijo Toño, sin pensarlo

mucho, aquella tarde al regresar del colegio.

—¿Y por qué? —quiso saber la mamá sorprendida.

—Tiene voz ronca y demasiado fuerte —explicó Toño tirando el bolsón sobre uno de los sillones—. Y a cada rato me mira, y me llama "Antonio". Todos los demás profesores me dicen "Toño"; y ella, dale con "Antonio". Mis amigos se rieron cuando me llamó al pizarrón.

—¡Ay, Toño! ¡No exageres! —exclamó la mamá dirigiéndose a la cocina para preparar el té.

—No exagero —se dijo Toño en voz baja—, y hoy es sólo el primer día de

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clases. Sí, en realidad, a Toño no le había

gustado nada la señora Amelia, la nueva profesora del cuarto año, esa noche, cuando el papá regresó a casa y quiso sabe cómo le había ido, Toño dijo desahogándose:

—No sé por qué tiene que hablar

tan fuerte, y justo me tenía que tocar a mí. Me tinca que es enojona y "retona". Además usa unos tremendos anteojos, y me observa a cada rato. Parece búho. No me puedo ni mover y ya está mirándome. Tiene cara de pesada...

—Algo bueno debe tener —comentó

el papá, moviendo la cabeza y haciendo sonar la lengua contra los dientes—. Todavía no la conoces. A veces, los profesores se ponen serios, y eso está bien, pues de lo contrario... ustedes...

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El papá se rió y siguió comiendo...

A la mañana siguiente, Toño llegó

con algunos minutos de atraso a la sala, justo cuando la señora Amelia había terminado de pasar la lista. Entró muy rápido y se sentó. Menos mal que su puesto era el primero de la fila junto a la puerta.

—Buenos días, Antonio —le dijo

ella y lo miró fijamente. —Buenos días, señorita —contestó

Toño casi murmurando y sin atreverse a mirarla.

"Apuesto a que me va a retar",

pensó, "con esa cara de búho..." Pero no, la señora Amelia comenzó

la clase, y no le dijo nada. Tocaba matemática y repartió los nuevos

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cuadernos. —Escriban su nombre con la mejor

letra que tengan —les ordenó—, con letra de día domingo...

—¡Qué gracioso! —susurró Toño a

Alberto, su compañero de banco. —¡Cállate! —le dijo éste pasándole

un lápiz, pues con el apuro Toño había dejado su estuche en casa.

—¿Necesitas algo, Antonio? —quiso

saber la señora Amelia y se acercó hasta él.

—No, señorita— le contestó mientras se le hacía un nudo en el estómago.

—Toma mi lápiz; tiene más punta, y

devuelve el otro a Alberto —insistió la profesora.

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Tenía las manos grandes y toscas, y en uno de los dedos lucía un anillo con una gran piedra.

Antonio tomó el lápiz y se puso a

escribir, pero la mano le tiritaba un poco; así es que la letra no le salió muy bien.

"Es letra de día lunes", pensó al

observar a su compañero, y siguió trabajando, porque la señor Amelia no se iba de su lado.

Desde allí miraba mejor todos los

niños, pero a Toño le pareció que sus ojos sólo se fijaban en él.

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Pasaron los días. Las clases

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avanzaron en forma normal. Estar en cuarto año era muy entretenido para los niños, pero Toño opinaba distinto.

No sabía qué era; algo le pasaba con

la nueva profesora. Echaba de menos a la señorita Rosalía, la del año pasado. Ella había sido tan amorosa y siempre sonreía. Era suavecita y le había ayudado mucho, pues a Toño le había costado bastante aprender a leer y escribir, se equivocaba fácilmente cuando sumaba o restaba.

Ahora era distinto. Cada vez que la

señora Amelia lo hacía leer, le comenzaba el dolor de estómago y se equivocaba más que de costumbre. La profesora no decía nada , y con mucha paciencia, le corregía; pero Toño volvía a equivocarse y terminaba muy malhumorado.

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Una mañana estaban en clases de castellano. La señora Amelia había leído un hermoso cuento y a todos les había gustado mucho. Pero cuando ella empezó a conversar con los alumnos, Toño se distrajo y se puso a mirar por la ventana, apoyando su cabeza en el brazo derecho.

Así fue como no escuchó cuando la señora lo nombró, y pasaron varios segundos, sin que él se diera cuenta. Menos mal que Alberto le dio una patadita por debajo de la mesa, y Toño sobresaltado, centró su atención de nuevo en la clase.

—¿Ah? —dijo como si volviera de

otro planeta, y todo el curso se puso a reír.

Entonces la señora Amelia se enojó mucho, y le llamó la atención con voz severa:

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—¡Antonio, por favor! Concéntrate acá. Realmente ya no sé qué hacer contigo y estoy perdiendo la paciencia. Los niños que no quieren estar en clases se pueden ir para afuera.

Toño se puso colorado y apretó los

puños. Bajando la cabeza, fijó la vista sobre su mesa, mientras la profesora seguía diciendo:

—Creo que ya está bueno. Siempre mirando hacia afuera. ¿Qué miras tanto por la ventana?

Toño no alcanzó a escuchar más: se concentró en los numerosos dibujitos y letras grabados por los niños que habían ocupado su mesa en años anteriores.

La clase continuó, y todos los demás

participaron activamente. Toño intentó "meterse" en lo que estaban haciendo, pero no tenía ganas de seguir. No se sentía muy bien, y tenía rabia y pena.

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¿Por qué siempre le tocaba a él? Algunos días después, Toño

amaneció enfermo. Se sentía pésimo. Estaba mareado y tenía malestar. La mamá llamó al médico, y éste, luego de examinarle dijo:

—Un caso más de hepatitis. Esta semana ya me han tocado varios.

—Con razón está tan amarillo—observó la mama algo preocupada.

—Bueno, aquí no hay nada más que hacer que darse en cama tres o cuatro semanas, alimentación especial, y esta receta que le voy a dejar. Tenemos que hacer además un examen de sangre.

El doctor se despidió, y la mamá lo

acompañó hasta la puerta. Toño sintió un poco de pena. Justo

ahora que estaban practicando fútbol por las tardes e iban a visitar una

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fábrica. Pero había algo bueno: no veria a la señorita Amelia durante tres o cuatro semanas, y eso era según él, muy agradable.

Los tres primeros días lo pasó muy

mal y dormía gran parte del tiempo. La mamá tuvo que pedir permiso en el trabajo y se quedó con él. También Rosa, la señora que venía todos los días a ayudar en la casa, se preocupó por Toño y le preparó comida "muy livianita", tal como había dicho el médico; pero él no quería comer nada, y sólo tomaba líquido para darle gusto la mamá.

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Al quinto día, pudo sentarse en la

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cama a leer y jugar con sus autitos. La mamá se fue a trabajar, y tuvo que quedarse solo. Rosa lo acompañaba a ratos, pues tenía que hacer sus cosas.

Una noche estaba Toño casi

dormido, cuando sonó el teléfono. El papá contestó y el niño supo de inmediato que era la señora Amelia quien llamaba.

La profesora quería saber cómo estaba su alumno, y el papá le explicó todo con detalles. Fue entonces cuando Toño saltó de la cama al escuchar que decía:

—Bueno, señora Amelia, por favor no se preocupe... sí... Mmmm... Claro que sí. No se moleste... sí, sobre todo en matemática... sí... sí... Claro, perfecto.. . sí, a las cuatro. Bien, se lo voy a contar a mi esposa. Sí..., muchas gracias. ¡Buenas noches!

En cuanto el papá colgó, Toño salió

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corriendo y le gritó: —¡Papá! No me digas que va a

venir. —Toño querido... En primer lugar,

nos vamos a ir la cama de inmediato. El doctor insistió en que no te movieras mucho; y en segundo lugar, la señora Amelia te manda muchos saludos. Los niños no han venido a verte, pero te van a enviar una carta.

Mientras el papá lo arropaba, le explicó:

—La señora Amelia se ofreció gentilmente para traer las tareas y explicarte algo si no entiendes.

La mamá había escuchado todo, y se acercó a la puerta.

—Viene mañana a las cuatro. Qué amable, así no vas a perder tantas clases.

Toño, con cara de desesperado, dijo: —Mamá, es que yo no quiero que

venga. Por favor dile que no, que estoy enfermo.

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—¡Toño! —dijo el papá apagando la luz no seas así. Ella te quiere ayudar.

—Pero yo no quiero—dijo Toño, taimado, dándo vuelta hacia la pared.

Cuando ya pudieron conversar

solos de nuevo, la señora Amelia dijo: —¿Sabes? Yo creo que a ti te pasa

algo conmigo. No sé lo que es, pero me gustaría saberlo. Te pones nervioso, y creo que hasta podría decir que me tienes un poquito de miedo. ¿Por qué?

—No, señorita —dijo Toño nervioso.

—Mira, quizás es bueno que estemos los dos aquí y lo podamos hablar en secreto...

Toño miró a la profesora. En realidad, le había cambiado la voz y no se veía tan gruñona.

—Me gustaría que me dijeras qué te sucede. Así las cosas serían más fáciles para los dos, ¿verdad? ¿ quieres

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contarme? Hubo un momento de silencio. A lo

lejos se sentía ruido de la calle, y en la cocina sonaban las tazas que estaba sacando Rosa de un mueble.

Y entonces, Toño soltó lo que tenía dentro.

Con palabras entrecortadas le explicó qué sucedia, el susto que le daba cuando lo llamaba al pizarrón difícil que era, a veces, para él concentrarse. En fin contó todo, y era rico poder hacerlo. Lo único que se olvidó fue decirle que echaba de menos a la seño Rosalía, la del año pasado. Pero no importaba, por igual ella se había ido a otro colegio.

La señora Amelia escuchó con atención, y cuando Toño terminó, esperó un rato y luego dijo:

—Qué bueno, Toño, que me hayas contado todo esto. Es cierto, muchos encuentran que hablo muy fuerte. Vieras cómo me retan en la casa. Mi marido me

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dice: "baja el volumen, no estás en el colegio..."

A Toño le dio risa y no pudo aguantarse.

—¡Sí! No te rías, es verdad —continuó la profesora— Creo que voy a tener que bajar un poquito la voz y así va a ser más fácil para ti. Cuéntame, Toño, ¿Porque miras tanto por la ventana cuando estás en clases?

El niño se sonrió, y ladeando un poco la cabeza, respondió:

—¿Sabe, señorita? Estoy viendo si acaso aparece alguna vez un gato por la pared.

—Mmmm... —dijo ella pensativa—. ¿Y cómo es ese gato?

—Bueno, yo siempre me lo he imaginado de color morado con rayitas blancas, y tiene una cola muy muy enroscada hacia arriba —explicó Toño, dibujando el aire el animalito imaginado.

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La señora Amelia se quedó callada

un rato. Cuando volvió a hablar, su voz era diferente.

—Bien, Toño. Creo que ha sido muy positivo haber venido a verte. Pasado mañana te visitaré otra vez si tú quieres.

—Sí, señorita, y hacemos las tareas juntos.

—De acuerdo —dijo ella levantándose.

Pasaron dos días. Toño se sentía

muy bien. Incluso ahora ya estaba un poco aburrido de permanecer en cama.

Estaba jugando con sus autos,

cuando sintió que venía la señora Amelia. Ahora ya no le dio susto ni se puso tan nervioso; pero cuando la vio entrar a su pieza quedó muy sorprendido.

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La señora Amelia venía con algunos cuadernos en una mano y en la otra, traía un gran canasto tapado; con un paño blanco.

—¡Hola, Toño! ¿Qué cuenta mi

alumno enfermo. —Hola, señorita... —dijo Toño sin

poder quitar la vista del canasto. —Te traje un regalo... —dijo la

profesora, y se sento sobre el borde de la cama, apoyando los cuadernos.

—Espero que te guste —dijo, por fin, levantando el canasto.

Allí, al fondo, bien acurrucadito,

había un pequeño gato. Se notaba que había nacido unos días antes.

—Toma, es tuyo... —dijo la

profesora con decisión. Cogió el animalito y se lo puso en las manos.

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Toño, con mucho cuidado, en una mezcla de alegría y nervios, comenzó a agarrarlo mientras el gatito maullaba desvalido.

—Mi gata tuvo seis hijos. Éste es el

mayor, te gusta? Es el más lindo de todos.

El animalito era muy tierno, y a

medida que Toño acariciaba, se puso a ronronear. Luego se quedó dormido.

—Gracias, señorita —dijo entonces

Toño—, no sé... —Yo te lo traje de regalo porque él

está solito además quiere tener un amigo... —lo interrumpió la profesora—. Tú conoces un gato muy hermoso que si no me equivoco es color morado con rayas blancas Bueno, éste es blanco con manchitas de color ¿Crees tú que

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podrían llegar a entenderse y ser buenos compañeros?

Toño pensó un rato. —¿Usted cree, señorita, que a este

gato le va mi gato? —Estoy segura de ello —dijo la

señora Amelia. Además, éste es también tu gato. Lo que yo hice fue regalártelo...

Toño miró hacia abajo. El animalito

dormía plácidamente sobre la colcha. Entonces él niño recordó al gato que quería ver pasar, alguna vez, por la ventana de la sala de clases. Se sonrió al imaginar cómo vería ahora los dos animalitos jugando, y se puso a pensar tantas cosas, que no escuchó cuando la profesora dijo:

—Ahora vamos a estudiar un poco. Toño sintió que el gatito se movía

en sus manos.

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—¿Empecemos? —dijo la profesora poniéndose anteojos.

—Sí, señorita —repuso Toño con estusiasmo—. Estoy listo...

Toño se mejoró y cuando llegó de

nuevo al colegio, se puso muy contento, porque ahora no sólo tenía un gato, sino dos. Y ambos eran amigos.

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UNA NAVIDAD DIFERENTE Faltaban tres días para Navidad,

cuando decidió abrir la alcancía y sacar sus ahorros de los últimos meses. Quería hacer un regalo a mamá, a su papá, a su hermana Soledad y a la que siempre le planchaba la ropa tan bien. además, estaba la tía Adriana, el tío Lucho, los pi y su amigo Rubén, y... ¡ah! sí, el abuelo Tomás.

Guillermo pensó un momento en él.

¿Cómo va a pasar la Navidad el abuelo? En realidad, nadie sabe muy bien qué iba a suceder, pues ahora era diferente a otros años. La abuela había muerto hacía

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algunos meses, y el abuelo estaba ahora solo.

Tía Adriana, conversando con la

mamá: —Lo mejor es que vaya un rato con

ustedes, y lo traen donde nosotros. Así podrá ver a los niños

—¿Y por qué no nos juntamos todos

en una cena—propuso la mamá. —No, este año queremos estar en

nuestro hogar —había respondido la tía Adriana—. No queremos ir. Por lo demás, papá no tiene ganas de hacer nada, dice que la Navidad le trae muchos recuerdos...

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Guillermo contó los billetes y las monedas que tenía en su caja de latón. En verdad, no era mucho pero repartiéndolo bien podría comprar algun pequeño regalo para cada uno.

¿Por qué se hacían regalos en

Navidad? La hermana Elisa lo había explicado en clase de religión: lo que uno regala debe ser un mensaje de paz y alegría.

Sacó otra vez las cuentas. ¡Qué

ganas de ser grande y fabricar él mismo sus propios regalos! Sonrió al acordarse que cuando tenía siete años le había regalado un anillo hecho con rollos de cartón y lana, para poner la servilleta. Ahora ya estaba grande para esas cosas y lo más probable es que se reirían de él.

Mientras pensaba qué hacer, se

acordó nuevamente del abuelo. ¿Cómo

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se sentiría él en esta Navidad? la primera vez que iba a estar sin la abuela, y no estaría toda la familia. Ahora él iría un rato a cada una de las casas, y luego tendría que volver solo a su departamento.

Las cosas habían cambiado. El

abuelo vivía en la vieja casona con parrón, ni tampoco el gran pino navideño que año a año había sido adornado para los nietos. Todos decían que vivir en un departamento era mejor, más seguro y cómodo.

Guillermo tomó su caja, sacó el

dinero, y se fue caminando al supermercado. Al llegar, vio que en una esquina estaban descargando varios maceteros con pinos de distintos tipos y tamaños. Entonces, se le ocurrió una idea maravillosa... Se acercó rápidamente y preguntó por el precio de

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los más grandes. Una señora lo atendió, y Guillermo, al escuchar la respuesta, quiso alejarse; pero ella le dijo:

—¿Por qué no llevas uno de éstos?

No están nada de caros, te hago un precio. —Y apartó uno de los más pequeños para ponerlo delante de Guillermo—. Es muy lindo —dijo la vendedora con orgullo.

—Lo llevo —respondió Guillermo

con tanto entusiasmo, que el corazón le palpitó fuertemente.

Pagó y recibió el vuelto, pero faltaba

lo más importante. ¿Cómo lo iba a llevar hasta el tercer piso del edificio del abuelo? Con cara preocupada miró el arbolito. El tenía fuerzas, pero de ahí a transportarlo, era imposible.

La señora lo miró sorprendida:

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—¿Cómo te lo vas a llevar? —No lo sé —respondió Guillermo

sonriendo algo nervioso—. Parece que me equivoqué. Quería darle una sorpresa a mi abuelo. El se va a sentir muy solo esta Navidad.

La señora lo miró con asombro, y le

dijo: —Mira, si esperas hasta mañana le

podemos decir a Julio que te ayude. El pasa con el camión por aquí y te lo puede llevar. ¿Es muy lejos?

Guillermo le explicó dónde vivía el

abuelo. Es bastante cerca si uno iba en vehículo.

—Déjalo ahí, no más. Mañana

temprano espera que lleguemos. Yo lo voy a arreglar. ¡No te preocupes!

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Y así fue. A la mañana siguiente, Guillermo se encontró sentado en la cabina del camión del hijo de la vendedora, y el pinito atrás.

Cuando llegó hasta el edificio

donde vivía su abuelo, subió con esfuerzo los tres pisos cargando el árbol, una caja con velas y otra con pequeños adornos.

Gracias a Dios el anciano había ido

al banco, y, como era jueves, la niña que hacía el aseo no vendría. Guillermo bajó luego donde el conserje para pedirle las llaves.

Don José era conocido de la familia

y tenía un par de llaves "por cualquier emergencia", como decía la tía Adriana.

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Ya solo en la salita del departamento, Guillermo se sentó un rato a descansar. La habitación se encontro en silencio, y el viejo reloj, en la repisa del comedor daba su acompasado sonido. Allí estaba el del abuelo, sus libros, el chal que había echo la abuela con restos de lanas de distintos colores cuadros y demás muebles que alguna vez habian estado en la vieja casona. En la habitación había un delicioso olor a fruta.

Guillermo abrió rápidamente las

cajas, y con mucho nerviosismo comenzó a adornar el árbol. Había de terminar luego, pues el abuelo no se demoraba cuando iba al banco. En dos o tres minutos estaría listo. El árbol se veía hermoso aunque algo vacío. El vuelto no no había alcanzado para comprar nada más asi que ¿Qué podía hacer?

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Entonces Guillermo vio una fuente con cerezas sobre la mesa del comedor. Era la fruta favorita del abuelo, y la abuela siempre había comprado en el mes de diciembre.

Sin pensarlo dos veces, tomó un par

de cerezas y las colgó rapidamente en el pinito. Se veían entre las ramas verdes rápido, colgó y colgó cerezas cuando estuvo listo, dejó todo para que nadie se diera cuenta que él había estado allí.

En ese momento escuchó los pasos

fuertes y secos del abuelo que subía la escalera. Guillermo pensó que sería una lástima que lo descubriera, así que tomó sus cosas y se metió en la terraza, pasando por el ventanal entreabierto.

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Allí permaneció oculto tras la

jardinera, sin moverse. El abuelo entró, y dejando el diario

sobre una mesa, apoyó su bastón en el sillón. Fue entonces cuando vio el árbol de Navidad.

Guillermo contuvo la respiración. El anciano se había acercado hasta

el arbolito y lo miraba sin moverse. Luego se sacó los lentes y se pasó la mano por los ojos. Parecía muy cansado. Se sentó en su sillón sin dejar de mirarlo.

A Guillermo le pareció que su

abuelo se sonreía viendo las cerezas que

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colgaban de aquel extraño pino, y sintió unos deseos grandes de ir a alcanzarlo, pero era mejor dejarlo solo.

Con mucho cuidado, se introdujo

por la puerta del dormitorio logró salir del departamento.

Al día siguiente, la mañana del día

veinticuatro la mamá de Guillermo recibió una llamada de la tía Adriana.

—¿Te cuento? —le dijo eufórica—:

Nuestro padre ha decidido hacer la fiesta de esta noche en su departamento. Dice que tiene un hermoso pino decorado especialmente para nosotros... ¡Con cerezas! ¡Imagínate!

A las ocho de la noche estaban

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todos reunidos en el departamento del abuelo. Este, vestido muy elegante, ofrecía galletas y pan de Pascua a toda la familia que charlaba con entusiasmo.

Estaba feliz y reía con muchas

ganas. Hacía tiempo que nadie lo veía tan contento. El árbol tenía todas las velitas encendidas, y al pie del macetero estaba el antiguo pesebre de madera que los bisabuelos habían traído desde muy lejos, hacía muchos años.

Cuando llegó el momento de

repartir los regalos Guillermo se dio cuenta de que no tenía nada. Desesperado iba a explicarle a su mamá lo que había sucedido, pero ella le dijo:

—No te preocupes, Guille, nos has

hecho un hermoso regalo a todos.

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Guillermo, sorprendido, la miró: —

¿Y cómo lo supiste, mamá? —Me basta

con ver tu mirada —le dijo, y lo alzó con

cariño, junto al árbol que lucía

hermosamente decorado... con cerezas.

Entre las verdes ramas brillaba el rojo

intenso, a la luz de las velitas

encendidas.

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Cecilia Beuchat Reichardt

Nació en Santiago de Chile el 5 de febrero

de 1947. Está casada con Osvaldo Schencke y

tiene dos hijos, Pablo y Claudia.

Docente e investigadora de la Facultad de

Educación de la Pontificia Universidad Católica

de Chile, Cecilia Beuchat ha publicado

numerosos textos complementarios para la

Educación Básica, además de libros

especializados y artículos en revistas nacionales

e internacionales.

Ha sido becada en la Internationale

Jugendbibliothek de Munich y seleccionada

para representar a Chile en el famoso catálogo

"Children's Books of International Insert" (1991)

en la Feria Internacional del Libro Infantil en

Bolonia, Italia. Su último libro es Cuentos de

otros lugares de la Tierra (1998) -con Carolina

Valdivieso- hermosa colección de 12 cuentos

cuya traducción privilegia la identidad cultural

de los paises elegidos.

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Indice

¿DONDE QUEDARON LAS PASAS?........5 UN REGALO PARA TOÑO………………22 UNA NAVIDAD DIFERENTE…….……..47 BIOGRAFIA…………………………….…..70

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Estilo de Preguntas:

I.Cuento: ¿Dónde quedaron las pasas?

1. ¿Dónde quedaron las pasas?

2. ¿Cómo reconcilió la mamá a José y a

Marcela?

3. Según tu opinión, el regalo de Marcela

era el más apropiado para su mamá.

Explica tu respuesta.

4. ¿Como ayudo el papá en la sorpresa de

cumpleaños?

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II.Cuento: Un regalo para Toño:

5. ¿Cuál es la causa o la razón por la que a

Toño le caía mal la señora Amelia?

6. Explica cómo mejora la relación entre

Toño y la profesora Amelia

7. Describe cómo era la profesora Amelia.

8. ¿En qué pensaba Toño cuando miraba a

la ventana?

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III.Cuento: Una navidad diferente:

10. Explica por qué el cuento se llama

“Una navidad diferente”.

11. ¿Cómo se sentía el abuelo en esta

navidad?

12. ¿Como llevó el pino a casa del

abuelo?

13. Según tu opinión ¿Cómo se sintió el

abuelo al recibir el regalo de Guillermo?

14. Explica por qué el libro se llama “Cuentos con olor a fruta”