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KATHERINE MANSFIELD Cuentos Cuentos 1

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Page 1: Cuentos antologados

KATHERINE MANSFIELD

CuentosCuentos

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Page 2: Cuentos antologados

En un balneario alemán(1911) .................................................................................................................................................................................... 3

Alemanes comiendo ......................................................................................................................................................... 3 El espíritu moderno .......................................................................................................................................................... 6 Luft Bad .......................................................................................................................................................................... 11

Felicidad yotros cuentos(1921) .................................................................................................................................................................................. 13

Preludio ........................................................................................................................................................................... 13 Felicidad ......................................................................................................................................................................... 38 Sopla el viento ................................................................................................................................................................ 45 Psicología ........................................................................................................................................................................ 48

Fiesta en el jardíny otras historias(1922) .................................................................................................................................................................................. 53

En la bahía ...................................................................................................................................................................... 53 Fiesta en el jardín ............................................................................................................................................................ 76 Vida de Ma Parker .......................................................................................................................................................... 85 Matrimonio a la moda ..................................................................................................................................................... 89 La señorita Brill .............................................................................................................................................................. 96 La lección de canto ......................................................................................................................................................... 99

El nido de la palomay otros cuentos(1923) ................................................................................................................................................................................ 103

La casa de muñecas ...................................................................................................................................................... 103 La mosca ....................................................................................................................................................................... 108 El canario ...................................................................................................................................................................... 112 Susannah ....................................................................................................................................................................... 114

Algo infantily otros cuentos(1924) ................................................................................................................................................................................ 116

La mujer del almacén ................................................................................................................................................... 116 Esta flor ......................................................................................................................................................................... 124 Veneno .......................................................................................................................................................................... 126

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Page 3: Cuentos antologados

EN UN BALNEARIO ALEMÁN

(1911)

In a German Pension

Alemanes comiendo

Germans at Meat

Se sirvió una sopa de pan. -Ah -dijo Herr Rat, echándose sobre la mesa para mirar dentro de la sopera-, esto es lo que necesito. Mi "magen" ha estado un poco descompuesto desde hace varios días. ¡Sopa de pan y en su punto! Yo mismo soy un buen cocinero -se volvió hacia mí.

-Qué interesante -dije, tratando de infundir a mi voz el entusiasmo adecuado. -Sí, sí... cuando uno no está casado es necesario. Yo, aquí donde me ve, he tenido todo lo que

he querido de las mujeres sin recurrir al matrimonio-. Metió la punta de la servilleta dentro del cuello de su camisa y sopló sobre la sopa al hablar: -A eso de las nueve me preparó un desayuno inglés, pero no gran cantidad. Cuatro rebanadas de pan, dos huevos, dos tajadas de jamón frío, un plato de sopa, dos tazas de té... Eso no es nada para ustedes.

Afirmó el hecho con tal vehemencia que no tuve el coraje de refutarlo. De pronto todas las miradas se volvieron hacia mí. Sentí que llevaba sobre mis hombros el peso

del absurdo desayuno de una nación... Yo, que tomaba apenas una taza de café mientras me abrochaba la blusa por las mañanas.

-Nada en absoluto -exclamó Herr Hoffmann de Berlín-. Ach, cuando estaba en Inglaterra sí que solía comer por las mañanas.

Levantó la mirada y los bigotes, limpiándose las gotas de sopa de su chaqueta y chaleco. -¿De veras comen tanto? -preguntó Fräulein Stiegelauer-. ¿Sopa y pan de levadura y carnes, de

cerdo y té y café y compota de frutas, y miel y huevos, y pescado frío y riñones y pescado caliente y bifes de hígado? ¿Y las señoras comen también, en especial las señoras?

-Claro que sí. Yo mismo lo he notado, cuando vivía en un hotel en Leicester Square -exclamó Herr Rat. Era un buen hotel, pero no sabían preparar té... Ahora...

-Ah, eso sí es algo que yo sé hacer –dije riendo alegremente-. Sé preparar un té buenísimo. El gran secreto está en calentar la tetera.

-Calentar la tetera -interrumpió Herr Rat, retirando su plato de sopa-. ¿Y para qué calienta la tetera? ¡Ja! ¡ja! ¡Eso sí que está bueno! Uno no se come la tetera, ¿no?

Fijó sobre mí sus fríos ojos azules con una expresión que sugería mil invasiones premeditadas. -¿Así que ése es el gran secreto de su té inglés? ¡Todo lo que hay que hacer es calentar la

tetera!. Quería explicarle que ése era sólo un paso preliminar, pero como no podía traducirlo me quedé

callada. La criada trajo carne, con sauerkraut y papas. -Me da un gran placer comer sauerkraut –dijo el Viajero del Norte de Alemania-, pero

últimamente he comido tanto que no puedo retenerlo. Enseguida me veo obligado a... -Qué hermoso día -exclamé, volviéndome hacia Fräulein Stiegelauer-. ¿Se levantó temprano

hoy? 3

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-A las cinco caminé diez minutos por el pasto húmedo. Volví a la cama. A las cinco y media me volví a dormir y me desperté a las siete; entonces me lavé "de cuerpo entero". Volví a la cama. A las ocho me puse una cataplasma de agua ría y a las ocho y media tomé una taza de té de menta. A las nueve pedí un café de malta y empecé la "cura". ¿Me pasa el sauerkraut, por favor? ¿Usted no come?

-No gracias. Me parece un poco fuerte. -¿Es verdad -preguntó la Viuda escarbándose los dientes con una horquilla al hablar- que usted

es vegetariana? -Sí, es cierto; no he comido carne desde hace tres años. -¡Increíble! ¿Tiene familia? -No. -Ya ve, ¡eso es lo que pasa! No se pueden tener chicos comiendo sólo vegetales. No es posible.

Pero ya no hay familias grandes en Inglaterra hoy en día; supongo que están demasiado ocupados con sus campañas sufragistas. Ahora bien, yo tengo nueve hijos todos vivos, gracias a Dios. Chicos sanos, magníficos... Aunque después de nacer el primero tuve que...

-¡Qué maravilla! -exclamé. -¿Maravilla? -dijo la Viuda con desprecio, volviendo a colocar la horquilla en la especie de pera

que se balanceaba en la punta de la cabeza-. ¡Para nada! Una amiga mía tuvo cuatro al mismo tiempo. Su marido estaba tan complacido que dio una cena y los hizo poner sobre la mesa. Por supuesto ella se sintió muy orgullosa.

-Alemania -tronó el Viajero, clavando los dientes en una papa que había ensartado con el cuchillo- es el hogar de la Familia. -Siguió un silencio comprensivo.

Se cambiaron los platos para servir ahora carne asada, jalea de grosellas y espinaca. Limpiaron sus tenedores con pan negro y volvieron a empezar. -¿Cuánto tiempo piensa quedarse? -preguntó Herr Rat. -No lo sé exactamente. Tengo que estar de vuelta en Londres para setiembre. -Por supuesto visitará Munich. -Me parece que no voy a tener tiempo. Es importante que no interrumpa mi "cura". -Pero tiene que ir a Munch. No conoce Alemania si no ha estado en Munch. Todas las

Exposiciones, todo el Arte y el Alma de la vida de Alemania están en Munich. Tenemos el Festival Wagner en agosto, y Mozart y una colección de pinturas .japonesas... ¡Y la cerveza! No sabe lo que es una buena cerveza hasta que ha estado en Munich. Si incluso he visto señoras finísimas todas las tardes, señoras verdaderamente finísimas, tomándose así de altos-. Mostró con las manos una buena medida de cerveza; yo sonreí.

-Si tomo mucha cerveza de Munich sudo muchísimo -dijo Herr Hoffmann-. Cuando estoy aquí, en el campo o en los baños, sudo, pero me gusta; pero en la ciudad no es lo mismo.

Alentado por ese pensamiento, se enjugó el cuello y la cara con la servilleta y con cuidado se limpió las orejas.

Una fuente de vidrio con duraznos en compota fue colocada en la mesa. -¡Ah, fruta! -chilló Fräullein Stiegelauer-, es tan necesaria para la salud. -El doctor me dijo esta

mañana que mientras más fruta pudiera comer, mejor era. A todas luces siguió el consejo. Dijo el Viajero: -Supongo que les asusta también la idea de una invasión, ¿eh? Sí, eso está bien. Estuve leyendo

acerca de una obra de teatro que ustedes han hecho sobre ese tema. ¿Usted la vio? -Sí-. Me erguí en la silla-. Le aseguro que no tenemos miedo. -Bueno, entonces tendrían que tener miedo -dijo Herr Rat. Ni siquiera tienen un ejército... Unos

pocos muchachitos con las venas llenas de nicotina. -No tenga miedo -dijo Herr Hoffmann-. No codiciamos a Inglaterra. Si lo hubiéramos querido

la hubiéramos tomado hace tiempo. En realidad no los queremos. Sacudió su cuchara alegremente, mirándome por encima de la mesa como si fuera una niñita a

la que él podía llamar o despedir a voluntad.

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-Nosotros, sin duda, no queremos tener a Alemania -dije. -Esta mañana tomé medio baño. Después, esta tarde, tengo que tomar un baño de rodillas y un

baño de brazos -propuso Herr Rat-; después hago mis ejercicios durante una hora y mi tarea está terminada. Un vaso de vino y unos panes con sardinas...

Se les sirvió tarta de cerezas con crema batida. -¿Cuál es la carne preferida de su esposo? - preguntó la Viuda. -En realidad no sé -contesté. -¿De veras no sabe? ¿Hace cuánto que está casada? -Tres años. -¡Pero no puede estar hablando en serio! Con sólo cuidar su casa una semana, siendo su mujer

tendría que haberlo sabido. -En realidad no se lo pregunté nunca; no le importa mucho qué es lo que come. Una pausa. Todos me miraron, sacudiendo la cabeza y con la boca llena de carozos de cerezas. -No es de extrañarse entonces que se repitan en Inglaterra las cosas atroces que suceden en

París-, dijo la Viuda, doblando su servilleta-. ¿Cómo puede una mujer esperar retener a su marido, si no sabe cuál es su plato preferido después de tres años?

-¡Mahlzeit! -¡Mahlzeit! Cerré la puerta al salir.

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El espíritu moderno

The modern soul

—Buenas tardes —dijo el Herr Professor al estrecharme la mano—. ¡Un tiempo espléndido! Acabo de llegar de la fiesta del bosque. He estado haciendo música para ellos con mi trombón. ¿Sabe usted?, esos pinos proporcionan un acompañamiento muy adecuado para un trombón. Suspiran delicadeza contra su fuerza sostenida, como hice notar en Frankfurt, en una conferencia sobre instrumentos de viento. ¿Me permite que me siente a su lado en este banco, gnädige Frau?

Lo hizo sacando del bolsillo interior de su abrigo un envoltorio de papel blanco. —Cerezas —dijo, según inclinaba la cabeza y sonreía. No hay nada como las cerezas para

generar saliva después de tocar el trombón, sobre todo después del Ich Liebe Dich de Grieg. Esos sostenidos del «liebe» me dejan la garganta más seca que un túnel de ferrocarril. ¿Quiere una? —Agitó hacia mí la bolsa.

—Prefiero ver cómo las come. —¡Aja! —Cruzó las piernas y acunó la bolsa entre las rodillas, para dejar libres las manos—.

He entendido la psicología de su negativa. Es su innata delicadeza femenina, que prefiere las sensaciones etéreas... O tal vez sea que no le agradan los gusanos. Porque todas las cerezas los tienen. Una vez, en la universidad, hice un experimento muy interesante con un colega. Abrimos con los dientes cuatro libras de las mejores cerezas y no encontramos un solo ejemplar sin gusano. Pero ¿qué quiere usted? Como le señalé a él luego: «Querido amigo, la moraleja es esta: si uno quiere satisfacer sus deseos en la naturaleza, hay que tener la fuerza de prescindir de sus realidades...». Esta conversación ¿no será muy superficial para usted? Tengo tan raramente ocasión y tiempo de abrir mi corazón a una mujer, que estas cosas suelen pasarme por alto...

Le miré con viveza. —¡Mire qué grande es ésta! —exclamó el Herr Professor—. Por sí sola es casi un bocado. Y

tan bonita como para colgarla de una cadena de reloj. —La masticó y luego escupió el hueso, lanzándolo a increíble distancia, al otro lado del camino, en el macizo de flores. Me di cuenta de que estaba orgulloso de su hazaña—. La cantidad de fruta que he comido aquí sentado —suspiró—. Albaricoques, melocotones, cerezas... Algún día ese macizo se convertirá en huerto de frutales y yo le permitiré coger lo que quiera, sin pagar nada.

Se lo agradecí sin demostrar demasiada emoción. —Lo que me recuerda —se golpeó un lado de la nariz con el dedo— que el gerente me dio

anoche la cuenta de la semana, después de la cena. Es casi imposible creerlo. No espero que lo crea. Me ha cargado un extra por un miserable vasito de leche que me tomo en la cama, por las noches, para prevenir el insomnio. Naturalmente no lo he pagado. Pero la tragedia de la historia es esta: ya no puedo esperar que la leche me ayude a dormir; mi pacífica actitud mental respecto a ese remedio ha quedado completamente destruida. Sé que me entrará fiebre si pretendo comprender esa falta de generosidad en un hombre tan rico como el gerente. Piense en mí esta noche —aplastó la bolsa vacía con un pie—, piense que me estará sucediendo lo peor mientras usted, dormida, deja caer la cabeza en la almohada.

Dos damas aparecieron en la escalinata que daba frente al hotel y se detuvieron, cogidas del brazo, mirando hacia el jardín. Una era vieja y flaca, vestida casi enteramente de orlas de abalorios negros, y llevaba una bolsita de raso; la otra, joven y delgada, lucía un vestido blanco y tenía el cabello rubio bellamente adornado con aromáticas florecillas de almorta.

El profesor arqueó los pies hacia dentro, se enderezó con un respingo y tiró de las puntas de su chaleco.

—Las Godowska —murmuró—. ¿Las conoce? Madre e hija, de Viena. La madre tiene una dolencia interna, y la hija es actriz. Fräulein Sonia es un espíritu moderno. Creo que la encontrará

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usted muy simpática. Precisamente ahora se ve obligada a ocuparse de su madre. Pero ¡qué temperamento! Yo la describí una vez en su álbum de autógrafos como una tigresa con una flor en el cabello. ¿Me permite? Tal vez pueda convencerlas, y presentárselas.

—Voy a subir a mi habitación —dije. Pero el profesor se levantó y agitó hacia mí un dedo juguetón. —No —replicó—. Somos amigos y, por lo tanto, le hablaré con toda claridad. Creo que

considerarían un poco «señalado» que usted se retirara inmediatamente cuando ellas se acercan, después de haber estado sentada aquí conmigo durante el crepúsculo. Usted conoce este mundo. Sí, lo conoce tan bien como yo.

—Buenas noches —gorjeó Frau Godowska—. ¡Un tiempo espléndido! Me ha provocado un ataque de fiebre del heno. —Fräulein Godowska, que no decía nada, se abalanzó sobre una rosa que crecía en el embrionario huerto y luego alargó la mano, en solemne ademán, hacia el Herr Professor. Él nos presentó.

—Esta es la amiga inglesa de quien les he hablado. Es la extranjera de nuestro entorno. Hemos estado comiendo cerezas.

—¡Delicioso! —suspiró Frau Godowska—. Mi hija y yo la hemos observado a usted a menudo desde la ventana del dormitorio, ¿verdad Sonia?

Sonia recorría mi exterior visible con una mirada espiritual e interna y se dignó repetir en mi favor el magnífico ademán de antes. Los cuatro nos sentamos en el banco, con el débil aire de excitación de los pasajeros que se instalan en el vagón de un tren a punto de partir. Frau Godowska estornudó.

—Me pregunto si es fiebre del heno —reiteró mientras hurgaba en su bolsita de raso en busca de un pañuelo—. ¿O será el rocío? Sonia, querida, ¿está cayendo el rocío?

Fräulein Sonia alzó el rostro hacia el cielo y entornó los párpados. —No, mamá, tengo la cara completamente seca. ¡Oh, mire, Herr Professor, golondrinas en

vuelo! Son como una pequeña bandada de pensamientos japoneses, nicht wahr1? —¿Dónde? —preguntó el Herr Professor—. ¡Oh, sí, ya los veo: junto a la chimenea de la

cocina! Pero ¿por qué dice usted «japoneses»? ¡No podría usted compararlos, con la misma veracidad, a una pequeña bandada de pensamientos alemanes en vuelo? —Se volvió hacia mí—: ¿Hay golondrinas en Inglaterra?

—Creo que algunas, en determinadas estaciones. Pero, indudablemente, no tienen el mismo valor simbólico para los ingleses. En Alemania...

—Nunca estuve en Inglaterra —interrumpió Fräulein Sonia—, pero tengo muchos conocidos ingleses. ¡Son tan fríos! —Y se echó a temblar.

—Tienen la sangre fría como los peces —sentenció Frau Godowska—. Sin alma, sin corazón, sin gracia. Pero hay que reconocer que sus prendas de vestir son inigualables. Pasé una semana en Brighton, hace veinte años, y la manta de viaje que compré allí aún me dura... es esa en que envuelves la botella de agua caliente, Sonia. Mi llorado marido, tu padre, Sonia, sabía mucho de Inglaterra. Pero, cuanto más sabia, más a menudo me comentaba: «Inglaterra es solo una isla de carne de buey nadando en un mar de salsa». ¡Qué modo tan brillante de presentar las cosas! ¿Te acuerdas, Sonia?

—No me olvido de nada, mamá —contestó Sonia. Dijo el Herr Professor: —Esa es la prueba de su vocación, gnädige Fräulein. Ahora me pregunto, y esto es una teoría

interesante: ¿es la memoria un don o, excuse la palabra, una maldición? Frau Godowska miró hacia la lejanía; entonces las comisuras de sus labios cayeron y su piel se

arrugó. Empezó a llorar. —¡Ach Gott!, Madre de Dios, ¿qué he dicho? —exclamó el profesor. Sonia tomó la mano de su madre. —¿Sabe? —dijo—: hoy tenemos para cenar zanahorias estofadas y tarta de nueces. ¿Qué tal si

entramos y ocupamos nuestros sitios?

1 ¿No es cierto?

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Su mirada oblicua y trágica nos acusaba, al profesor y a mí, en ese momento. Los seguí por el césped y escalera arriba. Frau Godowska murmuraba: «Tan maravilloso y querido esposo». Con la mano libre de

Fräulein Sonia se arreglaba la guarnición de florecillas de almorta. Esta tarde, a las ocho y media, en el salón, se celebrará un concierto a beneficio de los

atribulados niños católicos. Artistas: Fräulein Sonia Godowska, de Viena; Herr Professor Windberg y su trombón; la esposa del maestro superior Weidel, y otros.

Este aviso estaba atado al cuello del melancólico venado del comedor. Días antes del acontecimiento lo adornaba como un babero blanco y rojo haciendo que el Herr Professor se inclinase ante él y dijera: «Que aproveche», hasta que la broma llegó a aburrirnos y dejamos la sonrisa para el camarero, a quien pagaban para complacer a los huéspedes.

En el día indicado las mujeres casadas navegaban por el hotel vestidas como sillas tapizadas, y las solteras como pañitos de tocador de muselina. Frau Godowska sujetó una rosa en el centro de su bolsito; otra flor estaba clavada en los pliegues confusos de un antimacassar2 que le cubría el pecho. Los caballeros vestían traje negro, corbata blanca de seda, y llevaban, en el ojal, una flor con esparraguera que les cosquilleaba la barbilla.

El suelo del salón estaba recién encerado, sillas y bancos, dispuestos, y una hilera de banderines, ensartados a lo largo del techo, volaban y bailaban al son de la corriente. Se decidió que yo me sentaría al lado de Frau Godowska y que el Herr Professor y Sonia se reunirían con nosotras cuando hubiera terminado su intervención en el concierto.

—Esto hará que se sienta casi uno de los intérpretes —dijo ingeniosamente el Herr Professor—. Es una pena que la nación inglesa sea tan poco musical. No importa. Esta noche va a oír usted algo; durante los ensayos hemos descubierto un nido de talentos.

—¿Qué tiene usted intención de recitar, Fräulein Sonia? Ella echó hacia atrás la cabeza. —Nunca lo sé hasta el último minuto. Cuando salgo al escenario, espero un instante y entonces

tengo una sensación, como si algo me golpeara aquí —colocó su mano sobre el broche del cuello— y... ¡llegan las palabras!

—Inclínate un instante —susurró la madre—. Sonia, querida, el imperdible de la falda se te ve por detrás. En un momento te lo pongo bien. ¿O vas a hacerlo tú misma?

—¡Oh, mamá, por favor, no me digas eso! —Sonia se ruborizó y se enfadó mucho—. Sabes lo sensible que soy, en momentos así, a cualquier impresión desagradable... Preferiría que la falda se soltara del todo...

—¡Sonia, mi vida! Tintineó una campanilla. El camarero entró y levantó la tapa del piano. En la acalorada excitación del momento olvidó

completamente qué era lo adecuado, y golpeaba las teclas con una sucia servilleta de cocina que llevaba al brazo. La esposa del maestro superior entró a paso ligero en la tarima, seguida por un espléndido y joven caballero que se sonó dos veces antes de arrojar el pañuelo a la caja del piano.

Sí, yo sé que no tienes para mí ningún amor,y ningún nomeolvides.Ni amor ni corazón ni nomeolvides.

Cantó la esposa del maestro superior con una voz que parecía salida de un dedal olvidado, y que no tenía nada que ver con ella.

—Ach! ¡Qué dulce, qué delicado! —exclamamos aplaudiéndola discretamente. Ella saludó como diciendo: «Sí, ¿verdad?», y se retiró. El joven caballero, evitando pisar la cola

de su traje, la siguió con el ceño fruncido. Cerraron el piano y un sillón fue colocado en el centro de la tarima. Fräulein Sonia derivó hacia

él. Una pausa anhelante. Entonces, probablemente el alado dardo la golpeó en el broche del cuello.

2 Lienzo que se ponía en el respaldo de las sillas para que no se mancharan con la grasa del cabello, usado en la época victoriana.

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Nos suplicó que no fuéramos al bosque con trajes largos, sino vestidos lo más ligeramente posible, y que nos tumbáramos con ella sobre las agujas de los pinos. Su voz alta, ligeramente áspera, llenó el salón. Dejó caer los brazos sobre el respaldo del sillón, moviendo las manos desde las muñecas. Estábamos emocionados y silenciosos. El Herr Professor, a mi lado, extrañamente serio, con las pupilas dilatadas, tiraba de las guías de su bigote. Frau Godowska adoptó esa actitud peculiar distante de los padres orgullosos. El único que permanecía inconmovible ante su hechizo era el camarero, que se apoyaba indolentemente en la pared del salón, limpiándose las uñas con una esquina del programa. Estaba «fuera de servicio» y pretendía demostrarlo.

—¿Qué le dije? —gritó el profesor sobre un manto de tumultuosos aplausos—. ¡Tem-pe-ra-men-to! Ahí lo tiene. Es una llama en el corazón de un lirio. Sé que voy a tocar bien. Ahora es mi turno. Estoy inspirado. Fräulein Sonia —dijo cuando la dama volvió hacia nosotros, pálida y envuelta en una larga mantilla—, usted es mi inspiración. Esta noche será usted el alma de mi trombón. Espere un poco.

A nuestra derecha y a nuestra izquierda, la gente se inclinaba hacia ella murmurándole su admiración por encima del hombro. Fräulein Sonia saludaba como los grandes.

—Siempre tengo éxito —me dijo—. Vea usted: cuando actúo, soy. En Viena, en las obras de Ibsen, recibíamos tantos ramos de flores que el cocinero tenía tres en la cocina. Pero aquí es difícil. Hay tan poca magia... ¿No lo nota? Nada de ese misterioso perfume que brota, casi como algo visible, de las almas del público de Viena. Mi espíritu está hambriento de aquello. —Se inclinó hacia adelante, con la barbilla en la mano—. Hambriento —repitió.

El profesor apareció con su trombón, sopló en él, se lo llevó hacia un ojo, se arremangó los puños y se dejó mecer en el alma de Sonia Godowska. Causó tal impacto que le hicieron repetir y tocó una danza bávara que, advirtió, debía ser considerada como un ejercicio de respiración más que como un hito artístico. Frau Godowska marcaba el ritmo con su abanico.

Siguió el joven caballero, que, con voz de tenor declamó que había amado a alguien «con sangre y mil dolores en el corazón». Fräulein Sonia interpretó una escena de envenenamiento, con ayuda del frasco de píldoras de su madre y sustituyendo el sillón por una chaise longue; una muchacha menuda rasgueó una canción de cuna en un violín igualmente pequeño; y el Herr Professor ejecutó el último rito sacrificial en el altar de los niños atribulados, interpretando el himno nacional.

—Ahora tengo que acostar a mamá —musitó Fräulein Sonia—. Pero después daré un paseo. Es necesario que lleve mi espíritu al aire libre un momento. ¿Quiere usted acompañarme hasta la estación de ferrocarril, ir y venir?

—De acuerdo, llame a mi puerta cuando esté a punto. Así, el espíritu moderno y yo nos hallamos juntas bajo las estrellas. —¡Qué noche! —dijo—. ¿Conoce usted ese poema de Safo sobre sus manos en las estrellas...?

Soy curiosamente sáfica. Y eso es tan importante... No solo soy sáfica; encuentro en las obras de todos los grandes autores, sobre todo en sus cartas inéditas, cierto aire, cierto indicio de mí misma... cierto parecido, cierta parte de mí misma, con mil reflejos de mis propias manos en un espejo oscuro.

—Pero ¡qué molesto! —dije. —No sé qué quiere decir con «molesto»; es casi la maldición de mi genio... — De pronto se

detuvo y me miró—. ¿Sabe cuál es mi tragedia? —preguntó. Sacudí la cabeza. —Mi tragedia es mi madre. Viviendo con ella, vivo en el ataúd de mis aspiraciones nonatas.

¿Oyó esta noche lo del imperdible? Puede parecerle a usted una nadería, pero arruinó mis tres primeros ademanes. Quedaron...

—Ensartados en un imperdible —sugerí. —Sí, exactamente eso. Y, cuando estamos en Viena, soy víctima de mis estados de ánimo,

usted ya sabe. Ansío hacer cosas locas, apasionadas, y mamá dice: «Por favor, sírveme primero el jarabe». Recuerdo que una vez me dio un arrebato y eché una jofaina por la ventana. ¿Sabe usted lo que dijo? «Sonia, no importa mucho que tires cosas por la ventana, si solo quisieras...»

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—¿Escoger algo más pequeño? —dije. —No... «decírmelo de antemano». ¡Humillante! Y no veo ninguna luz posible en esta

oscuridad. —¿Por qué no se une a una compañía de gira y deja a su madre en Viena? —¡Qué! ¡Dejar a mi pobre, enferma, viuda, pequeña madre en Viena! Antes me ahogaría. Yo

quiero a mi madre como a nadie en el mundo, ¡a nadie y a nada! ¿Cree que es imposible amar la propia tragedia? «De mis grandes tristezas hago mis cancioncillas», esto es Heine o yo misma.

—¡Oh! entonces está bien —dije alegremente. —¡Pero no está bien! Sugerí que diéramos la vuelta. Regresamos. —A veces pienso que la solución está en el matrimonio —continuó Fräulein Sonia—. Si

encuentro a un hombre simple, pacífico, que me adore y quiera cuidar de mamá... un hombre que sea para mí una almohada... porque un genio no puede esperar una pareja... me casaré con él. Usted sabe que el Herr Professor ha tenido conmigo atenciones muy marcadas.

—¡Oh, Fräulein Sonia! —dije, muy contenta de mí misma—, ¿por qué no lo casa con su madre?

Pasábamos en aquel momento por delante de la peluquería. Fräulein Sonia me apretó el brazo. —¡Usted, usted! —tartamudeó—. ¡Qué crueldad! Me voy a desmayar. ¡Casarse mamá otra vez,

antes de que yo lo haga...! El oprobio. Me voy a desmayar aquí mismo. Me asusté. —No puede —dije, sacudiéndola—. Vuelva al hotel y desmáyese allí cuanto quiera. Pero aquí

no puede, todas las tiendas están cerradas. No hay nadie cerca. Por favor, no sea tan tonta. —Aquí y solo aquí. —Indicó el lugar exacto, cayó bellamente y quedó inmóvil. —Muy bien —dije— desmáyese; pero, por favor, dése prisa en recobrarse. No se movió. Empecé a caminar hacia el hotel; pero, cada vez que me volvía, veía detrás de mí

la forma oscura del espíritu moderno boca abajo, delante de la ventana de la peluquería. Finalmente eché a correr y arranqué al Herr Professor de su habitación.

—Fräulein Sonia se ha desmayado —dije enfadada. —Du lieber Gott!3 ¿Dónde está? ¿Cómo ha sido? —Delante de la peluquería, en la calle de la estación. —¡Jesús y María! ¿No lleva agua consigo? —Agarró su cantimplora—. ¿Nadie está con ella? —Nadie. —¿Dónde está mi abrigo? No importa, cogeré una congestión. Voluntariamente cogeré una...

¿Está usted dispuesta a venir conmigo? —No —dije—. Puede llevarse al camarero. —Pero tiene que haber una mujer. No puedo permitirme la grosería de aflojarle el corsé. —Los espíritus modernos no deberían llevarlo —dije. Me empujó para pasar y bajó retumbando por la escalera. Cuando a la mañana siguiente bajé a desayunar, había dos sitios vacíos en la mesa. Fräulein

Sonia y Herr Professor se habían ido de excursión, a pasar el día en el bosque. Me quedé pensativa.

3 ¡Dios mío!

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Luft Bad

The Luft Bad

Creo que deben ser los paraguas los que nos hacen parecer ridículas. Cuando se me permitió entrar al recinto por primera vez y vi a mis compañeras de baño

caminando casi "al desnudo'', me pareció que los paraguas les daban inconfundiblemente un toque a lo "Little Black Sambo".

Ridícula dignidad la de sostener sobre uno, una cosa de tela de algodón verde con un mango rojo esculpido como la cabeza de un loro, cuando una está vestida con apenas un pañuelo.

No hay árboles en el Luft Bad. El lugar se enorgullece de su colección de simples casillas de madera, un recinto para el baño, dos hamacas y dos pesas muy particulares: la una, presumiblemente propiedad perdida de Hércules o del Ejército Alemán, y la otra para ser usada sin peligro alguno por un bebé en la cuna.

Y allí tomamos aire sin importar si llueve, truena, o hay sol. caminando, o sentándonos en grupos pequeños para hablar cada una de sus dolores y de sus medidas y de las vicisitudes a las que la carne es propensa.

Una alta empalizada de madera nos encierra por todos los costados; por encima, los pinos parecen mirarnos algo arrogantes, llamándose la atención los unos a los otros con golpecitos que son particularmente enojosos para una debutante. Del otro lado de la pared, a la derecha, está la sección de los hombres. Los oímos cortar árboles y aserrar planchas de madera, haciendo caer al suelo grandes pesos y cantando cada uno partes de una canción. Sí, lo toman mucho más a pecho.

El primer día tuve conciencia de mis piernas, y volví a mi casilla tres veces para mirar mi reloj, pero cuando una mujer con la que había jugado al ajedrez durante tres semanas me paró en seco, me resigné y me uní a uno de los círculos.

Yacíamos acurrucadas en el piso, mientras una dama húngara de inmensas proporciones nos contaba acerca de la hermosa tumba que había comprado para su segundo marido.

-Es una bóveda -dijo- con preciosas rejas negras. Y es tan grande que puedo incluso bajar y caminar por ella. Tengo las fotografías de ambos allí, con dos elegantes coronas que me envió el hermano de mi primer marido. Está también la ampliación de una fotografía de toda la familia, y un pergamino iluminado, ofrecido a mi primer marido el día de su boda. Voy allí con frecuencia; ¡es una excursión tan agradable para hacer los sábados a la tarde cuando hay sol!

Se recostó de pronto de espaldas, tomó seis profundas bocanadas de aire y volvió a sentarse. . -La agonía de su muerte fue terrible -dijo alegremente-; del segundo, quiero decir. El "primero"

fue aplastado por un carro que llevaba muebles, y le robaron cincuenta marcos del bolsillo de su chaleco nuevo; pero el "segundo" estuvo muriéndose durante setenta y seis horas. No dejé de llorar ni un solo momento... ni siquiera para llevar a los chicos a la cama.

Una joven rusa, con un bucle pegado a la frente, se volvió hacia mí. -¿Puede hacer la danza de Salomé? -preguntó-. Yo sí. -Qué maravilla -dije. -¿Quiere que lo haga ahora? ¿Le gustaría verme hacerlo? Se puso de golpe de pie, ejecutó una serie de sorprendentes contorsiones durante los siguientes

diez minutos, y luego hizo una pausa, sin aliento, retorciendo su larga cabellera. -¿No está muy bien? -dijo-. Y ahora estoy sudando tan espléndidamente. Voy a darme un baño. Frente a mí estaba la mujer más morena que había visto nunca, acostada de espaldas, con los

brazos cruzados por encima de la cabeza. -¿Cuánto tiempo ha estado hoy aquí? -le preguntó alguien. -Oh, ahora paso el día entero aquí -contestó-. Estoy haciendo mi propia "cura", y vivo nada más

que de verduras crudas y nueces, y siento que cada día mi espíritu es más fuerte y más puro.

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Después de todo, ¿qué podemos esperar? La mayor parte de nosotros caminamos por ahí con corpúsculos de cerdo y fragmentos de buey en nuestro cerebro. Lo sorprendente es que el mundo siga siendo tan bueno. Ahora vivo de comida simple, natural - mostró una canastita a su lado-, una lechuga, una zanahoria, una papa y algunas nueces son alimento amplio y racional. Las lavo bajo la canilla y las como crudas, tal como vienen de la tierra inofensiva... frescas y no contaminadas.

-¿No come nada más en todo el día?- exclamé. -Agua. Y quizá una banana si me despierto de noche-. Se volvió y se apoyó sobre un codo-.

Ustedes comen demasiado -dijo-; ¡y sin vergüenza! ¿Cómo esperan acaso que la Llama del Espíritu arda con brillo bajo esas capas de carne superflua?

Estaba deseando que no me mirara, y pensé en levantarme e ir a consultar otra vez mi reloj, cuando una niñita que llevaba un collar de cuentas de coral se unió a nosotros.

-La pobre Frau Hauptmann no puede venir hoy -dijo-. Le han salido manchas por todas partes a causa de sus nervios. Estaba muy excitada ayer después de escribir dos postales.

-Una mujer delicada -sugirió la húngara-, pero agradable. Imagínense, ¡usa una corona distinta en cada uno de sus dientes delanteros! Pero no tiene derecho a dejar a sus hijas llevar trajecitos marineros tan cortos. Se sientan en los bancos, cruzando las piernas de una manera de lo más desvergonzada. ¿Qué va a hacer esta tarde, Fráulein Anna?

-Oh -dijo la del collar de coral-, Herr Oberleutnant me ha pedido que lo acompañe a Landsdorf. Necesita comprar unos huevos allí para llevarle a su madre. Ahorra un peñique cada ocho huevos conociendo a los campesinos con los que puede regatear.

-¿Usted es norteamericana? -dijo la mujer de las verduras, volviéndose hacia mí. -No. -¿Entonces es inglesa? -Bueno, en realidad no... -Tiene que ser una de las dos; no puede evitarlo. La he visto caminar sola varias veces. Usa su... Me levanté y me subí a una hamaca. El aire era dulce y fresco, pasando por mi cuerpo. Arriba,

nubes blancas avanzaban delicadamente por el cielo azul. Del bosque de pinos llegaba un perfume salvaje, las ramas se hamacaban juntas, rítmica, sonoramente. Me sentí tan ligera y libre y feliz... ¡tan niña! Quería sacarle la lengua al grupo allí en el pasto, que se cerraba y susurraba de una manera maliciosa. .

-Quizás no lo sabe -gritó una voz desde una de las casillas- pero hamacarse descompone el estómago. Una amiga mía no pudo retener nada durante tres semanas después de excitarse de ese modo.

Me metí en las duchas y me regaron. Mientras me vestía, alguien golpeó en la pared. ¿Sabe- dijo una voz- que hay un hombre que vive en el Luft Band de al lado? Se entierra hasta

los sobacos en el barro y se rehúsa a creer en la Trinidad. Los paraguas son la gracia salvadora del Luft Bad. Ahora, cuando voy, llevo un gran paraguas

para lluvia y me siento en un rincón, escondiéndome detrás. Pero no es qué me avergüence para nada de mis piernas.

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FELICIDAD YOTROS CUENTOS

(1921)

Bliss and Other Stories

Preludio

Prelude, 1917

I

Ni un dedo ele sitio quedaba en el coche para Lottie y Kezia Se bambolearon, cuando Pat las sentó en la cima de un montón de equipajes. La abuela tenía lleno de bultos su regazo, y Linda Burnell nunca había podido llevar en el suyo, durante un trayecto de viaje, ni siquiera un fragmento de chiquillo. Dominándolo todo iba Isabel, en lo alto, junto al nuevo criado, en el asiento del cochero. Paquetes, maletas y cajas se apilaban en el fondo.

-Son cosas absolutamente necesarias, que yo no quiero perder de vista un solo momento -dijo Linda Burnell, con voz temblona por la excitación y la fatiga.

Lottie y Kezia permanecían sobre el césped, precisamente detrás de la verja, dispuestas para el suceso, con sus chaquetillas de botones de metal, marcados con un ancla y con sus gorras de cintas que llevaban el nombre de un acorazado. Cogidas de la mano, con los ojos muy redondos y graves, miraban fijamente, primero, "esas cosas absolutamente necesarias"; después, a su madre.

-Habrá, sencillamente, que dejarlas. Podemos abandonarlas -dijo linda Burnell.Una extraña risita se escapó de sus labios; Linda se recostó contra los mullidos cojines de cuero

y cerró los ojos. La risa hacía temblar su boca. Felizmente, la señora Samuel Joseph, que había seguido la escena desde detrás de la cortina de su salón, se acercaba contoneándose a lo largo del sendero del jardín.

-¿Por qué no dejarme los niños, señora Burnell? ¡Podrían ir en el coche del camionero, cuando baje esta tarde! Hay que llevar todo lo que está en el camino, ¿verdad?

-Sí. Hay que llevar todo lo que está fuera-dijo Linda Burnell, agitando su blanca mano en dirección de las mesas y las sitas colocadas patas arriba, sobre el césped, ante la casa.

¡Qué facha tan absurda tenían! Debían colocarse en sentido opuesto, o era preciso que Lottie y Kezia se mantuviesen también cabeza abajo. Linda tenía ganas de decir: "¡poneos cabeza abajo, niñas, y esperad el camión!". Esto le parecía tan deliciosamente gracioso que no podía escuchar a la señora Samuel Joseph.

E1 cuerpo crujiente y grasiento se apoyó en la barrera y la cara voluminosa de jalea sonrió.-No se atormente usted, Mrs. Burnell. Lottie y Kezia podrán tomar el té con los niños en la

nursery, y luego los meteré en el camión.La abuela reflexionó:-Sí, es verdad, es el mejor medio; se lo agradecemos mucho, Mrs. Samuel Joseph. Niños, dad

las gracias a Mrs. Joseph.

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Un doble piar chillón. -Muchas gracias, Mrs. Joseph.-Que seáis buenas niñas y... venid más cerca -ellas se acercaron-. No olvidarse de pedir a Mrs.

Joseph cuando tengáis necesidad de...-¡No, abuela!-No se atormente usted, Mrs. Burnell.A última hora, Kezia soltó la mano de Lottie y corrió al coche.-Yo quiero besar a mi abuela y decirle adiós otra vez.Pero llegó demasiado tarde. El coche rodaba ya a lo largo de la carretera que subía una

pendiente. Isabel, henchida de orgullo, levantaba la nariz sobre el mundo entero; entre el curioso baratillo que había juntado a última hora en su bolso de seda negra, para encontrar en él algo que dar a su hija. El coche desapareció en lo alto de la cuesta y más allá, entre reflejos del sol y del fino polvo dorado. Kezia se mordió el labio; pero Lottie, después de haber buscado cuidadosamente su pañuelo, comenzó a lamentarse.

-¡Mamá, abuela!Mrs. Samuel Joseph la envolvió como una enorme y caliente cubretetera de seda negra. -Eso

está bien, querida mía. Tienes que ser una niña valiente, ven a jugar en la nursery.Colocó su brazo alrededor de Lottie que lloraba y se la llevó. Kezia siguió haciendo muecas en

la falda de Mrs. Samuel Joseph, desabrochada como siempre, que dejaba pasar dos largos lazos rosa del corsé...

Las lágrimas de Lottie se secaron mientras subía la escalera; su aspecto a la puerta de la nursery, con los ojos hinchados, la nariz inflada, hizo mucha gracia a los pequeños de Samuel Joseph sentados en dos bancos, delante de una larga mesa recubierta de hule, adornada con grandes platos llenos de rebanadas de manteca y dos picheles morenos que humeaban débilmente.

-¡Oh! ¡Has llorado!-¡Oh! ¡Se te han hundido los ojos en la cabeza! -¡Estás completamente llena de placas encarnadas!Lottie se dio cuenta de su éxito, se hinchó y sonrió tímidamente.-Vete a sentar cerca de Jaidée, pollita -dijo Mrs. Samuel Joseph- y tú, Kezia, siéntate al extremo

de la mesa, cerca de Moisés.Moisés se rió maliciosamente y la pellizcó al sentarse, pero ella no dio señal de haberse

enterado. ¡Cuánto aborrecía a los chicos!-¿Qué prefieres? -preguntó Stanley, inclinado sobre la mesa, muy contento y sonriente-. ¿Por

dónde quieres empezar, por las fresas con natilla o por el pan untado?-fresas con natilla, haga el favor -contestó. ¡Ah ah! Cómo se reían todos, golpeando la mesa con

sus cucharillas de té. ¡Ah! ¡Cayó en el cepo! ¡Cómo la ha cogido! ¡Vaya con el viejo Stan! -Mamá. ¡Ha creído que era verdad!La misma Mrs. Samuel Joseph no pudo contener la sonrisa, vertiendo el agua y la leche.-\'o hay que hacerlas rabiar en su último día -dijo, haciendo ruido al respirar.Kezia mordió un enorme bocado de su rebanada y la plantó sobre su plato. La huella de los

dientes formaba una delicia de enrejado. ¡No! ¡Todo eso le daba igual! Una lágrima corría a lo largo de su mejilla, pero no lloraba, no hubiera podido llorar delante de esos horribles Samuel Joseph; sentada, con la cabeza baja, como se le deslizaba dulcemente una lágrima, la engulló con un diestro lengüetazo, y se la bebió antes de que nadie la viese.

II

Después del té, Kezia volvió a dar vueltas por la casa. Lentamente subió por la escalera de servicio, atravesó el oficio y entró en la cocina. Sólo quedaba un pedazo de jabón amarillo cubierto de arena en un rincón de la ventana, y en el otro, un trapo de franela manchado por una bola de añil. La chimenea estaba llena de despojos. Kezia huroneó, pero no encontró más que un sujetavuelos con un corazón pintado encuna, que había pertenecido a la criada; lo dejó también y se fue

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deslizando a lo largo del estrecho pasillo hasta el salón. Habían corrido el estor, pero no por completo. Largas y brillantes rayas de sol, se filtraban a través. La sombra movediza de un arbusto, bailaba fuera sobre las franjas doradas y, unas veces inmóvil, otras revoloteando, rozaba los pies de Kezia. ¡Zuum...! ¡Zuum..! Una mosca azul chocaba contra el techo; briznas de plumón encarnado quedaban pegadas a los clavos de la alfombra.

La ventana del comedor tenía vidrios de colores en cada ángulo. Unos azules, otros amarillos. Kezia se asomó para ver una vez más la azul avenida con los lirios azules que crecían junto a la verja, y después, la avenida amarilla con los lirios y la valla amarilla. Mientras olla miraba, una pequeña Lottie chinesca avanzó sobre el césped y se puso a secar las mesas y las sillas con la punta del delantal. ¿Era realmente Lottie? Kezia no estuvo segura de todo hasta haberla mirado por la ventana corriente. Arriba, en la habitación de su padre y de su madre, Kezia encontró una cajita de píldoras, negra y brillante por fuera y roja dentro, que contenía un pequeño copo de algodón.

-Podría guardar un huevo de pájaro -decidió. En la habitación de la criada un botón automático había quedado cogido entre las junturas del entarimado, y en otra grieta algunas perlas y una larga aguja. Kezia sabía que en la habitación de su abuela no había nada, ella la había visto hacer su equipaje; fue hacia la ventana y se apoyó, pegando sus manos contra el cristal.

A Kezia le gustaba quedarse así ante la ventana. Le gustaba la sensación del cristal frío y brillante contra sus palmas calientes y le gustaba también mirarse las yemas de sus dedos, que se quedaban blancas al apretarlos contra el cristal. Mientras permanecía así, el día se apagó y la noche vino. Y con la noche, el viento se deslizó huroneando y ululando. Las ventanas de la casa vacía temblaron; un crujido salía de los muros y de los entarimados, un trozo de hierro desprendido golpeaba lúgubremente contra el tejado. Kezia se quedó de pronto absolutamente tranquila, con los ojos muy abiertos, las rodillas apretadas una contra otra. Tenía miedo. Quería llamar a Lottie y seguir llamándola mientras bajase la escalera y saliera de la casa. Pero la cosa estaba justamente detrás de ella esperando en la puerta, en lo alto de la escalera, debajo de la escalera, escondiéndose en el corredor, dispuesta a lanzarse por la puerta de servicio. Pero en la puerta de servicio estaba también Lottie.

-¡Kezia! -la llamaba alegremente.- ¡El camionero está aquí! ¡Todo está ya en el camión, y hay tres caballos, Kezia! Mrs. Samuel Joseph nos ha dado un gran chal para abrigarnos y ha dicho que te abroches el abrigo. Ella no saldrá porque tiene el asma.

Lottie se sentía muy importante. -¡Vamos, niñas! -gritó el camionero.E1 funde sus gruesos pulgares bajo los brazos de las niñas, las iza en el aire. Lottie se arregla el

chal "de un modo admirable" y el camionero envuelve sus pies en un pedazo de vieja manta.-Levantadlos despacio.Ellas hubieran podido ser un par de jóvenes poneys. El camionero pasó la mano sobre las

cuerdas que retenían su carga, desenganchó la cadena de la rueda y, silbando, se lanzó al lado de las niñas.

-¡Apriétate contra mí! -dijo Lottie-, porque si no, vas a tirar el chal por tu lado, Kezia!Pero Kezia se acercaba al camionero. E1 la dominaba, alto como un gigante; olía como las

nueces y las cajas nuevas ele madera.

III

Era la primera vez que Lottie y Kezia salían tan tarde. 'Podo parecía diferente: las casas de madera pintadas eran bastante más pequeñas que durante el día; los jardines mucho más grandes y salvajes. Brillantes estrellas moteaban el cielo, y la luna colgaba encima del puerto, espolvoreando de oro las olas. Las niñas podían ver lucir el faro de la isla ele la Cuarentena y las luces verdes en los viejos pontones de carbón.

-E1 barco de Pictón que vuelve -dijo el camionero, mostrando con el dedo un vaporcito todo adornado con brillantes perlas.

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Pero cuando alcanzaron lo alto de la colina y comenzaron a descender por la otra vertiente, el puerto desapareció y las niñas, aun cuando todavía estaban dentro de la ciudad, ya no sabían dónde estaban. Otros carros se les cruzaron, rechinantes. 'Podo el mundo conocía al camionero.

-¡Buenas noches, Fred! -¡Buenas noches! -gritaba él.A Kezia le gustaba mucho oírle. Esperaba el sonido de su voz y levantaba la cabeza cada vez

que, a lo lejos, aparecía una carreta.El camionero era viejo amigo de su abuela y ella había ido muchas veces a su casa a comprar

uvas. Vivía solo en un pequeño barracón; una estufa que él mismo había construido, se apoyaba contra el muro, todo este invernadero estaba tapizado por una parra magnífica que formaba arcadas.

Solía coger la cestita oscura de las manos de Kezia, la tapizaba con tres anchas hojas, palpaba en su cinturón para encontrar su cuchillo de cuerno y alcanzaba en el aire en hermoso racimo azul; lo cortaba y lo depositaba entre las hojas tan dulcemente, que Kezia retenía su respiración para observarle. Era un hombre muy alto. Llevaba unos pantalones de pana oscura y tenía una larga barba morena. No se ponía jamás cuellos, ni aun el domingo, y su nuca, de un rojo vivo, estaba quemada.

-¿Dónde estamos ahora?Cada cinco minutos, una de las niñas le hacía esa pregunta.-Pues estamos en la calle del halcón o en la calle de Carlota.-¡Ah, sí, de seguro!Lottie aguzaba el oído al oír este último nombre; le había parecido siempre que esta calle le

pertenecía en propiedad. Pocas personas tienen calles que se llamen como ellas.-¡Mira Kezia! Mira la calle Carlota. ¿No es verdad que tiene un aire especial?Todo lo que les era familiar se encontraba ahora lejos, detrás de ellas. El gran camión pasaba

con un ruido de chatarra en país desconocido, a lo largo de carreteras nuevas, bordeadas, a cada lado, por altas calzadas de arcilla. Subía a las colinas abruptas, bajaba a los valles de matorrales, a través de anchos riachuelos poco profundos. Cada vez más lejos. La cabeza de Lottie osciló y su cuerpo se dobló, resbaló a medias sobre las rodillas de Kezia y se quedó allí. Pero Kezia no podía abrir bien los ojos. El viento soplaba y ella estaba temblando, pero sus mejillas y sus orejas ardían.

-¿Las estrellas se arremolinan algunas veces? -preguntó.-No sé de nadie que lo haya notado -dijo el camionero.-Tenemos una tía y un tío cerca de nuestra casa. Tienen dos niños, el mayor se llama Pip, y el

más pequeño se llama Rags. Tienen un carnero y hay que alimentarlo con una tetera esmaltada y un trozo de guante en el pico. Van a enseñárnoslo. ¿Qué diferencia hay entre un carnero y un borrego?

-Pues un carnero tiene cuernos y embiste. Kezia reflexionó.-No tengo mucha gana de verlo -dijo-. Yo aborrezco a los animales que se precipitan sobre uno

como los perros y los loros. Yo sueño a menudo con animales que me acometen, a veces camellos, y mientras avanzan, sus cabezas se hinchan enormemente.

El camionero se calló. Kezia miró en el aire, sus ojos hacían guiños; después tendió su dedo y acarició la manga del hombre. Aquello era velludo.

-¿Estamos cerca? -preguntó.-Ya no muy lejos -contestó el camionero-. ¿Cansada?-No estoy cansada -dijo Kezia-, pero mis ojos no cesan de hacer guiños de un modo extraño.

-Dio un gran suspiro para detener los guiños de sus ojos, los cerró... Cuando los abrió de nuevo, estaban pasando ruidosamente a lo largo de la senda que cortaba el jardín como una correa de látigo y contorneaba súbitamente un islote de verdura; detrás de este islote, pero invisible hasta ahora, se encontraba la casa. Era larga Y baja con una baranda de pilares y un balcón alrededor. La suave masa blanca se extendía en el jardín verde como un animal adormecido. A veces se iluminaba una ventana, a veces otra. Alguien andaba al través de las habitaciones vacías llevando una lámpara. En una ventana baja pestañeaba el fulgor de una llama, una hermosa y extraña vibración parecía chorrear de la casa en ondas trémulas.

-¿Dónde estamos? -preguntó Lottie, enderezándose. Su gorra de marinero se inclinaba a un lado y en su mejilla se imprimía el ancla del botón en el cual se había apoyado durmiendo. Tiernamente,

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el camionero la levantó, le volvió a poner bien la gorra y alisó sus ropas arrugadas. Parpadeando, permanecía Lottie en el último peldaño de la escalera de la baranda, viendo venir a Kezia, que parecía volar al través de los aires, hasta sus pies.

-¡Uh!-gritó Kezia, con los brazos extendidos. La abuela salió del umbral oscuro, con una lamparita en la mano. Sonreía.

-¿Usted ha encontrado el camino a pesar de la noche? -dijo.-Muy bien.Lottie titubeaba en el escalón como un pájaro caído del nido. Si se quedaba un instante inmóvil

se dormía; si se apoyaba contra algo, sus ojos se cerraban. \o podía dar un paso más.-Kezia -dijo la abuela-, ¿puedo confiarte la lámpara?-Sí, abuelita.La anciana se inclinó y puso entre sus manos el objeto brillante y viviente, y después cogió en

brazos a la dormilona Lottie.-Por aquí.Iba atravesando un vestíbulo cuadrado, obstruido de paquetes y de cientos de loros (aunque los

loros sólo estaban en la tapicería), a lo largo de un estrecho corredor, donde los loros persistían en adelantarse volando a Kezia y a su lámpara. -Que seáis muy buenas -recomendó la abuela. Dejó en el suelo a Lottie y abrió la puerta del comedor.

-¡Pobre mamá! ¡'Tiene una jaqueca tan grande! Linda Burnell, en su sofá de mimbre, con los pies en un cojín y un abrigo en las rodillas, estaba tendida frente a un fuego crepitante. Burnell y Beryl, sentados en la mesa del centro, cornían una fuente de chuletas a la parrilla y bebían el té de una tetera de porcelana oscura. Apoyada en el respaldo de la silla de su madre, Isabel, con un peine entre los dedos, levantaba, gentilmente absorta los mechones de la frente maternal. Fuera del charco de luz producido por la lámpara y el fuego, la habitación se extendía desnuda y oscura hacia las ventanas huecas.

-¿Son las niñas? -Pero eso no interesaba verdaderamente a Linda. Ni siquiera abrió los ojos para verlas.

-Deja la lámpara, Kezia-dijo la tía Beryl-, si no arderá la casa antes de que hayamos terminado ole desembalar. ¿Un poco más de té, Stanley?

-Podrías darme los cinco octavos de una taza -contestó Burnell, inclinándose sobre la mesa-. ¡Otra chuleta, Beryl! Carne perfecta. ¿No es verdad? Ni demasiado magra, ni demasiado grasa.

Se volvió hacia su mujer.-¿Estás segura de que tú, decididamente, no quieres de esto, querida Linda?-¡Sólo de pensarlo!.... -Levantó una ceja con un gesto muy suyo. La abuela traía pan y leche a

los niños. Éstos se sentaron a la mesa, colorados y dormidos, tras el vapor que ondulaba.-He tenido carne para mi cena -dijo Isabel, mientras seguía peinando dulcemente-. He tenido

toda una chuleta para mi cena, con hueso y todo, y salsa de Worcester. ¿No es verdad, papá?-Oh! No te alabes, Isabel -dijo la tía Beryl. Isabel tomo) un aire de estupefacción.-Yo no me envanecía, ¿no es verdad, mamá? No pensaba en envanecerme; pensaba que a ellas

les gustaría saber. Yo solamente quería decírselo.-Muy bien. Ya basta -dijo Burnell. Rechazó su plato, sacó un palillo de su bolsillo y lo pasó

entre sus fuertes dientes blancos.-¿Podríais hacer que a Fred le den alguna cosa en la cocina, antes de marchar? ¿Le parece a

usted, madre?-Sí, Stanely -dijo la anciana, al salir.-¡Oh! Espere medio segundo; creo que nadie sabe dónde han puesto mis zapatillas. Supongo

que no las podré tener antes de un mes o dos.... ¿Qué? Un"¡sí!" venía de Linda. Estaban arriba del todo, en el bolso de tela, marcado urgente.

-Bien; podría usted dármelas, ¿quiere usted, madre?-Sí, Stanley.Burnell se levantó, se estiró y se acercó al fuego. Le volvió la espalda y levantó los faldones de

su chaqueta.

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-¡Caray! Es un revoltijo precioso. ¿Verdad, Beryl?Beryl bebía su té a sorbitos de codos sobre la mesa. Sonrió por encima de su taza. Llevaba un

delantal que nadie conocía; las mangas de su blusa, recogidas hasta el hombro, descubrían sus bellos brazos sembrados de pecas, y se había dejado caer el pelo sobre su espalda en una larga trenza.

-¿Cuánto tiempo cree usted que nos falta para poner orden en esto? Quince días, al menos, ¿no es as? -dijo con aire burlón.

-De seguro que no -dijo suavemente Beryl-; lo más fuerte ha pasado ya. La criada y yo hemos bregado como esclavas, todo el día y desde que mamá llegó, también ella ha trabajado como un caballo. No nos hemos sentado ni un momento. ¡Vaya un día!

Stanley se olió un reproche.-No esperaban ustedes que me escapara del despacho para venir aquí a clavar alfombras, ¿no es

verdad?-Ciertamente que no -dijo Beryl, riendo. Dejó su taza y se escapó.-¿Qué diablo espera de nosotros? -preguntó Stanley-. ¿Quiere sentarse y estar dándose aire con

un abanico de hoja de palmera, mientras yo traigo un equipo de profesionales para el trajín? ¡Dios mío, bien puede ella echar una mano cuando haga falta sin envanecerse, a cambio de...!

Y se quedó sombrío, porque las chuletas empezaban a pelearse con el té en su estómago delicado. Linda alzó una mano y le atrajo al lado de su sofá.

-lis un mal momento para ti, querido -dijo ella. Sus mejillas estaban pálidas, pero sonrió y hundió sus dedos en la gruesa mano roja que ella mantenía cogida. Burnell se calmó. De pronto silbó: "Dura como un lirio, alegre y altiva... Buena señal."

-¿Crees que lo pasarás bien aquí? -preguntó él.-No quisiera decirlo, pero creo que sí. Mamá, Kezia está bebiendo el té en la taza de la tía

Beryl.

IV

La abuela se las llevó a acostar. Subía delante de ellas, con una vela. La escalera resonaba bajo sus pasos. Isabel y Lottie dormían solas en el mismo cuarto; Kezia se apelotonó en el lecho blando de su abuela.

-¿No tendremos sábanas, abuelita? -No, esta noche, no-Esto hace cosquillas -dijo Kezia-, Pero es como los indios. -Atrajo a su abuela y la besó en la

barbilla-. Ven a acostarte pronto y serás mi jefe indio.-¡Qué boba eres! -dijo la anciana, arropándola como a la niña le gustaba estar arropada.-¿No vas a dejarme una vela? -No. ¡Chist! ¡Duérmete!-Entonces, ¿se podrá dejar la puerta abierta? Se quedó hecha un ovillo pero no se durmió. De

toda la casa venían ruidos de pasos. La casa misma crujía y se movía; gruesas voces venían cuchicheando desde abajo. Una vez se oyó el brusco estallido de la risa de la tía Beryl y otra vez el ruido de corneta de Burnell que se sonaba. Por la ventana, centenares de gatos negros, con ojos amarillos, sentados en el cielo, la observaban. Pero no tenía miedo.

Lottie decía a Isabel:-lata noche voy a rezar en la cama.-No, no puedes, Lottie -Isabel era muy enérgica-. Dios permite que se rece en la cama sólo

cuando se tiene fiebre. -Entonces Lottie cedió:

Gentil Jesús dulce y bueno,mira a un pequeño niño.Ten piedad de mí,

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simple Lizzie,permite que vaya hacia ti.

Después se acostaron espalda contra espalda, correspondiéndose sus culitos con toda exactitud y se durmieron.

De pie en un mantel de claro de luna, Beryl Fairfield se desnudaba. Estaba cansada, pero no tanto como ella decía, dejando caer sus ropas, echándose hacia atrás, con un gesto lánguido, sus cabellos cálidos y pesados.

-¡Oh! ¡Qué cansada estoy, qué cansada! Cerró los ojos un momento pero sus labios sonreían. Su respiración subía y bajaba en su pecho como dos alas que la estuviesen abanicando. La ventana estaba abierta de par en par. Hacia calor y en algún sitio, allá abajo, en el jardín, un hombre moreno y esbelto de ojos burlones se paseaba ele puntillas entre los arbustos, cogía un gran ramo, se deslizaba bajo la ventana y se lo tendía a Beryl. Ella se vio asomada hacia fuera. Él hundía la cabeza en las brillantes flores de cera, malicioso y sonriente. "¡No, no!" -dijo Beryl. Se apartó de la ventana y se puso su camisón.

-¡Cuidado que Stanley es poco razonable, a veces! -pensaba ella, mientras lo abrochaba. Después, cuando se acostó, le vino el viejo pensamiento, el cruel pensamiento:

-¡Ah, si tuviera dinero propio!Un hombre joven, inmensamente rico, acaba ele llegar de Inglaterra. Él se la encuentra por un

pura casualidad... El nuevo gobernador no es casado... Hay un baile en casa del gobernador... ¿Quién es esa criatura exquisita con un traje: ele satén verde nilo? Beryl Fairfield...

-Lo que me gusta -dijo Stanley apoyado contra la cama y rascándose fuertemente los hombros y la espalda, antes de acostarse- es que yo he conseguido esta finca por nada, Linda. Al decírselo al pequeño Walle Bell, me respondió que no podía comprender cómo ellos habían aceptado la cifra. ¿Ves? E1 terreno aquí, aumentará de precio. Dentro de diez años, poco más o menos... Naturalmente, habrá que empezar muy despacito, y disminuir cuanto más se pueda los gastos. Aún no duermes, ¿verdad?

-No, querido; he oído todas tus palabras-dijo Linda.Él saltó a la cama, se inclinó sobre ella y sopló la vela.-Buenas noches, señor negociante -dijo ella; y, cogiéndole la cabeza por las dos orejas, le dio un

rápido beso. Su voz lejana parecía salir de un pozo muy hondo.-Buenas noches, querida.Deslizó el brazo bajo su cuello, y la atrajo hacia él.-Sí, apriétame bien -dijo la voz débil, desde lo hondo del pozo.Pat, el criado, se revolcaba en su cuartito, detrás de la cocina. Su chaqueta, de tejido

impermeabilizado, y sus pantalones, colgaban ele la puerta como un ahorcado. Los dedos ele sus pies torcidos sobresalían de los bordes de su manta; y en el entarimado, junto a ella, se encontraba una jaula de pájaros, vacía, hecha de juncos. Parecía una caricatura.

-I lonk, honk-hacía la criada, que tenía vegetaciones.La última en acostarse fue la abuela. -Cómo; ¿no duermes todavía? -No; te esperaba -dijo Kezia.La anciana suspiró y se tendió a su lacio. Kezia hundió su cabeza bajo el brazo de su abuela y

dio un gritito. Pero la abuela no la apretó sino débilmente contra ella; dio otro suspiro, se quito los lentes y los puso en un vaso de agua, en el suelo. En el jardín, unos pequeños búhos, colocados en las ramas de un álamo, llamaban "¡Hu, hu! ¡Hu hu!" Y de los arbustos, muy, de lejos, salía un rudo y precipitado cacareo: "I la-ha-ha... Ha-ha-ha ...".

V

Vino el alba, áspera y fría, con nubes encarnadas en un ciclo verdoso y gotas de agua en cada hoja y cada brizna de hierba. Una brisa sopló sobre el jardín, escurriendo el rocío, haciendo caer los

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pétalos. Tiritó por encima de las praderas empapadas, y se perdió en el fondo de los setos oscuros. En el ciclo, minúsculas estrellas flotaron un momento para desaparecer, disueltas como burbujas de aire. Y, distintamente, en la calma matutina, se oyó el riachuelo que corría a través de la pradera, corría por encima de las piedras oscuras, corría y volvía a salir de los hoyos de arena, se escondía bajo grupos de sombríos matorrales de bayas, y se derramaba en un pantano de berros y de flores amarillas.

Y después, al primer rayo de sol, comenzaron los pájaros. Grandes pájaros atrevidos, estorninos y mynahs, silbaban en el césped; los pequeños jilgueros, chorlitos y papamoscas revoloteaban de rama en rama. Un gracioso martín pescador, en la valla del cercado, alisaba las plumas de su lozana belleza, y un trepador cantaba sus tres notas, reía y las cantaba de nuevo.

-¡Qué bulliciosos son los pájaros! -se decía Linda en su sueño. Se paseaba con su padre por una pradera verde sembrada de margaritas. De repente, él se inclinó, separó las hierbas y le mostró un minúsculo copo de plumón a sus pies.

-"¡Oh! ¡Papá, el amor!"-. Ella hizo de sus manos una copa, tomó el pajarito y le acarició la cabeza con el dedo. Estaba completamente domesticado, pero ocurrió una cosa extraña. Mientras lo acariciaba, comenzó a hincharse, a erizarse, a dilatar su garganta; se puso cada vez más gordo, y sus ojos redondos parecían sonreírla con un aire malicioso. Los brazos de Linda no bastaban ya para contenerlo, y lo dejó caer en su delantal. Aquello se había convertido en un bebé con una cabeza gorda y un pico de pájaro embotado que se abría y se cerraba. Su padre estalló en una gran risa con sones de castañuelas y ella se despertó para ver a Burnell delante de las ventanas que levantaba por completo el estor.

-Buenos días-dijo él-. ¿No te habré despertado, verdad? Nada hay que decir esta mañana contra el tiempo.

Estaba encantado. Este sol imprimía el sello final sobre su compra. "Tenía la impresión de haber comprado también aquel día tan bello, de que lo había hecho añadir gratis, a la casa y al terreno. Corrió a bañarse y Linda se volvió hacia atrás apoyándose en un codo para ver la habitación a la luz del día. Todos los muebles habían encontrado su sitio, todos los viejos arreos -como ella decía-, hasta las fotografías sobre la chimenea y las botellas de medicina en la repisa, encima del tocador. Los trajes estaban colocados en una silla, sus trajes ele salir: una capa de púrpura y un sombrero redondo adornado con una pluma. Linda, mirándolos, deseaba también marcharse de esta casa. Se reía, yéndose lejos de todos ellos, en coche, dejando a todo el mundo, sin mover siquiera la mano.

Stanley volvía, ceñido con una toalla reluciente y golpeándose en los muslos. Tiró la toalla mojada encima del sombrero y de la capa y, manteniéndose firme en el centro exacto de un cuadrado de luz, empezó a hacer sus ejercicios: respiración profunda, flexiones de rana y puntapiés. Era tan feliz con su cuerpo musculoso, obediente, que se golpeó el pecho e hizo salir un "¡ah!" sonoro. Pero este vigor sorprendente parecía colocarle a muchos mundos de Linda, tendida en la blanca cama deshecha, que le miraba como desde lo alto de las nubes.

-¡Demonio! -dijo Stanley, que se ponía una camisa blanca, muy tiesa, al descubrir que un idiota cualquiera había abrochado el cuello de modo que el se encontraba prisionero. Anduvo a grandes pasos hacia Linda, agitando los brazos.

-Pareces un gran pavo, muy gordo -dijo ella. -¡Gordo!, sí, ¡me gusta! -dijo Stanley-. No tengo un centímetro cuadrado de grasa en mí. Toca

esto.-las roca, es hierro -dijo ella, burlona.-Te sorprendería -dijo Stanley, como si ello fuese de un interés palpitante- el número de tipos

gordos que hay, en el club. "Tipos jóvenes ¿sabes?, hombres de mi edad.Empezó a hacerse la raya en su pelo rojo y enmarañado, muy tieso; sus ojos azules, fijos y

redondos en el espejo; las rodillas, dobladas, porque el tocador -¡el diablo se lo lleve!- estaba siempre un poco bajo para él...

-El pequeño Wally Bell, por ejemplo... -Se irguió, describiendo con su cepillo de la cabeza una enorme curva sobre sí mismo-. Debo decir que me horrorizaría...

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-Querido, no te atormentes. Nunca serás gordo. Eres demasiado enérgico.-Sí, sí, tienes razón -dijo él, consolado por centésima vez, y sacando de su bolsillo una navaja

de nácar, empezó a arreglarse las uñas.-¡El desayuno, Stanley! -gritó Beryl desde la puerta-. ¡Oh! Linda, mamá dice que no te levantes

todavía.Ella pasó su cabeza por la puerta entreabierta.Llevaba prendida en el pelo una gran brizna de celinda.-Todo lo que anoche habíamos dejado en el mirador, lo hemos encontrado esta mañana

completamente calado. Si hubieseis visto a la pobrecita mamá secando las mesas y las sillas... Pero no hay ningún daño-añadió, esbozando una mirada hacia Stanley.

-¿Ha dicho usted a Pat que tenga el coche preparado a su hora? Hay sus buenas seis millas y media de aquí a la oficina.

-Me imagino lo que va a ser esta salida para la oficina, tan temprano -pensaba Linda-. Realmente será bien justo.

-¡Pat! ¡Pat! -llamaba la muchacha.Pat debía ser, evidentemente, muy difícil de encontrar. La necia voz hablaba a través del jardín.

Linda no pudo descansar antes del retumbo de la gran puerta, que marcaba la salida de Stanely. Más tarde oyó a los niños jugar en el jardín. La vocecita firme y compacta de Lottie gritaba: "¡Ke ...zia! ¡I... sa... bel!" Lottie se perdía siempre o perdía a las otras para encontrarlas con gran sorpresa detrás del árbol próximo o del primer recodo... "¡Oh! ¡Aquí estáis, por fin!" Las habían dejado en la puerta, después de desayunar, con la prohibición de volver a la casa sin ser llamadas. Isabel paseaba un coche lleno de muñecas cuidadosamente ordenadas, y permitía a Lottie, como un gran favor, marchar a su lado y mantener la sombrilla de muñeca por encima de la que tenía la cara de cera.

-¿Dónde vas, Kezia? -preguntó Isabel deseando inventar para Kezia algún trabajo fácil e insignificante que hiciera doblegarse a su hermana bajo su dominio.

-¡Oh! Hacia allá.Después Linda no las oyó más. ¡Qué reverberación había en el cuarto! ¡A todas horas le

molestaban los estores completamente alzados, pero por la mañana, era intolerable! Se volvió de cara a la pared y con un dedo vago seguía sobre la tapicería una amapola con la hoja, el tallo y un grueso capullo que estallaba. En la calma, bajo el dedo que la contorneaba, la amapola parecía tomar vida. Linda podía sentir los pétalos pegajosos, sedeños, el tallo peludo como una piel de grosella, la hoja rugosa y el capullo apretado, barnizado. Las cosas tenían así una costumbre de adquirir vida, no solo las cosas grandes y sustanciales como los muebles, sino también las cortinas, los dibujos de los tejidos, los flecos de los cobertores y los almohadones. ¡Cuántas veces había visto los pompones del fleco de su colcha convertirse en una divertida procesión de danzarinas con sacerdotes ayudantes!... Porque había pompones que no bailaban sino que marchaban gravemente inclinados hacia adelante corno si rezaran o cantaran. ¡Cuántas veces los frascos de medicina se habían transformado en una fila de hombrecitos coronados de chisteras oscuras y el jarro de agua tenía una manera de instalarse en la palangana como un gran pájaro en un nido redondo!

"He soñado con pájaros esta noche", pensaba linda. ¿Qué era? Lo había olvidado. Mero lo extraño en esta vida de los objetos, era lo que hacían. Escuchaban, parecían inflarse con un regocijo misterioso e importante; se dilataban y entonces Linda les hacía sonreír. Pero no era para ella sola esa sonrisa astuta, misteriosa; miembros de una sociedad secreta, ellos sonreían entre sí. A veces, cuando se había dormido durante el día, se despertaba sin poder levantar un dedo, ni aun volver los ojos a derecha e izquierda, porque ellos estaban allí. Otras veces, si ella salía de una habitación dejándola vacía, sabía que al ruido de un portazo ellos la ocuparían. Y había momentos, por ejemplo, durante la noche, cuando ella subía, dejando abajo a todo el mundo, en que apenas le era posible escaparse de ellos. Entonces no podía apresurarse, no podía tararear una música. Si trataba de decir de la manera más desenvuelta: "¿dónde estará ese dedal viejo?'", ellos no se equivocaban, ellos conocían su miedo, ellos veían cómo volvía la cabeza al pasar delante del espejo. Linda sentía siempre que ellos querían algo de ella y sabía que si se abandonaba y se quedaba tranquila, más que tranquila, silenciosa, inmóvil, ocurriría algo seguramente.

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-Todo está muy tranquilo ahora -pensaba. Abrió mucho los ojos y oyó el silencio hilando su suave tela sin fin. ¡Con qué ligereza respiraba! Casi no tenía necesidad de respirar.

Sí, todo se había hecho viviente, hasta la más pequeña, la más menuda partícula. No sentía su cama; flotaba sostenida por el aire. Solamente parecía escuchar, con los ojos muy abiertos, atentos, acechando a alguien que debía venir y que no venía, esperando algo que debía ocurrir y que no ocurría.

En la cocina, en la larga mesa de pino, colocada bajo las dos ventanas, la anciana Mrs. Fairfield fregaba la vajilla del desayuno. La ventana de la cocina daba sobre una pendiente de hierba que descendía hasta la huerta, hasta las platabandas de ruibarbo. La despensa y el lavadero la bordeaban por un lado y sobre este tejadillo blanqueado de cal trepaba una parra nudosa. Mrs. Fairfield se había dado cuenta ayer de que algunos sarmientos asaban a través de las grietas del techo del lavadero y que todas las ventanas tenían una espesa chorrera de hierbas tiesas.

-Me gusta mucho la parra -dijo Mrs. Fairfield-, pero no creo que las uvas maduren aquí; necesitan del sol de Australia. -Ella recordó cómo Beryl, cuando era niña, recogía uvas blancas en la parra del mirador, detrás de su casa de Tasmania, cuando sintió en la pierna el pinchazo de una enorme hormiga roja. Volvía a ver a Beryl con su trajecito escocés, anudado en los hombros con cintas carmesí, aullando tan fuerte que la mitad de la calle se había precipitado a la casa. ¡Cómo se había hinchado la pierna de la niña! "¡Ah!" Mrs. Fairfield detuvo su respiración pensando en aquello. "¡Pobre pequeña, era espantoso!" Con los labios apretados volvió al horno a tornar agua caliente, el agua hacía espuma de jabón en el gran barreño, con burbujas rosas y azules en la espuma. Los brazos de la anciana Mrs. Fairfield, desnudos hasta el codo, estaban teñidos de un rosa vivo. llevaba un vestido de foulard gris, sembrado de grandes pensamientos violetas, un delantal de tela blanca y un alto gorro de muselina en forma de molde de jalea; en su cuello brillaba una media luna de plata, coronada de cinco pequeños búhos, y alrededor de su cuello se enrollaba una cadena de perlas negras. Era difícil creer que no estuviese en esta cocina desde hacía muchos años, tanto, que parecía formar parte de ella. Ordenó la loza con una mano precisa y segura, con movimientos lentos y amplios, yendo del horno al aparador, mirando a la fresquera, a la despensa, como si no existiera un rincón que no le fuese familiar. Cuando hubo terminado, los objetos de la cocina parecían todos alineados por categorías. De pie, en el centro de la pieza, se secaba las manos con su paño a cuadros; una sonrisa florecía en sus labias. Encontraba esto muy bien, muy satisfactorio.

-¡Mamá, mamá! ¿Estás ahí? -llamaba Beryl. -Sí, querida. ¿Me necesitas?-¡No, voy yo!Y Beryl entró como un torbellino, muy colorada, arrastrando dos grandes cuadros.-Mamá, ¿qué puedo hacer de estas abominables y horribles pinturas chinas chic Chung-Wah dio

a Stanley cuando quebró? Es absurdo decir que tienen valor, porque estaban colgadas en la tienda de Chung-Wah desde hacía meses. No puedo comprender por qué Stanley quiere guardarlas. Estoy segura de que él es de nuestra opinión, de que las encuentra horribles, pero creó que es por los marcos -dijo con despecho-; supongo que imagina que esos marcos podrán valer algo un día u otro.

-¿Por qué no las cuelgas en el pasillo? -propuso Mrs. Fairfield-; allí no se les verá mucho. -No puedo. No hay sitio: he puesto allí todas las fotografías de su oficina antes y después de su construcción, con las fotografías firmadas de sus amigos de negocios y esa horrible ampliación de Isabel, tumbada en camisa sobre la estera... -su mirada sombría recorrió la cocina-; ya sé lo que voy a hacer, las colgaré aquí. Le diré a Stanley que estaban un poco húmedas después de la mudanza y que las he puesto ahí de momento.

Acercó una silla, saltó, tomó del bolsillo de su delantal un martillo y un gran clavo y se puso a clavar.

-Así, ya basta; alcánzame el cuadro, mamá. -Un momento, hija.La madre frotaba el marco de ébano cincelado.

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-¡Oh, mamá! No tienes necesidad de desempolvarlos; harían falta años para limpiar todos esos agujeritos. -Frunció las cejas por encima de la cabeza de su madre y se mordió el labio con impaciencia. La manera reflexiva que su madre tenia de hacer las cosas era sencillamente horrible.

-¡La vejez! -pensó ella con desdén.Los dos cuadros fueron, por fin, colgados uno al lado del otro. Bajó de su silla y volvió a su

lugar el martillito.-No hacen mal papel aquí, ¿verdad? -dijo ella-. En todo caso, nadie tiene necesidad de verlos

más que Pat y la muchacha. ¿Llevo una telaraña en la cara, mamá? He irlo a rebuscar en esa alacena bajo la escalera, y ahora hay algo que, sin cesar, me hace cosquillas en la nariz.

Antes de que la señora Fairfield hubiera tenido tiempo de mirar, Beryl se había vuelto. Alguien golpeaba en la ventana. Linda estaba allí haciéndoles señas con la cabeza y sonriendo. Ellas le oyeron levantar el picaporte de la despensa, y Linda entró, sin sombrero; su pelo caía en bucles sobre su cabeza y estaba envuelta en un viejo chal de cachemira.

-¡Tengo tanta hambre! -dijo linda-. ¿Dónde puedo encontrar algo de comer, mamá? Es la primera vez que entro aquí. La cocina entera se parece a mamá; ¡todo está tan en orden!

-¡Te voy a hacer té! -dijo Mrs. Fairfield, extendiendo una blanca servilleta en la esquina de la mesa- y Beryl podrá tomar una taza contigo.

-Beryl, ¿quieres la mitad de mi tarta? -Linda movió su cuchillo en dirección a ella-. Beryl, ¿te gusta la casa, ahora que estamos en ella?

-¡Ah! Sí, me gusta mucho la casa y el jardín es magnífico, pero tengo la impresión de que todo está un poco lejos de mí. No creo que las gentes vengan a vernos en ese horrible ómnibus traqueteante; seguramente que no habrá nadie que nos visite. Claro que a ti te es igual, porque...

-Pero está el coche -dijo linda-; Pat puede llevarte a la ciudad cuando quieras.Era un consuelo, ciertamente, pero había algo en el cerebro de Beryl, algo que no traducía en

palabras ni aun para sí misma.-En todo caso, esto no nos matará-dijo Beryl, secamente. Dejó su taza vacía, se levantó y se

estiró.- Voy a poner las cortinas -y se escapó cantando:

Cuántos millones de pájaros veocantando estrepitosamente en todos los árboles...

...Pájaros veo cantando estrepitosamente en todos los árboles... -Pero al llegar al comedor cesó de cantar; su expresión cambió, se puso melancólica, enfurruñada.

-Nos enmoheceremos aquí lo mismo que en otro lado -gruñó entre dientes, huraña, clavando imperdibles de bronce en las cortinas de sarga roja.

En la cocina, las dos mujeres quedaron tranquilas un momento. Linda, con la mejilla apoyada sobre su mano, miraba a su madre. La encontraba notablemente bella, colocada así, apoyada contra la ventana ornada de follaje. Había algo reconfortante en esta visión; linda sentía que nunca podría pasarse sin ella. Tenía necesidad de su madre, del suave olor de su carne, de la sensación, tan dulce, de sus mejillas, de sus brazos y de sus hombros aún más dulces. Le gustaba la manera cómo se rizaban sus cabellos, plateados, en la frente, más claros en la nuca y todavía oscuros } brillantes en el gran moño, bajo su gorro de muselina. Las manos de su madre eran encantadoras; las dos sortijas parecían fundirse en la piel ele crema, siempre tan fresca y deliciosa. La anciana no podía soportar más que la tela do hilo sobre su cuerpo y se bañaba en invierno y verano con agua fría.

-¿No hay nada chic yo pueda hacer? -preguntó Linda.-No, querida. Quisiera que fueras al jardín a echar una mirada a tus hijos, pero ya sé que no lo

Izarás.-Pues claro chic sí; acuérdale que Isabel es mucho más razonable que todas nosotras.-Sí, pero no Kezia -dijo Mrs. Fairfield. -¡Oh! Hace pocas horas que Kezia ha sido arrojada al

aire por un toro -dijo linda, envolviéndose de nuevo en su chal.Pero no; Kezia había apercibido un toro a través de un agujero, en un nudo de la madera de la

empalizada que separaba el tenis efe la pradera.

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Nunca le había gustado mucho el toro; entonces se había vuelto por el huerto, había subido la cuesta de césped a lo largo del empinado sendero que pasaba cerca del abedul y, que desembocaba en el vasto jardín enmarañado. Tala creía que un día se perdería en este jardín.

Dos veces había encontrado su camino hacia la gran verja que habían cruzado la noche anterior y había vuelto para remontar la avenida que conducía a la casa; pero ¡había tantos caminitos por todos lados! Estos caminos conducían todos a una maraña de árboles elevados y de matorrales extraños, de hojas planas de terciopelo y de flores crema, ligeras como plumas, donde zumbaban las moscas cuando se les sacudían. Había un lado terrorífico que no se parecía nada a un jardín con sus senderitos húmedos y arcillosos, atravesados por raíces de árboles parecidos a patas de grandes aves.

Por el otro lado, había una linde de boj muy alto y todos los senderos estaban también bordeados de boj, se hundían en una maraña de flores cada vez más profunda. Las camelias estaban en flor, blancas y carmesíes, rosas y blancas, estriadas con brillantes hojas. No se veían hojas en los arbustos de celinda; tantos racimos blancos tenían. Las rosas estaban abiertas; rosas pequeñas, blancas, para poner en el ojal, pero demasiado llenas de insectos para ponerlas bajo la nariz de cualquiera; rosas rosadas, perennes, con un cerco de pétalos sembrados alrededor de una mazorca; rosas dobles sobre gruesos tallos, rosas musgosas siempre en capullo; rosaleda espléndida, entrelazada ramo a ramo, de un rojo tan oscuro que parecía, al caer, convertirse en negro y una especie color crema, encantadora, de fino tallo y hojas brillantes, escarlata, había grupos de campanillas de hadas y toda suerte de geranios, un macizo de pelargonium con ojos de terciopelo y follaje de alas de mariposa nocturna. Había todo un macizo de resedá y otro de pensamientos, orlas de margaritas dobles y sencillas y muchas otras pequeñas plantas espesas, que Kezia no había visto jamás.

Los tritomas eran más altos que ella, los girasoles japoneses formaban un pequeño juncar. Kezia se sentó sobre una de las lindes de boj; cuando se hundía mucho hacía un buen asiento. Pero ¡qué polvo en el interior! Kezia se inclinó para mirar, estornudó y se frotó la nariz.

Se encontró en seguida en lo alto de la pendiente de hierba que descendía hasta el huerto. Miró hacia abajo un momento, se tumbó de espaldas, lanzó un gritito y rodó sobre sí misma hasta la hierba espesa y florida del huerto. Tumbada, esperando que las cosas cesaran de bailar, decidió subir a la casa y pedir a la criada una caja de cerillas vacía. Prepararía una sorpresa a su abuela. Pondría primero una hoja en el fondo de la caja, encima una hermosa violeta, después un clavelito blanco quizás y los espolvorearía de espliego pero sin taparles la cabeza.

Hacía muchas veces estas bromas a su abuela y siempre habían tenido un gran éxito.-¿Quieres una cerilla, abuelita?-Sí, nena mía. Creo que lo que yo busco precisamente es una cerilla.La abuela abría lentamente la caja y encontraba la sorpresa en el fondo.-¡Ay, Dios mío! ¡Cómo me has sorprendido, nena mía!-Podría hacérselo aquí, todos los días -pensaba Kezia, trepando por la hierba con sus

resbaladizos zapatos.Pero en su camino llegó a ese islote tumbado en la avenida que la dividía en dos brazos, que

volvían a cerrarse en seguida ante la casa. Este islote de césped en alto terraplén no tenía en su cima más que una enorme planta de hojas espesas de un verde gris y espinosas. De su centro partía un tallo elevado y fuerte. Algunas de las hojas de esta planta eran tan viejas que no se mantenían tiesas en el aire, sino que se curvaban hendidas, rotas; otras yacían en tierra aplastadas, marchitas.

¿Qué podría ser ésto? Kezia no había visto jamás nada parecido y se quedó allí con la mirada fija. Después apercibió a su madre, que descendía por la avenida.

-Mamá, ¿qué es esto? -preguntó.Linda levantó sus ojos hacia la gruesa planta que se henchía con sus hojas crueles y su carnoso

tallo. Tranquila y alta, bañándose en la atmósfera, estaba, sin embargo, tan sólidamente agarrada a la tierra de que salía, que hubiera podido tener garras en lugar de raíces. Las recurvadas hojas parecían ocultar algo; el ciego tallo hendía el aire como si ningún viento pudiera agitarle nunca.

-Es un áloe, Kezia -dijo la madre.

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-¿No da flores jamás?-Sí. Kezia -y linda le sonrió con los ojos entornados-. Una vez cada cien años.

VII

Al volver de su oficina, Stanley Burnell hizo parar el coche en la Bodega; bajó, compró un frasco grande de ostras en escabeche. En la puerta contigua -en la tienda del Chino- tomó una piña perfectamente en su punto, y fijándose en una cesta de cerezas negras muy frescas, pidió a John que añadiese medio kilo de ellas. Colocó las ostras y la piña en el cofre de delante, pero conservó las cerezas en la mano.

Pat saltó de su asiento y le arropó de nuevo en la manta oscura.-Levante los pies, señor Burnell, mientras la doblo por debajo.-Bien, bien, perfectamente -dijo Stanley-. Ahora, derecho a casaPat fustigó la yegua gris y el coche arrancó. -Creo que tengo aquí un tipo de primer orden

-pensaba Stanely, encantado de la apariencia del hombre sentado allá arriba con su abrigo oscuro, muy correcto, y su sombrero hongo, también oscuro. Asimismo le gustaba el modo con que Pat lo había arropado; su mirada, nada servil en él; y si algo había que Stanley odiase sobre todo, era el servilismo. Además, el hombre parecía contento de su trabajo, ya feliz y satisfecho.

La yegua gris marchaba muy, bien. Burnell sentía la impaciencia de verse fuera de las casas; quería estar en su casa. ¡Ah! Era maravilloso vivir en el campo, dejar ese tabuco de ciudad tan pronto como se cerraba la oficina, y hacer este viaje en el buen aire cálido. También era magnífico saber que al final estaba su casa, con su jardín, sus prados cerrados, sus tres vacas perfectas, bastantes patos y gallinas para el abastecimiento de aves.

Como dejaban los arrabales tras de ellos, y corrían por la carretera desierta, su corazón latió fuertemente de alegría. Hundió la mano en la bolsa y comenzó a comerse las cerezas, tres o cuatro a la vez, lanzando los huesos por un costado del coche. ¡Eran deliciosas, tan lozanas y frescas, sin una mancha ni una rozadura!

Había que ver aquellas dos, encarnadas por un lado, blancas por otro; un perfecto par de pequeños hermanos siameses. Y las hundió en su ojal... Con mucho gusto, ¡caramba!, hubiera ofrecido un puñado a este buen hombre de allá arriba; pero no, era mejor no hacerlo. Era preferible esperar a tenerlo consigo un poco más de tiempo.

Comenzó a hacer proyectos sobre el empleo de sus tardes del sábado y de sus domingos. No almorzaría en su club el sábado, y, se escaparía de la oficina tan pronto como pudiese; en casa, al llegar, se haría servir dos lonchas ele carne fría y la mitad de una lechuga. Por la tarde, habría algunos tipos ele la ciudad, que vendría a jugar al tenis. No demasiados, tres a lo más. También Beryl jugaba bien... Tendió su brazo derecho y lo dobló lentamente, palpando el músculo... Un baño, una buena fricción, un cigarro puro en la veranda después ele cenar...

El domingo, a la mañana, irían a la iglesia -los niños y todos-. Eso le recordaba que debía alquilar un reclinatorio, al sol si era posible y muy, adelante, para prevenirse contra las corrientes de aire ele la puerta. Imaginariamente, se escuchaba a sí mismo entonar con toda perfección: "Cuando hayas vencido el aguijón de la muerte, habrás abierto el reino de los cielos a todos los que creen ". Y veía su tarjeta, muy, clara, fija en el ángulo del banco con sus cantoneras de bronce: "M. Stanley y familia..." la resto del día divagaría con Linda... Se pasearían por el jardín, ella cogida de su brazo y él explicándole detalladamente lo que pensaba hacer en su oficina a la semana siguiente. La oía contestar: "Querido, creo que eso es muy razonable...". Charlar de cosas con linda era una maravillosa ayuda, aun cuando a veces ella desviase el tema.

Pat había frenado de nuevo la máquina. ¡Que el diablo se la lleve! ¡No iban muy de prisa! ¡Vaya! ¡Qué asco de manivela! La sentía en el fondo de su estómago.

Una suerte de pánico se apoderaba de Burnell cada vez que se acercaba a su casa. Ya antes de haber pasado la verja, gritaba a la primera persona que veía: "¿Sigue todo bien?" Y no lo creía hasta haber oído a Linda decir: "Buenas noches. ¿Has vuelto?" He aquí el lado desagradable de la vida en el campo. Se necesitaba un tiempo loco para volver... Pero ya no estaban lejos, en lo alto de la

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última colina; no les quedaba más que una larga y suave pendiente, medio kilómetro poco más o menos.

Pal acarició con el látigo el lomo de la yegua y la reavivó. ¡I top! ¡I top!El sol iba a ponerse dentro de algunos minutos. 'Podo permanecía inmóvil, bañado en una luz

brillante, metálica, y, desde las praderas de cada lado, se deslizaba el olor lechoso de la hierba madura. La verja de hierro, estaba abierta; el coche tomó aliento y la atravesó de un tirón; enfiló la avenida; bordeó el islote y se detuvo con toda exactitud frente al centro de la veranda.

-¿Le ha gustado, señor? -preguntó Pat, mientras bajaba de su asiento, con una lenta sonrisa; hacia su amo.

-Mucho, Pat, la verdad -dijo Stanley.Linda salió de la puerta de cristales; su voz retumbó en la sombra tranquila: "Buenas tardes.

¿Ya has vuelto?Al sonido de esa voz, su corazón latió tan fuertemente que apenas pudo reprimir el deseo de

subir los peldaños de cuatro en cuatro y de coger a su mujer en los brazos.-Sí, soy yo. ¿Sigue todo bien?Pat comenzaba a llevar el coche hacia la verja de al lado, que se abría en el patio.-Espere un minuto-dijo Burnell-. Tráigame los dos paquetes. Y dijo a Linda: "¡Le he traído un

bocal de ostras y una piña!", como si le hubiera traído todas las cosechas de la tierra.Se encaminaron al hall; linda llevaba las ostras en una mano y la piña en otra. Burnell cerró la

puerta vidriera; se quitó el sombrero. Ya ceñía a su mujer con sus brazos y la apretaba contra sí; la besaba en la frente, en las orejas, en los labios, en los ojos.

-¡Oh! ¡Oh!, querido -dijo ella-. Espera un instante a que deje estas tonterías -y puso el bocal de ostras y la piña sobre una sillita tallada-. ¿Qué tienes en el ojal? ¿Cerezas?-lila las cogió y las colgó de la oreja de Burnell.

-No hagas eso, querida; son para ti. Entonces ella las descolgó de nuevo "¿No te importa que las guarde? Me quitarían la gana de cenar. Yen a ver las niñas. Están tomando el té." La lámpara estaba encendida, sobre la mesa de la nursery. Mrs. Fairfield cortaba y untaba de manteca las rebanadas de pan. Las tres niñas, sentadas, llevaban anchas servilletas con su nombre bordado. Se limpiaron la boca cuando entró su padre, dispuestas a dejarse besar. Las ventanas estaban abiertas, había un vaso de flores silvestres sobre la chimenea y, en el techo, proyectaba la lámpara un enorme nimbo de suave luz.

-'Tienen el aire de estar bien instaladas, madre -dijo Burnell, pestañeando por la claridad. Isabel y Louie estaban sentadas cada una a un lado de la mesa. Kezia, abajo. El sitio de arriba permanecía vacío.

-Allí es donde deberá m¡ hijo sentarse-pensó Stanley. Apretó más su brazo alrededor del hombro de Linda. ¡Dios mío! tara grotesco sentirse feliz hasta este punto.

-Lo estamos, Stanley, estamos muy bien -dijo Mrs. Fairfield, cortando el pan de Kezia en finas rebanadas.

-¿Preferís eso a la ciudad, eh, niñas? -preguntó Burnell.-¡Oh, sí! -contestaron las tres niñitas; e Isabel añadió, como después de reflexionar:-Muchas gracias, querido papá.-Subamos -dijo Linda-, te traeré las zapatillas.Pero la escalera resultaba demasiado estrecha para subirla cogidos del brazo. Estaba

completamente a oscuras la habitación. Burnell oyó la sortija ele Linda rozar el mármol de la chimenea, mientras ella buscaba las cerillas.

-Tengo cerillas, querida, voy a encender las velas.Pero, en lugar de eso, vino detrás de ella, la rodeó de nuevo con sus brazos y apretó contra su

hombro la cabeza de Linda.-¡Soy tan ridículamente feliz! -dijo.-¿De veras? -Se volvió. Colocó sus manos sobre el pecho de Burnell y levantó sus ojos hacia él.-No sé lo que me ocurre -protestó.

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Fuera, todo estaba completamente oscuro y se espesaba la niebla. Cuando Linda cerró la ventana, el fresco rocío tocó la extremidad de sus dedos. A lo lejos ladraba un perro. "Creo que saldrá la luna", dijo.

Pronunciando esas palabras, y con la humedad del fresco rocío en los dedos, le pareció que había salido la luna. Se sentía extrañamente desnuda, en una ola de fría luz. Se estremeció, se alejó de la ventana y vino a sentarse en el diván cerca de Stanley.

En el comedor, al fulgor parpadeante de un fuego de leña, Beryl, sentada en un cojín, tocaba la guitarra. Acababa de tomar un baño y cambiarse de todo. Llevaba ahora un vestido de muselina blanca con lunares negros, y se había prendido en el pelo una rosa de seda negra.

La naturaleza descansa, amor mío.Mira, estamos solos;Dame tu mano, para que yo la estreche; amor mío,Ligeramente con la mía...

"Tocaba para sí misma, cantaba a media voz, contemplándose. La llama se reflejaba en sus zapatos, en el vientre rubio de la guitarra y en sus blancos dedos...

"Si yo estuviese ahí fuera y mirase al interior, por la ventana, me sorprendería bastante el verme así", pensaba. Tocó el acompañamiento totalmente en sordina; ya no cantaba, escuchaba.

...La primera vez que te he visto, niñita, ¡oh! ¡Te creías muy sola! Estabas sentada con tus piececitos en un cojín y tocabas la guitarra. ¡Dios! No podré nunca olvidar... Beryl levantó la cabeza y se puso a cantar de nuevo.

La luna misma está cansada.Pero llamaban fuertemente a la puerta. Apareció el rostro carmesí de la criada.-Haga el favor, miss Beryl; acabo de poner la mesa.-Bueno -dijo Beryl con tono glacial, dejando su guitarra en un rincón.Alicia irrumpió en la habitación, con una pesada bandeja de hierro negro en las manos.-¡Vaya trabajo que he tenido con este horno! No puedo tostar nada en él.-¿Sí? -dijo Beryl.Pero no, no aguantaría a esta tonta de chica. Huyó al salón oscuro y se puso a recorrerlo de

arriba abajo... ¡Oh! Estaba nerviosa, nerviosa. Sobre el tapete de la chimenea había un espejo. Con los brazos apoyados, contempló Beryl su pálida imagen. ¡Qué hermosa era! Pero no había allí nadie para enterarse ele eso.

-¿Por qué has de tener que sufrir así? -decía con el rostro en el espejo-. ¿Si no estabas hecha para sufrir?... Sonríe.

Beryl sonrió, y su sonrisa era en verdad tan adorable, que sonrió de nuevo; pero esta ver, porque ya no podía resistirse a hacerlo.

VIII

-Buenos días, Mrs. Jones.-¡Oh! Buenos días, Mrs. Smith, estoy muy contenta de verla. ¿Trajo usted sus niños?-Sí, traje mis dos gemelos. He tenido otro bebé, desde que estuve con usted, pero ha venido

muy de repente y no he tenido aún tiempo de hacerle ropa. Así que lo he dejado... ¿Está bien su marido?

-¡Oh! Muy bien, gracias. Es decir, ha tenido un espantoso catarro; pero la reina Victoria es mi madrina, ¿sabe?, y le ha enviado un cajón de piñas, con lo cual se curó inmediatamente. ¿Es su nueva criada?

-Sí, se llama Gwen; la tengo solamente desde hace dos días. Gwen, ésta es mi amiga Mrs. Smith. -Buenos días, Mrs. Smith. La cena no estará a punto hasta dentro de diez minutos.

-Creo que no debiste presentarme a la criada. Creo que debí simplemente ponerme a hablarle así...

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-Es más bien una señora de compañía que una criada; y a una señora de compañía se la presenta; lo sé porque Mrs. Samuel tenía una.

-¡Oh, es igual! -dijo la criada, con aire indiferente. Batía una crema de chocolate con la mitad de una percha rota. La cena cocía muy bien en un peldaño de cemento. La criada empezó a poner la mesa sobre un asiento del jardín pintado de rosa. Delante de cada convidado, colocó dos platos de hoja de geranio, un tenedor de aguja de pino y un cuchillo de ramita. Había tres cabezas de margarita, como huevos escalfados, encima de una hoja de laurel; lonchas de vaca fría en un pétalo de fucsia, exquisitas albondiguillas de tierra y agua, mezcladas con granos de amargón, y la crema de chocolate que había decidido servir en una concha en la que la había cocido.

-Usted no tiene necesidad de preocuparse de mis niños -dijo Mrs. Smith, amablemente-. Basta con que tome esta botella y la llene en el grifo, quiero decir en la lechería.

-¡Oh!, muy bien -dijo Gwen, y murmuró a Mrs. Jones: "¿Y si yo fuese a pedir a Alicia un poco de leche de verdad?".

Pero alguien, ante la casa, llamaba, y los convidados se dispersaron, dejando la deliciosa mesa, dejando las albondiguillas y los huevos escalfados a las hormigas y a un viejo caracol, que sacaba sus cuernos temblorosos al borde de la silla del jardín y empezaba a roer un plato de geranio.

-¡Venid delante de la casa; dad la vuelta, niños! Pip y Rags acaban de llegar.Los jóvenes Troud eran esos primos de los cuales había Kezia hablado al camionero. Vivían

aproximadamente a un kilómetro de allí, en una casa llamada "Quinta del árbol de los monos". Pip era alto para su edad, con un pelo negro y liso y un rostro pálido. Pero Rags era tan pequeño y tan delgado que, desnudo, sus omóplatos sobresalían como dos alisas. Tenían un perro mestizo de pálidos ojos azules y de larga cola retorcida, que les seguía por todas partes. Se llamaba Snooker. Pasaban el tiempo en peinar y cepillar a Snookery en jaropearlo con diferentes y horribles composiciones que fraguaba Pip y guardaba secretamente en un jarrillo roto tapado con una vieja cobertera de marmita. Ni aun el fiel pequeño Rags debía conocer la fórmula secreta de estas mezclas: Se toma un poco de polvo dentífrico, una pizca de azufre reducido a fino polvo y quizás un poco de almidón para atiesar el pelo de Snooker. Pero había algo más. En realidad, Rags pensaba que aquello era pólvora... Por miedo al peligro, nunca se le permitía agitar la mixtura. "¡Si te salta un grano en el ojo, te quedas ciego para toda la vida!", decía Pip, mezclándolo todo con una cuchara de hierro. Y siempre quedaba el riesgo, un pequeño riesgo de que aquello hiciese explosión si se le batía con demasiada fuerza... "Dos cucharadas de eso en un bidón de kerosina bastarían para matar millones de pulgas." Pero Snooker pasaba todos sus momentos de libertad mordisqueándose y refunfuñando, dentro de su pelo, y apestaba abominablemente.

-Ocurre eso porque él es un gran perro de combate -decía 'Codos los perros de combate huelen.Los jóvenes Troud iban a menudo a pasar el día fuera, en casa de los Burnell, Y ahora que éstos

poseían una hermosa casa y este lindo jardín, estaban dispuestos a ser muy amigos.Además, a los (los les gustaba jugar con las niñas; a Pip, porque podía bastarles bromas y Lottie

era muy fácil de asustar; y a Rags por unta razón humillante: adoraba las muñecas. ¡Cómo miraba a una muñeca dormida, le hablaba en voz baja, con una sonrisa tímida, y qué fiesta para él cuando se le permitía coger una!

-Rodéala con tus brazos, no los dejes así de tiesos; vas a dejarla caer -decía severamente Isabel. En aquel momento estaban en la veranda, reteniendo a Snooker; que quería entrar en la casa; pero no se le dejaba, porque la tía Linda odiabas a los lindos perros.

-hemos venido en el ómnibus, con mamá -dijeron-, y vamos a pasar la tarde con vosotras. Hemos traído de nuestra galleta pana la tía linda; es nuestra Minnie quien la ha hecho. Está llena de almendras.

-He mondado las almendras -dijo Pip-. Hundo de prisa mi mano en una olla de agua hirviendo, las cojo, las pellizco de un modo especial, y saltan fuera de la piel, algunas hasta el techo, ¿verdad, Rags?

Rags asintió.

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-Cuando hacen los pasteles en casa -dijo Pip- nos quedamos siempre en la cocina Rags y yo; yo tengo el tazón y él la cuchara y el batidor de huevos. El pastel de merengue es el mejor, es muy espumoso.

Corrió a lo largo de la veranda, bajó los peldaños hasta el césped, plantó sus manos encima de la hierba, se inclinó hacia adelante, pero no pudo mantenerse completamente cabeza abajo.

-Este césped está lleno de terrones-dijo-; es preciso un sitio llano para ponerse patas arriba. En casa puedo andar de cabeza todo alrededor del árbol de los monos, ¿verdad, Rags?

-Casi -dijo Rags, muy bajo.-Sosténte con la cabeza, bajo la veranda; es llano -dijo Kezia.-No, asusta -dijo Pip-, es preciso hacerlo en un sitio blando, porque si damos un envite y

hacemos la pirueta, algo en el cuello nos hace "clic" y se rompe. Me lo ha dicho papá.-¡Oh! Entonces jugaremos -dijo Kezia. -¡Muy bien! -dijo vivamente Isabel-. Vamos a jugar al hospital, yo seré la enfermera, Pip el

médico, y tú, Lottie, y tú, Rags, los enfermos. Lottie no quería jugara eso, porque la última vez Pip le había introducido, en el fondo de la garganta, algo que le dolía horriblemente.

Pip se le burló:-¡Ca! No era más que el jugo de un trozo de piel de mandarina.-Entonces, jugamos a la señora -dijo Isabel- Pip podrá ser el padre y vosotros seríais nuestros

queridos niñitos.-Detesto jugar a la señora -dijo Kezia-; nos hacéis ir siempre a la iglesia cogidos de la mano, y

después volver para acostarnos.Bruscamente Pip sacó un pañuelo sucio de su bolsillo: "¡Snooker, aquí, señor", llamó. PeroSnooker, como de costumbre, trató de escapar, con la cola entre las patas. Pip saltó encima de él

y lo apretó entre sus rodillas.-Sosténle quieta la cabeza, Rags -dijo; y ató el pañuelo alrededor de la cabeza de Snooker; con

un gracioso nudo que sacaba las puntas por encima. -¿Por qué haces eso? -preguntó Lottie.-Es para acostumbrar a sus orejas a que se peguen mejor a la cabeza; mira -dijo Pip-. "Todos los

perros de combate tienen las orejas hacia atrás; pero las de Snookez son demasiado blandas.-Ya sé -dijo Kezia-; se le vuelven siempre del revés, eso no me gusta.Snooker se tumbó, hizo un débil esfuerzo con su pala para arrancarse el pañuelo, pero no

pudiéndolo conseguir, se arrastró detrás de los niños, temblando de angustia.

IX

Pat venía a grandes zancadas. Llevaba en su mano un pequeño tomahawk que brillaba al sol. -Venid conmigo -dijo a los niños-, yo os enseñaré cómo cortan el cuello a un pato los reyes de

Irlanda.Ellos retrocedían; no le creían. Además, los muchacheas Troud nunca habían visita hasta

entonces a Pal.-Vamos, venid -les dijo persuasivo, sonriendo y tendiendo la mano a Kezia.-¿Un pato de verdad, uno del cercado? -Sí-dijo Pat. Kezia puso su mano en la de Pat, dura y seca, él hundió el tomahawk en su cintura

y tendió la otra mano a Rags. Adoraba a los niñitos.-Yo tendré que sujetar a Snooker por la cabeza si va a haber sangre -dijo Pip-, porque la sangre

le vuelve completamente loco. Corrió adelante, tirando de Snooker por el pañuelo.-¿Crees que debemos ir?-murmuró Isabel- no hemos preguntado nada, ¿verdad?Hacia la parte baja del huerto se abría una barrera en la empalizada. Al otro lado una áspera

pendiente conducía a un puente que cruzaba el arroyo. Y una vez en la otra orilla, se estaba ya junto a los cercados. En el primero habían arreglado un viejo establo pequeño, para corral. Las gallinas vagabundeaban a lo lejos, habían atravesado el cercado hasta un hoyo lleno de mantillo. Pero los patos permanecían cerca de la parte del arroyo que se deslizaba bajo el puente.

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Grandes matorrales de follaje rojo, con flores amarillas y racimos de bayas negras, caían sobre el arroyo. En ciertos sitios era ancho y poco profundo; en otros, se derramaba por agujeros de bordes llenos de espuma y de vibrantes burbujas. En esas charcas habían elegido domicilio los grandes patos, nadando y chapoteando a lo largo de las orillas herbosas.

Arriba y abajo, nadaban, alisando sus plumas con sus pechugas relucientes y sus picos amarillos, y otros patos, con una misma papada y un mismo pico amarillo, les seguían, nadaban con ellos, al revés.

-He aquí la flotilla irlandesa -dijo Pat-; mirad aquí el viejo almirante, con el cuello verde y la hermosa oriflama sobre la cola.

Sacó de su bolsillo un puñado de granos y se dirigió hacia el gallinero, indolente, con su viejo sombrero de paja, metido hasta los ojos.

Llamaba: "Ti-ti-ti-ti"."Cua-cua-cua-cua" -contestaban los patos, que serpenteaban detrás de él, en una larga línea

ondulante. Les atraía, hacía como que echaba el grano, lo sacudía en sus manos, los llamaba hasta reunirlos a todos alrededor de él, en un blanco círculo.

De lejos, las aves oyeron los gritos. Acudían, ellas también, al través del cercado, con las alas extendidas, las patas metidas hacia adentro, a la manera de las gallinas, y cacareaban al venir.

Entonces Pat esparció el grano, los patos golosos empezaron a regodearse. Rápido, Pat se inclinó, agarró a dos de ellos, uno bajo cada brazo, y se adelantó hacia los niños. Las cabezas erizadas, los ojos redondos de los patos, asustaron a los niños. A todos, menos a Pip.

-¡Vamos ya, tontos! -gritó-. No pueden morder, no tienen dientes. Sólo llevan esos dos agujeritos en el pico para respirar por allí.

-¿Queréis sujetarme uno de ellos, mientras acabo con el otro? -preguntó Pat.Pip soltó a Snooker.-¿Que si yo quiero? Dame uno; me da igual que patalee.Casi le sofocó la alegría al ponerle Pat entre los brazos el blanco paquete.Había un viejo tronco cerca de la puerta del gallinero. El hombre, sujetándolo por las patas, lo

tendió encima. Casi al mismo instante cayó el tomahawk; saltó la cabeza del tajo, y la sangre brotó sobre las plumas blancas y sobre la mano.

En cuanto los niños vieron la sangre, cesaron de tener miedo. Rodearon a Pat y se pusieron a gritar. Hasta Isabel saltaba y aullaba: "¡La sangre, la sangre!". Pip olvidó su pato y lo tiró a lo lejos. "¡Lo he visto, lo he visto!" -decía él, dando saltos alrededor del bloque de madera.

Rags, con sus mejillas blancas como el papel, corrió hacia la cabecita, avanzó un dedo como si quisiera tocarla, se echó atrás, y de nuevo acercó un dedo. Temblaba con todo su cuerpo.

Hasta Lottie, la pequeña Lottie, se echó a reír, señaló al pato, y gritó: "¡Mira, Kezia, mira!" -¡Mirad! -exclamó Pat.Dejó en tierra el cuerpo, que comenzó a oscilar con un gran chorro de sangre en el sitio de la

cabeza, y se puso a dar suavemente menudos pasos hacia la áspera pendiente que conducía al arroyo.

-¿Lo veis? ¿Lo veis? -gritaba Pip. Corría alrededor de las pequeñas, tirándoles del delantal. -¡Es como una pequeña locomotora! -gritaba Isabel-, ¡como una graciosa maquinilla de tren!

Pero, de repente, Kezia se precipitó sobre Pat, le echó los brazos alrededor de las piernas, golpeando con la cabeza tan fuerte como podía, en las rodillas del hombre.

-¡Vuelve a ponerle la cabeza! ¡Vuelve a ponerle la cabeza! -gemía.Cuando Pat se inclinó para desembarazarse de ella, no quiso soltar la presa. Ella se agarraba con

todas sus fuerzas y sollozaba: "Vuelve a ponerle la cabeza, vuelve a ponerle la cabeza...". Hasta que aquello se convirtió en un raro estribillo.

-Se ha parado, ha caído, ha muerto-dijo Pip. Pat levantó a Kezia en sus brazos. 1.1 sombrero de paja de la pequeña había resbalado hacia atrás, pero ella no se dejó mirar. Apretó su cara contra el hombro huesudo de Pat, y sus manos se enlazaron alrededor de su cuello.

Los niños pararon de gritar tan súbitamente como habían empezado. Se mantenían alrededor del pato muerto. Rags ya no tenía miedo de la cabeza. Se arrodilló y la acarició.

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-No creo que haya muerto completamente -dijo-. ¿Creéis que no volvería a vivir si yo le diese algo de beber?

Pero Pip estaba muy enfadado.-¡Bah! ¡Qué bebé! -dijo--. Silbó a Snooker y se marchó.Cuando Isabel fue al encuentro de Lottie, Lottie se separó bruscamente.-¿Por qué me zarandeas constantemente Isabel?-Vamos -decía Pat a Kezia-, ¡ya tenemos aquí una buena niñita!Levantó las manos y tocó las orejas del hombre. Sintió algo. Lentamente levantó su rostro

estremecido, y miró. Pat llevaba anillitos en las orejas. Estaba muy sorprendida.-¿Se ponen y se quitan?-preguntó Kezia, con voz ronca.

X

En lo alto de la casa, en la cocina caliente y muy en orden, Alicia, la criada, preparaba el té. Estaba "vestida". Llevaba un traje de paño negro que olía bajo los brazos, un delantal blanco, como una gran hoja de papel, y un nudo de encaje sujeto al pelo por dos alfileres de azabache. Había reemplazado sus confortables zapatillas de fieltro por otras de cuero negro, que le apretaban el callo del dedo pequeño. ¡Algo horrible!

Hacía calor en la cocina; una mosca zumbaba; un abanico de vapor blanquecino salía de la cafetera cuya tapa no cesaba de bailar una giga ruidosa sobre el agua hirviendo. E1 reloj lanzaba al aire tibio un tictac lento y mesurado como el ruido de la aguja de hacer media de una vieja, y de vez en cuando, sin razón alguna, porque no había prisa, el estor se alzaba y venía a golpear en la ventana.

Alicia confeccionaba sandwichs de berros; sobre la mesa había un trozo de manteca, una hogaza de pan y hojas de berros apiladas en un paño blanco.

Un librito sucio, grasiento, semidescosido, con las páginas despuntadas, se apoyaba en la mantequera, y mientras amasaba la manteca, Alicia leía:

Soñar con cucarachas que arrastran un ataúd es de mal agüero. Significa la muerte de algún pariente o de alguien que os es querido: padre, madre, hermano, hijo o novio. Si las cucarachas marchan hacia atrás cuando se las mira, quiere decir muerte por el fuego o como consecuencia de caída de una gran altura, caída por la escalera, de andamios, etc., etc.

Arañas. -Soñar con arañas que se pasean sobre uno, es bueno. Anuncian grandes cantidades de dinero,

próximamente. Si la persona espera hijos, puede confiar en partos fáciles. Pero debe evitar el comer almejas, si las traen como regalo, en el sexto mes.

"¡Cuántos millones de pájaros veo!" -¡Ay, Dios mío! ¡Aquí viene Miss Beryl!Alicia dejó caer su cuchillo y escondió la Llave de los sueñas bajo la mantequera. Pero no tuvo

el tiempo de disimularlo completamente, porque Beryl venía a la cocina en dirección a la mesa, y los bordes grasientos del libro fueron la primera cosa en la que repararon sus ojos. Alicia vio la sonrisita astuta de miss Beryl, y la manera cómo levantó sus cejas como si preguntase qué podía ser aquello. Decidió contestar, si miss Beryl le preguntaba: "¡Nada que le interese, miss!". Aunque estaba segura que miss Beryl no lo haría.

Alicia era realmente una criatura suave, pero poseía las más maravillosas réplicas a preguntas que -ella lo sabía- nunca habían ele hacerle. Componerlas, repetírselas a sí misma, la consolaba tanto corno si las hubiese expresado. Verdaderamente, eso le había permitido tener colocaciones en donde la habían tratarlo real, hasta el punto de tener miedo de dormirse a la noche con una caja de cerillas sobre la silla, por temor a comérselas durante su sueño.

-¡Oh! ¡Alicia! -anunció miss Beryl-. Hay uno más para el té; ele modo que haga el favor ele recalentar un plato de scones de ayer; y, además del pastel de café, ponga un mazapán. No olvide usted los mantelitos bajo los platos. ¿Comprende? No los puso usted ayer, y la mesa tenía tan mala facha. Y no nos coloque esa horrible cubetera rosa y verde por la tarde. Está bien por la mañana.

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Creo, por otra parte, que se debía guardar para la cocina. ¡Tiene un aire tan miserable y huele tan mal! Paga la cubretetera japonesa. Me ha comprendido bien, ¿verdad?

Miss Beryl había terminado. Al dejar la cocina iba canturreando:

Cantando tan fuerte desde todos los árboles,

muy satisfecha de la manera enérgica con que manejaba a Alicia.Alicia se sentía exasperada. No era de esas a quienes disgusta que se les mande; no; pero no

podía soportar tal retintín en la manera de hablarle miss Beryl. No podía realmente soportarlo. Eso le hacía rebelarse interiormente, por decirlo así, y casi temblar. Pero la razón por la cual Alicia detestaba así a Beryl, era que la empequeñecía. Beryl hablaba a Alicia con una voz especial, como si no estuviera totalmente presente, y jamás se impacientaba, jamás. Aun cuando Alicia dejara caer una cosa u olvidase alguna otra importante, miss Beryl parecía esperarlo.

-Haga el favor, Mrs. Burnell -decía una Alicia imaginaria, mientras ella untaba de manteca los scones-; preferiría no recibir órdenes de miss Beryl; puedo quizá no ser más que una vulgar criada que no sabe tocar la guitarra; pero...

Este último párrafo la encantaba hasta el punto de devolverle su buen Humor.-La única cosa que se puede hacer -oyó al abrir la puerta del corredor- es cortar enteramente las

mangas y reemplazarlas por una amplia banda de terciopelo negro...

XI

El pato blanco parecía no haber tenido jamás cabeza cuando Alicia lo colocó ante Stanley Burnell aquella noche. Reposaba con una resignación admirablemente asada sobre una fuente azul, rodeado de una corona de albondiguillas y con las patas juntas, atadas con una hebra de hilo.

Resultaba difícil decir cuál de las dos, Alicia o el pato, parecía mejor asado. ¡'Tenían ambos un color tan hermoso e igual aspecto reluciente y terso! Pero Alicia era de un rojo fuego y el pato de un caoba de España.

Burnell recorrió con la mirada el filo de su cuchillo. Muy orgulloso de su manera de trinchar, se envanecía de hacer de ello un trabajo de primer orden. Detestaba ver trinchar a las mujeres. Demasiado lentas, parecían siempre indiferentes al aspecto que pudiera tener la carne. Él, sí, él se preocupaba de ello; él ponía su orgullo en cortar delicadas lonchas de vaca fría, cuadraditos de cordero, justamente del buen espesor, y de despedazar con precisión un pollo o un pato.

-¿Es el primero de nuestros productos? -pregunte, sabiendo perfectamente a qué atenerse. -Sí, el carnicero no ha venido; hemos descubierto que no pasa más que dos días por semana. No había necesidad de excusa sobre este soberbio animal. No era ni siquiera carne, sino una suerte de refinada gelatina. "¡Mi padre diría -apuntó Burnell- que éste debe ser uno de esos pájaros a los que su madre tocaba la flauta alemana en su infancia, y, que los dulces sones de este delicado instrumento han actuado sobre el espíritu juvenil para dar este resultado..." Tome algo más, Beryl. Usted y yo somos los únicos en esta casa que tenemos el sentimiento de lo que comemos. Estoy dispuesto a declarar delante de un tribunal, si es preciso, que adoro la buena comida.

Se sirvió el té en el salón. Beryl, que por una razón cualquiera se había mostrado muy amable con Stanley desde su llegada, le propuso una partida de cribbage. Se sentaron junto a una mesita cerca de una ventana abierta. Mrs. Fairfield desapareció, y Linda, tendida en una mecedora, se balanceaba con los brazos cruzados en la nuca.

-No necesitas luz, ¿verdad, Linda? -preguntó Beryl.Y cambió de sitio la gran lámpara, de tal modo, que quedó bajo la suave luz.¡Qué lejos parecían esos dos desde el sitio en que Linda, sentada, se mecía! La mesa verde, las

cartas relucientes, las grandes manos de Stanely, las pequeñitas de Beryl, parecían formar parte de un mismo movimiento misterioso. Stanley, bien plantado; robusto en su traje oscuro, estaba a sus anchas, y Beryl, sacudiendo su brillante cabeza, estaba algo mohína. Llevaba enrollado al cuello un terciopelo negro, nuevo, que la cambiaba en cierto modo, transformaba la forma de su rostro -pero

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era encantadora, decidió Linda-. La habitación olía a lirios; había dos grandes jarras de arums sobre la chimenea.

-Quince dos, quince cuatro y una pareja hacen seis y una serie de tres son nueve -dijo Stanley tan reposadamente que hubiera podido de la misma manera contar carneros.

-Yo no tengo más que dos parejas -dijo Beryl, que exageraba su decepción, sabiendo lo que a él le gustaba ganar.

Los peones parecían dos menudos personajes que subían juntos el camino, ciando vuelta al ángulo agudo y bajando de nuevo. Deseaban menos adelantarse uno a otro que acercarse bastante para poderse hablar, o quizá, sencillamente, para sentirse el uno junto al otro.

Pero siempre había uno que se impacientaba, que saltaba hacia adelante cuando el otro se le juntaba, y se negaba a escucharle. ¿Quizás el peón blanco tenía miedo del rojo? O tal vez, cruel, quitaba al rojo la ocasión de hablarle...

Beryl llevaba prendido al pecho un ramito de pensamientos, y una vez, mientras los peoncillos se encontraban juntos, se inclinó; los pensamientos cayeron cubriendo los peones.

-Es demasiado -dijo ella, recogiendo sus flores-, justamente cuando ellos iban a poder volar uno en brazos del otro.

-¡Hasta la vista, hija mía! -dijo Stanley riendo. Y el peón rojo saltó más lejos.El salón era largo y estrecho con puertas vidrieras que daban a la veranda. La tapicería era de

color crema con un dibujo de rosas doradas, y el mobiliario, que había pertenecido a la vieja Mrs. Fairfield, parecía sombrío y vulgar. Contra el muro se adosaba un pequeño piano con el tablero esculpido, adornado con una seda amarilla plisada. Encima de piano colgaba un óleo cíe Beryl; sobre el piano un grueso manojo de clemátides con aire de sorpresa. Cada flor de la dimensión de un platillo, tenía un corazón como un ojo asustado, festoneado de negro. La pieza no estaba aún en regla. Stanley soñaba con una butaca chesterfield y dos sillas confortables. Linda prefería el salón tal como estaba...

Dos grandes mariposas de noche entraron por la ventana, dando vueltas y formando círculos alrededor del halo de la lámpara.

-¡Huid, antes que sea demasiado tarde! ¡Huid! Dando vueltas y más vueltas, parecían traer el silencio y el claro de luna sobre sus alas mudas...

-Tengo dos reyes -dijo Stanley-. ¿Son buenos?-Muy buenos -dijo Beryl.Linda cesó de balancearse y se levantó. Stanley le lanzó una mirada.-¿No estás bien, querida?-No, nada, voy a reunirme con mamá.Salió de la pieza y, de pie, en el comienzo de la escalera, llamó, pero la voz de su madre le

contestó desde la veranda.La luna, que Lottie y Kezia habían visto desde el camión, estaba en plenilunio, y la casa, el

jardín, la anciana, y Linda, todo se bañaba en su deslumbrante claridad.-Yo miraba el áloe -dijo Mrs. Fairfield-, creo que va a florecer este año. ¿Ves allí arriba? ¿Son

capullos o un efecto de luz?Como se mantenían en los peldaños, el alto terraplén de césped sobre el que reposaba el áloe se

alzó como una onda; el áloe parecía bogar encima; tal un navío con los remos alzados. El brillante claro de luna goteaba de los remos, como agua, y, en la ola verde, centelleaba el rocío.

¿También tú lo sientes? -preguntó Linda, hablaba a su madre con esa voz especial con que se hablan las mujeres, a la noche, como si se hablasen entre sueños o desde el fondo de una gruta.

-¿No sientes que él viene hacia nosotras? Soñó que la arrastraban fuera del agua fría, en el navío de los remos alzados y del mástil con retoños. Ahora los remos se abatían, golpeando a prisa, a prisa. Bogaban lejos por encima de los árboles del jardín, de los cercados y de los sombríos matorrales, más allá. Se estaba oyendo gritar a los remeros: "¡Más de prisa, más de prisa!".

¡Cuánto más real parecía este sueño que tener que volver a casa, donde dormían los niños y donde Stanley y Beryl jugaban al cribbage!

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-Creo que son capullos-dijo Linda-; vamos al jardín, mamá. Este áloe me gusta. Lo prefiero a todo lo demás de aquí. Y estoy segura que lo recordaré mucho tiempo después de haber olvidado las otras cosas.

Apoyó su mano en el brazo de su madre y bajaron los peldaños, dieron la vuelta al islote y se metieron en la avenida principal que conducía a la verja de la entrada.

Desde abajo veía las largas espinas puntiagudas que terminaban las hojas del áloe, y al mirarlas, su corazón se endureció... Eso era lo que prefería, esas largas espinas puntiagudas.

...Nadie se atrevería a acercarse al buque, ni a seguirlo."¡Ni siquiera mi terranova -pensaba ella-, a quien tanto quiero durante el día!"Porque ella le quería verdaderamente. Lo amaba, lo admiraba y lo respetaba enormemente. ¡Oh!

Más que a nadie en este mundo. Lo conocía a fondo. Él era la lealtad, la respetabilidad mismas, y a pesar de toda su experiencia práctica, continuaba sencillo, absolutamente ingenuo, cándido, contento con poco, disgustado por poco.

¡Si no saltase así detrás de ella, ladrando tan fuerte, mirándola con ojos tan ávidos, tan enamorados! Era demasiado fuerte para ella. Desde su niñez, detestaba las cosas que se precipitaban sobre ella. Había momentos en que se ponía aterrador, verdaderamente aterrador; en que ella estaba a punto de gritar con todas sus fuerzas: "¡Me vas a matar!". Y entonces ella tenía ganas de decir cosas rudas, cosas detestables.

-Ya sabes, estoy muy delicada; sabes tan bien como yo que tengo el corazón lastimado; el médico te lo ha dicho, puedo morir de un minuto a otro; he tenido ya tres pedazos de niño...

Sí, sí, era verdad. Linda retiró bruscamente la mano del brazo de madre... Con todo su amor, su admiración, su respeto para Stanley, lo odiaba. ¡Y qué cariñoso estaba siempre después de aquellos momentos! ¡Qué sumiso estaba y atento! Él hubiera hecho cualquier cosa por ella; tenía el deseo de servirla... Linda se estaba oyendo a sí misma pedir con voz débil:

-Stanley, ¿quieres encender la vela?Oía también la alegre contestación: "Claro que sí, queridita". Y saltaba de la cama, como si

fuese a brincar, a descolgarle la luna.Nunca había ella experimentado eso con tanta claridad; todos esos sentimientos para con ella

eran precisos y definidos, tan verdaderos el uno como el otro. Y este otro, este odio, muy real, como los demás. Ella hubiera podido repartirlos en otros tantos paquetitos y dárselos a Stanley. Tenía ganas de entregarle el último, como sorpresa, y se imaginaba sus ojos cuando lo abriera...

Apretó contra sí sus brazos cruzados, y se puso a reír muy bajo. ¡Qué absurda era la vida, risible, sencillamente risible! ¿Por qué tendría esa manía de continuar viviendo? Porque era una manía -pensaba ella, irónica y riendo.

-¿Por qué me cuido tan preciosamente? Continuaré teniendo niños y Stanley ganando dinero. Los niños y el jardín irán siendo cada vez mayores y habrá flotillas de áloes entre los cuales podré escoger.

Linda habla andado, con la cabeza baja, sin mirar a nada. Ahora levantó los ojos y los pasó en derredor suyo. Su madre y ella se hallaban cerca de las camelias rojas y blancas. Soberbias eran las hojas, ricas v sombrías, bordadas de luz; y las flores redondas posadas entre éstas como otros tantos pájaros rojos y blancos. Linda arrancó una brizna de verbena, la arrugó y tendió las manos a su madre.

-Delicioso -dijo la anciana-. ¿Tienes frío, hija mía? Sí, estás temblando; tus manos están frías, haríamos mejor en retirarnos.

-¿En qué pensabas tú? -dijo linda-. Dímelo. -¡Oh! En nada de particular. Me preguntaba, al pasar al lado del vergel, cuáles eran los árboles

frutales y si podríamos hacer muchas confituras este otoño. Hay soberbios grosellos, muy sanos, en la huerta. Hoy me he dado cuenta. Quisiera ver esas repisas de la despensa bien adornadas con nuestras confituras.

XII

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"Mi querida Nan:"No me tome usted por una farsante al ver que no le he escrito antes. No he tenido ni un solo

instante, querida, y me siento aún tan agotada; que apenas si puedo sujetar una pluma."¡Bien! La terrible acción fue realizada. De veras hemos dejado el vertiginoso torbellino de la

ciudad Y no veo la posibilidad de volver otra vez allí, pues mi cuñado ha llegado a adquirir esta finca: construcciones, tierras y servidumbres, como él dice.

"Por una parte, en efecto, es un inmenso alivio, pues nos amenaza con tomar algo en el campo, desde que vivo con ellos, y debo confesar que la casa y el jardín son deliciosos; un millón de veces mejor que ese espantoso agujero de ratón en la ciudad.

"Pero estoy enterrada, querida! Aunque "enterrada" no es la palabra.""Penemos vecinos, pero no son más que granjeros, gordos, torpes, que tienen aire de haber

pasado el día ordeñando vacas; y (los terribles mujeres, con dientes de conejo; el caía de nuestra mudanza, ellas nos trajeron scones, ofreciéndose a ayudarnos. Mi hermana, que vive siempre lejos de aquí, no conoce ni un alma; de modo que no tenernos la suerte de ver a nadie. Es casi seguro que nadie vendrá de la ciudad, a pesar del Ómnibus, porque es una vieja galera ruidosa, tapizada de cuero negro, y cualquier persona respetable preferiría morir antes que rodar en ella seis millas.

"Así es la vida... Es un triste fin para la pobrecita B... De aquí a un año o dos me convertiré en una horrible caricatura e iré a veros en mackintosh, con sombrero marino, atado con un velo de alto de gasa blanca. ¡Es tan bonito!

"Stanley dice, ahora que estamos instalados -porque lo estamos verdaderamente, después de la más terrible semana de mi vida-, que va a traernos dos individuos de su club, para jugar al tennis, el sábado por la tarde. A propósito, dos están anunciados ¡)ara hoy, como una gran fiesta. Pero, querida, ¡si pudiese usted ver a esos hombres del club de Stanley! Regorditos, de un género que parecería terriblemente indecente sin chaleco, y siempre con los dedos de los pies un poco encogidos-¡esto se ve en seguida cuando se anda por el courl con sandalias blancas! Andan sin cesar subiéndose los pantalones y blandiendo sus raquetas contra obstáculos imaginarios.

"Yo jugaba con ellos, en el club, el verano pasado, y estoy segura de que usted se dará cuenta del género, si le digo que, después de haber ido allí tres veces, me llamaban todos "Miss Beryl". ¡Es una gente fatigante!

"Mamá adora el sitio, naturalmente. Pero pienso que cuando tenga su edad estaré satisfecha de quedarme sentada al sol limpiando guisantes en una tartera.

"Pero aflora; no, no y no!"Como de costumbre, no tengo ninguna ¡tica de lo que piensa linda de ello. Misteriosa corno

siempre."Querida, usted conoce mi vestido de raso blanco; he cortado las mangas, he puesto (los bandas

de terciopelo negro, corno hombreras, y dos grandes amapolas rojas cogidas en el sombrero de mi querida hermana. Un gran éxito, pero no sé cuándo podré ponérmelo."

Beryl escribía esta carta sentada ante una mesita de su habitación. En un sentido, todo ello) era verdad, claro es, pero, por otra parte, aquello no eran más que tonterías de las que ella misma no creía una palabra. No, es decir, sentía esas cosas, pero de diferente manera.

Era su otro yo quien había escrito esta carta que molestaba a su verdadero yo a quien repugnaba "una necia palabrería".

Con todo, sabía que la enviaría y que escribiría siempre este género de bobadas a Nan Pym. De hecho, éste era un ejemplar bastante anodino de las cartas que le enviaba generalmente.

Beryl apoyó los codos sobre la mesa y releyó su carta, de la que oía subir la voz hasta ella, ensordecida, como en el teléfono, pero aguda, exuberante, con una chispa de acritud en el tono; ¡cómo la detestaba hoy!

-¡Estás siempre tan animada! -decía Nan Pym-. Por eso los hombres están locos por ti. -Y había añadido, con cierta tristeza, pues los hombres no enloquecían mucho por Nan, que era una muchacha sólida, de fuertes caderas y tez roja: "No comprendo cómo puedas sostener el papel. Pienso que está en tu naturaleza”.

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¡Qué tontería! ¡Qué estupidez! Aquello no era nacía natural en ella. ¡Dios mío! Si se hubiese mostrado verdaderamente natural con Nan Pym, ésta, de sorpresa, se hubiera tirado por la ventana. "Querida, usted conoce mi vestido de raso blanco...” Beryl cerró bruscamente su carpeta.

Se levantó de un salto y, sin pensar en ello, se dirigió hacia el espejo. Allí vio a unta muchacha, delgada, vestida de blanco, con falda de sarga blanca y blusa de seda blanca, con el talle ceñido por un cinturón de cuero.

Su cara tenía forma de corazón, ancha en las cejas y angulosa en la barbilla, pero no demasiado. Sus ojos eran, sin duda, lo mejor que tenía: de un color extraño, tan poco vulgar, verde azul, moteados de oro.

Tenía hermosas cejas negras y largas pestañas, tan largas que, cuando reposaban en su mejilla, se veía positivamente reflejarse en ellas la luz. Alguien se lo había declarado.

Su boca era un poco grande. ¿Demasiado grande? No, en realidad, no. El labio inferior adelantaba ligeramente y ella tenía una manera de sorbérselo que a otra persona le había parecido seductora.

La nariz era lo menos logrado. No es que fuese realmente fea, pero no era ni la mitad de bien hecha como la de Linda. Linda tenía una naricita perfecta. La suya se extendía un poco, no mucho, y probablemente ella se exageraba esta dimensión, porque se trataba de su propia nariz, y, ¡era tan exigente consigo misma! La apretó entre el pulgar y el índice e hizo una ligera mueca.

EL pelo. ¡Ah! EL pelo era espléndido. ¡Y qué masa! Del color de las hojas recién caídas, moreno y rojizo, con un fulgor amarillento. Cuando lo juntaba en una larga trenza, sentía en la espalda como una gruesa serpiente. Le gustaba ese peso que arrastraba su cabeza hacia atrás, y le gustaba tenerlo suelto, cubriendo sus brazos desnudos. "Sí, querida, no hay duda, eres una monada."

A esas palabras su pecho se alzó, inició una larga respiración de alegría, cerrando a medias los ojos. Pero mientras se miraba, la sonrisa se apagó en sus labios y en sus ojos. ¡Oh, Dios! Había vuelto al mismo juego. Falsa, tan falsa como antes, falsa como cuando había escrito a Nan Pym, falsa ahora, sola consigo misma.

¿Qué relación había entre ella y esta persona del espejo y por qué esta mirada fija? Se dejó caer junto a su cama y hundió la cabeza en sus brazos.

-¡Oh! -gritó-. ¡Soy tan desgraciada! Sé que soy tonta, rencorosa y vanidosa. Represento siempre un papel. No soy nunca verdaderamente yo misma. -Y de una manera muy precisa, vio su falso yo subir y bajar las escaleras, reír con una risa especial, en trinos, durante las visitas; mantenerse bajo la lámpara, si venía a cenar un hombre, para que pudiese admirar la luz en su pelo; hacer muecas, hacer la niñita cuando se le pedía que tocara la guitarra. ¿Por qué? sostenía el papel aún delante de Stanley. No más tarde que ayer a la noche, mientras él leía su periódico, se le había acercado, apoyándose a propósito en su hombro. ¿No había posado la mano sobre la suya, indicándole algo, para que él pudiese advertir qué blanca era al lado de su mano de hombre, tan morena?

¡Despreciable, despreciable! Su corazón estaba frío de rabia. "Es extraordinario cómo puedes persistir", decía a su falso yo. Pero eso provenía de que se sentía ¡tan desgraciada, tan desgraciada! l3eryl, dichosa y viviendo su vida, su falsedad hubiera cesado de existir. Veía a la verdadera l3eryl, una sombra..., una sombra, que radiaba, débil y sin sustancia. ¿Qué tenía de real, aparte de este fulgor? ¿En qué raros instantes había existido? Beryl casi podía recordar cada uno de ellos. Había pensado entonces: "La vida es rica, misteriosa y buena... ¿Seré yo jamás esa Beryl para siempre...? ¿Y cómo? ¿Hubo jamás un tiempo en que no existiera un falso yo...?". Había llegado a este punto cuando oyó resonar pequeños pasos a lo largo del pasillo y moverse el picaporte. Kezia entraba.

-Tía Beryl, mamá pregunta si quieres bajar; te lo ruego; papá está allí con un señor y la comida está dispuesta.

¡Qué aburrimiento! ¡Cómo había arrugado su falda, arrodillándose tan idiotamente!-¡,Muy bien, Kezia!Y Beryl fue al tocador y se espolvoreó la nariz. Kenia vino también, destapó un tarro de crema

y lo aspiró. Debajo del brazo llevaba un gato de calicot muy sucio.Cuando tía l3eryl salió de su habitación, corriendo, Kezia, sentó el gato sobre el tocador y le

puso la tapa del tarro de crema sobre la oreja.

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-Ahora, mírate -dijo con tono severo.El gato de calicot se impresionó tanto al verse, que se cayó hacia atrás, saltó, y volvió a saltar

hasta el suelo. La tapa voló por el aire, fue rodando por el linóleo, como una moneda, y no se rompió.

Pero, para Kezia, se había roto desde el momento en que había volado por el aire; la recogió toda caliente de emoción y la volvió a poner encima del tocador.

Después huyó sobre la punta de los pies, demasiado de prisa y ligeramente.

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Felicidad

Bliss, 1918

A pesar de que Bertha Young tenía treinta años, todavía pasaba por momentos como éste en los que quería correr en vez de caminar, dar pasos de baile entre la vereda y la calle, hacer girar un aro, arrojar algo al aire para luego atajarlo, o permanecer de pie y reírse de nada, simplemente, de nada.

¿Qué se pude hacer cuando se tienen treinta años y, a la vuelta de la esquina, nos sobresalta un sentimiento de felicidad -felicidad absoluta- como si nos hubiésemos tragado una porción brillante de aquella tarde de sol y ardiese en el pecho, distribuyendo un tenue rocío de chispas a cada partícula del cuerpo, a cada dedo de los pies y de las manos? ¿No hay manera de expresarlo sin estar ebria o descontrolada? ¡Qué civilización tan idiota! ¿Para qué el cuerpo si hay que tenerlo encerrado en una caja como un viejo violín inútil?

"No, lo del violín no es exactamente lo que quiero decir", pensó mientras subía de prisa las escaleras, tanteaba las llaves dentro del bolso -las había olvidado como de costumbre- y traqueteaba el buzón. "No es lo que quería decir porque..."

-Gracias, Mary -entró al hall.-¿Regresó la niñera?.-Sí, sí.-¿Y llegó la fruta?.-Sí, sí. Llegó todo.-Trae la fruta al comedor, ¿sí? Voy a acomodarla antes de subir.El comedor estaba lúgubre y bastante frío. Sin embargo, Bertha se quitó el tapado; no podía

soportar ni un minuto más el cierre tan ceñido, y sintió el frío helado sobre los brazos. Pero aún permanecía en su pecho ese intenso espacio brillante de donde venía el tenue rocío de chispas. Era casi insoportable. Apenas si se animaba a respirar por miedo a acrecentar el sentimiento, pero tomó un respiro muy profundo. Apenas se si animaba a mirar el frío espejo, pero lo hizo y le devolvió una mujer radiante de labios sonrientes y temblorosos, de ojos grandes y negros, y una actitud atenta como esperando que sucediera algo: algo divino, algo que, sabía, sucedería infaliblemente.

Mary trajo la fruta en una bandeja, un recipiente de vidrio y un hermoso plato azul de extraño brillo, como si hubiese sido sumergido en leche.

-¿Enciendo la luz, señora?-No, gracias. Puedo ver bastante bien.Había mandarinas y manzanas manchadas de carmín fresa; algunas peras amarillas, suaves

como seda, algunas uvas verdes empañadas de plata y un gran racimo de uvas negras. Estas últimas las había elegido para combinarlas con el tono de la alfombra nueva del comedor. Quizá sonaba exagerado y absurdo, pero era la razón por la que las había comprado; en la tienda pensó: "debo comprar uvas negras para hacer resaltar la alfombra", y fue tan sensato en ese entonces.

Una vez que terminó con la fruta y de haber hecho dos pirámides circulares, observó la mesa desde lejos para captar el efecto de los colores, y fue mucho más curioso porque la mesa de madera oscura parecía derretirse en la luz del ocaso y, el recipiente de vidrio y el plato azul, parecían haber quedado suspendidos en el aire. Obviamente que, por su estado de ánimo, le pareció ésto de una belleza increíble. Comenzó a reír.

"No, no. Me estoy volviendo histérica". Cargó el bolso, el tapado y corrió escaleras arriba hasta el cuarto del bebé. La niñera estaba sentada junto a una mesita baja, dándole la cena a la pequeña B tras haberla bañado. Llevaba puesto un babero blanco, un saquito azul y, en su cabello negro y fino, le habían peinado un gracioso rulito. Alzó la vista cuando vio a su madre, y comenzó a saltar.

-Ahora, bebé, a comer como una buena niñita -dijo la niñera haciéndole a Bertha una mueca que ésta conocía, y significaba que había llegado en otro mal momento.

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-¿Se comportó bien hoy?-Una dulzura toda la tarde -suspiró la niñera- Fuimos al parque, me senté en un banco y la

saqué del cochecito, entonces vino un perro grande, puso su cabeza sobre mi falda y la pequeña B se colgó y tironeó de sus orejas... debió haberla vista.

Bertha quiso preguntar si no era peligroso dejar que un bebé se colgara de las orejas del perro de un extraño, pero no se atrevió. Se quedó mirándolas, con las manos a los costados del cuerpo, como una niña pobre frente a una niña rica que juega con una muñeca. El bebé volvió a alzar la vista, asombrado, y sonrió con un encanto tal que Bertha no pudo evitar el llanto.

-Ah... déjame que termine de darle su cena mientras acomodas las cosas del baño.-Bueno. No debería andar de mano en mano cuando come, -suspiró la niñera- la inquieta; es

muy probable que la moleste. Qué absurdo era eso. ¿Para qué tener un bebé si duerme, no en un cofre como un violín

preciado, sino en los brazos de otra mujer?-¡Qué importa! -exclamó Bertha. La niñera le entregó el bebé muy ofendida.-No la excite después de la comida. Sabe que siempre lo hace y soy yo quien tiene que pasar la

tarde con ella después. Por suerte, la niñera desapareció del cuarto con las toallas.-Ahora te tengo sólo para mí, cosita preciosa.- dijo Bertha al momento que el bebé se recostaba

sobre ella. Era tan linda cuando comía, mantenía los labios hacia arriba a la espera de la cuchara y agitaba las manitos. A veces, no dejaba retirar la cuchara de la boca y, otras, cuando Bertha acababa de llenarla, la pequeña B la apartaba con las manos, blandiéndola a los cuatro vientos.

Una vez terminada la papilla, Bertha se volvió hacia la chimenea. "Eres hermosa, muy hermosa...", dijo y besó a su bebé tibio, "te quiero muchísimo". Y quería tanto a su hija -con el cuello inclinado hacia atrás, la exquisitez de los pequeños pies brillando a la luz del fuego- que sintió el retorno de esa felicidad, la misma sensación de no saber cómo expresarla, o qué hacer con ella.

-Tiene teléfono -dijo la niñera y fue triunfante a recuperar a su pequeña B. Bertha bajó volando hasta el teléfono. Era Harry.

-¿Bertha? Mira, llegaré tarde. Voy a tomar un taxi y trataré de estar cuanto antes, pero retrasa la cena diez minutos, sí?

-Sí, de acuerdo... ¡Ah, Harry!-¿Sí?... ¿Qué tenía para decirle? Nada, solamente quería retenerlo un momento más, era estúpido pero

no podía sino llorar.-¿No ha sido un día divino hoy?-¿Qué significa eso? -contestó con la voz seca.-Nada. Entendu -dijo ella, colgó el teléfono y pensó que la civilización era más que idiota.Venía gente a cenar a casa. Los Norman Knights -una pareja muy rica-, él estaba por inaugurar

un teatro y ella estaba terriblemente obsesionada con la decoración de interiores; el joven Eddie Warren, quien recientemente había publicado su libro de poemas y a quien todos invitaban a cenar y un "hallazgo" de Bertha: la señorita Perla Fulton. Bertha no sabía a qué se dedicaba su nueva amiga. Se habían conocido en el club social y Bertha se había enamorado de ella, como solía enamorarse de ciertas mujeres en las que veía algo especial.

Lo intrigante era eso, porque, pese a que se habían visto un par de veces y habían estado hablando, aún Bertha no podía descifrar a Perla. Hasta cierto punto, Perla, era con frecuencia extremadamente franca, pero el punto estaba allí, y más allá de eso no iría ¿ Había algo más allá de eso? No, decía Harry sugiriendo que Perla era aburrida, fría como todas las rubias, con ese toque de anemia cerebral. Sin embargo, Bertha no estaba de acuerdo con él en absoluto, no aún.

"No, la manera que tiene de sentarse, con la cabeza levemente inclinada hacia un costado y sonriendo, Harry, y quisiera saber qué hay detrás de ese gesto". "Probablemente tenga un buen estómago", contestaba Harry y tenía razón al advertir a Bertha con comentarios de ese tipo: "hígado

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congelado, querida" o "pura flatulencia" o "deficiencia renal". Por algún motivo Bertha disfrutaba oír a Harry hablar así, admiraba esa actitud.

Entró en la sala y avivó el fuego; luego, recogiendo uno por uno los almohadones que Mary había puesto con cuidado, los arrojó sobre el sillón y el diván. Lucía entonces diferente, la habitación cobró vida al instante. Estaba por arrojar el último y la sorprendió el verse abrazada al almohadón apasionadamente. Pero esto no le quitó el calor del pecho sino todo lo contrario.

Las ventanas de la sala se abrían a un balcón con vista al jardín. Al final del terreno, contra la pared, había un peral florecido, alto, erguido, perfectamente de pie contra el jade apacible del cielo. Bertha sintió, pese a la distancia, que no tenía ni un solo parásito ni un pétalo marchito. Debajo, en el césped, los tulipanes rojos y amarillos, cargados de flores, parecían descansar sobre el ocaso. Un gato gris se rascaba la panza recostado sobre el césped, y otro negro -su sombra- lo seguía detrás. El verlos tan atentos y sigilosos le transmitió a Bertha un curioso temblor. "¡Qué cosa más escalofriante son los gatos!"; tartamudeó, se alejó de la ventana y comenzó a caminar yendo y viniendo.

Los junquillos emanaban un aroma fuerte en la habitación cálida. ¿Demasiado fuerte?. No. Y aún, al advertir el retorno de ese sentimiento, se desplomó en el diván y presionó las manos contra los ojos. "Soy tan increíblemente feliz", murmuró. Y le parecía ver aún, sobre sus párpados, el peral de capullos abiertos: símbolo de su propia vida.

La verdad es que lo tenía todo: era joven; Harry y ella estaban tan enamorados como el primer día, seguían juntos de manera espléndida y eran buenos compañeros; tenía un bebé hermoso; no tenían preocupaciones económicas; una casa y un jardín amplios y confortables; y mantenían amistades con el tipo de gente que les agradaba: amigos modernos, personas emocionantes, escritores, pintores, poetas y gente interesada en cuestiones sociales. Después estaban los libros, la música; hasta había encontrado una maravillosa modista; viajaban al extranjero en verano y la cocinera nueva hacía los mejores omelettes.

"Soy ridícula ¡Absurda!". Se sentó; estaba un tanto mareada, como ebria; debió haber sido el sobresalto. Ahora, estaba tan cansada que no tenía fuerzas para subir a vestirse.

Un vestido blanco, un largo collar de cuentas verdes, zapatos también verdes y medias. Nada era casual; lo había pensado durante horas parada delante de la ventana en la sala. Sus pétalos crujieron delicadamente en el hall; saludó a la Sra. Norman Knight, quien estaba quitándose el más extravagante tapado naranja con una procesión de monos alrededor del dobladillo y en el frente.

"¿Por qué, por qué, por qué la clase media es tan densa? ¡Faltos de un total sentido del humor!"-Querida, no sé cómo llegué aquí.-Mis simpáticos monitos detestan el tren y se subieron a un hombre que casi me come con la

mirada. -dijo la Sra. Norman Knight. "No fue gracioso ni grandioso", pensó Bertha, "me hubiese gustado que lo fuera", sólo observó fijamente, "me aburro infinitas veces".

-Pero lo gracioso de todo fue -dijo Norman colocándose el monóculo -¿no te molesta que lo cuente, Face? -se hacían llamar Face y Mug en la intimidad y con amigos -Lo gracioso fue que una vez satisfecha, se dio vuelta hacia la mujer que tenía al lado, y dijo "¿nunca ha visto un mono?" -La Sra. Norman Knight se unió en carcajada con su marido -¿No fue gracioso, en realidad?

Y lo más cómico era que, ahora, tras haberse quitado el tapado, aún parecía un mono inteligente; incluso con su vestido de seda amarilla como cáscara de banana, y los aros color de ámbar que parecían diminutas nueces colgando.

-Esto es muy triste -dijo Mug al pasar frente al cochecito de la pequeña B -Cuando el cochecito entra en la sala... -y saludó al resto de los comensales.

Tocaron el timbre. Era Eddie Warren, pálido y delgado, como siempre, en un estado de estrés agudo.

-¿Es aquí, verdad? -preguntó.-Creo que sí, eso espero... -respondió Bertha cálidamente.-Tuve una experiencia horrorosa en el taxi; el conductor era un cínico. No podía hacer que se

detuviera; cuanto más golpeaba y le gritaba, más rápido iba. Y bajo la luz de la luna, la figura difusa de su cabeza aplastada, agazapada al volante... -se estremeció al momento que se quitaba una

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interminable bufanda blanca. Bertha se percató de que también las medias eran blancas, lo que le daba un toque encantador.

-Pero qué horror -exclamó ella.-Sí, así fue -contestó Eddie y la siguió a la sala -De pronto, me vi conduciendo a través de la

Eternidad en un taxi sin tiempos. Eddie conocía a los Norman Knight. De hecho, estaba por escribir una obra para cuando ellos

inauguraran el teatro.-Bueno, Warren, ¿cómo marcha la obra? -preguntó Norman Knight dejando caer el monóculo

para darle un minuto de respiro a su ojo antes de volver a atornillarlo.-Pero, Warren, ¡qué medias tan divertidas! -exclamó la señora Norman Knight-Me alegra que le gusten -dijo Eddie mirándose los pies. -Parecen haberse vuelto mucho más

blancas con la llegada de la luna. -volvió su rostro joven, con un dejo de lamento, hacia Bertha -Hay una luna, sabías...

-Estoy segura de que la hay muy a menudo.- Bertha quería llorar.Eddie era una de las personas más atractivas; pero también lo era Face, de cuchillas al lado del

fuego con su vestido piel de banana, al igual que Mug que fumaba un cigarro y decía, sacudiendo las cenizas:

-¿Por qué la novia manchada de alquitrán?-Y aquí vamos, otra vez... -La puerta de entrada se abrío de un portazo y se cerró de otro.-Hullo, gente -gritó Harry al entrar -Bajo en cinco minutos -y lo oyeron salir disparando hacia

arriba. Bertha no pudo evitar una sonrisa; sabía cuánto disfrutaba Harry vivir bajo presiones. Después de todo, qué eran cinco minutos más. Pero les haría creer a todos que se preocupaban más de la cuenta. Entonces, los sorprendería cuando entrara en la sala fresco y repuesto. Harry tenía tanto deleite para la vida. Ella apreciaba su manera de ser, su pasión por luchar: trataba de obtener todo lo que se le cruzaba en el camino y eso era otra prueba más de su poder y su valentía. Bertha lo entendía, aún cuando actuaba de esa forma y se tornaba ridículo frente a gente que no lo conocía bien, porque siempre iba al choque aunque no hubiese motivos para pelear. Bertha hablaba y reía, y olvidó, hasta que Harry entró en la sala -justo como lo imaginó-, que aún Perla Fulton no había llegado.

-Me pregunto si la señorita Fulton lo habrá olvidado... -Eso espero -dijo Harry -¿Está en el teléfono?-¡Ah! Llegó un taxi - Bertha sonrió con ese aire de propietaria que solía asumir cuando sus

hallazgos femeninos eran nuevos y misteriosos. -Vive en taxi.-Va a engordar, entonces. -dijo Harry con frialdad mientras llamaba a cenar con una campanita

-Y eso sería terrible para una dama rubia.-Harry, basta -advirtió Bertha riéndose de él. Vino otro momento breve, mientras esperaban, en

el que charlaron, rieron, fue un poquito de distensión para todos, pero pasó rápido. Y luego apareció la señorita Fulton sonriendo, vestida de plata, y una cinta plateada sujetándole el cabello rubio. Y después apareció la señorita Fulton, toda de plata, con una cinta plateada sujetándole el cabello rubio y la cabeza un poco inclinada hacia un costado.

-¿Llego tarde? -No todavía. Por acá, por favor -dijo Bertha, la tomó del brazo y se dirigieron al comedor.¿Qué había en el frío contacto de ese brazo que, a su vez, podía avivar todo el fuego de la dicha

que Bertha sentía y con la que no sabía qué hacer? Perla Fulton no la miraba; luego, rara vez, dirigía la mirada directamente a los invitados. Las pestañas caían pesadas sobre sus ojos, y la extraña media sonrisa iba y venía en sus labios, como si viviera más oyendo que observando. De repente, Bertha presintió que esa mirada tan personal, privada, ya había pasado entre ambas, como si se hubiesen comunicado con un "Tú, también". Vio a Perla Fulton revolver la sopa de tomate servida en un plato gris, y creyó sentir lo mismo que ella. Los otros, Face y Mug, Eddie y Harry hacían subir y bajar las cucharas, se secaban los labios en las servilletas, pellizcaban algo de pan, jugaban con el tenedor y las copas, charlaban.

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-La conocí en un espectáculo en Alpha -la personita más rara de todas. No sólo se había cortado el cabello sino que también parecía haberse recortado un poco las piernas, los brazos, el cuello y esa pobre naricita.

-¿No es demasiado liée con Michael Oat?-¿El tipo que escribió El amor en dientes falsos?-Quiere escribir una obra para mí. Un solo acto. Un solo hombre. Decide suicidarse. Da todas

las razones por las que debe hacerlo y por las que no debe. Y cuando acaba de tomar una decisión por sí o por no, entonces se corre el telón. No es una mala idea.

-¿Cómo la va a llamar: Complicación estomacal?-Me parece haber leído la misma idea en una crítica francesa, bastante desconocida en

Inglaterra. No se entendían en absoluto; eran simplemente ellos, pero a Bertha le gustaba tenerlos a todos

allí, sentados a su mesa para darles una cena y vino deliciosos. De hecho, estaba deseosa de decirles qué hermoso grupo hacían, tan decorativo, cómo se resaltaban mutuamente y le recordaban a una obra de Tchekof.

Harry disfrutaba la cena. No estaba siendo natural pero tampoco era una postura; era un algo que lo caracterizaba. Hablaba de la comida y se vanagloriaba de su tímida pasión por la carne blanca de la langosta y el verde del helado de pistacho -verde y frío como ojos de bailarinas egipcias. Cuando él levantó la vista y comentó "Bertha, este souffle es admirable", ella contuvo un lloriqueo infantil. Pero, qué era lo que la hacía sensibilizarse con el mundo entero esa noche... Todo estaba muy bien. Todo lo que sucedía parecía colmar la copa de la felicidad. Y aún llevaba la imagen del peral en el fondo de su mente. Debía estar plateado en este instante bajo la luz de la luna del pobre Eddie, plateado como Perla Fulton que sostenía, ahora, una mandarina entre los dedos estilizados, tan pálidos que una luz parecía venir de ellos.

Lo que no lograba descifrar -que era un milagro- era cómo podría adivinar el ánimo de Perla, tan exacto e instantáneo; porque no dudó ni un segundo que Perla se sintiera bien ni, menos que menos, con qué podía salirse. "Creo que estas cosas suelen pasar muy rara vez entre mujeres pero nunca entre los hombres", pensó Berta: " y, tal vez, mientras preparo café en la sala, ella dé una señal".

Ni siquiera Bertha sabía a qué se refería con esto ni se imaginaba lo que pasaría después. Se encontró hablando y riendo al tiempo que pensaba así. Hablaba para no dejar escapar la risa, "reír o morir", pensaba. Pero cuando vio que Face tenía el curioso hábito de meter algo dentro del canesú, como si ocultara un secreto allí -un tesoro de nueces- Bertha tuvo que enterrarse la uñas en la palma de la mano para no estallar en carcajada.

Había pasado finalmente.-Vengan conmigo, les enseñaré la cafetera nueva -dijo Berta.-Sólo una vez cada quince días tenemos una cafetera nueva -comentó Harry. Esta vez Face la

tomó del brazo; Perla sacudió la cabeza y la siguió.El fuego había muerto en la sala, algunas brazas aún rojas daban chasquidos como una criatura

fastidiosa. En la sala el fuego se había reducido a un incandescente nido de pichones de ave fénix. -Por un momento, no enciendas la luz. Es tan hermoso. Se agazapó junto al fuego. Siempre

sentía frío... "sin su tapado rojo, claro", pensó. Y en ese momento, Perla, dio la señal:-¿Tienes jardín? -pronunció con su voz fría y adormecida. Fue tan exquisito de su parte que

Berta sólo pudo obedecer. Cruzó la habitación, apartó las cortinas y abrió las amplias hojas del ventanal. "¡Allí!", exhaló .

Las dos mujeres quedaron juntas, de pie, observando el esbelto árbol florecido. A pesar de que estaba allí quieto, parecía estirarse como la llama de una vela, apuntando, temblando en el aire brillante, haciéndose cada vez más alta a medida que lo observaban, casi a punto de tocar el borde redondo de la luna de plata. ¿Cuánto tiempo estuvieron allí paradas? Ambas, como sea, atrapadas por la luz exótica de ese círculo, entendiéndose la una con la otra perfectamente, criaturas de otro

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mundo, y preguntándose qué habrían de hacer con el tesoro de la dicha que les ardía en el pecho y les bañaba el cabello y las manos en flores plateadas.

¿Para siempre; o fue un momento? Y Perla dijo: "Sólo eso". ¿O lo había soñado todo? Luego la luz cesó, Face preparó café y Harry dijo:

-Mi querida señora Knight, ni me pregunte por la bebé porque nunca la veo. No sentiré ningún interés por ella hasta tanto no tenga novio.

Mug se sacó el monóculo por un momento pero lo volvió a colocar pronto, Eddie Warren bebía el café con cara de angustia, dejando descansar el pocillo, como si al beberlo viera una araña.

-Lo único que quiero es darles un espectáculo a los muchachos. Creo que Londres está colmado de fracasos, faltan obras. Lo que quiero decirles es "Acá tienen el teatro" ¡Avance el fuego!

-¿Sabías que voy a decorar un cuarto para Jacob Nathans? Estoy tentada de hacer algo con un toque de pescado frito, respaldos de butacas imitando sartenes, y papitas haciendo de borlas en todas las cortinas.

-El problema con nuestros jóvenes que escriben es que aún son muy románticos. No puede uno despedirse del mar sin dejar de descomponerse y necesitar un balde para vomitar ¿Por qué no habrían de tener el coraje de esos baldes?

-Un horroroso poema sobre una joven que fue violada por un ladrón sin nariz en el bosque pequeño...

Perla Fulton se hundió en el sillón más bajo y profundo y Harry convidaba cigarros. Por la manera en la que se detuvo frente a ella agitando la cajita plateada, y deciendo: "Egipcios, turcos, de Virginia... están todos mezclados" , Bertha se dio cuenta de que Perla no sólo lo aburría sino que en verdad le disgustaba. Y por la manera en la que Perla respondió "No, gracias, no fumo", Bertha supo que ella había captado ese mal ánimo de Harry y estaba dolida.

-Harry, no demuestres tu disgusto hacia ella. Estás bastante equivocado con respecto a ella. Perla es maravillosa; además, cómo puedes sentir algo tan diferente por alguien que significa tanto para mí. Trataré de contarte esta noche, ya en la cama, lo que ha estado ocurriendonos. Te contaré qué cosas compartimos...

Ante esas palabras finales, algo extraño y tétrico se precipitó sobre su mente; un algo morboso le susurraba: "pronto partirá toda esta gente. La casa estará en silencio. Las luces se apagarán. Y ambos estarán solos en la oscuridad del cuarto, en la cama cálida..." Saltó de la silla y corrió al piano.

-Es una pena que nadie toque algo... Por primera vez en su vida, Bertha Young deseó a su marido. Lo amaba, había estado

enamorada de él, por supuesto, en todo sentido, pero nunca de esta manera. Y, por supuesto que entendía también que él era diferente de ella. Solían discutir sobre eso. Le había preocupado terriblemente al principio encontrarse tan fría, pero con el tiempo eso dejó de ser un problema. Eran tan sinceros, tan compinches, y eso era lo mejor de ser una pareja moderna. Ahora, las palabras le dolían en el cuerpo, ardían fervientes. ¿A esto la había llevado el sentimiento de felicidad? Pero, luego:

-Querida, lamentablemente, somos víctimas del tiempo y del tren. Tenemos que llegar a Hampstead. Todo estuvo muy lindo -saludó la señora Norman Knight.

-Te acompaño al hall. Me encantó tenerte hoy. Pero no quiero que pierdan el tren, debe ser muy desagradable, no?

-Tomemos un whisky, Knight, antes de que te vayas -ofreció Harry.-No, gracias, muchacho. -Bertha le apretó la mano a Harry por esto mientras la sacudía.-Adiós, buenas noches. -saludó desde el último escalón, pero sintió que algo de sí se alejaban

con ellos para siempre. Cuando regresó a la sala, el resto estaba por irse.-Entonces podemos compartir el taxi...-Estaría muy agradecido de no tener que enfrentarme solo a otro viaje después de la horrorosa

experiencia que tuve.-Lo pueden tomar en la parada, justo al final de la calle. No tendrán que caminar más que unos

metros.

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-Eso es cómodo. Voy por mi tapado. -Perla se dirigió hacia el hall y Bertha la seguía cuando Harry casi se le adelantó:

-Déjame ayudarte. -Bertha sabía que él estaba compensando su actitud agresiva, así que, lo dejó. A veces, se comportaba como un niño, impulsivo, simple. Eddie y ella quedaron junto a la chimenea.

-Me pregunto si has visto del nuevo poema de Bilks : Table d´Hôte . -dijo Eddie suavemente -Es maravilloso. Al final, una antología. ¿No tienes una copia? Tengo tantas ganas de mostrártelo. Comienza con una frase increíblemente hermosa: "¿Por qué siempre debe haber sopa de tomate?".

-Sí. -contestó Bertha. Sin hacer ruido caminó hasta una mesita en el comedor; Eddie fue tras ella en igual silencio. Bertha tomó el libro y se lo entregó; no hicieron el mínimo ruido.

Mientras Eddie lo hojeaba, ella volvió la vista el hall y vio a Harry sosteniéndole el tapado a Perla, quien le daba la espalda y tenía la cabeza levemente inclinada a un costado. Hizo a un lado el tapado, la tomó de los hombros y la giró violentamente hacia él. Sus labios dijeron: " te adoro", Perla acarició las mejillas de Harry con sus dedos finos y pálidos, y le sonrió dulcemente. Harry infló las fosas nasales y le devolvió una sonrisa brillante, y murmuró: "Mañana"; y con un parpadeo Perla dijo: "Sí".

-Aquí está -dijo Eddie -"¿Por qué siempre debe haber sopa de tomate?". Es absolutamente cierto, no crees. La sopa de tomate es eternamente horrorosa.

-Si prefieren puedo llamar un taxi y hacer que pare en la puerta -dijo Harry en voz alta, desde el hall.

-No, no es necesario -contestó la señorita Fulton, se acercó a Bertha y le ofreció la mano de dedos finos.

-Buenas noches. Y muchas gracias.-Buenas noches -dijo Bertha. La señorita Fulton sostuvo su mano un momento más.-Ese hermoso peral... -murmuró; y después desapareció con Eddie detrás de ella siguiéndola

como el gato negro al gris.-Cerraré la puerta -dijo Harry con frialdad, pero relajado."Ese hermoso peral... peral... peral".Bertha se limitó a correr hasta el ventanal. "Qué irá a pasar ahora...", se dijo angustiada. Sin

embargo, el peral estaba hermoso como siempre, lleno de flores como siempre y siempre inmutable.

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Sopla el viento

The Wind Blows, 1915

Repentinamente... horriblemente... ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado... es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras... sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.

-¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste... Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores... Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve... el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.

-¡Por el amor de Dios, dejen cerrada la puerta del frente! ¡Entren por atrás! -grita alguien. Y después la voz de Bogey:

-Mamá, te llaman por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero. ¡Qué horrible es la vida... un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el

elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá por atrás. Pero mamá la ha visto.

-¡Matilde! ¡Matilde! ¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente?

-No puedo demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase. -¡Regresa de inmediato!No lo hará. No lo hará. Odia a su madre.-¡Vete al infierno! -grita, y corre calle abajo.En olas, en nubes, en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y

pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la calle donde vive el señor Bullen, llega el lamento del mar: “¡Ah... ah... !”

Pero la sala del señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están cerradas; entrecerrados los postigos, y ella no ha llegado tarde. La chica-que-está-antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDoweIl. El señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa.

-Siéntate -le dice. Siéntate en un rincón del sofá, damita. Qué divertido es. No es que se ríe de uno, exactamente... pero hay algo... ¡Oh, qué tranquilo

está todo aquí! Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos... hay un gran jarrón

lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a la desteñida fotografía de Rubinstein... a mon ami Robert Bullen... Sobre el negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa

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a una mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en las manos.

-¡No, no! -dice el señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano, pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida... se sonroja! ¡Qué ridícula!

Ahora la chica-que-está-antes se ha ido, la puerta del frente se cierra de un portazo. El señor Bullen regresa y camina de arriba abajo muy suavemente, esperándola. ¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de su carpeta de música. Es el viento... Y su corazón late con tanta violencia que le parece que le levanta y le baja la blusa con cada latido. El señor Bullen no dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El señor Bullen se sienta junto a ella.

-¿Empiezo con las escalas? -pregunta ella, retorciéndose las manos-. También tenía unos arpegios.

Pero él no responde. Ella cree que ni siquiera la ha oído... y entonces, de repente, su fresca mano, la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven.

-Vamos a hacer algo del viejo maestro -dice. Pero por qué le habla con tanta amabilidad... con tantísima amabilidad... y como si se

conocieran desde muchísimo tiempo atrás, y lo supieran todo uno de otro. Lentamente, él vuelve la página. Ella observa su mano... es una mano hermosa y siempre parece

recién lavada. -Estamos aquí -dice el señor Bullen. Oh, esa voz amable. Oh, ese movimiento: en tono menor. Aquí vienen los pequeños tambores... -¿Hago la repetición? -Sí, pequeña. Su voz es demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba abajo en el

pentagrama como negritos sobre una cerca. Por qué es tan... Ella no llorará... no tiene por qué llorar...

-¿Qué te pasa, pequeña? El señor Bullen le toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza. Se apoya un

poquitito en él, pone su mejilla contra la áspera tela. -La vida es tan horrible -murmura, pero no siente en absoluto que sea horrible. Él dice algo

acerca de “esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es una mujer”, pero ella no lo escucha. Es tan cómodo esto... para siempre...

De repente la puerta se abre y aparece Marie Swanson que ha llegado horas antes de su clase. -Toca el alegretto un poco más rápido -dice el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar

de arriba abajo una vez más. -Siéntate en el rincón del sofá, damita -le dice a Marie.*El viento, el viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro y la

jofaina blancos relucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí está, profundamente dormida... ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella zurcirá todos esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No lo hará. No, mamá. No veo por qué debo hacerlo... ¡El viento... el viento! Hay un raro olor a hollín que se cuela por la chimenea ¿Alguien le ha escrito poemas al viento...? “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”... ¡Qué tontería!

-¿Eres tú, Bogey? -Vamos a caminar por la explanada, Matilde. No aguanto más. -Ahora mismo. Me pondré el impermeable. ¡Qué día espantoso! El impermeable de Bogey es igual al de ella. Abrochándose el cuello, se mira en el espejo.

Tiene el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios calientes. ¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo! Hasta luego, querido, regresaremos pronto.

-Esto es mejor, ¿no es cierto? -Agárrate de mi brazo -dice Bogey.

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No pueden caminar tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciudad, por el asfalto que zigzaguea y junto al que crece salvaje el hinojo, hasta llegar a la explanada. Oscurece... empieza a oscurecer. El viento es tan fuerte que tienen que esforzarse por avanzar, tambaleándose como dos borrachos. Todas las pobres plantitas de pohutukawa de la explanada se doblan hasta el suelo.

-¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más! El mar está muy alto por encima de la escollera. Se quitan los sombreros y el pelo se les vuela

hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto que las olas no rompen sino que golpean contra el áspero muro de piedra, absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua de mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca siente un sabor frío y húmedo.

A Bogey le está cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es divertido... hace reír... y de algún modo está de acuerdo con el día. El viento se lleva sus voces... lejos vuelan sus frases como delgadas saetas.

-¡Más rápido! ¡Más rápido! Ya está muy oscuro. En el puerto, las barcazas carboneras tienen dos luces: una en el mástil y

otra en la popa. -Mira, Bogey. Mira allí. Un gran vapor negro que deja escapar una larga columna de humo, con las escotillas

iluminadas, con luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino a... Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso... Ellos están a bordo, con los brazos entrelazados y apoyados en la barandilla.

-... ¿Quiénes son? -... Son hermanos. -Mira, Bogey, allí está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está el reloj del correo dando la

hora por última vez. Allí está la explanada por la que caminamos aquel día ventoso. ¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música... ¡Cuántos años atrás! Adiós, islita, adiós...

Ahora la oscuridad extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!... Pero, ahora el barco se ha ido.

El viento... el viento.

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Psicología

Psychology, 1919

Cuando abrió la puerta y lo vio allí parado, se sintió más complacida que ninguna otra vez y él también al seguirla al estudio, parecía muy, muy feliz de haber venido.

-¿No estabas trabajando? -No. Estaba por tomar el té. -¿Y no estás esperando a nadie? -No, a nadie. -Ah, muy bien. Puso a un lado su abrigo y su sombrero con suavidad, con lentitud, como si tuviera tiempo de

sobra para todo, o como si se despidiera de ellos para siempre, y se acercó a la chimenea y extendió sus manos ante las llamas rápidas y saltarinas.

Por un instante ambos quedaron en silencio en aquella luz movediza. Sin embargo, como fuera, gustaron en sus labios sonrientes la dulce sorpresa de su encuentro. Sus espíritus secretos susurraban:

-¿Para qué hablar? ¿No basta con esto? -Es más que suficiente. Nunca comprendí hasta este instante... -Qué maravilla sólo estar contigo. -Así... -Es más que suficiente. Pero de pronto él se volvió y la miró y ella se alejó rápidamente. -¿Tienes un cigarrillo? Voy a poner a calentar el agua. ¿Estás deseando una taza de té? -No. Deseando, no. -Bueno, yo sí. -Oh, tú. -Pegó un puñetazo al almohadón armenio y se tiró sobre el sommier-. Eres una perfecta

mujercita china. -Sí, lo soy -rió-. Ansío el té como los hombres fuertes ansían el vino. Encendió la lámpara bajo la ancha pantalla anaranjada, corrió las cortinas y acercó la mesa del

té. Dos pájaros cantaban en la pava; el fuego aleteaba. El se sentó abrazando sus rodillas. Era encantador... este asunto de tomar el té... y ella siempre tenía cosas deliciosas para comer... pequeños sandwiches picantes, palitos cortos y dulces de almendra, y una torta oscura y suculenta con gusto a ron... Pero era una interrupción. Quería que hubieran terminado, la mesa lejos, ambas sillas cerca de la luz, y que hubiera llegado el momento en el que él sacara su pipa, la llenara, y dijera, apretando el tabaco fuertemente en el hueco: "Estuve pensando acerca de lo que me dijiste la última vez y me parece que... ".

Sí, eso era lo que él esperaba y ella también. Sí, mientras calentaba la tetera y la secaba sobre la llama de la estufa, ella vio esos otros dos: él,

inclinado hacia atrás, descansando entre los almohadones, y ella, acurrucada como un caracol en el sillón azul nacarado. La imagen fue tan clara y tan diminuta que podía haber estado pintada en la tapa de la tetera azul. Y sin embargo no podía apurarse. Casi hubiera gritado: "Dame tiempo". Necesitaba tiempo para calmarse. Quería tiempo para liberarse de todas esas cosas familiares con las que convivía tan ardientemente. Porque todas esas cosas alegres que había a su alrededor eran parte de ella... Sus retoños... Y ellos lo sabían y elevaban sus protestas más grandes, más vehementes. Pero ahora debían irse. Debían ser barridos, alejados... como niños, enviados por las sombrías escaleras, llevados a la cama y con la orden de dormir... enseguida... ¡sin chistar!

Porque la especial cualidad excitante de su amistad residía en la entrega más completa. Como dos ciudades abiertas en medio de cierta vasta planicie, ambas mentes yacían abiertas la una para la

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otra. Y no era como si él entrara a la de ella a caballo como un conquistador, armado hasta los dientes y sin ver más que un alegre aleteo de sedas, ni entraba ella a la de él como una reina caminando suavemente sobre pétalos. No, eran viajeros ansiosos, serios, absortos en entender lo que se brindaba a sus ojos y descubriendo lo que hubiera de oculto... aprovechando al máximo esta extraordinaria oportunidad absoluta que hacía posible que él fuera totalmente veraz para con ella, y que ella fuera totalmente sincera para con él.

Y lo mejor de todo era que ambos eran lo suficientemente adultos como para poder disfrutar de su aventura plenamente sin estúpidas complicaciones emocionales. La pasión hubiera arruinado todo; ambos entendían eso muy bien. Además, todo ese tipo de cosas había terminado para los dos... él tenía treinta y un años, ella treinta... Habían tenido sus experiencias, y éstas habían sido plenas y variadas, pero había llegado la época de la vendimia... la. vendimia. ¿Acaso sus novelas no serían grandes novelas? Y las obras de teatro de ella. ¿Quién sino ella tenía ese exquisito sentido de la verdadera Comedia Inglesa?...

Con cuidado cortó la torta en pequeños trozos gruesos y él extendió la mano para tomar uno. -¿Te das cuenta qué rico que está? -imploró ella-. Cómelo con imaginación. Entorna los ojos si

puedes y gústalo con el aliento. No es un sandwich de la bolsa del sombrerero... es la clase de torta que podían haber mencionado en el Libro del Génesis Y Dios dijo: "Que haya torta. Y hubo torta. Y Dios vio que era bueno".

-No necesitas suplicarme -dijo él-. De veras que no necesitas hacerlo. Es algo raro pero siempre me fijo en lo que como aquí y nunca en ninguna otra parte. Supongo que eso me pasa por haber vivido tanto tiempo solo y por estar siempre leyendo mientras como... mi costumbre de considerar a la comida sólo como comida... algo que está ahí, en ciertos momentos... para ser devorado... que está... para no estar-. Rió.

-Eso te escandaliza. ¿No es cierto? -Hasta la médula -dijo ella. -Pero... mira... -Alejó su taza y empezó a hablar rápidamente:- Simplemente no tengo vida

exterior. No conozco para nada el nombre de las cosas... de árboles y eso... y nunca me fijo en lugares o en muebles o en el aspecto de la gente. Un cuarto se parece a otro, para mí... un lugar para sentarse y leer o hablar... excepto -y aquí hizo una pausa, sonrió de una manera extraña e ingenua, y dijo:- excepto en este estudio. -Miró a su alrededor y luego la miró a ella; rió asombrado y contento. Parecía un hombre que se despierta en un tren y se da cuenta de que ha llegado, ya, al término de su viaje.

-Esta es otra cosa curiosa. Si cierro los ojos puedo ver este lugar hasta el último detalle... hasta el último detalle... Ahora que lo pienso... nunca me he dado cuenta de esto concientemente antes. Muchas veces, lejos de aquí, vuelvo a visitarlo en mi mente... me paseo por entre tus sillones rojos, contemplo el tazón de frutas sobre la mesa negra... y toco apenas, muy suavemente, esa maravillosa cabeza de niño durmiendo.

La miró mientras hablaba. Estaba colocada en una esquina de la repisa de la chimenea; la cabeza caída hacia un lado, los labios entreabiertos, como si al dormir el niño escuchara algún dulce sonido...

-Adoro a ese niño -murmuró él. Y luego ambos quedaron callados. Un nuevo silencio pasó entre ellos. Nada parecido a aquella satisfactoria pausa que había

seguido a su encuentro... aquel "Bueno, aquí estamos otra vez juntos, y no hay ninguna razón por la que no podamos continuar a partir de donde dejamos la última vez". Aquel silencio podía encerrarse en el círculo de fuego encantador y abrigado y en la luz de la lámpara. Cuántas veces habían arrojado algo en él solo para divertirse viendo las ondas romper contra la orilla en calma. Pero en este estanque desconocido caía ahora la cabeza del niño durmiendo su sueño intemporal... y las ondas se alejaban más y más... sin límites... hacia la profunda y centelleante oscuridad.

Y entonces ambos lo rompieron. Ella dijo: -Debo atizar el fuego-, y él dijo: -Estuve probando un nuevo...

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Ambos escaparon. Ella atizó el fuego y puso la mesa en su lugar, acercó el sillón azul, se acurrucó en él mientras el otro. se reclinó entre los almohadones. ¡Rápido! ¡Rápido! Tenían que evitar que volviera a suceder.

-Bueno, leí el libro que dejaste la última vez. -Ah, ¿y qué te pareció? Habían empezado y todo seguía como de costumbre. Pero ¿era así realmente? ¿No eran apenas

algo demasiado rápidos, demasiado bruscos en sus respuestas, demasiado ansiosos de retomar las palabras del otro? ¿Era esto en verdad algo más que una extraordinariamente buena imitación de otras veces? El corazón de él latía, la mejilla de ella estaba encendida, y lo tonto era que ya no podía descubrir exactamente dónde estaban o qué era lo que exactamente estaba pasando. No tenía tiempo de mirar hacia atrás. Y entonces, cuando ella había llegado a ese punto, volvió a suceder. Perdieron pie, aletearon, cayeron, quedaron en silencio.. Nuevamente fueron inconscientes de la interrogante oscuridad sin límites. Nuevamente, allí estaban... dos cazadores, inclinados sobre el fuego, pero oyendo de pronto de la selva a sus espaldas, un golpe de viento y un grito urgente que preguntaba...

Levantó la cabeza: -Está lloviendo-, murmuró. Y su voz era como la de él cuando había dicho "Adoro a ese niño". Bueno. ¿Por qué no cedían... se entregaban... y veían entonces qué pasaba? Pero no. A pesar de

la preocupación y la vaguedad, sabían lo suficiente como para entender que su preciosa amistad corría peligro. Era ella la que sería destruída, no ellos... sin que ellos tomaran parte.

El se puso de pie, vació su pipa, se pasó una mano por el pelo y dijo: -Me he estado prestando últimamente si la novela del futuro será o no psicológica. ¿Puede uno

estar seguro de que la psicología en tanto psicología tiene algo que con la literatura? -¿Quieres decir que te parece que es probable que esas misteriosas criaturas inexistentes...

jóvenes escritores de hoy... simplemente estén tratando de atribuirse funciones de psicoanalistas? -Sí, creo que, sí. Y creo que es porque esta generación es lo suficientemente inteligente como

para saber que está enferma y para darse cuenta que su única posibilidad de mejoría es investigar los síntomas hacer un exhaustivo estudio estudio de ellos... siguiéndoles el rastro... tratando de llegar a la raíz del problema.

-¡Dios mío! -gimió ella-., ¡Qué perspectiva tan desalentadora! -De ninguna manera -dijo él-. Mira... -La conversación siguió. Y ahora parecía que

verdaderamente lo habían logrado. Ella se volvió en su silla para mirarlo mientras hablaba. Su sonrisa decía: "Ganamos". Y él sonreía de vuelta, confiado: "Rotundamente".

Pero la sonrisa los perdió. Duró demasiado; se convirtió en una mueca. Se vieron a sí mismos como dos pequeños títeres de grotescas sonrisas dando saltos en la nada.

“¿De qué hemos estado hablando?", pensó él. Tan aburrido estaba que casi podía haber gruñido. “Qué espectáculo hemos dado", pensó ella. Y vio preparar trabajosamente... tan

trabajosamente... el terreno y a sí misma corriendo detrás, colocando aquí un árbol y allá un arbusto florido y más acá un puñado de peces brillantes en un estanque. Quedaron en silencio esta vez por absoluta consternación.

El reloj dio seis golpecitos alegres y el fuego revoloteó suavemente. Qué tontos eran... pesados, lerdos, mayores... sin duda de mentes estrechas.

Y ahora el silencio los embrujaba como una música solemne. Era angustia... angustia para ella que lo soportaba y él moriría... moriría si el silencio era quebrado... Y sin embargo ansiaba hacerlo. No hablando. De todas maneras no con el enloquecedor parloteo de siempre. Había otro modo de hablar entre ellos, y de ese nuevo modo quería murmurar: "¿También lo sientes? ¿Entiendes todo lo que pasa?"...

En cambio, ante su propio horror, se oyó decir: -Debo irme; tengo que encontrar a Brand a las seis. ¿Qué diablos le había hecho decir eso en lugar de lo otro? Ella saltó... literalmente saltó de la

silla, y él oyó que ella gritaba: -Debes correr, entonces. El es tan puntual. ¿Por qué no lo dijiste antes?

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"¡Me has herido; me has herido! ¡Hemos fallado!", dijo su ser secreto mientras le alcanzaba su sombrero y su bastón, sonriendo alegremente.

No le daría ni un momento para decir otra palabra; cruzó rápidamente el corredor y abrió la gran puerta de entrada.

¿Podían despedirse así? ¿Cómo podrían hacerlo? El estaba en el umbral y ella dentro sosteniendo la puerta. Ahora no llovía.

"Me has herido... herido", decía su corazón. "¿Por qué no te vas? No, no te vayas. Quédate. ¡No... vete!" Y miró hacia afuera, hacia la noche.

Vio la hermosa escalinata, el oscuro jardín rodeado de hiedras brillantes, del otro lado del camino los enormes sauces desnudos, y por encima de sus cabezas, el cielo inmenso, resplandeciente de estrellas. Pero por supuesto él no vería nada de esto. Estaba muy por encima. ¡El... con su maravillosa visión "espiritual"! Tenía. razón. No veía nada. ¡Tristeza! Lo había perdido. Ahora era demasiado tarde como para hacer nada. ¿Era demasiado tarde? Sí, lo era. Un frío golpe de odioso viento sopló en el jardín. ¡Maldita vida! Oyó que ella gritaba "au revoir" y la puerta se cerró de un portazo.

Al correr de vuelta a su estudio se comportó de una manera muy extraña. Caminó de un lado a otro levantando los brazos y sollozando: "¡Oh! ¡Oh! ¡Qué estupidez! ¡Qué imbecilidad! ¡Qué estupidez!" Y luego se tiró sobre el sommier sin pensar en nada... simplemente tirada allí furiosa. Todo había terminado. ¿Qué había terminado?... Algo. Y nunca volvería a verlo... nunca. Después de un largo, largo rato (o quizás diez minutos) un timbre sonó en su negra hondura con un campanilleo rápido y agudo. Era él, claro. Y también, claro, no debía haber prestado la menor atención, dejando que sonara y sonara. Voló a atender la puerta.

En el umbral apareció una virgen de edad madura, una criatura patética que sencillamente la idolatraba (Dios sabe por qué) y tenía la costumbre de aparecer de pronto y tocar el timbre y decir, cuando abría la puerta: "¡Querida, échame!". Nunca lo hacía. Generalmente le pedía que entrara y la dejaba admirar todo y aceptaba el ramo de flores de aspecto marchito... con demasiada amabilidad. Pero hoy -Ay, lo siento tanto -exclamó-. Pero hay alguien conmigo. Estamos trabajando unas cosas en madera. Estoy terriblemente ocupada esta noche.

-No importa. No importa nada, querida –dijo la buena amiga-. Sólo pasaba por aquí y pensé que podía dejarte unas violetas. -Buscó entre las varillas de un enorme y viejo paraguas-. Las puse por aquí. Es un buenísimo lugar para proteger a las flores del viento. Aquí están, dijo, sacudiendo un ramito mustio.

Por un instante no aceptó las violetas. Pero mientras esperaba en el umbral, sosteniendo la puerta, algo extraño ocurrió... Otra vez vio la hermosa escalinata, el oscuro jardín cercado de hiedras brillantes, los sauces, el inmenso cielo resplandeciente. Otra vez sintió aquel silencio que era como una pregunta. Pero esta vez no titubeó.

Dio un paso hacia adelante. Suave, dulcemente, como si temiera perturbar con una honda aquel infinito estanque de quietud, puso sus brazos alrededor de su amiga.

-Querida -murmuró la amiga feliz, sobrecogida por tanta gratitud-. No son nada, de veras. Solamente un ramito cualquiera de tres peniques.

Pero al hablar era abrazada... con más ternura, abrazada de una manera hermosa, sostenida por una presión tan dulce y por tanto tiempo, que la mente de la pobre mujer empezó a darle vueltas y apenas le alcanzaron las fuerzas para tartamudear:

-Entonces, ¿no te molesto demasiado? -Buenas noches, mi amiga -susurró la otra-. Vuelve pronto. -Sí, sí. Volveré. Esta vez volvió al estudio caminando lentamente y de pie en la mitad de la

habitación con los ojos entrecerrados se sintió tan ligera, tan descansada, como si hubiera despertado de un sueño infantil. Aún el simple acto de respirar era una felicidad. El sommier estaba muy desordenado. Todos los almohadones "como montañas furiosas", decía; los ordenó antes de sentarse al escritorio.

"He estado pensando en nuestra conversación y acerca de la novela psicológica", escribió rápidamente, "y es realmente tan interesante... " Y así sucesivamente.

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Para terminar puso: "Buenas noches, amigo mío. Vuelve pronto".

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FIESTA EN EL JARDÍN

Y OTRAS HISTORIAS

(1922)

The Garden Party and Other Stories

En la bahía

At the Bay, 1921

I

De mañana, muy temprano. Aún no se había levantado el sol, y la bahía entera se escondía bajo una blanca niebla llegada del mar. Al fondo, las grandes colinas recubiertas de maleza, aparecían sumergidas. No se podía ver dónde acababan, donde empezaban las praderas y los bungalows La carretera arenosa había desaparecido, con los bungalows y los pastos al catre ladea; más allá, no se veían mas chic dunas blancas cubiertas de una hierba rojiza; nada indicaba qué era playa, ni dónele se encontraba el mar. Había caído un abundante rocío. La hierba era azul. Gruesas gotas colgaban de los matorrales, dispuestas a caer sin acabar de caer; el toï-toï plateado y flecudo pendía flojamente de sus largos tallos. La humedad inclinaba hasta la tierra todos los ranúnculos y claveles de los jardines. Estaban mojadas las frías fucsias. Redondas perlas de rocío descansaban en las hojas llanas de las capuchinas. Se hubiese dicho chic el mar había venido a golpear dulcemente hasta allí, en las tinieblas, chic una ola inmensa y única había venido a chapotear, a chapotear... ¿Hacia donde? Quizá, al despertarse a mitad de la noche, se hubiera podido ver un pez gordo rozar bruscamente la ventana y huir.

¡Ah... ah.... ah....!, decía el mar adormecido. Y de la maleza llegaba el son de los arroyuelos que corrían vivamente, ligeramente, se deslizaban entre las piedras lisas, penetraban, saltando, en las tazas de las fuentes, sombreadas por helechos, de donde volvían a salir. Se oía el ruido de gruesas gotas salpicando hojas anchas, el ruido de algo más -¿qué sería?-, un vago estremecimiento, una ligera sacudida, una ramita que se quebraba; después, un silencio tal que parecía como si alguien escuchase.

Dando la vuelta al ángulo de la bahía, entre las masas amontonadas de los pedruscos de rocas, avanzó un rebaño de corderos con un tic tac de menudos pasos. Se apretaban unos contra otros, pequeña masa lanuda, oscilante, y sus patas delgadas, semejantes a varitas, trotaban muy de prisa, como si el frío y el silencio les hubiesen asustado. Tras ellos, un viejo perro de pastor, con sus patas mojadas y cubiertas de arena, corría, el hocico en el suelo, pero con aire distraído, como si pensase en otra cosa. Luego, en el agujero encuadrado por las rocas, asomó el pastor. lira un viejo, flaco y tieso, vestido de una zamarra que recubría una red de gotitas menudas, de unos pantalones de terciopelo, atados bajo la rodilla y de un ancho sombrero con un pañuelo azul doblado y anudado alrededor del borde. Llevaba puesta en su cinturón una mano; con la otra sujetaba un palo amarillo, maravillosamente pulido. Y mientras caminaba sin prisa, no cesaba de silbar muy dulcemente, ligeramente, lejana y aérea flauta pastoril de sonido tierno y melancólico. El viejo perro bosquejó

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una o dos de sus cabriolas de otro tiempo; luego se detuvo vivamente, avergonzado de su frivolidad, y dio al lado de su amo, algunos pasos llenos de dignidad. Los corderos avanzaban corriendo, a paso menudo, con pequeños arranques; se pusieron a balar, y unos rebaños fantasmas, contestaron bajo el mar: "¡Be... e... e! ¡Be... e... e!"

Durante algún tiempo les pareció hallarse siempre en el mismo terreno. Allí, por delante de ellos, se extendía la carretera arenosa con sus charcos poco profundos; a cada lado se veían los mismos matorrales mojados, las mismas empalizadas sumergidas en la sombra. Luego algo inmenso apareció: un gigante enorme con la cabeza desmelenada, con los brazos extendidos. Era el gran eucaliptus que había delante de la tienda de la señora Stubbs y, cuando pasaron frente a él, exhaló una fuerte bocanada aromática. Y ahora relucían en la bruma gruesas manchas luminosas. El pastor ceso de silbar; froto en su manga mojada su nariz roja, su barba húmeda y, arrugando los párpados, lanzó una mirada en dirección del mar. Se levantaba el sol. Era maravilloso ver con qué rapidez se clarificaba la niebla, se disolvía en la llanura poco profunda, rodaba sobre la maleza, al levantarse, y desaparecía, corno si tuviese prisa de escapar; grandes jirones retorcidos, enrollados en bucles, se tropezaban, se empujaban unos a otros a medida que los rayos de plata se hacían más anchos. 1:1 ciclo lejano, de un azul puro y deslumbrador se reflejaba en los charcos: las gotas de agua que resbalaban a lo largo de los postes telegráficos, se transformaban de repente en puntos luminosos. Ahora, el mar saltarín, centelleante, era de un tal brillo, que dolían los ojos mirarlo. El pastor sacó de su bolsillo una pipa de horno tan pequeña como una bellota; encontró, a fuerza de andar por los bolsillos, un mogote de tabaco manchado, del cual raspó algunas briznas y llenó su pipa. Era un viejo grave y gallardo. Mientras encendía su pipa y el humo azul salía en volutas alrededor de su cabeza, el perro lo contemplaba y parecía orgulloso de él.

¡Be... e! Be... e... e!'' Los corderos se desplegaron en abanico. Cruzaron por la colonia escolar antes de que el primer durmiente hubiera dado una vuelta en la cama y levantado su cabeza soñolienta; el balido retumbó en medio del sueño de los chiquillos... que tendieron los brazos para atraer, para mimar a los lindos corderitos rizados del ensueño. Apareció entonces el primero de los habitantes: era la gata de los Burnell, colocada en lo alto de la pilastra de portal, despierta demasiado temprano, como de costumbre, y que acechaba a la lechera. Cuando vio al viejo perro del pastor, saltó rápidamente, arqueó la espalda, recogió su cabeza abigarrada de gris y de rojo y pareció estremecerse con un ligero escalofrío de desdén. "¡Uf! ¡Qué grosera y asquerosa criatura!'' -dijo Florrie. Pero el viejo perro, sin levantar los ojos, pasó balanceándose estirando las patas por un lado, luego por otra. Sólo una de las orejas se crispó para demostrar que la había visto y que la consideraba corno una joven muy tonta.

La brisa matutina se alzó sobre la maleza, y el olor de las hojas y de la tierra negra y mojada se mezcló al olor penetrante y vivo del mar. Miríadas de pájaros cantaban. Un jilguero voló por encima de la cabeza del pastor y, colocándose en la extremidad de una ramita, se volvió hacia el sol y erizó las plumitas de su pechuga. Y ya el rebaño había pasado la cabaña del pescador, pasado el pequeño whare negruzco y como calcinado donde Leïla, le lecherita, vivía con su abuela. Los corderos se derramaron por la pantanosa y amarilla pradera, y Wag, el perro, los siguió con su paso elástico y mudo, los juntó, los dirigió hacia la garganta rocosa, más abrupta y más estrecha, que partía de la bahía del Croissant hacia la caleta de la Madrugada. "¡Be... e... e!" Débil, indeciso, venía el grito, mientras el rebaño seguía bamboleándose por la carretera, que se secaba de prisa. El pastor deslizó la pipa en su bolsillo, de manera que el depósito colgase por fuera. Y el dulce silbido aéreo se reanudó en seguida. Wag se puso a correr a lo largo del filo de una roca, en busca de algo que estaba oliendo, y se volvió rápidamente, disgustado. Entonces, empujándose, atropellándose, apresurándose, los corderos dieron la vuelta a la carrera y el pastor les siguió y desapareció con ellos.

II

Algunos momentos después, la puerta trasera de uno, de los bungalows se abrió y una forma vestida con una traje de baño de anchas rayas se lanzó a través del cercado; de un salto franqueó la

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barrera, se precipitó en medio de la hierba tupida, penetró en la torrentera, subió, tropezando, la pendiente arenosa y emprendió una carrera á toda velocidad por encima de los gruesos guijarros porosos, por encima de las piedras frías y húmedas, hasta la arena dura que relucía como aceite. ¡Flic-flac! ¡Flic-flac! El agua hervía alrededor de las piernas de Stanley Burnell, mientras avanzaba chapoteando. Resplandecía de júbilo; él era el primero, como de costumbre. Una vez más les había vencido a todos. Se zambulló bruscamente para remojarse la cabeza y el cuello.

-¡Salud, oh hermano! ¡Salud a ti, oh Poderoso! Una voz de bajo, aterciopelada, sonora, reso-naba, retumbaba, por encima del agua.

¡Caramba! ¡El diablo se lo lleve! Stanley se levantó para ver a lo lejos una cabeza oscura tambaleante y un brazo levantado. ¡Era su cuñado, Jonathan Trout... allí, antes que él!

-¡Magnífica mañana! -cantó la voz.-Sí, muy, hermosa -dijo secamente Stanley. ¿Por qué diablos no se contentaba aquel muchacho

con su parte de mar? ¿Por qué necesitaba venir hasta este rincón para zambullirse? Stanley dio un puntapié, extendió su brazo y se puso a nadar over arm. Pero Jonathan le podía. Lo alcanzó, con el pelo negro brillando sobre su frente, con su barba corta, reluciente y lisa.

-¡Tuve anoche un sueño extraordinario! -gritó.Pero, ¿qué tenía aquel hombre? Esa manía de conversación impacientaba a Stanley, como no

cabe imaginar. Y era siempre la misma cosa, siempre alguna bobada a propósito de un sueño que él había tenido, o de alguna idea barroca que se le había metido en la cabeza, o de alguna gansada que acababa de leer. Stanley se volvió de espaldas y lanzó puntapiés hasta convertirse en un vivo surti-dor de agua. Pero aun eso no pudo...

-He soñado que me asomaba por encima de unas rocas de altura espantosa y que gritaba a alguien de debajo...

-¡Eso le parecía a usted! -pensó Stanley. No pudo aguantar más. Cesó de hacer brotar el agua.-Óigame, Trout -dijo-, tengo bastante prisa esta mañana.-¿Usted tiene qué?Jonathan estaba tan sorprendido -o aparentaba estarlo- que se dejó hundir en el agua; luego

reapareció, soplando.-Todo lo que quiero decir -repuso Stanley- es que no tengo tiempo de... de contar chilindrinas.

Quiero acabar con ello. "Tengo prisa." Tengo que trabajar esta mañana... ¿Comprende?Aún no había terminado Stanley, cuando ya Jonathan había desaparecido. ¡Tase, amigo! -dijo,

dulcemente, la voz de bajo, y se esquivó, deslizándose a través del agua casi sin una ondulación... Pero ¡qué pedazo de bruto! había estropeado el baño Stanley. ¡Qué idiota, privado de todo buen sentido, resultaba aquel hombre! Stanley nadó de nuevo mar afuera; luego, con la misma rapidez, volvió a ponerse a nadar hacia tierra y se precipitó para alcanzar la playa. Se sentía fracasado.

Jonathan se quedó un poco más de tiempo en el agua. Flotaba agitando suavemente las manos como aletas, dejando que el mar balancease su largo cuerpo apergaminado. El caso era curioso, pero, a pesar de todo, quería mucho a Stanley. Verdad es que a veces sentía una perversa comezón de incomodarle, de acribillarle a bromas, pero en el fondo aquel muchacho le inspiraba lástima. Había algo patético en su resolución de tomarlo todo en sedo. Uno no podía dejar de presentir que algún día aquel hombre sería derrotado y, entonces, ¡qué formidable tumbo! En este instante una ola inmensa alzó a Jonathan, lo sobrepasó al galope y vino a romperse a lo largo de la playa con un gozoso ruido. ¡Qué hermosa era! Otra llegó después. ¡He aquí cómo había de vivir! Con indolencia, con temeridad, entregándose por entero. Se puso de pie y volvió hacia la orilla hundiendo sus plantas en la arena firme y arrugada. Tomar fácilmente las cosas, no luchar contra la corriente y el reflujo de la vida, sino abandonarse a ellos, he aquí lo que necesitábamos. ¡Vivir, vivir! Y la mañana perfecta, tan fresca, tan encantadora, bañándose voluptuosamente en la luz como riéndose de su propia belleza, parecía murmurar: "¿Por qué no?".

Pero ahora, ya fuera del agua, Jonathan se iba quedando azul de frío. Todo su cuerpo le dolía; era como si alguien lo hubiese retorcido para exprimirle la sangre. Y subiendo la playa, a largos pasos, estremeciéndose, con todos los músculos tensos, sintió, él también, que el placer de su baño se había estropeado. Había permanecido en el agua demasiado tiempo.

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III

Beryl estaba sola en la sala común, cuando Stanley apareció en traje de sarga azul, cuello almidonado y corbata de lunares. Tenía el aspecto limpio y bien cepillado hasta un punto casi excesivo; iba a la ciudad, a pasar el día. Se dejó caer en su silla, sacó su reloj y lo colocó junto a su plato.

-Me quedan exactamente veinticinco minutos -dijo-. Usted podría ir a ver si el porridge está dispuesto, Beryl.

-Mamá acaba de ir a verlo -contestó Beryl. Ella se sentó a la mesa y sirvió el té a su cuñado. -Gracias.

Stanley bebió el sorbo.-¡Vaya! -dijo en tono de sorpresa-, ha olvidado usted el azúcar.-¡Oh! ¡Perdón!Pero Beryl, aun entonces no le sirvió: empujó hacia él el azucarero. ¿Qué significa aquello? Los

ojos azules de Stanley, mientras se servía, se dilataron; parecían estremecerse. Lanzó una rápida mirada a su cuñada y se echó hacia atrás.

-No ocurre nada malo, ¿verdad? -preguntó negligentemente, arreglándose la corbata.Beryl inclinaba la cabeza y hacía al plato dar vueltas entre sus dedos.-Nada -dijo con tenue voz.Después levantó también sus ojos y sonrió a Stanley.-¿Por qué iba a ocurrir nada malo?-¡Oh! Por nada que yo sepa. Me parecía que tenía usted un aire algo...En este momento la puerta se abrió y, tres niñas aparecieron llevando cada una su plato de

porridge. Venían uniformadas con jerseys azules y pantalones cortos; sus morenas piernas estaban desnudas todas ellas iban peinadas con trenzas aderezadas en la forma que entonces se llamaba una cola de caballo. Tras ellas venía la abuela Fairfield, con la bandeja.

-¡Cuidado, niñas! -dijo la abuela.Pero las niñas tenían el mayor cuidado. Les encantaba que se les permitiese llevar objetos. -

¿Habréis dado los buenos días a vuestros padres?-Sí, abuela.Las niñas se instalaron en el banco frente a Stanley y Beryl.-Buenos días, Stanley.La anciana señora Fairfield le tendió su plato. -Buenos días, madre. ¿Cómo está el pequeño?-Admirablemente. No se ha despertado anoche más que una sola vez. ¡Que mañana tan ideal!

La anciana se interrumpió con la mano sobre la hogaza de pan para mirar el jardín, por la puerta abierta. Se oía el mar. A través de la ventana abierta de par en par el sol inundaba los muros pintados de amarillo v el entarimado desnudo. 'Podo sobre la mesa brillaba v centelleaba. En el centro había una vieja ensaladera llena de campanillas rojas y amarillas. Sonrió, y una expresión de profundo júbilo brilló en sus ojos.

-Podrías cortarme una rebanada de ese pan, madre -dijo Stanley-. Sólo me quedan doce minutos y medio antes que pase el coche.

-¿I la ciado alguien mis zapatos a la criada? -Sí, ya están listos.La calma de la señora Fairfield no se había perturbado.-¡Oh! ¡Kenia! ¿Por qué eres tan sucia? -exclamó Beryl desesperada.-¡Yo, tía Beryl!Kenia la miró abriendo los ojos. ¿Qué había hecho ella ahora? Sólo cavar un canalillo

justamente en mitad de su plato de papilla; lo había llenado de leche v estaba comiendo los bordes. Pero esto lo venía haciendo todas las mañanas sin que nadie le hubiese dicho nada hasta aquel día.

-¿Por qué no puedes comer correctamente, como Isabel y Lottie? ¡Qué injustas son las personas mayores!

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-Pero Lottie hace siempre una isla, ¿verdad, Lottie?-Yo no -dijo categóricamente Isabel-. Espolvoreo simplemente de azúcar mi papilla, pongo

leche por encima y me la como. Únicamente los niños pequeños son los que juegan con lo que tienen que comer.

Stanley apartó su silla y se levantó. -¿Podrías hacer que trajesen mis zapatos, madre? Y usted, Beryl, si ha terminado, quisiera que

se llegase hasta la puerta e hiciese parar la diligencia. Isabel, corre a preguntar a tu madre dónde ha puesto mi sombrero hongo. Espera un minuto: ¿Habéis estado jugando con mi bastón, niños?

-No, papá.-Pues yo lo había dejado aquí. Stanley empezó a refunfuñar.-Me acuerdo exactamente de haberlo colocado en este rincón. Ahora, ¿quién lo ha tomado? No

hay tiempo que perder. ¡De prisa! Es preciso encontrar el bastón.Hasta Alicia, la criada, tuvo que tomar parte en las pesquisas.-¿No se ha servido usted de él para atizar el fuego de la cocina por casualidad?Stanley se precipitó en la habitación donde Linda estaba acostada.-¡He aquí algo insensato! No consigo guardar una sola de mis cosas. ¡Ahora han escamoteado

mi bastón!-¿Tu bastón, amigo mío? ¿Qué bastón?En circunstancias semejantes, el aire incierto de Linda no podía ser sincero, pensó Stanley.

¿Nadie, pues simpatizaba con él?-¡El coche! ¡El coche, Stanley! -gritó desde la puerta del jardín, la voz de Beryl.Stanley agitó el brazo en dirección de Linda: "¡No tengo tiempo de decir adiós!" -gritó. Y tenía

la intención de castigarla así.Cogió bruscamente su sombrero, se lanzó fuera de la casa y bajó corriendo a la avenida del

jardín. Sí, la diligencia estaba allí, esperando, y Beryl, asomándose por encima de la puerta abierta, reía, con el rostro levantado hacia alguien, exactamente como si nada hubiese ocurrido.

¡Las mujeres no tienen corazón! ¡Qué maneras tienen de considerar como una cosa natural que el papel del hombre sea fatigarse por ellas, mientras ellas ni siquiera se molestan en evitar que se pierda el bastón!

El conductor pasó ligeramente su látigo por la espalda de los caballos. "¡Adiós, Stanley!" -gritó Beryl con una voz suave y alegre-. Era bastante fácil decir adiós. Y ella se quedaba allí, ociosa, resguardándose los ojos con su mano. Lo peor era que Stanley estaba obligado a gritar también adiós, con el fin de salvar las apariencias. Luego la vio volverse, esbozar un saltito, y regresar corriendo a casa. ¡Estaba contenta de desembarazarse de él!

Sí, estaba complacida por ello. Entró corriendo en la sala y gritó: "¡Se ha marchado!" linda llamó desde su habitación: "¡Beryl! ¿Se ha marchado Stanley?" La vieja señora Fairfield apareció, llevando el bebé vestido con una chaquetita de franela.

-¿Se ha marchado?-¡Se ha marchado!¡Oh, qué alivio! ¡Qué diferencia cuando el hombre abandona la casa! Sus mismas voces eran ya

otras, al llamarse entre ellas; su tono era más cálido y tierno; se hubiera dicho que guardaban un secreto común. Beryl fue hacia la mesa: “Torna otra taza de té, mamá. Está todavía caliente". Ella tenía ganas de celebrar, de alguna manera, el hecho de que podían hacer ahora lo que quisiesen. Ya no había allí hombre que las molestase; todo un magnífico día era enteramente suyo.

-No, gracias, pequeña -dijo la anciana señora Fairfield; pero su manera, en aquel momento, de hacer saltar al bebé y de decirle: "¡A-gue..., a-gue..., a-ga!", indicaba que su sentimiento era el mismo. Las niñitas huyeron al cercado, como pollitos escapados de una jaula.

Aun Alicia, la criada, que estaba fregando en la cocina, fue ganada por el contagio y prodigó el agua preciosa de la cisterna de una manera en absoluto extravagante.

-¡Oh, esos hombres! -dijo ella.

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Y sumergió la tetera en el barreño y la mantuvo bajo el agua, aunque ya las burbujas habían acabado de subir, como si la tetera fuese también un hombre y el ahogarlo fuera un destino demasiado suave.

IV

-¡Espérame, I-sa-bel! ¡Kezia, espérame!He aquí que la pobrecilla Lottie quedaba de nuevo atrás, porque le parecía terriblemente difícil

trasponer sola la barrera. Ya cuando se detenía en el primer escalón, sus rodillas empezaban a temblar; se agarraba al montante. Entonces había que pasar una pierna por encima, pero ¿cuál? Jamás era capaz de decidirlo. Y cuando por fin ponía un pie del otro lado, pateando con una especie de compás desesperado..., entonces la sensación era espantosa. Estaba todavía mitad en el cercado y mitad en la hierba tupida. Estrechaba el poste con desesperación y levantaba la-voz:

-¡Esperadme!-¡No, no la esperes, Kezia! -dijo Isabel-. Es una verdadera tonta. Siempre con sus historias.

¡Ven! Y tiró del jersey de Kezia.-Podrás tomar mi cubo si vienes conmigo -dijo gentilmente-. Es más grande que el tuyo. Pero

Kezia no podía dejar a Lottie sola. Volvió hacia ella corriendo. En aquel momento Lottie tenía la cara completamente encarnada y respiraba penosamente.

-Vamos, pasa el otro pie por encima -dijo Kezia.-¿Dónde?Lottie la miraba como desde lo alto de una montaña.-Aquí, donde tengo la mano. Kezia aporreó el sitio.-¡Oh! Es allí donde quieres decir.Lottie lanzó un profundo suspiro y pasó el segundo pie por encima.-Ahora... haz como si dieses la vuelta, siéntate déjate resbalar -dijo Kezia.-Pero no hay nada para sentarse encima, Kezia -dijo Lottie.Acabó por salir del paso y, tan pronto como hubo terminado, se sacudió y resplandeció de

alegría.-Adelanto mucho en saltar por encima de las barreras, ¿verdad, Kezia?Lottie tenía una de esas naturalezas que esperan siempre.La capelina rosa y la capelina azul siguieron a la capelina de rojo vivo de Isabel, hasta la

cumbre de esa colina resbaladiza, que huía bajo los pies. En lo alto, se detuvieron para decidir adónde irían y para mirar bien quién estaba ya allí. Vistas por detrás, en pie sobre el fondo del cielo, gesticulando vigorosamente con sus palas, hacían el efecto de unos minúsculos exploradores muy apurados.

Toda la familia Samuel Joseph estaba ya allí, con la señorita que ayudaba a la madre en los cuidados de la casa. Sentada en una silla de tijera, mantenía la disciplina por medio de un silbato que llevaba colgado del cuello y de una varita con la cual dirigía las operaciones. Nunca los Samuel Joseph jugaban solos, ni conducían por sí mismos su partida. Si por acaso ocurría, los chicos acababan siempre por derramar agua en el cuello de las chicas, o las chicas por tratar de deslizar cangrejitos negros en los bolsillos de los chicos. De aquí que la señora Samuel Joseph y la pobre señorita, elaboraran cada mañana lo que la primera --que padecía un constipado crónico- llamaba brograma para divertir a los niños e imbedir que hiciesen tonterías. Ese programa consistía siempre en recursos, carreras o juegos de sociedad. Todo comenzaba por un estridente silbido de mademoiselle y acababa por lo mismo. También había premios-gruesos paquetes envueltos con papel bastante sucio que mademoiselle, con una sonrisita agria, sacaba de la abultada bolsa. Los Samuel Joseph luchaban frenéticamente para ganar, hacían trampas, se pellizcaban mutuamente los brazos, pues todos sobresalían en este arte. La única vez que los niños Burnell habían tomado parte en sus juegos, Kezia se había llevado un premio y, al desplegar luego tres trozos de papel, había descubierto un minúsculo corchete de botones completamente enmohecido. No había podido entender por qué hacían tantas historias...

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Pero ellas, ahora, no jugaban nunca con los Samuel Joseph y no iban ni siquiera a sus santos. Los Samuel Joseph, cuando estaban en la bahía, daban siempre fiestas de niños y allí había siempre la misma merienda. Una gran fuente de ensalada de frutas toda ennegrecida, unos brioches partidos en cuatro pedazos y un jarro lleno de algo que mademoiselle llamaba "limonada". Y a la noche, se volvía a casa con medio volante de su vestido arrancado, o con el pechero del delantal ornamentado con vainicas, completamente salpicados de algo, mientras los Samuel Joseph se quedaban a brincar como salvajes sobre su césped. ¡No, la verdad! ¡Eran demasiado terribles!

Del otro lado de la bahía, muy cerca del agua, dos chiquillos de pantalón remangado, se agitaban como arañas. Uno cavaba en la arena, el otro daba trotecitos, entrando y saliendo en el agua para llenar un cubito. Eran los pequeños Troud, Pip y Rags. Pero Pip estaba tan ocupado en cavar y Rags tan ocupado en ayudarle, que no vieron a sus primas hasta tenerlas ya muy cerca.

-¡Mirad! -dijo Pip-. ¡Mirad lo que he descubierto!Y les mostró un zapato viejo, chorreante de agua y aplastado. Las tres niñitas abrieron enorme-

mente los ojos.-¿Qué vas a hacer con él? -preguntó Kezia. -¡Pues, guardarlo!Pip adoptó un aire muy desdeñoso. -Es un hallazgo... ¿No ves?Sí, Kezia lo veía. Pero...-Hay montones de cosas enterradas en la arena -explicó Pip-. Las arrojan al mar en los

naufragios. Es un botín. Qué... podríamos encontrar...-Pero ¿por qué hace falta que Rags vierta siempre agua encima? -preguntó Lottie.-¡Oh! Es para mojar la arena -dijo Pip-. Para facilitar un poco el trabajo. Anda, sigue, Rags.Y Rags, el dócil chiquitín, siguió corriendo y vertiendo en el agujero el agua que se oscurecía,

como el color chocolate.-Ea, ¿queréis que os enseñe lo que encontré ayer? -dijo Pip, misteriosamente; y plantó su pala

en la arena.-Prometed no decir nada. Ellos prometieron.-Decid “cruz de hierro, cruz de madera...” Las niñitas lo dijeron.Pip sacó algo de su bolsillo, lo frotó mucho tiempo en la pechera de su jersey, sopló luego

encima y volvió a frotar.-Ahora, ¡de espaldas! -mandó. Ellas se volvieron de espaldas.-¡A mirar todas por el mismo lado! ¡No moverse! ¡Ahora!Y se abrió su mano; levantó a la luz algo que centelleaba, algo de un verde maravilloso.-Es una esmeralda -dijo Pip, con solemnidad. -¿Verdad que sí, Pip?Hasta Isabel estaba impresionada.La hermosa cosa verde parecía bailar en los dedos de Pip. Tía Beryl tenía una esmeralda en una

sortija, pero era muy pequeña. Aquella esmeralda era tan gorda como una estrella y mucho, mucho más hermosa.

V

Como avanzaba la mañana, aparecieron en lo alto de las dunas numerosos grupos que bajaron a la playa para bañarse. lira sabido que a las once el mar pertenecía a las mujeres y a los niños de la colonia veraniega. Las mujeres se desnudaban las primeras, se ponían sus trajes de baño, se tapaban la cabeza con horribles gorras parecidas a bolsas de esponjas; luego desabrochaban los trajes de los niños. La playa estaba sembrada de montoncitos de vestidos y de zapatos; los grandes sombreros de sol, con sus piedras en los bordes para impedir que el viento se los llevase, parecían inmensas conchas. Era extraño que Basta el mar pareciese tomar un sonido diferente, cuando todas esas formas saltarinas, riendo y corriendo, penetraban en las olas. La anciana señora Fairfield, con un vestido de algodón lila, un sombrero negro atado por debajo de la barbilla, reunía su polladita y

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preparaba sus pajarillos. Los pequeños Trout se quitaban rápidamente sus camisas por la cabeza, y los cinco niños comenzaban a correr mientras su abuela permanecía sentada, con una mano en la bolsa donde guardaba su labor de punto, dispuesta a sacar de ella la pelota de lana tan pronto como tuviese la certeza de que los chiquillos estaban ya en el agua sanos y salvos.

Las niñas, de cuerpo firme y compacto, no eran ni la mitad de valientes que los niños, de aspecto blanco y delicado. Pip y Rags. estremecidos, se ponían en cuclillas, golpeaban el agua, no dudaban nunca. Pero Isabel, que podía nadar doce brazadas, y Kezia, que era capaz de hacer casi ocho, les seguían sólo cuando estuviese estrictamente convenido que no las salpicarían. En cuanto a Lottie no les seguía de ninguna manera. Le gustaba que, si tenían a bien, la dejasen entrar en el agua a su manera. Y su manera consistía en sentarse completamente al borde con las piernas rectas y las rodillas

apretadas una contra otra, y hacer con sus brazos vagos movimientos, como si esperase ser llevada dulcemente hacia alta mar. Pero cuando una ola más fuerte que las otras, una vieja ola greñuda, llegaba balanceándose hacia ella, se ponía precipitadamente en pie, con el horror pintado en su rostro, y retrocedía a la playa a toda velocidad.

-¿Quieres guardarme esto?Dos sortijas y una delgada cadena de oro cayeron en el regazo de la señora Fairfield.-Sí, querida. Pero ¿no te vas a bañar aquí? -N... n. .. no.La voz de Beryl se arrastraba; su tono era indeciso.-Me desnudo más lejos; por allá. Voy a bañarme con la señora Harry Kember.-Muy bien.Pero la señora Fairfield apretó los labios. Tenía mala opinión de la señora Harry Kember. Beryl

lo sabía.-¡Pobre mamá viejita! -se decía a sí misma, sonriendo, mientras rozaba los guijarros con sus

pies-. ¡Pobre mamá viejita! ¡Vieja! ¡Oh. que alegría, qué delicia ser joven!-Tiene usted el aire de estar contenta -dijo la señora Harry Kember.Estaba sentada sobre las piedras, apelotonada, con los brazos anudados alrededor de sus

rodillas, fumando.-¡Hace un día tan adorable! -dijo Beryl, sonriéndole.-¡Oh! ¡Querida niña!E1 timbre de la voz de la señora Harry Kember parecía decir que no era fácil de engañar. Pero

la verdad es que el timbre de su voz daba siempre aentender que sabía acerca de uno mucho más que uno mismo. Era una mujer alta, de aspecto

extraño, de manos estrechas y pies estrechos. Su rostro también era estrecho y largo, con una expresión extenuada; hasta el fleco rubio y rizado de su pelo parecía quemado, desecado. Era, en la bahía, la única mujer que fumaba, y fumaba sin cesar, con el cigarrillo entre los labios mientras hablaban retirándolo sólo cuando la ceniza se alargaba tanto que no podía uno comprender por qué no se caía. Cuando no jugaba al bridge -jugaba al bridge todos los días ele su vida-, pasaba su tiempo tumbada a pleno sol. Era capaz de aguantar el ardor del sol durante quién sabe el tiempo; nunca tenía bastante. Y, sin embargo, el sol no parecía recalentarla. Enjuta, marchita, fría, yacía tendida sobre las piedras como el pedazo de madera de algún buque náufrago, arrojado allí por las olas. Las mujeres de la bahía pensaban que aquella mujer tenía unos modales muy libres. Su falta de vanidad, su argot, su manera de tratar a los hombres, como si ella fuese uno de ellos, el hecho de cuidar de su casa como un pez podía cuidar de una manzana, y el de llamar a su criada, Gladys, Ojos dulces, constituía una vergüenza. De pie, sobre los escalones de la veranda, la señora Kember decía con su voz indiferente y cantaba: "Dígame, Ojos dulces, ¿me podría usted tirar un pañuelo si queda por ahí uno de ellos, eh?" Y Ojos dulces, que llevaba un nudo de cinta roja en el pelo en lugar de cofia, y calzaba zapatos blancos, acudía sonriendo desvergonzadamente. Era un verdadero escándalo. Verdad es que no tenía niños, y en cuanto. a su marido... Aquí las voces se exaltaban siempre, se enfebrecían. ¿Cómo había podido casarse con ella? ¿Cómo? ¿Cómo? De seguro por el dinero, naturalmente, pero ¡aun siendo así! El marido de la señora Kember tenía por lo menos diez

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años menos que ella y una tan increíble hermosura, que parecía una máscara de cera, o sacada de una ilustración extraordinariamente acertada de novela americana, en vez de un hombre. Pelo negro, ojos azul oscuro, labios rojos, una lenta sonrisa soñolienta, excelente jugador de tenis, bailarín perfecto, era además un misterio. Harry Kember se parecía a alguien que se pasease completamente dormido. Los otros hombres no podían soportarlo, eran incapaces de sacar una palabra de aquel mozo; parecía ignorar la existencia de su mujer, exactamente como ella parecía ignorar la del marido. ¿Cómo vivía? Naturalmente se contaban historias, y ¡qué historias! Era imposible repetirlas, sencillamente. Las mujeres con las cuales lo habían visto, los sitios donde lo habían atrapado...; pero nada era nunca cierto, nada exacto. Algunas de esas señoras, en la bahía, creían en secreto que acabaría algún día por cometer un asesinato. Sí, en cl mismo instante en que hablaban con la señora Kember y tomaban buena nota de espantoso barullo de prendas que vestía, la veían tendida, tal como yacía en la playa, pero ya fría, ensangrentada, y siempre con el cigarrillo clavado en el ángulo de la boca.

La señora Kember se levantó, bostezó, se desabrochó bruscamente la hebilla de su cinturón, y dió unos tirones al cordón de su blusa. Y Beryl dejó caer su falda, dió un paso, se despojó del jersey y se quedó de pie en enagua blanca, corta, en cubrecorsé, con nudos de cinta en los hombros.

-¡Bondad divina! -dijo la señora Harry Kember-. ¡Qué encanto de chiquilla!-¡Por Dios! -replicó dulcemente Beryl; pero,al quitarse una media, luego otra, tenía la sensación de ser, efectivamente, una chiquilla

encantadora. -Querida..., ¿por qué no? -dijo la señora Harry Kember, pisoteando su enagua.¡La verdad es que... su ropa interior! Un par de pantalones de algodón azul y un cuerpo de tela

que hacía pensar, no se sabe qué, en una funda de almohadón...-Y usted no lleva corsé, verdad?Palpó el talle de Beryl, y Beryl se apartó de un salto, dando un pequeño grito afectado. Luego:

"¡Jamás!" -dijo ella, con firme acento.-¡Qué suerte! -suspiró la señora Harry Kember, desabrochándose el suyo.Beryl volvió la espalda y se puso a hacer los complicados movimientos de alguien que trata de

quitarse la ropa y ole ponerse un traje de baño a la vez.-¡Oh, querida mía!... No pase usted cuidado por mí -dijo la señora Harry Kember-. ¿Por qué esa

timidez? No me la voy a comer. Yo no me voy a escandalizar, como esas necias.Y se rió de su propia risa extraña, parecida a un relincho, haciendo muecas en dirección de las

otras mujeres.Pero Beryl estaba molesta. Jamás se desnudaba delante de alguien. ¿Era necedad? La señor

Harry Kember le daba la razón de que era tonto obrar así, de que tal timidez debiera producirle a uno vergüenza. ¿A qué fin tanto encogimiento? Echó una mirada rápida a su amiga, que tan audazmente se quedaba allí, con su camisa desgarrada, encendiendo un nuevo cigarrillo; y un sentimiento audaz, rápido, perverso, ascendió por su pecho. Con sonrisa indiferente, dejó resbalar por su cuerpo el flojo

traje de baño, espolvoreado de arena y que aún no estaba completamente seco, y se abrochó los botones abollados.

-Eso va mejor -dijo la señora Harry Kember. Empezaron juntas a bajar por la playa. -Verdad es que resulta un crimen ir vestida cuando se es como usted, querida. Alguien, forzosamente, se lo dirá a usted un día u otro.

E1 agua estaba completamente tibia. Era de un azul maravilloso y transparente, tornasolado, de plata; pero la arena, en el fondo, parecía de oro:

cuando se la golpeaba con la punta de los pies, se alzaba una nubecilla de polvo de oro. Ahora, las olas llegaban exactamente al pecho de Beryl. lila permanecía con los brazos extendidos, con la mirada en el horizonte. A cada ola que venía, daba un saltito imperceptible, de modo que parecía era la ola quien tan dulcemente la alzaba.

-Mi opinión es que las muchachas guapas tienen derecho a pasarlo bien -dijo la señora Harry Kember-. ¿Por qué? No vaya a engañarse, querida. Diviértase usted.

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Y de repente, cayó de espaldas, desapareció y se deslizó, nadando a toda prisa, tan de prisa como un ratón. Luego hizo un brusco viraje e inició a su vuelta a la playa. Iba a decir algo todavía. Sentía Beryl que esta fría mujer estaba envenenándola; sin embargo, tenía un mortal deseo de saber. Pero ¡oh! ¡Qué extraño, que horrible! Cuando la señora Harry Kember se le acercó, con su gorro impermeable de caucho negro, con su rostro soñoliento, erguido por encima del agua que rozaba su barbilla, ¡parecía una horrible caricatura de su marido!

Vi

En una chaise longue plegable, bajo una manuka que crecía en medio del césped, frente a la casa, Linda Burnell pasaba la mañana soñando. No hacía nada. Miraba las hojas sombrías apretadas y secas de manuka, los intersticios azules entre las hojas, y de vez en cuando, llovía sobre ella una flor minúscula y amarillenta. Lindas florecillas... Sí, si tuviésemos una en la palma de la mano y la mirásemos de cerca, es una cosa deliciosa. Brillaba cada pétalo amarillo pálido, como si cada uno fuese la obra cuidada por una mano tierna. La lengüita menuda, en el corazón, le daba la forma de una campanilla; y cuando se le daba vuelta, el exterior era de un color bronce oscuro. Pero una vez abiertas caían y se esparcían. Mientras se habla pasáis la mano por el vestido para hacerlas caer; estas horribles criaturitas se prendían en vuestro pelo. Entonces, ¿por qué florecer? ¿Quién se toma el trabajo -o el goce- de hacer todas esas cosas que se pierden, se pierden?... Eso es prodigalidad.

Cerca de ella, en la hierba, acostado entre dos almohadas, descansaba su niño. Estaba allí, profundamente dormido, dando la cara al lado opuesto de su madre. Su pelo oscuro y fino parecía más bien una sombra que verdadero pelo, pero su oreja era de un rosa de coral vivo y cálido. Linda anudó sus manos por encima de su cabeza y cruzó los pies. Era muy agradable saber que todos esos bungalows estaban vacíos, que todo el mundo estaba allá sobre la playa, demasiado lejos para ser visto y oído. Tenía el jardín enteramente suyo: estaba sola.

Brillaban florecillas blancas, deslumbrantes; los ranúnculos de ojos de oro centelleaban; las capuchinas enguirnaldaban con llamas verdes y doradas los pilares de la veranda. ¡Si no hubiera que hacer sino mirar por largo tiempo esas flores, el tiempo de dejar pasar el sentimiento de su novedad, de su rareza, el tiempo de conocerlas! Pero tan pronto como os detenéis a separar los pétalos, a descubrir el revés de la hoja, la Vida viene y se os lleva. Y linda, tumbada en su chaise longue de bambú, se sentía muy, ligera; le parecía ser una hoja. La Vida venía, semejante al viento; se sentía cogida, sacudida: se veía obligada a huir. ¡Ola, Dios mío! ¿Va a ocurrir así siempre? ¿No habrá medio de escapar?

Ahora, estaba sentada bajo la veranda de la casa paternal, en Tasmania, apoyada en las rodillas de su padre: Y él hacía esta promesa: "Tan pronta corno seamos bastantes viejos, tú y yo, Linda, nos marcharemos a alguna parte, nos escaparemos. Como dos chicos juntos. Tengo idea de qué me gustaría recorrer en un buque un río de China".

Linda veía aquel río, muy ancho, cubierto de almadías pequeñas, de juncos. Veía los sombreros amarillos de los barqueros, oía sus voces agudas y tenues cuando llamaban...

-Sí, papá.Pero en aquel instante, un joven de anchos hombros, de pelo moreno, rojizo y brillante, pasaba

con lentitud por delante de su casa y con lentitud rayana en la solemnidad, saludaba. E1 padre de linda, para gastarle una broma, con el gesto que le era familiar, le tiraba de las orejas.

-El pretendiente de Linda -cuchicheaba. -¡Oh, papá, piénsalo un poco! ¡Casarme con Stanley Burnell!Y he aquí que se había casado con él. Es más, lo quería. No el Stanley que veía todo el mundo,

el Stanley de todos los días, sino un Stanley tímido, lleno de sensibilidad, inocente, quien, cada noche, se arrodillaba para hacer sus rezos y desea ardientemente ser bueno. Stanley, poseía un alma sencilla. Si tenía confianza en alguien -como tenía confianza en ella, por ejemplo- ponía en ello todo su corazón. Era incapaz de ser desleal; no sabía mentir. ¡Y cómo sufría cruelmente al pensar que alguien -ella misma- no fuese recto en absoluto con él! "¡Eso es demasiado complicado para

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mí!" É1 le lanzaba esas palabras, pero su aire de franqueza estremecida y turbada se parecía al ele un animal cogido en la trampa.

Pero por desgracia -aquí Linda casi tuvo ganas ele reír, aunque la cosa no fuese nada risible, ¡Dios sabe!-, por desgracia ella veía pocas veces a aquel Stanley. Había relámpagos, momentos, treguas de calma, pero todo el resto del tiempo parecía vivirse en una casa que no pudiese perder la costumbre de vivir en trágico, en un navío que estuviese diariamente naufragando. Y siempre Stanley quien se hallaba en pleno riesgo. Ella pasaba todo su tiempo en acudir a su socorro, en reconfortarlo, en calmarlo, en escuchar su relato del siniestro. Y lo que le quedaba de descanso lo llenaba su terror de tener niños.

Linda frunció las cejas; se enderezó sobre su chaise longue y cogió los tobillos con las manos. Sí, allí estaba su verdadera queja contra la vida. Eso era lo que no conseguía comprender. Ésa, la pregunta que hacía, de la cual no tenía respuesta. Era muy, fácil decir que la suerte común de las mujeres consiste en dar a luz. Mentira. Ella, por ejemplo, era capaz de dar la prueba de que eso era falso. Estaba quebrantada, debilitada, sin ánimo, a la fuerza de haber tenido niños. Y ello resultaba doblemente penoso, porque no le gustaban los niños. De nada servía pretender lo contrario. Aun teniendo fortaleza, no hubiera nunca cuidado a sus niñitas, nunca hubiera jugado con ellas. No, parecía que un soplo frío la había penetrado por completo durante cada uno de esos terribles viajes; no le quedaba ya ningún calor que ofrecerles. En cuanto al pequeño... menos mal, por fortuna su madre se había encargado tic él; era suyo, o de Beryl, o de cualquiera que lo quisiera. Apenas si lo había tenido en sus brazos. Le era indiferente, que, tal como descansaba allí... Linda miró hacia él.

El bebé se había dado vuelta. Estaba acostado con el rostro frente a ella, y ya no dormía. Sus ojos azul oscuro estaban abiertos; parecía mirar a su madre a hurtadillas. Y, de repente, su rostro se llenó ele hoyuelos; le iluminó una larga risa desdentada, que era, sin embargo, un verdadero rayo de luz.

-Estoy, aquí -parecía decir esta sonrisa feliz. ¿Por qué no me quieres?Había en esta sonrisa algo tan gracioso, tan inesperado, que linda sonrió también. Pero se

dominó y- dijo fríamente al muñeco:-No me gustan los bebés. -¿No te gustan los bebés? E1 pequeño no lo podía creer. -A mí, ¿no me quieres?Agitó los brazos, como un tontito, en dirección de su madre. Linda se dejó resbalar de su chaise

longue hasta el césped.-¿Por qué sonríes siempre? -dijo con severidad-. Si supieras en qué pienso, no tendrías ganas de

sonreír.Pero todo lo que hizo fue guiñar sus ojos con malicia y dar vueltas a su cabeza en el almohadón.

No creía una sola palabra de lo que ella decía. -¡Conocemos todo eso! -contestaba la sonrisa del muñeco.Linda quedó estupefacta ante la fe de esta criaturita... ¡Ah, no; era preciso ser sincero! No era

estupefacción lo que experimentaba; era algo muy diferente, era algo tan nuevo, tan... Las lágrimas titilaban en sus ojos. Cuchicheando, con voz muy, baja, murmuró al bebé:

-¡Oh! ¡Oh! ¡Encanto de hombrecito!Pero, ahora, el pequeño había olvidado a su madre. Estaba de nuevo serio. Algo rosa, algo

suave ondulaba ante él. Probó a cogerlo, y la cosa desapareció en seguida. Pero cuando volvió a quedar tumbado, apareció otra cosa semejante a la primera. Esta vez resolvió cogerla. Hizo un esfuerzo frenético y rodó boca arriba.

VII

Marea baja; la playa estaba desierta: perezosamente chapoteaba la ola tiba la sol caía, caía de plano, ardiente, llameante: golpeaba reiteradamente la arena fina, cocía los guijarros grises, los guijarros azules, los guijarros negros, los guijarros veteados de blanco. Aspiraba la gotita de agua que yacía en el hueco de las conchas redondeadas; empalidecía las campanillas rosas que hacían

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correr su festón a través de la arena de las dunas. Nada parecía moverse más que los saltamones. ¡Pill-pill-pill! No se quedan nunca quietos.

Allá, en las rocas revestidas de algas que, en la marea baja, se parecían a unos animales de pelo largo que hubiesen bajado hasta el borde del agua con el fin de beber, el sol parecía dar vueltas como una moneda de plata que se hubiera caído en cada una de las taras abiertas en la roca. Bailaban, se estremecían, ondulaciones minúsculas venían a lavar los bordes porosos. Si se miraba hacia abajo, inclinándose hacia ella, cada cuenca en las rocas era como un lago en cuyas orillas se apretaban casas azules y rosas; y, ¡oh, qué ancho país montañoso, más allá de esas casas! ¡Qué torrenteras, qué gargantas, qué caletas peligrosas, qué senderos espantosos conduciendo al borde del agua!

Bajo aquella superficie ondulaba la selva marina: árboles rosas semejantes a hilos, anémonas aterciopeladas, algas salpicadas de frutas anaranjadas. A veces en el fondo, se movía una piedra, oscilaba y se dejaba entrever un negro tentáculo; a veces, pasaba una criatura delgada, sinuosa, y desaparecía. Algo ocurría a los árboles rosas y movedizos; cambiaban, se teñían de un azul frío de claro de luna. Y ahora, se oía el plop más ligero. ¿Quién hacía ese ruido? ¿Qué pasaba allí abajo?

Y idué olor fuerte y mojado tenían las algas bajo el ardiente sol!...Habían bajado los estores verdes en los bu.ngalotvsde los veraneantes. En las verandas, o

tendidos en el césped del cercado, o bien tirados sobre las empalizadas, había unos trajes de baño de extenuado aspecto, unas gruesas toallas rayadas. Cada ventana trasera parecía exhibir en su alféizar un par de alpargatas, unos trozos de rocas o un cubo, o alguna colección de conchas. La maleza se estremecía en la onda de calor: la carretera arenosa estaba desierta, y sólo el perro de los Trout, Snooker, descansaba tendido en mitad del camino. Sus ojos azules miraban el cielo, sus patas se erguían muy tiesas, y de vez en cuando, se escuchaba su jadeo desesperado, como para decir que él se había decidido a acabar con la vicia y sólo esperaba la llegada de algún piadoso vehículo.

-¿Qué miras, abuelita? ¿Por qué te paras a cada moment.o y te fijas así en la pared?Kezia y su abuela hacían la siesta juntas. La niña, vestida únicamente con su pantalón corlo y su

corpiño, brazos y piernas desnudas, descansaba en uno de los almohadones, muy, rellenos, de la cama ele la abuela, y la anciana, con su bata de volantes blancos, estaba sentada en la mecedora, junto a la ventana, con su larga labor de punto de rosa en las rodillas. En esta habitación que compartían, como en las otras habitaciones del bungalow, las paredes eran de madera clara barnizada y el entarimado estaba desnudo. Los muebles eran de los más pobres, de los más sencillos. La coqueta, por ejemplo, era un cajón revestido con una enagua de muselina con florecillas y el espejo colgado encima era muy raro: parecía como si un jirón de relámpago en zigzag hubiera quedado preso en él. Sobre la mesa había un florero lleno de claveles de las dunas, tan apretados que más bien parecían una pelota de terciopelo, una concha especialmente escogida que había ciado Kezia a su abuela para servir cie acerico, y otra, más especialmente escogida todavía, que le había parecido brindar un muy agradable nido para que un reloj se refugiase en él.

-Dímelo, abuelita -dijo Kezia, insistiendo. I.a anciana suspiró, tiró rápidamente la lana dos o tres veces alrededor de su pulgar, y pasó la aguja de hueso a través del rizo; estaba añadiendo mallas.

-Pensaba en tu tío William, queridita -dijo tranquilamente.-¿Mi tío William de Australia? -le preguntó Kezia.Porque tenía otro. -Sí, claro.-¿la que no he visto nunca? -Aquél, sí.-¿Y qué, qué le ha ocurrido?Kezia lo sabía bien, pero quería que se lo contasen de nuevo.-Se había ido a las minas, tornó una insolación y ha muerto -dijo la anciana señora Fairfield.

Kezia parpadeó y consideró de nuevo el cuadro...Un hombrecito volcado como un soldadito de plomo junto a un gran agujero negro.-¿Te da tristeza pensar en él, abuela?

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No podía sufrir el ver a su abuelita entristecida. Le tocó entonces reflexionar a la anciana. ¿La ponía triste mirar lejos, lejos tras ella? ¿Contemplar la larga perspectiva de los arios huídos corno Kezia la había visto hacer? ¿Mirarlos a los Idos, como lo hace una mujer, rnucho tiempo después de haber Ellos desaparecido? ¿La ponía triste eso? No, la vida era así.

-No, Kezia.-Pero ¿por qué? -preguntó Kezia.Levantó un brazo desnudo y se huso a trazar en el aire unos dibujos.-¿Por qué el tío William tuvo que morir? No era viejo.La señora Fairfield empezó a contar las mallas de tres en tres.-I la ocurrido así -dijo con tono absoluto. -¿Es que todo el mundo está obligado a morir? -preguntó Kezia.-¡Todo el mundo! -¿También yo?En la voz de Kezia había un acento de terrible incredulidad.-Algún día, querida. -Pero, abuela...Kezia agitó su pierna izquierda y movió los dedos de sus pies. Sentía arena en ellos.-¿Y si yo no quiero?La anciana suspiró de nuevo y sacó un largo hilo de la pelota.-No se nos consulta, Kezia -dijo tristemente-. Eso nos ocurre a todos, tarde o temprano. Kezia

permaneció inmóvil, reflexionando sobre esas cosas. No tenía ganas de mor¡r. Morir significaba que sería preciso marcharse de aquí, abandonarlo todo para siempre, abandonar... abandonar a su abuela. Vivamente giró sobre sí misma.

-Abuela -dijo con voz asombrada y conmovida.-¿Qué, gatita mía?-Tú no tienes que morir. Kezia hablaba suavemente.-iAh, Kezia -la abuela levantó los ojos, sonrió, meneó la cabeza-, no hablemos de eso! -Pero no

puede ser. No podrías abandonarme. No podrías dejar de estar aquí...Aquello era terrible.-Prométeme que no harás eso nunca, abuela -rogó Kezia.La anciana siguió su labor de punto. -Prométemelo! ¡Di nunca!Pero su abuela no salía de su mudez.Kezia se dejó deslizar hacia abajo de la cama; era incapaz de aguantar aquello más tiempo;

ligera saltó sobre las rodillas de su abuela, anudó sus manos alrededor del cuello de la anciana y se puso a besarla debajo de la barbilla, detrás de la oreja y a soplarle en el cuello.

-Di ¡nunca..., di nunca..., di nunca...Ella jadeaba entre los besos. Luego empezó muy suavemente, ligeramente, a hacer cosquillas a

su abuela.-¡Kezia!La anciana dejó caer la labor. Se echó atrás; balanceándose en la mecedora. Se puso a hacer

cosquillas a Kezia.-D¡ n.u.nca, di nunca, d¡ nunca -susurraba Kezia, mientras descansaban allí, riendo, una en

brazos de otra.-¡Ea, hasta, ardilla mía! ¡Basta, caballito salvaje! -dijo la anciana señora Fairfield,

enderezándose la cofia-. Recoge mi labor.Ya las dos habían olvidado a qué se refería este nunca.

VIII

la sol aún caía perpendicular sobre el jardín, cuando la puerta trasera de la casa de los Burnell se cerró crujiendo, y una silueta en traje chillón comenzó a bajar por la avenida que conducía hasta

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la valla. Era Alicia, la criada, vestida para su tarde de salir-. Llevaba un vestido de blanco percal con lunares encarnados, anchos y numerosos hasta dar el vértigo; zapatos blancos y un sombrero de paja de Italia con el borde realzado por una mata de amapolas. Iba, naturalmente, con guantes, unos guantes blancos manchados de herrumbre en losojales y, en una mano, llevaba una sombrilla de aspecto muy macilento, que ella designaba con el nombre de "mi perisol".

Beryl, sentada a la ventana, abanicando su pelo recién lavado, pensó que nunca había visto se-mejante espantapájaros. Con sólo que Alicia, antes de emprender la marcha, se hubiese ennegrecido la cara con un pedazo de corcho quemado, el cuadro hubiese sido completo. Pero ¿adónde podía ir una muchacha como ella, Y en un lugar como éste? El abanico, en forma de corazón, batió el aire con desdén alrededor de la hermosa cabellera deslumbrante. Beryl suponía que Alicia había tropezado con algún tipo horrible y vulgar, y que ambos se irían juntos por la maleza. Kástima que ella fuese tan llamativa; tendrían dificultades para disimularse, con una chica ataviada de ese modo.

Pero no, Beryl era injusta. Alicia iba a tomar el té a casa de la señora Stubbs, que le había enviado una esquela con el chico que venía a recoger los encargos. La señora Stubbs le gustaba tanto, que desde la primera ocasión había ido a comprar a su tienda algo para las picaduras de mosquitos.

-¡Dios bendito!La señora Stubbs había apretado contra su pecho la mano de Alicia.-Nunca vi a nadie devorado así. ¡ta para creer que ha sido usted atacada por los caníbales!A Alicia le hubiese gustado que hubiera alguien en la carretera. Para ella constituía una

sensación muy rara no verse seguida por nadie. lao le daba la idea de que no tenía fuerza en la espalda. No podía creer que no hubiera quien la espiase. Y, sin embargo, era tonto volverse; eso era descubrirse. Se subió los guantes, tarareó para reanimarse, y dijo al lejano eucaliptus: "No tardaré mucho". Pero nada le hacía compañía.

La tienda de la señora Stubbs se encaramaba en lo alto del montículo, próximo a la carretera. "Tenía, por ojos, dos ventanas, una ancha veranda por sombrero y cl letrero en el tejado, donde estaba escrito cl nombre: "Señora Stubbs. Comestibles'-; parecía una tarjetita cabalmente plantada en el casquete del sombrero.

En la veranda, en una cuerda, colgaba una larga fila de trajes de baño, sujeto unos a otros, como si acabasen de ser arrancados a las olas, en lugar de esperar el momento de sumergirse en ellas. Cerca de ellos había colgado un racimo de alpargatas tan singularmente enmarañadas que, para sacar un par de ellas, era preciso apartar violentamente y separar con fuerza por lo menos cincuenta pares. Aun así, era algo muy difícil encontrar un pie izquierdo que correspondiese a un pie derecho. Muchas gentes habían perdido la paciencia y se habían marchado con una alpargata que iba bien y otra que era demasiado grande... La señora Stubbs cifraba su orgullo en tener en su casa un poco de todo. Las dos ventanas, donde las mercancías se apilaban en pirámides inestables, estaban tan abarrotadas, tan colmadas de altos montones, que sólo un brujo, al parecer, podía impedir el derrumbe. 1?n el rincón izquierdo de una de las vitrinas, pegado a la ventana con cuatro rombos de gelatina había -y hubo desde tiempo inmemorial- un anuncio:

¡Perdido! Un ermoso broche de oro Mazizo.En la playa o gunto.Recompensa hofrecida.

Alicia empujó la puerta y abrió. Sonó el timbre, las cortinas de sarga encarnada se apartaron, la señora Stubbs apareció. Con su amplia sonrisa y el gran cuchillo de cortar jarrón que llevaba en la mano, parecía un bandido amistoso. Alicia recibió una acogida tan calurosa, que tropezó con muchas dificultades para conservar sus "buenas maneras". Éstas consistían en pequeños accesos persistentes de tos, en pequeños buen..., pum, en gestos para zarandear sus guantes, enroscar su falda, y en una extraña dificultad de ver lo que se colocaba delante de ella o de comprender cuanto se decía.

El té estaba servido en la mesa del salón jamón de York, sardinas, una libra de mantequilla y un tan enorme pastel. que hacía el efecto de una propaganda a favor de alguna levadura en polvo. Pero

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el infiernillo de petróleo roncaba tan ruidosamente, que era inútil intentar hacerse oír hablando. Alicia se sentó en el borde de un sillón de mimbre, mientras la señora Stubbs activaba el infiernillo. De repente, quito el cojín de una butaca y descubrió un grueso paquete envuelto en papel moreno.

-¡Acabo de hacerme sacar nuevas fotos, querida! -dijo alegremente, la señora Stubbs a Alicia-. Dígame qué piensa usted de ellas.

Con un gesto muy delicado y distinguido, Alicia mojó su dedo y apartó la hojita de papel de seda de la primera fotografía. ¡Dios mío! ¿Cuántas había? Tres docenas por lo menos. Puso la que había cogido frente a la luz.

La señora Stubbs estaba sentada en una butaca, muy inclinada sobre un costado. En su amplio rostro se veía una expresión de plácido asombro, y era cosa muy natural. Pues, aunque la butaca descansaba en una alfombra, a su izquierda, y siguiendo milagrosamente el borde, una cascada se precipitaba. A su derecha, se erguía una columna griega con un gigantesco helecho en cada lado y en el último plano se alzaba una montaña austera y desnuda. pálida de nieve.

-Es un género bonito, ¿verdad? -gritó la señora Stubbs; y Alicia acababa de gritar: "Delicio-samente" cuando el murmullo del infiernillo expiró, se apago en un silbido, ceso, y ella añadió: "Bonito", en medio de un silencio azorante.

-Acerque usted su butaca, querida -dijo la señora Stubbs al comenzar a servir el té-. Sí -rehuso con aire meditativo, tendiéndole su laza, pero me voy a hacer una ampliación. "Podo eso va bien para unas tarjetas de Pascuas, pero nunca me han gustado las fotos pequeñas. No se saca de ellas ningún placer. Si he de decir la verdad. me decepcionan.

Alicia se daba perfecta cuenta de lo que ella quería decir.-Un buen tamaño -declaró la señora Stubbs-. Que me cien un buen tamaño. ES lo que repetía

siempre mi pobre difunto marido. No podía soportar nada pequeño. Eso le ponía carne de gallina. Y, por extraño que le parezca, querida... Aquí la armadura de la señora Stubbs dejó oír un crujido y ella misma pareció diatarse con esta reminiscencia.

-Fue la dropesía la que lo llevó al fin de los fines. Muy a menudo le sacaban un litro y medio, en el hospital... Parecía un castigo.

Alicia ardía en deseos de saber exactamente lo que le habían sacado. Se arriesgó.-Supongo que sería agua.Pero la señora Stubbs la miró fijamente y respondió en tono muy significativo:-Era líquido, querida.¡Líquido! De un salto, Alicia se apartó de la palabra, volvió a ella, olfateándola prudentemente. -¡Aquí está! -dijo la Stubbs, y con un gesto dramático señaló la cabeza y los hombros, de

tamaño natural, de un hombre corpulento, que ostentaba en el ojal de su americana una rosa blanca muerta que hacía pensar en una fría rodaja de carne gorda de cordero. Exactamente debajo, en letras de plata sobre un fondo de cartón encarnado, se leía este texto: "No temáis nada, soy Yo".

-Tenía una cara muy bella -dijo, débilmente, Alicia.El nudo de cinta azul pálido, colocado en lo alto de los rubios cabellos enrizados de la señora

Stubbs se estremeció. Arqueó su rollizo cuello. ¡Qué cuello tenía! De una rosa vivo donde comenzaba, se volvía luego de un color pálido de albaricoque, que tomaba al apagarse el tinte de una morena cáscara de Huevo, después un tono crema oscuro.

-De todos modos, querida mía -fue su asombrosa contestación-, ¡La libertad es lo mejor que hay!

Su pequeña risa blanda y grasienta parecía un runruneo.¡La libertad! -Alicia reventó en una risa tonta y aparatosa-. Se sentía molesta. Su espíritu huyó

hacia su propia cocina. ¡Qué ridículo todo esto! Tenía ganas de haber estado ya de vuelta.

IX

Después del té, se reunía en el lavadero de los Burnell una rara sociedad. Alrededor de la mesa estaban sentados un toro, un gallo, un asno que nunca recordaba que era asno, un carnero, una abeja. El lavadero era el sitio ideal para una reunión ele este género porque podían hacer tanto ruido

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como quisiesen y nadie los interrumpía nunca. Era un pequeño cobertizo recubierto de palastro edificado a distancia del bungalow.

Contra la pared se hallaba un fondo cuezo y, en el rincón; una caldera con una cesta llena ele alfileres para la colada, puesta encima. En el borde polvoriento de la ventanita, cubierta de una red de telas ele arañas, un trozo de bujía y una ratonera. lanas cuerdas de ropa se entrecruzaban arriba y en una clavija plantada en la pared había colgada una grande, enorme herradura ele caballo completamente enmohecida... La mesa estaba en el centro, y a cada lado un banco.

-No puedes ser una abeja, Kezia. Una abeja no es un animal. Es un insecto.-¡Oh! Pero es que yo tengo ganas de ser una abeja -gimió Kezia-. Una abeja pequeña, com-

pletamente amarilla y velluda, con batas rayadas...Kezia se sentó sobre sus piernas y se inclinó por encima de la mesa. Se sentía verdaderamente

una abeja.-Un insecto debe ser un animal -dijo resueltamente-. lHace ruido. No es como un pez. -¡Yo soy

un toro, yo soy un toro! -gritó Pip. Y dió un mugido, tan formidable-¿cómo podía hacer aquel ruido? que Lottic pareció muy inquieta.

-Voy a ser un cordero -dijo el pequeñoRags-. Un montón de corderos han pasado por aquí, esta mañana.-¿Cómo lo sabes?-Papá los ha oído... ¡Be... e... e!Su voz semejaba la de un corderito que va detrás; dando t.rotecitos N, parece esperar que se lo

lleven.-¡Quiquiriquí! -gritó Isabel con voz ayuda. Con sus mejillas encarnadas y sus ojos brillantes, se

parecía a un gallito.-¿Qué seré yo?-pregunta Lottie a todos, y se quedó allí, sonriente, esperando que dicidiesen de

ella.Era preciso que el papel fuese fácil. -Que sea un burro, Lottie.Tal fue la idea sugerida por Kezia. -¡Hi-han! Eso no vas a olvidarlo.-¡Hi-han! -dijo solemnemente Lottie-. ¿Cuándo tengo que decirlo?-Voy a explicar, voy a explicar-dijo el toro. Él era quien tenía los naipes. Los agitó por encima

de su cabeza.-;Todos quietos! ¡Oíd todos! Esperó a que estuviesen dispuestos. -Mira un poco, Lottie.Dio la vuelta a un naipe.-Tiene encima dos círculos. ¿Ves? Pues Nen, si pones esta carta en el centro y. alguien tiene

también una con dos círculos, tú dices: "Hi-han", y la carta es tuya.-¿Mia?Lottie abrió enormemente los ojos. -¿Para guardarla?-No, boba. Sólo mientras jugamos.El toro estaba muy enfadado contra ella.-¡Oh, Lottie, qué tontita eres! -dijo el gallo desdeñoso.Lottie los miró a ambos. Luego bajó la cabeza; su labio tembló.-Yo no quiero jugar -cuchicheó.Los otros se miraron como conspiradores. Sabían todos lo que significaba. Lottie se iría de allí,

y se la encontraría en algún sitio, con su delantal levantado por encima de su cabeza, en un rincón o contra una pared, o quizá detrás de una silla.

-Sí quieres, Lottie. Es muy fácil -dijo Kezia. Isabel, arrepentida, añadid exactamente como una persona mayor:

-Mírame bien a mí, Lottie, y aprenderás en seguida.

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-¡Ánimo, Lot! -dijo Pip-. Mira, ya sé lo que voy a hacer; te voy a dar la primera carta. Es mía, en serio, pero te la daré. Aquí está.

Y arrojó el naipe delante de Lottie.Así Lottie volvió a animarse. Pero, ahora, surgía otra dificultad.-No tengo pañuelo -dijo-. Y quisiera sonarme.-Toma, Lottie, puedes servirte del mío.Rags hundió la mano en su blusa de marinero, con el fin de extraer un pañuelo de aspecto muy

húmedo y apretado con un nudo.-Ten mucho cuidado -previno él-. Emplea salo este rincón. No lo deshagas. Tengo dentro una

estrellita de mar, que voy a ver si domestico.-¡Oh! Daos prisa las chicas -dijo el toro- Y tened cuidado, no debéis mirar las cartas. Debéis

guardar las manos debajo de la mesa hasta que yo diga: "Ahora".¡Clac! Los naipes cayeron alrededor de la mesa.Los niños trataron de ver con todas sus fuerzas, pero Pip iba demasiado de prisa para ellos.

listaban todos excitados por haberse instalado allí, en el lavadero; apenas pudieron contenerse sin estallar en pequeños gritos de animales, todos a coro, antes ole que Pip hubiese terminado de distribuir los naipes.

-Ahora tú, Lottie.Tímidamente, tendió Lottie una mano, tomó ole encima de su paquete el primer naipe, lo miró

con atención -era evidente que contaba las manchas redondas- v volvió a colocarlo.-No, Lottie, no puedes hacer eso. No tienes derecho a mirar primero. Es preciso que la vuelvas

del otro lado.-Pero entonces todo el mundo lo verá al mismo tiempo que yo -dijo Lottie.La partida siguió. ¡Mu..., u... u! El toro era terrible. Embestía a través de la mesa, parecía

devorar los naipes.-¡B-z-z-z! -decía la abeja. ¡Quiquiriquí! Isabel se había levantado muy inquieta y movía los codos como si fuesen alas.

¡B... e... e! El pequeño Rags había vuelto el rey, ole oros y Lottie lo que llamaban rey de África. Ya casi no le quedaban naipes.

-¿Por qué no dice nada, Lottie?-Hle olvidado lo que soy -dijo el asno, con tono lamentable.-Bueno, pues, cambia. Puedas ser un perro: ¡Uau... Uau!-¡Oh!, sí. Es mucho más fácil.Lottie había recobrado su sonrisa. Pero cuando ella y Kezia tuvieron iguales naipes, Kezia

aguardó a propósito. Los otros hicieron señas a Lottie y enseñaron con el dedo los naipes. Lottie se ruborizó;

pareció no comprender nada y, al fin, dijo: "¿Hi-han!, Kezia".-¡Chitón! ¡Esperad un minuto!Estaban en lo más intenso de la partida, cuando el toro les detuvo, levantando la mano:-¿Qué pasa? ¿A qué viene este ruido?-¿Qué ruido? ¿Qué quieres decir? -preguntó el gallo.-¡Chitón! ¡Cállate! ¡Escuchad! Permanecieron quicios como ratoncitos.-Hle creído oír un... una especie de golpe en la puerta -dijo el toro.-¿A qué se parecía? -preguntó el cordero débilmente.Nadie contestó.La abeja sintió un escalofrío.-¿Por qué hemos cerrado la puerta? -dijo en voz baja.Mientras estaban jugando, había palidecido el día; el opulento sol, al agostarse, había flameado,

se había apagado. Y ahora, las rápidas sombras llegaban corriendo por encima del mar, por encuna ole las dunas, a través del prado. Tenían miedo de mirar en los rincones del lavadero, y sin embargo, había que mirar todo lo que se pudiese. Y, en alguna harte, muy lejos, la abuela encendía

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una lámpara. Corrían los estores; el fuego de la cocina brincada sobre las cajas de latón ole la chimenea.

-Sería terrible -dijo el toro- si del techo cayese ahora sobre la mesa una araña, ¿verdad? -Las arañas no caen de los techos.

-Sí, caen. Minne nos ha dicho que había visto una araña grande, como un platillo, con largos pelos encima, como una grosella verde.

Vivamente, todas las cabecitas se levantaroncon un movimiento brusco; todos los cuerpecitos se acercaron, se apretaron unos contra otros:-¿Por qué no vienen alguien a llamarnos? -gritó el gallo.¡Oh! ¡Esas personas mayores, que se reían muy tranquilas, sentadas a la luz de la lámpara,

bebiendo en unas tazas! I.es habían olvidado. No, no olvidado verdaderamente: esto eran lo que singnificaban sus sonrisas. Habían decidido dejarlos allí; enteramente solos.

De repente. Lottie dió un grito de terror, tan agudo, que todos se agazaparon debajo de sus bancos, y gritaron también todos.

-¡Una cara..., una cara que nos mira! -clamiaba Lottie con voz aguda.Era verdad; era un hecho. Pegado a la ventana, se veía un rostro pálido, unos ojos negros, una

barba negra.-¡Abuela! ¡Mamá! ¡Alguien!Pero aún no habían alcanzado la puerta, atropellándose unos a otros, cuando ésta se abr¡ó para

dar paso a tío Jonathan. Venía a buscar a sus chicos, para llevárselos a casa.

X

Había tenido la intención de venir allí más temprano, pero en el jardín, delante de la casa, había encontrado a Linda, que se paseaba por la hierba, deteniéndose para quitar un clavel muerto, o para poner a una flor demasiado pesada un sostén donde apoyarse, o para aspirar profundamente algún aroma, siguiendo luego su paseo con su aire de estar siempre lejos de allí. Sobre su vestido blanco llevaba

un chal amarillo con franjas rosas, comprado en la tienda del chino.-¡Oh, Jonathan! -llamó Linda.Y Jonatlian se quitó rápidamente su panamá deslucido, lo apretó contra su pecho, hincó la

rodilla en tierra v besó la mano de Linda.-¡Salud, hermosura! ¡Salud, mi celeste Flor de Melocotón! -gruñó la voz de bajo-. ¿Dónde están

las otras nobles damas?-Beryl ha salido para ir a jugar al bridge, y mamá está bañando al bebé...¿Ha venido usted para

pedir algo prestado?Los Trou estaban continuamente fallos de provisiones, y enviaban a pedirlas a los Burnell, a

última hora.Pero Jonathan sólo respondió: "Un poco de amor, un poco de vondad" Y se puso a andar junto a

su cuñada.Linda se dejó caer en la hamaca de Beryl, debajo del manuka, y Jonathan se tendió en el cesped

junio a ella, arrancó una brizna de hierba y comenzó a masticarla. Se conocían mucho, Las voces de los niños subían, entre gritos, de los otros jardines. La ligera carretera del pescador pasó rozando la cuneta del camino arenoso y, a los lejos, oyeron ladrara un perro; el ladrido era sordo, como si el animal tuviese la cabeza metida en un saco. Si se escuchaba, apenas se podía oír el suave ruido líquido de la mar en marca alta, que barría los guijarros. El sol iba cayendo.

-Entonces, vuelve usted a la oficina el lunes, ¿verdad, Jonathan? -preguntó Linda.-El lunes, la puerta de la jaula se abre de nuevo y vuelve a cerrarse estrepitosamente sobre la

victima durante once meses y una semana.Linda se balanceó un poco.-Debe de ser horrible -dijo lentamente. -¿Es que quiere usted que me ría, encantadora hermana? ¿Es que quiere usted que llore?

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Tan acostumbrada estaba Linda a la manera de hablar de Jonathan que no concedía a ello la menor atención.

-Supongo -dijo ella con aire distraído-, que uno se acostumbrará a ello. Se acostumbra uno a todo.

-¿De veras? ¡Hum!Este "pum'' era tan hueco que parecía resonar debajo de la tierra.-Ale pregunto cómo se llega a conseguir-dijo Jonathan con aire meditativo y sombrío-.Yo jamás

he llegado a eso.Al mirarle, tal corno descansaba allí, Linda pensó una ver más en que era muy seductor. Era

extraño pensar que sólo fuese un empleado vulgar, que Stanley granase dos veces más chic él. ¿Qué tenía, pues, Jonathan? Carecía de ambición: eso era -suponía Linda-, y; sin embargo, se advertía que tenía dotes, que era un ser excepcional. Le gustaba con pasión la música; gastaba en ¡¡oros todo el dinero del que podía disponer. Estaba siempre lleno de ideas nuevas, de proyectos, de planes. Pero a nada de todo eso iba a dar remate. El fuego nuevo ardía en él; se creía casi oírle crepitar suavemente mientras él explicaba, describía, se extendía sobre la visión nueva; pero un instante después la llama había vuelto a extinguirse, de ella no quedaban más que cenizas y Jonathan iba y venía, en sus negros ojos la mirada de un hambriento. En tales momentos, exageraba lo absurdo de su manera de hablar, y en la iglesia -donde dirigia el coro- cantaba con una intensidad dramática tan terrible, que el cántico más mediocre se revestía de un esplendor profano.

-Me parece tan idiota, tan infernal tener que volver el lunes a la oficina -declaró Jonathancorno me pareció y me parecerá siempre. ¡Pasar todos los mejores años de mi vicia sentado en un taburete, desde las nueve hasta las cinco, garrapateando el registro de otro cualquiera! ¡le aquí un extraño modo de emplear uno su vida... su sola y única vida, ¿verdad? O bien, ¿es todo esto un sueño insensato?

Dio la vuelta por hierba y levantó los ojos hacia Linda.-Dígame, ¿qué diferencia hay entre mi existencia y la de un prisionero corriente? La sola que yo

puedo advertir es que yo mismo me he metido en la cárcel y que nadie me hará salir nunca de ella. Esta situación es más intolerable que la otra. Porque si yo hubiese sido empujado allá dentro a pesar mío -resistiéndome siquiera- cuando la puerta se hubiese vuelto a cerrar, o cinco años más tarde, en todo caso, yo hubiera podido aceptar el hecho; hubiera podido comenzar a interesarme en el vuelo de las moscas, o en contar los pasos del carcelero a lo largo del pasillo, observando particularmente las variaciones de su andar con todo lo que sigue. Pero, en este estado de cosas, me parezco a un insecto que ha venido por su propia voluntad a volar en una habitación. Se precipitó contra las paredes, golpeó el techo con las alas; en resumen, hago todo lo que se puede hacer en este mundo, menos volar fuera. Y todo el tiempo no ceso de pensar, como esta falena, o esta mariposa, o este insecto cualquiera: "¡Oh, brevedad de la vida! ¡Oh, brevedad de la vida!". No tengo más que una noche y un día, y este amplio, este peligroso jardín espera allí, afuera, sin que yo lo descubra, sin que lo explore.

-Pero si usted tiene aquel sentimiento, por qué... -comenzó Linda, vivamente.-¡Ah! -gritó Jonathan.Este "¡ah!" tenía casi un acento de exaltación. -¡He aquí, donde usted me ve! ¿Por qué? ¿Por

qué, es verdad? He aquí la presunta enloquecedora, misteriosa. ¿Por qué no vuelvo afuera? La ventana o la puerta, la abertura por la cual ha entrado, está allí. No está cerrada para siempre... ¿Verdad? ¿Por qué, pues, no puedo alcanzarla y evadirme? ¡Conteste usted a eso, hermanita!

Pero no le dio tiempo a responder.-Aun allí me parezco exactamente a ese ¡nsecto. Por una razón cualquiera...Jonathan distanció las palabras.-... no está permitido, está prohibido, es contrario a la ley de los insectos el cesar, siquiera un

instante, de venir a golpear, a latir con las alas, a arrastrarse por el cristal. ¿Por qué no abandonar la oficina? ¿Por qué no examinar en este momento, seriamente, por ejemplo, qué es lo que me impide abandonarla? ¿No es corno si estuviese retenido por unas formidables argollas? Tengo dos niños

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que educar, pero, después de todo, varones. Yo podría huir por mar, o encontrar trabjo en el interior del país, o bien..

De repente, sonrió a linda, y dijo con una voz cambiada, como si le confiase un secreto: -Débil... débil... Ningún vigor. Ningún puerto donde anclar. Ningún principio que me guíe, si se le puede llamar con este nombre.

Pero en seguida resonó su voz de sombrío terciopelo:

Queréis oír el cuentoY cómo se desenvolvió.

Quedaron silenciosos.El sol había desaparecido. En el ciclo occidental aparecían masas enormes de nubes de color cíe

rosa, blandamente amontonadas. Anchos rayos de luz brillaban a través de estas nubes y más allá, como si quisieran inundar el ciclo entero. Allí arriba, el azul se marchitaba; se convertía en oro pálido, y la selva, al perfilarse en él, relucía oscura y deslumbrante como un metal. A veces, estos rayos de luz, cuando aparecen en el ciclo, llenan de espanto. Recuerdan que allá arriba truena Jehovah, el Dios celoso, el "Todopoderoso cuyo ojo contempla, siempre vigilante, nunca fatigado. Recordáis que, a su llegada, la tierra entera se derrumbará, reducida a un cementerio de ruinas; que los ángeles fríos y luminosos os rechazarán de aquí, de allá, y que no habrá tiempo para explicar lo que se podría explicar tan sencillamente... Pero, en aquella tarde; le parecía a Linda que había algo infinitarnente alegre y tierno en esos rayos de plata. Ningún ruido venía ahora del mar. Respiraba suavemente; corno si hubiera querido atraer a su seno toda la belleza tierna y gozosa.

-Toda está mal, todo es injusto-repetía la voz crepuscular de Jonathan-. \o es el lugar, no es la decoración... Tres taburetes, tres pupitres, tres tinteros, una pantalla de alambre.

Linda sabía bien que él no cambiaría nunca, pero dijo:-¿Es ya demasiado tarde?-Soy viejo... Soy viejo -salmodió Jonathan. Se inclinó hacia ella, pasó la mano por la cabeza. -¡Mire!Su pelo negro estaba estriado de plata, como en el pecho el plumaje negro de un gran pájaro.

Linda se quedó sorpendida. No tenía ninguna idea de que él encaneciese. Y, sin embargo, cuando se mantuvo de pie junto a ella y suspiró y se estiró, ella vió, por primera vez, no resuelto, no audaz, no indiferente sino ya herido por la vejez. Parecía muy alto en la hierba oscurecida, y este pensamiento le atravesó el espíritu... "Es como una planta sin vigor". Jonathan se inclinó de nuevo y le besó los dedos.

-Recompense el cielo tu dulce paciencia, ¡oh!, dama de mis pensamientos -murmuró-. Debo ir a buscar los herederos de mi gloria y de mi fortuna... Había desaparecido.

XI

Una luz brillaba en las ventanas del bungalow. Dos cuadradas manchas de oro caían sobre los claveles y los ranúnculos friolentos y cerradas. Florrie, la gata, salió bajo la veranda y vino a sentarse en el más alto escalón, sus patas blancas juntas, su cola recurvada en un rizo. parecía satisfecha, como si todo el día hubiese esperado este momento.

-Gracias a Dios que se hace tarde -dijo Florrie-. Gracias a Dios el largo día ha terminado. Sus ojos de ciruela claudia se abrieron.

Muy pronto resonó el crujir de la diligencia, el chasquido del látigo. Se acercó bastante para oír las voces de los hombres que volvían de la ciudad y que hablaban a un tiempo, ruidosamente. Se detuvo en la valla de los Burnell.

Stanley había recorrido la mitad de la avenida,cuando vio a linda. -¿Eres tú, querida? -Sí, Stanley.

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De un salto franqueó la platabanda y la cogió en sus brazos. La envolvió este abrazo lleno de ardor, robusto v familiar.

-Perdóname, querida, perdóname -balbuceó Stanley, y le pasó la mano bajo la barbilla, levantando hacia él su cara.

-¿Perdonarte?-dijo linda sonriendo-. Pero, ¿de qué?-¡Dios mío! No es posible que hayas olvidado -gritó Burnell-. Yo no he pensado en otra cosa

durante todo el día. He pasado un día infernal. Había decidido correr hasta el correo para telegrafiarte, luego me dije que el telegrama podría no llegar antes que yo. He vivido en la tortura, Linda.

-Pero, Stanley-dijo- ¿qué debo perdonarte? -¡Linda!Stanley parecía seriamente herido.-¿No te has dado cuenta?... Has debido darte cuenta... que me he marchado esta mañana sin

decirte adiós. \o puedo figurarme cómo he podido hacer semejante cosa. En este diablo de carácter, naturalmente. Pero... al fin...

Y suspiró y volvió a cogerle en sus brazos. -Bastante castigo tuve hoy.-¿Qué tienes en la mano. -preguntó LindaGuantes nuevos. Déjame ver.-¡Oh! Nada más que un par de guantes de gamuza baratos -dijo Stanley, humildemente-. Había

notado que Bell llevaba unos esta mañana en el coche; de modo que al pasar por la tienda he entrado corriendo y me he comprado un par. ¿Qué es lo que te hace sonreír? ¿Crees que he perdido el día?

-Al contrario, querido -contestó Linda-; pienso que esto es completamente razonable.Lila metió sus dedos en uno de los guantes pálidos y miró su mano, dándole vueltas por todos

los lados. Sonreía siempre.Stanley hubiera querido decir: «Es en ti en quien pensaba todo el tiempo, mientras los

compraba". Era la verdad; pero, por una razón o por otra, fue incapaz de pronunciar aquellas palabras.

-Entremos -dijo él.

XII

¿Por qué uno, durante la noche, se sentirá tan diferente? ¿Por qué se producirá tal exaltación en nuestra vigilia, mientras todo el mundo duerme? ¡Tarde..., es muy tarde! Y, sin embargo, en cada instante os sentís más y más despiertos, como si, cada vez que respirarnos, fuésemos entrando, poco a poco, más adentro, en un mundo nuevo, maravilloso, mucho más conmovedor, mucho más apa-sionado que el mundo de plena luz. ¿Y qué extraña impresión es ésta de ser un conspirador? Ligera-mente, a escondidas, vamos y venimos por nuestra habitación. Levantamos un objeto del tocador, lo volvemos a colocar sin ruido. Y todo, hasta las columnitas de la cama, todo os conoce, os responde, comparte vuestro secreto...

Por el día, no amáis vuestra habitación. Nunca pensáis en ella. Entráis, salís; la puerta se abre y retumba; el armario deja oír un crujido. Os sentáis al borde de vuestra cama, os cambiáis de zapatos, os precipitáis de nuevo afuera. Una inmersión en el espejo, dos horquillas en vuestro pelo, un toque de borla a la nariz., y aquí estamos fuera, de nuevo. Pero ahora..., de repente se nos vuelve amable. Es una gentil, una graciosa habitacioncita la vuestra. ¡Oh!, la alegría de poseer. ¡Mía..., de mí!

-¿Mía, mía para siempre? -Sí.Sus labios se unieron.Claro, naturalmente, esta frase no tenia nada que ver con todo eso. Todo eso no eran más que

tonterías, locuras. Pero a pesar suyo, Beryl veía tanlimpiamente una pareja de pie en medio de su habitación. Los brazos de ella se enlazaban a su

cuello; él la tenía muy, apretada. Y ahora murmuraba: "¡Encanto mío! ¡Encanto mío!"73

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Saltó de su cama, corrió a la ventana y se arrodilló en la banqueta, acodada en el alféizar. Pero la Hermosa noche, el jardín, cada matorral, cada foja, aun las estrellas, también conspiraban. Tan esplendente era la luna que las flores brillaban como durante el día, la sombra de las capuchinas, hojas exquisitas como ninfeas, flores intensamente abiertas, descansaba en la veranda plateada. El manuka, doblado por los vientos del Sur, se parecía a un pájaro posado en una pata, desplegando un ala.

Pero cuando Beryl, miró la selva, le pareció que la selva estaba triste.-Somos árboles sin palabras, tendemos los brazos en la noche, implorando no sabemos qué

-decía la selva desolada.Y es verdad que, cuando uno está solo y cuando piensa en la vida, la vida parece siempre triste.

Toda esa agitación y cuanto ella arrastra os abandona de repente; se diría que, en el silencio, alguien os llama por vuestro nombre, y que ese nombre lo oís por primera ver: "¡Beryl!"

-Sí, estoy aquí. Soy Beryl. ¿Quién me llama? -¡Beryl!-¡Quiero venir!Se siente uno aislado, cuando se vive solo. Naturalmente; está la familia, hay amigos, en

cantidad; pero no es eso lo que ella quiere decir. Es preciso alguien que descubra la Beryl que ninguno de entre ellos conoce, que espera a lo que quede siempre de esta Beryl. Es preciso un amante.

-Llévame lejos de estas gentes, amor mío. Vámonos muy lejos. Vivamos nuestra vida, entera-mente nueva, enteramente nuestra, desde su mismo comienzo. Encendamos nuestro fuego. Sentémonos juntos para correr. Hablemos largamente, a la noche.

Y era poco más o menos así su pensamiento: -Sálvame, amor mío. Sálvame.-"¡Oh! ¡Vamos! No venga usted ahora con pudores, pequeña. Diviértase usted mientras sea

joven. ¡He aquí mi opinión!Y una brusca risotada aguda y estúpida se unía a la risa relincharte, ruidosa. llena de

indiferencia de la señora Harry Kember...Ya veis, todo es tan terriblemente difícil, cuando no se tiene a nadie. Hasta tal punto se está a

merced de las cosas. No se puede ser sencillamente incorrecto. Y además, siempre sentimos este horror de parecer inexpertos, de estar haciendo un viejo papel, corno aquellos pajarracos, en la bahía. Y además... Y, además, le seduce a uno la certidumbre de que posee un poder sobre las gentes. sí, le seduce a uno eso...

¡Oh! ¿Por qué, oh, por qué no vendrá él pronto? -Si continúo viviendo aquí -pensó Beryl-, cualquier cosa puede ocurrirme.-Pero ¿cómo sabes que él debe venir? -preguntó una vocecita burlona, dentro de ella.Beryl rechazó este pensamiento. Era imposible que ella se quedase allí. Otras quizás; ella, no.

No podía creerse que Beryl Fairfield, esta adorable, esta seductora muchacha, acabara por no casarse. -¿Recuerda usted a Beryl Fa¡rfield?

-¡Sí, la recuerdo! ¡Cómo podría olvidarla! Fue durante un verano, en la bahía, donde la vi. Estaba de pie en la playa, con un vestido de muselina azul -no rosa-, sujetando con las dos manos un gran sombrero de paja crema -no, negro-. Pero ya hace años de eso.

-Sigue como siempre, tan encantadora, más aún.Beryl sonrió, se mordió el labio y contempló cl jardín. Mientras miraba, vio a alguien, a un

hombre, abandonar la carretera; remontar el prado a lo largo de su empalizada, corro si viniese directamente hacia ella. Latió su corazón. ¿Quién sería? ¿Quién podía ser? No podía ser un Iadrón, no por cierta, un ladrón no, porque fumaba y andaba con paso ligera de noctámbulo. El corazón de Beryl brincó; se hubiera dicha que daba una vuelta completa, que luego cesaba de latir. Había reconocido al hombre.

-Buenas noches, señorita Beryl -dijo nuevamente la voz.-Buenas noches.-¿No quiere usted dar un pascíto?-prosiguió la voz, con tono lánguido.

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¡Dar un paseo... a estas horas de la noche! -Imposible. Todo el mundo está acostado. Todo el mundo duerme.-¡Oh! -dijo la voz levemente, y un soplo de humo perfumado llegó basta Beryl-. ¿Qué importa

todo el mundo? ¡Venga, venga! ¡Es una noche tan hermosa! No se ve un alma.Beryl sacudió la cabeza. Pero ya en ella, algo se movía, algo levantaba la cabeza.La voz dijo:-¿Tiene usted miedo? Se burló:-¡Pobre chiquita!-De ningún modo -replicó Beryl. Mientras hablaba, aquella débil criatura que había en ella

pareció evolucionar, pareció sentirse formidable y poderosa; Beryl se moría de afanes de salir.Y, precisamente, como si el otro se hubiese dado perfectamente cuenta ele ello, la voz dijo

suavemente, muy bajo, pero con acento decisivo: ¡Venga, pues!Beryl saltó por encima de su ventana baja, atravesó la veranda, corrió a través de la hierba hasta

la valla. Él estaba allí, delante de ella.-¡Por fin! -dijo la voz, levernente. Luego se tiñó de burla:-No tiene miedo, ¿verdad? ¿No tiene miedo? Beryl tenía miedo. Ahora que se encontraba allí,

se sentía aterrada, le parecía que todo era diferente. El claro de luna la contemplaba fijamente, cen-telleando; las sombras le parecían barrotes de hierro. Le sujetaban la mano.

-De ningún modo -dijo ella en tono ligero-. ¿Por qué iba yo a tener miedo?Su mano fue suavemente atraída, arrastrada. Resistió.-No, no voy más lejos -dijo Beryl. -¡Oh! ¡Tiene gracia!Harry Kember no la creyó.-Venga, pues! Iremos sólo hasta ese matorral de fucsias. ¡Venga un poco!El matorral de fucsias era alto. Volvía a caer en lluvia por encima de la empalizada. Por debajo

había un escondite ele sombras.-No, de verdad, no quiero -dijo Beryl. Durante un momento, Harry Kember no respondió.

Luego vino muy cerca, se volvió hacia ella, sonrió, y dijo rápidamente:-¡No se haga usted la tonta!Su sonrisa era algo que Beryl nunca había visto. ¿Estaba ebrio? Estaba deslumbrante; ciega y

terrible sonrisa la heló de espanto. ¿Qué iba a hacer ella? ¿Cómo se encontraba allí? la jardín, severo, le interrogaba, mientras la puerta se abría de un empujón, y Harry Kember, rápido como un gato, entraba y, asiéndola, la atraía hacia sí.

-¡Diablillo frío! ¡Diablillo frío!-decía la odiosa voz.Pero Beryl era fuerte. Se deslizó, bajó la cabeza, retorció un brazo, quedó libre.-Usted es un miserable, un miserable -dijo. -Entonces, ¿por que, Dios mío, ha venido usted? -tartamudeó Harry Kember.Nadie le contestó.Una nubecilla serena flotaba por delante de la luna. En este instante de tinieblas, el ruido del

mar retumbó, profundo y turbado. Luego, la nube se fue a bogar a lo lejos, y el ruido del mar se convirtió en un vago murmullo, como si despertase de un sombrío sueño. 'Podo quedó tranquilo.

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Fiesta en el jardín

The Garden Party, 1921

Y, después de todo, el tiempo era ideal. Si lo hubieran hecho de encargo no habría resultado un día más perfecto para la fiesta en el jardín. Sin viento, cálido, el cielo sin una nube. Como ocurre a veces al principio del verano, una neblina de oro pálido velaba, apenas, el azul. El jardinero estaba en pie desde el alba, segando el prado y barriéndolo, hasta que el césped y los rosetones chatos y oscuros donde habían estado las margaritas parecieron brillar. En cuanto a las rosas, no se podía negar que habían comprendido que las rosas son las únicas flores que impresionan a la gente en una fiesta en el jardín, las únicas flores que a todos interesan. Cientos, sí, literalmente cientos habían abierto en la noche; las zarzas verdes estaban inclinadas como si los arcángeles las hubieran visitado.

No había concluido el almuerzo cuando vinieron los hombres a levantar la carpa. -¿Mamá, dónde quieres poner la carpa?-Mi hija querida, es inútil preguntármelo. He resuelto que este año las niñas se encarguen de

todo. Olviden que soy la madre. Trátenme como a un invitado de honor. Pero Meg no podía vigilar a los hombres. Antes de almorzar se había lavado la cabeza, y estaba

sentada tomando café; llevaba un turbante verde, con un oscuro rizo húmedo pegado en cada mejilla. Josefinafina, la mariposa, acostumbraba a bajar con sólo un viso verde y encima su kimono.

-Tú tendrás que ir, Laura; tú que eres artística. Allá fue Laura, con su pedazo de pan y mantequilla en la mano. Es tan delicioso encontrar una

excusa para comer fuera, y, además, adoraba arreglar cosas; encontraba que podía hacerlas tanto mejor que cualquier otro.

Cuatro hombres en mangas de camisa estaban juntos en un camino del jardín. Llevaban estacas cubiertas con rollos de tela, y grandes cajas de herramientas a la espalda. Eran impresionantes. Laura hubiera querido no tener ese pedazo de pan y mantequilla en la mano, pero ni había donde ponerlo, ni se lo podía tragar entero. Enrojeció y trató de parecer muy seria y hasta un poco corta de vista cuando se acercó a ellos.

-Buenos días -dijo, imitando la voz de su madre. Pero resultó tan horriblemente afectado que se avergonzó, y tartamudeó como una niñita. -¡Oh, ustedes vienen...! ¿es por la carpa? -Así es, señorita -replicó el más alto de todos, un tipo flaco y pecoso, cambiando de lado su caja

de herramientas, echando atrás su sombrero de paja y sonriéndole-. Es para eso.Su sonrisa era tan espontánea, tan amistosa, que Laura se repuso. ¡Qué lindos ojos tenía!

¡Pequeños, pero de un azul tan oscuro! Miró a los demás que también sonreían. Parecían decirle: "¡Ánimo, no te vamos a comer!" ¡Qué obreros tan simpáticos! ¡Y qué hermosa mañana! Pero no tenía que mencionar la mañana; debía ser una persona de negocios: la carpa.

-Bueno, ¿qué les parece aquel macizo de lilas? ¿Servirá?Y señalaba el macizo de lilas con la mano que no tenía el pan y mantequilla. Se volvieron, y

miraron. Uno de ellos, bajo y gordo, apretó el labio inferior; el más alto frunció el ceño.-No me gusta -dijo-. No es bastante importante. Sabe, tratándose de una carpa -y se volvió hacia

Laura-, hay que ponerla en un lugar donde dé un golpe en el ojo, como quien dice. Laura se quedó pensando si no era una falta de respeto que un trabajador hablara de dar un

golpe en el ojo. Pero entendió muy bien.-Una esquina de la cancha de tenis -sugirió-. Pero la orquesta estará en otra esquina.-Hum, ¿van a tener una orquesta? -preguntó otro de los obreros. Era uno pálido. Tenía una

mirada feroz, mientras sus ojos oscuros medían la cancha de tenis. ¿Qué pensaría?-Sólo una pequeña orquesta -dijo Laura con dulzura.

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Si la orquesta era pequeña, quizá no le parecería mal. Pero el hombre alto la interrumpió. -Mire, señorita, ése es el lugar. Junto a aquellos árboles. Allá arriba. Ahí estará bien. Junto a los karakas. Así los karakas quedarían escondidos. Y eran tan hermosos, con sus anchas

hojas centelleantes, y sus racimos amarillos. Eran como árboles de una isla desierta, orgullosos, solitarios, elevando sus hojas y frutos al sol en una especie de silencioso esplendor. ¿Debía esconderlos la carpa?

Y los escondería. Ya los hombres habían cargado las estacas y estaban arreglando el sitio. Sólo el alto quedó atrás. Se inclinó, apretó una varita de alhucema, se llevó el pulgar y el índice a la nariz y aspiró el perfume. Cuando Laura vio el gesto olvidó los karakas, en su asombro de que al hombre le gustara una cosa así, le gustara el perfume de la alhucema. ¿Cuántos hombres de los que ella conocía hubieran hecho tal cosa? ¡Oh, qué simpáticos son los obreros! ¿Por qué no podía tener amigos obreros en vez de los muchachos tontos con quienes bailaba y que venían a cenar los domingos? Se entendería mucho mejor con hombres así.

Tienen la culpa -decidió, en el momento en que el hombre alto dibujaba algo en el dorso de un sobre, algo que debía ser izado o quedar colgado- estas absurdas distinciones de clase. Bueno, por su parte, ella no las sentía. En lo más mínimo, ni un átomo... Y ahora viene el tac-tac de los martillos. Uno de los hombres silbaba, otro cantaba: "¿Estás bien ahí, camarada?" "¡Camarada!" El compañerismo, el... el... Para probar qué contenta estaba y mostrar al hombre alto qué cómoda se sentía, y cuánto despreciaba las convenciones estúpidas, Laura dio un gran mordisco a su pan y mantequilla, mientras observaba el dibujito. Se sentía como una pequeña obrera.

-¡Laura, Laura! ¿Dónde estás? ¡El teléfono, Laura! -gritó una voz desde la casa.-¡Ya voy! -Y salió corriendo, por el césped, por el sendero, subió los escalones, cruzó la terraza

y llegó al pórtico. En el pasillo, su padre y Lorenzo estaban cepillando sus sombreros, listos para irse a la oficina.

-Mira, Laura -dijo Lorenzo con prisa-, podrías revisar mi traje para luego. Mira si no le hace falta un planchazo.

-¡Ya lo creo!De repente no pudo contenerse. Corrió hacia Lorenzo y le dio un rápido apretón.-¡Oh! adoro las fiestas; ¿y tú? -murmuró Laura. -Bastante -dijo Lorenzo con su voz cálida de muchacho. También apretó a su hermana y luego

le dio un empujón-. Rápido, al teléfono, chica.El teléfono.-Sí, sí; ¡oh, sí! ¿Kitty? Buenos días, querida. ¿Vienes a almorzar? Sí, querida. Encantada. Va a

ser una comida ligera: restos de sándwiches y de merengues y alguna otra cosita. Sí, ¿no es un día divino? ¿El blanco? ¡Oh, seguramente! Un momento; espera. Mamá me llama-. Laura se sentó. -¿Qué, mamá? No oigo.

La voz de la señora Sheridan bajó flotando por la escalera.-Dile que traiga ese delicioso sombrero que usó el domingo. -Dice mamá que te pongas ese sombrero delicioso que llevabas el domingo. Bueno. A la una.

Adiós. Laura colgó el auricular, levantó los brazos sobre la cabeza, hizo una aspiración profunda, los

estiró y los dejó caer. ¡Uf!, suspiró, y en seguida se enderezó en el asiento. Se quedó quieta, escuchando. Todas las puertas de la casa parecían abiertas. La casa estaba viva, con rápidas pisadas y voces incesantes. La puerta de bayeta verde que conducía a la cocina se abría y cerraba con un golpe sordo. Ahora se sentía un sonido absurdo, cloqueando. Era el piano tan pesado arrastrado sobre sus ruedas tiesas. Y ¡qué aire! Si uno se pone a pensar ¿será el aire siempre así? Céfiros suaves se perseguían fuera y allá arriba, en las ventanas. Y había dos marchitas de sol, una en el tintero, otra en un marco de plata, jugando también. Deliciosas marchitas, sobre todo encima de la tapa del tintero. Estaba casi caliente. Una cálida estrellita de plata. Daban ganas de besarla.

Sonó el timbre de la puerta y se oyó crujir el vestido estampado de Sadie por la escalera. Una voz de hombre murmuró; Sadie respondió, sin interés:

-Le digo que no sé. Espere. Voy a preguntar a la señora.

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-¿Qué hay, Sadie? -preguntó Laura entrando en el pasillo. -Es el florista, señorita. Y ahí estaba. En la puerta abierta de par en par, había una ancha bandeja colmada de macetas

con lirios rosados. Nada más. Nada más que lirios, lirios, lirios, grandes flores rosadas, muy abiertas, radiantes, terriblemente vivas sobre sus rojos tallos lustrosos.

-¡Ooh, Sadie! -dijo Laura como en un gemido. Se agachó como para calentarse en ese resplandor de lirios; los sintió en sus dedos, en sus labios, creciendo en su pecho.

-Debe ser una equivocación -dijo en voz muy baja-. No se han pedido tantos. Sadie, vete a buscar a mamá.

En ese mismo instante llegó la señora Sheridan.-Está bien -dijo con calma-. Sí, yo los encargué. ¿No son divinos?Apretó el brazo de Laura.-Pasaba por la florista ayer y los vi en el escaparate. Y de repente se me ocurrió que por una vez

en la vida tendría todos los lirios que quisiera. La fiesta en el jardín era una buena excusa. -Pero yo te oí decir que tú no querías intervenir.Sadie había entrado. El hombre de las flores volvió al camión, Laura rodeó el cuello de su

madre con un brazo y suave, muy suavecito, le mordió la oreja.-Queridita, tú no quieres tener una madre lógica, ¿verdad? No hagas eso. Aquí está el hombre.Traía todavía más lirios, otra bandeja llena. -Deposítelos junto a la entrada, por favor, a los lados del pórtico -dijo la señora-. ¿No te parece,

Laura?-Oh, sí, mamá.En el salón, Meg, Josefinafina y el pequeño Hans habían logrado, al fin, cambiar el piano de

sitio. -Ahora, si pusiéramos este cofre contra la pared y sacáramos todo menos las sillas, ¿no les

parece? -Bueno. -Hans, lleva esas mesas al cuarto de fumar, y que vengan a barrer para sacar esas marcas de la

alfombra y... un momento, Hans... A Josefinafina le gustaba dar órdenes a los sirvientes, y a ellos les gustaba obedecer. Les hacía

pensar que tomaban parte en un drama. -Diga a mamá y a la señorita Laura que vengan en seguida. -Muy bien, señorita Josefinafina. Se volvió hacia Meg. -Quiero ver cómo suena el piano, por si alguien me pide que cante esta tarde. Vamos a ensayar

"Esta vida es triste". ¡Pom. Ta-ta-ta! El piano sonó con tal furia que Josefina cambió de color. Juntó las manos. Les

pareció triste y enigmática a su madre y a Laura cuando entraron. Esta vida es tris-te,Una lágrima... un suspiroUn. amor que cam-bia Esta vida es tris-teUna lágrima... un suspiroUn amor que cam-bia,Y entonces... ¡adiós!Pero en la palabra "adiós", y aunque el piano parecía más desesperado que nunca, su rostro se

iluminó con una brillante sonrisa, terriblemente antipática. -¿Estoy en voz, mamita? -sonrió. Esta vida es tris-te,La esperanza viene a morir.Un sueño... un despertar.Pero Sadie interrumpió el canto:

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-¿Qué hay, Sadie? -Por favor, señora, la cocinera pregunta si la señora tiene esas tarjetas para los sándwiches. -¿Las tarjetas para los sándwiches, Sadie? -repitió como un eco la señora Sheridan, casi

ausente. Y las hijas se dieron cuenta de que no las tenía. -Vamos a ver -dijo a Sadie con firmeza-, diga a la cocinera que las llevaré dentro de diez

minutos. Sadie desapareció. -Bueno, Laura -dijo la madre rápidamente-, ven conmigo al cuarto de fumar. Tengo los

nombres por ahí, escritos en el dorso de un sobre. Tendrás que copiarlos. Meg, sube y quítate en seguida ese trapo mojado de la cabeza. Josefina, corre a vestirte en el acto. Niñas ¿me oyen, o tendré que decírselo a su padre cuando vuelva esta noche a casa? Y... y, Josefina, si vas a la cocina trata de calmar a la cocinera, ¿quieres? Me tenía aterrada esta mañana.

Al fin el sobre apareció detrás del reloj del comedor, aunque la señora Sheridan no se daba cuenta cómo había ido a parar allí.

-Una de ustedes debe de haberlo robado de mi cartera porque recuerdo perfectamente... queso fresco y cuajada con limón. ¿Lo escribieron?

-Sí. -Huevo y... -la señora Sheridan alargó los brazos y retiró el sobre-. Parece atún, pero no puede

ser, ¿verdad? -Aceitunas, queridita -dijo Laura, leyendo por encima del hombro. -Por supuesto, aceitunas. ¡Qué combinación atroz: huevos y aceitunas! Por fin acabaron, y Laura los llevó a la cocina. Allí se encontró con Josefina calmando a la

cocinera, que no parecía tan aterradora. -Nunca he visto sándwiches tan exquisitos -dijo Josefina, con voz extasiada-. ¿Cuántas clases

hay? ¿Quince? -Quince, señorita Josefina. -Bueno, la felicito. La cocinera recogió las cortezas con el cuchillo de cortar pan, y sonrió satisfecha.-Han venido de casa de Godber -anunció Sadie, saliendo de la despensa-, vi pasar al hombre

desde la ventana. Eso significaba que habían llegado los pastelitos de crema. Godber era famoso por sus

pastelitos de crema. A nadie se le ocurría hacerlos en casa. -Tráigalos y póngalos sobre la mesa -ordenó la cocinera.Sadie los trajo y volvió a la puerta. Por supuesto, Laura y Josefina eran demasiado grandotas

para ocuparse de estas cosas. Con todo, no podían negar que eran muy buenos. Mucho. La cocinera empezó a arreglarlos, sacudiéndoles el azúcar sobrante.

-¿No le traen a uno el recuerdo de todas las fiestas pasadas? -dijo Laura. -Supongo que sí -respondió la práctica Josefina, que no gustaba de recordar-. Parecen ligeros y

plumosos, hay que reconocerlo. -Tomen uno cada una, queridas -dijo la cocinera con voz amable-. Mamá no se dará cuenta.Oh, imposible, ¡pastelitos de crema tan enseguida del almuerzo!, la sola idea hacía estremecer.

Pero dos minutos después Josefina y Laura se estaban chupando los dedos con ese aire absorto que sólo da la crema de batida.

-Salgamos al jardín por el camino de atrás -sugirió Laura-. Quiero ver cómo van los hombres con la carpa. ¡Son tan simpáticos!

Pero la puerta trasera estaba bloqueada por la cocinera, Sadie, el hombre de Godber y Hans. Algo pasaba. -Tac-tac-tac -cloqueaba la cocinera como una gallina asustada. Sadie tenía una mano

oprimiéndose la cara como si le dolieran las muelas. La cara de Hans estaba fruncida en un esfuerzo por comprender. Sólo el dependiente de Godber parecía contento. Él era quien contaba la cosa.

-¿Qué hay, qué ha sucedido?

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-Un horrible accidente -dijo la cocinera-, un hombre ha muerto. -¡Un muerto! ¿Dónde, cuándo? Pero el dependiente de Godber no iba a perder su relato.-¿Sabe, señorita, aquellas casitas allá abajo?¿Conocerlas? Claro que ella las conocía.-Bueno, allí vive un muchacho carretero, se llama Scott. A su caballo lo asustó esta mañana un

camión y lo tiró de cabeza en la esquina de la calle Hawke. Murió.-¡Muerto! -y Laura miró al hombre con asombro. -Ya estaba muerto cuando lo levantaron -contestó el hombre con fruición-. Llevaban el cuerpo a

la casa cuando yo venía. Y dirigiéndose a la cocinera: -Deja una mujer y cinco chicos. -Josefina, ven acá -Laura tomó a su hermana de un brazo y se la llevó por la cocina al otro lado

de la puerta de bayeta verde. Se recostó contra ella. -Josefina -le dijo horrorizada- ¿vamos a suspender los preparativos?¡Suspender todo, Laura! -gritó Josefina atónita-. ¿Qué quieres decir?-Suspender la fiesta en el jardín, claro-. ¿POr qué fingía Josefina?Pero Josefina estaba cada vez más asombrada.-¿Suspender la fiesta? Mi querida Laura, no seas loca. No podemos hacer nada de eso. Nadie

espera tal cosa. No seas extravagante.-Pero no es posible celebrar una fiesta en el jardín con un muerto frente a nuestra puerta.Decir eso era realmente exagerado, porque las casitas estaban en un terreno aparte, en el fondo

de una cuesta empinada que llevaba a la casa. Había una calle ancha de por medio. Es cierto que estaban demasiado cerca. Eran un verdadero adefesio y no tenían derecho a estar en ese barrio. Eran pequeñas viviendas mezquinas, pintadas de un color chocolate. En los retazos de jardín no había más que repollos, gallinas flacas y latas de tomate. Hasta el humo que salía de las chimeneas era miserable. Hilachas y fragmentos de humo, tan distinto de los grandes penachos de plata que se elevaban de las chimeneas de los Sheridan. Vivían lavanderas y barrenderos, y un remendón, y un hombre que tenía todo el frente de la casa con jaulitas de pájaros. Los chicos hormigueaban. Cuando los Sheridan eran pequeños les estaba prohibido acercarse, por el lenguaje que usaban los pobres y las enfermedades que podían contagiarles. Pero desde que eran grandes Laura y Josefina, en sus andanzas, solían meterse por ahí. Era sórdido y asqueroso. Salían estremecidas. Pero se debe ir a todas partes; uno debe verlo todo. Por eso iban.

-Estoy pensando lo que será la música de la orquesta para esa pobre mujer -dijo Laura. -¡Oh, Laura! -Josefina empezó a irritarse seriamente.-Si vas a suprimir la música cada vez que sucede un accidente, vas a llevar una vida muy triste.

Yo lo siento tanto corno tú. Comprendo como tú-. Sus ojos se endurecieron y miró a su hermana como la miraba cuando era pequeña y tenían una pelea-. No vas a resucitar a un obrero borrachón con sentimentalismos -dijo blandamente.

-¡Borrachón! ¿Quién ha dicho que estaba borracho? -Laura se volvió furiosa hacia Josefina. Dijo justamente lo que acostumbraban decir en ocasiones semejantes-: Se lo voy a contar a mamá, ahora mismo.

-Ve, querida -dijo Josefina con un arrullo.-Mamá, ¿puedo entrar? -Laura hizo girar el picaporte de cristal.-Por supuesto, querida. Pero ¿qué pasa? ¿Qué te ha hecho poner tan colorada? -La señora

Sheridan se volvió hacia atrás en su mesa tocador. Se estaba probando un sombrero nuevo. -Mamá, ha muerto un hombre -empezó Laura.-¿Pero no en el jardín? -interrumpió la madre.-¡No, no! -¡Ah, qué susto me has dado! -la señora Sheridan dio un suspiro de alivio, se quitó el gran

sombrero y lo puso en sus rodillas.

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-Pero escucha, mamá -dijo Laura. Sin aliento, medio ahogada, contó la terrible historia-. Claro que no podremos celebrar nuestra fiesta, ¿verdad? -suplicó-. La música y la gente llegando. Nos van a oír, mamá; están cerquita, ¡son vecinos!

Con gran asombro de Laura, su madre se comportó como Josefina; y era peor, porque la idea parecía divertirla. Se negó a tomar en serio a Laura.

-Pero, querida mía, hay que tener sentido común. Sólo por casualidad lo hemos sabido. Si alguien hubiera muerto ahí de muerte natural -y no sé cómo están vivos en esos oscuros agujeros- tendríamos igual nuestra fiesta, ¿verdad?

Laura tuvo que decir que sí, pero comprendía que no era justo. Se sentó en el sofá y empezó a tironear el fleco de los almohadones.

-Mamá, ¿no es una falta de consideración de nuestra parte? -preguntó.-¡Vidita! -la señora Sheridan se le acercó, llevando el sombrero. Antes que Laura pudiera

evitarlo se lo plantó en la cabeza-. ¡Hija mía! -dijo la madre-, el sombrero es tuyo. Lo mandé hacer para ti. Es demasiado joven para mí. Nunca te he visto más bonita. ¡Mírate! -y levantó su espejo de mano.

-Pero, mamá -volvió a decir Laura. No se podía mirar; se puso de lado.Pero ya la señora Sheridan había perdido la paciencia lo mismo que Josefina. -Laura, te estás volviendo absurda -dijo fríamente-. Gente de esa clase no espera de nosotros

ningún sacrificio. Y no es altruismo aguarnos la fiesta, como lo estás haciendo. -No entiendo -dijo Laura, y salió apresurada del cuarto para encerrarse en el suyo. Allí, por pura

casualidad, lo primero que vio fue una encantadora muchacha en el espejo, con su sombrero negro adornado de margaritas doradas y una larga cinta de terciopelo negro. Nunca se imaginó que podía resultar tan bien. ¿Tendría razón mamá? Y ahora deseaba que mamá tuviera razón. ¿Sería exagerada? Tal vez fuese una locura. Sólo por un momento tuvo la visión de aquella pobre mujer y de aquellas pobres criaturas, y del cuerpo que llevaban a la casa. Pero parecía borroso, irreal, como una fotografía en el periódico. Lo recordaré nuevamente después de la fiesta. decidió. Desde todos los puntos de vista le pareció el mejor plan...

Terminaron de almorzar a la una y media. A las dos y media todo se hallaba en orden de batalla. Los músicos con casacas verdes ya estaban colocados en una esquina de la cancha de tenis.

¡Querida! -aulló Kitty Maitland- ¿no te parecen ranas verdes? Los debían haber colocado alrededor del estanque y el director, en una hoja, en el centro.

Llegó Lorenzo y los saludó al pasar para ir a vestirse. Al verlo, Laura volvió a pensar en el accidente. Quería contárselo a él. Si Lorenzo estaba de acuerdo con los demás entonces tendrían razón. Y lo siguió al pasillo.

-¡Lorenzo! -¡Hola! -estaba en la mitad de la escalera, pero cuando se volvió y vio a Laura, infló los

carrillos y revolvió los ojos-. ¡Lo juro, Laura! Te ves despampanante. ¡Qué sombrero más elegante! Laura dijo a media voz: -¿Te parece?... -le sonrió, y no le contó nada. Poco después empezó a llegar la gente a montones. La orquesta rompió a tocar; los sirvientes de

alquiler corrían de la casa a la carpa. Dondequiera que uno miraba se veían parejas paseándose, inclinándose sobre las flores, saludando, caminando por el césped. Parecían brillantes pájaros que se habían posado en el jardín de los Sheridan por una tarde en su vuelo... ¿a dónde? ¡Ah, qué felicidad es estar con personas alegres, estrechar manos, oprimir mejillas, sonreírse en los ojos!

-¡Laura, querida, qué bien estás! -¡Qué bien te va ese sombrero, criatura! -Laura, pareces española. Nunca te he visto más admirable.Y Laura, radiante, preguntaba con dulzura: "¿Le han servido té? ¿No quiere un helado? Los

helados de fruta son especiales". Corrió adonde estaba su padre y suplicó:-Papaíto querido, ¿le podemos servir algo de beber a la orquesta?Y la tarde perfecta culminó lentamente, se desvaneció lentamente, cerró sus pétalos lentamente. "Nunca hubo fiesta más deliciosa..." "Un gran éxito..." "La más grande..."

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Laura ayudó a su madre en las despedidas. Estuvieron una al lado de la otra hasta que todo se acabó.

-Se acabó, se acabó, gracias al cielo -dijo la señora Sheridan-. Llama a los demás. Tomaremos café. Estoy deshecha. Sí, un gran éxito. Pero, ¡ah, estas fiestas, estas fiestas! ¿Por qué insisten, hijitas, en dar fiestas?-. Tomaron asiento en la carpa abandonada.

-Toma un sándwich, papaíto. Yo escribí el nombre.-Gracias -el señor Sheridan se lo comió de un bocado. Tomó otro-. ¿Supongo que no han sabido

nada del horrible accidente de hoy? -dijo.-Querido -dijo la señora Sheridan, levantando una mano- ya lo sabíamos. Casi nos estropea la

fiesta. Laura quería suspenderla.-¡Oh, mamá! -Laura no quería que la fastidiaran con eso.-¡De todos modos, es un asunto horrible -dijo el señor Sheridan-. Además, el hombre era

casado. Vivía en la callejuela de abajo, y deja, según dicen, una mujer y media docena de chiquillos.Hubo un silencio embarazoso. La señora no sabía qué hacer con la taza. Era una falta de tacto

por parte de papá...De pronto levantó los ojos. Estaba la mesa llena de sándwiches y pastas y pastelitos que

tendrían que tirarse. Tuvo, entonces, una de sus grandes ideas. -Ya sé -dijo-. Vamos a preparar una canasta. Vamos a mandarle a esa pobre un poco de estas

cosas tan ricas. A lo menos será una fiesta para los chicos. ¿No les parece? Y, además, se alegrará de tener vecinos que la visiten. ¡Qué suerte que estén listos! ¡Laura! -se levantó de un salto. -Trae la canasta grande de la alacena que está en la escalera.

-Pero, mamá, ¿crees de veras que es una buena idea? -dijo Laura.Y otra vez ¡qué raro! parecía sentir distinto a los demás! Llevar sobras de la fiesta. ¿Le gustaría

eso a la pobre mujer? -Claro, ¿qué te pasa hoy? Hace una hora o dos insistías en mostrar simpatía, y ahora... -¡Oh, bueno!Laura corrió con la canasta. La llenaron; la señora Sheridan la dejó colmada. -Llévala tú misma, queridita; corre, así como estás. No, espera, lleva unos lirios. A esa gente le

gustan los lirios.-Los tallos van a estropearte el traje -dijo la práctica Josefina. Es cierto, muy a tiempo.-Entonces sólo la canasta. Pero Laura -la madre la siguió hasta afuera de la carpa-, de ningún

modo... -¿Qué, mamá?No, mejor no poner tales ideas en la cabeza de la criatura. -Nada, vete pronto. Empezaba a oscurecer cuando Laura cerró el portón. Un perro grande corría como un fantasma.

El camino blanco brillaba y las casitas estaban allá abajo en profunda oscuridad. ¡Qué tranquilo parecía todo después de la tarde! Iba cuesta abajo hacia un sitio donde yacía un muerto, y no podía creerlo. ¿Cómo iba a poder? Se detuvo un minuto. Le parecía que llevaba dentro besos, voces, tintineo de cucharillas, risas, el olor del césped aplastado. No podía pensar en otra cosa. ¡Qué raro! Miró el cielo pálido y lo único que se le ocurrió fue: "Sí, ha sido todo un éxito la fiesta".

Llegó a un cruce del camino donde empezaba la callejuela, oscura y llena de humo. Mujeres con chales y hombres de gorra transitaban por allí, Sobre las empalizadas había otros hombres asomados; los chicos jugaban en las puertas de calle. Un débil susurro se oía en las casitas miserables. En algunas se veía fluctuar una luz y algunas sombras moverse como fantoches, tras las ventanas. Laura inclinó la cabeza y apresuró el paso.

Hubiera debido ponerse un abrigo. ¡Qué llamativo era su traje! Y el gran sombrero con las cintas colgando; ¡si a lo menos llevara otro sombrero! ¿La estarían mirando? Seguramente. Era un error haber venido; ella sabía que era un error. ¿No sería mejor volver?

No, demasiado tarde. Aquí estaba la casa. Debía ser ésa. Delante había un grupo oscuro de gente. Al lado de la puerta una vieja con una muleta estaba sentada, mirando. Descansaba los pies

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sobre un diario. Al acercarse Laura, cesaron las voces. Se abrió el grupo. Era como si la esperasen, como si supieran que iba hacia allí.

Laura estaba nerviosísima. Echando la cinta de terciopelo sobre el hombro preguntó a una de las mujeres ahí paradas:

-¿Es aquí la casa de la señora Scott? Y la mujer, sonriendo de un modo raro: -Aquí es, señorita. ¡Oh, salir de esto! Repetía: "Ayúdame, Dios mío", mientras subía la estrecha vereda y llamaba.

No poder estar lejos de esas miradas o cubierta con alguno de esos chales. Dejaré la cesta y me marcharé, decidió. No voy a esperar que la vacíen.

Se abrió la puerta. Una mujercita de luto apareció en la sombra. Laura preguntó:-¿Es usted la señora Scott?Pero con gran horror suyo, la mujer contestó:-Entre, por favor, señorita -y se encontró encerrada en el pasillo.-No, no quiero entrar; sólo quería dejar esta cesta. Mamá envió...La mujer en el pasillo oscuro no pareció oírla.-Por acá, si gusta, señorita -dijo con voz aceitosa; y Laura la siguió. Llegó a cocina pequeña, bajita y maltrecha, iluminada por una lámpara ahumada. Una mujer

estaba sentada ante el fuego.-Emilia -dijo la mujer que la dejó entrar-. ¡Emilia!... es una señorita. -Se volvió hacia Laura.

Dijo humildemente: -Soy la hermana. Discúlpela, señorita.-¡Oh, por supuesto! -dijo Laura-. Por favor, por favor no la moleste. Yo... yo sólo quería dejar... Pero en ese momento la mujer que estaba junto al fuego se volvió. Su cara inflada, colorada,

con ojos y labios hinchados, era horrible. Parecía no comprender por qué Laura estaba ahí. ¿Qué significaba? ¿Por qué esta desconocida estaba en la cocina con una canasta? ¿Qué quería decir eso? Y el pobre rostro se frunció de nuevo.

-Está bien, querida -dijo la otra-. Yo atenderé a la señorita. -Y comenzó otra vez-: Discúlpela, señorita -y su cara, hinchada también, ensayó una untuosa sonrisa.

Laura no pensaba más que en irse, en irse. Volvió al pasillo. Abrió la puerta. Entró directamente al dormitorio en que yacía el muerto.

-¿No quiere verlo? -dijo la hermana de Emilia, y empujó a Laura hacia la cama-. No tenga miedo, señorita -y su voz era cariñosa, confidencial. Tiernamente bajó la sábana-, parece un cuadro. No hay mucho que ver. Venga, querida.

Laura la siguió. Ahí estaba un joven dormido, profundamente dormido, tan dormido que estaba lejos, muy lejos

de las dos. ¡Oh, tan remoto, tan lleno de paz! Estaba soñando. No se despertaría jamás. Tenía la cabeza hundida en la almohada; los ojos cerrados estaban ciegos bajo los párpados cerrados. Estaba absorto en su sueño. ¿Qué le importaban los las fiestas en los jardines, los cestos y los encajes? Ya estaba lejos de esas cosas. Era asombroso, bellísimo. Mientras ellos reían y la orquesta tocaba, había sucedido ese milagro en la callejuela. Feliz... feliz... Todo está bien, decía el rostro dormido. Es lo que debe ser. Estoy contento.

Pero aún así hacía llorar, y Laura no pudo dejar el cuarto sin decirle algo. Sollozó como una niña.

-Perdone mi sombrero -le dijo.Y no esperó esta vez a la hermana de Emilia. Encontró el camino para salir. Pasó por entre el

grupo oscuro de gente, vereda abajo. Al doblar la callejuela encontró a Lorenzo.Surgió de la sombra. -¿Eres tú, Laura? -Sí. -Mamá estaba inquieta. ¿Todo fue bien? ¡Sí, Lorenzo! -tomó su brazo, se apretó contra él.

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-¿Pero no estás llorando, verdad? -le preguntó el hermano. Laura movió la cabeza. Estaba llorando. Lorenzo le pasó un brazo por el cuello:-No llores -dijo con su voz afectuosa y cálida-. ¿Era horrible?-No -sollozó Laura-. Era maravilloso. Pero Lorenzo...Se detuvo, miró a su hermano. -La vida es... -tartamudeó-. La vida es...No podía explicar qué era la vida. No importaba. Él comprendió. -¿Verdad que es, queridita? -dijo Lorenzo.

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Vida de Ma Parker

Life of Ma Parker, 1920

Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:

-Ayer lo enterramos, señor. -¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento -dijo el caballero literato en tono desolado. Estaba a

medio desayunar. Llevaba una bata deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió amablemente:

-Espero que el entierro fuese bien. -¿Cómo dice, señor? -dijo con voz ronca la anciana Ma Parker. ¡Pobre mujer! Estaba acabada. -Que espero que el entierro fuese bien... -repitió. Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó hacia la cocina, llevando aquella

usada bolsa de pescado en la que guardaba las cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.

-Supongo que está abatida -dijo en voz alta, tomando un poco de mermelada. Ma Parker se quitó los dos alfileres que le sujetaban la toca y la colgó detrás de la puerta. Se

desabrochó la raída chaqueta y también la colgó. Luego se ató el mandil y se sentó para quitarse las botas. Ponerse o quitarse las botas era un verdadero martirio, pero lo había sido durante años. De hecho estaba ya tan acostumbrada a aquel dolor que su rostro se contraía en una mueca dispuesto a sentir el pinchazo mucho antes de que hubiese empezado a desatarse los lazos. Terminada esta operación, se recostó momentáneamente en la silla con un suspiro y empezó a frotarse suavemente las rodillas...

-¡Abuela, abuela! -gritaba su nietecillo subido con sus botines sobre su falda. Acababa de

volver de jugar en la calle. -¡Mira cómo le has dejado la falda a la abuela...! ¡Malo, más que malo! Pero él le echaba los brazos al cuello y frotaba su mejillita contra la de ella. -Abuelita, ¡danos una moneda! -le decía, zalamero. -Fuera de aquí; ya sabes que la abuela no tiene dinero. -Sí, sí tienes. -No, no tengo. -Sí, sí tienes. ¡Danos una moneda! Y ella ya estaba buscando su bolso viejo y desvencijado de cuero negro. -Muy bien, ¿y tú a cambio qué le darás a tu abuela? El niño soltó una tímida risita y se apretujó más contra ella. Notó sus pestañas haciéndole

cosquillas en la mejilla. -Pero si yo no tengo nada... -murmuró el niño. La anciana se levantó como impulsada por un resorte, tomó el hervidor de metal que estaba

sobre la cocina de gas y la llevó hasta el fregadero. El ruido del agua llenando el hervidor amortiguó su dolor, o eso parecía. Aprovechó para llenar también el balde y el barreño.

Se necesitaría un libro entero para describir el estado de aquella cocina. Durante la semana el caballero literato «se las apañaba solo». Lo cual significaba que vaciaba una y otra vez los restos del

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té en un tarro de mermelada colocado ex profeso para tal fin, y cuando se quedaba sin tenedores limpios limpiaba uno o dos en un trapo de cocina. Por lo demás, como solía explicar a sus amigos, su «sistema» era bastante sencillo, y no acababa de entender cómo la gente tenía tantos problemas con la vida doméstica.

-No hay más que ensuciar todo lo que tienes, contratar a una vieja una vez por semana para que lo limpie todo, y ya está.

El resultado era una especie de descomunal basurero. Incluso el suelo estaba plagado de trozos de tostadas, sobres y colillas. Pero Ma Parker no le tenía inquina. Le daba lástima que aquel pobre caballero, todavía joven, no tuviese quién le cuidara. Por la ventanita tiznada se divisaba una inmensa extensión de cielo tristón, y siempre que había nubes parecía que fuesen nubes raídas, usadas, desgastadas por los bordes, agujereadas, como oscuras manchas de té.

Mientras el agua se calentaba Ma Parker empezó a barrer el suelo. «Sí -pensó, mientras la escoba iba dando bandazos-, entre una cosa y otra ya he soportado lo mío. Ha sido una vida dura.»

Incluso sus vecinos se lo decían. Muchas veces, cuando volvía exhausta a casa llevando aquella bolsa de pescado, les oía decir, entre ellos, mientras esperaban en una esquina, o se inclinaban sobre la verja de alguna casa: «Vaya una vida dura que le ha tocado vivir a la pobre Ma Parker». Y era tan cierto, que no sentía el menor orgullo por ello. Era como si alguien hubiese comentado que vivía en el sótano interior del número 27 ¡Qué vida más dura...!

A los dieciséis años había abandonado Stratford para ir a Londres como ayudante de cocina. Sí,

había nacido en Stratford-on-Avon. ¿Shakespeare, decía? No, señor, todo el mundo le preguntaba siempre por él. Pero nunca había oído ese nombre hasta verlo en las carteleras de los teatros.

Ya no recordaba nada de Stratford excepto aquel «sentados junto al hogar podían verse las estrellas por la chimenea», y «mamá siempre había tenido sus lonjas de tocino colgando del techo». Y aún había algo más -una mata-, junto a la puerta de la casa, una mata que siempre olía maravillosamente. Pero la mata era algo muy difuso. Sólo la recordó una o dos veces en el hospital, la vez que había estado tan enferma.

Aquella casa había sido horrible: la primera casa. No la dejaban salir nunca. Nunca subía a la planta como no fuese para rezar por la mañana y por la noche. El sótano no estaba mal, pero la cocinera era una mujer cruel. Le quitaba las cartas que le escribía su familia antes de que hubiese tenido tiempo de leerlas y las echaba al fuego porque la hacían soñar... ¡Y las cucarachas! ¿Quién lo hubiera dicho, eh? Pues lo cierto era que hasta que había ido a Londres jamás había visto una cucaracha negra. Al llegar a este punto Ma siempre soltaba una risita, como si... ¡mira que no haber visto nunca una cucaracha! ¡vaya! Era como si alguien dijera que nunca se había visto los pies.

Cuando aquella familia fue desahuciada se fue como «ayudanta» a la casa de un doctor, y después de dos años allí, corriendo arriba y abajo todo el día, se casó con su marido. Un panadero.

-¡Un panadero, señora Parker! -exclamaba el caballero literato. Porque algunas veces dejaba de lado sus volúmenes y la escuchaba o, al menos, escuchaba ese producto llamado Vida-. ¡Debe de ser bastante bonito estar casada con un panadero!

La señora Parker no parecía tan segura. -Es un oficio tan limpio -argüía el literato. La señora Parker no estaba muy convencida. -¿No le gustaba entregar el pan calentito a los clientes? -Mire, señor -decía Ma Parker-, yo no subía a la tahona muy a menudo. Tuvimos trece niños y

enterramos a siete. ¡Cuando aquello no era un hospital, era una enfermería, como quien dice! -Ni que lo diga, señora Parker ni que lo diga -exclamaba el literato, estremeciéndose, y

volviendo a empuñar la pluma. Sí, siete habían muerto, y cuando los otros seis todavía eran pequeños su marido se volvió

tísico. Harina en los pulmones, le había dicho a ella el médico... Su marido estaba sentado en la cama con la camisa subida hasta la cabeza, y el dedo del doctor trazó un círculo sobre su espalda.

-Fíjese, si ahora se abriese un agujero aquí, señora Parker, vería que tiene los pulmones embozados de pasta blanca. Respire, buen hombre, ¡respire hondo! -Y la señora Parker jamás supo

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si había visto o si había imaginado que veía una gran nube de polvo blanco salir de los labios de su pobre marido...

Y lo que había tenido que luchar para sacar adelante a aquellos seis renacuajos y para mantenerse en pie. ¡Había sido terrible! Y entonces, cuando ya empezaban a ser suficientemente mayores para ir al colegio, la hermana de su marido había ido a vivir con ellos para ayudarles un poco, y cuando todavía no llevaba allí dos meses se había caído por una escalera lastimándose el espinazo. Y durante cinco años Ma Parker cargó con otro niño -¡y vaya una cuando le daba por llorar!- a quien cuidar. Luego la pequeña Maudie optó por el mal camino y arrastró con ella a su hermana Alice; los dos chicos emigraron, y el pequeño Jim se fue a la India con el ejército, y Ethel, la más pequeña, se casó con un camarerillo pelafustán que murió de úlceras el año que nació el pequeño Lennie. Y ahora le había tocado al pequeño Lennie, mi nietecito...

Lavó y secó la pila de tazas y de platos sucios. Limpió los cuchillos negros con un trozo de patata y con el corcho de un tapón. Fregó la mesa, el aparador y el fregadero en el que flotaban colas de sardina...

Nunca había sido un niño demasiado fuerte, nunca, desde que nació. Era uno de esos bebés rubios a quien todo el mundo toma por una niña. Tenía rizos blancos, plateados, ojos azules, y un lunar, como un diamante, a un lado de la nariz. ¡Lo que les había costado a Ethel y a ella criarlo! ¡Habían probado tantas cosas que habían leído en los periódicos! Cada domingo por la mañana Ethel leía en voz alta mientras Ma Parker hacía la colada.

Señor director: Sólo un par de líneas para comunicarle que mi pequeño Myrtil que se hallaba grave de muerte...

Y tras cuatro frascos de... aumentó 8 libras en 9 semanas, y todavía continúa engordando. Y entonces sacaban del aparador la huevera que servía de tintero y se escribía la carta, y al día

siguiente por la mañana, camino del trabajo, Ma compraba el impreso para el giro postal. Pero no servía de nada. No había modo de que el pequeño Lennie engordase.

Ni siquiera llevándolo al cementerio cogía un poco de color; y un buen ajetreo en el autobús tampoco lograba que mejorase su apetito.

Aunque desde el principio había sido el niño mimado de su abuela... -¿Quién te quiere a ti? -dijo la anciana Ma Parker abandonando los fogones y dirigiéndose hacia

la mugrienta ventana. Y una vocecita tan cálida y próxima que casi la sobresaltó -pues parecía brotar de debajo de su corazón- se echó a reír, respondiendo: «¡La abuelita!».

En aquel momento se oyeron pasos y el literato apareció, vestido de calle. -Señora Parker, voy a salir. -Perfectamente, señor. -Encontrará la media corona en la bandejita del tintero. -Gracias, señor. -Por cierto, señora Parker -dijo el caballero rápidamente-, ¿no tiraría usted por casualidad un

poco de cacao la última vez que vino a limpiar, verdad? -No, señor. -¡Qué extraño! Hubiera jurado que quedaba una cucharadita de cacao en la lata -explicó-. Y

-añadió amablemente pero con firmeza-: siempre que tire alguna cosa dígamelo, ¿eh, señora Parker? -Y salió muy contento de sí mismo, convencido, en realidad, de haberle demostrado a la señora Parker que, bajo su aparente despiste, era tan observador como una mujer.

Se oyó el portazo. Ma Parker tomó la escoba y el trapo del polvo y se encaminó al dormitorio. Pero cuando empezó a hacer la cama, tirando de las sábanas, metiéndolas bien y alisándolas, el recuerdo del pequeño Lennie se hizo insoportable. ¿Por qué había tenido que sufrir tanto? Eso era lo que ella no podía comprender. ¿Por qué aquel angelito había tenido que hacer esfuerzos sobrehumanos por respirar, luchando por cada gota de aire? No tenía ningún sentido que un niño sufriese de aquel modo.

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Del pecho del niño, de aquella cajita, salía un sonido como si algo hirviese. Tenía un gran bulto, algo bulléndole en el pecho y no podía expulsarlo. Cuando tosía toda la cabecita se le cubría de sudor; los ojos se le saltaban, le temblaban las manos, y el gran bulto oscilaba como una patata dentro de un cazo. Pero lo peor de todo era que cuando no tosía permanecía sentado, recostado en la almohada, y nunca hablaba ni contestaba, incluso hacía como si no oyese. Se limitaba a quedarse con la mirada fija, como si estuviese ofendido.

-La abuelita no puede hacer nada, cariñín -decía Ma Parker, apartándole suavemente el pelo húmedo de las coloradas orejas. Pero Lennie movía la cabeza y se apartaba. Parecía tremendamente enfadado con ella... y solemne. Agachaba la cabeza y la miraba de reojo, como si nunca hubiera podido pensar que su abuela fuese capaz de aquello.

Cuando menos... Ma Parker echó la colcha sobre la cama. No, simplemente no podía pensar en ello. Era demasiado... le había tocado sufrir demasiado en esta vida. Y hasta ahora había aguantado, no había dejado que el sufrimiento hiciese mella en ella, y nadie la había visto llorar ni una sola vez. Nunca, nadie. Ni sus hijos la habían visto dejarse dominar por la desesperación. Siempre había mantenido la cabeza alta. ¡Pero ahora...! Lennie había muerto... ¿qué le quedaba? Nada. Era lo único que le quedaba en esta vida, y ahora también se lo habían llevado. «¿Por qué habrá tenido que ocurrirme precisamente a mí?», se preguntó.

-¿Qué he hecho? -dijo la anciana Ma Parker-. ¿Qué he hecho? Y mientras pronunciaba estas palabras dejó caer inesperadamente el plumero. Y se encontró en

la cocina. Se sentía tan desgraciada que volvió a ponerse el sombrero y las agujas que sujetaban la toca y la chaqueta y salió del apartamiento como una sonámbula. No sabía lo que hacía. Era como una persona que traumatizada por el horror de lo que le acaba de ocurrir, echa a andar... sin dirección alguna, simplemente como si andando pudiese alejarse...

En la calle hacía frío. Soplaba un viento helado. La gente pasaba con andar rápido, muy aprisa; los hombres caminaban como tijeras; las mujeres deslizándose como gatos. Pero nadie sabía nada, a nadie le preocupaba. Aunque se hubiese dejado llevar por la desesperación, aunque después de todos aquellos años se hubiese echado a llorar, tanto si le gustaba como si no, habría terminado por encontrarse metida en algún aprieto.

Y al pensar en la posibilidad de llorar fue como si el pequeño Lennie hubiera vuelto a saltar a sus brazos. Ah, sí, eso es lo que quiero hacer, pichoncito. La abuela quiere llorar. Si ahora pudiese romper a llorar, si pudiese llorar cuanto quisiera, por todo cuanto le había ocurrido, empezando por la primera casa en la que había servido y aquella cruel cocinera, siguiendo por la familia del doctor, por los siete hijos muertos, por la muerte de su marido, por la partida de los hijos, si pudiese llorar por todos aquellos años de miseria que llevaban hasta el pequeño Lennie. Pero llorar cabalmente por todas esas cosas requería muchísimo tiempo. De todos modos, había llegado el momento de hacerlo. Tenía que hacerlo. No podía continuar aplazándolo ni un minuto más; ya no podía esperar... ¿Adónde podía ir?

«Una vida muy dura la de Ma Parker, muy dura.» ¡Sí, más de lo que creían, durísima! La barbilla le empezó a temblequear; no tenía tiempo que perder. Pero ¿adónde?, ¿adónde?

No podía ir a su casa; Ethel estaba allí. La pobre se hubiera llevado un susto de muerte. No podía sentarse en un banco en cualquier parte; la gente se pararía a hacerle preguntas. Y no podía regresar al hogar del caballero literato; no tenía ningún derecho a llorar en casa de otros. Y si se sentaba en la escalera de cualquier edificio algún policía le diría que estaba prohibido hacerlo.

¡Ay! ¿No existía ningún sitio donde pudiese esconderse, estar sola tanto como quisiera, sin que nadie la molestase y sin molestar a otros? ¿No existía ningún lugar en el mundo donde pudiese, por fin, solazarse llorando?

Ma Parker permaneció inmóvil, mirando a uno y otro lado. El gélido viento le hinchó el delantal como si fuese un globo. Y empezó a llover. No, aquel sitio no existía.

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Matrimonio a la moda

Marriage a La Mode, 1921

Camino de la estación, William se dio cuenta de que había olvidado comprar algo para los críos. El olvido le causó gran malestar. ¡Pobres niños! ¡Qué pena! Las primeras palabras que decían siempre cuando corrían a saludarle eran: «¿Qué nos traes, papá?», y él no llevaba nada. Tendría que comprarles unos dulces en la estación. Pero eso era lo que había hecho los cuatro sábados anteriores, y la última vez sus caras habían sido lo suficientemente expresivas al ver aparecer las mismas cajas de costumbre.

Paddy había dicho:-A mí ya me diste una con cinta roja.Y el comentario de Johnny fue:-Y a mí siempre me toca rosa. Odio el color rosa.Pero, ¿qué podía hacer William? El asunto no era fácil. Antes hubiera cogido un taxi hasta una

buena juguetería y en cinco minutos habría encontrado algo adecuado para ellos. Pero ahora tenían juguetes rusos, franceses, serbios... juguetes de Dios sabe qué parte del mundo. Hacía más de un año que Isabel había desechado los burritos, las locomotoras y un montón de cosas más porque eran «demasiado sentimentales» y «muy perjudiciales para la formación de los pequeños».

-Es importantísimo -había explicado la nueva Isabel- que tengan gustos adecuados desde el principio. Ahorra mucho tiempo más adelante. La verdad, si las pobres criaturas se pasan la infancia contemplando semejantes monstruosidades, es muy normal que al crecer insistan en que los lleven a la Real Academia de Pintura.

Y continuaba hablando como si una visita a la Real Academia de Pintura fuese algo semejante a una condena a muerte...

-Bueno, no estoy muy seguro -dijo William lentamente-. Cuando yo tenía su edad me iba a la cama abrazado a una toalla con un nudo en la punta.

La nueva Isabel le miró con los ojos entornados y los labios entreabiertos.-¡Querido William! Estoy completamente segura de que lo hacías -y rió con su nuevo estilo.Sin embargo, tendría que volver a llevarles dulces, pensó melancólicamente William mientras

buscaba dinero suelto para pagar el taxi. Y se imaginó a los niños ofreciendo dulces -su generosidad no conocía límites-, y a los remilgados amigos de Isabel no dudando un momento en cogerlos...

¿Por qué no llevarles fruta? William se detuvo ante uno de los puestos, dentro ya de la estación. ¿Qué tal un melón para cada uno? ¿Tendrían que repartirlos también? O una piña para Pad y un melón para Johnny. No era probable que los amigos de Isabel se colaran furtivamente en la habitación de los niños a la hora de comer. Aun así, mientras compraba la fruta William tuvo una visión horrible: imaginó a uno de los amigos de Isabel, un joven poeta, sorbiendo una raja de melón detrás de la puerta del cuarto de los pequeños.

Con los incómodos paquetes se dirigió hacia su tren. El andén estaba repleto y el tren ya había llegado. Las puertas no dejaban de golpear violentamente en su constante abrir y cerrar. La locomotora lanzó un silbido tan potente que todo el mundo pareció aturdido en su ir y venir. William se dirigió sin dudar a un vagón de primera clase para fumadores, dejó su maleta y los paquetes y, tras sacar un manojo de papeles del bolsillo interior de la chaqueta, se sentó en un rincón y se puso a leer.

«Nuestro cliente, además, está convencido... Juzgamos oportuno volver a considerar... en el caso de que...» Sí, así estaba mejor. William se alisó el pelo y estiró las piernas. La sensación de angustia que le oprimía el pecho se mitigó. «Respecto a nuestra decisión...» Sacó un lápiz azul y señaló cuidadosamente un párrafo.

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Entraron en el compartimiento dos hombres, pasaron por delante de él y se acomodaron en el rincón opuesto. Un joven colocó en el portaequipajes sus palos de golf y se sentó enfrente. El tren dio un suave tirón y se puso en marcha. William levantó la vista y vio deslizarse ante sus ojos la calurosa estación. Una muchacha, sofocada por el esfuerzo, corría por el andén con grandes aspavientos y voces. «Histérica», pensó William tristemente. Al final del andén apareció un obrero con la cara grasienta y ennegrecida que sonrió al paso del tren. «¡Qué asco de vida!», se dijo, y volvió a enfrascarse en sus papeles.

Cuando levantó la vista de nuevo estaba en pleno campo. Los animales se cobijaban a la sombra de los frondosos árboles. Un ancho río en cuya orilla chapoteaban unos niños desnudos apareció fugazmente ante sus ojos. El cielo tenía un resplandor pálido, y un pájaro se cernía en lo alto como una mota oscura en una piedra preciosa.

«Hemos examinado los archivos de correspondencia de nuestro cliente...» Repitió mentalmente estas palabras, como un eco. «Hemos examinado...» William se aferró a la frase, pero era inútil; se le quebraba por la mitad, y los campos, el cielo, el pájaro, el agua, todo le decía: «Isabel». Lo mismo le sucedía todos los sábados por la tarde. En su camino de regreso junto a Isabel imaginaba innumerables encuentros con ella. Estaba en el andén, algo apartada del resto de la gente; sentada en el taxi a la puerta de la estación; junto a la verja del jardín; en la puerta, o en el vestíbulo.

Y con su voz nítida y cristalina decía: «William», «Hola, William» o «Así que has llegado, William». Y él tocaba su fría mano, su fría mejilla.

¡El dulce frescor de Isabel! De pequeño, le encantaba salir al jardín después de un chaparrón, colocarse debajo del rosal y sacudirlo. Isabel era aquel rosal, con sus delicados pétalos, su rocío y su frescura. Y él seguía siendo el niño de entonces. Pero ahora ya no salía corriendo al jardín, ya no reía ni sacudía el rosal. La sensación de angustia que le oprimía el pecho se reanudó. Recogió las piernas, dejó a un lado los papeles y cerró los ojos.

«¿Qué pasa, Isabel? ¿Qué pasa?», le preguntó con dulzura. Estaban en el dormitorio de la nueva casa. Isabel estaba sentada en un taburete frente al tocador cubierto de cajitas verdes y negras.

«¿A qué te refieres?» Se inclinó hacia adelante, y su sedoso cabello rubio le cayó sobre las mejillas.

«¡Ah, tú bien lo sabes!», contestó él. Estaba de pie en el centro de aquella extraña habitación en la que se sentía como un extraño.

Entonces Isabel se volvió bruscamente en su taburete y se le quedó mirando.«¡Oh, William!», gritó con tono suplicante, blandiendo el cepillo del pelo. «Por favor, no seas

tan anticuado y... tan trágico. No paras de decir, hacerme ver o insinuar que he cambiado. Tan sólo porque he conocido a algunas personas con las que congenio, porque salgo un poco más y porque me tomo verdadero interés por las cosas, te comportas como si...» Isabel se echó el pelo hacia atrás y rió, «como si hubiese dado una puñalada a nuestro amor o algo parecido. ¡Resulta todo tan absurdo», se mordió el labio, «y tan exasperante, William! Hasta te fastidia que tenga esta casa nueva y servidumbre».

«¡Isabel!»«Sí, sí, en cierto modo es verdad», replicó inmediatamente Isabel. «Piensas que son otro signo

negativo. Sé que lo piensas. Me lo dice el corazón cada vez que subes por esas escaleras», añadió bajando el tono de voz. «Pero no podíamos seguir viviendo en aquel miserable agujero. Sé práctico al menos, William. Acuérdate, ni siquiera había sitio para los niños.»

Era cierto. Todos los días, al volver de su bufete, se encontraba a los niños con Isabel en la salita de atrás. Galopaban sobre la piel de leopardo extendida en el respaldo del sofá o jugaban a las tiendas utilizando el escritorio de Isabel como mostrador. A veces Pad se sentaba en la estera que había delante de la chimenea y se ponía a remar como loco con la badila, mientras Johnny disparaba contra los piratas con las tenazas. Y al anochecer había que subirles a cuestas por aquellas escaleras tan estrechas hasta los brazos de su vieja y gorda niñera.

Sí, debía admitir que era una casa miserable. Una casita blanca con cortinas azules y una jardinera con petunias en la ventana. William recibía a sus amigos en la puerta con un: «¿Habéis visto nuestras petunias? Son espléndidas para Londres, ¿no os parece?

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Pero lo más estúpido, lo más inconcebible era que no se hubiese dado cuenta ni por asomo de que Isabel no era tan feliz como él. ¡Qué ceguera, Dios mío! En aquella época ignoraba por completo que ella odiaba la incómoda casita, que creía que la niñera gorda estaba echando a perder a los niños, que se sentía muy sola, anhelando conocer gente nueva, oír música nueva, ver películas... todo. Si no hubieran ido a la fiesta que dio Moira Morrison en su estudio... Si Moira Morrison no hubiera dicho cuando ya se marchaban: «Voy a liberar a tu esposa, egoísta. Es como una delicada Titania.» ...Si Isabel no hubiera ido con Moira a París... Si...

El tren paró en otra estación. Bettingford. ¡Cielos! Llegaría en diez minutos. Se guardó los papeles. El joven sentado frente a él se había apeado hacía tiempo. Ahora se bajaron los otros dos pasajeros. El último sol de la tarde caía sobre los vestidos de las mujeres y sobre los niños que andaban descalzos, y arrancaba destellos a la delicada flor amarilla de una planta cuyas ásperas hojas se extendían por una roca. El aire que se colaba por la ventanilla olía a mar. «¿Tendrá Isabel también este fin de semana la misma gente a su alrededor?», se preguntó William.

Y evocó las vacaciones que solían pasar antes, los cuatro juntos, con Rose, una joven campesina que cuidaba de los pequeños. Isabel llevaba jersey y el pelo recogido en una trenza; parecía una niña de catorce años. ¡Dios mío! ¡Cómo se le pelaba la nariz a William! Y cuánto comían, y cuánto dormían, entrelazados sus pies en la inmensa cama de colchón de plumas... William no pudo reprimir una amarga sonrisa al pensar en la consternación de Isabel si supiera hasta dónde llegaba su sentimentalismo.

-Hola, William.Después de todo estaba en la estación, algo distanciada de los demás, tal como se la había

imaginado, y -el corazón le dio un vuelco de alivio- sola.-Hola, Isabel -respondió William mientras la miraba embelesado. Tan bella le parecía que

consideró necesario añadir algo-: Te veo tan fresca a pesar del calor.-¿Sí? Pues no me siento nada fresca. Date prisa, tu horrible tren ha llegado con retraso. El taxi

nos espera fuera. -Colocó la mano con gran suavidad sobre el brazo de William cuando pasaron ante el encargado de recoger los billetes-. Hemos venido todos a recibirte, pero hemos dejado a Bobby Kane en la bombonería y tenemos que recogerle.

-¡Oh! -fue todo cuanto pudo responder William por el momento.El taxi esperaba a pleno sol. Bill Hunt y Dennis Green, arrellanados en uno de los lados del

asiento, tenían el rostro medio cubierto por el sombrero. Al otro lado. Moira Morrison saltaba sin parar. Llevaba un sombrero que parecía una fresa descomunal.

-¡No hay hielo! ¡No hay hielo! ¡No hay hielo! -gritó alegremente.-Sólo lo conseguiremos en la pescadería -intervino Dennis bajo el ala de su sombrero.A lo que Bill Hunt, saliendo de su sopor, contestó:-Con peces dentro.-¡Qué fastidio! -se lamentó Isabel, y explicó a William cómo habían estado buscando hielo por

toda la ciudad mientras ella le esperaba-. Todo se está derritiendo como una vela, empezando por la mantequilla.

-Tendremos que usarla para ungirnos con ella -comentó Dennis-. Que a tu cabeza, oh William, no le falten bálsamos.

-Oye, ¿cómo nos vamos a sentar? -dijo William-. Será mejor que yo vaya delante con el conductor.

-No -replicó Isabel-, con el conductor irá Bobby Kane. Tú siéntate entre Moira y yo. -El taxi se puso en marcha-. ¿Qué llevas en esos misteriosos paquetes?

-Cabezas decapitadas -intervino Bill Hunt, temblando con todo el cuerpo.-¡Es fruta! -Isabel parecía loca de contento-. ¡Qué buena idea, William! Un melón y una piña.

¡Es maravilloso!-No, espera un poco -dijo William con una sonrisa, aunque en realidad estaba muy inquieto-.

Eso es para los pequeños.

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-¡Oh, cariño! -Isabel rió y le pasó la mano bajo el brazo-. Tendrán retortijones si se comen esa fruta. ¡No! -le dio unas palmaditas en la mano-. La próxima vez les traes algo a ellos. Esa piña es para mí.

-¡Qué cruel eres, Isabel! Déjame olería, anda -dijo Moira, y extendió los brazos por delante de William en actitud de súplica-. ¡Oh! -El sombrero se le venció hacia adelante. Parecía a punto de desmayarse.

-«Dama enamorada de una piña» -comentó Dennis en el momento en que el taxi se detenía frente a una pequeña tienda con un toldo a rayas.

En la puerta apareció Bobby Kane con un montón de paquetitos.-Espero que sean buenos. Los he elegido por el color. Son unas cosas redondas que tienen una

pinta divina. Y fíjense en este guirlache -gritó al borde del éxtasis-. ¡Fíjense bien! Es como un ballet en miniatura-. En aquel momento hizo su aparición el tendero-. Ah, se me olvidó decirles que no he pagado nada de esto -añadió con expresión de temor. Isabel dio un billete al tendero y Bobby recobró la alegría-. ¿Qué tal, William? Yo me siento delante. -Iba sin sombrero, vestido completamente de blanco, con las mangas de la camisa remangadas. Saltó al lado del conductor y gritó-: ¡Avanti!

Después del té los demás fueron a darse un baño. William se quedó en casa para hacer las paces con los críos. Pero Paddy y Johnny estaban durmiendo, el rojo resplandor del atardecer había palidecido y los murciélagos ya habían empezado a revolotear, y los bañistas aún no habían vuelto. William bajó a la planta inferior y se cruzó con una doncella que llevaba una lámpara. La siguió hasta el salón, muy amplio y pintado de amarillo. En la pared que quedaba frente a William alguien había pintado un joven de tamaño mayor que el real, con piernas de pelele, ofreciendo una inmensa margarita a una muchacha con un brazo muy corto y el otro muy largo y delgado. Sobre las sillas y el sofá colgaban tiras de tela negra salpicadas de grandes manchas similares a huevos rotos, y por todas partes había ceniceros repletos de colillas. William se sentó en una de las butacas. Hoy en día, cuando metía uno la mano por los costados del asiento, no encontraba una oveja de tres patas, o una vaca a la que faltaba un cuerno, o una paloma del zoo en miniatura, sino otro manoseado librito de poemas forrado con papel... Se acordó entonces de los papeles que llevaba en el bolsillo, pero se sentía demasiado hambriento y cansado para leer. La puerta estaba abierta, y hasta él llegaron sonidos procedentes de la cocina. La servidumbre estaba parloteando como si no hubiera nadie en la casa. De pronto oyó una sonora carcajada y un «¡Chist!» no menos sonoro. Se habían acordado de su existencia. William se levantó, atravesó el gran ventanal y salió al jardín. Permaneció inmóvil en la oscuridad, y al rato oyó a los bañistas que subían por el camino de arena. Sus voces rompieron la tranquilidad del momento:

-Creo que le toca a Moira emplear sus artimañas.Un trágico gemido de Moira.-Deberíamos tener un tocadiscos para los fines de semana; así podríamos escuchar La doncella

de las montañas.-No, por favor, no -exclamó Isabel-. No debemos hacerle eso a William. Sean amables con él,

mes amis. Sólo va a estar aquí hasta mañana por la tarde.-Déjenlo en mis manos -dijo Bobby Kane-. A mí se me da muy bien eso de entretener a la

gente.Se oyó el abrir y cerrar de la cancela. William hizo un movimiento y ellos le vieron. «¿Qué tal,

William?» Y Bobby Kane, agitando la toalla en el aire, se puso a danzar y a hacer piruetas por el agostado césped.

-¡Qué lástima que no hayas venido, William! El agua estaba divina. Y después fuimos a un bar y nos tomamos unas ginebras.

El grupo ya había entrado en la casa. Bobby Kane se dirigió a Isabel:-Oye, ¿te gustaría que esta noche me pusiera mi traje estilo Nijinsky?-No -repuso ella-. Esta noche no se viste nadie. Todos estamos hambrientos. También William

está muerto de hambre. Vamos, mes amis, empecemos con unas sardinas.-¡Encontré las sardinas! -gritó Moira, y salió corriendo de la cocina con una lata en lo alto.

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Dennis sentenció con gravedad.-«La dama de la lata de sardinas».-Bien, bien. ¿Y qué tal por Londres? -preguntó Bill Hunt mientras descorchaba una botella de

whisky.-No ha cambiado mucho -respondió William.-El viejo Londres... -comentó cordialmente Bobby, al tiempo que pinchaba una sardina.Pero un momento después William había caído en el olvido. Moira Morrison se preguntaba de

qué color eran realmente las piernas bajo el agua.-Las mías son de un color champiñón palidísimo.Bill y Dennis comieron vorazmente. Isabel rellenó los vasos, cambió los platos, fue a buscar

cerillas, todo ello sin dejar de sonreír. De pronto dijo:-Me gustaría que lo pintases, Bill.-¿Pintar qué? -preguntó Bill, con la boca llena de pan.-A nosotros alrededor de la mesa -contestó ella-. Resultaría fascinante dentro de veinte años.Bill alzó la vista y masculló groseramente:-La luz no es buena. Demasiados amarillos -y siguió comiendo. Incluso esto pareció agradar a

Isabel.Después de cenar todos estaban tan cansados que no hicieron sino bostezar hasta que llegó la

hora de acostarse.Sólo a la tarde siguiente, cuando estaba esperando el taxi, se encontró William a solas con

Isabel. Al verle bajar con la maleta hasta la entrada, Isabel dejó al resto del grupo y se acercó a él. Se agachó y levantó la maleta.

-¡Cuánto pesa! -exclamó, y soltó una risita forzada-. Déjame que te la lleve hasta la verja.-No. ¿Por qué ibas a hacerlo? -dijo William-. No, déjamela a mí.-Por favor, déjame. De verdad que quiero llevarla.Echaron a andar en silencio. A William no se le ocurría nada que decir.-¡Ya estamos! -exclamó triunfalmente Isabel, dejando la maleta en el suelo y mirando con

impaciencia en dirección del camino de arena-. Apenas te he podido ver esta vez -añadió casi sin aliento-. Resulta tan corto, ¿verdad? Es como si acabaras de llegar. La próxima vez... -A lo lejos apareció el taxi-. Espero que te cuiden bien en Londres. Siento muchísimo que los niños hayan estado fuera todo el día, pero la señorita Neil ya lo tenía todo organizado. Te echarán de menos. ¡Mi pobre William, tener que volver a Londres! -El taxi se detuvo ante la cancela-. Adiós. -Le dio un fugaz beso y se metió en la casa.

A un lado y a otro, campo, árboles y setos. Atravesaron la diminuta ciudad, que parecía desierta, y subieron pesadamente por la empinada cuesta de la estación.

El tren ya estaba en el andén. William se dirigió a un vagón de primera clase para fumadores y se dejó caer en un rincón del compartimiento. Esta vez no sacó los papeles. Cruzó los brazos sobre el pecho, oprimido de nuevo por aquella sensación de angustia, y mentalmente empezó a escribir una carta a Isabel.

Estaban sentados en el jardín de la casa. Se cobijaban del sol bajo toldos multicolores, y el único que no ocupaba una de las tumbonas era Bobby Kane, que estaba echado en la hierba a los pies de Isabel. Era un día sofocante, tedioso y pesado. El correo se retrasaba, como de costumbre.

-¿Creen ustedes que habrá lunes en el cielo? -preguntó infantilmente Bobby.-El cielo será un largo lunes -susurró Dennis.Pero Isabel permanecía abstraída, preguntándose dónde habría ido a parar lo que sobró del

salmón que tomaron para cenar el día anterior. Había pensado preparar pescado con mayonesa para la comida y ahora resultaba...

Moira estaba durmiendo. El sueño era su descubrimiento más reciente: «¡Resulta tan maravilloso! Cierra uno los ojos y ya está. ¡Es tan delicioso!»

Cuando el viejo y rubicundo cartero apareció empujando su triciclo por el camino de arena, tuvieron la sensación de que el manillar era como un par de remos.

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Bill Hunt dejó el libro que estaba leyendo y exclamó con satisfacción: «Cartas». Todos esperaron la llegada del cartero. Pero -¡oh, cruel mensajero!, ¡oh, perverso mundo!- tan sólo había una carta, muy abultada, para Isabel. Ni un mal periódico.

-Y para colmo es de William -comentó Isabel con tristeza.-¿De William? ¿Tan pronto?-Te devuelve el certificado de matrimonio como un dulce recordatorio.-Pero ¿tiene todo el mundo certificado de matrimonio? Yo creía que eso era sólo para los

criados.-¡Páginas y más páginas! ¡Mírenla! «Dama leyendo una carta» -dijo Dennis.Mi querida y bien amada Isabel... Y así páginas y páginas. A medida que iba leyendo, su

sorpresa se fue transformando en una sensación de sofoco. ¿Qué demonios habría inducido a William a...? Era realmente extraordinario... ¿Qué le habría pasado para...? Se sintió confundida, cada vez más agitada, incluso asustada. Era típico de William. ¿O quizá no? De todos modos aquello resultaba absurdo, ridículo. «Ja, ja, ja! ¡Dios mío!» ¿Qué haría? Se recostó en la tumbona y se echó a reír hasta que ya no pudo parar.

-¡Dinos qué pasa! -suplicaron los demás-. Tienes que decírnoslo.-Estoy deseando hacerlo -contestó Isabel medio ahogada. Se incorporó, recogió todas las hojas

de la carta y las blandió ante sus rostros.-¡Escuchen! Es genial. ¡Una carta de amor!-¡Una carta de amor! ¡Es divino!Mi querida y bien amada Isabel... Pero apenas había comenzado a leer cuando sus risas la

interrumpieron.-Adelante, Isabel. Es maravilloso.-¡Qué interesante! Es fabuloso.-Por favor, Isabel, continúa.No permita Dios, mi amor, que yo sea un impedimento para tu felicidad.«¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!»«¡Chist! ¡Chist! ¡Chist!»E Isabel prosiguió. Cuando llegó al final todos estaban medio histéricos. Bobby, a punto de

romper en sollozos, se revolcaba por la hierba.-Tienes que dejármela tal como está, completa, para mi nuevo libro -dijo Dennis con firmeza-.

Le dedicaré un capítulo entero.-¡Oh, Isabel! -gimió Moira-. ¡Qué bonita es esa parte en la que habla de tenerte en sus brazos!-Siempre creí que esas cartas que se presentan en los casos de divorcios eran falsificadas. Pero

esta las eclipsa a todas...-Déjame tenerla en mis manos. Déjame leerla, mi bien -dijo Bobby Kane.Pero ante la sorpresa de todos, Isabel estrujó la carta. Ya no reía. Los miró uno por uno; parecía

agotada.-No. Ahora no, ahora no.Y antes de que se hubieran repuesto de la sorpresa, ya estaba dentro de la casa. Corrió escaleras

arriba hasta su dormitorio y se sentó en el borde de la cama. «¡Qué cosa tan vil, odiosa, vulgar y repulsiva!», musitó. Se tapó los ojos con los nudillos, pero los seguía viendo. No eran cuatro, sino cuarenta, riendo, gesticulando y burlándose mientras ella les leía la carta de William. ¡Qué cosa tan repugnante había hecho! ¿Cómo había sido capaz de semejante acción? No permita Dios, mi amor, que yo sea un impedimento para tu felicidad. ¡William! Isabel hundió la cara en la almohada. Pero tenía la sensación de que incluso aquel severo dormitorio conocía su carácter: superficial, frívolo, vano...

Desde el jardín le llegaron unas voces: -Isabel, vamos a bañarnos. ¡Vente!-¡Ven, oh consorte de William!-Llámenla otra vez antes de irnos. Vuelvan a llamarla.

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Isabel se incorporó. Había llegado el momento, tenía que decidirse ahora. ¿Iría con ellos o se quedaría para escribir a William? ¿Qué elegir? «Debo decidirme.» Pero ¿cómo podía dudarlo? Se quedaría y escribiría a William, por supuesto.

-Titania -gritó Moira.-I-sa-bel.No, era demasiado difícil. «Iré; iré con ellos y escribiré a William después. En otro momento.

Ahora no. Le escribiré sin falta», pensó Isabel apresuradamente.Y, con esa nueva risa suya, bajó corriendo las escaleras.

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La señorita Brill

Miss Brill, 1920

Aunque hacía un tiempo maravilloso el azul del firmamento estaba salpicado de oro y grandes focos de luz como uvas blancas bañaban los Jardins Publiques. La señorita Brill se alegró de haber cogido las pieles. El aire permanecía inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber, y de vez en cuando caía revoloteando una hoja -no se sabía de dónde, tal vez del cielo-. La señorita Brill levantó la mano y acarició la piel. ¡Qué suave maravilla! Era agradable volver a sentir su tacto. La había sacado de la caja aquella misma tarde, le había quitado las bolas de naftalina, la había cepillado bien y había devuelto la vida a los pálidos ojitos, frotándolos. ¡Ah, qué agradable era volverlos a ver espiándola desde el edredón rojo...! Pero el hociquito, hecho de una especie de pasta negra, no se conservaba demasiado bien. No acababa de ver cómo, pero debía haber recibido algún golpe. No importaba, con un poquito de lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario... ¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo, colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y triste -no, no era exactamente triste- algo delicado parecía moverse en su pecho.

Aquella tarde había bastante gente paseando, bastante más que el domingo anterior. Y la orquesta sonaba más alegre y estruendosa. Había empezado la temporada. Y aunque la banda tocaba absolutamente todos los domingos, fuera de temporada nunca era lo mismo. Era como si tocasen sólo para un auditorio familiar; cuando no había extraños no les importaba mucho cómo tocaban. ¿Y no iba el director con una levita nueva? Habría jurado que era nueva. Frotó los pies y levantó ambos brazos como un gallo a punto de cantar, y los músicos, sentados en el quiosco verde, hincharon los carrillos y atacaron la partitura.

Ahora hubo un fragmento de flauta -¡hermosísimo!-, como una cadenita de refulgentes notas. Estaba segura de que se repetiría. Y se repitió; la señorita Brill levantó la cabeza y sonrió.

Solo otras dos personas compartían su asiento «especial»: un anciano caballero con un abrigo de terciopelo, que apoyaba las manos en un enorme bastón tallado, y una robusta anciana, que se sentaba muy rígida, con un rollo de media sobre el delantal bordado. Pero no hablaban. Lo cual en cierto modo fue una desilusión, puesto que la señorita Brill siempre anhelaba un poco de conversación. Pensó que, en verdad, empezaba a tener bastante experiencia en escuchar haciendo ver que no escuchaba, en sentarse dentro de la vida de otra gente durante un instante, mientras los otros charlaban a su alrededor.

Miró de reojo a la pareja de ancianos. Quizá pronto se fuesen. El último domingo tampoco había resultado tan interesante como de costumbre. Un inglés con su esposa, él con un horripilante panamá y ella con botines. Y la mujer se había pasado todo el rato insistiendo en que debería llevar gafas; diciendo que notaba que las necesitaba; pero que de nada servía hacerse unas porque estaba segura de que se le iban a romper y de que no se le sujetarían bien. Y su marido se había mostrado tan paciente. Le había sugerido de todo: montura de oro, del tipo que se sujeta a las orejas, unas pequeñas almohadillas dentro del puente... Pero no, nada la satisfacía. «Seguro que siempre me resbalarían por la nariz.» La señorita Brill le habría propinado una buena azotaina con muchísimo gusto.

Los ancianos continuaban sentados en el banco, quietos como estatuas. No importaba, siempre había montones de gente a quien mirar. De un lado para otro, pasando frente a los arriates cuajados de flores, junto al templete de la orquesta, paseaban grupitos y parejas, se detenían a charlar, se saludaban, compraban un ramito de flores a un viejo pordiosero que tenía la canastilla colgada de la

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barandilla. Algunos niños corrían entre los grupos, empujándose y riendo; chiquillos con grandes lazos de seda blanca atados al cuello, y niñitas, muñequitas francesas, vestidas de terciopelo y puntillas. Y a veces algún pequeño que apenas caminaba aparecía tambaleándose entre los árboles, se detenía, miraba, y de pronto se dejaba caer sentado, ¡flop!, hasta que su mamaíta, calzada con altos tacones, corría a socorrerlo, como una clueca joven, regañándolo. Otros preferían sentarse en los bancos y en las sillas pintadas de verde, pero estos eran casi siempre los mismos un domingo tras otro y -tal como la señorita Brill había advertido a menudo- casi todos ellos tenían algún detalle curioso y divertido. Eran gente rara, silenciosa, en su mayoría ancianos y, por el modo como miraban, parecía que acabasen de salir de alguna habitacioncita oscura o incluso de... ¡de un armario!

Detrás del quiosco se levantaban esbeltos árboles de hojas amarillentas que pendían hacia el suelo, y al fondo se divisaba el horizonte del mar, y más arriba el cielo azul con nubes veteadas de oro.

¡Tum-tum-tum, ta-ta-tararí, pachín, pachum, ta-ti-tirirí, pim, pum!, tocaba la banda. Dos jovencitas vestidas de rojo pasaron junto a ella y fueron a encontrarse con dos soldados de

uniforme azul, y juntos rieron, se aparejaron, y siguieron del brazo. Dos mujeres rollizas, con ridículos sombreros de paja, cruzaron con toda seriedad tirando de sendos borriquillos de hermoso pelaje gris ahumado. Una monja lívida y fría pasó apresuradamente. Una hermosísima mujer perdió su ramillete de violetas mientras se acercaba paseando, y un niñito corrió a devolvérselas, pero ella las tomó y las arrojó lejos, como si estuviesen envenenadas. ¡Vaya por Dios! ¡La señorita Brill no sabía si admirar o no aquel gesto! Y ahora se reunieron exactamente delante de ella una toca de armiño y un caballero vestido de gris. El hombre era alto, envarado, muy digno, y ella llevaba la toca de armiño que había comprado cuando tenía el pelo rubio. Pero ahora todo, el pelo, el rostro, los ojos, era del color de aquel ajado armiño, y su mano, enfundada en un guante varias veces lavado, subió hasta tocarse los labios, y era una patita amarillenta. ¡Oh, estaba tan contenta de volver a verlo... estaba encantada! Había tenido el presentimiento de que iba a encontrarlo aquella tarde. Describió dónde había estado: un poco por todas partes, aquí y allí, y en el mar. Hacía un día maravilloso, ¿no le parecía? ¿Y no le parecía que quizá podían...? Pero él negó con la cabeza, encendió un cigarrillo, y soltó despacio una gran bocanada de humo al rostro de ella, y mientras la mujer continuaba hablando y riendo, apagó la cerilla y siguió caminando. La toca de armiño se quedó sola; y sonrió aún con mayor alegría. Pero incluso la banda pareció adivinar sus sentimientos y se puso a tocar con mayor dulzura, suavemente, mientras el tambor redoblaba repitiendo: «¡Qué bruto! ¡Qué bruto!». ¿Qué iba a hacer? ¿Qué sucedería ahora? Pero mientras la señorita Brill se planteaba estas preguntas la toca de armiño se giró, levantó una mano, como si hubiese visto a algún conocido, a alguien mucho más agradable, por aquel lado, y se dirigió hacia allí. Y la banda volvió a cambiar de música y se puso a tocar a un ritmo más vivo, mucho más alegre, y el anciano matrimonio sentado al lado de la señorita Brill se levantó y desapareció, y un viejo divertidísimo con largas patillas que avanzaba al compás de la música estuvo a punto de caer al tropezar con cuatro muchachas que venían cogidas del brazo.

¡Oh, qué fascinante era aquello! ¡Cómo le divertía sentarse allí! ¡Le agradaba tanto contemplarlo todo! Era como si estuviese en el teatro. Igualito que en el teatro. ¿Quién habría adivinado que el cielo del fondo no estaba pintado? Pero hasta que un perrito de color castaño pasó con un trotecillo solemne y luego se alejó lentamente, como un perro «teatral», como un perro amaestrado para el teatro, la señorita Brill no terminó de descubrir con exactitud qué era lo que hacía que todo fuese tan excitante. Todos se hallaban sobre un escenario. No era simplemente el público, la gente que miraba; no, también estaban actuando. Incluso ella tenía un papel, por eso acudía todos los domingos. No le cabía la menor duda de que si hubiese faltado algún día alguien habría advertido su ausencia; después de todo ella también era parte de aquella representación. ¡Qué raro que no se le hubiese ocurrido hasta entonces! Y, sin embargo, eso explicaba por qué tenía tanto interés en salir de casa siempre a la misma hora, todos los domingos, para no llegar tarde a la función, y también explicaba por qué tenía aquella sensación de rara timidez frente a sus alumnos

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de inglés, y no le gustaba contarles qué hacía durante las tardes de los domingos. ¡Ahora lo comprendía! La señorita Brill estuvo a punto de echarse a reír en alto. Iba al teatro. Pensó en aquel anciano caballero inválido a quien le leía en voz alta el periódico cuatro tardes por semana mientras él dormía apaciblemente en el jardín. Ya se había acostumbrado a ver su frágil cabeza descansando en el cojín de algodón, los ojos hundidos, la boca entreabierta y la nariz respingona. Si hubiese muerto habría tardado semanas en descubrirlo; y no le hubiera importado. ¡De pronto el anciano había comprendido que quien le leía el periódico era una actriz. «¡Una actriz!» Su vieja cabeza se incorporó; dos luceritos refulgieron en el fondo de sus pupilas. «Actriz..., usted es actriz, ¿verdad?», y la señorita Brill alisó el periódico como si fuese el libreto con su parte y respondió amablemente: «Sí, he sido actriz durante mucho tiempo».

La orquesta había hecho un intermedio, y ahora retomaba el programa. Las piezas que tocaban eran cálidas, soleadas, y, sin embargo, contenían un algo frío -¿qué podía ser?-; no, no era tristeza -algo que hacía que a una le entrasen ganas de cantar-. La melodía se elevaba más y más, brillaba la luz; y a la señorita Brill le pareció que dentro de unos instantes todos, toda la gente que se había congregado en el parque, se pondrían a cantar. Los jóvenes, los que reían mientras paseaban, empezarían primero, y luego les seguirían las voces de los hombres, resueltas y valientes. Y después ella, y los otros que ocupaban los bancos, también se sumarían con una especie de acompañamiento, con una leve melodía, algo que apenas se levantaría y volvería a dulcificarse, algo tan hermoso... emotivo... Los ojos de la señorita Brill se inundaron de lágrimas y contempló sonriente a los otros miembros de la compañía. «Sí, comprendemos, lo comprendemos», pensó, aunque no estaba segura de qué era lo que comprendían.

Precisamente en aquel instante un muchacho y una chica tomaron asiento en el lugar que había ocupado el anciano matrimonio. Iban espléndidamente vestidos; estaban enamorados. El héroe y la heroína, naturalmente, que acababan de bajar del yate del padre de él. Y mientras continuaba cantando aquella inaudible melodía, mientras continuaba con su arrobada sonrisa, la señorita Brill se dispuso a escuchar.

-No, ahora no -dijo la muchacha-. No, aquí no puedo.-Pero ¿por qué? ¿No será por esa vieja estúpida que está sentada ahí? -preguntó el chico-. No sé

para qué demonios viene aquí, si no la debe querer nadie. ¿Por qué no se quedará en su casa con esa cara de zoqueta?

-Lo más di... divertido es esa piel -rió la muchacha-. Parece una pescadilla frita. -Bah, ¡déjala! -susurró el chico enojado-. Dime, ma petite chère... -No, aquí no -dijo ella-. Todavía no.Camino de casa acostumbraba a comprar un trocito de pastel de miel en la pastelería. Era su

extra de los domingos. A veces le tocaba un trocito con almendra, otras no. Aunque entre uno y otro existía una gran diferencia. Si tenía almendra era como volver a casa con un pequeño regalo -con una sorpresa-, con algo que habría podido dejar de estar allí perfectamente. Los domingos que le tocaba una almendra corría a su casa y ponía el agua a hervir precipitadamente.

Pero hoy pasó por la pastelería sin entrar y subió la escalera de su casa, entró en el cuartucho oscuro -su aposento, que parecía un armario- y se sentó en el edredón rojo. Estuvo allí sentada durante largo rato. La caja de la que había sacado la piel todavía estaba sobre la cama. Desató rápidamente la tapa; y rápidamente, sin mirar, volvió a guardarla. Pero cuando volvió a colocar la tapa le pareció oír un ligero sollozo.

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La lección de canto

The Singing Lesson, 1922

Desesperada, con una desesperación gélida e hiriente que se clavaba en el corazón como una navaja traidora, la señorita Meadows, con toga y birrete y portando una pequeña batuta, avanzó rápidamente por los fríos pasillos que conducían a la sala de música. Niñas de todas las edades, sonrosadas a causa del aire fresco, y alborotadas con la alegre excitación que produce llegar corriendo a la escuela una espléndida mañana de otoño, pasaban corriendo, precipitadas, empujándose; desde el fondo de las aulas llegaba el ávido resonar de las voces; sonó una campana, una voz que parecía la de un pajarillo llamó: «Muriel». Y luego se oyó un tremendo golpe en la escalera, seguido de un clong, clong, clong. Alguien había dejado caer las pesas de gimnasia.

La profesora de ciencias interceptó a la señorita Meadows. -Buenos días -exclamó con su pronunciación afectada y dulzona-. ¡Qué frío!, ¿verdad? Parece

que estamos en invierno. Pero la señorita Meadows, herida como estaba por aquel puñal traicionero, contempló con odio

a la profesora de ciencias. Todo en aquella mujer era almibarado, pálido, meloso. No le hubiera sorprendido lo más mínimo ver a una abeja prendida en la maraña de su pelo rubio.

-Hace un frío que pela -respondió la señorita Meadows, taciturna. La otra le dirigió una de sus sonrisas dulzonas. -Pues tú parece que estás helada -dijo. Sus ojos azules se abrieron enormemente, y en ellos

apareció un destello burlón. (¿Se habría dado cuenta de algo?) -No, no tanto -respondió la señorita Meadows, dirigiendo a la profesora de ciencias, en réplica a

su sonrisa, una rápida mueca, y prosiguiendo su camino... Las clases de cuarto, quinto y sexto estaban reunidas en la sala de música. La algarabía que

armaban era ensordecedora. En la tarima, junto al piano, estaba Mary Beazley, la preferida de la señorita Meadows, que tocaba los acompañamientos. Estaba girando el atril cuando descubrió a la señorita Meadows y gritó un fuerte «;Sssshhhh! ¡chicas!», mientras la señorita Meadows, con las manos metidas en las mangas de la toga, y la batuta bajo el brazo, bajaba por el pasillo central, subía los peldaños de la tarima, se giraba bruscamente, tomaba el atril de latón, lo plantificaba frente a ella, y daba dos golpes secos con la batuta pidiendo silencio.

-¡Silencio, por favor! ¡Cállense ahora mismo! -Y, sin mirar a nadie en particular, paseó su mirada por aquel mar de variopintas blusas de franela, de relucientes y sonrosadas manos y caras, de lacitos en el pelo que se estremecían cual mariposas, y libros de música abiertos. Sabía perfectamente lo que estaban pensando. «La Meady está de malas pulgas.» ¡Muy bien, que pensasen lo que les viniese en gana! Sus pestañas parpadearon; echó la cabeza atrás, desafiándolas. ¿Qué podían importar los pensamientos de aquellas criaturas a alguien que estaba mortalmente herida, con una navaja clavada en el corazón, en el corazón, a causa de aquella carta...?

«Cada vez presiento con mayor nitidez que nuestro matrimonio sería un error. Y no es que no te quiera. Te quiero con todas las fuerzas con las que soy capaz de amar a una mujer, pero, a decir verdad, he llegado a la conclusión de que no tengo vocación de hombre casado, y la idea de formar un hogar no hace mas que...» y la palabra «repugnarme» estaba tachada y en su lugar había escrito «apesadumbrarme».

¡Basil! La señorita Meadows se acercó al piano. Y Mary Beazley, que había estado esperando aquel instante, hizo una inclinación; sus rizos le cayeron sobre las mejillas mientras susurraba:

-Buenos días, señorita Meadows. -Y, más que darle, le ofrendaba un maravilloso crisantemo amarillo. Aquel pequeño rito de la flor se repetía desde hacía mucho tiempo, al menos un trimestre y medio. Y ya formaba parte de la lección con la misma entidad, por ejemplo, que abrir el piano. Pero aquella mañana, en lugar de tomarlo, en lugar de ponérselo en el cinto mientras se inclinaba

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junto a Mary y decía: «Gracias, Mary. ¡Qué maravilla! Busca la página treinta y dos», el horror de Mary no tuvo límites cuando la señorita Meadows ignoró totalmente el crisantemo, no respondió a su saludo, y dijo con voz gélida:

-Página catorce, por favor, y marca bien los acentos. ¡Qué momento de confusión! Mary se ruborizó hasta que lágrimas le asomaron a los ojos, pero

la señorita Meadows había vuelto junto al atril, y su voz resonó por toda la sala: -Página catorce. Vamos a empezar por la página catorce. Un lamento. A ver, niñas, ya deberían

saberlo de memoria. Vamos a cantarlo todas juntas, no por partes, sino todo seguido. Y sin expresión. Quiero que lo canten sencillamente, marcando el compás con la mano izquierda.

Levantó la batuta y dio dos golpecitos en el atril. Y Mary atacó los acordes iniciales; y todas las manos izquierdas se pusieron a oscilar en el aire, y aquellas vocecillas chillonas, juveniles, empezaron a cantar lóbregamente:

¡Presto! Oh cuán presto marchitan las rosas del placer;qué pronto cede el otoño ante el lóbrego invierno.¡Fugaz! Qué fugaz la musical alegría se quiere volveralejándose del oído que la sigue con arrebato tierno. ¡Dios mío, no había nada más trágico que aquel lamento! Cada nota era un suspiro, un sollozo,

un gemido de incomparable dolor. La señorita Meadows levantó los brazos dentro de la amplia toga y empezó a dirigir con ambas manos. «...Cada vez presiento con mayor nitidez que nuestro matrimonio sería un error...», marcó. Y las voces cantaron lastimeramente: ¡Fugaz! Qué fugaz... ¡Cómo se le podía haber ocurrido escribir aquella carta! ¿Qué lo podía haber inducido a ello? No tenía ninguna razón de ser. Su última carta había estado exclusivamente dedicada a la compra de unos anaqueles en roble curado al humo para «nuestros» libros, y una «preciosa mesita de recibidor» que había visto, «un mueblecito precioso con un búho tallado, que estaba sobre una rama y sostenía en las garras tres cepillos para los sombreros». ¡Cómo la había hecho sonreír aquella descripción! ¡Era tan típico de un hombre pensar que se necesitaban tres cepillos para los sombreros! La sigue con arrebato tierno..., cantaban las voces.

-Otra vez -dijo la señorita Meadows-. Pero ahora vamos a cantarla por partes. Todavía sin expresión.

-¡Presto! Oh cuán presto... -con la añadidura de la voz triste de las contraltos, era imposible evitar un estremecimiento- marchitan las rosas del placer. -La última vez que Basil había ido a verla llevaba una rosa en el ojal. ¡Qué apuesto estaba con aquel traje azul y la rosa roja! Y el muy pícaro lo sabía. No podía no saberlo. Primero se había alisado el pelo, luego se atusó el bigote; y cuando sonreía sus dientes eran perlas.

-La esposa del director del colegio siempre me está invitando a cenar. Es de lo más engorroso. Nunca consigo tener una tarde para mí en esa escuela.

-¿Y no puedes rechazar la invitación? -Verás, una persona en mi posición debe procurar ser popular. -...la musical alegría se quiere volver -atronaban las voces. Tras los altos y estrechos ventanales

los sauces eran mecidos por el viento. Ya habían perdido la mitad de las hojas. Las que quedaban se agarraban, retorcidas como peces atrapados en el anzuelo. «...No tengo vocación de hombre casado... » Las voces habían cesado; el piano esperaba.

-No está mal -dijo la señorita Meadows, pero todavía en un tono tan extraño y lapidario que las niñas más jóvenes empezaron a sentirse asustadas-. Pero ahora que lo saben, tenemos que cantarlo con expresión. Con toda la expresividad de la que sean capaces. Piensen en la letra, niñas. Empleen la imaginación. ¡Presto! Oh cuán presto... -entonó la señorita Meadows-. Esto es lo que debe ser un lamento, algo fuerte, recio, un forte. Y luego, en la segunda línea, cuando dice el lóbrego invierno, que ese lóbrego sea como si un viento helado soplase por él. ¡Ló-bre-go! -cantó en un tono tan lastimero que Mary Beazley, frente al piano, sintió un escalofrío-. Y la tercera línea debe ser un crescendo. ¡Fugaz! Qué fugaz la musical alegría se quiere volver. Que se rompe con la primera palabra de la última línea, alejándose. Y al llegar a del oído ya tienen que empezar a apagarse, a

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morir.., hasta que arrebato tierno no sea más que un débil susurro... En la última línea pueden demorarse cuanto quieran. Vamos a ver.

Y de nuevo los dos golpecitos; y los brazos levantados. -¡Presto! Oh cuán presto... -«... y la idea de formar un hogar no hace más que repugnarme».

Repugnarme, eso era lo que había escrito. Aquello equivalía a decir que su compromiso quedaba roto para siempre. ¡Roto! ¡Su compromiso! La gente ya se había mostrado bastante sorprendida de que estuviese prometida. La profesora de ciencias al principio no le creyó. Pero quizá la más sorprendida había sido ella misma. Tenía treinta años. Basil veinticinco. Había sido un milagro, un puro milagro, oírle decir, mientras paseaban hacia su casa volviendo de la iglesia aquella noche oscura: «¿Sabes?, no sé exactamente cómo, pero te he tomado cariño». Y le había cogido un extremo de la boa de plumas de avestruz- que la sigue con arrebato tierno.

-¡A repetirlo, a repetirlo! -exclamó la señorita Meadows-. ¡Un poco más de expresión, muchachas! ¡Una vez más!

-¡Presto! Oh cuán presto... -Las chicas mayores ya tenían el rostro congestionado; algunas de las pequeñas empezaron a sollozar. Grandes salpicaduras de lluvia cayeron contra los cristales, y se oía el murmullo de los sauces, «y no es que no te quiera...».

«Pero, querido, si me amas -pensó la señorita Meadows- no me importa que sea mucho o poco, con tal de que sea algo.» Pero sabía que en realidad él no la quería. ¡Que no se hubiera preocupado por borrar bien aquel «repugnarme» para que ella no lo pudiese leer!

-Qué pronto cede el otoño ante el lóbrego invierno.Y también tendría que abandonar la escuela. Nunca más podría soportar la cara de la profesora

de ciencias o de las alumnas una vez se supiese. Tendría que desaparecer, irse a otro lugar. -Alejándose del oído... -Las voces empezaron a agonizar, a morir, a desvanecerse... en un

susurro... De pronto se abrió la puerta. Una niña pequeña, vestida de azul, avanzó con aire remilgado por

el pasillo, moviendo la cabeza, mordiéndose los labios, y dando vueltas a la pulserita de plata que llevaba en la muñeca. Subió los peldaños y se detuvo ante la señorita Meadows.

-¿Qué sucede, Mónica?-Señorita Meadows -dijo la niña tartamudeando-, la señorita Wyatt dice que desea verla en la

sala de profesoras. -De acuerdo -respondió la profesora. Y llamó la atención de las muchachas-: Confío por el

propio bien de ustedes que sabrán comportarse y no hablar fuerte mientras salgo un momento. -Pero estaban demasiado espantadas para alborotar. La gran mayoría se estaba sonando.

Los pasillos estaban silenciosos y fríos; y resonaban con los pasos de la señorita Meadows. La directora estaba sentada a su mesa. Tardó unos segundos en mirarla. Como de costumbre, estaba desenredándose las gafas que se le habían enganchado en la corbata de puntillas.

-Siéntese, señorita Meadows -dijo muy amablemente. Y tomó un sobre rosado que se hallaba sobre el secante del escritorio-. Le he hecho avisar en mitad de la clase porque acaba de llegar este telegrama1 para usted.

-¿Un telegrama para mí, señorita Wyatt?¡Basil! ¡Basil se había suicidado!, decidió la señorita Meadows. Alargó la mano pero la señorita

Wyatt retuvo el telegrama un instante. -Espero que no sean malas noticias -dijo, con forzada amabilidad. Y la señorita Meadows lo

abrió precipitadamente. «No hagas caso carta, debí estar loco, hoy compré mesita sombrerero. Basil», leyó. No podía

apartar los ojos del telegrama. -Espero que no sea nada grave -dijo la señorita Wyatt inclinándose hacia adelante. -Oh, no, no. Muchas gracias, señorita Wyatt -replicó la señorita Meadows ruborizándose. No es

nada grave. Es... -dijo con una risita de disculpa-, es de mi prometido anunciándome que... que... -se produjo un silencio.

-Ya entiendo -dijo la señorita Wyatt. Hubo otro silencio. Y añadió-: Todavía le quedan quince minutos de clase, señorita Meadows, si no me equivoco.

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-Sí, señorita Wyatt -dijo, levantándose. Y casi salió corriendo hacia la puerta. -Ah, un instante, señorita Meadows -dijo la directora-. Debo recordarle que no me gusta que las

profesoras reciban telegramas en horas de clase, a menos que sea por motivos muy graves, la muerte de un familiar -explicó la señorita Wyatt-, un accidente muy grave, o algo así. Las buenas noticias, señorita Meadows, siempre pueden esperar.

En alas de la esperanza, el amor, la alegría, la señorita Meadows se apresuró a regresar a la sala de música, bajando por el pasillo, subiendo a la tarima y acercándose al piano.

-Página treinta y dos, Mary -dijo-, página treinta y dos. -Y tomando aquel amarillísimo crisantemo se lo llevó a los labios para ocultar su sonrisa. Luego se volvió a las chicas y dio unos golpecitos con la batuta-: Página treinta y dos, niñas, página treinta y dos.

Venimos aquí hoy de flores coronadas,con canastillas de frutas y de cintas adornadas,para así felicitar... -¡Basta, basta! -exclamó la señorita Meadows-. Esto es terrible, horroroso. -Y sonrió a las

muchachas-. ¿Qué demonios les pasa hoy? Piensen, piensen un poco en lo que cantan. Empleen la imaginación. De flores coronadas, Canastillas de frutas y de cintas adornadas. Y para felicitar -exhaló la señorita Meadows-. No pongan esa cara tan triste, niñas. Tiene que ser una canción cálida, alegre, placentera. Para felicitar. Una vez más. Venga, aprisa. Todas juntas ¡Ahora!

Y esta vez la voz de la señorita Meadows se levantó por encima de todas las demás, matizada, brillante, llena de expresividad.

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EL NIDO DE LA PALOMA

Y OTROS CUENTOS

(1923)

The Dove's Nest and Other Stories

La casa de muñecas

The Doll house, 1921

Cuando la buena Sra. Hay volvió a la ciudad luego de su estancia en casa de los Burnell, les mandó a las niñas una casa de muñecas. Era tan grande que el cochero y Pat la llevaron al patio, y la dejaron ahí, apoyada en dos cajones de madera junto a la puerta de la despensa. Nada malo podía pasarle, era verano. Y quizás se le habría ido el olor a pintura cuando hubiera que entrarla. Porque, realmente, el olor a pintura de esa casa de muñecas (“¡La deliciosa Sra. Hay, por supuesto; tan dulce y generosa!”) -el olor a pintura era suficiente para enfermar a cualquiera, en la opinión de la Tía Beryl. Aún antes que la desenvolvieran. Y cuando lo hicieron…

Ahí estaba la casa de muñecas, de un verde espinaca oscuro y aceitoso, realzado con amarillo brillante. Sus dos sólidas y pequeñas chimeneas, pegadas al techo, estaban pintadas de rojo y blanco, y la puerta, por el brillo amarillento del barniz, parecía un trozo de caramelo. Tenía cuatro ventanas, ventanas de verdad, con vidrios divididos por gruesas rayas verdes. Y hasta tenía un pequeño porche pintado de amarillo, con grandes grumos de pintura coagulada colgando de los bordes.

¡Es perfecta, perfecta esta casita! ¿A quién podría importarle el olor? ¡El olor a nuevo es parte del encanto!

“¡Que alguien la abra rápido!”El gancho en el costado estaba hundido. Pat lo forzó haciendo palanca con su cortaplumas, y

todo el frente de la casa se balanceó hacia atrás, y… ¡allí estaba!, pudimos verlo todo de una vez: la sala, el comedor, la cocina y dos dormitorios. ¡Este es el modo de abrir una casa! ¿Cómo es que no se abren así todas las casas? ¡Cuánto más emocionante que espiar a través de la rendija de una puerta un pequeño recibidor, en el que sólo hay un perchero y dos paraguas! Esto es lo que

uno ansía saber sobre una casa cuando pone su mano en el llamador. Quizás es así como Dios abre las casas en medio de la noche mientras da un paseo silencioso con un ángel...

"¡Oh! ¡Oh!". Las niñas Burnell parecían enloquecidas. Era demasiado maravilloso; era demasiado para ellas. Nunca en su vida habían visto algo así. Todos los cuartos estaban empapelados. Sobre las paredes había cuadros pintados sobre el papel, con marcos dorados y todo. Todos los pisos, excepto el de la cocina, alfombrados de rojo; sillas de felpa carmesí en la sala, verde en el comedor; mesas, camas con sábanas y mantas de verdad, una cuna, una cocina, un aparador con muchos platos pequeños y una jarra grande. Pero lo que a Kezia le gustaba más que nada, lo que le gustaba con locura, era la lámpara. Estaba colocada en el medio de la mesa del comedor, una pequeña y exquisita lámpara de ámbar con un globo blanco. Estaba llena y lista para ser encendida, aunque -claro- no se la podía encender. Pero había algo adentro que parecía aceite y se movía al agitarlo.

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El papá y la mamá muñecos, despatarrados y muy rígidos como si se hubieran desmayado en la sala, y sus dos pequeños hijos dormidos en el primer piso, eran demasiado grandes para la casa, como si estuvieran fuera de lugar. Pero la lámpara era perfecta. Parecía sonreírle a Kezia, decirle, “Yo vivo aquí.” La lámpara era de verdad.

A la mañana siguiente, a las niñas Burnell les parecía que no iban a llegar nunca a la escuela. Ardían por contarle a todo el mundo, por describir, bueno… por alardear de su casa de muñecas antes que tocaran la campana.

“Yo cuento,” dijo Isabel, “porque soy la mayor. Ustedes dos pueden sumarse después. Pero yo cuento primero.”

No había réplica posible. Isabel era mandona, pero siempre tenía razón, y Lottie y Kezia tenían bien claro el poder que le confería ser la mayor. Caminaron sin hablar por el costado del camino, rozando las margaritas silvestres.

“Y a mí me corresponde elegir quién vendrá a verla primero. Mamá me dio permiso.”Se había convenido que mientras la casa de muñecas estuviera en el patio, ellas podrían invitar

a las chicas de la escuela, de dos en dos, a mirarla. No para el té, por supuesto, ni para revolotear por la casa. Sólo para pararse quietas en el patio mientras Isabel señalaba las maravillas, y Lottie y Kezia se mostraban encantadas…

Pero aunque se apuraron mucho, cuando llegaron a la cerca alquitranada del campo de juego de los varones, había comenzado ya el ruido discordante de la campana. Apenas tuvieron tiempo de sacarse el sombrero y ponerse en la fila antes que tomaran lista. No importa. Isabel trató de conformarse dándose aires de importancia y cuchicheando misteriosa con las chicas que tenía cerca: “Tengo algo que contarles en el recreo.”

Llegó el recreo y todas rodearon a Isabel. Las chicas de su clase se peleaban por abrazarla, por caminar a su lado, por llenarla de halagos, por ser su mejor amiga. Tenía toda una corte bajo los pinos, junto al campo de juego. Codeándose y riéndose tontamente, las pequeñas se apiñaban cerca de ella. Las únicas dos que se quedaron fuera del grupo eran las que siempre estaban afuera, las pequeñas Kelvey. Sabían que era mejor no acercarse a las Burnell.

Lo cierto era que la escuela a la que concurrían las Burnell no era la clase de lugar que sus padres hubieran elegido, de haber opción, pero no la había. Era la única escuela en millas a la redonda. En consecuencia, era inevitable que todas las chicas del vecindario, las niñas del juez, las hijas del doctor, las del tendero, las del lechero, estuvieran todas mezcladas. Sin mencionar un igual número de muchachitos groseros y revoltosos. Pero la línea debía trazarse en alguna parte. Se trazó en las Kelvey. Muchas de las chicas, incluyendo a las Burnell, tenían prohibido hablarles. Pasaban al lado de las Kelvey con sus cabezas en alto, y como eran ellas quienes dictaban la ley en asuntos de modales, las Kelvey eran evitadas por todas. Hasta la maestra les hablaba con una voz especial, y les daba a las otras una sonrisa especial cuando Lil Kelvey se acercaba a su escritorio con un ramo de flores espantosamente vulgares.

Eran las hijas de una mujercita enérgica y muy trabajadora, que iba de casa en casa todo el día lavando ropa. Esto ya era suficientemente atroz. ¿Pero dónde estaba el Sr. Kelvey? Nadie estaba seguro, pero todos decían que estaba en prisión. Así que eran las hijas de una lavandera y un presidiario. ¡Linda compañía para las otras niñas! Y su aspecto no las ayudaba en nada. No se entendía por qué la Sra. Kelvey les ponía esa ropa tan llamativa. Lo cierto es que andaban vestidas con retazos que le daban sus patrones. Por ejemplo Lil, que era grandota y feúcha, muy pecosa, venía a la escuela con un vestido hecho de un mantel verde estampado de los Burnell, con mangas de felpa roja de una cortina de los Logan. El sombrero le bailaba arriba de la cabeza; era un sombrero de señora mayor, que había sido de Miss Lecky, la dependienta del correo. Se doblaba en la parte de atrás y tenía como adorno una gran pluma color escarlata. ¡Qué mamarracho! Imposible no reírse. Y su hermanita menor, nuestra Else, usaba un vestido blanco largo, algo así como un camisón, y un par de botines de varón. Pero usara lo que usara nuestra Else, igual se vería extraña. Era una niña esmirriada, con el pelo cortito y los ojos enormes y solemnes, como una pequeña lechuza blanca. Nunca nadie la había visto sonreír; casi no hablaba. Iba por la vida agarrándose de Lil, apretujando en su mano un pedazo de la pollera de su hermana. Adonde iba Lil, nuestra Else la

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seguía. En el campo de juegos, en el camino a la escuela, allí iba Lil marchando adelante y nuestra Else aferrándose a ella por detrás. Sólo cuando quería algo, o cuando estaba exhausta, nuestra Else le daba un tirón, una sacudida, y Lil paraba y se daba vuelta a mirarla. Las Kelvey siempre se entendían.

Ahora estaban revoloteando, en el borde; no se podía evitar que escucharan. Cuando las niñas se daban vuelta y sonreían burlonas, Lil, como siempre, les entregaba su tonta sonrisa avergonzada. Nuestra Else sólo miraba.

Y la voz de Isabel, tan orgullosa, seguía contando. La alfombra hizo sensación, como las camas con mantas de verdad, y la cocina con horno.

Cuando terminó, Kezia intervino. “Isabel, te olvidaste de la lámpara.”“¡Ah sí!” dijo Isabel, “sobre la mesa del comedor, hay una lamparita en miniatura de vidrio

amarillo, con un globo blanco. Igual a una auténtica.”“La lamparita es lo mejor de todo”, gritó Kezia. Ella pensó que Isabel no le daba ni la mitad de

la importancia que tenía. Pero nadie le prestó atención. Isabel estaba eligiendo a las dos que volverían con ella esa tarde para ver la casa de muñecas. Eligió a Emmie Cole y a Lena Logan. Pero cuando las demás supieron que todas tendrían la ocasión de verla, se deshicieron en atenciones con Isabel. Una por una la tomaban de la cintura y caminaban con ella. Todas tenían algo que contarle, un secreto. “Isabel es mi amiga.”

Sólo las Kelvey se alejaron olvidadas; no tenían nada más que escuchar.Los días pasaron, y cuantas más chicas vieron la casa de muñecas, su fama se extendió. Se

transformó en el tema del día, el furor del momento. La pregunta clave era “¿Viste la casa de muñecas de las Burnell? ¿No es preciosa?” “¿No la viste? ¡Qué pena!”

Incluso la hora del almuerzo se destinaba a hablar de la casa. Las chicas se sentaban bajo los pinos a comer sus sandwiches de carnero y grandes trozos de torta untados con manteca. Y siempre, tan cerca como las dejaran, se sentaban las Kelvey, nuestra Else aferrada a Lil, intentando escuchar, mientras masticaban los sandwiches de mermelada que sacaban de un papel de diario embadurnado de rojo.

“Mamá,” dijo Kezia, “¿no puedo invitar a las Kelvey aunque sea una vez?”“Por supuesto que no, Kezia.”“¿Pero por qué?”“Vamos, Kezia; sabes muy bien por qué.”Al final todas la habían visto menos ellas. Ese día el interés languideció. Era la hora del

almuerzo. Las chicas estaban todas juntas bajo los pinos, y de pronto, cuando vieron a las Kelvey comiendo de su papel, siempre solas, siempre intentando escuchar, les dieron ganas de molestarlas. Emmie Cole empezó el cuchicheo: “Lil Kelvey va a ser sirvienta cuando crezca.”

“¡Oh, qué horror!” dijo Isabel Burnell, y le guiñó un ojo a Emmie.Emmie se contuvo y asintió con la cabeza a Isabel, como había visto a su madre hacer en esas

ocasiones.“Es verdad-es verdad-es verdad”, dijo.Los ojitos de Lena Logan chispearon. “¿Le pregunto?” murmuró.“Apuesto a que no”, dijo Jessie May.“Bah, no tengo miedo”, dijo Lena. De pronto lanzó un chillido mientras bailaba frente a las

otras. “¡Miren! ¡Mírenme! ¡Ahora van a ver!” dijo Lena. Y deslizándose, escurriéndose, arrastrando un pie, riéndose burlona, Lena llegó hasta las Kelvey.

Lil levantó la vista de su comida. Envolvió rápido los restos. Nuestra Else dejó de masticar. ¿Y ahora qué iba a pasar?

“¿Es verdad que vas a ser sirvienta cuando seas grande, Lil Kelvey?” le gritó Lena.Silencio de muerte. Pero en lugar de contestar, Lil le sonrió con su tonta sonrisa avergonzada.

La pregunta no parecía importarle en absoluto. ¡Qué bochorno para Lena! Las demás chicas se reían entre dientes.

Lena no lo pudo soportar. Puso sus manos en jarra y sacó pecho. “¡Tu padre está preso!” le chistó desdeñosa.

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Era tan maravilloso haber dicho esto, que las niñas se alejaron rápido todas juntas, excitadísimas, muertas de alegría. Alguien encontró una soga larga, y empezaron a saltar. Nunca habían saltado tan alto, entrado y salido tan rápido, hecho cosas tan osadas como esa mañana.

Por la tarde Pat fue a buscar a las niñas Burnell con el coche y las llevó de vuelta a casa. Había visitas. Isabel y Lottie, a quienes les encantaban las visitas, fueron arriba a cambiarse los delantales. Pero Kezia se escabulló hacia el fondo. No había nadie; empezó a balancearse sobre los portones blancos del patio. De pronto, mirando a lo lejos el camino, vio dos pequeñas manchas. Se fueron agrandando, venían hacia ella. Ya podía ver que una iba adelante y la otra pegada atrás. Ahora pudo ver que eran las Kelvey. Kezia dejó de balancearse. Se bajó del portón como si fuera a salir corriendo. Luego dudó. Las Kelvey se acercaban, y junto a ellas caminaban sus sombras, muy largas, estirándose a través del camino con sus cabezas en las margaritas silvestres. Kezia se volvió a trepar al portón; había tomado una decisión; se bajó.

“Hola”, les dijo a las Kelvey.Estaban tan sorprendidas que se detuvieron. Lil sonrió tontamente. Nuestra Else abrió grandes

los ojos.“Pueden venir a ver nuestra casa de muñecas si quieren” , dijo Kezia, y arrastró la punta del pie

por el suelo.Lil se puso colorada y negó bruscamente con la cabeza.“¿Por qué no?” preguntó Kezia.Lil tomó aliento y le contestó: “Tu mamá le dijo a la nuestra que no debes hablarnos.”“Bueno”, dijo Kezia. No sabía qué responder. “No importa. Pueden venir lo mismo y ver

nuestra casa de muñecas. Vamos. Nadie nos mira.”Pero Lil negó con su cabeza aún más fuerte.“¿No quieren?”, preguntó Kezia.De pronto, hubo una sacudida, un tirón en la pollera de Lil. Ella se dio vuelta. Nuestra Else la

estaba mirando con grandes ojos implorantes; tenía el ceño fruncido; quería ir. Por un momento Lil la miró llena de dudas. Pero entonces nuestra Else tiró de su pollera una vez más. Entonces comenzó a andar. Kezia las condujo. Como dos gatitos perdidos la siguieron a través del patio hasta donde estaba la casa de muñecas.

“Ahí está,” dijo Kezia.Hubo una pausa. Lil suspiró ruidosamente, casi resopló; nuestra Else estaba inmóvil como una

roca. “Ahora se las abro”, dijo Kezia amablemente. Soltó el gancho y ellas miraron adentro.“Allí están la sala y el comedor, y esa es la...”“¡Kezia!”¡Ay, cómo se sobresaltaron!“¡Kezia!”Era la voz de la tía Beryl. Se dieron vuelta. En la puerta de atrás estaba la tía Beryl, clavándoles

los ojos como si no pudiera creer lo que veía.“¿Cómo te atreves a hacer pasar a las Kelvey al patio?” increpó su voz furiosa y fría. “Sabes tan

bien como yo, que te está prohibido hablarles. Vamos, chicas, váyanse de una vez. Y no vuelvan”, dijo la tía Beryl. Y bajó al patio y las espantó como si fueran pollos.

“¡Se van inmediatamente!” gritó, orgullosa y gélida.No necesitaron que se los repitiera. Ardiendo de vergüenza, encogiéndose de miedo, Lil

agazapada como su madre, nuestra Else aturdida, cruzaron el patio como pudieron y se escabulleron a través del portón apenas abierto.

“¡Qué niña mala y desobediente!” dijo la tía Beryl disgustada, y cerró de un golpe la casa de muñecas.

La tarde había sido horrenda. Había llegado una carta de Willie Brent, una carta aterradoramente amenazante, en la que le decía que si no se encontraba con él esa noche en los matorrales de Pulman, vendría a la puerta de entrada de su casa ¡a pedirle explicaciones! Pero ahora

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que había asustado a esas ratitas Kelvey y dado un escarmiento a Kezia, su corazón estaba más liviano. Aquella presión fantasmal había cesado. Volvió a la sala tarareando.

Cuando las Kelvey estuvieron bien lejos de la casa de las Burnell, se sentaron a descansar sobre un enorme caño rojo al costado del camino. Las mejillas de Lil todavía ardían; se sacó el sombrero y lo apoyó en sus rodillas. Como en una ensoñación, miraron largamente los corrales, atravesando la ensenada, hasta la valla de juncos donde las vacas de Logan esperaban el ordeñe. ¿Qué pensaban?

De pronto nuestra Else codeó suavemente a su hermana. Ya se había olvidado de la señora enojada. Acarició con su dedito la pluma del sombrero de su hermana y le dio una de sus poco frecuentes sonrisas.

“Yo vi la lamparita”, dijo suavemente.

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La mosca

The Fly, 1922

-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.

Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió: -Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí! -Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un

abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.

-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.

Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.

-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.

Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:

-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.

Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.

-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.

Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.

-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky. -Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo-. Y parecía

que iba a echarse a llorar.

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-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.

El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:-¡Qué fuerte!Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó. -Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo. Las

chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.

El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.

-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?

-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido. -Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan

bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.

Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera. -¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-.

¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.

-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.

Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.

De pronto:-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto. -Bien, señor. La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el

fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar...

Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir

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adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?

Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».

Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.

Hacía seis años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.

En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.

Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.

Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.

Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.

-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.

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El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.

-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.

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El canario

The Canary, 1923

¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.

...No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.

¡Lo quería! ¡Cuánto lo quería! Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo. Mi casita y el jardín siempre han llenado un vacío, sin duda; pero nunca me han bastado. Las flores son muy agradecidas, pero no se interesan por nuestra vida. Hace tiempo quise a la estrella del atardecer. ¿Te parece una tontería? Solía sentarme en el jardín, detrás de la casa, cuando se había puesto el sol, y esperar a que la estrella saliera y brillara sobre las ramas oscuras del árbol de la goma. Entonces le murmuraba: «¿Ya estás aquí, amor mío?». Y en aquel instante parecía brillar sólo para mí. Parecía que lo comprendiera...; algo que es nostalgia y sin embargo no lo es. O quizá el dolor de lo que uno echa de menos, sí, era este dolor. Pero ¿qué era lo que echaba de menos? He de agradecer lo mucho que he recibido.

...Pero, en cuanto el canario entró en mi vida, olvidé a la estrella del atardecer: ya no me hacía falta. Y aquello ocurrió de una manera extraña. Cuando el chino que vendía pájaros se detuvo delante de mi puerta y levantó la jaulita donde el canario, en vez de sacudirse como hacían los dorados pinzones, lanzó un débil y leve gorjeo, me sorprendí a mí misma diciéndole:

-¿Ya estás aquí, amor mío? Desde aquel instante fue mío. ...Aún me asombra ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En cuanto por la

mañana quitaba el paño que cubría su jaula, me saludaba con una pequeña nota soñolienta. Yo sabía que quería decirme: «¡Señora! ¡Señora!». Luego lo colgaba afuera, mientras preparaba el desayuno de mis tres muchachos pensionistas, y no lo entraba hasta que volvíamos a estar solos en casa. Más tarde, en cuanto terminaba de lavar los platos, empezaba una verdadera diversioncita nuestra. Solía poner una hoja de periódico en la mesa, y, cuando colocaba la jaula encima, el canario sacudía las alas desesperadamente como si no supiera lo que iba a ocurrir. «Eres un verdadero comediante», le decía riñéndolo. Le frotaba el plato de la jaula, lo espolvoreaba de arena limpia, llenaba de alpiste y de agua los recipientes, ponía entre los barrotes unas hojas de pamplina y medio chile. Y estoy segura de que él comprendía y sabía apreciar cada detalle de esta ceremonia. ¿Comprendes? Era, de natural, de una pulcritud exquisita. En su percha jamás había una mancha. Y sólo viendo cómo disfrutaba bañándose se comprendía que su gran debilidad era la limpieza. Lo que yo ponía por último en la jaula era el envase en que se bañaba. Y al momento se metía en él. Primero sacudía un ala, luego la otra, después zambullía la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Toda la cocina

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se iba salpicando de gotas de agua, pero él no quería salir del baño. Yo solía decirle: «Es más que suficiente. Lo que quieres ahora es que te miren». Y por fin, de un salto, salía del agua, y sosteniéndose con una pata se secaba con el pico, y al terminar se sacudía, movía las alas, ensayaba un gorjeo y levantando la cabeza... ¡Oh! No puedo ni siquiera recordarlo. Yo acostumbraba limpiar los cuchillos mientras tanto, me parecía que también los cuchillos cantaban a medida que se volvían relucientes.

...Me hacía compañía, ¿comprendes? Eso es lo que me hacía. La compañía más perfecta. Si has vivido sola, sabrás lo inapreciable que eso puede ser. Sin duda tenía también a mis tres muchachos que venían a cenar, y a veces se quedaban en casa leyendo los periódicos. Pero no podía suponer que ellos se interesaran en los detalles de mi vida cotidiana. ¿Por qué se iban a interesar? Yo no significaba nada para ellos: tanto es así, que una noche, en la escalera, oí que, hablando de mí, me llamaban «el adefesio». No importa. No tiene importancia, la más mínima importancia. Lo comprendo bien. Ellos son jóvenes. ¿Por qué me iba a incomodar? Pero me acuerdo de que aquella. noche me consoló pensar que no estaba sola del todo. En cuanto los muchachos salieron, le dije a mi canario: «¿Sabes cómo la llaman a tu señora?». Y él ladeó la cabeza, y me miró con su ojito reluciente, de tal forma que tuve que reírme. Parecía como si le hubiese divertido aquello.

...¿Has tenido pájaros alguna vez?... Si no has tenido nunca, quizá todo esto te parezca exagerado. La gente cree que los pájaros no tienen corazón, que son fríos, distintos de los perros y los gatos. Mi lavandera solía decirme cuando venía los lunes: «¿Por qué no tiene un foxterrier bonito? No consuela ni acompaña un canario». No es verdad, estoy segura. Me acuerdo de una noche que había tenido un sueño espantoso (a veces los sueños son terriblemente crueles) y, como que al cabo de un rato de haberme despertado no conseguía tranquilizarme, me puse la bata y bajé a la cocina para beber un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía mucho. Supongo que aún estaba medio dormida: pero, a través de la ventana sin postigo, me parecía que la oscuridad me miraba, me espiaba. Y de pronto sentí que era insoportable no tener a nadie a quien poder decir: «He soñado un sueño horrible» o «Protégeme de la oscuridad». Estaba tan asustada, que incluso me tapé un momento la cara con las manos. Y luego oí un débil «¡Tui-tuí!». La jaula estaba en la mesa, y el paño que la cubría había resbalado de forma que le entraba una rayita de luz. «¡Tui-tuí!», volvía a llamar mi pequeño y querido compañero, como si dijera dulcemente: «Aquí estoy, señora mía: aquí estoy». Aquello fue tan consolador que casi me eché a llorar.

...Pero ahora se ha ido. Nunca más tendré otro pájaro, otro ser querido. ¿Cómo podría tenerlo? Cuando lo encontré tendido en la jaula, con los ojos empañados y las patitas retorcidas, cuando comprendí que nunca más lo oiría cantar, me pareció que algo moría en mí. Me sentí un vacío en el corazón como si fuera la jaula de mi canario. Me iré resignando, seguramente: tengo que acostumbrarme. Con el tiempo todo pasa, y la gente dice que yo tengo un carácter jovial. Tienen razón. Doy gracias a Dios por habérmelo dado.

Sin embargo, a pesar de que no soy melancólica y de que no suelo dejarme llevar por los recuerdos y la tristeza, reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profunda: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. Aunque trabaje mucho y me canse, no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo. ¿Quién lo puede saber? Pero ¿no es asombroso que, en su canto dulce y alegre, era esa tristeza, ese no sé qué lo que yo sentía?

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Susannah

Susannah

Por supuesto nunca se hubiera hablado de ir a la feria si a papá no le hubiesen regalado las entradas. Una niñita no puede esperar paseos y regalos que cuestan más dinero, cuando sólo el alimentarlas, comprarles ropa, pagar su escuela y la casa en la que vive obliga al papá bueno y generoso a trabajar duro todos los días el día entero de la mañana a la noche... "excepto los sábados a la tarde y los domingos", dijo Susannah.

-¡Susannah! -Mamá estaba espantada-. ¿No sabes lo que le pasaría a tu pobre papá si no tuviese un descanso los sábados a la tarde y los domingos?

-No -dijo Susannah. Parecía interesada-. ¿Qué le pasaría? -Moriría -dijo mamá para impresionar. -¿De verdad? -dijo Susannah abriendo los ojos. Parecía sorprendida, y Sylvia y Phyllis, que

tenían cuatro y cinco años más que ella, dijeron a coro "Claro que sí", con un tono muy superior. ¡Qué bebita era que no sabía eso! Sonaban tan convencidas y alegres que mamá se estremeció

levemente y se apuró a cambiar de tema -Así que por eso -dijo algo vagamente-, deberían agradecer cada una por su cuenta a papá antes

de salir. -¿Y nos dará entonces el dinero? –preguntó Phyllis. -Y entonces le pediré lo que sea necesario -dijo su mamá firmemente. De pronto suspiró y se

puso de pie-. Vayan, chicos, y díganle a Miss Wade que las vista, que ella se prepare y que baje después al comedor. Y ya sabes, Susannah, no vas a soltarte de la mano de Miss Wade desde el momento en que crucen la entrada hasta que vuelvan a salir.

-Bueno... ¿y si ando a caballo? -preguntó Susannah. -Andar a caballo... ¡tonterías, niña! ¡Eres demasiado chica para andar a caballo! Sólo niñas y

niños mayores pueden montar. -Hay caballitos de madera para los más chicos - dijo Susannah, imperturbable-. Lo sé, por que

Irene Heywood anduvo sobre uno y al bajarse se cayó. -Mayor razón aún para que no te subas -dijo mamá. Pero Susannah la miró como si caerse no le causara el menor espanto. Al contrario. Acerca de la .feria, sin embargo, Sylvia y Phillis sabían tan poco como Susannah. Era la

primera que llegaba a esa ciudad. Una mañana, mientras Miss Wade, la criada, las llevaba apurada a lo de los Heywood, cuya institutriz compartían, habían visto carromatos cargados de grandes y largas planchas de madera, bolsas, algo que parecían puertas con marco y todo, y astas blancas, pasando por el ancho portón del Campo de Juegos. Y a la hora en que eran llevadas a los apurones a casa a comer, los comienzos de una cerca alta y fina se levantaba bordeando por dentro el alambrado, punteado por astas de bandera. Desde adentro llegaba un tremendo ruido de martillazos, gritos, golpes metálicos; una pequeña locomotora, bien escondida, hacía chuf-chuf-chuf ¡Chuf!

Y redondas y lanudas esferas de humo, eran arrojadas por sobre la cerca. Primero fue el día después de pasado mañana, después simplemente pasado mañana, después

mañana, y por fin, el día en sí. Cuando Susannah despertó por la mañana, un pequeño punto dorado de luz la miraba desde la pared; parecía como si hubiese estado en aquel lugar desde hacía mucho tiempo, esperando para recordarle: "Es hoy... irás hoy... esta tarde. ¡Aquí está! ".

Segunda versión Esa tarde se les dio permiso para recortar jarras y palanganas del catálogo de la tienda; y a la

hora del té, tomaron té de verdad en las tacitas de muñeca puestas en la mesa. Era muy divertido, sólo que la tetera de juguete no servía el té, aún después de hurgarla con un alfiler y de soplar por el pico.

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Pero a la tarde siguiente, que era sábado, papá volvió a casa con muy buen ánimo. La puerta de entrada se cerró con tanta fuerza que toda la casa tembló mientras llamaba a los gritos a mamá desde la salita.

-Oh, ¡qué bueno eres, querido! -exclamó mamá-, pero también, qué innecesario. Claro que les encantará. ¡Pero haber gastado tanto dinero! ¡No tendrían que haberlo hecho, papito! Ya lo habían olvidado por completo. ¡Y qué es esto! ¿Además media corona? -dijo mamá- ¡No! Dos chelines -se corrigió rápidamente-, para gastarlos? ¡Niñas! ¡Niñas! ¡Bajen, en seguida!

Bajaron, Phyllis y Sylvia primero, Susannah algo más atrás.. -¿Saben lo que ha hecho papá? -Y mamá levantó la mano. ¿Qué tenía allí? Tres entradas de

color cereza y una verde. Les compró entradas. Van a ir al circo, esta misma tarde, las tres, con Miss Wade. ¿Qué dicen a eso?

-¡Lindísimo, mamá! ¡Lindísimo! -gritaron Phyllis y Sylvia. -¿No es cierto? -dijo mamá-. Corran arriba y díganle a Miss Wade que las prepare. No se

entretengan. ¡Arriba, vamos! Las tres. Phyllis y Sylvia salieron volando, pero Susannah permaneció al pie de la escalera, con la cabeza gacha.

-Vamos -dijo mamá. Y papá dijo severo: -¿Qué diablos le pasa a esta chica? La cara de Susannah tembló: -No quiero ir-, dijo en un murmullo. -¡Qué! ¡No quiere ir al circo! Después que papá... ¡Niña maleducada y desagradecida! O vas al

circo, Susannah, o te vas a la cama enseguida. La cabeza de Susannah se inclinó, más aún. Todo su cuerpito se inclinó hacia adelante. Parecía

como si fuera a hacer una reverencia, una reverencia hasta el piso, ante su padre bueno y generoso y pedirle que la perdonara...

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ALGO INFANTIL

Y OTROS CUENTOS

(1924)

Something Childish and Other Stories

La mujer del almacén

The Woman at the Store, 1912

Durante todo el día hizo un calor terrible. El suelo levantaba un viento cálido, que silbaba entre los montecillos de hierba y se arrastraba por todo el camino, empujando. El blanco polvo calcáreo se elevaba en remolinos, impulsado por el viento, envolviéndonos la cara y posándose sobre nuestros cuerpos como otra piel reseca e irritante. Los caballos iban con paso lento, resoplando. El que llevaba la carga estaba enfermo, con una gran llaga abierta que hería su vientre. De vez en cuando se detenía en seco, giraba la cabeza para mirarnos, como a punto de llorar, ¿relinchando? Cientos de alondras gemían en el aire. El cielo se había teñido de un color brilloso y los gemidos de las alondras me parecieron los que hacía la tiza al escribir en un pizarrón. Se veía sólo una extensión de manojos de hierba, una fila tras otra de montones de hierba, con alguna flor púrpura perdida o zarzas secas cubiertas de telarañas densas.

Jo cabalgaba adelante. Llevaba una camisa azul de tela gruesa, pantalones de pana y botas altas de montar. Un pañuelo blanco con lunares rojos -parecía que acababa de limpiarse la sangre de las narices- le rodeaba el cuello. Bajo las alas anchas de su sombrero se veían mechones de cabellos blancos; sus cejas y el bigote estaban cubiertos de polvo. Jo cabalgaba balanceándose muy suelto sobre la silla y se quejaba de tanto en tanto. Ni una sola vez en el día, cantó aquello que decía:

"No me interesa, porque verás, tengo a mi suegra siempre delante". Era el primer día, luego de un mes de estar juntos, en que no le habíamos oído canturrear

aquella canción. Su silencio nos ponía melancólicos. Jim iba junto a mí, blanco de polvo, de la cabeza a los pies. Su rostro parecía el de un payaso y sus ojos negros brillaban más que nunca en esa máscara empolvada; a cada rato, sacaba la lengua para humedecerse los labios. Su chaqueta corta, de tela gruesa de algodón y los pantalones azules, sostenidos por un cinturón muy ancho, mostraban su color ante los huecos abiertos en la capa de polvo. Apenas si habíamos cruzado algunas palabras desde el amanecer.

A mediodía nos detuvimos junto al borde barroso de un arroyo para almorzar galletas duras y duraznos.

-Tengo el estómago como buche de gallina -dijo Jo-. Veamos, Jim: tú que eres el guía de nuestro grupo, ¿dónde diablos está ese almacén del que siempre nos hablas? "Por supuesto", nos dices, "yo conozco un buen almacén, con sus troncos gruesos para atar los caballos y una pradera verde bordeada por un arroyo. Su dueño es un buen amigo mío", nos has dicho, "un tipo correcto que te ofrece un trago de whisky y luego te da la mano". Me gustaría ver ese almacén, Jim, aunque sólo fuera para calmar mi curiosidad. No quiero decir con eso que dude de tu palabra, tú lo sabes muy bien, pero...

Jim se echó a reír.

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-No olvides que en el almacén hay una mujer, Jo; una hermosa mujer de ojos azules y cabello rubio como el oro, que te ofrece algo mejor que el whisky antes de estrecharte la mano. Métete eso en la cabeza y no lo olvides.

-El calor te debilita la cabeza -comentó Jo, subiendo al caballo. Clavó las espuelas en los ijares y nosotros lo seguimos unos metros más atrás. A poco de andar me quedé medio dormida sobre la silla y, entre sueños, tuve la desagradable sensación de que todos los caballos se detenían. De pronto me vi encima de un caballito de madera y mi madre, que se hallaba detrás de mí, me retaba por levantar tanto polvo de la alfombra. "La has gastado tanto que sus hermosos dibujos desaparecieron", me decía y se abalanzó sobre mí para darme un golpe en los riñones. Empecé a llorar en voz baja y me desperté asustada y encontré a Jim inclinado sobre mí, sonriendo con malicia.

-Esa sí que es buena -me dijo-. Acabo de sorprenderte. ¿Qué te sucede? ¿En qué mundo andabas?

-Ninguno -le respondí con énfasis, alzando la cabeza-. ¡Gracias a Dios, por fin llegamos a alguna parte!

Estábamos al pie de la colina y, más abajo, se veía un techo de chapa acanalada. Ocupaba el centro de un amplio jardín, distanciado del camino. A su alrededor, una pradera verde se extendía con un arroyo zigzagueante. El paraje estaba aislado por una cantidad de sauces jóvenes. Por la chimenea, ascendía recto un hilillo de humo azul, asomando por un rincón del techo. Mientras observaba la forma de aquel cobertizo vi salir a una mujer seguida por una niña y un perro ovejero. La mujer parecía llevar en la mano una larga vara negra. Nos había visto y estaba haciéndonos alguna seña. Los caballos soltaron un prolongado y sonoro resoplido final. Jo se quitó el ancho sombrero, dio un grito, sacó pecho y empezó a cantar aquello de "no me interesa, porque ya ves..." De repente, el sol reapareció entre las nubes pálidas e iluminó con brillosos resplandores aquella escena. Uno de los rayos acentuó el cabello rubio de la mujer, resplandeció el delantal agitado por el viento y brilló también el rifle que llevaba en la mano. La chiquilla se escondió detrás de su madre, y el perro ovejero, de pelaje blanco y sucio, regresó trotando al cobertizo, con la cola entre las patas. Tiramos de las riendas, los caballos se detuvieron en seco y desmontamos.

-¡Hola! -gritó la mujer-. Creía que eran tres buitres. Mi chica llegó corriendo, azorada. "Mamá", me dijo, "vienen bajando por la colina tres cosas grises". Yo me preparé para recibirlas, estén seguros de eso. "Tienen que ser buitres", le respondí a la chica. No saben la cantidad de buitres que hay por aquí.

La niña nos dirigió la mirada con uno de sus ojos, por detrás de las faldas de su madre, y se ocultó de nuevo.

-¿Dónde está su hombre? -preguntó Jim. La mujer parpadeó rápidamente, se pasó una mano por la boca y giró la cabeza para

observarnos. -Se fue a la esquila -nos dijo, demorando su respuesta-. Hace casi un mes que anda fuera.

Supongo que no permanecerán aquí, ¿verdad? Una tormenta se avecina. -No se intranquilice, pero nos quedamos -afirmó Jo-. ¿De modo que está sola, señora? Permaneció quieta, con la cabeza gacha y empezó a acomodar los pliegues del delantal. Luego

nos miró de reojo, uno a uno, con una expresión de pajarito hambriento. Me sonreí al pensar en la burla que le había hecho Jim a Jo, hablándole siempre sobre aquella hermosa mujer del almacén. Cierto era que ella tenía los ojos azules y el poco pelo que le quedaba era rubio como el oro viejo, pero no era bonita. Su figura tenía un aspecto ridículo que daba lástima. Al observarla, se tenía la impresión de que bajo su blanco delantal, sólo había palos y alambres retorcidos. Los dientes de delante le faltaban, sus manos largas, agrietadas y enrojecidas, le colgaban inútiles de los brazos y llevaba un par de botas de hombre arrugadas, cubiertas de polvo.

-Voy a soltar los caballos en el prado -dijo Jim-. ¿No tiene por casualidad algún linimento? El pobre Poi tiene una llaga hecha un demonio.

-¡Un momento! -gritó la mujer con algo de histérica. Se quedó en silencio, mirándonos, llena de ira: las narices se le dilataron, temblándole al respirar. Y volvió a gritar con el mismo tono chillón-.

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Es mejor que no se detengan. Váyanse y se acabó. No quiero que los caballos pasten en mi prado. Tienen que irse; no tengo nada para ofrecerles.

-¡Vaya, que me cuelguen! -dijo Jo sorprendido. Me apartó hacia un costado-. El diablo salió de su cuerpo -murmuró-. Será porque hace tiempo que está sola. Si la tratamos con respeto, volverá a la coherencia.

Pero no fue necesario poner en práctica la propuesta. La mujer había vuelto a sus cabales por sí sola.

-Quédense, si quieren -nos dijo de mala gana, encogiendo los hombros. Luego giró y me dijo-: Si viene conmigo, le daré el linimento para el caballo.

-Muy bien, yo se los llevaré después al prado. Seguí por el largo sendero que atravesaba el jardín. A ambos lados había plantado repollos y tal

vez por eso el lugar olía a agua podrida. También había flores: una fila de amapolas dobles y toda una plantación de arvejillas de olor. Me llamó la atención una porción de tierra removida en medio de las flores, señalada por hileras de conchas y caracoles. Al rato advertí que aquel terreno pertenecía a la niña, porque al pasar frente a él se desprendió de las faldas de su madre y corrió para escarbar esa porción de tierra con una percha rota. El perro atravesaba el umbral de la puerta, matando las pulgas a mordiscos. La mujer lo apartó de nuestro camino, de una patada.

-¡Eh, fuera de aquí, bestia inmunda...! La casa está desordenada. No tuve tiempo de arreglarla... Estuve planchando. ¡Adelante!

La "casa" era tan sólo una habitación amplia cuyas paredes estaban empapeladas con las hojas de viejos diarios londinenses. A primera vista, me pareció que el número más actual era de la época del jubileo de la Reina Victoria. Había una mesa con una tabla de planchar, un cubo de agua, algunos recipientes de madera, un diván desarmado con un forro de crin negro y varias sillas de cañas rotas y apoyadas contra la pared para que no se cayeran. La repisa que se hallaba encima de la estufa estaba adornada con papel encarnado, flores, tallos y hojas secas en floreros cubiertos de polvo y con una imitación de Richard Seddon en colores. Había cuatro puertas: una, por el olor, parecía dar al almacén; la otra, seguramente al patio trasero; en la tercera, que estaba entreabierta, se podía ver una cama. Las moscas, volando en bandada, zumbaban contra el cielo raso. Y sobre las cortinas de la única ventana tenía adheridos papeles matamoscas y un montón de tréboles secos.

De repente me encontré sola en la amplia habitación. La mujer se había ido al almacén a buscar el linimento. Oía sus pasos recios y sus murmullos groseros. Hablaba sola, se preguntaba y se respondía: "Tengo linimento", decía. "¿Dónde habré puesto la botella? Estará detrás del frasco de los pepinillos... No está". Desocupé un rincón sobre la mesa para sentarme allí, balanceando las piernas. Oía la lejana voz de Jo, cantando en el prado y los golpes del martillo de Jim clavando las estacas para afirmar la tienda de campaña. Era el momento del crepúsculo. En Nueva Zelanda los días no gozan de la penumbra del poniente: tienen una media hora de luz extraña y siniestra, donde todo es grotesco, deforme y espantoso, como si el alma salvaje del país emergiera de repente sobre antiguos poderes y renegara de lo que contemplaba. Al verme sola en la gran habitación, iluminada por la escabrosa luz del poniente neocelandés, sentí miedo. Aquella mujer tardaba demasiado en encontrar el linimento. ¿Qué estaría haciendo allí dentro? Me pareció que la había oído golpear con las manos alguna mesa y la escuché quejarse otra vez, luego toser y limpiarse la garganta. Tuve deseos de gritar que regresara, pero me contuve y esperé en silencio. "¡Qué vida atroz, Dios mío!", pensaba yo. "¿Cómo será eso de compartir un día tras otro, con esa niña roñosa y el perro sucio siempre cerca? ¿Qué será eso de planchar aquí y de...? ¡Loca! ¡Claro que está loca! Quisiera saber hace cuánto tiempo que vive aquí. Quisiera que me hablara..."

En ese preciso momento, la mujer asomó su largo perfil por la puerta. -¿Qué era lo que querían? -me preguntó.-Linimento. -¡Ah, me había olvidado! Ya lo encontré. Estaba junto al frasco de pepinillos -al decir esto, me

alargó la botella-. Se la ve nerviosa -agregó-. Le voy a preparar unos panecillos dulces para la cena. Hay un poco de lengua en el almacén y si les gusta, cocinaré un repollo.

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-Muy bien, gracias -repuse sonriendo-. Luego venga a nuestra tienda, en el prado, y lleve a la niña para que nos acompañe a tomar la merienda.

Sacudió la cabeza, mostrando los labios. -Oh, no. Creo que no iremos. Les mandaré a la niña con las cosas, cuando termine de cocinar

los panecillos. ¿Quiere que le amase algunos más para llevarlos mañana? -Gracias. Se quedó de pie en la puerta, apoyada contra el marco. -¿Qué edad tiene la niña? -En Navidad cumplirá seis años. Tuve muchos dolores de cabeza con ella, por varias

cuestiones. No pude darle leche hasta que la chica tuvo un mes, estaba desnutrida y flaca como una varilla.

-No se parece a usted. ¿Salió a su padre? Así como se había exaltado antes, cuando nos indujo a que nos fuéramos, ahora se enfadó

contra mí. -¡No! ¡No es verdad! -gritó hecha una furia-. Se parece a mí. Es mi vivo retrato. Hasta un ciego

puede verlo. -Luego, se dirigió a la niña, que seguía removiendo su terreno. -Ven acá, rápido, Else, y deja de remover esa tierra. Me encontré con Jo pasando sobre el cerco del prado. -¿Qué tiene la vieja bruja en el almacén? -me preguntó. -No sé. No entré. -¡Vaya! ¡Qué tontería! Jim te anda buscando. ¿Qué estuviste haciendo durante todo este

tiempo? -Buscando el linimento. Oye, Jo: qué elegante y bien peinado estás. Jo se había aseado, traía el pelo reluciente, peinado con raya al medio. Había elegido un saco

limpio por encima de la camisa. Me hizo un guiño. Jim me quitó de las manos la botella de linimento. Me fui sola, a través del prado, donde los

sauces se juntan, para bañarme en el arroyo. El agua clara me cubría el cuerpo, suave como el aceite. Entre las hierbas y las raíces de las orillas, el agua formaba orlas de espuma que se agitaban. Me quedé en el agua mirando cómo los sauces movían sus hojas por un momento y luego las dejaba quietas. El aire traía olor a lluvia. Me olvidé de la mujer y de su hija, hasta que regresé a la tienda. Jim estaba tendido sobre el césped, mirando el fuego de la hoguera que acababa de encender. Le pregunté si la chica había traído algo de comer y dónde estaba yo.

-¡Bah! -repuso Jim con disgusto, girando su cuerpo para acostarse de espaldas y observar de cara al cielo-. ¿No te has dado cuenta de que Jo está como embrujado? Se fue al almacén demasiado prolijo y me dijo: "¡Que me cuelguen si esa mujer no es más bonita de noche que de día! De todas maneras, muchacho, es carne de mujer". Esas palabras me dijo.

-Recuerda que tú tienes la culpa por haber hecho creer a Jo, y a mí también, que había una mujer bella en este almacén.

-No. No se trata de eso. Escucha: no puedo entenderlo. Hace cuatro años pasé por este lugar y permanecí dos días aquí. El marido de esa mujer fue compañero mío cuando ambos deambulábamos por las costas occidentales. Es lo que yo llamo un buen tipo, del tamaño de un toro y con una voz similar a un trombón. La mujer había sido camarera en una cabaña de la costa, hermosa como una muñeca. Cuando estuve en este almacén, cada quince días, la diligencia pasaba. Todo esto era antes de que inauguraran el ferrocarril de Napier. Y puedo asegurar que aquella mujer no perdía el tiempo. Recuerdo que me dijo, en un momento de confesión, que ella besaba de ciento veinticinco maneras diferentes y todas sensuales e irresistibles.

-¡Vamos, Jim! Por supuesto que no se trata de la misma mujer. -Tiene que serlo..., de otra manera no me lo explico. Lo que yo creo es que su marido se fue y la

abandonó. Que engañe a otro con la historia de la esquila. ¡Qué terrible soledad! Los únicos que aparecerán por aquí, de vez en cuando, serán los maoríes.

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A pesar de la oscuridad, divisamos el blanco delantal de la niña. Caminaba arrastrándose hacia nosotros, con una enorme canasta al brazo y una olla de leche en la mano. Revisé dentro de la canasta mientras la chica me miraba hacer.

-Ven aquí -le dijo Jim haciéndole gestos con el dedo. Se acercó. La lámpara que colgaba del techo de la tienda la alumbró de cuerpo entero. Era una

pobre criatura escuálida y débil, con el cabello blancuzco y los ojillos tristes. Se había parado con las piernas abiertas y el vientre al aire.

-¿Qué haces durante el día? -le preguntó Jim. La chica escarbó con el dedo meñique su oreja, miró lo que había sacado y respondió: -Dibujo. -¿Eh? ¿Qué dibujas? ¡Deja de escarbarte las orejas! -Dibujos. -¿Dónde los haces? -En papeles llenos de grasa, con el lápiz de mamá. -¡Vaya! ¡Cuántas palabras de golpe! -Jim la miraba sonriendo, con algo de afecto-. ¿Ovejitas

que hacen beee y vaquitas que hacen mu? -No. Todas las cosas. Los dibujaré a todos antes de que se vayan, a sus caballos y a la tienda y a

ésa con ningún vestido en el arroyo -dijo, señalándome a mí-. Yo la veía desde un lugar donde ella no me veía.

-Te felicito -le respondió Jim-. Así llegarás lejos en la pintura. Entonces, le preguntó algo atrevido: -¿Dónde está papá? La chica pareció asustarse y comenzó a balbucear. -No se lo voy a decir porque no me gusta su rostro. Y volvió a escarbarse la otra oreja. -Bueno -le dije-. Vete a casa, llévate la canasta y avísale al otro hombre que venga a comer. -No quiero. -¡Te voy a dar una cachetada si no obedeces! -la amenazó Jim, con suma violencia. -¡Ay, ay! Se lo diré a mamá, se lo diré a mamá -dijo la chica y salió corriendo. Comimos hasta hartarnos. Había llegado la hora del café y los cigarrillos, cuando Jo regresó,

muy colorado y contento, con una botella de whisky en la mano. -Bébanse los dos un trago -nos dijo alzando muy fuerte la voz y sacudiendo la botella en

nuestras narices-. ¡Vamos! ¡Levanten las copas! -Ciento veinticinco maneras distintas... -le murmuré a Jim en el oído. -¿Eh? ¿Cómo dicen? ¡Basta de eso! -dijo Jo, serio-. ¿Por qué se la agarran siempre conmigo?

Parecen niños de escuela dominical en una excursión. Si quieren saberlo, nos ha invitado a los tres para que visitemos su casa esta noche y charlemos. Yo -levantó la mano, como si quisiera detener nuestras felicitaciones antes de tiempo- he sabido tratarla y sé cómo tranquilizarla.

-Te creo -comentó Jim riendo-. Pero ¿te dijo dónde está su marido? Jo lo miró entre sorprendido e irritado. -En la esquila. Ella misma te lo dijo, idiota. La mujer había limpiado y arreglado la habitación, incluso la adornó con un ramo de arvejillas

en el centro de la mesa. Fui a sentarme al lado de ella, frente a Jo y Jim. Además de las flores de adorno, sobre la mesa había una lámpara de petróleo, la botella de whisky, vasos y una jarra de agua. La chica, arrodillada en el suelo, dibujaba en un papel de envoltura. Me pregunté, sobresaltada, si acaso no estaría reproduciendo la escena del arroyo.

No había duda de que Jo tenía razón cuando dijo que la mujer se vería mejor de noche. En verdad, esa noche presentaba mejor aspecto. Las hebras de su cabello rubio estaban prolijas, recogidas y alisadas, tenía cierto color en las mejillas y brillaban sus ojos. Y advertimos que sus pies se hallaban apretados, bajo la mesa, por las botas de Jo. Su delantal grasoso había sido reemplazado por una falda de lana negra y una blusa blanca. La chica llevaba una cinta azul en el pelo. Así, en la atmósfera asfixiante de aquella habitación, entre el zumbido de las moscas que

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giraban en espirales ascendentes hacia el techo y descendían sobrevolando la mesa, nos emborrachamos lentamente.

-Ahora escúchenme -interrumpió la mujer dando puñetazos sobre la mesa-. Hace seis años que me casé y he tenido cuatro abortos. Le dije a mi marido: ¿Quién crees que soy yo para que me tengas aquí? Si estuviéramos en la Costa, te haría colgar por infanticidio. Y le repetía: has doblegado y sometido mi espíritu, me has arruinado el cuerpo, la apariencia. ¿Para qué? ¡Eso es lo que quiero saber! ¿Para qué? -Se agarró la cabeza con las manos, apoyó los codos sobre la mesa, mirándonos fijamente. Y comenzó a hablar de nuevo, con rapidez-. Durante días enteros, que sumados formaban meses, me torturaban la cabeza aquellas dos benditas palabras. ¿Para qué? A veces estaba aquí, frente a la estufa, cocinando papas, y al levantar la tapa de la cacerola para moverlas, oía las mismas palabras de siempre y no sólo aquel "¿Para qué?", con las papas y con la chica y con... Quiero decir que... quiero decir... -un ataque de hipo la interrumpió-. ¡Usted sabe lo que quiero decir, señor Jo!

-Lo sé -dijo Jo rascándose la cabeza. -Lo peor era -continuó la mujer, inclinándose sobre la mesa- que me dejaba sola mucho tiempo.

Cuando las diligencias dejaron de venir, se iba por muchos días, semanas y hasta meses, dejándome encargada del almacén. Y después regresaba, contento como en Pascuas. "¡Hola!", me decía. "¿Cómo has estado? Ven aquí y dame un beso". Y yo iba. Y cuando me negaba a ser afectuosa, él volvía a irse, a desaparecer sin decir nada. Aunque si yo me mostraba complaciente, también se iba. Cuando lo recibía, esperaba hasta hacerme bailar sobre un dedo y después se despedía: "Bueno; hasta siempre. Ya me voy". ¿Y creen que yo podía retenerlo? ¡No! Yo, no.

-Mamá -gritó la chica-. Hice un dibujo de todos ellos, bajando por la colina, y de ti y de mí y el perro, abajo.

-¡Cállate! -gritó la mujer. La luz de un relámpago iluminó en forma eléctrica la habitación y a los pocos segundos se oyó

el sacudón del trueno. -Menos mal que se larga -comentó Jo-. El clima nos ha estado sofocando desde hace tres días. -¿Dónde está ahora su marido? -insistió Jim, acentuando cada palabra. Metió la cabeza entre sus brazos, apoyados sobre la mesa, y empezó a lloriquear. -Se ha ido a la esquila y otra vez me dejó -gritó entre gemidos. -¡Eh! ¡Cuidado con esos vasos! -exclamó Jo-. Levante la cabeza y tome otro trago. No tiene

sentido alguno llorar por maridos ausentes. La has hecho buena, Jim. -Señor Jo -suspiró la mujer, levantando la cabeza y secándose las lágrimas con la solapa de su

chaqueta blanca-, usted es un tipo decente. Si yo fuera mujer de secretos, le confiaría todo a usted. Y no crea que me opongo a beberme otro vaso de whisky.

La luz de los relámpagos era cada vez más fuerte, lo mismo que la potencia de los truenos. Jim y yo estábamos en silencio. La chica seguía de rodillas, apoyada en el banco y sin moverse. Tenía la punta de la lengua fuera de la boca y, de vez en cuando, soplaba sobre el papel en que dibujaba.

-Es la soledad -exclamó la mujer, dirigiéndose hacia Jo, que la escuchaba con afecto-. Es la tristeza de estar aquí, como una gallina ponedora en su nido.

Jo extendió su brazo sobre la mesa y tomó la mano de la mujer. A pesar de que la posición de los dos parecía muy incómoda, sobre todo al servirse whisky y al beberlo, mantuvieron unidas sus manos, como si estuvieran adheridas.

Me levanté para acercarme a la niña. Ella, por su parte, se incorporó con decisión y se sentó sobre el banco y los papeles de sus dibujos, mirándome con desconfianza.

-No puede verlos -dijo, desafiante. -Vamos, no seas tonta. Jim se acercó a nosotros. Los dos habíamos bebido bastante, tomamos a la niña por los brazos y

la arrancamos del banco para ver sus dibujos. Los analizamos y, para mi asombro, estaban bien hechos, algo repulsivos y groseros. Eran las composiciones de un lunático, hechas con la habilidad de un lunático. No había duda de que la niña tenía la mente perturbada. Y ahora se mostraba alegre

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de que viéramos sus dibujos. A medida que los mostraba, sus nervios eran crecientes, reía, temblaba y tiritaba en nuestros brazos con una fuerza muy particular.

-¡Mamá! -gritó en un momento dado, en un punto extremo de la excitación-. Voy a hacerles el dibujo que tú me dijiste que no hiciera nunca. Lo haré ahora.

Con una velocidad inusitada, la mujer se levantó de la mesa, se lanzó hacia su hija y la golpeó con brusquedad en la cabeza, con las dos manos abiertas.

-¡Te daré azotes desnuda si te atreves a decir eso otra vez! -le gritaba, convertida en una fiera. Jo estaba muy embriagado como para darse cuenta de lo que sucedía. Jim tomó los brazos de la

mujer para que no siguiera pegando a la niña. La niña no lloró ni lanzó un solo grito. Al terminar el forcejeo, se acercó pausadamente a la ventana y se quedó allí despegando las moscas del papel.

Todos volvimos a la mesa. Esta vez me senté junto a Jim para que la mujer se ubicara al lado de Jo y se reclinara sobre su pecho. Nos quedamos los cuatro diciendo estupideces. "Este cayó cerca. Otro más, y otro", y Jo, justo en medio del estruendo de un trueno: "Ahora viene. Ya está. Agárrense. Ya llega", hasta que empezaron a caer gotas gruesas sobre el techo de chapas acanaladas, que perturbaban.

-Será mejor que esta noche se queden a dormir aquí -dijo la mujer. -Así es -afirmó Jo que, por otra parte, estaba más que interesado por el ofrecimiento. -Saquen lo que necesiten de la tienda. Ustedes dos pueden dormir en el almacén junto con la

niña, que ya está acostumbrada a dormir allí y no le importará. -Nunca he dormido ahí, mamá -interrumpió la niña. -¡Cállate y no digas mentiras! El señor Jo puede dormir aquí. La distribución de lugares resultó absurda, pero era inútil cambiar su propuesta. Sin duda, Jo y

la mujer ya se habían puesto de acuerdo. Mientras ella organizaba este plan, Jo permaneció inmóvil en su silla, con una seriedad pocas

veces vista en él, con los carrillos enrojecidos y jugando con el bigote. -Préstanos una linterna -dijo Jim-. Iré a buscar las cosas a la tienda. Salimos juntos. La lluvia nos golpeaba la cara y al caminar sentíamos debajo de nosotros la

tierra blanda, como si fueran cenizas. Como niños frente a una aventura, y corriendo por el prado, saltando, gritando, riendo entre el pavoroso estruendo de los truenos.

Al volver al almacén, la niña ya estaba acostada sobre el mostrador. La mujer nos entregó una lámpara y Jo tomó, de manos de Jim, el bolso con su ropa y salió con la cabeza baja, cerrando la puerta.

-¡Buenas noches! -gritó desde el otro lado. Jim y yo nos dejamos caer sobre dos bolsas de papas, sin poder aguantar la risa. De las vigas

del techo colgaban bolsones repletos de cebollas y piernas de jamón. Por doquiera que miráramos se hallaban los anuncios del "Café Camp" y estantes con latas de carne. Nos los mostrábamos uno al otro, tratando de leer los títulos de letras más pequeñas, entre risas e hipos. La niña nos miraba desde el mostrador, sin otra expresión que su mirada triste. De pronto, arrojó a un costado la frazada y saltó al suelo. Se quedó donde había caído, muy seria, con su camisón de franela gris, rascándose el empeine de un pie con la uña del dedo gordo del otro pie. No le prestamos casi nada de atención.

-¿De qué se ríen? -nos preguntó molesta. -¡De ti! -repuso Jim, rápido-. De ti y de tu tribu, niña mía. La niña se ofuscó de pronto y se daba golpes con los puños, gritando: -¡No quiero..., no quiero que se rían de mí! ¡Malos! ¡Malditos! Jim se acercó a la chica, la alzó con poca firmeza y la arrojó con violencia sobre el mostrador. -¡Duérmete y calla! O dibuja, si quieres. Aquí tienes lápiz, y usa si quieres el libro de cuentas

de tu mamá. Nos quedamos sentados en silencio, y entre el murmullo de la lluvia oímos claramente los

pesados pasos de Jo en el piso de madera de la habitación vecina, luego una puerta que se abría, y un rato después, cerrarse la misma puerta.

-Es la soledad -murmuró Jim. -¡Pobre de él! ¡Ciento veinticinco distintas maneras de besar, señor mío!

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La chica arrancó violentamente una hoja del libro de cuentas de su madre y, desde el mostrador, la arrojó hacia donde estábamos nosotros.

-¡Allí está! -nos dijo con su voz chillona de niña caprichosa-. Aunque no lo quiere mamá, lo hice. Lo hice porque me encerró aquí, con ustedes. El dibujo que ella no quiere que haga. Dijo que me mataría si lo hacía, pero lo hice igual. ¡No me importa! ¡No me importa!

La chica había dibujado a una mujer disparando un rifle contra un hombre y a la misma mujer haciendo un foso en la tierra para enterrar al muerto. Saltó del mostrador y se puso a caminar por el interior del almacén, mordiéndose las uñas. Jim y yo nos quedamos sentados sobre las bolsas, sin decir palabra, al lado del dibujo, hasta que comenzó a aclarar. La lluvia había cesado y la niña dormía respirando con dificultad. Salimos rápidamente del almacén y corrimos hacia el prado, a nuestra tienda. En el cielo color rosa transitaban pequeñas nubes blancas y soplaba un viento frío con olor a hierba mojada. Cuando montamos para partir, Jo salió de la casa y nos hizo señas de que nos fuéramos.

-Los alcanzaré después -gritó. En el primer recodo del camino, perdimos de vista aquel lugar.

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Esta flor

This Flower

"Pero os lo digo, mi tonto señor, el peligro, que de esta ortiga, arrancamos esta flor, seguridad".

Mientras estaba recostada allí, mirando el cielorraso, tuvo su momento... sí, ¡tuvo su momento! Y no estaba conectado con nada que hubiera pensado o sentido antes, ni siquiera con esas palabras que el doctor acababa de decir. Era único, brillante, perfecto; era como... una perla, demasiado inmaculada como para compararse con otra... ¿Podía describir lo que había ocurrido?

Imposible. Era como si, aún sin estar consciente (y por cierto no lo había estado todo el tiempo) de que había estado luchando contra la corriente de la vida... la corriente de la vida, precisamente... hubiese de pronto dejado de luchar. ¡Oh, más que eso! Había cedido, cedido por completo, hasta en el último pulso y el último nervio, y había caído en el brillante seno de la corriente y ésta la había sostenido... Formaba parte de su cuarto... parte del gran ramo de anémonas sureñas, de las blancas cortinas de seda que se agitaban, rígidas, contra la brisa ligera; de los espejos, de las blancas y sedosas alfombras; formaba parte del alto, tembloroso y ondulante clamor, roto por campanitas y gritos que llegaban flotando desde afuera... parte de las hojas y de la luz.

Basta. Se incorporó. El doctor reapareció. Esta extraña figurita con su estetoscopio colgado aún del cuello... porque ella le había pedido que examinara su corazón... retorciendo y frotando sus manos recién lavadas, le había dicho...

Era la primera vez que lo había visto. Roy, incapaz por supuesto de perderse la menor oportunidad dramática, había obtenido aquella dirección más bien sombría en Bloomsbury del hombre a quien siempre confiaba todo, y quien, a pesar de no haberla visto nunca, sabía "todo acerca de ellos".

-Mi amor -había dicho Roy- mejor será conseguir a alguien completamente desconocido por si acaso es... bueno, lo que ninguno de los dos quiere que sea. Uno nunca es demasiado cuidadoso en asuntos de este tipo. Los médicos hablan. Es una maldita estupidez decir que no lo hacen. -Luego:- No es que me importe un bledo quién lo sepa. No es que yo... Si me dejaras lo echaría a los cuatro vientos, o tomaría la primera página del Daily Mirror y haría poner nuestros nombres, en un corazón, ya sabes... atravesado por una flecha.

Sin embargo, por supuesto, su pasión por el misterio y la intriga, su pasión por "guardar nuestro secreto de una manera espléndida" (¡su frase!) había vencido, y desapareció en un taxi para buscar a este hombrecito de aspecto llovido.

Oyó su propia voz impasible que decía:-¿Le importaría no decirle nada de esto al señor King? Si usted le dijese que estoy algo fatigada

y que mi corazón necesita un descanso... Porque he estado quejándome del corazón.Roy había estado en realidad demasiado acertado acerca del tipo de persona que era ese doctor.

Le echó una mirada extraña, rápida, de desprecio, y quitándose el estetoscopio con dedos temblorosos, le guardó en su valija que de algún modo parecía un zapato de tela, viejo y roto.

-No se preocupe, querida -dijo hoscamente-. Voy a ayudarla.¡Haberle pedido un favor a este sapito odioso! Se puso velozmente de pie, y tomando su corto

abrigo púrpura, se acercó al espejo. Hubo un golpe suave en la puerta y Roy... realmente estaba pálido, sonriendo a medias... entró y le preguntó al doctor qué tenía que decirle.

-Bueno -dijo el médico, tomando su sombrero, sosteniéndolo contra el pecho y haciendo en él un tatuaje-, todo lo que tengo que decir es que la señora... hm... que madame necesita un poco de descanso. Está algo fatigada. Su corazón está algo extenuado. Eso es todo.

En la calle un organito empezó a tomar algo alegre, algo con risas burlonas, que burbujeaba con pequeños gorjeos, golpes, mezcolanzas de notas.

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Eso es todo lo que tengo que decir,que decir eso es todo lo que tengo que decir,

decía burlón. Sonaba tan cerca que no le hubiera sorprendido si el médico hubiera estado dando vueltas a la manivela.

Vio cómo la sonrisa de Roy se ahondaba; sus ojos se encendieron. Exclamó un pequeño "¡Ah!" de alivio y contento. Y por un instante se permitió mirarla sin importarle si el doctor los veía o no, bebiéndola con la mirada que ella conocía tan bien, mientras permanecía de pie atando los pálidos lazos de su camisola y arrebujándose en el pequeño abrigo de tela púrpura. De golpe se volvió hacia el médico:

-Se irá afuera. Se irá al mar enseguida -dijo, y luego, con terrible ansiedad: -¿Y su comida?- ante eso, abotonándose el abrigo frente al largo espejo, no pudo evitar reírse de él.

-Todo está muy buen -protestó, riéndose de una manera encantadora en respuesta a la risa de ella, y riéndose del médico-. Pero si no me ocupara de su comida, nunca comería otra cosa más que canapés de caviar y... uvas blancas. Y el vino... ¿tiene que tomar vino?

El vino no le haría mal.-Champagne -rogó Roy.¡Cómo se estaba divirtiendo!-Oh, tanto champaña como quiera -dijo el médico-, y un coñac con soda para el almuerzo si

quiere.Eso le encantó a Roy; lo halagaba inmensamente.-¿Oyes eso? -preguntó solemnemente, parpadeando y mordiéndose las mejillas para evitar

reírse. ¿Quieres un coñac con soda?Y en la distancia, débil y exhausto, el organito:

Un brandi con soda,un brandi con soda, ¡sí!Un brandi con soda, ¡sí!

El médico también parecía oírlo. Le dio la mano a ella y Roy lo acompañó hasta el pasillo para arreglar los honorarios. Oye cómo la puerta de entrada se cerraba, y luego... pasos rápidos, muy rápidos, por el pasillo. Esta vez sencillamente se precipitó en el cuarto y cayó en sus brazos, y se encontró aplastada y pequeña mientras él la besaba con besos rápidos y cálidos, murmurando entre uno y otro:

-Mi amor, mi preciosa, mi encanto. Eres mía, estás a salvo-Y después tres suaves gemidos. -¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué alivio!-. Siempre con los brazos alrededor de ella, apoyó la cabeza en su hombro como si estuviera exhausto. -Si supieras lo asustado que estaba -murmuró-. Pensé que esta vez estábamos perdidos. De veras que sí. Y hubiese sido tan... fatal... ¡tan fatal!

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Veneno4

Poison, 1920

El correo estaba atrasado. Cuando regresamos de nuestro paseo después del almuerzo aún no había llegado.

-Pas encore, Madame -dijo Annette mientras acudía corriendo a sus tareas en la cocina.Llevamos los paquetes al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre la imagen de una

mesa puesta para dos -solamente para dos personas-, y aún puesta, tan perfecta que no había espacio posible para un tercero; daba una rara sensación, a la vez fugaz, como si me hubiese impactado la luz plateada que reverberaba sobre el mantel blanco, los cristales, la sombra del bowl con fresias.

-¡Echa al cartero! No me importa lo que le haya pasado -dijo Beatrice- Deja esas cosas, querido.-¿Dónde te gustaría? -alzó la cabeza; sonrió dulce y burlona.-En cualquier lugar, tonto. Pero yo sabía muy bien que no existía tal lugar para ella; y habría permanecido meses, años,

parado cargando la pesada botella de licor y los dulces, en vez de correr el riesgo de darle otro pequeño ataque de nervios a su exquisito sentido del orden.

-Aquí, yo los tomo. -los dejó caer sobre la mesa con sus guantes largos y una canasta de higos.-El almuerzo, un cuento de... de... -tomó mi brazo- Vamos a la terraza -y la sentí temblar -Ca

sent de la cuisene... -dijo suavemente.Con el tiempo noté (habíamos estado viviendo en el sur por dos meses) que cuando quería

hablar de la comida, del clima o, en broma, del amor que sentía por mí, lo hacía siempre en francés.Nos colgamos de la balaustrada bajo el toldo. Beatrice se apoyó mirando hacia abajo, hacia la

calle blanca con los guardias de cactus filosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, su maravilla era tal, que hubiera podido ir desde ésta hasta el vasto brillo del mar abajo y decir con la voz entrecortada "Ya sabes, su oreja. Tiene orejas que son simplemente únicas".

Estaba vestida de blanco, con perlas alrededor de la garganta y azucenas por dentro del cinturón. En el dedo mayor de su mano izquierda usaba un anillo con una perla; no era una alianza.

-¿Por qué debería, mon ami? ¿Por qué debería fingir? ¿A quién podría importarle? 4 N.T.: En el texto original, no hay muchos datos certeros de que los personajes de este cuento sean un hombre y

una mujer. La primera traducción trataba, más allá de la trama del cuento, de dos mujeres que vivían a escondidas en una casa alejada de la civilización, ocultando una relación poco común debido a los prejuicios sociales. Además, había basado mi convicción sobre un curioso dato: Katherine Mansfield escribió este cuento durante el tiempo que vivió con su gran amiga Ida Baker en la Villa Isola Bella. La casa que se describe en el relato, es la misma casa que habitaron ambas mujeres en Menton. Más tarde, hallé el fragmento de una carta en donde Mansfiel explica el cuento "Veneno", y fue cuando corregí los géneros:

"... Acerca de Veneno. Podría escribir páginas y páginas sobre eso. Pero intentaré condensar lo que tengo para decir. La historia es contada (evidentemente) por un hombre mundano, bastante cínico (no del todo) en contra de sí mismo (aunque no del todo) cuando era tan absurdamente joven. Se sabe cuán joven por su idea de la mujer. Hasta el momento, ella ha sido tan sólo la visión, sólo la que pasa. ¿Te das cuenta? Y él ha puesto toda su pasión en esta Beatrice. Es un amor promiscuo, que los que son como él no entienden, y los que son como ella entienden perfectamente. Pero te das cuenta de que viven una vie de luxe, la mesa misma: dulces, licores, lirios, perla. ¿Y te das cuenta de que ella espera una carta de alguien que la llama desde otro lado? ¿Qué no hace más que esperarla? Y eso justifica su despedida y su declaración. Y cuando no llega asoma su vulgaridad... el roce con un periódico de una mujer así. No puede disfrazar su pena. Se entrega a ella... Él, por supuesto, se ríe de eso, ahora, y se ríe de ella. Fíjate en lo que dice acerca del "sentido del orden" de ella y el cocodrilo. Pero también lamenta la muerte de ese yo que hubiera sido suficientemente joven como para desear verdaderamente casarse con una mujer así. Pero quise hacerlo leve... flotante, y que no obstante se entreviera -oh, muy sutilmente- el lamento por la fe juvenil. Es la clase de confesión rápida que una percibe a veces de un guante o un cigarrillo o un sombrero.

Supongo que tal vez no lo conseguí en Veneno. Hacía falta una mano leve, muy leve... y después, con ese periódico una súbita... déjame ver... bajada del todo, como ocurre con el amor promiscuo cuando ha acabado la pasión. Un atisbo de lo estancado. Y la historia es contada por un hombre que se delata y que al mismo tiempo oculta sus huellas. ..."

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Por supuesto que estuve de acuerdo, aunque en privado; en lo profundo de mi corazón, hubiese dado mi alma por estar parado junto a ella en un gran sí, en una importante y moderada iglesia, atiborrada de gente, con los viejos curas, con "The Voice that breathed o´er Eden", con palmas y el aroma del perfume, y saber que había una alfombra roja y papelitos de colores esperándonos afuera, y champagne, un zapato forrado en satén para arrojar desde el auto; si hubiese podido colocarle la alianza en su dedo...

No era que me preocupara semejante exposición, sino que sentía que tal vez hubiese sido posible que desacelerara esta horrenda sensación de absoluta libertad, de su absoluta libertad, por supuesto.

Por Dios, qué tortuosa era la felicidad; qué angustiosa... Alzaba la vista hacia la villa, hacia las ventanas de nuestro dormitorio que estaban misteriosamente escondidas detrás de la persiana de fresas verdes. ¿Era posible que siempre apareciera moviéndose a través de la luz verde y brindando esa sonrisa secreta, lánguida, brillante que era sólo para mí? Ponía el brazo alrededor de mi cuello; la otra mano peinaba suavemente mi cabello hacia atrás.

Quién eres... Quién era... Ella era una mujer.... Durante la primera tarde cálida de la primavera, cuando las luces brillaban como perlas a

través del aire lila y las voces murmuraban en el fresco jardín florecido, era ella quien cantaba en la gran casa con cortinas de tul. A medida que uno se adentraba en la luz de la noche por la ciudad foránea, su sombra era la que se percibía a través del oro reverberante de los postigos. Cuando la lámpara estaba encendida, pasaba cerca de la puerta con la tranquilidad de un bebé. Buscaba en el crepúsculo del otoño, pálida, con su abrigo de piel, a medida que el coche desaparecía...

En resumen, para ese entonces yo tenía 34. Cuando ella se tendía boca arriba, con las perlas amontonadas en su mentón, y suspiraba "Mi querido, tengo 30 años. Donne-moi un orange", con gusto me hubiera lanzado de cabeza a la boca de un cocodrilo para quitarle una naranja (si los cocodrilos comieran naranjas).

"Si tuviera un par de alitas livianasy fuera un pajarito liviano...",

cantaba Beatrice.Le saqué la mano:-Yo no me iría volando.-No lejos, no más allá del final del camino.-¿Por qué diablo allí?-"Él no vino, dijo ella..." -citó Beatrice.-¿Quién? ¿El tonto del cartero? Pero si no esperas correspondencia... -No, pero es igualmente molesto... ¡ah! -de repente rió y se apoyó sobre mí -Ahí está, mira,

parece un escarabajo azul.Apretamos nuestras mejillas y observamos cómo el escarabajo azul empezaba a trepar.-Mi querido- exhaló Beatrice. La palabra pareció quedar suspendida en el aire, vibrar como la

nota de un violín.-¿Qué es esto?-No lo sé -sonrió ligeramente -Un gesto de... de afecto, supongo. -La abracé.-¿Entonces no te irás volando? -Y contestó de manera rápida y suave.-No, no, imposible... en verdad, no. Amo este lugar. Disfruté estar aquí. Podría quedarme años,

creo. No he sido tan feliz hasta estos últimos dos meses, y tú has sido tan perfecto para mí, en todo sentido.

Era tanta felicidad, tan extraordinario y único el oírla hablar de ese modo que traté de tomármelo en broma.

-No. Parece que te estuvieras despidiendo.-Puras tonterías. No se dicen esas cosas ni en broma -deslizó su mano pequeña por debajo de mi

chaqueta blanca y tomó mi hombro.-¿Fuiste feliz, verdad?

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-¿Feliz? ¡Por Dios! Si supieras lo que siento justo en este momento. ¡Feliz! ¡Mi maravilla! ¡Mi alegría!

Me dejé caer a la balaustrada y la abracé alzándola en mis brazos, y mientras la levantaba apreté mi cara contra su pecho y murmuré "¿Eres mía?"; y por primera vez en todos esos meses desesperantes en que la conocí, incluso el último mes, indudablemente paradisíaco, creí en ella de manera absoluta cuando respondió "Sí, soy tuya".

El chillido de la puerta de entrada y los pasos del cartero sobre el pedregal nos distrajo. Comenzaba a sentirme mareado. Me quedé parado allí sólo sonriendo y me sentí algo estúpido. Beatrice se dirigió hacia las sillas de mimbre.

-Ve tú; ve por la correspondencia -dijo. Salí casi disparando, pero llegué tarde. Annette venía corriendo.

-Pas de lettres!- dijo. Quizá la sorprendió mi sonrisa sin sentido como respuesta cuando me entregaba el periódico.

Sentí desbordarme de alegría. Tiré el periódico por el aire y grité "¡No hay cartas, querida!", y fui hacia un amplio sillón.

Por un instante no dijo nada, y luego, al tiempo que quitaba el envoltorio del periódico, dijo muy despacio "El mundo olvida, el mundo ha olvidado".

Hay momentos en los que un cigarrillo es lo único que puede ayudar a sobrellevar una situación; es más que un cómplice, es un perfecto amigo secreto que te conoce y entiende de manera absoluta. Mientras fumas, lo miras, sonríes o frunces el ceño, depende de la ocasión; inhalas profundamente y exhalas el humo con un suave soplido. Era uno de esos momentos. Caminé hacia las magnolias y las respiré hasta llenarme. Luego regresé y me eché sobre sus hombros; rápidamente apartó el periódico y con un giro lo colocó sobre la piedra.

-No hay nada en él, nada. Sólo hay algo sobre un juicio por envenenamiento; sobre si un hombre envenenó a su mujer o no, y 20.000 personas acudieron cada día a la corte y 2 millones de palabras se publicaron en todo el mundo después de cada proceso.

-¡Qué mundo tonto! -dije hundiéndome en otro sillón. Quería olvidarme del periódico y regresar de manera sutil, claro, al momento antes de que llegara el cartero. Pero cuando ella respondió supe que ese momento había terminado por ahora. No importa; ahora que lo sabía, estaba dispuesto a esperar quinientos años si era necesario.

-No tan tonto -contestó Beatrice-. Después de todo, las 20.000 personas no lo hacen por morbosa curiosidad.

-¿Y qué es, querida? -Dios sabe que no me interesaba.-¡Culpa! ¡Culpa!- gritó- No te diste cuenta. Se sienten cautivados igual que se sienten los

enfermos ante cualquier cosa. Ni un mísero artículo acerca de sus propios casos. El hombre acusado puede ser inocente, pero las personas en la corte son todas un poco envenenadoras. ¿Nunca pensaste -estaba pálida y eufórica- en la cantidad de envenenadores que jamás se descubren?. Es la excepción encontrar matrimonios que no se envenenen el uno al otro (matrimonios y noviazgos) La cantidad de tazas de té, de café, de copas de vino que están contaminadas. La cantidad que yo misma he bebido, incluso sabiéndolo... y arriesgándome. La única razón por la que tantas parejas sobreviven es que uno de ellos teme darle al otro la dosis fatal. ¡La dosis fatal enerva! Pero llega, tarde o temprano, porque una vez que se ha administrado la primera dosis ya no hay vuelta atrás. ¿Es el principio del fin, no lo crees? ¿Entiendes lo que quiero decir?

No esperó a que contestara. Se quitó las orquillas con azucenas y se echó hacia atrás pasándolas frente a sus ojos.

-Mis dos maridos me envenenaron. -continuó Beatriz- el primero me dio inmediatamente una buena dosis, pero el segundo era un artista en este sentido. Sólo una diminuta gotita una y otra vez, inteligentemente administrada, hasta que una mañana desperté y había minúsculos granitos de veneno en cada partícula de mi cuerpo, hasta en la punta de mis dedos. Estaba lista...

Odiaba oírla hablar de sus maridos tan tranquila, en especial en días así; me lastimaba. Iba a hablar pero de pronto dijo con tristeza:

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-¿Por qué? ¿Por qué me tuvo que pasar a mí? ¿Qué hice? ¿Por qué he sido la elegida para eso toda mi vida? Es una conspiración.

Traté de decirle la razón: ella era demasiado perfecta, exquisita y refinada, para este mundo horrible, y eso asustaba a las personas. Hice una broma inocente:

-Pero yo no voy a envenenarte. - Beatriz rió de extraña manera y golpeó el tallo de la azucena.-¡Tu no matarías ni a una mosca!Raro; sin embargo el comentario me hirió terriblemente.Justo después Annette fue por un aperitivo. Beatrice se inclinó para tomar una copa de la

bandeja y alcanzármela. Noté el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Cómo podría herirme su comentario?

-Y tú -le dije tomando la copa -no has envenenado a nadie.Eso me dio una idea; traté de explicar. -Tú haces lo opuesto. Cómo se le llama a alguien que, como tú, en vez de envenenar, completa

a las personas, a cualquier persona, al cartero, al chofer que nos trajo hasta aquí, al que conduce nuestro bote, al vendedor de flores, a mí; los completas con vida renovadora, con algo de tu propio brillo, de tu belleza....

Sonrió como en un ensueño y así me miró.-¿En qué estabas pensando, mi dulce?-Me preguntaba -contestó Beatrice- si después del almuerzo no podrías ir al correo y ver qué

pasó con las cartas de la tarde. ¿Podrías, amor? No es que esté esperando correspondencia, pero sólo pensaba que tal vez sería tonto no tener las cartas si es que están en el correo, no crees. Sería tonto tener que esperar hasta mañana.

Hizo girar la copa entre sus dedos tomándola del tallo. Su hermosa cabeza estaba hacia un lado. Tomé mi copa y bebí, casi a sorbos, muy lentamente, observando su cabeza oscura y pensando en carteros y escarabajos azules, y despedidas que no eran en verdad despedidas...

¡Bueno, dios! ¿No es extraño? No, no es extraño. El trago sabía asquerosamente amargo, raro.

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