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Octavio Paz: Una biografía privilegiada

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Leer para lograr en grande

colección letras c r í t i ca

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Miguel Ángel Flores

Octavio Paz: Una biografía privilegiada

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Eruviel Ávila Villegas Gobernador Constitucional

Simón Iván Villar Martínez Secretario de Educación

Consejo Editorial: José Sergio Manzur Quiroga, Simón Iván Villar Martínez, Joaquín Castillo Torres, Eduardo Gasca Pliego, Raúl Vargas Herrera

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez, Marco Aurelio Chávez Maya

Secretario Técnico: Ismael Ordóñez Mancilla

Octavio Paz: una biografía privilegiada © Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México. 2015

DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente núm. 300, colonia Centro, C.P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México.

© Miguel Ángel Flores

ISBN: 978-607-495-424-1

© Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal www.edomex.gob.mx/consejoeditorial

Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/01/60/15

Impreso en México

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

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J’a aime l’allure poétique, à sauts et à gambades.Michel de Montaigne

Nous respirons enfin l’air pur des solitudes, nous buvions l’oubli dans la coupe d’or des légends, nous étions ivres de poésie et d’amour…

Gérard de Nerval

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*En el primer año del siglo xx, en 1901, la vida en México se deslizaba suave, apaciblemente. Las familias acau-daladas y las que gozaban de una vida digna, una brevísima minoría, paseaban los domingos por los senderos del bosque de Chapultepec y recorrían el Paseo de la Reforma a caballo, y hacían sus tertulias y comían en los cafés y restaurantes de verdadero lujo, imitando el estilo de vida de París. Era el reino de la tranquilidad de unos pocos y nada parecía amenazar ese orden ni en México ni en el mundo. En China se perpetuaba el emperador y en Rusia el zar reinaba por la gracia de Dios.

* Este texto fue leído en la ciudad de México y en Zacatecas en marzo de 2014, con motivo del centenario del nacimiento del poeta. Para su documentación me han sido especialmen-te útiles las conversaciones que sostuve con Octavio Paz y los estudios que le han dedicado Andrés Ordóñez, Luis Mario Schneider, Guillermo Sheridan y Anthony Stanton.

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El Imperio austrohúngaro, a pesar de las fuerzas hostiles que se agitaban bajo la superficie de su vida institucional, daba la impresión de solidez.

Nacía un nuevo siglo; sin embargo, todo iba a cambiar a partir de 1910. Ese año en México un hijo del Ancien Régime, Francisco I. Madero, se rebeló contra los constantes fraudes electorales de Porfirio Díaz, que le habían permitido permanecer en el poder durante treinta y cuatro años. Comenzó así la Revolución mexicana, que a punta de balazos convenció al anciano presidente del fin de su tiempo histórico. En mayo de 1911 no le quedó más alternativa que subir a un barco de bandera alemana, el Y piranga, desde cuyo puente, con el rostro bañado en lágrimas, contem-pló cómo se alejaba cada vez más de él, en la línea del horizonte, su amada tierra mexicana. “Hijos ingratos”, dicen que murmuró. Algunos afirman que escucharon un adjetivo distinto. Atrás quedaba su país, al que nunca volvería en vida y al que todavía no regresa, pues sus restos siguen repo-sando en el cementerio de Montparnasse, de París. Los mexicanos se habían cansado de una dictadura que ya superaba las tres décadas y entre cuyos saldos más desfavorables destacaban el monopolio del poder polí-tico por un grupo reducido de favoritos, que tenía un promedio de edad

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de ochenta años, el régimen de semiesclavitud al que estaban sometidos los trabajadores del campo, así como la miseria ge neralizada, la intolera-ble concentración de la riqueza y un modelo cultural agotado.

La Revolución tenía, en cierto modo, que reinventar a México. Por pri-mera vez muchos mexicanos, es decir, los campesinos, mediante el tren, pieza fundamental de las campañas militares, empezaron a descubrir un país. Las batallas fueron encarnizadas y se ensayaron nuevas técnicas de combate que incluían las pavorosas ametralla doras, el bombardeo aéreo y la artillería, de una eficacia insólita: era capaz de pro-vocar una enorme cantidad de bajas jamás imaginada por los militares y civiles de aquella época. Era el ensayo general de lo que vendría más tarde con la P rimera G uerra Mundial en E uropa.

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Después de que el G rupo Sonora dirimió los principales conflictos con las balas y eliminó a todos sus enemigos, la Revolución mexicana inició su periodo de fundación a partir de 1920.

Octavio Paz nació el 31 de marzo de 1914. Año turbulento en México, de discusiones violentas entre los grupos armados que buscaban impo-ner el proyecto social de su caudillo. Paz solía decir que había nacido en Mixcoac, entonces un suburbio de la ciudad, un lugar de grandes fincas, de casas con extensos jardines y árboles añosos. El nombre de ese su-burbio es el recuerdo de que fue un asentamiento importante durante la época azteca, y quiere decir “lugar de serpientes”. Pero en realidad, según prueba documental, Paz vino al mundo en lo que era entonces el barrio más elegante de la ciudad de México: la colonia Juárez, en la calle Venecia número 14, según quedó asentado en el acta de nacimiento, en la foja 199 del libro del Registro Civil del Distrito Federal, corres-pondiente al año de 1914, donde se lee que su padre fue Octavio Paz Solórzano y su madre Josefina Lozano Delgado. Tuvo como abuelos paternos a Ireneo Paz y Rosa Solórzano, ambos de G uadalajara, J alisco; por el lado materno se consignan los n ombres de Emilio L ozano y su

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esposa Concepción Delgado, que dijeron ser o riginarios de Jerez de la Frontera, España. Dos datos c uriosos: O ctavio afirmaba que sus a buelos maternos eran de El Puerto de Santa María; en el acta se dice que los abuelos paternos tenían como domicilio la casa de Venecia y no la de Mixcoac. Lo cierto es que sólo vivió unos cuantos meses en la calle de Venecia. La familia Paz Lozano se mudó a la casa del abuelo paterno en Mixcoac. Octavio Paz Solórzano, por su militancia en el bando zapatista, se había visto en una situación e conómica y p olítica difícil al fracasar la Convención de Aguascalientes de 1914. Eso e xplica el cambio de domicilio. Paz S olórzano, licenciado en derecho y que también ejerció el periodismo, enemigo de las causas agrarias en las primeras etapas de la Revolución, terminó como consejero jurídico y propagandista del movimiento que encabezaba Emiliano Zapata.

La infancia y adolescencia de Octavio Paz transcurrieron en la casa del abuelo. Sus años de residencia en Mixcoac fueron un hecho s ignificativo para él, pues quiso así relacionar su circunstancia biográfica con aspectos fundamentales de su obra y de su visión poética. Mixcoac representaba ligarse simbólicamente con la otra parte de su identidad mestiza, sobre

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todo si consideramos que la rama materna de su familia era originaria de Jerez de la Frontera, una ciudad de Andalucía, y que por las venas de su padre corría sangre indígena, según testimonio del poeta. Y esta iden-tidad mestiza constituyó para él una parte básica de su poética y de las reflexiones filosóficas que plasmó en páginas de ensayos fundamenta-les para comprender la cultura y el arte en la nación que surgió de la R evolución.

En la última etapa de su vida escribió un poema que intituló “Epitafio sobre ninguna piedra”, dedicado a Mixcoac y que señala la profunda huella que dejó en su vida ese sitio de la ciudad de México:

Mixcoac fue mi pueblo: tres sílabas nocturnas,un antifaz de sombra sobre un rostro solar.Vino Nuestra Señora, la Tolvanera Madre.Vino y se lo comió. Yo andaba por el mundo.Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire.

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El abuelo de Octavio Paz fue un ilustre escritor y periodista que vivió las contradicciones de los intelectuales del siglo XIX mexicano: empezó su vida adulta como liberal juarista, es decir, militó en el Partido L iberal que encabezaba Benito Juárez y que alcanzó su mayor momento de g loria cuando el ejército, en mayo de 1862, derrotó a las tropas invasoras f rancesas en el primer intento de Napoleón III por instaurar bajo su tutela el Imperio mexicano, que tan malos recuerdos dejó a la familia de Maximiliano de Habsburgo y a las casas reales europeas. Ireneo Paz no sólo luchó con la pluma sino que tuvo una importante actuación militar. Luego Porfirio Díaz, un coronel destacado durante la invasión francesa, dio un golpe de Estado y se encaramó en el poder en 1876. Proponía la modernización del país y la supresión del atraso en que vivía la ma-yor parte de la población. Promesas que no se concretaron en cambios efectivos. Ireneo Paz lo apoyó, se convirtió en un, como diríamos hoy, intelectual orgánico del régimen dictatorial. Fundó un periódico y fue dueño de una vasta biblioteca. Tuvo varios hijos, uno de ellos se llamó Octavio, el que con los años se convertiría en el padre del poeta.

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La vida de Octavio Paz Solórzano fue azarosa y desordenada. Su trabajo como agente del zapatismo le exigió residir un tiempo en Los Ángeles, California, donde intentó conseguir armas y buena prensa para la cau-sa zapatista. Se convirtió en un padre ausente, en una presencia lejana para el niño Octavio, que lo hizo vivir una infancia distinta a la de muchos de sus compañeros de barrio y escuela. Podríamos localizar en este hecho la sensación de otredad, de excentricidad, que lo acompañó toda su vida. Paz no ha sido el primer escritor que intentó reinven-tar su biografía para adecuarla a las líneas centrales de su poética. Él atribuyó ese s entimiento de otredad a su estancia en Estados Unidos durante su infancia, a donde fue a alcanzar a su padre acompañado de su madre. En Los Ángeles —según el relato autobiográfico de Paz— el futuro poeta descubrió lo que significaba ser distinto ante los ojos de los demás, ahí se le reveló ese sentimiento que lo acompañaría toda su vida, el de la otredad. El niño sólo hablaba español, tenía dificultad para comunicarse con sus compañeros y eso bastó para hacerlo víctima de la crueldad infantil: a la hora del recreo era blanco de burlas y agresio-nes; nunca olvidaría esa experiencia. Todavía se discute si es verosímil este dato biográfico, pues las cuentas no cuadran. Todo parece indicar

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que las c osas sucedieron en forma distinta. Lo cierto es que sí sufrió la hostilidad de sus compañeros de la escuela, en la ciudad de México, por sus ojos azules y su piel blanca. La otredad es un eje fundamental en su ars poética y fue un tema constante de reflexión: la presencia del otro en todas sus manifestaciones. La versión de Paz resulta poética y es fiel al molde de un Romanticismo del que fue deudor. Pero la cuenta cronológica no se ajusta a la realidad. Como se dijo antes, más bien la explicación de esa otredad debemos buscarla en sus rasgos físicos: blan-co, de ojos intensamente azules, hijo de una familia ilustre, entre niños mestizos que en su mayoría carecían de antecedentes de relieve.

Octavio Paz Solórzano regresó a México al enterarse de la muerte de Zapata. A partir de ese acontecimiento la fuerza y la presencia de los campesinos del sur, que habían luchado bajo el lema de “Tierra y liber-tad”, empezaron a diluirse. El padre del futuro poeta tuvo una vida de frustraciones que buscó aliviar con el alcohol. Desapego de la familia, actividades erráticas. Las balas que habían segado la vida de Emiliano Zapata en Chinameca, en 1919, cancelaron también la hasta enton-ces brillante trayectoria del abogado y negociador de la causa zapatista.

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Hombre muy inteligente, destacó en el periodismo con páginas brillan-tes sobre la experiencia de la derrota de su bando político, pero nunca pudo borrar el estigma del fracaso. Y como sucede en situaciones se-mejantes, el alcohol, como ya dijimos, fue su gran refugio. La vida se convirtió en días de vino, delirios y extravío y pocas rosas; existencia sin ningún orden en la que abundaban las aventuras galantes. Para su hijo era una presencia lejana. En su poema “Pasado en claro” menciona el alcoholismo de su padre y las circunstancias penosas de su muerte:

Del vómito a la sed,atado al potro del alcohol,mi padre iba y venía entre las llamas.Por los durmientes y los rielesde una estación de moscas y de polvouna tarde juntamos sus pedazos.Yo nunca pude hablar con él.Lo encuentro ahora en sueños,esa borrosa patria de los muertos.

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El trato entre padre e hijo fue difícil, pero Paz siempre le tuvo afecto; hubo ocasiones en que se desempeñó como su secretario, cuando el l amentable e stado físico de Paz Solórzano le impedía pasar en limpio sus artículos periodísticos, y más de una vez el hijo los concluyó. Fue para él un gran privilegio escuchar hechos de la Revolución de labios de uno de sus protagonistas. En “Intermitencias del Oeste”, poema de su libro Ladera este, menciona las conversaciones con su padre:

Mi padre, al tomar la copa,me hablaba de Zapata y de Villa,de Soto y Gama y los Flores Magón.Y el mantel olía a pólvora.

La figura paterna ausente la suplió el abuelo Ireneo. Octavio recordó en algunas entrevistas y páginas autobiográficas el papel tan importan-te que desempeñó el abuelo en esos años en los que cada hecho, cada conversación, cada libro leído y manoseado, se graban en la mente y quedan incorporados en la carne de la memoria. Con don Ireneo daba largos paseos por un Mixcoac aún impregnado de ambiente rural, lo

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acompañaba a visitar a sus amigos y lo esperaba en los patios planta-dos de fresnos; se entretenía con otros niños y a veces se maravillaba c ontemplando las nubes y sus formas caprichosas en el entonces azul profundo del cielo del Valle de México; juntos hacían ejercicios mati-nales y leían algunos libros. Ireneo Paz era, a todas luces, un hombre del siglo XIX; en su b iblioteca había volúmenes de los grandes novelistas: Dostoievski, Víctor Hugo, Balzac, Anatole France; y como todo inte-lectual mexicano de la época, su sistema filosófico era el positivismo. Entre sus poetas favoritos destacaban Alfredo de Vigny, Paul Verlaine y Pierre de Ronsard. En la poesía mexicana estaban en el esplendor de su popularidad, de una popularidad de la que no han vuelto a gozar los poetas en México, aquellos que hoy llamamos modernistas: Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Díaz Mirón, Luis G. Urbina. La tía s olterona, Amalia, hermosa y que murió célibe, leía en francés, en voz alta, poe-mas de aquel entonces. El fin de siglo mexicano había vivido bajo la órbita de la cultura francesa. No fue raro el caso de Amalia en esos tiempos. La educación sentimental y literaria del niño Paz corrió a c argo del abuelo y la tía. Fue un privilegio haber nacido en el seno de esa familia, que se esmeró en dar una educación de primer orden a O ctavio,

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por eso el abuelo decidió inscribirlo en el Colegio Williams, que se hallaba en el mismo barrio de Mixcoac. En unas notas autobiográficas escritas a propósito del interés del gobierno de la ciudad de México en ponerle su nombre a un parque del barrio de su infancia, pocos años antes de su muerte, Paz recordó muy vivamente, con su prosa de lujo, precisa, e legante y apoyada en relaciones poéticas de hechos y de cosas, la escuela de su infancia:

En el Colegio Williams me inicié (sin saberlo) en el método induc-tivo, aprendí inglés y un poco de boxeo, pero, sobre todo, el arte de trepar a los árboles y el arte de quedarme solo, en una horqueta, es-cuchando a los pájaros. Cuarenta años más tarde descubrí, leyendo The prelude, que Wordsworth había tenido experiencias semejantes en su niñez. Quizá la verdadera imaginación, a diferencia de la fan-tasía, consiste en ver la realidad de todos los días con los ojos del primer día.

Mixcoac fue el paraíso y el purgatorio de su infancia. Los Paz eran una familia venida a menos que había quedado a la deriva ante los nuevos

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movimientos sociales que se producían en México. Los mejores tiem-pos de la casona del abuelo pertenecían al pasado. Estaba casi en ruinas, con los techos desfondados, y por eso los días de lluvia eran un martirio, pues había goteras en todos los cuartos. La higuera del jardín, árbol tótem en la poética paciana, partía los muros de la casa y sus ramas invadían el cuarto del niño Octavio. Milagrosamente, y gracias a una orden de monjitas, que la adquirió, la casa se ha salvado de las injurias y humillaciones del neoliberalismo y sigue en pie en el barrio de Mix-coac. La casa está en una pequeña plaza donde, por extravagante que esto suene, tratándose de la ciudad de México, aún es posible sentir la presencia de otras épocas, no diría que mejores, pero sí de experiencias urbanas más gratas:

La plazuela de San Juan [dice Paz]. Frente a frente una iglesia di-minuta del siglo XVII y dos casas grandes. Una era de los Gómez Farías, una construcción de fines del siglo XVIII, vasta y de noble fachada; la otra era la de mi abuelo, afrancesada como toda la arqui-tectura mexicana de principios de siglo.

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Casi no es necesario decir que en ese barrio de la infancia tuvo la r evelación de lo que significa para todo hombre la presencia femenina: Eros empezaba a asomar su rostro. “Cerca [escribe Paz], una p anadería albeante y, entrevistas un instante entre una puerta y un mostrador, las albeantes hijas del panadero asturiano. Era pan, manzanas y queso en un mantel sobre un prado: nostalgia de la sidra, la gaita y el tambor”.

Con la adolescencia los horizontes se ampliaron. Desde el entonces le-jano Mixcoac el joven Octavio Paz debía trasladarse al centro de la urbe, primero a la secundaria número 3, en la calle de Marsella, y después a la Escuela Nacional Preparatoria, en San Ildefonso. Se iniciaron así los viajes en tranvía, que implicaban un largo recorrido a través de la ciu-dad de aquellos remotos años treinta. Ese entonces moderno medio de transporte fue el hábitat de su precoz vocación de escritor.

Los tranvías eran enormes, cómodos y amarillos. Los de segun-da clase olían a verduras y frutas; los agricultores transportaban en huacales sus mercancías a San Juan y a La Merced. Los tranvías iban hacia el norte, a México, y, hacia el sur, a San Ángel y el remoto

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Tizapán de resonancias zapatistas. Tardaban cincuenta minutos de Mixcoac al Zócalo. Mientras fui estudiante —más de diez años— viajé en esos tranvías cuatro veces al día: en ellos preparé mis clases y leí novelas, poemas, tratados de filosofía y folletos políticos.

Los años transcurridos en la Escuela Nacional Preparatoria fueron de-cisivos en su formación. El clima intelectual era bastante vivo. En el terreno de la política los generales que habían triunfado en la Revolu-ción, los generales venidos del norte de México, el México blanco, y que integraban el llamado Grupo Sonora, afirmaban su poder en las institu-ciones del Estado y las remodelaban. Esos militares habían encargado al joven filósofo y escritor José Vasconcelos que definiera y diera cuerpo a una política cultural con la cual se pudiera identificar al nuevo Estado, el surgido de la Revolución mexicana, nuestro Estado novo, que gustó de los despliegues de la monumentalidad impuesta por la arquitectura fas-cista. Vasconcelos, inspirado en Anatoli Lunacharski, el comisario para la cultura de los soviéticos, invitó a los pintores para que e xpresaran en los muros de los espacios públicos las propuestas de una nueva estética. El tema central de las pinturas murales fue la R evolución mexicana. Se

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trataba de dejar el testimonio de la exaltación de una epopeya. Se iba al rescate de lo mexicano. Por primera vez se v aloraba lo prehispánico y el arte popular. Vasconcelos organizó campañas de alfabetización y editó, en tirajes masivos, los libros clásicos de la cultura universal, y, so-bre todo, puso a disposición de los pintores los muros de los edificios públicos y les dejó en total libertad para que pintaran según su inspira-ción estética y sus compromisos ideológicos. Así surgió el movimiento m uralista mexicano que, al mismo tiempo, nos legó una visión épica de la Revolución mexicana y una crítica despiadada de ésta, en casos como el de José Clemente Orozco. No tardaron en manifestarse las contra-dicciones: se fomentaba un ambiente de creación libre, mientras, por otro lado, se protegía a los que Antonio Gramsci llamó intelectuales orgánicos. Se daba trabajo a los escritores, pero también se agredía a los que no se identificaban con los gustos estéticos de la nueva cla-se p olítica. En los años de la preparatoria Octavio Paz asistió al gran debate, que duraría casi una década, entre nacionalismo y cosmopoli-tismo. La Revolución hizo posible que los escritores de la generación a nterior a Paz vivieran cierta profesionalización de sus tareas intelec-tuales. Se abrieron puertas al ancho mundo. Esos escritores jóvenes

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—sólo a ventajaban a Octavio Paz en edad por casi una década— veían siempre con envidia que en España existiera la Revista de Occidente, y que no hubiera nada semejante en México. Y en lugar de vivir en la cons-tante y estéril envidia, emprendieron la tarea de fundar una revista, para lo cual adaptaron el modelo de la española a las c ircunstancias mexicanas, que llamaron Contemporáneos. Una gran empresa cultural sin la cual no se explica cuanto aconteció en las letras y las artes de México en el siglo XX. En sus páginas se dio cabida a los nuevos frutos de la modernidad. Los escritores que formaron el cuerpo de redacción de esa revista habían recibido los beneficios de la educación porfirista, una educación afrance-sada en la que el dominio de la lengua de Víctor Hugo era imperativo, aunque tenían también interés por el inglés. Todos ellos fueron dueños de una prosa impecable, renovadora, ágil y precisa, con un toque artístico que era el resultado de profundas lecturas de las obras de José Ortega y Gasset y Benjamín Jarnés, por mencionar sólo dos de sus modelos. Esos jóvenes se vieron atrapados en un debate que no buscaron. Se les acusó de extranjerizantes, de malos patriotas, de seguir el ejemplo negativo de Alfonso Reyes, quien, desde sus puestos diplomáticos en Madrid y París, se ocupaba de Mallarmé y Góngora, del problema artístico en la Grecia

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clásica, en lugar de hablar de las esencias mexicanas, en lugar de hablar de la china poblana y la cerámica de Tlaquepaque, de las delicias del mole y de la Danza de los viejitos. Los intelectuales nacionalistas tenían pocas ideas y mala prosa.

Atento, entusiasmado, curioso y lleno de pasión crítica, el joven Octavio Paz no se conformó con asistir como espectador a ese momento de la cultura mexicana. Con sus condiscípulos de la Escuela Nacional Pre-paratoria fundó una revista: Ba randal, y poco más tarde los Cuadernos del Valle de México. Pero lo más importante de esos años fue el descu-brimiento, en las páginas de Contemporáneos, de dos autores que serían esenciales en la formación de su arte poética: T.S. Eliot, autor de La tierra baldía, y Saint-John Perse, que empezó a ser un escritor de culto con su libro Anábasis. Por un lado, en La tierra baldía leyó una versión de la modernidad con su fragmentación del yo, del yo a ntirromántico, del artista ya no como héroe sino como un clown, un marginado; le l lamó la atención lo novedoso de su estructura, apoyada en lo que ahora denominaríamos intertextualidad; y por el otro, en Saint-John Perse se halló con la expansión de la escritura poética, que seguía los d ictados

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del deseo instaurando una lógica propia y abarcando territorios no frecuentados por la poesía. Asombro del joven Octavio Paz ante una forma radicalmente distinta de escribir. La aventura de la m odernidad iniciada por Baudelaire y Rimbaud, en la que no tuvo un papel m enor Jules Laforgue, alcanzaba sus cotas más altas. En la década en que n ació O ctavio Paz se había organizado la exposición “Armory show”, en N ueva York, y en la década que le siguió, la “Semana del arte moderno” de São Paulo, Brasil. Lo sólido se deshacía en el aire. Pero lo más i mportante para Paz en esos años de la preparatoria, años de adolescencia, centrales en la vida de cualquier hombre, fue la lectura de Juan Ramón Jiménez y la aparición en México, en los escaparates de la benemérita Antigua Librería Robredo, ya desaparecida, de la Antología de la poesía e spañola contem poránea que preparó Gerardo Diego. Juan Ramón Jiménez se e ncontraba en la cima de sus poderes creativos y cada vez más hacía del lenguaje en sí mismo el motivo de su poesía, aunque cabe aclarar que sólo se mencionan los títulos de los poemas que Diego juzgaba repre-sentativos de la obra del poeta onubense (que se negó a figurar en dicha antología), pero su referencia fue importante. Y lo que es más notable: en esa selección fi guraban por primera vez los poetas de la Generación

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del 27: García Lorca, Cernuda, Aleixandre, Prados, Alberti. Paz no sa-lió indemne de la experiencia de esa lectura. Pero desde un principio buscó no sólo asimilar esas lecturas sino discutirlas, inscribirlas en un contexto e indagar en su verdadera dimensión dentro del marco de la creación artística. La pasión crítica orientó toda su vida. Dos autores del 27 lo obsesionaron: Cernuda y Alberti. De Cernuda nos dejó páginas lúcidas y deslumbrantes que ejemplifican su capacidad de entender el fenómeno poético. Lástima que no haya sucedido lo mismo con Alberti, pero ahí la interferencia política fue más fuerte que la hermandad en la poesía. Ambos poetas, en sus versiones muy personales, le descubrieron la potencialidad de la expresión poética que desbordaba sus límites con el surrealismo.

Es necesario destacar que Octavio Paz fue un artista precoz: a los dieci-nueve años publicó su primer libro, Luna silvestre, en realidad una breve plaquette, gracias a la generosidad del poeta tlaxcalteca Miguel N. Lira, quien tenía una editorial, más bien artesanal, y se distinguía por el gran esmero que ponía en su producción. Aunque es una publicación pri-meriza, se advierte ya su talento literario, los balbuceos y las huellas

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ajenas de quien empieza a labrarse un camino. El libro no deja de ser importante en cuanto contiene, por una parte, la atracción del mito (la luna como espejo de la feminidad) que sería fundamental en el futuro escritor y su interés por hacer de la poesía parte indisociable del poema, como lo advirtió Heliodoro Valle.

Como te recobré, Poesía,en el límite preciso entre una estrella y otra;equidistante y perfecta,cabellera de luz, cuerpo de plata.Cómo volviste a ser, Poesía,en la frontera exacta de la luz y la sombra;cómo volviste a mí, Poesía,tan casta en tu desnudez, vestida de pudores.

[…]

¿Con qué nombre llamarte,puesto que creces, silvestre luna,

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de las estrellas y sólo en tu memoriavibra la música?

Por cuanto contiene de anacrónico la plaquette, sobre todo en relación a la luna como tema, cantada con la melodía del modernismo en el siglo de las vanguardias, Octavio Paz consideró a su primer libro como un pecado irredimible.

En México: la agitación cardenista, el vuelco hacia la izquierda, con las banderas de la reforma agraria y las banderas rojinegras de las huelgas. Ataques en las páginas de las revistas y periódicos entre los bandos po-líticos. Ideología y griterío. En Europa el enseñoramiento del fascismo, y la Unión Soviética es la enseña de la tierra de la promisión para los desheredados. Las calles se tiñen de rojo en Berlín y España; la Repú-blica es agredida por la bota militar y el clero conservador. Es 1936 y ha estallado la Guerra Civil en suelo español. Las pasiones políticas se desatan. El joven Paz se suma al bando de los que luchan contra el fas-cismo. Ha sonado la hora de la poesía política. Y escribe en s olidaridad con los obreros y campesinos españoles, que luchan contra la brutalidad

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franquista, su poema “¡No pasarán!”, con el tono exaltado del compro-miso social. Los versos tienen la consistencia de una retórica ad hoc:

Hay inválidos camposy cuerpos mutilados;vides secas y cenizas dispersas;cielos duros llorandolos huesos olvidados;hay un terrible grito en toda España,un ademán, un puño insobornable,gritando que no pasen.No pasarán. No, jamás podrán pasar. De todas las orillas del planeta,en todos los idiomas de los hombres,un tenso cinturón de voluntadesos pide que no pasen.

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En todas las ciudades,coléricos y tiernos,los hombres gritan, lloran por vosotros.

El poema fue publicado como folleto, en papel periódico; una edición bas-tante humilde. Se hizo un tiraje de tres mil quinientos ejemplares; se puso a la venta y el dinero que se recaudó fue donado al Frente Popular Español en México. En el colofón de la publicación se lee: “En prenda de simpatía y adhesión para el pueblo de España, en la lucha desigual y heroica que actualmente sostiene”.

Jorge Cuesta le reprochó al joven Octavio ese estilo de escritura y su actitud de suma candidez. Bernardo Ortiz de Montellano, uno de los poetas del grupo Contemporáneos, en una reseña, destacó que Paz había dejado entrever sus conocimientos de la poesía moderna, “de la poesía actual”; pudo haber nombrado a Neruda. Y afirmó que lo que había hecho el poeta no era poesía sino retórica. Aunque Paz escribió al calor de la hora, en la que era fácil confundir poesía con propaganda y panfleto, no cabe duda que mostró su talento para inventar metáforas.

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En el umbral de la vejez el autor comentó que a pesar del resultado se trataba de un poema escrito con la tinta de la sinceridad.

Paz ha dejado atrás los años del primer aprendizaje. Poco d espués de las revistas adolescentes ya mencionadas se embarcó en una a ventura c ultural de mayor envergadura y trascendencia: la creación  de Taller. Octavio Paz, con sus nuevos amigos, se proponía, a través de esa r evista, re conocer la deuda literaria adquirida con los e scritores de C ontemporáneos y al mismo tiempo hacer la crítica profunda de sus obras. En el momen-to en que funda Taller lo aproxima a ellos la simpatía literaria, pero lo aleja su carencia de interés en los asuntos p olíticos, salvo el caso de Jorge Cuesta. Los comienzos de la vida adulta de O ctavio Paz coinciden con los años del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, quien ha pasado a la historia de México por haber tomado en serio los postulados socia-les de la Revolución mexicana y por haber expropiado el petróleo a las compañías inglesas y holandesas. La política nacionalista del gobier-no exaltaba los espíritus. Cárdenas había concedido amplias libertades p olíticas, el Partido Comunista ya no vivía en la clandestinidad, la Unión Soviética era el faro que guiaba las luchas sociales. Paz se convirtió en

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c ompañero de ruta de los comunistas, como se decía entonces. Era joven y se identificó con las tareas educativas del c ardenismo. Abando-nó la universidad —el estudio del derecho se había vuelto tedioso—, buscó alejarse del medio familiar (“Cuartos y cuartos, habitados / sólo por sus fantasmas, / sólo por el rencor de los mayores / habitados. Fa-milias, / criaderos de alacranes”, escribió en “Pasado en claro”) y aceptó un empleo como profesor de educación primaria en una escuela para hijos de obreros en el lejano estado de Yucatán.

La nueva experiencia dejaría una profunda huella en el poeta. Por p rimera vez se enfrentó in situ con esa faceta de su cultura que es el pasado prehispánico, y reflexionó en ese ámbito sobre las civilizaciones que le ofrecían otra visión del mundo y la cultura. Frente a las piedras m ayas tomó conciencia de la otredad, de otra experiencia de la idea del tiempo y de un mundo de formas muy apartado de su mundo cultural primero. El paisaje de la península yucateca y su situación lo motivaron a escribir su primer poema largo, que contiene ya aspectos que e starían presentes en su futura obra poética. En Yucatán, t erritorio a varo en agua, s embrado de henequén, planta que es sinónimo de p enuria y c ondena,

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de esclavitud, Paz escribe en los versos de Entre la piedra y la flor, publi-cado en 1941:

¡Si pudiera cantaral hombre que vive bajo esta piel amarga!El nacimiento,el espanto nocturno,la vasta mano que puebla y despuebla la Tierra.

Mientras estaba en Yucatán fue invitado a asistir al II Congreso Inter-nacional de Escritores Antifascistas que se celebró en Valencia, España, en 1937. Él comentó que esa invitación había sido posible gracias a Pablo Neruda, quien le sugirió su nombre al comité organizador del congreso. Este hecho muestra el gran prestigio que había alcanzado en su temprana juventud.

Su segundo libro, Raíz del hombre, mostró un salto notable. Fue recibido como la obra de un poeta consumado. Paz no había cumplido aún los treinta años. En Taller demostraba que sus lecturas eran muy amplias,

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que su curiosidad se desplegaba por todos los puntos cardinales del mapa cultural del mundo y que su energía intelectual era inagotable. Su opinión sobre movimientos literarios, libros y artes plásticas empezó a ser respetada y tomada en cuenta.

Raíz del hombre es, como Luna silvestre, un texto dividido en quince cantos. El eje del poema es la mujer: un t erritorio erótico que hay que descubrir, palmo a palmo; la posesión total del cuerpo es la recompensa. Lo erótico sólo puede reflejarse en el espejo del amor que hace ambigua la conquista, y la pa-labra es insuficiente para nombrar lo que motiva la desnudez:

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Eléctrica y terrible,atraviesa en ráfagas mi sangre:el llanto que sollozan tus entrañas,el relámpago inmóvil de tu carne,el vaho de tu presenciaque me cubre de sombras, voces tibias,de mármoles en llamas,de criaturas que gimen, invisibles.Las lentas sombras del Amor ascienden,inundan nuestros ojos, nuestros cuerpos,como aguas sombrías,espesas, impalpables,calcinado silencio y mortal sombra.

En el amor no hay formas,sino tu inmóvil nombre, como estrella.

Paz no sufre la angustia de las influencias: está en plena formación y toma su bien donde lo encuentra. Jorge Cuesta, con su certero ojo

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c rítico, valoró positivamente el libro y destacó que las voces de sus ma-yores: López Velarde, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Pablo Neruda, resuenan en sus poemas. Llama la atención que no haya mencionado la más importante: la de Juan Ramón Jiménez. Paz no es un epígono: sabe advertir lo que de moderno hay en esos poetas e incorpora sus procedi-mientos a su escritura.

Dijo Cuesta:

este poeta está impaciente por madurar, por crecer, porque no tenga sólo forma de mujer la belleza que lo hiere, y se complace en hacerla imprecisa, obscura, tenebrosa. La señala en el espesor de las som-bras, en las corrientes subterráneas de la sangre, en la voz ahogada y confusa de los latidos.

Cuando Octavio Paz zarpó hacia París con destino final en Madrid, era ya un escritor que había adquirido una sorprendente madurez artística. En España se reencontrará con Rafael Alberti. Se habían conocido en 1934 en México. El poeta andaluz se había trasladado a México para

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hacer propaganda a la causa de los mineros asturianos. Todos sabemos cómo empezó y acabó la sublevación de los obreros de Asturias. Cuenta Paz que Alberti fue el primero en advertir su interés por la poesía como un fenómeno esencialmente de lenguaje, y que el lenguaje en él se ha-bía convertido en el centro mismo del poema. Un día de 1934, Efraín Huerta lo llamó por teléfono para decirle que Alberti lo quería conocer. Estaban reunidos en el bar “Alfonso”. “Alberti y María Teresa [se re-fiere Paz a la esposa del poeta] eran muy bellos y parecían dos ángeles caídos”. Y precisamente el español era autor del libro Sobre los ángeles, una de las cumbres de la poesía surrealista. Paz era consciente ya de la importancia del movimiento fundado por André Breton y sus amigos.

Fue toda una revelación la nueva estética del surrealismo, pero éste no fue asumido consciente y deliberadamente. Luego de un l argo proceso Paz descubrió que ese movimiento significaba, más que una estética, una actitud, una toma de posición ante un mundo regido por los i mperativos de la razón y de un orden estético ya agotado. El s urrealismo era para él indisociable de una ética. Pero antes señalemos dos puntos: Octavio Paz nunca fue lo que llamaríamos un poeta surrealista o su rrealista en estado

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puro, y su pleno acercamiento al surrealismo se dio a raíz de su amis-tad con André Breton, en el París de los años cuarenta. Las urgencias políticas del momento no habían sido propicias para el encuentro entre ambos poetas con motivo de la visita del escritor francés a México en 1938. Eran los años del cardenismo y del contacto con los comunistas. Ante los ojos de un amplio sector de la izquierda mexicana, Breton no era sino un agente del trotskismo. El escritor francés había m ovido cielo y tierra para llegar a México. Justificaba su viaje diciendo que quería escribir sobre ciertas realidades nacionales, pero en el fondo ése era sólo un pretexto para conocer a Trotski, quien se hallaba asilado para huir de la persecución de Stalin. El que Breton fuera considerado simpatizante del trotskismo impidió entonces el trato entre el poeta mexicano y el autor de Nadja.

Pero habíamos mencionado que Paz había visitado ya España. Viaje fecundo en su vida por muchos motivos. Lo que importa destacar es que conoció entonces a Vicente Huidobro, a César Vallejo y a Jorge Guillén, entre otros. Su estancia duró casi cuatro meses y durante ese tiempo desplegó una intensa actividad al margen de su participación en

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el congreso: leyó poemas, dio conferencias por radio, escribió a favor de la causa republicana, y lo más importante: trabó amistad con los escri-tores ligados a la revista Hora de España, como Juan Gil-Albert, Ramón Gaya, Luis Cernuda, Arturo Serrano Plaja, Manuel Altolaguirre. El compromiso fue total.

En 1938 está de regreso en México, donde escribe con mucha fre-cuencia artículos políticos en el diario El Popular, de clara tendencia izquierdista. Destaca en esa actividad por la elegancia de su expresión y la profundidad de sus opiniones. En Taller da hospedaje a las páginas que escriben sus amigos de la revista Hora de España, que en el exilio mudó de nombre: pasó a llamarse España Peregrina al ser derrotada la República española. Pero un año después la vida de Octavio Paz se verá afectada por los cambios políticos. La aceptación se tornará en r echazo. En 1939, el pacto Hitler-Stalin lo lleva a escribir sobre su desencanto con el c omunismo, sobre todo con la Unión Soviética. Las relacio-nes con sus compañeros se hicieron a partir de esos momentos muy d ifíciles. Para la izquierda mexicana de orientación estalinista se convir-tió en un apestado político. Se le acusó, como sucedió años a ntes con los

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escritores de la revista Contemporáneos, de extranjerizante, c osmopolita y exquisito. Al mismo tiempo llegaron a México varios artistas que bus-caban refugio ante el clima de inestabilidad y peligro que se vivía en Europa; entre ellos había militantes del trotskismo como Víctor Serge y surrealistas como Benjamin Péret. La poesía también se vio afectada por la nueva posición social de Paz, que realizó una autocrítica de su obra y reconsideró los dos polos entre los que se había movido su escri-tura: erotismo y compromiso político.

La amistad con los autores surrealistas orientó su poesía hacia nuevos horizontes. Muchos años después Paz recordaría:

gracias a mis amigos de El Hijo Pródigo (que era la revista literaria más importante de esa época, dirigida con un espíritu muy abierto por el poeta Octavio Barreda) y a mis nuevos amigos europeos pude encontrar una vía de salida del enredo moral, político y estético que me asfixiaba al iniciarse la década de los cuarenta.

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Octavio Paz se sentía fastidiado e incómodo ante el ambiente de hostilidad que lo rodeaba; buscó una salida y la encontró en la Beca Guggenheim, que obtuvo en 1943. Viajó a San Francisco, California, y descubrió la lírica estadounidense. En esos años estaban en el apogeo de su prestigio literario los poetas que fundaron la modernidad de la poesía norteamericana: T.S. Eliot, Ezra Pound, Wallace Stevens, E.E. Cummings, William Carlos Williams. Esa versión de la modernidad se relacionaba en ellos con la búsqueda de un lenguaje poético que tomó como base el habla coloquial, la expresión directa y sencilla heredada de la poesía china, por un lado, y por el otro, la potencialidad de la palabra como sustancia misma del poema: la lección de los maestros franceses tamizada por la experiencia de la cultura en el mundo anglosajón. Las lecturas de Paz fueron intensas y profundas, y entre ellas destacó la de los románticos ingleses en su lengua original. La poesía de Octavio Paz navegaba ahora por otro de los afluentes del gran río de la Poesía con mayúscula. Cada vez quedaba más lejos el compromiso político como punto de partida para escribir. Eros adquiría otras dimensiones en su escritura; la experiencia vivida se transmutaba en lenguaje. Su estancia en Estados Unidos le permitió tener una perspectiva de la t radición

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poética de su país. Para los años cuarenta los Contemporáneos habían escrito ya sus libros más importantes y se había iniciado una l ectura atenta de los modernistas mexicanos. Cabe aclarar que se entiende como modernismo en México y Latinoamérica lo que en Francia y otros países se llamó simbolismo y parnasianismo.

En Estados Unidos, debido a la Segunda Guerra Mundial, el d inero e scaseaba y por ello la Fundación Guggenheim decidió reducir el mon-to de su beca a la mitad. Con una familia que mantener y ante la negra perspectiva de regresar a México, buscó trabajo y lo encontró en el Con-sulado de México en San Francisco como mecanógrafo, con la categoría de empleado local. Poco después, por su buen desempeño, manifiesto en, por ejemplo, sus informes sobre la fundación de la ONU, donde es-tuvo presente para auxiliar a la delegación mexicana, fue admitido en el servicio diplomático.

La suerte quiso que su ingreso a la Secretaría de Relaciones Exteriores se diera cuando ocupaba el máximo puesto en esa institución el general Francisco Castillo Nájera, que había sido amigo de su padre, con quien

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compartió intereses intelectuales. Castillo Nájera escribió poemas y es autor de la única antología de poesía belga que existe en español, ade-más de que destacó por su gran labor en la diplomacia mexicana.

El primer destino diplomático de Paz fue París, a donde llegó en 1945. Hay que leer las lúcidas notas de George Steiner sobre el París de la ocupación nazi, cuando, paradójicamente, en un ambiente de persecu-ción y de zozobra para muchos intelectuales, con los judíos en la mira de la represión, se escribieron obras de gran trascendencia no sólo para la cultura francesa. Fueron los años en que Jean-Paul Sartre y Albert Camus, Paul Claudel y André Malraux, Louis Aragon y Paul Éluard habían alcanzado la cima de su prestigio como creadores. La inercia de ese ambiente se extendió a los años de la inmediata posguerra. Paz se instaló en París, y muy pronto hizo amistad con André Breton y co-menzó a colaborar en la revista Fontaine, que se situaba al margen de la izquierda estalinista y de la derecha maurrasciana. Octavio Paz está en París cuando se lleva a cabo una profunda renovación en el pensamien-to filosófico y en los métodos de la crítica literaria. Y también está en París cuando se discute la validez del intelectual comprometido, engagé,

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como se solía decir. Se hallaba en un ambiente bastante estimulante. Desde ahí observa a su país y reflexiona sobre su cultura. Escribe El laberinto de la soledad y un libro que será central, la cumbre de su obra poética: La estación violenta. Desde Europa colabora en las publicacio-nes más i nteresantes de México, que no eran muchas en esa época, pues se podían contar con los dedos: México en la Cultura y la Revista de la Universidad. Los años diplomáticos de París tuvieron un paréntesis: hubo viajes y estancias en el Oriente, en la India y Japón. Fue el con-tacto inicial con las culturas marginales dentro de nues-tra tradición occidental y su p rimer acercamiento a una espiritualidad inédita para su pensamiento, que motivó una gran curiosidad literaria, la cual dio como fruto la traducción de poemas chinos y haikús j aponeses

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mediante el auxilio de amigos expertos, y ensayos sobre la estética de Oriente. En el sístole y diástole de absorber lecturas y e xperiencia, de reflexionar sobre los peligros de la historia y sobre el deseo eróti-co y el lenguaje sin mancha de pecado original, ese pecado original que es el ruido de la historia, prometida como paraíso, Octavio Paz fue construyendo una sólida obra que logró el reconocimiento mundial. La estación violenta es el libro de la madurez, de los plenos poderes como poeta, pues en él están p resentes los ejes de su poesía, que a partir de entonces no se modificarían: el amor y el deseo en el ámbito de una pa-sión por la libertad de la palabra que, en sí misma, es la realidad última de la poesía y del hombre en su dimensión espiritual. Piedra de sol es el poema fundamental y de fundación. Es la síntesis de todas sus inquie-tudes como un poeta que reflexiona ante su tradición literaria y que ha sufrido las contaminaciones de la historia. La amistad y el fructífero diálogo que Octavio Paz tuvo con André Breton, el sumo sacerdote del surrealismo, se plasmaron en obras como Piedra de sol. Pero como ya mencionamos, Paz no fue un escritor surrealista, la poesía del surrealis-mo no le interesaba en sí misma, ni le atrajeron juegos como el cadáver exquisito o la escritura automática; lo que de él tomó fue su programa

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y sus utopías poéticas. Para Paz el s urrealismo fue un m ovimiento his-tórico que d egeneró en un estilo y una convención. Todo lo que está manchado por la historia, todo lo que está sujeto a la corrosión del tiempo, es rechazado por el mexicano. En 1959, cuando ya había publi-cado La estación violenta, habló con el traductor francés Claude Couffon sobre el surrealismo y el papel que éste había desempeñado en su pro-ceso creador: “Para mí su influencia ha sido decisiva, pero más como mentalidad, como actitud... He encontrado en el surrealismo la idea de la rebelión, la idea del amor, y de la libertad, en relación con el hombre”.

Pienso que no hay mejor definición de lo que buscó expresar en el poe-ma Piedra de sol. En las páginas autobiográficas ya mencionadas, Paz nos habla de una experiencia toral en su vocación poética, sobre la que reflexionó en múltiples ensayos dedicados a la poesía misma y a los poetas que le interesaron. En ellas relata el instante revelador: “Una tarde, al salir corriendo del colegio, me detuve de pronto: me sentí en el centro del mundo. Alcé los ojos y vi, entre dos nubes, un cielo azul abierto, indescifrable, infinito. No supe qué decir: conocí el entusiasmo y, tal vez, la poesía”. Piedra de sol puede considerarse como una vasta

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e xperiencia poética cuyo centro es ese instante de revelación en el que se está en presencia de un poema lleno de mundo, en que toma cuerpo la idea de la mujer y el deseo en plena libertad, en un espacio y un tiempo míticos, un tiempo cíclico como el prehispánico, no contaminado por los accidentes de la historia; para destacar este hecho, Paz parte de su biografía personal y por eso se escuchan los ruidos de la historia, de la vida cotidiana alterada por todas las excrecencias existenciales.

En unas notas que acompañaban al poema Piedra de sol, en la primera edición, se puede advertir el interés de Paz por las culturas p rehispánicas y su visión de un tiempo central y circular que forma el entramado m ítico sobre el que se desarrollaba una idea de movimiento, una idea de los hombres insertos en un tiempo. Con base en ello Paz funda una u topía del amor y de la pareja de amantes, con su ración de paraíso, f uera de la historia y de un tiempo sucesivo, donde se vive la cárcel de un yo, de una entidad sin la posibilidad de ser otro, de reencarnar en otro yo sujeto sólo a los dictados del deseo. Escribe Paz:

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En la portada de este libro aparece la cifra 585 escrita con el sistema maya de numeración; asimismo, los signos mexicanos c orrespondientes al Día 4 Olín (Movimiento) y al Día 4 Ehécatl (Viento) figuran al principio y al fin del poema. Quizá no sea inútil señalar que este poema está compuesto por 584 endecasílabos. Este n úmero de versos es igual al de la revolución sinódica del plane-ta Venus, que es de 584 días. Los antiguos mexicanos llevaban la cuenta del ciclo venusino (y de los planetas visibles a simple vista) a partir del Día 4 Olín; el Día 4 Ehécatl señalaba, 584 días después, la conjunción de Venus y el Sol y, en consecuencia, el fin de un ciclo y el principio de otro.

Este tiempo circular marca el ritmo del movimiento, de la movilidad de los versos que van tejiendo el texto dentro de su estructura circular; por ello no hay puntos finales sino comas y dos puntos. Otra clave para ingresar en el imaginario que constituye el poema es, por supuesto, el epígrafe que lo encabeza: la primera cuarteta del soneto “Artémis”, de la serie Les chimères de Gérard de Nerval. La elección de los versos del

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poeta francés señala la filiación romántica de Paz, con el amor y el deseo como liberación. Los versos del epígrafe dicen:

La treizième revient… c’est encor la première;et c’est toujours la seule —ou c’est le seul moment;car es-tu reine, ô toi, la première ou dernière?es-tu roi, toi, le seul ou le dernier amant?

[La decimotercera regresa... es aún la primera;y es siempre la única —o es el único momento:¿acaso eres tú reina, oh, tú, la primera o la última?¿eres tú rey, tú, el único o el último amante?]

Al emplear números ordinales para referirse a los amantes, Nerval nos está remitiendo al tarot como el camino para interpretar el orden dentro del caos. El arcano de la muerte, la decimotercera carta, significa renovación del ciclo y paso a otra etapa. En un libro sobre el tarot e scrito por Eden Gray se lee que la carta número trece —la muerte con armadura de caba-llero— no representa obligatoriamente la muerte física, sino la de nuestro

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antiguo ser: su significado adivinatorio se refiere a lo que cambia y se trans-forma. A veces simboliza destrucción seguida o precedida por renovación.

En su primer movimiento el poema se extiende hacia el futuro como un río que avanza. Hay una voz impersonal que habla de un agua que “mana toda la noche profecías”. Y de repente hallamos la presencia de Tú, la mujer a quien se dirige la voz que canta en Piedra de sol; la que hace al mundo visible por su cuerpo y transparente por su presencia. La voz se personifica en la próxima estrofa con la aparición de un Yo que avanza hasta penetrar “los corredores de un otoño diáfano”. Entonces mujer y mundo se hacen un solo cuerpo que Yo recorre amorosamente hasta despeñarse, recoger sus fragmentos y proseguir sin cuerpo y a tientas por otros corredores que esta vez son los de la memoria. Allí el recuerdo desvanece lo que la memoria conserva y la mano deshace lo que toca. El Yo sale de sí mismo en busca de un instante y de un rostro. La búsqueda se cumple a través del acto de la escritura. Mujeres y resurrecciones, ascensos y caídas tejen la espiral del poema.

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Podemos decir que Piedra de sol es un poema en el que una escritura se sobrepone a otra formando así un palimpsesto: sobre la piel del poema van quedando las huellas de vida de Octavio Paz, el tiempo que lo vive y el tiempo que vive, transmutados en experiencia poética: la palabra da peso al mundo, sólo por la palabra el deseo es real. La experiencia de E spaña en llamas, que Paz visita por primera vez durante la G uerra C ivil, en 1937, momento en que la historia irrumpe con violencia, no logra destruir ese paraíso inventado por los amantes:

Madrid, 1937,en la Plaza del Ángel las mujerescosían y cantaban con sus hijos,después sonó la alarma y hubo gritos,casas arrodilladas en el polvo,torres hendidas, frentes escupidasy el huracán de los motores fijo:los dos se desnudaron y se amaronpor defender nuestra porción eterna,nuestra ración de tiempo y paraíso.

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Se añade la actitud romántica del poeta, de un poeta habitado por el amor, donde el sueño y el deseo trascienden una realidad lúgubre. La mujer sigue en el centro del torbellino que es el poema:

entrevista muchacha reclinadaen los balcones verdes de la lluvia,adolescente rostro innumerable,he olvidado tu nombre, Melusina,Laura, Isabel, Perséfona, María,tienes todos los rostros y ninguno,eres todas la horas y ninguna,te pareces al árbol y a la nube,eres todos los pájaros y un astro,te pareces al filo de la espaday a la copa de sangre del verdugo,yedra que avanza, envuelve y desarraigaal alma y la divide de sí misma,escritura de fuego sobre el jade.

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“Todos los siglos son un solo instante”, se asegura en un verso. Piedra de sol puede también leerse desde su intención de totalidad, como “El Aleph” de Borges, sólo que en el poema la aventura es más que inte-lectual: hay espacio para las pasiones, donde se expresan las potencias del sueño y los deseos. El poema expresa también la filiación romántica de Octavio Paz, y por eso al verso lo cruzan vientos de surrealismo, si consideramos que con este movimiento culmina la ambición romántica de instaurar una realidad al margen de la historia donde sólo el lenguaje es piedra de fundación y llave del arco. El texto empieza donde termina porque el tiempo es circular y el lenguaje hace posible la resurrección de todos nuestros instantes.

Octavio Paz escribió después de Piedra de sol poemas memorables que no modificaron su visión del mundo y del lenguaje, sino que profun-dizaron en ella y fueron frutos de esa biografía privilegiada de la que hemos hablado, pues su dilatada vida le permitió atestiguar el ocaso de las vanguardias y hacer el balance de todo lo que sigue vigente en ellas. La filiación romántica de Paz sólo la canceló la muerte, que ocurrió el 19 de abril de 1998.

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En su sepulcro virtual bien podrían acompañarlo como epitafio los si-guientes versos de su autoría:

Soy hombre: duro pocoy es enorme la noche.Pero miro hacia arriba:las estrellas escriben.Sin entender comprendo:también soy escrituray en este mismo instantealguien me deletrea.

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