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Palabra de Dios y compromiso en el mundo Card. Peter K.A. Turkson 09 Febrero 2011 Presidente, Pontificio Consejo "Justicia y Paz" Introducción Saludo cordialmente a Su Eminencia, a los Excelentísimos señores Arzobispos y Obispos, a los muy apreciados Sacerdotes, y a todos ustedes: mis Hermanos y Hermanas en la llamada única a seguir a Jesús como discípulos. Porto conmigo los saludos y los mejores deseos en la oración del Pontificio Consejo "Justicia y Paz". Confío en que vuestras jornadas aquí, reflexionando sobre la Sagrada Escritura como Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, hayan sido muy fructíferas. Aunque ya existen muchas versiones de la Biblia en castellano[1], esta ha sido una ocasión para la presentación de la espléndida nueva Biblia de la Conferencia Episcopal Española[2]. Esperamos que el gran trabajo realizado en la elaboración de esta versión, mejorando su fidelidad a los textos originales, la haga más "comunicativa con la cultura moderna", y contribuya a que los cristianos vivan adecuadamente sus compromisos en el mundo. Esta mañana, desearíamos dirigir, para clausurar este congreso, la consideración de la Palabra de Dios en la Escritura, no sólo como fuente de vida y alimento de la Iglesia, sino también como fuente y contenido de la misión misma de la Iglesia y de su actividad en el mundo. Primera parte La Palabra de Dios como Revelación del Compromiso de Dios en el mundo Queremos advertir en primer lugar que la Palabra de Dios es fuente y contenido del compromiso de la Iglesia en el mundo, porque es, primeramente y ante todo, revelación del propio compromiso de Dios en el mundo. Y así, a grandes rasgos, podemos inmediatamente contemplar, cómo la Palabra de Dios revela su compromiso con el mundo: como palabra de la creación en los primeros capítulos de la Biblia.

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Ponencias que nos ayudan a comprender la Sagrada Escritura

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Page 1: Congreso Bíblico

Palabra de Dios y compromiso en el mundo

Card. Peter K.A. Turkson 09 Febrero 2011

Presidente, Pontificio Consejo "Justicia y Paz"

 

Introducción

Saludo cordialmente a Su Eminencia, a los Excelentísimos señores Arzobispos y Obispos, a los muy apreciados Sacerdotes, y a todos ustedes: mis Hermanos y Hermanas en la llamada única a seguir a Jesús como discípulos.

Porto conmigo los saludos y los mejores deseos en la oración del Pontificio Consejo "Justicia y Paz". Confío en que vuestras jornadas aquí, reflexionando sobre la Sagrada Escritura como Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, hayan sido muy fructíferas. Aunque ya existen muchas versiones de la Biblia en castellano[1], esta ha sido una ocasión para la presentación de la espléndida nueva Biblia de la Conferencia Episcopal Española[2]. Esperamos que el gran trabajo realizado en la elaboración de esta versión, mejorando su fidelidad a los textos originales, la haga más "comunicativa con la cultura moderna", y contribuya a que los cristianos vivan adecuadamente sus compromisos en el mundo.

Esta mañana, desearíamos dirigir, para clausurar este congreso, la consideración de la Palabra de Dios en la Escritura, no sólo como fuente de vida y alimento de la Iglesia, sino también como fuente y contenido de la misión misma de la Iglesia y de su actividad en el mundo.

 

Primera parte

La Palabra de Dios como Revelación del Compromiso de Dios en el mundo

Queremos advertir en primer lugar que la Palabra de Dios es fuente y contenido del compromiso de la Iglesia en el mundo, porque es, primeramente y ante todo, revelación del propio compromiso de Dios en el mundo. Y así, a grandes rasgos, podemos inmediatamente contemplar, cómo la Palabra de Dios revela su compromiso con el mundo:

como palabra de la creación en los primeros capítulos de la Biblia.

como palabra de la llamada y de la alianza en la historia de la vocación de la salvación de Abrahán y de Israel

como palabra de la llamada, de la presencia y de la salvación en la encarnación, ministerio, pasión y resurrección de Jesús, y

como palabra de la llamada misionera (evangelización) y del ministerio en Pentecostés y en la vida de la Iglesia a través de los

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siglos. Este último punto coincide explícitamente con el tema que me ha sido asignado para esta mañana: el compromiso de la Iglesia en el mundo

1. La Palabra de la Creación:

La primera instancia de la revelación de la Palabra de Dios al mundo, fue en realidad, en la creación. La serie de expresiones "Dios dijo" ( ו י א מ ר ) realizaron "la irrupción en el silencio de la nada"[3] para producir la realidad creada. La Palabra de Dios ("y Dios dijo: hágase...") transformó el "caos" en los albores de la creación en un "cosmos", un ordenado sistema mundial, capaz de sustentar la vida humana.

El prólogo del Evangelio de Juan expresa bellamente este primer compromiso de la palabra de Dios con el mundo como "creación": "Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe" (Jn 1, 3; cfr. Is 45, 12. ss; Job 38,4; Neh 9,6 etc.). Lo que ha sido llamado a la existencia por la Palabra de Dios era "vida". La Creación nace de la Palabra de Dios que supera la nada y crea vida.

La Creación, sin embargo, no es un encuentro fugaz de la Palabra de Dios con el mundo. Creación denota más específicamente un sostenido encuentro de su Palabra con el mundo, que continúa en la existencia, porque Dios continúa a sostenerlo con su Palabra. Dios está siempre comprometido con la creación, obra de sus manos; y es éste el sentido de la creación como cosmos, el que mejor ilustra el poder sustentador de su palabra en la creación. "Cosmos" (κοσμέω –-- cfr. cosméticos) describe el mundo creado como un ordenado y adornado sistema. Ello connota belleza y bondad, porque hay orden; y esto es en lo que la Palabra de Dios ha transformado el caos (el tohu wabohu) en la creación. Así, el caos ante la presencia de y con la Palabra de Dios se convierte en un cosmos. Por el contrario, el cosmos privado de, y sin la Palabra de Dios se revertirá en caos. La continuada existencia y evolución del cosmos, por lo tanto, se debe al poder creador y transformador de la Palabra de Dios siempre presente en el mundo. Así fue dicho por el profeta: "(Dios) no la creó caótica, sino que para ser habitada la plasmó" (Is 45, 18).

El compromiso de Dios para el mundo, como un sistema creado, es revelado no sólo por el sustento de la Palabra y la permanencia de la creación en el ser; es también dado a conocer por el cumplimiento del designio de Dios en el mundo por medio de su Palabra (Is 55, 10ss). En este sentido, para el mundo sería una situación crítica y arriesgada el hecho de estar sin la Palabra de Dios, ya sea a causa de sus propios pecados (Amós 8, 11) ya sea por la falta de profetas y sacerdotes (Sal 74, 9).

Por tanto, los relatos de la creación, nos muestran a Dios que actúa en el mundo como fuente de vida y amante de la vida, estableciendo, de este modo, orden y belleza, y disipando el caos y la confusión; la confusión de roles e identidades conduce al caos. Dios es, pues, promotor y amante de la vida.

2. La palabra de la Llamada y de la Alianza

La segunda instancia de la revelación de la Palabra de Dios en el mundo, como una expresión del compromiso de Dios con lo que ha creado, es la historia de la

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salvación del ser humano, la cual también tomó la forma de una "llamada" (la palabra de la llamada). Ésta inicia con la vocación de Abrahán, que luego condujo a la llamada de Israel como pueblo de Dios. En Abrahán y en su descendencia, el pueblo de Israel, la Palabra de Dios, de llamada se tradujo en promesa y bendición, por la cual Dios se compromete con Abrahán y su descendencia por medio de una serie de alianzas, gratuitas iniciativas de Dios, que les ofrece su amistad y los invita a la comunión y a la fraternidad.

Así, Dios llamó a Abrahán en Ur de los Caldeos, le prometió hacer de él una gran nación, un gran nombre, y que sería una bendición para todas las familias de la tierra (Gn 12, 1-3). La vida de los patriarcas Isaac y Jacob supuso el inicio de la realización de los contenidos de las promesas incluidas en la primera palabra de la llamada dirigida a Abrahán

Esta primera palabra de la llamada condujo a una segunda palabra de la llamada, la que sacaría de Egipto a los hijos de Israel. "De Egipto llamé a mi hijo" (Os 11,1; Ex 3,6 ss). Nuevamente, Dios, de acuerdo con esta llamada, se comprometió con los hijos de Israel en un pacto sobre el Monte Sinaí (Ex 19-20; 24; Dt 5, 2; 29; Jr 11, etc.): "Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo". Esta fue la idea-clave de aquella alianza; y Dios se estableció con Israel en "la tierra prometida".

El surgimiento de los Jueces y de los Reyes -sobre todo la elección de David (2 Sam 7), a quien Dios prometió "mantener siempre una lámpara encendida delante de él en Jerusalén"-, la unción real y la vocación profética pertenecen al ámbito del compromiso de Dios con Israel como su pueblo y heredad.

A través de su palabra, como palabra de la llamada y como palabra de la alianza, Dios se comprometió con la descendencia de Abrahán, el pueblo de Israel, con una serie de alianzas que fueron introduciéndolo en la comunión con Dios, aun cuando Israel daba muestras de ser indigno de ello. La iniciativa era siempre de Dios. Su amor y su misericordia, y no los méritos de Israel, sostenían su llamada y su alianza con él.

En esta fase de la historia de Israel, el compromiso de Dios toma la forma de la revelación de la absoluta gratuidad de su condescendiente iniciativa de comprometerse a sí mismo con la humanidad en alianzas, proyectándola en la amistad y la comunión. En la consiguiente relación, Dios revela el amor, la misericordia, la compasión y la fidelidad con la cual se compromete con el mundo y la humanidad, mientras que mantiene ante el mundo las virtudes de la paz, la justicia, la seguridad, la fraterna preocupación, la honestidad y la fidelidad, enseñando a cultivarlas. La historia de las "alianzas" (conduciendo a la "nueva y eterna alianza en la sangre de Cristo") es la historia del incansable compromiso y vinculación de Dios con el hombre y con su mundo. Como en la proverbial "madre" de la profecía de Isaías (Is 49, 15), Dios no puede olvidar a "su hijo pequeño", el mundo y el hombre que Él ha creado.

El exilio de Babilonia concluye esta fase de la existencia de Israel en la "tierra prometida"; pero esto fue para conducir a otra palabra de la llamada a través de la cual Dios restauraría a su pueblo en la "tierra prometida". En efecto, cuando Dios "tomó de la mano derecha, a Ciro, lo ungió y lo llamó por su nombre" (Is 45, 4; 48,

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15), lo cual era para el bien de Israel, su elegido; era "para erigir la ciudad de Dios y realizar el propósito de Dios sobre Babilonia" (Is 48, 14b).

En el período del post-exilio y en cumplimiento de la completa liberación de su pueblo para servirle sólo a él y en santidad, Dios llamó a su siervo y abrió su oído para que escuchara el mensaje dirigido a su pueblo y posteriormente también para las naciones (Is 50, 4-5). "Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, la luz de las naciones" (Is 42, 6). En la unción y el poder del Espíritu de Dios, el siervo de Dios fue enviado no sólo para portar buenas nuevas y anunciar el año de gracia de Dios (Is 61, 1-2), sino para identificarse con los pecados de su pueblo. En solidaridad con ellos, él sufrió vicariamente por sus pecados para hacerlos justos (Is 53, 11-12). Esta fue otra llamada; y fue la llamada del Mesías.

Ya en el contexto de las relaciones de la alianza, Dios realizó ciertos signos de su bendición para con el mundo referidos a personas individuales. Abrahán fue como un signo de bendición para Abimelec; y José lo fue de igual modo para la tierra de Egipto. De modo semejante, Dios instituyó a Moisés como representante corporativo del pueblo, asumiendo en él mismo la suerte y el destino del pueblo (Ex 17, 10 ss.; 32, 32). Dios elegiría ciertos individuos y pueblos para ejercer roles través de los cuales Él mostrará su compromiso con el mundo y realizará sus propósitos en la vida de su pueblo, aun cuando esos roles fueran de meros intermediarios y representantes.

En la llamada y la misión del Siervo de Yahvé, en la profecía de Isaías, esta ulterior forma de compromiso de Dios con el mundo, en concreto, a través de figuras representativas y corporativas llegó a ser prominente. En la figura del Siervo de Yahvé, Dios preparó y dispuso a su Siervo, que no solo actuó en nombre de Dios, sino que también actuó vicariamente en nombre del pueblo de Dios para justificarlo (Is 52, 13-53,12): "Mi servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos" (Is 53, 11).

La actividad vicaria del Siervo de Yahvé forma parte del compromiso y vinculación de Dios con el mundo, pues muestra cómo un individuo puede, en nombre de Dios, llevar a cabo el plan de Éste para con el mundo, lo cual ha servido de preparación para la venida y la misión de Jesucristo, el Mesías: Él es la definitiva y plena revelación del compromiso de Dios para con el mundo.

3. La "Palabra" se hace carne: la presencia de Dios que salva

En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios descendió a la tierra, tomó carne y habitó entre los hombres. Como palabra-hecha-carne, la Palabra de Dios continua llamando a la humanidad a la vida y a la verdad que conduce a la vida; y llega a ser además presencia de Dios entre los hombres. Así, en Jesús, la palabra encarnada, la revelación del compromiso de Dios en el mundo y para el hombre fue expresada como una presencia: la presencia de Dios que sana, consuela, enseña, palpa y es palpada; la presencia que expulsa los demonios, perdona los pecados, y redime o salva; es la presencia que revela el infinito amor paternal de Dios. Pues "Dios ha amado tanto al mundo que envió a su hijo", palabra de vida eterna (Jn 6, 68), para que sus hijos tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10, 10).

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Jesús, la palabra-hecha-carne, continúa su llamada, que fue inicialmente dirigida a sus discípulos, sus primeros seguidores. Aquellos que vinieron para estar con Jesús y a quienes Él envió a predicar en su nombre. Para su bien, Jesús se santificó a sí mismo, para que también ellos pudieran ser santificados. (Jn 17, 19). Él los protegió en el nombre del Padre y veló por ellos (Jn 17, 12): "Padre Santo, protégelos en tu nombre, [el nombre] que tú me has dado" (Jn 17, 11). El aseguró a sus seguidores que estaría con ellos hasta el fin, y oró para que "aquelosa a quienes él ha revelado el nombre del Padre" (Jn 17, 6) puedan estar con Él donde él está, para ver su gloria (Jn 17, 24). Así, el amor del Padre por el Hijo y el Hijo mismo estarían con ellos.

De hecho, "Jesús amó siempre a los suyos que estaban en el mundo, y los amó hasta el final" (Jn 13, 1)[4]; y Él mostró la profundidad de su amor por sus discípulos cuando se reclinó con ellos en la mesa de la última cena. Ahí, Jesús actuó su compromiso con sus seguidores en dos sentidos: Él se mostró a sí mismo como servidor de todos, lavando sus pies ("Yo estoy entre vosotros como uno que sirve"); y a través de los signos sacramentales del pan partido y el vino ofrecido. Él se entregó a sí mismo como oblación por sus seguidores, y les ofreció esta oblación como comida (alimento). Pero esto no acabó ahí. Jesús hizo que este acto de total oblación fuera presencia permanente suya por medio de la institución de la Eucaristía en la última cena. "Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre —aquello por lo que el hombre vive— era el Logos, la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho para nosotros verdadera comida como amor".[5]

Con el nacimiento de Jesucristo, la Palabra de Dios asumió la carne, se hizo un hombre y una presencia en el mundo. Al hacerse hombre, Jesús fue reconocido como quien ha "tomado la condición de un esclavo" (Flp 2, 7), se ha hecho "cordero de Dios" (Jn 1, 36) además de "sacerdote y víctima de sacrificio" (Hb 9-10); se identificó con los pecadores, aceptando su bautismo (Mt 3, 13); asumió sus pecados y murió por el pueblo (Jn 18, 12); se hizo como uno "sin hogar" para estar junto los que no tienen hogar (Mt 8, 20; Lc 9, 58). El compromiso de Dios en el mundo asumió – en la "Palabra de Dios hecha carne"- una característica y significativa forma de solidaridad con la humanidad. Como presencia en la carne, Jesús se abrazó a los pequeños en una muestra de afecto. Él tocó a los enfermos, los sanó y los consoló, y ellos se acercaron a Él y lo tocaron. Él visitó a los enfermos y a los compungidos. Mostró su compasión, hacia las necesidades físicas de los hambrientos, hacia los ignorantes y hacia los entendidos, atendiendo las necesidades espirituales del perdón de los pecados, de la reconciliación y de la liberación de los espíritus inmundos. En síntesis, la vida y la misión de Jesús, la Palabra encarnada de Dios, revela el compromiso de Dios en el mundo en la múltiple forma de gestos, acciones y servicios que, estando centrados en Dios, van dirigidos a procurar el bienestar del hombre y su mundo.

Y lo más importante, Jesús percibió la exigencia de su misión, por ello eligió a sus seguidores (discípulos), preparándolos y dándoles poder para dicha misión. Con ellos, celebró la primera Eucaristía y la confió a ellos como un signo efectivo de su permanente e indefectible presencia, la máxima revelación del permanente compromiso de Dios con el mundo.

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4. La palabra de la llamada misionera a evangelizar

A través del encargo misionero que Jesús confió a sus seguidores, como apóstoles, el Logos, palabra de la llamada de Dios, continúa su obra, pero ahora como "palabra de la llamada misionera", y difundiéndose entre "todos aquellos que a través de su [apóstoles] palabra llegarán a creer en Él [Jesús]" (Jn 17, 20). Estos podrían ser "las otras ovejas que nos son de este redil; también a ésas debo conducir; escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, bajo un solo pastor" (Jn 10, 16).

En Pentecostés, esto comienza a suceder. La Palabra de Dios que acompañó la predicación de Pedro hasta reunir tres mil personas de distintas procedencias en torno a los discípulos de Jesús, da origen a la Iglesia. Ahí, a través de la Palabra de Dios, la oración, la fracción del pan y la fraternidad, la presencia de Dios con su pueblo fue celebrada y continúa celebrándose hasta nuestros días. "Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos" (Mt 18, 20). La presencia del Señor que actúa entre sus seguidores los hace testigos suyos, extensión de su ministerio en el mundo hasta el final de los tiempos, y por tanto, extensión de la revelación en Jesús del compromiso del Padre para con el mundo, su creadora y convocadora palabra de salvación. El compromiso de la Iglesia en el mundo debe ser una continuación y un signo del propio compromiso de Dios revelado en Jesús. Se deriva de Cristo, su cabeza, y es predicación suya. Así, la Palabra de Dios en su forma preeminente e inspirada, que es la Escritura, y en sus formas derivadas en las enseñanzas de la Iglesia, constituye la fuente de todas las formas de compromiso de la Iglesia en el mundo.

El compromiso de la Iglesia en el mundo, por lo tanto, puede ser solo de un tipo – de hecho un sacramento – el del compromiso de Dios revelado en la Palabra.

 

Segunda parte: Palabra de Dios y compromiso en el mundo

La consideración de nuestro compromiso en el mundo, inspirado por la Palabra de Dios, como Iglesia y como cristianos, puede asumir diversos enfoques. En Jesús, la palabra encarnada, Pablo ha identificado la "manifestación de la gracia de Dios", la cual nos "enseña a rechazar la impiedad y las concupiscencias del mundo, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad, mientras aguardamos la feliz esperanza y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús" (Tito 2, 11-13). Relatando esta visión de Pablo respecto la función que él atribuye a la Escritura, a saber: "Toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la justicia" (2 Tim 3,16), se podría aquí identificar la promoción de la conversión personal y el crecimiento en la espiritualidad como nuestra tarea en el mundo.

La Exhortación Apostólica Postsinodal "Verbum Domini", por su parte, dedica nueve números (99-108) a discurrir sobre varios servicios o actividades que constituyen el ministerio social de la Iglesia: "Así pues, la misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia"[6]. A la vez que, "el Sínodo ha recordado que el compromiso por la justicia y la transformación del mundo forma parte de la evangelización."[7]

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Tan cierto como esto es que la misma Palabra de Dios (la palabra de la evangelización) insta a la Iglesia y a sus hijos a construir una ciudad terrena a través de las diversas formas de su compromiso y de sus ministerios sociales que son una anticipación y una prefiguración de la ciudad de Dios[8] En efecto, "las comunidades cristianas, con su patrimonio de valores y principios [deben contribuir] mucho a que las personas y los pueblos hayan tomado conciencia de su propia identidad y dignidad, así como a la conquista de instituciones democráticas y a la afirmación de los derechos del hombre con sus respectivas obligaciones."[9] Los "ministerios sociales" no esperaron hasta que la Iglesia estuvo propiamente establecida hacia el año 300 después de Cristo; no, los ministerios – y sus repercusiones – tuvieron su origen casi inmediatamente (véanse los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles) después de Pentecostés y muy pronto fueron causa de persecuciones, al igual que hoy en día. Por tanto ahora, en todas las diferentes culturas y circunstancias, ¿cómo pueden la Iglesia y los cristianos contribuir del modo más apropiado a edificar sociedades más justas, más reconciliadas, más pacíficas, más conscientes de los derechos humanos, más conscientes de la dignidad de las personas y más conscientes del bien común?

La más autorizada y completa respuesta disponible en la actualidad puede descubrirse en la encíclica Caritas in veritate, la cual reúne muchos recursos de la Escritura y de nuestra tradición social católica y los coloca a la base de las cruciales cuestiones sociales de nuestros días: los inicios del siglo veintiuno. La encíclica reformula – y adecuadamente sitúa- nuestra preocupación por el compromiso en el mundo de la siguiente manera: ¿Cómo estamos nosotros "dando forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios?[10]

¿Cómo actúa, por tanto, el ser humano, como ciudadano del aquí y del ahora, así como también de la ciudad celeste, en razón de su nuevo nacimiento por medio de la imperecedera semilla de la Palabra de Dios (1 Pe 1, 23), cómo realiza su compromiso y lleva a cabo su contribución a favor de la edificación de una ciudad humana que refleje con fidelidad la ciudad de Dios? A esta gran interrogante, la Escritura responde: es por la gracia y el poder de la Palabra de Dios por medio de los cuales Él lleva a cumplimiento todos sus designios; y es a través de la Palabra de Dios como se convierte en principio de nuestra vida, tal como señala San Pablo: "Que la Palabra de Dios viva en vuestros corazones". A esta misma cuestión, la Caritas in veritate ofrece una respuesta sintética: "La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión" (CiV 6). Es cuestión de restablecer las relaciones rotas por la violencia y de promover unas relaciones más constructivas. En el pasado, la Iglesia se proyectó a sí misma en las estructuras del Estado - cuius regio, eius religio-, pero nosotros comprendemos ahora la sana y real separación (!aunque compleja!) en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pero cuando nosotros hablamos de "edificación", por favor notemos que los arquitectos, los constructores, los habitantes, son TODOS seculares, nosotros NO edificamos ciudades cristianas del hombre![11]

En un breve párrafo de sólo ciento trece palabras, el Santo Padre detalla las cualidades y virtudes necesarias para que construyamos una Ciudad del Hombre de

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una manera que sea más conforme con nuestra dignidad, con nosotros, sus amadas Criaturas renacidas mediante Su Palabra, y que refleja y prefigura la Ciudad de Dios:

Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada[12].

El Santo Padre no prescribe plan o receta alguna, ni tampoco políticas o soluciones. En cambio, recomienda la Palabra de Dios como nuestra herramienta de discernimiento. El Santo Padre parece establecer un enfoque conjunto que invita – de hecho insta – a continuar la labor de la Palabra en el mundo, un proceso o dinámica que en sí misma incorpora y refleja en el tiempo la propia Palabra de Dios de compromiso: creativa, convocante, vinculante, presente y salvadora, misionera y evangelizadora, continuadora de la historia de la salvación, "hasta el final de los tiempos", mientras edifica la ciudad del hombre con cualidades más cercanas a la Ciudad de Dios. El enfoque se puede resumir en estas cinco competencias o cualidades inter-relacionadas:

Las cinco competencias para nuestro compromiso:

1. Comenzar con una actitud realista.2. Basar el trabajo en valores fundamentales3. Con confianza, asumir las nuevas responsabilidades4. Estar abierto a una profunda renovación cultural5. Comprometerse a trabajar con coherencia y consistencia

Estos son cinco aspectos o dimensiones para cada cristiano, para la pastoral social y para realizar nuestro compromiso en el mundo. Permítannos brevemente explorar cada una de ellas:

1. El primer paso es comenzar con una actitud realista, haciendo frente a las dificultades del tiempo presente, no con respuestas prefabricadas o ideologías simplistas, sino con la Palabra de Dios como nuestra clave de discernimiento.

"«Al atardecer, decís: «Va a hacer buen tiempo, porque el cielo está rojo como el fuego». Y de madrugada, decís: «Hoy habrá tormenta, porque el cielo está rojo oscuro». ¡De manera que sabéis interpretar el aspecto del cielo, pero no los signos de los tiempos!" (Mt 16, 2-3). Interpretar los signos de los tiempos es asumir la responsabilidad de "leer". Muchos prefieren permanecer pasivos a la espera de que las cosas tomen un nuevo curso para luego poder lamentarse libremente. Pues en efecto, se necesita un verdadero esfuerzo para mantenerse en la lectura de los signos de los tiempos, es nuestra responsabilidad cristiana el hacerlo con equilibrio e inteligencia.

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Entonces Jesús dijo, "¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: 'Este comenzó a edificar y no pudo terminar.'" (Lc 14, 28-30). Parece sencillo, ser ingenuo y dejar las cosas al azar, pero eso no es suficiente para edificar una ciudad digna del hombre.

"Por eso, a la luz de las palabras del Señor, reconocemos los «signos de los tiempos» que hay en la historia y no rehuimos el compromiso en favor de los que sufren y son víctimas del egoísmo."[13] "La Palabra de Dios nos hace estar atentos a la historia y a todo lo nuevo que brota en ella."[14]

2. Nuestro siguiente paso es basar el trabajo en valores fundamentales, una nueva visión del futuro, lo cual solo puede dar comienzo con uno mismo, y por ello esta segunda competencia puede correctamente ser llamada conversión, metanoia.[15] Conocerse y aceptarse a sí mismo es el principio de la sabiduría. Y esta actitud debe estar acompañada por la disposición a cambiar, a trabajar en sí mismo.

Cuando Jesús pronuncia la parábola del sembrador (Mt 13, 8 –9), concluye diciendo que algunas semillas cayeron en "tierra buena", pero la tierra buena no es un resultado accidental, requiere de duro trabajo para ser preparada, además de paciencia. Cuando el propietario de la viña pierde la paciencia con la higuera, que durante tres años no ha producido frutos, el viñador solicita otra oportunidad: "Pero él respondió: "Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré". ¿Mostramos realmente una disposición a mantenernos trabajando en nuestra propia tierra? ¡Recordemos que Jesús es el jardinero, Él es el sembrador!

"La Palabra divina ilumina la existencia humana y mueve a la conciencia a revisar en profundidad la propia vida, pues toda la historia de la humanidad está bajo el juicio de Dios."[16]

3. Con confianza, más que con resignación, hemos de afrontar las nuevas responsabilidades, asumiéndolas con una nueva vocación y misión. Para un cristiano el punto de partida y la meta de todo compromiso es Cristo, Alfa y Omega. Nuestra visión está completamente informada por el plan salvífico de Dios para el mundo – como se establece en las Escrituras y se ha expresado definitivamente en la vida y misión de Cristo, prolongada a través de la historia en la Iglesia – y que tiene su centro en la persona humana. Es ese el fundamento de nuestra vida y misión.

"El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. En realidad, esta es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es la más grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto" (Mt 13, 31-32). Y escuchando la parábola de los talentos, Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27 – ¿asumiremos lo que hemos recibido, más allá de nuestro temor o inseguridad, o cavaremos en el suelo y lo ocultaremos? ¿O correremos el riesgo de invertir y desarrollar los talentos sin saber lo que recibiremos a cambio?

"Así pues, la misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia. Al anunciar el Evangelio, démonos ánimo mutuamente para hacer el bien y comprometernos por la justicia, la reconciliación y la paz."[17]

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4. Para la cuarta competencia, el cuarto "cómo", el Santo Padre nos anima a estar abiertos hacia una profunda renovación cultural y a mostrar confianza y esperanza. Sí, está muy difundido el ser negativo, nihilista, pesimista – lo que no sólo nos deja fuera de alcance, sino que también nos ausenta de ambas historias, la humana y la divina. Rápidamente identificados culturalmente, por tanto, nosotros cristianos creemos firmemente que un mundo más justo y pacífico es posible, y por tanto "nosotros mismos hemos de ser instrumentos de reconciliación y de paz."[18]

Cuando Jesús envió a los "setenta y dos discípulos" para que lo antecedieran en los lugares que Él planeó visitar, Él mismo dijo "Yo os envío como a ovejas en medio de lobos" (Lc 10, 1-20). No ocultó las difíciles circunstancias; La confianza en Jesús hizo que "los setenta y dos volvieran llenos de gozo". Sin embargo habrá menos éxito en Atenas, centro cultural de la civilización mediterránea y "ciudad llena de ídolos", a la que Pablo llegó, para después, mediante un astuto uso de la ley romana, alcanzar el centro del imperio romano[19].

En palabras del Papa Pablo VI, debemos "alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación."[20]

5. Finalmente, recapitulando la sabiduría de las cuatro previas, la quinta competencia nos permitirá comprometernos con nuevas reglas, nuevas formas de compromiso, con coherencia y consistencia. Apreciando el plan de Dios y nuestra función en él, "de ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino: vivir como una familia, bajo la mirada del Creador". [21]

Jesús dispensó las nuevas formas y normas del compromiso, principalmente a través de acciones, pero también con sus palabras. Su crítica a la antigua ley, puede ser sintetizada en aquella frase. "El Sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el Sábado" (Mc 2, 27). Su enseñanza sobre la nueva ley se puntualiza en Jesús lavando los pies de los Doce (Jn 13, 3-11). Explícitamente establece la nueva ley del servicio a los semejantes con su propia coherencia y consistencia ... que poco después sellará con su muerte sacrificial en la cruz.

La dignidad humana es una "característica impresa por Dios Creador en su criatura, asumida y redimida por Jesucristo por su encarnación, muerte y resurrección. Por eso, la difusión de la Palabra de Dios refuerza la afirmación y el respeto de estos derechos".[22]

Subrayando la cooperación, por tanto, que subyace en las cinco maneras de realizar nuestro compromiso, las cuales pone a la persona humana en el centro de nuestra atención, éste debe ser nuestro foco, como el Papa Benedicto XVI incasablemente enseña, si hemos de construir una ciudad del hombre digna de nosotros mismos y de nuestros descendientes en las generaciones venideras. En efecto, la Palabra humano-divina es el centro de nuestra fe, y la vocación humano-divina del hombre es el centro de nuestro compromiso.

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Conclusión

"La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana..."[23] Hemos comenzado con la Palabra de Dios. Hemos considerado la Palabra creadora, que convoca, comprometida, presente y salvadora, que se hace efectiva en el envío de los Discípulos. Nos hemos dirigido luego a la exhortación Apostólica Verbum Domini, en la que encontramos que la Tercera Parte (nn. 90-120) se titula "Verbum Mundo", la Palabra para el mundo – y por tanto la Iglesia para el mundo. Es lo que se dice, con otras palabras en Gaudium et Spes, y específicamente en Verbum Domini (99-108). Con lo que aquí se afirma, es preciso sintetizar las cinco competencias y conectarlas con nuestra vocación de seguidores de Cristo en el espacio público o el ámbito social - el mundo de la historia humana: aquí es en donde establecemos la conexión con nuestros conciudadanos, tan diferentes en sus creencias y convicciones y con quienes, sin embargo, nos mantenemos firmes en nuestra común humanidad – en la edificación de esa ciudad del hombre que ha de prefigurar con mayor dignidad la Ciudad de Dios. El propio compromiso de Dios con el mundo por la Palabra, ha de ser llevado a cabo del mejor modo posible por nuestro competente y generoso compromiso, con los pobres de las tantas pobrezas que hemos de combatir, nuestro compromiso en favor de la reconciliación, la justicia y la paz.

En la dinámica y recuerdo de la historia de la salvación, la Palabra de Dios llama al cosmos para que surja del caos, llama a Abrahán a salir de su tierra y luego al pueblo a salir de Egipto; nos ha llamado "mientras aun éramos pecadores" (Rm 5,8) para "vivir, la vida plena" (Jn 10, 10). Ahora nos llama a ser su Cuerpo en el mundo, "alimentando al hambriento, dando de beber al sediento, hospedando al extranjero, vistiendo al desnudo, cuidando a los enfermos y visitando a los encarcelados" (Mt 25, 31-46).

"Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la justicia" y la paz (CiV 78).

"Se cumple aquí la profecía de Isaías sobre la eficacia de la Palabra del Dios: como la lluvia y la nieve bajan desde el cielo para empapar la tierra y hacerla germinar, así la Palabra de Dios «no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,10s). Jesucristo es esta Palabra definitiva y eficaz que ha salido del Padre y ha vuelto a Él, cumpliendo perfectamente en el mundo su voluntad."[24]

 

 

 

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[1] V. gr. La Reina-Valera, Biblia Traducción Interconfesional, Biblia Pastoral, Biblia Católica para Jóvenes,

Biblia del Peregrino, La Biblia de las Américas, Biblia de América, Biblia Latinoamericana, etc.

[2] Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, Madrid: Biblioteca de Autores

cristianos, 2010.

[3] Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Verbum Domini, n. 1.

[4] Cfr. También Plegaria Eucarística IV.

[5] Deus Caritas est, n. 13.

[6] Verbum Domini, n. 99.

[7] Verbum Domini, n. 100.

[8] Cfr. Caritas in veritate, n. 7.

[9] Benedicto XVI, Mensaje, XLIV Jornada Mundial de la Paz 2011, §7

[10] Caritas in veritate, n. 7.

[11] "Ciertamente, no es una tarea directa de la Iglesia el crear una sociedad más justa" (Verbum Domini,

n. 100).

[12] Caritas in veritate, n. 21.

[13] Verbum Domini, n. 100.

[14] Verbum Domini, n. 105.

[15] Juan Pablo II habla de la necesidad de vivir las Bienaventuranzas y de poseer la espiritualidad de

misioneros en el mundo actual. Cfr. Redemptoris Missio nn. 87-91.

[16] Verbum Domini, n. 99.

[17] Verbum Domini, n. 99.

[18] "Nunca olvidemos que «donde las palabras humanas son impotentes, porque prevalece el trágico

estrépito de la violencia y de las armas, la fuerza profética de la Palabra de Dios actúa y nos repite que la

paz es posible y que debemos ser instrumentos de reconciliación y de paz»". Verbum Domini n. 102

citando Benedicto XVI, Homilía (25 enero 2009): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 enero

2009), 6.

[19] Cf Verbum Domini, n. 92.

[20] Verbum Domini, n. 100 citando Evangelii Nuntiandi n. 18.

[21] Caritas in veritate, n. 57.

[22] Verbum Domini, n. 101.

[23] Caritas in veritate, n. 7.

[24] Verbum Domini, n. 99 refierendo Is 55, 10s.

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La lectura científica de la Sagrada Escritura

 

José María Ábrego Lacy 09 Febrero 2011

Rector del Pontificio Instituto Bíblico de Roma

 

Me han pedido que intente responder a una pregunta: ¿Por qué, para qué o cómo hay que acercarse científicamente a la Biblia? Como Vds. saben por experiencia, no es fácil preparar una intervención sin conocer las preocupaciones vitales del auditorio, su vivencia real y previa sobre el tema que se va a tratar. Esta vez no ha sido excepción. De modo que me decidí por explicar con sencillez por qué he dedicado mi vida a la lectura y al estudio de la Sagrada Escritura y presentarles, de paso, la misión que el Papa S. Pío X confirió al Pontificio Instituto Bíblico de Roma y cómo éste realiza su trabajo. Me baso, por lo tanto, en mi propia experiencia personal para intentar subrayar los aspectos más directamente relacionados con el estudio de la Sagrada Escritura, contenidos en la exhortación apostólica postsinodal "Verbum Domini" (VD) del Papa Benedicto XVI.

El primer recuerdo que conservo de la Biblia es, cuando de pequeño, ayudaba a Misa (así se decía entonces) y seguía en mi misalito las lecturas, que en aquel tiempo eran en latín. Pronto tuve cercana la traducción de la Biblia de Nácar-Colunga (BAC), pero mi trato más habitual con el texto bíblico se basaba en las lecturas de la Misa. Niño aún aprendí el suficiente latín como para entenderlas materialmente, pero tenía una dificultad enorme en comprender lo que decían algunas de ellas, incluso el Evangelio, que resultaba mucho más cercano a mi mentalidad y a mi capacidad infantil. Recuerdo que uno de mis primeros descubrimientos, si podemos llamarlo así, fue con una frase de San Pablo (2Cor 12,9), que en latín decía: "virtus in infirmitate perficitur". Me parecía muy sabio que Pablo afirmara algo así como que la virtud crece, se desarrolla, en la enfermedad. Y habría aprendido algo sensato, si mi latín no me hubiera permitido o urgido a traducir la frase como "la fuerza se muestra en la debilidad". Esta sí que era una frase digna de Pablo: chocante, interesante, lapidaria, casi metafísica, difícil de entender y que siempre te dejaba un resquicio de duda, cuando intentabas una comprensión plausible. Gracias a Dios, a esa frase le antecedía "te basta mi gracia", con lo que se cumplía con creces mi necesidad orante. La cosa se complicó -y se solucionó-, cuando aprendí a leer a San Pablo en griego y descubrí que en algunos manuscritos, además de reproducir la frase habitual, añadían un mou después de dynamis, convirtiendo la frase en "te basta mi gracia, porque mi fuerza/mi poder, se realiza/se cumple, en la debilidad". La interpretación que hacían esos manuscritos -pues toda traducción interpreta- era más evidente. Dejaba de ser una formulación teórica para referirse a la potencia de Dios, que siempre ha mostrado una fuerza especial a favor de los débiles y en la

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condición de debilidad. De repente me vinieron a la mente escenas como la elección de David o la liberación de Egipto y todo me resultó muy coherente, incluso con el cap.1 de la primera carta a los Corintios en donde Pablo afirma que lo que parece debilidad en Dios es más potente que la fuerza de los hombres (1Cor 1,25). Digámoslo así, el estudio me permitió profundizar en un texto mucho más inspirador para la vida espiritual de un creyente, que el que intuía espontáneamente en aquella primera interpretación ascética, que decía poco de Dios y que difícilmente convencía a quien no estuviera ya convencido de la necesidad de la paciencia en momentos de postración.

No quiero aburrirles con mis pequeños descubrimientos juveniles. Lo que sí quiero es transmitir el convencimiento de que el punto de encuentro entre lo que nuestros oídos "creen entender" y lo que el texto "quiere decir" puede encontrarse en el infinito, como dos líneas paralelas. Precisamente aquí radica el problema el problema del acercamiento a la Biblia, su lectura, su estudio, en una palabra, su interpretación. Creo que esta anécdota explica en parte el contenido de la "Dei Verbum" nº 12:

"El intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras"

Digamos para empezar que la diferencia entre "leer" la Biblia y "estudiarla" no es pequeña, pero en cierto modo es cuestión de niveles de acercamiento creyente a la Sagrada Escritura. Quien no la lee será fundamentalmente ignorante en materia religiosa (y cultural, habría que decir) y carecerá del alimento de la Palabra para su vida en el Espíritu; quien no la estudia corre el peligro de ser fundamentalista en el ámbito personal y/o espiritual. Todo tiene sus matices.  Dice el nº 36 de la Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini, al mencionar la armonía que debe reinar entre fe y razón:  "Por una parte, se necesita una fe que, manteniendo una relación adecuada con la recta razón, nunca degenere en fideísmo, el cual, por lo que se refiere a la Escritura, llevaría a lecturas fundamentalistas".

 

Lectura de la Sagrada Escritura (o "la Biblia alimento del creyente -y de la Iglesia-")

Este es el punto esencial del acercamiento a la Sagrada Escritura. La Biblia no se escribió para ser estudiada, sino para comunicar vida. Con todo, mi propuesta es subrayar la necesidad también de un acercamiento científico. Para ello hay que comenzar por conocerla, por leerla, por asimilarla. Recuerdo cómo en los años del Concilio, cuando leí por primera vez la Constitución Dei Verbum, me llamó muchísimo la atención la frase: "La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo" (DV 21). Me pareció una honda afirmación y, como todas las grandes afirmaciones humanas, llena al mismo tiempo de profunda verdad y de necesidad de profundización. Era verdad que en la sagrada liturgia, especialmente en la mesa eucarística, siempre ha repartido a los fieles la palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo. Pero, por otro lado, la veneración de la Sagrada Escritura no se había desarrollado, ni de lejos, como la veneración del

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Cuerpo de Cristo. ¡Qué lejos estaba en aquel entonces la Sagrada Escritura, por muchos motivos culturales e históricos, de servir como alimento de la vida de la Iglesia en la oración, en la predicación o en la reflexión teológica! Lo había sido en épocas anteriores, pero en aquel entonces esa afirmación sonaba un poco estridente. Pero del Concilio, anticipado en algunos movimientos bíblicos previos, surgió en el ámbito católico un dinamismo de acercamiento a la Sagrada Escritura que influyó durante los años siguientes muy positivamente tanto en la predicación como en la vida de las comunidades de creyentes que nacen en torno a las parroquias o a otras instituciones eclesiales. Los sermones dieron paso a las homilías, la catequesis se centró en la Sagrada Escritura y, en general, la Biblia se convirtió en "alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual" (DV 21). Pero nos alcanzó no suficientemente preparados y los sermones, así como algunas catequesis, necesitaron años pacientes de corrección y profundización.

Permítanme una anécdota para resaltar la veneración de la Sagrada Escritura. Se trata de un hecho que he vivido el pasado mes de Diciembre. Un alto cargo de la Sociedad Bíblica Mundial vino a visitarme y a explicarme un proyecto que calificaba de emocionante: la creación de un museo de documentos bíblicos (papiros, códices, óstraca, etc.) todavía inéditos, para permitir la investigación de la tradición bíblica a los estudiosos de todas las confesiones. Confesando su proveniencia del ámbito cultural protestante, hablaba de la emoción de tocar y leer un texto muy antiguo de traducción bíblica y llegaba e expresar su sentimiento con el término de "sacramentalidad" de la Palabra de Dios en referencia a esos códices que nos han sido legados por la comunidad creyente a lo largo de la historia, testigos del proceso de comprensión eclesial del texto inspirado. La Palabra se ha hecho carne y se ha transmitido en texto escrito. Concluimos el encuentro comentando la necesidad de rescatar la lectura bíblica de los Padres de la Iglesia. Esta anécdota me sirvió para valorar un párrafo de la mencionada Exhortación "Verbum Domini", que me había pasado casi inadvertido. Me refiero al nº 16, que se titula precisamente así: "La sacramentalidad de la Palabra"

"En este sentido, puede ser útil recordar la analogía desarrollada por los Padres de la Iglesia entre el Verbo de Dios que se hace «carne» y la Palabra que se hace «libro». Esta antigua tradición, según la cual, como dice san Ambrosio, «el cuerpo del Hijo es la Escritura que se nos ha transmitido», es recogida por la Constitución dogmática Dei Verbum, que afirma: «La Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres». Entendida de esta manera, la Sagrada Escritura, aún en la multiplicidad de sus formas y contenidos, se nos presenta como realidad unitaria. En efecto, «a través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1,1-3)», como ya advirtió con claridad san Agustín: «Recordad que es una sola la Palabra de Dios que se desarrolla en toda la Sagrada Escritura y uno solo el Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados»".

Evidentemente, al hablar de la necesidad de leer la Biblia no me refiero al hecho material, que también, sino a algo más profundo que tiene que ver con la asimilación. De los creyentes se debería decir lo que solemos expresar cuando nos

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referimos al influjo que un autor ha producido en alguien: "éste ha leído a ... Heidegger, Kannt, Marx o a cualquier ensayista actual". "Éste ha leído la Biblia"; no significa que ha hecho el estéril esfuerzo de comenzar por el capítulo primero del Génesis y concluir con el Marana Tha del libro del Apocalipsis. No, la Biblia no es un libro para ser leído de seguido. Hay libros bíblicos que sí se pueden leer de seguido con fruto, pero otros no se escribieron para ser leídos de principio a fin, por ejemplo, los salmos. No, alguien que lee la Biblia, en este sentido profundo, es alguien que acompaña a la lectura con la oración (cf. DV, 25), que está acostumbrado a descubrir la manifestación misericordiosa de Dios en los hechos y en las palabras que la Biblia expone, para escuchar e interpretar la Palabra de Dios pronunciada continuamente en nuestros días por el Dios, Padre-Madre, que no deja de manifestarse a su pueblo, a quien sin pausa llama, salva, reprende o convoca, porque lo ama. Una Biblia leída y asimilada en definitiva en la fe de la Iglesia. Sigue en pie la afirmación de la "Dei Verbum", que citando a S. Agustín afirma:

"Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura, para no volverse 'predicadores vacíos de la palabra, que no la escuchan por dentro'" (DV 25).

Leer la Biblia presenta sus dificultades de comprensión. Todos las hemos experimentado. Es un libro, diríamos mejor una Biblioteca, escrita en términos culturales muy distintos al nuestro, en una época muy antigua para los tiempos postmodernos y con una intención muy distinta a nuestra mentalidad cartesiana. Si tenemos dificultades para leer el Quijote, podemos multiplicarlas por mucho para la tarea de leer la Biblia. Y, sin embargo, es provechoso, es necesario, para el creyente. Al leer la Biblia encontraremos culturas muy diversas, tiempos muy diferentes, situaciones espirituales a veces contradictorias: desde la exaltación jubilosa por la victoria, hasta la angustia por la derrota y la muerte; desde el canto de júbilo al Dios que salva, hasta el oráculo tenebroso que anuncia el castigo y el desastre; el texto de la Sagrada Escritura presenta momentos de oración sosegada y expresiones de rebeldía; expone una reflexión de tono sapiencial o muestra un corazón que implora misericordia, o simplemente recoge el sentimiento y la queja de quien se siente abandonado. De momento me contento con afirmar que la Biblia hay que leerla con el espíritu con el que fue escrita. No se puede leer una carta de amor como una crónica deportiva. Y la Biblia no fue escrita para que "supiéramos más", sino para que "conociéramos mejor". La Biblia recoge, por inspiración del Espíritu, la confesión de fe de una comunidad creyente en su momento histórico y no tiene nada que ver con una crónica, en el sentido moderno de la verdad histórica que se limita a aceptar como verdad únicamente lo que se hubiera podido grabar o se puede reproducir en un virtual retorno al pasado. Algún ejemplo. Hay un caso que creo nos resultará a todos evidente. Se nos dice en los evangelios sinópticos que en el huerto de los olivos, Jesús tomó a tres de sus discípulos y les invitó a separarse de los demás para orar. De ellos todavía se alejó "como un tiro de piedra", lo cual evoca una cierta distancia, grande o pequeña. El texto nos dice dos veces, que cuando volvió "los encontró dormidos". Y si embargo, el texto nos cita con qué palabras oró Jesús: "Padre, si es posible, pase de mi este cáliz". Si nos quedamos tan contentos, pensando que ahora sabemos las palabras que Jesús decía, como si hubieran ocultado un micrófono debajo del olivo, habremos perdido el sentido profundo del

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mensaje del texto, que no es una noticia, sino la comunicación de una revelación de Dios. Si no llegamos a captar la profunda unión entre Jesús y el Padre, "hágase tu voluntad y no la mía", no recibiremos el mensaje del evangelista a todos los creyentes futuros, que también en el Padre Nuestro rezan "hágase tu voluntad".

Otro detalle cultural que será muy necesario al creyente occidental que lee la Biblia. En la cultura semita la verdad profunda se muestra en el relato, en la prolongación en el tiempo de lo que nosotros occidentales, cartesianos, acostumbrados a un lenguaje conceptual, lógico, que accede a la verdad a base de silogismos, desplegamos en el espacio. Nosotros decimos que el ser humano, hombre y mujer, "en el fondo" es bueno, aunque contaminado de orgullo y de pecado. El semita dirá "al principio" era bueno, después... Un principio que carece de sentido cronológico. Y esto es sólo un ejemplo. Al leer la primera página del libro del Génesis no debemos buscar "saber más" sobre el momento inmediatamente posterior tras el Bing Bang inicial (para esto existe el CERN en Suiza), sino "conocer mejor" que toda la creación, incluida la persona humana, se sustenta en el amor y en la cercanía de Dios. Muchos textos utilizan imágenes agrícolas y ganaderas, un tanto lejanas de nuestro horizonte cultural urbano, que ni conocemos un grano de mostaza, ni en muchos casos hemos visto de cerca un pastor, con la malísima fama que tenían en determinados momentos y en ciertas zonas bíblicas. Algunas las intuimos, pero de casi ninguna tenemos experiencia directa. Leer la Biblia en la mentalidad en la que fue escrita y procurando captar el mensaje que transmite, es la única manera para salvar lecturas "subjetivistas o fundamentalistas" de la Escritura, como afirma la Verbum Domini, citando el documento de la comisión Bíblica sobre la interpretación de la Sagrada Escritura.

 "«rechazando tener en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación misma. El fundamentalismo rehúye la estrecha relación de lo divino y de lo humano en las relaciones con Dios ... Por esta razón, tiende a tratar el texto bíblico como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu, y no llega a reconocer que la Palabra de Dios ha sido formulada en un lenguaje y en una fraseología condicionadas por una u otra época determinada». El cristianismo, por el contrario, percibe en las palabras, la Palabra, el Logos mismo, que extiende su misterio a través de dicha multiplicidad y de la realidad de una historia humana. La verdadera respuesta a una lectura fundamentalista es la «lectura creyente de la Sagrada Escritura» (VD 44).

 

Estudiar la Sagrada Escritura

Con esta cita paso al segundo punto de mi reflexión. La distancia cultural y la propia diversidad de culturas y tiempos que la Biblia refleja, exige de nosotros un esfuerzo de acercamiento, de establecer puentes de conocimiento. A eso denomino "estudio", al esfuerzo de acercamiento intelectual y crítico al texto bíblico. Sencillamente no me parece correcto que nosotros, creyentes del s. XXI, que nos hemos esforzado por desarrollar una formación de nivel universitario en tantos campos de las humanidades, de la ciencia o de la tecnología, no nos preocupe que en el ámbito de la fe –que decimos central y básica en nuestra vida- nuestro nivel se mantenga a

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niveles infantiles. Así, la Biblia nunca llegará a ser el alimento de nuestra fe. Es necesario un esfuerzo para sintonizar la fe y la razón, el análisis crítico y la confesión creyente.  Una vez escuchada la palabra es necesario un vaciamiento de sí mismo para ponerse en camino hacia quien se comunica en esa palabra.

Para acercarnos como estudiosos a la Biblia, la primera cosa que procuramos adquirir son los conocimientos lingüísticosnecesarios para poderla leer en su lengua original. Es la primera proposición que hacemos a un estudiante que viene al Bíblico. Algunos se dedicarán después a estudios lingüísticos para producir trabajos filológicos que nos permitan leer mejor el texto. Otros nos mantenemos en otros niveles más limitados, pero con la posibilidad de comprender lo que los filólogos nos digan. Este nivel, filológicamente inferior, permite, sin embargo, un trabajo que ayuda a otros a comprender conceptos o frases bíblicas correctamente -digamos a nivel de estudiantes de Teología-, de modo que éstos puedan posteriormente llegar a ámbitos más amplios de la comunidad por medio de grupos bíblicos, catequéticos o simplemente a través de la predicación. Pongo un ejemplo que no es válido para la predicación, pero resulta útil en el estudio. Durante mis años de docencia en una Facultad de Teología, donde la Biblia se estudiaba en "traducción", aunque algunos estudiantes daban sus primeros pasos en el estudio del hebreo y del griego, yo evitaba sistemáticamente utilizar el término castellano "profeta" y decía siempre (siempre que podía) "nabi'". En el castellano actual el campo semántico del vocablo "profeta" está teñido de adivinación del futuro, como el horóscopo o la bola de cristal; muy moderno, si quieren, pero que no tiene nada que ver con el concepto bíblico. El término "nabi'" no dice nada en castellano, carece de campo semántico o de vocablos cercanos, lo que nos permitía acercarnos a los textos bíblicos con mentalidad semánticamente virgen, procurando deducir el sentido del texto mismo. Además, determinadas hipótesis filológicas sobre el origen del término hebreo, nos permitían discutir algunos textos que de otra manera no resultaban comprensibles. Piensen simplemente en la frase de Amós "yo no soy profeta, ni hijo de profeta", "el Señor me ha arrancado de mi rebaño y me ha mandado profetizar" (Am 7,14.15). No voy a entrar en el análisis, porque nos llevaría muy lejos. Simplemente puedo añadir que el término "go'el", comprendido en su lengua original, nos ayuda a profundizar en otro concepto tan conocido por nosotros como "Redentor". Mucho más común es el convencimiento de que los términos "Mesías" o "Cristo", según la lengua que se utilice, expresan en sus respectivas lenguas originales algo más que la materialidad de ser "ungido" con aceite, o que el "Shabbat" hebreo tiene poco que ver con el Weekend de nuestros tiempos.

Este es un primer paso de acercamiento al estudio: el lingüístico. Para entender el "sentido literal" del texto bíblico hay, además, que tomarse el trabajo de adentrarse en otras áreas de conocimiento como la geografía con el fin de conocer la cultura en la que han florecido los textos bíblicos. Es importante conocer la geografía para saber que a Jerusalén "se sube", se venga de donde se venga; o para no esperar de la cultura sureña del reino de Judá la alegría de la fertilidad de los campos ("Tu cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida. La acequia de Dios va llena de agua. Preparas sus trigales" (Sal 65,10)), cuando lo único que produce el desierto son mínimas briznas de pastos para que el pastor pueda conducir a su rebaño por cañadas oscuras a fuentes tranquilas para reparar sus fuerzas (cf. Sal 23). Seguro que ayuda el hecho de conocer los ritos de fertilidad de la religión cananea, para

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entender por qué los profetas tachan de prostitución o adulterio lo que llaman idolatría, que evidentemente es adorar a otros dioses o adorar al Señor como se adora a otros dioses, de modo ritual, sin atender a la justicia. Pero bien, este humus cultural, que ayuda sin duda a comprender el texto bíblico, se puede ir adquiriendo con la lectura de algunos comentarios básicos.

Hay otras muchas áreas de estudio para intentar acercarse al ambiente cultural en el que han nacido los textos bíblicos. Un dato cultural, por ejemplo, que a mí me parece muy importante, imprescindible, para entender cabalmente textos importantes del AT. Me refiero al ambiente jurídico en el que han sido escritos muchos de los textos, fundamentalmente los proféticos, pero no sólo. El creyente hebreo ha formulado su fe con conceptos que no puedo por menos de calificar de "osados". ¿Cuál sería nuestra respuesta, si nos preguntan por la base de nuestra relación con Dios? Podríamos responder que Él es el creador, nosotros sus criaturas, su propiedad; Él es el Señor, nosotros sus siervos, cuya obligación principal es la obediencia a sus órdenes. Todo esto es verdad, pero no es toda la verdad en la expresión del creyente hebreo. Según él la base de nuestra relación con Dios es una Alianza, un pacto, un compromiso, a veces entendido como promesa. De hecho, ese término lo usamos también nosotros habitualmente (Nuevo Testamento, Nueva Alianza), pero para nosotros no tiene el carácter jurídico que presenta en el AT. Toda alianza, pacto, compromiso establece una relación en la que ambas partes adquieren determinados compromisos y si todos lo cumplen, todo irá bien (bendiciones) o en caso contrario está previsto una denuncia y un castigo (maldiciones). Dios se compromete a ser el Dios de Israel, es decir, protegerle, ayudarle, bendecirlo, etc., mientras Israel se compromete a ser el Pueblo de Dios: "Yo seré vuestro Dios, vosotros seréis mi pueblo". ¿Cuál es la especificidad del pueblo de Dios? Que cumple las "estipulaciones de la alianza", "las diez palabras" (los diez mandamientos), las de la primera tabla y las de la segunda, así como todas las leyes que de ellas dimanarán en la historia. En una palabra, el pueblo de Dios se caracteriza por promover la justa relación con Dios (monoteísmo, no otros dioses) y con los hermanos (familia, robo, mentira, mujer o propiedades del prójimo, etc.). A continuación se escriben las bendiciones y las maldiciones (Dt 27-28). Cuando en el desarrollo de la historia, uno de los contrayentes cree que el otro no ha cumplido su parte establece un "rîb", un juicio o careo, en el que presenta su acusación: "no te has portado bien por esto y por esto". La otra parte, se defiende o admite su culpa. En un juicio de estas características uno es "justo" y el otro "culpable". Admitida la culpa, se restablece la justicia, es decir, la parte ofendida recobra su honor, su propiedad o lo que se le deba. Sobre esta institución jurídica han basado los creyentes su relación con Dios y es básica para entender los textos proféticos.

Permítanme dos breves consecuencias de uso del ámbito jurídico, importantes para la comprensión de muchos textos bíblicos. La primera es que ser creyente en el Dios de la Alianza no se demuestra con "ritos", "sacrificios" y "holocaustos", a no ser que sean coherentes con el cumplimiento de la justicia (la fidelidad a la segunda tabla, como expresión de la fidelidad a la primera). Cuando los profetas, en nombre de Dios, han acusado al pueblo de idolatría no se han referido exclusivamente a ritos de adoración a otros dioses. Muy a menudo resulta evidente que la acusación hace referencia al hecho de que el pueblo cree cumplir con la alianza, adorando al Señor

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como otros pueblos adoran a sus dioses: mediante ritos, sin hacer caso de la justicia. Algunos textos de Amós o del mismo Isaías son muy fuertes en este sentido.

Otra consecuencia interesante de la base jurídica de la alianza son los compromisos que los socios adquieren en caso de inobservancia del otro socio. Las bendiciones no nos causan problema; las maldiciones sí. No nos gusta leer descripciones de un Dios airado, enfadado, decretando el exterminio de su pueblo idólatra. Y hay tantos textos de este estilo en el Antiguo Testamento. ¿Qué puedo decir? Lo primero que no en balde la conciencia religiosa se va purificando con el tiempo de representaciones divinas con rostro demasiado humano y que ciertamente la sensibilidad del creyente del NT no es exactamente la misma que la que se muestra en muchas páginas del AT. En segundo lugar debo afirmar que estos textos, que no nos gustan, intentan reflejar un Dios que se mantiene fiel a la Alianza, que en nombre de su fidelidad a un pacto que el pueblo no ha respetado, Él sí actúa de acuerdo con lo estipulado. Y en tercer lugar, que nunca en ningún profeta la acción punitiva de Dios culmina en la destrucción pura y simple. Que al final siempre queda un "resto", sobre el cual se puede volver a edificar la alianza de amor de manera más sublime que la vislumbrada en un primer momento. Pero esos textos existen y nos causan problemas de comprensión, por lo que es necesario estudiarlos.

Lo importante del estudio de la Biblia es el esfuerzo por captar el mensaje del texto bíblico con el espíritu con el que ha sido escrito. Es necesario el esfuerzo por entenderlos literalmente; es necesaria la profundización en la matriz cultural en la que se han desarrollado; pero hay más, es imprescindible revivir el experiencia espiritual que transmiten y que ha sido considerada tan fundamental que se dejó por escrito –confesamos- por inspiración del Espíritu Santo. Es también absolutamente necesaria la recepción crítica de cómo ha sido recibido, leído, interpretado ese texto en la tradición eclesial. Estos son los pasos necesarios para lo que cabalmente entendemos como "estudio de la Biblia".

 

El estudioso de la Sagrada Escritura

Comentada la necesidad de lectura de la Sagrada Escritura e incluso de su estudio, permítanme descender un momento a algunos aspectos más bien personales del estudioso de la Biblia y alguna característica de la misión del Pontificio Instituto Bíblico. Tengo la impresión de que lo Papas de finales del s. XIX y comienzos del s. XX estuvieron muy preocupados por la lejanía de la Biblia en la vida de la Iglesia en aquel momento. El P. Maurice Gilbert S.J. en su libro El Pontificio Instituto Bíblico. Un siglo de historia, publicado con motivo de la reciente celebración del primer centenario del Bíblico (2009), dibuja un cuadro interesante de la situación, que podemos resumir así. Los siglos XIX y XX pusieron a prueba la exégesis tradicional que se hacía en ambiente católico. Fue un tiempo de grandes descubrimientos a nivel cultural y científico: se descifraron los jeroglíficos egipcios (1822); los descubrimientos de textos en lengua sumeria y acadia sacaron a la luz la cultura mesopotámica, tan básica para la Biblia; en Paleontología los avances fueron impresionantes: El cráneo de Neandertal (1856), el Homo Sapiens de Cromagnon (1868); en ciencias naturales, Darwin presentó en 1859 su teoría sobre la evolución; en el campo exegético no católico el racionalismo campaba a sus anchas (cf. la Vida

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de Jesús de Ernest Renan, 1863) y se ponían en duda las tesis tradicionales sobre la Biblia: la historia de su composición, la cronología de los orígenes, la atribución a Moisés de la redacción del Pentateuco, la comparación con otros textos mermaba originalidad a los relatos bíblicos. En fin, un montón de problemas. La exégesis católica se mantenía adormecida, aunque algo empezó a cambiar a finales del s. XIX, con el P. Rudolf Cornely S.J. en Roma o el P. Lagrange O.P. en Jerusalén. "L'École Biblique" de Jerusalén se abrió en 1890; el papa León XIII publicó su Encíclica Providentissimus Deus en 1893. El mismo papa León XIII estableció la Pontificia Comisión Bíblica en 1902 y, al parecer, decidió crear un Instituto Bíblico, pero no encontró la financiación necesaria. Sólo lo consiguió S. Pío X, quien lo fundó finalmente el año 2009 con la Carta Apostólica Vinea Electa el 7 de Mayo. La historia, como ocurre casi siempre, resulta muy interesante en sus detalles, que se pueden encontrar en el mencionado libro del P. Gilbert. Las razones para semejante decisión, según uno de los protagonistas, son: 1) La "tristísima" situación actual de confusión en materia bíblica; 2) hacer progresar los estudios bíblicos en el ámbito católico [actualmente en manos heterodoxas, se decía]; 3) la voluntad de la Sede Apostólica expresada ya en la encíclica Scripturae Sacrae". Así nació el Pontificio Instituto Bíblico, con la finalidad de 1) promover la ciencia bíblica en la Iglesia, según las normas de la Santa Sede; 2) formar jóvenes de todo el mundo en las ciencias bíblicas, bajo el punto de vista católico; 3) ayudar al mundo académico e investigador con los medios y las publicaciones necesarias. El primer centenario de vida del Bíblico no ha carecido de problemas. Son interesantes por muchas razones, pero no voy a entrar en ellos. Lo que sí puedo afirmar es que hasta el Concilio Vaticano II la senda de su vida fue complicada. Pero todo cambió a partir del Concilio, en el que el Bíblico jugó un importante papel en la discusión de la Constitución Conciliar que al final se llamó Dei Verbum. Permítanme mencionar únicamente la figura del Cardenal Bea, que había sido Rector durante 19 años, para evocar en quienes recuerdan aquellos tiempos las dificultades experimentadas. La contribución del Bíblico no es la única, ni probablemente la más importante, en el florecimiento de los estudios bíblicos en el ámbito católico, pero ciertamente algo ha colaborado en el florecimiento bíblico postconciliar en el ámbito católico. Y no sólo en el ámbito intelectual, sino también en el pastoral y, en general, en la vitalidad que la Biblia ha dado a la vida de tantas comunidades creyentes. Aquella euforia postconciliar de interés por la Biblia se ha amortiguado un tanto, pero los más de 7.000 exalumnos bien formados (300 mujeres), las publicaciones de prestigio y tantas personas que han consagrado sus vidas a esta misión, han dejado una huella de servicio a la vida de la Iglesia. Si me permiten emular a San Pablo, me gloriaré de lo que no considero un motivo de orgullo –yo no he tenido ninguna parte-, sino un signo de servicio eclesial: a fecha 20 de Noviembre 2010 el PIB había dado a la Iglesia 15 de sus estudiantes para servir como cardenales en el presente y 20 ya fallecidos; 185 obispos y patriarcas y 110 ya fallecidos; durante el todavía reciente sínodo sobre la Palabra de Dios (2008) invité a una cena fraterna a todos los exalumnos o profesores que participaban en el Sínodo, sea como padres sinodales, sea como peritos: cursé más de 80 invitaciones, que es una buena proporción. Lo que más consuelo me proporciona es pensar en la cantidad de miembros del pueblo de Dios que han visto fortalecida su fe y su experiencia de Dios a través de quienes con esfuerzo y trabajo se han preparado en el Bíblico para servir a la Palabra con

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seriedad intelectual y corazón esponjado. Han sido "100 años al servicio de la Palabra", como rezaba el logo del Centenario.

Digo esfuerzo y trabajo, sí. La vida de un estudioso de la Sagrada Escritura es fundamentalmente austera, posiblemente como la de todo científico o investigador. Yo diría más: es "pobre" y no sólo en el sentido monetario del término, que es evidente. El estudio de la Biblia no produce grandes emolumentos, aunque sirva para compartir la generosidad de los pobres. Es pobre en muchos sentidos: pobre en aspiraciones, pobre en resultados, sacrificado en los medios. Hay que invertir muchas horas de estudio en lenguas difíciles y extrañas, hay que desarrollar una constancia continua para mantenerse al día, hay que relegar muchos intereses personales y atracciones de todo tipo, pastorales incluidas, para dedicarse al estudio. Es una vida que transcurre fundamentalmente en la Biblioteca, con pocas gratificaciones afectivas. Siempre expuesto a la crítica de los colegas, que no siempre es cariñosa, dedicado a un trabajo que nos exige ser conscientes de los propios límites. Ni podemos leer todo, ni saber todo, ni atender a todo. Siempre también expuestos en el interior de la comunidad de fe a la incomprensión o que al máximo puede aspirar a una inútil y lejana admiración, cuando no al recelo sobre sus afirmaciones. Evidentemente el exegeta, como todo creyente que intenta desarrollar intelectualmente su fe, deberá aprender a expresarla y compartirla, deberá desarrollar habilidades de comunicación espiritual, de divulgación, de escucha y de diálogo. Todos los creyentes necesitamos desarrollar estas virtudes, y también el exegeta por definición. Yo me he dedicado más a otros aspectos del servicio universitario y no tanto al del estudio, pero tal vez por eso admiro más de corazón a mis compañeros que se han entregado de cuerpo y alma a esta tarea que merece no sólo admiración, sino oración, apoyo y agradecimiento por parte de la comunidad creyente.

Para finalizar, recordaré a aquel compañero, profesor de Universidad que solía asistir a una comunidad rural los fines de semana y que, tras una inundación que destrozó el pueblo, se preguntó: ¿De qué me sirven mis conocimientos de ingeniería, si no soy capaz de diseñar un sencillo puente para estas personas? A veces puede resultar más doloroso experimentar personalmente la imposibilidad de comunicar las vivencias de fe a niveles sencillos, que el que te lo digan a la cara. De todos modos, esto pertenece en cierta medida a la pobreza de quien estudia científicamente la Sagrada Escritura. Repito que todo es cuestión de grados. La experiencia espiritual no debe ser ajena a ningún creyente, estudioso de la Biblia incluido. Pero no siempre se desarrollan todas las capacidades al mismo nivel. Es habitual que los profesores de Sagrada Escritura mantengan habitualmente trabajos pastorales o grupos de lectura bíblica. Pero también es verdad que el trabajo formativo y académico de la enseñanza nos permite participar en el banquete de la Palabra fundamentalmente a través del trabajo de quienes con abnegación y esfuerzo se preparan para entender la ciencia exegética, aunque no le desarrollen en primera fila. Ahora bien, ante este auditorio también tendré que subrayar que no se realiza una inversión, para luego ahogar su efecto multiplicador por una desmesurada atención a lo urgente. Como ocurre a veces, es más rentable atender lo importante para poder hacer frente a lo urgente. Creo sinceramente que quien se ha dedicado al estudio de la Sagrada Escritura debe continuar buscando –y se le

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deben garantizar- momentos y modos de hacer fructificar las habilidades y destrezas que ha adquirido para bien de la Iglesia.

La Palabra de Dios, recibida y conocida a través de la Sagrada Escritura, ayuda a todo creyente a escuchar, entender y recibir la Palabra de Dios pronunciada en el mundo y en la historia. Nunca se limita al frío y arcaizante interés por manuscritos y bibliotecas, aunque ahí se centre la mayoría del tiempo. Dios pronuncia su Palabra, que es Cristo, en la historia y en la vida real de los hombres y mujeres para salvarlos. La Palabra transmitida en la fe de la Iglesia es esa "norma normans" que orienta la escucha y la respuesta en la vida. Me siguen impresionando las palabras casi finales del mensaje del sínodo sobre la Palabra de Dios: Al decir que la Palabra abandona, como la Sabiduría, su palacio y su templo para salir por las casas y las calles del mundo, dice:

"quien entra en las calles del mundo descubre también los bajos fondos donde anidan sufrimientos y pobreza, humillaciones y opresiones, marginación, miserias, enfermedades físicas, psíquicas y soledades. A menudo, las piedras de las calles están ensangrentadas por guerras y violencias, en los centros de poder la corrupción ser reúne con la injusticia. Se alza el grito de los perseguidos por la fidelidad a su conciencia y su fe. Algunos se ven arrollados por la crisis existencial o su alma se ve privada de un significado que dé sentido y valor a la vida misma... muchos sienten cernirse sobre ellos el silencio de Dios... y, al final, se yergue ante todos el misterio de la muerte. La Biblia, que propone precisamente una fe histórica y encarnada, representa incesantemente este inmenso grito de dolor que sube de la tierra al cielo." (n.13).

Ojalá surjan muchas vocaciones que quieran acercarse -también a nivel académico e intelectual- a la fuente de agua viva que es la Sagrada Escritura.

"La liturgia, marco privilegiado de la Sagrada Escritura"

 

Juan Javier Flores Arcas 08 Febrero 2011

Rector del Pontificio Ateneo San Anselmo de Roma

 

La exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini de Benedicto XVI sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia.

Se necesitaba una ocasión como la actual, la presentación de la Biblia de la Conferencia Episcopal Española, para que la Iglesia que reside en España se concentre precisamente sobre uno de los temas más candentes e importantes de la vida cristiana: la Sagrada Escritura.

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Quisiera retrotraerme al Sínodo de Obispos del año 2008 sobre "la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia" que se caracterizó por una fuerte tensión litúrgica[1] porque fue una ocasión también importante sobre la cual tenemos que reflexionar..

La exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini de Benedicto XVI[2] que ha coronado dicho Sínodo, fue publicada el día 30 de septiembre del 2010.

Una primera visión de conjunto de dicha nos da una idea de la importancia que el tema litúrgico tiene en la misma. Ya el mismo título de la exhortación, Verbum Domini, tiene un claro significado litúrgico. Se ha escogido un texto bíblico, en concreto de Is 40. 8, que leído a la luz de 1 Pe. 1, 24-25, sirve de conclusión de las lecturas bíblicas en la edición latina del Misal Romano de Pablo VI. En efecto, el lector y el diácono anuncian después de las lecturas: Verbum Domini y el pueblo responde: Deo gratias o si se trata de la lectura del Evangelio: Laus tibi, Christe. Por tanto, el título de la exhortación apostólica postsinodal es un texto bíblico pero también a su vez es un texto litúrgico, lo que da idea de la importancia del nombre que se ha querido dar a la exhortación apostólica.

La exhortación está dividida en tres partes con una introducción y una conclusión: Verbum Dei, Verbum in Ecclesia y Verbum mundo. Es un esquema seguido también en otros documentos magisteriales, como por ejemplo la misma exhortación Sacramentum Caritatis y podemos decir que en él se pasa de la formulación teológica a la celebración litúrgica para acabar en la dimensión pastoral.

El documento pontificio parte de una fundamentación teológica de la Palabra de Dios, para en un segundo momento pasar a la praxis celebrativa, la cual desemboca en los problemas pastorales que, de esta manera, se iluminan con la fuerza de la teología y de la misma acción litúrgica.

Prácticamente toda la segunda parte por tanto de la Verbum Domini está dedicada al tema litúrgico. Se divide en tres capítulos o partes complementarias: la Palabra de Dios y la Iglesia, la liturgia, lugar privilegiado de la Palabra de Dios y la Palabra de Dios en la vida eclesial.

El primer capítulo de esta segunda parte se titula por tanto "La Palabra de Dios y la Iglesia" y propone cómo la Iglesia acoge la Palabra (nº 50). Insiste también en la contemporaneidad de Cristo en la vida de la Iglesia (nº 51). Son dos números importantes porque nos hacen entrar en la realidad actual. Insisten en la relación vital, contemporánea que existe entre la Palabra de Dios, la Palabra del Padre y la Iglesia de hoy.

El segundo capítulo lleva un título muy significativo "La liturgia, lugar privilegiado de la Palabra de Dios". Trata de las relaciones entre la Palabra de Dios y la liturgia. Es la parte que toca más directamente nuestro tema. Desde los distintos leccionarios a la homilía se hace un recorrido por todos los aspectos que tocan la celebración litúrgica de la Palabra de Dios.

El tercer capítulo trata de la Palabra de Dios en la vida eclesial y toca diversos aspectos de la pastoral, la catequesis, la formación bíblica, deteniéndose en particular en lo que podríamos llamar la lectura orante de la Palabra de Dios, es decir, la lectio divina. Los dos últimos capítulos se dedican a la "Palabra de Dios y oración mariana" (88) y "Palabra de Dios y Tierra Santa" (89).

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La celebración litúrgica, lugar privilegiado de la Palabra de Dios

En el centro de la exhortación Verbum Domini se encuentra el segundo capítulo que en algún sentido es el punto neurálgico de toda ella, además de ser su argumento central. El mismo título del mismo es ya una toma de posesión en el tema: «La liturgia, lugar privilegiado de la Palabra de Dios».

El capítulo entre los números 52 al 71 contiene 9 títulos donde trata los siguientes argumentos: La Palabra de Dios en la Sagrada Escritura, Sagrada Escritura y sacramentos, Palabra de Dios y Eucaristía, sacramentalidad de la Palabra, Sagrada Escritura, el leccionario como proclamación de la Palabra, el ministerio del lectorado, la homilía, oportunidad de un directorio homilético, Palabra de Dios en relación con la reconciliación y unción de enfermos, Palabra de Dios y Liturgia de las Horas, Palabra de Dios y bendicional, la animación litúrgica, celebraciones de la Palabra de Dios, la Palabra de Dios y el silencio, proclamación solemne de la Palabra de Dios, la Palabra de Dios en el templo cristiano, exclusividad de los textos bíblicos en la liturgia y, finalmente, el canto litúrgico. Se detiene también en recordar la especial atención que merecen los discapacitados de la vista y el oído en nuestras celebraciones litúrgicas.

Como punto de partida, el número 52 habla de la relación entre la Palabra de Dios y la liturgia. Si la Iglesia es la «casa de la Palabra» habrá que prestar atención ante todo a la Sagrada Liturgia sabiendo que "todo acto litúrgico está por naturaleza empapado de la Sagrada Escritura". Se recuerda aquí además para ello los números 24 y 7 de la constitución de liturgia Sacrosanctum Concilium que tratan de las relaciones entre Biblia y liturgia. En este contexto es importante la clara preferencia que la exhortación hace a la presencia de Cristo en la acción litúrgica recordando los números 4, 9 y 3, de la Ordenación de las lecturas de la Misa que insisten en el método que Cristo usó para la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras y que la Iglesia ha heredado de su fundador haciendo irrumpir la Palabra en el "hoy" de su acontecer personal. Se constata así que la hermenéutica que la fe debe hacer de la Sagrada Escritura ha de tener siempre la liturgia como punto de referencia pues en ella se celebra la Palabra de Dios como palabra viva y actual.

A partir del número 53, el documento se detiene en las relaciones existentes entre la Sagrada Escritura y los sacramentos o la acción sacramental. El principio que pone ambos en relación está tomado de la Exhortación apostólica Sacramentum Caritatis. Se presenta así: "es más conveniente que nunca profundizar en la relación entre Palabra y Sacramento, tanto en la acción pastoral de la Iglesia como en la investigación teológica". Se insiste, citando el documento de la Pontificia Comisión Bíblica «La interpretación de la Biblia en la Iglesia», en que la liturgia de la Palabra es un elemento decisivo en la celebración de cada sacramento de la Iglesia.

Más adelante, en este mismo número, se trata el "carácter performativo de la Palabra de Dios" diciendo cómo en la historia de la salvación no hay separación entre lo que Dios dice y lo que hace, pues su Palabra se manifiesta como palabra viva y eficaz (Hb 4, 12). En la acción litúrgica, la Palabra de Dios "realiza lo que dice". En conexión con este tema, el número 56 se refiere a la sacramentalidad de la

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Palabra, un tema significativo que surgió durante la asamblea del Sínodo y que conviene destacar por su novedad. Dicha sacramentalidad se entiende en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados ya que Cristo, realmente presente en las especies del pan y del vino, está presente de modo análogo también en la Palabra proclamada en la liturgia. De este modo lo que se pretende es "favorecer una comprensión más unitaria del misterio de la revelación en obras y palabras íntimamente ligadas, favoreciendo la vida espiritual de los fieles y la acción pastoral de la Iglesia" (ibidem).

En los números 54 al 60 se trata especialmente de la celebración eucarística y se tocan argumentos doctrinales constitutivos como son "Palabra de Dios y Eucaristía". Concretamente se pasa a estudiar todo lo referente al leccionario (57), al ministerio del lector (58) y la homilía (59-60).

Fue Mons. Ricardo Blázquez, entonces obispo de Bilbao, el primero que habló del tema de la homilía en el Sínodo de obispos sobre la Palabra de Dios. Siguieron algunas más intervenciones que recalcaron un tema tan importante como es el de la explicación de la Palabra proclamada en la acción litúrgica, especial pero no exclusivamente, en la Eucaristía. Se ha insistido en que la homilía debe glosar la Palabra de Dios, es decir, el leccionario bíblico. Hay que explicar de modo adecuado las lecturas proclamadas. Se pidió que las homilías fuesen bíblicas, ni moralizantes ni políticas. Por ello las homilías han de ser litúrgicas, es decir deben comentar el texto bíblico. Puesto que la homilía es un acto litúrgico, no moral ni doctrinal - pues existe la Palabra anunciada y la Palabra celebrada -, se pidieron que las homilías sean mistagógicas, es decir que expliquen no sólo la Palabra de Dios sino también el rito y la misma celebración. Esto tiene mayor importancia cuando dentro de la Eucaristía se celebra otro sacramento como el bautismo, la confirmación, el matrimonio, las ordenaciones o incluso la unción de enfermos. En estos casos caso la homilía tendría que explicar también la dinámica celebrativa de cada sacramento. En cualquier caso, no hay duda de que la Palabra de Dios debería ser la única fuente de inspiración de la homilía.

Siguiendo con el tema de la homilía, la exhortación dice que "se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía" (nº 59). En el Sínodo se ha pedido que, en relación con el Compendio eucarístico, se elabore un "Directorio sobre la homilía" de manera que los predicadores puedan encontrar en él una ayuda útil para prepararse en el ejercicio del ministerio.

Palabra de Dios y Eucaristía se interpenetran mutuamente. La Eucaristía, dice el número 55 de la exhortación postsinodal, nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico. Palabra y Eucaristía se relacionan tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra.

Pero no solo la Eucaristía se relaciona con la Palabra de Dios sino también los demás sacramentos y los sacramentales gozan de un particular nexo con la Palabra. De

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entre los sacramentos se hace especial mención de los llamados sacramentos de curación, como el sacramento de la reconciliación y la unción de enfermos.

Merece destacarse todo el número 62 de la exhortación que trata la relación entre la Palabra de Dios y la Liturgia de las Horas. Citando la proposición 19 se dice cómo los padres sinodales han afirmado que ésta constituye una forma privilegiada de escuchar la Palabra de Dios. Retomando dicha proposición, el documento dice que la Liturgia de las Horas constituye una forma privilegiada de escucha de la Palabra de Dios, porque pone en contacto a los fieles con la Sagrada Escritura y con la Tradición viva de la Iglesia".

Ciertamente en la Liturgia de las Horas existe el "Oficio de lecturas" formado por salmos y lecturas bíblicas, patrísticas y hagiográficas. Hay que revalorizar este leccionario como un modo de poner en práctica cuanto propone y sugiere la exhortación Verbum Domini.

No olvida la exhortación apostólica tampoco uno de los libros más recientes de la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II, el "Bendicional", y destaca la estrecha unión que tiene que existir entre las bendiciones litúrgicas y la Palabra de Dios pues la bendición, como auténtico signo sagrado "toma su pleno sentido y eficacia de la proclamación de la Palabra de Dios" (63).

La última parte de todo este capítulo dedicado a la liturgia trata de "Sugerencias y propuestas concretas para la animación litúrgica". Se insiste en un tema de gran actualidad pastoral, como son las celebraciones de la Palabra de Dios (número 65) que se recomiendan especialmente en los tiempos fuertes de Adviento y Navidad, Cuaresma y Pascua, sobre todo en las comunidades que no tienen un sacerdote que presida la Eucaristía en los días de precepto o en ocasión de peregrinaciones, fiestas importantes, misiones populares, retiros espirituales y días especiales de penitencia, reparación y perdón.

Sobre el silencio en la misma celebración litúrgica, se dice que es un modo de honrar la Palabra de Dios puesto que el silencio es "parte de la celebración" según dice la «Ordenación general del Misal Romano» en su número 56. Prosiguiendo con esta idea asegura que "la palabra sólo puede ser pronunciada y oída en el silencio, exterior e interior, por eso se pide que se eduque al Pueblo de Dios en el valor del silencio (66).

Los lugares celebrativos que tienen que ver con la Palabra de Dios se mencionan en el número 68: el templo, el ambón y el altar. A este respecto se hace notar una cuestión de gran actualidad cuando el documento papal dice que "es necesario que en los edificios sagrados se tenga siempre en cuenta la acústica, respetando las normas litúrgicas y arquitectónicas". Es interesante como trata la función del ambón que "ha de colocarse en un sitio bien visible, y al que se dirija espontáneamente la atención de los fieles durante la liturgia de la Palabra". Insiste en que sea fijo, debiendo ser elemento escultórico que esté en armonía estética con el altar. De esta manera se presenta visualmente el sentido teológico de la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Además se sugiere que el libro que contiene la Palabra de Dios tenga un sitio visible y de honor en el templo cristiano, pero sin ocupar el centro, que corresponde al sagrario con el Santísimo Sacramento (ibidem).

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El número 69 recuerda que las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura nunca sean sustituidas por otros textos. El número 70 insiste en que el canto litúrgico sea bíblicamente inspirado y, por último, en el número 71 se recuerda que hay que prestar atención a los que, por su condición particular, tienen problemas para participar activamente en la liturgia, como son los discapacitados en la vista y el oído. Una sugerencia que debería tener cada vez más cabida sobre todo en las grandes celebraciones[3].

La necesidad y urgencia de la formación bíblico-litúrgica es tema que subyace siempre en esta exhortación apostólica. No es posible acceder nunca a la Palabra de Dios sin un buen conocimiento de la liturgia de cada día y sin una preparación previa de los textos a través de estudios y subsidios. La urgencia de la formación bíblica para una digna comprensión de las leyes de la celebración litúrgica se ha manifestado a través de diversas intervenciones durante los días del Sínodo. Por parte de los cristianos se necesita una actitud creyente que vea en la Palabra de Dios precisamente lo que es, la voz de Dios a su pueblo.

 

La celebración litúrgica, como marco ideal de la escucha de la Palabra de Dios.

Como dice Louis Marie Chauvet la Biblia está hecha constitutivamente para ser proclamada en la asamblea litúrgica y no para ser leída individualmente[4].

La asamblea litúrgica es el lugar teológico privilegiado donde la Sagrada Escritura se recibe como Palabra de Dios y en este sentido podemos entender bien cuanto dice Sacrosanctum Concilium 7: «Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, "ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz", sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mt., 18,20). Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno».

La asamblea litúrgica es el fundamento teológico de la proclamación de la Palabra de Dios, que adquiere su "marco" ideal en la celebración litúrgica, «acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (SC 7). De igual modo, «la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta palabra de Dios» (OLM 4).

Chauvet dice que la Biblia está constitutivamente hecha para ser proclamada como tal en la asamblea eclesial, por eso, dice el mismo autor, que la liturgia pone de manifiesto la Biblia, es decir la manifiesta. La liturgia rezuma Biblia[5].

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La economía salvífica adquiere su máxima representación y presencia en esta acción litúrgica por lo que se pasa de la Palabra revelada a la Palabra proclamada, de modo que dentro de la acción litúrgica dicha Palabra adquiere, en el marco celebrativo, la plena actuación de cuanto dice y proclama.

Podríamos, por tanto, hablar de una incidencia litúrgica de la Palabra de Dios. Ya Cipriano Vagaggini decía que los textos del Nuevo Testamento leídos hoy en la liturgia se iluminan de una luz toda propia. Esta luz, toda propia y, en cierto modo nueva, proviene de tres fuentes: la vida de la Iglesia, la evolución o explicitación de los dogmas y de las doctrinas y la situación personal del fiel que en ese momento vive hic et nunc la misma acción litúrgica[6].

Precisamente por este motivo, la Iglesia, sabe escoger u omitir ciertos textos en orden a la edificación de la asamblea litúrgica y celebrativa. La "Ordenación de las lecturas de la Misa" en su número 77 explican claramente este principio: «La tradición de muchas liturgias, sin excluir la misma liturgia romana, acostumbra a omitir a veces algunos versículos de las lecturas de la Escritura. Hay que admitir, ciertamente, que estas omisiones no se pueden hacer a la ligera, no sea que queden mutilados el sentido del texto o el espíritu y el estilo propio de la Escritura. Con todo, salvando siempre la integridad del sentido en lo esencial, ha parecido conveniente, por motivos pastorales, conservar también en esta Ordenación la antedicha tradición. De lo contrario, algunos textos se alargarían excesivamente, o habría que omitir del todo algunas lecturas de no poca utilidad para los fieles, porque contienen unos pocos versículos que, desde el punto de vista pastoral, son menos provechosos o incluyen algunas cuestiones realmente demasiado difíciles».

La Iglesia da a ciertos textos bíblicos una profundidad que no vieron los mismos apóstoles. Tiene la libertad de escoger y seleccionar textos que leídos en la celebración litúrgica adquieren un nuevo significado teológico.

Podemos decir claramente que esta lectura litúrgica de la Biblia es la lectura específicamente cristiana de la Escritura, siendo ésta la única lectura que agota todo el sentido que aquella tiene a los ojos de su autor principal. Siendo ésta la lectura teológica de la Biblia[7].

Pongamos algunos ejemplos tomados de la aplicación de textos del Antiguo Testamento a las fiestas marianas o al mismo año litúrgico: ¿por qué en adviento se lee a Isaías y no el Éxodo que se lee en cuaresma?, ¿por qué se lee el libro de Rut y el Cántico de los Cánticos en Navidad y en cambio el libro de los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis en el tiempo pascual?, ¿por qué no se lee el Antiguo Testamento en el tiempo pascual?

El leccionario ofrece más ejemplos. La Iglesia ha escogido sabiamente como evangelio para la solemnidad de la Inmaculada Concepción el relato de la Anunciación y, en cambio, ha propuesto el Magnificat para la Asunción. ¿No está dándonos de ese modo la hermenéutica de la misma fiesta?

En este sentido el evangelio de la solemnidad de "Todos los Santos" es el evangelio de las Bienaventuranzas indicándonos con ello que los santos las han vivido en modo ejemplar.

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Es siempre la Iglesia la que ha seleccionado los textos y de ese modo ha hecho una lectura litúrgica de los mismos.

En ciertos tiempos litúrgicos se leen textos íntegros del Evangelio que ayudan a comprender bien la Palabra de Dios en su especificidad. Algunos ejemplos: la lectura del capítulo 6º del cuarto Evangelio durante los domingos 17 al 21 del ciclo dominical B. Sin duda, una ocasión extraordinaria para profundizar en el llamado discurso del Pan de Vida y, por tanto, para hacer una reflexión bíblica sobre la Eucaristía.

Otro ejemplo lo tenemos en el año 2011 que hemos iniciado. Desde el domingo cuarto del tiempo ordinario hasta el domingo noveno, en el ciclo A, se lee íntegramente todo el Sermón de la Montaña, según el evangelio de Mateo (Mt 5-7. Son seis domingos que ayudarán a comprender mejor todo el mensaje allí contenido. Una vez más el leccionario nos proporciona la oportunidad de entrar en los grandes contenidos del Evangelio.

El año litúrgico actualiza la Palabra de Dios en su pedagogía celebrativa y proporciona a cada fiesta, a cada ciclo, a cada período, la Palabra de Dios más conveniente y adaptada.

La celebración litúrgica, por tanto, hace de marco ideal de la lectura. Hay por tanto proclamación pero también actualización de la Palabra de Dios. Se ofrece así la oportunidad de leer textos bíblicos por entero que son ocasiones de profundizar en los grandes contenidos de nuestra fe.

La Pontificia Comisión Bíblica en su texto «La interpretación de la Biblia en la Iglesia» escribió al respecto que la liturgia y especialmente la liturgia sacramental de la cual la celebración litúrgica es el vértice, realiza la actualización perfecta de los textos bíblicos, dado que sitúa la proclamación en el seno de la comunidad de los creyentes reunidos en torno a Cristo para acercarse a Dios. Cristo está entonces "presente en su Palabra dado que es Él quien habla cuando en la Iglesia se lee la Sagrada Escritura" (SC 7). De este modo el texto escrito se convierte en palabra viva"[8].

El texto bíblico por tanto se aisla de su contexto bíblico original y se coloca en un nuevo contexto, el litúrgico, el celebrativo[9].

Se pasa por tanto del contexto bíblico al contexto celebrativo y por tanto los textos bíblicos adquieren de este modo un nuevo significado. Tomemos los textos del Antiguo Testamento de las fiestas marianas y veremos como el contexto del año litúrgico en que viene proclamado da a un texto que, en su origen no lo tenía, una coloración mariana. Hay por tanto una visión más amplia, más completa, más actualizada.

La celebración por tanto aplica y actualiza el texto al hoy de la Iglesia. Y siendo el marco ideal de la proclamación adquiere un significado y un valor preeminente. Se comprende perfectamente cuanto dice la constitución conciliar de liturgia Sacrosanctum Concilium a cerca de la celebración litúrgica como "fuente y culmen de la vida de la Iglesia" (SC 10).

 

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La celebración litúrgica, lugar donde el Espíritu Santo instruye a su Iglesia.

Las Sagradas Escrituras tienen su lugar hermenéutico en el misterio de la Iglesia porque son el don del Espíritu a la Iglesia, esposa de Cristo. La exhortación Verbum Domini insiste en el papel que tiene el Espíritu Santo en la inspiración, interpretación y comprensión de las Sagradas Escrituras (nº 15). Dicho Espíritu Santo anima y dinamiza cada proclamación de la Palabra de Dios. «Más aún, la economía de la salvación, que la palabra de Dios no cesa de recordar y de prolongar, alcanza su más pleno significado en la acción litúrgica, de modo que la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz presentación de esta palabra de Dios. Así, la palabra de Dios, propuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor activo del Padre, que nunca deja de tener eficacia para con los hombres». (OLM 4).

La asamblea litúrgica, convocada y reunida por el Espíritu para escuchar la proclamación, resulta transformada por la misma acción del Espíritu que se manifiesta en la celebración. Como señala Ireneo de Lyón: "Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu del Señor; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia, así como toda gracia, y el Espíritu es la verdad"[10].

Escuchada la Palabra en la Iglesia orante, la asamblea pasa a ser la realización concreta de la Iglesia, puesto que es en ella misma donde reside el Espíritu del Señor. Gracias a sus propios recursos, la misma liturgia de la Palabra transforma el texto proclamado en comunidad, en texto orado eclesial, en particular, gracias al Salmo responsorial y a la aclamación aleluyática. Puesto que la asamblea pasa a ser sujeto en el que reside el Espíritu por el hecho de "orar la Palabra" en comunidad, acontece que en ella se realiza la manifestación del Espíritu.

En cada uno de los orantes, constituidos en Iglesia, habita el Espíritu. Gracias a la transformación orante de la Palabra, la comunidad es colmada de gracia, el hombre experimenta la acción de Dios.

La Iglesia, esposa de Cristo, recibe la prenda nupcial de su Señor: el Espíritu de la verdad, que la inspira, sostiene y acompaña.

 

La Iglesia de la Palabra y la Palabra de la Iglesia.

Por ello, la primera actitud frente a la Palabra ha de ser la de ponerse en religiosa escucha y acogerla con una fe humilde y confiada, a imitación de María, que escucha y practica la Palabra (Cf. Lc 1,38) y que por ello ha sido puesta por el Señor como modelo de la Iglesia. Dicha Palabra sostiene, penetra y anima, en la potencia del Espíritu Santo, toda la vida de la Iglesia.

Ciertamente es misión de la Iglesia proclamar a Cristo como la Palabra de Dios que se hace carne y lo hace como respuesta continua y permanente a una exigencia y a una responsabilidad que no cesa jamás en la Iglesia.

La liturgia cristiana es esencial y existencialmente teología, porque es siempre Palabra de Dios, actualizada, celebrada y constituida en la realidad que adquiere en

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el rito simbólico. La celebración litúrgica se revela así como un momento teológico por excelencia, en cuanto es revelación concretamente recibida y vivida, partiendo de la idea de que la teología consiste en el conocimiento de la Palabra de Dios y que ésta se presenta en los dos momentos de anuncio y de realización/actualización del misterio de Cristo. En tal sentido, podemos decir que la teología, propiamente dicha, se tiene que explicar como conocimiento de esos dos momentos asumidos históricamente por la Palabra.

San Agustín lo expresa con palabra lapidarias: « La Eucaristía es nuestro pan cotidiano....La virtud propia de este alimento es la de producir unidad, de modo que...seamos lo que recibimos. Y de este modo también las lecturas que escucháis cada día en la Iglesia son pan cotidiano así como escuchar y recitar himnos es pan cotidiano. Estos son las ayudas necesarias a nuestra peregrinación terrenal»[11].

Este alimento permanente de la Iglesia la hace crecer en la peregrinación de la vida y la hace conocer mejor la voluntad de Dios.

 

Conclusión:

la vuelta a la Palabra de Dios como identificación del cristiano.

No hay duda de que el Sínodo del 2008 ha sido una magnífica ocasión para profundizar en la fuerza de la Palabra de Dios en el mundo de hoy y que la exhortación apostólica Verbum Domini está llamada a ser también un documento de primera mano en vista al conocimiento, difusión y comprensión de la Palabra de Dios.

El congreso "La Sagrada Escritura en la Iglesia" con motivo de la presentación de la Biblia de la Conferencia Episcopal Española tiene que ser también una ocasión propicia para una vuelta a la Palabra de Dios como identificación del cristiano.

Una piedad cristiana que no se alimente de la Palabra de Dios corre el riesgo de caer en el subjetivismo y en un cierto devocionalismo, con el peligro de dejar de lado las fuentes de la revelación en favor de otros caminos.

La vuelta, por tanto, a la Palabra de Dios como base de la espiritualidad y de la misma piedad del pueblo cristiano es el fundamento de toda la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, así como de otros documentos conciliares como la constitución sobre la divina revelación Dei Verbum.

Esto es ya un primer elemento que puede producir fruto abundante. Un segundo elemento a destacar es la incidencia litúrgica de la Palabra de Dios.

La Palabra de Dios se encarna continuamente en la celebración litúrgica.

El binomio Biblia-liturgia es fundamental para entender cómo la Palabra de Dios llega a nosotros e ilumina al hombre de hoy.

La Biblia no es un elemento más de los componentes de la acción litúrgica sino el elemento esencial, como dice la constitución conciliar de liturgia: "En la celebración litúrgica, la importancia de la Sagrada Escritura es sumamente grande. Pues de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se

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cantan, las preces, oraciones e himnos litúrgicos están penetrados de su espíritu y de ella reciben su significado las acciones y los signos. Por tanto, para procurar la reforma, el progreso y la adaptación de la sagrada Liturgia, hay que fomentar aquel amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos, tanto orientales como occidentales" (SC 24).

El binomio Biblia-liturgia a lo largo de los siglos se ha enriquecido mutuamente de modo que se ha podido decir que "la liturgia es la Biblia transformada en palabra proclamada y en palabra rezada y actuada: la liturgia es la palabra celebrada"[12].

Se puede aplicar también a la Palabra de Dios cuanto la schola lacensis y el mismo Odo Casel proponía sobre el culto cristiano como actualización real de la misma obra de la redención, bajo el velo de los ritos y de los símbolos de la liturgia, lo cual quiere decir acción concreta que hace presente una acción pasada. Casel pedía cuatro claves en la unidad de un hilo conductor de una auténtica teología litúrgica: un movimiento con la mirada constante puesta en un método único para toda investigación teológico-litúrgica: «Ad propheticas voces, ad apostolicas litteras, ad evangelicas auctoritates recurrere»[13].

La proclamación de la Palabra de Dios en la acción litúrgica produce el mismo efecto de actualización del hecho proclamado, pues reactualiza el acto salvífico que se propone en la lectura. En las lecturas "Dios habla a su pueblo" y el mismo Cristo, por su Palabra, se hace presente en medio de sus fieles. El pueblo responde con el canto y con las aclamaciones.

En su obra El Misterio pascual, Luis Bouyer comenta que la lectura del Evangelio no es, en la Iglesia, un simple recuerdo de acontecimientos pasados ya irremediablemente. Al contrario, constituye el sacramento de su presencia que se renueva indefinidamente para nosotros[14].

Una de las conquistas más interesantes de la exégesis moderna, es el relieve que se ha dado a esta noción litúrgica de los evangelios, que no fueron compuestos como simples recopilaciones de recuerdos, sino como el anuncio de las realidades que la Iglesia tenía conciencia de vivir en el culto. El mismo Bouyer, en el año 1943, escribía a Duployé: "la liturgia y particularmente la liturgia romana, en su configuración, es materialmente bíblica"[15].

De ahí que podamos decir que toda la liturgia católica surge de la proclamación y del anuncio de la Palabra de Dios, la cual está compuesta de lo que nos transmitieron los profetas para preparar la venida del Mesías y de cuanto los apóstoles recibieron de labios del Maestro.

Esto nos indica la alta estima en que la Iglesia tiene la Palabra de Dios. Se destaca aquí el valor que tiene en la celebración eucarística la doble mesa de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. La Iglesia honra con una misma veneración, aunque no con el mismo culto, la Palabra de Dios y el misterio eucarístico, y quiere y sanciona que siempre y en todas partes se imite este proceder (OLM 10).

El número 54 de la exhortación apostólica Verbum Domini recalca la profunda unidad entre la Palabra de Dios y la Eucaristía (cf. Dei Verbum 21) tal y como se expresa en algunos textos bíblicos concretos, como Juan 6, 35-58 y Lc 24, 13-35. De este modo se supera la dicotomía que, entre las dos realidades, a menudo existe en

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la reflexión teológica y en la pastoral. Dice el número 55 de la exhortación que estos dos relatos (el relato de Emaús y el discurso del Pan de Vida de Juan 6) "muestran cómo la Escritura misma ayuda a percibir su unión indisoluble con la Eucaristía.....Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se pueden comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico" (ibidem).

Ciertamente la Palabra de Dios se hace carne sacramental en el evento eucarístico y lleva a su cumplimiento y plena realización la Sagrada Escritura.

Toda la Sagrada Liturgia y, más concretamente la Eucaristía, es un principio hermenéutico de la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura ilumina y explica el misterio eucarístico y toda la acción celebrativa y litúrgica.

Quisiera acabar con un hermoso texto de la constitución Dei Verbum n 21:

«la Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia. Siempre las ha considerado y considera, juntamente con la Sagrada Tradición, como la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles».

En este sentido también se puede comprender el título que la exhortación apostólica Dei Verbum ha dado al capítulo dedicado más concretamente a la liturgia, dado que ésta es el lugar privilegiado de la Palabra de Dios.

La liturgia de la Palabra es un misterio, con estas palabras acaba su estudio sobre la liturgia de la Palabra Joseph Gelineau[16]. Ciertamente un misterio porque es Dios quien habla a su pueblo. La celebración litúrgica lo que se celebra es el Verbo de Dios, Cristo. Es El quien nos habla directamente, más aún quien toca a la puerta para entrar y cenar con nosotros (Ap. 3, 20).

El Espíritu actúa a favor nuestro e ilumina todo el proceso. La inteligencia de la fe puede suplir las ignorancias que tengamos de las Sagradas Escrituras.

La Iglesia sigue gozando y viviendo de este Misterio de la Palabra que se encarna en la celebración y que vive en los celebrantes.

 

 

[1] FLORES ARCAS, J. J., Dimensión litúrgica del Sínodo de Obispos sobre la Palabra de Dios, Teología y catequesis 109 (2009) 109-122.

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[2] BENEDICTUS XVI, Adhortatio apostolica postsynodalis Verbum Domini (30 settembre 2010), Acta

apostolicae sedis 58 (2010) 817-864.

[3] Un ejemplo a imitar: la Beatificación de Manuel Lozano Garrido (Lolo) en Linares (Jaén) el día 12 de

junio de 2010. No sólo fue leída la primera lectura por un laico ciego sino que toda la celebración tuvo en

cuenta perfectamente cuando ahora dice la exhortación apostólica.

[4] L. M. CHAUVET, L'umanità dei sacramenti, Ed. Qiqajon, Comunità di Bose, Magnano 2010, 40. El texto

completo dice así: "...è chiaro che la Bibbia è nella liturgia come un pesce nell'acqua. Essa è

costitutivamente fatta per essere proclamata nell'assemblea (qehal JHWH, ekklesía), e non per essere

letta a tavolino e in modo individuale (senza nulla togliere peraltro alla legittimità e fecondità di

quest'ultima pratica).

[5] CHAUVET, op. cit. 46. El texto en italiano dice así. " Questo fondamentale rinviarsi a vicenda tra la

Bibbia e la liturgia è rico di insegnamento. Primo tempio "sacramentale" della parola di Dio, la Bibbia è

costitutivamente fatta per essere proclamata come tale nell'assemblea ecclesiale: questo è il suo spazio

di vita originario; spazio tanto più pregnante in quanto funziona, come si è visto, da "sito illocutivo". A sua

volta, in quanto dispiega visibilmente ("sacramentum, id est quasi visibile verbum") fino nel nostro oggi la

Parola quale ci giunge attraverso gli antichi testi biblici, la liturgia trasuda Bibbia".

[6]C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia. Ensayo de liturgia teológica general, BAC 181, Madrid

1959, 443-444.

[7] Ibidem, 447

[8] PONTIFICIA COMMISSIONE BIBLICA, Interpretazione della Bibbia nella Chiesa, Città del Vaticano 1993,

110-111. (La traducción es nuestra).

[9] R. DE ZAN, Bibbia e Liturgia, en Scientia Liturgica 1, ed. A. J. CHUPUNGCO, Piemme, Casale Monferrato

1998, 62.

[10] IRENEO DE LYON, Adversus haereses, ed. A. Rousseau – B. Hemmerdinger – L. Doutreleau – Ch.

Mercier, Sources chrétiennes, 100, 153, 211, 264 y 294, Paris 1965 – 1982. Cito por la edición italiana:

Contro le eresie e gli altri scritti, ed. E. Bellini – G. Maschio, Jaca Book, Milano 19972ª, 296. La traducción

es nuestra.

[11] SANT' AGOSTINO, Discorsi 57, 7 (Opere di Sant'Agostino XXX/1), Roma 1982, 171-173; cfr. PL 38,

389. La traducción es nuestra.

[12] R. DE ZAN, Bibbia e Liturgia, Scientia Liturgica I, Introduzione alla Liturgia, ed. A. Chupungco, 49.

[13] O. CASEL, Fede, gnosi e mistero. Saggio di teologia del culto cristiano, Messagero, Padova 2001, 3

[14] L. BOUYER, Il mistero pasquale, Libreria editrice Fiorentina, Florencia 1955, 355

[15] L. BOUYER, Le métier de théologien. Entretien avec Georges Daix , ed. France-Empire, Paris 1979,

235.

[16] J. GELINEAU, La liturgia della Parola, en Nelle vostre assemblee. Teologia pastorale delle celebrazioni

liturgiche, Queriniana, Brescia 19863, 184-197.

La Sagrada Escritura, alma de la teología

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Ángel Cordovilla Pérez 08 Febrero 2011

Profesor de la Universidad Pontiificia de Comillas de Madrid

 

Introducción

En el umbral del tercer milenio Juan Pablo II nos invitó a realizar un examen de conciencia respecto a la recepción del Concilio, «ese gran don del Espíritu a la Iglesia al final del segundo milenio». En este contexto nos preguntaba a los miembros del Pueblo de Dios: «en qué medida la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiración de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei Verbum»[1]. Uno tendría la tentación de contestar inmediatamente que el déficit escriturístico que padecía la Iglesia y la teología en los tiempos anteriores del Concilio está superado. Nadie dudará del enorme esfuerzo que se ha hecho en este campo. No hay más que echar una ojeada a las diferentes ediciones de la Biblia que han sido publicadas en los últimos cuarenta años (la última la versión oficial de la Conferencia Episcopal Española), los instrumentos bíblicos de los que disponemos (Concordancias, Sinopsis, Diccionarios, Vocabularios, etc), los excelentes libros sobre métodos exegéticos y hermenéutica bíblica, los buenos e innumerables comentarios a cada libro de la Biblia, las diversas teologías del Antiguo y Nuevo Testamento, los renovados manuales de teología, por no mencionar los cursos y grupos bíblicos que se han extendido en las diversas parroquias de la geografía nacional, etc. Pero seamos honestos, ¿realmente la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología? ¿Qué problemas nuevos se están dando en esta relación que parecía ya conquistada para que hoy vuelva a ser un tema controvertido?

La afirmación "la Sagrada Escritura, alma de la teología" se ha convertido en un lugar común para expresar la adecuada forma de relacionar el estudio de la Biblia y el ejercicio de la teología. Esta expresión fue utilizada en el Concilio Vaticano II como símbolo de una reforma necesaria para los estudios teológicos, que ya entonces algunos teólogos juzgaron como revolucionaria (J. Ratzinger). Con el tiempo esta afirmación ha llegado a ser un lugar común. No obstante, la fórmula no despierta hoy los mismos entusiasmos ni el mismo consenso, no en su literalidad, sino en la forma de ponerla en práctica, pues, por un lado, lleva implícita la importantísima cuestión de la interpretación de la Escritura en su estudio exegético como alma del quehacer teológico y, por otro, la duda de que en verdad se haya llevado a cabo esta renovación o si de hecho va en retroceso (por razones diversas). En este sentido Benedicto xvi ha afirmado en su última exhortación postsinodal Verbum Domini que «cuando la exégesis no es teología, la Escritura no puede ser alma de la teología, y viceversa, cuando la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia esta teología ya no tiene fundamento. Por tanto, es necesario volver decididamente a considerar con más atención las indicaciones emanadas por la Constitución dogmática Dei Verbum a este respecto»[2].

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Siguiendo esta invitación, quiero volverme, en un primer momento, a las indicaciones del Concilio Vaticano II donde se afirma que la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la teología. Leídas claro está, de alguna forma, a 40 años de distancia. La expresión aparece en dos lugares, de forma muy semejante, aunque en contextos diversos. En la Optatam Totius se pone de relieve el problema del método teológico y la necesidad de la renovación de la teología; en la Dei Verbum, subraya el problema de la interpretación de la Escritura, para que ésta pueda ser realmente fundamento, fuente, alma y regla de la teología y toda la vida cristiana. En un segundo momento, expondré algunas de las características más significativas que ha de tener la teología si verdaderamente pone la palabra de Dios y el estudio de la Sagrada Escritura como alma de su ejercicio.

 

I.- El sentido de la expresión en el Concilio Vaticano II.La reforma de la teología y la interpretación de la escritura

La afirmación que la Sagrada Escritura sea como el alma de la teología, con algunas variantes, se encuentra en dos lugares del Concilio Vaticano II: en el Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius en el número 16: «Fórmense con diligencia especial los alumnos en el estudio de la Sagrada Escritura, que debe ser como el alma de la teología; una vez expuesta una introducción conveniente, iníciense con cuidado en el método de la exégesis, estudien los temas más importantes de la divina revelación, y en la lectura diaria y en la meditación de las Sagradas Escrituras reciban su estímulo y alimento».

Y, en segundo lugar, en la Constitución Dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum, en el Capítulo vi, titulado «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia», concretamente en el número 24: «La sagrada teología se apoya, como en cimiento perpetuo, en la palabra escrita de Dios al mismo tiempo que en la sagrada Tradición, y con ella se robustece firmemente y se rejuvenece de continuo, investigando a la luz de la fe toda la verdad contenida en el misterio de Cristo. Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad palabra de Dios; por consiguiente, el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la sagrada teología».

No se sabemos muy bien qué expresión influye sobre la otra. Lo que es evidente es que están relacionadas, aunque al encontrase en contextos diversos nosotros hemos optado por interpretarlas de una forma distinta aunque claramente complementaria. Así, mientras que en la Optatam totius la expresión viene a ratificar la necesidad de renovación del método teológico para otorgar a la teología una dimensión más pastoral, en la Dei verbum la cuestión clave es la interpretación de la Escritura y la forma de su estudio para que ella pueda ser realmente alma y regla de la vida de la fe y del quehacer teológico.

1. La expresión en la Optatam totius: la renovación del método teológico

1. 1 El contexto

La expresión se encuentra en el número 16. El texto tiene que ser entendido en el contexto del Decreto[3]. Este no habla de la teología en general, sino del estudio de

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la teología en la formación sacerdotal, desde donde hay que entender algunos subrayados y primacías que no encontramos después en el texto de la Dei Verbum, objetivamente más rico y profundo en sus matices porque su perspectiva es más amplia (Revelación e Iglesia). Leído en la actualidad, con el desarrollo de la teología en un contexto más secular y complejo, hay que reconocer que es un texto con un cierto sabor arcaico, y me atrevería a decir también que algo temeroso. Pero más allá de las expresiones concretas, nos encontramos con un hecho revolucionario, percibido ya por alguno de los intérpretes del texto y confirmado por el decurso de los acontecimientos posteriores[4].

La palabra clave de este Decreto es renovación. Una ansiada y anhelada reforma de la vida de la Iglesia que el Concilio sabe que depende en gran parte de la reforma del ministerio sacerdotal (proemio). Para ello, como siempre, la Iglesia ha de conjuntar la confirmación de aquello valioso que ya ha sido experimentado durante siglos (fidelidad) y las innovaciones correspondientes a la propia doctrina del Concilio y la situación de los tiempos cambiantes (innovación). En palabras ya muy conocidas de Gabriel Marcel, una fidelidad creadora[5]. El Capítulo V, en sintonía con esta fidelidad e innovación, establece las pautas esenciales para que se produzca una nueva configuración de los estudios eclesiásticos. Aquí nos encontramos con el número 16 donde se encuentra la expresión que queremos comentar.

1. 2 El sentido

El número 16 expresa claramente el espíritu del Decreto que antes hemos comentado: la necesidad de la renovación desde la vuelta a las fuentes y el carácter esencialmente pastoral de la teología[6]. La teología es el desarrollo de la fe en su forma científica que tiene como fin profundizar en esa fe y ofrecer una mediación de su contenido para otros. Tomando como recurso LG 25 y la función magisterial de la Iglesia, el número afirma la necesidad del estudio de las disciplinas teológicas a la luz de la fe bajo la guía del Magisterio para así percibir mejor que la teología católica proviene de la revelación y no de una forma filosófica previa. Una afirmación revolucionaria en aquel contexto que es fortalecida por la invitación a convertir el estudio de la Sagrada Escritura en el alma de la teología. Para ello ya había preparado el terreno en el número 13 obligando al estudio de las lenguas de la Sagrada Escritura y la Tradición que les permita entender y usar las fuentes. El número 14, decisivo para la renovación del método teológico, aboga por el carácter unitario de los estudios de teología desde tres perspectivas: la relación entre filosofía y teología; la centralidad del misterio de Cristo; la finalidad soteriológica y pastoral de toda la teología centrada en el misterio de la salvación (Mysterium salutis)[7].

He querido citar estos números, especialmente el 14, porque nos ayuda a entender lo que está detrás de la afirmación de hacer del estudio de la Escritura como el alma de la teología y desde ella otorgar una nueva configuración a los estudios teológicos. El Concilio no nos invita a que la teología sea convertida en un mero ensamblaje de textos bíblicos interpretados desde los métodos críticos más actualizados y rigurosos (biblicismo), sino que está afrontando una cuestión de un profundo calado, pues afecta a la misma comprensión de la teología[8]. La expresión no es una simple metáfora como invitación genérica a utilizar más la Sagrada Escritura, sino que implica una revolución en la nueva configuración de sus estudios y de su método:

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frente a una teología neoescolastica, comprendida como ciencia de las conclusiones, donde la Escritura era un simple corolario y prueba de la previa construcción dogmática, el Vaticano II opta por la vuelta a las fuentes, reconfigurando el método teológico, para buscar una teología con un carácter más cristocéntrico, más soteriológico y más pastoral[9]. Los Padres conciliares son conscientes de que esto sólo se consigue si se pone la Escritura en el centro de la teología.

La forma concreta que aconseja el Concilio para darle un peso mayor a los estudios bíblicos es la siguiente: el conocimiento directo de las lenguas originales, las necesarias introducciones generales, una iniciación a los métodos exegéticos, ensamblados con los temas fundamentales que tienen que ver con la revelación y la necesaria prolongación de todo ello en la meditación espiritual. Posteriormente el estudio de la teología dogmática ha de comenzarse con la exposición de temas bíblicos, desde un método que ha sido caracterizado como histórico genético, pues después afronta el estudio de los dogmas y finalmente lo conecta con uno más especulativo. Mientras que el método anterior al Concilio partía de las afirmaciones dogmáticas y la síntesis especulativa utilizando los textos bíblicos como prueba de argumento, ahora se parte de la Escritura y en la exposición histórica es introducida la especulación.

Con la distancia de cuarenta años hay que reconocer que esta trabazón no ha sido fácil ni sencilla. La Escritura es la norma non normata de la teología desde la que elabora y realiza sus nuevas propuestas y formulaciones teológicas. Pero si bien es verdad que ella es la fuente original e inmediata de la teología, esto no quiere decir que ésta tenga que reducirse a una pura y mimética repetición de los textos que se encuentran en la Sagrada Escritura, ni menos aún que ponga como fundamento las diversas hipótesis con la que habitualmente trabaja la ciencia bíblica. No es fácil escapar de un doble peligro en la utilización de la Escritura. Por un lado, hacer de ella un arsenal que justifique todas y cada una de las afirmaciones dogmáticas (dicta probantia) subordinando la Escritura a la comprensión dogmática de la fe. Pero por otro, caer en un puro biblicismo que se contenta con enumerar y poner en orden diferentes textos de la Escritura sin atreverse a entrar en el fondo de los problemas teológicos[10]. La teología ha de rechazar todo tipo de positivismo, sea este de tipo historicista y bíblico, sea este de carácter dogmático[11]. Como ha expresado certeramente Karl Rahner la teología no es sólo la reflexión científicamente metódica sobre los datos y la conciencia de la fe de la Iglesia sino que también es un momento interior a esa misma conciencia creyente. Esto significa que la vuelta a las fuentes de la teología, la Escritura y los Padres, no puede hacerse de una forma puramente arqueológica, sino desde el ejercicio actual de la fe pensada. El intellectus fidei es una dimensión necesaria y constitutiva del método teológico, que se alimenta necesariamente del auditus, pero que necesariamente va más allá o ha de ir más allá de repetir sin más aquello que se ha escuchado[12].

¿Por qué la afirmación de la Optatam totius fue tan revolucionaria? Porque su opción no fue sólo pedagógica, sino una cuestión de principio: la teología cristiana tiene su primer referente en el realismo de la encarnación donde el hecho histórico es una dimensión constitutiva de la fe cristiana. La teología tiene su primera fuente y su último fundamento en la revelación de Dios en la historia testimoniada en la Escritura, no en los sistemas filosóficos o teológicos previos. Es tan decisiva esta

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cuestión que como hemos citado más arriba Benedicto xvi se ha atrevido a decir que: «cuando la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia ya no tiene fundamento»[13]. Si la teología no tiene este fundamento, correría el riesgo de convertirse en ideología. Por lo tanto, colocar la Palabra de Dios y el estudio de la Sagrada Escritura como alma de la teología, es una cuestión que afecta a su fundamento y a su método. Es decir tiene que ver con la historia de la revelación como fundamento de su quehacer y con la interpretación de la Escritura como método. Como dice acertadamente Christoph Theobald explicando esta expresión del Concilio «la teología debe situarse en una relación de contemporaneidad con la Biblia en su constitución misma o en su génesis»[14]. Es una cuestión de método, que afecta a la constitución misma de la teología; a su génesis, no solo temporal, sino como su origen y fuente permanente.

Pero, como dice acertadamente Theobald, se trata de una relación de contemporaneidad con la Biblia, para lo que tenemos que entrar en el espinoso tema de la interpretación de la Escritura, en el que están en juego la distancia crítica que hay que mantener entre texto escrito y lector actual (métodos histórico-criticos), la cercanía cordial que ha de darse entre ambos en todo acto de lectura (exégesis pragmática y hermenéutica) y finalmente la interpretación eclesial que tenga en cuenta que es un libro en el que se da testimonio de la revelación de Dios y de la fe de un pueblo (Israel e Iglesia) que ha surgido en el seno de su propia Tradición. Pero con esta cuestión entramos ya de lleno en el sentido de la expresión que estamos estudiando dentro de la Constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum.

2. El sentido de la expresión en la Dei Verbum: la interpretación de la Escritura

2. 1 El contexto

Para entender la expresión que estamos comentando, tenemos que tener en cuenta dos afirmaciones fundamentales sobre la naturaleza de la Sagrada Escritura. La primera es que ella no se identifica con la Palabra de Dios. La segunda es que es una palabra inspirada, por lo que es en verdad palabra de Dios en palabra humana[15].

a) La sagrada Escritura no se identifica con la Palabra de Dios

La primera afirmación es que la palabra de Dios (Dei Verbum) no se identifica totalmente con la Sagrada Escritura. La Palabra de Dios es Dios comunicándose a sí mismo en la historia, cuyo centro y plenitud es el misterio de Cristo como evangelio de salvación para los hombres acogido en el poder del Espíritu. La Sagrada Escritura contiene esta palabra de Dios, pero no se identifica totalmente con ella[16]. En este sentido el Catecismo de la Iglesia Católica ha afirmado que el Cristianismo no es una religión del libro, sino que es una religión del encuentro y de la relación personal. Dios en la persona de Cristo dado en el Espíritu es la fuente y fundamento del Cristianismo. En la medida en que Dios se nos da y entrega en la Escritura junto con la Tradición, entra en juego el arte de la lectura, la interpretación y el discernimiento. Elementos claves en la tradición cristiana para saber si realmente estamos en verdadero encuentro personal con Cristo y con Dios y no en una simple proyección de nuestras imágenes y deseos.

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Hay un texto de Henri de Lubac que quiero traer a colación para entender este importante argumento. Fieles a la recepción de las directrices del Concilio, los jesuitas quisieron integrar la Sagrada Escritura en su espiritualidad. En la Comisión iv de la Congregación General xxxi (1965) dedicada a la vida religiosa es creada una subcomisión para esta tarea. El texto emanado por esta subcomisión es leído por el P. Henri de Lubac y contesta con dos hojas escritas a máquina que no tienen desperdicio. El jesuita francés muestra su confusión ante dos cuestiones expuestas en el número 3 de las "observaciones especiales". La primera se refiere al objeto esencial de la Constitución Dei Verbum. De Lubac advierte que no es la Sagrada Escritura, sino la Revelación; y la segunda, sobre la ilusión que supone pensar que se pueda transformar la vida espiritual «secundum novas methodos et exegesim». Desde el texto de la 1Jn que se encuentra en el Proemio de la Constitución Conciliar H. de Lubac advierte que el Cristianismo no puede ser entendido como una religión del libro, sino de la fe en Jesucristo. Los cristianos adoran y siguen a Jesucristo, Palabra de Dios eterna y encarnada (DV 2 y 4). Si los cristianos veneramos las Escrituras (incluso en igual forma que el cuerpo de Cristo) es porque ellas testimonian a Jesucristo y nos entregan su enseñanza. Pero la fuente de la vida espiritual no son las Escrituras, sino el "Evangelio" promulgado por Jesucristo y que se identifica con su persona (DV 7). Lubac termina ofreciendo dos reglas para encontrar a Jesucristo en las Escrituras tomados de la misma Constitución Dei Verbum en los números 12 y 23. La primera de ellas es que «La Sagrada Escritura ha de ser leída e interpretada en el Espíritu con que se escribió», de lo que se deduce que hay que «atender al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe» (DV 12). La Escritura debe ser leída en la fe y tomada en su unidad, dada desde el NT y en él desde Cristo, quien trajo toda la novedad, viniendo en persona. Y la segunda se refiere al estudio de los Santos Padres y de la Liturgia para la profundización en la inteligencia de la Escritura, interpretada por la Tradición y en la Tradición, reconociendo que los santos, como los más vivos comentadores del Evangelio, han de ser los guías preferidos de la vida espiritual (cfr. DV 23).

En definitiva, Lubac nos advierte de que no hay Sagrada Escritura sin revelación personal; y que la fuente de renovación de la vida espiritual a la que nos alienta el Concilio no es directamente la exégesis, sino la capacidad de encontrar a Cristo en la Escritura a la que la exégesis nos ha de ayudar y predisponer desde una interpretación en el Espíritu profundizada y enriquecida por los Padres, la liturgia y los santos[17]. Es cierto que estas palabras están referidas a la relación entre Escritura y vida espiritual, pero haciendo una analogía para la teología nos ayuda a comprender que detrás de la petición de situar la Escritura como alma de la teología está ante todo una cuestión cristológica y pneumatológica. La Escritura es alma de la teología vinculándola a la carne del Logos (historia) y al Espíritu de la vida (interpretación). Visto así la aceptación de la Escritura como alma y fundamento de la teología no es sólo una cuestión de comprensión de la ciencia exegética, sino ante todo una cuestión cristológica y pneumatológica de hondo calado, que afecta a la revelación trinitaria de Dios y a la acogida y respuesta de esta revelación de Dios en la fe.

b) Palabra de Dios inspirada

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La segunda afirmación que tenemos que tener en cuenta es que esa palabra de Dios escrita que tiene que ser puesta como luz, alma, fuente y fundamento de la teología y vida de la Iglesia es inspirada, por lo que es en verdad, palabra de Dios. Si bien es verdad que la exégesis ha hecho que la comprensión de la inspiración haya cambiado profundamente en los últimos años, pudiendo armonizar el desarrollo histórico y la creación literaria del texto bíblico, ésta no puede obviar que sigue siendo palabra inspirada. Por lo tanto, sin los capítulos anteriores que nos hablan de la naturaleza de la Escritura (Cap. III-V) entendida en un contexto más amplio de la Palabra de Dios como revelación (Cap. I) transmitida por la Escritura y la Tradición bajo la guía del Magisterio (Cap. II), es imposible entender la imagen que viene a continuación para expresar la importancia y centralidad de la Escritura en la vida de la Iglesia (Cap. VI). Si la teología es entendida como ciencia de la fe es necesario que lo que se ponga en ella como alma y fundamento no sea un elemento extraño y ajeno a su ser, sino que este ha de ser conforme a su naturaleza y su método. Una Escritura desprovista de esa naturaleza sagrada, tal como la entiende el Concilio en los capítulos anteriores, no es posible que sea puesta como alma de su quehacer. Sólo cuando la Sagrada Escritura es comprendida como palabra de Dios en palabra humana que ofrece un testimonio único y cualificado de la revelación de Dios en la historia de los hombres, su estudio puede convertirse verdaderamente en alma y fundamento del ejercicio de la teología.

Como ya hemos tenido ocasión de expresar cuando el Concilio Vaticano II habló de la necesidad de que el estudio de la Escritura fuera el alma de la teología, era porque el método teológico que se usaba entonces la relegaba a ser un puro corolario de las afirmaciones dogmáticas. La Escritura era utilizada como un arsenal para justificar las afirmaciones teológicas construidas con anterioridad desde otros presupuestos ajenos e independientemente de ella. Pero ahora el problema mayoritario es otro. Me atrevería a decir que es el inverso. El aislamiento de la Escritura no viene producido por el método teológico actual, con una gran sensibilidad de hecho para el pensamiento bíblico, histórico y contextual, sino por el estatuto epistemológico de la propia ciencia bíblica, que se ha cerrado sobre sí, separándose del lugar eclesial y del método teológico. Ya no se considera una parte de la ciencia de la fe, que es la teología. La exégesis tiene su propia autonomía que hay que respetar, pero si quiere ser de nuevo el alma de la teología, tendrá que estar dispuesta con humildad a ser una disciplina teológica. Porque nadie introduce en su centro más íntimo una realidad que en el fondo le es ajena y extraña[18]. Benedicto xvi lo ha notado con toda claridad: «Cuando la exégesis no es teología, no puede ser alma de la teología, y viceversa, cuando la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia, esta teología ya no tiene fundamento»[19]. Exégetas y teólogos han de dialogar sin prejuicios para ayudarse mutuamente a que la exégesis se comprenda mejor como una ciencia teológica y que la teología se comprenda esencialmente como interpretación de la Escritura.

2. 2 El sentido

La afirmación exacta del Concilio es que «el estudio de la Sagrada Escritura es como el alma de la sagrada teología». De esta afirmación quiero fijarme especialmente en las expresiones Sacrae Paginae Studium y el adverbio veluti.

a) "Veluti", es decir, una imagen junto a otras

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Este adverbio expresa claramente que los padres Conciliares no quisieron ofrecer una definición exacta de la relación entre Escritura y teología, sino más bien una imagen. Los intérpretes de esta afirmación ponen de relieve dos cosas. La primera es que no es la única imagen que utiliza el Concilio. La imagen del alma está precedida por las imágenes del fundamento perenne y de la fuente que hace rejuvenecer. En un número anterior y referido a la vida de todos los fieles se insiste en que ella es alimento: que ilumina la mente, robustece el corazón y enciende el amor de Dios en el corazón de los fieles. Creo que la imagen del alma hay que entenderla desde estas otras imágenes. La Escritura es alma de la teología robusteciéndola y rejuveneciéndola. ¿Por qué? Porque le remite constantemente a su objeto que es Dios en su revelación y en su misterio. Solo porque la Escritura es testimonio cualificado de esta revelación de Dios en la historia, la Escritura y su estudio es alma otorgando un fundamento perenne y constituyendo una fuente de renovación. Veamos brevemente las tres imágenes[20].

La primera imagen que nos pone ante los ojos es la imagen de un fundamento permanente. Fundamento es lo que se coloca debajo de una construcción para que permanezca como sólido cimiento sobre el que se levanta el edificio que queremos construir. Frente a una utilización de la Biblia como "dicta probantia" o como corolario y conclusión de lo que ya se ha propuesto y demostrado por otros caminos que era normal en los manuales anteriores al Concilio Vaticano II aquí se propone la SE no como final que justifique sino como inicio que fundamenta y sostiene todo el edificio. Pero, ¿cómo puede ser la Escritura fundamento para la teología, cuando tenemos la sensación que se nos queda demasiado corta para la construcción teológica que queremos realizar? Es evidente que no desde textos aislados, sino comprendiendo la escritura como un testimonio global de revelación, inscrito en la tradición viva de la Iglesia (DV 8). Ella es el alma, el centro y el fundamento de la teología y de la vida de la Iglesia, pero no lo es todo.

La segunda imagen es la de fuente. Parece como si quisiera que la imagen del fundamento no pueda ser comprendida como algo estático y cerrado, sino como un fundamento que es una fuente de vida y aliento que permanentemente rejuvenece a cualquier sistema teológico. Es decir, la teología, si tiene como base y fundamento la SE no puede ser una casa acabada y cerrada en la que dentro tenemos metida la inagotable e inabarcable revelación de Dios sino que teniendo un fundamento perenne es a la vez algo que está vivo y en movimiento. No podemos olvidar que el fundamento es la palabra escrita de Dios y la Tradición viva. Y es que si leemos con atención el texto nos damos cuenta que si el fundamento lo pone en referencia a esta palabra escrita transmitida por la Tradición la fuente de renovación permanente es la verdad que se encuentra en el misterio de Cristo y que nosotros tenemos que investigar a la luz de la fe.

Finalmente, es utilizada la imagen de la Escritura, o exactamente del estudio de ella, como alma de la teología, que habría que comprenderla desde la imagen paralela del Espíritu Santo como alma de la Iglesia[21]. En primer lugar hay que tener en cuenta que se trata de una imagen y no de una aplicación o definición directa. En LG 7 recogiendo la doctrina de León XIII utiliza esta imagen del Espíritu como alma de la Iglesia. En este texto se está hablando de la Iglesia como cuerpo de Cristo y en el párrafo que nos habla de la necesidad de la permanente renovación en Cristo, que

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es la cabeza del cuerpo, aparece esta imagen. El Espíritu haría posible esta renovación permanente ya que él vivifica, unifica y mueve al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Aplicado a la relación entre la Escritura y la teología habría que pensar en la función nutricia y vivificadora en cuanto ella es la fuente inmediata de la teología. No podemos hacer teología sin tener un contacto y estudio directo con la fuente. Ella es la que hace que la teología sea siempre una realidad viva y no algo que se quede inmóvil en el pasado. Es el centro que unifica porque en ella se nos hace presente la figura y la plenitud de la revelación. Pero es un centro inaprensible, una verdad desbordante que permanentemente nos mueve y nos lleva a comprender la verdad completa.

b) «Sacrae Paginae studium» o el problema de la interpretación de la Biblia

La segunda expresión que queremos comentar es que los Padres pusieron la expresión el estudio de la Sagrada Escritura. Mientras que León xiii en la Providentisimus Deus habla del uso de la Biblia en las disciplinas teológicas, el Concilio habla del estudio[22]. Evita así el Concilio volver a un uso de la Escritura como arsenal dogmático, queriendo utilizar la Escritura de forma fundamentalista, sin tener en cuenta la necesidad de su interpretación. El texto vuelve a remitirnos de esta forma a los capítulos anteriores donde se nos ha hablado de la naturaleza de la Escritura (DV 11) y del modo de su interpretación (DV 12), atendiendo a su dimensión histórica y humana para «descubrir la intención del autor» (12,1) y a su dimensión teológica y divina para encontrar el «verdadero sentido del texto sagrado» (12,2), aunque a diferencia de la Encíclica Divino afflante Spiritu no contrapone un sentido pleno al sentido literal del texto, más bien habría que ponerlos en relación[23]. Más adelante el texto de la Dei Verbum señala tres principios fundamentales que repercuten en el estatuto teológico de la exégesis: la condescendencia divina (DV 13); la unidad en alteridad de dos Testamentos (DV 16) y finalmente el principio de la eclesialidad (DV 21). A lo largo de estos 40 años de recepción del Concilio y de desarrollo del ejercicio de la exégesis se han dado una serie de problemas. Aquí es imposible entrar a todas las cuestiones. He escogido sólo dos que me parecen más significativos.

I. Articulación del sentido histórico y teológico del texto bíblico

El primero se refiere a la relación entre la primera y la segunda parte de DV 12. Este número tiene una introducción en la que se afirma la disposición general del intérprete de la Escritura (estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer). Viene la primera parte del texto en el que se explica la forma de investigar para alcanzar la intención del autor (géneros literarios, historia de las formas, historia de la redacción, contexto histórico). La segunda parte del texto en el que se dan los criterios para alcanzar el verdadero sentido del texto sagrado (DV 12). Finalmente, una conclusión en donde se expresa el carácter esencialmente eclesial de la ciencia bíblica. La mayoría de los autores, expresan que mientras que la exégesis bíblica ha desarrollado de forma admirable la primera parte de las indiciaciones del texto conciliar, no ha sucedido lo mismo con la segunda parte. De hecho se percibe una dificultad para lograr una mejor articulación entre ambas. El conocido exegeta alemán Norbert Lohfink ha hablado de una «mancha blanca» en el texto Conciliar, en el sentido de que no desarrolló la forma concreta de articular ambas perspectivas. De hecho aquí se encuentra el epicentro

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del problema de la relación entre exégesis y teología. Mientras que la teología ha aceptado la dimensión histórica del texto bíblico, y así se ha visto enriquecida en su quehacer, una buena parte de la exégesis no asume con facilidad el carácter teológico del texto y sobre todo que tenga que ser interpretado desde la lógica de la fe, propio a todo método teológico. Mientras que hemos pensado el estatuto teológico de la Biblia desde el respeto absoluto por la humanidad del texto, todavía no se ha encontrado una forma habitual de hacer el tránsito sencillo de la exégesis histórica a la exégesis teológica. La exégesis ha de ser crítica y teológica a la vez[24].

La intención de la exégesis histórica «consiste en comprender mejor el texto bíblico, en esforzarse por aclarar exactamente el sentido de los conceptos, situar el texto en su medio original, trazar la historia de su formación y descubrir los problemas que ello conlleva»[25]. Pero a la vez esta exégesis ha de ser consciente «de que la Biblia no constituye simplemente un antiguo tesoro literario o una mina de documentación sobre la historia de ideas morales y religiosas de un pueblo. La Biblia no es simplemente un libro donde se habla de Dios; ella misma se presenta como un libro esencial para la vida humana como lo demuestran muchos de los textos bíblicos (Dt 32,47; Jn 20,30-31)»[26]. Un libro esencial para la vida humana porque la Escritura no sólo habla de Dios, sino que en ella es Dios mismo quien habla con los hombres, quien sigue conversando con ellos, invitándolos a su comunión y compañía. No es posible un sentido teológico del texto que no esté enraizado en el sentido histórico y literal. Otra cosa, argumentan los exégetas con razón, sería volver a un estadio pre-crítico de la investigación bíblica (eisegesis). Pero aquí surge otra cuestión decisiva en torno al sentido histórico del texto como base del sentido teológico. ¿Qué entendemos por historia? ¿Qué caracteriza a lo histórico? ¿La comprensión positivista del siglo xix, o la ya corregida por la historiografía actual que es consciente de que no existe historia sin interpretación? O ¿habría que pensar más bien en la que ha desarrollado la teología a lo largo del siglo xx?[27] El método histórico crítico (y otros métodos que han nacido de él) es hijo de la modernidad. Es obvio que no podemos renunciar a él, ni por fidelidad al hecho cristiano, ni por contemporaneidad con el tiempo presente. No podemos regresar de forma inocente hacia el pasado. Creo que J. Gnilka tiene razón cuando afirma que esta exégesis histórico-crítica nos ha ayudado a comprender de verdad que la revelación de Dios acontece en la historia, de alguna forma extra nos, por lo que la distancia y extrañeza del texto bíblico en relación a nosotros, en principio, es una forma de respetar la forma concreta de su forma de manifestación y comunicación no directamente asimilable por nuestra forma de pensar y nuestros intereses actuales. También nos ha permitido ser más conscientes del proceso histórico de la fe como recepción de la palabra de Dios, un proceso que habitualmente es lento y complejo acompasándose a lo que es la vida humana y, a su vez, se ha convertido en instancia crítica frente a una apropiación indebida de la palabra de Dios que puede poner en riesgo su soberanía[28]. Pero tampoco podemos quedarnos en él. Si la propia modernidad ha sido crítica contra sí misma, yendo más allá de los "antiguos dogmas" ilustrados, esta crítica ha de afectar también a este método, necesario e insuficiente, a la vez[29]. Necesario para evitar el literalismo fundamentalista en la lectura de la Escritura y el peligro de comprensión gnóstica del Cristianismo; insuficiente por el peligro de conducir a una «hermenéutica secularizada» que

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conduce a una comprensión deísta del Cristianismo[30]. Por eso no es extraño que los propios exégetas sean conscientes de que hay que asumir la exégesis histórico-crítica como método, pero no como cosmovisión (Weltanschauung)[31]. No es posible conocer la historia en su pura objetividad sin tener en cuenta la precomprensión desde la cual el exégeta quiere interpretar el texto. En este sentido, desde Rudolf Bultmann hemos sido cada vez más conscientes de que hay que articular correctamente el método histórico crítico y la hermenéutica[32]. «La exégesis de un texto bíblico no es posible sin presupuestos que dirigen la comprensión»[33]. Ahora bien, ésta debe ajustarse lo más posible a la naturaleza del texto que queremos interpretar. Y en teología, y dentro de ella la exégesis católica, a esto lo llamamos fe. Una realidad que no es algo añadido o superfluo al texto ni a la historia de la que el texto bíblico da testimonio, sino algo esencial a él. Es su origen, ámbito en el que se desarrolla y contexto en el que debes ser interpretado.

En este sentido, la Pontificia Comisión Bíblica ha afirmado que «el estudio científico de la Biblia no puede aislarse de la investigación teológica, ni de la experiencia espiritual y del discernimiento de la Iglesia»[34]. La fidelidad a la Escritura es el reflejo de la fidelidad que la teología ha de mostrar a la historia de los hombres y a la encarnación de Dios. La palabra de Dios se ha hecho carne, y en esa carne es para nosotros palabra y salvación. Pero la carne y los hechos no hablan por sí solos, sino que esperan y aguardan a sus diferentes sentidos de su interpretación. No existe una inmediatez pura con la realidad, sino que ésta siempre se nos da en la conjugación entre su presencia y la interpretación (P. Ricoeur). Para la teología esa ineludible mediación es la fe que actúa como precomprensión necesaria para que la Escritura se convierta realmente en alma, fuente y fundamento de la teología y de la vida de la Iglesia. El exegeta Albert Vanhoye, secretario durante muchos años de la Pontificia Comisión Bíblica, ha percibido con toda claridad dónde está el secreto para que el estudio de la Escritura pueda volver a ser, de verdad, «como el alma de la teología», estar atentos a la profundidad espiritual de los textos históricos: «La revelación no es simplemente comunicación de un conjunto de verdades: es ante todo un entrar en relación con personas; introduce en una vida de comunión con Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu. Para poder ser "como el alma de la teología", el estudio exegético debe estar atento a esta profundidad espiritual de los textos históricos, lo cual supone, por parte del exegeta, docilidad al Espíritu Santo»[35].

II. Conflicto de interpretaciones: histórica, cultural, eclesial

En los últimos años, se ha añadido un problema nuevo, que no se encuentra directamente vinculado al texto del Concilio, sino más bien a la historia de la investigación de la Biblia en los últimos cuarenta años. Se refiere especialmente a la repercusión cultural de este libro que ha pasado a ser considerado un clásico de la cultura occidental. Así como el Concilio pensó teológicamente el sentido de la exégesis histórica dentro de la teología, todavía no se ha pensado suficientemente desde un punto de vista teológico su estatuto cultural. Podemos hablar así de un conflicto de interpretaciones que se dan en la actualidad entre la lectura de la Biblia como libro literario y objeto cultural que subraya ante todo el acto mismo de lectura y la relación entre el texto y el lector (exégesis pragmática), la lectura de la Biblia como testimonio histórico estudiado desde los métodos críticos (exégesis histórica)

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y la lectura teológica de la Biblia como palabra de Dios desde la tradición de la Iglesia (exégesis teológica)[36].

Siendo legítimas estas lecturas en su autonomía y lógica propias, ¿no tienen ningún punto de intersección? ¿Son lecturas tan cerradas que no pueden fecundarse ni enriquecerse mutuamente? Si fuera así, no podríamos establecer una adecuada relación entre historia, sentido y revelación, cuestión decisiva para el Cristianismo. En él hay un núcleo histórico irreductible a mito que la exégesis histórico-crítica ayuda a mantener al poner una distancia entre el hecho y el interés del lector actual[37]. Pero en el texto bíblico esto no es suficiente. Porque el lector de la Biblia no sólo busca información exhaustiva sobre un hecho histórico, sino que busca sentido para su vida. Si no hay una relación entre el interés de sentido del lector y el texto leído (círculo hermenéutico) la Biblia terminaría siendo irrelevante para la vida humana. Esto es lo que han subrayado con razón otro tipo de acercamientos a la Escritura que Christoph Theobald denomina como exégesis pragmática, centrados en el análisis narrativo y retórico del texto (sincrónicos). De esta forma se quiere superar así la distancia entre la reconstrucción histórica del texto y su contexto vital realizada por el método histórico crítico y el lector actual. Pero la Biblia todavía es algo más. En ella se da testimonio de la revelación de Dios, hasta tal punto que es considerada palabra de Dios. La distancia histórica, la inmediatez del sentido se abre así finalmente a la trascendencia de Dios. Sin negar las etapas anteriores y sin suprimirlas en estadios superiores, si la exégesis no llega a este nivel, todavía no podríamos hablar del verdadero sentido del texto sagrado del que hablaba DV 12. La interpretación de la Biblia en la Iglesia implica la dimensión histórica que investiga los hechos, la dimensión hermenéutica que interpreta el sentido para la vida humana y la dimensión teológica que acoge en la fe unas palabras humanas como revelación de Dios[38]. Sólo un estudio de la Sagrada Escritura que pasa por este triple momento puede ser colocado con todo derecho y legitimidad como alma y fundamento de la teología. La naturaleza de la Sagrada Escritura provoca a que la teología sea histórica, hermenéutica y fenomenológica[39].

 

II.- Implicaciones para la teología

Según la lectura que hemos realizado de la Optatam totius y de la Dei Verbum lo que está en juego en esta expresión tópica es la cuestión del método teológico como una disciplina esencialmente histórica y la interpretación de la Escritura en la Iglesia como una exégesis teológica. Teología histórica y exégesis teológica. La vuelta hacia la Escritura ha sido uno de los grandes logros de la teología posconciliar. Tanto en la vida de la Iglesia como en el ejercicio de la teología. Ella ha fecundado y enriquecido enormemente la teología llenando de contenido real una teología que se agotaba al girar sobre sí misma en sus elucubraciones de tipo lógico sin conexión con la realidad que piensa y propone en un lenguaje adecuado. Sin embargo esta vuelta no ha sido del todo pacífica y también ha descubierto y puesto en evidencia otra serie de dificultades. Aquí no quiero entrar en las razones de esta problemática, suficientemente documentada en publicaciones diversas y de las que ya he hecho una reflecta indirecta en la primera parte de esta exposición[40]. Tampoco quiero proponer unas pautas para comprender la relación entre exégesis y teología[41],

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sino más bien tomar en consideración las implicaciones que tiene para la teología que el estudio de la Sagrada Escritura sea puesto como alma de la teología. Presuponiendo de hecho que el método teológico es esencialmente histórico y la exégesis es esencialmente teológica[42].

1. La carne del Verbo

La Escritura en primer lugar nos remite a Cristo. No sólo en cuanto que nos hablan de él y la verdad de su misterio, sino «porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13). La Escritura es la carne del Logos. Y por esta razón, la teología debe aprender «el lenguaje de la carne»[43]. De aquí nacen una serie de características para la teología que paso a mencionar y describir brevemente.

a) Una teología histórica

La primera implicación de colocar el estudio de la Sagrada Escritura como alma de la teología es que la teología es esencialmente histórica. La teología siempre ha de estar remitida a la historia de la revelación de Dios. Y más aún, al lugar donde esta revelación es testimoniada de forma singular y única: la Sagrada Escritura. Buscando una analogía con el misterio de la encarnación, algo que ya ha hecho el magisterio en innumerables ocasiones siguiendo la doctrina patrística, podemos decir que la teología siempre estará remitida a la carne del Verbo. Todo lo que Dios nos ha dicho como salvación y plenitud de la vida humana y como revelación de sí mismo, lo ha hecho a través de una historia particular concreta, la de Jesús de Nazaret. El cristianismo no es una religión basada en un mito, ni en una ideología, sino en una persona real y viva. Ni el cristianismo es un mito, ni la teología una pura invención de la razón humana. Está remitida a la historia, a los hechos con todo su espesor, así como a los textos que nos los narran. Cuanto más y mejor conozcamos de forma crítica la historia y el contexto en el que se enmarcan los personajes y acontecimientos que se describen en un texto bíblico, la teología saldrá fortalecida. En este sentido la exégesis tiene una gran responsabilidad en la vida de la Iglesia y en el ejercicio de la teología. «La exégesis toma la Escritura como un texto del pasado y con ello hace un trabajo teológico decisivo, aunque a menudo subestimado. La historia de la revelación, tal como la entiende la Dei Verbum, está determinada por una relación especial con el pasado, con el tiempo de Jesús y de los apóstoles»[44]. La exégesis ha de ayudarnos a tomar distancia entre la historia fundante y nosotros mismos. Tiene que facilitarnos a que escuchemos «la voz de los orígenes» en su distancia y polifonía[45]. Hoy, donde todo quiere ser inmediatez y cercanía, no está mal tomar conciencia de la distancia, de la diferencia, de la alteridad de los textos, de las historias, de los personajes, de la palabra de Dios que de forma inmemorial se dirige a nosotros como palabra soberana que nos precede.

Ahora bien, la teología desde la exégesis se remite a la historia, pero no una historia cerrada sobre ella misma. Sino entendida más bien como el lugar y el tejido en el que acontece el encuentro interpersonal entre los seres humanos y el encuentro salvífico entre Dios y los hombres. La historia no se nos entrega en una forma "pura" y "abstracta", sino en una narración que pide ser interpretada. La historia pertenece

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a la estructura misma de la fe, pero a su vez esta historia nunca ha sido considerada como bruta facta, es decir, como meros hechos irracionales sin logos y sin sentido. Por eso la interpretación de estos hechos pide un logos de sentido. Y aquí es donde entra la fe como principio interno de conocimiento teológico que hace posible que podamos alcanzar el sentido último de la historia. Esto nos pone ante un problema fundamental en esta referencia de la teología a la historia. ¿Interviene Dios en ella? ¿Es posible pensar la revelación de Dios en ella como un novum? ¿Es posible la aparición de un hecho nuevo y escatológico? ¿Es posible pensar la acción de Dios en el mundo más allá de su general acción creadora? ¿Qué relación tiene la narración histórica de la Biblia con la verdad de los hechos? Es decir, ¿es verdadera la historia de la salvación que sirve como base del relato bíblico? ¿Cómo podemos pensar que el acontecimiento Cristo es un hecho escatológico, último y definitivo que nos revela en plenitud la verdad de Dios y la verdad última del hombre y de su historia? Aquí se abre un debate absolutamente necesario sobre la adecuada relación entre Biblia, historia y teología que nos pide ir más allá del método histórico establecido por E. Troelsch y el deísmo moderno de M. Wiles que prácticamente nos obligan a realizar una lectura e interpretación del texto bíblico secularizada. Si bien es verdad que desde los estudios históricos actuales habrá que revisar muchas de las afirmaciones de las teologías de la historia del siglo xx que están en la base de las grandes teologías del Antiguo y Nuevo Testamento, también es verdad que la ruptura de historicismo dogmático abre nuevas posibilidades[46].

b) Una teología obediente y humilde

La segunda característica que queremos reseñar es que desde la centralidad de la Escritura nace una teología obediente en el sentido literal de la palabra, es decir, que ha de vivir desde la escucha fiel de la Palabra de Dios. Si Constitución Dei Verbum situó a la Iglesia bajo la Palabra de Dios como creatura y sponsa Verbi, la teología católica no puede hacer algo distinto. El primer acto del método teológico es el auditus fidei y este se realiza, en primer lugar, en la escucha y el estudio de la Escritura. Esto hace que el objeto inobjetivable de la teología sea Dios en su revelación y su misterio. En este sentido la teología es siempre una palabra segunda del hombre que nace como respuesta agradecida a la anterior Palabra de Dios. Esto significa que situar la Escritura como alma, significa caer en la cuenta de que la teología es obediencia a una palabra que da testimonio de una historia de revelación que siempre le precede. Este es el sentido de la expresión tan manida de Hans Urs von Balthasar de que la teología ha de ser una teología arrodillada, ejercida entre la adoración y la obediencia. No es la Escritura, ni en último sentido Dios en su misterio y revelación, quien tiene que arrodillarse ante la teología comprendida como un sistema cerrado y perfecto, sino que es la teología la que ha de arrodillarse ante el misterio y la revelación de Dios. Esto nos parece evidente, pero a veces la teología ha sentido la tentación de limar las aristas de la revelación de Dios manifestada en la Escritura, de depotenciar la capacidad de Dios para actuar en el mundo, en vez de gozarse y alegrarse de que Dios haya elegido manifestarse de esa forma aparentemente escandalosa o contradictoria con nuestra forma de pensar. Pero también hay que tener cuidado con el uso de esta expresión balthasariana. Esta afirmación, al menos en el autor suizo y en la gran tradición teológica, no significa que haya que estudiar arrodillado sustituyendo el estudio riguroso por la oración piadosa. Que el teólogo realiza mejor su cometido con una actitud orante, es

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evidente, ya que la oración es la mejor expresión del Misterio ante el que vivimos y de la experiencia religiosa del hombre desde la que el hombre se relaciona con él. Pero su sentido es más radical. En primer lugar es una afirmación objetiva que afecta a la naturaleza de lo que es la teología: escucha de la revelación de Dios en la historia de los hombres, antes que una afirmación subjetiva sobre la actitud moral del teólogo.

La historicidad y obediencia de la teología, implica a su vez la humildad. La humildad para reconocer que la teología no es la última palabra; sino penúltima y secundaria. La teología es siempre de suyo una palabra provisional. Ningún sistema teológico puede tener la pretensión de convertirse en la interpretación exclusiva de la Escritura y menos aún de la comprensión del misterio inabarcable de Dios. Ninguna teología puede absolutizarse, pues a todo sistema teológico siempre le precede y le excede la palabra de Dios. Le precede como fundamento desde el cual tiene que partir; y le excede como meta hacia la cual siempre tiene que tender. Este es el sentido de que la Sagrada Escritura es fundamento, fuente y alma de la teología. Y esto para el teólogo sistemático significa a la vez una fragilidad y una fortaleza. Una debilidad porque desde el punto de vista racional es un fundamento frágil, pues es consciente de que la Escritura nunca puede ofrecer al teólogo un fundamento sistemático suficiente para articular de forma inmediata y fija todos los contenidos de su tratado. En este sentido es alma, y solo alma. No hay ningún tratado teológico que le sea suficiente el testimonio de la Sagrada Escritura para fundamentar totalmente sus contenidos. Pero esta fragilidad se convierte en su fortaleza, pues hace posible que mantenga siempre abierto el oído a la palabra viva de Dios, que nunca se cierre sobre su sistema, pues esta palabra actúa como espada de doble filo desmontando todos los sistemas teológicos que tienden siempre a convertirse en comprensiones completas de la realidad de Dios. La Escritura provoca al teólogo a ir más allá de ella, a no quedarse en la repetición mimética de sus expresiones e imágenes; pero, a la vez, le urge a tener que revisar de una forma constante los conceptos y sistemas que construye a partir de ella.

c) Una teología crítica y esforzada

La teología ha de ser consciente de la necesidad de la mediación y del esfuerzo consiguiente. La misma Escritura es palabra de Dios en palabra humana. Ni Dios ni su palabra son tan evidentes a los ojos de los hombres como tantas veces nos gustaría. No hay un acceso inmediato a la verdad de la fe en un encuentro inmediato con la Escritura[47]. Ésta necesita de la mediación de la interpretación. Y ésta no es sencilla. Requiere muchas veces un gran esfuerzo y muchas dosis de paciencia para poder perforar el sentido de los textos cada vez más lejanos a nuestra mentalidad actual; la sabiduría para hacerlos inteligibles a los oídos contemporáneos; la gracia para hacernos contemporáneos de su sentido pleno. La teología requiere una cualificación que va desde el conocimiento de las lenguas originales, el conocimiento de los métodos críticos, el conocimiento de la historia de la interpretación de los textos en la Tradición de la Iglesia, la sensibilidad para los problemas y las preguntas que se plantea el hombre contemporáneo, la disponibilidad para acoger la gracia de Dios. La necesidad de la inmediatez con la Palabra de Dios, no puede hacernos olvidar la necesidad de su mediación científica y eclesial, ni llevarnos a una comprensión pre-crítica de ella ni a una desvalorización

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del carácter científico de la teología. La espiritualidad, la espontaneidad de la vida cristiana, el carácter pastoral de toda actividad eclesial no pueden hacer retroceder la necesidad de una teología seria y rigurosa. No olvidemos que los documentos de la Pontifica Comisión Bíblica han advertido frente a una lectura integrista o fundamentalista de la Escritura. Y no podemos pensar que este es un problema exclusivo de las iglesias protestantes norteamericanas. Algunas lecturas del libro del Apocalipsis, por poner un ejemplo, en ciertos grupos católicos actuales son una muestra de este peligro real en nuestro ámbito español.

2. La vida del Espíritu

La Sagrada Escritura no sólo hace referencia a la carne del Verbo sino a la vida en el Espíritu. De la misma manera que no podemos separar la misión del Hijo de la del Espíritu, tampoco podemos olvidarnos del Espíritu en relación con la Escritura. Él es el ámbito en el que fue escrita (inspiración), y por esta razón el ámbito en el que ha de ser interpretada (sentido espiritual). «La Escritura no es otra cosa que el testimonio de la Iglesia misma, escrito desde el Espíritu Santo, que allí habla y da testimonio...»[48]. En este sentido la Escritura es incomprensible sin una relación interna con el Espíritu Santo, porque el Espíritu Santo, unido a Cristo, es a la vez el Señor soberano de la Tradición y de la Escritura[49]. Como dijo el arzobispo Neophytus Edelby en su memorable intervención en el Concilio durante las discusiones en torno a la Dei Verbum recordándonos la hermenéutica de la Iglesia antigua especialmente la tradición de las iglesias orientales: «La Tradición Santa es la epíclesis de la Historia de la Salvación, la teofanía del Espíritu Santo, sin la cual la Historia es incomprensible y la Escritura es letra muerta»[50]. Por eso, tiene razón von Balthasar cuando dice que «el efecto de la inspiración no debemos buscarlo ante todo en la inerrancia de la Escritura; debemos buscarlo en una cualidad constante, en virtud de la cual el Espíritu Santo viviente se encuentra siempre como auctor primarius detrás de la palabra, dispuesto en todo momento a introducir en profundidades mayores de verdad divina a todo aquel que intente comprender esta palabra suya en el Espíritu de la Iglesia (que tiene como Esposo al Espíritu). Y el contenido primario de la Escritura sigue siendo siempre Dios... Es la palabra que abre el acceso a Dios y que continúa abriéndolo; en ningún lugar se echan cerrojos sino que por doquier se crean aberturas»[51]. Si la teología ha de aprender «el lenguaje de la carne», también ha de estar dispuesta a confiarse «a una hermenéutica del Espíritu»[52].

a) Una teología salvífica y pastoral

Si la verdad de la Escritura es de carácter salvífico, la teología que descansa en ella ha de ser necesariamente soteriológica y pastoral. Mostrar esa intrínseca e inseparable conexión de todos los tratados dogmáticos con la historia de la salvación ha sido el gran acierto de dos de los mejores manuales de teología posconciliar, uno en perspectiva sistemática desde la categoría historia de la salvación[53] y el otro desde una perspectiva histórica centrada en el desarrollo del dogma[54]. Este es el gran acierto de dos obras de teología posconciliar: ¿Qué y quién es Dios para que sea posible la salvación definitiva en Jesucristo y la divinización en el Espíritu? ¿Qué y quién es el hombre que por un lado está radicalmente necesitado de salvación, ya que él no puede llevarse a sí mismo a su

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plenitud, y por otro lado esta salvación le alcanza gratuitamente sin anular su libertad y conduciéndole a una plenitud que aunque deseada y atisbada desborda aquello que el podía pensar y desear?

Toda la teología es soteriológica, en el sentido que la inteligencia de un determinado contenido de la fe (misterio de Dios, Cristo, Iglesia, Sacramentos, Escatología), ha de ser comprendido en su significación para nosotros[55]. Cuando Rahner formuló el famoso axioma de la teología trinitaria, su intención primera no fue progresar en el conocimiento de Dios en sí o contribuir a la historia de la teología con una genialidad, sino que su real preocupación era sacar del espléndido aislamiento en que estaba situada la teología trinitaria respecto a la teología, la fe de la Iglesia y la vida concreta del creyente. La solución la encontró en hacer de Dios uno y trino el fundamento trascendente de la historia de la salvación poniendo de relieve la significación salvífica que la doctrina trinitaria tiene para la teología, la vida cristiana y la comprensión de la realidad. También Adolph Gesché ha insistido mucho en este carácter salvífico de la teología como criterio de su cientificidad. El estatuto científico de la teología no lo da una conceptualización rigurosa y exacta a imagen y semejanza de las ciencias experimentales (esto para la teología sería una pseudociencia), sino «el principio de capacidad salvífica», su capacidad para invitar a la salvación. En este sentido su gloria está en ser una ciencia inexacta (inadaequatio), pues la inexactitud es en el fondo la única forma de su exactitud (adaequatio). Se pregunta el teólogo de Lovaina: «¿No consistirá el [estatuto científico] de la teología dogmática en lo que yo llamaría el principio de capacidad salvífica? En teología es justo y bueno, equitativo y saludable lo que lleva a la salvación. Y en este principio, en esta prioridad es donde la teología puede encontrar la primera palabra de su justificación y la última de su revivificación»[56].

b) Una teología actual y significativa

Ni la Biblia, ni la Teología son cosas del pasado. La Biblia es el libro de un pueblo en el que da testimonio de la revelación de Dios, mediante la cual ese Dios sigue conversando con la esposa de su Hijo y habla al corazón de todo creyente. «El pueblo de Dios es el sujeto vivo de la Escritura; en él, las palabras de la Biblia son siempre una presencia»[57]. Si los métodos críticos, especialmente el histórico, han puesto de relieve la necesidad de poner distancia entre el texto y le lector, para no introyectar en él sus preocupaciones, deseos y problemas actuales, la hermenéutica moderna ha puesto de relieve la necesidad de entender la relación que se crea entre el texto y el lector. Si la exégesis crítica pone distancia para alcanzar la verdad histórica del texto, la exégesis pragmática se centra en el acto de lectura buscando la conexión y cercanía entre texto y lector desde los efectos de sentido[58].

c) Una teología ecuménica y dialogal

La tercera implicación es el diálogo y el ecumenismo, en definitiva, poner la Escritura y su estudio en el centro de la teología como alma, significa realizar una teología en diálogo. La Escritura no es patrimonio de la teología, sino de la Iglesia y desde este punto de vista la teología ha de estar en diálogo sincero y auténtico con la Tradición y el Magisterio, a la vez que con el sentido de la fe de todos los creyentes que la forman. Aunque la teología tiene su método riguroso y tiene una actividad específica y autónoma dentro de la comunidad creyente que hay que

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respetar, si ella tiene la Escritura como alma y fundamento de su quehacer no puede encerrarse sobre sí misma. La teología ha de ser consciente de la necesidad de este diálogo eclesial y mundano, si no quiere quedarse encerrada en una ciencia de unos expertos que al final a nadie interesa. Tiene que mantener su espacio propio, de rigor y precisión, pero teniendo en cuenta que lo que es su alma es una realidad que es compartida por todos los miembros de la Iglesia.

La Escritura es también un bien común a todas las confesiones cristianas. Es cierto que la forma de su interpretación varía. Pero hemos de reconocer que el haber situado a la SE como principio y fundamento del quehacer teológico ha sido decisivo para el diálogo ecuménico, especialmente con la tradición evangélica y reformada. Ni la teología protestante interpreta hoy el principio Sola Scriptura sin tener en cuenta el principio de la Tradición entendida como el Evangelio trasmitido ni la teología entiende la Tradición como fuente independiente y paralela de la Escritura. El enriquecimiento mutuo en la investigación exegética, así como en el quehacer teológico a lo largo del siglo xx, son uno de los mejores testimonios del esfuerzo ecuménico de las tradiciones cristianas en torno a la Palabra de Dios que a todos nos une y alimenta[59]. Este diálogo se hace extensible al Judaísmo tal y como ha puesto de relieve el último de los documentos de la Pontifica Comisión Bíblica El Pueblo judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia cristiana (2002). Así como el diálogo con el Protestantismo lleva siglos de progreso y maduración, habiendo dado unos logros admirables, este segundo no ha hecho más que empezar y no podemos esperar más que frutos granados en el futuro.

Pero la Biblia es ya patrimonio de la humanidad, tanto desde el punto de vista de que ella se ha convertido en un libro cultural, es decir, en objeto de estudio y lectura como un libro clásico de la antigüedad; como en el sentido de que en ella se tratan cuestiones que afectan a todo ser humano, más allá de su creencia religiosa[60]. No podemos sino alegrarnos de que la lectura de la Biblia tenga un interés fuera de los ámbitos de la teología y de la Iglesia. Este nuevo lugar de interpretación tiene que ser convertido en lugar de diálogo y encuentro respetando y aprendiendo de las visiones que otros nos pueden aportar y ofreciendo con creatividad y valentía la nuestra propia. Pero tampoco seámos ingenuos. La significación cultural de la Biblia está arraigada en que hay una comunidad de testigos que la sostienen con su testimonio de vida, para quienes la Biblia constituye la palabra de Dios que manifiesta de forma concreta su condescendencia providente y su voluntad amorosa. ¿Sin esta "nube de testigos" seguiría siendo relevante un conjunto de libros heterogéneos y poco significativos en su expresión literaria respecto a otros libros clásicos del pasado? Yo creo que su poder de atracción reside secretamente en que esa palabra humana remite a la revelación y el misterio de Dios (Palabra-Espíritu) y a su pueblo (Israel-Iglesia) porque es y contiene la palabra de Dios.

3. La incomprensibilidad del Padre

Si la Escritura nos remite en primer lugar a la carne del Verbo para que en ella y desde ella podamos encontrar espíritu y vida, no podemos olvidar que desde su primera página hasta la última ella es el diálogo y el coloquio que Dios realiza con los hombres de forma permanente. «En los libros sagrados, el Padre, que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos» (DV 21). Ni el lenguaje de la

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carne, ni la hermenéutica del Espíritu nos pueden llevar a una verbalización y comprensión tal del misterio de Cristo que provoque una «"elaboración" y desaparición de la major dissimilitudo de Dios»[61]. Veamos que significa esto en concreto para la teología.

a) Una teología de la Trascendencia y del Misterio

Si la Sagrada Escritura es el alma y fundamento de la teología, ésta –como ya hemos señalado- tiene que ser ante todo una teología de la revelación. Dios se nos da y se nos entrega en la palabra que nos dirige y nos ofrece. Al decirse, se da. Pero precisamente por esto, porque en esa palabra es Dios quien está y entra en juego, en su revelación se nos hace más patente su radical trascendencia y su misterio. En este sentido, la revelación no des-vela el misterio sino que lo hace más patente y nos enfrenta a él de una manera más radical. Es la radicalidad del don de sí mismo a nosotros la que nos pone en evidencia la condición inabarcable del misterio de Dios[62]. Ni por su absoluta trascendencia, es decir, su altura infinita que siempre nos desborda y nos sobrepasa, ni por su radical inmanencia, es decir, su íntima cercanía o su profunda interioridad que nos sobrecoge, podemos pensar a Dios como un objeto más de nuestra razón. Al pensar a Dios como misterio tenemos que poner de relieve la tensión irresoluble que existe entre trascendencia e inmanencia, o dicho de otra manera, entre la radicalidad de la comunicación de Dios y la incomprensibilidad de su misterio. Cuando Dios se revela (Hijo) y se nos da (Espíritu), está ahí para nosotros asequible en toda su radicalidad, pero a la vez permanece incomprensible e inabarcable. La revelación de Dios es en el ocultamiento. La revelación de Dios no agota su misterio, sino que nos comunica y nos entrega el misterio que él mismo es. Dios es trascendente y está siempre más allá de lo que podemos decir o pensar sobre él. De aquí se deriva el sentido de reverencia del hombre ante el misterio de Dios, que ha de presentarse ante él, descalzo y con el rostro en tierra, en actitud de profunda adoración. El misterio, así entendido, es la realidad más propia de la que se ocupa la teología. Por eso «una teología que en sus afirmaciones concretas olvidase que todas sus proposiciones deben ser abiertas, y para ser verdaderas, deben ser concebidas en su apertura en confrontación con el misterio de Dios incomprensible e inefable, no sería una verdadera teología cristiana... [Por eso] El teólogo no es aquel que ilumina, sino quien introduce en el misterio incomprensible de Dios toda la realidad terrena correctamente iluminada»[63].

b) Una teología de la inmediatez y de realidades

Si el misterio es la realidad más propia de la que trata la teología, también la exégesis, ésta, ciencia de la fe, sabe que su objeto no termina en los enunciados, sino en la realidad que los enunciados afirman y apuntan. De la carne del Verbo hemos de pasar a la vida del Espíritu que vivifica y de ésta al misterio de la incomprensibilidad del Padre[64]. La teología es siempre búsqueda y pasión de vida porque ésta no termina en su formulación sino en la realidad de la que habla. La teología, en este sentido, busca inmediatez, vida, eternidad. Ha de ejercerse y sentirse sobrecogida y sobrepasada por el exceso del misterio de Dios. Res y no solo verba es lo que la teología busca en su auditus y en su intellectus fidei. Ya se ha convertido en una cita habitual la expresión de Tomás de Aquino cuando afirma que las proposiciones dogmáticas no terminan en el enunciado, sino en la realidad que

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enuncian. Una expresión que ha ayudado a la teología a salir de su estrecho dogmatismo en el cual ha estado durante muchos años encerrada. Pero a veces se nos olvida que esta afirmación también debe ser utilizada para las investigaciones exegéticas de la Palabra de Dios. Si ni siquiera las fórmulas dogmáticas asistidas por la presencia del Espíritu en la Iglesia constituyen el objeto de la fe, ¿puede serlo el retrato realizado por la ciencia histórica? También aquí debería regir que fe no se queda en las fórmulas lingüísticas sino en la realidad a la que apuntan. El objeto de la fe es Dios quien se nos da y manifiesta en la palabra y el texto escrito iluminado y vivificado desde el Espíritu.

c) Una teología purificada del silencio adorante

Si la realidad última a la que tiende la teología desde la palabra de Dios es Dios mismo en su revelación y en su misterio, la teología sólo puede terminar en el silencio adorante y respetuoso. Todo gran teólogo se ha percatado de que después del esfuerzo por buscar el rostro de Dios, por pensar racionalmente la fe, ha de caer rendido ante el misterio incomprensible de Dios. Aquí podemos recordar a dos: Tomás de Aquino y Karl Rahner. Para ambos el Misterio es el verdadero hontanar de su reflexión teológica, por eso, el ejercicio de pensar antes que apoderamiento de la realidad es apertura agradecida a esa realidad previa que se nos da y se nos entrega. Por esta razón su primera y última palabra son palabras respetuosas al silencio, son palabras que empiezan y terminan en el silencio, son palabras dirigidas al silencio[65]. No para callar ante la realidad de Dios, que siempre está más allá y más acá de todo lenguaje, comprensión y pensamiento humano sobre él, sino para mostrar con un gesto de profunda adoración el infinito agradecimiento ante su realidad manifestada a nosotros. Todos conocemos la leyenda de que el Aquinate al final de sus días quiso quemar todo lo que él había escrito. Ante la cercanía del Misterio de Dios todo le parecía palabra vacía. Por eso, no quedaba más que la purificación del fuego para la palabra dicha y el silencio como respuesta última de adoración y reconocimiento. El teólogo de Friburgo, por su parte, afirmó en una de sus últimas entrevistas que le volvían a preguntar por lo esencial de su contribución a la teología: «He hablado mucho. He olvidado mucho y he dejado mucho por decir, aquello que tú o cualquier otro hubiera deseado escuchar. No quiero mencionar nuevamente los temas sobre los que debería haber dicho una palabra o de aquellos otros sobre los que he hablado. Al final de una u otra manera no existe más que el silencio, en el que acontece el eterno canto de alabanza de Dios»[66].

 

Conclusión

La expresión ya clásica de que la Palabra de Dios y el estudio de la Sagrada Escritura sean como el alma de la teología la hemos interpretado a la luz de los textos del Concilio y en el contexto actual como la necesidad de que desde una teología histórica (Optatam totius) y una exégesis teológica (Dei Verbum), la teología tenga siempre como fundamento la carne del Verbo (historia), se abra a la vida plena en el Espíritu (diálogo) y tenga siempre como única meta la participación en el misterio incomprensible del Padre desde el silencio adorante (misterio).

 

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[1] Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 36. Hay que notar que Juan Pablo II se refiere a la Palabra de Dios y no directamente a la Sagrada Escritura. ¿Quería decir lo mismo? ¿Las utilizó como expresiones equivalentes o quería evitar un cierto biblicismo en la interpretación de esta expresión?

[2] Benedicto xvi, Verbum Domini, 35.

[3] O. Fuchs-P. Hünermann, «Theologische Kommentar zum Dekret über die Ausbildung der Preister

Optatam totius» en, P. Hünermann-B.J. Hilberath (Hrsg.), Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten

Vatikanische Konzil 3, Freiburg im Breisgau 2005, 317-489.

[4] J. Neuner, «Kommentar zum Dekret über die Ausbildung der Priester», en: Lexikon für Theologie und

Kirche XIII Vaticanum II/2, 337; J. Ratzinger, «Kommentar zum VI. Kapitel der Dogmatische Konstitution

über die göttliche Offenbarung» en: Lexikon für Theologie und Kirche XIII Vaticanum II/2, 577.

[5] G. Marcel, Être et avoir, París 1935, 55: «La fidelidad auténtica es libre, inventiva, creadora».

[6] J. Neuner, «Kommentar zum Dekret über die Ausbildung der Priester», o. c., 342.

[7] No es casualidad que el mejor manual de teología que se escribió después del Concilio Vaticano II

asumiendo las directrices de este Decreto y el espíritu renovador conciliar tuviera este nombre:

Mysterium salutis. Manual de Teología Dogmática desde la Historia de la Salvación I-V. Personalmente

pienso que todavía no ha sido superado. La obra colectiva Mysterium liberationis y el proyecto abortado

Mysterium fidei queriendo prolongar esta misma lógica en contextos distintos y en tiempos diferentes no

han logrado sustituirlo. No obstante, hay que ser conscientes de que Mysterium salutis fue un magno

proyecto que se fue fraguando a lo largo de 30 años y que fructificó en el momento más fecundo para la

teología del siglo xx.

[8] Desde estas directrices escribió Karl Rahner el Curso fundamental sobre la fe. En una lectura

superficial puede dar la impresión de que el teólogo alemán elabora una introducción al Cristianismo

filosófica y a-bílica. Sin embargo, no es así. Aunque no aparezcan textos de forma explícita, las grandes

líneas de fuerza de su teología nacen de la Escritura.

[9] J. M. Lera, «Sacrae Paginae studium sit veluti anima sacrae theologiae. (Notas sobre el origen y

procedencia de esta frase)» Miscelanea Comillas 78-79 (1983) 409-422 ha estudiado el origen de esta

expresión tomada por el Concilio de León xiii y Benedicto xv. La expresión aparece por primera vez en el

decreto 15 de la Congregación general xiii de la Compañía de Jesús en 1687 pretendiendo revitalizar los

estudios de teología de la Compañía. A lo largo del siglo xix se convierte en una afirmación que expresa el

deseo de reforma de la Ratio studiorum y en una expresión habitual de los jesuitas en Roma inclinados a

la teología positiva (Perrone, Passaglia, Schrader, Franzelin) recogiendo la tradición de los profesores del

Colegio Romano a comienzos del xvii (Bellarmino, Lessio). Probablemente a través del exégeta alemán R.

Cornely pasa a la encíclica de León xiii Providentissimus Deus y Spiritus Paraclitus de Benedicto xv. De

aquí es tomada en el Concilio Vaticano II. Es importante señalar el deseo de reforma y renovación que va

unida a esta expresión, tanto en su origen como en el texto del Concilio.

[10] En este sentido es muy revelador la discusión de K. Rahner con N. Lohfink sobre el lugar y la

importancia de la exégesis en el nuevo proyecto de formación teológica para los sacerdotes. La relación

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entre textos y temas se convierte en la cuestión fundamental. Cf. K. Rahner, «Zur Neuordnung der

theologischen Studien», Stimmen de Zeit 181 (1968) 1-21; «Die Exegese im Theologiestudium», Stimmen

der Zeit 181 (1968) 196-201. N. Lohfink, «Text und Thema», Stimmen der Zeit 181 (1968) 120-126.

[11] K. Rahner, Confessare la fede nel tempo dell'atesa. Interviste, Roma 1994, 75.

[12] Cf. Id., «Exegese und Dogmatik», Schiften zur Theologie 6, 111-112 [trad. española, p. 110].

[13] Benedicto xvi, Verbum Domini, 35. El subrayado es mío.

[14] Ch. Theobald, "Dans les traces..." de la constitution "Dei Verbum" du concile Vatican II. Biblie,

théologie et practiques de lecture, Paris 2009, 92. El subrayado es del autor.

[15] De los innumerables comentarios a la Dei Verbum quiero destacar los dos clásicos: el del Lexikon für

Theologie und Kirche, vol. XIII, Vaticanum II/2, en donde se encuentran especialmente los comentarios de

J. Ratzinger y A. Grillmeier, y el dirigido por B. D. Dupuy, La revelación divina, Madrid 1970. Y el más

actualizado de H. Hoping, «Theologische Kommentar zur Dogmatischen Konstitution über die göttliche

Offenbarung Dei Verbum», en Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil 3,

Freiburg – Basel – Wien 2005, 697-831. Con una exhaustiva referencia bibliográfica.

[16] En este sentido el Mensaje al Pueblo de Dios del Sínodo de los obispos sobre la Palabra de Dios

(Octubre 2008) no se refiere sólo a la Sagrada Escrtiura, sino simultáneamente a la voz (revelación), el

rostro (Cristo), la casa (Iglesia) y los caminos (misión) de la Palabra. Reasumido y simplificado después

por Benedicto xvi en su Exhortación apostólica Verbum Domini, dividida en tres partes: Verbum Dei [6-

49]; Verbum in Ecclesia [50-89]; Verbum Mundo [90-120].

[17] H. de Lubac, «Animadversiones a H. de Lubac» en Congregacion General XXXI, Commisio IV,

Documenta praevia sessione II, p. 107. Agradezco esta valiosísima información al P. Ángel Tejerina, S.J. En

esta congregación general es elegido el P. Arrupe como Preposito general.

[18] Ya A. Grillmeier, «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia. Comentario al capítulo vi», en B. D.

Dupuy (dir.), La Revelación divina, vol. II, Madrid 1970, 153 hacia este "profecía": «La Escritura tiene la

oportunidad de convertirse nuevamente en alma de la teología, por lo menos si se la lee con la fe de la

Iglesia. Pero si, en vez de alumbrarse con la fe, la exégesis se dedica a "racionalizar", entonces toda esta

discusión resulta totalmente infructuosa para la vida de la Iglesia». La discusión a la que se refiere es la

discusión en torno a la figura de Rudolf Bultmann y el progreso en los métodos exegéticos y la

hermenéutica bíblica en la teología.

[19] Benedicto xvi, Verbum Domini, 35.

[20] A. Grillmeier, «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia», o. c., 150-155.

[21] Divinum illud, 1897; Cfr. DH 3229: El Espíritu alimenta y acrecienta a la Iglesia.

[22] Cfr. A. Vanhoye, «Esegesi biblica e Teologia: la questione dei metodi», Seminarium 31 (1991) 267-

278; aquí 267.

[23] Cfr. G. Gnilka, «Die biblische Exegese im Lichte des Dekretes über die göttliche Offenbarung (Dei

Verbum), Münchener Theologische Zeitschrift 36 (1985) 5-19; aquí 10.

[24] Cfr. G. Uríbarri, «Exégesis científica y teología dogmática. Materiales para un diálogo» Estudios

Bíblicos 64 (2006) 547-548; Id., «para una nueva racionalidad de la exégesis. Diagnóstico y propuesta»

Estudios Bíblicos 65 (2007) 253-306; Id., «Exégesis y teología según el Sínodo sobre la Palabra de Dios»

Estudios Eclesiásticos 84 (2009) 41-93; Id., «Para una interpretación teológica de la Escritura. La

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contribución de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI», en: S. Madrigal (ed.), El pensamiento de Joseph

Ratzinger. Teólogo y Papa, Madrid 2009, 25-66.

[25] TOB, «Introduction à la Bible», Paris 2010, 18.

[26] TOB, «Introduction à la Bible», 19.

[27] Ch. Theobald, «À quelles conditions une théologie "biblique" de l'historire est-elle aujourd'hui

possible», en Id., "Dans les traces...", o. c., 117-145.

[28] J. Gnilka, «Die biblische Exegese», 12-13. Cfr. K. Lehmann, «Der hermeneutische Horizont der

historischen-kritischen Methode», in: J. Schreiner (Hrsg.), Einführung in die Methoden der biblischen

Exegese, Würzburg 1971, 40-80.

[29] Esta ha sido una de las insistencias permanentes de J. Ratzinger que concuerda con la opinión de

otros teólogos y exégetas que quieren ir más allá de una exégesis fundamentalista e historicista. En ese

sentido se habla de una exégesis teológica postfundamentalista y postsecular; Cfr. H. Frei, The eclipse of

Biblical narrative; A. Lindbeck, The Nature of Doctrine 1985; K. Vanhoozer, El drama de la doctrina,

Salamanca 2009.

[30] Cfr. G. Brambilla, «Teologia biblica e teologia sistematica: per continuare el dialogo», Teologia 30

(2005) 283-296; aquí 293. La expresión «hermenéutica secularizada» es de Benedicto xvi en Verbum

Domini 35.

[31] J. Gnilka, «Die biblische Exegese», 11.

[32] Pontifica Comisión Bíblica (PCB), La interpretación de la Biblia en la Iglesia, PPC, Madrid 1994, 73:

«Toda exégesis ha de ser completada por una hermenéutica en el sentido reciente del término».

[33] Id., 72. F. Schleiermacher, W. Dilthey, M. Heidegger, G. Gadamer, P. Ricoeur son los autores

sucesivos que nos han hecho avanzar en este campo.

[34] PCB, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 106.

[35] A. Vanhoye, «La recepción en la Iglesia de la Constitución dogmática Dei Verbum», en Escritura y

Tradición, 173.

[36] Cfr. Ch. Theobald, «Dans les traces...» de la Constitution «Dei Verbum» du concile Vatican II. Bible,

théologie et practiques de lecture, Paris 2009.

[37] Aunque esto a veces tampoco es absoluto. La historia de la investigación de la vida de Jesús ha

mostrado que detrás de un legítimo deseo de veracidad histórica hay muchos presupuestos que acaban

imponiéndose en ese tipo de estudios. Cfr. R. Trevijano Etcheverría, «Jesucristo: El Jesús de la historia y el

Jesús terreno en los evangelios», en A. Cordovilla Pérez, Dios y el hombre en Cristo. Homenaje a Olegario

González de Cardedal, Salamanca 2005, 319-346. Especialmente significativas sus afirmaciones en la

página 336.

[38] Cfr. O. González de Cardedal, Fundamentos de Cristología I. El Camino, Madrid 2005, 97-110. El autor

explica este triple nivel (hechos-sentido-revelación) refiriéndose a la persona de Cristo. Pero puede ser

aplicado perfectamente a la interpretación de la Escritura.

[39] Cfr. J. Vidal-Talens, La fe cristiana y sus coherencias. Cuestiones de Teología fundamental, Valencia

2007, 148-171.

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[40] Por poner sólo dos ejemplos de la innumerable bibliografía: Cfr. U. Busse (Hrsg.), Die Bedeutung der

Exegese für Theologie und Kirche (QD 215), Freiburg – Basel – Wien 2005; y en la dirección opuesta J.

Fitzmyer, The Interpretation os Scripture. In Defense of the Historial-Critical Method, New Jersey 2008.

[41] Sobre esta problemática la bibliografía ha crecido exponencialmente: Cfr. G. Uríbarri, (cfr. Nota 23);

T. Söding (Hrsg.), Geist im Buchstaben? Neue Ansätze in der Exegese (QD 225), Freiburg – Basel – Wien

2007; Id., «Teologia biblica e teología sistemática. Presuposti e prospetttive di un dialogo» Teologia 30

(2005) 257-282; Id., «Fare esegesi come teologia, fare teologia come esegesi. Un rapporto necessario e

complexo», en Convegno sulla Verbum Domini, Roma 1-4 Dicembre 2010; K. Card. Koch, «L'Annuncio di

un Dio que parla. Riflessioni sul rapporto tra Rivelazione, Parola di Dio e Sacra Scrittura», en Convegno

sulla Verbum Domini, Roma 1-4 Dicembre 2010.

[42] Cuando digo esencialmente quiero tener en cuenta que no lo es con exclusividad, pues ha de

integrar otros elementos. Lo histórico para la teología y lo teológico para la exégesis caracteriza ambas

actividades desde un punto de vista formal. Soy consciente de que la teología ha de integrar el carácter

sistemático y unitario que le ofrece la filosofía; así como la exégesis ha de integrar el aporte de otras

ciencias y métodos críticos. En este sentido he hablado más arriba de historia (hechos: acoger),

hermenéutica (sentido: interpretar) y fenomenología (revelación: ver).

[43] H. U. von Balthasar, Teológica 2. Verdad de Dios, Madrid 1997, 238-269.

[44] T. Söding, «El alma de la teología. La unidad de la Sagrada Escritura en la Dei Verbum según Joseph

Ratzinger», Communio, Nueva época 7 (2007) 37-54; aquí 38.

[45] Id., «Fare esegese come teologie e teologia come esegese», 7 (texto inédito).

[46] El estudio de Ch. Markschies, ¿Por qué sobrevivió el cristianismo en el mundo antiguo?, Salamanca

2009 es un buen ejemplo de ello. Cfr. Especialmente las págs. 78-83.

[47] Cfr. T. Söding, «Fare esegesi come teologia, fare teologia come esegesi», 2 (texto inédito). El acceso

inmediato, explica este autor recogiendo la preocupación de los Padres del Sínodo de la Palabra de Dios

(Roma, Octubre de 2008), es propio de la lectura fundamentalista que no requiere la necesidad de la

crítica científica ni de la mediación eclesial.

[48] J. Diedro, De Ecclesia Scripturis et dogmatibus (1933), en: Opera, Lovaina 1556, I, fol. 61 v. Tomado

de H. Urs von Balthasar, Teológica 3. El Espíritu de la Verdad, Madrid 1998, 321-322.

[49] H. Urs von Balthasar, Teológica 3. El Espíritu de la Verdad, 317.

[50] Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, III, 3, Roma 1974, 306-309.

[51] Id. «Palabra, Escritura, Tradición», en Verbum caro. Ensayos teológicos 1, Madrid 1964, 32.37.

[52] Id., Teológica 2, 269.

[53] Cfr. J. Feiner-M. Löhrer (eds.), Mysterium Salutis. Manual de Teología como historia de la salvación I-

V, Madrid 1965.

[54] Dirigido por B. Sesboüé en cuatro volúmenes: Historia de los dogmas: 1. El Dios de la salvación; 2. El

hombre y su salvación; 3. Los signos de la salvación; 4. La Palabra de la salvación.

[55] T. Pröpper, Erlösungsglaube und Freiheitsgeschichte. Eine Skizze zur Soteriologie, München 21988,

11.

[56] A. Gesché, «Teología dogmática», en Iniciación a la práctica de la teología I, Madrid 31984, 288.

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[57] J. Ratzinger-Benedicto xvi, Jesús de Nazaret I, Madrid 2007, 17.

[58] Cfr. Ch. Theobald, «Dans les traces...» de la Constitution «Dei Verbum», 110-111.

[59] Acaba de ser editada en 2010 una nueva versión de la Traducción Ecuménica de la Biblia (TOB) todo

un ejemplo del fruto de este trabajo ecuménico. Entre las novedades más significativas está la presencia

más significativa de la tradición ortodoxa.

[60] Ch. Theobald, "Dans les traces" de la constitution "Dei Verbum", o. c., 8; 92-94. Por poner sólo un

ejemplo podemos recordar la sugerente lectura que el autor de teatro conocido como "El brujo" hizo del

Evangelio de Juan. Es cierto que desde un punto de vista exegético y teológico su interpretación

humanista y gnóstica puede ser discutible; pero no deja de ser provocador y digno de elogio que se

atreva a ofrecer su lectura en el areópago de la cultura y sociedad posmoderna.

[61] H. U. von balthasar, Teológica 2, 269.

[62] L. Ladaria, El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad, Salamanca 42010, 24-28.

[63] K. Rahner, «Eine Theologie, mit der wir leben können», en Id., Sämtliche Werke 30. Anstöße

systematischer Theologie. Beiträge zur Fundamentaltheologie und Dogmatik, Freiburg – Basel – Wien

2009, 111.

[64] Esta es la gran intuición de Gregorio de Nisa en su Vida de Moisés.

[65] Cfr. K. Rahner, Palabras al silencio, Barcelona 101996.

[66] Id., Erinnerungen im Gespräch mit M. Krauss, Innsbruck 2001, 11.

"La Sagrada Escritura en la Catequesis de iniciación cristiana"

 

Juan Carlos Carvajal Blanco 08 Febrero 2011

Profesor de la Facultad de Teología san Dámaso

 

I. Introducción

El ministerio de la palabra, que incluye la predicación pastoral, la catequesis, toda la instrucción cristiana... se nutre saludablemente con la palabra de la Escritura y por ella da fruto de santidad[1].

Nadie duda de que uno de los mayores frutos de la renovación conciliar ha sido la revalorización de la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia[2]. No es difícil constatar cómo la Sagrada Escritura nutre las diferentes formas en las que se despliega el Ministerio de la Palabra y cómo la Iglesia, en virtud de este contacto, ha recibido grandes frutos de santidad a lo largo de estos años. En este marco general,

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también la catequesis, al hacer del uso de la Biblia el centro de su acción, ha recibido grandes beneficios. Sin miedo a exagerar, podemos decir que hoy en día la Escritura ha pasado a ser "el alma de la catequesis"[3].

No obstante, sobre esta base positiva, es necesario constatar una sombra. En muchas ocasiones la Sagrada Escritura se introduce en la catequesis de un modo exclusivo, sin referencia alguna a la Tradición eclesial que la ofrece el marco y la actualiza. Esta deficiencia ya fue puesta de manifiesto, hace años, por el Directorio General para la Catequesis (1997):

En muchas catequesis, la referencia a la Sagrada Escritura es casi exclusiva, sin que la reflexión y la vida dos veces milenaria de la Iglesia la acompañe de modo suficiente[4].

En efecto, habitualmente en las catequesis no se termina de poner en relación la Sagrada Escritura con la también "Sagrada Tradición"[5] y tampoco se termina de encajar, en su justa proporción, el servicio que el Magisterio eclesial presta a la Palabra de Dios[6]. La consecuencia es clara, al quedar roto el dinamismo por el que la Palabra de Dios se actualiza, la misma Escritura queda devaluada. En ocasiones la Biblia es usada por la catequesis como fuente de argumentos, en otras se utilizan sus relatos como historias ejemplares, tampoco falta un uso "academicista" donde se ofrecen a los catequizandos opiniones exegéticas de última hora que poco aportan a la fe...; en todo estos usos la Sagrada Escritura palidece y, lejos de ser presentada y recibida como testimonio privilegiado de la Palabra, se la toma como un documento más, si se quiere extraordinario, que, al no estar enraizado en la fe eclesial, no termina de entregar la comunicación divina[7].

Nuestra exposición arranca de esta problemática y trata de arrojar alguna luz sobre el uso de la Escritura en la catequesis, hablando con propiedad, en la catequesis de Iniciación Cristiana. El trabajo tendrá, por tanto, dos partes: en la primera expondremos cuál es la finalidad de la catequesis y veremos cómo en su centro está la proclamación de la Palabra de Dios, entonces será preciso decir algo sobre qué se entiende por Palabra de Dios; estas aclaraciones nos ofrecerán el marco necesario para comprender de un modo general de qué manera la Sagrada Escritura puede entregar la Palabra de Dios en la catequesis. En la segunda señalaremos la diversa presencia de la Escritura en la catequesis de Iniciación Cristiana, será preciso, por tanto, que presentemos la Iniciación como un proceso diferenciado, marcado por el desarrollo de la fe de los destinatarios, y que indiquemos como sus diversas etapas reclaman unos actos catequéticos diversificados; entonces estaremos en condiciones de decir alguna palabra sobre cómo la Escritura ha de intervenir en cada uno de esos momentos iniciáticos.

 

II. Presupuestos

1.- La Finalidad de la Catequesis

El fin definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto sino en comunión, en intimidad con Jesucristo: solo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad[8].

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El objetivo de toda acción catequizadora es que los que se inician entren en una relación personal con Jesucristo, una relación de comunión que lleve a los catequizandos a participar de sus misterios salvadores y a configurarse con Él. En efecto, Jesucristo es el mediador y la plenitud de toda revelación. Él es el Hijo eterno de Dios que nos dado a conocer de un modo definitivo el plan salvador de Dios y lo ha llevado a cabo haciendo entrega de sí mismo en la cruz. En Jesucristo, Dios nos ha abierto el misterio de su intimidad: se ha revelado como Padre y, por el don del Espíritu, nos ha capacitado a los seres humanos, ahora hermanos de su Hijo, a entrar en la relación filial que mantiene con Él desde toda la eternidad[9]. De este modo, al procurar la catequesis que sus destinatarios entren en comunión con Jesús, están ayudando a que se confíen a Dios Trinidad, hagan profesión de fe y participen de su salvación[10].

Pero ¿cómo es posible entrar en comunión con Él? El misterio de Jesucristo, no es ajeno a nadie. Jesús es verdadero hombre. Cuando llegó la plenitud de los tiempos el Hijo de Dios se encarnó en el seno de María, su madre, y, por su encarnación, "en cierto modo, se ha unido" con todo varón y mujer que viene al mundo[11]. Él conoce las debilidades de nuestra naturaleza, ha pasado por las circunstancias que articulan nuestra vida, su corazón ha latido con los anhelos que nos abren a la esperanza y, aunque no cometió pecado, ha sufrido en sus carnes las consecuencias del poder del mal que nos atenaza. De este modo, la catequesis tiene como encomienda presentar la figura humana de Jesucristo. Ante ella sus destinatarios no pueden dejar de sentirse concernidos: en Jesús ven a un ser humano como ellos, que "trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre"[12]; pero al manifestarse en Jesús la humanidad en su última perfección, revela a un tiempo la presencia misteriosa y desbordante del Hijo de Dios: "porque es en Cristo hecho hombre en quien habita la plenitud de la divinidad"[13].

Por tanto, en el centro de la catequesis no puede estar otra cosa que la persona de Jesucristo[14]. Ella ayuda a sus destinatarios a "indagar vital y orgánicamente su misterio"[15], de modo que, a la luz del Espíritu, comprendan que los gestos y las palabras de Jesús están dirigidos a ellos personalmente y que, por su gracia, participan de los frutos de su vida y de su entrega. Al final de la catequesis, cada catequizando debe tener la convicción de que

Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: "El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20)[16].

No obstante, nadie puede reconocer a Cristo como su Salvador y recibirle como su Señor si no se convierte a Él. La fe cristiana se alumbra en el mismo acto por el que el creyente, bajo la acción de la gracia, se adhiere plena y sinceramente a la persona de Jesús y toma la decisión de caminar en su seguimiento. Aquí queda implicada toda la persona, desde lo más profundo de su corazón. Y es que el creyente encuentra en Jesús la respuesta a todos sus anhelos; en Él ve revelada la verdad que aspira sobre sí, sobre el mundo y sobre Dios. Por eso, en la misma adhesión a su Maestro y Señor, desea y se compromete a pensar como Él, a juzgar como Él y a vivir como Él lo hizo[17]. Esto parecería un reto imposible de responder si el creyente no se uniera a la comunidad de discípulos e hiciera suya la fe de la

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Iglesia. En efecto, la Iglesia se ofrece a los que desean identificarse con Jesús como el ámbito en donde le encuentra contemporáneo, en donde pueden mantener una relación vital hasta entrar en comunión personal con él[18]. En definitiva la Iglesia es la "casa de la palabra"[19].

2.- El acontecimiento de La palabra de Dios

a/ Jesucristo es la Palabra de Dios

La fuente de donde la catequesis toma su mensaje es la Palabra de Dios [...] Jesucristo no sólo transmite la Palabra de Dios: Él es la Palabra de Dios. Por eso, la catequesis –toda ella– está referida a Él[20].

La catequesis forma parte del servicio que la Iglesia presta a la Palabra de Dios[21]. Gracias a la "admirable condescendencia de Dios"[22], su Palabra se comunica en palabras humanas: las palabras de profetas y sabios que dirigieron el destino del pueblo de Israel; las palabras escritas de las Sagradas Escritura que le fueron abriendo a la promesa de Dios; las propias palabras de Jesús que en su vida terrena fue desvelando los misterios del Reino; las palabras pascuales de los apóstoles que confesaron su fe en Jesús como su Salvador y Señor; las palabras evangélicas recogidas en el Nuevo Testamento; las palabras de los santos y los doctores que en cada época ponen al día los misterios desvelados por las palabras apostólicas; y, en definitiva, las palabras humanas de la Iglesia que actualizan en cada tiempo y lugar la comunicación de Dios. Aunque ninguna la abarca plenamente, estás palabras humanas de diverso modo están al servicio de la única Palabra divina; la catequesis tiene como tarea el ayudar a pasar de las palabras a la Palabra de Dios.

En efecto, Dios, a lo largo de la historia, desde la creación hasta nuestros días, nos ha hablado de muchas maneras, pero sólo en su Hijo Jesús ha pronunciado su Palabra definitiva, porque Jesús, en persona, es la Palabra de Dios, la que ya existía en el principio, estaba junto a Dios y era Dios. Él es el Verbo hecho carne, que acampa entre nosotros; en Él Dios mismo se nos ha revelado y autocomunicado para rescatarnos y hacernos partícipes de su vida divina[23].

El Hijo [de Dios] mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Ahora, la palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret[24].

Toda catequesis está referida a la Palabra de Dios, a Jesús, ella busca ponerla al alcance de sus destinatarios, desea que la conozcan, que traten personalmente con ella, que la acojan en su propia vida y respondan al diálogo que Dios quiere establecer con ellos. La catequesis sirve a la Palabra de Dios cuando se pone a disposición del Espíritu para que sus destinatarios reconozcan en las palabras pronunciadas en el seno de la Iglesia a Jesucristo, la comunicación personal de Dios, pero también la sirve cuando ayuda, bajo la acción del propio Espíritu, a que esa misma Palabra tome posesión de los creyentes y puedan introducirse en el diálogo divino que Jesús mantiene con el Padre. Por tanto, en la catequesis la Palabra de Dios es el nudo gordiano donde se vincula la autocomunicación de Dios y la respuesta obediente de los catequizandos[25].

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b/ La Tradición y la Escritura el único depósito de la Palabra de Dios[26]

¿De qué modo esta Palabra permanece actual, viva y personal? Ciertamente Jesús sigue presente en su Iglesia. El testimonio de su Espíritu le mantiene vivo en su cuerpo eclesial. Por la experiencia de fe, los creyentes sabemos que se ha cumplido la promesa que Jesús dio a sus discípulos poco antes de su retorno al Padre:

Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré y que procede del Padre, él dará testimonio sobre mí. Vosotros mismos seréis mis testigos, porque habéis estado conmigo desde el principio[27]

El mismo Espíritu que estaba con Jesús desde el instante de su encarnación en el seno virginal de María hasta que Él, en la mañana de pascua, lo exhaló a sus discípulos, ese Espíritu que procede del Padre y que Jesús nos lo da en su nombre, actúa en su Iglesia y hace que, bajo su acción, las palabras y gestos eclesiales expresen la Palabra de Dios[28]. El testimonio del Espíritu es el que mantiene viva la Palabra de Dios en la Iglesia y es Él el que hace que alcance el corazón de los creyentes de modo que puedan reconocer a Jesús, tratar con él personalmente y convertirse en sus testigos ante sus conciudadanos.

El Espíritu, por tanto, es el garante de la actualidad permanente de la Palabra divina, pero ¿dónde halla la Iglesia, en general, y la catequesis, en particular, el depósito de esa Palabra?

La catequesis extraerá siempre su contenido de la fuente viva de la Palabra de Dios, transmitida mediante la Tradición y la Escritura, dado que "la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el único depósito sagrado de la Palabra de Dios confiado a la Iglesia"[29]

La respuesta del Concilio es taxativa: "la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el único depósito sagrado de la Palabra de Dios confiado a la Iglesia"[30]. La Palabra divina no se encuentra en la sola Escritura, tampoco en la Tradición, ella subsiste en la conjunción innata de la Escritura y la Tradición, ya que la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están estrechamente unidas y compenetradas, manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin[31]

La Tradición y la Escritura, cada una a su manera tienen su origen en el testimonio pascual que los Apóstoles dieron del acontecimiento salvador de Jesucristo, esa es su "misma fuente". Ambas "se unen en un mismo caudal", porque la Escritura alimenta la vida de la Iglesia y va engrosando la Tradición, mientras que la Tradición permite ahondar en la comprensión del testimonio escriturístico y lo hace vivo en el transcurso del tiempo. Y por último, al unísono "corren hacia el mismo fin", esto es: entregar la presencia viva de Cristo, Palabra del Padre, y mover a su adhesión por la fe[32].

Cierto, "la Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo"; en ella "la predicación apostólica se expresa de un modo especial"[33]. Analógicamente podemos decir, que al igual que "el Verbo de Dios se hizo carne por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, así también la Sagrada Escritura nace del seno de la Iglesia por obra del mismo Espíritu"[34]. Fruto de la inspiración del Espíritu, en la letra de la Escritura está presente la Palabra de

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Dios de un modo análogo a como lo estuvo en la carne de Jesús. Al igual que los discípulos, bajo la luz del Espíritu, reconocieron en la humanidad de Cristo la presencia del Verbo de Dios, ahora los creyentes deben reconocer en el texto de la Escritura la Palabra que Dios les dirige. De este modo, el ministerio de la Palabra, en general, y la catequesis, en particular, debe partir permanentemente de la Sagrada Escritura y hacer de ella el alma de su actividad.

No obstante, el paso de la letra de la Escritura a la Palabra divina, como hemos dicho, se juega en un proceso de fe: "se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita"[35]. Por eso, aunque el proceso de lectura y comprensión creyente siempre está movido por la acción de la gracia, el mismo Espíritu ofrece un soporte hermenéutico que permita acceder humanamente a la autocomunicación divina y otorga garantía de verdad. Este soporte lo presta la Sagrada Tradición, también ella alentada por el Espíritu Santo.

Esta Tradición de origen apostólico es una realidad viva y dinámica, que "va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo"; pero no en el sentido de que cambie en su verdad, que es perenne. Más bien "crece la comprensión de las palabras y las instituciones transmitidas", con la contemplación y el estudio, con la inteligencia fruto de una más profunda experiencia espiritual, así como la "predicación de los que con la sucesión episcopal recibieron el carisma seguro de la verdad"[36]

La Tradición, que igual que la Escritura tiene un origen apostólico, permite a ésta hacer entrega de la Palabra divina. Ella ofrece el ámbito de comprensión: la vida de la Iglesia, y la clave: la fe, para poder trascender la literalidad del texto bíblico y avanzar en un proceso de asimilación de la Palabra en la que queda implicada toda la vida del creyente. En efecto, "la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree"[37]; ella es la que testimonia la presencia de Jesús y hace que, bajo la acción del Espíritu, resuene en el mundo la Palabra de Dios. Imposible, por tanto, acceder a esta Palabra si no se es partícipe de la vida eclesial que la da forma humana y la hace contemporánea; imposible si no se participa de la fe que la alienta y capacita para reconocer en la Escritura la Palabra que es Jesucristo.

Por eso, la catequesis no se reduce a iniciar en la lectura y el conocimiento de unos textos, ella invita a sumergirse en la vida eclesial que expresa la Tradición viva de la Iglesia y conduce, como a su fundamento gemelo, a entablar un diálogo creyente con la Escritura a la búsqueda de Cristo, "el que inicia y consuma la fe"[38]. La catequesis no es un ejercicio de comentarios de textos, tampoco es la exposición panerética de normas morales y menos un esfuerzo erudito para la reconstrucción de un personaje del pasado. En la catequesis, sin despreciar la letra, la Palabra de Dios ha de aparecer como un acontecimiento; es decir, la lectura de la Escritura hecha en el surco de la Tradición debe ayudar a que irrumpa la presencia de Jesús, por quien Dios se ofrece como interlocutor de los catequizandos. Él, como Palabra del Padre y en la virtud del Espíritu, viene en persona a iluminar la existencia de quienes le buscan, se ofrece como compañía, les da la potencia para apartarse del mal y del pecado y les otorga la gracia para que puedan responder confiada y obedientemente a la voluntad de Dios.

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En la Exhortación Apostólica Verbum Domini, Benedicto XVI invita, de algún modo, a la catequesis a formar a los creyentes para que reconozcan en la conjunción de la Sagrada Escritura y en la Tradición la Palabra de Dios[39]. Y, en el número en el que se refiere a la catequesis, recuerda un texto de Juan Pablo II de la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae, en el que de una manera concreta se dice cómo en la catequesis debe ir de la mano Escritura y Tradición

Hablar de la Tradición y de la Escritura como fuentes de la catequesis es subrayar que ésta ha de estar totalmente impregnada por el pensamiento, el espíritu y actitudes bíblicas y evangélicas a través de un contacto asiduo con los mismos textos; y recordar también que la catequesis será tanto más rica y eficaz cuanto más lea los textos con la inteligencia y el corazón de la Iglesia y cuanto más se inspire en la reflexión y en la vida dos veces milenaria de la Iglesia. [40]

En la catequesis no puede faltar un contacto asiduo con los textos bíblicos para que, bajo la acción del Espíritu, los catequizandos se reconozcan partícipes de los acontecimientos en los que Dios ha obrado su salvación, para que dejen modelar su mente con las enseñanzas de la Escritura, para que configuren sus actitudes de vida a semejanza de las que testimonian los personajes bíblicos y aún con las de las oraciones que estos dirigen a Dios. La catequesis ha de ayudar a que cada texto que se proclame sea contemplado como una carta personal que Dios dirige a los que se inician, pero enmarcado en un conjunto que tiene como último fin entregar la persona de Jesús, la Palabra de Dios, a la que ellos quieren seguir.

Pero esta entrega no es posible si el contacto con la Escritura no se realiza en el surco de la "vida dos veces milenaria de la Iglesia". Los creyentes deben entrar, realmente, en una relación personal con Cristo en el que toda su vida quede afectada; para lo cual es imprescindible que sean introducidos en el conjunto de la vida eclesial. La vida eclesial ofrece a la Palabra que testimonia la Escritura la humanidad en la que los que se inician pueden encontrarse con Cristo, seguirle e identificarse con Él. En efecto, por obra del Espíritu, las celebraciones litúrgicas actualizan lo que los textos de la Escritura proclama, la vida de los santos testimonian su potencia transformadora, la reflexión de los Padres y los Doctores su inteligencia, la vida de caridad y de servicio de la comunidad cristiana la fraternidad que convoca, y la autoridad legítima del magisterio del Papa y de los obispos le da su última definición. Digámoslo una vez más, Cristo sigue vivo en su Iglesia y sólo participando de su Iglesia y de la fe que la anima los que se inician pueden acceder a Jesús[41].

En este punto es preciso decir una palabra sobre el Magisterio. Bien sabemos por el Concilio que el "Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio" y que cumpliendo el mandato recibido por Jesús y sostenido por el Espíritu Santo está "dotado del carisma de la verdad", de modo que con garantía divina ejerce la función de "interpretar auténticamente la Palabra de Dios"[42]. El Magisterio, por tanto, no es fuente de la Palabra de Dios, pero sí es el garante de que la Iglesia, en general, y la comunidad iniciática, en particular, la escuchen en el surco de la historia. Y como de lo que se trata en la catequesis es de actualizar y de hacer resonar la Palabra en la vida de los creyentes, es imprescindible que la actividad catequética se deje orientar permanentemente por el Magisterio, pues no

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sólo tendrá la seguridad de permanecer en la verdad de la fe, sino de iniciar en lo que es común y fundamento de comunión para todos los creyentes.

Así, "Tradición, Escritura y Magisterio, íntimamente entrelazados y unidos, son, 'cada uno a su modo', fuentes principales de la catequesis"[43]. Del depósito común que compone la Tradición y la Escritura halla la catequesis la Palabra de Dios, y del Magisterio doctrinal la guía para extraer esa Palabra y proponerla a la fe de sus destinatarios en el hoy de su vida y de su historia.

3.- la conjunción de la Sagrada Escritura y el Catecismo en la catequesis

A la hora de reflexionar sobre la catequesis, el Catecismo de la Iglesia Católica desempeña un papel muy importante, él es un instrumento imprescindible a la hora de hacer una lectura eclesial de la Escritura a la luz de la Tradición. En efecto, el Catecismo es "una expresión relevante actual de la Tradición de la Iglesia y norma segura para la enseñanza de la fe"[44]. Fruto de la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica y sancionado por la autoridad apostólica del Sucesor de Pedro, Juan Pablo II, compone una "sinfonía" de fe por la cual se presenta fiel y orgánicamente la enseñanza de la Iglesia. Sus fuentes principales son la Sagrada Escritura, los Santos Padres, la Liturgia y el Magisterio auténtico. Su objetivo es ser un "texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica, y muy particularmente para la composición de los catecismos locales"[45].

Según señala el Directorio General para la Catequesis, la Sagrada Escritura y el Catecismo son, pues, dos puntos de referencia que deben inspirar la acción catequizadora de nuestro tiempo; pero "cada uno a su modo y según su específica autoridad"[46]. Es verdad que el Catecismo está lleno de referencias a la Escritura y que él mismo es testimonio autorizado de la lectura eclesial de la misma[47], pero esto no debe sustituir la lectura directa de la Escritura en la catequesis. Los que se inician deben entrar en contacto directo tanto con los textos bíblicos como con el Catecismo (el de la Iglesia universal o con los locales por él inspirados), ambos han de ser ofrecidos sin ningún tipo de rivalidad. Ya sea en una catequesis bíblica o en una doctrinal, el acto catequético debe articular el testimonio de ambos documentos de modo que la Iglesia entregue a los que se inician la Palabra de Dios[48].

Sea cual sea el tipo de catequesis, es preciso desplegar siempre el siguiente dinamismo: por la proclamación de los textos bíblicos, Cristo debe aparecer ante los ojos de los catequizandos como alguien que sale a su paso, que conversa con ellos, que se hace cargo de sus esperanzas y decepciones, que les toma de la mano, carga con su culpa y les conduce hacia la promesa divina que anhela su corazón. No obstante, si los textos bíblicos aproximan a Jesús, será el testimonio eclesial que recoge el Catecismo el que permitirá a los que se inician penetrar, bajo la luz del Espíritu, en el misterio divino y salvífico que se hace presente en Él. Más aún, el Catecismo extenderá el puente para que los catequizandos le encuentren realmente en la Iglesia: en las celebraciones litúrgicas, en la vida evangélica, en la oración, en la fraternidad y misión de la comunidad cristiana en él expone doctrinalmente.

En la catequesis, la Palabra debe resonar en la vida de los que se inician; esto es, Cristo debe hacerse presente y enseñar a sus discípulos los misterios que se

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entregan en su persona. Su Espíritu, maestro interior, les unirá a él y les hará partícipes en su propia vida de esos mismos misterios. La comunidad eclesial será el seno donde los creyentes serán alumbrados como hijos de Dios por la Palabra y el Espíritu. El grupo catecumenal el útero donde todo esto se hará efectivo bajo la guía y el acompañamiento de los catequistas, sacerdotes y todos aquellos que intervienen en la Iniciación Cristiana. El Catecismo está, pues, al servicio de la catequesis[49]. El Catecismo no es la catequesis, si ésta no puede tener como referencia exclusiva la Escritura, tampoco puede tenerle a él. La iniciación cristiana demanda de la catequesis un dinamismo iniciático tal que exige que aquello que la Escritura anuncia y el Catecismo desentraña los catequizandos lo encuentren introduciéndose y participando de la vida eclesial. De este modo, el testimonio bíblico y la regla de fe que el Catecismo explicita, señala constantemente a la Iglesia, para que los neófitos se introduzcan y participen de "lo que es y lo que cree"[50].

 

III. La presencia diferenciada de la Sagrada Escritura en la catequesis de iniciación cristiana

La Iniciación Cristiana es una institución de origen apostólico por la que los que buscan a Cristo, a través de un proceso catecumenal y la celebración de los sacramentos de iniciación, se unen a Él y, por la gracia de su pascua, participan de la naturaleza divina que Dios les da[51]. La Iniciación Cristiana es el modo más significativo que tiene la Iglesia de cumplir su misión. Mediante esta institución y bajo la acción del Espíritu Santo, ella ejerce la mediación materna por la que Dios engendra a sus hijos y les hace partícipes de la nueva vida que nos ha alcanzado su Hijo, Jesús. Esta mediación maternal de la Iglesia "se verifica principalmente por medio de dos funciones pastorales íntimamente relacionadas entre sí: la catequesis y la liturgia"[52].

En efecto, mediante el proceso catequético, que precede o sigue a la recepción de los sacramentos, los que se inician se dejan mover por la gracia y maduran su conversión, esto es: acogen la presencia de Jesús en sus vidas, reconocen en él el amor de Dios, descubren el camino que les lleva a la plenitud y se disponen a recibir por la profesión de la fe el don de Dios. Mediante la celebración de los sacramentos (Bautismo, Confirmación y Eucaristía), los iniciandos reciben realmente lo que confiesan y anhelan: se vinculan de un modo definitivo a Cristo y, por la participación de su Pascua, son hechos nuevas criaturas con él y se introducen en la comunión trinitaria participando de la comunión y misión eclesial. En la Iniciación Cristiana, la catequesis y la liturgia están en relación estrecha, no se pueden concebir una sin la otra, pues los misterios salvadores que la catequesis anuncia y los creyentes pregustan por la fe; la liturgia los celebra y los hace efectivos por la conmemoración sacramental[53].

El Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos es, pues, el itinerario litúrgico-catecumenal tipo, al cual debe remitir cualquier catequesis que venga a completar la Iniciación Cristiana[54]. En él, el proceso litúrgico queda claramente señalado por los ritos que se mandan y reseñan (entrada en el catecumenado, exorcismos y bendiciones, escrutinios, entrega del símbolo y del padrenuestro, la celebración de

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los sacramentos); sin embargo, no puede decirse lo mismo del itinerario catecumenal. En una lectura rápida y poco avisada, puede dar la impresión de que la acción catequizadora es uniforme y que no varía de un modo sustantivo en cada uno de los tiempos a los que dan paso los grados. No es así, también la función catequética entra de un modo diferenciado y reclama un modo diverso de exponer la Palabra de Dios. La razón es clara, si el Ritual está estructurado en grados, grados que vienen a responder al proceso madurativo de fe de los que se inician[55], y a ellos se ajustan las celebraciones litúrgicas hasta llegar a la recepción de los sacramentos; también la acción catequizadora deberá conformarse y responder al momento de fe en el que se encuentre los destinatarios.

1.- la catequesis de Iniciación Cristiana, catequesis gradual y diferenciada

La iniciación de los catecúmenos se hará gradualmente a través de un itinerario litúrgico-catequético y espiritual, como un camino de conversión y crecimiento en la fe que se desarrolla en el seno de la comunidad cristiana, estableciendo etapas a través de las cuales se va avanzando en la fe[56].

La fe es un don del Espíritu que mueve la libertad del hombre para que al creer y acoger la Palabra divina responda filialmente al amor del Padre. Esta adhesión a Jesucristo no es algo dado una vez por todas, supone un proceso permanente de maduración que dura toda la vida. Quien ha recibido la semilla de la Palabra, debe dejar que germine a lo largo de toda su existencia, hasta alcanzar el "estado de hombre perfecto", esto es, la madurez de "la plenitud en Cristo"[57]. Este proceso permanente de conversión y de maduración en la fe tiene en su inicio una serie de etapas diferenciadas que reclaman, por parte de la catequesis iniciática, un acompañamiento específico. De hecho, con el deseo de acomodarse al camino espiritual de los nuevos creyentes, el Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos señala tres grados y cuatro tiempos diferenciados en los que, bajo el amparo de la mediación eclesial, trata de poner en relación la multiforme gracia de Dios y la libre respuesta de los iniciandos[58].

- Tiempo del primer anuncio y precatecumenado[59]. Aunque el RICA no desarrolla el periodo del precatecumenado, lo supone, más aún, lo considera de tal importancia que indica que ordinariamente no debe omitirse[60]. El primer anuncio y la precatequesis no son lo mismo, ni lo son respecto a los destinatarios, ni respecto a los objetivos que persiguen, tampoco lo son por el tiempo que necesitan ni por los agentes que lo realizan; no obstante ambos momentos se reclaman, pues si uno, a partir del anuncio del kerigma, despierta el interés y la simpatía por Jesús y su Evangelio; la otra, a través de su explanación, conduce al simpatizante a la primera fe y a la conversión inicial.[61]

- Tiempo del catecumenado[62]. La puerta por la que se accede a este periodo es el rito llamado "Entrada en el Catecumenado". En él los catecúmenos expresan su deseo de hacerse cristiano, esto es, su voluntad de conocer mejor al Dios vivo y verdadero que se les ha manifestado en Cristo y a quien se han unido por una fe inicial. En esta celebración la Iglesia los acoge en su seno y, entre otros ritos, con la signación, la entrada en el templo y la entrega de los Evangelios les introduce en un proceso en el que, "alimentados por la Palabra de Dios y favorecidos con las ayudas litúrgicas"[63], maduran la conversión inicial, se inician en la vida cristiana y se

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preparan a la recepción de los sacramentos de la Iniciación (Bautismo, Confirmación y Eucaristía).

- Tiempo de la purificación y de la iluminación[64]. Este tiempo se inicia con la celebración de la "elección" o la "inscripción del nombre" por la que la Iglesia admite a los que han concluido el catecumenado a recibir los sacramentos de la Iniciación[65]. Este periodo, que trascurre durante la Cuaresma, se desarrolla a través de unas catequesis litúrgicas, en las que los "competentes" o "iluminados", a través de unos "escrutinios" y entregas", se purifican por el examen de conciencia y por la penitencia, y reciben una formación espiritual que les permite adquirir un conocimiento más cordial y profundo de Cristo, el Salvador[66].

- Tiempo de la mistagogia[67]. La etapa mistagogica sigue inmediatamente a la celebración de la Pascua por parte de la Iglesia y la consiguiente recepción de los tres sacramentos de la Iniciación Cristiana por los nuevos cristianos. Unidos ya plenamente a la comunidad y durante el tiempo pascual, los neófitos profundizan, junto con sus hermanos, en la experiencia nueva de los sacramentos recibidos. Aquí va de la mano la recepción continuada de los sacramentos, la vida comunitaria y la meditación y explicación del Evangelio, de modo que los nuevos cristianos puedan asimilar más profundamente los misterios de la fe de los cuales participan.

2.- la Escritura en cada una de las etapas de la Inciación cristiana[68]

a/ Primer anuncio y Precatecumenado

Previo al tiempo precatecumenal y en un contexto misionero, los que se han acercado a la comunidad cristiana han escuchado el Kerigma de la Iglesia. Así es, se han encontrado con un cristiano cualquiera que les ha creado algún interrogante y les ha anunciado la buena nueva de Jesucristo, con la libertad y el arrojo (parresía) que sólo da el Espíritu[69]. Lo que han escuchado no ha sido algo genérico ni abstracto. En el testimonio y en las palabras de sus amigos, familiares o compañeros cristianos han descubierto el atractivo de la persona de Jesucristo, han reconocido que el anuncio de su vida y de su entrega en la cruz remueve algo en su corazón, que viene a despertar un anhelo de plenitud que, aunque estaba latente en su alma, no dejaba de alentar constantemente en su vida. El anuncio pascual de Jesucristo y de su testimonio del Reino de Dios, de algún modo, ha arrojado en ellos una luz y les ha urgido a seguir su rastro con el deseo de dar respuesta a sus anhelos y a sus dudas, a sus inquietudes y a sus fracasos, en definitiva, de hallar de algún modo salvación.

En este tiempo de misión, la Escritura permanece implícita, habitualmente, el creyente no tiene porque leer ningún texto bíblico; no obstante, debe conocerla de tal modo, que si bien no use la letra, sí entregue en su anuncio, de un modo vivo, el Evangelio que la Escritura testimonia y la Iglesia cree[70]. Aquí quien da la pista de entrada al anuncio son las circunstancias, los interrogantes, los proyectos, los fracasos, los anhelos, en una palabra la vida de los destinatarios. Sin duda, en esa experiencia humana, abierta a un sentido o, en muchos casos, necesitada de redención, Dios ya está actuando previnientemente con su gracia. El cristiano, en la misma o parecida situación, muestra cómo en la fe en Jesucristo, muerto y resucitado, él ha percibido esa acción divina y, bajo su influencia, todo ha adquirido

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otro valor y significado. Su anuncio vendrá a desentrañar ese misterio de gracia: acogida por él en su propia vida y propuesta en la vida de su interlocutor. Y será en el testimonio escriturístico donde hallará justamente la luz y la inspiración para que sus palabras señales verdaderamente la cercanía de Jesucristo y el camino de su salvación.

Cuando los cristianos perciben que su anuncio ha despertado el interés de sus vecinos y amigos por el Evangelio, no pueden por menos que invitarles a la comunidad cristiana, donde se les explicitará ese primer anuncio. Comienza el precatecumenado. Ahora, de una manera progresiva, se irá desvelando el anuncio del misterio del amor de Dios revelado en Jesucristo y a los simpatizantes se le introducirá en la comunicación personal con Él.

- Objetivo del Precatecumenado

El objetivo del precatecumenado es ayudar a pasar de la simpatía e interés inicial que los destinatarios muestran por el Evangelio a la conversión y fe inicial en Cristo Salvador. ¡Ojo! el interés por Jesucristo y su Evangelio todavía no es una decisión por Él. En este momento el simpatizante llega más movido por sus problemas y deseos que por el convencimiento de que en el anuncio que ha escuchado y ha acogido inicialmente Dios le ha hablado. Es la problemática de su vida o el deseo de plenitud el que en este momento todavía les mueve.

Para los simpatizantes la Sagrada Escritura todavía no está investida de autoridad divina; no terminan de concebir cómo en un texto escrito hace tantos siglos puede hablar Dios. Y sin embargo, en su contacto con ella deben empezar a sentir y reconocer que lo que ahí se habla no les es ajeno. En el precatecumenado, hemos dicho, el simpatizante debe pasar a alumbrar la fe y conversión inicial; un modo concreto de hacer este pasaje es pasar, justamente, de contemplar la Biblia como un texto de sabiduría o de relatos ejemplares a reconocerla como el testimonio de la Palabra que Dios le dirige en su Hijo Jesucristo. Pasar de reconocerla una cierta autoridad moral a reconocer la autoridad divina de la que está investida y ante la cual debe someterse en la fe. Solo así podrá entrar en el Catecumenado y, apoyado en la lectura eclesial de la Escritura, sacar provecho de él y avanzar en el proceso de fe.

- Clave de lectura de la Escritura

Ya hemos dicho que la clave de lectura a partir de la cual se ofrece la Escritura es el Kerigma. En palabras del Directorio: ahora "se explicita el Kerigma del primer anuncio"[71]. El RICA es un poco más explícito, en este tiempo

se anuncia abiertamente y con decisión al Dios vivo y a Jesucristo, enviado por él para salvar a todos lo hombres, a fin de que los no cristianos, al disponerles el corazón el Espíritu Santo, crean, se conviertan libremente al Señor, y se unan con sinceridad a él, quien por ser el camino, la verdad y la vida, satisface todas sus exigencias espirituales; más aún, las supera infinitamente[72].

No es el momento de estudiar los elementos que integran el Kerigma tanto en los evangelios sinópticos como en los textos paulinos y joánicos[73]. La cita precedente nos da la pista sobre su contenido central que en cualquier caso se debe desarrollar. En la precatecumenado, se nos ha dicho, se ha de anunciar abiertamente y con

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decisión cómo Dios, revelado en Jesucristo, está realmente vivo y sale al paso de los simpatizantes para otorgarles la salvación; esto es, para acompañarles, dar respuesta a sus inquietudes e interrogantes, rescatarles de sus fracasos y llevarles a la plenitud. Evidentemente, centrar la atención en la Pascua de Cristo será el modo de mostrar a los destinatarios la potencia divina de Dios y cómo, más allá de lo que puedan anhelar y conseguir con sus fuerzas, el Creador irrumpe en sus vidas con su gracia y las lleva más allá de toda medida humana[74].

Los pasajes y textos bíblicos que se introduzcan en el tiempo del precatecumenado deben tener esta orientación. Deben mostrar cómo Dios ha salido al paso de su pueblo Israel y se ha revelado como Dios-con-el-hombre. Cómo en Jesucristo, un hombre como nosotros, se ha mostrado de tal modo próximo y solícito que ha compartido con nosotros incluso el fracaso de la muerte. Y cómo por él y en él, pues Dios lo ha reconocido como Hijo suyo, todo lo que pongamos en sus manos, por el poder de su amor, lo recuperaremos de una manera admirable y será llevado a plenitud. Los destinatarios deben percibir que en Jesucristo tienen acceso no sólo a Dios, sino a sí mismo y a su futuro, pues, a la luz del testimonio bíblico, deben comprender y desear que en Jesucristo su futuro sea Dios.

- Pedagogía de este tiempo

Si la Palabra debe caer siempre en el surco de la vida, más ha de caer en este instante. En el precatecumenado, hemos dicho, los simpatizantes van con su vida entre las manos, se han acercado a la comunidad cristiana con el deseo de encontrar en Jesús la luz necesaria para comprender el misterio que les embarga. El RICA nos da dos indicaciones preciosas que orientan este momento. Las experiencia humanas que portan los simpatizantes, aún sin ellos saberlo, están preñadas de unas "exigencias espirituales" que vienen ordenadas por su vocación divina; por otro lado el Espíritu está actuando en su corazón disponiéndoles a acoger la Palabra de Dios[75]. El catequista, a través de un diálogo personal con el simpatizante en el que éste exponga su experiencia humana, deberá discernir el latido de esas exigencias espirituales y las mociones ocultas del Espíritu, de modo que pueda proponer de un modo significativo el anuncio del Evangelio. Justamente esta significatividad será el criterio operativo tanto para la selección del texto bíblico que represente el kerigma como su comentario.

En efecto, el texto bíblico debe ser introducido de tal modo que ilumine las experiencias. Las experiencias humanas que portan los simpatizantes están siempre envueltas por el velo oscuro del misterio, y este velo es preciso rasgarlo, para que penetre la luz que aporta la Palabra divina contenida en los textos y extraiga la luz y la vida que Dios ya está sembrando en esas experiencias. Al final, textos bíblicos y experiencia deben componer un bucle: la experiencia humana se ve iluminada por el testimonio de la Palabra que los textos bíblicos ofrecen; pero la Escritura se acredita como Palabra divina porque es capaz de extraer del misterio que envuelve la experiencia la luz y la vida que el Espíritu de Dios ha puesto.

b/ Tiempo del Catecumenado

- Objetivo del Catecumenado

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Por la conversión a Dios y su fe inicial en Cristo Salvador, los que eran simpatizantes, están dispuestos a iniciar el proceso catecumenal. En el rito de entrada en el Catecumenado tanto los candidatos como la Iglesia manifiestan delante de Dios un compromiso mutuo. Los que desean hacerse cristianos manifiestan su voluntad de progresar en la conversión al Dios que han conocido; de cambiar de vida en su adhesión y seguimiento de Cristo; de alabar, bendecir y dar gracias a quien les llena de bendiciones y de empezar un trato personal con la comunidad cristiana. Por su parte, la Iglesia pone a disposición de los catecúmenos la múltiple gracia que ha alcanzado la Cruz de Cristo y de la que ella es mediadora: les signa con la señal de su nueva condición, les recibe en su seno, les entrega el Evangelio, ora por ellos y se compromete a acompañarles hasta el baño purificador de la nueva regeneración[76].

El proceso que se inicia con la entrada en el Catecumenado tiene un claro objetivo: la recepción de la fe. Eso es lo que piden los candidatos en el diálogo introductorio del rito[77]. Con la petición de la fe, los simpatizantes están pidiendo a un tiempo confesar la fe de la Iglesia y la recepción de los sacramentos de la fe. En efecto, la profesión de la fe siempre es interior al Bautismo[78]. Los candidatos piden a la Iglesia madurar de tal modo la conversión inicial que puedan hacer de ella una viva, explicita y operante confesión de fe; es decir, que en unión con Cristo puedan confiar su vida al Dios uno y Trino, al que desean confesar como Padre, Salvador y Santificador, y poder ser y vivir como hijos de Dios. Lo que la fe confiesa, el Bautismo lo realiza y lo que el Bautismo otorga, el creyente debe profesarlo en la fe. La fe profesada en el Bautismo se articula en referencia a las tres personas de la Trinidad Santa por cuyo nombre y gracia el creyente nace a una nueva vida. Por la adhesión a Jesucristo, el Evangelio de Dios presente en la vida de la Iglesia, es como el creyente puede entregarse verdaderamente a la Trinidad[79].

- Clave de lectura de la Escritura

Uno de los elementos del ritual de entrada en el Catecumenado es la entrega de los Evangelios. El celebrante dice a los catecúmenos: "Recibe el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios"[80]. El Evangelio, esto es Jesucristo mismo, es la clave de lectura a partir de la cual ofrecer los textos de la Escritura. Ya lo hemos dicho más arriba, la catequesis debe propiciar el que los catecúmenos entren en comunión con Cristo. Los textos del Antiguo Testamento deben conducir a Cristo, a quien anuncian y en cuya pascua se cumplen todas las promesas. Los textos del Nuevo Testamento deben ser presentados como un testimonio suyo: los evangelios y los demás textos apostólicos nos ofrecen la figura de Jesús irradiando su misterio divino y salvífico. Unos y otros deben señalar la vida de la Iglesia donde el Resucitado sigue vivo y activo y donde los que se inician pueden entrar en comunión con él participando de la vida eclesial[81]. Sin duda, en este punto resulta imprescindible el Catecismo, su misión es contribuir a iluminar este dinamismo que va del testimonio bíblico a Jesucristo y de Jesucristo a la vida de la Iglesia y, sosteniendo la fe, ayudar a los creyentes a que se introduzcan en él.

- Pedagogía de este tiempo

La catequesis de en este tiempo del catecumenado supone una formación progresiva, orgánica y sistemática en el conjunto de la vida cristiana[82]. Los

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catecúmenos deben ser iniciados en todas las dimensiones de la fe a través de aprendizajes y entrenamientos diversos: deben profundizar en un íntimo conocimiento de los misterios de la salvación, ejercitarse en las costumbres evangélicas, iniciarse en la participación en las celebraciones litúrgicas y en una vida de oración, y deben aprender a incorporarse a la vida fraterna de la Iglesia y a cooperar con su acción evangelizadora[83]. Todas estas iniciaciones particulares tienen como razón última el estrechar el vínculo de fe por los que los catecúmenos están unidos a Cristo y comparten su vida. La proclamación de los textos bíblicos en un contexto litúrgico y oracional será, justamente, la que les alentará el deseo de encontrar a Cristo en todas esas mediaciones eclesiales y les otorgará, junto con el comentario catequético, la luz suficiente, para reconocer su presencia y acción salvadora en la Iglesia y aún en su vida.

Los textos bíblicos que hilvanan el itinerario catecumenal no pueden ser ofrecidos como unos documentos más, requieren un marco apropiado que les permitan entregar la Palabra divina y propiciar el encuentro con Cristo. Sin duda, las celebraciones de la Palabra son ese marco, máxime cuando la Iniciación Cristiana es un itinerario catequético-litúrgico-espiritual en el que las tres dimensiones deben progresar de un modo integrado.

La celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de la Palabra. Así, la Palabra de Dios, expuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los hombres.[84]

La proclamación de la Palabra en un contexto litúrgico celebrativo será lo que permitirá avanzar a los iniciandos en su itinerario espiritual de conversión; ante ellos la Palabra de Cristo aparecerá con una indisponibilidad que facilitará reconocerla en su tenor divino y acogerla como oferta de vida. El RICA ofrece pautas y ritos para articular estas celebraciones. El año litúrgico, será el marco general por el que esas celebraciones de la Palabra entregarán el Misterio de Cristo de un modo progresivo.

El Directorio señala, de algún modo, la lectio divina como otro marco apropiado[85]. Con todo lo importante que son las celebraciones de la Palabra, estas pueden encorsetar el dinamismo catequético que reclama el proceso iniciático. Los textos bíblicos deben resonar en la vida de los destinatarios y estos han de percibir de qué modo lo que se les propone es eficaz en la vida de la comunidad. La Lectio divina, individual y comunitariamente llevada, sin abandonar el clima oracional, permite la confrontación de los textos bíblicos con la vida de los catecúmenos y también la explanación catequética de los catequistas por la que son comprendidos a la luz de la fe de la Iglesia y puestos en relación con su vida bimilenaria.

c/ Tiempo de la Purificación y de la Iluminación

- Objetivo del tiempo de la Purificación y de la Iluminación

Cuando los catecúmenos tienen suficiente conocimientos de los misterios de la fe, han consolidado su conversión de mente y de costumbres, participan de la vida de la comunidad cristiana y desean de un modo definitivo recibir la nueva vida que brota de la Pascua de Cristo, están dispuestos para ser elegidos por la Iglesia e iniciar un tiempo intenso en el que se preparan a recibir los sacramentos de la

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Iniciación Cristiana[86]. Éste es precisamente el objetivo de esta etapa: recibir en la noche de la Pascua los sacramentos por los que definitivamente se unen a Cristo y, por Él, a la Santa Trinidad, se regeneran como hijos de Dios y son miembros participes de la vida de la Iglesia[87].

- Clave de lectura de la Escritura

Este tiempo trascurre normalmente durante la Cuaresma y se desarrolla a través de la celebración de los escrutinios y las "entregas". Por tanto, las celebraciones cuaresmales son el soporte a partir del cual se ofrece los textos escrituristicos que componen la trama de este periodo, a la vez, litúrgico e iniciático y los tres escrutinios y las entrega del Símbolo y del Padrenuestro la clave de lectura de dichos textos.

Por los escrutinios, celebrados habitualmente los domingos tercero, cuarto y quinto de Cuaresma sobre las lecturas del ciclo "A", los competentes impregnan sus mentes del sentido de Cristo Redentor, que es agua viva que purifica y apaga la sed (cf. Evangelio de la samaritana), luz que ilumina las tinieblas y da acceso a la verdad (cf. Evangelio del ciego de nacimiento), resurrección y vida que arranca del reino de la muerte y otorga la vida eterna (cf. Evangelio de Lázaro)[88]. Por su parte, las entregas del Símbolo y del Padrenuestro no sólo ofrecen la síntesis de la fe que ha sido desplegada a lo largo del proceso catecumenal y la llave para tener un trato filial con Dios; sino que disponen a los competentes a recibir los sacramentos que realizan lo que confiesan y piden en la fe[89]. Estos documentos serán como una luz añadida al proceso realizado por la que pueden penetrar mejor en el testimonio escriturístico y encontrar en él la Palabra que la habita[90].

- Pedagogía de este tiempo

Como hemos indicados, este periodo, básicamente, se desarrolla a través de unas catequesis litúrgicas. Los textos de la Sagrada Escritura, que se proclaman en las celebraciones que articulan este periodo, han de ser profundizados en un clima celebrativo y oracional. Aquí lo que se busca en que los elegidos reciban una formación espiritual e interioricen en la fe lo que después recibirán en el sacramento. De modo particular, los textos que giran en torno a los escrutinios ayudarán a los competentes a examinar su conciencia para descubrir en sus corazones "lo que es débil, morboso o perverso para sanarlo; y lo que es bueno, positivo y sano para asegurarlo"[91], para que a través de la penitencia se abran a la acción de Dios, purifiquen su corazón y se dispongan a ser regenerados en Cristo. Aquí no se puede olvidar el papel fundamental que tiene la homilía; podría decirse que en este periodo la catequesis se hace homilía. El que preside la celebración debe poner en relación lo que los textos proclaman con lo que en la celebración litúrgica acontece y esto con la vida de la Iglesia y de los elegidos[92].

También las entregas del Símbolo y del Padrenuestro reclaman una pedagogía particular. No se trata de que solo aprendan de memoria estos documentos de la fe, sino que los conciban en conexión con las proezas y maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, y la Escritura testimonia, y con la experiencia y anhelos que portan los competentes, y tiene en el espíritu de filiación su cumbre.

d/ Tiempo de Mistagogia

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- Objetivo del tiempo de Mistagogica

Con la recepción de los tres sacramentos de la Iniciación Cristiana, los que fueron elegidos han pasado por el último grado del Catecumenado y han sido introducidos en el tiempo de la Mistagogia. Por la celebración unitaria del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, los neófitos,

perdonados sus pecados, se agregan al pueblo de Dios, reciben la adopción de los hijos de Dios, y son conducidos por el Espíritu Santo a la plenitud prometida de antiguo, y, sobre todo, a pregustar el reino de Dios por el sacrificio y por el banquete eucarístico[93]

El objetivo de esta etapa es que los neófitos profundicen en los misterios recibidos. En efecto, en la noche de Pascua y por la recepción de los sacramentos, la gracia de Dios se ha desbordado en ellos. El Señor ha realizado "lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar que Dios podía tener preparado para los que lo aman"[94]. Por tanto, es preciso que los neófitos, junto con la comunidad cristiana y a través de la meditación del Evangelio y la participación de la Eucaristía, progresen en la percepción y en la acogida del don pascual que ha recibido, de modo que puedan configurar su experiencia de vida desde la gracia recibida[95].

- Clave de lectura de la Escritura

El RICA aconseja que el tiempo de la Mistagogia se desarrolle en el tiempo pascual, hasta la celebración de Pentecostés; que se articule en torno a la celebración dominical, en las llamadas "misas para los neófitos" y que en esas celebraciones se siga el Leccionario del ciclo "A" como el más conveniente[96]. Con estas indicaciones, los textos de la Escritura están dados, ahora nos queda decir desde qué claves hacer su lectura.

La recepción de los sacramentos; la participación frecuente en la Eucaristía, especialmente en la dominical; la integración en la comunidad y la propia vida constituyen una trama que permite acercarse de un modo nuevo a los textos bíblicos que se proclaman en la celebración litúrgica. Aquí no se trata de nuevos contenidos, se trata de la nueva luz que aporta la gracia y que hace posible una mayor inteligencia espiritual de la Escritura. Los neófitos deben interiorizar los misterios de la fe que la Escritura anuncia y los sacramentos realizan, para los cual se debe insistir en la verdadera correlación que existe entre su vida y esos misterios que no son otra cosa que la nueva vida en Cristo[97].

- Pedagogía de este tiempo

Sin ser del todo novedosa, la catequesis mistagógica posee una pedagogía particular. Esta catequesis debe ayudar a los neófitos a adentrarse cada vez más en los misterios celebrados, de modo que la participación en las celebraciones litúrgicas configuren su vida y su vida, vivida bajo la gracia pascual, la lleven ante el altar para ser ofrecida junto con la de Cristo al Padre. Por eso la catequesis mistagógica se ha de desarrollar en el marco de la celebración litúrgica, de modo que más que una comprensión sistemática de los misterios de la fe, propia de los tiempos precedentes, se propicie una experiencia espiritual que sea fruto del encuentro con Cristo y la recepción de su Cuerpo en la celebración eclesial[98].

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Aquí, nuevamente, la catequesis se hace homilía y la homilía ha de desarrollar una "mistagogía existencial de la Palabra eclesial"[99]. Es decir, debe poner en conexión los ritos y signos litúrgicos con los acontecimientos fundamentales de la historia de la salvación y mostrar como perviven en la vida de la Iglesia; para después señalar cómo, en la comunión eclesial, la vida de los neófitos se abre a la Palabra divina para, de un modo análogo, dar ocasión a una nueva encarnación. Sin duda, los textos que se proclamen deben actuar como llave que abre estas conexiones; ya que justamente con el establecimiento de estas conexiones manifestará que la Palabra divina que late en ellos alcanza a los neófitos para tomar posesión.

 

IV. Conclusión

Toda la Escritura ha sido inspirada por Dios, y es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer el bien[100].

Dios es el que inicia a sus hijos. Es Él el que por su Palabra nos llama, nos trasforma y nos capacita para dar la respuesta filial. El Espíritu es el que interioriza esa acción redentora y santificante en nosotros. La Sagrada Escritura es anuncio de lo que Él quiere realizar y testimonio de su acción. En la Iglesia, y bajo la luz del Espíritu, la Sagrada Escritura entrega la Palabra de Dios. Es preciso que los creyentes se inicien en su lectura y, en la fe, encuentren en ella la Presencia de Jesús, el Hijo de Dios. La Sagrada Escritura es un texto inspirado para que, por medio de ella y en nombre de Dios, la Iglesia persuada, enseñe y eduque a sus hijos a responder a Dios y poder alcanzar la talla del hombre perfecto que es el Señor Jesús.

 

[1] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática "Dei Verbum" (=DV) (19 de noviembre 1965) 24.

[2] Cf. Benedicto XVI, Exhortación apostólica "Verbum Domini" (=VD) (30 de septiembre de 2010) 3.

[3] Cf. DV 24.

[4] Congregación para el Clero, Directorio General para la Catequesis (=DGC) (15 de agosto de 1997) 30,

que cita a Juan Pablo II, Exhortación apostólica "Catechesi Tradendae (=CT) (16 de octubre 1979) 27b.

[5] cf. DV 9.

[6] cf. DGC 30.

[7] Esta problemática ya fue denunciada por el Card. J. Ratzinger, entonces Prefecto de la Sagrada

Congregación para la Doctrina de la Fe, en la conferencia que pronunció en Lyon y París en enero de

1983: "Transmisión de la fe y fuentes de la fe" en: Scripta Theologica 15 (1983/1) 9-30 (en especial p. 13-

17). Signo de que la problemática permanece es que el tema lo ha vuelto a retomar en diversas

ocasiones, entre otras en: Caminos de Jesucristo (Cristiandad, Madrid 2004) 57-64; en el "Prólogo" de su

Jesús de Nazaret (La esfera de los libros, Madrid 2007) 7-21, que ya firma como Benedicto XVI.

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[8] CT 5; cf. DGC 80; Catecismo de la Iglesia Católica (=CCE) (11 de octubre 1992) 426.

[9] Cf. DV 2.4; GS 41

[10] Cf. DGC 82.99; CCE 197. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y vida

cristiana, pero sólo se accede a él porque se ha desentrañado en Cristo, Jesús. El subrayar el

cristocentrismo en la catequesis no supone sucumbir a un "cristomonismo", es preciso hablar con el

Directorio de un "cristocentrismo trinitario" DGC 99-100.

[11] Cf. Gal 4,4; Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral "Gaudium et Spes (=GS) (7 de

diciembre 1965) 22.

[12] GS 22.

[13] Col 2,9.

[14] Cf. CT 5; CCE 426; DGC 98. Ver también A. Amato, "Jesucristo, plenitud de la Revelación" en A.

Cañizares y M. del Campo (Eds), Evangelización, catequesis, catequistas (Edice, Madrid 1999) 125-142.

[15] DGC 67.

[16] CCE 478. Y comenta el entonces Cardenal Ratzinger: "La dramática personalización que san Pablo ha

logrado con estas palabras puede y debe hacer volver a cada uno hacía sí mismo; cada persona debe

decir: el Hijo de Dios me ha amado y se ha entregado por mí. Sólo con estas palabras la Catequesis sobre

Cristo llegará a ser por completo Evangelio" en J. Ratzinger, Evangelio, Catequesis, Catecismo (Edicep,

Valencia 1996) 55-56

[17] Cf. DGC 53-55; DV 5; Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto "Ad Gentes" (=AG) (7 diciembre 1965)

13a; CT 20b; CCE 150-165; VD 25.

[18] Cf. VD 51; el texto cita la siguiente afirmación de Juan Pablo II: "La contemporaneidad de Cristo

respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por eso Dios prometió a sus

discípulos el Espíritu Santo, que les 'recordaría' y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14,26) y,

al mismo tiempo sería el principio fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3,5-8; Rm 8,1-13)" (VS

25).

[19] Mensaje final del Sínodo de los Obispos, XII Asamblea general ordinaria, sobre la Palabra de Dios en

la vida y en la misión de la Iglesia, III, 6.

[20] DGC 94, 98.

[21] Ibid., 50-52.

[22] DV 13.

[23] Cf. Hb 1,1-2; Jn 1,1-2.14a; 2Pe 1,3-4. "La especificidad del cristianismo se manifiesta en el

acontecimiento Jesucristo, culmen de la Revelación, cumplimiento de las promesas de Dios, mediador del

encuentro entre el hombre y Dios. Él nos ha revelado a Dios (cf. Jn 1,18), es la Palabra única y definitiva

entregada a la humanidad" (VD 14).

[24] VD 12.

[25] Cf. VD 24.25.

[26] Para este punto ver nuestro trabajo: "La catequesis, eco de la Palabra de Dios", en: Teología y

Catequesis 110 (2009) 77-126, en especial las páginas 87-97. Ver también S. Pié-Ninot; "Teología de la

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Palabra de Dios" en: Gregorianum 89 (2008) 347-395; Id., "Hacia una teología de la Palabra de Dios" en:

Almogaren 44 (2009) 153-171;

[27] Jn 15,26-27; cf. VD 15-16.

[28] "La Palabra de Dios, pues, se expresa con palabras humanas gracias a la obra del Espíritu Santo" (VD

15).

[29] CT 27, que cita DV 10.

[30] DV 10; La Constitución Dei Verbum, designa a la Tradición con el mismo apelativo que a la Escritura:

"Sagrada": "Sacra Traditio et Sacra Scriptura unum verbi Dei sacrum depositum constituunt Ecclesiae

commissum".

[31] DV 9.

[32] "Es preciso que nadie minimice la enseñanza conciliar reduciendo la riqueza de la expresión "Palabra

de Dios" solamente a la Sagrada Escritura; sería un empobrecimiento injusto y representaría una

hermenéutica reductiva del concepto de Revelación, que tendría consecuencias peligrosas para la

teología y para la pastoral" (R. Fisichella, "La Revelación y su transmisión: fundamento y fuente de la

catequesis", en: A. Cañizares y M. del Campo (Eds), Evangelización, catequesis, catequistas (Edice,

Madrid 1999) 115).

[33] Cf. DV 24, 8.

[34] VD 19.

[35] DV 12. Con una especial referencia al trabajo exegético, Benedicto XVI ha insistido en la Exhortación

Apostólica Postsinodal Verbum Domini sobre este aspecto, cf. el apartado "La Hermenéutica de la

Sagrada Escritura en la Iglesia (nº 29-49); a modo de síntesis citamos uno de sus textos: "Es la fe de la

Iglesia quien reconoce en la Biblia la Palabra de Dios; como dice admirablemente san Agustín: 'No creería

en el Evangelio si no me moviera la autoridad de la Iglesia católica'. Es el Espíritu Santo, que anima la

vida de la Iglesia, quien hace posible la interpretación auténtica de las Escrituras. La Biblia es el libro de

la Iglesia, y su verdadera hermenéutica brota de su inmanencia en la vida eclesial" (VD 29, la cita de san

Agustín es de Contra epistulam Manichaei quam vocant fundamenti, 5,6: PL 42,176).

[36] VD. 17, cita a DV 8.

[37] DV 8.

[38] Hb 12,2.

[39] "De aquí se deduce la importancia de educar y formar con claridad al Pueblo de Dios, para acercarse

a las Sagradas Escrituras en relación con la Tradición viva de la Iglesia, reconociendo en ellas la misma

Palabra de Dios" (VD 18).

[40] CT 27, citado en VD 74 a través de una cita del DGC 127.

[41] Aquí se da una autentica circumincesión entre la Escritura a la vida de la Iglesia: "La intensidad de

una auténtica experiencia eclesial acrecienta sin duda la inteligencia de la fe verdadera respecto a la

Palabra de Dios; recíprocamente, se debe decir que leer en la fe las Escrituras aumenta la vida eclesial

misma" (VD 30).

[42] DV 10; CCE 85-87; DGC 44.

[43] DGC 96; cita de DV 10c.

Page 80: Congreso Bíblico

[44] DGC 128; cf. 127. Sobre el Catecismo cf. O. González de Cardenal, J. A. Martínez Camino, El

catecismo postconciliar. Contexto y contenido (San Pablo, Madrid 1993); A. Cañizares y M. del Campo

(Eds), Evangelización, catequesis, catequistas, 281-399; M. del Campo Guilarte, (Ed.) El Catecismo de la

Iglesia Católica. En el X aniversario de su promulgación (Publicaciones de la Facultad de Teología San

Dámaso, Madrid 2004):

[45] Juan Pablo II, Constitución Apostólica Fidei Depósitum; cf. CCE 11-12.

[46] DGC 128.

[47] Cf. C. Schönborn, "El Catecismo de la Iglesia Católica" en: A. Cañizares y M. del Campo (Eds),

Evangelización, catequesis, catequistas, 281-299; J. Ratzinger, Evangelio, catequesis, catecismo 50-56.

[48] "La Sagrada Escritura y el Catecismo de la Iglesia Católica han de inspirar tanto la catequesis bíblica

como la catequesis doctrinal, que canalizan ese contenido de la Palabra de Dios" (DGC 128).

[49] "El Catecismo está subordinado a este concepto de catequesis. No quiere otra cosa que ser voz de

Cristo y acompañamiento en el camino catecumenal, en el proceso de incorporación –tanto vital como

intelectual– a la comunidad de los discípulos de Jesucristo, discípulos que han llegado a ser su propia

familia al estar todos unidos en la voluntad de Dios" (J. Ratzinger, Evangelio, catequesis, catecismo 46).

[50] cf. DV 8. Nunca como aquí se hacen más verdaderas las palabras de S. Tomás: "el acto de fe no se

dirige a las palabras, sino a su contenido, a la realidad última que señala" (ST II-II,q.1 a.2 ad.2), en este

caso el acto de fe no se dirige ni a la letra del Catecismo ni tan siquiera a la de la Escritura, se dirige por

medio de ellas a la Iglesia y, en y por ésta a Cristo, presencia viva de Dios.

[51] CCE 1212. 1229; Conferencia Episcopal Española, La Iniciación Cristiana (=IC) (27 de noviembre de

1998) 19. Sobre la Iniciación Cristiana: M. del Campo, "Iniciación cristiana y catequesis", en: A. Cañizares

y M. del Campo (Eds), Evangelización, catequesis, catequistas, 145-186; Id. La iniciación cristiana

(Subsidia 17) (Publicaciones de la Facultad de S. Dámaso, Madrid 2006); J. Guiteras Vilanova, "Iniciación

cristiana obra de la Santísima Trinidad en la Iglesia", Actualidad Catequética 185 (2000) 39-57; H.

Derroitte (dir), Catéchèse et initiation (Lumen vitae, Bruxelles 2005).

[52] IC 39; cf. CCE 1074.

[53] Cf. M. del Campo, La iniciación cristiana, 22-25.

[54] Cf. Ritual de la Iniciación cristiana de Adultos (=RICA) (1972) cap. IV; Pablo VI, Exhortación apostólica

"Evangelii Nuntiandi" (=EN) (8 de diciembre 1975) 44, Juan Pablo II, Exhortación apostólica "Christifideles

Laici" (=ChL) (30 de diciembre 1988) 61; DGC 90-91; IC 124-133; eso sí teniendo en cuenta una

diferencia fundamental que deriva de haber o no recibido los sacramentos de Iniciación. En el caso del

catecumenado supone una preparan a su recepción, pero en el caso de la catequesis, ésta se ha de

fundar en el Bautismo ya recibido y cuya virtud debe desarrollar cf. RICA 295; CCE 1231; DGC 90.

[55] Ver nuestro trabajo "El acto catequético, acción de la Iglesia al servicio de la Palabra y de la fe", en:

Teología y Catequesis 112 (2009) 65-104.

[56] Conferencia Episcopal Española, Orientaciones pastorales para el catecumenado (OPC) 12. Cf. M. del

Campo, "La Iniciación Cristiana, itinerario de fe", en: Teología y Catequesis 115 (2010) 13-24.

[57] Cf. DGC 56; cita de Ef 4,13.

[58] Cf. RICA 5.

[59] Cf. Ibíd., 9-13; IC 24; OPC 13.

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[60] Ibíd., 9.

[61] Cf. Ibíd., 11-12. Para la distinción en la íntima relación entres primer anuncio y precatequesis ver

nuestro artículo: "La explanación del kerigma en la precatequesis", en: Teología y Catequesis 115 (2010)

29-32.

[62] Cf. RICA 14-20; 68-72; 98-105; IC 25-26; OPC 14.

[63] Cf. RICA 18.

[64] Cf. Ibid., 21-26; 133-142; 152-159; IC 27; OPC 15.

[65] Cf. RICA 134.

[66] Cf. Ibid., 25.

[67] Cf. Ibíd., 37-40, 235-239; IC 28-30; OPC 16.

[68] El marco de lo que sigue lo hemos desarrollado en dos trabajo ya citados: "La catequesis, eco de la

Palabra de Dios", 110-125 y "El acto catequético, acción de la Iglesia al servicio de la Palabra y de la fe",

99-103.

[69] Cf. EN 21-22.

[70] cf. Juan Pablo II; Carta encíclica "Redemptoris Missio" (=RM) (7 de diciembre de 1990) 44.

[71] DGC 88.

[72] RICA 9; cf. AG 13.

[73] Cf. J. Gevaert, El primer anuncio (Santander 2004) 121-149; X. Morlans, El primer anuncio (Madrid

2009) 67-87; G. Castro Martinez, "Kerigma", en: V. M. Pedrosa et alii (dirs.), Diccionario de pastoral y

evangelización (Burgos 2000) 625-631.

[74] No es el momento de citar por completo ni la homilía del Santo Padre Benedicto XVI de la misa

celebrada en la Plaza del Obradoiro en Santiago de Compostela (6 de noviembre de 2010) donde señala

de un modo admirable los elementos del kerigma que deben venir a responder a los retos que hoy tiene

planteado el anuncio y su explanación; ni el mensaje para la JMJ 2011 Madrid (6 de agosto de 2010)

donde, de algún modo, los explicita de cara a los jóvenes.

[75] cf. RICA 9.

[76] Cf. RICA 68-97; DGC 56

[77] "Celebrante: 'Qué pides a la Iglesia de Dios'; Candidato: 'La fe'", (Ibid 75).

[78] Cf. CCE 189; DGC 82b. Ver también M. Del Campo, La iniciación cristiana, 27-31

[79] Cf. DGC 82-83.

[80] RICA 93.

[81] Para este punto, y teniendo en cuenta que es preciso hacer una concreción catequético-pastoral es

especialmente iluminador lo que DV 12 del proceso hermeneutico-eclesial de la Escritura; ver su

comentario por parte de Benedicto XVI en VD 34. 38-39. Ver también Pontificia Comisión Bíblica, La

interpretación de la Biblia en la Iglesia (Roma 15 de abril de 1993) en especial p. 71-78; 106-110.

[82] Cf. DGC 67-68.

Page 82: Congreso Bíblico

[83] Cf. AG 14; RICA 19. 98; DGC 85-87.

[84] Cf. Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 4, citado en VD 52.

[85] "La catequesis, en concreto, debe ser una auténtica introducción a la lectio divina, es decir, a la

lectura de la Sagrada Escritura, hecha según el Espíritu que habita en la Iglesia" (DGC 127); cf. VD 86-87;

también Pontificia Comisión Bíblica, IV, C,2. Y nuestro trabajo "La catequesis, eco de la Palabra de Dios"

118-120.

[86] Cf. RICA 22,23,134,144.

[87] Cf. Ibid., 146.

[88] Cf. Ibid., 25a,157.159.

[89] Cf. Ibid., 25b,183-187,188-192.

[90] Aquí estamos siguiendo el itinerario tipo, pero quizás, por la brevedad del periodo de "purificación e

iluminación" y siguiendo la sugerencia del mismo RICA 103. 125-126, estas entregas podrían realizarse

durante el tiempo catecumenal. Ahí podrían desplegar de un modo más amplio sus vitualidades.

[91] RICA 25.

[92] Sobre el valor de la homilía cf. VD 59.

[93] RICA 27. Cf. Observaciones generales 1-2; CCE 1213.1285.1322-1327

[94] 1Cor 2,9.

[95] Cf. RICA 37; IC 29.

[96] Cf. RICA 40.

[97] Cf. Ibid., 38.39.

[98] Benedicto XVI, Exhortación apostólica "Sacramentum caritatis" (22 de febrero 2007) 64.

[99] Hemos desarrollado este aspecto en nuestro trabajo: "La catequesis, eco de la Palabra de Dios" 124-

125.

[100] 2Tim 3,16-17.

La Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia

 

Luis Francisco Ladaria Ferrer 08 Febrero 2011

Arzobispo Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe

 

De dos maneras se puede entender el enunciado del tema que se me ha propuesto. Lo que el Magisterio de la Iglesia ha dicho sobre la Sagrada Escritura o las relaciones que existen entre una u otro. En realidad los dos aspectos están en íntima relación y

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no se pueden tratar el uno sin el otro. Por tanto estudiaremos las dos cuestiones en su conexión mutua.

 

El canon de las Escrituras

Trataremos en primer lugar de una cuestión en la que la interrelación de Escritura y Magisterio, sin olvidar la Tradición, aparece clara: la fijación del canon de las Escrituras. La importancia decisiva de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia y en concreto como la fuente y la base de su doctrina y de su fe ha sido algo de hecho incuestionado e incuestionable desde los primeros momentos de la Iglesia naciente. Los primeros cristianos aceptan como algo normativo también para ellos el cuerpo que ahora nosotros llamamos el Antiguo Testamento. Nuestro "Nuevo Testamento" es prueba de ello. Es convicción de la iglesia apostólica que a partir de Cristo se entienden las Escrituras de Israel de un modo más completo, pero también, por otra parte, ellas prestan una ayuda decisiva a la comprensión de Cristo en cuanto ofrecen un marco para interpretar su figura y su obra salvadora. Cristo se coloca por una parte en continuidad con el Antiguo Testamento, pero por otra significa una radical novedad en cuanto lo trasciende. En todo caso el cristianismo naciente ha recibido de la fe de Israel la idea de un cuerpo de escritos que posee una autoridad normativa.

La vida espontánea va siempre por delante de la reflexión. Antes de que se forme explícitamente la idea de un "Nuevo" Testamento que se coloca al lado de los Escritos de Israel los Padres y escritores eclesiásticos empiezan a citar también, atribuyéndoles autoridad, los Evangelios y los escritos apostólicos. Ya la segunda carta de Pedro (2 Pe 3,16) nos ofrece un testimonio importante al mencionar un grupo de escritos, las cartas paulinas, que son colocadas al mismo nivel que las "otras Escrituras": «...como en todas las cartas en las que habla de estas cosas. En estas hay algunas cosas difíciles de comprender, que los ignorantes y los inciertos desvían, al igual que las otras Escrituras, para su perdición». Ya los Padres apostólicos parecen dar testimonio de un cuerpo que se ha recibido y al que no se puede quitar ni añadir nadase han de cumplir los mandamientos del Señor[1] (Did. 4,13; 8,8, controlar). En los finales del siglo II y comienzos del III los padres y escritores eclesiásticos de primera importancia (Ireneo, Tertuliano, Clemente Alejandrino) conocen y citan, reconociéndoles normatividad, prácticamente todos los escritos del corpus neotestamentario. Se considera de gran importancia el llamado fragmento de Muratori, que se considera comúnmente de finales del siglo II, que conoce ya casi todos los escritos de nuestro Nuevo Testamento (faltan Hebreos, las dos cartas de Pedro, una de Juan, Santiago).

No tratamos ahora de la historia del canon. Sino sólo de ver cómo desde los primeros siglos del cristianismo se ha ido completando la idea de la Sagrada Escritura, añadiendo a los libros que constituyen nuestro actual Antiguo Testamento los que forman el "Nuevo". En los comienzos del siglo III se usa ya esta denominación[2]. En el siglo IV Atanasio (año 367) nos ofrece ya el canon que conocemos y que con diversas vicisitudes que no podemos exponer ha llegado hasta la fijación del mismo en los concilios de Florencia y de Trento (cf. DH 1335; 1502-

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1503). Es un primer elemento que necesariamente tenemos que señalar cuando tratamos del la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia. La Iglesia nos ha dicho autoritativamente qué escritos, distribuidos en Antiguo y Nuevo Testamento (conc. de Trento) considera Sagrada Escritura. Esto quiere decir, solamente en la Iglesia y a partir de su decisión sabemos lo que es la Sagrada Escritura, bajo cuya autoridad la Iglesia misma se coloca. La acción del Espíritu ha guiado al reconocimiento del carácter sacro de estos escritos, en particular de su inspiración. El primer paso es: la Iglesia y la Escritura no se entienden la una sin la otra. Ya diferentes intervenciones magisteriales de los primeros siglos, a partir de los años finales del siglo IV, enumeran los libros que la Iglesia recibe del Antiguo y del Nuevo Testamento[3]

La fijación del canon parte de un principio fundamental: los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento tienen a Dios como autor. Según el concilio de Florencia el mismo único Dios es el autor de la Ley, de los Profetas y del Evangelio, ya que los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento han hablado bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo (DH 1334). Estas pocas pero decisivas indicaciones son recogidas un siglo más tarde por el concilio de Trento, en un contexto nuevo, en el que junto al valor de la Escritura se había de poner también de relieve la importancia de la Tradición de la Iglesia, cuestionada por los Reformadores. Todo ello para que se conserve en la Iglesia la "puritas Evangelii", la pureza del evangelio[4]; éste había sido prometido por los profetas, promulgado por Jesucristo, que después ordenó a sus apóstoles predicarlo a toda criatura como fuente de la verdad y la disciplina de las costumbres. Y esta verdad y disciplina se contienen en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que los apóstoles han recibido de la boca del mismo Cristo o nos han sido entregadas por los mismos apóstoles "Spiritu Santo dictante", bajo el dictado del Espíritu Santo. Todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, repetirá todavía el Concilio, tienen a Dios como autor. Las tradiciones que se refieren a la fe o a las costumbres, bien porque vienen de la palabra de Cristo, bien porque han sido dictadas por el Espíritu Santo, son acogidas con igual afecto y reverencia (pari pietatis affectu).

Junto a esta mención de la tradición, que ha dado lugar a problemas de solución difícil, el concilio de Trento aborda el problema de la interpretación de la Sagrada Escritura: es la Iglesia la que debe juzgar acerca de la interpretación de las Escrituras, a nadie le es lícito interpretarlas contra el sentir de la Iglesia o contra el unánime consenso de los Padres. Es clara la intención antiprotestante. Si la Escritura nos es entregada por la Iglesia ella es también la encargada de interpretarla. La "Iglesia", dice el concilio de Trento, sin ulteriores distinciones. En tiempos posteriores se va a matizar más.

 

El Magisterio de la Iglesia y la interpretación de las Escrituras

Vemos que junto a la autoridad magisterial de la que Trento hace uso para la fijación del canon se nos habla también de la autoridad de la Iglesia en la interpretación de las Escrituras. Tienen que pasar varios siglos antes de que el magisterio vuelva a ocuparse de cuestiones directamente relacionadas con la Sagrada Escritura, su valor y su sentido. En relación con los problemas relacionados con los descubrimientos

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científicos y con la mentalidad de la Ilustración las de la interpretación de la Escritura, de su valor histórico aparecerán bajo una nueva luz. Y también se va a profundizar en la función y el sentido del "magisterio", palabra que, en el uso actual, entró en documentos oficiales solamente a principios del s. XIX[5]. Gregorio XVI la usa en una encíclica a los católicos de Suiza en 1835 en la cual significativamente dice: «La Iglesia dispone, por institución divina, de un poder ... de magisterio para enseñar y definir lo que concierne a la fe y a las costumbres e interpretar las Sagradas Escrituras sin peligro de error». Definir lo que concierne a la fe y a las costumbres e interpretar las Sagradas Escrituras van juntos. No deja de ser significativo que, cuando se introduce el término de "magisterio" para dar un nombre a una función, que ciertamente se había ejercido desde hacía muchos siglos, se mencione de manera explícita la interpretación de las Escrituras sin error. Se ha dado una precisión respecto a la indicación más genérica del concilio de Trento, que decía simplemente "la Iglesia".

Las declaraciones del concilio de Trento son retomadas tres siglos más tarde por el concilio Vaticano I. Las afirmaciones del concilio sobre la Sagrada Escritura se encuentran en la constitución dogmática Dei Filius de fide catholica, y, dentro de ella, en el capítulo dedicado a la revelación. Afirmado que Dios puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas, se añade enseguida que, por su sabiduría y su bondad, Dios se ha complacido en revelarse a sí mismo y los decretos de su voluntad a los hombres de una manera sobrenatural. Esta revelación no es en modo alguno necesaria, pero Dios ha ordenado al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a la participación en los bienes divinos que superan toda humana inteligencia. Esta revelación, se nos dice, se contiene en los libros escritos y en las tradiciones que recibidas por los apóstoles de la boca de Cristo o recibidas por los apóstoles por el dictado del Espíritu Santo han llegado hasta nosotros[6]. Los libros a los que el Concilio se refiere son los del Antiguo y Nuevo Testamento en todas sus partes, tal como el concilio de Trento los enumera. La Iglesia tiene estos libros por sagrados y canónicos no porque hayan sido aprobados por su autoridad siendo una obra humana, ni tampoco solamente porque contengan la revelación sin error, sino porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo tienen a Dios como autor y como tales han sido entregados a la Iglesia ("...Spiritu Santo inspirante conscripti Deum habent auctorem, atque ut tales ipsi Ecclesiae traditi sunt"). La formulación se ha hecho clásica, y ha sido repetida desde entonces en multitud de ocasiones. De nuevo la relación entre la Escritura y la Iglesia es puesta de relieve. Solamente ésta puede reconocer un libro como inspirado. El concilio Vaticano I ha vuelto a referirse al concilio de Trento al tratar de la interpretación de la Sagrada Escritura. El sentido de la misma es el que siempre retuvo y retiene la Iglesia (tenuit ac tenet). Nadie puede interpretar la Escritura contra este sentido o contra el unánime sentir de los Padres. Novedad respecto de Trento es la inserción de estas referencias en el contexto más amplio de la "revelación". el concilio de Trento habló simplemente de los libros sagrados y las tradiciones. Ahora, en el siglo XIX, ya el término revelación ha adquirido carta de naturaleza. No existía todavía como término técnico en el sentido en que lo usamos ahora en el s. XVI. Fue usado por vez primera por el magisterio en el año 1835, por Gregorio XVI (cf. DH 2739), y después de él lo usó también Pío IX ya mucho antes del Vaticano I (enc. "Quam pluribus" de 1946; cf. DH 2777; 2781)[7].

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La cuestión de la Sagrada Escritura ha sido afrontada en tiempos posteriores en diversas encíclicas, empezando por la "Providentissimus Deus" de León XIII, del año 1893. Es la primera respuesta del magisterio a la exégesis liberal, aunque ya alguna pequeña alusión se había hecho en el concilio Vaticano I al problema de la historicidad de los milagros que algunos negaban o cuestionaban[8]. El comienzo de la encíclica, inspirado en los primeros versículos de la carta a los Hebreos, recuerda que Dios, después de haber hablado por los profetas y por sí mismo, nos ha dado la Escritura canónica, como una carta que el Padre celestial escribe a sus hijos que están lejos de la patria[9]. El Papa recuerda los principios fundamentales para la recta interpretación de la Escritura siguiendo lo establecido en el concilio de Trento que fueron a su vez recogidos en el Vaticano I, es decir que a nadie le es lícito interpretar la Escritura contra el sentido que le ha dado la Iglesia y contra el unánime consenso de los Padres[10]. Dios ha puesto las Escrituras en las manos de la Iglesia, y para su interpretación recibimos de ella una guía infalible. En aquellos en los que se perpetúa la sucesión apostólica tenemos la exposición segura de las Escrituras[11]. Esto no quiere decir que la Iglesia coarte la investigación en la ciencia bíblica, sino que más bien ayuda a su progreso en cuanto la protege del error. El espacio para la labor del estudioso es muy amplio en los campos en los cuales la Iglesia no se ha pronunciado definitivamente y su investigación puede contribuir a que la Iglesia pueda pronunciarse con su autoridad. Por otra parte incluso en aquellos puntos en los que hay un juicio definitivo, cabe también un progreso en cuanto siempre se puede proponer una explicación más clara o más ingeniosa (cf. DH 3282). No faltan reglas detalladas sobre la interpretación de los libros sacros. No me detendré en los particulares. Pongo solamente de relieve que se indica, citando a san Agustín, que los escritores sagrados o más bien el Espíritu Santo que ha hablado mediante ellos, no quiso enseñar a los hombres las cuestiones relativas a la constitución de las cosas visibles, ya que estos conocimientos "en nada aprovechan para la salvación"[12]. Fundamental en la interpretación de la Escritura es el sentido literal de la misma, pero a veces éste no es suficiente dada la sublimidad del pensamiento, en estos casos el mismo sentido literal llama en auxilio otros sentidos, que sirven para esclarecer la doctrina o para fortificar los preceptos morales[13].

El valor histórico de la Escritura ha de ser establecido con firmeza, porque a partir de él se puede afirmar con certeza la divinidad de Cristo, su misión, la institución de la Iglesia, el primado de Pedro, etc.[14]. Esta dimensión apologética es por tanto para el papa León XIII de capital importancia.

No es legítimo reducir el ámbito de la inspiración y de la inerrancia de la Escritura a lo que se refiere explícitamente a la fe y las costumbres, dejando de lado todo lo demás. Todos los libros que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, en todas sus partes, "Spiritu Sancto dictante conscripti sunt" (DH 3292), de tal manera que se excluye todo error, ya que Dios, que es la suma verdad, no puede ser autor de ningún error (ib.). En efecto, siguiendo las afirmaciones conciliares que ya conocemos, se repite que los libros del antiguo y del Nuevo Testamento tienen a Dios como autor. El Espíritu Santo se ha servido de hombres como instrumentos, de manera que con una fuerza sobrenatural les movió a escribir y les asistió mientras escribían para que no concibieran en su mente ninguna otra cosa sino lo que él mismo ordenaba y lo expresaran con verdad infalible. De otro modo no sería el autor

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de las Escrituras. Los Padres han profesado unánimemente «libros eos et integros et per partes a divino aeque esse afflatu. Deumque ipsum, per sacros auctores elocutum, nihil admodum a veritate alienum ponere potuisse» (DH 3293).

Notemos por último que León XIII ha utilizado una frase que ha hecho fortuna: la Sagrada Escritura debe ser como el alma de toda la teología[15]. La repetirá Benedicto XV y luego la constitución Dei Verbum del concilio Vaticano II, como habrá ocasión de indicar.

No entramos en el análisis detallado de las diferentes respuestas que la Pontificia Comisión Bíblica dio entre los años 1903-1915[16]. Se refieren sustancialmente a la historicidad de la Escritura y a la autenticidad de diferentes escritos bíblicos, es decir, a la real pertenencia a los autores a los que tradicionalmente se atribuyen. Con el pontificado de Benedicto XV termina esta serie de respuestas de la Comisión Bíblica a las diferentes cuestiones históricas que se planeaban. Ciertamente la mentalidad que prevalecía en aquel momento era la apologética. El Papa reafirma la doctrina ya expuesta en el concilio Vaticano I con las mismas palabras allí utilizadas. La Iglesia ha mantenido siempre firmemente que «libros sacros Spiritu sancto inspirante conscriptos Deum habere auctorem atque ut tales ipsi Ecclesiae traditos esse». Por otra parte si es verdad que los libros de la Escritura han sido escritos «Spiritu sancto inspirante vel suggerente vel insinuante vel etiam dictante», como escritos por él mismo, no obstante tampoco hay que dudar de que los autores humanos, cada uno según su naturaleza y su ingenio, han llevado a cabo su obra libremente, con la inspiración divina (cf. DH 3560). Junto al autor divino aparece la importancia del autor humano. La doctrina magisterial sobre la Sagrada Escritura se enriquece notablemente con esta nueva perspectiva. Las consecuencias que de ahí se seguirán para la interpretación de la Escritura serán notables.

Efectivamente se pone de relieve la importancia decisiva del autor humano de la Escritura, que en los textos hasta ahora citados había quedado un tanto en la penumbra. Se progresa lentamente en la conciencia de que no sólo la inspiración es importante en el conocimiento de la que es la Escritura, sino que también se ha de tener presente al autor humano que, inspirado por Dios, ha actuado libremente según su índole y su ingenio propio. En esta misma línea se afirma que hay que considerar la acción de Dios en cada autor sagrado. Se basa el Papa en la doctrina de la inspiración de san Jerónimo, que, según sus palabras, afirma que «Dios, con su gracia, aporta a la mente del escritor luz para proponer a los hombres la verdad en nombre de Dios; mueve además su voluntad y le impele a escribir; finalmente le asiste de manera especial y continua hasta que acaba el libro» (3651). No basta reducir la inerrancia o la exclusión del error al elemento primario o religioso de los libros sacros, como si lo que no pertenece a él hubiera sido escrito simplemente por el autor sagrado, Dios únicamente lo hubiera permitido y lo hubiera dejado a la debilidad del autor humano. Frente a esta opinión mantiene Benedicto XV la idea de León XIII, que decía que era importante lo que Dios había dicho y no sólo el motivo por el que lo había dicho. Si la inspiración se extiende a todos los libros de la Biblia no se puede pensar que haya ningún error en el texto inspirado (cf. DH 3652)[17]. No se puede trasladar por otra parte a los hechos históricos el principio que se aplica a las cosas naturales (in physicis), es decir, que los hagiógrafos han hablado de ellas según lo que aparecía a sus ojos. Los eventos históricos les eran conocidos

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directamente. Importante tener presente que aparece en esta encíclica la noción de los "géneros literarios" (genera litterarum ) de la que se hará amplio uso en tiempos posteriores, aunque ciertamente en un sentido más positivo que el que aquí se utiliza. Se pretende hallar en la Biblia, afirma Benedicto XV, algunos géneros literarios con los que no puede concordar la íntegra y perfecta verdad de la palabra divina (cf .DH 3654).

La encíclica habla también de las diferentes maneras de aproximación al texto bíblico: la lectura espiritual, la lectura exegética, el ministerio de la palabra. En cuanto al estudio exegético se indica que no se puede oponer la riqueza del sentido espiritual a la "pobreza" del sentido histórico. Es con la base del sentido literal e histórico como se puede acceder al sentido pleno. Una cierta reserva se expresa en relación con el uso de la alegoría, que se va a confirmar en una carta de la Comisión bíblica en 1941, aprobada por el papa Pío XII (DH 3792-3793), que indica que el uso de la alegoría fue un exceso grave de la escuela alejandrina querer encontrar en todas partes un sentido simbólico, «incluso en perjuicio del sentido literal e histórico». Todos los sentidos se fundan sobre el literal, como ya enseñaba santo Tomás. Se citan en el mismo sentido los textos a que ya nos hemos referido de León XIII y de Benedicto XVI. La exégesis científica y la lectura espiritual de la Escritura no pueden contraponerse[18].

La encícilica Divino afflante Spiritu, del año 1943 dio un nuevo impulso al estudio de la Sagrada Escritura de manera que ésta fuera cada vez mejor conocida por todo el pueblo de Dios y para alimentar la vida de los cristianos[19]. En efecto, al final de la misma el Papa alude a los tiempos difíciles de la guerra en que la encíclica fue publicada y se refiere a la palabra de Dios como consolación de los afligidos y camino de la justicia para todos. Pío XII se coloca en la línea de los documentos anteriores al señalar que la primera tarea que se impone al exégeta católico es la de exponer el sentido de los libros sagrados. Por ello su primera preocupación ha de ser la de establecer y exponer el sentido literal de la Escritura, usando del conocimiento de las lenguas, de la comparación con otros pasajes. Pero no se puede olvidar otro elemento que ya ha aparecido diversas veces en nuestra exposición: la custodia y la interpretación de la Sagrada Escritura han sido confiadas a la Iglesia, y por ello han de tener presentes las interpretaciones del magisterio de la Iglesia y los Santos Padres, y la "analogía de la fe", de la cual había ya hablado León XIII[20]. Junto con las cuestiones que atañen a la arqueología, a la historia o a la filología, el exégeta debe también tener en cuenta la teología de los libros sagrados, de manera que los estudios sobre la Escritura ayuden a elevar la mente a Dios. No se puede excluir del estudio de la Sagrada Escritura el sentido "espiritual", ya que las cosas dichas o hechas en el Antiguo Testamento al mismo tiempo prefiguraban de manera espiritual las que iban a realizarse en la Nueva Alianza de la gracia. Por lo tanto, a la vez que se ha de hallar y exponer el sentido literal de las palabras, se ha de hacer lo mismo con el sentido espiritual, pero con una clara advertencia: ha de constar debidamente que éste fue dado por Dios, no se deja esta exposición a la iniciativa de cada uno. Solamente Dios pudo conocer y revelarnos el sentido espiritual. En los evangelios el mismo Salvador nos enseña este sentido, como también los Apóstoles, la doctrina de la Iglesia y el uso de la liturgia. Se debe por tanto proponer este sentido espiritual, pero con atención a no proponer otros sentidos traslaticios (cf. DH 3828). A la clara aceptación y afirmación del sentido espiritual de la Escritura, en

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particular del Antiguo Testamento, acompaña una invitación a la cautela. Efectivamente, sería fácil el engaño en una cuestión en la que se puede mezclar fácilmente la imaginación personal. La advertencia de la Comisión Bíblica de unos años antes tenía su concreta razón de ser en alguna exageración precisa. Los teólogos y exégetas católicos, e incluso el mismo magisterio, han vuelto a hablar en tiempos posteriores el sentido espiritual de la Escritura e incluso el mismo Magisterio ha hecho uso de la expresión y ha dado claras indicaciones al respecto[21]. El Papa Pío XII señala igualmente que las cuestiones de la inspiración de la Escritura han sido estudiadas por los teólogos católicos últimamente de modo más apropiado y perfecto de lo que se había hecho con anterioridad.

Hemos visto mencionada la noción de los "géneros literarios" en la encíclica Spiritus Paraclitus de Benedicto XV, en una breve alusión que parece tener tintes negativos. Pío XII más de veinte años después, vuelve sobre el tema con mucha más amplitud. Se señala que no hay que descuidar la luz que viene de las investigaciones modernas acerca del hagiógrafo, las condiciones de su vida, para mejor determinar lo que quiso decir (cf. DH 3829). Hace falta que de algún modo el exégeta se remonte en un cierto sentido a aquellos lejanos tiempos para que ayudándose de la arqueología, de la historia, de la etnología y de las otras ciencias discierna los géneros literarios que los autores han empleado. «Los antiguos orientales no siempre empleaban, para expresar sus conceptos, las mismas formas y el mismo estilo que nosotros hoy, sino aquellas que se usaban entre los hombres de su tiempo y de su tierra. Cuáles fueran esas formas, el exégeta no lo puede establecer como de antemano, sino solo por la cuidadosa investigación de las antiguas literaturas de Oriente» (DH 3830). Precisamente para subrayar la necesidad de atender a las circunstancias en que el autor humano de la Sagrada Escritura ha vivido y se ha expresado establece una analogía con el misterio de la encarnación: «De la misma manera que el Verbo sustancial de Dios se ha hecho en todo semejante a los hombres, 'excepto el pecado' (Heb. 4,15), así las palabras de Dios, expresadas en lengua humana, son en todo semejantes al lenguaje humano, exceptuado el error. Se trata de la synkatabasis de la Providencia divina...»[22]. Volveremos a encontrar la idea en la constitución dogmática Dei Verbum del concilio Vaticano II.

El Papa Pío XII no deja de hacer referencia a la dificultad del trabajo exegético y por consiguiente advierte que sería poco prudente por parte de los hijos de la Iglesia rechazar o tener por sospechoso todo lo nuevo que los exégetas pueden proponer. Éstos según el Pontífice gozan de un amplio espacio de libertad: «...de lo mucho que en los libros sagrados, legales, históricos, sapienciales y proféticos son muy pocas las cosas cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia y no son tampoco más aquellas en que unánimemente convienen los Padres. Quedan, pues, muchas y muy graves cosas en cuyo examen y exposición puede y debe ejercitarse libremente el ingenio y la agudeza de los intérpretes católicos...» (DH 3831). La encíclica de Pío XII confirma por tanto cuanto se ha dicho previamente acerca de la autoridad de la Iglesia en la interpretación de las Escrituras y la importancia del consenso de los Padres, pero añade la constatación de hecho de que son relativamente pocos los puntos que los que se ha dado un pronunciamiento de la autoridad o en los que se puede constatar un acuerdo unánime de los Padres. No se quiere frenar la investigación bíblica, sino más bien estimularla para que se desarrolle en libertad. En una continuidad básica los acentos no siempre se colocan

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de la misma manera. El magisterio de la Iglesia es "vivo", y esto quiere decir entre otras cosas que tiene en cuenta los diferentes momentos y circunstancias en que se ejercita.

 

El concilio Vaticano II. La constitución dogmática "Dei Verbum"

El concilio Vaticano II ha tratado del valor de la Sagrada Escritura en el contexto de la teología de la revelación. Ha seguido en esto la pauta del concilio Vaticano II en el cap. 2 de la constitución dogmática "Dei Filius" de fide católica, aunque con un desarrollo muchísimo mayor. Me referiré solamente a lo que en la Dei Verbum se dice explícitamente sobre la Sagrada Escritura, teniendo presente por supuesto el contexto, para mantener nuestra exposición en límites razonables.

Tengamos presente ante todo que para el Vaticano II, que sigue la ininterrumpida tradición de la Iglesia, la revelación divina, que tiene una larga historia, encuentra en Cristo su plenitud. En él de manera máxima Dios se manifiesta y se comunica a sí mismo y los eternos decretos de su voluntad para la salvación de los hombres. Presupuestas estas afirmaciones fundamentales se indica que esta revelación ha de transmitirse a los hombres de todas las edades, «lo cual fue realizado fielmente tanto por los apóstoles, que en la predicación oral comunicaron... lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia o por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como por aquellos apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del Espíritu Santo, escribieron el mensaje de la salvación» (DV 7). Esta transmisión empieza con la predicación de los Apóstoles y continúa con sus sucesores que ellos han dejado para que se mantuviera siempre vivo e íntegro el Evangelio. Por tanto, continúa el Concilio, «la predicación apostólica, que se expresa de modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua» (DV 8). No es ahora el caso de entrar en la compleja noción de tradición que el Concilio expone y que se halla en una íntima relación con la Escritura. Surgen de una misma fuente y tiene un mismo fin. «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios (locutio Dei) en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo (divino afflante Spiritu). La Sagrada Tradición transmite íntegramente la palabra de Dios confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo a los Apóstoles a los sucesores de éstos, para que, con la luz del Espíritu de la verdad, la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su predicación...» (DV 9). Se ha hablado de la Escritura como locutio Dei, y esta expresión se usa solo con referencia a ella. En cambio se habla a continuación de la Escritura y la Tradición como de un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, encomendado a la Iglesia (DV 10). Y a la vez a continuación se habla de la palabra de Dios escrita o transmitida (verbum Dei scriptum vel traditum), cuya interpretación ha sido confiada al Magisterio vivo de la Iglesia. Hay por tanto una noción amplia de palabra de Dios que no se usa solamente para la Escritura, sino que abraza también la Tradición. Pero solamente respecto de la Escritura se dice directamente que es palabra de Dios[23]. Afloran los temas ya conocidos: la Escritura (y la tradición) ha sido confiada a la Iglesia y por consiguiente su interpretación no es un asunto privado; sólo el Magisterio de la Iglesia es intérprete auténtico de la misma. El magisterio no está por encima de la palabra de Dios sino

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que, con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad (pie audit), la custodia santamente (sancte custodit) y la expone con fidelidad (fideliter exponit). Tenemos aquí una indicación clara no solamente de lo que el Magisterio dice acerca de la Sagrada Escritura, sino también de cómo se relaciona respecto a ella. Sólo de este depósito de la fe saca lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer (cf. DV 10). Esta doctrina se encuentra ya explicitada en el Vaticano I (cf. DH 3011). En efecto, esta es la fórmula que se ha usado en los últimos tiempos en las definiciones dogmáticas: la verdad que se propone se presenta efectivamente a la Iglesia como revelada por Dios (cf. p. ej. DH 3903, definición de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos; ya 3073, definición de la infalibilidad pontificia en el concilio Vaticano I)[24]. La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia están unidos entre sí de manera que no tienen consistencia cada uno de ellos sin los otros. En esta interacción contribuyen los tres, cada uno a su modo, a la salvación, bajo la acción del Espíritu. Esta unión y articulación de estos tres elementos no es difícil de explicar. La Escritura, que de modo eminente es locutio Dei, palabra de Dios nos llega en la Iglesia en la Tradición que proviene de los apóstoles. Esta Tradición no se transmite en la Iglesia sin la acción de los sucesores de los apóstoles, por consiguiente no sin el Magisterio. Se ha señalado antes que "prelados y fieles", es decir, todo el pueblo santo, colaboran en el ejercicio y en la conservación de la fe recibida (DV 10,1). Sobre la relación del Magisterio a la Escritura y a la Tradición comenta Josef Ratzinger:

Con este presupuesto habrá que alabar por una parte la expresa mención de la función ministerial del Magisterio como por otra la afirmación de que su primer servicio es el escuchar; que siempre está referido a la recepción oyente de las fuentes, depende de la siempre nueva escucha e interrogación de las mismas, para así verdaderamente poder explicarlas y defenderlas. Defenderlas no en el sentido de la protección..., sino en el sentido de la fidelidad, que rechaza el poder extraño y defiende a la vez el señorío de la palabra de Dios contra el Modernismo y el Tradicionalismo. A la vez la contraposición entre la Iglesia que enseña y la Iglesia que escucha se reduce a su justa medida. En último término toda la Iglesia escucha, y a la vez toda la Iglesia participa en la permanencia en la verdadera doctrina[25].

El primado de la Sagrada Escritura como palabra de Dios está por tanto claramente expresado. El Magisterio se entiende a sí mismo al servicio de esta Palabra que la tradición conserva y transmite. Solamente en función de la garantía de la interpretación auténtica de esta palabra transmitida tiene sentido la función magisterial.

Con estos preámbulos, explicados un tanto sumariamente, se pasa a la consideración más explícita de la Sagrada Escritura que es lo que ahora nos interesa en primer lugar. La Iglesia tiene por santos y canónicos todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienes a Dios como autor y como tales han sido entregados a la misma Iglesia. Resuenan aquí sin duda los ecos del texto del Vaticano I al que ya nos hemos referido. Pero a continuación, siguiendo la línea que ya hemos hallado en las últimas encíclicas consideradas, se resalta la importancia del autor humano: «en la redacción de los libros sagrados Dios eligió a hombres de los que se sirvió (adhibuit) en el uso de sus propias facultades y capacidades, de tal manera que, obrando Dios

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en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores todo y solo lo que Él quería» (DV 11). La importancia del autor humano se pone de relieve. Los hagiógrafos son verdaderos autores de sus escritos, actúan según sus fuerzas y capacidades. Se abandonan las categorías del "instrumento", o del "dictado", aunque sigue quedando claro que la iniciativa es de Dios, ya que, «todo lo que las autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo. Por ello los libros de la Escritura enseñan sin error la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (ib.)[26].

Solo para nuestra salvación Dios nos ha hablado, «por hombres y en manera humana». Éste es el gran misterio de la Escritura, Palabra de Dios y a la vez palabra humana. De ahí derivan las normas de interpretación de la Escritura que el Concilio propone, siguiendo y profundizando cuanto se había dicho en las precedentes intervenciones pontificias. Buscar qué quisieron decir los hagiógrafos, conocer los géneros literarios, ya que la verdad se propone de modo diverso en los textos históricos, poéticos, proféticos, etc. (cf. DV 12). En este punto se da una notable precisión respecto a las afirmaciones anteriores. Según san Agustín la Escritura ha de ser leída e interpretada con el mismo Espíritu con que se escribió[27]; por ello hay que atender a la unidad de la Escritura y a la Tradición viva de la Iglesia y a la analogía de la fe[28]. El tema es importante para nuestro cometido. La interpretación de una afirmación concreta no puede hacerse sin tener en cuenta el conjunto de la revelación. Una afirmación se entiende así a la luz de las otras. Y con el crecimiento y el progreso de la tradición que tiene su rigen en los apóstoles (cf. DV 8), progresa también la inteligencia de las Escrituras. En este proceso, en el que toda la Iglesia está implicada, ejerce el magisterio una función irremplazable. «[La Tradición] va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes que las meditan en su corazón (cf. Lc 2,19.51); ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales; ya por el anuncio de aquellos con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad[29]» (DV 8). El magisterio tiene por tanto un papel decisivo en el crecimiento de la inteligencia de la revelación que la predicación apostólica nos ha trasmitido. Esta predicación apostólica se expresa de modo especial en los libros inspirados, «in inspiratis libris speciali modo exprimitur» (DV 8). No es de extrañar por ello que el estudio de la Escritura se vea en relación con el crecimiento en la inteligencia de la revelación, que adquiere su manifestación más alta en los juicios definitivos que la Iglesia en su magisterio debe madurar. Con el estudio de los exégetas debe ir formándose y madurando el juicio de la Iglesia. «Porque todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en última instancia a la Iglesia que cumple el mandato y el ministerio divino de conservar e interpretar la palabra de Dios (verbi Dei servandi et interpretandi)» (DV 12)[30]. De nuevo aquí la palabra de Dios se refiere explícitamente a la Escritura. Y con claridad todavía mayor nos dice Verbum Domini: «Aunque el Verbo de Dios precede y excede la Sagrada Escritura, con todo ésta, en cuanto inspirada por Dios, contiene la Palabra divina (cf. 2Tm 3,16) 'en modo del todo singular'» (VD 17)[31]. Función del magisterio no es solo interpretarla, sino conservarla. Esta es una acción fundamental del munus docendi, que ha de tener siempre esta palabra como punto de referencia. Un punto de referencia que reenvía siempre a Jesús, en quien la revelación ha alcanzado su plenitud y que es la palabra

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por excelencia[32]. En efecto, de nuevo, como ya Divino afflante Spiritu, también Dei Verbum habla de la condescendencia de la sabiduría divina, para que conozcamos la benignidad de Dios. «Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas, se han hecho semejantes al lenguaje humano, como en otro tiempo, el Verbo del Padre eterno, tomando la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13). Esta analogía con la encarnación usada ya por Pío XII, fue recogida de nuevo en el discurso de Juan Pablo II a la Pontificia Comisión Bíblica del año 1993, precisamente para celebrar el 50 aniversario de este último documento[33].

Siguiendo esta misma analogía de la encarnación, y ampliándola a su vez a la Eucaristía, - una analogía que no se podría reducir a una total equiparación - indica el Concilio Vaticano II que la Iglesia distribuye a los fieles el pan de la vida de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia[34]. Las Sagradas Escrituras, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los profetas y de los apóstoles. Por ello toda la predicación se debe regir por ella. Evidentemente algo semejante se puede decir respecto del Magisterio: también este, como la predicación, debe hacer resonar la voz del Espíritu, aunque aquí este aspecto no se mencione explícitamente. En este contexto es de decisiva importancia la recomendación que la misma constitución hace acerca del uso de la Escritura en la teología: «Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios, y, por ser inspiradas, son en verdad la palabra de Dios (vere Dei verbum sunt); por consiguiente el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la sagrada teología» (DV 24)[35]. No se dice que la Sagrada Escritura deba ser el alma del Magisterio. Pero tenemos elementos para descubrir en este sentido alguna analogía con lo que se dice respecto de la teología: en efecto, el Magisterio y la teología tienen en la Iglesia funciones diversas y bien delimitadas. Pero a la vez hay entre ellos notables analogías. La Comisión Teológica Internacional señaló ya en 1975, junto a las evidentes diferencias, algunos elementos comunes[36]. Así, ambos tienen en común la tarea de conservar el depósito sagrado de la revelación, penetrarlo más profundamente, exponerlo, enseñarlo, defenderlo. Este servicio implica, ante todo, salvaguardar la certeza de la fe. Por otro lado teología y magisterio están al servicio de la Palabra de Dios; así se indica siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II. Señala también la Comisión Teológica que el Magisterio y la teología deben atender al sentido de la fe, que posee todo el pueblo de Dios, en la concordia entre los pastores y los fieles. Es evidente el reclamo al concilio Vaticano II, Lumen Gentium,12: «La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo (cf. Jn 2,20.27) no puede fallar en su creencia, y manifiesta esta peculiar propiedad suya mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando 'desde los obispos hasta los últimos fieles laicos'[37] muestra el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fielmente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios...». Igualmente la atención a la Tradición es necesaria, puesto que «ni el magisterio ni la teología tienen derecho a desatender las huellas que la fe ha dejado en la historia de la salvación del pueblo de Dios»[38].

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Establecidos estos elementos comunes del Magisterio y la Teología se podría por tanto de alguna manera hablar de la Sagrada Escritura como "alma del Magisterio", analógicamente. Y si tenemos presente los principales momentos de la historia nos damos cuenta de que esto con frecuencia ha sido así. Nos hemos referido ya a los primeros concilios. Lo mismo podemos decir de muchos de los grandes documentos del magisterio en todos los momentos de la historia. Pienso por ejemplo en uno de los grandes documentos del concilio de Trento, su decreto sobre la justificación (cf. DH 1520-1583). Es evidente que, muchas veces, por la preocupación de una precisión doctrinal y conceptual en las formulaciones dogmáticas esta inspiración bíblica no parece tan evidente. Pero esto no quiere decir que esté ausente. Ciertamente encontramos esta inspiración bíblica bien clara y manifiesta en las últimas intervenciones magisteriales importantes, sobre todo a partir del concilio Vaticano II.

El Magisterio no se sobrepone nunca a la palabra de Dios que tiene la función de interpretar para el bien de toda la Iglesia, ni quiere tampoco sustituirla. No dejan de ser elocuentes las palabras con que se concluye la constitución dogmática Dei Verbum (n. 26): «Así, pues, con la lectura y el estudio de los Libros Sagrados la palabra de Dios se difunda y resplandezca (2 Tes 3,1), y el tesoro de la revelación confiado a la Iglesia llene más y más los corazones de los hombres. Como la vida de la Iglesia recibe su incremento de la asidua frecuentación del misterio eucarístico, así es de esperar un nuevo impulso de la vida espiritual de la acrecida veneración de la palabra de Dios que permanece para siempre (Is 40,8; cf. 1 Pe 1,23-25)». La necesaria interacción de Escritura y Magisterio no cuestiona en ningún modo el primado de la primera. Este primado aparece con toda claridad en la liturgia de la Iglesia. El valor que la Iglesia atribuye a la Escritura y su importancia en la vida de la Iglesia se encuentra resumido en Verbum Domini 7, que después de haber explicado los diversos sentidos de la expresión "palabra de Dios", comenzando por el primero y principal, el cristológico, añade: «Todo esto nos hace comprender por qué en la Iglesia veneramos en gran manera las Sagradas Escrituras, aunque la fe cristiana no es una "religión del libro". El cristianismo es la "religión de la palabra de Dios", no de "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y viviente" (San Bernardo). Por tanto la Escritura ha de ser proclamada, escuchada, leída, acogida y vivida como Palabra de Dios siguiendo la Tradición apostólica de la cual es inseparable». En relación con la Palabra de Dios por antonomasia que es Jesucristo adquiere la Sagrada Escritura todo su valor. Como dice san Jerónimo, la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo[39]. De ahí que el Magisterio de la Iglesia, cuya autoridad deriva de la que Cristo mismo dio a sus apóstoles, tenga como misión fundamental en la fidelidad a Cristo la fidelidad a la Escritura que da testimonio de él, para el bien de toda la Iglesia.

La extensión de la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini a la que ya en diversas ocasiones nos hemos referido hace imposible un resumen, ni siquiera sumario, de la misma. Ponemos de relieve que se coloca en la línea de los documentos anteriores, subrayando de modo especial el sentido cristológico de la palabra de Dios. Jesucristo, culmen de la revelación, es la palabra por excelencia. A partir del evento de la encarnación tiene sentido hablar de la palabra de Dios que es a la vez palabra humana en la Sagrada Escritura[40]. Se insiste igualmente en la hermenéutica de la Sagrada Escritura que se ha de hacer ante todo en la vida de la

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Iglesia[41]. Vuelve también Benedicto XVI sobre los diferentes sentidos de la Escritura, y de la articulación necesaria entre el sentido literal y el sentido espiritual del texto; este último es el sentido de los textos bíblicos cuando son leídos bajo el influjo del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que de él surge[42]. En esta misma línea se trata de la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento; ésta es la del cumplimiento del Antiguo en la muerte y resurrección de Cristo, según un triple movimiento: la continuidad, la ruptura y la superación. El Antiguo Testamento conserva siempre en sí mismo su propio valor como revelación, ya que el Nuevo lo reconoce como Palabra de Dios. La Iglesia ha debido oponerse siempre al "marcionismo recurrente". Pero por otra parte la lectura cristológica es originalmente cristiana: en las obras del Antiguo Testamento se descubren prefiguraciones de cuanto Dios ha cumplido en el Hijo encarnado (tipología)[43]. La relación entre ambos testamentos se expresa en la famosa frase de san Agustín que ya se encuentra citada en la constitución dogmática Dei Verbum : el Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo, y el Antiguo se encuentra manifestado en el Nuevo[44].

 

La unidad de la Escritura y el Magisterio de la Iglesia

Cualquier intervención magisterial, y en particular las definiciones dogmáticas, deben referirse a la revelación divina, y, en concreto, como ya hemos tenido ocasión de notar, esto ha sido tenido presente en las últimas intervenciones solemnes y en la reflexión que el magisterio ha hecho sobre sí mismo. Ha surgido el problema de si las formulaciones dogmáticas, que quieren regular el común lenguaje de la fe y señalar los límites de la unidad de la Iglesia, a la vez que trazan la línea para no apartarse de ella, no serían algo opuesto al Nuevo Testamento. En efecto, en este se hallaría una pluralidad de concepciones teológicas que pueden parecer no responder a la exigencia de unidad que el magisterio de la Iglesia presupone. Pero se ha de tener siempre presente que la diversidad de concepciones, evidente por otra parte, que hallamos en el Nuevo Testamento, contienen un vínculo fundamental de unidad, que está en la base de la formación del canon, este vínculo es simplemente la persona misma de Jesús. Él es el objeto de la fe y del anuncio en todos los libros del Nuevo Testamento. En realidad la exigencia de la unidad de los que creen en Cristo se repite muy frecuentemente en el Nuevo Testamento, en escritos de diversas características (cf. Jn 10,16; 17,21-23; 1 Cor 1,12-13; 12, 12-13; Gál 3,28; Ef 4,3-6). Esta exigencia de unidad a la que la Iglesia ha tratado de responder no significa eliminar todas las distinciones y los matices. Lo prueba el hecho de que no tuvo éxito el intento de agrupar en uno los cuatro evangelios (Diatessaron). Pero esto no quita que la necesidad de la unidad no haya sido vista como una consecuencia lógica del mensaje neotestamentario. La misma denominación "las Escrituras" más frecuente en el Nuevo Testamento que el singular "Escritura " (que también aparece, cf. Jn 10,35; Rom 4,3; 1 Pe 2,6) muestra que es el mismo Cristo el que las refiere a la única Palabra[45]. Cuando el Magisterio se preocupa de asegurar la unidad de la fe, especialmente cuando lo hace mediante las "definiciones" dogmáticas no se coloca al margen de la tendencia neotestamentaria y de la exigencia que de ella brota. Las declaraciones magisteriales son una interpretación

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de la Escritura a partir de la analogía de la fe y no la simple repetición de una u otra de sus formulaciones. El dogma «es el resultado de una escucha histórica de la Escritura: representa un punto de convergencia de diversos testimonios escriturísticos»[46].

El Magisterio de la Iglesia no constituye un principio de unidad independiente de la Escritura. La misma fidelidad a esta última, como quedó ya claro a partir de las controversias cristológicas y trinitarias de los siglos IV y V, no puede reducirse a una repetición literal de las fórmulas que en ella se encuentran. El Magisterio, en sus formulaciones dogmáticas, refleja la unidad de la Escritura, la unidad de la fe, concentra en una expresión o en una fórmula lo que se halla disperso en formulaciones diversas del Nuevo Testamento. Por esto estas fórmulas son vinculantes para nosotros, para el mantenimiento de aquella unidad en la fe que el Nuevo Testamento nos exige. Es esta conciencia de la fidelidad a la verdad revelada la que ha dado lugar al desarrollo de la teología del concilio o del primado del obispo de Roma. Las intervenciones del Magisterio representan un paso más en el proceso de reflexión sobre la fe que ya empezó antes del Nuevo Testamento tal como lo conocemos, y que prosiguió después pero ya con un punto de referencia claro en este último. Este proceso de reflexión aparece "normado" por el Nuevo Testamento, sólo en él puede fundarse la "regula fidei", la regla de la fe que ha dado origen a nuestro Credo. El Nuevo Testamento, en su variedad y en la diversidad de sus escritos, encuentra su unidad en el testimonio de Cristo. Pero es la misma verdad de la Escritura la que queda comprometida cuando a partir de sus formulaciones literales no es posible resolver un problema que se ha planteado en un contexto y en una situación cultural que no responde ya a las circunstancias en las que el Nuevo Testamento ha aparecido. La intervención magisterial en este caso garantiza la recta inteligencia de la Escritura y la unidad de la fe que la misma Escritura exige. De todas maneras, lo hemos indicado ya, el Magisterio nos señala el recto camino para la interpretación de la Sagrada Escritura, pero no puede ni quiere ocupar nunca su lugar. En aquélla y no en éste tenemos el testimonio original de la revelación de Cristo. El Magisterio nos remite siempre a la Escritura y de ella y de la tradición viva de la Iglesia que nos la ha trasmitido ha sacado los contenidos esenciales de su enseñanza.

 

La acción del Espíritu en la interpretación de la Escritura

Hemos aludido ya a la enseñanza de san Agustín, recogida por Dei Verbum, según la cual la Escritura ha de ser leída e interpretada según el mismo Espíritu con el que se escribió. El texto es eco, sin duda, de cuanto encontramos en la segunda carta de Pedro: «Tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede ser interpretada por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios» ( 2 Pe 1,20-21). Si el Espíritu Santo ha inspirado a los autores sagrados, se nos enseña, la interpretación de estos textos no es cosa privada. No se nos dice de manera explícita a quién corresponde la interpretación. Pero la mención del Espíritu Santo nos ayuda a responder la cuestión en un sentido eclesiológico. La relación del Espíritu Santo y Iglesia es evidente en la Escritura y en toda la tradición.

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Ciertamente la Iglesia no tiene ningún tipo de dominio sobre el Espíritu, que es Señor (cf. 2 Cor 3,17), que sopla siempre donde quiere y escapa a todo control humano (cf. Jn 3,8). Pero ella es sin duda el lugar privilegiado, aunque ciertamente no exclusivo, de su acción[47]. En la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, el Espíritu Santo suscita los diferentes carismas y dones para la utilidad de todos (cf. 1 Cor 12,4-11). San Ireneo indica con claridad esta relación del Espíritu Santo y la Iglesia:

Este es el don confiado a la Iglesia, como el aliento de Dios a su criatura, que le inspiró para que tuviesen vida todos los miembros que lo recibiesen. En éste te halla el don de Cristo la comunicación de Cristo, es decir, el Espíritu Santo, prenda de incorrupción, confirmación de nuestra fe y escalera para subir a Dios. en efecto, «en la Iglesia Dios puso apóstoles, profetas y maestros» (1 Cor 12,28), y todos los otros efectos del Espíritu. De éste no participan quienes no se unen a la Iglesia, sino que se privan a sí mismos de la vida por su mala doctrina y su pésima conducta. Pues donde está la Iglesia ahí se encuentra el Espíritu de Dios y donde está el Espíritu de Dios ahí está la Iglesia y toda gracia. Porque el Espíritu es la verdad. Por tanto los que no participan de él no reciben del pecho de su madre el alimento de la vida, no reciben nada de la fuente más pura que brota del cuerpo de Cristo[48].

Si el Espíritu actúa preferentemente en la Iglesia y a ésta ha sido confiadas las Escrituras inspiradas por el Espíritu, se entiende sin dificultad que sólo en el Espíritu puede ser comprendida y acogida la Palabra de Dios que hallamos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: «Como la Palabra de Dios viene a nosotros en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo de las Escrituras mediante la acción del Espíritu Santo, así esta Palabra puede ser solamente acogida y comprendida sólo gracias al mismo Espíritu»[49]. Es el Espíritu Santo el que anima la vida de la Iglesia y por tanto la hace capaz de interpretar y entender la Escritura[50]. La Escritura no puede ser leída y comprendida "en la Iglesia", por la acción del Espíritu, sin tener presente la función de aquellos a quienes el mismo Espíritu Santo ha puesto como vigilantes para pastorearla (cf. Hch 20,28). Toda lectura de la Biblia en la Iglesia, como toda labor teológica presupone que Dios ha hablado, que su palabra encuentra el cauce de transmisión cuando es leída o celebrada, y que hay órganos de interpretación auténtica y actualizadora de ella[51].

 

Conclusión

Las relaciones entre la Sagrada Escritura y el Magisterio eclesial son ciertamente complejas. Por una parte el primado de la Palabra de Dios ha de ser siempre claramente afirmado. Por otro se ha de afirmar también que la Escritura no puede verse nunca separada de la vida misma de la Iglesia que le ha dado origen y que asistida por el Espíritu ha determinado con decisiones solemnes, fundadas en una larga tradición, qué libros se han de considerar inspirados por el Espíritu Santo y entran por tanto en el canon de las Escrituras. La Iglesia es el único ámbito adecuado para la interpretación de la Escritura como palabra actual de Dios[52] porque es el ámbito privilegiado de la acción del Espíritu. En este ámbito se coloca la función propia del Magisterio que a la escucha de la Palabra saca lo que debe proponer a todos los fieles como verdad revelada. No podemos habar de Escritura sin la Tradición viva de la Iglesia que nos la propone como tal y sin el Magisterio que

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con su autoridad ha determinado sus precisos límites y juzga sobre su interpretación. Por otro lado la misma tradición de la Iglesia y su Magisterio vivo nos indican el primado de la Sagrada Escritura, Palabra de Dios en un sentido del todo singular, como aparece ante todo en la liturgia de la Iglesia. El principio lex orandi, lex credendi, se aplica también aquí y nos muestra el lugar privilegiado que la Escritura tiene en la vida de la Iglesia y por tanto debe tener en la vida de todo fiel cristiano.

 

[2] Cf. Th. Söding, Neues Testament, LThK3, del mismo, Kanon, ib.

[3] Cf. DH 179s; 186; 213.

[4] Es evidente que esta palabra se entiende en un sentido lato. Toda la predicación de Jesús y de los

apóstoles es "evangelio", buena noticia".

[5] Usado por vez primera al parecer a finales del s. XVIII la palabra entra por vez primera en un

documento oficial. Cf. B. Sesboué (dir.), Histoire des dogmes, IV, 217-218.

[6] Cf. DH 3996, cita literal del Concilio de Trento.

[7] Cf. S. Pié-Ninot, La teología fundamental, Salamanca 2001, 247-248.

[8] Cf. DH 3034. Ya antes DH 3009.

[9] Cf. ASS 26 (1893/94) 269. Pío XII, Divino afflante Spiritu II; AAS 35 (1943) 308, recogerá de nuevo la

idea.

[10] Repetido a continuación, cf. DH 3284. La autoridad de los otros intérpretes católicos es menor, pero

también a sus comentarios se ha de atribuir el honor que les compete, DH 3285.

[11] Cf. B. Sesboüé (dir.), Histoire des Dogmes IV, Paris 1996, 356.

[12] Cf. DH 3288, "nulli saluti profutura", cita de S. Agustín, De Gen. ad lit. II 9,20.

[13] Cf. B. Sesboué, o.c., 355.

[14] Cf. Providentissimus : ASS 26 (1893/94) 284

[15] Cf. ib. 283

[16] Cf. DH 3372; 3373; 3394-3387; 3505-3509; 3398-3400; 3505-3509; 3512-3519; 3521-3528; 3561-

3567; 3568-3578; 3581-3590; 3591-3593; 3628-3630.

[17] Cf. León XIII, Providentissimus (cf. DH 3291).

[18] Cf. AAS 12 (1920),

[19] Dejamos de lado en nuestra exposición, como también hemos hecho en relación con otros

documentos anteriores las declaraciones sobre la autoridad de la Vulgata.

[20] Cf. Providentissimus ASS 26 (1893/94) 281: « In ceteris analogia fidei sequenda est, et doctrina

catholica, qualis ex auctoritate Ecclesiae accepta, tamquam summa norma est adhibenda».

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[21] Cf. por ejemplo cuanto dice la Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia

(año 1993). II B 2. el párrafo se titula precisamente "Sentido espiritual". Y recientemente Benedicto XVI,

Verbum Domini, 37. Siguiendo el texto citado de la Pontificia Comisión Bíblica el sentido espiritual se

define como aquel «sentido expresado por los textos bíblicos cuando son leídos bajo el influjo del Espíritu

Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que de él resulta». Cf. ib. 38.

También el CEC, 118.

[22] Cf. AAS 35 (1943) 316.

[23] J. Ratzinger, LThK II, 525: «Kehren wir zu unserem Text zurück, so werden wir feststellen, dass im

Anschluss an die Betonung der Einheit von Schrift und Überlieferung eine Art Definition der beiden

Grössen versucht wird. Dabei ist wichtig, dass nur über die Schrift eine eigentliche „Ist" -Definition

gegeben wird: Von ihr wird gesagt, dass sie schriftlich festgehaltenes Sprechen Gottes ist. Die Tradition

wird dagegen nur funktional beschrieben, von dem her, was sie tut: Sie vermittelt Wort Gottes, „ist" es

aber nicht. Kommt schon auf diese Weise der Vorrang der Schrift deutlich zum Vorschein, so zeigt er sich

noch einmal bei der näheren Charakterisierung des Vorgangs der Überlieferung, deren Auftrag das

„Bewahren. Auslegen und Verbreiten" ist; sie ist nicht „produktiv" sondern konservativ, dienend, einem

Vorgegebenen zugeordnet».

[24] Sobre la cuestión en los recientes documentos magisteriales, cf. Luis F. Ladaria, Ad tuendam fidem.

Consideraciones teológicas, Madrid 2009.

[25] J. Ratzinger, LThK II, 527-528,

[26] A. Grillmeier, LThK II, 554: "Sinn der Inerranz der Schrift ist es, besondere Garantie des Verbleibens

und Wirksamwerdens der Heilswahrheit Gottes unter den Menschen zu sein".

[27] Cf. De doctrina christiana III 18,26; cit. en Dei Verbum 12.

[28] El tema ha aparecido en diversas ocasiones, ya desde León XIII. Sin duda tiene que ver con el nexus

mysteriorum de que ya hablaba el concilio Vaticano I (cf. DH 3016).

[29] La expresión, como es bien sabido, se remonta a san Ireneo, Adv. Haer. IV 26,2, aunque aquí el

concilio no lo cita. «...los cuales, por la sucesión en el episcopado, recibieron el carisma seguro de la

verdad» (trad. de A. Orbe). La idea, con explícita referencia al concilio Vaticano II, se encuentra de nuevo

en Verbum Domini, 17.

[30] En nota se remite al concilio Vaticano I, const. Dei Filius de fide catholica, c. 2, « De revelatione » (cf.

DH 3007).

[31] Y a continuación se nos dice: «De esto se deduce cómo sea importante que el pueblo de Dios sea

educado y formado en modo claro a acercarse a las Sagradas Escrituras en relación con la viva Tradición

de la Iglesia, reconociendo en ellas la palabra misma de Dios».

[32] Verbum Domini, 7, que habla del uso análogo de la expresión "palabra de Dios".

[33] Ib. 6-7.

[34] De nuevo Verbum Domini 16 insiste en la triple analogía: «La palabra de Dios viene a nosotros en el

cuerpo de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo de las Escrituras mediante la acción del Espíritu

Santo».

[35] El Concilio Vaticano II ha usado otra vez la misma expresión, Optatam totius 16. Ya sabemos que la

expresión viene de León XIII, Providentissimus, y la repitió Benedicto XV, Spiritus Paraclitus. La recoge de

nuevo Verbum Domini,31, con explícita referencia a las afirmaciones anteriores; cf. también ib. 47.

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[36] En el documento Magisterio y teología; cf. Documentos 1969-1996, Madrid 1998, 127-136. A este

documento me refiero a continuación.

[37] S. Agustín, De praed. sanct. 14,27.

[38] Cf. Magisterio y teología (p. 129).

[39] Comm. in Is. Prol, 1.

[40] Cf. Verbum Domini 7. Cf. también los nn. siguientes que hablan de las diversas dimensiones de la

Palabra de Dios.

[41] Cf. ib. 29.

[42] Cf. ib. 27; ib. 38, el paso de la letra al espíritu no es automático, hace falta que se trascienda la letra

misma, la palabra de Dios no está presente en la pura literalidad, hace falta un proceso de comprensión

que se deja guiar por el movimiento interior.

[43] Cf. ib. 41.

[44] Cf. S. Agustín, Quest. in Hept. 2,73, cit en Verbum Domini 41; Dei Verbum 16.

[45] Cf. Verbum Domini 39.

[46] W. Kasper, Dogma unter dem Wort Gottes, Mainz 1965, 105.

[47] Cf. Juan Pablo II, enc. Redemptoris missio 29: «La acción universal del Espíritu no se ha de separar de

la acción peculiar que lleva a cabo en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia... Cualquier presencia del

Espíritu ha de ser acogida con estima y gratitud, pero discernirla corresponde a la Iglesia, a la cual Cristo

ha dado su Espíritu para guiarla a la verdad toda entera».

[48] Ireneo de Lión, Adv. Haer. III 24,1 (SCh 211,474).

[49] Verbum Domini, 16. Cf. todo el resto de este número en el que se citan diversos testimonios de

Santos Padres y autores medievales sobre la función del Espíritu en la relación que el creyente debe tener

con las Escrituras.

[50] Ib. 29.

[51] Cf. O. González de Cardedal, La teología en España (1959-2009), 496.

[52] Cf. Verbum Domini 33.

[1] Cf. Didaché, 4,13; Ep. Ps. Bernabé, 19,2.11.