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Con Ramona y sin promesas, el futuro del arte Por Fernando Fraenza & Alejandra Perié Durante este último decenio ha sido preocupación de muchos el problema de cómo los jóvenes artistas y los actuales curadores o historiadores trabajan con la memoria artística y política del escenario argentino de los sesenta, interrumpida por la dictadura, pero peor aún, cooptada por la institución arte. Tales inquietudes se han sucedido desde que los más radicales episodios de fines de los sesenta, ligados a esa suerte de ocaso artístico que renuncia a los aspectos gastronómicos y convenientes del arte, ingresaron –más o menos pacificados- al relato institucional producido por la crítica y la historia. Parte de estas inquietudes lo es, sobre todo, acerca de cómo activar, rehabilitar o –por lo menos- comprender lo que por entonces significó una experiencia radical en cuanto expansión sincrónica o social de las bellas artes, que procedía –antes que con éxito, claridad o efectividad social- más bien, rechazando casi por completo, y en grado novedoso en cuanto negación del sentido, sus relaciones diacrónicas con la institución arte, vale decir, con la creencia en algún tipo de necesidad de arte, en obligaciones trascendentales del mismo, o en alguna clase de falsa promesa, inclusive la que esas formaciones propiamente antiartísticas –cuando fallaban- garantizaban ante un público revolucionario pero aún consumidor de la ideología característica del arte burgués. No se trataba ya de representaciones idealizadas del mundo como en épocas anteriores a la vanguardia, pero permanecían –algunas veces- siendo dramaturgias que, aún poniendo en escena enunciados que no eran obras maestras y sujetos textuales que no eran maestros, y jugando además ciertas estrategias enunciativas dignas de un mundo en el que ya no existe el arte, conseguían ser consumidas como tal en los diversos escenarios artísticos. Esto último no representa un problema para quienes están inquietos por la posibilidad y dificultad de reactivar el no-arte de los sesenta. Pues su problema es, por el contrario, qué hacer con los momentos

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Con Ramona y sin promesas, el futuro del arte. Por Fernando Fraenza & Alejandra Perié

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Page 1: Con Ramona y Sin Promesas

Con Ramona y sin promesas, el futuro del arte

Por Fernando Fraenza & Alejandra Perié

Durante este último decenio ha sido preocupación de muchos el problema de cómo los jóvenes artistas y los actuales curadores o historiadores trabajan con la memoria artística y política del escenario argentino de los sesenta, interrumpida por la dictadura, pero peor aún, cooptada por la institución arte. Tales inquietudes se han sucedido desde que los más radicales episodios de fines de los sesenta, ligados a esa suerte de ocaso artístico que renuncia a los aspectos gastronómicos y convenientes del arte, ingresaron –más o menos pacificados- al relato institucional producido por la crítica y la historia.

Parte de estas inquietudes lo es, sobre todo, acerca de cómo activar, rehabilitar o –por lo menos- comprender lo que por entonces significó una experiencia radical en cuanto expansión sincrónica o social de las bellas artes, que procedía –antes que con éxito, claridad o efectividad social- más bien, rechazando casi por completo, y en grado novedoso en cuanto negación del sentido, sus relaciones diacrónicas con la institución arte, vale decir, con la creencia en algún tipo de necesidad de arte, en obligaciones trascendentales del mismo, o en alguna clase de falsa promesa, inclusive la que esas formaciones propiamente antiartísticas –cuando fallaban- garantizaban ante un público revolucionario pero aún consumidor de la ideología característica del arte burgués. No se trataba ya de representaciones idealizadas del mundo como en épocas anteriores a la vanguardia, pero permanecían –algunas veces- siendo dramaturgias que, aún poniendo en escena enunciados que no eran obras maestras y sujetos textuales que no eran maestros, y jugando además ciertas estrategias enunciativas dignas de un mundo en el que ya no existe el arte, conseguían ser consumidas como tal en los diversos escenarios artísticos. Esto último no representa un problema para quienes están inquietos por la posibilidad y dificultad de reactivar el no-arte de los sesenta. Pues su problema es, por el contrario, qué hacer con los momentos más auténticos, es decir, con esos que sí consiguieron –en la propia circunstancia de enunciación- no ser arrastrados y comprimidos por la fuerza pacificadora del arte, ni beneficiados en cuanto artistas sus participantes. O mejor aún, qué hacer con (i) una historia del arte que –tan sólo ocupándose de sus obligaciones disciplinares- saca a la luz artística aquellos escombros que habían permanecido –con éxito- en la oscuridad; qué hacer con (ii) unos comisarios y unos funcionarios que anhelan comprimir aquellos documentos para convertirlos en monumentos; qué hacer (iii) con aquellos artistas que, en nombre de un activismo harto estilizado, se aprovechan, aún en las formas más inteligentes y dialécticas, no de los trastos sino del renombre y el ascendiente propiamente artístico de los sesenta.

Aquí podríamos aventurar una intuición retrospectiva. Desde comienzos del milenio, parte de los intercambios convocados por Ramona han trabajado como una reactivación poderosa de aquellas experiencias por cuyo presente y futuro nos hemos preguntado: tras la articulación de tales episodios en el relato de la historia del arte y en el repertorio tipológico que sirve de modelo no ya de las obras sino de los escenarios más correctos y prometedores del arte, tales

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cavilaciones y reflexiones ocuparon y desempeñaron los roles sucedáneos del arte más crítico de los sesenta, aún más legítima y menos orgánicamente que las transposiciones propiamente artísticas que histórica y manifiestamente se fueron arrogando para sí constituir la herencia –otra vez artística- de quienes abandonaron el arte en el sesenta y ocho.