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  • 7/21/2019 Cohen Agrest

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    DIANA COHENAGREST Por mano propia FCE - Prohibida su reproduccin total o parcial

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    Diana Cohen Agrest

    POR MANO PROPIA

    ESTUDIO SOBRE LAS PRCTICAS SUICIDAS

    La ruptura del orden

    No hay ms que un problema filosficoverdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que lavida vale o no vale la pena de ser vivida esresponder a la pregunta fundamental de lafilosofa [].Es profundamente indiferente quin gira alrededordel otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, esuna cuestin balad [] Nunca vi a nadie morirpor el argumento ontolgico.

    ALBERT CAMUS, El mito de Ssifo.

    I. Acerca del sentido de la vida humana(fragmento)

    En la tarea de vivir nos confrontamos, incesantemente, con desafosexistenciales. Una y otra vez, las circunstancias exigen de nosotros unacto de decisin: desde las cuestiones ms triviales hasta aquellasdonde se juegan nuestros ms preciados principios, desde losproblemas ms simples hasta los dilemas ms complejos, lo cierto esque -tarde o temprano, con resultados ms o menos afortunados-seguramente todos ellos podrn ser superados en el horizonte personal

    que persiste ms all de todo y cada uno de esos retos. Una secuenciasemejante no slo acontece en nuestras elecciones vitales. Incluso enel orden de la especulacin pura, como observa Albert Camus, ni lasms intrincadas cuestiones filosficas ni los ms agudos asuntos quecompeten al pensar (sea ya la cuadratura del crculo o la fsicacuntica) logran conmover los cimientos del pensar mismo, pues laexistencia personal contina conservndose a modo de horizonte msac del cual todo pensar cobra su sentido.

    Lo cierto es que vivir autnticamente significa que debemosinterrogarnos, siquiera una vez, si acaso la vida misma tiene sentido.

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    Es, en verdad, una cuestin aterradora. Pues podemos formular milpreguntas a sabiendas de que permanecemos como la subjetividad

    interrogante de todas ellas. Incluso el mundo puede desaparecer, y lapregunta persiste como testimonio de la existencia que interpela. Perosi con el interrogante aquello que se pone en juego es precisamente elsentido mismo de la vida, la prdida de dicho sentido puede arrastrarconsigo la prdida de la propia existencia. En esa situacin de riesgo,reflexionar sobre si la vida vale o no la pena de ser vivida se constituyeen una amenaza a la vida misma. Ante ese dilema, se cae en la cuentade que, como lcidamente testimonia Camus, vivir bajo este cieloasfixiante exige que se salga de l o que se permanezca en l. Se tratade saber cmo se sale de l en el primer caso, y por qu se permaneceen l, en el segundo.1 Se descubre, entonces, que cuestiones tales

    como si el mundo posee tres dimensiones o si es posible probar laexistencia de Dios no son sino juegos conceptuales que pueden ser

    jugados slo una vez que se ha resuelto ese interrogante fundamental,aquel que versa, ni ms ni menos, sobre el sentido de la vida.

    Sin embargo, una vez que nos interrogamos por la vida, por susignificado ms esencial, ella puede revelrsenos como desprovista detodo sentido, como absurda. El sentimiento de lo absurdo, prosigueCamus, nace de la inmensa distancia que separa el anhelo del serhumano de saberse amparado por un cosmos ordenado, de la realidadefectiva de un mundo que se le muestra obscenamente signado por lairracionalidad. Un mundo despojado de significaciones y en cuyo

    horizonte el ser humano, cautivo de su vivir, a veces no alcanza ajustificar su propia existencia.

    La mera posibilidad del suicidio se nos antoja entonces como unapromesa de liberacin -finalmente ilusoria, cree Camus- de laabsurdidad de la existencia. Ilusoria porque, al fin de cuentas, el suicidioes la vida derrotada, la vida que no puede soportar la ausencia delsentido.

    Continuar viviendo, por el contrario, es aceptar el desafo ytransmutarlo en un acto creador de sentido, en un gesto de rebelda quese encarne en la invencin de ese sentido ausente. Se trata, al fin decuentas, de vivir una vida elegida y, como tal, vivirla sin concesiones,

    con autenticidad. Y aceptar que nunca habr respuestas es,paradjicamente, una suerte de respuesta: la respuesta ltima deCamus, su razn final contra el suicidio parece ser la vida misma.

    Pues bien, es as? Acaso la vida, aun cuando per se carezca desentido, posee un valor intrnseco independiente de cualquiercircunstancia y de toda facticidad? Acaso la vida siempre, sinexcepciones e inexorablemente, vale la pena de ser vivida?

    1Albert Camus, El mito de Ssifo. Ensayo sobre el absurdo, Buenos Aires, Losada,1996, p. 39.

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    Cierta voluntad mortal parece involucrar a la naturaleza por doquier. Sesuele decir que, adems de los seres humanos, existen muchas cosas

    en el universo que simulan responder a cierto principio interno deautodestruccin. Jorge Luis Borges, en El Biathanatos -inspirado en laobra homnima de John Donne, quien vivi y escribi en el siglo XVII-,nos recuerda que as lo hacen las abejas que segn consta en elHexameron de Ambrosio, se dan muerte cuando han contravenido a lasleyes de su rey.2Y segn un antiguo testimonio legado por Luciano, elave fnix es un pjaro oriundo de la India que, una vez que alcanza unavejez avanzada, muere arrojndose a las llamas. Desde la mirada de laciencia, algunos estudios de campo permitieron concluir que los perrosdomsticos, rechazando el alimento o ahogndose, son capaces deprovocarse la muerte por razones diversas: porque fueron arrojados

    fuera del hogar donde se criaron o porque sienten tristeza o hastaremordimiento.3 Asimismo, segn el testimonio de los lugareos delNoroeste de la Argentina, el cndor macho o hembra, tras la muerte desu pareja, se suicida: vuela hasta lo alto, pliega sus alas y se deja caerverticalmente. El leming, un pequeo roedor que habita en regionesheladas, cada cinco o seis aos se arroja al mar en busca de sumuerte. Y los caballitos de mar llevan a cabo actos de autodestruccin.Semejantes al escorpin que, en estado de inquietud, se clava supropio aguijn. Hasta podramos mencionar el ciclo de las estrellas, quese transforman en gigantes rojas, luego en enanas blancas y devienenen agujeros negros hasta que, finalmente, colapsan.

    No obstante, tal vez los suicidios de animales no sean sino mitos ohasta proyecciones antropocntricas, interpretaciones que suelenhomologar la realidad orgnica a la dimensin de lo humano. Y elsuicidio aplicado a los modelos astronmicos parece ser ms unametfora que una descripcin cientfica de la evolucin estelar. Pero locierto es que aun cuando se admitan estas conductas autodestructivasen el mundo animal (no humano), aun cuando se crea en un msticoespritu del mundo o en cierta autoconciencia csmica de una definitivay ltima destruccin, slo el ser humano es capaz de reflexionar sobresu propia existencia y tomar la decisin de prolongarla o de ponerle unpunto final. Si hay un problema especficamente humano, es el

    problema de la muerte voluntaria, acto que se torna la condicin decualquier otro acto posible.

    2Jorge Luis Borges, El Biathanatos, en Otras inquisiciones, Madrid, Alianza- Emec,1981, pp. 94-97.3 Vase Joseph Perlson y Ben Karpman, Psychopathologic and psychopathicreactions in dogs, en Quarterly Journal of Criminal Psychopathology, IV, 1943, pp.504-521.

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    La marginacin de la muerte

    Es curioso que no fueran sombras reflexiones de ndole existencial lasque operaran, a modo de disparadores, para que la muerte voluntaria,en los ltimos tiempos y de manera creciente, se instituyera como unode los temas medulares entre las controversias morales mssignificativas.4 Asistimos al renacimiento de un inters manifiesto entorno de esta problemtica porque, de hecho, en el ejercicio cotidianode la medicina se suscitan dilemas que exceden el marco de la periciaclnica y que slo pueden ser examinados a la luz de una disciplinacomo la tica.

    Desde el punto de vista de la medicina como prctica y comoinstitucin, las nuevas tecnologas de alta complejidad modificaronnuestra relacin con la vida, pero tambin con la muerte, dado quelograron transformar enfermedades terminales en crnicas. Lasposibilidades que ofrece hoy la terapia intensiva en el fin de la vida eraninimaginables un tiempo atrs. Cuando an resta un soplo de vidabiolgica, es posible reemplazar la funcin de los riones, bombear lasangre al corazn o respirar artificialmente, sustituyendo las diversasfunciones vitales del organismo de manera tal que hoy es posibleprolongar casi indefinidamente la vida de un enfermo terminal que, sloun par de generaciones antes, habra fallecido irremisiblemente encontados das.

    No slo eso: la muerte dej de ser un proceso natural paratransformarse en un acontecimiento mdico subordinado a unabiopoltica en cuyo orden el destino de los cuerpos se dirime en laesfera institucional. Si este giro es advertido a tiempo, se impone laurgencia de escapar de una muerte tecnificada y expropiada hasta elpunto de que con ella se desvaloriza y se descuida a la persona que elmoribundo contina siendo. Porque lo cierto es que la medicalizacinde la vida es una estrategia bifronte que, por una parte, propone unalucha encarnizada contra la muerte y, al mismo tiempo, una vez que labatalla es dada por perdida, una vez que se admite que la muerte esinminente, se desprecia el proceso del morir por su mismainevitabilidad. En el transcurso del fin, cuando ya no es til segn los

    cnones sociales y a medida que se va tornando un estorbo, elmoribundo es abandonado, marginado del mundo de los vivos,separado de sus lazos afectivos, disociado de su historia vital.

    Ese aspecto bifronte de estos fenmenos correlativos -la progresiva yconstante medicalizacin de la vida y la marginacin de la muerte-seexpresa en cuatro prcticas sociales no siempre evidentes: la

    4Una primera versin de este apartado fue publicada bajo el ttulo La medicalizacinde la vida y la marginacin de la muerte, en Revista, Fundacin Facultad de Medicinade la Universidad de Buenos Aires, vol. X, nm. 38:7-1, diciembre de 2000.

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    expropiacin del proceso del morir, una radical escisin entre la vida yla muerte, la desacralizacin de la muerte y, por ltimo, su negacin.

    La expropiacin de los acontecimientos ms personales de la existenciahumana se manifiesta tanto en el nacimiento como en la muerte, ya queambos aparecen signados por la presencia del otro: en el inicio de lavida, la alteridad se expresa en el cordn umbilical que une al neonatocon ese otro primigenio que es la madre. En los momentos postreros, lapresencia de la alteridad aparece toda vez que el mdico trata de salvaruna vida, pero tambin se descubre cuando los seres queridos han dedecidir la interrupcin de un tratamiento. Salvo raras excepciones, en elhorizonte de la muerte propia se impone la presencia de los otros.

    Por otra parte, desde el punto de vista de quien experimenta el

    pasaje de la vida a la muerte, este fenmeno se caracterizaesencialmente -cuando menos en el dominio secular y racional- por serprivativo de cada sujeto y, a su vez, intransmisible, ya que nadie puedeprestar su testimonio sobre esta experiencia. Pero como la vida humanase constituye a partir de complejas redes de significaciones, la muerteajena es una referencia constante de la muerte de uno mismo y, cadavez que se hace presente, reaviva la angustia ante el propio fin yprovoca lo que se dio en llamar el traumatismo de la muerte.

    Con el fin de defenderse de esta angustia, se suele negar la idea dela muerte, confinndola en un espacio distante de aquel al quepertenece el espectador: la muerte le acontece a los dems. Pero

    cuando ese acontecimiento se torna personal, cuando ese otroespectador se transforma finalmente en actor, hay dos maneras deconfrontarse con ella: receptiva o activamente. Toda vez que la muerteaparece ya no como una amenaza sino ms bien como una posibilidadque nos convoca en carne y hueso, comportarnos activamente puedesignificar la reivindicacin de nuestro derecho a morir y, encircunstancias privilegiadas, la eleccin de qu clase de muertedeseamos para nosotros. Apropiarnos de la muerte es, en ltimainstancia, incorporarla en nuestra biografa.

    La radical escisin entre la vida y la muerte es un rasgo caractersticode la cultura contempornea. Tradicionalmente, al ser concebida como

    un designio del Creador, la muerte constitua un todo integrado con lavida. Y, segn se crea, por el solo hecho de haber sido dispuesta porDios, la muerte posea carcter sagrado. Esta investidura induca a quese profesara un venerable respeto hacia el moribundo. Entonces eranatural que, una vez acontecida la muerte, se alzaran monumentosfunerarios y se celebraran ceremonias rituales.

    Distante de esa deferencia, en nuestra cultura secular la muerte yano es concebida como una etapa ms de la vida. Y a modo de corolario,ha sido expulsada del mundo de los vivos, en tanto y en cuanto lascircunstancias que acompaan a toda muerte contradicen los valores

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    fundamentales de dicha cultura. Pues en el imaginario colectivo, lamuerte representa una trada de fracasos difcilmente admisibles. En

    primer lugar, en una sociedad que reclama una justa distribucin decargas y beneficios, se la vive como una injusticia, y en sintona conesta lgica economicista, muchas veces se margina al moribundo,sujeto improductivo en una sociedad signada, precisamente, por losvalores del xito y de la produccin. Por otra parte, en una sociedadque admite apenas los errores en el campo cientfico, la muerte esvivida como una derrota de la medicina (de all todos los problemas quese condensan en el llamado encarnizamiento teraputico y laresistencia generalizada a aceptar la presunta batalla perdida). Porltimo, en una sociedad hedonista, donde el valor de un bien se midepor el placer o displacer que provoca, la muerte es vivida como penosa

    y antiesttica. Vivimos en una cultura que admira la juventud y laperfeccin fsica, donde los valores consagrados y defendidos por elimperio de la imagen se alzan, arrogantes, frente a la realidad de lamuerte, que es ausencia de imagen, generalmente de juventud, ysiempre de belleza.5 A travs del rechazo y del consiguienteaislamiento en que se lo sume al moribundo, la esttica contempornealegitima el antagonismo entre el mundo de los vivos y el mundo de losmuertos.

    Si por aadidura el imperativo de preservar la funcionalidad familiar ysocial encamina el proceso del morir, es un requisito que ya no semuera en el hogar sino en un lecho extrao. El acto de desterrar al

    moribundo en una institucin impide que la muerte alcance a invadir elmbito de la vida privada y que altere de manera perversa la comodidadde quienes deben continuar con sus actividades cotidianas.6 En laconsecucin de este proceso de marginacin, al moribundo se lo obligaa atravesar etapas bien diferenciadas -territorios topolgicamentedelimitados en su institucionalizacin-, donde cuanto mayor es sudolencia y ms delicado su estado, ms radical es su exclusin.Pinsese, por ejemplo, en las distintas residencias por las que transitael moribundo hasta arribar a su morada final. Un ejemplo habitual es eldel enfermo senil quien, cuando no puede ser cuidado por sus

    5 Jean-Louis Baudouin y Danielle Blondeau, La tica ante la muerte y el derecho amorir, Barcelona, Herder, 1995, pp. 38 y 39.

    6No es casual la prctica cada vez ms corriente de maquillar a los muertos en losvelatorios: en lugar de un semblante sin vigor, la mscara que se aplica -polvos ybases de maquillaje-crea la ilusin de que el muerto todava permanece con vida.Uno lo recuerda como fue, es el argumento que se suele escuchar, como si elmaquillaje fuera la expresin de un acto de amor por el difunto, quien as se veesplndido -si se me permite la expresin- ante los implacables ojos de los otros. Talcomo lo sealan Jean-Louis Baudouin y Danielle Blondeau: Evitamos as ver elhorrible rostro de la muerte. Es que se trata, segn ellos afirman, de la ltimaposibilidad de recuperar al muerto para el mundo de los vivos (op. cit., p. 47).

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    familiares, es internado en un geritrico, antecmara de la muerte yversin moderna del leprosario. El geritrico preanuncia si no la muerte

    fsica, cuando menos la muerte social. El anciano es alejado de susafectos y de su personalidad civil; de all que en ese nuevo espaciohasta su documento de identidad se torne superfluo. Ms adelante,cuando el deterioro avanza, es internado en una institucin de salud,muchas veces en una sala general, donde todava es visitado por susfamiliares y se relaciona con sus vecinos de cama. Una vez que susalud declina, es trasladado al servicio de terapia intermedia hasta que,finalmente, agravados sus sntomas, acaba sus das en una sala deterapia intensiva, donde no muere en su lecho sino, casi siempre,conectado a aparatos, aislado completamente del mundo de la vida yde los lugares, personas, vnculos y objetos que hacen a su propia

    historia.En el transcurso de este proceso progresivo de institucionalizacin, el

    moribundo es erradicado de las coordenadas espacio-temporales de lacotidianeidad. Confinado a ese no-lugar de exclusin, a menudo elmoribundo interpreta su derecho a morir como un deber de morir. Y enel mejor de los casos, intenta tomar las riendas de lo que le resta devida en sus propias manos, transgrediendo la lgica contempornea,que hace que los rituales de la muerte conduzcan casi sin excepcin auna tercerizacin del propio fin.

    Hoy asistimos, adems, a una progresiva desacralizacin de lamuerte. Durante siglos los rituales se instituyeron como un conjunto

    imprescindible de reglas que fijaban el desarrollo de las ceremoniasreligiosas y, a su vez, colaboraban para vivir personal ycomprometidamente la transicin entre un estadio vital y otro. En estesentido, uno de los rasgos observados por numerosos antroplogos endiversas culturas es la doble funcin de los ritos fnebres, quedomestican la muerte y, al mismo tiempo, allanan el duelo de lossobrevivientes.

    Antiguamente, la persona que presenta su propia muerte sepreparaba para recibirla. De qu modo? A travs de un ritual postrero.No slo llevaba a cabo un balance interior, sino que convocaba a susseres queridos y los reuna a su alrededor. Esos momentos ntimos le

    eran reservados para transmitir a los dems sus ltimas voluntades,anticipar la distribucin de su herencia, perdonar ofensas, aconsejar yadvertir. Una vez acaecida la muerte, al difunto se lo lavaba en supropio lecho y se lo velaba en su propio hogar, morada que a partir deese momento albergaba nicamente sus recuerdos. En un gesto designificacin profunda, este ritual de purificacin lo volva protagonistade su muerte y mostraba que la vida y la muerte no se conceban comodos polos antagnicos, dado que la ltima era el desenlace natural de laprimera, a la que se hallaba culturalmente integrada.

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    En una era desacralizada, la muerte es percibida a menudo comouna suerte de ofensa contra los vivos, como una mcula que, una vez

    que no puede ser mimetizada con la vida, conviene ocultar. As seexplica que el difunto ya ni siquiera sea despedido en su hogar: rpida yburocrticamente se contratan servicios especiales ofrecidos porvelatorios donde todo se vende profesionalizado, donde circunspectosempleados de traje oscuro confieren al evento el toque acorde dediscrecin y elegancia. Gracias a estos nuevos rituales, el cadver nocontamina el mundo de los vivos. El entierro, por lo menos en aquellossegmentos sociales que pueden afrontarlo financieramente, se lleva acabo en aspticos jardines con msica funcional. Y hasta una nuevaopcin parece imponerse cada da ms: la cremacin de los restos. Laincineracin, aceptada por la Iglesia Catlica en 1963, da lugar a una

    prctica mortuoria con notorias ventajas y ms acorde con los nuevostiempos, pues es ms econmica que la sepultura, las ceremonias sonms breves, los restos mortales ocupan menos espacio y hasta sontrasladables. Finalmente, el duelo es casi un rito superfluo, unaceremonia arcaica que no condice con los valores de la produccinglobalizada. No entra ni en la tica del trabajo ni en la esttica delllamado tiempo libre.

    Sin embargo, el rito que acompaaba a la muerte en los tiemposprecedentes no era un formalismo vaco, ya que cumpla una funcinteraputica y formaba parte de una cultura fenecida donde el dolor eraexhibido y, en cuanto tal, compartido y respetado. Hoy por hoy, con la

    sustitucin de los antiguos rituales, la muerte se ha escindido casicompletamente del mundo de los vivos.

    La negacin de la muerte, finalmente, permite conjurar el miedo queprovoca, crearse la ilusin de que ella no es. Ese miedo exorciza noslo la muerte del otro, sino la ms temida, la propia. En La muerte deIvn Ilich, Len Tolstoi retrata la escena de un moribundo condenado arepresentar la comedia de su propio fin: el mdico lo alienta a unapronta mejora, sus familiares slo le dirigen palabras de esperanza ensu pronta recuperacin, y al enfermo no le resta sino simular quedesconoce completamente la proximidad de su muerte. Portando cadaactor su propia mscara, se construye un simulacro que no slo separa

    al moribundo de los vivos, sino que adems lo obliga a interpretar unamacabra comedia, en lugar de vivir la genuina tragedia que significapara l su propia muerte. Al confinar al moribundo, se crea una nuevaexclusin.

    El filsofo Michel Foucault y, tras sus huellas, Thomas Szasz,estudiaron el fenmeno de la marginacin y expulsin de la sociedad,concluyendo que cada poca, con el fin de preservar sus valoreshegemnicos, necesita expulsar a todos aquellos que no responden a laideologa dominante. Ya se trate de las brujas en la Edad Media, de losherejes en la Inquisicin, de los confinados en los leprosarios del

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    Humanismo, de los locos de los manicomios en la Edad Moderna, o delos moribundos en la aldea global, todos ellos son vctimas que, al

    apartarse de la media del grupo mayoritario, deben ser desterrados dela comunidad. Esta estrategia biopoltica de exclusin del diferente que,ineludiblemente, llegado el momento todos seremos, irnicamenteaspira a ser una medida higinica que promueve la cohesin social.

    Si vivimos confinados en una cultura que reniega de los moribundos,es comprensible -y tal vez hasta constituya el acto ltimo de unasabidura prudencial-que quien se acerca a su fin se niegue a sercondenado a ese estatuto por un tiempo indeterminado eindeterminable. Cautivo de la tecnomedicina, el moribundo teme, con

    justificado horror, ser preso de un tiempo sin tiempo.

    Lo que viene a condensar este itinerario son las principales causas quecondujeron a un gesto tan ltimo como desesperanzado: que elmoribundo -sea mediante un acto suicida o, cuando se encuentraimpedido para consumarlo por s mismo, valindose de un tercero paramorir-, en cualquier caso, intente apropiarse de ese acto personalsimoe intransferible que es la muerte, ocultada tras ropajes socialesdiversos. La cuestin parece ser, pues, qu sucede toda vez quequien se descubre conectado a esos aparatos producidos por unatecnologa de alta complejidad es una persona que puede decidir por smisma, con conciencia y capacidad de deliberacin para resolver si suvida merece ser prolongada artificialmente o si, por el contrario, lleg el

    momento de desistir de aquello que, lo presiente, no es sino unsinsentido? Imagnese el caso de un paciente internado en una sala deterapia intensiva, condenado a padecer un estado irreversible, que slodesea poner fin, de una vez por todas, a ese suplicio tecnolgico.Temeroso de que su vida pueda prolongarse, en contra de sus deseos,indefinidamente, slo espera que lo dejen morir en paz. O pinsese, porqu no, en un individuo parapljico que, encontrndose fsicamenteimpedido para quitarse la vida, sabe que su destino final es ladespersonalizacin inherente a una existencia absolutamentedependiente de los otros, en un futuro irrevocable y casi predecible.

    Pues bien, acaso es legtimo depositar toda la responsabilidad en el

    llamado paradigma tecnolgico, cuando ste slo nos sirve de excusaque, a modo de chivo expiatorio, nos permite justificar nuestra conductaante la muerte? Si al fin y al cabo el ser humano es la fuente de sentido,acaso no fuimos nosotros mismos quienes despojamos a la muerte,precisamente, de todo significado? Si es as, si ese vaciamientoexistencial responde a una genealoga del orden de lo social y cultural,quin debe revertir esta distorsin que nos sumi en la negacin deese acontecimiento personal e intransferible?

    En un principio se crea que estas posibilidades tecnolgicas alservicio de las presuntas batallas contra la muerte coronaban los

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    esfuerzos invertidos en el progreso cientfico. Pronto se advertira que eltriunfo de la ciencia no siempre era el triunfo del hombre. Y que, como

    todo triunfo, tena un costo y, en el caso de la alta tecnologa comoinstrumento de la medicina, el hombre era la pieza sacrificial.Confrontados con la arrolladora invasin de las nuevas biotecnologas,ya advertimos con lucidez creciente que si confiamos en el silencio,algn da nos encontraremos desamparados. Comprendimos que ya noalcanza con reflexionar en torno de cmo vivir, sino que se debemeditar sobre cmo morir. Una vez resquebrajado el mito de la muertediferida a cualquier precio, ms que un don, la prolongacin artificial dela vida aparece finalmente como una amenaza latente.

    Pocos aos atrs, escribir sobre el modo de morir era casi unsinsentido, ms an lo era el discutirlo. El aporte distintivo de la revisin

    crtica de los derechos de los individuos a dirigir sus vidas, incluyendolas circunstancias de su muerte, fue la problematizacin de la muertevoluntaria -fundamentalmente, la eutanasia y el suicidio asistido- comoparte de una lista comprehensiva de dichos derechos. Pues estereconocimiento de los derechos individuales tiene lugar en una pocasignada por ciertos logros de la medicina gracias a los cuales, si biensta puede prolongar la vida de los individuos, con frecuencia lo hacesin que las polticas sanitarias puedan asegurar un nivel aceptable decalidad de vida para quienes deben vivir esa vida. La prohibicin de lamuerte voluntaria, en ese caso, tiene el costo de condenar alsufrimiento a quienes consideran esa vida residual como inaceptable.

    En un mundo ideal, seramos nosotros la fuente de sentido no slode la vida, sino tambin de la muerte. Emplearamos las posibilidadesque nos brinda la tecnociencia para que la muerte, en lugar de negada,fuera vivida como la suprema posibilidad del hombre, como aquello quecorona una vida que, segn es dable esperar, haya sido la mejor vidaposible. En ese mundo ideal, la decisin ltima de seguir o no viviendoinstaurara un acto ltimo, personalsimo, emergente de nuestraspropias vidas.