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Revista Argentina de Sociología ISSN: 1667-9261 [email protected] Consejo de Profesionales en Sociología Argentina Gil, Gastón Julián Ciencias Sociales, Imperialismo y Filantropía. Dilemas y Conflictos en torno a la Fundación Ford en la Argentina de los '60 Revista Argentina de Sociología, vol. 8-9, núm. 15-16, 2011, pp. 153-181 Consejo de Profesionales en Sociología Buenos Aires, Argentina Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=26922386008 Cómo citar el artículo Número completo Más información del artículo Página de la revista en redalyc.org Sistema de Información Científica Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto

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Revista Argentina de Sociología

ISSN: 1667-9261

[email protected]

Consejo de Profesionales en Sociología

Argentina

Gil, Gastón Julián

Ciencias Sociales, Imperialismo y Filantropía. Dilemas y Conflictos en torno a la Fundación Ford en la

Argentina de los '60

Revista Argentina de Sociología, vol. 8-9, núm. 15-16, 2011, pp. 153-181

Consejo de Profesionales en Sociología

Buenos Aires, Argentina

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=26922386008

Cómo citar el artículo

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Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal

Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto

Revista Argentina de Sociología - Año 8 Nº15 / Año 9 Nº16 - issn 1667-9261 (2011) 153

Ciencias Sociales, Imperialismo y Filantropía.

Dilemas y Conflictos en torno a la Fundación Ford

en la Argentina de los '60

Gastón Julián Gil

Abstract:

Durante la década del sesenta, las universidades argentinas se vieron envueltas en una variada

serie de debates, uno de los cuales estuvo referido a las fuentes de financiamiento de la investi-

gación científica y el destino de los datos obtenidos. El accionar de los organismos filantrópicos

norteamericanos, como la Fundación Ford, y los subsidios entregados a diversos proyectos aca-

démicos en las universidades nacionales tiñeron gran parte de las discusiones en la universidad

y en un campo intelectual que se encontraba en un proceso creciente de radicalización política.

En el marco de las pasiones ideológicas de la época y en el contexto global de la Guerra Fría, las

fundaciones extranjeras y los proyectos secretos montados por organismos oficiales norteame-

ricanos (como el Camelot) alimentaron el imaginario crítico de los científicos e intelectuales

latinoamericanos que alertaba contra la penetración del imperialismo norteamericano y la con-

siguiente dependencia económica y cultural. A partir del análisis de los proyectos financiados por

la Fundación Ford en la Argentina, el relevamiento de los principales debates generados en torno

esas intervenciones y las entrevistas a diversos actores de época, este artículo pretende ser una

contribución al estudio de la vida política y cultural de los años sesenta en la Argentina.

Palabras clave: Ciencias Sociales - Ideología - Filantropía - Imperialismo - Cientificismo.

Social sciences, imperialism and philanthropy. Dilemmas and conflictive situations in relation

with Ford Foundation in Argentina during the sixties. During the sixties, Argentinean universities

were involved in a variety of debates; one of them was about the sponsors of research projects

and the destiny of the data collected by the investigators. In a context of political radicalization,

university scholars and intellectual figures discussed the actions of North American philanthropic

organisms, such a Ford Foundation, and the allowances given to some research projects. The ideo-

logical passions of that period, the Cold War, the actions of foreign foundations, and secret pro-

jects developed by official North American agencies (such as Camelot), encouraged the critical

view of Latin American intellectuals, which claimed to alert about “the risks of North American

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imperialism” and the consequent “economical and cultural submission”. From the basis of the

analysis of the official documents which register the projects financed by Ford Foundation, the

main debates originated by those interventions, and interviews to different actors of that period,

the article aims at contributing to the knowledge of political and cultural life in Argentina during

the decade of 1960.

Key Words: Social Sciences - Ideology - Philanthropy - Imperialism - Scientificism

Universidad, subsidios y campos disciplinares

La universidad argentina de los años sesenta fue el escenario de una serie de conflictos que, en gran parte, estaban vinculados directamente con la política nacional (como el peronismo, la radicalización política de la juventud). Sin em-bargo, otros debates fueron mucho más específicos del campo académico, aun-que nunca se desligaron de problemáticas de mucha mayor inclusión. Uno de esos casos, que se analiza en este artículo, es el del financiamiento externo que llegó a las altas casas de estudio a través del aporte de fundaciones filantrópicas norteamericanas. Estos subsidios que entregaron organismos como la Funda-ción Ford (FF en adelante) germinaron profundos debates y sembraron fuertes antagonismos en torno a problemáticas tales como el imperialismo cultural, la dependencia económica, las políticas de investigación o incluso -lisa y llana-mente- el espionaje encubierto de los servicios secretos norteamericanos. Lo que se propone en este artículo, es poner en escena los debates que se gestaron vinculados con la presencia de estas fundaciones filantrópicas y, de manera espe-cial, su relación con las luchas en el campo de las ciencias sociales argentinas de los sesenta. En otras palabras, se describen los principales núcleos argumentales que acompañaron la concreción de estos aportes financieros. Es decir, se trata de mostrar qué procesos de legitimación o de condena se pusieron en juego en el contexto de las universidades y centros de investigación de un país que estaba atravesando un acelerado y profundo proceso de modernización cultural. En el marco político global de la Argentina posperonista, caracterizada por la proscripción del principal partido político y su líder en el exilio y una profunda inestabilidad institucional (golpes de estado mediante), el campo académico quedó atrapado además en las pasiones ideológicas (Terán, 2006) de la época y en el contexto global de la Guerra Fría.

Para este artículo, se han considerado las intervenciones más paradigmáticas que se ocuparon explícitamente de estos temas, mayormente en espacios aca-

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démicos (libros, revistas científicas), complementados con entrevistas a diversos actores de época. Además, se han analizado documentos oficiales de la FF duran-te la década del sesenta, en donde constan todas sus contribuciones monetarias que se concretaron anualmente en todo el mundo. Esos datos permiten ilustrar de manera más precisa los debates que se generaron en torno a la nueva pre-sencia de los organismos filantrópicos en las universidades argentinas y en otras instituciones dedicadas a la investigación científica, como puede ser el caso de los centros privados. Todo ello se conjuga con el objetivo más amplio de contri-buir con el estudio de la vida política y cultural de los años sesenta y setenta en la Argentina. Pero de un modo mucho más específico, el artículo está enfocado prioritariamente en los contenidos de los debates que se originaron en torno a un proyecto subsidiado por la FF –el Proyecto Marginalidad-, que puso en es-cena los principales ejes de discusión referidos a la presencia de las fundaciones filantrópicas en el Tercer Mundo.

Las fundaciones extranjeras y la política exterior norteamericana

El accionar de las organizaciones filantrópicas en América Latina durante los años sesenta y setenta fue mayormente encuadrado –en el imaginario crítico de los intelectuales– dentro de los proyectos del imperialismo norteamericano, embarcado en una lucha sin cuartel contra la “amenaza comunista” durante Guerra Fría. Luego de la Segunda Guerra Mundial, el enfrentamiento entre los bloques políticos liderados por los Estados Unidos y la Unión Soviética derivó en una planificada política exterior por parte de ambos países que, en mayor o menor medida y con mayor o menor penetración, pretendían lograr una po-derosa influencia (en lo político, en lo cultural) sobre extensas áreas del mundo. Latinoamérica fue un escenario privilegiado de esos combates ideológicos, so-bre todo a partir de la Revolución Cubana triunfante en 1959 y su posterior adhesión al bloque soviético. Uno de los tantos proyectos que los gobiernos norteamericanos montaron para influir de manera directa en el continente lati-noamericano fue la Alianza para el Progreso, un programa de ayuda económica y social implementado desde 1961 durante la administración Kennedy. En esa ocasión se planificó una programa de inversión de 20 mil millones de dólares, canalizados por los organismos de crédito multilaterales (como el Banco In-teramericano de Desarrollo, BID) o instituciones privadas como la Fundación Panamericana para el Desarrollo. El proyecto fue aprobado además en la Orga-nización de Estados Americanos (OEA) y entre sus objetivos explícitos se desta-

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caba la búsqueda de un mayor desarrollo económico y social en toda Latinoamérica, que contuviera la creciente radicalización política de las sociedades en el con-tinente, que ya estaban siendo influenciadas por la Revolución Cubana. Entre las medidas propuestas, se pensaba primordialmente en el mejoramiento de la productividad agrícola, el establecimiento del comercio libre en la región, la modernización de las telecomunicaciones, planes activos de construcción de vi-vienda, mejoramiento de las condiciones sanitarias, planes educativos integrales (especialmente se buscaba erradicar el analfabetismo) y la puesta en práctica de nuevas medidas económicas (control de la inflación, cooperación monetaria).

Como señalan Neiburg y Plotkin (2004) los Estados Unidos buscaban du-rante la Guerra Fría “formar elites latinoamericanas que les fueran si no total-mente leales, al menos receptivas. Éstas tenían que ser eminentemente técnicas, para poder hacerse cargo de los problemas inherentes al «desarrollo econó-mico»” (Neiburg y Plotkin, 2004: 234). Además, este desarrollismo “se presentó como la alternativa reformista y progresista a la revolución frente a los proble-mas que aquejaban a América Latina” (Ibíd.: 237). En la misma sintonía, Eric Wolf sostiene que la teoría sociológica de la modernización que este clima de ideas traía implícita “se convirtió en instrumento para alabar a las sociedades que se consideraban modernas y para mirar con malos ojos a las que todavía no llegaban a esa etapa” (2006: 26). Así, esa concepción cristalizó el concepto de moderno asociado directamente a los Estados Unidos y a los ideales de “demo-cracia, pluralismo y racionalidad” (Ibíd.: 26). Y al colocar casi como sinónimos la tradición, el estancamiento y el subdesarrollo “negó a las sociedades catalogadas como tradicionales el derecho a tener su historia propia” (Ibíd.: 27).

De cualquiera manera, ninguna acción encarada por organismos oficiales norteamericanos resultó tan polémica, quizás, como el Proyecto Camelot, que fue denunciado en Chile por el sociólogo noruego Johan Galtung, y que de-rivó es un escándalo internacional (Horowitz, 1967; Galtung, 1968; Herman, 1998 y 1995; Navarro & Quesada, 2010). El Camelot consistió en un plan de investigación “científica” financiado por el Ministerio de Defensa y la marina norteamericana, destinado a la contrainsurgencia en América Latina. Elabora-do en 1964 por la Special Operation Research Office (SORO), el estudio fue concebido para detectar los procesos vinculados con la formación de guerrillas en la mayor parte de los países latinoamericanos. En ese sentido, el episodio Camelot instaló una “lógica acusatoria” (Guber, 2006) que permeó el campo de las ciencias sociales argentinas. Tras la denuncia de Galtung, el proyecto se desac-tivó, pese a que habían sido reclutados una buena cantidad de cientistas sociales

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de los Estados Unidos y de América Latina para llevar a cabo esa investigación. Según Solovey (2001), las polémicas suscitadas por el Camelot jugaron un rol decisivo en la importancia que se le adjudicó a las ciencias sociales. También, según el mismo autor, esa controversia modificó los parámetros de discusión al focalizarlos en la importancia de la política de la Guerra Fría y el patrocinio mi-litar en el desarrollo de las ciencias sociales norteamericanas.1 Y en el otro eje puntualizado se destaca que, tras la tormenta desatada del Camelot, se fortaleció –a la luz del juicio crítico acerca del nexo entre la política y el patrocinio de las ciencias sociales- la oposición a la visión ortodoxa de la ciencia como una empresa aséptica, neutral e inmune a las presiones extracientíficas.

Dentro de ese marco de la Guerra Fría, concepciones tales como las fronteras ideológicas que apuntalaron algunos mandatarios latinoamericanos (como el caso del general Juan Carlos Onganía en la Argentina, que presidió el país entre 1966 y 1970), contribuyeron a aumentar -en el imaginario de los cientistas sociales de la época- la sombra de los organismos de inteligencia imperiales operando activamente en el Tercer Mundo. Además, existieron otros proyectos similares al Camelot, como el Agile, concebido como un programa de contrainsurgencia en Tailandia y otros países del Tercer Mundo. Fue denunciado en 1967 y se identificó a la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada (ARPA) como su promotora dentro de la estructura del gobierno norteamericano. Fueron los estudiantes de las universidades de Michigan y Cornell las que llevaron al Proyecto Agile a la consideración pública, alertando sobre esos estudios que se estaban montando en la Universidad de Pennsylvania para estudiar “científica-mente” los posibles usos de armas químicas y biológicas en guerras de contra-insurgencia.

En medio de estos antecedentes, la aparición de las fundaciones filantrópi-cas norteamericanas en el contexto latinoamericano no pudo ser desligada de las políticas –públicas y secretas- del imperio. En el caso concreto de la FF,2 comenzó a otorgar subvenciones en América Latina a partir de 1960, teniendo a la Argentina como uno de sus principales destinatarios en el continente. En poco tiempo, esta institución se transformó, al menos por lo que indican los

1 Solovey (2001) subraya la relevancia de esta injerencia militar en el crecimiento –a niveles jamás vistos- de las investigaciones en ciencias sociales. Este nuevo enfoque aplicado de las ciencias sociales las redefinió hacia una noción de ciencias del comportamiento (“behavioral sciences”).

2 La FF fue creada el 15 de enero de 1936 mediante una donación inicial de de Edsel Ford de 25 mil dólares y funcionó en sus primeros años en Michigan bajo el control de la familia Ford. Se define a sí misma como “una orga-nización no gubernamental independiente y sin fines de lucro” cuya gestión es autónoma de la Ford Motor Company.

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testimonios y por los textos referidos a la época, en el principal blanco de los ataques y sospechas que por añadidura alcanzaron a instituciones, proyectos académicos e investigadores que aceptaron públicamente sus fondos. Arnove & Pinede sostienen que desde la década del cincuenta la FF surgió como una de las más importantes agencias filantrópicas de los Estados Unidos, adquiriendo una preeminencia que se mantuvo hasta entrados los años ochenta. En los sesenta se comprometió en causas progresistas, tales como derechos civiles de las minorías negras, campañas por los pobres, descentralización educativa. Si bien estas políticas de subvenciones cosecharon firmes rechazos desde posicio-nes conservadoras -se las consideró parte un activismo político irresponsable-, también intelectuales de izquierda las consideraron parte de un “sofisticado conservadurismo” (Fisher, 1980), por apoyar cambios que se mantienen en los límites de un sistema internacional de poder y privilegios. En esa línea, Roelofs (2007) considera que las fundaciones filantrópicas construyen hege-monía, buscando favorecer los consensos sobre las democracias capitalistas. Sus formas de influencia se canalizan a través de la ideología que propugnan y sus vínculos con los intelectuales a los que les proveen status, además del control que ejercen sobre los recursos económicos en universidades, centros artísticos y organizaciones sociales.

Según Wax (2008), la labor de las fundaciones filantrópicas cumplió un papel vital en el florecimiento de las ciencias sociales, y en especial de la antropo-logía, sobre todo a partir del financiamiento de investigaciones de campo en el extranjero, en consonancia con la política oficial del gobierno de favorecer los estudios de áreas culturales, como América Latina. El mismo autor (Ibíd.) enfatiza la capacidad que estos organismos poseen para intervenir en los cam-pos científicos, cristalizando políticas editoriales, promoviendo redes científicas, programas de formación y, por supuesto, legitimando enfoques conceptuales específicos. Price (2002; 2003) ha ido todavía más lejos al encuadrar el accio-nar de las fundaciones filantrópicas en la política exterior norteamericana y sus servicios de inteligencia. Para el caso concreto de la antropología, sostiene incluso que los círculos antropológicos de Columbia y Harvard, más o menos afines a la Escuela de Cultura y Personalidad, trabajaron sistemáticamente con financiamiento de agencias militares de inteligencia. Incluso ha documentado (Price, 2008) detalladamente el grado en que los antropólogos participaron cor-porativamente en los organismos oficiales norteamericanos durante los tiempos de la segunda guerra mundial, cuando existía un consenso generalizado acerca del mandato de combatir al fascismo.

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En contraposición a las interpretaciones más o menos “conspirativas”, otros autores (Platt, 1996; Bulmer, 1984) han relativizado la capacidad de las funda-ciones (por ejemplo, los miembros más prominentes de la familia Rockefeller) para manipular globalmente y de forma tan mecánica –de acuerdo con sus propios intereses- las políticas de investigación científica, dentro y fuera de los Estados Unidos. En esa misma sintonía, han destacado la relativa autonomía del personal superior de esos organismos y su capacidad de imponer las lógicas de la academia en el funcionamiento de las fundaciones filantrópicas. Platt (1996) ha sugerido incluso que son las fundaciones las que han sido “infiltradas” por la academia y no lo contrario. Por supuesto, esta línea de interpretación admite la importancia de las fuentes de financiamiento pero no le adjudica un rol tan decisivo, tanto en el diseño de las políticas de investigación como en cuanto a los resultados que se producen.3

En la búsqueda de mostrar la complejidad de las relaciones entre las po-líticas de las fundaciones filantrópicas (en este caso puntual la Rockefeller) y los impactos en lugares de destino (América Latina), una serie de trabajos compilados por Cueto (1994) se han posicionado en las divergencias cultu-rales entre ambos contextos de aplicación. Así, se han puesto en evidencia los procesos locales de recepción, negociación y diferenciación entre los di-ferentes grupos profesionales involucrados en la aplicación de los subsidios. En esa línea, los directivos locales aparecen cumpliendo papeles claves en la adaptación de los distintos programas. Al colocar el mayor énfasis en los “beneficiarios” (instituciones, personas), las distintas investigaciones eviden-cian la centralidad de la divergencia de los contextos culturales, tanto en lo que hace a la aplicación como en los criterios de valoración del “éxito” o “fracaso” de los programas. Por ende, el desconocimiento de la especificidad de los contextos locales en la formulación de los planes de asistencia (por ejemplo, desarrollo tecnológico en la agricultura) adquiere una importancia manifiesta. Además, esos mismos planes pueden ser apropiados de modos particulares por los actores locales (personas, instituciones y hasta un mismo estado nacional), que siempre aparecen como protagonistas activos en estos proyectos “modernizadores”. De un modo también similar, aunque en este caso referido al accionar de las fundaciones filantrópicas en la Argentina y su relación con las ciencias sociales, González Chiaramonte (2008) se refiere a un proceso en el que los funcionarios norteamericanos de esos organismos se

3 Un análisis de la controversia entre Fisher y Bulmer puede encontrarse en Ahmad (1991).

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involucraban –habitualmente no de forma voluntaria- en las dinámicas de los campos locales. De ese modo, las relaciones de negociación, resistencia, apro-piación y adaptación impedirían hacer referencia a canales unidireccionales de imposición de los lineamientos dominantes provenientes de los Estados Unidos (Ibíd.).

La Fundación Ford y los subsidios en la Argentina

La FF comenzó a realizar sistemáticamente aportes financieros en Latino-américa a partir de 1960, teniendo como países prioritarios en la ejecución de programas en los primeros años a la Argentina, Brasil y Chile. El tipo de subsidios entregados para el subcontinente giró sistemáticamente en torno al apoyo de la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la formación de recursos humanos en el exterior. En ese año, como uno de los ejemplos paradigmáticos, el Departamento de Sociología de la Universidad de Bue-nos Aires (UBA) obtuvo 210 mil dólares para “expansión de la enseñanza e investigación”4 y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Téc-nicas (CONICET) consiguió 300 mil dólares para becas externas, que se ejecu-taron en montos de 100 mil dólares en 1960, 1961 y 1963. También dentro de la UBA, la otra institución que simbolizó la modernización universitaria se sumó a la nómina de la FF en 1961 con 429 mil dólares para la adquisición de equipamiento: la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales.5 En 1964, el CONICET volvió a recibir un subsidio con la misma finalidad, en esta ocasión de 550 mil dólares que se gastaron en los cuatro años siguientes. No es difícil de entender el criterio las instituciones escogidas. Tanto el CONICET como la carrera de sociología y la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, cons-tituyeron los íconos relevantes del proceso de modernización de la enseñanza universitaria y la investigación científica del posperonismo y constituyeron estrategias centrales de la concepción desarrollista en boga por aquellos años y avalada explícitamente por la FF. Como señala Roelofs (2007), los “deve-

4 Ese subsidio fue ejecutado durante cuatro años (16 mil dólares en 1961, 40 mil en 1962, 113 mil en 1963, 37,500 en 1964 y 3.500 en 1965) y se utilizó para contratar expertos y profesores extranjeros (100 mil dólares), becas y perfeccionamiento en el exterior (55 mil), biblioteca (30 mil) y equipo material (15 mil). El departamento de so-ciología obtuvo también por esos años otro aporte de 35 mil dólares de la Fundación Rockefeller (Filippa, 1997).

5 Esta facultad obtuvo otro subsidio en 1962 (300 mil dólares). Todo ese dinero para equipamiento técnico, biblio-teca y contratación de profesores extranjeros, se ejecutó rápidamente en los primeros años pero a partir de 1964 se desaceleró llamativamente (entre 1965 y 1967 no se gastó un solo dólar) para terminar completando la suma total asignada recién en 1971.

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lopment studies” constituían el marco conceptual aceptado por la FF, incluso explícitamente en sus documentos.6

Aunque la FF no era la única en su tipo operando en la Argentina, sí ha sido la de mayor presencia pública en el campo de las ciencias sociales en América Latina en el período analizado.7 De hecho, el accionar sistemático de estos or-ganismos filantrópicos en Latinoamérica ya había llevado en la década de 1960 a que diversos autores formularan cuestionamientos sobre sus implicancias en el campo científico. Uno de los más relevantes y asiduos críticos en esos debates sobre problemáticas de ciencia y sociedad fue, sin duda, el matemático Oscar Varsavsky, quien cuestionó a finales de esa década el “espíritu empresarial” que fueron adoptando progresivamente las universidades. El polémico científico ar-gentino señalaba que:

“sin entrar a juzgar sus intenciones ni detenernos en episodios de espionaje como

el Proyecto Camelot y otros, que son frecuentes pero atípicos, queremos destacar

el carácter empresarial de estas instituciones. Ellas manejan y distribuyen enormes

cantidades de dinero, de las cuales tiene que dar cuenta a los donantes privados o al

gobierno. Tienen que mostrar resultados, para probar que están administrando bien

esos fondos. Tiene que presentar un Informe Anual. Esto crea una burocracia de la

cual no vamos a ocuparnos, aunque bien lo merecería” (Varsavsky, 1994: 113).

En sus cuestionamientos a las “élites científicas”, a las que juzgaba funcio-nales a este tipo de concepción de la ciencia, también apuntaba a los criterios de eficiencia que se estaban imponiendo en el campo científico latinoamerica-no, en el que no resulta extraño que el hombre de ciencia se desvele buscando “subsidios, contratos y prestigio, y se deje dominar por la necesidad de vender sus productos en un mercado cuyas normas es peligroso cuestionar” (Ibíd.: 119). La aparición de estos organismos filantrópicos se enmarca además en un con-texto latinoamericano en el que la ciencia comenzó a orientarse cada vez más hacia la resolución de los problemas más acuciantes y concretos de la región. Frente a ello, los criterios internacionales de la investigación científica que estos

6 Una referencia ineludible debe detenerse en la línea de trabajos de la Comisión para el Desarrollo de América Latina (CEPAL), que apuntaban en líneas generales a detectar las razones que impedían, a manera de obstáculos y limitaciones, el desarrollo en el continente. Las ideas encarnadas en la CEPAL, con el economista argentino Raúl Prebisch como su principal exponente, configuraron lo que se denominó pensamiento estructuralista en economía, en donde “el enfoque centro-periferia pasó a ser la piedra angular de la doctrina” (Gabay, 2008: 106) y tuvo una difusión relevante en el campo académico latinoamericano, aunque por supuesto no fue aceptado por unanimidad. La CEPAL además apoyó orgánicamente la Alianza para el Progreso y colaboró activamente en la creación de organismos como el BID, el Banco Interamericano de Desarrollo (Ibíd.).

7 Otra de las “Big Three” que operó activamente en la Argentina por aquellos años fue la Fundación Rockefeller (la restante es la Carnegie.

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organismos propugnaban “implicaba el riesgo de deslizarse rápidamente por la rampa de la definición de los temas de investigación según los intereses de la agenda científica de los centros mundiales donde se formaban esos científicos. En la cultura científica dominante, una cosa han sido los problemas sociales y otra muy distinta los problemas científicos, argumentos válido tanto para las ciencias sociales como para las duras” (Vessuri, 2007: 36).

El Departamento de Sociología de la Universidad de Buenos Aires fue uno de los escenarios privilegiados de los debates intelectuales de la época, en es-pecial aquellos ligados a la posiciones desarrollistas y las concepciones sobre la ciencia, entre ellas las referidas al financiamiento del exterior. Así fue que tras crearse la carrera de sociología en 1958 en la Facultad de Filosofía y Letras y experimentar un proceso de franca expansión en los primeros años, los con-sensos originales se irían quebrando y aflorarían una serie de cuestionamientos de índole político y académico. En el marco de las universidades argentinas, fue bajo la hegemonía del reformismo entre fines de los cincuenta y principios de los sesenta que la figura del intelectual humanista que intervenía en política quedó legitimada. Esta solidificación de los vínculos entre la cultura y la política fue acompañada además por el desarrollo de las ciencias sociales y la cristaliza-ción de un nuevo actor en el campo intelectual, el especialista, típico de la etapa modernizadora y reformista iniciada a finales de los años cincuenta, decidido a ocupar espacios de intervención y planificación en la estructura del estado. Pero a mediados de los años sesenta se perfilaría como dominante en el campo de las ciencias sociales la concepción del intelectual comprometido, que entendía su disciplina como una forma de transformar la sociedad. Esa convicción creciente entre los sectores intelectuales de transformar la sociedad por vía revolucionaria implicaba la definición del propio espacio universitario como una institución burguesa que debía ser recreada y “puesta al servicio de esta transformación exprese su compromiso «militante» con los intereses «nacionales y populares»” (Suasnábar, 2004: 82).

La figura de Gino Germani, referente indiscutido de la sociología científica y actor clave en la fundación de la carrera de sociología de la UBA, comenzaría a experimentar firmes oposiciones que desgastarían su proyecto original hasta abandonar la Argentina en 1965 para aceptar un cargo de profesor de la Uni-versidad Harvard. Germani adhería, en líneas generales, al estructural-funcio-nalismo norteamericano, pero evidenció una mayor amplitud teórica, en una trayectoria académica caracterizada por estudios que ponían un énfasis notorio en los aspectos sociohistóricos de las sociedades latinoamericanas y las dinámi-

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cas psicosociales en los procesos de cambio (Blanco, 2006a; Suasnábar, 2004). Ello permitió una “fuerte coincidencia con el desarrollismo cepaliano,8 y por ello no es extraño que muchos fundadores y primeros alumnos de la carrera de sociología sean en los años posteriores intelectuales de ese organismo” (Suasná-bar, 2004: 37). En torno a ese paradigma se produjo, de acuerdo con Horowi-cz, un “doble apalancamiento –el antiperonismo del mundo universitario y el estructuralismo económico de la CEPAL en la visión frondizista-” (2007: 140), que le dio un notable impulso al proyecto de la carrera de sociología (además de psicología, ciencias de la educación y economía política). En ese contexto, como demuestra Noé, las críticas políticas y académicas formuladas a Germani, principalmente por el claustro estudiantil, fueron rompiendo las alianzas ori-ginales del proyecto institucional, desatando “una «guerra de todos contra todos»” (Ibíd.: 171). Precisamente uno de los puntos salientes de los cuestionamientos del claustro estudiantil y de algunos profesores giraba en torno a la aceptación de subsidios de fundaciones extranjeras.9 Esos aportes habían sido utilizados para gastos de infraestructura del departamento y para becas de formación en el exterior (especialmente Estados Unidos y Francia) de parte del cuerpo de profesores. Germani alentó, al grupo de primeros profesionales de los que se rodeó para fundar la carrera, a perfeccionarse fuera del país. Sumado a la llegada habitual de profesores extranjeros y al aporte de las fundaciones filantrópicas, en el imaginario crítico de la militancia estudiantil varios de sus profesores comen-zaron a ser ubicados como eslabones del imperialismo norteamericano, como cientificistas,10 enemigos y cómplices de la dependencia económica y cultural. Quienes formaban parte del departamento recuerdan encendidas discusiones

8 Neiburg & Plotkin destacan el papel relevante que la CEPAL ocupó en “la reconfiguración del campo de los economistas, no sólo por la influencia nada desdeñable que las ideas originadas allí ejercieran (reconocidas o no) sobre economistas y políticos argentinos, sino a través de los cursos destinados a la creación de cuerpos de funcio-narios técnicos estatales organizados en distintos países de América Latina” (2004: 239).

9 De acuerdo con Noé, los conflictos suscitados en el seno del partido socialista resultaron relevantes en los conflictos internos de la política universitaria en general y del Departamento de Sociología en particular. Los prin-cipales puntos de desacuerdo se configuraron en torno a la interpretación del peronismo y la revolución cubana, dos focos de conflicto y división en la intelectualidad argentina de la época, que en el caso de sociología generó un “espiral de sucesivas fragmentaciones” (2005: 174). También Horowicz afirma que “bastó con que en 1962 una fracción de esa fuerza (el Partido Socialista de Vanguardia) estableciera un frente con el peronismo para que la con-vivencia se volviera casi imposible. De modo que, a cinco años de creada la carrera, la situación de su director ya era delicada; las aristas de una personalidad ríspida cobraron una importancia que antes se diluía en el arco de una tarea común. Germani había perdido el control intelectual e ideológico del proyecto y, lo que terminaría siendo mucho más agrave, no percibía que sus jóvenes y brillantes contertulios habían sido conquistados por la dinámica política de la Revolución Cubana” (2007: 143).

10 Sarlo señala que, debido a sus planteos generales, Bernardo Houssay fue “el primer «cientificista», tal como se denominarían, años después, las posiciones que cortaban los nexos entre políticas científicas y política reivindicando

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en torno a la aceptación de los subsidios de las fundaciones extranjeras, y en especial el de la FF, que era el más importante en términos monetarios. Miguel Murmis, del grupo fundador de la carrera de sociología, recuerda que ese sub-sidio trajo profundas modificaciones en el clima cotidiano del departamento ya que fue algo que gestionó Germani personalmente y “atrajo el rechazo del rechazo de mucha gente. Había quien decía, y yo en algún momento tam-bién tuve esa postura, que no debía aceptarse ese dinero porque ello significa-ba avalar que el Estado se desentendiera de obligaciones indelegables con las universidades”. Sigal relata que existía un lucha continua por lograr un mayor compromiso presupuestario del Estado, ante cierto consenso que alertaba sobre la insuficiencia de los recursos económicos existentes para sostener docentes-investigadores full time, becas o equipamiento, “de manera de no «confiar nues-tro destino a la lluvia providencial o al empréstito extranjero» como señalara el rector de la Universidad de Buenos Aires en 1960” (1991: 92). Así, las ciencias sociales se convirtieron en “el blanco preferido de la lucha contra los subsidios” (Ibíd.: 93) y además profundizaron la brecha que se iba generando entre los dos grupos más importantes de la política universitaria, los reformistas y los huma-nistas. Aunque para estos últimos la aceptación expresa de los subsidios no trajo fisuras internas, el bloque reformista experimentó:

“el conflicto entre estudiantes, que veían en las condiciones del avance del saber una

limitación del ejercicio de la democracia universitaria, y la dirección reformista mo-

dernizadora, que consideraba esas resistencias como simple ideología o resistencias al

cambio, hizo emerger tensiones latentes en el espíritu originario de la reestructura-

ción universitaria” (Ibíd.: 94).

Según Mantegari (1994), las críticas al cientificismo comenzaron a germinar en 1959 a partir de los planteos estudiantiles que se profundizaron un par de años más tarde en el contexto de una radicalización política generalizada. De ese modo, se fue configurando el cientificismo como una categoría nativa clave en el campo de las sociales. Esa definición profana ligaba el concepto –en principio- a actitudes elitistas del cuerpo docente, la adhesión a las agendas internacionales de investigación y el financiamiento proveniente del exterior. Esos cuestiona-mientos de los sectores estudiantiles fueron definidos, en una entrevista, por un importante actor de época en el Departamento de Sociología de la UBA, como “lumpenización del estudiantado”, y ocasionaron que la elite reformista expe-

la autonomía de la investigación. Su preocupación en ese aspecto era desvincular la investigación de la intrusión de los gobiernos que, de todos modos, debían financiarla” (Sarlo, 2001: 71).

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rimentara esa postura “como resistencia a la modernización o, acaso también, como rechazo a un trabajo intelectual más intenso” (Sigal, 1991: 97).

Este tipo de cuestionamientos llegaron a su formulación más sistemática en la segunda mitad de la década del sesenta con la sociología nacional. En rechazo al cientificismo con el que se caracterizaba la sociología académica dominante de la época, jóvenes sociólogos, principalmente formados en la UBA, rechaza-ron las formas convencionales de entender la práctica científica, adhiriéndole una connotación altamente peyorativa. Además del repudio al panteón de los próceres y de la historia oficial argentina (tomado del revisionismo histórico y de pensadores nacionales como Hernández Arregui y Jauretche), se le sumaba el rechazo tajante de las más importantes corrientes sociológicas (en especial el estructural-funcionalismo). Esta sociología nacional se plasmó en gran parte en el fenómeno de las cátedras nacionales, protagonizadas por jóvenes sociólogos, adherentes mayormente al peronismo y a ciertas vertientes del catolicismo, que fueron designados directamente por el rectorado de la intervenida UBA tras el golpe militar de 1966 y se propusieron “crear nuevos enunciados y categorías teóricas que permitiesen generar propuestas no sólo para comprender sino, so-bre todo, para transformar la realidad nacional” (Buchbinder, 2005: 197). En ese sentido, las ciencias sociales en el país experimentaron con mayor vigor una directa influencia de esos procesos políticos que colocaban a la universidad –y por ende a todas las disciplinas- como un instrumento más para lograr la an-siada “liberación nacional” (Pucciarelli, 1999; Barletta & Lenci, 2001; Barletta & Tortti, 2002). Y precisamente, gran parte de las críticas llevadas adelante por aquella sociología nacional giraban en torno a la utilización de la ciencia, sus ob-jetivos ocultos y el destino de los resultados. Todo ellos fueron críticos ejes de debate, atravesados en gran medida por el accionar de la FF y sus políticas que financiamiento a la investigación científica, que jamás dejaron de de estar en el centro de la polémica.

El Instituto Di Tella y el Proyecto Marginalidad

Una investigación financiada por la FF, denominada Proyecto Marginalidad,11 se constituyó en otro asunto de enorme polémica internacional y revivió, como quizás ninguna otra, los fantasmas del Camelot. Aunque no se plasmó dentro de la estructura universitaria, sí impactó directamente en todo el campo intelectual,

11 El subsidio que entregó la FF ascendió a 194 mil dólares y se denominó, de acuerdo con los registros de esa fundación, “Estudio de poblaciones marginales”.

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en las ciencias sociales y por supuesto en la vida universitaria nacional. En el marco del Instituto Torcuato Di Tella (de ahora en adelante ITDT), este proyec-to estaba a cargo de José Nun, secundado por Miguel Murmis y Juan Carlos Marín, y tenía como objetivo estudiar la problemática del desempleo estruc-tural y la pobreza urbana y rural en América Latina. También desempeñaban funciones de investigadores asistentes Ernesto Laclau, Néstor D’alessio, Marcelo Nowerstern y Beba Balvé. Murmis y Marín provenían del grupo fundador de la carrera de sociología de la UBA que lideró Germani. Ambos habían sido militantes estudiantiles por el socialismo durante la etapa peronista (Murmis en filosofía y Marín en ingeniería), que había cosechado firmes oposiciones dentro de Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA). José Nun, desde la Facul-tad de Derecho, también había compartido esa militancia, pero su formación en ciencias sociales la había adquirido en Francia, principalmente bajo la tutela de Alain Touraine. Aunque siempre estuvo ligado (por lazos de matrimonio y amistad) al grupo de la carrera de sociología, Nun se había desempeñado en docencia en el exterior, más precisamente en la Universidad de California, en Berkeley12 (donde Murmis realizó su postgrado), institución en la que había in-vestigado temáticas vinculadas con los golpes militares en América Latina (Nun, 1965; 1966). Cuando todavía se desempeñaba en Berkeley y, con la perspectiva de continuar allí, Nun recibió la oferta de hacerse cargo de una investigación sobre la marginalidad en América Latina, gestada en Santiago de Chile bajo los auspicios del Instituto Latinoamericano de Planificación Económico y So-cial (ILPES) y el Centro de Desarrollo Económico Social para América Latina (DESAL), con patrocinio financiero de la FF.13 ILPES era un organismo nacido en el marco de la CEPAL bajo el estímulo de Raúl Prebisch14 y que era dirigido en ese momento por el destacado sociólogo José Medina Echavarría, un espa-ñol exiliado originalmente en México. DESAL era un instituto de investigación católico que recibía aportes regulares de la FF, en donde resaltaba la figura del

12 Luego de regresar de Francia por motivos familiares, aceptó la invitación que le formuló David Apter para sumarse como profesor de la Universidad de California, Berkeley, en un programa intensivo de verano sobre América Latina.

13 Mientras los aportes financieros para el comienzo de la investigación –se esperaba que se sumaran progresi-vamente otras instituciones- estaban a cargo de la FF, ILPES ofrecía toda la infraestructura y la parte operativa, puntualmente sus instalaciones y, sobre todo, el personal.

14 Gabay (2008) señala que luego de dejar la conducción de la CEPAL, Raúl Prebisch asumió la dirección del ILPES, en cuya creación había sido un actor sustancial, dentro del marco de apoyo brindado a las concepciones globales de la Alianza para el Progreso. Bajo su dirección, el “ILPES fue tomando un carácter diferenciado y con creciente autonomía, al ritmo de otros fenómenos que vinieron a estimularlo: la crisis del modelo de industrializa-ción sustitutiva y la radicalización política e ideológica del continente” (Ibíd.: 109).

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sacerdote jesuita Roger Vekemans.15 En ILPES se desempeñaba el brasileño Fer-nando Henrique Cardoso, con quien Nun había trabado una fuerte amistad en París cuando ambos estudiaban bajo el liderazgo de Alain Touraine. Según relata Nun, las diferencias entre Cardoso y Vekemans surgieron desde el mismo momento en que le hicieron el ofrecimiento de hacerse cargo de un proyecto que le resultó altamente estimulante, por lo académico y lo económico. Los conflictos generados en estas instituciones, ante la decisión de los investigado-res de adoptar un marco teórico marxista y reclamar plena independencia en los criterios de investigación, llevaron a que el proyecto se radicara en el ITDT, bajo la asesoría permanente de los renombrados investigadores Eric Hobsbawn, Alain Touraine y Michael Apter.16

En ocasión de una polémica generada en el semanario uruguayo Marcha, icono sumamente representativo de la izquierda continental de la época, José Nun aclaró que aceptó a finales de 1966 hacerse cargo de la investigación a condición de que se respetaran tres condiciones: completa libertad académica para elegir el marco teórico y los métodos de investigación; total autonomía en la ejecución del proyecto (por ejemplo en la designación de los colaboradores); independencia académica frente a las instituciones patrocinantes; y el control absoluto de los datos de la investigación. Milesi sostiene que el Proyecto Margina-lidad desató un “laberinto de acusaciones paralizantes” (2000: 439), en especial en los sectores estudiantiles y aquellos jóvenes graduados que rechazaban la sociología científica y se volcaban fervorosamente hacia una sociología nacional. Sin poder explicar los alcances del proyecto en una caótica asamblea estudiantil, José Nun escribió en 1968 una “Carta abierta a los estudiantes de sociología de la Universidad de Buenos Aires acerca del Proyecto Marginalidad”, en la que -en referencia a la problemática del “neocolonialismo cultural”- sostenía que:

“no cabe ninguna duda que la política de los subsidios es un instrumento de pene-

tración imperialista. Pero no son sólo los organismos privados los que los reciben:

15 Nacido en Bélgica en 1927, Vekemans llegó a Chile a finales de los años cincuenta, en donde desarrolló una extendida labor de creación institucional en el campo de las ciencias sociales, como la Escuela de Sociología de la Universidad Católica, institución en donde predominaban los enfoques ligados a la filosofía social y la doctrina social de la Iglesia católica (Garretón, 2005).

16 En las “notas referidas al proyecto” del número de las Revista de Sociología Latinoamericana en la que se presen-tó la investigación, Nun explica que luego de la entrega del informe preliminar en 1967, las autoridades de ILPES y DESAL “dos semanas más tarde, resolvieron suspender los trabajos” (1969: 410). En ese mismo texto, Nun detalla que “los trabajos debieron interrumpirse en junio de ese año, por decisión de las entidades mencionadas. En enero de 1968, el equipo de investigadores reanudó sus tareas en Buenos Aires, al incorporarse el Proyecto al Centro de Investigaciones Sociales del Instituto Torcuato di Tella. En el aspecto financiero, la parte principal de los recursos de esta investigación proviene de un subsidio otorgado por la Fundación Ford” (Ibíd.: 410).

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cuentan con subsidios extranjeros desde el Consejo de Investigaciones Científicas

y Técnicas hasta el mismo Consejo Nacional de Desarrollo pasando por la misma

Universidad de Buenos Aires. Y subrayemos después que o se está haciendo un puro

chiste demagógico cuando se habla de neocolonialismo o es necesario reconocer

que, con o sin subsidios, es por último dependiente en mayor o menor medida toda

la estructura de poder argentina” (Franco, 2007: 158).

En una entrevista en la que se aborda el tema, Alcira Argumedo –una de las adherentes a la sociología nacional y sus consiguientes cátedras nacionales- remarca que los participantes de ese proyecto “tuvieron una conducta posterior de una gran dignidad” (Maderna, 2000), pero destaca que “tal vez ellos estaban come-tiendo un error de soberbia, es decir, pensar que podían manejar los subsidios que le brindaba la Fundación Ford para hacer una investiga ción sobre el com-portamiento político de los sectores potencialmente revo lucionarios de Amé-rica Latina” (Ibíd.). Este Proyecto Marginalidad fue interpretado por importantes sectores del campo intelectual y político como una reedición de las pretensio-nes incumplidas del Camelot. Uno de los investigadores principales relata que “hubo unos cuantos imbéciles que hasta nos acusaron de enviar los datos direc-tamente a la CIA. Mucha gente dijo, en público y en privado, cosas descabelladas que nos afectaron mucho”. El mismo participante del proyecto recuerda que “los cuestionamientos hacia Marginalidad se explican en parte por cuestiones personales. Fue todo muy complejo porque de las críticas que recibimos de al-gunos partidos políticos de izquierda tenían que ver con la militancia de alguno de los participantes. También algunas agrupaciones de izquierda apoyaron el proyecto porque otras lo denostaban”.

De todos modos, el mayor alcance de este tipo de acusaciones se dio a partir de un artículo en el mencionado semanario Marcha. Aquel escrito firmado por el biólogo argentino Daniel Goldstein y titulado “El proyecto Marginalidad. Sociólogos argentinos aceitan el engranaje”, publicado el 10 de enero de 1969, consolidó esa lógica acusatoria que tiñó los alcances de la investigación ligándo-la directamente con formas indirectas de espionaje. En aquella nota, Goldstein escribió durísimas líneas contra el proyecto, al que rotuló como una variante del “espionaje sociológico”. Además de definir como “cuestionario policial” a las encuestas planificadas en el proyecto, el autor señalaba que ni el Pentágono ni la CIA habían tenido necesidad de sostenerlo directamente, ya que “lo único que hacen es financiarlo —a través de la Fundación FORD— y por supuesto, aprovechar sus resultados”. Goldstein enmarcaba esta investigación dentro los intentos imperiales de frenar “la rebelión negra y la guerrilla latinoamericana”

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para evitar “el descalabro total del sistema. Consciente, de que la lucha se dará en el continente americano los norteamericanos necesitan desesperadamente conocer a su enemigo. El tipo de guerra que utilizan contra los negros y los latinoamericanos requiere información ideológica y social acerca del enemigo, en cada instante”. En esta prédica anta- imperialista, Goldstein afirmaba que “la Fundación Ford pasó a ser la agencia oficiosa del gobierno de los Estados Unidos para resolver el problema insurreccional en las ciudades yanquis. Su política consistió en financiar al movimiento negro y aislar progresivamente a los grupos militares, subvencionar investigaciones sociológicas y proyectos de acción social en los ghettos y tratar de formular políticas reformistas de urgencia para impedir nuevos estallidos”. En definitiva, afirmaba, en sintonía con muchas posiciones contemporáneas (Roelofs, 2007; Arnove & Pinede, 2007), que el involucramiento de la FF en causas “progresistas” apuntaba sencillamente a “ob-tener un «enfriamiento» de las condiciones propicias a la rebelión y neutralizar el movimiento revolucionario negro”. Y en la misma línea aseveraba que:

“la Fundación Ford es en la actualidad un organismo paragubernamental destinado

a formular la táctica de contrainsurgencia civil para las dos Américas. La Fundación

Ford se ha convertido, en realidad, en una nueva agencia de inteligencia dedicada

a los problemas sociales de los pueblos neocoloniales, con la misión de coleccionar

información y proponer líneas de acción contrarrevolucionaria”.

Y aunque admitía que el Proyecto Marginalidad podía considerarse “científi-camente irreprochable”, no dejaba de condenarlo por su ilegitimidad de ori-gen (financiamiento) y por el destino -considerado evidente- de sus resultados: “ofrecer al poder político la información necesaria para poder emprender re-formas superficiales que, sin arañar siquiera la estructura de explotación, sin modificar las relaciones de poder, puedan evitar eclosiones violentas de rebel-día”. Finalmente, concluía asegurando que “los científicos sociales no deben participar en investigaciones auspiciadas o subvencionadas por organizaciones que pueden ejercer presión e influir sobre los hombres como objeto de estudio. Los científicos sociales no deben aceptar colaborar con el enemigo”. Muchos de los sociólogos nacionales compartían este diagnóstico al señalar también la ne-cesidad de que las ciencias sociales cultivaran un espíritu liberador, en concreto para ponerla al servicio de los ideales revolucionarios que acabaran con el orden burgués. Ello fue puesto en discusión por Eliseo Verón, quien en un polémico libro sostuvo que:

“el criterio referido a qué grupos pueden sacar provecho de las investigaciones es

tangencial y accesorio. Resulta evidente que hablar de los movimientos subversivos o

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revolucionarios como «tema» no significa nada por sí mismo: es razonable pensar en

un proyecto muy semejante para el Camelot, realizado por sociólogos de «izquierda».

La única diferencia estaría en el «cliente»: los datos serían aprovechados por los gue-

rrilleros y no por la CIA (en el supuesto de que fueran secretos), pero la orientación

sociológica general sería la misma en ambos casos” (1970: 199).

La respuesta del investigador a cargo del Proyecto Marginalidad fue inmediata. Una semana más tarde, José Nun, en carta titulada “Las brujas que caza el señor Goldstein”, defendió los parámetros éticos de los involucrados en el proyec-to y cargó contra “las secuelas del estalinismo por una parte, y la inclinación pequeño-burguesa a un denuncismo pretendidamente moralizante por la otra”. Tras categorizar como “desleal” la labor de “fiscal” asumida por Goldstein, Nun detalló los inconvenientes que el proyecto tuvo con las instituciones que ori-ginalmente iban a financiar el estudio, y comunicó el reciente cese del apoyo financiero otorgado por la FF para la continuación de la investigación. De igual modo que en la mencionada carta abierta a los estudiantes de la UBA, Nun ad-mitió que “la política de subsidios a la investigación científica forma parte de la estrategia global de penetración imperialista en América Latina”, pero advirtió además que:

“a) en un contexto neocolonial es por lo menos ingenuo poner a todos los malos

«afuera» y excluir así del ataque a las financiaciones provenientes de organismos legi-

timizados por el sistema, lo que lleva a discutir lisa y llanamente la factibilidad misma

de la investigación científica en los marcos institucionales vigentes; y b) hablar de

una ley de tendencia no puede implicar desconocer la existencia de contradicciones

específicas y de coyunturas históricas particulares que se desvían de esa tendencia

sin desvirtuarla”.

Hacia el final de su carta, Nun cuestionó al “ultraizquierdismo declaratorio” por negarse a admitir que “la necesidad y la urgencia de elaborar un conoci-miento cabal de la realidad latinoamericana que permita cambiarla es suficien-temente importante como para no descartar de entrada ninguna oportunidad seria que ayude a lograrlo”. Y frente al “temor legítimo” de una utilización indeseada de los datos y los resultados de las investigaciones, concluyó que:

“dentro de los límites que deben dictarle al investigador su prudencia política y

su ética profesional, se trata de un riesgo calculable y necesario. Si no lo hubieran

asumido todos los intelectuales progresistas, auténticamente confiados en el vigor

creciente del movimiento popular, poco habría avanzado el pensamiento de izquier-

da. La verdad es siempre revolucionaria, hoy tanto como hace cien años, y negarse a

conocerla es convertirse en abogado del oscurantismo y de la reacción”.

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La polémica no se acalló en la respuesta de Nun, dado que un grupo de intelectuales también intervino en el debate que se había gestado. Bajo el título “Sociología e imperialismo”, Ismael Viñas encabezó una carta colectiva (que también firmaron Hugo Rapoport, Eduardo Menéndez, Carlos Bastianes, Da-niel Hopen y Santos Colabella, entre otros) en la que se insistió en el papel de “instrumentos del imperialismo en nuestros países” que cumplen instituciones como la FF, ITDT, CEPAL, ILPES y DESAL y consideraron una verdad probada los directos vínculos entre las organizaciones filantrópicas y el gobierno norteame-ricano, junto con el interés concreto del poder imperial por investigaciones como la objeto de debate. Y aunque admitían la posibilidad de que arrojara “re-sultados útiles para la izquierda” aseguraban que “una investigación semejante podría haberse realizado igualmente sin depender de fondos del imperialismo, y sin necesidad de poner a disposición de éste semejante tipo de dato. Claro está, eso exige trabajar en condiciones más precarias, seguramente sin recibir ninguna paga por ello”. Estas afirmaciones coinciden con los planteos de Oscar Varsavsky, quien en la misma época había planteado la necesidad de desarrollar una ciencia pobre, llevada a adelante por científicos rebeldes que deberían “montar entonces una organización en equipo que permita elegir primero los problemas para reorganizarse sobre la marcha, a la luz de sus éxitos y fracasos, y sobre todo de la situación social y sus perspectivas” (1969: 150). Concluían los autores de esta carta que “trabajar en este tipo de investigaciones corrompe inevitablemen-te al intelectual que participa en ellas” y acusaban a Nun de ser un “instrumento de corrupción”.

Por supuesto, el aludido ejerció una vez más el derecho a defenderse de los “infundios” de “Viñas y sus amigos” y “adláteres”.17 En una nueva carta enviada a Marcha, continuó aclarando aspectos vinculados al proyecto pero tampoco se privó de cuestionar éticamente a sus detractores. En concreto los acusó de sobreestimar “la capacidad integradora del imperialismo” y subestimar “la po-tencia creciente del movimiento popular”, desde “la tranquilidad especulativa del pequeño burgués que se titula izquierdista y mientras toma baños calientes opina que los trabajadores se corromperán si tiene agua para lavarse las manos”. Nun también se permitió ironizar sobre las acusaciones de los firmantes al

17 Daniel Goldstein también tuvo oportunidad de hacer su última intervención. En su contrarréplica a los argu-mentos de Nun, se mantuvo en sus dichos y profundizó en los aspectos relacionados con el “espionaje sociológico”. Allí estimaba que “en realidad sólo una mínima parte de los proyectos de este tipo están rodeados del misterio y de las medidas de seguridad típicos del espionaje convencional. La mayor parte del espionaje sociológico se hace a la vista, porque su prestigio académico le sirve de antifaz. Una vez que la «objetividad» científica de un proyecto de este tipo se hace trizas, los norteamericanos por lo general lo abandonan”.

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pedirles que envíen escritos a las instituciones que renunciaron a financiar la investigación “para hacerles entender la utilidad que tiene nuestro trabajo para el imperialismo; tal vez así ellas rectifiquen su singular miopía y decidan volver a darnos su patrocinio”. En la misma sintonía, Nun se encargaba de informar que –a causa de sus posiciones públicas contrarias a la política exterior norteameri-cana durante su estancia como profesor visitante en Berkeley- se le había prohi-bido el ingreso a los Estados Unidos. Como contracara, afirmaba que “varios de los firmantes (Bastianes, Colabella, Hopen, Menéndez, Rapoport) han venido trabajando mientras han podido, con fondos imperialistas, sin ninguna de las garantías de que se ha rodeado el Proyecto Marginalidad, y en investigaciones no destinadas precisamente, como la nuestra, a examinar los mecanismos de explotación neocolonialista que operan en América Latina”. Ya en la parte final de su nueva carta a Marcha, Nun reiteraba que:

“el equipo Marginalidad tiene por contrato el control exclusivo de los datos que

reúne; en consecuencia la información que «pondremos a disposición del impe-

rialismo» será exclusivamente la que se publique. Dicho de otro modo ninguna

agencia imperialista manifiesta o encubierta conocerá nuestros resultados antes que

el público en general”.

En cuanto a la investigación misma, a poco de haberse iniciado, los tres investigadores principales publicaron en diciembre de 1968 un informe preli-minar (Nun; Murmis & Marín, 1968) en el que explicitaron las problemáticas de investigación, formularon un estado de la cuestión y plantearon una serie de objetivos a llevar adelante, tanto en el ámbito urbano como en el rural en diver-sos contextos latinoamericanos. De todos modos, los resultados posteriores de los trabajos de los tres responsables del proyecto ampliaron y hasta modificaron sustancialmente los puntos planteados en la etapa inicial.18 En ese informe to-davía subyacen ciertas nociones desarrollistas que desaparecerán completamente en las conclusiones finales. En el número 69/2 de la Revista Latinoamericana de Sociología (RLS) que editaba el ITDT, se presentaron las primeras contribucio-nes de este estudio, junto con otros textos que no formaban parte directa de la investigación.19 En las “notas referidas al proyecto”, Nun definió el objeto

18 Belvedere (1997: 99) ha preferido destacar del informe preliminar la “perspectiva multifacética de los pro-cesos sociales” y el “carácter saludablemente ambiguo” (Ibíd. 99) del concepto de marginalidad que fueron postergados –según su interpretación- en las producciones posteriores (en especial las de Nun) de los investi-gadores principales.

19 Además de los integrantes del proyecto, se incorporaron artículos de Eric Hobsbawm (“La marginalidad social en la historia de la industrialización europea”) y Rodolfo Stavenhagen (“Marginalidad y participación en la refor-ma agraria mexicana).

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de la investigación: “a) Elaboración de un marco teórico para el estudio de la marginalidad en América Latina; b) Análisis histórico de procesos de margina-lización en diversos contextos nacionales y regionales; c) Estudio comparativo de situaciones típicas de marginalidad en Argentina y en Chile, a partir de materiales secundarios y de trabajos de campo” (Nun, 1969: 410). En cuanto a los trabajos de campo, el director del proyecto detallaba que analizaban tres tipos de marginalidad, la referida a los “contextos rurales atrasados (Ibíd.: 411), la que se produce como “consecuencia de desplazamientos de población hacia los grandes centros urbanos” (Ibíd.: 411) y, por último, la que surge dentro de lo conglomerados urbanos a raíz de la “contracción crónica del mercado de trabajo industrial” (Ibíd.: 411).

Los textos escritos por los investigadores principales, “Superpoblación rela-tiva, ejército industrial de reserva y masa marginal" (Nun), “Monoproducción agro-industrial, crisis y clase obrera: la industria azucarera tucumana” (Murmis, junto con Carlos Waisman) y “Asalariados rurales en Chile” (Marín) constitu-yen esfuerzos por rebatir las tesis dominantes de la época que intentaban expli-car la pobreza y la marginalidad en el continente. Claramente, rechazaban las posturas funcionalistas y desarrollistas que ligaban la pobreza y la desigualdad con el subdesarrollo. Esa línea sostenía la validez de oposiciones tales como tradicional-moderno para caracterizar las diferencias culturales que impedían una armónica integración de los grupos migrantes –portadores de pautas culturales tradicionales- en los polos modernos. De ese modo, se trataba de “resistencias in-ternas” para adaptarse a la vida social, que permitían la creación de subculturas que, al reproducir las características culturales tradicionales de origen, impiden la integración de los migrantes en los polos modernos, portadores de otras normas y valores culturales. El artículo de Nun es el de mayores pretensiones teóricas, y dio lugar a una famosa polémica con el brasileño Fernando Henri-que Cardoso (Nun, 2001). En la misma sintonía que el responsable principal del proyecto que alertaba sobre los aspectos disfuncionales del capitalismo perifé-rico que generan una masa marginal y una lumpen-burguesía que se enriquece amparada por el Estado, Murmis y Marín también se concentraron en situacio-nes concretas de explotación, aunque en ámbitos rurales. Mientras que Murmis (junto con Carlos Waisman) describió la protección oligárquica de la industria azucarera tucumana, Marín hizo lo propio con las diversas modalidades de em-pleo de mano de obra de los proletarios rurales (inquilinos, obligados) en Chile, enmarcados en la “forma fundo”, la unidad de explotación característica de los latifundios chilenos. Estos autores detallaron las formas de explotación de la

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mano de obra rural, frente a sectores oligárquicos que se enriquecen y expan-den sistemáticamente.20

A modo de conclusión

Un análisis de la conformación del campo de las ciencias sociales en la Argen-tina de las décadas del sesenta y del setenta no puede desconocer la importancia central que instituciones como la FF tuvieron en el desarrollo de las distintas disciplinas. Tanto por su acción directa a través de la entrega de subsidios como los debates que generaron, las fundaciones filantrópicas y las agencias oficiales norteamericanas (sobre todos las de inteligencia en proyectos como el Camelot) alimentaron poderosos imaginarios, cristalizando imágenes que giraban en torno a dimensiones políticas como el imperialismo o la liberación de los pueblos del Tercer Mundo o problemáticas más específicas –aunque ligadas a las anteriores- de la dinámica de las ciencias dentro y fuera del continente latinoamericano. Quizás como ninguna otra institución trasnacional, la FF es una excelente puerta de entrada para comprender las pasiones ideológicas de la época, que fueron de-terminantes en la marcha de las ciencias sociales en la Argentina. En ese sentido, claramente influenciadas por la política (local y global) las ciencias sociales en todo el continente se vieron envueltas en debates vinculados con la dimensión aplicada de la ciencia. Así, mayormente la sociología y la antropología se incor-poraron a las utopías revolucionarias de la época y a partir de las especificidades políticas de cada país (en la Argentina claramente la influencia del peronismo fue determinante) ingresaron en las lógicas de un mundo signado por la Guerra Fría y concepciones como las de las fronteras ideológicas. De esa forma, los cientistas sociales argentinos se involucraron -con distinto grado de compromiso y en el contexto de una relativamente temprana y completa institucionalización- en di-lemas éticos, ideológicos y epistemológicos que generaron fuertes fragmentacio-nes en un campo aún no consolidado y cuyos acuerdos constitutivos y proyectos comunes se quebraron rápidamente. Así, los intelectuales de toda América Latina se plantearon expresamente las implicancias que las fuentes de financiamiento (estados nacionales, centros privados, fundaciones filantrópicas, agencias de inte-ligencia extranjeras) tenían para la producción intelectual y científica. Sospechas, acusaciones, declaraciones de principios, permearon los discursos académicos a tal punto que la investigación científica se hizo acreedora de una culpa original

20 En otro trabajo (Gil, 2011) se ha desarrollado un análisis detallado de las producciones académicas del proyecto y las controversias que desencadenó.

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que debía expulsar, a partir de una cuidadosa justificación que despejara cual-quier duda sobre la legitimidad en la concepción (financiación) de los proyectos, los objetivos de investigación, el destino de los datos y la utilización de ese co-nocimiento. La radicalización política llevaría a esos debates a un extremo tal en el que no sólo se llegaron a condenar las formas convencionales de practicar la ciencia sino que se la supeditaría a objetivos mucho más amplios, como la trans-formación de la sociedad y la eliminación de las injusticias sociales (Gil, 2010).

En este artículo se ha querido describir, en el marco del clima de época que envolvió al campo intelectual argentino, el tenor de los debates que signa-ron una década caracterizada por la modernización cultural, la radicalización política y la inestabilidad institucional. De ese modo, es posible comprender el peso de categorías nativas fundamentales para comprender las representaciones de época, como el caso del cientificismo. En torno a este término, las disputas ideológicas dentro del campo científico llevaron a que un término definido con cierta precisión adquiriera una serie de nuevos significados al calor de la radica-lización política y los sueños revolucionarios alimentados desde La Habana, la “Roma antillana”.21 En efecto, en torno a los sentidos profanos del cientificismo se conformarían debates ideológicos, rupturas disciplinares y severos enfrenta-mientos personales en el campo intelectual. Los subsidios de las fundaciones extranjeras fueron en ese sentido un núcleo temático que alimentó tantos esas divergencias como estilos disciplinares (Cardoso de Oliveira, 1995) que se ha-rían cada vez más presentes en las ciencias sociales argentinas. Estos nuevos enfoques, como la sociología nacional, estigmatizarían al extremo el cientificismo al ligarlo a posiciones reaccionarias favorables al imperialismo norteamericano. Al postular una ciencia revolucionaria, transformadora de la sociedad, los cientistas sociales comprometidos (adherentes al peronismo revolucionario o a partidos de izquierda) condenaron, incluso desde lo ético, todo aquello que no postulara el cambio social abrupto contra el sistema. Esas críticas se harían mucho más virulentas cuando los fondos provinieran de organismos como la fundaciones extranjeras, que reflotaban los fantasmas del Camelot y los proyectos de espio-naje sociológico montados por el gobierno norteamericano durante la Guerra Fría. De ese modo, cualquier investigación (o un programa de postgrado) que no pudiera lucir sin discusiones su pureza de origen y su objetivo transformador no tenía otro destino que caer en la lógica acusatoria que lo acercaba (cuando no los colocaba en el mismo rango) al enemigo.

21 Definición ya célebre que le corresponde al historiador Tulio Halperín Donghi.

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Lejos de abonar en este artículo esta clase de hipótesis conspirativas, re-sulta difícil no atender los argumentos que posicionan a los subsidios de las fundaciones extranjeras como instancias de reproducción del sistema capitalista. También se puede aseverar que esos fondos constituyeron (no sólo en Latino-américa) herramientas claves para la consolidación en el campo académico de los criterios impuestos por los centros internacionales de investigación, que no necesariamente poseen la sensibilidad de detectar la importancia de ciertos temas nacionales, regionales, o simplemente variantes estilísticas de una disci-plina en un contexto nacional. Bajo esas consignas, organismos oficiales como el CONICET y centros privados como el ITDT cumplieron una labor crucial en el establecimiento de los criterios meritocráticos (posgrados en el exterior, pu-blicación en revistas científicas internacionales, evaluación de pares) que fueron cuestionados por su elitismo, otro de los componentes de la versión nativa del cientificismo. Por el contrario, la “ciencia pobre” que preconizaban figuras como Varsavsky caracterizó las ciencias sociales argentinas de las décadas siguientes, con la casi inexistente formación de posgrado en el país, la carencia de revistas científicas, investigaciones relevantes y redes consolidadas. Como contrapartida, el tan cuestionado Proyecto Marginalidad continúa siendo una referencia ineludi-ble y puede lucir, a más de cuarenta años de su ejecución, una actualidad remar-cable como intento explicativo de las condiciones de pobreza y marginalidad en Latinoamérica. Y mucho más aún, tanto esa investigación como muchas llevadas adelante con marcos teóricos más conservadores (como los trabajos de Germa-ni) también constituyen importantes referencias pero que sobre todo muestran que incluso dentro de los parámetros del cuestionado cientificismo, las ciencias sociales argentinas ya habían desarrollado el ejercicio de ocuparse de la realidad nacional con marcos conceptuales creativos (Blanco, 2006b). Al negarlo de pla-no, las nuevas corrientes críticas y revolucionarias antepusieron sus convicciones ideológicas a una eventual discusión en términos disciplinares que germinara debates que trascendieran la época.

Por todo ello, el abordaje historicista que se ha planteado puede ser com-plementado por un “presentismo reflexivo” (Darnell, 2001), que consiste en considerar aquellas problemáticas que todavía son importantes en nuestro presente, sin juzgarlas por supuesto desde nuestros parámetros actuales. De ese modo, estamos en condiciones de considerar las consecuencias de ese pa-sado sobre nuestro presente disciplinar sin caer en distinciones maniqueas ni fáciles denuncias. Y esto queda mucho más claro cuando se accede a planteos que inclusive en la misma época desarrollaron todos los ejes aquí planteados.

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Es decir, al admitir la dimensión ideológica de la práctica científica, el pro-blema central se vinculaba con la autonomía científica, no como sinónimo de una necesaria originalidad en cuestión de métodos y teorías (que por supuesto es deseable), sino como la búsqueda de “la unidad del proceso de trabajo científico en sus distintos aspectos, de cómo se articulan sus diferentes elementos y de si el investigador tiene o no el control orgánico de esos com-ponentes” (Verón, 1970: 185). Por consiguiente, la estrecha vinculación con los más importantes centros internacionales ya en los mismos años sesenta podía pensarse como un elemento indispensable para obtener un verdade-ro desarrollo autónomo de la investigación social en el país. En definitiva, reconstruir detalladamente el camino que las ciencias sociales siguieron en la Argentina, atendiendo a las especificidades disciplinares y contextos insti-tucionales (como también por supuesto la relación entre ellos), es una larga tarea que todavía está pendiente. Esta pequeña contribución pretende por eso aportar al conocimiento de los debates que marcaron una época pero que también determinaron los cursos posteriores de un campo académico que luego sería objeto de una persecución y represión sin precedentes (Gil, 2008) en la segunda mitad de los años setenta.

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Gastón Julián Gil

Doctor en Antropología Social por la Universidad Nacional de Misiones (UNaM). Enseña antro-

pología en la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad Nacional de Mar del Plata y se

desempeña como investigador asistente en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y

Técnicas (CONICET). [email protected] .

Recibido: 31 de julio de 2009. Aceptado: 15 de noviembre de 2010.