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______________ ----=a:.=dlstancia Cuaderno de Cultura Cervera cumple' VICENTE GALLEGO -'~ a quiebra de la editorial no sólo me dejó sin empleo fijo, sino que al cabo de algunos meses car- gó de razón las palabras de mi padre y demostró que, al menos de momento y a pesar de mis decididos esfuer- zos, yo no era capaz de ganarme la vida como escritor. Entre las virtudes que adornan el carácter de mi padre no se halla, desde luego, la del optimismo; es un hombre con marcado sentido práctico que ha tenido la necesidad de ganarse la vida desde los catorce años y, cuando aventura una de sus funestas profecías sobre el negro futuro de alguna per- sona o de un proyecto, lo mejor es arrepen- tirse del proyecto, o echarse a temblar si se es la persona implicada, porque no suele equi- vocarse en sus vaticinios, y hasta podría parecer que sus prematuras sentencias albergan, sin que él lle- gue a sospecharlo y contra su volun- tad, ciertas fuerzas ocultas de mal agüero, capaces de influir sobre el destino de los demás. Recuerdo que, siendo aún un adolescente, le conté que mi amigo Jorge tenía la inten- ción de comprarse una moto; a lo que él, tajantemente y para mi sor- presa, contestó que aquel chico era un bala y que acabaría mal. Cinco años después lo encontraron des- madejado en el balcón de su casa, con una sobredosis de heroína. Otra vez, cuando yo aún vivía en la casa familiar, y habiendo él notado mi afición por la ópera, declaró, tras escucharme interpretar un par de arias del divino Puccini y contra la opinión de un maestro de canto ami- go de la familia, que mi carrera como tenor tenía aún menos porvenir que la de Aristizábal como delantero cen- tro del Valencia Ee. El tal Aristizá- bal, un verdadero fenómeno del balompié que en aquellos momentos acababa de fichar el club de nues- tros desvelos como remedio infali- ble a una larga serie de temporadas desastrosas, fracasó incomprensible- mente nada más aterrizar en nues- tro equipo y mi carrera de tenor, ni que decir tiene, fue más breve aún y mucho más desgraciada que la de aquel malogrado futbolista. Resultaba alarmante comprobar la clarividencia de mi padre, porque ese don solamente funcionaba cuan- do se trataba de desahucios. Era abso- lutamente incapaz de un augurio feliz, por lo que lo suyo se parecía 1 Este relato fue ganador del XVI Premio de Narraci6n Breve de la UNED.

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______________ ----=a:.=dlstanciaCuaderno de Cultura

Cervera cumple'VICENTE GALLEGO

-'~

a quiebra de la editorial no sólo me dejó sinempleo fijo, sino que al cabo de algunos meses car-

gó de razón las palabras de mi padre y demostró que,al menos de momento y a pesar de mis decididos esfuer-

zos, yo no era capaz de ganarme la vida como escritor.Entre las virtudes que adornan el carácter de mi padre no

se halla, desde luego, la del optimismo; es un hombre conmarcado sentido práctico que ha tenido la necesidad de

ganarse la vida desde los catorce años y, cuando aventura unade sus funestas profecías sobre el negro futuro de alguna per-

sona o de un proyecto, lo mejor es arrepen-tirse del proyecto, o echarse a temblar si se

es la persona implicada, porque no suele equi-

vocarse en sus vaticinios, y hastapodría parecer que sus prematurassentencias albergan, sin que él lle-gue a sospecharlo y contra su volun-tad, ciertas fuerzas ocultas de malagüero, capaces de influir sobre eldestino de los demás. Recuerdo que,siendo aún un adolescente, le contéque mi amigo Jorge tenía la inten-ción de comprarse una moto; a loque él, tajantemente y para mi sor-presa, contestó que aquel chico eraun bala y que acabaría mal. Cincoaños después lo encontraron des-madejado en el balcón de su casa,con una sobredosis de heroína. Otravez, cuando yo aún vivía en la casafamiliar, y habiendo él notado miafición por la ópera, declaró, trasescucharme interpretar un par dearias del divino Puccini y contra laopinión de un maestro de canto ami-go de la familia, que mi carrera comotenor tenía aún menos porvenir quela de Aristizábal como delantero cen-tro del Valencia Ee. El tal Aristizá-bal, un verdadero fenómeno delbalompié que en aquellos momentosacababa de fichar el club de nues-tros desvelos como remedio infali-ble a una larga serie de temporadasdesastrosas, fracasó incomprensible-mente nada más aterrizar en nues-tro equipo y mi carrera de tenor, nique decir tiene, fue más breve aúny mucho más desgraciada que la deaquel malogrado futbolista.

Resultaba alarmante comprobarla clarividencia de mi padre, porqueese don solamente funcionaba cuan-do se trataba de desahucios. Era abso-lutamente incapaz de un auguriofeliz, por lo que lo suyo se parecía

1 Este relato fue ganador del XVI Premiode Narraci6n Breve de la UNED.

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mucho al puro gafe. Y esa siniestracapacidad para defenestrar el porve-nir del prójimo mediante el incons-ciente esfuerzo de aventurar unaspalabras participaba de la infalibili-dad de los antiguos oráculos cuandose trataba de temas futbolísticos.Fichaba el Valencia un ariete de lujoy mi padre sentenciaba: un inváli-do; y el pobre perdía, de la noche ala mañana, el olfato de gol que pro-pició su compra. Fichaba un defen-sa, avalado por un prestigio de tre-menda seguridad y extrema dureza,y advertía mi padre: un colador; yaquella torre humana de metronoventa comenzaba a reaccionar antelas fintas de los delanteros como lohubiera hecho una monjita misio-nera. Mi hermano y yo llegamospronto a la conclusión de que el defi-ciente historial deportivo del Clubde nuestra ciudad se debía, en bue-na parte, a su singular necesidad deluchar contra dos adversarios: losotros equipos y las sentencias lapi-darias de mi padre; así que termina-mos intentando disuadirlo de expre-sar su opinión cada vez que la prensaanunciaba un nuevo fichaje, lo cualno conseguía sino extremar su jui-cio y molestarlo de paso peligrosa-mente.

Sin embargo, contra lo que hubie-ra podido parecer, esos siniestros dic-támenes nacían del amor, sí, delamor y del miedo; o al menos esoera lo que sostenía mi padre cuandomamá se hartaba de su talante derro-tista y le recriminaba su empeño enmaltratarnos la alegría. El amor quesentía por los colores del equipo locallo llevaba a temer su descalabro poranticipado, y la técnica del mejor delos futbolistas se le antojaba insufi-ciente a la hora de defender esos

colores. Del mismo modo, el amorque nos profesaba a mis hermanosy a mí era el causante del tesón queponía en tratar de desanimarnos acer-ca de la viabilidad de cualquier pro-yecto del que lo hiciéramos partíci-pe, empleando una minuciosa sañaen poner de manifiesto nuestras limi-taciones para afrontar aquel reto,porque pensaba que su obligaciónera hacernos ver las dificultades,bajarnos a empujones de la nube y,de esa torpe manera, picarnos elorgullo, de forma que nosotros tra-táramos de rehabilitar nuestro amorpropio herido demostrándole loequivocado que estaba respecto anuestras aptitudes. El miedo que leinspiraba la posibilidad de vernosfracasar, y por lo tanto la de vernossufrir, trataba de combatirlo desdeel principio, procurando no impli-carse jamás en nuestros proyectospara evitar dolorosas decepciones;así que, en lugar de ayudarnos, loque casi siempre conseguía, sin dar-se cuenta del todo, era envenenar-nos ese breve usufructo de la felici-dad que sólo se nos concede sinreservas durante el momento delnacimiento de los sueños, corrom-piendo sistemáticamente con su seve-ra actitud el agua que habría de bau-tizar nuestras ilusiones.

Aunque es justo reconocer que,de vez en cuando, su discutible sis-tema daba cierto resultado. Fueronsus burlas y sarcasmos acerca de miaspecto físico –era yo un jovencitoenclenque a los catorce años– los quehicieron nacer en mí la obsesión porla gimnasia, que al cabo de los años

me deparó un cuerpo de una acep-table complexión muscular. Me pro-metí a mí mismo vencerlo en un pul-so –mi padre, de joven, había sidoun hombre realmente fuerte y aúnconservaba buena parte de su vigor–,y ese empeño llevó a mis bíceps alaburrido y tenaz trato con el hierro,hasta que un día me sentí preparado,y entonces él, por primera vez, decli-nó mi desafío, aduciendo una herniade repentina y oportuna manifesta-ción que desaconsejaba el esfuerzo,mientras se burlaba de mi desver-güenza al retar a un viejo como él.Pero se le veía orgulloso de su hijo.Es posible que le deba incluso latozudez con que persevero en mivocación de escritor, porque desdeel día en que se me ocurrió enseñar-le mis primeros poemas y recibióaquellos versos ripiosos –demos-trando en esa ocasión, hay que reco-nocerlo, un fino olfato crítico– conel consejo de que me dedicara a lajardinería floral, yo decidí que iba amostrarle, a él y al mundo de paso,costara lo que costara y pesase aquien pesase, al gran poeta lírico quese escondía en algún lugar de miinterior y al que todavía ando bus-cando.

La táctica de mi padre era siem-pre la misma, jugar a la contra, con-vertirse en un adversario a batir, por-que así pensaba que nos ayudaría asuperarnos, pero también por unainclinación natural de su carácterhacia el derrotismo que su dura expe-riencia en la vida se había encargadode acentuar. Siempre he querido aese hombre pesimista, violento y ala vez bondadoso que es mi padre. Loque por un lado lo apartaba de mí sugenio imprevisible y desmedido, porotro me lo acercaba esa grandeza de

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corazón que no podían ocultarmesus gritos o sus más desaforados ata-ques de ira. Lo quería, en una pala-bra, más allá de condiciones y con-veniencias, movido por una extrañay ciega ley de la sangre, por más que,en algunos momentos, resultara difí-cil cumplir con esa poderosa impo-sición del corazón. Y es quizá eseamor tan verdadero, unido a nuestravieja rivalidad fomentada a través delos años por sus constantes desafíos,el que aún me incita a buscar suadmiración y a tratar de demostrar-le que tiene motivos suficientes parasentirse orgulloso de su primogéni-to; por eso, cuando quebró la edito-rial y perdí mi empleo, me dolió tan-to comprender que era incapaz deganarme la vida como escritor. Mehabía fallado a mí mismo y, lo queaún era peor, le había fallado a él,porque me dejé derrotar en ese due-lo que tanto le hubiera gustado ver-me ganar, aunque eso le hubiera cos-tado tragarse una por una susantiguas advertencias sobre mis inca-pacidades líricas y renunciar a suprestigio de futurólogo atravesado.

Fue mi padre el que me consiguióun empleo en el puerto; llevaba cua-renta años trabajando en el sector yno le resultó difícil colocarme, por-que era una persona respetada y que-rida entre todos sus compañeros, ytenía bien ganada una reputación deseriedad que ahora yo debía honrarcon mi comportamiento, lo que noiba a resultarme sencillo, sobre todoteniendo en cuenta que su entornolaboral no me interesaba lo másmínimo y que había aceptado aquelpuesto por la mera necesidad de sub-sistir con algún decoro, mientrasseguía intentando abrirme caminocomo escritor a base de robarle horas

al sueño. En esas circunstancias, tuvela ocasión de profundizar en el tra-to –a algunos ya los conocía previa-mente– de sus viejos amigos, y man-tuve con ellos una relación decordialidad y respeto mutuo quepronto los decidió a invitarme a lacena que celebraban cada año en elmalecón del puerto. Yo acepté porno desairarlos –aunque previera elcortés aburrimiento que deberíasoportar entre aquel grupo de hom-bres que poco o nada tenían que vercon mi edad o con mi mundo–, y ala hora acordada, como el que cum-ple con un deber enojoso, aparecípor el lugar convenido.

La noche era agradable, aunqueel viento de junio llegaba aún algofrío y con cierto vigor a aquel lugardesprotegido. El malecón del puer-to es una enorme pared de piedra yroca de más de cinco quilómetrosde longitud y al menos diez metrosde altura contra la que rompe el marabierto, y su superficie alberga unestrecho paseo al final del cual habí-amos quedado en encontrarnos, casial lado del faro. Llegué el último,besé a mi padre y salude al reduci-do círculo de amigos que encontréjunto a él. Los demás estaban pen-dientes de un informal campeona-to de pesca que ellos mismos habí-an organizado o paseaban ycharlaban en pequeños grupos. Vilas cestas del pan, la enorme cacerolacon el guiso de pimiento, tomate yatún, las neveras portátiles cargadasde botellas y los envoltorios de papelcon el nombre de una conocida pas-telería, y me dije que al menos dis-

frutaría de una estupenda cena alaire libre.

Aquellos hombres debatían obse-sivamente sobre los problemas labo-rales que aquejaban al sector, y pare-cía hacerlos muy felices esa especie deconsuelo inútil que consiste en com-partir el odio hacia los superiores abase de un concurso de insultos ydescalificaciones en el que cada cualbuscaba minimizar la intervenciónde sus colegas, y que sólo se inte-rrumpió cuando alguien lanzó unamaldición y les prohibió a todosinsistir en el tema, porque aquellanoche era especial y no le salía a él delos huevos que nadie la ensuciaracon toda esa mierda. Lo que habíaque hacer era ir destapando las bote-llas de vino.

El que así hablaba era Vives, unhombretón con la piel quemada porel sol al que yo había cogido cariñorápidamente, y uno de los mejoresamigos de mi padre. Vives era untipo curioso: de constitución pode-rosa y genio más que vivo, se emo-cionaba y se venía a las lágrimas conasombrosa facilidad en cuanto setomaba dos copas y una canción sen-timental le tocaba el corazón. Suvocación pendenciera quedaba corre-gida por un noble sentido del honory la justicia, y en esto se asemejabaa mi padre, pero él mostraba unafacilidad para el diálogo y una natu-ralidad a la hora de exteriorizar sussentimientos –sin ver en ello un sín-toma de debilidad– que yo siemprehabía echado a faltar en el hombretaciturno de los veredictos trucu-lentos. ¡Ya me he cagao en la madreque te parió, chulo, a ver esos cojones!,le soltaba de pronto a cualquier ami-go, incitándolo a la pelea con rápi-dos manotazos que buscaban enfu-

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recerlo, y en cuanto el otro comen-zaba a picarse, se le abrazaba al cue-llo y lo llenaba de besos: ¡Te quiero,ché, con lo cabrón que eres y cómo tequiero, joder!, le gritaba, casi enfa-dado consigo mismo por apreciarlotanto. Pero, a pesar de las aparien-cias y de haber trabajado toda su vidaen el puerto, ejerciendo un oficioescasamente intelectual, Vives no erani mucho menos un hombre sin sen-sibilidad: gustador sincero, y concierto criterio, del arte, se sabía unmontón de poemas de memoria, querecitaba cuando ya estaba borracho,después de haber cantado unos bole-ros y antes de arrancarse con un tan-go. Se podía hablar con él casi decualquier cosa, porque donde no lle-gaban sus conocimientos lo auxilia-ba el buen sentido.

Andaba mi padre crucificando eldestino deportivo del Valencia F.C.para las cuatro próximas tempora-das, cuando Vives lo interrumpiósumariamente, gritándole que eraun choto y un gafe, y enviándolo ahacer puñetas de un modo inapela-ble; y aún estaba perdonándole lavida –porque también lo quería,¡ché!, y más que a nadie– cuandodestapó la enorme cacerola de pistoque cada año preparaba su mujercon ocasión de aquellas cenas. Vivesera el alma de la fiesta, llevaba todoel peso de la organización y se pre-ocupaba de que no faltara ni el másmínimo detalle, pero también dis-frutaba como nadie de esa informalreunión que anualmente juntaba asus amigos, incluso a los difuntos,como enseguida pude comprobar,porque lo primero que hizo, en cuan-to le acercaron el pan, fue preparardos pequeños bocadillos y lanzarlosal mar, recordando en voz alta y con

un intenso brillo en los ojos salto-nes, el nombre de los dos primeroscamaradas que faltaban. El vinocomenzaba a instalar un cálido inver-nadero en nuestros corazones paracultivar sus frutos sentimentales ydulces, y yo sentí que me emocio-naba aquel gesto. Empezaba a ale-grarme de haber aceptado la invita-ción.

Para el final de la cena ya estába-mos todos prácticamente borrachos.El viento nos despeinaba y seguía-mos bebiendo, ahora whisky y coñac,en vasos de plástico. Miré a mi padre,también él bebía. Vives se arrancócon un tango y su voz sonó tan deci-dida que llegó a avergonzarme en unprimer momento. Bebí otro tragó yesa voz desgarrada siguió cantando:

Eche, amigo, no más; écheme y lle-[ne

hasta el borde la copa de champán,que esta noche de farra y de alegríael dolor que hay en mi alma quiero

[ahogar.Es la última farra de mi vida,de mi vida, muchachos, que se va...

Nadie ignoraba la enfermedadque poco a poco consumía a Vives,y aquella última estrofa nos metióun bicho en la boca del estómagoque se retorcía y nos mordía los riño-nes, buscando el modo de salir alexterior. Cuando acabó con el tango,le pidió a mi padre que cantara conél una romanza de zarzuela, y yo mequedé completamente perplejo al verque no se hacía de rogar. Contra loque había previsto, ahora no sentía

sonrojo al escuchar la voz de mipadre, temblorosa por la emoción,sino orgullo, un orgullo repentinoque me llenaba el pecho y me que-maba en los pómulos y en la frente.Los dos hombres acabaron y se fun-dieron en un estrecho abrazo. Des-de los otros grupos, llegó el aplausoexagerado de unos graciosos que setomaban a chirigota lo que ellos cre-ían una exhibición de habilidades ouna consecuencia del alcohol. Yo losmiré con mala cara. Déjalos –dijoVives, que se había dado cuenta demi gesto–, ellos no lo entienden. Estohay que mamarlo, Cervera, esto hayque haberlo mamao para poderloentender.

Por encima del hombro de mipadre miré a los otros: algunosseguían pescando, ajenos a cualquiermanifestación de solidaridad; otrosse burlaban todavía de nosotros yluego pasaron a burlarse de sí mis-mos; los demás se emborrachabanestúpidamente, como animales, sinningún objeto y sin ninguna digni-dad, o comenzaban a marcharse asus casas, despidiéndose apresura-damente, medio huyendo, sin haberentendido, sin la más mínima posi-bilidad –me pareció– de llegar jamása comprender. La noche y el whiskycomenzaban a seleccionar a sus cofra-des, y entonces descubrí que el alco-hol no nos iguala, sino que abre abis-mos insalvables entre los hombres olos condena irremisiblemente a lahermandad, y comencé a cantar, ven-ciendo mi timidez comencé a cantarcomo el que jura un código dehonor, con la voz temblorosa, vomi-tando la voz entrecortada, como elque canta un himno que lo une aotros hombres comencé a cantar, ymi padre me siguió, agarrado a mi

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cuello, cantando, porque aquellanoche había que cantar, no impor-taba hacerlo bien o hacerlo mal, perohabía que cantar, aunque fuera pordentro, sin emplear la voz, pero can-tando, porque todo cantaba sorda-mente muy dentro de nosotros: lanoche, el viento, la sangre, el mar.

Poco a poco, fuimos quedándo-nos solos los tres. Seguíamos bebien-do. La noche adquiría esa intensi-dad de los momentos que devienensolemnes a fuerza de su insignifi-cancia. Mi padre me miraba. Vivesme miraba. Conocía a Vives sola-mente unos meses y ahora era mihermano. Llenamos los vasos otravez. Me miraban, sonreían, no teníanada que explicarles. Bastaba quecantáramos, nos bastaba el silencio,nos bastaba también un insulto cari-ñoso, un abrazo. Bastaba.

Después de tanto tiempo, acaba-ba de entender quién era mi padre,porque un padre no es un hombrea los ojos de un niño, un niño nosabe lo que es un hombre, no pue-de contar con la amargura, con elegoísmo, con la frustración. A unniño le es difícil perdonar, porqueno entiende. Había tenido que espe-rar casi treinta años para conocer aese hombre, había tenido que verloborracho, rodeado de sus amigos,

para distinguirlo entre ellos, paraaprender a querer a mi padre nocomo se quiere a un dios sino comose quiere a un camarada, tan seme-jante a mí en todos sus defectos.Decidimos apurar la última ronda.El tiempo se detuvo en el instanteexacto en que Vives nos rodeó loshombros con sus brazos pesados yvelludos. Nos miraba en silencio, laslágrimas saltaban de aquellos ojossaltones y enormes. Todo en él teníaalgo de res al final de la lidia, de torogrande y cansado, luchador, derro-chando un último esfuerzo. Mipadre hacía equilibrios con las lágri-mas que rebosaban de sus ojos parano derramarlas, y se le veía practicarunos agotadores movimientos conlas mandíbulas, incapaz de tragarsede una vez la pelota que se le habíaatascado en la garganta. Los tressabíamos que, con toda probabili-dad, al año siguiente, el trozo de pande Vives caería al mar, lo comeríanlos peces. Vives me repitió: «Estohay que mamarlo, Cervera, esto hayque haberlo mamao, si no, no seentiende»; y me sacudió, agarradopor el cuello como me tenía. Enton-ces le prometí que, alguna vez, escri-biría algo sobre aquella noche, leprometí que, de alguna forma, aque-llo no iba a acabar, y que, mejor o

peor, del mismo modo en que habí-amos cantado porque había quehacerlo, porque una voz desde elfondo nos decía que era preciso can-tar, yo escribiría, escribiría algo quetratara de encerrarnos a los tres enun círculo de palabras para siempre.

Agarrados del cuello, comenza-mos a caminar. Cuando llegamosdonde habíamos aparcado los coches,nos abrazamos por última vez y nosseparamos. Sentí el mismo desam-paro que me afligía de niño cuandoel padre que había sido aquel hom-bre se negaba a continuar jugandoconmigo y se alejaba de mí, ingre-sando en un aislamiento hostil deperiódicos y de quinielas al que nose atrevían a seguirle mis infantilespasos.

Quise invitarlos a seguir bebiendoun rato en mi casa, retenerlos, dis-frutar unos minutos más de su com-pañía, prolongar como fuera aquelestado de excepción, pero Vives esta-ba ya demasiado borracho. Pensé–mientras los veía alejarse– que mehubiera gustado llevármelos de putaso buscar una bronca para pelear a sulado. Yo era de nuevo el niño que fuiy él tenía prisa por convertirse otra vezen mi padre, pero yo sabía que nun-ca más, por mucho que se esforzara,volvería a conseguirlo.

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