cayetano betancur, filosofía pedagógica (1969) (¿1947?)

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creto por la vía de la inteligencia: es demasiado inteli­gente, el punto de vista ya no lo abandonará más. Pero la excitación que aquello causa, sólo se atempera por la vía del sentimiento, por la vía del amor que es el gran camino hacia lo concreto, valioso y eterno. Por esto tam­bién Hegel, quien como nadie debió de sentir el mareo y el vértigo de la dialéctica, encontró para salvación de la inteligencia el "Universal concreto", el único remanso del "homo sapiens".

IV

FILOSOFÍA PEDAGÓGICA

INTRODUCCIÓN

Una filosofía pedagógica puede significar dos cosas bien distintas: o bien es la filosofía concebida como dis­ciplina educadora, formadora de la personalidad, o bien es una filosofía de la pedagogía. Esto es el programa que desarrollaremos en estas conferencias.

Para comprender cómo la filosofía pueda tener una función educadora, es necesario examinar lo que la mis­ma filosofía sea. Pero como a su turno, la educación es una tarea que hay que llevar a cabo con el hombre, que es el que se educa, ya que ni el Ser Supremo ni los ani­males son susceptibles de educación, será lo que sea el hombre, cuál es su esencia y cuáles sus posibilidades. Empero, el hombre como ser biológico y psíquico es sus­ceptible de desarrollo, y muestra estos estadios de su evolución en las distintas épocas de su vida. Sin embar­go, es en la niñez y en la adolescencia, cuando el hom­bre posee su mayor plasticidad, sus mejores dotes para ser educado. La psicología evolutiva sobre todo en sus grandes tesis generales, será por ello objeto de nuestra

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atención especial, y más particularmente en lo que co­rresponde a las edades de la niñez y de la adolescencia.

El problema del método es igualmente importante en una filosofía pedagógica, en el segundo sentido de que hemos hablado. La pedagogía o es una ciencia o un arte. Si se la toma como ciencia, cabe considerarla entre las ciencias del espíritu, en el sentido que esta distinción tiene actualmente, frente a las ciencias de la naturaleza. Esta ubicación de la pedagogía como ciencia del espíritu implica ya lo que sea el espíritu subjetivo y el objetivo, la cultura, el concepto de sentido o de objetos que po­seen sentido, el de los valores, y la función peculiar con que aceptamos el objeto espiritual y que se denomina comprensión; también para el concepto de comprensión es indispensable el concepto de vivencia.

Finalmente, es necesario poseer una visión histórica de lo que se ha pensado a través de los siglos en el pro­blema de la educación del hombre, como también des­cubrir el tipo humano que se ha considerado como ideal en las distintas épocas y que en ellas ha tratado de rea­

lizarse. He aquí, pues, a grandes rasgos, una visión del pro­

grama a desarrollar en las presentes conferencias.

QUE ES LA FILOSOFÍA

Para Platón y Aristóteles, la filosofía surge en el hom­bre por su capacidad de admiración. Para Kierkegaard y Heidegger, la filosofía nace de la angustia del hombre al hallarse en el mundo como una de tantas cosas que lo rodean.

No obstante, estas opiniones distintas, no son exclu-yentes. Se necesita, en efecto, una gran capacidad de sorpresa para filosofar: es necesario que el hombre vea el espectáculo del mundo, que curiosamente mire sus relaciones y lleno de admiración ante la armonía que

ostenta, como cosmos que es y no caos, se pregunte por el sentido de él, por lo que todo eso significa. Pero la admiración es un sentimiento optimista (y los griegos lo eran en grado sumo), la admiración nos domina cuan­do empezamos a comprender; es un sentimiento que no nace ante lo totalmente desconocido. Si el mundo se pre­sentara siempre como lo absolutamente insondable e im­penetrable, de seguro no habría sido posible la admira­ción, sino el pavor, el miedo cósmico. Mas el universo ostenta a la primera mirada, si no su sentido pleno, al menos la evidencia de que tiene un sentido y de que es posible descubrirlo. Es en concordancia con esta primera intuición del sentido del mundo como nace en nosotros la admiración.

Descartes creía que la admiración no tenía contrario; y sí lo tiene. Es la duda. Por desgracia el mundo no re­vela de una vez un sentido; mucho en él se oculta, mu­cho permanece distante y remiso a entregarse al cono­cimiento; esta intuición de lo obscuro del mundo, an­gustia. El hombre angustiado que sabe la causa de su angustia procura salir de ella y así trabaja incansable­mente en el descubrimiento de lo que está latente, en hacer que se torne patente la latencia del universo.

Así vemos, pues, que la filosofía nace a la vez, de la admiración y de la angustia. Pero una y otra tienen por objeto el ser y la nada, dicen, por lo menos, relación al ser y a la nada. En efecto, si fuera posible concebir un hombre que hubiese asistido a la creación del mundo, habríamos de suponer en ese hombre, espectador del acto creador, no otra cosa que un sentimiento de soberana admiración. La admiración es, entre nuestros estados de ánimo, el que más eleva, pues es con él y sólo con él, con el que respondemos al hecho de que haya seres, de que haya ser.

Pero la admiración se acompaña de la angustia, que es el temor de la nada, el temor de que en lugar del ser

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sea la nada. Y este sentimiento de angustia ante la na­da, nace primordialmente de la contemplación de nues­tra propia vida. "La angustia, dice G. Morente, es el ca­rácter típico y propio de la vida. La vida es angustiosa, y, ¿por qué es angustiosa la vida? La angustia de la vida tiene dos caras. Por un lado es necesidad de vivir; la angustia de la vida es afán de vivir; es no-indiferencia al ser, que antes describía yo en sus dos aspectos de exis­tir y de existir de este o aquel modo; en sus dos aspec­tos existencial y modal. De modo que, por un lado, la angustia es afán de ser, ansiedad por ser, por seguir siendo, porque el futuro sea presente; pero por otro lado esa ansiedad de ser lleva dentro al temor de no ser; el temor de dejar de ser, el temor de la nada. Por eso la vida es, por un lado ansiedad de ser, y por otro lado te­mor de la nada".

Nosotros hemos sobre todo acentuado el carácter de la angustia que tiene por objeto el temor de la nada. Admiración del ser y angustia ante la nada son, pues, los sentimientos primarios porque tienen por objeto lo más primario de todo, que son el ser y la nada. Es por ello por lo que admiración y angustia dan, en el hom­bre, origen a la filosofía.

Pues uno de los caracteres fundamentales de la filo­sofía es el de ser un saber sin supuestos. El saber filosó­fico no reposa en ningún otro anterior; no es como en las ciencias particulares, en las cuales se postula un cierto número de principios, cuya verdad ya no toca examinar a dicha ciencia, pues debe partir de ellos para extraer todas sus conclusiones. Así, el químico, el físico, el astró­nomo parten de la base de que hay cuerpos y de que és­tos se comportan con legalidad causal. El filósofo no puede descansar en postulados: ha de remontarse al ser y no dejar campo ninguno sin entender adecuadamente, sin que más allá de ese campo, haya todavía algo que preguntar. Es verdad que en algunos momentos encon­

trará "aporías", es decir, problemas sin solución; estas aporías han sido reconocidas en todos los estadios del pensamiento filosófico, por los más diversos filósofos. Sólo que para unos, la insolubilidad es objetiva y para otros sólo subjetiva, es decir, relativa a la razón humana o a la razón finita.

Por lo mismo que la filosofía parte del ser y de la nada, se interesa por el universo todo y por su sentido. Sólo dos actividades igualan en esto a la filosofía: son la religión y el arte. Religión, arte y filosofía aspiran, cada cual con sus medios, a captar el sentido del universo y están dispuestas además, a mirar el universo todo y a cada una de sus partes, dentro del marco que a cada una de ellas las caracteriza.

En efecto, nada hay extraño a la mirada del hombre religioso; incluso para ese tipo de religiosidad que se pone de espaldas al mundo y sólo busca a Dios, pues en estos casos el mundo mismo aparece como lo demoníaco y lo demoníaco es un valor negativo que sólo tiene sentido religioso. También para la santidad que se vuelve al mun­do y lo ama, como ocurría en Francisco de Asís, el mundo resulta entonces una explicitatio Dei, una manifestación de lo divino.

El arte igualmente se apodera del sentido todo del uni­verso. Nada de lo que es, puede ser extraño al arte: el hombre ideal es el objeto del arte griego; las pasiones humanas son el tema de Miguel Ángel y de Shakespeare; las grandes ideas filosóficas son convertidas por Dante y Goethe en objetos de la más alta poesía; y luego lo nemo­roso, la ternura, los pequeños afectos, lo trivial mismo desfilan en los cuadros de Millet y en las novelas de Proust y de Azorín.

Pero la filosofía se distingue del arte y de la religión. Para Hegel, el arte es la intuición concreta del espíritu absoluto, en él, la forma no muestra cosa en ella fuera de la idea; la religión, en cambio, es la representación del

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espíritu absoluto y en ella, la forma se separa del conte­nido; en fin, la filosofía, une dialécticamente arte y reli­gión, como concepto del espíritu absoluto, su saber tiene el mismo contenido del arte y de la religión, pero es un saber conocido por el pensamiento.

En sentido casi paralelo se expresa Dilthey: "Donde quiera que aparece el hombre de religión ella tiene como rasgo característico el trato con lo invisible, pues este se encuentra tanto en sus grados primitivos como en aque­llas últimas ramificaciones de su desarrollo, en las que ese trato, sólo consiste en la interna relación de la con­ducta con todo lo que supera lo empírico, que es el ideal que hace posible la relación religiosa". Por su parte el "arte hace visible un algo particular y limitado, relacio­nes que van más allá de ellos y le dan una significación general". "La representación de los sucesos en la poesía es la apariencia irreal de una realidad vuelta a vivir, ex­traída de la conexión de la realidad y de las relaciones de nuestra voluntad y de nuestro interés". A su turno, dice Dilthey que "la intuición filosófica del mundo, tal como nace bajo la influencia de la orientación hacia la validez universal, debe ser, por su estructura, esencial­mente diferente de la religiosa y de la poética. A diferen­cia de la religiosa es universal y de validez general. Y a diferencia de la poética es un poder que quiere actuar reformando la vida".

Lo anterior, a nuestro ver, sólo expresa verdades par­ciales. Filosofía, arte y religiosidad son en verdad acti­vidades espirituales con las cuales aprehendemos la to­talidad del universo: todas tres se dirigen a valores de universal validez, pero la expresión de ellas es distinta: la religiosidad expresa los valores religiosos con la reve­rencia y el temor y los actos de fe y adoración; el arte expresa valores estéticos con formas siempre sensibles, como la imagen, el sonido, la materia plástica. En cam­bio, la filosofía busca expresar los valores de la verdad

en forma de conceptos, esto es, en formas significativas. Arte, religión y filosofía tienen por objeto todo ser, el sentido total del mundo y su significación. Pero ni el arte ni la religión buscan primordialmente un saber del uni­verso; en cambio, esto es lo que constituye la filosofía; ella tiene la misión de dar, el saber del universo, de aprehender el universo con el conocimiento, y no con cualquiera, sino con el conocimiento conceptual, que es el que va mentando en las palabras que significan el concepto.

Porque ha de tenerse presente que hay un saber de facto y un saber esencial. El primero no es comunicable sólo con los conceptos: si a alguien le digo que he visto cisnes negros, no por ello doy a él un saber, aunque en­tienda precisamente lo que significa el que haya cisnes negros; pero si a esa misma persona le expreso una ver­dad matemática, en mi expresión puede entender la ver­dad y saber de ella como si la intuyera por sí mismo. En otras palabras, las verdades de hecho no son comunica­bles con el pensamiento de ellas, lo que sí ocurre con la verdad de esencia o de razón. Y es este tipo de verdades el que persigue la filosofía.

CONOCIMIENTO Y VOLUNTAD

Ahora bien, cuando Dilthey dice que la "filosofía es un poder que quiere actuar reformando la vida", toca una de las cuestiones decisivas en esta materia de la filoso­fía pedagógica, de la filosofía como educación. La cues­tión se reduce al antiguo problema de las relaciones del logos con el ethos, esto es, de la inteligencia con la ac­ción. La cuestión se plantea en el sentido del primado de la inteligencia sobre la acción y a la inversa. Pero a veces este primado es entendido equívocamente, pues unos se deciden sobre la primacía de la inteligencia, en el sentido de la anterioridad lógica y cronológica que

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Sin embargo, el primado que se suele atribuir a logos sobre ethos, tiene especiales conexiones con la teoría de la educación. En realidad, en el hombre hay un conoci­miento sensible concreto, uno abstracto racional y uno perceptivo de valores. Este último es realmente poco co­mún; puede educarse pero con grandes dificultades; pue­de cultivarse, pero en ambientes de selección. A su turno, el conocimiento sensible concreto no se orienta a los va­lores más altos y no podría nunca dar por sí un valor humano de alta significación. El conocimiento abstracto, en cambio, puede enunciarse en fórmulas, se constituye en conceptos, puede ser comunicado a otros, discutido, de­mostrado, precisado. Es claro que con estas propiedades este conocimiento confiere al hombre una dignidad ma­yor, pues le da posibilidades que no tendría con el simple conocimiento sensible. Si el conocimiento en general tra­ta de que el hombre salga de su limitación natural, por el conocimiento abstracto esta limitación se reduce aún más, pues él permite inducir y deducir, es decir, pasar del objeto que está presente al objeto lejano, inferir de existencias que son simplemente dadas, otras existencias aún no dadas. Por otra parte, en el orden de la conducta, el conocimiento abstracto permite ser grabado en fórmu­las generales que ayudan a obrar rectamente y valiosa­mente, cuando por cualquier razón, como ocurre a me­nudo, falta la intuición de los valores.

Mirados, pues, el querer y el amor humanos, parece apenas natural que se haya colocado por encima de ellos a la inteligencia, ya que la inteligencia busca siempre lo abstracto y hace siempre más fácil ese ensanchamiento del horizonte de valores que el hombre posee, pues no sólo puede llegar a descubrir existencias desconocidas por medio del raciocinio, sino también, mediante él, in­ferir con el recuerdo de la norma en un momento dado, lo que debe hacerse y lo que debe evitarse, aunque no se perciba intuitivamente su valor.

todo conocimiento tiene sobre el querer, según el viejo aforismo "ignoti nulla cupido".

Otros en cambio, consideran como de mayor valor el conocimiento que la voluntad.

Otros, en fin, deducen el mayor valor que el conoci­miento tiene sobre la voluntad, por la anterioridad lógica que aquél posee sobre ésta.

En nuestro concepto, el conocimiento tiene una evi­dente anterioridad lógica sobre la voluntad y sobre el amor. Nada se quiere ni se ama, si no se conoce. Pero esto no significa que el conocimiento tenga que ser pre­cisamente intelectual, abstracto, racional. Puede ser una percepción sentimental, una percepción de valores, no conceptual y que en muchos casos es inconceptualizable. En este sentido tenía razón Pascal cuando hablaba de "un ordre du coeur que la raison ne connais pas"; ese orden del corazón no es puro sentimiento, sino percep­ción sentimental de valores que en sí son universalmente válidos.

Pero el conocimiento no es de mayor valor que el que­rer y el amor; es decir, no tiene una anterioridad axioló-gica sobre éstos. Es verdad que quien mejor conoce puede querer y amar mejor, pero en esto mismo estamos colo­cando el conocimiento como medio para un fin que está fuera de él y que es la vida activa regida por el amor y la voluntad. Pero además, el conocimiento busca algo pa­ra sí, consiste en aprehender en esa forma que le es pecu­liar, la esencia de los seres; mirado por este aspecto, el conocimiento es egoísta; en cambio, el amor y el querer se dirigen al valor y en su tendencia a él y en su decisión por él, hacen un reconocimiento de su objetividad, en este sentido, el amor y el querer son altruistas. Final­mente, el saber no crea la personalidad; no significa na­da un ser como persona, porque lo conozca todo; la per­sona está hecha de actos de carácter moral y estético, está determinada por sus obras, que nacen del amor y del querer.

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Pero si bien se mira, hay por lo mismo aquí una con­fusión cuando se traslada el valor de medio a valor de fin; es como el avaro que acaba por querer el dinero como un fin, habiendo empezado por estimarlo como medio.

Fácilmente se comprende que el conocimiento abs­tracto expresable en palabras, sea tan estimado. De no ser por él, ignoraríamos todo lo que los hombres pasados han pensado, todas sus experiencias de la vida y del mundo. El conocimiento ha educado a la humanidad; pero si de esta cualidad suya se pretende deducir su va­lor, bastará replicar que ese valor no es absoluto, pues que sería mejor que la humanidad no tuviese que ser educada. Empero, ateniéndonos a la realidad de esa ne­cesidad de educación, tendremos que reconocer al pensa­miento abstracto su función capital en la cultura hu­mana.

Es claro que en la cumbre del saber y del ser perfec­to, no hay disparidad ninguna entre el saber y la acción, entre la teoría y la práctica, entre el logos y el ethos. También el ideal humano es el del hombre que obra el bien porque tiene una intuición fundamental de él, y en el cual también, la fundamentación de la rectitud de su obrar se lleva a cabo con la acción misma, que hace visi­ble, por así decir, a los hombres que lo rodean los valores morales. Por eso desde antiguo se ha reconocido la supe­rioridad educativa del ejemplo sobre el consejo. Pero co­mo no todos los hombres poseen esta innata intuición del bien y de la verdad, esta compenetración perfecta entre lo que conocen y lo que hacen, es forzoso reconocer a la inteligencia ese insigne servicio que presta al hom­bre de exponerle en fórmulas abstractas todo un plan de vida, que si no lo conducen al valor, al menos lo aproxi­man. Aparte de que esa educación por la inteligencia también se hace posible, porque sólo por ella, como ya

dijimos, se puede reiterar continuamente un objeto en su forma conceptual, hasta que, de tanto repetirlo, pue­da tenerse la intuición de su valor. Así las fórmulas abs­tractas de los diez mandamientos, son más fácilmente repetibles y reiterables que la intuición de los valores que ellos señalan.

Pero la opinión del primado del logos sobre el ethos, también nace de esta aserción: De que en el conocimien­to racional todo está reducido a proposiciones que se ba­san unas en otras hasta llegar a unos primeros princi­pios ya evidentes por sí misinos. Ahora, como todo puede ser aprehendido por el conocimiento racional, resulta así evidente que la razón tiene la primacía, ya que no sólo capta el ser, sino que capta el fundamento del ser.

Para los que así piensan, las tesis contrarias caen irremisiblemente en el irracionalismo. Y en verdad, si se toma "razón" en su sentido estricto; pero no, si por irra­cional se quiere entender una actividad ciega e instinti­va, como la de los animales, pues hay cosas irracionales que no son ciegas ni instintivas. Cuando percibo la be­lleza de un cuadro, la nobleza de una acción o la santi­dad de una conducta, estoy conociendo algo de que es incapaz el animal y, sin embargo, no lo estoy conociendo en forma racional; en efecto, yo no veo esos valores de belleza, nobleza y santidad como conclusiones de un silo­gismo, como proposiciones fundadas tras de otras fundan­tes; al contrario, puede ocurrir que ni siquiera sepa en qué se fundan esas actuaciones valiosas. Mi conocimien­to, entonces, no es racional, pero no por ello es irracio­nal en el sentido despectivo.

Por otra parte, el argumento enunciado parte de la base de que todo puede ser aprehendido por la razón en forma de proposiciones fundamentales y fundadas, es de­cir, que hay un mundo racional que es un duplicado del mundo real, y que lo sustituye, según el viejo principio

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c) El conocimiento racional es mejor que el conoci­miento intuitivo parcial, en cuanto que sabe, y sabe el por qué de lo que sabe.

d) Pero hay cosas que no han menester de un por qué o que no lo tienen, porque se comprenden por sí, y respecto de ellas vale más el conocimiento intuitivo, que es capaz de revivirlas: estas cosas son los valores y los objetos de la cultura, o el espíritu objetivo, que es revi­vido por nosotros en la comprensión de su sentido.

e) El conocimiento racional vale más que el conoci­miento intuitivo, en cuanto aquél permite expresar, aun­que a veces sea aproximadamente, lo que muchos hom­bres no podrían intuir en concreto.

f) El conocimiento racional educa, porque permite convertir en fórmulas su contenido; el conocimiento in­tuitivo supone ya una gran elevación espiritual, y por ello, quien lo posee, es menos educable, porque ya está educado.

g) El conocimiento racional vale más que el intuiti­vo por cuanto es general, por lo cual permite compren­der en sí muchos objetos particulares; ahora bien, hay otros órdenes de objetos que se resisten a esta subsun-ción de lo particular dentro de lo general y de los cuales hablaremos después.

FILOSOFÍA Y EDUCACIÓN

La cultura helénica es, en sus rasgos generales, pu­ramente intelectualista: Es inconcebible, por lo tanto, que un pensador griego considere la filosofía como en­caminada a la acción, a la praxis. Todo filosofar es "teo­ría", contemplación desinteresada. Este intelectualismo se adivina en Parménides, para el que todo conocimiento sensible es falso y engañoso. Se afirma, en especial con Sócrates, para el cual la falta moral no proviene de la

"lntellectus potens omnia fieri". Pero esta afirmación es muy discutible.

1. Ante todo, es verdad que la inteligencia trata de convertir el ser en conceptos, para operar con el ser por medio de éstos; y esta es una aspiración muy noble; pero aun suponiendo que se llegara a realizar un día, mien­tras no veamos claro esta adecuada conceptualización del ser, nos estará vedado asignar a la inteligencia ta­maña visión.

2. Pero aun suponiendo ya realizada la conceptuali­zación, queda por fuera el ser mismo, insustituible, pues es evidente que no es lo mismo percibir el color rojo que tener el concepto de lo rojo, vivir una poesía o percibir un valor moral que poseer sus ideas claras.

3. Finalmente, este racionalismo cree que los prin­cipios simples del conocimiento también coinciden con los principios de ser en un rígido paralelismo: es decir, que la proposición fundada (demostrable, la conclusión) tiene por objeto un ser que debe ser explicado por otro, y que la proposición fundante o principio, tiene por ob­jeto un ser que no está fundado más que en sí mismo. Este paralelismo es falso y los que lo sostienen en teo­rías, no son consecuentes en la aplicación, pues que afir­man que la existencia de Dios es una conclusión, no obs­tante ser Dios el principio del ser y aceptan también que esta mesa es esta mesa, es decir, ven inmediatamente en la mesa el principio fundante de identidad, a pesar de ser la mesa un ser dependiente y creado.

Como síntesis de todo lo anterior, diremos: a) El conocimiento vale más que el querer, cuando

es capaz de determinar el querer mismo, lo que sólo ocurre en Dios.

b) El conocimiento que no determina el querer, sino que lo precede, se hace valioso en cuanto permite el que­rer valioso.

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voluntad, sino del conocimiento oscuro e imperfecto. Y aunque Platón corrija en parte esta opinión de su maes­tro, no deja de ser para él como última finalidad del al­ma, la contemplación de las eternas realidades. Claro que Platón considera que el filósofo es ya, por serlo, el mejor gobernante, y todos los restantes tipos humanos de cultura deben estarle subordinados; pero su opinión no consiste en que la filosofía tenga por fin la acción recta y justa, sino más bien es una consecuencia de ella. "El logisticon" es, según Platón, aquella parte del alma anterior ya a su existencia terrestre. Todo lo efectivo es de índole inferior y secundaria, comparado con él; se acerca ya a lo sensible y corporal mismo. "Esto es sólo un tránsito, un hijo de la Pobreza, y sólo encuentra el re­poso anhelado en la contemplación". En este mismo pen­samiento desarrolla Aristóteles su filosofía. Dios no po­drá ser concebido como amor, sino como un Ser que se piensa a sí mismo; y aunque distingue las virtudes dia-noéticas o de la inteligencia, de las virtudes éticas o de la voluntad, guardan siempre, en él, las primeras una más alta jerarquía.

Este primado de la inteligencia sobre la acción en la filosofía griega, es paralelo al mayor valor que tiene la idea general sobre el objeto individual, el género y la especie sobre el individuo; superar la individualidad con­tingente y pasajera para poseer la idea abstracta que es inmutable y en la cual se conocen todos los seres con­cretos, es el fin de toda la especulación griega sobre el ser y la realidad.

El cristiano primitivo introdujo un cambio en estas valoraciones: la tesis de un Dios creador que había sa­cado de la nada al mundo, se enfrenta al concepto aris­totélico de una materia eterna y respecto de la cual, Dios sería sólo una causa final y no eficiente. Esta idea de la creación conduce a pensar en un Dios que actúa libre­mente y que, por lo mismo ha tenido que crear el mundo por amor, y este amor ya no es, como el Eros antiguo,

indigencia, sino superabundancia de ser que se desborda. Tampoco el camino hacia Dios es el del conocimiento, sino el de la rectitud de corazón; de donde resulta tam­bién que el pecado ya no es hijo de la ignorancia, sino de la flaqueza de la voluntad.

Estos elementos voluntaristas de la filosofía cristiana primitiva son continuados a todo lo largo de la historia: en una primera etapa, a partir de San Agustín, la vo­luntad aparece como el centro a raíz del cual se mueven todas las demás facultades del alma. Escoto Erigena, San Anselmo, Abelardo, piensan como Agustín. Pero para to­dos ellos, sin embargo, el fin y la bienaventuranza con­sisten no en un acto de amor, sino de conocimiento. Sólo la escuela mística de los Victorianos en el siglo XII se decide francamente por el primado de la voluntad.

Alberto Magno y Tomás de Aquino (siglo XIII) res­tauran el intelectualismo. Sobre todo Santo Tomás, para el cual, el acto supremo del hombre es el de conocer, tras del que viene como consecuencia el amor. No desconoce ciertamente Santo Tomás que la voluntad toma parte decisiva en los actos intelectuales, y especialmente en la adhesión por la inteligencia al objeto de fe, que no es evidente intrínsecamente. Pero en esto la voluntad sigue siendo un simple medio.

La escuela franciscana continúa en cambio las ideas de los místicos de la escuela de San Víctor; había en ella el impulso de Francisco de Asís que enseñó a ver al mun­do con amor. San Buenaventura, discípulo del de Asís, teólogo profundo, para evitar que la teología cayera en fórmulas frías y muertas, dice de ella que es "Scientia affectiva". Luego, en la decadencia, el gran maestro Duns Scoto, franciscano también, ascendra el volunta­rismo fundado sobre todo en la tesis cardinal de que la voluntad es la más noble de nuestras facultades, por ser la verdaderamente libre, en oposición al intelecto, siem­pre dependiente del objeto. Dios mismo, para Duns, tiene

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por esencia el amor, su voluntad es su prima potentia; el querer divino es además, el fundamento de la bondad de todas las cosas. Enrique de Gante, Guillermo de Ware, Ricardo de Midletown habían preparado estas ideas de Duns, continuadas después por Guillermo de Occam y sus discípulos. Al entendimiento agente aristotélico, como fuerza per se activa, sucede ahora la tesis del entendi­miento pasivo ante el objeto, mientras la voluntad es independiente totalmente, incluso ante el bien en gene­ral. La voluntad se sirve del entendimiento como un se­ñor del lacayo que lleva adelante la antorcha, con la cual sólo ilumina los lugares que su señor ha previamente de­terminado recorrer.

El caso es que estas ideas voluntaristas son las que va a tomar la edad moderna, en contraposición al inte-lectualismo aristotélico-tomista. Pasión se llamaba en el mundo de ideas griegas el apetito de la voluntad, justa­mente por su sumisión al objeto; era la traducción al latín del Imperio del "pathos" griego. Pero hoy la pala­bra pasión denota una poderosa descarga de energía psí­quica, que en nada se parece a la pasividad que se le quería asignar en su origen. Pues este cambio en la sig­nificación de la palabra pasión se debe a las escuelas franciscanas y a los discípulos de Joaquín de Floris, ha­cia el siglo XII.

Naturalmente, al iniciarse el Renacimiento, siendo el problema fundamental que ocupa a los filósofos el de la estructura y constitución del mundo, pasa a segundo plano la discusión sobre las relaciones del logos y el ethos. Fluye por todas partes un interés por el mundo y, en se­guida, un máximo interés por los problemas de la validez del conocimiento. Descartes inicia el racionalismo en la consideración del mundo, pero al tratar del último fun­damento de los principios racionales, los coloca resuelta­mente en la voluntad divina. Leibniz replica en el sen­tido intelectualista de la escolástica, pero al tiempo mis­mo quiere conciliar la pugna entre la inteligencia y la

voluntad. Spinoza continúa la tradición rígida intelec­tualista, y reduce la voluntad al intelecto. Pero a medida que avanza el estudio de la naturaleza bajo el postulado del rígido determinismo causal, pugna por salir a flote la voluntad y la libertad como el signo del espíritu. Así en Kant, la crítica de la razón pura no tiene más objeto que el de fundar la fe o la creencia; en Fichte, el sujeto cognoscente crea el objeto conocido, sólo para poder afir­marse ante la resistencia que la ofrezca, como ser moral y libre. Nietzsche es el filósofo de la voluntad; considera que la historia humana ha girado en torno de la verdad y piensa que esa voluntad de verdad debe ser reempla­zada por una voluntad de poder en el sentido de un que­rer libre y arrogante que transforme el mundo. Igual­mente Dilthey es voluntarista: sabemos que el mundo exterior existe por la resistencia que opone a nuestra vo­luntad, y los sistemas metafísicos, a su juicio todos im­posibles para la razón pura, son, no obstante, coronación del saber porque resultan de la aspiración de la voluntad. En Scheler, la actuación ética no está presidida por el conocimiento abstracto de la validez universal, sino por la intuición de valores y aunque en aquélla no actúe decisivamente la libertad, sin embargo no por eso de­pende de la inteligencia, sino de la totalidad de la per­sona, en especial, en sus actos de tendencia, estimación o toma de posesión de valores. En fin, Heidegger es vo­luntarista en "La esencia del fundamento o de la razón", en donde afirma que "la libertad es el principio de ra­zón", "el fundamento del fundamento, la razón de la razón".

VITALISMO Y EXISTENCIALISMO

Agrupamos bajo estos nombres aquellos filósofos que han sostenido sistemáticamente que la filosofía ha de ter­minar en una pedagogía, una disciplina de la formación

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del hombre, si es que desde el principio no ha de ser ya esto mismo. Nos ocupamos, en especial, de Nietzsche y Wilhelm Dilthey.

Federico Nietzsche: En la pedagogía, como teoría de la formación del ser humano, Nietzsche es un filósofo demasiado exaltado, voluble y cambiante, por lo menos para enunciar un ideal de educación para la mayoría de los hombres.

Pero a Nietzsche se debe el gran mérito de haber ini­ciado una caracteriología, una descripción de los tipos hu­manos de gran importancia para la educación. El resen­tido es el sujeto mezquino que convierte en virtudes sus propios vicios, defectos y debilidades, llamando a la ab­yección, humildad; a la cobardía, prudencia; y a la in­sinceridad, astucia. El hombre distinguido, en cambio, es el que descansa en su propio valor, tiene plena con­ciencia de sus capacidades y de sus limitaciones, se honra a sí mismo diciendo verdad y honra a los demás recono­ciendo lo que son; el hombre distinguido no se compara con otros, nunca mira en torno suyo, como hace el re­sentido para constatar quiénes lo aventajan y a quiénes supera. Por último, el ideal humano que Nietzsche repre­sentó en tres tipos distintos correspondientes a tres épo­cas diversas de su vida: el artista trágico, el libre y frío pensador y el superhombre; este último, tenía del artista la brava pasión y el calor emocional; y del pensador, el juicio frío y objetivo para reconocer la realidad, todo incorporado a una alta vida de despliegue de todas las facultades.

Para Nietzsche, "los verdaderos filósofos tienen por misión mandar e imponer la ley . . . Su investigación del conocimiento es "creación", su creación es legislación, su voluntad de verdad es . . . voluntad de poderío".

Nietzsche colocaba la voluntad en la base de la cien­cia; afirmaba que ésta "reposa en una fe, y que no hay, no puede haber ciencia absoluta. La cuestión de saber

si la verdad es necesaria debe ser hecha de manera que el principio de la fe, la convicción, se exprese en ella: "nada es más necesario que la verdad y, con relación a ella, todo lo demás no tiene más que un valor de segundo orden". Esta voluntad de verdad la reduce Nietzsche a un negro temor de dejarse engañar, para lo cual se evita el engañar a los demás. "Mas, ¿por qué no engañar? —dice—•. ¿Por qué no dejarse engañar?" Es preciso adver­tir que las razones de la primera eventualidad se encuen­tran en otro campo que las de la segunda. No nos quere­mos dejar engañar, porque creemos que dejarse engañar es perjudicial, peligroso, nefasto; desde este punto de vis­ta, la ciencia sería el resultado de una larga astucia, de una precaución, de una utilidad, a la que se podría jus­tamente objetar: ¿Cómo? ¿El hecho de no querer dejarse engañar disminuiría realmente los riesgos de encontrar cosas nocivas, peligrosas, nefastas? ¿Qué sabéis de ante­mano del carácter de las existencias para poder decidir si la mayor ventaja está del lado de la desconfianza ab­soluta o del lado de la confianza absoluta?"

Pero donde Nietzsche concreta su pensamiento sobre la verdad, es en el siguiente pasaje, tomado de una de las obras ya citadas: "La falsedad de un juicio no es para nosotros una objeción contra el juicio. Esto es quizás lo que en nuestro nuevo lenguaje parecerá más extraño. Se trata de saber en qué medida este juicio acelera y con­serva la vida, mantiene y desarrolla la especie, y, por principio, nos inclinamos a pretender que los más falsos juicios (de los cuales forman parte los juicios sintéticos "a priori") son para nosotros los más indispensables; que el hombre no podría existir sin el curso forzado de los valores lógicos, sin medir la realidad con la escala del mundo puramente ficticio, de lo incondicionado, de lo idéntico a sí mismo, sin una falsificación constante del mundo por el número; a pretender que renunciar a los juicios falsos sería renunciar a la vida, negar la vida. Con­fesar que la mentira es una condición vital, eso es, cier-

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ciencias naturales: una investigación de causas y efec­tos. Dilthey hace ver que el objeto histórico es cultural, es decir, posee un sentido, quiere expresar un valor. Por tanto, el método para captarlo es el de la comprensión que va del sustrato material (el mármol en la estatua, el papel y las letras en el documento, los colores en el cuadro, por ejemplo) a su sentido expresado y luego vuel­ve de éste al sustrato, en un ir y venir que nunca cesa, porque cada vez se obtiene mejor la comprensión del ob­jeto como tal. Un objeto cultural no se explica, es decir, no se conoce en su ser, con conocer las causas que lo han creado, ni se entiende, esto es, no se conoce adecuada­mente, con sólo colocarlo bajo un concepto más abstracto que lo abarque; un objeto cultural se comprende. Es por eso por lo que la obra de arte, o la religiosa o la histó­rica o jurídica se comprenden tanto mejor cuanto más se las estudia, cuantas más veces se ve el cuadro, o se oye la melodía, o se investiga el momento histórico; el objeto cultural revela así, ser una totalidad, es decir, algo más que una suma y, por lo mismo, nunca completamen­te agotable en su comprensibilidad.

Y si este objeto es una totalidad, puede ser conocido porque el alma también es una totalidad, una estructura que capta el todo; conociendo el objeto cultural, el alma se conoce a sí misma; revive en ella misma el sentido del objeto espiritual. Por eso en la base de la comprensión está la vivencia (trad. del alemán "Erlebnis"), con lo cual se significa que lo comprendido es vivido.

De todo esto nos ocuparemos con más detalle poste­riormente. Por ahora, se ve claro que según Dilthey, todo conocimiento de lo espiritual, es una autognosis, un auto-conocimiento. Pero como la filosofía aspira a captar la totalidad del sentido del mundo, según ya dijimos, resulta así manifiesto por qué para Dilthey la filosofía sea más que ningún otro conocer, una autognosis. Pero por otra parte, toda filosofía tiene que empezar con lo que los fi-

tamente, oponerse de peligrosa manera a las evaluaciones habituales; y le bastaría a una filosofía osarlo para co­locarse, por este solo hecho, más allá del bien y del mal".

El pasaje anterior, concordado con otros lugares del filósofo, seguramente nos dan una teoría menos audaz que la que allí crudamente expone. Lo que pretendía mostrar Nietzsche sobre todo, es que la verdad, en el sen­tido de la ciencia y del saber, no lo hacen todo en la alta vida a que pretendía elevar al hombre, sino que han de estar incorporados en la total formación del ser, de modo que resulte un ejemplar vital que supera la verdad en la actividad.

Por lo demás, las tesis educativas de Nietzsche son nada aprovechables si no se las somete a crítica muy ri­gurosa, fuera de que considera que el ideal del hombre estará siempre representado en unos cuantos ejemplares selectos, en torno del cual, todo lo demás es masa a quien "se lleva, dice, el diablo y la estadística". Pero en el or­den de ideas que hemos venido estudiando, el pensamiento de Nietzsche ha de ser mencionado, pues es notoria su concepción de la filosofía como instrumento de dominio y por lo tanto, como elemento en la educación del tipo humano.

Wilhelm Dilthey: Nace en 1833 y muere en 1911. Du­rante su vida fue menos conocido de lo que mereciera su obra ingente de filósofo e historiador. Su sistema an­da disperso en multitud de ensayos que no siempre fue­ron concluidos. Como ,'Kant había escrito la "Crítica de la razón pura", Dilthey quiere comprender su obra toda como una crítica de la razón histórica. Y en efecto, a Dilthey se debe primordialmente el haber precisado y delimitado el método de las ciencias del espíritu, entre las cuales está la historia. Una forma del escepticismo del siglo XIX se conoce con el nombre de relativismo histórico; pero los historiadores que le eran fieles, creían, sin embargo, que el método de la historia era el de las

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lósofos precedentes han pensado del mundo, y esta es una actitud histórica, para la cual se necesita también la comprensión.

Hermenéutica: Sin embargo, Dilthey no permanece en la comprensión. Esta se completa con la interpretación o hermenéutica que es la elevación técnica del comprender a validez universal. En esta forma, la comprensión se desprende de toda tacha de subjetivismo.

Siendo el conocimiento una autognosis, está por lo mismo íntimamente ligada a la vida del alma. "Todo co­nocer, valorar, actuar con arreglo a fines, toda conexión producida por la conciencia está bajo la condición ge­neral de "la conexión de la propia conciencia". Por eso para Dilthey, "el conocimiento no puede ir más allá de la vida, es decir, no puede establecer ninguna conexión que no esté dada en la propia vida".

Dilthey, conforme a estas ideas, es el sistemático de una filosofía de la vida, de la que ya se encuentran ele­mentos en Schopenhauer, Nietzsche, Carlyle y Maeterlink, pero todavía en éstos, dependiente de un punto de par­tida metafísico. Porque Dilthey es un filósofo positivista y, por tanto, antimetafísico; pero su positivismo no es como el de Comte o Spencer, que sólo acepta en la expe­riencia sensible; Dilthey afirma que hay también lo dado en la experiencia espiritual, por medio de la comprensión y la posición antimetafísica de Dilthey no consiste en una aversión a ella, sino en un reconocimiento de los límites de la razón, lo que no impide que deba siempre cultivarse la aspiración al conocer metafísico, como un altísimo ideal humano.

El auténtico filósofo, como el poeta, dice Dilthey, nace y no se hace. Su actitud ante el mundo es originaria, y no aprendida ni estudiada. Esta, como decía Schopen­hauer, sólo produce "filosofía de profesores para profeso­res de filosofía". "El filósofo se encamina en virtud de su intención original, mientras trata de elevar, mediante

su energía lógica, la imagen del mundo, los ideales y los fines propios de su época a clara conciencia y conexión, hacia las raíces de la vida".

Cuando falta en el hombre esa energía lógica para buscar la conexión de las raíces de la vida y de la rea­lidad, es porque no existe ninguna disposición filosófica.

Con estas ideas se comprende que Dilthey diga repe­tidas veces como en el lugar copiado arriba, que "la filo­sofía es un poder que quiere actuar reformando la vida", y de ahí no hay sorpresa en la siguiente afirmación de Dilthey: "La última palabra del Filósofo es la Pedagogía, pues toda especulación sólo debe servir a la acción. Flora­ción y finalidad de toda verdadera Filosofía es Pedago­gía en su sentido más amplio: teoría de la formación del hombre". Esta es la tesis central de Dilthey, repetida hasta el cansancio en todas sus obras, hasta el punto de que puede decirse que es el primer filósofo que conscien­temente hace de la filosofía una teoría de la educación del hombre.