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1 BEATOS JESUITAS BIENAVENTURADO P. PEDRO FABRO Jaime Correa Castelblanco s.j. 2006

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BEATOS JESUITAS

BIENAVENTURADO P. PEDRO FABRO

Jaime Correa Castelblanco s.j.

2006

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Presentación.

El año 2006 fue presentado por la Compañía de Jesús como un Año Jubilar, recordando

en él a sus tres primeros fundadores: a San Ignacio, a San Francisco Javier y al

Bienaventurado Pedro Fabro. La familia ignaciana celebró en el Jubileo jesuita: los 450

años de la muerte de San Ignacio en Roma, el 31 de julio de 1556; el nacimiento de

San Francisco Javier, el 7 de abril de 1506 en Navarra; y el nacimiento del

Bienaventurado Pedro Fabro, el 13 de abril de ese mismo año, en Villaret, Saboya.

San Ignacio, San Francisco Javier y el Bienaventurado Pedro Fabro tienen un lugar de

predilección en la Compañía de Jesús. A los jesuitas les gusta comparar, con la debida

reverencia, a San Ignacio, peregrino, fundador y primer General en Roma, con el

Apóstol San Pedro, peregrino, primer Pontífice y definitivamente Romano; a San

Francisco Javier, con San Pablo, recorriendo el mundo desconocido como lo hizo el

Apóstol de las gentes en el mundo de entonces; y al Bienaventurado Pedro Fabro, con

el Apóstol San Juan, el discípulo amado por excelencia que, como él, supo unir el amor

a Jesucristo con la profundidad de su sabiduría teológica y la caridad exquisita a todos

sus prójimos.

El Bienaventurado Pedro Fabro fue el primer Compañero de San Ignacio, y el primer

sacerdote en la Compañía de Jesús. Su persona fue muy querida entre los Primeros

Compañeros. San Ignacio pensaba que nadie acompañaba mejor en los Ejercicios

Espirituales que Pedro Fabro. Y cuando salió para España, dejó a Fabro como cabeza

del pequeño grupo de París. Su manera afable lo hizo siempre ser querido por todos,

no sólo entre los compañeros, sino también entre los grandes de la Iglesia con quienes

debió tratar. Y especialmente, por los cristianos que se separaban de la fe católica.

Pedro Fabro jamás dijo una palabra dura a un luterano. Y en representación de la

Iglesia, debió intervenir en Coloquios y en Dietas. En esto se mostró adelantándose a

lo mejor del Ecumenismo.

Esta pequeña biografía está dirigida, especialmente, a los jesuitas. Dios ha de querer

suscitar en alguno de ellos a un promotor eficaz de su canonización.

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Bienaventurado P. Pedro Fabro s.j.,

primer compañero de San Ignacio de Loyola

(1506 – 1546)

Fiesta: 1 de agosto

Infancia humilde.

Pedro nació en Villaret, pequeña aldea de Saboya, en la Francia actual, el 13 de abril

de 1506, el Domingo de Pascua.

“El Señor me hizo nacer de padres buenos, católicos y piadosos. Eran labradores, con

suficientes medios temporales para proporcionarme los medios necesarios para la

salud de mi alma, conforme al fin para que he sido creado .”

A los 10 años de edad, ayudado por un tío, prior de la Cartuja de Reposoir, inició los

estudios bajo la dirección de un sacerdote.

“A los 12 años, pasando mis vacaciones mientras yo pastoreaba mi rebaño, prometí al

Señor conservar perpetuamente la castidad”

En París: con Francisco Javier e Ignacio.

A los 19 años, en 1525, Pedro viajó a París a continuar sus estudios en la Sorbona.

Como “porcionista”, cada cual pagaba una porción del aposento. Compartió en el

Colegio de Santa Bárbara una habitación con otro estudiante: Francisco Javier, venido

de Navarra. Muy pronto esos jóvenes, de la misma edad, se hicieron amigos.

“Recuerda, alma mía, los escrúpulos y remordimientos de conciencia con que el

demonio comenzaba a angustiarme. Sin ellos, quizás, ni el mismo Ignacio me hubiera

hecho conocer bien a Dios”

Después de acceder al grado de Maestro en Artes, recibió en enero de 1530 el encargo

de preparar a Iñigo de Loyola, nuevo porcionista en la misma habitación, en los inicios

de la Filosofía

“Era este buen español, no muy alto, ligeramente cojo y de ojos alegres. Después de

haberme aprovechado de su conversación, gocé muy pronto de su intimidad. Llegamos

a formar una sola persona en el deseo, en la voluntad y en la firme decisión de escoger

la vía por donde hoy caminamos”.

En enero de 1534, Pedro hizo los Ejercicios Espirituales bajo la dirección de Iñigo. Se

retiró 30 días a una casa solitaria junto a Saint Jacques.

“Aquí tengo que incluir los innumerables beneficios que me concedió el Señor al

llamarme a tan alto grado. Y darle gracias porque en todo lo busqué a Él solo, sin

ninguna intención de conseguir honores o bienes temporales”.

“Ojalá llegue pronto el momento en que yo no vea ni ame a ninguna creatura

prescindiendo de Dios, sino más bien vea a Dios en todas las cosas, o por lo menos lo

reverencie en ellas. De ahí podré subir al conocimiento del mismo Dios en sí mismo y,

ver en Él a todas las cosas para que Él mismo sea para mí todo en todo, eternamente”.

“Para llegar a la santidad es necesario esforzarse en encontrar a Cristo que es camino,

verdad y vida, en el centro de mi corazón; es decir dentro, debajo y arriba de mí, por

medio de mi pensamiento y mis los sentidos”.

En mayo se ordenó de sacerdote. Celebró la Primera Misa el 22 de julio, fiesta de

Santa María Magdalena. Asistieron Iñigo y Francisco Javier, acompañados de otros

jóvenes: Simón Rodríguez, Diego Laínez, Alfonso de Salmerón, y Nicolás Alonso de

Bobadilla. Todos empezaban a ser “amigos en el Señor”.

“De todo me libró el Señor y me confirmó de tal manera con la consolación de su

espíritu, que me decidí a ser sacerdote”.

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Durante todo ese mes de julio ya habían comenzado a deliberar, los siete, sobre el

futuro del grupo. Con el calendario en la mano, concretaron una peregrinación a Tierra

Santa y pusieron plazo, el 25 de enero de 1537, para terminar los estudios.

Todo el proyecto quedó consolidado con el Voto de Montmartre: el 15 de agosto de

1534. Pedro, el único sacerdote del grupo, celebró la Eucaristía, y uno tras otro, de

rodillas, pronunció en voz alta el juramento de servir a Jesucristo en pobreza y

castidad y de hacer una peregrinación a Jerusalén.

“Todos nos fuimos a Santa María del Monte de los Mártires, a las afueras de París.

Cada uno hizo voto de ir, a su debido tiempo, a Jerusalén, y a la vuelta, de someternos

a la obediencia del Romano Pontífice”.

Ignacio de Loyola, ya Maestro en Artes, debió, por salud, viajar a España. Y Pedro

quedó encargado del grupo parisino, con la autoridad de reclutar a nuevos

compañeros. Una vez mejorado, Ignacio se les reuniría en Venecia para la

peregrinación a la Tierra Santa de Jesús.

“Para esto es necesario que yo pida al Padre, que está en lo alto, autoridad; al Hijo,

que está frente a mí como modelo por su humanidad, sabiduría; y al Espíritu Santo,

que está dentro de mí, me dé bondad”.

Al grupo se añadieron un saboyano y dos franceses: Claudio Jayo, amigo de infancia

de Pedro, Pascasio Broet, sacerdotes, y Juan Codure.

Siguiendo las instrucciones de Ignacio, cada 15 de agosto volvieron a Montmartre y

renovaron los votos hechos. Diariamente hacían una hora de oración y examen de

conciencia. Oían todos los días la Misa, se confesaban cada semana y comulgaban.

Asistían a las clases de Teología en el convento de los dominicos y en el de los

franciscanos.

Pedro Fabro escribió en el inicio de su Memorial:

“Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios. Rescató tu vida de la muerte,

te corona de amor y de ternura. Colma de bienes tus deseos, después de haber

perdonado todos tus pecados y seguir perdonándolos siempre. Sana todas tus

dolencias y te concede la esperanza de que tu juventud se renueve como la del águila.

Adora, alma mía, al Padre celestial, alabándolo siempre y sirviéndolo con todas tus

fuerzas. Adora a tu Redentor, Nuestro Señor Jesucristo que como camino, verdad y

vida te enseña y te ilumina. Adora al Espíritu Santo que con su bondadosa

comunicación cuida para que todo en ti sea limpio, recto y bueno.

Ruega la intercesión de la Madre bendita, Nuestra Señora, y de todos los santos y

santas del cielo, y de todos aquellos, que, vivos o muertos, ruegan por ti en la Iglesia

Católica”.

Una caminata increíble.

En noviembre de 1536 dejaron París. Salieron a pie con mal tiempo, en medio de una

lluvia torrencial, divididos en dos grupos. En las posadas, los tres sacerdotes

celebraban cada día la Misa en la que comulgaban los demás.

Pasaron por Meaux, caminaron por el valle del Marne. En Metz tropezaron con el

grueso del ejército francés. Por el valle del Mosela llegaron al santuario de San Nicolás,

en Nancy. La distancia de 150 kilómetros hasta Estrasburgo, la ciudad imperial

convertida al protestantismo, la hicieron en tres días.

Caminando otros tres días, atravesando montañas y nieves, llegaron a Basilea. En esa

ciudad, el culto católico había sido suprimido. Y la nieve fue profunda desde Basilea

para adelante.

Los nueve caminantes salieron hacia Constanza, distante 160 kilómetros. Ninguno

dominaba el idioma alemán Perdieron varias veces la ruta y caminaron hundiéndose en

la nieve. En una aldea vieron cómo el pueblo festejaba la boda del párroco. En

Weinfelden los obligaron a discutir con el párroco, casado y con varios hijos, sobre la

verdadera fe. La ciudad de Constanza se les presentó en iguales condiciones.

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Bordearon el lago y, después de dos días de marcha, se acercaron a Lindau, parando

en el Hospital de los leprosos. Un día después llegaron a Felkirch, al otro lado del Rhin,

en tierras católicas. Atravesaron los Alpes del Tirol, y se internaron por los desfiladeros

cargados de nieve.

Desde el paso cordillerano de Brenero se dirigieron a Bolzano, y desde allí a Trento.

“De todos esos peligros nos libró amorosamente el Señor”

El 8 de enero de 1537 llegaron a Venecia “fuertes y alegres de espíritu”. El viaje había

durado 54 días y habían recorrido 1.500 kilómetros.

“Y nos dirigimos a los hospitales. Cuatro al Hospital de San Juan y San Pablo, y cinco al

Hospital de los Incurables”.

Venecia, Roma, y de nuevo Venecia.

En la ciudad ducal, encontraron a Ignacio de Loyola en casa de su bienhechor, Andrea

Lippomani. Ignacio abrazó a sus “amigos en el Señor” y se llenaron todos de gozo.

Hasta junio o julio no iban a zarpar las naves a Tierra Santa. Quedaban entonces seis

meses de espera, incluyendo el viaje a Roma para pedir al Papa Paulo III el permiso

para la peregrinación y poder recibir las Órdenes sagradas.

El 16 de marzo salieron hacia Roma a pedir el permiso. Fueron todos menos Ignacio,

quien consideró que su presencia en Roma podría crear dificultades de parte del Doctor

Pedro Ortiz, embajador del Emperador, con quien él había tenido algunos problemas en

París. El viaje lo hicieron en suma pobreza, a pie, sin dinero, y mendigando, por amor

de Dios, la comida.

Entraron a Ravena cantando himnos. En Loreto celebraron y oyeron la Misa,

encomendándose fervorosamente a la Madre de Dios.

Al anochecer del Domingo de Ramos, el 25 de marzo de 1537, llegaron a Roma.

Siguiendo su costumbre, se alojaron en los hospicios.

Paulo III los recibió en el Castillo de Sant’Angelo el martes de Pascua, el 3 de abril. Le

pidieron el permiso para peregrinar y la admisión a las Órdenes. Recibieron la

bendición papal y obtuvieron todas las licencias. Al despedirlos el Papa les dio una

limosna de sesenta ducados. Y les agregó una frase: “Me sospecho que no podrán

viajar a Jerusalén”

Al principio de mayo regresaron a Venecia. El viaje de vuelta fue como el de la ida: a

pie, pidiendo limosna y alojando en malas posadas.

En Venecia se prepararon intensamente a la ansiada peregrinación. El día del Corpus

Christi participaron en la procesión solemne de la Basílica de San Marcos. Todo estaba

a punto. Y sin embargo, el Papa tuvo razón. Ese año 1537 ninguna nave zarpó: desde

hacía 38 años que no sucedía algo semejante. Venecia entraba en un pacto contra los

turcos.

Decidieron entonces aguardar. Tenían todo un año de plazo para el cumplimiento de su

voto. El 24 de junio se ordenaron de sacerdotes. Todo el mes de julio lo dedicaron a

cuidar enfermos en el hospital. Y en agosto se repartieron por las ciudades cercanas

para un mes de ministerios.

“Ignacio, Maestro Laínez y yo fuimos a Vicenza; Maestro Francisco y Salmerón se

instalaron a doce millas de Parma; Maestro Juan Codure y el Bachiller (Hoces) en

Treviso; Maestro Jayo y Maestro Simón fueron a Bassano; Bobadilla y Pascasio a

Verona”.

En septiembre deliberaron todos en Vicenza: ¿Qué responderían a los que preguntaran

quiénes eran? La decisión fue unánime: responder que eran de la Compañía de Jesús.

Ellos formaban un grupo que reconocía como Superior sólo a Jesucristo.

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Roma.

Ignacio, Fabro y Laínez salieron hacia Roma bien avanzado el mes de octubre de 1537.

En la cercanía de la Ciudad Eterna tuvo lugar un hecho de enorme importancia para la

vida espiritual de los compañeros. A 16 kilómetros de Roma, en un cruce da caminos,

llamado La Storta, entraron Ignacio, Fabro y Laínez a una pequeña Capilla a orar. Allí

Ignacio tuvo una experiencia espiritual que muy pronto él compartió con sus dos

amigos. Ignacio dijo haber experimentado que el Padre Eterno lo ponía en amistad con

su Hijo. En esa visión el Padre dijo a Jesús, quien iba con la cruz a cuestas: “Yo quiero

que tomes a éste como a servidor”. Jesús entonces le dijo a Ignacio: “Yo quiero que tú

nos sirvas”. Y el Espíritu Santo le anunció: “Yo les seré propicio en Roma”.

Para los tres amigos, ésa fue una visión de la Santísima Trinidad que se grabó para

siempre en sus almas. En ella vieron la confirmación divina del grupo de los “amigos

en el Señor”.

Los comienzos romanos fueron sencillos. A los pocos días estuvieron alojados en una

casa cuyo propietario era el Sr. Quirino Garzoni, a escasa distancia de la iglesia Trinità

del Monti. Pedro Fabro y Diego Laínez, favorecidos por el doctor Pedro Ortiz,

empezaron a dictar clases en la Universidad de Roma, en el palacio de la Sapienza. El

Maestro Pedro Fabro enseñaba Teología positiva, comentando la Sagrada Escritura; y

Diego Laínez, el tratado de Eucaristía. El Romano Pontífice, Paulo III, los invitaba, de

vez en cuando, a cenar con otros teólogos para que disertaran en su presencia. En

cambio, la actividad de Ignacio se reducía a dar los Ejercicios.

Hubo dificultades en la Cuaresma de 1538. Los sermones cuaresmales en la iglesia de

San Agustín corrían a cargo de un agustino, el piamontés Agustín Mainardi. El concurso

de gente era grande. Entre los oyentes también estuvieron Pedro Fabro y Diego Laínez.

Pero éstos no tardaron en notar, asombrados, que el célebre predicador enseñaba

doctrinas claramente luteranas. Fabro y Laínez visitaron al sacerdote y,

fraternalmente, lo amonestaron. Le pidieron retractarse, pero no tuvieron éxito.

Entonces intervinieron algunos curiales españoles, amigos de Mainardi, quienes

hicieron propalar el rumor que esos “Sacerdotes reformados” eran luteranos

encubiertos y que ya habían sido procesados por sus errores en España, París y

Venecia. El rumor hizo estragos.

Después de Pascua, el 21 de abril de a538, con la llegada a Roma de los que habían

permanecido en el norte de Italia, el grupo volvió a reunirse seis meses después de la

separación

“Mucha oposición hicieron durante todo ese año contra nuestros buenos propósitos. Y

pasamos por muchas pruebas, principalmente por la investigación que procuramos se

hiciera sobre nosotros”.

Ignacio decidió pedir que se hiciera un Proceso judicial y que se dictara una Sentencia

formal. En agosto logró entrevistarse con Paulo III y le suplicó ordenar el Proceso. En

ese momento una circunstancia parecía favorecerlo. En Roma, por diversos motivos, se

encontraban todos los que lo habían examinado y juzgado en Alcalá, París y Venecia.

Todos esos jueces fueron llamados a deponer ante el Gobernador. Los testimonios

resultaron una espléndida demostración de la inocencia de Ignacio y los compañeros:

no sólo no había error en doctrina o moral, sino que sus vidas y doctrinas eran santas

y sanas. La sentencia absolutoria se dictó el 18 de noviembre de 1538.

Ofrecimiento al Romano Pontífice y Deliberación de 1539.

Después de la sentencia, los compañeros decidieron dar cumplimiento a la alternativa

del voto de Montmartre. En ese mismo mes de noviembre hicieron al Papa el

ofrecimiento de sus personas, para el servicio de Dios y de la Iglesia.

“La sentencia absolutoria fue un don para no olvidar, y como el fundamento de toda la

Compañía. Y ese mismo año en que se dictó la sentencia a nuestro favor, nos

presentamos como holocausto al Sumo Pontífice Paulo III, para que determinase en

qué podíamos servir a Dios, para la edificación de todos los que están bajo la potestad

de la Sede Apostólica, en perpetua pobreza y dispuestos por obediencia a ir a las

Indias lejanas.

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Quiso el Señor que el Papa aceptase gozosamente nuestros propósitos. Por lo que

siempre me siento obligado, y cada uno de nosotros, a dar gracias al Señor de la mies

y de la Iglesia Católica universal, Cristo Nuestro Señor, que tuvo a bien declarar, por la

palabra de su Vicario en la tierra, lo que es una vocación manifiesta, que le agradaba

que le sirviéramos y que quería siempre echar mano de nosotros”.

Las peticiones para las ciudades de Italia resultaron cada día más insistentes. Y

algunos debieron partir a misiones específicas.

El Embajador de Carlos V los pedía para América y el rey Juan III los quería en la

India.

¿Qué hacer ante la dispersión que se veía venir? ¿Podía existir una comunidad en

dispersión? ¿Cómo resolver este problema? Era urgente deliberar.

La Deliberación comenzó en los primeros días de la Cuaresma de 1539. Si el Papa los

destinaba a algún sitio, ¿debían acudir como individuos, o como miembros de un

cuerpo estable? La decisión resultó fácil, sin controversias: la unión hecha por Dios no

debía deshacerse; al contrario, convenía confirmarla y fortificarla.

¿Deberían hacer voto de Obediencia a uno de ellos, elegido como Superior? La

respuesta a esta pregunta presentó dificultades. Si decidían hacer el voto de

Obediencia, temían que los incorporaran a algunas de las Órdenes religiosas ya

existentes. Por otra parte, la Obediencia les parecía necesario para la cohesión del

grupo.

Fueron muchos los días de deliberación, oración y discernimiento. Por fin,

unánimemente, resolvieron dar Obediencia a uno de ellos.

Con esta decisión quedó aprobado el proyecto de fundar la Orden religiosa Compañía

de Jesús. Era el 24 de junio de 1539.

Ignacio fue el encargado de redactar las líneas esenciales de la nueva Orden.

Parma.

La dispersión por las diversas ciudades de Italia comenzó casi de inmediato. En ese

mismo mes de junio Pedro Fabro y Diego Laínez fueron enviados a la ciudad de Parma

llamados por el Legado Apostólico, el cardenal Ennio Filonardi del título de Sant’Angelo.

El estado religioso era lamentable: un gran número de fieles no se acercaba ya a los

sacramentos.

Las conferencias de cultura religiosa, las predicaciones casi diarias, los Ejercicios

Espirituales, la dedicación preferencial por la juventud, la presencia asidua en el

confesionario, cambiaron el ambiente de la ciudad en el espacio de un año. Y aunque

esta transformación se debió al trabajo admirable de ambos sacerdotes, sin embargo

debe atribuirse una eficacia especial a los Ejercicios Espirituales, en los que Pedro

Fabro era un verdadero maestro

Como Fabro tenía un trato amable, no pequeña parte del éxito se atribuía a su

serenidad de espíritu y a la suavidad de su carácter. A los Ejercicios de un mes,

dirigidos por Fabro, acudieron más de cien personas. Incluso varios sacerdotes

ejercitantes se transformaron a su vez en directores, dando así testimonio autorizado

de eficacia. El mismo Pedro escribía a Roma:

“No puedo enviar datos detallados de los Ejercicios: son tantos los que los hacen que

no se puede hacer un buen recuento. Todos quieren experimentarlos: hombres y

mujeres; y los sacerdotes que los han hecho comienzan a darlos”.

Con el fin de afianzar todo ese bien, Pedro ideó la fundación de la Compañía del Santo

Nombre de Jesús para la santificación personal y asistencia de los condenados a

muerte, y la Asociación de la Doctrina Cristiana para la instrucción de los niños.

Colaboró asimismo, dictando los Estatutos, con la Compañía de la Caridad para

sacerdotes, seglares, nobles y otras personas que, además de atender a sus propias

almas, miraban solícitos por el bien de los pobres, los enfermos, encarcelados, viudas

y huérfanos.

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Un número notable de vocaciones accedió a engrosar las filas de la naciente Compañía

de Jesús. Basta citar el nombre del Padre Antonio Criminali, protomártir de la

Compañía, quien dio su vida, pocos años después, en las costas de la Pesquería en la

India. También se decidieron por la Compañía, el sacerdote español Jerónimo

Doménech, con Paulo de Achillis, Elpidio Ugoletto, los dos hermanos Francisco y Benito

Palmio; y para el clero diocesano el célebre Silvestre Landini, el futuro apóstol de

Córcega. También se dirigió con Fabro, Juan Bautista Viola quien va a ser más tarde,

en París, el más enérgico sostenedor de la Compañía de Jesús.

Alemania. Worms.

Una insinuación de Paulo III lo hizo ponerse, el 24 de octubre de 1540, a las órdenes,

como compañero, del sacerdote Doctor Pedro Ortiz, embajador imperial. Éste acababa

de recibir el encargo de dirigirse a Worms, en Alemania, para asistir en calidad de

Legado a un Coloquio religioso entre protestantes y católicos.

El estado religioso encontrado en Worms entristeció a Pedro Fabro. Pero de inmediato

se dio cuenta que la salvación de Alemania debía surgir desde la caridad hacia los

disidentes, y de la preocupación por una buena formación teológica de los sacerdotes.

“Si en esta ciudad de Worms se hallasen aunque fueran dos o tres buenos sacerdotes,

inflamados de un poco de celo por las almas, ellos podrían hacer cuanto quisiesen con

este pueblo sencillo”.

El Coloquio de Worms no fue un éxito. El Canciller del Emperador Carlos V, Antonio de

Granvela, no permitió que Pedro Fabro pudiera hablar con Felipe Melachton, en

conversación personal. Más aún, no permitió, por temor a irritar a los luteranos, que

Fabro enseñara a los niños, ni siquiera los primeros principios de la Religión.

Ratisbona.

El 10 de enero de 1541 el Doctor Ortiz partió con el Padre Pedro Fabro hasta

Ratisbona, a donde había sido trasladado el Coloquio religioso. El mismo Carlos V

quería hallarse presente e inaugurar la Dieta o Asamblea de los príncipes eclesiásticos.

Pedro Fabro desplegó con fuerza su ministerio con los Ejercicios.

“Estoy persuadido que con los protestantes no basta la ciencia, sino que es

indispensable una vida virtuosa, firme y constante en el seguimiento de Jesucristo”.

El fruto que recogió fue extraordinario. Entraron en Ejercicios, bajo su dirección,

personajes de la Corte, prelados y teólogos. Hubo un momento en que, materialmente,

Fabro no pudo ya satisfacer el deseo de todos. Como en Parma, hubo ejercitantes que

empezaron, a su vez, a dirigirlos a otras personas.

“Muchas gracias me concedió el Señor en Ratisbona, principalmente en oír confesiones

de nobles de la casa del Emperador y de mi príncipe, el duque de Saboya, que me

eligió como confesor suyo. En estas confesiones se logró mucho fruto y se sembró la

semilla para cosas mayores que de allí se siguieron. También en los Ejercicios de

ilustres personajes españoles, italianos, alemanes, con los que se consiguió casi todo el

bien que después se recogió en Alemania”.

Antes de abandonar la ciudad d e Ratisbona, tuvo el consuelo de emitir los Votos

solemnes y de prestar la Obediencia debida a Ignacio, elegido ya General de la

Compañía de Jesús.

“Tuve gran consolación espiritual y gran fortaleza de espíritu en la renuncia de los

bienes, en el adiós a los placeres de la carne abandonados anteriormente, y en

humildad para negar totalmente mi propia voluntad en todas las cosas”.

Ignacio de Loyola, General de la Compañía de Jesús.

El 27 de septiembre de 1540 el Papa Paulo III había firmado la Bula “Regimini

militantis Ecclesiae” con la cual había aprobado y confirmado a la naciente Compañía

de Jesús. Ignacio, entonces, había convocado a los Compañeros dispersos para la

elección del Superior General.

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En la Cuaresma de 1541 se reunieron Ignacio de Loyola, Diego Laínez, Alfonso de

Salmerón, Pascasio Broet, Claudio Jayo y Juan Codure. A Nicolás Alonso de Bobadilla el

Papa lo tenía en Nápoles. Francisco Javier y Simón Rodríguez estaban en Lisboa,

dispuestos a embarcarse a India. Pedro Fabro estaba en Alemania. La elección del

General, sin embargo, pertenecía a todos.

El 5 de abril se reunieron los seis que estaban en Roma y depositaron en una urna los

votos escritos. Pusieron también los votos de Fabro, Javier y Rodríguez, dejados por

ellos antes de salir de la Ciudad Eterna.

La elección recayó, unánimemente, en Ignacio, con una excepción: la suya. Cuatro de

los electores, Codure, Javier, Rodríguez y Fabro, dieron un segundo nombre para el

caso de que Ignacio muriera. Codure, Javier y Rodríguez escogieron a Pedro Fabro; y

éste, a Javier.

España.

“El 27 de julio de este mismo año salimos de Ratisbona, el Dr. Ortiz y yo con todos los

de su casa. Atravesamos Saboya, mi patria, y Francia. Ahí pude ver que el buen

corazón que nos concedió el Señor para amar a todo el mundo, no quedó cautivo, ni

apagado, ni desviado de estos hombres”.

Este viaje a España lo quiso San Ignacio. Estuvo en Villaret, su pueblo natal, y dio tan

buen ejemplo que éste perduró a través de los años y fue recogido, más tarde, en los

procesos canónicos de 1596 y 1626 sobre su vida, virtudes y fama de santidad. De

Saboya pasó a Francia. Y porque la guerra entre el rey Francisco I y España había

comenzado de nuevo, la comitiva española fue detenida en prisiones por ocho días.

“Se nos concedió el favor de poder conversar con ellos y de hacer fruto en sus almas.

Hasta el que hacía de jefe se confesó conmigo”.

Atravesaron el país, pasando por Lyon y Narbona, para llegar a España. Pedro Fabro

pasó a ser el primero de los compañeros de Ignacio que trabajó en España. Antes

había pasado solamente San Francisco Javier por Guipúzcoa, a la casa solariega de

Loyola, por Burgos, Valladolid y Salamanca, en su viaje a Lisboa y a la India. Y el año

anterior, sin ser sacerdote y por muy breve tiempo, Antonio de Araoz había estado en

Cataluña.

Pedro Fabro se detuvo en Montserrat para rezar ante la Señora a cuyos pies Ignacio

había hecho su vela de armas. Pasó por Zaragoza, se alojó con los Jerónimos y rezó

ante la Virgen del Pilar. De Medinacelli pasaron a Torrijos, a Sigüenza, Guadalajara y

Alcalá, donde visitó a antiguos conocidos de Ignacio. Después de llegar a Madrid,

pasaron a Galapar, el 4 de noviembre de 1541, a la ciudad y casa del Doctor Pedro

Ortiz. En todas estas ciudades, Pedro Fabro ejercitó un incansable ministerio, y con

gran fruto.

“El día de Santa Isabel, reina de Hungría, tuve gran devoción al recordar a ocho

personas con el deseo de tenerlas siempre en la memoria para orar por ellas sin

fijarme en sus defectos. Estas eran: el Sumo Pontífice (Paulo III), el Emperador

(Carlos V), el Rey de Francia (Francisco I), el Rey de Inglaterra (Enrique VIII), Martín

Lutero, el Turco (Solimán II), Bucer y Felipe Melachton (dos conocidos protestantes

participantes en la Dieta de Ratisbona). Y es que la corazonada de que tales personas

eran mal juzgadas por muchos, de donde nacía en mí una cierta y santa compasión

que procedía del buen espíritu”.

“Este mismo año, al entrar en España, tuve gran devoción y sentimientos espirituales

para invocar a los principados, arcángeles, ángeles custodios y santos de España. Sentí

afecto especial hacia San Narciso de Gerona, a Santa Eulalia de Barcelona, a Nuestra

Señora de Montserrat, a Nuestra Señora del Pilar, a Santiago, a San Isidoro, a San

Ildefonso, a los santos mártires Justo y Pastor, a Nuestra Señora de Guadalupe, a

Santa Engracia de Zaragoza, etc. A todos suplicaba quisieran bendecir mi venida a

España y que me ayudasen, con su intercesión, para que pudiera hacer algún buen

fruto espiritual. Como así sucedió, más por su intercesión, que por mi diligencia”.

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“Me propuse hacer esto mismo en cualquier reino o principado, es decir,

encomendarme a los principados angélicos, arcángeles, ángeles custodios y a los

santos que yo comprendiese que eran honrados en esa provincia o señorío”

De pronto Pedro Fabro recibe una carta del Cardenal Farnesio, fechada el 22 de

diciembre de 1541 en Roma, en la cual, a nombre del Santo Padre, le pide trasladarse

nuevamente a Alemania: “Mandando el Sumo Pontífice al Obispo de Módena, Cardenal

Juan Morone, como Nuncio a Alemania, le ha parecido darle por compañeros a

personas que con doctrina y ejemplo de vida lo puedan ayudar. Y porque Su Santidad

os conoce como muy apto para este efecto, y por haber residido en esa provincia,

desea que por trabajo toméis el de volver allá. Y así me ha ordenado que os escriba y

encomiende en virtud de Santa Obediencia que, recibida esta carta, os pongáis en

camino a Spira donde encontraréis al Obispo. De acá viajarán otros dos de vuestra

Compañía. El Doctor Ortiz estará contento con esta misión, a quien el Santo Padre la

ha comunicado”.

El Nuncio en Madrid, Juan Poggio, ordenó a Fabro que antes de viajar debía cumplir

con las visitas y diligencias que le había encomendado el Dr. Pedro Ortiz. Y entonces

Fabro se dirigió a Ocaña, por tres días, para visitar y atender espiritualmente a las

hijas de Carlos V: a la infanta María, quien será después esposa de Maximiliano en

Alemania, y a Juana, la única mujer a quien Ignacio le concedió hacer los votos de la

Compañía, muriendo en ella. Fue a Toledo, otros tres días, para despedirse del Dr.

Ortiz quien “quedó con grandísimo dolor en su corazón”.

Lo acompañaron dos Capellanes de las infantas María y Juana, los que habían decidido

seguir a Fabro en la Compañía de Jesús: los sacerdotes Juan de Aragón y Alvaro

Alfonso y, como novicios, ya no van a separarse de él. El primero, Juan de Aragón,

será más tarde uno de los fundadores del Colegio de Lisboa; y el segundo, Alvaro

Alfonso, quien será el gran amigo de Pedro Canisio en Colonia.

Estuvo Fabro en Alcalá y viajó a Almazán a visitar a los padres y hermanas de su

amigo Diego Laínez.

En la segunda quincena de enero de 1542, Pedro Fabro y sus dos nuevos compañeros

novicios entraron a Barcelona. Allí con enorme sorpresa pudieron dar la bienvenida a

los Padres Antonio de Araoz y Diego de Eguía, enviados por San Ignacio a dar a

conocer en España la Bula de Aprobación de la Compañía. Habían viajado, a pie, desde

Roma a Barcelona, sin otro subsidio que las limosnas que podían darles en el camino.

Para celebrar la Eucaristía, el P. Antonio de Araoz lo hizo en la iglesia parroquial de

Santa María del Pino, y el P. Pedro Fabro, en la iglesia de Santa Clara de las monjas

benedictinas. A esta Misa asistía doña Leonor de Castro, esposa del Virrey de Cataluña,

don Francisco de Borja, el futuro Duque de Gandía, y grande de España. El Virrey y su

esposa llevaban una vida de gran santidad. Después de la Misa y de la predicación de

Fabro, doña Leonor habló con su marido y, prevenidos por el P. Antonio de Araoz sobre

quién era Pedro Fabro, juntos fueron a escucharlo a Santa Clara. Desde ese día, Pedro

Fabro y Antonio de Araoz pasaron a ser amigos indispensables en la corte del Virrey.

En Barcelona, Fabro habló largo con Isabel Roser, quien había hecho un tiempo atrás

los votos en la Compañía, y también con el Maestro Miguel Landívar, el antiguo criado

de Francisco Javier y que había querido ser del grupo de los primeros compañeros.

Nuevamente en Alemania. Spira.

“En marzo de 1542 salí de España y volví a Alemania, por mandato del Papa. Grandes

beneficios me concedió el Señor en este viaje”.

Iba con los dos novicios que había admitido. Y como el viaje era casi siempre a pie,

tuvo dos largos meses para instruirlos en el proceder de la nueva Compañía.

Al pasar por Perpiñán, visitó al Maestro Lorenzo García, ahora Doctor, quien había sido

del primer grupo de compañeros y había participado en la Deliberación de 1539.

“El Señor me concedió muchos sentimientos de amor hacia los herejes y hacia todo el

mundo, que espero duren hasta la muerte, con fe, esperanza y amor. Consistió uno en

desear siempre el bien para estas siete ciudades: Wittenberg, en Sajonia (la capital del

luteranismo); la capital de Samarcia cuyo nombre no recuerdo en este momento

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(Moscú o Kiev, capital del imperio ortodoxo; Samarcia era un nombre antiguo de Rusia

y Polonia); Ginebra de Saboya (cuna del calvinismo); Constantinopla en Grecia;

Antioquía, también en Grecia; Jerusalén, y Alejandría en Africa (estos 4 patriarcados

habían caído en manos de los musulmanes)”.

Pedro Fabro llegó a Spira el 14 de abril de 1542. Fue recibido con mucho cariño por el

Chantre de la Catedral, Otto Truchsess von Waldburg, el futuro Cardenal Obispo de

Ausburgo, quien le entregó un carta dejada por Nicolás Alonso de Bobadilla para él. En

ella, su compañero le avisaba que el Cardenal Juan Morone, Obispo de Módena y

Nuncio del Papa, dejaba a su decisión el reunirse con Monseñor Gerónimo Veralli en la

corte de Fernando, el Rey de romanos, o permanecer en Spira hasta nueva orden.

A petición de Truchsess, Fabro con sus dos novicios decidieron quedarse en Spira, y

pasaron a vivir en el monasterio de los Carmelitas. Su primer ministerio fue dirigir los

Ejercicios Espirituales a los jóvenes sacerdotes novicios. El Vicario General de la

Diócesis, Jorge Musbach, y Otto Truchsess comenzaron de nuevo los Ejercicios, porque

la otra vez, en Ratisbona, sólo habían hecho la Primera Semana. Y en carta escrita a

Ignacio, Fabro se quejó de no tener más tiempo para dirigir a otros los Ejercicios; y le

decía que en un principio no había sido bien recibido por el clero, porque pensaban que

él venía a reformar sus costumbres y maneras de proceder.

Terminados los Ejercicios, Fabro envió a Juan de Aragón a Colonia, donde se veneran

los restos de los Reyes Magos, y a Alvaro Alfonso a Tréveris, ambos en peregrinación a

pie y mendigando. Y al regreso, los hizo trabajar en la cocina de los Carmelitas.

Entretanto, él trabajaba con los sacerdotes de Spira y con los fieles. Después de ocho

meses pudo decir: “Aquí en Spira, no hay nadie, seglar o sacerdote, que no me sea

benévolo, aún los que en un comienzo pudieron disentir. Por ello sentimos en el alma

dejar esta ciudad”.

El ánimo suave de Pedro había terminado por conquistar a todos, incluso a los dos

Presidentes de la Cámara imperial de Spira, uno católico y el otro protestante, y a los

15 Consejeros, ocho de los cuales eran católicos.

Y escribía en su Memorial, el 9 de agosto de 1542: “Cuando el amor de la verdadera

caridad se apodere de toda nuestra libertad y espíritu, siempre y en todas partes,

entonces todas las otras cosas adquirirán el orden de la tranquilidad y la paz, sin

perturbaciones del entendimiento, memoria y voluntad. Pero eso se realizará en la

patria de los bienaventurados hacia la que vamos subiendo todos los días”

Maguncia.

A finales de octubre de 1542, Pedro Fabro viajó a Maguncia a petición del Cardenal

Arzobispo Alberto de Brandeburgo.

Pedro lo conocía desde su primera estancia en Ratisbona. En ese tiempo el Cardenal no

había apoyado el proyecto del Cardenal Gaspar Contarini sobre la reforma de las

costumbres que propuso a los Obispos al final de la Dieta. Pero el Cardenal de

Maguncia no se deslizó hacia la herejía como lo va a hacer el Arzobispo de Colonia Max

Hermann von Wied. Su fe no llegó a quebrarse, pero sí se manifestó, en ocasiones,

débil y ambigua. Después se reafirmó en ella gracias a Juan Morone y a Pedro Fabro.

Martín Lutero había llegado a pensar que podía atraerlo a su partido como al Arzobispo

von Wied. Desistió después, y de su pluma salieron contra Alberto de Brandeburgo

abundantes e indecibles insultos.

La vida del Cardenal Alberto de Brandeburgo no había sido precisamente un modelo, y

su nombre estuvo unido al luteranismo desde el primer aviso, el de las indulgencias.

En agosto de 1513, a los 23 años de edad, había sido nombrado Arzobispo de

Magdeburgo y, un mes después, Administrador Apostólico de Halberstad. Al año

siguiente, el Cabildo de Maguncia lo eligió para la Sede Primada de Alemania. Si

aceptaba el Arzobispado de Maguncia, debía renunciar a sus otros dos Obispados.

Tanto insistió ante el Papa León X, que éste le autorizó retener las tres sedes

episcopales. Lo que constituía un claro y escandaloso abuso, no sólo por la

acumulación de poder y de riquezas a vista de todos, sino, además, porque se mataba

toda tentativa de reforma apostólica. Se le impuso como contrapartida del privilegio

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otorgado, una contribución de 10.000 ducados de oro y 14.000 florines renanos. El

Cabildo de Maguncia se opuso a tan grande sangría de las arcas de la Arquidiócesis.

Su hermano, Joaquín Hohenzollern, príncipe elector de Brandeburgo, le aconsejó pedir

un préstamo de 21.000 ducados y 5.000 florines. Y para hacer frente a la deuda

contraída la mejor manera era pedir al Papa autorización para predicar una indulgencia

en las tres diócesis de Alberto y en todo el territorio de su hermano. La mitad de lo

recaudado se entregaría al Papa para la basílica de San Pedro, y Alberto se quedaría

con la otra mitad. De aquí tomó ocasión Lutero para enviar el 31 de octubre de 1517,

una carta al Cardenal Albero y una copia de sus 96 tesis sobre las indulgencias.

Alberto de Brandeburgo siempre vivió fastuosamente, fue mecenas de artistas y

literatos, y más político que pastor de su grey.

El Cardenal pidió que Fabro dejara Spira y se fuera con él a Maguncia. Pensaba que

podría ir, como teólogo de su Obispo auxiliar, Miguel Helding, quien lo iba a

representar en el Concilio de Trento próximo a inaugurarse.

El 10 de octubre de 1542 abandonó Spira, con los dos novicios, y se fue a Maguncia.

“Aunque yo he mostrado mi poca suficiencia para cosa de tanta importancia, él ha

determinado que yo vaya juntamente con algunos letrados suyos al Concilio”.

Su primera misión fue dar los Ejercicios a dos Obispos auxiliares. Y Juan de Aragón se

los dio a un sacerdote concubinario.

En la Universidad, Fabro explicó los Salmos, con una asistencia tres veces mayor que

la que solía haber en situaciones semejantes. Y con todo el apoyo del Cardenal,

trabajó en la santificación del clero, en la reforma de costumbres de todas las clases

sociales, y en las casas religiosas. Los pobres y marginados siempre estuvieron bajo su

celo. Para los peregrinos abrió un Refugio; y para los enfermos, un Hospital. A menudo

se lo veía visitando y consolando a cada uno de esos abandonados.

A los novicios los envió a perfeccionar sus estudios teológicos: a Juan de Aragón, a

Lovaina para formarse bajo la égida de su amigo Jerónimo Domenech; y a Alvaro

Alfonso, a la célebre Universidad de Colonia.

Él se quedó con Esteban, un joven de Spira, que aspiraba a entrar en la Compañía.

San Pedro Canisio.

Este joven había nacido en Nimega, en Holanda. Su padre era el alcalde de la ciudad. A

los 14 años había ido a estudiar a la Universidad de Colonia y a los 17 años había

recibido la Licenciatura en Artes. Dos años después, era Maestro. Podía entonces

estudiar Teología, Derecho o Medicina. Pedro escogió Teología.

En 1543 llegó Alvaro Alfonso a estudiar a la Universidad, y se hospedó en el Colegio

Montano, donde también vivía Pedro Canisio. Se hicieron amigos. Alvaro le habló del

Padre Pedro Fabro y de la Compañía de Jesús. Pedro Canisio tomó entonces la decisión

de trasladarse a Maguncia, resuelto a tratar las cosas de su espíritu con ese

compañero de Ignacio de Loyola. No le importó que el viaje durara tres días, por el

Rhin y sus aduanas.

Cuando llegó, Pedro Fabro lo acogió cariñosamente. Lo hospedó en su modesto

alojamiento, en la casa parroquial.

“Me recibió amablemente sin haberme visto antes, y me hizo hospedar con él en la

casa del párroco de San Cristóbal. Sabiamente me invitó a que, si yo quería

aprovechar espiritualmente, me dedicase durante algún tiempo a entrar en algunos

ejercicios espirituales. Mientras estoy en esta experiencia y me ejercito con toda

diligencia, en espíritu y en verdad, aprendí a orar al Señor”.

Fabro conversó muy largamente con él. Por último lo invitó a hacer entero el mes de

Ejercicios Espirituales: no era ya un principiante en el camino espiritual. El mismo

Fabro se ofreció para acompañarlo y Canisio entró en los Ejercicios con toda el alma. Al

terminarlos escribió a un amigo:

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“En Maguncia encontré lo que yo buscaba tanto tiempo, pues jamás había conocido

una persona que juntara una teología tan profunda con una virtud verdadera. Todo en

él lleva a Jesucristo. Tiene autoridad entre los grandes y es humilde. Es imposible

decirte el influjo poderoso que estos Ejercicios hicieron en mi vida espiritual. Soy un

hombre distinto”.

Y Pedro Canisio hizo voto de ingresar en la Compañía de Jesús. Fue el mismo día de su

cumpleaños: el 8 de mayo de 1543. Tenía 22 años.

Pedro Fabro se tomó su tiempo. Discernió, conversó, acompañó y rezó: al fin

determinó admitirlo. Pero decidió no enviarlo a París. Haría el noviciado en Colonia, y

él será el Maestro. Continuará, eso sí, los estudios: es necesario.

Pedro Canisio regresó al Colegio Montano, pero como novicio de la Compañía de Jesús.

Con el ingreso de Pedro Canisio en la Compañía, Fabro sintió lo que siempre había

deseado:

“Acerca de nuestra Compañía, que siempre llevo en el corazón, por una gracia de Dios

que me acompaña siempre, tuve un gran deseo que, ya otras veces, me había

proporcionado gran devoción. Deseaba que nuestra Compañía pudiera crecer en

número y en calidad de personas virtuosas y llenas de espíritu, de manera que

contribuyera a levantar de sus ruinas, las que ahora vemos y las que hemos de ver, si

Dios no lo remedia, a todas las Órdenes religiosas.

Para esta reforma yo deseo que haya multitud de laicos y eclesiásticos que, dejando a

un lado cualquiera otra actividad, quisieran ponerse bajo cualquier forma de obediencia

instituida en la Iglesia Romana. Algunos podrían ser elegidos y probados para nuestra

Orden, y otros para otras. Quiera Dios que así se haga, y que haya personas capaces

de discernir no sólo los espíritus que proceden de Dios, sino entre éstos, cuáles los que

mueven a abrazar una religión u otra, y cuáles los que mueven hacia otros estados de

vida”.

Colonia.

La sede arzobispal de Colonia todavía la ocupaba Max Hermann von Wied. Aunque de

noble nacimiento, no era un hombre muy inteligente. Con una personalidad débil,

había empezado a ceder ante las exigencias de los protestantes, y ya era conocido

como promotor de las nuevas ideas, con la consiguiente perturbación de las

conciencias de los católicos.

Alarmado, el Prior de la Gran Cartuja de Colonia, Gerardo Kalkbrenner von Hammont,

le escribió a Pedro Fabro una carta angustiante.

Poco después, uno de los miembros más sabios y distinguidos del clero le llevó el

parecer de los católicos de la diócesis y le suplicó ir en ayuda de esa Iglesia tan

desolada.

Para viajar, Pedro Fabro necesitaba el permiso del casi siempre ausente Cardenal

Alberto; pero, entre tanto, ese sacerdote que lo visitaba podía hacer los Ejercicios. A

su regreso, el Cardenal dio la licencia, pero con la condición de volver después a

Maguncia.

Al llegar Pedro Fabro a Colonia en los primeros días de agosto de 1543, fue recibido

con gran gozo por sus dos novicios: Alvaro Alfonso y Pedro Canisio.

En la casa del canónigo Bardewick recibió la visita de los sacerdotes más celosos de la

ciudad, y de los principales católicos. Todos le dieron sus testimonios y le agradecieron

con esperanza el que quisiera ayudarlos. El diagnóstico era duro y parecía urgente

enfrentar la realidad. Fabro no era un hombre pusilánime.

Su primera acción fue ir a hablar directamente con el Arzobispo. Con afabilidad le

prestó obediencia. Le recordó su antiguo celo ante los errores de Lutero en Worms y

de los anabaptistas en Paderborn. La gloria de su sabiduría podría estar

desapareciendo. Le rogó, en nombre de Jesucristo, detener los avances de la nueva

doctrina en esa Diócesis tan querida.

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Estas consideraciones, presentadas con tanta bondad y modestia, hicieron una

impresión muy saludable en el Obispo. Por lo menos dio a Fabro todas las licencias

para ejercer en la ciudad los ministerios. Fabro usó esas facultades ampliamente, hasta

donde las fuerzas lo acompañaron. Pero pronto comprendió que el éxito iba a ser

pasajero si la autoridad no se decidía a tomar medidas más radicales.

Entonces informó al Nuncio Apostólico, Monseñor Juan Poggio, quien residía en Bonn.

El Nuncio estuvo de acuerdo con Fabro y decidió que su permanencia se prolongara en

la ciudad de Colonia, comprometiéndose a obtener el permiso del Cardenal de

Maguncia.

“Volví a Colonia y comuniqué a todos los doctores de la Universidad y a los demás que

estaban ansiosamente esperando mi regreso de Bonn. Se alegraron intensamente y se

abrieron a nuevas esperanzas. No dudo de que todo esto ha contribuido a que renazca

la confianza y el valor en los colonienses. En cuanto a mí, me alegro en el Señor de

que en esta situación me haya tocado estar junto a los colonienses a quienes ofrecí

todo mi trabajo y la misma vida y que por gracia de Dios, la gastaré”.

El Padre Fabro obedeció al Nuncio Poggio, y continuó con su trabajo en Colonia.

Mantuvo conversaciones con los católicos de todo rango, dando ejemplo vivo de

actividad. Animó dando consejos y vigiló cada uno de sus pasos. La ciudad agradeció y

Gerardo Kalkbrenner von Hammont, el prior de la Cartuja, lo apoyó enormemente. Él y

toda la Comunidad de los cartujos hicieron los Ejercicios acompañados por Fabro.

Desde entonces datan las relaciones tan estrechas de la Compañía de Jesús con la

Cartuja.

Llamado desde Portugal.

Mientras Fabro sostenía esa lucha en Colonia, preocupado por la situación de la Iglesia

en Alemania, en Portugal, el rey Juan III se mostraba muy empeñado por llevar a

Pedro Fabro a la península ibérica.

Su hija María iba a desposarse con Felipe, el heredero de Carlos V. Con el P. Simón

Rodríguez, el Rey pensaba que ésa era una ocasión muy favorable para que la

Compañía de Jesús pudiera tener un domicilio estable en España.

Por ello solicitó que Pedro Fabro y los dos españoles, Juan de Aragón y Álvaro Alfonso,

regresaran a la península.

Estas gestiones, apoyadas en Roma por el Embajador portugués, abrumaron a Ignacio,

quien debió someter todo al Romano Pontífice. Y así Fabro recibió la orden de dirigirse

a Portugal con los dos compañeros señalados por Simón Rodríguez.

A Fabro le resultó muy dura esta obediencia, pero creyó que no debía representar,

porque la opinión del Nuncio Juan Poggio sostenía que un destino dado por Roma no

podía ser revocado sino por el mismo Romano Pontífice.

Juan Poggio escribió al Vaticano sus argumentos. Fabro solamente informó a Ignacio

de los temores del Nuncio.

Lovaina.

A los pocos días de recibir la obediencia, Fabro y Francisco Estada, el jesuita señalado

por compañero, partieron hacia Amberes, temerosos de que el viento favorable para la

navegación hubiera ya pasado.

Y así fue: no había naves, ni pasajes. El agente de los viajes les recomendó esperar en

la ciudad de Lovaina; les haría saber la primera ocasión para viajar.

Se dirigieron a la casa del sacerdote Cornelio Wishaven donde recibían generosa

hospitalidad los jóvenes de la Compañía que estudiaban en la Universidad. Cornelio

había hecho los Ejercicios y pensaba que Dios lo llamaba a la naciente Compañía.

Francisco Estrada entregó a Cornelio la carta que le enviaba Pedro Canisio, su amigo y

condiscípulo:

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“Cornelio, amigo mío: Tienes ahora en tu casa al Padre Pedro Fabro. Este hombre

santo puede servirte de modelo. Yo te aconsejo abrazar el género de vida que él

profesa. Este será el mejor camino para tranquilizar tu conciencia y salvar tu alma, lo

que tanto te preocupa”.

Cornelio se echó a los pies de Fabro y le abrió su alma. Pedro lo acompañó en su

discernimiento y al fin lo admitió en la Compañía, empezando de inmediato el

noviciado. Más tarde Cornelio será en Roma sustituto de San Ignacio en el cargo de

Maestro de novicios.

Pero Fabro cayó enfermo, de fiebres tercianas, y se vio obligado a suspender los

preparativos para viajar. Llegó incluso a pensar que no podría hacerlo, porque el mal

se hizo muy intenso y doloroso, debilitando las fuerzas y amenazando la vida. Él

mismo escribió en su Memorial:

“Cierto día, estando y sintiéndome árido en mi espíritu, pareciéndome estar alejado de

Dios, tuve consolación al meditar las palabras del salmo 91: Estaré con él en la

tribulación. Y como me doliese mucho la cabeza comencé a pensar en la cabeza de

Cristo cercada de espinas. Y lloré mucho”.

La enfermedad siguió su curso, lentamente. Fabro no pudo ejercer los ministerios

como hubiera deseado. Podía, eso sí, comunicar a sus jóvenes compañeros de Lovaina

el pensamiento de Ignacio y el modo de proceder de la Compañía. Y lo que no pudo

hacer, lo trató de ejercitar a través de su compañero Francisco Estrada, no sacerdote,

quien mostraba dotes excelentes como predicador. Fabro, para no distraerlo en los

estudios, y suplir lo que podía faltar, le daba las pautas, instrucciones, esquemas, y los

argumentos que podían desarrollarse en los sermones.

Francisco Estrada ponía todo en sencillez y belleza y lo entregaba a su auditorio.

Primero, en el Colegio de Faucon; después, en la iglesia de San Miguel a donde

acudían los doctores de la Universidad, los alumnos, los religiosos de otras Órdenes, y

el clero de la ciudad. Los estudiantes, movidos por Francisco Estrada, terminaban a los

pies de Fabro en sus confesiones. A algunos, que solicitaron entrar en la Compañía,

como a Oliverio Manareo, más tarde Rector del Colegio Romano, Comisario en Francia

y Alemania, les pidió que terminaran los estudios antes de ser aceptados. A Teodorico

Hesius, Vice decano del Capítulo de Lieja e Inquisidor de la Fe, le pidió permanecer en

su posición y trabajar desde allí por el bien de la Iglesia. A un grupo bastante

numeroso, decidió acompañarlo en el discernimiento.

A los tres meses, el 12 de noviembre de 1543, sin haber podido viajar a Portugal,

Fabro recibió una carta del Nuncio Apostólico Juan Poggio, llamándolo de regreso a la

ciudad de Colonia, por haber recibido él estas instrucciones desde Roma.

Fabro decidió obedecer de inmediato, pero escribió a San Ignacio manifestando las dos

obediencias contradictorias.

Antes de regresar a Colonia tomó todas las providencias necesarias para que pudieran

viajar a Coimbra, en Portugal, Francisco Estrada, Andrés Oviedo y Juan de Aragón.

Cuando se supo en la Universidad el viaje de esos tres, un grupo numeroso de 19

estudiantes pidió ir con ellos para incorporarse a la Compañía en Portugal. Se trataba

de un grupo escogido de los cursos superiores.

Fabro rezó, habló nuevamente con cada uno de ellos y, al fin, eligió a nueve: cinco

eran Maestros en Artes, y los otros Bachilleres en Teología o estudiantes de Derecho.

Los otros diez quedarían al cuidado de Cornelio Wishaven y terminarían allí el

discernimiento.

En carta al P. Simón Rodríguez se disculpó por enviar a tanta gente que ni siquiera ha

tenido tiempo de hacer los Ejercicios: “El placer que tuve al ver acá gente de la misma

lengua, me ha ayudado algo a ser más fácil en aceptar, y enviar a tantos. Allá se verá

mejor el espíritu de cada uno”.

Fabro sabía que la generosidad del rey Juan III de Portugal había permitido al Padre

Simón Rodríguez edificar el Colegio de Coimbra donde con comodidad los jóvenes

jesuitas podían entregarse de lleno a la formación de la Compañía de Jesús.

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Al día siguiente de salir a Portugal la expedición de jesuitas con otros candidatos:

Millán de Loyola, sobrino de San Ignacio, y Lamberto de Castro, Fabro viajó a Colonia.

Muy pronto, iba a juntar aquí a otros cinco. Pasó por Lieja, Mastrich y Aquisgrán,

tratando de dejar en cada ciudad una semilla apostólica.

De nuevo en Colonia.

El 22 de enero de 1544 llegó a la ciudad. Sólo encontró a Alvaro Alfonso, pues Pedro

Canisio había ido a Nimega a atender a su padre que moriría en sus brazos. Fabro no

alcanzó a acompañarlo en su dolor sino mediante una carta muy sentida.

Canisio arregló en Nimega con sus hermanos el asunto de su herencia: decidió dar una

gran parte a los pobres y la otra quedó como ayuda para el sustento de los jesuitas

que estudiaban. Y en paz regresó a Colonia para seguir bajo la dirección de Pedro

Fabro.

Día a día el arzobispo Hermann von Wied se inclinaba más a los protestantes. Había

hecho venir a Colonia a Martín Bucer y a Felipe Melachton para que dieran a conocer

las nuevas doctrinas. Fabro redobló su esfuerzo: los Ejercicios, las conversaciones

espirituales, la predicación, el confesionario y la Eucaristía.

En un momento, Fabro quiso tener una disputa pública con los dos reformadores; pero

éstos no desearon entrar en discusión.

Quiere dejar constituida en Colonia una Residencia-Colegio de estudiantes jesuitas. Lo

piensa, lo reza, lo discierne y lo confronta con San Ignacio.

“Yo no puedo no obedecer a unos sentimientos, con los cuales y por los cuales me

parece ir siempre, y a veces siento en Nuestro Señor, que con su presencia de éstos

mejor se conservará alguna cosa aquí; y que Nuestro Señor dispondrá mejor alguna

manera, por donde la Compañía tome raíz en Alemania”.

Decidió, por el segundo tiempo de elección (EE. 176). A fines de mayo lo dijo a San

Ignacio:

“Mosén Álvaro (Alfonso), Maestro Pedro Canisio, Maestro Lamberto (de Castro)

quedarán aquí (en Colonia) hasta que otra cosa se les mande desde Roma”.

Portugal.

Una nueva orden de San Ignacio lo llevó a dejar todo para seguir los deseos del Papa:

viajar a Portugal.

Lo hizo el 12 de julio de 1544. Y en Colonia quedó a cargo de la comunidad de ocho

estudiantes jesuitas el Padre Leonardo Kessel.

En el viaje a Lovaina, se detuvo en la casa del Padre Cornelio Wishaven para estar un

par de días con los jóvenes jesuitas que estudiaban allí.

Se embarcó para Lisboa, a donde llegó el 24 de agosto, fiesta del apóstol San

Bartolomé.

Se detuvo lo indispensable para saludar a los compañeros que vivían en la Residencia

de San Antonio, y partió casi enseguida hacia Évora a saludar a la familia real. Allí

encontró a los Padres Simón Rodríguez y Antonio Araoz. Simón era el Provincial en

Portugal y no se veía con Pedro Fabro desde hacía tres años. Los recuerdos, las

nuevas, la formación, los progresos, las pruebas, los fracasos, los éxitos de la

Compañía, los afectos mutuos, fueron los temas de sus conversaciones.

Fabro fue presentado por sus dos amigos al rey Juan III. Éste y su familia ya sabían

que él venía y tenían gran deseo de conocer al primer Compañero de la Compañía. Y la

realidad no les pareció menor que la fama.

Como la princesa María de Portugal, esposa ya de Felipe, iba a viajar a España en el

mes de octubre, Fabro obtuvo la autorización para ir a Coimbra, al Colegio de los

jesuitas ubicado junto a la célebre Universidad.

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En ese Colegio, fundado por el P. Simón Rodríguez y el favor del rey, se formaban

alrededor de 60 nuevos compañeros. Todos tenían un vivo deseo de conocer a Pedro

Fabro, y éste también ansiaba el consuelo de ver con sus ojos esa esperanza tan

grande de su tan querida Compañía.

Los estudiantes venidos desde Lovaina estuvieron felices. Y todo a Fabro le pareció

bien, y se consoló hasta las lágrimas. En una carta a San Ignacio le dijo:

“Aquí hay mucha paz y concordia: hay amor fraternal; hay humildad obediente para

todo. Los estudios y los ejercicios espirituales se hallan conforme, no sólo según mi

parecer sino como Vuestra Reverencia y Dios lo desean”.

Para la salida de la princesa María hacia Castilla, Fabro estuvo presto, pero una

enfermedad lo obligó a permanecer en Portugal. La convalecencia la pasó nuevamente

en Coimbra, con los jóvenes.

Trabajos vocacionales.

Secundado nuevamente por el jesuita Francisco Estrada, el compañero y amigo de los

tiempos de Lovaina, Fabro predicó y dio los Ejercicios Espirituales a un grupo de

estudiantes en la Universidad. El fruto sobrepasó a las fatigas. Varios jóvenes

decidieron allí su vocación a la Compañía. Éstos fueron algunos:

Luis González de Cámara que pertenecía a una de las familias más importantes de

Portugal. Cuando muy joven, había sido enviado por sus padres a estudiar en la

Universidad de París, con su primo León Henríquez. Allí, ambos habían conocido a

Ignacio y a sus compañeros que ya terminaban su estancia en la Universidad, y había

sido muy amigo de Pedro Fabro, por quien había sentido gran admiración dado el

carácter suave y afable de Fabro. León Henríquez, también buen estudiante, no era tan

piadoso como su primo. Al establecerse la Universidad de Coimbra, ambos habían sido

llamados para terminar allí los estudios. En eso estaban cuando llegó Fabro a Coimbra.

Con Luis González de Cámara, el Padre Fabro fue directo. Le hizo entender que el

Señor le pedía avanzar espiritualmente y entregar la vida. González no había pensado

en renunciar a su espléndido futuro. La proposición de Fabro primero lo asombró.

Después, puso orden en sus ideas y reflexionó. Sometió a Fabro todas sus dudas, hizo

los Ejercicios con el Padre Andrés de Oviedo, a pedido de Pedro, y decidió ingresar en

la Compañía.

Su primo León Henríquez se indignó y su primera reacción fue emprenderlas contra el

Padre Fabro y llenar la Universidad con sus quejas y amargos reproches. Pero también

reflexionó; y un día fue a conversar con Fabro. Mientras lo esperaba, hizo una visita al

Santísimo Sacramento en la Capilla. Se sintió turbado y le pareció que una voz le

pedía, también a él entrer en la Compañía. Al salir, encontró a Luis, su primo, y lo

abrazó diciéndole “Yo también deseo entrar en la Compañía”. Y lo hizo. Vivió en ella 43

años.

Luis González de Cámara, más tarde, en Roma, fue el confidente de Ignacio para su

Autobiografía, y fue el sucesor del P. Simón Rodríguez como Provincial en su patria.

El ejemplo de estos dos jóvenes contagió a muchos. Sólo citamos a algunos: a Antonio

Gómez, doctor de la Sorbona, y que más tarde dará problemas a San Francisco Javier

en la India; a Juan de Azpilcueta, primo de San Francisco Javier, que irá a Brasil en la

primera expedición de misioneros.

La Compañía de Jesús, en Coimbra, adquirió más de treinta jóvenes, que llegaron a ser

después apóstoles en las vastas posesiones portuguesas de ultramar: India, Malaca,

Africa, Brasil y también en el Japón.

El Escolar jesuita Melchor Núñez Barreto tenía un hermano, Juan, que era párroco en

Freiriz y de quien Melchor deseaba que ingresara en la Compañía. Aprovechando la

estadía de Fabro, le escribió invitándolo a ir a visitarlo en Coimbra. El párroco era un

hombre contemplativo y no deseaba cambiar su condición de vida. Pero la carta de su

hermano lo perturbó: soñó con un sacerdote que lo convidaba a discernir. Y un día, en

oración, le pareció que la Virgen María, acompañada por el mismo Padre que había

visto en sueños, le pedía que viajara a Coimbra a hablar con ese sacerdote. Al día

siguiente el párroco, como peregrino, viajó a Coimbra y contó a su hermano el sueño

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y la visión que había creído tener. Melchor lo llevó hasta donde el Padre Pedro Fabro,

en quien el párroco reconoció a la persona que había visto en sus dos experiencias. Se

echó a sus pies, pidió la bendición y el permiso para abrir el alma.

Fabro no se precipitó: lo escuchó con gran bondad; le preguntó, rezó con él varios

días. Le explicó la contemplación y la acción. Al fin, Juan Núñez Barreto le pidió entrar

en la Compañía. Pedro Fabro le dijo que primero debía hacer los Ejercicios. Así Fabro

preparó a quien iba a ser después Patriarca en Etiopía y que terminaría sus días en la

India.

España. Valladolid.

El rey de Portugal Juan III había adquirido por Pedro Fabro un afecto muy especial y

no se decidía a dejarlo partir hacia Castilla y a España que era parte de lo

encomendado por San Ignacio. Incluso el rey le pidió dar una misión entre los

personajes de la Corte. Todo el mundo le pedía consejos y Pedro no ahorraba

esfuerzos.

Cuando encontró la ocasión, Fabro representó al rey la razón de su salida de Alemania

y la obediencia de ir a España para establecer allí a la Compañía. La permanencia tan

larga en Portugal le impedía obedecer: le suplicó dejarlo cumplir con su deber. El rey

dudó un tiempo, pero al fin cedió ante lo que veía ser un designio de Dios.

Pedro Fabro se puso inmediatamente en camino. Deseó, eso sí, ir a Coimbra para

despedirse de sus amigos ya muy queridos, pero determinó más bien escribirles una

carta:

“Vivan felices, y sirvan siempre a Cristo Nuestro Señor con alegría, no abandonando

jamás a Aquel que nos concede toda buena disposición. En esto, consérvense todos

firmes y no se apeguen a ninguno que los aparte de Cristo, el cual no quiere ser

apartado de ustedes. Pues, aunque la presencia corporal de los seres humanos, nos

puede algunas veces aprovechar, con todo son más las veces que nos estorba. Haya

en buena hora conversación de las cosas transitorias en cuanto nos ayude para las

eternas. Nos recree la voz viva y nos aproveche, pero no de cualquier manera, sino en

cuanto nos dispone a oír la voz interior que debe hablar en el corazón. Lo mismo se

diga de los otros sentidos. Todo esto he dicho para aquellos que suelen entristecerse

demasiado cuando se ausentan los amigos”.

Inició el viaje el 4 de marzo de 1545, acompañado del Padre Antonio de Araoz.

Llegaron ambos a Valladolid el 18 del mismo mes. Hicieron una breve detención en

Salamanca para conocer los sitios donde San Ignacio había sufrido prisiones, y para

tratar con Cristóbal Alfonso de Castro, franciscano, y Francisco de Victoria, dominico,

antiguos conocidos y amigos de los tiempos de París, la posibilidad de establecer una

Residencia o Colegio de la Compañía junto a la célebre Universidad.

En Valladolid, se hospedaron en el Hospicio. Y el ahora Nuncio Apostólico en España,

Monseñor Juan Poggio, su antiguo conocido, les consiguió la audiencia con el príncipe

Felipe II.

Algunos de la Corte hablaron de lo que había hecho Fabro en Alemania, y esto trajo a

los dos jesuitas un buen prestigio. Pero, en verdad, les costó abrirse camino; los

españoles los observaban hasta el cansancio. Algunos los llamaban iñiguistas, prestes

reformados, y otros teatinos. La prueba terminó cuando el confesor del príncipe, el

Nuncio, y el Cardenal de Toledo, se confesaron con Fabro.

La vida sencilla de Fabro y Araoz, y las noticias que iban llegando desde la India, a

través de los portugueses de la Corte de la princesa María de Portugal, ayudaron a

disipar las resistencias A un personaje importante que pidió un consejo a Fabro, éste le

dijo: “Recuerde siempre, que Jesucristo fue pobre, y usted es rico; que Jesucristo tuvo

hambre y sed, y usted está bien alimentado; que Jesús sufrió en la cruz, y usted vive

con lujo”.

Desde Valladolid, viajó unos días a Madrid para visitar a las infantas María y Juana, las

hijas del Emperador Carlos V, que lo reclamaban. También fue a Toledo a visitar a

varias amistades. Pero pronto volvió a Valladolid, porque su lugar estaba en la Corte.

Como Capellán, le correspondió asistir a la princesa María, quien murió el 12 de julio

de 1545, cuatro días después de dar a luz al infortunado infante Don Carlos.

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Un mes después, en agosto, decidió abrir un Colegio para recibir a los novicios que iba

conquistando. Escribió al P. Simón Rodríguez quien le envió al P. Hermes Poën, uno de

los enviados por Fabro desde Lovaina, como Superior de los 4 novicios. La casa de

Valladolid, la adquirió gracias a las ayudas de doña Leonor de Mascareñas, la antigua

institutriz del príncipe Felipe. A otros jesuitas, enviados por Simón Rodríguez, los

mandó a Madrid.

En Alcalá, dejó a Francisco Villanueva, no sacerdote, y admitido por el mismo San

Ignacio en Roma, como Superior de otros tres estudiantes; y esto gracias a la ayuda

económica de la infanta doña María.

Envió al P. Andrés de Oviedo a Valemcia para el Colegio de Gandía, a reunirse con los

cinco compañeros que enviaba San Ignacio desde Roma

El P. Antonio de Araoz y otros dos quedaron en Barcelona.

Noticias desde Colonia.

En Colonia había quedado una comunidad de nueve o diez compañeros, la mayor parte

jóvenes, bajo la obediencia del P. Leonardo Kessel. Entre ellos se encontraba Lamberto

de Castro que había ido con Fabro desde Lovaina. Pero Lamberto murió pronto, y éste

fue como el preludio de otras aflicciones.

Después de partido Fabro, el Arzobispo Max Hermann von Wied decidió que esa

comunidad se dispersara. El Rector de la Universidad defendió a los jesuitas, les dio

inviolabilidad, pero determinó que vivieran separados. Unos pasaron a vivir en la

Cartuja, otros en el Colegio Montano, pero todos soportaron la prueba. Pedro Canisio,

Alvaro Alfonso y también Leonardo, escribieron a Fabro contando todo. Fabro lloró la

muerte de Lamberto y escribió a sus amigos:

“Me he dolido enormemente, pero me consuelo que la muerte de Lamberto y su

sepultura en la Cartuja los haya obligado a ustedes a echar raíces en Colonia. Ustedes

lo saben muy bien, mi intención siempre ha sido permanecer en la ciudad y que no la

abandonemos de ninguna manera”.

Esta exhortación de Fabro dio los frutos esperados: a los pocos meses el Decreto de

dispersión fue anulado y la comunidad se reunió nuevamente, con algunas personas

más, atraídas por la paciencia y el modo de vivir del grupo.

El prior de la Cartuja escribió a Fabro: “Usted no tiene que temer, querido Padre, yo no

lo olvido. Continúe intercediendo por nosotros y yo me preocuparé por los suyos”.

Madrid.

Después de la muerte de su esposa, la princesa María de Portugal, el príncipe Felipe

decidió trasladar su Corte a Madrid, y Pedro Fabro debió acompañarlos. Todos los

grandes seguían los consejos de Pedro y se confesaban con él.

Desde Madrid, Fabro continuó con la misión dada por San Ignacio: ser el verdadero

Padre de la Compañía que estaba naciendo en España. Se movía con frecuencia a

Toledo, Illescas, Alcalá y Valladolid ejercitando sus ministerios.

Al Padre Simón Rodríguez le escribió:

“Hasta ahora se nos han abierto muchos caminos y me parece que no hay en el mundo

un lugar como Castilla donde podamos tener mejores vacaciones”.

Le agradece las copias enviadas de las cartas que su amigo Francisco Javier ha ido

escribiendo desde el Oriente:

“El gozo espiritual que por aquí se va descubriendo por vía de las buenas noticias de

nuestro hermano Maestro Francisco es tanto en su grado, cuanto es la causa de ello en

el suyo Nuestro Señor sabe cuán de buena gana enviara yo gente de mi parte para

cooperar a tal obra, y de mejor gana iría yo en persona a ser uno de los que desean

sus altezas que vayan. Nuestro Señor me dé gracia de poderme emplear en ello”.

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En sus ministerios habituales: dando Ejercicios, predicando y visitando a los

compañeros, estuvo Fabro hasta mediados del año 1546.

Llamado al Concilio de Trento.

El Concilio, después de varias convocaciones, siempre diferido por circunstancias

inesperadas, pudo inaugurarse, por fin, el 13 de diciembre de 1545, en la pequeña

ciudad de Trento.

Paulo III pidió a San Ignacio que designara a tres compañeros para que asistieran a él

como teólogos de la Santa Sede. Ignacio convocó a los Padres Pedro Fabro, Diego

Laínez y Alfonso de Salmerón, en este orden.

El Secretario de la Compañía escribió el 24 de febrero a este propósito: “Pareciendo a

Su Santidad Paulo III, y ordenándolo, que algunos de nuestra Compañía fueran al

Concilio, se ha elegido, uno de ellos, al Maestro Pedro Fabro; y así, con el presente

correo va despachado para luego partirse con toda diligencia. Pareciera que él no ha

nacido para quedarse quiero en una parte, y hay quienes parecen por su naturaleza

inamovibles en un lugar, como Maestro Francisco en la India, Maestro Simón en

Portugal, el licenciado Araoz en la Corte del príncipe y nuestro Padre Ignacio aquí en

Roma”.

San Ignacio escribió de inmediato al príncipe Felipe, rogándole aceptar el

nombramiento, y conceder su beneplácito. Y recurriendo a la influencia del Dr. Pedro

Ortiz, para vencer las dificultades que podría presentar el príncipe le dijo:

“Su Santidad ha juzgado y ordenado que algunos de esta mínima Compañía asistan al

Concilio. El Padre Pedro Fabro ha sido escogido para ir allí, junto con otros. Y para que

él pueda emprender el viaje con el agrado de todos he escrito al príncipe. Por el amor

de Nuestro Señor, yo deseo valerme del poder que usted tiene ante él. Así podremos

cumplir con el deseo de Su Santidad. Yo he escrito al Padre Maestro Fabro y le he

comunicado estas cosas. También le he indicado lo que deba hacer respecto a las

cosas de la Compañía. Ruego a Dios poder cumplir en todo su Santísima Voluntad”.

El príncipe Felipe aceptó la voluntad del Papa y dio su consentimiento. Y Pedro Fabro

se apresuró a tomar las medidas conducentes a su obediencia. Viajó a Toledo a

despedirse de todos los conocidos y de todos los que lo habían favorecido en España.

Después fue a Galpagar, a casa del Dr. Ortiz a despedirse. En Alcalá visitó a Francisco

Villanueva y a los cuatro o cinco estudiantes. Llamó de inmediato a Antonio de Araoz

para traspasarle, según las instrucciones de San Ignacio, toda su autoridad y el

cuidado de continuar y completar aquello en lo que él había estado empeñado. Araoz

escribió a San Ignacio:

“Yo estoy triste por perder al Padre Maestro Fabro y doy gracias a Dios por haber

tenido la gracia de haber gozado de su presencia. Él siempre estuvo lleno de las

misericordias de Aquel que es el Padre de toda misericordia y el Dios de toda

consolación. Como él dirigía a muchas personas en el camino de la salvación, su

partida nos ha hecho a todos derramar muchas lágrimas”.

El 20 de abril de 1546 Pedro Fabro salió de Madrid, habiéndose despedido por carta de

su querido amigo, el Padre Simón Rodríguez, con el encargo de despedirlo de los reyes

y de cada uno de los compañeros. Le dice:

“El Padre Licenciado Antonio de Araoz, por mandato de nuestro Padre, queda para

residir en esta Corte, y a él queda encargada toda mi carga. Por amor de Nuestro

Señor que siempre le ayudéis a llevarla”.

El 1 de mayo estaba en Valencia, y de todo le da cuenta, por escrito, al P. Antonio de

Araoz. Viajó después a Gandía a visitar a los compañeros y a tratar con su gran amigo

el Duque de Gandía, Francisco de Borja.

San Francisco de Borja.

Los primeros contactos de Fabro con San Francisco de Borja habían sido en los inicios

de febrero de 1542, en Barcelona, cuando el primero regresaba a Alemania y el

segundo era Virrey en Cataluña.

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Las relaciones no terminaron ahí: el Marqués de Lombay siguió interesado por el

acontecer en Alemania, y la correspondencia con Fabro fue el mejor de los medios.

Gracias a la dirección de Fabro, Francisco avanzó en virtud.

En 1543, al morir su padre, Francisco heredó el Ducado de Gandía y se entregó de

lleno al bienestar de sus vasallos, especialmente de los más pobres: la mayoría,

moriscos. Muy pronto, en 1544, consiguió con San Ignacio, la creación de un Colegio

jesuita, el primero en España, cuyos edificios y mantención serían provistos por el

duque. San Ignacio envió a cinco compañeros desde Roma, y pidió que el P. Andrés de

Oviedo viajara desde Coimbra para ser el Superior. La correspondencia entre Fabro,

desde Madrid, y Borja, desde Gandía, se hizo muy asidua.

Por eso, la alegría de Borja fue muy grande cuando vio llegar a sus tierras a su

venerado amigo. Doña Leonor de Castro había recién fallecido, el 26 de marzo de

1546, y el duque se entregaba de lleno a un serio discernimiento sobre su vida futura.

El día señalado para el comienzo de la construcción del Colegio, el 5 de mayo, Fabro

dijo la Misa y después bendijo los fundamentos colocando la primera piedra. El duque

colocó la segunda, el P. Andrés de Oviedo la tercera, Don Carlos el heredero la cuarta,

y así cada uno de los otros hijos del duque. También se pusieron piedras en nombre de

San Ignacio, de Laínez, Simón Rodríguez y Antonio de Araoz.

Después el duque habló largamente con Fabro. Le pidió que lo acompañara en el

discernimiento de su vocación a la Compañía. Fabro le dirigió un Retiro y le aconsejó

que hiciera el mes de Ejercicios Espirituales con el P. Andrés de Oviedo. Pedro lo

acompañaría con la oración, pero no quiso estar muy presente, deseoso de no influir

en demasía.

Regreso a Roma.

En Barcelona, Fabro debía embarcarse para Roma. Pero su salud le hizo nuevamente

una desconocida. Unas muy fuertes fiebres tercianas lo postraron en cama y lo

obligaron a desistir del viaje, por el momento. Escribió a San Ignacio explicando su

tardanza.

La navegación no fue dura y a Roma llegó el día 17 de julio, con gran contento de San

Ignacio y de los compañeros que desde hacía seis años no lo veían.

Con San Ignacio tuvo una conversación muy larga, de varios días, verdadera cuenta de

conciencia. Con él repasó toda su vida en Alemania, Lovaina, Portugal y España,

deteniéndose más en las personas a quienes había ayudado a discernir en el ingreso a

la Compañía.

De una manera especial habló de San Pedro Canisio y de San Francisco de Borja.

No sabemos si San Ignacio le habló del proyecto del rey Juan III de Portugal para que

él, Pedro Fabro, fuera designado como Patriarca en Abisinia.

Cuasi Patriarca en Etiopía.

No corresponde narrar aquí las múltiples negociaciones que precedieron a la erección

del Patriarcado en Etiopía. Duraron años.

Las relaciones comerciales de los portugueses con los abisinios influyeron

favorablemente en la opinión religiosa de los jefes de ese pueblo. Además, el poderío

musulmán los atemorizaba.

El Negus, o Emperador de Abisinia, David, había enviado un Embajador al Papa

Clemente VII, y su hijo Claudio quiso establecer nexos más sólidos. Por intermedio de

Portugal, Claudio pidió al Romano Pontífice un Patriarca y dos obispos que fueran

capaces de instruir al pueblo.

Juan III midió la importancia de este gesto y empezó a buscar a la persona más

adecuada para esa misión. Quería a un portugués. Pero el P. Simón Rodríguez le indicó

el nombre de Pedro Fabro como el más indicado, y Juan III fácilmente aceptó. Por

intermedio de su Embajador en Roma, y del mismo P. Simón Rodríguez, empezó ante

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el Romano Pontífice y San Ignacio, las negociaciones que durarán años: hasta después

de la muerte de Fabro.

Y cuando faltó el primero de los designados, San Ignacio propuso al Papa el nombre

del portugués Juan Núñez Barreto, discípulo y vocación de Fabro.

Muerte de un santo.

Pero las fiebres tercianas volvieron, con una fuerza tal, que pareció temerse, desde el

primer día, el fatal desenlace.

A todos Fabro edificó con su paciencia y entera entrega a la voluntad de Dios. El día 31

de julio de 1546 se confesó por última vez, recibiendo el Viático y los últimos

Sacramentos. La comunidad entera pudo tener la gracia de asistir a la muerte de un

santo. Ocurrió el 1 de agosto de 1546.

Sus restos fueron enterrados en la Capilla de Santa María de la Estrada. Y en la

construcción de la nueva iglesia del Gesù su cuerpo fue trasladado, pero no quedó

constancia del lugar donde fue puesto. Parecería que la modestia y sencillez de Fabro

la quiso trasmitir también con ese gesto.

Canisio escribió desde Colonia:

“Aunque propiamente no debería llorar la muerte de mi querido padre Pedro Fabro,

debo confesar que ha sido para mí muy amarga, de manera que el dolor que siento

arranca de mis tristes quejas. Ayuden mi debilidad con oraciones. Espero que él nunca

se olvidará de aquellos que él quería que permaneciésemos siempre en Alemania”.

Glorificación.

En Roma, todos los compañeros tuvieron por santo a Pedro Fabro, desde un comienzo.

Las cartas que se escribieron así lo muestran.

San Ignacio ordenó escribir una Carta a toda la Compañía: “De la muerte del santo

Padre Pedro Fabro”, en la cual dijo: “Como tenemos necesidad de amigos y de santos

que cada día intercedan por nosotros, todos esperamos esto de él, porque cumplió

siempre la voluntad de Dios”.

San Francisco Javier escribió desde Cochín el 20 de enero de 1548: “En este viaje

desde Malaca a la India pasamos muchos peligros, tres días con tres noches, mayores

de las que nunca vi en el mar. No me descuidé de tener por valedores a todos los

santos, comenzando primero por los que en esta vida fueron de la santa Compañía,

tomando primero por valedora la bienaventurada alma del P. Fabro”

San Francisco de Borja, en Gandía, compuso dos himnos en acción de gracias.

Los tiempos que siguieron a la muerte del P. Pedro Fabro, no eran todavía los del Papa

Urbano VIII quien prohibió dar cualquier culto público sin permiso de la Santa Sede.

En Villaret de Saboya, catorce años después de su muerte, ya se había erigido una

Capilla, bajo la advocación de los Apóstoles Pedro y Pablo, en memoria del Padre

Fabro, en el mismo sitio donde estaba edificada la antigua casa del “Bienaventurado

Pedro Fabro”. Todos los años, el 1 de agosto, se celebraba la fiesta patronal con una

Misa solemne. Ese Santuario siempre se llamó la Capilla del Bienaventurado Pedro

Fabro, el primer compañero de San Ignacio. Y fue un lugar de peregrinación, de

peticiones y acciones de gracias por los favores conseguidos por su intercesión.

San Francisco de Sales, Obispo de Ginebra, en la visita pastoral del año 1607,

consagró el nuevo altar del Santuario, con asistencia de todos los feligreses de las

parroquias vecinas. Y a petición del mismo santo Obispo, la Compañía de Jesús hizo

escribir su vida.

El primer Proceso jurídico se realizó en 1596. Hubo otro en 1607. Pero el Proceso

informativo sobre la vida, virtudes, fama de santidad y milagros que tiene mayor

importancia fue el ordenado por San Francisco de Sales en Annecy, el 8 de junio de

1626. En este Proceso se recibieron los testimonios de 15 testigos y se adjuntaron una

serie de escritos recogidos con anterioridad.

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El Santuario de Villaret fue demolido en los tiempos de la Revolución Francesa, como

muchos otros santuarios en el país.

Pero pronto, en 1823, fue reconstruido en forma magnífica, debido a la gran devoción

de los saboyanos por su compatriota, y siguieron acudiendo masivamente a venerarlo.

La Compañía de Jesús acogió, al fin, el clamor de todos los compañeros y de los

saboyanos. Solicitó a la Santa Sede otro Proceso formal, el cual se celebró también en

Annecy en el año 1869. Después de un serio examen de los documentos y de los

Procesos anteriores, la Congregación de los Ritos aprobó el procedimiento.

El Papa Beato Pío IX ratificó, el 5 de septiembre de 1872, el culto inmemorial del P.

Pedro Fabro de la Compañía de Jesús, declarándolo Bienaventurado.

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Indice

Presentación 2

Infancia humilde 3

En París: con Francisco Javier e Ignacio 4

Una caminata increíble 5

Venecia, Roma, y de nuevo en Venecia 6

Roma 7

Ofrecimiento al Papa y Deliberación de 1539 8

Parma 9

Alemania. Worms 10

Ratisbona 10

Ignacio de Loyola, General de la Compañía de Jesús 11

España 12

Nuevamente en Alemania. Spira 14

Maguncia 15

San Pedro Canisio 16

Colonia 18

Llamado desde Portugal 19

Lovaina 20

De nuevo en Colonia 21

Portugal 22

Trabajos vocacionales 23

España. Valladolid 24

Noticias desde Colonia 26

Madrid 27

Llamado al Concilio de Trento 27

San Francisco de Borja 28

Regreso a Roma 29

Cuasi Patriarca de Etiopía 30

Muerte de un santo 30

Glorificación 31