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Su belleza solitaria, rodeada pormontañas y con vistas al mar, susalegres calles y sus elegantesmonumentos convierten a Barcelonaen una ciudad bonita y acogedora.Pero no nos equivoquemos:Barcelona, con todo su encanto ycolor, no podido siempre ocultar sulado oscuro. Represión, drogas oinmigración son sólo algunos de lostemas que aparecen en catorcehistorias que nos transportan desdelo más típico, desde las Ramblas aGaudí, a la parte más corrupta ydeshonesta de la ciudad, a la

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Barcelona que nunca aparecerá enun recorrido turístico.

En esta antología encontraremos,así, relatos históricos, como el deAndreu Martín; enloquecidos ydisparatados, como el de DavidBarba; brevísimos, como el de LolitaBosch; fantásticos, como el deImma Monsó, o muy sexuales, comoel de Valerie Miles. El resultadofinal: catorce nuevas y originaleshistorias, cada una de ellasemplazada en uno de los barriosmás característicos de Barcelona,con catorce puntos de vistacompletamente distintos, todas ellas

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escritas por los más destacadosescritores españoles y catalanes delgénero negro.

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AA. VV.

Barcelona negra

ePub r1.0Maki 21.09.14

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Título original: Barcelona negraLey de fugas, Andreu Martín, 2013Las sombras de Brawner, AntoniaCortijos, 2013Depredador,Santiago Roncagliolo, 2013El enigma de su voz,Isabel Franc, 2013En este mundo y en aquel tiempo en elque murió Mercedes,Lolita Bosch, 2013Sweet Croquette, David Barba, 2013La ofrenda, Teresa Solana, 2013Barrios altos, Jordi Sierra i Fabra, 2013El cliente siempre tiene razón, ImmaMonsó, 2013Luca dice adiós, Eric Taylor-Aragón,2013Historia de una cicatriz, Cristina Fallarás,2013Atrapando la luna, Valerie Miles, 2013El delgado encanto de la mujer china,Raúl Argemí, 2013

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El policía que amaba los libros,Francisco González Ledesma, 2013Traducción: Juan Carlos Gentile Vitale(La ofrenda y El cliente siempre tienerazón) y Gregorio Cantera (Atrapando laluna y Luca dice adiós)Retoque de cubierta: Maki

Editor digital: MakiePub base r1.1

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Nota del editor

En términos generales se han respetadolos topónimos originales de calles ybarrios de Barcelona, de forma que lamayoría de ellos aparecen habitualmenteen catalán. Sin embargo, también se hadecidido mantener el criterio de estilopropio de cada autor, quienes, según suconciencia lingüística, pueden referirsea un mismo sitio en catalán o encastellano. Es por ello que el lector deeste libro puede encontrar referenciasbilingües de una misma realidad. Comola vida misma.

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Introducción

Dichosas ramblas

Rodeada de montañas que se abren almar, al arquitecto Antonio Gaudí lebastó con admirar la belleza del entornonatural donde se alza para elegirla comoenclave de la obra culminante de susingular mundo de fantasía, estímulodiario para que los mimos y estatuasvivientes de la ciudad reivindiquen unsitio al sol en el marco de Las Ramblas.

Que nadie se llame a engaño. A

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pesar de su fachada elegante, de sumagnificencia externa, Barcelona nosiempre ha sido capaz de domeñar lasiniestra añoranza que el doctor Jekyllsiente por el señor Hyde. No faltaráquien apunte a la combinación explosivay represiva de una pulgarada debeatería, una pizca de monárquicos y unbuen chorreón del régimen del generalFrancisco Franco como revulsivo capazde encrespar las aguas profundas delsentir del pueblo catalán, tanindependiente y anárquico. Un espírituque, bajo sus majestuosas palmeras y ala luz del Mediterráneo, no sólo le hapermitido conservar su idioma y sus

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propias costumbres, tan diferentes delresto de España, sino que siempre haservido como reclamo de lasvanguardias creativas.

Aunque pueda antojársenosincreíble, hubo un tiempo en queBarcelona, cuyo topónimo seguramentese remonta a su fundador, allá por el siglo III antes de nuestra era, que no eraotro que el general cartaginés AmílcarBarca, permaneció engurruñada tras laslindes del Imperio romano, oculta en elmás vasto y enrevesado laberinto dearquitectura gótica de toda Europa.Habrían de pasar unos cuantos siglosantes de que la próspera ciudad

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portuaria se abriera a las rutas de lanavegación y se adentrara en la eraindustrial, lo que atrajo inmigrantes,obreros, revoluciones y bajos fondos.Más tarde, la ciudad padeció el baño desangre de la Guerra Civil (1936-1939),sin contar los treinta y cinco años delpuño de hierro del régimen franquista;para cuando todo eso hubo acabado, losadoquines de sus calles ya se habíanconvertido en caldo de cultivo para elresentimiento.

S i noir, el negro, es el género quemejor refleja las tensiones y losresabios de una sociedad, hubo de pasarun tiempo antes de que Barcelona se

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asentara para intentarlo. En España noaparece la primera novela negra, con unpolicía dedicado a investigar crímenespasionales, hasta la publicación de Elclavo, de Pedro Antonio de Alarcón, en1853. De todos modos, hay que tener encuenta que, como país, no era el mejorlugar del mundo para empuñar la pluma.Sólo un manojo de valientes, o necios,según se mire, se atrevían a contravenirla ortodoxia con sus escritos, searriesgaban a sufrir tortura, penas decárcel o, lo que es peor, a perder lavida. Sirva como recuerdo el trágicodestino que corriera Federico GarcíaLorca a manos de los nacionales en

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1936.Andando el tiempo y a pesar de una

censura férrea, comenzaron a publicarsemás relatos de esta índole. En la décadade 1950, aparecieron las novelaspolicíacas de Francisco García Pavón,con el comisario Manuel Gálvez, másconocido como Plinio, protagonista deuna serie de novelas que, adaptadas mástarde como serial televisivo, cosecharonun gran éxito de público. El personajede Plinio —hombre de pocas palabras,con su inseparable pistola en la caderaderecha y el cigarrillo colgando de lacomisura de los labios— fue sin duda unadelantado a su tiempo. En comparación

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con la brutalidad de los sicarios decarne y hueso del régimen franquista,para un auténtico aficionado a esta clasede intrigas, los seriales televisivos deesta índole debieron de antojársele unjuego de niños; la violencia que dejabanentrever, lo más parecido a un apaciblepaseo por un parque.

Habría que esperar a la muerte deFranco en 1975 para que empezasen aaparecer relatos más descarnados,aporreados sobre teclados de máquinasde escribir sembrados de ceniza decigarrillos y manchurrones de absenta.Abolida la censura, comenzaba unanueva era. En lugar de las clásicas

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novelas policíacas, tan populares en elReino Unido, el género, en España,adquirió tintes de crítica social. Graciasa algunos protagonistas inolvidablessalidos de la pluma de novelistascatalanes, como Francisco, Paco,González Ledesma, y su imperturbableinspector Ricardo Méndez (presente enesta antología), hasta el más reciente yadmirado Manuel Vázquez Montalbán,creador del detective Pepe Carvalho, unhombre que sabe cómo sacarle partido ala vida, Barcelona comenzó a verseplasmada como lo que era en realidad:una ciudad carcomida por la violencia,la corrupción endémica, la falta de

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movilidad social.Aunque algunos de los relatos que se

recogen en esta antología aún conservanribetes de aquella época, un espíritu desadismo, más refinado si se quiere porcuanto inesperado, permanece al acechoen el marco de la pequeña ciudadposindustrial donde acaecen.Identificada de lleno con la perspectivade ocio y diversión que ofrece sufloreciente industria turística, sinolvidar el flujo constante de inmigrantesde África, Hispanoamérica y Asia queacoge y las crecientes tensiones que seregistran en el nacionalismo catalán, laciudad ha alumbrado una nueva hornada

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de resentimientos, de choques culturales.Asómense a los bajos fondos de Eldelgado encanto de una mujer china,de Raúl Argemí, y descubrirán cómo enlos rincones más sórdidos de la ciudad,aunque agazapados, aún perviven elmundo de las drogas, de la xenofobia,del tráfico de personas. En Epifanía, deEric Taylor-Aragón, asistirán alencuentro en una taberna de dosmarginados que han sufrido sendosdesengaños amorosos y el modoaterrador que idean para eludir laangustia de la existencia que arrastran,en tanto que en Barrios altos, de JordiSierra i Fabra, nos hacemos una idea

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cabal de cómo los ricos torturan a losextranjeros que trabajan en susdomicilios.

Verán retratos de catalanes que, aúnasfixiados en el seno de una sociedadconservadora, luchan por preservar suidentidad, como en la obsequiosa tiendaque describe Imma Monsó en El clientesiempre tiene razón, o en La ofrenda,de Teresa Solana, donde una clínicarespetable es el escenario en el que sesuceden aterradoras prácticasquirúrgicas, o en los leves destellos conque Lolita Bosch salpica unsobrecogedor relato de venganzas queson capaces de traspasar las fronteras de

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un continente. La misma contención quese observa en Depredador, de SantiagoRoncagliolo, retrato de un grupo decompañeros de oficina que se disponena pasárselo en grande la noche decarnaval gracias a unas máscaras queimpiden saber quiénes son en realidad, oen Atrapando la luna, de Valerie Miles,donde la noche mágica de San Juan seconvierte en la coartada perfecta parallevar a cabo un asesinato.

Diferentes tramas que nos retrotraenen el tiempo, que lo mismo nos llevan aindagar la suerte de unos fantasmas de laSegunda Guerra Mundial, como en Lassombras de Brawner, de Antonia

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Cortijos, que más atrás, hasta lostiempos en que pistoleros anarquistashuían a la desbandada en Ciutat Vella,como en Ley de fuga, de Andreu Martín.Tampoco tienen por qué ser hombres losdetectives o los ejecutores de nuestrosdías; lo mismo pueden serlo lesbianasembarazadas, como las descritas porescritoras tan respetadas dentro delgénero como Isabel Franc y CristinaFallarás.

Al turista le bastará con rebuscar enlas estanterías de la librería Negra yCriminal de la Barceloneta, conacercarse al certamen literario anualBCNegra o con darse una vuelta por la

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plaza que hay entre la calle de SanRafael y la Rambla del Raval, dedicadaa la memoria de Vázquez Montalbán, elcreador de ese simpático personaje quees Pepe Carvalho, excomunista,detective y gastrónomo quien, siempreen compañía de su amiga prostituta,situó en el mapa los mejores tugurios yrestaurantes de El Raval, para caer en lacuenta de lo hondo que el género negroha calado en la cultura y en la sabiduríapopulares de los barceloneses. Haylocales que nunca faltan en las guíasgastronómicas de mayor prestigio, comoel bar Pinotxo del Mercado de laBoquería, o Casa Leopoldo, donde si un

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comensal le dice al camarero de turno:«Pepe Carvalho me dijo que no dejarade pasarme por aquí, de modo quetráigame lo que guste», se expone a quele sirvan una comilona que no olvidarámientras viva. Si, por el contrario, ellector pretende degustar una muestra delrefinamiento culinario de Cataluña, lerecomendamos que haga un alto enSweet Croquette, de David Barba, unviaje fascinante por la mente obsesivade un hombre que tiene una fijación conFerran Adrià, maestro de maestros.

Represión, bajos fondos,inmigración…, catorce relatos que, másallá del animado bullicio de Las

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Ramblas y de las agujas de Gaudí, leobligarán a reparar en el lado oscuro deBarcelona, ese que nunca descubrirá enlas guías turísticas de la ciudad.

Adriana V. López & Carmen OspinaBarcelona

Enero de 2011

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Parte I

SÍGUEME SI PUEDES

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Ley defugas

Andreu Martín

A finales del siglo XIX yprincipios del XX, Barcelonaera conocida como «La Ciudadde las Bombas». Se laconsideraba la capital mundialdel anarquismo. Entre enero de1919 y diciembre de 1923, se

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cometieron en la ciudad más desetecientos asesinatos políticos.

Este relato está basado enun hecho real sucedido el 1 deseptiembre de 1922, a partir dela reseña que de él hace León-Ignacio en su libro Los años delpistolerismo.

Al padre de Tino Orté lo pilló la policíapintando «Ni Dios, ni patrón, ni Rey» enlos muros del cementerio del Poblenou.Él tenía la brocha gruesa en la mano,que se disponía a untar en el cubo con labrea negra y brillante que sujetabaGerardo, y Fabregat los animaba y se

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suponía que estaba vigilando que no lesviera nadie.

Pero Fabregat estaba más atento a lapintada, al texto, al miedo de sus doscompañeros y a meterles prisa que a lastinieblas movedizas de los alrededores.Fabregat era el que había reclutado a losotros dos para que llenaran de pintadasácratas el barrio obrero de Poblenou,«venga, coño, ahora mismo os venísconmigo y nos encargaremos de que,mañana, cuando se despierte elpersonal, se encuentren convertidos alanarquismo», y cualquiera decía que noa Fabregat, que siempre llevaba pistola,que pertenecía a la cúpula del sindicato

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y que presumía de haber liquidado a dospatronos el mes anterior. Si le decíanque no, igual los tomaba por esquirolesy los mataba allí mismo.

La policía no llegó con pitos nisirenas de coche, ni los pilló porcasualidad. Andaban buscando aFabregat, les había llegado un soplo yhabían ido a encontrarlo justo allí dondeles habían dicho que estaría. Seacercaron sigilosamente, confundidoscon las sombras, gritaron de pronto:«¡Alto ahí a la policía! ¡Manos arriba!»,y el bote de brea fue por el suelo y ellíquido negro se desparramó y envolviólos pies de los anarquistas, que

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levantaron las manos, que no ofrecieronla menor resistencia.

Cinco policías de uniforme, confusiles, y dos de paisano, tocados consombreros hongos y armados depistolas, cayeron sobre ellos, lospusieron contra la pared, les registraron,y confirmaron: «¿Tú eres el que llamanFabregat?», y a los otros: «¿Y vosotrosquiénes sois?».

El padre de Tino debió de responder«Constantino Orté, para servir a Dios ya usted», humildemente, porque loscuras le habían enseñado humildad y lavida le había enseñado que los policíaseran católicos y nunca matarían a un

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católico.—Conque «Ni Dios ni patrón, ni

Rey» —comentó, irónico, el otro depaisano.

—Bueno, ya os podéis ir. Dejad dehacer el idiota.

El padre de Tino y Gerardopensaron que se habían librado de unabuena, sonrieron agradecidos a labenevolencia de los agentes de la ley yles dieron la espalda. Fabregat, encambio, sabía de qué se trataba aquello.«Ya os podéis ir». Todos habían oídohablar de la ley de fugas, pero Gerardoy el padre de Tino quizá pensaban queera una leyenda urbana, o que no iba con

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ellos porque nunca se habían metido enlíos y se habían creído que quienescaían bajo las balas de los patronos«algo habrían hecho». Pero Fabregatsabía que las cosas no eran así. Fabregatsabía que ya habían caído veintitréscompañeros con balazos en la espaldadesde que la ley de fugas se empezó aaplicar el día 5 de diciembre de 1920.

El policía dijo «ya os podéis ir», yFabregat emitió un chillido de angustia:«¡Ley de fugas!», y echó a correr, y losseis pies calzados con alpargatasdejaron un rastro de pisadas negras debrea por la acera, y entonces sonaron losestampidos, una descarga cerrada, una

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traca interminable que conmovió a losvecinos ocultos en la oscuridad de losbalcones con vistas al cementerio.

A Tino, le contó lo que habíasucedido una de esas vecinas que looyeron todo, más que vieron, desde elbalcón. Se lo contó precisamente en elcementerio del Poblenou, el más antiguode Barcelona, al otro lado del murodonde su padre había estado pintando,precisamente mientras los empleadosmunicipales metían dentro del nicho elataúd donde descansaría su padre parasiempre.

—¿Tú eres su hijo? —preguntó lamujer cargada de odio—. Yo vi lo que

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pasó. —Y le habló de la pintada, «NiDios, ni patrón, ni Rey», y de los gritosde la policía, y de las huellas de brea enel pavimento señalando exactamente losúltimos pasos de tres hombres hasta elmomento de los estampidos, la sangreroja extendiéndose sobre la brea negra,como un símbolo. La bandera anarquistaera negra y roja.

Tino se limitó a decir:—Señora, por favor.Abrazó a su esposa, Elena, y se

alejó de la alta pared de nichos, delmodesto ramo de flores, de la multitudde obreros indignados, del cementerio,de la tapia que su padre había estado

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pintando.No quería líos.Tino se estaba arrancando a tirones

la piel de obrero que le había cubiertodurante toda su vida. Había nacido en elbarrio de Poblenou, tan orgulloso de serproletario, tan pobre y sucio, herviderode conspiraciones y odio, pero habíaconseguido ahorrar, y comprar unsoberbio coche blanco a un burgués quetenía miedo de conducir, y había huidode Poblenou y se había trasladado aGracia, en lo alto del Paseo de Gracia,barrio obrero también, pero más limpio,más aburguesado. Al salir a la calle,podías saludar a pulcra gente de clase

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media. Allí no llegaban ni las balas delos patronos, que perseguían a obrerospor la ciudad antigua y las barracasobreras, ni las balas de los proletariosque cazaban empresarios por los barriosricos.

Aquel último día de agosto,sumamente caluroso, un mes después dela muerte de su padre, Tino estabaasomado al balcón, en camiseta yfumando, quizá pensando en la vecinaque, desde su balcón, había visto laredada de la policía, la aplicación de laley de fugas. Vivía en el segundo piso deun edificio situado en la calle de Venus,entre Libertad y Peligro. El barrio de

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Gracia aún conserva la ideología en losnombres de las calles. Un poco másarriba, está aún hoy la calle de laFraternidad, y luego, la del Progreso…

Por la calzada de adoquines,solitaria y mal iluminada, llegó Paco elTuercas, el mecánico del garaje dondeguardaba su flamante taxi. Gritó, sinconsideración para los vecinos, queprobablemente tampoco podían dormirdebido al calor:

—¡Tino! ¡Al teléfono!Un cliente. En las diferentes paradas

de taxi de la ciudad constaban una seriede números de teléfono, entre los cualesel suyo. Había gente que prefería

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contratar a autónomos antes que a lasgrandes empresas o cooperativas.

Tino bajó a la calle y corrió hasta elgaraje cercano. Paco el Tuercas y unosparientes suyos estaban jugando a lascartas, todos en camiseta. El auriculardel teléfono estaba descolgado.

—Queríamos alquilar su coche paramañana —le dijo alguien que hablaba enplural—. Para ir a Mataró. Muytemprano. A las siete de la mañana.

Mataró es una pequeña poblaciónindustrial de la costa, a veintiochokilómetros al norte de Barcelona. Era unlargo recorrido. A sesenta céntimos elkilómetro, se sacaría más de dieciséis

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pesetas, tal vez diecisiete o dieciochocon la propina. Una buena cantidad dedinero para alimentar a los niños, parapagar el alquiler del piso, para elcrédito del banco que le había permitidocomprar el taxi y la licencia.

—Pasen ustedes por la esquina de lacalle Cortes con Paseo de Gracia. Allíestaré. A las siete en punto.

Eufórico, Tino ordenó a losempleados del garaje:

—¡El coche, para las seis de lamañana, limpio como una patena y conel depósito lleno! ¡Habrá buena propina!

Corrió a casa para celebrar la buenanueva con su esposa.

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—¿Todo irá bien? —le preguntóella, con el alma en vilo, siempretemerosa.

—Claro que irá bien.—Como todavía no has hecho el

cambio de documentación…—Sólo hace dos semanas que tengo

el coche. Está en trámite. ¿Qué quieresque pase?

Y, al día siguiente, impecable con suuniforme azul, gorra de plato, zapatosrelucientes, Tino Orté esperaba junto asu imponente Studebaker 30 HP blanco,matrícula 6205, en la confluencia de doscalles mayestáticas: el Paseo de Graciaque es museo de la arquitectura

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modernista más avanzada, arroganteexhibición de riqueza de las familiasmás notables de la ciudad, y la calleCortes, hoy Gran Vía de les CortsCatalanes, que atraviesa la ciudad denorte a sur.

Dos hombres se dirigieron a él. Unollevaba sombrero hongo y el otrosombrero de fieltro, los dos ternos conchaleco, camisas con cuellos y puñosalmidonados y corbatas oscuras, dehombres de negocios. Iban tan serioscomo si sus decisiones fueran a cambiarel mundo.

Tino los recibió con la gorra en lamano, los saludó con cabezazo y sonrisa

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discretos y no se inmutó al distinguir lapistola en el cinto de uno de loshombres. Mucha gente, en aquellaépoca, llevaba pistola. Para agredir opara defenderse, o para ambas cosas.Cuando se hubieron acomodado detrás,se puso al volante.

—¿A Mataró? —preguntó.—A Mataró —le dijo el hombre del

sombrero de fieltro. Y le precisó elcamino que debía tomar—: Bordea elparque de la Ciudadela, por el mercadodel pescado, avenida Icaria, calleTaulat, a buscar la carretera de Francia,que bordea el mar.

Tal vez fuera el trayecto que Tino

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hubiera elegido, pero la precisión delpasajero le afectó porque el recorrido lellevaba inexorablemente a un mundo quehabía querido dejar atrás y que no legustaba visitar.

Abandonaron los grandes bulevares,rodearon el parque modernista de laCiudadela y enseguida se encontraron enla avenida de Icaria, de resonancias tananarquistas. Icaria era el nombre de lasociedad utópica en que todos seríaniguales y no existiría el dinero, que soñóEtienne Cabet y que vino a fundar a estaciudad. Luego viajaría a Estados Unidospara hacer un nuevo intento icariano enNauvoo, Illinois.

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Hoy día, en el siglo XXI, la avenidaIcaria es un agradable paseo con árbolesy esculturas de esa Barcelona que, en1992, con motivo de los JuegosOlímpicos, descubrió que tenía elMediterráneo al lado. Aquel día, era lasucia y ajetreada vía principal delllamado Manchester catalán.

Durante la Primera Guerra Mundial,España había sido neutral y eso le habíadado la oportunidad de proveer a ambosbandos de todo aquello que necesitaran.Lo que la guerra destruía, la industria deBarcelona lo producía para reponerlo.Sobre todo, telas. Telas para uniformes,para mantas, para tiendas de campaña.

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Pero también barriles, productosquímicos y metalúrgicos… Junto a lalínea de la playa, crecieron las fábricasy la primera vía férrea que hubo en elEstado español, que sirvió paratransportar mercancías al puertocercano, donde esperaban los barcos, ya la lejana Francia en largos trenescargados de negocio.

A ese amasijo de fábricasarrogantes, sucias y humeantes se lellamó el Manchester catalán, y a lascasas modestas de obreros queflorecieron a su alrededor se le llamóPoblenou. Las fábricas dieron dinero,mucho dinero, a sus propietarios, y

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grandes coches Hispano-Suiza, yabrigos de pieles, y fiestas suntuosascon tango y Charlestón, y edificiosespectaculares que aún hoy sonadmiración de turistas de todo el mundo.

Corrían junto a la vía del tren, entrechabolas de aspecto miserable, dondeniños desnudos y sucios chapoteaban enel barro infectado por los productostóxicos de las fábricas cercanas, y a unode los pasajeros le vibró la voz:

—Es indignante. Cómo vive estapobre gente y cómo viven los burguesesdel centro de la ciudad. Dos mundos, tancercanos y tan lejanos.

—Cállate, Manuel —dijo el otro.

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Al final de la avenida Icaria, elcementerio más antiguo de la ciudad,con su fachada que parece un homenajea la masonería más descarada, con esosojos de Dios que todo lo ve de cincometros de altura, con esos muros dondela brea había manchado la brea paraborrar mensajes que la autoridadconsideraba improcedentes.

Salieron de la miseria de chamizosconstruidos con cartones y tablones eirrumpieron en la miseria de huertospolvorientos alrededor de lo queentonces era riera de Horta, que hoyocupa el soberbio Manhattan deDiagonal Mar con rascacielos como esta

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ciudad nunca vio ni quería ver.Entonces, era un desierto deprimentecon almacenes y andenes de tren y uncuartel de artillería de paredesdesconchadas, y tomateras y lechugasdesmayadas, y un paso a nivel.

Uno de los hombres de atrás puso elcañón de su pistola bajo la oreja deTino Orté.

—Ahora, desvíate a la izquierda.Por ese camino. Hacia el bosque de ahíarriba.

Tino obedeció. Helado. Petrificado.La boca seca. Tenía que sucederle a él.En esta maldita ciudad de las bombas,tarde o temprano siempre te tiene que

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alcanzar una esquirla.—No tengas miedo —le dijo el otro,

menos agresivo—. No queremos hacertedaño. Somos trabajadores, como tú.Esto no va contigo. Necesitamos dineropara el comité propresos.

Llegaron al bosquecillo. Abajo, laespléndida luz mediterránea amarilleabael paisaje.

—Ahí está Jiménez.Un hombre fumaba tranquilamente

junto a las vías, mirando hacia la ciudadde Barcelona.

—Ya llega el tren.Llegaba el tren, echando humo por

todas partes, organizando un estruendo

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de infierno. Pitaba largamente paraadvertir al guardabarreras que debíacambiar la aguja, como cada día.

—Si no hace nada, es que no haynovedad.

—No hace nada. ¿Qué tiene quehacer?

—Quitarse la gorra.—Pues no se ha quitado la gorra, y

ahí está el tren, corre, ¿qué esperas?El hombre del sombrero hongo se

acodó en la ventanilla del coche,encañonando a Tino y mirándole con losojos serenos de quien no desea nadamalo a nadie, pero está dispuesto acumplir sus amenazas si se ve obligado

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a ello.El nombre del sombrero de fieltro

corrió en dirección al paso a nivel.Todos los vagones del convoy eran

descubiertos y en ellos viajabanquinientos obreros que corrían hacia elfuturo, a construir futuro por cuentaajena, contentos y alborotados porqueaquel era día de paga. La paga viajabaen un baúl de seguridad, custodiado pordos hombres armados.

El hombre del sombrero de fieltrollegó hasta el guardabarreras, que ya sedisponía a cumplir con su rutina diaria.De lejos, Tino pudo ver cómo pegaba unbrinco al ver la pistola, al oír: «¡Quieto!

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¡Hoy no se cambia la aguja!». Elempleado levantó las manos, se apartóde la barrera.

El tal Jiménez, que parecía estartomando el sol, empuñaba ya una pistolay corría hacia el convoy, que se deteníacon chillido agónico de los frenos, comovoz de plañidera de tragedia griega anteel desastre. La máquina feroz llevabagrabadas las iniciales M. Z. A.

A Tino le pareció ver a un hombreque se encaramaba a lo alto de lalocomotora y saltaba a la cabina delmaquinista. Lo que no vio ni pudo verfue a los otros dos hombres que habíanviajado camuflados entre la multitud de

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obreros a los que, pistola en mano,ahora ahuyentaban para que se alejarande allí. Se formó una gran desbandada,disparos, quinientas personas presas delpánico corriendo en todas direcciones.

Los únicos que quedaros, aislados,en uno de los vagones descubiertos,fueron los dos hombres armados junto aun baúl de un metro de largo por mediometro de alto. Uno de ellos ya tenía lasmanos levantadas y, aún a doscientosmetros de distancia, se podía ver queestaba temblando con frenesí, a punto deperder el equilibrio. El otro, en cambio,estaba accionando el cerrojo del máusercuando los tres hombres que llegaban

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corriendo dispararon sobre él.Cayó como un saco. Desde lejos, a

Tino le pareció facilísimo matar a unapersona.

Uno de los que habían disparado alos guardias, el más dinámico de todos,completamente vestido de negro ycalzado con alpargatas, tiró a la vía lacaja del dinero. El llamado Jiménez yotro de los vestidos de obreros larecogieron. De la cabina del maquinistabajó un cuarto que se reunió con ellos.

Inmediatamente, la locomotora soltósu aullido de alarma.

Los tiros se prolongaban, dominabanel griterío de la muchedumbre fugitiva.

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Tino descubrió entonces que unossoldados habían salido del cercanocuartel de artillería y corrían hacia eltren disparando al tuntún. En esemomento, se sintió cómplice del asalto ysupo que se estaba jugando toda su vida,sus ahorros, su taxi, su familia, su pisodel barrio de Gracia.

Se le fue la mano al volante, queríairse de allí. Lo disuadió el hombre delsombrero hongo, con sus ojos serenos ysu pistola.

—Quieto.—Por Dios —susurró Tino.—Ni por Dios, ni por la patria, ni

por el Rey.

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Hacia el coche corrían el hombrevestido de negro, que cargaba con elbaúl junto con el llamado Jiménez; y asu lado, el hombre del sombrero defieltro, y el vestido de obrero y el quehabía saltado de la cabina delconductor. Los soldados habían llegadoal tren, se subían a los vagones y desdeallí hacían puntería.

El hombre vestido de negro, queestaba cruzando un huerto, pareciótropezar y cayó de bruces, arrastrandoconsigo el baúl y al Jiménez que leayudaba. El obrero quiso ayudarlos ytodos fueron a parar al suelo. El hombredel sombrero de fieltro manifestó un

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sobresalto epiléptico y continuócorriendo. El que había estado en lacabina, en cambio, se detuvo, volvióatrás y ayudó a los caídos. El hombre denegro estaba herido, cojeaba y aquelvestido de obrero le ayudaba. Jiménezcorría con dificultad bajo el peso delbaúl. El hombre del sombrero de fieltrollegó el primero junto al taxi y demostrósu confusión y su vergüenza por haberhuido con un movimiento de impacienciaque ya no servía para nada.

El que había salido de la cabina delmaquinista, joven, enérgico, muydecidido, se quedó plantado entretomateras, disparando su pistola,

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cubriendo la retirada de suscompañeros, provocando la desbandadade los soldados en el tren, hasta que, enel intercambio de balas, cayódescoyuntado sobre las lechugas.

Para entonces, todos los otros habíanllegado al coche y montaban en élatropelladamente, cinco hombres y unbaúl en el espacio previsto para cuatro,y uno de ellos herido y aullando dedolor, amontonados, eléctricos,«¡Vámonos ya, joder!», una voztemblorosa preguntaba: «¿Y el Quero?¿Dónde está el Quero?», y otro ladraba:«¡Al Quero lo han matado, joder!». Elcofre del tesoro, metálico, cerrado con

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un grueso candado, llevaba el distintivode la empresa de seguridad Aixelá.

—¡Vámonos, vámonos, vámonos!¡Sigue la riera hasta la carretera deFrancia!

Tino ya había puesto el coche enmarcha. Ya traqueteaban sobre terrenoirregular, las piedras golpeando losbajos del Studebaker, pobre coche, yallegaban a la carretera de Francia.

—¡A la derecha! ¡Vuelve aBarcelona!

Tino obedeció.Un capitán de la Guardia Civil que

estaba cruzando la calle se fijó en elcoche blanco lleno de alborotadores

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apretujados y con una mancha roja, rojade líquido rojo, alarmante color rojo,color de la sangre.

Guiaron a Tino hasta la calle de laMarina, donde se apeó el hombre delsombrero de fieltro.

—Llevadme a casa de María —gemía el herido de la ropa negra.

Siguieron hacia el centro de laciudad, plaza Cataluña y rondas, que sellaman así porque por allí pasaban lasmurallas medievales y era donderealizaban su ronda los centinelas. Hayun mundo a un lado de las rondas, dondese abría el descampado extramuros quea partir de 1856 se pobló con orden

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racional; y otro mundo al otro lado, quecorresponde a la ciudad antigua, decalles estrechas e intrincadas, CiutatVella, Distrito Quinto, ciudad antiguaque parecía diseñada para que losperseguidos despistaran a losperseguidores.

—¡Por aquí!Se metieron por la calle de la Cera,

que fue durante muchos años un enclavegitano en la ciudad, y llegaron hasta laplaza del Pedro, que aún hoy conservala imagen de aquellos años veinte. Esosmuros, esas aceras, esas esquinas, esosbalcones con ropa tendida, todavíaperduran como historia congelada en una

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foto fija.Allí terminó el recorrido. El hombre

del sombrero hongo y el vestido deobrero ayudaron a bajar al de las ropasnegras, que parecía haber perdidofuerzas. Se alejaron hacia la calle de laBotella.

Jiménez se llevó el baúl cargado alhombro. No parecía que le preocuparamucho que lo vieran con él. Se metiópor la calle del Carmen y dobló por laprimera travesía.

El taxímetro marcaba cuarenta ysiete pesetas que nadie pagó.

Tino puso el Studebaker en marchay, pocos minutos después, se encontraba

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en las Ramblas eternamente bulliciosas,coloridas y jubilosas, las floristas, elmercado de la Boquería, las terrazas delos cafés, y al final la estatua de Colóny, luego, perdió la noción del espacio yel tiempo.

Tomó conciencia de que lo habíanmetido en la guerra furibunda entre elsindicato anarquista CNT y el sindicatode los patronos, al que llamaban elLibre. Pero se había visto arrastrado albando equivocado porque, mientras quelos asesinatos del Libre quedabanimpunes, apoyados y protegidos por eljefe de policía Arlegui y todos lospoderosos de la ciudad, Tino podía

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estar seguro de que los hombres quehabían asaltado el tren seríanperseguidos con saña hasta elexterminio. Y él había sido cómpliceimprescindible.

No se detuvo para comer amediodía. Llegó a casa a media tarde,dejó el coche en el garaje de Paco elTuercas y subió a casa para contar losucedido a su esposa, Elena, que loestaba esperando y enseguida se puso allorar.

—¿Qué haremos? —decía—. ¿Quéharemos?

Tino tomó la determinación:—Iré a la policía.

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El capitán de la Guardia Civil quehabía visto un coche blanco manchadode sangre se puso inmediatamente encontacto con las fuerzas del orden,incluso antes de saber que habíanasaltado el tren de la obra.

Antes de mediodía, la policía yaestaba buscando el vehículo en cuestión.En la Barcelona de entonces no habíamás que veinticinco mil coches, y lamayoría eran de fabricación nacional.Eran muy raros los de importación, ymás aún los norteamericanos, queexigían un elevado poder adquisitivo.Studebaker y blanco no era tan difícil deencontrar. A la puesta de sol, cuando

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dos agentes de paisano llegaban algaraje de Paco el Tuercas , el motor aúnestaba caliente y nadie había limpiado lamancha de sangre de la carrocería. Elmecánico les dijo que el vehículopertenecía a Constantino Orté,domiciliado en la calle de Venus, entreLibertad y Peligro.

Cuando los dos inspectores llegabana la casa, Tino Orté salía, vestido con sumejor traje y decidido a colaborar conla ley.

Lo detuvieron.—Ya hablaremos en comisaría —le

dijeron.Lo llevaron al siniestro edificio de

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Vía Laietana, sede central de la policíabarcelonesa desde que el mundo esmundo. En aquella época era una granavenida comercial perfumada con airede mar, con esa mancha negra deledificio policial que, para destacarse,está mal colocado, de medio lado,quebrando la línea recta de la calle.

El jefe de policía Arlegui en personafue a verle. Cuentan, quienes leconocieron, que tenía los ojos teñidosde maldad. Él fue el inventor de la leyde fugas. Él planeó un par de atentadoscontra el gobernador civil, MartínezAnido, sólo para culpar de ellos a losanarquistas y poder atacar sus locales y

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matar a unos cuantos.—Tres muertos y como mínimo

cinco heridos —le notificó—. Cientocuarenta mil pesetas robadas. El peoracto vandálico que habéis perpetradojamás. ¿Te parece que vamos a permitirque quede impune?

Tino quiso decir que no tenía nadaque ver con los ladrones, pero lerecordaron que su padre era unanarquista tan peligroso que habíantenido que abatirle cuando agredía a laautoridad. Les parecía muy sospechosoque el coche aún no estuviera registradoa su nombre.

—¿Suponías que así nunca

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llegaríamos hasta ti? —se reía Arlegui.Le preguntó quiénes eran sus

cómplices. En la mente de Tinoresonaron los nombres que había oídodurante la aventura. «Manuel»,«Jiménez», «el Quero», «María», quevivía cerca de la plaza del Pedro.

Le pegaron.Y entonces, selló sus labios. Lo

amordazó una furia irracional y suicida.Negó con la cabeza y apartó la vistacuando lo enfrentaron a las fotografíasde sospechosos. Se negó a reconocerincluso al tal Quero, el que habíasaltado al interior de la cabina delmaquinista y, luego, había quedado

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muerto en el campo de batalla. Noparpadeó al ver las fotos del hombre delsombrero hongo, ni del que llevabasombrero de fieltro, ni del tal Jiménez,ni del que iba vestido de obrero, ni delque vestía de negro y había sido herido.

En la madrugada, la policía perdiólos estribos y se empleó a fondo. Lerompieron los dedos de la manoderecha, le patearon los genitales. Suempecinamiento terminó deconvencerles de que había colaboradovoluntariamente en el asalto. Cuando loarrojaron a un calabozo de los sótanos,tenía la camisa empapada de sangre y elrostro deformado por completo.

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La policía, tiempo después,detendría a los dos hombres quecobijaron a los asaltantes, y alpracticante que curó la herida delhombre de negro, y al empleado de lacompañía ferroviaria M. Z. A. que habíaproporcionado los detalles necesariospara cometer el asalto, pero nuncaencontró a ninguno de los autoresmateriales del robo. Se dice que elhombre de negro, que se llamabaRecasens, fue juzgado años después enFrancia por el asalto a un banco y murióguillotinado.

Y se dice que el dinero fue a parar amanos de un tal Ramón Arín, que dirigía

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el comité propresos de la CNT.Se abrió la puerta de la celda y Tino

levantó hacia la luz sus ojos hinchados.—Arriba —le dijeron—. Vamos a

llevarte a la Modelo.Triste ironía que la cárcel de la

ciudad de Barcelona, donde se hanvivido tantos horrores, se llame Modelo,porque pretendía ser modélica yejemplo para el resto del mundo.

Lo sacaron a la calle.Dos policías con máuser.En aquella época, había muy pocos

coches y muy pocos conductores, deforma que era habitual que se trasladaraa los detenidos a pie, recorriendo la

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ciudad, hasta la cárcel de la calle deEntenza. Pero no se salía con los presosa la populosa Vía Laietana, porque noera imagen airosa que ofrecer a losilustres visitantes, sino que seabandonaba la Jefatura por la parte deatrás, donde esperan las callejas de laciudad antigua, Ciutat Vella, oscura ylaberíntica, sucia y solitaria.

El detenido delante y los policíasdetrás.

Y, con frecuencia, en aquellos años,el detenido de pronto se percataba deque estaba andando solo. No oía laspisadas de las botas policiales pegadasa sus talones.

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Y se detenía, y miraba atrás,suspendidas todas sus constantes vitales,y veía que los policías se habíandetenido a una cierta distancia con losmáuser junto a la cadera.

Y le decían:—Vete. Ya te puedes ir.

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Las sombrasde Brawner

Antonia Cortijos

Hace tres días que me he convertido ensu sombra. Duermo en el coche para noperderlo de vista. Lo hago atrompicones, siempre atento a la puertade entrada del edificio. Sobre las sietesale a la calle y de inmediato abandonoel vehículo. Lo sigo a varios metros dedistancia para no despertar sospechas.

Las noches de mal dormir están

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empezando a pesarme y noto que memuevo con lentitud. Se está alejandodemasiado, he de correr unos metrospara rectificar la distancia. Parece tenerprisa. Todavía es noche cerrada, acabande regar las calles y la humedad se cuelaa través de mis zapatos. Un escalofríome recorre el cuerpo. Subo el cuello delabrigo y me froto las manos para intentarprocurarme algo de calor.

Está llegando al Passeig del Born y,como cada día desde que lo conozco,entra en un pequeño bar que haceesquina con Calders. Está abierto desdelas seis, los clientes acostumbran a sertaxistas a punto de acabar el turno de

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noche, y obreros de la construccióndedicados a restaurar muchas de lascasas de un barrio que está empezando areconstruirse, comenzando sutransformación. Las paredes deestablecimientos y viviendas sonrepicadas hasta que aparece la piedra, yel alma de los muros queda aldescubierto. Tu cuerpo percibe suvibración, te habla de la historia de unbarrio arrasado en 1714 por un reyvengativo, que mandó derribar mildoscientas de sus casas para levantaruna ciudadela, una fortaleza militar quedominó la ciudad durante más de cienaños. Ahora, en su lugar, se asienta el

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parque de la Ciudadela, hermoso,extenso, verde.

Espero unos segundos y, amparadopor la penumbra exterior, me acercopara observar con sigilo cómo lee elperiódico y bebe café. Los tres días seha sentado en el mismo lugar, alejadodel resto de parroquianos. No puedoapartar los ojos de él, estoy volviendo acontemplar, igual que lo hice ayer ytambién anteayer, la forma de dirigirseal camarero, sus gestos breves con loscodos apenas separados del cuerpo, laespera hasta que el café adquiere latemperatura deseada, el placer con quese lo bebe de un tirón. Junto al café le

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prestan el periódico y vuelvo apreguntarme si será del día anterior.

Aspiro con deleite el aire fresco queme llega con olor a salitre, mientras laluz que anuncia el amanecer perfila lasilueta del Born, el antiguo mercado deabastos, un edificio construido en acero,de estilo modernista, que ahoralanguidece vacío y solitario con latristeza del que se siente inútil. Es fácilorientarse en este barrio, cualquier calleo plaza aún guarda el eco de los ruidos ylos olores que diferenciaban el trabajoartesanal de cada oficio. Todas llevansus nombres. Cuando están a punto decumplirse los treinta minutos me

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escondo en una de las porteríascercanas. Sé que pasará frente a mícamino de Sombrerers, una estrechacalle que rodea parte de la iglesia deSanta María del Mar, y en la acerafrontal, donde hoy se alinean galerías dearte, vinitecas y restaurantes, en la EdadMedia, y hasta no hace mucho, seagrupaban los talleres dondeconfeccionaban sombreros de caballero.Luego subiremos por Argentería, dondese trabajaba el argento o plata, el oro yotros metales finos. Saldremos a la VíaLayetana, el límite del barrio por el sur,hasta atravesarlo y adentrarnos en laplaza de la Catedral. Luego llegaremos a

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una calle angosta, donde a duras penaspuede circular un coche y se acumulanlas tiendas de antigüedades. Yo sé encuál de ellas entrará.

Es el momento que aprovecho paracomer algo y tomarme un café quedespeje la niebla de mi cerebro.

Todo empezó hará una semana.A mí me parece una eternidad.La policía se presentó en mi casa

para anunciarme, con cristales deescarcha en la voz, que mi madre habíamuerto.

Encontraron su cuerpo en el jardínbotánico del parque de la Ciudadelasobre un parterre de flores blancas,

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envuelto en un suave camisón de sedaroja que acentuaba aún más la lividez dela piel. La posición había sidominuciosamente recreada para simularun sueño placentero y sólo la cabeza,con marcas de abrasiones en el cuello ycubierta por una bolsa de plástico,contaminaba la escena. La autopsiademostró que Anna Brawner ya eracadáver cuando fue depositada allí, asíque de inmediato se inició unainvestigación.

El inspector Gómez Triadó meinterrogó una y otra vez, pero pocopodía decirle. Ella había sido siempreuna mujer extraña que no me permitió

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acceder a sus secretos, nunca supedónde nació, decía de sí misma que eraciudadana del mundo. Sólo pudesonsacarle, ya en la adolescencia, que sumadre había muerto al nacer ella. Peronunca me dijo quién era mi padre y siaún estaba vivo.

Tuve que hacerme cargo de sucuerpo y trasladarlo hasta el tanatorio,donde la velé en solitario. Sentadofrente a ella, sin poder apartar la vistade su rostro, sentí cómo detonaba en miinterior un cortocircuito que me dejabaen la más absoluta oscuridad. Laconexión se había corroído y ahora sé,con absoluta seguridad, que las tinieblas

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nunca se alejarán de mí.A la mañana siguiente se ofició el

funeral. A él asistieron dos hombres yuna mujer a los que no conocía, y elinspector Gómez Triadó.

Uno de ellos era un anciano queprobablemente había superado losnoventa años, pero que movía conagilidad un cuerpo insólitamenteerguido. Esa particularidad, unida a untraje hecho a mano color gris marengo,un fino jersey de cuello alto quedisimulaba los estragos de la edad y uncabello inmaculado, blanco y abundante,le otorgaban un aspecto aristocrático,seductor.

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El otro era un hombre entrado en lacuarentena, vestía y se comportaba deforma anodina.

La mujer tendría la edad de mimadre, pero carecía de su vitalidad, desu amor por la vida. Unos ojos grises,envueltos en niebla, parecían pedirdisculpas.

El inspector Gómez Triadó seapresuró a citarlos en la comisaría paraun interrogatorio, pero yo era incapaz dereaccionar, ni se me pasó por la cabezaque aquella gente podía descubrirmerincones ocultos de mi madre que meayudaran a comprenderla y acomprenderme. Me limité a recibir sus

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condolencias y seguí con la mirada fijaen el lujoso ataúd donde descansaba.

Durante el breve funeral algo meinquietó. Cuando estaba a punto deacabar la ceremonia sentí un cosquilleoen la nuca, como cuando alguien te mirafijamente largo rato. Un gesto instintivome hizo girar la cabeza, pero sólo tuvetiempo de ver una sombra que salía porla puerta.

Nadie me acompañó al pequeñocementerio situado junto al tanatorio, y,en soledad, esperé que tapiaran la tumbay finalizara el ritual del entierro. Nohabía podido llorar, pero en el momentoque los funcionarios se alejaron, me

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quedé mirando el enorme ramo de floresblancas depositado sobre la lápida y elllanto llegó a mí a borbotones,imparable, tuve que arrodillarme porquemis pies no aguantaban el peso de micuerpo y mi dolor.

Cuando levanté la vista, de nuevoaquella sombra. Esta vez desaparecíatras la escultura de un ángel protector demármol blanco. No sé qué parte de micuerpo reaccionó, porque yo estabaausente en un mundo de recuerdos,incapaz de vivir el presente. Sé que mealejé hacia la salida y esperé unosminutos para volver después con sigilo ala tumba de mi madre. Antes de llegar a

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ella, el instinto me desvió hacia el lugardonde se había escondido la personaque me observaba, como si el hecho derodearme del mismo aire o pisar lamisma tierra me conectara con él, merevelara su secreto. Asomé lentamentela cabeza bajo una de las alasextendidas y entonces lo vi.

Y el asombro me hizo apartar lamirada.

Mis ojos me estaban mintiendo, nopodía ser de otra manera.

Incrédulo, volví a mirar de nuevo yél continuaba allí, erguido, como sifuera yo, como si un espejo me reflejaracon los brazos cruzados sobre el pecho

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y la vista fija en la zona de la lápidadonde el nombre de «Familia Brawner»está esculpido en letras doradas sobremármol negro.

No podía apartar la mirada de aquelhombre alto, el pelo rubio brillandobajo el sol del mediodía, con una pieltan blanca que ningún color se reflejabaen ella, todos eran devueltos a la luz.Pero lo que me producía aquel miedoimpreciso, borroso, indefinible, aquelsudor frío que resbalaba por mi espalda,era la expresión de su cara.

Desde entonces le sigo.

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—Le agradezco que haya venido hoymismo.

—Siempre he pensado, inspector,que los tragos amargos empeoran si nolos bebes de inmediato.

—Pongo en marcha la grabadora,pero debo informarle de que puede ustednegarse.

—No voy a hacerlo, en realidad metiene sin cuidado. Mi nombre es JacobZimmerman, nací en Hamburgo,Alemania, hace noventa y dos años.Desde hace cincuenta y ocho vivo enBarcelona.

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—¿Por qué fue al funeral de AnnaBrawner?

—Porque era mi nuera.—Entonces… ¿hay algún parentesco

entre usted y Julián Brawner?—Sí, es mi nieto.—Me sorprende, yo hubiera jurado

que no se conocían.—Y así es, en parte. Nunca había

hablado con él hasta hoy, y estoy casiseguro de que ella nunca le habló de mí.Es una vieja historia familiar. Decidíemigrar a Barcelona a finales de losaños veinte, para huir de la crisiseconómica que sufría mi país. Mi mujer,Edith Keller, abrió una tienda de modas

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en la Rambla de Cataluña y yo, unnegocio de antigüedades que aúnconservo. El padre de Anna Brawnerllegó a Barcelona en 1942 cuando ellatenía apenas tres años. En aquellosmomentos, esta ciudad era un nido deespías de todas las nacionalidades enconflicto, pero sobre todo habíaalemanes. Llegó destinado al consuladoalemán, que entonces estaba en la plazade Cataluña, ya supondrá usted sucometido.

—Lo imagino.—Fueron años muy duros para

todos. En 1942 yo tenía cuarenta y sieteaños, una vida estable y cinco hijos, el

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menor había nacido aquí y disfrutaba dedoble nacionalidad. A principios de1943, me arrebataron a los cuatromayores amparándose en el malditoconvenio que en el año treinta y nuevefirmaron el general Martínez Anido yHimmler. Cualquier alemán sospechosode no apoyar a la causa nazi podía serdetenido y repatriado de inmediato sinningún tipo de extradición ni de juiciopreliminar.

Jacob Zimmerman se queda ensilencio perdido en sus recuerdos, comosi necesitara que ellos le transmitieranlas fuerzas necesarias para continuar. Elinspector está a punto de preguntarle si

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se encuentra bien, cuando el ancianorecupera el discurso. La voz, cargada deira contenida.

—¡Nunca llegaron a Alemania!Fueron ejecutados en algún lugar de lafrontera con Francia.

De nuevo el silencio. Esta vezGómez Triadó espera.

—Mi hijo pequeño y Anna Brawnerse conocieron casi veinte años después.Se enamoraron varios meses antes demorir su padre, y cuando ella se quedósola, mi mujer y yo le pedimos queviniera a vivir con nosotros. Fueronaños felices que nos compensaron de latragedia vivida durante la guerra.

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Cuando mi hijo finalizó los estudiosuniversitarios se casaron, y antes de unaño estaba embarazada. Pero…Perdone, ¿me podría dar un vaso deagua?

—Disculpe mi descortesía.Enseguida vuelvo.

El anciano se queda solo. Apoya loscodos sobre la mesa y el rostro sobrelas palmas de las manos. La oscuridadlo serena. Sabe que debe tener la cabezaclara, los sentimientos controlados.Unos minutos después regresa elinspector.

—He traído también café por si leapetece.

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—No, gracias. A mi edad una taza esuna noche en blanco.

—Si necesita descansar podemosparar unos minutos.

—No, no, estoy bien. El tiempo debeberme el vaso de agua.

Mientras lo hace, Gómez Triadóobserva su rostro surcado de arrugas.Desde que ha empezado a narrar lahistoria, la tristeza le ha idoensombreciendo la mirada.

—Todo se torció cuando Juliáncumplió nueve meses. Por fuertesrazones de índole personal, ella se sintióincapaz de seguir viviendo con nosotros,y una noche desapareció con mi nieto.

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Mi hijo no pudo resistirlo, entró en unestado de depresión que lo llevó alsuicidio. Nunca hemos vuelto a saber deella hasta que la noticia de su asesinatose difundió por la prensa. He ido estamañana al funeral para decirle cuánto hellegado a odiarla.

Esta noche he decidido dormir encasa, son ya cinco los días que llevosiguiéndole. Necesito alejarme porque,si no, en cualquier momento atravesaréel espejo y no podré dar marcha atrás.Es todo muy confuso, como si yo, poco apoco, fuera diluyéndome en él. Intuye miexistencia, nota que lo persigo, sé que losabe porque me estoy apoderando de los

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pensamientos que genera su mente.Llegan a mí como un viento que circulapor mi cerebro, lleno de voces, ruido,odio.

Abro la puerta, pero no enciendo laluz, recuerdo un juego de infancia en elque cerraba los ojos para intentar sentirlas mismas sensaciones que un ciego.Siempre me han fascinado y es lo quemás he temido, creo que más que a lamuerte. Ahora quiero volver a movermeen la oscuridad. Voy hacia el lavabo,palpo la pared para contar las puertas.Es la tercera. Entro. Mis ojos se estánacostumbrando a la oscuridad y yaempiezan a perfilar formas imprecisas.

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Lo primero que haré es ducharme, llevoen mi piel sudor y polvo de los últimoscinco días y una fina capa de odio,rencor y rabia que me ha traspasado él.

Creí que el agua lo arrastraría todo,pero sólo han desaparecido de micuerpo el polvo y el sudor.

Intento dormir, pero mi madre meintranquiliza, la siento junto a mí,acaricia mi cuerpo con su tacto demuerte, se hunde en mi cerebro conrecuerdos de momentos perdidos y unaimagen recurrente que se repite con lamétrica de un anuncio insertado en lamemoria. El sueño llega para evocarlo.La oscuridad es casi total, al fondo se

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percibe una luz difusa que atrae lamirada, me dirijo hacia allí flanqueadopor frondosas plantas en penumbra yllego hasta un pequeño claro cubierto ensu totalidad por un parterre de floresblancas. Es de ellas de donde brota laluz. Se acerca un hombre con una mujeren brazos, y al llegar frente a mí searrodilla sin verme, los ojos enrojecidospor las lágrimas. La deposita con sumocuidado sobre el parterre y su pelo seilumina como un pequeño sol ante laproximidad de las flores, la mujer memira, el rostro es una máscara que hadibujado la agonía. Me despiertoangustiado, el sudor mojando las

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sábanas, está clareando. Me quedoquieto, atento al mensaje que metransmite el sueño, contemplando elamanecer a través de la ventana abierta.

—Espero que no imagine nada extrañoporque mi marido y yo asistiéramos alfuneral.

—No se preocupe —dice elinspector Gómez Triadó—, estánustedes aquí para aclarar ese punto. Espura formalidad. ¿Cómo se enteraron desu muerte?

—Por la prensa.—Si no trataban a menudo con ella

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¿cómo es que desde la empresa quedirige usted, señor Cánovas, y que espropiedad de su mujer, cada mestraspasaban doscientas mil pesetas a lacuenta de la víctima?

—Es algo que heredé de mi suegrojunto con la compañía.

—¿Y no pensó en dejar de hacer esealgo que ya no le atañe a usted?

—Los términos del testamento eranmuy claros, debía seguir pagando hastala muerte de Anna Brawner. Y eso vinea hacer, asegurarme de que estabamuerta.

—Vaya favor les ha hecho elasesino, ¿no creen?

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—A nosotros y a dos empresas más.—Lo sabemos, hemos repasado

minuciosamente las cuentas de lavíctima, señora Cánovas.

—Mi nombre es Teresa Puig-Grau.—Lo siento señora Puig-Grau.—Es una historia antigua, las otras

dos empresas se encuentran en lasmismas condiciones que nosotros. Si nopagamos lo que en cada momento nos hasido indicado, primero por el padre ydespués por Anna Brawner, ella tienedocumentos con los que pasaría a ser deinmediato dueña de cuanto poseemos.He de decir a su favor que nunca seexcedió en sus pretensiones.

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—¿Me está diciendo que loschantajeaba?

—No. Le estoy diciendo que Anna,bueno, en realidad fue Otto Brawner,nos regaló tres empresas antes de quepasaran a poder de Franco finalizada laSegunda Guerra Mundial.

—¿Podría ampliar…?—Puedo contarle lo que me explicó

mi padre.—Por favor.—Hemos de trasladarnos al año

1942, cuando llega Otto Brawner paraocupar un alto cargo en el consuladoalemán a las órdenes del coronel KartResenberg, entonces cónsul en

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Barcelona. Por sus manos pasabandocumentos confidenciales, de altosecreto, sobre las empresas con capitalnazi que se instalaban en la ciudad.

»Contrariamente al resto defuncionarios alemanes que sehospedaban en el Ritz o el Continental,Otto lo hizo en casa de mi abuelo,supongo que para proporcionar a lapequeña Anna un entorno familiar. Laposguerra fue muy dura y muchasfamilias tuvimos que alquilarhabitaciones para poder sobrevivir. A lanuestra le tocó la lotería cuandoBrawner se instaló. Nos traía café,mantequilla y latas de carne además de

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pagar rigurosamente el alquiler. Mipadre era de su edad y se cayeron bien,lo acompañaba a las tertulias del Colóny a las fiestas privadas que seorganizaban en el Ritz. Un día, OttoBrawner preguntó a mi padre si conocíagente de confianza para actuar comotestaferros en tres empresas queJohannes Bernhardt quería instalar enBarcelona. Él lo consultó con su padre,que había sido abogado de laGeneralitat, y estuvieron dudando sihacerlo o no al explicarle mi abueloquién era el tal Bernhardt.

—¿Y quién era? ¿Por qué esaaprensión?

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—Fue el hombre que ayudó a ganarla guerra a Franco, el creador delformidable imperio económico yempresarial que el gobierno alemántenía en España y que incluía trescientascincuenta empresas. En el año treinta yseis, si no recuerdo mal, esecomerciante alemán, junto al capitánespañol Arranz Monasterio y otrosmilitares rebeldes, obligaron al pilotode un avión comercial de Lufthansa adirigirse a Berlín, donde seentrevistaron con Hitler. Fue Bernhardtquien consiguió a los militares diezaviones de transporte, seiscazabombarderos, veinte baterías

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antiaéreas, fusiles ametralladores ymunición, además de establecer laalianza para suministrar a Franco cuantopidiera.

—¡Estoy sorprendido! Había oídorumores, pero no pensé que fueranciertos.

—Entenderá ahora las reticencias demi padre y mi abuelo a involucrarse.Pero sobrevivir estaba en aquellosmomentos por encima de orgullos ylealtades, así que mi padre y dos primoscarnales actuaron hasta el final de laguerra como testaferros.

—¡Increíble! En fin, volvamos aAnna Brawner. Dígame, señor Cánovas,

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¿recibió alguna amenaza de su parte?—No.—¿Sabe si alguna de las otras

empresas la recibió?—No, que yo sepa, pero me

extrañaría mucho. Cuando nosotrospasamos por momentos difíciles, ellafue la primera en eximirnos del pagohasta habernos repuesto.

Teresa Puig-Grau asiente con lacabeza antes de dirigirse a GómezTriadó.

—Las dos fuimos al ColegioAlemán, inspector, Anna fue mi amigahasta que descubrió lo que su padrehabía hecho. Él había muerto y ella

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vivía con su marido en casa de lossuegros. Hacía varios meses que habíadado a luz a los gemelos…

El inspector la interrumpe paraasegurarse de haber oído correctamente.

—Perdone ¿ha dicho gemelos?—Sí, creo que se llaman

univitelinos, los que son exactamenteiguales. Aún no tenían un año cuandoAnna descubrió, entre los documentosde su padre, la relación de judíos quedenunció a la Gestapo y a la SD. Pero laverdadera tragedia fue que en ella seencontraban los cuatro hermanos de sumarido. Fue entonces cuando la vi porúltima vez, me citó en el Samoa. Estaba

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totalmente destrozada. Su padre no sólohabía sido un traidor a su raza, sino eldelator de sus cuñados, el responsablede su muerte. No podía seguir mirando alos ojos a su marido y a sus suegros.Había decidido desaparecer. Intentépersuadirla, convencerla de que ella notenía nada que ver, pero fue inútil. Annasiempre ha sido una mujer con ideasmuy personales, sobre moral, sobrereligión, nunca hablaba de su origenalemán, ni tampoco del judío. Se habíacreado unas normas de vida hechas a sumedida y las seguía de forma obsesiva.No pude hacer nada. Nunca volví averla.

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Sé que fue él quien mató a mi madre, sumadre. Aún es noche cerrada y la lluviaintenta lavar el aire. Camina alejado demí, amparándose bajo un paraguas. Noha ido a almorzar, se dirige directamentea la calle de la Palla, quiere esconderseen Antigüedades Zimmerman, elcomercio de su abuelo, mi abuelo. Huyeporque se siente acosado. Lee en mimente el ansia de venganza del mismomodo en que yo leo ira y dolor en lasuya. Quiero que muera como él mató ami madre, su madre. Cuando llego, habajado tras de sí la persiana metálicaque asegura el establecimiento, sé que

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no volverá a abrirla hasta las diez. Medirijo a un minúsculo café con sólocinco taburetes en línea junto a la barra.Apenas hay luz, posiblemente paradisimular la suciedad del suelo, que seengancha a la suela de mis zapatos, y eltacto pegajoso y grasiento de la barra,sobre la que sólo me atrevo a apoyar loscodos. Al principio estoy solo. Pido uncortado que bebo a pequeños sorbosmientras contemplo, a través del cristal,las pocas personas, envueltas enpenumbra, que caminan apresuradashacia destinos cotidianos. Poco a pocolos transeúntes van cambiando y ahorason niños, solos o con sus madres, que

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se dirigen al colegio. Un rayo de solatraviesa el cristal del bar y las motasde polvo, violada su intimidad, semueven inquietas hasta posarse sobre elsuelo, los muebles, mis zapatos. Elestómago me exige ingerir algo sólido yme asombro de cómo puedo sentirhambre. Pienso en mi madre y lapregunta me golpea de nuevo: ¿por quéme eligió? Yo podría ser el otro y estarahora atormentado, lleno de cóleracontra ella y contra el escogido. ¿Cómopudo hacerlo? ¡Elegir! Condenar a unode los dos a vivir en un mundo deausencias, postergado, arrinconado,secreto.

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Son ya las diez. Me levanto y dejouna moneda de cincuenta pesetas sobreel mostrador. Espero el cambio. Cuandosalgo a la calle, el sol se ha apoderadopor completo de la angosta aberturaentre edificios.

Me siento estúpido con bolsasvacías en el bolsillo. Las compré ayeren el Servicio Estación, son anchas y elplástico es grueso pero manejable. Unligero temblor se apodera de mí, tengoque recurrir al odio para coger fuerzas.Nunca he entrado antes, pasaba ante latienda sin apenas mirar, aún está enpenumbra, no han encendido las luces.Cuando abro la puerta un sonido de

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campanillas alerta de mi presencia.Luego, el silencio. Avanzo hacia elinterior con pasos cortos, precavidos,tengo que calmarme, cada sombraproyectada por objetos y muebles mesobrecoge, recurro a la imagen de mimadre muerta para sentir el pulso firme.Cojo una de las bolsas que gruñe entremis manos. De repente se encienden laslámparas y la luz me deslumbra. Sólotengo tiempo de ver la figura del ancianoque asistió al funeral, mi abuelo.Atraviesa unas viejas cortinas decretona y se queda frente a mí quieto,impávido, mirando lo que yo no puedover, hipnotizado ante su presencia.

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La presión del plástico en mi cara yun fuerte tirón hacia atrás para cortarmeel oxígeno hacen que mis manos sedisparen hacia el cuello para intentarliberarme, pierdo unos segundos antesde darme cuenta de que sólo necesitoagujerear la bolsa, pero no tengo tiempode hacerlo, me lo impide mi abuelo, queinmoviliza mis brazos rodeándome conlos suyos, con la fuerza que sólo puededar el odio o el cariño. Mientras lohace, me susurra al oído la letra de unanana que cantaba mi madre: «Mamá tecanta la nana más bella, naciste denoche, como las estrellas…». Merevuelvo con todas mis fuerzas para

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zafarme de él «… Te quiero mi niño, midulce lucero, tú eres la estrellita máslinda del cielo…». Cuando estoy a puntode conseguirlo, una zancadilla de mihermano hace que mis rodillas seincrusten contra el suelo. El dolor subehasta mi cerebro y se transforma en unviolento grito de cólera, impotencia yrabia.

Me quedo inerme, sin fuerzas, oigollorar a mi abuelo, apenas queda aire enmis pulmones, ya no distingo nada através del plástico, sólo una nieblalechosa que desaparece cuando mis ojosse cierran.

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Depredador

Santiago Roncagliolo

A sus treinta y nueve años, Carmen sehabía resignado a la soledad. No erabonita, tampoco era fea, y esa medianíase traducía a todos los ámbitos de suexistencia: ni rica ni pobre, ni tonta niexcepcional. Sus características eran tannormales —tan poco características—que Carmen atribuía su falta decompañía a un temperamento demasiadoexigente, o en última instancia, a la

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suerte. No necesariamente a la malasuerte. Simplemente, a la suerte que lehabía tocado.

Tampoco es que fuese una solteronao una mojigata. Había tenido parejas alo largo de su vida adulta. Algunas deellas, placenteras. Las menos,duraderas. La mayoría de sus relacionesse habían derretido con el tiempo, y lasque sobrevivían a los años solíanesfumarse cuando llegaba el momento dedar el salto definitivo hacia elmatrimonio y/o los hijos. No se trataba—como maliciaba su madre— de quelos hombres se negasen a casarse. Eraella misma quien se sentía incapaz de

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sellar un compromiso más allá de seis osiete fines de semana. Tenía claro queprefería cargar sola con el tedio queduplicarlo. Y si las sábanas se leantojaban frías, una bolsa de aguacaliente le parecía un remedio másseguro que un compañero tibio.

Además, para poblar el mundo a sualrededor, le bastaban sus colegas de laoficina. Carmen trabajaba cerca de lacalle Comercio, en una agencia deviajes. La mayor parte de su labor noera enviar gente por el mundo, sinoorganizar a los turistas —cada vez másnumerosos— que visitaban Barcelona.Así que, en cierto sentido, la agencia no

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era un punto de partida, sino un final deviaje, un destino último, algo que suubicación física remarcaba: perdidaentre las enrevesadas callejuelas delBorn, encajonada en una calle ciega,bajo un arco vagamente antiguo,prácticamente invisible a los peatones,la oficina asemejaba una cuevaembrujada en un bosque.

La ventaja de esa situación era quelos clientes no solían presentarse en laagencia, lo cual estimulaba ciertaintimidad entre los miembros delpersonal. Entre los cuatro compañerosde Carmen —Dani, Milena, Lucía yJaime— se había establecido una

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camaradería cálida, pero respetuosa dela vida privada, que les permitíacompartir alegrías sin invadirintimidades. Así, cuando murió la madrede Milena, todos asistieron al funeralpara acompañarla. Y mientras Jaimesufría una neumonía, los demás seturnaban para llevarle consomés a casa.En cambio, cuando a Carmen ledetectaron los quistes que alteraban sufuncionamiento renal, ella no quisoimportunar a nadie con sus problemasmédicos. Y al dejarla su último novio—Carmen lo recordaba bien porque esesí que la hirió con su partida—, pasódías encerrándose en el baño para

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llorar, pero nunca desahogó su dolor consus colegas. Ni siquiera se lo dijo aDaniel, el homosexual, con quiencompartía más confidencias. Carmensabía que podía contar con su apoyo enlas pequeñas cosas, pero temía que sipedía o necesitaba más, transgrediría ladelicada frontera que separa elcompañerismo del chantaje sentimental.

El calendario íntimo de la agenciaestaba marcado por festividades, de lascuales, las más importantes eran loscumpleaños. Cinco veces al año, tras lahora de cierre, el grupo celebraba elaniversario de alguno de sus miembros.Solían hacer una colecta entre todos

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para ofrecer al homenajeado un regalosignificativo, casi siempre un perfume.Y soplaban las velas de una tarta,aunque como las chicas estaban siemprea dieta, los pasteles de chocolateterminaron por reducirse a un muffin concafé. Estas ceremonias incluían larepetición de los mismos chistes cadavez, y aunque no eran una orgía dediversión, a Carmen le gustaban:disfrutaba de la seguridad de lospequeños ritos cotidianos, que hacían desu vida un lugar sin sobresaltos, fácil demanejar.

Sin embargo, el día que cumpliócuarenta años, el plan fue más

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arriesgado de lo que ella esperaba. Lafecha coincidía con el carnaval, yalguien en la oficina —quizá Lucía, queera un poco excesiva— había propuestodisfrazarse y salir a la calle todosjuntos, de bar en bar. A Carmen leresultaba pintoresco el carnaval deBarcelona, y algún año lo habíarecorrido, pero en calidad de testigo,vestida de sí misma, sintiéndoseprotegida en su normalidad mientras a sualrededor pululaban las másextravagantes máscaras simiescas.Estaba dispuesta a volver a hacerlo enesos términos, interponiendo unadistancia profiláctica entre el carnaval y

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ella, sonriendo ante los disfraces másingeniosos como se sonríe ante unespectáculo sobre un escenario. Elproblema, para su horror, era que elpersonal de la oficina le habíaanunciado una sorpresa, lo que sin dudaincluiría un disfraz de uso obligatorio.

Carmen odiaba todas esas cosas: lassorpresas, los disfraces y lo que llamaba«el desenfreno callejero». Le parecíanentretenimientos infantilesabsolutamente inapropiados para adultosresponsables. Pero negarse habríaimplicado introducir un elemento deconfrontación en su sana convivencialaboral, y no estaba dispuesta a poner en

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riesgo su pequeño universo. Además, enrealidad, tampoco existía un plan B paraesa noche. De rechazar este, no tendríamás remedio que cenar con su madre. Yse expondría a cualquier cosa, incluso asalir a la calle vestida de monstruo, contal de no tener que cenar con su madreen la noche de su cumpleaños.

Desde que Carmen tenía memoria, sumadre le había arruinado todos loscumpleaños. Era una mujer detemperamento extrovertido, amante delas fiestas y de los invitados, quesiempre tenía la casa llena de gente. En

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consecuencia, trataba de convertir elcumpleaños de la niña en un gran eventosocial infantil. Reubicaba todos losmuebles del salón, compraba toneladasde comida y bebidas, y repartíainvitaciones a diestro y siniestro,incluso a niñas que no eran amigas, opeor aún, que eran enemigas declaradasde su hija. Si Carmen protestaba, sumadre le explicaba que no hay nadacomo una fiesta para hacer amistades, yque, a fin de cuentas, ningún problemapodía ser tan grave entre niñas de suedad.

Carmen, sin embargo —o quizá poreso—, era una niña retraída y tímida,

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que se repantigaba en un rincón mientraslas invitadas se divertían y su madredepartía con las adultas. A menudo,mientras trataba de hacerse invisible,pasaba de anfitriona a víctima de sushuéspedes. Cuando las niñas másavezadas caían en la cuenta de que noreaccionaría ante ninguna provocación,ideaban formas de torturarla: le tirabande las trenzas. La empujaban; se reían deella; le metían gominolas en la ropa; lerobaban los regalos. Y luego, cuando sumadre se acercaba, fingían que todo ibabien y obligaban a Carmen a sonreír ydisimular. Por supuesto, las primerasveces, Carmen trató de denunciarlo,

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pero su madre respondía:—Cariño, tienes que aprender a

relajarte. Tus amigas sólo están jugando.Y tras esas palabras, la obligaba a

jugar a ella también. Decía que tenía queintegrarse.

Como el mundo humano era hostil,Carmen se refugiaba en el de susjuguetes, y especialmente en susmuñecos de peluche, que la fascinaban.Su colección incluía un oso con ojoshechos de botones, y una cebra, y ungato muy gordo y una vaca con ubresgordas y rosadas, entre muchos otrosque colgaban de las paredes y llenabansus armarios. Carmen no trataba a esos

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muñecos como cosas, sino comoamiguitos. Los reunía en círculo en elcentro de su habitación y jugaban al té.Les permitía decidir a qué querían jugar.Dormía en su compañía y, cuando yaeran demasiados para caber con ellabajo las sábanas, les cedía la cama ydormía sobre la alfombra del suelo.Ellos lo merecían, al menos, lo merecíanmás que las personas.

Su favorito era un lobito marrón quesu padre le había traído de Alemania. Lollamaba Max. Cuando su madre lepreguntaba de dónde había sacado esenombre, Carmen respondía:

—Así quiere él que lo llamen.

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En efecto, como si tuviese vidapropia, el lobo Max aparecía confrecuencia en los lugares másinopinados: en el cajón de los cuchillosen la cocina, debajo de la cama de lospadres, en la bañera. Paralelamente,Carmen aparecía cada vez menos. Alsalir del colegio, se encerraba con susmuñecos en su cuarto, de donde habíaque arrancarla para cenar. Si habíainvitados en casa, incluso si eran niños,Carmen se escondía debajo de su camacon todos sus muñecos. Y cada día más,parecía comunicarse sólo con ellos,delegando en Max el papel de espía enel mundo exterior.

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Si tenía que comunicarse conadultos, Carmen lo hacía enrepresentación de los muñecos. Nopedía chocolates, afirmaba: «Maxquiere chocolates». Si no quería ir a vera su abuela, ponía como excusa quetenía enfermo al oso o a la vaca (el loboera el único que tenía nombre propio,pero él nunca se enfermaba). Incluso ensus cartas a los Reyes Magos, sólopedía cosas para sus muñecos, losúnicos seres que parecía considerarreales. La que escribió a los nueve añosdecía:

Queridos reyes por favor

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traigan una bufanda para el osoque le da catarro y un sombreropara mi jirafa que es muy alta yse choca la cabeza contra eltecho y para Max una lobaporque quiere tener lobitosgracias.

Esa carta irritó mucho a su madre.Para ella, la peor condena era elaislamiento, y la niña se estaba labrandoel suyo a pulso. Para combatirlo, tratóde llevarla de excursión a la CostaBrava, al volcán de Olot, a los bañostermales de Montbui. En sus paseossumaba a otros niños, tantos como fuese

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posible, hasta abarrotar el cochefamiliar. Al llegar a cada sitio lossoltaba, como una jauría, para quecorreteasen por la hierba y persiguiesenbichos, esencialmente, para que semostrasen llenos de vida. Pero en lo quea Carmen tocaba, era inútil. La niña secomportaba con correcta pero distantefrialdad. Obedecía las órdenes yparticipaba en los juegos sin quejas nientusiasmo, como una tarea escolarobligatoria pero no difícil. Y lo hacíacon la cabeza en otro lugar, sin duda, enel armario de sus juguetes.

Para su cumpleaños número diez, lamadre decidió provocar una terapia de

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choque. Organizó la más grande de todaslas fiestas. Alquiló un local con juegos einvitó a más de cincuenta personas, todoun logro considerando la escasa lista deamistades de su hija. Le compró a laniña un vestido rosado, y la instruyódurante días para mostrarse sociable yser feliz, de grado o por la fuerza.

El día de la fiesta, Carmenconfabuló toda la mañana con susmuñecos sobre qué hacer. Se habíacompenetrado tanto con ellos que susjuegos eran verdaderas asambleas, condebates y turnos para hablar. Esamañana, algunos de los peluches lesugirieron ponerse enferma. Otros, entre

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ellos el lobo Max, defendieron lainsubordinación directa: negarse a ir.

Pero Carmen no podía hacerle eso asu madre. La había visto corretearnerviosamente de un preparativo a otrodurante días, y sabía que esta fiestasignificaba más para ella que para lasupuesta homenajeada. Además, Carmenhabía desarrollado esa especie decoraza que le permitía ser funcional enel mundo exterior a cambio de volver alsuyo sana y salva, y no le molestabausarla si era necesario. En realidad, esoera lo más seguro, porque le garantizabaque, mientras supiese comportarse, nadacambiaría entre sus juguetes y ella. Así

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que, contra la voluntad de sus muñecos,optó por la solución más diplomática:asistiría a su fiesta y luego volvería a suburbuja de peluche, a hibernar hasta supróximo cumpleaños.

Lo más sorprendente es que la fiestale gustó. Entretenidos con las camaselásticas y los toboganes, los invitadosno la atormentaron, y ella misma pudoolvidar sus temores y participar en losjuegos. Conscientes de su fascinaciónpor los muñecos e inconscientes de laspreocupaciones de su madre, algunosinvitados le regalaron peluches: deperritos, de monos, de gallinas, devenados. Pero, por una vez, Carmen

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tenía más interés por las personas, y eracapaz de divertirse con ellas. Esa noche,volvió a su casa con el corazónacelerado por el descubrimiento de lasfiestas y la reconciliación con el mundo.

Pero cuando quiso ir a contarle todoeso a sus muñecos, ellos ya no estabanen su cuarto.

Ni en su armario.Ni debajo de su cama.Carmen buscó por toda la casa.

Revolvió los cajones. Levantó lasalfombras. Llamó en voz alta a cada unode sus muñecos, especialmente a Max.Al final, temiendo la respuesta queconocía de antemano, preguntó a su

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madre qué había ocurrido con susamigos. Los llamó así, amigos, mientraslas lágrimas resbalaban por sus mejillas.Y las palabras de su madre le cayeronencima pesadamente, como yunquesarrojados desde el cielo:

—Ya estás grande para esas cosas,querida. Es hora de buscarte otrospasatiempos.

El día que cumplió cuarenta años,Carmen abrió los ojos diez minutosantes del timbre del despertador, y dejóque el tiempo gotease lentamente hastala hora de levantarse. Al desnudarse

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frente al espejo, reparó en las arrugasque empezaban a asomar en su cuello, ensus axilas y entre sus pechos. Sintió quesu cuerpo venía con fecha de caducidad.Festejar el paso del tiempo con alegríale pareció una costumbre de mal gusto.

A lo largo de la jornada, suscompañeros actuaron con estudiadanormalidad, lo cual sólo sirvió paraponer a Carmen más nerviosa. De vez encuando, sorprendía alguna mirada decomplicidad entre ellos, y se sentíatentada de pretextar un resfrío y largarsea casa hasta el día siguiente. Por latarde, uno de los clientes se acercó adesearle feliz cumpleaños, y le guiñó un

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ojo. Carmen tuvo la sensación de quetoda la ciudad lo sabía, de que paseabapor las calles con un cartel en la frenteque decía: «Hoy soy un día más vieja».

Después de cerrar y hacer lacontabilidad del día, Jaime y Danielapagaron la luz y emergieron de latrastienda con el tradicional muffin que,todo un detalle, era el favorito deCarmen: manzana y canela. Tenía dosvelas con los números «4» y «0»clavadas, que iluminaban tenuemente laescena mientras sus compañeros lecantaban «Feliz cumpleaños». Carmendeseó que todo terminase ahí y sopló lasvelas. Pero sabía que el muffin no

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cumpliría su deseo.Debido a la cercanía de las

vacaciones de Semana Santa, estabancerrando tarde, así que podíansimplemente cambiarse de ropa ycomenzar su «noche loca», como lallamaba Daniel con el acento más gaydel que era capaz. Y entonces llegó elmomento que Carmen temía: con untaraaaan para darle lustre a la ocasión,Milena y Lucía le presentaron su disfraz,la prueba material de que nadie seecharía para atrás, de que pasaría lanoche vestida de alguien que no era ella,rodeada de gente sin cara.

El disfraz ni siquiera era original.

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Peor aún, era el más corriente ysocorrido de todos: de prostituta. «Demujerzuela» como especificó Daniel conun chillido. Llevaba plataformas y unasmedias altas de colores, una minifaldade cuero con tirantes y un top negro,todo lo cual dejaba amplias franjas decarne al descubierto. La parte buena eraque, al menos en la calle, tendría quellevar el abrigo. La parte mala era todolo demás.

Sus compañeros tampoco eran unprodigio de creatividad, pero sin dudaiban mejor disfrazados. Daniel llevabala túnica y los laureles de Calígula, yJaime iba de gótico, con un collar de

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clavos y accesorios de cuero y metal.Milena estaba disfrazada de CaperucitaRoja. Lucía era policía. Cada uno fueentrando en el baño, y al salir con eldisfraz, recibía los aplausos y loscomentarios jocosos de los demás.Carmen, que había sido la primera,asistía al espectáculo tratando demantener la compostura, pero con lasensación de que todo ocurría a unmillón de años luz de ella.

Al salir constató con alivio que noeran los únicos disfrazados. Entre lascalles y túneles del barrio, desfilabanvampiros y astronautas. Frente a latienda de pelucas de la calle Princesa,

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un duende y una bruja comparaban susnarices postizas. De la boca del metrode plaza del Ángel salían a la superficieperros y ratones. Durante los primerosminutos, los cinco oficinistas sentían uncosquilleo nervioso ante la situación,que Daniel procuraba aliviar conbromas sexuales. Pero para cuandollegaron al mercado de Santa Caterinaya se sentían más cómodos en susnuevas pieles, que se confundían con lostechos de mosaicos multicolores y conla atmósfera surrealista de lostranseúntes. Al atravesar la VíaLaietana, el largo cuello de peluche deuna jirafa se recortó entre el perfil de

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los edificios. Y Carmen sintió que,después de todo, su atuendo debataclana era de lo más conservador.

La explanada de la Catedralconfirmó esa impresión. Entre turistas ypeatones desprevenidos paseabangárgolas que parecían haber bajado delas paredes. En fila india, para poderandar entre los estrechos corredores delBarrio Gótico, Carmen y sus amigossiguieron la túnica de Daniel hasta unbar. Al entrar, quizá por el nerviosismoque le producía andar por la calle asívestida, Carmen sintió alivio, como sillegase a un lugar conocido, inclusoacogedor.

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El local estaba decorado como unacatacumba, y el aire, lleno de un humodenso que daba a los invitados laapariencia de espectros en la niebla.Carmen pidió un whisky doble. No solíabeber, pero tampoco solía enfrentarse aestas situaciones, y aunque Lucía estabahaciendo juegos con sus esposaspoliciales y todo parecía divertido,necesitaba algo que la ayudase arelajarse.

—Lo malo del carnaval —decíaMilena— es que puedes ligar con un tíofeo sin darte cuenta. Como todo elmundo va tapado…

—No —respondió Jaime—, lo

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bueno es que puedes ligar aunque seasfeo. Es una fecha muy agradecida paramiles de personas…

Era necesario gritar para hacerseentender. Y la mitad de la conversaciónno llegaba a oídos de Carmen, que detodos modos sonreía para no quedarsefuera. Tuvo ganas de ir al baño, perohacía falta atravesar la masa humana. Lointentó, pero no pudo avanzardemasiado.

—Cariño, te están mirando —le dijoDaniel al oído.

Al lado de la barra, un hombre loboacababa de pedir una copa. Tenía elcuerpo cubierto de pelo, y una cola

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peluda que se agitaba hacia uno y otrolado.

—No me ha mirado —dijo Carmen.—Corazón, créeme. Sé cuándo un

hombre mira a alguien. Aunque no sea amí.

Alguien pidió otra ronda de copas, yuna de ellas acabó en manos de Carmen.Los compañeros brindaron y rieron,aunque Carmen no entendía bien porqué. El hombre lobo estaba ahora máscerca de ellos, y de repente, hablaba conDaniel. Y poco después, con todos losdemás.

—Tienes un disfraz muy bueno —dijo Carmen, por decir algo—. Pareces

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un lobo de verdad.—Soy un lobo de verdad —

respondió él.Y ella se rio.—También tu disfraz es bonito.

Es… incitante.—Yo lo odio.Antes de darse cuenta, se había

embarcado en una conversación con elhombre lobo. Por instantes, cuando nooía lo que él decía, se admiraba de laperfección de su disfraz. No encontrabalas cremalleras, ni las costuras, y lamáscara parecía ajustarse a su rostroperfectamente. Después de un rato,Milena preguntó:

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—¿Cambiamos de lugar?Casi automáticamente, todos

empezaron a empujarse hacia la salida.Al llegar a la puerta, Carmen se fijó enun oso con bufanda que bebía al fondodel local. Tuvo la impresión de quetenía los ojos como dos botones.

Al salir al aire fresco, Carmendescubrió que estaba ligeramentemareada, y el hombre lobo —paraentonces se había identificado comoFran— le ofreció un brazo velludo bajoel abrigo, cuyo tacto parecía natural.Anduvieron un poco rezagados entre unamultitud de calaveras. Al doblar unaesquina llena de arcos y barrotes,

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Carmen tropezó con un Che Guevara,que se rio a carcajadas. En la plazafrente a ellos había una cámara metálicaque la observaba con su único ojo.Carmen tardó en comprender que era unmonumento a algo o alguien.

—¿Dónde estamos? —preguntó a suacompañante.

—Es por aquí.Atravesaron una plaza cercada de

columnas, con una fuente en el medio ypalmeras. Carmen reconoció la plazaReal, pero le resultó distinta a lohabitual. Quizá era la gente apostada enlas ventanas, que parecía observarla ensilencio. Al salir a la Rambla, Carmen

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descubrió que había perdidodefinitivamente a sus amigos.

—Juraría que estaban por aquí —aseguró Fran.

Pero entonces, y sólo entonces,Carmen supuso cuál era la verdaderanaturaleza de su sorpresa decumpleaños, una sorpresa que tenía elsello característico de Daniel y que,quizá al calor de las copas, no leresultaba molesta: un regalo velludo ycon los colmillos grandes, llamadoFran:

—¿Quieres ir a otro bar?Carmen reparó en lo alto que era

Fran. Lo veía desde abajo, y su rostro se

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recortaba contra la luna llena. Sonrió.Una mujer disfrazada de vaca con unasgrandes ubres rosadas pasó a su lado,demasiado borracha para caminar sintropezar.

Cariño, tienes que aprender arelajarte.

Atravesaron la Rambla y seinternaron en el Raval. Pasaron junto auna especie de cárcel antigua conbarrotes en las ventanas. Carmen creyóescuchar un grito viniendo del interior,pero, al darse la vuelta, sólo vio a unhombre disfrazado de gato, con undisfraz muy gordo. Fran no se inmutó.Había comprado una cerveza a un chino

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y le ofreció un trago. Carmen aceptó.Conforme avanzaban, la multitudraleaba, y algunas calles estabancompletamente vacías. Más allá, pasadala rambla del Raval, Carmen empezó adescubrir que las personas no estabandisfrazadas de marroquíes. Eranmarroquíes de verdad, y algunos deellos la silbaban al pasar. El aire olía akebabs y cerveza. En una esquina, unapintada exigía: MATADLOS A TODOS.

Fran frenó súbitamente frente a unlocal cerrado con una reja.

—Joder —dijo—, no pensé quejusto hoy iba a estar cerrado.

—Tengo frío —protestó Carmen,

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sintiendo que el aire se le colaba entrelas medias de colores.

Sin decir nada, Fran la guio hastauna calle angosta que desembocaba enuna intrincada red de pasillos. Seinternaron en el laberinto hasta llegar aun edificio tan angosto que no cabía unascensor. Mientras subían unas estrechasescaleras, Fran masculló algo sobre sucasa, y dio a entender que tenía unasbebidas ahí. Carmen continuó el camino,más por frío que por deseo. Se sentíapesada y torpe, y quería un sofá dondetumbarse.

Y para Max una loba porque quieretener lobitos gracias.

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La casa de Fran resultósorprendentemente grande para loestrecha que era la escalera. Consistíaen un solo pasillo que daba la vuelta aun patio central, a lo largo del cual serepartían las habitaciones. El salón erasólo un ensanchamiento del pasillo, queparecía interminable. Carmen seacurrucó en un sillón y aceptó el brandique le ofrecía su anfitrión. Al llevarse lacopa a los labios, sintió la bebida yespesa y caliente, como un café turco.

—Fran, me recuerdas a alguien¿sabes?

—¿De verdad?—¿Puedo llamarte Max?

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—Puedes llamarme como quieras.Un sonido seco, como un golpe, le

llegó desde algún lugar del pasillo, perouna vez más, Fran no pareció haberlooído. Carmen sintió los pies fríos ybebió un poco más. A cada trago, Franrellenaba su vaso de ese líquido, quecada vez le parecía a ella menosparecido al brandi. La habitación ledaba vueltas, y tenía la impresión de quehabía más voces en ella, aunque leresultaba difícil distinguir si estabanfuera o dentro de su cabeza. Fran seguíallevando su disfraz. El pelo era tannatural. Era como estar sentada junto aun perro gigante.

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—Max, ¿por qué no te quitas lamáscara? Aún no he visto tu cara.

—¿Quieres que me la quite?Carmen asintió con la cabeza.—Quizá no te guste lo que veas —

dijo él, y ella creyó percibir una sonrisaen su hocico.

—Quítatela.Él se llevó las manos hacia la nuca.

Maniobró a la altura del cuello yforcejeó un poco, como si se hubieratrabado la cremallera. Carmen veíadoble, y sus ojos pugnaban por cerrarse,pero la expectativa sostenía suspárpados. Al fin, el rostro del lobocedió. Primero se volvió laxo en sus

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contornos, luego definitivamente amorfo.Fran lo tomó entre sus manos por amboslados y empujó hacia arriba. Cuando lamáscara cedió finalmente, Carmendescubrió el rostro que emergía debajode ella. Era el rostro de su madre. Y erasu voz la que decía, ahora con estentóreaclaridad, como si sonase desde todoslos rincones del salón:

—Ya estás grande para esas cosas,querida. Es hora de buscarte otrospasatiempos.

En el instante siguiente, Carmen sóloatinó a ver los colmillos abiertosacercándose a su rostro. Y la oscuridad.

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Carmen abrió los ojos diez minutosantes del timbre del despertador, y dejóque el tiempo gotease lentamente hastala hora de levantarse. Al principio,tardó unos segundos en comprender queestaba en su casa. Luego, trató derecordar cómo había regresado, pero nolo consiguió. Procuró pensar que enrealidad no había salido por la noche,pero su disfraz —ese horrible disfraz—estaba tirado en el suelo, como unincómodo testigo. Se levantó y loempujó bajo la cama con el pie. Quisoignorar que había cumplido cuarentaaños. Que alguna vez había cumplidoaños. Lo único real, se dijo, es lo que

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ocurre frente a otras personas.Al menos podía estar segura de que

en el trabajo nadie preguntaría. Teníaese tipo de relación con suscompañeros, respetuosa de la intimidad.Podía perfectamente decretar que nuncahabían tenido una fiesta con muffins demanzana y canela. Quizá, aunquepreguntase, los demás tampoco lorecordarían. Quizá ni siquiera habíanregistrado el día anterior, y estabanesperándola con una sonrisa picara y undisfraz de mujerzuela, listos paracelebrar el carnaval.

Al desnudarse frente al espejo,reparó en las arrugas que empezaban a

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asomar en su cuello, en sus axilas yentre sus pechos. Sintió que su cuerpovenía con fecha de caducidad. Festejarel paso del tiempo con alegría lepareció una costumbre de mal gusto.

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El enigmade su voz

Isabel Franc

A la dependienta le sorprendió que noconociera la anécdota:

—Pues es la más famosa del barrio—me dijo en un tono que casi sonaba arecriminación. Hacía poco que me habíainstalado en un minúsculo apartamentode la calle Amistat, que me servía devivienda y de despacho al mismotiempo. Desde que llegué al Poblenou,

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he procurado ganarme la confianza detenderas, comerciantes y porteras, si lashay (que ya quedan pocas); nunca sesabe cuándo una va a necesitarinformación. Me había llamado laatención el nombre del establecimiento,así que aproveché para preguntarle yentablar conversación.

—En el año cincuenta y siete uncliente regaló el loro a la familiaFarreras, propietaria de La Licorería.Lo había traído de Guinea. Un loro muysimpático, pero un poco gamberro.Aquí, justo delante del negocio, tenía suinicio y final el tranvía número treinta yseis. El conductor y el cobrador

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entraban a tomarse un café hasta que elinterventor hacía sonar su silbato paradar la salida al tranvía y este partía.Pero, durante un tiempo, ocurrió que elsilbato sonaba, conductor y cobradorapuraban con premura su café, corríanhacía el tranvía y lo hacían salir, a vecesincluso sin pasaje, al tiempo que elinterventor observaba desconcertadocómo se iba sin que él hubiera dado laorden. Tardaron lo suyo en descubrirque era el loro el que silbaba. Suimitación era tan perfecta y provocabatal desbarajuste, que el jefe de tranvíasobligó a meterlo dentro de la tienda.

—Pobre loro —exclamé.

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—¡Calle, calle, que decía unaspalabrotas! Y no murió de depresión, nose apure, vivió hasta el noventa y dos, elaño de las olimpiadas. Estáembalsamado dentro de su jaula, en LaLicorería. Puede pasar a verlo si le hacegracia.

Al salir del establecimiento, volví amirar el rótulo de la entrada. El Loro del36. Ahora ya no existe, sólo queda LaLicorería; tras la muerte del señorFarreras, las mujeres de la familiaalquilaron el local y acabaron porcerrarlo después de un tiempo. Nopodían con todo, se lamentaban. Luegopasé un momento a ver al protagonista

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de la anécdota. Un loro gris, grandote,con cara de golfo. Sobre su cabeza seconservan todavía el pito y una gorritaque le ponían imitando la delinterventor. Pero había otra historia dela que apenas se hablaba y de la cual elloro había sido testigo de excepción.Veinte años atrás, una mañana dedomingo a la hora del aperitivo, estandoel local a rebosar, entró un hombre conuna escopeta de caza, se dirigió hacia labarra y, sin mediar palabra, descargódos tiros a bocajarro al estómago de uncliente que consumía con todatranquilidad el vermú de la casa. Elpobre loro debió de acabar

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traumatizado; primero la reclusión,luego el suceso. Imagino que durante untiempo su laringe se dedicaría a dispararseries de dos detonaciones,aterrorizando con su brillante imitacióna toda la parroquia. Y digo imaginoporque este episodio no me lo contó ladependienta, era una especie de tabú alque me llevó el primer caso del que tuveque encargarme.

Regresé al despacho pensando en elloro.

Desde que dejé el cuerpo… —el depolicía, que es el único cuerpo al que hedejado yo (todos los demás me handejado a mí)—, el despacho de

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detectives es mi único medio desubsistencia. No se me ocurrió otro; nosé hacer otra cosa. En un principio,pensé montar una agencia de detectivesGLBT-friendly. A raíz de la Ley delMatrimonio, se ha abierto una nuevafranja de mercado, y especializarsesiempre garantiza clientela fija. Ya sesabe, líos de herencias, infidelidades,divorcios… con tanto deseo denormalizarse, funcionan en todo comolos matrimonios tradicionales. Perotemía que la especialización me cerrarapuertas y lo prioritario es comer. Decidíno indicarlo expresamente ni en latarjeta de visita ni en el rótulo de la

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puerta, pero repartí folletos por todoslos locales de ambiente, asociaciones,webs temáticas y negocios del ramo;aparte de las tiendas del barrio y lugaresestratégicos como el juzgado, la oficinade empleo y el bingo. G & R Detectives,son las iniciales de mis dos apellidos,pero así parece que somos dos, por lomenos.

Aquella mañana, tras conversar conla dependienta de El Loro del 36 mellegó ese primer caso. Hacia las once ymedia de la mañana, una voz de mujer,de una sensualidad que ponía la piel degallina, llamó para requerir misservicios. Una voz, ciertamente,

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intrigante. Como tenía el despachohecho unos zorros y algo me hacía intuirque aquella probable clienta era debuena cuna, preferí citarla en la calle.

—Si le parece bien, nosencontramos dentro de media hora en laterraza de El Tío Che, frente al Casinode la Alianza. Llevaré un ejemplar de ElPaís.

Sin duda, los mejores batidoscubanos que se puedan encontrar, conleche merengada. El tío Che era unvalenciano que llegó a Barcelona conintención de hacer las Américas, peroperdió el barco y, mientras esperaba elsiguiente, se dedicó a vender su

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horchata. Se hizo tan famoso en toda laciudad que decidió quedarse en elPoblenou. Me lo contó la dueña, una deesas tardes de cacareo por el barrio.

Mientras sorbía la cañita que hacíasubir el dulce líquido a la boca, villegar un caos de rizos, más en abanicoque en cascada, flanqueando unasenormes gafas de sol. «¡No será esa!»,pensé, y se me quedó atrancada la cañitaentre los labios al observar que seacercaba con determinación hacia mí.Un rostro enigmático; de aspecto felinotoda ella, hermosa y alta. Parecía salidade un cuadro de Botticelli.

Lo que me propuso Diana Gallard

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parecía sencillo: proteger a una mujerde una posible agresión. Veinte añosatrás el marido había descubierto quetenía un amante, había ido a por él y lehabía pegado dos tiros en presencia deun nutrido número de gente y un loromalhablado. Ahora salía de la cárcel ysu sobrina, ese caos de rizos, temía quese cargara a la mujer. Una sospechafundada al fin y al cabo, había perdidomedia vida por culpa de aquellainfidelidad.

—Deme más detalles —le pedí.—El marido de mi tía era muy

celoso, llevaba tiempo vigilando susmovimientos. Todas las tardes, ella

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acudía a una de las casas bajas de lacalle Fernando Poo, donde vivía unmatrimonio conocido de ambos. Pareceser que también le encontró algunascartas y poemas de amor. Una mañanade domingo, cogió su escopeta de caza,se dirigió a La Licorería de la calleTaulat y… el resto ya se lo he contado.

«La Licorería de la calle Taulat,precisamente», pensé en aquel momento,pero no me llamó tanto la atención lacoincidencia como el hecho de que ladependienta se hubiera explayado con lahistoria del tranvía y hubiera omitidoesta otra. Sea como fuere, la historiahabía llegado hasta mí y me tocaba

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decidir si me enfrentaba a ella o no. Erauna tarea más propia de unaguardaespaldas que de una detective.Sin embargo, no podía rechazar miprimer caso y, a decir verdad, meparecía estupendo trabajar para unaseñora tan fantástica.

—¿Sólo vigilarla, entonces? —quiseconfirmar—. Se lo digo porque, a veces,tengo casos muy liosos y, de vez encuando, me va bien una cosa tranquila.

Tenía que hacerle creer que laagencia funcionaba a pleno rendimientoy la verdad era que cuando estaba en elcuerpo sí tenía casos muy liosos. Lo queno imaginaba en aquel momento era que

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este tampoco iba a dejar que desear.Creo que fue en aquella respuesta

cuando lo noté por primera vez.Respondió: «Sí, sólo vigilarla», en untono de voz bajísimo, que entendí sólopor el gesto afirmativo. Claro que no ledi la menor importancia.

Antes de regresar al despacho meanimé a caminar un rato por el paseomarítimo, entre las playas de Bogatell yla Mar Bella. Una caminata frente al marsiempre me ayuda a concentrarme,reelaborar mentalmente los hechos yplanear una estrategia de trabajo. Lleguéhasta el Chiringuito de Moncho’s y medecidí a comer allí unos chipirones y

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unas patatas bravas.Diana Gallard había insistido en que

no quería que controlara al tipo, sinoque vigilara a la mujer: «No la pierdade vista», me había exigido. Y, de nuevoentonces, su tono de voz había variado,recuerdo que tuve que hacérselo repetir.Además, aquel requerimiento tanrotundo me molestó. No me gusta recibirórdenes y, en mis casos, la táctica ladecido yo. Pero, teniendo en cuenta queno quería liarme demasiado y sí tenercontenta a la clienta, opté por seguir susinstrucciones. Aunque no me quedé ahí.Paralelamente, llamé a mi amiga yexsubalterna Dos Emes (pseudónimo

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que le doy por discreción, ya que ellaaún sigue en el cuerpo) para pedirle losdetalles del suceso ocurrido veinte añosatrás.

—Buscaré el expediente —measeguró.

Al día siguiente, permanecí apostadafrente a uno de los edificios del paseoCalvell desde las ocho de la mañana —el segundo, concretamente, contando apartir de la Rambla del Poblenou—. Alas nueve y media subí a casa de miprotegida con un sólido argumento.

—Buenos días, señora. Inspecciónacústica.

Cuando entras en las casas a primera

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hora de la mañana sueles encontrarteamas de casa en bata o con delantal.Ella iba vestida de calle, incluso sehabía maquillado discretamente. Debíade tener unos sesenta años largos,aunque bien llevados, y su expresión erahosca. De entrada, se mostró recelosa,pero fui convincente en misexplicaciones:

—Estamos comprobando los nivelesde contaminación acústica del barrio —le enseñé un carné multiusos que yomisma he inventado—. Si el ruido en sucasa supera los cincuenta y cincodecibelios el Ayuntamiento ofreceayudas para la insonorización. Ya sabe,

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doble cristal, recubrimiento de paredescon láminas de corcho… ¿Me permiteentrar a calibrar el sonido?

Mi intención era simple: reconocer ala mujer para poder seguirla y descubriralgún dato que me diera pistas sobre suforma de vida. Quería también ganarmesu confianza por si tenía que intervenirposteriormente. Una inspectoramunicipal que merodea por el barriopuede encontrarse en cualquier lugar sinlevantar sospechas.

Saqué del bolso un walkie-talkie yrecorrí toda la casa enfocando con él aun lado y a otro, haciéndolo sonarregularmente. Un piso pequeño, no creo

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que superara en mucho los cincuentametros cuadrados; con dos habitaciones,salón, cocina y baño, todo minúsculo, yuna terraza cuadrada desde la que seveía un mar recuperado hacía algo másde un decenio.

—Han ganado con las reformas ¿eh?—le comenté intentando conquistar susimpatía—. ¿Lleva mucho tiempoviviendo aquí?

—Toda la vida —respondió ella consequedad.

Yo sabía que aquellos pisos habíansido construidos en los años cincuentapor el entonces Patronato Municipal dela Vivienda. La playa de la Mar Bella

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estaba, en aquella época, llena demerenderos y, durante el buen tiempo, lavida del barrio se concentraba allí.Pero, poco a poco, el espacio entre loschiringuitos y las vías del tren fueocupado por barraquistas que, en más deuna ocasión, fueron arrastrados por lostemporales. Durante décadas, la playa seconvirtió en un inmenso basurero en elque se combinaban desperdicios yconchas marinas a partes iguales. Unpaisaje en blanco y negro en el quedestacaban las llamas de las hoguerasque se encendían para quemar residuos.Un lugar propicio para buscadores demetales, mendigos y almas solitarias. El

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panorama humano y urbano cambiócomo ha cambiado siempre esta ciudad,con un acontecimiento extraordinario:los Juegos Olímpicos devolvieron elcolor al barrio. Todo el distrito setransformó. Donde antes moraban lasfábricas, se habían construido parques ypisos de lujo; algunas, como Can Felipa,se reconvirtieron en centro cívico.Enterraron las vías, se limpiaron lasplayas, se construyó un paseo y el díaque abrieron la Rambla al mar, la gentebajó en tropel, como una procesión,como si les hubieran abierto el caminohacia la iluminación. Lo que antañofuera un nido de barracas, frente a un

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mar gris y aislado por las vías del tren,se convirtió en una zona privilegiada. Yel modesto edificio en el que habíavivido aquella mujer durante toda suvida quintuplicó su valor.

El interior de la casa, en cambio, noparecía haber sufrido modificaciones,tenía el aire rancio de los años sesenta;una escena de ciervos presidiendo elcomedor, papel floreado cubriendo lasparedes, baldosas descoloridas ymuebles de formica en la cocina… comosi no hubiera pasado el tiempo. Habíatambién algunas fotos antiguas, pero enninguna aparecía una figura masculinaidentificable con el marido encarcelado.

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No me sorprendió.Finalizada la inspección, me despedí

de la mujer, salí al rellano de laescalera, subí el último tramo, quellevaba a la azotea, y encontré allí laatalaya perfecta para mi puesto deobservación. Saqué una novela y mepuse a leer: La sombra de la duda, deJ. M. Redmann; algo ligero.

A media mañana, el ascensor sedetuvo en el ático y una mujer llamó a lapuerta de mi protegida. Tenía su mismaedad, aproximadamente, iba vestida consencillez, pantalón oscuro y chaqueta delino, pelo canoso pero cuidado yarreglado de peluquería. Entró en el

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piso y ninguna de las dos salió hastaprimera hora de la tarde. Llegué apensar que iba a resultarme un casoaburrido.

A eso de las cuatro y media, pocodespués de finalizado el serial desobremesa en la cadena catalana,abandonaron el apartamento.Recorrieron el camino hacia la Ramblacon andar pausado, cogidas del brazo,con esa apariencia de viudas de unacierta edad que se acompañanmutuamente. Las seguí hasta lapanadería El Surtidor, famosa por sucoca de forner. Durante el trayectosaludaron, en un par de ocasiones, a

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transeúntes con quienes se cruzaron; ungesto leve de la cabeza, un «buenastardes» sin detenerse. Luego las vi salira cada una con un trozo de coca en lamano, observé cómo deshacían elcamino andado hasta la primera rotonday allí se despedían con un beso en cadamejilla. Mi protegida no volvió a salir.

Sí, sí, un caso sencillo, realmente. Ymás todavía: al día siguiente, casoresuelto. El marido de la vigilada,exconvicto por el asesinato de suamante, había caído a la Ronda Litoraldesde uno de los puentes peatonales yallí había acabado su desgraciada vida.«Menos mal que fue él quien se despeñó

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—pensé—, porque si llega a ser miprotegida, ya me dirás qué futuro meespera».

Cuando recibí el cheque de laseñora Gallard me dije que no estabanada mal para ser mi primer caso,aunque lamentaba un final tanprecipitado, sobre todo porque iba aperder el contacto con ella.

—Ha sido una desgracia —le dije—, pero ahora ya no tiene nada quetemer.

—No, no lo ha sido —afirmó.—¿Cómo dice? —de nuevo su voz

era tan tenue que apenas si se dejaba oír.Recuerdo que hasta me preocupé: «no

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tendré tapones de cera en los oídos».—Era un déspota —añadió—.

Habría ido a por ella, seguro.La terraza del Catamarán estaba

tranquila a aquella hora de la mañana.Un grupo de turistas paseaba por laplaya y, en el paseo, ciclistas y fondistasse cruzaban en sentidos opuestos. Un díasoleado, sin viento, el mar calmadocomo un lago y frente a mí aquella mujerque me despertaba un auténticobatiburrillo de sentimientos cada vezque la tenía delante. Era intensa,inalcanzable, me envolvía en una niebla.Y era imperfecta; la nariz demasiadogrande, la boca demasiado recta. Eso

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era lo que la hacía realmente bella. Meparecía una auténtica tragedia no volvera verla.

—Ahora ya no me necesita —añadícon un poco disimulado matiz dedesolación.

Ella respondió con un rotundo «No»,parapetada tras las gafas de sol, susmanos largas luciendo tres anillos, unode ellos antiguo, y un dedo acariciandoel borde del vaso en el que se deshacíael hielo de un Martini.

La muerte accidental del exconvictoparecía clara. Por lo visto, cuando seprecipitó a la Ronda iba ciego dealcohol, así que, posiblemente, resbaló.

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Ocurrió hacia las once de la noche,cuando apenas pasaba gente por la zona.No había testigos. Cayó como un fardo yun camión lo arrolló. No se descartabael suicidio o el hecho, poco probable,de que alguien lo hubiera empujado. Lapolicía cumplió el trámite de investigarsin demasiado entusiasmo. Obviamente,interrogó a la viuda; si había una posiblesospechosa, esa era ella, pero teníacoartada, y muy sólida; yo misma meencargué de ratificarla. Al cabo de unosdías, se confirmó la muerte accidental ycaso cerrado, sin más complicaciones.

Sin embargo, yo no me resistía adejar de ver a una mujer tan

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extraordinaria. Podría decir que miinstinto de sabuesa me hacía sospecharque algo no encajaba, que si aquello eraun puzzle, le faltaban piezas, y que pormi experiencia en el cuerpo sé que todoslos casos son como un puzzle. Pero nofue eso lo que me hizo volver al asunto.Yo tenía unas ganas locas de volver averla, de descubrir el enigma queencerraba su voz sensual, de invitarla acenar y, en fin… de tirarle los tejosdescaradamente. No encontré excusapara citarla de nuevo hasta que DosEmes me informó de un detalleimportante: la mujer con la que miprotegida había pasado la tarde anterior

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a la muerte del exconvicto era la viudadel que este había matado veinte añosatrás en La Licorería.

—Estaba revisando el expedientepara pasarle la información cuando medi cuenta de la coincidencia —meexplicó Dos Emes—. Todo ha ido tanrápido que no me ha dado tiempo decontárselo antes. Si quiere que le diga laverdad, a mí esta muerte me huele fatal.

—¡Le huele fatal, le huele fatal…!—me sulfuré—. ¿Qué tendrá que ver?Las dos mujeres debieron de hacerseamigas después de la tragedia.

—Pero jefa, ¿no le parece raro? —aunque ya no soy su superiora sigue

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llamándome jefa—. ¿Usted se haríaamiga de la mujer que era amante de sumarido al cual mató el marido de esta?

—¡Qué lío! —exclamé—. Pues nosé. Para empezar, no tengo marido y…—En ese momento me di cuenta de quetenía el pretexto perfecto para volver aver a Diana Gallard—. Tiene razón —rectifiqué veloz—, citaré a mi clienta yle pediré que me aclare algunos puntososcuros del caso.

Nos encontramos a última hora de latarde en el interior del Casino; en estaocasión, me pareció importante citarlaen un lugar tranquilo.

—¿Qué es lo que hay que aclarar?

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—me preguntó en un tono que pretendíaesconder una irritación evidente.

—¿Sabía que su tía y la viuda de suamante son amigas?

Ahí volvió a cambiarle la voz.—¿Qué tiene eso de extraño?—¡Mujer! Que una no se hace amiga

de la mujer que tuvo un rollete con sumarido, al cual luego mató el marido deesta.

De nuevo me pareció que elenunciado era lioso.

—Tal vez las unió la desgracia.—¿Cómo dice?—Que tal vez las unió la desgracia

—repitió con algo más de ímpetu,

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aunque no demasiado.—Claro, eso es justo lo que había

pensado.Confieso también que yo no estaba

por la labor. Para mí, el caso se habíacerrado, Dos Emes es una quisquillosay, cuanto más miraba a Diana Gallard,más atraída me sentía. Por eso, prontodesvié la conversación y le ofrecí cenaren el mejor restaurante de la zona.

—¿Conoce Els Pescadors? Unaantigua taberna de menú venida a másgracias a un grupo de teatreros famososy reconvertida en restaurante de diseñoen un rincón intemporal donde subsistentres bellasombras, el árbol de la bella

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sombra. Se come el pescado más frescode toda la ciudad y cocinado con arte…ya conoce la calidad de la cocinacatalana.

No sé por qué aceptó. Lo más fácilhabría sido desaparecer; siempre me haquedado la duda de que formara parte deuna estrategia. Porque qué podía ver enmí Diana Gallard más allá de unapelagatas con ínfulas de Miss Marple.Una tiene sus complejos y, a cierta edad,conoce ya sus posibilidades y suslímites; lo cual no impide que, de vez encuando, me deje llevar por ingenuasensoñaciones. En cualquier caso, laverdad es que disfruté como una enana

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de aquella cena. Hablamos de su vida yde la mía, de nuestras aficiones y,aunque la notaba algo contenida, me diola sensación de que se sentía a gusto.Creo que de lo contrario no me habríaconfesado:

—Vivo en Florencia desde que eramuy pequeña y la mujer a la que haprotegido no es mi tía, sino mi madre.

—¡Anda! ¿Entonces el muerto…?Con perdón.

—Mi madre me envió a Italia con suhermana para librarme de él.

—Y cuando lo enchironaron, ¿porqué no volvió?

—Yo era una adolescente. No es

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bueno para una chiquilla tener al padreen la cárcel por asesinato.

Lo comprendía, como comprendíatambién que no tuviera por su verdaderopadre una especial simpatía.

—Mis padres están en Italia —sentenció—. Con mi madre biológica hemantenido siempre el contacto, ha sidosincera conmigo, nunca me ha engañado.

—Por eso ahora ha queridoprotegerla.

—Se lo merecía —musitó.Visto el aire trascendental que había

tomado la velada, no me parecióoportuno proponerle que pasáramos lanoche juntas. Siempre he sido muy tonta

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para estas cosas. Y, de todas formas,regresaba a Italia al día siguiente y novolvería a verla. En fin, esa ternura quete infunde alguien a quien conoces un díay te atrapa, ese deseo de mimo, deprotección, de amparo, no tenía futuro.Así que… contemplé por última vez subelleza imperfecta; la boca demasiadogrande, la nariz demasiado recta, ypensé: «Me ha contratado, yo hecumplido con mi deber, me ha pagadobien y ahí se acababa la historia; conuna cena maravillosa y un beso en loslabios, como se despide siempre a losamores imposibles».

A la mañana siguiente, Dos Emes

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vino a visitarme al despacho. Ibavestida con el uniforme de los Mossos d’Esquadra y traía esa cara de Colomboque se le pone cuando ha descubiertoalgo importante.

—Es que, ya se lo dije, jefa, a mí meolía mal. He estado investigando y loque he descubierto es sorprendente.

—Cualquier chorrada, Dos Emes,que ve demasiado CSI.

—¡No, jefa, de verdad! Que haypara alucinar. ¡Las dos mujeres secasan!

—¿Qué dos mujeres?—Las viudas… la viuda del amante

asesinado y la del asesino que se

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despeñó a la Ronda. Sus nombresaparecen en el registro, la ceremonia secelebrará la próxima semana. Loencontré por casualidad. Tuve que ir aljuzgado a revisar todas las entradas porun tema de falsificaciones y, entre ellas,encontré la petición para su enlacematrimonial. Mucho las unió ladesgracia, ¿no le parece?

Sí, olía fatal. Como todos los casos,aquel también era un puzzle yempezaban a aparecer piezas perdidas.Dos Emes tiene una especial habilidadpara encajarlas.

—Jefa, a mí me da la sensación deque no se hicieron amigas después de la

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desgracia, sino que ya lo eran deantes… y mucho más que amigas. En elexpediente del caso hay una copia de lascartas de amor que recibió la esposa delasesino. Están firmadas con las inicialesR. M. La viuda del asesinado y supuestaamiga de su protegida se llama RosaMaría. Todo cuadra. Imagínese lo quesuponía para ellas que el tipejo salieraen libertad. En el móvil del muertohabía una llamada, de un número detarjeta. Mi teoría es que alguien lo citóy…

—Llevaba mucho alcohol encima —la interrumpí—, lo más probable es quetropezara.

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—Precisamente, con tanto alcoholencima a nadie le resultaría difícil darleun empujoncito para que se precipitaraal vacío. Tampoco podemos saber sirecibió un golpe en la cabeza, el camiónle destrozó el cráneo. Qué quiere que lediga. A mí me mosquea mucho.

Como de costumbre, Dos Emes teníarazón. Todo encajaba. En efecto, elmarido había descubierto que su mujerle era infiel y tenía razón, pero lo que nopodía imaginar era que no se trataba de«un», sino de «una» amante. No debióde resultarle difícil localizar el lugar deencuentro, la casita en la que vivía elmatrimonio. El resto, para él, no tenía

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más misterio: si se entendía con alguien,tenía que ser, por fuerza, el hombre,fueran cuales fueran las iniciales de lascartas; los amores clandestinosnecesitan protegerse. Se fue a buscarloal bar y le descargó dos cartuchos en laboca del estómago. A partir de entonces,las dos mujeres tuvieron el camino libre.Un marido muerto, el otro en la cárcel yla hija en Florencia, ningún obstáculopara su relación excepto el barriomismo: la gente, las barreras sociales, elqué dirán. Siguieron manteniendo suamor en secreto. Pero el asesino habíacumplido ya condena y salía en libertad.¿Descubriría el error? Y aunque no

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llegara a descubrirlo, cómo iban aseguir viviendo las dos mujeres. Laopción más segura era eliminarlo.

—De todas formas, ellas no hansido, tienen coartada y mi testimonio.

—Ya —se lamentó Dos Emes y concierta socarronería añadió—. Y no hayninguna otra sospechosa, claro.

«¿Tenía coartada Diana Gallard? —pensé—. ¿Por qué solicitó los serviciosde una detective en lugar de avisar a lapolicía del peligro que corría su madre?¿Había hablado con ella? ¿Habíanplaneado algo juntas?».

—Que yo sepa, no, y, de todasformas, qué quiere que le diga, nadie va

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a pedir cuentas a nadie. Dejemos quepasen tranquilas los últimos coletazosde su relación, ¿no le parece?

Dos Emes suspiró.—¿Dice que Diana Gallard regresa

a Italia esta tarde?—Eso me dijo.—¿Y no piensa hablar con ella?—¿Para qué?Me miró con cara de «jefa, que la

conozco», volvió a suspirar y acabó pordecir:

—Pues… para saber, por ejemplo,si piensa volver para la boda, aunque yale digo yo que no lo hará. Será sólo untrámite. En la más absoluta intimidad.

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Ya lo verá.Sí hablé con ella, pero sólo al

teléfono. La llamé al móvil poco antesde que partiera su avión. Estaba ya en elaeropuerto. Yo había vuelto a la terrazadel Catamarán y desde allí contemplabaun mar sereno y renovado. Intentabaimaginar cómo era cuando tenía más deestercolero que de mar. Intenté imaginartambién cómo había sido la vida deaquellas dos mujeres en la dictadura, enel posfranquismo y en la transición. Unsecreto mantenido en el fondo delarmario hasta el momento en que nohubo más trabas. Su existencia habíacambiado como su propio barrio, sólo

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habían tardado unos cuantos años más.Reabrir el caso, interrogar a DianaGallard y completar el puzzle habríasido devolver el blanco y negro a lavida de las tres.

Le expliqué lo que habíamosdescubierto (bueno, yo no, Dos Emes,pero eso no se lo especifiqué), le dijeque la policía tenía intención de reabrirel caso.

—Es posible que quieraninterrogarte —añadí—, pero no tepreocupes, en mi declaración olvidécomentar que la noche de los hechosestabas haciendo compañía a tu madre.Con eso, probablemente, desistirán.

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Sobre la línea del horizonte, losaviones pasaban de forma intermitente,en descenso, camino del aeropuerto. Erafácil imaginar a turistas y visitantesmirando por las ventanillas,contemplando las torres de la VilaOlímpica, los edificios nuevos, elpuerto, las playas… ¿Cuántos de esosojos —me pregunté— sabían que,tiempo atrás, el barrio no era entechnicolor?

—Gracias —exclamó con una vozcasi inaudible, como siempre que decíaalgo comprometedor.

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En estemundo y en

aqueltiempo en

el quemurió

Mercedes[1]

Lolita Bosch

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En 1959 en Barcelona noestaba pasando el tiempo así[2]:El sábado 12 de septiembre[3]

fue hallado en un canal de laCiudad de México el cuerpodesfigurado de un hombre«bastante bien vestido»[4]. Nolejos de ahí: «un cable de radiofulminó a una pequeña quejugaba con sus muñecas. Lanenita, de año y medio de edad,sufrió la descarga en el cuello»a diez mil kilómetros deBarcelona. A cincuenta años deahora y a cincuenta años de mí.

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Dos décadas después que FranciscoFranco se levantara contra la legítimaRepública, ganara la Guerra Civilespañola e impusiera un régimenfascista que fue sumiendo el país en unaoscuridad grisácea que lo empañabatodo.

El domingo 13 de septiembre de1959, un día antes que empezaran lasvacaciones en la Universidad NacionalAutónoma de México, un cohetesoviético avanzaba hacia la Luna a tresmil kilómetros por segundo. Aquelmismo día, en que de nuevo se abríanlos festejos patrios con el Homenaje alos Niños Héroes[5], los periódicos

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vaticinaron que no faltarían tortillasdurante la huelga que se avecinaba en elDistrito Federal.

La mañana siguiente, la del lunes 14de septiembre de 1959, Rusia asegurabaque su cohete había alcanzado la Luna;aunque Estados Unidos lo desmintiera[6].España daba la razón a Estados Unidos,claro, porque en el fascismo de nuestrainfancia el comunismo era un cáncersocial. Y mientras ambos países pasaronel día discutiendo sin que los habitantesde Barcelona pudieran escuchar losargumentos enfrentados, daba inicio unacampaña alfabetizadora en el estadomexicano de Guanajuato y aparecían en

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los periódicos tres esquelas para rendirhonores al señor Ricardo Ochoa Faist,gerente de publicidad de GilletteMéxico, una empresa europea. En elextranjero arrestaban al procuradorgeneral de Indonesia, acusado,precisamente, de comunismo. Además,se rendía homenaje a Simón Bolívar enCaracas, se celebraba en Londres laSemana Proparo Nuclear y en Brasil elejército amenazaba con expropiarganado si no se restablecía elabastecimiento. De nuevo en el DistritoFederal, el equipo de fútbol delAmérica ganaba por 0 a 1 al Atlante. Yen Barcelona, a diez mil kilómetros de

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la capital mexicana, dos semanas enbarco, quince horas de avión contandoel tránsito, cuarenta años de dictadura,infinito margen político de distancia, elBarça le metía cuatro goles al Atléticode Bilbao.

Resultado final: 4 a 1, emociónpopular, catalana y contenida en elinicio de liga. Un respiro.

Barcelona con un poquito de aire.Alegría en el barrio transportado de

San Gervasio en la Ciudad de México.El 15 de septiembre, mientras

Jrushchov[7] volaba hacia EstadosUnidos y el mundo discutía la veracidadde la llegada a la Luna del cohete

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soviético, en México se celebraban lasfiestas patrias, la legislacióninternacional decidía establecerderechos sobre la Luna para evitarnuevos conflictos y apareció en el Vallede los Olivos del estado de Chihuahuaun colmillo de doscientos kilos de pesode algún animal prehistórico.

Un recuerdo intacto en un mundodesaparecido.

Pasadas las fiestas patrias y suresaca, dos días[8], el 18 de septiembrede 1959 Jrushchov condenó elcapitalismo «pero lo saborea y lodisfruta», se presentó la candidatura demil quinientos posibles parlamentarios

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en Gran Bretaña y el tifón Sara dejó trasde sí «una estela de destrucción ymuerte» en las costas americanas.

En Barcelona no sucedió casi nadaporque ahí, aquí, el mundo se seguíaconvirtiendo en un lugar cada vez másigual a sí mismo.

Y afuera, a pesar de los esfuerzosrepublicanos de llevarse Barcelona yCatalunya en su viaje al exilio, todo setransformaba.

El mundo seguía al acecho.Y cuando al día siguiente, 19 de

septiembre de 1959[9], Jrushchovpropuso licenciar a todos los ejércitosdel mundo en cuatro años y en México

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se estrenó un nuevo equipo para elalumbrado público de la capital,Barcelona se seguía apagandolentamente. Convirtiéndose en un lugaropaco, hermético, autoritario y fascistadel que cada vez era más difícil salir.Más difícil sentirse a salvo. Másinimaginable huir, volar, escaparse.

El franquismo llevaba veinte años enel poder y por eso una Barcelona seguíaviviendo dentro y otra se había ido. Yeste texto[10] es la historia de un famosocrimen en la comunidad de la clase altacatalana que vivía afuera. La de la otraBarcelona, el otro barrio de SanGervasio acomodado y placentero que

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necesitó escaparse.Pero justo antes, el 20 de septiembre

de 1959[11], luego en el orden de estetexto, una mujer llamada Amalia publicóen el periódico mexicano El Universalsus recetas de repostería para tomar elté: galletitas Marion, pastelitos de nuez,lunitas de almendra y pan tropical. Unamujer llamada Amalia publicó en elperiódico mexicano El Universal unrespiro en medio de tanta realidad ytantísima lejanía.

Una pausa. Pastita de té + sorbocaliente.

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Slurb. Servilleta. Gracias.

Mientras la prensa aseguraba que ratasdel campo habían devorado a infantes enpueblos de la República Mexicana y queen Santa Cruz de Juventino Rosas,Guanajuato, había muerto una niñapequeña llamada Elsa Medina Huerta:Elsita.

Amén.Amén por este mundo y por aquel

tiempo en el que también murióMercedes Cassola, nacida mucho antesdel franquismo, mucho antes de laguerra, mucho antes de la República, del

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exilio, del mundo congelado en que seconvirtió el plácido barrio de SanGervasio en que nacimos ambas y queella trasladó a diez mil kilómetros dedistancia.

Amén por Mercedes Cassola, quecreció en una ciudad con sol de la quetuvo que irse.

Cerca de mí dos veces.Y amén por este mundo y por aquel

tiempo en el que Mercedes Cassolamurió tan lejos de casa y de las cosascomo podrían haber sido. Amén, al fin,por Mercedes Cassola lejos de lahistoria y la inercia del barriobarcelonés en el que creció y en el que

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vivió una guerra y del que se fue porquecuando le pusieron un candado supo quedespués no le quedaría tiempo. Que todoiba a convertirse en Mary Aquí No PasaNada Poppins. Que su mundo sería, deinmediato, un espacio cerrado.Asfixiante. Claustrofóbico.Constantemente igual a sí mismo.Repetido. Que el entorno se iríadepurando y convirtiendo en el barrioplácido que era antes y que quiso seguirsiendo después de la guerra y todavíamás tarde: hoy. Un barrio pacífico ysilencioso en el que se refugiaron sushabitantes cuando Barcelona era unaciudad abatida. Aunque hoy, de nuevo,

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se pueda escuchar el aire cruzar velozentre las calles, los parques, losbalcones, las casas, los edificios deplantas bajas.

En este barrio nací yo. Y estassiguen siendo nuestras calles, nuestrosparques, nuestros balcones, nuestrascasas, nuestros edificios de plantasbajas.

Antes no. Antes de mí, cincuentaaños antes de ahora, San Gervasio eraun lugar inmóvil en el que los que sequedaron querían tener la sensación deque era posible sentirse a salvo. UnMundo Mary Hermoso Poppins en elque las cosas tenían un solo significado

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que definía el contexto y en el que onceaños más tarde nací yo.

Hasta que llegó 1959.Porque entonces triunfó la

Revolución cubana y se tomaron lasprimeras fotografías de la cara oculta dela Luna. Entonces, todavía en 1959, secelebró el segundo Concilio Vaticano,las autoridades franquistas festejaronveinte años en el poder, las NacionesUnidas declararon los Derechos delNiño, se creó el Banco Interamericanode Desarrollo y Sukarno[12] instauró ladictadura en Indonesia.

Morían Boris Vian, CamiloCienfuegos, Buddy Holly y Lou

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Costello.Pero nacían Robert Smith, Rigoberta

Menchú, Jeanette Winterson y EvoMorales.

En este mundo, y en aquel tiempo, enel que murió finalmente MercedesCassola[13] lejos de casa, de su pasado ydel mundo explicado de un solo mododel que se había ido para no agonizardesde dentro. Un mundo que habíaquerido llevarse al salir de SanGervasio: dejar Barcelona.

Diez años antes del asesinato de laesposa de Roman Polanski enCalifornia[14].

En Aquel Mundo y en Aquel Tiempo

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en el que las cosas sucedieron así:El 13 de septiembre de 1959

Mercedes Cassola murió asesinada en laCiudad de México en un barrioeminentemente republicano que podíarecordar a su barrio original: la coloniaJuárez de la Ciudad de México:«dieciocho heridas producidas por unaarma delgada de la punta y ancha de lahoja»[15]. Vivía en una casa depropiedad de la calle Lucerna número84-A[16], que nos hubiera hecho recordara un edificio de su San Gervasio natal,el nuestro, un barrio sólido y seguro quehabía conseguido planear flexiblementesobre América, flexiblemente sobre

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México. Lejos del barrio roto de aquellaBarcelona en la que Mercedes Cassolatenía la impresión de que las personasse parecían demasiado, cada vez más,entre ellas, y que el franquismo podíaenterrarlas de tajo.

Sobre todo antes.Porque antes, cuando nació

Mercedes Cassola, antes de la guerra,antes de la dictadura y antes del exilio,San Gervasio, sobre todo San Gervasio,fue uno de esos barrios que enBarcelona se llaman un-barrio-de-siempre: calles tranquilas, familias deapellidos conocidos, vidas similares,parques con zona de juegos, pequeños

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montículos que son jardines privados yque se conservan desde hace muchossiglos, edificios bajos, cielo abierto,serenos que vigilaban las calles, fuentesde hierro macizo, árboles. Niños.

Un lugar placentero. Un mundotranquilo. Seguro, bonito.

Un tiempo que transcurría siempreigual porque era el único modo desentirse a salvo que conocían todos. Queconocíamos. Porque lo cierto es quenosotros, todos nosotros, extraterrestresen una Barcelona desolada, estábamosun poquito más seguros. Un poquito máslejos de aquella ciudad deprimida por laimpunidad de las autoridades fascistas

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que la rodearon con ojos gigantes einvisibles que sospechaban de losdemás todo el rato.

Ojos Inmensos Que Vigilan A LasPersonas.

Aunque a Mercedes Cassola no. Ellapudo irse en el momento exacto,escurrirse del tiempo explicado del quehuyó Mercedes y desde el que comenzóa correr descalza hasta que la encontrómuchos años después una de sus dossirvientas: María Luisa Monroy, cuandoentró a despertarla la mañana del 14 deseptiembre de 1959: «A las seis de lamañana me levanté y vine para la alcobade la señora. Vi que estaba encendida la

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luz. Me extrañó y pensé que ya se habíalevantado; pero cuando entré en larecámara estaba tirada sobre la camatinta en sangre. Di un grito de horror yentonces Amelia vino corriendo. Le dijeque no quería ver más y me salí con ella.Amelia, que es más valiente, descubriólos dos cuerpos ya sin vida». MercedesCassola tenía planeado viajar aquelmismo día hacia Estados Unidos[17]. Suhermano Pompilio[18] había quedado enrecogerla a las siete de la mañana parallevarla al aeropuerto internacionalBenito Juárez de la Ciudad de México,aunque dijo a las autoridades que nosabía que su hermana Mercedes se

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dispusiera a volar acompañada.Porque ellos dos no se conocían

mucho. Eran hermanos, pero erandistintos. Se habían ido juntos deBarcelona, sí, pero cada uno pormotivos diferentes. Ambos perdieron laguerra, sí. Pero Pompeu se fue a Méxicoporque pensó que allá podría seguirviviendo exactamente igual comohubiera vivido en San Gervasio. Comosi todo pudiera ser lo mismo y él estar asalvo. Y Mercedes también, pero nosólo también. Mercedes se fue porqueademás de levantar su ciudad por unaesquina y empacarla, quiso revolverlotodo. Descubrir vacíos en un lugar que

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ignoraba. Ganar un destino que habíaperdido con la guerra. Construir unmundo. Planear con sus alas extendidasllenas de plumas y colgantes ycascabeles por encima de México.Dibujar San Gervasio desde el cielo yrefugiarse, aunque en América esto,aquí, ella, fuera un lugar distinto. Máslibre. Por eso entre los objetosdesperdigados por la casa de la calleLucerna se hallaron dos pasaportes consendos visados de la embajada deEstados Unidos y estos datos:

Mercedes Cassola Meler, de treintay nueve años de edad, originaria deBarcelona, España, naturalizada

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mexicana, divorciada y domiciliada enla casa 84-A de la calle de Lucerna.Ycilio Massine Solaini, de veintitrésaños de edad, nacido en Uruapan,Michoacán, soltero y comerciante[19].

El resto era un revoltijo caótico eincomprensible como tantas otras cosas:cable del teléfono cortado, «varioscuriosos que lograron colarse», bolsacon joyas que desapareció durante lainvestigación, ceniza en el suelo delcomedor, «dos maletas para viajeabiertas y todo el equipaje esparcidopor el suelo». Y en la recámara

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principal, amueblada con maderaeuropea como la de su casa natal deBarcelona, aunque pintada con colorestropicales del sur del país, lejos detodo: dos cuerpos sin vida[20].

María Luisa Monroy y AmeliaMartínez Pulido, ambas de veinte añosde edad, trabajaban desde hacía untiempo en casa de Mercedes Cassola, ycuando descubrieron el asesinatoavisaron a un vecino y luego a lapolicía. Porque nadie quiso tocar a losmuertos. No sin permiso. YcilioMassine tenía cuarenta y sietepuñaladas: casi todas de los hombroshacia arriba, tres en el brazo derecho y

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una más en el vientre. Mercedes Cassolayacía en négligé en la cama y tenía dosanillos en una mano que, aparentemente,no le habían podido sacar el asesino/losasesinos. Así fue como los doscadáveres fueron trasladados alanfiteatro de la comisaría y de ahí alHospital Juárez del centro de la ciudadpara practicarles la autopsia. Loscuerpos se fueron juntos.

La responsable de la investigación fue lalicenciada Ana Virginia RodríguezMiró[21] y su secretario ArmandoZamora Negrete. Y entonces, para

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cargar con el asesinato de Lucerna 84-A, apareció un solo sospechoso: elexesposo de la víctima, Félix HerreroRecalde. También catalán, también delbarrio de San Gervasio, tambiénresidente en México, también lejos decasa.

También tras una guerra perdida.Un hombre con el que Mercedes

Cassola compartía origen, códigos, alas.Pero era Una Hipótesis Nula. Y la

rechazó el propio Pompeu Cassolaaquella misma mañana, cuando fue a lacomisaría tras llegar a casa de suhermana y encontrar las víctimas y a lasautoridades y a las dos sirvientas y al

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vecino que no quiso tocar nada. Y alcabo de unos días la desmintió inclusoel propio Félix Herrera Recalde, queestaba de viaje en Catalunya cuandoasesinaron a Mercedes Cassola y queregresó a México para declarar.

Que regresó a Méxicovoluntariamente.

Que no había matado a nadie.Que había vuelto por primera vez a

su ciudad natal con un permiso deentrada y que ahora, de nuevo, tenía queirse.

Porque Mercedes y Félix no habíanplantado una raíz de odio, de rencor nide nada tras su separación. Sólo se

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habían divorciado diez años atrás y él setrasladó a vivir al Puerto de Veracruz.Ambos tenían una gran fortuna y ningunode ellos necesitaba ni deseaba matar.

Ambos habían huido de la muerte.

Porque cuando México les abrió laspuertas del exilio, juntos, Mercedes yFélix habían ganado mucho dinero conla construcción. Aunque luego sedivorciaran, lo dividieran todo entre dosy siguieran siendo amigos.

Amigos con vidas distintas.Nada más.Por ahí nada más.

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Y otra pausa. Ahora sin galletitas de té.Ahora una pausa porque la policía

apenas tiene más pistas.¿Negligencia? ¿Desesperación?

¿Desidia? ¿Prejuicios? Luego loscuerpos estuvieron juntos mientras lespracticaban la autopsia en el HospitalJuárez.

En aquellos días viajó a México elpadre de Mercedes Cassola a reclamarel cadáver de su hija[22]. Un señor deSan Gervasio, parecido a los quepaseaban a sus perros por los parquesprivados en las tardes, los que vivíancallados esperando que el mundo no se

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apagara del todo, que el Mary TiempoPoppins se convirtiera de nuevo en unaráfaga, de nuevo en silencio, de nuevosin este miedo absoluto a que sucedieratodo. Un hombre que no logró confundircon exactitud el San Gervasio que sehabía quedado del San Gervasio que sehabía ido y al que el gobierno franquistadio un permiso especial para ir arecoger a su hija. Y llegó el papá deMercedes Cassola a este Méxicoinsólito y revoltoso y esperó conpaciencia de perdedor de una guerra elresultado de la autopsia. Luego mandó asu hija de vuelta a casa en un ataúdsellado y la enterró en un cementerio de

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su ciudad natal, nuestra ciudad natal. Elbarrio auténtico.

Once años antes de mí.En un sepelio discreto que enraizaba

a Mercedes Cassola al huerto, elbosque, el mundo, el jardín del queresultaba escandaloso escapar sinparecer distinta.

La mujer muerta volvía en silencio:ya estaba en casa.

Sin esquela en los periódicos de suciudad, la nuestra. Sin nada quecomentar sobre la muerte de MercedesCassola en América, ni en Barcelona,tras el asesinato: La hija de los Cassolamurió lejos porque ahí tenía negocios

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con su marido, la enterraron en SanGervasio porque aquel era el barrio enel que creció, en el que vivió, y del que,a pesar de ella y de sus alas flexiblescon las que quiso aterrizar en Méxicollevándose a su ciudad doblada por unaesquina, no pudo salir. No pudo escapar.

Y ahora todo: basta. Así: sin pausa.De modo que a pesar del tiempo, de

este texto y de sus alas pintadas decolores, plumas y cascabeles, MercedesCassola acabó heredando una ciudadmarcada, una ciudad herida, un barrioexplicado.

Sola.Casi sin nada más que añadir.

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Porque la autopsia que se le habíapracticado en México la mañanadespués del asesinato, cuandofinalmente se le pudieron sacar aMercedes Cassola los dos anillos quellevaba en la mano derecha paradárselos a su padre, que esperabasentado con paciencia incomprensiblede perdedor de una guerra, ofrecióúnicamente un par de datos:

1) Para el asesinato se usarondos armas de distintos tamaños yMercedes murió cuando estabainconsciente. Ycilio Massine no:aquel joven fornido, hijo de

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italianos nacido en Michoacán,luchó por su vida.2) En la casa no había marcas deque nadie hubiera forzado laentrada. Pero entre los familiaresno aparecieron enemigos de losmuertos.

De modo que fue entonces, con lasmanos vacías, cuando la prensa y lapolicía visitaron el Frontón México[23]

en busca de una explicación social bajola que encapsularlo todo. Porque aquelera un lugar de diversión en el que habíapocos prejuicios y en el que MercedesCassola, finalmente, se parecía a un pez

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en el agua estancada del lago que seoculta bajo la Ciudad de México[24].

Y aun así, nada; en su ambientedesprestigiado por todos: nada. Y apesar de las redadas, los cruces deacusaciones y las diversas conjeturaspublicadas diariamente, al fin se archivóel crimen de Mercedes Cassola e YcilioMassine por falta de pruebas. Ni elchofer llamado Clemente que habíallevado a la pareja del Frontón a la calleLucerna aquella noche del 13 deseptiembre de 1959, ni los jóvenesdescendientes de italianos que la policíadetuvo en varias redadas, ni los amantesdespechados de Mercedes que podían

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haberse enojado tras perder el dinero yla libertad que ella les había dado.Nada.

Fueron inútiles las pesquisas quesiguieron al asesinato.

Y así fue como se quiso olvidar enuna Barcelona ocupada y en aquelMéxico de antes el crimen de 1959.Ocultarlo. No obstante, lo sucedido enel número 84-A de la calle Lucernacausó un profundo impacto en lasociedad mexicana de entonces que nologró permear la Prensa de HierroFranquista.

Y así la triste y violenta muerte delos dos amantes se fue diluyendo de la

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atención pública, a la que la prensacomenzó a atraer con nuevas notas[25].

Tiempo después que los cuerpos sehubieran separado.

Ambos lejos de casa.

Última pausa: un minuto de silencio porlos muertos.

Y después de todo, casi nada. Aunqueluego, luego ahora, luego cuando loscadáveres ya no están, luego yonaciendo en San Gervasio y viajando aMéxico, luego del franquismo, la

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dictadura, el exilio y las tijerasinmensas que cortan las alas de colorescon cascabeles y plumas, el dobleasesinato de 1959 fue revisado en trestextos[26] (cuatro con este[27]) y elcronista mexicano Carlos Monsiváis loconvirtió en uno de los estandartes de lalucha contra la homofobia en México.Un no-olvidemos-cómo-son-las-cosas-aquí.

Porque había dicho el investigadormexicano Güero Téllez: «Este tipo dedelitos, como se sabe, es característicoentre homosexuales, cuyas pasionesafectivas son infinitamente másenérgicas que en otras personas»[28]. Y

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concluyó: «La respuesta sea acaso lasiguiente: el asesino era de unacorpulencia similar a la de Massine yestaba provisto, además, en cada manode un puñal de distintas características,con lo cual le fue relativamente fácildominar y asesinar a Mercedes Cassolay a su amante».

Así que todo quedó en esto: el odioque siente un poderoso y oblicuo pulpohomosexual que extiende sus tentáculoscon un puñal en cada brazo. Unaapariencia inhumana que finalmentedescuartiza y usa la sangre de lasvíctimas para escribir algo en lapared[29]. Como sucedería años después

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con Sharon Tate[30] en California.Aunque, por desgracia, la muerte de

los amantes de la calle Lucerna, elexilio de Pompeu y la paciencia delpadre de la víctima perdedor de unaguerra no se han convertido también enun no-olvidemos-cómo-son-las-cosas-aquí-tampoco que nos haya servido parahablar del Mundo Cúpula Gigante en elque creció Mercedes Cassola dentro deBarcelona. Dentro de San Gervasio.

Antes de llevarse la ciudad acuestas, volando.

Amén por Mercedes Cassola.Amén por Ycilio Massine. Y amén

por nosotros, que no entendemos qué

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enfureció tanto al asesino/a los asesinos,por qué juzgaron con tanta dureza a lasvíctimas las autoridades y la prensa, eldolor de socavar la verdad con el quetuvieron que lidiar sus padres en aquelbarrio de familias conocidas que eraSan Gervasio en el corazón deBarcelona. Amén porque no sabemos enqué se basaba La Familia de CharlesManson y aun así podemos reseguir laestela de su crimen[31]. Hasta ahora.Porque ahora, ya con todos nosotrosaquí, sabemos que a Charles Manson sele juzgó por una ideología y que a losasesinos de Mercedes Cassola e YcilioMassine, en cambio, trató de enterrarlos

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un prejuicio.Dos prejuicios: uno en México y

otro en Barcelona.Que Mercedes Cassola perdió dos

veces.Lo cuenta Carlos Monsiváis cuando

dice que el caso adquirió tantaresonancia «por lo insólito de una mujerde la clase alta catalana que vive comole da la gana» en pleno franquismo. Ysí: «En eso coinciden reporteros,agentes del ministerio público ydetectives: las víctimas se merecen loque les pasó. Y de los miles deasesinatos contra los gais la memoriapreserva el caso de una fruit-fly[32] y su

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amante bisexual asesinados con lujo dedetalles»[33].

Lo mismo hubieran dicho lasautoridades franquistas: ¿a qué se fue?Aquí hubiera estado segura.

Eso, en 1959:Cuando Mercedes Cassola se

atrevió a huir de aquel San Gervasio enel que once años más tarde nací yo. Quecon el tiempo también me fui a México yque luego volví y escribí este texto yentendí que desgraciadamente el tiempoes implacable y no puedo decir nada.

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(Silencio).

Que el tiempo no convierte al mundo enun lugar tan distinto.

Por eso he buscado en el listín deteléfonos de Barcelona algún familiar deMercedes Cassola cuya referencia mepermitiera terminar este escrito[34] dealgún modo más cálido: llevar flores alos muertos, escribir que yo sí hice elcamino de vuelta. Reencontrarlos ahoraque del crimen de Mercedes e Yciliosólo se puede resumir esto: impunidad,historia, juicio, homofobia, libertad,fascismo.

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Buscar en Barcelona a MercedesCassola para volver a sacarla de aquí.De nuevo como si volara. Llevármela aMéxico conmigo y colgarla de las alasde los muertos que sí recordamos.

Los muertos que sí recibieronpiedad.

Pero nada: en la ciudad deBarcelona sólo he logrado encontrar aunos Cassola[35]. Y a pesar de que heido a visitar su casa en San Gervasio, nohe encontrado nada y lo he visto todo:seguía siendo casi igual. El mismo lugarsilencioso en el que yo crecí, en el quecreció ella. Y de pie, frente al Pasado,no me he atrevido a llamar a la puerta

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para preguntar por un asesinato queocurrió hace más de cuarenta años.

Por eso no he dicho ni he escritonada.

Y he vuelto a casa, donde me heconectado a Internet para enviar estetexto tal como estaba[36]. Sin entender siefectivamente he logrado abrir elcandado de un mundo espiral que fuecapaz, con impunidad, de absorberlotodo. Sin saber si he conseguido llegaral punto exacto en el que descansan losmuertos en Este Mundo y en AquelTiempo en el que murieron MercedesCassola e Ycilio Massine[37]. Ypensando desde este corazón de jardines

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privados, que el mundo, a veces, es unlugar así, y que en pequeños espaciosinevitablemente se mantiene. Sin que yopueda hacer nada por detenerlo.

Que este, más a menudo de lo quelogro entender, sigue siendo un mundosin mí.

Sin ninguno de nosotros.

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Parte II

VIDAS PROTEGIDAS,CRÍMENESSECRETOS

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SweetCroquette

David Barba

Cuando me enteré de la desaparición delgourmet suizo Pascal Henry no tuveduda alguna de que su cuerpo habíapasado a engrosar la despensa decroquetas líquidas del menú degustaciónde El Bulli. Sucedió en la noche del 12de junio de 2008, cuando salió a buscarunas tarjetas de visita y nunca regresó aacabarse el postre; sólo dejó un

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sombrero, una libreta llena de apuntesgastronómicos y la cuenta por pagar.Jamás se le volvió a ver con vida.

Me propuse investigar aquel sucesodesde el mismo momento en que leí lanoticia en La Vanguardia mientrasdesayunaba un café con leche y uncigarrillo Chester en el bar Delicias,justo enfrente de la Montaña Pelada.Después me di un paseo hasta la cimapara ordenarme el puzzle del caso, puesno conseguía quitarme de la cabeza almaldi to gourmet. Allá arriba, suelosentarme a contemplar el cielo podridode la ciudad y me recreo en las botellasde la Sagrada Familia, las atalayas del

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Hospital de San Pablo, las agujas de laCatedral y las estructuras metálicas delteleférico del puerto, a lo que hay quesumar el enjambre de esas torres comofalos de cristal y acero que, en losúltimos años, han mancillado el rostroamable de la Barcelona de mi infancia.

Pascal Henry también tenía un rostroamable. Recuerdo una foto suya junto asu mentor, el chef Paul Bocuse, dondeambos aparecen sonrientes y con lasmejillas sonrosadas por el vino, tanabultadas que bastarían un par decerteros tajos debajo de la papada paraobtener un suculento festín de gaitas decerdo. A fin de cuentas, la carne es la

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carne, y la antropología demostró hacemucho tiempo que si hemos desterradoel canibalismo es sólo por tabú cultural.En mi opinión, los seres humanosacabaremos comiéndonos los unos a losotros tarde o temprano, aunque loharemos sazonando los filetes a las finashierbas. Todos somos gourmets.

Con Ferran Adrià tengo en común elhaber nacido en un entorno cutre de laperiferia de Barcelona. De niño,también jugaba con el Quimicefa y lascocinitas de mis hermanas. Así que, conun poco de suerte, también podría

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haberme convertido en chef estrella.Quiso el destino, para mi desgracia,dotarme también de un fino paladar ycierto sentido del gusto para las carnesexóticas. Y digo desgracia porque, envez de venir al mundo en el seno de unafamilia burguesa del París de GuySavoy, de Pierre Gagnaire y de L’Arpège, me tocó en el sorteo de lavida ser el hijo varón de los ReyesRobledo, ilustre saga de jornaleroscabezones y paticortos de la sierra deCazorla, emigrados a Barcelona con lashordas de mano de obra barata queacudieron a engordar las factorías de laindustriosa Cataluña de los sesenta.

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Aquí, en el barrio del Carmelo, mispadres abrieron una carnicería en lacalle Santuarios, en el degradadoentorno que inmortalizara Juan Marsé enÚltimas tardes con Teresa , esa célebreoda al barrio que siempre fue mi patriachica o, mejor dicho, el vulgarcontenedor de mi desarraigo: no soy nide aquí ni de allá; tan sólo un anónimocharnego, apelativo que resume eltradicional desprecio que siempre nosprofesaron los catalanes de pura cepa alos descendientes de andaluces, almenos hasta la llegada de todo ese atajode negros, moros, chinos y sudacas quehoy forman los escalones más bajos de

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nuestra febril sociedad multicultural.Sí, soy racista. Pero que nadie me

incluya en el típico perfil sociológicodel hijo de emigrados sin estudios queabraza la xenofobia. Estudié FilologíaEspañola en la Universidad Central.Con un poco de suerte, podría habermeahorrado mi destino entre chuletas, peronadie me abrió una puerta. De habermeatrevido a dar un braguetazo con una dee s a s pubilles de Filología Catalana,podría haberme labrado un futuro comorentista. Pero los pasos del Pijoaparteme quedaban grandes y preferí laseguridad de casarme con Maruja, minovia de toda la vida. A sus veintiocho

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años, le aguantaban con firmeza las tetasde a kilo que me enamoraron; el trasero,de anca de res, mejoró notablementegracias al tejido adiposo con que eltiempo había recubierto su antañofibrosa arquitectura. Para colmo, mibella lozana andaluza hacía unsalmorejo cordobés de moja pan ycome. Lástima que un día comenzara apedirle más a la vida.

Todo se torció cuando inauguraron lanueva biblioteca Juan Marsé, a pocospasos de casa. Maruja se apuntó a unclub de lectura donde, como era

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inevitable, descubrió la obra delescritor y se tragó todas sus novelas.Supongo que aquel universo decharnegos pendencieros y de héroes dealuvión comenzó a hacerle mirar conotros ojos nuestra mediocridad. Y, derepente, sintió una enorme curiosidadpor conocer la otra cara de Barcelona:la buscó en novelas como La ciudad delos prodigios, de Eduardo Mendoza; Laplaya de Pekín, de Juan Miñana, y Eldía del Watusi , de Francisco Casavella,que tuvieron el mismo efecto que loslibros de caballerías sobre don Quijote:alejarla de la realidad de nuestrohumilde negocio de comidas. No me

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preocupé hasta el domingo en que dejóde atender la máquina de los pollos a l’ast para quedarse tirada en el sofá,leyendo. Si bien es cierto que eranuestro tercer fin de semana seguido sinun día de fiesta, me pareció excesivoque me anunciara, pintándose las uñasde los pies de rojo intenso y sin apartarla vista de las páginas de un poemariode David Castillo, que no contara máscon ella en el negocio.

¿Qué delirios de grandeza intelectualse le habían metido en la cabeza?¿Acaso pretendía que los libros nosdieran de comer? Me ocurrió algoparecido al licenciarme, cuando aún no

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comprendía que había llegado el últimoal reparto, que todo el pastel estabaservido y que, en Cataluña, sin unapellido o un pariente no se llegademasiado lejos. No hay nada peor queun desclasado con cultura, que serconsciente del tapón generacional quetienes sobre la cabeza y que te impidecualquier progreso profesional. Alprincipio, me pateé todas las editoriales,librerías y negocios culturales de laciudad. Debí de repartir unos doscientoscurrículos, pero no sirvieron de nada.Me rendí al cabo de un año y medio,gracias, sobre todo, a la insistencia demi padre, que nunca dejó de mirarme

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como a un vago ni de recordarme laseguridad que me procuraría heredarleel negocio. El día en que decidíponerme el delantal, juré no volver aleer un libro.

La vida pasaba sin sobresaltoscortando filetes hasta que, aquel otoñoinfame, la burra de mi esposa comenzó ausar pañuelo palestino, a tragarse lostelediarios de Lorenzo Milá y a ver conbuenos ojos la Ley de MatrimonioHomosexual, seguramente influenciadapor sus nuevas amistades del club delectura de la biblioteca. De ahí a leer lasobras de Manuel Vázquez Montalbánhabía sólo un pequeño paso que salvó

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muy pronto.—¿Qué pretendes? —le recriminé

una tarde en la que, al subir a casa conel delantal ensangrentado, me laencontré moliéndose la espalda con unaabsurda postura yóguica y absorta en lasaventuras del detective Pepe Carvalho.

—Culturizarme —respondió—, queno hago más que subir y bajar lasescaleras de casa a la carnicería.

Maruja siempre había leído, pero nomás allá de los libros obsequio de lacaja de ahorros que corrían por su casade inmigrados cordobeses, a lo quepodríamos sumar, como mucho, algúnque otro bestseller de Dominique

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Lapierre, las obras completas de JorgeBucay e, inevitablemente, El Código DaVinci, con el que ya dio síntomas decierto quijotismo al negarle el saludo adon Victorino, el cura de la parroquiarománica de la Mare de Déu del Collque nos casó.

—Maruja, me refería a tu espalda —disimulé—. Que tienes escoliosis.

Sólo entonces cambió de postura,apartó la mirada de Los mares del Sury, como una femme fatale de pacotilla,me escupió:

—Manolo, voy a estudiarHumanidades.

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Nuestro matrimonio comenzó anaufragar la última Nochevieja quepasamos en familia. Mis padres apenashablaron —nunca tuvieron nada quedecir, más allá de «corta doscientosgramos de cecina» o «deshuésame unasgaltes de cerdo»—. Pero Maruja, quesiempre había sido la alegría de lafamilia, tampoco dijo ni mu y, a loscafés, tuvo la desfachatez de sentarse enel sofá a leer otra de sus novelasmientras los demás nos tragábamos elespecial de fin de año de TelevisiónEspañola con el dúo cómico Cruz yRaya. De vez en cuando, Maruja hacíamuecas de desprecio ante nuestras

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carcajadas a mandíbula batiente. Pero laafrenta más grave llegó a la hora dedesenvolver los regalos, cuando meencontré con un libro de recetas deFerran Adrià entre las manos.

—A ver si espabilas y pones elnegocio al día —me dijo con sorna.

—¿Ahora te vas a meter con micocina?

—Es que tus croquetas de jamónestán muy vistas.

—¿Qué tienen de malo miscroquetas?

—Te quedan secas. Atrévete aprobar con las croquetas líquidas de ElBulli.

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Aquello era demasiado, unaprovocación en toda regla. Con un gestoofendido, me retiré a mi habitación paradisgusto de mi madre. Al principio, dejéel recetario de Adrià abandonado sobrela mesita de noche. Pero al cabo de unrato, la curiosidad fue más fuerte yrompí mi juramento contra la lecturapara ver en qué diablos consistía unacroqueta líquida. ¡Ese recetario fue miNémesis! Su lectura me arrebató larazón. No entendía nada. De repente, mimundo de rabos de toro, butifarras deVic y entrecot de ternera gerundense sevino abajo frente a la cocinatecnoemocional, la esferificación con

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alginates, las ostras con aire dezanahoria, el falso caviar de melón, lagelatina caliente de agua con agar-agaren polvo… Después de topar con losfogones del Mesías de la modernidadlíquida, ¿para qué seguir cometiendo laherejía cotidiana de cocinar croquetassecas? Los primeros síntomas dedepresión llegaron puntualmente con laprimavera.

El mismo día en que volvía del médicocon una receta de Trankimazin y unabaja laboral en el bolsillo, me encontréa Maruja sentada en el marco de una

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ventana, con la espalda apoyada en lapared, los pies descalzos y los muslosescapándole obscenamente del vestido.Estaba tan absorta en la lectura que nisiquiera me preguntó por qué no estabatrabajando en la tienda a esas horas.

—¿Qué lees? —pregunté sin ningúninterés, tan sólo por romper el hielo.

—Se titula La lectora —respondióentusiasmada—. Es el libro de un amigodel club de la biblioteca. ¡Un genio!Incluso le dieron un premio en laSemana Negra de Gijón. Va de unauniversitaria de Bogotá que essecuestrada por unos delincuentes debaja estofa para que les lea un libro. Es

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que no saben leer. ¡Y lo fuerte es que ahíempieza otra novela!

Me quedé de piedra. ¿Qué me estabacontando esa puta? ¿No se daba cuentade que me había destrozado la vida?¿No me había visto fracasar hasta ladesesperación en los fogones, tratandoen vano de copiar la receta de lasmalditas croquetas posmodernas? ¿Porqué me tenía en cuenta ahora, después demeses de ignorarme, para contarme unargumento criminal parido en unabarraca tercermundista por la mente dealgún retorcido maleante latino?

La cocina tecnoemocional fue elrefugio a la creciente degeneración de

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mi matrimonio. Pronto comencé a hacerreservas a escondidas en losrestaurantes de los mejores imitadoresdel chef estrella, y descubrí que habíadocenas, centenares, la mayoría de elloscapaces de destrozar las croquetaslíquidas tanto o más que yo. Todostenían algo en común conmigo: soñabancon poner el pie algún día en elexclusivo restaurante El Bulli de la calaMontjoi, que sólo da de comer a ochomil comensales por temporada. Misintentos de reservar mesa habíanfracasado estrepitosamente. «Losentimos, vuelva a llamar el año queviene», me respondían una y otra vez.

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Ante mí, se alzaba una murallainfranqueable de cientos de gastrónomosy plutócratas de medio mundo con labilletera más fresca que la mía. Mifrustración aumentaba a un ritmovertiginoso y el Trankimazin apenas mehacía ya efecto. No tardé en entregarmea la bebida y más de una noche terminédurmiendo la mona sobre una barra,llorando sobre el hombro de algúnobeso exalumno frustrado de la Escuelade Hostelería.

Una tarde, todo se precipitó. Venía dedeambular por la cala Montjoi, como me

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acostumbré a hacer en aquellos días debaja para revolcarme en la envidia dever a los comensales abandonando ElBulli en sus coches de gran cilindrada,con una rubia colgando del brazo y labarriga llena de tortilla de patatasdeconstruida. Me había pasado la tardeplaneando comprar un rifle con mirillatelescópica para disparar sobre losclientes; después pensé que sería mejorun AK-47 y una entrada sin reserva, a loveterano de Vietnam, y me entusiasmétanto con la idea que casi me hago mataren la autopista poniendo mi viejo SeatPanda al límite de su velocidad. Alsubir por la carretera del Carmelo y

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girar hacia mi casa, cierto olor a cuernoquemado me hizo pensar que sería mejordetenerme en el taller mecánico de lacalle Santuarios, dejar que revisaran elcoche y, de paso, calmar mis nervioscon unas copas en el cercano bar ElPibe.

Me atendió un indígena de labiosgruesos como una sobrasada deMallorca. Por su pinta de delincuentejuvenil y la machacona melodía salseraque manaba de su equipo de música,deduje que era colombiano.

—¿Quiubo, marica? ¡Casi me fundelas bujías del carro! —sentenciódespués de un simple vistazo al motor

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—. En media hora se lo dejo listo.Enfilaba la salida cuando, al fijarme

en el emisor de esa insistente torturamusical, vi un título enmarcado delicenciado en Filosofía y Letras por laUniversidad de Cartagena de Indias.Otro pichón de intelectual sudamericanotrabajando como peón en Barcelona,pensé mientras recorría el desorden dellocal con la mirada y chocaba con unlibro abandonado entre papeles que meresultó familiar. Era un ejemplar de Lalectora. Ahora entendía que el olor acuerno quemado no irradiaba del motor,sino de mi frente.

—¿Le gusta leer, mano? —me

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preguntó el mecánico al verme con lavista clavada en la portada—. Le regaloun ejemplar de mi novela. Trabajo en eltaller para dar de comer a mis ochohijos, pero mi verdadera vocación es laliteratura.

Salí de allí a toda prisa, con elestómago revuelto y el libro en la mano.¡Mi mujer me la pegaba con unmecánico sudaca con ínfulas deintelectual! Es lo que tiene España:levantas una piedra y te sale un escritor:somos un país de Quijotes envenenadosde novelas. Se empieza abusando de laliteratura y se acaba cocinando connitrógeno líquido.

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Después de una puñalada como esa,sentí que había llegado el momento deactuar, pero me contuve: la venganza esun plato que se sirve frío como el frappéde gazpacho.

Esa misma noche parí mi plan: al díasiguiente conduciría mi Seat Panda hastaun recodo apartado de la carretera delas Aguas. Bajaría caminando hasta unacabina de la avenida de Vallvidrera yllamaría al taller para pedir una grúa.

—¿Aló?—Don Sergio, el coche me ha

dejado tirado otra vez.—No se preocupe, m’hijo, voy a

buscarle enseguida.

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Todo fue sobre ruedas: maté laespera fumando un Chester tras otromientras contemplaba el nuevo ydetestable skyline de la ciudad, hastaque, al cabo de cuarenta y cincominutos, apareció el dichoso indígenatocando estruendosamente el claxon desu desvencijada grúa.

—Bueno, mano, veamos qué le hahecho ahora al cacharro.

Anochecía cuando metió el hocicoen el motor. Pasó un coche. Pasó otro. Yse hizo un silencio de muerte. Saqué elcuchillo jamonero del vehículo, loescondí a mi espalda y, con sumocuidado, me fui acercando a su gaznate

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por la espalda. Ya levantaba la manohacia su cuello cuando, de repente, pasóotro coche a toda pastilla y medeslumbró con sus faros. No pudereprimir un chillido histérico. Elcorazón casi se me salía por la boca y,con los nervios, el cuchillo se me cayóal suelo. El colombiano levantóalarmado la cabeza y se golpeó lacoronilla con el capó.

—¡Ay, coño! ¡Qué daño! ¿Por quégrita?

Reconozco que en ese punto perdí lacompostura. Debería haberme agachadoa por el cuchillo y hacer las cosas bien,pero, antes de arriesgarme a perder el

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factor sorpresa, preferí lanzarle el capósobre la cabeza con todas mis fuerzas.El primer golpe le estampó la caracontra el motor. Pero no bastó: encadenéquince o veinte hasta que dejó de gritary de moverse por completo. El ruido quehice habría bastado para despertar atoda la ciudad. Pero, cuando terminé eltrabajo, no se movía ni una mosca anuestro alrededor.

A partir de ahí, sólo recuerdoflashes hasta que tuve al puñetero indiodesnudo, tumbado sobre el mostrador dela carnicería. Tenía la cara destrozada,llena de sangre, y no se movía. Me girépara afilar el machete y, cuando volví

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sobre su cuerpo para despiezarlo, me loencontré sentado sobre la mesa, mirandoalrededor como desorientado.

—¿Qué hago yo aquí? —balbució.No hubo tiempo que perder en la

respuesta, que consistió en un certeromachetazo en el cráneo que dejó laherramienta atascada a la altura de susorejas. Murió en el acto, con una grancara de pasmo, pero sin sufrimientosinnecesarios. Soy un hombre de bien: nome gusta alargar la agonía de nadie. Silos animales padecen más de la cuenta,se envenenan de adrenalina y pierdentodo el sabor.

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Aquella mañana en el bar Delicias,leyendo la noticia de la desaparición dePascal Henry, decidí darle otraoportunidad a Maruja y, para celebrar elfin de la competencia desleal delcolombiano, me di el lujo de invitarla acomer a Can Fabes, el famosorestaurante de Santi Santamaría, muchomás accesible que El Bulli. En lacontraportada de La Vanguardia leí unaentrevista de la reportera Ima Machíncon uno de los supervivientes delaccidente aéreo de los Andes, un tipoque había rehecho su vida abriendo unagranja de avestruces en La Pampa.Cuando le preguntaban por qué criaba

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avestruces y no vacas, en un ataque desinceridad respondió que la carne deavestruz es sorprendentemente parecidaa la humana. Las dos tienen un puntodulzón, algo acerdado y muy tierno.

Esa misma noche, sentados a unamesa del restaurante Can Fabes, quiseprobar un filete de avestruz. El camarerose quedó bastante sorprendido ante midemanda, pero decidió ir a la cocinapara preguntar si sería posible satisfacermi capricho. A los pocos minutos, todoslos camareros me miraban como sihubiera asesinado a alguien. Maruja sepuso tensa y me pidió que nos fuéramos,pero era demasiado tarde: ya teníamos

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encima la sombra oronda de SantiSantamaría con un cuchillo de trincharen la mano.

—Me han dicho que quiere usted unplato de carne exótica —susurró con vozronca a pocos centímetros de miarrugada nariz.

—Mejor tráiganos el menúdegustación —me disculpé.

—¿Por qué no prueba mi râble deliebre cuit au moment con salsa decacao? Si no le gusta, me lo dice contoda tranquilidad…

—Es que… por desgracia, soyalérgico al cacao.

El chef levantó el trinchador en un

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gesto compulsivo mientras murmurabaterribles amenazas en un catalánincomprensible, como si se tratara delbrujo de una tribu africana dispuesto ameter en la olla a un incauto explorador.Finalmente, bramó:

—¡Fuera de mi restaurante! ¡Váyasea casa, córtese una pierna y hágase unospies de cerdo!

Ninguna otra frase podría habermesentado mejor. Me lo tomé como unconsejo culinario de un maestro en eltema y di por hecho que Santamaríapracticaba alguna forma de canibalismoritual. Salí de allí con una sonrisa, peroMaruja se tomó muy mal que nos

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echaran y creyó que me levantaba a todaprisa por cobardía. Visiblementeagitado, conduje a toda velocidad hastacasa y la despedí en la puerta sinatender a sus recriminaciones e insultosni darle ninguna explicación. Una vez asolas en la tocinería, cogí el mejor demis cuchillos jamoneros, abrí elcongelador industrial, me cargué sobrela espalda el cadáver semicongelado delcolombiano y lo deposité sobre la mesade despiece. Con la maña que mecaracteriza, logré aserrarle una piernasin que la sangre me salpicara enexceso. Después encendí los fogones ypuse una olla a fuego lento, deshuesé la

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pieza y piqué un poco de cebolla. Cortéla carne en trozos irregulares, la cubrícon un poco de agua y la puse a cocer.Con un poco de mantequilla y nata,poché la cebolla y añadí la carne y sucaldo. Tras veinte minutos de cocción,lo pasé todo por el túrmix hasta que noquedaron grumos. Después, calenté labase de las croquetas y deposité la masaen varias cucharas semiesféricasbañadas en alginato. Freí un poco demiga de pan y rebocé las croquetas. Porúltimo, añadí el mejunje en su interior.Por fin, el resultado de mi sacrificio sealzó ante mis ojos, desafiando mipaladar, diciendo: «¡cómeme!». Y así lo

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hice: ¡me zampé tres de un bocado! Elresultado me fascinó: las croquetasexplotaron en mi boca llenando todasmis papilas gustativas con un torrente desabor. ¡Había dado con el secreto mejorguardado de los chefs estrella!

Animado por la curiosidad que meprodujo la desaparición del gourmetsuizo, en aquellos días puse toda mienergía en pergeñar una nueva estrategiapara reservar mesa en El Bulli. Esta vezme hice pasar por un reputadogastrónomo alemán de vacaciones enEspaña. Creo que el caso Henry debió

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provocar un aluvión de cancelaciones—a ningún comensal le gusta pensar quepuede acabar en el plato—, ya que dosdías después recibí una llamada desdela cala Montjoi.

—¿El señor Jürgen Klinsmann?—Jawohl!—Tenemos una mesa libre para el

jueves.Maruja se alegró mucho de que por

fin la invitara a cenar al restaurante másdistinguido del mundo. Esa noche estabaradiante con su vestido étnico y suscollares de cuentas. Parecía una versióncañí y olé de la reina de Saba.

—Los señores Klinsmann, supongo

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—nos preguntó el amable maître alllegar a El Bulli.

—No —dijo Maruja.—Sí —dije yo.—¿Quién es Klinsmann? —me

preguntó extrañada cuando nosconducían a la mesa.

—Un seudónimo literario.No hubo más conversación en toda

la noche. Maruja no sabía por dóndeempezar a comerse los nudosesferificados de yogur con ficoideglacial y yo no veía la hora de probarlas famosas croquetas líquidas. Cuandollegó ese sagrado momento de comunióncon el maestro, me temblaban las manos

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de excitación. Sin embargo, todo se vinoabajo al primer mordisco: ¡ni rastro dePascal Henry entre la miga de panrebozada! Por más que me concentré enidentificarlo, no hallé el característicosabor acerdado de la carne humana ni enlas croquetas líquidas ni en ninguno delos treinta platos del menú degustación.

Siendo así, ¿dónde estaba elgourmet? ¿Quién se lo había comido?«Debió de secuestrarlo SantiSantamaría», se me ocurrió pensar enmedio de aquel nuevo descenso a losabismos de la depresión; «seguro que haacabado en las ollas de Can Fabes».Pascal Henry cenó en Can Fabes

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exactamente dos noches antes de sudesaparición en cala Montjoi. El cálculode Santamaría debió de ser tan sencillocomo perverso: esperar a que elgourmet saliera de El Bulli para caerleencima como un ave de presa (mepregunto si habría enviado a algúnpinche de cocina o se habría encargadoél mismo del secuestro). Lasconsecuencias no se harían esperar parasu odiado competidor: un eco mediáticodesfavorable, huida despavorida de losclientes, quizás una inspección deSanidad que descubriera un peligrosoarsenal de metilcelulosa y gelificantesen su despensa…

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Esa misma noche, al llegar a casa, unúnico pensamiento me golpeaba lassienes: rebanarle el pescuezo a Marujacon mi cuchillo jamonero para acallarde una vez sus insistentes reproches. Meestuvo dando la paliza durante todo eltrayecto: «No has dicho ni una palabradurante la cena». «Estoy harta de tucarácter aburrido y aburridor». «Tu faltade consideración no tiene límites»… Enrealidad, estaba acostumbrado a suscríticas. Lo que realmente me hizoenfadar fue que me pidiera el divorcio.Y todo por el mequetrefe delcolombiano y su puñetero libro.

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Tras descalzarme, abrísigilosamente el cajón de la cocinadonde había escondido el arma y fui apor mi mujer con toda mi sangre fría.Ella también se había quitado loszapatos para arrebujarse cómodamenteentre los cojines del sofá y entregarse alas últimas páginas de Prótesis, deAndreu Martin. No llegó al final. De tanabsorta como estaba, sólo se enteró deque iba a morir cuando sintió el filotraicionero en el cuello y le susurré:

—Se acabó la lectura en esta casa.Mientras la envolvía en bolsas de

plástico y salvaba las escaleras queseparaban nuestro piso de la carnicería,

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me entretuve pensando que al díasiguiente llevaría todas sus malditasnovelas policiacas al mercado de SanAntonio, a ver si algún librero me lascompraba a peso.

Decidí comenzar a descuartizarlapor la cabeza, ya que parte del trabajoestaba hecho. Cuando conseguíseccionar el cuello, la sostuve en alto yme encaré con ella al más puro estilohamletiano:

—¡Ahora ya no vas a ponerme nuncamás los cuernos con ningún sudaca! —grité mientras me reía con todas misfuerzas. Después le rasgué su estúpidovestido étnico empapado en sangre, le

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arranqué la ropa interior y comencé aaserrarle los brazos y las piernas. Conellos, pensaba darle un giro al negocio:el próximo fin de semana, en vez dep o l l o s a l’ast, ¡habría croquetaslíquidas!

Aquel radiante domingo de veranoapunté una brillante frase publicitaria enel pizarrón de la carnicería: «Pruebe lacocina de Ferran Adrià sin moverse delCarmelo». A la media hora, la tiendaestaba llena de parados, jubilados yviudas andaluzas vestidas de negro. Lasbandejas de croquetas volaron y ya vi

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que lo que quedaba de los cuerpos de midifunta esposa y de su amante sería pocopara colmar la demanda del domingosiguiente. Inmediatamente, comencé apensar en procurarme algún que otroPascal Henry despistado que se cruzaraen mi vida. Pero no hizo falta salir abuscarlo: esa misma tarde llamó misuegra desde Córdoba para decirme queestaba a punto de tomar el tren paravisitarnos. Le había dicho a todo elbarrio que mi mujer estaba con suspadres, así que esa vieja loca suponíauna seria amenaza para mi coartada. Fuia recogerla a la estación y al entrar encasa ni siquiera le di tiempo a sacarse el

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abrigo antes de rebanarle el pescuezo yarrastrarla escaleras abajo. Esta vezhice mal negocio: gallina vieja harábuen caldo, pero da poca chicha. Viclaro que, a ese ritmo de ventas, en dossemanas agotaría las provisiones.

Entonces me acordé de mis odiadosvecinos de la acera de enfrente y decidíque, además de criar fama en la altacocina, podía matar dos pájaros de untiro si limpiaba el barrio de inmigrantes.Allí, a escasos metros frente a mi puerta,se alzaba el letrero luminoso de laguarida de mis peores competidores: loschinos del restaurante TiananmenSegundo. Nadie haría preguntas

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incómodas por la desaparición de un parde amarillos, así que ese mismo lunesme aventuré a comer un «menú feliz»para explorar una manera de atraerloshasta mi tienda. Todas esas fritangasbañadas en glutamato me parecíanvomitivas, pero al final me decidí apedir lo más acorde con mis gustosexóticos: una sopa de aleta de tiburón.Sin embargo, el maître me hizo cambiarde planes.

—Sopa saber a poco, señor. Mepermito recomendarle una especialidadfuera de carta.

—Interesante… ¿De qué se trata?—Carne de jirafa, señor. Recién

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llegada de la sabana africana.—Ahora comenzamos a entendernos,

chinito.Esa misma semana me descubrí

cenando todas las noches en elTiananmen Segundo. El señor Hu Jintaome deparaba un trato verdaderamentepersonalizado: ante mis asombradosojos desfilaron suculentos filetes decarne de cebra, apetitosas costillas defelinos salvajes, deliciosas sopas detortuga y otras delicias de animales envías de extinción que me limité asaborear sin hacer preguntas. Losprecios eran asequibles, al menos encomparación con los carísimos

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restaurantes de los grandes chefs. Yencima me quedaba enfrente de casa. Minaciente amistad con mis antiguosenemigos me permitió vigilar de cerca aesos inquietantes seres destinados aservirme como materia prima. Aún eraprecipitado pensar en un secuestro. Perosabía que no tardaría en atraerme aalguno de esos antropoides de ojosrasgados a la trastienda.

Todo habría continuado sobreruedas de no ser porque la crecientefama de mis croquetas líquidas llegó aoídos del señor Jintao, que rápidamentese interesó en probarlas. Al principio,quise sacarle importancia al manjar,

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pero ante su insistencia y los doschupitos de licor de arroz con que meobsequiaba después de cada pata demono aullador o espalda de rinoceronte,decidí darle ese pequeño gusto aloriental.

El domingo siguiente, después de undía febril en ventas, me dirigí alTiananmen Segundo con una bandeja demis croquetas líquidas. El señor Jintaoestaba sentado a la mesa, comiendoarroz y rollitos de primavera junto asiete u ocho chinos más.

—Don Manolo, ¿quiereacompañarnos?

—No, gracias, me he puesto a dieta

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—me excusé mientras destapaba labandeja para ofrecerles el manjar.

Todos a una, lanzaron sus pequeñaspezuñas amarillas hacia las croquetasentre sonidos guturales deagradecimiento y me limité a esperar aque les estallaran en la boca parasolazarme con sus caras de satisfacción.Pero no fue precisamente así comoocurrió. En su lugar, el señor Jintaoempezó a carraspear, se puso verde, yluego morado. Por último, escupió elcontenido de su boca con un sonororuido de asco y un montón deimprecaciones en su lengua natal. Elresto de comensales quedó boquiabierto,

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sin saber si masticar o escupir, hastaque, uno a uno, imitaron a su cabecilla.¿Qué había fallado? ¿Es que mi últimaremesa de carne no tenía la calidad delas anteriores? ¿Qué tenía de malo misuegra? ¿Sería que me excedí con elalginato? No me dio tiempo apreguntarlo, porque el señor Jintaoagarró un cuchillo y, gritando cual unBruce Lee encolerizado, saltó sobre mícon la clara intención de asesinarme.Por suerte, la mesa era losuficientemente larga como parapermitirme alguna ventaja y pude correrhasta alcanzar la puerta. Cuando megiré, a mitad de la calzada de la calle

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Santuarios, vi a todos los comensalesmirándome con odio desde la puerta delTiananmen Segundo: llevaban todo tipode armas blancas en la mano, bates debéisbol, botellas y hasta pistolas. Lacosa iba en serio. «¿Cómo handescubierto mi secreto?», me preguntabainsistentemente mientras me encerrabaen casa, totalmente acojonado y con elpavor añadido de que llamaran a lapolicía. Después, con un poco más decalma, entendí que no lo harían: quedabaperfectamente claro que el señor Jintaoconocía el sabor de la carne humana tanbien como yo. Eso me dio algunaventaja: durante el resto de la tarde me

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dediqué a atrancar las puertas y ventanascon los muebles y me sentéansiosamente a esperar que la hordaamarilla viniera a por mi cabeza comogremlins en la noche.

Pero, en vez de un asalto a sangre yfuego, a las once oí un ligero repicar denudillos ahí afuera. A continuación, mehabló la voz familiar del chinito.

—Don Manolo, vengo en son de paz.Sólo querer hablar con usted y ofrecerleun acuerdo.

—¿Por qué habría de creerle, señorJintao? ¡Ha intentado asesinarme!

—¡Cuánto lo siento, don Manolo!Fue momento de ofuscación. Le pido

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eternas disculpas por esta censurableactitud mía. Le doy mi palabra de quenada le ocurrirá… si colabora.

—¡Dígame qué quiere y acabemosde una puta vez con esta farsa!

—Don Manolo, sólo querercomprarle todas las existencias quetenga de sus, ejem, excelentes filetesexóticos. Los necesito para mirestaurante. Prometo que no habrárepresalias. Mi organización le pagarásu material a un precio que no podrárechazar.

En ese momento vomité. No porquecomprendiera que el señor Jintao mehabía estado dando de comer carne

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humana todas las noches —al fin y alcabo, ya la había probado—, sinoporque me había comido a un montón dechinos viejos que ni siquiera debían dehaber pasado un mínimo controlsanitario: ¡con las enfermedades queandan sueltas por ahí! ¿Cómo eraposible que los chinos me hubieranengañado como a un chino? ¿Dóndeestaba mi cultura gastronómica? ¿Dóndemi paladar? Y, sobre todo, ¿cómo lohacía el señor Jintao para que cada díame pareciera comer una carne distinta?¿Cuál era su ingrediente secreto?¡Maldita sea —me dije—, tendré quepedirle la receta!

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—Verá, don Manolo —me aclaró elseñor Jintao en cuanto me atreví adesatrancar la puerta—, hemosexperimentado un gran auge de clientelaen los restaurantes de nuestra cadena: alos españoles les gustan nuestrosproductos. Ustedes son un pueblotremendamente bárbaro, sanguinario ycaníbal, como dan prueba las morcillas,las corridas de toros, las guerras civilesy la tomatina de Buñol.

—Muy bien, muy bien, trato hecho,¡lléveselo todo y cocínelo! Sólo quieroque me deje en paz para siempre.

—De eso ni hablar, don Manolo.Usted tiene un talento especial, un

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talento como proveedor, y va a trabajarpara nosotros: con la crisis económica,llegan menos compatriotas nuestros. Nopodemos permitirnos este bruscodescenso de facturación. A partir de estemomento, considérese empleado de laTríada del Dragón Rojo.

—¡No, no, jamás! ¡No quiero ser unasesino a sueldo de la mafia china, sólosoy un homicida puntual!

—No tiene elección, don Manolo. Sinuestros restaurantes se vacían, ustedserá el siguiente en acabar en elcongelador. Considérese afortunado deseguir con vida y empléese a fondo enproveernos de buena carne. Si no, es

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posible que acabe convertido en chopsuey.

Desde ese día, mi vida no volvió a serla misma. Es cierto que el endemoniadoémulo de Fu-Manchú me pagógenerosamente por los brazos, cabezas ycostillares que aún guardaba en elcongelador. Pero el miedo se me metióen el cuerpo y, hoy, mis días comoaspirante a chef estrella han llegado a sufin. ¿De dónde voy a sacar a mi próximavíctima? ¿Cuánto tardará en echarme elguante la policía? Sospecho que el señorJintao cumplirá tarde o temprano su

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amenaza y acabaré siendo devorado cualun vulgar pato a la naranja. Pero estasemana aún pienso sobrevivir: he vueltoa merodear por El Bulli y he observadoque Ferran Adrià sale a pasear todos losdías por la playa a la caída del sol. Vasolo. Será fácil sorprenderle por laespalda, darle un tajo en el pescuezo ycargarlo en el maletero del Panda. Depaso, trataré de que el chino incluya enel menú mis deliciosas croquetaslíquidas, que para algo soy el que mejorlas copia. Adrià está gordito y, biendeconstruido, dará mucha chicha: loserviremos con salsa de soja y unamedida de arroz tres delicias. Después

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le llegará el turno a Santi Santamaría. Lagente se chupará los dedos cuandopruebe mi râble de chef estrella.

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La ofrenda

Teresa Solana

Cuando aquella mañana llegó al Clínic yvio la ficha del cuerpo que acababa deentrar, el nombre no le dijo nada.Eugènia Grau Sallent. Veintinueve años.Circunstancias de la muerte: posiblesuicidio por sobredosis de diazepam,sin otros signos de violencia. La víctimano había dejado ninguna nota. Laautopsia estaba programada para el díasiguiente y él era el forense designado

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para llevarla a cabo. Como la mitad dela plantilla estaba de vacaciones y laotra mitad iba de cabeza, era lógico quese lo adjudicaran a él, aunque no lefaltaba trabajo. Menos mal que hacía unpar de días que no les entraba ningúnmuerto y que había podido dedicar unaparte de su tiempo a despachar un pocoel papeleo acumulado. Pero la buenavida se había acabado. La experienciademostraba que, cuando llegaba unmuerto, después entraban más.

El nombre de la mujer a la quedebería hacer la autopsia le hizo pensaren otra Eugènia y en el pliego deinformes que se había comprometido a

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entregarle aquella mañana. Eugènia erauna de las secretarias que trabajaban enel servicio de patología forense y hacíasemanas que esperaba recibir aquellapila de expedientes atrasados. Echó unvistazo a las carpetas que seamontonaban sobre su mesa y suspiró.La burocracia judicial tenía la virtud deponerlo de mal humor, pero decidió quesería mejor dedicarse a los expedientesque tenía más adelantados. Al menosentregaría a Eugènia una parte deltrabajo. Un par de horas más tarde,satisfecho de haber logrado concluiralgunos de aquellos tediosos informes,se dirigió canturreando a su despacho.

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Marta, la otra secretaria, estaba devacaciones y en la oficina no habíanadie. El ordenador de Eugènia estabaapagado y su mesa pulcramenteordenada, como si aquella mañana nohubiera ido a trabajar. Era extraño,porque en los seis años que llevabahaciendo de médico forense en elHospital Clínic de Barcelona, norecordaba que aquella chica hubierafaltado ningún día a su puesto. ¿Quizáhabía comenzado también lasvacaciones? Imposible, porque lassecretarias las hacían por turnos y unano se marchaba hasta que la otra volvía.Además, la tarde anterior la había visto

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detrás de su escritorio, silenciosa yeficiente como siempre, y ella se habíadespedido con un inaudible «hastamañana» cuando él había asomado lacabeza para decirle adiós. No le habíacomentado nada de las vacaciones, o seaque debía de estar enferma. Le dejó losinformes sobre la mesa y volvióresignado a su pequeño cubículo sinventanas. Con un poco de suerte, si no lomolestaban, hacia el mediodía habríaacabado.

¿Qué edad tendría Eugènia? ¿Más omenos la suya? A su parecer pasaba concreces de los treinta, aunque nunca se lohabía preguntado. De hecho, ellos dos

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no hablaban demasiado, por no decirnada. «Buenos días», «buenas tardes»,«gracias», «aquí tienes los papeles…» ypoco más. Eugènia era una chicaintrovertida y poco alegre, y no parecíaque ellos dos tuvieran demasiadas cosasen común. También era fea.Increíblemente fea. De una fealdadestructural y poco corriente resultado deuna suma de pequeños defectos dedifícil solución. En su caso, la genéticale había jugado una mala pasada y lahabía hecho depositaría de las peorestaras estéticas de sus antepasados. Lapobre Eugènia sencillamente habíatenido mala suerte.

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Era bajita y regordeta, y tenía eltronco demasiado largo y las piernasdemasiado cortas. Los pechos resultabanexcesivos en proporción a su altura, yera cargada de espaldas. Tenía elcabello oscuro y la piel cetrina, pero deun moreno basto, recocido, y a estosdefectos se añadía que eraextraordinariamente peluda. Cuando sedepilaba, las piernas y los brazos se lellenaban de diminutas cicatrices rojasque sólo desaparecían cuando le volvíaa crecer el vello. Una lástima. Por loque hace a las facciones de su rostro,tampoco se podía decir que fuerademasiado agraciada. Tenía las mejillas

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carnosas y la nariz grande y abultada,los ojos saltones y la piel grasosa yllena de granitos que intentaba disimularbajo una espesa capa de maquillaje.Vestía de manera discreta, normalmentecon colores oscuros, pero nada de loque se ponía conseguía favorecerla. Sinunca había sido presumida, hacíamucho tiempo que había renunciado aparecer bonita y se limitaba a intentarpasar inadvertida. Con aquel físico tanpoco agraciado, no siempre loconseguía.

Eugènia le había resultadodesagradable desde el primer día.Cuando tenía que ir al despacho de las

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secretarias para tramitar algúnexpediente, procuraba entenderse conMarta, porque el cuerpo contrahecho desu compañera y sus facciones pocoatractivas lo ponían nervioso. No podíaevitarlo.

—¿Eugènia no ha venido a trabajarhoy?

—¿Eugènia? ¡Pobrecilla, pero si latenemos abajo! ¿Acaso no has visto laficha?

—¿La ficha? ¿Qué ficha? ¿Quieresdecir la de la mujer que ha entrado estamañana?

O sea que la Eugènia-secretaria-broma-pesada-de-la-naturaleza con la

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que llevaba seis años trabajando era lamujer que se había suicidado y ahora latenían enfriándose en el sótano. Se pusola bata y bajó a la cámara dondeguardaban los cadáveres para echarle unvistazo. Según la ficha, Eugènia estabaen la nevera número 10. Al abrirla, seencontró con su cuerpo deforme y con surostro familiar salpicado de granitos. Sí,era ella, blanca como el mármol salvopor la cara, que tenía buen color. Eracurioso. La chica había tenido el humorde maquillarse antes de quitarse la vida.Polvos y colorete en los pómulos, ojosperfilados, labios rojos… No llevabapendientes ni ninguna otra joya, a

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excepción de un pequeño anillo queparecía antiguo en el dedo anular de lamano derecha, y se había recogido elcabello con una cinta de color azul. Unacosa le llamó la atención: el buen olorque desprendía su cuerpo. Una fraganciade flores, fresca pero intensa, aunque élno habría sabido decir de qué flores setrataba. A duras penas era capaz dereconocer el perfume de las rosas y lasvioletas, y para de contar. Sin embargo,el olor que emanaba el cuerpo deEugènia no era de rosas ni de violetas, oquizá sí, pero mezcladas con otrasesencias. En cualquier caso, era un oloragradable. Acercó la nariz a las piernas,

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a la barriga, a los pechos, a los brazos,al cuello, al cabello. No había ningunaduda. Se había rociado con perfume,cada rincón, cada pliego, como si unavez muerta hubiera querido tenercuidado de oler bien.

Según el informe preliminar, debíade llevar diez o doce horas muerta. Sino fuera por aquella palidez marmóreade cuello para abajo, habría parecidoque sólo estaba dormida. Volvió a mirarla ficha. Veintinueve años cuando él lehabría puesto treinta y cinco o treinta yseis. Sí, ahora que la miraba de cerca,aquella chica no pasaba de los treinta.Era muy curioso, muerta parecía más

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joven. El informe decía que la habíanencontrado en el dormitorio de su casa,estirada en la cama en posición dedecúbito supino, completamentedesnuda, pero tapada con una sábana. Asu lado habían encontrado un vestido deverano de color blanco, que parecía sinestrenar, y, encima de la mesilla denoche, tres cajas de Valium vacías juntocon un vaso de vidrio y una botella deagua mineral. Según dicho informe, ellamisma se había encargado de pasarleuna nota a una vecina para que se laencontrara a primera hora y avisara al061. También había tenido la precauciónde dejar la puerta ajustada para que los

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bomberos no tuvieran que forzarla. Todoapuntaba, pues, a que antes de tragarselas píldoras Eugènia lo había dejadotodo bien atado. Incluso parecía haberelegido el vestido con el que quería quela enterraran. No había demasiadossuicidas jóvenes con tanta sangre fría.

Como es natural, él nunca le habíahecho la autopsia a ningún conocido.Los forenses, como los cirujanos, noabren a los familiares o a los amigos.Dejan que se encargue algún otro. En elcaso de Eugènia, la chica trabajaba en elHospital Clínic desde los veinte años ytodo el mundo la conocía, aunque ellosdos no se trataban demasiado. En

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cualquier caso, él no sabíaprácticamente nada de aquella chica. Sitenía novio (sospechaba que no), si teníaamigos, si estaba contenta con sutrabajo. Para él, Eugènia sólo era lasecretaria a la que saludabaeducadamente al entrar y salir delClínic, y a la que de vez en cuandoentregaba los informes que se debíanenviar al juzgado. En los seis años quellevaban trabajando juntos, nunca habíancompartido un café ni intercambiadoninguna broma o una triste confidencia.En realidad, para él Eugènia era unacompleta desconocida.

Sin embargo, se le hacía raro pensar

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que al día siguiente la tendría indefensay desnuda sobre la mesa de autopsias.Habría preferido que le hubieranasignado el caso a algún otro. Una cosasí recordaba: la chica era muy tímida yse ruborizaba con facilidad. Cada vezque él asomaba la nariz por el despachode las secretarias, Eugènia enseguida seponía roja y acababa ocultando aquelrostro tan poco agraciado bajo unacabellera negra y áspera como elcarbón. «Pobre chica —pensósinceramente conmovido—, siendo tanfeúcha ningún hombre se debía de fijaren ella». Él, por descontado, no lo habíahecho. Se había limitado a tratarla como

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a un mueble y había evitado sentarse a lamisma mesa cuando se encontraban en lacafetería. Que recordara, nunca le habíadedicado un cumplido o una sonrisa queno fuese de mera cortesía. Y no lo habíahecho porque era fea y su fealdad loincomodaba. Ahora eso loapesadumbraba.

Cerró la cámara frigorífica y decidióno pensar más en ello. Tenía queconcentrarse en el papeleo. Subió lasescaleras y fue hacia su despacho,dispuesto a zambullirsedisciplinadamente en su particular fajode burocracia atrasada. Pero antes abrióel ordenador para echar un vistazo al

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correo, como hacía siempre a mediamañana. Y entonces lo vio. Un mensajedirigido a él de una remitente de la queen absoluto esperaba recibir noticias. Sunombre era Eugènia Grau. El corazón ledio un vuelco.

El mensaje era breve, apenas un parde líneas. Comenzaba con un «Estimadodoctor» y se despedía con un«Afectuosamente». En un tono neutro yeducado, Eugènia le pedía algo: quefuera él quien se encargara de hacerle laautopsia cuando la llevaran al Clínic.Nada más. Eso era todo. Desconcertado,volvió a leer aquel conciso texto unascuantas veces intentando descifrar algún

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posible significado oculto. Eugènia nohabía dejado ninguna nota de suicidio,pero, por algún motivo que se leescapaba, justo antes de quitarse la vidase había tomado la molestia deperfumarse, de maquillarse y de enviarlepor Internet aquella petición insólita. Sele hizo un nudo en el estómago. No sabíaqué pensar.

Decidió no decir nada a nadie y sepasó el resto de la mañana sentado en sudespacho, haciendo ver que trabajaba.Un poco antes de las dos dijo que ledolía la cabeza y que se iba a casa. Eraverdad que le dolía la cabeza. Cuandoya se marchaba, al pasar junto a la

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oficina de las secretarias se detuvo enseco. Había tenido un presentimiento. Enun arranque, entró y se puso a revolverlos cajones del escritorio de Eugènia.No le costó encontrarlas. Estaban allí.Sí, esta era la dirección que tambiénfiguraba en la ficha. Después deconsiderarlo unos instantes, se guardólas llaves en el bolsillo y salió a todaprisa. Al pisar la calle, la luz delmediodía lo deslumbró y tuvo que cerrarlos ojos. Un motorista estuvo a punto deatropellado. ¿Qué demonios estabahaciendo? Casi sin darse cuenta, seencontró dentro de un taxi pidiendo altaxista que lo llevara a la dirección que

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estaba anotada en el llavero. El corazónle latía con fuerza y le costaba respirar.También le costaba pensar. La chicavivía sola, en la calle Floridablanca,muy cerca de donde trabajaba. El taxistano tardó ni diez minutos en llegar.

El piso de Eugènia se encontrabajunto al mercado, en un barrio situado ala izquierda del Eixample que nuncahabía perdido su carácter popular ybullicioso. El mercado de Sant Antoni,con su espectacular estructura de hierro,fue lo primero que se construyóextramuros después de que en el últimotercio del siglo XIX se derruyeran lasmurallas que impedían el crecimiento de

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la ciudad. Pese a los años transcurridos,continuaba siendo el centro de la intensavida comercial que caracterizaba albarrio, donde la familia de Eugèniavivía desde hacía casi un siglo. Afinales del mes de mayo de 1909, lostatarabuelos de Eugènia se habíantrasladado allí con hijos, trastos ydeudas con la esperanza de acceder aunas comodidades imposibles deencontrar en los pisos lóbregos ydiminutos de Ciutat Vella. Pocoimaginaban que las calles de su nuevobarrio muy pronto se convertirían en unode los escenarios de la Semana Trágicay que el humo de los incendios

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ennegrecería el cielo de su vida reciénestrenada. Desde donde ellos vivíanhabía sido un viaje corto, apenas unéxodo de unos diez minutos a pie, perobastante largo como para dejar atrásaquel dédalo de callejones húmedos yestrechos asediados por la suciedad y lapobreza. A diferencia de los burguesesadinerados que habían emigrado máslejos, a los edificios señoriales que losarquitectos habían levantado a laderecha de la calle Balmes, las familiasmás humildes, como la de Eugènia,habían tenido que conformarse conaquellos pisos más modestosconstruidos junto a su antiguo barrio.

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Ahora, juntamente con el Raval, era unode los más poblados de Barcelona yacogía a buena parte de los inmigrantesque llegaban a la ciudad. Sólo había quefijarse en las bandadas de pañuelos conque las mujeres árabes se tapaban elcabello, o escuchar las voces añoradasde los hombres que charlaban entre ellosen lenguas lejanas e incomprensibles alabrigo de las esquinas o sentados en losbancos. En las calles ajetreadas ybabélicas del barrio de Eugènia semezclaban, como siempre lo habíanhecho, la esperanza y la rabia, laspersonas honestas y los sinvergüenzas,los vecinos de toda la vida y los

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forasteros. En sus edificios, portales yaceras convivían resignadamente lasprostitutas y sus chulos, los confidentesy los policías de paisano, las abuelas demisa diaria y los niños que jugaban en lacalle. El tráfico era intenso y el humo delos coches lo apestaba todo. No habíademasiados turistas de paseo.Preferirían ir a la playa o aprovechar elaire acondicionado de los museos.

En el edificio donde había vividoEugènia no había portera. Debía dehaberla tenido en otro tiempo porquehabía portería, pero en algún momentolos vecinos habrían decidido sustituirlapor un portero automático y ahorrarse el

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sueldo. Tener portera es caro, y aquelera un barrio modesto por más que losprecios de los pisos se hubierandisparado. No le fue difícil encontrar lallave que abría la puerta principal,porque en el llavero sólo había tres: unapequeña, que debía de ser la del buzón,y dos más grandes. La escalera eraoscura y estrecha, y a aquellas horasolía a col fermentada. Como era veranoy las ventanas estaban abiertas, se oíanlos chillidos de las madres llamando alos niños a la mesa y los reniegosimpacientes de los hombres quereclamaban la comida. Eugènia vivía enel cuarto piso (un quinto, en realidad) y

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en el inmueble no había ascensor.Resignado, comenzó a subir losempinados escalones, pero a mediocamino tuvo que detenerse para recobrarel aliento.

Abrió la puerta y entró en el piso dela chica procurando no hacer ruido parano alertar a los vecinos. Quizá lo quehacía no era del todo ilegal, pero comomínimo era poco ortodoxo. Los forensesno se dedican a visitar los escenarioscuando el juez ya ha procedido alevantar el cadáver. No forma parte desu trabajo. ¿Por qué lo hacía, entonces?¿Qué esperaba encontrar? Desde queejercía de médico forense, era la

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primera vez que se le pasaba por lacabeza hacer algo así. También sería laprimera vez que haría la autopsia a unapersona conocida. ¿Acaso esperabaencontrar una pista de por qué Eugèniase había suicidado? Con un físico tanpoco agraciado como el que le habíatocado en suerte a aquella chica, no eradifícil imaginar una vida solitaria, unadepresión crónica, un no sentirse partede un mundo donde la belleza y losatributos de la juventud parecíandominar las reglas del juego. Eugèniadebía de haberse cansado de mirarsecada mañana al espejo y de verreflejada en él su fealdad. Debía de

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haberse rendido. Y como llevabasuficientes años trabajando en lamorgue como para saber que lossuicidas pasan siempre por el Clínic,dadas las circunstancias debía deconsiderar preferible que se encargarade hacerle la autopsia el médico delservicio con quien ella tenía menosrelación. Una cuestión de pudor,seguramente. Sí, la explicación delmensaje que le había enviado tenía queser esa. No se le ocurría ninguna otrarazón.

El piso era luminoso y estabacuidadosamente ordenado, como sumesa de trabajo. No se veía una mota de

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polvo. Era un piso pequeño, apenassesenta metros cuadrados, pero tuvo quereconocer que Eugènia tenía buen gusto.Los pocos muebles que había eran todosmacizos y de maderas nobles, y ladecoración era sobria sin resultarimpersonal. Había alfombras en el sueloy plantas junto a las ventanas, y tambiénlibros. Centenares de libros. Estanteríasenteras. Eso sí que no se lo esperaba.Eugènia era, pues, una chica leída. Nodebía de ser ninguna boba.

La cocina también estaba ordenada yla nevera completamente vacía. Alguienla había desenchufado. Tampoco habíabasura en el cubo. La propia Eugènia

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había pensado en vaciar la nevera y enbajar los desperdicios para evitar que lacomida olvidada se pudriera y apestarala casa. Una chica previsora hasta elfinal. Con un mal presentimiento, fuehacia el dormitorio. Las cortinas estabandescorridas y entraba el sol. El vaso, labotella de agua y las cajas de Valium selos debían de haber llevado los de lapolicía científica, porque no estaban,pero encima de la mesilla de nochehabía un libro no demasiado grueso yuna postal. El libro estaba abierto y lapostal hacía de punto de libro. Tuvo laimpresión de que le resultaba vagamentefamiliar.

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Cogió la postal y le dio la vueltapara ver el nombre del remitente. Unescalofrío le recorrió el espinazo. Era lapostal que él mismo había enviado a suscompañeros del Clínic hacía un par deveranos, mientras estaba de vacaciones.Ahora se acordaba. Había pasado tressemanas recorriendo los Balcanes conuna colega traumatóloga, aunque larelación entre ellos dos no había duradodemasiado. Todas las mujeres con lasque intimaba se obstinaban encomplicarle la vida, pero él aún noestaba preparado para los compromisosy ellas al final lo acababan dejando. Unpoco nervioso, volvió a mirar la postal.

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Era una de aquellas postales típicas quelos turistas suelen enviar a los amigos olos parientes, un paisaje de la región deTracia con unas ruinas antiguas al fondo.La imagen no le dijo nada. En realidad,había elegido aquella postal comohabría podido elegir cualquier otra.Sólo había sido un detalle de cortesía.Dejó la postal y cogió el libro. Era unaedición moderna del Fedro, unatraducción. Procuró hacer memoria ydesempolvar sus lecturas obligatorias decuando estudiaba bachillerato. ¿No erae l Fedro el diálogo que trataba de labelleza? ¿O era el Fedón?

Tuvo que sentarse porque la

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habitación comenzó a darle vueltas. Elcuerpo se le empapó de sudor. De unsudor frío y desagradable. Él era médicoy, a pesar de que su especialidad era lamedicina forense, aún sabía reconocercuándo dos síntomas guardan relación.Que Eugènia usara aquella postal paraseñalar la página del libro que tenía enla mesilla de noche en el momento desuicidarse y que le hubiera hecho llegaraquella insólita petición no podían serdos hechos aislados. Por otro lado, ellibro significaba algo. ¿Eugènia lo habíaelegido para matar el tiempo mientras lehacían efecto las píldoras o habíadecidido suicidarse como consecuencia

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de haberlo leído? Si la memoria no lefallaba y el Fedro hablaba de la belleza,el libro reforzaba su hipótesis inicial.Sí, tenía que ser eso. Eugènia se habíasuicidado porque su fealdad la hacíaterriblemente infeliz.

Cogió el libro y fue hacia elcomedor. Cuando acabó de leerlo eranlas seis de la tarde. Tenía razón. El librotrataba de aquello que Eugènia no tenía.O quizá sí, porque ahora ya no estabatan seguro. ¿No venía a decir Platón quela belleza es algo independiente delmundo físico, una cualidad del mundosuprasensible que no necesariamente secorresponde con lo que captan nuestros

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sentidos? Aquel pensamiento lodesconcertó. Leyendo el libro, no podíadecirse que el filósofo escarneciera alos feos, sino que más bien advertía delerror de fiarse de las apariencias. Porotra parte, la fealdad de Sócrates eraproverbial. El viejo filósofo no era unAdonis. ¿Y si, al fin y al cabo, habíabelleza en el cuerpo contrahecho deEugènia? Pero ¿qué clase de belleza?¿Una belleza interior, de carácterpuramente intelectual, como la queAlcibíades había elogiado de Sócratesen el Banquete y como la que Eugèniadebía de haber cultivado con todasaquellas sofisticadas lecturas? Pero,

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entonces, ¿por qué se había suicidado?

Cuando a la mañana siguiente llegó alClínic, Eugènia ya estaba sobre la mesade autopsias. Su cuerpo aún desprendíaolor a flores. Siguiendo susinstrucciones, le habían quitado el anilloy la cinta con que se había recogido elcabello. Le habían lavado la cara y elmaquillaje había desaparecido, y ahoratoda ella estaba pálida, blanquecina. Loslabios y las uñas habían adquirido eltono azulado propio de la intoxicaciónpor diazepam, y ya no parecía dormida.Ciertamente era muy fea. Sin prisa, se

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puso los guantes y un delantal deplástico, y amablemente pidió alayudante que le habían asignado aqueldía que procediera a abrir la parteposterior del cráneo mientras él cogía elbisturí y se disponía a extraerlerutinariamente los otros órganos. Noesperaba sorpresas. La experiencia ledecía que estaban ante un suicidioconvencional y que no encontrarían nadaexcepto el colapso general provocadopor la sobredosis de tranquilizantes.

Normalmente, cuando trabajaba enel quirófano, lo hacía con música.Beatles, Rolling Stones, Tina Turner,Michael Jackson, Madonna… Algunos

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médicos del servicio preferían escucharmúsica clásica, pero él se inclinaba portener la cabeza ocupada con melodíasmarchosas, con canciones que invitabanmás a tararear que a pensar. En aquellaocasión, dijo que prefería estar ensilencio y que no estaba de humor parabromas ni chistes. Le pareció que unpoco de solemnidad era lo mínimo quele debía a aquella chica fea ydesconocida con la que llevaba seisaños trabajando. El ayudante dijo que sícon la cabeza, se encogió de hombros ycomenzó a perforar el hueso.

Aquella noche había dormido mal yhabía tenido una pesadilla tras otra. Se

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había despertado agotado y empapadoen sudor. En uno de aquellos sueños, elúnico que conseguía recordar, Eugèniaestaba vestida de novia y le sonreía consu rostro mofletudo infestado degranitos. Llevaba los cabellos recogidoscon aquella cinta azul y le alargaba lamano invitándolo a seguirla. Él seresistía. De camino al trabajo, pensó queen el fondo no había nada en aquelsueño que justificara la desagradablesensación de angustia que habíaexperimentado al levantarse. Ahora, depie en el quirófano, mientras se disponíaa hurgar en el interior del cuerpo deEugènia, el recuerdo de aquella

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pesadilla inquietante volvía aperturbarlo y hacía que se le acelerarael pulso. Respiró a fondo y trató decalmarse. Él era un profesional y habíahecho miles de necropsias. Tenía queahuyentar aquellas imágenes absurdas yconcentrarse en el trabajo. Mientras lecortaba la piel del torso y procedía asepararle la caja torácica, de repente sedio cuenta de su error. El bisturí le cayóal suelo y durante unos instantes sequedó petrificado mientras su cerebrohacía esfuerzos para asimilar lasconsecuencias del descubrimiento queacababa de hacer. Era demasiadosiniestro, demasiado retorcido. El

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ayudante observó la escena en silencio yse limitó a recoger el bisturí sin abrir laboca, pero se dio cuenta de que el rostrodel doctor estaba tan blanco como elcadáver que acababa de abrir.

Se había equivocado por completo.La petición de Eugènia no tenía nada quever con el pudor, ni tampoco con elhecho de que ellos dos apenas setrataran. Era exactamente lo contrario.Eugènia estaba muerta porque queríaque él la mirara y la tocara como nuncahabría hecho cuando estaba viva, y leofrecía su cuerpo de la única maneraque sabía que él estaría dispuesto arecibirlo: rígido y frío. Incluso se había

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adornado con los atributos de una novia.Había entendido que poner fin a la vidaque animaba aquel cuerpo deforme erala única manera de tener intimidad conél, con el hombre que con su educadosilencio cada día le echaba en cara sufealdad. Por eso conservaba aquellapostal y le había enviado aquel extrañomensaje disfrazado con palabrasprosaicas. ¿También había previsto queél iría a su piso o eso quedaba fuera delguión que la chica había escrito?

Trató de sobreponerse. Uno a uno,fue dejando sobre la mesa los diferentesórganos hasta acabar de vaciarla.Primero examinó el cerebro. Pesaba

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exactamente 1270 gramos. Eracompletamente simétrico y no se veíaninguna anomalía. De hecho, era uno delos cerebros más perfectos que habíavisto nunca. No había ninguna contusión,ninguna pequeña hemorragia, ningunaimperfección, y poseía la extrañabelleza de la proporción armoniosa, dela delicadeza inusitada. Eso le llamó laatención. En todos los años que llevabatrabajando como forense, nunca habíavisto un cerebro tan bien formado comoel que acababa de extraer a Eugènia. Erafascinante, una maravilla de tejidos yondulaciones que en el transcurso de lossiglos sólo unos pocos ojos

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privilegiados habían contemplado. Acontinuación, se dedicó a examinar elresto de órganos. Todos estabanintactos. Ni rastro de edemas o infartos,como si Eugènia no se hubiera tragadolas pastillas o como si el paso deltiempo no hubiera dejado ninguna huellaen su interior. Cada una de aquellasvísceras era de una proporciónimposible de encontrar en un cuerpohumano. Los inmaculados órganos deEugènia eran los depositarios de unabelleza tan sublime y extraordinaria quea cada momento se veía obligado acontener la respiración. Sus entrañasirradiaban una luminosidad hipnótica, y

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el olor que desprendían no era enabsoluto desagradable. No había signosde corrupción. Era muy extraño. Dealguna manera, era como si se lepermitiera contemplar a través delcuerpo de Eugènia el gran secreto, elmodelo primigenio, la perfecciónabsoluta. Una vez más, aquelpensamiento lo paralizó.

Estuvo así mucho tiempo. Extasiado.Atónito. En silencio. Por más que lointentaba, no podía apartar los ojos deaquella belleza pura e insospechada queacababa de descubrir que existía. Suayudante se espantó al verlo en aquelestado y se ofreció a acompañarlo

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afuera, pero él se negó y le ordenóenérgicamente que se marchara.Acostumbrado a obedecer, el ayudanteabandonó la sala sin protestar, pero élestaba seguro de que pronto regresaríacon alguno de sus colegas. No teníademasiado tiempo. Ahora aquel cuerpoya no le parecía deforme ni monstruoso,sino un prodigio de belleza y perfección.Cogió hilo y aguja y comenzó a coseramorosamente el cuerpo vacío deEugènia. Quería ocuparse de ellopersonalmente. A continuación, volvió acolocarle el anillo y la cinta en elcabello. El azul da buena suerte a lasnovias. Finalmente, acercó sus labios a

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los labios fríos de la chica y le dio unbeso.

Cuando al cabo de un rato loencontraron inconsciente en el suelo,dijo que sólo había sido un desmayo.

Durante los meses siguientes todo elmundo se dio cuenta de que le pasabaalgo. Apenas dormía y no comía, yalrededor de los ojos se le habíaninstalado unos círculos morados quehacían aún más patente la palidez de susemblante. Había adelgazado y elcabello se le había vuelto gris de un díapara el otro. Ahora lo tenía casi blanco.Tomaba café a todas horas, y en el ojoizquierdo tenía un tic nervioso que lo

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obligaba a parpadear de formacompulsiva. El pulso le temblaba ytartamudeaba. Preocupado, el jefe deldepartamento le había suplicadorepetidamente que cogiera la baja o unasvacaciones, pero él se negaba conademán lacónico asegurando que estababien. A pesar de aquel deterioroprogresivo y manifiesto, a pesar de suaspecto envejecido y enfermo,continuaba llegando puntual al trabajo ynadie tenía ninguna queja de él.Trabajaba incluso más horas que antes,como si nunca tuviera bastante, y se lasingeniaba para hacer todas las guardias.Desde hacía algunos meses, asistía en

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silencio a todas las autopsias y seofrecía para echar una mano a losforenses más inexpertos. Todo el mundoevitaba su compañía, pero nadie osabadecirle nada.

Una noche se quedó solo. El otromédico que estaba con él de guardiahabía decidido marcharse a casaderrotado por los insufribles doloresque le causaban cálculos renales. Elresto del personal había acabado suturno. El guardia de seguridad dormitabacomo cada tarde sentado en su garita conla radio encendida y, de vez en cuando,echaba un vistazo a los monitores quevigilaban la entrada y los alrededores

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del edificio. A pesar de la aprensión queel hombre había sentido al principio,cuando lo destinaron a las antiguasdependencias del Institut AnatòmicForense, la experiencia le habíaenseñado que los problemas siemprevenían de fuera. Los muertos no leagradaban, pero como mínimo no dabanquebraderos de cabeza.

Hacía días que no paraban de entrarcuerpos. Suicidas, accidentados,sobredosis de drogas, cuerpos cosidos apuñaladas, rostros anónimos que nadieconseguía identificar… Las neveras delsótano estaban abarrotadas de cadáveresque esperaban pacientemente su turno

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antes de que se los pudiera enviar alcementerio o a las aulas de losestudiantes de medicina, y el personal sequejaba. Si aquella racha continuaba,deberían hacer horas extras. Ni siquierasabían qué hacer con los cuerpos. No selas arreglaban.

Durante la noche no hubo ningunaincidencia. Ninguna llamada, ningúnaviso urgente. A la mañana siguiente, unpoco antes de las ocho, llegó el jefe delservicio. Le agradaba ser el primero yaprovechar ese rato de tranquilidad paraorganizar el trabajo y los turnos antes deque el teléfono comenzara a sonar. No leextrañó no verlo en su despacho, porque

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los forenses que se quedaban de guardiase aburrían y a menudo se iban a tomarcafé con las enfermeras. Quizá estabaarriba, en la biblioteca, echando unacabezadita, o se había ido a la cafeteríaa desayunar. Mientras revolvía en losbolsillos buscando las llaves que abríansu despacho, le pareció oír un ruido quevenía del sótano. Era una especie degemido débil, casi inaudible, como unllanto contenido. Seguramente alguienhabía dejado la radio encendida.Suspiró, dejó el abrigo y la cartera, ybajó las escaleras que conducían alsótano donde almacenaban los muertos.La puerta sólo estaba ajustada. Al

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abrirla, instintivamente pegó un saltoatrás. Quiso gritar, pero fue incapaz dearticular ningún sonido. Durante unamilésima de segundo pensó en laposibilidad de que se tratara de unaalucinación provocada por la penumbraen que se encontraba la sala, de unamala pasada que le jugaba el cerebrodebido al estrés. Después de parpadearvarias veces para que sus ojos seacostumbraran a la oscuridad, trató demoverse. No podía. El espectáculo queofrecía la sala de autopsias lo habíadejado helado.

Había cadáveres por todas partes.Los cuerpos en descomposición se

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amontonaban en las mesas, en el suelo,de cualquier manera, abiertos en canal ycon las vísceras repartidas por toda lasala. Era imposible dar un paso y nopisar hígados, encéfalos, riñones ocorazones chapuceramente disecados.Había intestinos esparcidos por todoslos rincones, a la manera de unasmacabras serpentinas decorando unalúgubre fiesta donde los invitados erancuerpos desmembrados y cabezasseparadas de sus troncos. El hedor erainsoportable, como si el mismo infiernohubiera abierto sus puertas de par enpar. El único foco de luz que había en lasala apenas iluminaba la mesa central

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donde colocaban los cuerpos cuandohacían las necros, pero la pielfantasmagórica de los cadáveresmutilados absorbía la luz y proyectabaun juego de sombras siniestro y triste.Los gemidos eran débiles, pero aún seoían. Provenían de un hombre quelloraba inclinado sobre uno de aquelloscuerpos destripados con la bata cubiertade sangre. No había ninguna duda. Erauno de sus médicos. Parecía que tuvieraalgo entre las manos. Y había muchasangre. Por todas partes. Pero losmuertos no sangran.

Enseguida la reconoció. Era una delas enfermeras de pediatría, una chica

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particularmente bonita que poseía unaespectacular cabellera rubia. Era difícilno fijarse en aquella chica esbelta y bienproporcionada, en sus ojos claros yalegres. Aún no hacía un par de semanasque lo había ido a ver preocupada por elestado de salud del hombre que enaquellos momentos sollozaba sobre sucuerpo ensangrentado y abierto. Ahoraestaba desnuda y completamenteinmóvil, atada de cualquier manera en lamesa con esparadrapos y vendas. Labola de algodón que tenía en la bocadebía de haber ahogado sus gritos sinllegar a asfixiarla. Seguramente se habíaresistido, presa del terror. Sus labios

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azules estaban muy abiertos, pero ya nosonreían. Su expresión vacía era deespanto. La habían abierto de arribaabajo y le habían separado las costillasy arrancado algunos órganos. Alacercarse, le pareció que aquello que elhombre sostenía entre las manos semovía rítmicamente. De pronto, levinieron arcadas. Era el corazón de lachica. Aún latía.

Él ni siquiera se dio cuenta de supresencia. Debajo de las lágrimas, sumirada vagaba perdida. La bellezaresplandeciente que había descubiertoen el interior del cuerpo de Eugènia lehabía fulminado el entendimiento. Desde

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aquel día, la había buscado en todos loscadáveres que diariamente pasaban porsus manos, frenéticamente, como unposeso. Había examinado corazones,hígados, cerebros, úteros, riñones, cadauno de los órganos susceptibles deatesorar aquella belleza secreta ydeslumbrante que inesperadamente habíaemergido del cuerpo imperfecto deEugènia y que nunca más había vuelto aencontrar. Desesperado, había decididobuscarla en la mujer más bonita queconocía, pero había vuelto a fracasar.Ahora sabía que jamás volvería acontemplar aquella exquisitez áurea deproporciones armoniosas, aquella

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belleza inusitada y extraordinaria quegenerosamente le había regaladoEugènia cuando le había ofrecido sucuerpo ya difunto. Y esta certeza hacíaque la soledad que en aquellosmomentos lo abrumaba fuera inmensa,irreparable. Había emprendido un viajea la locura que lo había precipitadoprimero a la luz y después a laoscuridad más absoluta, prisionero deuna belleza trágica y antigua que nuncamás estaría a su alcance. Un viaje sólocon billete de ida del que nuncaconseguiría volver.

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Barriosaltos

Jordi Sierra i Fabra

Pelayo Morales Masdeu tiene diez añosy es un cabrón. Bajo, de complexióntirando a obeso a causa de lasestupideces alimentarias, cabello negro,ojos mortecinos, nariz y boca pequeñas,víctimas del naufragio de un rostrodominado por las mejillas, la barbilla yla frente, cuatro puntos cardinales delexceso. Cuando sonríe empequeñece

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esos ojos hasta convertirlos en dossesgos horizontales. Cuando habla, casisiempre a gritos, alza las cejas hasta ladesmesura. Pero lo peor llega casisiempre cuando no hace ni lo uno ni lootro. Entonces el mundo entero puedeecharse a temblar.

Pelayo Morales Masdeu ha sidoniño alguna vez. Ahora es un viejo.

Un viejo de diez años.—Quiero ir al parque.—Se ha hecho tarde, señorito.—Quiero ir al parque AHORA —lo

remarca con aplomo.—¿No cree que después de lo de

ayer…?

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—¿Tú de parte de quién estás,vacaburra?

—No hable así, por favor.—Entonces vamos al parque.—Mire, asómese al balcón. Están

las mismas mamás.—¿Y qué? —comienza a

encolerizarse—. ¡Yo no empujé a eseimbécil por el tobogán! ¡Ni le echéarena en los ojos al otro! ¡El primero secayó y el segundo es tonto del culo!

—También están las mamás de lasniñas.

—¿Y yo qué culpa tengo de que seangilipollas? ¡Todas las chicas lo son! —la cólera aumenta—. ¡Si no me

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acompañas al parque me voy yo solo!—Ya sabe que no puede ir solo, que

su papá lo tiene prohibido.—¿Y quién va a secuestrarme? ¡Voy,

voy y voy!—Señorito…—Entonces acompáñame. Se supone

que estás aquí para servirme, ¿no?—Entre otras cosas, señorito.—Eres más tonta… A veces

entiendo que te echaran de tu país.—A mí no me echaron. Me vine a

España para…—¡Bah, vete a la mierda! ¿Nos

vamos o qué?Ya está en el recibidor. Felipa no

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sabe qué hacer. Es capaz de abrir lapuerta y echar a correr escaleras abajo.No sería la primera vez. Luego seesconde y le da un susto de muerte,temerosa de que, ciertamente, le hayasucedido algo. Lo del secuestro no esgratuito. El señor le prohíbe perderlo devista. Y también la señora.

—¡Vienes o qué, Floripondia!—¿Por qué no juega con el

ordenador, o con la maquinita…?—La maquinita, la maquinita —se

echa a reír—. ¡La play, so burra! ¡Anday que te den!

Abre la puerta y Felipa sólo tienetiempo de agarrar su chaqueta, para no

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bajar a la calle tal cual, con el uniformede asistenta. Pelayo ya salta losescalones de dos en dos o de tres entres, un piso por abajo.

—¡Se lo vuelvo a decir, no me hableasí, señorito, por favor! ¿Qué pensaránlos vecinos?

—¡Y a mí qué más me da lo quepiensen esa panda de viejos! —escuchasu voz alejándose de ella.

Lo alcanza en la calle. Es inútildarle la mano. Dice que suda, que huelemal, que no es más que una india, comotodas. Y cuando le recuerda que enFilipinas no son indios, él le dice que loha mirado en un mapa y que allí todos sí

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son indios, porque no se puede vivir tanlejos de América del Norte o de Europasin ser indios.

Por lo menos ha mirado un mapa.Llegan al parque y algunas miradas

convergen en ellos sin disimulo.Miradas de disgusto, miradas derechazo. Miradas. Una mujer llama a suhija y tras tomarla de la mano inicia elcamino hacia la salida del parque por lapuerta de la avenida de Pau Casals,hacia la plaza de Francesc Macià, enplena Diagonal. Otra le dice a su hijoque se aparte del recién llegado. Unatercera vacila un solo instante, el tiempoque tarda Pelayo en abalanzarse sobre

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las palomas con varias piedras en lamano. Se incorpora, llama a sus doshijos y enfila en dirección a la puertadel noroeste, la que da a la plaza de SanGregorio Taumaturgo presidida por suiglesia redonda en el centro.

Es un hermoso día para pasear porel Turó.

Pelayo va al columpio. No ha deesperar demasiado. Uno de los doschicos desciende de inmediato,amedrentado por su mirada asesina.Felipa baja los ojos al suelo. A vecestodavía se pregunta cómo puede alguienarrancarle las alas a una mosca para versu sufrimiento, o por qué se contempla a

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una paloma con las patas y las alas rotasluchando por incorporarse y echar avolar.

—¡Señorito, no se columpie tan alto!—¡Cállate, idiota, o le diré a mamá

que no me has dejado hacerlo!Las demás sirvientes ya no se le

acercan. Las madres no hablan con ella.Está sola.

Pelayo Morales Masdeu va de unlado a otro. La zona de juegos infantilesdel Turó Park empieza a vaciarse poco apoco.

Vanesa Morales Masdeu tiene diecisiete

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años y es una zorra.Guapa, esbelta, delgada al borde de

la anorexia, cabello negro y largo hastamitad de la espalda, ojos claros, labiossensuales, barbilla puntiaguda, cuerpoen exuberante estallido, manoshermosas. Los chicos, y menos chicos,hace ya tres o cuatro años que la rondancomo lobos, y ella es de las que juegan,y lo hace bien. Como cualquiercentrocampista de un equipo de fútbol.Reparte el juego y hasta se permite ellujo de marcar algún que otro gol.

A veces Felipa se pregunta cómo suspadres le dan tanta cuerda y le permitentanta libertad.

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Es una niña.También un diablo.De noche, cuando la casa duerme,

Felipa suele salir de su habitación ycaminar descalza hasta la enormebalconada situada en las alturas, porencima del Turó Park. Está tan cansada,tan reventada, que no siempre lograconciliar el sueño. Si hace buen tiemposale a la terraza y contempla los árbolessilenciosos y oscuros, tan cerca de susmanos, tan lejos de su vida. Losbarceloneses dicen que el Turó Park esel parque más bonito de la ciudad,pequeño, triangular, cómodo, lleno derincones para perderse, sentarse, leer el

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periódico, tomar el sol en las zonasabiertas, pasear a los perros, jugar ocaminar a la sombra de los altos, muyaltos árboles y las masas de cuidadosmatorrales. Un parque de parejas decasa bien, de ancianos ricos auxiliadospor sus acompañantes de rostros tristesy añorados y de niños con institutrices ycriadas de uniforme, todas extranjeras,como ella misma.

Un parque de barrios altos.Le gusta mirarlo, sobre todo de

noche.Por el sur, por la parte más estrecha

y abierta del triángulo, da a la avenidade Pau Casals. Por los lados y el norte

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es recto, apenas ciento cincuenta metrosen su tramo alto por casi doscientos enlos laterales. El estanque de los pecesinvisibles, porque rara vez se ven,queda a la izquierda; la zona de losjuegos infantiles por debajo de él; undiminuto puesto de bebidas con apenasmedia docena de mesas se ubica en elcentro. En otro tiempo hubo un teatrito.En otro tiempo. Los edificios que loflanquean y aprisionan por el norte y loslados, a derecha e izquierda, son nobles,regios, de cuando el barrio se hizorealidad y los ricos lo poblaron. Casasde diez o doce pisos, construccionespropias de los años cincuenta y sesenta,

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solidez, conserjes uniformados en lugarde viejas porterías y mujeres condelantal. Desde los pisos altos se divisael mar a lo lejos, y también el Tibidabo,con su parque de atracciones, la antenade comunicaciones levantada conmotivo de la Olimpiada del 92. Perosólo desde los pisos altos.

Como el suyo.A ella la ve de pronto, como surgida

de la noche. El coche enfila la calleFerran Agulló arriba a demasiadavelocidad y se detiene con brusquedaddelante de la casa. Se asoma un poco, lojusto para verla aparecer, corriendo,agitando su melena negra. Por la otra

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puerta emerge la figura de un hombre, unjoven. La atrapa bajo la farola y los dosse besan de una forma singular, como sise comieran.

Él hace algo más.Le pone la mano por debajo de la

falda, por detrás, por delante.Y la chica se abre de piernas,

ofreciéndose, apretándose más.Un minuto, dos, cinco, hasta que se

separan y ella entra en el edificio.Felipa calcula mal el tiempo. Tenía

que haber regresado de inmediato a suhabitación. Se entretiene en cerrar laventana y para cuando enfila el caminoVanesa ya está en el enorme piso dúplex

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de cuatrocientos metros cuadrados. Unpiso para perderse.

—Buenas noches, señorita Vanesa.—¡Por Dios, qué susto me has dado!

¿Qué estás haciendo aquí?—No tenía sueño. ¿Le preparo algo?—¡Qué vas a prepararme a esta

hora! —echa un vistazo al reloj—. Ytú… —no sabe encontrar las palabrasadecuadas—. ¿Me espías o qué?

—¿Yo?—¡Mierda, Felipa, como le digas

algo de esto a mamá te juro que te hagola vida imposible!

Está a punto de decirle que no puedehacérsela más, pero se calla. Siempre se

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puede. Ellos no dejan de encontrar laforma. La ropa que no está lavada atiempo, esa blusa que, pese a tener otrasdiez, es justo la que quiere esa tarde, lacomida caliente, la comida fría, el hechode tener que mirar en sus bolsillos antesde lavarle algo, y encontrar muchasveces objetos tan comprometedorescomo un preservativo… Tantas veces hamentido por ella, protegiéndola, perotambién protegiéndose a sí misma en elfondo.

—Nunca le he dicho nada a sumadre, señorita.

—Desde luego… —Vanesa se cruzade brazos.

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—¿Qué?—Vosotras a los once o doce años

ya estáis Hadas, ¿no?—¿Liadas?—Dale que te pego, haciéndolo

como conejas.Felipa intuye de qué le habla, pero

no quiere comprometerse. A fin decuentas, si se refiere al sexo, ella lasorprendió un día con un chico, en supropia habitación, cuando apenas siacababa de cumplir los quince. Suspadres estaban fuera, como siempre, yaunque era su tarde libre regresótemprano porque no se sentía bien, nitenía dinero para gastar, ni adónde ir en

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el fondo.—Si no quiere nada me voy a la

cama —trata de despedirse.—¿Te puedo hacer una pregunta?Su cara de desprecio, de niña

resabiada, le revela que la pregunta nova a gustarle.

—Claro.—¿Qué estás haciendo aquí?—Trabajo, señorita. Trabajo.—Me dais asco —su rostro acentúa

la repugnancia que siente—. Os venís aEspaña con una mano delante y la otraatrás, a cuidar a los hijos de las otrasporque no podéis alimentar a losvuestros. ¿Entonces por qué los tenéis?

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—Los hijos los manda Dios.Vanesa se echa a reír.—Encima con esas chorradas —casi

escupe las palabras—. Mamá me dijoque tu primer marido te dejó plantada yal segundo ni tuviste tiempo deretenerle, aunque él bien que te dejópreñada a ti.

—Mi Manuel se me murió, señorita.—¿Quién cuida de tus hijos?—Mi mamá.—¿Y cuánto hace que no los ves?Le cuesta decir la palabra. A veces

se le hace muy grande, más de lo que yaes.

—Casi tres años, señorita.

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Vanesa Morales Masdeu sostiene sumirada.

Luego Felipa baja sus ojos, incapazde resistirlo.

—Buenas noches —inicia laretirada.

La chica no dice nada.Unos pasos.—¡Y mañana no te pongas a hacer

ruido delante de mi habitación, limpiaen otra parte, joder! —le sisea de prontosin alzar la voz.

Felipa asiente con la cabeza, pero nose detiene. Cuando llega a su habitaciónsabe lo mucho que va a costarleconciliar el sueño.

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Laia Masdeu Porta tiene cuarenta y sieteaños y es una negrera.

Rubia natural, dos liposucciones,tr es liftings faciales, adicta al bótox,con cuatro o cinco horas diarias degimnasio, sauna, masajes y cuidadosintensivos, siempre corporales, nuncaintelectuales, ojos almendrados, labiossiliconados y generosos, cuerpo deadolescente, pechos grandes, manoscuidadas y ropa cara. Nunca sonríe parano forzar arrugas innecesarias. Jamásexpresa opiniones muy desaforadasporque no las tiene. Su urna de cristal esperfecta.

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Tan sólida como su amoralidad.Lo primero que hace al cruzar el

Turó Park regresando del gimnasio eslevantar la cabeza para ver la ampliaterraza de su casa. No es la primera vezque sorprende a Felipa en ella, sin hacernada. Pero desde luego será la última sivuelve a hacerlo. Lo más extraordinarioes que ella dice que limpia los cristaleso la está barriendo. Por Dios, todas soniguales. Una manada de muertas dehambre. Y eso que Felipa le duramucho. Años. Pero de ahí a cogerle unmínimo de cariño…

No son más que animalestercermundistas viviendo como ratas en

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un mundo que se les escapaba.Laia Masdeu Porta sube en el

ascensor, sola, y cuando entra en el pisolo hace sin ruido. Deja la chaqueta, semira en el espejo, de frente, de perfil,con gestos mecánicos, y luego avanzacon la misma discreción.

La asistenta está en el baño,arrodillada, frotando la taza del inodoro.

Se relaja, aunque no demasiado.Primero, la cocina. Abre la nevera.

Le tiene controlada la comida, porquedemasiado tarde se ha dado cuenta deque a veces falta un bistec, o un yogur, ouna natilla. Odia que le roben. Y todasaquellas miserables roban, no pueden

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evitarlo. Las han educado así. En elfondo debería tenerles pena.

Pero no se la tiene.Bien que se llevaban el dinero a sus

países.Y encima se queja. ¡Se queja! Se lo

dijo el día anterior, para que quedaraclaro:

—Mire, Felipa. Si no está contentaahí tiene la puerta, ¿me entiende? Notengo más que dar una patada en el sueloy me salen cincuenta como usted. ¡Quédigo como usted! ¡Más baratas! Bastantehemos hecho en su caso. ¿Qué másquiere?

Va hasta el comedor. La

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correspondencia espera sobre una granfuente de cristal tallado depositadasobre una mesita, a un lado de laentrada, así cada cual recoge la suya.Ojea todas las bancarias sin abrirninguna, que de eso se encargaba JoséMaría. Se queda las suyas, todaspublicitarias. A lo que sí presta atenciónes a la de la compañía telefónica. Rasgael sobre y examina las llamadas.

Ninguna a Filipinas.Suspira.No es por los dos o tres euros que a

veces han aparecido en las facturas, sinopor el hecho en sí, el detalle. ¿No haylocutorios para inmigrantes? ¡Que

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hablen desde ellos! ¿Y si mientrasFelipa parlotea y lloriquea con sus hijoso con su madre ella tiene una llamadaverdaderamente importante?

Además, Felipa los telefonea cadasemana.

Bueno, cuesta, pero la está metiendoen cintura.

Si la pobre no da más de sí…—¡Felipa!La ve salir del baño casi doblada en

dos, frotándose las manos con eldelantal y su eterna cara de susto.

—Buenas, señora.—¿Alguna novedad?—No, no.

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—¿Llamadas?—No, no.—¡Ay, hija, no ponga esa cara de

espanto, Santo Cielo, que parece que laesté interrogando la Gestapo!

La criada no sabe que decir.Ignora qué es la Gestapo, claro.—Por Dios —suspira Laia Masdeu

Porta—, ¡mira que eres triste, eh!Felipa se queda igual, la misma

expresión, la misma expectativa.—Me voy a mi estudio a relajarme.

Para comer quiero una ensaladita, peroque no se te vaya la mano con elvinagre. ¡Y lávate las manos aconciencia, que las has metido en el

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inodoro!La deja y camina hasta su habitación.

Primero, ponerse algo cómodo. Entra enel vestidor y examina su vestuario. Lamitad de las cosas ya no le sirven. Esimposible ir con nada de todo aquello aninguna parte. Y más con los ojos delpersonal puestos encima suyo. Menudasson las mujeres de Mariano, de Alberto,de Andrés… y peor «las nuevas». La deIgnacio es una cría de veintidós años. Lade Francisco, aunque ya tiene treinta ycinco, también parece una top model.

Por la tarde hará limpieza.Todo a la basura.Y que no pille a Felipa, como

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aquella vez, un año antes, revolviéndolapara quedarse con algún jersey, algunablusa, alguna falda…

Esa mezquindad la hace estremecer.Se quita la ropa, vuelve a mirarse en

el espejo, ahora el del vestidor, defrente, de perfil, metiendo el abdomenpara adentro, subiendo el pecho haciaarriba, mesándose las nalgas con las dosmanos. Todo duro. José María ya no latoca, pero eso es porque su marido es unimpotente y un estúpido. Bien que lamira el joven del gimnasio, el de laentrada. Se le van los ojos. Aún puedehacer gritar a cualquiera en la cama.Basta con que se lo proponga. Está en lo

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mejor. En la edad de la sabiduría.Lástima que el sexo sea tan fatigoso,

sudoroso…Se pone ropa limpia. De estar por

casa pero con clase, porque nunca sesabe cuándo puede llamar o apareceralguien, aunque sea por error. Ladignidad se muestra en los detalles. Sumadre se lo decía siempre: «Tú, con lacabeza alta, aunque pises mierda».

Sale de la habitación y camina hastael estudio que le sirve de refugio. Oyecanturrear a Felipa. Odia que lo haga, selo tiene prohibido, pero si empieza adiscutir con ella acabará con jaqueca, yes lo que menos desea tener en ese

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momento, un maldito dolor de cabezapor culpa de esa idiota. Así que, por unavez, pasa del tema. Cierra la puerta delestudio y abre la ventana. El Turó Parkle proporciona una inmediata sensaciónde serenidad. Aquel es su mundo. Elresto puede irse al diablo. Aquelrectángulo verde y los edificios que locircundan. Esa es su Barcelona,exclusiva, propia, única.

El mundo funciona, a pesar de todaslas malditas Felipas.

Laia Masdeu Porta se tumba en subutaca favorita y antes de coger unarevista de moda cierra los ojos unossegundos para relajarse.

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José María Morales Moreno tienecincuenta y cinco años y es un hijo deputa.

Lleva el cada vez más escasocabello peinado hacia atrás, brillante,con algo de rebeldía en la nuca,remolinos negros y toque demodernidad. Tez tostada, ojos de lince,labios rectos, una incipiente papada, quepronto desaparecerá con un toque dequirófano, y cuerpo grandote, cuerpo deempresario, cuerpo de poder. Despuésdel último asalto a cargo de unosmarroquíes, en pleno centro deBarcelona, y en el que le quitaron el

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Rolex de oro y sus dos anillos, uno deellos el de casado, para su alivio, ya nolleva nada que sea ostentoso. Tampocole es necesario. Su sola presencia encualquier lugar, desde un restaurantehasta la peluquería donde le cuidan laimagen, activa las neuronas delpersonal. Eso y el coche blindado hacenel resto.

El mundo se ha vuelto loco.Y a veces, como esta tarde, más.—¡Maldita sea, joder! ¿De qué estás

hablando?Felipa se detiene a media escalera,

en la zona alta del ático dúplex. La vozde su amo pasa a través de la puerta

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entornada como un viento huracanado.Vacila y acaba por frotarse las manos.Las tiene sudadas, por el miedo, por loque ha decidido atreverse a hacer, portodo. Creía que era el mejor momento yahora, de pronto vacila y duda.

Está a punto de bajar de nuevo lospeldaños.

Sólo su pequeño atisbo de rabia lafrena.

Le ha costado tanto decidirse…La voz vuelve a ser alta y clara:—¡Pues dale medio millón, coño!

¿Con todo lo que nos estamos jugando yvamos a ir ahora con minucias? ¡Ya séque es un impresentable y un cerdo!,

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pero ¿qué quieres? ¡Tranquilo que a estenos lo cargamos antes de un año, un año,que te lo digo yo! Ahora no nos quedamás remedio que tragar. Eso sí, que tefirme un recibo, ¿eh? Y cuidado con loque hablas por teléfono, maldita sea, queahora todo se graba, ¡la hostia de juecesy la madre que los parió!

Felipa se queda al otro lado de lapuerta, temblando, planteándose porsegunda vez si regresar después oesperar. Lo malo es que si el señor dejael despacho y también baja al pisoinferior le costará pillarle solo. No esque haya mucha comunicación entreellos en la casa, pero si a mitad de lo

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que va a pedirle aparece el señoritoPelayo, la señorita Vanesa o la señoraLaia…

Por la pequeña ranura de la puertaentornada ve la imagen del hombre, rojode ira, furioso y encendido. Toda lafuerza de su poder emerge de esa visión.

Si no fuera porque para ella lanecesidad es ya superior al miedo…

—¿Y ese quiere cien mil? —la vozde José María Morales Moreno sedispara un poco más—. ¡Joder!, ¿es queen este puto país nadie te deja poner unladrillo sin pedirte pasta? ¡Dile quecincuenta, Eloy, arréglalo! ¡No vamos aestar tirando el dinero así como así! ¡A

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este paso no nos quedan ni diezmillones!

No es la primera vez que lesorprende hablando por teléfono. Laúltima fue con Gemma. La señoraGemma había ido a cenar un par deveces, y era muy guapa, más joven quela señora Laia. Las palabras de amor delseñor José María no dejaban lugar adudas acerca de lo que pasaba entreellos.

Pero eso es cosa suya.Quizá sea una parte del juego que se

llevan los ricos.Porque, además, la señora Gemma

no es la única.

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Los pantalones del señor son unpozo de sorpresas, un manantial desecretos. Casi es de extrañar ladesfachatez con la que se comporta. Lasemana anterior se encontró con unatarjeta de color rosa con el peculiarnombre de una mujer, quizá francesa. Latarjeta describía las muchas cosas queera capaz de hacerle a un hombre en lacama. Un mes antes tropezó con unrecibo de un club no menos llamativo.

Felipa no es lista, pero tampoco hanacido ayer.

A veces los contempla a los cuatro yno entiende nada.

—Mira, ¿sabes qué te digo? ¡Un par

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de esos que conocemos y por cuatroeuros le rompen las piernas!, ¿estamos?Después nos basta con echar a la mitadde la plantilla, ¡todos a la puta calle!

El diálogo telefónico toca a su fin.Felipa cuenta hasta diez, se frota de

nuevo las manos en el delantal. Suspiramientras atempera los latidos de sucorazón. Es ahora. Ahora o nunca.

Luego llama a la puerta deldespacho.

—¿Y ahora qué? —brama la voz deldueño de la casa.

—Perdone que le moleste, señor…—mete la cabeza por el hueco.

—¡Ah!, ¿eres tú? ¿Qué quieres?

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—Señor…—Venga, venga, que no tengo toda la

tarde —la apremia.Tiene que lanzarse a tumba abierta,

con el corazón en un puño.—Señor, es que… bueno, la última

vez que me subió el sueldo fue hace…más de un año, ¿sabe usted? Y ahora…

—¿Qué quieres, más dinero? —abreunos ojos como platos—. ¿Estás loca oqué? ¿Te crees que a mí me lo regalan?Estamos en recesión, ¿entiendes? Sí, yasé que no tienes ni puta idea de qué tehablo, pero es así. ¿Y para qué quierestú el dinero, Felipa, por Dios, si aquí note falta de nada?

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—Por Navidad quiero visitar a mifamilia y…

No la deja hablar.—¿Por Navidad? ¿Este año? —su

expresión es de incredulidad—. ¿Pero túpretendes irte justo en la época en quemás trabajo hay en la casa, con las cenasy…? Anda, anda, Felipa, no me marees,¿vale? Déjame en paz y en todo caso lohablas con la señora.

—Es que la señora…—Felipa —la conmina con una

mirada apoyando su seco gesto de fin dela conversación.

Baja la cabeza y sale del despacho.Hace tiempo que ha dejado de llorar

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sintiéndose peor que una rata, pero estavez lo hace, en su cuarto, encerrada,hasta que la llaman y sale a escape paraver qué quieren sus amos. Cualquiera deellos.

Felipa Quijano Quílez tiene treinta ycinco años, pero aparenta cincuenta. Esbajita, de tez aceitunada, ojosdolorosamente cansados, expresióntriste, manos gastadas, ánimo gastado,esperanza gastada.

Ese día, por la tarde, desde unlocutorio, llama a su casa.

—Me regreso —anuncia.

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Luego contiene las lágrimas, hablacon su madre, con sus hijos. Les dice atodos lo mismo.

—Tuve suerte. Me tocó la loteríaespañola.

Por la noche prepara la cena.Fría, sin sentir nada.Porque ya no suda ni tiene miedo. Le

ha dado la vuelta a todo. Ahora no esmás que una voluntad firme y decidida.

El veneno para las ratas que hacomprado en una droguería del centro lodispone con cautela, sin pasarse, paraque no noten el mal sabor. La dosisexacta, en la sopa, y un poco más, comoaderezo, en el vino y en la salsa de la

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carne. Se ha informado lo suficiente. Leha preguntado al droguero qué pasaría silo tomaran las personas por error, y eldroguero ha sido gráfico y generoso ensus explicaciones. Un ser humanonotaría ese sabor, salvo si la sopa esfuerte y salada, salvo si el vino es negro,salvo si la salsa es amostazada. Un serhumano no podría ingerirlo de golpe sinpercibir la amargura, pero un poco cadavez, sopa, vino, salsa… El droguero leha dicho que más de un escritor denovelas policiacas le ha preguntado, yes un experto.

Pero ella lo quiere para matar ratas,¿verdad?

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Es la primera noche que cenan loscuatro en casa desde hace semanas. Porlo general, el que falta es el señor, perola señora también tiene sus cenas deamigas y la señorita Vanesa «susestudios» en casa de alguna compañera.Es su oportunidad después de lapaciencia mostrada en esas semanasfinales. La cena de los príncipes. Es unabuena cocinera, aunque ellos apenas lovaloren o incluso a veces se enfaden ola ridiculicen. Antes ha consultado conla señora, pero ella se ha limitado aencogerse de hombros y le ha dicho queno la maree con detalles, que haga loque quiera.

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Lo que quiera.El único comentario negativo

procede del señor.—Este vino creo que está picado —

dice.En cambio, la señorita Vanesa tiene

un destello de amabilidad.—La salsa te ha salido muy bien,

Felipa. Ya era hora de que aprendieras acocinar. Tiene un punto fuerte…

Se retira a su habitación después delavar los platos y recoger la mesa.

Allí hace la maleta.Ya está. Ya está. Ya está.Tan cerca de ser libre.No quiere dormir, piensa que lo

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mejor es la vigilia, la tensión dentro desu calma, pero se duerme. No sabe enqué momento se le cierran los ojos.Bueno, es la prueba de que estátranquila. Muy tranquila. Tanto quesueña cosas felices, en casa, con sushijos. Ninguna agitación. Ningúnsobresalto. Más que sorprendente esextraordinario. Cuando despierta seencuentra con la claridad inicial del díairrumpiendo por su ventana.

Primero va a la habitación de losseñores.

La señora Laia está tal cual, bocaarriba, con su mascarilla y una de suscombinaciones de seda moldeando su

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cuerpo frío. El señor, en cambio, debede haberse encontrado mal, porque sucuerpo yace mitad en la cama mitad enel suelo, como si hubiera pretendidobajar o arrastrarse en busca de la vidaque se le escapaba. Su expresión esamarga.

Dolorosa.Felipa se lo queda mirando sin

mover un músculo.Y es que no siente nada.Nada.Regresa junto a la señora y la

escupe, eso sí.En segundo lugar se dirige a la

habitación de la señorita Vanesa.

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En tercer lugar a la del señoritoPelayo.

La joven también ha notado el dolor.Está caída en el suelo, boca abajo, conuna mano engarfiada y una de sus uñasrotas. El niño en cambio, lo mismo quesu madre, parece dormir, seráfico,inocente.

Un inocente diablo.Convencida de que ya no tiene nada

que temer, regresa a la habitación de losseñores y escoge la ropa más adecuadapara ella y para su madre. Deja lasjoyas. Prefiere el dinero, el muchodinero negro que el señor tieneescondido en el despacho. Y ni siquiera

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se lo lleva todo. No quiere despertarsospechas en el aeropuerto. Lo justopara empezar de nuevo. Con la ropa enuna maleta de los dueños de la casa,vuelve a la de los hijos y seleccionatambién algo de lo suyo.

Lo último que hace antes deabandonar el piso es mirar el Turó Park,los jardines del Poeta EduardoMarquina.

Eso sí lo va a echar de menos.En efecto, es el parque más bonito

de Barcelona.Consigue abandonar el edificio sin

que la vea nadie, ni siquiera Tomás, elconserje, que a esa hora desayuna su

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bocadillo a salvo de miradas ajenas ensu guarida de los sótanos. Toma un taxiy el taxista la ayuda con las tres maletas.La dirección: el aeropuerto.

Felipa Quijano Quílez mira porúltima vez el parque, el barrio, la ciudada la que nunca va a regresar salvo queDios, en su infinita bondad, disponga locontrario. Su rostro no denota emociónalguna. Tampoco siente culpa. En supaís a los cerdos se les mata de formamenos piadosa. Lo único que sabe, y esacreencia aumenta por momentos, es quese siente libre.

Libre.Esboza su primera sonrisa en mucho

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tiempo al ver el aeropuerto en ladistancia.

Ningún problema para comprar unbillete. Nunca los hay si se viaja enprimera clase. Como una señora. Laespera la hace en una confortable salaVIP en la que no falta de nada. Y enmenos de lo que cuesta decirlo ya volaráde vuelta a casa, con su madre y sushijos.

Por fin.La vida no siempre es injusta.Cabrona, sí. Injusta, no. Depende de

uno mismo.Se echa a reír finalmente al despegar

el avión, casi dos horas después.

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No sabe si Filipinas tiene tratado deextradición con España, pero dudamucho de que en las montañas, al oestede Kabugao, vayan a encontrarla pormás que busquen.

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El clientesiempre

tiene razón

Imma Monsó

«¿Nunca dejas ir libremente elpensamiento?», le preguntó su maridocuando la conoció. «¿Ir?» —dijo Onia—. «¿Dónde?», se extrañó. Él seenamoró en aquel mismo instante. Habíaestado casado durante años con unaeterna insatisfecha. Pensaba que era un

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rasgo propio de las mujeres en general,y cuando conoció a Onia casi no se lopodía creer. Onia no decía nunca «Siahora hiciéramos», y aún menos: «Sihubiéramos hecho». Podía contar conlos dedos de la mano las veces que Oniaempleaba una frase que comenzara por«si» o por «quizá».

No tuvieron hijos, porque ella nopodía imaginarse como madre. Tambiénporque la mayoría de las cosas quepertenecían a la infancia para ella eranun disparate. Ni por un momento habíaconseguido creerse que los Reyesvenían de Oriente y traían juguetes. Delos Gigantes, ella sólo veía los pies, y

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ya de muy pequeña, solía calcularcuánto les debían pagar para sosteneraquel trasto, y si les pesaba mucho. Enla escuela, hacer redacciones le suponíaun esfuerzo inalcanzable. Leer cuentosdonde hubiera la menor dosis defantasía, una tortura.

«Los cuentos ya se los explicaré yoa nuestros hijos», decía su marido, quequería ser padre. «Pero es que meresulta imposible imaginarme cómopuede ser un hijo nuestro», replicabaella. Él era importador de plata; cadados años viajaba a Zacatecas y volvíaimpresionado por la miseria y por lasniñas huérfanas que un amigo suyo

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recogía para que no se murieran dehambre. Era 1980, la época en queCervantes Corona no pudo acabar sudiscurso de toma de posesión comogobernador porque se puso a llorar anteel estado de desolación en que supredecesor había dejado la región. Lamujer de su amigo le decía que las niñasnecesitaban una familia. Ellos les dabancobijo y las alimentaban, como a garitosabandonados, pero no podían cuidarlas.Y un día, aunque ya pasaban con crecesde los cuarenta años, él le dijo a Onia:«Si no puedes imaginarte el hijo quepodríamos tener, no es necesario que telo imagines. Existe». Le habló de las

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niñas de Zacatecas, huérfanas demineros: «Cualquiera de ellas, o más deuna. De ocho o nueve años, que nosotrosya somos mayores». Cada vez quevolvía de uno de los viajes a México lehablaba de las niñas hambrientas. Ellano se hacía a la idea, pero como no teníaimaginación, tampoco podía imaginarningún pretexto para oponerse. Aceptó.Convivir con ella era fácil, con ella todoera de una lógica apabullante.

Vivían en el Eixample y pensaronque con una criatura debían buscar unbarrio más tranquilo, o aún mejor, unacasa en el campo de Lleida, porque ellahabía nacido allí. Pero como era él

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quien buscaba la casa de sus sueños(ella no tenía sueños), fue él quien laencontró. En Sitges: «Tiene una terrazaenorme desde donde se ve el mar y, a laderecha, un bosque de pinos», dijo.Cuando la fueron a ver juntos, a ella nole agradaron los ornamentos modernistasde la terraza. Pero la vista era hermosa yle pareció bien. Pusieron en venta elpiso del Eixample.

La semana en la que tenían quefirmar el contrato de compraventa, ellaencontró trabajo para ejercer losestudios de contabilidad que tenía. Eraun puesto bien retribuido y al lado decasa, en una empresa de fumigación de

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insectos. Paralizaron los planes: nopodían ir a vivir a Sitges si ellatrabajaba en Barcelona. En aquel tiempoel trayecto era largo. Dejaron correr elcambio de casa. Con el tiempo, dejaroncorrer también el asunto de la adopción.Y se quedaron en el Eixample,renunciando a tomar la única grandecisión que probablemente habríacambiado el curso de sus vidas.

Él tardó mucho tiempo endeshacerse de los sueños que habíatenido en torno a la casa y a la niña. Poruna vez le molestó profundamente queella no tuviera sueños, que tuviera tantolos pies en el suelo. Pero de nuevo

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recordó la vida siniestra que habíallevado con su exmujer, la insatisfecha.Y una vez más admiró el sentido comúnde Ònia: «¡Qué sentido tan, pero tancomún!», pensaba a menudo. De tancomún, apenas lo podía comparar concualquier otro sentido común queconociera, lo cual lo hacía, bien mirado,un sentido común poco común. Una vezle preguntó: «Ya sé que nunca sueñasdespierta. Pero ¿y cuando duermes?».Ella dijo que nunca recordaba ningúnsueño. Cuando se acordaba, eran sueñossin ningún interés: fumigaba pulgas,cuadraba facturas, ordenaba pañuelos.Eso y no soñar, para él, venía a ser lo

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mismo.De la decisión no tomada han

pasado treinta años. Este año, Òniacumplirá setenta y nueve. No searrepiente de nada y piensa poco en elpasado. Ahora se ha hecho arreglar elcomedor, que es esquinero y da alPasseig de Gracia por un lado y alPassatge de la Concepció por el otro.Antes, siempre permanecía cerrado.Ahora se pasa el día allí, porque hace unaño que apenas puede caminar sin ayuday sale muy poco. Y eso que se hacomprado una silla de ruedas de altasprestaciones. «¡El Ferrari de las sillasde ruedas!», le dijo el vendedor:

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«¡Imagínese todo lo que podrá hacer conella!». Ella le dirigió una mirada severa:«Imagíneselo usted», le replicó.

Ònia, ya lo hemos dicho, no sabe nitiene ganas de imaginar.

Una tarde, de improviso, Ònia se dacuenta de que hay una ausencia dentro deella, como un gran agujero dentro de suvida única, una. En realidad, nunca hanotado este vacío, y si no hubiera vividotantos años se habría muerto sin notarlo.Pero esta tarde, de golpe, quizá porquetiene un tiempo libre infinito einterminable (nunca se imagina que

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pronto debe morir), decide por primeravez seguir el consejo de su maestra, unaque le ponía redacciones sobre árbolesque tenían puertas secretas o sobremargaritas que huían del tiesto calzadascon patines. Ella no lo lograba, y lamaestra le decía: «Parte de la realidad yve más allá. Cámbiala un poco,distorsiónala, haz que no sea comosiempre es, sino como podría ser, ocomo habría podido ser».

Esa misma tarde se pone a ello.Delante de ella la ventana que da alPassatge de la Concepció, porque todolo que pasa en el Passeig de Gràcia estan reluciente y tan obvio que la aburre.

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Tiendas de lujo, turistas, colores, tododemasiado abundante e incontrolable.En el Passatge, en cambio, las cosas vanmás lentamente. Apenas hay tiendas. Simira por la ventana, ve, delante, lafachada esquinera del Santa Eulàlia; losclientes entran por la puerta que da alPasseig de Gracia, así que Ònia no sacademasiado jugo de esta visión. Máspodría sacar del restaurante Tragaluz,donde a menudo entran celebridades consu corte de paparazzi. Pero Onia nopiensa que eso pueda resultarestimulante para hacerle volar elpensamiento. Además, el restauranteestá cerrado por la tarde, que es cuando

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Ònia se dedica a mirar por la ventana.Entre el Tragaluz y el Santa Eulàlia, hayuna pequeña tienda de jerséis. El localera propiedad de su marido, y hace seisaños, cuando él murió, ella lo vendió.Poco después abrieron Tot Cashmere , yhasta ahora. Ònia piensa que es un lugarmás adecuado para hacer surgir eso queella nunca ha conocido: la inspiración.

Y a estas alturas ya hace mucho ratoque está en ello, desde las tres de latarde. Y nada, no lo consigue ni debroma. El procedimiento consiste enmirar a una persona cualquiera que entraen el Passatge y tratar de imaginar sunombre, su trabajo, su familia, su

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procedencia, su futuro. Hasta ahora, loha intentado con más de veinte personas,y no se le ha ocurrido absolutamentenada. Y mira que debe de ser fácil, quehasta una criatura de cinco años lo hace.Pero ella no. No se acaba de ver, ella,haciendo tonterías. Son las cinco ymedia, cuando decide darse una últimaoportunidad. Una mujer alta con unatrenza negra y gafas de sol gira laesquina del Passeig de Gràcia y entra enel Passatge. Ònia se exprime el cerebro(un cerebro competente, por otra parte,para otras actividades, como administrarsus cuentas, cocinar según la receta ocalcular mentalmente) e intenta imaginar

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a qué tienda entrará la mujer de latrenza. De momento, se ha paradodelante del escaparate lateral de SantaEulalia: Ònia dispone de unos minutossuplementarios para convocar lafantasía. Pero, mientras lo intenta, lamujer entra, decidida, en la tienda dejerséis. De todas maneras, Ònia no se dapor vencida. Además, la mujer aún estáen la tienda, y aún está a tiempo deinventarle una historia: ¿Quién será?¿Dónde vive? ¿Cuándo saldrá? ¿Quédebe de haber comprado? ¿Para qué?¿Adónde irá cuando salga?

… Pero, al cabo de veinte minutos, aÒnia no se le ocurre ninguna respuesta a

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estas preguntas. Sin embargo, mantienela esperanza, aún… Busca la manera dellenar con visiones el futuro inmediatode la desconocida, pero no lo consigue yya ha pasado… más de media hora. Alcabo de una hora, Ònia constata que hanentrado y salido otros clientes, pero lamujer de la trenza, no. Cosa que daríapie a cualquier otro para imaginar todaclase de cosas. Ònia se limita aextrañarse. Media hora más tarde, Òniaya ha dejado de intentar estimular suimaginación. Pronto hará dos horas quela mujer está dentro y ella, extrañada, yano quiere fantasear: sólo espera quesalga.

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Desde la cocina, la voz de Cristinadice: «Son las ocho y media, ¿le hago lacena o la quiere más tarde?». Ònia nocontesta, tiene verdadera curiosidad.Conoce bien el local, que es diminuto yno tiene otra salida. La dependienta hacomenzado a apagar las luces y ahora hasalido, sola, y está mirando elescaparate, quizá para comprobar si esagradable a la vista. Cristina ha entradoen el comedor para repetirle la pregunta.«Cenaré después», dice Ònia, distraída.Pero de improviso se gira y dice a lachica: «Hazme un pequeño favor, nena.Ve un momento a Tot Cashmere y mirasi dentro queda una mujer con una trenza

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negra. Pero muévete, que la dependientacerrará enseguida, ya es la hora demarcharse». Cristina, que de inmediatose imagina una docena de motivos quejustifiquen esta petición tan extraña, bajalos peldaños de dos en dos, atraviesa elPassatge a toda prisa y llega justocuando la dependienta comienza a bajarla persiana. Ònia ve que las dos hablan,y acto seguido la dependienta vuelve asubir la persiana y entran en la tienda.Diez minutos más tarde, salen las dos ycierran las puertas.

«No había nadie dentro de la tienda»,

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dice Cristina. «¿Y cómo la hasconvencido para que te volviera a abrirla puerta cuando ya cerraba?», preguntaÒnia. «La he saludado, cuando yolimpiaba en el café de delante noshabíamos visto alguna vez… y entonces,le he explicado que necesitaba un jerseyverde para combinar con una falda lilaestampada con unos piececitos verdes,para ir esta misma noche a una fiesta deantiguas compañeras de la Escuelaque…».

Ònia la interrumpe: «Le podíashaber dicho que yo te he hecho bajar, noera necesario dar tantos detalles». «Noson detalles reales, no tengo ninguna

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falda estampada con piececitos ni nadade lo que he dicho, pero he pensado quesería más creíble eso que decirle queusted me había hecho bajar corriendopara fisgar en su tienda». Ònia seimpacienta: «¿Te has fijado si habíaalguna puerta?… Quizá hayan hechoobras…». «Me he fijado en todo —diceCristina—. No he visto ninguna puerta.¿Por qué?». Ònia suspira y le dice laverdad: «Una mujer ha entrado hace másde dos horas y no ha vuelto a salir».

Cristina hace un gesto inexpresivo.«No se lo tome a mal, pero laimaginación le debe de haber jugado unamala pasada», dice. Ònia no se lo toma

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a mal. Pero tampoco se lo toma a bien.Nunca ha tenido imaginación, ya losabemos. La vista o la memoria podríanengañarla, sí… tiene setenta y ocho añospero ningún médico le ha dicho quetenga un problema, y mientras no se lodigan, ella ni se imagina que pueda teneralguno. Al día siguiente, continúavigilando la tienda y detecta dosdesapariciones más. Al cabo de unosdías, ya puede asegurar que algunas delas personas que entran en la tienda nosalen de ella.

«¿Qué sabes de la dependienta deTot Cashmere ?», le pregunta a Cristina.«Poca cosa. Sé que se pasa el día

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currando y, por la noche, se va a cuidara un hijo que tiene en silla de ruedas yque no quiere salir de casa. Vino deMéxico hace años, y desde que tienepapeles trabaja en la tienda. El hijotiene diecisiete, me parece. Cuando yotrabajaba en el bar de al lado, venía muypoco… Se quejaba a menudo de quetenía problemas para llegar a fin demes».

Ònia no sabe qué pensar. No tienerecursos para juzgar esta historia: nuncaha visto películas de intriga ni leídonovelas de misterio. No lee cienciaficción, no cree en espíritus, y no leinteresan las desapariciones más allá de

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los casos reales que ve en las noticias.De hecho, aún le cuesta creer lo que ve.Por eso, hoy coge papel y lápiz: numeraa los que entran, y cuando salen lostacha con una cruz. Y al atardecer,observa que aún hay algo más extraño:no sólo algunos que entran no salen, sinoque muchos de los que salen, no hanentrado previamente. En contra de loque era de esperar, salen más clientes delos que han entrado.

Dado que, por falta de referentes deficción, no sabe qué hacer para resolverel enigma de la historia, al día siguientedecide ir a cara descubierta a ver a ladependienta y preguntar. Entra en la

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tienda y, sin rodeos, declara: «Soy unavieja muerta de curiosidad». Ladependienta dice: «Usted dirá». Ònia leexplica lo que ha visto desde la ventana,y por razones que ella ignora, ladependienta le manifiesta una simpatía yuna atención casi fuera de lugar.Finalmente, le replica: «Sé que meguardará el secreto». Ònia responde:«Puede estar segura. Soy una tumba». Lajoven empuja la silla de ruedas detrásde una ristra de pashminas, desde dondeÒnia puede ver por una rendija lateralde la cortina el interior del probador.Apenas un minuto más tarde, oye elalegre sonido de la puerta que se abre, y

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el corazón le late, deprisa.Una mujer pelirroja de mediana

edad pide un jersey de cachemira azulcobalto. La dependienta va directa alestante y baja uno verde, muy amplio. Laclienta dice: «Me parece que mequedará pequeño». La dependienta lamira a los ojos: «No», dice. Pero laclienta replica: «¿No sabe que el clientesiempre tiene razón?». Entonces, ladependienta coge un jersey azul cobaltode otro estante. Es muy sedoso, decuello alto y tan amplio y grande comoel anterior. La chica se lo lleva alprobador mientras la dependienta pasael pestillo de la puerta. Por la rendija,

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Ònia ve cómo los brazos buscan lasmangas, con cierta dificultad, y duranteun minuto eterno, le parece que la mujerse está ahogando dentro del jersey.Desde detrás de las pashminas, Ònia laoye respirar fuerte, ve que la cabeza noacaba de aparecer por el cuello deljersey. «Eso es lo que pasa. Se asfixiandentro de los jerséis. Pero ¿y después?»,piensa.

Finalmente, ve un mechón de cabellorosado que sale por el cuello de lana.Cabello descolorido y reseco. Y ahorasale un trozo de pergamino amarillentoque resulta ser una oreja. Acto seguido,emerge toda la cabeza, una cabeza muy

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envejecida, y a continuación otracabeza. Dos cabezas. Y dos cuerpos.Gemelas. Gemelas viejas.

Las dos viejas se acaban de quitar eljersey por abajo y sonríen a ladependienta, y una de ellas va almostrador y firma un talón. Ladependienta lo introduce en la caja, perose queda el jersey. Ònia observa cómola clienta guarda el talonario, mientrassu gemela sale dejando paso a un chicoque entra a cobrar una bufanda. Cuandotambién el chico se ha marchado, Òniasale del escondite.

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Hace rato que la dependienta le estáexplicando a Ònia que su hijo nunca salede casa. «Su vida es mirar el mar y lospinos desde la terraza…» Pero pusierona la venta el terreno de delante, hace unaño, para hacer pisos. Es lo que máshabía temido durante años. Cambiar decasa habría sido la muerte para él. Mesentía impotente, desesperada… Y, degolpe, por Navidad, me visitó un ángel.Una clienta desconocida me pidió unjersey azul. Yo tenía uno de cachemiraazul cobalto, dos tallas demasiadogrande, y se lo llevó. Al día siguiente,

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volvió. «No es mi talla». «Ya le dijeque le iría grande», dije yo. «Seequivoca. Me va pequeño. Últimamente,todo me va pequeño», respondió. Yodebía de poner cara de incrédula, y elladijo: «Sí, sí, no me mire con esa cara: elcliente siempre tiene razón». Le hice ladevolución y se marchó.

Aquella misma tarde entró otramujer y pidió un jersey azul cobalto.Cuando se lo enseñé dijo: «Me irápequeño». Discutí esa afirmación, hastaque ella dijo: «No insista: el clientesiempre tiene razón». Lo encontréextraño, pero más extraño fue lo quevino después, cuando vi que salían del

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jersey tres cabezas de mujer unos veinteaños más viejas que la chica que habíaentrado… Una de las tres, mientrasfirmaba un talón de 12 000 euros, medijo: «¿Soy la primera clienta quesiempre tiene razón?». «No laentiendo», dije.

«La primera que viene a bifurcar suvida». Yo asentí con la cabeza.Pregunté: «¿Qué… qué significa eso?».«Nos lo ofrecen a bordo», dijo ella,mientras la otra dejaba el jersey sobre elmostrador. Y eso es todo. Yo creo quecasi todos los clientes provienen decruceros de lujo. Les ofrecen entregar elpromedio de años que les quedan por

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vivir en una vida lineal a cambio dediversas vidas, dos, o tres, o las quesean. Como una vía que se bifurca…solo hay que pasar por el jersey».

Impresionada, Ònia pregunta: «Y…¿nunca ha sentido la tentación deprobárselo?».

«¡No! Cuando se ama dedeterminada manera, es imposibledesear otra vida, por horrible que sea laque tienes», dice la dependienta conseveridad.

«Es curioso. Yo nunca he amadoasí… Claro que no me imagino cómodebe de ser, así que me es igual»,confiesa Ònia.

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La dependienta pliega el jersey,suspira y dice: «Por las noches no puedodormir. ¿Y si algún día alguien se loprueba por error? ¿Y si la propietaria dela tienda se entera de lo que hago?…Por eso, cuando haya acabado de pagarel terreno, no se lo probará nadie más».

«… ¿Y no tiene el teléfono ni nadade la mujer que se lo devolvió dotado…de estas propiedades?».

«Mujer, los ángeles no tienenteléfono, ¿o es que no ha visto películasde ángeles que llegan por Navidad,como aquella donde James Stewart estáa punto de suicidarse y…?».

«Es que… las historias de ficción no

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me agradan. De todas maneras, a mí meparece que lo que hacen sus clientestiene más que ver con el diablo que conlos ángeles».

«¿Cree que estos millonarios vendenel alma al diablo? No lo veo así… Sólocambian la forma en que vivirán: menostiempo, pero en vidas diferentes.Escoger, para ellos, deja de ser unproblema. ¿Usted nunca ha pensado:“Tengo que decidir hacer esto o aquello,pero si tuviera más de una vida podríahacer las dos cosas y nunca tendría quearrepentirme de nada?… ¿Nunca se haarrepentido de nada?”».

Si alguna vez se hubiera arrepentido,

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Ònia recordaría que una vez estuvo apunto de hacer otra vida. Fácilmente, sehabría fijado en que la dependienta tienela procedencia y la edad que ahoratendría cualquiera de las niñas que sumarido quería adoptar. Por pocaimaginación que tuviera, que la terrazapodía ser la que ellos no compraron.Pero Ònia no especula sobre nada deeso, y no pregunta si la casa está enSitges, ni si tiene ornamentosmodernistas, es que ni se le ocurre. Envez de eso, pregunta:

«Y… su hijo… ¿no cree que podríatener interés en poner la cabeza dentrodel jersey?».

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«No sabe nada —dice ladependienta. A la defensiva, enciende uncigarrillo y añade—: Claro que leagradaría… Es como usted. Y como losclientes que siempre tienen razón:incapaz de ver nada que no vean susojos. Por eso precisamente es tanimportante preservar la vista al mar y ala pineda. Para mí un edificio delante nohabría sido tan grave… Con un trozo depared puedo imaginar maravillas.Siempre, de la nada, de una grieta en eltecho, de una mancha de humedad en lapared… he hecho caminos, y cuevas, ylagos… Pero él no. Para él, una pared esuna pared. En las paredes no puede

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nacer nada. Por eso no puede viviremparedado, ¿comprende?».

Ònia la escucha en silencio. No estáconmovida ni le parece trágico no poderver flores donde no las hay. Mientrastoca el timbre para que Cristina abra,piensa, de golpe: «¡Dinero negro!».«¿Cómo comprará ese terreno con todoese dinero negro?». Acto seguido piensaque la chica es espabilada y encontrarásoluciones. Ya puede olvidar elmisterioso episodio.

La dependienta la ve entrar en casa.Ahora se arrepiente de haberleexplicado todo. Y eso que estáconvencida de que no se lo dirá a nadie.

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Ella misma le ha confesado hace un ratoque es una tumba.

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Parte III

DÍAS DE VINO(LÍNEAS BLANCAS)

Y ROSAS

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Luca diceadiós

Eric Taylor-Aragón

Cuando vuelvo la vista atrás, creo que lagota que colmó el vaso fue el momentoen que lancé una máquina de escribirpor la ventana de un café del barrio delBorne. Para entendernos: a estas alturas,¿quién va por la vida con una máquinade escribir a cuestas? Así que, despuésde pasar la noche en un calabozo, llaméa la Princesa y ella, sorprendida, me

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preguntó:—¿Que hiciste qué con la máquina

de escribir?—Que la tiré por la ventana.Se echó a reír y, en inglés, me dijo:—You’re joking!A lo que respondí:—¿Y quién es el tal Joe King?—Una de nuestras bromas

habituales, hasta que, de repente, me dicuenta de que no se estaba riendo.

—Creo que necesitamos darnos unrespiro… —me dijo en voz baja. Sellamaba Nina, pero yo la llamaba laPrincesa y la quería. La pobre habíapasado mucho y estaba cansada—.

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Triste y cansada —me insistió.Me achanté, le pedí disculpas y le

dije que cambiaría, que trataría de sermejor persona, a lo que respondió:

—Eso dijiste la última vez, y laanterior.

Nina es preciosa: tiene un pequeñoantojo en forma de lágrima del revésdebajo del ojo derecho. Cuando anda,sus caderas se mueven con una cadencia,con una dulzura cinética que me hacellorar. Puede conmigo.

Pocos días después de la noche quepasé en el calabozo, notándome un pocobajo de ánimo, me di una vuelta por L’Electricitat, un pequeño bar de la

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Barceloneta, y pedí un vermú. Luego,otro. Y otro más, a continuación.Entonces fue cuando conocí a Luca.

Cuando cierro los ojos, me imaginosu mirada, aquella singular y remotaexpresión de confianza en sus ojos y,por fin, siento paz. A veces pienso quesólo podré dejar todo eso atrás,olvidarme de lo que ocurrió,marchándome muy lejos de aquí,yéndome a vivir a otra ciudad, incluso aotro continente. Al cabo, hecomprendido que no es tan fácil, quetambién eso forma parte de mí. Perosigamos.

Reparé en él cuando, cabizbajo, se

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detuvo a la puerta del bar. Era unhombre delgado, de unos treinta y tantos,cabello rizado y cejas espesas encimade unos ojos burlones y despiertos,cauteloso como un lobo. Entró y echó unvistazo en derredor. Habría jurado quehasta se hizo cargo del ambiente que allíse respiraba. Había un partido de fútbolen televisión y unos cuantosparroquianos, pocos, en el local.Éramos los únicos que no éramoscatalanes. Se acercó y me pidió uncigarrillo. Reparé en el acento cantarínde su español. Le dije que no fumaba yme preguntó que de dónde era; lerespondí que de Perú.

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—¡Ah, de Perú! —comentó,levantando las cejas—. Siempre me hesentido muy vinculado a los incas —añadió, mirándome con fijeza.

La clase de cosas que uno tiene quesoportar en boca de europeos… Pidióuna cerveza y comenzó a hablarme deltiempo, del partido de fútbol de ayer ydel último ligue de diecisiete años deBerlusconi, y me dio la impresión deque se había pateado toda la ciudad enbusca de alguien con quien hablar. Medijo que era italiano, de Roma, que sellamaba Luca y, de repente, sin venir acuento, comentó:

—Como peruano, seguro que te

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gusta la perica —si bien, y a decirverdad, no le he dado mucho a lacocaína, tan sólo lo suficiente paradarme cuenta de que puede ser peligrosopara alguien que tenga un carácter comoel mío (bastantes problemas tengo conaceptarme tal como soy).

Me encogí de hombros; él alzó suspobladas cejas oscuras, me miró dereojo y dijo:

—Esta noche, tomaremos pericajuntos —como si fuera todo un detallepor su parte, como si me estuvieraproponiendo una experiencia sublime.Tras quedarse callado un instante, Lucacomentó que parecía triste—. ¿Mal de

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amores?Asentí.—Eso me pareció —comentó—. A

lo mejor estás en condiciones deentender mi situación —paraconfesarme, a continuación, que éltambién estaba enamorado y que todo sehabía ido al garete, que había sido «undesastre, una catástrofe».

Me sorprendió un poco que alguienme hablase con tanta franqueza. Dehecho, me dio la sensación de que mehabía cruzado con mi alma gemela, conmi avatar, que estaba contemplando mipropia imagen. Escuché con atención loque contaba con la esperanza de

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descubrir un asidero que me ayudase asalir del abismo…

Tenía una risa cortante, casi como unladrido, y también un rostro despierto;unos dientes blancos y relucientes y, sino me equivoco, unos caninos bastantepronunciados. Ojos de color avellana,de eso me acuerdo bien, porque, cuandola palmó, traté de cerrárselos, como enlas películas, pero aquellos ojos, enlugar de quedarse cerrados, volvían aabrirse. No sé siquiera si, desde unpunto de vista fisiológico, una cosa asíes posible, pero eso fue lo que pasó. Seme hace raro acordarme más del colorde sus ojos cuando estaba muerto que

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cuando estaba vivo. Incluso me da porpensar que, una vez muerto, hasta elcolor se habría quedado desvaído.

Llevaba una chaqueta arrugada depaño de color azul oscuro (lo que poraquí llaman una «americana»), vaquerosy un cinturón de cuero con una relucientehebilla de plata de Dolce & Gabbana;mientras bebíamos, sin querer, metropecé con su cerveza, pero él la atrapóal vuelo antes de que fuese a parar alsuelo, y siguió hablando como si nada.Era de esas personas que no se limitan acruzar la calle, sino que lo hacen comouna exhalación, que no se quedanobservando a alguien, sino que lo

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fulminan con la mirada, que no selevantan de la silla, sino que se ponen enpie de un salto. Así era él, y me dicuenta de inmediato; de ahí que meresultase tan sorprendente lo que vinodespués.

Al cabo de un rato, me contó que noera de Roma, sino de Nápoles. Me hablóde Nápoles, de su familia, y se retrató así mismo como un desterrado cuandodijo: «No puedo volver», como si nohubiera vuelta de hoja. Cuando lepregunté la razón, pidió un whiskey y medijo que era un problema d’amore muy,pero que muy complicado y, hundido, sequedó mirando la barra; se llevó las

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manos a la cabeza, como si fuese unasandía; luego, la apoyó contra la barra ymusitó:

—Camilla, Camilla, Camilla —antes de volver a levantarla y soltar unarisotada—. Como verás, soy un stronzo,un idiota; fui a enamorarme de la mujerque no debía, y lo que es peor, que ellase enamoró de mí también.

Así que Luca me contó lo que lehabía pasado. Como tantos, había sidoun hombre de paja de los negociosinmobiliarios de la Camorra enNápoles. Un insignificante don nadie, uncontable de tres al cuarto del clan diLauro. Hasta que un día, «uno de

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tantos», recibió el encargo de ir aenseñar un piso a uno de loslugartenientes del capo. El individuo encuestión se presentó con una mujer joveny preciosa: Camilla, la hija del capo.

—Había oído que era una belleza,pero nadie me había puesto al tanto deaquello. Esbelta, de piel bronceada,labios carnosos, una nariz poderosa,aunque no exagerada, unos ojos queparecían tristes, pero que no dejaban decentellear, tan brillantes que uno seolvidaba de su mirada triste, y unoscabellos negros como el azabache.Buscaba un piso para su hermana, queiba a casarse. El hombre de aspecto

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malencarado que la acompañaba era suguardaespaldas —Luca tomó un sorbitode whiskey y continuó—: Los llevé a unbonito dúplex del centro y, cuando nosdisponíamos a entrar, el rufián recibióuna llamada al móvil y se fue a todaprisa, no sin advertirme de que no laperdiera de vista y que no me moviesede donde estaba. El guardaespaldas nosdejó solos durante cosa de una hora ymedia, tiempo de sobra para queCamilla y yo nos enamorásemos. Nospusimos a hablar como si nosconociéramos de toda la vida. Ya sé quesuena muy manido, pero ¿qué le voy ahacer? Es lo que pasó, tal como lo viví.

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Era preciosa, perfecta. Quedamos envolver a vernos a los pocos días. A lolargo de las dos semanas siguientes, noshicimos toda clase de disparatadaspromesas, intercambiamos correoselectrónicos y mensajes de texto, nosveíamos a salto de mata y en secreto.Nos dijimos que daríamos la vida el unopor el otro, que nada nos detendría, queencontraríamos una solución, aunquetuviéramos que irnos de Nápoles. Todaparecía real. Estábamos convencidos deque eso sería lo que haríamos, que todosaldría a pedir de boca. Tendríamoshijos, formaríamos una familia,envejeceríamos juntos, toda la sarta de

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estupideces que se prometen cuando sees joven, romántico y se estáenamorado. Nos besamos sólo una vezen un pequeño bar del puerto. Alguiennos vio.

Luca dio un puñetazo contra la barrade zinc y mi vaso de vermú, vacío,bailoteó. Tenía manos grandes, dedoslargos de pianista y uñas anchas ycuadradas, mordidas con saña.

—Lo único que queda claro es quesoy un cobarde. Cuando tuve laoportunidad, la dejé escapar. Al mes dehabernos conocido, un día, al salir de laoficina, tres hombres me metieron por lafuerza en el asiento posterior de un

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coche. Me llevaron a un edificioabandonado; me golpearon y mepatearon, y, medio muerto, sangrando yhecho polvo, me dejaron en el suelo.Antes de irse, me dijeron: «Más valeque te vayas de Nápoles; al jefe no lehace ninguna gracia que salgas con suhija». Me dieron más de treinta puntos(me señaló las cicatrices en la nuca y enla ceja), y acabé con dos costillas rotas,dos ojos amoratados y la mandíbularota. Más adelante, un amigo me dijoque la única razón de que no mehubiesen matado era que Camilla habíaamenazado con quitarse la vida si mepasaba algo. Después de la paliza, me

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fui a casa de un primo en el campo,hasta que a mi familia no se le ocurriónada mejor que comprarme un billetepara venirme aquí. De esto hace ochomeses. Voy por ahí como un espectro.Ando perdido. Sin amigos ni familia.

—¿Y qué fue de Camilla?—Nos las arreglamos para seguir en

contacto por correo electrónico duranteuna temporada, hasta que un día dejó decontestarme. Hoy he sabido por qué. Vaa casarse, y no con un cualquiera, sinocon Giovanni Malatesta, un mafioso. Unhombretón de armas tomar. Un asesinofrío y despiadado. Ya no pinto nada. Seacabó. Y soy tan cobarde que no puedo

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hacer nada. Porque no soy HarrisonFord, ni Brad Pitt. No soy un ninja niesto es como en las películas. Mequitarían de en medio. Y soy un cobardey no quiero morir.

De repente, soltó una de aquellascarcajadas suyas que sonaban como unladrido.

—¡Ja, ja, ja! —se estuvo riendo unbuen rato hasta que, como si acabase decaer en la cuenta de algo, como sihubiera visto algo con toda claridad, sepuso en pie—: Tengo que llamar porteléfono —dijo, antes echar a andar ysalir del local dando algún que otrotraspié.

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De pie, en el bar, había unos pocoshombres mayores de cabellos canos; unoestaba apoyado contra una máquinatragaperras. Era un hombre fuerte, deantebrazos robustos, que apuraba uncigarro; juntaba su formidable yrechoncha barriga con la no menosvoluminosa de otro tan gordo como él,de forma que las cabezas de ambosquedaban a un metro de distancia; conaspereza, entre gruñidos y bramidosininteligibles, discutían de fútbol. Eranseres vivos, como si hubieran brotadodel suelo del propio bar, como si aquelpar de viejos pescadores curtidos y devida dura, igual que percebes adheridos

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a una ballena, formasen parte del local.En la televisión, un anuncio de Renault.Con una botella de plástico vacía de unrefresco de cola, un hombre entró en ellocal y, sin decir palabra, se la tendió alcamarero; este se llegó a un enormetonel de madera que había a laizquierda, cerca de la parte trasera delestablecimiento, giró la espita y la llenóde un vino de color rosado. El hombrerebuscó en el bolsillo, estrelló dosmonedas que restallaron contra elmostrador, se hizo con la botellacolmada y, balanceándose como lavarilla de un metrónomo sobre unaspiernas zanquivanas, salió del bar. La

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cafetera silbaba y renqueaba. El aire delestablecimiento se tornaba más denso.Luca volvió a entrar, me dirigió unasonrisa cautelosa de las suyas y me dijo:

—Ya está.—¿Qué? —pregunté yo.—Ya lo verás…Se sentó. Seguimos hablando. El

italiano no volvió a decir nada de suchica ni yo de la mía. Aunqueaparentaba despreocupación, parecíahaberse quedado como muerto. Pedimosal camarero que nos llenase una botellade vino, pagamos las consumiciones ynos fuimos.

Se había levantado un poco de aire,

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que agitaba y movía la ropa colgada enlos balcones, un perro pasó a todocorrer, un coche tocó la bocina y, sinsaber por qué, andábamos deprisa.Llegamos a su casa. Una fachadarecubierta de antiguas azulejos azules;algunos se habían desprendido, dejandoal descubierto unos desconchones deestuco de color ocre que sedesmoronaban. La escalera olía ahumedad, como una iglesia. Subimoscinco tramos hasta el piso, abrió lapuerta con fingida ceremonia, con lamano me indicó un sofá desvencijado, sefue a la cocina y se puso a rebuscaralgo. Me senté y eché un vistazo a su

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pequeña guarida. Estaba borracho. Lapintura blanca se caía a trozos; reparé enuna enorme mancha de color marrón enel techo, junto a la ventana. Unabombilla solitaria colgaba en medio dela habitación, una luz mortecina bañabala parte izquierda del cuarto. En laventana, un pequeño tiesto de barro conunos espléndidos narcisos amarillos, tanlozanos y primorosos que llamaban laatención en un sitio como aquel. Oíagritos y murmullos apagados que subíande la calle, llantos lejanos de niños, tanmitigados que eran casi imperceptibles,un lejano tañido en brazos del viento.

Sonó el teléfono. Dos timbrazos y

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enmudeció. Luca se acercó a la mesabaja, lo descolgó y miró el número.

—Ya está aquí —dijo, y se puso enpie.

—¿Quién está aquí?—El camello. Déjame veinte euros.

Ya tenemos la cocaína.Lo había olvidado. Me quedé

mirando la mano que me tendía.—Venga ya…Saqué un billete ajado del bolsillo y

se lo di. Los veinte euros peor gastadosde mi vida. No sé por qué, pero mefiaba de él y, a la vista de lo que pasómás tarde, muchas veces pienso queojalá no lo hubiese hecho; pero el caso

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es que se los di. Estoy seguro que, de nohaber estado tan jodido, no se los habríadado, pero los dos éramos compadres ysufríamos mal de amores y, de sercierta, su historia era un pelín másromántica. Pero el mal de amoressiempre es lo mismo, ¿o no?

Salió del apartamento y dejó lapuerta abierta. Me asomé al balcón ymiré a la calle. Vi a alguien en unvelomotor aparcado delante del portal.Un casco oscuro y reluciente, como lacabeza de una hormiga. Luca salió deledificio y se acercó. Una transacciónrápida. La hormiga del ciclomotor se fuecon un petardeo infernal. Luca se dio

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media vuelta y volvió a entrar en eledificio.

Me retiré del balcón y me senté denuevo en el sofá. Cerré los ojos uninstante y sentí una vaharada de airehúmedo que, a trompicones, se abríapaso por la estancia, lamiendo lossucios visillos baratos de poliéster de laventana. Eché un vistazo por lahabitación: cajetillas vacías, una cajitade madera taraceada encima de la mesa,y libros, un montón de libros, muchossobre el amor, también historias deamor, El amor en los tiempos delcólera, de Gabo; Del amor, de Stendhal;incluso un libro norteamericano, Los

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hombres son de Marte y las mujeres deVenus, y allí, arrumbado de cualquiermanera en un rincón, César Vallejo, mipoeta peruano preferido, quien predijosu muerte en un poema y murió «deagotamiento» en París. Me hice con ellibro y leí el poema por el que estabaabierto.

¡Y si después de tantaspalabras, no sobrevive lapalabra!

¡Si después de las alas delos pájaros, no sobrevive elpájaro parado!

¡Más valdría, en verdad,

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que se lo coman todo yacabemos!

Y no pude por menos que pensar enlo curioso que resultaba estar pasándolotan mal y leer al mismo tiempo relatosrománticos y ensayos sobre el amor yandar suspirando por la hija de un capollamada Camilla a la que había besadoen una ocasión. Como si la cosa tuvierasolución. Como si se pudiera decir«hasta aquí». Me estremecí. El mal deamores sólo lo arregla el tiempo, unnuevo amor o la muerte.

Escuché que subía por las escalerasde dos en dos. Entró como una

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exhalación, como un vendaval, y lapuerta del balcón se cerró de golpe,¡bang! Traía consigo un marcado olor dela calle que, mezclado con el tufo avino, a colillas de cigarrilloespachurradas y al café de una tazamedio llena que había encima de lamesa, se confundió con el lánguido ytímido aire del Mediterráneo. Nada quever con el aire del Atlántico, orgulloso,bravío y salvaje, sino una brisa europea,recatada y suave, refinada, decadente,muy Viejo Mundo. Y tanto que sí. Muysatisfecho de lo que había conseguido,se dio una vuelta por la habitación. Detodas formas traía algo más, aunque no

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me di cuenta de lo que era hasta quetodo hubo concluido.

Tomó asiento y dejó un paquetitoenvuelto en papel de estaño encima dela mesa.

—¿Llegaste a alguna conclusión? —le pregunté.

—¿Sobre qué?—¿Aprendiste algo de todos esos

libros sobre el amor?—Pues, sí; a decir verdad, algo

aprendí —mientras, ensimismado, seinclinaba sobre la mesa y desdoblabacon cuidado el papel de estaño.

—¿Y qué aprendiste?—Luego te lo cuento. Vamos a darle

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a la cocaína —calló un momento, se mequedó mirando y, con marcado acentoitaliano, añadió—: Voy a decirte algo.Me parte el corazón que vaya a casarse.Es un dolor físico… Por las noches, medespierto con una opresión fuerte en elpecho, pensando en ella, y no soportoeste sitio, es superior a mis fuerzas.Demasiado pequeño, al tiempo que elmundo se me antoja demasiado vasto yanónimo. Tan vasto y enorme como paraque no volvamos a vernos nunca. Sueño,y en mis sueños, me quedo dormido ysueño con ella. Que me despierta, queme despertaré y me encontraré en susbrazos, pero al final es sólo un sueño.

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Luca, me dirá, estoy aquí. Estamosjuntos. Te quiero y te querré siempre…Pero, al final, no hay nada. Siempre esun sueño. Siempre estoy solo —calló denuevo y miró por la ventana—. ¿Meentiendes? Pero, sí, algo he aprendido y,a su debido tiempo, te lo contaré…

Desdobló el papel de estaño y dejóal descubierto un montoncito de polvomarrón y de tono mate. Me dirigió unamirada.

—No parece cocaína —dije.Me miró y sonrió.—¿Ah, no?—Pues no. Es marrón.Hundí la punta del dedo meñique en

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el polvo, me lo llevé a la boca y mesupo raro.

—No voy a tomar eso. Comprasteheroína, compadre.

—¿Eso crees?Se fue a la nevera y regresó con un

limón. Lo dejó encima de la mesa. Echóuna pizca de polvo en la cuchara, luegoun poco más y me preguntó:

—¿Estás seguro de que no quieres?—No.Estaba un tanto desconcertado. Eché

un vistazo por la habitación, al montónde libros, a la foto de Luca y su chica(supuse) que estaba pegada en laestantería. No era como me la había

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imaginado: pelo corto, gafas pequeñas yrectangulares, un hoyuelo en la barbilla,retorcida, intelectual… Era comoimagino que de joven habría sido lasufrida mujer de Marcello Mastroiannien Ocho y medio… De buen ver, pero node llamar la atención.

De repente, sentí deseos de salir deallí, de respirar aire puro, de caminarpor la playa como los turistas, deobservar las absurdas cabriolas de losartistas callejeros seguidas por manadasde norteamericanos pasmados, elbullicio del gentío, los carteristas, loscolores, los jóvenes haciendo barras enla playa, vikingas mujeres nórdicas que

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lucían al aire sus pechos pálidos,impecables. No quería quedarme allí niun momento más. Quería llamar a Nina ypedirle de nuevo que me perdonase,sólo quería oír su voz… De reojo, vicómo echaba el resto del polvo en lacuchara y la dejaba encima de la mesa;se hizo con un cuchillo y cortó en dos ellimón, exprimió uno de los trozos en lacuchara, el zumo rebosó a ambos ladosdel montoncito de polvo, sacó unmechero y comenzó a calentar la mezcla.

Podía entender el atractivo de laescena, de aquel ritual al modotradicional, pero no quería entrar en eljuego y me limité a mirar. La mezcla

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comenzó a burbujear, sacó una aguja dela cajita de madera taraceada y la dejócon cuidado encima de la mesa.

—Hay que dejar que la mezcla seenfríe —dijo—. Necesito que me echesuna mano.

—A ver, ¿qué quieres que haga?—Que sostengas el espejo.Fue al baño y regresó con un

pequeño espejo redondo, no más grandeque mi mano, y me dijo:

—Ya te diré cómo tienes quecolocarlo —mojó un trocito de algodónen la cuchara; de inmediato, se tornómarrón, absorbiendo la heroína; pasó lapunta de la aguja por el algodón, la

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introdujo en la cuchara, sorbió todo ellíquido, dio un par de golpecitos a lajeringuilla con el dedo corazón, sevolvió y me dijo—: Coloca el espejo.

Y eso hice, poniéndolo a la altura desu cara.

—Inclínalo un poco. Eso es. A laderecha. No; con el borde derecho haciamí. Así, eso es.

Muy concentrado, se miró al espejo.Volvió la cabeza y miró hacia arriba y ala izquierda sin apartar los ojos delespejo. Se acercó la jeringuilla a lagarganta, a la altura de la yugular. Concuidado, acercó la punta hastaacariciarse el cuello, se detuvo con los

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músculos en tensión, la hundió, meestremecí y me dijo:

—¡Sujétalo bien! —Eso hice; tiródel émbolo de la jeringuilla y dijo—:Mierda. No he atinado —retiró la aguja,se hizo con una vieja camiseta sucia quehabía en el sofá y, dándose unosgolpecitos, trató de limpiarse la sangredel cuello. Sólo quería ponerme en pie ysalir de allí.

—Joder —dije.—Échame una mano —volvió a

decirme—. Venga… Ayúdame…Me quedé petrificado. Todo aquello,

verlo en aquel estado de trance, meproducía una extraña fascinación. Miró

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hacia arriba de nuevo, contuvo larespiración para que la vena se hinchasemás, exhaló el aire, dijo: «Más alto», ymoví el espejo; lo alcé un poco yentonces clavó la aguja, tiró del émboloy la jeringuilla se llenó de un espeso ydenso líquido de color bermellón que,poco a poco, se dispersaba yarremolinaba y era hermoso de ver encierto modo, hasta que dijo: «Ahhhh»,apretó el émbolo y gimió y dejé elespejo a un lado y se recostó en el sofá ypuso los ojos en blanco y los cerró unmomento antes de volver a abrirlos conuna expresión de dulce espanto dibujadaen el rostro. Luego, con la aguja todavía

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colgando del cuello, se dejó caer en elsofá, mientras yo le llamaba: «Luca,Luca».

A decir verdad, lo dejé tendido unmomento. Estaba paralizado.

—¡Luca!Con cuidado, dejé el espejo encima

de la mesa, me puse en pie y me acerquéa su lado. Todo discurría a cámara lenta.Me daba miedo retirarle la aguja y quetodo se pusiese lleno de sangre. Tenía lamirada fija y perdida a lo lejos, como sicontemplase unos halcones planeando,como si viese el azul de un cielonapolitano, una nube solitaria, un mundoresplandeciente, una brisa marina, una

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mujer de pie ante él preguntándole quéle pasa: «¿Qué tienes, qué te pasa, Luca?¿Estás bien?». Le toqué el cuello contres dedos justo por debajo de la aguja.

Aquellos ojos de color avellanallamaban la atención; en ellos podía verel reflejo parpadeante de la órbitacansina del ventilador, las cortinas quesuavemente se trenzaban contra la pared;por el rabillo del ojo, reparé en elescurridizo trocito de papel de estañoque corría por encima de la mesa antesde irse al suelo con un crujido áspero.Le toqué la parte alta de la cabeza. Dejécaer la mano hasta por debajo de suoreja y dejé que se deslizase a lo largo

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de la mandíbula en busca de la vena. Notenía pulso. Acerqué la oreja a la boca.Nada. Ni siquiera un soplo de aliento.Pegué la oreja al pecho. Ni el más débillatido. Traté de levantarlo del sofá, perolo dejé como estaba, recostado deespaldas. Con las piernas juntas y losbrazos a cada lado. Me quedé sentadoen el sofá un momento. Fui al dormitorioy retiré la sucia sábana azul cielo de lacama. Con ella en las manos, de piedelante de su cadáver, sujeté unaesquina con cada mano, alcé los brazos,sacudí las muñecas y la sábana seabombó, quedó suspendida en el airedurante cosa de un segundo, ondeó una

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última vez, se agitó y fue a caer sobre sucuerpo. Estaba cubierto.

—¡Luca! —insistí—. ¿Me oyes?Me arrodillé junto a él de nuevo. No

quería verle la cara ni los ojos. Pegué laoreja a su pecho. En vano traté deescuchar un latido. Le tomé una muñecaentre los dedos y le busqué el pulso. Leretiré la sábana de la cara y acerqué laoreja a su boca tratando de oír sirespiraba. No oí nada. Un gestobeatífico, feliz, le cubría la cara.

Cinco minutos. Habían pasado cincominutos. Me hice con el espejo y frotélos bordes con el bajo de mi camiseta(no sé por qué lo hice). Dejé el libro de

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César Vallejo en la estantería. Fui a lacocina y fregué el vaso de vino quehabía utilizado. Salí por la puerta, laarrimé con cuidado y me cercioré de quequedaba cerrada. El corazón me latíadesbocado, y noté cómo unestremecimiento me bajaba por el pechohasta los huevos. Dando vueltas, bajé laescalera en espiral, atravesé el angostovestíbulo y salí a la calle. Eché a andar.

Pasé por un callejón donde habíaunos niños jugando al fútbol. Estabandando voces, pero no oía lo que decían.Un balón pasó rodando por mi lado.Desganado, traté de atraparlo, pero fuidemasiado lento y acabó debajo de un

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Citroën abollado. Me detuve unmomento. Ante mí, apareció una niña deojos chispeantes, me dedicó una sonrisay se engurruñó junto al coche, mirandopor debajo. Se tumbó boca abajo en elsuelo y reptó por debajo del chasis hastaque sólo quedaron a la vista unaspiernas delgadas y morenas, como lasdos hojas de unas tijeras. Me volví ymiré al balcón, vi los visillos que seagitaban con el viento, resplandecientescontra el cielo del atardecer. Miré, y novolví a mirar.

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Historia deuna

cicatriz

Por Cristina Fallarás

Este no es un episodio que le guste, teimaginarás. Ella nunca ha sido muymaternal, pero le crea cierta confusiónmezclar el trabajo y lo otro. A mí meencanta esta historia, una pérdida detiempo. Y tienes razón, la cicatriz es unapreciosidad, ella entera es una

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preciosidad, ¿no? Pero mejor yo tecuento la historia de la cicatriz y ya teolvidas, ¿vale? A ella no le gusta.

Todo empezó una mañana de agostode mala leche, bochornazo y cansancio.¿Cómo no? Era imposible dormir, esasnoches en las que sueñas que eres uncabrito puesto a asar, y das vueltas,vueltas, vueltas, hasta que el alma gotea,y apareció con las ojeras hasta lasrodillas, ya un ligero balanceo propio desu estado. Estaba graciosa, malencarada,toda de negro, decorada de abalorios,con aquella panza y el mismo gesto dehija de puta de siempre. Joder, unapreciosidad en tormenta.

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—Nada, ¿no?Era su saludo desde hacía más de un

mes. Y mi contestación, un encogimientode hombros con la vista fija en elpuñetero ventilador. Efectivamente, nopasaba nada en Barcelona, no entrabanadie en la oficina, y en los últimos díassu empecinamiento contra el aireacondicionado empezaba a flaquear, quéencono contra el aire acondicionado.Flaqueaba y eso le molestaba más que lasangría que la falta de clientes estabaprovocando en su cuenta bancaria, algoque a mí también me afectaba de formapreocupante. Ya sabes, no come ella, nocomo yo. En fin, alguna persona sí se

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aventuraba, Victoria ya tenía un nombrehecho, no hay tantas detectives, no menegarás que tiene su morbo, ¿eh? Unbuen nombre, pero la tripa les acababaechando para atrás, claro. Además,agosto nunca ha sido un buen mes, es unmes de mierda. Ah, pero nosotrosestamos en contra de las vacacionesnormales, ya sabes, y del aireacondicionado, de las tarjetas decrédito, los cheques y lasinvestigaciones sobre infidelidadesfemeninas. Añade a esa condena unembarazo de seis meses, 38 grados ya alamanecer y una humedad que licuaba elaire… ¿Te haces una idea? Bien, ahora

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súmale la mano cortada de un roqueroen decadencia. ¡Estupendo! ¿O no?

—Mírate el periódico. En laactuación de anteayer en el Fórum lerebanaron la mano al viejo americanoaquel que tocaba con otros dos, uno muyjipi y otro muy drogón, y que ahora tocasolo con su banda, en las ocasiones enlas que su borrachera se lo permite.

Se lo conté por distraerla, y porquela noticia tenía su gracia, y yo qué sé,para que cambiara un poco el gesto oacabaría naciéndole un crío en vinagre.¿Y quién lo pagaría? Yo. Porque ¿quiéniba a aguantar al crío?, de eso no mecabía la menor duda: el menda. Total,

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que el viejo yanqui estaba más ciego queel negro aquel que movía la cabeza paraacertar el micro, y entre eso y que se viorodeado de una muchedumbre como yano recordaba, el muy bestia se lanzó alos brazos del público, igual queantiguamente, para que lo acogierancomo un mar de brazos, que diría aquel,y lo devolvieran en volandas hasta elescenario. Podía haberse roto la crisma,y no digo yo que no hubiera resultado unbuen final, escachado como un higomaduro contra el cemento del Fórum.Pero no, su público, vete tú a saber dedónde habrían salido, multitud detrasnochados, que en esta ciudad y en

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verano, los hay de todos los colores, losujetó en el aire durante unos minutos ylo devolvió a las tablas… Hasta ahí,todo salió de perlas, excepto por unpequeño detalle, truculento detalle,amigo. Cuando el viejo pisó tarima, sedio cuenta de que… ¡tachán!, le faltabala mano derecha, la de aquellos míticossolos de guitarra de los setenta que levalieron el sobrenombre de Magic-hand.El muy hijo de puta tardó en darsecuenta, lo decía el periódico, el muyhijo de puta tuvo que oír gritar a los delas primeras filas, ver cómo señalabanel desastre de sangre, todos ellostambién salpicados, tuvo que seguir la

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dirección de sus dedos para darsecuenta de que después de su muñeca,nada. Torniquete, gritos, un desmayo yal Hospital de Bellvitge.

La historia la dejó callada duranteun buen rato y a mí con el alma en vilo,porque cuando la Vicky no está jurandoes que trama algo o está a punto departirte el corazón. Contra algo tiene quetirar a matar, por la rabia, digo, y el quesiempre está ahí ¿quién es? Pues eso.Agarró el periódico, la leyó, lo dejósobre la mesa, permaneció tiesa yensimismada cerca de media hora,volvió a leerla y tiró el periódico alsuelo, como era costumbre. Ya te habrás

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dado cuenta de mi capacidad paraeternizarme en el limbo, inmóvil y sinmolestar, ¿no? Me viene de casa, de lainfancia. Más de diez y más de cincuentapalizas me ahorró esta capacidadcamaleónica. De repente, estallaba latormenta de hostias y yo era sillón, osilla, o rincón de la sala, eso podíallegar a ser, un puto rincón de la sala,cal, y nadie es tan idiota como paralanzarle un porrazo a una pared, ¿no?Pues eso hice durante buena parte deaquella mañana mientras a ella el sudorempezaba a marcarle negros más negrosen ciertas zonas de la camiseta, le poníala frente brillante y la cocía en su propia

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mala leche.—Esa mano hoy está en formol.

Hijos de puta. Esa mano… La divinamano de Magic, que es la mano de mismejores recuerdos, era mía, nuestra. Yano importamos un carajo. Hijos de puta.No les basta con arrasarlo todo,atormentarnos con músicas imbéciles,prohibirnos respirar, fumar, comer,follar, vivir, no, tienen que arrancarlo decuajo. Hijos de puta. La tienen enformol, ¿qué te juegas? Y así empezó lahistoria de la preciosa cicatriz, ya tedigo, una pérdida de tiempo.

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Lo llamaban el Bronx, en aquellostiempos. Pero el esplendoroso centrocomercial ahora ya había convertido lazona en otra cosa. ¿En qué? Al fin y alcabo, en el Bronx con un esplendorosocentro comercial, pensé. Los yonquis deentonces, la mayoría, se habían muerto,y la cocaína a paletadas, cocaínamodelo centro comercial con neónarrabalero, había sustituido al caballo.Campaba junto a los pocos gitanos queno había absorbido el Culto tiempoatrás, una buena colonia decolombianos, dominicanos, algunos

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marroquíes y así.Estaba pasando una mala racha, sin

clientes, en números rojos, preñada ycon el bueno de Jesús esperando cadamañana en el despacho, como un clavo,a que yo apareciera y me inventara unasolución para su vida. Su puta vida deextaleguero, exalcohólico, excamello.Desarraigado y sucio, qué sucio era eldesgraciado.

—¿Buscas algo?Yonqui, pensé. Yonqui en apuros

económicos a la caza de incautos. Lamiré y me toqué la tripa. El gesto noquería decir nada. No allí, y ambas losabíamos. Miré bien a la mujer a los

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ojos, sin piedad. Treinta, pensé, y quémal los llevas, hija, esas ojerastenebrosas y dos dientes menos de losnecesarios para que una sonrisa sonría.

Esperé, sabía que el silencio era unlenguaje.

—Hay coca, hachís y pastis, ¿quéquieres? Todo muy legal, tía, soy muylegal, todo OK, tía. OK, ¿me oyes?

Todavía conservaba un deje andaluz,seguramente de sus padres, y ellos deantes aún, de los abuelos, un deje demaletas apresuradas y trenes de largorecorrido. Desde luego, en el caso de sufamilia, el éxodo no había terminado enéxito generacional.

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—Coca, un gramo.Respondí sin pensarlo y le largué un

billete de cincuenta euros a la vez quecambiaba el gesto de turista en territorioapache por una advertencia asesinapalpable. Cosas de la costumbre. Cómose pega a la piel, a los gestos, lacostumbre. Había sido poner el pie enNou Barris e irme derechita hacia lazona de Renfe-Meridiana, a los bloquesde los yonquis de antaño. Bueno, uno delos muchos grupos de viviendas,diseminados por aquellos barrios, dondela vida discurría entre la venta y elconsumo ayer de caballo, hoy de coca ypastis. La costumbre, mi costumbre:

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Nou Barris, camellos, farlopa. Por lomismo, por hábito, la seguí, y de regalopude comprobar que el rutilante centrocomercial no había cambiado el interiorde los bloques, sólo una pequeñaausencia, y no tenía que ver con lasnovedades circundantes. A los bultos delos rincones que yo recordaba, apenaspalpitantes, los había barrido la muerte.Pensé mecagoenlaputa, no queda nada.No me pesaban los muertos, ya erancadáveres entonces, me pesaba lasombra del mastodonte comercial juntoal desierto de bloques, eso sí, con granpiscina pública. Y la mano de Magic-hand, la mano iba unida a mi recuerdo,

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la moto, el tiempo largo y el delirio, enrealidad, aquella joven idiota yenfebrecida que era al compás deaquella mano; parecía imprescindibleuna banda sonora. Sentí el silencio. Mesentí envejecida.

Justo un segundo antes de que lamujer apretara un timbre de la plantaoctava, le susurré pegada a su cogote:

—Dame mi pasta y preséntame aldealer. ¡Y calla!

Así fue. Todo bien, como siempre.Algo quedaba de los viejos tiempos.Pensé que la yonqui recibiría una buenapaliza, por incauta y por imbécil, eldesgraciado que la atendió lo llevaba

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escrito en la cara, y me pregunté por quélo había hecho, todo aquello. ¿Pornostalgia? Probablemente. En parte,cargaba la sensación de náusea yefímera alegría de aquellos trapicheoscosida al recuerdo de una juventud deriesgo, deliciosa. Eso decían, de riesgo.Y por rabia.

Estaba claro que con la tripa no meiba a meter aquel gramo en el cuerpo, unveneno que veinte años después aún eramás barato, lo único consumible que nohabía multiplicado su precio en las dosúltimas décadas. Había bajado. A saberde qué estaba compuesto aquel polvoblanco que guardé en el bolsillo de

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atrás, paracetamol, laxante, algo deanfetamina, algo de cal de la pared delváter… No quería veneno, no me servíade nada conocer al puto camello, quémala cara, qué dolor escondido, ni teníaninguna intención de castigar a la pobredesdentada aquella. Que se jodiera.Sólo consistía en probar los engrases yen demostrarme algo. Sin banda sonora.Jodidos ladrones de manos, ratas dereliquias. En Nou Barris yo había vividouna época dura, y seguía sabiendo cómohabía que moverse allí. Sólo era eso,comprobarlo, y la nostalgia.

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—¡No me lo puedo creer! La reina visitami morada…

Allí estaba el Santo, sin moverse desu piso. Avenida Río de Janeiro, junto alcartel de «Adiós Barcelona», en elborde, pegado a la avenida Meridiana,una despedida a la ciudad con tufo deinmigrante enquistado en miseria y hule.Nou Barris era la frontera triste de laciudad. Había sido la linde obrera,solidaridad con Cuba, ay, Nicaragua,Nicaragüita, hasta la victoria final yalmuerzo popular al canto, pero de esoya no se acordaba nadie. Paletadas,

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sacos de millones, y allí seguía, flaco ycon la piel de cuero oscuro cubierta enoros gruesos, casi dos metros dehombre, encorvado como unamarquesina sobre el transeúnte, elvisitante, el paganini, solicitante.

—Hola, Conseguidor.Ese era él ahora, el Conseguidor.

Me di cuenta de mi tono. Un punto másseductor de lo necesario. Un punto mássimpático. Me admití la simpatía, perono la seducción, joder, no con aquellapanza.

—Pasa, reina, pasa a mi humildemorada que algo encontrarás de tuinterés… Seguro.

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Pero yo no pasaba. Me costó aúnalgunos minutos asimilar el olor, elmismo olor de aquellos otros tiempos, adesinfectante y humo rancio. El olor abar cerrado tiene algo de siniestro en undomicilio. Asimilé las noches, tantasvisitas a destiempo, sin relojes, la camadel Santo, todavía era el Santo, el solode Magic-hand marcando el ritmo de loscruces en aquella casa, los días decincuenta horas de insomnio y póquersucio. Él me miraba desde el arco queallá arriba de la marquesina formaba sucabeza al final de un cuello demasiadolargo, cuello de ave. Sonreía, porquesabía, y me miraba la tripa. Los dedos

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con uñas amarillas de tabaco. Los ojosamarillos de vicios. El cuero marrón,terso y brillante pegado a los huesos.Una melena corta y lacia, castaña, decabello suavísimo, la melena de unaniña trasplantada.

Pasé.—No voy a estar mucho rato.Me toqué la tripa. Un momento de

nada, pequeña, un par de minutos.—Reina, el día que llegues sin

piernas, arrastrándote y seca como unabota viuda te seguiré deseando, ya losabes.

Pero el Conseguidor no deseabanada. Lo tenía. Había empezado, en

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aquellos otros tiempos, los tiempos delSanto, trapicheando con todas las drogasconseguibles y con las que no. El únicoproveedor de opio de Barcelona. Eraflexible y esa fue su fortuna. Cuando laschavalitas no tenían con qué comprar, élaceptaba que le pagaran con algúnnumerito sexual, polvos largos,complicados. La ansiedad. Polvos sinapenas humedad, máquinas de conseguir.Pasó a grabarlos. Y después montó lahabitación del espejo. Las parejas mássucias y los hombres aquellos sabíanque además de lo que fuera podíanquedarse detrás del espejo, en lahabitación contigua, a observar aquellas

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hazañas de consoladores enrevesados ydisfraces de látex en las queadolescentes principiantes en la agujafingían contorsionarse y se dejabanhacer, que las cosas sucedieran sobreellas. Consiguió una buena clientela.Después, lo demás y, al final, elConseguidor. Todo, absolutamente todolo que no circulaba por los canaleslegales, y lo que uno no se podíaimaginar, los caprichos inconfesables sevendían en aquel piso de arrabal.

—Quiero una mano. La mano de unroquero viejo que se muere.

Se rio. Él siempre sabía.—No tengo manos, reina, no es mi

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especialidad… No sé nada de eseasunto.

—¿Con qué se corta una manolimpiamente, en un segundo, en medio dela multitud?

—Siempre has sido una romántica…—¿Con qué?—Busca una gumía. Y sobre todo, a

un especialista del carajo.—¿Dónde?—Vete a la pajarera, el antiguo

centro cívico del barrio de Cañellas…Y vuelve.

Nada menos que una gumía. ¿Tú sabes

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lo que es una gumía? Uno de esosjodidos cuchillos en forma de hoz quemanejan los árabes, el filo por fuera, undolor a la vista, infalibles, chas, en eltajo. Se presentó en la oficina sofocada,meneando los veinte collares que lecolgaban sobre aquellas dos tetas botijode madre, ñam, te lo puedo jurar, ¡ñam,ñam!, y diciéndome que nos íbamos alpolígono Cañellas a por una gumía.Nada menos que al polígono Cañellas.Así suceden las cosas con ella. ¿Y porqué? Ah, no se te ocurra preguntarlo.

El polígono estaba en el puto bordede la ciudad, y ya se sabe que el únicoborde bueno es el que tiene piscinas.

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Los de Cañellas no habían visto máspiscina que el charco de su propiameada al volver de la tasca. Daba almonte, pegada al arranque de la sierrade Collserola, que es donde se acabaBarcelona, pero por arriba, por la partede arriba. Tan borde era Cañellas queno le habían podido colocar ni unmiserable centro comercial, para que tehagas una idea. Y de todo el barrio, lopeor de lo peor estaba en los pequeñosequipamientos, así los llaman allí,equipamientos, que el ayuntamientosocialista montó cuando todavíaquedaban vecinos con pancarta. A ellaeso le privaba, los vecinos con pancarta,

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pero ya no había ni vecinos ni pancartas,había putos parados mudos hijos deparados agrios, y sus grafitos imbéciles,y nosotros llegamos a lo que había sidoun centro social de jóvenes y ya era,¿cómo explicarte?, una caseta a pie demonte que si te la fotografío y te digoque es Barcelona te mondas de la risa, siparecía que iba a aparecer una gallina…y llena de vagos. Joder, vagos del moro,ya sabes, que si una alfombra, que si uncuscús.

Nos estaban esperando.—Aquí todo está bien, aquí no

queréis nada vosotros.Me lo decían a mí, claro, porque te

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puedes imaginar que un cacho mujercomo la Vicky, y encima con la tripa,debía ponerles de punta hasta lospelillos del culo. Pero ella, ni caso, queles contara. Y yo, hala, a contarles.

—Venimos de parte delConseguidor. Nos ha dicho que aquí a lomejor podéis ayudarnos, por lo de lamano del roquero…

La podrida mano del puto roquero,qué coño nos importaba a nosotros lapodrida mano, que sólo nos iba a darproblemas y ni un céntimo. Las mujeresson incomprensibles, pero preñadas,además, están de atar, de atar… Y claro,tenía que hablar yo, no podía hablar

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ella, porque sólo nos faltaba que seenfurecieran los montos. Pero habló, yalo creo que habló. Yo creo que encuanto vio que era cierto que no podíahablar, se soltó y ahí empezó nuestradesgracia, porque en cuanto la Vickyabrió la boca salieron otros cincomoros, todos muy serios, con sus barbas,todos descalzos, y yo le dije Victoria,que nos mandas al carajo, Vicky, cortael rollo, que estos tíos no están parabromas, y para qué quiso más.

—Vengo a saber quién os hacontratado para que le rebanéislimpiamente la mano al pobre viejo. Noquiero nada más. Ya os han contado

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quién soy. El viejo me importa un pito.Y también me importa otro pito quién lohizo. Y vosotros. Pero quiero saberquién tiene la mano. Quién pagó por lamano. El coleccionista.

Todavía me pregunto ahora quémosca de mierda le picó a la tía con lamano del roquero, te juro que aún no mehe enterado, ni qué coleccionista ni quéleches, pero la puta manita casi noscuesta un disgusto definitivo, ya meentiendes, que se quedó en cicatriz, peropudo ser responso, ¿no?

Total, que ahí nos tienes a los dos,yo cagado y ella con una chulería que yaolía a carrera monte a través, rodeados

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d e paisas que murmuraban como ellosmurmuran, que no hay dios más que sudios que los entienda. Y va ella, comopara intimar, y se saca una papela delbolsillo del culo y les dice que tanamigos, que la inviten a un té y ellareparte una rayas. ¡Un té! ¡Unas rayas!No me lo podía creer, te lo juro, la tía sehabía vuelto loca, se creía queestábamos en el barrio, porque ya sesabe que los marroquíes del Chino sonunos marroquíes, pues no te jode, comotodo en el Chino, pero los de otraspartes, y con esas barbas, pues son otrosmarroquíes, ya me entiendes. Y ellos,que se miran, se vuelven a murmurar sus

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cosas y que sí, que pase ella, pero queyo me tengo que quedar fuera.

—El feo no entra.Eso dijo el portavoz, que había que

verlo a él, se creería Ornar Shariff, eltío. ¿Te crees que sirvieron de algo misprotestas? Bah, más le valdría hacermecaso en alguna ocasión, que es muchavida la que lleva este cuerpo, pero ellalo sabe todo, lo hace todo solita y segana a pulso lo que le pasa. A pulso.Ahí me quedé, mirando como ungilipollas el cartel de la puerta dondeaún se leía «Centre de Joventut deCanyelles», y ni tiempo me dio a planearuna estrategia, porque no había apartado

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aún estos ojitos del letrero cuando oí sugrito y la vi salir corriendo como unaexhalación con la mano tapándose lacara ensangrentada. Dios, corrí tras ellatodo lo deprisa que me dio de sí elsusto, ni se me ocurrió entrar a preguntarquién coño le había hecho daño a mijefa ni perdí un segundo siquiera enpensarlo. Si aquellos sarracenos habíantenido a bien pensar que mi cara era tanfea que no necesitaba cicatriz, no iba aser yo quien les quitara la razón, faltaríamás.

El Conseguidor me había mandado al

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matadero. ¿Por qué? Me podían haberhecho más daño, pero el tajo en la nariziba a dejar su huella. No quería pensarcuál. Casi me la rebanan, los muycabrones, ocho puntos. En el orgullo. Deaquel Nou Barris crecido a golpe deinmigrante andaluz, extremeño, gallego,a golpe de huelga, manifestación yguardia civil, de aquellos barrios dondese juntaban las pequeñas luchas de losaños setenta y las primeras drogas comoDios manda, a ritmo de guitarramelenuda, quedaba una mierda. Delviejo Magic-hand quedaba lo que novalía. De mi cuenta corriente quedabandos agujeros, como de mis capacidades.

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Maldije el momento en el que la putanostalgia me provocó el arrebato.

—He visto la gumía, Conseguidor.Muy gracioso. La he probado,podríamos decir.

Otra vez en la puerta. Había vuelto,como me pidió, y estaba rabiosa.

—Tocado. Otra mirada así y meentierras, reina.

—¿Por qué?—¿Esperas que hablemos aquí en el

quicio? Porque si es así, saco un par desillas al rellano…

—¿Por qué me mandaste este tajo?—Reina, reina mía, yo jamás haría

un gesto que pudiera introducir el más

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mínimo cambio en tu abismal belleza.Entré. Llegué hasta el salón, agarré

la botella de cerveza que había sobre latelevisión y la lancé contra la estanteríade cristal. Un estropicio de cristal enlluvia, cascada. Quedó entero un jarrón,cristal, que arrojé contra la espantosavidriera de la puerta de la cocina.Siempre me había parecido amenazanteesa vidriera. Quedó sólo el plomo.

—No te prives, querida.El Conseguidor abrió un pequeño

armario empotrado en la pared queresultó ser mueble bar. Copas, vasoslargos, cortos, de culo gordo yminiaturas. Le miré con hambre de herir.

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Me ardía el remiendo de la nariz por lapresión sanguínea. Mordí muela.

—¿Por qué?—Mi reina rabiosa, tú te has

mandado ese tajo, que no dudo tiene unfuturo delicado y glorioso en tu rostro.Tú solita.

—¿Quién tiene la mano?—¿Son así todos tus antojos?—Quiero la mano.—Mi nostálgica emperatriz… ¿Qué

crees que andas buscando, Victoria?Una reina no rebusca en la basura, y metemo que tu tesoro se encuentra a estasalturas en algún vertedero delextrarradio, podrido, comido por las

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ratas.—No me jodas, Santo.Pero ya no era el Santo, sino el

Conseguidor. No tenía por qué ni paraqué joderme. De golpe estaba muyridícula. Sentía el ridículo, las piernas,la panza, el par de tetas dispuestas amayores. Me tuve que sentar. Tonta. Elrecuerdo de la noche en la que Magic-hand tocó para nosotros, para el Santo ypara mí, o sólo para mí, porque así eraen mi recuerdo, aquella noche mágica deverano en la que decidí durante el vuelode un concierto, encendida por la luz delas hogueras y el olor de la pólvora deSan Juan, ser quien era, ese recuerdo me

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había jugado una mala pasada. No tepueden arrancar una banda sonora, no tepueden agredir así, todo el rato, a fuerzade extrañeza disfrazada de centrocomercial. Esa mano había colmado mipaciencia, y yo la había convertido en unsímbolo, una agresión personal queahora era pura y dura vergüenza frente aun tipo, el Conseguidor, que tampocoera ya el Santo aquel.

Anochecía y la sorpresa de luzmulticolor que el abrumador centrocomercial colaba por el ventanal fuecomo un bálsamo. Tampoco el interior

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de aquella sucia cueva era el mismo.Rosa, lila, azul, amarillo neón. Dejé quepasara el rato suficiente para que laexplicación de mi Santo, el Santo aquel,no me avergonzara demasiado.

—Venga ese whisky, viejo.Me toqué la tripa. Todo bien,

pequeña, sólo una copa.—¿Has oído hablar de Dubái?Había oído hablar de Dubái, claro.

¿Quién no?—¿Tienes clientes en la isla-

palmera artificial, Conseguidor?—No. Pero si los tuviera, procuraría

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cumplir a rajatabla mis compromisos. Sitú metes las narices, te cortan lasnarices. Mírate. Quedó en advertencia yme lo debes. Sí te comprometes a unconcierto, tocas tu puta música, tellames Magic-hand o te llames Manolo,y si Magic tenía resaca o pereza o unataque de divismo antiguo más le valíahabérselo tragado, porque esos tipos nose andan con tonterías, reina mía, esostipos pagan y si no les das lo que piden,se lo cobran como saben. Así que si tecomprometes con ellos a un concierto,tocas. Yo, al menos, lo haría. La penapor robarles resulta algo truculenta, ¿note parece?

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Hizo bien en no encender la luz. Latorre del centro comercial estabarodeada de neones parpadeantes, rosa,lila, azul, amarillo.

Rosa, lila, azul, amarillo.

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Atrapandola luna

Valerie Miles

Deja que la flor negra sedesenvuelva como quiera.

(Nathaniel Hawthorne, Laletra escarlata).

Observé cómo la abría de arriba abajo,como una granada; en ese momento, me

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di cuenta de que había cometido untremendo error. Era un día sofocante demediados de junio: gotas de sudor mecorrían por la hondonada que formabanlos músculos erizados a ambos lados dela columna. Traté de olvidar los picoresque me producía la camisa pegajosa,mientras me agazapaba en el minúsculoespacio tras el endeble biombo de sudormitorio. Los calcañares se meclavaban en los muslos, pero procuréquedarme como estaba por miedo de queel delicado bastidor de mimbre medelatase. Por fin, dieron las tres en elreloj de la torre de Rius i Taulet, y supeque ella aparecería en cualquier

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momento. Al oír las campanadas, elcuerpo entero se me puso en tensión; a latercera, sentí un calambre a la altura delmuslo derecho. Como si me estuvieranarrancando una tira de carneensangrentada de la pierna y sólopudiera emitir un gruñido de dolor.Cualquier movimiento por mi partebastaba para que aquel maldito mimbrechirriase, pero sabía que todo concluiríarápidamente, y eso atemperaba el dolorfísico, aunque el remordimiento quesentía era como una tortura. Me dabaperfecta cuenta de que no debía estarallí, espiándola como un colegial. Perono podía hacer otra cosa.

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Oí cómo se cerraba la puerta traseradel taller donde Lydia pasaba lasmañanas haciendo compañía a lashermanas Furest, tres viejas solteronas ydiestras tejedoras. Le encantaba sentarsecon ellas mientras se afanaban sobretelas estampadas y, de sus manos, salíanprendas preciosas. Distinguí sus pasoslivianos y cadenciosos en las viejaslosas de piedra del patio, acompasandoel murmullo soporífero de las plantasque allí crecían. El jardín era lo únicoque quedaba en pie de un antiguoedificio que, en tiempos, debió de serlugar de recreo de una familiaadinerada. El resto del palacete en Villa

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de Gracia se había construido alrededorde aquel vetusto enclave unos cien añosatrás, antes de que el empuje expansivode la ciudad de Barcelona hubieraengullido la localidad.

Allí pasaba Lydia la mayor parte deltiempo, cuidando con cariño de aquellascriaturas vivas, tallos de hiedra yzarcillos de campanillas que habíancrecido por doquier hasta mudarse enbarbas de un fauno danzante cuyas hojascolgaban de su flauta de mármol.Cultivaba otras hierbas silvestres, comobelladona, acónito, potentilla, digitales yverbena, también conocida como ruda.Si no tan esplendorosas como las flores

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más nobles, también estas plantas eranbuena muestra del cuidado asiduo queles dedicaba. Los arbustos estabanrodeados de una hilera de geranios rojosy el sitio más protegido era el centro deaquel círculo, la zona reservada a lasflores más oscuras. Porque en el jardínde Lydia sólo crecían flores negras. Nome hacía falta verla para saber que sehabía detenido un momento en la fuenteque murmuraba en medio de aquellasespecies singulares. Se detenía y seremojaba las manos en el estanque antesde humedecerse la frente y refrescarse elcuello con dedos delicados, dándoseunos golpecitos a la altura de la nuca,

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ablución ritual que llevaba a cabo todoslos días a la misma hora. Sí, admito quehabía observado a aquella exquisitacriatura en su jardín siempre que habíatenido oportunidad. Mi despacho en elsegundo piso daba al patio, y muchasveces, a la hora de comer, me ocultabaen la penumbra para contemplar el mimocon que velaba por sus plantas conmuestras de afecto inimaginables enaquella belleza tan reservada. Cuántasveces no habría deseado mudarme enuna de aquellas hojas, en uno de losarbustos que cuidaba y convertirme en eldestinatario de aquellas cariciasamorosas. A veces, vestía telas

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delicadas que, al trasluz, permitían levesatisbos de su figura perfecta, y el pulsose me aceleraba sólo de pensar en rozarla piel luminosa que cubrían aquellosvestidos. Nunca antes se me habíaocurrido traspasar el umbral yadentrarme en el sanctasanctórum delsitio al que solía retirarse a primerashoras de la tarde.

Mientras esperaba en cuclillas,evoqué una imagen acabada de ella,besando el amuleto que siempre llevabaal cuello, un fragmento de ónice negrotallado que, como más adelantedescubriría, contenía una ramita deverbena. Se acercaba el colgante a los

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labios y cerraba sus claros ojos azulesmientras se tomaba un respiro camino deaquella misma estancia, musitando algoen delicada comunión con sus criaturasvegetales. Cuando se disponía a echar aandar hacia la puerta, acariciaba yolisqueaba sus lustrosas flores negras:escobilla morisca, tulipanes reina de lanoche y azucenas negras. Alguna vez mesorprendió mientras la observabadurante aquel ritual diario. En ciertaocasión, tras adentrarse en el recintooscuro del dormitorio, volvió la cabezay entre sol y sombra, medio asomada ala puerta, alzó los ojos hacia mí. Me diola impresión de que, aun sin palabras,

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trataba de decirme algo. Observé ungesto de aflicción en su rostro, unaarruga casi imperceptible en aquellafrente que parecía dar a entender quecargaba con la fatiga del mundo, degeneraciones, antes de darse mediavuelta y cerrar la puerta a sus espaldas.

Para entonces, me había coladodentro; como un ladrón de suprivacidad, había traspasado el umbraldel lugar donde se recogía a primerashoras de la tarde. Camino del aposento,pasó rozando el mimbre del biombo yme llegó una vaharada de un perfumedelicado. Llevaba una cala negra quehabía cortado en el jardín, una hermosa

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flor con un largo estambre negro. Ladejó encima de la cama, retiró lascortinas de gasa que colgaban del doselde madera y abrió el tragaluz abombadodel techo. A raudales, la luz fue a caersobre una colcha de algodón blancobordada con trocitos de espejuelo y laestancia se incendió bajo un estallido devivos fogonazos. Se quitó el broche conel que mantenía en su sitio sus cabellosde color castaño y una catarata deimponentes rizos se abalanzó por suespalda. Al acecho, con aquellos ojosazules y chispeantes, como quien esperala descarga de una tormenta, permanecióinmóvil cosa de un momento, absorta,

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como un precioso autómata, en algúnrecóndito pliegue de su ser.

Comenzó a desvestirse. Primero, sequitó la blusa y el sostén, y dejó loszapatos a un lado. Se sentó luego en elborde del alto lecho blanco y, como unniño, meció sus pies delicados a un ladode la cama. Me dio la impresión de queel corazón estaba punto de salírseme delpecho; comencé a sudar a chorros.¿Cómo no podía oír sus latidos? Era unespectáculo embriagador; bajo el sol dela tarde, sus cabellos juguetones ytraviesos refulgían en los tres hoyuelosque marcaban el final de su espalda.Con ligereza, se movía de un lado a otro

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del lecho inundado de sol, levantandouna flotilla de diablillos de polvodiminutos, incandescentes. En respuestaa la visión de aquellos pechos quesubían y bajaban al compás de surespiración, de aquellos pezonesoscuros que se alzaban desafiantes sobresu piel nacarada, me aguijaba el deseo.

Se llevó los dedos a los pechos y,con cariño, acarició su amuleto —¿llegué a captar el leve atisbo de unasonrisa?—, antes de deslizados hasta elvientre e introducir los pulgares en laparte interior de la falda. Tumbada deespaldas en la cama, tiró de la cinturillahacia abajo y levantó las caderas. La

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banda elástica se clavó en aquella carnedelicada a medida que recorría susmuslos, y sentí un deseo irresistible desalir de mi escondite y cortar aquellatela que, sin duda, habría de molestarlaal despertar; quería protegerla, evitarlela tristeza, la tortura de tener queacostarse con aquel viejo.

Bajó de la cama, se acercó a la sillaque estaba junto al biombo y dejó susropas dobladas. Contuve la respiracióny, sin querer, cerré los ojos por miedode que se inclinase un poco más y mesorprendiese allí agazapado. Pero sevolvió al lecho y esparció un poco deverbena por encima de las almohadas y

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las sábanas, depositó el resto en unpequeño cuenco de piedra que había enla mesilla y le prendió fuego. Puso enmarcha el ventilador del techo, y unabrisa circuló entre las plantas lozanas yverdes que había repartidas por laestancia llevando el humo del incienso.Se hizo con la cala y como muerta,recostó su cuerpo desnudo sobre lasalmohadas, como una princesa de cuentode hadas, apretando la flor oscura comouna mancha de tinta entre sus pechos.

El reloj dio el primer cuarto y, comono podía ser de otra manera, alguienllamó a la puerta. El viejo señor Candaullegaba puntual, a las tres y cuarto,

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dispuesto a holgar con su hermosa yjoven esposa.

Casándose con un hombre tan mayorcomo su padre, uno de los últimosdescendientes directos de una antiguafamilia catalana, Lydia le habíaahorrado una humillación. El señorCandau era un hombre de tierra adentro,que había levantado su imperio yendo depueblo en pueblo recogiendo chatarra alomos de una mula. Hombre con agallas,ambicioso por demás, consiguió amasaruna fortuna que le permitió llevar unavida más que desahogada en una ciudad

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como Barcelona. No tardó mucho endivulgarse la noticia de que habíallegado un nuevo rico, y fueron muchas ymuy rancias las familias catalanas que loasediaron para que se hiciera cargo desus negocios que languidecían. Lostiempos estaban cambiando y losprivilegios ya no bastaban como en laépoca de Franco. Compró aquel antiguopalacete en lo que entonces se conocíasólo como Gracia, trasladó sus oficinasa la parte delantera del edificio yrestauró el interior hasta convertirlo enuna espléndida y suntuosa residencia.Cuando hablaba de aquel sitio, no teníaempacho en referirse a «su reino». En

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cierta ocasión me contó que lo primeroque le había llamado la atención delbarrio de Gracia había sido el carácterespontáneo de la gente, el ambientepueblerino que lo devolvía a susorígenes humildes; allí «entre aquellagente que vivía a su aire, anarquistas ygitanos, volvía a sentir cierta nostalgia.Mejor que codearse con los estirados yviejos carcamales sin un céntimo dePedralbes». Cuando quebró la empresatextil del padre de Lydia, el señorCandau se avino a pagar el doble de loque valía a condición de que la másjoven de sus hijas, la más dulce de lasCordelias, se convirtiese en su mujer.

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Nunca he sabido cómo se tomó aquellode formar parte del trato, pero, en sucondición de señora y reina de la casa,supo mantenerse a la altura de suposición. Siempre solícita, distante,pero sin llegar a parecer fría, y lobastante orgullosa, desde luego, comopara aceptar el papel de víctimapropiciatoria. Se convirtió, pues, en unamujer muy rica y, con tal de que semostrara sumisa y en su sitio, él sóloveía por sus ojos. A medida que fuepasando el tiempo, su marido seobsesionó más y más con su gélidabelleza, se sintió más cautivado por suelegante desapego. Algo había en su

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porte, en la forma en que alzaba labarbilla, en cómo chispeaban aquellosojos azules bajo una maraña de pestañasde color castaño que revelaba unamagnificente vida interior que nuncahabría de estar al alcance de un patán,de un rey de pacotilla o, ya puestos, deningún otro.

El señor Candau entró a formar parte demi vida el día que mi padre, cuandomenos se lo esperaba, recibió unallamada suya. De niños, durante los añosdel hambre y la miseria de la posguerra,habían sido inseparables; mi padre solía

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contar anécdotas de sus andanzas por losbosques cuando, juntos, pasaban días ymás días cazando y pescando con laesperanza de presentarse con algo quesus familias pudieran llevarse a la boca.Mi padre me contó cómo, en una ocasiónen que los dos cuidaban de las ovejasdel vecino, el señor Candau retorció elcuello a un perro muerto de hambre consus propias manos. Hasta que llegó eldía en que, de forma inesperada y sinavisar, mi padre se lio la manta a lacabeza, se fue a Francia en busca detrabajo y no volvieron a verse. Hubieronde pasar muchos años antes de que elseñor Candau lo llamara para pedirle

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que volviese, diciéndole que era unhombre rico, pero que no tenía a nadie yechaba en falta la presencia a su lado deaquel amigo de la infancia, de unapersona de confianza. Pero mi padre nose encontraba bien y no se veía confuerzas para dejar atrás la vida que sehabía labrado en aquel país,circunstancia que el señor Candauaprovechó para decirle que me enviasea mí, su hijo mayor, a Barcelona.Necesitaba a alguien para su nuevonegocio textil, y contar con alguien comoyo a su lado, que supiera idiomas yhubiera acabado la carrera con buenasnotas, le sería de gran ayuda. La idea no

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me hizo mucha gracia; había estudiadoliteratura para ser profesor, no paraacabar convirtiéndome en un hombre denegocios. Pero mi padre insistió en queme olvidase de sueños románticos y nolo dejase en la estacada. Siempre habíaestado convencido de que el señorCandau llamaría algún día, y ese día,por fin, había llegado.

Desde que llegué a Barcelona, y deesto hace ya algunos años, el señorCandau me ha tratado como el hijo quenunca tuvo. Como el hijo que, a pesar delo mayor que era, le hubiera gustadotener con Lydia, su primera mujer. Perollevaban casados dos años y, a pesar del

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empeño que ponían en su ars amatoria,su deseo no había cuajado. Aunque sujoven esposa era una recompensa, unsímbolo, él confiaba en que le diese unheredero. Y cuanto más encaprichadoestaba con ella, más intranquilo se sentíaporque no lo hubiera hecho. El señorCandau era un hombre acostumbrado aconseguir todo lo que quería; pronto caíen la cuenta de que nada bueno podríasalir de un hombre tan obsesionado consu mujer.

Una tarde sorprendió los comentariosdesenfadados y admirativos que algunos

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empleados, entre ellos yo, dedicábamosa los encantos del trasero de una de lassecretarias y me llamó de inmediato a sudespacho. Pensé que iría a afearme laindiscreción hasta que descubrí que sóloquería que le dijera que su Lydia era,con mucho y sin comparación posible, lamujer más hermosa de Cataluña. Queríaoírmelo decir.

—Sin lugar a dudas, señor: Lydia esla mujer más hermosa de esta ciudad.Incluso de esta nación, de toda lapenínsula.

—Y lo es, Guillem. Pero ¿cómopuedes estar tan seguro de lo quedices? —continuó desde detrás del

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escritorio, frotándose la frente arrugada,sin levantar la cabeza. Guardó silenciodurante un momento, escudriñándomecon los ojos entrecerrados bajo unamaraña de cejas blancas—. Mientras nola hayas visto desnuda, hijo mío, nohabrás visto lo mejor de ella. Y, amenos que haya pasado algo de lo queno esté al tanto, creo que es algo que nohas contemplado —añadió al tiempoque, tanteándome, me lanzaba unamirada con aquellos ojos negros comobalas.

—No necesito verla desnuda parahacerme una idea de lo hermosa que es.No es difícil de imaginar… —Arqueó

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una ceja y, con tos nerviosa, callé laboca. ¿Qué podría pasarle a cualquieraque se atreviera a ponerle un dedoencima a Lydia Tudó de Candau? Quelamentaría ese día. Porque el carácterdel señor Candau se correspondía con elde un hombre que había amasado unafortuna entre chatarra y mulas.

—Eres un buen chico, Guillem, unmuchacho del que uno puede fiarse.Pienso que te has ganado unarecompensa. Deseo que compartasconmigo, por decirlo de alguna manera,esa imagen de ella en todo su esplendor.Ofrecerte un incentivo para que no cejesen tu esfuerzo hasta encontrar una para

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ti.—No dudo, señor Candau, que es de

las que quitan el hipo. Lydia es una deesas gemas preciosas, exquisitas, y ustedes un hombre muy afortunado —medíacuidadosamente mis palabras—. Pero nocreo que sea una buena idea que yo,yo… No me parece bien, señor.

—Qué tendrá que ver la fortuna,maldita sea. ¿No te has parado apensarlo? La compré. Evité al inútil yllorón de su padre el desastre que se levenía encima. Por todos los santos, esarata miserable vendió a su propia hijacomo si fuera una de sus posesiones máspreciadas. Así que siempre que tengo la

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oportunidad planto mi estandarte en laheredad que adquirí. Y quiero, hijo mío,que seas testigo de lo que te digo.

—Pero ¿qué pensaría de mí? Lacosa acabaría mal. Un hombre nuncadebe desear lo que es de otro.

—Por el amor de Dios, no te pongasmelodramático: pareces un curapárroco. Podemos hacerlo sin que seentere. Todos los días se llega por elpatio hasta el dormitorio unos minutosantes que yo para prepararse. Hay unbiombo a uno de los lados de la camadonde puedes esconderte y contemplarlamientras se quita la ropa. Cuando yollegue, me la llevaré al cuarto de baño y,

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así, podrás escabullirte. Nunca seenterará.

Una idea muy propia de un hombrevulgar cuya necesidad de lucimiento ibamás allá de toda idea de decoro, peroera mi jefe y no me quedaba otra queconfiar en que jamás volvería a pedirmeuna barbaridad semejante. Y así fuecómo me encontré agazapado tras unbiombo de mimbre, como un animal, enun abrasador día de junio, contemplandocómo se desvestía ante mí una de lasmujeres más cautivadoras que habíavisto en mi vida. Cuando aquella tardefunesta el señor Candau entró en laestancia y vio a Lydia tumbada en el

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lecho como si estuviera muerta, con lacala negra entre sus pechos pequeños,agresivos y enhiestos, montó en cólera.Y las cosas se torcieron.

—¿Te parece gracioso, putita? Venaquí —dijo con los dientes apretados,sujetándole con fuerza por un tobillo yarrastrándola al borde la cama, a sulado. Ella gimió ante la violenciainesperada de aquel gesto y se llevó lamano al tobillo.

—¡Déjalo ya! Me haces daño. Losespejuelos me están matando.

Él resoplaba por las aletas de lanariz, y contraía los labios con gestoamenazador. Echó el brazo hacia atrás

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como si fuese a abofetearla.—Debería… ¿Qué pinta esa flor en

tu pecho, como si estuvieras muerta?¿Así me agradeces todo lo que he hechopor ti, avergonzándome en mi propiolecho?

—Te lo ruego, Marcelo. Nada máslejos de mi intención. Corté la florporque se había abierto anoche con laluna nueva. Me desvestí antes de ir abuscar un jarrón, y me quedé dormida.Anda, quítate la camisa y tranquilízate;voy a darte unas friegas en los hombros.

Él se dio media vuelta, se sentó en elborde de la cama y se quitó la camisa ylos pantalones. Aquel gesto de rabia dio

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paso a una sonrisa burlona que seconvirtió en un mohín afectado antes detransformarse en una mueca dedesprecio. Sabía que yo estaba allí, ysus ojos por fin se encontraron con losmíos. Alzó la barbilla, dándose porenterado, y la mueca se acentuó. En lacama, de rodillas y a sus espaldas,Lydia empezó a frotarle los hombroslechosos y peludos, rozándolesuavemente el cuello y los brazos conlos pezones, tratando de apaciguar suenojo. Frente a él como estaba, yoobservaba el rostro inexpresivo de sumujer. El señor Candau alzó una mano yle acarició uno de los pechos; volvió la

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cabeza, le lamió el pezón y, acontinuación, se lo pellizcó con talfuerza que ella emitió un gemido.

Me dolía todo. Llevaba tanto tiempoacurrucado que los pies se me habíanentumecido, tanto tiempo apoyado enmis muñecas que me estaban matando.Tenía que moverme como fuera. Ya erahora de que se la llevase al cuarto debaño y me ahorrase aquel papelón queme había impuesto. ¿Cómo alguien condos dedos de frente puede pedirle unacosa así a otra persona? Algo así sólopodía pasársele por la cabeza a unretorcido y viejo cabrón como el señorCandau, pensé irritado. Quería que

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dejase de mirarme, como si hubiéramosconcluido un pacto entre los dos. Tratéde tragar la bilis que se me agolpaba enla garganta, pero, por más que salivaba,no había forma de pasarla.

Estaba pensando en que todoacabaría pronto, cuando se volvió,agarró a Lydia por el pelo y, a rastraspor el suelo, la obligó a colocarsedelante del biombo.

—De pie, putita.—Marcelo, ¿se puede saber qué te

pasa hoy? ¿A cuento de qué viene esto?Me haces daño.

—Agáchate, Lydia.—Marcelo, te lo suplico. Déjalo ya.

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—Agáchate, Lydia, o seré yo quiente obligue a hacerlo y te aseguro que note va hacer ninguna gracia.

De espaldas al biombo de mimbre,se plantó delante de él y se agachó. Él sequitó los calzoncillos y retiró de encimade la cama la flor que tanto lemolestaba. Dándole golpecitos en lacara con la cala, entreabriéndole loslabios con el largo estambre negro,comenzó a acariciarse el pene fláccido.

—Eso es. Vamos a cambiar un pocode menú: hoy seré yo el plato principal.

—Sabes que eso no forma parte delacuerdo que tenemos.

—Métetela en la boca o te juro que

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te la haré tragar entera, como si fuerasun niño que hace ascos a una medicina.

La tomó por la barbilla y le acercóla cabeza; con delicadeza, le echó elpelo a un lado y le dirigió la cara a suentrepierna. Cuando cerró la bocaalrededor de su miembro, con los ojosentrecerrados dándole vueltas, echó lacabeza hacia atrás y emitió un jadeo. Lalevantó de nuevo y se me quedó mirandofijamente con una sonrisa insolente. Sepasó la lengua agrietada por aquellosdientes amarillos, llevándola de vez encuando a las comisuras de aquelloslabios contraídos, cubriéndolas demotas blancas de saliva seca, y comenzó

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a resoplar. Se hizo con la cala de nuevoy pasó el estambre negro por la espaldade Lydia hasta llegar al final. La azotócon la flor unas cuantas veces, al tiempoque la introducía y la retiraba de entresus muslos, salpicados de magulladurasy gotas de sangre de color carmesí allídonde los espejuelos habían rasgado lasuperficie de su piel blanca.

Y entonces fue cuando ocurrió.Arrojó con rabia la flor negra contra elbiombo y se puso en pie, obligándola amantener la cabeza aplastada contra suingle. Se inclinó sobre ella, le agarró eltrasero y, con una mano en cada nalga,se las separó, mientras sus dedos, como

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gusanos que tratan de horadar la carnede un melocotón, palpaban y sobaban sucarne. Profirió un sonido salvaje ygutural y, con cara de loco y mirada deidiota, le separó las nalgas cada vezmás; estiró y tanteó, dio palmaditas yestrujó los pliegues aterciopelados,abriéndola como una granada, con talfuerza que la levantó del suelo.

Fue como si un millar de diminutasarañas venenosas me anduviesen por lapiel. ¿Cómo podría volver a mirarla sinver aquella imagen de ella asediada poruna multitud de gusanos retorcidos? Supreciosa mujer expuesta ante mí comoun cerdo. Sobrecogido, sentí náuseas;

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pero hipnotizado por lo que estabaviendo: los tonos rosas y marrones deaquella hendidura primordial, el vórticefruncido, la anémona festoneada querodeaba un diminuto botón coralino. Nopodía dejar de mirar. No podía apartarlos ojos de aquello. ¿Cómo evitar eldeseo de palpar aquellos pliegueshúmedos y velludos, de hundir los dedosen aquel mar de carne y explorar aquellagruta? Observé cómo le separaba lasnalgas cada vez más. Y a pesar del ascoque me inspiraba, a pesar de tantaviolencia, me excité y algo se removióen mí, algún resquicio se abrió más dela cuenta y, con la ingle en llamas, mi

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cuerpo entero se agitó presa de unacalentura de excitación quejumbrosa. Ylo toqué, porque palpitaba, lo toquéporque me lo reclamaba, porque teníaque hacerlo, porque era lo único quepodía hacer. Y mientras lo tocaba y lotocaba, porque me urgía y no podíahacer otra cosa, cuando menos me loesperaba, atisbé en el punto dondeaquella piel tan blanca se tornasonrosada un diminuto antojo de colorcarmesí, en forma de luna creciente.Aunque sólo vislumbré aquella marcaespectral durante cosa de unos segundos,hasta que los dedos de su marido, comonubes, me la ocultaron de nuevo, aquella

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imagen se quedó grabada a fuego en mimente, como si hubiera miradodirectamente al sol del mediodía.

Cuando, por fin, la dejó en el suelo,la obligó a girar sobre sí misma y,resollando como un perro tembloroso, lamontó desde atrás para despacharse agusto. Para mí, era un martirio; aúnentumecidos, todos los músculos metemblaban de estremecimiento, peroseguía mirando. No podía apartar losojos de aquella escena grotesca y, si mehubiera atrevido a hacer un ruido, habríasoltado una carcajada histérica. Pero,con la cara a tan sólo unas pulgadas delbiombo de mimbre, él seguía gruñendo y

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dando embestidas. El colgante con laramita de verbena se balanceaba entresus pechos y se movía al ritmo de lasacometidas. Sin apartarlos de mí, élmantenía abiertos aquellos diminutosojos negros. Pero, en aquel momento, yosólo tenía ojos para ella. Conservaba lamandíbula alzada aunque con la miradaperdida, sus gélidos ojos rebosantes delágrimas no derramadas, y en su rostrose advertían señales de aflicción, y esoque, gracias a su férrea voluntad,parecían un gesto de desafío. Ella nohacía ni un ruido, ni un solo movimiento.Como un autómata maravilloso, con lasmandíbulas apretadas, sólo miraba

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adelante, fijando sus ojos en algo que yono podía ver. Observé el bamboleo delamuleto, golpeando acompasada yligeramente contra su pecho, al ritmo deuna ancestral canción de cuna quehipnotizara al mundo y lo hiciera ir másdespacio, tac… tac… tac.

Tenía el rostro tan pegado al biomboque cualquier movimiento me habríadejado en evidencia. Traté de quedarmeaún más quieto, pero no pude evitarapenas un leve gemido, más acallado sicabe que mi respiración. De inmediato,su pupila advirtió aquel jadeoligerísimo, tan inoportuno, aquelresuello imperceptible. Y observé que

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se daba cuenta de dónde andaba, ynuestras miradas se encontraron y setrabaron a través de una de las estrechasrendijas entre dos de las tablillas demimbre. En lugar de decir nada de mipresencia, del más azul de sus ojosbrotó una lágrima. No nos engañemos:no era una lágrima de pena, desde luego,sino de rabia. Con el rostro colorado yconvulso en una mueca grotesca, éltambién me miraba. Exultante, concluyóen un arrebato de triunfo; como unbatracio, emitió un débil y ridículocrujido, y se dejó caer encima de lacama.

—¡Joder! No ha estado nada mal,

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¿verdad, pequeña? —al tiempo que,todavía jadeante, daba unas palmaditasen la cama—: Vamos, nena, túmbateaquí a mi lado. Ya sé que hoy he sido unpoco desconsiderado contigo, pero esque me sacaste de quicio. Con todo, noha estado mal, ¿no te parece? Descansaun poco. Te lo has ganado. Antes, si note importa, sé buena chica y ve a asearteun poco, cariño.

Con paso vacilante, ella se dirigió alcuarto de baño y, una vez que estuvodentro y cerró la puerta, me guiñó un ojoy me hizo un gesto con la cabezadándome a entender que saliera de lahabitación.

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Siniestras criaturas y seres no menospavorosos poblaron mis sueños aquellanoche: enanos ataviados comocortesanos, ninfas y duendes quebailaban y bebían en una grutaencantada. Entre todos, me llevaron auna cueva en cuyo extremo había unapuerta con una pequeña runa en forma deluna, una réplica exacta de aqueldiminuto antojo, que, parpadeante,refulgía. Deslicé los dedos por loscontornos de aquella espectral marcagrabada y la puerta se abrió, y los quevenían conmigo cruzaron el umbral y sedesperdigaron por el jardín. Era la hora

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bruja y aquel grupo abigarrado y conganas de jarana me siguió. Allí estabanlas tres hermanas, de espaldas a mí,sujetando y manteniendo a raya a unferoz perro infernal. Cuando sevolvieron, me fijé en sus rostros:parecían viejas hechiceras; de una enuna, las tres se acercaron a mí yululando, cacareando y echando arañaspor la boca, pusieron una moneda de oroen mis manos. Con furia, el perroescarbaba cerca de la antigua fuente. Losoltaron y corrió unos pocos metrosantes de devorar un trozo de carnepinchado en un palo; del tirón, la cuerdaque llevaba al cuello arrancó del suelo

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una raíz de mandrágora. Un gritoestremecedor taladró la noche húmeda yoscura, y me eché a temblar de los piesa la cabeza. Vi a un hombre diminuto ycon barba que, camino del dormitorio,corría por el jardín mientras aquellosdesconocidos salmodiaban:

Solo, tumbado en el suelopasé la noche, atento al

gemido de la mandrágora;por más que honda arraiga,

logré arrancarla;al cabo, el gallo cantó.

No podía hacer nada. Durante los

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cuatro días siguientes, tuve visiones yrumores de serpientes nocturnas ytinieblas incipientes poblaron missueños. Como las punzadas de una sedque nada puede saciar, lo atribuí a lasurgencias del deseo. De día, el aguijónde la calentura; la obsesión de aquelantojo en forma de luna creciente al caerla noche. Me torturaba con la imagen deaquella carne putrefacta perforándola alritmo de su talismán, compásmonstruoso que me acompañaba como elmartilleo obsesivo de un corazónhipócrita. La escena se había quedadograbada en mi mente y depositado sushuevos diabólicos en mi imaginación,

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engendrando las ensoñaciones más vilesy siniestras. Deseaba marcharme, perono tenía adónde ir y, delicado comoestaba, no podía darle un disgusto a mipadre. Así que bebí para olvidar y, paratortura de mis pesadillas, no dormí.Evité cuanto pude al señor Candau; nopodía soportar su mirada, cuando medirigía un guiño lascivo y dejabaentrever aquella lengua violácea comouna uva pasa con una sonrisa burlonaque revelaba la complicidad mássórdida. Saqué adelante mi trabajo sinmoverme del despacho y, con el ansiade poseerla, seguí observándola cuandosalía al jardín: soñaba con adentrarme

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en aquella espesura, rasgar las cortinasde terciopelo y lamer con ansia la puntadel arco de plata de Diana.

Al cuarto día, horas antes de la noche deSan Juan, por encargo suyo, una de lassolteronas se pasó por la oficina.

—De parte de la señora —me dijo,tendiéndome una cala negra, antes deañadir que esperaban que me uniese aellas en el patio para la verbena deaquella noche—. La señora leagradecería que bajase cuanto antes y laayudase a adecentar el jardín para elfestejo. El señor Candau estará fuera

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todo el día.Sólo de pensar que, después de todo

lo que había pasado, iba a estar a solascon ella, se me hizo un nudo en lagarganta; tras la cogorza de la nocheanterior, parecía que me iba a estallar lacabeza. Aspiré el perfume de la flornegra y traté de quedarme con su aroma,pero aquel olor a rancio sólo sirvió parasacarme de quicio y revivir lasimágenes que me rondaban por lacabeza. ¿De qué podría hablar con ella?¿Cómo podría mirarla sin recordar lavisión que, durante días y noches, mehabía asediado? Traté de tranquilizarme,fui al cuarto de baño y me refresqué la

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cara con agua fría antes de bajar.Cuando llegué, estaba allanando unterreno blando junto a la fuente. Sinvolverse, me hizo un gesto para que lasiguiera hasta el dormitorio.

Cerró la puerta a mi paso y meindicó que me sentase en la cama. Bajola luz sutil del atardecer, estaba máshermosa que nunca.

—Sé que mi marido te obligó ahacerlo, y que no podías decirle que no.A veces, resulta muy persuasivo. Perofuiste testigo de algo que no tenías quehaber visto, y considero que debesofrecerme algo a cambio.

Se llegó a mí y me separó las

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piernas, colocándose tan cerca que pudeoler el aroma a azucena de sus cabellos.Mi cuerpo comenzaba a reaccionar antesu proximidad; traté de estar tranquilo ysereno, pero se pegó un poco más.Arrimó una cadera, me miró a la caracon aquellos ojos de cobalto y sonrió,frotándose contra mí y percatándose demi respuesta involuntaria ante su roce.

—Me gustan los hombres altos —dijo, con ojos chispeantes. Me acercólos dedos a la boca y me besó,mordisqueándome el labio hasta quenoté el gusto de la sangre—. Te daré aelegir.

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La tarde se oscurecía por momentos y laluna se alzaba en el cielo y el patiorevestía ese aspecto inquietante delcrepúsculo: ¿qué demonios nos depararála noche? Colgamos cadenetas deluciérnagas luminosas, colocamos velasalrededor de las columnas de piedra ydel templete y, en el interior del círculode geranios rojos, levantamos una pirade ramas y leña menuda para la hoguera.Engalanamos la losa de mármol queestaba junto a la fuente con cuencos dehierbas e incienso, coca y cava para elbrindis. Al ritmo de una suerte decadencia orgánica, las hojas del jardínparecían mecerse al unísono; el sitio

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parecía más lustroso y lozano de lohabitual. De tanto en tanto, como unaespadaña, una flor negra se abría con unestremecimiento y los helechos sacudíansus hojas verdes y oscuras. En el juegode luces que esparcían las velas contralas sombras que iban a más, me dio laimpresión de que la estatua del fauno semovía y hasta pensé que se habíaacercado la flauta jubilosa a la boca.Pero, a medida que la oscuridad seagrandaba, más se dejaban sentir lasdiminutas chispas de pánico que meabrasaban el estómago. Sin que le oyerallegar, el señor Candau se me acercópor detrás y me dio una palmada tan

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fuerte en la espalda que sufrí un accesode tos.

—Vamos a tomar algo, muchacho.Parece que lo necesitas.

—Toma, Marcelo. Es una infusiónque he preparado para la verbena. Tomaalgo tú también, Guillem. Seguro que tesentará bien.

—Lydia, cariño, sabes lo poco queme gustan esas pócimas tuyas. Necesitoun poco de alcohol de verdad. El día hasido largo.

—Y alcohol lleva, querido. Peroantes, si tienes la bondad, celebremos laluna del solsticio de verano, esa quealgunos llaman también luna de miel

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porque es cuando los colmenerosrecogen el fruto de su esfuerzo. Pobresabejitas: todo el año trabajando paraamasar su fortuna y, de repente,aparecen los colmeneros y se laarrebatan.

Al principio, la idea de beber aquelbrebaje me puso nervioso, pero sabíaque no me quedaba otra salida. Midestino había quedado sellado cuandoaccedí a contemplar cosas que no debíaver. Así que me lo tomé de una sentada yesperé. Lo que empezó como uncosquilleo en la base de la columnavertebral fue volviéndose cada vez másintenso hasta que noté un zumbido

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delicioso en las orejas y todo revistió elaspecto de una ensoñación. Me parecióque estaba flotando, como si mi cráneono pudiera contenerme y subiese cadavez más arriba. Luego, satisfecho dehaberme desprendido de mi envolturamortal, me vi a mí mismo desde lo alto.Me sentí libre y feliz al contemplar mipropio autómata moviéndose más abajopor el jardín.

Cuando se fue al suelo, reparé en losojos de pasmo que puso el señor Candaual caer en la cuenta de que algo terriblele había pasado: la mente había perdidoel control del cuerpo, y este se ibaparalizando poco a poco. Incapaz de

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articular palabra, cayó de rodillas, antesde rodar por el suelo. Dejó, por fin, deretorcerse y se quedó mirando a lo alto,a las pecas parpadeantes que jalonabanel cielo nocturno. En un postrer afán,alzó una mano como si tratase de atraparla luna creciente en lo alto, como sitratase de encontrar un punto de apoyo ylevantarse del suelo. Pero, como unatrágica máscara mortuoria, la cara se lecontrajo en un gesto de terror y, seca, lamano se le cayó a un lado.

Lydia y las hermanas Furest loarrastraron hasta la fuente y aguardarona que la oscuridad se enseñorease delpatio, a que concluyesen los estallidos

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de los petardos de los niños queandaban por la calle antes de los fuegosartificiales —candelas romanas y ruedasde fuego—, anuncio de que el culto delos mayores había comenzado. El airede la noche se llenó de estelas y silbidosy explosiones estruendosas que enviabannubes turbulentas de humo acre a laatmósfera. Lydia llamó al perro para queno se moviera del patio y no se asustasecon tanto bullicio y, al instante, seacercó al señor Candau, que yacíadesmadejado en el jardín, comooliéndole los dedos y mordisqueándosela entrepierna. Lydia se hizo con unestilete y me lo pasó.

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—Ha llegado la hora. Primero, lamano izquierda, como te dije.

Me vi a mí mismo rajándole de unsolo y ligero corte la muñeca extendida,tal como me habían enseñado lassolteronas. Me pareció como coser ycantar. Recogieron su humor vital en unrecipiente de plata y lo arrojaron alestanque donde, entre gorgoritos, unanube roja y espesa tiñó el agua. Le hiceun corte en la otra muñeca, y también losangraron por aquel lado. Luego,procedieron a desnudar a Marcelo, ylavaron y ungieron su cadáver con aguade la fuente. La noche era calurosa, ysentí una comezón en el cuero cabelludo

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tanto de nervios por lo que habíamoshecho como por los efectos de la pócimade Lydia, pero me invadió una pazextraordinaria. Como si toda mi vidahubiese apuntado a ese momento y nootra fuera mi heredad; aquel era mi sitioy eso era lo que tenía que hacer parareclamarlo. Andando, me acerqué alestanque para lavarme las manos; alprincipio, no reconocía mi propiaimagen, como si fuera otro quien meestuviese mirando, y me asusté. Fue sóloun momento. Sonreí a aquel espectro demí mismo y, decidido, me hice con elhacha, me di media vuelta y, de un sologolpe seco, le tajé la mano izquierda.

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Alguna vez me gustaría volver a veruna hoguera como la que prendimosaquella noche. Sus llamas ascendíanvoraces a la altura de la segunda plantadel palacete. Los cinco nos pasamos lanoche dedicados a la tarea de trocear aMarcelo y, de uno en uno, arrojamos lostrozos a las llamas de aquellas hierbasque perfumaban el aire nocturno, hastaque sólo quedaron cenizas y algunoshuesos que trituramos. Al poco de lamedianoche, comencé a volver en mí denuevo: la sangre corría por misextremidades, inundando los dedos demis manos y de mis pies, de mis labios,tiñéndome hasta la entrepierna, y retorné

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a la vida. Lydia no había dejado demirarme y aguardaba. Cuando reparó enla cara que ponía, despidió a lassolteronas y me inició en los ritos de sujardín.

Hoy, cuando oigo las tres campanadasde Rius i Taulet que me recuerdan quedebo yacer con esa criatura que es ahorami mujer, procuro detenerme un instantey quedarme un rato junto al estanque.Cosa de un momento, contemplo la calanegra, más fuerte cada día, gracias tansólo a las cenizas de aquella hoguera delsolsticio de verano. La riego con mimo

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exagerado y retiro las malas hierbas queamenazan la lozanía de nuestra siniestraprenda. Y nunca me olvido de inclinar lacabeza y guardar un momento desilencio para darle las gracias por todolo que me ha regalado.

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El delgadoencanto dela mujer

china

Raúl Argemí

El secreto de una gran ciudad, pongamosBarcelona, es que son muchas ciudades,yuxtapuestas, alentando lado a lado,pero con pocos puntos de contacto. Sepuede ser uno en cualquiera de losmundos paralelos y, con cruzar la calle,

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ya se puede ser otro, distinto y libre dela identidad anterior.

Sólo que hay gente que nacióinconfundible y, entonces, los habitantesde cada uno de esos mundos loreconocen con el mismo nombre, alias oapelativo, al tiempo que ignoran que, aotras horas, con otra gente, es igual,pero distinto.

Eso es lo que sucedió con Delgado.Tenía una habilidad no premeditada,animal, para cambiar de cuerda y quecada una de las ciudades, a menudoirreconciliables, lo asumiera comopropio.

La historia de Delgado dio para

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menos de una semana de notaspoliciales, cada vez más cortas, hastaperderse en la velocidad de los días deese verano húmedo y sofocante. Pero nofui el único que pensó que las«barcelonas» de los prostíbulos, losturistas japoneses, los camarerossudamericanos y los yonqui de todaspartes, para nombrar sólo unas pocas,podían ser un campo de caza en el quebestias y cazadores se mataran sin quehubiera manera de impedirlo.

Por cierto, hay tres oficios quefacilitan el salto de una de las ciudadesa otra cualquiera: policía, músico operiodista. Mi coartada es que soy

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periodista.Fue un lunes cuando supe por

primera vez de Delgado, o «ElDelgado».

Era temprano, o muy tarde,relatividad propia de las realidadesyuxtapuestas, y llegaba solo, porquePaty, mi novia de a ratos, me habíaperdido por el camino, tal vez tentadapor una propuesta mejor. Ella tambiéntiene la coartada de que es periodista.

Tuve que esperar un rato. En elClavié, el after hours que, como todos,simula estar cerrado, tardaron enresponder a mis golpes en la puerta.

Dentro el tiempo se detenía. El

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frescor del aire acondicionado, las lucessuaves y el sonido del piano queacompañaba a los asistentes hacían queel mundo quedara lejos. Los clienteseran o se parecían a los de siempre. Lamezcla propia de un after, uniformadapor el alcohol a la mano, charlando sinprisa o berreando clásicos populares,cualquier cosa antes que volver a casa.

Y bien, ese lunes vi por primera veza Delgado. Era imposible no verlo, casitan grande como el piano donde apoyabaun codo y con una camisa amarilla.Sonreía y cabeceaba al ritmo de lamúsica.

Cavalcanti, que recala allí cada

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noche con la religiosidad de unpenitente, cantaba un tango meloso,acompañado por dos amigascircunstanciales, maduras para todo.

Cavalcanti me vio entrar y, en mediodel temblequear de mandíbula que leprocuraba un vibratto de oveja, guiñó unojo y cabeceó una cita para las mesasque están un par de escalones más abajoque el piano y los cantantes.

Me había tomado afición desde quesupo que era periodista y estabajuntando material, personajes de lanoche de Barcelona, para un futurolibro. En rigor, no tenía trabajo fijo y lodisimulaba con utopías.

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El antiguo cantor de tangos aterrizóen la mesa invitando a whisky. Con ungesto arrimó a Delgado y dejó que sesumaran sus dos amigas. Me miraron,nos miramos, y nos descartamos rápido.

El hombre me dio una mano grandecomo un remo, sin triturarme los dedos,y se sentó en uno de los sillonescarmesí, murmurando un saludo que nollegué a entender.

Cavalcanti estaba, como decostumbre, duro de cocaína. Ese era suprincipal encanto con las mujeres:siempre disponía de mucha cocaína, yera generoso. Pero las amigas habíandecidido cambiar de palo y

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aprovecharon la mesa para armar uncigarrillo con hachís.

Cavalcanti me sonrió con un costadode la boca, como Gardel, y dijo:

—Hay que perdonarlas. Todavía sepermiten cosas de jóvenes, de jipis.

Tuve tiempo de asentir y hacerle unavisita al whisky, antes de que Cavalcantidijera, en su lengua mestiza de argentinoy español:

—Este hombre, así como lo ves,tiene un pasado que no te puedes perder,muchacho.

Observé un instante a Delgado y nopude imaginarme nada que no fuerancircos de lucha libre. Por supuesto, di

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por bueno que Delgado era su apellido.Después, cuando apareció en los

diarios, uno de los puntos oscuros fuecómo se llamaba. Para lo que importaahora, es suficiente saber que todos lollamaban Delgado, y cuando se referíana él en ausencia: «El Delgado».

Como suele suceder, el apodo nohacía referencia a su presencia física.Era una mole alta y ancha, con tantomúsculo como grasa. Una mole demovimientos lentos en la que destacabansu sonrisa fija, no importaba lo quesucediera, y una alfombra de pelo pajizoy erecto que le coronaba la cabeza.Entre la sonrisa y el pelo, dos ojos

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diminutos, como alfileres azules, quesiempre parecían de otra persona; dealguien que espiaba desde el interior desu cuerpo, esperando el momento justopara hacer quién sabe qué.

Delgado tenía eso. A primera vistadaba para la risa. Un gigante torpe, untipo que podía estarse ahí, sin beber ysin fumar, toda una noche, riendo de lashistorias que contaban otros, aunqueesos otros tuvieran la certeza de que nohabía entendido nada.

Inofensivo.Inofensivo hasta que, en medio de

cualquier silencio, pronunciaba la únicafrase que se salvaba, apenas, de su

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castellano masticado, lleno de ecosraros, que algunos creían bosnios ymoldavos y daneses y de la gitaneríabúlgara, cuando no argot mezclado demarinero sin barco.

Estiraba un poco más la sonrisa,miraba el techo con los alfileres azules ydecía:

—Ah… el delgado encanto de lamujer china.

Por esa frase lo llamaban Delgado.Porque entonces, cuando bajaba los ojosy a través de los párpados carnosos nosespiaba el loco que guardabaagazapado, el silencio se ponía espeso,hasta que alguien perdía los nervios y

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hablaba atropelladamente o proponíacantar.

Así sucedió en ese primer encuentro.Por unos minutos el porro de hachís ylas carcajadas sin ganas circularon porel grupo como si hubiera prisa, como sialguien jadeara detrás de los que huyen.

En la hora siguiente Cavalcantiquiso convencerme de que ese hombreera veterano de la guerra de Vietnam,una de las dos amigas intentó unacercamiento a Delgado, y la otra sebajó cuatro whiskies sin acusar elefecto. Muy propio del Clavié. Lasmujeres que cierran su noche allí sonunas señoras. Pueden estar borrachas

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hasta la agonía, pero no se les nota. Sontan señoras que si tienen que vomitar lohacen en privado.

—Este hombre, así como lo ves, esun héroe de guerra, muchacho.

Cavalcanti le decía a todo el mundo«muchacho», el argentinísimo «pibe» o«mi viejo», porque hacía tiempo que norecordaba el nombre de nadie, y de esamanera evitaba pisar en falso.

—Cavalcanti, eso es imposible.Cuando terminó la guerra de Vietnameste hombre no había nacido, o estaba enpañales.

—¿Estás loco, pibe? ¡Si fue ayernomás! Yo ya había dejado la orquesta y

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estaba asociado con unos colombianos.Miami, Las Vegas, Cali, Medellín…¡Nos dábamos cada biaba!

—¿Transaban drogas?—¡No, pibe, no! ¿Qué te pensaste?

¡Música! Importábamos estrellastropicalísimas, les abríamos camino.Cada hembra que me acuerdo y mequiero morir. La papa no era parte delnegocio, era puro placer. Venga, date untoque…

Dijo, y me pasó sin mucho disimulouna papelina.

—Cavalcanti —le recordé, antes demarchar en busca de los baños—,pasaron más de treinta años desde

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Vietnam, si todavía te quedara cabeza tedarías cuenta.

Cuando regresé, maldiciendo a losque cortan con cal de la pared, porquequema la nariz, el viejo cantor se mirabatres dedos de la mano como si fueranajenos, la amiga borracha continuabaelegantemente catatónica y la otra noparaba de susurrar vaya a saber qué enla oreja de Delgado, que sólo sonreía.

Cavalcanti, cuando le quisedevolver la papelina, me mostró los tresdedos y su generosidad:

—Te la puedes quedar —dijo—,tengo más. Me estoy haciendo viejo,muchacho. Tres décadas. ¿Te das

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cuenta? Si es para morirse…—Esta noche no, Cavalcanti, no

estoy para velorios.La risa de Cavalcanti era tan

disparatada como su noción del paso deltiempo. Puramente operística.

Se secó una lágrima y, con el efectode los últimos whiskies a la vista,desapareció en dirección al baño.

Era tarde. Lo sabía porque a ciertahora empiezo a ver todo a través del ojode buey de un submarino, debajo delmar. A esa hora del cansancio y el sueñoacumulado sé, y por eso nunca hago laprueba, que si estiro una mano paratocar a alguien mis dedos chocarán

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contra el cristal.Cavalcanti volvió renovado y con

una pátina de polvo blanco en losagujeros de la nariz.

—Tenías razón —dijo, enfático—.Fue en la guerra del Golfo.

—¿Qué?—Que Delgado fue condecorado en

la guerra del Golfo.—Me niego, no tiene sentido: «el

Delgado» no es americano, ¿qué coño sele perdió en el Golfo?

No me contestó, pero se bebió elwhisky de un trago y levantó variosdedos pidiendo otra vuelta para todos.Después dijo:

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—Nene… ¡eh, grandote! ¡A vos tehablo, sorderas! Muéstrale los brazos aeste uruguayo de mierda, que no mecree.

El Delgado tardó un momento enentender lo que le pedía, pero al fin searremangó la camisa y estiró los brazosapoyando las manos sobre la mesa.

Estaban salpicados de cicatrices,demasiado irregulares para ser deviruela.

—Agujas, astillas de madera y vayaa saber cuánta mierda más —precisóCavalcanti—. Lo torturaron los turcos.

Durante un minuto largo Delgado seestuvo en la misma posición,

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clavándome los ojitos azules como siesperara algo, tal vez una felicitación, ouna palabra de aliento, hasta que se bajólas mangas y volvió a parapetarse trassu sonrisa.

No dije nada, porque descubrí aCavalcanti haciendo gestos de pescadoque boquea, y pensé que al fin le habíadado la pataleta ganada con tantavocación por la cocaína. Pero estabaequivocado, porque Delgado respondióensanchando la sonrisa y masticando elaire como un tiburón de Disney. Teníatodos los dientes postizos, y ladentadura de arriba daba saltos sobre lade abajo con ruido de castañuelas,

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descubriendo unas encías azulesbrillantes de baba.

—Le bajaron todos los dientes apatadas. ¿Qué te parece?

No pude decirle lo que me parecíaporque, de golpe, todos los tragos y eltabaco de la noche me desquiciaron elestómago y una náusea fría me dijo quetenía que partir, si no quería revolcarmecomo un perro envenenado.

Tambaleando salí del Clavié. Fuerabrillaba el sol, prometiendosancocharnos a todos.

Algunos días más tarde, Paty, miesporádica amante cuando no tenía nadamejor que hacer, me pidió que la

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acompañara. Le habían hecho llegar unainformación fea, y el lugar donde debíacomprobarla también era feo. Paty escapaz de meterse en un hormiguero, asíque me preparé para lo peor.

La cita era un «piso patera» enPoblenou, un barrio de asentamientoindustrial hasta que las fábricas semudaron dejando atrás cascaronesvacíos. Luego, con la llegada deinmigrantes ilegales de medio mundo,los escombros se reciclaron enviviendas de a ocho o diez personas porhabitación. Un buen negocio para unospocos.

En los «pisos patera» la gente no se

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mezcla, y nos había tocado uno denegros.

Había un olor que Chester Himeshubiera deseado para sus novelas sobreHarlem. Una mezcla caliente ypantanosa de comidas pasadas, ropa sinlavar y vida en forma primaria. Lasventanas, que daban a un patio interior,estaban tapiadas con cartones.

Es un chiste de mal gusto decir quees difícil ver a un negro en la oscuridad,pero ese era el problema. El hombre quecuando llegamos hizo un gesto queprovocó un desfile africano y vació elpiso, hablaba en voz baja y no hacíaademanes. Costaba saber cuándo mentía.

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—Señora —dijo—, han queridoasesinar a una de nuestras hermanas. Laviolaron, la torturaron y laestrangularon. Quisieron matarla, perosobrevivió. Es un crimen racista, y ustedtiene que ayudarnos.

—¿Puedo hablar con la chica? —pidió Paty.

El hombre se tomó un tiempo parapensarlo, y yo encendí un cigarrillo paraverle la cara a la luz de la llama. Teníaalgo más de treinta años, y nos mirabacon ojos fríos, despreciativos. El sudorle hacía brillar la piel.

—Tal vez usted lo consiga. Porqueno habla con nadie.

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Se levantó y abrió una puerta.Alcancé a ver una sombra pequeñasobre uno de los varios colchonestirados en el suelo, antes de que miamiga cerrara.

—¿Dónde la atacaron? —pregunté,por decir algo.

—Cerca de Paral·lel, en la plaza delas tres chimeneas.

—Es un lugar muy transitado…Se removió inquieto, como si hablar

conmigo fuera una pérdida de tiempo,pero volví a la carga. La relación con miamiga se había enfriado en los últimostiempos y necesitaba sumar puntos.

—No sé por qué se me ocurre que

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usted sabe quién la atacó.—Tal vez…—¿Hicieron la denuncia?Silencio para una pregunta idiota. Un

inmigrante ilegal nunca recurre a lapolicía.

—¿Por qué no nos da alguna pista?Me comprometo a dejarlo afuera decualquier investigación que se produzca.

—Hay uno que duerme en la parte deatrás de la compañía de electricidad,junto a la plaza de las tres chimeneas.¿Conoce el sitio?

—Son unos cuantos los que usan eselugar como dormitorio…

—Basura blanca —dictaminó con

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rotundidad, y tenía razón; entre los sintecho que deambulaban por allí no habíanegros—. Fue uno de ellos. El queparece alemán. Uno muy grande, queduerme en un saco camuflado.

—¿Algún nombre?—Pregunte por el Delgado. No le

voy a decir más.Cumplió, y yo también cerré el pico.

Encendí otro cigarrillo, porque en eseconcierto de oscuridades la brasa rojaera algo de que agarrarme, y me hundíen el olor a cocodrilos y rencor.

Fue entonces cuando Paty salió de lahabitación y, tras un intercambiobrevísimo y áspero de promesas y

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teléfonos, salimos a la calle.Caminaba como si quisiera batir

algún récord de velocidad.—El negro dice que la atacaron

cerca de las tres chimeneas, ahí porParal·lel. ¿Ese barrio todavía esMontjuïc, verdad? —pregunté.

—¡Mierda, mierda, mierda!—¿Qué pasa? ¿Qué averiguaste?—¡Que ese tío miente como un

cabrón!—¿Por qué va a mentir?—¡Porque se cuida el culo! ¡Porque

es un explotador de putas!—Ah… la chica es prostituta.—Ay… qué cursis sois los

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argentinos, tenéis que decir «prostituta».—Primero, soy uruguayo, y segundo,

no la tomes conmigo, que le tiré de lalengua y algo pude sacarle.

Me miró como para fusilarme, yluego largó la información con su mejortono para subnormales.

La habían atacado dos hombres,porque se había metido en el territoriode las rusas, el exterior del estadio delFútbol Club Barcelona, y la habíansubido a un coche. No les costó nadaporque la chiquita, que no pesaba másde cincuenta kilos, no podía hacerlesresistencia.

—¿Sabes cuántos años tiene?

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¡Catorce! Ese cabrón macarra, o sussocios, la trajeron de Guinea conpapeles falsos y la pusieron a putear.

—¿Y por qué me dijo que fue en laplaza de las tres chimeneas?

—¡A mí qué coño me importa lo quedijo! ¿Por qué no vuelves y le preguntaspor qué miente? ¡Cabrón! La violaron, laestrangularon, la dejaron por muerta…¡y tú te preguntas por qué te miente unputo macarra! ¡Gilipollas!

—Pero…—¡Es una niña! ¿Entiendes? ¡Es una

niña!Quise argumentar, pero Paty hizo una

seña, abrió la puerta del taxi y me dejó

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mirando cómo se iba. No sé cómo lohace, yo jamás tengo tanta suerte con lostaxis.

Algunos días más tarde hubo unallamada anónima. Entre los escombrosde un edificio de Poblenou había unmuerto. Una muerta.

Era una mujer china, muy joven.Antes de estrangularla la habíantorturado. La vagina y el anodesgarrados apuntaban a un crimensexual, pero la policía temía algo peor yse había cerrado en bloque. No queríanpensar en venganzas mafiosas.

El fantasma de la inmigración delEste alimentaba esa paranoia. Rusos,

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chechenos, serbios o bosnios, llegabancon la marca de la guerra, y sus métodoseran especialmente violentos.

No le hacían asco a nada y loschinos eran competidores en todos losrubros, menos en la explotación demendigos, monopolizada por losrumanos; tal vez porque en Europa nadiese tomaría en serio a un pordioserochino.

Pero yo había sumado dos más dos yme daba la pesada figura del Delgado.

La muerta había sido encontrada apoca distancia de donde el macarranegro me lo había señalado comosospechoso. Además, que fuera oriental

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me lo trajo a la memoria en el Clavié,diciendo con su cara de loco aquellacríptica frase sobre el delgado encantode la mujer china.

En el soplo del negro había algo.Una nota periodística que se podíavender bien, o una informaciónnegociable.

Avanzada la mañana me acerqué a laplaza de las tres chimeneas, allí dondeel barrio que se extiende al pie deMontjuïc se confunde con el Paral·lel delos teatros porno y una antigua memoriade pecado.

Ni los aviadores fascistas queapuntaban sus bombas contra las tres

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chimeneas en la guerra civil, podríanreconocer ya ese sitio. Cada día se llenacon patinadores de skate de todaEuropa. Si a veces falta alguno, nadiepodría darse cuenta.

Como compensación de tantochirrido de ruedas, de tanto desplieguede velocidad en una sopa calurosa,también copan la plaza los paquistaníes,con sus palas y sus pelotas de críquet.

Pero a mí me interesaban loshomeless, los que duermen cada nochepegados al edificio de la eléctrica.

Sólo quedaban dos. Una mujer muyborracha que reía sin dientes y unhombre casi enano, tan sucio como ella,

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que intentaba comprar sus favores contres latas de cerveza.

Del supuesto «alemán» ni rastro.Podía haber sido el ocupante nocturnode cualquiera de los cartones tendidosentre las columnas como camasprecarias. Para preguntar sólo mequedaban esos dos.

Me acerqué, y el hombre adelantó unpecho de pollo tuberculoso, por siquería disputarle los piojos de suJulieta. Depusieron la desconfianzacuando les tendí algo de dinero. Ellaarrebató los billetes con una mirada deferocidad hacia su galán y se los metióen las bragas.

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De todas las mentiras que dijerontratando de dar con la que aflojara unoseuros más, pude sacar poco. Ladescripción del supuesto alemáncoincidía bastante con Delgado, perohacía tiempo que lo habían perdido devista.

No tenía prisa por llegar a ningúnsitio, y el espectáculo de los morenospaquistaníes jugando un juego tanbritánico era una buena excusa parasentarme a la sombra.

Llevaba un rato aburriéndome conlos batazos de los antiguos colonizados,cuando se me acercó un moro flaco convarias latas de cerveza en una bolsa

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transpirada. Le compré una, y enseguidame ofreció hachís y cocaína.

Dije que no, porque nunca comproen la calle, pero no se fue, se quedó allísonriendo sólo con la boca.

—¿Qué pasa? —dije.—Si me dice, tal vez tengo de lo que

busca.Estaba por mandarlo a la mierda,

pero entonces pensé que el flaco mehabía visto hablar con la pareja, y talvez mantenía cierto control sobre suzona.

—El Delgado. ¿Qué se sabe delDelgado?

—¿Una cerveza?

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Entendí y le pasé unos billetes porvalor de cinco latas, para que el tipo nome diera nada. Sólo un gesto de lacabeza en dirección incierta y elcomentario:

—Dicen que se fue para arriba.Me volvió la espalda y se alejó,

cómodo en su ronda en busca declientes.

En ese momento estuve convencidode que me tomaba el pelo. Que me decíaque Delgado se había ido al cielo, conlos angelitos. Tardé un tiempo en darmecuenta de que estaba equivocado.

Durante un par de semanas trabajéhaciendo prensa para un festival de

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música étnica, y me olvidé de Delgado.Ni siquiera me acordé de él cuando enlos diarios salió el crimen de la rusita.

No era joven, pero sí muy pequeña,con cuerpo de niña; y la habíanencontrado en la playa de laBarceloneta. Bien a la vista. Como unmensaje para alguien. Violada yestrangulada. No hubo manera deidentificarla, pero por el tipo físicoparecía de la periferia de la extinguidaUnión Soviética, allí donde tienen tantode eslavos como de mongoles: pelorubio, pómulos altos y los ojos grisescon un sesgo oriental.

No se me ocurrió pensar en Delgado

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hasta que una madrugada la inercia mellevó hasta el Clavié.

Junto al piano, un par de ellos sedesgañitaban cantando «¡estranyerindenai…!», y Paty, a quien no esperabaencontrar, liquidaba su cuarto gin-toniccon los ojos empañados de lágrimas.

—Los hombres sois unos hijos deputa —dijo, haciéndome una señacariñosa para que me sentara a su lado.

Estaba de humor tormentoso. Por latarde había entrevistado al padre y loshermanos de una chica desaparecidadías antes. Argelinos musulmanes, decostumbres estrictas, que penaban sinnoticias de la muchacha y que se

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cargaban de una rabia temible hora trashora.

—Tienes que haber visto las fotos,los carteles, están pegados en las farolas—continuó.

—Se habrá ido con alguno —sugerí.—O en este mismo momento la están

violando veinte machos de mierda —afirmó, escandiendo cada sílaba paraque me entrara en la cabeza—. ¿Sabesque sucederá si encuentran al culpable?

—¿Lo van a cortar en pedacitos?—Cariño… —declaró Paty con ojos

turbios de alcohol, lágrimas y desprecio—, odiará a su madre por haberloparido.

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Pedía para mí un ron con cola, que aesas horas recarga las baterías, cuandosentí que me abrazaban y la voz deCavalcanti:

—A vos te quería ver. Te invito conlo que quieras y hablamos de negocios.

—Viejo, estoy con mi novia. ¿Porqué no lo dejamos para otro día?

El que fuera cantor de tangos arrugóla nariz y con su sonrisa de épocasgloriosas, hizo una reverencia a la Paty:

—Muy señora mía, embeleso deCupido y otros dioses con buen gusto,¿me permite que le robe a su galánapenas unos minutos?

Paty sonrió de oreja a oreja, porque,

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curiosamente, sintonizaba de maravillascon Cavalcanti, y dijo:

—Caballero de la noble figura, si selo lleva y lo pierde en alguna batalla,esta dama le estaría eternamenteagradecida.

Con lo que no me quedó otroremedio que seguirlo hasta un rincón ytomarme su whisky mientras oía comosin oír:

—¡Qué mujer, pibe, qué mujer!¿Sabes qué te digo? No te la mereces.

—Cavalcanti, no me provoques.¿Qué negocio raro vas a proponerme?

—¿Te acuerdas de Delgado?—¿Cuál, el héroe de Vietnam

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torturado en la guerra del Golfo?Por un momento el payaso nocturnal

y tanguero desapareció, y me sentíobservado por una mirada que atesorabatal vez algunos muertos.

—Pibe, no vas a aprender nunca. Enla noche hay que creer todo lo que secuenta. El que indaga es policía o algopeor. No te guíes por las apariencias.Yo paso por boludo, porque los vivosestán para perder. Pero no me hagasdecir que el boludo eres tú y que todavíano te enteraste.

—Si tengo que aguantar lecciones defilosofía, al menos págame otro whisky.

—Es justo —convino, y con uno de

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sus gestos convocó un par de copasdobles antes de decir:

—No sé si en estos días teencontraste con el Delgado.

—¿Por qué tenía que hacerlo?—Tener… tener, no tenías nada.

Pero, como tu chica me contó queestuvieron en un «aguantadero» africano,en una de esas te lo encontraste.Delgado es como Dios, se te aparece encualquier sitio, le da igual que seanyonquis o carmelitas descalzas.

—Ya me di cuenta. Un negro me dijoque dormía bajo las tres chimeneas y unmoro que se había ido al cielo… ¿Porqué te preocupa Delgado?

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—Si me acompañas te cuento —respondió, y arrancó con su trote deperro hacia los baños.

Hizo tres rayas sobre el lavabo, ycuando se metió dos fue más explícito.

—Los rusos se la tienen jurada, y yome tengo que llevar bien con los rusos,¿captas la idea?

Me encogí de hombros mientras meinclinaba sobre el lavabo.

—Parece que trabajaba de «pesado»en un putiferio. A veces los clientes…ya se sabe, se pasan un poco y hay quecalmarlos.

—Me imaginé que repartíatrompadas en algún sitio.

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—Algo así. El problema es que seenamoró de la estrellita de los rusos.Una piba que fue campeona olímpica enparalelas. Ya sabes, de esas que hacenvolteretas como si se cagaran en la leyde gravedad.

—¿Y?—Nada. Que la chica ya era mayor,

pero seguía siendo menudita como sitodavía fuera a la escuela. O sea. ¡Quéte voy a explicar! Algunos se dejabanuna fortuna por meterse en la cama conuna escolar.

—Ya, y la bestia se rindió antes susdelgados encantos…

—Más, dicen que el imbécil se la

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robó a los rusos, y los tipos están quearden.

No sé si fue por la cocaína o por elinstinto, pero de pronto supe:

—Cavalcanti, me estás haciendo uncuento chino. Por tu descripción esa esla rusita que apareció muerta en laplaya, violada y estrangulada.

Me miró con ojos duros:—¿Y qué si es esa? Los rusos

buscan a Delgado, y yo se lo voy a dar.—¿El grandote se la cargó?—El grandote tiene una obsesión

con las mujeres flaquitas y con ojosorientales.

—No es suficiente.

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—¿Desde cuándo eres juez?—¿Yo qué gano?—Ahora nos entendemos —dijo, y

mencionó una suma que para misbolsillos sedientos era exorbitante.

—Te voy a ser sincero, Cavalcanti:lo voy a buscar, pero no quiero sabernada con los rusos.

—Eso es ser razonable.—Lo voy a buscar, pero, cuando

sepa dónde está, ¿qué hago?Seguramente sabía cómo iba a

terminar esa conversación, porque metióla mano y sacó una tarjeta con unnúmero de teléfono.

—Me vas a encontrar a cualquier

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hora del día. Me dices dónde está y teolvidas. Esta conversación no existiónunca.

—¿Por eso sólo me van a pagar?—Lo juro por mi santa madrecita.

Más te digo, para que veas que no tehago el cuento, el dinero lo pongo yo.Tengo algunos negocios con los rusos yno quiero joder la relación. Hay que sergeneroso en las inversiones para que lasmoneditas se multipliquen.

—Cavalcanti… —dije,sinceramente—, nunca me resultaste tansospechoso como ahora.

—Muchacho —me contestó, conpiedad—, cualquiera que llega a viejo

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es sospechoso. Creía que ya lo sabías.Tuvimos que interrumpir la

conversación porque Paty se nos sumóun instante y, antes de perderse rumbo ala calle, puso ante mi mano unaservilleta con un número de teléfonogarrapateado y una foto que seguramentehabía arrancado de la pared:

—Los argelinos que buscan a suniña perdida ofrecen una recompensa.Yo no traicionaría a nadie, perovosotros sois de otra madera. Apuntan aun gigante con cara de gilipollas que meparece que es amigo vuestro. Si sabéisdónde está… yo no quiero enterarme.

La muchacha de la foto también tenía

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los ojos rasgados.Recogí el número, sólo para ver

como Cavalcanti me guiñaba un ojo ymovía la cabeza en una negación, altiempo que se señalaba el pecho con elpulgar:

—Primero yo —dijo.Fue en ese momento en que recordé

al flaco vendedor de cerveza fría, hachísy cocaína bajo las tres chimeneas. Poreso a la mañana siguiente retornaba a laplaza donde ruedan los skaters de mediaEuropa, y el flaco no tardó en aparecer.

Repetí la pregunta y doblé elsoborno, para recibir la misma respuestay un gesto que apuntaba a Montjuïc.

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Entonces entendí que no se refería alcielo cuando dijo: «Se fue para arriba»,y me quedé mirando la falda de lamontaña que crecía verde un poco pordetrás de los edificios.

El Monte de los Judíos tiene, en lacima, un fuerte militar donde se sacanfotos los turistas, y laderas cerradas enárboles y arbustos. Laderas que desdesiempre son refugio improvisado dedrogadictos e inmigrantes más pobresque las ratas. De tanto en tanto la policíahace una redada y los corre, pero losrefugios vuelven a aparecer, comohongos después de la lluvia.

Dejé atrás la civilización y trepé

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jugado a mi suerte. Nunca había estadoallí, y mi otro yo me decía que entrabadonde anida la rabia.

Estaba transpirado y con las rodillashechas polvo, cuando tropecé con unalbergue montado con plástico debolsas, telas rescatadas de la basura yramas burdamente entrelazadas.

No sé cuántos había bajo ese techo,pero el olor a suciedad vieja, a cuerpossin bañar, ahogaba toda respiración.

Apenas hablaban español y,superada la primera sorpresa, meofrecieron por poco dinero los favoresde una niña que, con suerte, tenía doceaños. Ante mi negativa le bajaron los

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pantalones al niño de ocho, pero al vermi gesto de asco se conformaron conpedirme cigarrillos.

Perdido por perdido seguí subiendo.¿Cómo iba a encontrar a Delgado, si eraimposible saber si los refugios eranpocos o muchos? Arboles y accidentesdel terreno me los ocultaban, ytropezaba con ellos sin tiempo paraprecauciones. Pronto me di cuenta deque si no abandonaba me darían unapuñalada.

No lo hubiera logrado nunca a no serpor el hombre calmo.

Lo llamé de esa manera porque,desde el momento en que se materializó

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en el verde de las malezas, me dio laimpresión de que estaba más allá delbien y del mal.

—¿Puedo ayudarlo? —dijo—. Estelugar puede ser muy desagradable paralas visitas inesperadas.

Lo observé y me dejó hacer. Nosonreía, pero sus ojos autorizaban lainspección y empujaban a confiar. Esofue lo que hice.

—Estoy buscando a un hombre quese ha metido en un lío gordo. Si loencuentro a tiempo tal vez sirva de algo.

El hombre calmo tenía labios finos,de monje, y un leve acento extranjeroque no lograba precisar.

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—¿Sabe cómo se llama?—Le dicen Delgado, o el Delgado.El hombre cabeceó un asentimiento:—Sé quién es. Aquí conozco a todo

el mundo… y me ocupo de que losproblemas de uno no hundan al resto;pero aún no me ha dicho nada quejustifique que lo ayude.

—Hay una «morita», argelina, quese fugó de la casa y puede que la hayanvisto con él. Musulmanes argelinos, yame entiende.

—Sí, lo entiendo… Se ha metido enun lío de lo peor, el paisano.

—¿Usted es…?—Pongamos que de algún sitio de

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los Balcanes, que cambia de nombre acada rato. Sígame —dijo, y comenzó asubir la ladera.

Avanzaba rápidamente, con laeconomía de movimientos de los tigres,o a los soldados.

Intenté un par de preguntas, pero susilencio y el jadeo de mis pulmones meacallaron enseguida.

El refugio de Delgado era una tiendade campaña, verde, de los rezagos delejército.

El hombre calmo la abrió como sipara él no fuera necesario anunciarse yentramos agachando la cabeza.

La chica, la morita, estaba

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preparando té en un hornillo de alcoholy nos miró muerta de miedo.

Delgado no hizo ningún gesto, ysiguió sentado sobre un saco de dormircamuflado. Se me hizo evidente queconfiaba en el hombre calmo, y que en latienda sólo podía caber sentado oacostado.

Entonces el hombre calmo se pusoen cuclillas y comenzó a hablar en unalengua que me resultaba ininteligible,con la cadencia adormecedora de losdomadores de fieras.

Habló un rato largo, y pude vercomo la cara de Delgado se inundaba depena. Hasta que los diminutos ojos

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azules se le llenaron de lágrimas,cuando hizo un esfuerzo por explicarse,señalando a la chica con un gestocansado. Fueron dos o tres frasesbreves, entrecortadas, pero suficientespara que el hombre calmo inclinara lacabeza como si necesitara reflexionar.

Luego volvió a hablar, pero ya conun tono distinto. De orden. De orden queno se puede desobedecer, que cerróvolviéndose a la chica:

—Toma tus cosas y vete. En tu casate están esperando.

—No me quieren… —dijo ella, apunto de echarse a llorar.

Hizo un gesto de refugiarse en

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Delgado, pero el grandote la apartó y lesusurró algo que debió de ser definitivo,porque ella bajó la cabeza y, sin recogernada, se fue sin volver la vista atrás.

—Ya está —dijo el hombre calmo—. Lo acompaño en la vuelta, para queno se pierda.

Casi al final del camino me torcí unpie y él me permitió un descanso, queaproveché para saber:

—¿Me puede explicar qué coñohacía la morita con Delgado?

—Está embarazada, y tiene miedo dela familia.

—Claro, a Delgado le gustandelgaditas achinadas…

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—Se equivoca. Delgado, como ustedlo llama, está incapacitado para tenerrelaciones sexuales.

—¿Qué me cuenta?—La verdad —dijo. Y como si

algunas cosas fueran lo más natural de laTierra, desgranó la historia del grandoteque asustaba cuando decía, sin venir acuento: «Ah, el delgado encanto de lamujer china».

Había sido soldado, hoy no tengoclaro si serbio, croata o alguna otracosa, cuando en aquella parte del mundose volvieron todos contra todos. Eracombatiente en una de las tantas partidasque hacían una guerra sin mandos, donde

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el enemigo era hasta ayer el mejorvecino.

En una incursión habían masacradovarias familias musulmanas y, como eracostumbre no discutible, habían violadohasta la muerte a una joven, casi unaniña. Dar y tomar era la única regla deese juego de masacre.

Y los que dieron, tomaron, porquepocos días más tarde caían en unaemboscada con un único sobreviviente,el Delgado. Entonces, una mujer, tal vezhermana o madre de la chica muerta; unamujer con sus mismos ojos rasgados y elcuerpo de junco, se vengó en Delgado.

Fueron dos días hasta que lo dejaron

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por muerto. Antes de eso las agujas y lasafiladas astillas de leña hicieron unpuercoespín con su cuerpo. Las tenazasy las patadas arrasaron con sus dientes.Y con una pinza, o un cascanueces, lamujer le trituró los genitales.

Nunca más, el que aún no se llamabaDelgado, volvería a ser un hombrecompleto.

—Ya ve… sobrevivió para cargarsu cruz por este mundo —dijo el hombrecalmo, y me dio la espalda paraperderse entre los matorrales—. Desdeaquí puede seguir sin compañía.

Le creí la mitad de lo que me habíadicho, porque no terminaba de

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convencerme y porque no me iba aestropear un buen negocio. Por eso hicelas dos llamadas. A Cavalcanti y a losargelinos. Con mi información no les ibaa costar trabajo encontrar la tienda.

Después tuve miedo, y me lancé enuna carrera cuesta abajo, de la que salí alas calles, a la otra ciudad, con un parde desgarrones en la ropa y arañazos enlas manos.

Fue como llegar a un paísdesconocido. Tuve un ataque deextrañeza cuando me crucé con tresrubias inglesas, o alemanas, quepaseaban sus carnes jóvenes con pasoselásticos. Y terminé de confirmar que

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había traspasado la frontera al ver elprimer grupo de chinos o japonesescruzando un semáforo con trote depájaro y ávidos ojos de turista.

Los rusos llegaron primero. Salió entodos los diarios. En un bolsillo delgigante acribillado se encontró una fotode la gimnasta rusa, y la policía pudodar por cerrado el caso. El tipo era undemente y se llevó al silencio también laviolación y muerte de la mujer china.

Cavalcanti cumplió su promesa ypagó hasta el último céntimo, pero ya novolví por el Clavié, me atormentaba unposible encuentro con el fantasma deDelgado. Tampoco pude saber que

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sucedió al fin con la morita embarazada.Sólo que cuando me encontré con Patyme escupió a la cara, y nunca más medirigió una palabra.

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El policíaque amabalos libros

Francisco «Paco» GonzálezLedesma

Como todo el mundo sabe, Méndez es unviejo policía que vive (mal) en lascalles de Barcelona. Como todo elmundo sabe, Méndez come a bajo precioen los restaurantes más lamentables dela ciudad, y de vez en cuando los dueños

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le invitan para que los recomiende a laGuía Michelin. Una vez, valiéndose desus amistades, llevó a uno de esosrestaurantes a un equipo de televisiónpara que hicieran propaganda y, despuésde comer, la cámara no consiguió llegara la puerta.

Como todo el mundo sospecha (aunqueno lo sabe con certeza), Méndez nuncaascenderá porque no cree en la ley delos tribunales, sino en la ley de la calle.Además, siente piedad por losdelincuentes de poca monta y raramentelos detiene, porque se le escapan. Se

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dice, de todos modos, que una vezdetuvo a un cojo. Como todo el mundosospecha, Méndez averiguaba losdelitos desde el balcón de la viejacomisaría de la calle Nou de lesRambles, que fue la más sórdida deBarcelona, de modo que, a veces, ni lospolicías se atrevían a entrar de nochepor miedo a que los atracasen en elportal. Desde ese balcón, Méndez estabaal corriente de todos los hurtos, asaltos,peleas y cuernos del barrio.

Hay alguna otra cosa que todo el mundosabe del viejo policía Méndez: por

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ejemplo, que tiene el piso lleno delibros, y que encima lleva otros en susbolsillos, por lo cual siempre tiene laamericana deformada. Barcelonacelebra cada año una gran feria delLibro Viejo, y Méndez es un fielcomprador porque ama las historias delos novelistas que ya han muerto. Enresumen: tiene más libros de los quepodrá leer en lo que le queda de vida.

Eso no es tan raro: hubo un gran escritorbarcelonés, Néstor Luján, que teníalibros hasta en el cuarto de baño, y escierta la historia de un burgués que tenía

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tantos volúmenes en casa que la mujer,ya harta, le dijo: «Los libros o yo». Y elburgués contestó: «Los libros».

Bueno, ya he dicho que Méndez poseemás volúmenes de los que podrá leer enlo que resta de vida, y que además esono es tan extraño, pese a que el buenclima de Barcelona invita más a pasearpor la calle que a quedarse en casaleyendo. Por ejemplo, Méndez conoció aotro hombre ya mayor que sufría lamisma desgracia que él.

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—Me interesan los libros, los amo —ledijo un día aquel amigo—. He pasado lavida coleccionándolos y cuidándolos.Pero ahora estoy desesperado, porqueya poseo más libros de los que podréleer en toda mi vida. Por si faltara poco,estoy perdiendo la vista.

—¿Y qué vas a hacer? —le preguntóMéndez.

—El día que me dé cuenta de que yano puedo leer más, me suicidaré, porquemi vida será inútil. Méndez locomprendió muy bien.

Y aquí entraremos en un terreno en

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que la gente no sabe nada cierto, perosospecha. Sospecha dos cosas: laprimera, que Méndez posee más de unapistola ilegal, pues media vida se la hapasado entre atracadores. La segunda,que es un hombre de mala leche, unamala leche secreta. Aunque otros dicenque nunca ha dejado de creer en losseres humanos.

Pues bien, Méndez contestó, no se sabesi por mala leche o porque pensó que noiba a pasar nada:

—Aquí tienes esta pistola antigua yque posee un cierto valor. Te la doy

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para que te suicides cuando quieras.El bibliófilo debía de estar muy

convencido, porque la aceptó.—Gracias —dijo.Pasaron unos seis meses, tiempo

durante el cual Méndez no le vio más,aunque pensó que ya no sería capaz detomar en sus manos un libro.

Y así, Méndez lo buscó en lasRamblas, en las librerías de viejo, enlas bibliotecas municipales, en lospocos parques que aún quedan enBarcelona, engullidos por los bloquesde pisos.

Veía a muchos amantes de los libros,pero no a su amigo. Hasta que un día lo

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encontró. Llevaba unas gruesas gafas.—¿Qué?… —le preguntó—. ¿Ya

has terminado con toda tu biblioteca?—¡De ningún modo! —le contestó el

otro—. ¡Si vieras lo que me falta porleer!

—Entonces ¿qué has hecho con lapistola? No te has suicidado…

—¡Qué va!… Vendí la pistola paracomprarme otro libro.

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Autores

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ANDREU MARTÍN, (Barcelona, 9 demayo de 1949). Guionista de cómic ycine, está considerado como uno de losmaestros de la novela negra española.Aficionado a la literatura de aventuras yal cómic, durante el bachillerato empezóa escribir guiones de cómics, actividadque será su principal fuente de ingresosdurante más de diez años. También

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siente interés por el teatro. En 1965comienza a estudiar Psicología enBarcelona y se licencia en 1971. Noejerce la profesión, pero su obrademuestra en la construcción de lospersonajes y los argumentos el profundoconocimiento que el autor tiene delmundo de la locura y la obsesión.

Ha ganado varios premios deimportancia: en 1979 ganó el premioCírculo del Crimen, con la novelaPrótesis; en 1989 el Premio Nacional deLiteratura Juvenil; ha ganado tres vecesel Premio Hammett, concedido cada añodurante la Semana Negra de Gijón por laAsociación Internacional de Escritores

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Policíacos, a la mejor novela negrapublicada originalmente en castellano enel año; en 1992 ganó Deutsche KrimiPreis, premio a la mejor novelapolicíaca publicada en el año enAlemania. También ha obtenido elPremio Ateneo de Sevilla en el 2000,con la novela Bellísimas personas; elpremio «La sonrisa vertical» en 2001,c o n Espera ponte así; el II PremioAlandar de Narrativa Juvenil de laeditorial Edelvives y en 2004 ganó juntoa Jaume Ribera el Premio Brigada 21 ala mejor novela del año escrita encatalán, con Amb els morts no shi juga(Con los muertos no se juega). En el

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año 2011 se le concedió el premioCarvalho en el marco de BCNegra ytambién el Sant Joan Unnim por lanovela Cabaret Pompeya, ambientadaen la Barcelona de la primera mitad del siglo XX. <<

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ANTONIA CORTIJOS (Barcelona),es una ilustradora, pintora y escritoraespañola. Durante bastantes años haejercido como ilustradora para ganarsela vida y como pintora por vocación.

Una amiga le propuso unirse a un grupode lectura y empezó con pequeñosrelatos, antes de lanzarse a escribir suprimera novela, El diario de tapas rojas

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(2006), que mezcla el género negro y latrama histórica.

Actualmente dirige la Fundación JordiSierra i Fabra dedicada a promocionarla lectura entre los jóvenes. <<

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SANTIAGO RONCAGLIOLO (Lima,1975), es el autor más joven que ha sidogalardonado con el Premio Alfaguara.Se licenció en Lingüística y Literaturaen la Universidad Católica de Perú.

Su novela Pudor llamó la atención de lacrítica y el público en todo el mundohispano, se tradujo a varias lenguas y en2007 se estrenó la adaptación

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cinematográfica dirigida por loshermanos David y Tristán Ulloa. Losmismos realizadores adaptaron Abrilrojo. Además ha publicado la novela Elpríncipe de los caimanes y el libro derelatos Crecer es un oficio triste.

En el año 2000, marchó a España, endonde reside, y ha trabajado en diversosoficios como guionista, dramaturgo,autor de libros infantiles, traductor,negro literario y periodista. En laactualidad colabora con varios mediosde América Latina y con El País enEspaña. <<

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ISABEL FRANC (Barcelona, 1955),escritora española autodenominadacomo: «Narradora, articulista,clownferenciante, profesora yconductora de talleres de escriturahumorística, en definitiva, una cómicade la pluma».

Isabel Franc utiliza el seudónimo LolaVan Guardia para firmar su obra, una

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mezcla de novela negra con toques dehumor y erotismo ambientada en elambiente lésbico de Barcelona.

Obtuvo el título de profesora de EGB enla especialidad de lengua española eidiomas modernos y por la UniversidadAutónoma de Barcelona el diploma delogopeda. Reside en París, donde,mientras sigue escribiendo, se gana lavida como profesora de español.

Se dio a conocer para la literatura conEntre todas las mujeres (1992), unaobra insólita que mereció ser finalistadel Premio La Sonrisa Vertical. Es laautora de la celebrada Trilogía de Lola

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Van Guardia , que incluye los títulos:Con pedigree (1997), Plumas de doblefilo (1999) y La mansión de lastríbadas (2002), traducidas a variosidiomas.

Otros títulos suyos son No me llamescariño, Premio Shangay a la mejornovela del año (2004),Las razones deJo (2006) y la recopilación de relatosCuentos y fábulas de Lola VanGuardia(2008). <<

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LOLITA BOSCH (Barcelona, 1970),ha vivido en Estados Unidos, la India ydurante diez años en Ciudad de México.Es licenciada en filosofía por laUniversidad de Barcelona, tiene undiplomado en escritura creativa de laSociedad General de EscritoresMexicanos y un posgrado en letras de laUniversidad Nacional Autónoma de

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México.

Escribe, a la vez, en catalán ycastellano. Y su obra ha sido traducidaal polaco, al alemán y al inglés.

Ha publicado, entre otras novelas, Treshistorias europeas, La persona quefuimos, La familia de mi padre y Estoque ves es un rostro , así como suantología personal de literaturamexicana Hecho en México y el ensayonarrativo Ahora, escribo.

En 2004 ganó el Òmnium Cultural deExperimentación Literaria, en 2006 fueelegida Nuevo Talento FNAC y en 2009fue finalista del Premio Salambó, el

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Amat-Piniella y el Fundación Lara deNovela. También escribe literaturainfantil y juvenil.

En 2010 la adaptación de su novelaElisa Kiseljak ganó el Premio Especialdel Jurado del 58 Festival de Cine deSan Sebastián.

Colabora asiduamente en periódicos yr e v i s ta s : Babelia, El País, LaVanguardia, El Periódico, Público,Letras Libres y El Universal. <<

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DAVID BARBA nació en 1973 en laciudad de Barcelona, hijo de un andaluzy una catalana. Durante su gestación sumadre aprendió a leer gracias a losdenuedos de los Testigos de Jehová, y loalumbró un 23 de abril, Día del Libro.En la adolescencia se esforzó enconvertirse, sin éxito, en delincuentejuvenil, deambulando por las calles del

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barrio periférico de El Carmenl, dedonde es originario. Leyó el primerlibro al alcanzar la mayoría de edadpenal y comenzó a fantasear con laposibilidad de dedicarse a eso de lasletras.

Sus escritos son la perversaconsecuencia de aquel sano propósito.Ha publicado una guía de restaurantes yla antología de relatos Que la vida ibaen serio, junto a nueve amigos, sobre laentrada en la treintena.

Ha trabajado en las revistas El Viejotopo, Play boy y Blanco y Negro. Esprofesor en la Universidad Autónoma de

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Barcelona, donde se licenció enPeriodismo, y escribe sobre teatro en elsuplemento «Cultura/s» de LaVanguardia. <<

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TERESA SOLANA nacida enBarcelona en 1962, es licenciada enFilosofía por la Universidad deBarcelona, donde también cursóestudios de Filología clásica.

Su actividad profesional se ha centradoen el campo de la traducción literaria.Traduce del francés y del inglés, y se haespecializado en la traducción de textos

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filosóficos y literarios y ha dirigido laCasa del Traductor de Tarazona.

Es autora de las novelas Un crimimperfecte (Premio Brigada 21 a lamejor novela en catalán 2007) yDrecera al paradís, y del libro decuentos Set casos de sang i fetge i unahistòria damor. Su obra se ha traducidoal castellano, el alemán, el francés, elinglés, el italiano y el rumano. <<

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JORDI SIERRA I FABRA (Barcelona,26 de julio de 1947) es un escritorespañol, que destaca por la variedad detemáticas y registros en su narrativa. Enlos últimos 25 años sus obras deliteratura infantil y juvenil se hanpublicado en España y América Latina.También ha sido un estudioso de lamúsica rock desde fines de los años 60.

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Ha sido fundador y/o director denumerosas revistas, como El GranMusical, Disco Exprés, Popular 1, TopMagazine, Extra y Súper Pop, estaúltima ya en 1977, cuando había dejadola música por la literatura.

Autor precoz, comenzó a escribir a los 8años y a los 12 escribió su primeranovela larga, de 500 páginas. En 1970abandonó los estudios para trabajarcomo comentarista musical profesional.En 2009 superó los 9 millones de librosvendidos en España. Tiene una extensaobra que en 2010 alcanza los 400 librosescritos y ha obtenido multitud depremios por su obra en castellano y en

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catalán, y a ambos lados del Atlántico.Muchas de sus novelas han sidollevadas al teatro y algunas a latelevisión.

En 2004 creó la Fundación Jordi Sierrai Fabra en Barcelona, destinada apromover la creación literaria entre losjóvenes de lengua española. Cada añoconvoca un premio literario paramenores de 18 años. El mismo 2004impulsó la Fundación Taller de LetrasJordi Sierra i Fabra para Latinoaméricacon sede en Medellín, Colombia, queatiende a más de cien mil niños yjóvenes cada año. <<

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IMMA MONSÓ, nacida en Lérida en1959, es licenciada en filología francesapor la Universidad de Barcelona y haampliado estudios de lingüísticaaplicada en las universidades de Caen yEstrasburgo.

Profesora de francés ha colaborado endiversos medios de comunicación, comoEl País, El Periódico y La Vanguardia ,

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entre otros.

Imma Monsó publicó su primera novelaNunca se sabe en 1996, a la quesiguieron Como unas vacaciones, Todoun carácter, Mejor que no me loexpliques y Un hombre de palabra,todas ellas traducidas al castellano.Algunas de sus obras han sido tambiéntraducidas a diversas lenguasextranjeras.

Su obra ha recibido numerosos premiosentre los que figuran: Cavall Verd,premio a la mejor novela otorgado porla Associació d’Autors en LlenguaCatalana, el Premio Tigre Juan de

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novela, premio de la Fundación AlarcosLlorach de Oviedo, a la mejor novelatraducida al castellano, Premio Ciutat deBarcelona, Premio Salambó, PremioInternacional Terenci Moix y Premio deNarrativa Maria Àngels Anglada, y elPremio Ramon Llull, por su novela Lamujer veloz, publicada en 2012. <<

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ERIC TAYLOR-ARAGÓN nació enBerkeley, California, de ascendenciabritánica y peruana.

Estudió literatura y filosofía en laUniversidad de California en Berkeley,donde obtuvo una licenciatura.Recientemente regresó a la bahía de SanFrancisco después de haber vivido en elextranjero durante varios años en

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España y Brasil (entre otros lugares).

Le gusta viajar y ha vivido durantelargos períodos de tiempo en el AltoAmazonas y del Escudo de Guyana, asícomo en las sentadillas en Roma yfavelas en Río de Janeiro. Sr. AragónActualmente vive en Oakland,California. Le gusta el jazz, el fútbol,escalar montañas, y el fantasma quemonta el látigo.

Recientemente terminó una novelallamada Clearwater y está trabajando enun libro de memorias. <<

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CRISTINA FALLARÁS (Zaragoza,1968) es periodista y escritora. EstudióCiencias de la Información en laUniversidad Autónoma de Barcelona,donde sigue residiendo.

Ha ejercido como periodista en ElMundo, Cadena Ser, Radio Nacional deEspaña, El Periódico de Cataluña,Antena3 Televisión, Cuatro televisión,

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Telecinco y La Sexta, el diario ADN y elperiódico digital eldiario.es.

Ha publicado, entre otros, los librosRupturas (2003), No acaba la noche(2006), Así murió el poeta Guadalupe(2009) y Las niñas perdidas (PremioLH Confidencial de Novela Negra 2011,Premio del Director de la Semana Negrade Gijón 2012 y Premio DashiellHammett de novela negra 2012,convirtiéndose con este último en laprimera mujer en recibirlo en toda lahistoria del galardón). Su novela,Últimos días en el Puesto del Este,obtuvo el Premio Ciudad de Barbastrode novela corta en 2011. Además su

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obra ha sido traducida al francés eitaliano, y tiene relatos dispersos poruna docena de antologías de ficción.

En su último libro A la puta calle(2013) narra en primera persona lacrónica de su propio desahucio. <<

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VALERIE MILES nació en NuevaYork, aunque se crio en Pensilvania. Sededica a la edición, al periodismocultural y a la literatura desde su llegadaa España hace casi veinticinco años.

Fue directora editorial de Emecé enEspaña, donde difundió la obra de JohnCheever, Yasunari Kawabata, SilvinaOcampo, Adolfo Bioy Casares y

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Edgardo Cozarinsky, entre otros. Fueposteriormente subdirectora deAlfaguara en Madrid, donde publicó aJohn Banville, Joyce Carol Oates yMichael Ondaatje. En 2008 fundóDuomo Ediciones en Barcelona, casaque acoge a Azar Nafisi, AleksandarHemon, Lila Azam Zanganeh, DavidMitchell o Gary Shteyngart, allí mismocontinuo la coedición en español de lacolección de libros de New YorkReview of Books. En 2003 fundó conAurelio Major la versión en español dela revista Granta, cuyo numero 11, Losmejores jóvenes narradores en españolfue muy celebrado internacionalmente.

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Sus artículos y reportajes han sidopublicados en diarios como LaVanguardia y ABC, y en revistas comoThe Paris Review, Harpers y Granta.Asimismo es profesora del posgrado deTraducción Literaria de la UniversidadPompeu Fabra de Barcelona. En 2012 sepublicó su libro Mil bosques en unabellota, en el que veintiocho escritoresfundamentales de la lengua presentan laspáginas predilectas de su obra enconversación. <<

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RAÚL ARGEMÍ nació en 1946 en LaPlata, capital de la Provincia de BuenosAires, Argentina.

Autor teatral en su juventud, participóactivamente en la lucha contra ladictadura argentina hasta que fuedetenido y encarcelado durante diezaños. Tras su puesta en libertadcomienza a ejercer como periodista,

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actividad que nunca ha abandonado, y aescribir y publicar novelas, siendo elescenario de la mayoría de estas laPatagonia, mítico lugar en el que vivióvarios años. En el año 2000 se trasladaa España, donde su carrera de escritorda un salto y publica asiduamente susnovelas. A partir de entonces comienzana llegar los premios literarios como elDashiell Hammett y el Novelpol porPenúltimo nombre de guerra (2005), elTrigre Juan por Siempre la mismamúsica (2006) y el L’H Confidencialp o r Retrato de familia con muerta(2008).

Sus obras han sido traducidas al francés,

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italiano, holandés y alemán. Actualmentereside en su país de origen, luego de 12años en España. <<

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FRANCISCO GONZÁLEZLEDESMA (Barcelona, 1927) esabogado, periodista y escritor.

El primer reconocimiento le llega en1948 cuando gana, con SomersetMaugham y Walter Starkie en el jurado,el Premio Internacional de Novelagracias a Sombras viejas. Pero la obrapremiada es censurada por el régimen

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franquista y se frustra el prometedorfuturo del autor.

Coartado por la dictadura, GonzálezLedesma empieza a escribir, bajo elseudónimo de Silver Kane, novelaspopulares para Editorial Bruguera.Desencantado de la abogacía, estudiaperiodismo e inicia una nueva etapaprofesional en El Correo Catalán y,más tarde, en La Vanguardia ,alcanzando en ambos periódicos lacategoría de redactor jefe.

En 1966 fue uno de los doce fundadoresdel Grupo Democrático de Periodistas,asociación clandestina durante la

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dictadura en defensa de la libertad deprensa.

En 1977, con la consolidación de lademocracia en España, publica LosNapoleones y en 1983 El expedienteBarcelona, novela con la que quedafinalista del Premio Blasco Ibáñez y enla que aparece por vez primera supersonaje emblema, el inspectorMéndez. En 1984 obtiene el PremioPlaneta con Crónica sentimental enrojo y la consagración definitiva.

Como abogado ha recibido el premioRoda Ventura y como periodista elpremio El Ciervo. En 2010 se le otorgó

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la Creu de Sant Jordi por su trayectoriainformativa y por la calidad de su obra,de proyección internacional. <<

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Notas

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[1] Para Héctor Tenorio Muñozcota, unamigo. <<

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[2] Barcelona estaba ocupada desdehacía veinte años por las ilegítimasautoridades franquistas que habíanusurpado el poder a la República trastres años de guerra civil. El mundo eraun lugar gris, igual, monótono. Y elbarrio de San Gervasio, del que habíasalido la protagonista de esta historia,un lugar que pugnaba, más que porcualquier otra cosa, por mantenerseintacto. Seguir siendo los mismos apesar de todo. Aparentemente seguro,burgués, transportable. Entendido. Muyparecido, en su calidez, su tranquilidady su silencio, a muchos otros barrios de

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otras ciudades del mundo. Este es ellugar principal en el que sucede estahistoria, pero la guerra, el exilio y elfascismo, lo han expulsado: lejos de símismo. Ahora San Gervasio está enMéxico. En este tiempo en el queBarcelona sucedía aquí y Barcelonasucedía fuera. En un país dividido entrelos que se fueron y los que se quedaron:veinte años después de una guerra entrehermanos. <<

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[3] Diez años después de que Alemaniase proclamara República Federal deAlemania. <<

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[4] Todas las entradas entrecomilladas,hasta que se indique lo contrarío, sondel periódico mexicano El Universal. Ycorresponden, en su totalidad, a lassecciones B del periódico queaparecieron entre los días 14 y 20 deseptiembre del año 1959. <<

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[5] Nombre con que se conoce a seis delos cadetes que lucharon en la defensadel castillo de Chapultepec durante laguerra de la Intervención contra EstadosUnidos (1847-1848). Sus nombres, quetodos podemos recitar de memoria:Agustín Melgar, Fernando Montes deOca, Francisco Márquez, Juan de laBarrera, Juan Francisco Escuda yVicente Suárez. La muerte de loscadetes, como tantos otros sucesoshistóricos, se recuerda envuelta en todotipo de leyendas. <<

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[6] Ambos países tenían razón, aunqueninguno se lo reconoció nunca al otro.Efectivamente, la sonda espacial Lunik2, que había abandonado la Tierra conla misión de posarse en la superficielunar, el 14 de septiembre de 1959chocó contra el mar de la Serenidad. Demodo que podemos considerar que síllegó a la Luna. Si bien también es ciertoque no consiguió alunizar. <<

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[7] Nikita Serguéievich Jrushchov nacióel 17 de abril de 1894 en el pueblominero de Kursk y murió el 11 deseptiembre de 1971 en Moscú. A laedad de veintitrés años se levantó afavor de la Revolución bolchevique de1917.Y a partir de entonces luchó con elEjército Rojo en la guerra civil (1918-1920), hizo carrera política enUcrania, fue primer secretario de laregión de Moscú y de Ucrania, trató desometer a los nacionalistas ucranianos,dirigió la resistencia contra losalemanes durante la Segunda GuerraMundial (1939-1945) y fue elegido

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primer dirigente de la URSS (Unión deRepúblicas Socialistas Soviéticas). Usóel poder, entre otras cosas, parareconciliarse con la Yugoslavia de Tito,romper con la China de Mao Zedong,poblar Siberia y ayudar al gobiernohúngaro contra el alzamientoanticomunista. Hasta que en 1962 fueacusado de culto a la personalidad,como le había sucedido a Stalin, y fueexpulsado del Partido Comunista yforzado a renunciar a su cargo. <<

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[8] El 16 de septiembre se celebra,oficialmente desde 1825, el inicio de lalucha por la independencia mexicana: Elgrito. <<

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[9] Veintiséis años antes después deltemblor que sacudió la Ciudad deMéxico en 1985, en el que murieron dediez mil a cuarenta mil personas. <<

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[10] Lolita Bosch: En este mundo y enaquel tiempo en el que murióMercedes. <<

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[11] Diez años antes de que llegaran aArgentina las comunicaciones víasatélite y veinte antes de que sederrocara a Bokassa I en la actualRepública Centroafricana. <<

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[12] Ahmet Sukarno (Surabaya, 1901-Yakarta, 1970) fundó el PartidoNacional Indonesio. Como castigo a suatrevimiento nacionalista, lasautoridades coloniales de los PaísesBajos lo detuvieron y pasó dos años enprisión. En 1939 fue desterrado a la islade Sumatra, de donde lo liberaron losjaponeses al invadir la isla en 1942durante una de las batallas de laSegunda Guerra Mundial. Cuandoterminó el conflicto, proclamó laindependencia de Indonesia: el 17 deagosto de 1945. Y comenzó una guerracontra los Países Bajos que terminó en

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1949, cuando se le reconoció al país elestado de independencia. En 1956Sukarno suprimió todos los partidos y en1959 estableció una dictadura con elnombre de democracia dirigida. En elsesenta y seis el general Suharto learrebató el poder y en 1968 lo sustituyócomo presidente de Indonesia. Sukarnopasó el resto de sus días aislado y bajoarresto domiciliario en Yakarta, dondemurió el 21 de junio de 1970: el primerdía de verano. <<

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[13] Casi cincuenta años antes de hoy. <<

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[14] Una noche de agosto de 1969 SharonTate, la esposa del director de cineRoman Polanski, celebraba una reuniónen su casa con cuatro amigos: AbigailFolger, Jay Sebring, William Garretsony Voyteck Frykowsky. Todos fueronbrutalmente asesinados por losseguidores de Charles Manson, que sehacían llamar La Familia. Sharon Tateestaba embarazada de ocho meses y losasesinos escribieron la palabra pigs consu sangre en las paredes. CharlesManson, quien había entrado y salidocon frecuencia de prisión los últimosdieciocho años, se había trasladado en

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1967 a San Francisco, donde buscóseguidores para crear La Familia. Entresus colaboradores más cercanos estabaDennis Wilson, uno de los componentesde los Beach Boys. En 1971 CharlesManson fue condenado a cadenaperpetua tras la abolición de la pena demuerte en California que le habíandictado al finalizar el juicio. Cuatroaños más tarde, Lynette Fromme, una desus seguidoras, trataría de asesinar aGerald R. Ford, presidente de EstadosUnidos. <<

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[15] A partir de aquí, si no se indica locontrario, el texto entrecomillado siguesiendo del periódico El Universal(véase nota al pie número 4), perocorresponde en su totalidad a lasinvestigaciones de Eduardo Téllez elGüero, mítico reportero de sucesoscriminales que en aquellas fechastrabajaba para el citado periódico. <<

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[16] La casa donde murió asesinadaMercedes Cassola fue una de las quecayeron en el temblor que cimbró laCiudad de México el 19 de septiembrede 1985 a las siete y diecinueve minutosde la mañana. En el lugar que ocupaba,hoy hay un estacionamiento público quedebe costar alrededor de 25 pesos lahora: unos dos dólares y medio. <<

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[17] Un país que colinda al sur con laRepública Mexicana y al norte con elespacio bicultural que es Canadá. Ycuyo presidente Ike Eisenhower visitó aldictador franquista francisco Franco en1959, cuando sólo lo habían visitado lasautoridades de la Argentina peronista, elgobierno de Salazar en Portugal y, pocotiempo después, la Santa Sede.Eisenhower abrió así el avalinternacional que no tardó en rendirse,casi en su totalidad, ante el gobierno deFranco. Y fue agasajado, durante suvisita a Madrid, con 60 000 banderas,20 000 retratos colgados en las calles en

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los que aparecía con Franco, un millónde bombillas y 360 proyectores parailuminar Madrid, y arcos de triunfoflorales. Además, lo hicieron alcaldehonorario de Marbella y miembro dehonor de la Federación Española deBéisbol. Ike Eisenhower se alojó en elPalacio de la Moncloa y cenó con eldictador en el Palacio de Oriente, dondeFranco se atrevió a decir: «Nuestros dospaíses están alineados en el mismofrente de la paz y de la libertad». <<

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[18] Pompilio es la traducción delnombre catalán Pompeu y apenas se usaen lengua española. Pompeu, un nombrebastante común entre catalanes (enhomenaje a Pompeu Fabra, —Barcelona, 1868— exilio en Prada,1948, ingeniero industrial, normalizadorlingüístico de la lengua catalana y autordel diccionario de referencia Diccionarigeneral de la llengua catalana, 1932).Pompeu hace originalmente referencia auno de los legendarios reyes de Roma ysignifica «solemnidad». Aunque hayquien lo remite al numeral sabinopompe: «cinco». A partir de ahora su

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nombre aparecerá en correcto catalán eneste texto. <<

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[19] Ycilio Massine era hijo de doñaAlbina Solaini, que había enviudado unpar de años atrás, cuando su maridoviajó a Italia aquejado por unaenfermedad y murió en el transcurso deuna intervención quirúrgica. Ycilio, quevivía con su madre en la casa número 31de la calle de General Cano deTacubaya, había abandonado losestudios y llevaba una vida, segúndijeron sus parientes, «poco decente». Apesar de que decía ser vendedor detapetes, lo cierto es que no trabajaba. Yque era su madre, doña Albina, quien sehacía cargo de la subsistencia familiar

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gracias a su trabajo en una casa dehuéspedes donde recibía,principalmente, a inmigrantes italianosque llegaban a esta parte de América enbusca de trabajo. <<

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[20] Muerte: cesación o término de lavida. En el pensamiento tradicional,separación del cuerpo y el alma.(Diccionario de la Real AcademiaEspañola, Tomo II, Madrid, 1992). <<

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[21] Tratándose del asesinato de unacatalana es difícil que el apellido de laresponsable de la investigación no noshaga pensar en Joan Miró (Barcelona,1893-Palma de Mallorca, 1983), pintor,escultor, grabador y ceramista.Considerado uno de los máximosexponentes del surrealismo. En palabrasde André Breton: «El más surrealista detodos nosotros». Su trabajo, decía élmismo, consistía en «matar, asesinar,violar» los recursos convencionales dela pintura para buscar una forma deexpresión contemporánea. <<

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[22] Sin que se pueda establecer unarelación evidente entre ambos sucesos,apenas tres años después del asesinatode Mercedes Cassola, el 8 de mayo de1962, alguien empujó a su papá en laesquina de Insurgentes y Bajío, en laColonia Roma de la Ciudad de México,justo cuando estaba por pasar uncamión. Así que el señor Cassola murióarrollado en México, donde ignoro porqué regresó ni con qué permiso. Su hijoPompeu, finalmente, heredó todo eldinero de la familia.

Si alguno de ustedes considera este un

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motivo suficiente para juzgar doscrímenes sin explicación, es obvio queestá en su derecho de hacerlo. Perocomo narradora sugeriría que no seolvidara el dolor de Pompeu. Ni que lostextos sin contradicción son textosincompletos. <<

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[23] «El Frontón México fue construidoen 1929 y es catalogado como uno delos edificios más bellos de esa época.Está edificado en un terreno de más detres mil metros y ha sido sede de varioscampeonatos mundiales de pelota vasca,artes marciales y del campeonatonacional de boxeo “Cinturón de Oro”.En 1939 el inmueble vio nacer alPartido Acción Nacional.

»El Frontón cerró sus puertas el 2 deoctubre de 1996, después de que elconcesionario del inmueble, Miguel delRío —quien debía más de tres millones

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de dólares al dueño del inmueble,Antonio Cosío Ariño, por la deuda desiete años de renta—, pidió al líder delSindicato de Trabajadores del FrontónMéxico (STFM), Ramón Gámez, queemplazara a huelga para así poder seguiroperando, hasta que llegó la orden dedesalojo.

»En mayo del año pasado, después deque los trabajadores del Sindicatodecidieron que este se uniera a laConfederación Revolucionaria deObreros y Campesinos para poderlibrarse del “líder charro”, la huelgaterminó y los trabajadores devolvieronsimbólicamente el inmueble a su dueño,

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quien manifestó que lo remodelaría yabriría nuevamente.

»Sin embargo, la Secretaría deGobernación no otorgó la ratificación dela Licencia de Juegos y Sorteos alpropietario, requisito necesario para queel Frontón México pueda operar.

»Los trabajadores han pedido tanto aldueño como a la Segob [Secretaría deGobernación] que negocien larestitución de dicha licencia para que elFrontón México reabra sus puertas.[Pero] sus instalaciones han sidosaqueadas y destruidas por indigentes yladrones, y el agua ha hecho estragos en

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la mayoría de sus techos, pisos yparedes.

»El interior del edificio parece unbasurero: muebles rotos, cablesarrancados, ropa tirada, cascajo ybasura, así como galones de miner ygasolina cubren el piso de todo elinmueble, que en algunas secciones estátotalmente inundado debido a lasfiltraciones.

»La humedad ha reblandecido lasparedes y de la mayoría de los techos seha desprendido el tirol. En el lobby, lospisos de mármol están inundados y lad e c o r a c i ó n art déco que lo

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caracterizaba ha sido destruida».(MaelVallejo, 23 de octubre de 2005:«Agoniza el Frontón México», LaCrónica de Hoy). <<

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[24] Hoy que escribo esto, 6 de mayo de2008, el Frontón México sigueabandonado. <<

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[25] Después del 20 de septiembre de1959 no aparece nada más sobre eldoble asesinato en los periódicosmexicanos. Tras la descripción de losucedido el día 14, el resto fueronconjeturas: pistas improvisadas,resultados de la autopsia, entrevistascon personas cercanas a los muertos y eldesconsuelo de doña Albina Solaini.Nada más. Nunca se pudo resolver elasesinato de Mercedes Cassola e IcilioMassine. Y sus cuerpos, yo sospecho,temo, que sin verdadero amor,finalmente se despidieron: a Ycilio loenterraron en la República Mexicana y a

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Mercedes la repatriaron a un mundo delque había sido expulsada. <<

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[26] José Ramón Garmabella: ¡Reporterode policía! ¡El Güero Téllez!, ¿Quiénasesinó a los amantes de Lucerna? yCarlos Monsiváis: La impunidad alamparo de la homofobia. <<

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[27] Lolita Bosch: En este mundo y enaquel tiempo en el que murióMercedes. <<

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[28] José Ramón Garmabella: ¡Reporterode policía! ¡El Güero Téllez! <<

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[29] No he encontrado ningún registrosobre la o las palabras que seescribieron con sangre en la pared de lacalle Lucerna 84-A aquella madrugadadel 13 de septiembre de 1959. EnCalifornia, diez años más tarde, labanda de Charles Manson escribió pigscon grandes letras en la pared de la salade la familia Polanski. <<

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[30] Esposa de Roman Polanski. <<

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[31] Charles Manson fundó La Familia en1967, en el Barrio de Hight Asbury, SanFrancisco, dos años antes de asesinar ala esposa embarazada de RomanPolanski. La Familia, cuya violentísimafilosofía todavía hoy es imitada poralgunos adoradores satánicos, no teníamás normas que las que dictaba CharlesManson, quien había logrado reunir a ungrupo de fanáticos incondicionales y quese autodefinía como la encarnación deSatán, Jesús o Dios; sin distinción. Y LaFamilia así lo veneraba: en el transcursode su último juicio algunas de susseguidoras incluso contaron que habían

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visto cómo Manson resucitaba a unpájaro muerto tras acogerlo entre susmanos y soplar suavemente sobre él.

Durante sus primeros años deexistencia La Familia cometió variosasesinatos grupales que ayudaron allíder de la banda criminal a pulir sufilosofía. Hasta que en 1969 CharlesManson anunció la llegada inminente delApocalipsis: había llegado el fin de estaera y la raza negra, finalmente, serebelaría contra la blanca. En lacontienda sólo un grupo de cientocuarenta y cuatro mil elegidos sesalvarían tras esconderse en un mundosubterráneo, de donde sólo lograrían

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salir si era liderados por un nuevo reymundial: Charles Manson. Este es elmotivo por el que convenció a variosciudadanos negros de que debíancumplir el cometido del destinoasesinando a ciudadanos blancos. <<

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[32] fruit-fly es el nombre que recibenlas mujeres que buscan amantesbisexuales en los círculos gais. En losaños cincuenta, en México, esteambiente era muy compacto «con supléyade de modistos, pintores, joyeros,rentistas de origen porfiriano, actores decine, burócratas de nivel medio,escritores, todos decididos a vivir tanlibremente como puedan. Y la policíaconcentra su atención en ese ambiente,sobre todo al saber que Massine sededicaba a la prostitución masculina»(Carlos Monsiváis, véase nota número31). Algo que tampoco sabíamos

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nosotros hasta ahora y que, aun así, noha hecho que nos parezca menos terribleel crimen de la calle Lucerna. De modoque el resto son habladurías yprejuicios. Y que la historia casi terminaaquí: sólo falta una frase. <<

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[33] Carlos Monsiváis: La impunidad alamparo de la homofobia. <<

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[34] Casi cincuenta años después delasesinato de la calle Lucerna. <<

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[35] Que en catalán significa «cazuela»,aunque no he encontrado ningunavinculación metafórica con el eje entorno al cual gira este texto. <<

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[36] www.mail.yahoo.com <<

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[37] Es posible que si revisara una vezmás este texto, incluyera alguna nota alpie más. No obstante, creo que las quefinalmente hay son una buena muestra desu finalidad. De modo que sólo me restaagradecerle su atenta lectura y desearleque acabe de pasar un feliz día. Cuídese.<<