balina

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por Michael Sandler ilustrado por Michelle Shapiro

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Un día de verano hace muchos años, casi cien años, para ser exactos, los habitantes de Tampa Bay, en Florida, quedaron sorprendidos cuando una ballena nadó derecho hasta la costa.

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Page 1: BALINA

por Michael Sandler

ilustrado por

Michelle Shapiro

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Lecturas niveladas

Número de palabras: 1.242

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Marvis Barnes y el Mississippi

Balina

Bajito

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Page 2: BALINA

por Michael Sandler ilustrado por Michelle Shapiro

Copyright © por Houghton Mifflin Harcourt Publishing Company

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este trabajo puede ser reproducida o transmitida de ninguna forma o medio, electrónica o mecánicamente, incluyendo fotocopia o grabación, ni por ningún sistema de almacenamiento de infor-mación, sin el permiso por escrito del propietario de los derechos del contenido, a menos que dicha copia esté expresamente permitida por las leyes federales de propiedad intelectual. Cualquier solicitud de permiso para copiar cualquier parte de este trabajo debe ser enviada a Houghton Mifflin Harcourt School Publishers, atención Permisos, 6277 Sea Harbor Drive, Orlando, FL. 32887-6777.

Impreso en Chile

ISBN: 978-0-547-26968-9 ISBN Edición Chile: 978-0-547-87347-3

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Un día de verano hace muchos años, casi cien años, para ser exactos, los habitantes de Tampa Bay, en Florida, quedaron sorprendidos cuando una ballena nadó derecho hasta la costa.

Rara vez se veían ballenas en la bahía o en otras zonas de mareas. De hecho, nunca se veían ballenas en esa zona y tomó por sorpresa a los habitantes. La ballena actuaba de manera extraña.

La ballena abrió la boca. Todos se detuvieron a mirar. La ballena estaba en la playa con la mitad del cuerpo en el agua y la otra fuera, con la boca abierta, como esperando que la inspeccionaran.

Un residente de Tampa atravesó la playa y se acercó para mirar de cerca. Era valiente.

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Las ballenas tienen un aliento espantoso. Huele a peces, dientes de ballena y algas podridas. El hombre contuvo el aliento. Miró dentro de la boca de la ballena. —Hay algo dentro —pensó—. Se está moviendo.

No se equivocaba. Encima de la lengua de la ballena gateaba una niñita, una bebé con llamativo cabello azul, llena de vida. El hombre tomó coraje y, a pesar del fuerte aliento, metió la mano y sacó a la pequeña de las fauces de la ballena.

Pronto se formó una multitud. Se arrimaron para examinar a la niña. Se preguntaron en voz alta: —¿De

dónde habrá salido? ¿Se habrá caído de un barco? ¿Cómo sobrevivió?

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Por más que trataron, nadie encontró una respuesta. La ballena, por supuesto, no decía nada. Aparte de eso, se escabulló y desapareció tan pronto como rescataron a la niñita de sus fauces.

Llevaron a la niña a un hospital para que los médicos la examinaran. Una familia de la zona la adoptó a los pocos días. Nunca se resolvió el misterio de su acuática llegada.

La familia la llamó Balina. La niña creció sana y fuerte bajo su cuidado. Sus padres estaban maravillados con la fuerza que tenía.

Una vez alzó una vaca con una mano. El granjero se quedó boquiabierto de la impresión. Balina puso al pobre animal rápidamente en el suelo cuando éste se empezó a quejar.

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Balina no era como otras niñas. Rara vez hablaba y hacía curiosos sonidos de ballena. También tenía un amor inusual por el agua. Todos los días en el verano Balina le rogaba a sus padres que la llevaran a la playa.

Ellos casi nunca se oponían. Se sentaban a leer o a jugar a las cartas mientras Balina nadaba y nadaba. No temían por su seguridad. Balina no había tomado clases de natación, pero nadaba mejor que las criaturas del mar.

Nunca se cansaba. Le encantaba nadar en alta mar. A veces desaparecía durante horas.

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— ¿Dónde fuiste? —le preguntaba su madre cuando Balina por fin regresaba.

—Alrededor del mundo —contestaba Balina. A los padres de Balina no les gustaba ir a la playa

en invierno. Hacía mucho frío y viento. Balina se ponía triste. Anhelaba estar en el agua.

Tenía que conformarse con la tina. A veces pasaba entre cinco y seis horas al día bañándose, disfrutando de la húmeda humedad del agua.

Claro que esto causaba algunos problemas. Su papá temía que Balina se encogiera al pasar tanto tiempo en el agua. Para sus hermanos el problema era otro: nunca podían usar el baño para lavarse.

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Balina iba a la escuela como los demás niños. No hablaba mucho, pero le iba muy bien en todas sus clases. Era agradable, educada y se llevaba bien con sus compañeros.

Sin embargo, Balina era más feliz en el mar que en cualquier otro lugar. Después de graduarse de la preparatoria fue a trabajar al puerto, pero no como uno se lo imaginaría. Balina comenzó a trabajar como remolcador.

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Así es. Empezó a trabajar como remolcador, no en un remolcador. Balina era tan fuerte que podía ayudar a los barcos a entrar y salir del puerto. Se amarraba un cable alrededor de la cintura. Podía arrastrar cualquier barco, por más grande que fuera. Incluso los cruceros.

Con el tiempo, los habitantes del lugar se acostumbraron a sus aventuras. Pero los turistas siempre se detenían asombrados a mirar a Balina.

—Una niña…¡halando un barco! —decían. —Sí, sí. Es Balina. —decían los habitantes

aburridos, acostumbrados al mismo espectáculo. Los dueños de los remolcadores no estaban

contentos con la escacez de trabajo. Balina cobraba menos porque trabajaba para divertirse.

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A los dueños de los remolcadores no les gustaba perder clientes. Un día elaboraron un plan. Le escribieron a la alcaldesa para quejarse de Balina. Ella había tenido un remolcador en otra época. No quiso traicionar a sus ex-colegas. Sin que Balina supiera cómo, se quedó sin trabajo. La alcaldesa creó una ley para que sólo los barcos, y no los seres humanos, fueran remolcadores.

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Balina estaba triste sin su trabajo. Se pasaba los días jugando con los delfines y las focas en el mar. Todas las tardes volvía a su hogar en Tampa a cenar con su familia. Nunca se perdía esta tradición, que le encantaba.

Pero un día pasó algo y Balina recuperó su trabajo. Se formó una tormenta enorme en la costa del Golfo. La mayoría de los barcos trataron de evitar la tormenta y regresaron a salvo. Pero un enorme navío de pasajeros no pudo. Se encontró en la zozobra en el memorable ventarrón.

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Las aguas lo arrastraron hacia las rocas cerca de la orilla. Pronto iba a encallar.

Desde el puerto, los marineros miraban sin poder hacer nada. Por los telescopios veían que hacía falta ir al rescate, pero nadie podía. Ningún barco se atrevía a desafiar la increíble tormenta.

Balina, sin embargo, no temía a las aguas que tan bien conocía. Se zambulló en el océano. Atravesó la cresta de las inmensas olas que podían quebrar un barco a la mitad. En unos pocos minutos llegó a la nave que estaba en peligro. Saludó al horrorizado capitán y empujando contra las rocas liberó así al navío de su trampa acuática.

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Las rocas habían agujereado el lado del barco. No cabía duda de que en estas condiciones la nave se hundiría si la volvía a poner en el agua. Balina se echó de espaldas en el agua, sosteniendo el barco en alto. Nadó de espaldas todo el camino de regreso sin dejar que el barco tocara el agua.

Balina depositó el barco en el muelle, lejos del agua. Los pasajeros se apresuraron a salir del barco. El capitán corrió a abrazar a Balina. Pronto todos se enteraron del rescate y Balina adquirió más fama. La alcaldesa no tuvo más remedio que volver a darle

su trabajo a esta heroica niña. Canceló la ley sobre los remolcadores y Balina pudo volver a trabajar.

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Balina volvió al puerto. Tarareaba su extraña canción de ballena. Remolcaba los barcos hasta el muelle. Los turistas se detenían incrédulos a mirar.

Así pasaron los años. Pero un buen día apareció un grupo de ballenas en el puerto cantando una melódica canción de ballenas. Se detuvieron a esperar en el agua. Cuando Balina las vio, dejó caer el cable de remolque de sus manos. Volteó la cabeza y miró a sus padres que estaban leyendo el periódico. Sus padres alzaron la vista y vieron la cara que tenía Balina. Era hora de dejarla ir a explorar el mundo. Le echaron un beso y Balina se marchó con las ballenas.

Sin embargo, todos los años cuando las ballenas migran, Balina regresa a casa a cenar con su familia y contarles todas sus aventuras.

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por Michael Sandler

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Michelle Shapiro

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Marvis Barnes y el Mississippi

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