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ASTRONOMÍA Y CREACIÓN CURSO PARA PROFESORES DE RELIGIÓN SANTIAGO DE COMPOSTELA - 9 ABRIL 2011 Resumen: Teniendo en cuenta el campo de aplicación y la metodología propia de los diversos modos de conocer la realidad total (métodos científico, filosófico y teológico), se puede esperar que cada punto de vista nos dé una imagen parcial, especialmente al tratar del ser humano en toda su complejidad. Si se respetan los límites de cada forma de conocer, no es lógico temer contradicciones entre sus diversas maneras de presentar sus resultados; por el contrario, datos de un nivel inferior deberán ser tenidos en cuenta para el raciocinio de niveles superiores. Esto es posible y necesario cuando hablamos de una posible inferencia del concepto de Creación a partir de los datos de la Cosmología moderna, cuyo desarrollo en los últimos cien años ha subrayado la finitud espacio-temporal del Universo y su dinámica evolutiva desde la primera Gran Explosión hasta la aparición de la vida y del Hombre en nuestro planeta. Manuel Mª Carreira Vérez, S.J. La racionalidad humana se manifiesta en la búsqueda de Verdad, Belleza y Bien, tres categorías que implican Inteligencia y Voluntad libre, los atributos de la Persona. Desde el primer balbuceo de un niño que aprende a hablar, su necesidad de conocer se expresa en el constante “¿Qué es?” y “¿Por qué?”, preguntas que se refieren a cosas, a personas, a modos de actuar, a normas que se le imponen. Y es el acervo de respuestas, desde aquellos primeros momentos y a lo largo de toda la vida, lo que constituye la herencia cultural que se transmite de generación en generación, en un proceso que no tiene paralelo en ningún otro ser viviente del mundo material. En el modo de hablar actual, en que en un campus universitario se contraponen las Ciencias a las Humanidades, la palabra “Ciencia” ha adquirido un significado más restringido que el que se le daba en siglos pasados. No es ya todo conocimiento razonado por causas lógicas, sino que se utiliza casi exclusivamente para designar el estudio de la actividad de la materia, tal como se nos presenta como algo objetivo y de características comprobables por cualquier estudioso de cualquier cultura. Es la Física en un sentido amplio, que incluye la Astronomía, Geología, Química, Biología, y sus múltiples inter-relaciones. La ciencia nace de buscar respuestas a múltiples cuestiones –preguntas- y luego avanza cuando se cuestionan esas respuestas ante situaciones donde ya no parecen totalmente satisfactorias. En palabras de Einstein, toda ciencia presupone una doble “fe”: que el mundo existe objetivamente, con independencia de mis preferencias psicológicas o culturales, y que es cognoscible, porque no es absurdo. 1

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ASTRONOMÍA Y CREACIÓN

CURSO PARA PROFESORES DE RELIGIÓN

SANTIAGO DE COMPOSTELA - 9 ABRIL 2011

Resumen: Teniendo en cuenta el campo de aplicación y la metodología propia de los diversos modos de conocer la realidad total (métodos científico, filosófico y teológico), se puede esperar que cada punto de vista nos dé una imagen parcial, especialmente al tratar del ser humano en toda su complejidad. Si se respetan los límites de cada forma de conocer, no es lógico temer contradicciones entre sus diversas maneras de presentar sus resultados; por el contrario, datos de un nivel inferior deberán ser tenidos en cuenta para el raciocinio de niveles superiores. Esto es posible y necesario cuando hablamos de una posible inferencia del concepto de Creación a partir de los datos de la Cosmología moderna, cuyo desarrollo en los últimos cien años ha subrayado la finitud espacio-temporal del Universo y su dinámica evolutiva desde la primera Gran Explosión hasta la aparición de la vida y del Hombre en nuestro planeta.

Manuel Mª Carreira Vérez, S.J.

La racionalidad humana se manifiesta en la búsqueda de Verdad, Belleza y Bien, tres categorías que implican Inteligencia y Voluntad libre, los atributos de la Persona. Desde el primer balbuceo de un niño que aprende a hablar, su necesidad de conocer se expresa en el constante “¿Qué es?” y “¿Por qué?”, preguntas que se refieren a cosas, a personas, a modos de actuar, a normas que se le imponen. Y es el acervo de respuestas, desde aquellos primeros momentos y a lo largo de toda la vida, lo que constituye la herencia cultural que se transmite de generación en generación, en un proceso que no tiene paralelo en ningún otro ser viviente del mundo material.

En el modo de hablar actual, en que en un campus universitario se contraponen las Ciencias a las Humanidades, la palabra “Ciencia” ha adquirido un significado más restringido que el que se le daba en siglos pasados. No es ya todo conocimiento razonado por causas lógicas, sino que se utiliza casi exclusivamente para designar el estudio de la actividad de la materia, tal como se nos presenta como algo objetivo y de características comprobables por cualquier estudioso de cualquier cultura. Es la Física en un sentido amplio, que incluye la Astronomía, Geología, Química, Biología, y sus múltiples inter-relaciones. La ciencia nace de buscar respuestas a múltiples cuestiones –preguntas- y luego avanza cuando se cuestionan esas respuestas ante situaciones donde ya no parecen totalmente satisfactorias. En palabras de Einstein, toda ciencia presupone una doble “fe”: que el mundo existe objetivamente, con independencia de mis preferencias psicológicas o culturales, y que es cognoscible, porque no es absurdo.

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Pensamiento Científico y Metodología

Tales afirmaciones se pueden concretar en los tres grandes principios del pensar racional: el de Identidad, el de No-contradicción y el de Razón Suficiente. Merecen una explicación detallada, aunque muy breve.

El principio de Identidad, “Lo que es, es”, puede parecer una tautología sin valor alguno. Pero afirma la naturaleza real de las cosas, y -como consecuencia- su modo de actuar: las cosas hacen lo que hacen porque son lo que son, independientemente de mis gustos o prejuicios. Con un lenguaje más elegante y abstracto, el obrar es consecuencia del ser. Y en eso se basa el modo científico de definir sus objetos: se dan definiciones “operativas” indicando modos de comprobar la identidad de una partícula atómica por su masa, su carga eléctrica, su spin; o se define una estrella por su modo de producir energía, o un ser vivo por su metabolismo, auto-ensamblaje y reproducción. Y esto será aplicable en todo el ámbito del Universo, con la consecuencia importantísima de que el modo de proceder constante se enuncia como una “Ley de la Naturaleza”, inmutable y universal, porque no es una imposición externa sino la constatación de lo que la materia hace en unas determinadas circunstancias. El Oxígeno y el Hidrógeno en las mismas condiciones de presión y temperatura, aquí y en cualquier lugar del cosmos, siempre formarán la molécula de agua. No tienen libre albedrío ni “espontaneidad” para actuar de otra manera.

Esto significa que no se admiten como válidas Físicas distintas según los condicionamientos culturales a lo largo de la historia. Ni se da valor de credibilidad científica a supuestos datos experimentales que no pueden ser obtenidos igualmente por otros científicos usando los mismos métodos y materiales del investigador que los publica. Solamente en plan humorístico se presentan tales casos en la Revista de Resultados no-reproducibles, que aparece como tal en Estados Unidos.

El principio de No-Contradicción es el más básico del pensar racional: ante una cuestión propuesta en términos inequívocos, desde el mismo punto de vista y para un momento concreto, no es posible que valgan igualmente como respuesta el SI y el NO. Ni hay término medio entre ambos. Lo contrario define al absurdo, cuya exclusión es el modo típico de llevar a término una demostración filosófica o matemática, no sólo científica. La idea, tan extendida hoy, de que todas las opiniones valen lo mismo, de que todo es “relativo”, es incompatible con la ciencia y con toda racionalidad. Ni vive nadie de acuerdo con ella: se quiere siempre encontrar el diagnóstico médico del mejor especialista, el cálculo correcto de un buen ingeniero, la respuesta legal del mejor abogado. Por eso Einstein, ya citado, exigía para hacer Ciencia la convicción de que el Universo es cognoscible porque no es absurdo.

Historiadores de la Ciencia han hecho notar la falta de verdadero conocimiento científico en las grandes culturas del Oriente: China, Japón, la India. Tuvieron inventos importantes (la imprenta, la pólvora, la simbología matemática…) y arte maravilloso, pero no una explicación racional de la naturaleza. La razón que se propone es doble: en esas culturas hay una filosofía que menosprecia a la materia, ahogando el impulso de conocerla. Y, más básico, se piensa con una obsesión de que todo debe unirse en una síntesis en que hasta el SI y el NO contradictorios tienen que terminar fundiéndose en un único saber superior. Con tal actitud, la ciencia es imposible. En cambio pudo desarrollarse adecuadamente en el ámbito greco-

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romano, en que la racionalidad y el orden eran valores supremos, donde luego el Cristianismo añade la convicción de un Dios sapientísimo que hizo buena a la materia y la dotó de leyes que permiten estudiarla y describirla lógicamente.

El tercer principio, el de Razón Suficiente, determina la metodología a seguir en toda ciencia. Ante un hecho indudable, un proceso que ocurre en nuestra experiencia, sea sólo de observación o un experimento, no basta decir cómo ocurre, sino que debemos preguntarnos por qué ocurre. No vale cualquier respuesta, ni –menos aún- el “porque sí”, evasivo irracional que no satisface ni a un niño de tres años. Lo que se aduce como respuesta debe constituir una razón suficiente por tener una conexión lógica con el resultado final que se intenta explicar, sea ya conocida tal relación o se proponga como una teoría coherente con el conocimiento científico del momento, aunque lo desarrolle tal vez en una dirección insospechada. Por falta de tal conexión no tiene crédito alguno como ciencia la Astrología, con sus supuestos influjos misteriosos de los astros sobre el comportamiento y la vida del Hombre. Por un simple cálculo matemático se demostró hace un siglo que el Sol no debe su brillo a la combustión química (del carbón, por ejemplo) ya que se habría agotado su combustible en menos tiempo que la duración de las civilizaciones humanas. La única razón suficiente para la longevidad el Sol se encontró al descubrirse la energía nuclear.

Debemos ser exigentes cuando a nuestras preguntas se responde con un “porque sí” camuflado de “Azar”. El azar no es una fuerza física, ni puede medirse en un experimento ni puede probarse que influye en un proceso, ni puede introducirse en una ecuación, aunque se utilice el cálculo de probabilidades cuando no puede predecirse un resultado concreto. El único uso legítimo de ese término es para indicar que intentamos establecer una relación entre hechos que no tienen relación alguna, pero que ocurren tal vez simultáneamente en un lugar concreto. Me encuentro a un conocido, tras años sin contacto, al ir a tomar el tren a una estación y hora en que el amigo llega independientemente de un viaje que no tiene nada que ver con el mío. Es un encuentro por azar, pero ambos tenemos razones independientes para estar allí en ese momento. Como tal coincidencia no es previsible, expresamos la falta de conexión con esa palabra, que no tiene contenido explicativo sino que niega que haya una explicación. Es un “porque sí” disfrazado. Lo mismo vale cuando se pregunta por qué un rayo cósmico de una energía concreta impacta un cromosoma determinado en una célula viviente, causando una mutación genética, o cuando un meteorito elimina una forma de vida en un ambiente específico.

En Ciencia se buscan razones explicativas de la máxima aplicabilidad a los diversos niveles de la naturaleza material. En el último siglo se ha llegado a la convicción de que toda la actividad de la materia se realiza de cuatro maneras, cuatro interacciones o fuerzas, y sólo cuatro: dos de alcance ilimitado (la gravitatoria y la electromagnética) y dos de alcance mínimo, la nuclear fuerte y la nuclear débil. Todo cuanto ocurre en la materia debe explicarse en términos de una o varias de esas fuerzas, de modo que, con la obvia definición operativa, podemos decir que materia es todo y sólo aquello que puede ser afectado por esas fuerzas . Tal concepto abarca partículas, energía, vacío físico, espacio y tiempo. La materia es cambiante y está sujeta al flujo temporal, que implica evolución. Leyes de conservación -del acervo total de masa-energía, de carga eléctrica neta, de momento lineal y angular, y de otras propiedades más misteriosas del mundo subatómico- limitan las posibilidades de la actividad de todo aquello que es accesible a nuestro estudio.

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Y aquí es, finalmente, donde debemos poner el test más exigente de la Ciencia tal como hoy se entiende: solamente tiene carta de ciudadanía científica aquello que al menos en principio puede ser comprobado experimentalmente. Es posible que falte la tecnología o los recursos económicos para hacerlo, pero tiene que ser conceptualmente posible la comprobación experimental. Una muestra de tal modo de pensar es que ningún avance teórico, por atrayente que sea, se premia con un Nobel hasta que sus predicciones se someten a la verificación directa en un experimento de indudable fuerza probativa y que tiene una conexión lógica con las ideas propuestas.

Por tal criterio, es solamente ciencia ficción el hablar de “otros Universos”, que se definen como hipotéticas realidades materiales sin interacción alguna con el universo observable. Esto es así tanto si los supuestos universos deben coexistir con el único que podemos conocer como si deben aparecer misteriosamente como una consecuencia necesaria de su posibilidad matemática (en la Mecánica Cuántica) o por el eterno reciclaje de sistemas físicos en evolución.

Es igualmente a-científico el afirmar como real cualquier parámetro de valor infinito, pues ningún instrumento puede medir nada por encima de un “techo” de respuesta que depende de las características finitas de sus componentes. Ni siquiera es posible un cálculo matemático si hay un factor infinito en una fórmula, y se toma como indicación de error conceptual el que una teoría lleve a la predicción de infinitos reales de cualquier tipo. Solamente aparece el infinito como un límite inalcanzable para un proceso cuyo final lógico no puede predecirse, como sería el caso en la simple suma de números enteros o en un colapso gravitatorio de suficiente masa en un agujero negro. Ni vale decir que tal estado sólo se alcanzaría en un tiempo infinito, ya que nunca sería posible decir que se ha logrado ya. Un ejemplo en sentido opuesto lo tenemos si se afirma que al comienzo del Universo (en el tiempo cero del Big Bang) la materia tenía densidad y temperatura infinitas: si comenzamos con esos valores, resulta imposible obtener ningún valor finito tras un tiempo arbitrariamente determinado, pues el infinito no puede disminuir ni por división ni por sustracción.

Límites de la Ciencia

Finalmente, conocida ya la metodología científica y su campo de aplicación, nos damos cuenta de sus limitaciones esenciales. La Ciencia no puede hablar de lo que no puede medir ni experimentar. No puede decir nada del juicio ético de una acción, ni del valor literario de una poesía, ni de la calidad artística de un cuadro. Todo lo que pertenece a las “Humanidades” –y esto abraza la mayor parte de la actividad humana- queda fuera del ámbito científico. Ni siquiera puede detectarse el contenido de información de un pensamiento, aun sobre la misma ciencia, y la actividad eléctrica de las neuronas no permite saber si lo que estamos pensando es banal, correcto o pura ilusión. Decir lo contrario sería tan absurdo como decir que los voltajes en los transistores de una televisión me indicarán si el programa es interesante o aburrido. Ningún experimento puede medir mi aprecio de una puesta de sol o de una flor, ni explicar por qué se dobla mi brazo cuando yo quiero.

Cuando queremos entender un objeto encontrado en una tumba antigua nonos basta conocer cuáles son sus características físicas (tamaño, peso dureza) ni su composición química. Queremos saber su razón de ser, su finalidad, que explique por qué fue hecho. Pero ningún experimento puede comprobar la finalidad aun del producto más obvio de la tecnología

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humana, y no es posible introducirla con un número en un cálculo matemático. En Biología es imposible hablar de un órgano sin referencia a una función específica, sin la cual la estructura material carecería de sentido. El ojo, el corazón, el oído, se definen por su finalidad, que solamente puede inferirse a partir de la adecuación para un fin que determina los componentes del órgano y su modo de funcionar. Tenemos que dar el paso de Física a Metafísica cuando queremos entender los procesos propios de un organismo viviente: no nos basta describir cómo ocurren las cosas, sino por qué y para qué.

Esto es verdad también cuando hablamos del Universo, de la totalidad de las estructuras materiales desde el átomo a la máxima escala cósmica. ¿Tiene una finalidad? ¿Por qué es como de hecho es? Más básicamente todavía: ¿Por qué hay algo en lugar de nada? Físicos y astrónomos se han visto forzados a reconocer la necesidad de discutir el mundo a ese nivel: Como personas, no pueden quedar satisfechos con que se diga simplemente que el Universo existe, sin más. El raciocinio físico, tanto a partir de la teoría de Newton como de la Astrofísica moderna y la Relatividad Generalizada, lleva necesariamente a negar la infinitud espacio-temporal del Universo: con una masa infinita alrededor de cada punto del espacio, todos los puntos tendrán un potencial gravitatorio infinito y no podrán darse fuerzas gravitatorias netas. Y en un tiempo infinito todas las estrellas habrían agotado sus combustible nuclear, dejando sin respuesta el por qué todavía brillan muchas estrellas. Hay que elegir entre un único hecho de creación en el pasado o la creación continua de nueva materia estelar durante un tiempo infinito. En ambos casos, la creación en sentido estricto –la aparición de una realidad que no existía previamente en forma alguna- tiene que postularse como la única razón suficiente que explica que aún haya estrellas visibles en enorme cantidad.

La necesidad de un Universo en el que la materia tiene las propiedades adecuadas para que la vida pueda desarrollarse y alcanzar el nivel de seres racionales, al menos en nuestro planeta, ha llevado a científicos a preguntarse qué consecuencias tendrían posibles variaciones de los parámetros físicos conocidos. Un y otra vez se concluye que aun cambios mínimos en la intensidad de las cuatro fuerzas, las masas de las partículas elementales, la masa de la Tierra o su distancia al Sol, harían imposible nuestra existencia. Los mismos límites serían aplicables si buscásemos vida fuera del sistema solar. El Principio Antrópico fuerte –enunciado por científicos, no por filósofos o teólogos- es esencialmente una afirmación de finalidad, inferida con respecto al mundo natural por la misma metodología que nos permite detectarla en artefactos humanos. El proceso de raciocinio a partir de las propiedades comprobadas de la materia, y las exigencias que limitan las actividades compatibles con la vida y su desarrollo a través de eones hasta el nivel humano, lleva a ver nuestra existencia como el factor que más estrictamente condiciona el modo en que el Universo tuvo que ser “ajustado” desde su primer momento para que produjese un entorno adecuado al menos en un lugar dentro del espacio inmenso.

Tal ajuste se propone más claramente en Filosofía y Teología cuando se infiere la necesidad de un Creador, libre de condicionamientos espacio-temporales, el único agente que puede crear en el sentido total de esa palabra, sin previo estado que condicione el desarrollo del Universo actual. Si se pregunta acerca de qué hubo antes del Big Bang, la ciencia responde que no hubo antes, porque el tiempo es un atributo de la materia y estamos hablando de la aparición súbita de la materia en su totalidad. El Creador no puede ser simplemente otra causa física, actuando incluso según leyes de evolución que implican espacio y tiempo. Como

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ser inmaterial –espiritual- debemos atribuirle solamente las actividades propias de un ser personal, la Inteligencia y la Voluntad libre. Pero la inteligencia se muestra en actuar por un fin, con medios adecuados que se eligen libremente, y esto implica como conclusión obvia que el Universo fue creado para que existan personas, porque al Creador no puede entretenerle ver que se queman estrellas durante algún tiempo, ni el ver que unos robots orgánicos –animales sin inteligencia- se mueven sobre algún planeta también durante tiempos limitados.

La Ciencia nunca podrá probar que tal Creador existe o no, puesto que ningún experimento es idóneo para hacerlo, pero nuestro raciocinio a partir de la contingencia y las limitaciones de todo lo que es materia es una base suficiente para inferir, con certeza lógica, que tal Creador es la única razón suficiente posible de que haya algo en lugar de nada, y de que ese algo sea adecuado para la existencia humana. El Creador, libre de límites temporales, tuvo que conocer con absoluta certeza todo lo que cada partícula atómica hace durante toda la evolución del Universo: para una mente infinita no puede haber nada desconocido. No hay lugar para azar cuando todo está presente claramente en un único AHORA, y el agente que “echó a andar” el universo le dio las condiciones iniciales necesarias y suficientes para obtener sus fines, sin posibilidad de ignorancia o error por razón de algún proceso imprevisto.

El Universo y el Hombre

Es ahora necesario analizar lo que es peculiar del ser humano, definido como Animal Racional: debemos buscar la razón suficiente del pensamiento abstracto (que permite hacer Ciencia) y de la actividad libre (base de la persona como sujeto de derechos y deberes). Y todo intento de explicar tal actividad fracasa si solamente hablamos de las cuatro fuerzas que definen a la materia, como ya queda indicado. Por tanto es lógicamente inevitable el aceptar una causa no-material, el espíritu humano, que no puede provenir de la materia por ningún tipo de reacción físico-química ni por evolución genética, siempre limitada a variaciones de estructuras materiales. El doble nivel innegable de funciones biológicas y racionales exige así una doble razón suficiente –materia y espíritu- sin que ello implique un dualismo de unión accidental y pasajera, sino más bien una misteriosa integración de ambos elementos en un YO que es el único sujeto de todas esas operaciones. Y si esto no es totalmente comprensible, no debe sorprendernos, pues ni la materia misma es totalmente comprensible en la descripción que de ella hace la Ciencia con su doble base de Relatividad General y Mecánica Cuántica, conceptualmente incompatibles aunque comprobadas ambas en múltiples experimentos y observaciones.

La realidad humana permite aceptar que el Universo no es finalmente absurdo aunque la Ciencia nos asegure que su evolución futura llevará irremediablemente a la destrucción de todas sus estructuras: se apagarán las estrellas, la vida orgánica será imposible, y el estado final será de vacío, oscuridad y frío. Sin otro porvenir que el que desaparezcan todas las partículas en una energía diluida que irá aproximándose más y más al cero absoluto de temperatura, el científico materialista tiene que confesar que “cuanto más conocemos el Universo, más absurdo parece” (Weinberg). Ni se evita tal conclusión con los esfuerzos anti-científicos de postular un reciclaje sin base alguna en los datos experimentales: repetir un absurdo no lo justifica, sino que lo subraya.

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Solamente la dignidad del hombre como ser dotado de espíritu permite salvar a la materia de la futilidad, como dice S. Pablo. Lo que no es materia no tiene que perecer aunque se cumplan las leyes de la Termodinámica y se prevea ese estado final de máxima entropía. El Universo ha cumplido su cometido haciendo posible nuestra existencia, que es la única razón suficiente de que un Creador le haya dado el ser: un agente inteligente y libre –personal- solamente encontrará una razón de crear en la posibilidad de tener relaciones personales con otros seres también inteligentes y libres, como “imágenes y semejanzas” del Creador según las palabras del Génesis, destinados a participar de su modo de existir sin límite alguno espacio-temporal.

Una Perspectiva Teológica

La Teología cristiana nos ofrece un complemento inimaginable al punto de vista que hemos desarrollado, añadiendo algo que conocemos solamente por Revelación y que cae totalmente fuera del ámbito de posibles inferencias a partir de la ciencia o de nuestros esfuerzos filosóficos. El Creador, eterno y omnipotente, ha querido unir en una Persona única todos los niveles de existencia: divinidad, espíritu creado y materia. EL VERBO SE HIZO CARNE en una unión nueva y definitiva, para siempre, en el Dios-Hombre que constituye la suprema maravilla de la Creación. Adoramos el Cuerpo de Cristo, materia elevada a la vida íntima de la Trinidad por la Resurrección y Ascensión de Cristo, preludio y fuente de nuestra propia resurrección. Todo ha sido creado en Él, por Él y para Él, en un modo tan profundo que ahora podemos decir que Cristo es la única razón suficiente de que se hay dado la creación, y que Él unirá a sí en su Cuerpo Místico a todo ser humano que le acepta de acuerdo con el plan de salvación del Padre.

Esta es la visión optimista del Génesis, que en términos poéticos describe la creación con la parábola de un Padre que prepara la morada para sus hijos. Los detalles del relato son distintos en los dos primeros capítulos, pero el mensaje es el mismo: todo viene a la existencia por acción divina, sin ayudas externas ni oposición alguna. Se da a la materia la capacidad de desarrollar vida en formas múltiples, y solamente el ser humano es objeto de una formación especial, de contacto directo con el Creador. Por su inteligencia y libertad –no por su forma corporal- es imagen viviente de Dios, es hijo. Y su dignidad le hace superior a todo otro ser creado en el Universo observable, al mismo tiempo que le permite cooperar con el Creador para desarrollar su obra. Nada puede aducirse en contra de esta concepción filosófico-teológica desde el punto de vista de la ciencia más moderna, sino al contrario: cuanto más conocemos al universo, más necesitamos de esa manera de entenderlo.

EL GÉNESIS EN TÉRMINOS DE LA CIENCIA MODERNA

El deseo de saber dónde estamos, de dónde venimos, a dónde vamos es parte de nuestra búsqueda incesante de Verdad. En esta serie de preguntas puede darse también una concatenación lógica y temporal, que del presente inquiere acerca de una explicación antecedente, de un estadio siempre previo y más remoto, en una aparente serie interminable de causas cada vez más lejanas en el tiempo. Y como tal proceso es inconcebible lógicamente como infinito, finalmente tenemos que preguntar por un origen antes del cual no hay “antes”, con la aparente paradoja de decir que el tiempo mismo necesita haber tenido un comienzo.

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En las filosofías y mitologías de todos los pueblos cuyas concepciones cosmológico-teológicas conocemos, se evita el proceso sin fin, de causas y estados previos, apelando a un elemento básico, eterno y existente por sí mismo, que es de orden material. Es la Tierra, en un sentido amplio -que suele abrazar también a los astros visibles a simple vista- la que sirve de raíz de la que brotan incluso los dioses, frecuentemente personificaciones de astros o elementos básicos como el océano, el cielo, el fuego, el viento. Tales divinidades son originalmente víctimas de rivalidades en cuyos términos se explican diversas estructuras posteriores, hasta llegar al nivel de la vida humana.

Aunque luego se hable de dioses inmortales (por ejemplo, en el Olimpo griego) las divinidades siguen siendo capaces de ignorancia, dolor, fracaso, imposiciones más o menos arbitrarias de dioses más poderosos. Son más “superhombres” que dioses en un sentido verdaderamente trascendente, e incluso son sujetos de vicios y maldades consideradas intolerables en la sociedad humana. Su poder es también limitado en el sentido básico de tener que usar algún tipo de “materia prima” para estructurarla en formas adecuadas para sus fines. No se habla de “creación” en el sentido filosófico de “paso de nada a algo” que exige una Omnipotencia sin límite alguno. La propia subsistencia de los dioses requiere un aporte constante de alimento, sea en forma de sacrificios ofrecidos por sus adoradores o en algún tipo de manjar desconocido.

Es en este entorno cultural donde el pueblo judío presenta un modo único de entender a la divinidad, no identificada con nada visible, libre de límites espacio-temporales, inmutable, omnipotente, de infinita sabiduría, santidad, justicia y generosidad altruista. Y estos atributos se plasman en un relato poético, con elementos comunes con las cosmogonías de pueblos circundantes, pero libre de todo materialismo o condicionamiento sugerido por la condición humana. Es en el relato del Génesis donde se enseña –en una parábola implícita- que Dios es Padre, que Él es la razón suficiente de existencia de todo cuanto hay fuera de Él, y que la creación es obra de su inteligencia y su Amor.

Es un mensaje radicalmente nuevo, que se expresa en términos adecuados para una sociedad pre-científica, pero que mantiene su valor en nuestra época espacial. No para darnos respuestas a preguntas de Astronomía o Biología en un “concordismo” superficial,, sino para subrayar el orden, la armonía y la inteligibilidad de cuanto existe, condiciones básicas que hacen posible la misma ciencia de que hoy nos enorgullecemos. Y es precisamente esta ciencia la que nos permite re-expresar el Génesis con mayor riqueza de detalles que nos llevan a admirar al Creador conociendo más a fondo su obra.

Con las palabras de Juan Pablo II en una carta dirigida al Director del Observatorio Vaticano: “Si las cosmologías del antiguo cercano Oriente pudieron ser purificadas y asimiladas en los primeros capítulos del Génesis, ¿podría la cosmología contemporánea tener algo que ofrecer a nuestras ideas sobre la creación?” (1 de Junio de 1988). Creo que la respuesta es muy claramente positiva: es la cosmología más moderna la que pone de relieve la grandeza maravillosa de la obra del Creador. Aunque implique en algún momento repetir lo ya expuesto en la introducción, el subrayar tales modos de pensar y los datos en que se apoyan será útil para apreciar el relato bíblico.

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Situación inicial

Si bien la traducción más frecuente de las palabras iniciales: “En el principio creó Dios el Cielo y la Tierra…” nos presenta ya la idea de creación –que entendemos bajo la luz de veinte siglos de Teología- es posible que sea más exacta la fórmula “Cuando al principio hizo Dios el Cielo y la Tierra…” sin una referencia clara a creación propiamente dicha, aunque tal significado es el común de la palabra bará que sólo se usa para Dios y como creación, que parece estrictamente afirmada más tarde (Libro II de los Macabeos). Pero no era un tema preocupante en la sociedad hebrea primitiva el que el mundo fuese o no eterno, sino que tuviese una dependencia unilateral con respecto a Dios, de quien recibe el ser morada adecuada del Hombre. Por eso el relato comienza con la idea central de ver a Dios como causa de orden, de estructuración inteligente para que el ser humano pueda existir y desarrollarse.

La parábola implícita nos presenta a Dios como un Padre que quiere preparar una casa para sus hijos, y lo hace en forma sistemática, desde la estructuración general del edificio hasta el decorarlo y amueblarlo de la forma más atrayente y adecuada para que en ella pueda vivir y desarrollarse el Hombre. Es éste imagen viviente del Creador, su representante y colaborador en el perfeccionamiento de la obra que se le ofrece con Amor desinteresado. Nada se pide a cambio, sino la actitud lógica de agradecimiento y reverencia por tanto bien recibido, como dirá más tarde S. Ignacio en su Contemplación de la Creación providente con que terminan los Ejercicios Espirituales.

Es ya significativo que el Dios bíblico no tiene nombre especial excepto el que afirma su divinidad. Es implícitamente único, por lo que no es necesario identificarlo con nombre especial como sería de esperar en el caso de una pluralidad de deidades. Y no se habla de un origen para explicar su existencia: antes de toda otra realidad está Él presente en el verdadero Principio de todo ser, no sólo en un principio de orden temporal, sino más profundamente en el orden lógico de causalidad y razón suficiente.

El estado más primitivo de lo que no es Dios se describe como un “caos” en que confusión, oscuridad y vacío resumen la total negación de propiedad alguna positiva independiente de Dios. Aun el agua -condición básica de toda vida orgánica- se ve solamente como abismo sin límites, lugar inasequible para el Hombre, en turbulencia tenebrosa y aterradora. Es un modo de pensar que perdura en el subconsciente de ese pueblo originalmente de nómadas del desierto, que no se atreven a aventurarse lejos de la tierra firme y segura, y que se refleja en numerosos lugares de los Salmos.

Pero sobre ese océano inabarcable se cierne, como potencia capaz de dominarlo, el Espíritu de Dios. Espíritu que es aliento vital y que significa también la inteligencia y voluntad poderosa del Dios bíblico, Dios vivo, no como los ídolos de los pueblos del entorno pagano.

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ESTRUCTURACIÓN BÁSICA: los tres primeros días

Primer día: luz y ritmo diario

La primera etapa lógica de la labor de estructuración que se nos describe es el hacer que haya luz, pues nadie piensa en trabajar a oscuras. No se conoce la naturaleza física de la luz ni se habla de procesos que puedan producirla usando un combustible, ni se asocia necesariamente con la existencia de astros luminosos. La luz es una realidad previa a ellos y comienza a existir por un mandato escueto de Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Con la alegría del artista que contempla su obra, “vio Dios que la luz era buena, y la separó de las tinieblas”. Así comienza el ordenado ciclo de día y noche, base del vivir normal del Hombre en las latitudes en que se escribía este relato. Ha transcurrido el día primero.

Nuestra ciencia del siglo XX ha llegado, laboriosamente, a descubrir la luz primera, antes del Sol y las estrellas, en un “Principio” que podríamos describir como caótico, rebosante de energía increíblemente densa y potente, capaz de sintetizar partículas y átomos de hidrógeno y helio en los primeros 20 minutos de existencia del Universo. Contra todo prejuicio que exigía un Universo eterno, es la Ciencia la que nos obliga a aceptar un comienzo antes del cual “no hubo antes”. Pero esa materia inicial, dotada de propiedades extremadamente bien ajustadas (en algunos casos hasta con la precisión de 50 decimales), se expande vertiginosamente en un “primer día” cósmico en que a la luz del Big Bang sigue la oscuridad de un cielo sin estrellas durante millones de años. Todavía podemos detectar y analizar el tenue calor de aquella gran hoguera que marca el comienzo de la historia cósmica hace 13.700 millones de años, y hemos encontrado sus cenizas en la abundancia prevista de hidrógeno, deuterio y helio. “Día y noche” en una escala inimaginable… porque Dios no está en el tiempo y no tiene períodos de espera cuando crea.

El descubrimiento más fundamental e inesperado de la Cosmología moderna es el de Einstein en sus ecuaciones y de Hubble en su observatorio de Monte Wilson. Fue la “Teoría de la Relatividad Generalizada” la que obligó a admitir un Universo “finito pero ilimitado, en expansión o en contracción” en lugar del Universo estático, inmutable y eterno aceptado sin crítica por la casi totalidad de los astrónomos de hace un siglo.

Podemos decir “sin crítica” porque se dejaban a un lado las objeciones obvias: un Universo infinito con infinita masa en todas direcciones, tendría potencial gravitatorio infinito en todos sus puntos, negando la posibilidad de fuerzas gravitatorias netas. Y un Universo eterno sólo contendría cadáveres de estrellas, pues todas habrían agotado sus combustibles. Sólo una estricta “creación continua” de nueva materia podría resolver la segunda objeción, como se propuso en la década de 1950 por Hoyle, Bondi y Gold. Pero el descubrimiento de la radiación de fondo –el rescoldo del Big Bang- en 1965 por Penzias y Wilson (Premio Nobel por ese descubrimiento) y de cuasares solamente existentes en edades muy primitivas, avalaron la consecuencia lógica de la expansión descubierta por Hubble y anunciada en 1929: el Universo comenzó en un estado de altísima densidad y temperatura. Y sus condiciones iniciales, con los parámetros de partículas y fuerzas, imponen una evolución hasta el presente, desde aquel “caos” primordial hasta la estructura majestuosa que hoy estudiamos con nuestros instrumentos de la tecnología espacial.

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Segundo día: entorno libre de agua

En el relato bíblico tenemos a continuación una manera de describir el segundo día que nos hace sonreír por su trasfondo cultural casi infantil. Solamente se ha hablado de una masa ingente de agua, indomable y estéril, como si fuese una inmensa gota sin recipiente ni barreras. Es necesario abrir un hueco en ese entorno, para que pueda darse una especie de caverna con aire y suelo donde edificar.

La experiencia sencilla de lluvias que proceden de las alturas, y de aguas que afloran en pozos y manantiales, sugerían una división entre “aguas superiores e inferiores” que exigiría algún tipo de bóveda separando ambas zonas. Esta es la obra del segundo día: crear el “firmamento”, algo que contenga a esas aguas superiores siempre dispuestas, naturalmente, a caer y anegar los recintos inferiores. Tal firmamento cristalino, invisible pero resistente –el cielo- lo encontramos también en las cosmologías de Egipto y otros países cercanos. Su importancia es previa a la existencia de astros, y el “abrir las compuertas del cielo” es la causa del Diluvio narrado más tarde. No es claro hasta qué punto esta concepción era aceptada como real o simplemente usada en términos poéticos: podía observarse la lluvia cayendo de nubes cercanas al suelo, sin un origen en las alturas de los astros, no –por tanto- tras un firmamento remoto. Pero la imagen era común.

Naturalmente, no hay nada equivalente en nuestra descripción científica del Universo o del planeta Tierra. Podemos decir, en cambio, que es plausible pensar que la Tierra más primitiva era una roca seca y cubierta de cráteres –como la Luna- y que fue la caída de millones de cometas (bloques de hielo condensados en la nube pre-planetaria hace unos 4.500 millones de años) lo que dio a nuestro planeta sus océanos, que posiblemente cubrían toda su superficie durante muchos millones de años. Esas “aguas superiores”, y la emisión de gases volcánicos del interior terrestre -con una cierta abundancia de vapor de agua- han dado a la Tierra la posibilidad de tener vida, como el único entorno del Sistema Solar en que el agua existe en los tres estados durante miles de millones de años.

Tal vez la sustancia más inesperadamente fecunda por sus propiedades físico-químicas es el agua, que actúa como el entorno fértil ideal, por ser un disolvente casi universal –incluso hay oro en el agua de los océanos- y por tener, bajo presiones normales, un estado sólido de menor densidad que la forma líquida. Gracias a este comportamiento inesperado el hielo flota, y los océanos no terminan siendo un bloque congelado desde el fondo hasta la superficie, impidiendo toda vida. Ni hay otro medio comparable en su adecuación para que se desarrolle la química del carbono (la Química Orgánica) cuya riqueza y complejidad verdaderamente única es la base de la genética y de todo metabolismo viviente.

Es así lógico el seguir pensando que la abundancia cósmica del agua, en los cielos de la nebulosa solar y en las entrañas de la Tierra, establece el entorno privilegiado de nuestra casa habitable. No vemos al agua como amenaza, siempre que se establezcan límites precisos a su presencia y actividad. La intuición bíblica no es anticuada si la entendemos en términos de nuestra ciencia astronómica y biológica. Este sería el significado de nuestro segundo día científico, cuya labor recibe de nuevo la aprobación del Creador:”Y vio Dios que el firmamento era bueno”:

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Tercer día: suelo fértil y vida vegetal

El tercer día nos presenta ya con un terreno habitable, con tierra firme y seca. Separa Dios las aguas, confinándolas en sus cuencas oceánicas, y como consecuencia tenemos los continentes. No conociendo geología, el confinar las aguas se ve como resultado de una orden divina, que restringe el ámbito de los mares señalándoles límites jurídicos, más que físicos. Tales fronteras, que se consideran y son perpetuas a escala temporal humana, garantizan un espacio habitable indefinidamente, con una sensación de alivio de no temer que ese océano –siempre temible y a punto de volverse caótico- se lance sobre la morada de la vida humana con efectos devastadores, como ocurre en el caso de un tsunami, aunque el escritor bíblico no conociese ese fenómeno.

La geología reciente, confirmando la hipótesis audaz de Wegener, nos explica la formación de cuencas cambiantes a lo largo de eones, con placas continentales movidas por corrientes de convección de roca caliente y un tanto pastosa por efecto del calor del núcleo metálico (de hierro y níquel) del planeta. La presión de esas rocas del manto fractura la corteza rígida y delgada (de sólo unos 30 km. de espesor) dividiéndola en placas continentales, que chocan dando lugar a la formación de montañas y causando volcanismo y movimientos sísmicos en las zonas donde una placa se introduce por debajo de otra.

Hace 220 millones de años todas las placas formaban un único continente –Pangea- que luego se dividió en dos (Laurasia y Gondwana) continuando su evolución para dar lugar al Himalaya por el choque de la India contra el sur de Asia, mientras el océano Atlántico se abrió con una gran brecha desde Islandia hasta la Antártida. Todavía podemos hoy medir (con la ayuda de espejos retro-reflectores dejados en la Luna) el lento crecimiento de unos tres cm. por año de la cuenca Atlántica.

Y es, precisamente, este proceso tan lento e inexorable el que permite renovar tanto las rocas de la corteza como los gases atmosféricos, que reaccionan químicamente con los minerales de origen volcánico. El desgaste de rocas por erosión recicla esos materiales en un dinamismo que no parece haberse dado en una escala comparable en los otros planetas de tipo terrestre de nuestro sistema. Sin ese intercambio de materiales y fuerzas, no sería habitable nuestra casa común, la joya azul del Sistema Solar.

Una vez hecha la estructura material donde Dios quiere colocar al Hombre, empieza el trabajo más minucioso de dotarla de todas las cosas más claramente necesarias para la vida humana. Y lo más obvio es que necesitamos alimento, que solamente puede encontrarse en niveles inferiores de vida. Con los datos de la experiencia sensorial –sin microscopios- vemos como la forma más elemental de vida la de nivel vegetativo. Así es lógico que Dios comience creando plantas en la tierra ya librada de la opresión de un océano ilimitado. Con una nueva forma de realizar sus fines, Dios exige a su creación que con sus operaciones propias contribuya al desarrollo de sus planes: “Haga brotar la tierra hierba verde, hierba con semilla y árboles frutales, cada uno con su fruto”.

Tenemos de nuevo un modo de hablar que subraya el orden y la jerarquía de seres creados. La hierba verde será pasto para el ganado y alimento para los animales terrestres más útiles para el Hombre. La “hierba con semilla” nos indica la aparición de cereales que permiten que

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haya pan, el alimento por excelencia. Y los árboles con fruto, también con semilla que es garantía de su perpetuidad, ofrecen la variedad de utilizaciones que incluyen el vino, el aceite, los dátiles e higos que eran parte constante de la alimentación de los nómadas y seguían siendo alimento diario de los judíos ya en pueblos y granjas.

Todo ello es resultado de esa orden que permite a la materia inanimada estructurarse en la maravilla que es una planta, capaz de utilizar minerales, agua, anhídrido carbónico y luz solar para sintetizar hidratos de carbono, azúcares, aminoácidos y lípidos cuya variedad sigue siendo motivo de asombro y nuevos descubrimientos, aun en nuestro tiempo.

No sabían los escritores bíblicos que son las plantas verdes las que han enriquecido con oxígeno la atmósfera primitiva, ni que, sin su intervención continuada, en muy poco tiempo sería imposible habitar en nuestro planeta. Es la presencia de algas verdes en los terrenos sedimentarios de hace unos 2.000 millones de años la clave que explica que hace 600 millones de años haya habido una explosión de formas vivientes, cuando el nivel de oxígeno, ya comparable al actual, permitió el desarrollo de vida pluricelular, macroscópica.

Dos pasos evolutivos -imprevisibles y tal vez de una probabilidad infinitesimal aun en edades cósmicas- dieron, primero, la capacidad de la función clorofílica a seres unicelulares anaeróbicos (para quienes el oxígeno era un veneno) y luego, al aumentar el nivel de ese gas con reacciones energéticas de enorme eficiencia, la capacidad de usarlo como clave de un metabolismo que permite la vida pluricelular, tanto vegetal como animal

Por la imposibilidad aun de calcular que tales pasos evolutivos se den, hay científicos serios que consideran plausible la vida solamente microscópica en muchos otros planetas del universo, pero prácticamente imposible que se dé el desarrollo de algo tan complejo como un ratón, para no hablar ya de la vida humana.

Con la alfombra viviente verde y fecunda cubriendo los continentes, termina el día tercero, que se cierra de nuevo con el juicio aprobador de Dios.

ETAPA DE COMPLEMENTACIÓN PARA LA VIDA HUMANA: TRES DÍAS MÁS

Cuarto día: entorno astronómico

Si los tres primeros días establecen el marco general de la casa del Hombre, los tres siguientes muestran cómo se amuebla adecuadamente. Y si el primer día nos da la luz, el cuarto nos presenta con los astros.

Han sido descritos tres días –con día y noche- sin referencia a los astros como marcadores de tales períodos de luz y oscuridad. Como se ha dicho en forma un tanto jocosa, para los israelitas primitivos no era de día porque salía el Sol, sino porque correspondía tener luz en ese período, e incluso podría decirse que la Luna es más útil que el Sol, pues sale de noche, cuando nos hace falta. El papel de tales astros es, primariamente, decorativo, presidiendo en forma majestuosa todo cuanto ocurre bajo su presencia. Son lámparas incrustadas en el firmamento invisible, como lo estarían también las estrellas, y tienen la función útil –sobre todo la Luna desde el punto de vista del calendario religioso- de señalar claramente día y

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noche, estaciones y años, con los tiempos para fiestas que todavía hoy se determinan por el ritmo lunar.

Es este “ejército del cielo” el que sirve a Dios y al Hombre con su orden inmutable, como instrumentos hermosos, pero sin categoría divina en grado alguno. Así se distancia el relato bíblico de todas las religiones que adoran a los astros, como ocurría abiertamente en Egipto y en forma más o menos velada en otros muchos pueblos de aquel entorno y de otras culturas de todo el mundo. Incluso en salmos muy posteriores se hace necesario subrayar el papel de sirvientes del Sol y la Luna, acusando de ignorancia blasfema a quienes se dedican a observar desde las azoteas los aspectos cambiantes de los astros, en la astrología, una caricatura de la ciencia que aún perdura hoy en los pueriles horóscopos de los medios de comunicación de masas. El título bíblico de Dios como “el Señor de los Ejércitos” no es una proclamación belicosa, sino que se refiere precisamente al “ejército del cielo”, a los astros que se mueven según sus órdenes en un conjunto ordenado y perdurable.

Con nuestra ciencia moderna hemos conseguido establecer la situación de la Tierra en el sistema solar, y abrir panoramas de inmensidad abrumadora al descubrir que el Sol, con su cortejo de planetas es solamente un “ciudadano” de la gran ciudad cósmica que llamamos la “Vía Láctea”, conteniendo más de 100.000 millones de soles en un disco que la luz tarda 100.000 años en atravesar. En una órbita a unas tres quintas partes del radio, somos llevados alrededor del núcleo (sólo observable con telescopios de “luz invisible”, infra-roja, u ondas de radio) en un año galáctico que dura 250 millones de años de nuestra experiencia. Y a distancias que la luz recorre en miles de millones de años, se encuentran tantas “vías Lácteas” como estrellas en nuestra ciudad. Nadie podía haber soñado –ni a principios del siglo XX- tanta grandeza espacial ni tanta riqueza de soles y planetas, todos tan lejanos que ni los mayores telescopios han logrado todavía ver estrella alguna sino como un punto sin dimensiones.

Si esto es verdaderamente abrumador, es más maravilloso todavía el estudiar la evolución de la materia desde el comienzo explosivo del Big Bang. La Tierra –y, por tanto, nuestro cuerpo- es ceniza de estrellas, literalmente. De no haber existido generaciones previas de estrellas que sintetizaron, a partir del hidrógeno primitivo, el carbono, oxígeno, calcio, hierro, silicio… no existiría un entorno como el de nuestro planeta ni los materiales necesarios para una estructura viviente. Han sido los humildes servidores del plan divino en el “ejército del cielo” los que prepararon el barro terrestre, incluso el que fue el cuerpo de Dios hecho Hombre.

Hacia 1920 decía un gran físico inglés, Eddington, que deberíamos ser capaces de entender algo “tan sencillo como una estrella”. Es la teoría de la evolución estelar la parte más completa y satisfactoria de la Astronomía actual, aunque todavía quedan muchos detalles por elucidar, sobre todo cuando hablamos de las etapas finales de estrellas de gran masa. Es verdad que las estrellas pueden describirse en términos de un proceso de contracción dominado por la gravedad de una masa, suficientemente densa y fría, que al comprimir los gases en su centro los calienta. A los 10 millones de grados comienzan reacciones nucleares que producen energía suficiente para contrarrestar el peso de las capas externas. Mientras hay combustible, a temperaturas crecientes, la estrella evita su derrumbamiento gravitatorio, pero al final es la gravedad la que siempre vence.

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Y si estrellas como el Sol tienen un final relativamente apacible, perdiendo sus capas exteriores y dejando un cadáver superdenso de carbono cristalizado, las de masa mucho mayor evolucionan más rápidamente hacia una inestabilidad interna que llega al derrumbe casi instantáneo de la mayor parte de la masa estelar, que se concentra en una esfera de pocos kilómetros de radio. El rebote explosivo lanza al espacio todos los materiales sintetizados en la evolución previa, y permite en pocas horas la síntesis de los elementos más pesados. Así se enriqueció con “metales” (elementos más pesados que el Helio) la nebulosa de la que hace 4.500 millones de años se formó el sistema solar.

No han sido en vano las etapas cósmicas de duración inimaginable ni es un derroche inútil la existencia de tantos astros que probablemente nunca serán visitados por el Hombre. Una vez más, es digna de corearse con entusiasmo la aprobación del Creador al terminar el día cuarto: “y vio Dios que era bueno” el cielo con toda la variedad de astros y el suelo fértil cubierto de vivientes aunque sólo en el nivel más inferior, el de la vida vegetativa.

Quinto día: vida animal en entornos sin control humano

En paralelo con el segundo día, en que se abre un espacio habitable dentro de las aguas, se coloca en el quinto día la vida animal en los océanos y la atmósfera. Con un ritmo de mayor rapidez y variedad creativa se nos describe una explosión de vida en el agua y en el aire, los dos elementos más cambiantes y –al mismo tiempo- menos cercanos al Hombre en cuanto a su capacidad de controlar y utilizar sus recursos. Una vez más se utilizan las potencialidades propias de la materia con una orden dada directamente a las aguas. “Hiervan de animales las aguas”, con formas tan increíblemente variadas como almejas y ballenas, pólipos y pulpos gigantes, humildes pescados de ríos y lagos o monstruos intuidos en las profundidades oscuras de los océanos. Y como otra explosión de agilidad, hermosura y variedad fantástica, el mundo de las aves, desde los gorriones -casi invisibles en su pequeño tamaño y color polvoriento- hasta las águilas que nos miran impávidas desde sus alturas. Un hervidero de vida que se perpetuará por la orden divina de fecundidad que es la primera bendición –no simple aprobación- dada por el Creador.

Tal vez es la comunicación de vida la idea más insistente de la Biblia al hablar de Dios como Vivo y así distinto de todos los ídolos inertes. Aun sin barruntar el misterio de la intimidad de Dios en su Trinidad, donde la comunicación de todo el Ser infinito es la actividad esencial de las divinas Personas, siempre se subraya el aspecto vital de quien existe sin tiempo, sin haber tenido principio ni poder tener fin, porque para Dios mil años son como un día, y Él es inmutable, plenitud esencial de toda perfección. Porque Dios es vida y comunica vida, la existencia de seres fecundos, activos, nos muestra una nueva faceta del Creador, que sólo muy veladamente se conoce en el mundo astronómico, aun con toda su belleza. Relaciones de familia, ya presentes en forma conmovedora en el cuidado de las aves hacia la prole en sus nidos, apuntan a relaciones más profundas y significativas cuando aparezca el nivel máximo de vida en la Tierra.

Hoy la ciencia nos presenta el panorama de vivientes como el resultado de un larguísimo proceso comenzado en las aguas de hace 3.500 millones de años. No sabemos dónde ni cuándo ni cómo apareció la primera célula: su complejidad desafía toda descripción en términos de un “azar” que no es fuerza física alguna ni puede ser causa de orden y estructuración complejísima. Tal vez en una charca litoral, o en fuentes termales o grietas

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volcánicas abisales, tal vez con la ayuda estructural de arcillas o minerales cristalizados, los aminoácidos que puede sintetizar el rayo en una atmósfera adecuada se unieron para producir la primera molécula con capacidad de reproducirse. Esa vida no era vegetal –que definimos por la síntesis de nuevo material orgánico – sino dependiente de moléculas ya presentes en el entorno en que aparecen las primeras células. El misterio se cubre con frases que afirman el hecho, pero no ofrecen una explicación satisfactoria.

Hace ya 50 años que, en Chicago, Urey y Miller simularon una posible atmósfera primitiva de la Tierra y consiguieron que chispas eléctricas formasen en ella los ladrillos básicos del organismo viviente. Otras simulaciones han dado resultados semejantes. Desde entonces no ha habido avance digno de mención. Aunque Sto. Tomás aceptaba la generación espontánea en términos filosóficos, como la actualización de potencialidades dadas por Dios a la materia para producir vida en las circunstancias adecuadas, sigue hoy vigente el dicho de la ciencia después de Pasteur y otros: “Omne vivum ex vivo”.

Aunque se da por supuesto frecuentemente que en una charca primitiva con todos los elementos necesarios debió necesariamente comenzar la vida, y que lo haría de nuevo en esas condiciones, estamos tan lejos de producir una célula viviente en el laboratorio como lo estaban en la Edad Media. En un huevo de gallina hay todo lo necesario para construir millones de células de diversas clases, y el pollito se construye a sí mismo en tres semanas, sin material externo (excepto el aire) y sin escombros. Pero si usamos una batidora para que aquel huevo se convierta en un puré sin estructura alguna, podemos estar seguros de que allí hay los materiales necesarios y nunca se forma espontáneamente una célula como debió ocurrir al comienzo de la evolución vital en la Tierra. De una manera más o menos implícita se reconoce esta incapacidad cuando se proponen soluciones basadas incluso en vida originada en circunstancias desconocidas, en otro planeta, para venir luego a establecerse y desarrollarse en el nuestro, trasladando a otro entorno no comprobable la posible solución del problema.

Toda la vida en la Tierra fue microscópica, unicelular, durante 3.000 millones de años, y casi todo ese tiempo apenas hubo oxígeno en la atmósfera. Solamente las plantas –algas unicelulares, cianofíceas o verdes, con clorofila-- cubriendo grandes extensiones de los océanos, pudieron dar el entorno rico en oxígeno donde se observa la “explosión del Cámbrico”: un período breve a escala geológica (solamente unos millones de años) en que las capas sedimentarias muestran ya todas las formas básicas de seres vivientes que persisten hasta hoy.

Es un misterio el porqué de tal variedad de familias, géneros y especies, primero en las aguas y luego en la tierra cercana a ellas: peces, anfibios, reptiles y aves. Hubo evolución puntuada por cinco grandes extinciones de origen cósmico o geológico, que tan sólo permitieron sobrevivir a menos del 10% de las formas desarrolladas en miles de millones de años.

El parentesco básico de todas las formas de vida en la Tierra está bien establecido científicamente: los mismos aminoácidos, la misma simetría de moléculas orgánicas, el mismo modo de transmitir la información genética, son claras razones para afirmarlo. Pero no es menos cierto que el proceso evolutivo es muy difícil de explicar en detalle, y que la

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Biología no puede dar una razón suficiente para transformaciones específicas aunque deban ocurrir por cambios genéticos de apariencia fortuita.

Recordemos que el método científico no puede demostrar experimentalmente la ausencia ni la presencia de un plan finalístico, ni siquiera cuando analiza un producto de la técnica humana. La pregunta sobre finalidad o la alternativa azar-diseño inteligente es de orden filosófico y debe dirimirse por consideraciones metafísicas, ausentes en la descripción evolutiva que se mantiene dentro del ámbito de la biología. En ese campo sólo es posible intentar responder al cómo de la evolución, no a su razón de ocurrir como de hecho ocurrió.

El registro fósil del desarrollo de los vertebrados nos permite aceptar como los más primitivos a los peces, seguidos de los anfibios y reptiles que culminaron en la presencia abrumadora de los dinosaurios durante 150 millones de años. Una gran catástrofe ecológica- casi ciertamente relacionada con un impacto de un asteroide de unos 10 kilómetros de diámetro en la península del Yucatán- terminó su imperio hace 65 millones de años, dejando como sus descendientes más modestos a los reptiles actuales y a las aves. Y es en este mundo menos amenazante donde pudo continuar el desarrollo vital, que se hace especialmente evidente en los mamíferos que proliferan en las tierras continentales.

Sexto día: animales terrestres y vida humana

El tercer día nos había dado tierra seca, cubierta de plantas. El sexto puebla de animales los continentes, terminando el proceso de preparación para el Hombre.

Para el pueblo a quien se dirigía el Génesis, originalmente de vida nómada pastoril, la riqueza consistía sobre todo en sus ganados: ovejas y cabras, vacas y bueyes, asnos y camellos, valiosos todavía aun en entornos de granjas y ciudades estables. Estos ganados se mencionan en primer lugar entre los animales terrestres, aunque se incluyen también los reptiles (científicamente anteriores) que el nómada encuentra en el desierto, como lagartijas o serpientes, y tal vez como cocodrilos en Egipto o en otras cuencas fluviales. Porque no parecen ser útiles al Hombre, su mención –como sin darles importancia, pero reconociendo su presencia- puede indicar su impureza que les hace inadecuados para el consumo humano, y que puede estar relacionada con ritos paganos en que serpientes son símbolos de culto a diosas de la fecundidad, o que es un rescoldo despectivo de la reverencia idolátrica dada en Egipto a cocodrilos y otros animales ausentes en Palestina. Sin otra distinción más detallada se mencionan todas las otras bestias de la tierra, aun las fieras salvajes, para dejar claro que todo ser viviente tiene su origen en la palabra omnipotente de Dios.

La paleontología puede reconstruir parcialmente el desarrollo de los mamíferos, sobre todo después de la desaparición de los dinosaurios. Nuestro acervo de fósiles es siempre muy incompleto, pero permite encontrar formas progresivamente más cercanas a las actuales, por ejemplo para dar lugar al caballo, e incluso a los primates biológicamente más parecidos al Hombre. No es fácil encontrar formas intermedias ni procesos plausibles para ir desde un supuesto antecesor de la ballena –originalmente terrestre y del tamaño de un asno- hasta el enorme cetáceo de hoy, el animal más grande de toda la historia de la vida en nuestro planeta. Un mamífero que bucea a mayor profundidad que los submarinos nucleares y que puede estar sin respirar durante una hora, con un corazón que bombea mil litros de sangre en cada latido y con una capacidad insospechada de almacenar oxígeno en una espesa capa de grasa subcutánea. Realmente es necesario reconocer que tal evolución es un misterio.

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También es un misterio la programación instintiva que determina cómo una araña teje su tela o la abeja sus panales o un pájaro hace su nido y busca su alimento. Hasta qué punto puede el instinto –la programación transmitida genéticamente-- incluir tendencias de imitación y aprendizaje, como se observan en primates actuales, es difícil establecerlo con claridad. No hay en todo ese mundo animal ninguna cultura que se comunique con símbolos sistematizados, sean visibles o audibles, ni indicación de conciencia refleja o iniciativa libre. Es posible hablar de los animales como “robots biológicos” de una complejidad asombrosa, pero con las limitaciones inherentes a la falta de verdadera consideración de alternativas de proceder que den lugar a una elección libre. Por lo cual no es posible hablar en este nivel de derechos o deberes, de responsabilidad personal.

En esta narración bíblica Dios contempla su obra en este momento y -por última vez- da su aprobación a lo que no puede menos de ser como Él lo ha decretado: “Y vio Dios que era bueno” este mundo lleno de vida vegetal y animal.

Una vez preparado todo el entorno adecuado, el Padre providente -que ha hecho el hogar para sus hijos- culmina su obra con un nuevo acto de especial solemnidad. No va a pronunciar un “Hágase” distante, ni a ordenar que el agua o la tierra utilicen sus potencias innatas para dar lugar a una forma superior de vida. Va a tomar una parte directamente activa en la formación del Hombre, que va a ser “Imagen y Semejanza” suya, ser viviente en un grado de actividad propia del Creador inteligente y libre. Por tanto, “hijo” en una forma especial, pues un hijo es una imagen viviente de su padre.

Es una forma gramatical misteriosa la que hace de la palabra “Elohim” –Dios- un plural en esa lengua semítica del Génesis original, sobre todo cuando es tan obvia la insistencia en la unicidad exclusiva de Dios en todo el libro sagrado. También es plural el verbo que expresa ahora su acción, como si se diese una deliberación entre iguales de suprema majestad: “Hagamos al Hombre a nuestra imagen y semejanza”. Y se añade su especial dignidad como representante de Dios: “Para que domine” a todos los seres vivientes previamente creados, como lugarteniente del Creador, como hijo y heredero que no puede contarse entre las posesiones de un amo al enumerar sus riquezas.

Se recalca este nuevo orden de existencia, intermedio entre el Creador y su obras anteriores, con una insistencia significativa y casi de asombro: “Y creó Dios al Hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó Dios macho y hembra”. La distinción de sexos no es una distinción de naturaleza ni de dignidad, pues la pareja humana aparece desde el primer momento como salida de la mano de Dios con esa semejanza que da a todo ser humano su especial rango en la creación. No hay discriminación de castas ni de sexos en esta visión tan directamente positiva de lo que somos.

Al hacer que exista el género humano, no hay la acostumbrada aprobación que ratifica la bondad de la obra: una omisión que sugiere que la bondad del Hombre dependerá de nuestra libertad, no de nuestras estructuras biológicas. Sí hay, en cambio, la bendición de fecundidad que se invocó sobe los animales terrestres y que va unida a la reiteración de su dominio: “Procread y multiplicaos y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”. Todo está hecho para el Hombre, y el Hombre sólo para su Creador: no hay nada en

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el orden creado que tenga derecho a arrebatar a un ser humano su dignidad, superior a cualquier consideración utilitaria.

La ciencia de hoy no puede menos de confesar que hay una diferencia cualitativa, no sólo cuantitativa, entre el Hombre y los demás seres vivientes del planeta. Todos los materialismos que quieren explicar lo que somos por razones de complejidad genética o estructuración cerebral se ven ante hechos innegables que contradicen esas explicaciones aparentes. Ni el tamaño del cerebro se relaciona directamente con la inteligencia ni se dan iguales comportamientos en mellizos univitelinos (con idéntico ADN), aun en casos de siameses, que no sólo tienen la misma genética, sino necesariamente el mismo entorno, por compartir parte de sus órganos sin posibilidad de independizarse.

Más positivamente, la actividad de pensamiento abstracto –la base de posibilidad de hacer ciencia, matemáticas, poesía- no puede atribuirse a ninguna de las cuatro fuerzas por las que la Física define a la materia. Ni es su resultado algo con propiedades físicas comprobables ni se admite su influencia en algo tangible fuera del pensante. Tampoco es una solución el apelar al éxito de la llamada “Inteligencia artificial”: aun en el supuesto de que hubiese los circuitos necesarios para un ordenador como resultado de evolución química al azar, necesitaríamos un “programa” para que se diesen actividades con algún resultado significativo. Y ese programa no puede atribuirse a la química ni tendría sentido sin un sistema arbitrario de simbolismos en términos de corrientes eléctricas transmitidas o bloqueadas por unidades equivalentes a los transistores.

Nuestra semejanza al Creador, tan elocuentemente afirmada en el Génesis, no puede ser atribuida a nuestra estructura corporal, sino solamente a nuestra capacidad discursiva y racional, y a nuestra voluntad libre. Y esto no se explica por evolución genética, aunque sea aceptable que Dios preparase evolutivamente a la materia para darle el espíritu, única razón suficiente de ese nivel de actividad. Manteniéndose en su propia metodología, nada puede decir la ciencia en contra de esto, aunque siga siendo un misterio para todos el cómo de la unión de espíritu y materia. Es la relación mente-cerebro el campo de mayor dificultad al hablar del ser humano, y apenas se pueden mencionar progresos en ese estudio durante siglos, excepto para hacer notar que enfermedades mentales pueden ser el efecto de desequilibrios químicos o tumores cerebrales.

Si queremos hablar con una comparación actual, también es un misterio –ciñéndonos sólo a la materia- el cómo compaginar los aspectos de partícula y onda en una realidad superior al hablar de las partículas elementales, o cómo hacer compatibles la Relatividad Generalizada y la Mecánica Cuántica en la cosmología. Hay datos abundantes e indudables que nos obligan a aceptar esas dualidades de comportamiento, pero realmente no entendemos cómo las cosas pueden ser así.

Termina este primer capítulo del Génesis con una poética afirmación de que la vida animal se sostendrá, en todos los ámbitos, mediante un régimen vegetariano de alimentación. Algo que no parece aplicable a los peces ni a animales claramente deficientes en su capacidad de procesar vegetales, como sería un león o un humilde mosquito o una sanguijuela.

No es lógico atribuir la necesidad de comer carne a los efectos del pecado humano, como si el sufrimiento de animales -víctimas de otros animales- fuese culpa nuestra: millones de años antes del Hombre encontramos los más terribles predadores carnívoros entre los grandes

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dinosaurios. No es correcto el antropomorfizar a todos los vivientes para exigirles derechos y deberes, en una implícita atribución ética que los divide en “buenos y malos”. Menos todavía es legítimo el suponer que animal alguno tenga una dignidad superior al Hombre, sea para adorarlo, o para anteponer su bienestar a las necesidades de una persona, aunque se quiera dar carácter humano -con la idea oriental de reencarnación- a cualquier forma de vida de nuestro entorno.

El relato de la Creación termina con una base lógica que justifica la institución del descanso sabático: es el día séptimo el especialmente bendito y santificado por el descanso del Creador. No porque su actividad le imponga la necesidad de recuperar fuerzas –un simple “Hágase” es lo que da origen a cuanto Él quiere- sino porque el Hombre va a necesitar ese reposo a intervalos regulares para no verse abrumado por su actividad hasta el punto de dejar de considerar su relación personal con el Creador.

Si los días de la semana se toman del entorno cultural en que siete astros se mueven contra el fondo de las “estrellas fijas” de constelaciones aparentemente inmutables, en el Génesis quiere dárseles un significado más profundo por una relación original –aun antes de existir los astros- a lo que se presenta como acción providente de Dios preparando al mundo entero para el hombre. Por eso puede decir Cristo más tarde que “el Hombre no está hecho para el Sábado, sino el Sábado para el Hombre”, una máxima aplicable a toda norma externa que puede convertirse en límite para hacer el bien en todo momento.

Segundo relato de la Creación: centralidad del Hombre

Hay en el siguiente capítulo otra versión del proceso creativo en que no se distinguen días ni etapas, porque su interés radica en la actividad del Hombre y su modo de responder al Creador que ha hecho todo para su bien. En este resumen, más teológico, Dios forma primero al Hombre (sin la mujer) del barro, en un mundo árido, sin lluvia ni hierba ni ser viviente alguno, modelando su cuerpo con sus manos, como un escultor que hace una imagen humana con maestría sublime. Dios infunde luego un “soplo de vida”, un aliento que convierte a la estatua inerte en ser viviente. No hay alimento para ese ser humano aislado, solitario, “por no haber llovido Yahvé sobre la tierra ni haber Hombre que la labrase” antes de que él exista. Una vez que existe el Hombre, Dios produce el entorno paradisíaco donde puede vivir feliz, “con árboles hermosos a la vista y de frutos sabrosos al paladar”, uniendo belleza y utilidad, culminando en el “árbol de la vida” (fuente de inmortalidad) y en el de la “ciencia del Bien y el Mal” como prueba de su fidelidad y sumisión al Creador.

Dos modos de completar el relato de nuestro origen son especialmente significativos en esta segunda versión:

Se afirma que el Hombre no está hecho para una existencia en soledad: es persona y necesita relaciones personales. Primeramente, Dios hace desfilar ante Adán a todos los animales del campo y del cielo, formados también del barro después de Adán y él ejerce dominio sobre ellos asignándoles un nombre adecuado (conociéndolos y determinando su proceder, pues el nombre - en el modo de pensar hebreo- indica lo que va a ser quien lo recibe: recordemos a Cristo dando un nuevo nombre a Simón Pedro).

Pero entre todos los animales no se encuentra ninguno semejante al Hombre, por muy parecido que sea su aspecto físico. Antes se ha insistido en que el Hombre está hecho a

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semejanza de Dios –a pesar de que Dios no tiene descripción alguna que indique forma corporal- y ahora se niega la semejanza a seres que corporalmente no parecen muy distintos. Es una forma sencilla, pero profunda, de resaltar de nuevo la dignidad humana, basada en su racionalidad.

En segundo lugar, la mujer no se forma del barro independientemente, sino que es “carne y hueso” del varón, de la intimidad cercana al corazón de Adán. Es esta relación original la que garantiza la unidad del género humano y establece también a la mujer como compañera adecuada del varón -no como una animal doméstico- con una mutua atracción que será superior aun a los lazos de dependencia respecto a los padres de cada uno.

Cristo hará callar a los que le preguntan sobre la práctica Mosaica del divorcio citando la norma bíblica “serán dos en una sola carne” y dando claramente la consecuencia del matrimonio indisoluble: “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”. Solamente en esta enseñanza de Cristo se mantiene la dignidad sagrada de cooperar con Dios para que tengan vida en un entorno adecuado quienes van a ser también “hijos de Dios” siéndolo de quienes en amor se entregan mutuamente.

La familia es la unidad básica de toda estructura político-social, y -como afirmó ante las Naciones Unidas Juan Pablo II- “la sociedad es para la persona individual, no al revés”. Solamente el ser humano es “imagen y semejanza de Dios” con un destino eterno que le afecta en su persona, independientemente de consideraciones políticas o económicas de cualquier tipo. Nunca es lícito el rebajar a nadie al nivel de “cosa” útil para el progreso científico ni para otros fines que atentan contra sus derechos, dados por el Creador, no por entidades artificiales, sean democráticas o tiránicas.

Nada tiene que aportar la ciencia a estas consideraciones teológicas, pero sí admite como indudable que la especie humana es una, que todos los miembros de la especie tienen igual naturaleza racional y son igualmente sujetos de derechos y deberes, y que el Hombre está hecho para vivir en sociedad.

Sería equivocado el tomar la prohibición de comer el fruto del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal como una limitación del deseo de conocer que es parte de la naturaleza racional, ansiosa siempre de Verdad, Belleza y Bien. En el modo de hablar semítico, “conocer” tiene con frecuencia el significado de “dominar”, incluso cuando el varón “conoce” a su esposa cuando se une con ella para la procreación. Y en ambientes paganos de la época –y aun en ritos mágicos de nuestros días- simplemente el conocer el nombre de un agente sobrehumano parece ser la clave para poder controlarlo y exigirle favores. Es este conocer el que se prohíbe a Adán bajo pena de perder su inmortalidad, pues el intentar obtener tal control sobre Dios será una rebelión de independencia en actitud de igualdad, no de sumisión propia de la criatura. Ni puede el Hombre por sí mismo erigirse en norma arbitraria del Bien y el Mal.

Conclusión

No han perdido valor ni actualidad estas primeras páginas de la Biblia, ni tiene un creyente motivo alguno para ocultarlas como si fuesen pueriles y poco adecuadas a nuestro tiempo. Sus enseñanzas son, en nuestros días, tan importantes -o más- como lo fueron hace miles de años en un entorno pastoril primitivo o en las ciudades ya más recientes.

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El relato poético de la Biblia, que usa conceptos pre-científicos para subrayar ideas de orden, finalidad, dignidad humana, amor del Creador, se hace más impresionante todavía con los datos de la Cosmología moderna. Cuanto aquí se ha descrito es ya parte del acervo común de conocimientos que no se basan en una opinión u otra de algún autor concreto, ni en teorías más o menos plausibles y que están aún en fase de elaboración y búsqueda de pruebas experimentales. Esto es lo que he querido presentar en esta formulación de cómo entender nuestro entorno, no subrayando detalles concretos de explicaciones nimias de sucesión temporal evolutiva, ni para el universo ni para los seres vivientes, sino aceptando lo que es más importante: la centralidad del Hombre en un plan del Creador, inteligente y libre, de infinita generosidad dirigida a nuestro bien.

Sería equivocado el intentar leer el Génesis como un libro de Cosmología o de Biología, para llegar a exigir que se nieguen las aportaciones de la ciencia en esos campos, sea cuando se habla de la evolución cósmica o de la evolución vital en la Tierra. Pero en un lenguaje sencillo se dicen grandes verdades, que no deben interpretarse en un concordismo superficial, ni tampoco olvidarse por un cientificismo miope. Es posible ver lo que cada modo de conocer aporta a nuestra comprensión de la realidad total del Universo y del Hombre, en una síntesis mutuamente enriquecedora, donde el centro está siempre en el Amor de un Creador que no crea por una decisión banal de entretenerse con los fuegos artificiales de millones de soles, ni con el corretear de animales sin conocimiento de su Creador.

Si el Creador es personal –inteligente y libre- sólo el buscar relaciones personales con seres semejantes puede dar una razón suficiente del acto creativo. Y a eso estamos destinados según la Teología bíblica: a vivir, sin límites temporales, de la vida y felicidad “del Padre de quien descienden todos los bienes.”

El Primer Crepúsculo de Adán

Al ver la noche Adán, por vez primera,Que iba borrando y apagando el mundo,Creyó que al par del astro moribundoLa creación agonizaba entera.

Mas luego, al ver lumbrera tras lumbreraDulce brotar, y hervir en un segundoUniverso sin fin, vuelto en profundoPasmo de gratitud, ora y espera.

Un sol velaba mil: fue nuevo orienteSu ocaso, y pronto aquella luz dormidaDespertó al mismo Adán, clara y fulgente.

¿Por qué la muerte al ánimo intimida?Si así engaña la luz tan dulcemente¿Por qué no ha de engañar así la vida?

Blanco –White

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