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biblioteca abierta COLECCIÓN GENERAL Extractivismos y posconflicto en Colombia: retos para la paz territorial Astrid Ulloa Sergio Coronado editores Grupo de Investigación Cultura y Ambiente Facultad de Ciencias Humanas Sede Bogotá

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b i b l i o te ca a b i e r t aCo l e CC i ó n g e n e r a l

Extractivismos y posconflicto en Colombia:

retos para la paz territorial

Astrid Ulloa Sergio Coronado

editores

Grupo de Investigación Cultura y Ambiente

Facultad de Ciencias HumanasSede Bogotá

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bibl ioteca abier taco l e c c i ón gene r a l perspec t ivas ambienta les

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Extractivismos y posconflicto en Colombia:retos para la paz territorial

Astrid Ulloa editora

Sergio Coronado editor

2016

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catalogación en la publicación universidad nacional de colombia

Extractivismos y posconflicto en Colombia : retos para la paz territorial / Astrid Ulloa, Sergio Coronado (edi-tores). -- Primera edición. -- Bogotá : Universidad Nacional de Colombia (Sede Bogotá). Facultad de Ciencias Humanas. Departamento de Geografía ; Centro de Investigación y Educación Popular Programa por la Paz (CI-NEP/PPP), 2016.456 páginas -- (Biblioteca abierta. Perspectivas ambientales ; 445)Incluye referencias bibliográficas e índice de materias y lugaresISBN 978-958-775-791-0.

1. Extractivismo -- Aspectos ambientales -- Colombia 2. Posconflicto armado -- Colombia 3. Industria minera -- Efectos ambientales 4. Solución de conflictos socioambientales 5. Conflictos territoriales -- Aspectos ambien-tales 6. Política ambiental -- Colombia I. Ulloa Cubillos, Elsa Astrid, 1964-, editor II. Coronado Delgado, Sergio Andrés, 1981-, editor III. Serie

CDD-21 333.85014 / 2016

Extractivismos y posconflicto en Colombia:

retos para la paz territorial

Biblioteca Abierta

Colección General, serie Perspectivas Ambientales

Grupo de investigación Cultura y Ambiente

© Universidad Nacional de Colombia,

sede Bogotá, Facultad de Ciencias Humanas,

Departamento de Geografía

Primera edición, 2016

© Centro de Investigación y Educación Popular

Programa por la Paz (CINEP/PPP), 2016

ISBN: 978-958-775-791-0

© Editores, 2016

Astrid Ulloa y Sergio Coronado

© Varios autores, 2016

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas

Comité editorial

Luz Amparo Fajardo Uribe, Decana

Nohora León Rodríguez, Vicedecana Académica

Myriam Constanza Moya Pardo, Vicedecana de Investigación y Extensión

Jorge Aurelio Díaz, Director Revista Ideas y Valores

Carlos Tognato, Director del CES

Preparación editorial

Centro Editorial de la Facultad de Ciencias Humanas

Camilo Baquero Castellanos, director y coordinador editorial

Juan C. Villamil N., coordinación gráfica - Maquetación

Francisco Díaz-Granados, corrección de estilo

[email protected]

www.humanas.unal.edu.co

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier

medio, sin la autorización escrita del titular

de los derechos patrimoniales.

Centro de Investigación y Educación Popular

Programa por la Paz (CINEP/PPP)

Director generalLuis Guillermo Guerrero Guevara

SubdirectorSergio Coronado Delgado

Coordinador del equipo movilización, territorio e interculturalidadJavier Lautaro Medina

Coordinadora de publicacionesMargareth Figueroa Garzón

Esta publicación es posible gracias al apoyo de Cordaid. No obstante, las opiniones expresadas en esta obra son de responsabilidad exclusiva de los autores y no expresan la postura ni comprometen a Cordaid.

CINEP/ Programa por la Paz Carrera 5 n.° 33B - 02PBX: (57-1) 2456181Bogotá, D.C., ColombiaCorreo electrónico [email protected] www.cinep.org.co

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Contenido

Presentación 9

Ricard o Sánchez ÁngelPrólogo. El neoextractivismo: la caldera del diablo 11

Astrid Ulloa y Sergio Coronad o Delgad oTerritorios, Estado, actores sociales, derechos y conflictos

socioambientales en contextos extractivistas: aportes para

el posacuerdo 22

Sergio Coronado Delgado y Víctor Barrera RamírezRecursos mineros y construcción de paz territorial:

¿una contradicción insalvable? 59

Patricia Sánchez GarcíaDe La Colosa a La Habana: conflicto por la producción

del territorio en Colombia 105

Emerson A. BuitragoLimitaciones y delimitaciones de los páramos

en una Colombia posacuerdo 137

Ingrid Díaz MorenoPalma, estado y región en los Llanos colombianos (1960-2015) 167

Catalina Serrano PérezMinería y territorio en el sur de Córdoba: viejos y nuevos retos

para la construcción de paz territorial 201

Catalina Quiro ga ManriqueVarias caras de un incierto posconflicto. Entre la ilegalidad

y la legalidad de la minería a pequeña escala 235

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Jhonnatan Fernand o López-VegaDesafíos de la movilización minera interétnica en el río Inírida,

Guainía, al posconflicto en Colombia 267

César A. Card ona, Marcel a Pinill a y Aída Gálvez¡A un lado, que viene el progreso! Construcción del proyecto

Hidroituango en el cañón del Cauca medio antioqueño,

Colombia 303

Mauricio Pard o RojasPosextractivismo: futuro posible para las poblaciones negras

del Pacífico 331

Angélica Ro cío López GranadaTerritorialidades en conflicto en la minería del oro

en Buenaventura y Simití: un análisis comparado 355

Juliana DuarteTransformaciones socioterritoriales en Casanare por la

actividad petrolera: conflictos y resistencias (1990-2010) 387

Estefanía Ciro, Julián Barbosa y Alejandra CiroMapa petrolero de la Amazonia y resistencia en el Caquetá:

retos de paz en el posconflicto 413

Acerca de las autoras y autores 441

Índice de materias 447

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Presentación

Este libro analiza, con estudios de caso, diversos conflictos socioambientales y armados asociados a procesos extractivistas en el país junto con las consiguientes transformaciones ambientales, territoriales, sociales, políticas y culturales y los retos políticos y de gobernabilidad que se generan en posibles escenarios poscon-flicto y posacuerdo. La obra es el resultado de procesos de diálogo con investigadoras e investigadores del Centro de Investigación y Educación Popular/Programa por la Paz (cinep/ppp) y del grupo de investigación Cultura y Ambiente, de la Universidad Nacional de Colombia, en particular del Semillero de Investigación en Minería, Ambiente y Territorio (simat).

De manera específica, es fruto de tres eventos desarrollados conjuntamente. De los seminarios permanentes sobre «Perspectivas ambientales», cuyas temáticas fueron: «Conflicto armado y el extrac-tivismo» (5 de noviembre de 2014) y «Colombia y extractivismos: crisis económica y postconflicto» (3 de febrero de 2015), organizados ambos por la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia y el cinep, con el apoyo de la Asociación Ambiente y Sociedad, censat y la red DesiguALdades; y del sim-posio «(¿Pos?)conflicto y extractivismos en Colombia», que tuvo

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Presentación

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lugar en el xv Congreso Colombiano de Antropología, organizado por la Universidad Nacional de Colombia y el cinep (2-5 de junio), en Santa Marta, Colombia.

El libro alimenta la serie Perspectivas Ambientales, de la Fa-cultad de Ciencias Humanas, la cual busca consolidar la dimensión ambiental en las investigaciones y trabajos aplicados –en diálogo con investigadoras/es nacionales e internacionales–, en relación con los nuevos retos que traen los conflictos por procesos extractivistas en los territorios locales y sus implicaciones para los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos. En este contexto, la Facultad de Ciencias Humanas y el cinep/ppp unieron esfuerzos para pensar estas dimensiones y presentar este libro como un insumo tanto para las actuales y futuras negociaciones de paz en Colombia como para los complejos procesos de implementación de los acuerdos que resulten de las mismas.

El libro se centra en Colombia, destacando investigaciones y análisis liderados por académicas/os consolidados y jóvenes inves-tigadoras/es, quienes analizan las zonas extractivas de Chocó, Valle del Cauca, Córdoba, Bolívar, Antioquia, Tolima, Caquetá, Casanare, Guainía y Meta, cuyas problemáticas extractivistas –fruto de la minería, los monocultivos y el petróleo– y efectos socioculturales y territoriales exigen ser pensados en los escenarios posibles de posacuerdo y posconflicto.

Agradecemos de manera especial a los y las autoras por hacer parte de la discusión y elaboración de los artículos, y a los evaluadores pares, por la lectura rigurosa del texto, junto con su evaluación y comentarios enriquecedores.

Los editores

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Prólogo

El neoextractivismo: la caldera del diablo

Ricardo Sánchez Ángel

Doctor en Historia

Decano (2014-2016)

Facultad de Ciencias Humanas,

Universidad Nacional de Colombia

I. El extractivismo tiene una dilatada historia en Nuestra América. Se inauguró con la conquista de españoles, portugueses, franceses, ingleses y holandeses y fue el motor del ciclo largo de la acumulación originaria y el mercado mundial. Desde el principio hasta la consolidación del capitalismo como sistema-mundo, con sus períodos de auge y estancamiento, de recesiones, depresiones y guerras coloniales, civiles e internacionales, el extractivismo ha estado en el centro de estos desarrollos hasta nuestros días.

A su vez, se ha acompañado de revoluciones científico-tecnoló-gicas, con sus ambigüedades, paradojas y contradicciones. Como la prolongación de la vida humana con los aportes de las medicinas y el desarrollo del armamentismo para las guerras y muertes colectivas. La sociedad humana ha entretejido su alfombra de variadas riquezas

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Ricardo Sánchez Ángel

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y logros, con sus huecos mortales como las guerras, el hambre, el sexismo, el racismo y las discriminaciones.

Desde sus orígenes, en los lugares que sirvieron de epicentro, el capitalismo no solo ha explotado a las mayorías, sino a la naturaleza. Los ha sometido a la producción, y luego la propia economía y la sociedad lo han sido al mercado, tal como precisó Karl Polanyi en su obra La gran transformación (2003). Todo esto no ha sido evolutivo y lineal, sino altamente contradictorio, desigual y combinado, cuya heterogeneidad, abigarramiento social y cultural afecta las formas de producción, sobre todo en los países neocoloniales.

El mundo globalizado interrelaciona, uniendo y dividiendo al mismo tiempo. No resuelve las desigualdades; al contrario, las amplía, así se constaten mejoras en distintos órdenes. Esta ecuación viene a radicalizarse con el desmonte del Estado benefactor y de las mejoras sociales. El ciclo de auge del desarrollo y lo social después de la Se-gunda Guerra quedó atrás a partir de finales de los años setenta con la oleada de reformas neoliberales, una verdadera contrarrevolución conservadora y un viraje de civilización que se articuló a una onda larga de estancamiento y crisis del capitalismo.

Está en curso una crisis generalizada de la economía mundial, con sus componentes regresivos: destrucción de capital, cierre de empresas de todo orden y aumento del desempleo, con el correlato del disfraz laboral de la informalidad del trabajo. Además, la caída de los precios de las materias primas, el aumento de la deuda externa, la devaluación de las monedas de los países de América Latina, el caos del comercio internacional y el proteccionismo metropolitano. Estados Unidos ha sido el epicentro, junto con Europa, Japón, y la onda se expande por todo el planeta hasta Nuestra América, que de nuevo vive la caída de sus exportaciones, la recesión industrial, el desempleo, la inflación y las crisis agraria, cambiaria y fiscal.

Una sobreproducción de capital y mercancías, estimulada por la especulación financiera y bancaria, creó la ilusión de apogeo del sistema capitalista y del mercado. El desplome financiero en Estados Unidos de 2009 precipitó el colapso de la construcción y la vivienda –gran multiplicador de la actividad productiva– y del conjunto de la cadena de la actividad económica. La gran industria metalúrgica,

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Prólogo

automotriz y derivados sufrieron el impacto. La bonanza financiera era una creación ficticia de valor y capital, verdadera burbuja que la sociedad consumista alimentó como la panacea. Y, a todas estas, el «capitalismo accionario», la «democratización de las empresas» resultaron ser una enorme operación de captación de los ahorros de las clases medias y de los trabajadores para alimentar la acumu-lación del capital y la concentración de las ganancias en la cúpula de financieros y altos ejecutivos.

La acumulación venía descansando en los años finiseculares en la sobreexplotación del trabajo con su flexibilización, precarización y desempleo estructural, la neocolonización de los recursos naturales del planeta, el aumento del intercambio desigual, los intereses espe-culativos sobre la deuda, el comercio y la industria armamentista, en una ofensiva de las multinacionales con pautas monopólicas. Todo esto en medio de una oleada de violencias, orgía financiera, desalojo y expropiación.

A partir de los años setenta comenzó una onda larga de estan-camiento, con drásticas recesiones como la de 1974-1975; con crisis mundial en 1980-1983, expresadas así mismo localmente, como la del Japón y la mexicana en la década del noventa, la bancarrota argentina de 2001 y las oscilaciones de recuperación y caída en di-versos países de Europa. Colombia también ofrece su larga crisis a fines del siglo xx y comienzos del siglo xxi. Y si bien este censo es solo indicativo y, por tanto, incompleto, en él se constata el carácter desigual y oscilante de la curva del desarrollo económico. Definidas como períodos históricos, las curvas se configuran entreveradas con luchas de clases, guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, transformaciones sociales, urbanizaciones y diásporas, y con mu-taciones en la cultura cuyos efectos se perciben en las hambrunas, las enfermedades y la destrucción ambiental.

Pues bien, este período histórico de onda larga descendente se corresponde con una intensa lucha del capital contra los trabajadores y su poder material, como palanca del relanzamiento de la acumu-lación. Los cambios en el modo de producción y la organización social del trabajo se relacionan directamente con esta tendencia orgánica del capital.

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Las guerras se han mantenido como expresión permanente del orden-desorden de la globalización neocapitalista. Es una manera de controlar el petróleo y otros recursos naturales, en un escenario de crisis energética, con la invasión de las potencias a Iraq, Afganistán, Libia, y la actual ofensiva sobre Siria, además del genocidio de los palestinos a manos de Israel para obtener primacías geopolíticas. Se trata de mantener caliente la economía de guerra para la guerra. El curso de la guerra y el armamentismo es demasiado amplio y su economía sobrepasa la muy rentable del tráfico de drogas duras, como uno de los primeros renglones en los inventarios financieros de la sociedad criminal. Las guerras contra el terrorismo y contra las drogas son necesarias para el modelo de acumulación vigente, con resultados contra las libertades de los pueblos indígenas, afrodes-cendientes y campesinos, lo que se refuerza con el control imperial del tráfico aéreo y marítimo, la movilidad de las personas y la sobe-ranía nacional. Es el nuevo imperialismo que señala la geopolítica mundial centrada en el petróleo y las guerras, la recolonización y neocolonización en el mundo (Harvey, 2004).

Las políticas neoliberales fueron aplicadas durante las últimas tres décadas, reforzando las tendencias mercantilistas que han in-vadido la naturaleza y todas las actividades humanas, acompañando la expansión del sistema y el modelo al ámbito de la globalización financiera. La crisis en curso articula lo social y lo ambiental, con el hilo unificador de la barbarie, contra los náufragos del planeta, los condenados de la tierra.

El modelo económico llevó a una crisis alimentaria en amplias zonas de los países asiáticos, africanos y de América Latina. La destrucción ambiental es producto directo de la producción multinacional, del estilo consumista de la sociedad de masas y de la primacía del paradigma del liberalismo comercial. El desarrollo del capitalismo, en su actualidad tardía, se acompaña de una reproducción simultánea de todas las formas de explotación y dominación, en las que priman los combustibles fósiles.

Como materia prima, el petróleo se convirtió en fuente pri-vilegiada de energía para el desarrollo colosal de la industria del transporte en general y automotriz en particular, desde comienzos del siglo xx. En Colombia, con la entrada de Estados Unidos en el

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Prólogo

nuevo panorama imperialista, en el cual, al lado del agronegocio de la United Fruit Company, se instalaron distintas empresas extractivas de caucho y madera, con cacería de indígenas en el Putumayo y las fronteras del país, y vinieron los ferrocarriles y empresas como la Anglo Colombian Development, y otra anglofrancesa en el Pacífico. Esto, con el telón de fondo de la pérdida de Panamá en 1903.

El entramado comercial y financiero de las compañías petro-leras llegó a constituir el primer cartel económico en el mundo. La historia de «Las siete hermanas» es capítulo central en la historia económica y del poder en el siglo xx, hasta nuestros días, aunque hoy existan otras grandes corporaciones petroleras y mineras, de carácter privado y estatal, y el consorcio internacional de la OPEP.

En las últimas tres décadas, el capitalismo buscó relanzar la acumulación con fuentes nuevas y tradicionales. Las materias primas, devenidas en commodities, vivieron un auge exportador y de precios en el mercado mundial y generaron cuantiosas divisas y ganancias en América Latina y en Colombia, en particular. Para ello se incrementó el negocio de los hidrocarburos, con nuevas tecno-logías, como la fractura hidráulica ( fracking), y de la gran minería, con productos como el coltán. Se expidieron por ello múltiples licencias de explotación en todo el territorio nacional, incluyendo los páramos, bosques, ríos, lagos y parques nacionales. Operando de hecho una nueva espacialidad económica que está reordenando el territorio con sus poblaciones y desplazando actividades económicas tradicionales como la agricultura, la ganadería, la minería artesanal y la silvicultura. También cambia la fisonomía de los centros urbanos que gravitan en su constelación.

Se trata de un neoextractivismo que conserva los patrones clásicos de destrucción de los ríos, lagos, bosques y la vida, con los humanos sometidos a los flagelos del desplazamiento, las enfermedades y un enganche laboral con pautas de sobreexplotación. Con baja pro-ducción de valor agregado, salvo los maquillajes de las políticas de asistencialismo de las multinacionales sobre familias y poblaciones que no alteran, y sí esconden, el patrón de producción vigente. Quien la tiene clara es Francisco de Quevedo (1580-1645), en su poema «A una mina» (1982, p. 27):

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Sacas, ¡ay! un tirano de tu sueño;un polvo que después será tu dueño,y en cada grano sacas dos millonesde envidiosos, cuidados y ladrones.

Este neoextractivismo amplía la canasta energética y minera y aplica nuevas tecnologías productivas y de comercialización, articulado a nuevas formas organizativas. Asimismo, remoza las relaciones con los poderes públicos volviéndolos funcionales a las realidades y políticas neoliberales. De la colonia esclava a la República con neoesclavismo disfrazado de proletarización.

El Plan Nacional de Desarrollo 2010-2014 Prosperidad para Todos, del gobierno del presidente Juan Manuel Santos, en su primer período, confirmó al extractivismo como paradigma y locomotora del desarrollo, lo que continúa en su segundo mandato (2014-2018), con el lema «Todos por un nuevo país», para hacer de Colombia un país minero y petrolero, al lado del latifundismo ganadero y de la agricultura comercial extractiva, con una potente oferta a los grandes intereses nacionales y transnacionales para la realización de negocios.

En esa línea se inscriben la reciente venta de isagen, que con-figura un desprendimiento por parte del Estado del manejo de bienes públicos ambientales estratégicos para la conservación de la vida, además de una empresa de rentabilidad económica y generadora de un bien social de gran trascendencia como es la energía eléctrica; también la aprobación en el Congreso de la Ley de Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (zidres), que coloca a merced del mercado bienes territoriales de interés general por dis-posición del gobierno nacional. Se trata de la conversión de bienes públicos en privados para la obtención de beneficios particulares.

La alta rentabilidad económica que generan la minería y el petróleo se realizan con una explotación combinada: sobre los trabajadores y las poblaciones, así como sobre el territorio y la na-turaleza, la gran fuente de riqueza. Esta locomotora de la minería, como ya había hecho la explotación petrolera y el neolatifundio, se incoó o se ensambló con organizaciones ilegales y violentas, y atrajo a los paramilitares y a los guerrilleros en la búsqueda de control de

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Prólogo

población, territorio y rentas, configurando nuevas relaciones de poder, compitiendo con el Estado local y nacional y expresándose en ramificaciones diversas.

El neoextractivismo se ha constituido en una caldera del diablo, donde la expansión de los cultivos de coca y su procesamiento son fuente acumulativa y palanca destructiva del medio ambiente. En Colombia, como muestran las estadísticas de Naciones Unidas, los cultivos de coca crecieron 44%, pasando de 48.000 hectáreas en 2013 a 69.000 ha en 2014. Entre tanto, el incremento de la producción potencial de cocaína es aún más fuerte. De una producción potencial media en 2013 de 290 toneladas métricas se pasó a una de 442 t, en un incremento de 52%. Fracasó entonces la guerra contra el narco-tráfico y los cultivos ilícitos.

ii. Este libro, editado por Astrid Ulloa y Sergio Coronado, reúne un conjunto de artículos sobre el grande y grave problema del extractivismo en Colombia. Son doce los trabajos y un texto introductorio que relacionan los contextos regionales y nacionales, y desde ahí, su inmersión en la economía global del capitalismo. Esta investigación constituye un colectivo de reflexión, un intelectual orgánico que la Universidad Nacional de Colombia y el cinep pu-blican para el debate crítico.

Son síntesis de investigaciones que han desarrollado las autoras y los autores, sumado a una reflexión en torno a una amplia biblio-grafía temática. Logran con pericia moverse en diferentes planos del análisis y las realidades: de la economía política del extractivismo a su ecología política, sociología, derecho, geografía y antropología, con lineamientos históricos y de actualidad.

Las y los autores muestran variopintos estudios de caso, como el de recursos naturales, páramos, bosques, cultivos de palma, hidroeléc-tricas, minería de oro y otros metales. Son artículos documentados, de análisis crítico y de búsqueda de soluciones. Por ello es también un acervo propositivo, invocando la acción de las comunidades y de la sociedad, al igual que se interpela al Estado y sus gobiernos.

La proyección de los análisis se focaliza en el proceso de paz que se desarrolla en La Habana y en Colombia por parte de las FARC y

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del gobierno del presidente Juan Manuel Santos, partiendo de los acuerdos de diálogo, lo que significa que el modelo extractivo está en el centro del debate, con mayor o menor énfasis, pero, en todo caso, en un debate que debe ser dado en los ámbitos nacional, social y universitario.

La perspectiva de lo común y la comunidad es una fortaleza de estos estudios. Hay que resaltar el de las movilizaciones de las y los afrocolombianos, campesinos, pescadores y artesanos, pueblos de trabajadores que resisten, en una tradición de rebeldías invisibili-zadas y olvidadas. Luchas que señala el artículo de Sergio Coronado y Víctor Barrera, junto, con su importancia, a la hora de recuperar la movilización de las mujeres afrodescendientes de los Consejos Comunitarios del norte del Cauca por el cuidado de la vida y los territorios ancestrales a finales del 2014. Marcharon desde Suárez (Cauca) hasta Bogotá para denunciar las titulaciones a favor de em-presas particulares, algunas de la ilegalidad, reclamando soluciones.

La comunidad es una relación social entre sus miembros y los dominadores. Viene a ser una construcción histórico-cultural, cuya clave, me parece, es la de la resistencia, como realidad y categoría heurística. No basta resistir y luchar, hay que procurar alternativas (Bensaid, 2006).

No obstante, Astrid Ulloa ha llamado la atención, con razón, sobre este tema clave en la discusión actual:

Los ideales implícitos que pesan sobre los indígenas (imágenes esencializadas de ellos, articulaciones armónicas entre identidad, territorio y naturaleza, mundos autocontenidos, y ausencia de con-flictos, entre otros) y las consecuencias que tienen para ellos dichas críticas al desarrollo, ponen en sus manos la solución de un paradigma moderno. Por lo tanto, cuestiono estos acercamientos y considero que para repensar el desarrollo y el extractivismo hay que partir del análisis de las situaciones concretas de los pueblos indígenas, de las desigualdades, los desconocimientos y la fragmentación territorial que sus lógicas han generado (2014, p. 453).

iii. Las autoridades ambientales nacionales, como el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales de Colombia

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Prólogo

(ideam) y el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (sinchi), señalan a Caquetá, Putumayo, Meta y Guaviare como epicentros de la deforestación y departamentos donde se expandió el extractivismo agropecuario entre el 2012 y el 2014, a razón de 1.200 km2 por año. Deberían señalar, además, la destrucción de los ecosistemas fluviales, como el del río Grande de la Magdalena y el río Cauca, en franco proceso de desecación, y, como demuestra este libro, la alarmante destrucción del riquísimo ecosistema de selva húmeda del Chocó y del resto del Pacífico, única en su diversidad. Los ecosistemas de las bahías, otrora espléndidas, de Santa Marta y Cartagena, están así mismo heridos por el extractivismo. ¡Y no termina el censo de desastres!!!

Las Naciones Unidas han planteado alternativas reformistas para revertir el proceso destructivo. Tal fue el propósito de la conferencia sobre medio ambiente humano de 1972 y de la primera Conferencia Mundial sobre el Clima de 1979, con un total de 36 comisiones, sin resultados para destacar, o, en particular, el del Protocolo de Montreal de 1987 para el control de la capa de ozono, que restringió el uso de los HFC (hidrofluorocarbonos) y se prohibió el de los hidrocloro-fluorocarbonos, con resultados pendientes. También la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el cambio climático, adoptada en Nueva York en 1992, así como la Cumbre de Río de Janeiro del mismo año, donde se oficializó la propuesta de la Comisión Brundtland para el desarrollo sostenible, en un claro contexto neoliberal, aunque el lema ha tenido gran éxito, a pesar de que el desarrollo se presenta como sustantivo y lo sostenible es adjetivo. Otro antecedente es el Protocolo de Kioto de 1997, cuyo objetivo era lograr una política reduccionista de la contaminación planetaria con base en el control de las emisiones, la cual fracasó estruendosamente de la mano de las grandes potencias, encabezadas por Estados Unidos y seguidas por Canadá, Rusia y Japón.

Y recientemente, el 12 de diciembre de 2015 finalizó la Conferencia Internacional de París sobre Cambio Climático (COP 21) ratificada en Nueva York por 175 países el 22 de abril de 2016, que reemplazará lo pactado en Kioto a partir del 2020 y promete superar el desastre de la Conferencia de Copenhague en 2009 (COP 15). Así, se aceptó

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Ricardo Sánchez Ángel

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plenamente que el cambio climático es un problema para toda la humanidad y, por tanto, se concertó el objetivo de «mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 °C con respecto a los niveles preindustriales, reconociendo que ello reduciría conside-rablemente los riesgos y los efectos del cambio climático» (ver ONU, 2015, p. 24; Tanuro, 2015). Un anuncio importante, al que se le suma la creación de un fondo de US$100.000 millones de dólares anuales desde el 2015 para financiar el tránsito de los países «atrasados» hacia el uso de tecnologías limpias a las operadas con combustibles fósiles.

No se explicita allí la crítica a los combustibles fósiles y queda en el aire la falta de compromisos vinculantes para cada Estado, especialmente para Estados Unidos, Japón, Reino Unido, y sus grandes multinacionales, además de las llamadas economías emer-gentes, China e India. Y faltan la cláusula de obligatoriedad, los mecanismos operativos y la decisión definitiva, es decir, ir del dicho al hecho. Los grandes poderes del capitalismo global quedaron por fuera de los compromisos y continúan ejerciendo sus biopoderes, lo cual obliga a desplegar la crítica a las tecnologías y su biopolítica y a demandar programas de transición hacia el uso de tecnologías limpias, con nuevos tejidos socioculturales. Es conveniente señalar que, antes de la cumbre, fue publicada por el papa Francisco la encíclica Laudato si1, firmada el 24 de mayo de 2015, donde avanza una crítica de responsabilidades al sistema capitalista transnacional vigente. La encíclica ha tenido una importante audiencia, pero no tuvo eco significativo en las decisiones de la cumbre de París.

iv. Todo el modelo en su estilo, forma de producción y articulación de lo doméstico y lo internacional debe ser replanteado. Colombia debe retornar a la tierra, con sus bosques, ríos y ecosistemas. Con un manejo telúrico, agropecuario e hidráulico, en un complejo de

1 Disponible en: https://www.aciprensa.com/noticias/texto-completo-la-enciclica-laudato-si-del-papa-francisco-en-pdf-y-version-web-64718/ (recuperado 16 de enero de 2016).

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Prólogo

planificación de abajo hacia arriba y desde las regiones a todo el país. Hay que desmontar la vigente propuesta de economía multinacional y financiera guiada por el dogma del mercado y plantearse el reto del viraje hacia una civilización que tenga como centro la vida del planeta y de los humanos.

El proceso de urbanización se aceleró y desbordó todas las ex-pectativas, al compás de la mercantilización de los megaproyectos, que transformaron radicalmente la espacialidad de lo urbano y destruyeron los logros comunes de las ciudades al apropiarse de los espacios naturales. En este contexto, hay que detener la anunciada intervención urbanística de la reserva natural Van der Hammen por la administración de Enrique Peñalosa en Bogotá (Carrizosa, 2016). La reserva tiene un patrimonio natural estimado en 1.395 hectáreas, para reconectar los cerros orientales con el río Bogotá. Allí se encuentra un santuario distrital de flora y fauna, al igual que humedales, el parque ecológico de La Conejera y el bosque de Las Mercedes. Se suma a ello que el ecosistema del campus académico de la Universidad Nacional está amenazado por el proyecto urbanístico de renovación urbana del CAN, en una parte sustancial. Son bienes comunes, de inmenso valor de vida y de comunidad, que hay que proteger a como dé lugar. Si Bogotá pierde estos patrimonios, está condenada a continuar por los senderos de la destrucción.

Hay un concierto de voces hipócritas sobre la cuestión am-biental. Todas a una, ellas señalan, documentan y alertan sobre la destrucción ambiental. Con esta pose se lavan las manos y hacen pactos diabólicos con sus conciencias. Esto incluye la política del Fondo Monetario Internacional de pagar por lo que se destruya, lo cual es una invitación a mantener el carrusel del desarrollo porque se puede pagar. Después de todo, vendría a ser un costo más, como el de pagar sobornos y comisiones que aceitan esa poderosa podre-dumbre que es la corrupción. Es lo que va de la economía política a las políticas públicas y de allí a la acción comunicativa colectiva.

Los conflictos expresados en las guerras, el sexismo, el racismo y la exclusión social, cultural y política, al igual que la expoliación de la naturaleza, están interrelacionados cada vez en forma más convergente. Son tiempos dramáticos en los que requerimos de la

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ecosofía para leer sabiamente el movimiento real de la naturaleza y de la sociedad en antagonismo. Los movimientos pacifistas, ecologistas, campesinos, indígenas, afrodescendientes, urbanos, de trabajadores y anticorrupción, en las democracias liberales, tienen el desafío de construir sus programas articulando y combinando esas luchas y formulando propuestas de planeación por un mundo mejor y distinto. Su política debe descansar en la potencia del principio de esperanza, que reviva el anhelo por la vida en todas sus manifestaciones. Sí es posible vivir, y no simplemente sobrevivir.

Referencias

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Carrizosa Umaña, J. (2016). Ecología integral y simplificaciones urbanísticas. El Espectador, Opinión, 1 de enero. En línea:

http://www.elespectador.com/opinion/ecologia-integral-y-simplificaciones-urbanisticas (recuperado 23 de enero de 2016).

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sobre el cambio climático. Aprobación del Acuerdo de París. En línea: http://unfccc.int/resource/docs/2015/cop21/spa/l09s.pdf (recuperado 16 de enero de 2016).

Polanyi, K. (2003). La gran transformación (2 ed.). México: Fondo de Cultura Económica.

Quevedo, F. de (1982). Antología poética. Prólogo y selección, Jorge Luís Borges. Madrid: Alianza.

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http://vientosur.info/spip.php?article10777 (recuperado 31 de enero de 2016).

Ulloa, A. (2014). Geopolíticas del desarrollo y la confrontación extractivista minera: elementos para el análisis en territorios indígenas en América Latina. En B. Gobel y A. Ulloa (eds.), Extractivismo minero en Colombia y América Latina. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia/Berlín: Ibero-Amerikanisches Institut.

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Territorios, Estado, actores sociales, derechos y conflictos socioambientales en contextos extractivistas: aportes para el posacuerdo1

Astrid Ulloa

Universidad Nacional de Colombia, Grupo Cultura y Ambiente

Sergio Coronado

Centro de Investigación y Educación Popular/Programa por la Paz

La paz es nacional como propuesta, pero regional como solución.Mario Calderón

En América Latina y, en particular, en Colombia se han dado pro-cesos extractivos desde la Conquista y la Colonia, los cuales abarcan numerosas formas de explotación, extracción y trasnacionalización que afectan territorios locales, entendidos como aquellos conformados en procesos históricos subnacionales (Ulloa, 2015). Estos procesos extractivos reproducen e incrementan desigualdades intrínsecas a la valorización, apropiación y globalización de las naturalezas y, a su vez, generan dinámicas que desencadenan más desigualdades (Bebbington, 2013; Göbel y Ulloa, 2014).

Asimismo, los extractivismos son la expresión del denominado capitaloceno, constituido por «diferentes escalas, complejidades y procesos de apropiación de la naturaleza» (Haraway, 2015, p. 159). Desde esta perspectiva, «“medio ambiente” o “naturaleza” se entienden en relación con los procesos, prácticas, políticas y representaciones asociadas con lo no-humano, como independiente de lo humano, y bajo una idea capitalista moderna de la sostenibilidad y la valoración económica de la naturaleza; pero, al mismo tiempo, bajo la idea de

1 Agradecemos los comentarios, sugerencias y aportes de Mauricio Chavarro, Catalina Caro, Juliana Duarte, Kristina Dietz y Axel Rojas.

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que partes de la naturaleza no tienen el mismo valor» (Ulloa, 2016, p. 1). Es decir, se las puede destruir o agotar, en aras de proteger otras, para convertirlas en espacios de compensación, de sacrificio o de uso de naturalezas baratas, en términos de Moore (2014).

El modelo de desarrollo extractivista y su instalación en medio del conflicto armado en el país no solo ha causado transformaciones en las comunidades y personas, sino también daños irreparables en la naturaleza y en las relaciones que las comunidades y pobladores establecen con sus territorios, las cuales se han venido dando de modo desigual y en diferentes ámbitos y escalas.

Diversas formas de extractivismo han desencadenado múl-tiples conflictos por procesos de desterritorialización y desarraigo, rupturas en las relaciones entre ser humano y entorno, y violencia epistémica, étnica y de género, entre otros, que han fracturado a las comunidades, afectadas de este modo en sus espacios de vida2 y en las formas como habitan, viven y producen el territorio. Por tanto, es necesario reflexionar acerca del lugar que ocupan las distintas formas de relacionarse con la naturaleza asociadas a los extractivismos en el contexto colombiano. De igual manera, se requiere pensar los retos de escenarios extractivistas en contextos del posacuerdo de paz. Esto implica repensar el sentido no solo de la justicia social, sino también de la justicia ambiental y la discusión acerca del lugar que ocupan en estos procesos la naturaleza y el Estado, y las articulaciones, confron-taciones y resistencias de comunidades locales, con sus propuestas alternas de ser, conocer y habitar los territorios.

Para dar cuenta de ello presentaremos primero una discusión sobre los extractivismos y los conflictos que generan y luego una con-textualización del conflicto armado, del posacuerdo y del posconflicto. Posteriormente, ponemos a discusión la relación que nos interesa abordar en este libro entre extractivismos y posacuerdo, que da paso al desarrollo de los elementos que consideramos claves para entender dichos procesos: el papel del Estado, los diversos actores sociales, la

2 Retomamos este concepto del pensamiento nasa, como propuesta alterna de concebir y nombrar la naturaleza y como una forma de sustitución de las maneras mercantiles de nombrar la naturaleza y sus elementos (ver Caro, 2016).

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interrelación compleja de los territorios y los derechos. Finalmente, presentamos unas conclusiones relacionadas con los extractivismos en un marco amplio de posconflicto.

Extractivismos: ambientes apropiados

Los procesos extractivistas implican el control territorial, la apropiación de los recursos locales, el desplazamiento de los po-bladores del lugar y el acaparamiento de tierras mediante procedi-mientos conflictivos y violentos. Así mismo, dadas las conexiones locales-globales, las dinámicas territoriales de apropiación de facto y simbólica de los «recursos» –cuya valorización económica prima por encima de valoraciones y relaciones culturales o de vida– ge-neran impactos socioambientales. Sin embargo, hay diferencias entre extractivismos, de acuerdo con el tipo de recursos:

Podemos decir que los extractivismos, los megaproyectos o el neoextractivismo abarcan numerosas relaciones y procesos de explo-tación, extracción y transnacionalización que datan desde la Colonia. Sin embargo, actualmente estos se relacionan con enclaves transnacionales y/o modelos de extracción que articulan la explotación sistemática de uno o varios recursos no renovables –y aún renovables– para la expor-tación, como respuesta al aumento creciente del consumo y demandas de minerales e hidrocarburos y en general de recursos, con el consecuente aumento en la escala de producción de manera localizada. En lo local se dan cambios sociales y altos grados de transformación ambiental y territorial. En lo nacional también se presentan cambios territoriales como: la ampliación de las fronteras internas —al darse la flexibilización de estas— para actividades que impulsan el desarrollo económico nacional; apropiaciones de hecho con y sin desplazamiento de la gente, y acaparamientos de tierras. Asimismo, se establecen nuevas alianzas regionales transnacionales de intervención del territorio con impactos ambientales en el nivel regional-local, centralización de ganancias en corporaciones y otros actores, y gran escala de los proyectos. Finalmente, la naturaleza se fragmenta y se genera una valorización, financiarización y mercantilización de esta. Estos procesos incluyen un gran espectro de recursos: desde la captura de carbono, monocultivos y agronegocios, hasta minerales e hidrocarburos (Göbel y Ulloa, 2014, p. 427).

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Paralelamente, estos procesos extractivistas se inscriben en te-rritorios con una gran diversidad ambiental, donde se han generado procesos de apropiación de bosques y minerales, hasta abarcar las funciones ecológicas de las especies y, cada vez más, del agua, todo lo cual sucede, paralelamente, en contextos sociales de desigualdades heredadas que evidencian complejas relaciones sociales, económicas, ambientales y de género. Estas desigualdades han producido conflictos de larga duración, aún sin resolverse. Esto nos remite a revisar las desigualdades socioambientales y las formas como los conflictos concomitantes han estado relacionados con procesos de uso, control, acceso, derechos y toma de decisiones sobre los «recursos». Los conflictos se incrementan, además, con la necesidad del aumento de rentas por parte del Estado y la perspectiva de apropiación de lo ambiental, en la búsqueda de materias primas para su exportación, al punto de afectar territorios y espacios de vida.

La perspectiva de análisis que relaciona procesos sociales, desigualdad y ambiente es muy reciente (Göbel, Góngora y Ulloa, 2014) y da cuenta de la diversidad de nociones sobre desigualdades socioambientales, dentro de las que se destacan aquellas visiones que las analizan como una más de las desigualdades (Dietz e Isidoro, 2014) u otras que consideran que son el resultado de procesos es-tructurales previos relacionados con procesos socioeconómicos, sobreexplotación de recursos, transformaciones climáticas y rela-ciones desiguales entre actores (Sholz, 2014), o que responden a las relaciones de interdependencia transnacional que se manifiestan en lo socioambiental (Guimarães, 2014); finalmente, están los plantea-mientos que abordan lo ambiental en conexión con lo productivo, extractivista y climático –como procesos interconectados a partir de una valorización de la naturaleza que afecta los territorios–, a partir de nociones de un ambiente atravesado por procesos políticos que responden a un poder territorial y a una geopolítica específicos en relación con la naturaleza (Ulloa, 2014a).

Las desigualdades socioambientales vinculadas a los procesos extractivistas han producido nuevas geografías de la apropiación, con acaparamiento y despojo de la tierra y de lo «verde» y ocupación y consumo de sujetos y naturalezas. Cada vez más, el control se

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ejerce sobre «recursos» específicos, en donde el agua ha resultado prioritaria, dado que su control permite controlar la vida misma. Estas dinámicas implican conflictos que articulan lo político y lo ambiental, en un ambiente politizado (Le Billion, 2015).

Por tanto, en los actuales contextos, es fundamental pensar lo am-biental –o las naturalezas– al tiempo con las consecuentes desigualdades y conflictos socioambientales. Como bien lo expresan Roa y Urrea:

La cuestión ambiental emerge como un asunto fundamental en los nuevos escenarios de negociación del conflicto armado y será también vital en un posible posacuerdo. Pero esto no significa que sea algo propio de estos tiempos: si bien hoy se presenta así, la cuestión ambiental ha estado siempre en el núcleo de los conflictos sociales: las disputas por el dominio de las fuentes vitales para el desarrollo económico (agua, energía, tierras, minerales y otros bienes naturales) y por el control territorial han sido en gran medida luchas ambientales. Tal particularidad tiene incidencia también hoy en las cuestiones de la paz (2015, p. 2).

En estos contextos, nos preguntamos por la relación entre el conflicto armado en Colombia y los conflictos y las desigualdades socioambientales de larga trayectoria, así como por sus implicaciones en posibles escenarios de posacuerdo y posconflicto. Abrimos de esta manera el debate sobre si estos escenarios permitirán la continuidad o la transformación de conflictos territoriales por lo ambiental.

Conflicto armado, posacuerdo y posconflicto

El actual conflicto armado colombiano ha perdurado por más de cinco décadas en una confrontación bélica irregular, tanto en el tiempo como en el espacio. En esta prolongada disputa se han enfrentado: la fuerza pública colombiana –Ejército, Policía, Fuerza Aérea y Armada–, grupos insurgentes de izquierda –de los cuales persisten en la actualidad las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)–, y grupos paramilitares de derecha, algunos de los cuales participaron en un proceso de desmovilización, a mediados de la década de 2000, llamado de Justicia y Paz, pero de los que se mantienen activas algunas estructuras heredadas.

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Si bien es posible comprender la articulación del actual con-flicto armado con procesos históricos ocurridos durante la primera mitad del siglo XX (Molano, 2015), este normalmente se asocia con la emergencia de los grupos guerrilleros de orientación marxista. La fundación de las guerrillas de izquierda ocurrió en el año 1964: los orígenes de las FARC-EP están en las bases campesinas here-deras de las guerrillas liberales que participaron en la época de La Violencia (1948-1954). Por su parte, el ELN surge de una confluencia de sectores campesinos y urbanos inspirados en la experiencia de la Revolución Cubana y las guerras de liberación nacional. Otras guerrillas de izquierda fueron fundadas y operaron durante las dé-cadas de 1970 y 1980, pero participaron en procesos de negociación y desmovilización que convergieron en la posterior Asamblea Nacional Constituyente que promulgó la Constitución Política de 1991. Al respecto, acá vale la pena aclarar que aún hay presencia del Ejército Popular de Liberación (EPL) en el Catatumbo. De su lado, los grupos paramilitares, si bien recogen las formas de operar de bandas criminales de La Violencia, reaparecen con mayor ímpetu en algunas regiones con presencia guerrillera, como parte de una ofensiva contrainsurgente que atacó no solamente a los grupos armados, sino también a amplios sectores de la población, bajo el supuesto de que compartían su plataforma ideológica y política. Aunque las mayores estructuras paramilitares participaron de un cuestionado proceso de desmovilización y reintegración ocurrido durante los dos mandatos del gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), en muchas regiones estas continúan operando sin unidad de mando nacional y siguen siendo responsables de graves violaciones de los derechos humanos de la población civil.

Las causas estructurales que subyacen a la emergencia del conflicto armado en Colombia están vinculadas con problemas históricos, como el inacabado proceso de construcción del Estado, la ausencia de referentes de identidad nacional y la falta de integración de las regiones a un proyecto político centralista. Se destacan al-gunas causas consideradas estructurales, como la cuestión agraria y el problema de concentración de la propiedad y la tenencia de la tierra (Fajardo, 2015); la participación y el déficit de representación

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política de diversos grupos sociales –clases, sectores políticos, entre otros– frente al Estado; la débil integración de las regiones en las dinámicas económicas y políticas de la nación (Moncayo, 2015); y la precariedad institucional, entre otras. En la medida en que el conflicto armado ha perdurado en el tiempo, otras dinámicas se han vinculado a su desarrollo. Entre ellas, destaca el vínculo con las actividades económicas ilícitas, particularmente con la producción de drogas prohibidas y la economía del narcotráfico, y un intenso proceso de victimización de la sociedad civil (Pizarro, 2015). Adicionalmente, hay autores que destacan la importancia de causas subjetivas, tanto en el origen como en el sostenimiento de la confrontación armada (Wills, 2015).

Sin embargo, los efectos del conflicto armado, con sus trayectorias e impactos, no han sido homogéneos en todo el territorio nacional. El estudio de las dinámicas del conflicto armado lleva a construir una serie de lecturas del mismo, dentro de las cuales se destacan los siguientes elementos: a) el conflicto armado colombiano es he-terogéneo en el espacio y en el tiempo; b) las variaciones espaciales y temporales se explican por la persistencia de problemas de larga duración que impiden el ejercicio de una plena ciudadanía y por un proceso inacabado de construcción del Estado que se expresa en su presencia diferenciada y una incesante negociación con los poderes locales y regionales; y c) la violencia política y el conflicto armado indican diversas modalidades de inserción de las regiones en la vida nacional y escalas de impactos humanitarios y de construcción del Estado que deben ser atendidos de forma igualmente diferenciada (Vásquez, 2013; González, 2014). Así como el conflicto armado ha variado su trayectoria, según los diferentes territorios donde los actores han operado, sus alternativas de transformación deben ser igualmente diferenciadas en lo territorial.

Una de las vías para identificar dichos contrastes territoriales en relación con las dinámicas del conflicto armado se enfoca en los diferentes procesos de victimización de la sociedad civil. En términos generales, la victimización ha sido una de las consecuencias más profundas del conflicto armado para la sociedad colombiana en su conjunto. Las dimensiones de este proceso pueden comprenderse al

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contemplar las cifras sobre el particular. Se calcula que ha causado la muerte de cerca de 220.000 personas, incluidas las producidas en más de 1.892 masacres acontecidas entre 1982 y 2012, la desaparición forzada de más de 25.000 personas, más 27.023 secuestros y cerca de seis millones de víctimas de desplazamiento forzado interno según el Centro Nacional de Memoria Histórica (cnmh, 2013). El proceso de victimización ha sido tal que en la actual mesa de negociaciones se ha incluido el tema de las víctimas y su acceso a la justicia y la repa-ración, como uno de los aspectos a debatir por las partes dialogantes.

Además de los derechos de las víctimas, en el actual proceso de negociación entre el gobierno nacional y las FARC-EP se han incluido algunos de los aspectos que subyacen al origen de la confrontación, como la cuestión agraria, la participación y representación política, y otros factores articulados a la dinámica y evolución del conflicto armado, como el problema de las drogas ilícitas y el narcotráfico. Hasta la fecha, y a pesar de algunas salvedades, se han alcanzado acuerdos que abordan estos cuatro aspectos.

En el acuerdo denominado «Reforma rural integral», por ejemplo, se «sientan las bases para la transformación integral del campo, [que] crea condiciones de bienestar para la población rural»3; en el acuerdo sobre «Participación política: apertura democrática para construir la paz», se apuesta por el fortalecimiento del pluralismo político y la representación de sectores sociales tradicionalmente excluidos de este escenario, y por el ejercicio de derechos de la oposición y garantías para la inclusión política4; y en el acuerdo sobre solución

3 Delegados del Gobierno de la República de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Mesa de Conversaciones. Borrador conjunto. Política de desarrollo agrario integral. «Hacia un nuevo campo colombiano: Reforma rural integral», 9 de septiembre de 2014. En línea:

https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/borrador-conjunto-pol%C3%ADtica-de-desarrollo-agrario-integral

4 Delegados del Gobierno de la República de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Mesa de Conversaciones. Borrador conjunto. Participación política. «Apertura democrática para construir la paz». 9 de septiembre de 2014. En línea: https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/borrador-conjunto-participaci%C3%B3n-pol%C3%ADtica

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del problema de drogas ilícitas se busca una conclusión definitiva que incluya los cultivos de uso ilícito y la producción y comercialización de estas5. Finalmente, las partes construyeron un valioso acuerdo sobre el tema de víctimas, denominado Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, que incluye la Jurisdicción Especial para la Paz y un Compromiso en Derechos Humanos6. La formulación de dicho acuerdo tuvo como antesala la visita de 60 víctimas del conflicto armado, quienes compartieron sus experiencias con los miembros de las delegaciones en la negociación. Este acuerdo promueve el reconocimiento, la participación y la satisfacción de los derechos de las víctimas en el marco del esclarecimiento de la verdad, como medida privilegiada del sistema de justicia restaurativa.

El conjunto de los acuerdos de paz que se han alcanzado hasta la fecha, así como la firma de venideros pactos que abordarán los temas restantes –el fin del conflicto y la implementación, verificación y refrendación de los acuerdos–, marcarán el fin de la etapa de con-frontación bélica entre estos dos actores y el subsiguiente proceso de construcción de paz. Este periodo no solo involucra a los dos actores enfrentados, sino también al conjunto de la sociedad, durante un largo camino de implementación de lo pactado. Es importante sentar esto como precedente en la posibilidad de un eventual diálogo con el ELN para el 2016.

Los elementos descritos llevan a considerar las distinciones conceptuales entre el posacuerdo y el posconflicto. El término

5 Delegados del Gobierno de la República de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Mesa de Conversaciones. Borrador conjunto. «Solución al Problema de las drogas ilícitas». 9 de septiembre de 2014. En línea: https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/borrador-conjunto-soluci%C3%B3n-al-problema-de-las-drogas-il%C3%ADcitas

6 Delegados del Gobierno de la República de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Mesa de Conversaciones. Borrador conjunto. Acuerdo sobre las víctimas del conflicto. «Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición», incluida la Jurisdicción Especial para la Paz y Compromiso sobre Derechos Humanos. 15 de diciembre de 2015. En línea: https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/borrador-conjunto-acuerdo-sobre-las-v%C3%ADctimas-del-conflicto

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posconflicto es usualmente usado, en el ámbito internacional, para referirse al periodo subsiguiente a la firma de negociaciones de paz; a un acuerdo de armisticio; o, con menor frecuencia, a la victoria militar de una parte sobre la otra. A partir de los documentos orientadores producidos por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el término posconflicto se asocia con una etapa de estabilización política en la cual se prioriza un proceso de construcción de paz en el cual se busca contener los efectos directos de la guerra y mejorar la gobernabilidad del Estado y sus instituciones. Ello puede incluir, como medidas de contención de la violencia: el desarme de los ac-tores armados, la destrucción de armas, la asistencia al retorno de los refugiados y desplazados; y como medidas de sostenimiento de la paz: el apoyo y monitoreo de los procesos electorales, la pro-tección efectiva de los derechos humanos y el fortalecimiento de la democracia (ONU, 1992). La inclusión de lo relativo al tratamiento de disputas por tierras y territorio, como medidas apropiadas para la construcción de paz, se dio con posterioridad a esta agenda in-ternacional (Takeuchi, 2014).

Sin embargo, en el ámbito nacional se diferencia entre pos-conflicto y «posacuerdo», con sus implicaciones respectivas. La diferenciación apunta a algo que ha sido ampliamente abordado por los estudios sobre paz (Garwec, 2006): la firma de acuerdos de paz entre las partes en una confrontación armada no significa por sí sola la superación de los conflictos que afronta una sociedad, sino que dicho momento debe ser más bien asimilado como el culmen de la negociación que hizo posible un pacto de paz, que a su vez marca el inicio de un periodo largo de implementación de profundas trans-formaciones políticas, sociales, económicas y culturales, contenidas en los acuerdos pactados.

Así, podría precisarse que el concepto de posacuerdo alude al momento posterior a los pactos de paz, y el de posconflicto, al resultado progresivo de la implementación de los acuerdos, lo que implica, a su vez, el logro de transformaciones políticas. Sin embargo, dicha interpretación corre el riesgo de pensar que solo habrá posconflicto cuando se hayan superado en conjunto las conflictividades sociales, lo cual puede ser imposible de alcanzar. Adicionalmente, el inicio de

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los programas de justicia transicional también inaugura la fase del posacuerdo. Así, una vez los conflictos relativos a la responsabilidad de los actores armados sean resueltos a través de la administración de justicia, se consolidará con mayor fuerza una etapa de posconflicto.

Dicha diferenciación permite orientar las lecturas e interpre-taciones construidas desde los territorios donde han coincidido el conflicto armado y los extractivismos. Los autores y autoras de este libro no toman un solo partido en esta compleja diferenciación. Si bien se reconoce que la firma de los acuerdos no implica la solución de los conflictos derivados de esta interacción, se acepta que sí significan una oportunidad para su transformación mediante el desarrollo de los principios que subyacen a los pactos de paz. Más que reducir la diferenciación conceptual entre posacuerdo y posconflicto –entre una acepción políticamente correcta frente a otra conceptualmente débil–, nos interesa demostrar la complejidad de los procesos de mediano y largo plazo, durante los cuales, mediante la implementación de los acuerdos de paz, se iniciará la transformación de aquellos conflictos históricos que subyacen o se vinculan con la confrontación armada.

Así, en las páginas de libro se ratifica que el proceso de trans-formación del conflicto armado y de las causas que lo originan no se logra con la firma de los acuerdos, sino con un complejo proceso de implementación de lo pactado, en territorios concretos en los cuales no solamente están presentes las partes que negociaron, sino también otros actores armados y, lo más importante, una amplia cantidad de organizaciones sociales que habitan dichos territorios.

A pesar del agudo proceso de victimización, la sociedad civil colombiana y los movimientos sociales han desarrollado un desafiante proceso de organización y de fortalecimiento de sus capacidades para la construcción de la paz. Desde los territorios afectados por las dinámicas del conflicto armado, las comunidades y los grupos sociales se han organizado para la defensa de la vida y de sus terri-torios, realizar ejercicios de gobierno propio del territorio y desarrollar acciones de exigibilidad de derechos. La etapa de implementación de los acuerdos de paz deberá basarse en las capacidades sociales para la construcción de la paz, que han construido incluso propuestas de desarrollo local viables en medio de la confrontación armada.

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Así, tanto el conjunto de los acuerdos de paz a ser implementados como, específicamente, la participación política en los territorios y en las organizaciones que allí habitan aumentan las expectativas de intervención política. Actualmente, este es un efecto directo de las negociaciones de paz con impacto en los territorios. Muchos de estos elementos integran la propuesta de paz territorial, que desde ya cumple la función de preparar la implementación de los acuerdos.

En el debate nacional que acompaña las negociaciones de La Habana, el concepto de paz territorial emerge como el reconocimiento de una situación evidente para todos y todas. Los procesos de cons-trucción de paz no pueden responder a fórmulas o recetas construidas desde un escenario nacional general y abstracto, sino que deben guiarse por las necesidades y dinámicas políticas, sociales y culturales propias de cada territorio. Si bien los actores que negocian la paz (el Estado y las guerrillas) se expresan en el nivel nacional, sus procesos de cons-trucción y relacionamiento son diferenciados en los territorios y las regiones que conforman la diversa geografía colombiana.

Las dimensiones de esta diferenciación se ratifican en los capítulos que hacen parte de este libro. Cada contexto territorial analizado ex-plora las distintas formas como el Estado –con sus políticas públicas, particularmente la encargada de regular la extracción y aprovecha-miento de los recursos naturales– se ha vinculado con las dinámicas del conflicto armado; por tanto, tales formas avizoran las posibilidades de dichas ecuaciones para la construcción de la paz territorial.

Un elemento emerge de todos los contextos territoriales analizados: la capacidad de agencia de los actores sociales involucrados –tanto por las vías de la movilización social como por las de la participación en las actividades extractivas– en procesos de «gobernanza» institucional de los recursos naturales o guiados por nociones de gobernabilidad ambiental que repiensan las relaciones desiguales de poder, bien sea porque lo cuestionan, porque se resisten a él, porque trazan otros caminos para el desarrollo económico o porque dan alternativas al mismo desde sus propias regiones. Dichas capacidades sociales son cruciales en la construcción de la paz territorial (González, Guzmán y Barrera, 2015).

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Los textos que integran la presente obra demuestran que esto último es lo que se pondrá en juego en los futuros escenarios de pos-conflicto o –dicho de otra forma– en aquellos municipios y regiones en los cuales se implementarán con mayor vigor los contenidos de los acuerdos de paz que están siendo negociados. Esto pondrá en escena los conflictos socioambientales.

La paz territorial es entonces un escenario de deliberación y con-frontación política, en el cual se ponen a prueba la interacción entre la sociedad y el Estado y las diversas expresiones de representación política. Una de las expresiones más significativas de construcción de la paz será la intensificación del proceso de construcción del Estado, en el cual intentarán incidir la sociedad civil, local y regional, con sus diferentes expresiones políticas. El éxito de este proceso dependerá de qué tanto logran orientar la construcción de un Estado y las políticas públicas dichas formas de organización política de la sociedad, de modo que respondan a las necesidades e intereses de las regiones, y no únicamente a los del Estado nacional, los agentes privados y las corporaciones transnacionales. Muchos procesos de construcción de paz en países que atraviesan procesos de posconflicto han fracasado cuando la interacción entre sociedad y Estado viene mediada por la promoción de la democracia liberal y la economía de mercado, par-ticularmente porque han ido en detrimento de la seguridad humana, han incrementado las desigualdades económicas y han puesto en riesgo economías de subsistencia de las poblaciones locales (Takeuchi, 2014).

Por tanto, lo que se pone en juego con el anuncio de la construcción de la paz territorial no solo es la exclusión de la violencia como forma de expresión política y canal de resolución de conflictos y disputas. En este complejo camino, se hace necesario reconocer los vínculos entre la sociedad, la política y la naturaleza. Del fino equilibrio entre estas depende también la sostenibilidad de la paz que se vaya a construir en los mismos territorios.

Extractivismos y posacuerdos

Los acuerdos de paz no se implementarán en territorios «vír-genes», «vacíos», «sin gente», sino en aquellos en los que han tenido lugar las dinámicas del conflicto armado y de extracción de recursos

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naturales. Las preguntas que emergen en relación con esta interacción son: ¿hasta qué punto los procesos extractivos ponen en riesgo los objetivos y metas de la construcción de paz territorial? y ¿en qué medida los acuerdos aportan a la resolución de conflictos causados por los extractivismos?

Al respecto, es importante señalar que los orígenes y el desa-rrollo de la actual fase del conflicto armado en Colombia no van asociados al control, por parte de los actores armados ilegales, de los recursos naturales susceptibles de apropiación extractiva. El enfoque de las «nuevas guerras» ha orientado, en el plano internacional, la comprensión de los conflictos armados de décadas recientes, par-ticularmente después del fin de la Guerra Fría, que se caracterizan por la prevalencia de intereses económicos de los actores armados, por sobre otro tipo de intereses, a lo que se suma la irracionalidad de la confrontación y la transformación de métodos y fuentes de financiación, entre otros aspectos (Duque, 2012). Sin embargo, dicho enfoque no permite comprender del todo las interacciones entre el conflicto armado y la extracción de recursos naturales en Colombia. Primero, porque las raíces de la confrontación preceden a la emergencia del enfoque de las nuevas guerras y, segundo, porque el trasegar y desarrollo del conflicto no ha sido homogéneo ni en el tiempo ni en el espacio. Esto no significa que los distintos actores armados hayan establecido relaciones diferenciadas con los procesos extractivos. Lo que ha ocurrido entonces es que las dinámicas de una antigua confrontación armada han quedado insertas en con-textos de incremento de las actividades extractivas en territorios específicos. En otras palabras, la vieja guerra opera en un nuevo contexto (Vásquez, Vargas y Restrepo, 2011). Las interacciones entre extracción de recursos naturales y conflicto armado varían, dependiendo del tipo de actor armado, de la extracción realizada e incluso del recurso explotado, tal como se expone a lo largo de las páginas de este libro.

Al no estar vinculado con las dinámicas estructurales que con-dicionaron el origen o el desarrollo del conflicto armado entre las partes en disputa, el extractivismo minero, por ejemplo, no quedó incluido dentro de la agenda de negociación de La Habana entre el

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gobierno nacional y las FARC-EP. Sin embargo, uno de los grandes desafíos que se debe superar en el momento de la implementación tiene que ver con la necesidad de acompasar los ritmos de imple-mentación de estos acuerdos con las demandas de las comunidades y las regiones cuyas problemáticas sí se vinculan directamente con la extracción de recursos naturales, como establecen Sergio Coronado y Víctor Barrera (2016) en «Recursos naturales y construcción de paz territorial: ¿una contradicción insalvable?». No obstante, lo minero- energético será uno de los posibles puntos de negociación con el ELN.

Por otro lado, un eje clave que aparece en los análisis de los ex-tractivismos es la presencia de explotación de recursos en territorios de pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos, quienes no han sido convocados a participar en las discusiones de La Habana y demandan el reconocimiento de sus derechos sobre sus territorios y la autodeterminación, al igual que sobre la toma de decisiones sobre los procesos ambientales, políticos, económicos y culturales. No se puede desconocer que muchos de los procesos extractivistas han generado conflictos y violencia en sus territorios.

Sobre los procesos liderados por pueblos indígenas es vital plantear lo que apunta Catalina Caro: «En el marco del posacuerdo, incluir a los territorios indígenas como sujetos de reparación colectiva debe ser un imperativo. Si el territorio-naturaleza es un continuum ontológico con el ser indígena, restituir los derechos asociados con la propiedad del subsuelo, el sobre suelo y los elementos naturales será la única vía de reparación y reconciliación posible» (2016, p. 1).

Los análisis territoriales que componen de manera transversal este libro permiten un acercamiento a estos complejos de relaciones, procesos e interrogantes. Se platea en ellos que, frente al posacuerdo, es necesario repensar la manera como se dan los diversos conflictos originados por procesos extractivos –ya se trate de minería, petróleo, monocultivos de palma o agua–, expresados, a propósito de esta, en el control a través de hidroeléctricas, localizadas en territorios de pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos, y esto a la luz de una propuesta de paz territorial que reconozca procesos de justicia socioambiental, seguridad social y derechos territoriales, culturales, sociales y políticos.

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Claves de los procesos extractivistas en el posacuerdo:

Estado, actores sociales, territorios y derechos

Es necesario analizar los procesos sociales en contextos ex-tractivistas y en escenarios posibles del posconflicto. Ello implica considerar varios elementos: el Estado y los diversos actores sociales, es decir, las interacciones sociedad-Estado; las diferencias culturales, sociales y étnicas que las atraviesan; el espacio en el cual se disputan los procesos socioambientales; las territorialidades que involucran; las interacciones de los extractivismos atendiendo a cómo se espacia-lizan y qué efectos tienen en diversas dimensiones –territorio, lugar, escala–; y los derechos territoriales, étnicos, culturales que diversos actores tienen sobre sus territorios, para poder analizar los papeles que cumplen y cumplirán en los extractivismos. Estas articulaciones socioambientales se deben encuadrar de manera histórica y de acuerdo con contextos sociales situados y en diversas escalas, resaltando los conflictos socioambientales que se han generado.

A continuación, desarrollamos algunos elementos a considerar del análisis propuesto por este libro, que son transversales a todos los textos. Destacamos algunos aspectos o discusiones que presentan los y las autoras en sus textos, para evidenciar más claramente dichos ejes.

Estado y actores sociales

En procesos extractivistas y regionales, debido a la complejidad y a las diversas articulaciones locales-regionales-nacionales-globales, se da una presencia diferenciada del Estado (González, 2014; González, Bolívar y Vázquez, 2002). Esta presencia diferenciada se evidencia localmente –dadas las específicas configuraciones territoriales y naturales–, implica control situado y localizado de poblaciones y actúa de manera diferente en tiempos y espacios diversos, como aclara Ingrid Díaz (2016) en «Palma, estado y región en los Llanos colombianos (1960-2015)». Asimismo, esta autora halla que las representaciones estatales de lugares específicos se articulan a distintos proyectos de integración económica y política de una región a la nación. En ese sentido, la presencia del Estado se puede dar de manera articulada a otros actores que permiten el ejercicio del poder estatal, pero vinculando sus intereses y poderes a través

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de prácticas o de políticas que reconfiguran el espacio y producen realidades ambientales (minería, agua, palma, petróleo, etc.). Esto permite vislumbrar cómo las dinámicas extractivistas son procesos de larga duración y requieren un minucioso y detallado análisis de las desigualdades y conflictividades que presentan. No obstante, de manera paralela, emergen diversos conflictos generados por las formas actuales y recientes de extracción aurífera, a pesar de la acción del Estado o de los derechos específicos que les hayan sido concedidos a las comunidades que los habitan, como muestra Angélica López (2016) en «Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití, Colombia: un análisis comparado».

Sostener que en el país se ha dado un proceso de construcción diferenciada del Estado cuestiona las tesis de que el conf licto armado es un factor de desestabilización de instituciones políticas consolidadas, ya que, por el contrario, es una expresión más del difícil proceso de articulación e integración regional de la nación colombiana, condicionado por aspectos geográficos, culturales y económicos. En algunas regiones, el proceso de construcción del Estado no ha estado marcado únicamente por el de integración regional, sino también por el predominio deliberado de determi-nadas instituciones estatales sobre otras. Esto nos lleva a pensar en si realmente se trata de un Estado ausente y qué implicaría dicha ausencia o en cómo hace presencia este mediante políticas y leyes, en alianza con ciertos actores.

Paralelamente, hay otros actores que intervienen en procesos de negación de los derechos, legalmente reconocidos o no, de pobladores locales sobre la tierra. Estas situaciones se evidencian cuando los actores armados (ilegales) ejercen soberanías de hecho, que consisten en «la habilidad para matar, castigar y disciplinar con impunidad […] por encima de la soberanía basada en ideologías formales de ley y legalidad» (Hansen y Stepputat, 2009, p. 296). Estos procesos fragmentan y desestructuran las autonomías locales y las dinámicas territoriales. De igual manera, tales actores desconocen territoriali-dades y reconfiguran fronteras y/o las tornan en fronteras móviles, dado que los controles territoriales cambian (Ulloa, 2012).

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Al mismo tiempo, las políticas del conflicto son diferenciadas, al punto que en algunos casos han permitido estrategias de despojo mediante operativos militares y la construcción de geografías del miedo –zonas rojas–, por ejemplo, e incluso propuestas institucio-nales de formalización desigual en un marco de paz, como muestra Catalina Quiroga (2016) en «Varias caras de un incierto posconflicto. Entre la ilegalidad y la legalidad de la minería a pequeña escala». Esto se ilustra con los discursos sobre minería a pequeña escala asociados con el conflicto armado, que no solo reflejan un vacío institucional en la definición de las prácticas mineras y el control de la propiedad del subsuelo, sino que sirven para reforzar repre-sentaciones puntuales sobre los sujetos que ejercen la actividad minera en el país.

Sin embargo, en otras zonas, como en el Guainía, la minería se legitima mediante acuerdos interétnicos informales y en arreglos explícitos e implícitos con instituciones de carácter municipal, re-gional y nacional. Como plantea Fernando López (2016) en «Desafíos de la movilización minera interétnica en el río Inírida, Guainía, al posconflicto en Colombia»:

[…] tras la reciente creación, modificación y superposición de distintas figuras territoriales sobre el oriente de la Amazonia y la Orinoquia, las autoridades gubernamentales establecieron una re-definición del uso, acceso y control de los minerales del Guainía. Esto desató procesos violentos de implementación de cambios territoriales que excluyeron la minería interétnica en el medio y bajo Inírida, y [llevó a] la movilización social.

Esto evidencia cómo las acciones gubernamentales se sustentan en ideales económicos y de progreso que generan conflictos, como es el caso de la construcción de la hidroeléctrica Pescadero-Ituango, que contó con percepciones favorables al proyecto en contraste con las representaciones emergentes de los pobladores cañoneros sobre el despojo de un bien común y secular: el río Cauca, como ilustran César A. Cardona, Marcela Pinilla y Aída Gálvez (2016) en «¡A un lado, que viene el progreso! Construcción del proyecto Hidroituango en el cañón del Cauca medio antioqueño, Colombia».

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En ese sentido, como no actúa un Estado homogéneo, se requiere entender las complejidades y los acuerdos locales, las relaciones de poder y las propuestas de repensar lo territorial y ambiental, y ver cómo se expresan en el paisaje. Por ejemplo, la construcción de infraestructura no siempre viene de acciones estatales, dado que puede ser desarrollada, como en Colombia, por los actores armados, las empresas o los procesos sociales de base.

Por tanto, es necesario analizar aquellas políticas y prácticas gubernamentales que, por ejemplo en los páramos, se centran en dar respuestas a la dicotomía minería/agua, con lo que dejan por fuera otros conflictos ambientales históricos y desconocen las propuestas y trayectorias de los habitantes de páramo, tal como lo analiza Emerson Buitrago (2016) en «Limitaciones y delimitaciones de los páramos en una Colombia posacuerdo».

Los elementos planteados anteriormente exigen nuevas miradas a las dinámicas estatales, como la de Ingrid Díaz (2016) en «Palma, estado y región en los Llanos colombianos (1960-2015)», pues el Estado no solo debe ser visto como quien garantiza o frena las actividades extractivistas o económicas, las ilegales al igual que las legales, sino como un actor clave en la regularización e implementación de las reconfiguraciones territoriales, culturales y ambientales y de los derechos e ideas de ciudadanía, lo que a su vez tiene implicaciones en el manejo y control de los territorios. De la misma manera, en los contextos sociales, el Estado es otro actor en la articulación con las corporaciones multinacionales o las empresas, y permite que estas asuman tareas de bienestar social, de manera que se tornan sinónimo del Estado en el orden local. De esta manera, los acomoda-mientos estatales dan cabida también a la presencia de otros actores que ejercen el control territorial con violencia. Estas dinámicas han conformado redes que quieren mantener un control territorial sin tener en cuenta los efectos ambientales o sociales.

Asimismo, respecto de los extractivismos, hay que destacar tanto las interrelaciones nacionales-transnacionales y sus conexiones con corporaciones y actores económicos transnacionales, como las respuestas del Estado a la economía trasnacional, vistas a la luz de los reacomodamientos estatales y locales, en un complejo nudo

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de relaciones locales-regionales-nacionales-globales. Al respecto, hay que ver el complejo papel de los diversos actores que interactúan en los territorios y con el Estado y analizar los actores locales como sujetos con capacidad de acción y cocreadores de las políticas, en un juego de relaciones complejas de poder –en diversas escalas– y de gestión política. Ello implica atender a su capacidad de agencia, a su manera políticamente estratégica de relacionarse y a sus demandas por reconocimiento legal y político, lo que significa mirar interac-ciones, confrontaciones, resistencias y alternativas.

Estos procesos conllevan un segundo eje de análisis, relacionado con lo espacial, para plantear las diversas construcciones territoriales complejas, que se superponen, coexisten o entran en disputa.

Lo espacial: territorio, lugar, territorialidades

Es fundamental considerar lo espacial en los contextos extrac-tivistas y del posacuerdo, dado que muchos procesos extractivistas se adelantan en territorios de pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos. Es decir, hay una espacialización de la etnicidad o de las diversas identidades, lo cual nos obliga a tener en cuenta la identidad, el territorio y la autonomía como elementos políticos de reconocimiento de territorialidades, en la base de demandas por derechos culturales reconocidos en Colombia, que no tienen garan-tizada su permanencia, debido a la intervención de diversos actores y a la misma superposición de territorios con proyectos extractivos y/o con conflicto armado.

Dichos reconocimientos/desconocimientos están ligados a la visión estatal del territorio, la cual responde a una geopolítica ver-tical acerca del suelo y el subsuelo y a la noción de espacio vacío, donde muchas veces no se consideran territorios ni territorialidades locales. Esto es notorio en el carácter conflictivo actual de los procesos de producción del territorio en Colombia, como el de Cajamarca (Tolima), que presenta Diana Patricia Sánchez (2016) en «De la Colosa a La Habana: conflicto por la producción del territorio en Colombia», donde «la irrupción de la exploración minera con fines de extracción de oro a cielo abierto reconfiguraría dinámicas agrícolas y transformaría profundamente los espacios y territorios locales.

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Pero también [estas] se evidencian en la Mesa de Negociaciones en las cuales hay un conflicto por la producción del territorio tanto en la escala local como en la nacional».

Hay diversidad de procesos de construcción de territorios y territorialidades articulados a variadas nociones de naturaleza. Los extractivismos requieren la construcción de territorio y el ejercicio de territorialidad acordes con una visión específica de naturaleza y determinados intereses económicos y políticos, articulados a diversas escales globales, con implicaciones locales. Ante estas, por ejemplo, los pueblos indígenas demandan el reconocimiento de sus territorios como espacios de vida y como seres vivos. Sus movilizaciones confrontan la lógica de los procesos extractivos y visibilizan los efectos de la superposición de territorialidades, que reconfiguran las dinámicas locales y generan nuevas articulaciones con procesos globales.

El territorio es un referente importante para entender las desigual-dades que se instauran en el mismo, discusión clave en los procesos de reconocimiento de derechos. Por tanto, es necesario precisar de qué manera puede ser modificado por las políticas tanto estatales como lideradas por diversos actores, incluidos los económicos y transnacionales. En ese sentido, no se puede pensar que el Estado es el único actor que genera estos procesos. Todas las discusiones anteriores nos llevan a tratar de entender las diversas nociones en juego, relacionadas con la construcción de espacio y territorialidad.

Por ejemplo, las apropiaciones espaciales estatales se han sus-tentado, a su vez, en la noción de espacios vacíos aplicada al territorio nacional. Con esta se afirma la necesidad del extractivismo para dar sentido a tales espacios y tornarlos física y simbólicamente apropiados para la generación de rentas, tal como muestra la investigación de César A. Cardona, Marcela Pinilla y Aída Gálvez «¡A un lado, que viene el progreso! Construcción del proyecto Hidroituango en el cañón del Cauca medio antioqueño, Colombia» (2016).

Sin embargo, hay procesos de resistencia y confrontaciones, como en el Casanare, donde –luego de una transformación a partir de la bonanza petrolera de los años noventa– surge la propuesta sociote-rritorial de las comunidades de la vereda de Plan Brisas, como una

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forma de construir territorios libres de extractivismo, según muestra Juliana Duarte (2016) en «Transformaciones socioterritoriales en Casanare por la actividad petrolera: conflictos y resistencias (1990-2010)». Algo similar pasa en el Caquetá, dada la reciente incursión petrolera. Allí se evidencia una relación del territorio con el Estado y la economía mundial, con implicaciones medioambientales lo-cales y regionales, y se plantean procesos locales de participación como opciones para repensar los territorios, como se ve en «Mapa petrolero de la Amazonia y resistencia en el Caquetá: retos de paz en el posconflicto» (Ciro, Barbosa y Ciro, 2016).

Frente a dichas dinámicas espaciales y a la implementación de lógicas territoriales encontradas, los actores locales y organizaciones sociales lideran confrontaciones y demandan justicia espacial y justicia ambiental. Se propende de este modo por una construcción de territorio donde no impere la lógica extractiva ni se acentúen los conflictos socioambientales y territoriales.

En esta discusión hay que resaltar que en un mismo espacio geográfico se disputan múltiples territorialidades, pues el espacio es una construcción social y política y no un telón de fondo. El re-conocimiento estatal se espacializa, pero respondiendo a luchas y demandas territoriales de los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos, que históricamente han sido excluidos. Si bien un mecanismo relacionado con procesos económicos y ambientales ha sido la consulta previa, posterior al reconocimiento de derechos colectivos, ella no remite solamente a un trámite propio del Estado, sino a procesos históricos de confrontación, resistencias y articu-laciones con el mismo, en donde se demanda igualdad de derechos sobre territorios en disputa, pero diferenciándolos

Derechos étnicos, culturales y ciudadanos

El proceso constituyente de 1991 acogió una amplia cantidad de propuestas provenientes de los movimientos sociales, particularmente de los grupos étnicos y de los intelectuales que los acompañaban. Una de las más significativas fue la incorporación constitucional del multiculturalismo, que se materializó, entre otros logros, en el reconocimiento de derechos territoriales para los pueblos indí-

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genas y las comunidades negras, sustentados en la idea de que estas poblaciones son sujeto de especial protección por parte del Estado.

Es importante advertir que, incluso durante los primeros años de vigencia de la Constitución de 1991, emergieron las contradicciones del acuerdo constitucional, particularmente aquella que se dio, por una parte, entre la propuesta de profundización de la liberalización económica y de fortalecimiento de la inversión privada –para desa-rrollar, entre otros, procesos de extracción de recursos naturales– y, por otra, la inclusión de una amplia carta de derechos, dentro de los que destacan los derivados del multiculturalismo, con los cuales se reconocen y protegen derechos territoriales de los grupos étnicos. Durante la década de 1990, la Corte Constitucional seleccionó para revisión de tutela varios casos que recogían dicha contradicción (Borrero, 2003). El derecho al consentimiento previo, libre e in-formado puede comprenderse como una de las formas diseñadas para intentar resolverla.

Dicha fórmula fue contemplada por la misma Constitución Política y su bloque de constitucionalidad, figura que incorporó los instrumentos internacionales de derechos humanos con el rango de normas constitucionales. En la medida que las estrategias de desarrollo económico promovidas por el Estado priorizaron el extractivismo minero y de otros recursos naturales, esta contradicción se hizo mucho más patente y se incrementó con el paso de los años, ante la afectación de los territorios de los grupos étnicos, además de los de comunidades campesinas. En este punto, el presente libro ofrece una línea de análisis con la cual podemos comprender que el proceso de ampliación de la ciudadanía multicultural de la Constitución Política de 1991 ha sido insuficiente para dotar a las comunidades campesinas de herramientas jurídicas y políticas de defensa del derecho a la tierra y al territorio. El reconocimiento de derechos más amplios a estas comunidades, además de ser uno de los aspectos críticos del poscon-flicto, también genera interrogantes sobre la política ambiental y la participación ciudadana en la implementación de la misma, como muestran Ciro, Barbosa y Ciro (2016).

En este sentido, estudiar los procesos extractivistas y las im-plicaciones del posacuerdo nos lleva también a analizar tanto las

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dimensiones y limitaciones legales de los derechos reconocidos previamente a favor pueblos indígenas y afrodescendientes como lo relativo a un eventual proceso de reconocimiento de derechos campesinos, que puede darse en la etapa de posconflicto, asunto que también analiza Catalina Quiroga (2016). Asimismo, existe la necesidad de analizar, en los nuevos contextos, lo que implica el reconocimiento de derechos, particularmente la eventual colisión de estos derechos con otros que ya han sido reconocidos a las em-presas y al sector privado, en la consolidación de una política pública favorable a la extracción de recursos naturales.

Sin embargo, es importante destacar dos elementos para analizar esta contradicción: primero, que los derechos territoriales reconocidos a estas poblaciones gozan de un estatus especial de protección, es decir, que son derechos fundamentales que priman por sobre otro tipo de derechos reconocidos por el ordenamiento jurídico en su conjunto; y segundo, que muchos de los derechos de explotación de recursos mineros, tal como se demuestra en este libro, han sido otorgados en medio de amplias irregularidades, que van desde el desconocimiento del derecho a la consulta previa y la vulneración de marcos normativos ambientales, hasta la ausencia de la debida diligencia empresarial para identificar que aquellas regiones en las cuales se solicita la concesión están seriamente afectadas por las dinámicas del conflicto armado. Las comunidades involucradas en conflictos territoriales también utilizan estas irregularidades como parte de sus estrategias políticas y jurídicas de defensa de los terri-torios, como ilustra Diana P. Sánchez (2016).

Adicionalmente, los contextos extractivistas han implicado cambios en las dinámicas estatales que deben responder a las solici-tudes de consulta previa (consentimiento previo, libre e informado) por parte de instituciones gubernamentales, empresas nacionales y transnacionales y aun de los mismos pueblos, y determinar qué si-tuaciones la ameritan, de acuerdo con la información institucional. De esta manera, ha ocurrido que el derecho a la consulta previa y los derechos territoriales reconocidos a estas comunidades se diluyen cuando la riqueza que integra sus territorios se ofrece al mercado global en aras de su aprovechamiento económico o a causa de las necesidades

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económicas estatales, como prueba Mauricio Pardo (2016) en «Posex-tractivismo, futuro posible para las poblaciones negras del Pacífico».

Los derechos otorgados a los pueblos indígenas y afrodescen-dientes –basados en las relaciones con un territorio, la naturaleza y la cultura– y las implicaciones que trae el desplazamiento hacia otras nociones de naturaleza y de territorio son elementos claves para los análisis de los extractivismos. Adicionalmente, el reconocimiento de derechos territoriales pesa en la configuración de los conflictos vinculados a la extracción de recursos naturales, como ilustran los casos analizados por Angélica López (2016) en «Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití, Colombia: un análisis comparado».

Los estudios demuestran que los derechos y garantías constitucio-nales resultan insuficientes para enfrentar de forma integral la defensa de los territorios de los impactos negativos de la extracción de los recursos naturales, y también evidencian la ausencia de herramientas legales para la protección de los territorios de comunidades campe-sinas que se ven afectadas por igual ante el avance del extractivismo. Como consecuencia, las comunidades campesinas y sus organiza-ciones políticas adelantan propuestas orientadas a su reconocimiento como actores colectivos, como la que pide garantizar el derecho a la consulta y consentimiento previo, libre e informado y la protección de derechos territoriales. Desde la interpretación analógica de los casos, se intenta explicar los diversos conflictos existentes por las formas actuales y recientes de extracción aurífera y cómo estos están generando complejas reconfiguraciones en los territorios, a pesar de la acción del Estado o de los derechos específicos que les hayan sido concedidos a las comunidades que los habitan.

Estos complejos procesos implican, en los casos de territoriali-dades superpuestas de campesinos, afrodescendientes e indígenas, pensar en nuevos reconocimientos de derechos. Una propuesta puede ser –en términos de Boaventura de Sousa (2014)– la de inscribir las demandas en una perspectiva de derechos interculturales que con-fronte nociones de derechos previos y proponga nuevas maneras de reconocimiento. Los elementos expuestos –particularmente aquellos que utilizan los derechos como eje de análisis de la interacción entre

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extractivismo y conflicto armado– dilucidan también las alterna-tivas para la construcción de la paz a partir de la ampliación de la ciudadanía y la garantía de los derechos de aquellas comunidades involucradas en este tipo de contradicciones.

Sin embargo, no podemos olvidar que tanto los procesos extrac-tivos como el reconocimiento de distintos derechos étnicos y culturales han generado nuevos conflictos interculturales, pues cuando están en juego procesos extractivos y acceso a «recursos» estratégicos –con una valoración económica y la posibilidad de inscribirse en mercados locales-nacionales-globales, en una propuesta propia económica y ambiental– emergen complejidades y contradicciones entre grupos étnicos en un mismo territorio o en territorios aledaños.

Esto implica entender que la paz debe ser construida desde lo territorial, a partir del reconocimiento legal: de los derechos implicados, incluidos los referidos a la propiedad; de los procesos colectivos y comunitarios en lo que atañe a lo territorial y ambiental; y de los acuerdos interculturales e interétnicos.

A modo de conclusión: retos para el posconflicto

En la perspectiva de un posconflicto, tal como se planteó anteriormente, este significará el resultado progresivo de la imple-mentación de los acuerdos con sus implicaciones políticas, sociales y económicas, pero también su replanteamiento y nuevos acuerdos sociales, donde diversas estrategias y propuestas locales permitan repensar las lógicas económicas extractivistas y se parta de las propuestas territoriales y ambientales locales. Asimismo, hay que repensar la guerra articulada a los extractivismos para repensar la paz. Esto nos lleva a no olvidar que en los conflictos socioambientales lo ambiental se articula a dinámicas políticas, dado que implica el uso, el acceso, el control, los derechos, la distribución y la toma de decisiones, no solo respecto del propio territorio, sino de lo que se entiende y valora como naturaleza. Ello nos convoca a pensar en las demandas de pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos por la autonomía territorial y ambiental, y también en el control vertical de sus territorios.

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Esta mirada trasciende los acuerdos de paz y da elementos que permiten repensar e incluir varios ejes:

• Participación política y procesos democráticos.• Reformas legales, políticas e institucionales.• Inclusión de diversas miradas territoriales y sus relaciones con

la naturaleza.• Inclusión de las visiones de territorios y naturalezas como sujetos

de reparación colectiva.• Reconocimiento de las demandas de pueblos indígenas y afro-

descendientes a propósito de los derechos y la propiedad del subsuelo, el sobre suelo y los elementos naturales.

• Reconocimiento y restitución de derechos territoriales y cul-turales campesinos.

• Localización de diversas visiones de desarrollo y lógicas eco-nómicas –aun las extractivas–, de acuerdo con las dinámicas culturales y locales.

• Diferenciación de los arreglos institucionales en contextos locales.• Reversión de las desigualdades estructurales (políticas, eco-

nómicas, sociales, culturales, del conocimiento y de género) e institucionales.

• Priorización de agendas sociales, de acuerdo con situaciones previas de desconocimiento y vulneración de derechos.

• Articulación de lo ambiental con lo económico y lo cultural.• Historización de los conflictos.• Inclusión de lo ambiental como sujeto político, donde el agua

constituye un referente vital que articula propuestas de vida.• Reconocimiento de las demandas de justicia ambiental.• Repensar una financiación del posacuerdo que no implique la

profundización del modelo extractivista.

El conjunto de autores y autoras que participan en este libro tocan en sus conclusiones una serie de reflexiones y recomendaciones para abordar los conflictos derivados de la interacción entre conflicto armado y extractivismos en la etapa de posconflicto. En estas se advierten un conjunto de ideas para evitar que el vínculo entre la extracción de

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recursos naturales y la guerra se convierta en un motor de pervivencia de la confrontación armada después de la firma del acuerdo de paz. De igual forma, hacen énfasis en las demandas y necesidades de las comunidades involucradas en estas disputas territoriales.

Si bien hay recomendaciones de carácter general, que se sintetizan en la contribución de Víctor Barrera y Sergio Coronado (2016), se evidencia la necesidad de respuestas diferenciadas de acuerdo con las condiciones específicas de cada contexto territorial. Así, para la región Pacífico, Mauricio Pardo (2016) observa que la situación de posconflicto debe traer reformas legales, políticas, sociales y acciones institucionales. Estas deben posibilitar el arribo a una si-tuación posextractiva que considere el bienestar de las poblaciones afrodescendientes del Pacífico, en la que asuman una economía ex-tractiva limitada y sostenible complementada con otras actividades productivas y con efectivas políticas sociales.

De igual forma, Catalina Serrano (2016) llama la atención sobre la necesidad de priorizar las agendas sociales represadas durante décadas, como paso necesario para la construcción de la paz te-rritorial. Si bien esto es una recomendación que puede aplicarse al conjunto de las regiones afectadas por la violencia, cobra especial relevancia en aquellos lugares de extracción de recursos mineros, particularmente porque en ellos la desigualdad social y la falta de garantía de derechos sociales resultan más apremiantes incluso que en otros municipios afectados por las dinámicas del conflicto armado, como los cocaleros (Rudas y Espitia, 2013).

Por otro lado, es necesaria una mirada histórica que reconozca los múltiples actores relacionados, por ejemplo, con los 36 complejos de páramos y las desigualdades estructurales, no solo económicas, sino también de conocimiento y de poder, como apunta Emerson Buitrago (2016). Las dinámicas territoriales han afectado de manera compleja a los campesinos; por tanto, para hacer frente a procesos históricos de pérdida del territorio de campesinos, para Catalina Quiroga (2016) se requieren formas de restitución de derechos sobre el territorio. De manera paralela, como los conflictos generados por el extractivismo también han respondido a las representaciones estatales

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del espacio y del desarrollo, Cardona, Pinilla y Gálvez (2016) plantean el reconocimiento de visiones locales identitarias, territoriales y de desarrollos propios.

Para Fernando López (2016), en contextos interétnicos, donde conviven diversas visiones y modos de vida, se presentan varios retos: la participación ciudadana en los planes de desarrollo; la articulación de diversos intereses de preservación con actividades económicas; y la ampliación de la democracia para incluir las voces, considera-ciones y decisiones de pobladores locales. Esto nos lleva a retomar las propuestas locales, donde las nociones sobre la paz son diversas. Asimismo, ello implica repensar las relaciones con lo ambiental y las demandas locales de justicia ambiental, frente a las apropiaciones y despojos y a los efectos irreversibles del proceso extractivo. Se han destacado en el libro los procesos que permiten un replanteamiento general de los extractivismos, pero hay que destacar en particular que las defensas territoriales y ambientales cada vez más tienen al agua como referente primordial, que posibilita la continuidad de la vida humana y no humana. Demandas y propuestas claves en las discu-siones sobre políticas públicas ambientales y en los replanteamientos de ordenamientos territoriales, para privilegiar el agua como un derecho fundamental frente a los embates extractivistas (Caro, 2016).

Estas demandas tienen diversas dimensiones, se sitúan histórica y socialmente y responden a diversas concepciones del territorio, las naturalezas, la justicia ambiental o la paz. Por ejemplo, retomado las palabras de Catalina Caro, las propuestas de paz indígenas tienen otros significados:

Precisamente, la paz para los indígenas significa la paz para el territorio; si no se recuperan las antiguas conexiones entre la cultura y la naturaleza rotas por la guerra, la paz es tan solo un proyecto exógeno por fuera de la cultura. Los indígenas entienden que el cambio en el territorio ha significado también el cambio en sus formas de relacionamiento con la naturaleza, por lo que pensar en la paz es pensar en renovadas formas de territorialidad marcadas por una total autodeterminación en el manejo de los elementos de vida y figuras de gestión comunitaria y étnica del territorio (2016, p. 1).

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La diversidad de perspectivas también se evidencia en lo territorial respecto de los asuntos económicos y sociales en los que se quiere incidir con propuestas locales, lo que implicaría, de acuerdo con los hallazgos de Angélica López, «el establecimiento de consensos mul-tiactores frente a la complejidad que supone la gestión de territorios en los que la marginalidad y la exclusión han sido una constante histórica. Estos consensos deberán entonces valorar todo lo posible los recursos naturales, en concordancia con los intereses y las aspiraciones de las comunidades involucradas en todas las dimensiones» (2016). Estos procesos se logran, como plantean acá Ciro, Barbosa y Ciro (2016), con la participación en las dinámicas económicas locales. En el caso del Caquetá, se debe repensar la forma como se ha articulado el territorio al Estado-nación y al mercado global, para ofrecer «las herramientas a estos territorios para diagnosticar los problemas de su entorno, [y para] diseñar y ejecutar las soluciones».

Para poder repensarlas, estas propuestas no pueden desconocer las desigualdades previas existentes. Los capítulos de la presente obra evidencian precisamente muchas de dichas desigualdades, en lo que hace al cumplimiento de derechos y al acceso, toma de decisiones y control de los territorios, de acuerdo con criterios de etnicidad, loca-lización o conocimientos. Sin embargo, las desigualdades de género no han tenido suficiente espacio de discusión, frente a prioridades territoriales o ambientales. Por tanto, es necesario señalar que los análisis sobre la relación entre extractivismos y género

[…] requieren de una mirada que incluya aspectos territoriales, ambientales, políticos, económicos, culturales y sociales, para poder dimensionar los efectos que se dan tanto en hombres como en mujeres en diversas escalas (cuerpo, territorio y relaciones locales-nacionales-globales) en sus subjetividades, identidades y construcción de nuevos roles de género, y en procesos de consolidación o generación de desigualdades (Ulloa, 2016a).

Esta perspectiva debe atravesar los acuerdos y propuestas de paz, para poder generar alternativas a los extractivismos desde una perspectiva crítica de género.

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Territorios, Estado, actores sociales, derechos y conflictos socioambientales...

En este recorrido por las diversas zonas de Colombia (Córdoba, Casanare, Caquetá, Chocó, Valle del Cauca, Tolima, Bolívar, Guainía, Antioquia, Santander), salen a la luz procesos históricos relacionados con los extractivismos donde los pueblos indígenas y afrodescen-dientes, campesinos y pobladores locales y rurales han asumido los costos ambientales y las problemáticas sociales de la llegada de proyectos extractivos, particularmente en aquellas regiones donde estas dinámicas no se sustrajeron de la conflictividad armada que allí se desarrollaba.

En este aspecto vale la pena señalar que la ausencia de estos temas en la agenda del actual proceso de paz eventualmente podría ser subsanada con la apertura de una mesa de negociación con la otra fuerza insurgente: el Ejército de Liberación Nacional, en la medida que la soberanía sobre los recursos naturales ha sido uno de los temas de su ideario político. Sin embargo, dicha posibilidad se enfrenta a un obstáculo mayúsculo, que viene de que el modelo de desarrollo económico no está en discusión en las mesas de negociación entre el gobierno y las guerrillas, lo cual supondría una limitación estructural para discutir eventuales transformaciones en asuntos como la soberanía de los recursos naturales o las transformaciones en la política minero-energética. Al cierre de la edición de este libro, dicho proceso de paz aún no ha iniciado una etapa pública y la fase exploratoria continúa sometida a constantes dilaciones que ponen en riesgo la construcción de un acuerdo de paz completo, tal como ocurrió a finales de la década de 1980.

Las experiencias recogidas en este libro se vuelven insumos para repensar los extractivismos en el contexto del posacuerdo de paz en Colombia. Por ello la lectura de los textos que siguen a continuación es una invitación permanente para encontrar las mejores formas de construir una paz estable y duradera, comprendiendo que este proceso supera las expectativas del alto al fuego, y trata de sentar las bases de una sociedad más democrática, menos desigual y, sobre todo, ambientalmente sostenible.

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Recursos mineros y construcción de paz territorial: ¿una contradicción insalvable?

Sergio Coronado Delgado

Centro de Investigación y Educación Popular/Programa por la Paz

Víctor Barrera Ramírez

Centro de Investigación y Educación Popular/Programa por la Paz

La confianza es el mayor activo que cualquier país puede tener. Sin embargo, después de la guerra, la confianza era quizá nuestro recurso

más escaso. Al restaurar la transparencia, el empoderamiento y la veeduría respecto a la extracción de nuestros recursos naturales

claves, comenzamos a construir dicha confianza. Estos esfuerzos han sido centrales en la estrategia de superación del conflicto.

Ellen Johnson Sirleaf, expresidente de Liberia

El país se prepara para emprender un proceso de construcción de paz territorial que probablemente trascenderá los acuerdos par-ciales que han logrado el gobierno actual y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) en La Habana. Más allá de la superación de la confrontación armada entre estas partes, que a la fecha supera los 50 años de duración, la firma de los acuerdos podría ser el punto de partida de una etapa en la cual la construcción de paz se constituiría en una oportunidad para implementar en los territorios las agendas reformistas que han estado represadas por años, en parte debido al conflicto armado.

Desde esta perspectiva, uno de los grandes desafíos que se deben superar tiene que ver con la necesidad de acompasar los ritmos de implementación de estos acuerdos con las demandas de las comu-nidades y las regiones, cuyas problemáticas trascienden los puntos abordados en la mesa de negociación.

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Sergio Coronado Delgado y Víctor Barrera Ramírez

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Es necesario tener en cuenta que la persistencia del conflicto armado en Colombia ha dado lugar a la profundización de las ex-clusiones y desigualdades que motivaron la lucha armada en un co-mienzo y, a su vez, ha generado nuevas problemáticas como resultado de su interacción con los distintos patrones de desarrollo político y económico del país. Precisamente, en una de esas coyunturas, el conflicto armado se expandió y magnificó con consecuencias dife-renciadas de acuerdo con las condiciones de tiempo y lugar. Como aseguran Francisco Gutiérrez y Paula Zuluaga (2011), esta coyuntura correspondió al momento en el que Colombia pasó de ser un país cafetero a ser uno cocalero y minero, de modo que los polos de de-sarrollo se trasladaron a las tierras calientes que históricamente se habían caracterizado por una exigua presencia estatal y, por tanto, las posibilidades de progreso del país se instalaron en un escenario muy distinto al de la región andina, en la que la bonanza cafetera se tradujo en una infraestructura estatal consolidada. Dicha diferen-ciación espacial del país también ha sido corroborada por algunos estudios de historia ambiental (Palacio, 2006).

En este proceso diferencial de evolución del conflicto armado, sus actores, tanto legales como ilegales, interactuaron con los procesos de extracción de recursos naturales, particularmente con los mineros. Aunque más adelante ofreceremos una clasificación de esta relación dependiendo del tipo de extracción y de las dinámicas del conflicto armado en los territorios, es importante anticipar que todos los actores del conflicto han participado en esta relación, bien sea por vías lícitas, como los convenios entre las empresas extractivas y el Ministerio de Defensa para brindar seguridad a la infraestructura vinculada a su actividad económica, o por vías ilícitas, como el pago de extorsión o captura de rentas por parte de actores armados ilegales e incluso como parte de su agenda de reivindicación política. De esta forma, aunque en la mesa de negociación de la paz en La Habana no se ha propuesto el tema de la extracción de recursos naturales, en los territorios concretos el proceso de construcción de la misma sí debe tenerlos en cuenta como un factor de ordenamiento territorial. De igual forma, esta interacción se dio en el marco de implementación de una política minera que ha favorecido la emergencia de múltiples tensiones y disputas.

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Recursos mineros y construcción de paz territorial: ¿una contradicción insalvable?

En este texto nos concentramos en una problemática de este tipo que, si bien no pasa por La Habana, tiene profundas implicaciones para la implementación de los acuerdos y la construcción de paz. Nos referimos a las consecuencias negativas derivadas del actual esquema de gobernabilidad del sector extractivo en Colombia que hace de esta una actividad económica poco amigable con la agenda de paz en la que quiere embarcarse el país. Ofrecemos, entonces, una mirada comprehensiva de los factores de riesgo asociados a la extracción de recursos naturales que –sostenemos– comprometería la estabilidad de un eventual escenario posacuerdo y aumentaría la probabilidad de una reactivación del conflicto armado. Esto, por dos razones: primero, porque la extracción de recursos en Co-lombia se ha constituido en una verdadera locomotora de agravios: el sesgo proindustria que caracteriza el actual diseño institucional ha exacerbado los conflictos en múltiples ámbitos (social, armado, étnico, laboral, intergubernamental, etc.), ha aumentado las des-igualdades y ha privado al Estado de la posibilidad de capturar rentas significativas por concepto de tributación por parte de estas empresas, lo que limita las posibilidades de emprender una estrategia de desarrollo económico viable en el mediano y largo plazo. Segundo, porque en el marco de la evolución de más de cinco décadas de conflicto armado colombiano en Colombia, los grupos armados ilegales se han vinculado de muy diversas formas con la extracción de recursos y han encontrado en el sector una fuente de financiamiento y lucro a la que con dificultad estarían dispuestos a renunciar.

En lo que sigue, argumentamos que las consecuencias negativas derivadas del actual esquema de gobernabilidad del sector extractivo en Colombia hace de esta una actividad económica poco amigable con la agenda de paz en la que quiere embarcarse el país. Para desa-rrollar este argumento también analizamos las interacciones entre recursos naturales y conflicto armado en el caso colombiano, con el ánimo de proponer un conjunto de recomendaciones de política pública y estrategias de acción encaminadas a garantizar una mayor democratización y gobernabilidad del sector extractivo en Colombia, de cara a un eventual escenario de paz territorial.

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Sergio Coronado Delgado y Víctor Barrera Ramírez

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El texto se organiza en cinco secciones. En la siguiente, con el fin de poner al país en una perspectiva más amplia, se presentan los principales hallazgos de la literatura internacional que ha abordado la relación entre recursos naturales, guerra y construcción de paz. A reglón seguido ofrecemos un diagnóstico de la situación actual del sector extractivo en Colombia, de acuerdo con los dos elementos de nuestro argumento: los agravios que produce y las oportunidades que ofrece, dos factores que aumentarían la probabilidad de perpetuar la violencia y persistencia de grupos armados ilegales, a pesar de una firma de acuerdos de paz con las FARC-EP. Posteriormente, incluimos una clasificación de las relaciones que se han dado entre la extracción de recursos mineros y las dinámicas del conflicto armado. Finalmente, presentamos algunas recomendaciones y estrategias territorialmente orientadas, con el ánimo de promover un debate acerca de la viabilidad de extracción de recursos en un contexto de posacuerdo en el país.

Recursos naturales, guerra y construcción

paz: mecanismos y desafíos

Tanto en la literatura especializada como en la comunidad inter-nacional existe un relativo consenso acerca de la incidencia que pueden tener los recursos naturales en el origen, persistencia y terminación de los conflictos armados (Ross, 2004, 2006; Le Billon, 2001, 2005; Collier y Hoeffler, 1998, 2004; Keen, 1998; Humphreys, 2005). En lo que se refiere al último aspecto, Paivi Lujala y Siri Rustad (2012, p. 15) han destacado que, una vez llega la paz, de ser bien manejados, los ingresos derivados de la extracción de recursos naturales pueden ayudar a financiar las políticas orientadas a la reconstrucción de los países que aspiran a superar un conflicto armado. Sin embargo, anotan que, de no cumplirse con esta cláusula de buen manejo, estos mismos ingresos pueden incrementar la probabilidad de una recaída en el conflicto o la perpetuación de nuevas formas de violencia.

Al observar las experiencias internacionales, los efectos negativos de los recursos naturales sobre las dinámicas de construcción de paz han sido más la regla que la excepción. Así lo evidencian distintos estudios cuantitativos y cualitativos. En el primer caso, algunos de estos análisis han encontrado una fuerte asociación negativa entre

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dependencia económica de estos recursos y sostenibilidad de paz (Doyle y Sambanis, 2000; Fortna, 2004; Mukherjee, 2006), lo cual se traduce en un mayor riesgo de recaída en el conflicto que, según los cálculos de Rustad y Binningsbø (2012), tiende a ocurrir dos veces más rápido (cerca de 2,5 años, luego de la finalización) en comparación con aquellos conflictos donde los recursos naturales no tuvieron ningún papel.

Los estudios cualitativos han identificado patrones similares. A partir de la comparación de la experiencia de implementación de acuerdos de paz en 16 países, Stedman, Rothchild y Cousens (2003) identificaron que la existencia de bienes primarios fue uno de los tres determinantes claves del fracaso en este tipo de procesos.

A partir de estos hallazgos, se han comenzado a dilucidar los mecanismos que subyacen a la relación negativa entre recursos y construcción de paz, que, como se verá, no difieren ostensiblemente de aquellos que los vincularon a la guerra y explican, en muchos casos, su prolongación. En los apartados que siguen se describen los mecanismos que consideramos tendrían una mayor probabilidad de presentarse en el caso colombiano, con el ánimo de orientar el diag-nóstico de país que presentamos en las secciones posteriores. Estos mecanismos se pueden agrupar en dos grandes categorías, según sus efectos en la reactivación del conflicto o el desencadenamiento de nuevas formas de violencia: indirectos y directos.

Mecanismos que afectan indirectamente

la estabilidad del posconflicto

El primer tipo de mecanismos son aquellos que indirectamente pueden afectar la estabilidad del posconflicto, esto es, se refieren a la perpetuación de algunas de las motivaciones que justificaron la existencia de grupos armados y, muchas veces, les permitieron legitimarse ante un subconjunto de la población.

• Deterioro institucional: este mecanismo se fundamenta en algunos de los hallazgos de la literatura sobre la maldición de los recursos. En líneas generales, se sostiene que en situaciones de posconflicto donde los países mantienen una alta dependencia de la extracción de recursos naturales se perpetúan dos situaciones problemáticas: primero, que en tanto los gobiernos no le cobran

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impuestos a la población, la sociedad no tiene incentivos para monitorear lo que hacen sus gobiernos, y esto afecta las posi-bilidades de ampliar la democracia y garantizar una adecuada participación ciudadana: segundo, que al carecer de este tipo de presiones ciudadanas, el Estado no desarrolla un interés por fortalecer su burocracia, por cuanto no desea ser muy intrusivo respecto de una actividad económica que le reporta importantes beneficios económicos y le ahorra importantes costos políticos (como cobrar impuestos).

• Desestímulo económico: bien sea que los recursos naturales hayan motivado el conflicto armado que se busca resolver o sim-plemente lo hayan agravado, uno de los legados que persisten en contextos de posconflicto radica en la configuración de economías muy poco diversificadas que, según la características del recurso natural en cuestión, puede afectar la posibilidad de generar empleos y condiciones de vida mínimas para las comunidades. En este sentido, se mantendría un estado de cosas en el que se perpetuarían algunas de las causas estructurales que alimentaron el conflicto que, muy probablemente, podrían ser removilizadas por nuevos actores armados.

• Disputa por los recursos naturales: sentadas las bases de un compromiso con los actores armados y abiertas varias ventanas de oportunidad para la acción, en el posconflicto pueden magni-ficarse los desacuerdos respecto tanto del acceso, uso y propiedad de los recursos naturales como de la distribución de las rentas que se derivan de su explotación. Este tipo de situaciones son mucho más críticas en lugares donde la extracción de recursos naturales ha dado lugar a malestares sociales y comunitarios relacionados con desplazamientos forzados, daños ambientales y vulneración de los derechos de propiedad de activos claves como la tierra.

Mecanismos que afectan directamente

la estabilidad del posconflicto

En este segundo grupo caben aquellos mecanismos que afectan directamente la estabilidad del posconflicto, en cuanto operan, en

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Recursos mineros y construcción de paz territorial: ¿una contradicción insalvable?

el nivel micro, sobre la agencia de los actores violentos. En términos generales, son los que inciden en los costos de oportunidad y las dinámicas organizacionales que permitirían el inicio de un nuevo ciclo de violencia.

• Captura oportunista de rentas: se trata del problema clásico en muchas negociaciones de paz en las que algunos miembros de la organización armada logran imponer sus intereses opor-tunistas relacionados con el acceso a rentas y recursos claves, en detrimento de los sectores más políticos o comprometidos con la paz. En este sentido, la negociaciones fracasan en la medida que los beneficios de la paz no son un incentivo suficiente para que el grupo armado renuncie a la guerra.

• Fragmentación organizacional: se trata de una suerte de variante del mecanismo anterior, con la particularidad de que el efecto es el de dividir a la organización armada que decide aco-gerse a un pacto de paz y comprometer un eventual proceso de desarme, desmovilización y reintegración. Este tipo de situaciones debilitan las estructuras de comando y control y los dispositivos de disciplina interna de los grupos armados y dan lugar a una nueva violencia, más bien orientada por motivos económicos.

Este breve inventario de mecanismos indica que la relación entre recursos naturales de alto valor e inestabilidad del posconflicto no es ni automática ni tiene causa única. Vistos en acción, por lo general estos mecanismos interactúan de muy diversas formas y dan lugar, inevitablemente, a una combinación de agravios y codicia que tiene profundas implicaciones para las nuevas modalidades de violencia que tienen lugar en este tipo de situaciones.

Conscientes de su importancia, varios organismos internacio-nales y algunos académicos han introducido, dentro de sus agendas de acción, recomendaciones y estrategias de política pública para atender esta problemática (pnuma, 2011; Banco Mundial, 2011). Por lo general, dentro de este paquete se incluyen medidas generales encaminadas a cortar los canales de financiación de los grupos ar-mados, diversificar las economías regionales, asegurar una mayor

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transparencia fiscal, promover arreglos distributivos más equitativos y sensibilizar a las industrias extractivas respecto de su papel en la construcción de paz.

Sin embargo, en la práctica estas medidas varían en complejidad y viabilidad, de acuerdo con los contextos particulares donde tienen lugar (Le Billon, 2009, pp. 14-15). La diversidad y el tipo de recursos de los que dispone el país, el papel que han tenido estos recursos en el desenlace del conflicto armado que se busca superar, los arreglos institucionales que regulan la extracción y la distribución de los ingresos que se derivan, son algunas de las variables clave a tener en cuenta.

Situación colombiana en la extracción

de recursos mineros

En esta sección presentamos un diagnóstico general de la si-tuación del país en materia de extracción de recursos mineros, con el ánimo de señalar los factores de riesgo que se derivan de esto para un eventual escenario de posacuerdo que, como anotamos al comienzo, tiene que ver con la perpetuación de motivos y oportunidades que propiciarían una reactivación de la violencia en este escenario.

El análisis se desarrolla en cuatro dimensiones: 1) la institucio-nalidad que regula la extracción de recursos y sus efectos adversos; 2) el nivel de dependencia de la economía colombiana respecto del sector extractivo y los obstáculos que esto representa para promover reformas en el sector; 3) las diversas formas en que esta actividad ha interactuado con el conflicto armado a nivel subnacional; y 4) los choques que, desde ya, se pueden advertir entre las medidas contempladas en algunos de los acuerdos parciales que han logrado el gobierno nacional y las FARC-EP en La Habana con las maneras en que se desarrolla la actividad extractiva en el país.

Marcos regulatorios flexibles y proindustria extractiva

Aunque los recursos no renovables por lo general son del país en el que se encuentran, los gobiernos que desean promover su explo-tación deben ofrecer algunas concesiones con el ánimo de convencer a los agentes privados, que disponen de la tecnología, el capital y el

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know how para desarrollar este tipo de proyectos (Corbacho, Fretes y Lora, 2012, p. 273). Se trata de decisiones que –aunque son altamente dependientes de las circunstancias concretas: precios internacionales, potencial productivo, contexto político, competencia internacional, etc.– suelen tener efectos duraderos, particularmente en contextos donde los ingresos del país que promueve la inversión son altamente dependientes de las rentas que se derivan del sector extractivo1.

El caso colombiano evidencia esta situación. En un país atra-vesado por el conflicto armado, pero con un alto potencial minero, el expresidente Álvaro Uribe durante sus dos períodos de gobierno (2002-2006 y 2006-2010) flexibilizó las reglas de juego del sector extractivo con el ánimo de reducir los costos y la incertidumbre relacionada con la inversión a través del ofrecimiento de concesiones altamente favorables para la industria minera. Este tipo de modifica-ciones se pueden observar en dos dominios cuyas implicaciones son altamente preocupantes para un eventual escenario de posconflicto en el que se esperaría que la industria extractiva contribuyera con una parte de los recursos necesarios para la reconstrucción del país: la asignación de los derechos de explotación y las exenciones tributarias.

Asignación de los derechos de explotación

Aunque existen variaciones significativas en la forma como se realiza, según se trate del sector de hidrocarburos o de minería, la asignación de los derechos de explotación en este último sector ha sido concebida según parámetros irracionales en sentido económico y ha tenido profundas consecuencias en su distribución.

1 Entre menores sean las exigencias para que la inversión privada minera asuma costos indirectos derivados de la actividad y menor sea la participación del Estado en la renta generada por la actividad minera, ceteris paribus, más atractiva será la inversión privada y mayores serán los incentivos a la inversión extranjera, dado el tamaño de las inversiones y la exigencia de experiencia acumulada que demandan este tipo de proyectos. Sin embargo, un crecimiento de la actividad minera en estas condiciones, por más acelerado que sea, poco aportará al desarrollo integral del país y terminará generando costos efectivos muy superiores a los ingresos (Corbacho, Fretes y Lora, 2012, pp. 135-136).

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Contrario a lo que sucede en el sector de hidrocarburos, en el que el Estado asigna los derechos de explotación a quien representa la mejor oferta en un entorno competitivo, en el caso de la minería se ha configurado un estado de cosas que se rige por la regla informal del tipo «primero en el tiempo, primero en el derecho». Esto quiere decir que, a pesar que la legislación minera en Colombia contempla criterios objetivos de selección de los operadores mineros, en la práctica el Estado asigna estos derechos con base en el principio de que el particular que primero presenta la propuesta es quien resulta beneficiado, con el agravante de que este tipo de asignaciones tiene lugar en contextos de profundas asimetrías de la información y bajo una lógica de pagos de favores mutuos de los que resultan benefi-ciados unas pocas empresas y en el que se excluye una valoración seria de los aspectos técnicos que deben acompañar estos proyectos.

Este tipo de asignación de los derechos de explotación ha dado lugar a patrones de concentración de la concesión del subsuelo que superan los niveles de desigualdad de otros ámbitos, igualmente preocupantes para el país, como lo son la propiedad de la tierra y el ingreso. Según Sergio Chaparro (2014), mientras el 1% de la población más rica de Colombia concentra el 20,4% del ingreso y el 1,15% de los grandes propietarios del país acaparan el 52,2% de la tierra en Colombia, al 1,15% de los mayores titulares mineros se le ha otorgado el 56,5% del área total.

Deducciones, descuentos y exenciones tributarias

El segundo dominio en el que se hace más palpable el sesgo proindustria extractiva del actual marco normativo hace refe-rencia al ámbito tributario, particularmente en lo que se refiere a las exenciones y descuentos del impuesto de la renta. Este tipo de beneficios han disminuido la participación del Estado colombiano en las ganancias de estas empresas y han afectado las posibilidades de implementar una estrategia de desarrollo adecuada sobre la base de la explotación de recursos no renovables. Este tipo de exenciones y descuentos se han traducido en una marcada diferencia entre las tasas nominales y las tasas reales del impuesto de la renta pagado

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por la industria extractiva, con profundas implicaciones para el gasto tributario del Estado (es decir, lo que el Estado dejó de percibir por este concepto).

La Figura 1 ilustra la situación. En el caso de los hidrocarburos, el contraste entre lo que debería haber recibido el Estado colom-biano versus lo que efectivamente recibió, una vez aplicadas las exenciones y descuentos, evidencia que, en promedio, entre 2005 y 2011 el país dejó de percibir el 50% de los impuestos de la renta, lo que representa un gasto tributario neto de 37.556 millones de pesos. Por su parte, en lo que se refiere al sector de minería, este mismo cálculo evidencia que el país dejó de percibir el 64%, es decir, un gasto tributario neto de 11.718 millones de pesos.

Como resultado de la anterior situación, Colombia se ubica entre los Estados de la región con menor participación en la renta minera captada. Según cálculos de Rudas y Espitia (2013, p. 169), durante la bonanza de precios de 2007-2011, por cada dólar de valor agregado generado por el sector de minería e hidrocarburos el Estado recibió apenas 16 centavos, solo por encima de Perú (13 ctvs.) y por debajo de otros países de la región, como Chile (22 ctvs.), Argentina (23 ctvs.), Venezuela (34 ctvs.), Bolivia (42 ctvs.), México (77 ctvs.) y Ecuador (89 ctvs.).

Aunque las regalías se conciben como el mecanismo a través del cual las empresas compensan al Estado colombiano por la ex-plotación de recursos no renovables, al observar los ingresos que se reportan por este concepto, es evidente que no alcanzan a cubrir los gastos tributarios en los que incurre el Estado en razón de las exenciones y descuentos que les ofrece a las empresas, particular-mente en lo que al impuesto de la renta se refiere. De nuevo, con base en dichos cálculos, al contrastar las regalías efectivamente percibidas por el Estado con las deducciones en el impuesto a la renta producto de los beneficios tributarios entre los años 2004 y 2011, Rudas y Espitia encuentran, por ejemplo, que en el sector de la minería por cada 100 pesos recibidos por concepto de regalías el Estado les otorgó a las empresas un descuento en el impuesto a la renta de 132 pesos (p. 173).

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2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011

I. nominal 6.603 7.178 9.780 14.915 9.683 10.090 16.519

I. efectivo 4.029 3.985 4.125 6.701 3.031 4.807 10.534

0 2.000 4.000 6.000 8.000

10.000 12.000 14.000 16.000 18.000

mile

s d

e m

illo

nes

Hidrocarburos

2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011

I. nominal 1.007 1.043 4.142 4.888 2.751 2.114 2.313

I. efectivo 540 525 1.461 936 837 968 1.273

0

1.000

2.000

3.000

4.000

5.000

6.000

mile

s d

e m

illo

nes

Minería

Figura 1. Gasto tributario por deducciones y descuentos en impuesto a la renta

Fuente: Elaboración propia, con base en Rudas y Espitia (2013, p. 151).

Dependencia, bonanza de precios y resistencia al cambio

Esta alta flexibilidad del marco regulatorio del sector extractivo en Colombia y la pérdida que le reporta al Estado dejar de percibir una parte significativa de los recursos fiscales potenciales, es más grave todavía si se tiene en cuenta que la definición de estas reglas de juego coincide con el incremento de los precios internacionales, de modo que gran parte del crecimiento económico del país en años recientes ha sido jalonado por una suerte de bonanza circunstancial y no por un aumento efectivo en la producción de minerales e hi-drocarburos. Las cifras al respecto son elocuentes: mientras las tres cuartas partes del crecimiento obedecen al factor precio, apenas un cuarto del mismo se debe al incremento de la actividad extractiva

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en sí misma. Por otra parte, entre 2002 y 2010 el aumento debido a los precios fue de 310%, comparado con un 58% en las cantidades.

Esta situación resulta altamente desfavorable para un país que, como Colombia, ha generado una alta dependencia en lo que se refiere a los ingresos que se derivan del sector. Así lo ratifica la medición de dependencia mineral realizada por el Oxford Policy Management, en el que Colombia se ubica en la posición número 44 entre los 50 países de renta media y baja más dependientes de este tipo de recursos en el mundo. Aunque en una perspectiva comparada la dependencia de Colombia no es tan alta como la de otros países, al observar la evolución temporal de la participación de este sector se percibe un aumento significativo, pues entre 1996 y 2010 se ha presentado un incremento de un poco más de 20%. Dependencia que, de nuevo, en gran medida se ha sustentado en la bonanza de los precios y no en la expansión de los proyectos extractivos.

Tabla 1. Principales países dependientes de minerales

Posi-ción País

PIB per cápita (a precios corrientes

de 2009 en US$)

Dependencia mineral y de hidrocarburos

(%)

Incremento de la

dependencia mineral (%)

1996 2005 2010

1 Angola 5.812 98,8 99,5 99,7 1

2 Irak 3.548 84,9 97,3 99,1 14

3 Argelia 8.172 78,4 98,9 98,4 20

4 Brunei — 91,2 92,9 97,5 6

5 Libia 16.502 93,6 95,9 97 344 Colombia 8.959 40,1 43,9 63,8 24

Fuente: Haglund (2011, pp. 25-26).

Como resultado de esta dependencia, existen serios bloqueos para cambiar el actual marco regulatorio. Aunque estos ajustes resultan fundamentales para encauzar la extracción de recursos naturales en una senda de desarrollo viable para el país, a mediano y largo plazos, hacerlo implicaría incurrir en costos enormes en el corto

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plazo, toda vez que cualquier modificación sustantiva afectaría las posibilidades de continuidad del crecimiento del sector.

En este escenario, el gobierno no tiene la intención de ajustar una política que resuelva el déficit de gobernabilidad del sector. Así se evi-dencia, por ejemplo, en el contenido del Plan Nacional de Desarrollo 2010-2014, en el que se sigue apostando por un aumento de la producción sin alterar las reglas de juego, a pesar de que los diversos conflictos que han generado, en gran parte resultado de fallas institucionales, precisamente se cuentan entre los principales obstáculos por superar.

Estos conflictos se han manifestado en distintos ámbitos: so-ciales, laborales, territoriales, ambientales, intergubernamentales y, por supuesto, en el armado. Dado el interés de este capítulo, en la siguiente sección nos ocupamos de las distintas formas en que la extracción de recursos mineros ha interactuado con el desenlace de la violencia.

Diferentes interacciones entre

conflicto armado y minería

Más allá de las coincidencias y traslapes territoriales, los procesos de extracción de recursos mineros se han vinculado de múltiples y diversas formas con las dinámicas del conflicto armado. Estas relaciones se desenvuelven en el contexto de implementación de la política minera descrito en el apartado anterior, caracterizado, por tanto, por la generación de conflictos y disputas entre actores sociales, empresas e instituciones públicas, y porque privilegia esta actividad económica frente a otros asuntos económicos, ambientales y sociales que también ocurren en los territorios. Tal como lo señalamos al comienzo, durante los últimos 50 años las dinámicas del conflicto armado se han transformado y se han diferenciado, dependiendo de los escenarios regionales y territoriales en los cuales los actores armados desenvuelven su accionar. Por ejemplo, la presencia histórica de las guerrillas en zonas de colonización campesina en la macrorregión suroriental del país difiere del proceso de control territorial que han intentado consolidar en zonas más integradas a las dinámicas del desarrollo económico nacional. La irrupción del paramilitarismo como actor armado, a mediados de la década de 1980, significó el

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surgimiento de múltiples escenarios de disputa, particularmente contra la insurgencia, que implicó también hacerse con el control de los procesos económicos existentes en dichos territorios, incluyendo la extracción de recursos naturales y mineros.

La diferenciación regional también tiene que analizarse a la luz de las transformaciones de la economía política global. Durante la primera década del siglo xxi, el aumento de los precios de las materias primas en los mercados internacionales significó un aliciente para que los grupos armados ilegales que participaban en la economía del narcotráfico diversificaran su actividad y se vincularan a la minería criminal, con «el objeto de obtener recursos para financiar actividades delictivas» (Pardo, 2013, p. 190).

Así, las dinámicas diferenciadas del conflicto armado tienen un correlato en las formas particulares de relacionamiento de los actores armados, ilegales y legales, con los procesos económicos de extracción de recursos mineros. De esta forma, mientras que en un escenario territorial un actor armado ilegal promueve la minería criminal de mediana escala –que a su vez disputa o somete las formas tradicionales o informales de extracción de minerales–, en otros los actores armados ilegales han buscado tener control y acceso a las rentas provenientes de la minería a gran escala, bien sea mediante la extorsión o por vía de la captura del Estado local y regional.

El propósito de este apartado es identificar los elementos que permitan comprender cómo las relaciones entre conflicto armado y extracción minera han variado, dependiendo de los escenarios territoriales en los cuales ambos procesos coinciden. El control territorial, uno de los objetivos que los actores armados legales e ilegales buscan en la confrontación bélica, obliga a controlar no solo los flujos y movimientos de la población, sino también todos los elementos que integran las relaciones socioterritoriales, incluidos los recursos naturales y, entre ellos, los recursos mineros.

Por tanto, la pregunta que se pretende resolver en este punto no es si el conflicto armado se relaciona o no con la extracción de recursos naturales, sino cómo se relaciona y se condiciona, dependiendo del tipo de recurso, de las dinámicas de la economía política global, de los marcos normativos nacionales de distribución y apropiación de

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los recursos naturales, de su ubicación geográfica y territorial y del tipo de actores armados que se disputan el control del territorio.

Lo que queremos ofrecer es una lectura de los contextos territo-riales en los cuales coindicen la explotación de recursos mineros con las dinámicas del conflicto armado y comprender sus diferencias en términos de trayectorias, impactos y dinámicas de apropiación. Para ello, es importante avanzar en una interpretación diferenciada de la realidad, en la cual la causa de la confrontación armada no se limite a la escasez de un recurso natural (Homer-Dixon, 1999) e incluya también los marcos normativos de distribución y dinámicas de la economía política global que están detrás de la demanda y escasez del recurso que se involucra en una disputa territorial específica.

En la interpretación que proponemos buscamos destacar el análisis de por lo menos dos aspectos en cada escenario territorial en el cual el conflicto y la extracción de recursos naturales coinciden: primero, el marco de distribución de recursos que hacen que estos se vuelvan atractivos para ser apropiados por parte de un actor armado específico; y segundo, los contextos territoriales en los cuales estos procesos emergen. Esto es particularmente relevante para el caso colombiano, toda vez que, como se mostrará más adelante, las trayectorias del conflicto armado en cada territorio determinan la interacción entre recursos naturales y actores armados. Otros aspectos relevantes que permiten la diferenciación de los escenarios son los procesos de victi-mización, las transformaciones en la estructura agraria o la aparición de agentes que extraen los recursos mineros, entre otros.

Es importante reconocer que en el desarrollo del conflicto armado colombiano las motivaciones económicas de la guerra con-cursan y se entrelazan con las motivaciones políticas que atienden a problemas estructurales. Esto es mucho más claro en el caso de la insurgencia, que, además de mantener el carácter político de su accionar, ha buscado la captura de rentas que le permitan financiar su actividad armada. Sin embargo, esto no significa que en todos los casos que se observarán a continuación las dinámicas u orígenes políticos de la confrontación armada primen sobre las motivaciones meramente económicas. Como se verá, la relación que se genera entre una y otra dinámica es mucho más compleja.

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Recursos mineros y construcción de paz territorial: ¿una contradicción insalvable?

En este sentido, se debe reconocer que el interés de los actores armados es asegurar el control territorial sobre un espacio que resulta estratégico para el desenvolvimiento de sus procesos políticos y mili-tares. Esto nos permite señalar que, además de los recursos naturales presentes en el territorio, los actores armados buscan controlar po-blaciones, instituciones, vías de comunicación, sistemas políticos y económicos e incluso la reproducción de la cultura. Además, los actores armados ilegales también tienen distintos tipos de confrontación o articulación con los procesos de control territorial adelantados por el Estado y su aparato militar. Estas interacciones también determinan los diferentes procesos que se desenvuelven en los territorios.

Con el propósito de reconstruir una tipología de los escenarios de relacionamiento entre guerra y minería, se identificaron varios criterios, entre ellos, el tipo de mineral, el tipo de actor que desarrolla la extracción o las características geográficas del territorio en el cual se da la relación. En el desarrollo de esta propuesta hemos tenido en cuenta los aportes de Nasi, Leiteritz y Rettberg (2009), donde se identifican tres tipos de relación entre recursos naturales y conflicto armado. Sin embargo, con esta clasificación intentamos hacer un análisis más específico de los recursos mineros y hacemos énfasis en la diferenciación por territorios.

De esta forma, un elemento que permite hacer una diferen-ciación más clara entre los tipos de relacionamiento –que, por tanto, habilita la construcción de respuestas a este problema– es de orden temporal. Así, una alternativa para identificar diferencias en los escenarios territoriales es determinar cuál dinámica se consolidó primero en el territorio: la extracción minera o el conflicto armado, y a partir de ahí caracterizar las formas de relacionamiento entre un proceso y otro, en unos escenarios que varían dependiendo de los otros aspectos ya mencionados arriba. Este ejercicio es ante todo un intento de clasificación y no una elaboración acabada, que puede ser reestructurada, toda vez que se encuentren evidencias que ameriten hacerlo. En la Tabla 2 proponemos una tipología que sigue los cri-terios definidos. En el eje vertical se distingue el tipo de extracción del mineral, dependiendo de la escala; en el eje horizontal se hace referencia al proceso que se consolidó primero en el territorio: la

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extracción o la presencia y control territorial por parte de los actores armados ilegales que actúan en las dinámicas del conflicto armado:

Tabla 2. Escenarios territoriales de interacción entre extracción minera y conflicto armado

Escala de extracción/

Antecedentes territoriales

Conflicto armado antes de la extracción minera

Territorios con extracción minera consolidada

Min

ería

a g

ran

esca

la Escenario 1: Extracción en medio de la guerra- Presuntos pagos de extorsión y de servicios de seguridad a actores armados ilegales.- Pago de seguridad a actores armados legales.

Escenario 2: Guerra en medio de la extracción- Captura de rentas de la extracción a través de la cooptación del aparato estatal local y regional.

Min

ería

a p

eque

ña y

med

iana

esc

ala

Escenario 3: Nuevas fronteras extractivas- Financiación de la guerra: los actores armados ilegales controlan los frentes de extracción desarrollada por agentes privados.- Los actores armados ilegales promueven de forma directa la extracción.

Escenario 4: Extracción en disputa- Los actores armados ilegales intentan captar las rentas de la extracción desarrollada por diferentes actores a través de distintos canales, con un aumento inusual de la extracción.- Los actores armados ilegales promueven de forma directa la extracción.

Fuente: elaboración propia.

Como señalamos, con este esquema intentamos clasificar las relaciones entre conflicto armado y extracción minera utilizando unas variables que van desde la escala de la actividad hasta el tipo de consolidación temporal de las dinámicas del conflicto armado. La diferenciación de la escala de la actividad minera depende de unos criterios técnicos en los cuales se observaba el volumen de la

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cantidad de tierra removida y la cantidad del recurso extraído por unidad minera. Adicionalmente, esta diferenciación distingue entre recursos mineros, como metales y piedras preciosas, carbón, mate-riales de construcción y otros. Estos criterios fueron fijados por el gobierno nacional mediante el Decreto 2655 de 1988, que fue dejado sin efectos por la expedición de la Ley 685 de 2001 (Pardo, 2013). La diferenciación de qué proceso se consolidó primero en el tiempo se realizó a partir de la revisión de la bibliografía existente sobre cada una de las zonas que se incluye en la tipología, así como de las bases de datos de Derechos Humanos y Violencia Política, y Actores y Dinámicas del Conflicto Armado, del Centro de Investigación y Educación Popular/Programa por la Paz (cinep/ppp).

Cada una de las clasificaciones se corresponde con uno o varios escenarios territoriales concretos que se van a analizar a continuación, no sin antes hacer dos claridades. La primera es que existen «zonas grises» entre una tipología y otra, en las cuales no se puede deter-minar con precisión qué proceso ocurrió primero en el territorio o los casos en los cuales el conflicto armado de extracción minera ocurrió de manera concomitante. En segundo lugar, hay escenarios territoriales que no se logra clasificar en ninguna de estas categorías y que, por tanto, requieren de otro tipo de análisis y marcos de interpretación, como los propuestos por Nasi, Leiteritz, y Rettberg (2009). A continuación vamos a explicar las características de cada uno de los territorios donde se identifican escenarios diferenciados.

Escenario 1: extracción en medio de la guerra

Caracteriza a aquellas regiones en las cuales hubo dinámicas del conflicto armado antes de la instalación de la minería a gran escala. Hay dos elementos clave en este escenario: el primero está relacionado con los marcos de distribución y apropiación de los re-cursos, ya que se enmarcan en contratos de concesión a largo plazo firmados entre el Estado y empresas multinacionales; el segundo es el papel que juegan los actores armados ilegales, ya que estos no aparecen como gestores de la extracción, sino que intentan asegu-rarse el control del proceso extractivo, como lo han hecho con otros procesos económicos que han operado en estos territorios.

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De esta forma, lo que explica la existencia de los actores armados legales e ilegales en el territorio no es la presencia o la abundancia de determinado recurso extraíble, sino que la extracción de recursos naturales aparece como una oportunidad para controlar un territorio y sus componentes, en el propósito de aumentar la capacidad ope-rativa en la confrontación. Prueba de ello es que, antes que intentar controlar los procesos económicos extractivos, los actores armados ilegales buscaron ejercer control sobre otros procesos económicos presentes en el territorio. Ejemplos: al sur de La Guajira intentaron ejercer control sobre la bonanza marimbera y en el centro del Cesar lo hicieron sobre la agroindustria y la ganadería. De esta forma, el Escenario 1 permite comprender las dinámicas de relacionamiento entre el conflicto armado y extracción de carbón a cielo abierto en el Caribe continental colombiano, específicamente en estas dos subregiones que ya han sido identificadas.

En estos territorios, la confrontación armada y el control te-rritorial que se disputaban los actores armados preceden el inicio y consolidación de las actividades extractivas. Los corredores fronte-rizos del centro del Cesar y el sur de La Guajira hacia la serranía del Perijá, y su cercanía con el mar Caribe, eran escenarios territoriales prioritarios para el control por los actores armados ilegales, particu-larmente por las guerrillas de las FARC-EP y el ELN. De igual forma, varios procesos económicos ilegales, incluida la bonanza marimbera, estuvieron vinculados al interés por asegurarse el dominio territorial. Incluso, las primeras acciones del paramilitarismo ocurrieron antes de la instalación de las minas de carbón a cielo abierto (Coronado et al., 2014). Por tanto, aquí la relación no es causal, sino dialéctica. El proceso de control territorial de los actores armados incluyó un nuevo objetivo: asegurarse parte del control de las rentas derivadas de la extracción minera. Las rentas de esta actividad resultaron mucho más atractivas que las que podían generar a partir del control de otros procesos económicos.

Ahora, esto no ocurre de forma igual en ambos contextos territoriales. Mientras que en el centro del Cesar los actores ar-mados ilegales, particularmente los grupos paramilitares, buscaron controlar los territorios mediante el desplazamiento forzado y

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la concentración/acaparamiento de tierras, al sur de La Guajira la dinámica parece más vinculada con el control de la población por medio del confinamiento y el acaparamiento de tierras y agua. A pesar de que el tipo de recurso y la modalidad de extracción influyen en el relacionamiento entre minería y actores armados ilegales que participan en las dinámicas del conflicto armado, los procesos de victimización que enfrentan las comunidades locales no son los mismos en todos los casos.

En este punto es importante reconocer cómo la guerra y el desplazamiento forzado no se generaron de forma exclusiva para facilitar los procesos extractivos, sino que estos quedaron inmersos en un nuevo contexto, en el cual se reeditaba una antigua disputa territorial. El punto de inflexión en el relacionamiento entre ex-tracción minera a gran escala y dinámicas del conflicto armado no está determinado por la causalidad, sino por el aprovechamiento.

Un aspecto relevante de esta relación dialéctica es que una ac-tividad extractiva que requiere de la apropiación masiva de tierras para su expansión –como pasa con la minería de carbón a gran escala– termina aprovechando una situación generada por el conflicto armado, como el desplazamiento y el despojo de tierras, perpetrados principalmente por los grupos paramilitares. Un caso que ilustra dicha situación es el de las comunidades campesinas de El Prado y Mechoacán, en el centro del Cesar, desplazadas por grupos parami-litares, cuyo despojo se perfeccionó posteriormente por medio de procedimientos ilícitos. Después de varias transacciones comerciales sobre las tierras, estas quedaron en manos de las empresas mineras (Verdad Abierta, 2010). De la anterior situación no se puede afirmar que el desplazamiento estuviera relacionado exclusivamente con la expansión de las empresas mineras, pero sí se puede concluir que estas empresas terminaron favorecidas por un contexto generalizado de violencia en el cual las comunidades campesinas son victimizadas.

En este tipo de escenario, las empresas mineras y los actores armados legales también generaron interacciones orientadas a la protección de sus intereses. Por ejemplo, se han divulgado reportes sobre cómo el Ministerio de Defensa ha recibido recursos de parte de las compañías mineras para garantizar la seguridad y la protección

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de sus instalaciones2; y, en contraprestación, un porcentaje signifi-cativo del 11% de los efectivos del pie de fuerza oficial está destinado a la protección de la infraestructura minera y petrolera del país (Revista Semana, 2011). Además, en este escenario también aparecen los pagos por extorsión realizados por las empresas a las guerrillas, por permitir la extracción en un territorio controlado por estas3.

En este contexto, la actividad extractiva también puede catalizar la vulneración de derechos humanos en estas zonas. Las denuncias que se producían al respecto en el contexto del conflicto armado ahora confluyen con las vinculadas a los impactos sociales y ambientales de la actividad extractiva y a los conflictos laborales que en esta se configuran. Las personas que denuncian la vulneración de los de-rechos humanos causada por la extracción lícita de recursos naturales

2 «En enero de 2014, el senador Cepeda reveló información entregada por la Contraloría General, según la cual, el Ministerio de Defensa suscribió 103 contratos entre enero de 2010 y octubre de 2013, por un monto total de 45.729.809.600, para que el Ejército les brinde protección especial a las empresas mineras más grandes que explotan los recursos del país. Entre estas se encuentran las trasnacionales Drummond Ltd. (por $3.982 millones), Anglogold Ashanti Colombia S.A. (por $3.714 millones), CCX Colombia S.A –Antes MPX– (por $3.220 millones) y otras empresas del sector como: Carbones del Cerrejón Limited (por $12.471 millones) y Cerro Matoso S.A. (por $1.053 millones)». Oficina de Prensa Senador Iván Cepeda. «Senador Iván Cepeda exige a Mindefensa rendición de cuentas sobre convenios para la prestación de seguridad a mineras». Colectivo de Abogados Jorge Alvear, 1 de diciembre de 2015. En línea: http://www.colectivodeabogados.org/noticias/noticias-nacionales/article/senador-cepeda-exige-a-mindefensa.

3 A mediados de 2015, la Revista Semana divulgó una investigación de la Fiscalía General en la cual se identifica la presunta responsabilidad de empresas de infraestructura petrolera en el pago de extorsiones tanto a la guerrilla de las FARC como al ELN por permitir la construcción de una importante obra de infraestructura. Dentro de los pagos que Sicim habría hecho a la subversión –que están siendo investigados por la Fiscalía– estaría, entre otros, uno por 6 millones de dólares repartido así: tres para el ELN y un monto similar para las Farc. Semana. «La petrolera que negociaba con el ELN». Nación, 1 de diciembre de 2015. En línea: http://www.semana.com/nacion/articulo/la-petrolera-que-negociaba-con-el-eln/416475-3

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enfrentan situaciones de riesgo y amenazas de los grupos armados ilegales que operan en el territorio en el cual se realiza la extracción.

Finalmente, vale la pena insistir en una característica de este escenario: los marcos de apropiación de los recursos naturales están consolidados. Para el caso de las dos subregiones mencionadas, las empresas han logrado asegurar los títulos mineros y las concesiones que les permiten extraer el carbón, y pareciera que no se disputa cómo estos títulos fueron adjudicados o sobre su legalidad. Los tí-tulos mineros están otorgados con una perspectiva de largo plazo, lo que brinda cierta estabilidad jurídica a las empresas. En el centro del Cesar, en los cuatro municipios donde se concentra la extracción minera hay títulos mineros concedidos por el Estado sobre un área que supera las 200.000 hectáreas, en tanto que al sur de La Guajira la extensión de los derechos de concesión supera las 120.000, con contratos de concesión por 30 años.

Escenario 2: guerra en medio de la extracción

Esta última característica no es exclusiva del Escenario 1, ya que en el escenario 2 también es posible encontrar marcos con-solidados de apropiación y distribución de recursos mineros. Aquí incluimos aquellos contextos territoriales en los cuales la extracción minera precedió la instalación y control territorial por parte de los actores armados ilegales. El escenario que ejemplifica mejor esta tipología es el del sur del departamento de Córdoba, en el cual existe una empresa que extrae ferroníquel desde mediados de la década de 1970, con una amplia concesión para continuar explotando las minas durante largo tiempo. En el año 2012 se firmó una prórroga de la concesión que le otorga derechos de extracción hasta el año 2029, con opción de prórroga contractual hasta 2044.

La extracción de ferroníquel en el municipio de Montelíbano se remonta a finales de la década de 1970, cuando el gobierno de Julio César Turbay Ayala otorgó la concesión a dos empresas para la ex-plotación de este mineral, en tanto que el proyecto paramilitar que se consolidó en el departamento –que recogía no solo una expresión armada, sino todo un modelo de ordenamiento regional– inicia en la década de 1980. Dicho proceso político permitió la confluencia

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de distintos actores regionales: narcotraficantes, jefes políticos regionales, ganaderos y militares, en la cual se eliminó a quienes no participaron de este proyecto y se promovió un orden regional sustentado en la figura de la hacienda ganadera (Aponte, 2015).

De tal forma, el actor armado ilegal que logró consolidar su dominio territorial en la región donde se extrae el recurso mineral a gran escala no tuvo que disputar espacios o poderes con un proyecto extractivo que ya estuviera suficientemente consolidado. Así, en este Escenario 2 no se logra identificar una relación de causalidad, sino de connivencia entre las dinámicas del conflicto armado y la extracción minera. En términos generales, se puede afirmar que el propósito del paramilitarismo, como actor armado ilegal dominante, fue capturar las rentas que genera esta actividad económica en los territorios de extracción; sin embargo, la mejor forma de hacerlo no parece ser mediante extorsión, sino garantizando el control del aparato estatal local, que recibe en buena medida las rentas derivadas de este proceso extractivo. Dependiendo del contexto regional, los actores armados pueden preferir otras fuentes de financiación, como el narcotráfico. Esta situación parece ser la que explica de mejor forma los escenarios de relación entre los grupos armados ilegales, particularmente los paramilitares, y la mina de ferroníquel de Cerro Matoso en el municipio de Montelíbano, Córdoba (Bernal, 2009).

Un elemento adicional que debe tenerse en cuenta es la coinci-dencia territorial entre procesos extractivos y violación sistemática de los derechos humanos. En el departamento de Córdoba, los municipios en los cuales se realiza la extracción de ferroníquel se encuentran en la categoría de municipios críticos, es decir, aquellos donde ocurrieron con mayor frecuencia las diferentes modalidades de violencia contra la población civil (Anaya y Coronado, 2014). De forma tal que en este escenario la extracción de recursos naturales catalizó la violación de derechos humanos.

Esta situación de violación de los derechos humanos obliga a hacer una revisión más amplia de los procesos regionales de apro-piación de la naturaleza, toda vez que estos se pueden vincular con dichas dinámicas. En el sur de Córdoba se hace necesario reconocer las trayectorias del conflicto armado vinculadas particularmente a

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la construcción de la represa hidroeléctrica de Urrá (García, 2014), que configuran una constelación regional en la cual se superponen territorialidades y se complementan procesos de apropiación de la naturaleza (Ulloa, 2014).

Adicionalmente, en estos contextos territoriales se dan otros casos de vulneración de los derechos humanos en relación con la ex-tracción minera que están más relacionados con los daños e impactos en la garantía y el ejercicio de derechos ambientales y territoriales de comunidades indígenas y campesinas aledañas.

La diferencia sustancial entre el Escenario 1 y el Escenario 2 está en la competencia de actores armados ilegales y las actividades extractivas por su presencia en el territorio. En el primer escenario, es mucho más clara la tensión, toda vez que una actividad extractiva se desenvuelve en un territorio controlado por los actores armados y la respuesta de estos va desde la extorsión a las empresas hasta los ataques a la infraestructura. En el escenario 2 la relación pareciera ser más orientada a la captura de rentas de la actividad, a través de la cooptación de los mecanismos que el orden jurídico establece para que el Estado se apropie de dichos recursos. Un factor a tener en cuenta es que la acción desarrollada por la insurgencia se diferencia de aquella ejercida por los grupos paramilitares. Dicha diferenciación nos traslada a otros escenarios en los cuales la escala de la extracción disminuye, básicamente porque no la realizan grandes empresas, sino una amplia gama de mineros particulares.

Escenario 3: nuevas fronteras extractivas

En este escenario se incluyen particularmente aquellas zonas en las cuales existe un control territorial consolidado de alguno de los actores armados ilegales y, por esta vía, se controla toda la extracción de recursos naturales que pueda ofrecer determinado territorio. En estos territorios se pueden incluir aquellos que guardan reservas de minerales apetecidos por la industria tecnológica, como la columbita-tantalita –solución sólida comúnmente conocida como coltán– el tugsteno, el estaño y el oro. Dichos recursos se encuentran en zonas donde no se ha realizado una extracción sostenida de recursos minerales.

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A pesar de no contar con una información científica coherente y sistemática que permita identificar las características de las reservas de coltán en la región amazónica del país, la configuración de un discurso oficial sobre su explotación y la aparición de agentes pri-vados interesados en controlarla situaron a este recurso en el mapa geopolítico del país (López V., 2014). Adicionalmente, una serie de reportajes periodísticos han señalado cómo el proceso de extracción del coltán en las áreas protegidas y en los resguardos indígenas del departamento de Guainía es controlado por las FARC-EP. La Silla Vacía documentó cómo la extracción de tierras negras en el Parque Nacional Natural Puinawai era controlada por este actor armado, al cobrar una vacuna por cada tonelada de material extraído de su área de influencia (García, 2012). Recientemente, en un reportaje del diario El Tiempo (2015) en el que se denunciaba los impactos ambientales de dicha explotación en las áreas protegidas del departamento del Guainía, se aseguró que el control de este proceso extractivo deja a las FARC cerca de $20.000 millones de pesos al mes.

Los vínculos entre los grupos armados ilegales y la explotación de recursos en estos «nuevos territorios de extracción» se han manifestado principalmente en términos de financiación de la guerra. El caso de la extracción de coltán en territorios de retaguardia de las FARC-EP, en las selvas amazónicas, ha sido comparado con el de la extracción de minerales realizada por grupos armados en el continente africano, particularmente en la República Democrática del Congo. Karel de Gutch, comisario de comercio de la Unión Europea, ha indicado que el caso colombiano es uno de los focos de atención para solucionar los eventuales vínculos de la cadena de suministro de materias primas con la financiación de conflictos armados en países exportadores (Banchón, 2013).

La economía política de la extracción de dicho recurso tiene un carácter global y los territorios de extracción son reproducidos a partir de las expectativas generadas en las múltiples escalas (López V., 2014). Además de la participación de los grupos armados en la extracción, se deben revisar los modelos de ordenamiento territorial en los cuales la extracción de recursos naturales se hace posible. Es importante resaltar que, al igual que en los anteriores escenarios,

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la formulación de la propuesta de ordenamiento territorial ha sido errática y no ayuda a evitar los conflictos asociados a la actividad extractiva, que pueden escalar a escenarios violentos. La recons-trucción de modelos múltiples de ordenamiento territorial es uno de los mayores desafíos del escenario del posacuerdo.

Escenario 4: extracción en disputa

El escenario 4 está relacionado con regiones en las cuales existían dinámicas de extracción a pequeña o mediana escala antes del incremento de las operaciones armadas. En estos territorios, los actores armados buscaron asegurar el control de los recursos y la población. Allí también son evidentes los vínculos entre extracción minera y conflicto armado, con victimización, desplazamiento forzado y acaparamiento de tierras. Una hipótesis que se puede formular en relación con el escenario 4 es que el incremento en la demanda de minerales metálicos, particularmente de oro, plata y platino, presionó la producción en zonas tradicionales de extracción de dichos recursos –Chocó biogeográfico, valles interandinos del norte del departamento del Cauca, Magdalena Medio– y generó un incremento en la extracción protagonizada o controlada por actores armados ilegales. Dicha presión fue el detonante del incremento de las acciones armadas y el elemento crucial que explica la interacción entre minería y conflicto en aquellas regiones. En estos escenarios, la disputa por el control de los territorios que protagonizan los actores armados también se traslada a una disputa por el control sobre los recursos naturales, particularmente sobre los mineros.

En dichas áreas, la extracción minera de barequeo, tradicional o informal, siguiendo la clasificación propuesta por Pardo (2013), venía siendo realizada principalmente por los pobladores de estas mismas zonas. El incremento en la demanda de los minerales generó también un incremento de la extracción, realizada ahora no por los propios pobladores de la zona, sino por actores externos o por actores armados. Se configuró así un aumento tanto de la minería ilegal como de la minería criminal, entendida como la extracción de minerales para la financiación de actividades delictivas. La his-toria de poblamiento de estos territorios ha estado vinculada a la

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extracción de los recursos mineros, principalmente de oro, que se realizó desde la época colonial, es decir, que los procesos extrac-tivos que allí ocurren tienen este tipo de antecedentes (Caro, 2014). Sin embargo, la intensificación en la última fase del extractivismo aumentó el interés de los actores armados por captar las rentas de toda la extracción.

Los antecedentes coloniales de la extracción se intensifican en un periodo reciente breve. Por ejemplo, en el Chocó la extracción de oro incrementó a inicios de la década de 2000 y subió significativa-mente en cinco años. Es importante reconocer que la gran mayoría de la extracción de oro en el departamento la realizan agentes que van desde la minería tradicional vinculada a procesos de perma-nencia en el territorio (Quinto, 2011) hasta consorcios vinculados a la minería criminal.

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Figura 2. Extracción de oro en el departamento del Chocó

Fuente: elaboración propia con base en datos de Minercol (2001-2003), Ingeominas (2004-2011), Servicio Geológico Colombiano (2012 en adelante). Nota: Datos de 2013 actualizados al primer trimestre.

Esta situación también trajo presiones sobre territorios vecinos en los cuales no se realizaba ninguna extracción de minerales metálicos, pero sobre los cuales había una oferta disponible. Por ejemplo, en el norte del Cauca, en muchos territorios de comunidades indígenas que no realizaban minería, se comenzó a incrementar la presencia de consorcios mineros y de maquinarias que realizan minería ilegal o criminal (Almendras y Anaya, 2012).

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De igual forma, las grandes empresas también hacen presencia en estos territorios en disputa. En áreas donde las comunidades locales se enfrentan a todos los actores externos para defender sus derechos territoriales y al autogobierno de sus territorios, se hacen presentes todo tipo de inversionistas mineros (algunos de ellos vinculados a los actores armados ilegales) y también compañías mineras nacionales y extranjeras, que ya han avanzado en la solicitud de títulos mineros o incluso ya cuentan con estos.

La presencia de múltiples actores hace mucho más compleja la identificación de los vínculos entre minería y conflicto armado en este escenario. Por un lado, el incremento de la demanda de extracción presiona los territorios habitados por las comunidades que despliegan sus propias estrategias de exigibilidad de derechos territoriales, inde-pendientemente de que realicen o no actividades de minería tradicional o informal. El riesgo es que, en un contexto de conflicto armado y presencia de actores armados ilegales, la minería informal pueda transitar fácilmente hacia minería criminal, en la medida que estos controlan y se benefician de la extracción minera, aprovechándola como una estrategia más en procura del control territorial.

Además, las relaciones entre los que participan en la extracción minera son altamente complejas. Una investigación en la que se hizo un ejercicio comparativo de la evolución de la extracción minera en dos municipios con altos índices de desplazamiento forzado y victi-mización de la población civil, en el contexto del conflicto armado, demostró que en tales contextos: las empresas extractivas transna-cionales cooptan las cooperativas mineras locales para asegurar procesos extractivos sin conflictos; las comunidades se organizan para defender su actividad y resisten a las transnacionales; los grupos al margen de la ley ingresan o apoyan el ingreso de maquinaria a los lugares, con o sin la venia de los pobladores locales; y las auto-ridades públicas se debaten entre promover la minería, incluso con capital propio, o apoyar a la gente en sus resistencias, entre muchas otras situaciones (López, 2014). Con el aumento de demanda de materias primas, muchas comunidades locales han terminado in-volucradas en estos procesos extractivos, bien sea vinculadas a estas

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complejas constelaciones de actores –que incluyen también actores armados ilegales–, como ha ocurrido con los mineros indígenas del departamento del Cauca (Caro, 2014). En estos escenarios se hace ur-gente y necesario generar alternativas de permanencia en el territorio y de construcción de paz. De igual forma, es urgente diferenciar la extracción minera directa por los actores armados ilegales de aquella realizada por pobladores locales.

Además, vale la pena señalar que en todos los escenarios te-rritoriales es muy frecuente encontrar procesos de victimización y criminalización de líderes sociales, defensores de derechos humanos, que pueden caracterizarse también como defensores ambientales y del derecho a la tierra. Estos sufren las consecuencias de las relaciones entre conflicto armado y actividades extractivas, ya que enfrentan la presencia de todos los actores con intereses económicos de extracción de los recursos e intereses militares en el control de los territorios, incluidos los procesos económicos que allí ocurren. De los 116 casos de defensores ambientales asesinados en el año 2014 documentados por la ONG británica Global Witness (2015), 25 estaban relacionados con conflictos vinculados a la presencia de actividades de minería o extracción de recursos naturales en sus territorios. Además, del mismo número global, Colombia reporta un deshonroso segundo lugar, con 25 casos de defensores ambientales asesinados. Sin lugar a dudas las alternativas para dichos escenarios están relacionadas con la gestión de estos riesgos y la disminución de las presiones sobre los territorios.

Para concluir con este apartado, sugerimos tener en cuenta por lo menos dos elementos adicionales. El primero de ellos es que los escenarios territoriales descritos pueden traslaparse en contextos regionales más amplios. Por ejemplo, en el sur de Córdoba, esce-nario territorial caracterizado por la extracción a gran escala de ferroníquel, han emergido explotaciones a mediana y pequeña escala de otros recursos mineros, en un contexto de disputa territorial de grupos neoparamilitares –también denominados Grupos Armados Pos-Desmovilización (gapd), o bandas criminales (bacrim)–. Esta situación hace mucho más complejo el análisis de las relaciones entre extracción de recursos naturales y dinámicas del conflicto armado,

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razón por la cual el tratamiento de esta diferenciación de escenarios y actores adquiere más relevancia.

El segundo elemento es que existen escenarios territoriales que escapan a la tipología propuesta en los cuales la interacción pareciera no estar determinada por una lógica temporal. En estos contextos, los agentes privados que desarrollan la extracción de un recurso minero se transforman en un actor armado ilegal para asegurar el control de su proceso extractivo en una amplia cantidad de etapas de la cadena de suministro. Es el caso de la extracción de esmeraldas en el occidente del departamento de Boyacá. Sin embargo, un análisis más profundo resulta inviable, debido a la ausencia de estudios recientes sobre la evolución de las dinámicas de la confrontación armada en relación con la extracción de este mineral. Al respecto de la «guerra esmeraldera», Gutiérrez Sanín y Barón (2008) resaltaron la impor-tancia de los acuerdos regionales para estimular la desaceleración de la confrontación armada y los efectos de la misma, cuando ella está vinculada al control y comercialización de un recurso natural con altos costos de intermediación. De igual forma, Nasi, Leiteritz y Rettberg (2009, p. 2) señalaron que este ejemplo podía considerarse como inscrito en una relación de aislamiento.

En buena medida, en este caso, los vínculos de la confrontación armada con la extracción minera están determinados por la capa-cidad de acción y negociación de los actores que se enfrentan por generar el control sobre el recurso. Sin embargo, la argumentación aquí requiere de mayores evidencias para sustentar su validez. De esta forma, la inclusión del último escenario solo se realiza con pro-pósitos ilustrativos debido a que su desconocimiento genera mayores interrogantes que alternativas. A continuación vamos a abordar las implicaciones de la diferenciación de los escenarios para su abordaje en una futura fase de posconflicto.

Recursos mineros y construcción de paz:

alternativas de abordaje en el posconflicto

La caracterización de los cuatro escenarios de interrelación entre conflicto armado y minería también resulta útil porque da luces sobre cómo abordar estos problemas en un eventual posacuerdo. Para ello

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se deben identificar cómo se pueden vincular los elementos aquí identificados con los contenidos de los acuerdos parciales suscritos entre el gobierno y las FARC-EP en las negociaciones de paz que están desarrollándose en La Habana, no sin antes reconocer que en la interacción del conflicto armado y los procesos extractivos se involucra no solo este actor armado ilegal, sino todos los actores del conflicto armado, incluyendo, como se mencionó arriba, a las Fuerzas Armadas del Estado colombiano.

En primer lugar, es importante resaltar que, en este proceso de negociación, a diferencia de sus antecesores4, la cuestión agraria es uno de los pilares sobre los cuales se construyó la agenda de negociación. La inclusión de la cuestión agraria tiene implicaciones directas en términos de la conflictividad socioambiental, en primer lugar porque los territorios de implementación de las políticas y programas que se deriven del primer punto de la agenda de negociación son también aquellos en los cuales se han generado fuertes disputas ambientales, protagonizadas por sectores populares que han evolucionado en sus reivindicaciones hacia una propuesta de defensa del territorio.

Por tanto, la implementación de los acuerdos no está desvinculada del contexto político y social en el cual se desarrolla el proceso de negociación. Los conflictos agrarios y socioambientales han tomado lugar en las deliberaciones de las partes, en buena medida porque las luchas sociales por estos temas han copado la agenda política de exigibilidad de derechos de las organizaciones sociales y se han incre-mentado de forma sostenida durante la última década (cinep, 2012)

En los acuerdos parciales de La Habana hay dos temas que me-recen ser analizados a la luz de los elementos descritos del panorama nacional, en la medida que se traslapan con territorios y trayectorias concretas: 1) la producción agroalimentaria y los modelos de orde-

4 Esto marca una diferencia con procesos previos, particularmente con aquel que derivó en el constituyente de inicios de la década de 1990, ya que estos estuvieron dedicados de una forma más directa a atender el problema de la participación y la representación política y las garantías para el ejercicio de la oposición y a la reducción de la desigualdad económica y social (Bermúdez, 2011).

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namiento territorial y 2) los procesos de participación ciudadana y las garantías para el ejercicio de la oposición política.

El acuerdo parcial denominado «Hacia un nuevo campo co-lombiano: reforma rural integral» busca promover importantes transformaciones en el escenario rural colombiano. Dos aspectos resultan problemáticos en relación con las actividades extractivas. El primero de ellos remite a un propósito estructural que se incluye en el texto del acuerdo y consiste en promover y proteger la producción de alimentos a través de programas de acceso a la tierra y formalización de los derechos de propiedad. Este aspecto resulta problemático, en el estado actual del ordenamiento territorial que enfrenta el país en relación con las actividades extractivas, pues más de ocho millones de hectáreas del territorio nacional tienen derechos de concesión para la extracción minera. Esto supone un desafío en términos de ordenamiento territorial, ya que se puede configurar un escenario de competencia por suelos y agua entre la extracción minera y la producción agroalimentaria. En varios contextos territoriales, tanto micro (veredas) como macro (departamentos), el incremento de las actividades extractivas ha ido acompañado de una disminución de la producción de alimentos. Ello supone que, si la prioridad de un terri-torio es la producción de alimentos, otras actividades económicas que compitan con este fin deben ser suspendidas o por lo menos aplazadas.

Un elemento adicional ha de tenerse en cuenta en relación con este acuerdo parcial. Uno de los propósitos que este persigue es la superación de la pobreza rural, mediante la implementación de un ambicioso programa de desarrollo social que requiere garantizar derechos sociales como la educación, la salud y la vivienda, entre otros. La realidad actual en la cual se refleja este futuro plan es que aquellos municipios donde se extraen recursos mineros son precisamente los mismos con los indicadores de pobreza rural más bajos (Rudas y Espitia, 2013). Lo cual conlleva necesariamente una paradoja: por definición, los municipios mineros son aquellos en los cuales los programas de desarrollo social rural contemplados en los acuerdos de paz resultan más urgentes, pero las posibilidades de que estos vayan acompasados con programas de fortalecimiento de la economía campesina y la producción agroalimentaria se ven

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reducidas, en la medida en que en la mayoría de ellos la extracción minera es la actividad económica que determina las prioridades de ordenamiento territorial. Por tanto, el éxito del posacuerdo en estos territorios dependerá también de medidas complementarias que busquen la promoción de la economía agroalimentaria y los sistemas de producción campesinos, cuando estos entren en colisión con la extracción minera en territorios concretos. Sobre esto volveremos en el último apartado.

La fase del posconflicto también se traduce en altas expectativas de aumento de la participación ciudadana y de fortalecimiento de garantías para el ejercicio de la oposición política. Uno de los propó-sitos de las medidas contenidas en el acuerdo parcial «Participación política: apertura democrática para construir la paz» es aumentar la efectividad de la participación política que desarrollan las organi-zaciones sociales para que estas puedan influir en la gestión pública y vigilarla. Esta propuesta encarna problemas fundamentales de cara a políticas nacionales como las relacionadas con la extracción de recursos naturales. El primer problema es el grado de descen-tralización y autonomía. El gobierno nacional ha sido enfático en señalar que la política minera es resorte de su jurisdicción y que en este sentido las autoridades locales no pueden establecer medidas de política pública que obstaculicen el ejercicio de la política por parte de las autoridades nacionales. Sobre este particular, la Corte Constitucional ha señalado que, si bien la política minera es del orden nacional, sus efectos e impactos son soportados por las regiones y territorios de extracción y que, por tanto, aunque las autoridades locales no pueden establecer territorios excluidos de la extracción minera, es deber de las autoridades nacionales «dar la oportunidad de participar activa y eficazmente a las entidades municipales o distritales involucradas en dicho proceso, mediante acuerdos sobre la protección de cuencas hídricas y la salubridad de la población, así como, (sic) del desarrollo económico, social y cultural de sus comunidades»5, en armonía con los principios de descentralización y autonomía territorial. En un escenario posacuerdo de transición

5 Corte Constitucional, Sentencia C-123 de 2014. M.P. Alberto Rojas Ríos.

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podría buscarse que unos principios tengan más peso que otros, sobre todo para saldar deudas históricas en participación política. Así, podría buscarse que la participación ciudadana y de las orga-nizaciones sociales puedan influenciar con mayor contundencia la implementación de una política nacional, como la minera, en un territorio determinado, en el marco de una medida transicional.

Finalmente, el acuerdo parcial también señala la importancia de contemplar medidas de protección del ejercicio de la oposición política, lugar en el cual se encuentran activistas ambientales y defensores de derechos humanos que cuestionan los impactos y el incremento de las actividades extractivas en territorios concretos. El desafío en este punto es extender las garantías a este tipo de líderes para proteger así su legítima acción política.

A continuación vamos a presentar con mayor detalle algunas transformaciones que deben darse en la política pública y el modelo de gobernabilidad del sector minero en Colombia, con el propósito de bloquear los vínculos entre extracción de recursos mineros y las dinámicas del conflicto armado. Para ello tendremos en cuenta la descripción del marco actual de la política minera, la clasificación de los escenarios de relacionamiento entre conflicto armado y ex-tracción de recursos mineros y los retos que suponen los acuerdos parciales contenidos en los borradores ya referenciados.

A modo de conclusión: implicaciones

de política pública en el posconflicto

Tal como se ha señalado, uno de los resultados esperados de la firma de los acuerdos de paz es la generación de un aparato ins-titucional que facilite la participación ciudadana e incremente la deliberación y la decisión democrática de las políticas públicas. La revisión de los textos parciales que han surgido de la mesa de La Habana puede interpretarse en dicho sentido. Dentro de los contenidos de los acuerdos hay una tendencia a la profundización democrática: se busca una mayor participación ciudadana y un incremento de la representación política de sectores tradicionalmente excluidos. Esto puede significar aumentar la capacidad de toma de decisiones de gobiernos locales sobre asuntos como el ordenamiento territorial.

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Precisamente, el primer elemento que debe ser abordado en todos los escenarios de interacción entre la minería y el conflicto armado es el ordenamiento territorial. Atender los conflictos derivados de la extracción minera y los vínculos diferenciados que estos generan con la guerra pasa necesariamente por decisiones de reformulación de modelos y políticas de ordenamiento territorial.

En primer lugar, una medida urgente es enfrentar y revertir los efectos de la política minera y «la piñata de los títulos mineros». El otorgamiento indiscriminado de derechos de concesión, que experimentó un crecimiento sostenido a partir del año 2000, fa-cilitó la interacción entre actores armados legales e ilegales con los diferentes agentes que desarrollan actividades extractivas. El cre-cimiento indiscriminado del área concedida no solo fue una señal para aumentar los intereses de mineros ilegales y criminales sobre espacios concedidos a las empresas, sino que también generó una gran cantidad de luchas sociales y de confrontaciones que pusieron en riesgo a los defensores ambientales y del derecho a la tierra. La marcha de las mujeres afrodescendientes del norte del Cauca por el cuidado de la vida y los territorios ancestrales6, a finales del año 2014, es tal vez uno de los procesos emblemáticos de las múltiples interacciones que se configuraron entre política minera, minería de hecho, conflicto armado y riesgo para los actores sociales.

En segundo lugar, y vinculado a lo anterior, se requiere disminuir la tensión que genera la extracción minera en aquellos territorios donde ya se ha instalado o se pretende instalar. Una de las causas de conflictividad a propósito de esta actividad es su declaración de

6 La movilización de mujeres afrodescendientes por el cuidado de la vida y de los territorios ancestrales es protagonizada por las mujeres de los consejos comunitarios de los municipios del norte del departamento del Cauca, quienes marcharon desde Suárez, Cauca, hasta la ciudad de Bogotá, para denunciar el incremento de la minería ilegal y la titulación minera a favor de empresas y particulares sobre sus territorios ancestrales. Las demandas de las mujeres van desde la protección y reconocimiento de sus derechos territoriales hasta la reparación por los daños ambientales sufridos en sus territorios y medios de vida. En la actualidad, las voceras de la movilización sostienen una mesa de negociación con el gobierno nacional, que no ha estado exenta de todo tipo de tensiones.

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«utilidad pública e interés social» que, en términos de la legislación vigente, implica que es prioritaria y puede desplazar a otras actividades económicas. Con el propósito de disminuir la conflictividad social vinculada a esta actividad resulta urgente considerarla tan impor-tante como otras actividades económicas, que incluso pueden tener impactos sociales y ambientales menos agresivos que la minería. En un fallo reciente, la Corte Constitucional se declaró inhibida frente a una demanda de constitucionalidad presentada por unos ciudadanos sobre este particular; sin embargo, esto no cierra el debate.

Teniendo en cuenta estas dos medidas de carácter nacional, es necesario revisar disposiciones idóneas para evitar que la minería se convierta en un factor que contribuya al escalamiento del conflicto en aquellas regiones en las cuales serán implementados los contenidos de los acuerdos de paz.

En términos generales, varios expertos coinciden en que la actividad minera no debe realizarse en aquellas zonas con conflicto armado (Goodland, 2012). Si bien las medidas preventivas son más apropiadas que las correctivas, estas no son posibles en el Escenario 1, de extracción en medio de la guerra, toda vez que es una realidad la presencia de las empresas y sus minas, y su continuidad no parece estar en discusión. Por tanto, las medidas vinculadas al posacuerdo deberían tratar de regular y orientar las actividades mineras para: 1) asegurar el sometimiento de las empresas extractivas al Estado de derecho; 2) evitar que su actividad se vincule con las dinámicas de la guerra. Aunque a primera vista esto pareciera una demanda básica, lograr que se convierta en realidad aún es un desafío mayúsculo.

Así, en el Escenario 1 se deben promover mayores controles a la actividad, pagos y contratación de las empresas mineras. En la eventual fase de posacuerdo, deben dejar de realizarse los pagos que estas realizan al Ministerio de Defensa para garantizar la seguridad de sus operaciones y, como contrapartida, el Estado debe procurar captar mayor cantidad de recursos provenientes de esta actividad para atender los grandes impactos sociales y ambientales que genera.

A pesar de las críticas que puedan realizarse al enfoque limitado de las iniciativas de transparencia, en los Escenarios 1 y 2 su pro-moción es aún una tarea pendiente. Un compromiso irrestricto por la

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transparencia en términos del sometimiento de las empresas al marco normativo que las regula resulta necesario para controlar situaciones como las denunciadas en el centro del Cesar, donde se ha afirmado que los recursos de las empresas presuntamente han financiado la operación de los grupos paramilitares vinculados en el asesinato de dirigentes sindicales. La transparencia es crucial también para generar un mayor control de la institucionalidad pública sobre las actividades desarrolladas por las empresas, y esto empata con otro de los propósitos del posconflicto: el fortalecimiento del Estado de derecho.

De igual forma, se requiere de otra serie de medidas de jus-ticia y reparación para aquellos casos en los cuales las actividades extractivas, independientemente del actor que las realice, se hayan involucrado de forma directa o indirecta con el conflicto armado. Por ejemplo, es necesario que haya justicia, verdad y garantías de no repetición en todos aquellos casos donde el desplazamiento forzado y el despojo de tierras terminó por favorecer a las empresas mineras. Los casos de predios despojados a campesinos, que después de varios negocios terminaron siendo propiedad de las empresas, requieren una especial atención en términos de justicia transicional. En este punto es necesario ampliar el enfoque territorial y asumir una lectura regional que permita identificar con mayor claridad la superposición y complementariedad de los procesos de apropiación de la naturaleza (Ulloa, 2014).

Adicionalmente, las víctimas de vulneraciones de derechos ambientales y colectivos también deben tener una posición jurídica especial para reclamar al Estado y las empresas por la vulneración a sus derechos. En el próximo escenario de justicia transicional, en el cual las víctimas de las violaciones de derechos ocurridas en el conflicto armado tienen acceso a mecanismos directos y efectivos de reparación, se podría configurar una discriminación injustificada de las víctimas de derechos ambientales y colectivos cuya victimización ocurrió en un contexto generalizado de violencia y de presencia de las dinámicas del conflicto armado.

En el Escenario 3, de nuevas fronteras extractivas, se requiere priorizar las actividades económicas que se vayan a realizar en la

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implementación de los acuerdos de paz. En este sentido se requieren de instituciones y figuras de política pública que permitan: 1) reducir la tensión generada por la presencia de las actividades extractivas en los territorios en disputa y 2) promover modelos de ordenamiento territorial y desarrollo rural que sean construidos y que respondan a las necesidades de los pobladores, a las características socioam-bientales de los territorios y no exclusivamente a las demandas de los mercados globales.

Disminuir la tensión generada por el incremento de la minería ilegal y criminal en los territorios requiere de acciones multiescalares, que deben desarrollarse con el mayor cuidado, para evitar que generen más daños que aquel que se está intentado atacar. Un primer paso para disminuir la presión es reconocer que la política minera ha sido desordenada y ha otorgado derechos de concesión en territorios en disputa, con incremento de la conflictividad social y armada. Así, una medida provisional puede ser la suspensión temporal de los títulos mineros en aquellas áreas hasta que se determine su ilegalidad o hasta que, en otras condiciones del mercado global, no resulte atractivo para los inversionistas extraer los recursos presentes en los territorios. Es importante resaltar que una de las demandas de los movimientos sociales en aquellos territorios en disputa es la derogatoria de los títulos mineros que fueron expedidos con la implementación de dicha política. Aún es necesario un debate concienzudo sobre cuál es la medida más pertinente para atender este fenómeno.

La promoción de modelos de ordenamiento territorial y desarrollo rural construidos desde abajo implica tomar decisiones sobre cuál es la actividad económica prioritaria para los territorios en el proceso de construcción de la paz. Si bien no se excluye a priori la minería, también hay que evitar incluirla de forma general y abstracta. El ca-rácter de los acuerdos de paz implica una gran inversión prioritaria para el desarrollo agrario y rural, hecho que puede competir con la extracción minera en algunos territorios específicos, básicamente por temas de acceso a recursos como tierra, agua y fuerza laboral. Estas decisiones deben trasladarse a los territorios y no deben resolverse a través de una política general y abstracta, so pena de generar un escalamiento del conflicto y la violencia a partir de su implemen-

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tación. Esto significaría que las decisiones sobre qué explotar y en dónde –es decir, a quién competen– deben ser trasladadas o por lo menos compartidas con los gobiernos locales, donde habría una mayor participación de los pobladores. Esta es una recomendación que aplica para todos los escenarios descritos.

En este punto, vale la pena revisar las propuestas de derecho propio y ordenamiento territorial que han construido desde abajo las comunidades rurales, particularmente los grupos étnicos. En un escenario de posacuerdo, estas iniciativas deben traducirse en propuestas populares de ordenamiento territorial.

En el Escenario 4, de extracción en disputa, se requiere combinar medidas de ordenamiento territorial para fortalecer la institucio-nalidad pública en estos territorios de expansión y, como medidas complementarias, la implementación de normas internacionales que permitan disminuir la demanda de los recursos extraídos en estas áreas y que podrían financiar la operación de los actores ar-mados. Por ejemplo, la iniciativa de regulación de la Unión Europea sobre suministro de minerales provenientes de zonas de conflicto –también conocida como Conflict Minerals– puede cumplir un papel complementario de orientación de la economía política global de minerales extraídos en este tipo de territorios. Sin embargo, no puede entenderse como una medida suficiente para bloquear los vínculos entre minería y conflicto armado: el fortalecimiento de la institucionalidad pública local es crítico para atender los problemas presentes en este tipo de escenarios.

Adicionalmente a todo lo que se ha descrito, se requieren me-didas que permitan superar la dependencia económica generada por las exportaciones, toda vez que esta situación está mucho más vinculada al incremento de la conflictividad social y armada que la misma existencia de abundancia de recursos naturales (Samset, 2009).

Los elementos descritos para cada escenario requieren de un análisis más profundo a partir de las características específicas de cada territorio en donde se implementarán los acuerdos de paz. El reto de la construcción de la paz territorial implica construir dispositivos de diferentes políticas públicas que faciliten la implementación de los

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acuerdos a través de la construcción de confianza entre las partes y la sociedad civil. El conjunto del análisis acá presentado permite ver que la responsabilidad sobre cómo controlar las interacciones entre minería y conflicto armado va más allá de los diseños institucionales que están siendo discutidos en la mesa de negociaciones, e incluso supera la misma política minera y la estructura actual del Estado, y este es un aspecto determinante para la sostenibilidad de la paz construida desde los territorios.

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De La Colosa a La Habana: conflicto por la producción del territorio en Colombia

Patricia Sánchez García

Universidad Central / Universidad de la Salle,

Universidad Nacional de Colombia, Grupo Cultura y Ambiente

Introducción

La producción del territorio constituye un proceso político esencialmente conflictivo, en el que diferentes actores luchan por imponer sus propios intereses y objetivos sobre el espacio geográfico, el cual es apropiado en función de la realización de un determinado modelo de desarrollo territorial. Esta perspectiva, constituye el punto de partida del presente artículo, cuyo objetivo es evidenciar el carácter conflictivo que reviste el proceso de producción del territorio en Colombia, a través del abordaje de uno de los principales conflictos territoriales actuales: la confrontación existente entre la continuidad del territorio colombiano en función de la realización de actividades agrícolas o pecuarias o su conversión en un territorio eminentemente minero, con base en el desarrollo de minería a gran escala.

Este conflicto constituye uno de los principales ejes de disputa por el territorio en la Colombia actual y presenta desarrollos tanto en la escala nacional como en diversas localidades que hoy por hoy se debaten entre la continuidad de su actual modelo de desarrollo territorial o la adopción de uno substancialmente diferente, ligado a la minería a cielo abierto o a la explotación petrolera. Uno de los principales actores de dicho conflicto es el Estado colombiano o,

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Patricia Sánchez García

más exactamente, los más recientes gobiernos nacionales1, que han emprendido un trascendente proceso de transformación política, institucional y legal, de cara a convertir a Colombia en un país minero al adoptar la megaminería como uno de los pilares de la economía nacional.

Esta transformación ha minado el territorio nacional de múltiples conflictos, en los que diferentes actores se enfrentan en función de la realización de su respectivo proyecto territorial y social, puesto que la apropiación del espacio resulta una condición indispensable para la concreción de dicho proceso de cambio o para el sostenimiento de los modelos de desarrollo territorial actuales. Si bien en un número significativo de localidades del país la minería a pequeña o mediana escala constituye una actividad económica tradicional con un pro-fundo arraigo, en la mayoría de casos se trata de una actividad que ha incursionado recientemente y que transforma profundamente los espacios y territorios locales, más cuando se intenta su incorporación en la modalidad a cielo abierto.

El escenario conflictivo generado por tal proceso de cambio se explica porque un mismo territorio puede asumir diversas funciones, lo que solo es posible mediante su apropiación previa, por su carácter potencialmente polifuncional, pero en la práctica efectivamente monofuncional. La posible adopción de la minería a gran escala transformaría substancialmente los territorios circundantes, pese a que sujetos como las compañías mineras recalquen la compatibi-lidad de la gran minería con otras actividades económicas, como la agricultura.

Una de estas localidades conflictivas está ubicada en el departa-mento del Tolima, municipio de Cajamarca, donde se adelanta el mayor proyecto de exploración y explotación aurífera del país: La Colosa, ejecutado por la compañía AngloGold Ashanti. Este caso resulta representativo del conflicto mencionado, puesto que la irrupción de la exploración minera con fines de extracción de oro a cielo abierto

1 Se hace referencia particularmente a los gobiernos de Andrés Pastrana (1998-2002), Álvaro Uribe Vélez (2002-2006 y 2006-2010) y Juan Manuel Santos (2010-2014 y 2014-).

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ha generado un intenso debate sobre el futuro del municipio y de la región, que los tolimenses consideran la despensa agrícola del país: mientras que algunos de los actores han aceptado la minería a gran escala como una oportunidad irrenunciable para que la región logre lo que consideran desarrollo, una cantidad significativa de actores se opone a la introducción de este tipo de actividad, por considerarla incompatible con la agricultura, con la ganadería e incluso con la pequeña minería, actividades de las cuales depende la economía municipal y regional. Por constituir un escenario representativo de uno de los principales ejes conflictivos de la actual producción del territorio en Colombia, en este artículo se presentará el caso La Colosa, haciendo énfasis en los rasgos generales que reviste el conflicto territorial que tiene lugar en Cajarmarca.

Como se mencionó anteriormente, el conflicto por la producción del territorio se evidencia tanto en la escala local como en la nacional y se manifiesta incluso en uno de los principales escenarios de la co-yuntura política del país, como lo es la Mesa de Conversaciones de La Habana (Cuba), instalada por el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) en el marco del Acuerdo General para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera. Aunque la Mesa de Conversaciones funciona fuera del territorio nacional, lejos de dar la espalda a las problemáticas nacionales constituye un escenario en el que se libra un intenso debate sobre muchas de ellas, hasta el punto que el conflicto por la producción del territorio descrito anteriormente se manifiesta incluso en los acuerdos y desacuerdos sobrevenidos durante la negociación.

El caso La Colosa y el de los acuerdos y desacuerdos de la Mesa de Conversaciones de La Habana constituyen entonces los dos referentes a través de los cuales se ilustra el carácter conflictivo que la producción del territorio reviste hoy por hoy en Colombia. Para cumplir con dicho objetivo se trabajan cuatro apartados: en el primero se presentarán brevemente los referentes conceptuales mediante los cuales se entiende el espacio y el territorio, los cuales proceden fundamentalmente de la disciplina geográfica; en segundo lugar, se presentan los rasgos centrales de la conflictividad socio-

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territorial asociada a La Colosa; en un tercer momento se analizan los acuerdos y desacuerdos de la Mesa de Conversaciones de La Habana como evidencia de dicho conflicto; y en un último apartado se presentan las conclusiones, que abordan conjuntamente los dos casos objeto de reflexión.

Conflictividad de la apropiación del espacio

geográfico: apuntes desde la teoría geográfica

El espacio y el territorio son conceptos que se han posicionado recientemente en el conjunto de las disciplinas de las ciencias so-ciales. No obstante, suelen utilizarse de manera indistinta o como sinónimos, y si bien tienen una profunda relación, no son equiva-lentes, por lo que se hace necesario acudir a un campo disciplinar que puede brindar importantes insumos en procura de encontrar sus articulaciones, pero también sus distinciones. Dicha disciplina es la geografía, la cual ha encontrado en estos dos conceptos el fundamento de su quehacer, mucho antes de que los demás campos disciplinares de las ciencias sociales se hiciesen conscientes de su relevancia para la comprensión y explicación de la cuestión social.

El espacio geográfico se erige como concepto clave para la geografía desde mediados del siglo XX, de la mano de la geografía regional, escuela de pensamiento surgida a finales del siglo XIX de la mano de los planteamientos de pensadores como Paul Vidal de la Blache, Ferdinand von Richthofen, Richard Hartshorne y Carl Sauer, quienes se interesaron por la delimitación de regiones terrestres en función de factores naturales, así como por el estudio del influjo del medio geográfico en la vida humana, desde una concepción del espacio como contenedor de objetos con existencia propia e independiente; es decir, el espacio, para la geografía regional, es un escenario absoluto e independiente de los seres humanos y sus relaciones, por lo que no fue considerado un objeto de estudio legítimo por esta escuela (Delgado, 2003).

Solo a partir del surgimiento de la nueva geografía, geografía cuantitativa o nueva ciencia espacial, el espacio empieza a ganar terreno como uno de los objetos de estudio de la geografía, aunque la comprensión del mismo estaba circunscrita a los principios del

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positivismo lógico, que constituía el sustento teórico y metodológico de dicha escuela. De este modo, si bien el espacio comienza a ganar relevancia por considerar la realidad como una estructura espacial-mente ordenada, el énfasis va a radicar en el estudio de dicho orden a través de modelos que pudiesen representar las leyes que dirigen tal ordenamiento espacial. Por ello, la geografía cuantitativa, si bien reivindica el espacio como concepto clave, sigue sin considerarlo en su intrínseca relación con las relaciones sociales en el marco de las cuales se construye.

Serán las escuelas de la geografía humanística, las geografías humanísticas y la geografía crítica las que se encarguen de producir un viraje en la concepción del espacio geográfico, desde la afirmación de la importancia fundamental que revisten los seres humanos, sus relaciones, sus experiencias, sus representaciones y sus diversos modos de vida en la construcción de las distintas formas espaciales.

La geografía crítica o geografía radical es particularmente crítica con la perspectiva de la geografía cuantitativa, al considerar el espacio como un producto social construido por las relaciones humanas, así como por la relación entre sociedad y naturaleza. Para esta escuela, el espacio no puede reducirse a la geometría de sus formas y flujos, sino que debe pensarse como totalidad estructural desde el proceso histórico de su producción, de modo que su esencia es social, histórica y política, puesto que es un híbrido que participa a la vez de lo social y de lo físico (Santos, 2000). Desde esta pers-pectiva, el espacio posee un carácter dinámico y en él se expresan las relaciones sociales en su dimensión económica (Segrelles, 2000), al punto que el modo de producción capitalista constituye uno de los factores principales en la explicación de sus transformaciones, puesto que este sistema transforma constantemente los espacios en función de la generación de nuevos mecanismos de acumulación y reproducción del capital. El cambio espacial constituye entonces una condición imprescindible del mantenimiento del modo de producción (Harvey, 2007). La geografía crítica considera que el capital circula en el espacio y en el tiempo y crea su propia geografía histórica, al producir y reconfigurar las relaciones espaciales capitalistas. El ca-pital y los centros de poder son, pues, creadores y transformadores

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de espacios y determinadores de territorios, de acuerdo con sus propios intereses y lógicas (Segrelles, 1999).

El hecho de reconocer el marco general de la producción espacial representado por el modo de producción capitalista no se traduce, para la geografía crítica, en desconocimiento de lo particular, ya que, como planteó Smith (2008), el espacio constituye el nicho de lo concreto y lo particular, de la actividad humana, que incluye múltiples escalas, que van de lo global a lo local.

Puesto que el modo de producción establece los límites y posi-bilidades en torno a las cuales se construye socialmente el espacio geográfico, este resulta ser un proceso esencialmente conflictivo, puesto que la existencia de contradicciones entre clases y grupos sociales es una de las características fundamentales del capitalismo. Así, la producción social del espacio, según la geografía crítica, es conflictiva por excelencia, desde que las diferentes contradicciones sociales consustanciales al actual modo de producción generan dis-putas por el control espacial y social, en función de la continuidad o de la transformación de determinado orden social y espacial, donde la producción espacial se constituye en un escenario de lucha. Santos (1990) resalta este planteamiento cuando afirma que la producción del espacio puede considerarse como un campo de fuerzas, lo que reafirma Harvey, quien lo define así mismo como un escenario de confrontación. En palabras de Delgado:

La producción social del espacio y del tiempo es un escenario de lucha política y confrontación social en el que se involucran cuestiones como las diferencias de clase, de género, culturales, reli-giosas y políticas. El intrincado control social por el orden espacial, las formas de desafío del orden social por las transgresiones de los límites espaciales, los espacios simbólicos y la semiótica de los órdenes espaciales, crean textos que deben ser leídos en términos sociales. La organización espacio-temporal interna del hogar, del lugar de trabajo, de las ciudades, es el producto de luchas entre fuerzas sociales opuestas por mantener o cambiar un orden social. La dinámica social es también lucha de poder por el espacio, lucha por órdenes espaciales alternativos (2003, p. 87).

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Esta perspectiva de la geografía crítica sobre la producción del espacio se encuentra íntimamente relacionada con el concepto de territorio, ya que la producción del espacio solo es posible mediante su previa apropiación, la cual constituye una condición para que los grupos sociales en disputa alcancen sus objetivos: el espacio geo-gráfico constituye entonces uno de los ejes centrales de la política.

La apropiación del espacio geográfico resulta ser entonces una necesidad para aquellos grupos y clases sociales que disputan el poder político y económico en una sociedad determinada. Por apropiación se ha de entender «el acto de hacerse suyo algo por parte de un agente social, lo que comporta adquirir, a través de algún mecanismo social, el derecho a su uso» (Sánchez, 1992, p. 66). Esta constituye una condición necesaria para localizar, asentar y funcionalizar el territorio y se hace posible no solo a través de mecanismos legales, pues «el uso, la ocupación o la apropiación del espacio-territorio puede asumirse por un mecanismo legal, pero también puede serlo por coacción y por la fuerza y la violencia, hasta alcanzar la guerra como medio límite» (p. 30).

Puesto que un mismo espacio puede asumir funciones diversas, el o los grupos sociales que han logrado su apropiación lo harán fun-cional o le asignarán nuevas funciones de acuerdo con sus objetivos sociales. Para que esto sea posible, es esencial lograr el control político y económico sobre el espacio, sobre sus objetos, sobre las actuaciones que allí ocurren y sobre los seres humanos que lo habitan, lo que requiere de formas de control ideológico y cultural y del control coactivo militar sobre quienes habitan el espacio (Sánchez, 1992).

El concepto de territorio articula entonces el concepto de espacio geográfico con la necesidad de apropiación del mismo que tienen los diversos grupos y/o clases sociales en disputa, en el marco de la sociedad capitalista. El territorio no es solo un escenario en el que los sujetos individuales o colectivos desarrollan acciones, sino una condición para su propia existencia como sujetos. No es un espacio solamente físico, sino social, político y cultural que define la propia existencia del sujeto que se lo apropia. De esta manera, puede enten-derse como el espacio geográfico apropiado por uno o varios sujetos

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sociales en función de la realización de sus intencionalidades sociales y territoriales, puesto que estas son esencialmente contradictorias con respecto a las de otros sujetos, de donde el proceso de apropiación adquiere su carácter esencialmente conflictivo. Son las relaciones de poder las que determinan que una u otra perspectiva sobre el territorio se imponga, de modo que la realidad social y espacial es consecuencia de las relaciones de poder existentes.

Diversos autores, procedentes fundamentalmente de la disciplina geográfica, han aportado al enriquecimiento del concepto de territorio. Así, Raffestin (2011) concibe el territorio como el espacio apropiado tanto concreta o físicamente como desde las representaciones que sobre el mismo construyan los actores sociales, en función de influir o modificar las relaciones sociales o las establecidas con la naturaleza. Agnew y Oslender (2010), en tanto, reivindican el carácter multiescalar del territorio, ya que, si bien este ha sido asociado típicamente con la jurisdicción espacial propia de los Estados, la apropiación del espacio no solo se produce en la escala nacional. Argenta (2012), por su parte, considera que la apropiación del territorio es ante todo una forma de controlar las relaciones sociales por medio del dominio del espacio. Desde su visión, los territorios son conflictos materializados en el espacio y el conflicto es inherente a la construcción del territorio. Por ello la producción del territorio está cargada de intencionalidades que expresan visiones del mundo diferentes, que suelen ser contra-dictorias, y por ello la concreción de un determinado territorio no necesariamente se hace consensuándolas, sino que puede resultar de la imposición de una determinada intencionalidad territorial sobre otra. Fernandes, y Agnew y Oslender, llaman la atención sobre la existencia de múltiples territorios asociados a fuentes de autoridad territorial diferentes de la estatal o a regímenes de autoridad alter-nativos, que llegan incluso a disputarle territorio al Estado nación y a trazar límites en su interior, constituyendo auténticos territorios superpuestos (Agnew y Oslender, 2010) o territorios en disputa, desde los cuales los grupos sociales que los apropian luchan por su propia existencia (Fernandes, 2008).

Pese a sus énfasis diferenciados, los diversos aportes hechos a la construcción del concepto de territorio concuerdan en el carácter

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conflictivo de la producción del territorio, así como en el carácter multiescalar que reviste dicho proceso. La apropiación del espacio geográfico en Colombia no escapa a dicha esencia conflictiva y constituye un escenario donde uno de sus principales ejes de disputa es la confrontación entre territorio campesino y territorio minero.

El conflicto por la producción del territorio en La Colosa

La Colosa constituye un proyecto emblemático en Colombia2, tanto para quienes abogan por la construcción de un país minero con base en el aumento de la explotación de minerales a gran escala, como para quienes se oponen a la proliferación de los proyectos de minería a gran escala, en razón de sus impactos sociales, eco-nómicos, políticos y ambientales. Este carácter representativo no es gratuito, ya que el hallazgo aurífero asociado a este proyecto es uno de los más grandes del mundo, por lo que es considerado por los recientes gobiernos como un emprendimiento relevante para la economía nacional. En razón de lo anterior, tanto su continuidad como su interrupción son retos que se han trazados sus defensores y opositores, respectivamente.

Este proyecto es ejecutado por la compañía AngloGold Ashanti en área del municipio de Cajamarca (Tolima), más exactamente en el cerro La Guala, que corresponde al área de las veredas La Luisa, La Paloma y El Diamante, localizadas al occidente de dicho muni-cipio (AGA, 2011). El oro se encuentra diseminado en un área de 515,75 hectáreas, localizadas en la Zona de Reserva Forestal Central (ZRFC)3 entre 2.650 3.400 msnm (Cortolima, Corpoica, Sena y

2 Se considera uno de los descubrimientos auríferos con mayores reservas estimadas alrededor del mundo: aunque el recurso inferido inicialmente por la AngloGold Ashanti fue de 12,3 millones de onzas, esta estimación se ha duplicado, por lo que sus reservas estimadas están cercanas a los 24 millones de onzas (EFE, 2012). A partir de este hallazgo minero se está ejecutando uno de los proyectos de exploración aurífera más grandes del mundo, y el más importante de esta compañía en Colombia, ya que, de llegar a la etapa de explotación, llevaría a que se duplique su nivel de producción en América. Se estima que su período de explotación oscilaría entre 15 y 25 años.

3 El 81% del área del proyecto se encuentra localizada dentro de la ZRFC.

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Universidad del Tolima, 2006). Es uno de los descubrimientos au-ríferos más importantes del mundo, ya que sus reservas estimadas ascienden a 24 millones de onzas (EFE, 2012). Por ello, de llegar a la etapa de explotación, no solo constituiría uno de los proyectos de exploración de oro más grandes del mundo, sino el más importante de esta compañía en Colombia, ya que posibilitaría la duplicación de su nivel de producción. Actualmente, el proyecto se encuentra en fase de exploración, tras haber sido suspendidas en varias ocasiones sus actividades por parte de Cortolima, la autoridad ambiental depar-tamental, con retrasos en los cronogramas establecidos inicialmente por la empresa minera4.

Tras la llegada de la AngloGold Ashanti a Cajamarca, La Colosa generó una profunda conflictividad territorial en el marco de la cual diferentes sujetos colectivos luchan por imponer sus propios intereses y objetivos sociales, para cuya realización requieren de la apropiación de espacio geográfico y, con ello, de su producción como territorio. Teniendo en cuenta que los intereses de dichos sujetos se contraponen, se trata de un proceso esencialmente conflictivo que constituye la expresión de un conflicto social existente entre las intencionalidades sociales de los sujetos que luchan por apropiar el espacio.

Dicho conflicto social y territorial en Cajamarca comprende múltiples tensiones entre los sujetos sociales. No obstante, todas estas se articulan en una tensión central representada por el debate acerca de la proyección de Cajamarca como territorio campesino o como territorio minero. Estas proyecciones encarnan modelos de desarrollo territorial diferenciados que se encuentran en disputa (Fernandes, 2004), ya que los sujetos se apropian del espacio geo-

4 La primera suspensión de actividades de produjo desde febrero de 2008 hasta mayo de 2009, por no haber solicitado antes del inicio de las actividades de exploración la sustracción del área del proyecto que corresponde a la Zona de Reserva Forestal Central, razón por la cual la compañía minera ejecutora fue sancionada. Tras haber hecho la correspondiente solicitud, el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible autoriza la sustracción parcial y temporal de 6,39 hectáreas de la ZRFC, área equivalente a tan solo el 1,24% de la solicitada, por lo que, de llegarse a la etapa de explotación, la AngloGold Ashanti deberá solicitar un nuevo trámite de cara a lograr la sustracción definitiva.

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gráfico con el objetivo de poner el territorio en función de alguno de estos modelos. Los sujetos sociales en Cajamarca libran entonces una intensa lucha por la apropiación del territorio para la realización de sus intencionalidades sociales.

Los modelos de desarrollo territorial en función de los cuales el territorio de Cajamarca es apropiado son:

• Cajamarca como territorio campesino: este modelo pro-pende por la continuidad del municipio con sustento en la ac-tividad agrícola, sin que se excluyan otras actividades como la ganadería y la minería de subsistencia. Considera imprescindible la proscripción de la minería a cielo abierto, por concebirla como contradictoria con la actividad agrícola, fundamentalmente por sus impactos en las aguas y los suelos. Este modelo de desarrollo territorial lo defiende la mayoría de las organizaciones sociales y políticas de Cajamarca, como el Colectivo Socioambiental Juvenil de Cajamarca (cosajuca), Emprendedores por la Ecología y la Tierra (ecotierra), la Fundación Vida Libre, las Organizaciones Socio-Ambientales en Defensa del Cañón de Anaime (osada), así como por las Organizaciones no Gubernamentales IKV Pax Christi y Colombian Solidarity Campaign. Este modelo terri-torial precede a la llegada de la compañía aurífera; no obstante, los sujetos sociales que lo promueven no aspiran a retornar a la misma situación previa a la llegada de la empresa minera, sino a repotenciar su carácter agrícola y pecuario con base en la adopción de formas de producción orgánica.

• Cajamarca como territorio minero: quienes abogan por la implementación de este modelo, propenden por un municipio en el que se adopte la minería a cielo abierto como una actividad central, pero en el que, además, se admitan actividades como la agricultura y la ganadería, y se proscriba la minería artesanal y de subsistencia, la cual es considerada ilegal. Los sujetos que propenden por la construcción de este proyecto territorial en Cajamarca son fundamentalmente la AngloGold Ashanti, el Servicio Geológico Colombiano, el Ministerio de Minas y Energía, la Cámara Colombiana de Minería y la Asociación por la Defensa de la Minería Responsable (aprominca).

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Los sujetos que promueven la continuidad de Cajamarca como territorio campesino consideran inviable un proyecto territorial en el que coexistan minería a gran escala y agricultura, puesto que la mi-nería a cielo abierto resulta incompatible con las actividades agrícolas, por sus impactos sobre los suelos y las aguas; mientras que para los defensores de este proyecto territorial el tipo de minería inadmisible para el municipio es la artesanal y de subsistencia, por ser ilegal.

La apropiación del territorio que comportan estos dos proyectos o modelos territoriales constituye el eje articulador del conflicto por la producción del territorio en Cajamarca. Sin embargo, existen sujetos sociales internamente divididos con respecto a estos modelos, de modo que no han asumido una postura explícita o no se identifican plenamente con alguno de los dos. En esta situación se encuentran sujetos institucionales, como la Alcaldía Municipal de Cajamarca, las Juntas de Acción Comunal, el Consejo Municipal, Cortolima, la Gobernación del Tolima, la Procuraduría General de la Nación, la Contraloría General de la República y el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible; sujetos gremiales como la Asociación para la Producción y el Cultivo del Aguacate en el Municipio de Cajamarca (aguacatec), la Asociación de Usuarios del Distrito de Riego del Río Coello (usocoello), la Asociación de Productores de Leche de Cajamarca y Anaime (aproleche), la Asociación de Productores de Fríjol de Cajamarca y Anaime (aprofric) y la Cooperativa de Transportadores de Cajamarca y Anaime (cootracaime); y sujetos empresariales como los proveedores y subcontratistas de la An-gloGold Ashanti. En la Figura 1 se identifican los sujetos sociales que disputan la apropiación del territorio en Cajamarca y en la Figura 2 se sintetizan las posturas asumidas por cada uno.

Debe decirse que no todos los sujetos han asumido una postura explícita con respecto al modelo de desarrollo territorial que defienden para Cajamarca. Existen algunos que, si bien se han manifestado sobre aspectos relacionados con el proyecto en cuestión, como la necesidad del establecimiento de veeduría y seguimiento o la in-conveniencia de sustraer área de la Zona de Reserva Forestal para el proyecto minero, o llamando la atención sobre el cumplimiento de las normas ambientales, no asumen una postura taxativa frente a

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la introducción o no de la minería a cielo abierto, postura asumida por estos sujetos que se ha denominado postura parcial.

Si bien en la producción territorial en Cajamarca este eje con-flictivo es central, no pueden desconocerse otras aristas conflictivas que, aunque se enmarcan en la tensión referida, han adquirido gran relevancia: se relacionan estas con los alcances del proyecto y con diferentes visiones respecto de la escala geográfica de afectación de La Colosa. Así, la compañía minera y demás sujetos que propenden por la proyección de Cajamarca como territorio minero reconocen como área de impacto del proyecto solo la correspondiente a la zona en la cual se encuentra diseminado el mineral, en tanto los opositores han defendido que sus alcances serían espacialmente más amplios, por cuenta de la existencia de un proyecto más general denominado Colosa Regional, según el cual la zona de impacto del proyecto sería mayor a la aceptada por la AngloGold Ashanti.

Otro eje conflictivo relevante se relaciona con los impactos del proyecto: de un lado, los sujetos sociales que apoyan la proyección de Cajamarca como territorio minero, encabezados por la AngloGold Ashanti, sostienen que el proyecto no implica mayores impactos am-bientales durante la etapa de exploración y desestiman la discusión abierta a propósito de tales impactos, por considerar que se generan conflictos prematuros e innecesarios; en tanto, del otro lado, los sujetos que abogan por proyectar a Cajamarca como territorio campesino consideran que tales impactos ocurren aun en la etapa actual de de-sarrollo del proyecto y que se profundizarían en las subsiguientes. La empresa minera, aunque reconoce que La Colosa conlleva impactos ambientales, desestima su importancia, su escala de ocurrencia, así como su nivel de afectación y duración, argumentando que serían plenamente mitigables y reversibles; por su parte, los sujetos contrarios a su postura afirman la persistencia en el tiempo de dichos impactos, así como su relevancia, y llaman la atención especialmente sobre las afectaciones que dicho proyecto tendría en la calidad y la cantidad de las aguas de la cuenca del río Coello.

Así mismo, la AngloGold Ashanti ha defendido la posición de que el proyecto no genera mayores impactos en la Zona de Reserva Forestal Central, ya que esta es un área particularmente intervenida,

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con lo que relativizan su carácter de reserva forestal. Los opositores del proyecto, en tanto, consideran que la explotación en ZRF resulta inconveniente, por tratarse de una zona ecológicamente protegida, y manifiestan su preocupación por el hecho de que 50 hectáreas de La Colosa se superponen con zona de páramo (García, 2013).

Otro de los puntos de debate en cuanto a los impactos corresponde a los efectos sociales, políticos y culturales que genera actualmente y generaría en un futuro el proyecto, los cuales, desde la perspectiva de la compañía y los sujetos afines a su postura, son eminentemente positivos debido a las importantes inversiones realizadas en el mu-nicipio por esta compañía, a través de la realización de programas y proyectos. Esta visión no la comparten quienes se oponen al proyecto por considerar que este ha impactado negativamente la vida de los habitantes del municipio y ha generado desplazamiento de población, pérdidas económicas para los agricultores, deserción escolar, aumento de la inseguridad y la delincuencia, incremento de los precios de los arriendos y de la propiedad, divisiones y des-confianzas entre sus habitantes, militarización, estigmatización, entre otras problemáticas. Estos últimos también han cuestionado los beneficios económicos que conllevaría el proyecto minero, por considerar que son inferiores a los subsidios y exenciones otorgadas a la empresa minera como estímulo a su inversión, ya que: no con-templan los pasivos ambientales y sociales dejados por la actividad minera, son de carácter temporal y trasformarían la vocación agrícola del municipio, así que en el futuro se pondrían en riesgo los medios de subsistencia de sus habitantes.

Además de los conflictos evidenciados en cuanto al alcance geográfico del proyecto y sus impactos, el papel de las escalas geo-gráficas en la toma de decisiones frente al territorio también ha constituido otro de los ejes de debate. Pues, si bien la producción del territorio se concreta en la escala local, no puede desconocerse el papel que las demás escalas geográficas adquieren en este proceso y resulta entonces insuficiente un abordaje exclusivamente local para su explicación. En el caso en cuestión, las decisiones sobre la apropiación territorial en función de la implementación del proyecto minero han rebasado la escala local, las cuales han disminuido su

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poder de definición sobre el proyecto territorial local. De este modo, ha sido a escala nacional donde se han tomado las decisiones rela-tivas a la producción del territorio en Cajamarca, puesto que es el Estado quien otorga el derecho de apropiación del territorio a través de la autorización de títulos mineros y la suscripción de contratos de concesión minera. A esto se suma que el Estado ha definido po-líticas abiertamente proclives a la minería a gran escala, con lo que genera una espacialidad favorable a ella a través de la organización del territorio nacional en distritos mineros, y ha transformado el andamiaje institucional y normativo en favor de esta actividad. Todos estos aspectos han sido determinantes en la producción del territorio en Cajamarca en función de la minería a cielo abierto, puesto que han forjado las condiciones necesarias para que el proyecto pueda implementarse, aun cuando en la escala local exista un importante número de sujetos sociales adversos al mismo. La escala nacional, entonces, ha sido preponderante en las decisiones sobre la producción del territorio en Cajamarca; no obstante, debe reconocerse que esta escala recibe presiones de escala global, asociadas a la existencia de una coyuntura de crisis financiera, en el marco de la cual el oro y otros minerales son demandados como bienes de refugio ante las incertidumbres del contexto económico mundial.

Los anteriores son los rasgos centrales de la producción del terri-torio en Cajamarca en la actualidad. Se trata de un proceso conflictivo en el que diferentes actores se encuentran luchando por hacerse con el uso del territorio para desarrollar sus respecticos objetivos. El contexto seleccionado para ejemplificar el carácter dialéctico de la apropiación del espacio geográfico constituye tan solo una muestra de un escenario nacional en el que existen conflictos territoriales por doquier, ligados no solo a las lógicas del prolongado conflicto social, político y armado, sino a una política económica que en los últimos años ha pretendido consolidar la minería a gran escala como una de las «locomotoras» del crecimiento económico del país5.

5 Las locomotoras son definidas por el Plan Nacional de Desarrollo 2010-2014, base de la política del gobierno de Juan Manuel Santos, como sectores convocados a liderar el crecimiento y la generación de empleo en el país. Además del sector minero-energético, son definidos como locomotoras

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La Mesa de Conversaciones y el conflicto

por la producción del territorio

La Mesa de Conversaciones instalada por el Gobierno de Co-lombia y las FARC-EP en octubre de 2012, en la ciudad de Oslo (No-ruega), que tiene por sede principal la ciudad de La Habana (Cuba), constituye uno de los principales sucesos de la historia reciente de nuestro país, ya que del efectivo cumplimiento de los compromisos que allí se logren depende el proceso de transformación de un con-flicto que ha persistido por más de medio siglo.

Aunque el proceso de diálogo que se desarrolla en esta Mesa de Conversaciones se rige por el principio de que «nada está acordado hasta que todo esté acordado» (Gobierno de Colombia y FARC-EP, 26 de agosto de 2012) y la agenda de negociación está conformada por seis puntos: 1) Política de desarrollo agrario integral; 2) Parti-cipación política; 3) Fin del conflicto; 4) Solución al problema de las drogas ilícitas; 5) Víctimas; y 6) Implementación, verificación y refrendación; las partes han logrado importantes avances:

1. Los acuerdos parciales en los tres primeros puntos de la agenda de diálogo.

2. Los principios metodológicos pactados como guía de discusión del punto relacionado con las víctimas, así como el acuerdo de creación de una Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.

3. El acuerdo sobre limpieza y descontaminación del territorio de la presencia de minas antipersonales, artefactos explosivos improvisados y municiones sin explotar o restos explosivos de guerra, alcanzado en marzo de 2015

4. La publicación, a inicios de 2015, del Informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas.

los sectores vivienda, infraestructura, agropecuario y los nuevos sectores basados en la innovación. Concebidos como sectores de la economía que avanzan más rápido que los demás, el minero-energético se caracteriza como uno de los que mayores avances presenta, junto con el de infraestructura y vivienda.

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De La Colosa a La Habana: conflicto por la producción del territorio en Colombia

5. El importante acuerdo logrado en materia de justicia deno-minado «Jurisdicción Especial para la Paz, Principios básicos del componente de justicia del Sistema integral de verdad, Justicia, Reparación y No repetición», anunciado el día 23 de septiembre de 2015.

Son indudables los adelantos que presenta el actual proceso con respecto a otros intentos de diálogo entre Gobierno Nacional e insurgencia; sin embargo, han sido logrados tras la superación de múltiples desencuentros entre las partes, que constituyen evidencia de que, aunque hay voluntad de superar el conflicto, no dejan de existir desacuerdos esenciales frente al modelo de desarrollo territorial que las partes en diálogo pretenden para el país. Estas diferencias sustanciales se expresan en la existencia de una serie de salvedades o puntos pendientes de la negociación, las cuales no pueden desco-nocerse en un análisis integral del proceso de diálogo adelantado en La Habana, el cual se propone analizar no solo desde sus acuerdos, sino con relación a sus desacuerdos o puntos pendientes.

Como se mencionó, se han alcanzado acuerdos parciales frente a los tres primeros puntos de la agenda de diálogo, pero persiste un número importante de puntos sobre los que no se ha logrado un consenso, como señala López (2014): «Hasta el momento hay 28 temas en el congelador, de ellos 10 del primer punto, referido a la tierra; 14 del segundo, que tiene que ver con la participación política; y cuatro salvedades del tercer ítem, sobre la erradicación de cultivos ilícitos, narcotráfico y el lavado de activos».

A continuación se hará un balance general de los acuerdos y desacuerdos frente a cada uno de los puntos sobre los que existen acuerdos parciales, con el objetivo de analizar posteriormente lo que estos expresan en materia del conflicto por la producción del territorio que vive el país. Debe destacarse que, pese a la existencia de acuerdos en tres de los puntos sobre los que han versado las conversaciones, serán considerados fundamentalmente los acuerdos parciales y las salvedades correspondientes a los dos primeros acuerdos parciales, por ser los más relevantes al análisis que se propone del conflicto

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territorial, mientras que los acuerdos6 y salvedades7 existentes en lo que refiere al punto titulado «Solución al problema de las drogas ilícitas» no serán considerados.

Primer punto de la agenda: desarrollo agrario integral

El acuerdo parcial sobre Política de Desarrollo Agrario Integral fue dado a conocer en La Habana el 21 de junio de 2013. En este el Gobierno de Colombia y las FARC-EP, tras siete meses de conversa-ciones, suscriben un arreglo denominado «Hacia un nuevo campo colombiano: Reforma Rural Integral», en el cual se establece que «la Reforma Rural Integral (RRI) debe ser el inicio de transformaciones

6 Sobre este punto, las partes anunciaron el día 16 de mayo de 2014 la existencia de un acuerdo que contempla: Programas de sustitución de cultivos de uso ilícito, programas de prevención del consumo y salud pública y solución al fenómeno de producción y comercialización de narcóticos. Los principales acuerdos logrados son: crear y poner en marcha un nuevo Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito que sea parte de la Reforma Rural Integral acordada; crear el Programa Nacional de Intervención Integral frente al Consumo de Drogas Ilícitas, dentro de un Sistema Nacional de Atención al Consumidor de Drogas Ilícitas que incorpore acciones tanto de rehabilitación como de inserción social de los consumidores; y poner en marcha una estrategia de política criminal que fortalezca y cualifique la presencia y la efectividad institucional en la investigación, judicialización y sanción de los delitos relacionados con la producción y comercialización de drogas ilícitas (Gobierno Nacional y FARC-EP, 2014).

7 Las FARC consideran que existen cuatro salvedades con respecto a este punto: la primera se relaciona con la nueva política criminal en el marco de la redefinición de la política antidrogas, la cual, desde su perspectiva, debe concentrar esfuerzos en la persecución y el encarcelamiento de los principales beneficiarios del mercado de drogas ilícitas, así como en el desmantelamiento de las redes transnacionales de tráfico y de lavado de activos; en segundo lugar, un punto no acordado al respecto, se trata de la suspensión inmediata de las aspersiones aéreas con glifosato y la reparación integral a las víctimas de este herbicida no selectivo; una tercera salvedad atañe a la transformación estructural del sistema de salud pública como condición necesaria del desarrollo de los programas acordados; y un último elemento sobre el que no ha habido acuerdo es el de la realización de una conferencia nacional sobre política soberana de lucha contra las drogas, propuesta por las FARC (López, 2014).

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estructurales de la realidad rural y agraria de Colombia con equidad y democracia, contribuyendo a la no repetición del conflicto y a la construcción de una paz estable y duradera» (Gobierno Nacional y FARC-EP, 2014).

En el marco de este propósito, define una serie de medidas en-caminadas a lograr la democratización del acceso integral a la tierra en beneficio de los campesinos; la regularización y formalización de los derechos de propiedad sobre la misma; el reconocimiento del papel de la economía campesina, familiar y comunitaria en el desa-rrollo del campo; el fortalecimiento de los mecanismos alternativos de conciliación y resolución de conflictos; el uso del suelo de acuerdo con su vocación; la generación de ingresos de la economía campesina, familiar y comunitaria; y la protección de áreas de especial interés ambiental.

Como contracara de estos logros, desde la perspectiva de las FARC-EP (s.f.), son diez las salvedades referentes al primer punto de la agenda de diálogo y pueden ser agrupadas en cuatro ejes temáticos: 1) requerimientos para la efectiva ejecución de los acuerdos; 2) uso de la tierra y conflictos asociados con este; 3) modelo económico neoliberal; y 4) erradicación del latifundio improductivo, inade-cuadamente explotado u ocioso y redistribución democrática de la propiedad sobre la tierra.

El primer eje temático al que se refieren dichas salvedades da cuenta de que, a pesar de la existencia de elementos de acuerdo, las partes no han llegado a concretar aspectos tan importantes para que estos se hagan efectivos, como: la financiación de la política de desa-rrollo rural y agrario integral sobre la base de la cual se ejecutaría la RRI; la cuantificación del fondo de tierras de distribución gratuita y la institucionalidad encargada de definir las pautas generales de orde-namiento territorial; los usos de la tierra y lo que atañe a los conflictos que de este se deriven. El hecho de que estos asuntos se encuentren en el congelador genera profundas dudas sobre las posibilidades reales de aplicación de lo ya acordado, puesto que estos se relacionan con la posibilidad misma de llevarlos a la práctica, y sin la financiación, institucionalidad y cuantificación de las tierras que se entregarían resulta imposible concretar una reforma rural integral efectiva.

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El segundo asunto acerca del cual existen salvedades es el del modelo económico neoliberal y su influjo en la profundización de la problemática de la tierra. No existe acuerdo sobre la detención de la extranjerización del territorio o sobre la revisión y renegociación de los Tratados de Libre Comercio. El Gobierno Nacional ha sido reacio a abordar estos dos elementos propuestos por las FARC-EP, que constituyen elementos esenciales en términos de la transfor-mación de la política de desarrollo agrario del país, puesto que ha sido de la mano del modelo neoliberal como se ha profundizado la crisis del campo colombiano.

En lo referente al uso de la tierra y los conflictos asociados a este, los desacuerdos confluyen en una variedad de aspectos ligados a la explotación de los recursos naturales, como la declaración de los energéticos y mineros como recursos de carácter estratégico, la redefinición de los contratos de explotación y de concesión, la deli-mitación territorial de las economías extractivas, la reformulación del régimen de regalías, la suspensión del otorgamiento de nuevos títulos mineros y concesiones petroleras, el cese de la criminalización contra los mineros tradicionales y artesanales, la prohibición de la explotación en zonas ambientalmente protegidas y la reparación integral a las víctimas de devastación ambiental por actividades extractivas. Así mismo, este grupo de salvedades comprenden el establecimiento de regulaciones del uso de la tierra para la pro-ducción de agrocombustibles, definiciones sobre el derecho real de superficie tendientes a impedir el acaparamiento y la especulación con la tierra, además de la promulgación de una nueva ley de orde-namiento territorial, social y ambiental que defina, participativa y democráticamente, las transformaciones espaciales requeridas en cumplimiento de un eventual acuerdo.

Un nodo final corresponde a la erradicación del latifundio improductivo, inadecuadamente explotado u ocioso, así como a la redistribución democrática de la propiedad sobre la tierra. La exis-tencia de desacuerdos en este punto resulta crucial a la hora de hacer un balance del primer punto de la agenda, ya que la concentración de la propiedad de la tierra resulta ser uno de los asuntos neurálgicos a partir del cual se ha originado y ha persistido el conflicto social,

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económico, político y armado colombiano, de modo que la erra-dicación del latifundio y la democratización de la propiedad rural son condiciones imprescindibles para una RRI realmente efectiva.

Segundo punto de la agenda: participación política

La existencia de un acuerdo parcial sobre el segundo punto de la agenda de diálogo fue anunciada el 6 de noviembre de 2013. En este, las partes coinciden en que la construcción de la paz es un asunto de la sociedad en su conjunto que requiere de la participación colectiva de los colombianos, así como una ampliación democrática que posi-bilite el surgimiento de nuevas fuerzas en el escenario político, para enriquecer el debate y la deliberación sobre los grandes problemas nacionales (Gobierno Nacional y FARC-EP, 2014).

Los principales puntos del acuerdo tratan sobre los derechos políticos y las garantías para el ejercicio de la oposición política, pactando la construcción de un Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la Política, no solo en el sistema político electoral, sino en múltiples mecanismos de participación ciudadana, y no solo para los integrantes de las FARC-EP, sino para líderes de organizaciones y movimientos sociales y defensores de derechos humanos que se encuentren en situación de riesgo.

El reconocimiento, fortalecimiento y empoderamiento de todos los movimientos y organizaciones sociales, con base en la promul-gación de una ley de garantías y promoción de la participación ciudadana y en la afirmación de la movilización y la protesta como formas de acción política, es otro de los puntos de acuerdo en esta materia. Al respecto, el Gobierno Nacional acuerda garantizar el ejercicio de estos derechos a partir de los ajustes normativos nece-sarios en una comisión especial.

Otro de los puntos esenciales del acuerdo se relaciona con el avance en la construcción de una cultura de reconciliación, con-vivencia, tolerancia y no estigmatización, especialmente para la acción política y social en el marco de la civilidad. Para este efecto, el Gobierno Nacional se compromete a crear un Consejo Nacional para la Reconciliación y la Convivencia, así como consejos terri-toriales que trabajen esta materia. Así mismo, las partes pactan el

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establecimiento de un plan de apoyo a la creación y promoción de veedurías y observatorios ciudadanos, con el objetivo de asegurar la transparencia de la gestión pública y el buen uso de los recursos y de avanzar en la lucha contra la corrupción y la penetración de estructuras criminales en las instituciones públicas, además de acciones encaminadas a fortalecer la participación ciudadana en los procesos de planeación (Gobierno Nacional y FARC-EP, 2014).

En cuanto a la promoción del pluralismo político, acuerdan: desligar la obtención y conservación de la personería jurídica de los partidos y movimientos políticos del requisito de superar un umbral, y la promoción de una distribución más equitativa de los recursos destinados a la participación electoral, de la transparencia en las contiendas electorales y de una mayor participación ciudadana en las mismas, a partir de la generación de una cultura política demo-crática y participativa que fomente la resolución de los conflictos por vías políticas. De la mano de esta medidas, se acordó, además, la creación, con carácter temporal, de Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz para la elección de un número por definir de representantes a la Cámara de Representantes, entre otras medidas tendientes a generar mayores garantías para la participación política en Colombia.

Son 14 las salvedades o puntos no acordados en lo referente a este tema en la perspectiva de las FARC-EP (2013). Tratan sobre numerosos aspectos relacionados con la participación política y pueden resumirse en los siguientes: 1) reestructuración democrática del Estado y reforma política para la ampliación de la democracia: descentralización, protección de la soberanía nacional, reforma de la Rama Judicial, reconversión de las Fuerzas Militares, elección popular de organismos de control; 2) democratización, moderni-zación y tecnificación del sistema político electoral a través de la creación del poder electoral; 3) transformaciones del ordenamiento territorial para la justicia social urbana y estímulo a la participación de las regiones; y 4) reforma de los mecanismos de participación ciudadana con el objetivo de eliminar restricciones y limitaciones de los mismos; desmantelamiento del Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional de Colombia (esmad) y del tratamiento militar

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de la protesta; participación ciudadana en la definición de políticas y tratados de interés nacional; democratización de los medios masivos de comunicación; participación social en el Consejo Nacional de Política Económica y Social (conpes), el Consejo Superior de Po-lítica Fiscal (confis), la Junta Directiva del Banco de la República y en procesos de integración latinoamericanos, como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (celac) y la Unión de Naciones Suramericanas (unasur); reconocimiento y garantías para la participación política de sectores sociales excluidos a través de la extensión de la consulta previa y la creación del poder popular.

Los puntos de acuerdo y desacuerdo existentes en los acuerdos parciales logrados por las partes constituyen evidencias tanto del esfuerzo hecho por llegar a consensos que permitan alcanzar un acuerdo final como de la persistencia de aspectos conflictivos que por décadas han buscado dirimirse en una cruenta confrontación.

Mientras que estas salvedades son reconocidas y difundidas por las FARC como puntos no acordados de la agenda que deben reto-marse en algún momento de la negociación, el Gobierno Nacional no acepta su existencia, ya que considera que están por fuera de la agenda y, por tanto, son aspectos inamovibles desligados del proceso de La Habana. Más allá del anterior debate, la persistencia de dichos puntos de desacuerdo evidencia un conflicto entre el modelo de desarrollo territorial pretendido por el Gobierno Nacional y el impulsado por las FARC. Así, el gobierno de Juan Manuel Santos ha insistido reite-rativamente en que ni el modelo de desarrollo ni los asuntos políticos del país están en discusión (De la Calle, 2012), por considerarlos en la práctica fuera de discusión en las conversaciones, mientras que la insurgencia concibe la revisión del modelo económico neoliberal como parte integrante de las conversaciones, al estar esencialmente ligado al problema de la tierra en Colombia.

Las partes en conversación impulsan modelos económicos diferenciados, así como modelos de desarrollo territorial que se encuentran en conflicto, confrontación que se hace manifiesta en el proceso de diálogo con la existencia de los desacuerdos descritos. Estas perspectivas contrapuestas del territorio se hacen perceptibles particularmente en los acuerdos y salvedades relacionados con la

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Política de Desarrollo Agrario Integral, ya que, si bien para las FARC esta pasa por la redefinición del modelo de desarrollo, para el gobierno este no está en debate: el modelo de desarrollo territorial defendido se sustenta necesariamente en la continuidad del modelo neoliberal, mientras que para las FARC es indispensable replantearlo, de cara a generar condiciones reales para el cumplimiento de lo acordado.

La confrontación entre un proyecto territorial minero y uno fundamentalmente campesino evidenciada en Cajamarca no escapa a lo que se trata en la Mesa de Conversaciones de La Habana, ya que este caso también es expresión de dicho conflicto: mientras que para las FARC está en discusión el uso de la tierra y los conflictos asociados al mismo, lo que incluye el tema de los proyecto mineros a gran escala, para el Gobierno Nacional este tema se encuentra fuera de debate y defiende su impulso a la gran minería aun por encima del proceso de diálogo y negociación.

Los acuerdos y salvedades existentes en el primer punto de la agenda constituyen entonces indicadores de las limitaciones del proceso de paz actual, las cuales dan cuenta del carácter relativo de los acuerdos logrados, ya que, si bien hay avances, no se ha llegado a un acuerdo en lo que toca a un único modelo de desarrollo territorial, de modo que dichas concepciones divergentes del territorio seguirán manifestándose tanto en el proceso de diálogo como en la eventual ejecución de lo pactado, de lograrse un acuerdo final entre las partes.

Las salvedades constituyen, pues, indicadores de que, como lo reconoce la Delegación de Paz de las FARC (2013, p. 1), «en la mesa se enfrentan dos visiones tratando de encontrar puntos de coinci-dencia; una enmarcada en el enfoque neoliberal frente al desarrollo del país, en cabeza del Gobierno Nacional; y otra, que se manifiesta en favor de “una reforma agraria rural integral, por la justicia social y la democracia en función de paz con soberanía”».

La distancia existente entre las partes no implica que sea impo-sible la firma de un acuerdo final, pero sí da cuenta de las dificultades futuras del proceso, tanto en la continuidad de su fase de negociación como en su posterior ejecución. Esto ocurre porque su punto de partida no contempla un acuerdo concerniente a un modelo de desarrollo en particular, ya que las partes mantienen posturas divergentes al respecto.

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De La Colosa a La Habana: conflicto por la producción del territorio en Colombia

Y aunque el presente capítulo no pretende desconocer la im-portancia de un eventual acuerdo –que de lograrse constituiría un importante avance de cara a resolver las manifestaciones directas de la violencia que han caracterizado el conflicto colombiano, así como algunas de las causas de su surgimiento,–, sí se propone reconocer que, no obstante se logre un acuerdo, se mantienen elementos con-flictivos entre las partes en lo que se refiere a modelos de desarrollo territorial, lo que seguramente se traducirá en confrontaciones, incluso posteriores a la firma del acuerdo.

Conclusiones

El caso de La Colosa y los acuerdos y salvedades de la Mesa de Conversaciones de La Habana constituyen escenarios en los que se manifiesta el carácter conflictivo que tiene la producción del territorio en Colombia. Tanto en la escala local como en la nacional, existen diferencias sustanciales en los modelos de desarrollo territorial en función de los cuales se apropia el espacio geográfico.

Cajamarca hace manifiesta la existencia de un conflicto terri-torial en el que se enfrentan los sujetos sociales en función de la construcción de un modelo de desarrollo territorial sustentado en la agricultura o en favor de un modelo donde la minería a cielo abierto constituya su fundamento. Para la efectiva realización de cualquiera de estos, los actores requieren necesariamente de la apropiación del espacio geográfico del municipio y de la región, haciéndolo su territorio. En dicho proceso de producción del territorio los actores ejercen su territorialidad para apropiar el espacio geográfico tanto física como inmaterialmente y para garantizar no solo la ocupación del mismo, sino la identificación de sus habitantes con su respectivo proyecto territorial y la posibilidad de construir representaciones colectivas del territorio afines a sus perspectivas.

Los sujetos sociales ejercen dicha territorialidad a través de meca-nismos como la adquisición de derechos de apropiación y compra de tierras; la construcción de infraestructura relacionada con su proyecto territorial; el empleo de medios coactivos de control sobre el territorio; la división, cooptación y ruptura de los ámbitos de comunidad exis-tentes en Cajamarca; el desarrollo de proyectos y programas sociales; la

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construcción y posicionamiento de sendos discursos sobre la actividad minera, la organización y la movilización social; la comunicación cons-tante con los habitantes del municipio; y la articulación con otros sujetos sociales que compartan su respectivo proyecto territorial.

Es importante recalcar que la disputa por la producción del terri-torio en La Colosa se ha ampliado significativamente y ha rebasado el ámbito municipal, dado que la AngloGold Ashanti pretende construir en el municipio de Piedras (Tolima) los diques de cola o depósitos del lodo resultantes de la separación del oro y la roca en Cajamarca, de modo que La Colosa se ha transformado en la práctica en un proyecto regional. Esto desencadenó un trascendental movimiento de oposición al proyecto minero, el cual encabezó la realización de una consulta popular en Piedras, el día 29 de julio de 2014, en la cual el 99% de los votantes manifestaron su inconformidad con que parte del proceso de producción minera se realice en su jurisdicción. El conflicto por la producción territorial representado por el proyecto La Colosa en el departamento del Tolima sigue entonces abierto, y seguramente se seguirá escuchando mucho más sobre este los meses y años venideros.

En la Mesa de Conversaciones de La Habana, los acuerdos y des-acuerdos existentes evidencian la persistencia de un conflicto esencial entre las partes, el cual se mantiene, aun cuando se llegue a concretar un acuerdo final que ratifique los pactos parciales logrados en cada uno de los puntos de la agenda de diálogo. Dicho conflicto está ligado a la persistencia de cuando menos dos perspectivas acerca de hacia dónde debe dirigirse el campo colombiano, evidenciadas en las diferencias sustanciales que existen entre la partes en lo que respecta al modelo económico que soportará el modelo de Desarrollo Agrario Integral acordado, a la importancia de la erradicación del latifundio improductivo en dicho escenario y al papel que las economías extractivas jugarían en una eventual implementación de este acuerdo. Como ilustra el caso de La Colosa, el lugar que la minería jugaría en la Colombia rural es uno de los asuntos principales en los que las partes se distancian, por lo menos en lo relacionado con el primer punto de la negociación.

La existencia de dichos aspectos sin concertar da cuenta de la per-sistencia de las diferencias sustanciales entre los modelos de desarrollo

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territorial propuestos y defendidos de uno y otro lado, de modo que el acuerdo parcial referido no implica un único modelo de territorio defendido por las partes, y aun cuando este se llegara a implementar, el conflicto permanecería, pues el proceso de diálogo es solo uno de los hitos en la búsqueda de un entendimiento entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP y no su momento culmen. A esto se suma que, como se mencionó, en lo relativo a la participación política, segundo punto de la agenda, también existen importantes divergencias, ligadas no solo al desarrollo rural, sino al modelo político que soportaría las transfor-maciones viabilizadas por un eventual acuerdo final.

Y si bien el presente artículo abordó los dos casos presentados, abundan conflictos territoriales similares a lo largo y ancho del territorio nacional. En cualquier escenario, será la correlación de fuerzas existente entre las partes la que determine en función de cuál de los modelos de desarrollo territorial será apropiado determinado espacio geográfico y, de esta forma, cuál de ellos será viabilizado.

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Limitaciones y delimitaciones de los páramos en una Colombia posacuerdo

Emerson A. Buitrago

Universidad Nacional de Colombia, Instituto de Investigación de Recursos Biológicos

Alexander von Humboldt

En las últimas décadas hemos sido testigos de un aumento progresivo del interés por los páramos del país, bien sea por ser ecosistemas estratégicos para la producción y conservación del agua, principalmente para las ciudades grandes y medianas, o por los yacimientos de minerales que se encuentran localizados en su subsuelo o en zonas aledañas. Este interés se ha manifestado en varias acciones que buscan apropiarse tanto física como jurídicamente de estos ecosistemas y sus recursos, muchas de ellas aparentemente contradictorias, como lo son la entrega de títulos mineros en zona de páramo o la prohibición de cualquier tipo de actividad minera y agropecuaria en este ecosistema, entre otras. Sin embargo, aunque el debate sobre los páramos pareciera ser reciente, lo cierto es que la historia de acciones del Estado en relación con estos es más an-tigua, ha respondido a distintas visiones sobre tales territorios y, por tanto, a la promoción y construcción de distintas territorialidades, en muchos casos en tensión con los habitantes de la alta montaña.

En el centro del actual debate sobre los páramos se encuentran dos temas opuestos: el del agua y el de la minería. Se podría decir que estos son los ejes articuladores de los «nuevos» intereses puestos en los páramos: hasta dónde se pueden explotar y hasta dónde conser-

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Emerson A. Buitrago

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varlos para proteger el recurso hídrico. Pero, como se desarrollará más adelante, esta misma dicotomía ha hecho que se pierdan de vista otros conflictos y tensiones históricas que han existido y existen en los páramos. La alta montaña también ha sido escenario de mono-cultivos, como la papa y la cebolla, y, de igual forma, de colonización y fuertes conflictos por la tierra, todos ellos relacionados, sin duda, con el conflicto armado colombiano, directa o indirectamente. Esta miopía con el tema ha provocado la sensación de que, al querer dar soluciones rápidas y a la ligera al conflicto entre agua y minería, se acentúan otros ya existentes. Tener una mirada más compleja sobre los páramos se vuelve entonces fundamental en un escenario de posacuerdo, ya que estos ecosistemas son claves tanto para las víctimas y actores del conflicto como para la construcción de un «desarrollo» futuro del país.

Mostrar esta relación entre los páramos y los escenarios de posacuerdo es el objetivo principal del presente texto. Así, en primer lugar, se tratará de dar una visión de las actuales políticas nacionales sobre páramos, teniendo en cuenta su devenir histórico y la relación entre conflicto armado y páramos. Para esto se hará primero una contextualización de este ecosistema en un abordaje que resalta la diversidad de visiones y sus implicaciones, así como las que trae ver los páramos como escenarios directos e indirectos del conflicto. En segundo término, se bosquejan «posibles escenarios futuros» a través del análisis de los impactos probables de los acuerdos de paz en el tema ambiental, unidos a los impactos concretos que están generando dichas decisiones.

Se tendrá como caso específico el Complejo de Páramos Juris-dicciones, Santurbán, Berlín (cpjsb). Santurbán, como es conocido, marcó un antes y un después en la discusión sobre los páramos en Colombia. Este complejo de páramos, donde se pretendía y, al parecer, aún se pretende realizar explotación minera a gran escala, ocasionó movilizaciones y protestas, especialmente en la ciudad de Bucaramanga, ubicada en las faldas del páramo (Buitrago, 2012). Las movilizaciones, la defensa del agua y el no rotundo de la sociedad bumanguesa al proyecto hicieron que Santurbán se convirtiera en el «florero de Llorente» del actual debate sobre los páramos. Por

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Limitaciones y delimitaciones de los páramos en una Colombia posacuerdo

lo mismo, Santurbán se volvió prioridad como el primero en ser delimitado y poseer cartografía 1:25.000 y, en últimas, como el conejillo de Indias del gobierno del presidente Juan Manuel Santos en el tema, en especial frente a los conflictos sociales suscitados dentro del complejo cpjsb. Pero, además, este páramo posee otras características que podrían enriquecer la visión de los conflictos ambientales asociados a estos territorios. Santurbán es uno de los mayores páramos del país, tanto en población como en permanencia de esta a lo largo del tiempo. Vetas, municipio con casco urbano situado en este páramo, fue fundado en 1555 e incluso es posible que fuera habitado en tiempos prehispánicos. Además, una de las principales actividades históricas de sustento de sus habitantes es la minería de oro a pequeña escala (Abello, 2013; Osejo, Buitrago y Sáenz, 2014; Buitrago, 2014).

Más que un ecosistema: transformaciones

en las visiones y prácticas en páramos

Si bien una revisión exhaustiva de las visiones históricas sobre los páramos requeriría artículos, ponencias y consultorías (Molano, 1995; González y Valencia, 2011; Abello, 2013; Osejo, Buitrago y Sáenz, 2014), es pertinente mencionar, así sea someramente, las transformaciones históricas de las visiones sobre los páramos y sus prácticas. Esto con el objetivo de hacer visible que los discursos y las acciones dominantes sobre estos territorios han configurado tanto el escenario jurídico como el conflicto ambiental actual, y para señalar además su vínculo con procesos globales.

Reconocer los páramos como escenarios históricos y sociales es un gran avance que refleja el reciente interés de las ciencias sociales por pensar esos territorios. La mayoría de estos trabajos no sobrepasan las últimas dos décadas y tratan de hacer una revisión histórica de las visiones sobre los páramos (Ospina y Tocancipá, 2000). Aunque ellos contienen una propuesta lineal sobre tales visiones, su primer gran resultado, que podría parecer obvio, es mostrar que estas visiones y sus consecuentes acciones no han sido las mismas en el pasado ni homogéneas en el presente. Pueblos indígenas, campesinos, colonos, científicos, exploradores, funcionarios estatales, empresarios y un largo

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etcétera han tenido visiones distintas y en muchos casos encontradas. Los páramos han sido vistos como lugares sagrados, como lugares de terror y de muerte, como objetos de estudio y de interés científico, como fronteras agrícolas altamente productivas –objeto de la Revolución Verde– y como reguladores hídricos, áreas de protección, áreas de contemplación y recreación pasiva, entre otras.

Más allá de estas visiones, tan variadas y numerosas, existe una genealogía del pensamiento dominante sobre los páramos que los liga a la construcción del país y a la necesidad de conocer y ordenar el territorio. Así cobra interés para la ciencia este ecosistema. Esto se ve inicialmente en las expediciones botánicas de finales de la Co-lonia y en la Comisión Coreográfica y, luego, en las investigaciones iniciales realizadas por geólogos y biólogos y, posteriormente, por profesionales de otras áreas del conocimiento (Osejo, Buitrago y Sáenz, 2014). Así, poco a poco los páramos se han ido convirtiendo en objeto de investigaciones científicas, en un principio marginales y luego especializadas, como señalan Ospina y Tocancipá: «La alta montaña ha atraído la atención de geólogos, biólogos y, últimamente, ecólogos e instituciones ambientales interesadas en conocer y clasi-ficar la naturaleza física excepcional del páramo, con características y condiciones objetivas únicas sobre el planeta, hoy amenazadas por la presión humana» (2000, p. 187; énfasis agregado).

Vale la pena revisar dos conceptos que usan estos autores: co-nocer y clasificar, propios de la ciencia positivista, en una postura que Escobar llama realismo epistemológico. Este supone ver la naturaleza como ámbito epistemológico diferente y asume la correspondencia entre conocimiento y realidad (Escobar, 2010). Otro concepto clave que entra a jugar en esta dupla es el de definir, entendido como el ejercicio de fijar con claridad, exactitud y precisión qué es algo o alguien, lo que para las ciencias positivas implica necesariamente, primero, establecer características y, segundo, establecer límites. Para el caso, los páramos se empezaron a definir de manera sistemática a partir de una serie de características físicas del ambiente, como altitud, humedad y vegetación (Ospina y Tocancipá, 2000).

Esta visión objetiva de la naturaleza la convierte en objeto del accionar humano. Así, el conocimiento, la definición y la clasificación

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de la naturaleza tienen un fin estrechamente ligado a las nociones de recurso y, posteriormente, de servicio. Se estudia y se conoce los suelos y el subsuelo de los páramos, la flora y la fauna, a la par con los intereses productivos enfocados en estos territorios: agricultura, minerales, recurso hídrico y ecosistemas estratégicos.

Pero definir también implica limitar. En este ámbito, Colombia ha profundizado mucho más que los países vecinos, que también poseen páramos. Para 2007, la extensión de los páramos reconocidos estaba un poco más allá del millón de hectáreas (Morales et al., 2007); sin embargo, en 2010, con la elaboración de una cartografía en una escala más precisa, el país casi duplicó la extensión de sus páramos hasta 2.906.137 hectáreas (Sarmiento, Cadena, Sarmiento, Zapata y León, 2014). Estas hectáreas de páramos, además, cuentan con un sistema riguroso de clasificación en 140 unidades discretas clasificadas en 5 sectores, 17 distritos y 36 complejos, sin contar las clasificaciones propias de cada una de las vertientes de cada complejo (Sarmiento et al., 2014). Tal sistema de clasificación no tiene parangón en los demás países paramunos. Todo esto teniendo como base el desarrollo de metodologías para el establecimiento de un límite al ecosistema que mezclan varias herramientas científicas, como la de transeptos de especies vegetales o la revisión de fotografías satelitales, entre otras (Sarmiento y Ungar, 2014).

Como queda claro, la visión dominante sobre páramos proviene de la biología y las ciencias geológicas. Esta visión, además, se ha vin-culado con decisiones políticas influidas por un contexto global. Así, los criterios científicos se han convertido en la base y la justificación de la toma de decisiones en relación con estos territorios, como se desarrollará más adelante. Sin embargo, es necesario mencionar el cambio de paradigma que se está dando en este ámbito, con nuevos enfoques de la ecología que están transformando paulatinamente esta relación desde hace ya varias décadas. Se podría decir que la relación entre las ciencias (biológicas) de la conservación y las llamadas ciencias sociales empieza en la década de 1980, con el desarrollo de la idea de biodiversidad manejada en las políticas globales (Ungar y Osejo, 2015). A medida que la conservación de la naturaleza se fue convirtiendo en un tema político, se fue haciendo cada vez más evidente la necesidad

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de incorporar los enfoques de las ciencias sociales. De esto no estuvo exento el debate sobre los páramos, en el cual cada día los enfoques y apreciaciones de las ciencias sociales poseen mayor relevancia. Ejemplo claro de ello es la Guía divulgativa sobre criterios para la delimitación de páramos en Colombia de Rivera y Rodríguez (2011), donde el componente sociocultural cobra importancia. Sin embargo, el vínculo entre ciencias biológicas y decisiones políticas tiene larga trayectoria y sigue siendo marcando el discurso sobre estos territorios.

Políticas y discursos en el siglo xxi

Si bien a lo largo del siglo xx los páramos han sido objeto de leyes y políticas nacionales, como la entrega de tierras de páramo como parte de la Reforma Agraria intentada a finales de la década de 1960 y la subsiguiente promoción de siembra de papa en páramo por la Caja Agraria, la reciente política nacional frente a este ecosistema dio un giro radical (Cubillos, 2011), donde el páramo ya no es una zona de expansión de la frontera agrícola, sino el «productor de agua del país» y una zona de gran importancia para la conservación. Para el caso, me centraré principalmente en el marco jurídico emanado de la Constitución Política de 1991, como contexto del actual debate sobre los páramos.

La Constitución vigente reconoce el derecho a un ambiente sano y exige, por tanto, la protección del mismo por parte del Estado. Este reconocimiento amplio sería uno de los pilares de todas las figuras de protección de los páramos. Para 1993 se decreta la Ley 99, conocida como Ley General Ambiental de Colombia, la cual crea el Sistema Nacional Ambiental (SINA), constituido como el conjunto de orienta-ciones, normas, actividades, recursos, programas e instituciones que permiten la puesta en marcha de los principios generales ambientales orientados hacia el desarrollo sostenible. Por ello, es un paso en la sistematización de la esfera ambiental del Estado. Esta ley también es importante porque crea los institutos científicos que apoyan su labor1 y, además, porque reconoce el apoyo investigativo de centros

1 A saber: Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (ideam), Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras «José Benito Vives

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de estudios ambientales de universidades públicas y privadas, y da gran relevancia al Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad de la Amazonia.

Esta misma Ley 99 menciona las áreas de páramos, subpáramos, nacimientos de agua y zonas de recarga de acuíferos como objeto de protección especial. Nótese que la protección especial de los páramos está relacionada directamente con su importancia hídrica, al estar dentro de la misma categorización que los nacimientos de agua y las zonas de recarga. Por último, esta misma ley define las funciones del Ministerio del Medio Ambiente, crea las corporaciones autónomas regionales y ordena la jerarquía ambiental nacional. Este mismo sentido será complementado por la Ley 373 de 1997 que decreta el programa para el uso eficiente y ahorro del agua, que precisa que «las zonas de páramos, bosques de niebla y áreas de influencia de nacimientos de acuíferos y de estrellas fluviales deberán ser adquiridas con carácter prioritario por las entidades ambientales de la jurisdicción correspondiente».

Otra figura de protección hídrica es el Decreto 179 de 2002, el cual reglamenta los Planes de Ordenación y Manejo de Cuencas Hidrográficas (pomca) y determina el carácter especial de páramos, subpáramos, nacimientos de agua y zonas de recarga de acuíferos, consideradas áreas de especial importancia ecológica para la con-servación, preservación y recuperación de los recursos naturales renovables. En relación con el proceso de diagnóstico, que incluye la delimitación y caracterización ambiental de la cuenca hidrográfica, sugiere considerar especialmente las zonas de páramo. En el mismo sentido, la Política Nacional para la Gestión Integral del Recurso Hí-drico (pngirh) decretada en 2010 también reconoce la importancia estratégica de estos ecosistemas.

En un ámbito cercano, las figuras de protección y su legislación son claves para estos ecosistemas. La figura máxima de protección en el país es la de los Parques Naturales Nacionales (PNN), los cuales existen desde la década de 1960, cuando se declara como PNN la Cueva de los

de Andreis» (invemar), Instituto de Investigación en Recursos Biológicos «Alexander von Humboldt», Instituto Amazónicos de Investigaciones Científicas «sinchi» e Instituto de Investigaciones Ambientales del Pacífico «John von Neumann».

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Guácharos, mediante Decreto 2631 de 9 de noviembre. Inicialmente este parque contaba con una pequeña área de 700 hectáreas, pero en 1975 fue ampliada a 9.000 ha y se incluyó, dentro de estas, zonas de páramo. La relación entre páramo y parques es bastante estrecha. De los cinco primeros PNN declarados, cuatro poseen área en páramo (Cueva de los Guácharos, Sierra Nevada de Santa Marta, Farallones de Cali y Puracé). Actualmente, 971.159.787 hectáreas, que corresponden al 33,41% del total del área en páramo del país, se encuentran en zonas de Parques Naturales Nacionales. Complejos de páramos enteros, como Farallones de Cali, Yariguíes, Paramillo y Tamá, se encuentran en su totalidad dentro de algún PNN. Esto sin contar las áreas protegidas por otras figuras de ordenamiento y protección, como los Distritos de Manejo Integrado (DMI), los Parques Naturales Regionales (PNR), las Zonas de Reservas Protectoras (ZRP), Distritos de Conservación de Suelos (DCS), entre otras.

Estas declaratorias no siempre estuvieron exentas de conflictividad. En el caso concreto de Santurbán, no existe la figura de un PNN, pero sí existen tres Parques Naturales Regionales: Sisavita, Salazar de las Palmas y Santurbán, y un Distrito de Manejo Integrado: Berlín. La mayoría de estas figuras causaron polémica al momento de su decla-ración. De todas, la más reciente, el PNR de Santurbán, ha sido sin duda la que más conflictos ha levantado, ya que fue declarada dentro de la coyuntura de las movilizaciones en contra de la gran minería en este complejo. Pero el DMI de Berlín también ha hecho que el gremio de cebolleros se levante en contra y proteste por las medidas impuestas.

Más recientemente, en el año 2010, el Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial (mavdt) promulgó el Decreto 2372 para reglamentar el Sistema Nacional de Áreas Protegidas (sinap), al que coordina la Unidad Administrativa Especial del Sistema de Parques Nacionales Naturales (uaespn) y que aglutina tanto los PNN como las demás áreas protegidas.

Específicamente, frente a los páramos, el Ministerio del Medio Ambiente (MMA) formuló en el 2002 el «Programa para el manejo sostenible y restauración de ecosistemas de alta montaña colombiana: páramos», cuyo objetivo principal consistió en orientar la gestión ambiental nacional, regional y local en ecosistemas de páramos, y ade-

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lantar acciones para su manejo sostenible y restauración. Así mismo, el MMA expidió la Resolución 769 del 5 de agosto de 2002, que daba un año a las autoridades ambientales para elaborar los Estudios sobre el Estado Actual de Páramos (EAAP) en su jurisdicción, sustento de la formulación del Plan de Manejo Ambiental (PMA). La formulación del PMA debe incluir definición de objetivos de manejo, estrategias, programas, proyectos y acciones enfocados a la protección, conser-vación, uso sostenible y restauración de los páramos, y las estrategias de gestión comunitaria e institucional, una estrategia financiera y un esquema de evaluación y seguimiento de la ejecución del Plan (Osejo y Buitrago, 2014).

En relación con la minería, la legislación que la vincula direc-tamente con los páramos es reciente. En el año 2010, la Ley 1382 mo-dificó el Código de Minas de 2001 e incluyó como zonas excluibles los ecosistemas de páramo y los humedales designados dentro de la lista de importancia internacional de la Convención sobre los Hume-dales o Convención Ramsar. Si bien, el anterior Código de Minas ya incluía áreas excluyentes de minería, en esta ley se hacía específica la mención de los páramos y se determinó que, para que esta disposición cumpliera su efecto, la autoridad ambiental debía delimitar los eco-sistemas con base en estudios técnicos, sociales y ambientales y que la base cartográfica sería aquella aportada por el Instituto Humboldt. Este código fue declarado inexequible por la Corte Constitucional en la Sentencia C-366 de 11 de mayo de 2011, por lo que quedó vigente el Código Minero de 2001. Esta Corte determinó que la sentencia tendría efecto hasta después de dos años, en los cuales se esperaba que el Congreso tramitara un nuevo proyecto de ley.

Sin embargo, la idea de prohibir cualquier actividad minera en los páramos siguió vigente en el Plan Nacional de Desarrollo 2010-2014 (Ley 1450 de 16 de junio de 2011) que reiteró la prohibición de las actividades mineras en estos ecosistemas y, además, incluyó la prohi-bición a las actividades agropecuarias, de exploración o explotación de hidrocarburos, y de construcción de refinerías de hidrocarburos.

Como se puede observar, la mayoría de leyes resaltan la impor-tancia de los páramos en cuanto prestadores de servicios hídricos y casi todas las primeras leyes los incluían dentro de una gama de áreas

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naturales de gran importancia, por constituir nacimientos de aguas y ser zonas de recarga de acuíferos y estrellas fluviales. Por otro lado, a partir de 2010 el tema de la minería en páramo se vuelve clave en la legislación, al confrontar y en muchos casos reforzar lo que ya se había dicho previamente acerca de su importancia hídrica, tratando así de producir respuestas que riñeran con lo anterior.

Es claro que la idea de delimitar los ecosistemas de páramo ha estado ligada al interés minero. Esta medida puede ser entendida como un intento de brindar mayor claridad tanto a las autoridades ambientales como a las empresas mineras sobre las áreas explotables y de silenciar a los ambientalistas, al facilitar así, sin tener en cuenta las complejidades, el establecimiento de los mínimos intocables que supuestamente garantizan la oferta hídrica. Sin embargo, pareciera que el gobierno nacional olvidó que los páramos han estado habitados desde incluso antes de la conquista española, donde además existen pueblos de más de mil habitantes (como Vetas, en Santander), pro-veedores de alimentos como papa, leche y cebolla. También olvidó que, décadas atrás, el mismo Instituto Colombino de la Reforma Agraria (incora) ubicó y tituló tierras a familias en zonas de páramo como parte de un proceso de «reforma agraria» y que las presiones del conflicto armado han corrido la frontera agrícola al páramo y a la selva amazónica, como escenarios de llegada de los campesinos, ahora colonos, desplazados por el conflicto.

Páramos y conflicto armado: escenarios

de confrontación y transformación

La relación entre páramo y conflicto armado podría no parecer tan obvia. La importancia de este territorio y la manera como las condiciones de la alta montaña configuran el conflicto armado no han sido abordados por la academia. Sin embargo, los páramos vienen siendo escenarios directos e indirectos de la guerra. Lo aquí presentado no es producto de una búsqueda exhaustiva, sino que corresponde más bien a lo hallado en busca de otros temas.

Contrario a lo que parece, como escenarios, los páramos han sido susceptibles a los conflictos bélicos. Por lo menos desde la Conquista, hay registro de ellos como lugares de refugio para indí-

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genas, situación que se prolongó a lo largo de la Colonia. La guerra contra los pijaos tal vez sea el más claro ejemplo de la importancia de controlar estos ecosistemas y de cómo se construyeron fortines de guerra en la alta montaña, principalmente para «pacificar» las rutas que conectaban el occidente con el centro del país (Molano, 1995). La independencia tampoco fue la excepción y es bien conocido en la historia nacional el episodio del Ejército Libertador cruzando el páramo de Pisba, tras lo cual se dio la Batalla del Puente de Boyacá. Otra batalla de la época fue la de Cachirí, en el páramo del mismo nombre dentro del complejo de páramos de Santurbán.

Otra característica clave de dichos ecosistemas es la de ser corredores estratégicos, lo que los vuelve escenarios de control geopolítico. Conectar las ciudades del valle del Cauca y el occidente con Bogotá o la Cordillera Oriental con los Llanos Orientales del país implicaba e implica necesariamente atravesar cordilleras y cruzar páramos. Esta mezcla de condiciones ambientales adversas con su condición de corredores estratégicos, sumada a los intereses económicos a partir del siglo xx, es fundamental para entender su papel en el conflicto armado.

Los páramos, aún hoy, siguen conservando este papel de refugio y de guerra. Estos territorios –especialmente los del sur del país y los de Sumapaz, Picachos y Miraflores en la Cordillera Oriental– han sido claves para la guerrilla de las FARC. En los páramos del Cauca, por ejemplo, ha habido combates, siembra de amapola en sus zonas de amortiguación, amenazas a líderes indígenas y campesinos de resguardos y organizaciones campesinas con injerencia en área de páramo, además de tensiones y conflictos con el Ejército, y el ELN hace presencia en los complejos de páramo del Cocuy y del Perijá, al nororiente del país.

Como respuesta al control político de las guerrillas en estas zonas, además de la necesidad de proteger intereses empresariales, principalmente de multinacionales, desde 2001 se ha constituido un cuerpo del Ejército específico para este ecosistema: los batallones de alta montaña. En la página del Ejército Nacional de Colombia se menciona que estos se encuentran ubicados en alturas supe-riores a 3.000 metros sobre el nivel del mar. El primero de ellos fue

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establecido en 2001 en el páramo de Sumapaz, en áreas de la loca-lidad 10, Sumapaz-Bogotá (Vásquez, 2001). Estos batallones tienen como principal objetivo cortar los corredores estratégicos de las guerrillas. Actualmente existen 10 batallones de alta montaña ac-tivos, ubicados en complejos de páramo como Perijá, Las Hermosas, Chingaza, Sierra Nevada de Santa Marta, Santurbán, Farallones de Cali y Guanacas-Puracé-Coconucos.

Volviendo a Santurbán, el conflicto armado jugó un papel crucial en la historia de las empresas multinacionales en la zona. La empresa canadiense Eco Oro llegó al municipio de California (San-tander) en 1995 con el nombre de Greystar Resources Ltd. A partir de esta fecha realizó extensas actividades de exploración, hasta el año 2000, cuando abandona las exploraciones, debido al secuestro de uno de sus ejecutivos por parte de las FARC, lo cual implicó un cese de actividades y, por tanto, la suspensión de la exploración. Sin embargo, en el estudio realizado por MiningWatch Canadá se menciona que Eco Oro tenía una relación de «convivencia» con esta guerrilla: «En esta época, sí había una comunicación con las FARC […] en estas zonas, no había Estado, eran ellos los que controlaban, aunque en California sí había una estación de policía» (2009, p. 39). Finalmente, el establecimiento de un batallón de alta montaña entre los municipios de Suratá y California permite la entrada nuevamente de la multinacional a la zona. La empresa, además, ha proporcionado apoyo logístico a las operaciones de seguridad en la zona. Al respecto, Frederick Felder, vicepresidente ejecutivo de EcoOro, comenta en una entrevista con El Tiempo: «Encontramos en la región un mejor clima de seguridad, y la instalación del Batallón de Alta Montaña, entre Suratá y California, nos da tranquilidad. Además, contamos con presencia militar en el primer campamento que habilitamos en la vereda de Angostura, en los pueblos hay soldados campesinos y retornó la Policía» (Quintero, 2003).

La política de instalar batallones de alta montaña coincidió con el auge minero en el continente y, como deja entrever el caso de Santurbán, ellos son claves para asegurar la confianza inversionista. Sin embargo, también se han presentado dificultades y conflictos entre habitantes de algunos páramos del país y soldados de los ba-

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tallones. Para el caso del complejo de páramos de los Nevados, en la Cordillera Central, sus pobladores mencionan que el estableci-miento del Batallón de Alta Montaña No. 5 ha afectado al páramo negativamente, por «bombardeos a grupos armados al margen de la ley, construcción de trincheras cubiertas con plásticos dentro del páramo, la reducción de la población de especies animales utilizadas para la alimentación de los soldados y la contaminación por desechos inorgánicos» (Fundación Mellizas, 2014, p. 40).

Páramos (de)limitados: panorama actual

de los complejos de páramo

Como se mencionó, desde el inicio del mandato de Juan Manuel Santos en 2010, la prioridad con los páramos ha sido su delimitación. Este proceso, muy ligado al debate sobre agua y minería, se ha visto reflejado principalmente en tres políticas conectadas: el Plan Nacional de Desarrollo 2010-2014, la Resolución 2090 que delimita el CPJSB y el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018.

El Plan Nacional de Desarrollo (PND) del primer mandato de Juan Manuel Santos (2010-2014) hizo énfasis en el desarrollo del sector minero como uno de sus pilares, si bien desde el gobierno de Álvaro Uribe había adquirido una gran relevancia. El sector minero pasa a ser una de las «cinco locomotoras de crecimiento». Locomotoras definidas, según Sánchez, como los «sectores convocados a liderar el crecimiento y la generación de empleo en el país», y como los más dinámicos de la economía, siendo el minero-energético «uno de los que mayores avances presenta, junto con el de infraestructura y vivienda» (2014, p. 73).

Esta gran relevancia está estrechamente vinculada con el auge minero-energético en América Latina, ligado a la alta demanda de metales por países como China, debido a su proceso de indus-trialización. Esto ha hecho de América Latina la principal región captadora de inversiones mineras (Padilla, citado en Sánchez, 2014). En un discurso que ve el desarrollo extractivista como la forma más rápida de alcanzar el desarrollo –semejante, además, en todos los países de la región, sin importar su ideología política (Göbel, Góngora-Mera y Ulloa, 2014)–, se priorizaron algunos proyectos

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de minería de gran relevancia y tamaño. Entre ellos se encontraban dos que adquirieron interés nacional: el proyecto en La Colosa, de la multinacional Anglo Gold Ashanti, y el proyecto en Angosturas, de la canadiense GreyStar Resources, hoy Eco Oro Minerals Corp., proyectos que poseen títulos mineros en área de páramo: el primero en los complejos de páramo de Chilí-Barragán y Los Nevados (Cuevas, 2014) y el segundo en el páramo de Santurbán. Esta situación hizo que la minería en páramos se convirtiera en un asunto delicado. Otros complejos de páramos con títulos mineros son, por ejemplo: Belmira en Antioquia (González, 2013), Pisba en Boyacá (Moreno, 2012), Guerrero en Cundinamarca (Alzate, 2010), Almorzadero entre Santander y Norte de Santander (Tavera y Bolaños, 2010).

Esta tensión con la minería en páramos hace que el gobierno deba tomar medidas que permitan la conservación de los mismos, con sus servicios ecosistémicos. Como ya se mencionó, en el derogado Código Minero de 2010 se propuso convertir los páramos en zonas excluyentes de minería. Esta idea fue retomada en el actual PND, pero para esto era necesario establecer los límites de los páramos, de tal manera que fuera de estos se pudiera llevar acabo la explotación y dentro de sus límites la conservación.

El artículo 202 del PND 2010-2014 se centra específicamente en dicho ecosistema. En este se menciona que los páramos deberán ser delimitados a escala 1:25.000 junto con los humedales. El encargado de dicho proceso será el Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desa-rrollo Territorial (mavdt) y se hará a través de acto administrativo. De igual forma, las Corporaciones Autónomas Regionales (CAR), las entidades de Desarrollo Sostenible, los grandes centros urbanos y los Establecimientos Públicos Ambientales se encargarán de la zonificación, ordenamiento y determinación del régimen de uso de estos ecosistemas (DNP, 2011, t. 2, cap. 5).

Dicha delimitación implica que en estos ecosistemas no se podrán adelantar actividades agropecuarias ni de exploración o explotación de hidrocarburos y minerales ni la construcción de refinerías de hidrocarburos. Por último, se menciona la cartografía del Atlas de Páramos de Colombia del Instituto Humboldt, elaborada el 2007, como referencia mínima hasta que no se encuentre una cartografía

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más detallada. Si bien el problema principal que presionó a delimitar los páramos estaba asociada a la conservación frente a la minería, se terminó incluyendo actividades agropecuarias con la intención de asegurar la conservación del ecosistema y, por consiguiente, de los servicios ecosistémicos hídricos prestados por este. Sin embargo, da la sensación de que el gobierno no imaginó las consecuencias de dicha acción ni tenía en sus cálculos el impacto que podría generar la prohibición de las actividades agropecuarias en páramo.

Las movilizaciones en contra del proyecto Angosturas en el páramo de Santurbán y la presión de las empresas multinacionales por claridad acerca de las zonas explorables hicieron que este complejo fuera el primero en ser delimitado. Para esto se pidió la elaboración de estudios técnicos a las corporaciones autónomas regionales con jurisdicción en el complejo: a la Corporación Autónoma Regional para la Defensa de la Meseta de Bucaramanga (CDMB) y la Corpo-ración Autónoma Regional de la Frontera Nororiental (corponor). Seguidamente, el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible (MADS) y la CDMB solicitaron un estudio complementario al Ins-tituto Humboldt, con un mayor énfasis a la zona de Soto Norte, es decir, el área correspondiente al departamento de Santander, donde se encuentra la mayor producción agrícola y minera. Estos estudios, además, debían ofrecer posibles escenarios de delimitación trazando para el sector de Soto Norte una probable línea y las consecuencias de tal demarcación. Para esto, el Instituto Humboldt propuso tres escenarios –de alta, de media y de baja restricción– donde se mos-traban sus posibles impactos, conflictos ambientales y actores claves (Sarmiento y Ungar, 2014).

Tras muchas discusiones y prórrogas, el Complejo de Páramos Jurisdicciones, Santurbán, Berlín (cpjsb) fue delimitado mediante Re-solución 2090 de 19 de diciembre de 2014, que representó un abordaje de la problemática de páramos inédito hasta el momento. En primer lugar, se adopta el límite más amplio del páramo propuesto por el Ins-tituto Humboldt, aunque no se tienen en cuenta las recomendaciones ni las sugerencias hechas por este respecto de las implicaciones sociales y ecosistémicas a la hora de delimitar el complejo. El límite del eco-sistema construido con criterios biofísicos se convirtió en el «Área de

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Páramo Potencial» que en la cartografía oficial corresponde a la línea negra que dibuja el contorno del polígono (ver Anexo 1). Sin embargo, dentro de este páramo potencial, el Ministerio entró a declarar tres zonas distintas: un polígono verde, denominado «Área en páramo Jurisdicción Santurbán Berlín»; otro amarillo, denominado «Área de restauración de ecosistema de páramo»; y uno rojo denominado «Área de agricultura sostenible». Para efectos jurídicos y de la ley, cuando se refieren al cpjsb, solo se alude al área del polígono verde.

Al tiempo que no se permite el avance de las actividades agro-pecuarias que se venían desarrollando con anterioridad al 16 de junio de 2011 en esta última área, se deberá iniciar un proceso de sustitución y reconversión de las áreas no permitidas. De igual forma, se prohíbe el desarrollo de actividades mineras dentro del polígono verde, a excepción de aquellas «que cuenten con contratos de con-cesión o títulos mineros, así como la debida licencia ambiental o el instrumento de control y manejo ambiental equivalente, otorgados debidamente antes del 9 de febrero de 2010» (Resolución 2090, p. 8).

Por otro lado, las otras dos categorías de zonificación tendrán como fin ordenar integralmente el territorio, funcionando como zonas amortiguadoras, además de armonizar su ocupación y trans-formación y aportar a la conservación de los elementos biofísicos, valores culturales, servicios ambientales y procesos ecológicos relacionados (Resolución 2090). La diferencia principal entre los polígonos amarillos y rojos –es decir, entre las áreas de restauración de ecosistema de páramo y áreas de agricultura sostenible– es que en esta última deberán adelantarse acciones tendientes a mejorar las prácticas productivas que transformen la producción en agricultura sostenible, pero esta diferenciación parece confusa, además que no aclara del todo cómo se definen dichas áreas.

Esta falta de claridad afecta también a los habitantes del muni-cipio de Vetas. Al respecto, Esther Pérez, funcionaria de la Unidad Municipal de Asistencia Técnica (umata), en una visita realizada en febrero de 2015 comenta: «no entendemos cómo fue hecha la zonificación, [pues] declararon zonas amarillas y rojas donde no hay agricultura y donde sí hay las dejaron en verde». Y hubo deli-mitaciones que tampoco tienen mucha explicación, como dejar la

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laguna de Pajarito, una de las más importantes culturalmente para el municipio, dentro de zona amarilla, decisión que tal vez corres-ponda a los intereses ya sabidos de represar esta laguna con el fin de abastecer con agua la producción minera:

Esto se evidencia en Santurbán con los proyectos de represar algunas lagunas y quebradas cercanas a los proyectos de explotación, en muchos casos sin siquiera consultar con la comunidad previamente, como en el caso del proyecto de represar la Laguna de Pajarito, el cual fue presentado a la comunidad municipal sin siquiera haberse consultado con el dueño del predio de la laguna. Judith Rodríguez, quien es hija del dueño del predio de la laguna de Pajarito. Ella co-mentaba al respecto que en una reunión de socialización de EcoOro, presentaron dicho proyecto de represa y afirmaban que ya habían hablado con su padre, lo cual era mentira (Buitrago, 2012, p. 104).

Esta falta de claridad en las zonificaciones afecta en gran medida al sector cebollero de Berlín. El páramo de Berlín –ubicado en los municipios de Tona (Santander) y Silos y Mutiscua (Norte de Santander) y una de las tres subregiones del cpjsb– es un altiplano a 3.100 msnm atravesado por la carretera nacional, que conecta las ciudades de Bucaramanga y Cúcuta y es la principal vía de comuni-cación entre Colombia y Venezuela. Además, posee varios poblados, el mayor de los cuales es Berlín, con 4100 habitantes, según el Plan de Manejo del DMI de Berlín (CDMB y corponor, 2008). La zona, además, es la segunda mayor productora de cebolla junca del país y se estima que más del 90% de lo producido en el departamento de Santander proviene de este páramo (Buitrago, 2013).

Sin embargo, uno de los puntos más problemáticos de la re-solución es la autorización de actividades mineras en estos tres municipios, con el argumento de su tradición minera. La resolución de delimitación menciona que en los polígonos rojos, es decir, en «las áreas identificadas como áreas de restauración del ecosistema de páramo, ubicadas dentro de los municipios tradicionalmente mi-neros de Vetas, California y Suratá, se podrán autorizar y adelantar actividades mineras, sujetas a las normas mineras y ambientales que rigen la materia» (Resolución 2090, p. 10; énfasis agregados).

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Sin embargo, los estudios realizados sobre la tradición minera en el complejo (Buitrago, 2012) no mencionan la existencia de dicha «tradición» para el municipio de Suratá. Incluso en los habitantes de Vetas causó gran sorpresa la inclusión de este municipio. Por otro lado, el argumento de la tradición minera poco se desarrolla en la ley: no se definen los criterios de lo que se considera tradicional ni se menciona al respecto si solo se permitiría llevar acabo minería de esta forma, falta de claridad que pondría en peligro la misma tradición. La actividad minera existente en los municipios de California y Vetas está asociada a una práctica de al menos 500 años. Esta traición no solo implica un modo de producción (minería artesanal y/o a pe-queña escala2), sino una serie de relaciones sociales que entretejen los sistemas productivos, simbólicos y ontológicos de los habitantes de los municipios de Vetas y California. Con la entrada de las empresas multinacionales, toda esta red de relaciones se ha transformado, ya que estas empresas poseen otras lógicas de producción y consumo y distintas percepciones de la naturaleza y el tiempo.

Todo este proceso de delimitación ha generado movilizaciones, confrontaciones y mesas de conciliación que, en vez de solucionar las tensiones y los conflictos ambientales en la zona, los han aumentado exponencialmente, pues provocan desconfianza y preocupación por el panorama futuro. Sin embargo, Santurbán es solo uno de los 31 complejos de páramos existentes en el país y, por decreto, todos los demás páramos también deberán ser delimitados.

Con la declaración del Plan Nacional de Desarrollo del segundo mandato de Juan Manuel Santos (Resolución 138 de 2015), comienza un nuevo capítulo del proceso de delimitación. Esta vez, el tema de páramos recoge la experiencia de lo sucedido con el Complejo de Páramos Jurisdicciones, Santurbán, Berlín (cpjsb) y, en resumen, convierte en ley nacional lo hecho en este páramo.

Este tema lo desarrolla explícitamente en el artículo 173 sobre «Protección y delimitación de páramos». En primer lugar, reitera la prohibición ya establecida en el anterior PND. Además, convierte

2 La clasificación de minería artesanal y minería a pequeña escala es bastante confusa y ambigua en Colombia. Más al respecto en Quiroga (2012).

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el área de páramo definida por el Instituto Humboldt en Área de referencia, es decir, lo que en la delimitación del complejo CPJSB se llamó Área de páramo potencial. A esto le agrega un nuevo aspecto, y es que el área de referencia que se adopta esté a escala 1:100.000 cuando no exista una a escala 1:25.000. Ello permite una salida rápida y menos rigurosa, si el proceso de elaboración de insumos para la delimitación de los complejos demora más de lo requerido por el Ministerio. Es dentro de esta área donde entra el MADS a delimitar el ecosistema de páramo, lo que permite que, como en Santurbán, áreas que biofísicamente corresponden a páramo queden por fuera de la delimitación del Ministerio.

Otro elemento que retoma la delimitación de cpjsb es la mención explícita de la explotación y exploración de recursos naturales no renovables que cuenten contrato y licencia ambiental o con el ins-trumento de control y manejo ambiental equivalente, anteriores al 9 de febrero de 2010, para las actividades de minería, o con anterio-ridad al 16 de junio de 2011 para las actividades de hidrocarburos. Sin embargo, a diferencia de esta, no se menciona algo semejante al respecto de las actividades agropecuarias.

Respecto del área de referencia que no se incluya en la delimitación del páramo, se menciona que «no estará permitido otorgar nuevos títulos mineros o suscribir nuevos contratos para la exploración y explotación de hidrocarburos, ni el desarrollo de nuevas actividades agropecuarias». Esto ha generado reacciones al nuevo PND, por considerarse un retroceso en el tema de páramos, especialmente al hacer explícito lo ya decidido en la delimitación de Santurbán en relación con el permiso a actividades mineras y de hidrocarburos que cumplan las condiciones establecidas y antecedan las fechas mencionadas (Negrete y Gómez, 2015).

Posibles escenarios futuros

El informe «Consideraciones ambientales para la construcción de una paz territorial estable, duradera y sostenible en Colombia», elaborado por el Sistema de las Naciones Unidas en 2014, analiza los temas ambientalmente críticos de los acuerdos de paz que hasta la fecha se han hecho. Según este, aunque habla de forma general para

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todo el país, existen cuatro grandes problemas a los que hay que poner mucha atención, pues afectan directamente los páramos y van en concordancia con las políticas hasta ahora implementadas para este ecosistema.

En primer lugar, se menciona una preocupación específica por las «Áreas prioritarias para la implementación de las acciones de construcción de la paz». Estas áreas son definidas en una lista ela-borada por la Organización de las Naciones Unidas. Los municipios priorizados serían los principales destinatarios de la inversión que se llevará a cabo (construcción de infraestructura, inversión en desarrollo rural, etc.). Esto implicará una migración poblacional a estas zonas que aumentará la presión sobre la tenencia existente. Además, se señala que el desarrollo de infraestructura sin un adecuado ordenamiento territorial podría generar daños ambientales. Son 47 municipios de prioridad alta en todo el país, de los cuales varios poseen áreas en páramo, especialmente los del sur del país. Complejos como el de Guanacas-Puracé-Coconucos (cpgpc), el del Nevado del Huila-Moras (cpnhm) y el de Las Hermosas (cpher) se verían afectados. Por ello preocupa el aumento de la presión producto tanto del poblamiento de los páramos como de la demanda de los servicios ecosistémicos.

En segundo lugar, se menciona el acuerdo sobre aplicación de una Reforma Rural Integral, que no tocaría a los propietarios actuales, sino que se ejecutaría a través de un «banco de tierras» que tiene dispuesto el gobierno. Al Sistema de las Naciones Unidas le preocupan sobre todo las áreas de reserva forestal, muchas de ellas en páramo, como la reserva forestal nacional central, y algunas áreas de la reserva forestal nacional del Pacífico.

La principal preocupación tiene que ver con la promoción de actividades productivas «distintas de las que su vocación permite», ya que no existe claridad sobre el banco de tierras mencionado por el gobierno. Dicha preocupación podría perfectamente ser trasladada a los ecosistemas de páramo. Esto es entendible, si tenemos en cuenta que departamentos como el Cauca han tenido problemas agrarios y mineros agudos que han repercutido gravemente en los páramos de este departamento. A pesar de que gran parte de los páramos se encuentran en territorios indígenas y estos los definen como lugares

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de origen y, por tanto, territorios sagrados (Pachón, 1996; Vasco, 1997), la presencia de grandes terratenientes ha hecho que los indígenas hayan perdido el acceso a las tierras bajas y se hayan visto obligados al cultivo en zonas de páramo. En palabras de Vasco:

Con la conquista, los guambianos perdieron las tierras del Valle de Pubenza, pero reorganizaron su economía conservando y adecuando la verticalidad […]. La invasión terrateniente les arrebató la tierra del maíz y el trigo, obligándolos a una nueva reestructuración de la verticalidad […]. Pero en ella, habían tenido que comenzar a usar el páramo para la producción económica, introduciendo procesos que llevan a su destrucción y, por lo tanto, a la del agua (1997).

Una reforma rural que no toque la estructura de la tierra, además del panorama de migración presentado por el Sistema de las Naciones Unidas, hace pensar que esta presión recaerá sobre los páramos. Esto acarrearía políticas nacionales encontradas –como ya ha sucedido varias veces con los páramos, según se mencionó previamente– y, en vez de construir escenarios de paz, aumentaría exponencialmente los conflictos ambientales en la zona. La ejecución de los acuerdos de paz ya decididos en La Habana se llevaría a cabo de forma paralela al proceso de delimitación y, sin una articulación entre ambos, ello generaría contradicciones y agravamiento de los conflictos ambientales.

En tercer lugar, preocupa el sector minero-energético. Si bien es claro que en las conversaciones de La Habana este tema no está en discusión, varias de las propuestas y acuerdos logrados podrían verse afectados por la actual política para este sector. Como ya se ha mencionado a lo largo del documento, la industria minera es clave para el gobierno nacional en sus planes de desarrollo. Esta afectaría en general los páramos donde hay en juego intereses mineros, dentro o en sus cercanías, así como los municipios priorizados. El desarrollo del sector minero se considera de utilidad pública e interés social. Esto restringe a las autoridades regionales y locales para excluir de sus territorios dicha actividad y limita por ello su territorialidad.

Por último, y en concordancia con todo lo anterior, preocupa la capacidad de respuesta que tendría la institucionalidad ambiental nacional. La paz implica respuestas rápidas para los proyectos e in-

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versiones a llevar a cabo y para el desarrollo del sector minero. Sin embargo, al contrario de lo que podría pensarse, la institucionalidad ambiental se encuentra cada vez más debilitada. Por un lado, se re-ducen los recursos asignados al Sistema Nacional Ambiental (SINA):

El año 1999 marca el inicio de una segunda etapa, con una re-ducción significativa del presupuesto del SINA que se mantiene hasta el año 2012. En este año, el SINA sólo alcanza un 0,24% del PGN, que representa el 0,06% del PIB, niveles del orden de una tercera parte de los alcanzados por estos dos indicadores en 1998. Los países de la OCDE invierten en gestión pública ambiental entre el 1% y el 2% del PIB (Sistema de las Naciones Unidas, 2014, p. 15)

Por el otro, se reducen los tiempos para la entrega de licencias ambientales: recientemente se aprobó una reforma que acorta el tiempo para los estudios técnicos y científicos de respaldo de li-cencias ambientales para proyectos mineros. Con el fin de facilitar la explotación en el país, se baja la rigurosidad en los estudios. Lo dicho en el PND 2014-2018 sobre los páramos va también en el mismo sentido. Esta presión por permitir la explotación pronta en el país podría hacer que se tomen decisiones que generen aún más conflictos ambientales, como el de Santurbán.

Conclusiones

El extractivismo hoy en día, como ya se señaló, es pensado como la opción más rápida para el desarrollo de los países de la región, incluida Colombia. Estos discursos, como señalan Göbel, Góngora-Mera y Ulloa, «hacen especial hincapié en la reducción de las desigualdades y de la pobreza extrema, pero no contemplan los costos ni los riesgos socioambientales que la extracción produce tanto para la población local, como para las futuras generaciones» (2014, p. 15). La necesidad de desarrollar la industria minera en el país no la cuestiona el gobierno; al contrario, se podría afirmar que cuenta con ella para solventar los costos del posacuerdo. Los páramos en este escenario se han convertido en un tema que ha frenado el desarrollo minero y a esto responde su delimitación. Sin embargo, el proceso de delimitar ha dejado por fuera las condiciones históricas, económicas

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y culturales de los habitantes de estos ecosistemas y ha generado muchos más conflictos que soluciones para las comunidades locales.

Los páramos deben ser vistos más allá de una dicotomía minería/agua, articulados a contextos locales, globales e intereses trasnacio-nales que han configurado una serie de conflictos históricos en ellos y que en muchos casos van más allá de la «conservación/explotación minera». Estos conflictos enfrentan diferentes lógicas de naturaleza y de relación de lo humano con lo no humano, donde incluso los mismos recursos priorizados en los actuales discursos (agua/mine-rales) adquieren valores distintos e históricos. La importancia del reconocimiento de lógicas de distinta naturaleza radica en que la asimetría entre estas conlleva desigualdades entre los diferentes ac-tores relacionados con el páramo y define jerarquías y acceso a bienes sociales relevantes y a recursos de poder (cfr. Braig, Costa y Göbel, en Göbel, Góngora-Mera y Ulloa, 2013), ya se trate de programas de desarrollo, tecnologías de producción, leyes que prohíben y permiten un uso particular del territorio o de volver deshabitado un páramo mediante la legitimidad de un discurso. El no reconocimiento de esta realidad ha generado que las decisiones tomadas respecto del eje minería/conservación aumenten la conflictividad exponencial-mente. Por un lado, desconociendo las visiones de los habitantes, pero también olvidando las consecuencias históricas que han tenido las acciones y políticas que el mismo Estado ha generado. Este es uno de los grandes temores, que ya se ha convertido en realidad para los habitantes de Santurbán, como se mostró.

El panorama actual de los acuerdos de paz procura la ejecución de una reforma rural integral sin tocar la tenencia vigente de la tierra, en un contexto donde se busca reducir la capacidad de acción de la institucionalidad ambiental y dar respuestas rápidas en favor del sector minero. Esto podría repercutir drásticamente en la reducción de las áreas del páramo en el país, en algunos casos, y en otros podría generar un desplazamiento masivo de sus habitantes con leyes que prohíben cualquier uso productivo. La situación se vuelve más preocupante si se tiene en cuenta la historia de acciones frente al páramo, donde las instituciones estatales emiten leyes y acciones contradictorias, y las distintas institucionalidades del Estado realizan acciones sin

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coordinación, con lo cual se genera confusión y conflictividad en los habitantes de estas zonas. Así, el panorama de los páramos se dibuja complejo y lleno de tensiones. Por lo mismo, se esperan respuestas complejas que reconozcan las distintas trayectorias y territorialidades de sus habitantes en contextos nacionales y globales.

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Limitaciones y delimitaciones de los páramos en una Colombia posacuerdo

2003, en relación con el Sistema Nacional de Áreas Protegidas, las categorías de manejo que lo conforman y se dictan otras disposiciones. Diario Oficial, 47757 (1-7-2010).

Decreto 2631 del 9 de noviembre. Por el cual se reserva un el área para un Parque Natural Nacional. Diario Oficial, 30392 (30-11-1960).

Ley 99 de 1993. Por la cual se crea el Ministerio del Medio Ambiente, se reordena el Sector Público encargado de la gestión y conservación del medio ambiente y los recursos naturales renovables, se organiza el Sistema Nacional Ambiental, SINA, y se dictan otras disposiciones. Diario Oficial, 41146 (22-12-1993).

Ley 373 de 1997. Por la cual se establece el programa para el uso eficiente y ahorro del agua. Diario Oficial, 43058 (11-6-1997).

Ley 1382 de 2010. Por la cual se modifica la Ley 685 de 2001 Código de Minas. Diario Oficial, 47618 (9-2-2010).

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Ley 1753 de 2015. Por la cual se expide el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018 «Todos por un nuevo país». Diario Oficial, 49538 (9-6-2015).

Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible. Resolución 2090 de diciembre de 2014. Por la cual se delimita el páramo de Jurisdicciones – Santurbán – Berlín, y se adoptan otras determinaciones. Diario Oficial, 493773 (22-12-2014).

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Anexo 1. Delimitación del Complejo de Páramos

Jurisdicciones, Santurbán, Berlín (cpjsb)

BUCARASICA

VILLA CARO

LOURDES

GRAMALOTES

SALAZAR

ÁBREGO

CÁCHIRA

ARBOLEDAS

SURATÁ

CUCUTILLA

PAMPLONA

MUTISCUA

CALIFORNIA

CHARTA

TONA

SILOS

CÁCOTA

PIEDECUESTA

GESTIÓN INTEGRAL DEL TERRIOTORIO PARA LA CONSERVACIÓN DEL PÁRAMOJURISDICCIONES-SANTURBÁN-BERLÍN

Escala de impresión: 1: 100.000

Fecha de elaboración: Diciembre de 2014

Fuente: Cartografía básica IGAC, escala 1:25.000

Cementerio, Parque cementerio

Construcción

Establecimiento educativo

Hospitales, Clínicas y Centros dte Salud

Hotel

Iglesia

Instalación minería

Centro poblado

HIDROGRAFÍA

Drenaje sencillo

Drenaje doble

Lecho Seco ó Cauce

Isla

Laguna

RELIEVE

Curvas de nivel

Curvas de nivel índice

LÍMITE

Límite municipal

Límite departamental

SISTEMA DE REFERENCIADátum geodésico: Magna - SirgasElipsoide: GRS - 80Coordenadas geográficas: 4° 35' 46, 3215" Latitud 74° 04' 39,0285" LongitudProyección cartográfica: Transversa de MercatorOrigen de la zona: BogotáCoordenadas planas: 1'000.000 Este 1'000.000 Norte

SANTA BÁRBARA

Área destinada para la agricultura sostenible

Área para restauración del ecosistema de páramo

Área de páramo Jurisdicciones - Santurbán

Área de páramo potencial

Vía tipo 1

Vía tipo 2

Vía tipo 3

Vía tipo 4

Vía tipo 5

Vía tipo 6

Vía tipo 7

CONVENCIONES TEMÁTICAS CONSTRUCCIONES CONVENCIONES

TRANSPORTE

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Palma, estado y región en los Llanos colombianos (1960-2015)1

Ingrid Díaz Moreno

Universidad Nacional de Colombia

Ubicada en la amplia cuenta del Orinoco, la región de los Llanos Orientales colombianos ha sido históricamente ganadera (Arias, 2004; García, 2003; Rausch, 1999, 2011). De manera paralela, desde la década de 1960 el estado2 ha desarrollado diversos proyectos para «colonizar» la región con cultivos de palma. Esta historia de larga data ha hecho que actualmente la región concentre la mayor cantidad de hectáreas de palma de aceite en el país (fedepalma, 2014). En este capítulo exploro brevemente la historia de los cultivos de palma en los Llanos, enfocándome en dos momentos específicos: los inicios de la década de 1960, cuando se desarrollan los primeros cultivos comerciales de este producto en el país, y la década del 2000, cuando los cultivos crecieron de manera vertiginosa en la región.

Mi interés es analizar esta historia a la luz de los procesos de formación del estado. Para esto, me sitúo de manera amplia en una

1 Agradezco muy especialmente a Julio Arias Vanegas, quien generosamente me ha compartido bibliografía, ha discutido conmigo algunas de las ideas que aquí presento y revisó y comentó una versión anterior a este texto.

2 Inspirada por varios autores que cuestionan la concepción del estado como un actor, un sujeto o una entidad dada, en adelante usaré la palabra estado en minúscula (ver, por ejemplo, Abrams, 1977; Palacios, 2015).

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Ingrid Díaz Moreno

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literatura de las ciencias sociales que ha señalado que el estado no es un producto acabado, hegemónico y homogéneo, sino un proceso histórico y contextual (Alonso, 1994; Blom y Stepputat, 2001). Propongo analizar cuáles han sido las características específicas de la formación del estado en los Llanos a partir de la historia de los cultivos de palma. Dentro de los múltiples procesos asociados, destacaré la manera en que funcionarios estatales producen ideas de la región, como parte de un proceso de control y dominio del territorio. Estas representaciones, en las que la región aparece de manera sistemática como vacía y marginal, sustentan al tiempo una serie de programas que contribuyeron a la consolidación de la misma como un enclave de monocultivos extensivos de palma. Mi argumento es que las relaciones entre representaciones y prácticas estatales han servido para poner en marcha un proyecto económico capitalista en la región, encabezado e impulsado por el estado. Así, estas representaciones pueden leerse como parte de las acciones de legibilidad estatal (Trouillot, 2001), entendidas como el conjunto de conocimientos y artefactos del conocimiento (mapas, informes, legislaciones) que permiten hacer legibles, conocibles e identificables los territorios y poblaciones a intervenir.

En este proceso, funcionarios estatales que representan la región y al tiempo contribuyen a su transformación material, reproducen también ideas sobre el estado y desarrollan instituciones, programas y legislaciones que hacen parte de su formación. Por ello, al tiempo que se crea discursiva y físicamente la región, se crea discursiva e institucionalmente el estado (Gupta y Ferguson, 2002; Gupta, 2006). Argumento entonces que el estado en los Llanos se ha constituido, en parte, de la mano con la expansión del capital y la consolidación de la industria palmera. Como varios autores han señalado, esto borra las divisiones radicales entre estado y sociedad civil en los procesos de constitución y formación de lo que entendemos como estado (Mitchell, 2006). Al tiempo, este argumento se enmarca en discusiones de teóricos colombianos que señalan que –contrario a nuestra tendencia política y teórica de señalar que el estado ha fallado en ciertas regiones, entre ellas los Llanos, o que algunas carecen de presencia estatal– es necesario preguntarse por cómo

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Palma, estado y región en los Llanos colombianos (1960-2015)

ha funcionado el estado en esos contextos, desde una perspectiva que asuma su presencia diferencial (González, 2014; González y Ocampo, 2006; González, Bolívar y Vázquez, 2002; Ocampo, 2014; Ramírez, 2001). Al final del artículo reflexiono sobre la relación entre región, estado y posconflicto, a la luz de estas propuestas de presencia diferencial del estado.

Palma para dominar tierras marginales e incultas

Las explotaciones comerciales de la palma de aceite (Elaeis guineensis) pueden rastrearse hasta las primeras décadas del siglo XX, cuando gobiernos europeos impulsaron el cultivo comercial y la explotación de algunas plantas silvestres en colonias africanas y asiáticas, particularmente en Nigeria, Liberia, Congo Belga, Malasia y Sumatra (Ospina y Ochoa, 1998). Los centros de investigación allí desarrollados contribuyeron a mejorar la productividad de la semilla con «sistemas modernos de mejoramiento genético», aumentaron su capacidad de producir aceite y redujeron el tiempo de producción. Estas semillas empezaron a ser exportadas a otras regiones del mundo, entre ellas Colombia y el lejano Oriente (Aragón, 1975).

Las primeras palmas llegaron a Colombia con el botánico belga Florentino Claes, quien desarrolló una plantación experimental en Palmira, en 1932 (Escobar, 2010), pero fue solo después de la mitad del siglo XX cuando empezó a desarrollarse como cultivo comercial3. Este proceso de comercialización se dio en relación con dos políticas estatales: la sustitución de importaciones y la Reforma Agraria. En 1953, el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla impulsó dos políticas para el sector agropecuario del país: modernizar la agricultura y colonizar las zonas alejadas de la nación. Con ello, el gobierno buscaba promover la industria nacional y desestimular la dependencia del país de las importaciones. Uno de los sectores en los que concentró esfuerzos fue el de las oleaginosas, en respuesta a una crisis nacional en la producción de grasas y aceites entre los

3 La excepción fue una plantación de 172 hectáreas desarrollada hacia 1945 en el Magdalena, propiedad de la United Fruit Company (Ferrand, 1959; Aragón, 1975).

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Ingrid Díaz Moreno

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años sesenta y setenta. En un documento del Instituto de Fomento Algodonero (IFA), se señala:

Como bien es sabido, el país viene teniendo desde hace varios años un alto déficit anual en producción de materias primas vegetales para la obtención de grasas. Se calcula que nuestro consumo actual de aceite por año es superior a las 65.000 toneladas, superando nuestra producción en unas 40.000 toneladas; este déficit viene equilibrando con la importación de compra y esta le cuesta al país más de 100 millones de pesos por concepto de divisas, anualmente (1960, s.p.).

Respondiendo a este contexto de desabastecimiento en la producción nacional de aceites y a la consecuente dependencia de las importaciones, el gobierno decidió emprender una campaña de fomento de cultivos oleaginosos, y encargó tal labor al IFA. Entre 1958 y 1959 se desarrolla una de las investigaciones más importantes de la época sobre este sector, realizada por Maurice Ferrand, experto enviado al país por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) que tenía experiencia en el centro francés de investigación en oleaginosas Institut de Recherche pour Les Huiles et Oleagineux (IRHO). La investigación y el apoyo técnico de Ferrand (1959) incluía gran variedad de materiales: ajonjolí, maní, soya, girasol, cártamo, e investigaciones en palma, cocotero y oleaginosas locales (IFA, 1962). Sin embargo, en su informe final el investigador resaltó que la palma de aceite era el cultivo óptimo para aumentar la producción de aceites, pues es la «reina de las oleaginosas» (Ferrand, 1959, p. 4). La palma era, según el experto, la planta más conveniente para desarrollarse en climas húmedos y tropicales, como ciertas zonas del territorio nacional, y tenía niveles de productividad altos para superar los déficits nacionales.

En 1959, el gobierno nacional propuso el Programa de Fomento de Cultivos Oleaginosos (PFCO), en el que se planteó que la investi-gación y el fomento serían financiados con recursos propios, a través del Ministerio de Agricultura, mientras que el establecimiento de los cultivos sería costeado por los agricultores. La financiación estatal se desarrolló a través de créditos, exenciones de impuestos y una

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Palma, estado y región en los Llanos colombianos (1960-2015)

política nacional de control de precios4. La legislación ha operado en los procesos de construcción del estado como el mecanismo a través del cual se concretan proyectos espaciales y del desarrollo. El Programa promovía tres mecanismos para fomentar los cultivos: compañías, distritos de palma y colonizaciones (IFA, 1962), el primero y el último inspirados en el informe de Ferrand (1959). Las compañías consistían en grandes plantaciones industriales que serían manejadas por empresarios («capitalistas», en palabras del francés), quienes poseían los medios técnicos y financieros para que la plantación alcanzara rápidamente grandes superficies. El gobierno debía pro-curar que cada plantación tuviera al menos 1.000 hectáreas, pues, según Ferrand, la gran plantación era el mecanismo más efectivo y adecuado para explotar las potencialidades de la palma de aceite (1959; IFA, 1962). Los «distritos de producción de palma africana» consistían en agrupaciones de pequeños productores con cultivos de entre 30 y 40 hectáreas, alrededor de los cuáles se instalaría una planta extractora. Finalmente, Ferrand y el IFA propusieron fomentar cultivos para colonos, donde el «de palma de aceite sea la base de esta misma colonización» (Ferrand, 1959).

El Programa de Fomento también señaló que la palma debía sembrarse de manera prioritaria en zonas cálidas y húmedas, tal como había indicado Ferrand en el informe. Estas incluían el Magdalena,

4 En 1956 se decretó un aumento en los impuestos por importaciones de grasas y aceites, al tiempo que se hicieron exenciones a quienes sembraran e invirtieran en el sector palmero nacional (Decreto 2953 de 1956). En 1959 se promulgó la Ley 26 que obligaba a los bancos a destinar el 15% de sus depósitos a proyectos en agricultura, pesca y ganadería. Se enfatizaba de manera prioritaria en los cultivos de tardío rendimiento, entre ellos la palma de aceite. En 1963 se creó el primer Fondo de Inversiones Privadas del país, que buscaba que la industria nacional pudiera contribuir al fortalecimiento de las exportaciones y la sustitución de importaciones, entre ellas las del sector agrícola. Este Fondo fue inicialmente dispuesto para adquisición de maquinaria y equipos, pero posteriormente se entregó también capital para trabajo. En los años los sesenta, los fondos fueron alimentados con recursos provenientes de fuentes externas: la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID) de Estados Unidos, del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, del Banco Interamericano de Desarrollo y de bancos europeos (Gaviria-Cadavid, 2006).

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Cúcuta, Antioquia –especialmente Mutata y Turbo–, Tumaco en Nariño, y Meta y Casanare en los Llanos Orientales (IFA, 1962). Las descripciones de Ferrand produjeron un mapa nacional de los esce-narios potenciales para los cultivos de palma, que coindice en parte con el mapa de las regiones marginales del país. Sobre la relación entre fomento al cultivo de palma y las cualidades ambientales de los Llanos en particular, Ferrand argumentó que:

Hay en los Llanos posibilidades de cultivos y de levante de ganados que varían de un lugar a otro. Los suelos cambian tan fuertemente y a veces tan rápidamente con la situación y la calidad varía de lo mejor a lo peor. Pero hay muchos lugares muy buenos y es una región que vale la pena ser prospectada kilómetro a kilómetro. // a) Las tierras a lo largo de la cordillera entre el río Ariari y Restrepo de una parte, el triángulo Villavicencio, Puerto López, San Martín de otra parte y, en fin, al sur el Valle del Ariari han retenido especialmente la atención del Experto. Esta vasta región de los Llanos es, en efecto, la más cercana a Bogotá y, por tanto, de la parte consumidora del país. Al mismo tiempo es la parte cuyas vía de comunicación con el corazón de Colombia, están en pleno desarrollo. […] // c) Valle del Ariari. Retiene con justicia la atención del gobierno colombiano. Este gran valle es una reserva que puede llegar a simple vista a ochenta o cien mil hectáreas de tierras. Los aluviones son abundantes esperando el desarrollo de varios cultivos posibles. La partes más alta, hacia la cordillera, contiene ciertamente importantes extensiones que se podrán dedicar a la palma de aceite (1959, pp. 11-12).

Cito en extenso esta descripción geográfica porque condensa varias de las representaciones sobre la región. Para el experto y para el IFA, que recurrió al informe, varias zonas de la región eran consideradas tierras «mediocres», con malos suelos, donde la ganadería aparece como una de las pocas formas adecuadas de uso del suelo o donde ni siquiera debería ser concentrado «ningún programa de inversión». Sin embargo, también se destaca que ciertas subregiones son tierras con potencial para proyectos productivos y de desarrollo, potencial que obedece a su riqueza hídrica y a su cercanía con Bogotá. La contradicción aparente entre tierras malas

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y tierras con potencial va a ser constante en la historia de la región y, en particular, en la historia de la palma. Así, desde los años sesenta los proyectos estatales se concentraron en el Valle del Ariari (actuales municipios de Acacías, San Carlos de Guaroa, Granada y San Martín) y en el piedemonte metense (particularmente Restrepo, que limita con Villanueva, un importante foco palmero en Casanare). Esto solo cambiará en la primera década del siglo xxi, cuando se expande la colonización hacia otros municipios, como veremos más adelante.

Me interesa destacar la articulación entre conocimiento científico, expertos y funcionarios estatales (Mitchell, 2002) en la producción de engranajes discursivos que permitieron legitimar la expansión de proyectos económicos y en la manera en que funcionarios e institu-ciones estatales representaron y ejecutaron programas para integrar la región a la nación. En un proyecto formulado en 1962, el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (incora) propuso desarrollar proyectos de colonización con palma de aceite, argumentando que el país contaba con inmensas extensiones de tierra

[…] aún incultas y de valor comercial muy bajo [las cuales] forman las zonas ardientes y húmedas que, siendo propias para cultivos de palma africana, no pueden ser incorporadas a la economía nacional con los mismos sistemas que lo han sido las que ahora forman el patrimonio agrícola. Por razones de lejanía a los mercados y por carecer de cultivos rentables a corto plazo, fáciles de establecer, la mayor parte del territorio permanece al margen de la economía. Sólo un cultivo «colonizador» que estabilice la economía del colono dando alto rendimiento puede ser la base para incorporar tanta tierra inexplotada e imprimir al país la velocidad que requiere su desarrollo (Tabora, 1962, p. 4; énfasis agregados).

De nuevo, esta cita sugiere varias representaciones sobre los territorios a colonizar con palma: que son tierras incultas, no ex-plotadas, faltas de desarrollo y urgidas de integración nacional. Para los funcionarios del incora, los Llanos no han sido integrados a la nación porque en ellos no hay sistemas agrícolas y porque no están totalmente vinculados el centro a través de infraestructura vial. En este sentido, los documentos señalan cómo estas tierras se consideran

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fuera del control y dominio de la sociedad. En este marco de tierras incultas y malas, la palma aparece como el cultivo ideal para la co-lonización de los Llanos y de otras regiones también consideradas marginales. Este se constituyó en uno de los principales argumentos para señalar que ciertas regiones eran un escenario ambientalmente ideal para el desarrollo de la palma, lo que sentó las bases para la naturalización de la relación entre palma y territorios nacionales, entre ellos los Llanos.

Este argumento colonizador y desarrollista se articula con las observaciones de los expertos con respecto a las propiedades de las tierras marginales (humedad y temperatura) para el desarrollo de la palma, y de la palma como un cultivo propicio para estos es-pacios. Se produce entonces un argumento circular que insiste en una mutua dependencia entre las zonas húmedas y la palma de aceite, visto como el cultivo que puede hacer prosperar regiones carentes de desarrollo. La configuración del paisaje palmero no está única-mente relacionada con los beneficios económicos del cultivo, sino con la producción de una geografía imaginada nacional en la que los territorios son dotados de atributos simbólicos, donde la técnica del científico sirve a su vez para justificar la adjudicación de dichos atributos y donde el capital es el encargado de integrarlos a la nación.

La conexión entre región –tierras malas, pero ricas y en espera del desarrollo, y tierras marginales e incultas– y un proyecto económico y político –la palma como un cultivo eficiente para la sustitución de cultivos y como un cultivo colonizador–, fue la base de la expansión del cultivo comercial de palma durante los primeros años de la década de 1960. Esto se dio, en particular, con la participación de empresarios con grandes capitales que hicieron uso de las ventajas en créditos, financiación e investigación dispuestas por el estado. La mayoría de los empresarios de palma del departamento del Meta eran hombres de familias adineradas, que habían estudiado en el extranjero, hijos de presidentes, propietarios de empresas por fuera de los Llanos, funcionarios de entidades estatales o privadas de alto nivel y familiares de empresarios de la palma y/o el arroz (Ospina y Ochoa, 1998). Su posición social privilegiada les otorgaba, como bien sabía y promovió Ferrand, capital económico para invertir en

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un negocio que, aunque parecía prometedor, aún era desconocido y generaba muchas inseguridades en la inversión. Estos palmeros que prosperaron y se consolidaron en el negocio eran empresarios provenientes de otras regiones del país, que se dedicaban a múl-tiples negocios –entre estos, a la ganadería– y que encontraron en las «despobladas» tierras de los Llanos, en el cultivo de palma y en los proyectos estatales de crédito y apoyo técnico al cultivo de la palma una manera de expandir sus fortunas familiares o personales (Ospina y Ochoa, 1998). Estos empresarios regaron la semilla de la palma por la región y consolidaron para la época dos grandes núcleos palmeros, ya mencionados: uno compuesto por Acacías, San Martín, Granada y Fuente de Oro en el Meta, en cercanías del río Ariari; y otro hacia el norte del Meta, entre Cumaral y Barranca de Upía (Meta) y Villanueva (Casanare) (Zamora, 2003). Los empresarios fueron particularmente importantes en la expansión del cultivo de palma después de la mitad de la década de 1960, cuando se acabó la voluntad estatal de seguir promoviéndolo (Ospina y Ochoa, 1998).

Otro de los mecanismos estatales para promover la expansión de la palma fue el impulso a campesinos pobres en el marco de la Reforma Agraria de 1961. La Reforma propuso transformar la es-tructura social con el fin de mejorar el uso de las tierras, aumentar la producción agrícola y mejorar las garantías para pequeños arren-datarios y aparceros, así como el acceso a la propiedad por parte de asalariados, elevar el nivel de vida de los campesinos y asegurar la conservación de los recursos (Ley 135 de 1961). Se planteó «fomentar la adecuada explotación económica de tierras incultas o deficientemente utilizadas, de acuerdo con programas que provean su distribución ordenada y racional aprovechamiento» (Ley 135 de 1961, art. 1). La ley se enmarcó en un debate nacional sobre los problemas agrarios, la modificación de la tenencia de la tierra debido a la toma de tierras producto de la violencia y a la presión de organismos internacio-nales (Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, cepal y Gobierno de Estados Unidos) a través del programa de Alianza para el Progreso (Giraldo, 2006).

De acuerdo con los proyectos desarrollados por el incora, una de las maneras más racionales y ordenadas de usar las tierras incultas y/o

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deficientemente utilizadas era la palma. En este sentido, los escenarios donde se propuso desarrollar cultivos de palma eran leídos como espacios opuestos a la racionalidad, el orden y las maneras adecuadas de uso del suelo. Al tiempo, el incora, Ferrand y los empresarios argumentaban que la palma podría constituir una mejor fuente de ingresos para los escenarios rurales: «además de estos centros de nuevas colonizaciones y de población, existen muchos pueblitos de población rural pobre que se podrían dedicar al cultivo de la palma y encontrar recursos muy superiores a los que disponen hoy en día» (Ferrand, 1959). También las intenciones del gremio de desarrollar la palma estaban articuladas «con pretensiones de crear polos de desarrollo y generar empleos permanentes en áreas marginales, selváticas e inhóspitas de la geografía colombiana» (Guerra de la Espriella, 1987, p. 8). En este sentido, fomentar en ellas un cultivo como la palma hacía eco de la política inicial de Rojas Pinilla: fomentar la agricultura como una manera de incorporar y colonizar zonas alejadas del país.

En el caso de los Llanos, una manifestación de la relación entre palma, desarrollo y colonización, así como de la relevancia del Meta y de la región del Ariari en estos planes, fue el Proyecto Meta I (Re-solución 137 de 6 de julio de 1964), que consistía en

[…] un plan de colonización dirigida a la región Ariari-Güejar, que dio comienzo a la incorporación de esta vasta zona a la economía nacional, hoy polo de desarrollo agropecuario. Luego extiende sus acciones al Vichada, Guaviare, Guainía y más recientemente al Vaupés. […] En esta región, el Instituto [Colombiano de Reforma Agraria] ha sido factor de desarrollo y se espera lo siga siendo (incora, 1989, p. 5).

La Caja Agraria entregó entre 30 y 60 hectáreas a campesinos que quisieran radicarse en el valle del Ariari para intensificar la colonización en la zona. Desde 1963, el incora y la Caja Agraria del Meta facilitaron préstamos en los Llanos para programas de intensifi-cación y diversificación de actividades agrícolas, entre ellos proyectos del IFA con palma de aceite. La Caja Agraria y el IFA firmaron un convenio para trabajar articulados en los frentes de colonización: el IFA aportó asistencia técnica y víveres, mientras la Caja Agraria otorgaba créditos y facilidades de colonización (caminos, campa-

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mentos) (IFA, 1962). En 1964, el incora también extendió el cultivo de palma otorgando apoyo financiero a pequeños cultivadores, y para 1966 empezó la actividad de expansión en Granada y Acacías. Hacia 1967, el incora y el IRHO llaman la atención sobre la nece-sidad de hacer estudios preliminares antes de seguir ampliando el cultivo en el Meta. Esa expansión de cultivos hizo parte del proceso de colonización realizado en el marco del Proyecto Meta 1, con sede en el municipio de San Martín (Corrado y Dupre, 1969).

Estos proyectos de impulso de la palma de aceite en las décadas del cincuenta y sesenta hicieron parte de un proceso más amplio de articulación de la región con la nación a través de la agroindustria. Además de los mencionados subsidios y apoyos económicos y técnicos a la palma y al arroz, el estado promovió también la creación de vías, particularmente la carretera marginal de la Selva, un proyecto lati-noamericano impulsado desde mediados de los años cincuenta por el Banco Interamericano de Desarrollo. De esta manera, la segunda mitad del siglo XX es un periodo clave en el que la agroindustria se inserta en las dinámicas económicas de la región al lado de la ganadería (Arias, 2004; Zamora, 2003).

Sin embargo, hacia mediados de los años sesenta, Gonzalo Uribe Colorado, funcionario del IFA, denunció que los cultivos habían decaído por falta de voluntad e interés político. Disminuyeron los incentivos y recursos a los productores para el mantenimiento de los cultivos, para el transporte del fruto o para la adquisición de equipos y sustancias con que controlar plagas y maleza, así como la disposición del IFA para mejorar o sostener el precio que se pagaba por el producto (Ospina y Ochoa, 1998). El desinterés estatal, el posicionamiento de empresarios de familias de élite con grandes capitales y las dificultades propias del cultivo –sus altos costos, las demandas en términos de trabajo y tiempo, entre otras– derivaron en que desde sus inicios fuera un cultivo de empresarios adinerados, familias acaudaladas o compañías prestigiosas, y no de campesinos colonos pobres, como afirmaba el gobierno. Producto de este proceso muchos campesinos y colonos, según señala el informe de Colombia nunca más para 1966 (2001, Intr.), fueron desplazados por grandes propietarios y empresarios que también llegaron a colonizar la zona.

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A medida que las tierras [del Ariari] se iban valorizando por las vías de comunicación recién abiertas, los campesinos allí asentados, que no contaban con capital ni tecnología, cedían a la presión de los ricos para que se las vendieran. Además el incora no tenía una reglamentación de la ocupación de las tierras para impedir su nego-ciación. Todo esto favorecía la concentración de la tierra y su venta a familias migrantes que venían del interior del país. Alfredo Molano, en uno de sus libros, concluye de estos análisis que la colonización campesina estaba destinada a servir de base para la expansión de la empresa agropecuaria, beneficiándose más los empresarios de los programas oficiales.

Durante los años setenta hubo algunas intenciones estatales de reactivar el sector palmero. Sin embargo, el gobierno cambió el destino del gasto público al aumentar las inversiones en las ciudades, minería y sector energético, disminuir los créditos bancarios para el agro y elevar los costos de la mano de obra rural. Esto dificultó el crecimiento del sector, lo que se sumó a una gran crisis de comer-cialización que tuvo su punto más crítico en 1981 (Ospina y Ochoa, 1998). Documentos de los años setenta revelan también fracturas en la inversión en la región:

Los llaneros creen que el desánimo en la actividad constructora del Gobierno nace de un pesimismo oficial con respecto a la im-portancia o a la utilidad de la producción del Llano. Los Llaneros se preguntan si para las autoridades centrales es más importante el oriente colombiano con todas sus gentes, sus paisajes y sus promi-sorios recursos tan explotados retóricamente, que la televisión en colores o que el mundial del 86. Los Llaneros piden una subsede del campeonato, pero no porque estén ansiosos de ver a 22 atletas, sino porque creen que esta es la única manera de que se les construya la carretera a Bogotá (Caja Agraria, 1979, p. 8).

Además de enunciar una identidad regional, este reclamo pone en evidencia las tensiones entre distintos niveles de estatalidad con respecto al lugar de la región en las configuraciones nacionales. Funcionarios de la antigua Caja Agraria reclamaron al gobierno

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nacional la falta de vías para aumentar la productividad del sector agrícola en general. Insistían en la precariedad de las vías y puentes, su tendencia a deteriorarse debido a la lluvia o por el tráfico que en ellas circula y la poca planeación del gobierno nacional para hacer inversiones estructurales (Caja Agraria, 1979). Contrario a los discursos del nivel nacional que hablaban de la importancia de la región, la percepción de los funcionarios departamentales de la Caja Agraria era la de descuido y abandono por parte del estado.

Los primeros años de la década del ochenta estuvieron mar-cados por un ascenso en el número de hectáreas en palma y en la producción de aceite en el país. Colombia pasó de tener 47.167 hectáreas en 1982, a tener 109.893 ha en 1989 (62.726 adicionales en siete años) (fedepalma, en Ospina y Ochoa, 1998). Estos registros posicionaron a Colombia como el sexto productor mundial de aceite y el primero en Latinoamérica hacia 1986 (Ospina y Ochoa, 1998). A finales de los setenta se funda en San Martín la plantación Matupa, propiedad del Hernando Durán Dussán, y a inicios de los ochenta Unilever desarrolla la plantación Unipalma en Barranca de Upía, Meta. A pesar del crecimiento de áreas cultivadas, la década terminó con una crisis para los cultivadores debida a la caída del precio del aceite, la pudrición de cogollo en los Llanos, el desmonte de los beneficios tributarios para el desarrollo de cultivos en zonas de colonización, y el aumento de costos de los insumos y maquinaria (Ospina y Ochoa, 1998). La crisis se profundizó en la década de 1990, especialmente en los gobiernos de César Gaviria y Ernesto Samper, que obligaron a los empresarios palmeros a buscar mecanismos de financiación no estatales (León y Lobo-Guerrero, 2011).

En medio de los altibajos del sector, la palma siguió creciendo lentamente en el país, en los Llanos en particular. Sin embargo, en los documentos consultados no hay referencia a programas dirigidos a impulsar el cultivo de palma en la región para los años ochenta y noventa. Es posible que el desestímulo estatal al sector agrícola en los noventa, y quizás el recrudecimiento del conflicto armado a nivel nacional estén asociados a este proceso. Sin embargo, aún es necesario explorar más la posición de la región en la economía regional para esa época.

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Cambio climático, seguridad y ampliación de la

frontera agrícola: colonización sin hacha de los Llanos

El fin de siglo xx introduce un nuevo elemento en las políticas estatales relacionadas con los cultivos de palma en Colombia. En el marco de políticas nacionales y globales contra el narcotráfico, desde el gobierno nacional se impulsó el cultivo de palma como una manera de solucionar el problema de los cultivos ilícitos. En 2001, el presidente Andrés Pastrana realizó una visita a Malasia con la intensión de concretar ayuda técnica para Colombia e invitar a empresarios de ese país a invertir en el sector. Según lo registró una nota del periódico El Tiempo en 2001, «las experiencias de Malasia, que durante casi cuatro décadas vivió un fenómeno de guerrillas y hoy, tras alcanzar la paz, es el mayor productor de palma africana en el mundo, son consideradas vitales por el gobierno colombiano para fortalecer su búsqueda de la paz». En este sentido, el cultivo de la palma fue vinculado a una política de paz y de eliminación de la insurgencia, y fue en la presidencia de Pastrana, y no en la de Álvaro Uribe, como se cree comúnmente, cuando se instaura un marco discursivo que ha sido central para justificar la expansión del cultivo en los últimos años: la palma como un cultivo pacificador. Los impulsos fueron efectivos, pues entre 1998 y 2002 se sembraron 40.138 hectáreas más, frente a las 21.897 hectáreas nuevas del pe-riodo anterior (cálculos basados en fedepalma, 2000, 2004). Los Llanos fueron objeto de inversiones en palma enmarcadas en el Plan Colombia. Sin embargo, el mayor crecimiento se dio en la región Caribe, donde el entonces ministro de Agricultura Carlos Murgas consolidó un emporio palmero (Ojeda, Petzl, Quiroga, Rodríguez y Rojas, 2015).

Estas relaciones entre palma y paz tuvieron continuidad con la llegada de Álvaro Uribe a la presidencia en 2002. El discurso fue particularmente importante para regiones como los Llanos, con una larga historia de conflicto armado, donde la guerrilla había tenido una presencia histórica fuerte. Los primeros años del siglo xx significan también un reposicionamiento de la región de los Llanos orientales en los discursos sobre el desarrollo del país y, en particular, sobre la agroindustria. La región volvió a aparecer de

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manera contundente como el nuevo escenario para la ampliación de la frontera agrícola y como motor de desarrollo. Si bien desde mediados de los años 1970 la región tenía cierta importancia na-cional por la presencia de pozos petroleros, en esta última década fue reintroducida al discurso estatal del nivel central como escenario potencial para el sector agroindustrial y la inversión extranjera.

En el Consejo Comunal desarrollado en Bogotá, el entonces presidente Uribe hizo las siguientes declaraciones sobre la Orinoquia colombiana:

[…] hay casi 900 kilómetros por trochas, sumando la carretera inicial más las trochas, que continúan entre Villavicencio y Puerto Carreño. Está un pedacito hecho, hasta ahí abajito de Puerto López, lo otro por hacer: tierra plana, sin piedra y con agua y sin montaña. […]. En esos 600 mil kilómetros diríamos que hay 350 mil de selva y 250 mil de Orinoquia sin sabanas. ¿Ustedes saben lo importante que es para el mundo agropecuario tener allí 250 mil kilómetros planos, sin piedra, listicos para cultivar y sin el obstáculo ecológico de que hay que llegar con el hacha? (Uribe 2004a; énfasis agregado).

La región fue descrita por los exministros de Agricultura Carlos Gustavo Cano y Andrés Felipe Arias, respectivamente, cómo poseedora de «6,3 millones de hectáreas hoy ociosas y casi en su totalidad deshabitadas» (MADR, 2004, p. 10) y cómo el «26% del territorio nacional que tiene poco desarrollo» (Arias, 2006, p. 64). Estas descripciones se refieren a la altillanura, integrada por Puerto Gaitán y Puerto López (Meta), y Cumaribo, Primavera y Santa Rosalía (Vichada), una subregión que apareció con fuerza en el discurso estatal y mediático desde el año 20045. Así, durante

5 Esta delimitación es producto de varios años de discusiones entre agencias estatales, particularmente en el Departamento Nacional de Planeación, donde un grupo de funcionarios y expertos se dedicó a delimitar el área que podía ser intervenida con proyectos agroindustriales. Los 6,3 millones de hectáreas que menciona Cano se redujeron sistemáticamente en los años siguientes, debido a que en ellos se incluían reservas forestales, áreas de parques naturales y resguardos. Sobre el proceso de delimitación de la altillanura (ver Díaz, 2011, 2016).

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este periodo se abrieron puntos de colonización palmera en nuevas zonas, particularmente en los municipios de Puerto López y Puerto Gaitán, aunque el crecimiento del cultivo continuó en las zonas intervenidas con palma desde los municipios aledaños al río Ariari, y del piedemonte, en límites entre Meta y Casanare. De esta forma se consolidaron dos regiones marcadamente palmeras en el depar-tamento del Meta.

Como aparece en las intervenciones estatales mencionadas, la región en general y, con más fuerza la subregión de la altillanura son representadas como territorios vacíos de biodiversidad (opuestos a la selva, sin obstáculo ecológico), despoblados de gente y carentes de historia -«donde todo está por hacer»-, pero con suficiente agua para hacer allí «la gran revolución agrícola de Colombia», por sus morichales, «oasis» y «un régimen de lluvias excelente y bien repartido todo el año» (Uribe, 2004b).

Estas representaciones legitimaron la intervención agroindustrial en toda la región, particularmente con monocultivos extensivos de palma de aceite, caucho, teca y acacia, entre otros cultivos forestales. El primer gran proyecto estatal en este sentido fue El renacimiento de la Orinoquia alta de Colombia: un megaproyecto para el mundo, que buscaba crear en la región «el sumidero de carbono más grande del mundo», articulándola a los negocios internacionales de cap-tación de carbono (MADR, 2004). De acuerdo con el exministro Cano, el bosque húmedo tropical que antes ocupaba las actuales sabanas de la Orinoquia había sido devastado por la ganadería. Por ello, el propósito del gobierno era impulsar cultivos que, a sus ojos, recuperaran este ecosistema. Estos discursos opusieron palma a ganadería: la primera como un proyecto ambiental, la segunda como una economía devastadora (caema, 2006).

Por esta misma vía, se impulsaron los monocultivos para la producción de agrocombustibles, particularmente la caña de azúcar, el maíz y, de manera central, la palma de aceite, como remplazo de los combustibles fósiles y para combatir el cambio climático. Esto se dio en el marco de procesos globales impulsados por la Unión Europea, que planteó como meta reducir en 20% el uso de combus-

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tibles convencionales para 2020 como parte de sus compromisos con el Protocolo de Kyoto (Directiva 2003/30/ce, art. 2,). Por ello, la Unión Europea fue uno de los agentes más activos en la compra del aceite derivado de los cultivos de palma (PCN et al., 2010), al capturar cerca del 65,5% de la exportación e n 2008, mientras, a nivel nacional, gran parte de la producción se destinó a la producción de biodiesel para el mercado interno (fedepalma, 2009, 26).

Esto revela una continuidad en las representaciones sobre la región: mientas en los años sesenta se planteaba que era un tierra alejada y carente de cultivos, que debía desarrollarse por la acción de la palma, en los últimos años se ha planteado también que está alejada y vaciada de naturaleza. Se propuso un gran proyecto que busca, precisamente, producir naturaleza que pueda ser comercia-lizada. Esta producción de naturaleza ubica a la región en medio de tres escenarios de creación, extracción, apropiación y globalización de la naturaleza actuales, según la caracterización de Ulloa (2014): la biodiversidad-conservación, el cambio climático y los monocultivos. Tal como señala la autora, los tres escenarios no son antagónicos, sino que se coproducen y reproducen para crear una naturaleza capitalista, haciendo de los Llanos un escenario «en blanco» para la acumulación de capital.

Como han señalado Borras et al. (2010, citados en Coronado y Dietz, 2013), palma de aceite, maíz, soya, caña de azúcar y yuca hacen parte del complejo agroindustrial global food-feed-fuel (comida, alimentación, combustible). Esto ha hecho que el aceite de palma sigua siendo comercializado para el sector alimentario (fedepalma, 2014), y que al tiempo sea representado como un elemento clave en la lucha contra el cambio climático y en la ampliación de la frontera agrícola en Colombia y el mundo. Esta coyuntura ha hecho que muchos países del Tercer Mundo, particularmente de América Latina y Asia, hayan transformado sus economías para incentivar el cultivo intensivo de estos productos. En América Latina, Brasil, Colombia y Argentina son los principales productores de caña, palma y soya, respectivamente (Coronado y Dietz, 2013).

Estos discursos se engranaron con una serie de políticas que permitieron la consolidación del sector palmero en el país, pasando

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de 185.165 hectáreas en 2002 a 404.103 en 2010 (fedepalma, 2004, 2014)6. La convergencia entre dichas políticas y el interés por la región de los Llanos hizo de esta la zona que más hectáreas cultivadas concentra en el país. En 2002 la zona oriental (Casanare y Meta, según las clasificaciones de fedepalma, 2004) tenía 57.025 hectáreas sembradas de palma, que llegaron a 177.849 en 2013. Adicionalmente, el expresidente Uribe inauguró varias plantas de biodiesel y se am-pliaron y mejoraron vías de transporte, con las cuales −como han señalado funcionarios estatales− por fin el estado ha llegado a zonas aparatadas del centro.

Así, las representaciones de la región como vacía legitimaron qué tipo de intervenciones hacer, y hubo otras que se articularon para justificar cómo hacerlas. En este sentido fue importante la insistencia del expresidente, sus ministros y expertos en afirmar que las tierras de los Llanos eran poco fértiles, ácidas y de difícil tratamiento. El gobierno usó estas características para argumentar al menos dos cosas: la inversión debería estar encabezada por grandes empre-sarios y grupos empresariales que tuvieran el capital para modificar y mejorar las tierras, y solo los cultivos extensivos serían viables y rentables. Es por eso que los cultivos siguen siendo desarrollados principalmente por grandes empresas como Manuelita, Unilever, Poligrow y Sapuga, en el caso de la palma, por La Fazenda en el cultivo de maíz y por Mónica Semillas en el caso del maíz y la soya.

En este contexto, la idea de la colonización sin hacha sintetizó las intervenciones que el gobierno central planteó para la región, que suponían que la transformación de la zona se haría con tecnología

6 Al respecto, ver la Ley 693 de 2001 sobre alcohol carburante; la Ley 939 de 2004 que exonera del pago de renta a cultivos de tardío rendimiento; el Decreto 2629 de 2007 que reglamentó la promoción y uso de biocombustibles; los documentos Conpes 3477 de 2007, referido al sector palmero, y 3510 de 2008 que establece lineamientos para la producción sostenible de biocombustibles; el Decreto 2328 de 2008 con el que se creó la Comisión Intersectorial para el Manejo de Biocombustibles. Adicionalmente, los palmeros se han hecho acreedores a otros beneficios, como el Incentivo a la Capitalización Rural (ICR), que aporta 40% de inversión para proyectos agroindustriales, y ha sido una de las principales fuentes de financiación para la palma de aceite (Arias, 2006).

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y con capital. La ausencia del hacha ratifica que no hay nada que tumbar porque los llanos es una región vacía, lo que da «libertad» al estado y a los inversionistas para apropiarse de este espacio sin la restricción que implica, en el ámbito internacional, el cuidado de las selvas como reservas de la biodiversidad del mundo. Finalmente, excluir el «hacha» borra a los campesinos del proceso de colonización, en cuanto el hacha es símbolo de la colonización campesina en la región y en el país7.

El ejemplo más paradigmático en este sentido fue el de la Hacienda Carimagua, un terreno de propiedad del estado que, de acuerdo con las directrices dadas por la Corte Constitucional, debía ser entregado a familias de campesinos desplazados. Sin embargo, el exministro de Agricultura Andrés Felipe Arias autorizó al Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (incoder) destinar el uso de miles de hectáreas para proyectos agroindustriales a gran escala (Lemaitre, 2011), especialmente para palma de aceite, caucho y madera, según registró Revista Semana en 2008. El argumento fue que los campesinos no tendrían suficientes recursos para ejecutar proyectos rentables y sostenibles; que esto los pondría en dificultades para competir en el mercado; y que «la finca quedaba lejos de la civilización». Hoy en día, tanto la adjudicación a empresarios como a campesinos desplazados está suspendida. Sin embargo, el caso revela una de las principales tensiones con respecto al uso de las tierras en el Llano: ¿cuál debe ser el uso que se les dé y quién puede usarlas? y ¿cuál ha sido y cuál debe ser el papel del estado en la regulación de estas asignaciones?

Si bien hoy en día gran parte de la región es explotada con monocultivos comerciales forestales y agrocombustibles, el proceso de «colonización» y «desarrollo» del llano se ha enfrentado a varios «problemas» que reflejan otros conflictos por los usos de la tierra. Ejemplo de ellos son las discusiones alrededor de las Unidades Agrí-colas Familiares (UAF); los procesos de acaparamiento de tierras y recursos por parte de grandes empresas; y las discusiones para la delimitación de terrenos baldíos. Las presentaré brevemente con la

7 Ver discusiones sobre la relación entre campesinado y proceso colonizador en Arias y Bolívar (2006) y Vásquez (2006).

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intensión de mostrar dos ideas: cómo desde el estado hay voces y posiciones que critican y contestan el despliegue de estas formas de uso y control de la región; y cómo la región y el estado son escenarios en constante producción y disputa. Si bien las representaciones de la región se ofrecen como acabadas y objetivas, en parte porque se sustentan en conocimiento científico y en el capital simbólico de los funcionarios estatales que las enuncian, estas no se materializan de manera automática, homogénea ni acabada. Encuentran disenso en otros sectores estatales y hay procesos sociales que las contradicen. En esta medida, como mostré en la primera parte del artículo, se articularon representaciones y prácticas para poner en marcha un proyecto económico capitalista en la región, encabezado y dirigido por el estado. En adelante, me interesa dar ejemplos de algunos procesos donde esa articulación entra en tensión y es discutida.

El caso de las Unidades Agrícolas Familiares es uno de los más conocidos. Las UAF hacen referencia a «la empresa básica de producción agrícola, pecuaria, acuícola o forestal cuya extensión, conforme a las condiciones agroecológicas de la zona y con tecno-logía adecuada, permite a la familia remunerar su trabajo y disponer de un excedente capitalizable que coadyuve a la formación de su patrimonio», según la Ley 160 de 1994 (art. 38). De acuerdo con esta ley, una persona, jurídica o natural, solo puede tener acceso a una UAF cuya extensión varía según la productividad de las tierras en cada región. En la lógica agroindustrial de monocultivos extensivos acá presentada, las UAF son un «problema» para el crecimiento económico del país porque «limitan» la posibilidad de que los em-presarios adquieran grandes cantidades de tierra que, se supone, son necesarias para la rentabilidad de los proyectos.

De esto se deriva el segundo conflicto por el uso de las tierras en los Llanos: el acaparamiento de tierras. Entre el 2010 y el 2014, el senador Jorge Robledo y el exrepresentante a la Cámara Wilson Arias denunciaron que varios empresarios crearon diversas em-presas (con la misma junta directiva y la misma infraestructura), para explotar fincas cuya área superaba los límites de las UAF, y obtener múltiples créditos y subsidios del estado. La única empresa condenada por estas acciones ha sido Mónica Semillas (Brasil), que

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fue obligada a devolver al estado el dinero de los subsidios obtenidos de manera irregular. Hoy en día, las UAF siguen siendo uno de los grandes temas para el gobierno, pues, desde la perspectiva de los empresarios, esta limitación no permite dar garantías a la inversión extranjera. Por otro lado, Robledo y Arias señalaron que los proyectos agroindustriales en la región son realmente una fachada para tapar un gran fenómeno de especulación de tierras, donde el negocio no está en el biodiesel ni en los alimentos, sino en la compra y venta de predios, lo que contribuye a la concentración de la tierra en la región.

Debido al extenso conflicto en la zona y a las relaciones pro-fundas entre paramilitarismo y tierra, unas tierras fueron despojadas y acumuladas por medio de acciones violentas de los paramilitares y otras fueron compradas por presión a precios irrisorios (Reyes, 2009). En algunos casos, estas tierras fueron legalmente tituladas a los despojadores por la relación entre estos y funcionarios estatales del nivel local. La Fiscalía General de la Nación y la Superintendencia de Notariado y Registro ha señalado que la Oficina de Instrumentos Públicos y Notarías de San Martín, por ejemplo, fue usada por para-militares, particularmente por Cuchillo, para legalizar los títulos de las tierras obtenidas de manera violenta e ilegal, y terrenos baldíos que pertenecen al estado (Llano 7 días 2011a, 2011b, 2014; Caracol Radio, 2015).

Al tema de las UAF se suma el de los baldíos. Debido a los procesos históricos de poblamiento y colonización, gran parte de las tierras de los Llanos orientales son baldíos propiedad de la nación. Algunas de estas tierras pertenecen a pequeños, medianos y grandes propietarios que colonizaron la región desde los años 1950, e incluso antes, y que no han legalizado la tenencia de sus predios. Esto ha significado un reto a los procesos de legibilidad estatal, pues no hay claridad sobre cuáles de estos predios –que en los registros son baldíos– tienen propietarios de hecho y cuáles son entonces propiedad del estado. La falta de clarificación sobre las tierras es también un reto para los propietarios tradicionales de la región, que ven amenazada la tenencia de su tierra por no contar con títulos; para los inversionistas, que no tienen claridad sobre las zonas donde pueden invertir; y para el estado, que debe decidir cuál es el

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destino de esas tierras. Al tiempo, la presencia de baldíos ha sido un mecanismo usado por diversos actores para acaparar tierras. En un informe adelantado por la Contraloría en 2014, fueron registrados 14 casos en los que tierras del municipio de Mapiripán habían sido indebidamente apropiadas por terceros privados. Muchos de estos terrenos eran baldíos de la nación que fueron «liberados» a través de documentos de falsa tradición o mejoras, o territorios que estaban protegidos por haber sido escenarios de desplazamiento forzado masivo, a los que irregularmente también se les levantó la restricción. Esta apropiación se había realizado mediante irregularidades legales realizadas por la mencionada oficina en San Martín (Contraloría General de la República, 2014). El caso de la empresa italoespañola Poligrow entrelaza estos procesos con el caso de la palma, pues la empresa tiene cultivos en una finca que era tierra baldía, lo que sig-nifica que es propiedad del estado, aunque fue asignada a privados por procesos irregulares, hasta terminar destinada a un extenso proyecto palmero.

Estado y agroindustria: reflexiones

finales a la luz del posconflicto

El propósito de este capítulo fue reconstruir brevemente la historia de los cultivos de palma en los Llanos, partiendo de la década del sesenta. Esta reconstrucción me permite ilustrar algunas rupturas y continuidades con respecto a la manera en que funcio-narios estatales del sector agrícola han representado la región y han desarrollado programas para intervenirla y expandir los cultivos de palma. Una representación persistente sobre la región ha sido la de ser un territorio vacío. Los matices del vaciamiento se han modi-ficado. Mientras en los años sesenta se consideraba vacía de gente y de cultivos, hoy en día se plantea como vacía de naturaleza; y en los dos casos, vacía de desarrollo. En consecuencia, otra continuidad entre los dos momentos es que ese vaciamiento de desarrollo debe llenarse colonizando la región por medio de la agricultura tecnificada. Sin embargo, los acentos con respecto a la agricultura también han cambiado. Mientras en los años sesenta se planteaba una colonización campesina que abriera la frontera agrícola con el hacha, hoy en día

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se plantea una colonización a punta de ciencia y capital, liderada por empresarios donde los campesinos no tienen un lugar central.

La historia de los cultivos de palma en los Llanos muestra di-versos procesos de formación del estado, que implican la presencia de funcionarios estatales en los territorios; la elaboración de legis-lación y de instituciones; la producción simbólica del territorio, los recursos y las poblaciones; la producción de infraestructura; y la transformación física y material de ese territorio; todo lo cual se desplegó sobre la región a partir de su articulación con la expansión del capital. Para ello han sido centrales las representaciones estatales que, como mostré más arriba, legitimaron la expansión de una particular forma de uso del suelo desde la segunda mitad del siglo XX: monocultivos extensivos de palma de aceite, y recientemente también de maíz, yuca y caña de azúcar. Este proceso es producto de una vinculación entre cualidades de la región (que son leídas como naturales) con proyectos económicos puntuales que buscaron, en los dos momentos analizados, integrar y controlar una zona concebida como marginal y ociosa. Para ello, los funcionarios recurrieron al conocimiento experto, discursos globales y conocimiento técnico impulsado por el estado, y lo articularon a procesos nacionales y globales de circulación y expansión del capital, primero atado a discursos de industrialización y recientemente a discursos sobre cambio climático.

Esto ha derivado en un privilegio histórico concedido a las grandes plantaciones, con al menos dos consecuencias para la región. En términos simbólicos, desde el gobierno nacional se argumenta que la manera correcta de desarrollar proyectos en la zona es con los monocultivos, lo que niega y desconoce el uso que históricamente se ha dado al suelo para la agricultura familiar por parte de campesinos, colonos e indígenas. En términos materiales, ha limitado la partici-pación de pequeños campesinos en estas dinámicas económicas y ha restringido no solo su acceso a la tierra sino los recursos del estado, como los subsidios. El caso de Carimagua ilustra este fenómeno, así como el hecho de que pocos campesinos tengan cultivos de palma. Así, las intervenciones en la región están basadas y sostenidas en una visión de las cualidades de la tierra y de su uso que intrínsecamente

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profundiza la desigualdad en el acceso y el trabajo en el campo. Las representaciones y la manera en que se articulan a particulares proyectos económicos terminan siendo mecanismos de exclusión a partir de la legitimación de un discurso (Hall, Hirsh y Li, 2011). Por esto, el desarrollo histórico de los cultivos de palma en los Llanos orientales, y la forma como este y otros monocultivos han configurado simbólica y materialmente la región actualmente son un reto para el futuro desarrollo de una política económica y agraria en medio de un eventual posconflicto.

Al ver una gran plantación de palma ubicada cerca del casco urbano de San Martín (Meta) –que según rumores locales perte-necía al narcotraficante Daniel Barrera, alias el «Loco Barrera»–, un poblador local señaló con nostalgia lo «duro» y «verraco» que era para él ver palma en un lugar históricamente habitado por matas de monte y ganado. Durante un viaje que hicimos entre San Martín y Granada, él mismo manifestó su asombro al ver varias fincas des-tinadas a este cultivo. Cuestionó que tierras fértiles, como las vegas del río Ariari, fueran usadas para algo que no se puede comer. Estas intervenciones evidencian cómo los pobladores locales del Meta conciben un ordenamiento espacial orientado por lo que ellos con-sideran los usos adecuados de la tierra. Para muchos, la palma va en contra de ese uso adecuado: porque desplaza la ganadería; porque ocupa el espacio que debería usarse para productos de la canasta familiar, como plátano, naranja o yuca; y porque la consideran una amenaza a la tierra y el agua.

Esta posición, que ejemplifica la de muchos habitantes del Llano, muestra también las tensiones entre los proyectos hegemónicos im-pulsados por agentes estatales y las visiones locales sobre la tierra y el territorio. Tal tensión me permite abordar, a propósito del objetivo de este libro, algunas discusiones e implicaciones del sistema agroin-dustrial en un eventual posconflicto. Me referiré particularmente al primer punto de los acuerdos parciales derivados de los diálogos de paz entre las FARC-EP y el gobierno colombiano en Cuba: «Hacia un nuevo campo colombiano: Reforma rural integral». Mientras el Acuerdo aboga por el reconocimiento de economía campesina, fa-miliar y comunitaria en el campo, políticas históricas del estado han

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consolidado economías empresariales comerciales de gran escala en la región. Mientras el Acuerdo busca incentivar el derecho de todos los ciudadanos a acceder a alimentos por medio de la promoción de su producción y la consiguiente generación de ingresos, la historia del cultivo ha consolidado una economía orientada a la producción de combustibles, tanto con la palma como con el maíz, la caña y la yuca, en detrimento de otros cultivos8. En este sentido, es importante que los acuerdos y el despliegue de políticas que busquen ejecutarlos incluyan entre sus retos la existencia y sedimentación del proyecto agroindustrial, que se ha instaurado en oposición a las económicas campesinas.

Otro elemento recurrente en el primer punto de los acuerdos preliminares es incentivar usos adecuados de la tierra según su vo-cación productiva y castigar aquellos que no atiendan a dichos usos. Lo que he querido mostrar en este texto es que el uso actual de la tierra en los Llanos, que contraviene las propuestas de La Habana, se ha fundamentado históricamente en legitimar cierto usos como los adecuados, a los ojos de los funcionarios estatales y los expertos, muchos de ellos sustentados en el conocimiento científico. En este sentido, pensar un escenario de posconflicto a la luz de la historia de la agroindustria palmera en los Llanos implica, al menos en un primer momento, preguntarse por el papel del conocimiento científico y por cómo este sustenta la manera como se percibe y se interviene la realidad, y cómo dichas percepciones implican también condicio-namientos y restricciones para ciertos sectores. Es decir, nos obliga a pensar en el lugar del conocimiento, la academia y los discursos cien-tíficos en la construcción de paz y de disminución de la desigualdad. Al tiempo, es un llamado a posicionar los conocimientos locales y el saber histórico de las comunidades regionales e involucrarlos en la construcción de paz, sustentada en estos conocimientos y en la posibilidad de decidir qué tipo de intervenciones desean ellas para sus territorios. En particular, la historia de la palma en los Llanos

8 Según registros de Fedepalma de 2014, el año anterior más de la mitad del aceite consumido en el mercado interno se destinó a la producción de agrocombustibles.

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es quizás la antítesis de este proceso. En este sentido, es diferente de la historia y los procesos en otras regiones, donde programas como las «alianzas productivas» consolidan, al menos discursivamente, el papel de las comunidades locales en el mercado palmero (sobre Montes de María, ver Coronado y Dietz, 2013; Ojeda et al., 2015), o donde pequeños cultivadores participan de la venta de aceite (sobre el Pacífico, ver Retrepo, 2004), aunque, en todo caso, ninguna de estas historias ha resultado más conveniente para los procesos locales.

Finalmente, quisiera cerrar el capítulo con una reflexión sobre el papel del estado. En un artículo de 2009, la Revista Semana argu-mentó que la Orinoquia colombiana atrae la mirada de los inversio-nistas, entre otras razones, porque el abandono estatal en el que se encuentra «permite hacer y deshacer sin restricciones». Esta lectura refleja una idea recurrente que usa la presunta ausencia de Estado para explicar el conflicto armado y la falta de desarrollo nacional. Por ello, la necesidad de «presencia estatal» es tal que, incluso en el mencionado acuerdo, se afirma que «para la construcción de una paz estable y duradera la presencia del Estado en el territorio rural será ampliada y eficaz». En contraposición a esto, muchos analistas colombianos han cuestionado la idea de una ausencia, falla o carencia del estado, y preguntan por la manera como este hace presencia en diversos territorios de la nación, es decir, parten de e indagan por la presencia diferenciada del estado (Ramírez, 2001; González, Bo-lívar y Vázquez, 2002; González y Ocampo, 2006; González, 2014; Ocampo, 2014). Este artículo apela a ese cuerpo de análisis no solo para pensar cuáles han sido las particularidades de la «presencia» estatal en los Llanos sino para cuestionar que lo que requerimos sea necesariamente «aumentar su presencia». La historia de los cultivos de palma ha mostrado que, al menos en los últimos años: el Estado «ha hecho presencia» emitiendo legislaciones y otorgando créditos y beneficios, y que en este aspecto sus instituciones funcionan; ha aumentado la presencia militar; ha hecho inversión en infraestructura para mejorar el funcionamiento de la agroindustria y la explotación petrolera; y ha desplegado una serie de dispositivos (discursivos y prácticos) con el fin de consolidar una política económica y un proyecto ecológico, económico y político que se ha mantenido desde

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los años sesenta hasta hoy. Es decir, ha sido en parte la presencia del estado la que ha permitido la consolidación de unas dinámicas desiguales y excluyentes, legales e ilegales, legítimas e ilegítimas, que retan la construcción de una sociedad menos desigual, a la luz del posconflicto.

Entonces, ¿el reto consiste en aumentar la presencia del estado o en cuestionar y comprender las maneras como ese estado se ha formado de modos particulares en regiones específicas?, ¿se ha de esperar que el estado «lleve desarrollo» a las regiones o indagar por cuál ha sido el modelo de desarrollo impuesto por el estado?, ¿hay que aumentar el pie de fuerza y la presencia institucional o cuestionar y analizar cómo desmontar procesos históricos de posesión de la tierra y de implementación de un modelo desigual que ha sido producido simbólica y materialmente por el estado? En este sentido, la puesta en marcha de acuerdos posconflicto no requiere solo intensificar o ampliar la presencia del estado, sino cuestionar cuál ha sido la par-ticipación del mismo en la configuración territorial actual del país.

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Minería y territorio en el sur de Córdoba: viejos y nuevos retos para la construcción de

paz territorial

Catalina Serrano Pérez

Centro de Investigación y Educación Popular/Programa por la Paz

El extractivismo minero en el escenario de posconflicto es un asunto que apenas empieza a debatirse en la esfera pública. Pese a las bajas internacionales de los precios en las materias primas, las regalías de estas actividades siguen jugando un papel central como músculo financiero de la construcción de paz en el país (DNP, 2014). De otra parte, varias voces llaman la atención sobre la histórica coincidencia entre los territorios mineros y las áreas donde el índice de pobreza es superior (Espitia y Rudas, 2013), en muchos casos, las mismas donde el conflicto armado ha sido más intenso a lo largo de la historia.

Aunque el modelo de desarrollo no es uno de los puntos a abordar en los diálogos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–Ejército del Pueblo (FARC-EP), su papel es definitorio al momento de generar condiciones de paz en las regiones. Entiéndase por esto último una paz que ponga fin al conflicto, sobre todo a través de la disminución de la inequidad, particularmente en el escenario rural, de manera que no solo se satisfagan los derechos de las víctimas, sino en general los de la población colombiana en todos sus territorios (Medina, Bustillo y Giraldo, 2015).

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Para ello hay que partir de que la firma de los acuerdos no es necesariamente la finalización del conflicto, y que más bien implica la transformación de las relaciones de poder previamente existentes hacía un horizonte por definir (cinep/ppp, 2014, p. 34). La realidad urgente da cuenta de que la violencia y la confrontación siguen vigentes, pese al desarrollo de las actuales negociaciones de paz, y seguirán presentes durante la fase de posconflicto, esto por la presencia de grupos armados posterior a la desmovilización de las Autodefensas y de algunas estructuras de las FARC-EP que opten por seguir rentando de economías ilícitas.

Por lo anterior, es importante y necesario analizar cuál es la relación entre la confrontación armada y el extractivismo minero y, desde allí, ver qué papel puede llegar a cumplir este último en las actuales condiciones del país. El presente texto busca contribuir a este análisis dando una mirada al departamento de Córdoba, región caribeña que no solo es uno de los focos históricos del conflicto armado en el país, sino que alberga dos escenarios diferentes de cara a la extracción minera: un megaproyecto consolidado y de interés central para el gobierno, como lo es la mina de níquel de Cerro Matoso; y el fenómeno que recientemente empieza a visibilizarse: la pequeña minería informal y la minería criminal de oro.

Uno de los argumentos centrales de este texto es que, aunque la minería a gran escala es presentada por el gobierno nacional como la única vía de desarrollo económico, que supera las dificultades presentadas por la minería informal en términos ambientales, laborales y sociales, lo que demuestra la experiencia de esta región es que la drástica transformación social y territorial generada por Cerro Matoso, sumada a políticas de manejo del territorio mal orientadas desde el nivel central, generan condiciones que alimentan el conflicto y configuran un ambiente propicio para el surgimiento de fenómenos tan complejos como el de la minería ilegal y criminal de oro.

Para desarrollar dicho argumento, en el presente texto se presenta en términos generales el contexto social y territorial del departamento de Córdoba y, ligado a ello, la evolución del conflicto armado en la región, haciendo un especial énfasis en la transfor-

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Minería y territorio en el sur de Córdoba: viejos y nuevos retos...

mación de las dinámicas del conflicto armado planteada por los actuales actores armados presentes en el territorio: los Grupos Armados pos Desmovilización, pues, como se verá más adelante, esta transformación tiene un correlato en las lógicas de extracción de recursos mineros para la región. En un segundo momento, se presentan algunas herramientas de análisis desarrolladas para en-tender la relación entre conflicto armado y extracción de recursos naturales, esto como antesala para ahondar en las condiciones ge-neradas por el megaproyecto de extracción de níquel Cerro Matoso, consolidado durante más de 30 años en la región.

Igualmente, el texto da cuenta de la evolución en la concesión de títulos mineros en el mismo territorio, como resultado de la política nacional de promoción de la minería. Por último, se alerta sobre el fenómeno de la minería ilegal y criminal de oro que, por su escala y complejidad, amenaza con recrudecer el conflicto armado. Para cerrar se señalan algunas líneas de análisis e investigación impor-tantes para profundizar en este estudio de caso y se dan algunas recomendaciones de cara a la construcción de una paz territorial, estable y duradera en la región del sur de Córdoba.

Para la elaboración de este documento se acudió a fuentes secundarias y diversos análisis ya establecidos sobre la relación entre extractivismo minero y conflicto armado, así como sobre los impactos de Cerro Matoso. También fue importante la información cualitativa recabada durante varias visitas al terreno, en el marco del proceso de acompañamiento que el cinep/ppp desarrolla al Grupo por la Defensa de la Tierra y el Territorio de Córdoba (GTTC)1. En cuanto a las dinámicas actuales del conflicto armado, se acudió a diversas fuentes secundarias especializadas en la medición de la escala e intensidad del conflicto, enmarcadas en las percepciones

1 El Grupo por la Defensa de la Tierra y el Territorio de Córdoba es un espacio de encuentro, formación e incidencia conformado por 13 organizaciones campesinas e indígenas que enfrentan situaciones de vulneración de su derecho a la tierra y al territorio en todo el departamento y que desde 2011 se ha concentrado en construir estrategas de investigación, autoprotección y exigencia de derechos en medio del conflicto armado que enfrentan diariamente.

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adquiridas tras varias visitas al territorio, motivo por el cual, más que presentar un estudio profundo de la conflictividad armada, se da cuenta de algunas tendencias generales útiles para el análisis.

Córdoba: contexto regional

El departamento de Córdoba hace parte de la vasta región norte del país comprendida como costa Caribe colombiana. Córdoba se conoce como el departamento más interno y rural de la región. Nace junto a los ríos Sinú y San Jorge a 400 km del mar, en las selvas del nudo del Paramillo, lugar declarado hace 30 años como Parque Nacional Natural. Allí se juntan un suntuoso bosque húmedo tro-pical y el páramo más septentrional del país, y también se anudan las complejidades históricas y sociales del Urabá antioqueño con las del Magdalena Medio.

A partir del nudo, el río Sinú baña y recorre todo el departa-mento, atravesando amplísimas sábanas y generando cientos de ecosistemas de ciénagas que alimentan a la población rivereña y en general a todas personas que habitan en este fértil valle. Río abajo el territorio se transforma y da lugar a cientos de haciendas ganaderas que parecen no tener final. Actualmente, el índice Gini para el de-partamento de Córdoba es uno de los más altos en el país (0,749)2. Según datos del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), hoy el 95% de la propiedad rural del departamento está en manos de privados agropecuarios, y apenas un 1% en manos de privados no agropecuarios (2012, p. 241).

Esta característica definitoria tiene que ver con el proceso de in-serción a la economía nacional del departamento de Córdoba durante la segunda mitad del siglo XX, marcada por el papel que la región jugó como abastecedora de carne para la zona andina de Antioquia, lo que generó la modernización y consolidación del hacendado como principal figura de organización social y territorial. Esto a través de la modificación de ecosistemas y apropiación de grandes territorios

2 Según señala el IGAC, esta cifra oculta un fenómeno particular del departamento: el de pocos propietarios con varios predios, por lo que el Gini de tierras se diferencia ampliamente con el Gini de propietarios.

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para la sedentarización del ganado, situación que rompió desde entonces la coexistencia entre ganaderos y campesinos, que en este modelo pasaban a ser mano de obra proletarizada (Aponte, 2014).

Durante el gobierno de Misael Pastrana (1970-1974), Córdoba y Sucre se convirtieron en los laboratorios experimentales de la cuestión agraria en Colombia (González, 2014, p. 12), escenarios de las políticas de Reforma Agraria y sobre todo del nacimiento de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC). Esta última terminaría radicalizándose en respuesta a las paliativas acciones del Estado frente a la problemática rural, lo cual dio lugar a una masiva ola de movilización campesina que pronto se convirtió en la principal amenaza para el orden hacendado (CNRR, 2010). De hecho, en el departamento de Córdoba se concentró el 21% de las invasiones a nivel nacional (Aponte, 2014, p. 78). Las raíces de la privatización de la violencia surgen sin duda en este escenario, donde se persiguió y asesinó sistemáticamente a los líderes campesinos con ayuda de sicarios, escuadras de matones y defensas civiles contratadas y con-formadas por los hacendados (Aponte, 2014).

Estas condiciones posibilitaron el éxito en la implantación del proyecto de Autodefensas a principios de los años ochenta. Con la llegada de nuevos actores como la familia Castaño, aprovechando la baja en los precios de la tierra y las facilidades para el cultivo, proce-samiento y tráfico de estupefacientes, inicia el complejo fenómeno del paramilitarismo. Su penetración en el mundo cordobés fue tal que su accionar pronto adquiere importantes adeptos, lo que dio lugar al surgimiento a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) y posteriormente a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). De esta manera, la privatización de la justicia en esta región se dio en primera instancia para proteger las haciendas, pero más profundamente para proteger un particular modelo de desarrollo regional (Aponte, 2014).

Integrado a este proceso, pero con dinámicas diferentes, el sur del departamento se caracterizó por ser una zona de frontera coloni-zadora. Se trata de una región estratégica, por su salida hacia el golfo de Urabá y su conexión entre la Costa Atlántica y el Eje Cafetero. Sus paisajes montañosos recibieron una gran afluencia de colonos

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durante los años sesenta, muchos de ellos huyendo de la presión del hacendado del norte y otros más, de la Violencia bipartidista en Antioquia (González, 2014). Cuna del Ejército Popular de Liberación (EPL) esta región posteriormente da cabida a los frentes 5 y 18 de las FARC-EP, en donde el impenetrable Paramillo se convierte en su retaguardia y nicho de miles de hectáreas de cultivos de hoja de coca, negocio que entra a ser disputado por los bloques Sinú, San Jorge y Mineros de las AUC. Los conflictos territoriales entre estos grupos y la posterior persecución a las que se consideraba como las bases sociales de las guerrillas marcaron esta microrregión como una de las más violentas de todo el país (Verdad Abierta, s.f.).

Si bien en el norte las Autodefensas se dedicaron a defender un proyecto de desarrollo encarnado en la gran empresa agrícola, en el sur retomaron las antiguas rutas utilizadas durante el auge marimbero por parte del EPL. Poco a poco y a fuerza de un violento proceso de consolidación, se constituyó una red de siembra, procesamiento y transporte de hoja de coca y cocaína que generó a su paso todo un reordenamiento espacial de la región. «En otras palabras, el dominio paramilitar, que implantó en el territorio un anillo de seguridad combinado con la ubicación geográfica del Departamento, tuvo como resultado la configuración de un cluster en torno a la economía del narcotráfico» (Aponte, 2014, p. 97).

De hecho, son las dinámicas sociales, políticas y territoriales de la subregión del sur de Córdoba las que gozan de un especial interés en el presente documento, pues es justamente allí, en el municipio de Montelíbano –y con dinámicas muy cercanas a los municipio de Puerto Libertador y San José de Uré–, donde se ha consolidado durante los últimos 40 años la mina de níquel Cerro Matoso y en donde se presenta con mayor fuerza el fenómeno de la minería ilegal y la minería criminal de oro.

Dinámicas recientes y persistencia del

conflicto armado en el sur de Córdoba

Pese a que Córdoba fue el escenario de la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia en 2005, momento en el que alrededor de 31.671 uniformados y uniformadas dejaron las armas

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para reintegrarse a la vida civil, lo cierto es que desde entonces el conflicto armado no solo no ha cedido, sino que en algunos sectores y en diferentes circunstancias ha recrudecido su intensidad. Esto ha generado varias crestas en el patrón de acciones bélicas que siguen afectando los derechos humanos de la población civil del departamento.

De hecho, el desplazamiento forzado continúa siendo una de las afectaciones más profundas para la población de la región, lo que ha sido denominado como «desplazamiento silencioso» (usaid, Presidencia, CCAI, 2011, p. 21), vinculado con recurrentes situaciones de desplazamientos individuales o familiares dentro de la misma región, usualmente luego de algún asesinato selectivo. Al respecto, las cifras de Acción Social para 2011, procesadas por investigadores de Observatorio del Conflicto Armado, hablan de 524 desplazamientos individuales en Tierralta y de 494 en el mismo periodo en Puerto Libertador (Arias, 2012, p. 13).

Este fenómeno se debe particularmente al surgimiento de Grupos Armados pos Desmovilización (GAPD) que, aunque son herederos de las estructuras y rutas del narcotráfico consolidado por el paramilitarismo, presentan repertorios de acción diferentes, atendiendo a su proceso de consolidación organizativa y territorial. Inicialmente se trató de pequeñas bandas con diferente denominación que entraron en disputa por el control del narcotráfico entre ellas y con el frente 18 de las FARC, en la región de Montelíbano y Puerto Libertador. Según la Fundación Ideas para la Paz (2014), entre el 2006 y el 2011 gran parte de la violencia en el Nudo de Paramillo se debió a las disputas territoriales entre diferentes bandas criminales, particularmente entre Paisas, Urabeños y Rastrojos.

Los informes sobre su accionar presentados en el 2007 (Fun-dación Seguridad y Democracia) refieren grupos comandados por antiguos miembros de bajo perfil de las Autodefensas, quienes «todavía no cuentan con la suficiente capacidad de producción y/ o extracción de rentas, ni la organización política que maneje una facción de influencia propia en las instituciones del Estado, ni la empresa económica que capture las redes clientelistas que expandan la base social del movimiento armado» (Fundación Seguridad y Democracia, 2007, p. 18).

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Esta particularidad se imprimió en sus estrategias de acción, patentando otras formas de criminalidad, como la minería de oro, la tala ilegal de bosques, el contrabando y la extorsión (usaid, Pre-sidencia, CCAI, 2011, p. 72). Esta última, la extorsión, es una de las principales estrategias de financiación y control social establecida por estos grupos, situación que ha sido denunciada como una de las que más aqueja a la población urbana y rural de los municipios de Montelíbano y Puerto Libertador (El Universal, 2015) y que da cuenta de las diferencias de accionar entre las antiguas Autodefensas y estos grupos.

Actualmente se observa una disminución en el índice de acciones bélicas, lo que tiene que ver con la consolidación de estructuras cri-minales más estables, ya sea por la desaparición de algunos de estos grupos, por su adhesión a estructuras más amplias o por el estableci-miento de acuerdos entre guerrillas y bandas narcotraficantes a través de las distintas fases de producción de estupefacientes (Arias, 2012, p. 13), lo que implicó para el sur de Córdoba la consolidación de los Urabeños, hoy conocidos como Clan Úsuga. «Así las cosas, aunque la tasa de homicidios tuvo un incremento entre 2012 y 2013 del 10% y se ubicó diez puntos por encima de la tasa nacional, entre 2011 y 2012 había disminuido en más de un 40%. El número de desplazados disminuyó entre 2012 y 2013 en más de la mitad y no se registraron masacres en la región para los años 2012 y 2013» (Fundación Ideas para la Paz, 2014, p. 3).

De la mano con esto, el patrón de presencia y actuar de las guerrillas de las FARC-EP también presenta algunas variaciones. Según la Fundación Ideas para la Paz, en su estudio del accionar de estas guerrillas en toda la región del Nudo de Paramillo, en los municipios de Montelíbano y Puerto Libertador ha hecho presencia histórica el Frente 18, considerado uno de los más activos del Bloque Iván Ríos, el cual sufrió un duro golpe con la desmovilización de uno de sus principales ideólogos, Medardo Maturana Largacha, alias el «Negro Tomás», en 2013. También se menciona el Frente 58, comandado por Jhoverman Sánchez, alias «Manteco», que opera en Tierralta, Mutatá y Montelíbano y, a diferencia de los otros, entró en confrontación con los Urabeños en el 2013.

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Entre el 2003 y el 2007 el Plan Patriota de las Fuerzas Armadas, que para la región se tradujo en el Plan Motilón, buscaba generar ofensivas militares que evitaran que las guerrillas se ubicaran en los lugares controlados por las AUC. Pese a que más adelante las gue-rrillas pusieron en marcha el Plan Renacer enfocado en un patrón de pequeñas acciones armadas en todo el sector, lo cierto es que el avance del Ejército, las desmovilizaciones y bajas de miembros valiosos de sus cuadrillas debilitaron la presencia guerrillera en la región. Con el Plan Espada de Honor en el 2011 se registró una disminución de 22% en las acciones guerrilleras de todo el Nudo de Paramillo (Fundación Ideas para la Paz, 2014). Allí igualmente se observa una disminución en los cultivos de hoja de coca y la búsqueda de otras opciones de financiación, como veremos más adelante.

¿Cómo abordar las relaciones entre

conflicto armado y extractivismo?

Antes de proseguir con este recorrido es importante revisar algunos elementos conceptuales que aportan elementos para abordar en lo concreto las relaciones entre el extractivismo y el conflicto armado en Colombia. Autores como Gudynas y Quijano, entre otros, han definido el extractivismo desde su relación con el sistema capitalista. El extractivismo se entiende como una práctica que surge con el capitalismo y cuya base es la relación desigual entre los países «conquistados» y los «conquistadores». Como lo define Gudynas, «el extractivismo es una modalidad de acumulación que comenzó a fraguarse masivamente hace 500 años. Con la conquista y la colonización de América, África y Asia empezó a estructurarse la economía mundial: el sistema capitalista».

En las últimas décadas, se ha recrudecido un modelo de de-sarrollo denominado por varios autores como neoextractivismo, entendido, en un sentido amplio, como aquel cuyo núcleo reside en las actividades que remueven grandes volúmenes de bienes na-turales sin procesarlos, o solo limitadamente, para ser exportados como commodities al mercado internacional, tales como petróleo, gas, minerales, productos de la agroindustria –como los mono-cultivos transgénicos y los biocombustibles– e incluso proyectos

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de infraestructura, como las grandes represas hidroeléctricas, al servicio de dichas explotaciones (Gudynas, 2009).

En esta etapa, América Latina profundiza su lugar como po-seedor de bienes naturales susceptibles de extracción y exportación, con lo que aumenta significativamente la llegada de empresas trans-nacionales a la región. A esto se le suman las políticas de apertura económica surgidas en la década de 1990 que facilitan el proceso de intervención de las empresas extranjeras en territorios locales. La implementación de este modelo ha resultado en la emergencia de conflictos muy fuertes entre las comunidades locales y las empresas que llegan a los territorios a imponer proyectos de todo tipo y, en esa medida, también han surgido a nivel local múltiples acciones colectivas de resistencia.

El análisis de los conflictos surgidos de esta realidad ha llevado a identificar y comprender los conflictos ambientales distributivos, así como los denominados conflictos socioambientales, que desde diferentes lecturas y conceptualizaciones de la naturaleza y el manejo del territorio han florecido en todo el mundo. Estos conflictos movilizan a nuevos actores sociales y vinculan diferentes saberes, creando todo un repertorio de reivindicaciones como el de la justicia ambiental (Martínez, 2004). En Colombia y otros lugares, esto se ha visto reflejado en el énfasis que, partiendo de los conflictos agrarios y de acceso a la tierra, se acerca a los discursos que reconocen el espacio rural como un territorio y generan otras reivindicaciones en clave de derecho al territorio y desde la disputa por modelos de desarrollo del mismo (Coronado, 2010).

La ecología política se convierte así en el lugar donde confluyen disciplinas como la antropología, la geografía, la ecología y la eco-nomía en la construcción de un nuevo marco de pensamiento para comprender los conflictos ambientales y/o territoriales asociados al extractivismo (Martínez, 2004). Para ello parte de situar las distri-buciones ecológicas en el plano de las relaciones de dominación y exclusión que determinan el uso y manejo de la naturaleza (Coronado et al., 2014). Igualmente aboga por la inclusión de la dimensión ambiental dentro de los estudios sociales y sobre todo dentro de los

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debates económicos y la formulación de políticas de ordenamiento y gobierno de territorios.

Desde este enfoque, las relaciones de poder son fundamen-tales para el análisis. «La ecología política estudia precisamente las relaciones de poder que se configuran alrededor de los recursos naturales –posibilidades de acceso, uso, usufructo, apropiación, significación– teniendo en cuenta tanto las particularidades locales como el contexto internacional» (Delgado, 2013, p. 172). En este planteamiento, ni los marcos normativos y legales ni las políticas públicas son campos neutros; por el contrario, en ellos se materia-lizan intereses y modelos de sociedad particulares. En este sentido, las instituciones construidas alrededor del extractivismo minero- energético en Colombia posibilitan un modelo, a la vez que limitan el ejercicio de poder de los sujetos que se resisten a él.

A medida que nuevas disciplinas abordan los fenómenos aso-ciados a las actividades extractivas, surgen nuevas voces que intentan complejizar su lectura y posan su atención en las interdependencias entre la valorización global de la naturaleza y las desigualdades sociales. «Mientras que notamos la ausencia de la dimensión de las desigualdades sociales en el análisis entre la sociedad y ambiente, también se constata la exclusión de la dimensión ambiental en las investigaciones sobre desigualdades sociales» (Göbel, Góngora y Ulloa, 2014, p. 15).

Siguiendo esta línea, es innegable que, en el caso de Colombia, muchos de los conflictos ambientales existentes en la actualidad tienen relación profunda con el fenómeno histórico de acumulación de tierras y la construcción de políticas nacionales destinadas a favo-recer un modelo de desarrollo ligado a esta acumulación. De hecho, existe un consenso entre varios investigadores sobre la inequidad en la repartición de la tierra como el elemento detonante del conflicto social y armado que ha marcado el país durante el último siglo. La rebelión armada surge en respuesta a las condiciones de desigualdad producidas por este orden, a las que se sumó la propagación del narcotráfico y las presiones del contexto internacional, todo lo cual prolongó y perpetuo hasta hoy el conflicto colombiano (Fajardo, 2015).

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Resulta importante entonces que los estudios recientes sobre el fenómeno extractivista, y en particular aquellos que busquen comprender su relación con el conflicto armado, realicen análisis estructurales que tengan en cuenta estos procesos de larga duración. Para nadie es un secreto, por ejemplo, que la historia del Magdalena Medio ha sido marcada por las interacciones entre la dinámica del conflicto armado y los procesos económicos derivados de la extracción de recursos naturales (Bebbington, 2013, p. 25).

Aunque en Colombia existen actualmente algunos estudios que, en clave de denuncia, vinculan los intereses de actores armados con los de empresas multinacionales de extracción de recursos minerales (Moore y Sandt, 2014), son realmente pocas las concep-tualizaciones desarrolladas para comprender este fenómeno. Dos aportes importantes son los del equipo de Ralf Leiteritz, Carlo Nasi y Angelika Rettberg (2009) y el de Sergio Coronado (2015). El primero es el resultado la investigación «¿Diferentes recursos, diferentes conflictos? Una exploración de la economía política regional del conflicto armado», y el segundo surge como resultado del proceso investigativo y de acompañamiento a comunidades campesinas e indígenas en la costa Caribe y el norte del Cauca adelantado por el cinep/ppp durante varios años. Ambos casos reconocen la exis-tencia de diferentes escenarios de relacionamiento entre el conflicto armado y la extracción de recursos naturales en diferentes regiones colombianas y establecen categorizaciones para describirlos.

De estos ejercicios pueden extraerse varias observaciones im-portantes: en primer lugar, cada uno identifica diferentes variables para el análisis de cada contexto, como el marco histórico, el entorno geográfico, el tipo de mineral y los actores que lo extraen. En ambos casos se detecta el aumento en los precios de los minerales como una presión externa que incentiva el extractivismo y como renta importante de financiamiento de grupos armados, ya sea a través de la cooptación, la extorción o la extracción directa.

Para Sergio Coronado, es central entender las dinámicas de los actores armados, pues su presencia anterior o posterior al inicio de actividades extractivas en una región determina el tipo de dinámicas generadas. En este sentido, reconoce que a los actuales actores armados

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les interesa mantener el control de un territorio respecto no solo de sus recursos naturales, sino también de sus poblaciones, economías locales y relaciones políticas, entre otros elementos. Leiteritz et al., por su parte, prestan especial atención a los mecanismos de extracción o al proceso de producción de cada recurso, pues esto «hace más o menos posible que estos sean absorbidos por las dinámicas del conflicto» (2009, p. 218). Por ello se hace énfasis en la naturaleza de los distintos recursos naturales, sus mecanismos de extracción y las regiones donde se ejercen estas prácticas. En su caso, además de la minería, se analizan otros recursos, como el banano, el café, las esmeraldas, las flores, el oro, el petróleo y la palma, prestando especial atención a la red de instituciones económicas y políticas que han terminado permeadas por el conflicto.

Otro aporte que vale la pena mencionar, no solo para el caso de Colombia, es el de Nancy L. Peluso y Michael Watts, en el libro Violent Environments (2001), donde abogan –en la misma línea de los casos anteriores– por un análisis multivariable para cada contexto parti-cular. En este sentido, identifican otros elementos importantes a tener en cuenta, como los patrones de acumulación de capital, las prácticas políticas y culturales, las formas de acceso y control de los recursos. Es necesario así mismo comprender los distintos repertorios donde se ejerce la violencia, así como los discursos desplegados para justificarla (p. 27).

Finalmente, la tesis elaborada por Angélica López (2014) recopila algunos de los planteamientos hechos por autores particularmente sobre la relación entre conflicto armado y extractivismo minero3. Pone de presente la investigación de Massé y Camargo (2012), que plantea el carácter histórico de estas relaciones en un proceso que ha llevado a una red cada vez más compleja de relaciones entre actores armados, funcionarios públicos, militares y empresas mul-tinacionales. Y los planteamientos de Duque (2012), quien afirma que existe una relación entre el recrudecimiento del conf licto armado y las bonanzas económicas, relación que se puede ver en

3 Ver en esta obra el capítulo de Angélica R. López «Territorialidades en conflicto y minería del oro en Buenaventura y Simití, Colombia: un análisis comparado» (N. de la Ed.).

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la coincidencia entre regiones donde se ha dado desplazamiento y despojo, por una parte, y territorios ricos en minerales, por otra (2012, en López, 2014, pp. 17-18). Estas investigaciones nos hablan de la superposición de relaciones de poder preexistentes sobre los recursos, con nuevos actores que intervienen el territorio de forma violenta. La desestructuración territorial que implica el despojo –y la consiguiente pérdida de control de las comunidades sobre sus re-cursos− efectivamente exacerba los conflictos y deja a las poblaciones en condiciones de mayor vulnerabilidad, mientras que las ganancias de las actividades extractivas fortalecen a los grupos armados y los poderes que se asocian a estos.

De este recorrido, y de cara a ejercicios posteriores, pueden iden-tificarse algunas apreciaciones claves: en primer lugar, la necesidad cada vez más imperante de complejizar los estudios que abordan el fenómeno del extractivismo estructuralmente y con mayor riguro-sidad histórica, que contemplen la realidad prexistente a la puesta en marcha del proyecto o las prácticas extractivas. Para Colombia, contemplar los conflictos agrarios históricos y sus connotaciones económicas, políticas y sociales es algo que no se puede pasar por alto. Igualmente importante es revisar casos previos de extracción de materias primas en el país –como el de Cerro Matoso– con el ánimo de encontrar elementos que complejicen y enriquezcan los análisis.

Cerro Matoso

Las palabras Cerro Matoso hacen referencia al pasado no tan lejano de la serranía de San Jerónimo. Allí, hace no más de sesenta años, se ubicaba un espeso bosque cuyo follaje era el hogar de varios mamíferos, entre ellos, el oso hormiguero, por lo cual se hizo un famoso destino para los cazadores provenientes de toda la región, quienes acuñaron el término de Cerro Matoso para referirse a este lugar de la geografía cordobesa. Actualmente, dicho paisaje resulta difícil de imaginar, cuando se está de pie frente al coloso cerro de níquel y sus hirvientes hornos de fundición, los cuales constituyen hoy lo que conocemos como Cerro Matoso.

El actual Cerro Matoso S.A. (CMSA) es un complejo minero e industrial, reconocido por ser la mina a cielo abierto más grande

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de todo el continente americano. Su historia comienza en 1940, en medio de las exploraciones de petróleo propiciadas por la familia Burgos, en alianza con la Shell (Negrete, 2006). Para marzo de 1963, el entonces Ministerio de Minas suscribe junto a la Richmon Pe-troleum Company of Colombia el contrato 866-63 para la exploración y explotación de níquel en Montelíbano, durante 25 años, en un área de 686 hectáreas. Unos años más adelante, se firma el contrato 1727 y en junio de 1997 la empresa obtiene la licencia de exploración 051 sobre un área de 52 mil hectáreas, en los municipios de Montelíbano, Puerto Libertador, Planeta Rica, Tarazá y Cáceres, en Antioquia. Esta última licencia aumenta la concesión a la empresa por 29 años en ambos títulos de manera automática, lo que ha sido objeto de amplias polémicas sobre la legitimidad de esta ampliación, de cara al vencimiento del título4 (La Silla Vacía, 2012).

Aunque en 1982 el Estado colombiano tenía el 45% de las acciones de esta empresa, la BHP Billington pasó a ser la dueña del 99% de las acciones en 2005. Actualmente, la totalidad de la producción de la empresa se exporta a China, Japón, Taiwán, Europa y Estados Unidos. Según la Silla Vacía (2013), el proyecto tiene utilidades declaradas de 17 mil millones mensuales y «ha contribuido en promedio con un 0,5 por ciento del Producto Interno Bruto entre el 2005 y el 2010 y con una quinta parte de la contribución total de la minería al PIB».

De cara a la región, la presencia de Cerro Matoso ha jugado un rol fundamental en la configuración de sus dinámicas espaciales, sociales y políticas. Su papel determinante puede rastrearse por lo menos en tres dimensiones: el manejo de la administración pública, las fuertes transformaciones sociales y territoriales, y su vínculo con las dinámicas del conflicto armado, elemento que sigue siendo objeto de varios análisis.

Manejo de la administración pública

Al respecto, el informe de Leiteritz et al. «Para desvincular los recursos naturales del conflicto armado en Colombia» (2009, p. 220), en el que se reseña la investigación de Alexandra Bernal Pardo,

4 Para más información, consulte la página Web de Colombia Punto Medio.

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señala que, si bien no existe una relación directa entre la presencia de actores armados en la región y la extracción de níquel en Cerro Matoso, «fuerzas ilegales de derecha vinculadas al narcotráfico, activas en la región cercana de los Montes de María y con nexos con la élite política local, desarrollaron una sofisticada red para cooptar las regalías del ferroníquel a través de la infraestructura local y regional de salud pública». La apropiación de la administración pública por parte las Autodefensas entró a definir las prioridades de desarrollo para la región y, según Bernal, facilitó la apropiación de las rentas derivadas de la actividad minera, lo que se convirtió en un mecanismo indirecto, pero sistemático, que incentivó la presencia de estos actores en la región (Bernal, 2009).

Para comprender lo anterior, es necesario observar las carac-terísticas socioculturales del régimen hacendatario, dominado por redes familiares y vecinales de compadrazgo, las cuales confluyeron fácilmente con los actores que arribaron a la región hacía los años ochenta, quienes utilizaron las grandes extensiones de tierra no solo para depurar las ganancias del narcotráfico, sino también para adquirir prestigio social y económico, lo que les representó gran legitimidad dentro de la sociedad cordobesa, particularmente en su accionar frente a las insurgencias armadas y no armadas, la protesta social o los grupos políticos de izquierda. Pronto el manejo político en la región, caracterizado por unas lógicas especiales de manejo del poder, basadas en el clientelismo como modelo de relacionamiento, desembocó en una profesionalización del ejercicio político y en al-gunos sectores en una identificación mimética entre la clase política y los actores armados paramilitares, en un fenómeno ampliamente conocido como parapolítica (Ocampo, 2014).

Según Bernal (2009), para los antiguos paramilitares la finan-ciación a través de economías ilícitas como la del narcotráfico restó importancia a otras fuentes de recursos. Pese a que en regiones como el sur de Bolívar, Atlántico, Sucre, Cesar o La Guajira, donde la ex-torsión fue una estrategia fundamental para la financiación de las Autodefensas, en Córdoba, por las mismas lógicas de configuración de sus relaciones de poder, estos grupos armados se abstuvieron de prácticas como secuestros y extorsiones (p. 10). De esta manera, en

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la búsqueda de diversas fuentes de financiación además del narco-tráfico, la captura de rentas a través del control político se convirtió en una estrategia importante, particularmente en esta región, donde la extorsión es poco practicada. De esta manera, sus estrategias cen-trales de financiación fueron la captura de rentas públicas, tráfico de drogas, concentración de la propiedad y monopolio de negocios.

La desviación de recursos de las regalías generadas por Cerro Matoso se evidencia en el Índice de Desempeño Fiscal (2007-2009), donde el municipio de Montelíbano, hasta el 2009 principal receptor de las regalías de este proyecto, ocupó el puesto 902 en el ranking nacional. Según reportajes periodísticos como el de la Revista Semana (2013), el municipio adeuda 90.000 millones de pesos, y enfrenta diversas demandas por incumplimiento de contratos de alumbrado público, educación, basuras y saneamiento básico. Esta situación generó que los recursos provenientes de regalías fueran congelados en varias oca-siones por parte del Departamento Nacional de Planeación, la última de ellas en junio de 2009 por irregularidades presentadas entre el 2001 y el 2008, situación que vincula directamente a los exalcaldes Moisés Nader y Édinson Rangel (usaid, Presidencia, CCAI, 2011, p. 46).

Transformaciones territoriales

Otro elemento central en la comprensión de los impactos generados por Cerro Matoso tiene que ver con las profundas trans-formaciones territoriales que ha experimentado la región durante las últimas cuatro décadas. Desde el proceso de exploración del yacimiento, a finales de la segunda mitad del siglo XX, se generaron grandes olas de movilización poblacional, con dos picos hacía finales de los años setenta y principios del 2000. Durante este periodo la tasa de crecimiento del municipio de Montelíbano fue de 4% anual (Viloria, 2009, p. 57), el doble del promedio nacional, de manera que el municipio pasó de tener una población de 24.500 habitantes en 1973 a una de 74.000 en 2009. Esta situación está relacionada con varios factores. En primer lugar, tiene que ver con la construcción de la planta física de la empresa, que llegó a generar 915 empleos directos y 890 indirectos, así como incontables comercios asociados, durante la puesta en marcha de su segundo horno en 2002.

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Pese a las amplias expectativas que el proyecto genera en la población, lo cierto es que gran parte de esta movilidad social no se vio solventada en ofertas estables de empleo por parte de Cerro Matoso, motivo por el que gran parte de esta población buscó ubi-caciones laborales alternativas, muchas de ellas informales y otras ilegales (Viloria, 2009, p. 57). De hecho, gran parte de las actuales dinámicas del sector rural de Montelíbano atienden a la economía ilegal de cultivo y procesamiento de hoja de coca. Desde la década de 1990, esta actividad se convirtió en un elemento significativo, no solo para los grupos armados ilegales, sino también para una porción de la población rural de la región que la convirtió en una actividad neurálgica de su economía (Bernal, 2009).

De hecho, alrededor de la economía ilegal de la coca se con-figuró una amplia gama de relaciones sociales y económicas en la región. Según testimonios de la población local, durante las épocas de bonanza, un cultivador de coca puede llegar a obtener entre diez y treinta millones de pesos cada tres meses. Esta situación repercute directamente en la trasformación de los patrones de consumo de la población y en la transformación radical de pequeños caseríos que dependen de esta economía, pues en sus calles se instalan cientos de comercios a los que arriban individuos de toda la región atraídos por la bonanza5. Tal y como lo establece Bernal, la economía ilegal de la coca se desarrolla en convivencia pacífica con la economía legal del níquel, en cuanto generadora alternativa de ingresos para los pobladores rurales y urbanos de la zona.

Por otro lado, las transformaciones territoriales que ha expe-rimentado durante los últimos cuarenta años esta subregión están relacionadas con las prácticas de acaparamiento territorial establecidas por la empresa, como parte de su proceso de consolidación regional. Entiéndase por acaparamiento territorial «la apropiación política en la cual hay un tránsito del ejercicio del poder sobre el acceso y uso de un territorio y sus recursos por quienes habitan el espacio hacia quienes solo lo explotan y no lo habitan» (Catrileo-Arboleda, 2014,

5 Esta información fue obtenida tras conversaciones informales desarrolladas con la población del corregimiento de Tierradentro, en Montelíbano.

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p. 169), este fenómeno implica el control no solo del espacio físico, sino también de los modos y planes de vida de la población.

Aunque no existen estudios sobre la dimensión del acapara-miento territorial efectuado por la empresa, esta ha sido denunciada en diferentes ocasiones por apropiación de baldíos de la nación6. Asimismo, los conflictos generados, de cara al acceso a tierras y recursos, son evidenciados por la situación del pueblo indígena zenú que habita la región, el cual suma más de 20 años de movili-zación social por el derecho a su territorio. Luego de un proceso de negociación con la empresa y el gobierno nacional en el 2013, esta comunidad consiguió la constitución de su resguardo en mayo de 2014. Aunque este resulta ser un gran avance en materia de garantía de derechos de la población rural del sur de Córdoba, es insuficiente desde todo punto de vista, teniendo en cuenta que fueron tituladas 906 hectáreas para una población indígena que suma 16.950 personas en toda la región del alto San Jorge.

Relación con el conflicto armado

Por último, las transformaciones territoriales experimentadas en la región durante las últimas cuatro décadas guardan profunda relación con las disputas territoriales de los actores armados presentes en la zona. Según Aponte, desde la década de 1980 hasta principios del siglo xxi esta región alojó 47% del total de las masacres del de-partamento y produjo una cifra de 100.000 campesinos desplazados.

Al respecto es importante prestar atención a varios estudios que dan cuenta de las concomitancias territoriales entre dinámicas del conflicto armado y actividades extractivas en la región, lo que Anaya y Coronado han denominado una «triple coincidencia» entre hectáreas concedidas para la extracción minera, territorios abandonados por la violencia y altos índices de desplazamiento forzado. Según estos estudios, luego del periodo más crítico de violación de los derechos

6 El senador de la república Iván Cépeda ha presentado en diferentes espacios esta denuncia. Igualmente, en reportajes periodísticos del portal Verdad Abierta se pone en evidencia la misma situación. Para más información puede consultarse el reportaje «Gobierno niega tierra a labriegos del Bajo Cauca para dársela a empresa minera» (Verdad Abierta, 2014).

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humanos de la población civil al sur del departamento (1995-2010), se dio un fenómeno de incremento de actividades extractivas en la misma región.

Hasta aquí, el análisis somero de las dinámicas sociales y te-rritoriales generadas por Cerro Matoso nos brinda algunas pistas para entender los diferentes conflictos territoriales presentes en esta región. Lo anterior es un insumo importante para comprender la actual situación que se presenta en el sur de Córdoba. Recordemos que durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez se presentaron varias transformaciones para la región en términos de confrontación armada y directrices de desarrollo territorial, lo cual necesariamente inci-diría en las diferentes prácticas de extracción minera desarrolladas en el sector. De la mano con el énfasis nacional que se dio durante ese gobierno a la persecución y ataque directo a las guerrillas, se estableció una estrategia de desarrollo territorial de apertura hacia la minería como vía central de desarrollo económico, situación que también entró a generar nuevas implicaciones para este territorio, como veremos a continuación.

Titulación minera en el sur de Córdoba 2005-2014

Una buena forma de acercarse al fenómeno reciente de la minería en la región es mediante un análisis del comportamiento en la entrega de títulos mineros. Pese a que este no es indicio de la intensidad ni del tipo de explotación generada, sí puede brindarnos algunas pistas sobre los actuales conflictos territoriales que allí se presentan. Actualmente existen en el departamento 114 títulos mineros, que corresponden a 164.818 hectáreas, es decir, a 6,5% de la superficie departamental. De estos títulos, 4 corresponden a níquel (19.724,83 ha); 19 a yacimientos auríferos (24.488,12 ha); 48 a materiales de construcción (5.330,2 ha); 25 a carbón (107.783,5 ha) y 18 a caliza (7491,9 ha).

Entre el 2009 y el 2014 se registra un incremento en la entrega de títulos mineros, sobre todo para explotación de yacimientos auríferos y material de construcción, que continúa en crecimiento constante, al punto que solamente entre enero y julio del 2014 se registraron 42 solicitudes de concesión minera, o sea, 36,8% de lo entregado durante

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los últimos 25 años. De estas solicitudes, 22 son para materiales de construcción (8.860 hectáreas); 10 para yacimientos auríferos (54.114 ha); 9 para caliza (4554,8 ha) y 1 para carbón (1.543 ha). Así, el mapa minero del departamento de Córdoba se configura de la siguiente manera (Figura 1):

Figura 1. Títulos y solicitudes de titulación y de legalización minera en Córdoba

Es importante llamar la atención sobre las solicitudes de forma-lización de minería de hecho: según datos obtenidos en julio de 2014, entre 2002 y 2004 se presentaron cuatro solicitudes de legalización (bajo la Ley 685), pero para 2012-2014 aparecen 27 solicitudes (bajo

San Arriero

Purisima

MoñitosLorica

Puerto Escondido

Los Córdobas

MomilTuchin

San Andrés de Sotavento

Chinú

ChimáCotorra

Cereté

Sahagún

San Carlos

Montertia

Valencia

Tierralta

Montelíbano

Canalete

Pueblo Nuevo

Planeta Rica

Buenavista

Ayapel

SUCRE

ANTIOQUIA

BOLÍVAR

La Apartada

Puerto LibertadorSan José de Ure

Solicitudes de legalización Ley 685

Solicitudes de legalización Ley 1382

Títulos mineros solicitados a julio 2012

Títulos solicitados en el 2014

Títulos mineros concedidos a nov. 2014

Equipo de Movilización Social Territorio e Interculturialidad

Fuentes: Elaboración propia a partir de datos de Tierra Minada, ANH, TMC y Catastro

minero colombiano

Producción por el Centro de Investigación y Educación Popular CINEP / Programa por la Paz División departamental

División municipal

Base cartográfica: DANEElaboró: Sistema de Información Georreferenciada - SIG

Septiembre de 2015

San Pelayo

Ciénaga de Oro

San Bernardo del Viento

Océano Atlántic

o

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la Ley 1382). De estas, el 66,6% corresponde a yacimientos auríferos y el restante 44,4% a materiales de construcción.

Figura 2. Títulos otorgados entre 1990-2014 y solicitudes de titulación y formalización. Fuente: elaboración propia a partir de datos de la Agencia

Nacional Minera (ANM).

Los elementos presentados dan cuenta de por lo menos tres situaciones. En primer lugar, el incremento en la titulación minera durante los últimos diez años en la región es el correlato de una tendencia nacional, enmarcada en las directrices de desarrollo del gobierno nacional que favorecen la extracción de recursos naturales como el principal motor de desarrollo económico del país. Lo que fue denominado por los mismos funcionarios del gobierno como la «piñata minera» (El Espectador, 2011) para referirse a la entrega acelerada y desordenada de cerca de 9.000 títulos mineros en todo el país, incluyendo territorios estratégicos ambientalmente, como zonas de páramo y Parques Nacionales Naturales, así como la con-cesión de áreas pequeñas que más adelante pasarían a ser parte de grandes proyectos mineros. Esta situación puso en evidencia las serias falencias para el control y gestión territorial del gobierno central en cada una de las regiones.

Para comprender mejor lo anterior, hay que tener en cuenta que la puesta en marcha de un proyecto de la magnitud de Cerro Matoso requiere de diversos recursos para su funcionamiento. Al igual que con las cementeras, por ejemplo –cuyo funcionamiento requiere de la apertura de minas de extracción de diferentes mine-

0 5 10 15 20 25 30 35 40 45

1990

1997

2001

2005

2007

2009

2012

2014

Solicitudes de formalización

CALIZA CARBÓN

MATERIALES DE CONSTRUCCIÓN NÍQUEL

YACIMIENTOS AURÍFEROS

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rales, como la caliza o la puzolana en el mismo sector, necesarios para la elaboración del cemento–, la extracción de materias primas como el carbón en el mismo sector o de energía hidroeléctrica en la misma región está íntimamente relacionada con el funcionamiento de la mina, situación que incidió necesariamente en la definición de prioridades de ordenamiento del territorio, como se observa en la entrega de los títulos.

Por último, la gran cantidad de solicitudes de titulación y formalización de minería aurífera, presentadas durante el último quinquenio, dan cuenta de una problemática todavía más compleja: la minería ilegal y criminal de oro. De hecho, la zona comprendida entre los municipios de Ayapel, Montelíbano, Planeta Rica, Puerto Libertador, San José de Uré, y de Caucasia, Nechí y El Bagre, en el bajo Cauca antioqueño, se constituye en lo que ha sido llamado «la más grande red de explotación ilegal de oro en Colombia» (Méndez, 2011), sumando un terreno de cerca de 20.000 hectáreas.

Según reportes de la Revista Semana, solamente en el municipio de Ayapel se observan alrededor de 1.200 retroexcavadoras que em-plean alrededor de 850 personas, y cada mina puede llegar a producir hasta cinco libras semanales de mineral. Aunque la producción de oro del municipio se ha duplicado los últimos cuatro años, la mayor parte de la producción es declarada en Caucasia-Antioquia, donde el precio es más elevado, por lo que este municipio llegó a quintuplicar su producción reportada7.

A partir del año 2010, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (unodc, 2013), el área cultivada de hoja de coca en el departamento disminuyó en 72% en 2011, en 4% en 2012 y en 57% en 2013. Esta tendencia coincide con el auge, en los mismos territorios cultivados, de la minería ilegal de oro. Aunque este auge se relaciona directamente con el aumento en los precios internacionales del mineral8, por lo que se espera que decaiga con las

7 Según la Revista Semana, de 2010 a 2013 Caucasia pasó de producir 763.174 gramos anuales a 5.657.161, mientras que Ayapel pasó de reportar 180.730 a 412.457 gramos en el mismo periodo.

8 Entre el 2002 y 2011, el precio de la onza del oro pasó de US$300 dólares a US$1.850 dólares.

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bajas de su precio en el mercado internacional, el oro continúa siendo una actividad atractiva, por sus facilidades para el lavado de activos.

Hasta aquí es importante establecer algunas claridades de orden conceptual, pues esta situación acarrea varios retos de abordaje para el Estado, y para 2015 no se había logrado llegar a un consenso sobre los conceptos de barequero, minería tradicional o artesanal, minería ilegal, minería criminal, entre otras, lo que supone dificul-tades metodológicas para comprender este fenómeno e intervenir en él (Massé y Camargo, 2012). Según la Contraloría General de la República, la minería criminal es

[…] extracción de minerales con el objetivo de obtener recursos para financiar actividades delictivas. Generalmente son organizaciones armadas al margen de la ley, grupos guerrilleros y bandas criminales (bacrim) que, directamente o a través de terceros, con equipos propios, robados o decomisados, adelantan actividades mineras para extraer rentas extraordinarias, especialmente en oro, coltán y tungsteno y que en ocasiones tienen vínculos con organizaciones criminales transnacionales (Pardo, 2012, p. 190).

Esta definición se diferencia de la de otros conceptos, como minería informal, minería tradicional y barequeo, que hacen refe-rencia a actividades ancestrales que benefician a familias o grupos de familias, a partir de medios mecanizados o no, para comercializar en un mercado informal y mediante prácticas no reguladas. Incluso adquiere connotaciones diferentes a la minería ilegal, entendida como aquella donde se desconocen la totalidad de normas legales mineras, laborales, ambientales, tributarias, contratando mano de obra y conviviendo con mineros tradicionales y barequeros, pero sin móvil político o enfrentamientos violentos con el Estado (Pardo, 2012).

Igualmente es importante tener en cuenta el concepto de «minería de hecho», empleado por la Defensoría Delegada para los Derechos Colectivos y del Ambiente (2010), pues da cuenta de la realidad social de quienes la practican y de las dificultades que han debido enfrentar, en términos de acceso a la institucionalidad que posibilita su legalización: «Este tipo de minería en Colombia involucra un grupo heterogéneo de comunidades que van desde

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campesinos, indígenas, afrocolombianos, colonos y empresarios informales, hasta grupos al margen de la ley» (p. 25). Esta definición contribuye a comprender realidades como las del sur de Córdoba y las enmarca en más de cinco décadas de extracción tradicional de oro, tal como lo atestigua la Asociación de Mineros el Alacrán (asominal) o la Asociación de Mineros de Ayapel (asomia), ambas organizaciones registradas desde los años noventa, que aglutinan a población campesina e indígena dedicada a esta práctica. En pequeñas dimensiones, la extracción de oro no requiere de grandes sofistica-ciones técnicas, y el término artesanal dentro de la minería de oro hace referencia a diversas técnicas empleadas para la extracción del mineral, desde el barequeo hasta el uso de molinos hidráulicos, pico y cincel, pequeños motores, entre muchas otras, siempre atendiendo al tipo de beta a explotar y a su ubicación y concentración. Muchas de estas técnicas acuden al uso de mercurio para separar el mineral de la roca, en condiciones riesgosas para el operador y el entorno en que se desarrolla la actividad.

Minas como la del Alacrán cuentan más de 40 años de funcio-namiento y en su entorno han generado una compleja red de socia-bilidades que se evidencian en el amplio caserío que circunda a esta mina y que fue construido a la par de la mina. Realidades como estas son poco estudiadas al momento de hacer intervenciones. Como lo ha puesto de manifiesto la Defensoría Delegada para los Derechos Colectivos y del Ambiente Defensoría del Pueblo (2010), los mineros de hecho de la región expresan su descontento, pues luego de varios años en proceso de formalización fallidos, las áreas solicitadas para titulación han sido entregadas a terceros ajenos a la región.

Dentro de sus denuncias están la criminalización de la que han sido víctimas por parte del Estado, las extorsiones constantes por parte de los Grupos Armados Pos Desmovilización, así como los conflictos que empiezan a surgir entre los territorios tradicionalmente explotados y las áreas de incidencia de las nuevas concesiones. De esta manera, lo que se observa es una suerte de «traslape» (Massé y Camargo, 2012) entre diferentes modalidades de minería:

[…] ni la autoridad minera ni la ambiental poseen información cierta sobre quiénes son los mineros que se mantuvieron en su actividad

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tradicional, quiénes mutaron a mayores escalas productivas sin una motivación criminal, quiénes persiguiendo una renta extraordinaria crecieron en su escala productiva y quiénes voluntariamente o por la fuerza terminaron trabajando para organizaciones criminales (Pardo, 2012, p. 169).

Reflexiones finales

Luego de revisar las diferentes formas como se presenta la extracción de recursos mineros en el sur de Córdoba y su relación con el conflicto armado, puede establecerse que, acorde a Coronado (2010, 2015) y Leiteritz, Nasi y Rettberg (2009), la forma, intensidad y naturaleza de relacionamiento entre la extracción minera y el conflicto armado varía con el tipo de material extraído y los actores y relaciones de poder inmersas en cada escenario. Así, en primera instancia puede afirmarse que la extracción de níquel difiere noto-riamente de la de oro. De acuerdo con la investigación de Bernal sobre el caso del níquel, «a diferencia de otros recursos del sector extractivo, no se trata de comercializar un producto terminado y fácil de conseguir en el mercado nacional sino que para su distribución se depende de reconocimiento político internacional para movilizar inversionistas y acceder a los mercados» (2009, p. 37).

Esta afirmación explica en parte por qué la captura de rentas mineras por cooptación de la administración pública fue una es-trategia más eficaz que la llevada a cabo con otro tipo de acciones, como extorsiones o ataques a la infraestructura de Cerro Matoso. De hecho, el casco urbano de Montelíbano se convirtió, gracias a la puesta en marcha de varios acuerdos entre las Fuerzas Armadas y la empresa, en un enclave de seguridad atacado una sola vez en 1970 por el EPL, en sus cuarenta años de historia (Viloria, 2009).

Por su parte, tal y como se describió anteriormente, el oro es un mineral cuya extracción no requiere mayores sofisticaciones técnicas, cuya compra venta no cuenta hasta la fecha con regula-ciones que permitan establecer la procedencia del mineral. Quizá por esto, la minería de oro se presta más para el saqueo por parte de Grupos Armados pos Desmovilización que poseen ciertas

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capacidades de coerción de la población, pero aún no tienen el monopolio de las relaciones públicas que establecieron las antiguas Autodefensas. La actual incidencia de la extorsión como una de sus principales estrategias de acción da cuenta de esta realidad y plantea diferencias entre el modus operandi de los GAPD y el de las otrora Autodefensas.

Ahora bien, estas diferencias entre un fenómeno y otro no implican necesariamente que se trate de dos situaciones aisladas. Por el contrario, como se planteó en la hipótesis inicial, en realidad fueron algunas de las transformaciones sociales y territoriales gene-radas por Cerro Matoso las que han posibilitado la profundización del conflicto y el surgimiento del fenómeno de la minería ilegal y criminal de oro. Al respecto, el reciente estudio Las rutas del oro ilegal: estudios de caso en cinco países amazónicos (Valencia, 2015) presenta algunas conclusiones sugerentes para el caso cordobés. A partir del análisis de las dimensiones particulares que adquiere este fenómeno en Ecuador, Perú, Brasil y Colombia, el estudio identifica ciertos factores de riesgo que, al estar presentes en estos contextos, facilitan el surgimiento de la minería ilegal.

Algunos de estos factores coinciden con el análisis presentado sobre el sur del departamento de Córdoba. Allí, como se mencionó, el fenómeno en gran parte está determinado por las dinámicas sociales y espaciales que estableció Cerro Matoso. Por ejemplo, el estudio en mención demuestra que la implementación de grandes megaproyectos en varias de las regiones de seguimiento generó fenómenos asociados, como grandes olas migratorias, que luego de las bonanzas se quedaron a colonizar los nuevos territorios, ante la existencia de material aurífero, para lo cual establecen formas artesanales de usufructo del mismo. De la mano de esto, los imaginarios de desarrollo relacionados con la extracción de materias primas resultaron decisivos en cada uno de los escenarios donde surgieron estas prácticas.

Situación similar sucede en el sur de Córdoba, en donde, luego de las amplias olas migratorias atraídas por la promesa desarrollista de un proyecto de gran envergadura como Cerro Matoso, gran parte de esta población se dedicó a diferentes prácticas de usufructo, legales e ilegales, como el cultivo y procesamiento de coca o la minería arte-

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sanal de oro, las cuales, como afirma Bernal (2009), convivieron de manera pacífica con la economía legal de Cerro Matoso. De cara a estas trasformaciones territoriales, queda abierta una línea de inda-gación sobre la construcción de la represa de Urrá, ubicada a no más de 70 kilómetros de la planta de Cerro Matoso, que ha generado los más poderosos impactos ambientales, territoriales y sociales en todo el departamento. Una mirada a este hecho amplía la comprensión del proceso de configuración territorial en torno a la extracción de materias primas, esto teniendo en cuenta que el horno de fundición de Cerro Matoso constituye el proyecto que consume los mayores niveles de energía en todo el territorio colombiano.

Por otro lado, la transformación y visibilización de la denominada minería criminal de oro tiene que ver no solo con el aumento del precio de este mineral en el exterior, sino también con la persecución por parte del gobierno nacional al cultivo y producción de estupefa-cientes, lo que generó que los actores armados ilegales establecieran alternativas de financiación, como la extorsión a negocios particu-lares y a pequeños mineros informales. Igualmente, ello generó la incursión de estos actores en la minería de oro, a través no solo de la extorsión a los mineros, sino de la puesta en marcha de empren-dimientos mineros propios, aprovechando el conocimiento del territorio que ya se poseía.

Otro elemento importante de los casos de Brasil y Perú es que la expansión de la minería ilegal se asocia a la promoción de la gran minería desde los gobiernos centrales, lo que empodera a actores privados en la definición de las prioridades de uso del territorio, situación que termina generando conflictos entre las comunidades locales por el uso y acceso a recursos y terrenos. Nada más cierto para el caso cordobés, en donde, como observamos, la balanza de poder se inclinó para favorecer a Cerro Matoso, facilitándole todo tipo de recursos. Esto generó varios conflictos por el acceso a la tierra, en una región que históricamente vivía profundas problemáticas relacionadas con este. Al favorecer a un actor –Cerro Matoso– en la definición de directrices para el desarrollo territorial de la zona, se dio paso a conflictos territoriales entre las poblaciones menos

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privilegiadas de la zona. Igualmente, la entrega acelerada de títulos mineros en la misma región durante los últimos diez años da cuenta de serios abismos entre la lectura central del Estado para la región y la realidad regional.

Cada uno de estos fenómenos plantea importantes retos para la construcción de paz territorial en la región, de cara a la desmovili-zación de las FARC-EP. Acorde con lo establecido en el tercer acuerdo de La Habana –sobre drogas ilícitas–, el conflicto social y armado tiene causas que anteceden a la aparición de cultivos de uso ilícito y está ligado a condiciones de pobreza, marginalidad e inequidad, así como a la presencia de narcotraficantes armados. De esto se colige que, mientras no se intervenga directamente la situación de mar-ginalidad de las poblaciones locales, lo que sucederá es el remplazo de una actividad ilícita por otra, como ya lo estamos observando.

Sobre esto, la lectura histórica de la realidad cordobesa permite comprender que la inequidad en la distribución de derechos terri-toriales ha sido el motor histórico del conflicto, la victimización y la pobreza de las comunidades rurales, por lo que es central establecer mecanismos que restablezcan los derechos territoriales de las poblaciones victimizadas. De la mano con esto, es necesario brindar condiciones de seguridad a las poblaciones y organizaciones locales, frente a un posible reacomodamiento de los actores armados presentes en la región tras la desmovilización de las FARC-EP. Sin garantías de no repetición, es poco probable que las poblaciones rurales tengan la posibilidad de organizarse y construir proyectos de vida propios sustentados en la agricultura o en la pequeña minería, que sean tenidos en cuenta al momento de definir prioridades de desarrollo territorial, y que equilibren la balanza de poder a la hora de definir prioridades de ordenamiento territorial, en paridad con los requerimientos de los sectores industriales y empresariales.

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Varias caras de un incierto posconflicto. Entre la ilegalidad y la legalidad de la

minería a pequeña escala1

Catalina Quiroga Manrique

Universidad de los Andes–Universidad Nacional de Colombia

Grupo Cultura y Ambiente

La minería se ha convertido en un tema de discusión en muchas esferas de la vida pública. La llamada «locomotora del desarrollo» ha generado cientos de opiniones referentes al manejo del subsuelo colombiano y, en general, a los usos de los recursos renovables y no renovables de nuestro país, tales como el oro o el petróleo. El interés nacional por potenciar estos espacios de producción primarios se ha traducido en la renovación de viejas políticas públicas, una construcción discursiva sobre la minería tradicional y a pequeña escala –tema central en este escrito–, una apropiación territorial que tiene impresa una particular noción capitalista de naturaleza y un modo específico de apropiación de recursos, en términos económicos, políticos y culturales.

En terminos generales, nos encontramos con una forma específica de extractivismo que dota constantemente de significados a la natu-raleza y genera una serie de discursos que dependen del contexto y la

1 Este artículo se presenta como resultado del proyecto «Acciones y prácticas territoriales de comunidades campesinas y mineras artesanales frente al neo-extractivismo en Colombia. Estudios de caso asociados a los emprendimientos mineros de pequeña y gran escala en el municipio de Vetas, Santander y la región del Nordeste Antioqueño, Colombia», código Hermes 21572. Financiado por la convocatoria 617 de Colciencias para jóvenes investigadores y la Universidad Nacional de Colombia.

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relación entre escalas. Para el caso de Colombia, los diálogos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) iniciados por el gobierno de Juan Manuel Santos en agosto de 2012 representan un nuevo reto respecto de estas formas de compresión y significación de la naturaleza. Un ejemplo de ello es el problema de conceptualización de la minería a pequeña escala.

En este contexto, el capítulo se presenta en tres apartados que llevan al lector por un análisis multiescalar y multiterritorial asociado a la minería como actividad económica y como práctica cultural. Se busca así comprender problemas particulares, como el despojo, la estig-matización, el uso desigual de los recursos y las nociones de naturaleza y sostenibilidad ambiental, todo esto en el contexto de los diálogos de paz en el país. Así, el primer apartado: «Un proyecto nacional: minería a gran escala y entrada de recursos privados al progreso», presenta una análisis basado en dos premisas: la incorporación del subsuelo a la construcción de nación y la idea de progreso y desarrollo en clave de privatización y sostenibilidad ambiental, todo esto asociado a un dis-curso de paz en la lógica del posconflicto. Estas dos premisas permiten mostrar, con base en citas de documentos estatales y análisis teóricos, las nociones de naturaleza que se presentan en el país, asociadas a la de «locomotora minera», que responde a requrimientos de escala nacional e internacional.

El segundo apartado: «¿Minería ilegal, tradicional o de hecho?: construcciones discursivas de la minería a pequeña escala en Colombia», enfatiza en la noción de naturaleza y en las estrategias de control y manejo de la minería tradicional. Entender las definiciones legales y los vacíos y modificaciones respecto de este tipo de práctica nos permite reconocer el papel del estado2 en una problemática que viene creciendo y que genera todo tipo de respuestas sociales y, sobre todo, ofrece una serie de retos nacionales y locales en escenarios de paz. Este apartado no se puede ver por fuera del primer segmento, ya que, además de las dos premisas mencionadas, es importante tener en cuenta para el estudio de la minería artesanal los procesos de generación de opinión pública sobre la práctica y el control territorial armado. Este segundo apartado

2 Apuntando a una definición política, se escribe estado en minúsculas.

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Varias caras de un incierto posconflicto

presenta, además, tres discursos particulares construidos sobre los sujetos que realizan minería: el de «sujetos contaminantes», asociado al problema ambiental; el «sujetos en contra del desarrollo», unido a la lógica de desarrollo; y el de «sujetos ilegales», relacionado directamente con el conflicto social y armado y los discursos de paz. Cabe anotar que estos tres discursos presentan interrelaciones complejas y se utilizan en diferentes momentos y con propósitos particulares que responden a contextos nacionales e internacionales de discusión sobre minería.

Esta forma de pensar la minería trae a largo plazo despojo, no solo de tierras, sino en cuanto a actividades particulares y formas de relacionarse con el territorio. En este sentido, se configuran formas sostenidas y cotidianas de actualizar geografías desiguales, que en la minería a pequeña escala se relacionan con el miedo3, la construcción de «zonas rojas» y de sujetos enemigos de un proceso de paz.

El último apartado: «Conclusiones: respuestas minero-campesinas a propuestas nacionales», presenta la contraparte de la visión estatal, sin dejar por fuera el sinnúmero de respuestas de las comunidades, pues también en esta escala el discurso de la paz y el posconflicto adquiere un nuevo sentido. Es necesario reconocer los avances y algunas de las nociones de territorio y naturaleza. De otro modo, lo que se diga care-cería de una visión global, sin una lectura multiescalar y multiterritorial de los conflictos socioambientales que se generan en la práctica de la minería tradicional en Colombia. En palabras de Bebbington:

El proyecto minero en América Latina constituye una suerte de competencia entre dos proyectos geográficos: un proyecto que implica una gobernanza de territorios que permite la ocupación por múltiples actores y otro que implica una gobernanza que asegure la ocupación por un solo actor. El primero implica cambios territoriales sucesivos, cotidianos y marcados por continuidades con significados históricos; el segundo implica cambios territoriales drásticos, no bien entendidos por

3 Según Oslender (2008), las geografías del miedo pueden comprenderse por medio de siete características: la producción de «paisajes de miedo»; las restricciones a las movilidades y prácticas espaciales rutinarias; la dramática transformación del sentido de lugar; la desterritorialización; los movimientos físicos en el espacio; la reterritorialización; y las estrategias espaciales de resistencia.

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la población local y que traen consigo una combinación de mayor riesgo e incertidumbre bajo la excusa de promover modernidad (2007, p. 25).

De esta forma, el objetivo general de este capíulo es problematizar el tema de la minería a pequeña escala en un contexto de diálogos de paz, teniendo como referencia la construcción de territorios locales y de discursos sobre sujetos asociados a la minería y las constantes fricciones y diálogos entre las distintas instancias, desde el nivel nacional e internacional hasta el local.

Es relevante anotar que los dos o más tipos de proyecto minero asumen los escenarios de posconflicto de manera diferenciada. Se puede decir, entonces, que la paz es parte de la construcción territorial y que los significados asociados a la misma son muy importantes para entender la proyección futura de estos lugares. En palabras de Oslender (2010), en esta medida, mientras que en el imaginario de nación, el territorio es solamente uno, y se ha ido construyendo como un proyecto de grupos sociales particulares, existen relaciones socioambientales conflictivas que construyen «territorialidades superpuestas». Esta problemática no se puede ver por fuera de su contexto particular. Es por esto que a lo largo de texto me basaré en el estudio de caso del nordeste de Antioquia, particularmente de los municipios de Remedios y Segovia, para ilustrar el argumento.

Un proyecto nacional: minería a gran escala y entrada

de recursos privados orientados al progreso

Desde su génesis, la historia del capitalismo ha estado atravesada por el ejercicio permanente del despojo sobre la naturaleza, los seres humanos y sus mundos de vida. (Composto, 2012, p. 325)

El estado genera una serie de recursos, respuestas y trasforma-ciones políticas y estructurales en relación con la explotación minera en el país, por un lado, en respuesta a una lógica internacional y, por el otro, teniendo como referentes las actividades mineras tradicio-nales. Para este último tipo de minería, proporciona un discurso muy complejo que termina despojando territorios de campesinos, pequeños mineros, indígenas y afrocolombianos, soportado en varios

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argumentos: particularmente, en la insostenibilidad ambiental, el apoyo que brinda a fuerzas armadas ilegales y el poco desarrollo técnico y tecnológico, asociando todo esto a la pobreza y la falta de intención de progreso. Por este motivo, el artículo caracteriza de forma preliminar el complejo discurso referido a la pequeña minería en el país y evidencia las nociones impuestas de naturaleza y territorio en el ámbito local. Todo esto pensando en un escenario de posconflicto donde se pondrán en juego representaciones particulares de la natu-raleza y donde se debatirá sobre procesos de restitución y garantía de derechos. Estas formas de pensar la naturaleza están asociadas a un proyecto de acumulación por despojo4 (ver Harvey, 2004, 2007) y de privatización de la propiedad común: el subsuelo colombiano. Para ilustrar estas relaciones uso el estudio de caso del territorio minero campesino en el nordeste de Antioquia.

El nordeste de Antioquia ha sido históricamente reconocido dentro del territorio nacional por la explotación de oro que allí tiene lugar. Como uno de los distritos mineros más importantes del país, produce cerca del 27% del oro nacional5. Sin embargo, la presencia de riquezas en su suelo, especialmente de este mineral, ha generado diferentes conflictos entre los actores que habitan, usan y construyen el territorio6. Dentro de los distintos enfoques que existen referentes

4 El despojo, en este caso, se entiende también como una serie de estrategias que se enfocan al despojo de tierras y afectan directamente las prácticas culturales, las acciones locales y, en general, las lógicas de relacionamiento humano-naturaleza.

5 Tomado de la página Web del Banco de Iniciativas Regionales para el Desarrollo de Antioquia – BIRD Antioquia (20 de febrero de 2014).

6 Esta subregión se encuentra en el nororiente del departamento, en el costado oriental de la Cordillera Central, y hace parte de la unidad regional del valle del río Cimitarra y del Magdalena Medio. Limita al norte con el Departamento de Bolívar y la subregión del Bajo Cauca de Antioquia; al sur con las subregiones Oriente y Magdalena Medio, específicamente con el municipio de Yondó; al occidente con la subregión Norte; y al oriente con la región del Magdalena Medio y los municipios de San Pablo y Cantagallo, en el Departamento de Bolívar. Los municipios que integran la región son: Amalfi, Yalí, Anorí, Cisneros, Segovia, Remedios, Yolombó, Vegachí, San Roque y Santo domingo, todos ellos con una tradición minera importante (Quiroga, 2012).

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a los usos del suelo, es importante pensar al estado como un actor determinante en la distribución espacial del territorio nacional y regional, en términos de la construcción de políticas gubernamentales en relación con el territorio, la naturaleza y, por consiguiente, con la explotación minera a gran y pequeña escala, y en razón de que es el estado el que plantea una visión que puede llamarse «oficial» y es quien organiza y determina los factores de la vida social, política y económica de la comunidad desde arriba.

Entendiendo que la minería hace parte del proyecto coloni-zador, sugiero pensar dos perspectivas concretas: 1) la incorporación del subsuelo a la construcción de nación y 2) la idea de progreso y desarrollo en clave de procesos de privatización7 y sostenibilidad ambiental, todo esto asociado a un discurso de paz. Para la primera perspectiva, realizo una revisión de las políticas nacionales referentes a la minería a gran escala y para la segunda acudo a citas textuales de documentos oficiales. En todo caso sustento dichas políticas con argumentos teóricos fundamentales para comprender el problema de la construcción territorial y las nociones de naturaleza.

El panorama nacional de explotación de oro se debe analizar de manera crítica dentro de un contexto histórico, con el fin de reconocer los avances o retrocesos en políticas públicas, institucio-nalidad y participación comunitaria en el tema. Siguiendo las líneas argumentativas del investigador Carlos Duarte, presento algunos hitos cronológicos claves para comprender la apropiación del sub-suelo en la construcción de nación. La producción minera en gran parte del territorio se ha dado desde la Colonia. Así, en 1587, luego del descubriendo de las minas de oro en Zaragoza, se dictaron dos ordenanzas o regulaciones en términos mineros: la primera de ellas, la «ordenanza de Rodas», se convirtió en la primera legislación que hablaba sobre la propiedad de subsuelo; y la segunda, la «ordenanza de Mon y Velarde», contenía perspectivas muy interesantes sobre la propiedad de la tierra –con un intento de reforma agraria y la necesidad de promover la agricultura como forma de supervivencia

7 Con esto me refiero a políticas de control sobre el territorio y los recursos en general.

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de la fuerza de trabajo de las minas– y una primera visión de la necesidad del subsuelo como fundamental para la generación de riquezas y excedentes.

Ya en la época de la Independencia, el oro cobró mayor im-portancia. El naciente estado, en medio de las guerras civiles, vio la necesidad de pensar estos recursos como propios, usándolos y apropiándose de ellos en pro de una guerra nacional, de modo que las minas y, particularmente, las riquezas del subsuelo se convertían en ejes financiadores de los ejércitos nacionales:

En 1829 el entonces presidente de la República Simón Bolívar, expidió en Quito el «Reglamento de Minas» adoptando para la gran Colombia las Ordenanzas de Minería de Nueva España. Tanto el Reglamento de Minas como la Ley de minas de 1823 nacionalizaban las riquezas minerales […]. A pesar de que el Reglamento sobre Minas mantenía el principio de propiedad por parte del Estado, el Gobierno podía conceder las minas en propiedad o posesión a los ciudadanos que así lo solicitaran, pero sujetos a su explotación y al pago de un tributo sobre el valor y la cantidad del mineral extraído (Duarte, 2012, p. 7).

Para ese entonces, ya la venta de la propiedad del subsuelo se convertía entonces en un elemento fundamental de riqueza, en tér-minos de explotación nacional y por las ganancias recibidas a partir de las regalías de explotación por parte de terceros8. Posteriormente, y en la misma línea de la apropiación del subsuelo, la Constitución Política de 1886 ratificó el interés nacional por ser propietario, re-conociendo el valor de los recursos que allí existían y enfatizando el papel del estado en la explotación y manejo de una economía minera aún incipiente.

Ya para la primera mitad del siglo XX, «la gobernabilidad minera del país significó un retroceso para las capacidades de adminis-tración de los recursos mineros de parte del estado, y el privilegio

8 Es en esta época cuando se otorga el título a perpetuidad del conjunto de minas más antiguo de Colombia a una multinacional: la Frontino Gold Mines, en el nordeste antiqueño. Es a perpetuidad, pues se configuró en pago del apoyo brindado por Gran Bretaña a la campaña libertadora.

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de la iniciativa privada foránea por medio del modelo de Concesión» (Duarte, 2012, p. 16), que pasó a ser la prioridad. Las modificaciones políticas adelantadas hasta ese punto dieron un giro muy importante, clave para comprender el papel estatal en la actualidad: si bien se consideraba que las minas eran fuente de riqueza nacional, estas no podían ser manejas internamente, a lo que se sumaba el interés de captar recursos extranjeros como una fuente de financiación de las diversas políticas nacionales.

De esta manera, en la actualidad el estado tiene un papel de-finido por la Unidad de Planeación Minero Energética como de «facilitador y fiscalizador en el desarrollo de los proyectos mineros, al tiempo que incentiva en forma eficaz y contundente la inversión privada» (UPME, 2006, p. 13). Sin embargo, durante el proceso de construcción de la Constitución Política de 1991, en plena entrada del proyecto neoliberal al país, la discusión sobre la propiedad del subsuelo se consigna en el Artículo 332 de la siguiente forma: «El Estado es propietario del subsuelo y los recursos naturales no re-novables, sin perjuicio de los derechos adquiridos y perfeccionados con arreglo a las Leyes preexistentes».

Para el año 2015 continua vigente el Código de Minas, bajo la Ley 685 del 2001, que retoma la idea de la propiedad estatal del subsuelo colombiano. En esta medida, se piensa que los recursos del subsuelo constituyen un potencial importante de financiación y deben protegerse. Sin embargo, a partir de 1992 y hasta 2004, la visión minera del país se trasformó guiada por dos perspectivas: una que logró convertir las empresas estatales mineras y energéticas en organismos mixtos, integrando la participación de capitales privados nacionales y extranjeros en su funcionamiento; y otra que adapta los aparatos estatales de gobierno minero a las exigencias de una minería de enclave exportadora (ver Duarte, 2012). Es así como se abren las puertas al capital extranjero en el país y con ella se despeja el camino a la actual coyuntura de legislación minera y a la entrada masiva de activos internacionales para la producción.

Es relevante destacar en este punto que las fuentes de ingreso percibidas por el estado, tanto durante la exploración directa como en los momentos de concesión, tienen como referencia hitos parti-

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culares de inversión nacional. Es decir, la minería, en cualquiera de sus formas, ha constituido siempre una fuente muy significativa de políticas nacionales, por lo menos en la teoría. Esto nos lleva a preguntarnos cuál será el papel de la minería en el posconflicto y si es necesario el aporte económico de esta actividad para la finan-ciación de la paz.

El subsuelo, en todo caso, continúa siendo de propiedad nacional, aunque el estado no se encarga de su explotación y genera riqueza por este concepto por medio de las regalías que reporta una explo-tación poco controlada y fiscalizada, con grandes vacíos jurídicos, sociales y políticos, donde prima la entrada de terceros que traen consigo «nuevas tecnologías y una reconocida experiencia en la ma-teria» (UPME, 2006, p. 43). Estos cambios institucionales conllevan una construcción histórica y una noción determinada de territorio minero, que se define en uno de los documentos más importantes de la proyección minera para el 2019, con las siguientes palabras:

Actualmente el territorio ya no se puede concebir como un simple escenario pasivo de las actividades económicas, sino por el contrario como un factor activo y determinante de los procesos de desarrollo […] en el contexto de la globalización económica la dimensión re-gional tiene tanta importancia como la supranacional, por lo cual se considera que el proceso globalizador tiene en el fondo una fuerte base territorial. Los territorios «ganadores» en la economía global se caracterizan por ser espacios o nodos urbano-regionales que han logrado desarrollar una gran capacidad para lograr acuerdos entre sus agentes locales sobre tres aspectos centrales de la competitividad territorial […]. La creación de condiciones favorables a la inversión y de desarrollo sostenible, generación de un ambiente propicio al desarrollo tecnológico y la integración de las políticas y las acciones en materia de infraestructura y conectividad (p. 52).

En este sentido, se puede decir que la apropiación nacional del subsuelo se guía por una lógica de acumulación de riquezas, trans-formaciones y apropiaciones territoriales que se ponen al servicio de los requerimientos económicos –vistos como necesarios durante toda la historia de la normatividad nacional– de construcción del estado,

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dentro de un proyecto capitalista, ahora enfocado en la construcción de paz. Los territorios «ganadores» exhiben una lógica clara de ho-mogenización de actividades y de división de responsabilidades en la lógica del mercado y la producción y se construyen en contra de formas locales de comprender y apropiar la naturaleza. Aún más, a propósito del subsuelo se tejen en distintas escalas formas diversas de pensar esta geografía vertical, que no incluyen a las comunidades locales como actores determinantes en el ordenamiento territorial y económico de este tipo de territorios.

En este punto hay que mencionar que la lógica del extractivismo, particularmente para América Latina, se configura en un ajuste espacio-temporal9 donde las crisis generan cambios y mutaciones del proyecto, lo que apunta a la segunda premisa. Para entenderlo, basta ver las proyecciones nacionales de la UPME:

Colombia: País Minero, ubica el horizonte de la planificación del sector en el territorio de la competitividad de nuestros productos mineros y de sus servicios asociados en los mercados nacionales y extranjeros. Con ello en mente, se presentan propuestas de valor para los segmentos de clientes institucionales seleccionados como estratégicos y se desarrollan las actividades requeridas a partir de tres líneas básicas: 1) facilitar la actividad minera, 2) promover el desarrollo sostenible de la minería y 3) fiscalizar el aprovechamiento minero (2006, p. 3; enfasis agregado).

Es clara entonces la manera como el estado prioriza la entrada de capital basado en las instituciones financieras internacionales y los organismos multinacionales –inversión privada– y legitima de esta forma el reordenamiento del territorio a través de premisas como la

9 «El “ajuste” espacio-temporal, es una metáfora de las soluciones a las crisis capitalistas a través del aplazamiento temporal y la expansión geográfica. La producción del espacio, la organización de nuevas divisiones territoriales de trabajo, la apertura de nuevos y más baratos complejos de recursos, de nuevos espacios dinámicos de acumulación de capital y de penetración de relaciones sociales y arreglos institucionales capitalistas (reglas contractuales y esquemas de propiedad privada) en formaciones sociales prexistentes» (Harvey, 2004, p. 102)

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implantación de lógicas globales asociadas al desarrollo sustentable, el equilibrio ambiental, el aprovechamiento racional de los recursos naturales, la superación del conflicto armado, entre otras. Estas ca-tegorías garantizan la entrada del capital extranjero, arropado por el discurso de lo sostenible y amigable ambientalmente, y generan localmente una serie de despojos verdes basados en el cuidado de la naturaleza pensada desde el estado (Fairhead, Leach y Scoones, 2012), que se reduce, en la práctica, a la profundización del modelo de acumulación por despojo. En palabras de Leff, ello comporta una nueva «geopolítica del desarrollo sustentable que no solo prolonga e intensifica los anteriores procesos de apropiación destructiva de los recursos naturales, sino que cambia las formas de intervención y apropiación de la naturaleza y lleva a su límite la lógica de la ra-cionalidad económica» (2009, p. 2). Sumado a esto, es clave anotar que cuando se habla de «facilitar la actividad minera» se alude al mismo tiempo a una oportunidad y/o un problema en particular. Como se verá más adelante, la actividad minera no cabe en dicha generalización que se anota como línea básica de fortalecimiento, pues excluye determinados procesos a pequeña escala.

En términos territoriales, es importante anotar que el estado, como facilitador de la venta de su subsuelo, configura e integra en sus planes nacionales de ordenamiento territorial una visión clara de zonas estratégicas de explotación, sin mirar que estas zonas ya están ocupadas o tienen previamente una delimitación legal diferente de la minera: reserva forestal, resguardo indígena, zona de reserva campesina. Y estas nuevas zonas de expansión minera se suman a la apuesta por los distritos mineros10, donde se plasma la visión de naturaleza y la premisa de capitalización de los recursos, de modo que «la naturaleza es cosificada, desnaturalizada de su complejidad

10 Los beneficios definidos de los distritos mineros para el Estado son, según el Ministerio de Minas y Energía: 1) la sostenibilidad ambiental; 2) el aprovechamiento óptimo de los recursos mineros; 3) la creación de empleo directo e indirecto formal; 4) la integración vertical; 5) la maximización del valor agregado; 6) el estímulo al desarrollo regional; 7) la articulación sostenible de los sectores económicos del territorio, en el marco de una nueva ruralidad (UPME, 2005).

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ecológica y convertida en materia prima de un proceso económico; los recursos naturales se vuelven simples objetos para la explotación del capital» (Leff, 2009, p. 1). De esta forma, el territorio, en dife-rentes escalas, es apropiado, trasformado y reinventado a la medida de los nuevos intereses, y se dejan de lado proyectos alternativos de construcción territorial y nociones de naturaleza diferentes, pues:

El capitalismo tiene su propio metabolismo específico con la naturaleza –marcado por una profunda separación anti-ecológica de los trabajadores de sus condiciones de producción, y sus formas co-rrespondientes de intercambio de mercado y de valoración monetaria. Desde esta perspectiva, cualquier solución para las crisis ecológicas contemporáneas debe ser explícitamente anticapitalista, esto es, basada en la socialización democrática de la naturaleza y de otras condiciones de producción por los trabajadores y comunidades (Burkett, 2008, p. 28).

Para completar el argumento, anoto algunas reflexiones referidas al tema de la paz y el reto institucional frente a los acuerdos logrados con las FARC-EP. Hasta ahora se expuso la necesidad de incorporar el subsuelo a la política nacional y, por tanto, de la organización y planificación del territorio en el mismo sentido, teniendo como re-ferencia la importancia de la financiación de políticas nacionales por medio de la explotación minera, entre otras actividades extractivas. En este sentido, y como marco de referencia, anoto a continuación algunos de los acuerdos logrados hasta el momento en la Mesa de Negociaciones para ilustrar el reto institucional y la incorporación de la discusión de la paz territorial. Los acuerdos utilizados para la reflexión son los discutidos en el primer punto sobre la política de desarrollo agrario integral:

Política de desarrollo agrario integral: El desarrollo agrario integral es determinante para impulsar la integración de las regiones y el desarrollo social y económico equitativo del país. 1. Acceso y uso de la tierra. Tierras improductivas. Formalización de la propiedad. Frontera agrícola y protección de zonas de reserva. 2. Programas de desarrollo con enfoque territorial. 3. Infraestructura y adecuación de tierras. 4. Desarrollo social: Salud, educación, vivienda, erradi-cación de la pobreza. 5. Estímulo a la producción agropecuaria y a

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la economía solidar: y cooperativa. Asistencia técnica. Subsidios. Crédito. Generación de ingresos. Mercadeo. Formalización laboral. 6. Sistema de seguridad alimentaria (Mesa de Negociaciones, 2012).

De los acuerdos, quisiera mencionar tres puntos:1. En ninguna parte del total de acuerdos hasta ahora firmados se

ha mencionado el tema minero como una problemática parti-cular de la mesa. En todo caso, y como veremos más adelante, el conflicto y la ilegalidad de la minería son centrales en los debates sobre la minería a pequeña escala.

2. El desarrollo agrario integral es el lugar perfecto para incluir el debate de la minería a pequeña escala, por varias razones, entre ellas, por los arreglos productivos que se dan en relación con la misma y la construcción identitaria de los mineros campesinos, para el caso del nordeste de Antioquia, o con la construcción de organizaciones agromineras, para el sur de Bolívar y otros lugares de Antioquia.

3. Igual que pasa con la producción agrícola, la minería a pequeña escala requiere apoyo, programas de fomento y definición de la actividad. En todo caso, es clave la financiación de políticas relacionadas con el acuerdo, por la importancia de la actividad minera en todas las escalas, como soporte de dichos acuerdos.

Ahora bien, la minería, como proyecto capitalista, ha tenido varias caras, en términos de la cantidad de explotación y de los consiguientes impactos sociales, ambientales y políticos para el país, así como por el material de explotación en cada caso, como el de la explotación de oro en el nordeste antioqueño colombiano11, que uso como referente continuación. Así, existen dos paisajes particulares de explotación, que en el ejemplo se encuentran sobrepuestos en un mismo espacio geográfico. Por un lado, está el paisaje de la gran minería, con tecnificación, grandes masas de empleados, un mercado

11 Este caso particular me permite pensar la problemática en una zona donde, primero, el conflicto armado ha sido constante y, por tanto, donde se proyecta intervención directa en el posconflicto, y segundo, se practica la minería a pequeña escala y existen diversas organizaciones locales.

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de compra y venta y gran impacto, en términos de modificación del paisaje –erosión, contaminación de fuentes hídricas y defores-tación–, de la mano con políticas de fomento y la construcción de incipientes sistemas de regalías por explotación. Por otro lado, se encuentra un paisaje más disperso de pequeñas minas de socavón, entables artesanales y grupos reducidos de trabajadores, cuyas mo-dificaciones del paisaje son menos evidentes. Además, y como un escenario particular de la zona, se encuentran retroexcavadoras. Paisajes que no cuentan con procesos de formalización y, por tanto, se encuentran en una franja de «descontrol» por parte del estado.

Es importante tener en cuenta lo anterior, para entrar al segundo apartado, donde, a partir del estudio de caso, se entrelaza la noción de naturaleza y de territorio por parte del estado, esta vez aplicado a la minería tradicional en el nordeste de Antioquia.

¿Minería ilegal, tradicional o de hecho?

Construcciones discursivas de la minería

a pequeña escala en Colombia

La mala gestión y el saqueo de los recursos naturales minero-energéticos afecta gravemente a la madre tierra y las comunidades

rurales, genera impactos ambientales que ponen en riesgo la vida de los pueblos y la biodiversidad, persigue y criminaliza a los pequeños

mineros, y solo beneficia las empresas transnacionales que se enriquecen gracias al modelo económico impulsado por el gobierno colombiano. En ese marco, reivindicamos la necesidad de construir

un nuevo modelo minero-energético basado en la soberanía nacional, el aprovechamiento planificado, el desarrollo tecnológico propio, la

protección ambiental y la redistribución de los rendimientos generados por las actividades mineras y energéticas (Cumbre Agraria, 2014)

La minería a pequeña escala se clasifica acá de acuerdo con tres formas de explotación: 1), según la escala: con baja producción de oro, en comparación con empresas multinacionales o nacionales con grandes activos e inversiones –para la minería a pequeña escala en el nordeste antioqueño se tiene un sistema métrico propio en reales y castellanos–; 2) según las formas y tipos de tecnificación, por emplear grandes maquinarias, en contraste con la que emplea

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motobombas y formas artesanales de tamizaje; 3) según los tipos y formas de propiedad: que por lo general la realizan asociaciones de campesinos que mezclan actividades agrícolas y comerciales con el trabajo de explotación. Dentro de la minera a pequeña escala encon-tramos, a su vez, cuatro definiciones claves –tradicional, artesanal, de hecho e ilegal– que parten de la premisa de carecer de permisos de explotación del subsuelo, lo que de entrada, a los ojos del estado, las hace ilegales a todas.

La minería tradicional es una actividad caracterizada por la larga duración que «debe cumplir con dos requisitos para que los mineros de hecho que lleven cierto tiempo realizando esta actividad tengan la posibilidad de legalizar su trabajo: (i) que los trabajos mineros se hayan adelantado en forma continua durante 5 años12, y (ii) una existencia mínima de 10 años anteriores a la vigencia de la Ley 1382 de 2010» (Defensoría del Pueblo, 2012). La minería de hecho y la minería ilegal se determinan únicamente porque la explotación no posee permiso, pero la minería de hecho puede ser legalizada, si se acoge a los requerimientos anteriormente presentados, mientras que la ilegal se asocia directamente a los actores en conflicto, parti-cularmente a las guerrillas de las FARC-EP y el ELN.

La minería artesanal, por su lado, se reduce al barequeo, de-finido como «el lavado de arenas por medios manuales sin ninguna ayuda de maquinaria o medios mecánicos y con el objeto de separar y recoger metales preciosos contenidos en dichas arenas» (Ingeo-minas, 2012, p. 4) y se configura como el único tipo de minería que se puede realizar sin título minero y es legal, junto con la «extracción ocasional y transitoria de minerales industriales a cielo abierto, que realizan los propietarios de la superficie, en cantidades pequeñas y a poca profundidad y por medios manuales, para el consumo de los mismos propietarios en obras y reparaciones de sus viviendas» (p. 4).

Así, la minería artesanal es caracterizada por la no tecnificación del proceso de extracción y su aporte a la subsistencia, mientras los

12 Este ítem no incluiría las retroexcavadoras, pues en la mayoría de los casos estos procesos de extracción no cumplen con el requisito de larga duración en el territorio y se configuran en una actividad nómada de búsqueda de yacimientos en los lechos de los ríos.

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otros tipos de minería –tradicional, de hecho o ilegal– se consideran tecnificadas y pueden entrar en un proceso de legalización, que están lejos de lograr los mineros y campesinos de regiones apartadas del país. Sumado a esto, cabe anotar que no existen definiciones institucionales y diferenciadas del tema, lo que constituye otro de los vacíos y de las posibles estrategias de despojo (ver Pardo, 2014).

De acuerdo con el censo minero de 2011, del total de minas de oro existentes en el país (14.357), 10.384 son pequeñas, 3.749 son medianas y 208 son grandes (Güiza, 2013). Estos datos muestran que este no es un tema de menor escala, como lo dice el nombre de los yacimientos. Además, los departamentos con mayor número de minas a pequeña escala son Boyacá (2.024 minas), Antioquia (1.395 minas), Bolívar (967 minas), Santander (954 minas), Cundinamarca (764 minas) y Magdalena (505 minas). De estos, Antioquia presenta características diversas y es el segundo departamento con mayor número de minas a pequeña escala, donde la minería tradicional se configura, en el nordeste, como una actividad de subsistencia que se realiza desde hace más de 100 años, en una región que, en el ordenamiento territorial centralizado, había estado hasta ahora por fuera de los intereses de un estado, presente únicamente en términos militares.

La actividad minera, para este contexto, configuró un escenario local dentro de la lógica de uso de los recursos naturales. En las zonas más apartadas se abrieron socavones y mezclaron la actividad agrícola con la minería de subsistencia. Al pasar los años, esas comunidades se autodefinieron como minero-campesinas, tecnificaron sus minas y generaron organizaciones locales de trabajadores. Un claro proceso de reterritorialización de las poblaciones locales frente a mecanismos de despojo consistentes en políticas diferenciales y desiguales y ló-gicas de propiedad excluyentes, como vimos en el primer apartado.

Teniendo en cuenta el contexto general, para entender la cons-trucción estatal de la minería tradicional retomo las premisas 1 y 2: de generación de opinión publica sobre la práctica y de control territorial armado, respectivamente. Reitero que esto no se puede ver por fuera de la noción de naturaleza ni de la construcción de terri-

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torio –significados del subsuelo y minería a gran escala– discutidas en el apartado anterior. Entonces, teniendo en cuenta que para el estado cualquier tipo de actividad minera «debe realizarse en forma armónica con los principios y normas de explotación racional de recursos no renovables y del ambiente, dentro de un concepto integral de desarrollo sostenible y el fortalecimiento económico y social de país» (Ingeominas, 2012), la minería tradicional se convierte en un obstáculo al proyecto capitalista, dada la ocupación de territorios «ganadores», en términos productivos, habitados por comunidades que subsisten de la explotación de oro.

Ilegalidad es la palabra clave de esta estrategia particular del proyecto extractivista en que la exploración y explotación ilícita de yacimientos mineros –sin título– está tipificada como delito por el artículo 338 del Código Penal. Pero, más allá de la normativa, es interesante pensar que esta es solo una disposición legal que se materializa en el control armado de territorios como el del nordeste antioqueño. Territorios que, por demás, son el resultado de «un intercambio ecológico desigual que caracteriza la relación centro-periferia, expresada especialmente en la constante transferencia de excedentes que conduce a una explotación extensiva e intensiva del medio ambiente de las periferias» (Jiménez, 2009b, p. 266). En otras palabras, vemos un espacio geográfico que, dadas las difíciles condiciones de acceso, pasó de ser un territorio donde las comuni-dades podían explotar oro sin regulación a uno donde ahora –en el ajuste espacio-temporal del proyecto extractivista– necesariamente se genera una serie de sobreposiciones y crisis que se resuelven me-diante las dos estrategias de despojo fundamentales: la generación de opinión publica desfavorable sobre la actividad realizada por estas comunidades y el control armado y represivo de los territorios, para evitar cualquier tipo de respuesta comunitaria.

Este último aspecto tiene una estrecha relación con las siguientes características de construcción de geografías del miedo descritas por Oslender: la producción de «paisajes de miedo»; las restricciones a las movilidades y las prácticas espaciales rutinarias; los procesos de desterritorialización; y los cambios en el sentido del lugar, pues

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se militarizan las entradas y salidas de las zonas rurales y se incre-mentan las acciones armadas contra los yacimientos explotados a pequeña escala en el centro de la montaña y se generan diversos desplazamientos. Además, se implementa una política monopólica de persecución a las cadenas de producción del oro. Un ejemplo de ello se puede ver en el siguiente fragmento de una canción popular:

Masacre de manilaVengo a contarles de un crimen que ha sucedido en Manila. /

Veinte campesinos mataron en una región minera. / Esto fue el 4 de agosto, por las 5 de la tarde, / cuando un grupo de civil se les fue acercando a su humilde campamento donde estaban descansando. // Uno de ellos gritaba dando órdenes de mando: / pónganse todos de pie, porque vamos a matarlos. / Saquen pues su papeleo, váyanse identificando. // Dicen que en la masacre una ancianita murió. / Tenía 70 años y con su vida pagó. / Todos nuestros sufrimientos en esta vida pasó. / De los 20 que mataron, uno de ellos faltaba. / Le tendieron la emboscada a esperarle su llegada, / cuando al momento llegó y lo prendieron a bala. / Los asesinos corrieron a ver de quién se trataba. / Solo encontraron un cuerpo tendido en la cañada: / el cuerpo de un campesino que solo allá agonizaba13.

Antes de abordar en detalle las dos formas de despojo, que cla-ramente sirven de referentes en la construcción de un escenario de posconflicto, aún hay que hacer referencia al contexto del nordeste Antioqueño, cuyos municipios se encuentran en el margen occidental del Río Magdalena y que en la actualidad hacen parte de las siguientes figuras de ordenamiento territorial: 1) Zona de Reserva Campesina del Valle del Río Cimitarra, 2) Reserva Forestal del Río Magdalena y 3) Distrito Minero del Nordeste de Antioquia. En términos re-gionales, además, se identifican como parte del Magdalena Medio.

13 Macías, el «Cantor de Lejanías». Hombre de aproximadamente 65 años, es uno de los líderes de la corporación cahucopana, quien en su vida ha habitado en muchos lugares, pero se dice «del nordeste antioqueño» y vive en la vereda de Lejanías, en la zona más alejada de la zona rural de Remedios.

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A través de los años estos municipios han sido testigos de la aparición de diversos grupos armados, que incluyen presencia de las FARC-EP, ELN y grupos paramilitares. En 1966 se creó allí el cuarto frente de las FARC, el cual hizo presencia en toda la región del Magdalena Medio. Ya entrando la década 1970, el auge de grupos armados al margen de la ley, en particular del ELN, fue el causante de una ola de desplazamientos y de hostigamientos a la población civil.

El paramilitarismo, por su parte, entró en Segovia y Remedios en los meses de junio y julio de 1980 en Cañaveral, región minera artesanal por excelencia, cuando un grupo armado vestido de civil, con el apoyo del Batallón Bomboná, masacró aproximadamente ocho mineros. En 1982 se crea el grupo Muerte a Secuestradores (MAS), una organización constituida por 223 jefes de la mafia, quienes en 1981 aportan recursos económicos suficientes para armar a 2.230 hombres y se unen en una lucha antisecuestro, actividad de la que eran víctimas por parte de las guerrillas de las FARC y el ELN (cinep, 2004).

En cuanto a la presencia institucional de las Fuerzas Armadas, se puede documentar la creación del Batallón Colombia en 1970, con lo que hace presencia la fuerza estatal al instalarse en la región con aproximadamente 400 hombres. En 1975 dicho batallón le dio paso al Batallón Miguel Antonio Caro, que durante los pocos meses de permanencia realizó varias brigadas cívicas de salud y aseo. Y a finales de 1975 se creó la base militar del Batallón de Infantería No. 42: Batalla de Bomboná. Según Colombia Nunca Mas, «una característica común de los asentamientos militares [mencionados] es que se han instalado en los predios de la Empresa Frontino Gold Mines, la cual se comprometió a suministrar alimento a todos los militares» (2000, p. 380).

Es clara entonces la relación histórica de la región y la población que desarrolla la actividad minera con el conflicto social y armado del país. Por esta razón resulta útil para analizar los retos nacionales del posconflicto en relación con la minería artesanal y las estrategias de despojo que nacen de este contexto. Una forma de comprender estas estrategias es por medio del análisis de las formas de organi-zación del espacio (Figura 1).

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Figura 1. Escalas territoriales en el nordeste de Antioquia (municipios de Remedios y Segovia)

Como se puede ver en la Figura 1, el problema de la paz y el conflicto pasa necesariamente por el del territorio y la forma de or-ganizarlo. En esta medida, para el nordeste de Antioquia se pueden pensar cuatro escalas o franjas, con características particulares, íntimamente relacionadas. La primera es la del enclave minero y se caracteriza por la presencia de multinacionales que, en el centro del conflicto, pueden desarrollar su actividad de la mano de políticas na-cionales, con apoyo directo de las Fuerzas Armadas legales e incluso de las ilegales –en casos documentados por el cinep de presencia de paramilitares–; la segunda escala la constituye el territorio bajo control legal, que nace de la importancia social, política y económica del enclave minero, espacio que comúnmente se constituye en la zona urbana de los municipios; en una tercera escala encontramos la zona de control paramilitar de la actividad minera, que en el nordeste de Antioquia se hace con retroexcavadoras; por último, encontramos la parte alta de la montaña que, al igual que las otras, presenta una complejidad particular: es una zona con presencia de grupos armados al margen de la ley, habitada al mismo tiempo por una comunidad organizada que impulsa varias iniciativas locales de defensa del territorio por medio del estudio de los derechos humanos y la implementación de formas de organizar el territorio minero-campesino.

«Montaña arriba»Iniciativascolectivas

Franja de control

paramilitar

Control «legal» del territorio

Enclave minero

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Una vez comprendida la complejidad del ordenamiento territorial de la región, abordemos los dos referentes argumentales de este apartado: la generación de opinión pública y el control armado del territorio.

Respecto de la generación de opinión pública, ella apela a un complejo de razones que se utilizan de forma contextual, entre ellas: el grave el impacto ambiental de la minería a pequeña escala, el apoyo a grupos armados ilegales, el mal uso de los recursos y la falta de desarrollo asociado a la pobreza, por contraste con lo que brinda la entrada de capital privado y multinacional. Se configura así una herramienta perfecta para que en general las personas reconozcan esta práctica de la minería como perjudicial para el país; por tanto, son legítimas las acciones armadas y políticas contra estas comunidades, como ilustran algunos titulares de prensa de 2012 en El Espectador relacionados con una de las formas de pensar y dotar de signifi-cados a los sujetos que ejercen la actividad minera: «Explotaciones: La minería ilegal es “un cáncer que debemos extirpar”: Santos», «La región fue el santuario de “Macaco”. Bajo Cauca: narcotráfico y oro»; «Se teme que zonas auríferas sean tituladas a multinacionales: De los cultivos ilegales a la minería ilegal en Simití».

Los anteriores titulares muestran solo algunas de las posiciones generadas frente a la práctica de la minería tradicional en términos del apoyo a grupos ilegales. Ahora bien, si tenemos en cuenta que la minería tradicional en Colombia está presente en el 44% de los municipios del país y que representa el 30% del total de las explota-ciones mineras (Defensoría del Pueblo, 2010, p. 10) y que, además, como se mencionó para el caso del nordeste antioqueño, este tipo de actividad ha sido desarrollada desde la época colonial por mineros que han transmitido sus conocimientos a sus descendientes y que han encontrado en esta actividad su única forma de subsistencia en lugares que no tienen una activa presencia de la institucionalidad del estado, vemos que la nueva posición estatal genera de forma clara un conflicto de carácter socioambiental y socioterritorial. Esto es así por que la lógica capitalista nacional de extracción de recursos tiene una fuerte base en la acumulación por despojo, que, en el caso de la minería tradicional, se realiza de forma violenta, normativa y discursiva con la estigmatización del trabajo de las comunidades. Este

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proceso de control y despojo tiene aristas que vale la pena resaltar: por un lado, para el Estado colombiano el control de las regalías del subsuelo sobrepasa los límites y las formas institucionales previstas para este tipo de explotación y, por otro, nuevos ciclos de bonanza transforman y alteran las formas tradicionales de explotación; además que entran en juego actores como organizaciones ambientalistas, controles internacionales y normativas particulares, y se terminan generando lógicas de despojo en la escala local.

Otro de los discursos relevantes sobre la minería tiene que ver con el cuidado del medio ambiente y la sostenibilidad. Cabe anotar que existen formas de despojo asociadas con temas de con-servación y desarrollo sostenible (ver Ojeda, 2014; Ulloa, 2014) y que este tema es mucho más complejo que el anterior. Para el caso del nordeste de Antioquia, han circulado imágenes donde se habla de «depredación ambiental», ilustradas con ríos contaminados por mercurio y con desiertos donde antes hubo parches de bosques. La situación en términos ambientales es muy compleja. En todo caso, los reclamos locales en relación con el tema se centran en procesos de formalización y mecanización de la actividad. Conscientes de la problemática ambiental, las poblaciones locales han generado otras estrategias de conservación y ordenamiento territorial que tienen que ver con el cuidado del medio ambiente, como programas lo-cales de reforestación de zonas cercanas a las minas, compromisos de reducción y búsqueda de alternativas al uso de mercurio, planes de reconversión productiva y generación de nuevos empleos en procesos de tamizaje que reducirían los impactos ambientales. Al respecto de estas estrategias se profundiza en el último apartado. No obstante, cabe anotar que el tema ambiental está ligado directamente con el de la mecanización y el «progreso», dos cualidades que se niega que posean las poblaciones locales, en la construcción de opinión pública, como se vio en los titulares de presa citados.

Así, el Estado presenta nuevas alternativas que se legitiman por medio de dos estrategias: primero, mediante el control y la generación de opinión pública desfavorable. A pesar de que la minería tradicional ha sido reconocida por distintos instrumentos internacionales como un tipo de producción con profundas raíces

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históricas y sociales, «que está asentado en la cultura y la economía de América Latina, según los cuales debe considerarse como una forma de erradicación de la pobreza de un gran número de personas que habitan en zonas rurales» (Defensoría del Pueblo, 2009, p. 10), el Estado nacional presenta una normativa con serios problemas de definición de la minería a pequeña escala, con lo que da lugar a un sin número de interpretaciones sobre qué y quiénes realizan el tipo de minería que se debe apoyar y se ha de tener en cuenta para cumplir con los objetivos de superación de la pobreza. Argumentos que van de la mano de la lógica ambiental y profundizan estas formas de nombrar y generar eso de «ser minero». Si a ello se le suman victorias armadas sobre las guerrillas asociadas con la extracción de oro, se lograr llegar a formas generalizadas de pensar y ubicar dentro del imaginario a los sujetos que realizan dicha actividad. En cuanto a la segunda estrategia, tiene que ver con el consecuente control armado de dichas zonas, que profundiza el conflicto social y bélico y genera nuevos retos en un escenario de posconflicto.

Por otro lado, y como una de las consecuencias más nefastas de la implementación de un proyecto desarrollista con base en el capital, se debe tener en cuenta que estas estrategias de despojo, además, alejan a los mineros y campesinos de los medios de pro-ducción y reproducción de sus vidas con el objetivo de dar entrada libre al capital extranjero y, además, de crear excedentes de fuerza de trabajo, necesaria para un proyecto extractivista acelerado y depre-dador (Jimenéz, 2009), con lo que los efectos negativos del modelo se profundizan y generan un ambiente de conflictividad territorial en los lugares donde se lleva a cabo el proyecto estatal.

A lo largo de este apartado, he intentado dar cuenta de los pro-blemas y las posiciones estatales frente a la práctica de la minería tradicional, como una actividad fundamental de las poblaciones locales en muchos lugares del país. Pero el análisis quedaría incom-pleto si no se miran las alternativas territoriales y las nociones de naturaleza que nacen de las comunidades minero-campesinas en el nordeste de Antioquia, que en el contexto local se ilustran con la declaración brindada por un minero campesino de Remedios: «Nosotros sabemos que de la minería viven solo los vivos, por eso

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nosotros no solo somos mineros, porque de la tierra viven los sanos y nosotros somos mineros y campesinos… no somos bobos y sabemos de la riqueza de nuestra tierra, pero la tierra no solo es oro: es agua, es yuca… la tierra somos nosotros y de la tierra vivimos».

Conclusiones: respuestas minero-campesinas

a las propuestas nacionales

Las comunidades rurales, quienes conocemos la crudeza y el horror del conflicto social y armado en sus peores manifestaciones,

exigimos la participación en los procesos de negociación, y exigimos que no se levanten de las mesas de negociación. La

implementación de una política integral para la paz [debe ser] elaborada por los movimientos sociales y populares y

financiada por el gobierno nacional. (Cumbre Agraria, 2014)

Como se vio a lo largo del capítulo, los métodos de despojo en la actividad minera a pequeña escala se realizan por diferentes medios: entre los más relevantes entán los relacionados con la definición y reglamentación de la actividad, la construcción de opinión pública mediante la asociación directa de toda la población minera con la insurgencia, la carencia de mecanización, las afectaciones al medio ambiente y el atraso. Además, ello se inserta en políticas públicas que favorecen la inversión extranjera, instauran un tipo de propiedad del subsuelo y presentan una única forma de valoración de la na-turaleza, que en últimas termina despojando a las comunidades y genera respuestas locales de defensa de los territorios.

Se pueden ver entonces distintas territorialidades que integran, entre otros aspectos: 1) formas de comprender el significado de la paz –paz territorial, paz armada, paz nacional, etc.–; 2) formas de relacionarse con los actores armados del conflicto; 3) formas de asumir y percibir los diálogos de paz y, sobre todo, de participar en ellos; y, por último, 4) prácticas locales asociadas a la actividad minera a pequeña escala y su relación con otro tipo de extracción minera.

En este punto cabe traer a escena las dos características que señala Oslender (2008) como centrales en la contrucción de geografías del miedo: la reterritorialización y las estrategias espaciales de resistencia,

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pues estas van de la mano de geografías o espacios de esperanza (Harvey, 2003) que pueden hacer aportes interesantes a la contrucción de la paz territorial, de la que varios de los actores en este conflicto hablan de diversas formas y en diferentes escenarios. La paz, como se vio, no tiene una sola definición ni una sola forma de practicarse. Estas problemáticas –vistas a la luz del reto institucional y local que representa un escenario de posconflicto– se complican según el uso que dan diversos actores al concepto de la paz. Frente a estas diversas formas de hablar de paz me quiero referir en este último apartado.

Para desarrollar el tema quisiera tener como referente uno de los principales discursos nacionales sobre la minería a pequeña escala, donde se hace la asociación directa con actores armados en escenarios donde la presencia estatal es únicamente militar. Este contexto, relacionado por completo con las formas de organizar el territorio, se encuentra en el centro del debate sobre paz territorial. Ahora bien, la paz territorial tiene varias caras, una de las cuales la da la postura de organismos multilaterales como Naciones Unidas, de la mano del Ministerio del Medio Ambiente, que anota que:

La paz territorial requiere conciliar las visiones a escala nacional y regional del ordenamiento territorial, con la escala local. […] y radica en reconocer el valor de la biodiversidad y sus servicios ecosistémicos en los procesos de ordenamiento territorial. […] La construcción de una paz territorial implicará necesariamente la producción de bienes públicos para satisfacer derechos en todo el territorio, y dinamizar economías locales y medios de vida (MMADS–SNU, 2014).

Antes de continuar, es preciso anotar dos cosas: primero, que se habla directamente de servicios ecosistémicos, lo que constituye otro reto a los procesos de valoración de la naturaleza construidos a escala local, y segundo, que se presenta la necesidad de considerar las eco-nómicas locales, lo que incluye a la minería a pequeña escala. Acoger otro tipo de economías, asociadas a una valoración particular de la naturaleza, conlleva, en todo caso, un reto que requiere cierto abordaje y el aporte de otras miradas o, por el contrario, se continuaría con el mismo modelo extractivista y la misma producción discursiva sobre el territorio, apuntalados en una sola consideración de lo económico.

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La paz territorial en las regiones hace un énfasis puntual en el ordenamiento del territorio. En este proceso se presenta una apropiación por parte de las comunidades locales de un discurso de paz asociado a la garantía de los derechos humanos y sobre el territorio. Esta es una visión también particular que trae problemas como la organización de actividades mineras y la necesidad puntual de apoyos directos de parte del Estado. En todo caso, se debe anotar que el discurso de la paz antecede con mucho a los diálogos con las FARC-EP y constituye un problema que trasciende la firma de unos acuerdos que, como se vio en el primer apartado, no debaten el problema minero a ninguna escala. La paz territorial exige, entre otras acciones, la reconstrucción del tejido social y la posibilidad de organizar y de generar estrategias locales de subsistencia en el territorio. El discurso del conflicto y de la paz opera en varias direc-ciones, dependiendo del actor implicado, en relación directa, como se vio, con los derechos de propiedad sobre el subsuelo.

A lo largo del escrito he esbozado algunos argumentos sobre la posición estatal frente a la minería tradicional y sobre las nociones de naturaleza y la consiguiente construcción del territorio. Todo esto desde la perspectiva de la minería como centro de un debate sobre paz, por lo menos en la región. A pesar de que se retoman algunos de los principales postulados nacionales referentes a la actividad minera, se dejan por fuera algunas reflexiones urgentes en el contexto actual del auge minero, como la inversión de recursos obtenidos a través de la concesión minera, los problemas de la expansión minera en zonas protegidas (ver Buitrago, 2012) y las estrategias a largo plazo del proyecto de ampliación de las fronteras mineras sobre la frontera agrícola.

Sin embargo, para el caso puntual del nordeste antioqueño, se debaten las diferencias estrategias de despojo ancladas a una noción capitalista de naturaleza y un proyecto basado en la acumulación, donde los territorios hegemónicos se configuran como premisas del desarrollo y el progreso, con lo que se dejan de lado alternativas territoriales y relaciones humano-naturaleza que se gestan local-mente en el ámbito comunitario. La Zona de Reserva Campesina del Valle del Río Cimitarra, por ejemplo –anclada a un proceso

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legal– representa una respuesta a la apropiación y colonización de la montaña por medio de la actividad minera, y se establece como la bandera del movimiento campesino y minero de la región, que se encuentra organizado, por una parte, en un proceso regional amplio, con la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra (ACVC) y, por otra, en un proceso local en pro de la defensa de los derechos humanos, con la Corporación Acción Humanitaria por la Convivencia y la Paz del Nordeste Antioqueño (cahucopana).

Estas dos organizaciones, que a su vez hacen parte de procesos nacionales como la Marcha Patriótica, representan dos formas dis-tintas de pensar lo colectivo y, por tanto, de proponer y ver la paz. Esta lógica del trabajo conjunto y de la propiedad –más allá de la que otorga el título sobre una porción de tierra– permite reconocer en estos procesos las posibilidades que se abren de pensar el territorio de modo diferente, en términos culturales y económicos. Con esto no se quiere decir que este tipo de organizaciones se salgan de las lógicas puntuales de aprovechamiento de la naturaleza, sino que ellas tienen formas distintas aprovechamiento local, con profundas diferencias en relación con la explotación capitalista de la naturaleza. Algunas de estas diferencias se pueden ver en la organización de sociedades de inversión y explotación desde las Juntas de Acción Comunal o los Comités Mineros Locales, donde las ganancias asociadas a la actividad minera sostienen infraestructura y servicios locales.

Las respuestas territoriales en el nordeste de Antioquia se pueden presentar a la luz de dos nociones: la defensa de un territorio de de-rechos campesinos y mineros y la declaración jurídica de una Zona de Reserva Campesina. En el primer caso, se parte de una visión integral de derechos y de la clara exigencia de un estado garante, no de uno facilitador del proyecto extractivista ni, mucho menos, de un estado armado enemigo. En el segudo caso, las Zonas de Re-serva Campesina poseen una figura legal cuya legitimidad es muy importante, en términos territoriales y regionales y de identidades y reapropiaciones de la naturaleza.

La gente y la organización social construyen paz, por ejemplo, con proyectos de economía solidaria fundados en otras formas de pensar el mercado, visto como intercambio o venta de productos

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agroecológicos; con la organización de comités de mujeres, jóvenes y adultos mayores, donde se definen aportes puntuales al proceso de construcción territorial; o con apoyo en medios de comunicación o en actividades de socialización y trabajo en equipo. La minería, en todo caso, es protagonista de estos procesos, pues se integra a una lógica económica más compleja que la de la división entre campesino y minero, y genera identidades más complejas, como la de los mineros-campesinos, fundamental en la organización del territorio y, por tanto, base del discurso de la paz.

El problema de la paz territorial atraviesa todas las esferas de la minería a pequeña escala e impone el reto institucional de construir escenarios de paz de la mano de las poblaciones locales. Un reto que, sin lugar a dudas, tendrá en el centro del debate la financiación de estas acciones de reconstrucción del tejido social y del cumplimiento de los acuerdos pactados en La Habana. Vistas entonces las diferentes formas de comprender y relacionarse con la naturaleza a través de las actividades mineras a pequeña escala, es claro que ella entra en juego a la hora de financiar un escenario de posconflicto. En esta medida, localmente se generan formas de relacionamiento con la naturaleza que buscan hacer frente a una explotación desmedida de la misma y más bien apuntan a integrarla a un proceso de construcción de paz desde abajo.

Cierro el capítulo con una pregunta de Arturo Escobar, para abrir la puerta a una investigación profunda sobre la minería tradicional en Colombia: «¿es posible ir más allá del capital como expresión do-minante de la economía, de la euromodernidad como construcción cultural dominante de la vida socio-natural, y del Estado como ex-presión central de la institucionalización de lo social?» (2012, p. 14).

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Sobre las estrategias para el fortalecimiento del sector minero colombiano.

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Catalina Quiroga Manrique

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Defensoría del Pueblo (2010). Informe nacional sobre Minería de Hecho en Colombia.

Ingeominas (2012). Cartilla: erradicación de la minería ilegal en Colombia.

Mesa de Negociaciones para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera en Colombia (2012). Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. En línea:

MMADS–Ministerio de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible–Sistema de las Naciones Unidas (SNU) (2014). Consideraciones ambientales para la construcción de una paz territorial estable, duradera y sostenible en Colombia. Insumos para la discusión.

UPME–Unidad de Planeación Minero Energética (2006). Colombia País Minero. Plan Nacional para el Desarrollo Minero 2019. Ministerio de Minas y Energía. En línea: http://www.upme.gov.co/Docs/PNDM_2019_Final.pdf

UPME (2005). Distritos mineros: exportaciones e infraestructura de transporte. En línea: http://www.upme.gov.co/Docs/Distritos_Mineros.pdf

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Desafíos de la movilización minera interétnica en el río Inírida, Guainía, al

posconflicto en Colombia1

J. Fernando López-Vega

Universidad Nacional de Colombia, Grupo Cultura y Ambiente

Este artículo analiza los desafíos que la movilización social de los mineros del bajo río Inírida plantea al país frente al posible escenario de Acuerdo Final entre el gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP). A partir de la ecología política y con base en métodos documentales y etnográficos, primero se exponen los procesos políticos-económicos que legitimaron localmente la extracción de oro aluvial en el río Inírida, Guainía, por parte de indígenas y co-lonos desde 1992. Luego se argumenta que la movilización interétnica iniciada en respuesta a la reciente reestructuración territorial del

1 Este artículo profundiza en los resultados de mi Tesis de Maestría en Geografía (Mención Laureada), desarrollada con apoyo de la Beca de Estudiantes Sobresalientes de Posgrado de la Vicerrectoría Académica, Universidad Nacional de Colombia, y la Beca Jóvenes Investigadores e Innovadores Virginia de Colciencias. El primer trabajo de campo, en enero-febrero de 2012, fue financiado por la Vicedecanatura de Investigación y Extensión de la Facultad de Ciencias Humanas; el segundo trabajo de campo, en junio-julio de 2013, contó con el apoyo financiero de la Fundación Erigaie. Agradezco los valiosos aportes académicos y la generosa compañía de las personas vinculadas al Semillero de Investigación en Minería, Ambiente y Territorio (simat), del Grupo Cultura y Ambiente, dirigido por la profesora Astrid Ulloa.

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J. Fernando López-Vega

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oriente amazónico-orinocense redefinió el uso, acceso y control de los recursos minerales allí presentes. Por último, interpela los tres puntos del Acuerdo que han sido divulgados públicamente, para señalar los retos que estos mineros amazónicos-orinocenses interponen a la «paz territorial» del posconflicto.

Minería de oro en el río Inírida, 1992-2009

La llegada de la minería de oro al río Inírida2 responde a las ac-ciones geopolíticas de Colombia y Brasil sobre el noroeste amazónico, particularmente desde la década de 1960. Como correlato de la creciente demanda mundial de recursos minerales, ambos gobiernos proyectaron la expansión de la minería hacia la Amazonia. En 1970, el dispar pulso fue acentuado: la dictadura brasilera3, por una parte, ejecutó el Programa de Integração Nacional, con el cual se configuró un nuevo patrón socio-geográfico basado en las carreteras, y por otra, gestó el proyectó Radar Amazônia (Porto-Gonçalves, 2008, p. 28). Por su lado, entre 1972 y 1979, el gobierno colombiano implementó el Proyecto Radargramétrico del Amazonas con el interés de «incorporar una vasta área del país casi des-conocida a la economía y desarrollo nacionales» (proradam, 1975, p. 11). Este «redescubrimiento de la cuenca amazónica», sumado a la presión militar del Projeto Calha Norte, llamó la atención tanto de grandes em-presas mineras como de un numeroso contingente de garimpeiros4. Así,

2 El río Inírida desemboca en el río Guaviare, el cual se une pronto al río Atabapo para fundirse en el río Orinoco proveniente de Venezuela. Es el afluente más meridional de la cuenca orinocense en el territorio colombiano. Pocos metros al sur, el río Guainía recoge los afluentes más septentrionales de Colombia, que –tras renombrarse como río Negro en Brasil y unirse con el río Solimões– forman el gran río Amazonas.

3 En 1970, el dictador Garrastazu Médici formuló su proyecto para ocupar la Amazonia, así: «O nordeste é um lugar de homens sem terra, e a Amazonia um lugar de terra sem homens» (Porto-Gonçalves, 2008, p. 29).

4 Garimpeiros son los hombres que llegaron a la Amazonia brasilera, principalmente del nordeste rural, relativamente jóvenes y con educación básica, para trabajar en la prospección o cateo de oro de manera independiente y con técnicas «rudimentarias», tales como el barequeo (Lourenço, 1989; Oliveira, 1995).

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entre 1986 y 1989, miles de mineros se dispersaron por las nuevas vías y cabeceras ribereñas (ver Figura 1).

A medida que los garimpeiros remontaron los afluentes amazó-nicos, los indígenas no sufrieron de manera pasiva los trágicos impactos (Ramos, 1995; Singer, 2006), pues, mientras algunos se enfrentaron violentamente con los invasores, en muchos otros casos comenzaron a negociar e incluso a realizar la extracción de oro por su cuenta. Tal fue el caso de grupos kayapó y xikrin en Pará, wajapi en Amapá y la Guyana Francesa y yanomami en Roraima y Venezuela, entre otros (Gallois, 1983, 1984, 1985; Ricardo, 1984; Vidal, 1985; Andújar, 1985; Ramos, Lazarin y Goodwin, 1986). Gracias a la rápida movilidad de los garimpeiros, nuevas tecnologías mineras también arribaron al río Negro: tanto las bateas como las posteriores balsas con minidragas incorporaron la fuerza de trabajo de gentes baniwa, tukano y makuna, entre otros grupos (Gentil y Sampaio. 1985; Wright, 1986). Al final de la década de 1980, entre los intereses de empresas y las pesquisas de balseiros e indígenas, la minería se expandió a los ríos Uaupes, Tiquié, Içana y alto Negro, o Guainía (Bachillet, 1991; Tukano, 1991; Cabalzar, 1995).

Figura 1. Río Inírida, entre los ríos Orinoco y Negro

LEYENDA

LímitesRíosReserva Forestal (Ley 2 de 1959)Resguardos indígenasParques NacionalesCiudades

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En la lejana Bogotá, los actores gubernamentales planearon por primera vez integrar económicamente el marginal oriente amazónico con una reestructuración territorial basada en la minería. Mediante el Decreto 185 de 1985, el Ministerio de Minas y Energía declaró como Reserva Especial los yacimientos de oro en la Comisaría del Guainía y estimuló su prospección. Un año después, las tierras del alto río Inírida y del río Guainía fueron proyectadas como «aportes mineros»5. Este macroproyecto aumentó tanto las solicitudes de licencias como la divulgación mediática de especulaciones mineras, con lo cual se estimuló el desplazamiento de más mineros independientes6.

En esta confluencia de muchas aguas (Acevedo, 1998), actores y decisiones, cientos de garimpeiros y balseros empujaron la frontera minera hacia nuevos afluentes. A su vez, el agotamiento de los yaci-mientos superficiales en el Naquén y las incursiones de las FARC des-embocaron en la entrada de las primeras balsas mineras al río Inírida en 1992 (Romero, 1999; Romero y Cifuentes 2005; ver Figura 2). Ese año, a pesar de la poca información pública sobre la secuencia de los eventos, la Resolución 32634 de MinMinas creó la primera Zona Minera Indígena del país en el Resguardo de Remanso – Chorro Bocón (ZMI de RCHB)7. Sin embargo, esta declaratoria no se preocupó por extraer el área de la Zona de Reserva Forestal (ZRF) de la Amazonia (Ley 2 de 1959)8.

5 Salazar, Gutiérrez y Franco (2006) señalan que este proyecto solo duró 10 años, a pesar de las presencia de más de 300 mineros vinculados con Ecopetrol, Ingeominas y Ecominas.

6 Molano, tras su recorrido por el Guainía en 1989, escribió: «conversamos con raspadores de coca del Guaviare, vendedores ambulantes de Bucaramanga, «impulsadores» de puerta a puerta de Pereira, choferes de bus de Bogotá, empleados bancarios de Cali, sindicalistas perseguidos de Medellín, exagentes de policía de Barranquilla, profesores de primaria y de secundaria en receso obligado, guaqueros de la Sierra Nevada, barequeros de Caldas, campesinos de Gachetá y Medina, braches de Belem y de Sao Paulo y, naturalmente, todo tipo de personajes: pillos, ladronzuelos, mafiosos frustrados» (1996, p.160).

7 «Con una extensión de 47.769 hectáreas y 3.811 metros cuadrados, localizada en el municipio de Puerto Inírida» (art 1). MinMinas reglamentó la figura de Zonas Mineras Indígenas (ZMI) mediante el Decreto 710 de 1990. Actualmente, tanto la ZMI como el Resguardo de Remanso-Chorro Bocón, son cobijadas política y administrativamente por el municipio de Inírida.

8 Aunque en la Ley 99 de 1993 se estableció la licencia ambiental, en las reglamentaciones y posteriores legislaciones ambientales y mineras no

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Luego de la implementación de la ZMI de RCHB, el número de balsas adaptadas con minidragas aumentó exponencialmente en el río Inírida y, con estas, los acuerdos entre balseros y líderes de las comunidades indígenas comenzaron a ajustarse. No obstante, en abril de 1994 se realizó un operativo del Ejército colombiano en el cual se detuvieron y deportaron 200 ciudadanos extranjeros que trabajaban en las balsas9, aunque, al parecer, «a los colombianos con permiso se les permitió continuar» (Mendoza, 2012, p. 83). En diciembre del mismo año, se otorgaron dieciséis licencias para la explotación de oro a cinco comunidades indígenas dentro de la ZMI por término de 10 años.

Figura 2. Cuenca media y baja del río Inírida, Guainía

se contempló la sustracción de ZRF ante la exploración o explotación de minerales, las restricciones se implementaron con la Ley 1382 de 2010 y posteriores. Además, solo hasta mediados de 1995 entró en funcionamiento la Corporación Autónoma para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA) con jurisdicción sobre los extensos departamentos de Guainía, Guaviare y Vaupés.

9 Como se afirmó en entrevista realizada en julio de 2013, en el Ministerio de Minas en Bogotá. Los nombres de las personas entrevistadas desean permanecer anónimos.

Comunidades

Capital

Ríos

Reserva Forestal (Ley 2 de 1959)

Resguardos Indígenas

Parques Nacionales Naturales

Zona Minera Indígena

Estrella Fluvial del Inírida

LEYENDA

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Durante esta década se consolidó en el río Inírida una alianza interétnica que legitimó la actividad minera con base en la premisa «los indígenas tenemos territorio, los balseros dinero». Tras siglos de marginalidad económica, y con el reconocimiento estatal de derechos sobre el control de la tierra y del oro, los líderes indígenas establecieron acuerdos con los dueños de minidragas para combinar estrategias de ingresos-ganancias, minimizar los conflictos y expandir la minería mecanizada en el medio y bajo Inírida (ver Figuras 3 y 4; cfr. Prang, 2004; Castillo, 2013). A pesar de la propiedad desigual de los medios de producción –terrenos/río y mano de obra mayoritariamente indígena vs. minidragas, mayoritariamente de colonos brasileros y colombianos–, la articulación a la minería por parte de un significativo número de hombres puinaves y curripacos10 se legitimó en el interés por mejorar la educación de sus hijos, la salud de sus familiares, la calidad de sus viviendas, y para la adquisición de bienes y servicios e, incluso, cubrir los gastos comunitarios derivados de los deberes cristianos.

A diferencia de bonanzas extractivas precedentes en el Inírida11, el acceso directo de los indígenas al dinero generó cambios radicales

10 J. Girón se aleja del apelativo exógeno puinave y rescata los vocablos Wa´nsöjöt («palabra de los que son del clan de palo amargo») para autodenominar la lengua y epinet/epined («gente») para autodesignar el grupo (2008, p. 1). Además concluye que «más del 90% del léxico no tiene analogía con ninguna otra lengua; siendo la única proximidad a algún tronco lingüístico el reducido porcentaje de léxico cognado con las lenguas Makú» (p. 438), por lo cual postula o bien una posible relación genética con un proto Makú o un eventual sustrato no conocido. Por su parte, la lengua de la gente curripaco pertenece a la familia lingüística Arawak y está estrechamente emparentada con la lengua de los indígenas baniwa (Journet, 1981; Bedoya, 1992; Ramírez, 2001).

11 Desde el periodo colonial «inconcluso» del alto Orinoco-Guainía/Negro (Perera 2006), se extrajo achiote (Bixa Orellana), cacao silvestre (Theobroma cacao), zarzaparrilla (Smilax sp.) y chiquichiqui (Leopoldinia piassaba), pieles y plumas. A finales del siglo XIX se generó un corto auge económico con la extracción de balatá (Manilkara bindenata y M. huberi) y chicles, conocidos localmente como juansoco, leche de caspi, pendare y surva, «correspondientes a la familia Apocynacea, género Cuoma y constituida, al parecer, por varias especies poco estudiadas» (Domínguez y Gómez, 1990, pp. 109-111). Finalmente, desde la década de 1970 se consolidó la extracción de peces ornamentales, al punto que Colombia es hasta la fecha el primer exportador del mundo (Prang, 2004).

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en su posicionamiento político-económico. Romero documentó el declive de la extracción indígena del chiquichiqui no solo por factores externos, como las transferencias y los ciclos de demanda y oferta, sino también por el «paso de una economía de endeude basada en el trueque de mercancías a una forma cada vez más mediada por el dinero como valor de cambio» (1999, p. 25). Similar a como pasó en otras localidades amazónicas donde se transformó el endeude y las relaciones patrón-cliente (Prang, 2004), muchos indígenas comenzaron a alternar el cultivo de chagras con turnos semanales en las balsas: primero como buzos, luego como asistentes en las canaletas y el azogue y, unos pocos, como administradores. Asimismo, algunos grupos familiares, particu-larmente de Chorro Bocón, acumularon dinero suficiente para equipar sus propias balsas. Por último, como esta reforma indígena se dio en un periodo de «bajo perfil bélico» de las FARC (Observatorio, 2006, p. 3), en Chorro Bocón se conformó un Consejo de Ancianos que, por medio de conversaciones frontales con los guerrilleros que «bajaban», lograron contener pacíficamente su avance.

Figura 3. Balsas mineras en el río Inírida. Foto: Margarita Chaves, 2013.

Aunque la legitimidad de la minería aurífera se consolidó lo-calmente con base en relaciones colaborativas y acuerdos variables e informales, principalmente respecto de porcentajes y restricciones

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a los campamentos mineros, las comunidades no estuvieron exentas de conflictos internos. En 1996, tras la notificación del gobernador del resguardo de la Cuenca Media y Alta del Río Inírida (cmari) a la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA) sobre los daños ambientales causados por los balseros, el capitán de la comunidad de Morroco confirmó por escrito que «los señores balseros cuentan con el permiso de dicha comunidad según previa consulta con el representante legal, que para el efecto es el capitán» (Prieto, 1997). Un año después, la comunidad de Cerro Nariz se dividió en dos nuevos poblados: Cejalito y Piedra Alta. Aunque J. Girón señala la activación de un «mecanismo con-suetudinario de movilidad territorial puinave» (2008, p. 12), fuentes institucionales achacan la escisión a conflictos por la repartición de transferencias y porcentajes derivados de la explotación de oro.

En la última década del siglo xx, los actores institucionales en la ciudad de Inírida, tras intentos infructuosos por frenar jurídicamente el garimpeo, terminaron optando por el ordenamiento minero de la cuenca. Primero fueron recurrentes las resoluciones que ordenaron suspender la minería y las convocatorias institucionales para abordar sus impactos, principalmente desde enfoques ambientalistas. Por contraste, durante los primeros años del siglo xxi, las instituciones locales implementaron caracterizaciones socioculturales de los mineros ribereños (CDA, 1999; Jarabá y Mejía, 2003) y, luego de rea-lizar los primeros y únicos estudios sobre contaminación ambiental (Reyes, Gilberto y Romero, 2000; Idrovo et al., 2001), entregaron gratuitamente equipos para mejorar el procesamiento del mer-curio (sinchi-cda, 2007). Ante la falta de alternativas económicas y la relativa carencia de capital en circulación (cfr. Prang, 2004), la minería aurífera se consolidó como la actividad económica prepon-derante en el Guainía12, de modo que algunos propietarios de balsas

12 Según Riaño y Salazar (2009), hasta hoy el municipio de Inírida depende económicamente de las transferencias presupuestales del Estado colombiano. Debido al bajo número de propiedades privadas en el río Inírida, entre otras razones, solo el Banco Agrario contaba con presencia limitada en el departamento, de modo que los emprendimientos financieros

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se inscribieron ante la Cámara de Comercio de Villavicencio como Cooperativa de Mineros de Colombia (colmicoop) y las numerosas compraventas de oro ubicadas en la calle principal de Inírida nunca fueron intervenidas.

A partir de 2005, a pesar de la terminación de las licencias de la ZMI de Remanso-Chorro Bocón, tanto los indígenas y balseros como las autoridades de gobierno regional y local dieron pasos significativos hacia la reglamentación de la minería en el río Inírida. Primero, los indígenas y balseros iniciaron procesos de titulación, que incluyeron el financiamiento de su propio estudio ambiental (B&B, 2005). Luego, en mayo de 2007, los líderes del Resguardo cmari radicaron una nueva solicitud ante el Ministerio de Minas e Ingeominas para la declaratoria de una nueva Zona Minera Indígena. Por su parte, las instituciones continuaron planificando el ordenamiento técnico de la minería: 1) PNN y la CDA apoyaron estudios sobre dinámicas te-rritoriales y mineras (Pinzón y Pinilla, 2006; Celis, 2007); 2) la CDA, aunque reconoció las limitaciones normativas, continúo incluyendo medidas para la implementación de tecnologías mineras limpias en su Plan de Acción 2007-2011 (2007); y 3) en convenio con el sinchi, la CDA generó una propuesta sobre la ZMI de Remanso-Chorro Bocón en aras de su incorporación en el Esquema de Ordenamiento Territorial de Inírida (sinchi-cda, 2007).

Movilización interétnica en el río Inírida, 2010-2015

Durante el año 2010 se entrelazaron dos eventos que resquebra-jaron la minería interétnica en el río Inírida. Por una parte, los medios de comunicación comenzaron a registrar informaciones erróneas sobre «explotaciones e incautaciones de coltán» en el oriente de la Orinoquia y la Amazonia. A pesar de que tanto capitanes indígenas

son muy restringidos. Para el año 2010, el 45,6% de la población urbana proyectada (11.858 personas) y el 84,4% de la población rural (7.048 personas) se encontraban dentro del índice de Necesidades Básicas Insatisfechas (DANE, 2010).

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en Inírida13 como funcionarios de Ingeominas en Bogotá14 conocían las expectativas sobre otros minerales en el Guainía, tras los falsos rumores sobre una nueva bonanza de coltán se multiplicaron los actores con intereses mineros (López-Vega, 2014a). Por otra, entró en vigencia el nuevo Código de Minas–Ley 1382 de 2010, el cual fue coherente con el entusiasmo extractivista que experimentaron todos los gobiernos latinoamericanos desde comienzos del siglo xxi. Este nuevo código, además de estipular novedosas obligaciones para el otorgamiento de títulos mineros, incurría en ambigüedades en relación con Inírida: por una parte, restringió la minería en Zonas de Reserva Forestal, pero, por otra, estableció especial protección para la legalización de la minería con minidragas. Así, la revisión del archivo de la CDA permite dar cuenta de múltiples comunica-ciones, intra e interinstitucionales, en búsqueda de directrices en el nuevo marco legal.

Desde esta coyuntura, en los esfuerzos por continuar las activi-dades mineras, balseros e indígenas del bajo Inírida quedaron atra-pados en aquello que Das (2004) denomina la ilegibilidad del Estado. La ilegibilidad surge en aquel espacio entre la ley y su aplicación por parte de individuos específicos, la cual produce tal confusión que no permite a los sujetos de la acción estatal leer lo que sucede, es decir, explicar de manera coherente el ejercicio de la violencia por parte de agentes del Estado sobre los ciudadanos (p. 231). Así, frente a las inquietudes de autoridades militares y policiales, el director de la CDA solicitó repetidamente a los ministerios aclaraciones sobre el nuevo ordenamiento jurídico y, principalmente, sobre la minería en la ZRF15. A pesar de la vinculación de las instituciones de carácter

13 Incluso los pastores relatan que, hacia el año 2005, comenzo la entrega de diferentes «muestras» a colonos y aventureros: unas veces en pequeños tarros, otras en costales. En la mayoría de los casos estos recolectores no volvieron o no continuaron pidiendo piedras.

14 Reportes de la ANM (2014) evidencian solicitudes de titulación para «concentrados de tantalio» y «demás [minerales] concesibles» desde el año 2007.

15 Solicitudes DSG-168-2010 a directora de Licencias Ambiental de MinAmbiente y DSG-167-2010 a jefe de la Oficina Asesora Jurídica MinMinas, 20 de mayo de 2010. Archivo CDA.

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nacional, las dudas no fueron resueltas y, por tanto, las acciones de los funcionarios locales propiciaron la confusión.

Mientras las inquietudes de las autoridades locales aumentaban por la indeterminación de la Ley 1382 para el Guainía, los indígenas del Inírida comenzaron a ser presionados por actores relacionados con el narcotráfico. Por una parte, miembros de las FARC se aproximaron a la cuenca alta y media del río para extorsionar a todos aquellos vinculados con la extracción de wolframitas dentro de la RNN Puinawai16; por otra, el 23 de octubre de 2010, el jefe del Grupo de Delitos Especiales de la sijin y el jefe seccional de Investigación Criminal de Interpol del Guainía informaron al comandante de la Policía el sospechoso arribo de una avioneta al aeropuerto de Inírida, cuyos tripulantes eran: «La trabajadora social de la empresa disercom [Distribuidora de Servicios Combustibles y Minería], junto con los representantes legales de las comunidades indígenas de los resguardos Venado, Remanso, Puerto Príncipe, Zancudo, Caño Ramón, Chorrobocón y Rosalía, [...] una ciudadana con nacionalidad americana [...], el alcalde de Cumaribo, Vichada, y su compañera»17.

Al respecto, y pesar del sigilo sobre este hecho, un reporte de la Agencia Nacional de Minería (ANM, 2014) demuestra que las 15 solicitudes de titulación radicadas para «demás concesibles» en 2010 se realizaron durante la primera semana de noviembre a título del Resguardo Indígena Remanso Chorro Bocón / Distribuidora de Servicios Combustibles y Minería S.A. Semanas después, la Policía denunció a disercom como una empresa para la explotación de coltán en alianza entre las FARC y el Cartel de Sinaloa. Luego, la Oficina de Control de Bienes Extranjeros del Departamento del Tesoro es-tadounidense agregó a disercom dentro de la Lista Clinton (OFAC,

16 Es necesario despejar dos confusiones ampliamente divulgadas: 1) según Cramer, Amaya, Franco, Bonilla y Poveda (2011), los minerales que se explotan en el medio y alto Inírida corresponden a wolframitas (de las cuales se extrae wolframio/tungsteno) y no a tantalitas; y 2) ningún informe especializado (Observatorio, 2006; López, 2007) o entrevista recogida en campo dan cuenta del accionar de grupos paramilitares en el río Inírida.

17 Copia anexa Oficio 6936/COMAN-DEGUN-29. Recepción 2 de noviembre de 2010. Archivo CDA.

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2011). Aunque los representantes de estas empresas no regresaron al Guainía, llama la atención que sus solicitudes permanezcan vigentes en el catastro minero.

Durante el año 2011, mientras los medios exageraban la relación entre el coltán guainiano y el conflicto armado, la emisión de nuevas directrices ministeriales generó más inconvenientes a las autoridades locales del Inírida. En enero, los viceministros de Ambiente y Minas firmaron la Circular 18001255 sobre el rechazo a las solicitudes de lega-lización de minería tradicional y de minidragas en superposición con las Zona de Reserva Forestal (ZRF). Ante los reclamos de los indígenas y balseros mineros, respaldados en los procesos de formalización de la Ley 1382, la Policía, la Fiscalía y la CDA solicitaron sendas aclaraciones –ante el caos jurídico local– a Ingeominas, MinAmbiente y MinMinas. Entre las respuestas, Ingeominas concluyó que «la Autoridad Minera debe agotar el Debido Proceso dentro del trámite de las solicitudes de Legalización Minera Tradicional para proceder al rechazo o en su defecto continuar con las etapas del proceso»18.

No obstante, en discrepancia con Ingeominas, el posterior concepto de MinAmbiente estableció:

Cuando una autoridad ambiental verifique la existencia de labores de explotación minera que se encuentre o no en áreas de reserva fo-restal, las cuales se encuentren sometidas al régimen de legalización de minería, proceda a la imposición de medidas preventivas de suspensión de actividades y de decomiso preventivo con el fin de impedir la ocu-rrencia de un hecho, la realización de una actividad o la existencia de una situación que atente contra el medio ambiente, los recursos naturales, el paisaje o la salud humana19.

18 Radicado 20114140078501, respuesta de Ingeominas a CDA, 3 de mayo de 2011. Archivo CDA.

19 Respuesta de directora de Licencias, Permisos y Trámites Ambientales de MinAmbiente a CDA. Radicado 2400-E2-31261, 5 de mayo de 2011. Archivo CDA. Al día siguiente, la CDA envió copias a los jueces promiscuos municipales y del circuito, al procurador regional de Guainía, a los fiscales 33 y 25, al comandante del Batallón General Prospero Pinzón 45, al comandante de Policía de Guainía y al comandante de Infantería de Marina 50.

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Con esta última pauta, los funcionarios regionales decidieron adoptar las medidas preventivas y sancionatorias de carácter am-biental y contribuyeron a afianzar la criminalización de todas las actividades mineras por parte de las autoridades gubernamentales y, especialmente, por la Policía y Fuerzas Militares del Guainía.

Con base en el análisis de Le Billon sobre los «diamantes de con-flicto» (2008), considero que este giro en la actitud de la autoridades locales significó el punto de quiebre a partir del cual las decisiones para territorializar la paz desembocaron en la materialización de la violencia estatal en el río Inírida. Sin respaldos geológicos ni técnicos, en abril de 2011, el subcomandante de Policía socializó a las autoridades locales la exposición «Extracción de recursos naturales minerales en Colombia»20. En esta se habló del «constreñimiento de las FARC en el Guainía, Guaviare y Vaupés», dándose por hecho la «extracción ilegal de minerales oro, coltán y uranio», y del «interés» de sus Frentes 1 y 16 en monopolizar los supuestos yacimientos. Como resultado, en la Segunda Mesa Técnica presidida por el gobernador departamental21, se dictaminó el desmonte de toda actividad minera en el río Inírida, incluida aquella realizada por indígenas y balseros en la ZMI.

Tras una infinita secuencia de oficios para esclarecer la legalidad o ilegalidad de las actividades mineras, la Fiscalía 249 de Bogotá, la Policía del Guainía, la Fiscalía 33 de Inírida, la CDA, MinMinas, Ingeominas, Min Ambiente, y Contraloría General, entre otras instituciones, terminaron consolidando en estos intercambios epis-tolares la supremacía de la figura de Zona de Reserva Forestal. Con poca posibilidad de maniobra, el representante legal de colmicoop informó sobre el acatamiento voluntario de la orden de concluir las actividades por parte de las 19 balsas afiliadas, entre ellas, dos de completa propiedad de la comunidad de Chorro Bocón22. A su

20 Acta 001/DEGUN-SUBCO. Firmada por representantes sijin, Alcaldía, CDA, Armada, colmicoop y dos balseros. Archivo CDA.

21 Acta de reunión 001/DEGUN-SUBCO, 8 de abril de 2011. Firmada por sijin, Alcaldía, CDA, Armada, colmicoop y dos balseros. Archivo CDA.

22 Copia de comunicación del representante legal colmicoop al jefe de la Seccional de Investigación Criminal Guainía, 23 de mayo de 2011. Archivo CDA.

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vez, todos los intentos de formalización iniciados por los mineros iniridenses fueron rechazados23.

Figura 4. Administrador puinave y motor de balsa minera. Foto: F. López-Vega, 2013.

Después de cuatro meses sin trabajar, los indígenas y balseros mineros del bajo río Inírida decidieron entrar en una fase de movi-lización pública para reclamar su apropiación del desarrollo minero en sus propios términos (cfr. Bebbington, 2013). En octubre de 2011, los representantes legales de colmicoop y del Resguardo RCHB

23 En este periodo: 1) con base en el concepto DSG-323-2011 de 8 de julio proferido por la CDA, el Juzgado Primero Promiscuo Municipal rechazó la tutela 201-056 para legalización de barequeo en el resguardo CMARI; 2) la Resolución SCT 000793 de Ingeominas rechazó la solicitud de formalización de minería tradicional LJS-16241 y, tras interponer recurso de reposición, la decisión fue confirmada por Resolución SCT 002268; 3) a pesar de la intervención de la Procuraduría, y después de otros cuatro años de procedimientos entre indígenas, MinMinas e Ingeominas, la declaratoria de una ZMI en el resguardo CMARI volvió a postergarse indefinidamente; y 4) la solicitud de legalización de minería con minidragas LJL-11371 para oro, titanio y sus concentrados, radicada por colmicoop, también fue rechazada.

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pidieron a la alcaldesa de Inírida la creación de una mesa de concer-tación para reactivar la minería. Aunque esta convocó a las instituciones para una reunión a finales de octubre, muchos funcionarios declinaron la invitación. Frente al silencio, apoyados por sectores comerciales de Inírida que también experimentaron la caída en la circulación de oro, a finales de octubre cerca de 300 personas marcharon por las principales vías de la ciudad de Inírida.

En noviembre, las autoridades indígenas de la ZMI dejaron de intentar las mediaciones institucionales y citaron directamente a los distintos funcionarios «para tratar el tema minero sobre oro en nuestras comunidades». Ante la repetición de los desplantes, los líderes adoptaron ciertas maneras burocráticas, asumieron lenguajes técnicos-políticos y se organizaron desde el 17 de noviembre de 2011 para firmar tres documentos: el primero nombra al líder indígena, señor Miguel Rodríguez Sáenz, para que a su nombre y en su re-presentación actúe como su «vocero legítimo»24; el segundo, titulado Resolución interna 001, resolvía: «Permitir en nuestro territorio indígena ejecutar la minería, con fundamento en nuestras normas internas especiales, entendiéndose por ello la minería artesanal y la realizada con mini draga»; el tercero, Convenio Interno, declaró en siete «estipulaciones las obligaciones en lo que respecta en la labor de minería en su territorio por medio de las mini-dragas»25.

24 Firmado por el representante legal del resguardo RCHB y los capitanes de siete comunidades. Este documento fue revisado en la carpeta plástica que, a modo de archivo, el señor Miguel Rodríguez Sáenz cargaba durante mi primera temporada de campo en 2012. El vocero, cercano a los 50 años, durante nuestras conversaciones resaltaba su origen curripaco. Fue comerciante de menudencias entre los campamentos mineros del río Inírida, viajó por años a Casanare «con medicina tradicional» y fue presidente de la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana (opiac).

25 Estos documentos fueron firmados por los representantes indígenas, más trece colonos propietarios de mini-dragas: con cédula de Inírida, una mujer y cuatro hombres; de Villavicencio dos hombres; uno de Bogotá; uno de Cundinamarca; uno de Santander de Quilichao (Cauca); uno de Coello (Tolima); un brasilero con cédula de extranjería; y un último nacional sin detalle. Archivo CDA.

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En la coyuntura del relevo electoral en el gobierno regional, y aún presa de las murmuraciones institucionales sobre el coltán, este pulso interétnico minero intensificó la disputa por la redefinición de los sujetos y las prácticas legales/ilegales en el Guainía. Así, en diciembre, la CDA encabezó cuatro jornadas de capacitación en la ZMI, cuya acta26 dice: 1) Debido a la poca comunicación con sus «líderes [quienes] están incitando la ilegalidad minera», existía un amplio desconocimiento por las «comunidades de base» sobre los impedimentos legales de la minería; 2) Aunque las comunidades denunciaron que en Zancudo, fuera del resguardo y de la ZMI, «se realiza la actividad minera sin ningún control de ninguna actividad del estado», las autoridades solo proyectaron «medidas» para las «aproximadamente 12 balsas» sobre el río Inírida, ante lo cual la Policía agregó estar lista para «iniciar el operativo».

Aunque no exentos de altercados, los indígenas y balseros también reactivaron sus redes políticas-económicas para respaldar sus demandas frente a otros actores estratégicos. Por ejemplo, el representante legal de colmicoop informó a las autoridades lo-cales sobre su afiliación a la Confederación Nacional de Mineros (conalminercol) y, por tanto, su participación en los acuerdos de formalización establecidos tras el paro minero realizado en el municipio de Caucasia, Antioquia:

Dando seguimiento a los lineamientos presentados para el acuerdo y al cual nos comprometimos todos los mineros tradicionales de pre-sentar el listado de trabajadores me permito remitir lo siguiente. Los mineros del Guainía somos más de 1.200 personas, entre indígenas y colonos que por tradición en algunos casos se trabajó por barequeo y en otros con pequeñas maquinarias mecánicas27.

26 Acta 005 de 20 de diciembre de 2011. Archivo CDA.27 Producto del pacto firmado el 30 de noviembre por el gobierno nacional y

conalminercol, el 15 de diciembre se instalaron en mesas de trabajo para «llegar a la formalización del trabajo minero que se viene ejerciendo en todo el país». En estos listados colmicoop no sólo incluyo como zonas de uso minero la ZMI de RCHB, sino también tres minas en Puerto Colombia. Oficio de colmicoop a Policía Guainía, 27 de diciembre de 2012. Archivo Colmicoop.

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El 2012 arrancó con la implementación de la primera medida «de control de la minería aurífera sobre el río Inírida», la cual fue interpretada como un falso positivo por los guainianos: «la Seccional de Investigación Criminal sijín en cumplimiento a las disposiciones legales realizó un patrullaje fluvial el 17 y 19 de enero [...]. Como resultado los policiales lograron la incautación de una mini draga que se encontraba operando ilegalmente cerca a la comunidad de Santa Rosalía»28. Debido a inconsistencias en el procedimiento, los líderes indígenas, trabajadores y dueños de balsas se manifestaron en un acta que luego entregaron a las instituciones: «Denunciaremos estas acciones sospechosas a nivel local, departamental, nacional, e internacional, puesto que se ve afectada nuestras VIDAS, tranqui-lidad, integridad y el respeto a nuestras normas jurisdiccionales»29.

Esta acción policial generó incertidumbre ante su posible re-petición y propició una profunda discusión en la ciudad de Inírida, la cual desembocó en el culmen de la movilización interétnica para formalizar la mediana minería. Tras convocar de manera estratégica a todas las instituciones locales30 e implementar una considerable

28 Oficio DG-029-2012. Director CDA l Vocero ZMI. Archivo Vocero ZMI.29 Oficio 238 SIJIN-DEGUN a vocero ZMI, 23 de enero de 2012. Archivo

Vocero ZMI.30 Además de generar listados de recepción de la «citación con carácter

urgente de las autoridades indígenas», con astucia el vocero ofició a la Infantería «con el fin de preguntarle hasta qué parte están consolidadas las fuerzas que usted representa prestando seguridad sobre el área que corresponde al río Inírida, queremos saber hasta qué comunidad hay consolidada fuerza pública». La infantería respondió con un significativo operativo para acompañar las embarcaciones que desplazaron, como nunca antes, al mayor número de actores estatales hasta el poblado de Remanso: gobernador de Guainía, diputados, alcalde de Inírida, concejales, secretario de Gobierno Municipal, secretario de Planeación Municipal, subdirector CDA, representante Personería Municipal, defensor del pueblo, comandantes de Policía, Ejercito e Infantería, soldados y marines. Por parte de la alianza minera se desplazaron capitanes indígenas de todas las comunidades, vocero, pastores y sus comitivas, así como también la representante de la Confederación Nacional de Mineros, el representante de colmicoop, los dueños, administradores, buzos y demás trabajadores de las balsas. También asistió prensa local (IniTV), dueños de compraventas, pescadores y comerciantes, para un total de 450 participantes.

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logística31, el 10 de febrero se realizó una «reunión histórica» en la Casa de Culto de la comunidad de Remanso para tratar un único tema: extracción del oro de aluvión en la ZMI. Los himnos de Co-lombia y Guainía fueron antecedidos por la oración a dios realizada en wa´nsöjöt (puinave) por el pastor de Remanso. Luego, a semejanza de muchas comunidades mineras de los Andes, en donde «el empleo es una preocupación genuina, especialmente entre los adultos más jóvenes» (Bebbington, Humphreys, Hinojosa, Burneo, Warnaars y Bury, 2013, p. 340), el capitán de Remanso abrió la reunión afirmando: «queremos derechos de trabajo».

Con el convencimiento de que los indígenas son «los ojos del gobierno aquí», el vocero de la ZMI saludó en curripaco e insertó rá-pidamente la discusión en el marco de las leyes nacionales y convenios internacionales «que garantizan la vida de los pueblos indígenas»:

Tal vez se nos interpreta mal cuando decimos «déjenos trabajar el oro a través de las minidragas, ¡en alianza con colonos!» [...]. Hoy queremos decirle al país y al mundo que los indígenas ya no queremos ser tratados como ignorantes, incapaces, pocos de uso de razón, que no saben manejar proyectos, incapaces de plantear propuestas socioeconómicas, sociocultural, de desarrollo, de avance. El mundo está avanzando, ¿por qué los indígenas del Guainía no podemos avanzar? ¿Por qué no podemos hablar de negocios los pueblos indí-genas del Guainía? ¿Por qué se nos dice «no lo pueden hacer»? No se nos amedrante diciendo «es que ustedes son ilegales, es que están por fuera de la ley».

31 Los costos del transporte fluvial que no fueron ofrecidos por la Infantería (prestamos de embarcaciones, pago a motoristas, combustible) fueron cubiertos con el aporte de 3,5 gramos de oro por dueño de cada balsa que trabajaba en el río Inírida: en una de las siete balsas que «pisé» acompañando esta recolecta, el dueño y todos los trabajadores afirmaron ser parte de una misma familia puinave de Chorro Bocón. El dinero además cubrio el almuerzo ofrecido a todos los asistentes, y la cal para pintar la Casa de Culto.

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Luego, el representante de colmicoop comenzó su intervención pidiendo a los asistentes que vivieran de la minería que se pusieran de pie y subrayó: «las decisiones que se tomen aquí van a afectar con cada uno de ellos y sus núcleos familiares» (ver Figura 3). Tras insistir, con el coro de los presentes, que «no se les tiene como es-clavos caucheros a los indígenas», fue categórico al leer los carteles dispuestos dentro de la casa de culto: «nosotros también queremos la prosperidad de la que habla el presidente […]. La Ley 1450 dice en su art. 107 que deberá construir una estrategia que proteja a los mineros informales, garantizando su mínimo vital». No obstante, las mayores ovaciones fueron ganadas por la claridad y el buen humor del pastor de la comunidad de Chorro Bocón:

Cada comunidad tiene sus hijos en colegios de Inírida, allá no regalan, nadie regala. Están los señores diputados, si uno ruega a ellos que nos preste unos pesitos para mantener la familia: «no tengo, vaya trabaje». Si vamos a la alcaldía, a la gobernación, que nos dé trabajito: «no hay nada». ¿Cómo es que dice? «¡No hay presupuesto!» Señores, con mucho respeto, no paramos la minería, seguimos hasta sacar la legalidad de la minería. Que nos invite ministerios de minas (sic), queremos hablar directamente con él, que nos escuche.

Figura 5. «Pónganse de pie quienes dependen de la minería». Reunión en la casa de culto de Remanso, Guainía. Foto: Fernando López-Vega 2012.

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Con excepción de algunos argumentos, las posteriores in-tervenciones llamaron a un acuerdo de voluntades frente al cual las autoridades gubernamentales permitieron de manera tácita la continuidad de las actividades mineras en el bajo Inírida. Alcalde y gobernador incluyeron en sus consejos territoriales a representantes de los mineros y circunscribieron en sus planes de desarrollo pro-gramas concretos orientados a la concertación de políticas mineras dirigidas a un nuevo futuro para la minería (Alcaldía Inírida, 2012; Gobernación de Guainía, 2012a). Además, actualizaron el diagnóstico de la ZMI, que no aportó información sobre el número de indígenas vinculados a la minería ni sobre los acuerdos con los balseros, pero sí confirmó las falencias en salud, educación y servicios básicos (Gobernación de Guainía, 2012b).

No obstante, durante la segunda mitad del año 2012, a pesar de haber ganado espacio para la discusión en el nivel municipal y regional, las gestiones de los mineros y de los gobernantes guainianos chocaron con las reestructuraciones territoriales adelantadas por las élites gubernamentales en Bogotá. Luego de que en junio de 2012 la ANM declaró 17,6 millones de hectáreas mediante la novedosa figura de Áreas Estratégicas Mineras, incluyendo la totalidad del Guainía, las posibilidades de los indígenas y balseros para competir con otros proponentes dentro de la dinámica de rondas mineras se hicieron prácticamente nulas32. En esa medida, los acuerdos locales que legitimaban la extracción de oro en el río Inírida resultaron marginados ante las pesadas obligaciones estipuladas para los fu-turos inversionistas. En agosto de 2012, la Resolución 1518 de Min-Ambiente suspendió las solicitudes de sustracción en la ZRF de la

32 La resolución 0045 de 21 de junio de 2012 proyectó nuevas formas de control sobre el espacio y los minerales: con un plazo de cinco años, la autoridad minera fue habilitada para adjudicar proyectos con base en un «proceso de selección objetiva», ya no bajo el régimen ordinario de concesión del Código de Minas, sino escogiendo «al proponente que ofrezca las mejores condiciones y beneficios para el Estado» a través de «rondas mineras». La ronda simula el proceso técnico utilizado por la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) para entregar bloques para la exploración petrolera.

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Amazonia, con lo cual se reforzó la exclusión legal de las actividades mineras en la ZMI del Inírida. Al no haberse efectuado previamente la sustracción de la ZRF en el área de la ZMI, y frente a los nuevos requerimientos técnico-ambientales, las actividades mineras en el bajo Inírida continuaron tachándose como ilegales.

Ante la profundización de las desigualdades legales, durante el año 2013 los funcionarios públicos en Inírida actuaron de manera contradictoria. En contraste con la década pasada, la CDA eliminó la minería sostenible del Plan de Acción 2012-2015 y reenfocó los esfuerzos hacia el control ambiental y la reforestación de áreas de-gradadas. La Gobernación de Guainía contrató a un administrador ambiental para el «acompañamiento a comunidades en zonas de desarrollo minero», quien recogió en mayo un nuevo censo para implementar un plan de choque para las seis comunidades del río Inírida con arraigo minero que, entre otros impactos, se verían desempleadas con la implementación de las restricciones del nivel central33. Por contraste, y a pesar de los nuevos reportajes que aler-taron explícitamente sobre la coerción de las FARC a la extracción de wolframitas en la cuenca alta y media del Inírida (Smith, 2013; Tungsten, 2014), las acciones de las Fuerzas Armadas comenzaron a desarrollarse única, inesperada y violentamente en la cuenca baja.

El 9 de octubre de 2013, en desarrollo de la Operación Oxígeno34, once indígenas fueron capturados mientras trabajaban en cinco balsas ubicadas cerca de Remanso. Dos días después de ser acusados por delitos ambientales, los indígenas fueron puestos en libertad

33 Entrevista realizada en la Gobernación, en julio de 2013. Ver nota 9, supra.34 «En la cual participaron el Batallón de Infantería de Selva No. 45 General

Prospero Pinzón, el Batallón de Infantería Fluvial No. 50 y la Policía del Guainía, con la Dirección de la Unidad Nacional de Delitos contra los recursos naturales y del medio ambiente de la Fiscalía General de la Nación» (Oficina de Prensa Brigada Dieciocho, 2013). Según el representante de colmicoop, al llegar a las balsas los uniformados leyeron el Decreto 2235, proferido en octubre 2012 por MinDefensa, «en relación con el uso de maquinaria pesada y sus partes en actividades mineras sin las autorizaciones y exigencias previstas en la ley». Paso seguido agregaron «sal a los combustibles, tierra a los motores y pusieron a funcionar las máquinas» (Noticias Uno, 2014).

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gracias a la intermediación de Defensoría, Personería, colmicoop y asopuinave, entre otras instancias. Las comunidades indígenas del bajo Inírida decidieron detener la minería mientras algunos de sus líderes, junto con el representante de colmicoop, viajaron a Bogotá para exponer sus quejas ante las instituciones. Entre tanto, los balseros decidieron desplazarse al río Atabapo, donde, como ya habían empezado a manifestar los dirigentes de la opiac y asocrigua (2013), enfrentaron nuevas presiones de la Guardia Venezolana.

Una vez más, el 23 de junio de 2014 la Unidad de Delitos Am-bientales de la Fiscalía, la Policía, el Ejército y la Armada realizaron una operación en la que colocaron explosivos a once balsas en el río Atabapo y capturaron a diez personas. Esta vez, además de justi-ficar la acción en términos de la protección del ambiente, se agregó el combate al terrorismo. En repudio a las acciones (ver Figura 4), indígenas, balseros, comerciantes e incluso funcionarios públicos como concejales, diputados, el alcalde de Inírida y el gobernador del Guainía marcharon por las calles de Inírida para denunciar, como señaló el representante de colmicoop, «los hechos injustos que ponen en peligro la estabilidad de miles de familias y de este pueblo»35. Entre algunas de las pancartas de la multitud se leía: «Sí a la minería tradicional indígena, no a las multinacionales».

Figura 6. Gobernador del Guainía y alcalde de Inírida, en marcha de protesta contra la destrucción de balsas en el río Atabapo.

Foto: Zeze Amaya, 2014.

35 Entrevista realizada en Colmicoop, en 2014. Ver nota 9, supra.

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Dos semanas después, el 8 de julio de 2014, el presidente reelecto, Juan Manuel Santos Calderón, viajó a la ciudad de Inírida para firmar el Decreto 1275 del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible. A pesar de las inquietudes de los indígenas iniridenses frente a las nuevas figuras territoriales conservacionistas36, por medio de este acto administrativo se delimitaron 253 mil hectáreas dentro del «Complejo de Humedales de la Estrella Fluvial de Inírida para ser incluido en la lista de Humedales de Importancia Internacional». En su discurso, Santos señaló:

Nosotros pensamos que por lo que representa para la vida, porque el agua es vida, en la Estrella Fluvial de Inírida no vale la pena poner una mina y eso es algo que es bien importante. Ahora sabemos que hay gente que vive de la minería artesanal, sabemos que ahí comienza un dilema, un conflicto, una contradicción. […] Yo le pediría a la señora Ministra del Medio Ambiente y al señor Ministro de Minas que establezcan una mesa de trabajo y de aquí a diciembre, pongámosle fecha, tengamos unas soluciones prácticas (Presidencia, 2014).

Ya por terminarse el año 2015, aunque se habían realizado algunas pocas reuniones entre autoridades nacionales y mineros del Inírida, aún no se concretaba la voluntad de soluciones prácticas. Mientras tanto, el nuevo país avanza entre la construcción participativa del Plan de Manejo para la Estrella Fluvial del Inírida y la «Investigación de minerales estratégicos, industriales y materiales de construcción, Región Llanos (Vaupés, Vichada, Guainía y Guaviare)», financiada por los fondos de Ciencia, Tecnología e Innovación del Sistema General de Regalías.

36 En Inírida, a pesar de la consulta previa realizada en 2010, según Decreto 1275, y a los avances en los acuerdos de pesca y cacería en las comunidades indígenas de la Estrella Fluvial (Zuluaga y Franco, 2013; Rodríguez, Botero, Martínez, González y De la Cruz, 2013), durante mi temporada de campo en julio de 2013, el joven capitán de la comunidad de Caranacoa señaló su reciente gestión con el alcalde y otras autoridades para buscar la declaratoria de una nueva ZMI en su comunidad.

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Desafíos al posconflicto en el bajo río Inírida

Después de tres años de la firma del Acuerdo General para la Termi-nación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, la movilización minera en el río Inírida expone cuatro desafíos latentes a los acuerdos ya alcanzados entre el gobierno y las FARC-EP. Antes de enunciarlos, es necesario volver a mencionar que, a pesar de los vínculos que los medios de comunicación y ciertas autoridades policiales han trazado entre la minería de oro en el bajo Inírida y las FARC, durante las últimas décadas este grupo armado ilegal ha mantenido un perfil bélico bajo en el departamento del Guainía, con la excepción de los corregimientos del medio río Guaviare. Esto ha significado la exclusión del municipio de Inírida de dos estudios concluyentes para la futura posible toma de decisiones: por una parte, está ausente del listado de «los 281 municipios donde se vivirán los retos territoriales del posconflicto», según la Fundación Paz y Reconciliación (p. 55); y por otra, tampoco se encuentra dentro de los «125 municipios priorizados por las Naciones Unidas para el posacuerdo» (PNUD, 2014, p. 93). La no priorización del Inírida implica que, con o sin posconflicto, las problemáticas de sus mineros continuarán relegadas.

1. En junio de 2013 se hizo público el acuerdo sobre Política de Desarrollo Agrario Integral, también denominado de Reforma Rural Integral. El primero, de cuatro pilares, se concentra en el acceso y uso de la tierra. En este punto se estableció un programa de Protección de las Áreas de Interés Ambiental: «También acordamos delimitar la frontera agrícola y proteger las áreas de interés ambiental: avanzaremos en un plan de zonificación ambiental que haga compatible el interés de preservación con alternativas económicas de las comunidades y de desarrollo del país, y promueva diferentes planes de desarrollo que contribuyan a la preservación ambiental» (OACPP, 2014a, p. 6).

Para comenzar, los indígenas y colonos del bajo río Inírida que proclaman al unísono «¡Minero soy!» escapan a la comprensión simplificada del vasto mundo rural colombiano en términos exclu-sivamente «agrarios». Los acuerdos entre actores locales, regionales y nacionales, que han legitimado la minería de las balsas por más de dos décadas, demuestran claramente que el uso y acceso a la tierra y los ríos en la Amazonia-Orinoquia no se limitan a la clasificación

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dual que enfrenta la expansión de la frontera agrícola y la protección de áreas de interés ambiental. Además, de acuerdo con Harris, «las problemáticas de las llanuras de inundación amazónicas tienen menos que ver con la distribución desigual de la tierra que con los derechos a los recursos naturales» (2004, p. 102). En este orden de ideas, la alianza minera interétnica del Inírida rompe los actuales estereotipos dominantes sobre la región y sus pobladores –edén/tabula rasa, indígenas/nativos ecológicos, campesinos/colonos de-predadores– y demandan una nueva agenda política y académica que «recalibre los conceptos sobre la “sociedad amazónica”» (Nugent, 2004, p. 4) y la ruralidad nacional.

Frente al Plan de Zonificación Ambiental, en Inírida continúa por resolverse la incierta compatibilidad entre la preservación de la Estrella Fluvial de Inírida, los intereses por expandir el desarrollo minero industrial hacia el oriente del país y las alternativas a las viejas actividades económicas de las comunidades interétnicas. Tras la reciente reestructuración territorial, los acuerdos locales que ofre-cieron legitimidad a los iniridenses para apropiarse, en sus términos, del desarrollo minero (cfr. Bebbington et al., 2013), languidecen con cada intento defraudado por renovar las licencias ambientales de la ZMI, satisfacer los trámites de legislaciones mineras inestables y concretar las promesas presidenciales para buscar soluciones prác-ticas. A semejanza de otros escenarios marginales de la Amazonia y el resto del país (Göbel y Ulloa, 2014; Rubiano, 2014; Varela, 2013; Castillo, 2013), la preservación ambiental exigirá la negociación pa-cífica de alternativas económicas, las cuales deberán incluir decisiones complejas sobre acompañamiento técnico-ambiental y jurídico a los procesos de formalización, arreglos para la extracción minera entre comunidades y empresas privadas y/o estatales y esfuerzos suficientes para distribuir los discutibles beneficios del turismo y las compensaciones por servicios ecosistémicos.

2. En diciembre de 2013 se divulgó el segundo acuerdo, sobre Participación Política. El segundo, de tres pilares, se concentra en promover la participación ciudadana a través del fortalecimiento de las organizaciones y movimientos sociales. En este punto se estableció un mecanismo de participación ciudadana en temas de planeación:

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Revisión de todo el sistema de participación ciudadana en los planes de desarrollo, en particular del funcionamiento de los Consejos Territoriales de Planeación para que en la fase de transición y cons-trucción de la paz estos espacios se conviertan en verdaderos motores de la participación efectiva de los ciudadanos en la implementación de los acuerdos, ante todo de los acuerdos sobre desarrollo rural (OACPP, 2014a, p. 32).

Los alcances de la planeación participativa chocan con las contundentes demandas de inclusión ciudadana de los mineros del Inírida. Las recientes marchas interétnicas protagonizadas por mineros y comerciantes en la calles de la ciudad de Inírida exponen tanto el descontento causado por la criminalización de su trabajo y el favorecimiento neoliberal a la gran minería, como la histórica rele-vancia del oro en el Guainía. Considero entonces que la movilización social emprendida en el bajo río Inírida por indígenas y colonos no puede abordarse en términos de resistencias románticas y, con base en Bebbington, afirmo que «las alternativas que parecen visualizar[se] son, en su mayor parte, modernas, racionales y económicamente pragmáticas, y, al mismo tiempo, se basan en la equidad y en un mayor reconocimiento del derecho a la diversidad» (2013, p. 347).

Por tanto, a pesar de la materialización de la violencia y la des-igualdad en el poder de instaurar y reestructurar el territorio, sugiero que los actores del Guainía vinculados por décadas con la minería participarán activamente en la renovación de los Consejos Territoriales de Planeación para incidir en los procesos que los afectan (cfr. Little, 2006; Le Billon, 2008). En este posible escenario de posconflicto, es previsible que el nuevo peso de las decisiones de las autoridades municipales de Inírida y departamentales del Guainía termine por resquebrajar las proyecciones territoriales externas, bien sean mineras o conservacionistas, y demande negociaciones más democráticas para redefinir el acceso y control, no solo del subsuelo, sino también de las muchas aguas y seres vivos de la Amazonia-Orinoquia.

3. En mayo de 2014 se divulgó el tercer acuerdo: Solución al Problema de las Drogas Ilícitas. El tercero, de cuatro componentes básicos, aborda el problema del narcotráfico y propone una «es-

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trategia integral para reforzar y ampliar la lucha contra el crimen organizado, en especial en las regiones». En esa medida, el gobierno se comprometió a «intensificar la lucha contra el crimen organizado y sus redes de apoyo en el marco del fin del conflicto» y, en general, a «desarticular las redes de estas organizaciones». Con ese fin pondría en marcha una estrategia de política criminal y una nueva estra-tegia contra los activos involucrados en el narcotráfico y el lavado de activos en todos los sectores de la economía, así como contra el tráfico de insumos (OACPP, 2014b, p. 10)

A pesar de los múltiples e inextinguibles rumores, artículos de prensa, programas de televisión, informes de entidades estatales y ONG –e incluso de textos académicos que vinculan las balsas mineras con el conflicto armado–, los indígenas y colonos del bajo Inírida no paran de repetir en pancartas, comunicados y redes sociales: «Soy minero, no criminal». Este salmo se sostiene en su constante interacción con las autoridades del Estado, su sosegado rechazo a los «grupos al margen de la ley» y su cautelosa denuncia de la pre-sencia de las FARC en las minas de tungsteno en la cuenca alta del río Inírida. Así, a pesar del sigilo de las indagaciones judiciales y las limitaciones de las investigaciones sociales, en el escenario de posconflicto es urgente desescalar los discursos criminales y las acciones violentas dirigidas a los mineros interétnicos de Inírida (López-Vega, 2014b; López H., 2007; Observatorio, 2006).

Al respecto, en el Inírida tienen eco tres recomendaciones que el Grupo de Diálogo sobre la Minería consignó en el documento «Propuestas para una visión compartida de la minería en Colombia» (GDIAM, 2015). Primero, que es crucial clasificar los distintos tipos de minería, para lo cual sugiere cinco categorías, según el nivel de cumplimiento de las reglas: la formal, cuando cumple todas las reglas; la ancestral y artesanal, cuando reúne a mineros indígenas, afrodescendientes y campesinos; la informal, cuando incumple algún requisito ambiental, laboral, minero o de salud, pero se tiene la intención de formalizarse; la ilegal cuando no tiene interés en le-galizarse; y la criminal cuando financia actividades ilícitas. Segundo, trasladar la estrategia contra la minería criminal: de la represión a los eslabones más vulnerables, con destrucción de maquinaria, a la

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lucha contra toda la cadena: proveedores de mercurio, comercializa-doras y redes financieras, entre otros. Tercero, construir y divulgar el mapa de ubicación de los distintos tipos de mineros, incluyendo a los criminales, para delimitar con claridad las problemáticas.

Para terminar, considero pertinente interpelar el texto que, tras la edición de una conferencia del Alto Comisionado para la Paz en la Universidad de Harvard (EE.UU.), complementa todas las publi-caciones recientes sobre los acuerdos: La Paz Territorial (OACPP, 2014a/b). Jaramillo explicó:

Tenemos que aprovechar el momento de la paz para alinear los incentivos y desarrollar las instituciones en el territorio que con el tiempo van a hacer valer los derechos de todos por igual. Para avanzar en esa dirección, hay que complementar el enfoque de derechos con un enfoque territorial. Primero porque el conflicto ha afectado más a unos territorios que a otros. Y porque ese cambio no se va a lograr si no se articulan los esfuerzos y se moviliza a la población en esos terri-torios alrededor de la paz. Eso es lo que llamo la paz territorial (p. 4).

Durante el último año, uno de los mensajes más recurrentes de los mineros cesantes del Inírida al presidente Santos ha sido: «La paz se hace con diálogo, no con explosivos ni persecución». Frente a la meta del posacuerdo de alinear «las instituciones en el territorio» con la de «hacer valer los derechos de todos», para los mineros del Inírida continúa la vorágine de incertidumbres frente al despojo de sus recursos y el desalojo de sus riberas. Por una parte, la denominación de unidades de conservación en algunas cuencas amazónicas ha determinado la limitación del acceso a recursos, como los castañales (castanhais) y ha forzado a las comunidades locales a trasladarse hacia áreas distantes (Acevedo y Ramos, 2004); por otra, Le Billon argumenta que los programas para consolidar la paz en los países africanos donde se extraen diamantes de conflicto han propiciado el desalojo de mineros artesanales, al privilegiar la industrialización de las minas, por lo cual concluye que «territorializar la “paz”, en otras palabras, está probando ser un proceso violento y marginalizador para muchos mineros artesanales y comunidades mineras locales» (2008, p. 365).

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Frente a los escenarios del posacuerdo entre gobierno y FARC, además de la urgencia de ampliar la definición de violencia más allá del conflicto armado, es necesario preguntarnos si la Paz Territorial buscará ampliar la democracia para que, además de los macro-proyectos minero-energéticos y las agendas conservacionistas, los futuros posibles del posconflicto incluyan efectivamente las voces, consideraciones y decisiones de las y los navegantes de las tierras de muchas aguas de la Amazonia y la Orinoquia.

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¡A un lado, que viene el progreso! Construcción del proyecto Hidroituango

en el cañón del Cauca medio antioqueño, Colombia

César Alejandro Cardona

Universidad de Antioquia

Marcela Pinilla

Investigadora independiente

Aída Gálvez

Universidad de Antioquia

Inicialmente se esboza el plano simbólico en que se des-envuelve el proyecto Hidroituango, visto como un hito más del emprendimiento antioqueño y en particular de las Empresas Pú-blicas de Medellín (EPM), en la actualidad la mayor generadora de energía en Colombia. La construcción del proyecto, caracterizado como un emprendimiento extractivista, se legitima como oportu-nidad de redención del cañón del Cauca, un territorio excluido de la configuración del departamento de Antioquia. Las especifici-dades históricas y culturales de esta área la hacen hasta el presente escenario del barequeo, como modalidad artesanal de obtención del oro mediante el lavado de materiales de origen aluvial. La acti-vidad barequera, clave en la reproducción social del modo de vida cañonero, es sometida a un ejercicio de resignificación por parte de la narrativa de la empresa constructora y difundida profusamente en medios locales y nacionales. La desvalorización del barequeo por parte de la empresa constructora es un foco de conflictividad, de cara al registro histórico de su importancia en la economía y la sociedad antioqueñas. A esto se añade la estigmatización de esta práctica como minería ilegal derivada de las políticas minero energéticas en boga.

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César Alejandro Cardona, Marcela Pinilla y Aída Gálvez

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Así mismo, la empresa ha puesto en marcha un dispositivo de vaciamiento y resignificación de sentido del territorio y sus gentes para justificar el arribo del proyecto, cuestión desarrollada en el capítulo mediante el examen de dos imágenes: la primera, la de un territorio y un río promisorios que deben explotarse para generar energía, y la segunda, la de una región poblada por sujetos desposeídos de un hori-zonte de vida digno y abrumada por la presencia de actores armados. El artículo desenmascara estas operaciones diseñadas a la medida del proyecto y argumenta los altísimos costos sociales de la desconfigu-ración del territorio y de la sociedad cañonera derivados de la llegada del embalse. En este sentido, se esboza el duelo colectivo desde las voces de los pobladores que pone en cuestión los términos de convivencia y de paz social que presupone el discurso del posconflicto.

El proyecto Hidroituango1

El represamiento del río Cauca en una parte de su trayecto medio para construir el embalse de Hidroituango, que entrará en operación en el año 2018, borrará la continuidad del barequeo como eje de las poblaciones asentadas en la terrazas aluviales sobre el río y las laderas de las cordilleras central y occidental que configuran el cañón del Cauca antioqueño. Esta región es ahora escenario de un proceso de vaciamiento y reescritura de sentido que postula al cañón como un territorio sacrificable en pos de la construcción de un emprendimiento extractivista que desconoce la ocupación secular de comunidades locales practicantes de la minería de oro corrido o barequeo. El proyecto goza de prestigio social y resalta sus efectos en el área de influencia:

El paisaje en el norte de Antioquia está cambiando. De dos años a hoy, esa región, otrora dominio de la subversión, ha sido im-

1 Este proyecto ha cambiado de nombre en numerosas ocasiones. El primero en referirse a él fue el ingeniero José Tejada Sáenz, quien en 1969 habló de dos sitios probables en los cuales se podría construir una presa: Ituango y Bredunco, en las cercanías de Valdivia. Posteriormente, el proyecto ha sido nombrado como: Hidroeléctrica Pescadero Ituango; Hidroituango; e Hidroeléctrica Ituango. Nosotros nos referimos a él alternando la denominación del proyecto según la fuente que se use puntualmente.

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pactada social y económicamente por Hidroituango […]. En aquella zona olvidada, una de las más pobres del departamento y a la que se llegaba por carreteras destapadas, hoy solo quedan algunos tramos inconclusos y amenazas de grupos ilegales escritas en las paredes de las casas que se han vuelto a habitar (Álvarez, 2013).

Los artífices del proyecto ven en él una gesta heroica del pueblo antioqueño que encarna la mejor expresión del arrojo, emprendi-miento y espíritu visionario de Antioquia.

[…] después de muchos años de maduración llegó el momento de emprender otra gesta gigantesca que cambiará la vida de los antio-queños, pues las circunstancias históricas y económicas están dadas. […] sin vacilación le dimos vida a Pescadero-Ituango, el proyecto más ambicioso de todos los tiempos, porque éste (sic), sin lugar a dudas, será la fuente de ingresos permanente que permitirá al Departamento oxigenar sus rentas –durante los próximos cien años– y por ende realizar con generosidad esa inversión social sin precedentes, de la que invariablemente se deriva la paz soñada2.

Solvencia técnica de EPM

Las grandes obras de ingeniería del proyecto, como la presa, túneles para las turbinas generadoras, carreteras para la conecti-vidad de la zona de obras, entre otras, están siendo construidas por el consorcio CCC Ituango, conformado por Camargo Correa S.A. (Brasil), Conconcreto S.A. y Coninsa Ramón Hoyos (Semana, 2012). El proyecto pertenece a una sociedad conformada por la Gober-nación de Antioquia, el Instituto para el Desarrollo de Antioquia (IDEA), las Empresas Públicas de Medellín (EPM), la Alcaldía de Medellín y otros socios minoritarios. El conjunto del proyecto ha sido asumido por EPM, que comenzó como empresa prestadora de servicios públicos de Medellín en 1955 y actualmente es la mayor

2 Palabras de Luis Alfredo Ramos, gobernador de Antioquia para la época, prologuista de la obra (Arboleda et al., 2011).

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generadora de energía en el país, con numerosos embalses en todo el departamento3.

En este marco, Hidroituango se concibe como un paso más de la trayectoria que combina la excelencia técnica de una empresa como EPM con la capacidad de gestión de la dirigencia antioqueña que ha asumido como un reto histórico la construcción de este embalse. De igual manera, aquí se conjugan otros argumentos que legitiman la llegada del proyecto a un territorio abandonado y excluido como el cañón del río Cauca:

Los beneficios que recibirá la región a través de las transferencias de ley, pagos de impuestos, generación de empleo y actividades múl-tiples como el turismo, que surgirá tan pronto se concluya el hermoso embalse de Pescadero, sumados a los que recibirá el país entero a través de una mayor firmeza para el sistema eléctrico, derivada de una energía limpia, tan deseada y buscada en esta época de cambio climático, permitirá desarrollos industriales de alto consumo ener-gético a través de los cuales se podrá generar empleo, desarrollo y bienestar para los colombianos4.

Pese a lo anterior, hay voces críticas de la estrategia seguida por EPM en la construcción de este megaproyecto, pues son muchos los temas que preocupan no solo a los pobladores de los municipios involucrados, sino a diversos grupos de la sociedad civil, como: la inundación de cerca de 70 kilómetros del cañón del Cauca para el llenado de la presa; el sistema de compra de predios; la desaparición de la actividad del barequeo; la afectación de la pesca, que desde el año 2008 ha sido constatada por su reducción en la dieta alimentaria; y la amenaza del desarraigo que pesa sobre los habitantes del cañón. En suma, alarman las drásticas transformaciones a que están abocados los municipios involucrados en el área del proyecto. Así mismo, es

3 En su página de Internet, EPM referencia los siguientes: Río Abajo (1947, Sonsón); Complejo Guadalupe I a Guadalupe IV (1962, San Roque, Amalfi y Anorí); Troneras (1964, Carolina del Príncipe); Central Guatapé (1972, San Rafael); y Complejo Porce I a Porce III (2011, nordeste de Antioquia).

4 Palabras de Luis Guillermo Gómez Atehortúa, gerente general de Hidroituango (en Arboleda et al., 2011, pp. IX-X).

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insoslayable la preocupación por los hechos de sangre en la región como resultado de la acción de grupos de Autodefensas ocurridos antes del inicio de las obras5. En julio de 1998, un escuadrón de 12 personas armadas entró en Orobajo y asesinó a cinco personas, entre ellos, a don Virgilio Sucerquia, un prestigioso hombre reconocido por todos en el Cañón. En esta incursión una muchacha de 17 años y un niño de 10 años murieron ahogados al lanzarse a las aguas del Cauca. El periódico El Colombiano cubrió la masacre con una crónica titulada «El último cacique Nutabe ha muerto» (Palacio, 1998)6.

El cañón y sus gentes

La geografía antioqueña está marcada por el relieve montañoso de las cordilleras occidental y central con alturas que oscilan entre 200 y 3.500 msnm. A su paso por las cordilleras en jurisdicción antio-queña, el río Cauca configura, en su tercio medio, un valle estrecho y profundo llamado el Cañón, que alcanza su máxima profundidad entre los municipios de Liborina y Puerto Valdivia. Las variaciones altitudinales que corresponden al paisaje del Cañón dan lugar a tres pisos térmicos (frío, templado y cálido) con usos agrícolas y ganadería extensiva. Las áreas de poblamiento están en los filos, en pequeños planos naturales de pendiente reducida (Castillo, 2007, p. 6). En el corazón de esta geografía de laderas pendientes y cañadas profundas de las cordilleras Occidental y Central, se emplazan veredas y lo-calidades, algunas nucleadas y otras dispersas, en ambas márgenes del río. Este paisaje alberga a la «gente más aindiada» del occidente y norte antioqueños. Los «aindiados» o «cañoneros» –término de

5 Diversos medios han publicado informes que dan cuenta de la solicitud de una fiscal, en el año 2011, para que se investigara la relación entre el Bloque Mineros de las AUC y el proyecto Hidroituango, debido a que entre 1996 y 2003 hubo 14 masacres con un saldo de 73 personas asesinadas y 3 personas desaparecidas. Todos estos hechos sucedieron en municipios de influencia directa del proyecto. Actualmente no hay resultados de aquella solicitud y la fiscal que la hizo fue trasladada un año después a Florencia, Caquetá. Al respecto, ver Verdad Abierta (2011) y Revista Semana (2010).

6 Referencia tomada del archivo de prensa personal de la profesora A. Gálvez.

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autorreferencia– dicen que el «país» que habitan «va desde Santa Fe de Antioquia hasta Ituango» (Herrera, 2005, pp. 33-34).

Barbacoas (Peque) y Orobajo (Sabanalarga), los poblados bare-queros que serán inundados por el embalse, se localizan en dos terrazas aluviales del curso medio del Cauca. Se denominan «bodeguitas» por ser tradicionalmente sitios de abastecimiento y cruce de caminos para acceder «al otro lado». Las poblaciones de «montañeros» asentadas en las laderas cultivan café en pequeña escala y productos del pancoger. En contraste con la pobreza de los suelos del Cañón, el oro aluvial es abundante. Al descender el caudal del río en periodos secos –entre enero y marzo y entre julio y septiembre– deja descubiertas las playas con sedimentos ricos en el metal. Por su parte, en los meses lluviosos –de abril a mayo y de octubre a diciembre– el río inunda las playas y renueva los sedimentos que las cubren (Castillo, 2007, pp. 7-8). En estos períodos los habitantes de las laderas del Cañón y aun de las tierras frías bajan al río a barequear7, cuando hay una reducción del trabajo que demandan los cafetales, a la expectativa de balancear la magra economía doméstica.

7 Siguiendo a Castillo, «el barequeo designa la obtención del oro mediante el lavado de materiales de origen aluvial empleando solo fuerza de trabajo, herramientas manufacturadas y de uso manual. Puede realizarse directamente en el lecho del río o de las quebradas, en las playas secas o en las terrazas elevadas, y aunque cada una de estas fuentes del recurso conlleva algunas variaciones en los procedimientos empleados en el lavado, la cadena operatoria […] que conduce a la obtención del metal además de ser realizada por la misma unidad de trabajo sigue unas fases cuyo orden es inmodificable: empieza con el cateo, sigue con la limpieza del tajo o frente de trabajo y la extracción del material aurífero; continúa con el lavado y la mermada, y termina con la recortada y la colada. Inseparables una de la otra, cada una de estas fases configuran la columna vertebral del proceso; son componentes estratégicos que sin consideración de las modalidades específicas de extracción del metal, no se pueden modificar sin arriesgar el resultado de toda la cadena; las únicas variaciones posibles atañen a las destrezas de los individuos puestas en juego en cada una de las fases y a las herramientas utilizadas en conformidad con la naturaleza de la fuente del metal y a la técnica empleada» (2007, p. 14; énfasis agregado).

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Figura 1. Área de inundación por Hidroituango8 comparada con el área de afectación aproximada, según los postulantes del barequeo a la LRPCI9.

Fuente: elaboración porpia.

8 Acorde con el Estudio de Impacto Ambiental, las obras principales del proyecto comprometen de manera directa únicamente terrenos de Ituango, Toledo y Briceño. La cuenca inmediata del embalse incluye terrenos de Peque y Buriticá por la margen izquierda y de Sabanalarga y Liborina por la margen derecha, e inundará por completo a Orobajo (Sabanalarga) y Barbacoas (Peque) (Consorcio Integral S.A., 2007, 1.1). Dada la magnitud de la obra civil, las especificidades de los múltiples proyectos que la componen y la falta de información georeferenciada de carácter público sobre el proyecto, nos abstenemos de representar en detalle el área de afectación.

9 Desde el año 2012, los barequeros Francisco Luis Salazar, de Mogotes (Buriticá), Gregorio Chavarría, de San Andrés de Cuerquia, y Guillermo Builes, de Sabanalarga, con la profesora Neyla Castillo –adscrita al Grupo de Investigación Recursos Estratégicos, Región y Dinámicas Socioambientales (rerdsa) y al Instituto de Estudios Regionales (INER) de la Universidad de Antioquia– presentaron una solicitud para la inclusión del barequeo en la Lista Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial (LRPCI) del

Río Cauca

Área inundación

Veredas cañoneros

Otros centros poblados

Kilómetros

CONVENCIONES

COLOMBIA ANTIOQUIA

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El «oro corrido» está disponible para hombres y mujeres del Cañón, que han sido iniciados en los procedimientos básicos del ba-requeo. En reunión de barequeros, en Sabanalarga, Lucelly Higuita percibe el Cauca así: «un patrón que yo llego a cualesquier hora y él no me está haciendo mala cara, me da trabajo, me deja venir a la hora que yo pueda o quiera venirme y no se va de letra» (14 de octubre de 2014)10. En la cosmovisión cañonera «Patrón Mono» o simplemente «Mono» es un bien común y secular que provee a los cañoneros, siempre y cuando se observen unas normas para trabajarlo, normas que los antiguos indios legaron a la «juventud de ahora». Así, en la retórica de los pobladores persiste la noción del Cauca como un espacio abierto con diversas prestaciones al alcance de todos, que se condensa en la expresión: tal persona «está p’al río».

Cultivadores de pancoger y del café, barequeros, pescadores y arrieros han practicado el intercambio o «cambeo» de bienes obtenidos en los diversos pisos térmicos del cañón. Las alianzas matrimoniales entre parentelas en ambas cordilleras se rastrean en los apellidos Chancí, Tumblé, Sucerquia, Suceba, Tuberquia, Yotagrí, Taparcúa y en los apellidos de origen español comunes en la región: David, Graciano, Higuita y Usuga. Basta recorrer en compañía de los cañoneros los caminos de herradura para percatarse de cómo los pobladores están vinculados por fuertes redes sociales en un paisaje

ámbito departamental gestionada por la Gobernación de Antioquia, y del ámbito nacional, gestionada por el Ministerio de Cultura. Este documento señala: «en las 130 veredas que sabemos están conformadas por barequeros podemos vivir entre 25.000 a 30.000 personas de las 167.000 que habitamos en los doce municipios del cañón: Santafé de Antioquia, Olaya, Liborina, Buriticá, Peque, Ituango, Sabanalarga, Toledo, San Andrés de Cuerquia, Yarumal, Briceño y Puerto Valdivia» (ver Salazar et al., 2013, p. 9).

10 En alusión a que el acceso al río no requiere documentación alguna, mientras que en el nuevo escenario del embalse del río cualquier trabajo tanto dentro como fuera de la región exigirá «papeles».

En los municipios del área del proyecto Pescadero Ituango hay altas cifras de analfabetismo, caracterizadas como «desalentadoras». Esto afecta el acceso de los pobladores a la oferta de bienes y servicios y la venta de su fuerza laboral. Una considerable proporción del analfabetismo corresponde a la zona rural, lo que evidencia la situación de desigualdad como forma de exclusión (Consorcio Integral S.A., 2007, 5.3.1.1, Educación, 5.31-5.40).

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presidido por el río Cauca. Allí la circulación de saberes curande-riles ha proveído atención a los procesos de salud y enfermedad; la religiosidad popular católica ha tenido una función integradora a través de un ciclo de festividades anuales que hasta hace unas dé-cadas se cumplía en la región11. Los cañoneros detentan una visión de la historia dentro de la cual se destaca María del Pardo, una rica minera española de la Colonia cuyas huellas se marcan en el paisaje: piedras, cuevas, caminos, antiguos socavones, capillas y aún la fundación de pueblos como Sabanalarga hablan a las generaciones contemporáneas del paso de María del Pardo por la región12. En su memoria histórica, las vicisitudes de los continuos ciclos de violencia se elaboran en una narrativa signada por la religiosidad, clave para soportar la incertidumbre y las duras secuelas del conflicto en los habitantes. Cuando hablamos del cañón, entonces, nos referimos a una constelación de comunidades mestizas ancladas en el curso medio del río Cauca y portadoras de un sustrato indígena13 que ahora

11 Ituango, Briceño, San Andrés de Cuerquia, Toledo y Valdivia están en de la diócesis de Santa Rosa de Osos, regida entre 1924 y 1971 por el obispo Miguel Ángel Builes, cuya imagen preside las viviendas cañoneras. Buriticá, Liborina, Santa Fe, Peque, Olaya y Sopetrán están en la arquidiócesis de Santa Fe de Antioquia.

12 Para ampliar, ver Herrera (2005).13 La construcción del sustrato indígena de la sociedad mestiza cañonera se

debe a los estudios etnográficos y etnohistóricos adelantados desde fines de los años ochenta, que se sumaron a estudios arqueológicos previos en el Cauca medio antioqueño, por iniciativa del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia. Posteriormente, han adelantado investigaciones el Instituto de Estudios Regionales (INER) y el programa de arqueología del consorcio responsable de las obras civiles. La vinculación del Cauca medio a la sociedad colonial se produce en la primera mitad del siglo XVI, y con ello el auge de la minería aurífera, los reacomodamientos de los grupos indígenas y de africanos esclavizados para la minería, y las primeras fundaciones españolas en la actual Antioquia. Los municipios del Cañón conservan un valioso patrimonio cultural material y sus gentes son portadoras de un patrimonio cultural inmaterial que recoge usos y saberes prehispánicos. Los usos sociales de la cultura cañonera y los procesos de reetnización que han emergido en la coyuntura actual escapan al propósito de este artículo.

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enfrentan transformaciones del paisaje y de su modo de vida, con la llegada de las obras de la represa.

Reactivación del extractivismo visto

desde la ecología política

La ecología política ha señalado la reaparición del extractivismo en todos los países latinoamericanos y ha enfatizado que el inicio del siglo xxi ha sido también el de la reedición del extractivismo en las economías latinoamericanas, y que esta vez no hay una ideo-logía asociada a él. Por el contrario, tanto gobiernos catalogados de progresistas (Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, Argentina) como gobiernos adjetivados de derecha o neoliberales (Colombia, Perú, Panamá) han auspiciado proyectos extractivistas para aprovechar los altos precios de las materias primas derivados de la fuerte demanda por las potencias de nuevo y viejo cuño (China, Estados Unidos, Unión Europea, India, entre otros).

Ese contexto ha llevado a Svampa (2012) a proponer la noción de consenso de los commodities por asociación con el Consenso de Washington. Según ella, entre uno y otro hay fuertes continuidades, a pesar de las diferencias. El primero fomentó reformas para la li-beralización de las economías latinoamericanas que permitieran el surgimiento de nuevos mercados y empresas enteramente privadas. En contraste, el segundo fomentó acuerdos para la extracción des-enfrenada de la mayor cantidad de recursos en los países latinoame-ricanos. Así, uno es el desarrollo del otro, pues el auge exportador de la última década no habría sido posible sin la liberalización de sectores como los de hidrocarburos y minería durante la década de 1990. El debate abierto por la ecología política sobre el extractivismo cobra relevancia frente al proyecto Hidroituango, habida cuenta de la definición del extractivismo «como aquel patrón de acumulación basado en la sobreexplotación de recursos naturales, en gran parte, no renovables, así como en la expansión de las fronteras hacia terri-torios antes considerados como improductivos» (p. 17). Así mismo, Gudynas señala cómo el extractivismo es «un caso particular de extracción de recursos naturales, caracterizado por extraerlos en grandes volúmenes o bajo procedimientos de alta intensidad, que

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están orientados esencialmente a la exportación (50% o más del volumen apropiado) como materias primas o con un procesamiento mínimo (también identificados como commodities)» (2014, p. 80).

En tal sentido, Hidroituango es un emprendimiento extracti-vista, pues, más allá de que se declare que se trata de una energía limpia que no genera mayores impactos, se trata de un proyecto que hace uso intensivo de recursos como el agua y el suelo, construido en una frontera de expansión como el cañón del Cauca antioqueño considerada como aislada e improductiva, que utilizará enormes cantidades de agua para la generación de 2.400 megavatios de energía a comercializar en otros países en el continente y que en general supone una transformación radical del espacio con el único propósito de la obtención de rentas mediante el comercio internacional. No es casualidad, pues, que, según la narrativa del proyecto hidroeléctrico, el cañón del río Cauca sea visto como una región olvidada, a la que empero llega la redención de la mano del embalse:

La represa más estudiada y más vigilada, en todos sus órdenes, también se caracterizará por ser la mejor planificada no solo desde el punto de vista técnico y financiero sino en relación con sus impactos en una zona olvidada por el progreso, agobiada por los actores armados, estigmatizada y, lo más paradójico, de suma pobreza, aún en medio de su riqueza natural (Arboleda et al., 2011, p. 204).

A consecuencia del arribo del proyecto, la sociedad cañonera registra impactos tanto en el medio biofísico como en el social. Con esto no desconocemos la existencia de un sector de población que ha venido articulándose a las labores de la represa en los municipios de Toledo, San Andrés de Cuerquia, Peque e Ituango, así como a círculos políticos de las localidades y de la región que amplifican desde su lugar las ventajas del proyecto. Se trata pues de un panorama complejo que articula diversos discursos, tipos de argumentación e interlocutores, todo lo cual desborda la noción de conflicto socioambiental que ha sido utilizada recientemente por autores como Bottaro y Álvarez (2012), Hernández (2015) y Lopera y Dover (2013). Esa complejidad nos ha llevado a preferir la noción de conflictos asociados a los extractivismos, propuesta por Gudynas y

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definida en los siguientes términos: «Dinámica de oposiciones, que resultan de diferentes valoraciones, percepciones o significados sobre acciones o circunstancias vinculadas con la sociedad y el ambiente, que discurre como un proceso que se expresa en acciones colectivas donde los actores en oposición interaccionan en ámbitos públicos» (2014, pp. 86-87).

Angustia por las inminentes transformaciones

En el transcurso de los últimos años, la sociedad civil, la em-presa constructora y otros actores han mantenido encuentros en los cuales se debaten las preocupaciones por el advenimiento de la represa. Durante la Audiencia Pública de 2006 en Liborina, se manifestó lo siguiente:

La señora Maribel García expresó la afectación que causará el proyecto sobre su trabajo y en su intervención mostró un estado de malestar social que igualmente fue expresado por las comunidades mineras que intervinieron en la Audiencia Pública […]: «Todos los barequeros dependen del río Cauca, en estas orillas de la Olaya hacia acá, todos dependemos prácticamente del río Cauca, no contamos en estos momentos con ningún más otro trabajo, entonces queremos que nos solucionen esto, porque, si no, no sabemos a dónde vamos a llegar; queremos que nos solucionen de alguna manera» (MAVDT, 2009, p. 25).

A su turno, la señora Martha Ligia Pulgarín Piga opinó acerca del impacto que se generará con el aumento del turismo en municipios sin plan de desarrollo turístico y manifestó su preocupación por «el manejo de la trata de blancas, de niñas para generar la prostitución en las fincas de recreo y con el auge por la compra de predios que pueden afectar a las comunidades que se vean obligadas a la venta de sus terrenos» (p. 25). Cinco años después de la mencionada audiencia, en reunión de barequeros en Sabanalarga, los autores escuchamos de viva voz lo siguiente:

[…] no es solamente defender el trabajo ni una negociación, hay que proteger es una forma de vida que tenemos definida […] no es tan sencillo hablar únicamente de plata, sino que hay un sistema

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de vida que se relaciona, porque el que barequea tiene relación con un arriero, le lleva el mercao; tiene relación con un tendero que le vende, con un señor que le vende la camisa; entonces es una cadena, como un tejido, sí, una cadena bastante extensa que no se formó de la noche a la mañana, ¿cierto? Apenas este sistema de barequeo varíe, cambia una sociedad todo entera, todo el pueblo cambia totalmente […] (Francisco Salazar, solicitante, 14 de octubre de 2014; énfasis agregado).

Entre los pobladores de los asentamientos de la ladera se expresan así mismo sentimientos de esta índole:

[…] sabemos pues que el río ya lo vamos a perder, porque […] creo que esto se hace porque se hace y ya, ¿cierto? Entonces es algo muy estraño (sic) extraño, porque nosotros no vivimos diretamente (sic) en el cañón, pero partimos el tiempo […] un tiempo allá y un tiempo acá. Hemos levantado la familia y tenemos nuestras huertecitas y seguimos trabajando acá; entonces es algo que le queda muy a fondo a uno saber que ya le toca que dejar eso […] porque me imagino que esto ya después de que se llene queda privatizao (entrevista a Bernardo Torres, Nueva Llanada, 15 de octubre de 2014)14.

Hemos trazado aquí el duelo social por la inminente desapa-rición del barequeo y la consiguiente pérdida de una forma de vida, intensificada por el avance de las obras civiles de la represa. Así se vive en el cañón la dinámica de oposiciones por las valoraciones diferenciadas del emprendimiento extractivista, al tenor de Gu-dynas. Por lo anterior, en el escenario del posconflicto colombiano, que coincidirá con el pleno funcionamiento de la hidroeléctrica, los cañoneros del occidente antioqueño enfrentarán un estado de anomia en su «forma de vida» que interroga las garantías de convivencia y de paz social que pretende el país.

14 El «tiempo partido» referido por el interlocutor alude a la pluriactividad de las gentes cañoneras cuando la temporada baja del café los lleva al Cauca. Sobre este concepto y sus variantes como combinación de actividades en pro del autoconsumo con métodos y técnicas artesanales que suplen las necesidades de un núcleo familiar ver Martínez (2010).

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Vaciamiento y reescritura de sentidos en

la construcción de Hidroituango15

Las EPM han puesto en marcha un dispositivo de generación de sentidos favorables al proyecto que articula discursos oficiales, periódicos locales, cartillas informativas, material educativo, pu-blicidad en medios locales y nacionales, etc. Lejos de un análisis exhaustivo de esta estrategia de comunicación, sustentaremos cómo se obtiene el vaciamiento y reescritura del sentido del barequeo y del territorio cañonero a partir de documentación antropológica sometida al discurso del desarrollo económico.

Este proceso de resignificación parte de la Línea base con los estudios de impacto ambiental, como requisito para la obtención de la Licencia Ambiental por parte del Ministerio de Ambiente, Vivienda y Desarrollo Territorial16. La Línea base es un extenso documento que abarca toda la información relativa al proyecto: aspectos técnicos del diseño, pasando por la evaluación de su impacto ambiental, hasta una descripción detallada del entorno donde se construirá, elaborado por el Consorcio Integral S.A., una de las primeras firmas de consultoría en ingeniería del país17.

La obligatoriedad de los estudios de impacto ambiental para ciertos proyectos de desarrollo se fija en la Ley 99 de 1993. Con esta, se consolida una nueva fase de la política ambiental del Estado colombiano, ya iniciada en los años 1950, que concreta el principio

15 Este análisis se basa en nuestro trabajo de campo intensivo en los municipios de Sabanalarga y Peque en octubre de 2014, como parte de un documento contratado por el Ministerio de Cultura con los tres autores, sumado a la familiarización de uno de los autores con la región desde fines de los años ochenta. La lectura crítica del documento Línea Base del Estudio de Impacto Ambiental de Hidroituango se complementó con la lectura de la publicación en homenaje al ingeniero José Tejada Sáenz, pionero del proyecto en los años sesenta.

16 La licencia fue otorgada en 2009 y ampliada en 2012. Al respecto, ver MAVDT (2009).

17 Consorcio Integral S.A. hizo parte del grupo minoritario de socios de Hidroituango hasta el año 2011 y, según Jiménez (2008), concentró los mayores beneficios que generó el proyecto hidroeléctrico Pescadero Ituango entre 1998 y 2008 por concepto de los estudios previos (ver p. 23).

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jurídico de Evaluación de Impacto Ambiental (EIA)18. Empero, desde el año 2002 el gobierno nacional ha promovido reformas que le restan fortaleza y amplitud a dichos estudios. La falta de una reglamentación taxativa en lugar de la laxitud actual favorece la elección de metodologías acordes con los intereses de cada proyecto, que no necesariamente son las más convenientes para el territorio y sus habitantes (Toro et al., 2010).

Del barequeo exaltado a la minería ilegal

El primer caso que analizaremos es la resignificación de la que ha sido objeto el barequeo como actividad económica básica de los cañoneros en la zona de influencia del proyecto y que a la vez es uno de los que mayor tensión genera con EPM. El barequeo fue central en la configuración histórica de Antioquia, pues desde los primeros años de la ocupación española se perfiló como una provincia rica en yacimientos auríferos. La historiografía colombiana ha caracterizado dos grandes ciclos de producción aurífera durante el periodo colonial: el primero entre 1550 y 1630, aproximadamente, y el segundo entre 1680 y 1800 (Colmenares, 1989, p. 40). Más allá de sus particulari-dades, las minas antioqueñas apalancaron fuertemente cada uno de estos ciclos extractivos. Según Tamayo, el barequeo y las rancherías donde se practicaba fueron fundamentales para la economía y la sociedad colonial en la Provincia de Antioquia, por el intercambio cultural entre diversos grupos alrededor de la extracción del oro. Así, las rancherías fueron el crisol que dio origen a las características culturales de la Provincia de Antioquia (2002, p. 36).

Sin embargo, la minería no fue solo una práctica de personas empobrecidas y de estratos bajos de la sociedad colonial; al contrario, Lenis ha señalado cómo en la historia antioqueña la actividad minera ha sido un elemento de larga duración. Esto se observa en la tecni-

18 Colombia fue uno de los primeros países en introducir el concepto jurídico de Evaluación del Impacto Ambiental en el año 1974 mediante el Código de Recursos Naturales emitido ese año, acogiéndose a lo acordado en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, de Estocolmo (1972). Ver el balance de los procesos que desvirtúan el principio de Evaluación del Impacto Ambiental en Toro et al. (2010, pp. 231-250).

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ficación de la extracción del oro puesta en marcha desde finales del xviii y en el establecimiento de fundiciones por parte de familias de la élite antioqueña, como los Restrepo, Gutiérrez, Vásquez, Ospina o Escobar durante la segunda mitad del siglo xix, cuando Antioquia descollaba en la extracción y fundición del oro (2015, pp. 229-257). Estos argumentos se corroboran con la obra artística de Pedro Nel Gómez y de Rodrigo Arenas Betancourt19, quienes mostraron, tal y como lo hizo en la literatura Tomás Carrasquilla (1928), que el barequeo ha sido uno con Antioquia. A diferencia de lo anterior, el Estudio de Impactos Ambientales del proyecto Hidroituango presenta el barequeo como una actividad del pasado, ajena a la rentabilidad:

La historia económica de la región guarda estrecha relación con los procesos de ocupación y las condiciones del medio natural y particularmente con las variables determinantes: topografía y clima, que unidos a un proceso de ocupación sin direccionamiento, usó y abusó de los recursos naturales, sin medir consecuencias, hasta los niveles que hoy presentan. No pocos avances colonizadores se funda-mentaron en pos de minerales preciosos, particularmente oro, que en los siglos pasados fueron de importancia. Hoy en día, estos recursos son de bajo interés en la región (Consorcio Integral S.A., 2007, 5.95).

Este mismo documento enfatiza la carencia de futuro de la sociedad cañonera empleando una analogía biologicista:

Una sociedad que depende de la agroproducción, donde la ma-yoría tiene acceso muy limitado al recurso tierra (minifundio con bajas calidades de suelo, que coexiste con latifundios) y las opciones agrícolas no alcanzan a absorber la mano de obra de las familias, y donde la ganadería extensiva absorbe muy poca mano de obra, sólo quedan dos caminos, una forma ancestral de aparcería, producción «amediera», arrendamiento, o la descomposición social (5.102).

19 Al respecto, ver en línea El Barequero, de Pedro Nel Gómez o el Monumento a la raza, de Rodrigo Arenas, presidiendo la plazoleta del Centro Administrativo de la Gobernación de Antioquia en Medellín.

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Pese a que el documento incorpora algunas referencias positivas al barequeo, lo hace desde una perspectiva que privilegia una lógica del rendimiento económico:

La minería, actividad económica de la mayor relevancia en los corregimientos de Barbacoas y Orobajo, es de tipo artesanal, bajo el sistema de barequeo. Se realiza en grupos de dos o tres personas, generalmente de la misma familia nucleada. […] No hay utilización de cianuro ni de mercurio. La producción puede catalogarse como de oro verde; sin embargo, no es reconocido en mercados esta condición adicional que podría representar mejores precios (5.138).

Esta resignificación del barequeo constituye, a nuestro entender, un foco de conflictividad entre los cañoneros e Hidroituango, dada la contradicción entre la relevancia del barequeo según el registro his-tórico y la actual subvaloración de la actividad, desconcertante para los lugareños. En esta dirección, Urán ha mostrado la dificultad de definir y caracterizar la minería a pequeña escala como el barequeo desde la misma legislación minera, máxime cuando el propio gobierno nacional genera confusión al usar categorías politizadas, como mi-nería legal o minería ilegal. En cambio, ella propone otra manera de entender la actividad minera a pequeña escala:

Desde nuestro planteamiento, la eficiencia, en sentido más amplio, debe ser considerada no solo en términos de la capacidad tecnológica y su producción en volumen o rentabilidad económica, sino que la eficiencia debe ser valorada en términos de la producción de beneficios extraeconómicos, es decir, en la capacidad que tenga la actividad minera tanto para generar bienestar social, en términos de empleo, seguridad, participación política y económica; como para garantizar el desarrollo sustentable y la regeneración ambiental (2013, p. 272).

La resignificación del barequeo adelantada por Hidroituango soslaya otros valores implícitos en el uso social de los recursos naturales que hace la sociedad cañonera. En ese sentido, desde la etnobotánica se han identificado ocho plantas usadas en el proceso de separación del oro y fabricación de accesorios y equipos para barequear; esto da

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pie a una práctica que no genera contaminación en aguas ni suelos, soportada en un saber ancestral (Arango, 2014, pp. 45-52).

Vaciamiento y resignificación de sentido

del cañón del Cauca y de los cañoneros

Algo parecido ha sucedido con el cañón del Cauca, espacio de construcción de la Hidroeléctrica. A la luz de Serje (2011), planteamos cómo el dispositivo generador de sentido ambienta en su narrativa diversas imágenes sobre el cañón, con el claro objetivo de justificarse y cerrar el camino a cualquier crítica. Luego esa argumentación es vertida en publicaciones periódicas de EPM, como La voz del Proyecto Ituango, distribuida gratuitamente en la zona20. La primera imagen muestra un territorio de promisión con riquezas escondidas sin límite. Esto en articulación con la noción de un territorio nacional rico y abundante, pero desordenado, en que tiene sentido la planeación territorial para consolidar al país como gran generador de energía.

Las cuencas de los ríos Cauca y Magdalena generan el 10,6% de la oferta hídrica del País. La concentración poblacional, el modelo de ocupación y la economía dominante por centurias, produjo un efecto negativo debido a la deforestación y a los problemas de deterioro de suelos, generando muy altas ratas de erosión y consiguientes altos vo-lúmenes de sedimentación, que afectan, en forma sostenida, los cauces naturales, modificando el sistema hidráulico, que se refleja en más de (sic) inundaciones, la alteración funcional de humedales y en cambios en la oferta íctica y florística de la Región […].

En contraste a (sic) esta perspectiva de caos, es conveniente referir los planteamientos de la Comisión de Antioquia, en las Memorias del Congreso Nacional Ambiental, realizado en Bogotá, 2002, como responsables de la visión Andina Occidental […]: «las oportunidades de la Región se dirigen a la exportación de energía eléctrica en función de la disponibilidad del recurso hídrico con alto potencial» […] se invoca[n] ideas como: «Modelamiento ambiental… ecoeficiencia…

20 En línea: https://www.epm.com.co/site/Home/MediosdecomunicacionEPM/Publicaciones.aspx

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función de los recursos naturales… destinación de ecosistemas… prioridades ecológicas de Antioquia… La explotación de los recursos ambientales puede ser sostenible, moderna, competitiva, pensando en las potenciales diferencias del territorio» (Consorcio Integral S.A., 2007, 5.106-5.107).

Una segunda imagen delinea una región en disputa, desolada, con diversos actores armados, un lugar donde discurre a plenitud el conflicto armado.

Entre los municipios de Ituango, Yarumal, Briceño y Valdivia, se encuentran en circulación diversos grupos armados como son los frentes 18, 36 y 34 y esporádicamente, el 5to de las FARC, los cuales hacen presencia por el cañón decl Cauca, subiendo por los municipios de Toledo, Sabanalarga y Liborina, y se extienden en su accionar, hasta el Occidente por los lados de Frontino, Abriaquí, Urrao, y la parte baja de Urabá. Existen otros grupos insurgentes en la zona como el ELN, que hace presencia sobre las laderas de la margen derecha del cañón del río Cauca en los municipios de Briceño, Toledo, San Andrés de Cuerquia y San José, entre otros, y también sobre la cuenca del Nechí y del Porce […]. Grupos paraestatales y paramilitares como las Convivir y las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) hacen presencia en las dos subregiones (Consorcio Integral 2007, 5349)21.

21 Para dimensionar el convulsionado día a día de la zona de influencia del proyecto, ver el historial de noticias del diario El Colombiano y las agencias de noticias nacionales, información reproducida y amplificada por los grandes medios de comunicación. Con estos medios se accede a una cara de la situación de orden público. La información del blog debate ciudadano sobre Hidroituango, del Movimiento Ríos Vivos (http://debatehidroituango.blogspot.com.co/), y su denuncia de los atropellos por parte de autoridades oficiales, militares y paramilitares corresponde al reverso de la realidad presentada en el primer grupo de noticias. El Movimiento Ríos Vivos ha controvertido el megaproyecto y se ha erigido como una de las formas más visibles de resistencia al mismo, apoyada por sectores de los municipios afectados por las obras. Ha llegado a importantes esferas internacionales, como las sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington, en octubre del 2014 (ver Restrepo, 2014). Dadas las características del movimiento, así como las particularidades de su presencia en el cañón, un análisis de su papel sobrepasa los alcances de este texto.

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Esta narrativa ha sido asumida por sectores de cañoneros afines al desarrollo del proyecto hidroeléctrico, quienes de manera sincera ven allí una oportunidad de redención para su territorio. Por ejemplo, en entrevista a Fabián Feria Feria, presidente de la Junta de Acción Comunal de Remartín, Sabanalarga, en La Voz del Proyecto Ituango, al preguntársele por lo que entendía por sostenibilidad respondió:

[…] es algo demasiado fundamental e importante para mí, porque si salimos de allá, del río Cauca, que es una empresa nuestra de toda la vida, donde hemos trabajado la pequeña minería, la minería artesanal o barequeo, debemos tener un trabajo que nos sostenga, que no seamos ricos ni llenos de plata, pero que tengamos un trabajo que sea sostenible para sostener a nuestras familias, que no seamos más pobres de lo que somos, que sea sostenible, que no fracase, que no siembre más pobreza en la región, porque sería un fracaso grande que al ser el Proyecto Hidroeléctrico Ituango una obra tan importante, genere más pobreza en la región. ¿Qué queremos? Que día a día sea mejor, que no tengamos dinero, pero que seamos sostenibles con lo poco que tengamos (La Voz del Proyecto Ituango, 2011, pp. 6-7).

Los cañoneros que han hecho sus vidas desde siempre en po-blados como Orobajo (Sabanalarga) o Barbacoas (Peque) también ingresan en la narrativa del proyecto, pero con unas características muy acentuadas como sujetos desposeídos:

Los de allí [vereda Orobajo] se sienten cañoneros y su piel tostada y dura los identifica como un pueblo que se ha forjado en la línea derecha del Mono; por eso, salir de allí costará por el tejido social que han extendido en ese pequeño valle que forma el Cauca en medio de una escarpada cadena montañosa. Son pocas las cosas de valor que dejarán porque lo que les da el río apenas les alcanza para sobrevivir, lejos de todo, con ausencia de todo. Lo que valoran son sus lazos, el apellido Sucerquia y el árbol genealógico que han armado a fuerza de juntar paredes y hacerse llamar primos, amigos y com-padres (Arboleda et al., 2001, p. 232).

Las 32 familias que viven en Barbacoas también sufren por el impacto de dejar su pueblo, a pesar de que quede tan lejos de todo, inclusive de la historia, pero donde está todo lo que son. Por eso aspiran

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a emprender un traslado en el que puedan recompensar parte de lo que los sociólogos llaman tejido social (p. 235; énfasis agregados).

La articulación de estas imágenes sirve a dos objetivos: primero, mostrar al proyecto hidroeléctrico como la oportunidad de redención para los cañoneros y, segundo, mesurar las expectativas de los lugareños ante la indemnización a recibir de EPM como empresa encargada de la gestión social del proyecto.

Allí la ingeniería cambiará el paisaje y, por eso, para sus habitantes, el proyecto viene adelantando toda una estrategia de sensibilización, porque sabe que detrás de lo que llaman «progreso» no solo surgen expectativas, muchas de ellas exorbitantes, exageradas e infundadas, sino que arrastra un éxodo de toda clase de nuevos públicos que ven en este tipo de obras una magnífica oportunidad. Esto produce, si se quiere, como está ocurriendo en la actualidad en algunos poblados aledaños a la zona del proyecto, un variopinto panorama que atrae al empresario, al comerciante, al constructor, al transportador, pero también al oportunista y al ladrón (Arboleda et al., 2011, p. 204).

Así, el proyecto desestima por anticipado cualquier crítica que pueda formulársele y en cambio acentúa elementos diferenciadores que fraccionan según criterios arbitrarios la imagen del territorio del Cañón profesada por los pobladores. Para EPM no hay un tejido cultural de especial interés, sino casos puntuales de personas que poseen pequeñas propiedades: «El caso de cada persona es diferente, por esto la concertación depende del tiempo que ha vivido en la región y de la forma como le afecta el Proyecto (si afecta la vivienda, el trabajo o ambos). Por esto el acuerdo o concertación es individual» (La Voz del Proyecto Ituango, 2011, p. 5).

Dividir, fraccionar y presionar individualmente son las estra-tegias para acordar las compensaciones: «Para evitar inconformi-dades y oportunismos sociales, el proyecto ha dejado claro que las medidas de compensación se acuerdan con los afectados, quienes, en su mayoría, ven en su ejecución una oportunidad de mejorar sus condiciones de vida» (Arboleda et al., 2011, p. 223).

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En todo caso, la ciencia, la técnica y la ingeniería social están allí para salvaguardar el proyecto de cualquier amenaza, como asegura Luis Guillermo Gómez, prologuista de la obra Hidroeléctrica Ituango:

Podría afirmarse que no hay especialidad de la ingeniería que no encuentre aplicación en nuestro proyecto hidroeléctrico. Desde las especializaciones más clásicas y tradicionales como la hidráulica, la geología, las estructuras, la mecánica, la eléctrica y electrónica, hasta las más modernas derivadas del avance de la tecnología y de las necesidades de respuesta que reclama el mundo actual. En lo social podría hablarse ya de una «Ingeniería social» dada la importancia que tiene proporcionar solución satisfactoria a los temas que requieren los territorios y las comunidades (Arboleda et al., 2011, p. ix).

Y muestra una cara conciliadora y respetuosa, en la medida en que se acojan sus directrices: «Antes que imponer, el proyecto pretende conciliar, convocar y generar sentido de pertenencia con una obra que no les arrebatará nada a los habitantes de la región y, en especial, a las personas afectadas por la minería» (p. 209).

No hay contradicción entre estas imágenes superpuestas, pues todas se alternan para reforzar la llegada providencial del proyecto hidroeléctrico, oportunidad para recuperar un espacio hasta ahora vedado al desarrollo económico de Antioquia. Esta narrativa alti-sonante llega al extremo de pretender que, antes que explotar el río Cauca, la construcción del embalse revitaliza la gesta civilizadora de los peninsulares en el siglo XVI:

Queremos rendirle un homenaje a nuestro río –el Cauca, Bredunco para los Nutabes, río Santa Marta para los primeros españoles– como la corriente nutricia que ha sido de nuestra civilidad antioqueña, y que ahora generosamente nos entrega todo el potencial de su energía (Gómez, en Arboleda et al., 2011, p. viii).

Ahora, pasados los siglos, fue cuando Antioquia entendió que la historia del Dorado tal vez no era la que contaban aquellas leyendas sino otra, distinta, construida sobre el conocimiento y la tecnología: el agua controlada, domada, sostenida y vuelta a liberar en la forma de una central de generación de energía que, en la figura casi imagi-

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naria de electrones se irá por todo el país distribuyendo la riqueza del bienestar y devolviéndoles a todos sus propietarios, los antioqueños, el bienestar de la riqueza natural (p. 255; énfasis agregado)22.

Es justamente este ejercicio discursivo lo que llamamos va-ciamiento y reescritura de sentido, como operación que selecciona ciertos componentes de la imagen del cañón del río Cauca, recorta aquello que no se acomoda a las pretensiones del proyecto y agrega otra serie de elementos que terminan por reescribir el sentido en el dispositivo generado para ese propósito. La legitimidad de un proyecto benéfico, planeado, justificado e incuestionable llegará a término cuando el río abra sus entrañas para prodigar riquezas a la nación: «“El Mono” […] ese “Mono” agrandará su[s] brazos para proteger a los suyos y recibir a quienes pretendan llegar con la ani-mosidad de asombrarse ante un paisaje remozado, protegido y que, en breve, dará también energía» (pp. 238-239).

Conclusiones

La coyuntura política de las negociaciones de La Habana y las discusiones que ambientan el posconflicto como escenario a seguir se erigen en una oportunidad única para reflexionar sobre las in-cidencias que hasta la fecha han presentado este y otros conflictos surgidos por el extractivismo en los últimos años en el país, y así mismo, sobre cuáles serán sus eventuales desarrollos en el futuro. En efecto, un escenario sin conflicto armado interno no es igual a un escenario sin conflictos; al contrario, es probable que casos como el del cañón del río Cauca y la construcción de Hidroituango se agudicen, pues, tal y como hemos mostrado aquí, existen situaciones irresueltas que tienen que ver con el modelo de desarrollo del país, con las lógicas imperantes en la administración de los recursos y los

22 Esta alusión a la riqueza natural que se distribuye como un torrente por todo el tejido del territorio nacional tiene resonancia en ciertos argumentos del liberalismo radical de mediados del siglo XIX en el país, que invariablemente ideó fabulosos proyectos para aprovechar las riquezas albergadas en el territorio colombiano.

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territorios que desestiman los contextos socioculturales intervenidos por megaproyectos.

Más allá de los recientes preacuerdos alcanzados con la guerrilla de las FARC-EP, hay una realidad concreta que demanda una dis-cusión profunda sobre el tipo de democracia que tenemos y aquella que podemos tener, sobre si las políticas de desarrollo económico y territorial son un campo prohibido a la participación ciudadana o si, en cambio, allí serán escuchadas las voces de aquellos grupos que, como los cañoneros, tienen algo para decir frente a las dramá-ticas transformaciones del espacio cultural del cañón. Este texto ha buscado recoger el clamor de los barequeros, en el entendido de que la experiencia de desprendimiento del río Cauca –el patrón Mono– sea incluida en el escenario de un posconflicto.

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Posextractivismo: futuro posible para las poblaciones negras del Pacífico

Mauricio Pardo

Universidad Central

En el Pacífico las poblaciones negras construyeron formas complejas de aprovechamiento de los recursos naturales, cuya his-toria está inextricablemente ligada al extractivismo. Los pobladores negros requieren de ingresos monetarios derivados en gran parte de actividades extractivas en las cuales tienen enorme desventaja frente a empresas legales o ilegales. La entrada del siglo xxi coincidió con el crecimiento global de economías ilegales, frecuentemente ligadas a sectores extractivistas. Después de la Ley 70 de 1993 se han tenido dos décadas de exacerbación de incursiones ilegales extractivistas y violentas sobre el Pacífico y sus tres centros portuarios se han convertido en dominio criminal de las mafias.

Las posibilidades de un mejor futuro para las poblaciones negras del Pacífico, en el previsible posconflicto, están condicionadas por una transformación estructural posextractivista que cambie las condiciones de organización, agencia y control de las poblaciones locales sobre el subsuelo y sobre la cadena económica de recursos renovables y no renovables. La Ley 70, basada en una visión idea-lizada de poblaciones negras por fuera de las fuerzas mercantiles y de las presiones extractivistas, es impotente e insuficiente para

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garantizar el uso del territorio y hacer frente a la emergencia social y humanitaria en que se hallan las poblaciones negras del Pacífico.

Por lo anterior, en este capítulo presento inicialmente los rasgos más notorios de las actuales discusiones sobre el extractivismo en Latinoamérica y a continuación incluyo unas consideraciones sobre la simultaneidad contemporánea de áreas de ilegalidad y de profusión normativa en las realidades contemporáneas nacionales y globales. En los dos siguientes apartes hago un recuento histórico de la inserción de los afrodescendientes del Pacífico colombiano en una economía mercantil y extractivista dentro marcos más amplios legislativos y de mercado y presento asuntos típicos del contexto de mercado interna-cional, nacional y local del oro y la madera y algunos aspectos de la siembra de coca en la región. En otro aparte incluyo unas reflexiones sobre la Ley 70 de 1993. En las conclusiones planteo unos imperativos que apuntan a la justicia social y al control efectivo de los territorios y los recursos por la población negra del Pacífico.

Debates contemporáneos sobre el extractivismo

Las discusiones críticas sobre el extractivismo en Latinoamérica pueden agruparse en dos tipos, aunque algunos textos presentan elementos de ambas categorías. Por una parte, están los análisis efec-tuados por académicos e investigadores desde la ecología política y la geografía política y ambiental sobre situaciones y transformaciones de las relaciones y situaciones normativas, contractuales, institucionales y de hecho respecto de las actividades extractivas, las poblaciones y sus territorios (Bebbington, 2012). Estos enfoques abarcan investigaciones sobre los actores que intervienen en los procesos y conflictos extrac-tivos: poblaciones, organizaciones, gobiernos, empresas, dinámicas identitarias, conocimientos y concepciones; y sobre los impactos en la escala temporal, en términos de negociaciones y confrontaciones, y en la escala espacial respecto de procesos de territorialización. Otros tratan sobre el Estado, la soberanía, las leyes y procedimientos de corporaciones transnacionales y organismos multilaterales (Göbel y Ulloa, 2014). Estudios dentro de estas tendencias investigan cómo el extractivismo desencadena procesos políticos, institucionales, dis-

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cursivos y simbólicos que resultan en significativas transformaciones en las concepciones de los pueblos indígenas, en la situación de sus territorios y del medio ambiente (Ulloa, 2014).

Por otro lado, discusiones llevadas a cabo por académicos, ac-tivistas ambientales y Organizaciones no Gubernamentales (ONG) hacen un planteamiento posextractivista basado en tres elementos: 1) la crítica más conocida del ambientalismo sobre los efectos devas-tadores de la extracción sobre las poblaciones locales, sus territorios y el medio ambiente (Schuldt et al., 2009); 2) las críticas desde la economía política acerca de las consecuencias retardatarias de las rentas provenientes de la exportación de materias primas sobre el crecimiento y estabilidad de la economía nacional (Acosta, 2009); 3) la incorporación del concepto de Buen Vivir, una idea amplia sobre la plenitud de vivir en comunidad junto con otras personas y otros seres de la naturaleza, idea derivada de conceptos de pueblos y organizaciones indígenas suramericanos, principalmente quechuas, aymaras y guraníes, radicalmente diferente del conocimiento occi-dental enraizado en la modernidad y la idea de desarrollo (Gudynas, 2011, pp. 442-443).

Esta tendencia ha hecho especial énfasis en el llamado «neoex-tractivismo» de los gobiernos progresistas en Ecuador, Bolivia, Brasil y Venezuela en Suramérica. Se ha criticado que, a pesar de invertir las ganancias en programas sociales, se mantienen el daño a las poblaciones locales, a sus territorios y al medio ambiente, así como la inserción en la economía global de los recursos, sumado todo ello a los perjuicios macroeconómicos en el mediano y largo plazo.

Exponentes de las dos tendencias han planteado también que la agricultura de monocultivos para exportación y otras formas de agroindustria presentan consecuencias análogas a las de la extracción de materias primas. Los cultivos ilegales de materias primas para narcóticos combinan los aspectos social y ambientalmente más destructivos del extractivismo y del monocultivo.

Para el caso del Pacífico colombiano, los dos tipos de discusiones son de una inmensa importancia, pues el extractivismo es uno de los asuntos de consecuencias más serias sobre la situación y el futuro

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de las poblaciones negras y sus territorios. Por un lado, los análisis de las posiciones de los actores y de los cambios externos e internos en las esferas ecológica, económica, política, simbólica, en los planos espacial y temporal, permiten entender las particularidades, varia-ciones internas y ubicación en los escenarios regional y nacional y sus conexiones con el orden global. Por otro lado, las propuestas y críticas al posextractivismo permiten destacar la importancia política de la extracción de recursos para las organizaciones y movimientos sociales de las poblaciones negras, y la relevancia de las agendas políticas y legislativas pendientes sobre la región del Pacífico y sus habitantes.

Ley y desorden en la periferia

Jean y John Comaroff (2007) afirman que en la modernidad tardía la anterior configuración nacional homogénea liberal está transformándose en una incierta heterogeneidad. Entre 1989 y 2006 se proclamaron 105 nuevas Constituciones políticas, la mayoría en las poscolonias, acomodando el giro global neoliberal con un énfasis en derechos civiles y políticos. Los ciudadanos y los grupos sociales enfrentan los problemas sociales mediante procesos legales, y la «política» sindical y electoral, el debate parlamentario y la movi-lización política han venido siendo reemplazados por los procesos judiciales. Paradójicamente, al tiempo que esa «cultura de la lega-lidad» se despliega reiteradamente en las poscolonias, el imperio de la ilegalidad parece crecer por todas partes. La corrupción prolifera; mafias y grupos violentos ejercen poder sobre la vida y la muerte; se ha configurado una geografía de soberanías superpuestas que tratan de apoyarse en andamiajes de leyes e incluso en las propias «leyes» que los grupos criminales tratan de imponer. Los gobiernos recurren a retorcidas estratagemas legales para consolidar su poder (Comaroff y Comaroff, 2007).

Estas dinámicas tienen gran relevancia para entender lo que pasa en Colombia, en general, y en el Pacífico, en particular, especialmente en lo que toca a las actividades extractivas respecto de las cuales la abundancia de normas ha sido inane y en cambio se ha instaurado el reino de la ilegalidad y el poder de violentos criminales.

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La Constitución de 1991 y una serie de leyes que se expidieron posteriormente brindan salvaguardas y recursos para la protección de los derechos humanos y del medio ambiente, para facilitar y garantizar la participación política y para reconocer y respetar las diferencias. Sin embargo, en el cuarto de siglo de vigencia de la Constitución y en sus desarrollos legislativos, Colombia ha vivido la peor situación de su historia en cuanto a violación de los derechos humanos, corrupción del sistema político, degradación del medio ambiente y situación de los grupos étnicos1.

La demanda de commodities en los mercados nacional y mundial y el consiguiente auge de las actividades extractivas entró en una perversa combinación con el conflicto armado colombiano, cuyos ejércitos ilegales requieren a toda costa ingresos monetarios y tratan de asaltar toda actividad económica posible. La captura paramilitar del Pacífico a partir de 1997 en gran medida equivalió a un dominio paraestatal sobre la región2. El poder de esas bandas político-criminales significó su control sobre las actividades ex-

1 Organizaciones especialistas en estos temas han subrayado repetidamente la situación de Colombia en estos aspectos. Algunos reportes recientes: acnur (2013; 2012), HRW (2014), Transparencia por Colombia (2014).

2 El 20 de diciembre de 1996 se inició la invasión paramilitar a la región del Pacífico con la toma de Riosucio, Chocó. Columnas paramilitares entraron al Chocó desde la región de Urabá de norte a sur por el río Atrato, y desde mayo de 2000 entraron a Tumaco y a Buenaventura y áreas aledañas por carreteras, ríos y trochas desde las zonas andinas. Durante los siguientes años se extendieron por toda la región, persiguieron y obligaron a desplazarse a numerosos líderes afrocolombianos, perpetraron numerosas masacres y asesinaron a algunos de los dirigentes de organizaciones sociales. Expandieron y controlaron los cultivos y el procesamiento de coca, ejercieron dominio sobre las zonas mineras de la región, cooptaron la política, las rentas y los dineros públicos en numerosas alcaldías y consejos municipales e influenciaron las elecciones parlamentarias. Después de las desmovilizaciones de los paramilitares en 2004 y 2005 negociadas con el gobierno, el control territorial y las economías ilegales en el Pacífico fueron asumidos directamente por los carteles narcotraficantes de Urabá (llamados indistintamente «Urabeños» «Autodefensas Gaitanistas» o los «Úsuga») y del norte del Valle («Rastrojos»).

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tractivas y la actividad económica privada y gubernamental, a la par con la introducción masiva de cultivos de coca, la cooptación sistema electoral y político y el abierto desconocimiento de la protección legal de negros e indígenas, de sus territorios y del medio ambiente.

Población negra y economía extractiva y

monetizada desde su arribo a las Américas

La génesis y existencia de la población afrodescendiente del Pacífico desde la esclavización estuvo intrínsecamente ligada a la actividad extractiva y a unas dinámicas extendidas de mercantili-zación. La presencia misma de las poblaciones negras en el Pacífico se debió a las actividades extractivas coloniales. La única razón por la cual los españoles incursionaron en el Pacífico fue la existencia de los yacimientos de oro. En las primeras décadas del siglo xvii iniciaron la minería con esclavos africanos en las tres zonas auríferas del Pacífico: la del Chocó, en los distritos llamados Nóvita y Citará, por los cursos altos de los ríos San Juan y Atrato, respectivamente; la que se conoció como el Raposo, en los ríos al sur del río San Juan, en los actuales departamentos de Valle y Cauca; y la de Barbacoas, en el centro del actual Pacífico nariñense.

A pesar de las abyectas condiciones de la esclavización, los sitios de la explotación minera distaban mucho de ser lugares en donde se ejerciera un riguroso y permanente control sobre la cotidianeidad de los esclavizados. Estas zonas mineras, cuya explotación se llevaba a cabo por cuadrillas que oscilaban entre una y varias decenas de esclavos, estaban conformadas por numerosas minas dispersas en extensos territorios, separadas por grandes distancias las unas de las otras, cuya comunicación tomaba varias horas de viaje y en algunos casos días en canoa o por trochas en la selva. Las cuadrillas operaban bajo el mando de capitanes o capataces, quienes podían ser esclavos o libres, negros o mulatos, y residían en las minas.

La mayoría de esas minas eran visitadas muy esporádicamente y por poco tiempo por los esclavistas blancos. Los africanos y sus descendientes, ante la ausencia de controles rigurosos –aunque

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en un régimen de trabajo que cumplía con los ordenamientos de la producción esclavista– fueron construyendo un sistema social, cultural y económico en el que disponían de un cierto margen de maniobra. En los comienzos de la extracción aurífera colonial en el Pacífico, los alimentos consumidos en las minas eran producidos por los indígenas nucleados en las vecindades, en los llamados pueblos de indios, pero unos años después ya las minas producían su propia comida, al ser las tareas de los esclavos negros divididas entre los «negros de mina» y los que se ocupaban de tareas agrícolas, de caza y de pesca, llamados «negros de roza».

En los márgenes temporales y espaciales de este sistema, los negros desarrollaron actividades para su propio beneficio. Los domingos, y en otros tiempos por fuera de las jornadas de trabajo, trabajaban extrayendo oro, el cual ahorraban para comprar su propia libertad o la de sus parientes. Las familias tenían sus parcelas agrícolas y en las inmediaciones, por fuera del límite legal de las minas, accedían a terrenos para la extracción del oro. Con el tiempo, las familias de esclavos tenían su lugar y sus deberes dentro de la extracción de oro para el esclavista dueño de la mina, pero tenían también trabajos y posesiones por fuera de las propiedades del amo español.

Dentro del sistema minero esclavista se dio una dinámica por la cual iba aumentando la población negra libre, tanto por las ma-numisiones por compra de los esclavos mismos, como por la fuga de esclavos que llegaban a establecerse en las inmediaciones de las minas, sumándose así a la población negra libre local.

El ahorro de los esclavizados, y su trabajo y el de los libres en áreas auríferas aledañas a las minas oficiales, no solo eran tolerados por los esclavistas, sino que hacía parte del ciclo de la economía colonial. Los dueños de las minas eran también hacendados en los valles de la región andina y llevaban a cabo el transporte y comercio hacia y desde las minas, y la población afro, tanto esclavizada como libre, desde tempranas épocas coloniales estuvo participando en una economía mercantil en la producción, consumo, transporte, venta y compra de los productos que circulaban entre las minas, las haciendas y los centros urbanos. La génesis y existencia de la población afro del

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Pacífico desde los mismos tiempos de la esclavización estuvo pues intrínsecamente ligada a la actividad extractiva concomitante con unas dinámicas extendidas de mercantilización.

Este sistema minero esclavista duró cerca de 120 años, en aquellas minas cuyos dueños perdieron el control después de la Independencia en 1819, y unos 170 años, en las que se mantuvieron bajo control esclavista hasta la abolición en 1852. Al final del siglo XIX, quienes estaban trabajando en las minas eran ya la quinta o sexta generación de descendientes de los primeros esclavos nacidos en África. Tenían parcelas agrícolas y su dinámica socioeconómica, desde mucho antes de la abolición de 1852, ya estaba inmersa en una economía monetizada.

En las primeras décadas de la era republicana los negros se-guían en su mayoría en las zonas mineras y parte importante de los productos que consumían se derivaba de lo que obtenían con el oro. Después de la abolición en 1852, desde las tres áreas mineras migraron y colonizaron el resto del Pacífico, y muchos antiguos esclavizados pasaron a ser pequeños mineros que vendían el oro a los comerciantes de los centros poblados.

La deuda no reparada con las comunidades negras del Pacífico es enorme. Y de ella una buena parte ha sido causada por la actividad extractiva. Durante largo tiempo, la mayoría del oro de la economía colonial provino del trabajo de los esclavizados. Durante la república, las riquezas extraídas de las selvas del Pacífico, más que aportar a la subsistencia de sus habitantes, eran factor de explotación y em-pobrecimiento. En las últimas dos décadas han sido el grupo social más afectado en el país por la violencia paramilitar y criminal y por la explotación ilegal de los recursos naturales.

Usos y disputas por los baldíos en la república:

pobladores locales, comerciantes y empresarios

Después de la eliminación de la esclavitud en 1852, muchas minas quedaron en manos de los antiguos esclavizados, quienes pasaron a ser pequeños mineros que vendían el oro a los comerciantes de los centros poblados. La Ley 110 de 1912 o Código Fiscal reconoció el derecho de titular terrenos a quien demostrara posesión de más

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de cinco años dentro de los inmensos territorios sin títulos de propiedad, los cuales tenían el carácter de baldíos de propiedad de la nación (Vélez, 2012). Pero el desconocimiento de la ley hizo que prácticamente la totalidad de las tierras en el Pacífico ocupadas por la población negra permaneciera sin titular.

En 1887, el gobierno colombiano expidió el Código Minero, por el cual quien declarara una mina y pagara un impuesto anual podía tener los derechos de explotación del subsuelo, así esos terrenos tuvieran propietario (Leal, 2009, p. 155). Mediante esa legislación, especuladores obtuvieron títulos de los ríos auríferos del Pacífico que no estaban titulados previamente o que no tenían actividad minera registrada, y trataron de buscar socios estadounidenses o europeos para emprender explotaciones mecanizadas en los ríos cubiertos por esos títulos. De esta forma, muchos mineros afrodescendientes vieron entonces que sus minas habían sido tituladas por forasteros.

Desde finales del siglo XIX había surgido un activo comercio internacional del fruto de la palma de tagua, una nuez de marfil vegetal usada para la confección de botones. Se dio intensa reco-lección de tagua en las áreas con abundantes bosques de esta palma: Urabá, Bahía Solano y Tumaco (Leal, 2009). En Urabá, esta actividad, junto con la explotación maderera, resultó en un completo dominio territorial de empresarios cartageneros que importaron mano de obra de las sabanas del Caribe, cambiando desde entonces el perfil étnico y poblacional de la zona (González, 2011). En Bahía Solano y Tumaco, otros comerciantes de tagua intentaron imponer un control territorial similar.

El intento de los grandes empresarios de apropiarse de la extracción y comercio de oro y tagua, aprovechando la falta de titulación de los pobladores negros y de los títulos sobre el subsuelo que obtenían de acuerdo con el Código Minero, provocó la oposición y disputas judiciales por parte de esos pobladores, apoyados por los pequeños comerciantes que ejercían el mercado local comprando productos extractivos y vendiendo mercancías de consumo doméstico a los habi-tantes de la región del Pacífico (Leal, 2009). En el caso de la tagua, los jueces dieron la razón a la población local, dado que la ley reconocía los derechos de quienes ejercieran posesión de la tierra. En el caso del

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oro, compañías extranjeras habían obtenido títulos mineros de gran extensión en dos de los ríos con mejores yacimientos del Pacífico: a una empresa angloestadounidense en el río Condoto en el Chocó y a una anglofrancesa en el río Timbiquí en el Cauca. Los pobladores locales fueron expulsados de los sitios donde estas compañías instalaron la explotación, al tiempo que trataban de impedir que los lugareños si-guieran trabajando la minería artesanal, incluso en donde las empresas no tenían instalaciones, lo cual ocasionó desórdenes. En Condoto hubo un muerto, y ante la renuencia de los habitantes de Timbiquí de cesar la minería artesanal, Francia llegó a amenazar con represalias militares (Leal, 2009). En Barbacoas, donde permanecieron, después de la Independencia, la mayoría de los dueños blancos esclavistas, ya después de la abolición esos dueños buscaron vender las minas a compañías estadounidenses y europeas, y a comienzos del siglo xx ya las empresas extranjeras poseían la mayoría de las explotaciones.

Demanda internacional y precios del oro desde finales

del siglo xix: mercados globales, nacionales, locales

A finales del siglo xix, la industrialización en Europa y Estados Unidos generó una demanda de materias primas, entre ellas, de me-tales preciosos, y las fiebres de oro en California, Alaska, Oceanía y Suráfrica condujeron a importantes mejoras tecnológicas. En 1915 inició operaciones sobre el río Condoto la Anglo Colombian Development Co. estrenando en el país la draga de vapor. En 1916, se convirtió en la South American Gold and Platinum Company, empresa que durante 60 años expolió los metales preciosos colom-bianos, pues, fuera de Condoto, poseía explotaciones en Barbacoas y en Antioquia3.

Entre 1833 y 1933, rigió internacionalmente el precio fijo del oro de us$20,65 por onza establecido por Inglaterra y EE.UU. En esos cuarenta años la inflación hizo que el valor real del oro disminuyera 65%. En 1933, el gobierno de EE.UU. fijó el precio del oro en us$34,69

3 En 1963, South American Gold and Platinum se fusionó con la International Mining Corporation que tenía buena parte de las explotaciones en Antioquia. Así quedó esta empresa estadounidense con prácticamente la totalidad de la explotación industrial aurífera del país.

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por onza, para devaluar el dólar y superar la crisis deflacionaria. Pero en 1971 Nixon eliminó la paridad entre dólar y oro y desde entonces el oro fluctuó libremente, de modo que en los últimos 45 años ha subido 500%, hasta los actuales US$1.200 por onza4.

La continua depreciación mundial del oro entre 1833 y 1970 y el agotamiento de las existencias más superficiales hicieron que en el Pacífico colombiano las empresas mineras internacionales en Condoto, Timbiquí y Barbacoas cesaran sus operaciones en los años setenta. Pero con el posterior aumento del precio del oro y la aparición de maquinaria móvil semindustrial, todas las zonas con yacimientos superficiales en el Pacífico y en el resto del país han sufrido la incursión de la minería ilegal. Desde la década de 1970, comerciantes de los centros urbanos financiaban a equipos de cuatro o cinco hombres con motobombas y draguetas. A mediados de los años ochenta comenzó a usarse maquinaria con motores mucho más potentes: retroexcavadoras y dragones que pueden remover centenares de toneladas de tierra al día, con devastadores efectos en el ambiente. Este tipo de intervención es llevada a cabo por inver-sionistas ajenos a la zona que reclutan mano de obra, a veces local, pero frecuentemente externa. Para la época de la aprobación de la Ley 70 en 1993 había más de un centenar de retroexcavadoras en el Chocó, 75 de ellas solamente en el área del alto río San Juan (Jimeno et al., 1995). En los últimos años, se han multiplicado por todas las áreas auríferas, al punto que hay centenares de retroexcavadoras

4 En términos de valor actualizado con la inflación, a dólares de hoy los precios de la onza de oro han sido:

Precios del oro

AñoDólar época

Dólar actualizado Año

Dólar época

Dólar actualizado

1830 20,65 599 1980 612,5 1.753

1870 20,65 380 1990 383,6 691

1932 20,65 356 2000 279,0 382

1934 34,69 611 2005 444,8 538

1960 35,0 279 2010 1.224,5 1.325

1970 36,2 220 2014 1.265,6 1.262

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en la región de Barbacoas, en los ríos del Cauca, especialmente en Timbiquí, en los ríos cercanos a Buenaventura, en el alto San Juan y particularmente en el alto Atrato, que es la región más afectada, a la que se le han causado inmensos daños ambientales. Los dueños de las retroexcavadoras a menudo legalizan su actuación pagando arriendo a los Consejos Comunitarios, pero también frecuentemente operan con amenazas a los pobladores locales, y su financiación proviene de capitales ilegales y de grupos criminales.

Extracción maderera

Las selvas del Pacífico proveen la gran mayoría de la madera que se consume en Colombia. En la primera mitad del siglo xx la apertura desde el interior andino de las carreteras hasta Quibdó, Buenaventura y Tumaco y la construcción de infraestructura por-tuaria en estas ciudades significaron la posibilidad de movimiento de gran volumen de madera hacia el interior del país. Sumado al inicio y consolidación de la transición demográfica desde un país de mayoría rural a un país de mayoría urbana y al crecimiento de ciudades, todo esto impulsó la demanda de materiales de cons-trucción. La consecuencia más importante para el Pacífico de estas obras viales y portuarias fue la consolidación de una importante red económica maderera dentro de la región y la configuración de varias modalidades de extracción y comercialización.

La primera modalidad basada en trabajo asalariado se ha consolidado en la región del bajo río Atrato en Urabá. En la década de 1950 se formaron dos grandes empresas: Del Dago-Madurabá y Pizano-Madarién. Esta última incluso construyó en el río Truandó un ferrocarril de 22 km que funcionó hasta 1966 para sacar la madera de los inmensos cativales de los bosques pantanosos del bajo Atrato al golfo, para ser enviada a las plantas de aglomerados y láminas en Barranquilla y EE.UU. Estas empresas obtuvieron decenas de miles de hectáreas en concesión y se configuraron como las mayores ma-dereras del toda la región (Leal y Restrepo, 2003; González, 2011). Es una industria de procesamiento de maderas blandas que obtiene rentabilidad con intensa integración de todas las etapas, gran vo-lumen de producción y comercialización y el aprovechamiento de un

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continuum de transporte desde los bosques pantanosos, el bajo río Atrato, el golfo de Urabá y el mar Caribe hasta Cartagena y, por tierra, de allí a Barranquilla. La empresa obtiene del gobierno concesiones de miles de hectáreas, extrae la madera en la selva mediante procesos mecanizados, desenrolla los troncos en láminas en instalaciones cercanas, procesa aglomerados y láminas contrachapadas (tríplex y táblex), puertas y muebles en Barranquilla y la comercializa como producto de marca en el mercado nacional e internacional.

La inminente ampliación de las concesiones de estas empresas a los bosques del medio Atrato fue lo que originó la reclamación de titulación colectiva por parte de la organización de pobladores negros y el movimiento social que llevó a la aprobación de la Ley 70 de 1993. La segunda modalidad combinaba la extracción y el procesamiento de maderas blandas para la fabricación de láminas con la extracción de maderas duras para su comercialización nacional e internacional. Para esto combinaba también el pago de trabajadores asalariados con la compra de madera a los habitantes locales. Las maderas duras son taladas por los habitantes de la región, quienes las venden a la empresa o a aserríos intermediarios o trabajan a cambio de adelantos en herramienta y recursos para la tala y transporte de madera por canales y ríos. Esta modalidad de explotación maderera existió en el Pacífico sur, en Nariño. Cerca de Tumaco, el aserrío La Viciosa, del español Márquez, exportaba madera a EE.UU. desde 1923. Com-prado sucesivamente por inversionistas colombianos y extranjeros, en 1971, con el nombre Maderas y Chapas de Nariño, tenía más de 200.000 hectáreas en concesiones en los ríos Mira y Patía y exportaba decenas de toneladas de madera. En 1976 dejó de pagar salarios y el aserrío fue tomado por el sindicato (Leal y Restrepo, 2003, p. 51). La quiebra de Maderas y Chapas de Nariño mostró que la rentabilidad de la explotación maderera en el Pacífico no podía mantenerse en el esquema de una empresa con trabajadores asalariados.

En adelante, se consolidó la tercera modalidad, tanto en el sur como en el resto del Pacífico, con la excepción de Urabá, con-sistente en una red de extracción y comercio de madera integrada por numerosos aserríos y barcos madereros, basada en el trabajo de los campesinos, quienes cortan la madera, la sacan por los ríos

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para venderla a los aserríos y de allí embarcan las trozas cortadas hacia los depósitos de los grandes comerciantes en Tumaco, Bue-naventura, Quibdó o Cartagena por el río Atrato, desde donde se transporta en camiones para satisfacer la demanda de las diferentes ciudades colombianas (p. 64). Desde finales del siglo xix, Quibdó se fue constituyendo como un centro de acopio donde la madera se embarcaba rumbo a Cartagena, y desde 1944 buena parte se envía en camiones hacia Medellín.

En Nariño, en 1957, había catorce aserríos distribuidos a lo largo de la costa. Hasta mediados de la década de 1970, los aserríos del área de Tumaco produjeron el 65% de la madera del Pacífico. En 1980, había 87 aserríos en el Pacífico nariñense: 30 en Bocas de Satinga, 16 en Tumaco y el resto en los otros ríos del norte nariñense (12 en el Charco, 8 en Mosquera, 7 en La Tola y 5 en Iscuandé). A finales de la década de 1990, hubo una ligera disminución, pero funcionaban todavía 81 aserríos en el Pacífico nariñense (p. 70). Parte del producto maderero extraído se transporta en camiones desde Tumaco con destino al mercado de Pasto y del interior nariñense y la mayoría se lleva en barcos a Buenaventura, desde donde se alimenta el mercado del interior del país.

También otras decenas de aserríos se localizan en los ríos del Pacífico caucano y del Valle, y en el Pacífico norte, en la costa chocoana y el bajo río Baudó, y algunos más en el sur del Chocó, en el río San Juan, los cuales también alimentan la distribución de madera desde Buenaventura.

En el medio río Atrato hay otra serie de aserríos que procesan la madera de esta área, con la más densa red fluvial de toda la región del Pacífico. Parte de esta madera va para Quibdó, de donde se transporta en camiones a Medellín o a Pereira a suplir el importante mercado de Antioquia y la región cafetera, y otra parte se envía en barcos a Cartagena para el mercado de la costa Atlántica.

Desde la década de 1970, se comenzaron a emplear motosierras para la extracción maderera, lo cual introdujo otra modalidad laboral. Comerciantes dotan de motosierras a algunos trabajadores y estos talan la madera selva adentro, y los comerciantes financian la sacada de la madera hasta los ríos principales, ya sea por canalones o por

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arrastre animal o motorizado. En muchos casos dichos trabajadores son foráneos y entran en conflicto con las poblaciones locales.

Con la adjudicación de títulos de resguardo a las comunidades indígenas, desde finales de los años setenta, y de territorios colec-tivos negros en los noventa, a raíz de la Ley 70, los empresarios de la extracción maderera optaron por negociar directamente con las autoridades de los resguardos y de los territorios colectivos. Algunos de estos empresarios madereros entregan dinero o cualquier otro bien a las autoridades de la comunidad, pues los cabildos indígenas o los consejos comunitarios negros pueden tramitar permisos para extraer o autorizar la explotación de cantidades limitadas de madera.

Movimiento social y Ley 70

Hasta 1991, la continuidad social y cultural de los afros en el Pa-cífico colombiano era en extremo precaria, socioeconómica, jurídica y territorialmente. La inminente ampliación de las concesiones de las grandes empresas madereras a los bosques del medio Atrato originó la reclamación de titulación colectiva por parte de la organización de los pobladores negros, lo que llevó a la aprobación de la Ley 70 de 1993. Este movimiento social campesino negro del Chocó logró que la Constitución de 1991 y la Ley 70 de 1993 establecieran los territorios colectivos de las comunidades negras.

La Ley 70 de 1993, producto de la Constitución de 1991, fue redactada y aprobada en una época en la que había un ascenso global de los derechos étnicos y de la agenda ambiental. En 1989 se había aprobado en la Asamblea de la OIT la Convención 169 sobre los Pueblos Indígenas y Tribales y en 1992 se había llevado a cabo la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. La Constitución de 1991 había reconocido a Colombia como un país multiétnico y pluricultural. La Ley 99 de 1993 del Medio Ambiente se catalogaba como una de las más progresistas del mundo y ratificaba la consulta previa para la explotación de los recursos naturales en territorios de poblaciones negras e indígenas.

Después de la Ley 70 se discutieron algunos temas que limitan o niegan la inclusión o jurisdicción de ciertas áreas dentro de los territorios colectivos negros, como son las áreas costeras de manglar,

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los parques nacionales naturales y las áreas mineras. Pero también, con posterioridad a la promulgación de la Ley 70 de 1993, surgieron, se intensificaron e interrelacionaron dos fenómenos que han afectado intensamente la vida y los territorios de las poblaciones negras del Pacífico y de otras partes del país: la incursión de ejércitos parami-litares ilegales dedicados a diversas actividades económicas crimi-nales en los territorios y el aumento de la extracción legal e ilegal de recursos en esos territorios. Frecuentemente, estos dos fenómenos están íntimamente relacionados y articulados y en muchos casos los protagonizan los mismos actores.

Las realidades económicas, políticas, territoriales, legislativas que se configuraron a finales del siglo xx han ido cambiando ace-leradamente en las dos últimas décadas, a causa del crecimiento del mercado mundial de recursos y de que los países poseedores de recursos extraíbles han reorientado sus economías dando un peso mucho mayor a la renta proveniente de la exportación de recursos. La intensificación de la mercantilización de recursos naturales dentro del mercado financiero global, en la forma de commodities, es inherente al crecimiento de nuevos y viejos protagonistas del sistema capitalista. El crecimiento de labores extractivas, legales e ilegales, corresponde entonces a otro rasgo distintivo del capi-talismo global contemporáneo. En diferentes países y regiones del mundo se presentan siniestras conjunciones entre el ascenso de grupos de poder criminales y las actividades extractivas derivadas de la demanda de recursos, lo cual resulta en violentos conflictos, expropiaciones territoriales, desplazamientos de población y ca-tástrofes ambientales.

Como se vio en párrafos anteriores, estos dos fenómenos son a su vez parte de tendencias coyunturales del sistema mundo, es decir, de procesos globales del capitalismo contemporáneo. La irrupción de ejércitos ilegales en el Pacífico, y en muchas otras partes de Co-lombia, y sus diversas empresas económicas delictivas son parte de una reacomodación del capitalismo global en la que sectores impor-tantes del Estado y la economía son tomados por grupos criminales y mafiosos, los cuales protagonizan abruptos y acelerados procesos de

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acumulación y concentración de poder económico y político, como parte de, en alianza con o por influencia de las élites gobernantes, mientras que simultáneamente surgen nuevas y complejas legislaciones que actúan como paliativos ilusorios ante la criminalidad reinante. Esta situación es la que los Camaroff han conceptualizado como la simultaneidad entre ley y desorden en la poscolonia.

A pesar de haberse titulado más de cinco millones de hectáreas, como territorios colectivos de comunidades negras después de la Ley 70, las expresiones locales del capitalismo global periférico, caracterizado por su combinación de expoliación extractivista, co-rrupción y violencia criminal, han agudizado aún más la situación de precariedad de las poblaciones negras, en su relación vital con el territorio y con complejas formas de vida y naturaleza. Los terribles sucesos de las dos últimas décadas han puesto en evidencia la fra-gilidad de la situación de los pobladores de los bosques del Pacífico.

El exuberante y biodiverso medioambiente de la selva húmeda presenta serias limitaciones a la expansión de las actividades económicas capitalistas. La sobrevivencia de este vasto ecosistema y la existencia en él de sus habitantes negros e indígenas se debe en buena parte a su situación marginal al mercado e infraestructura del resto del país. Pero esta misma situación dificulta en extremo a los pobladores de estas selvas la posibilidad de derivar ingresos monetarios de actividades agrícolas. Aún con la existencia legal de los territorios colectivos, y en una situación ideal sin presencia de grupos armados criminales, los habitantes de la región se ven ante la sombría disyuntiva de permanecer con un ingreso por debajo de límite de miseria o de involucrarse en actividades extractivas que degradan sus propios territorios.

Aunque la Ley 70 significó un avance monumental y sin precedentes en el mundo, la actual situación jurídica de jure y de facto permite de distintas maneras la incursión de agentes externos para la extracción de los recursos renovables y no renovables de la región. Una de las actividades económicas ilegales que más ha interferido y perjudicado el control de los territorios y sus recursos por parte de las poblaciones afrodescendientes en el Pacífico es el cultivo de coca. La cocaína, una de las commodities ilegales de mayor rendimiento en la economía mundial,

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con desastrosas consecuencias ambientales, trae aparejados altísimos niveles de criminalidad, violencia y corrupción. En el Pacífico, como en el resto de Colombia, la coca ha sido la principal fuente de dinero para los grupos armados ilegales.

Siembra de coca en el Pacífico

En el año 2000, Colombia alcanzó el máximo histórico, con 163.000 hectáreas sembradas de coca (undoc, 2014, p. 5), de las cuales, unas 50.000 estaban en el Putumayo. Entre 2000 y 2005 los Estados Unidos destinaron más de cinco mil millones de dólares al Plan Colombia para la lucha contra la guerrilla y el narcotráfico y en 2002, con esa financiación, el gobierno fumigó masivamente al Putumayo. El cultivo se desplazó al vecino Pacífico nariñense y convirtió esta zona en la mayor productora del país, con unas 18.000 hectáreas desde 2003 hasta el presente (p. 31). La expansión del narcocultivo fue uno de los principales factores para la entrada de los paramilitares al Pacífico y la generalización de la violencia.

Tumaco con 6.600 hectáreas y Barbacoas con 1.500 ha ocupan el primer y quinto lugar entre los municipios productores de coca en el país (p. 20). Además, los cultivos se han extendido en menor proporción a Timbiquí, en el Pacífico caucano, y a las áreas del río Baudó y medio río San Juan, en el Chocó. La zona con más cultivos recientes es la del bajo Atrato (p. 21). Los cultivos de coca en el Pa-cífico han ocasionado el control de una gran parte de los territorios colectivos negros por parte de grupos armados ilegales, que a su vez imponen y extienden otras economías ilícitas, tales como la minería ilegal y la tala de madera, o la expansión de agroindustrias como la de la palma africana o la camaricultura, mostrando un patrón de entrecruzamiento y retroalimentación entre las diferentes com-modities legales e ilegales extraídas de la región.

La actividad criminal en la región se ha generalizado de forma catastrófica. Buenaventura, Tumaco y Quibdó están dominadas por los grupos criminales. La situación en estos centros urbanos es literalmente la de una emergencia humanitaria generalizada, pues en ellos convergen el control y la administración de las múltiples e interconectadas actividades criminales en la región.

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Conclusiones: (pos)extractivismo

en el Pacífico y posconflicto

La escasez de otros productos comerciales en el Pacífico sitúa inevitablemente a los materiales extraíbles como la fuente más ex-pedita de ingresos monetarios para las poblaciones negras rurales, pero el valor comercial de esos recursos extractivos los hace también ser codiciados por toda clase de empresas legales e ilegales. Desde las primeras arremetidas de empresarios foráneos, a finales del siglo xix y comienzos del xx, en los casos del oro y de la tagua, los habitantes locales lucharon de hecho y judicialmente en contra de que se les impidiera tomar parte en la extracción. Pudieron aliarse con otros agentes, como los pequeños empresarios locales, en contra de quienes pretendieron excluirlos de sus tierras y de sus recursos. Pero poco pudieron hacer en el siglo xx ante grandes compañías nacionales y extranjeras, cuando la explotación a gran escala se hizo rentable y esos empresarios contaron con todos los contactos y recursos legales y políticos para realizarla. En donde la tierra ha adquirido valor agrícola potencial, los pobladores negros la han perdido, tal como ocurrió a lo largo de las carreteras que salen a Tumaco, Buenaventura y Quibdó, o como ocurrió en Urabá desde principios del siglo xx.

En términos de una ecología política del extractivismo en el Pacífico, es decir, al definir quiénes controlan y a quiénes va el valor generado, se tiene que las modalidades extractivas existentes trans-fieren valor a distintos agentes, de los cuales la peor parte la llevan las poblaciones negras. Después de la Ley 70 de 1993, muy poco ha cambiado para los grupos afrodescendientes de la región. Las medidas que prevén los artículos 21 y 24 de apoyo y asesoría del gobierno a los consejos comunitarios para emprender las actividades extractivas sostenibles no se han implementado. En el caso hipotético de que se cumpliera la legalidad imperante, aun así la economía extractiva seguiría expoliando la mayoría del valor derivado del trabajo de los pobladores negros y de los recursos de sus territorios.

La situación es mucho peor, pues los territorios están dominados por bandas criminales que manejan las economías de la coca, la mi-nería ilegal y parte de la extracción de maderas. No hay en el Pacífico grandes empresas mineras internacionales, sino numerosos grupos y

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subgrupos que mediante el terror y la violencia se reparten y disputan la renta criminal. El mapa de poder del extractivismo en el Pacífico cubre toda la región y se superpone en gran medida con el mapa de la presencia de bandas criminales y grupos armados.

La Ley 70, a pesar de no haber tenido precedentes y de su enorme significado histórico, hizo apenas un elemental reconocimiento de los derechos territoriales a una población que llevaba allí tres siglos, pero no se emprendieron medidas para controlar la actividad extractiva ni de reparación por los horrores de la esclavización y de un siglo de saqueo del extractivismo capitalista corporativo.

Es necesario redimensionar el fenómeno del extractivismo dentro de las agendas de los movimientos sociales, en las pro-puestas de legislación y en los conceptos del análisis social crítico. El extractivismo es uno de los más importantes modus operandi del sistema mundo capitalista (Burtchardt y Dietz, 2014) que coexiste y se retroalimenta con la crónica condición de hiperlegalidad y crimen en el capitalismo periférico (Comaroff y Comaroff, 2007). Las raíces estructurales y los potentes efectos destructivos del extractivismo han sido ampliamente demostrados, documentados y analizados (Veltmeyer y Petras, 2014). En el nivel regional y local, este ocasiona corrupción, violencia y usurpación de territorios a las poblaciones locales, sumados a la degradación ambiental (Collier, 2010).

Hace ya cinco lustros, el reconocimiento de los territorios colec-tivos resultó de la convergencia de la iniciativa del movimiento social y de la oportunidad política abierta por la Constituyente de 1991. Hoy el actual proceso de paz brinda una oportunidad análoga. Para que la actividad extractiva no ocasione las perniciosas consecuencias de estancamiento de la industria y la agricultura, intensifique la co-rrupción y clientelismo nacional ni, en el caso del Pacífico, aumente el despojo de sus poblaciones y la degradación del medio ambiente, se requiere simultáneamente de la activa presencia estatal, la vigilancia de la sociedad civil, una normatividad estricta y una administración rigurosa, además de la constante auditoría y fiscalización.

Pero se requiere, sobre todo, que las organizaciones negras del Pacífico y de sus aliados tengan un papel activo y que dentro de su agenda política figure prominentemente una posición posextractivista

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que abra alternativas a las fórmulas hegemónicas vigentes. Una posición posextractivista que considere a sus habitantes no solo como guardianes y practicantes ecológicos, sino también como agentes económicos que requieren ingresos monetarios, como el resto de los colombianos, y para quienes la actual encrucijada de violencia, destrucción ambiental e intrusión en sus vidas y territorios requiere de un régimen especial que garantice la diversificación y comercialización de su producción y una modalidad de extracción básica de recursos que por primera vez beneficie a sus pobladores. Unas posiciones posextractivistas que puedan encontrar resonancia en movimientos sociales más amplios, en los ámbitos nacional e internacional, pero sobre todo que sean parte de unas visiones y proyectos de existencia que apunten al bienestar de las poblaciones negras y de los ricos y complejos ecosistemas que con-figuran sus territorios. La lección aprendida en los 23 años de vigencia de la Ley 70 es que, por más avanzadas y garantistas que sean las leyes, sin acciones institucionales efectivas y sin la substancial financiación por parte del Estado no se logra impactar mayormente la realidad.

Un escenario de paz y posconflicto para el Pacífico requiere poner en el centro del debate el enorme peso político y económico del extractivismo y de la disputa por los recursos en los territorios, y como ello pasa mínimamente por garantizar el control efectivo de los territorios por parte de los consejos comunitarios, hace nece-saria la salida de las bandas criminales y demás actores armados, y precisa una actualización de las leyes y normas sobre los territorios colectivos, sus recursos y las actividades extractivas, especialmente de las normatividades forestales y mineras, que les dé un control efectivo a los pobladores negros e indígenas sobre el suelo y el sub-suelo y sobre la totalidad del valor generado por actividades extrac-tivas sostenibles emprendidas por ellos mismos. Y exige, además, acciones estatales e institucionales nacionales e internacionales que les permitan a esos pobladores obtener ingresos apropiados a través de la comercialización de algunos de los muchísimos potenciales productos agrícolas de la región.

Si las condiciones sine qua non de la paz son la verdad, la justicia y la reparación, la deuda con las poblaciones afrodescendientes del Pacífico es enorme. Deuda no reparada, debido a los múltiples per-

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juicios causados por la esclavización en la Colonia, la expoliación de su trabajo y de los recursos de sus territorios en la República, la violencia paramilitar y criminal de las dos últimas décadas, y la desatención del Estado en todos los órdenes. Por cuantiosos que fueran los recursos requeridos para iniciar unas acciones públicas efectivas en el Pacífico, para el inicio de la solución de los problemas generados por el extractivismo, aun así serían mínimos frente a la magnitud de lo adeudado históricamente a estas poblaciones negras.

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Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití: un análisis

comparado

Angélica Rocío López Granada

En la actualidad, sobresale la proliferación de actividades de extracción irregular de minerales en muchas regiones del país, probablemente impulsada tanto por la multiplicación de concesiones de explotación de minerales como por el mismo imaginario de bo-nanza minera construido a partir del incremento internacional de los precios del oro, que se ha ido consolidando gracias a la instalación en los discursos políticos, económicos e incluso mediáticos de la apuesta extractivista como forma de aprovechar la gran disponibilidad de recursos naturales que tiene el país.

En este contexto se destaca la minería del oro como uno de los focos de mayor interés para el fomento del sector, al consolidarse en los planes nacionales de desarrollo como uno de los tres mine-rales con mayor potencial de explotación e ingreso a los mercados internacionales a mediano plazo, junto con el carbón y el petróleo (upme, 2006). Tal nivel de importancia tiene mucho que ver, sin duda, con que el oro sigue siendo un activo financiero y monetario mucho menos expuesto que otros commodities a las fluctuaciones económicas y períodos de crisis mundial, cuyos precios se han mantenido permanentemente al alza durante los últimos diez años (Suárez, 2012, p. 138).

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No obstante, en un extremo totalmente opuesto a los intereses de los mercados internacionales, los planes estatales y las grandes transnacionales, se encuentra la minería del oro desarrollada histó-ricamente como actividad de subsistencia y practicada en pequeña escala por pobladores locales en territorios que poseen tal riqueza, siendo en muchos casos un factor generador de identidad cultural, de arraigo y de sentido de pertenencia y, en otros, una respuesta a momentos de bonanza, en los cuales se han aglutinado distintos sectores de la población.

Entre esos dos extremos, es posible encontrar toda una gama de posibilidades: empresas extractivas transnacionales cooptando cooperativas mineras locales para asegurar procesos extractivos sin conflictos; comunidades en zonas mineras que se organizan para defender su actividad y resisten a las transnacionales; grupos al margen de la ley que ingresan o apoyan el ingreso de maquinaria a los lugares, con o sin la venia de los pobladores locales; autoridades públicas que se debaten entre promover la minería, incluso con capital propio, o apoyar a la gente en sus resistencias, entre muchas otras situaciones.

Estas formas de hacer minería a escala más local y las variadas relaciones que ellas producen en cada lugar han generado diversas afectaciones a la configuración de los territorios rurales y han puesto sobre la mesa el surgimiento de nuevas territorialidades en conflicto que vienen transformando las relaciones de sentido de las comunidades con sus entornos.

En el presente capítulo hacemos un acercamiento a la realidad local de dos territorios que, a pesar de sus diferencias, tienen una realidad común: haber sufrido, al menos durante los últimos cinco a diez años, diversas afectaciones en todas sus dimensiones como con-secuencia de la exacerbación de procesos extractivos no legalizados, en respuesta al aumento de la demanda y de los precios del oro en los mercados, pero también a la incapacidad del Estado para controlar la proliferación de explotaciones irregulares. Así las cosas, a través de un ejercicio de análisis comparado de los relatos de los pobladores locales, se intentará describir y comprender cómo esas territorialidades

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Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití...

en conflicto han generado cambios en la configuración del territorio en dos lugares tan distantes como diferentes: Buenaventura, en el Pacífico vallecaucano, y Simití, en el corazón del Magdalena Medio.

El trabajo que se presenta a continuación se desarrolló a partir de un estudio de caso compuesto, aplicando en terreno diversas técnicas cualitativas para la recolección y análisis de la información de acuerdo con categorías y variables previamente identificadas (entrevistas semiestructuradas, grupos focales, análisis de prensa, revisión documental). El enfoque de análisis comparado utilizado para confrontar los dos casos se fundamenta en la hermenéutica analógica propuesta por Mauricio Beuchot (2004), la cual parte de la preeminencia de lo distinto sobre lo semejante o idéntico, pero se encamina hacia un orden proporcional donde se pueden identificar ciertas semejanzas o elementos comunes en medio de lo diverso. Esta se constituye entonces en un instrumento lógico que permite ordenar aquellas cosas que no son homogéneas según la relación de proporción que guardan entre sí, buscando estructurarlas de acuerdo con sus semejanzas y diferencias para unirlas a su vez en el análisis, sin forzarlas.

Conceptualmente, y antes de entrar en el análisis de los casos, conviene destacar también en este punto algunas de las categorías identificadas. En primer lugar, entenderemos el territorio como el escenario donde se manifiesta el poder a partir de las relaciones sociales. Siguiendo a Raffestain, este tipo de poder se aleja de la concepción del poder unívoco del Estado sobre un territorio nacional homogenizado en el que gobiernan sus instituciones y se enfoca en la existencia de múltiples poderes locales y regionales construidos desde el momento en que diferentes actores manifiesten intencio-nalidades sobre el espacio, que les impulsan a organizar «el campo operatorio de su acción» (2011, p. 104).

Entendemos entonces que la diversidad de relaciones e inte-reses que se producen en relación con el espacio y que lo convierten en territorio se materializan a su vez en intencionalidades. Estas intencionalidades suponen la existencia de diferentes tipos de territorialidades que confluyen en un mismo espacio y que, al ser

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cambiantes en el tiempo, generan los procesos de territorialización, desterritorialización y reterritorialización que se producen en él.

Partiendo entonces de la existencia de una pluralidad de inten-cionalidades que producen múltiples territorios, Mançano (2009, p. 43) nos habla de dos tipificaciones: los territorios materiales, formados en el espacio físico, y los territorios inmateriales, que se crean en el escenario de las relaciones sociales. Estos, a su vez, son inseparables, puesto que están vinculados en la intencionalidad.

Al referir la existencia de procesos conflictivos, indicamos la presencia de intereses e intencionalidades opuestas e incluso incom-patibles entre una o varias partes sobre el territorio. El conflicto en sí supone «una polémica que surge por el usufructo del poder con relación a desacuerdos en la utilización del control político y de las ventajas económicas sobre un territorio o grupo social» (Pérez, 2004, p. 64). Los conflictos territoriales, siguiendo este planteamiento, se presentan entonces cuando los intereses políticos y económicos de las partes se concentran en el control de espacios geográficos de-terminados y de sus recursos, lo cual excluye de su acceso a ciertos actores y sectores y genera múltiples contradicciones.

Así, el estudio de la configuración territorial y la producción de nuevas territorialidades a partir de los procesos conflictivos causados por la apropiación de los recursos naturales –desde una perspectiva tanto histórica como contemporánea de respuesta a coyunturas cada vez más vinculadas a procesos globales– permite un mayor acerca-miento a la comprensión de las afectaciones a la configuración de los territorios rurales y de las ventajas o desventajas que ello supone para su articulación a procesos de desarrollo local.

A continuación, y teniendo en cuenta estos elementos, se describen las trayectorias de las afectaciones que las dinámicas extractivas han generado en la configuración del territorio, tanto en Buenaventura como en Simití, dejando entrever el surgimiento de nuevas territorialidades fruto de la extracción aurífera y de los conflictos que nacen de ello. Posteriormente se realiza un análisis comparado del desafío que estas situaciones representan hoy para los territorios rurales.

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Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití...

Contexto de la extracción aurífera

en Buenaventura y Simití

En Buenaventura confluyen hoy, y con presencia creciente durante los últimos cinco años, la explotación tradicional de minerales que han practicado las comunidades afrodescendientes desde la época colonial y las prácticas extractivas ejecutadas por actores foráneos con retroexcavadoras y otro tipo de maquinaria pesada, en muchos casos promovidas y facilitadas por actores armados. El caso más ex-tremo de explotación minera en el municipio, con grandes impactos negativos, es el del río Dagua, en la localidad de Zaragoza. Se estima que allí, a principios de 2010, aproximadamente 5.000 personas con más de 240 retroexcavadoras y dragas estaban afectando más de 22 kilómetros del río en busca de oro (Defensoría del Pueblo, 2010, p. 13).

Tras el escándalo nacional que produjeron en su momento las denuncias sobre este caso y la acción de las autoridades para la retirada de la maquinaria, la explotación mecanizada se fue trasladando y acentuando en casi todos los demás ríos del municipio, en la mayoría de los cuales se mantenía alguna forma tradicional de extracción de minerales practicada por las comunidades locales mediante el barequeo.

Actualmente, la minería mecanizada se encuentra expandida por todos los territorios rurales de Buenaventura. Sus pobladores han identificado la presencia de retroexcavadoras y otro tipo de ma-quinaria en los ríos Naya, Cajambre, Yurumanguí, Calima, Raposo, Mallorquín, Anchicayá, por lo general de forma intermitente. Se han observado también en la reserva natural de La Glorita y en la reserva de San Cipriano, de donde buena parte de Buenaventura se abastece de agua. Se cree que muchas de esas máquinas se trasladaron desde la zona del río Dagua después de que fue prohibida la extracción aurífera en Zaragoza en agosto de 2010.

De acuerdo con la comprensión que tienen actualmente de la minería las comunidades locales y lo que para ellas son las formas tradicionales y legítimas de practicarla, elaboramos la clasificación de la Tabla 1, como una forma de describir los distintos tipos de ex-tracción aurífera que ocurren en el territorio y que, como veremos más adelante, son aquellos en relación con los cuales se generan distintas territorialidades y conflictos.

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Angélica Rocío López Granada

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Tabla 1. Tipos de minería desarrollada en Buenaventura

Minería cultural-tradi-cional:

legal/legítima

Minería mecanizada de baja intensidad:ilegal/ilegítima

Minería mecanizada de mediana intensidad:

ilegal/ilegítima

Ancestral/de subsistencia. Se alterna con otras prácticas de economía local.

Desarrollada por foráneos y locales. Se va combinando cada vez más con el barequeo.

Desarrollada por foráneos y locales de gran capital, incluyendo políticos.

Barequeo/mazamorreo. Herramientas tradicionales: pala, batea, barretones.

Artesanal/con pequeña maquinaria (monitores, elevadores bombas).

Maquinaria de alto impacto: retroexcavadoras.

Zaragoza: «Punto de quiebre»Además, se identifica en: La Gloria, San Cipriano, Raposo, Mayorquín, Naya,

Cajambre, Calima, Yurumanguí, Anchicayá. Fuente: Elaboración propia con información de actores locales y grupo focal.

En Simití se identifica una etapa «moderna» de extracción aurífera artesanal aproximadamente desde los años sesenta, desarrollada a partir de la apertura de pequeños socavones para la búsqueda del mineral y del uso de herramientas livianas. Esta modalidad de ex-tracción se intensifica a partir de los años ochenta, cuando ingresan a la región las primeras máquinas para el desarrollo de la actividad, principalmente motores pequeños, a los que llamaban «Caterpillar». Sin embargo, un progresivo descenso en los precios del oro que no permitía cubrir los costos de la producción, sumado al incremento de la actividad cocalera y a la fuerte ola de violencia que se vivió en algunas zonas rurales del municipio desde mitad de los años noventa, generaron una importante disminución local de la minería de oro.

La actividad minera vuelve a tener un repunte en el municipio aproximadamente desde el año 2005, cuando, según algunos mi-neros locales, mucha gente vinculada al cultivo o raspado de coca, al quedarse sin trabajo luego de las erradicaciones y sin saber hacer nada más, empiezan a buscar sustento en la actividad extractiva y a establecer alianzas con dueños de maquinaria e incluso con miembros de grupos armados. Para entonces, ya las personas que

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361

Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití...

habían practicado tradicionalmente esta actividad a nivel local re-currían también al uso de algún tipo de maquinaria mediana para la extracción.

Actualmente se mantiene la extracción minera en cuatro corregimientos de Simití: Ánimas Altas, Ánimas Bajas, San Luis y Monterrey. Esta la desarrollan principalmente mineros locales, aunque cada vez tiene menos de artesanal. El tránsito hacia una minería netamente mecanizada, donde la pica y la pala son solamente accesorios y la batea es apenas usada por jóvenes y adultos que se acercan a las explotaciones a buscar algo de suerte, es justificado localmente en la dificultad cada vez mayor de extraer el metal con las herramientas tradicionales, pues con tantos años de extracción el oro está cada vez más profundo y es necesario excavar mucho más para encontrarlo, lo cual a su vez ha generado progresivamente una mayor afectación de las tierras y su productividad.

A partir de estas formas de entender la minería de oro en Simití, se podría establecer la clasificación de la Tabla 2, proporcionalmente con la establecida para Buenaventura, que de igual manera sirven de base para el análisis de las relaciones, intencionalidades y conflictos que trataremos más adelante.

Tabla 2. Tipos de minería desarrollada en Simití

Minería artesanal-tradicional:

legal/legítima

Minería informal de baja y mediana intensidad:

legal/legítima

Minería mecanizada de mediana intensidad:

ilegal/ilegítima

Presente desde los años 1970.Actividad de subsistencia que se alterna con otras prácticas de economía local.

Presente desde los años 1980.Desarrollada por mineros y pequeños empresarios locales.Se combina con extracción artesanal.

Presente desde los años 1980, pero en auge desde 2010.Realizada por personas externas y empresarios locales con gran capital. Modalidad de arrendamiento de tierras para la excavación.

Barequeo realizado con herramientas de bajo impacto: batea, palas.

Uso de pequeña y mediana maquinaria: motores, elevadores, bombas.

Maquinaria de alto impacto: retroexcavadoras, buldócer.

Fuente: Elaboración propia con información de actores locales y grupo focal.

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Angélica Rocío López Granada

362

Resulta importante tener en cuenta aquí, como puntada inicial del análisis comparado, subrayar algunos aspectos comunes que se extraen de los dos casos y que tendrán relación directa con la manera como la extracción aurífera ha generado conflictos territoriales y nuevas territorialidades:

Primero, que tanto Buenaventura como Simití han sido histó-ricamente municipios donde las comunidades han estado sometidas a situaciones de pobreza y exclusión, en gran medida por la desar-ticulación existente entre sus territorios rurales con los centros de poder y toma de decisión más cercanos de los órdenes municipal, departamental e incluso nacional. Esto ha significado una presencia del Estado intermitente y desarticulada, muchas veces vinculando su poder a prácticas corruptas de autoridades tanto civiles como militares. Esta desarticulación y la escasa presencia estatal han favorecido, por un lado, la instalación en dichos territorios de dinámicas económicas ilícitas y, por el otro, la presencia de actores armados irregulares que controlan las relaciones sociales. En lo que tiene que ver con la minería de oro, se rescata, como una de las evidencias encontradas, que tales factores han influido indiscutiblemente en los índices de aceptación o de resistencia de las comunidades en relación con la entrada de formas de extracción distintas de las que tradicionalmente practicaron, lo que los convierte en elementos que agudizan los conflictos suscitados por la actividad y sus efectos sobre el territorio.

Otro elemento común de estos lugares es el modelo extractivista, que ha llegado a imponer la informalidad y la irregularidad de la minería ejercida por particulares con capital y gran maquinaria, que aprovecha los vacíos legales e ingresa en los territorios, muchas veces mediante el uso de la fuerza, aprovechando el escaso control institucional. Tal situación, como veremos a continuación, está significando para las comunidades de ambos municipios afectaciones en sus formas de vida y de relacionamiento e incluso en la concepción misma que tienen de sí mismos y de su entorno. Ello afecta, además, sus relaciones de sentido y produce cada vez más una dependencia del exterior para subsistir, situaciones contra las que difícilmente pueden luchar y que en muchos casos terminan sometiéndolos o expulsándolos.

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363

Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití...

Territorialidades en conflicto por la minería

de oro en Buenaventura y Simití

Como se vio en los apartados anteriores, tanto Buenaventura como Simití son municipios con una larga tradición de actividad minera, lo cual ha supuesto en ambos casos que la explotación del oro se haya convertido en un generador de identidad cultural, de arraigo, de cohesión social y de sentido de pertenencia, aun cuando en la actualidad su creciente explotación y la combinación de métodos que los mismos mineros tradicionales practican para extraer el metal respondan más bien a un período reciente de bonanza aurífera.

En Buenaventura, se identifica la minería aurífera como actividad característica y ancestral de las comunidades negras, profundamente arraigada en sus costumbres y medios de vida. En Simití, las comunidades campesinas se denominan a sí mismas como comunidades agromineras, que aprendieron la labor por transmisión generacional desde que dichas tierras fueron pobladas, por lo que resaltan la herencia recibida por los ancestros indígenas que habitaron la región y explotaron sus recursos. No obstante, hoy en día estas concepciones y la identificación de la actividad minera como parte de sus trayectorias culturales controvierte la creciente instalación de una modalidad de extracción indiscriminada y depredadora en la que tanto locales como externos recurren a todo tipo de medios para lograr obtener el recurso.

En estos territorios se presentan entonces diversos conflictos entre las territorialidades tradicionales y aquellas que han ido configurándose con el reciente auge de la extracción aurífera. Así se generan nuevas relaciones de poder, nuevos intereses e inten-cionalidades y nuevas formas de apropiación simbólica y material del territorio. Intentaremos a continuación hacer primeramente una descripción del tipo de territorialidades identificadas en cada caso, para posteriormente explicar los conflictos encontrados en ellas (Tabla 3).

En torno a estas territorialidades confrontadas, se identifican los siguientes tipos de conflictos característicos de los dos casos, en medio de las diferencias.

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Angélica Rocío López Granada

364

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Page 359: Astrid Ulloa Sergio Coronado editores...2016/08/01  · Contenido Presentación 9 Ricardo Sánchez Ángel Prólogo. El neoextractivismo: la caldera del diablo 11 Astrid Ulloa y Sergio

365

Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití...

Buen

aven

tura

Sim

ití

Nuevas territorialidades surgidas a partir de la bonanzaTe

rrito

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ión.

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Conflicto entre tradiciones culturales

mineras y respuestas a la bonanza

Un primer conflicto común a los dos casos se presenta entre la concepción y la práctica tradicional de la minería, que se combina con otras prácticas de economía local versus otras formas de extracción minera de mayor impacto que requieren la utilización de maquinaria pesada. Un factor compartido por las comunidades campesinas de Simití y los consejos de comunidades negras en Buenaventura es el vínculo de apego, identificación y relación afectiva y emocional con el espacio que habitan, en cuanto lugar donde históricamente han vivido, donde han crecido ellos y sus hijos, que han construido colectivamente y que defienden como parte de sus derechos funda-mentales. Este arraigo y sentido de pertenencia nos remite a la función simbólica del territorio, ligada a las dimensiones social y cultural del mismo, en cuanto espacio en el que los actores sociales «proyectan sus concepciones del mundo», como trasfondo material en el que inscriben sus prácticas cotidianas, del que extraen sus referentes más próximos y en el que construyen sus identidades (Giménez, 2007).

En este orden de ideas, la minería del oro, que ha sido fuente de recursos para la subsistencia de estas comunidades, se reconoce como parte de su tradición y como una forma legítima de relacionarse con su entorno, a la que la definen como «minería cultural». Por esta razón, la mecanización de la actividad, que pretende una mayor y más rápida extracción, es considerada ilegítima e invasiva y genera conflicto, facturas internas y controversia entre las comunidades, en la medida que cada vez más personas se vinculan a ella como una manera de obtener ingresos, justificando la falta de oportunidades que existen en el ámbito local, pero también atendiendo a lógicas de vida impuestas desde el exterior.

En este sentido, a pesar de las marcadas modalidades de re-lacionamiento simbólico con el territorio, del apego afectivo, del sentido de pertenencia y de la identidad, se constatan ciertas con-tradicciones importantes tanto en la formas como las comunidades negras y campesinas de Buenaventura y Simití han venido aceptando y participando en la extracción aurífera cada vez más mecanizada e invasiva de sus territorios así como en los argumentos para oponerse

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Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití...

a ella. Estas contradicciones han generado serias tensiones sociales y la transición hacia una diversidad de formas de asumir la relación con el territorio en cada lugar que tienen mucho que ver con intereses más individuales de los sujetos.

En relación con esto, respecto a los efectos de los procesos extrac-tivos en los constructos culturales de las comunidades, Jesús Flórez (2012) plantea la emergencia de una crisis de identidad provocada por procesos de «re-colonización de los territorios», por parte de actores externos con intereses en los recursos naturales, la cual, a su vez, se convierte en una «re-colonización del pensamiento», vehiculada por los discursos sobre el progreso y sobre las necesidades que este crea, porque inserta en los territorios la llamada «territorialidad del capital». En lo local, estos discursos los promueven quienes traen el capital y abogan por que se abran los territorios a la explotación, lo cual genera fracturas y contradicciones dentro de las colectividades.

La conflictiva relación entre las formas tradicionales de practicar la minería y aquellas que se instalan en respuesta a las bonanzas, sin embargo, varía en intensidad en los dos casos estudiados. Mientras en Buenaventura cualquier tipo de minería mecanizada supone para los actores locales y las asambleas de los consejos comunitarios una agresión a las formas culturales y tradicionales de practicar la actividad, así como una agresión al sentido que tiene para ellos el territorio como un espacio para «ser comunidades negras»3, en Simití, más que el uso de maquinaria, lo que genera un choque con sus costumbres extractivas es la ambición desmedida de los agentes externos que intervienen el territorio sin ningún tipo de interés por los daños que produce y, por tanto, sin la intención de repararlos. Esto, al menos como lo plantean los mineros locales, choca con sus intereses, en la medida que ellos sí aspiran a dejar «la tierra como estaba», pues se sienten parte de ella.

3 El Proceso de Comunidades Negras afirma que el territorio es parte de la identidad cultural de los pueblos negros en Colombia, como escenario histórico de luchas y lugar de encuentros que le dan sentido a sus vidas, por lo cual es el espacio para «ser comunidad negra». Entrevista a líder PCN, palenque el Kongal, Buenaventura, octubre de 2012.

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Conflicto entre minería de subsistencia

y extractivismo depredador

Es un hecho que tanto en Buenaventura como en Simití confluyen hoy, y hacen presencia creciente, formas de explotación tradicional o informal de minerales y prácticas extractivas irregulares ejecutadas por actores externos que inyectan importantes cantidades de capital para la introducción de maquinaria pesada que facilite una mayor y más rápida extracción. Esta realidad la reconocen los actores locales como una situación que por momentos han permitido e incentivado las mismas comunidades y a las cuales se han acoplado para tratar de obtener mayores rendimientos de la actividad del barequeo, mediante el alquiler de tierras para la explotación o la introducción de máquinas más pequeñas con las cuales se puedan aprovechar los residuos que dejan las retroexcavadoras.

Tal vinculación contradictoria con las distintas modalidades de minería instaladas en los territorios ha afectado, a su vez, tanto las concepciones que tienen los pobladores sobre sí mismos como sus formas de vida, pues para muchos de ellos las técnicas más «rápidas y efectivas» de sacar el oro que permite la gran maquinaria suponen una opción a la pobreza en la que han estado sumidos por décadas. Por esta razón, en muchos casos consienten y animan la entrada de las retroexcavadoras, a pesar incluso de las posturas de sus líderes y organizaciones acompañantes, por lo general contrarias a su uso, como ha sucedido en varios consejos comunitarios de Buenaventura.

En Buenaventura y Simití, estas situaciones tienen mucho que ver con el sentimiento de abandono, exclusión y ausencia de opor-tunidades de lograr un mejor nivel de vida por parte de algunos sectores de las comunidades mismas, que favorecen o apoyan la minería mecanizada como una alternativa para obtener los ingresos y beneficios que antes no obtuvieron, por encontrarse al margen de los intereses del Estado. Estas posiciones e intereses se contra-ponen a los de aquellos que defienden el valor del territorio como un activo colectivo y como un escenario de vida que trasciende lo inmediato, razones por las cuales se oponen a la extracción a gran escala, debido a los serios impactos negativos que genera en el corto, mediano y largo plazo.

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Territorialidades en conflicto en la minería del oro en Buenaventura y Simití...

En Buenaventura, las tensiones entre aprobar la minería me-canizada o rechazarla son aparentemente mucho más fuertes que en Simití y están mucho más ligadas al factor cultural y político, relacionado con el sentido de pertenencia, preservación y gobierno del territorio. En este sentido, las dinámicas comunitarias en al-gunos ríos, como el Raposo o el mismo alto y medio Dagua, se han visto seriamente lesionadas por la disparidad de opiniones entre sus bases frente a la entrada o no de retroexcavadoras, lo cual ha llegado incluso a poner en tela de juicio la legitimidad de la asamblea de sus consejos comunitarios.

En Simití, esta situación se ha vivido de una forma muy dife-rente. Allí, la aceptación o rechazo a la minería con gran maquinaria ha generado mucho menos tensión, en la medida que, ya antes del auge minero de los últimos cinco años, para las comunidades no era extraño el uso de motobombas y elevadores de cierto nivel en los pro-cesos extractivos informales. En este territorio, el conflicto ha estado entonces mucho más mediado por el factor económico y social, en términos de ganancia o pérdida para las comunidades locales y sus relaciones, pero también por el factor ambiental, en términos de la preocupación de las mismas por las dificultades posteriores de recu-peración de las tierras o incluso por la contaminación de fuentes de agua y la tala de bosques.

Aun así, se constata que para la gente negra de Buenaventura y los campesinos de Simití la minería del oro sigue siendo una acti-vidad legítima de subsistencia, que debería ser practicada de forma responsable y exclusivamente por las personas que tienen el derecho a ello, es decir, por quienes habitan y son dueñas del territorio.

Conflicto entre movilidad de población y

minería: los que llegan y los que se van

La movilidad humana en relación con la minería, tanto en Buenaventura como en Simití, ha sido una constante, y no se da exclusivamente de manera forzada. La presencia de oro en un lugar o incluso la presunción de su existencia está causando cada vez mayores flujos de población hacia y desde las zonas rurales, con importantes afectaciones a la vida de las comunidades locales.

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En Zaragoza, corregimiento de Buenaventura, la entrada y salida de población durante los dos años que duró la explotación indiscriminada del oro causó un severo impacto en la distribución del paisaje, los recursos hídricos, las infraestructuras comunitarias y las dinámicas sociales, que hoy se considera casi imposible re-vertir. Esta situación causó también la salida forzada de numerosas familias que habían habitado en el lugar por muchos años debido a la destrucción de sus terrenos y de sus medios de subsistencia, a la presión de los actores armados que llegaron a imponer las reglas de juego y a las amenazas que para muchos generó esta repentina transformación de su territorio.

También se han dado retornos de población a muchas zonas ru-rales, atraídas por el oro. Estas son personas que habían salido de las comunidades años atrás para instalarse en el área urbana o en otras ciudades, como Cali, y que habían dejado viviendas y en algunos casos tierras en manos de familiares o miembros de la comunidad, hasta que volvieron a reclamarlas para poder allí buscar oro. Esto ha desplazado a quienes se habían quedado habitando y usufructuando el territorio, desplazamiento impulsado por quienes llegaron a «qui-tarles lo que les habían dejado», con un saldo adicional de múltiples conflictos familiares y comunitarios.

En Simití, la procedencia de personas de diversas regiones del país atraídas por la bonanza minera, pero también la transferencia de antiguos trabajadores de la coca hacia la explotación aurífera, causó diversas oleadas de ingreso y salida de población. Este ciclo de mi-gración comenzó por los dueños de las retroexcavadoras que, al igual que en Buenaventura, provienen en su mayoría del departamento de Antioquia. A su vez, si bien no se tienen datos exactos, se habla de varias familias de la región que tomaron la decisión de «fragmentarse» debido a los «excesos» que la minería ha generado. Estos excesos, rela-cionados con el incremento de la drogadicción, la presencia de bares y billares, sumados al cada vez más precario servicio de educación rural que ofrece el Estado en la región, se convirtieron en una amenaza, principalmente para niños, niñas y jóvenes, por lo cual durante los períodos escolares se produce un éxodo de madres e hijos hacia las cabeceras municipales de Simití, San Pablo y Barrancabermeja.

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Todas estas formas de movilidad, absolutamente silenciosas, son imposibles de estimar numéricamente. Sin embargo, se cree que no es poca la cantidad de personas que se han visto obligadas a salir de sus territorios por dinámicas relacionadas con la minería, aun cuando no existan amenazas o afectaciones directas: familias que ya habían sufrido actos de violencia y temen que vuelva a suceder, familias que vendieron sus terrenos seducidos por las ofertas o presionados por el actor armado de turno o familias que se han ido para proteger a sus hijos e hijas de ser atrapados por la prostitución, el alcohol o las drogas.

Conflicto entre concepciones de lo legal y lo ilegal

En territorios rurales de Buenaventura se asocia la minería aurífera a las prácticas culturales tradicionales de la gente negra; en Simití se la considera uno de los rasgos que definen la labor de las comunidades campesinas en el ámbito local, por lo cual se asumen como comu-nidades «agromineras». No obstante, ni las formas tradicionales en que algunas comunidades de Buenaventura aún extraen el oro ni la explotación que realizan los mineros locales en Simití, asociados o no, ni la extracción con maquinaria de baja o mediana intensidad, se realizan estrictamente según los parámetros que establece en la actualidad la legislación nacional; por tanto, técnicamente todas estas podrían entenderse como formas de extracción ilegal. Aun así, en las concepciones de las comunidades locales vinculadas directa o indirectamente a la minería se matiza esta noción de ilegalidad.

En Buenaventura, los consejos comunitarios, como dueños de los territorios colectivos que habitan, consideran que todas las formas de minería mecanizada de mediana y gran intensidad son ilegales. Por el contrario, la decisión de los consejos de ordenar la minería dentro de sus planes de uso y manejo del territorio y la práctica de la minería cultural que realizan sus miembros de acuerdo con los parámetros de responsabilidad y equilibrio que han establecido, se consideran absolutamente legales, lo cual, según su parecer, debería ser reconocido por el Estado.

En Simití, por el contrario, tiende a existir una división entre las distintas formas asociativas que respaldan la minería en la región, por lo que unos y otros consideran o no como legítimo y legal. Esta

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situación los ha puesto en pugna con el mismo Estado, en las distintas mesas que se han creado para negociar la legalización de la minería informal en la región, y mientras unos argumentan que la minería a cielo abierto es más devastadora, en la medida que da vueltas a la tierra y la deja improductiva, otros argumentan que la minería de socavón genera mayor impacto negativo, por el uso de madera para «trancar» los túneles, por la utilización de pólvora para remover las capas de arcilla y porque requiere más químicos, como el cianuro y el mercurio. Esta pugna ha dificultado los procesos de negociación con el Estado, con un efecto colateral adverso: que las distintas au-toridades ambientales regionales creen que las comunidades mismas favorecen la actividad ilegal, con lo que afectan el medio ambiente y destruyen el territorio.

Como se ha visto, la explotación minera ha producido una serie de antagonismos creados a partir del cruce entre las demandas de algunos por tener mayor acceso a lo que sienten que les pertenece y las reivindicaciones de otros por lo que consideran un valor funda-mental que debe ser respetado, sin que necesariamente los primeros se opongan a lo segundo o viceversa. Esta situación conflictiva tiene que ver, sin duda, con el vínculo subjetivo en los procesos de apropiación, valoración y sentido de pertenencia a los territorios, necesariamente presente en cualquier dinámica de configuración territorial (Pérez, 2004, p. 63).

Conflicto entre dinámicas sociales, organización

comunitaria y aceptación o rechazo a la minería

En Buenaventura y en Simití, los intereses de las comunidades locales en relación con la actividad extractiva varían en intensidad y perspectiva. En torno a ella existen formas de organización social (consejos comunitarios en Buenaventura o asociación Asagromis en Simití) que han servido de catalizadores tanto de las demandas y las reivindicaciones de los sujetos –en temas como la protección del territorio, la negociación con los inversionistas o la legalización de la actividad– como de las tensiones que ellas han generado interna-mente en las comunidades, por lo que en algunos casos ha resultado fortalecidas y en otros fracturadas.

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Estas dinámicas organizativas, sin embargo, han estado so-metidas a la presión de diversos actores externos que, en medio de las bonanzas mineras vividas en cada lugar, han llegado a ejercer presión y a disputarse con las comunidades locales el poder y la decisión respecto del ejercicio de la minería y han establecido todo tipo de relaciones de intimidación, persuasión, dominación o sub-ordinación, tanto con líderes sociales y pobladores locales como con las autoridades públicas municipales.

En este orden de ideas, en ambos casos, el territorio aparece entonces asociado con el ejercicio de distintas formas de poder espacializado en lo que toca al control de la actividad minera y los beneficios económicos que esta genera, lo cual acarrea la trans-formación de las relaciones entre los actores, la imposición de vo-luntades surgidas de los nuevos intereses (internos o externos por aumentar la producción) y la permisiva situación de irregularidad en la que se realiza la explotación. Es posible afirmar aquí que «el territorio sintetiza relaciones de poder espacializadas, relaciones entre capacidades diferenciales para transformar, producir e imponer acciones y voluntades, sea bajo resistencia o no, bajo conflicto o no» (Manzanal, 2007, p. 33).

En Buenaventura, por ejemplo, la dirigencia y el liderazgo co-munitario en lugares con potencial minero se convirtieron, con el auge minero, en labores no solo difíciles de ejercer, sino peligrosas. Quienes ejercen liderazgo han estado expuestos al mismo tiempo a la presión de los actores armados que protegen a los dueños de la maquinaria y a la presión de la comunidad, ya sea para hacer opo-sición o para que se permita su entrada, entendiéndola como una oportunidad de obtener beneficios económicos. Si la defiende, se convierte en enemigo de quien está produciendo, y si no la defiende, queda mal con la comunidad y tiene que asumir la responsabilidad política de no haber hecho nada.

En Simití, la dinámica asociativa de los mineros locales, a pesar de tener una importante trayectoria en la defensa del derecho a ejercer la minería como actividad de subsistencia y a ser amparados por la ley, la resistencia a la entrada de inversionistas con maquinaria en la mo-dalidad de arrendamiento de tierras para la extracción fue poca en su

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momento de mayor auge. No obstante, ante los impactos sociales que causó la llegada de gente externa a la región y ante el rápido deterioro que se empezó a observar en el paisaje, decidieron exigir a dichos in-versionistas unas pautas mínimas de responsabilidad y a la comunidad moderación en el alquiler de tierras, pautas que no se cumplieron hasta que el oro empezó a escasear y la mayoría de población externa empezó a irse del lugar.

Así, en medio del panorama generado por el ingreso de personas externas con capital para la actividad minera, en contraposición con las intencionalidades de toma de decisión, ordenamiento y regulación por parte de las comunidades, se presenta entonces otro tipo de con-flicto, enmarcado este en la disparidad de intereses de los actores, que se traduce, a su vez, en una polémica disputa por el usufructo del poder y las ventajas económicas que puede ofrecer el territorio (Pérez, 2004, p. 64), en estos casos, a partir de la explotación del oro.

Conflicto por la acción de los actores armados

y sus efectos en los territorios mineros

En Buenaventura, la participación de la guerrilla de las FARC en las actividades extractivas ha sido diferenciada. Y así como en algunos lugares ellas han tomado el control, en otros han dejado en manos de la comunidad la resolución del asunto, exigiendo únicamente el pago de vacunas tanto a quienes sacan el oro como a quienes llegan a comprarlo.

Los grupos de tendencia paramilitar se han involucrado en el tema minero principalmente en las zonas de carretera y de una forma violenta en extremo. En el caso de Zaragoza, ellos asumieron el control absoluto y a muchas personas las obligaron a ceder sus tierras a la fuerza para que allí se buscara oro. No existen datos exactos de las acciones violentas que se desarrollaron en esta zona, pero los relatos locales hablan de múltiples formas de amenaza e intimidación, cientos de personas muertas y desaparecidas, abusos sexuales por parte de mineros y de paramilitares a las mujeres del lugar e inducción a la prostitución de niñas y jóvenes.

Allí, la gente que se ha resistido de alguna manera –principal-mente líderes comunitarios que han denunciado los abusos, que se

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han opuesto a negociar, que no han querido ceder territorios– ha tenido que desplazarse por las amenazas, desapariciones y asesinatos que se han producido. Esta situación, que se identifica claramente en Buenaventura mas no en Simití, es consecuencia de los distintos abusos señalados más arriba.

En Simití, la participación de actores armados irregulares al parecer ha tenido un impacto mucho menor, pues, si bien se iden-tifica una influencia importante de la guerrilla del ELN, solamente algunos mineros locales hablan expresamente del cobro de vacunas por esta a quienes desarrollan la actividad minera, exigiendo un monto determinado por el ingreso y la custodia de las máquinas. Sin embargo, mineros pequeños que trabajan con poca o ninguna maquinaria no manifiestan sentirse amenazados por la guerrilla ni estar sometidos a ningún tipo de extorsión por su parte y, por el contrario, se manifiestan más temerosos de la acciones de control de las fuerzas militares o de policía.

En cuanto a la influencia de otro tipo de actores ilegales, si bien localmente en Simití ella no se percibe o manifiesta explícitamente, información de prensa ha reportado la existencia de células del grupo neoparamilitar los «Urabeños» en San Pablo, dedicadas entre otras cosas al cobro de extorsiones a mineros en el sur de Bolívar (Vanguardia Liberal, 2013).

En lo referente a hechos violentos por parte de actores armados rela-cionados directamente con las prácticas irregulares de extracción minera en Buenaventura, generalmente por oposición a las mismas por parte de líderes o pobladores locales, se destacan los que presenta el Tabla 4.

Si bien en la situación en Simití está bastante lejos de coincidir con lo que sucede en Buenaventura y aun cuando mineros y miembros de organizaciones de base locales no identifican una relación directa entre la extracción aurífera y la acción de los actores armados, varios hechos sucedidos durante los últimos tres años demuestran que si existe al menos una relación entre dinámicas extractivas y violencia armada a nivel local. Algunos de los mencionados sucesos se detallan en la Tabla 5.

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Tabla 4. Hechos victimizantes relacionados con la extracción irregular de oro en Buenaventura, 2009-2012

Comunidad Periodo Caso/situación

Alto y medio Dagua

2009 hasta la fecha

Asesinato de la hermana de un líder del consejo por defender su parcela de la entrada de retroexcavadoras.Amenazas de muerte al inspector.Zaragoza: más de cien casos de asesinatos, desapariciones, violaciones sexuales.

Raposo 2009Soborno de los líderes del consejo.Amenazas de muerte a líder del consejo por oponerse a aceptar el soborno.

Cajambre Marzo 2011

Desaparición y asesinato de la presidenta del consejo, Ana Tulia Rentería, y de su esposo por oposición a la entrada de la minería. Desplazamiento forzado de la junta del consejo comunitario y varias familias más.

Anchicayá 2011

Amenazas a líder del consejo comunitario por denuncias públicas sobre la entrada de retroexcavadoras.Desplazamiento forzado de varias familias más.

La Gloria 2010 Dos líderes del consejo comunitario amenazados por denuncias – desplazamiento forzado.

Naya 2011 Desaparición de un miembro del consejo. Fuente: Elaboración propia a partir de entrevistas semiestructuradas y grupo focal

Además de comprobar que en el ejercicio irregular de la minería en ambos casos se ejercen serios abusos contra la población local por parte de actores armados, estas situaciones evidencian la existencia de una tensión fuerte entre lo legal y lo ilegal en la práctica de la minería altamente mecanizada que se configura como ilegal y en la cual se camuflan situaciones violentas de diversa índole, por con-traste con el producto de la misma, que es legal y se paga bien en los mercados, independientemente de la forma como haya sido extraído.

Este conflicto, según reconocen las comunidades tanto en Bue-naventura como en Simití, es causa fundamental de la degradación

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que han sufrido sus territorios, de las afectaciones a las relaciones sociales y del surgimiento de formas de poder y control que con el uso de la fuerza determinan el devenir no solo de la minería, sino de cualquier otra actividad que se desarrolle en torno a ella.

Tabla 5. Hechos victimizantes presuntamente relacionados con la extracción del oro en Simití, 2012-2014

Comunidad Periodo Caso/situación

Ánimas Bajas Enero 2014

Asesinato de un operario de retroexcavadora en entable minero por parte del Ejercito Nacional, en un supuesto operativo de incautación de armas.

Ánimas Altas Julio 2013

Asesinato de un minero en un establecimiento público de la vereda. Esta persona ejercía la actividad desde cinco años atrás. Proveniente de Antioquia.

Aguas Claras Enero 2013 El cuerpo de un minero es hallado sin vida sobre la vía hacia Paraíso.

Ánimas Altas Enero 2013

El cuerpo de un joven que operaba una retroexcavadora usada para minería fue hallado sin vida en una plantación de palma.

Ánimas Altas Diciembre 2012Dos mineros jóvenes de la zona fueron asesinados frente a su vivienda en la vereda Las Ahuyamas.

Fuente: Elaboración propia a partir de revisión de prensa y entrevistas semiestructu-radas

Interpretaciones finales

En relación con los intereses de las comunidades tanto en Bue-naventura como en Simití, hay que notar que la forma repentina en que se disparó la entrada de maquinaria pesada para explotar el oro, junto con las dinámicas de acumulación que ello generó y la repro-ducción de lógicas sociales más propias de escenarios urbanos que rurales, provocaron también tensiones entre quienes participaron y aquellos que se resistieron. Los unos consideraban su legítimo derecho a disfrutar de lo que no habían tenido antes y los otros valoraban la nueva situación como un atentado contra sus formas de vida, que en

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el corto plazo generaría una degradación tanto de las capacidades del territorio para soportar tales intervenciones como de las relaciones sociales, solidarias y de sentido que allí habían construido.

De esta situación se deduce que la minería mecanizada, si bien es una actividad que confronta a la mayoría de las comunidades consigo mismas, con su historia y con sus posibilidades de futuro, no siempre es motivo de rechazo o de resistencia y, por el contrario, ha sido animada en varios casos por las propias comunidades, con o sin el beneplácito de la totalidad de sus integrantes.

Ahora bien, aceptar e incentivar la entrada de las máquinas o resistirse a ello ha estado directamente relacionado con las oportu-nidades de acceso a recursos que han tenido las comunidades, con el nivel de comprensión que tengan de los efectos que la misma causa a los recursos naturales y al medio ambiente y con las dinámicas de cohesión y organización social presentes en los territorios. De ahí resulta evidente, como plantea Mançano (2009), la interdependencia entre las distintas dimensiones que conforman el territorio, lo que a su vez implica una cíclica relación de causa y efecto entre las motiva-ciones, necesidades e intereses de los sujetos y las colectividades frente al aprovechamiento o no de los recursos que les ofrece el territorio.

De acuerdo con lo expuesto hasta aquí, las situaciones de conflicto por la aceptación o el rechazo de la actividad extractiva, así como en lo relativo al grado de apropiación o resistencia por parte de las comuni-dades hacia ella, estarían entonces relacionadas en estas regiones con la intensidad de las explotaciones que se practican, con la comprensión de qué tan sostenibles pueden llegar a ser estas en el tiempo y con el nivel de participación que puedan tener las comunidades en la toma de decisiones sobre la distribución de sus beneficios, de acuerdo con los intereses colectivos e individuales de sus miembros.

En este sentido, la fragmentación territorial y la incidencia en las formas de relacionamiento social que se generan en los conflictos provocados por la conformación de enclaves mineros en estos territorios tienen como trasfondo social que los intereses e intencionalidades de las comunidades –a pesar incluso de su relación simbólica-afectiva con el territorio y de sus trayectorias colectivas– no siempre son homogéneos y que de muchas maneras

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ellas se han sentido excluidas de un sistema económico y político con el que siempre se han relacionado de modo desigual y en condición desventajosa. Por esta razón no existirá necesariamente un acuerdo a la hora de sancionar prácticas que amenazan sus relaciones de sentido con el entorno que habitan.

Quienes defienden la minería argumentan que no hay otras alternativas para subsistir, por lo que los efectos colaterales son los costos que hay que pagar para no terminar expulsados de sus terri-torios; quienes la rechazan argumentan que cualquier alternativa es válida para enfrentar lo que está pasando, pues no hay manera de que el territorio se salve después de lo que ha causado la extracción indiscriminada, que tarde o temprano los terminará expulsando.

Estas contradicciones, sin duda, generan la pregunta por las alternativas posibles, no solo frente a la crisis de sentido e incluso de identidad que la bonanza aurífera ha traído, principalmente en los lugares de mayor explotación, sino ante la realidad de las disputas de poder y control que esta ha generado entre los distintos actores involucrados. Entre estas, la acción de los actores armados, legales e ilegales, resulta ser la más peligrosa y la que mayores efectos vic-timizantes genera en la población, no solo por las acciones directas que los armados realizan en su contra, sino también porque sirve como argumento para que, desde fuera de los territorios, el Estado central asuma un papel represivo con la acción militar.

Resulta entonces pertinente aquí hacer énfasis en los intereses y las intencionalidades de los actores que intervienen en los territorios, a partir de los cuales se producen formas específicas de regulación y control, no necesariamente provenientes de la acción del Estado, que toman fuerza a partir de las relaciones y se localizan en torno a la producción aurífera. Tales actores operan en los territorios a partir de búsquedas e intereses que se complementan y se contraponen, que pretenden sobreponerse a diversas formas de desigualdad o pro-fundizarlas y que manipulan a la sociedad o enfrentan las normas que restringen su «bien-estar» (Sen, 2004).

En ambos casos, las relaciones de poder construidas en torno a la actividad extractiva han estado muy influenciadas por los intereses de actores armados, tanto legales como ilegales, que han hecho presencia

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en el territorio incluso desde mucho antes de la reciente bonanza aurífera. El conjunto de prácticas que responden a los intereses de estos actores contrapuestos en la minería, así como sus expresiones materiales y simbólicas y su relación con los territorios, han supuesto también la emergencia de una serie de territorialidades en conflicto en los casos analizados. Así, por un lado, las comunidades han buscado extender sus prácticas de defensa del territorio o legitimar la actividad minera como parte de su ser «negro» o «campesino», con derechos exclusivos sobre el territorio, y a partir de allí han generado formas de relacionamiento entre sí y con el exterior; y por otro lado, los actores armados han extendido prácticas de control a partir de relaciones basadas en el uso ilegal de la fuerza.

Ante estas relaciones de control y dominación en conflicto, conviene entonces preguntarse acerca de la influencia que ejerce el Estado y el papel de sus intereses como actor aparentemente menos presente en la cotidianidad y actividad extractiva de los territorios analizados, considerando que, al ser el detentador legítimo del mono-polio de la fuerza y el regulador formal de las relaciones, tiene también facultades para ejercer poder y control en los territorios a distintas escalas, amparado en sus marcos jurídicos y en sus instituciones.

En las regiones analizadas, en lo que respecta a la explotación de recursos naturales tan preciados como el oro, los conflictos mencionados en relación con la expansión de la actividad extractiva chocan con unos marcos jurídicos que resultan inapropiados y poco consecuentes con la realidad de las comunidades y que, en su aplicación, distan mucho de ofrecerles oportunidades para alcanzar niveles de desarrollo que integren el verdadero reconocimiento de sus derechos económicos, sociales y culturales en el territorio, tanto cuando deciden hacer mi-nería como cuando prefieren preservar su entorno. Así, los marcos normativos estatales de regulación de una territorialidad específica (la del Estado) terminan siendo potenciadores de las disputas en los distintos campos de poder, lo que resalta la heterogeneidad, y no la univocidad, de las intencionalidades de los actores.

Una lectura crítica de los aportes de Raffestain (2011) permite reco-nocer que en algunos casos las intencionalidades de los actores sociales e institucionales que representan campos de poder en disputa pueden

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matizarse y confrontar los propios ejercicios de territorialidad. Dicho de otra forma, cuando se confronta la teoría de los campos de poder con escenarios territoriales concretos, se confirma que las territorialidades e intencionalidades ejercidas por los agentes estatales no ocurren de forma homogénea, sino que se construyen, tensionan y relacionan con las intencionalidades de los actores que participan de determinado conflicto territorial, sean estos comunitarios, privados o incluso ilegales.

Por tanto, resulta pertinente partir de la constatación de que ni Buenaventura, al menos en lo que a su zona rural se refiere, ni Simití han sido en la historia lugares prioritarios para los intereses de de-sarrollo del Estado. Por eso su funcionamiento en estas regiones ha estado marcado por una muy escasa inversión de recursos, la ausencia casi total de infraestructuras y servicios sociales y una muy limitada conectividad regional y nacional, lo que convierte a ambos municipios en territorios de margen donde son otras formas de poder las que han ejercido autoridad y control (Das y Poole, 2008), como ya se ilustró al menos para el caso de la minería.

Esta presencia diferenciada del Estado en los territorios (Gon-zález et al., 2003) y la constitución de poderes alternativos a él, que en distintos momentos han contado con la aceptación (voluntaria o forzada) de los pobladores locales, han dificultado para las auto-ridades civiles y militares la posibilidad de establecer controles a la proliferación de maquinaria de explotación minera y a las prácticas irregulares que ella trae.

Por un lado, como ya vimos, eso se debe a que la extracción aurífera es un negocio de grandes dimensiones, en el que participan localmente, de forma no regulada, muchos actores y que permea muchos sectores sociales en los territorios en la extracción de un material que –a diferencia del producto de otras actividades econó-micas irregulares, como la producción de coca– es absolutamente legal. Por otro lado, tiene que ver con que el «monopolio de la fuerza» en los lugares «más apartados» de estos territorios no lo detentan las fuerzas del Estado, lo cual facilita la entrada e instalación de maquinaria pesada en lugares de difícil acceso y vigilancia.

Esta misma situación, y la dificultad de sacar la maquinaria cuando es descubierta, ha llevado a que las autoridades nacionales den

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la orden a las fuerzas militares y de policía de destruir la maquinaria hallada, en contra de las demandas de algunas comunidades para que se le asigne al arreglo de carreteras y otras obras necesarias en sus regiones. De igual manera, los Ministerios de Minas y Energía, Defensa y Medio Ambiente han solicitado con insistencia a las admi-nistraciones municipales mayor control al ejercicio de la minería ilegal en los territorios mineros, sin que necesariamente se les esté dotando de los recursos y la capacitación necesaria para ello.

Así mismo, localmente, tanto en Buenaventura como en Simití, existe un amplio rechazo a lo que se podría ver como una doble moral de los sistemas de seguridad del Estado, que si bien se supone que deben hacer cumplir la norma y atacar la actividad ilegal, al menos en estas regiones se benefician económicamente de ellas a través de actos de corrupción, todo ello facilitado por unas autoridades locales cooptadas, poco dispuestas a ejercer un liderazgo transformador o seriamente amenazadas. A su vez, ello demuestra la fragmentación regional, política y social de los liderazgos, las formas de ejercicio de la autoridad y los sistemas de toma de decisiones, simultáneamente causa y efecto de la débil presencia y acción estatal en las regiones.

Al analizar la vinculación de entidades territoriales a la actividad extractiva en los territorios estudiados versus la acción del Estado central y sus políticas para un sector de la importancia económica que tiene el extractivo, se evidencia que la tensión se complejiza en lugares donde la titulación de la propiedad de la tierra es colectiva (como sucede con las comunidades negras de Buenaventura) o en aquellos donde ni siquiera es posible la titularidad, debido a las restricciones que impone la dimensión de reserva forestal. Tales territorios, según la Constitución Política, tienen además, y para-dójicamente, el carácter de inalienables e imprescriptibles y cuentan con regímenes especiales de protección y administración, que el Estado no ha logrado garantizar en el ámbito local ni en el nacional.

Estas condiciones no resultan ser tampoco argumento suficiente para que las comunidades locales se opongan a la explotación de los recursos mineros por personas o empresas externas a sus territorios ni les resultan útiles a la hora de legalizar la actividad extractiva que defienden. Para tales efectos, no es aliciente tampoco el estableci-

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miento de las llamadas Zonas de Reserva Especial para la minería a las que las comunidades negras, indígenas o campesinas deberían poder acceder para facilitar su ejercicio legítimo de actividades extractivas, teniendo en cuenta el significado social, cultural y económico especial que tienen estos lugares para sus habitantes.

Casos como los analizados aquí sirven para ilustrar la nece-sidad de establecer procesos de concertación en los que se defina el uso y ordenamiento del territorio, en articulación con los intereses y necesidades de los actores legítimamente llamados a discutirlo, en las escalas territorial, municipal, regional y nacional, de modo que la minería pueda ser desarrollada en sus justas proporciones y decidida autónomamente por las comunidades y que respete tanto las dinámicas socioculturales presentes como las formas de organi-zación o autogobierno comunitario existentes, buscando que resulte provechosa para unos y otros.

Esto implicaría no solo la previsión y realización de acciones que tengan en cuenta las distintas funciones del territorio, en concordancia con su potencial material y natural, sino también el establecimiento de consensos entre lo múltiples actores frente a la complejidad que supone la gestión de territorios en los que la marginalidad y la exclusión han sido constantes históricas. Estos consensos deberán entonces valorar todo lo posible los recursos naturales, en concordancia con los intereses y las aspiraciones de las comunidades involucradas en todas las dimensiones. Se trata entonces básicamente de generar procesos orientados a concertar acciones pertinentes para mitigar y resolver los efectos nocivos que las actividades extractivas han producido sobre estos territorios y los conflictos concomitantes que han venido transformando nega-tivamente su configuración.

Todo esto implica, así mismo, seguir abundando en el conoci-miento juicioso de las problemáticas existentes para la elaboración de propuestas coordinadas que contribuyan al reconocimiento de los territorios, sus recursos y sus potencialidades. Sin obviar la existencia de una economía de mercado en la que la extracción de recursos primarios es una actividad privilegiada y sin la pretensión utópica de la oposición absoluta, que no siempre convoca a todos los

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miembros de una comunidad, estas propuestas sí pueden facilitar el desarrollo de procesos de gestión, negociación y acuerdo para que la extracción de recursos minerales responda primeramente a los intereses y a los derechos de las comunidades locales, a su cultura y a su identidad, y se corresponda con parámetros de acción definidos localmente en consonancia con la regulación nacional.

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Transformaciones socioterritoriales en Casanare por la actividad petrolera:

conflictos y resistencias (1990-2010)1

Juliana Duarte

Universidad Nacional de Colombia, Grupo Cultura y Ambiente

Para los u wa, dice, el petróleo es ruiría, es la sangre de la madre tierra. ¿Y si la sacan de la tierra, qué pasa? ¿Qué podríamos

hacer si no tuviéramos sangre en nuestros cuerpos?Asamblea Oilwatch, Ecuador, 2002

En el año 2010 tuve la oportunidad de ir por primera vez al Casanare, lugar que estaba rodeado de mitos de violencia y relatos sobre el auge petrolero de los años noventa. Después de varias horas de atravesar los túneles que comunican a Bogotá con el oriente del país, llegué a Villavicencio, luego a Villa Nueva, ya en territorio casanareño. El paisaje es particular: sabanas extendidas y ríos que bajan desde la montaña, rebaños de vacas por doquier, vegetación espesa, un calor increíble y los colorados, pequeños insectos que se pegan a tu piel si caminas por trochas sabaneras. Tuve la oportunidad de trabajar en este departamento en el municipio de Aguazul, acompañando a las comunidades de una vereda llamada Plan Brisas, que se ubica subiendo al piedemonte, por el río Charte.

Entre las sabanas y el piedemonte la vida no termina, los y las habitantes de esta vereda cuentan cómo han sido afectados por dos fenómenos: el conflicto armado y la extracción de petróleo. Men-cionan cómo en los años noventa llegaron las petroleras, hecho que causó una serie de impactos en el territorio y convirtió al Casanare

1 A la memoria de Daniel Abril, compañero casanareño que luchó contra las injusticias ambientales y las petroleras.

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en un polo importante de la economía colombiana con base en esta actividad. Por ejemplo, para la década del noventa, Cusiana comenzó a bombear con rapidez, con una producción de 185.000 barriles diarios de crudo de alta calidad (El Tiempo, 1996). Además, según el Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política del cinep, «con el descubrimiento de Cusiana y la llegada de una de las más grandes multinacionales con presencia en Colombia, la British Petrolem Company» (cinep/ppp, 2011) se generó una bonanza alre-dedor de la actividad petrolera que agudizó los conflictos presentes en el territorio. Ahora, casi 15 años después, las comunidades del piedemonte casanareño han construido propuestas socioterritoriales para decirle NO a la extracción de petróleo, debido a que esta ha tenido efectos adversos en el ambiente, las comunidades y las eco-nomías de la región.

En este contexto, este capítulo aborda el análisis de las diná-micas socioterritoriales del Casanare y su transformación a partir de la bonanza petrolera en los años noventa y resalta la propuesta socioterritorial de las comunidades de la vereda de Plan Brisas como una forma de construir territorios libres de extractivismo. Para esto abordaré en primer lugar el contexto del departamento del Casanare y su configuración, complementada con algunos datos territoriales útiles para el análisis de categorías como territorio y territorialidad; posteriormente, miraré desde la escala nacional la configuración de la actividad petrolera y por qué este departamento fue tan importante para el desarrollo de esta actividad económica; luego trataré sobre algunas transformaciones que se dieron en lo territorial, como el uso del suelo, el cambio de prácticas productivas de las comunidades y los actores que están inmersos en la problemática petrolera en el Casanare; además quisiera, por una parte, resaltar la propuesta so-cioterritorial que desarrollan algunas asociaciones campesinas del municipio de Aguazul, que ilustra una forma de ordenar el territorio y plantea una resistencia al modelo petrolero, y por otra, identificar algunos conflictos que se desarrollaron con la llegada del petróleo; finalmente haré algunas reflexiones a propósito del panorama actual y los diálogos de paz con miras al posconflicto.

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Transformaciones socioterritoriales en Casanare por la actividad petrolera...

El Casanare: tierra del «Río de Aguas Negras»

El Casanare es uno de los departamentos de Colombia que tiene mayor extensión (44.460 km2, aprox.). Cuenta con 19 municipios y su capital es Yopal2. Su nombre viene de Casanari, que en lengua sáliba significa «Río de Aguas Negras». En su territorio comparte el sistema montañoso de la Cordillera Oriental que colinda con el departamento de Boyacá y una extensa sabana que hace parte de la región de los Llanos Orientales y la Orinoquía colombiana. Esta riqueza geográfica permite la producción de yuca, sorgo, arroz, palma, algodón y la extracción de minerales. Según su ubicación, las comunidades se dedican a actividades agrícolas o ganaderas; sin embargo, la entrada de la actividad petrolera en la década de 1990 incentivó la entrada de otros grupos poblacionales al Casanare que llegaron en búsqueda del apetecido oro negro: empresarios, inge-nieros, obreros.

Posteriormente, el auge de la actividad petrolera incentivó la militarización de los territorios donde las petroleras desarrollarían la extracción, esto para la protección de los pozos y oleoductos por parte de la Fuerza Pública y de grupos paramilitares, lo que provocó un fortalecimiento de estos grupos en el Casanare desde comienzos del siglo xxi. Pero estos grupos no solo se restringieron a cuidar la infraestructura petrolera, sino que también se ocuparon del for-talecimiento de la estrategia contrainsurgente, como lo mencionó en versión libre el comandante paramilitar Mejía Muñera (Verdad Abierta, 2012).

El Casanare se configura como departamento después de la Constitución Política de 1991, lo cual coincide con el descubrimiento de los pozos más importantes de la historia petrolera en Colombia: Cusiana y Cupiagua. Antes de esta configuración administrativa, el Casanare tuvo una relación estrecha con el departamento de Boyacá, ya que hacía parte de este, lo que explica por qué la mayoría de la población casanareña proviene de allí.

2 Según relatos populares, Yopal viene de la cantidad de yopos –árboles de la zona– que poblaban el lugar.

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Figura 1. Departamento del Casanare, Municipio de Aguazul, campos de Cusiana y Cupiagua. Fuente: madr (2013).

Ríos secundarios

Ríos principales

Centros poblados

Vías

Límite municipal

LEYENDA

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Es importante mencionar que los primeros pobladores del Casanare fueron tunebos, achaguas, guahíbos, sálibas, cusianas, ca-quetíos, piapocos, amorúas, aunque la mayoría de población indígena fue exterminada por la colonización y la evangelización. Según Jean Raush (1999), la configuración poblacional de los Llanos Orientales se produjo en la tensión entre españoles, mestizos e indígenas, lo que generó relaciones de producción agrarias, procesos de imposición cultural e introducción de elementos religiosos que luego configu-rarían la cultura llanera. Estos procesos de colonización dieron lugar al despoblamiento de territorios, a dinámicas de esclavización y a la incautación de santuarios, que en la región desembocaron en los conflictos agrarios que desde finales de la Colonia responden a la monopolización de la tierra en grandes latifundios y al desarrollo de la ganadería extensiva, posteriormente.

Sin embargo, estos procesos socioterritoriales contribuyeron a constituir y estructurar las características territorialidades agrarias de este departamento a lo largo de la historia: la hacienda ganadera y el hato. Para Manuel Vega (2010), «el hato puede definirse como la estructura territorial, social y económica dentro de la cual cobra forma el llanero, [junto con] sus referentes de sentido, sus prácticas y todos aquellos elementos que atan material y simbólicamente a la sociedad casanareña». Este proceso fue fundamental en la configu-ración territorial del Casanare, ya que forjó la identidad llanera con la organización socioeconómica y la transformación de estos indígenas colonizados como «hábiles jinetes» –posteriormente, los llaneros–. Además, ello determinó unas relaciones sociales de producción ligadas a la hacienda y a actividades pecuarias, así como a prácticas propias del Casanare, como el coleo. Es así como históricamente se muestra que del hato y la hacienda ganadera se desprenden relaciones territoriales que son fundamentales en la comprensión de la identidad llanera y las interacciones sociales que se dan a partir de esta estructura de tenencia de la tierra.

En ese sentido, para comprender estos procesos socioterritoriales es necesario definir el territorio, que «está vinculado siempre con el poder y con el control de procesos sociales mediante el control del espacio», según Haesbaert (2013). Este autor propone que el territorio

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puede considerarse una dimensión del espacio cuando el enfoque está en las relaciones de poder, lo que es claro en la configuración de este territorio en una serie de dinámicas coloniales.

En ese mismo sentido, Montañez Gómez (2001) menciona que el territorio es un concepto relacional que marca vínculos de dominio, poder o apropiación de un espacio geográfico por parte de una persona o colectivo de personas. Aquí es importante definir lo que significa la territorialidad. Para Agnew y Oslender (2010), esta es una estrategia que se ha desarrollado de manera diferencial en contextos histórico-geográficos, como resultado secundario de resolver los dilemas que enfrentan los grupos sociales al redistribuir bienes públicos, y es una construcción basada en la producción de nociones de territorio que responde a un proceso de organización, trabajo colectivo y permanencia en el mismo.

Entonces el territorio se concibe como un espacio apropiado de manera concreta y simbólica por un sujeto o una colectividad en función de ejercer poder y construir representaciones e intenciona-lidades socioterritoriales. Es claro así que en un territorio pueden coexistir varias colectividades. Agnew y Oslender plantean esta coexistencia como territorialidades superpuestas, lo que indica la presencia de relaciones de poder en el territorio entre grupos sociales que estructuran el espacio según sus concepciones y percepciones.

En este texto abordaremos un conflicto de territorialidades entre las empresas petroleras que llegaron en la década de 1990 y las comunidades campesinas que han habitado el municipio de Aguazul históricamente, considerando que los diversos actores presentes en el territorio ejercen control sobre este, con intencionalidades dife-rentes, lo que provoca conflictos. Es el caso de las confrontaciones entre las compañías petroleras y las comunidades, que se expresan en proyectos geográficos construidos desde diferentes lógicas terri-toriales (Bebbington, 2011).

Petróleo: la búsqueda de El Dorado negro

Hablar de petróleo nos remonta a una historia nacional de extrac-tivismo. Y aunque esta historia petrolera no comienza propiamente en los Llanos Orientales, es importante hacer un breve recuento de

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ella para comprender la importancia que este combustible tiene para la economía nacional, así como analizar el extractivismo a partir de consideraciones teóricas que nos aportarán al debate, entendiéndolo como un patrón de acumulación caracterizado por la explotación de grandes volúmenes de bienes comunes exportados como commodities, que depende de economías de enclave. El extractivismo puede estar localizado en campos petroleros o minas o ser extensivo, como en los monocultivos, pero siempre se realiza de forma intensiva y con mecanismos de alto impacto (Gudynas 2013).

Los primeros hallazgos petroleros en Colombia se remontan a inicios del siglo xx con empresas transnacionales en regiones como el Catatumbo, y en la región del Magdalena Medio, con la Concesión de Mares3. Fernando Mayorga (2012) menciona que, si bien las conce-siones de principios de siglo abrieron un camino para la presencia de las compañías petroleras en el país, es en la década de 1920 cuando, tras la expedición de la Ley 120 de 1919, se dieron regulaciones que posteriormente darían lugar a la Ley 27 de 1931, con la cual se empezó a definir el panorama petrolero en el país. Con esta legislación se llega a la figura de concesión, como la más pertinente para la estructura económica del país, y es esta figura la que permitirá posteriormente la apertura a compañías transnacionales para la extracción de petróleo. Finalmente, en 1953 estas regulaciones se recogen en lo que se conoce como el Código de Petróleos.

Por otro lado, para Enrique López (2012) la legislación que regula la actividad petrolera inicia con la expedición de la Ley 110 de 1912, por la cual se establece la posibilidad de otorgar concesiones temporales para la explotación. Según este autor, a partir de esta legislación se consolidan hitos importantes en esta actividad, como la denominación del término hidrocarburo, la explotación de este recurso y la construcción de la infraestructura como bien público, y se configura además la noción de regalías. Posteriormente, hubo otra serie de reglamentaciones que institucionalizan el tema de la

3 Según Hernán Vásquez, la historia del petróleo se remonta a 1903, con las primeras reglamentaciones en materia petrolera del gobierno de Rafael Reyes. En 1905 se otorga a Roberto De Mares la concesión petrolera y en 1919 esta pasa a la Tropical Oil Company, en la notaría tercera de Bogotá.

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exploración y explotación de hidrocarburos en Colombia y con-ducen a la creación de la Empresa Colombiana de Petróleos, ahora ecopetrol, en 1948, como propuesta del Estado para administrar los recursos naturales, posteriormente reformada y modificada en su estructura, en el 2003, con el Decreto 1760 del 26 de junio, con el que se le resta autonomía al Estado en temas petroleros4.

Es en la Constitución Política de 1991 donde se reglamenta la propiedad de los yacimientos de hidrocarburos. Específicamente, el artículo 332 menciona que el propietario del subsuelo es el Estado y los recursos naturales son de uso público, por lo cual su explotación es necesaria para el bien de la nación5. Además, la descentralización del Estado reglamentó el sistema, distribución y uso de las regalías por los entes territoriales donde se ubican yacimientos de hidrocarburos.

A lo largo de esta recopilación vemos entonces que el petróleo ha configurado la historia económica del país y que la importancia del fortalecimiento de la actividad petrolera se ata a una noción de desarrollo que se quiere plasmar en el territorio. Es así como en el Casanare, después del hallazgo de Cusiana y Cupiagua, la economía nacional se concentró en este lugar y trajo consigo un auge eco-nómico y la llegada de empresas transnacionales. Ello provocó una serie de transformaciones territoriales asociadas a lo ambiental, lo económico, lo político y lo sociocultural. Por ejemplo, algunos de estos cambios tienen que ver con el aumento de la población en la década de 19906, lo que presionaría fuertemente el crecimiento de algunos cascos urbanos, como Yopal y Aguazul, pequeños poblados que se vieron afectados por la economía petrolera y la llegada de las empresas que requerían mano de obra.

4 En esta transición se da el auge de Cusiana y Cupiagua en Casanare. 5 El artículo 332 de la Constitución Política colombiana menciona: «El Estado

es el propietario del subsuelo y los recursos naturales no renovables, sin prejuicio de los derechos adquiridos y perfeccionados con arreglo a las leyes preexistentes».

6 Según censos del DANE de 1993 y 2005, la población en Casanare aumentó de 170.238 a 295.353 personas en este lapso, y además se reportó un aproximado de 125.000 personas que migraron de la zona rural a los centros urbanos más cercanos a la actividad petrolera.

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No obstante, históricamente la extracción en Casanare no co-menzó con este auge. Jean Raush (1999) documenta que a mediados del siglo xx la compañía norteamericana Richmund Petroleum «arrendó una extensión de tierra de dos millones de acres entre los ríos Arauca y Meta», en lo que actualmente corresponde a Trinidad, Casanare. Pero solo en 1990, cuando inició la perforación del pozo Cusiana 2A, se reveló el alto potencial extractivo que tendría este lugar en las áreas de montaña del Casanare, hallazgo con el que viene la gran infraestructura petrolera, de modo que en 1992 empieza a llegar toda la maquinaria para montar la infraestructura con la que se aprovecharía de este hallazgo (Vega, 2010).

Es importante mencionar que este hecho cambió la vida de los y las casanareñas, ya que provoca grandes cambios migratorios, al punto que la población aumentó, según los censos de 1993 y 2005, de 170.238 a 295.353 habitantes, es decir, en casi 125.00 personas que se movilizaron del campo a la ciudad, según cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (dane, 2005). Además, estos cambios agudizaron las tensiones sociales y por la tenencia de la tierra, producto de la explotación petrolera y el aumento de las rentas de la explotación del «oro negro», y convirtieron el sector campesino en trabajador del petróleo.

¿Qué significaría la actividad

petrolera para el Casanare?

De este panorama de la economía petrolera hay que resaltar la noción de desarrollo con la que se avala el modelo extractivista petrolero, cuya implementación, según Trujillo (2009), se impone como concepto construido, sobre la base del crecimiento económico y el deterioro ambiental, y de la mano con la expansión del régimen de acumulación capitalista, con sus específicas configuraciones espaciales y territoriales (Biersack, 2011). El avance de este modelo y la aplicación de las políticas que alienta el neoliberalismo, como sucedió con el manejo del asunto petrolero en Colombia, han con-llevado la privatización de los recursos naturales y el territorio. Es importante recordar que el discurso del desarrollo es central en la construcción de la modernidad. Este discurso es analizado por autores

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como A. Escobar (2011) y por E. Said o J. Derrida (citados en Peet y Watts, 1996), buscando reconocer otras voces y otras experiencias de desarrollo que se presentan en el ámbito territorial.

Para entender el extractivismo petrolero, Elden plantea que es necesario considerar que el territorio funciona también vertical-mente mediante políticas y técnicas de control del subsuelo. En sus propias palabras: «la verticalidad es significativa en la medida que le agrega peso y profundidad al plano horizontal, lo que magnifica la posibilidad de una locación relativa, lo que significa mayor control» (en Bridge, 2013). El debate sobre el subsuelo es acá fundamental, pues la Ley 1274 de 2009, o Ley de Servidumbres Petroleras, da a la actividad de hidrocarburos el estatus de utilidad pública e impone una sola territorialidad al subsuelo: la del Estado. Así, pensar en geopolítica vertical obliga a considerar el tema del subsuelo, ya que «la verticalidad introduce un problema de acceso donde el subsuelo implica el derecho al subsuelo estatal» (Bridge, 2013). Vista de este modo, la noción de subsuelo resulta cardinal.

Para Harvey (2007), las empresas generan apropiaciones particu-lares del territorio fundamentadas en la acumulación de capital por desplazamiento, junto con la imposición de un modelo territorial o la expropiación de la tierra. Además, el subsuelo pasa a ser un referente ineludible a la hora de hablar sobre conflictos ecológicos y distributivos, por una parte, porque es esencial para el equilibrio geológico y, por otra, porque el debate a propósito del subsuelo incluye las afectaciones a las poblaciones. Así mismo, según Agnew y Oslender (2010), es claro que la imposición del modelo extractivista petrolero consolida una «soberanía excepcional» por parte del Estado, donde este aparece como dueño y soberano de su territorio y su población. Al respecto, estos autores señalan la necesidad de reconocer otras territorialidades diferentes de la estatal.

Es así como en Casanare la imposición del modelo petrolero choca con las diversas territorialidades autónomas allí presentes, como la campesina, que se han construido sobre la base del recono-cimiento del territorio e impulsan propuestas alternativas al modelo extractivista. Y es evidente que la introducción de este modelo ha generado conflictos o ha acentuado algunos que ya existían en el

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territorio casanareño, pues fueron las comunidades las que empe-zaron a vivir los cambios culturales, económicos y ambientales más contundentes de esta economía petrolera.

Es importante tener en cuenta, además, que el debate sobre el petróleo se da en términos de la noción de desarrollo que subyace a esta actividad, y que finalmente los derivados del petróleo son casi 2.000 y hacen parte de la configuración de la vida moderna. Para Myrna Santiago (2013) «la dependencia de la sociedad moderna del petróleo, junto con el auge de la industria electrónica de alta tecno-logía y el crecimiento del capitalismo de consumo –en el mundo y en América Latina– dispararon la demanda de productos extractivos».

Adicionalmente, el modelo petrolero se sustenta en una con-cepción colonialista de la naturaleza que valida la dominación con las ideas de superioridad e inferioridad. Bebbington (2007) men-ciona a propósito que la percepción de tierras de nadie justifica la ampliación de diferentes fronteras en América Latina, argumento que las empresas extractivas utilizan para su expansión y control territorial. Svampa, por su parte, señala que los proyectos extrac-tivos cumplen un papel importante en la expansión de fronteras en la búsqueda de petróleos y reservas, lo cual ha ampliado la frontera de los hidrocarburos alentada por la demanda energética mundial. Estas tierras de nadie, en realidad, son territorios que previamente habían sido apropiados por comunidades locales que construyeron proyectos socioterritoriales y productivos propios y cargaron sus territorios con un significado cultural e histórico.

A continuación veremos cómo la llegada de las petroleras fomenta la desterritorialización y el despojo y las consecuencias de ello en la construcción social y geográfica del espacio, en la configuración de la identidad de un grupo social y en la relación que este tiene con el entorno, entendida la desterritorialización y territorialización como el «control de una determinada porción de espacio geográfico por una persona, un grupo social o un grupo étnico, una compañía multinacional, un Estado o un bloque de estados» (Montañez, 1997). Según lo anterior, la territorialidad se puede ver como el conjunto de prácticas que generan apropiación del territorio y la permanencia en dicho territorio.

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Impactos socioterritoriales en el

Casanare por la bonanza petrolera

La bonanza del petróleo en Casanare trajo al departamento un auge económico, acompañado, sin embargo, por una serie transformaciones territoriales –en términos ambientales, socioculturales, económicos y políticos– que se empezaron a configurar con la introducción de un modelo productivo basado en el boom de Cusiana y Cupiagua. Así, el departamento pasó a reportar el primer lugar en producción de petróleo hasta 2013, con el hallazgo de Campo Rubiales en el Meta.

Según el dane, a partir de la actividad petrolera de los noventa el gobierno requirió principalmente mano de obra y recursos financieros, como resultado de los mayores recursos provenientes de las regalías, lo que incentivó transformaciones en infraestructura, como la cons-trucción del tramo de la Vía Marginal de la Selva. Y aunque el empleo no superaba el 6%, hubo una reducción considerable de posibilidades en el sector agropecuario. Fabio Sánchez (2005) afirma que el deses-tímulo de otros sectores de la economía generó cambios en la cultura campesina, pues las comunidades empezaron a suplir la demanda de las empresas petroleras que llegaban a la región. Así mismo, el aumento de la circulación de dinero por parte de las empresas petroleras estimuló el abandono de las dinámicas agrícolas y su reemplazo por un turno en la empresa petrolera.

Con este cambio de actividad productiva se genera una de las transformaciones más relevantes en los años noventa para el Casanare, con la urbanización y el crecimiento poblacional de lugares como Yopal y Aguazul. Este cambio en la relación del campesino con la tierra, y su transformación en obrero de las empresas petroleras, no solo introdujo una serie de realidades, dinámicas culturales y percepciones sobre el entorno, sino que contribuyó a romper el vínculo campesino con la tierra y provocó cambios en la forma de concebir el territorio y relacionarse con la naturaleza. Además, hizo que los jóvenes casanareños, luego de terminar sus estudios, aspiraran a capacitarse para entrar en la empresa. Este modo de producción sería determinante entonces en la reconfigu-ración de relaciones sociales en el territorio. Esta transformación de las relaciones socioterritoriales campesinas con el entorno y dentro de las mismas comunidades cambió a su vez su noción de la naturaleza, que

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ha jugado un papel fundamental en la cultura llanera, como prueban la mayoría de sus canciones folclóricas, que exaltan la naturaleza y las actividades que desarrolla el llanero en esta.

Como la demanda en el sector de hidrocarburos provocó que pe-queños campesinos de los municipios de Aguazul, Yopal, Tauramena y Monterrey dejaran sus actividades agrícolas y se emplearan como obreros, se generó un desplazamiento de la población al área de explo-tación, lo que provocó un encarecimiento de la mano de obra agrícola y su concentración en la actividad petrolera7. Además, los cascos urbanos de Tauramena, Aguazul y Yopal empezaron a crecer exponencialmente con la llegada de migrantes, usualmente trabajadores guiados por la promesa del oro negro. Al mismo tiempo empezaron a aflorar proble-máticas sociales como la prostitución y la delincuencia, producto de la entrada de dinero y de trabajadores solteros en las petroleras.

En alguna información consultada en el dane y mapas del igac se constata que la concentración poblacional se da en los municipios de extracción petrolera y con presencia de empresas que demandan mano de obra, en Yopal y Aguazul, lo que también provocó un cambio en la vocación agrícola de las comunidades que allí habitan. Al respecto, algunas comunidades de Aguazul han manifestado que la presencia de las empresas petroleras ha tenido consecuencias tanto sociales como ambientales. Es importante insistir entonces en que los efectos de la explotación petrolera en el territorio no solo se limitan a aspectos socioambientales, como la disminución y contaminación de fuentes de agua, contaminación de acuíferos, muerte de especies vegetales y animales, desestabilización de laderas, entre otros, pues trascienden a transformaciones estructurales que pasan por la vida económica, política y social del Casanare. Es así como la recepción de los billones de pesos que ingresan por concepto de regalías8 ha trasformado la vida política de este departamento, con un desfile de políticos asociados a negocios ilícitos que tenían relación con

7 Según la Encuesta de Movilidad Espacial de 1996, en Casanare se registró la llegada de 6.000 personas a Yopal, 1.800 a Aguazul y 2.000 a Tauramena, respectivamente.

8 Según datos del Sistema General de Regalías, a 2007 Casanare reportaba un total de $39.162.736.956 millones de pesos en regalías.

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la actividad petrolera. Los malos manejos administrativos fueron denunciados por paramilitares desmovilizados, por la prensa y en informes de la Contraloría General de la República que revelan ma-nejos irresponsables de dineros provenientes de las regalías y la baja inversión social que se produjo a partir de la actividad petrolera9.

Estos cambios agudizaron los conflictos por la producción del territorio, que se originan en dos visiones contrapuestas: una em-presarial y otra comunitaria campesina, en las que los implicados tratan de ejercer la territorialidad y desarrollar propuestas para el territorio, como veremos en el siguiente apartado. En medio de esta confrontación se construye una nueva geopolítica, con nuevas relaciones sociales y flujos globales, sustentada en una mirada econo-micista y una postura colonial que descalifica otras territorialidades. Pues el extractivismo opera con una perspectiva que identifica zonas potenciales sacrificables, en territorios que pueden ser desocupados, sustentada en una dinámica de poder autoritario que impone políticas en beneficio de las empresas extractivistas (Svampa y Viale, 2014).

Las empresas petroleras, por su parte, juegan un rol importante en la agudización de estos conflictos, como agentes externos que representan los intereses del capital trasnacional. En la explotación de Cusiana y Cupiagua, la actividad de las empresas Brithish Pe-troleum y Eqquion ha generado la proletarización del sector cam-pesino casanareño, quien se ha caracterizado por carecer de títulos de propiedad e incluso por carecer de tierra. En este contexto, el modelo extractivo intensifica el problema de concentración de la misma en el Casanare, con un índice Gini de 0,73 según el Centro de Estudios Estratégicos Latinoamericanos – ceelat. Como se ve, acá la estructura agraria no ha correspondido a extensiones pequeñas de tierras repartidas entre las comunidades campesinas, sino a una que tiende a concentrar grandes áreas en pocas manos.

La apropiación del territorio por parte de estos proyectos extrac-tivistas ha constituido uno de los puntos en disputa más importantes

9 Durante el 2005, el diario El Casanareño reportó algunas inconsistencias en inversión social en los municipios. Por otro lado, la Contraloría General de la República (2007), en su Informe de Auditoría Gubernamental, evalúa el manejo de las regalías en 2004-2005 con resultados muy pobres.

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en el Casanare, al punto que pensar sobre petróleo en el departamento inevitablemente lleva a analizar la lucha entre actores armados por el control territorial. Con este carácter, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y su frente José David Suárez –que hace parte del Frente de Guerra Oriental en los municipios aledaños al piedemonte en la Cordillera Oriental–, ha tenido un presencia histórica en la zona, sumada a la de las FARC, con el Frente 56, en los municipios de Chámeza y Recetor10.

Posteriormente, con la llegada de las petroleras, se fortalecieron los grupos paramilitares de autodefensa campesina, quienes realizaron alianzas con estas compañías y los políticos de la región (Verdad Abierta, 2009). Esto se expresó en una guerra contrainsurgente, con un saldo de líderes asesinados que se oponían a la presencia de las petroleras en el departamento. De este modo, el paramilitarismo y la militarización del territorio cumplen un papel fundamental en la configuración actual del Casanare, donde las autodefensas existían desde los años noventa, organizadas en un modelo gamonalista y latifundista como Autodefensas Unidas del Casanare, al mando de Martín Llanos, y posteriormente, con la consolidación del Bloque Centauros, al mando de Miguel Arroyave.

Con el auge del petróleo se consolida pues la incursión militar de los actores armados y la ampliación y fortalecimiento estratégico de su territorio, especialmente en los municipios petroleros. Desde entonces, en la confrontación territorial, la militarización por parte del Estado y los paramilitares ha sido relevante. Lograr la militari-zación social, con la alianza militar y política en el departamento, ha tenido un doble propósito: la protección y garantías de los intereses económicos de las empresas e incidir en la pugna por los contratos de la administración departamental por concepto de regalías.

Un caso concreto: en versión libre ante la Fiscalía, en el marco de la Ley de Justicia y Paz, alias «El Diablo», miembro de las Auto-

10 Es importante tener en cuenta las propuestas de ambos grupos armados en relación con lo minero-energético. Por un lado, las FARC ha implementado una propuesta más agrarista de propiedad de la tierra, mientras que el ELN se acerca a una propuesta más relacionada con lo minero-energético y de defensa y soberanía de los recursos naturales del país.

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defensas Campesinas del Casanare, afirma que la British Petroleum aportaba 200 millones de pesos anuales a los paramilitares, además que hubo políticos que pidieron su apoyo para subir a puestos pú-blicos, como sucedió con Raúl Cabrera, alcalde de Villanueva, en el 2003, quien hacía parte del Pacto del Casanare (Verdad Abierta, 2009), lista de seis alcaldes del departamento que tuvieron nexos con grupos paramilitares (Verdad Abierta, 2012).

Este plan estratégico permitió la consolidación de una política de guerra contrainsurgente donde no solo se agudizó la confrontación con grupos armados insurgentes, sino que aumentó el señalamiento de población casanareña, campesinos y sindicalistas, que se opu-sieran a la presencia de las empresas petroleras en el Casanare, lo que provocó el debilitamiento del tejido social y organizativo en las veredas y municipios de principal influencia.

Algunas de las principales consecuencias fueron: la desarti-culación del movimiento social y campesino, el exterminio de la Asociación Departamental de Usuarios Campesinos del Casanare (aduc), la Asociación Comunitaria para el desarrollo Agroindustrial y social del Morro y la Asociación de Veredas de Cunamá (asovec) (Tribunal Permanente de los Pueblos, 2007). La desarticulación del tejido social facilitó la imposición de una territorialidad extractiva y debilitó la organización social en el territorio, que fue fuertemente golpeada, con un saldo de aproximadamente 1.029 personas des-aparecidas en el departamento (cinep/ppp, 2011), y un sinnúmero de homicidios que no se documentaron.

Estos conflictos territoriales han ocasionado que los habitantes de las veredas de Aguazul cercanas al piedemonte casanareño cambien sus formas tradicionales de producción, que trajo con el tiempo conllevan un cambio cultural de identidad en su vínculo con la tierra. La mística que requiere cultivar ha ido mutando con la composición cultural de las nuevas generaciones. La desterritorialización en estas zonas se ha presentado entonces con pérdida de prácticas autóctonas campesinas y la transformación contundente de su paisaje, por efecto de la extracción de petróleo. En cuanto a la territorialidad que predomina del lado de las transnacionales petroleras, esta configura el espacio transformando el estilo de vida de las comunidades campesinas que habitan allí. Sin em-

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bargo, hay varias propuestas campesinas que han estado en confrontación con este modelo, por los efectos socioambientales que ha provocado.

Resistencia y respuesta campesina con

territorios agroalimentarios

En las veredas del piedemonte, en el municipio de Aguazul, existen organizaciones sociales que han realizado una reconstrucción del tejido social a partir del reconocimiento de lo campesino. A pesar de que la entrada de la petrolera ha desarticulado y dividido a las comunidades en relación con esta actividad, existen organizaciones que abogan por la recuperación de la tierra, el territorio y el desarrollo socioterritorial campesino.

Es claro que la desarticulación obedece a conflictos entre comu-nidades que manifiestan visiones antagónicas sobre la naturaleza11, las relaciones sociales y la construcción de una vida digna, a lo cual ha contribuido, además, el conflicto armado. Estas visiones responden a disputas políticas por el territorio por parte de las comunidades, donde se confronta la capacidad de legitimarlo y controlarlo, ya que «toda intervención sobre los territorios involucra una afectación sobre las fuentes de vida, los medios de trabajo y las formas culturales y políticas de la reproducción social», como precisa Machado Aráoz (2014, p. 60), para quien este tipo de actividades a gran escala van generando conflictos y transformaciones territoriales e intensifican la manifestación de formas violencia que responden a una conflic-tividad en el territorio como espacio de vida.

Cabe mencionar que estos conflictos también responden a consideraciones socioambientales, debido a que muchas de estas tensiones ambientales se desarrollan de cara a la producción del territorio y la relación que debe tener el ambiente y la sociedad.

11 Según relatos tomados en salidas de campo a la región en 2012 y testimonios documentados en Por dentro e´soga (Vega, 2010), la entrada de las petroleras y los conflictos por el acceso a un turno de trabajo trajeron consigo divisiones entre las comunidades, entre aquellos que no estaban de acuerdo con la entrada de las petroleras y quienes veían la entrada de dinero como algo positivo, y así mismo transformaron sus percepciones y sus relaciones con la naturaleza.

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Esto remite a la discusión sobre los significados que las comuni-dades le dan al territorio, donde muchas han manifestado cambios contundentes a partir de la entrada de petroleras y algunas señalan la disminución y contaminación de afluentes y ríos en la zona, au-mento de la temperatura y desaparición de especies por causa de la actividad petrolera, lo que ha provocado campañas y acciones en defensa del agua. Otro de los temas ha sido la entrada de la sísmica, que ha provocado afectaciones en el ambiente, con impactos que varían de acuerdo con las condiciones ambientales y sociales de los territorios y pueden incluir impactos como la deforestación, la pérdida de nacederos de aguas, el ruido, la contaminación de las aguas y del aire, la desestabilización de los suelos y, por ende, afectaciones en la salud de las comunidades (censat, 2013).

A partir de esto las comunidades se han organizado en asocia-ciones veredales como la Asociación de Veredas de Cunamá (asovec) y la Asociación de Jóvenes de Casanare (ajocare), organizaciones que tienen y han logrado construir una propuesta antiextractivista que reivindica el valor de la tierra y la importancia del territorio. Y como la tenencia de la tierra es primordial en todas las relaciones sociales de estas comunidades –pues de ella comen y en ella siembran y mantienen su ganado–, la tierra es un elemento articulador de las relaciones socioterritoriales, las prácticas agrícolas y el sentimiento de territorialidad. En resumen, la posesión de la tierra tiene para las comunidades un sentido diferente al que le asigna el extracti-vismo en su relación con la naturaleza, y además contribuye a la construcción del territorio, entendida como apropiación espacial donde se ejercen intenciones y se construyen propuestas, como la de territorios agroalimentarios, espacios donde se retoman las dinámicas agropecuarias del campesinado y se recobra el sentido místico de la tierra del que dan cuenta los cultivos, el trabajo colectivo y el que viene de la propiedad de la tierra. Además, los territorios agroalimentarios significan nuevas relaciones de poder, diferentes de las impuestas por la dinámica petrolera. En ellos, es central la idea de naturaleza así como la relación fluida con ella, sobre la base de la construcción de nuevas relaciones sociales fundadas en esta concepción territorial.

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Los territorios agroalimentarios también implican un nuevo ordenamiento territorial a partir del uso de suelo, la organización social y la relación sociedad-naturaleza, uno de cuyos propósitos es la recuperación de la identidad trastornada por la presencia de las petroleras y retomar la esencia campesina. Se busca, por un lado, el reconocimiento de una territorialidad rural enfocada en aquellos lugares «cuyas características agroecológicas y socioeconómicas […] requieran el fortalecimiento de la economía campesina, [y] la regulación, limitación, redistribución y ordenamiento de la propiedad o tenencia de predios y terrenos rurales» (CNA, 2014), y, por otro, el reconocimiento de los campesinos y campesinas como sujetos sociales, con derechos políticos y culturales.

En este asunto del ordenamiento territorial, otro de los retos es el que ofrece el tema del poder y el marcado contraste en su ejercicio a lo largo del territorio nacional. Al respecto, Serge (2012) propone pensar la dicotomía que existe entre centro y periferia, y plantea que el problema del poder está atravesado por las lógicas económicas y las dinámicas de acumulación de capital, «pues los lugares que han sido el centro de la producción de la riqueza en el mundo moderno se conceptualizan como periferia, mientras que las periferias donde se acumula y se consume, aparecen como centros». Esto trae otro reto, consistente en la configuración de nuevos órdenes sociales que respondan a las demandas de estos movimientos socioterritoriales. Pero estas propuestas, señala Serge, deben estar en constante diálogo con el orden nacional y los grupos de poder local, que controlan la estructura y el aparato del Estado, definen sus prioridades y sus políticas y, ante todo, determinan las formas de leer y comprender la realidad.

Vemos entonces que las organizaciones proponen una resig-nificación del territorio a partir del reconocimiento de identidades campesinas llaneras, donde se desarrolle una lucha sobre la base territorial, con estrategias de acción política y otra concepción del territorio y el desarrollo, como elementos de la disputa territorial con las empresas petroleras y el gobierno nacional. En ese sentido, Mançano (2000) menciona que los movimientos socioterritoriales conciben el territorio como elemento esencial para su existencia. Es

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así como estas propuestas campesinas pueden incluir propuestas so-cioterritoriales, ya que construyen relaciones sociales que responden a la construcción de sus territorios. Finalmente, todo ello responde a una forma de gobernar el acceso a la tierra y de controlar el terri-torio, donde las organizaciones han realizado un trabajo territorial basado en la reconstrucción de una identidad llanera que responde a una visión del desarrollo y el territorio alternativa: la del campesino.

Conclusiones: Casanare, territorio

en disputa con miras al posconflicto

Con el panorama del Casanare trazado a lo largo del texto y ante los cambios que se presentaron en las dinámicas territoriales por la actividad petrolera, es importante preguntarse si el depar-tamento es un lugar importante para el posconflicto y qué clase de posconflicto se está planteando, reflejo de visiones territoriales que se contraponen y generan tensiones territoriales. Por un lado, está la visión empresarial y agroindustrial que impulsa el gobierno y, por otro, los conflictos de orden ambiental y distributivo en el Casanare, pues, como se vio, la distribución de la renta petrolera atendiendo a las necesidades de las comunidades no fue la adecuada, mientras que la actividad petrolera más bien agudizó la acumulación de riquezas, a tono con la visión de las trasnacionales. Igualmente, no hay que olvidar que en el territorio del Casanare se han ejercido histórica-mente dominaciones de tipo colonial, con tensiones sociales por la tenencia de la tierra y estructuras de acumulación como la que representa el hato ganadero.

Estas relaciones sociales tensas entre los actores que ocupan el territorio se han consolidado en una modalidad de resistencia que se basa en la identidad campesina y en la lucha por la tenencia de la tierra, elementos que mutaron con la llegada del petróleo y la demanda de trabajadores para el extractivismo en la región. Acá es importante tener en cuenta que la violencia y la militarización han sido decisivos en los últimos 15 años, pues las confrontaciones armadas y la persecución a las organizaciones sociales han sido definitorias para la llegada e imposición de un modelo petrolero que se basa en la extracción de los

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recursos naturales, en una relación de dominación de la naturaleza y un modelo que acumula recursos, rentas y tierras.

Ante esta situación, es indudable que la construcción de paz pasa por la firma de acuerdos y por el reconocimiento de estas identidades territoriales y la defensa del territorio. La tenencia de la tierra es, sin lugar a dudas, primordial para la construcción de poder por parte de estas comunidades. La tierra y el territorio redundan en una posición de clase y una identidad territorial. Por esta razón las comunidades campesinas del piedemonte casanareño han conformado un escenario de resistencia al conflicto armado, agudizado por la entrada de las petroleras y por la acumulación y concentración de la propiedad en pocas manos. La concentración de la tierra –primero por latifundistas y luego por las petroleras– ha llevado a que el movimiento campesino reconstruya su tejido social y tenga una propuesta local propia para el territorio. Las consultas populares y los movimientos por el agua en Casanare se han fortalecido a partir del año 2014, después de la sequía de marzo, cuando las demandas por el agua y la justa repar-tición de la tierra fueron la bandera en contra de las petroleras y por la defensa del territorio.

Sin embargo, las resistencias al modelo petrolero de las comu-nidades casanareñas están en constante tensión con la visión del gobierno colombiano sobre el extractivismo, debido a que, junto con la Agencia Nacional de Hidrocarburos, este ha diseñado un plan de explotaciones petrolíferas donde el crudo permanece como motor de la economía, en el imaginario capitalista del desarrollo. Ahora bien, hay que tener en cuenta que la economía basada en el petróleo responde a una lógica multiescalar y a un ritmo de exploración y explotación petrolera, acordes con las necesidades de importación de crudo de las grandes potencias. Como consecuencia de esta demanda, al gobierno no le interesa la autonomía petrolera del país ni, por tanto, solventar las tensiones socioambientales que han provocado las empresas en los territorios, que se ven afectados por el uso intensivo del agua, la deforestación y el cambio de los usos de suelo.

En conclusión, solo es posible la paz en el Casanare con el recono-cimiento de estas territorialidades. Actualmente, en las comunidades del Casanare afectadas por la actividad petrolera se debaten propuestas

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territoriales que dejan atrás los miedos y recuerdos del conflicto e in-tentan construir propuestas alternativas a esta economía extractivista que deteriora tanto el medio ambiente como su tejido social. Pero la paz aún no está resuelta en el Casanare, y se sigue amenazando y asesinando líderes y lideresas campesinas que proponen otra forma de relacionarnos con la naturaleza, como el homicidio de Daniel Abril, el 13 de noviembre de 2015. La paz es posible si se frena la maquinaria de guerra, se respeta el derecho a la protesta y se frena la acumulación que nace de la extracción petrolera. Sin saldar la deuda socioambiental de la extracción del petróleo con las comunidades, es muy difícil que se pueda construir un territorio a partir de la tan anhelada paz.

Ahora, a raíz de la caída de los precios del petróleo en 2015, el gobierno propone el fracking como nuevo método de extracción del crudo. Y los empresarios y compañías trasnacionales interesadas en el negocio afirman que no podrían darse el lujo de no usarlo. Más conocido como «fractura hidráulica», el fracking fractura a presión las rocas del subsuelo para extraer el petróleo o gas que ellas alojan y que no se puede extraer de la forma tradicional. Para ello debe inyectar agua tratada con químicos, la cual resulta filtrándose y retornando a las fuentes hídricas, además de generar efectos como sismos y contaminación de fuentes subterráneas. Esto no solo representa una agresión contra la naturaleza, sino que agudiza el conflicto por los recursos naturales, el saqueo y la acumulación por desposesión. La implementación del fracking responde igualmente a las dinámicas geopolíticas mundiales de búsqueda energética, y los Llanos Orientales son un lugar estratégico para emprender esta búsqueda energética por parte de organismos trasnacionales, de la mano de un Estado que ha permitido esta intervención. Si estamos pensando en el posconflicto, es importante considerar el lugar que juega el ambiente en este, ver quiénes se apropiarán de los recursos naturales y si seguirá la extracción a sangre y fuego en los territorios.

La paz solo es posible si se reconocen las demandas socioterri-toriales de los habitantes indígenas y campesinos, rurales y urbanos, del departamento del Casanare, y si los procesos de paz responden a los temas más sentidos por estas comunidades: tierra, educación,

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salud, vivienda, economía regional, que conduzcan un cambio en las comunidades y la construcción de condiciones de vida digna.

Y si bien continúan los diálogos de paz de La Habana, la pers-pectiva de iniciarlos con el ELN –quien ha tenido gran influencia en el territorio– puede llevar a acuerdos interesantes en relación con temas minero-energéticos. Los procesos organizativos del Casanare han respaldado los diálogos y la construcción de una Mesa Social por la Paz para debatir las propuestas de las comunidades en relación con el posconflicto y proponer la construcción de escenarios donde se garantice la participación popular en la construcción de condiciones para las transformaciones que se requiere, lo que incluye justicia am-biental, reconocimiento de diferentes territorialidades y defensa de los recursos minero-energéticos, como premisas de la construcción de la paz territorial y nacional.

Referencias

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Mapa petrolero de la Amazonia y resistencia en el Caquetá: retos de paz en el posconflicto

Estefanía Ciro, Julián Barbosa, Alejandra Ciro

Centro de Pensamiento A la Orilla del Río

El capítulo presenta la experiencia y retos que enfrenta el territorio del Caquetá ante la arremetida extractivista petrolera en los últimos años en los municipios de San Vicente del Caguán y San José del Fragua, y el más reciente conflicto entre Emerald Energy y los campesinos de Valparaíso1. Argumenta, primero, que los conflictos que surgen entre los pobladores y las petroleras hacen parte de un continuum histórico extractivista que ha caracterizado la manera en que la región amazónica colombiana se ha articulado al capitalismo en el siglo xx y principios del xxi; segundo, que lo que ocurre, más que ser un problema entre dos actores con intereses diferentes, es una pugna entre dos representaciones del territorio amazónico que se refleja en el traslape de dos mapas o representaciones del espacio:

1 Durante el proceso editorial de este artículo empezó la incursión extractivista en los municipios de Paujil, Doncello y Puerto Rico mediante el uso de «Vibros» que consisten en máquinas que generan ondas vibratorias controladas hacia la tierra para explorar fuentes de hidrocarburos y que operan desde las carreteras. Está incursión ya ha generado iniciativas de organización y resistencia campesina que hasta el momento son apoyadas por las alcaldesas de Paujil y Doncello. Se reafirma la preocupación por el futuro del Caquetá ante un eventual posacuerdo. Véase más en Ciro Rodríguez (2016)

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uno que enfatiza el extractivismo defendido por las multinacionales y otro que lo busca franquear, basado en los intereses de los habi-tantes de estos territorios, principalmente campesinos e indígenas; tercero, que esta pugna de representaciones toma nuevos visos en el marco de los diálogos de La Habana entre las Fuerzas Armadas revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el gobierno de Juan Manuel Santos y debe ser concebida como un reto en el escenario de un posacuerdo y, más adelante, del posconflicto.

Es así que es necesario superar la histórica articulación extrac-tivista del Caquetá en aras de crear espacios de paz en el escenario de un posacuerdo. Esto implica inevitablemente ampliar los espacios de participación, como se plantea en lo acordado hasta ahora en las nego-ciaciones de paz de La Habana, y no solo escuchar a las comunidades, sino hacerlas partícipes en la planeación de sus territorios.

En un primer momento el texto presenta la descripción y análisis de la incursión de las petroleras en el marco de una tradición extrac-tivista del departamento del Caquetá, en el contexto de su inserción a la economía capitalista. En segundo lugar, se plantea la relación entre la promoción de políticas minero-energéticas con procesos de «securización» y control militar en zonas foco del conflicto armado, considerando el proceso de retoma del Caguán tras la finalización de las negociaciones entre las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002). En tercer lugar, se presentan las amenazas de un modelo minero-energético para el territorio amazónico. En cuarto lugar, se repasan los elementos que configuran los procesos de organización social y de resistencia en Valparaíso, Caquetá, destacando dos aspectos centrales: el papel de la Iglesia y la victimización por el paramilita-rismo. Quinto, se analizan las relaciones y tensiones que surgen entre el Estado y las autoridades locales en lo referente a los lineamientos de política pública frente al modelo de desarrollo del departamento.

El petróleo se clasifica según la densidad o la gravedad API, un índice que permite, en comparación con el agua, identificar qué tan pesado es el crudo2. Con base en este índice, se puede clasificar como

2 Un índice por encima de 10 implica que es más liviano que el agua y, por tanto, flota. «La gravedad API, o grados API, de sus siglas en

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Mapa petrolero de la Amazonia y resistencia en el Caquetá

ligero, medio, pesado o extrapesado. Históricamente, el petróleo extraído ha sido el ligero, dada las facilidades en costos y tecnología. No obstante, debido a los avances tecnológicos y a los precios inter-nacionales, una nueva era de explotación ha irrumpido esta última década para la extracción del crudo pesado.

Las reservas más grandes de petróleo pesado se encuentran al norte del río Orinoco, en Venezuela; no obstante, grandes reservas que antes habían sido imposibles de explotar se extienden por el mundo. La más famosa reserva, de donde han partido los principales avances tecnológicos, está ubicada en Alberta, Canadá. Allí, su extracción no solo ha transformado el paisaje de la región, sino que también ha motivado diversos conflictos ecológicos.

Aunado a este proceso, las políticas neoliberales de los años noventa y la demanda internacional de minerales desde el 2000 explican el impulso que los gobiernos colombianos –a partir de Andrés Pastrana, pero sobre todo con Álvaro Uribe (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010-)– dieron a un modelo de desarrollo volcado a la explotación minera y de hidrocarburos (Vélez, 2014, p. 47).

Lo que ocurre en el Caquetá, histórico reservorio de petróleo pesado, se da en este contexto, y el objetivo de este capítulo es mostrar la manera en que esta transformación global ha irrumpido en el esce-nario regional para reorganizar y provocar nuevas relaciones entre las poblaciones campesinas, las autoridades locales y el Estado, en el marco de los derechos ambientales de estas regiones y de las negociaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC.

Este es un proceso que está en marcha, por lo que es apresurado sacar conclusiones definitivas. A pesar de ello, es urgente hacer un recuento de lo que ha ocurrido y de las posibles líneas de análisis que es importante empezar a estudiar, a la luz de los procesos que se

inglés American Petroleum Institute, es una medida de densidad que, en comparación con el agua a temperaturas iguales, precisa cuán pesado o liviano es el petróleo. Índices superiores a 10 implican que son más livianos que el agua y, por lo tanto, flotarían en ésta. La gravedad API se usa también para comparar densidades de fracciones extraídas del petróleo» (https://es.wikipedia.org/wiki/Gravedad_API).

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están desenvolviendo –con consecuencias paradójicas en la región– y, principalmente, con el desarrollo de un diálogo de paz con la guerrilla. Estas negociaciones implicarían un desescalamiento del conflicto civil en el Caquetá, pero, a la vez, un avance en la extracción petrolera y, consecuentemente, el recrudecimiento de los conflictos sociales por el medio ambiente.

Nuevo mapa de la explotación petrolera

en la cuenca Caquetá-Putumayo

El departamento del Caquetá está cruzado principalmente por una cuenca sedimentaria reconocida por la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) como la cuenca Caquetá-Putumayo3. Esta limita con la Cordillera Oriental al noroeste, con la serranía de Chiribiquete al este, con Ecuador y Perú al sur y con la Sierra de la Macarena al noreste. La extensión es de 32.800 kilómetros cuadrados y se supone la presencia de crudo pesado. En un estudio de 2009, se habían descubierto 19 campos, 365 reservas de petróleo y 305 reservas de gas, lo que la convierte en la tercera región más importante en extracción de crudo del país4.

Esta cuenca es descrita como una de las «regiones emergentes en la industria extractiva colombiana» (Colombia Energía, 2014). De esta hacen parte pozos históricos, como el de Orito, en Putumayo (Culma, 2015), al oriente, y surgen nuevos, como el Costayaco (Pu-tumayo) y el Capella (Caquetá); al occidente de la cuenca es donde se encuentra el mayor número de bloques exploratorios, de donde se esperan resultados en un mediano y largo plazo. Esta área co-rresponde al Caquetá5.

3 Según estudios técnicos, las cuencas más prolíferas han producido un millón de barriles de petróleo por cada 10 hectáreas, aproximadamente. En contraste, la cuenca Caguán-Putumayo ha llegado a producir la misma cantidad en 42 ha (Vargas, 2009, p. 22).

4 Según un documento sobre rondas de negociación, la cuenca Caguán-Putumayo tiene un área de 110.304 km2, un área disponible de 23.456 km2 y 374 pozos perforados. La sísmica 2D corresponde a 18.730 km2 y se han descubierto 30 campos (ANH, 2009).

5 Colombia Energía, «Caguán-Putumayo, una cuenca productora en Ascenso».

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Mapa petrolero de la Amazonia y resistencia en el Caquetá

Es así que la cuenca Caguán-Putumayo se traslapa con el mapa del departamento del Caquetá. Los conflictos que surgen a lo largo del territorio caqueteño solo se pueden comprender a partir de la comprensión de la contradicción de dos mapas: uno de cuencas pe-troleras y uno de poblaciones que conocen, viven y se extienden a lo largo del territorio amazónico.

La relación del Caquetá con la industria petrolera es reciente. Ya en 1952 la compañía Shell hizo exploración en San Vicente del Caguán, pero en esa época no había tecnología para extraer el crudo pesado (Quintero, 2012, p. 22). Sin embargo, el desarrollo tecnológico y las demandas crecientes del mercado hicieron que el crudo pesado sea hoy una opción viable, y por eso los intereses de las petroleras se han volcado a territorios como el Caquetá (El Espectador, 2011).

En el presente documento vamos a referirnos a tres experiencias de explotación petrolera en el Caquetá en los últimos años: San Vicente del Caguán, Bloque Ombu6, al norte; San José del Fragua, Bloque Topoyaco7, y Valparaíso, Bloque El Nogal8.

En el año 2006, durante la retoma del Caguán –frustrado el proceso de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las FARC–, en uno de los momentos más intensos del conflicto armado en la región, Emerald Energy empezó a hacer operaciones de sísmica en San Vicente del Caguán, y en 2009 inició la explotación de crudo pesado (Quintero, 2012, pp. 22, 24), que desde entonces se transporta en carrotanques hacia el centro del país. Una de las consecuencias es que la explotación en San Vicente fue paralela al recrudecimiento del conflicto armado.

La compañía Emerald Energy tiene su oficina en el Reino Unido y se dedica, entre otras actividades, a la producción y exploración de hidrocarburos. Desde 2009, esta compañía –con 31% accionario en

6 Bloque Ombu es uno de los 21 contratos firmados; cubre áreas disponibles y reservadas para la extracción de Crudo en San Vicente del Caguán.

7 Según la ANH, hay seis contratos de exploración actualmente en el municipio de San José del Fragua: Andaquíes, Cag. 6, PUT 30, PUT 5, Topoyaco y YD PUT 1.

8 El Bloque El Nogal es uno de los tres contratos firmados para exploración y evaluación técnica en Valparaíso.

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manos de un ciudadano ruso y 8% en poder de una compañía rusa de gas– fue comprada por la cuarta compañía de petróleo de china: Sinochem Group, líder también en la venta de fertilizantes, pesticidas y productos para semillas (Hook y Smith, 2010). Desde los años noventa opera en Colombia en el campo Matambo, en Gigante, Huila –con 69 kilómetros cuadrados al lado del río Magdalena–, y actualmente también se ubica en el Magdalena Medio, los Llanos Orientales, el Putumayo y el Caguán9. Para 2008, según Bloomberg, el 70% de los ingresos de Emerald Energy dependían de la producción en Colombia, con utilidades de exploración y producción de ¥$195 millones de yuanes: us$28,5 millones de dólares (Duce y Lundgren, 2009).

Después de la incursión de Emerald Energy en San Vicente del Caguán, en 2010 la empresa canadiense Alange Energy empezó a hacer exploración y explotación en la inspección de Yurayaco, San José del Fragua, pero abandonó sus operaciones aduciendo problemas de orden público (Quintero, 2012, p. 24), hasta ser reestructurada y finalmente comprada por Pacific Rubiales por problemas finan-cieros y de corrupción, con lo que pasó a llamarse PetroMagdalena Energy Corp. (Portafolio, 2011). Las afectaciones ambientales de la explotación en San José del Fragua, principalmente en el Bloque Topoyaco, de las que se hablará más adelante, han sido ampliamente denunciadas por la población.

El más reciente conflicto inició en febrero de 2014, cuando Emerald Energy empezó la socialización del proyecto de exploración petrolera en los cinco municipios del Bloque El Nogal: Belén de los Andaquíes, Florencia, Milán, Morelia y Valparaíso, al sur del Caquetá. A partir de ahí se desarrolló un proceso de organización campesina que rechazó la incursión de la petrolera en su territorio, en vista de las negativas experiencias en otros lugares y por la implantación de un modelo de desarrollo que no está acorde con la condición amazónica de la región. Para 2015, este movimiento de resistencia se había fortalecido y representaba un fuerte contrapeso a la incursión petrolera en el departamento10.

9 Página de Sinochem (http://english.sinochem.com/g858/s1655/t4345.aspx).10 Tanto así que, tras este proceso, se creó la Mesa Departamental por la

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Mapa petrolero de la Amazonia y resistencia en el Caquetá

De esta forma, factores tanto globales (nueva tecnología y mercados petroleros) como internos (política minero-energética de los últimos presidentes y pos Plan Colombia) dieron pie a la avanzada petrolera en el Caquetá, que tuvo como primer elemento la reorganización espacial del territorio y un nuevo mapa –el de los bloques, las cuencas, los pozos, la exploración, la producción, etc.– se dibujó sobre el territorio caqueteño. Lo que muestra este capítulo es la manera como este mapa se traslapó con el mapa de los campesinos del Caquetá, construido históricamente en medio de la guerra y la precariedad.

Esta reorganización espacial y esta superposición de mapas han tenido también como consecuencia dos debates recientes que se han desarrollado en torno al Caquetá. Una primera discusión tuvo que ver con la reorganización territorial del Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018, que ponía al departamento fuera de la Ama-zonia. El interés del Estado colombiano en sacarla de la Amazonia tuvo como contrapeso la organización de diferentes fuerzas políticas del departamento que impidieron la salida. Entre otras cosas, se argumentó, en contra de esta reforma, que facilitaba la entrada de las petroleras a la región.

Por otro lado, el presidente Santos firmó la ampliación del Parque del Chiribiquete en el Caquetá, lo que lo aumentó en casi el doble, hecho no exento de suspicacias, pues finalmente se aseguró una zona, pero también se delimitaron nuevas áreas para la explo-tación. Este reordenamiento deja más claros los espacios que las petroleras pueden utilizar.

Trayectoria del modelo extractivista

en el Caquetá: el otro mapa

Esta imposición de un «mapa petrolero» en el que participan unos actores específicos (Emerald Alange y PetroMagdalena Energy Corp.) no opera en el vacío, pues, por el contrario, el territorio ca-queteño ha sido resultado de procesos de larga y mediana duración

Defensa del Agua y del Territorio que viene acompañando los nuevos procesos de resistencia en Paujil, Doncello y Puerto Rico.

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caracterizados principalmente por su articulación en modelos ex-tractivos capitalistas: del caucho a la ganadería, de la coca al petróleo. Así, sobre una serie de procesos ya establecidos, aparece esta nueva variable: «la llegada de las petroleras», y es en el traslape de ambos mapas donde se desenvuelven los conflictos más recientes.

La incursión petrolera en el Caquetá se enmarca en las histó-ricas relaciones del departamento con el mercado global y el Estado colombiano. A partir de allí, en un primer momento contextualiza-remos brevemente estas relaciones y plantearemos lo que significan en términos de la explotación petrolera y el modelo de desarrollo del departamento. Acto seguido, expondremos algunos problemas de las experiencias en San Vicente del Caguán, San José del Fragua y Valparaíso. Aquí, trataremos la relación entre el Estado central y las autoridades locales, los procesos de resistencia y organización social y, por último, las amenazas que representa la incursión petrolera en el ecosistema amazónico.

El departamento del Caquetá ha sido un territorio amazónico constituido a partir de procesos de colonización que se sucedieron desde mediados del siglo xix y durante todo el siglo xx y generaron una articulación con el Estado que derivó en una relación que prio-rizaba el modelo económico extractivista. Las primeras olas extrac-tivas se remontan al siglo xix cuando la quina, en un contexto de demanda global por remedios para enfermedades tropicales, propio del imperialismo de esta época, articuló el territorio del Caquetá a procesos económicos globales. Después de la extracción de los árboles de la quina, la Revolución Industrial y la invención del automóvil generó una demanda de caucho que convirtió no solo al Caquetá sino a la Amazonia en un proveedor de materia prima. Estos dos fenómenos articularon al Caquetá a la economía mundial a través del extractivismo. En este modelo, las principales víctimas fueron los pobladores de la Amazonia, indígenas que fueron asesinados, torturados y esclavizados en esta lógica económica (ver Casement, 2012). La explotación de quina y caucho marcó así las relaciones de este territorio con la economía global, al configurar el tipo de relación que pervive hoy, a través de otros productos, como la ganadería, la coca y, ahora, el petróleo.

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Mapa petrolero de la Amazonia y resistencia en el Caquetá

La ganadería apareció en el departamento con una ola colo-nizadora huilense producto del cierre de la frontera agraria en el Huila en el siglo xix11. A partir de ahí, se convertiría en el modelo económico legal más importante del Caquetá en el siglo xx. Sin embargo, el modelo ganadero expresó la conflictiva relación del colono con la Amazonia caqueteña, pues en la visión del colono la selva debía ser talada y los animales, desplazados (A. Ciro, 2009). Este proceso, además, fue promovido por el Estado, quien puso en marcha en el departamento proyectos de colonización dirigida12 en los que incentivaba la tala de bosques bajo la figura de «mejoras». En cabeza del Instituto Colombiano de Reforma Agraria, los títulos se adjudicaron a los colonos que hubiesen desmontado dos terceras partes de su baldío (Rodríguez, Gonzales, Gutiérrez, Rey y Arcila, 2000, p. 52), y el 75% de los créditos se destinaron a la ganadería (Amézquita, 1981, p. 59).

La crisis del modelo colonizador en la década de 1970 generó la dinámica «migración-colonización-conflicto-migración» que fue lle-vando a los colonos cada vez más selva adentro y expandió la frontera agrícola (Fajardo, 2009). Como resultado de este modelo, según el sistema Terra-i, el Caquetá es hoy el segundo lugar de América Latina más deforestado (después de la provincia del Chaco, en Paraguay)13. Paralelo a esta crisis, en un contexto de mercado global, entra en escena la economía del narcotráfico. La coca empezó a cultivarse en el Caquetá a finales de los años setenta y empleó la mano de obra de cientos de campesinos que no encontraban, ni encuentran aún, un modelo sostenible que los incluya en el desarrollo económico.

A la par con el aumento de la economía de la coca, se produjo la agudización del conflicto armado. Desde los años sesenta, y en el marco de la represión de mediados de siglo, surgen al norte del

11 Al respecto de este proceso, ver la tesis de Estefanía Ciro (2008).12 En el Caquetá, la Caja Agraria fundó tres frentes de colonización dirigida en

1959: en Mono, Maguaré y Valparaíso. En 1962 el Instituto Colombiano de Reforma Agraria dio inicio al Proyecto Caquetá No. 1.

13 En el proyecto Terra-i intervienen el Centro Internacional de Agricultura Tropical (ciat), el Departamento de Geografía del King’s College de Londres y la Escuela de Ingeniería HEIG-VD de Suiza. Ver Campo (2012).

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Caquetá las estructuras de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-FARC. Este proceso, íntimamente entrelazado con la colonización, será intrínseco a la configuración del Caquetá, a su relación conflictiva con el Estado y a las tensiones en la construcción histórica del Estado nación. Pero el análisis debe ir más allá de una lucha de intereses económicos y ha de pensar en los discursos que se tejen acerca del territorio amazónico. Según Serge (2011), un elemento central es la relación mediada por la representación de las «tierras de nadie», vistas como

«[…] enormes extensiones selváticas», de gran potencial eco-nómico e incapaces de gobernarse a sí mismas […]. Estos territorios han sido posteriormente colonizados por varias oleadas de gentes desplazadas que han llegado buscando nuevos horizontes, convir-tiéndose en «fronteras agrícolas» y, posteriormente, en los «frentes de colonización», que han sido siempre considerados problemáticos por las Administraciones. Hoy son conocidas como «zonas de orden público», donde reina el desorden público, […] que están hoy en el ojo del huracán del intenso conflicto armado que vive el país (Serge, 2011, pp. 16, 17).

Estas tierras de nadie cargan con dos imágenes que median la articulación de estos territorios: la de la enorme riqueza que encierran y la de su «violencia constitutiva» (Serge, 2011, p. 18). En este contexto se ha desarrollado el modelo extractivista en el Caquetá, de acuerdo con la lógica de la explotación y la violencia contra el territorio y sus pobladores, y allí se inscribe la última ola extractivista petrolera.

Traslape de mapas de la incursión

petrolera en el Caquetá en el pos Plan

Colombia: ¿posconflicto o conflicto?

La incursión petrolera reciente al Caquetá empezó en 2006, en pleno contexto de retoma del territorio del Caguán tras la finalización de los diálogos con la guerrilla de las FARC en 2002. Un elemento central para comprender el contexto en el que se da este repunte del conflicto tiene que ver con la ejecución del Plan Colombia a partir de 1999, una nueva etapa de la geopolítica estadounidense que conjugó

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Mapa petrolero de la Amazonia y resistencia en el Caquetá

la lucha contra las drogas con la lucha antiinsurgente. El Caquetá se convirtió en un centro de operaciones, con el fortalecimiento de las bases militares de Tres Esquinas y Larandia.

Como se observa en la Figura 1, los años de la retoma del Caguán fueron los de mayor confrontación bélica en la historia del Caquetá y del inicio de la exploración petrolera por la Emerald Energy.

Figura 1. Violencia en el Caquetá, 1990-2012. Fuente: cinep, banco datos de Derechos Humanos, Derechos Internacional Humanitario y Violencia Política.

La hipótesis es que uno de los objetivos de este avance militar estratégico sobre la región fue asegurarla para la inversión privada. Un futuro no muy lejano permitirá analizar si es más que una coin-cidencia que la arremetida militar y el consecuente debilitamiento de las FARC vaya de la mano de la irrupción de intereses de petroleras en la región. En entrevistas con campesinos del sur del departamento, sus experiencias dejan entrever esta relación entre el Plan Colombia y los intereses petroleros:

Carlos: nos damos de cuenta de la cosa de la fumiga y las re-formas que hay es más que todo donde están las zonas petroleras ahora, hacia donde más fumigaron, fumigaron y fumigaron...

María: son como estrategias.

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Infracción al DIH Acciones bélicas

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Roberto: Son estrategias del mismo gobierno para aburrir al campesino y venir después y comprarle, hacer la negociación con él. Si no hay nada que hacer, si usted llega a que me brinde un jornal, pues de lógico que de una vez lo coge…

José: mire, tenemos una experiencia en La Cristalina, cerca de la Bota Caucana; allá se vio clarito esa parte, ese interés porque, pues, había coca, pero se dio esa fumigación, dos o tres fumigaciones se-guidas; fumigaban la carretera, fumigaron los pastos, las plataneras, todo; pasaban y acababan con todo, y pum, la petrolera, en seguidita, después de eso. ¿Si mira?14

Algo similar concluyen los textos de Vélez (2014) y Vargas (2013), al sostener que la promoción de las políticas minero-energéticas, desde el gobierno de Álvaro Uribe y continuado con el de Juan Manuel Santos, va de la mano de un proceso de securización y control militar de zonas foco del conflicto armado (Vargas, 2013). Según Vélez, «en Colombia, la expansión de la frontera minera se ha dado sobre vastos territorios que están en disputa por parte de distintas fuerzas armadas; es por ello que el fomento de la gran minería supone en muchos casos asegurar el control territorial, lo que incluye el uso de la violencia» (Vélez, 2014, p. 47). En este con-texto de guerra, las principales víctimas fueron los pobladores de estos territorios que, entre otras cosas, vieron muy menguadas sus posibilidades de resistencia a la incursión petrolera en San Vicente del Caguán. Igual que en otros conflictos territoriales del país, las decisiones fueron tomadas en el orden nacional, por la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (anla) y la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH), y no tuvieron participación las comunidades afectadas ni las autoridades locales.

La capacidad institucional del Estado se puso a disposición de la petrolera, por encima de los intereses de las comunidades. Según reportaba la prensa, la población de San Vicente del Caguán veía llegar a ciudadanos chinos en camionetas blindadas, escoltados

14 Nombres cambiados. Conversación grabada con campesinos en Morelia (Caquetá), 19 de junio de 2013.

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por más de 300 soldados de las Brigadas Móviles 9 y 23 del Co-mando Específico del Caguán. Las unidades custodiaban la carreta destapada que comunicaba el casco urbano del municipio con los campos petroleros (El Espectador, 2012). Por su parte, las caravanas de carrotanques que sacan el crudo son custodiadas por cuatro vehículos mecanizados del Ejército. Según prensa, en el trayecto de San Vicente del Caguán a Florencia, el Batallón Cazadores emplea 350 soldados en la protección de los vehículos (El Espectador, 2012).

Aunque parezca paradójico, el incremento de la presencia del Ejército no ha significado necesariamente tranquilidad para sus pobladores, pues, además de las diversas violaciones de derechos humanos, los ataques de las FARC contra las caravanas y los pozos han sido reiterados (El Espectador, 2012). Uno de los hechos más notables fue el secuestro y posterior liberación de cuatro ingenieros chinos de Emerald en San Vicente del Caguán (El Tiempo, 2012). Pese a las acciones bélicas, esto no ha impedido que, según la ANH, para marzo de 2015 la compañía sacara del campo Capella, en promedio, 2.176 barriles por día calendario15.

Esta situación problematiza las nociones de conflicto y de pos-conflicto. La incursión de las petroleras ha estado atada a un proceso de «pacificación» del territorio en el que se ha buscado que un actor armado se imponga sobre otro. Es un proceso de «pacificación» conectado con el pos Plan Colombia.

A pesar de que en el ámbito nacional el discurso del poscon-flicto ha ganado terreno en distintos espacios de la opinión pública, a la región llega con esta contradicción. Frente a la entrada de los intereses mineros, los diálogos de La Habana pueden abrir la puerta a nuevas amenazas al territorio, pues, por paradójico que parezca, la presencia histórica de las FARC había obstaculizado en alguna medida las inversiones de las multinacionales en la región.

Este nuevo período enfrenta al Caquetá con los retos del ex-tractivismo más tecnificado del siglo xxi, pero que, en lo que se refiere al ejercicio de la violencia, a la desigualdad y a la capacidad de destrucción, no llega a ser muy diferente del de la era del caucho,

15 ANH. Estadísticas, Producción fiscalizada de petróleo por campo.

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a principios del siglo xx, cuando la riqueza del mercado en Londres estaba conectada directamente con la expoliación y masacre de los indígenas de la Amazonia. La seguridad jurídica de las multinacionales petroleras que irrumpen en el paisaje caqueteño, y que defiende el Estado colombiano, contrasta con la inseguridad jurídica, ambiental y social de la población que ocupa estos territorios.

Amenazas de la incursión minero-

energética en la Amazonia caqueteña

La incursión petrolera en el Caquetá hace parte de un interés por extraer las reservas petroleras que se encuentran en la Amazonia colombiana (Portafolio, 2015). Según un estudio de la Universidad Nacional de Colombia, en la cuenca Caquetá-Putumayo se calculan recursos prospectivos de 2.340 millones de barriles de petróleo, cifra que la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) da como preliminar, pero que, en caso de ser acertada, duplicaría las reservas actuales del país (Portafolio, 2015). Sin embargo, este interés no se ha visto correspondido con una preocupación del gobierno nacional por fortalecer el control ambiental de este tipo de actividades.

Así, aunque las labores de exploración y explotación petrolera en el Caquetá no llevan aún diez años, ya han sido documentadas afectaciones ambientales. Para San Vicente del Caguán, con la Reso-lución 0687 del 28 de agosto de 2012 de corpoamazonía, se emitió una sanción preventiva contra la Emerald Energy tras construir dos locaciones por fuera de la licencia ambiental, deforestar parte de la Zona de Reserva Forestal y contaminar fuentes hídricas (Díaz, 2015). La alcaldía de San Vicente del Caguán (2012) denunciaba por su parte en 2012 la disminución de las aguas del caño La Guaudalosa.

Para San José del Fragua también se han realizado diversas denuncias. En 2010, la empresa Alange Energy empezó a hacer exploración y explotación en la inspección de Yurayaco (Quintero, 2012, p. 24). Al respecto de esta incursión de la petrolera, una lideresa campesina recordaba:

[…] se comienza con las líneas, que son las detonaciones y el taladro. Entonces, estas detonaciones llegan e inocentemente nosotros los campesinos firmamos algo en lo que no nos estamos dando cuenta

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[…]. Estas perforaciones en algunas partes son descabelladas […]. Como experiencia propia, entraron a mi finca y, cuando nos dimos cuenta, ya estaban perforando para hacer la detonación […] a menos de 13 metros del río. Hoy mi problemática es que estoy amenazada ya por un desastre ambiental, porque eso hizo que quedara movida la tierra y por eso se ha llevado ya más de 14 metros frente a mi hogar (p. 110).

A esto se le suma la construcción de locaciones sobre vertientes de agua que perjudican importantes nacimientos, contaminan fuentes hídricas, desvían el cauce de ríos, al punto de secar brazuelos en el río Zabaleta. Con el inicio de la perforación, los vertimientos fueron depositados en este río y pusieron en riesgo a toda la comunidad, en particular a los niños que estudiaban en una escuela ubicada a la orilla.

Frente a esta situación la comunidad realizó dos paros. La misma líder recuerda haber increpado al ingeniero ambiental en esa ocasión: «cuando él entró […] dijo que era cero contaminación, cero impacto, cero perjuicios al medio ambiente. […] En el paro tuve el valor de encontrármelo y decirle: “aquí estamos, usted nos dijo que era cero contaminación y todo el vertimiento fue a nuestro río. Nuestros peces se echan a morir resultado de lo mismo”» (Quintero, 2012, p. 112).

Los vertimientos también fueron depositados en los caminos y afectaron con su toxicidad a animales y personas que transitaban por allí. Cínicamente, la empresa se excusaba diciendo que la toxi-cidad no era por los vertimientos, sino por las fumigaciones con glifosato que también estaba realizando el gobierno nacional por ese entonces en la zona.

Una dificultad está en que no se exige licencia ambiental para las labores de exploración16. Sin embargo, como lo muestra el proceso

16 A partir de 1995 hubo una disminución del control ambiental sobre las empresas mineras y se eliminó el requisito de la licencia ambiental para exploración, de modo que estas solo quedaron sujetas a presentar un plan de manejo ambiental. Y con el Código de Minas de 2002 se eliminó también el plan de manejo ambiental y se dejó como único requisito una guía minero ambiental. La licencia ambiental solo se exige si se construyen vías de acceso (Londoño, 2012).

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en San José del Fragua y un informe de la Contraloría (2012), la ex-ploración puede generar impactos negativos en el medio ambiente17. Pese a su condición amazónica, la situación en el Caquetá se agrava, por ser el territorio con las cifras más altas de deforestación en el país y porque la percepción que se tiene de él hace pensar que ya no hay mucho por conservar. Además, la dependencia de la ganadería sigue siendo preponderante y persiste la idea de que la riqueza na-tural es un recurso que hay que aprovechar y al que hay que extraer lo más que se pueda.

Pese a las denuncias sobre las afectaciones ambientales en San Vicente del Caguán y San José del Fragua, al día de hoy no hay ningún estudio ambiental sobre los impactos de la exploración petrolera en el Caquetá. Sin embargo, algunos investigadores han empezado a mostrar las consecuencias ambientales y sociales negativas del modelo petrolero en el departamento vecino del Putumayo (ver Ramírez, 2009). Aun así, el piedemonte caqueteño está casi por completo dedicado a la exploración y producción de petróleo, como lo muestra el mapa más reciente de la Agencia Nacional de Hidrocarburos, y aparecen nuevas áreas disponibles para la exploración hacia el sur, selva adentro, ejemplo que vamos a examinar relacionado con Emerald Energy y su incursión en el municipio de Valparaíso, Caquetá.

Valparaíso: resistencia campesina y discusión regional

La experiencia vecina en San José del Fragua alertó prontamente a la comunidad del municipio de Valparaíso sobre la incursión pe-trolera de la empresa china Emerald Energy, quien firmó contrato de exploración y producción de hidrocarburos con la ANH el 22 de octubre de 2012.

Es importante resaltar dos hechos clave en la historia reciente de las poblaciones campesinas del sur del Caquetá, donde se ubican San José del Fragua y Valparaíso. En primer lugar, que entre los años 2000 y 2006 estos municipios fueron el epicentro de la expansión paramilitar y su sangrienta arremetida en el Caquetá. Uno de los más recientes informes de la Comisión de Memoria Histórica hace

17 Ver supra, nota 16.

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un recuento del contexto de terror que tuvieron que enfrentar los campesinos en este período (cnmh, 2015). Es así que la experiencia de violencia aún está muy presente en la memoria de los campesinos, lo que hace aún más valiente su apuesta por la resistencia pacífica en un escenario que fácilmente puede tornarse de zozobra y amenaza. Un segundo hecho a considerar es que a esta zona migraron familias conservadoras –de ahí el surgimiento de la denominada Vicaría del Sur, Diócesis de Florencia –, a diferencia de lo ocurrido al norte del departamento, que se configuró con la «colonización armada», la influencia de la organización política comunista o las asociadas de filiación liberal. Estos dos elementos: los campesinos como víc-timas de la violencia paramilitar y el rol central de la Vicaría, son entonces fundamentales para comprender el camino del conflicto medioambiental.

Para el caso de Valparaíso, el riesgo ambiental reside no so-lamente en la afectación a las fuentes hídricas, sino también en el futuro de dos especies que se encuentran en la lista roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN): el cedro de la especie Cedrela odorata (Mejía, 2015) y un primate conocido como «mono bonito del Caquetá» (Callicebus caquetensis) (García, Bueno y Defler, 2010), endémico de Valparaíso y de las veredas objeto de exploración.

Desde los primeros meses de 2014, cuando la Emerald Energy inició la socialización del proyecto con las comunidades, empezó el proceso de organización campesina, con base en el trabajo de la Vicaría del Sur, que desde 1992 acompaña a las comunidades del sur del departamento. Ante la incursión del modelo minero-energético, estas se apoyaron en la Vicaría para capacitarse y tener elementos de análisis de lo que significaba para el territorio la llegada de la petrolera. A su vez, el trabajo de la Vicaría generó espacios de articulación entre las comunidades de los distintos municipios del sur afectados por el bloque petrolero. Por ejemplo, se escucharon las experiencias que sufrió San José del Fragua, se organizó el primer foro petrolero: «La Explotación petrolera en el Caquetá: leyes, riesgos-ventajas y compromisos» en 2012 (Quintero, 2012) y se publicó, con ayuda de Censat Agua Viva, un documento de diagnóstico y discusión de los

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proyectos minero-energéticos y de la economía verde en el Caquetá (Gómez y Harman, 2014).

A partir de este proceso, las comunidades de cuatro de los cinco municipios afectados rechazaron la incursión de la petrolera y se inició la conformación de lo que se conoce como las Comisiones por la Vida del Agua, que reúnen a seis municipios del sur del depar-tamento y tienen por objeto «agrupar a personas y organizaciones […] que comparten intereses en torno a la defensa […] del agua en el marco de los proyectos extractivos que amenazan y/o se desarrollan en el territorio»18.

Si bien la petrolera Emerald Energy había expresado que no entraría sin el visto bueno de los campesinos, en 2015 continuó presionando su entrada, ahora con estrategias que generaron di-visión dentro de las comunidades. La Emerald Energy ha contratado personas de la comunidad cuyo trabajo consiste en visitar finca por finca buscando la aprobación individual de los campesinos. Ante su negativa, los contratistas por la empresa solicitaban al menos la firma para poder certificar ante la empresa el trabajo y que este pudiera ser remunerado. Algunos campesinos, en consideración de la persona contratada, accedieron a firmar. La empresa usa estas firmas para certificar que hubo procesos de socialización con la comunidad. Otra estrategia para recoger las firmas de los campesinos en las reuniones ha sido la supuesta necesidad de legalizar los refrigerios.

Los métodos utilizados por la Emerald Energy coinciden con las formas de operar de las distintas multinacionales extractivistas en otros lugares del mundo, como México (cdhmaj, 2014), donde un manual antiminero alerta sobre la ruptura del tejido social mediante estrategias como el rumor, las promesas de empleo o de dinero, que logran desestabilizar a las comunidades y generan desconfianzas y enemistad incluso en las vecindades.

Pese al rechazo de las comunidades19, la inminente entrada de la maquinaria de la empresa en mayo de 2015 hizo que la población

18 Comisión por la Vida del Agua. Folleto presentación.19 Consignado en el Acta de reunión del 11 de diciembre de 2014, entre la

Emerald Energy y la comunidad, y en el Acta del 11 de mayo de 2015 de la Asamblea Municipal Campesina de Valparaíso.

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campesina se desplazara hacia la carretera que conduce al punto donde la empresa espera realizar el pozo estratigráfico, en el núcleo La Florida. A partir de esa fecha empezó un bloqueo en el puente de la quebrada La Cacho contra la maquinaria de la empresa, que duró aproximadamente dos meses. Vale aclarar que el proceso de resistencia pacífica solo contempló impedir la entrada de maquinaria de la empresa, mas no de ciudadanos colombianos. Un campesino incluso le ofreció a la empresa sus caballos para que pudieran mo-vilizarse por la zona.

Estado local vs Estado central: conflictos por uso del suelo

y el subsuelo, modelos de paz y desarrollo de la región

En un principio, la organización campesina empezó a ser escuchada por los concejales del municipio de Valparaíso. Aquí debemos tener en cuenta que en estos municipios de sexta categoría los concejales suelen ser ellos mismos campesinos, de ahí que no sea difícil encontrar lazos de identificación entre los reclamos de las comunidades y los de los concejales. En este sentido, durante la Asamblea Campesina del 11 de mayo de 2015 en Valparaíso el presidente del Concejo manifestó «el apoyo rotundo del concejo a la comunidad […] y a las decisiones que tomen las comunidades de Valparaíso frente al ingreso de empresas minero-energéticas al territorio»20. Como parte de este compromiso, la comunidad, de la mano del Concejo, empezó a adelantar una Iniciativa Popular Nor-mativa (Ley 134 de 1994, art. 2) como mecanismo de participación ciudadana que busca convertir en acuerdo municipal la defensa del agua como derecho y bien común en el municipio. Sin embargo, el proceso ha sido obstaculizado, por lo que los campesinos consideran demoras de la Registraduría para entregar los formularios.

Más allá de las demoras de la Registraduría, vale la pena llamar la atención sobre la desventaja en términos de tiempo de las poblaciones campesinas frente a la petrolera, pues las comunidades se enteran

20 Acta de la Asamblea Comunitaria, 11 de mayo de 2015, municipio de Valparaíso, Caquetá.

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mucho después de que la concesión ha sido hecha y a partir de allí cualquier proceso de denuncia o resistencia ya está sobre el tiempo.

En el fondo está la discusión, tan vigente hoy, sobre la potestad de las comunidades y las entidades territoriales para definir el tipo de desarrollo que quieren en sus regiones. La Constitución de 1991 esta-blece que la propiedad del subsuelo pertenece al Estado, por cuanto ello garantizaría la primacía del interés general sobre el particular. Sin embargo, como muestran Coronado y Beltrán (2012), «el vínculo que liga a la propiedad pública de los recursos con la búsqueda del interés general no es siempre directo ni necesario» (p. 267). La renuncia a la explotación y gestión por parte del Estado, la concesión a agentes privados, el aumento de las exenciones tributarias, la disminución en el pago de las regalías, los daños irreparables sobre los ecosistemas y la salud humana, el aumento de la conflictividad social y el poco aporte en términos de empleo hacen que en la realidad las explotaciones minero-energéticas no representen el interés general (Coronado y Beltrán, 2012).

Actualmente, el derecho ha establecido una serie de mecanismos de protección de las comunidades que, sin embargo, se limitan únicamente a los pueblos afrodescendientes e indígenas. En este sentido, las comunidades campesinas del Caquetá se encuentran desprotegidas ante la ley. Uno de los argumentos señala la imposi-bilidad de definir la condición de campesino, como sí es más claro para el caso de indígenas y afros. Sin embargo, este no puede ser un argumento para no asumir la necesidad de protección de sus derechos que tienen las comunidades campesinas.

Ahora bien, la vulnerabilidad de las poblaciones campesinas del Caquetá y, en particular, de Valparaíso también está dada por su condición de víctimas del conflicto armado. Como ya se dijo, entre 2000 y 2006 los municipios del sur del Caquetá fueron territorios de completo control paramilitar. La violencia ejercida por las Autode-fensas Unidas de Colombia (AUC) aunada a la de la Fuerza Pública y las FARC convirtió esta región en un verdadero escenario de terror (cnmh, 2015). Los campesinos del núcleo La Florida, concretamente, acaban de vivir un proceso de retorno a sus tierras acompañados por el Departamento para la Prosperidad Social (DPS). Ser víctimas de la

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violencia no es un simple apelativo, es una condición que configura la identidad de estos pobladores y debe ser tomada en cuenta a la hora de escucharlos.

Aquí es donde resulta fundamental el papel de las Corporaciones Autónomas Regionales que por ley son la autoridad ambiental en las regiones. Sin embargo, es bien sabido que estas entidades están permeadas por el clientelismo, y eso hace que no sean realmente autónomas ni que utilicen los criterios técnicos para responder a los riesgos ambientales que amenazan a los territorios. En el Caquetá, el papel de corpoamazonía ha sido ambiguo.

Por un lado, las comunidades hicieron una solicitud de alerta temprana a la Corporación que fue respondida positivamente por el director de la entidad en noviembre de 2014. Sin embargo, aun siendo la autoridad ambiental del departamento, no hizo presencia en ninguna de las asambleas o reuniones convocadas por la insti-tucionalidad y por las comunidades para tratar el tema21. Tras las denuncias sobre el silencio de corpoamazonía, la entidad acudió a una reunión de las comunidades con la institucionalidad local que se convocó el 27 de junio de 2015 en el puente de la quebrada La Cacho en Valparaíso. La reunión mostró cómo la situación de Valparaíso expresa una demanda departamental por replantear el modelo de desarrollo que la articulación con el Estado central ha traído para la región. Ya no se trata de veinte veredas haciendo el bloqueo de un puente ni de la institucionalidad oponiéndose al «desarrollo», sino de que la región sea pensada de una forma diferente según sus potencialidades.

En acta de esta reunión, firmada por la Gobernación del Caquetá, la Alcaldía de Valparaíso, corpoamazonía, un representante a la Cámara, la Cámara de Comercio de Florencia, la Diócesis de Flo-rencia y las comunidades campesinas en resistencia, se destaca que la protesta que se lleva a cabo es social, civil y pacífica y se exigió no revictimizar a la población. Además, se pidió, entre otras cosas, que

21 Por ejemplo, no asistió a la Asamblea Campesina de Valparaíso, de 11 de mayo de 2015, ni a la reunión convocada por la Iglesia y la Gobernación del Caquetá el 29 de mayo de 2015. A los dos eventos había sido invitada la Corporación.

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a. El gobierno nacional atienda la necesidad de la población campesina en la producción de comida, arreglo de las vías y el subsidio a presiones de sustentación de los productos agrícolas que producen y comercializan.

b. Que el gobierno nacional promueva un debate sobre el modelo de desarrollo para la región amazónica, teniendo en cuenta la vocación del suelo e identidad campesina colona, las riquezas hídricas y la biodiversidad del territorio.

c. Se analice la conveniencia o no, de la implementación de proyectos minero-energéticos para la Amazonía caqueteña y se definan los estándares de protección ambiental para la implementación de este tipo de proyectos en todas sus etapas22.

Pese a este sentir regional, dos días después de la reunión, tropas del Escuadrón Móvil Antidisturbios (esmad), haciendo uso excesivo de la fuerza ante una comunidad que no les opuso resistencia, sacó a los campesinos del puente de la quebrada La Cacho, hirió a tres de ellos, uno de forma grave, y detuvo a un joven que estaba grabando el proceso23. Tras esto, escoltó a la maquinaria de la Emerald Energy para que pasara hacia la vereda La Curbinata, al sitio donde se busca construir el pozo estratigráfico. Ante las denuncias de la comunidad, nadie se ha responsabilizado por la orden dada al esmad. El Ministro del Interior sostuvo que ni ellos ni el presidente Juan Manuel Santos tenían conocimiento de la situación, si bien el viceministro del Interior había viajado numerosas veces a la región a mediar a favor de la empresa. Hasta el momento no es claro aún quién dio la orden de utilizar la policía para la defensa de los intereses de la petrolera.

22 Comunicado a la opinión pública, junio 28 de 2015. 23 Los campesinos narran que cuando llegó el esmad ellos se retiraron de

la carretera. Aun así, el escuadrón destruyó con violencia el campamento y tiró al piso las banderas de Colombia y de la virgen, y pese a que los campesinos se quedaron en una finca al lado de la carretera y la vía ya estaba despejada, se los persiguió y agredió en propiedad privada.

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Comentarios finales

Tras más de un siglo de extractivismo en el departamento, expresado en diversos auges (caucho, quina, ganado, coca), las con-secuencias en el bienestar social y el medio ambiente no perfilan un futuro alentador. Entre otras cosas, el extractivismo, que ha mediado las relaciones del territorio del Caquetá con el Estado nación y con el mercado global, hoy ha hecho del departamento el segundo territorio más deforestado de América Latina24.

El debate sobre la entrada de las petroleras ha fortalecido una discusión regional que expresa un consenso en las instituciones del departamento y en la sociedad en general por construir un modelo de desarrollo acorde con su condición amazónica. En este sentido, insistir en el camino minero-energético es perpetuar el error his-tórico del Estado colombiano, que ha marcado el complejo y precario devenir de la región en el último siglo.

El proceso que se ha adelantado en Valparaíso es una muestra de un posible escenario de posconflicto, en la medida que ha estado blindado de la intervención de actores armados ilegales; en parte, esto ha generado que el movimiento haya crecido al sumar un número de apoyos sin precedentes en otros procesos de resistencia en el Caquetá. Sin embargo, pese a no tener la injerencia de actores armados ilegales, el escenario sigue siendo de vulnerabilidad (y conflicto) para las comunidades en resistencia, pues el aparato del Estado nacional enfrenta sus reclamaciones imponiendo su fuerza.

Habría que preguntarse qué le depararán a estos procesos los acuerdos de La Habana. El punto 2 de la agenda que se negocia entre el gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018) y las FARC-EP discute el tema de la participación política. Según lo acordado, se crearán unas «Circunscripciones transitorias especiales de paz» para las re-giones afectadas por el conflicto armado que implican un incremento temporal de las representación de estos territorios en el Congreso de la República. Además, según los acuerdos, se definirán políticas para una mayor participación ciudadana. Al respecto, se buscarán garantías para la protesta social, para la participación de las comu-

24 Ver supra, nota a pie de página 14.

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nidades en los planes de desarrollo y en los consejos territoriales de planeación. En teoría, comunidades como las de Valparaíso deben no solo ser escuchadas en sus reclamaciones, sino ser partícipes del modelo de desarrollo que quieren para su territorio.

Un ejemplo de los retos atañe a los presupuestos locales. Es nece-saria una reflexión sobre la descentralización del país y el control de presupuesto local y sobre el papel de los representantes políticos de la región, como «bisagras clientelares» que monopolizan el acceso a recursos, que usan a su antojo. A pesar de los problemas, unas de las cosas interesantes que tuvo el Plan Nacional de Rehabilitación fue la posibilidad que tenían las comunidades de manejar ciertos porcentajes de presupuesto para invertir en sus necesidades. La par-ticipación debe pasar por ofrecer las herramientas a estos territorios para diagnosticar los problemas de su entorno y diseñar y ejecutar las soluciones. De lo contrario, la carretera, el puente o los acueductos locales serán el chantaje que las multinacionales utilizarán para vender la idea de progreso y desarrollo en la región.

En este sentido, construir paz en el Caquetá implica hacer conciencia del hecho de que la paz en este departamento pasa por repensar la forma en que el territorio se ha articulado al Estado nación y al mercado global. Esto requiere escuchar a las diferentes fuerzas locales y otorgarles la suficiente autonomía para decidir el destino de su región. También darle la vuelta al argumento de que la «seguridad jurídica» de las multinacionales petroleras está por encima de la seguridad y soberanía social, económica y cultural de los territorios. Y, por supuesto, evitar a toda costa el uso de la fuerza como ocurrió en Valparaíso.

Referencias

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http://www.sanvicentedelcaguan-caqueta.gov.co/apc-aa-files/65366233653962643031396136356161/plan-de-accion-municipal-victimas-2012-2015-san-vicente-1-.pdf (recuperado 2 de julio de 2015).

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El libro Extractivismos y posconflicto en Colombia: retos para

la paz territorial, editado por Astrid Ulloa y Sergio Coronado,

reúne un conjunto de artículos sobre el grande y grave

problema del extractivismo en Colombia. Son doce los trabajos

y un texto introductorio que relacionan los contextos regionales

y nacionales, y desde ahí, su inmersión en la economía global

del capitalismo. Esta investigación constituye un colectivo de

reflexión, un intelectual orgánico que la Universidad Nacional

de Colombia y el CINEP/ Programa por la Paz publican para el

debate crítico.

Son síntesis de investigaciones que han desarrollado las autoras

y los autores, sumadas a una reflexión en torno a una amplia

bibliografía temática. Logran con pericia moverse en diferentes

planos del análisis y las realidades: de la economía política

del extractivismo a su ecología política, sociología, derecho,

geografía y antropología, con lineamientos históricos y de

actualidad.

Las y los autores muestran variopintos estudios de caso, como

el de recursos naturales, páramos, bosques, cultivos de palma,

hidroeléctricas, petróleo, minería de oro y otros metales. Son

artículos documentados, de análisis crítico y de búsqueda

de soluciones. Por ello es también un acervo propositivo,

invocando la acción de las comunidades y de la sociedad, al

igual que se interpela al Estado y sus gobiernos.

La proyección de los análisis se focaliza en el proceso de paz

que se desarrolla en La Habana y en Colombia por parte de las

FARC-EP y del gobierno del presidente Juan Manuel Santos,

partiendo de los acuerdos de diálogo, lo que significa que el

modelo extractivo está en el centro del debate, con mayor o

menor énfasis, pero, en todo caso, en un debate que debe ser

dado en los ámbitos nacional, social y universitario.

Ricardo Sánchez Ángel

ISBN 978-958-775-791-0

9 789587 757910