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Antología

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ÍNDICE Primera Unidad .....................................................................................................................

La gallina degollada ............................................................................................................

La consecuencia .............................................................................................................

La noche de los feos .......................................................................................................

La muerte tiene permiso .................................................................................................

Condenada .....................................................................................................................

La Isla del Dr. Moreau .....................................................................................................

Segunda Unidad ...................................................................................................................

Rosa de dos aromas ...........................................................................................................  

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LA GALLINA DEGOLLADA Horacio Quiroga

(1879-1937)

TODO EL DÍA, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del

matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y

volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un

cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se

mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el

cerco, al declinar los idiotas

tenían fiesta. La luz

enceguecedora llamaba su

atención al principio, poco a poco

sus ojos se animaban; se reían al

fin estrepitosamente,

congestionados por la misma

hilaridad ansiosa, mirando el sol

con alegría bestial, como si fuera

comida.

Otras veces, alineados en

el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes

sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y

mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío

letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas

colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y

desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres.

A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de

marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué

mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño,

libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para

el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de

matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta

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que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche

convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El

médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las

causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento;

pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado

profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de

su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su

primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido.

Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más

allá.

—¡Sí...! ¡Sí...! —asentía Mazzini—. Pero dígame; ¿Usted cree que es

herencia, que...?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.

Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero

hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo,

el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,

sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su

joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro

hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido.

Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día

siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su

amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y

toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no

pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo

como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco

anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron

mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

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Más, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran

compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda

animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir,

cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban

contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían

hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían

colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos

de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa;

pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la

aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo

ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera

aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba,

en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había

tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la

desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos,

echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio

específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto

había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba

las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de

tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo...! ¡No

faltaba más...! —murmuró.

—¿Qué, no faltaba más?

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—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te

quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir...

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables

reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,

esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron

en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del

mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer

Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como

algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado,

pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su

hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia

podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara

distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto

emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente

arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una

persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había

llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro

engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto

posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible

brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al

cerco, abandonados de toda remota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las

golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo

algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la

eterna llaga.

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Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los

fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa:

—¡No, no te creo tanto!

—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste...?

—¡Nada!

—Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier

cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin!— murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo

que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no

ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son

hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,

pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi

padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita

selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había

desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se

han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva

cuanto hirientes fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre.

Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo

abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se

atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,

ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

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El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que

mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con

parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar

frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los

cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la

operación... Rojo... rojo...

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno

perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,

naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más

irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a

su banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el

matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso

saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a

casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol

había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando

los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada

de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco,

miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por

una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y

su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba

pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta

sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y

buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente

estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una

creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.

Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el

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pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse

cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron

miedo.

—¡Suéltame! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de

sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma...

No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles

como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina,

donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la

vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama —le dijo a Berta.

Prestaron oído inquietos pero no oyeron más. Con todo, un momento después

se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el

patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda

se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente

a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta

entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado

del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina,

Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos

sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

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La consecuencia

Michael Ende. (1929-1995)

El profesor Karl-Ludwig Ehwald, premio Nobel por sus trascendentales descubrimientos en el campo de la fisiología cerebral, se queda un día dormido, en un súbito e inexplicable ataque de sueño, sobre su mesa de trabajo. Al despertar se encuentra en un futuro no muy lejano, más o menos en el año 2237. El lugar sigue siendo su estudio, que no ha sufrido ningún cambio, pero que se halla ahora en el Museo Karl-Ludwig Ehwald.

Es saludado por algunos científicos que se presentan a él como sus hijos espirituales. Le explican que no está viviendo en absoluto un sueño. Hasta le demuestran, en la medida en que ello es posible, que lo que le rodea es realidad. Tales experiencias de saltos en el tiempo se deben a un corrimiento temporal en las paralajes, que para entonces ya se puede calcular previamente pero todavía no generar a voluntad. Se trata de un fenómeno, por así decir, natural, que ya antes era conocido, pero mal interpretado. En cualquier caso -le explican- el viajar a voluntad a través de los tiempos no es posible. El periodo de tiempo que dura el fenómeno y del cual, por consiguiente, dispone él asciende a sesenta y dos horas y treinta y ocho minutos. Pasado este tiempo, deberá regresar, pero eso sucede por sí solo, le dicen, por eso no tiene que preocuparse.

Ehwald decide conocer lo más a fondo posible ese para él mundo futuro y sus progresos. Se le da, con la mayor gentileza, toda libertad, se le procura vestimenta adecuada a los tiempos y todo lo necesario y hasta se le pone a disposición una joven intérprete (germanista), pues el lenguaje ha sufrido lógicamente grandes cambios, y muchas palabras le resultan desconocidas.

El nuevo mundo que descubre le resulta casi paradisiaco. Todas las personas que encuentra son de una extraordinaria mansedumbre y amabilidad, para el gusto de Ehwald todo lo más un poquito aletargadas. Se entera de que ya no hay criminalidad, agresiones o comportamiento inmoral, o sea, nada que haga daño a los demás o a uno mismo. Tampoco son posibles los accidentes de tráfico, pues para entonces todas las máquinas son de una seguridad absoluta y se adelantan a cualquier decisión de las

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personas. Tampoco existe el suicidio, y las guerras son totalmente inimaginables. Incluso el matar a los animales para la poca carne que se necesita (casi todos los hombres son vegetarianos) se hace por medio de máquinas que, con absoluta garantía, no causan ningún género de dolor. Tampoco hay combates de boxeo ni otros deportes violentos, que exciten las agresiones, sólo bailes en grupo y juegos de destreza.

Una vez, sin embargo, observa Ehwald a un grupo de jóvenes que están en un patio retirado y que con los torsos desnudos parecen entregados a un extraño juego: uno está de pie, sonriente, y grita algo, tras lo cual otro joven, igualmente sonriente, le amenaza con un afiladísimo cuchillo.

La discusión parece que reduce un poco su inercia, finalmente el segundo joven alza el cuchillo como para clavarlo, pero en el mismo instante cae al suelo como tocado por el rayo. Ahora, el primero recoge el cuchillo y amenaza con él a un tercero: el mismo efecto. Al final todos yacen por tierra, inconscientes pero sonrientes aún, y muy lentamente van reanimándose. Algunas personas mayores observan con gesto de enfado el juego, uno murmura: «¡Qué infantilismo!». La intérprete explica que el juego es completamente inofensivo. En su voz, Ehwald cree notar un cierto pesar.

Ahora, el viajero comienza a interesarse por la cultura de ese mundo: ¿cómo es el arte, cómo está conformada la ética, la religión de esos hombres? En primer lugar, es llevado a un concierto y sufre un shock. Lo que allí escucha le pone los pelos de punta. La llamada música es un infierno de agresividad, en comparación con la cual los más salvajes ritmos de rock actuales resultan ser canciones infantiles.

En segundo lugar, lo llevan a un holo, lo que corresponde más o menos a nuestros cines actuales, sólo que las proyecciones son tridimensionales y completamente realistas. El espectador se encuentra en medio de ellas. Nunca hasta entonces había visto Ehwald tal acumulación de cosas repugnantes, de violencia, sadismo y brutalidad.

Al final tiene que vomitar, pero los demás espectadores, incluida la joven intérprete, parecen habérselo pasado muy bien.

Finalmente, Ehwald se refugia en una iglesia, esperando encontrar, al menos allí, algo distinto. Pero esas instituciones del futuro no tienen nada en común con las que él conoce. Allí tampoco encuentra sino representaciones de las más espantosas torturas y tormentos; el ritual al que asiste le parece una pura blasfemia, un ensalzamiento de la infamia y el mal. Completamente trastornado, Ehwald regresa a su museo. No entiende cómo se ha podido llegar a tal estado de cosas, qué ha sucedido.

En el tiempo que aún le queda busca respuesta en los colegas, quienes, con la amabilidad que los caracteriza, le dan todas las informaciones: no depende ya de la voluntad de los hombres -eso le explican-sino que a éstos les es literalmente imposible hacerse daño unos a otros, más aún, les es imposible obrar el mal. El mal existe sólo en la ficción, allí donde, por así decir, sólo puede surgir de una forma irreal, no pudiendo por eso hacer daño a nadie. Es sólo imaginable -y por eso como un deseo soñado-, pero no

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puede ser llevado a la práctica. Los hombres son físicamente incapaces de ello. En cuanto uno decide de verdad hacer algo que pudiera dañar a otro, pierde el conocimiento. Y justamente porque está fuera del alcance, el mal es venerado y adorado. A este proceso han contribuido en alto grado -le explican ahora a él- los descubrimientos de Ehwald en el campo de la fisiología cerebral. Ellos hicieron posible la manipulación del llamado «hielo negro» en el cerebelo, una estructura celular molecular en la que tienen lugar las decisiones morales. A principios del siglo XXI se supo que la recién descubierta radiación de Kelber ejerce en ese centro una influencia que imposibilita los actos criminales e inmorales pues, cuando se presenta un caso así, tiene lugar una especie de efecto retroactivo que lleva a la pérdida del conocimiento en la persona correspondiente. Al principio, el tratamiento se aplicó a los delincuentes. Su capacidad de cometer delitos pudo ser eliminada mediante una radiación continua sin secuelas de enfermedad, como pasaba antes con la lobotomía. Justamente ellos se convirtieron después en miembros especialmente útiles de la sociedad humana.

-Bueno, sí -grita Ehwald-, con los delincuentes, pase, pero ¿qué ocurre con los otros? La humanidad no consta únicamente de delincuentes.

Indudablemente, le responden, pero de eso, en definitiva, ya no se podía uno fiar. Con el tiempo, el progreso científico y técnico había traído inevitablemente consigo que todos sus logros estuviesen más a disposición de todo el mundo. Era un proceso imparable. En los tiempos de Ehwald todavía se mantenía un cierto secreto -para mencionar esto sólo a manera de ejemplo-en lo concerniente a las armas genocidas. Había acuerdos sobre la prohibición de armas nucleares y cosas semejantes. Pero eso, lógicamente, no podía ser efectivo a largo plazo. Llegó un momento en que cualquier estudiante de bachillerato podía elaborar, con la técnica de los genes, su propia plaga de la humanidad, cualquier reyezuelo megalómano podía construir su propia bomba atómica con la que eliminar toda vida en la tierra. La humanidad estaba así sometida al chantaje de cualquier suicida celoso que quisiera vengarse del mundo injusto o de su amante infiel exigiendo cosas absurdas. Los secuestros de aviones en la época de Ehwald fueron sólo un inofensivo comienzo, pero cuanto más complejo era el sistema y más disponible estaba, tanto más se iba exponiendo éste a todo género de abusos. Por eso no quedó otra solución que ser consecuente, a la vista de ese proceso irreversible, y eliminar radicalmente cualquier posibilidad de abuso para garantizar la supervivencia de la especie humana. Y eso fue decidido, hace más de una generación, por el Consejo superior de Seguridad Mundial y puesto en práctica por los científicos. Entretanto existe ya una emisora de rayos, que se procura a sí misma energía y que por vía satélite envuelve a la tierra entera en la radiación de Kelber. Desde entonces, la cuestión del bien y del mal ya no existe, sólo se interesan por ella algunos historiadores.

-¡Hay que destruir sin falta esa emisora! -tartamudea Ehwald.

Eso, le dicen, es completamente imposible. Se han tomado medidas preventivas para evitar de todas todas ser otra vez objeto de chantaje. NIngún ser vivo puede alcanzar, y menos aún desconectar, esa emisora. La propia radiación de Kelber lo impide. Y eso está

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bien, opinan unánimemente los colegas. Sólo hay que pensar, dicen, en lo que sucedería, dada la disposición de ánimo que se ha generalizado entre los hombres, dada su adoración de la violencia y de la brutalidad imaginaria, si fuese posible desconectar la emisora. Sería, con toda seguridad, el final de la historia humana y de todo el globo terráqueo.

-Y usted, respetado profesor Ehwald, tendrá que opinar con nosotros que una humanidad viva sin libertad de decisión moral es mejor que una humanidad que, con toda seguridad, se exterminaría a sí misma, pues para ello sería ya suficiente un único criminal, loco o falto de escrúpulos.

El profesor Dr. Karl-Ludwig Ehwald es catapultado a su propio tiempo. Aquella misma tarde reduce a cenizas, en la chimenea de su estudio, los resultados, esperados por todo el mundo, de su trabajo de investigación de cuarenta años sobre el complejo celular del cerebro humano que en siglos posteriores recibiría el nombre de «hielo negro».

No sabe que en la universidad de Heidelberg un joven investigador, basándose en las publicaciones anteriores de Ehwald, descubre en ese mismo instante las mismas células.

La noche de los feos Mario Benedetti

(14 de septiembre del 1920)

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.   Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas

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parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal. Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó. La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo. Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. “¿Qué está pasando?”, pregunté. Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma. “Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”. Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo. “Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?” “Sí”, dijo, todavía mirándome. “Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”

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“Sí.” Por primera vez no pudo sostener mi mirada. “Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.” “¿Algo como qué?” “Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.” Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas. “Prométame no tomarme como un chiflado.” “Prometo.” “La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?” “No.” “¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?” Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata. “Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.” Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico. “Vamos”, dijo. No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse. Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme ( y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos ( al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas. Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

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La Muerte tiene Permiso Edmundo Valdés

(1915.1994) Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a pace su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la .La última juerga, las intimidades de la muchacha que debuto en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.  

⎯Si, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro...

⎯Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.

⎯¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.

⎯Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, y ¿van a inventar ellos todo eso?

El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.

Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: Ia asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de Iluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.

Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.

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El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.

⎯Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.

Ahora, el tumo es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un Candil.

Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quien es el que debe tomar la palabra.

⎯Yo crioque Jilipe: sabe mucho...

⎯Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez...

No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:

⎯Pos que le toque a Sacramento...

Sacramento espera.

⎯Ándale, levanta la mano...

La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.

⎯Órale, párate.

La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:

⎯A ver ése que pidió la palabra, lo estamos esperando.

Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que solo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.

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⎯Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quito sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal.

Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.

⎯Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que disque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo unos señores de México que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos...

Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.

⎯Pos luego lo de mijo, siñor. Se encorajino el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbio la cabeza. De nada le valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle... Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada...

La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.

⎯Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos...

Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.

⎯Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvarnos las cosechas, esta lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las

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dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada.

Y se alboroto la gente de a de verás, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.

Por primera vez, la voz de Sacramento vibro. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.

⎯Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos aquí tornar providencias. A Ustedes- y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…

Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.

⎯Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.

⎯No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Seria cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia; ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles Io que piden.

⎯Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.

⎯Seria justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.

⎯¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.

⎯Yo pienso como usted, compañero.

⎯Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.

Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.

Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.

Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.

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Se pone a votación la proposición delos compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que levanten la mano…

Todos los brazos se tienden a lo alto. También las de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.

⎯La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.

Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.

⎯Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas esta difunto.

CONDENADA Monserrat Nieto Cuevas

(1 de mayo de 1984)

No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas Julio Cortázar, 62/Modelo para armar

-Estás loca de atar-, dijo el juez a la sonriente condenada. -Sólo una maníaca como tú podría sonreír ante tal condena-.

-Pero ¿A qué debo temerle? si la puerta de mi celda siempre permanece abierta y la ventana de la misma da al mejor paisaje a la redonda. A través de ella el viento fresco entra y perturba mis apacibles amaneceres, el canto de las aves armoniza mis días, el sol destella a mis ojos e ilumina la habitación entera, además nunca estoy sola- Dijo mientras la encerraban en el calabozo más oscuro y aislado de la torre.

Ella seguía sonriendo.

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Rosa de dos Aromas Emilio Carballido

(1925-2008) . Personajes: Gabriela Marlene Acto I Ocurre en un foro prácticamente vacío. Es posible tener un fondo distinto para cada lugar que se sugiera. (En sendas sillas, dos mujeres esperan. La primera lee, toma notas en una libretita o subraya en el libro. La otra no tiene nada que hacer. Se ve al espejo, se retoca. Se ve las uñas, se sienta y se observa el peinado.) SEGUNDA.- Siquiera usted trajo libro. PRIMERA.- ¿Decía? SEGUNDA.-Que siquiera trajo libro. No hay aquí ni una revista. PRIMERA.- No, ¿verdad? (Sigue en lo suyo) SEGUNDA.- Se tardan. Hágame favor: ¿qué tanto es sacar a un pobre infeliz de su celda y traerlo aquí? (Pausa larga) PRIMERA.- Papeleo. SEGUNDA.- ¿Cómo? PRIMERA.- Papeleo. Digo, que han de… sellar papeles y… firmar y… cosas de… esas. Papeleo. Para traerlo. SEGUNDA.- Ah, pues sí. (Silencio. Ahora, la primera se fastidia con su libro.) PRIMERA.- No es novela. SEGUNDA.- ¿Qué?

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PRIMERA.- Esto. Es un libro técnico horrible. Libro técnico. SEGUNDA.- Ah. (Pausa. La primera vuelve a su libro.) Usted es técnica. PRIMERA.- No. Traduzco. Me lo traje para adelantar un poco. Leo, subrayo, hago notas… SEGUNDA.- Traduce… ¿del inglés? PRIMERA.- Sí. SEGUNDA.- ¿Y le pagan por eso? PRIMERA.- ¡Claro! Es mi trabajo. Si no, ya parece. “Un dilema, adobe o cemento en la vivienda popular”. Hágame favor. También se francés. SEGUNDA.- Ah. Pues sabe muchos idiomas. PRIMERA.- Dos, nada más. Bueno, y el español, tres. SEGUNDA.- Son muchos. Yo, con trabajo, el español, así que… ¡y sirve el inglés! Tengo un saloncito de belleza y a veces caen gringas. Estaría bien saber inglés. PRIMERA.- Pues sí. SEGUNDA.- A ver si un día aprendo. PRIMERA.- Estaría bien. SEGUNDA.- Aunque no tengo tiempo, en realidad. PRIMERA.- En su casa, con discos. SEGUNDA.- Mh, mi casa; tengo dos hijos: el mayor y el chiquito. PRIMERA. —Viene a ver a su esposo. SEGUNDA.- Eh, sí. Mi señor. Es el papá del más chico. El mayor fue de otro papá. PRIMERA.- Se divorció. SEGUNDA.- Me separé. Divorcio… pues para qué. No tiene caso.

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PRIMERA.- Divorciándose, puede casarse otra vez. SEGUNDA.- No. Es que… con aquél no estaba yo casada. PRIMERA.- Aaah. Ah. Qué bueno. Así pudo casarse ahora. SEGUNDA.- Casarme… pues, no. Con éste, tampoco. PRIMERA.- Ah, sí. Eh, bueno, no es… no importa tanto. Para seguridad, si acaso. Poder exigirle. SEGUNDA.- Seguridad… de todos modos son desobligados. ¿A poco no? ¿A poco no es desobligado el suyo? PRIMERA.- ¿El mío? (pausa) sí. SEGUNDA.- Y usted es casada. PRIMERA.- Sí. SEGUNDA.- Y ya ve, anda acarreando a todas partes su ladrillo en inglés. Se ve que la cosa está grave. PRIMERA.- Eh, ah, mh, bueno… con él aquí… es que con el accidente que tuvo… SEGUNDA.- ¿Accidente? PRIMERA.- Maneja muy mal. Atropelló a una muchachilla y parece que no fue grave, pero… aquí lo tienen. SEGUNDA.- ¡Qué barbaridad! ¿La mató? PRIMERA.- Ni lo mande Dios. No, no fue grave, parece. Todavía no veo a Maco, no sé realmente que pasó. Pero tiene derecho a fianza, entonces, no puede haber sido tan grave. SEGUNDA.- Lo del mío si fue grave. Lo acusaron de violación. PRIMERA.- ¡Violación! SEGUNDA.- Dizque. De una menor. Pinche escuincla caliente. Son provocativas y se acorazan con los profesores. Y luego van a chillar con sus papás, que “ay papá, ya me

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ponchó el profe”. ¡Y son ellas las que empiezan! Eso le sucedió a Tony. Yo digo: él es hombre, le llegan las chamacas, de resbalosas, ¿qué va a hacer? PRIMERA.- Aguantarse. La verdad, me parece un abuso meterse con una alumna. SEGUNDA.- ¿Pero si la alumna se mete con él? PRIMERA.- ¡Pues rechazarla! Con buen modo. Es un abuso porque el maestro es centro de atención y de atracción. Por el poder que tiene, porque es imagen paterna. ¿A poco es bonito que un papá se meta con su hija, aunque ella empiece? SEGUNDA.- No, pues no, claro. No, la verdad. Y bien que se nos antoja a todas nuestro papá, pero pues no. PRIMERA.- ¿Ya ve? Perdone la franqueza. Mi marido también es profesor y si yo le supiera que había hecho algo así, me iba a oír. SEGUNDA.- No, fíjese, yo estoy bien enojada. Pero… me pongo en su lugar. PRIMERA.- Yo también he dado clases y mire, como no estoy vieja ni parezco espantajo, toda la bola de escuincles andan queriendo restregárseme y me ponen ojos de borrego. Luego, dicen que me van a llevar los trabajos a mi casa. “Si no estoy, se lo dan a mi marido.” Con eso se calman. Ya parece, bola de muchachos granosos… SEGUNDA.- Tiene razón: los escuincles con granos son horribles. Yo tengo una receta que quita granos y barros. Se la voy a dar. (La primera va a aclarar algo, mejor se calla. Busca un cigarro) PRIMERA.- ¿Fuma? SEGUNDA.- ¿Se podrá? PRIMERA.- Yo diría que sí. No hay ningún letrero. SEGUNDA.- Ay, bueno, sí. Gracias. Ya me andaba de ganas. No hay ceniceros. PRIMERA.- En un kleenex echamos la ceniza. (Fuman. Pausa) SEGUNDA.- Yo me llamo Marlene. Me pusieron igual que al salón de belleza, porque a mi madre le encantaba esa artista del cine mudo, Marlén Dietric.

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PRIMERA.- (Muy alemanamente) Marlene Dietrich. Es del cine hablado. MARLENE.- Esa. Pues así me llamo, Marlén. Pero me acostumbré a decirlo con la e porque la gente es muy ignorante y siempre la pronunciaban, lo mismo en la escuela, Marlene. PRIMERA.- Es alemán, si se pronuncia la e. MARLENE.- ¿Ah, sí? También sabe alemán. PRIMERA.- Muy poco. Pero sé pronunciarlo. MARLENE.- Mire. (se ríe a fuerza.) Pues las ignorantes éramos mi mamá y yo. Así que siempre fui Marlene. Pues de todos modos, Marlene me quedé. ¿Y usted? PRIMERA.- ¿Yo? Me llamo Gabriela. MARLENE.- ¡Ay que bonito! Y ése no pasa de moda, como el mío. Hubo una serie en la tele, “Gabriela” muy rete buena. ¿La vio? GABRIELA.- Ay, me enteré, nada más. MARLENE.- ¿Usted qué edad cree que tengo? GABRIELA.- Eh, no sé… MARLENE.- Así, honradamente. GABRIELA.- Pues… es muy arriesgado andar adivinando edades. Y peor, honradamente. MARLENE.- Qué razón tiene. Yo no represento mi edad. Todo mundo piensa que soy menor, por eso le preguntaba. Me cuido. Bueno, tengo el salón. Me hago todos mis tratamientos. Una tiene que cuidarse, porque si me ven fodonga y horrorosa, van a decir: “así sale una de su salón”. Y tampoco, digo… no estoy tan tirada a la calle… GABRIELA.- Se ve muy bien. MARLENE.- Favor que me hace. Le voy a dar una tarjeta, por si quiere arreglarse. Con ésta le hago descuento. Aunque usted es así como hippie, ¿verdad? GABRIELA.- No. Soy de ésas que vivieron los sesenta y les dio un aire.

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MARLENE.- Puedo hacerle un crepé o un afro… ¿qué edad tiene? GABRIELA.- Adivine. MARLENE.- Si era usted estudiante en los sesenta… GABRIELA.- Preprimaria. Pero estoy muy acabada. (se sonríen, Marlene entendió que fue un chiste.) MARLENE.- Ni crea que no estoy furiosa con Tony. Pendejo. Habiendo tantas muchachas calientes mayores de edad, hijas de pobres, ¡tenía que meterse con una menor, hija de un influyente! GABRIELA.- Sí, la verdad. Qué mal tino. MARLENE.- ¿Y su carro, ya lo sacó del corralón? GABRIELA.- No tenemos coche. MARLENE.- ¿No atropelló su señor a una chamaca? GABRIELA.- Ha de haber sido en coche prestado, no sé cómo fue. Ahora me contará. (silencio, fuman) ¿Y cómo les explicó usted a los niños? MARLENE.- El de él tiene año y medio, no hace falta. El grande, se va a poner feliz. No lo quiere. Celos, ya usted sabe. GABRIELA.- No ha sabido ganárselo. MARLENE.- Tony, no es muy de niños. Y como sale tanto… da unas clases en Toluca, media semana, y va luego a Xalapa y da un mes de clases, o dos… no es muy de niños, no les tiene paciencia. ¿Y a los suyos, qué les dijo usted? GABRIELA.- La verdad, es lo mejor. Claro, lo mío es fácil: que tuvo su papá un accidente y lo metieron a la cárcel. Eso es lo que impresiona, se me hizo cuesta arriba contárselos, pero ¿Qué tal si luego sale en el periódico y se enteran en la escuela? MARLENE.- Lloraron mucho. GABRIELA.- Eh pues… lo sintieron claro. Bueno, la verdad, a os chicos se les hizo muy divertido. Como ven presos en la tele y… a esa edad… tienen tres, cinco y nueve.

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MARLENE.- ¿Y todos son de él? GABRIELA.- El mayo no. Me divorcié. MARLENE.- Usted sí. GABRIELA.- Yo sí. (Un silencio) MARLENE.- ¿Y le dio pensión? GABRIELA.- Mh, pensión…¿sabe cuánto? Trescientos pesos para el niño. Hasta se me olvida cobrarlos. Es abogado. Por poco me quita a mi hijo, pero se casó luego luego y así ya quedé libre. MARLENE.- ¿Y si él no se casa, usted tampoco? GABRIELA.- No, porque me quitaba al hijo. MARLENE.- ¿Ve para qué sirve casarse? Ay, qué bueno que yo no. ¡Nunca! ¿Y el mayor sí quiere a su marido? GABRIELA.- Es… algo celoso. Quiere mucho a sus hermanos y… sí, se lleva muy bien con Maco. Hasta le pregunta cosas de la escuela. Cuando lo ve. Es que Maco también viaja mucho. Da unos cursos en Cuernavaca y… también en Xalapa. Ha de conocer a su marido. MARLENE.- Sí ¿verdad? Con suerte hasta yo lo conozco. ¿Cómo se llama su esposo? GABRIELA.- Marco Antonio Lesur. ¿Y el de usted? (Un silencio) MARLENE.- Marco Antonio Lesur. GABRIELA.- Eso es. ¿Y el de usted? MARLENE.- El mío. Así se llama. Marco Antonio Lesur. (Gabriela, tras unos segundos, entiende. Lanza una exclamación)

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GABRIELA.- Atropelló a una menor… ¡aah! ¡Atropelló… a una… menor! (Quedan viéndose de arriba abajo, se examinan con rayos X) GABRIELA.- Visítelo a gusto. Ya me voy (sale) MARLENE.- (Está rígida y muda) ¡Que lo visite su madre! (sale) Acto II (Libreros, escritorio y sillón. Gabriela escribe a máquina, traduciendo su mismo librote. Entra Marlene. Se ven. Silencio) GABRIELA.- ¿Y usted qué viene a hacer aquí? MARLENE.- Tengo que hablar con usted. GABRIELA.- No tengo nada que hablar con usted. MARLENE.- ¿Me va a echar? GABRIELA.- Yo no echo a la gente de mi casa. (La otra se sienta). Tampoco dije “siéntese”, ¿sabe qué? Sí la voy a echar. MARLENE.- Pues no me voy. Tengo que hablar con usted. GABRIELA.- No. Se va a largar. MARLENE.- Sáqueme. Le va a encantar a sus hijos ver la escena. (Quedan viéndose.) GABRIELA.- (Sale y dice) Niños, a la cama. Anden. Prendan la tele, pónganla fuerte. Adrián ¿por qué razón dejas entrar a cualquiera hasta mi estudio? MARLENE.- Ay, sí su estudio. Su covacha será. (Vuelve Gabriela. La ve en silencio. Se sienta.) GABRIELA.- ¿Qué quiere? MARLENE.- Problemas de dinero…

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GABRIELA.- ¿Qué? ¿De qué? MARLENE.- ¿No ha visto a Tony? GABRIELA.- Tony, qué chulo se llama con usted. MARLENE.- Yo le digo Tony. Con usted se llama ¿Moco, caca, mico? GABRIELA.- Todo eso y peor. Claro que no lo he visto. MARLENE.- El asunto es grave. La muchacha… GABRIELA.- No quiero saber nada de eso. Váyase ya. MARLENE.- La esposa decente. Muy ofendida. Porque tiene el pinche papel de dueña. Cama con contrato. Pues me hizo tan pendeja como a usted. ¿A poco yo sabía que tenía otra casa? Me llegó como separado de una mujer insoportable, eso me dijo, una que se creía su mamá y le hacía la vida imposible. ¡No digo que fuera usted! El decía que la dejó desde hace tres años. Ha de ser la anterior, que le cambió fechas. Y decía que vivía solo. ¿Entonces, qué? Y luego me hizo el hijo. GABRIELA.- Pues vaya, puedo quejarme más, yo estaba muy a gusto. ¿A poco cree que me fascina meterme con el hombre de otra? MARLENE: Lo que pasa… que sí lo quiero, para que me hago la que no. ¡Claro que lo quiero, y no soporto que esté preso! ¿Sabe cuánto va a cortarle salir? ¡Un millón de pesos! Y si no, son como diez años. Diez años en la cárcel porque una puta caliente menor de edad fue a restregársele cuando él estaba distraído. GABRIELA.- Diez años por joder abusivamente la vida de una pendeja: muy merecidos. MARLENE.- ¿Joderle la vida? La pendeja tiene dos coches, uno deportivo y otro más serio, europeo. Le hicieron aborto de lujo, divino, que ya quisieran nuestros partos. La van a mandar al crucero del amor, como consuelo, con un baúl de anticonceptivos para que no le hagan otra panza. GABRIELA.- Entonces él quería dar braguetazo: botarme a mí y botarla a usted, eso fue todo. Dio su clase de marxismo con la voz más cachonda que de costumbre y se cogió a la niña contra el pizarrón, pero le falló, le falló, ya váyase y déjeme en paz. Estoy enojándome mucho.

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MARLENE.- Usted es muy cínica. Con suerte y está bien, pero yo no l soy. Bueno, si lo soy ¡pero no me gusta! Y yo quiero a Tony. A Marco Antonio, vamos a decirlo así, pues. ¿Usted cree que me siento bien? Me siento vieja, destruida, arrugada, fea. Porque esa niña, además, está preciosa. Claro, a ver cuánto le dura. La que no esté preciosa a los 16, que se suicide, o que vaya del diario a mi salón. ¡Y por culpa de usted, me siento imbécil! Ay, sí, tan culta, habla tantos idiomas, tiene tanta clase… ¡Hasta se sabe mi nombre mejor que yo! La ha de haber conocido en el Templo del Saber. Y a mí me pescó cabareteando, y nunca hablamos de nada en especial. Pues de qué iba a hablar conmigo. Y es que mi amiga Tere anda con un subsecretario que es amigo de Tony, de Marco Antonio, y un día salimos los cuatro juntos y me llevaron a sitios tan lujosos… yo me sentía logradísima de que gastaran tanto en mí. Y otra vez, una fiesta en casa de este cuate… y todos empezaron a encuerarse y me querían obligar a que yo también y me querían drogar. Y le pateé cuanto pude a varios y empecé a llorar. Me sacó de allí Tony, Marco Antonio, y… me trató con algún respeto. Digo, no mucho, pero… ¡diez años en la cárcel, cómo va a ser! Y pensé, ni siquiera vendiendo mi salón, hipotecarlo no se puede, el local no es mío, aunque tengo todavía el contrato de mi mamá, la renta es nada, sale regalado… y no sé cómo juntar ese dinero! Si acaso, si acaso, vendiendo unos aparatos muy modernos que logré pasar de falluca, y con unos préstamos, si acaso, ¡podría juntar medio millón! Porque si vendo el salón, me muero de hambre, y mis dos hijos pues… pues también. No, no, eso sí no se puede. Entonces, con trabajo, tal vez llegue a juntar medio millón y … pensé entonces… si usted no podría juntar la otra mitad. (empieza a llorar) pues yo sola, cómo… y ya luego que se quede viviendo con usted. O se largue con la chamaca, si se le da la gana, porque tonta no soy, ya me di cuenta de todo. Claro, con la chamaca no va a irse, lo balacean los padres. Con usted será no soy estúpida. ¿A poco cree que quiero sacarlo por mí? Es por él. Que pase lo que él quiera, que se largue con quien le dé la gana, yo sé que no soy nadie para él. Lo que no soporto, que esté preso. ¿Leyó “la isla de los hombres solos”? GABRIELA.- Sí. Y ya vi cuánta nobleza hay en su alma y cuánto sentimiento bello. Ahora, lárguese al carajo, ande. Los niños están encerrados y no van a ver lo que pase si usted no se va. Yo soy la mujer sin alma y tengo el corazón de piedra. ¡Fuera, pendeja, cursi, pendeja! ¡Largo de aquí! MARLENE.- (Se levanta, muy digna) Chingue usted a su madre. (Sale) Acto III (El estudio de Gabriela) GABRIELA.- Mico. Cac. Infeliz de mierda. Lo conozco. Lo habrá paseado en sus dos coches. Le encanta la exhibición al imbécil. Por lucirse, por presumir de que ya cayó la chamaca con él. Por contárselo a sus amigos. Y si la niña tiene influencias, seguro pensó usarlas. Es un imbécil. ¡Pero lo de esta peluquera! Un niño. Dos años. Qué

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bárbaro. Qué bárbaro. (BEBE) un millón. Fácil, muy fácil. Cinco mil pesos nada más por emborracharse decentemente. Cada trago es un buche de sol. Si bebiera ron mexicano mañana estaría muerta. Eso se llama corrupción nacional: hacen las porquerías del mundo con el ron, como con todo. ¿Cuál control de calidad? Igualito a la cárcel de este infeliz: en la cárcel tampoco hay control de calidad. ¿Cómo va a ser? Hay ron exquisito en cualquier país del Caribe; en toda Centroamérica ron divino. ¿Y aquí las porquerías? (BEBE) no duran nada cinco mil pesos. Miren dónde va ya la botella: se acaba sola. Mh… tan delicioso. Pero mañana no estaré cruda, tendré la figura humana casi intacta… y digo, ¿de verdad quiero que salga? ¿De veras quiero que no salga? Mh… no es bonito tener la casa llena de hijos de presidiario. Huérfanos sí sería bonito. Es elegante ser viuda. Qué ilusión, toda de negro, muy respetable. ¡Maravillosa la viudez! Porque vivir soltera, es una vergüenza; casada… ya sabemos. Divorciada… eso no dura; y puros corajes, pleitos legales, como despegar resistol. Arrejuntada; eso está bien para viejas patanas, como la peluquera. Lo único limpio y bello es la viudez. ¿Dónde está papá? En el cielo, hijito. Muy diferente a decir: en la cárcel, hijito, por caliente y estúpido y sinvergüenza. Suponiendo que me hicieran un adelanto por… dos libros. Y que vendiera la maquina eléctrica… total, puedo usar la dinosaurio. Le falta una tecla y es dura, pero en fin, componerla… allí escribí muchos años. Con todo eso no llego al medio millón. Como trescientos mil, si acaso, tal vez cuatrocientos… ¿Para qué quiero que salga? Bueno, niños varones, deben tener junto una imagen paterna. Aunque sea ésa. Niños que sólo tienen mamá, fácil se vuelven maricones. Claro, también los que tiene un padre horroroso. Maco no es mal padre. Digo, bueno tampoco, pero… ¡Pues que sirva de bulto, de adorno, de maniquí paterno, para que estos tres infelices tengan con quién identificarse! Mh, Adrián… pero Adrián sale a veces con su papá… ay (llora) yo no quiero hijitos maricones. No es que eso sea malo, no, pero sufren más, y no encuentran pareja nunca… andan con unas locas horrorosas… o con uso mayates patibularios, ya he visto los novios que se consiguen mis alumnos. Si con mujeres es difícil que hallen pareja, pues luego con otro hombre… todavía cuando son dos mujeres… eso también es horrible: siempre hay una violenta y que fuma puro. Las relaciones de dos mujeres son horribles. Las de dos hombres peor. ¡Y miren nomás a mi marido! Peor que cinco lesbianas. No: la verdad: un hombre es un hombre, ya lo dijo Brecha… (con deleite) mh, un hombre… maco, a veces, es muy capaz. Momás para eso. Y ni siguiera muy a menudo… ¡Todas las relaciones son horribles! ¡Todas las parejas son asquerosas! Qué cosa tan fea se vuelven los varones cuando crecen. Quisiera haber tenido siquiera una niñita, una Gabrielita, que no se llamaría Gabriela, sino… algo muy lindo, muy… ¡esplendoroso! Como… Oropéndola… quiero decir, un nombre así, que no fuera ése… Ave del Paraíso, Flor, Quetzal… “Quetzalina, ven a desayunar” “Esplendor ¿ya hiciste tu tarea?” no, tampoco. Hablo pendejadas para ver si se me olvida… me emborraché para no recordar. Qué bueno que no quiero a ese imbécil, ni tantito. Nomás estoy furiosa con él. La verdad, estoy contenta de que esté en la cárcel. Contentísima. Se lo merece de sobra. Diez años, muy bien. Eso quiere decir que hay justicia. ¡Ay, nuestra justicia! Igual que el ron, sin control de calidad. Violación. Y con alumna menor de edad, rica y bruta. Qué imbécil. Según José Agustín, en la cárcel deben pagar para que no los violen. Pues bonito castigo

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iba a ser ése, ojo por ojo, muy textualmente. Al que van a volver marica, va a ser a él. Sí, Isla de los hombres solos, eso piensa la estúpida peluquera. Que no es ninguna estúpida. No sé para qué leemos al maldito Freíd, y lo que dice del donjuanismo y de … y encima de todo, traduje nada más quince páginas. Adobe, cemento, ¡piedra! ¡Condenación! Ya me vomito con el maldito libro. Y gasté cinco mil pesos en ron… que está exquisito, pero no sirve para nada… (Llora) no sirve. (Se pone a teclear, leyendo el libro y se limpia las lágrimas, se suena, sigue…) Acto IV (Un salón de té no muy céntrico. Viene Marlene con una charola, la acomada en la mesa y aconseja a la otra, que está fuera) MARLENE.- Estos de la rejita encima, dicen que son de nuez y chocolate… claro, engordan a la que esté a dieta. Yo no estoy, nunca aumento. Bueno, un poquito de aquí, y de… acá… ah, no traje azúcar. (Sale un momento, vuelve con el azúcar. Entra Gabriela con su charola) MARLENE.- Va a tomar galletitas de avena… no son feas. Y no engordan. GABRIELA.- Son deliciosas, con un saborcito muy refinado. Esos pasteles empalagan, es lo que pasa. No es que esté a dieta, pero las cosas muy dulces no me gustan. ¿Quiere crema? MARLENE.- Si, gracias. ¿Le pongo? GABRIELA.- Yo no tomo. Ni azúcar, gracias. (Toman sus tés en silencio, con poco agrado) GABRIELA.- Se me ocurrió aquí, porque… este saloncito queda muy a la mano, hay metro cerca y… todo aquí es delicioso. MARLENE.- Sí, muy agradable ambiente… GABRIELA.- Al rato va a llenarse, vinimos a muy buena hora, ya ve: nadie. Y tienen tés muy ricos, de muchas partes. MARLENE.- Sí, vi las latas. GABRIELA.- Chino, indio, ceilanés… todo importado.

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MARLENE.- ¿De tantas partes? GABRIELA.- Sí. ¿De cuál está bebiendo? MARLENE.- De toalla vieja. ¿Y usted? GABRIELA.- De olla sucia. Esto era bueno hace años, pero se ha vuelto una porquería, por eso no viene nadie. Así que pensé: allí podemos hablar. Estas galletas saben a polilla. MARLENE.- Mi pastelito parece asfalto. Pero sí se puede hablar. GABRIELA.- Eso. Hablar. MARLENE.- Bueno. Aquí me tiene. GABRIELA.- Sí. La llame. MARLENE.- Sí, como le di mi tarjeta… habrá sido fácil. GABRIELA.- Yo no se la di y ya ve qué bien llegó a mi casa. MARLENE.- Enrique Ramírez me dio la dirección. GABRIELA.- Qué amable. MARLENE.- Sí. (Silencio, más tragos de té atroz) GABRIELA.- Usted dijo algo de… vender unos aparatos de… fayuca ¿no? MARLENE.- Sí, de mi salón. GABRIELA.- Yo tengo una máquina de escribir eléctrica. Muy buena. Y… puedo sacar un anticipo de dos libros, tal vez de tres, con dos editoriales. MARLENE.- ¿Cómo cuánto es eso? GABRIELA.- La máquina está muy flamante, pero claro, no es nueva. Más los libros… Pues… trescientos cincuenta o poco más.

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MARLENE.- Y yo, como cuatrocientos. Nos falta. GABRIELA.- ¿Faltan… trescientos? MARLENE.- Ajá. (toman té, silencio) Trescientos. GABRIELA.- Y eso, suponiendo que paguen bien sus aparatos y mi máquina. MARLENE.- Pues sí, porque ven el apuro y se aprovechan. Vender en apuros, sale peor que regalar. GABRIELA.- Voy a decir que me compré otra máquina mejor y que por eso. ¿Usted habló con el abogado? MARLENE.- Es de la pandilla de Tony. Molina, el que trabaja en la procuraduría. GABRIELA.- Molina es muy sinvergüenza. MARLENE.- Pues sí por eso se sabe las movidas. Se trata de dar dinero por debajo y sacar a Tony cuando los otros no se den cuenta. Dice que él no cobra, pero ¿usted cree? GABRIELA.- ¡Ja! Que Molina no cobra… A su madre le cobra por darle los buenos días. Pero, pues… legalmente no iba a poderse. MARLENE.- Pues no. Y por eso hay que tener el dinero todo junto. GABRIELA.- Mm… Va a faltarnos… MARLENE.- No alcanza. (En silencio toman té) MARLENE.- Luego en mi barrio hacen tandas… GABRIELA.- ¿tandas de teatro? MARLENE.- Son como rifas, pero todas ganan. Como alcancía, entre muchas. Da usted un tanto cada mes. Digamos… 100 mujeres de a mil. Y recibe cien mil pesos, de golpe, cuando le toque. Usted escoge la fecha, o por sorteo. Si organizo una tanda, puedo ponerme la primera. GABRIELA.- ¿Y a poco es fácil organizarla?

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MARLENE.- Con las viejas vagas que van a mi salón. GABRIELA.- Pues eso está bien. ¡Pero, cien meses! Casi 10 años. MARLENE.- Cada quincena. O de plano, cada semana. GABRIELA.- Eso sí saldría bien. Cien mil más… también podría hacerse una rifa. MARLENE.- ¿Rifa de qué? GABRIELA.- Tengo amigos pintores. Si me dieran un cuadrito, aunque fuera feo... son conocidos, la firma vale. Rifar dos cuadros… tal vez salieran… 100 boletos, a mil. MARLENE.- Y se juntan doscientos más, con su rifa y mi tanda… GABRIELA.- No está fácil vender cien boletos. Claro, viendo un buen cuadro, y una cerámica. ¡Tengo una amiga ceramista que hace cosas divinas! MARLENE.- Mejor haga tres rifas, entonces. GABRIELA.- Con tres premios, la gente se ilusiona más. Pero encontrar cien gentes… MARLENE.- Cien cada una. Las de su rifa… GABRIELA.- Y las de su tanda. MARLENE.- Cien… no es tan fácil. GABRIELA.- Y… las secretarias de las editoriales, algunas podrían entrar a su tanda… MARLENE.- Y de mis clientas gordas, hay algunas riquillas. Que pueden querer cuadros… de esos buenos. ¿De veras van a ser buenos? GABRIELA.- ¡De grandes firmas! Digo, de bastantes buenas firmas. Pintores muy conocidos… de los conocedores. MARLENE.- Ah. (silencio, beben) GABRIELA.- Ya nada más faltarían… cien mil.

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MARLENE.- Es poco. Ya verá que inventamos algo fácil. (Beben) MARLENE.- Esto nos pasa por decentes. GABRIELA.- ¿Sí? MARLENE.- Un padrote de lujo, de los más primorosos, no nos saldría tan caro. GABRIELA- Yo no conozco precios de padrotes. MARLENE.- Hay para todas las economías. GABRIELA.- A mí no me gustaría. Ni barato ni caro. No pago por esas… digo, pues… no pago… así. MARLENE.- No, ¿verdad? Nos gusta que nos cobren con disimulo. (Silencio) GABRIELA.- A juntar dinero, el par de estúpidas. Usted y yo. ¿Tiene un klenex? MARLENE.- Sí. No lo ensucie mucho, es el último. Me lo pasa luego. GABRIELA.- ¿Cómo va a ser que no haya ni servilletas? MARLENE.- Deje que yo la invite. GABRIELA.- No. Yo le hablé a usted. MARLENE.- Ay, mire: pagamos a medias. (Salen) Acto V (A la derecha, el escritorio de Gabriela, con su teléfono. A la izquierda, el salón de Marlene. Tiene una clienta a la que vemos de espaldas: con secador, sábanas, podría ser un bulto o maniquí) MARLENE: Hay unos colores nuevos, preciosos. Mire: las uñas a juego con los labios y

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luego la sombra de los ojos, también a tono, como antifaz. ¡Va a parecer gatita siamesa! Este le iría muy bien, orquídea africana, es para morenitas claras, aunque usted es más bien… canela… tostadita. ¡Pues puede usar Tánger! O para estar muy audaz, infierno, que hay tres tonos, el más oscuro está precioso, infierno profundo. ¿Cuál le pongo? ¡Claro! A usted este infierno le va a quedar divino. A ver esa manita. (Chillido de la clienta) MARLENE: Es que la cutícula está muy dura. Y crecida. Pero la voy a dejar como para que se vaya a Cancún y la secuestren. ¡Y con los rayos que le voy a poner en su pelito…! ¡Matadora! Sale con su bikini… ¡Los tumba! Lo que le haría falta, unos cien mil pesos. Acabo de estar en Vallarta y eso me costó, un paseadón de miedo. ¿Y sabe cómo? Una amiga mía hace tandas, me tocó enseguidita. Yo, dando mi cuota de a poquitos, que ni se siente. ¡Y de golpe, cien mil pesos! ¡A disfrutar! El mar… ¡Los galanes!... ni le cuento. Oiga ¿y cómo no le entra usted a una tanda? (Luz sobre Gabriela) GABRIELA.- (al teléfono) ¿Adelaida? Mi amor, cómo te va, qué gusto oírte. -¿estás muy ocupada?- no, te hablé nada más para platicar, no sé de ti, ¿qué te has hecho? – ah… aaah… aaah… ah, pues yo… ¿no me digas?... ah, mmmh… mjú… ¿pues qué crees? Vale la pena avisarte, hay una gran oportunidad, una rifa de… ¡deja que te diga!. Mira, que están rifando un cuadro de Tamayo Ruiz, un grabado de Leoncio Ramírez y una cerámica de Laura Puig, ¡las tres obras firmadas! Te las ganas con el mismo boleto… no, no te dan las tres cosas, son tres oportunidades, tres premios… no, no es Rufino Tamayo. Es José Tamayo Ruíz. Un gran pintor… ¿cómo no vas a conocerlo? Acaba de exponer en la Dionisos. ¡La galería de Topo Dumont, caray! ¿Qué ya no sales ni te enteras? Tamayo Ruiz está en la cumbre de la ola, oye. Le han hecho un tremendo reportaje en Paris Match. El cuadro que rifan está divino. Grande. ¡No sabes qué color!. De sus famosos rojos, toda la gama… un poco figurativo, sí…”gatos peleándose con calavera… ¿la rifa? Ah, es… a… beneficio de una pobre mujer que… tiene al marido en la cárcel… sí, igual que yo, ¿ya te enteraste?... ¿Y cómo si no ha salido en el periódico?... ah, ellos… qué comunicativos… mira, fue un accidente. ¡No me cuentes lo que te contaron, mejor que yo no me entere!... y pues, bueno, sí, yo... Hago… la… rifa…claro, claro. Ay, qué buena eres. Te voy a pasar unos veinte boletos… a mil el boleto… ¿nada más cinco?... bueno mi amor, claro. Yo te los llevo y… a ver si me vendes otros. Ay, gracias, sí, mi vida. Besos (cuelga) perra maldita, púdrete y muérete. Me lo merezco por idiota. Claro que ya lo sabe todo mundo, claro. Y yo de… estúpida… (respira, se calma, consulta una lista, le hace una señal) cinco, siquiera. (marca otro número) (Marlene con otra clienta de la que sólo vemos una enorme mata de pelo) MARLENE.- Ay chulita. Qué pelito más maltratado. Va a haber que ponerle un buen

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aceite… su champú, su masaje, y… déjeselo sin pintar, nada más un enjuague para emparejarlo. Qué bien le caerían ahora unos baños de mar y un poco de sol de costa, directo. Eso fortalece la raíz, acaba la orzuela, vitaliza los aceites naturales. Uh, beneficia tanto… ¡la naturaleza es lo máximo para la belleza! Ya me lo imagino, doradita de sol y con su pelito matizado de yodo y oxígeno naturales, masajeado por la brisa… claro, sale carísimo ir al mar, ¿pero viera qué paseadón acabo de darme en puesto ángel? Ni se imagina cómo… GABRIELA.- (Al teléfono) Doris, mi amor, ¿cómo has estado?... yo, ya supondrás, con Maco encerrado en la cárcel… ah, pues ya sabes que él es marxista… ¿cómo que teórico? Eso serán sus otros compañeros marxistas de la universidad, que además todos se han metido al PRI. Maco es de… mucha acción. Lo encerraron por… unos movimientos que hizo… en la universidad, ahí los hizo… claro, ya lo sabías. ¡Pero le han inventado cada calumnia!... sí, eso han dicho. Y otras cosas peores… eso no lo había oído… ya mejor no me cuentes… pues hago una rifa para lo de su fianza. ¡Tamayo nos regaló un cuadro divino!... no, no Rufino: José, José Tamayo Ruíz. ¡gran pintor!... claro, cómo no ibas a conocerlo, tan famoso… y hay otros dos premios… (Marlene ante una mujer cubierta de toallas) MARLENE.- Ya me contaron, chulita, de su casa nueva. Qué gusto, la felicito. Lo bueno que no es lejos, seguirá viniendo con nosotras. ¡Ya ve que me conozco su cutis pero al centavo! ¿Qué tal se lo tengo, eh? GABRIELA.- (Al teléfono) ya estoy más tranquila, pero qué impresión, pobrecito Maco: lo capturaron en la calle, se lo llevaron a golpes… sí, eso me han dicho, y cosas peores… MARLENE.- Lo que ahora va a hacerle falta en su sala, es un buen cuadro original, firmado. Eso da mucha clase. Fíjese que una amiga mía está rifando un Tamayo, ¿si ha visto de ese pintor en la tele? Y en el periódico, sale mucho. Hasta un museo tiene… GABRIELA.- yo, para sentirme un poco mejor, me fui unos días al mar. ¡A Cancún!... mira pude gracias a una tanda, cien mil pesos que pude llevarme a gastar. ¿No sabes lo que es tanda?... nada de teatro, no, voy a explicarte… (Hablan al mismo tiempo) MARLENE.- Hay también otras cosas muy primorosas, un así como… adorno, de cerámica ¡firmado! Y un grabado de otro artista muy bueno. Con la racha de suerte que ha tenido, ¡aproveche! GABRIELA.- Mira, hasta podrías entrarle a una, es cosa de dar cada semana mil pesos,

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ni se siente, luego los gasta una en babosadas, y de pronto te toca y ¡zas! ¡Cien mil pesos! (suspiran ambas, se ven, siguen) MARLENE.- Compre siquiera unos diez boletitos, yo me compré cinco porque todo está precioso. Ay, el arte es algo tan lindo… y es como una inversión, nunca se devalúa, al contrario… GABRIELA.- Para gastar en lo que se le ocurra a una, como son extras, pues se los gasta una en lo que quiera, alocarse, que si ropita, que si viaje, tú dices si le hablo a mi amiga y le entras… Acto VI (El salón de té. Marlene, cansada y deprimida; trae charola con jarritas, tazas, pasteles y galletas. Se sienta y espera, tomando sorbitos muy desganados. Entra Gabriela muy exaltada) GABRIELA.- Ya me ganó usted. Voy por mí… MARLENE.- Ya le traje té y sus galletas de polilla. GABRIELA.- Ay, qué bueno. Gracias. Mh, su pastel tiene crema chantillly. ¿Está rico? MARLENE.- Siquiera sabe a crema. Tenga, si lo quiere. Estoy desganada. GABRIELA.- Gracias. ¡Vendí la máquina! Y al precio que la compré. Se la quedó la editorial, como buenos amigos, me la compraron al precio de la factura. ¡Doscientos veinte mil! Hasta voy a poder usarla, porque van a tenerla en un cubículo… y de la rifa, nomás me quedan cuatro boletos y los que le dejé a usted. MARLENE.- Ya los vendí todos. GABRIELA.- ¿De veras? Cien mil pesos más. Trescientos veinte. ¿Cómo va la tanda? MARLENE.- Ya se acompletó. ¿Y si fuéramos dándole dinero a Molina, según va cayendo? GABRIELA.- ¡Se lo iría gastando, conforme se lo diéramos! Y nos pediría más. Molina es espantosa de sinvergüenza. Se lo damos todo, de golpe, ya no hay pretexto.

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MARLENE.- Pues guárdelos usted en su casa. Todas mis asistentas tienen llave de la mía. Como luego me cuidan al chiquilín… GABRIELA.- ¡Cuatrocientos veinte mil! Casi la mitad. MARLENE.- Si, casi la mitad, pero… ¿cabe lo que es cobrarle a 100 gentes, cada semana? Pensaba yo… ¿si nos ayudaran los muchachos? GABRIELA.- ¿Qué muchachos? MARLENE.- El suyo y el mío. Que fueran ellos a cobrar. GABRIELA.- El mío tiene nueve años, ¿cómo va a andar cobrando en la calle? MARLENE.- Y el mío tiene once, ya sabe andar solo. Que se acompañe con el suyo. GABRIELA.- ¡Los van a asaltar! Dos criaturas cargando miles en la bolsa. Son muy chicos, van a perderlo. MARLENE.- A nadie se le ocurre que los niños carguen dinero, nadie asalta niños. GABRIELA.- A esa edad, no saben tomar camiones, ni andar solos en el metro. ¡Van a perderse! MARLENE.- Son chicos, pero no pendejos. Bueno, el mío no es. GABRIELA.- El mío, menos. MARLENE.- No, no quise decir… GABRIELA.- Pero dijo. MARLENE.- Bueno: ¿es pendejo el suyo? GABRIELA.- ¡No! MARLENE.- Entonces, puede ir con el mío. Son hombrecitos que aprendan. GABRIELA.- En fin… sí. Está bien. Las calles de México son horrorosas. MARLENE.- Y en ellas van a vivir. Entonces…

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GABRIELA.- Sí. Y no podemos ir ni usted ni yo. MARLENE.- No he vendido mis aparatos. GABRIELA.- ¿Cómo? MARLENE.- Al revés que a usted, quieren darme la mitad de lo que costaron. Los que pagan mejor son los jotitos del salón “afrodita unisex” por los tengo ahí a la vuelta, me iban a tumbar toda mi clientela. (Silencio) GABRIELA.- ¿No tiene algún folleto de sus aparatos? MARLENE.- Sí, el de explicaciones. GABRIELA.- ¿Con fotos? MARLENE.- Sí. GABRIELA.- Préstemelo. Hay un salón nuevo, cerca de la casa… ahora no están dejando importar esas cosas. Voy, me arreglo ahí, y les digo que usted es fayuquera. MARLENE.- Eso está mejor. Y fíjese que ayudando los niños, puedo hacer otra tanda. Me quedaron bastantes viejas queriendo entrarle. Saldrían así cien mil más. GABRIELA.- ¡Quinientos veinte mil! Bueno, quinientos quince, porque… ay, merecemos unos traguitos de ron bueno: cubano, jamaiquino… MARLENE.- Mire, pues… pues sí. Que sean quinientos diez. Es que anda mi Héctor con que le compre unos patines de esos de ruedotas, que salen en las películas. GABRIELA.- Muy justo. Va a andar trabajando el pobre, y por un señor que de nada le toca. Lo que sí, que a Adrián se le van a antojar también. Si es que van a andar juntos… MARLENE.- Vamos A dejar los quinientos cerrados y compramos un buen lomo de cerdo, para hacerlo al horno, con jerez y almendras. Me queda rico. GABRIELA.- Y un buen par de botellas de vino. Y mañana ¡le vendo sus aparatos, verá si no! ¿Quién paga? Yo pago. Hoy he tenido la suerte de mi lado. MARLENE.- ¡No lo diga, no lo diga! Toque madera.

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(Salen) Acto VII (Comedor de Gabriela) GABRIELA.- (Fuera) ¡Bajen el volumen de ese maldito aparato, que no están sordos! MARLENE.- (Entrando) van a estar, y nosotras también. (Están arregladísimas, para salir) GABRIELA.- (Entrando) Deja LA mesa en paz, por favor. Mañana la levanto. MARLENE.- Es horrible despertar y encontrar chico tiradero. En un momento… GABRIELA.- Te digo que mañana, yo lo hago en un suspiro, Adrián me ayuda. MARLENE.- Adrián tiene que ir a cobrar tandas con Héctor. (sale cargando platos) GABRIELA.- Bueno. Sea. Te quedó exquisito el lomo. (Sale con cosas) MARLENE.- (Entra, va a la mesa por más) le puse el resto de alcaparras. Es lo más caro y por eso siempre las ando pichicatenado. ¡Pero ahora no! Y pasitas, tocino, aceitunas, almendras… Así, cuando lo cortas, salen en cada rebanada trocitos de lo que caiga… (se relame, chasquea la boca) ¡Eso es lo que más me gusta! (Sale) GABRIELA.- (Entra) Ojalá no les haga daño a los enanos. El cerdo es bien pesado, ¡y tragaron! Cual ogros convalecientes. (Sale) MARLENE.- (Entra) Ojalá no truenen. Pelones de hospicio. Un día siquiera que llenen la barriguita, ¿No? Tus spaghettis estaban exquisitos. Qué bárbara, ¿qué le pones? Héctor tragó tanto que casi no llega al cerdo (sale) GABRIELA.- (Entra) no tiene misterio, todo el chiste es el queso, buen parmesano, y era importado, y el jitomate, que sea natural, fresco. Bueno, claro, la pasta la consigo con unos italianos. Queda rico. Ay, mi mantelito, qué cochinada hicieron aquí. A esos niños se les andaba trepando el vino. (sale)

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MARLENE.- (Entra) el pastel estaba de poca, pero habría sido bueno también hacer un flan. Ya le puse sal al mantel, con eso no se te mancha. (Lo recoge de las cuatro puntas, con cuanto desperdicio hay. Al salir se da un tope tremendo con Gabriela. Gritos y carcajadas de ambas) MARLENE.- ¿Qué pasó? Ya estamos pedas, mana. GABRIELA.- Nos hemos de creer Chaplin, mi hijita. MARLENE.- Mira el tiradero. ¿Dónde vi una escoba? GABRIELA.- Deja eso, fue culpa mía. ¿No te abollaste nada? MARLENE.- (Entrando) Nada, muy poco. (Barre) Mi defensa pegó con algún hueso tuyo. GABRIELA.- Con mi mofle. MARLENE.- ¿Allí lo tienes? Qué mofle tan moderno. Ya: todo limpio. Luego lavamos platos, antes de que me vaya. (Sale con la escoba) GABRIELA.- Pareces enana de Blanca Nieves, no paras. Oye, te voy a invitar del diario. MARLENE.-(entrando) Ya vas. GABRIELA.- Olvida los trastes. ¿Quieres ron? MARLENE.- ¿Otro? Mh. Bueno. GABRIELA.- Sublime como el coñac. Puede que mejor. Después de comer, un ron bueno te asienta todo. Y como aperitivo, en las rocas, es un don celestial. ¡Y a toda hora! Maco dice que parezco gata, con mi ron-ron. (Se hielan las dos. Se ven. Beben. Se sientan, lobreguez, repentina. Un silencio. Dan varios tragos, esquivándose los ojos) MARLENE.- Para qué nombraste al hijo de la chingada. Estábamos tan contentas. GABRIELA.- Hijo de puta, sub-ojete. MARLENE.- Pendejo de mierda.

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GABRIELA.- Imbécil. Cabrón. Estúpido. MARLENE.- Pinche degenerado. GABRIELA.- Caliente, vividor, mantenido. MARLENE.- Chaquetero, culero, mala entraña. Síguele te toca. GABRIELA.- Falso, traidor, mamón, padrote sin título. MARLENE.- Poco hombre, huevón, creído, calienta-planchas. GABRIELA.- Infraeneano, traidor, pseudomarxista, pedorro. Órale, tú sigues. MARLENE.- No, mana, me la pusiste difícil. Besaculos de ricos, priísta, lambiscón, pocos huevos. Vas tú. GABRIELA.- Falso macho, falso marido, falso padre, ojos falsos, peso falso de a tres centavos. ¿Eh? ¡Me salió bonito! ¡Vas! MARLENE.- Pisaicorre, come-cuanto-hay, lambegüevos, chillón, entelerido, caguengue. (Carcajada de ambas) GABRIELA.- Galancete de última, vampiro de niñas, ladrón de alcancías, hoyo negro del universo, onanista, zopilotón, murciélago, paraguas descompuesto. MARLENE.- Pesadilla, indigestión, cencerro, matraca rota, bola de caca. GABRIELA.- Panzón, lombriciento, tiñoso. MARLENE.- Cagón. GABRIELA.- Pataflaca. MARLENE.- Nalga guango. (se ríen tanto que se ahogan, gritan, se palmean, beben más entre carcajada. Acaban llorando a dúo. Con gemidos y sollozos. Se calman. Beben. Se suenan. Se arreglan) MARLENE.- ¿Cuándo te acaban de pagar mis aparatos?

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GABRIELA.- El martes que viene. MARLENE.- Como que ya le avisamos a Molina . GABRIELA.- Ya le avisé. (Silencio) MARLENE.- Tú vas por él. GABRIELA.- Ni muerta, vas tú. MARLENE.- ¿Para qué, si se va a venir a tu casa? GABRIELA.- ¡Yo no lo quiero aquí! MARLENE.- ¡Yo tampoco lo quiero allá! GABRIELA.- Que se largue con la pendeja que empanzonó. MARLENE.- Brincos diera. Iba a ver la tanda de balazos con que lo recibían. (Pausa) GABRIELA.- Marlene, en serio: ve por él. Llévalo contigo. MARLENE.- Yo, a sabiendas, no le quito el marido a otra vieja. GABRIELA.- Mi amor, no me quitas nada. Yo estoy dejándotelo. MARLENE.- Qué buena eres, gracias. Claro que antes a él se le había ocurrido vivir conmigo. Ya no lo quiero. Es todo tuyo. GABRIELA.- Gracias, no. Métetelo por donde pueda. MARLENE.- Eso he hecho siempre, con mucho éxito. GABRIELA.- Pues sigue y si se te acaba, te convido supositorios. MARLENE.- ¿De los que usas? GABRIELA.- De los que usamos

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(Silencio) MARLENE.- Te dije que estamos pedas. GABRIELA.- Qué mala onda. Perdóname. MARLENE.- Olvídalo mana. La verdad es… GABRIELA.- ¿Si? MARLENE.- Que es pura ilusión eso de resolver nosotras. Hay que dejarlo salir, solito… y ver a qué casa se va. GABRIELA.- Puede tener otra, ¿sabes? Que ni tú ni yo imaginemos. MARLENE.- Sí. GABRIELA.- Dejarlo decidir a él… yo no quiero eso. MARLENE.- Yo tampoco, pero… así es, ¿no? GABRIELA.- Y dices que yo soy la cínica . MARLENE.- ¿Qué tanto decide una? GABRIELA.- Mi carrera… la decidió mi padre. Él vio mi don de idiomas. “Con eso te vas a hacer independiente” sí, mucho. Independiente y libre para fregarme el lomo sobre la máquina, traduciendo cosas que no me importan… para mantener a los hijos de dos desobligados y… la verdad, para mantener a los papás. Una casa de huéspedes les saldría más cara que ésta. MARLENE.- Pues yo no escogí el salón. Empecé por barrer pelos, detenerle a mamá los tubos que iba poniendo. Cuando vi, ya sabía yo todo. Igual a la cocina: iba yo detrás de ella, viéndola hacer los guisos… y luego, por sentirme capaz, hacerlo todo mejor que ella. Siempre me ha gustado sentirme capaz. GABRIELA.- También a mí. MARLENE.- Pero eso, no fue escoger mi vida. Tampoco escogí a Tony. Me sacó de la fiesta, se metió a mi cama sin preguntarme… no es cariñoso. No ayuda nada, o casi nada. Da tantito, como para que no le reclamen… bastante más barato que un burdel.

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GABRIELA.- Y enseña luego la cartera, llena de billetes, y con eso se compra unos librotes que no lee, en un idioma que no entiende, para adornar su cubículo. Y va a salir la semana entrante… el miércoles o el jueves. MARLENE.- Y vamos a esperar lo que decida. No te hagas la que no. Vamos a esperar lo que decida. GABRIELA.- Sí, ¿verdad? Marlene, yo estoy muy enojada con él, pero… ¡son muchos años juntos, mucha vida en común, dos hijos…! Hasta Adrián lo considera un poco su padre. Bueno, está acostumbrado a él. ¡es horrible pensar en vivir cambios, o en el vacío! ¡Es que puedo caer con otro igual, o peor! A éste, ya me lo sé. Tal vez querer sea eso: saberse de antemano el repertorio de porquerías que te pueden hacer. MARLENE.- También la calentura, chulita, no la olvides. Saberte el buen programa que tu Maco y mi Tony guardan para entre sábanas… cuando se les da la gana. Yo no sé contigo, pero allí sí: mis respetos. GABRIELA.- Allí sí, mis respetos también… cuando se le da la gana. ¿Y ves que a veces, por orgullo, le digo que no quiero? Claro, si insiste un poco, me dejo convencer. ¿Y no habrá modo de que estos infelices dependan de una vieja mañosa, mala y exigente? MARLENE.- Claro, pero ésas no son gratis, y ser como son ellas no nos gustaría ni a ti ni a mi. Putas explotadoras se llaman y todo el chiste está en que no quieren a nadie, se quieren ellas, se dan besitos en el espejo. Me llega alguna que otra al salón. ¡Yo prefiero saber querer, aunque me vaya como me va! GABRIELA.- Saber querer, saber darse. Sí, es lindo, ¿pero cómo nos va? ¿Y los hombres qué? ¿Nunca van a querernos de igual a igual? MARLENE.- Yo nunca veo que nadie, de ningún sexo, se quiera de igual a igual. Al que sabe querer, le cae encima una vieja lángara y se lo chupa. GABRIELA.- Y si acaso, quererse mucho… sí, sucede, sí. Me ha sucedido. Y empieza uno a cambiar, la cama deja de ser eléctrica, se vuelve rutinaria, y él ya es tantito diferente, y yo también, otro poquito… y una mañana al despertar somos extraños, y ya es mejor que alguien se mude o van a empezar los pleitos. MARLENE.- ¿Y siempre, siempre así? GABRIELA.- Para que no suceda, hay que hacer el esfuerzo junto. Y si uno lo hace y el otro no… ya no valió la pena.

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MARLENE.- ¿Estás diciendo que el amor es un esfuerzo de voluntad? GABRIELA.- Eso estoy diciendo. MARLENE.- Con suerte sí. Más fácil la amistad. Cuando la encuentras. GABRIELA.- Que también es esfuerzo de voluntad, pero… un poco menos triste. (Pausa) MARLENE.- ¿Tú le das el dinero a Molina? GABRIELA.- Se lo damos las dos. (Pausa) que salga y haga lo que quiera. Salud, amiga. MARLENE.- Salud… amiga (beben). Voy a despertar a Héctor y nos vamos. ¿No me llamas un coche? (Salen abrazadas) Acto VIII (Sala de Gabriela) GABRIELA.- Ya lo sabía, siempre, siempre lo supe, que esos malditos patines no iban a traer nada bueno. MARLENE.- Lo que pasa, que a ese niño infeliz nunca le dabas chance de correr por la calle y jugar normalmente. GABRIELA.- Ya le di chance, ya se medio mató. También el tuyo. MARLENE.- ¡Par de pendejos! ¡Dejándose remolcar por los coches! Y en un eje vial. GABRIELA.- Y en un eje vial. Eso, no se le ocurrió al mío. MARLENE.- Se les ocurrió a los dos, pero el mío sabe hacerlo, porque yo no lo traigo cosido a los calzones. GABRIELA.- Yo no traigo cosido al mío.

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MARLENE.- Flaco, blanquecino, asustadizo, falto de ejercicio. Y no quieres que salga nunca. No llores, no fue grave. GABRIELA.- Es que es cierto lo que me dices. Tango la culpa yo. Y casi se mata también el tuyo, por recoger a Adrián. MARLENE.- Hay que avisar a las escuelas. GABRIELA.- A esta edad, sueldan pronto los huesos. ¿Quieres un librium? MARLENE.- Dámelo. Doble. Deja ver cómo están. (Salen. Vuelven) GABRIELA.- Dormiditos. MARLENE.- Tranquilazos. Roncando. (Se sientan) GABRIELA.- Ten tu libro. MARLENE.- Gracias. No sé por qué no quisiste ir al seguro. GABRIELA.- Fractura: te lo enyesan mal y se quedan inválidos para toda la vida. MARLENE.- ¿Por qué cobran así de caro, van a enyesar mejor? GABRIELA.- No, claro… ¡Y yo no tengo seguro! MARLENE.- Yo sí. GABRIELA.- Pero no iba a servir para el mío MARLENE.- Casi doscientos mil pesos. GABRIELA.- Agradece que los teníamos. (Silencio) MARLENE.- Hay que hablarle a Molina.

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GABRIELA.- Ya le hablé MARLENE.- ¿En qué momento? GABRIELA.- Estaban sacando las radiografías. ¡Esta mañana habíamos quedado de vernos! MARLENE.- Qué bueno que te acordaste. ¿Y qué dijo? GABRIELA.- ¿Qué ahora cuándo? MARLENE.- ¡Qué le dijiste! GABRIELA.- Que esta semana. Y él me dijo que hay que apurarse o luego ya no se va a poder. MARLENE.- (Grita de pronto y se jala los cabellos.) ¡Otra vez doscientos mil pesos! GABRIELA.- (Suave) Otra vez. Y hay que cobrar las tandas hoy. MARLENE.- (A gritos) ¡Otra vez doscientos mil pesos! (solloza, gime, golpea con los puños en los muebles GABRIELA.- No te pongas así. Qué bueno que te di un librium. MARLENE.- Y ese cabrón de Molina. ¿Ya le había avisado a Tony? GABRIELA.- Ya le había dicho que iba a salir mañana. (Un silencio) MARLENE.- ¿Y ahora de dónde? (Silencio) GABRIELA.- Rifas, ya… MARLENE.- Tandas, ya, y más de las que podemos cobrar. GABRIELA.- Si tuviera yo un nombramiento de Universidad o de gobierno… MARLENE.- ¿Para qué?

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GABRIELA.- Para un préstamo de pensiones. MARLENE.- ¿No que eres maestra? GABRIELA.- De colegio particular: sueldo de muerta de hambre, sin nombramiento. (silencio) MARLENE.- Tony está en la Universidad. GABRIELA.- ¿Y qué? ¿Cómo va a pedir el préstamo? Está encerrado. ¡Pero hay gestores! ¡Sí se podría! Gestores y funcionan mejor si les das algún dinero, un porcentaje chico… ¡Y Maco dejó aquí su credencial! Pero hay que ir a Pensiones, pedir las hojas de préstamo. Hay que… mira, dando dinero a los empleados, sale aprisa el préstamo. Quédate con los niños. Voy a buscar las formas, a llevárselas a Molina… ¡Marlene hay que hablarle a Molina! Debe llevarle a firmar los papeles al imbécil. Si se apura, puede dar tiempo para que hoy mismo se empiece el trámite. MARLENE.- Qué bueno. Él mismo va a pagar un poco por su salida. GABRIELA.- La quinta parte. Oye, hay que pedir más: como trescientos, por todo el dinero que habrá que ir repartiendo, de mordidas. MARLENE.- ¿Hasta cuánto puede pedirse? GABRIELA.- Según lo que ganes. A Maco deben tocarle como… trescientos cincuenta mil. MARLENE.- Pues pídelos, y más si se puede. GABRIELA.- Claro. Que pague. Lo as que se pueda. ¿Qué horas son? ¡Siquiera estos niños decidieron que las atropellaran temprano! Me va a dar tiempo. Háblale tú a Molina, explícale. Y que no vaya a largarse de su despacho, como luego hace. Debe esperar allí, correr después al reclusorio sur… si el imbécil de Maco no firma hoy, se va a quedar allí pudriéndose. Acto IX (El estudio de Gabriela) MARLENE.- (Al teléfono) ¿Chuchos? ¿Cómo va todo?... no, no me hagas citas todavía, trata de que se den los tratamientos contigo… pues sí, claro que tienes mano dura, y a esa gorda Lolita le achicharraste el pelo… bueno, hazme citas para… la semana entrante

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y que a las exigentes las atienda la Chiquis: les platica bonito y ni se fijan lo que les hace.- oye, mándame a Odilia en un taxi con unos dos vestidos y unas mudas de todo. Me estoy teniendo que vestir con ropa de mi amiga… ya está muy animado. Lo mismo que el niño de mi amiga… con todo y yeso, brincan por todos lados… sí, gracias… y qué venga Odilia prontito. (cuelga) ¡Ya los oí! Ya voy, estaba hablando al salón. Les voy a llevar jugo, gelatina y… otras cosas muy buenas. A ver que hay, si se aburrieron de jugar turista, prendan la tele. (Sale. Entra Gabriela, se desploma en el sillón) GABRIELA.- ¡Marlene! MARLENE.- (Fuera) Allá voy. Estoy alimentando a las fieras. ¿Qué pasó? GABRIELA.- Ven y te cuento. (Abraza la bolsa de mano. La abre, revisa el contenido, sonríe. La cierra) MARLENE.- (Entra) ¿Qué pasó? GABRIELA.- Adivina. MARLENE.- No dan préstamo (Gabriela sonríe, niega) O hay que esperar más días. (Gabriela sonríe, da palmaditas a la bolsa) ¡No! ¡A poco! ¡Ya! Ay. Bendito sea Dios. ¿Cuánto? GABRIELA.- Trescientos veinte cinco. MARLENE.- ¿Y cuánto diste de mordidas? GABRIELA.- Nada más veinticinco. MARLENE.- Quedan trescientos. GABRIELA.- ¡No! Prestaron trescientos cincuenta. Quedan trescientos veinticinco. MARLENE.- ¿Sí? ¡Tanto! Hasta va a sobrar (Se abrazan, dan vueltas, risas palmadas) GABRIELA.- Ten. Júntalo con lo otro. Vamos a contar cuánto hay. MARLENE.- Hacemos la cuenta sumando.

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GABRIELA.- Tú sumas muy mal y yo peor. Saca el dinero y vamos a contarlo, aquí. MARLENE.- Y háblale a Molina, que ya. GABRIELA. Sí. (Marca) Por favor con el licenciado Molina. Hablan las señoras de Lesur. (Risita de ambas) MARLENE.- Del sultán Lesur. GABRIELA.- Del hijo de puta Lesur. Molina, cómo estás. Ya tenemos el dinero completo, ¿te lo llevo ahorita? Son las once, casi… bueno, estaré contigo a la una y media. Estaremos, vamos las dos. Pues sí, las dos juntamos el dinero, las dos te lo entregamos. Sí, tiene mucha suerte… no, no vamos a ir al reclusorio… sácalo tú solito… ¿’cómo que dónde lo traes? … pues donde él diga… su ropa la tiene en las dos casas… que él solito te diga dónde… como tú pienses, tú eres su abogado… gracias… a la una y media, sí. (cuelga) MARLENE.- Bueno, aquí está el dinero. GABRIELA.- Y aquí lo de pensiones. Vamos a hacer fajos de a cien mil, para contar mejor. (Lo hacen) MARLENE.- ¿Y cómo sería la vida en esos harenes? Tantas viejas para un hombre… ¿A poco podía con todas? GABRIELA.- Esperaban turno, igual que nosotras. Esperaban que el sultancito tuviera ganas. Cien mil. MARLENE.- Ay, pero mientras… habría por allí unos esclavos grandotes… Gabriela.- sí, pero eunucos. MARLENE.- ¿Y qué? ¿Qué es eso? GABRIELA.- Que les habían cortado los huevos. Pero no creas, a algunos se los cortaban mal. O les crecerían otra vez, porque buenos rejuegos que hacían con las sultanas. Y claro, ellas también se entretenían unas con otras, nixtamalito, tú sabes. MARLENE.- Ay, qué aburrición, gallina con gallina. Más valía un eunuco, de perdida, de esos que les dejaron un cachito. Cien mil. ¿Qué tanto les dejarían?

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GABRIELA.- Tantito. Dijo, supongo. Me choca enterarme de cosas tan feas. MARLENE.- Pues te las sabes muy bien. Pobres vieja, metidas con un solo tipo y sin poder largarse. ¿Y si les caían con otro? (Gabriela hace ruido y gesto de decapitar) MARLENE.- Hijos de puta. Yo, envenenaba al sultán. GABRIELA- Claro, eso hacían muchas. Pero las vendían con otro, así que… cien mil. ¿Cuánto hay? MARLENE.- Un millón, ciento veinticinco. ¡Qué par de viejas chingonas somos! Mita la cantidad que hemos juntado, ahí está. GABRIELA.- ¿Queda ron? Hay que brindar. ¡Sí queda! MARLENE.- Mana, te podemos comprar una caja. Sobran aquí ciento veinticinco mil pesos. GABRIELA.- Claro que una caja. Y a ti, un vestido precioso. MARLENE.- Pero a prisita, hoy mismo hay que gastar. Porque ese cabrón en cuanto salga va a querer quitarnos todo. GABRIELA.- Ciento veinticinco… hasta dos vestidos cada una. MARLENE.- No, uno cada una, pero divinos de boutique. GABRIELA.- Alcanza para ron y para trapos y… ¿qué más? estamos como la hormiga. MARLENE.- ¿Cuál? GABRIELA.- La que barriendo se encontró el centavito y no sabía cómo invertirlo. MARLENE.- ¿Y cómo lo gastó? GABRIELA.- En trapos y colorete para exhibirse en la ventana. Entonces, desfiló un ejército de galanes, pidiendo su mano: el gato, el león, el perro, el… muchos galanes. MARLENE.- ¡Qué regio! ¿Y cuál escogió?

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GABRIELA.- Una rata asquerosa, con voz de pito, apellidada Pérez. MARLENE.- Le fue mejor que a nosotras: tú y yo tenemos media rata. Pues no andamos tan mal, entonces, comprando trapos, nomás nos falta la ventana. GABRIELA.- Ay, sí qué desgracia. MARLENE.- Y yo, no iba a escoger. Me quedaba con todos los galanes. Oye, Gabriela… nos podemos comprar ventana. GABRIELA.- ¿Cómo? MARLENE.- Sí. Ventana al mar, tantas mentiras que dijimos para vender las tandas. ¡Que sean verdad! Nos largamos, con los niños, a uno de esos lugares que inventábamos. ¡Salió como una tanda de cien mil! Y hasta más. GABRIELA.- ¿Irnos? Y cuando salga mañana el infeliz, no va a encontrar a nadie. Nosotras y los niños, tirados en la playa. MARLENE.- Vaya a donde vaya. Nadie. En las olas y al sol. GABRIELA.- Y el sol de mar es divino para las fracturas. Les va a hacer muchísimo bien. Y cuando venga el inmundo… ¡nadie! MARLENE.- Nadie. (Se mueren de risa) GABRIELA.- ¿Cuánto vale el avión a Acapulco? No, a Puerto Ángel MARLENE.- Mh… como… quince o veinte mil. GABRIELA.- Los tres míos, los dos tuyos, tú y yo… ciento cuarenta mil pesos. (silencio) MARLENE.- Y falta el hotel, y comidas, y pasear. GABRIELA.- Esas mujeres que nos creyeron lo de la playa, han de ser muy pendejas. MARLENE.- Y si compramos vestidos nuevos, ese infeliz va a creer que son para gustarle.

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GABRIELA.- ¡Ay qué razón tienes! ¿y si nos fuéramos en camión? MARLENE.- ¿Niños enyesados, en camión, siete o diez horas? GABRIELA.- No, claro. En el avión, casi todos son de medio boleto. Pero ni así. Dos boletos y medio de ellos y los de nosotras casi cien mil. MARLENE.- (casi llora) ¡Es cómo una maldición que todo cueste tan caro! Un millón para librar a un cabrón de mierda y las pobres estúpidas infelices no pueden irse con sus niños al mar. Ni siquiera un par de días. (silencio largo) GABRIELA.- Marlene. MARLENE.- ¿Qué? GABRIELA.- Vámonos al mar. MARLENE.- ¿Cómo? GABRIELA.- En avión. Tomando cocteles durante el vuelo. Con la maleta llena de modelitos nuevos. Antes, me pones divina en tu salón. Y trajecitos nuevos para los niños y zapatos. Que ya no tienen. También Héctor trae patas de pordiosero. Y nos tendemos en la playa, muy doraditas, a ver pasar galanes. MARLENE.- Pero eso nos va a costar… GABRIELA.- Como trescientos veinticinco mil pesos… (Quedan viéndose, les empieza un ataque de risa creciente) MARLENE.- ¡Ay, Gabriela! (con risa nerviosa) ¿qué estás pensando? GABRIELA.- (Se sirve más ron) ¿A ti te sacó alguna vez a pasear? MARLENE.-Jamás. GABRIELA.- A mí tampoco. MARLENE.- Ay, a mí sí. Una vez me llevó a Tehuacán, a una maldita convención y había una polvareda espantosa.

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GABRIELA.- Bueno: ahora va a ser invitación suya. MARLENE.- ¡Se está volviendo buen marido! GABRIELA.- Podemos ponerle un telegrama, no vaya a preocuparse. MARLENE.- “Maco-Tony querido, gracias por el paseo tan deliciosos. Firmado: nosotras” y todavía nos va a sobrar mucho dinero. GABRIELA.- Ochocientos mil pesos. ¡Cuántas cosas se nos van a ocurrir al regreso! MARLENE.- A Molina no le avisamos. Que se quede esperándonos. GABRIELA.- Sí, esperándonos. ¡Cómo le va a doler! De ese millón seguro iba a robarse la mitad. MARLENE.- Almejas gigantes, camarones, ostiones. GABRIELA. Música tropical, chica, buena salsa caliente. Y ron jamaiquino, cubano, puertorriqueño, haitiano. (Gabriela pone música, cantan y bailan) MARLENE.- ¿Y ese pobre infeliz… se va a quedar ahí diez años? GABRIELA.- Mira, no creo. Con muy buena conducta, pueden rebajárselos a ocho (risa de ambas) MARLENE.- Menos mal. ¡Le va a pasar lo mismo que en “la isla de los hombres solos”! GABRIELA.- Ay, pobre. Ojalá que no le guste. Lo que sí puede hacer después, escribir sus memorias, a ver si le sale un best-seller. MARLENE.- ¿Escribir? ¿Ese? GABRIELA.- No, verdad. Ya parece. Bruto y huevón MARLENE.- Siempre he querido un traje de cóctel con lentejuelas. GABRIELA.- Yo quiero uno con chaquiras, muy años veinte, que se me vea todo.

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MARLENE.- ¡El mío, transparente! Y unos bikinis como confetis. (Ríen y bailan) GABRIELA.- ¡Niños! ¡Ayúdennos a empacar! Nos vamos a la playa. MARLENE.- Ya veremos a cuál. ¡Hay tantas playas! Debemos preguntar en una agencia. GABRIELA.- (Canta) adonde el mar sea más azul. MARLENE.- (Canta) y con arena muy acariciante. GABRIELA.- (Canta) con los hoteles más lujosos. MARLENE.- (Canta) y la que esté más llena…! LAS DOS.- De galanes, de galanes, de galanes. Telón.

Page 59: Antología - · PDF file3!! LA GALLINA DEGOLLADA Horacio Quiroga (1879-1937) TODO EL DÍA, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz

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CIBERGRAFÍA

consultado el 25 de enero2016 en http://www.literatura.us/quiroga/gallina.html

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consultado el 25 de enero2016 en http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/derhum/cont/35/pr/pr34.pdf

consultado el 25 de enero2016 en http://www.guionesdeobrasdeteatro.com/2011/08/guion-de-teatro-mexicano.html

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