teo
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Capítulo 1
Que las lágrimas corran cuando la sabiduría de la inocencia se transforme
en el apetito insaciable de la curiosidad.Pergamino de Ur–Satín v. 75
Teodoro miraba el camino desde el asiento del autobús escolar. Los chicos, uno
a uno, iban tomando sus mochilas de varios colores y diseños, se las colgaban al
hombro y salían corriendo hacia sus casas; sin embargo, para llegar a la suya todavía
faltaba mucho. Más allá de la última casa de la ciudad, donde el camino de asfalto se
convertía en camino de tierra, el bus se detuvo. El chico tuvo que escuchar con
resignación las palabras que el conductor le repetía cada día: “dile a tu padre que te
lleve a vivir a la civilización”. Saltó a tierra y empezó a caminar por el sendero mientras
escuchaba a su espalda el irritante pito de la reversa del bus que se disponía a regresar a
la ciudad.
Junto al camino que el chico recorría había un vasto bosque de pinos que se
levantaban hacia el cielo que en ese momento estaba oscuro y presagiaba lluvia. El
chico caminaba y el estómago le crujía de hambre; sin embargo, la proximidad de su
casa y de la hora de almorzar no le llenaba de entusiasmo. Teodoro no conocía a nadie
en el mundo que cocinara peor que Liliana, su madre. Ella casi siempre quemaba todo
lo que tenía la facultad de ser quemado y hacía mezclas de comida que sólo un valiente
podía comer sin hacer un gesto de desaprobación. Teodoro recordaba a menudo un día
en que su papá había llevado a un mendigo a comer a casa y este se había negado a
probar un solo bocado del extraño experimento culinario de su madre; el pobre hombre
salió corriendo como si hubiera visto un monstruo. Liliana, más que falta de aptitudes,
tenía un disgusto indescriptible por todas las labores hogareñas y, especialmente, la
cocina. Algunas veces Teodoro se había ofrecido a ayudarla al ver el desagrado con el
que cogía la carne y los vegetales extendiendo los brazos adelante y ladeando la cabeza
como si fueran una cosa asquerosa o, incluso, peligrosa; por esa razón, el chico adoraba
los días en que Miguel volvía de uno de sus largos y frecuentes viajes porque podían
estar juntos los tres como una familia y, además, porque siempre salían a comer a
restaurantes; situación que Liliana disfrutaba con alivio.
En un momento el camino se transformó en un sendero que apenas daba espacio
para que pasara una persona delgada y hacía una curva internándose en el bosque de
pinos. Todavía faltaban algunos cientos de metros para llegar a la casa cuando las
primeras gotas de lluvia cayeron sobre los árboles. Teodoro empezó a correr
maldiciendo no tener un paraguas para cubrirse. Todo ese día había sido un completo
desastre para el chico: un examen sorpresa de matemáticas, una caída jugando un
partido de fútbol que su equipo perdió de manera vergonzosa y la lluvia que ya estaba
empezando a mojar el delgado cuerpo del chico a través de la ropa. Lo peor de todo: ese
día era su cumpleaños número dieciséis y su padre había salido de viaje el día anterior;
no regresaría sino después de algunas semanas.
Teodoro entró a la casa y parecía como si hubiese acabado de salir de una
piscina. Se apresuró hacia el baño para secarse y cada paso que daba producía un chac,
chac del agua escapándose por sus zapatos cubiertos de lodo. Liliana veía con la boca
abierta y casi con lágrimas en los ojos cómo la carrera de su hijo ensuciaba el piso de
madera que había limpiado con mucho esfuerzo apenas unas horas antes. Unos minutos
después salió Teodoro del baño con una toalla enrollada en la cintura. Liliana vio la
semidesnudez de su hijo y se asombró de lo rápido que había pasado el tiempo: Bajo el
negro y mojado cabello que le llegaba a los hombros, el torso ya mostraba músculos; en
el rostro se podía ver la sombra de lo que se convertiría en una frondosa barba como la
de su padre y Teodoro, además, ya era casi tan alto como Miguel. Sí, su hijo ya era todo
un hombre.
Todos esos pensamientos hicieron que la madre se olvidara por completo de las
manchas de lodo en el piso; se acercó a su hijo, lo abrazó y le plantó un sonoro beso en
la mejilla:
–Feliz cumpleaños, hijo mío. Que los creadores te bendigan, ¡anoul sira!
Liliana acostumbraba a hablar de esa manera que a su hijo siempre le había
intrigado. Cuando él le pedía que le explicara el significado de esas palabras, Liliana le
contestaba en voz baja, como si de una confidencia se tratara, que eran cosas de ella y
que Miguel podría enojarse si se enterara que ella andaba enseñando a su hijo idiomas
que no existían. Teodoro aceptó con los años las excentricidades de su madre sin hacer
preguntas.
El chico dio las gracias y escapó hacia el dormitorio para cubrir su cuerpo con
algo de ropa seca. Logró escuchar que su madre le gritaba desde el comedor que la
comida ya estaba servida. Teo hizo una mueca de disgusto. Unos minutos después
estaba sentado frente a un humeante plato de un poco apetitoso quién–sabe–qué de color
amarillo.
Liliana y Teo conversaban alegremente sobre el partido de fútbol que había
perdido en el colegio (el chico prefirió mantener el tema del examen sorpresa en
secreto). Mientras Liliana tomaba el trapeador con los pulgares y los índices como si
fuera algo que se pudiera romper como un cristal y limpiaba las huellas del piso,
Teodoro se llevaba la comida a la boca con más resignación que apetito. De repente, la
puerta de una habitación que su padre usaba como oficina se abrió produciendo un
chirrido:
–¡Sorpresa –gritó Miguel abriendo los brazos de par en par–! ¡Feliz cumpleaños!
Teodoro escupió lo que tenía en la boca por el asombro. Luego se levantó
corriendo a abrazar a su padre.
–Yo creía que estabas de viaje –dijo el muchacho con emoción mientras se
levantaba de un brinco para saludar a su papá. Parecía que ese desastroso día estaba
mejorando.
–¿Imaginaste que me iba a perder tu cumpleaños? No, señor. Mucho menos el
décimo sexto. De donde vengo, cumplir dieciséis años es muy importante –indicó
Miguel–. Solamente salí a buscar tu regalo.
El padre metió la mano derecha en el bolsillo de su abrigo y sacó una pequeña
caja de madera que le entregó a Teo; este la llevó a la mesa de comedor preguntándose
qué podía ser lo que su papá le había dado.
Dentro de la caja había un medallón circular de unos seis centímetros de
diámetro. En la medalla estaba grabada una estrella de cinco puntas y en el centro, una
imagen de un león con la cabeza y las garras apuntando a cada uno de los vértices.
Sobre la cabeza del león se veía una letra M en alto relieve, junto a las garras delanteras
estaban grabadas las letras F y S y junto a las traseras, la A y la T. El extraño medallón
colgaba de una larga cadena del que parecía el mismo material y cuyos eslabones
parecían pequeñas serpientes enrolladas unas con otras. A Teo le impresionó la belleza
del regalo pero lo que más le llamó la atención fue el metal del que estaba hecho. Era de
un color azul intenso y pesaba muy poco a pesar de que su espesor era considerable.
–¿De qué material es?
–Se llama sethaúm –dijo el papá que ya se había sentado frente a su hijo y olía
con disgusto la comida que yacía olvidada sobre la mesa.
–Nunca había oído hablar de eso –continuó Teodoro sin poder quitar los ojos del
regalo.
–Es muy raro –replicó el papá–. La verdad es que muy pocas personas lo
conocen. ¿Te gusta?
–Me encanta –contestó el muchacho que analizaba el medallón por detrás y por
delante sin saber por dónde comenzar a preguntar–. ¿Qué significa esta imagen del león
y las letras y la figura y…?
–¡NO SIGNIFICAN NADA!
El grito de Liliana sacó a Teodoro de sus abstracciones. La madre sostenía el
trapeador junto a su pecho. Lloraba.
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