percontari n4: la muerte

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Desde Platón hasta Derrida, por mencionar dos ejemplos muy conocidos, filosofar sobre la muerte ha sido una labor que muchos acometieron. En esta cuarta entrega de la revista, el tema ha merecido análisis que pueden interesar a quienes se sienten a gusto con estos quehaceres del pensamiento. Sabemos que un asunto como ése no puede ser extenuado en una veintena de páginas. Lo más seguro es que, hasta cuando haya vida humana, las reflexiones al respecto no terminen. No obstante, gracias al esfuerzo de nuestros colaboradores, apostamos por contribuir a su discusión.

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PERCONTARI

La muerte

Año 2 • Nº 4 • Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • febrero 2015

R e v i s t a d e l C o l e g i o A b i e r t o d e F i l o s o f í a

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EDITORIAL

Ante una certidumbre radical

Como Descartes, es posible que la duda inunde nuestra vida, estremeciendo espacios en los cuales hallábamos

tranquilidad. Así, con ímpetu, las vacilaciones socavarían los fundamentos de creencias, ideas y doctrinas que considerá-bamos determinantes para orientarnos a diario. Si bien esto puede ser provechoso desde una perspectiva intelectual, pues nos desafiaría a remirar posturas que parecían inamovibles, muchos prefieren la comodidad del dogma o el prejuicio. En cualquier caso, tanto escépticos como fanáticos del pensa-miento cerrado, excluyendo a sujetos con aversión al razona-miento, reconocerán que tienen una certeza capaz de afectar su existencia: la muerte. No hay, pues, nadie que se libre del deceso. La conciencia de su llegada puede variar conforme a las particularidades del individuo; sin embargo, descartar esa cesación resulta ilusorio.

La vida es un proyecto que cada quien concibe y forja hasta cuando se agotan sus fuerzas. Sin falta, la muerte levanta un muro que impide cualquier destrucción o escalada; con su arribo, se acaba el anhelo de superarnos, permitiendo nuestro juzgamiento. Porque, una vez consumado ese fin, las decisio-nes que tomamos en distintos momentos podrán ser objeto de valoración. Ya no será factible ninguna enmienda; las imperfecciones se notarán con rapidez, así como, si hubiere benevolencia, los aciertos que hayamos tenido. En resumen, ese tiempo fúnebre se presenta como un ambiente propicio para estimar una obra que, aun cuando no fuésemos cons-cientes de aquello, hemos consumado. Acoto que no aludo sólo al hecho de ponderar teorías, aunque esto deba efectuar-se. Pienso en Norberto Bobbio, quien, poco antes de morir, creía que, allende sus numerosos libros, estaban el afecto, la familia, los amigos: un legado que ninguna desaparición físi-ca lograría pulverizar.

Desde Platón hasta Derrida, por mencionar dos ejemplos muy conocidos, filosofar sobre la muerte ha sido una labor que muchos acometieron. En esta cuarta entrega de la revista, el tema ha merecido análisis que pueden interesar a quienes se sienten a gusto con estos quehaceres del pensamiento. Sabemos que un asunto como ése no puede ser extenuado en una veintena de páginas. Lo más seguro es que, hasta cuando haya vida humana, las reflexiones al respecto no terminen. No obstante, gracias al esfuerzo de nuestros colaboradores, apostamos por contribuir a su discusión.

E. F. G.

ColegioAbierto deFilosofía

Percontari es una revista del Colegio Abierto de Filosofía.

Filosofar significa estar en camino. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas y toda respuesta se convierte en nueva pregunta.

Karl Theodor Jaspers

DirecciónEnrique Fernández García

Consejo EditorialH. C. F. Mansilla

Roberto Barbery AnayaBlas Aramayo Guerrero

Alejandro Ibáñez MurilloAndrés Canseco Garvizu

IlustraciónJuan Carlos Porcel

Seguimiento editorialGente de Blanco

DL: 8-3-39-14

Colaboran en este númeroReflexiones de cementerio

Andrés Canseco Garvizu

La muerte… ¿es el final?Gustavo Pinto Mosqueira

El final del universo y sus implicacio-nes para el hombre

Alfonso Roca Suárez

Morir de vidaChristian Canedo

Breve clasificación escogida de muertes inventadas de filósofos

anónimos Luis Christian Rivas Salazar

La desaparición del moribundoMarco Antonio Del Río Rivera

Sobre la muerte y otras situaciones afinesCarolina Pinckert Coimbra

Canibalismo, el hambre de inmortalidad

María Claudia Salazar Oroza

facebook.com/colegioabiertodefilosofia revistapercontari@gmail.com

revistapercontari.blogspot.com

Con el apoyo de:

Instituto de Ciencia, Economía, Educación y Salud

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Advertencia. He paseado por tres cementerios para componer este ensayo. La profundidad de sus líneas no tiene que ver con la filosofía académica, rígida por naturaleza. Ni postulados ni esquemas; sim-plemente el pensamiento singular de un individuo.

Salvo que un destino peculiar, como el res-plandeciente fuego o la cruel desaparición,

aguarde al final de los días, el cementerio es el sitio último en común de los hombres, la última puerta a cruzar, tanto para creyentes fervorosos, profanos e impíos; para quienes son víctimas del prójimo, para los enfermos y para los que sucumben ante las décadas. El cementerio es un sitio único dentro de cada ciudad, desde el poblado olvidado y recóndito hasta la metró-poli atolondrada; todos tienen un espacio, un depósito para el abandono terrenal. Recuerdo que el camposanto de la ciudad en que crecí alberga una fatal inscripción en negras letras en su pórtico: “Hodie mihi, cras tibi”. Como toda traducción implica cierta deformación, me quedaré con: “Hoy a mí, mañana a ti”. La sutileza y la esperanza no son precisamente lo que desprende esa entrada.

Todos los cementerios acogen imágenes y sensaciones que guardan similitudes; no sólo son los recintos de seres queridos y odiados que se fueron y a los que se echa de menos, sino que, además, representan para el individuo el hado inevitable. Todos sabemos que en ese sitio quedarán nuestros restos como testimonio de la única vida que podemos comprobar.

Borges escribe en un cuento de El Aleph: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte”. Aun-que se me tache de especista, el hombre, para

bien o para mal, es el único ser que puede llegar a asumir la muerte en su real dimensión, lo que no significa que lo soporte. La prueba de que no tolera su desaparición está en la lucrativa invención de la vida eterna y el más allá.

Los pasos dados por el panteón son el re-corrido que solo el hombre entiende; ningu-na otra especie vuelve periódicamente a ver los restos de sus cercanos. Caminar por un cementerio es un acto generador y reflexivo, un puñal existencialista, con una pena larga y detalles enormes que hablan por sí solos; como el acto desgarrador de hablarle a una tumba de frío cemento, o ver las lápidas con nombres de generaciones ya fallecidas que reciben visitas de adultos y de niños que empiezan a tener su primer contacto con la muerte, los eslabones de una cadena interminable.

Aunque la frialdad y la razón intentan hacer-nos comprender que es normal, que la muerte es parte del ciclo natural, el miedo de perder a quienes creemos nuestros y de perdernos noso-tros sin poder llegar a concretar nuestras vidas corroe las entrañas. Se estremece el cuerpo cuando un carro entra en el cementerio, cuan-do los mantos negros y las lágrimas proliferan. Entonces damos algo de razón a Schopen-hauer: “La muerte es el genio inspirador, la musa de la filosofía… Sin ella, difícilmente se hubiera filosofado”.

El cementerio es también el templo del arrepentimiento, pero no de golpe en el pecho y mirada al cielo, sino del que está repleto de tristeza; percatarse de que un fallecido no vuelve más y que no hay más oportunidad para una charla o para un gesto amable. Para ellos, anhelamos la paz, que es tan complicada de hallar en la Tierra.

Reflexiones de cementerio

Andrés Canseco Garvizu

¿Cómo superar los ataques de furia, esa necesidad de estallar, de partirle la cara a todo el mundo, de abofetear universos? Habría que dar inmediata-mente un corto paseo por un cementerio o, mejor aún, un paseo definitivo...

Emil Cioran

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Acto tan crudo y doloroso el entierro, acaso la cúspide del desconsuelo, pesadas bisagras que se cierran, un silencio espeso atroz cortado por el llanto. Presenciarlo es poner a prueba nuestra entereza.

Ya no se incluye en el ataúd posesiones, pero perdura la costumbre de arropar al difunto con buenas galas, darle un féretro brillante y sellarlo con una lápida elegante, si es que hay posibilidades. No importa mucho; el tiempo no tendrá piedad con ningún elemento de lujo o de sencillez. Éstas son las últimas ofrendas que puede hacerse, el consuelo de otorgar un descanso digno, tal vez un exceso de macabra vanidad.

Recuerdo un sector por demás triste e injusto (el hombre es un ser débil): las tumbas de los párvulos. Si es que un dios existe y la voluntad de arrebatar la vida de niños es suya, no hay razón para no señalarlo y reclamarle con furia por la osadía suya de un niño muerto.

La última reflexión que nos deja el andar por el cementerio es la egoísta, la de nuestras propias exequias: si es que alguien llorará por nosotros, si se nos llevará ramos coloridos, si nos alcanzará el tiempo para elegir el texto de nuestra propia lápida, si cumplirán nuestras últimas voluntades e incluso si alguien tomará la suficiente precaución de enterrarnos con dos monedas para pagarle a Caronte. Lo bueno es que la regla a la larga es perderse. Ningún muerto es llorado para siempre porque la resig-nación gana terreno y ya ni nuestra sangre nos acompañará, la madera se romperá y nuestros huesos se confundirán con las piedras. Las lá-pidas con grietas y óxido y las flores marchitas

anunciarán que el dolor ha aminorado y que únicamente seremos un recuerdo ocasional de primeros días de noviembre u otra fecha esporádica. Y está bien que así sea; los demás aún deberán completar su tiempo con la menor cantidad de pesar posible.

Lo que en los cementerios se encarna es nuestra humanidad endeble, es un monumento necesario y en cierto modo sublime y cariñoso para la incapacidad de dejar ir a quienes han partido, llenarlos de ritos y homenajes para imaginar y esperar que, de algún modo, todavía estén. Mientras, nosotros nos descontamos días del calendario hasta que el tiempo, la salud, la mala fortuna o la voluntad de otro mortal ha-gan que nos convirtamos en objetos de velorio y tristeza, luego en polvo y más tarde en nada más que olvido.

Cementerio: lugar en que descansan los hombres, pero también las esperanzas, fanta-sías y promesas muertas.

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¿Quién arrebató la eternidad al hombre? ¿Morimos porque somos contingen-

tes, nada más por eso? ¿Por qué tenemos que morir? ¿Porque es una forma de que se termine nuestro sufrimiento en esta vida sobre la Tie-rra? Muchos ya hemos pasado la experiencia de llorar o sentir profunda pena por la muerte de algún ser querido (familiar: padre, madre, hijo, primo, abuelo, o amigo). Esto, sin duda, causó en cada uno la preocupación por la muerte. A cierta edad, nos preguntamos: ¿qué es la muer-te? ¿Tiene sentido haber nacido para después morir?

Algunos prefieren tomar la actitud de Epi-curo ante la muerte: “Mientras yo exista, ella no existe, y cuando ella exista, habré dejado yo de hacerlo”. Entonces, hay que dejar que todo fluya como tiene que ser, sin afrontar el asunto, hasta que llegue el momento final. Pero esta postura condice poco con lo que piensa Martin Heidegger: solo el hombre es consciente de la muerte, es decir, sabe que va a morir, y que la muerte es ineludible. Solo el hombre muere. Los animales, no; éstos cesan. Para el hombre, con la muerte acaban todas sus posibilidades de ser. Por ende, la actitud de Epicuro puede ser un sedante, no más que un consuelo pasajero.

No podemos negar, a pesar de los avances de las ciencias biológico-naturales, que “el hombre es un ser para la muerte”, como lapidariamente escribe Heidegger. Tal vez sea esta la sentencia culmen de una larga historia de la “Filosofía de la subjetividad” que, en más de una ocasión, en sus autores, se ocupó de este fenómeno. En efecto:

En el Fedón, Platón sostiene que el filósofo auténtico en lo que “se ejercita es en el morir y para nadie es menos terrible la muerte”. O sea, todos tememos a la muerte, filósofos o no. La cuestión es con qué actitud la esperamos. El filósofo que se ha entrenado para ese momento la verá como la oportunidad de “marchar ale-gre hacia el término donde existe la esperanza,

para los que llegan a él, de encontrar el objeto de que estaban enamorados mientras vivían, la sabiduría, y separarse del objeto que odiaban [el cuerpo] y que estaba íntimamente unido a ellos”. ¿Dónde se va el alma? Ya es asunto de creencia, tradición, religión o de fe. Platón creía que era llevada al Hades (un tipo de cielo, o el más allá, donde se lleva una vida más grata, un estado de satisfacción plena) bajo la dirección de un espíritu, siempre y cuando en este mundo material, de las apariencias, hayamos hecho el bien y evitado el mal.

Séneca, en De la brevedad de la vida, piensa que no es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho en esta vida. “Asaz larga es la vida y más que suficiente para consumar las más grandes empresas, si se hiciere de ella buen uso, pero cuando se desperdicia en la disgregación y en la negligencia, cuando a ninguna cosa buena se dedica, al empuje de la última hora inevitable [la muerte] sentimos que se ha ido aquella vida que no reparamos que anduviese” [o sea, que la tuviésemos]. Sí, la muerte trunca la vida, la torna finita. Nos hace ver que vivimos un tiempo determinado, breve o largo, según los casos. Diez, veinte, cuarenta, cincuenta, sesenta, ochenta años, o algunos más, pueden parecer-nos poco para vivir, “pero el sabio sabe usar el tiempo de que dispone”. En el contexto de esta idea, Domingo Araya, en su libro Filosofía para vivir mejor, reflexiona:

“Muchos hombres no piensan en la muerte por temor y hacen como si fueran a vivir siempre. Este olvido les lleva a no preocuparse por vivir bien, a no aprove-char lo que han recibido. No administran su vida, la dilapidan y se pierden.

El sabio dispone buenamente de su vida y le saca el máximo provecho, aunque sea más breve que la de muchos ignorantes que la derrochan inconscientemente”.

La muerte… ¿es el final?

Gustavo Pinto Mosqueira

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Un hombre con mucho poder y capacidad de pensar (no siempre ambos elementos van juntos), Marco Aurelio, emperador de Roma, en Pensamientos, sintetizando, dijo que una de las tareas de la filosofía era hacer que el “espí-ritu interior” del hombre por sobre todo sepa esperar a la muerte “con voluntad propicia”, “no siendo [la muerte] otra cosa que la disgrega-ción de los elementos de que todos los seres mortales están compuestos”. A partir de esa idea, es posible interpretar que lo que se disgre-ga con la muerte no es solo el cuerpo del alma, sino todas las partes del cuerpo y, quizás, toda el alma, quedando, por tanto, nada. La muerte es la desaparición total de este mundo. Con la muerte no queda nada de nuestra realidad, ni la física ni la espiritual. ¡Ahí se termina todo! Al menos, la filosofía nos hace conscientes de esto. Y esta es una función profundamente humana. La muerte es nuestro destino final. No lo po-demos cambiar. Envejecer, padecer enfermeda-des, etc., son síntomas de que vamos hacia ella. ¡Ni mi libertad es capaz de eludir este destino! Y esto sucede así por más que algún filósofo, como Spinoza, nos invite a esto en su Ética: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”. Insisto, por más que concentremos nuestra mente en reflexio-nar sobre la vida, ella tocará nuestra puerta y la tendremos que abrir, necesariamente para que nos lleve. Por esto, es mejor condecir con Arthur Schopenhauer lo siguiente:

“La muerte es la gran ocasión que se nos presenta para despojarnos del yo; ¡feliz el que la aprovecha! En la vida, la voluntad humana no es libre; por virtud del carác-ter invariable del hombre, su conducta se desenvuelve necesariamente guiado por los motivos… La muerte es el instante que nos libera de la forma especial de una individualidad que no es la esencia de nuestro ser; que es más bien una es-pecie de aberración; nuestra verdadera libertad original nos es devuelta [con la muerte]”.

Otra mirada de la muerte se puede tener cuando uno se aferra a la vida. Nietzsche la tuvo. En Así habla Zaratustra enseña: “[…] Todos toman en serio la muerte, pero todavía,

la muerte no es una fiesta”. El hombre va a mo-rir, es cierto. Pero hay que hacerlo “triunfante, rodeado de esperanzas y solemnes promesas. Así debiera aprender a morir… Morir así es lo mejor; o si no es así, morir luchando y disipar un alma grande… Quien tiene una meta y un heredero, quiere morir a tiempo por la meta y por el heredero. En vuestra muerte deben arder aún vuestro espíritu y vuestra virtud cual arrebol vespertino que tiñe de oro la tierra; o si no, la muerte os ha salido mal”. Zaratustra nos invita a morir bien, en el momento oportuno, ni temprano ni tarde, a tiempo, y aprovechando la muerte para la vida misma. Por eso, no tiene mucho sentido lo que Miguel de Unamuno escribió: “No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero creerlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, ese pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí; y por eso me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia”. A pesar de este deseo, Unamuno murió el año 1936. Y no está más entre los hombres. ¿Qué quedó de él? Su filosofía y al-guna obra que hizo en vida.

Pero, al fin y al cabo, moriremos, más tem-prano o más tarde, plenos (llenos de virtudes –Nietzsche creía en un hombre así–) o vacíos, con un pobre yo. Y entonces, suena como otra campanilla –no la campañilla nietzscheana que anunciaba la “muerte de Dios”, ese dios de los filósofos, de la metafísica tradicional– lo que anuncia la frase lapidaria de Heidegger: “El hombre es un ser para la muerte”. Y la muerte es la imposibilidad de toda posibilidad de ser. Con ella, no hay ni existencia ni esencia que valga. No importa qué va primero en esta vida humana. Jean-Paul Sartre no existe más. Tam-bién murió. ¡Y eso que fue ateo!

Por tanto, la muerte físico-biológica es real. Como mueren Adams y Jefferson en la mini-serie John Adams. Únanse o mueran (que narra la historia de la independencia de Estados Unidos de América y sus primeros cincuenta años como república), capítulo VI, mucha gen-te muere con los ojos abiertos, como queriendo aferrase por más tiempo a esta vida. Pero no lo logran. Mueren así. Entonces, alguien tiene que cerrarles los párpados. Ese es el final de los finales. El final de todas las posibilidades. Todo termina ahí. No se vive más. No se está

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más sobre este mundo material o natural. Los familiares o amigos harán una ceremonia o no antes de depositar bajo tierra ese cuerpo inerte. ¡Polvo sos y al polvo volverás!

Ahora bien, ¿ahí se acaba todo? Para unos, sí. Para otros, no. Me sumo a estos últimos. No pierdo nada si después de morir no hay nada más allá, no hay ese Hades platónico. Pero si lo hay, lo gano todo. Porque la muerte no puede ser el absurdo más grande que el hombre pueda comprender: “Nacer para morir”. Definitiva-mente, esto no tiene explicación. Ni la actitud de Epicuro viene al caso. Como no tiene ex-plicación para los secularistas, los agnósticos, los ateos ilustrados, los materialistas (marxistas y de toda laya), los escépticos, lo que Jesús le prometió a uno de los malhechores que tenía a su lado, cuando, en la cruz, le pidió: “Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Entonces, Jesús le contestó: “Te aseguro hoy, estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 42-43). La promesa de la resurrección es el fundamen-to de la fe en el Hijo de Dios. Por esto siempre pensé que el meollo del cristianismo, de toda su filosofía, del tomismo y del neotomismo, de la teología, del mismo Evangelio de Jesús, del tipo de vida que predica e invita a vivir la Iglesia católica y todas las iglesias cristianas, es la esperanza de vencer a la muerte, esto es, la resurrección de Jesucristo. Si no fuera así, el cristianismo como religión, tradición, rito, for-ma de vida personal y convivencia humana, no tendría ningún sentido y, es más, sería la “men-tira más grande” que un puñado de hombres hayan armado en la historia de la humanidad. El cristianismo, con su filosofía, es la única religión, en el Hijo de Dios resucitado, que da respuesta al misterio de la muerte. “Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, el Pri-

mero y el Último. ¡Dichosos los que guardan sus Mandamientos, para que tengan derecho al árbol de la vida, y entren por las puertas en la ciudad [eterna]!” (Ap 22, 13-14).

En todo caso, cada uno tendrá su manera de ver y enfrentarse a la muerte, dentro de la cultura en que viva y muera. ¡Tengo la mía! De seguro, usted también, amable lector.

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De acuerdo con la teoría del Big Bang o la gran explosión, la teoría científica sobre

el origen del universo más aceptada en la ac-tualidad, nuestro universo tuvo un principio absoluto hace aproximadamente 13,7 miles de millones de años. En este evento, que se lo puede categorizar como sobrenatural, el espa-cio, la materia e incluso el tiempo entraron en existencia. Luego de su nacimiento, el universo pasó, de ser minúsculo y extremadamente ca-liente, a una fase de inflación cósmica en don-de empezó a enfriarse y expandirse de forma exponencial. Posteriormente, se formaron las estrellas, los planetas y las galaxias.

Durante millones de años, el escenario se fue preparando hasta que, cierto día, el tercer planeta del sistema solar cumplió con todas las condiciones necesarias. Era momento para que la vida haga su aparición majestuosa. Curiosa-mente, el show se desarrollaba sin espectadores y con actores que no comprendían sus líneas. Nada en el universo podía comprender la ma-jestuosidad de todo lo que ocurría. Ni aun las estrellas que iluminan el espectáculo advertían la brillantez de su rol. Tuvieron que pasar otros millones de años para que esta figura cambie. Finalmente, el ser humano iba a ejecutar su en-trada en el gran espectáculo cósmico. Y es que solo esta criatura es consciente de su existencia; solo él tiene una mente capaz de ponderar una infinidad de asuntos. Desde su aparición, el ser humano ha venido aprendiendo cada vez más sobre su entorno y su propia existencia. Nues-tro conocimiento ha avanzado hasta el punto de poder describir, con un alto grado de cer-teza, eventos que ocurrieron millones de años antes de nuestra aparición. ¡Cuán maravillosa hazaña!

Sin embargo, el conocimiento de la realidad del mundo nos ha llevado a darnos cuenta de algunos hechos sombríos. La ciencia nos ha

enseñado que somos un punto diminuto en un universo de una extensión colosal. Hemos escaneado en todas direcciones y solo hemos encontrado soledad. ¿Será que nadie más puede percatarse que estamos aquí? ¿Estamos realmente solos en la inmensidad? Nuestros ojos también han dado una hojeada al final de nuestra historia. Ahí hemos visto la palabra muerte acompañada del adjetivo inexorable. Llegará un día en que nuestro cuerpo no podrá mantener nuestra existencia y ese será nuestro final. Hemos visto muchas personas alcanzar este punto y sabemos que, tarde o temprano, cada uno de nosotros arribará a ese destino indeseable. Es más, nuestro tiempo de vida no es más que un estornudo comparado con la longevidad del cosmos.

Así también, llegará un momento cuando el universo enfrentará su propia muerte, y, en con-secuencia, la humidad en su conjunto dejará de existir. Este mismo universo que se mostraba tan adepto a la vida amenaza con ser su ver-dugo. Hay distintas teorías que explican cómo acabará todo. Una de ellas, conocida como la muerte térmica, nos dice que la entropía seguirá aumentando hasta alcanzar un punto máximo. No hay nada en este universo que posea energía ilimitada. Las estrellas se irán apagando una a una. Finalmente, se agotará toda la energía utilizable, lo que imposibilitará la existencia de procesos que consuman energía, como es el caso de la vida. Así es, toda forma de vida desaparecerá.

Pero ¿por qué somos capaces de reflexionar sobre nuestra miseria? ¿No hubiera sido mejor ser como una roca que ignora su destino? ¿Sabe acaso la flor la magnitud de su belleza? ¿Es ca-paz de darse cuenta de que su esplendor desa-parecerá pronto? ¿Por qué el hombre no puede ser así? Para nosotros, la tragedia de nuestra muerte no es algo que pueda pasar inadvertido.

El final del universo y sus implicaciones para el hombre

Alfonso Roca Suárez

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En especial, hay dos implicaciones filosóficas que resultan inquietantes.

La primera implicación tiene que ver con el significado de la vida. ¿Por qué estamos aquí? ¿Hacia dónde nos dirigimos? Si todo acaba en la muerte, la vida no tiene sentido. Ante este pros-pecto existencial, hay quienes piensan que uno tiene la responsabilidad de darle significado a su propia vida. Por lo tanto, tratan de inmortalizar su nombre. Saben que morirán, pero buscan darle sentido a su vida, haciendo algo que pueda ser recordado. Quieren ser ídolos, escribir un éxito de librerías, componer una gran canción, obtener poder, ganar títulos; en fin, quieren dejar su marca en la historia. Sin embargo, no importa lo que hagan, llegará el día en el que todos sere-mos olvidados. No importa si fuiste Beethoven o Borges. No importa si llegaste a la Luna o inventaste la pólvora. Aunque encuentres la cura a todas las enfermedades, no hay forma que puedas evadir la muerte. Cada una de tus creaciones, tus esfuerzos y tus sueños quedarán ineludiblemente en el olvido. El ser humano está condenado a desaparecer. Por supuesto, cada quien es libre de engañarse a sí mismo y construir un mundo de ilusión donde su vida tenga algún significado subjetivo. La verdad, no obstante, seguirá siendo otra. Si todo acaba en la muerte, todo carece de sentido; no hay forma de cambiar este hecho. Si mueres hoy día o en 50 años, no haría diferencia alguna. Cuando toda forma de vida desaparezca, no quedará nadie para siquiera recordarte.

Otra de las consecuencias de la finitud de la existencia es la destrucción de los valores. ¿Qué razón tienes para no vivir en completo egoísmo? ¿Qué diferencia hay si vives una vida de altruismo o como un asesino en masa? Si uno tuviera el dinero y poder suficiente para evitar las consecuencias legales o sociales de cometer algún crimen, no habría razón por la cual uno no debiera vivir una vida de derroches y actuar de manera irrestricta Si eres líder de una nación, ¿quién podría cuestionarte sobre los genocidios que ordenes? No habría un más allá, donde tengas que dar cuenta de tus trans-gresiones. Es más, ya que solo cuentas con unos cortos años de vida, la alternativa más atractiva es aprovechar cada oportunidad que tengas, in-cluso si eso implica aplastar la vida de otros. Al

fin y al cabo, todos veremos nuestro final en la tumba. Sin eternidad, no hay una base para los valores morales, los cuales terminarían siendo meras maquinaciones sociales que se convier-ten en obstáculos para alcanzar la satisfacción personal.

Todo esto se opone contundentemente a nuestras creencias más profundas sobre el sen-tido de la vida y la naturaleza de la moral. Ante el pronóstico de la muerte, el ser humano se pregunta si ese es verdaderamente el final ¿Qué significado tiene la vida? ¿Es posible seguir existiendo a pesar de haber muerto? ¿Existe un más allá? La búsqueda por lo sobrenatural no es un simple esfuerzo del ser humano por engañarse a sí mismo y satisfacer su deseo existencial; más bien, a partir de la tragedia de la muerte, encontramos una fuerte motivación para investigar la verdadera naturaleza de la realidad. La muerte puede ser el motor que nos impulse a buscar respuestas a las cuestiones más importantes de la vida.

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Caos y orden, movimiento y calma, calor y frío: todo curso en el mundo presenta ci-

clos que se repiten y se confunden hasta el infi-nito. Caos y orden, y caos, otra vez; la existencia está condicionada a un interminable intercam-bio de parpadeos cósmicos, que casi siempre se interpreta (mal) como la colisión de una fuerza vital con un muro estéril, inamovible, sin saber nunca qué sucede o no detrás del muro.

Las religiones fueron, por mucho tiempo, la respuesta que se dio la humanidad ante la ignorancia y el miedo de lo que hay más allá. Olvido, eterno retorno, redención, castigo, transmutación: todas aceptables, pero trágica-mente erradas. ¿Qué hay más allá de las nubes para un insecto? Quizá un gato puede respon-der: “La luna”; sin embargo, para una hormiga es imposible comprender siquiera la idea de un espacio mayor a su propia colonia. ¿Qué hay más allá de la frontera del universo? Ni siquiera los humanos se sienten cómodos con la noción de la nada, el vacío completo; entonces, ¿cómo pueden autoproclamar, prácticamente, la om-nisciencia quienes afirman poseer la verdad sobre algo tan misterioso como la muerte?

La fascinante muerte encontró siempre un lugar en los discursos teológicos y filosóficos, que valieron, en el primero de los casos, sobre todo, el arrebato de la inocencia, condenas y condicionantes a la vida, que, a fin de cuentas, debió ser siempre el foco de las inquietudes. Los pretenciosos sacerdotes de toda laya se apoderaron de la vida a través de la muerte, la rebajaron a una inútil condición vegetal, ser-monearon acerca del adormecimiento y, como premio, ofrecieron otro adormecimiento, pero esta vez era eterno. En definitiva, castraron y mutilaron el impulso vital: aguaron la fiesta. Sin embargo, no contaban con que la vida sur-ge de la muerte y que sus raíces se propagarían

a lo largo de todo espectro o espacio. La muerte encontró su fiesta detrás del púlpito y debajo de las sotanas, en Sade, Decamerón, en el rock, Do what thou wilt. En todos lados se honraría a la muerte con un exceso de vida, una bocanada de dulce aroma de flores y pliegues.

Así, el hombre mitológico, el niño Adán –que nunca supo ni pudo saber lo que era elegir entre la vida o el conocimiento, puesto que, para ello, debió ser consciente de lo que implicaba– se desembarazó de toda esa mescolanza indigesta que suponía el huerto del Edén. No importaba ni importa hoy si quiere vivir o si quiere sa-ber lo que es morir. Para el Adán moderno, la existencia plena solo se da únicamente ante la consciencia de la misma, lo que lo lleva irrevo-cablemente a la consciencia de su no existencia o del cese de su existencia. El Adán promedio es, la mayor parte del tiempo, consciente de su ser, pero es contraproducente que ahonde en eso; más le convendría, a opinión personal, no detenerse en ninguno de los dos pensamientos, pues los convierte en un tic, un molesto espas-mo que solo se cura ante la indiferencia. Por cierto, éste es un privilegio peligroso, ya que, cuando piensa obsesivamente en la vida como condición, se deja de poseerla.

García Márquez decía que, para él, la opción de la muerte era inaceptable. Borges, en el otro polo, la buscaba o decía buscarla, como si fueran dos amantes, y, toda vez que pudiera, cambiaría un par de años de existencia por una biblioteca infinita. Hay hombres que, en mayor o menor medida, desean comer del árbol de la vida y otros, del árbol de la sabiduría; sin em-bargo, ambos presentan gusanos en sus frutos. Vale la pena una vida eterna sin la consciencia de sí misma como vale el conocimiento sin fines más que el dado por la abrupta caída. Por

Morir de vida

Christian Canedo

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eso, una tercera opción surge, revolucionaria y futura por excelencia, la de morir de vida.

Vivir eufórico y morir tranquilo, en ese orden y a la manera de los poetas malditos, es un de-ber y un privilegio divino, puesto que la muerte solamente es un instante, intenso como un orgasmo, cuyo propósito es mucho mayor a lo que promete. La muerte es la consagración de la vida, que no tendría significado ni relevancia

por sí misma sin la idea de que la medida de las cosas solo es una cuenta regresiva que confluye y desgarra con un arado implacable lo que se fue, dejando únicamente lo que se es.

Breve clasificación escogida de muertes inventadas de

filósofos anónimos

Luis Christian Rivas Salazar

Uno. Los graciosos dicen que existió un filósofo que afirmaba que las habas tenían

alma. La prueba de esta teoría se verificaba cuando una persona comía estas legumbres y expulsaba pedos, porque éstos escapaban por el ano para encontrar mejor lugar que los intestinos humanos. Así, un día, ese pensador antiguo estaba escapando de los siracusanos y, por no pisar un campo de habas, fue alcanzado y muerto por sus enemigos.

Dos. Dicen que ese hombre de pensamiento oscuro pensaba que los cadáveres contamina-ban el aire, la tierra, el agua y el fuego, por eso no debían ser enterrados, ahogados o quema-dos. Pensó entonces que la mejor manera de evitar esa contaminación inmunda de su cuerpo muerto era inundarse en boñiga de bueyes has-ta morir por efecto del sol, con la atenta mirada de aves y perros, quienes se encargaron luego de esa materia en proceso de putrefacción.

Tres. Los poetas románticos dicen que este filósofo se lanzó al volcán para conciliarse con la naturaleza y elevarse a un plano divino; los burlones afirmaron que una sandalia salió ex-pulsada para demostrar su finitud. Sin embar-

go, existe evidencia que demuestra que murió por una plaga contagiosa.

Cuatro. Esta persona vivía en completa na-turaleza, tanto es así que asemejaba su vida a la de los perros, por eso se dice que se indigestó comiendo pulpo crudo o una pata cruda de cer-do. También comentaron que murió cuando se cayó de un caballo o que fue mordido por uno de sus canes. Hay quienes afirman que murió conteniendo la respiración.

Cinco. Este amigo tenía un buen sentido del humor y estimaba mucho a su burro, tanto es así que le dio de beber vino, bebida de mucho valor en esa época. El jumento se embriagó e intentó comer las frutas de un cactus. Tanta gracia le causó esto al filósofo que éste se mató de risa.

Seis. Su curiosidad científica lo llevó a pre-guntarse de qué manera el hielo retardaba la acción de la descomposición en cadáveres. Tomó entonces un pollo muerto, lo rellenó de hielo, salió al patio y empezó a cavar en la nieve para enterrarlo, pero lo único que cogió fue una pulmonía que acabó con su existencia.

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Siete. Como buen filósofo, solía despertarse después de mediodía en la gélida Estocolmo, pero ese día, la reina, que era su estudiante, decidió pasar las clases a las cinco de la ma-drugada en ese clima donde “se hielan hasta los pensamientos de los hombres”. Esto fue suficiente para contraer pulmonía. Los adictos a las conspiraciones ven en esto un asesinato.

Ocho. Entre los alemanes, uno dijo por última vez: “Sufficit”, “es suficiente” y el otro que murió por cólera: “Solo un hombre me ha comprendido. Y, aun él, creo que no me comprendió”. Era ininteligible incluso para él mismo.

Nueve. Como buen utilitarista, en su testa-mento, pidió que su cadáver sirva para investi-gación de los estudiantes de medicina. Fue lue-go recompuesto y disecado. Ahora está sentado en la universidad donde tanto lo veneraban como un icono.

Diez. Este anarquista no pudo contra la pi-cadura de un insecto y el otro filósofo murió de sífilis. Sabemos que frecuentaba mujeres alegres; parte de su estado de demencia puede verse actualmente gracias a Youtube.

Once. Morir baleado por un exestudiante antisemita sin ser judío es terrible. Peor si luego lo liberan porque el populacho celebra este acto racista.

Doce. Dentro de los franceses, uno murió con la cara entre las hojas escritas por Descartes; otro, atropellado por una furgoneta después de reunirse con el ministro; un tercero se lanzó por la ventana porque no soportaba los dolo-res del enfisema pulmonar; y hay hasta quien murió por un cáncer de páncreas a la misma

edad y por la misma enfermedad que contrajo su padre.

Trece. Existe un caso extraño de un señor que, durante toda su vida, estaba obsesionado con la muerte: desesperanza, soledad, pesimis-mo, fracaso, el sinsentido de la vida. Proponía pensar en el suicidio para escapar de esto: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado”, entonces siempre tene-mos en nuestras manos esta última opción de libertad. Su fascinación por la muerte llegaba a extremos de visitar el cementerio a modo de divertirse, pensando siempre en la muerte. No escapó de ella, porque murió a sus 84 años bajo la tiranía del alzheimer.

Catorce. En La Paz, dos pensadores alcohó-licos reflexionaban sobre la muerte. Razonaban sobre el aparapìta, la ciudad, la noche y el frío. Uno de ellos, escritor, habría ingresado al sub-mundo marginal desde joven, aprendiendo su coba, y vivía rodeado de la delincuencia, alcohol, drogas, prostitutas. Ambas personas analizaron la delgada línea que existe entre el alcohol y la muerte; ambos la cruzaron, coherentes con su forma de pensar y vivir.

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La desaparición del moribundo

Marco Antonio Del Río Rivera

La tradición cristiano-católica (al igual que la ortodoxa y la copta) identifica siete sa-

cramentos: bautismo, eucaristía, confirmación, penitencia, unción de enfermos, ordenación sacerdotal y matrimonio. Un sacramento es un acto sagrado por el cual la persona recibe la gracia de Dios, y que permite al creyente ser hijo de Dios.

Hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), el sacramento de la unción de los enfermos se llamaba extremaunción. Se trata de un acto li-túrgico por el cual el sacerdote signa con aceite consagrado a un enfermo, de edad avanzada o en peligro de muerte. Mediante este acto, se trata de proporcionar al enfermo una gracia especial para fortalecerlo y reconfortarlo para su inminente encuentro con Dios.

Si se me permite una digresión personal, cuando, en mi infancia, me explicaron este sa-cramento, me causó una cierta inquietud. Ha-bía visto en alguna película que un sacerdote administraba la extremaunción a alguien que acababa de morir. Pero la definición era que se administraba a alguien que estaba por morir. La inquietud era: ¿cómo puede saber una per-sona que está por morir? ¿Y qué pasa si, luego de administrado el óleo sagrado, se recupera de la enfermedad y no muere? ¿Qué pasa con la gente que muere de forma sorpresiva?

Esas preguntas se dilucidaron cuando conocí los estudios de Philippe Ariès (1914-1984) so-bre la historia de la muerte. Tanto su Historia de la muerte en Occidente como su monumental El hombre ante la muerte son obras ineludibles a la hora de tratar el tema de la muerte.

Porque la muerte, o mejor dicho la percep-ción de la muerte por parte de las personas, junto a las costumbres funerarias, tiene tam-bién una historia, una evolución en el tiempo.

Ariès destaca que esa evolución no supone cambios de un día para otro, sino que puede haber largos períodos de tiempo en los cuales no se observan mutaciones significativas, aun-que también pueden darse cambios repentinos y sorprendentes.

En efecto, por ejemplo, entre las clases pu-dientes de la sociedad cruceña de hoy se ha impuesto la idea de velar a los muertos en instalaciones especialmente creadas para ello, los salones velatorios. Sólo entre las clases más desposeídas se mantiene la tradición de velar al difunto en su propio domicilio. Pues bien, cabe recordar que, hacia mediados de los años ochenta del siglo pasado, hubo el primer intento de abrir un salón velatorio en la alameda Junín, entre el primer y segundo anillo. La empresa no pudo prosperar, pues, en cuanto el negocio abrió sus puertas, los vecinos se organizaron y, mediante las protestas y presiones adecuadas, hicieron cerrar, y quebrar, tal iniciativa privada. O sea que la idea, costumbre y tradición de ve-lar a los muertos en salones velatorios no tiene más de una treintena de años en Santa Cruz.

Volviendo al tema de la extremaunción, Ariès encontró que, desde la remota Edad Media en Europa hasta más o menos el siglo XII, la gente tenía una visión, digamos, natural de la muerte. La muerte era un dato más del periplo de la vida; y, en cierto momento, por la vejez o por la enfermedad, la persona intuía el fin de sus días. En ese instante, en la alcoba del moribundo, empezaba una larga ceremo-nia: parientes, amigos, vecinos visitaban al postrado, y se daban conmovedoras escenas de confesión, perdón, expresiones de afecto (sos-pecho que rechazos también). En este proceso largo de despedidas, el moribundo también establecía verbalmente sus últimos deseos, y

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legaba sus bienes de acuerdo con su voluntad. Un dato curioso –para nosotros– es que en los cuadros, grabados y testimonios de la época los niños no faltan cerca del lecho del moribundo. El proceso culminaba con la visita del sacer-dote, quien le administraba los santos óleos; luego, el moribundo estaba listo para terminar su peregrinaje por la vida, y enfrentarse a su creador. Daría la impresión que la muerte, en el fondo de la habitación, esperaba que terminara toda esta ceremonia, con sus ritos y mitos para, al final, tomar el alma del moribundo. Me da la impresión de que la muerte respetaba a los hombres. Por ello, Ariès se refiere a esta época como la de “la muerte domesticada”.

Hacia el siglo XII, hay un cambio que se va dando lentamente. Empieza en las clases más ricas e ilustradas. Las personas tienen mayor conciencia de su individualidad, y aho-ra empiezan a entender que la muerte es un hecho personal. Va surgiendo la conciencia de la muerte propia. Y, si bien se mantienen los ritos, algo ha cambiado. Ariès lo identifica con la comprensión del Juicio Final. Antes, el Juicio Final se entendía como un hecho cós-mico, que debería darse al final de los tiempos: Cristo retornando al mundo para juzgar a los vivos y a los muertos. Por ello, entre la muerte de la persona y el fin de los tiempos, las almas estaban en una suerte de estado latente, en el Seol. Ahora, el juicio final es un juicio personal: a la hora de la muerte, Dios juzgará al difunto e inmediatamente su alma, según los resultados de la prueba, será enviada al Cielo o al Infierno. El Juicio Final se ha trasladado del final de los tiempos al final de la propia vida humana.

Entre los siglos XV y XVI se observa algo nuevo. Junto al lecho de muerte, el postrado no sólo tiene a sus parientes, amigos y vecinos que le dan su despido. En la misma habitación se presentan las fuerzas del “más allá”. Ángeles y demonios llenan la habitación en los resquicios que dejan los vivos. El cósmico Juicio Final, al final de los tiempos, no sólo se ha aproxima-do al momento de la muerte del moribundo, cuando será juzgado por Dios Padre, según el balance de sus acciones, sino que resulta clave el último momento del moribundo. El castigo eterno será el destino no sólo del alma ruin, sino incluso del hombre bueno que, sin em-

bargo, en el postrer momento, ha dudado del amor y de la gracia divina. De forma simétrica, el terrible criminal puede salvar su alma si, en el último momento, muestra profundo y sin-cero arrepentimiento, y reconoce la grandeza y misericordia de Dios, como el buen ladrón crucificado junto a Jesús.

El siglo XIX mostrará dos aspectos nuevos. La muerte, entendida como hecho individual, despertará dos tipos de reacciones. Por un lado, la serenidad de los siglos anteriores es sustitui-da por la emoción: se llora, se grita, se gesticula. La muerte es la ocasión para mostrarse transi-do de dolor. Conmueve como nunca antes la muerte del otro. Por otra parte, la muerte se ro-dea de un aura de romanticismo. En las cartas y en los testimonios se pinta a la muerte como una novia (o al novio) que espera el magno momento de la boda. Resulta curioso –también para nosotros– que en todos esos testimonios de gente de diversas edades que muere por el mal del siglo, la tuberculosis, nadie se plantea seriamente el tema de la enfermedad. Se sabe que el mal es incurable y basta. Los médicos asisten al proceso de la agonía con la resigna-ción de la impotencia.

Como se puede apreciar, pese a los cambios, todavía en el siglo XX, en especial en las zonas rurales, las personas vivían la muerte como en los siglos anteriores, y presentían cuando les estaba llegando la hora final, y el sacramento de la unción de los enfermos tenía pleno sentido.

Pero grandes cambios se han dado en el siglo XX. Si en el siglo XIX estaba prohibida cual-quier referencia a la sexualidad humana, algo semejante ha pasado con la muerte en el siglo XX. Cuando hay que avisar a un niño pequeño que una persona de su entorno ha muerto, se usan todo tipo de eufemismos: “Ha empren-dido un largo viaje”, “subió al cielo”, etc. En las conversaciones cotidianas se evita tocar el tema. Causa bochorno y vergüenza preguntar por la salud de una persona cuando se ignora que falleció hace años.

Pero, en este escenario de la “muerte prohibi-da”, como la llama Ariès, lo más sorprendente es la mutación en el estatus del moribundo, el rol de los médicos, la actitud de los familiares y el silencio de la sociedad. Un escenario donde

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se ha diluido la noción del moribundo, y donde ya pareciera no tener sentido el sacramento de la extremaunción.

Si antes la gente moría en su lecho, rodeada de sus más o menos riquezas y tesoros, y siendo el centro de un rito de despedida, hoy la gente muere brutalmente sola, rodeada de desconoci-dos, los médicos y las enfermeras. Sólo aparecen los parientes más próximos, y algún amigo. To-dos hablan de recuperación y restablecimiento, de la eficacia de los médicos, o del poder sanador de la fe en Dios. Pero, como diría con crudeza el Dr. House, todos mienten. Y todos mienten porque nadie asume el coraje de recordar que la muerte es un dato de la vida humana. Y que, al final, la gente muere. Es paradójico: cuando más se ha secularizado la sociedad, más se confía en el milagro que sanará al moribundo.

Al hombre y a la mujer del siglo XX les han robado su muerte. El médico oculta el diagnós-tico del mal fatal que se tiene; la familia se hace cómplice de este silencio, que equivale a una mentira, pues, de saberlo, el moribundo podría actuar en consecuencia, decidir cómo vivir sus últimos días: reformular su testamento, visitar el pueblo donde nació, despedirse de algunas personas queridas, reconciliarse con otras. ¡Cuántas cosas podría colocar en su agenda para irlas tachando a medida que las cumple, y poder exhalar el último suspiro con la satis-facción de haber aprovechado bien los últimos meses! Pero no, el “pobre” deambula de médico en médico, de farmacia en farmacia, de hospital en clínica, gastando el patrimonio familiar en una cura de baja probabilidad, e incluso empo-breciendo a la familia. Su vida y su muerte han dejado de pertenecerle, y en cambio son los médicos y enfermeros quienes deciden sobre las cosas más básicas.

Es más, en la era de la ideología de la vida saludable, si una persona tiene una enfermedad incurable, según la comunidad médica, y la sociedad, es responsable de tal hecho; la res-ponsabilidad es del propio sujeto, pues no tenía hábitos saludables, no comía con una dieta equilibrada, falta de ejercicio, la existencia de algún vicio, etc. Así, el moribundo es un paria que no merece piedad; es el culpable de su mal y su muerte.

Al final, postrado en una cama que no es suya, con tubos y cables que violan la privacidad de su cuerpo, lejos de las personas que ama y que se supone que le aman, el moribundo muere en la más completa soledad. Y podemos imaginar que ni los ángeles ni los demonios se preocupan por disputar su alma. Podemos imaginar que, en el postrer momento, hasta la Muerte debe sentir lástima. La sociedad moderna incluso ha destruido el noble trabajo de la Muerte, pues, antes recogía almas íntegras, hoy recoge des-pojos. Morir ha devenido en un acto indigno.

En las sociedades modernas se administra la muerte para no perturbar la paz de los vivos. Se evitan las expresiones exageradas de dolor en los funerales; los cementerios asemejan jardi-nes para que los vivos estén alegres y cómodos. Parece más higiénico cremar el cuerpo de los muertos, antes que esperar el largo proceso de su desagradable putrefacción.

Schopenhauer señalaba que “la muerte es el genio inspirador, la musa de la filosofía”. Pode-mos entender que así es en efecto. Sin embargo, a lo largo de los siglos, y en las diferentes lati-tudes del globo terráqueo, los seres humanos se han enfrentado a la muerte de forma diferente, con actitudes y expectativas distintas, que se han plasmado en ritos funerarios diversos. Por ello, la reflexión filosófica sobre la muerte no puede hacerse en abstracto, debe entenderse de acuerdo con una realidad concreta.

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Hace unos meses, tuve la educativa opor-tunidad de recibir unas clases de prime-

ros auxilios y, allí, el paramédico a cargo de instruirnos mencionó que existen dos tipos de muerte: la muerte cerebral y la muerte cardiorrespiratoria. Esta última es la muerte física que tanto tememos, que llaga mediante el suave beso de Tánatos, quien hace que ex-halemos nuestra última bocanada de aire para quedarnos inertes. No le llevaré la contraria a quienes han estudiado arduamente las ciencias médicas, pero creo que éste no es el único tipo de muerte, quizás haya más y esta clasificación sea más amplia y, tal vez, no todas las muertes sean físicas.

“La muerte se está vengando siempre de nuestras vacilaciones; la vida se compo-ne de 3 etapas, vacilar, vacilar y morir; la muerte en cambio no vacila frente a nosotros” (Mario Benedetti).

Los antiguos describen la muerte como la separación del cuerpo y del alma, donde el cuerpo queda para ser alimento de la tierra, mientras el alma regresa al mundo etéreo de donde provino. Como es claro, esta descripción coincide perfectamente con la temida muerte física, cardiorrespiratoria, a la cual responde-mos con los tradicionales ritos como el velorio, entierro, luto y, por supuesto, con una profunda e indescriptible tristeza.

“Si no conoces todavía la vida, ¿cómo es posible conocer la muerte?” (Confucio).

Sin embargo, ¿será que la muerte es sólo eso? Dejar de respirar y dejar nuestro cuerpo para que sea alimento del sinfín de criaturas que

habitan debajo de la tierra. Todos llegan a ello, todos llegaremos a ello… Pero ¿no habrá más? En la vida, no todo siempre es o blan-co o negro; creo que, en lo que respecta a la muerte, que de cierta forma también se refiere a la vida, pueden existir algunos grises. Yo, con tintes rebeldemente analíticos y enfrentando el riesgo de recibir el codiciado título de demente, pienso que existen dos estados para sumar a la lista: el de muerte durante la vida y el de vida durante la muerte.

“La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene” ( Jorge Luis Borges).

Pero, antes de pasar a tocar estas definicio-nes, empecemos por describir qué es la vida. Desde mi punto de vista, la vida es energía en movimiento, potencia en acción, esencia en desarrollo. La vida es esa semilla que, desde que está en la tierra, empieza a desarrollarse y va evolucionando a través del tiempo, tanto en forma como en esencia, estando en un continuo crecimiento, siendo retoño hasta llegar a ser una planta de plena cualidades y dar sus frutos, constantemente transformando nutrientes y luz en un producto dotado de belleza, donde podemos observar admirados el poder de la naturaleza.

“¿Qué es la vida? Un frenesí.¿Qué es la vida? Una ilusión;una sombra, una ficcióny el mayor bien es pequeño.¡Que toda la vida es sueñoy los sueños, sueños son!” (Pedro Calde-rón de la Barca).

Sobre la muerte y otras situaciones afines

Cumplamos la tarea de vivir de tal modo que, cuando muramos, incluso el de la funeraria lo sienta.

Mark Twain

Carolina Pinckert Coimbra

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Ésa es la vida de una planta; no obstante, la vida de un hombre, aunque consiste en el mismo accionar de energía, se expresa de una manera mucho más compleja, pero igualmente hermosa. El ser humano escribe su vivir en un ir y venir de sucesos y experiencias a través de hechos, pensamientos y emociones que se asemejan más a un océano desafiante que a un quieto vaso de agua.

Entonces la muerte sería el silencio, la quie-tud, la extinción del cambio y del movimiento, el fin de la energía en acción. Bajo esta defini-ción, por lo tanto, podría existir una situación de muerte durante la vida física, es decir, mien-tras nuestro corazón late y nuestros órganos si-guen funcionando, y llegaría a suceder cuando un individuo no produce ni crea nada; no en sentido material, sino de pensamientos, emo-ciones, situaciones, ni reacciones agradables ni en sí mismo ni en quienes lo rodean. Este in-dividuo sería como un ser inocuo, un fantasma, un ser sin rumbo ni dirección que no deja una marca en su entorno y que, también, no profesa ningún amor ni unión hacia los demás, pues estaría sumido en un egoísmo indiferente sin objetivos ni causas, simplemente viviendo por-que el oxígeno le llega a los pulmones y porque su corazón sigue latiendo.

“La muerte sólo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar so-bre el valor de la vida” (André Malraux).

Y el otro estado, de vida durante la muerte físi-ca, sería definido como esa maravillosa y mági-ca experiencia que se da cuando un individuo, durante el tiempo de existencia en el mundo terrenal, ha creado algo, ha podido realizar al-guna acción de provecho para alguien más que él mismo, que ha realizado algún bien más allá de los confines de su ser, que ha sido medio para un aprendizaje, ya sea práctico, lógico o moral. En resumen, cuando ese ser humano ha construido un legado –por más pequeño que sea– para compartir con quienes el destino lo ha encontrado y, quizás aún, dependiendo de la nobleza y valor de su ejemplo, con generaciones posteriores a quienes no conocerá directamen-te. Y, así como hay vidas buenas y malas, tam-bién hay legados dignos de la admiración y la promoción constante, como algunos aberrantes

caracterizados por la crueldad, violencia, irra-cionalidad u otros males similares.

“La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida” ( José Martí).

Entonces, analizando esas cuestiones, llego a la simple conclusión de que la muerte física es la oportunidad que tiene la historia –y a la vez la sociedad– para actualizarse, para ana-lizar en perspectiva los efectos de los hechos realizados por los fallecidos en vida y decidir si sus legados son dignos del ejemplo y de la continuidad en manos de los que quedan vivos, o si merecen ser enterrados en el olvido, junto con sus dueños.

“Los cobardes mueren muchas veces an-tes de su verdadera muerte; los valientes gustan la muerte sólo una vez” (William Shakespeare).

Sólo me quedo con una pregunta: ¿qué debe-ríamos hacer para tener una existencia terrenal llena de vida y luego poder gozar de la misma, a través de un legado memorable, una vez que hayamos partido al mundo de los muertos? A su respuesta, no creo que se pueda elaborar una receta de vida útil para cada ser humano, res-petando la individualidad de cada uno, pero me atrevo a afirmar que algo que puede colaborar a ser creador de una vida agradable y digna del recuerdo es el asegurarnos de que nuestro paso por el mundo tenga un propósito, un objetivo hacia el cual dirigir nuestras energías y esfuer-zos, el cual nos genere satisfacción y algún tipo de felicidad, y que, en el transcurso de ello, hagamos, aunque sea, alguna acción generosa y bondadosa hacia nuestro prójimo.

“Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando” (Rabindra-nath Tagore).

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“Con hambre, todo sabe bien”… “El ham-bre es el mejor condimento”. Éstas son

frases que alguna vez escuchamos y que son parte de la cultura popular. En Facebook, en-contraremos una divertida página denominada “Con Hambre Todo Sabe bien”; en ella, ade-más de hallar sorprendentes combinaciones de alimentos, abundan los comentarios acerca de lo que somos capaces de ingerir cuando existen muchas ganas de comer. Nosotros mismos trai-gamos a la memoria cómo devoramos una co-mida principal luego de algún retraso de unas pocas horas. Posiblemente, nuestro recuerdo nos lleve a la confirmación de haber utilizado algunas de las expresiones que dan pie a este texto, u otras similares. Sin duda, en ese tipo de circunstancias, comeríamos lo primero que nos ofrecieran, incluso algo que no fuese de nuestra preferencia. En este sentido, ¿debería provocarnos repulsa que quien está expuesto a un apetito turbulento y no encuentre más que carne humana, la desee? ¿Habrá éste de sentir culpa y, luego, castigarse por haber encontrado el placer al saciar ese instinto irrefrenable? Es más, puede haber encontrado un exquisito sa-bor a su suculento plato y, como todo lo que gusta, desea repetirlo; no obstante, ¿le estaría prohibido hacerlo?, ¿tener otros comensales en su mesa?

Muchos recordarán a Aníbal el Caníbal: educado, fino, cortés, amante del arte, la litera-tura y excepcional psiquiatra. Uno de los pocos asesinos que cautivan al espectador hasta poder llegar a confundirlo, y no precisamente porque se dude de su culpabilidad. Quien hubiese leído la excepcional tetralogía de Thomas Harris, al-guna de sus obras en las que hace su espléndida aparición Aníbal Lecter, o visto las películas inspiradas en ellas, sabrá a lo que me refiero. Aníbal asesinaba para comer carne humana

que preparaba con sus amplios conocimientos de gastronomía y una mano de cocinero muy elogiada por sus invitados. Pero no se lo per-sigue por ese gusto tan peculiar, menos por su buena cocina, sino por asesinato. Si el cuerpo estuviese sin vida, muerto, y llegara al refrige-rador de nuestro personaje, sin que éste haya sido autor de su deceso, ¿qué cuestionamientos, valoraciones y acciones asomarían entre los mortales?

Actualmente, la antropofagia sería razón suficiente para que el diagnóstico psiquiátri-co sentencie como resultado: esquizofrenia. Un hombre de nuestra cultura moderna no se encontraría en sus cabales si practicara el canibalismo. Asimismo, un estudioso de la so-ciología podría considerar un hecho como ese para determinar si la cultura motivo de estudio era más bárbara que civilizada. Esta clase de juicios es imposible de realizar si es que no vemos al canibalismo como práctica propia de los animales. Considerando esto es que Michel Onfray, en su Antimanual de filosofía, se pregunta si eran bárbaros nuestros ancestros por incurrir en esa práctica, reflexionando de la siguiente manera:

“…el canibalismo es un hecho cultural: los animales no se comen a su semejante según reglas precisas de troceado, coc-ción y reparto, significantes y simbóli-cas… solo los hombres introducen en el arte de comer a su prójimo un sentido descifrable”.

El hombre es una especie de primate al que, por su particular capacidad mental, le es posible realizar procesos de abstracción, lo que equiva-le a decir que es capaz de concebir conceptos abstractos para crear un mundo simbólico y utilizar estructuras lingüísticas complejas,

Canibalismo, el hambre de inmortalidad

¡Fuera de aquí, pues, embaucadores insidiosos y malignos, bestias hambrientas de muertos! ¡Yo no puedo morir! ¡Yo no quiero morir! ¡No moriré jamás!

Giovanni Papini

María Claudia Salazar Oroza

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entre otras facultades. ¿A qué otro primate le angustia el pasado, presente y futuro? Necesita respuestas y certidumbres. Entre los posibles acontecimientos futuros se encuentra la muer-te. Ante la inminente llegada de ésta, el hom-bre de todas las épocas ha inventado respuestas culturales para contar con una actitud que le permita soportar su propia desaparición. No le interesa que desaparezca el género humano, sino lo más concreto de su realidad, disolverse él mismo. Haciendo uso de esas facultades humanas, nuestros ancestros se procuraron una salida ante el fatal destino: el canibalismo como respuesta a la desaparición total.

“Comiendo al difunto, se le da su lugar en la tribu, no se le excluye del mundo de los vivos, se le asegura una supervivencia real…a continuación los órganos se le distribuyen a los que tienen necesidad de ellos: el corazón para la valentía, el cerebro para la inteligencia, los músculos para la fuerza, el sexo para la fecundidad” (Michel Onfray, obra citada).

La inmortalidad debe estar asegurada, en alguna de sus formas, en cada cultura y épo-ca para superar la muerte. El canibalismo es una manera de hacerlo: alimentarse del otro es procurarle la vida después de la muerte al individuo. Es darle un presente. Por tanto, no es de extrañarnos que hubiesen existido quie-nes deseaban, luego del deceso, ser devorados y, generosamente, obsequiarse a otro con una parte de su cuerpo. La mortalidad del cuerpo es un hecho, pero la del alma ha sido objeto de múltiples defensas. Jean-Jacques Rousseau, pensador de la Ilustración, decía que no existía mejor prueba de la inmortalidad del alma que la injusticia del mundo y la opresión del justo, que todo vuelve a entrar orden con la muerte. La necesidad de sobreponerse a la muerte no es un asunto que les ocuparía estrictamente a los salvajes.

Y es que no se puede concebir que deba morir aquello inmaterial que llevamos aden-tro, que es lo que consideramos que nos hace humanos, especiales, diferentes, y merecedores de disfrutar de la infinitud. Es lo que, con el tiempo, hemos hecho nuestro y que no debe desaparecer, nuestros afectos, goce, hasta las

propias melancolías y penas. Giovanni Papini se aterraba cuando pensaba en la pérdida de esa su vida infeliz, sin dinero, amor, riquezas ni amigos:

“Todo el mundo con sus bellezas y sus horrores, con sus ideas y sus cuerpos, todo el mundo está aquí, en mí, dentro de mí, y sería aniquilado si yo muriese” (Un hombre acabado).

Para Henry Bergson, el cuerpo no era más que un instrumento, a diferencia de lo que le ocurría al filósofo Miguel de Unamuno, quien no se imaginaba una resurrección solo del alma: ser hombre es ser algo concreto, unitario y sustantivo. En Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno confiesa que él tiembla al tener que desgarrarse de su propia carne, de lo que es sensible, material y de toda sustancia. Acabada la vida, no tenemos más acceso a las sensaciones que nos brinda el cuerpo: una caricia, conta-giarnos al escuchar risas ajenas, la presencia de la lluvia, el verde de las hojas, el dolor de un pinchazo, el llanto propio, el calor de otro cuer-po, etc. La vida es única y singular a través del cuerpo. Papini pensaba que se podía domarlo, enseñoreándose por encima de él a través del alma. No solo mueren las sensaciones con el cuerpo, pues, como manifestaba Schopenhauer: si yo voy a morir del todo, todos van a morir conmigo. Con nosotros mueren los demás, muere ese afecto y sentimiento por el otro.

Para Jean-Paul Sartre, la única manera de vivir auténticamente es tener una conciencia de la muerte en la cotidianeidad. Vivir inau-ténticamente vendría a ser una ignorancia total de la muerte, o como si la resignación nos abrazara a vivir desinteresadamente de la importancia de nuestros días y actos, haciendo una y otra cosa sin mayor sentido ni moral, buscando nada más que el placer y lo vano. Tener la certidumbre de la muerte nos trae a la conciencia de que estamos en el mundo, ejer-ciendo nuestra humanidad, y de que tenemos una posibilidad existencial a la que le podemos otorgar un sentido, algo propio, auténticamen-te nuestro. A decir de Heidegger, en su obra Ser y tiempo, la muerte nos reivindica en lo que tenemos de singular. Sin embargo, este fin no podrá ser concretado únicamente en nosotros

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mismos, sino en y a través de los demás. Como hombres individuales y concretos, no somos una existencia cerrada en sí misma, sino que el otro es parte de ese sistema existencial.

Desde los tiempos más antiguos hasta los de hoy, no es posible el cumplimiento del deseo de inmortalidad sin una condición necesaria: la existencia del otro. Vivimos en vida y, luego de ella, a través del otro; o morimos en el otro. Sartre nos hablaba de “una vida caída en el ol-vido”, pues, después de nuestra muerte, depen-demos de la memoria y actitudes y decisiones del otro. Probablemente, las luchas de poder y la fama tengan como motor principal esa búsqueda por la propia inmortalidad: quedarse a través del tiempo en este espacio terrestre. Cada uno lo hará de la manera que pueda, desde su singular ser, y desde las posibilidades que pueda procurarse a sí mismo. Unamuno piensa que una manera de inmortalizarse en el tiempo es a partir de las lecturas de sus obras, y de cómo sus personajes perpetúan su relación con el lector. El hombre es también las ideas que posee de sí y del mundo. Aventurarse en las ideas de otros es también mantenerlos vivos: Sócrates se mantiene presente más de dos mil años después de su muerte. Algunas personas lo harán a través de los hijos y la familia, los que reciben un legado nuestro que lo forjan para sí mismos. No podemos dejar como herencia lo que no llegamos a ser, o lo que tristemente nos consolamos que pudimos haber sido (lo que en potencia pensamos que somos), aunque, como generalmente se acostumbra, hagamos respon-sables a las condiciones externas adversas a esa realización.

Existen diversos “yos” en un solo hombre. Cada yo exige su propia concreción, aún en desmedro de otro; lo que implica una tensión

propia de esa pugna existencial. Si estamos dis-puestos a compensar de forma inauténtica uno de esos “yos” por determinadas satisfacciones que le proporciona una cierta realidad y tiempo a ese yo, entonces aplazaremos lo que en po-tencia teníamos como posibilidad de la propia vida. Por ejemplo, si, en nuestra motivación de pertenecer a un grupo, actuamos copiando a otro con personalidad totalmente diferente, estaremos sacrificando nuestro yo por otro yo. Concretar con éxito esta aprehensión del otro, este canibalismo de la personalidad ajena, me llevará, en realidad, a perpetuar al otro y no a mí mismo. También, cuando establecemos una relación amorosa a través de un vínculo que no es genuino, pero, a pesar de esa condición, de-seamos mantenerlo, con seguridad, tendremos actuaciones incompatibles con nuestro ser para ajustarnos a los deseos de otra persona; sacri-ficamos lo que en potencia y como posibilidad poseemos realmente como yo en su faceta amo-rosa, frustrando su realización. El canibalismo lo promovemos nosotros mismos en relación con nosotros. El canibalismo es una práctica que parte desde nosotros y/o hacia nosotros.

En busca de la inmortalidad, de “mi inmor-talidad”, como enfatiza Unamuno, seamos lo más auténticos que podamos, capaces de con-sumirnos a nosotros mismos, de transformar la realidad sin miedo a las tensiones de la vida misma. Procuremos nuestra realización y sea-mos gentiles con las de otros, siempre y cuando la dignidad, propia y ajena, no entre en juego.

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