la figura de artista cuando se anuncia su muerte
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LA FIGURA DE ARTISTA CUANDO SE ANUNCIA SU MUERTE
Daniela Koldobsky
La historia de las civilizaciones no registra muchos momentos en los que la
figura del autor de un texto –literario, musical, visual- haya sido privilegiada como
luego del final de la Edad Media primero, y fundamentalmente a partir del siglo XIX,
con el desarrollo del Romanticismo y la Teoría del genio. En 1968 Roland Barthes
(1968 1999) aseguraba que en ese mismo movimiento crecía la crítica y la figura del
crítico, que en su búsqueda de descifrar el texto asumía como tarea la de explicar a su
autor. Estas palabras aparecen sin embargo en un artículo titulado “La muerte del
autor”, en el que Barthes explora los cuestionamientos a esa figura en escrituras
modernas como las de Mallarmé, Proust, los surrealistas y -en el terreno analítico- en
los desarrollos de la lingüística y la semiótica respecto del problema de la enunciación
como un proceso impersonal y discursivo, que no implica la referencia a las personas
empíricas de sus interlocutores.
La muerte proclamada por Barthes es la del autor como creador original y sujeto
pleno, en pos de la concepción de la obra artística como un texto estructurado por una
variedad de “escrituras” que se combinan y superponen y de las que el autor no es
padre -es decir no las precede-, más bien nace con ellas. En ese camino se entiende
también la muerte del crítico, cuya tarea de circunscribir un sentido en la obra -“el
mensaje del Autor-Dios” en palabras de Barthes- cae desmantelada (1968 1999: 69).
A pesar de que en los años sesenta diversas voces decretan la muerte del
autor/artista en general y para cada una de las artes, el escenario privilegiado de la
comunicación mediática contemporánea en su discurso crítico e informativo, no ha
dejado de proporcionarle un lugar central -tanto o más importante que a su producción-
paradojalmente cuando en el caso de las artes visuales las vanguardias históricas en
general y entre ellas el dadaísmo de Marcel Duchamp, abrieron el camino a un arte de
obras efímeras primero e inmateriales después, lo que fue definido por el crítico Harold
Rosemberg como una época “de artistas sin arte”i[1]. Esto no implica sin embargo que
las marcas de su figuraciónii[2] tanto en la propia obra como en su vida metadiscursiva
mantengan las características del genio creador que constituyeron a sus vidas
“creativas” en verosímil de vidas bien vividas.
Luego de realizar una sintética caracterización de la vida del artista plástico
anterior al anuncio de su muerte, este trabajo se sitúa en la década del sesenta, en torno
a un conjunto de prácticas de vanguardia inscriptas en el denominado neodadaísmo,
para analizar ese proceso en el que se decreta no solamente la muerte del artista sino la
del propio lenguaje pictórico y del arte en general. Ese análisis propone dos entradas:
una, la de los recursos polifónicos aparecidos como marcas del artista en su propia obra,
que debe partir de las nuevas configuraciones materiales que ella plantea; la otra, las
redefiniciones de su lugar en la vida metadiscursiva tanto interna como externa, esto es,
desde los manifiestos y los textos que acompañan al discurso artístico en el momento de
su emergencia como aquéllos que resultan de su lectura. Para terminar con un
comentario acerca de la vida del artista después de decretarse su muerte o, mejor dicho,
ya cerca de nuestra actualidad.
El anuncio de la muerte del arte y de su autor cuando -luego de sesenta años de
vanguardias artísticas- se han cuestionado todos los lugares pragmáticos del intercambio
discursivo -es decir, de la obra, que en palabras de Oscar Massotta entra en un proceso
de desmaterialización, del artista en tanto productor manual y creador, y del receptor o
destinatario de una obra que ha abandona su condición material- se enmarca en un
proceso de gestación de cambios en la definición del arte y sus fronteras, que exigen la
pregunta de qué es el arte. En este marco, el análisis de la figura de artista exige tener en
cuenta esos complejos procedimientos de cruzamiento de géneros, lenguajes y soportes
que caracterizan la vida del arte y los medios en la actualidad; es decir, no es posible
analizar esa figura si no es en los términos de la enunciación pensada como un proceso
de constitución de una situación comunicacional que comporta la pregunta sobre sus
rasgos textuales (a partir de sus determinaciones materiales), y también sobre sus
aspectos metadiscursivos en esa doble vertiente por la cual el primer metadiscurso está
en el texto mismo –en palabras de Christian Metz, el texto “comenta o reflexiona, según
los casos, su propio enunciado” (Metz, 1990), por un lado; y luego, en todos aquellos
discursos que, de diversas maneras, aluden a él y a la figura de su productor.
1. El artista de la profesión a la vocación
El artista “creador y vocacional”iii[3] que conocemos es una figura reciente,
constituida en Occidente hacia fines del siglo XVIII e ignorada por otras culturas.
En la Edad Media las “artes mecánicas” distinguen a las actividades manuales –
que, sujetas por la práctica no dependen del discurso escrito- de las denominadas “artes
liberales”, compuestas por el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quatrivium
(aritmética, geometría, astronomía y música), asignaturas que se enseñan en las
nacientes universidades. A partir del siglo XV el pintor reivindica el pasaje de clase de
las primeras -que lo restringen a la categoría de artesano- a las segundas, pasaje por el
cual comienza a constituirse como profesional. El movimiento del oficio a la profesión
se produce entonces a fines de la Edad Media, y recién a fines del siglo XVIII, la
profesión de artista liberal se transforma en una actividad signada por la vocación y
concebida como arte creador (Heinich 1996).
En el momento en que se concibe al productor de obras visuales como
profesional que pone en juego sus saberes y su intelecto en la producción, se comienzan
a desarrollar los mecanismos metadiscursivos que darán visibilidad social a su figura:
ejemplo de ello es, al interior de la obra artística, la firma del autor, que no estaba
presente en el período en que el productor tenía estatuto de artesano, pues se valoraba
el producto sobre su figura, y la corporación estaba sobre el trabajador individual. El
metadiscurso externo a ella se inaugura en 1550, cuando se conoce la primera edición
de las Vidas de Vasari -considerado hoy el texto fundacional de la historia del arte
occidental moderna- y que, como lo indica su título, organiza la historia en torno a la
figura de los autores y sus biografías, todo un gesto en relación con el peso futuro de la
figura del artista en la historia moderna del arte. Especialmente en Francia y a partir de
la segunda mitad del siglo XVII se suma a ese primer escalón de la literatura
artísticaiv[4] la aparición de un conjunto de tratados teóricos y prácticos sobre la
actividad artística, enmarcados institucionalmente por la recién nacida Academia
francesa de pintura y escultura (1671), que regula el ejercicio de la actividad artística y
por lo tanto impulsa el pasaje de su normativa a la palabra escrita. Ya hacia fines del
período de vigencia del estatuto profesional, en el segundo tercio del siglo XVIII, esa
palabra pública se despliega además en el incipiente género de la crítica, que encontrará
su espacio por excelencia en la prensa escrita.
Con la aparición de la Teoría del genio, el artista adquiere una superioridad que
demanda el reconocimiento social ya no de manera insitucional sino con el prestigio, el
culto y la gloria que merecen el héroe o incluso el santo (Schaeffer y Flahualt 1996).
Este nuevo estatuto se complejiza con el Romanticismo, dividido entre dos miradas en
las que se inscribe el artista moderno primero y el contemporáneo luego. Si por un lado
se reivindica en textos de Novalis o Víctor Hugo al artista como sujeto fundador y
autofundador del mundo con la capacidad de darse su propia ley (en oposición a las
dictadas por los organismos institucionales) y de imprimir en su obra verdades últimas
al modo en que antes lo hacía la religión; por otro en sus Fragmentos Schlegel presenta
al artista como operador de la cultura que detona “todos los lenguajes, conocimientos y
ciencias”... y esos “conocimientos, prácticas y operatorias son caminos de libertad para
él (respecto de la costumbre, la repetición o las maneras de pensar los géneros en la
comunicación)” (Steimberg 1989 1996: 116-117).
El Romanticismo que constituye la figura del artista legitimado como creador se
desarrolla conjuntamente con una definición del arte como revelador de “verdades
últimas, inaccesibles a las actividades cognitivas profanas; o es una experiencia
trascendental que funda „el ser en el mundo‟ del hombre; o también, es la presentación
de lo irrepresentable, el acontecimiento del ser...” (Schaeffer 1992 1999: 16)v[5]. Esta
teoría que sacraliza el vínculo con la obra de arte es denominada por el citado autor
Teoría especulativa, en función de su búsqueda de una esencia del arte que, entre otras
consecuencias, les permitió a las vanguardias presentarse como transformadoras ya no
sólo de la propia práctica artística sino de la vida social. Desde esta posición se hacía
imposible no constituir la experiencia del arte y la figura de su autor como problemas
morales.
En otras zonas del Romanticismo como la citada obra de Schlegel, sin embargo,
aparecen proposiciones acerca de la relación entre ciencia y poesía, de la ironía como
conciencia del caos o de las propiedades del fragmento (Steimberg y Traversa 1996:
12) que piensan el espacio del discurso artístico como productor de sentido ligado a
otros y que, tempranamente, permite leer, tematizar o jugar con otros discursos sociales
más que reemplazarlos o resolver sus contradicciones.
2. La figura de artista cuando se anuncia la muerte del autor
En “La muerte del autor” (1968) Barthes se pregunta si quien habla en un
fragmento de un texto de Balzac es el héroe de la novela, el individuo Balzac, el autor
Balzac, la sabiduría universal o la psicología romántica, a lo que se contesta que jamás
será posible averiguarlo “por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de
toda voz, de todo origen” (Barthes 1968 1999: 65). En esa observación parece estar
presente el eco de los dichos de Schlegel en torno a la figura del poeta como operador
de diversas escrituras. A su vez, una descripción similar a la de Barthes podría hacerse
respecto a quién habla en cualquier pintura de un contemporáneo de Balzac: el discurso
literario o histórico, la región o la época en rasgos de un estilo que exceden lo
individual por ejemplo.
Según Metz, el esfuerzo antropomorfizante tras la autoría de una novela, se explica
sin embargo por la presencia de la lengua, que en comparación con el cine puede ser
leída como “una intervención pensante, unitaria y continua, que impone a todas las
cosas el filtro homogeneizante de un código único y familiar, viejo como el mundo, de
donde nace la figura ideal y falaz de un relator humano. Esta impresión, es la novela
(clásica).” (Metz, 1990)
Si con la literatura –por lo menos con la novela clásica- la tentación de conferir la
autoría al creador único y original, sujeto individual, puede ser comprendida en
palabras de Metz por la presencia de la lengua que es leída como la voz integradora de
todo el texto, en el caso de la pintura existe todavía otra huella autoral individual que se
presenta incluso como más fuerte que la de la lengua en tanto contiene algo del
movimiento y la presión del cuerpo del artista sobre la obra. Esta huella física también
es la que permite otorgarle un aura, concepto de Walter Benjamin que aunque se
refiere especialmente a la unicidad material de la obra plástica antes de la posibilidad
de su reproductibilidad técnica, debe entenderse también en relación con la inscripción
de la figura del artista en la huella física de su pincelada o toque del cincel, por
ejemplo. Ese indicio que es huella del cuerpo productor, de la acción del trabajo y sello
singularvi[6], marca una diferencia entre artes visuales y literatura, de modo que –a la
hora del cuestionamiento del artista creador- las primeras deben tomar distancia de esa
concepción artesanal y de trabajo físico, problema que en la literatura no se presenta de
la misma forma. Como veremos, las artes visuales deben cuestionar su estatuto
material para cuestionar con él a la figura de artista creador y singular.
La muerte del autor literario decretada por Barthes en su texto de 1968 convive en
un espacio intertextual contemporáneo de anuncio de diversas muertes: del lenguaje
pictóricovii[7], de ciertos elementos de ese lenguaje como el planoviii[8] e incluso del
arte en general, que en relación con las artes visuales se había comenzado a gestar ya
desde el momento en que los dadaístas hablaban del anti-arte y, fundamentalmente,
exponían un objeto que no podía circunscribirse al concepto de obra, es decir, a la
concreción de un objeto único creado por la mano del artista y consecuentemente
portador de un aura. Son los objetos y las experiencias que tienen entre sus condiciones
de producciónix[9] al ready made de Duchamp, los que escenifican ese proceso de
borramiento de una figura a la que se le decreta la muerte. En ese movimiento cae
entonces la noción de obra, que remite tanto a resultado de un trabajo, de un quehacer,
de una tarea, como a la tarea misma, es decir a su proceso de producción. Lo que ha
muerto con ella es justamente una noción de artista: la que acuñó ese nombre, y de allí
que sea hoy difícil continuar utilizándolo.
El tercer lugar pragmático, el del receptor, es también necesariamente cuestionado,
pues esa ruptura impide cierta previsibilidad necesaria para el intercambio semiótico.
No es posible que allí terminen las muertes, pues en ese proceso se redefine el espacio
de lo artístico dentro de la vida sociodicursiva en general, así como sus vínculos con
otras prácticas sociales como la información o la política. Sin embargo, ese proceso
comienza a configurar una paradoja señalada por Schaeffer y Flahault (1996: 5):
“Cuando se observa la situación actual de las artes plásticas, dominio en el que la
exaltación del artista-creador ha sido más fuerte, no se puede dejar de marcar una
paradoja. Al menos en sus fases más recientes, la promoción de la figura del creador ha
estado a la par de una devaluación de la obra, y más generalmente del arte como
actividad productora de objetos –situación que expresa bien la célebre frase de Marcel
Duchamp: „Yo creo en el artista; el arte es un espejismo‟ ”.
Efectivamente, nunca ha habido tanta presencia de artistas plásticos en la prensa
y la televisión como en las dos últimas décadas del siglo XX. Ahora bien, esa presencia
se constituye sumando efectos que en mi análisis tiene fundamentalmente dos entradas:
una, la de los recursos polifónicos aparecidos como marcas del artista en su propia
obra, que implican por supuesto nuevas configuraciones materiales; la otra, las
redefiniciones de su lugar en la vida metadiscursiva tanto interna como externa, esto es,
desde los manifiestos y los textos que acompañan a la “obra” en el momento de su
emergencia como aquéllos que resultan de su lectura. Cuando se cuestiona la noción de
obra y de artista, se interrumpe la previsibilidad que garantiza el intercambio semiótico,
de modo que es en ese momento en que el metadiscurso -tanto el que acompaña la obra
en su proceso de producción o emergencia, compensando su autismo, como el de la
crítica o las voces especializadas- adquiere un lugar central para, por lo menos acortar,
esa distancia existente entre la producción y su público.
2.1. Funciones de artista entre la presentación y la representación
Entre 1960 y 1966 en Argentina y en el mundo se producen una serie de eventos
inscriptos en la vanguardia que tienen entre sus condiciones de producción las rupturas
realizadas o prefiguradas por el dadaísmo en las primeras décadas del siglo XX.
El cuestionamiento y en algunos casos abandono de los dispositivos y soportes
artísticos que marcaban la materialidad de las obras en términos de pintura o escultura,
se traduce en experiencias que se pueden incluir en tres categorías en las que el
dadaísmo ha dejado huellas: acciones, los objetos y conceptos. Los cuatro casos que
aquí analizo son representativos de esas tres categorías y, fundamentalmente, de la
impugnación de la obra que opera en la época e implica también a la figura de su autor.
En ellas se dan fundamentalmente dos posiciones del artista: una, vinculada a la
modalidad del arte objetual (presente antes de la ruptura dadá) implica la ausencia
física del artista en el momento de reconocimiento de la obra, y su construcción
enunciativa a partir de un conjunto de marcas presentes en ella. La segunda, dentro de
la esfera del arte efímero, introduce la presencia del artista durante la acción, pues no
existe desplazamiento temporal ni espacial entre la instancia de producción y la de
reconocimiento, y en esa experiencia –ya que en la mayor parte de los casos no se trata
de una obra, de un producto objetual- se encuentran presentes el artista y su público.
Los cuatro casos que ya han sido analizados por mí en trabajos anteriores (uno de
ellos en coautoría con Claudia López Barros) x[10], corresponden a experiencias
realizadas por artistas argentinos entre 1962 y 1966 (tres de ellas en Buenos Aires), y
presentan singularidades acerca de la figuración del artista plástico sobre las que es
importante detenerse :
Cuadro: Modalidad de presencia/no presencia del artista y función que cumple en
la obra/evento
Año Obra/evento Representac. Presentación Función 1962 Vivo-Dito - X “Escribano”
1964 Happening “Mi Madrid querido”
X X Rol/ “Maestro de ceremonias”
1965 Afiche: “Por qué son tan geniales”
X - “Estrella del espectáculo”
1966 Arte de los medios X - Productor crítico
En el Vivo Dito, la primera experiencia en orden cronológico que aparece en el
cuadro (Koldobsky 2002), Alberto Greco invitaba a un evento de arte vivo con
panfletos en alguna zona de la ciudad: éste consistía en el señalamiento de objetos o
personas con un círculo de tiza en la calle por parte del artista, a los que luego firmaba.
Estos eventos realizados en Francia, Italia y España, son semejantes a las Esculturas
vivientes de Piero Manzoni, que en 1961 firmaba personas en diversas partes del
cuerpo. En ambos casos el “objeto encontrado”, sin ser modificado o cambiado de
lugar, es autenticado como obra de arte por la presencia del artista y su firma. Como no
hay producción ni modificación alguna del elemento firmado, sólo su señalamiento, el
artista funciona aquí como “escribano”, que con su presencia y firma lleva a último
término el gesto enunciativo de Duchamp, dando existencia a cualquier cosa como arte
mientras él la certifique como tal. He aquí el primer escalón de un proceso de
constitución irónica de la figura romántica del creador: no hay trabajo por detrás, sólo
la proposición de un cambio de mirada ejercido por el gesto del artista en la
desfuncionalización y exhibición de los objetos.
En los happenings, en cambio, la presencia física del artista en el evento efímero
añade otras funciones, incluyéndose en ciertos casos como representación. No
describiré aquí extensamente las características del géneroxi[11], basta decir que en los
de primera generación o “happenings viejos” argentinos -como los denominó Marta
Minujin a partir de Simultaneidad en simultaneidad en 1966- primaba la acción no
matrizada, esto es, una acción que pone el acento sobre el juego y la actividad corporal,
a veces desenfrenada, y sin caracterización de personajes como en el teatro. Allí el
artista dirige el evento, con indicaciones a sus participantes -los happiners o el mismo
público-. Cuando eso sucede el artista funciona como maestro de ceremonias, pero ese
rol puede ir cambiando a lo largo del evento.
“Mi Madrid querido” (1964), por ejemplo, realizado en Buenos Aires por el
mismo Alberto Greco, con la presentación de Jorge Romero y las participaciones de
Dalila Puzzovio y Edgardo Giménez , es citado por el metadiscurso como el primer
happening argentino, y tiene la particularidad de condensar algunas de las múltiples
acciones que luego caracterizarán al género: presencia de esculturas de lustrabotas
vivientes en la galería donde se realiza el suceso, cantos de marchas escolares en los
que se invita al público, pequeño espectáculo de danza con el bailarín español Antonio
Gades, pintura de siluetas por Greco, Dalila Puzzovio y Edgardo Giménez con caretas
del personaje infantil de historietas Anteojito, y por lo menos dos situaciones en las que
Greco actúa un rol, vestido con chaqueta de almirante y un gran sombrero con alas y
plumas. Al principio del acontecimiento, el artista recién llegado se enfrenta al público
y sube a una tarima desde la que reparte flores y banderines, y luego lee un manifiesto
ininteligible. Al final, luego de desplazarse junto con el público desde la galería en la
que se realizaba el evento hasta la plaza cercana, Greco arenga al público desde un
balcón y otra vez arroja banderines. Además de funcionar como maestro de
ceremonias, en este caso el artista imita prácticas como la arenga política y la lectura de
un manifiesto, de modo que esa imitación irónica también incluye al metadiscurso por
excelencia de la propia vanguardia. Ese juego de roles –pues no llegan a constituirse en
personajes- tiene al artista como principal protagonista, en presencia durante todo el
evento, pero la imitación de la propia condición de artista introduce a su vez la
representación. Se trata entonces de una figura múltiple, que incluso se expone como
artista tradicional pintando, aunque frente al público: esto es, en presencia.
El artista múltiple del primer happening argentino reúne la mostración de
diversos modos de ser artista: el hacedor manual, el productor que necesita la palabra
conexa del manifiesto, el que privilegia su presencia corporal y su rasgo histriónico con
un juego de roles que es un “como si”. Esa mostración se constituye en imitación
irónica y festiva, que parodia al artista creador y se presenta como cambiante respecto
del sujeto artista de la Teoría del genio.
Una representación más cercana a la tradición pictórica es el poster panel
ubicado en la concurrida esquina de Florida y Viamonte de Buenos Aires por
Puzzovio, Giménez y Carlos Squirru en 1965. El género del autorretrato adquiere en él
una nueva dimensión, transitada de manera semejante por artistas como Andy Warhol
en el pop norteamericano. La imagen del poster, en la que se encuentran los tres artistas
vestidos a la manera de los jóvenes de las nuevas corrientes musicales y acompañados
por la frase “¿Por qué son tan geniales?”, es una serigrafía, técnica que aporta la
autenticación indicial de la fotografíaxii[12]. Esta obra se enmarca en la gozosa mirada
del pop nacido en Gran Bretañaxiii[13] y anunciada en 1960 en Argentina por el citado
Greco con carteles que rezaban “Greco, qué grande sos” y “Greco, el pintor
informalista más grande de América”. En esta nueva e ingenua postura autoirónica lo
digno de ser exhibido es el joven artista en su emergencia corporal, aunque ya no
aparece representado en la forma displiscente del autorretrato pictórico del siglo XIX,
sino como un ídolo de la música pop, figura creciente en la vida mediática de la época.
En 1966, el Arte de los medios de Roberto Jacoby, Raúl Escari y Eduardo Costa
-cuyo manifiesto fue presentado en el mismo año del famoso “happening falso” titulado
“Happening para un jabalí difunto”- expone de manera más acentuada que todas las
experiencias descriptas una figura de artista que, más que exhibirse, desnuda
mecanismos de producción de sentido de la sociedad contemporánea, en la que los
medios construyen la realidad. Se lo denominó happening falso porque en los diarios
aparecieron notas referidas a un happening que nunca existió. Al día siguiente se
explicó la situación al público, como una experiencia que permitía comprobar la
presencia de los medios de comunicación como productores de la realidad social. El
estatuto conceptual y analítico del artista como productor críticoxiv[14] que se
despliega en esta experiencia se agiganta por la inexistencia del evento más que como
noticia en los diarios, pero aparece también en las antes analizadas.
La figura de artista como operador de un discurso que avanza sobre otros como
la publicidad, la información o la política tematizándolos, imitándolos y mostrando sus
operatorias, parodiándolos y deconstruyéndolos hasta ampliar las fronteras de lo
considerado artístico, generó algunas voces que se lamentan por la pérdida de
especificidad de una práctica social que –respecto de su definición histórica- hoy
parece diluirse en otras. El artista de ese arte que ha muerto no puede hacer otra cosa
que morir, pero ha sido reemplazado por otro que roba su desempeño al notario cuando
su presencia física simplemente autentica la existencia del arte, al actor cuando imita y
representa un rol que puede ser el de su propia tradición de artista -pero del que toma
distancia al parodiarlo- y también al personaje mediático que se constituye en figura del
espectáculo que se da a la adoración pública de los otros. Este post-artista, o artista en
su sobrevidaxv[15] que opera con los géneros, medios y lenguajes de su
contemporaneidad, es un crítico o incluso un analista de los nuevos lugares del arte en
la vida social y de esos otros discursos sociales en el arte.
2.2. El artista en su vida metadiscursiva
Las vanguardias históricas incorporan un conjunto de procedimientos
metadiscursivos “de autor” que complementan y compensan el autismo de su
producción, pues ella cuestiona todo rasgo interno que permita su definición como obra
de arte (Koldobsky 2002: 74, 75). A la fuerte presencia de los manifiestos se agregan
en la década del sesenta otros metadiscursos en la instancia productiva, como las
invitaciones a eventos en el caso del arte de acción. En él aparece también la propia
figura del artista en presencia, que –como decíamos- autentica la existencia de lo
artístico cuando no hay obra de arte en términos canónicos. De modo que si una obra se
reconoce por algún tipo de marca de la figura del autor, cuando en ella esa marca no
existe, gana la escena la figura misma.
El procedimiento que en el arte de acción (el Vivo Dito y los happenings son los
casos aquí tratados) suplanta o corrige el borramiento de la figura de autor con la
presencia del artista en el acontecimiento como garante de su “artisticidad”, en otros
casos contemporáneos se realiza por otros modos, que mantienen la presencia del
artista como representacion, pero construida profusamente en la vida metadiscursiva
más que en la propia obra.
Uno de los casos emblemáticos de un arte que, sin abandonar los soportes y
técnicas pictóricas, borra toda marca autoral en ellas, es el del artista pop
norteamericano Andy Warhol. Su obra niega la figura autoral por dos vías: la primera –
que no es constante- es el borramiento de la huella material de la hechura, de la tarea
artística; la segunda, dada por otra operatoria, es la incorporación de temas y
procedimientos constructivos “extraartísticos”, es decir, tomados de la publicidad o del
discurso informativo, por ejemplo. En este caso se mantiene el objeto obra pero
desaparece toda referencia interna a su autor como creador. Sin embargo y de modo
inverso al artista del arte de acción, su presencia está garantizada por la profusa vida
metadiscursiva en la prensa.
Oscar Traversa (1984) definió la existencia de un “cine no fílmico” en las
críticas, entrevistas, colas y publicidades que inscriben al film en un género y guían su
consumo social. En la década del sesenta, la figura del artista, aún cuando desaparece
como tal en su producción, es reconstruida en lo que se podría definir –parafraseando a
Traversa- como “arte no artístico”: al igual que muchos de sus retratados -Marilyn
Monroe, Mao Tse Tung, Jacqueline Kennedy- Warhol es una figura pública de
frecuente presencia en el discurso informativo de su época (prensa, televisión) y, por
supuesto, en los numerosos autorretratos que se cuentan en su obra.
Si bien los ejemplos anteriores confirman la paradoja planteada por Schaeffer y
Flahault de la promoción social del artista plástico en el momento en que su obra se
convierte en efímera o incluso en “inmaterial” o -dicho al modo de Barthes, cuando ha
muerto la definición histórica de artista- su figuración en el metadiscurso informativo,
presenta tensiones permanentes entre el sostén de la figura ya muerta y el advenimiento
de la figura post-mortem. Si parte de los actores de la escena del arte en los medios
defienden con su obra y su palabra esas figuras que vienen de un pasado exitoso, los
críticos que impulsan las corrientes artísticas de vanguardia, los que sustentan una
palabra teórica que analiza esa emergencia sincrónica incluso desde lo medios de
prensa no especializados, y los artistas en su nuevo estatuto crítico (Koldobsky 2002),
dan visibilidad a un artista que sólo puede caracterizarse como creador individual y
pleno cuando media la ironía, luego de la muerte del artista como sujeto que crea de la
nada y que instituye con su obra las verdades que -para uno de los Romanticismos-,
otros campos de la vida social como la religión, la ciencia e incluso la política,
demostraban no poseer.
La figura que en el metadiscurso crítico de la prensa se presenta en tensión con
ese artista post mortem que están construyendo las vanguardias en la década del
sesenta, se caracteriza por un rasgo que más que remitir al artista creador recurre a su
antecedente histórico: el artesano. Gran parte de los pintores construidos por el
metadiscurso de la década tematizan como central en su actividad el placer del
contacto con la materia, el gusto por el trabajo manual. La misma época que sentencia
la muerte de la pintura presenta una figura que no reivindica la creación –ante el
embate de la vanguardia eso ya no es posible- sino la construcción de un objeto y el
saber hacer del pintor, el oficio. Las fotografías suelen mostrar a este artista trabajando
en su taller y vestido con mameluco de obrero, de modo que parte del espectro de
figuras de artista que construye la prensa de los sesenta, se busca en un pasado todavía
anterior al de la emergencia del artista creador.
3. El artista después de su muerte
En la época de la estetización, mientras sigue viva una voz que se lamenta del fracaso
de las vanguardias artísticas, sus operatorias han sido retomadas por otros dicursos
sociales como el de los medios. A la constatación de que ese mecanismo no puede ser
sinónimo de fracaso, se suma lo desarrollado en los párrafos precedentes acerca de los
modos de cita, imitación o deconstrucción de operatorias propias de ellos por el arte.
Esos cruces e intercambios entre géneros, medios y lenguajes, cada vez más complejos
y permanentes, ponen en escena a un artista “bricoleur”, que usurpa su desempeño a
otras prácticas sociales de modo tal que parece haber perdido su especificidad, en
concordancia con la extensión y redefinición de límites de su actividad. Más que eso, el
artista post-mortem, o el post-artista que como camaleón ocupa funciones diferenciadas,
se construye como crítico de esas otras prácticas sociales y, en ese movimiento,
reformula su anterior posición moral de creador sacralizado obligando a pasar por ellas
de un modo no conocido, pues se vuelve sobre ellas y sobre el lenguaje.
Notas
i[1] Tomo ambos conceptos de la presentación del número de la revista Communications dedicada a La creación (Schaeffer y Flahault 1996): el segundo es a su vez citado por ellos de La Dé-définition de l’ art. ii[2] El concepto de figuración, desarrollado por Oscar Traversa (1997), alude tanto al proceso discursivo de constitución de esa figura como a su resultado. De ese modo será empleado en este trabajo.
iii[3] En la nombrada presentación del número de la revista Communications (1996),
Jean Marie Schaeffer y Francois Flahault fundan el concepto de creador como noción
propia de los relatos de génesis de las culturas monoteístas, en los que –a diferencia de
otros que conciben el origen como un proceso de formación y diferenciación- es un
Dios a la vez infinito y personal quien crea el mundo. En la teología monoteísta el ser
humano se constituye a imagen y semejanza de ese creador único y personal, y esa
noción va a definir especialmente unos cuantos siglos después al artista. iv[4] La literatura artística es el bello título que da Julius Schlosser a su gran volumen sobre la historiografía artística en el año 1924.
v[5] El mismo Schaeffer (1992 1999: 16) aclara que la posición que ubica al arte fundamentalmente del
lado del conocimiento estático (lugar que ocupaba antes la experiencia religiosa) niega otro tipo de
conocimiento que sí es propio del contacto con la obra de arte: “conocimiento sobre el mundo o sobre
nosotros mismos”. En término de Lévi-Strauss y otros autores el aspecto cognitivo del discurso artístico
se despliega efectivamente en el saber sobre los referentes que el discurso artístico construye y sobre el
propio lenguaje (en tanto la capacidad autorreflexiva propia también de la función poética en términos de Jakobson, y que no implica sin embargo una definición de esencia sino más bien un gesto de
especificidad). vi[6] En esta dirección Philippe Dubois (1999: 13) toma el eje maquinismo/humanismo para comparar diversas “maquinas de imágenes” y ubica a la pintura del lado del humanismo por tratarse de una “imagen
hecha por la mano del hombre y consecuentemente (vivida como) individual y subjetiva”. vii[7] Dentro de los casos latinoamericanos se encuentra la revista argentina Primera Plana de mayo de 1969, en la que aparece una nota de tapa que se titula “Argentina: la muerte de la pintura” y muestra un
caballete de artista con una corona de flores cuya inscripción dice: “Su familia”. Se trata de la nota central
del número, e incluye testimonios a favor y en contra de esa aseveración en las voces de los más
importantes artistas y críticos de arte locales e internacionales de la época. viii[8] El manifiesto de la artista brasileña Lygia Clark titulado “La muerte del plano” de 1960 por ejemplo. Consultado en Heterotopías. Medio siglo sin lugar, 1918-1968, catálogo de la exposición
“Versiones del sur” realizada en 2001 por el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid. ix[9] El concepto de condición de producción es de la Teoría de análisis de los discursos sociales, que entiende que todo discurso posee restricciones en la instancia de producción y reconocimiento, que son
siempre otros discursos (Verón, 1987) x[10] Los casos que aparecen en el cuadro han sido analizados por mí en trabajos anteriores, de modo que, en principio, retomo aquí algunas cosas dichas antes en los siguientes trabajos: “La figura de autor en
el arte de acción”, artículo publicado en Eniad 2002, La Plata: UNLP, sobre el Vivo Dito. El happening
de Greco fue tematizado en conjunto con Claudia López Barros en “Algunas rupturas del arte de acción”,
presentado en el VII Congreso internacional de la AISV, Québec, 2001. El afiche “¿Por qué son tan
geniales?” es trabajado en “Obra/artista/cuerpo. Cruces y figuraciones en el arte de acción”, presentado en el mismo congreso, y El arte de los medios ha sido analizado por Claudia López Barros entre otros
trabajos en “Cuerpos de happening”, y por mí en “Escenas de una lucha estilística”. xi[11] Claudia López Barros ha estado trabajando extensamente sobre el tema, y este caso en particular fue analizado en la ponencia “Algunas rupturas en el arte de acción” (2001), de autoría conjunta.
xii[12] Ha sido Jean Marie Schaeffer (1987 1990) quien, retomando aportes como los de Charles Sanders Peirce, define a la fotografía como un signo icónico-indicial en el que el índice lo convierte en
signo de existencia, de modo que el objeto que aparece en la imagen debe ser concebido como habiendo
estado presente en el momento de la toma. xiii[13] Recordar por ejemplo el famoso afiche del inglés Hamilton en forma de collage titulado “Just what it is makes today‟s houses so differente, so appealing?” (1956) xiv[14] Tomo este concepto de un trabajo de Steimberg y Traversa (2000) y lo desarrollo en “Escenas de una lucha estilística” (Koldobsky 2002), en el que se describe la conformación de la escena del arte en la
vida mediática argentina de la década del sesenta como una lucha de estilos en la que aparecen diversas
figuras de artista y también de crítico de arte. xv[15] Parafraseo un concepto empleado por Mario Carlón para definir el modo de vida de ciertos géneros pictóricos como el retrato en la vida mediática del siglo XX.
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