diana salgado - el laberinto de la soledad

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EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

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OCTAVIO PAZ

El laberinto de la soledadPostdata

“El laberinto de la soledad”

Vuelta a

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EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

POSTDATA

VUELTA A EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

COLECCIÓN POPULAR

OCTAVIO PAZ

EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

POSTDATA

VUELTA A EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

El laberinto de la soledadPrimera edición (Cuadernos Americanos), 1950

PostdataPrimera edición (Siglo XXI), 1970Vuelta a El laberinto de la soledadPrimera edición en El ogm filantrópico (Joaquín Mortiz), 1979

El laberinto de la soledad, Postdata y Vuelta a El laberinto de la soledadPrimera edición (Tezontle, FCE), 1981Segunda edición (Col. Popular), 1992Primera reimpresión en España, 1996Segunda reimpresión en España, 1998D.R. © 1981,1992, FONDO DE CULTURA ECONÓMI-CA

Carretera Picacho Ajusco, 227; 14200 México, D.F.

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA DE ESPAÑA, S.L.Vfa de los Poblados (Edif. Indubuilding-Goico, 4-15), 28033 MadridISBN: 84-375-0419-8Depósito Legal: M-28.188-1998Impreso en España

EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón huma-na. Identidad =realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y ne-cesariamente, uno y lo mismo.Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en “La esencial Heterogeneidad del ser”, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno.

ANTONIO MACHADO

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EL PACHUGO Y OTROS EXTREMOS

A TODOS, en algún momento, se nos ha reve-lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al hacer. .

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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rnos a la necesidad de interrogarnos y contemplarnos. No quiero decir que el mexicano sea por naturale-za crítico, sino que atraviesa una etapa reflexiva. Esnatural que después de la fase explosiva de la Re-volución, el mexicano se recoja en sí mismo y, porun momento, se contemple. Las preguntas que to-dos nos hacemos ahora probablemente resultenincomprensibles dentro de cincuenta años. Nue-vas circunstancias tal vez produzcan reaccionesn u e v a s .No toda la población que habita nuestro país es objeto de mis reflexiones, sino un grupoconcreto, constituido por esos que, por razones di-versas, tienen conciencia de su ser en tanto quemexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bas-tante reducido. En nuestro territorio conviven nosólo distintas razas y lenguas, sino varios nive-les históricos. Hay quienes viven antes de la historia;otros, como los otomíes, desplazados por sucesi-vas invasiones, al margen de ella. Y sin acudir aestos extremos, varias épocas se enfrentan, se ig-noran o se entredevoran sobre una misma tierra oseparadas apenas por unos kilómetros. Bajo un mis-mo cielo, con héroes, costumbres, calendarios ynociones morales diferentes, viven “católicos de Pe-dro el Ermitaño y jacobinos de la Era Terciaria”.Las épocas viejas nunca desaparecen completa-mente y todas las heridas, aun las más antiguas,manan sangre todavía. A veces, como las pirámi-des precortesianas que ocultan casi siempre otras,en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigaso distantes.1

1 Nuestra historia reciente abunda en ejemplos de esta superposición y con-vivencia de diversos niveles históricos: el neofeudalismo porfirista (uso este término en espera del historiador que clasifique al fin en su originalidad nuestras etapas históricas) sirviéndose del positivismo, filosofía burguesa, para justificarse históricamente; Caso y Vasconcelos —iniciadores intelec-tuales de la Revolución— utilizando las ideas de Boutroux y Bergson para combatir al positivismo porfirista; la Educación Socialista en un país de in-cipiente capitalismo; los frescos revolucionarios en los muros gubernamen-tales... Todas estas aparentes contradicciones exigen un nuevo examen de nuestra historia y nuestra cultura, confluencia de muchas corrientes y épocas.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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Y no se crea que los rasgos físicos son tan determinantes como vulgarmente se piensa. Lo que me parece distinguir-los del resto de la población es su aire furtivo e inquieto, de seres que se disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de desnudarlos y dejarlos en cueros. Cuando se habla con ellos se advierte que su sensibilidad se pare-ce a la del péndulo, un péndulo que ha perdido la razón y que oscila con violencia y sin compás. Este estado de espíritu —o de ausencia de espíritu— ha engendrado lo que se ha dado en llamar el “pachuco”. Como es sabido, los “pachucos” son bandas de jóvenes, generalmente deorigen mexicano, que viven en las ciudades del Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su con-ducta y su lenguaje. Rebeldes instintivos, contra ellos se ha cebado más de una vez el racismo norteamericano. Pero los “pachucos” no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepasados. A pesar de que su actitud revela una obstinada y casi fanática voluntad de ser, esa voluntad no afirma nada concreto sino la decisión —ambigua, como se verá— de no ser como los otros que los rodean. El “pachu-co” no quiere volver a su origen mexicano; tampoco —al menos en apariencia— desea fundirse a la vida nortea-mericana. Todo en él es impulso que se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: “pachuco”, vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo. ¡Extraña palabra, que no tiene significado preciso o que, más exactamente, está cargada, como todas las creaciones populares, de una pluralidad de significados! Queramos o no, estos seres son mexica-nos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.Incapaces de asimilar una civilización que, por lo demás, los rechaza, los pachucos no hanencontrado más respuesta a la hostilidad ambien-te que esta exasperada afirmación de su personalidad.2 Otras comunidades reaccionan de modo distinto; los ne-

2 En los últimos años han surgido en los Estados Unidos muchas bandas de jóvenes que recuerdan a los “pachucos” de la posguerra. No podía ser de otro modo; por una parte la sociedad norteamericana se cierra al exterior; por otra, interiormente, se petrifica. La vida no puede penetrarla; rechazada, se desper-dicia, corre por las afueras, sin fin propio. Vida al margen, informe,sí, pero vida que busca su verdadera forma.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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Esta rebeldía no pasa de ser un gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los que pretende re-belarse y no una vuelta a los atavíos de sus antepasados —o una invención de nuevos ropajes—. Generalmente los excéntricos subrayan con sus vestiduras la decisión desepararse de la sociedad, ya para constituir nuevos y más cerrados grupos, ya para afirmar su singularidad. En el caso de los pachucos se adiverte una ambigüedad: por una par-te, su ropa los aisla y distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que pretenden negar.La dualidad anterior se expresa también de otra mane-ra, acaso más honda: el pachuco es un clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura ate-rrorizar. Esta actitud sádica se alía a un deseo de auto-humillación, que me parece constituir el fondo mismo de su carácter: sabe que sobresalir es peligroso y que su conducta irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae, lapersecución y el escándalo. Sólo así podrá establecer una relación más viva con la sociedad que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será uno de sus héroes malditos.La irritación del norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en el pachuco un ser mítico y por lo tanto virtual-mente peligroso. Su peligrosidad brota de su singulari-dad. Todos coinciden en ver en él algo híbrido, perturba-dor y fascinante. En torno suyo se crea una constelación de nociones ambivalentes: su singularidad parece nu-trirse de poderes alternativamente nefastos o benéficos.Unos le atribuyen virtudes eróticas poco comunes; otros, una perversión que no excluye la agresividad. Figura portadora del amor y la dicha o del horror y la abominación, el pachuco parece encarnar la libertad, el desorden, lo prohibido. Algo, en suma, que debe ser suprimido; alguien, también, con quien sólo es posible tener un contacto secreto, a oscuras.Pasivo y desdeñoso, el pachuco deja que se acumu-len sobre su cabeza todasfgtrtrte4rtttfygjnghjbhjgyuyuoio,oi,opppiu,iyutfyddknawñedbefubsggbrogbnsdógifnreípgndgprgyhip+pyojto´poyjpoyioiyiyoiypotfyi+tywr estas representaciones contradictorias, has-ta que, no sin dolorosa autosatisfacción, estallan en una pelea de cantina, en un “raid” o en un motín.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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MÁSCARAS MEXICANAS.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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TODOS SANTOS, DÍA DE MUERTOS.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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33

LOS HIJOS DE LA MALINCHE.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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CONQUISTA Y COLONIA.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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DE LA INDEPENDENCIA A LA REVOLUCIÓN.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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LA “INTELIGENCIA” MEXICANA.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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NUESTROS DÍAS.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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APÉNDICE. LA DIALÉCTICA DE LA SOLEDAD.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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POSTDATA

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NOTA.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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OLIMPIADA Y TLATELOLCO.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg yyguyg yg yuguyfr6d4eswa3qwa5435aer wzr.

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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EL DESARROLLO Y OTROS ESPEJISMOS.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg y yguyg yg yuguyf r6d4eswa3qwa5435aer wzr

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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CRÍTICA DE LA PIRÁMIDE.

A TODOS, en algún momento, se nos ha rev lado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta re-velación se sitúa en la adolescencia. Eldescubrimiento de nosotros mismos se mani-fiesta como un sabernos solos; entre el mundo ynosotros se abre una impalpable, transparen-te muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto queapenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarsede sí mismos a través de juego o trabajo. En cam-bio, el adolescente, vacilante entre la infancia y lajuventud, queda suspenso un instante ante la infi-nita riqueza del mundo. El adolescente se asombrade ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclina-do sobre el río de su conciencia se pregunta si eserostro que aflora lentamente del fondo, deforma-do por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en pro-blema y pregunta, en conciencia interrogante.A los pueblos en trance de crecimiento les ocu-rre algo parecido. Su ser se manifiesta comointerrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas quedamos a estas preguntas son desmentidas por la his-toria, acaso porque eso que llaman el "genio delos pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diversas,las respuestas pueden variar y con ellas el ca-rácter nacional, que se pretendía inmutable. Apesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parecereveladora la insistencia con que en ciertos perío-dos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y seinterrogan. Despertar a la historia significa adqui-rir conciencia de nuestra singularidad, momento dereposo reflexivo antes de entregarnos al haceikf-g i u y g u y g o g o g o g o y g o y g o y g g i o y g g v i u y g y i g y -gg yg y yguyg yg yuguyf r6d4eswa3qwa5435aer wzr

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por completo, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfermiza, pero pasado el primer deslumbramiento que produce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Recuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros hablan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fun-dido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambilia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas

VUELTA A“EL LABERINTO DE LA SOLEDAD”

Conversación con CLAUDE FELL

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por comple-to, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfer-miza, pero pasado el primer deslumbramiento que pro-duce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Re-cuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —”Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros ha-blan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambi-lia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdasdespués de haberlo olvidado. Esto es muy hermo-so, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.”Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad au-menta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexica-no, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie en-tre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse. No quisiera extenderme en la descripción de estos sen-timientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un senti-miento de real o supuesta inferioridad frente al mun-do podría explicar, parcialmente al menos, la reser-va con que el mexicano se presenta ante los demás y la

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ÍNDICE

EL LAVERINTO DE LA SOLEDAD

El pachuco y otros extremos............................. 11Máscaras mexicanas........................................... 21Todos Santos, Día de Muertos.......................... 27Los hijos de la Malinche.................................... 33Conquista y Colonia.......................................... 45De la Independencia a la Revolución............... 51La “inteligencia“ mexicana................................ 57Nuestros días....................................................... 61Apéndice. La dialéctica de la soledad.............. 67

POSTDATA

Nota...................................................................... 73Olimpiada y Tlatelolco....................................... 79El desarrollo y otros espejismos....................... 85Crítica de la pirámide........................................ 89

VUELTA A “EL LABERINTO DE LA SOLEDAD”(Conversación con Claude Fell) [93]

El laberinto de la soledad de Octavio Paz,se termonó de imprimir y encuadernar en mayo de 2013 en impresora y encuaderna-dora Progreso, S.A. de C.V. (IEPSA), calza-

da San Lorenzo, 244; 09830 México, D.F.

El tiraje due de 35000 ejemplares.

L a aparición d e el l aberinto de l a soledad de octavio Paz, en el mediodía del siglo xx, dejó una huella indeleble en el pensamiento mexi-cano moderno. A contracorriente de las inter-pretaciones psicológicas o metafísicas d e la época, Octavio Paz restituyó al mexicano su individualidad histórica y a nuestra nación su sitio entre l os conflictos de l a civilización occidental. El l abrinto d e la soledadse lee desde 1950como una p ieza magistral del ensayo en lengua española y como un texto liminar donde l a crítica y el mito libran las batallas de la transparencia.Octavio Paz n o odría ser i ndiferente a las dramáticas consecuencias d e 1968 e n la historia mexicana y aquel año suscritó Post-data (1969), la célebre secuencia d e El laberinto d e la soledad. Este libro f ue un gesto de r esponsabilidad y u n llamado de alerta. Paz volvió sin vacilaciones a l as heridas mexicanas y afirmó su creencia en esa p rofunda r eforma democrática cuya actualdad habrá d e reconocer e n Postdata a uno d e sus antecedentes i ntelectuales más firmes. Esta nueva edición de El laberinto de la soledad y Postdata, junto con las precisio-nes d e Paz a Claude Fell en V uelta a “El laberinto de la soledad”(1975), es un home-naje a la i maginación moral y a l alitento crítico del poeta mexicano. “Somos por primera vez en nuestra historia, contemporá-neos de todos los hombres”, escribió Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Seis déca-das después de voz de Octavio Paz ha ganado una audiencia universal y mexicana, clásica y contemporánea. una obra cuyo punto de partida es E l laberinto d e la soledad, libro grabado e n la conciencia intelectual de México como pocos en nuestra historia.

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