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I Amor, Discordia, Eusebio, ¿qué son? ¿Acaso son las fuerzas que mueven el mundo, como refrendaba el famoso Em- pédocles cinco siglos antes de Cristo? Amor une; Discor- dia separa y disgrega, intuía con acierto el filósofo. El odio que Discordia impone forma parte de su propia naturaleza, Discordia atrae a lo semejante por lo semejante, mientras que Amor, al contrario, atrae las cosas que no son semejan- tes. ¿Cómo es eso? Amor o Afrodita es, digamos, esa fuerza gravitatoria, imantatoria si cabe, que busca mezclar los cuatro elementos, las raíces originales que lo constituyen todo. Al menos eso decía ese aristócrata excéntrico que moró en la antigua y alta Akragas, colonia floreciente de Sicilia. En cambio, Eris, Discordia, argumentaba, tiende al odio y a la dispersión que a su vez conforma otra serie de conjuntos en una masa separada... pero no ya en el Con- junto total. Cipris, Philía, Amor, es, pues, la causa del bien, del reposo, de una aparente serenidad o stasis; Discordia, en cambio, la causa del mal, la volición y la kinesis. Y este uni- verso en el que estamos aferrados Irene, mi mujer, y Emilio, mi hijo; Fedra, mi ex mujer, y Dulce, mi adorada hija; Tino y Javis y Estéfano Morini, mis colegas del departamento de lenguas; Jeff Davis y Gaudencia Gross-Wayne, mis obstina- dos enemigos en Millard Fillmore University, y todas las demás almas con quienes habito y disputo a diario como un enajenado, todos formamos parte de una Esfera eterna, perfecta, donde las cosas cambian constantemente de lugar www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... Friccion

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I

Amor, Discordia, Eusebio, ¿qué son? ¿Acaso son las fuerzas que mueven el mundo, como refrendaba el famoso Em-pédocles cinco siglos antes de Cristo? Amor une; Discor-dia separa y disgrega, intuía con acierto el filósofo. El odio que Discordia impone forma parte de su propia naturaleza, Discordia atrae a lo semejante por lo semejante, mientras que Amor, al contrario, atrae las cosas que no son semejan-tes. ¿Cómo es eso? Amor o Afrodita es, digamos, esa fuerza gravitatoria, imantatoria si cabe, que busca mezclar los cuatro elementos, las raíces originales que lo constituyen todo. Al menos eso decía ese aristócrata excéntrico que moró en la antigua y alta Akragas, colonia floreciente de Sicilia. En cambio, Eris, Discordia, argumentaba, tiende al odio y a la dispersión que a su vez conforma otra serie de conjuntos en una masa separada... pero no ya en el Con-junto total. Cipris, Philía, Amor, es, pues, la causa del bien, del reposo, de una aparente serenidad o stasis; Discordia, en cambio, la causa del mal, la volición y la kinesis. Y este uni-verso en el que estamos aferrados Irene, mi mujer, y Emilio, mi hijo; Fedra, mi ex mujer, y Dulce, mi adorada hija; Tino y Javis y Estéfano Morini, mis colegas del departamento de lenguas; Jeff Davis y Gaudencia Gross-Wayne, mis obstina-dos enemigos en Millard Fillmore University, y todas las demás almas con quienes habito y disputo a diario como un enajenado, todos formamos parte de una Esfera eterna, perfecta, donde las cosas cambian constantemente de lugar

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y donde nada jamás se destruye sino simplemente se com-bina, se mezcla, igual que los cuatro colores en la paleta de un pintor.

Pero ¿acaso no sería coherente llamarle a todo este amasijo de húmeros y tripas con una palabra: fricción? Fricción de los colores o limadura de los cuerpos, fricción de la inquina y el deseo, de la traición o la amistad; fric-ción y rozadura de los celos, del sueño y la concupiscencia obstinada de los hombres. ¿Acaso no es verdad que de la misma fricción desesperada de la carne (la carne del padre y de la madre) surgimos una noche cualquiera de heca-tombes? ¿Acaso no es así que, al final, venimos todos a nacer o a transmigrar hacia otra vida más feliz o más jo-dida? ¿Acaso no tenía razón Empédocles?

2(Jueves 15 de junio)

Cierra el libro ya, tú, papanatas, sí, ningún otro, el que lee, el que empieza ahora mismo a leer esta página, es decir, a caer... a precipitarse... a hundirse, cierra el libro, Lector, o si quieres no lo cierres, ¡qué importa!, a estas alturas no importa, ¿qué puede pasar?, ¿qué puede pa-sarte?, nada, no mucho, algo, un poquito, casi nada, sigue leyendo, sigue, apresúrate, te mueres de curiosidad ¿no es cierto?, entérate por ti mismo, entérate de una buena vez, entérate para siempre y colma tus ganas infinitas de saber, colma tu irrevocable apetito. A partir de ahora da igual, lo que va a suceder sucederá... como todo en la vida ¿o acaso no lo sabes? Se trata de caer, caer, deslizarse sin concien-cia... o sin mucha conciencia al menos en la pura vigilia, en el insomnio, en la duermevela espuria de la vida.

Ahora tú eres quien te deslizas, Lector, ningún otro, por las palabras, ¡qué más da!, soberbio jodeputa

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que, enfrascado, encaramelado, sigues leyendo esto: pero ¡basta!, deja el libro, déjalo y sal pronto de allí, escapa, sal de tu guarida forrada, huye de esa oficina en penumbras, te mueres de ganas, se ve a leguas, se te ve en la cara, sal de esa ostentosa oficina en la avenida Reforma, son las cuatro o casi ¿no?, ves el Ángel desde tu ventana, mueres de impaciencia por ir y enterarte de cómo va ese retrato que encargaste, sal de ese reducto con artesonados y plan-chas en piel, lujosamente alfombrado en sepias y grises donde ahora yaces, te refocilas, esa oficina en el corazón del mundo, en el centro del universo, en el mero Distrito Federal, a ver si Arturo ha terminado con el cuadro que le pediste hace un par de meses o más.

Las prisas, tus prisas, se llaman amor, pasión, y son culpa de Afrodita, ¿no lo sabes?, tu urgencia por ir a ver la pintura de tu mujer al estudio de tu viejo amigo se llama deseo y es un maldito dínamo que mueve al universo. Escapa de este libro, dile a tu secre que saldrás un ratito, inventa cualquier pretexto pues eso que sientes ahora mismo te lo envía Cipris desde el cielo, cabrón, aunque no lo sepas y no importe demasiado pues, recuérdalo, tú eres el jefazo, el mero mero petatero y puedes decir o hacer lo que te plazca, la secre existe para obedecer, existe para cerrar el pico y creer lo que le digas nada más, jefazo, y para servirte, servirle a usted, licenciado, y ahora respón-dete, Lector: ¿qué se siente tener todo el poder, tenerlo toditito en las manos, en un puño?

Das un último sorbo y te levantas, carajo, te llevas los sedimentos del café cargado entre las muelas o entre las encías, no te fijaste, pero nada es perfecto, nada es ar-mónico, lo sabe el viejo de Agrigento, ni siquiera los jefa-zos la tienen perfecta, no el arma viril, cabrón, la vida, y tú menos que nadie, Lector, y por eso dejas la taza, la empujas, te levantas, por eso la vida no es perfecta, claro, y no lo sabes todavía pues te mueres (ingenuo) de impa-

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ciencia, sí, tú, a quien las prisas y el amor consumen como una eternidad de hormigas... y te abrasan y gloriosas arden en tus venas como medulas (sí, medulas) desde hace meses, desde hace más de un año, tal vez dos, desde que viste por primera vez a tu mujer, a tu reina, Matilde, Ma-tildita, Maty, la misma que te hace sentir más que nunca el reyecito, por encima de todos, el emperador, por en-cima de esa muchedumbre en la avenida Reforma junto al Ángel que ahora miras desde tu ventanal polarizado, dividido entre continuar la lectura de esta suciedad o ir a ver a tu querido Arturo a su estudio improvisado en la azotea, construido con vigas y paredes de comprimido de aserrín, caerle de improviso a ver cómo va con la pintura, pero tampoco quieres dejar de leer Fricción ahora que nadie te interrumpe y tienes toda la pinche tarde para ti, a ver si Arturo está por terminar el cuadro y el cabrón no se perdió otra vez en el peyote justo como suele hacer, pedirle otro café a la secre y sorberlo a tramos, despacito, mientras lees, lees, calientito, sigues, te precipitas y te enteras por ti mismo pues tú tienes el libro y por eso tú tienes el poder, te digo, por eso tienes las llaves del reino, eres el director de la sucursal, el mandamás, y a nadie rindes cuentas sino al gringo pendejo que por supuesto vive en Gringolandia, lejos de aquí, de esta miseria tercer-mundista que es la Capirucha, el Distrito Federal, eres tú el jefazo de la sucursal en México, el muchachón traba-jando en un banco extranjero con su deslumbrante maes-tría de Columbia University y con su inglés perfecto pero con ligero acento y que quede claro, eres el jefazo joven, bueno, no tan joven, en esa etapa que los viejos llaman como de «la plenitud de la vida», con todo por delante, por supuesto, hasta salud, carajo, y por encima de todo mucho amor, ese amor o enamoriscamiento de recién casado que corre por tus venas y te abrasa a ratos como esa cálida vida que transcurre canora, como esa eternidad de

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hormiguitas que corren y corren y te acalambran los bra-zos, las piernas, el pecho, el cerebro, ¡qué feliz estás, qué feliz eres, hombre!, no se puede pedir más, por eso te de-cides, por eso resuelves salir de tu oficina, miras tu reloj, son las cuatro pasaditas, decides abandonar el libro, ¡este libro del demonio, Hypocrite lecteur!, seguro el pinche Arturo, tu amigo, estará tirado de bruces rumiando un cacho de peyote en su taller y Tamara, su pobrecita mujer, en cambio, trabajando duro, como debe ser, se ríe el hijo de la chingada cuando lo reprendes medio en broma y medio en serio, tú, catequista de mierda que te has vuelto, Lector, que se chinguen, replica Arturo con ínfulas y au-tosuficiencia, que trabajen y lo mantengan a uno, ¿o no debe ser así, mano, cuando siempre ha sido al contrario, desde que el mundo es mundo, desde los griegos?, te ex-plica sabihondo, yo pinto, manito, y sí que pinta bien, lo admites, por eso y no por otra razón le pediste el retrato, para sorprender a tu hembra en su aniversario y por eso mismo resuelves ponerte el saco y ajustarte la corbata que te regaló, salir de tu oficina y decirle a tu secre que vuelves al rato, al ratito, cuando le dijiste a Matilde que necesita-bas una corbata gris perla, que te llame al celular si hay algo urgente, pero sabes que nada urgente va a pasar un jueves, que tienes la tarde libre para ir y apremiar al imbé-cil de Arturo a su taller de asbestos para que termine a tiempo el óleo que le encargaste hace dos meses.

Tomas tu Mercedes E 2025 y esquivas a un par de inditos que seguramente acaban de llegar de Hidalgo o San Luis Potosí y no conocen las leyes de tránsito del Distrito Federal, es decir, la ley inexorable de la jungla, la ley del que tiene el poder (como tú, jefecito) o el auto para partirle la madre al que no lo tiene, echar lámina a los demás autos y mentársela al que se te cruce cuando llevas prisa... y como casi siempre llevas prisa, Lector, pues que vayan a chingar a su madre todititos, te dices, cavilas sin

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soltar el volante. San Luis Potosí, apenas antier viste junto con Maty, ambos abrazados en la cama, un reportaje tris-tísimo, la situación desesperada que viven los campesinos en San Luis Potosí, en la sierra no sé qué, nunca te lo hubieras imaginado y ella, por supuesto, tampoco, la es-casez de agua, la falta de lluvias durante los últimos tres años, la hambruna, la pobreza despiadada, el desempleo y la corrupción burocrática de ese estado de mierda, los niños al borde de la muerte, desamparados, enfermos de tisis, de sida, de disentería, de todo, las mujeres buscando ratas campestres para cocinarlas, adobarlas y comérselas con tortillas porque ni perros hay allí, todos se fueron o quizá se los comieron hace tiempo y Matilde se puso triste, notaste que lloraba, no despegaba los ojos del tele-visor, y por eso ahora piensas, Lector, que esos dos inditos que casi atropellas eran de mero San Luis Potosí pero quizás eran de la sierra de Guerrero o de algún pueblo jodido de Oaxaca y tú, defeño de corazón, ni notaste la diferencia, ni la sabes, pues sólo conoces Nueva York y París y el mero corazón del mundo, el lugar donde naciste y aprendiste a vivir y chingarte consuetudinariamente a tu prójimo, el mero Distrito Federal, cuna de tus padres y tus abuelos y bisabuelos que en paz descansen.

Decides tomar Insurgentes para allí justo coger Viaducto y luego girar hacia la colonia Narvarte donde Arturo pinta y pinta, jodeputa, cuando no está perdido en su peyote que se trae oculto de Sonora o Chihuahua, no recuerdas. Alguna vez, eso sí, te contó sus viajes, sus idas en autobús con el grupo de artistas agro, sus estrambóticos ritos en el desierto, sus alucinaciones a la intemperie y sus orgías, decides cruzarte el alto, la búsqueda del sagrado alimento, lo haces dando un acelerón, cómo se corta y limpia el tubérculo una vez se encuentra bajo tierra, las noches al descampado oyendo a lo lejos coyotes o vete tú a saber qué diablos son, animales, hienas, tepezcuintles,

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todo por obtener el sacro alimento de los dioses, de los artistas, aceleras, porque eso se creen esos harapientos de mierda, los agros, te dices mientras giras a la izquierda, unos dioses, cada pintor se siente un puto dios incom-prendido y por eso sólo saben pintar sus frustraciones y resentimientos, frenas y aceleras otra vez dando un volan-tazo, en el fondo pintan sus odios y rencillas hacia los demás, todos los demás, odios por supuesto muy bien sublimados y sesgados, odio a esos otros que se llaman burgueses y obreros, campesinos y abogados, sacerdotes y ricos, niños y mujeres y ancianos, todos o casi todos blanco de la inquina y la frustración de los pinches artistas agro, pero ya estás aquí, has llegado, falta buscar un lugar donde estacionar el coche, para ser jueves, es cierto, no estuvo mal el tráfico, nada mal, podría haber sido un in-fierno, pero el tiempo se te fue en elucubraciones que ahora mismo olvidas, Lector, conductor del Mercedes E 2025 digitalizado, conductor de esta improbable historia de amor, tu historia predecible que tal vez elegiste no leer o sí lees, quién sabe, con un buen café en la mano pero que, al fin y al cabo, ya no importa porque estás aquí, justo frente al viejo edificio donde vive y trabaja Arturo, tu amigo de la adolescencia, el bohemio de corazón, el desertor de la riqueza y las prebendas políticas, el hijo del famoso estadista Soto Gariglietti, el macho flagrante que explota y veja a su mujer con jactancia pues ella, Tamara, lo mantiene orgullosa para que él pinte y se meta el peyote que trae consigo de sus largas excursiones al norte cuando se harta de vivir y pintar en la gran Capirucha con sus cincuenta y seis millones de habitantes, según el último censo, el del 2022.

Te estacionas, te ajustas la corbata y casi de inme-diato te arrepientes, ¿para qué te la ajustas, para quién?, ¿para Arturo que en su puta vida se ha puesto una corbata? ¡Qué costumbre esa de llevar la corbata ajustada adonde-

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quiera que vas! Decides quitártela, te la quitas. Haces bien. Sales del auto, no cualquier auto, por supuesto, tu Merce-des, y se te acercan dos chiquillos a decirte que te cuidan el coche, patroncito, dos chiquillos sin zapatos, ¿de San Luis Potosí otra vez o de mero Hidalgo?, uno sin camisa, pero ¿habrán comido ratas campestres alguna vez, tal y como aseguraba el reportaje de la televisión con Matilde entre tus brazos sollozando, enternecida o asombrada de vivir en un país como ése... tan injusto?, estás a punto de preguntarles pero desistes, piensas que quizás es mejor no saber, que mejor es pedirles que te cuiden el carro pues de lo contra-rio te lo rayarán con una corcholata y por eso les sonríes, les enseñas la blanca dentadura, hipócrita Lector, conduc-tor de este relato de amor ultrapredecible, y otra vez las eternas hormigas de Cipris te abrasan, te abrasan las venas pues sueñas con Matilde, tu viejorrón, tu cuero, mueres en deseos de llevarle el retrato cuanto antes aunque todavía faltan cinco días para que se cumpla tu primer aniversario, el martes 20 de junio, y falta nada más que el cabrón de Arturo no se haya retrasado con la pintura pues lo crucifi-cas si es así, lo juras, te lo juras, lo matas, te echaría a perder la serie de sorpresas que le tienes a Matilde preparada ese martes, y te acercas a la puerta del edificio, comenzando por un collar de esmeraldas brasileño que hace juego con sus ojos glaucos, y no tienes que tocar el timbre, por su-puesto una cena en Maxim’s, pues alguien sale del edificio y decides entrar, un crucero de siete días a Alaska, lo has hecho muchas otras veces, durante todos esos años en que has visitado el estudio de Arturo y lo has visto pintar, y por último, el mejor regalo: el lienzo con su retrato, y ahora sólo te falta subir esos cinco pisos hasta la azotea donde tu amigo yace y pinta y rumia y regurgita peyote pues su casa y la de Tamara no es otra que la azotea de ese edificio jo-dido, maltrecho, que le hicieron el favor de alquilar los filantrópicos dueños por una módica cantidad, tan hara-

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piento lo vieron aunque, eso sí, hijo predilecto del fallecido político de fines del siglo xx.

Dos pisos más, un piso más, y justo a partir del último, justo a partir de los últimos escalones puedes ob-servar esos indescriptibles lienzos que Arturo cuelga por doquier, pinturas que adornan o llenan las amplias pare-des del pozo del edificio, casi todo invadido, algunos que nunca vendió y otros que tú nunca habías visto, probable-mente cuadros recientes, los ves, los calibras y admiras, siniestros y lóbregos retratos, cables telefónicos o radares destruidos, fantasmagóricos edificios en ruinas, peatones magros y enfermos, perros famélicos y arañas monstruosas, fábricas inmensas, lagos pletóricos de chatarra y llantas y animales flotando destripados, innumerables escenas de pesadilla, ocres, grises, rojas, cruzas el pasillo que te lleva a la puerta que da justo a la azotea, la penúltima puerta, y la abres, Lector, ¿comprendes?, la abres, ábrela pues, es hora de que abras la puerta que da a la azotea, el sol, ¡ya ves!, te inunda un segundo... no pasa nada, cúbrete, hiere sólo un segundo, sí, no ves nada pero no importa porque conoces el camino casi de memoria, unos quince metros, sí, todo recto, derechito, allá, hacia el final de la azotea donde se encuentra su taller, lo sabes, más allá de sus inmundas habitaciones donde vive y duerme con Tamara, te acos-tumbras a la luz, hace mucho calor, ¡qué bueno que deci-diste dejar la corbata gris perla que Matilde te regaló en tu cumpleaños!, estás a un paso del estudio que Arturo mismo se construyó con comprimido y láminas de asbesto y aserrín cuando le alquilaron la azotea, ahora empujas la puerta cuando debiste primero tocar, piensas, pero a estas alturas ya no importa, Lector, es tarde para cavilar cuanto que tus inocentes pupilas se topan de frente con tu esposa al fondo del estudio, allí está, es ella, tu hembra, tu mujer, tu cuero, tu amor de la vida, pero ¿se trata de ella real-mente o es otra que de pronto se parece a tu esposa, in-

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crédulo y pasmado Lector? ¿Es acaso tu mujer desnuda en los brazos de Arturo, tu viejo amigo? Crees que sí, podrías jurar que sí, pero... quién sabe... Tú la ves a ella ahora mismo, contemplas a esa mujer tan parecida, tan seme-jante a la tuya, y él a ti sin embargo no te puede ver, sólo miras su espalda, sus nalgas peludas sobre un quilt, sus brazos peludos rodeando la cintura, el envés de Matilde o de esa otra mujer tan semejante a Matilde, ya no sabes, Lector, la espalda tersa de tu esposa amada, la observas cuidadosamente y no estás seguro todavía, tantos cuadros en el piso reclinados y las paredes atestadas no te dejan enfocar lo que estás mirando con lujo de detalles, ¿o es acaso el calor pegajoso, la calígene que no te deja?, ¿o es quizás otra mujer la que ves, acaso la esposa de Arturo o alguna hermosa modelo que se parece a Matilde... y nada más? ¿Quién es ese cuerpo sin ropa, ese objeto de carne pre-cioso? ¡Carajo!, no puede ser Maty, claro: ella está en casa, mejor dicho: los jueves a esa hora está en el café Polanco con sus amigas de posgrado discutiendo, comiendo pastel de tres leches, hablando de política latinoamericana, del cambio, del gran cambio que apenas se dio un año atrás con el nuevo presidente, Gilberto Rendón, y que ha de-jado al mundo entero boquiabierto, sí, ella está to-mando café con sus amigas, pero de pronto barruntas que no es así, que esos ojos verdes son los mismos ojos claros de Matilde pues te reconocen, Lector, a través o por encima del hombro derecho de Arturo, tu amigo pintor que se coge ahora mismo a tu espléndida mujer en su estudio mientras tú lees o no lees, qué importa a estas alturas, qué diablos importa cuando lo has visto todo con tus propios ojos y es real y es prístino, cuando lo has padecido todo con las córneas, tú, sufriente voyeur y patroncito, al mismo tiempo que sientes cómo te pene-tra u horada una suerte de objeto invisible, duro y pun-zante, o mejor: punzo-cortante, una azuquítar menuda

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y morena que abrasa y calienta por dentro pero que no se llama amor esta vez sino dolor rijoso, hirviente vergüenza, estrujante invasión de la pena, algo así como un infierno largo, continuo, fluido, filoso, que te llena la cabeza por oleadas y no te deja respirar, no te deja pestañear ante lo que miras aunque tus pestañas sudan y tu cuerpo entero suda como un chancho al que están a punto de destripar, ¡qué bueno que dejaste la corbata en el Mercedes, piensas de refilón, la hubieras empapado de sudor o te hubieras ahorcado con ella!

Y ahora oyes clara, venida de ultratumba, la her-mosa voz de Maty que gime o te dice algo asustada, Lec-tor, algo ininteligible que sin embargo te provoca una contorsión, una arcada que te dobla allí mismo en dos, sí, te está doblando el cuerpo ahora que descubres en la ori-lla, entre otros cuadros, el tuyo a punto de ser terminado, la pintura que le pediste a Arturo hace dos meses y que él, a pesar de todo, terminó o estaba a punto de acabar si no fuera porque tu esposa, piensas mientras vomitas, coge y coge con él sobre un quilt de colores, cogiendo y agoni-zando de gozo encima del artista peludo, encima del dios del color, sentada sobre las piernas del pinche artista agro, abrazada a sus anchas y fuertes espaldas, con sus uñas marcándole los dos omóplatos como te hace cuando está a punto de tener un orgasmo aunque esta vez no hay ma-nera de saber si es que lo araña porque está a punto de tener un orgasmo o por el terrible susto que le has propi-nado a la pobrecita al descubrirla así, tan oronda y exul-tante, dulcemente torturada por la verga primitiva del pintor, su pene erecto atravesándola mientras tú vomitas y sales de allí despavorido sin poder respirar, sin poder decir una puta palabra pues tienes en la boca desperdicios y grumos de café, tienes la boca atascada y entumida, tienes perdida la brújula, el compás, tienes el cerebro y la triste mirada nublados, el alma nublada y cenagosa a pesar

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del duro sol, a pesar de esta luz herrumbrosa que atraviesa el aire de este jueves defeño, este jueves quince de junio, en que tu vida cambia, gira, amable y eximio Lector, amigo en ciernes, compañero de ruta.

Trabajo
Línea
Trabajo
Cuadro de texto
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).