agudo, noe - dias de azoro

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Días de azoro

© 2012, Noé Agudo

D.R. © Lectura Global, S.C.

Representante legal: Alicia VelázquezNovedades 61, Col. El RecreoAzcapotzalco, C.P. 02070, México, D.F.Correo electrónico: [email protected]

ISBN: 978-607-9266-01-1

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del editor, la reproducción total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, pero no así la mención de la obra en muros y sitios personales de las redes, la reseña del contenido, la recomendación a otros lectores, la opinión sobre la obra y en general todo esfuerzo de animación a su lectura.

Hecho en México • Made in Mexico

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Días de azoro

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Días de azoro

Noé Agudo

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Índice

Arrojado del paraíso (a manera de presentación)

La tarde de los dones

¿Tienen sangre las iguanas?

Espíritus de la montaña

El día que el mar se salga

Por eso regreso solo

La cuaresma opaca I

La cuaresma opaca II

La poesía en los árboles

El alma de los animales

Una tarde con Rufino

Un relato de sangre y sombras

El hombre que podía mirar lejos (tarde de septiembre)

Regreso a Santa Cata (tío Julián)

Fuera del nido

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Arrojado del paraíso

omo Satanás, yo también vivo expulsado del paraíso. Nací en el corazón de la Sierra Sur,

donde el sol, el viento y la lluvia templaron mi alma y mis huesos infantiles. La neblina de la

tarde me arrulló en su seno y provocó mis primeras ensoñaciones. A los diez años me enviaron a

esta ciudad horrenda, donde supuestamente vendría a estudiar, pero me emplearon como mocito.

Así que las peleas y patadas del futbol callejero diluían la nostalgia por mis encinos, pinos y

oyameles, también por mis arroyos, los cerros y sus cumbres en las que algunas noches presencié

llover estrellas. Regresé algunas veces, pero mi edén ya no me reconocía. Por eso tuve que buscar

en el estudio los fragmentos de mi infancia rota y decidí quedarme para siempre con mi alma

infantil. Cuando llegó el momento de decidir, le dije a un amigo que me inscribiera en la carrera que

mejor podría estudiar. Me inscribió en periodismo y fue un acierto: en ese camino conocí mujeres

maravillosas que restañaron mis heridas; hallé ventanas para dejar volar algunas partes sanas y

buenas de mi persona; también encontré armas fabulosas para combatir a los demonios del

resentimiento, del odio y la venganza. Algunas publicaciones que he hecho, dirigido y coordinado

son las siguientes: El Nieto del Ahuizote, Cronopio, Multidisciplina, Automundo Deportivo,

Ángulos —del diario El Universal—, Pasaporte 2000, Geografía Universal, Vogue-México, Varón-

México, Divorcio. Vida Nueva, Suplemento Cultural de Gaceta CCH, Gaceta Bachilleres, Guía VTP

de Mexicana de Aviación, Comunidad Vallejo y Continuum. He vivido extrañas pero intensas

aventuras con cada una de estas publicaciones. Y el viaje sigue.

¿Gustos? Acariciar la madera bien pulida de una mesa, el vino tinto, descubrir que una

intuición era cierta, entender a los animales, el café negro, una mujer delgada y melancólica, los

días lluviosos, las habitaciones en penumbra, la alta noche y el silencio.

Mi música es Bach, Haendel, Albinoni, Teleman, Vivaldi. Pero en las mañanas luminosas

escucho a Mozart, buen rock, los sones, el joropo venezolano, la vidala argentina y la cueca chilena.

Las tardes las prefiero con siringa, yaraví y huapango. Cuando la noche inicia elijo la canción

italiana, española o francesa (podría morir gustoso teniendo como fondo Bajo los cielos de París,

C

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con Juliette Greco). En general me gusta escuchar toda la buena música, no importa el género, pero

sí la hora y mi estado de ánimo.

Ahora entiendo por qué Borges decía que sólo podía leer libros que habían cumplido cien

años: a veces uno pierde el tiempo; la disciplina puede reñir con el buen gusto. Hoy sólo leo textos

viejos. Así como Bach es mi dios en la música, Dostoievski lo es en la literatura y Brueghel el Viejo

y el Bosco en la pintura. Releo a los poetas del Siglo de Oro, aún no termino a los cronistas de la

conquista y deseo adentrarme en los testimonios que sobreviven del México prehispánico.

Resultado de estas vivencias son los textos que aquí presento.

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La tarde de los dones

También hacían otra ceremonia, que tomaban con las manos a los niños y

niñas apretándoles por las sienes [y] los levantaban en alto; decían que así

los hacían crecer, y por esto llamaban a esta fiesta izcalli, que quiere decir

de crecimiento.

Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de

Nueva España, Libro Segundo, capítulo XXXVII , parágrafo 38

e lo dijo mi tío Homobono por primera vez: “Serás afortunado”. Siempre prudente, mi

madre corrigió un poco este vaticinio, pues dicho así invitaba a quedarse cruzado de brazos

o a echarse a dormir. Ella dijo: “Sufrirás mucho para lograr lo que deseas, pero al final lo

conseguirás”. La vida, siempre generosa para quien la acepta sin remilgos, me confirmó después

que ambas afirmaciones eran ciertas, y puso en mi camino amigos con mayor experiencia para

enseñarme que todo sufrimiento es tan sólo una forma de mantener alerta el espíritu, que se atrofia

cuando uno olvida agradecer, rehúye un nuevo propósito o piensa que todos los amaneceres son

iguales.

Varios regalos me han sido dados en la vida, pero quiero recordar ahora los de un día lejano

de mi niñez, porque es una forma de agradecerlos y disfrutarlos otra vez. Avanzábamos un

mediodía por un llano mi hermana mayor, una amiga suya y yo, a quien todavía tenían que llevar de

la mano. Entre las caprichosas formas de la orografía montañosa destacan las cimas de los cerros:

algunos terminan en una alta y aguda punta; otros rematan en una joroba o loma, y otros más

forman un llano, es decir, un largo terreno tendido en la altura, al que conforman varias cimas

planas. En la sierra los llanos son muy apreciados porque es posible cultivarlos metiéndoles arado, y

así la milpa crece a plenitud y da más frutos; son lugares muy seguros para echar a pastar el ganado,

pero sobre todo lo agradecen los caminantes cuando atraviesan uno, porque les permite aligerar su

marcha, respirar a sus anchas y contemplar el amplio paisaje a su alrededor, como nosotros lo

hacíamos en ese momento.

M

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—Va a llover —dijo mi hermana—. Esas nubes avanzan rápido, son muy negras y están

demasiado cargadas.

Miramos hacia donde señalaba y pudimos comprobar lo que decía: densos y oscuros

nubarrones se amontonaban en el horizonte; los imaginé como un conjunto de briosos caballos a

punto de iniciar un galope. Tal vez no traíamos con qué protegernos, quizá ella consideró peligroso

continuar bajo la lluvia, o simplemente quiso que descansáramos, porque cuando dejamos atrás el

llano y caminábamos por la falda de un monte señaló un ranchito que quedaba abajo del camino,

más adelante, y dijo que allí nos quedaríamos mientras pasara la lluvia.

Bajamos por un sinuoso y estrecho sendero. Antes de llegar a la casa pasamos por una

umbrosa hondonada donde alguien había limpiado el terreno y construido una pequeña poza; el

suelo y las piedras estaban cubiertas de musgo verdoso a su alrededor. El agua era cristalina y se

veía tan fresca que nos detuvimos a beber. Era pura y transparente, se veía el rebullir de la arena de

donde el agua brotaba en el fondo de la poza. Unos metros más abajo habían plantado berros,

yerbabuena, cilantro y chile. Su verdor era distinto al del monte que nos rodeaba, y eso hacía ver a

las plantitas más frágiles y tiernas. Me pregunté cómo las mantenían a salvo del ganado.

Precisamente nosotros veníamos de ver a la Artemisa, una vaca que gusta pastar cerca del

rancho de Matías, y siempre se mete entre su cañaveral y platanares. Era una vaca hermosa, no sólo

por el color de su pelaje blanco y pardo, con lunares rojos y negros, sino porque cada año paría un

becerro, y a veces dos, como en esta ocasión. Lástima que fuera tan hábil para saltar los cercados y

ahora hasta a sus dos becerros lograba pasar entre los huertos, y los tres causaban muchos más

destrozos.

Los ladridos de un perro alertaron de nuestra presencia, al tiempo que una bandada de

escandalosas urracas vino a posarse sobre los árboles. La amiga de mi hermana cogió una vara y

ella apretó más fuerte mi mano cuando nos acercamos. Era una casa con tejado de paja y paredes de

varas. La rodeaba un amplio patio de tierra amarilla, parejo y bien apisonado; al lado había otra

casa, más pequeña, con paredes de barro y techo de tejas; también una troje llena de mazorcas y

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calabazas que se elevaba como medio metro del suelo. Debajo se acurrucaban unas hermosas

gallinas coloradas que ya presentían la lluvia.

Una mujer apareció en la puerta de la casa y exclamó sonriente:

—¡Vinieron a visitarme!

—Sí —contestó mi hermana—, ya estamos por aquí. ¿No muerde?

—No, ladra sólo para avisar. ¡Ya cállate, Tunante! —gritó la mujer ante los ladridos

incesantes del perro. Aún me da risa recordar su nombre y la amistosa actitud con que se acercó

después de ver a su ama conversar con nosotros.

—Pasen por aquí, no tarda en comenzar a llover.

—Por eso hemos venido —dijo mi hermana—, vimos que la lluvia se viene fuerte y

preferimos protegernos aquí, aún nos falta mucho por llegar.

—Hicieron bien —dijo la mujer, y nos acercó unos banquitos de guarumbo para que nos

sentáramos—. En el cerro caen rayos, es peligroso, aquí estarán seguros mientras la lluvia pasa.

Voy a cocer un poco más de xhomill para que coman.

—No se moleste, por favor —protestó vehemente mi hermana—, en cuanto termine de

llover nos iremos.

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—Pero antes comen —sentenció sonriente la mujer, mientras sacaba de un costal unas

vainas secas de frijol—. Éste es puro cuarenteño. No tarda en llegar el hombre con sus dos hijas, es

lo que andan trayendo del rastrojo, allá abajo.

—¿Se dio bien el cuarenteño? —intervino por primera vez Yolanda, la amiga que nos

acompañaba.

—Huuy, mucho, muy bonito, mire. ¡Qué enormes ejotes! Las plantas parecían crecer solas

y se enredaban frondosas a las plantas de maíz. Mi marido quiere sembrar más, aprovechando que

las lluvias no se quieren ir todavía. Pero le digo que mejor siembre frijol de mata, es más resistente.

El cuarenteño es un frijol que se siembra al pie de rodrigones que se dejan o se clavan con

ese propósito, y junto a las cañas de maíz cuando son ya grandes, pues los necesitan para trepar por

ellos; es un frijol de enredadera. Cuando están plenamente desarrollados sus ejotes y granos

adquieren un color rojo o morado. Entonces se cortan, se ponen a secar y ya secos se les aporrea

dentro de unos costales. Así se separan los granos de las vainas y, tratándose de cualquier otro tipo,

éstas simplemente se tirarían entre el rastrojo para abonar la tierra. Pero tratándose del cuarenteño

sus vainas son muy valiosas, los campesinos cuidan de secarlas muy bien para que se puedan

conservar durante mucho tiempo. Así almacenan comida para los días de privación. Nunca las había

comido hasta ese día y tenía curiosidad por probar algo que a simple vista parecía basura.

La mujer sumergió una y otra vez las vainas en un tecomate lleno de agua. Luego las fue

depositando en una olla de barro que ya tenía en el fuego. Recuerdo que en esa casa todo era rústico

y natural. Las paredes eran de otate, unas varas lisas semejantes al carrizo pero de una corteza

durísima. Ataban las varas con resistentes tiras vegetales llamadas yacuas, flexibles como correas

sacadas de un cuero bien curtido, pero más resistentes. Luego reforzaban el cercado sujetando tres

pulidos troncos arriba, en medio y abajo de la pared de varas.

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Los soportes del tejado eran gruesos horcones de palo tinto, una madera de tono rojizo, dura

y resistente como el acero. Se hallaban colocados a cierta distancia uno del otro, pues la casa era

alargada, como una galería. Los horcones sostenían un entramado de palos menos gruesos, sobre los

que se había colocado la gruesa capa de paja. Con el tiempo esta capa se hacía tan firme e

impenetrable que parecía de una sola pieza y ninguna gota o torrente de agua la podía traspasar.

—Permítanme un momento, iré por unas hierbas de olor al pozo, antes de que ya no me lo

permita la lluvia —dijo la mujer y salió presurosa hacia donde nos habíamos detenido a beber agua.

—¿Tú los conoces? —preguntó Yolanda.

—Sí —respondió mi hermana—, ésta es la casa de Ausencio; él y su mujer hacen ollas y

comales, y mi mamá siempre les compra. Mira qué bonitas ollas y jarros usan; no tienen platos de

peltre ni de loza, todo lo que usan es de barro y ellos mismos los hacen.

Entonces me di cuenta que antes de los catres, pegados a la pared del fondo, había unos

maderos sobre los cuales estaban colocados diversos objetos de barro crudo, tal vez para que se

orearan. Comprendí por qué el patio era tan parejo, seguro que allí ponían a secar los objetos que

fabricaban. En un rincón había varios jicalpextles llenos de arcilla y sobre un basto tronco varios

montoncitos de barro con formas aún indefinidas.

Al tiempo que unas gruesas gotas empezaban a caer, llegó corriendo la mujer con un

manojito de hierbas en su mano. Detrás venía un hombre sudoroso, cargando un enorme costal. Fue

y lo arrojó en la troje; detrás suyo dos muchachas hicieron lo mismo con sendos costales de menor

tamaño.

—¡Buenas tardes, ya están por acá! —exclamó el hombre, como si hubiera sabido que

llegaríamos.

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—Vinimos a protegernos del agua —le respondió mi hermana.

—¡Qué bueno, qué bueno! Yo también, por eso suspendí la jornada. Le dije a mis hijas que

nos viniéramos, no se puede trabajar bajo la lluvia. Viene fuerte, pero en un rato pasará.

Aún puedo ver al hombre parado en el centro de la casa, la camisa desabotonada, respirando

profundamente y sonriendo satisfecho. Era como de cincuenta años, delgado, con unos dientes

blanquísimos. Se abanicaba con su sombrero al tiempo que preguntaba a mi hermana:

—¿Fueron al rancho? ¿Cómo está el jefe? ¿Está en el pueblo ahora?

—Laven sus manos para comer —pidió la mujer—, ya hace hambre y el xhomill está listo.

Dales agua —dijo a una de las muchachas, quien fue a llenar una jícara de una enorme olla

colocada junto a la pared.

—¿Te lavas? —me invitó. Fui con ella hacia la puerta y allí enjuagué mis manos con los

chorritos que dejaba caer de la jícara. Sonreía y me di cuenta que sus cabellos sueltos olían a jabón,

a limpio. Me quedé contemplando la lluvia y me pregunté qué habría sucedido si hubiéramos

continuado. Estaríamos empapados y avanzaríamos con temor de los rayos. Arriba se escuchaba el

rebumbio de los truenos.

—Ven acá —llamó mi hermana. Habían colocado los banquitos al centro de la habitación y

allí, al tiempo que la mujer iba vaciando suficiente xhomill en unos paxtles de color rojizo, las

muchachas los fueron poniendo en círculo, en el piso. En medio colocaron un jicalpextle repleto de

grandes tortillas, y luego trajeron otros platitos con sal, chiles y uno muy especial que contenía unos

trocitos de bejuco o vara.

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—Es palo de chile —explicó el hombre al ver mi curiosidad—. Se come así, mira.

Despegó un pedazo de cáscara y luego extrajo de ella unos gruesos hilos blancos que llevó a

su boca.

—Mmm, ¡ya me dio hambre! Siéntense y coman. El palo de chile le da un mejor sabor a

cualquier comida; esto se recomienda a quienes han perdido el apetito o están chípil, y entonces

comen hasta diez de estas tortillas.

El hombre reía satisfecho. Siguiendo su ejemplo, cada uno tomó una tortilla, la partió a la

mitad y luego en pedazos más pequeños hasta poder formar con ellos una cucharita con que se

recogía el caldo del xhomill y así llevarlo a la boca. ¡Dios!, cuando lo probé sentí que su sabor me

conectaba directamente con la tierra y sobre lo que en ella había. Fue como si en estas vainas secas,

reblandecidas por el cocimiento, se hubiera concentrado el olor de la lluvia sobre las hojas, el aroma

de pinos y encinos que uno aspira en las alturas, el néctar perfumado del malvarisco, el jugo que la

raíz del quiebraplatos deja en la boca cuando se deshace, el sabor inefable de esas delgadas vetas de

barro que los venados lamen en el monte. Era un sabor que conmovía mi experiencia infantil porque

traía simultáneamente lo que conocía y lo que apenas intuía: las tardes cubiertas de neblina, el canto

de las aves, la dulzura y delicia de los frutos silvestres; tuve la certeza de que ningún sabor podría

traerme el mundo que esas vainas secas y su jugo me ofrecían. Mastiqué y volví a llevar muchas

veces las cucharaditas rebosantes de ese jugo salobre a mi boca y con cada bocado se desbordaban

mis sensaciones y me dejaban sin palabras, sin aliento ni conciencia para mirar qué ocurría en ese

momento a mi alrededor. Mi alma de niño, temblorosa como los millares de hojas sacudidas por la

lluvia, experimentó por primera vez una quietud y comprendió que nunca jamás se repetiría un

sabor como ése, que se repartía sobre mi lengua y caía en mi estómago, aunque en realidad se

extendía a todos mis sentidos, pues se depositaba en la memoria, en la experiencia, en el saber y en

todo aquello que hace a uno una persona, un ser humano, un individuo con recuerdos. Tal vez a mi

corta edad yo debería disfrutar y sorprenderme con el extraño sabor de los numerosos frutos que iba

conociendo, con las golosinas y dulces que a esa edad deseamos, pero este sabor me hacía sentir

Page 15: Agudo, Noe - Dias de Azoro

parte de la montaña, de las plantas, de sus raíces, frutos y aroma, de parte del barro cocido que

contenía mi comida, del rumor y el olor de la lluvia cayendo sobre el monte.

Mucho tiempo después pregunté a mi hermana si recordaba con qué había condimentado la

mujer de Ausencio el xhomill de esa tarde inolvidable, que nunca más en mi vida he vuelto a

probar. Ella sonrió como si supiera algo y me respondió del modo más natural: “¿Con qué? Pues

con sal, ajo, cebolla y un manojito de cilantro silvestre, ése que le ponemos a las calabacitas

tiernas”.

Tal vez el hombre se dio cuenta de la conmoción que experimentaba en esos momentos,

pues se me quedó mirando sonriente y preguntó:

—¿Es el más chico? ¿Es el nene?

—No —respondió mi hermana—, todavía sigue una mujer. Ella es la más pequeña, la

última.

—¿Te gustan los toritos? —me preguntó el hombre—. ¿Sabes echar torito?

“Echar torito” significa juntar las manos y soplar por el hueco que se forma entre los

pulgares. Algunos pueden obtener un melancólico silbido que, si ágiles y precisos pueden mover

sus dedos, más hermosas melodías logran. Los muchachos mayores lo hacen muy bien y cuando se

sientan a descansar en las cumbres algunos logran crear melodías realmente melancólicas. Pocos

saben que con este hecho reanudan un antiguo entretenimiento del mundo prehispánico.

—Bueno, estás muy chico todavía —dijo Ausencio—, así que mejor te llevarás un buen

torito, ¿quieres?

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—Ajá —respondí, y miré a mi hermana para saber si no había sido imprudente. Cuando vi

que todo estaba bien, me atreví a preguntar:

—¿Un torito de maíz?

—No, uno que suene, uno que de verdad puedas tocar. Tendrá sus cuernos, orejas, cola, y lo

podrás sonar cuando quieras.

—Coman palo de chile —invitó la mujer. Lo probé. Despegué esa delgada fibra blanca y la

puse en mi boca. Tenía un ligero y agradable picor que estimulaba el apetito y dejaba una sensación

de frescura y pureza en la boca.

—Aquí hay un picante para ti —dijo Ausencio, y me pasó un tierno chile que exhalaba un

penetrante aroma. Lo mordí, no era picoso, y nuevamente percibí el olor de la tierra pura y húmeda,

como cuando se escarba para llegar a la guarida de un armadillo y múltiples raíces combinan el

aroma de sus partes trozadas con la tierra suelta. Al terminar de comer, la mujer sirvió una infusión

de hojas de naranja endulzada con miel silvestre.

—Esa miel es de una colmena que encontré ayer entre el rastrojo —dijo el hombre—. Era

una gran colmena, casi llenamos cuatro jicalpextles con su cera y su miel. Si se quedan, podemos

hacer charamuscas.

Hubiera querido decir que sí, quedarme a vivir en esa casa para comer xhomill, beber esta

infusión deliciosa, jugar en el patio parejito que, a pesar de la copiosa lluvia, no lograba formar

ningún charco pues parecía absorberla totalmente. Me acerqué a mirar cómo caía la lluvia desde la

puerta. A pesar de que no estábamos en una parte muy alta, sino en uno de los pliegues del cerro, la

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pendiente me permitía ver caer millones de gotas transparentes sobre encinos, carnizuelos,

guarumbos, canelilla y garrobales que abundaban en la zona. El golpeteo de las gotas provocaba un

rumor sordo sólo interrumpido por el retumbar de los truenos sobre la montaña. Me maravillaba esa

inagotable cascada blancuzca que acribillaba sin compasión la tierra y los árboles, y la avidez con

que la recibían hojas, tallos, hierba y el seno mismo de la tierra. Y entonces sucedió: miraba la

lejanía cuando advertí cómo la cortina se quebró, pareció hacer una ondulación para dejar pasar un

poderoso meteoro que la quisiera atropellar. Luego volvió a su postura inicial para ondular hacia el

lado opuesto. De pronto suspendió por un instante su frenética caída. Pareció tomar un respiro para

acompasar su danza: breves pasos hacia la izquierda; uno, dos, tres, y luego una prolongada

ondulación a la derecha. Era como si alguien moviera con suficiente gracia un transparente velo

blanco desde las alturas. Elevé la vista pero allí sólo había nubes, nubes y más nubes que parecían

no terminar de vaciarse nunca. Nadie excepto yo era espectador de ese prodigio: la lluvia danzaba

en el aire antes de caer; millares de gotas habían acompasado su ritmo y se movían como las

poderosas caderas de una giganta al compás de alguna misteriosa música. Estuve contemplando

embelesado ese espectáculo único y presentí que nunca más lo volvería a presenciar. A partir de

entonces he visto caer la lluvia a plomo, inclinada por el viento, en una suave brisa o en furiosas

ráfagas sobre la tierra o el mar, pero nunca más como en ese sitio y en esa tarde.

Había terminado mi bebida cuando una de las muchachas se acercó para preguntarme si

quería más, levanté mi mano y entonces aprecié la gracia del tosco jarrito. Su padre, Ausencio, me

pidió que me acercara. No me di cuenta cuándo los ágiles dedos de este hombre habían cogido un

poco de barro, lo habían humedecido, amasado y velozmente dado forma. Había moldeado un

hermoso toro de barro que levantaba desafiante su cabeza, adornada por unos largos cuernos. En ese

momento lo pulía, mojando su dedo índice que luego pasaba con delicadeza sobre el animal de

arcilla. Había hecho un orificio como de alcancía sobre el testuz, uno circular bajo la panza y uno

más pequeño bajo la cola, que levantaba y hacía reposar graciosamente sobre el cuadril. Estos

detalles le daban viveza y originalidad al juguete.

Yo veía admirado esa simétrica representación de arcilla y no comprendía cómo la podía

haber hecho mientras conversaba con las mujeres y yo veía danzar la lluvia durante, me pareció,

sólo unos breves instantes. “Te habías quedado embelesado con tu jarrito en las manos y fue

Page 18: Agudo, Noe - Dias de Azoro

entonces cuando el señor te vio y se puso a hacerlo”, me dijo mi hermana después. “Le gustó

mirarte cómo estabas perdido, viendo la lluvia”.

Con un tizón delgado desprendió las brasas más rojas de un tronco que ardía en el fogón y

luego las quebró y ordenó para formar una camita. Allí acostó al toro y después de un rato le dio

vuelta con dos ramitas, cual si fuesen tenazas; con ellas le acercó brasas hasta cubrirlo por

completo. Luego de un rato que sólo él supo calcular, lo sacó con las mismas ramas. El barro había

adquirido un opaco tono rojizo y en otras partes era completamente negro, así que tenía un hermoso

color. El hombre levantó las cejas al observarlo, hizo un gesto afirmativo y me dijo, para contener

mis ansias:

—Vamos a esperar un poquito. Quiero que lo pruebes para saber cómo suena. Vamos a

dejarlo que se enfríe.

Cuando al fin se enfrió un poco lo puso en una hoja de maíz y me indicó:

—Mira, prueba aquí, en medio de los cuernos. Sopla y con el hoyito de la panza puedes

variar el tono.

Entonces puse mi boca sobre la ranura, soplé y un silbido agudo resonó en el ambiente.

—Pon el dedo cordial en el hueco de la panza —me dijo—, con ése controlarás el sonido.

Lo hice y el sonido mejoró, se hizo más grave. Moví una y otra vez el dedo y descubrí que

podía combinar los tonos.

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—Allí está, ¡ya aprendiste! —exclamó el hombre feliz. Sonreía como si hubiera hecho una

travesura y no el mejor regalo a un niño. Me miraba como un padre ve a su hijo cuando le ha traído

una camisa y le ha quedado perfecta, o como el hermano cuando entrega su guitarra o su objeto más

preciado al hermano menor, que tanto lo ha deseado. Cuando rememoro ese momento muchas

lágrimas se agolpan en mis ojos, como la lluvia que aún veo.

—Bueno, nos tenemos que ir —dijo mi hermana.

—Sí, miren qué bonito aclaró —agregó la mujer—. Por eso conviene que llueva fuerte,

porque después se aclara bonito, creo que hasta volverá a salir el sol.

—¡Sí! —exclamó Yolanda con alegría—, así podremos llegar al pueblo todavía con la luz

del día.

—¿Quieres totomoxtle para que envuelvas tu torito? —preguntó cariñosa una de las

muchachas. Moví afirmativamente la cabeza porque no podía hablar de la alegría, y entonces ella

trajo unas amplias hojas de maíz donde coloqué el regalo.

Dimos las gracias, cogimos nuestras redes y fuimos hacia la puerta.

—¡Esperen! —pidió la mujer—, lleven un poco de cuestomate y otro poquito de miltomate

a tu mamá. Le dices que le envío muchos saludos. Pronto iré a verla.

Mi hermana tomó las dos bolsas de tomate silvestre: uno rojo, pequeño, y otro verde, con

cáscara, y los guardó dentro de la red. Salimos al patio.

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—¡Ah, falta lo más importante, ya se me estaba olvidando! —exclamó preocupado el

hombre—. Ah, no, no te puedes ir sin esto. Coloca aquí tu toro —me ordenó. Lo puse donde me

indicaba y entonces dijo:

—Baja tus brazos así, ponlos a los lados. Pon tu cuerpo flojo y respira lo más profundo que

puedas.

Entonces colocó sus toscas manos sobre mis sienes y me levantó de un jalón del suelo.

—Esto es para que crezcas, hijo. De aquí —tocó su cabeza—. Toma tu toro y, ahora sí, ya

se pueden ir.

Caminamos en silencio. La tierra olía a deliciosa humedad; de vez en cuando alguna rama

nos mojaba con el rocío y algunas aves volvían a salir. Cuando llegamos al camino amplio,

miramos hacia abajo donde quedaba la casita, con su patio amarillo, su techo de paja negra y la

pequeña troje al lado. No supe si algo mío se quedaba allí o era yo el que me llevaba los regalos y

su recuerdo para siempre. Lejanos se oían los ladridos de Tunante.

—Ésas son gentes antiguas, hijo —me explicó mi padre al día siguiente, cuando me miró

tocar mi torito de barro—. Ellos continúan las costumbres de nuestros antepasados, las que se

perdieron cuando nuestros ancestros dejaron la cima. Pero ellos las siguen; no sólo se niegan a usar

objetos y productos que no sean los que toman de la tierra, también conservan muchos cono-

cimientos de nuestros antepasados.

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¿Tienen sangre las iguanas?

endría seis años cuando vi por primera vez el mar. Mi padre me paró sobre la arena húmeda y

me preguntó: ¿qué te parece? Le respondí que sentía hundirme y que el mar parecía elevarse a

lo lejos. Sentía cierto temor. No al mar sino a lo que había en él. Un libro ilustrado de mi madre me

había mostrado un enorme congrio enroscado en los pilares de un palacio submarino. Ahora sé que

el congrio es un pez largo, de forma casi cilíndrica, que se pesca en el Mar del Norte, entre otros

lugares, pues su carne es comestible y deliciosa. Pero el dibujante lo había imaginado como una

larga serpiente y yo les tengo horror. Luego Jonás, la ballena, el ave Roc y tantas historias que mi

madre me leía. Temía que albergara a algunos de esos seres.

—Estoy seguro de que te va a gustar —me dijo mi padre—. Anda, vamos a quitarnos la

ropa para que puedas entrar.

Habíamos llegado al mediodía. No sé cómo, pero mi padre siempre conocía a alguien en

cada lugar donde llegábamos. Por el camino fuimos dejando las piñas. En todas partes querían que

se las vendiera, pero él respondía que eran un encargo; aceptaba venderles cuatro, o seis, pero hasta

allí, y por eso alcanzaron a llegar dos con esta señora del puerto que él conoce.

Por la mañana salimos de Paso del Caballo, donde vive su primo Macedonio. Allí

permanecimos tres días mientras pizcaban las mazorcas y desgranaban el maíz. Una vez que

estuvieron listas las ocho fanegas mi padre dijo que vendríamos al puerto, para que yo conociera el

mar. Así que llegamos a la casa de esa señora que nos ofreció café, según ella, pero yo tuve que

escupirlo cuando lo tomé. Sabía a olotes quemados.

—Es café de la costa —me explicó mi padre—, si no te gusta vamos a pedir a la señora que

te haga un té de canela.

T

Page 22: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—¿No le gustó? —preguntó la anciana—, ¿y por qué no me trajo café de la sierra? Yo le

hubiera comprado todo.

—Ya no queda, vendí toda la cosecha y ahora hay que esperar a la siguiente.

—¡Dichosos ustedes que tienen! Por aquí es muy caro y casi nadie lo trae.

Salimos a caminar por la playa y me gustó la suavidad de la arena. Me quité los huaraches y

así la pude palpar con los pies: tierna, finita, ¡cómo podría correr veloz si así fueran los caminos de

la sierra!, pensé. El mar tenía un aroma extraño; no olía a sal ni a pescado ni a tortugas, como yo lo

esperaba; olía a soledad, o cosas viejas, a abandono. Pero me complacía su movimiento, su intento

incesante por abarcar más tierra. Estate quieto allí, le ordenaba; comprendí por qué los vientos que

produce nos llegan con tanta furia allá en la sierra. Eran descargas de su enojo por no alcanzar más

tierra.

—¿Cuándo regresaremos? —pregunté.

—Tal vez hoy mismo —dijo—, regresaremos a Paso del Caballo y mañana temprano

cargaremos las bestias y nos iremos. Vamos a ir lentos ahora, porque los animales irán con mucho

peso, y la mayor parte del camino es pura subida. ¿Quieres que ya nos vayamos?

—No —le respondí presuroso—, vayámonos mañana. Me está gustando el mar y quiero

pasar la tarde aquí.

Page 23: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Me gusta viajar con mi papá, aunque a veces no sé para qué me lleva. Como ahora, que

llevaremos maíz. Cada mula cargará más de cien kilos y yo no puedo ayudarle a subir esos bultos;

ni siquiera podré arrear las mulas, porque iré montado. Tampoco platicamos, él se concentra en su

silencio y yo voy mirando el paisaje, imaginando cosas.

Eran los últimos minutos del atardecer, cuando la bola rojiza que en ese momento es el sol

parece dudar entre hundirse o permanecer flotando sobre la superficie. Desde las cumbres de las

montañas, en la sierra, el sol parece estallar en millares de fragmentos incandescentes que se

esparcen por todo el horizonte. A ras del mar sólo se ve una redonda bola de fuego que pretende

hundirse completa. Una, dos, tres…, de súbito desaparece tras la inmensa línea incesante, y el niño

extasiado espera ver la humareda que se produce cuando un objeto caliente entra al agua. Pero sólo

puede ver un intenso resplandor y percibe una sombra tenue a su alrededor. Los grillos comienzan a

cantar.

—Ahora sí, ¿nos vamos?

Mi padre me toma de la mano y comenzamos a caminar. El puerto es un lugar triste a esta

hora, a pesar de que las casas se empiezan a iluminar. Aquí hay luz eléctrica, pero nuestras velas y

quinqués de petróleo resplandecen con mayor intensidad. Tal vez porque la oscuridad allá es mayor.

Cualquier lucecita es más intensa si la tiniebla es profunda, dice mi madre cuando me anima a

arrepentirme de mis travesuras.

Ya era avanzado el día cuando llegamos a Paso del Caballo. El tío Macedonio no estaba y

debimos esperar un rato, pero valió la pena. Llegó cargando cuatro enormes garrobos de piel blanca

y negra. Les había atado las fauces, y sus manos y patitas sobre la espalda. Así no pueden morder ni

escapar.

—¡Mira, primo, qué hermosas iguanas te conseguí! Son cuatro garrobos a los que ya les

tenía echado el ojo. ¡Gran banquete que se van a dar!

Page 24: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—Gracias, primo. ¿Y cuánto va a ser? No me gusta que nada más me los regales. Quiero

pagar por tu trabajo, son muy hermosos animales y estoy seguro que no te fue sencillo agarrarlos.

—Nada, nada. Pero para que no te sientas mal hagamos un trato: prométeme que para el

siguiente viaje me traerás dos docenas de piñas. Creo que por cuatro iguanotas está bien. Además,

me has comprado maíz, es un dinero que no esperaba. Vamos, dime que aceptas y ahorita mismo

cargamos las bestias.

—Bueno —dijo mi padre—, te traeré sin falta las piñas.

Iniciar una caminata por la costa es la mejor forma de olvidar el calor, sobre todo cuando el

camino avanza por las márgenes de un gran río, como el que seguimos. Nos llega su frescura y en

sus orillas siempre hay grandes árboles. Ahora voy montado, contemplando el paisaje y mi padre se

ha adelantado para jalar una mula y así guiar a las demás. Yo y el Canelo cuidamos que ninguna se

atrase, pero ni necesidad hay, pues todas son obedientes cuando llevan mucha carga; también mi

caballo lleva un gran peso, le han colgado las iguanas, carga con nuestras cobijas y comida, y

además a mí.

Por aquí el río es muy tranquilo, parece que no avanza. En algunas partes sus aguas se

quedan inmóviles, como si dudaran en llegar al mar. Yo me doy cuenta que fluyen porque puedo

percibir un ligero temblor en la superficie. Además, casi me ahogué cuando pude comprobarlo. Fue

el segundo día que estábamos en la casa del tío Macedonio. Tenía mucho calor y le dije a mi padre

que iría a bañarme al río.

—Nomás con cuidado —me recomendó—. No te vayas a meter en lo profundo.

Page 25: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Primero estuve en la orilla, donde el agua no alcanzaba a cubrirme si me mantenía de pie.

Luego vi una roca planita, un poco más adentro, y fui hacia ella. Allí me senté, miré la quietud de

las aguas y me enjaboné de pies a cabeza. ¡Y fue el jabón! Cuando entró en mis ojos me ardió tanto

que no dudé en zambullirme en lo que parecía un estanque. ¡Diablos, con cuánta fuerza corren las

aguas por debajo! Apenas caí y sentí que la corriente me llevaba; el agua era turbia y no podía ver el

fondo. Pataleé para subir, pero lo único que logré fue avanzar más rápido hacia donde la corriente

me impulsaba. Alcancé a ver unas plantas y entonces comprendí que estaba en el centro del río. Me

dejé llevar por las aguas y así pude ascender a la superficie pero seguía avanzando; seguí la fuerza

del agua y con algunas brazadas procuraba acercarme a la orilla. Así pude salir, en diagonal, y tuve

que regresar desnudo por un buen tramo hasta llegar donde había quedado mi ropa.

Aprendí que donde más tranquilas e inmóviles parecen las aguas es donde más profundas y

fuertes avanzan. Agradecí haber aprendido a nadar en los ríos serranos, porque ellos son estrechos,

veloces y muy fuertes. Sus aguas son heladas y ruidosas, y por eso uno aprende a bracear antes que

a flotar, pues es la única manera de cruzarlos o salir de ellos; sólo se puede nadar con tranquilidad

en algunas grandes pozas que forman de tanto en tanto. Pero este río no hace ruido, avanza en

silencio, aparentemente tranquilo. Antes de llegar al mar se esparce en numerosas ramas en un lugar

que llaman La Barra. Es para facilitar que sus aguas se laven, dice mi papá, el mar sólo decide

aceptarlo cuando ha limpiado su corriente. Sólo entonces le permite mezclarse.

Veo esas grandes rocas y me pregunto cómo llegaron allí, a medio río; sobre todo qué

poderosa mano las alineó en sus márgenes, para contenerlo. Dice mi padre que todo es trabajo del

agua y el viento, pero no puedo creerlo. ¿Cómo las acomodan con tal exactitud? Algunas dan forma

a seres extraordinarios, sobre todo por las noches. Cuando veníamos, imaginé en algunas partes ver

diablos furiosos, grandes serpientes enroscadas, grupos de gente agazapada, la cabeza descomunal

de un chivo viejo, ancianas que se carcajeaban… Mi madre dice que debo tener metido el diablo

porque sólo imagino cosas horribles, pero así se ven las piedras por la noche, no es mi imaginación.

Prefiero el día. Ahora, por ejemplo, qué gusto cruzar por este arenal bajo la sombra de los

sabinos. Todo el terreno que hemos seguido es llano y así continuará hasta Paso Ancho, dice mi

padre. Es el último cruce que haremos y ahí dejaremos el río y nos adentraremos en los cerros, a

Page 26: Agudo, Noe - Dias de Azoro

subir y subir. Cuando veníamos fue fácil, pura bajada y los animales sin carga. Pero ya imagino

cómo sudarán las mulas y el Canelo ahora que suban con la pesada carga que llevan. Por eso mi

papá me dijo que caminaremos por la noche, a ver hasta dónde alcanzamos a llegar.

Por ahora caminar es muy grato, si no tuviera que arrear las mulas me gustaría apearme de

mi caballo y recoger esas flores que se inclinan hacia el agua, parecen esferas construidas con

millares de pistilos. O llevarme algunas vainas del guanacaxtle. ¡Qué hermosos son estos árboles!

Enormes, ramosos, de un verde parecido al limón amarillo. Me dicen que en ninguna época del año

pierden sus hojas, siempre están verdes; por eso vienen a rumiar bajo su sombra estas vacas que se

mueven perezosamente para que pasemos. También me agrada el aroma que exhalan esas plantas de

grandes hojas peludas; huelen a fuego, a humo, a sequedad; tal vez por eso las llaman “tabaco del

monte”. Pero las que más me gustan son esas flores blanquísimas que crecen sobre las peñas; son

tan hermosas que sólo se lucen sobre las rocas que están a mitad del río. A ver quién es el valiente

que se atreve a llegar a ellas y arrancarlas. Yo lo haría si tuviera tiempo. Me amarraría a una cuerda

y así llegaría a ellas; aunque dicen que debajo de las peñas viven numerosas serpientes y por eso el

agua es verdosa y negra allí.

De muchas maneras se puede distinguir la costa de la sierra. Si por el terreno, la zona

costera es plana en su mayor parte, con algunas leves ondulaciones y promontorios; si por el clima,

aunque sofocante el calor de la costa es menos quemante, gracias a la cercanía de la brisa marina; si

por la flora, casi toda la vegetación de la costa es perennifolia, lo cual le da un verdor permanente,

aunque no tan variado ni intenso como el de la sierra. Todo esto sin reparar en sus productos, fauna,

forma de ser y de hablar de sus habitantes; la costa es un mundo aparte de la montaña. Siempre he

tenido ganas de regresar algún día, recorrer sus pueblos, rancherías y ese río que tanto disfrutaba en

mi niñez.

—¿Y por qué no lo haces? No es algo que se pueda descartar.

Desde la terraza del hotel donde me encuentro el mar se mira apacible, inmóvil. Un barco

pequeño cruza la bahía y yo imagino que es un hipopótamo iluminado. Se ha hecho noche de pronto

Page 27: Agudo, Noe - Dias de Azoro

y me doy cuenta que no he perdido la manía de imaginar figuras fantásticas. Cuánta tristeza me

produce por la tarde el mar.

—¿Y? ¿Qué pasó entonces? ¿Por qué no puedes olvidar esa primera vez que conociste el

mar?

Algunas mujeres tienen la extraña cualidad de hacerme recordar escenas de mi pasado, no

porque conduzcan la plática hacia esos temas, ni porque les interese especialmente, sino porque

inspiran esos recuerdos, sin saberlo. Como Amabel, que me pregunta y alienta a repetir ese

recorrido que hice hace tanto tiempo en mi infancia. Mañana mismo podríamos tomar un autobús,

llegar a ese puerto, alquilar los caballos y seguir el camino que va por las márgenes del río. ¿Seguirá

igual? ¿Lo habrá modificado el tiempo, los huracanes, mi memoria? ¿A dónde llegaríamos? Me

sentiría morir sin tener un lugar donde llegar en la sierra. Mejor no le hago caso.

Mi padre ha dicho que debemos arrear los animales hacia abajo. Primero los descargó, les

quitó los fustes y luego los ha soltado para que coman. Antes hizo un nudo con las puntas de sus

mecates para evitar que alguno se vaya; en todo caso, si alguno logra que los demás lo sigan, no

llegarán muy lejos. Al Canelo lo ha dejado aparte, le daremos un buen puñado de maíz porque

queremos agradecerle que me haya salvado hoy de ser arrastrado por la creciente. Fue muy hábil, no

se opuso a la fuerza del agua, sino que nadó ligero hacia un punto donde pudimos salir. Allí nos

quedamos un buen rato a esperar que las aguas se calmaran y luego mi papá fue por nosotros. Gran

susto que llevamos. Él más que nadie, yo confié siempre en el Canelo.

—¿Tienes hambre?

—Sí —le contesto—, no hemos comido nada desde que salimos de Paso del Caballo.

Page 28: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—Toma, aquí están las tortillas. Pero no hay agua, tendremos que comer a oscuras y sin

nada de beber.

He dicho que me gusta viajar con mi padre pero no entiendo algunas cosas, como ésta: ¿por

qué quedarnos en el monte y no continuar? Él me había dicho que podíamos llegar a Santa Marta y

estamos ya cerca, desde aquí puedo ver sus luces. Cuando le pregunto por qué no quiso que

llegáramos sólo me responde que aquí estamos más seguros.

Ya había anochecido cuando llegamos a este paraje. Después de cruzar Paso Ancho

empezamos a subir y subir. Cuando casi oscurecía encontramos al único caminante de este día. Era

Ambrosio, un paisano de Santa Cata.

—¿Está lloviendo allá arriba? —preguntó mi padre.

—¡Bruuuto! —respondió con gracia el hombre—, el río de San Baltasar no me dejaba

pasar, tuve que cruzar con un mecate.

Esto significa amarrar un resistente leño al extremo de una cuerda y luego lanzarla para

intentar trabarlo en las ramas de algún árbol en la orilla opuesta. Entonces uno se sujeta a la otra

punta y se lanza al agua para ir acortando la cuerda. Esto es posible hacerlo en los ríos serranos,

porque son angostos, pero en los de la costa es imposible; a veces ni siquiera se alcanza a ver la otra

orilla.

—Así que llueve en la sierra —preguntó afirmando mi padre.

—Desde antenoche empezó a llover y no ha parado. ¿No lo agarró la creciente?

Page 29: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—Sí, en Paso Ancho. Por poco se lleva a mi hijo con su caballo.

—¡Jura a Dios! —exclamó sorprendido Ambrosio y me miró con atención—. Entonces,

está bravo el río.

—Ten cuidado —le recomendó mi padre—. Esta crecida pasó rápida, quiere decir que no se

ha ido toda el agua. Por allí se está acumulando y en cualquier rato se puede desbordar.

—Voy a ser precavido, creo que me quedaré por allí de Los Ciruelos, mañana temprano

seguiré.

—Anda —le dijo mi padre—, que te vaya bien.

—Igual, igual —dijo Ambrosio—, que llegue con bien.

Apenas si nos apartamos del camino para encontrar este pequeño terreno plano donde mi

padre pudo descargar las mulas y colocar en un semicírculo los costales de maíz. Algunos vienen

mojados, pero los pondremos a secar hasta llegar a la casa. Es el primer cerro grande que logramos

encumbrar, pero aún se siente el calor sofocante de la costa.

Mastico estas tortillas duras que seguramente me darán más sed. Tal vez mi padre esperaba

que yo sólo quisiera dormir, pero de verdad tengo hambre. Mastico y mastico las tortillas duras,

pero por más que revuelvo el bocado en mi boca, no pasa. Estas tortillas se llaman tlayudas. A

diferencia de las tostadas —otra forma de prepararlas para que duren muchos días—, las tlayudas

no son quebradizas, son flexibles y resistentes como el cuero. Calentadas sobre las brasas o el comal

Page 30: Agudo, Noe - Dias de Azoro

se ponen suaves, doraditas, y recuperan su aroma a maíz nuevo. Pero, así, frías, parece que uno

mastica la corteza de un árbol. No las puedo moler por más que trato y mi sed se hace insoportable.

Sólo de recordar las grandes corrientes de agua que hemos atravesado mi desesperación se vuelve

mayor. ¿Y si bajara corriendo al río que dejamos allá abajo? En tres horas iría y volvería. Pero ni

pensarlo, la noche es oscura y mi padre no me dejaría. No sé si podré dormir con esta sed. ¿Por qué

no abrimos un garrobo para beber su sangre?, le pregunto. Él ríe y me dice que estos animales

tienen muy poca sangre, no valdría la pena. Al igual que las serpientes, tampoco las iguanas me

agradan. Su carne sabe a pescado seco y tiene un olor muy concentrado. Mi madre las prepara en

una salsa amarilla llamada shove, o en caldo, pero primero las asa; a ambos guisos les pone pitiona,

una hierba silvestre y aromática. Es un condimento infalible, mejora el aroma y sabor de cualquier

platillo. A veces yo cojo una hojita y la macero con mis dedos, tan sólo para ir aspirando su aroma.

Mi padre me pide aguantar y me promete un buen desayuno para mañana, en alguna casa de

Santa Marta. Puedo soportar el hambre, pero no la sed. La sed desespera, seca la boca y la garganta,

ciega la mirada, en los labios se siente fuego y la nariz respira sequedad. Si pudiera ver en esta

oscuridad buscaría algunas hierbas como el quiebraplatos o el yegotel, las arrancaría para masticar

sus raíces que siempre son jugosas. ¿De verdad las iguanas no tienen mucha sangre? Las que

llevamos son enormes y la hilera de espinas que crece sobre sus lomos me indica que son animales

viejos. Cómo quisiera abrir una y sorberle la sangre. Sé que pueden estar muchos días sin comer ni

beber. Hasta un mes las ha tenido amarradas mi madre antes de guisarlas y como si nada. Siempre

con su cara mansa, indiferentes a quien las toca o las ve, son animales que no parecen estar aquí

sino en otro lugar. Cuando llama a mi padre a comer, y él no acude pronto sino hasta terminar lo

que hace, ella dice que tiene “panza de iguana”, porque soporta el hambre. Y mi papá dice que debo

comer hígado de iguana para no tener sed y así no salir a orinar a cada rato. Pero la sed de ahora no

la soporto; casi no puedo respirar por la resequedad que hay en mi boca y garganta. Así me acuesto

sobre los costales que mi padre ha colocado y miro el cielo cubierto en parte por grandes

nubarrones; en otras aparece cuajado de estrellas. Ojalá y lloviera. Las nubes se mueven veloces

hacia la sierra, hacia donde continuaremos al amanecer. Me gustaría trepar en una para llegar en un

instante a mi casa y disfrutar de toda el agua fresca que quisiera.

—¿Así fue como conociste el mar? Me parecen recuerdos un poco tristes.

Page 31: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Poco antes del amanecer continuamos el viaje. Santa Marta no estaba tan próxima como

creía. Era un pueblo pequeño y de casas ralas, pero me gustó que todas tuvieran un huerto en el que

destacaban los árboles de tamarindo, de guanábana y papaya. Nos detuvimos en la casa de un

conocido de mi padre, donde le ayudaron a descargar los bultos. Nos sirvieron un aromático

chocolate que bebimos acompañado de varias piezas de pan serrano. Antes yo tomé dos vasos de

agua de guanábana, que me supieron tan deliciosos como dos vasos de fresca leche.

—Coman bien, coman bien —nos animaba el dueño de la posada—, tienen que desayunar

bien para que puedan llegar hoy mismo. Ése es el plan, ¿verdad?

—Sí —le contestó mi padre—, hoy mismo llegaremos.

—¿Y ahí termina todo?

Llegamos a casa al anochecer. Después de descansar y comer algo yo quise platicarle a mi

madre cómo había padecido la sed la noche anterior. Más todavía cuando ató los garrobos a una

pata de la mesa, pero bastó un gesto de mi padre para quedarme callado. Sólo le pedí a mi madre

que me avisara cuando matara a las iguanas.

—¿Por qué quieres ver eso? —me preguntó.

—Sólo quiero saber cuánta sangre sueltan —le respondí.

Page 32: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Espíritus de la montaña

Me pregunta Alicia por qué era tan travieso cuando niño y no sé qué decirle, excepto, quizá, que

hasta la fecha me gusta seguir siéndolo. Así como asocio el humor con la inteligencia, y la

discreción con el buen gusto, pienso que un niño travieso es un ser lleno de creatividad e

imaginación, y por lo regular simpatizo con él. De un escritor con tantas alturas y profundidades

filosóficas como Dostoievski, con sus personajes atormentados, complejos, poseídos por ideas

obsesivas y desbordados por pasiones y visiones, he extraído uno de los personajes más sublimes y

nobles cuyo actuar lo dictan el juego y las travesuras, y quiero confesarles que siempre quise ser

como él. Pero no hablaré de Kolya en esta ocasión, pronto les entregaré su retrato para que se

animen a conocerlo directamente. Por ahora quiero referirme a unos personajes míticos que, sin

saberlo, inspiraron o tal vez guiaron mi comportamiento infantil.

Para el Pollo Gallareta

n la mitología indígena de la Sierra Sur destacan los chaneques (aluxes, en voz maya), una

especie de duendes que seguramente tienen su origen en la sobrevivencia del mito

prehispánico de los tlaloques, pequeñas deidades que ayudaban a Tláloc, dios de la lluvia, a regar la

tierra repartiendo el agua con sus vasijas. Casi todos los testimonios coinciden en describirlos como

seres pequeños, de no más de cincuenta centímetros, juguetones, traviesos y capaces de ayudar pero

también de castigar a quienes no los respetan.

La primera vez que oí hablar de los chaneques fue cuando le dije a mi madre que tenía

pereza de iniciar una caminata. Había comido y la pesadez del estómago lleno me hacía considerar

enorme la distancia que debía recorrer para llegar a mi destino. Jamás vi a mi madre tan enojada

como en esa ocasión.

E

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—¡Nunca digas que tienes flojera —me gritó—, y menos tan cerca de un arroyo! ¿No ves

que te pueden oír los chaneques? ¡Ay de ti si alguno te escuchó!

—¿Qué me puede pasar? —pregunté.

—Te castigarán, castigan a los niños haraganes arrojándoles piedrecillas y espinas dentro de

sus piernas.

La escuché tan preocupada y sincera que ya no dije nada y simplemente me fui. No había

caminado ni diez minutos cuando sentí el cuerpo ligero, lleno de energía, y había olvidado por

completo la somnolencia y pereza provocadas por el buen comer. Me quedó claro que nunca debía

expresar mi flojera, y menos aún si me encontraba cerca de un arroyo o un manantial, pues se cree

que es allí donde habitan esos seres.

Algunos días después llegó al rancho Isaac, un ahijado de mi madre, cuyo motivo de visita,

coincidentemente, se relacionaba con aquel episodio. El muchacho, un indígena macizo que portaba

un sombrero negro y calzones de manta blancos, se quejaba dolorosamente en el corredor:

—¡Ay, madrina, vengo a ver si usted me puede ayudar! Vea cómo están mis piernas,

supurando. Ya fui al doctor, me he puesto todas las pomadas que me recetó, he tomado las pastillas,

les he echado agua desinfectante y matagusanos… Pero nada, madrina, ay, ay…

Veía al hombre que se quejaba y me condolí de su padecimiento. Unas enormes llagas

sangrantes, que además chorreaban un líquido amarillento, cubrían sus piernas; se había quitado el

sombrero y de su cabello tieso y apelmazado resbalaba sudor como si alguien le hubiera arrojado

una cubeta de agua. Mi madre lo miraba en silencio y le dijo sin más:

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—Eso que tienes es chaneque, Isaac. Seguramente tuviste flojera a la hora de emprender un

trabajo y lo dijiste; los espíritus del monte te escucharon y te han castigado. Ve a conseguir unas

ramas de malamujer. Yo te curaré.

La malamujer es un arbusto frondoso y verde, por lo cual no se aprecian a primera vista las

espinas de sus ramas y unos ahuates muy finos que cubren sus hojas. Es signo de mala suerte

encontrarse con uno de estos arbustos. Si aparece en el terreno donde se va a sembrar, hay que ser

valiente y llevar el machete muy bien afilado para cortarlo rápidamente, aunque casi nadie escapa

de ser tocado por alguna de sus hojas; éstas provocan entonces un sarpullido y una comezón

terribles; la piel adquiere un color violáceo y luego aparecen ampollas y granos repletos de un

líquido transparente y la comezón aumenta. Ni el baño ni lavarse constantemente con jabón logran

quitar esa molestia atroz que lleva a algunos, desesperados, a rasgarse la piel por rascarse con

vehemencia. Sólo después de dos semanas la comezón desaparece y ronchas y granos empiezan a

desvanecerse. Ahora, si alguien pasa por descuido bajo uno de estos arbustos, durante la luna llena,

entonces las llagas se extienden por todo el cuerpo. No hay nada tan doloroso y dañino como la

sombra de la malamujer. Unas ramas de este arbusto pedía mi madre a Isaac.

El muchacho se levantó, desenvainó su machete y se fue caminando hacia el arroyo, sabía

dónde encontrar la malamujer. Como a la hora regresó con unas ramas en sus manos. Mi madre

tendió un petate en el corredor, le pidió a Isaac que se acostara allí y que recogiera lo más que

pudiera la manta de sus piernas. Cogió con cuidado el puñado de ramas y empezó a azotar con ellas

las pantorrillas del muchacho. Él aulló de dolor por los piquetes de los ahuates; mi madre movía las

ramas cual si sacudiera un mueble con el plumero. Las hojas se fueron transformando y en un

instante quedaron totalmente marchitas.

—Es chaneque lo que tenías —dijo mi madre—, descansa un rato, que ya quedaste bien. Y

tú —dirigiéndose a mí—, entierra esas ramas.

Las cogí con cuidado y las llevé a enterrar en un pequeño hoyo que cavé donde arrojábamos

la basura. Maravillado, no podía comprender cómo Isaac quedó de pronto agotado, aletargado y

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respirando pausadamente, como si se hubiera vaciado en su totalidad. Se quedó dormido, exhausto,

y al poco rato se levantó. Miró azorado a su alrededor, como si no entendiera qué hubiera sucedido;

palpó sus piernas que ya no sangraban y entonces pareció recuperar la memoria.

—¡Madrina, estoy curado! ¡Ya no tengo nada, ya no me duele nada!

***

Durante esa época, ir al valle, es decir a la ciudad, era atravesar a pie la sierra. Esto representaba

subir y bajar cerros, seguir por alguna cañada, caminar durante horas entre la niebla espesa o bajo la

sombra de enormes pinos, donde sólo se escuchaban los extraños cantos de algunas aves

multicolores. (Alguna vez le propuse al compositor y músico Jorge Reyes ir a grabar esos sonidos,

antes que la voracidad de los taladores acabara con los bosques.) Han sido los paisajes más

extraordinarios que he visto y que marcaron mi memoria. Desde alguna de esas montañas se

divisaba el mar, en la lejanía, y contemplar el crepúsculo desde su cima era presenciar un auténtico

cataclismo. Todos los lugares tenían nombre: los arroyos, los llanos, las cimas, las faldas y, por

supuesto, los cerros, que parecen encimarse unos sobre otros para competir cuál se asoma primero

al valle, como si un grupo de muchachos se empujaran para ser los primeros en mirar lo que hay

detrás de un cercado.

En los terrenos de San Miguel, tal vez la parte más solitaria y umbría de la sierra, vivía una

viejita a quien todos llamaban María Chiva. A su ranchito (una choza con paredes de barro y techo

de paja, y un patio con horcones para atar las bestias de carga) llegábamos los viajeros buscando

fuego para calentar las tortillas, para tomar café caliente y sobre todo para comprar pastura para los

animales. Aunque pienso que lo que realmente buscábamos era el calor del hogar, pues allí era la

parte más fría de la sierra, y tal vez por eso el cerro donde se situaba el ranchito de María Chiva se

denominaba Cerro Lumbre.

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Pues bien, esa montaña completa pertenecía a los chaneques. Solitaria, densa, siempre

cubierta de sombras, a nadie se le ocurriría venir a vivir aquí, en este paraje mágico, excepto a esta

viejita excéntrica de la que ninguno se preocupaba por saber cómo podía soportar tan enorme

soledad, cómo sobrevivía con sus menguadas fuerzas y qué hacía en este aislamiento. Siempre que

veo las representaciones en piedra o barro del dios viejo, Huehuetéotl, dios del fuego, parece que

miro el rostro arrugado y apergaminado de María Chiva.

Su choza estaba en la parte alta del cerro, así que mucho antes de llegar, me gustaba

bajarme de la montura para seguir a pie. Me encantaba seguir con la mirada unos caminitos

perfectamente trazados sobre los paredones de ambos lados del camino. Cierto día que nos

acompañaba Homobono, un tío que sabía conversar con mucha gracia y todo lo hacía interesante,

me platicó que quienes trazaban esos caminitos eran los duendes. Estaban hechos con tal perfección

y detalle que nadie se podía explicar con qué instrumentos los hacían.

—Es muy simple —dijo Homobono—, los hacen con sus uñas.

—¿Y para qué? —volví a preguntar.

—Esto es paso de viajeros, así que ellos trazan los caminos de la vida de cada uno, sólo que

nadie los puede interpretar. Por eso míralos simplemente como un regalo de los duendes.

Seguramente ellos te estarán viendo ahora, salúdalos, pasa tus dedos por los caminitos, pero nunca

los destruyas.

Yo me quedaba atónito y quería conocer cuál era el camino de mi vida. Y, además, tenía la

sensación de que unos ojillos maliciosos me seguían desde la espesura del bosque.

***

Page 37: Agudo, Noe - Dias de Azoro

En época de siembras casi siempre me correspondía cuidar la milpa, sobre todo cuando el maíz va a

nacer, porque es cuando los tordos, zanates y cocoxtles lo persiguen. Una pequeña aguja verde es

indicio de que los granos hinchados del maíz han reventado o están a punto de hacerlo, y sobre ellos

se lanzan estas simpáticas aves. Sacan el maíz para comérselo. Esto ocurre en plena temporada de

lluvias, así que hay que ir a cuidar la milpa prevenido con un amplio hule, que mi madre arreglaba

en forma de capa, porque debía permanecer allí todo el día. Sobre todo porque debía estar muy

alerta después de la lluvia, pues es cuando más voraces se vuelven esos pajarracos.

Un día me acompañaban mis dos hermanas, una mayor que yo y la otra menor. De pronto

empezó a llover y corrimos a protegernos bajo el amplio hule que la mayor había llevado. Nos

cubrimos los tres bajo el mismo pedazo y nos quedamos sentados, quietos, contemplando la lejanía.

Bajo la lluvia ningún ave sale de su escondrijo, así que podíamos estar tranquilos mirando llover. El

sembradío estaba en una parte alta; en la sierra hay pocos lugares tendidos donde cultivar, así que a

falta de valles se eligen llanos y lomas para meter el arado, quedando así los cultivos en la parte alta

de los cerros.

Desde donde estábamos se alcanzaba a mirar en la lejanía un conjunto de altas montañas en

las que nadie vivía ni trabajaba. De pronto empezamos a escuchar una especie de tamborileo, como

si a la distancia alguien golpeara una cubeta o tambor, provocando un sonido que se escuchaba

extraño y monótono en aquella lejanía. ¿Qué será?, nos preguntábamos. Sabíamos que nadie vivía

en aquella región, así que no podíamos explicarnos su origen. Cuando dejó de llover retiramos el

hule para escuchar mejor, y entonces miramos una serie de bultos multicolores que se desplazaban

por el lomo del cerro principal de aquella montaña; siempre al ritmo de los tambores, las figuras

parecían danzar, subiendo y bajando por entre el monte.

Nos quedamos atentos, en silencio, mirando cómo se desplazaban con agilidad. Parecían

niños que jugaban durante una gran fiesta. Pero, por muy distantes que estuviéramos, nos

sorprendía la energía y habilidad que tenían para subir una y otra vez. Parecía que se deslizaban

sobre un tobogán, pues se movían con gran ligereza y velocidad. Además, nos azoraba el encendido

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color de sus vestidos; de verdad contrastaban con el fondo azulado que el monte adquiere a la

distancia. Y el tam tam de los tambores continuaba. ¿Quién puede hacer una fiesta entre ese

monte?, nos preguntábamos. ¿Por qué suben y bajan en unos segundos lo que a cualquier humano le

llevaría varios minutos? ¿Qué hacen y de dónde han aparecido tantos? Éstas y otras preguntas nos

hacíamos.

Así se cernió la noche, fui a dar un último rodeo al sembradío y el tam tam de los tambores

languideció. Nos retiramos a nuestra casa y allí mi madre me envió por un cántaro de agua al pozo,

junto al arroyo. Las preguntas que me hacía ante lo que había presenciado seguían saltando en mi

mente y me mantenían inquieto, extrañado, tal vez con cierto temor. Por suerte apareció entonces

mi tío Homobono, quien también tenía su rancho cerca y se abastecía del mismo aguaje. Le conté

rápidamente lo que habíamos visto por la tarde. Él identificó el lugar donde divisamos aquellas

figuras como el Cerro Viejo.

—Pura montaña —dijo antes de acercarse hacia mí con aire de misterio y soltarme de

sopetón—: Viste a los genios de la montaña, hijo. Eres afortunado, ¡siempre te protegerán!

Por cierto los aluxes, así llaman a los chaneques en Yucatán, son considerados los

“cuidadores de la milpa”.

Page 39: Agudo, Noe - Dias de Azoro

El día que el mar se salga

ace un rato mirábamos el horizonte desde la iglesia vieja. Nos gusta subir a esas torres de

ladrillo rojo y gritar desde arriba para escuchar cómo el eco rebota entre las paredes, como si

fuera una ligera pelota de hule que brinca y brinca antes de quedarse quieta. También me gusta

acostarme sobre los viejos muros y mirar cómo las golondrinas pasan veloces formando círculos

oscuros. Cuando Timo se queda callado imagino que esa nube de pajarracos me mira, porque les da

por volar justamente arriba de nosotros.

Pero decía que hace un rato nos quedamos en silencio, contemplando la lejanía. Era la hora

en que las montañas se quedan libres de la calina y el aire que las rodea se vuelve transparente. Sus

perfiles parecen entonces enormes espinazos de bueyes azules, alineados unos detrás de otros, con

sus gibas y lomos de distintos tamaños y formas.

No sé cómo, pero al ver la cordillera recordé la historia del diluvio universal. Será porque

apenas ayer la leí en un librito de tapas azules de mi madre. Timo se sorprendió cuando le dije que

mirara esas bestias gigantescas formadas caprichosamente para delimitar el horizonte.

—¿Sabes para qué están allí? —le pregunté.

—No sé —me respondió—, ¿será porque salieron a comer?

—¡No, cómo crees! Los que están comiendo son los que estiran sus pescuezos hacia el río.

¡Mira! —y le señalé los cerros que ascendían desde el río hasta rematar en el filo de la cordillera.

De verdad parecían los lomos de unos inmensos bueyes que pastaban mansamente—. Desde aquí

puedo ver cuáles son grandes y gordos, cuáles están famélicos, y cuáles son pequeños o bajitos.

H

Page 40: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Pero ve los que forman el cerco, esos que parecen surgir del cielo, que detienen a los demás pero no

hacen eso. ¿Quieres saber qué hacen?

—Sí, dime qué hacen —exclamó Timo entusiasmado, y puso la mano derecha sobre sus

ojos para tratar de ver mejor.

Él es un poco mayor que yo y lo considero mi amigo, aunque no ha sido del todo leal. Hace

algunos días mi papá me trajo un sombrero de fieltro verde. Un día Timo y yo regresábamos de

llevar a los caballos al arroyo para que pastaran. Cuando encumbramos el cerro nos detuvimos a

mirar el verdor que se extendía hacia abajo. Un suave viento sacudía las copas de los árboles y les

daba la apariencia de un mullido colchón verde. Es un terreno donde mi papá está dejando que el

monte crezca, porque así dará buena sombra al café. Comentábamos qué delicioso sería deslizarse

sobre las copas, como si fuéramos unas ligeras ardillas. Entonces Timo dijo:

—¿Por qué no echamos a volar nuestros sombreros? Mira, hacen un giro así y entonces

regresan hacia nosotros.

Movió su brazo para trazar un círculo con el sombrero y yo pude ver cómo el viento lo

regresaba a su lugar.

—Si quieres yo arrojo primero el mío —dijo, y lo cogió de un ala para hacerlo girar como

un plato.

—Bueno —le respondí—, vamos a lanzarlos, pero no muy fuerte. El mío es nuevo y no lo

quiero perder.

Page 41: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—¡Eso no va a pasar! —exclamó confiado—, sólo ponlo con la copa hacia abajo. Mira, así.

Allá va el mío.

El sombrero salió disparado hacia el frente; luego dio un giro hacia la derecha y completó el

círculo para caer a nuestros pies.

—¿Ves cómo sí regresa? —exclamó triunfante.

—Ahora va el mío —dije, y lo lancé suavemente hacia adelante. Pero no regresó. Voló en

línea recta hacia abajo. Por suerte pude ver claramente dónde cayó, así que fui corriendo por él.

—Tienes que lanzarlo más fuerte —dijo Timo—, si no, no adquiere impulso para dar la

vuelta. Mira, ¡así! —y volvió a arrojar su sombrero, que nuevamente salió girando y luego hizo un

círculo casi perfecto en el aire.

Así estuvimos lanzándolos por un buen rato. Yo, sin querer aventar mi sombrero con

fuerza, y él haciendo círculos cada vez más redondos para animarme. Creo que mi sombrero pesaba

más por ser nuevo, y por eso en lugar de girar se iba recto como una piedra hacia abajo. Por fin,

convencido de que lo que hacía falta era lanzarlo con mucha fuerza, me decidí a hacerlo con toda la

potencia de que era capaz. El sombrero salió disparado hacia abajo y yo lo seguí con la mirada

ansiosa. Pareció que iniciaría una vuelta, pero sólo fue el impulso que le dio el aire para elevarlo un

poco y luego lanzarlo en línea recta hacia abajo, hasta desaparecer en un impreciso lugar del monte.

Traté de grabarme con mucha fuerza en mi memoria el color y las formas de las copas de los

árboles donde había desaparecido, para ir a buscarlo allí exactamente.

—¡Vamos, vamos! —dijo Timo—, ¡yo pude ver dónde cayó!

Page 42: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Bajamos corriendo y nos metimos presurosos entre el monte; pero a pie de árbol era difícil

ver sobre cuáles puntas estaba enramado. Pensamos que estaba en las copas más altas, porque la

fronda era tupida en esa parte y por lo mismo buscábamos arriba y abajo. Yo volví una y otra vez al

lugar desde donde lo había lanzado, con el fin de ver exactamente dónde pudo caer; ahora en este

árbol, en ese otro de verde fulgor, en aquél de esbelto tronco. Cayó la tarde con nuestro desánimo.

Pronto anochecería y teníamos que ir por los caballos, así que decidimos aplazar la búsqueda para el

día siguiente.

Yo tenía la secreta esperanza de que el viento lo bajara de las ramas donde seguramente

estaba atorado, y que ya lo encontrara en el suelo el día siguiente. Regresé a mi casa con la

preocupación de que mi papá o mi madre me preguntaran dónde estaba mi sombrero nuevo, pero

afortunadamente nadie me preguntó nada.

Al día siguiente volvimos a buscarlo más temprano y por más vueltas que dimos ya no lo

pudimos hallar. ¿Lo arrastraría el viento mucho más lejos? Me resigné y lo di por perdido. En la

casa contestaba con vaguedades cuando alguien me preguntaba por qué no me ponía mi sombrero

nuevo.

Entre Timo y yo nada cambió. Siempre pasaba por él cuando llevaba a pastar a mis

animales, dos caballos y un mulo, y él desataba rápido sus dos tordillos y me alcanzaba en el

camino. Emprendíamos entonces una veloz carrera hasta llegar al camino que nos llevaba al arroyo.

Era muy empinado y por eso allí bajábamos despacio. Como montábamos a pelo, resbalábamos por

el lomo hasta terminar en el pescuezo de los animales y a veces salíamos por sus cabezas. Por eso,

cuando iniciábamos el descenso simplemente nos volteábamos sobre sus lomos para sujetarnos de

sus colas y así descendíamos la inclinada pendiente. Los animales soportaban pacientes y mansos

esta extraña forma de montar y avanzaban obedientes. La gente que nos encontraba reía por la

forma en que íbamos y a veces nos regalaban una fruta. Timo montaba el más alto de sus tordillos y

yo iba en el Canelo.

Page 43: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Un día mi hermana mayor encontró a Timo por el camino y descubrió que llevaba un

sombrero de fieltro verde, igual que el mío. Le había volado las alas recortándolas en forma de

picos y esto lo hacía ver chistoso cuando se lo ponía, dijo mi hermana. “¿Es el tuyo, verdad?”,

preguntó mi madre. “¿Se lo vendiste o te lo robó?” Yo no dije nada, no creí que lo tuviera, él me

ayudó a buscarlo. Pero en mi casa comprendieron por qué no usaba mi sombrero y se enojaron

mucho. Mi hermana me dijo si lo seguiría considerando mi amigo, y yo no supe qué responder. Era

muy probable que Timo hubiera visto dónde estaba el sombrero y luego había ido por él, a solas.

Pero desde entonces descubrí que yo no podía enojarme tan fácilmente, ni me daban ganas de

desquitarme. Bueno, hasta hoy. Aunque no fue intencional, nunca me lo propuse. Las cosas se

dieron por sí solas.

Fue cuando mirábamos el horizonte en dirección a la costa, y yo le decía que los perfiles de

las montañas parecían gigantescos lomos de bueyes.

—Entonces, ¿no sabes qué hacen esos toros allí, alineados unos detrás de otros?

—No, no sé, ¡dime ya qué hacen!

—Detienen el mar para que no se salga —le contesté—. Pero un día el agua les ganará, o no

serán suficientemente fuertes para contenerla, y entonces el mar nos inundará.

Timo buscó la manera de sentarse más cómodo sobre la torre derruida desde donde

mirábamos, y quiso sujetarse, pues buscó maquinalmente algo con las manos.

—Y, eso, ¿cuándo sucederá? ¿Cuándo rebasará el mar las montañas?

Page 44: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—No lo sé exactamente, pero pronto. Ayer lo leí en un libro de historia sagrada de mi

mamá. Allí dice que Dios mandará otra vez un diluvio, pero ahora permitirá que el mar se salga e

inunde la tierra. Dios está harto de rateros, de personas que engañan a sus amigos, de gente que es

capaz de usar objetos que han robado a sus amigos.

—Pero el agua no puede llegar hasta acá, estamos en un lugar muy alto.

—¡Cómo no! Ve aquellas montañas, son mucho más altas que éstas donde estamos, y el

mar desbordará primero a ellas. Nadie escapará, por más que intenten correr hacia arriba, hacia la

cima donde vivieron los antiguos. Porque también vendrán temblores que derrumbarán los cerros

más altos. El agua del mar cubrirá todo: gente, ganado, caballos, ríos, toda la tierra, y primero

aquélla donde viven o trabajen los niños que roban. Ésas serán las primeras partes que cubrirá el

agua, azotando y ahogando a todos. Nadie se salvará. Imagina el mar infinito que se volverá

entonces la tierra. De aquí a esa cordillera azul que alcanzamos a ver en la lejanía, todo será agua. Y

con ella vendrán los congrios, las serpientes de mar, las ballenas que se tragarán todo lo que flote.

Nada quedará.

Me quedé mirando el horizonte y yo mismo pude ver cómo inmensas masas de agua

rebasaban las montañas y se precipitaban entre hondonadas, cañadas y barrancos. Cubrían los

palmares y mangales de la tierra caliente, luego los cañaverales, subían después por sobre los

encinos y pinos hasta llegar a las plantaciones de maíz, plátanos y café. El agua subía rápidamente y

cubría los cerros más altos, hacía que la gente que había corrido a refugiarse allí se desprendiera

como cáscaras secas y se ahogara con mayor desesperación. Cuando volteé a ver a Timo ya no lo

encontré. Se había ido silenciosamente, dejándome solo en las ruinas de la iglesia. Bajé y me fui

corriendo hacia mi casa; cuando pasaba enfrente de donde vive, su mamá me gritó desde el

corredor:

—¡Cómo eres cabrón! ¿Por qué espantaste a mi Timo?

Page 45: Agudo, Noe - Dias de Azoro

No pude responderle nada porque nada sabía. No pensé que Timo se espantara. Yo sólo le

sugerí la mala acción que tuvo conmigo, por lo de mi sombrero, pero no le dije nada claro ni lo

acusé de nada. Por eso seguí corriendo confiado hacia mi casa, donde ya me esperaba mi madre,

muy enojada. Me reprochó que anduviera de vago toda la mañana y que además hiciera maldades.

“¿Quién te ha metido esas locuras de que el mar se saldrá y nos ahogará?”, me preguntó. ¿Por qué

había espantado a ese muchacho? ¿No sabía que estaba enfermo? ¿A quién se le ocurría decir que el

mar se iba a salir? Mi madre traía una varita en su mano, y conforme me preguntaba se iba

acercando y enojando más y más, hasta que creyó que ya me tenía a su alcance para pegarme. Pero

entonces me escabullí muy rápido y me vine a esconder a este mandimbo. Siempre hago lo mismo

cuando me quiere pegar: me echo a correr y regreso hasta muy tarde, cuando ya se le pasó el enojo.

El mandimbo es un árbol frondoso, sus ramas crecen desde abajo y todas están cuajadas de

hojas. Unas hojas de color verde oscuro que algunos hombres doblan, las meten en su boca y las

hacen sonar armoniosamente. El árbol siempre es verde, da una fresca sombra y dentro de su copa

es tan oscuro que se vuelve un magnífico escondite. Yo puedo ver a todos allá afuera y a mí nadie

me puede mirar. Por eso me gusta el mandimbo, y prefiero llamarlo así y no “laurel de la India”,

como le dicen en el valle.

Desde hace rato estoy escondido entre su espeso ramaje, esperando que a mi madre se le

pase el coraje. La mamá de Timo es su comadre, y como vive cerca, fue corriendo a acusarme de lo

que le hice a su hijo. Por eso mi madre está tan enojada. La comadre le dijo que por el susto a Timo

le había dado un ataque. Dijo que llegó corriendo, agitado, casi sin poder respirar. Empezó a llorar

y entonces le dijo a su mamá que el mar se iba a salir y que todos morirían. Alcanzó a decirle que

Dios estaba harto de los ladrones y que me entregaría el sombrero; le confesó a su mamá que no se

lo había encontrado, sino que era mío. Él había visto dónde estaba, pero no me dijo y prefirió

quedárselo. Hacía mucho esfuerzo para hablar y respirar, platicó la señora, y de pronto cayó al piso,

donde comenzó a convulsionarse. La señora tuvo que atravesarle un olote en la boca porque la

sacudía fuertemente y temió que se fuera a morder la lengua. Luego empezó a arrojar mucha

espuma por la boca y poco a poco se fue quedando quieto, hasta que se quedó dormido. La señora le

dijo a mi madre que en cuanto Timo se repusiera le preguntaría dónde estaba el sombrero y me lo

regresaría.

Page 46: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Mi madre me amenazó que si Timo se muere o se pone más grave a mí me meterán en la

cárcel; luego me llevarán a la costa, a una prisión más segura, para que allí me quede encerrado

seguramente hasta que muera, porque el mar está muy cerquita y peor si se sale. Pero aquí nadie me

encontrará. Si no fuera por el hambre que tengo, me quedaría a vivir entre el mandimbo. Es fresco,

me puedo acostar sobre sus ramas que mece el viento. En un rato empezarán a llegar muchas aves

que vienen a dormir. Con ellas ya no me sentiré solo. Me acompañarán durante la noche.

Page 47: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Por eso regreso solo

Estudiaba el bachillerato. Era un viernes y por un azar me había quedado solo en la escuela.

Cuando iba saliendo llamó mi atención un hermoso cartel con tres colores principales sobre el

fondo blanco del papel pegado en el muro: era un ramo de flores rojas sostenidas por un manojo

de tallos verdes y las letras negras; invitaba a participar en un concurso de cuento. Lo leí con

atención y advertí que el lunes siguiente se agotaba el plazo para la entrega de los trabajos. El

buen diseño y la sencillez del cartel hicieron no olvidarme del concurso y por el camino fui

rumiando la historia a desarrollar. Cuando llegué a mi casa me senté a escribirlo y lo terminé sin

pudor. Eran años de desconfianza hacia el correo, así que lo puse en un sobre y yo mismo decidí

llevarlo a Ciudad Universitaria el siguiente lunes, y así lo hice.

asaron los días, tal vez dos meses, yo había olvidado el cuento pero pude conseguir uno de los

carteles y lo tenía pegado en una pared de mi cuarto. Por eso me conmovió cuando un

compañero, agitando un ejemplar de la Gaceta CCH, me avisaba que estaba propuesto para primer

lugar en ese concurso ya olvidado. Sí, efectivamente, el cuentito ocupó un primer lugar entre varios

trabajos enviados y fue publicado en la Gaceta y después recogido en un libro. Leerlo a la distancia

de casi cuarenta años no puede provocar sino un sentimiento de ternura y piedad. Pero eran mis

inicios y el comienzo de este temor de convocar fantasmas fraguados en los laberintos de la

imaginación. Y aquí es donde ligo esa preocupación.

Recibí un premio de cinco mil pesos por él. Nada más entregarme el cheque el doctor

Fernando Pérez Correa y corrí a comprar un ejemplar de Terra nostra, la más reciente novela de

Carlos Fuentes por esos días y que ansiaba leer. Y hasta allí aproveché el premio, porque ya contaré

después cómo lo perdí todo. Con este relato experimenté también cómo mi vida cambiaba

bruscamente de dirección bajo los efectos de su lectura.

Aquí está ese cuentito y pido disculpas por las erratas y gazapos del adolescente que lo

escribió.

P

Page 48: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Apenas si alcanzo a oírle:

—Bájale la retranca a ese burro.

—Nomás que encumbremos bien, porque si no, se le vuelve a subir.

Hace cuatro horas que salimos del rancho. Cuando salimos estaba fresca la subida, pero

ahorita ya mi papá se pasa la mano por su frente y se talla el sudor. A los dos burros que traemos

también se les empiezan a mojar las costillas. Es que esas dos redes de plátano verde que trae cada

uno en el lomo pesan mucho. Yo apenas si aguanto ponerles una cuando los cargamos.

Ya encumbramos. Me apresuro a bajarles la retranca. Mi papá cuida mucho de cómo van

los animalitos con su carga. Él, desde que era un muchacho como yo, ha andado por estos caminos

tan llenos de piedras. Siempre ha llevado plátanos a Miahuatlán. Este pueblo está muy lejos y por

eso debemos quedarnos por el camino, para que descansen los burritos. Calculo que llegaremos

mañana como a las tres. Y a mí que me entre la flojera de divisar esos cerros tan grandotes que

tenemos que subir.

No sé qué pensamientos lleva mi papá en su cabeza, siempre va callado. Y hace como que

no ve lo que hay por delante, creo que así no se cansa.

Vuelvo la vista hacia atrás y quiero mirar hasta el pie del cerro donde quedó el rancho. Pero

sólo se ven las faldas pelonas con unos puntitos blancos pegados a ellos. Son nuestros paisanos que

limpian la milpa marchita. Lo peor es que no ha llovido y el sol está muy fuerte. Las únicas partes

verdes son los arroyos que están donde se levantan los cerros. Es que ahí hay platanares, siempre

hay agua, casi nunca se secan los arroyitos. Ni en la mera cuaresma.

Page 49: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Por eso mismo todos los de Santa Catarina —de donde somos—, los de San Baltasar y los

de San Miguel siembran platanares en los arroyos. Y son los platanitos los que nos ayudan a

conseguir todo lo que no hay por aquí. Y es que ni el maíz se da bien. Ora que la cría de chivos y de

vacas tampoco da resultado. Viene muy seguido la montera, que es una enfermedad que mata a

todos los animales. Y cuando viene brava hasta a algunos cristianos se lleva. Por eso sólo podemos

llevar plátanos a Miahuatlán.

Ya llevamos más de siete horas de camino. Miro a mi papá para que sepa que allí voy y que

tengo mucha hambre. Pero él camina mustio. Arrea a los burros cuando se detienen a tomar aire,

hasta al mucho rato voltea a verme.

—Llegando a Cerro Hacha nos echamos un taco. Yo creo que ya has de traer mucha

hambre.

—Pero, ¿qué no allí es terreno de los migueleños?

—Por eso mismo nos detendremos en ese lugar. Si nos ven de este lado de la mojonera

lueguito se darán cuenta que somos catarineros. Y como andamos por aquí tan solos, no les faltarán

ganas de tronarnos.

Sabe sabrosa la tortilla y los blanquillos embarrados con chile que mi mamá nos echó. No

sé cómo le hace mi papá para estar tan tranquilo aquí, en la mera tierra de sus enemigos. Recuerdo

que cuando él fue el comisario de los bienes comunales se los echó de enemigos. Entonces supe que

el viejo no tenía miedo. Recuerdo que ningún comisario quería pelear con los migueleños por las

tierras que nos quitaban. Seguido le prendían lumbre a los ocotales y allá iba el fuego. Lo tenían que

venir a apagar todos los topiles y los catarineros que vivían por este rumbo. Ésas y otras maldades

hacían. Por eso, cuando mi papá fue a presentar la queja lueguito le dieron la razón. Y el agente del

Page 50: Agudo, Noe - Dias de Azoro

ministerio público, que era muy legal, logró que los migueleños dejaran de hacer sus maldades.

Pero yo creo que les fue mejor. Los ocotales no dicen nada cuando los queman y un hombre sí. Y

ese hombre le tocó ser mi padre. Desde entonces yo ando con mucho miedo por aquí y mi papá,

cuando viaja solo, lo hace por la noche.

Ya no sé ni cuántas horas llevamos caminando por estos cerros de Dios. El sol ya se ocultó

y los grillos han empezado a cantar. Si yo estoy cansado cómo estarán los pobres burritos. Sólo mi

papá parece que no siente el cansancio. Va callado, como siempre. Puedo adivinar que va hace y

hace cuentas para saber qué hará para que nos alcance el dinero que nos dejarán los platanitos.

Tenemos que comprar jabón, panela, unas medicinas para mi mamá que a veces se pone mala y una

manta para hacerle un vestido a mi hermanita. Lo peor de todo es que don Joel paga los plátanos

muy barato. Pero qué le vamos a hacer, si es el único que los compra.

—Vamos a dormir en Agua Fría, hijo. Yo creo que allí deben tener rastrojo para los

animales.

—¿Y por qué no mejor nos quedamos en el cerro?, así nos ahorramos lo de la pastura.

—No, hijo, por aquí no podemos quedarnos al aire. Al fin que el dueño de la posada de

Agua Fría me conoce desde hace mucho, y nos trata siempre bien.

Me quedo callado. Yo tampoco quiero quedarme en el cerro. Nomás de pensar en el frío

que hace y en lo solo que se anda por aquí. Y esta oscuridad que me hace ir agarrado de la cola del

burro para no tropezar con las piedras. Los burritos parece que ven en la oscuridad y caminan por

donde no hay piedras. Agua Fría ya es terreno de Santa María. Aquí está el rancho de don José y es

una posada muy buena para todos los que venimos de atrás. Aquí descansan los que salieron muy

temprano de la sierra, como nosotros. Y de aquí saldremos muy temprano también. Es una persona

muy buena don José. A la hora que sea, si un caminante llega, él se levanta a calentar o a preparar

café, o despierta a su mujer para que lo haga. Eso dice, y es cierto. Siempre tiene un lugarcito en su

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casa de tejamanil para todos los que aquí se queden. Ya mi papá desensilló a los burritos y vamos a

descansar porque mañana tenemos que salir muy temprano.

—Pon tus huaraches bajo tu cabeza, no sea que algún perro entre y se los lleve. Acuérdate

que las correas traen sebo y eso los llama.

—Me servirán de cabecera, entonces —le contesto.

Cuando despierto y muevo la mano para tantear a mi papá no lo encuentro. No sé desde qué

hora se levantó. Quiero salir y tropiezo con una piedra que un paisano tiene como cabecera. Casi

caigo sobre él pero no despierta. Todo está en silencio. Las pocas estrellas que se alcanzan a ver dan

a entender que ya es de madrugada. Regreso y me acuesto otra vez, pensando que sólo salió a

echarle más rastrojo a los burritos.

Pero ya tardó mucho.

Me da por preguntarle a don José. No. Yo creo que mejor trataré de dormir.

Cuando vuelvo a despertar solamente veo a don Hilario, otro paisano, cargando su mula.

Casi ha aclarado.

—¿Se le desataron los burritos a tu papá? —me pregunta. Hasta ahora me doy cuenta de lo

que ha sucedido y corro a ver donde los amarramos. No están.

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—Espera a tu papá aquí —me dice don José—, no tarda en regresar. Me dijo que sólo

buscaría los rastros de los animales. Aunque…, yo estoy seguro que no se desataron solos. Me da la

corazonada que a esos burritos se los robaron.

—¿A qué hora se fue mi papá?

—Pues, serían como las tres de la mañana. Cuando se paró a echarles el resto de la pastura

se dio cuenta que ya no estaban. Luego luego me pidió ocote para ir a rastrear por dónde se habían

ido o para dónde se los llevaron. Le dije que no iba a encontrar nada con esa oscuridad. Y, si se los

robaron, mejor ni buscarle.

Pensé seguirlo, pero ¿dónde? No. Lo mejor es esperarlo un rato más.

—Anda, ven a tomar tantito café. Está muy duro el frío ahorita que amanece.

Ahorita que amanece. Los bultos de plátano están ahí, esperando. Mudos. Se han quedado

sin pies.

—Lo mejor es que vaya a quejarse con las autoridades del pueblo, de otro modo nada

ganará.

—No, don José. Usted sabe que somos muy pobres y esto no lo puedo aceptar. Me robaron

a mis burritos sólo para matarlos. Y usted sabe lo mucho que representan para nosotros esos

animales.

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—Son nuestras manos y pies por estas tierras, yo lo sé, pero… ¿Siquiera sabe quiénes

fueron?

—Sí, los hijos de Enedino, el de San Miguel. Los alcancé a divisar cuando iban volteando

el cerro. Y allí atrás, en el barranco, rodaron a los pobres animales.

Don José se queda mirando el suelo, callado, como si comprendiera la inutilidad de lo que

mi padre está por hacer. Él me dice:

—Tú, hijo, aquí me esperas. Regresaré por la tarde. Ayúdale a la señora de don José a

acarrear agua.

No le contesto. Mi papá es muy callado. Yo sé que ahorita está enojado porque las palabras

le salen como si fuera a llorar. Como con mucha tristeza, porque él se pone muy triste cuando se

enoja. Nomás se queda calladito.

—Ahorita vuelvo —me dice, mientras agarra su machete. Me agacho, él se da cuenta y

quiere decirme algo. Pero sólo se me queda viendo. Luego, se va muy rápido. Don José se me queda

ve y ve.

—Ven —me dice—, no estés triste, al rato regresa.

Pero él ya no regresó.

Por eso ahora voy solo. De regreso, sin mi papá. Aunque don José no me lo hubiera dicho,

yo ya sabía lo que había pasado cuando llegó la noche sola, sin mi papá. Y me dio mucha tristeza.

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Pero pensé que lo mejor era regresarme, aunque fuera solo. Los migueleños son malos. Seguro que

nomás mataron a los burritos para que mi papá los fuera a buscar. Lo malo es que también a él lo

mataron. Por allí mismo lo venadearon.

Ahora las piedras del camino como que también están tristes. Ya casi no se atraviesan entre

mis pies. Pero yo llevo la tristeza, nomás que se las voy pegando, sólo de pensar lo que va a decir

mi mamá cuando sepa lo que pasó. ¡Cómo se irá a poner de triste! Y mi hermanita que espera la

manta para su vestido. Cuando pasan estas cosas se acostumbra llorar, pero yo no puedo hacerlo. Y

es que apenas hace dos días que íbamos tan juntos. No puedo llorar. Mejor voy a pensar cómo le

voy a hacer para trabajar muy duro, porque mis brazos están todavía muy delgados. Y ahora yo

tendré que trabajar mucho porque soy el único varón que queda en la casa. Eso me decía mi papá.

Que cuando él se fuera yo tendría que trabajar para darle de comer a mi mamá y a mi hermanita.

Creo que así está mejor. Así ya no podré estudiar y no me nombrarán nunca para servir en el

municipio. Por eso fue que eligieron a mi papá, porque él era algo entendido y con eso comenzó su

mala vida. Ya no tenía tiempo para nada. El municipio lo tuvo amarrado tres años. Se endrogó, se

echó de enemigos a los migueleños que son tan malos. No. Por aquí no conviene ser un buen

ciudadano, como dicen los del gobierno. Por eso mejor me voy a poner a rascarle muy duro al cerro.

A ver si pronto junto unos centavitos para comprar aunque sea un solo burrito. Porque mi papá ya

no regresó. Por eso voy solo.

Septiembre de 1975

Page 55: Agudo, Noe - Dias de Azoro

La cuaresma opaca I

ada como las montañas para percibir el ritmo de las estaciones y el fluir del tiempo. Aquí se

adivina si el verano se ha ido, si ha llegado el otoño o si la primavera estallará cuando esas

nubes negras se derramen sobre la tierra. Desde las alturas se puede divisar la marcha acompasada

de las nubes, arriba, y el golpetear incesante del viento en los arroyos, abajo. Algunas corrientes se

elevan un poco y entonces embisten la fronda de los cerros. La falda parda, amarillenta y seca se

torna blancuzca cuando el viento dobla los tallos y muestra el envés de las hojas de encinos, pinos y

algarrobos. Hay un olor de pastizales secos, de tierra polvosa y de brasas consumidas. Pero también

de muerte.

Cuando voy a Huatulco pido siempre un asiento junto a la ventanilla, del lado derecho del

avión, porque sé que en cierto momento aparecerán los picos erizados de las montañas de Sierra Sur

y en una de ellas reconoceré el cerro más alto, desde cuya cima me gustaba contemplar el horizonte,

cuando niño: montañas azules y un gran misterio hacia el oriente; la lineal perfección del Pacífico y

los colores crepusculares de la muerte del sol, hacia el poniente.

Los gallardos carnizuelos sostienen en sus ramas más alejadas los panales de unas avispas

que la gente de por aquí denomina “de castilla”. En esta época no están llenos de miel sino de larvas

que son una delicia asadas en el comal; sin embargo, intentar bajar uno es exponerse a los piquetes

inmisericordes de las guardianas. Además de deformar el rostro por la hinchazón, su aguijón es

capaz de producir fiebres, calambres, y aun después de dos días uno no se repone todavía de las

picaduras. Hay quien dice que estas avispas han sido capaces de matar un asno.

Me sorprende recordar que cuando era un niño de siete u ocho años ya me gustaba

provocarlas. En cuanto descubría un panal a mi alcance comenzaba a apedrearlo, tan sólo para que

las guerreras furiosas me persiguieran; por muy rápido que corriera algunas veces me alcanzaban y

por más que protegiera mi cara allí era donde con más gusto clavaban su aguijón. Enfrentaba el

dilema, entonces, de entrar con mi rostro hinchado al pueblo y soportar la risa burlona de quienes

N

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me veían, o esperar a que anocheciera para que nadie pudiera notarlo. Pero si esperaba la noche

debía enfrentar un horror aún mayor: el camino atravesaba el cementerio y si algo me asustaba era

cruzarlo en la oscuridad. Tantas historias de muerte y muertos conocía.

Desde esa altura miraba el camino que algunas veces avanza por las cumbres de los cerros,

otras serpentea por sus costados o sus faldas y unas pocas aparece y se oculta entre sus pies. En los

arroyos que se hallan en sus bases no deja de fluir al menos un hilo de agua en la temporada de

secas, como la de estos días de cuaresma. Yo recorría ese camino. Por eso sé que antes hay que

limpiar de hojas y ramas donde uno se inclinará a beber, a riesgo de que varias sanguijuelas se

adhieran a los labios, maxilares y nariz, si uno se empina a beber sin ninguna precaución. Muchas

reses mueren de hambre y sed por estos días.

En aquella época mi padre quería irse del pueblo donde vivíamos. Había concluido su

gestión como presidente municipal y estaba cansado de que lo consultaran para cualquier asunto.

Desayunábamos y ya había tres o cuatro personas esperándolo en el corredor. Por la noche, igual,

siempre tenía visitas. A mí me gustaba escucharlos. Por mucho que me mandara a dormir yo

siempre me quedaba hasta el final. Sacudía las brasas del ocote, avivaba la lámpara de gasolina (aún

no teníamos electricidad) o prendía las velas, pero me gustaba estar allí. Sobre todo cuando

hablaban de muerte y muertos.

Un día llegaron esos campesinos de El Peñasco.

—Mire maestro —le dijeron—, queremos que usted se haga cargo de nuestra escuela.

Somos cuarenta comuneros, y si usted acepta se sumarán cinco más. Entre todos nos cooperaremos

para pagarle, una familia lo atenderá cada semana. Hemos construido una casita para que usted viva

allí de lunes a viernes y, si quiere, viene a su casa sábados y domingos. Pero si no, puede quedarse

allá. Lo atenderemos todos los días.

Page 57: Agudo, Noe - Dias de Azoro

De su mísero bolsillo los campesinos se proponían costear la educación primaria de sus

hijos. Por propia iniciativa habían levantado un fresco galerón con techo de tejas y paredes de

tablas. Con sus propias manos habían construido las mesas y las sillas para los alumnos. Habían

elegido un lugar espléndido, un pequeño terreno plano en la loma de un cerro, que por las noches se

transformaba en el dormitorio de novillos, vacas y becerros que mansamente llegaban a rumiar.

Habían emparejado el terreno y construido una cancha de basquetbol. Con gruesos troncos hicieron

sube y bajas que nos elevaban a alturas insospechadas, y a las orillas dejaron árboles añosos donde

instalar columpios y otros juegos.

—Acepto con una única condición —dijo mi padre—: Mi hijo deberá acompañarme porque

también tiene que estudiar.

—No hay ningún problema —dijo uno de ellos—, también lo cuidaremos.

Así fue como él y yo nos fuimos a El Peñasco, una ranchería situada casi al nivel del mar,

desde donde empiezan a elevarse los cerros, colocados unos sobre otros como por la mano de un

gigante invisible, para constituir esta cordillera inmensa desde cuya cima más alta enhebro estos

recuerdos. De allí partía cada sábado por la mañana, para ir a ver a mi madre, pero por el camino

me ocurría la mar de sucesos. Especialmente en cuaresma, cuando el campo se vuelve pardo, opaco

y seco.

Page 58: Agudo, Noe - Dias de Azoro

La cuaresma opaca II

Para Alicia Velázquez

legar a El Peñasco fue entrar en otro mundo. De las tierras altas de la sierra a la calidez

envolvente de las riberas. Del campo siempre verde al pardo revolotear del polvo en la

canícula. Del olor de la piña y el café en las alturas al suave aroma de las ciruelas y la caña dulce en

los ribazos. Ni la noche más oscura lograba borrar el resplandor de la tierra caliza sobre la que los

garrobales y el maricacao se dibujaban como sobre un impecable lienzo blanco.

No recuerdo con precisión si se trató de la primera cena, pero la tuvimos en casa de un

campesino al que sólo conocí como “el papá de Julio”. Hombre curtido y de anchas espaldas, esa

noche preguntó a mi padre si nos gustaban las macayumas. “Claro que sí”, dijo mi padre, “tanto el

fruto como los tallos”. El fruto es del tamaño de un melón pero parecido a una teta femenina

(cuando las mujeres amamantan y tienen poca leche se golpean la espalda con este fruto y luego se

lo comen, porque tienen la creencia de que eso aumentará su flujo de leche); es de color verde por

fuera y blanco y fibroso por dentro; se come asado y la pulpa se asemeja a la pechuga de pavo,

aunque tiene un sabor parecido al de los espárragos. Su tallo crece en forma de gruesas enredaderas;

éstas se cortan en trozos de quince a veinte centímetros, se cuecen en ollas de barro con una pizca

de sal, ramitos de hojas aromáticas, también silvestres y, si se puede, algunos dientes de ajo. El

resultado es un cocido cuyo delicioso sabor jamás lo imaginaron Brillat de Savarin o Paul Bocuse.

Después de cenar el papá de Julio contó que días antes había ido al puerto, allí le entregaron

un papel y quería que mi padre le explicara su contenido. Se levantó, fue a una esquina de la

habitación y de unos tecomates que colgaban del techo sacó una hojita. La desdobló con sus manos

callosas y se la extendió a mi padre. Mostraba el dibujo de un hombre que representaba a México y

levantaba un hacha para cortar el tentáculo de un pulpo llamado “Comunismo”, cuyo cuerpo se

asentaba en la isla de Cuba. “Ah, es propaganda contra el comunismo” dijo mi padre. Platicaron un

L

Page 59: Agudo, Noe - Dias de Azoro

buen rato acerca de esto y así fue como en El Peñasco recibí mi primera lección sobre la Revolución

cubana, tan temida y admirada por esos días.

Pronto tuve muchos y nuevos amigos. Con algunos iba a pescar al Río Grande, que marca

los límites con los terrenos de San Bartolomé y San Agustín, dos pueblos loxicha, como el nuestro.

Pescábamos truchas, camarones y “chacales”, unos langostinos de agua dulce que muchos años

después volví a comer en Nueva Orleans, de los criaderos del Misisipi, y casi me hicieron llorar al

evocar ese sabor conocido en mi infancia. Otros amigos me llevaban a sus casas, rodeadas

regularmente por ciruelos, mangos y cocoteros. Eran pequeños grupos familiares que imagino se

fueron asentando en los lugares de su predilección y ahora tenían en la escuela un punto en común.

Por ejemplo, en el arroyo que pasaba al pie de la loma donde estaba la escuela vivían los

Gómez. La familia de Chico Gómez era propietaria de un cañaveral que producía las cañas más

dulces, suaves y jugosas que he probado. Más abajo vivían los Sánchez. De Antonino y su hermano

recuerdo sus frondosos y muníficos árboles de guanábana. Bastaba estirar la mano para arrancar una

que al día siguiente maduraba suave y aromática. Junto a la escuela vivían los Reyes, el papá de

Julio y cuatro hermanos más. Ellos tenían los mejores ciruelos de la región: achaparrados, con

grandes ramajes y como inoculados contra las plagas, en la cuaresma se vestían pletóricos de

colores rojo, verde y dorado; eran las ciruelas maduras que bandadas de pericos nos ayudaban a

comer, pues resultaban demasiadas para nosotros. Y ni pensar en pizcarlas para llevarlas a vender a

la ciudad más cercana, pues ésta se hallaba a dos días y medio de camino. Lo que hacían los

campesinos era cortarlas y ponerlas a secar, para así conservar su dulzura y aroma, y luego las

vendían como ciruelas secas en las poblaciones cercanas.

Hacia las tierras altas vivían los Martínez. Nunca fui a la casa de ninguno de ellos porque

eran las más alejadas de la escuela, pero los acompañé muchas veces a la loma para buscar hongos

de carnizuelo. (Cuando leí El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, me enteré por primera vez

del cornezuelo, el hongo parásito de este cereal; sin embargo, nada tiene que ver con el árbol

esbelto y cubierto de espinas de las tierras templadas, que yo considero sin duda mágico por las

múltiples propiedades que posee. Una de ellas es que, varios años después de muerto, alrededor de

donde se erigió su tronco aparecen en la época de lluvias unos hongos que crecen cual si fueran

Page 60: Agudo, Noe - Dias de Azoro

dedos y manos de alguien que se esforzara por salir de entre la tierra. Su consistencia es realmente

la de unos jugosos trozos de carne, pero de un color blancuzco y con un aroma y sabor tan sublimes

que cualquier comparación resulta inadecuada. Pero tiene muchas otras virtudes el carnizuelo, de

las cuales hablaré después.) También buscábamos huevos de codorniz y, de ser posible, las

atrapábamos. Leyendo a Jacques Soustelle descubrí que unas aves encopetadas, que la gente de por

aquí llaman cocoxtles, son en realidad un tipo de delicioso faisán cuando se le come asado. Parecen

tan fáciles de cazar porque prefieren huir corriendo antes que volar, así que eran un blanco fácil

para nuestras hondas.

Hacia el oriente vivían más familias. De allí venía un par de hermosas muchachas a las que

nunca me atreví a molestar y sólo recuerdo el nombre de una de ellas: Sirenia. Hace pocos años

acudí a un baile público porque dos de mis ahijados concluían su ciclo escolar. Quien animaba la

fiesta formaba las parejas; primero elegía a las ancianas para bailar con hombres de cualquier edad,

porque de otra forma nadie las sacaba, todos preferimos a las jóvenes. Así que cuando me presentó

con una apacible matrona como de sesenta años, bailé gustoso y complacido con ella. Sólo un rato

después, alguien, enterado de que yo había estudiado en El Peñasco, se acercó a preguntarme con el

aire de quien revela un misterio: “¿Sabe con quién acaba de bailar?” No, le respondí. “Con Sirenia,

su antigua compañera de escuela”, me dijo con voz queda. “¡Ah, el desamparo que provocan los

años!”, pensé, mientras la miraba y recordaba a esa hermosa joven de trece o catorce años que

conocí.

Hacia la juntura del río (así se denomina donde se unen dos o tres corrientes), en los límites

de los terrenos de San Bartolomé y San Agustín, vivía la familia de Otilio, un muchacho muy

inteligente que llegó a ser presidente municipal (varios alumnos de mi padre lo fueron; además de

Otilio recuerdo a Constantino, Crispín y Julio). Con él aprendí a nadar en una enorme y transparente

poza que se formaba cerca de su casa. Después Otilio estudió para profesor, trabajó como tal y

participó en los movimientos magisteriales; finalmente lo arrasó el alcohol; tal vez mucho tuvo que

ver en ello la presencia de los militares en la región, cuando persiguieron al Ejército Revolucionario

del Pueblo, una organización guerrillera que se hizo eco del levantamiento zapatista en 1995.

Page 61: Agudo, Noe - Dias de Azoro

En una choza cercana a la escuela vivía un hombre solitario que despertaba las más variadas

historias en mi imaginación. Era un anciano como de setenta años, vestido siempre con calzón de

manta y camisa blanquísimos. Lo veía deambular de su casa al patio y algunas veces bajar al pozo

de agua; nadie le hablaba ni él conversaba con ninguno. Sólo sabía su nombre: Eulogio, e

imaginaba que era un matón retirado, o alguien que se había escondido en esa región remota para

olvidarse del mundo. Solía encerrarse en su cabaña cuando los alumnos salían al recreo y aparecía

muy temprano o cuando ya todos se habían ido a sus casas por la tarde. Un día se acercó tembloroso

hasta donde desayunábamos, llevaba un jarro y dos pocillos de peltre blancos. Mi padre se levantó

de inmediato para encontrarlo porque avanzaba con dificultad. Vi que su intención era invitarnos

una taza de lo que llevaba en el jarrito, pero mi papá se lo agradeció y le mostró que justo en ese

momento desayunábamos. Eulogio insistía y mi papá se negaba hasta que pudo convencerlo y lo

acompañó de regreso a su vivienda.

Uno de los árboles más frondosos que rodeaba el amplio patio de la escuela era un jícaro.

Por las noches llegaban a cantar y vigilar entre sus ramas unas enormes lechuzas de plumas gris

perla, “pedreadas” les decía la gente. Las conocía muy bien porque en los primeros días, cuando

llegamos, apareció caída una ya muerta bajo el árbol y la pude observar con calma. Era casi tan

grande como un pavo, su pico durísimo y curvo, y unos ojos enormes y redondos que se negaba a

cerrar aun muerta. Bajo este jícaro también llegó a trabajar un carpintero. Puso su banco de madera,

trajo su garlopa, su cincel y serruchos y se puso a desbastar gruesos troncos de maderas preciosas.

Nunca he escuchado conversar a nadie con tal sabrosura y gracia como lo hacía este hombre que

labraba yugos, escaleras, sillas y unas toscas mesas que seguramente las armaba para durar siglos.

Desde entonces adquirí también el gusto por acariciar la madera pulida y sobre todo por aspirar el

aroma de la caoba, del cuachipil y el huanacaxtle.

Si en el día el bullicio de los alumnos mantenía el patio libre, por las tardes y noches

pertenecía por entero a los animales. Aún me sigue admirando que el ganado busque siempre un

terreno plano donde echarse a rumiar por la noche; allí arribaban hermosas vacas con sus vivaces

becerros, acompañadas por unos impresionantes toros de enormes cuernos que caminaban con gran

majestuosidad. También llegaban asnos, mulos y algunos caballos. Los campesinos estaban tan bien

organizados que a primera hora pasaban a barrer y recoger el estiércol dejado por los animales. Lo

hacían con gusto pues además de que se alternaban semanalmente para ésta y otras tareas, el

Page 62: Agudo, Noe - Dias de Azoro

estiércol del ganado que juntaban era el mejor abono para sus huertos. Y mi papá lo agradecía, pues

el patio estaba limpio para la clase de gimnasia que ningún día dejó de impartir a sus alumnos por

las mañanas. Algunos padres se acercaban sonrientes a mirar, pues es muy probable que no

entendieran esos movimientos de brazos, piernas y tórax, pensando que bastaba con subir el primer

cerro para hacer el mejor ejercicio.

Uno de mis pasatiempos favoritos cuando me quedaba solo era elegir un toro y colgarme de

su cola. Aprovechaba que estos animales patean lateralmente, no hacia atrás como los mulos, para

colgarme de sus colas y obligarlos a arrastrarme por el patio. Como si entendieran que se trataba de

un juego, me obedecían mansamente.

No obstante las aventuras, la belleza de la región y los nuevos amigos con los que convivía,

extrañaba a mi madre. Tendría unos seis o siete años. Algunas noches claras de luna me sentaba

junto a un árbol y miraba el silencioso astro, imaginando que tal vez mi madre también lo estaría

contemplando en esos momentos y algo me consolaba. Quería mucho a mi padre, vivía contento

con él, pero necesitaba a mi madre; más aún cuando al atardecer el melancólico piar de algunas aves

que buscaban las umbrías frondas para dormir detonaban mi tristeza.

Por eso no había alegría mayor que los viernes por la tarde, cuando partíamos de este rincón

feraz al concluir las clases. Montaba en mi desgarbado caballo y comenzábamos el ascenso; mi

padre nos seguía detrás con un mulo que cargaba nuestras cosas. En cuanto encumbrábamos un

cerro y seguíamos por el espinazo de la montaña, me gustaba mirar el horizonte: los violentos tonos

rojizos y anaranjados que se producen cuando el sol parece hundirse generan en verdad una

sensación de muerte; las nubes parecen estallar en mil fragmentos, como si una enorme explosión

las hubiera partido en trozos minúsculos para dispersarlas sobre las montañas. ¡Cómo no iban a

imaginar nuestros antepasados que el sol moría atravesado por las saetas del flechador del cielo!

Más adelante, cuando las sombras se hacían más oscuras, el lamento de la potzoaca me confirmaba

esta sensación. La potzoaca es un ave nocturna que gusta revolotear por el camino, delante de los

caminantes, lanzando un graznido lastimero que parece decir: “¡Caballero, caballero!”

Page 63: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Cuando por alguna razón mi padre se debía quedar, yo me iba solo, pero entonces partía los

sábados por la mañana y me iba caminando, no se me permitía ir montado. Nunca faltaba que

encontrara a un condiscípulo por el camino. Íbamos jugando y platicando, pues ellos también iban

al pueblo a comprar jabón, panela o cualquier otra mercancía. Mi broma favorita era preguntarles si

querían aprender a escribir bien –aún usábamos el tintero y las plumillas de metal y todos

intentábamos tener bonita letra–. Si mi compañero respondía afirmativamente, lo convencía de lo

fácil que era lograr una letra perfecta realizando un pequeño truco; él se quedaba incrédulo de lo

que le platicaba y, mientras, yo buscaba por el camino el lugar para completar la broma. Esto

sucedía cuando descubría unos pequeños montículos de tierra suelta. Le pedía disimuladamente que

mirara hacia otro lado mientras lo acercaba al montículo y le preguntaba si estaba listo para

aprender a escribir bien. “Estoy listo”, me respondía ansioso. Entonces le pedía que cerrara sus ojos

y que me dejara guiar sus manos. Yo agitaba rápidamente el montón de tierra y millares de

pequeñas hormigas negras se revolvían furiosas. Le pedía a mi compañero que, sin abrir sus ojos,

posara suavemente sus manos sobre ese tapete viviente; las hormigas son tan pequeñas que al

principio ni se sienten y mientras no se las sacuda no hacen nada, pero en cuanto trepaban por sus

brazos el aprendiz de escribano sabía que algo estaba mal. Abría los ojos y, asustado, se las quería

quitar a manotazos, y entonces las hormiguitas picaban furiosas. Era el precio a pagar para tener una

bonita letra.

Cuando iba solo y encontraba mujeres simulaba que tenía ataques. Ponía los ojos en blanco,

me sacudía, me tiraba al suelo, me convulsionaba y revolcaba hasta que alguna empezaba a gritar y

a llorar preocupada. Sólo entonces detenía mi actuación, me ponía de pie, me sacudía el polvo y

echaba a correr porque más de alguna vez me siguieron a pedradas.

Algunos campesinos me miraban como a un verdadero chaneque. Otros, que ya me

conocían, sacaban jícamas, trozos de caña o naranjas y me invitaban. Los acompañaba un rato e iba

contestando a sus preguntas: “¿Por qué solo, Nueé? ¿Por qué no vino tu papá? ¿Quedó el viejo solo

en el rancho? ¿En qué año estudias?” En cuanto veía un panal, me quedaba rezagado para poderlo

apedrear y provocar a las avispas. Me gustaba que me persiguieran, furiosas, y era una satisfacción

lograr evadirlas, aunque casi siempre me alcanzaban. Después seguía mi camino. Me gustaba que

mi madre me viera llegar solo, sano y salvo.

Page 64: Agudo, Noe - Dias de Azoro

La poesía en los árboles

ba a titular este texto “Los árboles en la poesía” para reseñar cómo todo gran poeta o escritor

tiene en su obra poemas, cuentos, algún capítulo o un libro entero dedicado a un árbol, ya sea

como personaje o tema principal, como elemento inspirador o simplemente como motivo que da

cauce a la historia. Sin embargo, al conversar con La Maga y decirle que me gustaría llevarla a mi

tierra para que conozca mis árboles, su belleza, sus propiedades y mitos, y al reflexionar en que tal

vez mucho del daño que hemos infligido al medio es porque no nos hemos educado en el

conocimiento y el amor hacia la naturaleza, prefiero referirme llana y directamente a algunos de

estos seres silenciosos, imperturbables y generosos, sin los cuales la vida de los humanos

simplemente no sería posible.

Mi infancia, por ejemplo, está atada a mi memoria por dos enormes macahuites, un mulato

y un primavera que rodeaban frondosos la parte frontal del rancho donde comienzan mis recuerdos.

El macahuite (muchos años después descubrí que su nombre significa “madera hambrienta” en

náhuatl, porque con sus troncos se hacían las mortíferas macanas de los guerreros aztecas) es una

especie de corpulenta higuera silvestre. De hojas lisas y duras, parecidas a las del hule, cuyas raíces

levantan las banquetas en la ciudad (hecho que se debe considerar al plantarlos), se diferencia de

éste porque sus hojas son más pequeñas, verdes, y da un fruto redondo del tamaño de una ciruela

(una variedad de higo, en verdad) que los murciélagos y yo nos disputábamos golosos.

Pero no sólo eso. En sus enormes ramas, que no crecen verticales sino apuntando al

horizonte, las aves domésticas tienen un dormitorio seguro; escondidas entre la fronda y dormidas

sobre las ramas más altas, difícilmente una zorra las puede sorprender. En las épocas de sequía,

cuando el campo yermo se cubre con una mortaja parda, las vacas se acercaban hambrientas al

rancho y mi hermano subía con un machete a cortar las puntas de las ramas, las partes más tiernas y

frondosas. Así salvaba a los rumiantes del hambre.

I

Page 65: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Y qué decir de mis juegos. Nunca he tenido columpio más hermoso ni enorme como la

cuerda que mi padre ató a una de las altas ramas del árbol: parecía que volaba y que podía cruzar el

arroyo si me lo proponía. Pero aún no terminan ahí sus dones y beneficios. El macahuite es también

un criadero de hermosas y enormes arañas verdes, panzonas y redondas, que se comen con la mayor

naturalidad en la región. Fácilmente llenaba un cuenco con casi un kilo de ellas buscando entre las

ramas, que luego mi mamá doraba sobre el comal para así devorar unos tacos de deliciosa proteína.

Siendo ya adulto, invité en una ocasión al fotógrafo Héctor García a ese rancho y le pesqué

suficientes arañas que él degustó con fruición. (No olvidemos que Héctor García fue el fotógrafo de

Los indios de México, la monumental obra de don Fernando Benítez.)

Frutero, gallinero, forraje para el ganado, columpio, reservorio de comida, aun muerto el

macahuite seguía proporcionándonos bienestar: en la época de lluvias, de sus ramas semipodridas

surgían unas suaves y deliciosas setas blancas que se pueden comer en un mole amarillo, en un

caldo más reparador y delicioso que el de gallina, o simplemente asadas. Y qué decir de su sombra,

del armonioso paisaje que creaba con su fronda siempre verde, y de la música que interpretaba a trío

con el viento y las vainas secas del tepehuaje que se arrastraban por el suelo. ¡Cómo no quererlos y

defenderlos!

El mulato es un árbol con una fina cascarilla roja, que se cae con simplemente pasar la

mano por encima del tronco. Esa delgada y frágil capa es como el demasiado maquillaje que usan

algunas mujeres y sirve sólo para darle su coloración roja superficial, porque por debajo es verde.

Muchas veces vi tumbar novillos, vacas o caballos con alguna parte de su cuerpo agusanada por una

herida infectada; entonces allí vertían chorritos de agua roja en la que se había cocido un poco de

corteza del mulato. Con esa infusión los gusanos morían, la herida se limpiaba y desinfectaba y

pronto cicatrizaba.

Del primavera, además de ser un árbol bello, que crece muy alto, con sus troncos siempre

rectos, se aprovecha su excelente y resistente madera, y uno también se solaza con los racimos de

flores con que se viste durante la estación que le da nombre. (Por otra parte, Jacquelino, un peón

que trabajaba para mi padre, me hacía con ramas de primavera los trompos más hermosos y

perfectos que he tenido.) Recuerdo muchos árboles más, algunos únicos por su hermosura, otros por

Page 66: Agudo, Noe - Dias de Azoro

su utilidad o por sus increíbles propiedades, y algunos más por los placeres que me proporcionaron

durante mis años infantiles.

En 1983 pude entrevistar a Julio Cortázar. Lo admiraba tanto que a la hora de redactar la

entrevista y entregarla para su publicación me bloqueé, cualquier arranque me parecía mediocre e

indigno para un escritor de su talla. Leía por esos días Guerra y paz, de Tolstói. Así que cuando

llegué al capítulo donde el príncipe Andrei Volkonski se detiene a contemplar un enorme y viejo

roble, con el que se identifica por su agotamiento y vejez, encontré la solución: Cortázar era como

Volkonski, Cortázar era ese viejo roble que, añoso y casi seco, renace carnoso y umbrío, “extasiado

inmóvil bajo los rayos de sol en la primavera”, demostrando que la vida no termina a ninguna edad.

Y así arranqué la entrevista.

Pienso que hemos podido soportar el desastre y nos reconciliamos con la ignorancia y la

estupidez humanas cuando leemos los poemas que Octavio Paz, por ejemplo, dedicó al chopo o al

maguey, Antonio Machado “A un olmo viejo”, José Hernández al ombú, o recordamos que en la

antigüedad la encina le estaba consagrada a Zeus, el olivo a Atenea y el mirto a Afrodita, por

mencionar algunos dioses y sus árboles. Por desgracia, lo sagrado se ha ido de nuestras vidas.

¿Conocerá la gente los nombres de los árboles con los que convive en la ciudad? ¿Podremos hacer

que renazca el amor y el respeto hacia la naturaleza?

Debemos.

Page 67: Agudo, Noe - Dias de Azoro

El alma de los animales

dvierto en la mirada de mi perro, que me observa, algo más que los ojos indiferentes de un

animal que sólo mira. Percibo concentración, atención, una mirada casi humana que se (me)

pregunta: ¿Por qué no me habla(s)? Así que le sonrío, voy y acaricio su cabeza y él, agradecido, se

va a echar satisfecho al sol.

Me pregunto si con respecto a los animales no estamos como los europeos “cultos” del siglo

XVI en relación con los indios, que se cuestionaban si tenían alma. No tengo la menor duda de que

los animales sí la tienen, porque a cada rato me dan pruebas de ello. Mis dos perros se “apenan”

cuando expulsan sus desechos, y el padre siempre viene a avisar, no importa si lo hizo él o su hijo;

en alguna ocasión, que lloraba, él vino y subió sus dos manitas a mis rodillas, mientras movía

amistosamente su cola, como diciéndome que estaba allí, conmigo, y me preguntaba qué podía

hacer; cuando voy a dormir dejo la puerta entreabierta porque siempre va a “revisar” que todo esté

bien y sólo entonces él se va a dormir.

Conservo entre muchos recuerdos de mi infancia tres que me confirman los sentimientos de

los animales.

Tenía alrededor de seis años cuando encontré por el camino a un polluelo de pavo

(coconitos, les decimos). Seguramente se salió de algún canasto y quien lo llevaba no se dio cuenta.

Por eso lo recogí y lo llevé a casa. Le daba maíz molido, le pescaba chapulines y así fue creciendo.

Cuando se volvió un señor pavo yo corría en círculos delante de él y, si giraba a la izquierda, él

extendía majestuosa su ala derecha; si giraba a la derecha, recogía esa ala y extendía entonces la

izquierda. Y así nos divertíamos durante horas.

En algún tiempo fui pastor. Cuando por las tardes regresaba cansado con todo el rebaño,

separaba a dos chivatos (así llamamos a los chivos viejos, que hacen de sementales, tienen una

A

Page 68: Agudo, Noe - Dias de Azoro

enorme barba e impresionantes cuernos) y los alineaba uno con otro; después pasaba una a una mis

piernas sobre sus cuellos y mis brazos sobre sus lomos, y así me llevaban cargando hasta su corral.

Al llegar se mantenían unidos, como pidiéndome que no me bajara.

Pero la historia más bella que viví fue con el Canelo, un caballo de ese color, alto,

desgarbado, de enormes y anchas pezuñas, que parecía cruzar las patas cuando caminaba. Sin

embargo era muy bueno, con él anduve la sierra, viajé a la costa y fui muchas veces al valle. Dos

veces salvó mi vida. En la primera yo tendría seis años y acompañaba a mi padre. Pasábamos por un

desfiladero, yo iba montado en el Canelo y de su silla iba atada una mula. Tal vez ella comió una

hierba venenosa, tal vez le dio un ataque o le atrajo el vértigo del desfiladero, pero a la mitad

simplemente se dejó ir al abismo. Mi caballo resistía, resollaba e inclinaba trompa, lomo y cuello

para no levantar las patas delanteras y dejarse arrastrar. Yo no sabía qué hacer, mi papá se había

quedado atrás y la mula seguía jalando con su peso. El instinto de sobrevivencia me hizo saltar,

justamente cuando el Canelo y la mula rodaban hacia el abismo levantando una polvareda. Cuando

mi padre llegó y se dio cuenta de lo ocurrido, me abrazó, mirando hacia abajo. Después

descendimos, la mula estaba muerta y el Canelo agonizaba. Le quitamos la silla, mi papá trozó los

arreos y allí lo dejamos, para que acabara de morir.

Pero sobrevivió. Dos meses más tarde alguien le avisó a mi papá que su caballo vagaba por

el Cerro Gigante, así que fue por él.

Tiempo después viajamos a la costa. Íbamos cruzando un gran río cuando nos sorprendió la

creciente,* que arrastra troncos, árboles, basura, animales muertos y arrasa todo lo que se atraviese a

su paso. Mi papá ya había alcanzado la otra orilla con los animales cargados de maíz y desde allí me

*La creciente se produce cuando llueve en la sierra y los ríos de la costa reciben repentinamente enormes

masas de agua, que empujan todo lo que se atraviese en su camino. A veces se percibe un ruido horrísono, el agua se enturbia, y entonces hay que regresar o atravesar rápido el río. Todo lo que queda a la mitad simplemente es arrasado.

Page 69: Agudo, Noe - Dias de Azoro

hacía señas de que regresara. Inteligente, el Canelo se dejó llevar un poco por la creciente hasta

chocar contra un muro de rocas; en el reflujo que allí se formaba pudo nadar y llegar a la orilla.

Dejé el campo para venir a estudiar a la ciudad; en las vacaciones regresaba y allí seguía mi

caballo. Durante la secundaria me propuse no ir hasta que la concluyera. Así que lo primero que

pregunté después de tres años que no iba, fue por él. “Lo solté, lo dejé libre para que muriera, ya

estaba muy viejo”, dijo mi padre. “¿Lo encontraré?” “No te va a reconocer, hijo, los animales libres

se vuelven muy ariscos”.

Pero fui a buscarlo. Me dio mucha alegría reconocer sus huellas, inconfundibles, por el

arroyo donde ramoneaba. Cuando lo hallé más adelante le grité: ¡Canelo! Paró sus orejitas, me miró

y no se movió cuando me acerqué. Dejó de masticar cuando abracé su enorme cuello. Lloré un buen

rato con él, y esa fue la última vez que lo vi.

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Una tarde con Rufino

n el cruce de dos caminos, a unos pasos del cementerio, el ingenio de un paisano lo inspiró

para levantar una tiendita. Alejado del pueblo y bajo unos frondosos árboles de mango, el

astuto comerciante advirtió que después de un entierro o al final de un novenario siempre tendría

una clientela segura y nutrida: ¿quién no apetece una refrescante cerveza después de nueve bárbaras

noches de rezos, o al final de una velada de llanto y dolor en la que también se ha derramado el

mezcal? Así que todos los deudos, al finalizar los rituales de despedida en el cementerio, pasan a

tomar sus cervezas mientras los niños y las mujeres se adelantan a volver a casa.

Y al regresar del campo, con ese calor sólido de la tarde que parece inmovilizar cualquier

corriente de aire, qué oportuna resulta la tiendita bajo la frescura de las ramas. Allí me detuve con

mi sobrino a beber una cerveza. Platicábamos contemplando la alta sierra, hacia el norte, cuando

por el camino de San Baltasar apareció Rufino. A pesar de los años y de sus daños, pude

reconocerlo. Él y Jacquelino (juro que así se llama) fueron peones de mi papá en una de las épocas

más felices de mi vida. Junto con mi hermano mayor y otros peones preparaban la tierra, la

sembraban, la limpiaban, y al finalizar la cosecha seguían con el café: pizcarlo, limpiarlo, secarlo y

llevarlo al punto de venta. Eran trabajos que consumían tres o cuatro meses y con ellos y otros

quehaceres se iba el año.

Rufino y Jacquelino eran medios hermanos, muy distintos entre sí. Jacquelino tenía una

cara redonda y una boca ancha que parecía más grande porque siempre que uno le hablaba lo

hallaba sonriente. Rufino era sombrío, de rostro alargado, ojos pequeños y un poco más alto. Yo

veía en ellos la personificación de la línea recta y el círculo. Pero ambos eran amables y serviciales.

Jacquelino me hacía unos hermosos trompos de madera de guayaba o de primavera; su reto

consistía en hacer que cada uno “durmiera más” (es decir, que se quedara más tiempo inmóvil sobre

su eje). Los dejaba compactos, pulidos y exactos, y era un gusto oírlos zumbar.

E

Page 71: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Rufino me mira y dice: “Uyyy, ¡cómo has cambiado! Te recuerdo chiquitito. Así nomás”, y

hace el ademán con el que uno indica el tamaño de un perro. Me da risa y gusto escucharlo mientras

bebemos cerveza. Él habla el zapoteco de esta región así que es un placer oírlo decir: “Voy bish”,

para avisar que va a orinar. “¿Cómo dices cuando te vas a dormir?”, le pregunto. “Voy meme”,

responde. Así habla, mezclando el español con el zapoteco.

—¿Te acuerdas de aquella vez, en San Miguel? —pregunta.

—Cómo no —le respondo—. Mi papá me bajó del caballo, me sentó sobre sus hombros y

caminamos el resto de la tarde y muchas horas en la noche hasta llegar a los linderos de Santa

Catarina. Fue hasta llegar al rancho de un paisano, en Cerro Flores, que descansamos un rato. Allí te

esperamos.

—Los pinches migueleños se lo querían tronar.

—Entonces, ¿fue cierto? —le pregunto. Y recuerdo como entre brumas la sierra, los pinos y

encinos blancos bajo los que pasábamos corriendo. Mi papá sudaba y yo me aferraba al cuello de su

camisa. No íbamos por el camino sino por entre el monte, huyendo yo no sabía de qué.

—Fue cuando él andaba peleando por los linderos del pueblo —me aclara Rufino—. Vimos

cuando tres migueleños iban con los rifles por la loma, querían agarrarnos por detrás. Entonces tu

papá me dijo: “Arreas los animales y te vas con calma. A ti no te harán nada. Es a mí a quien

quieren”.

Sí, lo recuerdo y entiendo bien ahora. El eterno problema de los linderos de los pueblos, que

han provocado muertes, venganzas y persisten a pesar de que hoy ya no se vive en el aislamiento,

como en aquellos años. Mi padre era el representante de los bienes comunales y enfrentó

temerariamente a los tres pueblos con los que el nuestro tenía problemas por sus límites. Fue una

Page 72: Agudo, Noe - Dias de Azoro

tarea ardua, peligrosa, que requirió una resolución presidencial para dejar bien establecidas las

colindancias. A todos benefició, porque se solucionó un problema de varias generaciones.

Vagamente recuerdo la angustia de ir corriendo entre el monte, sentado sobre los hombros

de mi padre. Él me pedía que me agachara para que no se me fuera a clavar alguna rama en los ojos.

Tendría unos cuatro o cinco años. Llegamos a un rancho, donde un hombre se levantó, preparó café

y sacó un viejo rifle. Luego apagó la luz y así bebimos el café y comimos un pan. Mirábamos hacia

el camino por las rendijas que las paredes tenían, hasta que después de dos horas vimos llegar a

Rufino con los animales. El hombre le dijo a mi padre que nos quedáramos; nadie a esa hora se

atrevería a seguirnos y, por otra parte, ya estábamos preparados. Yo me caía de sueño, creo que me

dormí un rato porque sólo desperté cuando me volvían a montar sobre el caballo. Mi padre decidió

que continuáramos hasta la casa. A partir de ese lugar todo es descenso. Era ya la madrugada y en la

lejanía se oía cantar a los gallos. Montado, presencié uno de los más hermosos amaneceres de mi

vida, porque hacia el oriente se alcanzaba a ver sólo el horizonte lejano, así que pude ver cómo el

alba iba derramando sus colores para iniciar un nuevo día.

Pido otras cervezas y prefiero platicar de otros temas: le pregunto a Rufino qué sabe de esas

piedras labradas y figurillas de barro que se encuentran en las altas cumbres (“Son cosas de los

antiguos” dice); cómo se estableció La Cofradía (“Eso lo decidió el cura”, explica, “era una chulada

de terrenos y ganado que abundaban por allí”); dónde estaba antes este pueblo (“Somos

descendientes de dos pueblos”, ríe: “De San Bernardo y Santo Tomás”); de dónde venimos; cómo

vivían los de antes… Me explica una vieja canción, de la que yo sólo conocía su melodía, que habla

de una competencia para agarrar conejos vivos, y cómo los “antiguos” podían correr y saltar de un

cerro a otro.

Me doy cuenta que Rufino es el sobreviviente de un pasado remoto. Me admira la magia de

sus relatos, su forma de hablar y, a pesar de que bebemos cervezas heladas y que una bombilla

eléctrica se ha encendido, percibo que lo antiguo palpita junto a mí. Y sólo por escuchar a Rufino

esta tarde fue única, pienso, cuando nos despedimos.

Page 73: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Un relato de sangre y sombras

1

Cuánto tiempo se necesita para conocer a una persona? ¿Qué se requiere para lograr hacerse

conocido, aceptado y aun volverse entrañable? ¿Cuánto se debe vivir para decir: “he tenido una

vida”? Hace algunos días recibí una carta de mi hermana, donde me comunicaba la muerte de un

hombre que conocí durante mi infancia. A pesar del poco tiempo que conviví con él, tal vez dos

años, o menos, para mí representó una época completa. Fue un buen amigo, me protegió, me regaló

varias enseñanzas, empezó a prepararme para un tipo de vida que suponía yo llevaría y, a pesar de

todo, nunca lo conocí realmente. Creía saber algo de él, pero cuando intentaba situarlo se

desvanecía como las sombras del amanecer. Quise algunas veces hacer su retrato para presentarlo a

mis amigos, y su historia se difuminaba, parecía carecer de todo referente preciso. Su persona, al

igual que su presencia en aquel entonces, quedaba siempre en la penumbra; pero si el recuerdo de su

persona se perdía entre las brumas y sus orígenes resultaban inciertos, la imagen que me dejó

siempre fue nítida, precisa, como plantada con hondas raíces en mis recuerdos.

Cuando trabajaba como periodista, muchos años después, se me encomendó entrevistar a

una antropóloga francesa que había escrito sobre el culto a una virgen católica en las estribaciones

de la sierra. Como otros varios casos, el fervor y la devoción que despertaba se debían sobre todo a

la identificación inconsciente que la gente hacía de ella con una deidad prehispánica adorada en

aquel mismo lugar. La antropóloga había presenciado y recogido los rituales de esta singular

advocación de la virgen María, logrando un relato que describe cómo misticismo, paganismo y

fanatismo se entrelazan en las imploraciones y en su adoración. El libro revela un mundo

alucinante, rayano en la locura, digno de ser conocido por sí solo. Así que antes de entrevistarla

debí acudir al lugar para constatar los hechos descritos. Llegué al poblado, renté una habitación en

¿

Page 74: Agudo, Noe - Dias de Azoro

un hotelito y al otro día, temprano, caminé hacia el cerro donde la antropóloga hizo sus

observaciones.

Fue un espectáculo que en nada desmereció a lo descrito por la estudiosa: hombres llorando

arrodillados frente a una mazorca de maíz; mujeres que arrullaban un pedazo de tronco envuelto en

sábanas y lo mecían en sus brazos; jóvenes besando una bruñida piedra de río a la que dirigían

dulces y apasionadas frases; negros que hablaban a una iguana verde a la que previamente habían

liberado de sus ataduras, y reprendían y conducían por un camino dibujado en el suelo para que por

allí avanzara, como si fuera un animal doméstico; mujeres hincadas y orando compungidas ante un

sombrero sostenido por un tronco clavado en la tierra; hombres con los ojos cerrados que abrían sus

brazos en cruz para dirigir reproches a un oyente imaginario en el horizonte; niños llorando a gritos

porque sus padres los azotaban con ásperas ramas mientras pedían a invisibles espíritus que los

perdonaran... Me senté fatigado bajo un árbol, aturdido por tantas visiones extravagantes y

lastimeras que veía en ese cerro conocido como “Del Pedimento”. Para mejor olvidarlas regresé a la

población donde se halla el templo al que después acuden todos los peregrinos.

Entré a beber cerveza en uno de los múltiples tendajones del lugar, y al poco rato llegaron

un cantante ciego y una muchacha. El hombre tendría unos sesenta años, cantaba las canciones

como si las declamara, pero no por eso desmerecían en ritmo y alegría las melodías arrancadas a su

vieja guitarra. La muchacha, como de doce o trece años, miraba en silencio hacia ningún punto y

sólo al finalizar la canción parecía reaccionar y pasaba un viejo sombrero por entre quienes

bebíamos, para recoger algunas monedas. El hombre tocó y cantó el Alingo lingo, El toro rabón, El

negro de la costa, el Paso de la canoa y varias otras canciones que yo disfrutaba realmente. De

pronto, la muchacha lo guió hacia el rincón donde estaba y el ciego empezó a cantar el corrido de

un asesino apodado La Onza, en el que reconocí de inmediato algunos hechos de los que aquel viejo

amigo de la infancia había sido autor. Puse en el sombrero todas las monedas que traía y pedí que lo

cantara otra vez. El corrido describía el sigilo con el que el asesino se movía, la velocidad y el filo

de su machete, su carácter taciturno, el hecho de que nadie lo viera nunca dormido, y celebraba la

impasibilidad de su cara cuando mataba o cuando algunas veces estuvo a punto de morir. Tenía

como estribillo las siguientes palabras:

Page 75: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Había en su mirada

El destello de la onza

Dicen que si te miraba

Tu cuerpo se agarrotaba.

“¡Vaya!”, pensé, “éste es el regalo que nunca se me hubiera ocurrido pedir en el cerro. ¡En

dónde vengo a escuchar y a enterarme de quién era Avendaño!” Pregunté al cantante si conoció al

hombre del que hablaba el corrido y quién lo había compuesto, pero nada sabía.

—Lo cantan los del conjunto Brillo de Sol —intervino la muchacha—, de ellos lo aprendió

mi abuelo. Pero no sabemos quién lo compuso.

Los demás parroquianos empezaban a verme molestos por tantas veces como pedía el

corrido, así que memoricé los detalles esenciales y me retiré del lugar. Con ellos, con algunas

noticias de la carta de mi hermana y los recuerdos que conservo de aquel hombre, pude armar esta

historia.

Page 76: Agudo, Noe - Dias de Azoro

2

Llegó por la tarde, a esa hora en que las sombras tenues de la noche aún no logran borrar del todo el

resplandor del ocaso. El mortecino palpitar de la luz agonizante todavía iluminaba las partes altas

del poblado, y su reflejo me permitió vislumbrar a un hombre delgado, de estatura regular, como de

cuarenta años, que se acercaba adonde separábamos el café; su equipaje lo componían una abultada

red de ixtle colgada de su hombro derecho, un gran machete guardado en su funda bajo el brazo del

mismo lado, una bolsa de manta sujeta a su espalda, y una varita que llevaba distraídamente en su

mano izquierda. Se notaba que era zurdo.

Saludó de manera comedida y alargó la mano para decir:

—Aquí le traigo unos cangrejos. Me envía Filadelfo, él me dijo que lo podía buscar en este

pueblo.

—Trae una silla para el señor —dijo mi padre, y yo corrí por ella.

—Así que vienes del puerto —afirmó preguntando mi padre—, dime, ¿cómo está el tiempo

por allá?

—Por ahora llueve mucho —respondió el hombre. Contó que en dos pasos del río tuvo que

cruzar ayudado por unas cuerdas, y en el tercero, el más amplio, debió esperar una tarde y parte de

la noche para que la creciente bajara un poco.

Page 77: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—Los cangrejos los atrapé en Paso Ancho —dijo—; salieron tantos después de la lluvia,

que el camino parecía un tapete movedizo —deslizó de la red una olla de barro y me la entregó. Era

pesada; adentro los cangrejos se movían con un sonido sordo.

—¿Y qué te trae por aquí?

—¿Sabe? Busco trabajo. Filadelfo me dijo que usted me podría ayudar, piensa que soy la

persona que usted necesita.

Mi padre se quedó inmóvil, sosteniendo unos granos de café en sus manos; los miraba

fijamente, sin preocuparse por vaciarlos en el canasto, indicio de que se concentraba en sus

pensamientos. Filadelfo había sido su secretario cuando él fue presidente, y era además su ahijado.

Nunca he conocido hombre más fiel, atento y respetuoso. Cuando mi padre propuso acabar con el

aislamiento de la región y romper la montaña, construyendo una carretera, Filadelfo siempre estuvo

a su lado. Durante los enfrentamientos con quienes se oponían a este proyecto, que consideraban

descabellado e inútil, Filadelfo lo apoyó para contrarrestar esa influencia inmovilizadora y la

resignación de quienes cedían ante la fatalidad; encabezó los trabajos para abrir la brecha,

asistiendo él primero con sus numerosos hermanos. Fueron años difíciles y agotadores, en los que

afloraron las pasiones más diversas que trae consigo una empresa de este calado: resentimientos,

envidias, suspicacias, aunque también firmeza, solidaridad y lealtad. A pesar de mis pocos años de

aquel entonces, yo adivinaba que Filadelfo encarnaba las últimas. Cuando mi padre terminó con su

responsabilidad y la carretera era un hecho —habían entrado los primeros camiones a estos pueblos

olvidados de la montaña—, Filadelfo emigró a la costa. Allí vivía ahora, pero nunca perdió el

contacto con su padrino.

—Pasa a tomar algo y descansa. Mañana hablaremos —dijo mi padre al hombre, y me hizo

el ademán de que lo condujera a la cocina. Me daba cuenta de que no quería conversar más, estando

yo allí presente, pero intuí que él se quedaría.

Page 78: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Al otro día, muy temprano, me dio la primera sorpresa. Como aún no teníamos agua

entubada, había que ir por ella a la pila. Cada uno traía la que podía, dependiendo de sus fuerzas:

una cubeta, dos, un cántaro grande. Era un trabajo difícil porque había que subir con los recipientes

llenos y pesados. Por eso aprovechábamos también para lavarnos y peinarnos junto al estanque.

Pues bien, esa mañana ni uno solo de los objetos con que acarreábamos el agua quedaba vacío.

Todos estaban repletos, incluso la pileta junto al lavadero, como si la hubiera llenado para que

hiciéramos ahí nuestras abluciones. ¿A qué hora lo hizo? ¿Cómo terminó la conversación y qué

acordaron él y mi padre después de que me fui a dormir?

—Llámale a Avendaño para que venga a desayunar —me ordenó mi padre. Así supe cómo

se llamaba, mejor dicho, cómo decirle, porque Avendaño nunca me pareció su verdadero nombre,

pues nunca lo conocí completo. Fui por él al bramadero, donde recogía diligentemente el estiércol

de los animales, que utilizábamos como fertilizante para los cafetos.

Cuando entró en la casa y se sentó a la mesa pude observar que se había aseado y se había

puesto una camisa limpia. Comía sin hacer ningún ruido, sin que se notara el movimiento de sus

manos ni los de su boca. Cuando mi madre quiso servirle otra porción, él dijo que así estaba bien y

dio las gracias. Ante la insistencia sólo aceptó un poco más de café, pero sólo eso. Mucho antes de

que termináramos él ya se ponía de pie, daba las gracias y le decía a mi padre que iba a afilar los

machetes.

—Está bien —dijo éste—, ¿sabes dónde está la piedra?

—Sí, ya la vi —respondió el hombre—. Dio las gracias nuevamente y salió al patio. Era

temporada de lluvias y los hombres mayores se dedicaban a cortar el monte que crecía entre los

cafetales, el cual parecía desarrollarse varios centímetros durante el día, y por eso afilaban muy bien

los machetes.

Page 79: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Desde entonces Avendaño fue un miembro más de la familia. Discreto, educado, siempre

atento y callado, muy pronto fue alguien indispensable en la casa. Por las tardes, cuando regresaban

del trabajo, lo veía descargar rápidamente a los animales; les aflojaba las correas de las sillas y los

llevaba al bramadero, donde los ataba; les daba pastura y después de una media hora les quitaba los

avíos de carga, tal como a mi padre le gustaba que se hiciera. Todo lo hacía eficientemente. Algunas

veces yo salía en la madrugada para ir al baño y a esa hora lo encontraba ya levantado. Silencioso,

parado en un extremo del corredor, alzaba su mano para saludarme. Entendía entonces por qué los

recipientes amanecían llenos y a qué hora iniciaba su trabajo. Yo regresaba a tratar de dormir un

rato más y a veces no lo lograba, pensando qué hacía este hombre para estar siempre despierto.

Porque por la noche era el último en irse a dormir a uno de los cuartos recién construidos en la

entrada. Silencioso, lo veía fumar a la orilla del patio, donde los árboles formaban una densa

sombra, y no sabía hasta qué hora permanecía allí. Daba la impresión de ser una persona cuya

misión era vigilar, siempre vigilar.

Page 80: Agudo, Noe - Dias de Azoro

3

En ese entonces a mis dos hermanas y a mí nos correspondía pastorear un rebaño de cabras, que

bajo nuestro cuidado había crecido con rapidez. Mi padre las tenía “a medias”* con Onofre, pero

durante el tiempo que las tuvo sólo aumentaron dieciocho o veinte. Onofre decía que se morían, que

los perros atacaban el rebaño o simplemente que las cabras se negaban a parir. Por eso se decidió

que nosotros las cuidáramos.

Salíamos a las siete de la mañana, pasábamos por ellas a su corral y las llevábamos a los

parajes donde había la mejor pastura. Por lo regular era en las márgenes de los ríos serranos, donde

abundaba una variedad de enredaderas que las cabras buscaban con especial gusto; también les

doblábamos cuachipil, un árbol sumamente flexible y cubierto por una frondosa copa cuando es

tierno, y cuando viejo de madera tan dura y resistente como el acero. Estos árboles doblábamos para

ponerlos al alcance de las cabras para que comieran sus hojas, y luego los soltábamos para que se

enderezaran y volvieran a reverdecer. En el otoño el cuachipil se viste de abundantes racimos de

flores amarillas, parecidas a minúsculos gallos, que nosotros cortábamos para comer; mi madre las

cocía con lejía y eso daba al caldo una textura deliciosa. Quienes asistían a la escuela conocían otro

secreto del cuachipil: del tronco de los árboles viejos se desprende una goma oscura y aromática

que, mezclada con unas gotas de agua, se transforma en el más eficaz pegamento para realizar los

trabajos escolares. Todo eso, y la seguridad que daba tener una casa sostenida por horcones de este

árbol, me hace recordarlo con agradecimiento y cariño.

Cuando regresábamos al corral, por las tardes, los rumiantes llevaban sus panzas tan

repletas que apenas podían caminar; en menos de un año convertimos el rebaño de ochenta cabras

en casi doscientas. Siempre estaban gordas, teníamos varias para vender cuando se necesitara y

algunas parían hasta tres veces al año. Ningún perro las atacó mientras las cuidamos, porque

*Así se dice cuando alguien cuida un rebaño y la mitad de los animales que nacen son para él y la

otra para el propietario. El rebaño, por supuesto, sigue siendo del dueño.

Page 81: Agudo, Noe - Dias de Azoro

nosotros nos prevenimos llevando y adiestrando a los propios. Siempre las contábamos al llegar al

corral, para saber si estaban completas. Un día faltaron dos. Había llovido, ya era noche y ni

siquiera podíamos distinguir cuáles faltaban, así que no tenía sentido regresar al campo. Se lo

dijimos a mi papá y él se enojó mucho. Dijo que a ver cómo le hacíamos para encontrarlas al día

siguiente y que ojalá las halláramos todavía con vida. Siempre discreto y tranquilo, Avendaño dijo

que, aprovechando que el día siguiente sería domingo, y él debía ir por leña, podía ir conmigo a

buscarlas muy temprano; más tarde mis hermanas nos alcanzarían con el rebaño.

—Buena idea —dijo mi padre—, así escucharán sus balidos sin que se mezclen con los del

rebaño.

—Puede ser que fueran a parir —dijo Avendaño—. Lo más seguro es que estén escondidas

en alguna cueva.

Al otro día salimos al alba, me preguntó dónde habían pastado y hacia allí nos dirigimos

rápido. Antes de entrar en esa parte me pidió que subiéramos a la parte alta del monte y desde allí

estuvo oteando.

—Primero iremos a esos dos lugares —dijo, señalando dos enormes peñas que se

distinguían enfrente. No hubo necesidad de ir a los dos, pues las encontramos en la primera y,

efectivamente, ambas habían parido; una de ellas incluso había tenido “cuachos”, es decir, dos

cabritos. A partir de ese día Avendaño me acompañó varias veces.

Ser pastor bajo su guía me permitió conocer el monte como nadie: me enseñó a reconocer

los caminitos de los venados entre el huamil;* a encontrar suaves y variadas setas; a distinguir las

*Se denomina “huamil” o “coamil” al monte tupido pero bajo que crece donde antes había árboles gruesos y altos que han sido cortados para sembrar maíz. Son los espacios donde se ha “rosado” y después de uno o dos años se cubren completamente de monte bajo.

Page 82: Agudo, Noe - Dias de Azoro

distintas yerbas comestibles, ya fuera junto a un arroyo o en las partes altas de los cerros; me enseñó

a pescar los chapulines más sabrosos y que no fueran amargos, pues esto depende de las yerbas que

comen; me mostró cómo ordeñar las cabras para beber leche fresca y no agotarla y dejar sin comida

a los cabritos; a distinguir las nubes repletas de agua y las que sólo pasan veloces, empujadas por el

viento. Pero sobre todo me enseñó a percibir y entender los sonidos de la naturaleza: el murmullo

del viento, el piar de un ave perdida, el monótono chirriar de los insectos; el desprestigiado chillar

de las cigarras, que en realidad son un canto de vida, porque con él llaman los machos a las

hembras; me advirtió de los matorrales donde observan silenciosas las serpientes, a las que debía

rodear siempre, porque ninguna víbora ataca si no se la molesta; a saber dónde cavar un pocito para

beber agua fresca y pura. Del armadillo me mostró cómo imitarlo haciéndome un ovillo para ir

rodando por entre el monte y atajar los chivos que encabezan el rebaño y volverlos así fácilmente al

camino que debíamos seguir. Conocía las plantas cuya raíz era comestible o las que poseían un

tubérculo jugoso y dulce; también las frutillas silvestres comestibles, según la temporada. Con el

zumbido de las abejas podía distinguir si eran de panal o de colmena. De estas últimas me mostró

que había unas inofensivas, porque carecían de aguijón, y construían su colmena entre la tierra; sólo

había que localizar el minúsculo agujero por donde entraban y luego seguirlas un metro o metro y

medio para hallar la colmena labrada en grandes capas de cera negra rebosantes de miel; muchas

veces nos dimos un atracón de este néctar y llevamos el resto a casa, para hacer charamuscas.

Incluso me enseñó cómo evitar las garrapatas, los pinolillos y aradores.* Después de sus

indicaciones caminé y corrí a diario por entre el monte y estos ácaros nunca me molestaron.

Durante los primeros días que aquel hombre extraordinario estuvo en casa nos dábamos

tiempo para quedarnos un rato a solas con mi madre, y preguntarle si sabía algo más: quién era, de

dónde procedía y a qué había venido realmente.

—Sólo sé que es un peón que trabajará con su padre —nos decía—. Pero no sé de dónde

viene y qué es lo que hará en especial.

*Pinolillos y aradores son ácaros parásitos. Se pegan a la piel y chupan la sangre hasta que mueren. Los pinolillos son negros, se aprecian a simple vista y se hallan comúnmente en los montes de tierras templadas. Los aradores son minúsculos, casi imperceptibles a la mirada, a no ser por su color rojo. Aparecen como pequeñísimos puntos rojos sobre la piel. Causan una comezón terrible y a veces uno los debe sufrir durante dos o tres días, hasta que se hartan y solos mueren.

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—Lo envió Filadelfo —intervine.

—¿Ven? Su hermano sabe más que yo. Váyanse ya, los chivos deben estar hambrientos.

Cada uno cogía su red con los alimentos que le tocaba llevar, ataba una cuerda a su

respectivo perrito y salíamos.

El motivo que me permitió conocer un poco más acerca de Avendaño se presentó el día en

que mi padre decidió que había que sacrificar a la Cata y al Cochón. La Cata era una cabra horrible:

los cuernos le habían crecido hacia abajo, como si fueran sus orejas, nunca se preñaba y balaba

dando alaridos; además, siempre quería andar sola, lejos del rebaño. El Cochón era un chivato viejo,

había dado lo mejor de sí preñando a infinidad de cabras, pero sus cuernos le pesaban cada día más

y eran tan grandes que a veces se le enredaban en las ramas y esto lo retrasaba del rebaño.

—Hoy los llevan a pastar cerca del corral —ordenó mi padre—, para que su hermano pueda

traer los dos chivos.

Como era domingo, Avendaño se quedaba en casa para hacer otras tareas. Temprano había

salido con dos mulas para traer leña de encino; a la hora en que regresé ya tenía listos los cuchillos

y una mesa en el patio donde destazaría a los animales. Vi con qué facilidad introdujo el cuchillo en

el pescuezo de ambos chivos, sin darles tiempo de gritar. Observé cómo la sangre brotaba en

torrente, señal de que había tocado directo el corazón. Luego los colgó de sus patas traseras, hizo un

orificio en una de ellas y sopló por allí con gran fuerza. Trazó con pulso firme las líneas para

arrancar la piel y luego la jaló; parecía que les quitaba la camisa o una chamarra por la facilidad con

que la piel se desprendía. Palpó con sus dedos las coyunturas donde se unían las distintas partes del

cuerpo y luego las cortó con suavidad; en unos minutos los chivos quedaron desmembrados en

Page 84: Agudo, Noe - Dias de Azoro

varias piezas que depositó sobre unas amplias hojas de platanar, mientras otro peón preparaba las

piedras candentes en el enorme agujero donde se cocerían.

—Pregunta a tu papá si podemos bañar la carne con cerveza y jugo de naranja —me

pidió—, dile que así quedará más suave y sabrosa. Luego la cubriremos con la salsa y las hojas de

aguacate.

Cuando regresé para decirle que sí, lavaba meticulosamente las piezas. En una bandeja

había separado las vísceras, pues no sabía si se aprovecharían. A mí me gustaban las tripas secas de

cabra, especialmente si se secaban durante cuatro o cinco días al sol. Me encantaba comerlas

doraditas y crujientes después de asarlas sobre el comal; era lo que más me gustaba de la carne del

chivo. Sonrió cuando se lo comenté y dijo que entonces iríamos a lavarlas. El problema de preparar

las vísceras es que requieren mucha agua para limpiarlas bien y hay que sufrir para acarrear el

líquido. Por eso me pareció muy práctica su propuesta: sólo haríamos un viaje para llevarlas al

arroyo y así podíamos disponer de toda el agua que necesitáramos.

Muchos trucos aprendí ese día, pero sobre todo pude saber algo más de Avendaño: vi la

habilidad con que usaba una varita para volver el envés de las tripas y luego lavarlas perfectamente;

noté cómo buscó un hueco para vaciar los restos de comida de los otros órganos y nunca permitió

que fueran directamente al arroyo (“para que no la coman los camarones de allá abajo”, dijo,

señalando hacia la costa); cortó la hiel con gran facilidad y separó muy bien cada pieza; ni siquiera

las moscas, que se arracimaban en auténticas nubes cuando lavábamos estas vísceras en casa,

tuvieron la oportunidad de acercarse. Cuando las primeras llegaron todo había quedado limpio y

nosotros ya nos retirábamos.

—¿Ha sido carnicero? —me atreví a preguntar.

—Algo así —respondió Avendaño, pensativo, y luego volvió a su mutismo.

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4

No sólo para nosotros, sino para el pueblo en general, él se volvió parte de la familia. Iba a trabajar

con mi padre, lo acompañaba en sus viajes, solían ir a campear y dar sal al ganado que por entonces

aún teníamos en las tierras templadas. Si se realizaba algún trabajo poco común, él parecía saber de

todo: albañilería, carpintería, despulpar el café, preparar el fertilizante, cavar cajetes, hacer la

almáciga y, por supuesto, sembrar los cafetos. Lo que me inquietaba era su silencio, su afán por

estar solo, siempre aislado y en las sombras.

Un día vinieron las autoridades municipales a hablar con mi padre. Le preguntaron si el

hombre se quedaría a vivir en el pueblo, porque si era así debía cumplir con todas las obligaciones

de un comunero, es decir, las de un habitante asentado plenamente en Sierra Sur. Haber construido

la carretera nos puso en contacto con la ciudad, pero también abrió las puertas para que los jóvenes

se fueran. Aún quedaba mucha tierra virgen y fértil, sobre todo en la parte alta de la sierra, pero

todos querían ir a la ciudad, a trabajar o al menos a conocerla, y por eso siempre faltaban hombres

para realizar las tareas del municipio. Además, trabajar allí representaba una gran pérdida: no había

ningún pago y se desperdiciaban días preciosos que se requerían para la siembra, la cosecha o la

limpia de los cultivos.

Por eso mi padre prometió hablar con Avendaño, y los del municipio señalaron incluso el

lugar donde podría construir su casa y el terreno que se le otorgaría para cultivar su parcela. Nadie

se preocupó por saber de dónde venía ni quién era, sólo esperaban que fuera un buen contribuyente,

es decir, un nuevo habitante.

La primera responsabilidad cívica para adquirir la total ciudadanía en Sierra Sur era fungir

como topil o policía, si se era alguien que no sabía leer ni escribir, como era el caso de Avendaño.

Los otros trabajaban como empleados o escribientes. A aquellos les correspondían los trabajos más

duros: ir a recoger algún muerto en un paraje lejano. A veces el cuerpo llevaba varios días en el

lugar y lo hallaban descompuesto y con un hedor espantoso; otras, si había fallecido recientemente,

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el cadáver pesaba como si fuera de piedra y había que subir con él a cuestas por varios cerros.

Siempre llevaban una botella de mezcal para beber de tanto en tanto y olvidar así el “olor a muerto”

que se les impregnaba en las ropas. A los policías les correspondía también aprehender a los

delincuentes, pero no era lo mismo detener a un borrachín que a un asesino sanguinario armado con

rifle y machete. Su equipo parecía una broma, pues se componía de un chicote trenzado con el

miembro viril seco del buey, y un garrote pulido de caoba. Con estas “armas” cumplían su labor.

Pero pronto Avendaño iba a demostrar para qué servía él.

Una tragedia había ocurrido en el poblado por aquellos días: Otilia, una joven cuya mayor

desgracia, aparte de ser hija única entre hermanos varones, era ser la más hermosa, había sido

entregada por su padre al más inesperado de los múltiples pretendientes que tenía. De forma

inexplicable, el padre había rechazado al más rico, al más valiente, al de mejor reputación, a los

hijos de sus amigos queridos, y la entregó a Cándido, el menos agraciado. Tal vez por ser como era:

apocado, pacato, de orígenes oscuros y tímido hasta la irrisión. Las muchachas se burlaban de él

cuando vestía sus albos calzones de manta y dejaba escapar de la bolsa una puntita del paliacate

rojo para anunciar su soltería. Bueno, pues a este gris individuo le fue entregada la joven de todos

tan deseada, tal vez sólo para que cumpliera su destino.

Pronto se reveló que la humildad de Cándido escondía una inseguridad fatal. En cuanto se

casó con Otilia la llevó a su casa para no dejarla salir nunca más. Resultó un hombre celosísimo,

desconfiado de las mismas aves que, imaginaba, podían haber sido entrenadas para llevarle secretos

mensajes en sus cantos a su mujer. Ella, además de ser la hija mimada de un comerciante bien

instalado, había sido la reina de múltiples celebraciones, la primera en ser invitada a bailar en todas

las fiestas, y amiga de varias muchachas con quienes conversaba en el corredor mientras el padre o

los hermanos atendían la tienda. Así que pasar de esta vida al encierro, y casada contra su voluntad,

como ocurría con la mayoría de las mujeres de la región, se transformó en una ordalía sin fin.

Un día nos enteramos que fueron los propios celos de Cándido los que le dieron al fin su

libertad. Tal vez porque no podía concebir tener una mujer hermosa siempre encerrada, porque

sabía que no la merecía, o irritado por su silencio contumaz, el individuo simplemente la mató. Fue

aprehendido sin oponer ninguna resistencia, se dejó conducir mansamente a la cárcel, y de allí salió

Page 87: Agudo, Noe - Dias de Azoro

atado hacia el penal de la ciudad más próxima, donde el juez le impondría la pena. A Avendaño y

dos policías más les correspondió llevarlo por un camino que tomaba diez horas: bajar hasta el Río

Grande, atravesar después dos ríos de menor caudal, subir la siguiente cordillera para continuar por

sus cumbres y entonces volver a descender hasta llegar a las tierras calientes de la costa.

Contaron los policías que Cándido iba llorando. Al llegar al primer río se compadecieron de

él y le ofrecieron desatarlo para que fuera mejor, sólo mantendrían atadas las cuerdas de la cintura.

Entonces él dijo:

—Miren, paisanos, lo que he hecho no tiene perdón, y si lo tuviera yo no me lo podría

perdonar nunca. Viviré encerrado, sufriendo cada segundo de mi vida al recordar lo que hice. Por

eso les pido un favor, sólo un gran favor: mátenme aquí mismo, no tiene caso que me lleven.

¡Háganme ese favor! ¡Mátenme por favor!

Asombrados, los hombres nada respondieron y se miraron entre sí. Cuentan que Avendaño

entrecerró sus ojos mientras lo observaba fijamente. “¡Vámonos!”, dijeron, y empezaron a cruzar el

río. Entonces Avendaño se adelantó un poco, hizo el ademán de que se detuvieran, sacó su machete

y de un tajo limpio voló la cabeza de Cándido.

—Saquémoslo del río —dijo—, no quiero que se lo coman los camarones allá abajo.

Y señaló hacia la costa.

Page 88: Agudo, Noe - Dias de Azoro

5

Nunca fue bravucón sino todo lo contrario: siempre sencillo, amable, comedido, paciente y

respetuoso. Cuando me enteré de su acto pude comprender algunos de sus extraños hábitos: su

mutismo, su afición por las sombras, su aislamiento y la manera siempre silenciosa con la que se

movía; eran los rasgos de un asesino, sólo que él no mataba por odio ni venganza, sino porque eso

es lo que mejor sabía hacer y lo consideraba algo natural. Nadie reclamó la muerte de Cándido ni lo

requirieron las autoridades de la ciudad. En ese aislamiento vivíamos.

Avendaño continuó prestando sus servicios y durante la semana que no lo hacía iba a

trabajar con mi padre. Nunca le tuve miedo, pues la gente que conocía el suceso sabía que lo había

hecho más como un rasgo de compasión que de crueldad. Así que continuó entrenándome: me

enseñó a reconocer las huellas, aun sobre terrenos pedregosos, donde parecía que nada quedaba

grabado. Me dijo cómo evitar el escándalo de las urracas, si quería llegar por sorpresa a algún lugar

y cómo debía caminar por los arroyos donde abundaban esas aves; me mostró cuáles recodos de los

caminos eran los más peligrosos, y me enseñó cómo cruzarlos si representaban algún riesgo; cuándo

debía arrojar la luz de la lámpara, por la noche, si quería sorprender a alguien que acechara. Me

habló del miedo y cómo aprovecharlo, tanto del propio como del que uno podía causar. Mi padre

parecía no darse cuenta, pero creo que sabía todo, porque cuando me empezó a enseñar a tirar, él

mismo le dio la caja de cartuchos y la retrocarga.

Así como llegó, un día decidió irse. El terreno que el municipio le había entregado quedaba

en la parte más alta de la sierra. Cuando alguien subía a la cima veía al pie del despeñadero un

puntito rojo desde el cual se elevaba un delgado hilo de humo blanco. Era la choza cubierta de tejas

de Avendaño. Hasta allí se había remontado para vivir en paz. En cuanto logró la residencia pidió

permiso a mi padre para tratar de hacer su “propia vida”. Dijo que estaba en deuda con él y que lo

consideraría siempre su amigo. Mi padre lo alertó sobre ciertas personas que ya sabían quién era;

tendría que ser muy cuidadoso, le dijo, y procurar no hablar con nadie. Él respondió que ya lo sabía

y por eso precisamente se quería apartar. “No quiero comprometerlo”, dijo.

Page 89: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Alrededor de los diez años me sacaron de la sierra y me llevaron a la ciudad. Fue un hecho

que nunca he comprendido. Aún hoy me sigo preguntando por qué tuvo que ser así. De cualquier

forma, hicimos el camino a pie, así que al pasar por la cumbre de la montaña donde vivía Avendaño

divisé por última vez su ranchito. No lo volví a ver, pero rescatando los fragmentos de alguna

conversación que escuchaba cuando ocasionalmente volvía, siguiendo los múltiples rumores, las

referencias vagas cuando alguien moría asesinado, o entendidos tácitos que apuntaban hacia la

montaña, pude seguir su historia.

Supe, por ejemplo, que era de algún poblado remoto del nuestro, de una región conocida

como la Mixteca Baja. Habían asesinado a su familia completa cuando él tenía doce años. Huyó a la

ciudad donde fue peón de albañil, chofer, mesero y estuvo cinco años en la cárcel. De allí lo rescató

una gavilla de criminales que lo adiestró en su mismo oficio. Anduvo algunos años con ellos pero

luego siguió su propio rumbo. Así fue como llegó a la costa, donde se dedicó a domar mulas y

caballos cerreros; también hacía “trabajos” que, dependiendo de quien fuera y el motivo, a veces ni

siquiera los cobraba. El machete más que el rifle era su instrumento favorito. Nunca mató a nadie

por conveniencia propia, ni siquiera cuando lo provocaban o lo retaban abiertamente. Prefería

apartarse en silencio y por su sigilo le comenzaron a decir La Onza, como llaman los paisanos a los

pumas de la región. Se sabía que era un instrumento de venganza y de justicia para quien se las

quisiera tomar por sus propias manos. Allí lo conoció Filadelfo, quien lo envió con mi padre.

En Sierra Sur siempre hemos tenido matones, algunos sanguinarios. Nadie de ellos

sobrevivía, todos eran asesinados tarde o temprano, pero siempre aparecían otros. Empezaban por

robar ganado, por pelear límites de tierras, por cobrar venganzas y casi siempre solían arrastrar a la

familia completa en este destino atroz. Fue lo que le sucedió a los Ruiz, el viejo y sus cuatro hijos:

Peralto, Medardo, Vicente y Juan. Vicente y Juan, por cierto, fueron conmigo a la escuela. Nunca

percibí la sombra sangrienta que los envolvería más tarde y muchas veces fuimos a bajar cuiles.*

Juan era como una ardilla para trepar a los árboles altos y lisos. Sin embargo, muy pronto seguimos

sendas diferentes. Yo me fui con mi padre a El Peñasco y nunca más volví a ver a ese niño que se

*Macuil o cuil: se conoce así al fruto de un hermoso árbol que crece alto y liso; sus ramas comienzan sólo a diez o quince metros. Pareciera que saben esconder muy bien sus frutos, unas enormes vainas como de grandes ejotes que en su interior guardan granos cubiertos por una sustancia blanca y algodonosa, de un sabor delicioso y dulce. Los árboles proporcionan también excelente sombra a los cafetales.

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transformaría en un delincuente cruel. Siendo ya adulto, un día lo encontré por el camino. Iba

desnudo de la cintura hacia arriba, con el enorme machete colgado de la silla y montado sobre un

brioso caballo. No me saludó ni yo lo reconocí, sólo se me quedó mirando con desconfianza y me

pareció natural, pues yo era casi un extraño en el poblado después de tantos años de vivir fuera. En

ese entonces era ya un maleante temido al que nadie se atrevía a enfrentar.

Pero quien primero murió fue su hermano Peralto; se metió con una mujer casada. El

marido se dio cuenta y soportó en silencio la humillación. Un veinticuatro de noviembre, en las

vísperas de la Gran Fiesta de Sierra Sur, un grupo de jinetes arrancaba las cabezas de gallos vivos

que colgaban de una cuerda en el camino principal. Peralto montaba un gran tordillo y cuando tocó

su turno no alcanzó a coger la cabeza del gallo, aunque casi iba de pie sobre los estribos; el caballo

se asustó, no obedeció el freno y se lanzó incontenible por el camino. La gente se carcajeaba

estruendosa y Peralto regresó para saber quién había elevado la cuerda. Creyó que el marido de su

amante era el culpable y le echó encima el caballo. El hombre ofendido logró atrapar su brazo, y en

un movimiento inaudito lo arrojó hacia abajo del paredón. Peralto cayó de cabeza y se estrelló

contra la roca. En esta ocasión el marido sí logró coger la cabeza del gallo.

El segundo hermano, Medardo, descubrió al igual que muchos que el cultivo de mariguana

lo podía volver rico; el problema era que también la fumaba y combinaba con mezcal, y esto le

impedía estar alerta. Todo mundo sabía que violaba, asesinaba y obligaba a vender su producto,

pero nadie hacía nada. También sabían que un perro con rabia era mucho más pacífico que

Medardo, cuando enloquecido aullaba maldiciones por los cerros. En ese estado un día lo sorprende

un pelotón de soldados. Envalentonado y desquiciado por una mezcla que él ha inventado con

mariguana, mezcal y unas semillas alucinantes que los curanderos del sur usan para “ver”, y que él

llamaba “yerba maistra”, acude a su arsenal de rifles, pistolas y dos metralletas. Se siente invencible

y enfrenta a mansalva al pelotón, y cae cocido por no menos de cien tiros.

A Vicente y Juan les corresponde un final menos apresurado. A Vicente lo recuerdo burlón,

mechudo, con unos pocos dientes pero grandes como los de un caballo. Juan es delgado, nervudo y

despiadado. Son los más chicos y por eso sobreviven a sus hermanos, pero ya se han labrado el

mismo fin. Una sola escena da cuenta de ello: Juan se ha enterado de que un humilde muchacho

Page 91: Agudo, Noe - Dias de Azoro

vendió su única yunta. Va a su rancho, lo espera por el camino, lo encuentra. “Dame todo el

dinero”, le exige. El muchacho va mansamente por el dinero y se lo entrega. “Ahora híncate”, le

ordena. El otro lo hace y entonces Juan le descerraja un tiro en la cabeza. Todo esto lo contempla la

mujer del difunto.

La gente, harta de robos, asesinatos y otros estropicios, le recuerda a los del municipio que

allí está Avendaño, agazapado en la montaña. No se sabe cómo lo convencen, pero el solitario

matón baja. Serían las tres de la tarde de un sábado cuando alguien avisa que los hermanos han

llegado a su casa. Le dan como apoyo tres policías, ahora sí, armados con rifles, y van sobre los

delincuentes. Estos huyen, pero Avendaño sigue sus huellas. En un recodo los topa de frente. Los

hermanos levantan sus rifles y disparan. Avendaño los mira imperturbable y entonces alza su vieja

carabina y destroza uno a uno los cráneos de ambos.

Los cuatro hermanos muertos han engendrado una numerosa prole, que se propone vengar

en Avendaño la muerte de padres y tíos. Sin preocuparse, el hombre vuelve a su ranchito y los

espera pacientemente. Allí lo van a buscar los del municipio cada vez que lo necesitan, y no pocos

particulares. Su fama se extiende y por el sigilo con que se mueve, por vivir en la montaña y por el

mito que corre de que inmoviliza con su mirada, todos lo conocen como La Onza.

Un día se cansa de esperar y decide regresar a su pueblo, en el que cree que ya nadie lo

recuerda y podrá vivir en paz. Ninguno supo cuándo se marchó y sólo se percataron de que la casita

estaba deshabitada cuando la hierba cubría sus alrededores. Y hasta allí supe de él.

Lo que sigue lo infiero de la carta que me envió mi hermana y de algunas partes del corrido

que escuché en aquella población, donde aún adoran a la virgen cuyo culto estudió la antropóloga

francesa.

Los Ruiz incluían una mujer, nacida entre Vicente y Juan, y que milagrosamente parecía

haber escapado de la suerte de los hermanos. Por el temor que ellos provocaban, o por decisión

propia, permanecía soltera y casi nunca se mostraba. Se dedicó a cuidar al viejo Ruiz, quien vio

Page 92: Agudo, Noe - Dias de Azoro

morir uno a uno a sus hijos sin que la muerte lo recordara a él. Al final fue esta solterona quien tuvo

que convocar a los sobrinos para decidir lo que debían hacer.

Unos dicen que ella los dirigió personalmente; otros que sólo los azuzó, pero lo que sí se

sabe con certeza es que fue ella quien anduvo averiguando por la región de la costa y varios pueblos

de la sierra hasta localizar a Avendaño. Aun viejo, él había vuelto a su oficio, así que no le fue

difícil acercársele, pretextando vengar a su marido. Después de hallarlo se reunió con los sobrinos y

los llevó hasta él, que por suerte vivía otra vez solo. Dicen que lo cazaron en el recodo del camino

que llevaba a un potrero. El viejo matón olvidó las precauciones y ese día iba montado. Allí nomás

lo tiraron bajo una lluvia de plomo. Cargaron con su cuerpo durante tres días a través de la sierra y

lo arrojaron en pedazos a la puerta del municipio.

Esto último no lo mencionaba el corrido sino la carta. Y yo sólo espero que Avendaño no

haya tenido hijos. En cuanto a Filadelfo, me enteré hace poco que también había muerto, así que

nunca podré saber por qué lo recomendó con mi padre. Yo igual, soy un viejo ahora, pero aún trato

de hallar los fragmentos perdidos de esa infancia interrumpida.

Page 93: Agudo, Noe - Dias de Azoro

El hombre que podía mirar lejos

A mi padre, quien supo cumplir con su pueblo,

con su familia y consigo mismo

na voz misteriosa me dicta cuando se empalman imágenes, sensaciones, recuerdos. Puede ser

un aroma, una palabra, el armonioso susurrar del viento entre las frondas, el caer de las gotas

en el suelo, la quietud de la luna y el silencio. Esta vez, por ejemplo, la voz me ha sorprendido

mientras velaba el apacible sueño de mi perro. Un animal dormido no es sólo sosiego, sino también

confianza, entrega, aceptación. ¡Tantos trabajos, empeños y fracasos para descubrir en este sueño

cierta forma de plenitud: confiar en el momento, entregarse al reposo, aceptar un destino! A mi

memoria vino nítida, precisa, aún con su persistente aroma de tragedia, esa lluviosa tarde de

septiembre.

Mi madre lloraba en silencio, una buena mujer la consolaba y nosotros —mis dos hermanas

y yo— mirábamos sin comprender. La voz de mi madre sonaba débil, abatida, como si toda la

pesadumbre del mundo fuera suya. Algo pude entender.

Por la mañana se habían llevado a mi padre. Un piquete de soldados rodeó la casa y su

sueño, y en la indefensión de la madrugada lo aprehendieron y ataron. Con la urgencia que inspira

el miedo, nada quisieron saber de sus derechos, de garantías o leyes; simplemente lo ataron y se lo

llevaron.

“Nada pasará, comadre, sea usted fuerte, pronto regresará” escucho decir a la mujer. La

niebla vaporosa se mete por la puerta y por las ventanas de esta casa que hoy siento oprimida y

enlutada. Las gotas que escurren por el tejado y caen entre las tinajas producen un sonido lúgubre.

Han empezado a croar las ranas en el patio. Pronto anochecerá y la neblina se transformará entonces

U

Page 94: Agudo, Noe - Dias de Azoro

en la húmeda capa de un fantasma. ¡Qué gran dolor, qué enorme pérdida habrá sufrido en vida

quien arrastra tras de sí tanto pesar, frío y desolación!

Después que se lo llevaron, aún oscura la mañana, mi madre fue a la casa del síndico, del

regidor, del alcalde. Nadie se había dado cuenta del secuestro, así que fueron ligando los

antecedentes: el grupo de inconformes con la construcción de la carretera, su abierto desafío a los

acuerdos de la población, la provocadora afrenta a un grupo de trabajadores y las amenazas que han

deslizado. Al seguir las huellas de los militares descubrieron que habían acampado en el lugar que

sólo un conocedor del terreno pudo recomendar: oculto, aunque cercano al poblado para llegar

rápido, efectuar la acción y salir sin ser vistos. Ahora se dirigían hacia el poniente, al presidio de la

costa, donde seguramente tenían planeado llegar al anochecer. Los munícipes acordaron que una

comisión encabezada por Filadelfo siguiera sus pasos para llevarle ropa, buscar qué se necesitaba

para su liberación y mientras tanto hacer notar su presencia, por si intentaban asesinarlo por el

camino.

Mi madre nos contempla y pide que la abracemos. Nos mira uno a uno, quiere decirnos algo

pero su voz se ahoga en el sollozo. Tal vez nos ve indefensos, solos, desamparados, y su congoja se

hace mayor. Tal vez nos imagina creciendo en la orfandad. Entonces la mujer nos lleva a la cocina,

pide que nos sentemos mientras ella calienta algo. Yo quiero saber más y le pregunto: “¿Por qué

doña Licha? ¿Por qué se lo llevaron?”

Ella dice, para consolarnos, que pronto volverá, que no debemos estar tristes. Nos mira

compasiva y pide que comamos. Trata de decirnos algo, pero sólo murmura como para sí misma:

“Envidias, rencores. Lo peor que se da entre nosotros. Lo que nos hace viles. Vean a un presumido

y ése es el más envidioso. Los que ahora ríen, esos fueron”.

—Pero, ¿por qué doña Licha?

—Coman algo, yo les contaré una historia con la que podrán comprender:

Page 95: Agudo, Noe - Dias de Azoro

“Hubo una vez un lugar donde todo empezó a salir mal. Sus habitantes se desvivían y

luchaban por tener seguridad y bienestar, pero cada vez más problemas surgían y menos seguros

vivían. La tierra ya no daba frutos, el ganado moría de hambre, la gente cercaba los campos; día a

día acaparaban más y más tierras con codicia, pero éstas ya nada producían. El ganado hambriento

brincaba o derribaba los cercados y esto generaba reclamos, peleas, venganzas. Peleaban por un

milímetro de tierra, envidiaban cualquier logro. Mientras más querían mejorar, más complicaciones

creaban. Cercaban sus parcelas, ponían muros a sus patios y no dejaban de espiar a sus vecinos.

Crecieron los disgustos, la envidia y la desconfianza. La población, antes trabajadora, amistosa y

unida, empleaba ahora su tiempo para vigilar a sus vecinos, para exhibir mayor fuerza y para cuidar

sus pertenencias. Todos vivían en el desasosiego.

“Había un hombre que podía mirar muy lejos. Él pudo darse cuenta de lo que les pasaría si

continuaban viviendo de ese modo. Así no lograremos más que pelear y exterminarnos, les dijo. Si

quieren alcanzar el bienestar y la seguridad tendremos que ir detrás de aquellas montañas; allá están

el bienestar y lo que necesitamos para vivir seguros. Pero para que todos podamos ir necesitamos

construir un camino; hagamos primero ese camino.

“—¿Qué le pasa a éste? ¿Pueden creerle? Durante siglos hemos vivido bien aquí y nadie ha

tenido que salir. Además, ¿quién podrá romper la montaña? Eso es algo imposible. No debemos

hacer caso a semejante locura.

“Pero si todos participamos lo podremos lograr —dijo el hombre—. Vean: si no hacemos

nada, pronto se acabará el espacio. Cada día somos más, cada día necesitamos ir a trabajar más

lejos, debemos aprender a aprovechar mejor lo que tenemos. Si antes nadie se había propuesto

romper la montaña es porque la tierra nos alcanzaba, hoy ya no es suficiente. Si seguimos así

continuarán las peleas y terminaremos por acabarnos nosotros mismos. Algunos le creyeron, otros

dudaron y unos pocos se opusieron tenazmente.

“—Dinos —preguntaban los que dudaban—, ¿cómo puedes asegurar que allá están el

bienestar y la seguridad? ¿Has estado allí? ¿Cómo son el bienestar y la seguridad?

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“Sí, he estado allí, les contestó el hombre. Allá están los conocimientos, las semillas y el

abono para aprovechar mejor la tierra, esto nos dará el bienestar; también están las leyes, las

medicinas y la educación que nos permitirán vivir sanos, en armonía y respeto; somos muchos,

hemos perdido nuestros viejos conocimientos, ya no podemos vivir sólo con nuestras costumbres;

necesitamos leyes, medicinas, educación. Eso nos dará seguridad.

“Para muchos sus palabras eran ciertas, mostraban un buen sentido. Las tierras eran muy

delgadas, el maíz apenas crecía. En la época de los antiguos, recordaban, las milpas eran tan altas y

la tierra era tan fértil que una sola planta daba cuatro o cinco mazorcas; en el mismo terreno crecían

el frijol, chiles, diversos tipos de tomate, chía y camotes. El ganado se reproducía en abundancia; el

campo era siempre verde, ninguna vaca invadía los cultivos. Tampoco había disputas por los límites

ni mucho menos amenazas de muerte o peleas entre los vecinos.

“La mayor parte de la población estuvo de acuerdo, apoyarían al hombre para abrir el

camino. Otros se opusieron, no quisieron creerle ni colaborarían con su trabajo. El hombre les habló

nuevamente y les pidió que pensaran en sus hijos, en sus nietos y en todos los que venían y estaban

condenando a padecer. Por fin cedieron un poco y dijeron que aceptarían sólo si toda la población

apoyaba la propuesta. Bastaría con que uno solo no quisiera, dijeron, para que la carretera no se

construyera. Igualmente, si nadie se oponía todos se comprometían a trabajar. Los más entusiastas

se encargaron de convencer a los remisos y a los que se oponían tenazmente. Los convencieron

mediante el ruego, las zalamerías e incluso el ofrecimiento de que trabajarían en lugar suyo cuando

algo les impidiera asistir. La finalidad era que todos apoyaran la idea y se mantuvieran unidos, pues

eso despertaría un mayor entusiasmo entre la población.

“Llegado el día en que el pueblo tenía que decidir, la mayoría estuvo de acuerdo. Los pocos

en desacuerdo debieron aceptar públicamente que trabajarían igual que todos. Así fue como

jóvenes, adultos y aun ancianos empezaron el camino. Con machetes, palas, barretas y azadones

salían por las mañanas. A cierta hora del día las mujeres acudían con los alimentos y hacían fuego

para que todos comieran. En ese momento los hombres descubrían que estaban recuperando una

tradición perdida hacía mucho tiempo: la de la convivencia amistosa donde el trabajo y los

alimentos eran comunes, había bromas y risas y sentían que a todos los hermanaba el mismo

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propósito. Como los instrumentos de trabajo eran pocos y rudimentarios, se organizaron en grupos

para laborar por semanas. A algunos les tocaba un terreno suave o llano, otros tenían que acometer

inclinadas y pedregosas subidas, pero nadie rehuía sus tareas y todos trabajaban con el mismo

ánimo.

“Pero el resentimiento de aquellos que habían fracasado en su propósito por impedir la

construcción no había desaparecido. Sentían el acuerdo de la mayoría como una imposición y sólo

esperaban un buen motivo para cancelarlo definitivamente. Éste se les presentó cuando todos vieron

el primer tramo del camino: amplio, limpio y parejo; eran unos cuantos centenares de metros pero

se veía hermoso. Entonces hallaron un modo de esparcir la envidia y el desánimo: ¿Vieron lo que se

había logrado durante tantos días de trabajo? ¿Y aun así creían que se podía lograr? ¿Cuántos años

se necesitarían? Miren la montaña —decían— y piensen si esa locura es posible: monte grueso,

cerros infranqueables, enormes peñas, hondos abismos, kilómetros y kilómetros de piedra dura.

¡Cómo creen que lo lograrán! Además, dense cuenta que debemos construir ese camino hasta más

allá de las montañas azules, donde ni siquiera la vista alcanza a llegar. ¡Digan si eso es posible! ¡Al

carajo, yo mañana ya no vendré! Y arrojaban la pala o la barra para dar mayor énfasis a sus

palabras.

“Pronto se propagaron la duda y el desaliento. En los siguientes días comenzaron a faltar, a

llegar tarde o a ausentarse durante largas horas. Un día se presentó solamente el hombre que miraba

lejos y más tarde su esposa, ella nunca dejó de llevarle la comida. El camino había llegado hasta un

agreste paraje donde vivía una anciana solitaria. Cuando vio trabajar al hombre solo, infatigable, le

preguntó por los demás. Él respondió que tal vez habían enfermado o tuvieron algún problema, pero

seguramente mañana se presentarían.

“—No será así —dijo la anciana—, a menos que yo te ayude. Has iniciado una obra útil, tu

idea es buena y eres trabajador, yo te ayudaré.

“—¿Usted? Se lo agradezco, madre, pero este trabajo es muy rudo. No creo que pueda

levantar el pico o llevar una carretilla con tierra. Gracias, pero ya vendrán mis compañeros.

Page 98: Agudo, Noe - Dias de Azoro

“—Sí, yo me encargaré de que vengan, así es como te ayudaré —dijo la anciana, y se alejó

con una sonrisa traviesa plasmada en su arrugado rostro.

“La anciana era una curandera a la que todas las mujeres respetaban y apreciaban.

Discretamente recorrió cada una de las casas de la población; habló con las esposas, hermanas e

hijas de los hombres y las convenció de su idea. Al día siguiente todas se levantaron más temprano,

hicieron sus labores domésticas y luego se dirigieron con palas, picos y barretas a trabajar en el

camino; llevaron a sus bebés, alimentos y a sus niños mayores para que les ayudaran. Trabajaron

como hormiguitas incansables y no regresaron sino hasta el anochecer. Sorprendidos, los hombres

se disgustaron, algunos intentaron reprocharles, pero al ver la inesperada rebelión de unas mujeres

antes siempre sumisas, y al constatar su inquebrantable decisión, prefirieron callar. Les rogaron que

ya no fueran los días siguientes porque ellos volverían. A la semana siguiente todos los hombres

regresaron. En sus caras se notaba la vergüenza y el arrepentimiento. Trabajaron con más

entusiasmo que nunca para olvidar su intento de deserción y a la hora de la comida volvieron a

disfrutar sus chanzas, recobraron su sentimiento fraternal, y el hombre que miraba lejos supo que la

construcción del camino era irrevocable.

“Eso le pasó a su papá. Él es ese hombre que sabe mirar muy lejos. Regresará y todos los

que no estén de acuerdo con él, o lo odien, se arrepentirán de lo que han hecho. Son los presumidos

y envidiosos, los que no soportan que un hombre pueda ser respetado y obedecido por los demás.

Yo sé que ahora deben estar en la cantina fanfarroneando de lo que han hecho, pero mañana,

cuando se les pase la borrachera, andarán como perros asustados: con la cola entre las patas.

Entonces sus mismas mujeres les reclamarán lo que han hecho, más todavía cuando yo les platique

cómo están mi comadre y ustedes. Vayan con ella y no estén tristes. Acompáñenla. Pronto las cosas

cambiarán, yo se los prometo.”

Las palabras de esa astuta mujer disminuyeron mi pesar y mi miedo en esa tarde lluviosa.

Con el transcurso de los años fui completando la historia, tal vez ya conocida por lo previsible que

suele ser: los desengaños y traiciones que acechan a un hombre cuando decide hacer algo por los

Page 99: Agudo, Noe - Dias de Azoro

demás. Acaricio el lomo de mi perro dormido y sé que de esta acción sólo puedo recibir

agradecimiento y fidelidad; no así de los hombres, tan imprevisibles y vanos como somos. Siempre

que se haga algo por los demás, no importa la dimensión de esa acción —un pronombre indefinido

puede abarcar desde minucias hasta el todo—, quien lo haga debe saber que lo único seguro que lo

aguarda en algún recodo es la decepción. Y si bien de una niñez difícil conservamos no tanto

recuerdos sino cicatrices, que se vuelven formas de ser, trataré de reconstruir el desenlace.

Siendo presidente municipal, mi padre propuso construir la carretera de la que todos los

gobiernos se desentendían, marginados y olvidados como vivíamos. Como siempre, hubo quien

aceptó alborozado la propuesta y hubo quienes la rechazaron por considerarla imposible o inútil, o

ambas. Era regla sabida en esa población que cuando una propuesta era acordada por la mayoría, se

volvía una ley para todos. A ese principio se sujetan quienes viven bajo los usos y costumbres. Pues

bien, a un grupo de opositores recalcitrantes a la construcción del camino se les aplicó una multa,

que ellos tomaron como una afrenta y una colaboración que los socavaba. Alegaban no tener

recursos ni tiempo para trabajar en la carretera, aunque sí los tuvieron para pagar un picapleitos que

los hizo entablar una demanda por abuso de autoridad; los aleccionó también a entregar dinero

suficiente para que, sin proceso de por medio, el ejército entrara en la sierra a detener a un hombre

pacífico, elegido por ellos mismos como su representante, como si fuera un enrevesado asesino.

Aportaron indicaciones de su exacta ubicación, las personas con quienes vivía, mejor hora para

sorprenderlo, y uno de ellos aceptó guiarlos para cometer precisa, eficaz y rápidamente la villanía.

Temían que la población se opusiera a su detención y secuestro.

No obstante la aceitada disposición del juez, la contante participación de un mando militar

medio y la abyecta colaboración de los demandantes, la farsa no pudo prosperar aunque pudieron

representar muy bien el primer acto. El cabildo completo se presentó a reclamar a su presidente,

nadie sustentó la demanda y cuando la población entera pudo conocer los detalles de la calumnia,

aquellos simplemente desaparecieron. Todos comprendieron mejor que nunca la necesidad de

concluir la carretera. Fue un trabajo que duró años; aún hoy es necesario repararla cuando las

lluvias y derrumbes la dañan. Pero, como en el relato de la mujer aquí evocada, es una tarea que les

recuerda los años heroicos en que un grupo de hombres persistió en un mismo propósito, a pesar de

que parecía imposible, y hallaron en su logro el espíritu de la fraternidad y de la colaboración.

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Mi padre regresó a los pocos días con bien y tal vez degustando el veleidoso sabor de un

triunfo pasajero. Muchos problemas seguiría enfrentando, aunque yo ya no estuve allí para

conocerlos. Recuerdo que lo vi llegar cargando un largo bulto en su hombro. Era un enorme atún

rojo, ahumado, que mi madre colgó sobre el hogar de la cocina; de ahí lo fuimos comiendo poco a

poco y de pedazo en pedazo. También el otoño había llegado y con él un cambio central en mi vida.

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Regreso a Santa Cata

n día un hombre presiente que pronto llegará su fin. Reúne a su familia y le dice: “Este otoño

quiero visitar mi tierra, saludar a los parientes que aún me recuerdan, conocer a sus hijos y

nietos, visitar las tumbas de los que ya se han ido, despedirme de los paisajes de mi juventud…” La

familia asiente comprensiva. Sabe que el hombre es originario de un difuso poblado de las

estribaciones montañosas del sur, que fue arrancado de allí durante su juventud, enrolado en el

ejército, movilizado por todas las regiones del país y refugiado finalmente en esta ciudad como un

viejo oficial en retiro. Sus hijos y esposa lo escuchan. Ninguno se propone acompañarlo, saben que

el hombre, curtido en sus constantes encuentros con la muerte, ha vislumbrado con entereza su fin y

comienza a prepararse para el viaje definitivo, algo en lo que sólo él puede intervenir.

—¿Cuándo piensas ir? —pregunta su mujer.

—En octubre, cuando hayan levantado las cosechas. Me quedaré todo noviembre, para estar

presente en las fiestas de la virgen. También a ella le llevaré un regalo. ¡Hace tanto tiempo que salí

de allí!, y sin embargo aún sigo viendo los caminos, los montes, la neblina, las distintas temporadas.

Durante octubre se desatan los vientos del otoño, el campo se torna seco y pardo; en las partes altas

comienza a madurar el café y todo indica el fin de un ciclo. Para mí los tres últimos son los meses

más hermosos del año. Quiero pasarlos allá, y volver en los primeros días de enero.

—¿Cómo llegarás? ¿Crees que alguien te reconozca? —pregunta su mujer.

—He mantenido correspondencia con un sobrino lejano, ya le envié una carta anunciándole

mi propósito y sólo espero su respuesta. Creo que él ni siquiera había nacido cuando me sacaron de

allí, pero fue el único que acudió cuando mandé buscar a alguien de mi familia, cierta vez que mi

destacamento estuvo cerca de la sierra. Es un hombre instruido y contestará pronto, por eso tengo

que iniciar los preparativos para el viaje. Pero antes quise informarles.

U

Page 102: Agudo, Noe - Dias de Azoro

***

A mediados del siglo pasado aún había regiones desconocidas en el interior del país, poblaciones

remotas que sólo sus habitantes sabían que existían. No había ninguna forma de comunicación con

ellas sino llegar caminando directamente, o a lomo de bestias. Por eso sólo eran conocidas por

alguno que otro implacable cobrador de impuestos, por religiosos tercos y comerciantes

persistentes. Casi siempre lugareños hechos a las inclemencias del clima, expertos en la escabrosa

geografía, conocedores de atajos y veredas para recorrer la sierra, la costa y el valle con sus recuas

de mulas y asnos. Ellos intercambiaban mercancías y productos, llevaban los de la sierra a la ciudad

y traían de ésta los que no existían en la montaña: ropa, machetes, herramientas, rifles y otros

objetos industrializados. Los caminos eran difíciles, estrechos y peligrosos. En algunas partes se

avanzaba sobre la piedra viva, en otras entre enormes lodazales que desprendían las pezuñas de los

animales y en algunas más se caminaba entre lechos arenosos que hacían lenta la marcha y

generaban un enorme cansancio en los viajeros. A veces el correo también funcionaba, aunque

lento. Las cartas llegaban hasta la última población del valle y allí se quedaban esperando entre las

gavetas, hasta que por azar algún habitante de la serranía pasaba frente a las oficinas del correo.

Entonces salían corriendo tras él y le decían: “¡Hey, mira: hay muchas cartas para tu pueblo,

llévatelas!” Y así continuaban las cartas el viaje hasta llegar a sus destinatarios, gracias a la piadosa

acción de algún despistado que había asomado sus narices por allí.

Durante los años de la Revolución, cuando los grupos armados del centro o el propio

gobierno los necesitaban, entraban en la sierra para llevarse en leva a los hombres que juzgaban

aptos para la guerra. Simplemente amenazaban con fusilarlos si se negaban a ir y escarmentaban

con uno o dos para convencerlos. Así fue como salieron de su aislamiento los primeros hombres de

esas montañas. Como éste que hoy se dispone a viajar a ellas. Pero a la mitad de la centuria, y

pacificado el país, nadie se acordaba ya de esas poblaciones abandonadas, marginadas del progreso

y los servicios, persistentes en su soledad y en su terco afán de sobrevivencia. Santa Cata era una de

ellas.

Page 103: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Establecida en la parte más intrincada de la sierra, era la herencia de antiguos fundadores

que con sabiduría y tino habían elegido la mejor ubicación para aprovechar los dos climas

prevalecientes en la región: la parte templada de las tierras bajas y la humedad de las partes altas.

Asentada sobre el espinazo de una cordillera, casi escondida en un barranco, Santa Cata se había

erigido con los sobrevivientes de dos poblaciones destruidas por un terremoto ocurrido alrededor de

1850. Sin embargo, su peregrinaje inicial y su separación les habían llevado mucho más tiempo. La

historia fue más o menos así.

***

Al principio fue un grupo numeroso y cohesionado el que decidió abandonar los valles centrales.

Como muchos otros pueblos asediados al concluir la conquista, durante el siglo XVI , estaban

decididos a no mezclarse jamás con los hombres que habían llegado y se iban apoderando de las

mejores tierras. Por eso recogieron sus esteras, guardaron las mejores semillas, acomodaron sus

dioses y reunieron los utensilios que podían llevar. Había que refugiarse en los montes, no se sabía

por cuánto tiempo ni dónde, pero había que huir.

Sabían que más allá de las montañas estaba el mar y al llegar a la costa ya no había adónde

ir. Quedarse a vivir allí era continuar tan inermes como en el valle, por eso había que buscar entre

las montañas un lugar habitable pero a la vez inaccesible. En ese peregrinar y búsqueda de siglos

muchas familias se fueron quedando por el camino: en las márgenes de un río, donde existieran

manantiales o donde encontraran tierra fértil. Ellas dieron origen a los distintos poblados

desperdigados entre los cerros cercanos al valle y que sirvieron de puente entre éste y la sierra. Por

esta cercanía pronto perdieron sus costumbres, su lengua, sus tradiciones y numerosos

conocimientos; vivieron un retroceso; también se quedaron sin dioses, o al menos sin los rituales

con los que afirmaban sus creencias y obtenían el favor de sus deidades. Así, adoptaron dócilmente

la nueva religión que los frailes dominicos y franciscanos les llevaban, y ellos mismos tratarían de

convertir más adelante a sus más reacios compañeros montaña adentro.

Page 104: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Pero el grupo principal continuó. Con ellos iban los sabios, los libros antiguos que no

podían perderse, las piedras labradas que narraban su historia y sobre todo los dioses representados

en piedra y barro. Vivían temporalmente donde hubiera buena caza, en algunas regiones donde el

maíz, la chía y el frijol se reproducían en poco tiempo, permanecían casi siempre en las cimas para

poder otear el horizonte. Recuperaron su habilidad como cazadores y flechadores. Vagaron durante

muchos años, casi sin ropas, famélicos y diezmados por las enfermedades provocadas por la

humedad y el frío de los montes. Muchos hombres jóvenes y fuertes perecieron durante las

escaramuzas que tuvieron que sostener con quienes pretendían devolverlos al valle, para trabajar en

las encomiendas. Aprendieron a consumir frutos desconocidos, numerosas yerbas y tubérculos,

además de insectos y animales salvajes. Su peregrinaje les costó también la pérdida de muchos de

sus sabios, eran demasiado ancianos y en la lucha por la sobrevivencia había poco tiempo para

iniciar a otros más jóvenes.

No se quedaban en un mismo sitio, siempre continuaban errando. Un día hallaron una

montaña que parecía un mirador en el cielo: en la lejanía se apreciaba el horizonte infinito del mar;

hacia el sur y el norte se dominaban los erizados picos de las montañas, que se veían minúsculas

desde las alturas y parecía que se podían tocar con las manos; al oriente los abismos para llegar a la

otra cordillera parecían insalvables y esto les dio la certeza de que habían hallado por fin un lugar

seguro. Tuvieron la sensación de ser dioses al abarcar toda la tierra con la mirada; consideraron que

ése sería su nuevo territorio y por primera vez se sintieron a salvo.

De inmediato trazaron los espacios para el templo y el calpulle; no había más autoridad que

la del mandón y el reducido grupo de ancianos; cada hombre eligió su solar y ayudaron a las

mujeres que habían quedado solas a construir sus casas; desembalaron los ídolos y colocaron las

piedras labradas alrededor de lo que sería el templo; desmontaron los alrededores, procuraron que

no quedara ningún árbol alto porque atraen los rayos; abrieron amplios caminos para llegar a los

aguajes cercanos, y salieron en pequeños grupos para determinar dónde y qué sembrar porque las

lluvias estaban próximas. Algunos jóvenes volvieron por el camino que habían seguido para cazar

gallinas silvestres, faisanes, tapires y venados. Otros más se dirigieron a convencer a sus

compañeros rezagados para que continuaran, porque si se quedaban pronto los descubrirían y los

llevarían inevitablemente hacia ellos, como en verdad sucedió tiempo después.

Page 105: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Cuando ya no habitaban aquella cima, sino los dos poblados donde habían tratado de

incorporar el estilo de las construcciones mestizas, los más viejos recordaban los años de bienestar

que les había brindado ese paraíso suspendido en las alturas. El maíz se daba casi solo, bastaba con

quemar el monte y arrojar el grano para que la planta creciera enorme, con gruesas cañas que

sostenían tres o cuatro elotes; el frijol se enredaba en las cañas o crecía en pequeñas plantas

rebosantes de vainas; las guías de las calabazas se arrastraban por el suelo formando una estera

verde de la que uno podía cortar flores, frutos tiernos y las puntas de las enredaderas; con éstas

preparaban y aún cocinan un delicioso platillo. Cuando las cañas y las calabazas se secaban tenían

granos y frutos para todo el año; de pulpa exquisita, sumamente dulce, la calabaza se podía comer

cortada en pedazos o batida en una refrescante bebida; sus semillas servían para preparar deliciosos

guisos con carne de codorniz, pavos silvestres o iguanas; numerosas variedades de tomate silvestre

y yerbas comestibles aparecían entre la milpa, además de chiles, chía, quelites y otros productos

como los camotes blancos y morados. Cerca de la aldea se podía cazar y montaña abajo se

conseguía una gran variedad de frutos comestibles, dependiendo de la estación: ciruelas, gondoy,

macayumas, chirimoyas, anonas y cuiles. En los arroyos y ríos pequeños se podía pescar truchas,

ranas y cangrejos.

La aldea disfrutó años de riqueza, tranquilidad y bienestar. Durante muchos años los

habitantes del valle parecieron olvidarlos, a pesar de que por los pueblos cercanos a éste sabían de

su existencia. Aprovecharon la paz para desempolvar los libros antiguos y tratar de entender la

desaparición de su mundo; los viejos comunicaron las enseñanzas secretas a un nuevo grupo de

hombres; buscaron y aprendieron el empleo de plantas y semillas medicinales. Cuentan que fue allí

donde se descubrió el piule, una semilla poderosa que, molida en pequeñas cantidades —la que el

cuenco de la mano izquierda pueda coger—, produce visiones pavorosas pero también dice con

exactitud lo que un hombre desea saber: dónde hallar un objeto perdido, qué remedio aplicar a una

enfermedad, saber si hay cura para un enfermo o pedir a su familia que lo deje morir. El uso de esta

semilla también les permitió comprender la inutilidad de erigir un templo como en los valles; los

viejos dijeron que con un adoratorio sencillo en los cerros más altos estaba bien; así que

desperdigaron sus dioses y al pasar de los años muchos fueron olvidados o confundidos en las

diversas cumbres. Las estelas quedaron en la cima, eran demasiado pesadas para esparcirlas, y

además debían permanecer juntas si se quería entender lo que narraban. Así que simplemente las

enterraron a la espera de otros tiempos. La población aumentó y tuvieron que explorar nuevos

Page 106: Agudo, Noe - Dias de Azoro

terrenos para el cultivo, hacia el sur. Descubrieron que allí las tierras y el clima eran todavía

mejores, y había variedades de maíz y frijol que podían dar hasta dos cosechas durante el periodo de

lluvias. Muchos comenzaron a levantar chozas en las tierras bajas, pero sólo para guardar las

cosechas, pues nadie pensaba apartarse. Sabían que sólo unidos podían rechazar cualquier intento

de asimilarlos o hacer que volvieran para trabajar en el valle.

Sin embargo, el proceso de asimilación no ocurrió como ellos lo imaginaban. Ningún grupo

extraño vino a sojuzgarlos ni a apresarlos para llevarlos a trabajar a las minas, aunque sabían que

allí estaban. Un día unos cazadores encontraron a un hombre dormido al pie de una encina. Parecía

muerto, cubierto con harapos y una pequeña maleta de cuero que había colocado como almohada

bajo su cabeza. Lo rodearon silenciosos y entonces el hombre despertó, les sonrió tranquilo y con

un ademán los invitó a sentarse. Era un fraile dominico que terminaría su vida consumida por la

locura. Pero antes, en su afán por evangelizar a todas las aldeas esparcidas entre las montañas, se

había lanzado temerariamente siguiendo su huella y preguntando a las que iba convirtiendo por el

camino dónde había más y cómo llegar a ellas. Los poblados más fáciles de evangelizar fueron

aquellos que se habían quedado cerca del valle. Aprovechaban su cercanía para trabajar y adquirir

los productos de los que ellos carecían. Adoptaron esperanzados la nueva religión y consideraron

necesario que sus compañeros encaramados montaña adentro también lo hicieran. Por eso

colaboraban sin ningún reparo cuando los frailes preguntaban dónde había más grupos, cuántos eran

y cómo podían llegar hasta ellos.

El dominico se fingió enfermo y con señales los convenció de que lo llevaran con ellos. Los

hombres lo vieron tan débil que lo consideraron inofensivo y aceptaron traerlo a la cima; allí le

asignaron una troje para que durmiera. Pronto el fraile supo rodearse de niños y mujeres y, a la vez

que les explicaba cómo hacer dulces con miel silvestre, cómo curtir los cueros de venado y ocelote

para lograr piezas suaves, les iba enseñando su lengua y los introducía en la nueva religión.

También los adiestró para sacar largas tiras de corteza con las que hizo hamacas para los mayores y

cunitas colgantes para los bebés; les enseñó a tejer una palma con la que diseñó esterillas,

sombreros para los varones y unos amplios capotes que abrigaban confortablemente el cuerpo y lo

mantenían indemne de la lluvia. Con los niños que más rápido aprendían su idioma formó un

pequeño grupo para que ellos mismos enseñaran a sus padres y a todo aquel que lo quisiera; casi

nadie rechazó aprenderla, pues sabían que era la forma de entenderse con la gente del valle y con

Page 107: Agudo, Noe - Dias de Azoro

sus compañeros que habían perdido su antigua lengua. El fraile parecía no tener intención de irse

nunca o simulaba estar todavía enfermo cuando alguna vez lo apremiaron para que lo hiciera.

Algunos ancianos contestaban que era inevitable esta mezcla y que era mejor así, sin grandes peleas

ni sufrimientos. Así que lo dejaron estar y él pudo realizar pacientemente su tarea de conversión

religiosa y enseñar su lengua.

No se sabe exactamente por qué, si por quedar cerca de los mejores terrenos o porque se

enteraron de que se pretendía abrir un gran camino que llevara del valle a la costa, un día los

habitantes decidieron bajar a las tierras templadas para establecerse en ellas. Llevaban ya el germen

de la división y, con el pretexto de los augurios que hacían los viejos acerca de cómo sería su vida

en los diversos lugares que veían aptos para habitar, se separaron en dos grupos y cada uno

construyó su propio poblado. Uno se llamó Santo Tomás y el otro San Bernardo, y sus nombres

decían todo acerca de sus nuevas creencias. Excepto unos cuantos, la mayoría enterró a sus dioses

domésticos en la cima, cerca de las piedras labradas, en espera del tiempo que retornará, decían,

cuando los bebedores de la noche vuelvan a nacer.

Desde que el religioso visitó con algunos de ellos las tierras bajas, les dijo que eran buenas

para cultivar plátanos, café y piñas, frutos que ellos desconocían. En las visitas que los habitantes de

las aldeas ya convertidas le hacían, le llevaron semillas y pies para cultivarlos. El religioso

convenció a varios para intercambiar algunas piezas de oro que conservaban por asnos, mulas y

ganado. Muchos beneficios obtuvieron después de este intercambio y de adoptar la nueva fe,

aunque también conocieron nuevos problemas. Si antes las tierras y sus frutos eran de todos, con la

siembra del café y del plátano tuvieron que cercar las parcelas para indicar pertenencia. Todos

entendieron que mientras alguien trabajara un pedazo de tierra nadie podía meterse allí, a menos

que la abandonara y el terreno se hiciese monte nuevamente. Pero había tanta y toda era tan fértil

que debieron pasar muchos años antes de que empezaran las peleas por ellas, y esto ocurrió sobre

todo entre las poblaciones, no entre individuos.

Pronto se adaptaron a un nuevo tipo de vida. Cuando vivían en la cima todo se reducía a

cosechar para subsistir, pero ahora, además de los cultivos para alimentarse que trabajaban durante

la primavera y el verano, para obtener otras ganancias continuaban con el café en otoño e invierno,

Page 108: Agudo, Noe - Dias de Azoro

mientras que las piñas y plátanos les ocupaban varios días a lo largo del año. Trabajaban más y

algunos empezaron a tener mejores casas, más terrenos y abundantes reses. La misma munificencia

que les brindó la tierra en la cima, se repitió en los lugares bajos. Los platanares se reproducían casi

solos; bastaba sembrar un camote para que en uno o dos meses brotaran diez o doce plantas, y se

siguieran multiplicando cada vez que cortaban una con los frutos ya desarrollados. Crecían distintas

variedades: el exquisito plátano-manzano, de delgada cáscara y dulce y aromática pulpa; el

gigantesco plátano bellaco, que atraía numerosas calandrias cuando maduraba y era muy solicitado

para los guisos en las ciudades del valle; el de cáscara morada, de dulce y rosácea pulpa; el

chaparro, de tallo corto pero capaz de producir enormes y aromáticos racimos, con dos de estos

bastaba para cargar una mula a toda su resistencia; el perón, que gustaba de los terrenos secos de las

laderas; el de guinea, que se reventaba al madurar y atraía parvadas de cenzontles, y tantos tipos

más que crearon mediante injertos.

Descubrieron que los platanares daban una magnífica sombra para el café, así que

combinaron su cultivo en el mismo terreno. El denso ramaje de ambas plantas era de un verdor tan

oscuro que cuando pasaban por debajo parecía que había anochecido. Alrededor de las casas el

canto de los cenzontles daba tanta alegría por las mañanas, que todos despertaban contentos para ir

al trabajo. Por las tardes, en cambio, el melancólico piar de las aves provocaba tal tristeza que

algunas mujeres y niños empezaban a llorar sin saber por qué. Los hombres preferían salir a los

patios y liarse un cigarro mientras la neblina los envolvía en un aura fantasmal.

Hacía mucho tiempo que el religioso había desaparecido, trastornado por el amor que

profesó a una joven que él mismo bautizó como Nicolasa. Un día, ya viejo, llegó en su busca un

grupo de compañeros suyos y se enteraron de su prohibida y pecaminosa relación. Quiso justificarse

diciendo que la mujer se podía volver un animal a voluntad y que a él también lo transformaba

cuando quería. Así fue como, convertidos en leones, explicaba, habían tenido ayuntamiento y

engendrado a esos tres muchachitos tan parecidos a él en su cuello de toro. Sus compañeros no le

creyeron. La gente era tan apacible y entregada a la nueva religión, que creyeron un invento del

fraile la mención de esas extrañas e increíbles prácticas. Él mismo les había mostrado la devoción

con que realizaban los ritos que les había enseñado, si bien algunos las confundían todavía con los

que hacían a los antiguos dioses. Así que se lo llevaron contra su voluntad a continuar

evangelizando las demás aldeas de la montaña, y esta separación le provocó los primeros síntomas

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de locura, aun cuando sus compañeros pensaron que los fingía. Un día se presentó desnudo,

escondida la cara tras el largo y enmarañado cabello, rugiendo y moviéndose como un león.

Algunos vecinos de Santo Tomás, donde vivía Nicolasa, se acercaron y lo quisieron ayudar, pero él

corrió al monte como un verdadero animal salvaje. Por allí merodeó algunos años y la gente se

acostumbró a su extravagancia. Un día dejó de acudir al corredor de la casa donde Nicolasa y sus

hijos le dejaban un poco de comida, por las noches. Simplemente desapareció, pero había dejado los

únicos mestizos de la región y la transformación total de la vida de ambas poblaciones.

Sus habitantes vivían aislados pero en paz. Muchos construyeron sus casas con adobe,

blanquearon sus muros y las techaron con lámina de metal, como él les enseñó. Las parcelas

quedaban delimitadas sembrando retoños y los límites entre los terrenos de una población y otra

quedaron marcados por un largo carril que los pobladores acudían a limpiar continuamente, pues el

monte crecía con rapidez. Aprovechaban entonces para convivir amistosamente y al final de la

jornada organizaban una gran fiesta. Sin ningún remilgo los más pudientes ponían un buey o una

ternera para comer, y alguien que conocía el solfeo organizó la primera banda de música.

Aunque los pobladores del valle y de la costa comerciaban con ellos, nunca los

mencionaban cuando las autoridades civiles preguntaban qué gente vivía en las montañas y qué

riquezas poseían. Los desanimaban explicando que sólo eran unos cuantos salvajes que sobrevivían

apenas comiendo plantas silvestres. Para ellos todos los pueblos serranos eran descendientes de

gente rebelde que se habían remontado a las montañas y allí estaban bien por insumisos. Querían

conservar el privilegio de comerciar con ellos por sus magníficos productos: aromáticas y dulces

piñas, maíz limpio y de enormes granos, un café de inigualable aroma y sabor, amplia variedad de

plátanos, diferentes tipos de frijol y mucho ganado vacuno. Los conocedores encargaban extrañas

hierbas para curar diversas enfermedades, frutos silvestres de indescriptible sabor, carne de venado,

hongos comestibles, gatos salvajes y aun ejemplares de la inimaginable danta. Por todas estas

razones a ellos también convenía que los serranos continuaran ignorados.

Pero no sólo por su riqueza Santo Tomás y San Bernardo eran el centro de la vida serrana.

Eran los que más firmes y puras mantenían las antiguas creencias y tradiciones. Un reducido grupo

de ancianos había logrado preservar mucho del conocimiento antiguo: predecir cómo sería la

Page 110: Agudo, Noe - Dias de Azoro

temporada de lluvias, solicitar permiso al monte para sembrar o cosechar, saber cuándo una

actividad como la caza no se debía realizar, curar las enfermedades, aprovechar las plantas

medicinales, y sobre todo resolver las dudas que preocupan a todo hombre al nacer o enfermar:

¿para qué servirá este nuevo ser? ¿Cuál es su destino? ¿Qué animal lo protege? ¿Con quién podrá

tener buena descendencia? ¿Quién lo dañó? ¿Qué está pagando? ¿Se podrá salvar si estaba

enfermo? Por eso, cuando el terremoto destruyó la mayor parte de los poblados de la sierra, una

madrugada de los primeros días del año 1860, toda la gente del valle y de la costa lo lamentaron:

comprendieron que un mundo diferente y completo se había perdido.

Fue un cataclismo que centró su demoledor movimiento en el corazón de la montaña.

Cerros completos se desgajaron, vertiginosos barrancos se abrieron, nuevas y pronunciadas

pendientes se formaron y una capa de tierra roja cubrió los terrenos cultivados; las fuentes de agua

quedaron cegadas; muchas casas con sus habitantes dormidos fueron cubiertas por toneladas de roca

y tierra y luego rodaron hacia las profundidades. Los sobrevivientes despertaron para darse cuenta

de que sus casas pendían sobre un frágil voladero, mientras los patios, trojes y corrales habían

desaparecido entre la tierra. Los recuerdos conservados de esta madrugada negra hablan de un

zumbido pavoroso procedente del mar, de un rabioso viento que casi derribaba a niños y mujeres, y

de un aroma a tierra húmeda que se extendía por toda la sierra. Cuentan que pasaron en vela el resto

de la noche, buscando porciones de tierra firme donde ordenar los pocos objetos salvados, mirando

el luminoso cielo estrellado, como si de allí pudiera venir la señal que les confirmara que estaban a

salvo. En dirección al mar se veía un intenso resplandor, recuerdan.

Al amanecer descubrieron los estragos. Las montañas principales se desgajaron formando

nuevos cerros; el espinazo de la cordillera se había quebrado justamente donde habitaban y en

algunas partes formaba suaves ondulaciones, mientras en otras surgieron pendientes tan inclinadas

que parecían cortadas a plomo y causaba vértigo asomarse a ellas. La sierra en general era

irreconocible por la gran cantidad de barrancos, nuevos promontorios formados al fondo de los

arroyos y ríos, y montes completos desaparecidos. Apenas ayer recreaban su vista con el verdor del

horizonte, y hoy amanecía transformado en un paisaje pedregoso; la tierra suelta adquiría en partes

una coloración rojiza, y en otras amarillenta o negra. Advirtieron también la gran cantidad de

aguajes que habían aparecido entre las peñas y esto los confortaba en parte, pues era signo de que la

vida podría continuar. También notaron que los terrenos con menos desmembramientos habían sido

Page 111: Agudo, Noe - Dias de Azoro

los de las tierras bajas, donde casi no se veían huellas del terremoto, pero conforme los cerros se

iban apilando unos sobre otros en las alturas, más quebrantamientos mostraban. Sólo la cima que

los albergó durante su arribo permanecía inmutable y parecía señorear con su fortaleza las demás

cumbres.

No hicieron ni siquiera el intento por descender al fondo del abismo para rescatar los

cuerpos de los que el terremoto se había llevado. Familias completas habían quedado sepultadas

primero entre sus casas y luego bajo toneladas de tierra y piedras. Las casas de ambas poblaciones

se habían desgajado hacia el oriente y bastaba mirar los promontorios formados allá abajo para

saber que era imposible encontrar a alguien con vida. Curiosamente, los cementerios de ambas

poblaciones también habían sido arrasados. Esto les dio la certeza de que una voluntad desconocida

se había propuesto borrar toda huella para indicar a los sobrevivientes que se trataba de un nuevo

comienzo.

Los de Santo Tomás acordaron reunirse con los habitantes de la otra población y ese mismo

día fueron con ellos. Los encontraron en la misma situación y disposición, también preparados para

ir a su encuentro. Hicieron el recuento de su tragedia, enumeraron a los conocidos de una y otra

población para ver quiénes se habían salvado y cuántos eran. Nadie recordó los motivos por los

cuales se habían separado casi un siglo atrás, pero descubrieron que no se guardaban ningún

resentimiento y concluyeron que, en todo caso, los únicos que lo sabían fueron sepultados por el

terremoto la noche anterior. San Bernardo y Santo Tomás decidieron vivir juntos otra vez. Lo

primero que acordaron fue descartar ir a vivir a las tierras bajas, donde el calor provocaba muchas

enfermedades y los trabajos duraban sólo los meses de siembra y cosecha de los cultivos.

Estuvieron de acuerdo en que esas tierras se dejaran para el ganado y que a pesar de los temblores y

la mayor vulnerabilidad de las cimas, convenía permanecer en ellas. Mientras un grupo fue en busca

de algunas reses para comer, otros se dedicaron a rescatar y reunir en un mismo sitio todo lo que

serviría para el nuevo comienzo, y otros más iniciaron el recorrido por los alrededores para hallar el

sitio donde asentarse.

Fueron primero a un lugar llamado Cerro Largo, abajo de donde habían estado las dos

poblaciones desaparecidas. Era una planicie pequeña y apacible, rodeada por gruesos encinos.

Page 112: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Hacia el oriente había un bullente manantial, y cerca de allí dos o tres ojos de agua. Su única

desventaja era que se encontraba en las faldas de la montaña y quedaba del lado de sombra, es decir,

sólo tendrían sol después del mediodía. Los viejos dijeron que allí la gente no abundaría y que poco

a poco se iría acabando. Por eso fue desechado.

Fueron después a una loma cercana, con varios nacimientos de agua, pero la tierra era

fangosa y roja, parecía arcilla. Los sabios dijeron que en ese lugar la gente sería mala, abundarían

los ladrones, habría personas perezosas y asesinas, así que también fue descartado. Siguieron

buscando el resto del día y cuando ya se retiraban vieron en un promontorio el brillo de un objeto

que reflejaba los rayos del atardecer. Parecía llamarlos con sus guiños desde una porción de tierra

suelta que el terremoto había expulsado de las entrañas de un cerro. Fueron allí y se trataba de una

pieza compuesta por delgadas laminillas de un fino metal, colocadas unas sobre otras para formar

pequeñas placas de medio centímetro de espesor; parecía que la tierra las había presionado y

recortado en esas dimensiones que cabían en la palma de una mano. Las juntaron para ver si tenían

grabado algo y pudieron calcular que la pieza completa podría medir un metro cuadrado. ¿Quién

había dejado ese metal, para qué servía y cómo lograron enterrarlo en las profundidades de la tierra?

Los ancianos lo consideraron una buena señal, enterraron otra vez las piezas y decidieron fundar allí

la nueva población.

No era un paisaje majestuoso como el de la alta cima; no se percibía el suave aroma de los

encinos y oyameles, ni el rumor del viento entre los gigantescos pinos que arrullaba las noches de

San Bernardo y Santo Tomás. El promontorio les impediría contemplar donde se asentaron los

antiguos, y las casas se tendrían que erigir en las faldas de una amplia hondonada en cuyo fondo

corría un arroyo. Pero esta misma composición del terreno les daría protección, los mantendría al

abrigo de los fuertes vientos provenientes de la costa y sólo sería visible desde las alturas. Del cerro

desgajado se habían formado varios pliegues y en cada uno de ellos aparecían manchas húmedas,

señal de que bastaba limpiar o ensanchar un poco para encontrar agua. Además, al pie se erigían

añosos sabinos, otro indicio de que el arroyo llevaba suficiente líquido que también sería fácil

descubrir pues los ahuehuetes emergían casi completos de entre los escombros.

Page 113: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Así fue como se decidió dónde fundar el nuevo poblado. Mientras los principales repartían

los terrenos y varios grupos de hombres desmontaban y abrían los espacios para construir las casas,

llegó nuevamente un grupo de religiosos para saber cómo habían sobrevivido. También ofrecieron

su ayuda, pero en realidad su propósito era menos desinteresado: querían convencer a los

sobrevivientes de que construyeran un templo católico. Argumentaban que así tendrían un lugar

para encomendarse a Dios en caso de que nuevas desgracias ocurrieran, y ellos podrían bendecir el

lugar. Las mujeres fueron las primeras en aceptar y los hombres lo consintieron sin mucha

resistencia. La nueva población se llamaría Santa Catalina, como lo propuso el más joven de los

frailes, que recientemente había llegado de una ciudad conocida como Santa Catalina de Siena. Pero

los oídos de los sobrevivientes entendieron Santa Catarina, y así la comenzaron a nombrar,

quedando más adelante simplemente como Santa Cata.

Para construir el templo se requirió hacer una lista con los nombres de todos los habitantes

para anotar la cooperación de cada uno. Sólo entonces los frailes repararon que, en su afán

evangelizador, habían olvidado poner apellidos a los numerosos nombres como Engracia, Nicolasa,

Domitila, Domingo, Antonio, Pablo y Timoteo, con los que llamaron provisionalmente a la gente.

Así fue como, en el momento de entregar su aportación, sus nombres fueron completados con

apellidos como Ruiz, Baños, García y Martínez.

No se equivocaron los videntes en la elección del lugar. Para afianzar la tierra los habitantes

trajeron y sembraron distintas variedades de árboles, cuya sombra habían comprobado benéfica para

los cafetos y platanares; enriquecieron sus solares con nuevas variedades frutales como el aguacate,

el mamey y el mango, y en poco tiempo las cicatrices del sismo habían desaparecido. Pronto

recuperaron también el oscuro verdor de sus anteriores poblaciones; los cenzontles volvieron con

sus alegres cantos matutinos y su melancólico plañir del atardecer; la niebla acudió puntual a

envolverlos con su húmedo aliento durante la temporada de lluvias, y los patios de las casas se

llenaron del incesante croar de renacuajos por la noche. Descender un tanto de las alturas pareció

favorecerlos. Como las tierras bajas casi no fueron dañadas por el terremoto, había suficiente maíz,

frijol y ganado para subsistir. Por eso se dedicaron a recuperar las plantaciones de café, plátano y

piña. Esta última crecía en los terrenos más elevados, así que el colorido de los cerros daba un

magnífico contraste: en sus partes bajas plenas de verdor por los platanares y el café, y más arriba

los amarillos surcos de piña alineados rectamente. Cuando los primeros gobiernos se interesaron

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para que estas poblaciones fuesen integradas al país, así fuera sólo para cobrarles impuestos,

recuperaron una palabra del idioma original de sus habitantes para identificarlas: Loxicha, que

significa “lugar de piñas”. Así fue como San Baltazar, Santa Catarina, San Agustín, Santa Marta o

San Bartolomé fueron conocidos simplemente como los Loxicha.

La iglesia fue la construcción más grande de la sierra: de anchas y enormes columnas, sus

gruesas paredes acogían una amplia nave que en nada desmerecía a las de la catedral y templos de

la capital, decían los dominicos. Tenía dos altas torres y una más baja para el campanario. Anexa a

ella estaba la casa curato, donde los frailes vivieron durante los años que llevó la construcción, y

más adelante sirvió para alojar a los sacerdotes que eventualmente los visitaban. El altar principal,

con una pequeña elevación, ostentaba en su parte central una imagen de Santa Catalina, custodiada

por dos arcángeles de tamaño natural. A los lados diversas figuras de santos, vírgenes,

representaciones de Cristo y otros símbolos religiosos parecían hacer guardia al pasillo que

conducía al altar principal. En esos años de bienestar y abundancia llegó el primer y único órgano

en toda la sierra. Tal vez los dominicos, viendo no sólo la riqueza que la tierra daba a sus

moradores, sino que algunos poseían aún antiguas piezas de oro, los convencieron para que

compraran ese pesado órgano que fue traído en partes desde el valle. Aún se recuerda que uno de

los mandones, agradecido porque había sobrevivido al ataque de dos pumas, aportó sin remilgos

una piel completa de víbora de cascabel repleta de monedas de plata; otra matrona entregó dos

magníficas ajorcas de oro puro, algunos más cedieron pendientes, orejeras, laminillas y aun pepitas

de oro, pero hasta el más humilde habitante entregó su cooperación o al menos contribuyó con sus

brazos para traer el órgano y construir la iglesia.

Los religiosos establecieron las celebraciones de la liturgia católica y las fechas en que se

debían realizar, entre ellas muy especialmente las de la virgen, que se acordó serían el 25 de

noviembre, con sus calendas, vísperas y labrado de velas. Casi todas coincidían con el inicio o final

de los principales ciclos agrícolas. Por eso los ancianos sonreían socarrones, pues sabían que el

panquetzaliztli, la celebración más importante del mundo prehispánico, se realizaba también en el

otoño. Pero organizar las celebraciones requería dinero y sobre todo el trabajo de los pobladores.

Por eso los convencieron de que cedieran una porción de tierras y algunas cabezas de ganado para

formar una cofradía, es decir, un lugar dedicado al cultivo de productos y cría de ganado para el

sostenimiento de la iglesia. Todos aceptaron y entregaron su pedazo de tierra; algunos se ofrecieron

Page 115: Agudo, Noe - Dias de Azoro

para servir como los primeros mayordomos de la virgen, en el entendido de que al año siguiente

otros desempeñarían ese mismo cargo.

También acordaron nombrar formalmente a sus primeras autoridades, ya que en las

sucesivas guerras que asolaban al país llegaban ocasionalmente distintos grupos armados y lo

primero que preguntaban era a quién debían dirigirse para exigir comida, mulas y en algunas

ocasiones hombres para continuar la lucha. Los ancianos y mandones no podían enfrentar estas

exigencias, por eso la población quedaba inerme y, dependiendo de su fuerza, los extraños tomaban

lo que se les antojaba. Los frailes explicaron que, de acuerdo con la organización política del estado

al que pertenecían, debían crear una presidencia municipal. Ellos se encargarían de llevar la

notificación de la formación de este nuevo municipio a la cabecera de la que formaban parte, y así

fue como a ciertas personas se les encomendaron los cargos de presidente, síndico, regidor y otras

denominaciones que ni los mismos frailes conocían bien cuáles serían sus funciones, pero la

costumbre las fue imponiendo poco a poco. Para los hombres fue muy agradable tener una amplia

casa donde reunirse por las tardes, y así repararon en la necesidad de saber leer y escribir. Los

frailes los ayudaron en este propósito. Pronto pudieron iniciar la integración de sus primeros

archivos, hacer un rudimentario listado de contribuyentes, tener una relación de terrenos y redactar

sencillos documentos que daban constancia de la venta de ganado, una parcela o una fanega de

maíz.

Un día los frailes los reunieron para informarles que se tenían que ir. Llevaban viviendo allí

más de cinco años y deseaban quedarse para siempre, dijeron, pero las guerras del centro habían

ocasionado el cierre de sus conventos, la persecución de sus órdenes y tenían que ir a auxiliar a sus

compañeros. Todos los religiosos esparcidos por las poblaciones de la sierra ya se habían ido a la

ciudad, ellos eran los últimos que quedaban, pero ya no podían aplazar más su partida. Ustedes

sigan viviendo sin temor, les pidieron, no olviden las celebraciones ni descuiden la cofradía. Pronto

vendrá un sacerdote para hacerse cargo de esta iglesia. A él deben entregar el dinero e informarle de

cuánto ganado y productos de la iglesia existen. Enviaremos alguien que pueda enseñarles herrería,

porque hace falta reforzar con hierro las columnas; también un maestro, porque las letras deben

aprenderse desde la niñez y aquí hay muchos que ya deberían saberlas. Tal vez regresemos, tal vez

ustedes mismos vayan a buscarnos. Ya no vivan tan aislados, no sean ariscos ni orgullosos con los

hombres del valle; son sus hermanos porque son hijos del mismo padre, como les hemos enseñado.

Page 116: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Ocurrió esto a mediados del siglo XIX , cuando el país apenas se conformaba como nación.

Ni los frailes ni ellos sabían que el olvido y el aislamiento persistirían por muchos años más, pues

se repetían como los ciclos de vientos y lluvias. A pesar de que ahora tenían mayor contacto con el

valle y la costa, pues sus productos eran muy demandados y ellos habían adoptado vestidos,

calzado, rifles y muchos más artículos de la ciudad, apenas si se les notaba en los mercados cuando

entregaban las cargas de sus frutos, café o pieles. Se encerraban en su silencio que se había vuelto

una forma de ser después de tantos años y se confundían con los otros grupos de la sierra. Sólo

hablaban lo indispensable y permanecían en el valle el menor tiempo posible. Compraban lo que

requerían y regresaban a su montaña con sus recuas de mulas y asnos. Sólo bien adentrados entre

los montes decidían fumar un cigarro, conversar suavemente y beber un trago de mezcal que algún

comerciante llevaba. Los habitantes del valle sabían que más allá de los perfiles azules de las

montañas vivía gente, diversa gente, mas nunca los podían identificar entre tantos grupos que

desaparecían como una multitud de fantasmas tras los cerros.

***

El hombre fue colocando sobre la mesa los objetos que sacaba de las maletas. Cuando ya no cabían

más, tomó el primero y con voz amable dijo a la mujer:

—Mire, señora: ésta es una magnífica cafetera. Cuando salí de aquí casi nadie usaba objetos

de peltre, todos tenían ollas de barro; los utensilios completos de la cocina eran de barro, además de

las jícaras, bules y jicalpextles. Ahora veo que sólo conserva el comal y algunas ollas grandes con

ese material. ¡Tenga!, aunque tiene una hermosa jarra de barro para hacer el café, estoy seguro que

esta cafetera de peltre le servirá mucho.

Habían terminado de cenar pues el hombre que los visitaba había llegado por la tarde,

después de dos días de camino. Tendría como sesenta años. Vestía una gruesa chamarra de piel

negra y usaba unos lentes de un delgado armazón de color dorado. A través de estos miró satisfecho

Page 117: Agudo, Noe - Dias de Azoro

la expectación que había causado con la entrega del primer regalo, y no quiso que el interés

decayera, así que de inmediato tomó otra caja y dijo, dirigiéndose al hombre de la casa:

—A ti no se me ocurrió traerte otra cosa más que estas camisas. Creo que te quedarán bien,

pues aunque no recordaba muy bien tu estatura, me dejé guiar por la edad que supuse tendrías y

parece que no me equivoqué. Por aquí casi todos somos del mismo calado. ¡Tómalas, son para ti!

—Mira —continuó—, para las muchachas o para quienes tú quieras regalarlos. Son unos

cortes que mi esposa compró con la extensión suficiente para que de cada uno salga un buen

vestido, como se acostumbran por acá, a ninguno le faltará tela.

Así fue sacando y entregando uno a uno los regalos que había llevado. A veces decía un

nombre y se quedaba con el paquete en la mano, porque le informaban que esa persona había

muerto. El otro, a quien le decía sobrino, lo reconfortaba diciéndole que quedaban los hijos, algún

nieto y le explicaba que podría visitarlos los siguientes días. Hicieron un repaso de los principales

nombres que recordaba y así hasta revisar todo lo que había traído.

En una esquina de la mesa, casi olvidada, permanecía una cajita de cartón que el hombre se

negaba a regresar a la maleta.

—Y en cuanto a ti, ciudadano —se dirigió al chiquillo que miraba atento desde una sillita

colocada cerca del fogón—, tu papá me habló de ti en su carta de respuesta. Tienes casi la misma

edad de mi hijo, el más pequeño. Por eso a él le pregunté qué podría traerte, qué te gustaría. Y él me

recomendó que te trajera esto, mira, tómalo, es para ti. Espero que te guste.

Y sin más abrió la caja para extraer un hermoso avioncito de combate que tenía grabadas su

matrícula, insignias, bandera y en cuya nariz brillaba una hermosa hélice dorada.

Page 118: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Después de un rato todos se fueron a dormir excepto los dos hombres y el niño. Unas rajas

de ocote ardían, iluminando la habitación, y afuera se escuchaba el chirriar de millares de insectos y

ladridos lastimeros en la lejanía.

—Pues, ahora sí, cuéntame los cambios que se han vivido aquí. ¡No sabes cómo recordaba

este pueblo! Durante muchos años me propuse no venir nunca más, pero conforme envejecía los

recuerdos se hacían cada vez más intensos y apremiante el deseo de venir. Reconocí que mi

amargura no tenía razón de ser. Nadie podía haber hecho nada para impedir que me llevaran.

Vivíamos en un atraso y un aislamiento total en aquellos años, confiados solamente en lo que la

tierra nos daba. Por eso decidí reconciliarme con mi pueblo, con mis familiares que sobreviven y

con mis muertos. Un día decidí escribir para comunicarte mi decisión. ¡Gracias, sobrino, por

ayudarme a volver! Tenía que regresar aunque sea por última vez.

—¿Cuándo se fue de aquí? ¿En el veinte?

—No, en 1918. Era un día de julio, nunca lo he olvidado. Llegaba del trabajo cuando

alguien fue a avisarme que me necesitaban en el municipio. Mi madre se quedó esperando con la

comida caliente porque fui de inmediato, le dije que volvería pronto sin sospechar nada. Tonto de

mí, allí mismo me detuvieron y he regresado hasta ahora, cuarenta y dos años, cuatro meses y tres

días después. Ja, ja, ja, era un cinco de julio. Alguien dijo que yo era buen tirador y por eso me

llevaron. Al día siguiente, al amanecer, salí en la cuerda con tres más de este pueblo y varios otros

de San Baltasar, San Agustín y San Bartolomé. Necesitaban soldados.

—¡Caray, lo que son las cosas! Yo no había nacido entonces, nací dos años después. Mi

madre era su prima, ella me hablaba de usted.

Page 119: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—Sí, la recuerdo. Éramos casi de la misma edad, yo tenía dieciséis años entonces. Pues me

trajeron de aquí para allá, conocí varias regiones del país; el que hizo la leva en la que me llevaron

fue un general zapatista, luego se hizo carrancista y después ya no supe de él porque me llevaron al

norte. Allí estuve hasta que organizaron al ejército en forma, lo que nos vino bien, porque

reconocieron nuestros grados y antigüedad. Luego nos encerraron en los cuarteles.

—¿Con qué grado se retiró?

—Como primer capitán. No es un gran sueldo, pero con la pensión que me pagan me basta

para vivir; me compré una casa y puse una tienda. Pero, dime, ¿quiénes son los que aún viven? ¿A

quiénes podré ver?

—Pues, de los de su generación y mi madre sólo le quedan dos primos, Aurelio y Amado,

tal vez los recuerde. A ellos les dará gusto verlo, ¡después de cuarenta y dos años! Será como

alguien que ha revivido para ellos. Mi madre murió en el cincuenta y cuatro, cuando este niño

nació.

El chiquillo se esmeraba por avivar la luz. Sacudía las brasas consumidas del ocote y ponía

nuevos pedazos. La madera ardía proporcionando unas vivaces llamas rojas y amarillas con las que

la habitación se iluminaba plenamente. Los hombres siguieron conversando.

—Explícame algo —dijo el visitante—, esta tarde, cuando descendíamos del Cerro Madrón,

vi que el camino era más amplio, más cómodo.

—Sí, es que eso ya es parte de la brecha. Nos hemos propuesto hacer la carretera para ir al

valle. La idea surgió del propósito que tenemos de reconstruir la iglesia; creo que desde que se lo

llevaron nuestro templo estaba en ruinas, y la capilla es insuficiente, ya somos muchos. También

queremos levantar la casa municipal. Ambas obras requieren mucho material. Usted sabe, aquí a

Page 120: Agudo, Noe - Dias de Azoro

todos nos corresponde poner nuestra aportación. Pero para un jornalero sin mulas ni caballos es

imposible traer el cemento o las varillas. Y cargarlas en la espalda es imposible en estos caminos

tan difíciles, durante casi dos días. Por eso el pueblo aceptó la idea de hacer primero la brecha, para

ayudarnos a traer todo lo que se requiera.

—Es una buena idea. Con la carretera también podrán llevar más rápido sus productos, y

directo a la ciudad. Evitarán a los intermediarios que muchas veces se quedan con la mejor parte.

—Sí, traerá muchos beneficios. Esto lo entiende la mayoría, pero hay algunos que se

oponen. Piensan que es un sueño, una locura, una ilusión. Creen que es imposible vencer a la

montaña.

—Y, el gobierno, ¿los está apoyando? ¿Les da alguna ayuda?

—Nada, ninguna. Ni siquiera nos quisieron apoyar con un ingeniero para trazar la carretera.

“Tome un carrizo, mida el ancho de un camión y con esa anchura síganse”; así me dijo el secretario

de obras del gobierno, ésa fue toda la ayuda que nos dieron.

—¡Desgraciados! Pero cuando ustedes terminen la carretera ellos serán los primeros que

estarán en la ceremonia de inauguración. Se la atribuirán, presumirán los miles de nuevos

kilómetros que han construido y lo registrarán y pregonarán en sus informes.

—Sí, así son.

—¿Y por dónde van ahora? ¿Qué tanto han avanzado? ¿Por dónde la llevarán? Digo, si la

sacan por los terrenos de San Miguel o Santa María me parece imposible. Son montañas de pura

roca, con cerros altísimos y ríos muy profundos.

Page 121: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—No, no iremos por allí. El plan es sacarla por el rumbo de los coatlanes, donde el terreno

es menos escabroso. Por esa ruta la podremos ligar más adelante con una brecha que una compañía

maderera abrió para conectarse con la región. Al ritmo que vamos, tal vez en dos años lo habremos

logrado.

—¡Carajo, cuánto esfuerzo y trabajo! ¡Qué tenacidad la tuya, sobrino! Permíteme llamarte

así, ¿tú los encabezas?

—Sí, no le había podido decir, pero soy el presidente municipal de Santa Cata.

—¡Ah, mira! ¿Por qué no me lo habías dicho? ¡Estoy en la casa del presidente municipal!

¡Me quedaré en la casa del presidente!

Los dos hombres rieron. Sabían que no había ningún beneficio en el cargo, excepto el de

cumplir con un deber: servir a la comunidad de la que son parte. Porque ser un servidor significa

perder días valiosos para limpiar el cafetal, cultivar la milpa o vigilar el ganado. Todos los

habitantes rehuían ocupar algún cargo y eran muy pocos los que sabían leer y escribir. Por eso había

que aceptar, no había de otra.

—Tienes que enviar a este ciudadano a estudiar —dijo el visitante, señalando al niño—.

Este pueblo necesita gente preparada.

—Sí, lo he pensado, ya lo he pensado. ¿Quiere más café? Nos dejaron la olla sobre las

brasas, para que se mantenga caliente.

Page 122: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—Sí, sírveme otra taza. Hace tantos años que no tomaba una bebida tan aromática y de

sabor tan consistente.

—Pues ahora se llevará un poco para que lo beba en la ciudad.

A esa hora de la noche sólo se oía el chirriar de millares de insectos y los ladridos de los

perros. De pronto, una lechuza empezó a graznar en algún árbol cercano a la casa.

—¿Recuerda eso? ¿Sabe lo que significa ese canto?

—Sí —respondió el visitante—, cómo olvidarlo. Mi abuela, que conoció a las gentes de

antes, incluso sabía el conjuro para evitar el mal presagio que traen.

—Y usted, ¿recuerda el conjuro?

—No, ni creo que mi difunta madre lo supiera. ¡Cuánto perdimos con ese temblor! Muchos

conocimientos antiguos se fueron con toda la gente que murió esa noche. Por eso te preguntaba,

¿hasta dónde llevan la brecha?

—Al pie de Cerro Flores. Quienes van limpiando el monte ya dejaron lista la cumbre.

—Pasarán la brecha por la cima, ¿entonces?

—Sí, por allí pasarán. No hay forma de atravesarla por la falda del cerro, es zona de

derrumbes.

Page 123: Agudo, Noe - Dias de Azoro

—Pues debes de tener cuidado. Se sabe que la cumbre es sagrada, allí hay cosas antiguas

que no conviene ni tocar ni sacar. Son objetos que daban vida a acciones y creencias que la gente ya

olvidó, la tuvo que olvidar para iniciar una nueva forma de vida, ésta que hoy vivimos.

—Sí, todo eso lo sé —dijo el hombre de la casa, bajando la voz—. Le voy a decir algo: fui a

consultar un zahorí, un anciano conocedor y muy respetuoso de todo lo antiguo. Él recibió muchos

conocimientos de sus antepasados, de las pocas personas que sabían y que se salvaron esa noche del

terremoto, en Santo Tomás. Bueno, pues el anciano me dijo más o menos lo siguiente.

“Nada pasará si el camino cruza por allí, me dijo. Los objetos no están en un solo sitio ni

mucho menos en medio del camino. Los antiguos sabían prever y los repartieron por los

alrededores. De hecho, varios infelices han ido a escarbar en la cumbre; creen que nuestros

antepasados eran tan torpes como para enterrarlos en la hondonada que remata la punta, a la vista de

todos. Algunos han tenido suerte y han encontrado idolillos de barro, utensilios aún completos y

una que otra piedra labrada. Esto han encontrado y lo han vendido, por eso buscan más. Buscan el

oro y las piedras preciosas. Hace poco, tres granujas tuvieron el descaro de llevar el brazo de una

difunta. De alguna forma se enteraron que el brazo y la mano de una mujer muerta en el parto sirven

para encontrar riquezas. Varias noches anduvieron golpeando la tierra con ese brazo pero nada

pudieron encontrar. No sabían cómo se usaba ni para qué servía exactamente, ni quiénes podían

usarlo. Quisieron igualarse con los hechiceros y grandes encantadores de la antigüedad. Se

desesperaron, se descuidaron y el brazo se les pudrió y se contagiaron con la gangrena. Los tres

murieron y sus familiares nunca informaron de qué murieron. Por eso, tú sigue con tu trabajo. Es

buena tu idea. Vivirás mucho tiempo para mirar lo que provocarás con ese proyecto. Vas a motivar

muchos cambios, vas a modificar la vida de tu pueblo, vas a transformar la existencia de todos y

algunos hechos no te gustarán, te harán sufrir y tendrás que soportarlos porque los tienes que vivir.

Tú y los tuyos. Pero el plan es bueno para el pueblo, lo necesita. Cuando abran la tierra para

emparejar la brecha encontrarán varias piedras esculpidas. Tráelas. Procura encontrar y traer todas

porque sólo reunidas las podrá leer alguien, un día. No te acobardes, no te venzas, encontrarás

muchas dificultades y disgustos. Tal vez te quieran acabar, pero nada lograrán, sobrevivirás a todos

y a todo.”

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—Esto me dijo ese anciano y algunos sucesos se han venido cumpliendo.

—¿Como cuáles, sobrino?

—La oposición al proyecto, de algunos; a otros les he despertado un gran odio; quisieran

verme muerto o encarcelado. Ya lo han intentado. También hemos encontrado dos piedras labradas,

estaban casi a ras del suelo y ni siquiera en la cumbre.

—Y, ¿dónde están? ¿Qué hicieron con ellas?

—Allá siguen, son pesadas, enormes. Sólo las podremos traer cuando llegue allí la brecha.

Pensamos colocarlas sobre una base de madera y arrastrarlas con una yunta, sólo así podrán llegar.

Los dos hombres se quedaron en silencio, mirando el palpitar de las llamitas de ocote. Las

aves nocturnas habían cesado su canto y sólo se escuchaba el incesante y monótono canto de los

insectos. Un sonido envolvente, que invitaba al silencio.

—¿Quiere dormir? Debe estar muy cansado.

—Me gustaría, sobrino. No porque esté cansado, este viejo cuerpo todavía aguanta, sino

porque quiero disfrutar la noche en mi viejo pueblo. Quiero dormir otra vez en Santa Cata.

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Fuera del nido

Pero esta casa donde has nacido no es sino un nido, es una posada donde

has llegado, es tu salida en este mundo. Aquí brotas, aquí floreces, aquí te

apartas de tu madre, como el pedazo de piedra que se rompe. Ésta es tu

cuna y el lugar donde reclinarás tu cabeza, solamente es tu posada esta

casa.

Tu propia casa otra es, en otra parte estás prometido, que es el campo

donde se hacen las guerras, donde se traban las batallas… [Palabras que

las parteras aztecas dirigían a los recién nacidos cuando cortaban su

ombligo.]

Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de

Nueva España, Libro VI, capítulo XXXI , parágrafos 2 y 3

l tío Julián llegó a principios de octubre, cuando los vientos de la costa anuncian el arribo de

una nueva temporada. Ni yo ni mis hermanos sabíamos quién era ni a qué había venido. Poco

a poco nos fuimos enterando de que era un tío lejano de mi papá, que había venido a visitar su

pueblo después de muchos años, que vivía en la ciudad y era un militar. Mi madre agregaba que tal

vez presentía su muerte y por eso vino a despedirse. Era un hombre alto, ya viejo, pero se veía aún

fuerte; usaba unos lentes oscuros y eso lo hacía ver enojado, aunque él trataba de ser siempre

amable con nosotros. Después descubrimos que usaba esos lentes porque tenía una fea cicatriz en el

canto externo de su ojo derecho. Mi madre me ordenó barrer la tejavana donde se guardan los sacos

de café, y allí llevamos después un catre, una mesita y cuatro sillas. Así me di cuenta que no se iría

pronto sino que se quedaría algún tiempo con nosotros.

Durante los siguientes días lo empezaron a visitar varias personas; algunos eran sus

familiares pero ni él ni ellos lo sabían. Mi padre los fue presentando, diciéndole que eran los hijos,

nietos o sobrinos de tal y tal. Algunos lo invitaban a visitar sus ranchos con el fin de que recordara

mejor a sus padres o abuelos, o para reconocer los lugares donde él anduvo en su juventud. Hubo

quien le llevó una vaca y su becerro para que pudiera beber leche fresca todos los días. Supimos que

E

Page 126: Agudo, Noe - Dias de Azoro

había nacido en una ranchería llamada la Zhivela, donde también tiene su rancho mi papá, con lo

cual dimos por cierto que era su tío, pues compartieron los mismos antepasados.

Todos pronuncian Chibela, pero mi amiga Yolanda me enseñó a pronunciarla y escribirla de

forma correcta, porque es una palabra del idioma antiguo que ella aún habla. Zhivela significa

“Lugar donde hay copal”, y debe ser cierto, porque por los dos caminos que existen para llegar o

salir de la ranchería crecen muchos copalares. Algunos dan una goma oscura, que es la más usada

como incienso. Otros dan una goma blanca, mucho más aromática; ésa la escondemos para mascar

como si fuera chicle; mi madre dice que se nos caerán los dientes si la masticamos, pero es muy

suave y deja una agradable sensación en la boca. En esa ranchería vivieron los antepasados de este

hombre que se quedaba en nuestra casa. Mi papá lo acompañó a todos los lugares donde lo

invitaban cuando él quiso visitarlos, y luego lo llevó por su cuenta a otras muchas partes, porque

anunció que se quedaría hasta diciembre. Tal vez durante esos paseos fueron planeando que se

llevaría a mi hermanito.

Por las noches platicaban. Él recordaba algunas batallas donde participó o donde a su

regimiento le tocó batirse, las cuales casi siempre sucedían en los trenes. Luego nos hablaba de sus

hijos; describía del más pequeño al mayor, y luego seguía con sus hijas. Cuando me veía decía que

yo me parecía a su abuela; a mis hermanos les daba risa imaginar que yo fuera igual a una señora de

la que seguramente ni el polvo quedaba, pero eso confirmaba nuestro parentesco, decía mi padre.

Así pasó octubre y llegó noviembre. Mis hermanos y yo seguíamos cuidando los chivos

durante el día, así que sólo por las noches podíamos saber algo más de él. Cuando vio las frutas que

conseguimos para poner en el altar de los muertos, nos platicó de los grandes mercados de la

ciudad. Allí se conseguía todo tipo de frutas en cualquier época del año, decía. Hablaba de bodegas

donde se apilaban montañas de frutas y verduras, cerros de tomates, papas y cebollas, y

aprovechaba para insistir en la necesidad de que nosotros estudiáramos. Luego nos acompañó a

traer y llevar a los muertos al cementerio.

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Cuando se aproxima la fiesta de la virgen, que es el 25 de noviembre, el camino se

transforma; se llena de gente que viene de rancherías para nosotros desconocidas y remotas, como

La Cofradía, El Carrizo, Río Cazuelas, Nueva Esperanza, La Luz. Familias enteras vienen con

animales de carga, puercos, gallinas y alguna vaca o buey dañeros. Como los ranchos están lejos y

hay que vigilar a estos animales, prefieren amarrarlos y traerlos consigo. Así están tranquilos los

días que dura la fiesta; normalmente cuatro o cinco, pero hay quien los extiende a ocho o diez,

dependiendo del dinero o de la cosecha que hayan levantado, y entonces algunos bueyes o vacas

son sacrificados. Aprovechan las fiestas y la presencia del párroco para celebrar bodas, bautizos y

otras ceremonias en las que puede convivir todo el pueblo. Nosotros debemos detener el rebaño de

cabras, orillarlas para que pase la caravana. Sólo cuidamos que no traigan perros bravos porque

éstos se abalanzan sobre los chivos para matarlos; afortunadamente la gente ya sabe cómo son sus

animales y los atan conforme se acercan al pueblo.

La presencia de toda esta gente, que durante la mayor parte del año la pasa trabajando en

sus rancherías, le da un ambiente festivo a Santa Cata; se aprovecha para conocer y ver, para hacer

noviazgos y concertar matrimonios; para formalizar la venta de un terreno o una yunta, para el

intercambio de productos como maíz, frijol y café, y aun para ampliar la casa o construir una nueva

para los recién casados. A nosotros algunos nos preguntan si vendemos los chivos y respondemos

que sí; los quieren para prepararlos en barbacoa para una fiesta, y mi papá ya ha elegido los que se

pueden vender.

El tío Julián esperaba muy especialmente la celebración de estas fiestas. A diferencia de mi

papá, él era un católico devoto de la virgen. El día 25, cuando se realiza la misa principal a la que

acude toda la población, no importa que la mayoría se quede fuera de la iglesia, arrodillada en el

patio, él entregó a la iglesia dos enormes candeleros de latón; el padre los colocó junto al altar y

puso un gran cirio a cada uno, con lo que parecieron dos hermosas columnas doradas que

franqueaban el acceso a la virgen. A todos gustó el obsequio y miraron con respeto y aceptación a

este hombre que había salido muy joven de la población, que había expuesto su vida como militar y

que ahora regresaba ya viejo a agradecer a su patrona el haberlo protegido siempre. Y a llevarse a

mi hermanito, algo que nunca le perdonaré.

Page 128: Agudo, Noe - Dias de Azoro

***

Sólo ahora que se ha ido me doy cuenta de cuánto lo quería y de que lo extrañaré mucho. Como soy

la más chica, nadie me pregunta nada ni yo hago caso de lo que hablan. Por eso nunca me enteré de

lo que se planeaba. No es que sea mi hermano adorado ni que nos llevásemos muy bien; al

contrario, casi siempre peleábamos y yo prefería aliarme con mi hermana la mayor. Discutíamos

por cualquier cosa: por dónde llevaríamos a pastar al rebaño, cómo llamaríamos a un chivo recién

nacido, cuál perro era el más listo o el más bonito... Este último punto siempre terminaba en pelea

porque nadie cedía; de la discusión pasábamos a los golpes y entonces nosotras lo pellizcábamos y

él nos pateaba con sus pesados huaraches de xhiteco; éramos capaces de hacerle sangrar sus brazos

con los pellizcos pero nunca tardábamos en contentarnos. Él nos daba valor. Se metía donde el

monte era impenetrable o estaba lleno de zarzas; atajaba a los chivos cuando se metían a los

despeñaderos más peligrosos; sabía cómo hallar las cabras que se ocultaban para parir, y siempre

encontraba hierbas comestibles para la hora de la comida. También nos enseñó a ordeñar a las

chivas. De todo esto se ufanaba y decía que sabía muchas cosas más, porque se las había enseñado

Avendaño, un peón que trabajó con mi papá. Una de las cosas que más me gustaba verlo hacer era

cuando se encogía como armadillo para entrar en el monte cerrado; se enroscaba y se dejaba ir

rodando, sin temor de clavarse una rama seca o una espina, o pasar sobre una serpiente. También

me gustaba verlo cuando se subía a la punta de un encino para que lo meciera el viento; como es

flaquito y casi no pesa, podía estar en la parte más delgada del árbol y así el viento lo llevaba de un

lado a otro en un suave vaivén. Sin él ya no llevaremos lejos a los chivos ni podremos ir a buscar

los mejores pastos. También extrañaré sus cuentos. No sé si los leía, o mi mamá o el tío Homobono

se los contaban, pero sabía varios. Apenas ayer nos platicó el de un grupo de changuitos que

querían cruzar un amplio río: para alcanzar la otra orilla se subieron a una rama alta, se fueron

agarrando uno a uno de sus patitas y se balancearon hasta formar una cuerda viva lo suficientemente

extensa como para coger una rama de la orilla opuesta; entonces los changos pequeños pasaron

sobre ellos y, una vez que todos estuvieron del otro lado, la cuerda viviente se fue reduciendo,

conforme cada uno trepaba al árbol. Era muy travieso.

Durante la fiesta pudo hacer algo que siempre quiso ser: un máscara. Así se llama el grupo

de danzantes, casi todos jóvenes y uno que otro adulto o niño como él, que se ponen ropas

multicolores y graciosas máscaras de cartón para divertir a la gente durante las celebraciones de la

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virgen. El personaje más grotesco es el que los encabeza, el Viejo, quien lleva una espantosa

máscara de madera, a la que ponen largas barbas y cuernos; él se dedica a chancear con el público, a

contestar con majaderías o burlas a quienes lo provocan; en las manos lleva un chicote con el que

golpea a los niños que se acercan a jalarle la cola, a picarle el culo o acariciar a su vieja, también un

hombre vestido como mujer. Cuando la música toca el Viejo y su pareja bailan haciendo los más

extravagantes pasos, y después los siguen todos los miembros de su corte, es decir, los máscaras

que se alínean en fila según su estatura. Cuando la música cesa el Viejo y su mujer continúan

chanceando y los máscaras se toman de la mano y empiezan a caminar en círculo a la espera de la

siguiente pieza. Allí fue donde lo vimos; era uno de los más chicos y a pesar de las ropas y la

máscara lo pudimos reconocer por sus inconfundibles huaraches de xhiteco: gruesa suela de hule y

baqueta claveteados, cuero tejido arriba y una gran hebilla bien conocida por nosotras porque nos

había lastimado cuando nos pateaba. Fue mi hermana mayor quien primero lo reconoció: “Es él,

dijo, mira sus huaraches de xhiteco; corramos a avisar a mamá”. Fuimos de inmediato a la casa a

informar que andaba bailando vestido de máscara. Mi papá se enojó y dijo: “Vayan por él ahora

mismo y díganle que se quite esos trapos si no quiere que yo vaya por él”. No era bien visto que el

hijo del presidente municipal, del maestro, anduviera como cualquier rapaz. Entonces el tío Julián

intervino y le pidió con mucha calma: “Déjalo, permítele que se dé ese gusto. Es un chiquillo y

quiere hacer lo mismo que sus compañeros”. No del todo conforme, papá nos ordenó que fuéramos

por él. Lo hicimos, pero ni siquiera nos escuchó; echaba a correr con su pareja en cuanto nos

acercábamos. Sabía que lo reprenderían y por eso prefirió llevar su travesura hasta el hartazgo, para

que valiera la pena. Continuó bailando hasta que se cansó y sólo entonces buscó a alguien que lo

sustituyera. Debí suponer por qué el tío Julián lo defendió, por qué pidió a mi papá que fuera

tolerante con él.

Tal vez por ser la más chica nunca me di cuenta de lo que se preparaba. Apenas el día de

ayer, último que nos acompañó, mi mamá nos preparó nuestros alimentos igual que siempre. Mi

hermana mayor cogió la red y nos apresuró pues se hacía tarde. Recuerdo que su perrito no quería ir

y por eso regresó. En el mismo morral donde llevaba sus cosas echó al Valiente, así se llama su

perro, y luego nos alcanzó corriendo. No consentía que se quedara en la casa, no toleraba que su

perro fuera flojo y no lo quisiera acompañar. Camino al corral nos pusimos de acuerdo sobre dónde

llevar a pastar a los chivos. Él nos propuso que los lleváramos por el río. Mi hermana dijo que

apenas un día antes los habíamos llevado por ese rumbo. Entonces él nos mostró la ropa limpia y el

jabón que llevaba en el morral, y nos comentó la petición que mamá le había hecho, de que se

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bañara y cambiara por allí. Como papá lo lleva siempre con él a sus viajes, pensé que tal vez lo

acompañaría a dejar al tío Julián al Valle. Nunca creí que se iría con él.

***

No sé si le estamos dando un futuro o sólo le arrebatamos su infancia, pero esto se debe hacer, no

importa cuán doloroso sea para todos. Anoche casi no pude dormir pensando en cómo sería el

momento de la despedida. Y luego en lo que le tocará vivir, en cómo será su vida lejos de nosotros.

Sobre todo porque me ven a mí como el responsable de que se vaya, pues he sido yo el que tomó la

decisión; ésa es también la obligación de un padre, decidir cuando nadie quiere hacerlo, y en

ocasiones como ésta no queda más que una sola opción: la más cruel. Debe irse para ser diferente,

para que su destino cambie o pueda cumplirlo bien, y abandone este círculo de rencores, envidias y

venganzas.

Desde pequeño lo empecé a llevar conmigo a mis viajes. Quería mostrarle el mundo, sus

riesgos, dificultades y peligros: cómo andar en la noche, en quién se puede confiar, cuándo retirarse,

dónde descansar seguro. Después contraté a Avendaño para que lo adiestrara mejor. Así podrá

defenderse, pensé, no estará tan indefenso. Vanas prevenciones, cuando nos toca no hay

escapatoria. También me di cuenta que así lo estaba condenando a repetir mi vida y a hacerla tal vez

peor. La existencia sólo es ligera cuando no se lleva el peso de ningún muerto, pero una vez

manchadas las manos uno debe continuar, ya no hay salida. En eso terminará, pensé, para eso lo

estoy preparando. Por eso es mejor que se vaya.

He esperado mucho tiempo a que mi suerte cambie y ahora me doy cuenta que eso nunca

sucederá si no empiezo por aceptar mi destino. Cuando quise irme de este lugar sólo se me concedió

el tiempo para prepararme un poco y así quedar más atado que nunca. Desde que regresé me

eligieron para desempeñar todo tipo de cargos y comisiones; luego fui maestro, comisariado,

representante de bienes y ahora presidente municipal. Eso me ha permitido conocer y comprender

los problemas de mi pueblo y proponer algunas soluciones. Como la carretera, que ya está en

construcción, y se hará a pesar de todo; es la única manera de romper este aislamiento de siglos.

Page 131: Agudo, Noe - Dias de Azoro

Pero la gente no lo entiende y algunos son ingratos; mi actuación me ha atraído varios enemigos. De

ellos lo quiero apartar.

Apenas anoche se lo dije: Hijo, acércate un momento, quiero explicarte algo. Mañana te irás

con el tío Julián, debes aprender a hacer una carta, pues es la única manera como nos

comunicaremos de aquí en adelante. Primero pones mi nombre en el sobre, o el de tu mamá o el de

quien quieras escribirle; luego escribirás “Domicilio conocido”, y en la línea que sigue pondrás el

nombre de esta población. Como hay muchas con el mismo nombre por todo el estado, deberás

anotar a continuación el nombre de la cabecera del distrito al cual pertenecemos. ¿Recuerdas tus

lecciones de geografía? Bueno, pues allí pondrás la cabecera del distrito judicial del que esta

población es parte, y finalmente el nombre del estado. Todo eso va en el sobre; en la carta que

echarás dentro podrás decirnos lo que quieras y como puedas.

Miré la pesadumbre en la cara de todos y yo fui el primero en lamentarlo. Sé que es un

niño, los diez años los cumplirá en la próxima primavera, pero si no aprovechamos esta oportunidad

no habrá otra mejor. Entre esperar a que crezca un poco más y enviarlo solo, más tarde, a que se lo

lleve este señor, prefiero esta opción. Además, me doy cuenta que las plantas, mientras más tiernas

se las trasplante, mejor enraízan, más lozanas y firmes crecen en el nuevo terreno. Tal vez él

mismo, mañana cuando crezca, así lo comprenderá y se dará cuenta que fue lo mejor. Por lo que he

hablado con el tío Julián, él se compromete a cuidar que estudie, que se prepare y no permitirá que

se pierda.

Hoy sus dos hermanas se portaron muy bien, ni siquiera se despidieron de él, simplemente

cogieron sus cosas, llamaron a sus perritos y se fueron a pastorear los chivos. En unos días venderé

el grueso del rebaño y buscaré alguien que quiera ir a medias con los pocos que conservaré. Dios

dirá si se reproducen con la misma abundancia con la que lo hicieron bajo el cuidado de su pastor

principal, que hoy se va.

***

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No sé qué puede ser más doloroso para una madre, saber que un hijo muere o ver cómo se marcha

contra su voluntad. Como hasta hoy no he perdido ninguno, pienso que el dolor de ver partir a un

hijo pequeño sin saber si volverá algún día es intolerable. Ante la muerte no hay nada que hacer,

sino aceptarla, resignarse a la pérdida; pero aquí el dolor es mayor porque yo puedo evitarlo y no

hago nada, no puedo hacerlo porque tampoco sé si sería lo más correcto. Apenas si pude correr hace

un rato a la casa de mi madre para decirle: “Ya se va, ya se va, venga a despedirse de su nieto; hoy

se va y nadie sabe si regresará o puede ser la última vez que lo veamos”. Sé que exageré y si corrí a

la casa de mi madre es porque yo misma buscaba un poco de consuelo. No sé qué hacer y me

pregunto: ¿cómo pude aceptar esta ocurrencia?

Ni siquiera sabía de la existencia de este tío Julián. Me parece un hombre rígido, pero

aunque fuera cariñoso y tierno, en ninguna parte están los hijos mejor que con sus padres. Él tiene a

sus hijos y seguramente verá primero por ellos y después tal vez se ocupará un poco de él. Nunca le

preguntamos si quería ir, su papá se lo dijo y ya. ¿Cómo puede tomar un niño esa decisión, sino

como una orden? Hace algunos días comentábamos acerca de cuáles son nuestros primeros

recuerdos. ¿Desde qué edad puede recordar un niño? Me platicaba que lo primero que recordaba

haber visto fue el cielo. Dijo que yo estaba sentada en el suelo y él estaba recostado sobre mis

piernas. Contemplaba algunas nubes y la inmensidad del cielo azul. Se concentraba tanto en el azul

que por momentos no sabía si estaba abajo o arriba, decía. Sentía caer en una superficie inmensa y

profunda, me platicaba. Cuando le pregunté dónde era eso, si recordaba el lugar, me dijo que era

una milpa, porque cerca había un montón de mazorcas. Traté de hacer memoria de cuándo

habíamos estado en una milpa donde yo lo tuviera recostado sobre mis piernas, y sólo recordé que

hará unos siete años lo llevé a un lugar donde su papá había sembrado, por el rumbo de Cerro

Gigante. Pero él tendría dos años, o tres, ¡cómo puede recordar! No había nadie que nos ayudara y

entonces yo tenía que desgranar el maíz mientras su padre pizcaba las mazorcas.

He preparado algunas tortas de blanquillos y he puesto también tortillas suaves para que

coman por el camino. ¡Tonta que soy! Por un momento pensé que estos alimentos le alcanzarían

hasta donde fuera y así no pasará hambre. ¡Vanas ilusiones! Eso es apenas para el camino, después

dependerá totalmente de ese señor que en mala hora vino a visitarnos. Quedará a merced de su

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bondad o su avaricia, de su compasión o crueldad, de su irritación o buen humor. Muchas veces

habíamos comentado sobre la necesidad de enviarlo a estudiar, pero no así, tan niño. Me arrepiento

ahora de no haberlo consentido más, de no haberle permitido hacer todo lo que quería, de haberle

negado muchas cosas. Porque no lo estamos separando sólo de nosotros, de su familia, de sus

compañeros y amigos, sino de su mundo.

Lo han montado en el Canelo, su caballo, con el que casi ha crecido. Me mira azorado,

pregunta con su mirada qué significa esto, qué debe hacer. No puedo contenerme más y lloro; sé

que tal vez esto lo haga llorar también a él y es justamente lo que yo no quería. Agradezco a mi

madre que se ha acercado a acomodar la tela de su pantalón y le sonríe. Ahora Rufino jala la mula

que irá al frente. Los animales empiezan a caminar y creo que él también va llorando.

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DÍAS DE AZORO, DE NOÉ AGUDO, SE TERMINÓ DE DIGITALIZAR EL 19 DE OCTUBRE DE 2012 EN LOS TALLERES DE ANAGMA, R.M., EN METEPEC, ESTADO DE MÉXICO. EL CUIDADO DE LA EDICIÓN ESTUVO A CARGO DE LUZ MARÍA BAZALDÚA, EL DISEÑO ES DE LIZBETh MORALES; LA TIPOGRAFÍA ES GAUNTLED CLASSIC. LA EDICIÓN CONSTA DE UN NÚMERO INDETERMINADO DE EJEMPLARES PARA SU DISTRIBUCIÓN Y LECTURA GLOBAL.

Letra de nube

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Noé Agudo escarba en su memoria

para recuperar los pedazos de la

infancia rota. Días de azoro es una

deliciosa colección de estampas

surgidas en el corazón de la Sierra

Sur de Oaxaca. Historias fasci-

nantes de montañas que parecen

lomos de bueyes y que detienen

el mar para que no se salga, de

animales que nos preguntan ¿por

qué no me hablas?, de hombres

que hacen música con las hojas

del mandimbo, de arañas verdes

y panzonas que la gente se come.

Con el lenguaje simple y franco

de la gente del campo, Agudo nos

invita a encontrar nuestra propia

sierra. Ésa que se nos pierde cuan-

do nos hacemos adultos; aquélla

donde necesitamos pocas cosas

para ser felices: basta una tarde

luminosa y un columpio colgado en

la rama de un gran árbol. Días de

azoro es una dulce invitación para

asombrarnos otra vez con las co-

sas más sencillas de la vida.