96021947-conferenciaarfuch

12
Desgrabación Conferencia Leonor Arfuch “La imagen en la sociedad contemporánea: desafíos teóricos y políticos” “Seminario de Gestión Educativa. Diseño y Desarrollo de Políticas Educativas Inclusivas San Salvador de Jujuy 12-04-07 Leonor Arfuch, es Doctora en Letras de la UBA y profesora en la misma universidad, trabaja cuestiones vinculadas con identidades, subjetividades, prácticas culturales y problemáticas de la imagen; ha publicado varios libros, algunos de sus títulos son: “Identidades, Sujetos y Subjetividades”, “El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea” y se encuentra en preparación otro libro sobre critica cultural. Bueno muchas gracias, es muy grato para mí estar hoy aquí intercambiando preguntas e inquietudes con ustedes. Como se desprende de la presentación de mi trayectoria profesional, no soy una especialista del campo de la educación sino de campos vecinos, podríamos decir: la semiótica, el análisis del discurso, la crítica cultural, pero justamente mis intereses multidisciplinarios y la índole de la problemática habilita un diálogo productivo con el campo de la educación que para mí ha sido también altamente enriquecedor. No es la primera vez entonces que hablo ante educadores, en los últimos años he participado de varias iniciativas que conciernen al campo de la pedagogía, sobre todo de la pedagogía crítica. Entonces, para mí es muy interesante este encuentro de hoy y agradezco al FOPIIE, al programa, el haber considerado que mi perspectiva podría ser de utilidad para abordar cuestiones que nos involucran a todos. Por uno de esos errores o confusiones el título de la conferencia no es el que aparece en el papel, porque tampoco yo soy una experta en prácticas de comunicación infantil, pero el título tentativo que yo le he puesto a la conferencia es “La imagen en la sociedad contemporánea: desafíos teóricos y políticos”. Entonces voy a hacer una síntesis de los temas a abordar. Voy a hacer primero una introducción teórica sobre el tema de imagen, la llamada “cultura de imagen” y su incidencia en el plano de la comunicación, como configurativa de identidades, y desde allí plantearé varios interrogantes que tienen que ver con el manejo y la producción de la imagen en la sociedad global y entonces con su preeminencia en relación con la postulación de modelos de identificación.

Upload: carlos-schubert

Post on 28-Nov-2015

5 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: 96021947-conferenciaarfuch

Desgrabación Conferencia Leonor Arfuch “La imagen en la sociedad contemporánea: desafíos teóricos y políticos” “Seminario de Gestión Educativa. Diseño y Desarrollo de Políticas Educativas Inclusivas San Salvador de Jujuy 12-04-07 Leonor Arfuch, es Doctora en Letras de la UBA y profesora en la misma universidad, trabaja cuestiones vinculadas con identidades, subjetividades, prácticas culturales y problemáticas de la imagen; ha publicado varios libros, algunos de sus títulos son: “Identidades, Sujetos y Subjetividades”, “El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea” y se encuentra en preparación otro libro sobre critica cultural. Bueno muchas gracias, es muy grato para mí estar hoy aquí intercambiando preguntas e inquietudes con ustedes. Como se desprende de la presentación de mi trayectoria profesional, no soy una especialista del campo de la educación sino de campos vecinos, podríamos decir: la semiótica, el análisis del discurso, la crítica cultural, pero justamente mis intereses multidisciplinarios y la índole de la problemática habilita un diálogo productivo con el campo de la educación que para mí ha sido también altamente enriquecedor. No es la primera vez entonces que hablo ante educadores, en los últimos años he participado de varias iniciativas que conciernen al campo de la pedagogía, sobre todo de la pedagogía crítica. Entonces, para mí es muy interesante este encuentro de hoy y agradezco al FOPIIE, al programa, el haber considerado que mi perspectiva podría ser de utilidad para abordar cuestiones que nos involucran a todos. Por uno de esos errores o confusiones el título de la conferencia no es el que aparece en el papel, porque tampoco yo soy una experta en prácticas de comunicación infantil, pero el título tentativo que yo le he puesto a la conferencia es “La imagen en la sociedad contemporánea: desafíos teóricos y políticos”. Entonces voy a hacer una síntesis de los temas a abordar. Voy a hacer primero una introducción teórica sobre el tema de imagen, la llamada “cultura de imagen” y su incidencia en el plano de la comunicación, como configurativa de identidades, y desde allí plantearé varios interrogantes que tienen que ver con el manejo y la producción de la imagen en la sociedad global y entonces con su preeminencia en relación con la postulación de modelos de identificación. También va a haber un énfasis en la imagen –digamos- en escenarios de guerra o catástrofe, es decir, en la relación conflictiva, que también –creo- nos preocupa a todos, entre imagen y violencia. Finalmente, una articulación entre imagen, violencia y miedo, es decir el miedo como uno de los mecanismos disciplinadores de control social. Por cierto que el tema plantea una serie de interrogantes y cuestiones que tienen que ver con la experiencia, la experiencia de cada uno a nivel individual y la experiencia grupal: dónde nos desenvolvemos, qué relación tenemos con las imágenes y con el uso de las imágenes y aquí entonces nos interesa particularmente la experiencia de la educación. ¿Qué postura adoptar frente a esta saturación de imágenes potencialmente perturbadoras, cuando no lisa y llanamente obscenas? ¿Es posible “educar la mirada”, como proponía la convocatoria a un seminario del que participé hace dos años, y que postulaba ciertas políticas y pedagogías de la imagen? En ese sentido, la otra pregunta es si es posible la crítica en este mundo de la cultura de la imagen sin caer en esa posición binaria de estar por o contra.

Page 2: 96021947-conferenciaarfuch

Sobre el punto de vista desde dónde planteo esta mirada, ya les he anticipado: una articulación, una perspectiva multidisciplinaria entre semiótica, enfoques sociológicos, filosóficos, del análisis discursivo, etc. Nadie discutiría hoy en nuestra sociedad de la comunicación que la imagen es un instrumento de poder, que opera tanto sobre los cuerpos como sobre los espíritus, un poder que se traduce en la caracterización misma de nuestra época en lo que ha dado en llamarse “la cultura, la era y hasta la civilización de la imagen”, donde parecemos vivir pensar y actuar a través de las pantallas –de todas ellas-, y de sus refracciones en los distintos espacios significantes. En efecto, el poder del ver -como sentido que ha triunfado sobre todos los demás-, se ha extendido a tal punto que las cosas del mundo, ésas que preexisten a nuestra existencia, que estaban allí desde siempre, se nos revelan casi sin sorpresa, bajo una forma de mirar modelada desde la más tierna infancia por el video y la televisión, ordenada en espacios estéticos, cada vez más distantes de una plena experiencia sensorial. La ciudad, por ejemplo, se nos ofrece menos como ritmo caótico, multiplicidad, vibración del cuerpo, que como series de imágenes ya interiorizadas, reconocibles. Líneas arquitectónicas, trazados de las calles, señalización, vidrieras, objetos, anuncios. A un punto tal que algunos realizadores de cine independiente elijen mostrarla allí donde no la vemos, a nivel de las veredas, de rincones, de paisajes anodinos, de lugares donde se concentra no lo más glamoroso sino lo mas sórdido. La naturaleza, por su parte, aparece ya domesticada, más predispuesta para la foto que para la contemplación. El paisaje ya no como percepción de una irrepetible lejanía, al decir del filósofo Walter Benjamin, sino como una presencia efímera, a menudo sólo un alto en un tour, preanunciada en los folletos turísticos, las películas, las paginas web. Los cuerpos, finalmente, también parecen haber perdido su consistencia y su diferencia, uniformados por la moda, la publicidad y la violencia del comprar, las dietas, la gimnasia, la sexualidad, la terapéutica. Tanto la imagen de sí como la imagen del mundo han pasado, inevitablemente, al registro de la visibilidad. Hannah Arendt, una filósofa alemana, había percibido críticamente que la visibilidad era uno de los rasgos esenciales de la modernidad y uno de los requerimientos de la democracia, señalando esa ampliación desmesurada de lo social que conquistara tanto lo público-político como la esfera de la intimidad. “Comparada con la realidad de lo visto y oído, dice, incluso las mayores fuerzas de la vida íntima, las pasiones del corazón, los pensamientos de la mente, las delicias de los sentidos, llevan una incierta y oscura existencia hasta que se transforman, desindividualizadas como si dijéramos, en una forma adecuada para la aparición pública”. Muchos pensadores a lo largo de las décadas han señalado los peligros de esa ecuación entre modernidad y visibilidad: el ya citado Benjamin, que en un texto clásico lamenta la pérdida del aura de la obra del arte, del original, gracias a la copia, la reproducción, aunque ésta suponga una relativa democracia. El famoso Guy Debord de “la sociedad del espectáculo”, crítico mordaz de la espectacularidad del poder, de la televisión, del cine, del urbanismo. El apocalíptico Baudrillard de los años 70, con su concepto de “simulacro”, la imagen contemporánea “más real que lo real” y entonces, desprovista de su relación con el acontecimiento, que preveía una disneylización del mundo –que hoy vemos cumplida en todas las ciudades- y, consecuentemente, una pérdida irreparable del acontecimiento. Mas cerca, Règis Debray hablaba del “estado pantalla” y de los “ciudadanos voyeurs”, como una nueva tendencia en este camino ascendente. En otra vena, Paul Virilio proponía su concepto de “aceleración” y “desaparición”, la superposición de la imagen sin fin que conduce a la muerte de la imagen. Esa luz deslumbradora que termina por anular o aniquilar la percepción visual. Pero el problema de la imagen, o mas bien la imagen como problema, es anterior al exceso de la visibilidad moderna, se remonta mucho más allá, quizás a los obligados ancestros griegos de donde viene su etimología - “mimeomai”, del griego: imitar, remedar, representar, de donde viene “mimesis”:

Page 3: 96021947-conferenciaarfuch

imitación, figura, representación. Y luego en el latín “imitor-imitaris”, imagen, copiar, reproducir, fingir, tomar como modelo, y de ahí, representación apariencia, reflejo, semejanza, idea. El poder de la imagen se presenta entonces desde antiguo como paradójico: por un lado, en tanto conlleva la idea de reflejo, imitación, representación, se la inculpa de una suerte de pecado original, el de no ser justamente un original. Por el otro, la precaución y el temor de la imagen, su inquietante vecindad con la imaginación, el peligro de su seducción y por ende de la idolatría, es decir la adoración de la imagen en sí misma -fetichista, digamos- atraviesa la historia desde los griegos a los hebreos, cuya expresión máxima es la interdicción de la imagen de Dios, y que ha quedado en cierto modo como una impronta de la cultura occidental. La desconfianza ante la imagen, como pura apariencia, copia de segundo grado, espectáculo y en consecuencia su debilidad en tanto verdad, y su contrafigura, la confianza en el logos, la palabra, el sentido amparado por las estructuras formales de la lengua. Quizá esta concepción deriva de una lectura extremadamente literal de los griegos –la idea de “copia” en Platón, y de mimesis en Aristóteles- , donde ambas parecerían incapaces de ofrecer la verdadera dimensión del mundo. Sin embargo, Paul Ricoeur, un filósofo recientemente fallecido, lee de otra manera la mimesis aristotélica: un mostrar a los hombres como en acto y a las cosas como haciéndose, cito: “Si la mimesis comporta una referencia inicial a lo real (...) pero este movimiento de referencia es inseparable de la dimensión creadora. La mimesis es poiêsis, y recíprocamente. (...) Recuerda que ningún discurso puede abolir nuestra pertenencia a un mundo. (...) La verdad de lo imaginario, la potencia de detección ontológica de la poesía, eso es por mi parte, lo que veo en la mimesis de Aristóteles.” [Ricoeur (1975) 1977:71)]

Nos ubicamos justamente en esta línea de esta interpretación, que le otorga a la imagen un estatuto propio, un reconocimiento de su identidad acorde con su ontología: su poder es creador, no deriva de su capacidad de adecuación al mundo ni de aquello que nos hace –o nos impide- conocer de la cosa sino en su fuerza de re-presentar –es decir, mostrar algo nuevo -, en el modo en que impacta a quienes la leen, y por ende, en el tipo de respuesta que suscita más que en su ajuste a aquello que la inspira. Así como en el lenguaje, podemos hablar entonces de la fuerza performativa de la imagen.

Pero la imagen no es solamente visual, sino también -y tomando otra de sus acepciones clásicas- la imagen como idea, la imagen del mundo, la que tenemos de nosotros mismos y de los otros, la que se relaciona con el imaginario, tanto en su acepción de un “imaginario social” (ideas, valores, creencias, tradiciones compartidas) como psicoanalítica, de una “identificación imaginaria” (ser como…). Todas estas imágenes confluyen en la percepción y en la configuración de subjetividades, en sus acentos individuales y colectivos. Podría postularse entonces que es quizá en la potencia metafórica de la imagen –de toda imagen- donde reside su capacidad de hacernos ver el mundo de otra manera -aceptando ya, como decíamos al principio, que no hay “una manera” inmediata, directa, no mediada por lo simbólico, para ver el mundo- y que esa diferencia se juega en la oscilación entre presencia y ausencia. Porque si en verdad casi siempre se la acusa por lo que muestra –la pulsión escópica, la atracción morbosa, la pornografía se nutren de ello- también podría estar en litigio por lo que oculta –y aquí la duplicidad del término pantalla, que es a la vez refracción y veladura. En esa obsesión de la presencia que asedia a nuestra sociedad mediática, en esa especie de visualidad globalizada que parece no dejar nada afuera, ni lo horroroso ni lo íntimo, ni lo siniestro ni lo perverso, otro filósofo, Jacques Derrida proponía justamente reclamar un “derecho de mirada” para que los ciudadanos pudiéramos pedir a los medios el acceso a lo que sí queda afuera –lo no mostrado, lo cercenado, lo censurado- ese universo sobre el cual se recorta aquello que se muestra –en un proceso de profunda entropía que el cine y la escritura conocen bien- y por cierto, sus procedimientos, el cómo del mostrar. Este tránsito de la imagen a los procedimientos de su visualización no es sin consecuencias. Supone en cierto modo abandonar ese esencialismo que pretendería encontrar en la imagen misma su absolución o su condena –imagen idílica o violenta o veraz u obscena- en virtud de su tema o de su “contenido”, para pasar a las modalidades de su aparición, a los encuadres, los contextos, las motivaciones, la orientación hacia el receptor -y allí el trabajo mismo de la mirada, la focalización, el punctum, como decía Roland Barthes, ese lugar que atrae, que destella con un plus de significación.

Page 4: 96021947-conferenciaarfuch

En alguna relación con el punctum justamente, hubo hace ya unos años una investigación, a nivel del software y del hardware, que se llamó eye track, para detectar qué lugares de una imagen son aquellos a los cuales nuestros ojos se dirigen primero y en particular, y por cierto, luego trabajar sobre eso para seguir capturándonos como perceptores de una manera todavía más elaborada. Entonces ¿cómo opera este lugar que atrae nuestra mirada? Porque lo que está en juego no es simplemente lo que la imagen nos ofrece a ver, sino también aquello que nos pide. He venido trabajando sobre esta idea: que la imagen siempre pide algo de nosotros, cualquier imagen. Lo he venido trabajando en particular con las imágenes de los desaparecidos, esas fotografías que desde hace tres décadas se han transformado en una referencia obligada de nuestro ser como ciudadanos, de nuestra identidad –con todos los recaudos que uno pueda tomar con la palabra “identidad”- y que, efectivamente, su pasaje en las calles en las manifestaciones o el estar colgadas donde las Madres las colocan en algunas ocasiones especiales, como los 24 de marzo –concretamente, en Buenos Aires, todos los 24 de marzo y alguna otra fecha conmemorativa, cuelgan las imágenes en el Parque de la Memoria, que es un lugar que fuera de esos días no dice mucho, está cerca de la ciudad universitaria sobre el río y consiste por ahora en un cercado, con unas luces, con unos árboles al lado del río -que por cierto es altamente simbólico-, pero que se inviste de otro significado cuando las Madres cuelgan ahí esos enormes lienzos con las fotos. Hace más de diez años escribí un artículo que se llamó “Álbum de Familia”, donde me detuve específicamente en esas fotografías: esos rostros, esas fotos de la vida cotidiana, tomadas muchas de ellas en un momento de felicidad, sin saber qué destino terrible les esperaba, nos piden algo. Y aquí podemos preguntarnos qué nos piden, qué tipo de responsabilidad. Yo creo que no nos piden meramente la condolencia, o el decir “qué terrible lo que pasó” sino poner más preguntas, es decir: cómo fue posible, cómo sigue siendo posible que sigamos teniendo víctimas aunque no estén desaparecidos. Y entonces qué responsabilidad nos cabe en eso. Sobre eso quería insistir, en el hecho de que no solamente las imágenes nos dan, se ofrecen a ver, sino que también piden algo de nosotros. En tanto la imagen solicita algo a nuestra calidad de perceptores, más allá de la atención concentrada en el haz luminoso que la configura ante nuestros ojos, la cuestión de la recepción es capital. Así, una imagen será veraz, violenta o traumática, podrá inspirar rechazo o compasión, según el modo en que circule y los ámbitos instituidos –e instituyentes, - de su recepción. ¿Supone esta postura ante la imagen, que la reconoce como operando en su propia lógica, dispensada de su “adecuación” al mundo, que debamos renunciar a su potencialidad veridictiva, informativa y cognitiva? Por cierto que no, la cuestión es quizá definir cualitativamente esa potencia, también indisociable del valor de verdad, más allá de la simple “fidelidad a los hechos” o de las “buenas –o malas- intenciones”. Porque nosotros podemos ver, con una mirada crítica, cómo, con las mejores intenciones, las imágenes pueden ser tremendamente discriminatorias y agresivas. Me acuerdo de una campaña -no fue la última quizás- contra el dengue, cuyo caldo de cultivo es básicamente la miseria, la desprotección y el estar alejado de medidas de higiene, de conocimiento, etc., que queriendo interpelar a los sectores más desfavorecidos eran profundamente discriminatorias por el entorno que mostraban y en sí mismas contenían ya – digamos- su contra mensaje. Sin hablar, por cierto, de la publicidad, que es un terreno tremendamente elocuente para nuestro análisis. No sé si ustedes tienen la buena o mala suerte de ver la publicidad de un auto donde hay un muchacho que se pone triste, mira por la ventana, empieza por cortarse el pelo, luego arranca todo lo que hay en su casa, tira todo a una pila, va a la oficina, saca todas sus cosas, incendia todo para salir como Dios lo trajo al mundo –podemos imaginar- con su nuevo auto, que supuestamente condensa todos sus deseos. Pongo este ejemplo como registro de que la imagen violenta no es solamente la imagen de un asesinato o las de los muertos de la guerra – los cuerpos, la tortura, esas horrorosas imágenes de la guerra de Irak- sino que hasta ciertas imágenes aparentemente glamorosas de la publicidad, donde se ha invertido mucho dinero y donde todo lo que se ve es bello y acorde, tienen en si una violencia ontológica –la

Page 5: 96021947-conferenciaarfuch

compulsión a comprar, los modelos irrealizables- y a veces también una violencia física, que tampoco aporta nada positivo. Entonces, hablando de las buenas y malas intenciones, entramos tanto en el terreno de la ética como de la ideología. Una autora francesa, Marie-José Mondzain, preocupada por el avance de las imágenes violentas en nuestras sociedades mediatizadas, se pregunta si “la imagen puede matar”. Podríamos acordar con ella y decir: por cierto que no, la visión del crimen no nos vuelve asesinos –ni la del bien nos transforma en ángeles-, aunque la reiteración de la violencia opera sin duda en una especie de naturalización, aquiescencia, conformismo. Pero es, de nuevo, el cómo, el uso y el abuso de la imagen lo que quizá requiera el mayor esfuerzo de la crítica, su inercia maquínica, podríamos decir, que impacta en lo social aportando a la configuración de una violencia de la subjetividad cuyos rasgos peculiares de esta época valdría la pena interrogar. Hemos asistido en esta misma semana a dos acontecimientos que los medios trataron hasta el cansancio y que podrían leerse en el marco de esa violencia: uno, que ustedes han discutido largamente ayer, es esta tragedia de la muerte del maestro neuquino, que además pone un punto de atención sobre los comunicadores sociales. El otro infausto hecho sucedió en el conurbano de Buenos Aires, en Zárate creo que fue, donde un señor molesto porque su vecino y amigo ponía el colectivo frente a su casa lo termina matando, saliendo desaforado con una pistola. Un jubilado de 71 años, que termina matándolo a él, a un niño de nueve años, etc. Entonces hay una violencia de la subjetividad que arrastra tanto a las fuerzas de la represión que están acostumbradas a hacer eso todos los días como a un señor jubilado, que nadie hubiera dicho en el barrio que era un asesino o un asesino en potencia y termina causando una tragedia. Esa “violencia sin nombre”, de la cual se han ocupado y se siguen ocupando cientistas sociales, politólogos, filósofos, no concierne solamente a poblaciones en riesgo o a niños y jóvenes con necesidades básicas insatisfechas –como a veces quieren convencernos los partidarios de “mano dura”- sino también, y por el contrario, a quienes están –quizás- aburridos de la vida y salen a correr picadas, a chocar, o a romper, o a causar daños al prójimo. Una violencia que también está presente, de diversas maneras, en el seno de las instituciones. Hace poco leí en el diario que en Inglaterra están muy preocupados, porque se puso de moda que los niños vayan al colegio con armas blancas y den puñaladas. Entonces, parece ser que se ha incrementado la compra de chalecos protectores, aún para niños de corta edad. Lo cual también pone preguntas en torno de qué sociedad es la que va llevando insensiblemente a esta situación, naturalizando conductas y procedimientos. Yendo al cine de acción norteamericano, por ejemplo, que ustedes conocerán por tener que llevar a sus hijos o nietos, quizás no por elección propia, hay toda una parafernalia de los efectos especiales, que es leída en un registro como algo divertido, identificando su carácter ficcional, es decir, identificando sus procedimientos, pero que al mismo tiempo suponen un ritmo, una intensidad y una tremenda violencia de sonido e imagen, un impacto corporal donde esos procedimientos terminan incorporándose, naturalizándose como un modo de “ser contemporáneos”. O sea, esas imágenes -que les hubieran costado tremendo susto a nuestros antepasados hace cien años- terminan inmediatamente naturalizadas en nuestra percepción. Por cierto, a esta altura ustedes se preguntarán si las consideraciones teóricas que hemos venido desarrollando pueden aplicarse a todo tipo de imágenes, artísticas, fotográficas, informativas, publicitarias, familiares, pedagógicas… Reconociendo las diferencias respectivas –y relativas- yo diría que sí, que la imagen más inocente conlleva una visión del mundo y se inscribe en un contexto reconocible de inteligibilidad y por ende no escapa de una valoración posible en términos de sus efectos de sentido. Valoración que, aun cuando esté instituida socialmente, no pierde su acentuación individual, la tonalidad que deriva de la experiencia privada, del modo en que se inscribe en el marco de la propia historia. Uno de los lugares más privados donde se pone en evidencia el poder, la sacralidad, la

Page 6: 96021947-conferenciaarfuch

fascinación y ese velo de ausencia que roza la mortalidad –según autores, presente en toda imagen- es sin duda el álbum familiar. Si nos detenemos en particular en el modo en que circula la imagen mediática contemporánea, ya hemos anticipado algunos rasgos: la totalización y la simultaneidad, el verlo todo, desde la escena política de la democracia a los avatares de la sociedad, desde los acontecimientos más terribles –como la guerra en directo- a las escenas más recónditas de la intimidad. Así, la “revolución tecnológica” como se ha dado en llamar, provee cada vez nuevos medios para desplegar esta pasión de “ver” –ligada, quizá no con toda justicia, al “conocer”- como una especie de “ojo universal”, que no solamente llega –con las cámaras de toda especie- cuando se produce el acontecimiento sino que está siempre allí, alerta, para mostrarlo en su desencadenamiento, aunque éste sea tan inesperado como inimaginable: así sucedió con el 11 de setiembre, o el tsunami, por ejemplo. La proximidad, la inmediatez, la pretensión del “directo” absoluto parecen ser otros rasgos distintivos: las cadenas de noticias globales acentúan ese efecto, también paradójico, en tanto el acontecimiento aparece reducido a su mínima expresión: el querer abarcar todo puede redundar en no ver nada. Pero además, ese “ver todo” nos sitúa ante una escena de asombrosa repetición, donde el espectáculo cotidiano, sin solución de continuidad, parece condensar todos los conflictos y miserias del mundo. Y aquí podemos preguntarnos si nuestra época es particularmente catastrófica o es justamente esa obsesión de la presencia, acrecentada con la globalización, la que insiste en las infinitas variaciones de lo mismo Casi cederíamos a la tentación de decir: las dos cosas, y quizá no esté del todo mal, pero ante la imposibilidad manifiesta de demostración de lo primero, podemos intentar argumentar respecto de lo segundo. Esa insistencia en la aparición hace a la visibilidad de un mundo diferente: miramos y somos mirados con un énfasis inquietante. En esa lógica especular parecería que nada escapa a algún nivel, aún elemental, de registro: tanto las cámaras personales, que turistas o simples paseantes esgrimen en todos los puntos del planeta –donde más de una vez quedaremos retratados sin saberlo-, como las callejeras, que registran el paso de las multitudes –Londres es quizá un ejemplo emblemático, ahora los buses de dos pisos- junto con las ya clásicas, que nos miran desde bancos, edificios, cajeros, shoppings, aeropuertos… Pero hay también otro aspecto, retórico, estilístico, que remite a nuevas formas de decir y de mostrar. Aquí juegan tanto las tecnologías, como los “tonos” de la época, donde la sensibilidad hacia todo lo que sea voz, biografía, testimonio, autenticidad, intimidad, “vida real” adquiere un enorme suplemento de valor, tanto en los medios como en la literatura, el cine, el teatro y hasta en las artes visuales. Así, a los géneros autobiográficos tradicionales se agregarán otros, híbridos, autoficcionales, donde el yo, la autorreferencia, ocuparán un lugar central. Es destacable al respecto el cambio estilístico en el cine, aun el documental, donde el contar la propia historia o la propia experiencia, aun de modos innovadores y rupturistas, se va haciendo cada vez más usual Volviendo al tema de los desaparecidos, hay toda una generación de hijos de desaparecidos que se dedican al cine y una de las características que comparten es, justamente, la indagación de la historia de sus padres, y por ende, de su propia historia. Y hay una película -que no sé si ustedes habrán visto-, que se llama “Los rubios”, que salió hace tres años –creo-, donde la directora Albertina Carri, trataba de construir una historia pero no bajo los modos tradicionales del documental o los registros antropológicos de juntar fotografías, relatos, entrevistas a gente que conoció a sus padres, etc., sino que lo que ponía en escena era justamente la imposibilidad, la tragedia, el vacío, aquello que ninguna voz, ninguna imagen, ningún documento puede colmar. Y trabajó sobre esa imposibilidad desde una forma retórica para algunos encomiable, para otros objetable. Y Andrés Di Tella, un documentalista ya conocido, que tiene dos películas, que quizás ustedes vieron en algún momento, una se llama “Montoneros, otra historia” y la otra se llamó “La Televisión y yo”, acaba de estrenar “Fotografías”, donde también reconstruye de manera auto ficcional, o sea, en ese límite impreciso entre lo que es ficción novelada y relato autobiográfico, la historia de su madre que era india y

Page 7: 96021947-conferenciaarfuch

viaja a la India buscando parientes e indicios que puedan aportar a esa reconstrucción -imaginaria por cierto- de ese ser perdido. Más allá de estos ejemplos del cine, si tomamos dos polos antitéticos de esta tematización, el de lo privado y lo íntimo, que supone una cada vez mayor permisividad de imagen y palabra – una intimidad pública cuya liberación, paradójicamente, termina reforzando el “autocontrol”- y lo que podríamos llamar el devenir traumático –guerras, atentados, accidentes, catástrofes- encontraremos sin embargo varios puntos en común: la atracción fatal de la mirada, ese algo más que se busca en el límite de la imagen, en su veladura, sea en el cuerpo erótico o estallado; la identificación, glamorosa o no, con el destino o la vida del otro –su felicidad o su desventura- y también, por cierto, ese mecanismo sin pausa de la modelización social, que traza el umbral, siempre variable, de lo permitido y lo prohibido, los sentimientos recomendables y los otros, esa gestión de las pasiones que es constitutiva del orden social. Aquí la imagen, como en el arte sacro de Occidente, sigue cumpliendo no sólo un papel aleccionador y pedagógico, marcado fuertemente por la ideología, sino también disciplinador: hay una regulación de las costumbres que se pretende cada vez más universal y también un nuevo registro del miedo, más allá de las fronteras, que nos coloca a todos por anticipado en el lugar posible de la víctima –y hasta del victimario. Un miedo paralizante –la expresión “war on terror” es significativa- por el cual se optaría por la conservación de lo existente, aun cuando su sustento sea la coerción y la mentira. Violencias sobre lo íntimo y sobre lo social, que, como dijimos, no necesariamente se plasman en imágenes violentas: el poder de la imagen se articula aquí con el poder, a secas, y éste se ejerce también a través de los procedimientos: la repetición obsesiva –lo vemos en cualquier noticiero- el ritmo alucinatorio, el sonido avasallante, el encuadre efectista, la agresividad verbal Ejemplos cercanos: los muertos en pantalla, Kosteki y Santillán, esas imágenes lacerantes que uno veía y volvía a ver, las imágenes de Cromañón, que uno podría preguntarse cómo es posible, es necesario mostrar hasta cierto punto pero luego el mecanismo de la repetición opera sin ningún límite, reiterando al infinito el horror ante los ojos de esos padres, de esos hijos, de esos hermanos, de esos vecinos… Sin embargo, pese a esta imparable proliferación de lo traumático, a su evidente carácter espectacular, tiene valor la pregunta de Susan Sontag en su libro “Ante el dolor de los demás”: cómo situarse para no anular la compasión por el otro aun cuando se tenga conciencia de esa espectacularidad. La guerra, la tortura, la desposesión, las penosas migraciones contemporáneas, las fronteras calientes del planeta, las catástrofes naturales –que también parecen superar lo conocido- conforman en verdad un escenario desolador. Su tránsito cotidiano en la pantalla se ha integrado de tal modo a la rutina que hasta puede resultar inmunizador, aunque las imágenes, cada vez más cruentas, parecen desafiar el acostumbramiento. La manipulación mediática – en su sentido semiótico- combina este registro épico, unido al sufrimiento de poblaciones enteras también bajo nuestros ojos, con la violencia cotidiana de la crónica roja, con los desafueros de la política y la efervescencia de la protesta en un conglomerado cuya intensidad es difícil procesar. Pero además, este registro agobiante de la información se suma a otros “efectos de pantalla” a los que ya aludimos –la publicidad, el cine de acción, los jueguitos electrónicos, la Internet…- Es aquí donde, más allá de la insensibilidad que produce el exceso, puede sobrevenir la tentación terapéutica de operar sobre el “ver o no ver”, es decir, quedar al margen de la visibilidad –elegir no ver- o intentar, como educadores, comunicadores, teóricos, críticos, suprimir ciertos registros potencialmente negativos de esa mostración. Pero ¿con qué criterios se haría esa selección? ¿Qué límites, éticos, jurídicos, políticos, intervendrían en la decisión? Por cierto hay límites que la sociedad puede reconocer como de responsabilidad común: aquellos que infringen los criterios básicos de la convivencia, la sensibilidad, el pudor – que no solamente se relaciona con la sexualidad sino que es un límite interno de la constitución de la subjetividad- o exaltan el odio, la discriminación, la xenofobia, el antisemitismo, el sexismo, pero, como sabemos, la distinción no siempre

Page 8: 96021947-conferenciaarfuch

es tan nítida ni tiene una obligada relación temática. Si, de acuerdo a lo que vinimos exponiendo, renunciamos a cargar todo el peso en la imagen misma –sabemos que una imagen, de arte o de información, si bien puede impactar en su propio encuadre, nunca significa por fuera de un contexto- podríamos distinguir entre visibilidad, como repetición, pasividad y conformismo del ojo (cualquiera sea su tematización), e imagen, como actitud activa hacia el pensamiento y la crítica. Esto habla de una doble responsabilidad: la del productor de las imágenes o de quien las pone en circulación –medios, instituciones, individuos- y otra responsabilidad ineludible, a la que he llamado “responsabilidad de la mirada” que vuelve la cuestión hacia nosotros, hacia la potencia crítica del mirar y también hacia la responsabilidad por el otro, en un sentido fuerte: responsabilidad por el otro y por la vida del otro. Como responsables de la educación –en sus distintos aspectos y niveles- la cuestión de la imagen en el mundo de hoy se nos presenta así como un desafío teórico, ético y político: cómo ejercitar –y ayudar a ejercitar- una destreza de la percepción, una agudeza analítica y crítica, sin quedar inmunes a la sorpresa o a la conmoción y sin cercenar la libertad de la mirada. Y cómo hacer, finalmente, de esa destreza, una política educativa de inclusión, que, al universalizar los saberes, no deje de reconocer –y valorar en su particularidad- la diversidad de culturas y tradiciones que componen cada comunidad. Muchas gracias.