9. la experiencia de los ejercicios espirituales en la vida. maurice giuliani sj

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Maurice Giul iani

LA EXPERIENCIA DE LOS EJERCICIOS

ESPIRITUALES EN LA VIDA

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Quedan prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos, así como la ex­portación e importación de esos ejemplares para su distribución en venta fuera del ámbito de la Comunidad Económica Europea.

Traducción castellana del original francés titulado L'EXPERIENCE DES EXERCICES SPIRITUELS DANS LA VIE por Candelas Sánchez F.I.

O Desclée de Brouwer. PARÍS

© Ediciones Mensajero - Sancho de Azpeitia, 2 - 48014 BILBAO Apartado 73 - 48080 BILBAO I.S.B.N.: 84-271-1779-5

© Editorial Sal Terrae - Guevara, 20 - 39001 SANTANDER Apartado 77 - 39080 SANTANDER I.S.B.N.: 84-293-1074-6 Depósito Legal: BI-2016-92 Fotocomposición: Cuadratín, S.L. - Andrés Isasi, 11 - 48012 BILBAO Printed in Spain

Impreso por GRAFO, S.A. - Avda. de Cervantes, 59 - (DENAC) - ARIZ-BASAURI (Vizcaya)

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ÍNDICE GENERAL

Presentación 9 Prólogo 11

I. EL EJERCICIO

1. Una visión de conjunto sobre los Ejercicios en la vida 15 Las motivaciones del proceso 15 Algunos rasgos específicos 17

2. El ejercicio en la vida 21 El ejercicio 21 La experimentación 23 Las «pausas» 25

3. De ejercicio en ejercicio 27 Provecho y progreso 27 Encontrar lo que nos conviene 28 ¿Qué es una etapa espiritual? 30

II. ORDENAR LOS DESEOS

4. «Demandar lo que quiero y deseo» 35 Recoger los deseos 35 Discernir y disponerse 36 Alcanzar la petición justa 37

5. Los actos humanos, lugar de conversión 41 Los actos necesarios 41 Los actos queridos 43 La conversión del corazón 44

6. Hacer penitencia 47 El cuerpo y la relación con el mundo 47 Penitencia y moderación 49 Penitencia y «desolación» 50

III. LA PRESENCIA DEL ACOMPAÑANTE

7. El que da los Ejercicios y el que los recibe 55 Una pedagogía al servicio de la experiencia 55 Una relación de ayuda en la fe 57

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5 ÍNDICE GENERAL

8. Acompañar una experiencia 59 Acoger una experiencia ya comenzada 59 Someterse a la prueba del ejercicio 60 Ayudar a reconocer las «mociones» 61 Proponer «plazos» en la experiencia 62

IV. SE VA MADURANDO UN FRUTO

9. Para comenzar los Ejercicios en la vida 69 Despertar de la oración y del discernimiento en la vida cotidiana 69 La distancia interior 71 El comienzo que es don de Dios 72

10. En el perdón de Dios 73 La existencia concreta, revelación del perdón de Dios 73 Asumir todo su ser humano 74 Una llamada a discernir en la fe 75

11. La contemplación del «Reino de Cristo» 79 Liberación del corazón 79 Las llamadas a una oblación de sí mismo 80 En todo la presencia seductora de Cristo 82

12. La contemplación evangélica 85 La «repetición» 85 El discernimiento 87 La certeza 91

V. LA DECISIÓN

13. Ante la proximidad de la «elección» 95 La elección que nace en el corazón de la existencia cotidiana . . 95 La duración necesaria para la maduración 97 Una nueva interioridad 99

14. El ayer y el hoy en el proceso de la elección 101 Una nueva mirada sobre las opciones pasadas 101 Reconocer la continuidad de una obra de gracia 104

VI. LA EXPERIENCIA CONFIRMADA Y REALIZADA

15. Confirmar la decisión 111 La elección reconocida como justa en el com-padecer con Cristo 111 La elección acogida en la alegría de la Resurrección 114

16. Sobre el final de los Ejercicios en la vida 117 Los falsos finales 117 El fin recogido como un fruto 118 Una experiencia que encuentra su final 120

17. Permanencia de los Ejercicios 123 «Hacer memoria» de una experiencia 123 La experiencia inacabada 125 La estabilidad en Dios 128

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ÍNDICE GENERAL 7

VIL EL TEXTO: FIJACIÓN Y APERTURA 18. Sobre el uso del texto de los Ejercicios 131

Ponerse en situación de ejercicio 131 Favorecer los ritmos 133 Leer la experiencia que va sucediendo 136

19. El «texto» del ejercitante 139 Una lectura creadora 139 En la fidelidad a San Ignacio 142

Epílogo 145 índice de Citas 147

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PRESENTACIÓN

El mundo de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio o, más pro­piamente, el de la espiritualidad ignaciana, debe mucho a Maurice Giu-liani S J . Su interés por lo ignaciano le viene de lejos. Desde los años de su formación, que le permitieron dominar el castellano de Ignacio y fa­miliarizarse con sus textos y con su historia.

Prueba de ello, más allá del campo de la pastoral de Ejercicios, en la que es maestro y a la que ha dedicado lo más y lo mejor de su vida, es su valiosa aportación, pionera en varios aspectos, al campo de las publi­caciones sobre temas ignacianos.

Primeramente como fundador y director de la revista CHRISTUS (1954), que le debe también muchas excelentes páginas.

Igualmente de la Colección CHRISTUS, que él inició con la publi­cación comentada del Diario espiritual de S. Ignacio Journal spirituel, (vol. 1.°), en la que volvió a publicar Priere et action (vol. 21.°), que en algún sentido es ya anticipación del presente, L'experience des exerci-ces spirituels dans la vie (vol. 71).

Recientemente (1991) acaba de aparecer la excelente selección de textos ignacianos, S. Ignace de Loyola, ecrits (Collection Christus n. 76), fruto de la colaboración de varios especialistas, que Maurice Giulia-ni orientó y coordinó.

Pero una parcela explorada y cuidada por Maurice Giuliani con particular intuición y cariño, en la que ha creado escuela y a la que se han incorporado muchísimos seguidores especialmente del mundo seglar, es la modalidad de Ejercicios, en el espíritu de la Anotación 19.-, así lla­mados Ejercicios en la vida, —por contraposición a los Ejercicios en ré­gimen de retiro cerrado—. previstos por S. Ignacio para quien «estuviere embarazado en cosas públicas o negocios convenientes» (Ej. [19]) y no pudiese «apartarse de todos amigos y conocidos y de toda solicitud te­rrena» (Ej. [20]).

Muchos años de experiencia acumulada, propia y ajena, y de re­flexión sobre ella, han cristalizado en numerosas publicaciones, que la presente obra de alguna manera condensa, completa y formula. El que el texto brote de una larga experiencia hace estas páginas enormemente viva y consigue que, no siendo un comentario del texto de los Ejercicios, re­sulten iluminadoras, desde la praxis, de no pocos principios ignacianos.

Quienes dan Ejercicios (a ellos va preferentemente destinada esta obra) encontrarán en ella observaciones de gran realismo, que ensanchan

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10 LA EXPERIENCIA DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES EN LA VIDA

fundadamente el horizonte exegético, y el práctico, en el que con fre­cuencia se ha venido moviendo el «dar Ejercicios». La reflexiones, que aquí se recogen, aunque obligadamente hechas desde el ámbito de los Ejercicios en la vida, destacando —no sin exaltación, en ocasiones—, sus peculiaridades, constantemente lo transcienden, resultando muchas veces agudas y atinadas observaciones sobre los Ejercicios mismos, sea cual sea la modalidad en que se den o en que se hagan.

Un libro nacido así, sin pretensiones de ser obra publicada, como fruto de la puesta en común de la experiencia de muchos hombres y mu­jeres, que han hecho y dado Ejercicios en la vida, resulta un libro provo­cador de experiencia nueva, siempre inacabado y abierto a la experiencia que se vaya produciendo, porque necesitado de ella. También en este sentido las páginas que presentamos son profundamente ignacianas.

Sin duda el dinamismo más original del texto, presente explícita o implícitamente en casi todas sus páginas, es el de la clarificación, desde diversos ángulos, de la interacción y complementariedad de oración y vida en el plano de una misma experiencia espiritual. Fácilmente con­cluirá el lector que merece la pena lo aportado, no sólo por los resultados, sino también como invitación a seguir explorando esta veta fecunda.

Puede parecer que hasta se presentan los Ejercicios en la vida no como una alternativa menor, supletoria, de los Ejercicios en régimen de retiro, ante la imposibilidad física de este «apartamiento» hoy para mu­chos hombres y mujeres deseosos de la experiencia de Ejercicios, sino incluso como una fórmula en sí misma más perfecta y completa. Sin pretender entrar en esta cuestión, y, mucho menos, zanjarla, es evidente que el libro aporta una gran riqueza de datos y de reflexión, como para mover a otros a seguir explorando las posibilidades, que la flexibilidad del método ignaciano encierra para ayudar en su experiencia de Dios al hombre de hoy.

Es esta riqueza la que hace especialmente valiosa y actual la obra que la Colección MANRESA se honra en poner en manos del lector. Es de justicia agradecer al autor y a los responsables editoriales, Desclée de Brouwer-Bellarmin, las facilidades para la traducción y publicación. Y no menos de justicia hacer constar nuestro agradecimiento a las Religiosas Candelas Sánchez F.I., primera traductora y Aurora Iglesias F.I. y Caro­lina Fernández Díaz-Nava A.C.I. por su eficaz colaboración de secreta­ría.

Colección MANRESA

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PROLOGO

En 1978 se creó una «Asociación» cuyo fin es «promover los Ejercicios Espirituales en la vida», según la pedagogía de San Ignacio y de acuerdo con la tradición emanada de él. Esta Asociación permite mantener y estimular la actividad de los acompañantes: sacerdotes, reli­giosos y laicos, que deseen adquirir más experiencia en este ministerio de los Ejercicios, o más exactamente en esta forma que toman los Ejerci­cios cuando son dados y recibidos «en la vida». Desde la fundación de la Asociación, un «Boletín de relaciones» publica dos veces al año artículos que abordan las cuestiones que surgen en este acompañamiento, así como testimonios de los ejercitantes. Este Boletín se dirige ante todo a los asociados. Algunos de éstos han deseado, sin embargo, que deter­minados artículos puedan desbordar el marco reducido de la Asociación. Para dar respuesta a estos deseos, ha sido elaborado el presente volumen. A fin de unificar su redacción, recogemos aquí solamente los textos re­dactados a lo largo de estos años por el P. Mauricio Giuliani.

Los capítulos de este libro se ordenan alrededor de los grandes ejes del Libro de los Ejercicios, y en torno principalmente al momento en que, por una «Elección», el ejercitante ordena su vida en plena fidelidad al Espíritu. El lector podrá, por tanto, o tomar cada capítulo en su propia perspectiva, como respuesta a cuestiones concretas, que le han dado ori­gen, o seguir el desarrollo de la experiencia que va siendo progresiva­mente descrita.

A primera vista se notará, que no se trata en modo alguno de un comentario de textos. El texto de los Ejercicios es una referencia, pero a través de la experiencia vivida por los ejercitantes. El esfuerzo de redac­ción ha consistido muchas veces en tomar conciencia lo más exactamente posible, de los matices y sinuosidades propias de estos Ejercicios «en la vida», de manera que resalten nítidamente las insistencias y lo específico de los mismos hechos en lo cotidiano de una existencia humana. Cada capítulo aporta un elemento característico o proyecta una nueva luz, pero, de un capítulo al otro, las mismas repeticiones ayudan a penetrar en una experiencia que cada vez aparece más fuerte.

El autor intenta ayudar al acompañante de los Ejercicios en la vida. No lo hace proponiéndole soluciones prácticas, sino guiando su atención y suscitando su iniciativa. Por esta razón el presente libro puede servir como instrumento de trabajo para todo acompañante: ayuda a despegar, sugiere, pero, sobre todo, apela sin cesar a la verdad de lo que el ejerci-

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12 LA EXPERIENCIA DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES EN LA VIDA

tante está viviendo, en la tensión entre la exigencia cotidiana de su ins­tante presente y el impulso del Espíritu que le conduce hacia una interio­ridad más justa, allá precisamente donde madura, como un fruto, la total adhesión a Dios.

La experiencia de los Ejercicios en la vida es demasiado compleja para ser acotada en unos cortos capítulos; pero al menos se la presenta aquí en sus rasgos esenciales, y esperamos que los lectores se sentirán estimulados, a aportar también ellos mismos complementos que les su­giera su propia experiencia.

Los responsables de la «Collectión Christus» se consideran parti­cularmente felices de acoger en esta colección una obra de su fundador. Nadie tan cualificado como él, dada su experiencia, para ofrecernos una reflexión sobre una cuestión que, por muy tradicional que sea, ha sido poco estudiada en su originalidad hasta recientemente. Nos la propone con esa «caritas discreta», ese discernimiento de la caridad que es el úni­co modo de aunar profundidad y claridad, vigor y discreción. Debemos esta reflexión a una búsqueda perseverante, no desmentida, desde los primeros artículos de Christus, reunidos en «Priére et Action» (Colección Christus, n . ° 2 1 , 1965).

Damos gracias al canónigo Gabriel Ispérian de la Abadía de Saint-Maurice-en-Valais , que ha trabajado para dar cuerpo, a partir de los artículos, a un conjunto organizado y progresivo.

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EL EJERCICIO

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1. Una visión de conjunto sobre los ejercicios en la vida

La experiencia espiritual que proponen los Ejercicios de San Igna­cio, puede ser vivida bajo diversas formas, igualmente auténticas, es de­cir, igualmente conformes al pensamiento y a la práctica de aquel que por primera vez los introdujo en la Iglesia. Dos de estas formas reclaman hoy con preferencia la atención.

La primera fue llamada durante mucho tiempo, con todo derecho, «retiro cerrado». Durante treinta, diez y ocho días (a veces menos toda­vía), el retiro se desarrolla dentro del marco de una casa donde el ejerci­tante acepta una ruptura con respecto a su vida habitual, puesto que deja su domicilio, y, lo más frecuente, su vida profesional y familiar, así como sus medios ordinarios de cultura y de reflexión. Tiene asegurado el si­lencio. Las condiciones de vida son favorables para la concentración de la oración, se relaja al no necesitar ya ningún reflejo de defensa, puesto que no se ejerce normalmente sobre él ninguna «agresión» del mundo exterior; un acompañante se encuentra en la casa; si el ejercitante forma parte de un grupo, puede beneficiarse de algunas instrucciones o de al­gunas ocasiones de «compartir» (lo que sin embargo no está exento de peligrosas contrapartidas). Las ventajas de esta situación son, global-mente, tan evidentes, que se están multiplicando casas que, en las condi­ciones ruidosas y agobiantes de la vida moderna, favorecen la vuelta al interior de sí mismo y al redescubrimiento de las fuentes de su acción.

Paralelamente a esta forma tradicional se desarrolla otra desde hace algunos años. En lugar de realizar la separación de la que acabamos de hablar, el ejercitante recorre el itinerario que jalonan los Ejercicios y asegura las condiciones espirituales de los mismos dentro del marco ha­bitual de su existencia, y sin renunciar a sus responsabilidades ordinarias. Es cierto que algunas prescripciones le obligan a modificar el ritmo de sus jornadas: tiempo ordinario consagrado a la oración, necesidad de fa­cilitar en ciertos períodos un espacio más exclusivamente consagrado al silencio y a la búsqueda interior, necesidad de encuentros con un acom­pañante, etc., etc. Pero el desarrollo normal del retiro se realiza en la vida y por lo tanto en relación inmediata con todos los acontecimientos de di­cha vida.

Las motivaciones del proceso

Para entrar en esta experiencia no se necesita ninguna preparación o disposición que se distinga de la que exigen los Ejercicios a todo ejer-

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16 EL EJERCICIO

citante. Por eso se ven entregados a este tipo de retiros, hombres y muje­res de todos los ambientes, de toda clase de cultura, de todo nivel espiri­tual, que desean consagrar durante un cierto tiempo una parte notable de su jornada a la búsqueda de Dios, a fin de conformar más sinceramente su vida a Cristo y a su Evangelio. El dinamismo que los ha traído a los Ejercicios va frecuentemente vinculado a una decisión que tomar: elec­ción difícil en un momento crucial de la vida profesional, aceptación o rechazo de una responsabilidad ofrecida, partida al extranjero (especial­mente a un país del tercer mundo), nuevo estilo de comportamiento con­yugal o familiar, ruptura eventual con ocasión de una amistad que se tor­na peligrosa, decisión de dejar o continuar la vida sacerdotal o religiosa... En otros casos se trata menos de una decisión que de una orientación que se precisa: poner fin a un momento de incertidumbre o turbación; recu­perar la paz del corazón que se siente amenazada o perdida sin que se pueda determinar claramente ni por qué causa ni a través de qué evolu­ción se ha llegado a esta situación; plantear de nuevo su vida delante de Dios después de diez o veinte años de compromiso y aun cuando un sen­timiento de desgaste o de añoranza esté minando la conciencia; entregar­se con más determinación a la oración como a una aventura interior cuya llamada se vuelve de nuevo a sentir.

La respuesta a estas preguntas o a estos deseos, no se encontrará evidentemente más que por una lenta conversión del corazón y por la su­misión de todo el ser al Espíritu de Dios. Al proponerse hacer los Ejerci­cios en la vida, uno se abre a una experiencia fundamental, para la cual San Ignacio propone apoyos, cuyos rasgos esenciales podrían recordarse de la manera siguiente:

1. El ejercitante, cualquiera sea su actividad, consagra cada día un tiempo a la oración y a la reflexión personal. Sin intentar fijar de ante­mano este tiempo, que depende de miles de apremios que inciden sobre la vida, se puede decir que lo esencial es llegar a determinar de un día para otro, entre los temas y las actitudes de la oración, una continuidad, unos ritmos y, finalmente, unas constantes que son reveladoras de pro­fundas tendencias, en las cuales resulta posible darse cuenta de cómo nos conduce Dios.

2. La reflexión personal llevará cada vez más a una «lectura espi­ritual» de lo que se ha vivido en los días precedentes o en períodos más lejanos, para tomar conciencia de los motivos que determinan las opcio­nes o el comportamiento; para descubrir con mirada de fe dónde están las alegrías, los temores, las fuentes de dinamismo o de inhibición; para captar el sentido de las alternativas entre diversos sentimientos, o el mo­mento del paso de una etapa a otra. Esta reflexión llevará también a la lectura del momento presente, para situarlo en continuidad con las expe­riencias pasadas, a fin de sopesar el relieve que adquiere en la concien­cia por su contenido humano y por su significación en la relación con Dios. Así, lentamente, se va precisando en cada uno un hábito de discer­nimiento espiritual, que conduce por etapas a unas certezas de fe en las

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UNA VISION DE CONJUNTO SOBRE LOS EJERCICIOS EN LA VIDA 17

que se compromete la vida y a liberaciones de todo orden para el servicio del Reino de Dios en la Iglesia.

3. La marcha progresiva en este camino se realiza según unas eta­pas para las que San Ignacio proporciona un marco flexible, que es el de la misma experiencia cristiana en una vida en acción. En el centro está el acto de libertad espiritual por el que nuestra vida se determina, en un momento dado en nuestra propia historia en conformidad con las opcio­nes de Cristo y en fidelidad a lo que descubrimos de la acción del Espí­ritu Santo en nosotros. Para hacer este acto lo más lúcido y sincero posi­ble, se requiere un largo t i empo de p reparac ión , por med io de la purificación del corazón y la apertura a la sabiduría del Evangelio. Des­pués, para confirmarlo, es necesario un nuevo tiempo, en el que la medi­tación de la muerte y resurrección de Cristo, sitúe nuestra decisión en la totalidad de nuestra historia personal y en la actualidad de la Iglesia. El ritmo del retiro es el del progreso en este itinerario: el ejercitante experi­menta en sí la exigencia propia de cada etapa, y es él quien decide, en la sumisión al Espíritu, si debe retardar o acelerar, prolongar o acabar, re­petir o innovar en la trama continua de la oración y de los deseos que la oración suscita.

4. La presencia de un testigo, con el que sea posible tener una con­frontación de opiniones en el verdadero nivel del discernimiento espiri­tual y que ayude a calibrar la experiencia en la cual se encuentra inmerso, aporta al ejercitante una garantía indispensable, no solamente para soste­ner o estimular, como desde fuera, sino para interpretar y verificar las fuerzas que actúan en una conciencia humana trabajada por la gracia creadora de Dios. Deben prevenirse, pues, unos encuentros, según un rit­mo que es imposible precisar en el momento de empezar, pues variará en relación con la historia de la oración, con las dificultades del camino, con las luces y oscuridades del ir siendo tomado por la experiencia de la do­cilidad al Espíritu.

Algunos rasgos específicos

Para ayudar a presentar la originalidad de los Ejercicios realizados en el seno de la vida diaria, deben ser subrayados de una manera más precisa, ciertos aspectos característicos.

1. El tiempo que deberá consagrarse a la experiencia de los Ejer­cicios, no se puede precisar. Se empieza por reconocer una exigencia in­terior de hacer Ejercicios, pero de ningún modo puede decir, ni el ejerci­tante ni el acompañante, si la conclusión se impondrá al cabo de un mes, seis meses, o quizás un año. En la medida en que cada etapa es vivida sin urgencia y dejando que se desarrollen las resonancias de la actitud espiritual central, todo programa que hubiese podido ser previamente elaborado resulta abolido. Es la aventura interior del diálogo con Dios la que impone sus tiempos, sus estaciones y sus verdaderas dimensiones: ciertos plazos pueden, con toda seguridad, resultar obligados en razón de tomar una decisión o como consecuencia de acontecimientos ocurridos en

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18 EL EJERCICIO

la vida familiar o profesional, y proporcionan entonces un nuevo ele­mento para el discernimiento espiritual. Pero frecuentemente el tiempo es libremente dejado para que la gracia de Dios revele su acción sin prisa por nuestra parte, y con el gozo verdadero de dejarnos conducir o inva­dir al ritmo de Dios a través de nuestros reacciones profundas.

Es verdad, sin embargo, que esta libertad en la duración corre el riesgo de no permitir llegar a la intensidad, que favorecería por el contra­rio una experiencia que se inscribe en un tiempo claramente delimitado y cuyas etapas serían otros tantos estimulantes sucesivos para el esfuerzo de clarificación y liberación. Por esto es deseable que a lo largo de los Ejer­cicios en la vida, se posibiliten períodos, aunque sean breves (un fin de semana, una o dos jornadas, a veces más según los acontecimientos inte­riores que van perfilando el movimiento de los ejercicios, en los que la oración, la presencia de sí mismo, el reconocimiento de la acción del Es­píritu sean más fuertemente captados en su unidad. Esto puede hacerse especialmente necesario cuando al hilo de los Ejercicios, aparece un cier­to estado de crisis que clama por una solución, bien que esta solución también en más de un caso haya de esperarse de la vida ordinaria tanto o más que de un «período cerrado» que se prestaría a la dramatización.

2. Puesto que el ejercitante prosigue su esfuerzo en las condicio­nes de la vida cotidiana, sin ruptura y sin ningún aislamiento ordinario con respecto a ellas, es claro que la presencia permanente de las perso­nas, de las exigencias del oficio, de las solicitaciones afectivas, de los círculos diversos de la acción, van a pesar muy fuertemente sobre la evolución del retiro. No solamente como un marco estrecho en cuyo in­terior hay que garantizar las condiciones de una verdadera oración (y esto supone ya algunas decisiones, tomadas frecuentemente de acuerdo con los miembros de la familia), sino como el medio humano normal al que debe referirse siempre, en último término, la adhesión a Dios. Esta presencia de lo real, que la debe tener en cuenta siempre, ayuda a la actualización del Evangelio, ilumina una nueva profundidad de la Encarnación y de la Iglesia, precisa los criterios para juzgar los movimientos interiores del Espíritu en nosotros. El carácter casi inmediato de este encuentro entre la oración y la vida, así como la prueba de verdad a la cual ya no se pue­de uno sustraer, defienden especialmente de muchas ilusiones, que unos Ejercicios cerrados pueden correr el riesgo de no desenmascarar. Además se hace casi imposible limitar la así llamada «vida espiritual» a ciertos ámbitos, como sería por ejemplo la oración, la fidelidad sacramental, o una actividad explícita de caridad; es toda la realidad de la existencia humana, compleja y a menudo nebulosa, la que se impone (y esto cada vez más en el transcurso de unos Ejercicios en la vida) como el lugar donde se revela la acción de Dios y donde nosotros vamos a comprome­ter nuestra fe: la integración de todos los valores humanos en la luz evangélica abre entonces al esfuerzo espiritual un campo ilimitado, a menudo nuevo para el ejercitante y hace resaltar como por etapas el di­namismo del retiro, asumiendo más auténticamente toda la vida.

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UNA VISION DE CONJUNTO SOBRE LOS EJERCICIOS EN LA VIDA 19

3. La presencia de lo real, vivido tal y como acaba de ser descrito, no puede menos de influir de una manera particular en la elaboración de la decisión (sea cual fuere su contenido).

En primer lugar, los datos concretos que constituyen ya sea el pro­blema planteado, ya el compromiso a tomar, son más fácilmente abarca­dos en su totalidad y en su complejidad que en unos Ejercicios cerrados. La duración contribuye a ello, desde luego, pero también la necesaria confrontación con la vida sitúa más a su nivel las interpretaciones de tipo pasional y da al análisis de las situaciones una objetividad que contribu­ye a garantizar la fe, contra la ensoñación y lo imaginario.

Además, la misma confrontación en la vida permite «ponderar» con más seriedad toda la variedad de sentimientos que nos agitan. Por ella valora sus verdaderas posibilidades de acción, de conducta, de salud físi­ca o psíquica; devuelve a la oración, más serena o por el contrario más agitada, su papel revelador de la pedagogía divina; toma lentamente con­ciencia, fuera del impulso generoso, pero insuficientemente regulado, de una «elección» a ritmo demasiado definido, de lo que la personalidad puede efectivamente llevar consigo en el equilibrio y en la paz. Recu­rriendo al vocabulario de San Ignacio en los Ejercicios, sería posible de­cir que el segundo y el tercero de los tres «tiempos» de elección están como integrados uno en el otro de una manera original que puede acre­centar la certeza.

Este lento proceso de decisión inserta el acto mismo de libertad en una duración, en la que la mirada de la fe puede reconocer más amplia­mente en las realidades humanas el lugar del encuentro con Dios. Por eso la «confirmación» de la decisión tiene con bastante frecuencia, en el cur­so de los Ejercicios en la vida, un lugar más importante que en unos Ejercicios cerrados. Confirmación, por el valor significativo de la oración y por el discernimiento de espíritus. Pero también confirmación por la luz espiritual que proporciona el comportamiento práctico frente a situaciones cotidianas; hay en esta confrontación una especie de respuesta dada como garantía de la certeza, porque ella es en nosotros la respuesta del Espíri­tu al Espíritu. El ritmo flexible de los Ejercicios en la vida, permite de este modo que la decisión sea más espiritual, al tener una mejor base hu­mana.

4. Entre todas las formas que puede revestir la oración (y en el curso de los Ejercicios deben ensayarse muchas formas, con el fin de co­nocer mejor las que se revelan más favorables a cada uno), hay una que se desarrolla con más nitidez en el curso de los Ejercicios en la vida; es precisamente la oración que nace constantemente de la fe que se ejercita a través de los acontecimientos, de los encuentros, de las dificultades, de las iniciativas, de las que está llena la existencia de cada día. La oración no cesa, ciertamente, nunca de ser adoración al Dios único y grito del alma hacia El bajo el impulso del Espíritu Santo; pero esta adoración y este grito brotan del «corazón» de una manera o de otra, por las realida­des cotidianas. Orar equivale, entonces, a interrogar a Dios sobre el

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20 EL EJERCICIO

acontecimiento que se vive, recibirlo de su gracia, juzgar el valor evan­gélico de nuestras reacciones, ofrecernos sin reserva y confiados a la vida, donde reconocemos mil signos de una presencia escondida.

Para mantener así en la unidad estas dos fuerzas, experimentadas a veces como contrarias, por un lado el movimiento hacia Dios sólo y por otro el arraigo verdadero en las realidades humanas, el tiempo de los Ejercicios abiertos permite entregarse ampliamente a la oración en la vida a partir de la vida. Otras formas de retiro conducen también a esta acti­tud, que es fundamental en toda experiencia cristiana, pero los Ejercicios en la vida se apoyan especialmente sobre este modo de integrar en la oración las realidades de cada día. Por eso el punto de partida de la ora­ción será con frecuencia escogido a partir del discernimiento ya realizado, o a partir de los puntos que se iluminen o que permanezcan oscuros dan­do al diálogo con Dios todo el peso de una vida que se ofrece. Por eso también las dificultades inherentes a este tipo de retiros donde hay que asegurar una oración, sin cesar amenazada por el trabajo y por la fatiga, pueden convertirse en medio para un progreso decisivo, planteando ya en las primeras etapas, lo que en otros caminos se presentaría como un final.

5. En fin, la relación con el acompañante está en sí más marcada por el estilo de los Ejercicios en la vida. No que haya de modificarse el papel de quien ayuda a caminar, pero los encuentros entre él y el ejerci­tante están mucho más unidos a los acontecimientos que atraviesan las jornadas de un hombre o de una mujer plenamente embarcados en una existencia cargada de responsabilidades. Los lugares de encuentro son variados: puede ser el domicilio del ejercitante o un aposento que permi­ta la acogida y eventualmente una oración común; se fijan a menudo en función de los desplazamientos, (el bar de una estación de transbordo puede ser un lugar apropiado), o en función del barrio en el que el ejer­citante tiene que asegurar una visita de negocios.

Los tiempos dependen de los horarios de trabajo o de la presencia en las necesidades familiares o apostólicas. Es necesaria una extrema flexibilidad, que lleve al acompañante a plegarse, aunque fuera en el úl­timo minuto, a las modificaciones que imponen las urgencias inespera­das de la vida. El acompañante se encuentra, de golpe, muy próximo a las realidades que forman el tejido de la existencia del ejercitante, y pue­de a menudo calibrar mejor su importancia sobre el plan de discerni­miento y de las decisiones a tomar. Pero al mismo tiempo corre el peligro de imponer demasiado intensamente una «presencia» que pesaría sobre la verdadera libertad del ejercitante, del mismo modo que éste podría co­rrer el riesgo de no distinguir con bastante claridad el intercambio, que brota de la relación de amistad, y la apertura que ayuda al discernimiento o a la toma de conciencia de la sola acción de Dios. Así, las condiciones de unos Ejercicios en la vida conducen, mediante el juego matizado de las relaciones entre el ejercitante y el acompañante, a progresar en la pu­rificación de la mirada de fe sobre los acontecimientos y sobre el sentido que van tomando durante este tiempo privilegiado de búsqueda de Dios.

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2. El ejercicio en la vida

La expresión «ejercicios en la vida» se emplea ordinariamente po­niendo en plural una palabra que primero hay que comprender en singu­lar. Cuando San Ignacio habla de «ejercicio», designa un acto personal por el cual el ejercitante se «prepara y se dispone» 1 a la gracia de Dios. Un acto tal es muy preciso en el marco de unos Ejercicios en retiro, pero no lo es menos en las condiciones en que se desarrollan los Ejercicios en la vida.

El ejercicio

El que «hace los ejercicios» en la forma de retiro cerrado se some­te libremente a un tipo de actividad espiritual cuyas condiciones de desa­rrollo están bien definidas: habrá «cinco ejercicios o contemplaciones» y este ritmo se repetirá cada día [12] con un tiempo de preparación, en el que se recibe «breve o sumaria declaración [2] y un tiempo en el que después de terminar el ejercicio se verá «cómo me ha ido en la contem­plación o meditación [77]. La actividad de la oración, desde los preám­bulos hasta los coloquios, se inscribe en un marco rigurosamente esta­blecido. En fin, múltiples «notas» o «adiciones» (según el vocabulario de San Ignacio) precisan, todavía más, la conducta a seguir. Es verdad que todo esto está lleno de recomendaciones para adaptar, hacer más flexible, modificar, según lo que vive el ejercitante y según su temperamento. Pero resalta con claridad una estructura de retiro, ante la cual no pocos acom­pañantes acostumbrados al mes de Ejercicios se interrogan. Esta pedago­gía del ejercicio, piensan ellos, no es posible cuando el ejercitante sigue metido en la vida, no sólo porque diariamente dispone de muy poco tiempo para una oración en forma de ejercicio, sino porque su atención se proyecta hacia otras actividades, en medio de las cuales su oración parece relativizarse peligrosamente y por consiguiente perder su valor de ejercicio.

Para superar, al menos parcialmente, esta objeción puede uno, evi­dentemente, tomar la actitud de dar más importancia y sentido al tiempo que el ejercitante puede consagrar a la oración a costa de sus actividades ordinarias, creyendo que así se mantienen las líneas características de un «ejercicio». De hecho no es raro que, en ciertos modos de acompañar los

'Aquí y en todo el texto los números entre corchetes [ J remiten al texto de los Ejerci­cios según la numeración aceptada universalmente.

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ejercicios en la vida, se privilegia la oración como si ella ofreciera el momento de mayor intensidad espiritual, y en consecuencia se privilegian también los que se llaman «tiempos fuertes», que permitirían poner en juego el dinamismo propio del ejercicio. Esta manera de actuar es cierta­mente provechosa, pero con todo es insuficiente y, sin duda, un poco ilusoria.

La experiencia de los ejercicios en la vida parece orientar la re­flexión por otro camino. El ejercitante se inicia, de hecho, en el «ejerci­cio», aprendiendo lentamente, día a día, en una oración cuyas condiciones y leyes de crecimiento descubre,cómo se produce el encuentro entre la gracia de Dios y el corazón del hombre. Pero muy pronto, desde el co­mienzo de su experiencia, su mirada de fe no se limita ya a la oración; algunas de sus acciones importantes toman un nuevo relieve por el hecho de que él mismo las sustrae a la oleada continua y confusa de su jorna­da, porque observa su comportamiento respecto a ellas y porque reconoce más humildemente las condiciones necesarias (de paz y de verdad inte­rior) para que su gesto, su palabra, su compromiso, revelen el sentido de que se van cargando en la relación con Dios.

¿Pero hay que hablar sólo de acciones importantes? Sí, en el senti­do de que la acción debe ser bastante rica para revelar a Aquel que actúa. Y no, en el sentido de que toda acción puede llegar a ser reveladora cuando la conciencia se va afinando. Ante un encuentro difícil o peligro­so, con ocasión de una conversación que corre el riesgo de tornarse apa­sionada, frente a una insignificante opción que puede halagar la vanidad o comprometer el valor del trabajo, el ejercitante descubre que realiza una verdadera actividad espiritual que tiene un comienzo y un fin o, más exactamente, un antes y un después: un «antes», donde se prepara, y un «después» donde se toma conciencia de lo que ha sucedido. Esta activi­dad espiritual está penetrada de numerosos movimientos; unos ponen de relieve la diversidad de espíritus (consolación o desolación), otros sola­mente el desarrollo de la reflexión y de la sensibilidad . Y acaba susci­tando una exigencia interior en la manera de proceder consigo mismo, que asegura la prudencia, la marcha atrás, la paz, al mismo tiempo que el afrontar los obstáculos. Todo esto, que puede ser vivido, evidentemen­te, desde un plano de sabiduría humana, puede también por la fe conver­tirse en medio de conocer lo que pasa en uno mismo cuando la acción es reflexionada delante de Dios.

Así es como el ejercitante hace la experiencia de un «ejercicio» que no es ciertamente oración aunque esté muy relacionado con ella. San Ig­nacio en la primera frase de su librito, abre el camino en este sentido: «Por este nombre de ejercicios espirituales, se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mental y de otras espirituales operaciones» [1]. Estas otras «espirituales opera­ciones» pueden ser, en el caso de los Ejercicios en la vida, toda clase de expresiones concretas de la existencia cotidiana del ejercitante. Su es­fuerzo consiste precisamente, al hilo de las jornadas, en transformar una

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actividad que en sí es banal, en un «ejercicio» espiritual. Muchas fórmu­las por las que San Ignacio caracteriza el ejercicio de la oración, adquie­ren su pleno valor cuando son aplicadas a estas otras «espirituales opera­ciones», que toman cuerpo en la vida misma: encontrar gusto, sentir y gustar las cosas interiormente, pedir lo que se desea etc., etc.

Se llaman ejercicios espirituales «todo modo de preparar y disponer el ánima» [1]. Esto es de aplicación muy sencilla cuando el ejercitante llega a reconocer que su jornada es rica en momentos a los que debe «prepararse y disponerse» como para una presencia de Dios en el seno de la actividad humana. Por otra parte, San Ignacio precisa más todavía: «Preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas las afecciones des­ordenadas, y, después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida, para la salud del ánima» [1]. No son «los ejercicios», es decir, el conjunto del itinerario tomado como un movi­miento único, los que hacen descubrir la voluntad de Dios, sino ya cada ejercicio, en cuento que prepara y dispone al alma para liberarse y com­prometerse en la fidelidad a Dios. A lo largo de los ejercicios en la vida, se abre, para el ejercitante, un campo inmenso de experiencia espiritual, hecha, a la vez, de iluminación sobre la acción, de humildad sobre la manera de entregarse a ella, de acogida de la gracia de Dios en el inte­rior del comportamiento humano.

Sería necesario, sin duda, completar estas notas sobre el ejercicio, con una reflexión sobre lo que San Ignacio presenta bajo el nombre de «adiciones», es decir, los consejos enormemente prácticos destinados a «mejor hacer los ejercicios y para mejor hallar lo que se desea» [73]. Evidentemente estas adiciones, directamente ordenadas al ejercicio de la oración, no pueden aplicarse sin más a este otro ejercicio que propone la vida ordinaria. Pero cada ejercitante debe, en función de su temperamen­to y de su estilo de existencia, darse a sí mismo las reglas prácticas y hu­mildes que le «ayudarán a mejor» transformar en ejercicio espiritual su actividad humana propia. Estas reglas pueden referirse a las condiciones de sueño y de alimentación, a un horario detallado, a la manera de man­tener o recuperar el dominio de sus nervios, a las exigencias de descanso o de tiempo libre, al modo de escuchar o de intervenir, al tiempo reser­vado, después de una acción más importante, para asegurar una mejor toma de conciencia de lo que acaba de pasar etc., etc. Cada uno ha de precisar lo que favorece la comprensión espiritual de su actividad.

La experimentación

La idea de «ejercicio» implica, para San Ignacio, la de «prueba», en el sentido en que se prueba una cosa, después otra, para determinar la que más conviene. A través de estas pruebas, el hombre llega poco a poco a saber en qué dirección Dios le conduce. Hacer más, hacer menos; ex­perimentar de una manera, después de otra; abreviar o alargar el tiempo de oración; variar los ritmos de la oración en el transcurso de un día; re­tener, para expresarlo delante de Dios, el deseo que habita en el corazón,

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o aparcarlo durante un tiempo para dejar espacio a otro deseo; disponer­se para una orientación de vida, después para otra; intentar salida a un tiempo de búsqueda interior, situándose de diferentes maneras para de­jarse conducir por la gracia.

Esta actitud de disponibilidad activa y de espera, se aplica, en el re­tiro cerrado, a lo que atañe a la oración, la penitencia, las exigencias del sueño o del alimento, la relación con el acompañante, los datos que entran en juego en una elección, en una palabra, todos los puntos en los que la acción de Dios se encuentra vinculada a disposiciones del hombre que la favorecen o la obstaculizan. El ejercitante descubre lentamente «lo que le conviene», es decir, lo que le deja en paz y en unidad interior. Es en este punto donde el juicio sobre la vida y el dinamismo propio de la oración, se unen en un acto que tiene tanto de adoración y de ofrenda como de deci­sión práctica frente a la existencia y sus llamadas. La pedagogía propia del método de «ejercicio» conduce a una «pasividad» que se abre a Dios de­jando el alma en pleno reposo, cuando ha encontrado su modo de silencio y de presencia. A esta experiencia cada uno se siente conducido a lo largo del retiro. El acompañante aporta su apoyo, precisamente ayudando al ejercitante a percibir cómo a través de todas las pruebas sucesivas, se perfila poco a poco una línea que reúne todas las características de una personalidad animada por el Espíritu . Muchas decisiones fundamentales se preparan así, por la progresiva coherencia percibida entre múltiples deseos que se expresan finalmente en un único deseo, que es la «vocación» que Dios hace sentir en el seno de experimentaciones sucesivas, por medio de las cuales el hombre se ha entregado a El con plena confianza.

En el transcurso de los ejercicios en la vida, se encuentra, claro está, toda esta riqueza de la experimentación ignaciana por medio del ejercicio, pero con una diferencia muy importante. Fuera del tiempo pro­pio de la oración (donde todo lo que dice San Ignacio tiene su pleno sen­tido), el mismo acontecimiento, el reencuentro con los otros, la actitud que pretende adoptar, son los que provocan las experiencias interiores, gracias a las cuales el ejercitante espera que se le revele la orientación de su ser bajo la gracia de Dios. «Como Dios nuestro Señor en infinito conoce mejor nuestra natura, muchas veces en las tales mudanzas da a sentir a cada uno lo que le conviene» [89]; cambios queridos o favoreci­dos por el ejercitante, sobre puntos en los que espera una cierta respuesta que nacerá de lo interior de sí mismo; por ejemplo, un modo de hacerse presente a su mujer o a sus hijos, el tipo de acción que ha de ejercer en su medio profesional, la parte mayor o menor que ha de conceder a una actividad de servicio desinteresado. No se trata, pues, de buscar una or­ganización razonada de la vida con vistas a encontrar equilibrio y verdad; no se excluye ciertamente, pero el fin buscado es crear este «ejercicio espiritual», que será la ocasión de percibir por donde conduce Dios a través de las reacciones que surgen en la conciencia, a través de las co­herencias o de los aspectos inconciliables que brotan entre diversas ten­dencias que es necesario reducir a unidad sin voluntarismos ni caprichos.

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San Ignacio habla de introducir «cambios», porque, en el ejercicio, en esta búsqueda por medio de aproximaciones sucesivas, trata de mos­trar el valor de este aspecto de la iniciativa humana. Si el acontecimiento exterior aporta en sí mismo, fuera de toda iniciativa personal, cambios decisivos, habría evidentemente que aceptarlos, para vivirlo espiritual-mente, pero no está ahí el valor educativo del ejercicio. Este consiste en intentar diversas pruebas con el fin de reconocer, por el comportamiento de todo el ser, incluida también aquí la prueba de la oración, cuál de ellas es, por decirlo así, portadora de Dios. En algunos casos se podrá aplicar también ese aspecto del ejercicio, que consiste en inclinarse voluntaria­mente hacia lo que nos produce repugnancia o temor [157]. Pero también aquí lo único que cuenta es progresar en libertad interior para hacerse disponible a Dios.

Desde los Ejercicios en la vida, el ejercitante se encuentra así comprometido en una aventura interior de muy grande alcance. Quizá la densidad de los «estados» de oración es menos viva que en los ejercicios cerrados. Pero, con seguridad, cuando el ejercicio incide, no sobre los deseos, sino sobre los actos,cuando integra lo concreto de la realidad viva para que cada uno pueda descubrir en ella «lo que le conviene», es ya un medio de conversión del corazón, que lleva en sí mismo la luz de la que brotará, en su momento, la elección.

Las «pausas» Retengamos, en fin, un tercer aspecto del ejercicio, al cual se le

podría dar el nombre de «pausas», según la expresión empleada por San Ignacio. En el tercer ejercicio de la primera Semana, San Ignacio propo­ne, por primera vez, una «repetición»: «notando -dice- y haciendo pausa en los puntos que he sentido mayor consolación o desolación, o mayor sentimiento espiritual» [62]. Emplea en varias ocasiones expresiones análogas, en particular cuando habla de la repetición y de la aplicación de sentidos en la cuarta Semana. «Notando y haciendo pausa en las partes más principales y donde haya sentido mayores mociones y gustos espiri­tuales» [227].

«Pararse allí». El término ignaciano dice más exactamente «ha­ciendo pausa». Esta pausa forma, evidentemente, parte de la oración: consiste en permanecer sobre algunos momentos o sobre ciertos puntos, que han tenido más relieve a lo largo de la oración precedente, para to­marlos como punto de partida para una nueva oración. Conocemos bien esta manera de proceder que ayuda a estructurar la vida de oración con­fiando en los sentimientos interiores recibidos como portadores de gracia. Pero los Ejercicios en la vida dan un sentido particular a estas «pausas».

Por de pronto, se trata de «pararse», no solamente sobre la oración, sino sobre los momentos en que la misma vida hace experimentar ciertos sentimientos interiores, de consolación, sin duda, pero también de prueba o de sufrimiento. Porque su aplicación desborda el arco limitado de la oración, las palabras empleadas por San Ignacio alcanzan una resonan-

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cía inesperada: apuntan sobre todo al comportamiento existencial del ejercitante, inclinado a tomar más en cuenta el significado espiritual de los sentimientos que le animan en la realidad diaria; hasta sentimientos aparentemente negativos de «desolación», frente a una situación conyugal o familiar difícil de soportar. Los puntos «más principales» del ejercicio [227], son efectivamente los puntos más importantes en la vida, al me­nos los que aparecen como tales al ejercitante, y son ellos los que debe retomar preferentemente en su oración.

Pero en la complejidad de este vivir diario, la percepción de lo «más principal» o de las «mayores mociones», no se impone como una evidencia. Frecuentemente es necesario un tiempo, una tregua para mirar en su conjunto el período que acaba de pasar, hasta que se pueda «notar», es decir, reducir a lo esencial y formular lo que ha sido vivido confusa­mente. En esta perspectiva el ejercitante es conducido a señalar tiempos de pausa en la continuidad de sus ejercicios: tiempos de mayor silencio material o afectivo; tiempos de ordenar sus propios recuerdos con el fin de encontrar en ellos la continuidad de los movimientos interiores; tiem­pos de encuentro con el acompañante para que el discernimiento de espí­ritus se esclarezca con el diálogo. Esta «pausa» puede realizarse en forma de un retiro al margen de la vida, retiro más o menos largo, que puede durar desde unas horas a un día o un fin de semana; pero que no es un paso más o menos camuflado de Ejercicios en la vida, a Ejercicios en re­tiro cerrado. Esta «pausa» es un momento en que los Ejercicios en la vida se iluminan y se orientan con una mejor toma de conciencia de todo lo que acaba de suceder en el transcurso de los días precedentes, y no tiene sentido más que en orden a determinar mejor, en función de lo que se ha vivido, la manera de someterse a la acción del Espíritu en las jornadas que van a seguir. Sería, en efecto, muy lamentable, reducir estas «pausas» a un tipo de silencio y de ejercicio que las asemejase a los Ejercicios en retiro cerrado, provocando con ello una verdadera ruptura de ritmo y de comportamiento. Son un medio de dar a los Ejercicios en la vida, las condiciones de una progresiva interioridad, por su fidelidad al «mayor sentimiento espiritual» [62], percibido como signo indicador del camino a seguir de ejercicio en ejercicio.

Son, pues, estas «pausas» la ocasión de juzgar la evolución en el modo de practicar el ejercicio espiritual. Una evolución que no solamente aparece en la oración misma, más sencilla, más unificada y reposada, sino en la concordancia entre el tiempo de oración y el tiempo de la vida, que constituyen una unidad de duración única en la que el nombre, en las di­ferentes formas de su actividad, aprende a dejarse conducir por Dios.

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3. De ejercicio en ejercicio

«No el mucho saber harta y satisface al ánima mas el sentir y gus­tar de las cosas internamente» [2]. Todos los familiarizados con los Ejer­cicios saben que ésta es una de las reglas de oro de los mismos. El ejer­citante está llamado a buscar «gusto y fruto espiritual», y allí donde lo encuentren deberá quedarse, porque es allí donde Dios le instruye.

La pedagogía propuesta es clara cuando se refiere a la oración. El ejercitante recibe o escoge un tema de oración, se propone recorrer un camino, incluso fija su deseo sobre tal o cual petición; nada de esto, sin embargo, se le debe imponer si en un momento (quizá inesperado), se encuentra «satisfecho». Seguir avanzando, es decir, pasar a otro «punto» previsto para su oración, sería rechazar la gracia.

En el transcurso de los Ejercicios en la vida, este «gusto» interior no es privilegio de la oración; alcanza también a toda forma de actividad convertida en «ejercicio espiritual». Es, pues, la misma vida diaria la que forma parte de «las cosas» que se pueden «sentir y gustar» internamente.

Provecho y progreso «Gusto y fruto» espiritual, «satisfacer» y «hartar» el alma; tales

palabras demuestran bien en qué sentido se orienta la experiencia del ejercitante.

San Ignacio habla frecuentemente del «provecho» que hay que «sacar» del momento que se vive, de la gracia que se ofrece, del deseo que nace del corazón, de la consolación o de la desolación por la cual atraviesa el alma, etc. De esta palabra castellana «provecho» o «aprove­char», se nos han dado tradicionalmente varias traducciones: útil, bueno, ventajoso. Ninguna de estas palabras expresa exactamente el matiz igna-ciano, pero desde luego las menos adecuadas son, sin duda, las que deri­van del término «progreso». Allí donde el «provecho» evoca el fruto que madura alimentándose poco a poco por integraciones sucesivas, el «pro­greso» se refiere a una cierta norma objetiva, según la cual se determina­rían las etapas a seguir. «Sacar provecho» es dejar al sentimiento interno crecer en lo que constituye su propia sustancia, es favorecer la conver­gencia de los deseos, es ver nacer determinadas líneas de fuerza que ani­man toda la conciencia.

«Progresar», por el contrario, es dar un paso, dos pasos, que permi­tan llegar a una situación considerada mejor y más perfecta. «Provecho» y «progreso» son, evidentemente, palabras sin relación entre sí; con todo,

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la perspectiva ignaciana es siempre la del alma que «saca provecho» de lo que vive. El ejercicio hace abrirse a la gracia como a una plenitud que colma, sin la preocupación por saber a qué grado de progreso se ha llegado. O más bien, según sea el provecho, se podrá juzgar el verdadero progreso.

Los Ejercicios en la vida ponen muy de relieve la importancia de esta madurez espiritual. En la oración misma, el ejercitante puede expe­rimentar el «gusto interno» que ya, en cierto modo, le llena. Pero lo es­pecífico de la experiencia que vive es que este gusto interno le acompaña en su obrar, a lo largo del día, o en ciertos momentos más intensos (quizá más difíciles de vivir). Lo que le ha permitido en la oración, «sentir y gustar» las cosas internamente es también lo que le permite experimentar en la acción el mismo sentimiento y la misma plenitud.

Esto puede vivirse de mil maneras. Una, por ejemplo, será el senti­miento de que lo que ha vivido en la oración, se encuentra verificado en la actualidad de la situación humana presente, de la que, de pronto, en­cuentra una confirmación y una intensidad nueva. O el sentimiento de que se mantiene una misma presencia de Dios en la vida y en la oración. O la evidencia de que en el correr de los días una misma llamada se deja oír en el seno de la actividad humana que se está desarrollando, y que esta llamada lleva a permanecer, mucho más tiempo del previsto, sobre tal tema de oración, ya varias veces repetido, pero que todavía no ha re­velado todo su secreto.

San Ignacio habla de «los puntos que he sentido mayor consolación o desolación» [62], precisando que es sobre estos puntos sobre los que hay que volver y detenerse. Consolación y desolación nacen de la acción mis­ma: acuerdo o desacuerdo entre el momento de la oración y el momento de la acción, entre lo que se vive claramente y lo que se presenta como una llamada oscura, entre el impulso y la oblación de sí mismo y el os-táculo interior que la acción hace sentir con fuerza, entre la fe segura de sí y el sentimiento del alejamiento de Dios. Estos ritmos crean una vincu­lación cada vez más estrecha entre el ejercicio de la oración y los ejerci­cios que ofrece el diario vivir. De su acuerdo o desacuerdo, de la impor­tancia que toma cada momento en el seno de este t iempo espiritual, madura poco a poco el «fruto» que llevaba ya el ejercitante en su corazón sin saberlo, o sabiéndolo de manera confusa. Ese es el «provecho» que intenta sacar de su oración y de su acción, integradas una en la otra.

Encontrar lo que nos conviene

A la imagen del «provecho» espiritual, San Ignacio añade con fre­cuencia la del buscador que «halla»: «Hallar» la divina voluntad, hallar a Dios, hallar lo que se desea o se quiere alcanzar. Cualquiera que sea la forma que toma (oración u «otras espirituales operaciones»), el ejercicio tiene siempre como fin «hallar», y por consiguiente poner un término al movimiento que le animaba.

¿De qué término se trata? Cada ejercitante tiene su respuesta: la que proviene de la experiencia que está realizando. Es el sentimiento de que

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su oración actual ha alcanzado un punto más allá del cual ya no habría repetición, sino fatiga; es como un rápido relámpago que proporciona la certeza de haber tocado la verdad en la llamada oída; es una tregua y una paz, incluso en medio de un caminar doloroso; es el momento en que consolación y desolación no forman más que uno en la adhesión a Dios, que en adelante coge por entero la vida. Este término puede ir acompa­ñado de vibraciones interiores muy intensas o, por el contrario, de una especie de «quietud», en la cual todas las fuerzas del alma logran un equilibrio. El que ora no se ejercita solamente en «buscar» sino también en distinguir, primero con dificultad, después con el instinto que afina el hábito del discernimiento, los signos de estos términos a los que va lle­gando.

En esta experiencia en la que el ejercitante «encuentra» lo que busca, ha alcanzado el punto exacto en que, en este momento y en esta situación, están en plena fidelidad con Dios y consigo mismo. La cuestión no está en saber si se sitúa a tal nivel de perfección, según una escala de valores previamente establecida, sino si «halla» lo que buscaba y si re­conoce en ello el don de Dios.

Los Ejercicios en la vida dan a esta experiencia una importancia muy particular. El ejercitante no puede, en efecto, «hallar» lo que busca más que en la medida en que la relación a su vida se ha ordenado y cla­rificado: cada uno de los datos concretos de su existencia es percibido, en su fe, como un medio de conocer lo que Dios espera de él y lo que él mismo espera de Dios, en un diálogo de confianza y de paz. El ejercitante encuentra «lo que le conviene», es decir, la actitud justa y equilibrada frente a las exigencias de la vida, el compromiso personal que evita todo exceso, la paciencia que une el deseo y lo posible. El momento en que el ejercitante 'halla», es aquel en el que, a la luz de su oración, establece toda su existencia presente, sin temor al futuro, sin pesar por el pasado, con el sentimiento de que, en la fidelidad en que se encuentra actual­mente, él está con Dios, sometido a su Espíritu.

El término no puede ser definitivo: la misma experiencia que con­siste en buscar y hallar, va a repetirse, a partir de nuevos «ejercicios»; la mirada sobre los seres y sobre las cosas hará aparecer otras dificultades u otras llamadas. Pero de trecho en trecho, el ejercitante encuentra su propio camino, en este empeño por alcanzar siempre el punto en que la conversión del corazón pasa por una nueva relación de fe con lo que constituye la trama de su existencia.

Por otra parte, es así como se realiza un día la «elección». La lenta maduración que la prepara conduce al «fruto» que recoge todas las cer­tezas ya adquiridas. Cualquiera que sea el punto hacia el que se dirige la atención del ejercitante, para precisar la elección fundamental que debe plantearse, es, por supuesto, su relación con la vida entera lo que se pone en juego. Su elección es un momento en el que encuentra «lo que le conviene», para la respuesta de total fidelidad al presente que él tiene que vivir y construir.

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¿Qué es una etapa espiritual?

A la luz de lo que acabamos de decir, quizás comprendamos mejor por qué San Ignacio no habla jamás de «itinerarios» ni de «etapas». Los Ejercicios, dice, «se dividen» en cuatro partes, a las cuales corresponden las cuatro semanas. De una semana a otra no hay ningún vínculo exterior de «perfección» más o menos grande, como si la siguiente implicara siempre un nivel espiritual más alto que la precedente: cada semana su­giere un nivel espiritual más alto que la precedente: cada semana sugiere sencillamente un nuevo paso interior en orden al único fin buscado, que es «hallar la voluntad divina en la disposición de su vida» [1]. Puede ser, por ejemplo, que la primera semana se viva como una primera formación en la fidelidad espiritual y que su fruto particular no pueda conseguirse antes de otras maduraciones repartidas, tal vez, a lo largo de varios años. Pero puede ser también, que el ejercitante haga los ejercicios de esta pri­mera semana siendo ya «un hombre versado en cosas espirituales» [9]; en el punto preciso en que se encuentra en docilidad al Espíritu que le conduce, «se ejercita» para encontrar el fruto que espera. La perfección de cada momento de los Ejercicios (semana, jornada, oración) reside en el corazón del ejercitante, en el encuentro entre el Creador y la creatura, entre Dios que se comunica y el alma que se abre y recibe. Sea que se dé a este encuentro los nombres más diversos (acto, moción, consolación, conocimiento, etc.), sea que se insista sobre su aspecto pasivo o sobre el «querer» humano, se trata siempre de expresar algo que escapa a todos nuestros logros: Dios que en su amor «abraza» [15] al ser humano.

Cuando se ha alcanzado este punto de verdad, pudiera parecer que todo se había acabado. San Ignacio propone, sin embargo, otros ejercicios para comenzar de nuevo, a partir de otro punto de arranque y de otra gracia que pedir, el mismo camino interior, que va a conducir a disponer de nuevo el corazón, y a recibir la satisfacción plena que espera. El ejer­citante no hace más que «repetir» para confirmarla y ampliarla, la misma experiencia que le permite «se acercar y llegar a su Criador y Señor» [20]. Cada nuevo ejercicio ofrece así al ejercitante un camino para mejor percibir el don de Dios, para mejor conocerse a sí mismo, para experi­mentar su relación con el mundo que le rodea. Pero si el punto de partida del ejercicio es diferente, el fruto que de él se saca es siempre el mismo, pero más rico y más seguro, por el trabajo de asimilación que se va obrando: toda la personalidad humana es recorrida por el movimiento de fe activa que, de ejercicio en ejercicio, no hace otra cosa que llevar a la plenitud lo que había sido ya dado y preparado. Por eso, lo importante no está en el camino exterior que sería balizado por temas o procesos de pensamiento, sino en este otro camino que conduce constantemente al punto cada vez más interior en el que el ejercitante experimenta cómo madura en su corazón de hombre el fruto de la gracia de Dios.

Los Ejercicios en la vida favorecen a su manera estas repeticiones que crean lentamente el orden y la certeza: el orden, por el descubri­miento de lo que llega a ser el gran principio alrededor del cual se unifi-

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can los deseos; la certeza, por la orientación cada vez más clara, que ad­quieren los movimientos internos que aseguran la adhesión a Dios. El ejercitante integra necesariamente en sus «ejercicios», la actividad de su vida diaria; la integra en su oración dándole su peso de actualidad; la in­tegra en la mirada de fe que proyecta sobre el acontecimiento que va a vivir; la integra sobre todo en la trama que se constituye, hasta formar en él al ser humano plenamente consciente de los actos concretos que pone en su propia historia en fidelidad al Espíritu de Dios.

Los Ejercicios en la vida, multiplican las ocasiones de «repetir», es decir, de volver a tomar en la oración el mismo camino interior que acaba de ser vivido, por la mañana, de víspera, o en los días precedentes. El «gusto», sentido de nuevo, se pierde o se prolonga; se produce un apaci­guamiento; renace un deseo en la paz; la relación con los demás, con al­guno especialmente con quien el conflicto está siempre a punto de rena­cer, se convierte en una relación más fácil y más claramente acogedora; la llamada a la donación y a la creatividad libera más fuerzas, que esca­pan al querer egoísta.Pero todo esto se realiza en el espacio espiritual en el que se interpenetran el t iempo de la oración y el tiempo de la vida, produciendo uno y otro el mismo «fruto». El ejercitante puede «sentir y gustar de las cosas internamente»: No sólo las cosas que serían el conte­nido propio de la oración, sino las realidades de su existencia; sentirlas y gustarlas será percibirlas en la fe, que hace que sean recibidas de Dios como un don, como materia ofrecida, para que en ella se ejercite la li­bertad de elegir y de hacer, como llamada a nuevos descubrimientos de la vida en el Espíritu Santo.

Los Ejercicios propuestos al ritmo de las cuatro «semanas» serán otras tantas nuevas ocasiones de releer la vida diaria, experimentando nuevos «movimientos», para aceptarla, modificarla, conocer mejor el significado humano de los acontecimientos que pasan por ella. Entonces el camino «recorrido» es el camino «interior»: nada cambia en la vida, que continúa imponiéndose, pero todo es visto de otra manera por una conciencia que encuentra una nueva forma de ejercer su libertad.

Ya desde el primer ejercicio, el ejercitante puede ser «satisfecho» y « saciado»; algo importante ha sucedido en él y no puede esperar ni encontrar nada mejor. San Ignacio le compromete, sin embargo, a prose­guir, no para pasar a la segunda etapa de un 'itinerario» o a un peldaño más elevado de una «escala hacia Dios», sino para dejar a la gracia ya obtenida producir sus mejores efectos en un ser humano que se entrega a ella. En este sentido todo ejercicio es «repetición»; como un amor que es total desde el principio, pero se desarrolla por las palabras, los silencios, los actos, que nacen de él y le califican ante sí mismo. Por medio de tales repeticiones espirituales, cada una de las cuales conlleva su novedad, descubre el hombre cómo Dios se le comunica «a su ánima.. . disponién­dola por la vía que mejor podrá servirle en adelante» [15].

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ORDENAR LOS DESEOS

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4. «Demandar lo que quiero y deseo»

Es reconocida la importancia que San Ignacio concede a los pri­meros pasos del que se dispone a entrar en oración. Entre estos se sitúa el «demandar gracia». Este «preámbulo (el segundo, o, a partir de las contemplaciones evangélicas, el tercero) [48, 104] adquiere un relieve especial cuando se practica en el curso de los Ejercicios en la vida.

Recoger los deseos

La experiencia de los Ejercicios es toda ella una petición que el ejercitante dirige a Dios. Esta petición encontrará expresiones diferentes conforme al desarrollo del retiro, pero, antes que toda expresión particu­lar, está ya en el corazón del acto de fe mediante el cual uno se ofrece a Dios con la esperanza de «encontrar su voluntad», de «se acercar y llegar a su Criador y Señor», de servirle «por puro amor». Entrar en el retiro es expresar esta súplica, que anida en la conciencia, y esperar de Dios que sea escuchada. Pero después, en todo el recorrido, persiste la misma ac­titud de súplica, manteniendo el ritmo, dando todo su peso a cada uno de los ejercicios. Nada podría realizarse en este sentido, si no hubiera en el ejercitante esa fuerza que le hace «demandar» sin cesar, y que es el Es­píritu Santo orando en él. Pero en el momento en que se prepara para entrar en el tiempo de oración, los deseos que atraviesan el corazón del ejercitante son numerosos y es indispensable que encuentren el punto en el que se unifican y se fijan.

El ejercitante lleva en sí antiguos deseos que le han hecho entrar en los Ejercicios: deseos de conocer el camino en el que debe compro­meterse, deseo de encontrar la paz del corazón y la fuerza para obrar, deseo de llegar a un diálogo de amor y de donación. Le basta hacer si­lencio en sí mismo para oír el impulso de estos deseos que se confunden con la vida. Al entrar en la oración, toda «petición de gracia» brota de este fondo que en ningún momento el ejercitante puede ni rechazar ni ig­norar, ni siquiera cuando es llamado a tomar las distancias interiores ne­cesarias para que Dios «ordene sus deseos» [16].

Más concretamente, el ejercitante no viene a la oración como a una novedad absoluta. Ha vivido hace un momento, o ayer, o en el curso de los días precedentes, acontecimientos de todas clases que han dejado su huella: alternativas de luz y sombras, atracciones no bien definidas, in­quietud o confianza, aspiraciones repetidas hacia tal forma de conversión o de acción. Hacer los Ejercicios en la vida es aceptar que de la vida

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misma surjan sin cesar esas fuentes que modifican y ahondan los deseos: en el momento de entrar en la oración ¿cómo podría el ejercitante sus­traerse a todo esto? Solamente formulando en sí mismo una petición to­talmente distinta a la suya y por consiguiente completamente artificial. Proponerle entonces «demandar una gracia» será necesariamente ayudarle a formular esta justa petición que necesita expresar delante de Dios, por palabras o quizá por silencios, para ser verdadero y dejarse conducir en la expansión de esta verdad.

El punto en que se encuentra el ejercitante está sin embargo tam­bién definido por lo que los Ejercicios le hacen descubrir en lo específico de sus pasos. De un ejercicio a otro, va siendo precisada una «gracia» particular a cada «semana» y a los diversos tiempos de maduración espi­ritual. Demandar «según subyecta materia» [48, 199], dice San Ignacio, o sea, según la materia que se propone y según los movimientos interio­res que ya se han experimentado y que comienzan a servir de punto de referencia a la acción de la gracia y a las respuestas de la conciencia.

Discernir y disponerse

Este sencillo preámbulo es de una gran intensidad. Puede suceder que en las primeras experiencias de la oración, el ejercitante, todavía poco hábil, viva este instante de apertura a la oración sin darse mucha cuenta, en una relativa rutina. Pero a medida que se abre a la acción de Dios y que se hace más vigilante de sus propias reacciones, la «petición de gra­cia» al comienzo de una oración es el punto en el que quien entra en la oración vuelve a sentir que debe disponerse a ella con una fidelidad es­piritual muy exigente. Esta fidelidad se manifiesta de tres maneras.

Se impone un trabajo de selección, que es ya fruto de un auténtico discernimiento. Entre todos los deseos que arrastran la conciencia en múltiples sentidos, hay que escoger, sin excluir nada que sea portador de dinamismo y de impulso hacia Dios. La elección que se haga ha de tener en cuenta las tres zonas de deseos que acabamos de recordar: deseo fun­damental que es la razón misma del retiro, deseos nacidos de las oracio­nes y de las luces precedentes, deseos de recibir la gracia propia del ejercicio que comienza. En una tal elección no es fácil actuar sin arbitra­riedad, sin hacer violencia a alguna parte de sí mismo, sin ceder ante una facilidad reductora o perezosa. Qué atención, qué docilidad son necesarias antes de poder decir con verdad: «He aquí el deseo que llevo en mi y presento a Dios, porque él es la entrada que su gracia abre ya en mi co­razón. Esto es lo que pido, porque el Espíritu me lo hace pedir».

Cuando San Ignacio, en la Contemplación del Reino, hace decir al ejercitante: « . . .yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada.. .» [98], no hacer otra cosa que poner de relieve lo que se encuentra conte­nido en cada una de sus peticiones de gracia que abre todo ejercicio es­piritual. Esta «determinación» plenamente «deliberada» en el momento en que el ejercitante acaba su ejercicio, está ya alimentada y contiene toda su riqueza desde el principio del ejercicio: el ejercitante no puede pedir

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tal o cual gracia, si no es ya en fidelidad a lo que él conoce de la acción de Dios en él en el momento en que tiene que formular su deseo.

Este trabajo de selección produce evidentemente un efecto de uni­dad interior. Algunos deseos podían, hasta entonces, ser contradictorios, o, al menos, manifestarse de tal manera que fuera necesario llegar a poner mayor distancia respecto a ellos. El discernimiento hecho hace encontrar el punto en el que no se trata ya de pedir esto o aquello, sino sencilla­mente distenderse para alcanzar lo que, en el deseo, es portador de gracia: una presencia divina, una llamada secreta que no se identifica con ningún proyecto ni con ninguna petición específica. Incluso cuando «se quiere y se desea», en el curso de los Ejercicios, una gracia particular vinculada al instante que se ha de vivir, la formulación de la petición hace pasar por el discernimiento que la purifica. El ejercitante elige, retiene, y final­mente hace suya tal petición, porque ha llegado ya a reconocer que allí está para él, hoy, en este preciso momento, la fuente o el punto de ebu­llición de todo su ser espiritual. Pidiendo tal gracia, no ignora las otras, las que no pide, o las que ya no pide más, o las que todavía no pide. Pero lo que quiere y desea lo expresa en una fórmula que dice exactamente y por un tiempo lo que él es delante de Dios. Los otros bienes a los que aspira no cesan de estar presentes, pero situados en su lugar, y ya no son obstáculo para la unidad del corazón.

Discernir la gracia que se ha de pedir y saber formularla espiritual-mente es finalmente entrar en una especie de apertura a Dios, por la que «más se dispone para recibir gracias y dones, de la su divina y suma Bondad» [20]. Lo que «yo quiero y deseo», no es tal gracia particular más que en la medida que por esto el alma se hace más receptiva y se ofrece a lo que va a suceder, es decir, a ese misterio que se escapa siempre, in­cluso a las formulaciones del deseo. Al comienzo de cada oración, o más bien, al comienzo de cada «actividad espiritual» que San Ignacio llama «ejercicio», hay ese momento más o menos prolongado, más o menos intenso, en el que el alma se pone a la espera de Dios. No solamente una espera por disponibilidad, sino una espera por presentimiento de una gracia que viene. «Espero una alegría aún mayor, que debe serme dada»., decía Angela de Foligno. «Entré en el estado que me había sido mostra­do y estaba yo como esperando. . .», escribe María de la Encarnación; y ¡tantos otros testimonios que podrían aducirse!.. . La «petición de gracia» sitúa al ejercitante en ese estado espiritual en el que no espera más que porque ya comienza a experimentar, bajo la forma de disposición del co­razón, la gracia que obra en él como una fuerza y que le revelará poco a poco, a través de lo que desea, aquello a lo que es llamado.

Alcanzar la petición justa

La «gracia que se ha de pedir» es la expresión más personal que un ejercitante pueda formular en cada momento de su evolución. El acompañante le propone el contenido de un ejercicio: ¿propone también, antes del ejercicio, alguna indicación que se oriente hacia tal o cual gra-

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cia? Puede ser, pero a condición de que la formulación respete el carác­ter muy general que San Ignacio le deja siempre. En el librito de los Ejercicios, las «peticiones de gracia» se confunden sencillamente con el fin previsto para cada una de las «Semanas», precisándose a veces con ocasión de un ejercicio, que precisa él mismo, determina el fin de la Se­mana: por ejemplo [91, 139, 152]. A lo largo de las contemplaciones evangélicas, es la misma gracia del «conocimiento interno del Señor» [104, 113], etc. la que se propone, dejando enteramente al ejercitante la libertad de buscar, quizá, en la escena contemplada, la expresión del de­seo que se afirma en él en orden a participar en el espíritu de Jesucristo. Nadie puede suponer, desde su puesto y según upa interpretación exterior, la gracia que hay que pedir y, por consiguiente, recibir. Por el contrario el acompañante puede ayudar mucho al ejercitante a tomar conciencia de lo que va unificando sus deseos y, a partir de ahí, de lo que puede ser la «gracia a pedir».

Los Ejercicios en la vida ofrecen medios particularmente favorables para llegar a esta sensibilización del ejercitante. Por su duración en primer lugar. La misma contemplación, tomada un día, vuelta a tomar durante varios días consecutivos, integrada después en las contemplaciones si­guientes, hace sentir cada vez más al ejercitante en qué sentido le condu­ce el Espíritu. La «petición» que dirige a Dios al comienzo del ejercicio, depende estrechamente de lo que ha vivido en los ejercicios precedentes: la ayuda del acompañante debe poner la mira en que la unidad que se está realizando, sea realmente una sumisión a los movimientos de la gracia y no una especie de encerramiento en repeticiones que crean exclusiones prematuras y que unifican, empobreciéndolo, el campo de los deseos.

El acompañante deberá con frecuencia sugerir al ejercitante los medios de dar a esta «gracia a pedir» la amplitud que le da San Ignacio cuando invoca el «conocimiento interno», que debe después precisarse como Dios lo entiende. Sin duda es posible, en el marco de un día de Ejercicios en retiro, favorecer el juego enormemente rico que permite formular la gracia del ejercicio que se va a hacer; pero durante los Ejer­cicios en la vida, el tiempo liberado para que el ejercitante «domine», por así decir, un texto y para que calibre su potencia espiritual capaz de transformar su vida, permite evitar los endurecimientos y dejarse abrir a los deseos nacientes. Tiempo de la espera, tiempo de las pruebas, tiempo de la ofrenda que se prepara en la noche misma de la conciencia, antes de que llegue el tiempo de la formulación clara de una petición de gracia, en la que ya se establece un diálogo.

También la presencia de las realidades cotidianas es el medio de hacer la «petición de gracia» más justa y mejor orientada hacia lo que es verdadero «provecho» del alma. El ejercitante ha vivido, en los días an­teriores, acontecimientos que le han dejado huella. La gracia que pide, cualquiera que sea el momento de los Ejercicios en que se encuéntrales una gracia de verdad en la conversión del corazón y en la adhesión a Dios. La vida cotidiana ayuda a darse cuenta de las fuerzas y de las de-

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bilidades y permite desligar lentamente los deseos nacidos de la fe de los deseos hijos de una sensibilidad todavía desarreglada. De un día a otro, de una petición de gracia a otra, el ejercitante descubre cuál es su cami­no de vida: hay gracias que sería iluso pedir, porque no son la expresión de una inclinación del corazón y porque no se presentan como el lugar de una auténtica espera de Dios; hay otras que, aunque ambiciosas y por encima de las fuerzas humanas, expresan un movimiento del que cada vez se está más seguro: en la realidad de los encuentros diarios y de los de­beres que cumplir, resulta afirmada la misma aspiración, clarificadas las zonas profundas de la personalidad y estabilizado su equilibro. El ejerci­tante, al aprender a conocerse, aprende también a pedir la gracia que se le adapta exactamente, al comienzo de cada oración, al comienzo de cada actividad humana vivida como un ejercicio de fe, al comienzo de todo encuentro con Dios, es decir, en toda actitud de acogida y de ofrecimiento en que su ser se compromete como respuesta al amor que Dios le prodiga.

¿Hemos desbordado el marco aparentemente limitado de un senci­llo «preámbulo» de la oración?. No, porque se trata de las primeras acti­tudes espirituales que ponen en juego las fuerzas que conducirán al ejer­citante a «encontrar a Dios». La paciente búsqueda de la «gracia a pedir» contiene ya, como germen, la docilidad al Espíritu y la humilde acepta­ción del deseo por el que un hombre se deja convertir y conducir. Hacer de este preámbulo un acto cuasi repetitivo y vacío del verdadero conte­nido, sería dar la razón a los que ven en ello ante todo un voluntarismo que impondría a Dios «lo que yo quiero».

En realidad, aquí, como en todos los otros puntos de los Ejercicios, el fruto del retiro está ya presente en todos los movimientos que realiza el ejercitante. El primero de todos los ejercicios se abre con una oración llamada «preparatoria» y una primera «petición»: que todo en mí sea or­denado al servicio y a la alabanza de Dios, es decir, que la indiferencia sea adquirida y el fruto total de los Ejercicios obtenido desde el principio. Y es a tal oración a la que sigue, después de una «composición de lugar», la «petición de gracia»: también ella se sitúa al mismo nivel de exigencia, pero todo el trabajo de los Ejercicios va precisamente a consistir en cla­rificar el objeto de la petición e iluminar la percepción de los motivos de dicha petición. El término «pedir lo que quiero y deseo», no será otra cosa que dejar al Espíritu pedir en mí lo que Dios quiere y desea.

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5. Los actos humanos, lugar de la conversión

En el curso de los Ejercicios en la vida, las actividades de cada día y de cada instante constituyen la trama en la que se inscribe la historia espiritual del que quiere «encontrar» a Dios. Una de las funciones más importantes del servicio de acompañamiento es ayudar al ejercitante a leer espiritualmente el período que acaba de atravesar, y a preparar el que se abre delante de él; en esta función ¿qué lugar conceder a los actos de su vida humana? La respuesta puede situarse a tres niveles de experiencia. Y permite percibir mejor los caracteres específicos de la «conversión» interior, que favorecen los Ejercicios en la vida.

Los actos necesarios

Una primera serie de actos diarios del ejercitante procede sencilla­mente de su propia existencia, de su familia, de su profesión, de su medio humano y cultural. Estos actos se imponen en nombre de compromisos antiguos y espontáneos ratificados en lo cotidiano. Pero la entrada en los Ejercicios, por el despertar espiritual que suscita, pronto hace a estos ac­tos mucho menos banales e insignificantes de lo que parece. Y esto de dos maneras.

Primeramente el ejercitante vive el conjunto de su jornada a la luz de la «gracia» propia del período de los Ejercicios en que se encuentra. Es un período marcado por las exigencias de una disponibilidad sentida como más o menos radical, impulsando una progresiva distancia interior frente a situaciones y alicientes espontáneos y suscitando una primera oblación de sí mismo al absoluto divino, que se manifiesta en forma de llamada en el seno de lo cotidiano. El esfuerzo de libertad que supone la «indiferencia» hace leer, de modo muy distinto que antes del retiro, los actos en los que el ejercitante está comprometido, y crea en él un clima de acogida y de paz, sin el que no sería posible ningún progreso notable. Pero los mismos actos son en seguida leídos e interpretados a la luz de la misericordia de Dios y de la salvación ofrecida en Jesucristo. Serán precisamente ellos los que un poco más tarde, darán su realidad espiri­tual a la contemplación evangélica. Es inútil insistir más sobre cada etapa de los Ejercicios; en cada una de ellas se produce una toma de conciencia nueva de la realidad presente iluminada por la gracia de Dios. El ejerci­tante no se sustrae en nada a la vida, a su vida; en ella se reconoce ama­do, perdonado, iluminado, llamado, confirmado, según el aspecto bajo el cual el ritmo de los Ejercicios le hace percibir su existencia.

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Pero esta nueva mirada, que dirige sobre su presente, modifica a su vez la conciencia que toma de la gracia ofrecida por los Ejercicios en el momento que está viviendo. La gracia de la «indiferencia», la gracia del perdón, o incluso, de manera más limitada, la gracia propia de una con­templación evangélica, van a parecerle cada vez más ricas porque ha descubierto su fruto a través de su comportamiento. Una primera entrada en una actitud de confianza, que proporciona quietud y acogida en la re­acción diaria, lleva a meditar sobre nuevos aspectos de esta confianza y a fundarla más hondamente sobre la palabra de Dios que ya la había he­cho nacer. Se establece así una especie de «ir y venir» entre la 'gracia a pedir» (según expresión de San Ignacio) y la manera cómo esta gracia es recibida a través de los actos de la vida: la verdad de los actos humanos abre a nuevos conocimientos de Dios.

El ejercitante llega así a determinar él mismo la duración que debe dar a tal o cual etapa, es decir, al fruto espiritual cuyos beneficios está pro­bando. Mientras se encuentra, por decirlo así, remitido, por la gracia que pide, a la vida en que esa gracia se manifiesta, y por esta vida a la misma gracia mejor comprendida en su novedad de palabra que se le está diciendo, nada le presiona a pasar adelante: «En el punto en el cual hallare lo que quiero, ahí me reposaré sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me sa­tisfaga» [76]. Pero la decisión de continuar en el «reposo» depende muy estrechamente de esta relación entre el objeto de la oración y la respuesta de los actos humanos en los que esta oración obra como levadura.

El acompañante, que propone y adapta los Ejercicios, debe, evi­dentemente, tener muy en cuenta de qué modo se realiza una tal expe­riencia. Por eso necesita percibir, de una forma que no resulte poco cer­cana e irreal, la vida diaria del ejercitante. Prolongar una fase, abreviarla, modificar su curso, todo esto no puede terminarse sin haber sido clarifi­cada suficientemente la relación que el ejercitante mantiene con sus actos.

De etapa en etapa, se precisa una nueva percepción de las situacio­nes y de los acontecimientos. Sin duda la vida es siempre la misma: en apariencia, su determinismo se impone con el mismo rigor; los actos si­guen siendo los que dicta una manera ineludible de ser hombre; el equili­brio de la salud, de la sensibilidad, del psiquismo, sigue sometido a las mismas reglas. Lo esencial, sin embargo, es modificado. Porque los di­versos momentos de los Ejercicios han aportado cada uno su «gracia», el ejercitante ya no sigue siendo prisionero de su existencia. Toma distancia de lo que vive e incluso de lo que es. De un impedimento hace poco a poco una libertad; en el corazón de la propia existencia se realiza un mis­terio: el de la presencia de Dios y su respuesta en la aceptación o el re­chazo, en el impulso del amor o en la pesadez del egoísmo, con los miles de matices o ambigüedades que progresivamente ha aprendido a conocer.

Parece como si el diario vivir estuviera atravesado por aconteci­mientos inesperados, que son otras tantas llamadas dirigidas al ejercitante sobre el punto preciso en el que lucha consigo mismo. ¿Será verdad que Dios interviene haciendo surgir de repente el obstáculo «providencial» o

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provocando una situación que exige exactamente la oblación de sí, a la que conducía la gracia pedida en este momento de los Ejercicios? No, claro que no. Pero el ejercitante avisado y como inspirado desde el inte­rior de su ser —esta es precisamente la gracia misma—, discierne, en el seno de múltiples acontecimientos, el que ha llegado a ser para él el acontecimiento espiritualmente decisivo y que de pronto adquiere toda la fuerza de la novedad.

Los actos queridos

Al lado de todos estos actos que el ejercitante realiza por sumisión a lo real de la vida, hay otros que pone libremente, como resultado de pequeñas disposiciones, cuya historia es con frecuencia muy importante para la evolución de la conciencia y para avanzar en fidelidad a Dios.

1.°. El ejercitante experimenta primero la necesidad de comprobar .si el movimiento que le anima en la oración o en la vida, lleva la marca del Espíritu. Más que otras formas de retiro, los Ejercicios en la vida, conducen a buscar en el comportamiento cotidiano el criterio que permi­te juzgar la autenticidad de los movimientos interiores. Ni que decir tiene que este comportamiento es el que de hecho adopta el ejercitante cada día y en cada situación. Pero esto, sin duda, no basta. El ejercitante necesita tomar la iniciativa de realizar un acto o unos actos, que le sitúan ante sí mismo, y ante los demás, de manera que se siente como desenmascarado o acorralado por la verdad.

¿Cómo hay que interpretar tales iniciativas? Sin duda implican cierta temeridad, incluso la tozudez, como si el hombre quisiera «tentar» a Dios. Pero por otra parte son testimonio, sobre todo, de la convicción, creciente a lo largo de los Ejercicios, de que el amor se autentifica por las obras. El ejercitante se pone a sí mismo en estado de servir a los otros, de ser humilde, o pobre, o dependiente. En el momento en que la fuerza de su oración le conduce a tal «imitación» de Cristo intenta realizar el acto evangélico que hará auténticamente que esta imitación no sea un compromiso superficial.

2°. En estos actos gratuitos, hay con frecuencia un significado más profundo. El ejercitante no pone su mira solamente en verificar su deseo sino en dar un paso que le comprometa más en el itinerario interior. Esto es particularmente verdad en el momento en que el fruto de una etapa llega a su madurez y cuando se experimenta la necesidad, de hacer, por decirlo así, visible la intensidad del movimiento que durante tiempo anidó en el corazón. Por ejemplo, después de un largo tiempo de «contrición», o después de la oblación del «Reino de Cristo», o después de varias «re­peticiones» de un misterio evangélico, el ejercitante necesita pasar al acto, no para verificar alguna cosa, sino para significar con un gesto, que le compromete, la fuerza de la que ha sido investido. Quizá hubiera bastado dar todo su valor a los actos ordinarios de la vida, pero sin faltar a este deber, el ejercitante tiene que decir en un acto y solemnizar así (incluso en el silencio y la humildad), el encuentro que ha vivido con el Señor,

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que obra en él. Solamente entonces una fuerza liberadora le empuja más lejos, a una nueva fase que, al término de una maduración análoga, pro­ducirá un nuevo fruto.

3.°. Se puede finalmente notar un tercer aspecto en estos actos que realiza el ejercitante en diferentes momentos de su retiro. Comprobar su deseo, dar un paso que libera y compromete: Esto frecuentemente es im­posible sin tomar una iniciativa por la cual se ofrece a situaciones que hieren el «amor propio», o bien de «escapar» a las resistencias interiores que paralizan la libertad en el Espíritu Santo. San Ignacio hace de esto rasgo insistente de su pedagogía, a lo largo de los Ejercicios, pero de manera más explícita después de haber llamado «al servicio total» del Rey eternal, «haciendo contra su propia sensualidad.. .» [97].

Los Ejercicios en la vida parecen provocar con frecuencia al ejer­citante a realizar decididamente este tipo de actos en la esperanza de ha­cerle más libre de lo que le repliega y le oprime. Iniciativas peligrosas, en las que el amor propio siempre está dispuesto a sustituir al verdadero amor; pero el retiro en la vida ofrece múltiples ocasiones, sencillas, so­brias, nada espectaculares, en las que «besar al leproso» puede hacerse con una gran limpieza de corazón.

De estos diversos actos, que el ejercitante realiza por elección vo­luntaria ¿cómo puede el acompañante no estar informado? Cada uno de ellos ha marcado la conciencia. De acto en acto se va delineando un iti­nerario espiritual, afirmándose rasgos, tal vez, cristalizando; revelándose experiencias positivas y negativas, abriéndose todo el campo del discer­nimiento, que el acompañante debe mantener.

Más aún, a lo largo de los Ejercicios en la vida, estos actos volun­tarios no pueden, so pena de artificiosidad que los vaciaría de su sentido, ser aislados de los actos que hemos llamado necesarios, es decir, de la experiencia habitual que impone su ritmo y sus plazos. Es precisamente esto lo que los defiende de todo patetismo y de todo exceso. También en este punto la función del acompañante tiene gran importancia para regular aquellas iniciativas humanas que corren el riego de ser una violencia he­cha a Dios y para interpretar los efectos que se producen en el curso nor­mal de la vida.

La conversión del corazón

La experiencia espiritual del ejercitante, que se enraiza evidente­mente en la presencia del Espíritu en él y en su adhesión, nunca es inde­pendiente de la vida cotidiana y de los actos a los que ella invita sin cesar. Esta experiencia se manifiesta por una conversión del corazón, de la que se pueden destacar tres efectos característicos:

1.°. El primero parece ser la regulación de los numerosos movi­mientos, en torbellino y fácilmente desordenados, que experimenta el ejercitante que ha entrado en Ejercicios «con grande ánimo y liberalidad con su Creador y Señor» [5]. De una etapa a otra, o incluso de un día a otro, se hacen oír nuevas llamadas o, más bien, descubriendo aspectos

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nuevos de la gracia de Dios, siente el ejercitante que le nacen deseos que le conducen a opciones, a rupturas, a transformaciones que podrían abrir más su camino de Evangelio. Aun siendo justos muchos de los deseos, no es al margen de la vida real como se van a desarrollar, sino más bien en ella. La exigencia cotidiana con sus imperativos de acción y con la autent icidad de las re lac iones , que ella a l imenta , crea una especie de«norma» espiritual: nada se realizará según Dios, si no pasa por la fi­delidad al presente tal cual es. Los actos cotidianos, entonces, resultan el lugar, humilde pero seguro, en donde el deseo encuentra, a la vez, su aplicación y su moderación; su aplicación porque todo deseo debe acon­tecer en este presente actual; su moderación porque, aunque el deseo tienda más allá de este presente, se falsearía evadiéndose de él.

La larga duración que ofrecen los Ejercicios en la vida abren así un lugar privilegiado al acuerdo entre el deseo de fidelidad a Dios (que se modifica y se enriquece en cada experiencia de oración) y el sometimien­to a lo real (que se esclarece espiritualmente incluso en las situaciones más humildes). Cada ejercitante encuentra en esto su camino: alcanzará la hu­mildad, la paz, la liberación, en el momento en que encuentre el punto exacto en el que su deseo de Dios y su fidelidad cotidiana son un uno.

2.°. Al mismo tiempo que por una regulación del deseo, la conver­sión del corazón se manifiesta por un apaciguamiento de la alternancia entre «consolaciones» y «desolaciones». Los movimientos interiores no son sólo agitados y desordenados; son también opuestos entre sí. El ejer­citante se encuentra sometido a estas fuerzas que se pueden etiquetar de muchas maneras: construcción y destrucción, encogimiento y expansión, repliegue y apertura a los otros, inercia y creatividad, etc. Bajo estos di­versos aspectos del psiquismo, el Espíritu de Dios está en lucha con todas las resistencias que habitan en el corazón del hombre: esta lucha es pre­cisamente el objeto del «discernimiento de espíritus». A lo largo de los Ejercicios en la vida, los movimientos positivos y negativos que se suce­den según cadencias y amplitud propias de cada uno, encuentran en el acontecer cotidiano un plazo que permite juzgar mejor su sentido.

Las condiciones ordinarias de la vida, en efecto, no permiten va­riaciones numerosas o extremas. Al contrario, imponen al ejercitante volver de nuevo a una cierta «igualdad» interior, si quiere estar en con­diciones de adaptarse a situaciones concretas. Las consolaciones y deso­laciones con frecuencia encuentran su punto de repercusión en la con­ciencia a part ir de los acontecimientos cot idianos; pero encuentran también en ellos su solución no privilegiando uno sobre otro, sino susci­tando el acto de fe por el realismo mismo de la vida. Más allá de todo fenómeno de consolación y de desolación, más allá de su alternancia, el ejercitante es llevado a dar a Dios la plena respuesta de su fe. La vida de todos los días desarrolla esta respuesta simple e inmediata, llamando a la coherencia y a la estabilidad en el asumir, según el Espíritu, pero con to­das las fuerzas humanas enteramente disponibles, los movimientos inte­riores unificados en torno a lo banal y a lo cotidiano.

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3.°. Finalmente, a lo largo de este camino, la conversión del cora­zón se manifiesta en un tercer signo, que es la aparición de una sensibili­dad nueva. Ciertamente, el ejercitante no cesa de experimentar en su co­razón, es decir, en todo su ser, los sentimientos que nacen del encuentro con las personas, las cosas las situaciones: su sufrimiento y su alegría, como también su paz y su turbación, se prolongan en él según las infini­tas resonancias que ofrece una conciencia humana despierta. Pero descu­bre, al lado de estos sentimientos espontáneos, que permanecen, otros sentimientos que nacen de su fe. Por ejemplo, encuentra paz y hasta gozo, en un sufrimiento humano que acompaña su vida o, al menos, traspasa el momento presente. Se reconoce capaz de acción y de iniciativa allí precisamente donde un fracaso humano tiende a romper su entusiasmo. La tristeza debida a ciertos estados depresivos no le abate, aun cuando subsista y no pueda dominarla. Es en lo concreto de la vida donde el ejercitante hace así una experiencia de los «frutos del Espíritu». Expe­riencia que se repite en situaciones diversas, cada vez más numerosas; con mucha frecuencia no es en la oración, sino en el momento de la ac­ción y en la acción misma, donde el ejercitante experimenta, confiando en Dios, que está en él, la fuente y la fuerza de esa acción, que él realiza en nombre de la verdad de su vida humana.

En cada etapa de los Ejercicios, el ejercitante es conducido así, progresivamente, a experimentar sentimientos que no se explican por una situación humana como la suya. En la fuerza del perdón, en la adhesión al camino evangélico, en el valor de decidir, en la «consolación» nacida de la Resurrección, experimenta que en todo momento Dios es para él vía creadora. Las alternancias del psiquismo humano ya no se identifican con los movimientos nacidos del Espíritu: prosiguen las reacciones a los acontecimientos cotidianos rítmicamente, como pulsaciones de un tem­peramento, pero las actitudes espirituales se desarrollan según otro ritmo, vinculado al vigor, a la debilidad o a las pruebas de fe.

El progreso, pues, en el desarrollo de los Ejercicios se realiza por el progreso en esta sensibilidad nueva que hace sentir la paz en la turba­ción o el gozo en la prueba: la vida cotidiana es el terreno en el que pue­de realizarse un tal discernimiento.

Que Dios obra «inmediatamente» en su creatura, es una de las más profundas convicciones de Ignacio. Pero la gracia divina, para obrar, ¿excluye la presencia de «las otras cosas sobre la haz de la tierra»? No; «ordena» todas las cosas en el corazón de quien se ejercita, para que lle­gue a amarlas «en Dios». En esto, sin duda, consiste todo el progreso realizado en los Ejercicios: el ejercitante no deja ni su cuerpo ni su espí­ritu, ni la realidad humana que le hace vivir, pero modifica poco a poco la relación de su libertad con cada uno de los elementos que le constitu­yen. A lo largo de los Ejercicios en la vida, el acompañante es llamado a vivir particularmente atento a esta relación.

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6. «Hacer penitencia»

«Hacer penitencia»: la expresión puede resultar bastante anacróni­ca. ¿Hay alguien que se preocupe todavía de la «penitencia exterior» de la que San Ignacio nos dice en los Ejercicios que nos lleva a quitar todo lo que es «normal» en materia de alimento y de sueño y de infligir a la «carne» un «dolor sensible»[85]? Algunos ven incluso en tales prácticas una ambigüedad de la que sería más sano defenderse. Pero las cosas no son tan simples. En primer lugar porque en el transcurso de los Ejercicios que han llevado al ejercitante a «ordenar su vida» de manera radical se­gún el Evangelio, se nota con frecuencia que estas clases de penitencias se imponen como espontáneamente, en un momento o en otro, a veces durante un tiempo bastante largo. También, porque los Ejercicios en la vida aportan sobre este punto una confirmación que parece decisiva, re­saltando el papel del cuerpo en ellos y, al mismo tiempo, el valor de la penitencia. Es este último aspecto el que querríamos desarrollar aquí.

El cuerpo y la relación con el mundo

En unos Ejercicios de algunos días o de un mes, el cuerpo participa, evidentemente en el esfuerzo espiritual que se propone el ejercitante. Es con su cuerpo con el que ora. Es su cuerpo el que debe vigilar para que descanse y se relaje. Es en su cuerpo donde experimenta toda clase de «mociones» que le agitan en sentido diverso. Pero no es menos verdad que muchas exigencias físicas pueden ser prácticamente dejadas de lado, o consideradas como secundarias, o de una urgencia relegable para más tarde; algunas austeridades implican pocos peligros, porque pueden ser perfectamente circunscritas en el tiempo y controladas en sus efectos; un sacrificio costoso encontrará en seguida, después de los Ejercicios, el necesario momento de descanso.

Pero cuando el retiro se desarrolla a lo largo de varios meses, el cuerpo impone de otro modo las reglas de su equilibrio, sus ritmos, sus límites. No puede ser ignorado durante mucho tiempo, sin que se provo­quen ciertas rupturas interiores que modifican profundamente las condi­ciones de la búsqueda de Dios. También el cuerpo entra en las perspecti­vas de humilde y continua sumisión a lo real de cada día, a lo que el ejercitante está sometido en todos los demás aspectos de la vida.

Tal vez es necesario decir antes de nada, que se está dando cada día más importancia al cuerpo, porque se lo considera verdaderamente como el medio de la fidelidad al trabajo, el lazo que asegura la comuni-

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cación con los otros, la fuerza sobre la cual uno se apoya para todo pro­yecto de vida. El ejercitante siente su cuerpo, no sólo como su «carne», sino como la constante manifestación de su manera de estar en el mundo. Siente que todo el universo que le atrae y le transforma pasa, por así de­cir, por la mediación de su propio cuerpo: sus instintos, sus irritaciones, su acogida de los otros, dependen, en cierta medida que no es posible delimitar, de la relación que mantiene con su cuerpo, dominado o todavía poco disciplinado y «ordenado». Los Ejercicios en la vida, hacen descu­brir muy profundamente que ya no puede hablarse de separar el cuerpo físico del conjunto de las reacciones humanas que forman el tejido vivo de la relación con el mundo.

Por eso el ejercitante es espontáneamente llevado a interrogarse sobre el uso que hace de su cuerpo, en la apertura a los prójimos, en sus humores, en su capacidad de percibir la verdad de las situaciones: un cuerpo tenso o muy insatisfecho, aunque sea por un sacrificio consciente, no permite el encuentro pacífico y fraternal del «otro»; un cuerpo some­tido a exigencias que un impulso apasionado y ciego hace poco controla­bles, crea una especie de sombra, que altera la verdad de la comunicación y de la donación de sí. A partir de estas constataciones el ejercitante busca no «castigar la carne», sino devolver a su cuerpo el equilibrio y la fuerza que hacen de él el instrumento de una relación más verdadera con los otros y de una mejor fidelidad a su propio deseo de verdad y de paz.

¿Privaciones sobre las condiciones del sueño, sobre el alimento, sobre los tiempos de ocio e incluso sobre ciertos placeres? Quizá, pero esto puede correr el riesgo de no tener sentido. De hecho no es por este camino, por donde en el transcurso de los Ejercicios en la vida los ejer­citantes parecen normalmente irse orientando. Buscan más bien y en pri­mer lugar, lo que permite una mejor relación con los otros, favoreciendo la paciencia, la apertura de corazón, el dominio de las intemperancias del carácter. Buscan, después, lo que permite canalizar, siempre respetándo­las, las fuerzas de la creación que existen en ellos, como otras tantas lla­madas del Espíritu a través de los impulsos más ligados al desarrollo de su ser físico. Buscan, finalmente, lo que favorece el sosiego, la respira­ción de todo el ser, la acogida de un universo que les es menos familiar y al que sienten que deben abrirse para sustraerse más inteligentemente a los límites de su cultura y de sus costumbres.

Estos ejemplos no son tomados al azar. Bajo esta forma, de hecho, los ejercitantes buscan «hacer penitencia» obligando al cuerpo a modifi­car sus instintos, sus trabas, sus límites. Se imponen ir al encuentro de tal persona, aceptar tal responsabilidad, tal iniciativa, sobreponerse a sus propios gustos para crear un medio de vida donde sus prójimos se sientan más felices. Esto no impide, en modo alguno, recurrir a ayunos o priva­ciones corporales, pero no es eso lo esencial: puede ser que esto adquiera en los Ejercicios en la vida, un aspecto irreal, en la medida en que no son esas las «penitencias» que atañen al cuerpo en cuanto lugar de encuentro con los otros.

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En la manera de introducir en el seno de los Ejercicios estas prác­ticas concretas, todas ellas fruto de pequeñas decisiones, el ejercitante en la vida se remite más o menos explícitamente a uno u otro de los tres motivos que da San Ignacio para la «penitencia corporal» [87, 89]. Ante el uso desarreglado de ciertos impulsos de su cuerpo, sienten la necesidad de «reparar», es decir, de hacer volver al bien las fuerzas que constituyen su ser viviente; buscan sustraerse a su aspecto irracional e incontrolado; convierten su penitencia en el medio de conocer mejor la verdad de su ser espiritual. Pero en cada una de estas motivaciones se trata de dispo­nerse mejor a la vida cotidiana según el ritmo de los descubrimientos que permite el itinerario de los Ejercicios.

Penitencia y templanza

Es, desde luego, difícil trazar la frontera entre las dos prácticas que San Ignacio distingue de una manera que para él parece ser muy evidente: por una parte la penitencia que recorta de lo que es «normal» («lo con­veniente»); por otra, la templanza que recorta de lo «superfluo». Lo ex­plica a propósito del alimento y del sueño [83, 84], y su comentario, por otra parte, muestra los matices propios de cada uno de estos dos casos. Pero esta distinción ¿tiene en realidad objeto propio en los Ejercicios en la vida? Si lo superfluo puede en muchos casos reconocerse y suprimirse fácilmente, ¿cuál será el criterio para reconocer lo que es «normal»?. No hay otro más que la calidad de la relación que mantiene el ejercitante con el conjunto de la realidad que constituye para él su vida.

La «penitencia» consiste en regular sin cesar, una en relación con la otra: su oración, su fidelidad al trabajo, su disponibilidad al prójimo y, ante todo, al prójimo más cercano, que es su propia familia. Numerosas pruebas se hacen en el curso de los Ejercicios, en unión con la gracia de cada etapa. Pruebas que afectan, ciertamente, al alimento, al sueño, y a todas las condiciones materiales de una existencia que quiere aligerarse de un confort sentido como estorbo. Pero pruebas que afectan todavía más, a las condiciones del comportamiento diario ante los acontecimien­tos, ante la dificultad de una relación, ante la evidencia de sus limitacio­nes, ante la reacción frente a situaciones de injusticia o de calumnia. El cuerpo es, cada vez, cuestionado porque precisamente es él el que reac­ciona y son sus violencias y debilidades las que hay que superar. El ejer­citante modifica algunas de sus decisiones o de sus costumbres para en­contrar lo que le permite llegar a la actitud más auténtica, unificadora de todo su ser en el momento presente que debe vivir.Los Ejercicios, bajo la forma de retiro cerrado, conceden una importancia considerable a la relación del ejercitante con su cuerpo físico y con la penitencia que puede ejercer sobre él; en los Ejercicios en la vida, es todo el campo de la ex­periencia humana el que permite a cada uno hacer algunas «mudanzas», para encontrar exactamente «lo que le conviene» [89].

Pero la distinción entre lo «superfluo» y «normal» tiende a borrar­se, pues es precisamente a lo «normal» a lo que el ejercitante intenta

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ajustarse en todo momento. Si hay que hacer alguna distinción, se expre­sará entre mesura y exceso, entre acuerdo con la vida y sentimiento de malestar, entre unidad interior y falta de integración con lo real. Según lo que va probando, el ejercitante toma más iniciativas para dominar me­jor su cuerpo y sus impulsos, a fin de que su relación con los otros y con el mundo sea vivida con más paz bajo la gracia de Dios, que es caridad; o bien actúa más directamente sobre las condiciones materiales o afecti­vas de su presencia en la vida concreta, a fin de que su mismo cuerpo encuentre en esto un nuevo equilibrio. De todas maneras, un esfuerzo de fidelidad más lúcida, al trabajo o bien una apertura más conscientemente distendida ante una situación de conflicto, constituyen iniciativas espiri­tuales más adaptadas que un ayuno prolongado o una privación, que no afectarían más que al cuerpo físico.

¿No cabría también, desde el comienzo de los Ejercicios y todo a lo largo de ellos, la aplicación casi espontánea de lo que San Ignacio su­giere en la «cuarta semana», «en lugar de penitencia mire la temperancia y el justo medio en todo» [229]? No se trata de vivir antes de tiempo la gracia de la Resurrección propia de la cuarta Semana de Ejercicios. Pero las condiciones de los Ejercicios en la vida hacen con frecuencia imposi­bles, penitencias que se ejercerían sobre el cuerpo y que alterarían su re­lación con lo que constituye su vida diaria; tales penitencias confieren incluso un carácter inadaptado, porque el ejercitante sabe bien que las verdaderas iniciativas le esperan en otra parte: no fuera de su cuerpo, sino con su cuerpo en la totalidad de su vida humana. Todo el esfuerzo con­siste, pues, en buscar este «justo medio» que le asegurará su fidelidad al Espíritu en la fidelidad a su propia realidad, que no hace más que impo­nerse como el lugar del verdadero encuentro con Dios.

Penitencia y «desolación»

Hay un tercer aspecto que subrayar: las condiciones de los Ejerci­cios en la vida muestran una vinculación muy fuerte entre la penitencia y el discernimiento o más bien entre la penitencia y cada una de las dos series de sentimientos que son las consolaciones y las desolaciones. San Ignacio nota concretamente esta relación entre penitencia y desolación: por eso pondremos interés en ella. Dado que en la desolación no debemos mudar los primeros propósitos, «mucho aprovecha el intenso mudarse contra la misma desolación... y en alargarnos en algún modo convenien­te de hacer penitencia» [319].

En el curso de los Ejercicios en la vida, la desolación alcanza al ejercitante desde todos los elementos que constituyen su existencia pre­sente: no sólo su oración, sino más aún, los acontecimientos múltiples que «ponen a prueba» su sensibilidad, las personas con las que se relaciona, su trabajo, son otras tantas ocasiones para hacerle sentir movimientos in­ternos de desánimo, de turbación, de sufrimiento, que marcan momentos inevitables en el progreso de una conciencia. Es entonces cuando la fe, es decir, la relación personal con Dios a quien uno se quiere adherir, se

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encuentra amenazada. Esta prueba tiene, claro está, mil causas humanas; pero lo que hace de ella una desolación espiritual, es que la certeza de la palabra de Dios y la confianza en su presencia parecen desvanecerse hasta tal punto que el alma se siente «como separada de su Criador y Señor» [317].

En tales momentos el ejercitante puede recurrir a la penitencia cor­poral «en algún modo conveniente», «para que la sensualidad obedezca a la razón» [87]. Pero los Ejercicios en la vida conducen ordinariamente al ejercitante a una actitud que es, sin duda, más conforme al conjunto de las condiciones espirituales de su retiro. Se trata para él que continua viviendo plenamente su realidad humana, de afirmar el acto de fe por el que se remite a solo Dios. He aquí una verdadera «penitencia» que se ejercita sobre todo de tres maneras.

La primera consiste en disminuir y apaciguar el ritmo del proceso psicológico por el cual la conciencia va siendo cada vez más invadida por fuerzas de efectos negativos y disolventes. El ejercitante no puede obrar directamente sobre el movimiento interior que constituye su prueba, pero puede vigilar el no alimentar pensamientos, imágenes, conductas que son alimento del que se nutre la desolación. Cada uno conoce pronto en sí mismo las leyes generadoras de su tristeza, de su soledad, de su oscuri­dad; es ahí donde puede tomar iniciativas que son otros tantos rechazos a dejarse arrastrar por una fuerza de muerte. El ejercitante vive entonces una experiencia privilegiada: al intentar obrar sobre las múltiples reper­cusiones sensibles del movimiento de desolación para frenarlas, recupera poco a poco los motivos de su adhesión a Dios por la fe, al margen de todo apoyo humano. Su penitencia no se realiza ya por medios exteriores que actúan sobre su cuerpo físico, sino por el control de los procesos hu­manos, que sin cesar corren el riesgo de sustituir con su impulso sensible la integridad del acto de adhesión a Dios.

Una segunda forma de penitencia lleva, más sencillamente quizá, al comportamiento habitual. El ejercitante sabe que en período de deso­lación necesita encontrar la actitud que, respetando la vida concreta de sus exigencias, favorezca el equilibrio interior a pesar de la prueba sufri­da. El «intenso mudarse contra la misma desolación » [319], es recobrar la verdadera y sencilla sumisión a la realidad cotidiana, aceptando lo que permanece rodeado de misterio y de noche, entregándose a la vida de cada día como a la respuesta más segura dada a la interrogación que continúa llevando sobre sí. ¿Es penitencia someterse a lo inevitable? Sí, en la medida en que lo inevitable sigue siendo percibido como un don, y en que la iniciativa consiste en reafirmar su libertad en medio de las fuerzas que le oprimen.

Finalmente, una tercera forma de penitencia consiste en la acepta­ción sincera de la «ausencia de Dios», que frecuentemente caracteriza la desolación. Ausencia, separación, destierro, silencio: cada uno conoce esta prueba a través de su propio temperamento. La vida concreta la hace muchas veces muy pesada de llevar, porque se agrava aún más por la

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multiplicidad de situaciones en las que se presenta. Una tal ausencia no puede ser colmada. Precisamente sobre este punto recae la penitencia: el ejercitante rechaza (al menos lo intenta) buscar otras presencias, una sa­tisfacción humana, que pudiera amortiguar el cruel sentimiento de vacío. La penitencia puede entonces revestir muchos aspectos, según que el ejercitante experimente su desolación en el trabajo, en su relación con los otros, en un afecto querido, en su cuerpo, en sus deseos más íntimos que la vida diaria despierta como una fuerza insatisfecha. Pero siempre la ac­titud de penitencia está ligada a la voluntad del ejercitante que, en cuanto depende de su iniciativa, no busca salir de la desolación, sino que entra resueltamente en esta ausencia de Dios mediante un acto de fe más puro y más lúcido, para acceder por ella a una forma nueva de presencia, más desprendida de la sensibilidad y de sus repercusiones en la conciencia.

De una práctica de la penitencia así se deriva, al mismo tiempo que una educación de la fe, una especie de «sabiduría». Sabiduría según Dios, claro está, puesto que es siempre un acto de fe el que la inspira. Pero sa­biduría que brota entera de las condiciones mismas de la vida concreta, y que le ilumina con una nueva luz. Si es efectivamente por la vida donde el ejercitante experimenta su desolación y en ella se sobrepone y no se deja aplastar, es también en la vida en donde aprende a tratar consigo mismo, conoce los riesgos y las inclinaciones de su temperamento, sabe los puntos de equilibrio y de moderación que no debe rebasar, coloca en su lugar los fenómenos humanos que alteran su sensibilidad. La peniten­cia es entonces un medio precioso en la afirmación de la fe en sólo Dios a través de la vida entera.

Se comprende que en cada momento de los Ejercicios, el ejercitante pueda ser invitado a esta actitud de penitencia. ¿Lo será más en la pri­mera Semana, cuando medita sobre el perdón de Dios que le libra del pecado, o en la tercera Semana, cuando contempla la pasión de Cristo? No es seguro. Parece más bien que la nota de San Ignacio en la segunda Semana, se extiende a toda la experiencia de los Ejercicios: en lo que concierne a la penitencia, «el que se ejercita se debe haber según los misterios que contempla, porque algunos piden penitencia y otros no» [130]. Pero esto no significa que el contenido de la contemplación susci­te por sí mismo el movimiento que conduce a la penitencia, sino que el ejercitante actualizando para sí el misterio que contempla, toma como espontáneamente las iniciativas que afectan a su relación con la vida co­tidiana y, por tanto, a su cuerpo. La penitencia acompaña entonces todo el movimiento de conversión que se opera a lo largo de los Ejercicios en la vida.

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III

PRESENCIA DEL ACOMPAÑANTE

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7. El que da los ejercicios y el que los recibe

En el a solas con Dios, al que invita al ejercitante, San Ignacio in­troduce como un elemento necesario, una presencia humana. Es precisa­mente el punto donde su originalidad se afirma más claramente con rela­ción a sus precursores, a los que debe el material de que se compone su librito. El que «hace» los Ejercicios, se encuentra siempre en relación con alguien que se los hace hacer. De esta relación, San Ignacio no da ningu­na definición. Hoy hablamos de un «director», de un «acompañante», de una «ayuda», pero ninguna de estas palabras expresa exactamente el contenido de esta relación por lo que resulta más seguro atenernos al lenguaje ignaciano, a pesar de la pesadez literaria de las fórmulas el que «da los Ejercicios» y el que los «recibe».

Una pedagogía al servicio de la experiencia

El que «da» los Ejercicios tiene como primer encargo asegurar la verdadera fidelidad al método mismo del «ejercicio», con el conjunto de condiciones que le hacen alcanzar su fin. El ejercitante se introduce en un camino perfectamente balizado: pedagogía de la oración, reconoci­miento progresivo de las «mociones» que el Espíritu suscita en él, suce­sión de actitud espirituales que son como pausas que hacen madurar el acto interno de la oblación libre y total a la llamada de Dios. Interesa, pues, velar porque el ejercicio «prepare y disponga al alma», favorecien­do la experiencia de Dios y liberando cada vez más las fuerzas de la per­sona. Toda desviación conduciría a la ilusión, al callejón sin salida, al fracaso: el que «da los Ejercicios» mantiene la rectitud de «las maneras de proceder», sin las cuales nada seguro podría construirse. Por eso el diálogo entre el que da los Ejercicios y el que los recibe recae directa­mente sobre lo que San Ignacio llama la «forma». Las diversas «anota­ciones», «apuntes», «notas», «adiciones»; las indicaciones sobre los «modos» de examinar, de rezar, de decidir; las reglas adaptadas a las si­tuaciones que vive el ejercitante, constituyen el conjunto pedagógico que garantiza la eficacia del camino de los «Ejercicios».

Esta «forma» tiene evidentemente un contenido: «un modo o plan de meditación o de contemplación» que entraña una petición precisa de gracia a obtener; y determina los «días» o las «semanas», como etapas en el descubrimiento de Dios y en la adhesión a su gracia. El que da los Ejercicios propone «la materia» a meditar. Se sugiere un cierto «orden», no para cumplir la objetividad de un programa, sino para recoger, desa-

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rrollar, confirmar una experiencia naciente, que debe convertirse cada vez más en el lugar de la sumisión a la acción de Dios. Así pues, al proponer «la materia», el que da los Ejercicios es invitado constantemente a perci­bir el punto exacto donde se encuentra la experiencia interior del ejerci­tante: lo que le «plenifica», lo que le «agita», lo que le hace más «lento o más rápido», lo que «prueba» su fe haciéndola más fácil o más difícil.

Es en este punto de su experiencia donde el ejercitante tiene nece­sidad de ser acompañado: el que da los Ejercicios se somete a esto, ayu­dándole a sacar todo el fruto posible de lo que está viviendo, favoreciendo las «repeticiones» que hacen progresar por maduración interior o aña­diéndole una materia nueva que hace avanzar en el camino mismo del deseo de comprometerse ya. La aparente discontinuidad de las medita­ciones propuestas por San Ignacio, de ejercicio en ejercicio recobra la continuidad real de una experiencia que se desarrolla en el Espíritu Santo y que el que da los Ejercicios tiene como tarea conducir a la claridad plena según tres ejes principales.

Ayuda al ejercitante a proseguir sus Ejercicios de manera que cada momento vivido sea integrado en el momento siguiente; por el juego de las «repeticiones» y por la fidelidad de la memoria que recuerda los pun­tos en los que la gracia de Dios se ha hecho sentir más, se construye poco a poco el ser espiritual que nada olvida y para quien nada es vano de lo que ya se ha realizado en la conciencia. Al proponer la materia de medi­tación el que busca ayudar al ejercitante en su progreso debe necesaria­mente contar con esta historia secreta, adivinarla, subrayarla, dejar que se amplifique en todas sus resonancias.

Debe también ayudar a reconocer el momento en que el ejercicio ha producido su «fruto», estando el alma «saciada» y abierta a seguir acogiendo una nueva «moción» del Espíritu en una nueva etapa de los Ejercicios. Cierto, el ejercitante mismo juzga estos momentos en que Dios lo ha colmado, pero el que da los Ejercicios los adapta sin cesar a fin de respetar lo que se prepara, lo que sucede, lo que ahonda un deseo. Se de­terminan ritmos, se suceden alternativas, se esperan y se obtienen «fru­tos»: la elección de los temas de oración y de reflexión, que propone el que «ayuda», está sometida por completo a esta maduración interior, in­cluso, y, sobre todo, para hacer pasar a una etapa nueva que recoja el fruto de las precedentes sin provocar ninguna ruptura en la continuidad de la experiencia.

Por medio de una tal riqueza, el que da los Ejercicios ayuda al ejercitante a descubrir su camino en el Espíritu Santo: el modo de orar que «le va», la unidad interior que se afirma a través de la variedad de experiencias de cada día o de cada período, el conocimiento de Dios y de sí mismo que resulta del discernimiento entre lo que «consuela» y lo que produce «desolación». En una palabra, el que da los Ejercicios remi­te constantemente al ejercitante a sí mismo, es decir, a su verdad: ayu­dándole a recordar lo que ya ha sido vivido y a tomar conciencia de las convergencias o de las prioridades que se imponen en el interior de su

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EL QUE DA LOS EJERCICIOS Y EL QUE LOS RECIBE 57

relación con Dios, el que da los Ejercicios no hace otra cosa que velar para que todo lo que ha sido recibido de Dios sea asumido en las certezas actuales del ejercitante y en sus decisiones.

Una relación de ayuda en la fe La relación entre el que da los Ejercicios y el que los recibe está

marcada por algunos rasgos completamente característicos de la concep­ción ignaciana de «ayuda» que un hombre puede aportar a otro hombre en su búsqueda de Dios.

En primer lugar el que da los Ejercicios, no busca comunicar un saber: lo que aporta, lo que pretende únicamente es favorecer «el gusto y el fruto espiritual» del ejercitante. Si se trata de «explicar» un punto, o de «revelar» ciertas constantes de la vida espiritual, no lo hará a la ma­nera de una exposición teórica, sino como un «descubrimiento» hecho a partir de la experiencia que se realiza y al ritmo de dicha experiencia.

Una actitud así, enteramente sometida a la acción del Espíritu, im­plica una extrema reserva en relación a todo «consejo» que apuntase a sugerir orientaciones o decisiones. El ejercicio propuesto tiene como único fin abrir a la libertad interior: el fruto, que de ello se saque, nace siempre de una novedad que, para cada uno, es su propio nacimiento, re­petido en cada ejercicio y finalmente confirmado como una afirmación de su ser en Dios. Por eso el que da los Ejercicios es llamado a la más radical «indiferencia»: no «se incline a la una parte ni a la otra», dejando al ejercitante encontrar él mismo «lo que le conviene», ayudándole a en­contrarlo de modo seguro y exento de ilusión. Toda presión, aun incons­ciente, o incluso con vistas al bien o a lo mejor, no haría otra cosa que poner trabas a un descubrimiento que, para ser justo, debe ser asumido en la soledad de un ser, que se determina por el movimiento de su propia vida.

El que da los Ejercicios no goza, pues, de ninguna «autoridad». Sin duda la experiencia, en nombre de la que propone al ejercitante una cier­ta pedagogía de la oración y del discernimiento, le confiere un «peso» evidente. Pero la ayuda que presta entonces, de ninguna manera es una relación entre autoridad y obediencia, o entre poder y dependencia. El que «recibe » los Ejercicios, no se remite al que los «da», ni para discernir (pues le corresponde a él solo el juicio de reconocer los espíritus), ni para decidir (pues el itinerario que conduce a la decisión le habrá apartado cada vez más de cualquier influencia que actúe sobre él desde el exte­rior). «Recibiendo» los Ejercicios recibe la ayuda que «prepara y dispo­ne», pero permanece solo en la expresión de su libertad.

Soledad que, por una paradoja afirmada sin cesar por San Ignacio, encuentra su garantía en la fidelidad del que hace los Ejercicios a descu­brir al que los «da» las «mociones» diversas que le agitan en su oración y, todavía más allá, en «toda actividad espiritual» que realice. Sobre el conocimiento de estas «mociones» es donde el que da los Ejercicios puede apoyarse para adaptar, sostener, aclarar y, cuando sea necesario,

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desaparecer. Por lo tanto deberá ser informado con precisión. Pero San Ignacio delimita firmemente el dominio exacto de esta comunicación, de la que el que recibe los Ejercicios tiene la iniciativa: se trata de las «varias agitaciones y pensamientos que los varios espíritus le traen» [17].

Estas agitaciones y pensamientos se manifiestan evidentemente a través de la profusión y complejidad del psiquismo humano, pero el ob­jeto exacto del diálogo es el sentido, que el ejercitante descubre en su fe, o es llamado a descubrir, por estas mociones sucesivas o alternantes. Todo se sitúa en el nivel de la experiencia propiamente espiritual: lo que se expresa entonces hace más exigente la sumisión a sólo Dios.

El encuentro cuyos aspectos principales acabamos de subrayar compromete a dos personas mutuamente entre sí. Este encuentro es, sin embargo, singular, ya que la comunicación no es recíproca, no puede serlo. El que da los Ejercicios no echa mano de su propia experiencia, en razón misma del tipo de ayuda que pretende aportar. No interviene, bajo ningún título, sobre la evolución del ejercitante, y menos todavía sobre sus elecciones. Está completamente al servicio de una experiencia de la que no tiene la llave, aun cuando proponga medios para que esta experiencia se desarrolle según el dinamismo que la caracteriza. Si en toda circunstancia debe «dejar inmediate obrar al Criador con la creatura» [15], es que, en efecto, a lo largo de los Ejercicios, no hay tres actores, como si el que da los Ejercicios formara número con el que los recibe y con Dios: todo sucede entre el ejercitante y Dios sólo.

El encuentro es más singular todavía por el hecho de que se sitúa en una duración que pone inevitablemente en juego fenómenos psicoló­gicos, a los cuales ningún encuentro entre dos personas puede sustraerse: atracción, rechazo, transferencias, agresividades, malentendidos. Los riesgos corridos no pueden ser superados más que en una certeza de fe: entre el que «da» y el que «recibe» se afirma, desde el comienzo y se desarrolla en cada etapa, una confianza mutua, que no se funda en lazos de relación humana, sino sobre la acción de Dios,que todo ejercicio pre­tende transparentar.

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8. Acompañar una experiencia

Ante la riqueza de los deseos y ruegos de ciertas personas, ante la efervescencia de vida que se manifiesta en ellas,no puede dejar de plan­tearse en relación con ellas, una cuestión: si se les ocurriera pedir hacer Ejercicios en la vida, o si, al menos, se abrieran con confianza a una proposición que se les hiciera en este sentido, ¿se debería recurrir a una pedagogía completamente nueva para ellas, cuyas condiciones y exigen­cias correrían el riesgo de crear una especie de carrera entre su evidente generosidad y el nivel espiritual de los Ejercicios? Planteada así la cues­tión, se impone ya la respuesta: los Ejercicios serían para ellas el medio de dar una forma, de poner un orden, de conducir al compromiso estable, allí donde todavía no hay más que una riqueza que no ha encontrado su regla. Los Ejercicios en la vida pueden, en efecto, llegar a ser un camino para que un ejercitante «halle» lo que confusa pero profundamente busca.

Acoger una experiencia ya comenzada

El comienzo de los Ejercicios, o la entrada en un período que se abrirá pronto al proceso que proponen, no es propiamente un comienzo. La solemnidad de una especie de ceremonia de inauguración sería artifi­ciosa. El ejercitante que comienza está ya marcado por una búsqueda, un deseo, compromisos, certezas; incluso dentro de la turbación y el desor­den, existe entre Dios y él una relación que ya tiene su historia. Los Ejercicios en la vida se sitúan en exacta continuidad con todos los ele­mentos de esta historia. El acompañante ha de intentar captarlos, para presentar a la oración del ejercitante los puntos de partida que hagan jus­ticia a lo que él vivía más o menos confusamente en el curso de las se­manas o de los meses o de los años precedentes. Nada en absoluto pre­parado de antemano en la meditación del «Principio y Fundamento», sino una mirada sobre Dios y sobre el mundo que tenga en cuenta las expec­taciones actuales de la conciencia. La «indiferencia» no es una gracia in­esperada que se presenta al ejercitante como una especie de novedad, a la cual debería aferrarse para ser fiel, sino que aparece como la expresión de una necesidad actual que el ejercitante experimenta en su existencia diaria y en su deseo de ser conducido por Dios.

Es, pues, un período en el que entre el acompañante y el que co­mienza los Ejercicios, se establece un diálogo muy rico: se trata de hacer aparecer, de dar nombre, de clarificar, las tendencias que son ya de hecho significativas de una experiencia espiritual: qué Dios, qué oración, qué

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deseo, qué relación con los hombres, qué absoluto, qué pasiones y, en medio de todo esto, qué preferencias, qué desórdenes, qué don de sí. Se trata de una experiencia que hay que recoger: el ejercitante ha sido tocado en su ser, ha experimentado en sí fuerzas que le conducían o le solicita­ban, todo es cuestión de vida y destino.

Este punto de partida es especialmente característico de los Ejerci­cios en la vida. Precisamente porque el ejercitante mantiene cada día, in­cluso sin remitir en nada, todas las condiciones habituales de su existencia, que son aquellas en las que ha nacido la experiencia espiritual que ahora busca ser precisada. Para él la urgencia es siempre la de lo real que es sen­tida como la urgencia de la fidelidad al Espíritu. Pero no hay ruptura entre el momento en que vive su vida de hombre y el momento en que oye en sí una llamada y en seguida una respuesta que le viene de otra parte.

La ruptura vendrá más tarde bajo la forma de una conversión, de una distancia interior, de una novedad en Dios. En el primer estadio del retiro, lo que importa es que se acepte todo lo que le constituye y le oriente. Será la riqueza propia de los Ejercicios en la vida la que tome al ejercitante en el punto de su experiencia en que se encuentra. Ningún paso de los Ejercicios puede descartar nada de esa riqueza: aun siendo excesiva o exuberante, es portadora de todo el futuro.

Someterse a la prueba del ejercicio

Excesiva o exuberante la riqueza que aporta el ejercitante es cier­tamente riqueza. Para depurarla, el acompañante puede ser tentado de ignorarla o de rechazar toda una parte. Hará entonces él mismo una se­lección peligrosa por prematura, y poco fundada. La verdadera depura­ción pasa por otro camino, que San Ignacio llama el «ejercicio».

Lo hemos dicho ya más de una vez: toda la originalidad de San Ig­nacio consiste en someter al ejercitante a un «modo de proceder» por ejercicios sucesivos. El acompañante es el testigo activo de la transfor­mación de una fuerza confusa y tumultuosa en una riqueza de lucidez y de libertad. No puede nada sobre la acción de Dios, ni sobre el encuentro del Creador y su creatura, pero puede ayudar al que «se ejercita» a dis­ponerse y prepararse.

Y lo hace sugiriéndole introducir en su jornada «tiempos» más o menos breves, pero determinados de antemano. Existe un conjunto de medios en servicio: velar sobre el comienzo de este «tiempo» de ejercicio y sobre la unificación del deseo en torno a una petición de gracias; vigilar sobre el fin que recoge el fruto; después del ejercicio intentar percibir el significado del mismo como momento de la experiencia que continúa desarrollándose. Durante el ejercicio mismo, el ejercitante es «invitado» a trabajar por una oración que de mil maneras pone en juego todas las facultades del hombre en su inteligencia, su corazón y su cuerpo.

Inútil precisar más aquí esta «vía» de ejercicio. Lo esencial para el acompañante es hacer descubrir al ejercitante poco a poco, que en toda su jornada, muchas actividades humanas pueden ser vividas como «ejer-

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cicios espirituales», es decir, como tiempos a los que se prepara, que in­tenta vivir con el máximum de lucidez interior, y cuyo sentido, para su relación con Dios y su conversión del corazón pondera después. La cos­tumbre del «ejercicio» ofrece entonces un medio extraordinariamente fe­cundo para vivir el momento presente, para darle su relieve en la trama habitual del proceso y para juzgar el sentido que reviste en la evolución de una conciencia.

El ejercitante es llevado asimismo a numerosas elecciones diarias. Debe asegurar el t iempo de oración, que se ha asignado, teniendo en cuenta las repercusiones que esta decisión implica sobre su vida profe­sional y familiar, especialmente sobre sus allegados. Así, tiene que hacer variados ensayos en sus maneras de orar, a fin de encontrar lo que le conviene mejor. El espacio vivido entre su deseo, que la oración ahonda profundamente, y su comportamiento habitual, provoca interrogaciones muy fuertes. La acogida del acontecimiento y la acogida de la palabra de Dios tienen que concertarse de manera que la realidad presente sea de veras el lugar donde la palabra es recibida. En una palabra, una vida es­piritual comienza a afirmarse y a unificarse, llena todavía de preguntas y tanteos, pero las líneas de fuerza ya están esbozadas.

Evidentemente estas líneas no son diferentes de las que, desde el principio, se manifestaban. La conciencia, incluso bajo la acción de Dios, no se modifica como una cosa. Pero el paso por el ejercicio y por toda la pedagogía que entraña, crea hábitos de dominio y de control, al mismo tiempo que de libertad, en la espera de una fidelidad que sólo el Espíritu puede llevar a su plenitud. Una de las funciones del acompañante es pre­cisamente ayudar al ejercitante a percibir el lazo de unión entre su expe­riencia al inicio del retiro y la que se descubre más claramente, a medida que él se conoce mejor por la práctica del ejercicio en la vida diaria.

Ayudar a reconocer las «mociones»

Si el ejercicio es una actividad espiritual que ayuda a conocerse, su ob j e t i vo e f e c t i v a m e n t e es h a c e r a p a r e c e r en el a l m a toda c l a se de«mociones», gracias a las cuales se disciernen los movimientos positi­vos y los negativos, lo que libera y lo que esclaviza, lo que construye y lo que destruye. El acompañante que quiere ayudar al ejercitante en su experiencia, se encuentra constantemente en presencia de esta «agita­ción». Sin entrar aquí en el análisis del discernimiento de espíritus, es necesario sin embargo subrayar la importancia particular de la «moción» cuando los Ejercicios se hacen «en la vida».

La experiencia del ejercitante es ya muy rica. Incluso, antes de en­trar en Ejercicios, experimentaba sin saberlo la acción de estos diversos espíritus, pero, al no saberlo, no obtenía de ello ninguna luz: muy al contrario, se inquietaba. El primer beneficio de los Ejercicios ha sido de­mostrarle que estos movimientos interiores eran fuente de vida y de pro­greso. En esto el acompañante ha podido aportarle una luz liberadora. Tan pronto como ha pasado este primer período, se produce un despertar, y

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las «mociones», aceptadas como campo privilegiado de experiencias, parecen multiplicarse.

En efecto, gustos o reticencias, sentimientos de paz, de alegría, de fuerza o sus contrarios, anidan ahora en el corazón del ejercitante, con ocasión de su oración, pero también (y no es lo menos importante) como consecuencia de los acontecimientos diarios o en el mismo momento de vivirlos. El conjunto de estos sentimientos humanos (San Ignacio diría: sus «afecciones») se encuentra en movimiento. La «moción» es precisa­mente la que provoca los desplazamientos de sentido y de distancias en relación con el sentimiento que se experimenta. La multiplicidad de re­acciones espontáneas pero ya más conscientes, da lugar a conjuntos que resultan coherentes.

Se crean vinculaciones entre los estados interiores sucesivos, y el ejercitante reconoce lo que, con el tiempo, le aparece como positivo o negativo. Determina poco a poco los criterios según los cuales se juzgan estos movimientos interiores: criterios de fe, que son siempre los del es­píritu de Cristo (don de sí, pureza interior, sabiduría de las Bienaventu­ranzas, etc.), y criterios humanos (donde domina el capricho, la voluntad «propia», etc.).

Es siempre la experiencia inicial -que reconocemos enseguida an­tes de que el ejercitante entre en Ejercicios- la que se desarrolla o más bien se clarifica y se diversifica a través de una realidad humana que ad­quiere sentido espiritual al suscitar la respuesta de la fe. Cada fase de los Ejercicios, más aún, cada ejercicio (en el sentido en que esta palabra puede aplicarse a un acontecimiento vivido), lleva al ejercitante a pre­guntarse sobre todo lo que le «mueve» y sobre las «afecciones» que se modifican en él. Ahí es donde el acompañante «acompaña» verdadera­mente una experiencia en pleno progreso: ayuda al que se ejercita a poner nombre a los movimientos que moran en él y a juzgarlos espiritualmente por los efectos que provocan, reveladores del Espíritu de Dios.

Los Ejercicios en la vida conducen a poner fuertemente el acento sobre un punto, que es en sí mismo central en toda esta experiencia: el ejercitante percibe vivamente, en razón de la situación humana, en la que se desarrolla su búsqueda, que estas «mociones» interiores están ligadas a su cuerpo, a su salud, a su herencia, a las influencias que sufre. Sus temo­res y sus oscuridades, su paz y su alegría, se explican humanamente por pruebas, por circunstancias afectivas, por datos experimentales. Es enton­ces cuando la misma moción puede ser llamada «humana» en su origen y en sus manifestaciones, y «espiritual» en el sentido que le da la fe. Lenta­mente los criterios evangélicos se le hacen más precisos hasta poder vivir «según Dios» o «en el Espíritu» las mil peripecias del psiquismo humano con sus propias leyes, que él de ninguna manera puede modificar.

Proponer «plazos» en la experiencia

La experiencia discurre así, de ejercicio en ejercicio, al ritmo de las mociones y conversiones que ella suscita. El ejercitante es siempre fiel a

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su vida ordinaria; lo es incluso quizás más frente a sus responsabilida­des, inmerso en unas relaciones que agitan su afectividad, zarandeado en su oración por urgencias humanas de todas clases. ¿Se ha apagado la ebullición de la experiencia inicial? Sí, sin duda, por una parte porque «las reglas» espirituales se le han hecho poco a poco, forma y necesidad y le ayudan a situar en relación, unas con otras, las fuerzas que viven en él y a dar la respuesta justa a las necesidades de cada momento. Pero el ejercicio ha llevado siempre consigo un «contenido» (San Ignacio dice: «materia»): ha ofrecido «puntos» que, de una meditación a otra determi­naban un recorrido interior, ha presentado la palabra de Dios, siguiendo toda la historia del misterio de la salvación en Cristo. Este contenido no tendría trascendencia ninguna, si la experiencia del ejercitante no prosi­guiera gracias a la aplicación de la pedagogía del ejercicio y gracias a los ritmos de las mociones experimentadas: no será, entonces, en efecto, más que un programa abstracto cuyo valor doctrinal carecería de importancia en la conversión del corazón.

Pero cuando el ejercitante conserva viva la «actividad espiritual» que constituye la riqueza de su experiencia, los contenidos sucesivos que presentan los Ejercicios (organizados en función de la elección y distri­buidos en «semanas») desempeñan cada uno el papel de «plazos», de to­pes, o si se prefiere, constituyen instantes en los que se expresa el deseo y en los que el impulso de los movimientos interiores toma cuerpo en torno a una gracia pedida y a una actitud espiritual esperada y ya inicial-mente puesta en acción. Por la palabra «plazo», se entiende a la vez el punto en que se acaba una fase, el acto de un nacimiento, el instante pri­vilegiado en que la flor cuaja en fruto.

La gracia propuesta en tal o cual ejercicio sirve, efectivamente, de «plazo» en el que la vitalidad espiritual del ejercitante alcanza un resul­tado provisorio, se formula y como que se manifiesta, pero también en el que se canaliza en forma de fuerza que escapa a todo desorden interior. No sin razón propone San Ignacio bajo forma de gracias sucesivas a pe­dir, el dolor por el pecado, el conocimiento interno de Cristo, el conoci­miento de la vida verdadera, etc. Y se pueden legítimamente establecer conexiones muy fuertes entre cada uno de los tiempos propios de cada una de las «semanas». Pero la fidelidad a estos diversos «contenidos» es ilusoria, si de hecho el ejercitante los recibe como desde fuera y se con­forma a ellos sin ser «movido» por los deseos que esperaban nacer en él desde hacía mucho tiempo, o que se van formando al hilo de los días de retiro.

Estos «plazos» propuestos por el acompañante marcan, pues, un camino sobre el que se asientan los contenidos de los sucesivos ejercicios. Pero no son «plazos» más que en la medida en que inscriben en la expe­riencia viva. Son las «mociones», con todo el juego de alternativas, con su variedad de matices, con sus ritmos propios, las que resultan de nuevo afectadas, por el contenido del nuevo ejercicio, o las que, por el contra­rio, no lo son, y consecuentemente lo rechazan como extraño. El ejerci-

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tante juzga así lo que se le ofrece, no por cálculo o por una decisión ar­bitraria, sino en nombre mismo de lo que vive en su oración y en toda la riqueza de su relación con Dios.

El que «da los Ejercicios» sabe que el ejercitante es así conducido a situaciones espirituales con frecuencia imprevisibles: es la vida concreta la que impone sentimientos de pobreza, de injusticia y de humillación, de acción de gracias, de ofrecimiento, etc. Tales sentimientos , interpretados en la fe como momentos de una evolución, colorean y transforman el ejercicio propuesto, es decir, el que el ejercitante hace suyo integrándolo en su experiencia. El da un determinado sentido, acoge o rechaza, señala fuertemente un matiz que hubiera podido ser sólo secundario. Bajo el impulso de la experiencia real que está viviendo, el ejercitante dice sí o no al contenido que le propone, un ejercicio nuevo, pero, al mismo tiem­po, marca de manera decisiva la dirección en la que es interiormente conducido y la fuerza soberana de su voluntad bajo la gracia de Dios.

Los Ejercicios en la vida al abrir ampliamente el campo en el que «se producen en el alma diversas mociones», vuelven al acompañante más atento para ajustar más exactamente el contenido del ejercicio a la experiencia del ejercitante, tal como se desarrolla bajo el influjo de la vida. Este ajuste es resultado de un triple esfuerzo:

En primer lugar, conocer con rigor lo que contiene, al pie de la le­tra, el texto de San Ignacio, para captar la experiencia espiritual a la que se refiere. No son las palabras las que hay que transmitir, sino la carga que cada palabra lleva como una riqueza siempre actual. Las actitudes espirituales a las cuales conduce tal ejercicio pueden reconocerse por muy diferentes signos, y ser formuladas según sensibilidades muy distantes entre sí y conducir a orientaciones imprevistas. El acompañante, que presenta el ejercicio, puede hacerlo abriendo o cerrando, es decir, adap­tándose ya a la experiencia del ejercitante, o quedándose, por así decir al margen de ella.

Además de este esfuerzo de fidelidad inteligente a la letra, el acompañante percibe, conscientemente o no, la estructura humana a la que se refiere San Ignacio. ¿Cuál es desde la vida de fe y la acción del Espíritu Santo, la autenticidad de las fases de la conciencia humana que los Ejercicios hacen recorrer? Allí donde se encuentra la palabra de Dios y donde «se agitan las mociones», el hombre es afectado en su ser creado: su personalidad se modifica según su propia ley. En este segundo nivel también el acompañante puede «abrir» o «cerrar», ayudando o no a en­contrar los «plazos» que marcan las etapas de una experiencia, reserván­dola de todo artificio.

En fin, la espera del acompañante conlleva respeto a los ritmos del ejercitante, muy dependientes de su vida cotidiana: cada «gracia» madura según sus estaciones, y lo que se presenta fuera del tiempo favorable no produce el fruto gastado anticipadamente. Preocuparse de las «esperas» del ejercitante, para respetarlas, pero también para contar con ellas opor­tunamente, es, sin duda, uno de los deberes que se imponen con más

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evidencia al que «acompaña», a fin de que no haya nada que no sea reci­bido, porque deseado y esperado.

Quizá el sentimiento de una espera colmada es el signo final de los Ejercicios en la vida como de toda forma de Ejercicios. Pero es también el logro de la experiencia misma que había sido acogida desde el co­mienzo y que el camino de Ejercicios ha conducido hasta una nueva ple­nitud: la de una experiencia que se desarrolla más según el Espíritu de Dios.

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IV

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9. Para comenzar los ejercicios en la vida

Resulta con frecuencia difícil saber el momento en el que el ejer­citante se encuentra efectivamente comprometido en la experiencia de los Ejercicios en la vida. Sin embargo este «umbral» es tanto más necesario precisarlo, porque se trata de un retiro sin «retiro», es decir, sin ruptura aparente con las condiciones ordinarias de la vida; el comienzo de la ex­periencia no puede, pues, determinarse más que desde el interior.

Despertar de la oración y del discernimiento en la vida cotidiana

En el comienzo hay, claro está, una decisión personal del ejercitante que acepta entrar en un período en el que la búsqueda de Dios va a im­poner, no solamente tiempos consagrados a la oración, sino sobre todo sometimiento a un itinerario cuyas etapas y exigencias son todavía des­conocidas. Esta decisión es tomada después de encuentros con el acom­pañante y de acuerdo con aquellos prójimos que han de solidarizarse ne­cesariamente con el proceso. Es posible que sea una decisión todavía muy irreal, a base de voluntad demasiado tensa y sostenida por un ambiguo deseo de solucionar todos los problemas interiores. Es, en todo caso, un primer acto que compromete la conciencia y puede, a su nivel, ser consi­derado como un comienzo.

Este acto tiene como consecuencia inmediata una práctica nueva y regular de la oración: para eso es necesario que el ejercitante encuentre el tiempo necesario, lo que supone un número no despreciable de opcio­nes mínimas, en el seno de la vida diaria; es necesario también determinar el punto de partida de cada oración, así en lo que se refiere al tema o al texto, como en lo que expresa la actitud espiritual y la gracia que ha de ser pedida. Para no ser atropellado por las dificultades exteriores o por los primeros descubrimientos de las alegrías o de las pruebas de la ora­ción, hay que tener en cuenta con realismo lo que es posible, lo que es percibido como una ayuda o un obstáculo y, pronto, las continuidades o alternancias que aparezcan a medida que la oración se estabiliza y se de­sarrolla. Lo mismo se diga de las ocasiones para pasar de una resolución o de un programa a opciones, que marcan ya una sumisión a ritmos y a impulsos interiormente experimentados.

La introducción de este peso de oración provoca lentamente una especie de división en el interior de la vida diaria. Los acontecimientos, los encuentros, las reacciones de la sensibilidad, el diálogo con los seres amados o evitados, se convierten en otras tantas cuestiones planteadas a

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la fe y a la vida en la fe. Se podría hablar casi de un «despertar»; donde la jornada discurría entre sencillas evidencias de una existencia humana, el ejercitante percibe que los diversos acontecimientos que está viviendo, incluso mínimos, toman un nuevo sentido y que este sentido es revelador de la acción de Dios en él. Aprende a «discernir», es decir, a distinguir, a través de la variedad de movimientos interiores que le animan, lo que le fortifica de lo que le debilita, lo que le abre a la caridad de lo que le repliega sobre sí mismo, etc.

En la tarde de una jornada de trabajo o en ocasión de un tiempo de calma llega a plantearse cuestiones como éstas: ¿Por qué siento hoy tal malestar o tal euforia? ¿Qué motivos me han hecho obrar en tales cir­cunstancias? ¿Qué «peso» puedo atribuir, delante de Dios, a tal decisión tomada rápidamente?. ¿Qué sentido tiene el retorno de ciertos estados interiores, que repitiéndose están manifestando una inclinación significa­tiva? ¿Qué valor atribuir a una resistencia que persiste? Pero la respuesta a tales preguntas, aun cuando enraizada en la verdad psicológica de una evolución humana, es una respuesta de la fe. La verdadera cuestión sería la siguiente: «al hilo de mi vida de hombre o de mujer, ¿cómo me con­duce Dios?» y la respuesta se va descifrando lentamente, a lo largo de los días, a una nueva lectura de todos esos acontecimientos aparentemente banales en los que se revela el impulso del Espíritu de Dios. Despertar, decíamos, pero se trata con frecuencias de experiencias muy fuertes que parecen tan nuevas que el ejercitante tiene el sentimiento de que su vida se pone en marcha y de que los Ejercicios encuentran inesperadamente su verdadero «comienzo». Y, efectivamente, se trata de un comienzo en la medida en que se pasa de una vida dominada por las preocupaciones objetivas de lo bueno y lo malo, a una vida donde se experimentan los efectos de la acción interior de Dios a través de toda la vida.

El hábito del discernimiento brota, naturalmente de la misma ora­ción. ¿Cómo no llevar a la oración el fruto de lo que ha sido percibido como un signo, luminoso o todavía lleno de oscuridad, de una presencia activa de Dios? El Evangelio adquiere entonces una especie de actualidad nueva, iluminadora de la vida cotidiana. La actitud de la oración se hace más humilde, y de repente más abierta a la acción del Espíritu, en la quietud que abre a una santa «pasividad». Los movimientos percibidos en la oración, continuados de oración en oración, trazan una especie de línea, o más bien una historia de tiempos y de ritmos significativos de la acción de Dios. Y esta significación con seguridad estará muy fuerte­mente vinculada a los tiempos y a los ritmos percibidos en el discerni­miento a través de la vida.

Todo este internarse en el camino «espiritual» exige, ya se ve, una primera andadura que no sería prudente apresurar. Es un período de des­cubrimiento, o de redescubrimiento, de los elementos fundamentales de la relación viva con Dios. Es entonces cuando el ejercitante, sin teoría y casi sin reflexionar en ello nocionalmente, comienza a sentir por expe­riencia que su vida espiritual no está al otro lado de su vida psicológica.

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sino que es ella la que le descubre su sentido, y que la voluntad de Dios se revela en el interior mismo de su voluntad humana, purificada y capaz de decidirse según el Evangelio.

La distancia interior

En el curso de los días o de las semanas que el ejercitante vive así en oración y en discernimiento, conducido sin cesar a la verdad total por la presencia estimulante y, por así decir, correctora de la realidad de su vida, se nota que se opera en él una especie de distancia interior, que po­dría quizá explicarse situándola en varios planos. Distancia entre el ser y la acción; ésta no agota todas las fuerzas y no se cotiza ya por el solo juicio de su eficacia. Distancia entre el deseo esencial que lleva el alma hacia Dios y la multiplicidad de los deseos particulares que lo fragmen­tan. Distancia entre las personas o las cosas, todavía objetos de codicia, y estas mismas personas o estas mismas cosas convertidas ya, dentro de la experiencia de su presencia que continúa, en signos de otra presencia (la del Espíritu de Dios dentro de todo lo creado), al mismo tiempo que llamadas a la donación de sí y al amor. Distancia, en fin, para establecer, entre todos los sentimientos interiores, un cierto «orden», que los rela­ciona unos con otros, un apaciguamiento que aminora las oscilaciones extremas (sobre todo en lo que atañe a los temores, a los impulsos de­masiado apasionados, a los escrúpulos, a los deseos), un alivio y una aceptación más tranquila ante el campo de las motivaciones inconscientes que comienzan a aparecer.

Comprenderíamos mejor esta distancia diciendo que ella es la oca­sión de reconocer fundamentalmente que otro, dentro de nosotros, con­duce nuestra vida. No un Dios, cuya voluntad se impusiera desde el ex­terior y tendiera a oprimir el alma, sino un Dios a cuya imagen somos creados, que es la fuerza de nuestro dinamismo y de quien recibimos sin cesar nuestra existencia, bajo todos los aspectos, en nuestro corazón y en nuestra historia.

Entonces precisamente es cuando se ha operado una «ruptura». El ejercitante pasa del mundo poseído al mundo recibido, de su vida, amada por sí misma, a su vida hecha signo y lugar de la presencia de Dios, que le acompaña constituyéndole en su ser. En un primer nivel se experimente el «nada» delante del «todo», es decir que la realidad de la vida de cada día no le pertenece ya, -cualquiera que sea la herida que esto puede mo­mentáneamente provocar en su sensibilidad-, sino que es el medio de una adhesión y de un adentrarse progresivamente en el ejercicio de la fe.

Cuando el ejercitante prosigue una tal experiencia, con los altibajos, los avances y las pausas que ella comporta, como toda experiencia ver­dadera, experimenta al mismo tiempo que Dios le hace salir del país de Eg ip to" (del que fue «arrancado» o «liberado», según la manera que él tiene de vivir este aspecto de la verdad interior del momento), que Dios le hace pasar por el «desierto» (lugar de soledad, de confianza y de puri­ficación) y, en fin, que Dios le hace entrar en la tierra prometida (que no

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es otra que la tierra que ha dejado, pero que ahora le es «dada», y que él «recibe»). ¿Es posible intentar esta experiencia bajo los tres aspectos a la vez? Ciertamente sí. Precisamente, uniéndolos, es como se garantiza su verdad. El elemento de soledad, de ruptura, de desierto, no puede ser aislado de los otros, so pena de llevar a una experiencia truncada y per­turbadora. En estas primeras fases de su búsqueda de Dios el ejercitante llega inevitablemente al punto en el que debe, a la vez, renunciar, con­fiarse y adherirse.

El acto de adhesión es entonces, sin duda, el que resume toda su fe: decir sí a Dios, que es el dueño de su destino y que ya suscita en él la respuesta. Cada uno llega aquí a su hora, después de una lenta andadura. La vida, por decirlo así, ha cambiado de sentido (o sencillamente ha ad­quirido sentido), sin haber tenido que dejar, de manera física, su existen­cia familiar o profesional (retirándose en algún desierto). Se ha producido una ruptura con la vida, pero en esta misma vida, es decir, la realidad cotidiana se ha convertido en lugar de una conversión del egoísmo a la caridad. La oración comporta en adelante un «dejar hacer» bajo la acción del Espíritu Santo, un descanso que sobrepasa en mucho al esfuerzo de la voluntad, una paz en la confianza de cara al futuro. El discernimiento continuado de manera habitual, afina cada vez más la mirada para reco­nocer los signos de la historia de Dios en nuestra historia humana.

Es el momento en que el ejercitante se encuentra maduro para comprometerse en Ejercicios. Lo que acaba de ser descrito a grandes rasgos, expresa lo esencial de la «indiferencia ignaciana», preliminar a la experiencia de los Ejercicios, vivida en toda su fuerza. La decisión inicial del ejercitante, en la que la voluntad personal era predominante, da lugar a un nuevo comienzo, que se abre sobre una aventura espiritual cuyo principio mismo se pierde en «Aquel que nos amó primero».

El comienzo que es don de Dios

Sucede más de una vez que el ejercitante experimenta fuertemente la necesidad de una o varias jornadas de «retiro» en la soledad (especial­mente cuando la experiencia le alcanza más profundamente en su afecti­vidad). El fruto de esto es con frecuencia muy precioso.

Pero es necesario precisar bajo qué condiciones, porque esta ruptura momentánea presenta varios riesgos. El parón súbito y completo de la actividad, el carácter un poco pragmático de un silencio propicio a sueños o a falsas seguridades en sí mismo, la ausencia de lo real que constituye precisamente el lugar de la sola fidelidad posible a Dios, son frecuente­mente ocasión de molestias, más que de ayuda. En cualquier caso, si el ejercitante llega a una «ruptura», que le abre a una auténtica experiencia de Dios, no será en razón de esos días de soledad, por muy fecundos que hayan sido por otra parte, sino en razón de su caminar diario en el Espí­ritu, que le lleva a «renacer de lo alto». No hay otro comienzo más que este: nacer de nuevo.

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10. En el perdón de Dios

Cuando el ejercitante ha llegado al estadio en que se abre para él un nuevo comienzo en la vida espiritual, se encuentra maduro para com­prometerse en los Ejercicios. Una primera distancia en relación a los problemas que se le plantean, una paz hecha de confianza ante la expe­riencia que emprende, un deseo relajante y unificador para dejarse ple­namente conducir por el Espíritu Santo, son otros tantos signos que le permiten esperar que, por encima de las oscuridades y resistencias, que sabe muy bien que persisten, podrá «buscar y encontrar» a Dios verda­deramente.

El primer paso, o la primera experiencia, le hace entonces entrar en el misterio de la Salvación dado por Dios en Jesucristo. Primer descubri­miento de toda conciencia que tiene necesidad de que la vida le sea dada y vuelta a dar una y otra vez, primer tiempo de la historia «sagrada» de la humanidad, primera etapa del camino del amor entre Dios y el hom­bre, esta es la primera fase por la cual se pone en marcha el progreso de los Ejercicios. Sin recordar aquí todo el contenido teológico y espiritual de la «primera Semana», podemos indicar algunos rasgos que la señalan de manera bastante característica, cuando se vive en los Ejercicios en la vida.

La existencia concreta, revelación del perdón de Dios

El primer rasgo se refiere a la importancia que toman los aconteci­mientos más ordinarios de la vida diaria, porque las meditaciones sobre el pecado y el perdón provocan en el ejercitante, al lado de los senti­mientos que nacen de la oración misma, una nueva toma de conciencia de cómo se comporta en la realidad de su vida. Por el hecho mismo de la actividad necesaria, de los intercambios afectivos, de las responsabili­dades que comprometen, tendría que hacerse violencia para persuadirse de que el pecado es una fuerza que le domina (lo que le conduciría a in­hibirse de toda acción). Y por otra parte, ¿cómo no percibir, gracias a la oración, que se enriquece con el peso de la existencia diaria,que la fuerza del Espíritu está verdaderamente presente a través de una lenta liberación, que sabe, por mil pequeños signos, que ha comenzado? Cuando la ora­ción está verdaderamente inserta en la vida, el ejercitante experimenta a la vez que es pecador y que está salvado: dos sentimientos entre los que no hay, por decirlo así, distancia, porque la vida está marcada sin cesar por la reacción ambigua de un corazón que, ante Dios, acoge y rechaza a

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la vez. Es pecador, no en razón del pasado hoy abolido, pero que pesaría como un fardo, sino más bien en razón de la actitud de hoy mismo, fruto del pasado sin duda, reveladora, sin embargo, de tendencias siempre ac­tivas. Pero también es perdonado, en la medida en que dominan el dina­mismo, el valor, la confianza.que le han permitido escapar hoy mismo a tantas formas de esclavitud interior.

El progreso de la «primera Semana» no consiste, pues, en una su­cesión de actitudes que, de una manera u otra, harían pasar del pecado al perdón, sino que, apoyándonos en la vida real, que continúa imponiendo su verdad, descubrimos que el perdón de Dios se manifiesta lentamente por nuestra propia apertura a las fuerzas de vida y de adhesión a la gracia, y que en eso, precisamente, radica la conversión del corazón.

Los acontecimientos diarios tienen así un papel determinante en este tipo de Ejercicios. Son ellos los que hacen tomar conciencia de las resistencias y rechazos, que una oración más protegida corre el riesgo de mantener velados. Pero son ellos los que, al mismo tiempo, revelan que el corazón está en vías de conversión, en la medida en que aumenta la valentía para actuar conforme al Evangelio, la confianza en una fuerza interiormente dada por Dios, la capacidad experimentada humildemente de llevar a cabo actos que comprometen en un camino nuevo de donación de sí mismo. ¿No es acaso esto reconocer la «salvación» y el «perdón» que nos son dados a través de la liberación y la apertura del ser humano habitado por el Espíritu?

Por eso en esta «primera Semana», el ejercitante es llevado a reali­zar, al hilo de los días y de los acontecimientos, unos actos, mínimos si se quiere, pero siempre significativos, que le hagan avanzar en la verdad, en la justicia, en el respeto al otro, etc. Serán para él otras tantas tomas de conciencia de una conversión, que se obra en él mediante una acepta­ción del dinamismo, que le conduce a una mayor fidelidad a través de toda su vida. Y estos actos crean con frecuencia como un espacio ines­perado ante su libertad, que se creía encadenada: son así ocasión de un «desbloqueo», que permite un nuevo progreso a la vez, en la conciencia de pecado y en la certeza del perdón, fuente de vida.

Asumir todo su ser humano

Un segundo rasgo característico parece ser la lenta y progresiva integración de todas las fuerzas dispersas y contradictorias que obran en la conciencia.

Primeramente, integración del pasado. No por la eficacia de la sola «memoria», que haría surgir de la vida anterior actos juzgados como culpables, sino por el significado que tienen delante de Dios tanto los compromisos de la vida actual, como las motivaciones que los determi­nan. Es, pues, el presente, con las resistencias a Dios que en él se mani­fiestan, el que remite al pasado para encontrar en él los hilos conductores de una existencia de la que sólo cuenta el punto al que ha llegado. Así se evita el peligro de acumular, o de «totalizar», actos antiguos con peligro

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de convertirse en su prisionero. Y el examen del «pasado» abre a un au­téntico reconocimiento del presente vivido.

En este reconocimiento aparece claro que el pecado, aun ya perdo­nado por Dios, forma parte de la trama, que de hecho nos constituye. Reconocer su pecado en la paz, es sin duda saberlo perdonado, pero es también saber que sin él no se hubiera llegado a ser lo que se es, ni por lo menos bueno, ni por lo mejor. La integración de sus propios límites es, en cada momento, el camino de la verdad y de la confianza. Es lo que la vida cotidiana asegura en la oración y en todo el esfuerzo de los Ejer­cicios.

Finalmente en la raíz de nuestros actos está todo el impulso de nuestra «afectividad» (por atenernos a un término general no dependiente de ninguna escuela), que aparece bajo una luz, que un retiro cerrado no permite que se desarrolle plenamente, por la limitación en el tiempo y por un gran riesgo de dramatización en este campo. Para que el ejercitante sienta las «ataduras» que alienan su libertad espiritual, para que pueda formulárselas a sí mismo, y llegado el momento llevarlas al diálogo con el acompañante, para que mida hasta dónde puede lograr una purificación que no le endurezca, sino que sea conversión en el «corazón de carne» y para que en fin en una etapa última reconozca a través de su mismo pe­cado una llamada, que no habría oído sin este pecado, es necesario que haya orado tranquila y ampliamente, aclarando en su oración las solida­ridades, las complicidades, los compromisos, que están en el centro de su acción y que explican su respuesta a los acontecimientos de cada día. Se trata, desde luego, de «integración»; de que las fuerzas del amor no sean rechazadas ni rotas, sino convert idas y asumidas en una nueva apertura, garantizada por Dios mismo.

Una llamada a discernir en la fe

A lo largo de esta experiencia y con frecuencia desde los primeros días el ejercitante experimenta «consolaciones» y «desolaciones» que San Ignacio considera «más propias de la primera Semana». Estos sentimien­tos interiores, vinculados a las fases progresivas del descubrimiento en sí mismo del perdón y del pecado, «agitan» la conciencia; pero el ejercitante no está solo. Otras personas están presentes, que constantemente influyen en él, por sus reacciones (de acuerdo o desacuerdo con las suyas); suce­den acontecimientos, que alteran, apaciguan o acentúan los movimientos de alegría y sobre todo los impulsos de oscuridad y de desánimo. En estas condiciones el discernimiento de espíritus se hace más difícil, en razón de las constantes interacciones entre el «interior» de la conciencia y el «exterior» de la vida; por otro lado es más seguro, porque la luz no se hace a través de la pura objetividad, sino en el clima de verdad psicoló­gica y espiritual, que obliga al ejercitante a tener constantemente en cuenta toda su vida.

Muchas cuestiones se plantean en este campo. Podemos señalar dos, que, por experiencia, parecen de las más importantes:

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1. No es posible dejarse penetrar por el sentimiento de su pobreza, de sus limitaciones, y finalmente de su pecado, sin que el alma se en­cuentre, en ciertos momentos, envuelta en tinieblas. Y estos momentos están frecuentemente vinculados a los descubrimientos más decisivos: el de la responsabilidad verdaderamente personal (ya no se echa «al otro» o «a los otros» la razón última de su pecado); el de la repetición inevita­ble de las mismas tendencias, que llevan a las mismas acciones (y que el progreso mismo de los Ejercicios revela cada vez con más agudeza); el de la impotencia del deseo para crear las condiciones de liberación y de fidelidad. En cada uno de estos momentos, la «desolación» no se disipa más que en la fe, por el reconocimiento de la salvación ya concedida en Jesucristo. Aún más, es necesario que esta «desolación» sea, por decirlo así, respetada como medio de progreso interior, y por consiguiente, reci­bida plenamente como una gracia.

La presencia de la vida diaria es, en una buena parte, la que sostie­ne al ejercitante en este esfuerzo de sinceridad consigo mismo. Ante los otros, y ante sus rostros, en los que se reflejan tantos otros sentimientos diferentes a los suyos, puede, en efecto, endurecerse, de manera que no se transparente ninguna turbación, o encontrar ocasión para una huida, como la manera de escapar a lo que él sabe muy bien que es de gran ur­gencia interior (sobre todo cuando es llamado a una purificación que toca su afectividad), o acunarse en fin en la consolación ilusoria de la seguri­dad exterior que proviene de los acontecimientos humanos de su vida. Se trata de «tentaciones», que la continuidad de la oración y la ayuda del acompañante le llevan a superar.

El ejercitante sabe bien, sin poder dudar de ello, que su «desola­ción» tiene otro origen que su sola sensibilidad. Su vida ordinaria, en to­dos los planos en que se desarrolla, le permite llevar esta desolación hu­mildemente, sin pretender escapar de ella por vanas razones psicológicas. Porque es en su vida donde continúa sencillamente afrontando todas las exigencias de verdad: presencia auténtica a los demás, donación de sí, fidelidad a las responsabilidades e iniciativas, etc. La desolación espiritual se decanta, por decirlo así, al contacto de las llamadas de la vida, como si no hubiera otra verdadera solución a la «falta de confianza, de espe­ranza, de amor»[317], que la sumisión a lo real, como don regulador de Dios mismo, que actúa en la conciencia y en la vida.

2. Sería necesario ciertamente constatar el mismo proceso respecto a la «consolación». Una nueva apertura a Dios como fuente de vida, la seguridad en la salvación recibida, la alegría de reconocer una fuerza li­beradora, son otros tantos movimientos que serenan el alma «quietándola y pacificándola en su Creador y Señor» [316]. Confrontados con los acontecimientos cotidianos, estos movimientos pierden la exaltación afectiva, que podría entrañar el peligro de naturalizar su desarrollo y de enmascarar su origen. La conciencia se experimenta resituada en condi­ciones de verdad plena: la vida sigue ahí, con sus cargas y sus ambigüe­dades, pero también con sus alegrías y sus promesas. En fin, es el ritmo

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mismo de la «consolación» y de la «desolación», sucediéndose, después, a medida que avanza el retiro, interiorizándose una y otra, el que da a los acontecimientos diarios una nueva importancia: en efecto, con frecuen­cia gracias a ellos el ejercitante descubre mejor cómo el mismo senti­miento interior puede ser una «consolación» o una «desolación», según la mirada de fe que pasa del pecado al perdón y del perdón al pecado, para reconocer que es Dios quien nos salva profundizando él mismo en nosotros, en el seno del pecado, el deseo de salvación que no cesa de re­galarnos.

Al final de estas observaciones, comprendemos, quizá mejor que los Ejercicios en la vida, permiten al ejercitante garantizar su experiencia por una especie de comprobación unida a las condiciones mismas en las que la experiencia se desarrolla.

A medida que descubre su pecado delante de Dios, sabe que este pecado no le encierra en sí mismo, ni le separa del mundo ni de los hombres. La 'lógica» del pecado iría claramente en ese sentido, si se pu­diese imaginar un pecado que no fuera ya objeto de perdón. Pero la sola experiencia cristiana real es la del pecado perdonado, ya que sólo el co­razón contrito puede nombrar el pecado. La presencia de la vida diaria en la que continúan ejercitándose el amor y la acción, aporta un peso de certeza: es verdad que el pecado subsiste bajo forma de múltiples resis­tencias, que sería ilusorio ocultar; sin embargo, no es una prisión. Así escapa el ejercitante a la culpabilidad, que sería la conciencia de un mal sin ninguna otra salida más que la muerte, o al menos una destrucción de si. El ejercitante no se sabe pecador, más que en el seno de una expe­riencia de perdón.

Por otra parte el perdón de Dios no es captado más que a través de una nueva capacidad de vivir, es decir, de reunir sus fuerzas e incluso sus debilidades., de cara al futuro que se abre suscitando paz, confianza y deseo de acción. Y esto es ya perceptible desde los primeros instantes de una conversión que se inserta en la realidad actual y que, precisamente por esto, está protegida contra muchas formas de ilusión.

Por eso es importante para el éxito de los Ejercicios en la vida, que se respeten en ellos dos puntos que ayudarán al progreso:

El primero es no pensar que la vida diaria del ejercitante con toda su corte de exigencias, de presiones, de problemas inesperados, haya de po­nerse a la cuenta de las distracciones y de las dificultades. Muy al contra­rio, es el medio no menos importante que la oración y unido a ella de cla­rificar mil reacciones cuyo sentido tiene gran valor. En el curso de la «primera Semana», la vida diaria puede revelarse como la garantía de una experiencia de pecado que es también una experiencia de perdón, o más bien que es una por la otra, sin que pueda decirse cuál es la primera. Lo que siempre es primero es el amor de Dios presente en el corazón del hombre, que le revela su pecado, porque le revela precisamente que es amado.

El segundo punto se refiere a la elección de las meditaciones suce­sivas. Aquí, más que en otra parte, una pedagogía prudente ayudará al

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ejercitante a respetar, claro está, el sentimiento que nace de su oración y que está sugiriendo el punto de partida de la oración siguiente; pero no respetará menos los movimientos que «agitan» el alma con ocasión de los acontecimientos de la vida, de manera que estos movimientos puedan ser llevados a la oración como señalas de la acción divina.

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11. La contemplación del «Reino de Cristo»

El ejercicio que consiste en «aplicar el sobredicho ejemplo del Rey temporal a Cristo nuestro Señor» [91-99] reviste, cuando el ejercitante lo hace en su vida de todos los días, características particulares. Se pone en marcha, con sus matices y sus insistencias, una experiencia a la que el acompañante deberá ajustarse a lo largo del camino que queda por reco­rrer.

Liberación del corazón

Haber experimentado el amor de Dios a través de su perdón es sa­berse curado de una magulladura interior, restaurado en la integridad de su ser, abierto con confianza al porvenir que se prepara. Estos tres senti­mientos son inseparables y recuerdan la seguridad de San Pablo: en ade­lante «nada podrá separarnos del amor de Dios que se manifiesta en Cristo» (Rom 8,39).

El ejercitante necesita varios días para dejar crecer en sí mismo esta seguridad en sus relaciones con Dios y con su propio pasado, en forma de acción de gracias o de sentimiento de liberación, o de deseo de un nuevo compromiso. En el curso de los Ejercicios en la vida la contem­plación del «Rey eternal», tal como la propone San Ignacio, puede pro­longarse bastante. El ejercitante tendrá todo el tiempo que necesite para dejar que se abra la alegría de esta primavera del alma y,sobre todo, para diferenciar sus principales acentos. Cada uno, en efecto, tiene según su historia una manera propia de experimentar la gracia de la salvación de Dios a través de los sentimientos humanos que emergen de todo su ser, consciente o inconsciente.

Los puntos, pues, de partida escogidos para la oración no son indi­ferentes, aquí menos aún que en otros momentos. Se trata siempre de ser fiel a un impulso, que nace y renace, interior al propio ejercitante, pero que tiene la función de revelar mucho más que a sí mismo, y bajo el cual la inmensa acción de gracias del hombre amado por Dios hasta en su pe­cado, se expresa en formas privilegiadas propias. Unas veces preferirá una escena evangélica en la que la persona de Jesús le resulta más cerca­na; otras, uno de los grandes textos en los que Pablo presenta la primacía de Cristo y la universalidad de la salvación; otras, una llamada de la Iglesia viva hoy; lo esencial es permitir al corazón que haga brotar la ex­presión del momento en la plenitud del acto de fe, incluso sin formas ni fórmulas.

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Maravillosa duración, porque es del orden del amor, que gusta de­cirse y volverse a decir bajo mil formas, sin trabas ni urgencias. Cuando el hijo ha recuperado la casa paterna, hay que dejar que se desplieguen «la música y las danzas»; cuando los diez leprosos fueron curados, sólo el que vuelve a dar gracias llega a la plenitud de la curación. Y como es en la vida donde se hace esta experiencia, el ejercitante experimenta una especie de relación nueva, hecha de paz, de reconciliación, de confianza, con los que le rodean y con su tarea de todos los días. Es muy importante que encuentre entonces, para su oración el ritmo que le ayude a no preci­pitar nada de esta toma de conciencia de un mundo, que se le ha hecho fraternal.

¿Hemos insistido demasiado sobre el aspecto «afectivo» de este momento, que atraviesa el ejercitante, y sobre la necesidad de respetárse­lo? No, porque en estos días muy frecuentemente los recuerdos más li­gados a la historia del «corazón», o las situaciones en que la sensibilidad se encuentra comprometidísima, alcanzan un relieve insospechado. Más de una vez el ejercitante se sorprende de que, hasta en sus sueños, surjan imágenes revividas de un pasado lejano o próximo, que significan la fuerza de ciertos vínculos afectivos. Sucede también, incluso en los que menos se lo esperan, que se hacen presentes, de manera súbita, senti­mientos de ternura humana acompañados a veces de lágrimas, cuya dul­zura sorprende.

Aun cuando lleven consigo muchas anbigüedades, son signos de una afectividad despierta o vuelta a despertar por el sentimiento de ser objeto de «ternura y misericordia» de parte de Dios. En este momento resulta el corazón tan profundamente tocado, que puede hacer la «obla­ción» sugerida por Ignacio a «los que más se querrán afectar» [97]. Un primer discernimiento que tiene lugar en todo lo que se vive en cada día de Ejercicios, es el discernir entre «el amor carnal y mundano» y el amor a Cristo a quien el ejercitante se entrega por entero; pero este discerni­miento no se produce si no se han librado, por decirlo así, las fuerzas del amor, sin lo cual el ofrecimiento a Cristo resulta una abstracción y un cumplimiento obligado.

En esto consiste, creo, una buena parte del trabajo de los Ejercicios en estos días consagrados al «Reino de Cristo». El diálogo entre el acompañante y el ejercitante se orienta preferentemente a esta apertura de la afectividad por la evolución de una vida espiritual, que pasa de una fi­delidad razonable [96] al ofrecimiento que compromete toda una exis­tencia en nombre mismo del amor.

Las llamadas a una oblación de sí mismo

A lo largo de esta etapa el ejercitante vuelve a sentir con una in­tensidad nueva, mil deseos suyos, más o menos confusos, cada vez que, más allá del universo cerrado, que le hubiera replegado sobre su propia felicidad, se va inclinando hacia el servicio de los demás. Deseo de tra­bajar por la justicia o por la paz entre los hombres; deseo de promover

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los derechos de las sociedades, de los pueblos, de las personas; deseo de hacer retroceder las fuerzas que esclavizan al hombre a todos los niveles, o lo marginan o lo hunden en la soledad. Estos deseos pueden ya haber tomado alguna forma de compromiso de tipo social o político, pero fre­cuentemente no son más que una aspiración a salir de sí mismo hacia una acción, que podría tomar formas muy diversas, por un ideal de justicia, de liberación y de paz. El ejercitante reconoce en él, ya en sus opciones diarias, numerosos signos que muestran que acepta arriesgar parte de su existencia por los demás. Esto se realiza ya en su vida familiar en la elección de su tiempo libre, de las formas de su inserción profesional, en la gratuidad concedida a los que sufren y luchan a su alrededor.

Numerosas fuerzas de generosidad trabajan así el corazón, aunque todavía confusas y mal conectadas con la fuerza viva del Evangelio. En este momento de los Ejercicios, bajo el impulso de la alianza renovada con Dios, es cuando esta red de deseos humanos, justos y puros en sí mismos, adquiere un nuevo sentido: el de hacerse capaz de expresar el dinamismo propio de la caridad, es decir, del Espíritu de Dios ya activo en el alma. El ejercitante, por decirlo así, da nombre a todas estas fuerzas que le orientan ya hacia la donación de sí mismo y reconoce en ello ex­plícitamente a Jesucristo actuando.

En este clima interior la primera parte propuesta por San Ignacio se revela como una gran verdad. El ejercitante (en la vida) no tiene que imaginarse artificialmente «un rey humano elegido por la mano de Dios' ' [92] , sino percibir la llamada, que ya se deja oír en él, a acciones o compromisos, que le llevan a la donación de sí mismo por los demás, y a reconocer en eso la presencia del fermento evangélico capaz de dar firmeza,unidad, nueva eficacia a estos deseos. Ya eran fuente de dina­mismo, pero ahora experimentan un impulso nuevo, que la continuación de los Ejercicios habrá de sostener y purificar.

Cuando se hacen los Ejercicios «en la vida», fuera de todo apremio inmediato de tiempo, y a la luz que da la confrontación permanente con lo concreto de la existencia, el ejercitante puede interrogarse lentamente y con frecuencia en su oración para experimentar qué es lo que le mueve hacia el bien, hacia la acción positiva y constructiva, hacia las decisiones que le disponen al servicio de los demás. Estas tendencias hacia la aper­tura y hacia la donación se le manifiestan, sin duda, mezcladas de impu­rezas, pero también más fuertes, más numerosas y más ricas de savia evangélica, de lo que él mismo podía pensar. A partir de esto comienza a afirmarse en él una certeza: la de poder dar su vida pro el Reino de Dios sobreponiéndose a sus propias debilidades y apoyándose en la gracia, que ya está presente a través de sus deseos humanos orientados hacia la cari­dad.

Con frecuencia se nota en los ejercitantes, en esa fase de su itine­rario, una sorprendente capacidad de captar positivamente muchos as­pectos de la situación que viven y de la que se sienten más responsables, hasta el punto de reconocerse en ella como «enviados» en nombre de su

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fe. Entonces es cuando empieza a definirse el perfil de existencias que se entregan de manera más radical al servicio de los hombres. La conti­nuación de los Ejercicios irá purificando y precisando. De momento el corazón ha sido «alcanzado» y los acontecimientos cotidianos suscitan reacciones de manera insistente en la línea de confianza, la acogida, la donación. Se comprende que para San Ignacio el final de esta etapa vaya marcado por la oblación «determinada» a Cristo resucitado y vivo en la historia de los hombres. Una tal oblación rinde cuenta de todos los mo­vimientos interiores que agitan el alma. Pero conviene dejar al ejercitante el máximo respiro, que hace de esta etapa crisol de fuertes orientaciones apostólicas y punto de partida de grandes proyectos.

El ejercitante «en la vida» no habrá necesitado apenas recurrir a una parábola que estimule a la generosidad; es la vida misma la que le ha proporcionado el punto desde el que ha percibido la llamada de Dios a través de lo que él llevaba ya en sí mismo y a través de la historia del mundo que le rodea y le solicita. Quizá tocamos aquí uno de los puntos que especifican más claramente el proceso de los Ejercicios en la vida.

En todo la presencia seductora de Cristo En el centro de todo este proceso del ejercitante se encuentra evi­

dentemente la persona de Jesucristo. El es quien perdona, llama, envía. Meditando uno u otro pasaje del Nuevo Testamento, como por una espe­cie de visión global de la vida y de la misión de Jesucristo, el ejercitante se abre al «camino» del Evangelio, en la humildad y la pobreza, tal y como Jesús lo ha querido . El «conmigo» implica una cierta elección en valores, en género de vida, en la acción sobre el mundo en el sentido dado a la historia humana.

Todo se va afianzando a medida que se anuda más fuertemente en la oración la vinculación con Jesucristo. Esto se verifica en todo creci­miento en la oración cristiana; pero, en las condiciones de unos Ejerci­cios en la vida, la apertura a la gracia de Jesucristo desborda claramente el marco de la «oración». El ejercitante pide la gracia de «amar y seguir» a Cristo; pero he aquí que, precisamente en este momento, a través de la presencia de un ser amado o temido, a través de una circunstancia con­creta que proporciona alegría o inquietud, a través de un impedimento inevitable o de un deseo oscuro o muy fuerte, Cristo se manifiesta como una presencia sin rostro y sin forma y, sin embargo, urgiendo sorpren­dentemente en una relación de persona a persona. Dejar la vida para vol­ver a la oración no hará otra cosa que devolver de la oración a la vida para encontrar allí enriquecida de nuevo por el Evangelio meditado, esta presencia de Cristo en todo el ser y en toda la historia del ejercitante.

La casi simultaneidad de la oración y del compromiso concreto en el seno de una situación humana bien determinada, unifica la mirada de fe: Cristo está allí presente y actuando como quien vive en mí y también como quien me llama más allá de mí, sin que este más allá deje de serme plenamente interior. La vida entera del ejercitante o al menos los aconte-

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cimientos que le afectan en este momento, se revelan como el lugar don­de Jesús manifiesta lo que El es, es decir, un Espíritu que actúa, una fuerza de conversión del corazón a los valores evangélicos, una plenitud de sentido dado al mundo presente, una reconciliación y una comunión con los demás. Cada uno hace su experiencia a su manera y a su ritmo, descubriendo cada vez más que Jesucristo es su vida misma. «Vivo yo, pero no yo, sino Cristo es quien vive en mí». Esta afirmación de San Pa­blo se verifica en todo cristiano, pero el ejercitante, en el momento en que se entrega a la contemplación del «Reino de Cristo», sin dejar de ser fiel a su existencia humana más concreta y más común, siente algo de esta experiencia vital. El «con Cristo.» se traduce por un «en Cristo» realizado en el corazón de todo lo que hoy determina para él su historia.

La actualidad del Evangelio se impone como una verdad nueva. En la «escena» que vive hoy con los que le rodean y con quienes comparte la aventura humana, el ejercitante percibe el misterio de Jesucristo y su exigencia personal. Volver a leer el Evangelio es entonces abrir una pro­fundidad aún mayor en la realidad de la existencia para hacerse más sen­sible al Espíritu y más disponible a responderle, asistiendo al camino abierto hacia Dios en Jesucristo. El trajín aparente de una jornada ordi­naria, la distensión entre múltiples deseos, la complejidad de una elección que hay que hacer, las pruebas que soportar.. . , todo está lleno de ese si­lencio que permite captar el interior de todas las cosas y experimentar en ellas la fuerza de la resurrección de Jesucristo.

La experiencia que vive el ejercitante con ocasión de esta contem­plación del «Reino de Cristo» pone en marcha una oración que, a lo largo de una nueva etapa de los Ejercicios, va a permitir recorrer el Evangelio, escena por escena, para encontrar en él la luz que ilumina sin cesar la historia actual, en la que se reconoce la presencia y la exigencia del Es­píritu de Jesucristo.

En este momento de los Ejercicios se verifica, pues, una vez más, en qué grado la oración y la vida se sostienen y se corrigen mutuamente. Por medio de una sola mirada a toda su existencia real el ejercitante des­pliega en sí mismo el amor que le vincula fuertemente a Jesucristo. La misma existencia se revela como «parábola» viviente, que poco a poco da paso a la verdad, es decir, a la obra que Jesucristo realiza en ella por su Espíritu. En fin, cada día, en cada situación, el Evangelio y la vida re­suenan, por así decir, el uno para la otra, dándose mutuamente luz y efi­cacia. En cada uno de estos tres aspectos los Ejercicios continúan inte­grando, cada vez más solidariamente, todas la fuerzas humanas en el interior de una fe que se va planificando.

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12. La contemplación evangélica

A partir de la «segunda Semana» de los Ejercicios, San Ignacio invi­ta al ejercitante a proceder por «contemplaciones» de la vida de Cristo, para descubrir, como por etapas, su «camino» en servicio de Dios y de los hombres. Pedagogía precisa que el librito de los Ejercicios expone abun­dantemente, pero cuya aplicación no fluye por sí misma cuando los Ejerci­cios introducen, en el tejido mismo de la contemplación, el peso de la vida diaria y las evoluciones de una vida humana que, a la larga, impone sus propios ri tmos. Por otra parte, precisamente, a propósito de este punto particular de la pedagogía de los Ejercicios, es donde se oyen más objecio­nes: la contemplación evangélica resultaría imposible por las condiciones de los Ejercicios en la vida, donde ella perdería necesariamente su vigor. Digamos, pues, brevemente cómo se obtiene el fruto de la contemplación de los «misterios» de la vida de Cristo, cuando el ejercitante se entrega a la tarea de los Ejercicios sin abandonar su existencia diaria.

La «repetición»

Contemplar es percibir en la fe, a través de lo que revela Cristo en su vida de hombre, lo que es Dios para nosotros: Cada escena narrada por el evangelista contiene, en la particularidad de un acto, de un gesto, de una palabra, todo el «misterio» del amor que está en Dios y que, en los «misterios » visibles del Verbo encarnado, se manifiesta a nuestros ojos para transformar nuestras vidas. No se trata, para San Ignacio, de un gra­do de oración que sería en sí más perfecto, sino de una manera de pene­trar el texto evangélico para captarlo como un «signo»: en el episodio contado, el acto humano de Cristo expresa la manera de amarnos y de salvarnos Dios.

¡Cuánto silencio, humildad, presencia acogedora, necesita el ejer­citante para que unos pocos versículos del Evangelio se animen, por de­cirlo así, y dejen transparentar a su fe el misterio divino del que están cargados! Una primera lectura no basta, ni siquiera una segunda: hay que dejar que cada detalle de la escena contemplada resuene en la conciencia hasta que nazcan, se afirmen, se unifiquen los movimientos de adhesión y de oblación de sí, por los cuales el que contempla reconoce la escena como el lugar donde él mismo se encuentra comprometido.

San Ignacio habla de «repeticiones». A lo largo de su jornada el ejercitante es invitado a hacerlas varias veces, en la esperanza de que una mirada cada vez más sencilla ayudará a descubrir el signo que Dios le

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dirige a través de ese «misterio». Pero, en el caso de los Ejercicios en la vida, el ritmo de las «repeticiones» no puede desde luego ser tan inten­so. Inmediatamente después del tiempo de una contemplación, el ejerci­tante se encuentra frente a las múltiples exigencias de su realidad humana. ¿Va a desaparecer el fruto nacido en la contemplación? No, ya que la es­cena contemplada va a continuar presente en él de muchas maneras.

1. En primer lugar, conserva su «recuerdo». A lo largo de la jorna­da, en los momentos de silencio o de vuelta a sí mismo, un punto de lo que ha contemplado se le impone de nuevo, como un tesoro que lleva en su corazón, como una luz que está ahí y no le deja, como un estímulo al que sabe que podrá ceder de nuevo, cuando llegue el momento. Ningún desdoblamiento en esto, como si hubiese, de una parte la vida familiar y profesional y, de otra, un recuerdo que tuviera que mantener contra co­rrientes siempre amenazantes. Al contrario, este recuerdo acompaña la vida; permanece en ella a la manera de un amor que no tiene que defen­derse de la vida ordinaria, porque es él el que le da sentido y densidad; profundiza poco a poco un deseo, el de volver a tomar la contemplación allí donde se había dejado, y hace ver mejor en qué puntos la contempla­ción había dejado la conciencia insatisfecha y a la espera. Presente por decirlo así en el corazón de la actividad diaria, este recuerdo de la escena contemplada madura, aunque no se le preste una mención especial. Des­aparece y vuelve a resurgir; un aspecto de la persona de Cristo, una pa­labra suya, adquieren una nueva resonancia, que hace desear ir aún más lejos en el conocimiento adquirido.

2. Al día siguiente o en otro momento que él habrá determinado, el ejercitante vuelve a tomar su «contemplación» para «repetir». Pero no la vuelve a tomar a la manera de una línea comenzada que hay que con­tinuar sencillamente. Vuelve a ella, en efecto, con el corazón cargado de todo lo que este recuerdo ha modificado ya en él. Hay insistencias que comienzan a imponerse, deseos brotados a la luz. La verdad de la vida diaria se insinúa, por decirlo así, en la contemplación misma para aco­modar la lectura del texto evangélico, para hacer más sensible una palabra de Cristo referida, para despertar de manera más real al clima propio de la escena contemplada. En un retiro cerrado, la repetición toma sobre todo como punto de partida «algunas partes más principales donde haya senti­do la persona algún conocimiento, consolación o desolación» [118]: cada contemplación abre así la siguiente a partir de los movimientos que se han producido en el alma en el curso del ejercicio, incluso si, de un ejer­cicio a otro, se ha dejado conscientemente un tiempo, que permita evo­luciones internas significativas. En los Ejercicios en la vida, la intensidad de los compromisos de la persona sobre todos los planes en que está pre­sente o en los que actúa, ha influido ya sobre los recuerdos. El ejercitante toma de hecho, como punto de partida de su repetición, la escena evan­gélica tal como la percibió en continuidad con las evoluciones de su pro­pia vida. La realidad vivida entra, pues, como un elemento determinante que impone, con la repetición, el modo de desarrollarse posteriormente

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el movimiento progresivo de la contemplación. De un día a otro se re­nueva el mismo fenómeno: la contemplación del Evangelio es cada vez más sostenida y como modificada por lo concreto de la vida en que se encuentra necesariamente inmersa.

3. Finalmente se da lo que explica el nuevo modo de presencia en una escena evangélica. De día en día, es decir, de repetición en repetición, o de recuerdo en recuerdo, la misma vida diaria comienza a aclararse con una luz inesperada. La situación humana que debe vivir el ejercitante se le manifiesta como portadora del mismo mensaje evangélico que la es­cena contemplada. No que él tenga que realizar hoy una especie de calco de una escena de otros tiempos; pero en la situación que está concreta­mente viviendo en este momento de la historia, valen la misma llamada de Cristo, la misma repuesta de la fe, el mismo dinamismo de rechazo y de amor, la misma elección que hacer por el absoluto de Dios y de su Reino en Cristo. Así es como poco a poco la escena evangélica contem­plada se interioriza convirtiéndose para la fe del que contempla, en el medio de leer espiritualmente la escena viviente de su propia vida. El ejercitante es más y más remitido a su historia presente a partir del Evangelio: la repetición, estimulada por la vida diaria, le ayuda así a captar que no hay para él otro lugar de verdad que el mismo, que le es dado por su vida de hombre.

Este paso reiterado, del relato evangélico a la historia vivida hoy mismo, y de esa historia al relato, da nuevo impulso cada vez a la con­templación. El ejercitante se hace tanto más «presente» a la escena con­templada, cuanto que percibe más la fuerza de revelación, que ella con­tiene, para iluminar el momento que está viviendo en la actualidad: en esta su situación es donde se siente llamado y conducido a hacer pasar a través de sus gestos humanos la fuerza de salvación que se realiza a tra­vés de todos los gestos de Cristo; precisamente en estas elecciones ac­tuales es guiado por las elecciones que hace Cristo en fidelidad a su Padre y a la misión recibida de El; su relación con las personas y con el mundo se ilumina y se purifica en la relación que Cristo mantiene con todas las personas que encuentra, busca y recibe. Nunca será agotada la riqueza infinita de una escena evangélica, pero nunca, tampoco, esa escena habrá penetrado y convertido del todo el corazón del que se deja juzgar en su propia vida por ella.

El discernimiento La duración de los Ejercicios en la vida permite al ejercitante dejar

actuar libremente, sin preocupación de urgencias ni de vencimientos, toda la fuerza de las repeticiones evitando que «la consideración de un miste­rio no estorbe a la consideración de otro» [127]. Un solo misterio evan­gélico contiene evidentemente la plenitud de la revelación de Dios, pero Cristo presenta esta revelación progresivamente: la historia que va de su Encarnación a su Ascensión es el marco en el que se desarrolla para el ejercitante el «conocimiento interno» de la fe.

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En este conocimiento por etapas, cada contemplación produce su fruto, suscitando «movimientos» o, para hablar como San Ignacio, «es­píritus». En el curso de los Ejercicios en la vida, el discernimiento a que conducen las contemplaciones, o más bien, las repeticiones sucesivas de las contemplaciones, se ejerce de un modo que tiene ciertos aspectos ca­racterísticos:

1. A medida que el ejercitante, contemplando a Cristo en el Evan­gelio, se experimenta más remitido a su propia historia, hemos notado que se establece un lazo muy fuerte entre el movimiento nacido de su con­templación (atracción, alegría, deseo de conversión, etc.) y el juicio que proyecta sobre su vida. Evidentemente no es posible que una «consola­ción», donde el Espíritu a quien contempla el Evangelio, se borre al salir del tiempo de la oración, para dar paso a una «desolación» debida a una situación humana de prueba o de oscuridad, como tampoco es posible vivir una situación humana en la paz y confianza en Dios para entrar de repente en una contemplación que no aportase más que sequedad o su­frimiento. El tiempo de la contemplación y el tiempo de la vida se co­rresponden el uno al otro, aportándose mutuamente la prueba de que es el Espíritu Santo el que obra: el ejercitante feliz al descubrir el don que se le hace en el Cristo del Evangelio reconoce que la misma alegría le es ofrecida en su existencia diaria, incluso a través de la prueba que tal vez debe vivir; y si permanece tranquilo en el seno de esta prueba aceptada en la fe, encontrará en su contemplación una nueva fuente de descubri­miento del don de Dios.

Así se va realizando un discernimiento. Allí donde la contempla­ción del Evangelio ayuda a mantener la fe a través de lo cotidiano de la existencia humana, allí donde esta misma vida cotidiana remite a una contemplación más sencilla y más justa, allí donde se afirma una más sólida unidad entre estos dos momentos espirituales, que son la contem­plación del Evangelio y la acogida de la vida, el ejercitante puede reco­nocer que avanza según el Espíritu. En donde por el contrario hubiera disonancia, y sobre todo discordancia prolongada, entre la alegría de la contemplación y una tristeza ante la realidad de cada día, sería necesario interrogarse de nuevo sobre la manera de entregarse a una contemplación que no da sus frutos.

Los Ejercicios en la vida ofrecen, pues, numerosas ocasiones de hacer la experiencia de un «gusto» espiritual que se desarrolla a partir de la misma vida. El ejercitante juzga su vida a la luz de su contemplación, y así se abre a la «consolación» que viene de Dios. Ve en lo diario de su existencia y hasta en la sencillez de mínimos acontecimientos, verdade­ras fuentes de alegría en el Espíritu. Experimenta entonces una especie de adhesión global a la existencia humana que le es dada vivir, aun a través de pruebas o de heridas que no desaparecen. El «gusto» interno, la «alegría» que quita «toda tristeza y turbación» [329], el amor que en­cuentra en todas las cosas al Dios que es su fuente, brotan no solamente

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de la contemplación, sino de la actividad humana que esta contemplación contribuye a iluminar desde el interior.

2. Sin embargo, al introducir la vida cotidiana en el proceso ordi­nario del discernimiento, éste se le hace sin duda más difícil, pues el peso del psiquismo y de sus cambios se impone más, con el peligro de ver di-fuminarse los criterios de fe que son los únicos que pueden identificar la diversidad de los espíritus. Pero la fuerte estructura que San Ignacio da a la «Segunda Semana» aporta una garantía cuya eficacia verifican los Ejercicios en la vida por un título especial.

Invitando al ejercitante a entregarse sin reserva a la contemplación para conocer a Cristo y vivir de su Espíritu, San Ignacio introduce en efecto los dos ejercicios del Reino y de las Dos Banderas. Uno y otro juegan múltiples funciones en el itinerario del ejercitante: no es cuestión de comentarlas aquí. Evoquemos solamente su función en la serie de contemplaciones, precisamente en orden a servir al discernimiento de las mociones que estas contemplaciones no pueden, según Ignacio, dejar de suscitar.

Un primer momento de gran plenitud se sitúa al comienzo de la «segunda Semana». El ejercitante acaba de hacer la experiencia del perdón de Dios. Reconocimiento, confianza en el futuro, capacidad renovada para responder a una llamada escuchada, deseo de una donación de sí mismo en la que se comprometa toda la persona; la contemplación del Reino retoma todo esto, sin rechazar la afectividad que busca también expresarse en un impulso fuerte, a veces impetuoso. El ejercitante es llevado a una oblación (o mejor, según el texto ignaciano a «oblaciones») de «mayor estima y momento». Estos movimientos internos brotan naturalmente de la actitud del ejercitante en relación a su trabajo, a sus allegados, al conjunto de sus relaciones, al juicio que le merece el mundo que le rodea. Le invade un dinamismo que manifiesta de muchas maneras en su comportamiento; in­cluso hasta deslizarse en algún exceso. Pero el «coloquio» de San Ignacio no da lugar a ninguna ambigüedad: el don de sí mismo no es más que una respuesta a Dios que llama, y no adquiere su verdadero alcance más que en el camino escogido pro Cristo: «servidor» rechazado por los hombres, y cumpliendo su misión en absoluta pobreza humana.

Transcurren varios días. El ejercitante pasa de la oración a la vida y de la vida a la oración. Entre su contemplación de Cristo y su situación de hombre hay un continuo ir y venir. El impulso permanece, pero puri­ficándose de sus excesos y sobre todo corrigiéndose en su fuente misma que es la persona de Cristo, que llama al mismo destino en servicio de su Reino. Y por otra parte, no es necesario que esta contemplación del Reino dure varios días: ha cumplido su función cuando las fuerzas afec­tivas del ejercitante han sido atraídas a una donación de sí total, como lo permite esta etapa de los Ejercicios; el coloquio continúa influyendo so­bre las contemplaciones siguientes, que insisten todas a través del movi­miento de la Encarnación del Verbo, sobre la pobreza y sobre el final, que será su sacrificio.

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La manera de vivir este momento de los Ejercicios varía para cada ejercitante según el peso real de su existencia concreta. Unos son más aptos que otros, o más prontos, para recibir en el presente de su historia la llamada que les es dirigida, y para dejar surgir de este ejercicio del Reino una luz, que ya modifica, si no su comportamiento, al menos su deseo. Pero para todos los que hacen Ejercicios en la vida, es innegable que la vida diaria no recibe solamente, como consecuencia, el fruto de una oración que se ha desarrollado en un tiempo establecido: ella permite también descubrir progresivamente el contenido de esta contemplación. Por su vida humana el ejercitante da forma a la «primera parte» del Rei­no, es decir, a la llamada del rey temporal (que San Ignacio se guarda de nombrar): él capta más claramente lo que es el objeto de los mejores de­seos que lleva en sí mismo y que le fortifican para la donación y para la acción. La «aplicación» de esta primera parte a Cristo y a su misión se hace, ella también, por toques repetidos: ¿cómo podría hacerse sin ilusión este paso de una causa por muy grande que sea a la persona del «Rey eternal», si no fuese verificándose ya, poco o mucho, a través de nume­rosos movimientos internos que acompañan la acción diaria? En fin, la propia oblación se enriquece con un nuevo contenido a medida que el ejercitante percibe mejor la separación que subsiste entre su actitud en la vida diaria y el impulso que le lleva sin embargo a «imitar» a Cristo en toda sinceridad. San Ignacio no prevé más que una sola «repetición» de este ejercicio en un mismo día, pero la llamada que ha sido escuchada no se borra en el transcurso de las jornadas siguientes. La exigencia del Reino sirve sin cesar de criterio para juzgar los deseos del corazón.

3. Cuando después comienza la contemplación de las escenas evangélicas donde Cristo aparece en su ministerio público, San Ignacio coloca la meditación a la que da el título de «las Dos Banderas». Sin ha­blar aquí de otros fines que él se propone, hay uno que parece evidente­mente responder a la situación que vive el ejercitante y que va a vivir cada vez de manera más apremiante, a medida que sus contemplaciones evangélicas le presenten nuevos rasgos de la persona de Cristo. Se trata de mostrar claramente el tipo de desviación o de perversión por el que lo que es bueno en su comienzo se vicia poco a poco hasta volverse malo o insignificante.

La meditación de las Dos Banderas adquiere todo su sentido cuan­do en el tercer punto se presentan los tres «escalones»: pobreza, oprobios, humildad [142, 146], no para ser meditados como virtudes o estados sino para indicar el sentido de una progresión interior a toda historia humana y a todo momento de esa historia. San Ignacio, según su costumbre de proceder por «contrarios», sitúa los tres escalones opuestos, que son la riqueza, los honores, el orgullo. Ahora bien, es precisamente esta expe­riencia la que el ejercitante está viviendo: día a día, rehace sin saberlo la experiencia misma de los Apóstoles que fueron más de una vez amones­tados por Cristo porque pasaban de los «pensamientos» de Dios a los de los hombres, del mesianismo de las Bienaventuranzas, al reino temporal

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de Israel, de la gloria de la cruz a la del triunfo humano, rechazando fi­nalmente el estado de «humildad» al cual Cristo les arrastraba con el ejemplo de todas sus opciones.

El discernimiento a realizar en Ejercicios para reconocer cómo el «ángel malo» se transforma en «ángel de luz», y para rectificar constan­temente el juicio, de acuerdo con la persona y la misión de Cristo tiene siempre en los Ejercicios un puesto muy decisivo. Pero los Ejercicios en la vida le dan una importancia creciente. En la medida misma en que, como ya lo hemos notado, se ha establecido un lazo muy fuerte entre el ejercicio de la contemplación y el comportamiento ante la realidad de cada día, la progresión de los tres «escalones» se verifica en este mismo comportamiento. El ejercitante descubre cómo insensiblemente, su deseo generoso de seguir a Cristo se oscurece con todo el deseo no evangélico que anima su corazón y su acción. Descubre quizá, que en la raíz íntima de su ser, en su «principio», hay una fuerza capaz de decir no, aun cuan­do cree poder y querer decir el sí, al que su contemplación le disponía. Una gran parte del esfuerzo espiritual del ejercitante consistirá en resta­blecer la verdad entre el tiempo de su oración, cuando contempla a Cristo que le revela el secreto de la donación de su vida, y el tiempo de su fide­lidad humana, cuando se pone sin cesar a soñar otros valores y a «tentar» al Señor su Dios.

Hemos insistido sobre estos dos ejercicios del Reino y de las Dos Banderas, porque están puestos por San Ignacio como dos proyectores cuya luz acompaña al ejercitante en dos períodos de su retiro señalados, sobre todo, uno por el impulso del corazón, el otro por el realismo espi­ritual en la fidelidad a lo cotidiano. Estos dos períodos no se confunden, aun cuando son mutuamente necesarios, en la unidad de una experiencia que se desarrolla: contemplando la vida de Cristo, el ejercitante ha aprendido a conocerse verdaderamente a sí mismo en la medida en que ha descubierto lo que el Evangelio quería revelarle del amor que Dios le tiene y de la fuerza que le comunica.

La certeza

Acabamos de decir que el ejercitante ha aprendido a conocerse. La fórmula debe, sin duda, ser rápidamente corregida. Lo que el ejercitante ha aprendido a lo largo de estas semanas, quizá de estos meses, en que se ha esforzado por contemplar a Cristo en los «misterios» sucesivos de su vida, es la manera de experimentar en sí mismo el misterio total de su Señor. De una escena a otra, unos rasgos se han precisado, impuesto, unificado; otros se han difuminado. Se ha hecho sentir una atracción cada vez más marcada por una forma determinada de fidelidad evangélica. La relación de Cristo con los Apóstoles, que San Ignacio privilegia de ma­nera sorprendente, le ha abierto a una nueva vinculación de persona a persona, con Quien, desde el comienzo, le ha llamado a entrar en su misterio. Entre las imágenes que presentan la persona o la misión de Cristo (Hijo, Pastor, Sembrador, Cordero, Amigo, etc.), algunas han re-

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sonado más fuertemente en él, determinando ya un tipo de fidelidad o de compromiso a su servicio. Pero esto no sucede al margen de la vida de cada día. Ciertamente la escena evangélica es siempre primera, y garan­tía de objetividad, a la que la oración se refiere sin cesar. Por eso, sólo a partir del momento en que la escena contemplada se ha convertido en luz, que hace leer de otra manera la historia vivida, es cuando el ejercitante ha podido reconocer en su propia reacción una auténtica llamada de Dios. Se ha manifestado de mil maneras: progreso en la confianza y en la paz en medio del trajín y de las tareas, capacidad de acogida y de iniciativa, humilde aceptación de sus limitaciones y de las de los demás; quizá tam­bién sufrimiento agudo ante la perspectiva de una ruptura o de una con­versión, pero con el sentimiento de que el camino que se ofrecía era justo y sano, porque su contemplación se había hecho más despojada y, al mismo tiempo, mas desbordante de certeza en la fe.

La palabra certeza, por muy sospechosa que parezca hoy, expresa muy bien la seguridad de alguien que ha sentido despertar en sí mismo movimientos invencibles: movimientos nacidos de su propio fondo hu­mano y cultural, pero cuya persistencia y coherencia ha conocido como señal de una llamada que le ha sido hecha, revelándole, a la vez, lo que sea en sí mismo y lo que Dios le llamaba a ser.

Entonces es cuando la experiencia del discernimiento puede pro­porcionar «asaz claridad y conocimiento» [176] para fundamentar una decisión. Pero, en el caso de los Ejercicios en la vida, esta certeza no se verifica en la conciencia sin que el comportamiento del ejercitante en la vida diaria haya aportado también su garantía. La misma armonía de la que hablamos más arriba, entre contemplación y vida, con fuerte senti­miento de plenitud y de paz, confiere a la decisión del ejercitante la fir­meza, que necesita para sentirse a salvo de toda trampa.

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V

LA DECISIÓN

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13. Ante la proximidad de la elección

En los deseos, a veces clarificados, a menudo confusos, que llevan a uno a comprometerse en la experiencia espiritual de los Ejercicios, do­mina el sentimiento de que le es necesario determinar, delante de Dios, el punto o los puntos en torno a los cuales se afirmará la unidad de su ser y será liberada la energía creadora que lleva en sí. «Hacer la voluntad de Dios» sí, pero bajo la ambigüedad de esta fórmula, se trata de encon­trar, según los temperamentos y las líneas de evolución, la paz, la capa­cidad de relación con los demás, la auténtica liberación de sí mismo, la verdad en la relación con el absoluto en el cada día, la resolución de una duda que invadía progresivamente la conciencia o que ensombrecía la generosidad de la donación. Quizá hay que tomar una decisión clara para una opción entre varias posibles o para afrontar el cumplimiento de un compromiso. Quizá la decisión es sobre puntos aparentemente mínimos, pero dentro de una renovación del ser que modifica fundamentalmente la manera de comportarse e incluso de existir; muchos problemas particu­lares mejor situados, encuentran entonces, si no su solución, al menos su verdadera importancia en un proceso en el que son ampliamente rebasa­dos. En los dos casos San Ignacio compromete al ejercitante en la expe­riencia de una total sumisión al Espíritu, a fin de que llegue al acto ple­namente libre que decidirá sobre su vida.

Son conocidas las etapas que recorre el ejercitante en el marco de la Segunda Semana de los Ejercicios,hasta este acto definitivo. Cuando se trata de Ejercicios «en la vida», el itinerario está marcado por elementos que influyen fuertemente en la evolución del ejercitante. Se trata de ele­mentos bastante notables como para dar a la experiencia un carácter muy específico, y sugerir «al que da los Ejercicios» indicaciones preciosas.

La elección naciente en el corazón de la existencia cotidiana Lo primero que hay que subrayar es evidentemente el papel que

juega, en el interior mismo del proceso de decisión, la relación constante e inmediata del «a investigar y a demandar» [135] la voluntad de Dios con los acontecimientos de la diaria existencia. Si la ruptura realizada al comienzo de los Ejercicios ha marcado, por la experiencia ya prolongada de oración y discernimiento, la «distancia» necesaria, sin embargo, no ha comportado ninguna modificación en las condiciones ordinarias de la vida del ejercitante. El conocimiento de Cristo, tal como se presenta en el Evangelio se hace, según las palabras de San Ignacio, cada vez más «in-

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terior», es decir cada gesto, cada palabra de Cristo, ilumina no solamen­te el pasado, incluso el muy reciente, sino aún más el presente de la existencia, cuyo desarrollo continúa imponiéndose como una verdad, fuera de la cual Cristo mismo no sería más que un sueño. «Seguir a Cristo» es entonces entrar más de lleno en la vida de cada día para expe­rimentar según nuevos criterios, las exigencias, las oscuridades, las lla­madas no formuladas, los dinamismos de evolución; es orientar hacia la vida de cada día la mirada de fe que discierne entre lo permanente y lo caduco, entre lo que promete fecundidad y lo que ya es estéril. La oración se hace cada vez menos disociable del acontecimiento vivido, si no es por la carga de adoración y de súplica que toda verdadera oración introduce en el curso de una existencia.

El ejercitante prosigue, pues, el proceso que proponen los Ejercicios para prepararse a la «elección» en un ofrecimiento de sí, que la vida coti­diana le hace actualizar constantemente de una manera muy concreta. Al progresar desde la «llamada» del Reino a la perfecta «humildad» de Aquel que no quiere ser más que el «servidor», ve dibujarse su camino en la fi­delidad a su propia vida, que ya ve modificarse bajo su nueva mirada.

La «indiferencia» ignaciana, es decir, el deseo de no decidir nada más que bajo la acción del Espíritu Santo, se enriquece por el hecho de que la oración es confrontada sin cesar con el dato de la existencia que, en caso de necesidad, pone al vivo duramente sus dificultades. La parti­cipación en el misterio de Jesús, en sus opciones, en sus renuncias, abre, con ocasión de cada contemplación, dimensiones nuevas a la realidad, que se impone como el único lugar en el que la fidelidad del hombre po­drá y puede ya, afirmarse como respuesta a la fidelidad de Dios; en el trabajo, el ocio, la relación con tal o cual persona, la calidad de un amor, el respeto a una exigencia de justicia, el estilo de un comportamiento y, más ampliamente, en la presencia, en todo lo que constituye la historia de un hombre vinculado al mundo entero, es donde, desde el presente, se juega la verdad del Evangelio, y lo que hace madurar la decisión que pronto asegurará una vida plenamente conducida por el Espíritu.

En este movimiento hacia la fidelidad interior, el discernimiento tiene siempre una importancia grande, con frecuencia incluso suma, puesto que el ejercitante experimenta cada vez más cómo las aspiracio­nes, que siente, incluso los «pensamientos buenos y santos» [332J, están como el trigo del Evangelio mezclados de cizaña; nunca, tal vez, ha visto con tanta agudeza que todo es ambiguo, y que la llave de su propio enig­ma, lejos de pertenecerle, le es dada.

La decisión, hacia la cual se encamina el ejercitante, encuentra así lentamente su propia claridad y solidez. No puede ignorar que existen en él actitudes posibles e imposibles. Ha sido llevado a tomar auténticamente en cuenta todos los componentes de su personalidad y de su historia, re­velados, día tras día, a la luz de su oración clarificadora de su vida. Se sabe débil, pero esta debilidad no le asusta aun cuando siga sufriendo sus efectos.

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La duración necesaria para la maduración

Un tal progreso, unido a descubrimientos que implican frecuente­mente el cuestionamiento de un modo de vida, se inscribe en una dura­ción que permite esperar el momento de maduración en los descubri­mientos de la fe, respetar los ritmos de la afectividad que se expansiona o se purifica, y no sentirse constreñido por unos plazos que el movi­miento del corazón no seguiría.

Tres puntos en este sentido son característicos de los Ejercicios en la vida:

1. En primer lugar la «contemplación» evangélica misma. Es sin duda todo el misterio de Jesús el que se ha de contemplar, pero sin intro­ducir primero opciones que serían como exteriores y que privilegiarían un aspecto, en nombre de un programa o de una costumbre. Lentamente, en el curso de los Ejercicios, y bajo el impulso mismo de los aconteci­mientos de toda clase vividos fuera de la oración, la persona de Jesucris­to reviste para el ejercitante rasgos que se le van haciendo familiares. Del desarrollo del Evangelio, se desprenden, no solamente la revelación pro­gresiva de la «intención» de Cristo [135], sino las líneas de fuerza de su llamada y la señal que esta llamada imprime en la conciencia de quien comienza a entregarse de veras. El ejercitante puede, sin prisas, volver a tomar tal o cual escena evangélica, esperar, para continuar, a que el mo­vimiento nacido en él se ordene y serene, o por el contrario, dejarse arrastrar más lejos por un impulso, que es en él revelación de la gracia a través del dinamismo del deseo y de la entrega que le anima a entrar en un nuevo misterio del amor de Dios en Cristo Jesús.

Poco a poco, sin prisa, en la confianza y en la paz, se refuerza una relación personal y decisiva entre el que ora y Dios, que se revela a tra­vés de las orientaciones, las instancias y las evidencias de su oración. El ejercitante conoce lo que Cristo es para él y cómo puede y debe decidir de su vida en conformidad con el Espíritu que se ha «mostrado». Los acontecimientos vividos cada día han oscurecido a veces el itinerario por su lote de fatiga o de resistencia, pero nunca han sido ajenos a este itine­rario, puesto que sin cesar han ayudado a captar cómo la verdad contem­plada se verificaba por su resonancia en la vida, y cómo la vida se iba asegurando a la luz de las opciones que la contemplación precisaba has­ta imponerlas a la conciencia.

2. En el transcurso de esta lenta germinación el ejercitante formula más o menos claramente, con mayor o menor acceso a su verdad profun­da los motivos que ordinariamente hacen vivir y decidir. Porque es ilu­minado por la oración, su jornada, o, más bien, sus jornadas se le mani­fiestan extraordinariamente ricas de enseñanzas sobre los valores siempre ambiguos que dictan su acción, y sobre la manera como esos valores se modifican al ritmo de sus Ejercicios y a medida que se introducen en ellos nuevos elementos de decisión. Al no dejarse arrastrar por una ge­nerosidad de la que, por otra parte, la vida misma le previene ya, se

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acerca al momento en el que se encontrará «como en medio de un peso» (balanza) [179] entre las diversas inclinaciones y las diversas llamadas que le traspasan. El «peso» espiritual concedido a cada suceso de su vida y a cada propuesta de acción nueva será tanto más fácil de interpretar, cuanto que comienza a establecerse una distancia, sin dualismo, pero con certeza, entre lo que él es y lo que es llevado a ser, entre el Dios que es ya ahí y el Dios que viene, entre el presente vivido y el futuro que ha de ser acogido. «Pesar» el valor espiritual de cada motivación experimenta­da es juzgar los signos por los que se reconoce la acción del Espíritu en una conciencia humana. Es necesaria toda la verdad conjugada de la su­misión a Dios en la oración y de la fidelidad continua a la vida, para que este juicio pueda hacerse con la seguridad, que pronto se convertirá en certeza, de que todo el ser corresponde por entero al amor creador de Dios.

3. Esta clarificación no se realiza sin que haya habido al mismo tiempo reticencia o turbaciones, que han podido pasar hasta ahora des­apercibidas o informuladas. Hay que pagar el mismo precio por caminar hacia la trasparencia consigo mismo, que por provocar un descubrimien­to más radical de todo lo que le estorba. En las indicaciones, que da San Ignacio para el discernimiento de espíritus en esta Segunda Semana, pone el acento sobre la toma de conciencia de las «razones aparentes, sutile­zas y asiduas falacias» [329] que exponen al alma a los «engaños cubier­tos» [332] del «ángel malo» que «se transforma en ángel de luz» La atención, que invita entonces a prestar, al «discurso de los pensamien-tos»[333], para descubrir dónde está el fallo, se mantiene en el caso de los Ejercicios en la vida, a lo largo de varias semanas, unida al progreso en el conocimiento de Cristo y a las primeras certezas que nacen del «ponderar espiritualmente» las mociones y las razones. En su comporta­miento muy concreto de cada día, a todos los niveles de su existencia, el ejercitante se reconoce atraído, pero también frenado; iluminado pero también presa de una oscuridad que no se disipa por un sencillo acto de voluntad generosa, en este estadio de los Ejercicios, se constata con fre­cuencia una especie de «pulsión» de las pasiones y de las fuerzas negati­vas: la presencia continua de la vida diaria no es ajena a esto. Este nuevo episodio del combate interior puede ser pronto amortiguado, pero también puede prolongarse algún tiempo en fases alternativas de paz y de violen­cia. De todas maneras, la duración es aquí garantía de una toma de con­ciencia que no será un «golpe de estado» de la fe, sino la humilde acep­tación de todo el ser en su complejidad.

Humilde a la manera como Cristo es humilde en su ministerio, en el ofrecimiento de sí mismo y hasta en la muerte. Se comprende que San Ignacio en el momento de precisar la «elección», que ha de hacer, pro­ponga meditar sobre esta humildad, para que la elección, sea cual fuere, no se funde en una fuerza nacida de una corazonada humana, sino en la certeza que brota solamente del espíritu de Jesucristo, que prosigue su obra por medio de nuestra debilidad aceptada en la confianza.

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Una nueva interioridad A través de este doble progreso del ejercitante, hay que notar, como

un tercer punto de gran importancia que prepara al momento de la elec­ción, el acceso a una especie de nueva interioridad, que es fruto de la oración y de la vida que se profundizan mutuamente.

1. Cada jornada aporta al ejercitante, con los acontecimientos ha­bituales, la interpelación reiterada que Dios le hace. Su oración, conside­rada como ejercicio separado, no tendría verdadera importancia, si no fuera ya capaz de ayudarle a acoger la totalidad el presente como lugar de encuentro con Dios. Sea que se exprese en términos de respuesta, de fidelidad, de sumisión, el misterio que hay que vivir siempre es el mismo: en la integridad del don de sí, por superación de lo que le repliega o le encierra, y por apertura al horizonte de la «caridad», el hombre puede, sin mentir, convencerse de que ama a Dios: «no amamos de palabra y de boca, sino con obras y según la verdad; en esto conoceremos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia delante de El» (1 Jn 3, 18-19). Amar a Dios es situarnos en una libertad interior, que nos hace recibir los acontecimientos sin reacciones pasionales y, al mismo tiempo, acoger al otro o a los otros, como una presencia que suscita en nosotros el amor.

Los Ejercicios prosiguen, pues, clarificando día a día, la vida con­creta del ejercitante, no solamente porque él la acepta sino también por­que la juzga en función de todo lo que siente en la oración y en el dis­cernimiento de sus reacciones. El valor «espiritual» de su existencia se manifiesta tanto más, cuanto que percibe más claramente el sentido en que le compromete el combate interior del que él es todavía palestra, y a medida que se experimenta más libre para determinarse en la paz del co­razón. Cada uno conoce entonces, por experiencia interior y no por la urgencia de un programa o calendario preestablecido, el punto y el mo­mento en que ha llegado a ser capaz de este acto de libertad por el que dice sí a Dios y así mismo.

2. Durante este intenso período, hay que subrayar un aspecto. El acto de libertad madura lentamente , es verdad, profundizando la fe, que da a la vida su verdadera interioridad. Pero los puntos, sobre los cuales es posible modificar, corregir y hasta ensanchar las condiciones de esta vida concreta, cuyos verdaderos datos conoce cada vez mejor el ejerci­tante, aparecen cada vez también más limitados y apremiantes. Experi­menta, no sin verdadero sufrimiento cuánto pesan sobre su destino hu­mano, los condicionamientos de todo orden con que hay que contar, incluidos en el ejercicio mismo de su libertad de hombre iluminada y movida por el Espíritu. Esta constatación, claro está, no es exclusiva de unos Ejercicios en la vida, pero en éstos tiene una resonancia más inme­diata sobre el proceso de decisión, porque el ejercitante siente concreta­mente el peso que se impone a sí mismo, y no puede progresar en la ora­ción, mientras sigue exper imentando, como limitaciones que sufrir, ciertas zonas de su existencia que con frecuencia tocan lo más íntimo.

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100 LA DECISIÓN

Seguirá siendo necesario un proceso hasta que, en el seno de lo que pa­rece humanamente inevitable y que se impone como desde fuera, se abra un camino de aceptación, que no es resignación, sino ofrecimiento de sí y confianza. Quizá es ésta una nueva manera, más verdadera, de entrar en la pobreza de Jesucristo y de golpe, el medio de una elección más pura.

3. Paralelamente a este conocimiento más interior de la realidad cotidiana, se nota muy frecuentemente que, en el ejercitante, en este es­tadio, que precede todavía a la elección, pero que ya la lleva en germen, la oración misma toma una nueva tonalidad. Está menos obstaculizada por elementos imaginativos, desborda más fácilmente las fórmulas, hasta el punto de escapar a todo lenguaje. Ayuda a «contemplar» a Cristo por la apertura tranquila a su espíritu, más que por una «imitación» todavía demasiado exterior. Las escenas evangélicas que sirven de punto de par­tida o de soporte a la oración, son menos numerosas. Aunque, poco a poco, por el progreso mismo de la oración, se va configurando un «ho­gar» central y único, se va imponiendo y va reduciendo a unidad sus atracciones todavía múltiples. Y todo esto prosigue sin que la actividad diaria, pese a la atención que exige en mil detalles muy diversos, sufra por ello la menor molestia.

El ejercitante va llegando a condiciones en las que puede decidir bajo la acción de Dios, cuando resultan unidos así el juicio desapasionado sobre su existencia, la oración silenciosa y unificada y el sentimiento de que encuentra su paz allí donde está buscando. Tres realidades cuyo pro­greso podemos seguir, distinguiéndolas entre sí para percibirlas mejor, pero que son sencillamente tres aspectos de un mismo movimiento del ser. Por eso ejercen una sobre otra una función de criterio de verdad y su concordancia es la señal indudable de que el ejercitante se afirma en lo sucesivo en su libertad.

Al final de este proceso, la cuestión o las cuestiones que se plan­teaban al comienzo de los Ejercicios, y que quizá habían sido determi­nantes para orientar los primeros pasos, se presentan de una manera di­ferente. Han perdido su carácter opresor o invasor. No se trata ya tanto de encontrar una «solución», como de vivir según el espíritu de Cristo a un nivel de compromiso personal que hace muy relativos, y finalmente secundarios, los puntos concretos sobre los que recae la elección. Son, en efecto, la entrada en el misterio de Dios y la adhesión a su presencia, las que dan a todas las cosas la verdadera luz, por la que se iluminan las op­ciones fundamentales o las ordinarias. Los motivos de fe por los que se elige adquieren mayor importancia que los contenidos mismos de la elección: porque expresan una relación de amor con Dios, en la que el hombre se sabe conducido y en la que encuentra la única garantía de su futuro.

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14. El ayer y el hoy en el proceso de la elección

Cuando el ejercitante, en el curso de los Ejercicios en la vida, se aproxima al momento en el que debe finalmente «ordenar» su existencia en fidelidad a todos los movimientos que reconoce como llamadas de Dios, surge con frecuencia, desde las condiciones mismas de su retiro, una dificultad. La elección, tal como se prepara y madura, va a proyec­tarse de manera preferente sobre la realidad cotidiana de su vida: sobre personas próximas con las cuales debe establecerse una nueva relación, que, a veces, comporta una ruptura y que, en todo caso, modifica el vín­culo y la naturaleza de la relación; sobre la profesión juzgada a la luz de los valores evangélicos de humildad, pobreza, servicio; sobre el estilo de vida, que puede ser llamado a tomar otras formas (lecturas, amistades, medio cultural, etc.).

Cualquiera que sea el contenido de la elección, —cambio de estado de vida o nueva orientación interior—, el proceso que prepara para ella no distancia del presente; al contrario, hace experimentar mejor todo su peso situándolo en la encrucijada de múltiples fuerzas, que han conducido a este tiempo y a este lugar en los que se juega, para el futuro, el comba­te espiritual. El presente sólo se manifiesta en su riqueza por referencia a un pasado en el que ya se ha comprometido la libertad, y esto suscita cuestiones, a veces, difíciles.

Una mera mirada sobre las elecciones pasadas A medida que se desarrollan los Ejercicios con su peso de oración

y su exigencia de lucidez, el ejercitante se siente en efecto llevado a una interrogación muy radical acerca del valor de las elecciones, que ya han modelado y estructurado su vida cristiana e, incluso, sencillamente su vida humana. En la perspectiva de la elección y bajo la luz de un autén­tico discernimiento de espíritus, es llevado a prestar más atención a las «mociones» que atraviesan su oración y su vida diaria. Pero, al mismo tiempo, el pasado resulta sometido a un nuevo esclarecimiento: ¿se han dado, en las elecciones sucesivas, que están el origen de la situación de hoy y que van a pesar quizá sobre la decisión de mañana, las condiciones de una verdadera sumisión al Espíritu? En otros términos, las opciones anteriores, ¿han sido opciones según Dios?

Día a día los recuerdos del pasado se imponen en un orden y con un peso que rompen las fases cronológicas. El ejercitante alcanza, como por oleadas, las zonas de mayor vulnerabilidad, los puntos en los que la

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conciencia ha quedado prisionera de las sinceridades a medias, los mo­mentos en los que la libertad ha decidido en plena anarquía de los deseos. Ya desde el comienzo de los Ejercicios, había sido invitado a «hacer memoria» para juzgar su relación a «todas las cosas creadas» [23]; para volver a ver la casa, las relaciones, las tareas, que fueron ocasión de pe­cados [56]; para ir contra la fuerza de los impulsos «sensibles» que pu­dieron paralizar el impulso del servicio a Dios [97]. Pero en este mo­mento , p róximo a la e lección, la memor ia trabaja de otra manera , poniendo a plena luz la libertad con que se determinó lo que ha resultado ser la situación presente.

Esto sucede, evidentemente, en todo proceso de Ejercicios. Pero los Ejercicios en la vida hacen resonar estos recuerdos con mucha más fuer­za, precisamente cuando empieza a perfilarse el contenido de la elección. El ejercitante experimenta que no consigue discernir la acción de Dios, o que la discierne de manera confusa, porque no puede reconocerla en las respuestas aportadas ya a esta acción divina en los distintos momentos de su historia pasada. Ahora bien, algunas de estas decisiones aparecen, de hecho manchadas por preocupaciones egoístas, oscurecidas por deseos turbios. ¿Cómo ser fiel a Dios, hoy y mañana, en la elección que se pre­para, si las elecciones de ayer estuvieron viciadas?

Estas opciones de ayer forman precisamente la trama de la vida cotidiana actual. Y no solamente por las situaciones obligadas que deri­van de los compromisos en el plano conyugal, en el de los ministerios en la Iglesia, en el de la especialización profesional o en el de las solida­ridades aceptadas y convertidas en un deber, so pena de traición, sino, sencillamente, por el conjunto de mil decisiones tomadas de manera irre­flexiva o pasional, que gravan fuertemente sobre la historia de la relación con Dios y, consiguientemente, sobre la verdad del acto espiritual por el que la conciencia puede en el futuro comprometerse «sin afección desor­denada».

No se puede avanzar en el camino hacia una verdadera elección sin que el ejercitante relea de nuevo delante de Dios este pasado que hace su presente. Es la ocasión de profundizar los derroteros interiores del Es­píritu a través de las reacciones humanas del temperamento. Pero una tal relectura, que los Ejercicios en la vida permiten continuar durante largo tiempo y, por consiguiente, con el máximum de verdad, lleva a descubri­mientos impensables antes de los Ejercicios. El ejercitante toma fuerte­mente conciencia de las influencias humanas que han pesado sobre sus decisiones; acepta reconocer las fuerzas, conscientes o no, presentes en el origen de sus orientaciones y de sus opciones. Es éste un campo nue­vo ofrecido a su discernimiento actual a fin de que, mediante ese retorno al pasado, los criterios de adhesión a Dios en fe regulen lúcidamente la actividad de la memoria.

En muchos ejercitantes la proximidad de la elección sufre entonces una especie de suspense, por estos descubrimientos que obligan a clarifi­car más la exigencia de verdad en la respuesta a la llamada del Espíritu.

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En este momento privilegiado la realidad cotidiana, fruto de antiguas de­cisiones espiritualmente discutibles, se impone al ejercitante como un nuevo punto de partida para la oración, como deseo de la conversión del corazón y, a la vez, como impulso a la confianza.

Pero ¡qué cantidad de vueltas para llegar hasta aquí! El camino in­terior de la verdadera libertad que se ha abierto desde el comienzo de los Ejercicios, no ha hecho más que ahondar el deseo de dar a Dios una res­puesta de total fidelidad, sin rechazos secretos o asentimientos superfi­ciales, que oscurezcan el «sí», que está brotando del fondo del ser. Las «zonas prohibidas» caen, poco a poco, es decir, cada vez existen menos campos en los que no pueda ser cuestionado el uso, que el ejercitante ha hecho de su libertad en anteriores ocasiones. Ante opciones antiguas, que parecían definitivas, acepta rebuscar la motivación real que las determinó y permite que aflore a la superficie la respuesta que, tal vez, va a dar un giro nuevo a la estructura de su vida. Y, como sin pensarlo, está prepa­rando su verdadera respuesta a la elección a la que es llamado en el mo­mento presente.

Habría que desarrollar ampliamente los ejemplos para que pudieran ser comprendidos. Pero no sería de gran utilidad, porque los que han he­cho, o acompañado, la experiencia de los Ejercicios en la vida, conocen perfectamente estos derroteros cuya claridad necesaria exige que, antes o simultáneamente, se clarifique un pasado que pesaba demasiado en la conciencia oscura del ejercitante sobre todas las ambigüedades de sus anteriores opciones: insuficientes condiciones de libertad psicológica, ilusiones en las intenciones realmente perseguidas, ignorancia de las fuerzas profundas, que perturbaban el juicio, falsas interpretaciones de deseos generosos pero espiritualmente mal fundados,.. .; en una palabra, el ejercitante descubre, - y es ya un fruto importante de sus Ejercicios-, que ahora necesita asumir un pasado en el que muchas opciones, que han fijado su vida, fueron de manera más o menos radical, resultado de una elección «oblica» [172].

El término, de resonancias sorprendentemente modernas, es del propio San Ignacio [172], que precisa «elección desordenada y oblica», «oblica o mala». Tal elección, dice, no responde a una «vocación divina», pero cuando se trata de elecciones que comprometen definitivamente una vida humana, «sólo es de mirar que . . . arrepintiéndose procure hacer buena vida en su elección» [172].

El carácter definitivo de tal o cual compromiso tiene mucho que ver con situaciones culturales propias de cada época, hoy muy distintas de las del siglo XVI; pero, además, el ejercitante va siendo cada vez más lleva­do, por una necesidad imperiosa de verdad, que le invade por entero, a rechazar las consecuencias de opciones, que espiritualmente ya no ratifi­ca, porque no reconoce en ellas el compromiso de su libertad, que se ha ido haciendo cada vez más lúcida y más exigente.

Se abre entonces al ejercitante un período particularmente comple­jo , en el que la fidelidad presente se fortifica con la visión sobre las anti-

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104 LA DECISIÓN

guas opciones.Puede ser que llegue a consecuencias que comportan un cambio en la forma exterior y social de su existencia; pero en todo caso el movimiento de los Ejercicios habrá sido tal, que el ejercitante no puede ya quedarse en medias tintas. Se abre paso una verdad que continúa ilu­minando, de manera cada vez más penetrante, las motivaciones antiguas. La elección, que se dispone a realizar en la dirección marcada por los Ejercicios actuales, se plantea de forma nueva e inesperada.

El dinamismo de los Ejercicios se impone, sobre todo a partir de la meditación de Las Dos Banderas y de su repetición bajo la forma de «Tres Binarios de hombres». El ejercitante busca «no querer aquello ni otra cosa ninguna, si no le moviere sólo el servicio de Dios nuestro Se­ñor» [155]. No considerando extrañas a su elección situaciones humanas en las que parecía haber adquirido estabilidad, abierto sinceramente a la verdad de su temperamento y de su historia y aceptando confiado los impulsos del Espíritu, que obra por medio de la oración y de todas las reacciones de la fe viva, el ejercitante se proyecta enteramente hacia Dios y acepta una especie de «apuesta» en la que se juega su destino.

Los peligros son, sin duda, evidentes, sobre todo el de provocar un proceso, que mal dominado, pueda arrastrar una cierta desestructuración psicológica, buscando sin cesar una «pureza» ideal. Pero la aventura, si hay alguna, es la que propone San Ignacio, cuando hace entrar al ejerci­tante en los ejercicios destinados a «ordenar la vida». Los Ejercicios en la vida mantienen muy fuerte la presencia, e incluso la presión, de todos los elementos que hay que «ordenar»; impiden el quedarse satisfecho con una solución superficial, que no respondería a la verdad de una experien­cia humana en su totalidad; y ofrecen la duración necesaria para llevar a buen término los movimientos interiores nacidos de una fidelidad ya no engañosa.

Reconocer la continuidad de una obra de gracia

• En el corazón de estas jornadas, en las que el ejercitante continúa haciendo luz sobre las antiguas opciones, que alteran todavía la transpa­rencia necesaria para la elección actual, una especie de nueva luz en el Espíritu Santo acaba por modificar el ritmo de la oración y del discerni­miento. Entre el pasado y el presente no hay una continuidad sin fisura, que haya que recuperar, puesto que nadie puede cambiar nada en las fa­ses que han marcado definitivamente su propia historia, sino otra conti­nuidad en la que se revelan mucho más los signos de una obra de gracia. Los itinerarios de los ejercitantes son entonces muy diferentes unos de otros, pero parece que se pueden distinguir tres «vías» espirituales, que no se excluyen entre sí, vinculadas a la naturaleza de las experiencias antiguas, que se han vivido, y a sus consecuencias, que gravan más o menos todavía el presente.

1. Para el ejercitante el camino de la liberación con relación a un pasado, que conserva el impulso actual, pasa por un reconocimiento más justo, de lo que otras veces fue «lo posible», de la respuesta a Dios. La

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edad, las influencias experimentadas, las limitaciones de su madurez, crearon las condiciones que él no pudo entonces superar, y en las cuales era prudente confiar.

Pero, sobre todo, el compromiso, quizás especialmente mal ilumi­nado ¿no incluía también una fidelidad a su ser de hombre y, por consi­guiente, a Dios mismo? En el momento de sus Ejercicios presentes, en que se encuentra, muchas de sus actitudes, de sus deseos, de sus mismos actos, aparecen en continuidad con ese pasado, que estaba tentado de minusvalorar a sus propios ojos. En las decisiones tomadas entonces no todo fue «capricho», sino que, en medio de compromisos demasiado rá­pidos, que fijaron en parte su existencia, se expresaban deseos funda­mentales, que era necesario tener en cuenta y que no encontraron otras salidas. Lo prueba el hecho de t que estos deseos permanecen hoy día y forman, entre el pasado y el presente, una continuidad que es llamada a un nuevo discernimiento.

Para la decisión, que haya de tomar en el transcurso de los próxi­mos días y semanas, el ejercitante distingue más claramente entre su de­seo espiritual y las formas concretas y relativas que se le presentan para realizarlo. El pasado, aunque no haya sido espiritualmente ratificado, más que un error o una infidelidad, fue una etapa, gracias a la cual, hoy es posible un compromiso más fundado sobre la fe.

2. Un segundo camino de liberación se abre, a partir de una mayor atención a las realidades presentes, en las que prosigue el esfuerzo de la elección. Las opciones antiguas quedan, sin duda, como testigos de am­bigüedades o de debilidad; pero sus consecuencias no han creado una si­tuación en la que la gracia de Dios haya sido inútil. Al contrario, en este momento tan fuerte de los Ejercicios los frutos espirituales, nacidos de opciones en las que se ejerció la libertad de manera «oblica», se hacen cada vez más evidentes.

El ejercitante reconoce, en la espera y en la paz, que a través de la historia antigua y reciente, no ha dejado nunca de ser amado por Dios. Una visión positiva, en fe, le hace descubrir que, a través de la trama aparentemente confusa del pasado, un proyecto se iba realizando. Nume­rosos detalles de su vida presente se lo prueban: vuelve a ver ahora su vida conyugal o familiar, sus actividades e, incluso, las etapas de su evo­lución interior, como la revelación de una ternura que jamás ha cesado de conducirle hacia el punto de verdad del que había creído apartarse.

Avanza en las meditaciones, que preparan a la elección: escenas evangélicas, grados de humildad, repetición del coloquio de los «tres bi­narios», nueva profundización de la indiferencia, ya que «el ojo de nues­tra intención debe ser simple» [169]. Pero al mismo tiempo, por las mo­ciones interiores, en las que discierne las señales del Espíritu, se hace verdaderamente más abierto y más acogedor ante lo que constituye su presente. Parte de la realidad cotidiana, que vive con más sencillez, para oraciones fácilmente integrables en las que continúa, siguiendo el ritmo de los Ejercicios. Lentamente toma conciencia de los efectos espirituales

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que han acompañado y sostenido el desarrollo de su fe: purificación, crecimiento en la interioridad, apertura a los otros, humilde valor en la prueba.

Este último efecto es visible en la lucidez con la que el pasado re­sulta reconocido hasta en sus errores, sin provocar ningún sentimiento de ruptura, al contrario suscitando, incluso, la acción de gracias.

3. En cada una de estas dos primeras «vías» está claro que el ejer­citante ha reconocido la gracia de Dios por el perdón que le fue ofrecido. Sin este perdón ¿qué pasado podría renacer como una fuerza para el pre­sente? Pero algunos ejercitantes son mucho más sensibles que otros a la «re-creación» que se opera en un proceso interior, en el que dominan la petición de perdón y la espera confiada de un acto de Dios por el que se­rán como restaurados en su integridad. El carácter «oblico» de las elec­ciones pasadas lo ven, en efecto, como una herida de la que necesitan ser curados, para que la elección pueda ser hecha rectamente, es decir, en plena sumisión al Espíritu.

Por eso se desarrolla una fase de purificación que, a veces, dura bastante. De nada servirá acelerar un final arbitrariamente definido. El ejercitante pide entonces ser «re-creado» hasta en sus antiguas opciones, no para renegar del pasado, tal como fue, sino para que sean liberadas las fuerzas que este pasado había encadenado. El perdón recibido, por el uso hecho de su libertad, será el camino más seguro, quizá el único, para usarla con más humildad, pero también con más audacia, porque enton­ces será más fundada la esperanza de decidirse bajo el influjo de la gracia de Dios.

El ejercitante no se experimenta como reconducido hacia atrás, ha­cia la «primera semana», aun cuando escoja para su oración ciertos temas más propios de meditaciones sobre la salvación aportada por Cristo. Pero en este momento de los Ejercicios no existe más salvación para él, que en la posibilidad de la nueva oferta de una elección, en la que todo su ser pudiera comprometerse «sin mixtión de carne, ni de otra afección al­guna desordenada» [172].

Aunque se puedan distinguir estas tres vías de liberación, la distin­ción entre ellas es, sin duda, imperfecta, porque muchas actitudes son comunes y, en todo caso, complementarias . Sin embargo, permite al acompañante entender mejor la llamada más o menos explícita, que le dirige el ejercitante y precisar mejor la manera de ayudarle, según las constantes de su búsqueda.

Otras veces le ayuda, sobre todo, a reconocer en las decisiones pa­sadas en el dinamismo positivo que intenta expresarse, aunque torpe­mente. En su papel de acompañante no se inclina hacia ninguna parte. Ni siquiera tiene que defender ni promover una forma de fidelidad que pa­recería imponerse desde fuera. No es ese su papel. El «equilibrio» en que debe mantenerse es una garantía para el ejercitante, que puede entonces cuestionar más firmemente opciones que le parecieron estériles desde el principio.

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En este esfuerzo por llegar a la verdad, el ejercitante guía, interpreta y hasta construye sus recuerdos; juzga, no sin parcialidad, las conse­cuencias actuales de su historia pasada; vuelve a leer esta misma historia a la luz de las convicciones o de las pasiones de hoy; en todas la cosas, en las que la libertad de cada uno ha de arriesgarse por sí misma, el acompañante no deja de intervenir, sino que, mediante mil acontecimien­tos de la vida psicológica, remite al ejercitante a una respuesta de fe, que no puede brotar más que en el diálogo solitario y sin palabra del «Creador y de la creatura», en ese punto único, en el que se recibe como un don la certeza, que elimina todas las dudas.

Otras veces el acompañante deberá ayudar al ejercitante principal­mente a renovar su mirada sobre el presente: los acontecimientos, las personas, la calidad de las relaciones, las alegrías y las pruebas cotidianas, se convierten en otros tantos y verdaderos encuentros con Dios. Este presente, aun cuando sea fruto de errores pasados, es, por decirlo así, ve­hículo de gracia. Las indicaciones y los consejos, que el acompañante puede entonces dar, sobre la oración y el discernimiento, tienen mucho más en cuenta las etapas de este redescubrimiento, por el que el ejerci­tante acaba amando su vida presente como un don de Dios. Frecuente­mente la más auténtica oración arrancará de un acontecimiento concreto de la vida: la «historia» [2] a proponer puede ser sencillamente este mo­mento presente, cuya fuerza liberadora es necesario descubrir en su tota­lidad.

Otras veces, en fin, el camino del ejercitante hacia un nuevo perdón de Dios orienta durante cierto tiempo de su oración. Entonces, - y más que en ninguna otra ocasión-, el papel del acompañante se sitúa única­mente en el plano del discernimiento. Los movimientos, que agitan las conciencias son, a la vez o sucesivamente, de humildad y de fuerza, de temor y de esperanza, de firmeza y de ofrecimiento; al final de esas al­ternativas, cuyo significado íntegro es necesario percibir, se prepara el momento mismo de la elección, en la certeza de que el perdón abre a un nuevo nacimiento al presente, y de que nada impide ya escoger «sólo por su Criador y Señor» [184].

En este lento proceso, en el que madura la elección, la situación presente del ejercitante adquiere cada vez mayor importancia. Esta situa­ción aparecía, en gran medida, como consecuencia de una opción, en la que la fidelidad a Dios, estuvo, sin duda mal iluminada, o fue, incluso, realmente rechazada. Pero ahora es experimentada esencialmente como una situación de gracia.

No es raro, por otra parte, que el ejercitante debe decidir, en fideli­dad a los movimientos nacidos en el curso de los Ejercicios, cambiar su «estado de vida» o, al menos, su estilo de existencia humana. Pero la trayectoria, algunos de cuyos rasgos hemos intentado subrayar, lleva a situar en otro lugar la verdadera respuesta al Espíritu Santo. Que haya de

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producirse, o no, algún cambio exterior en su vida, que una tal decisión lleve, o no, a rupturas difíciles o dolorosas, acaba por ser secundario. Lo esencial es haber aprendido por experiencia a seguir el camino interior, que lleva a la libertad del corazón. Ninguna decisión puede estar entera­mente limpia de elementos «impuros», dada la impotencia de nuestra li­bertad para aportar una respuesta absoluta, que la fije en Dios. Por esto, toda elección de un ejercitante pasa por esta purificación, que consiste en reconocer en las decisiones precedentes su carácter imperfecto y parcial­mente tenebroso. Pero, más allá de esta purificación (o, tal vez, en ella, como en una gracia de salvación) la libertad recupera una nueva integri­dad para comprometerse, porque el ejercitante se ha reconciliado plena­mente con su pasado.

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VI

LA EXPERIENCIA CONFIRMADA Y REALIZADA

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15. Confirmar la decisión

Ya ha sido hecha la elección. Bajo la forma de una opción de vida o de una orientación de futuro claramente definida, el ejercitante se ha comprometido de manera firme y, a sus ojos, sólidamente fundada. Ha sido necesario un largo camino de purificación de los deseos, de esfuerzo de indiferencia, de atención de todo el ser a los «tres» tiempos de elec­ción, de contemplación de la persona de Cristo tratando de imitarle. Pa­rece que se han conseguido la certeza interior y la adhesión a sólo Dios.

Sin embargo, San Ignacio sugiere entonces al ejercitante «hecha la tal elección o deliberación... ofrecerle a Dios la tal elección para que su Divina Majestad la quiera recibir y confirmar» [183]. Una etapa nueva parece abrirse y, de hecho, más allá incluso de este momento de ofreci­miento y de espera para que Dios confirme vienen a dar a la experiencia de la decisión su verdadero toque final, una «tercera» y luego una «cuar­ta» Semana. La elección no se ha cerrado con la decisión tomada al final de la segunda Semana, pero necesita ser «confirmada» , es decir, recibir un «sello», una «unción», un «signo» de la alianza establecida , un «sí» dado por Dios. Bajo todas estas imágenes tomadas de la Escritura, se trata de un momento espiritual muy intenso en el que la elección, tanto en su contenido como en la manera como ha sido tomada, es juzgada y ratifi­cada. La contemplación del misterio pascual, bajo su doble aspecto de muerte y resurrección, es el tiempo espiritual que asegura esta necesaria prolongación de una verdadera elección según Dios.

La elección reconocida como justa en el com-padecer con Cristo Al comienzo de la «tercera Semana», la situación espiritual del

ejercitante está marcada por varios rasgos característicos. El primero y el más fácil de captar inmediatamente, es que ya no es problema de «discer­nimiento». No es que el alma deje de ser «agitada» y que ya no tenga que reconocer qué espíritu la conduce. Pero en adelante el punto de mira es­piritual, ya no es la elección. El trabajo difícil, de ponderar las mociones y las razones en relación con la certeza y con la decisión que brotan de ellas, da lugar a un clima nuevo, como si se estableciese un gran silencio interior. Silencio que, al comienzo, sorprende al mismo ejercitante mien­tras las jornadas precedentes habían sido ricas en fases sucesivas para mantener puro el «ojo de la intención». Ahora ya no se le pide «conside­rar y rumiar» [189] lo que debe hacer de su vida. Y por otra parte ya no es esto lo que él desea, en este silencio imprevisto se siente llamado un «salir

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de sí» [189], no solamente en el sentido de un desprendimiento de las co­sas y de los d e s e o s , s ino en el s en t ido , m u c h o más rad ica l , de un «descentramiento»por el que «sale» de lo que le es propio, para entrar en una realidad todavía misteriosa que se le va a mostrar y en la que habrá de recibir mucho más que buscar. La contemplación de la Pasión del Señor, durante días o semanas le irá atrayendo sin cesar hacia otra cosa distinta de sus propios problemas e incluso de sus propios deseos y decisiones.

Porque va oyendo una llamada, la de la comunión con Cristo que «va a la Pasión» [193]. Ya no oirá los sentimientos que experimenta el ejercitante a partir de la historia interior que iluminaba su discernimiento, sino los sentimientos de Jesús en la historia de su oblación y de su sacri­ficio. La gracia que se ha de pedir al comienzo de cada oración lleva precisamente a «esta compasión» que impulsa al ejercitante a vivir lo que vive Cristo y por consiguiente a actualizar sin cesar el «salir de sí» para «entrar en Dios». Los ejercicios formulan dos veces esta gracia, al co­mienzo de la primera contemplación y después de la segunda [193, 203]: ver cómo el Señor «va a la Pasión» y pedir «dolor con Cristo doloro­so . . .» . La contemplación adquiere así un sentido nuevo, que no tenía en la segunda Semana: entonces estaba orientada a un «conocimiento interno del Señor» con vista al discernimiento para la elección; pero aquí mira a un conocimiento en orden a un asemejarse en situación y en deseo. Uno y otro conocimiento no se oponen evidentemente, pero el segundo hace entrar en lo que es propiamente el «misterio» de Jesús en su relación con su Padre y en la fuente misma de su oblación por la humanidad.

San Ignacio lo expresa en los «puntos» que propone en esta «ter­cera Semana». Después de los tres primeros puntos, que son los de las contemplaciones evangélicas practicadas hasta aquí [194], propone otros tres puntos [195, 196, 197] que ayuden a la «compasión». Primero el se­creto más profundo de Jesús: «lo que quiere padecer». El ejercitante es invitado a situarse de lleno en el centro, en el corazón, allí donde se de­sarrolla la verdadera Historia, allí donde los sufrimientos de la pasión son enteramente vividos en la fe, que hace participar en las relaciones del Padre y del Hijo. Después «cómo la Divinidad se esconde» y cómo la fuerza de Dios, no se muestra más que a través de la debilidad, y su glo­ria a través de la humillación y del abandono a la «crueldad» humana. En fin, «lo que yo debo hacer y padecer» en la actualidad del misterio total de la Pasión, hoy, en mi historia concreta, no la mía como el resul­tado de un esfuerzo que me llevara a encontrar mi camino, sino mía, porque me es ofrecida en la gracia de asemejarme al Señor.

La perspectiva, pues, que tenía el ejercitante en el momento de su elección resulta muy profundamente transformada. De escena en escena, a través de la Pasión, la gracia de asemejarse a Cristo va llevando a un camino de silencio con Cristo, de donación radical «hasta el extremo», de total gratuidad en el amor. Y al mismo tiempo, da a la fe la solidez más fuerte posible: la de Dios que hace conocer su omnipotencia en la debilidad y su luz en la noche. A partir de una tal experiencia, la elección,

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CONFIRMAR LA DECISIÓN 1 1 3

con las certezas que le acompañaban, puede ser recordada de nuevo por el ejercitante en su oración, pero San Ignacio no dice de esto ni una pa­labra, como si bruscamente, con la entrada en la tercera Semana, la elec­ción se encontrara absorbida en una luz mucho más viva y de otro orden, sin comparación posible entre lo que nace de una decisión y lo que es dado por asemejarse al Señor.

Pero justamente en este punto es donde la contemplación de Jesús sufriente va a dar a la elección la «confirmación» que necesita. A medida que entra más profundamente en las escenas de la Pasión, el ejercitante reconoce que hay en él una sintonía persistente, renovada, entre lo que ha decidido en la elección y lo que le es concedido vivir con Jesús que «va a la Pasión», que «quiere sufrir», que se manifiesta en la debilidad, que mueve a imitarle en este camino. ¿En qué consiste esta sintonía? En que el recuerdo de la elección hecha da paz y puede acompañar el movi­miento de la «compasión» con Jesús sin introducir en él de nuevo el ritmo y las alternancias de consolaciones y desolaciones. El ejercitante está completamente volcado en la contemplación de la Pasión, dejándose conducir guardando el corazón disponible para lo que debe «hacer y pa­decer», pero sin que en nada sea descartado ni debilitado el contenido de la elección hecha, más aún, sin que este contenido cree el menor obstá­culo al crecimiento en la adhesión a Cristo sufriente. Por el contrario, podría suceder que tales efectos no se manifestasen; surge desacuerdo bajo una doble forma: bajo la forma de un recuerdo mezclado de inquie­tud, que provoca una especie de retroceso hacia un estado anterior, o bajo la forma de una reticencia a continuar avanzando en la contemplación de la Pasión, o incluso una imposibilidad de situar esta contemplación en la fe, con peligro de transformar la «compasión» en dolorismo malsano. Son otros tantos signos de una situación espiritual todavía mal asegurada.

La elección encuentra, pues, su confirmación sin que el ejercitante haya tenido que buscarla positivamente. Le es dada como fruto, o mejor como el reconocimiento de que lo que ha vivido era justo. Pero se trata de una confirmación que se impone como gradualmente a medida que la contemplación del Señor que sufre lleva más lejos en la «compasión», porque la prueba misma de una elección bien hecha es el haber librado este nuevo dinamismo de la fe.

A fin de obtener este fruto de la «tercera Semana», San Ignacio no propone ninguna materia particular para la oración.No hace más que re­mitir al texto evangélico. Pero lo recorta, por así decir, en secciones, no tanto para acompañar un relato, cuanto para seguir la persona misma de Jesús, yendo de un punto a otro: de Betania a Jerusalén y a la Cena; de la Cena al Huerto de los olivos, del Huerto a Casa de Anas, etc. [190-208]. En la serie de los «misterios de la vida de Cristo» [289-298], «el misterio de la Cena» y «los misterios realizados en la cruz», son los úni­cos que no se presentan según esta visión que sigue a Cristo «de. . . has­ta . . .»; el primero porque es el punto de partida vinculado todavía a lo que precede a la Pasión llenándola toda de sentido; el segundo porque la

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114 LA EXPERIENCIA CONFIRMADA Y REALIZADA

muerte de Jesús es un momento de inmovilidad absoluta; pero todos los otros misterios propuestos guían la contemplación hacia el abandono que Jesús hace de sí mismo.

La confirmación se hace entonces más evidente, a medida que el ejercitante, de escena en escena, percibe mejor el misterio único que tie­ne lugar entre el Padre y el Hijo. En lugar de multiplicar las escenas a contemplar, se detiene más fácilmente en una sola. En lugar de avanzar siguiendo el hilo del relato, interioriza su oración por medio de «repeti­ciones», que dan al acontecimiento que contempla su hondura de amor y de salvación por el mundo y «por mí». Pero, al revés, cuando el estilo del ejercitante le lleva hacia la multiplicidad de escenas a contemplar, haciéndole más difícil el «conocimiento» que, sea cual sea el punto de partida, polariza en el centro en el que todo se revela, se puede entonces constatar que el «fruto» de las etapas precedentes no ha sido todavía to­talmente alcanzado. La «confirmación» de la elección aparece, en efecto, en la facilidad con que, en adelante, el ejercitante vivirá esta tercera Se­mana en una contemplación simplificada y unificada.

La elección acogida en la alegría de la Resurrección

El camino no ha alcanzado todavía su fin, ya que la «cuarta Sema­na» ofrece un nuevo punto de partida a la contemplación. Pero, al pre­sentar al ejercitante la Resurrección del Señor, San Ignacio no introduce una realidad desconocida e impuesta bruscamente como del exterior. Vi­viendo de la fe, el ejercitante sabe ya que Cristo ha resucitado. A la luz de la Pascua ha contemplado hasta aquí las escenas evangélicas y, en particular, las de la Pasión. Pero llega un momento en el que se siente arrastrado más lejos, y en el que la «compasión» le lleva a participar en los sentimientos de Jesús resucitado. Como el Hijo ha tenido que pasar en su sacrificio y en su muerte, de la oblación de sí mismo a la plenitud recibida del Padre, así el ejercitante recibe, avanzando en la gracia de la compasión, la luz que ilumina todo el camino y la certeza de que es aco­gido por Dios.

Para esta cuarta Semana, San Ignacio deja al ejercitante una liber­tad todavía mayor que antes en la elección de las contemplaciones y en la manera de entregarse a ellas. No desarrolla más que la «primera con­templación» (aparición a Nuestra Señora) sin que la siga una segunda. A continuación, se contenta con remitir a la lista de los misterios [299-312]; y esta lista no sigue otro plan más que la sucesión numerada de las trece apariciones, que ha podido contabilizar, y las cuatro últimas ni siquiera las desglosa en «puntos». Se ve claramente que San Ignacio considera suficiente de ahora en adelante la simple alusión a la «forma» a la que el ejercitante está habituado. Pero lo esencial está en la petición, «gozo para me alegrar» [221] y en los puntos de la primera aparición [222-224], es­pecialmente en los dos propios de la cuarta Semana: «la divinidad que parecía esconderse en la Pasión se muestra ahora tan miraculosamente»; «mirar el oficio de consolar que Cristo nuestro Señor trae» [223-224].

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CONFIRMAR LA DECISIÓN 115

A esta luz de la Pascua, la elección resulta confirmada de un modo que el ejercitante experimenta como ya antiguo y a la vez nuevo.

Primeramente entra en una alegría que se le regala. Muchos senti­mientos humanos se explican, cierto, por la relajación al final de esfuerzo realizado o por la satisfacción de haber encontrado lo que se buscaba desde hacía tanto tiempo. Pero se trata ahora de una alegría, que es parti­cipación de la de Cristo. Ahora bien, Cristo recibe «tanta gloria y gozo» [221] como respuesta a la larga oración dirigida en el sufrimiento a su Padre con una confianza no desmentida hasta la muerte . . . «El se humilló y por eso Dios lo ha exaltado». Cada uno de los misterios de la Resu­rrección hace avanzar al ejercitante en el sentimiento de plenitud y de seguridad, en unión con Cristo definitivamente victorioso de todos los poderes de muerte. San Ignacio aconseja afrontar cada día la contempla­ción que se va a hacer «queriéndome afectar y alegrar de tanto gozo y alegría de Cristo nuestro Señor» [229]. Ser «afectado», es decir, alcanza­do en su vida y en su ser en el punto en que estuviera para el ejercitante su combate, su ofrecimiento; y «querer» ser alcanzado, es decir, hacer converger todas sus fuerzas hacia este mismo punto para «se gozar en su Criador y Redentor» [229]. De contemplación en contemplación por la dinámica de las repeticiones habituales, en la total libertad en que se deja más que nunca al que contempla, la elección, sin dejar de ser una ofrenda, se convierte en surtidor de la vida divina. La certeza que acompaña al ejercitante desde el fin de la segunda Semana y todo a lo largo de la Pa­sión, da paso al sentimiento de ser acogido como Cristo y con El.

Ahora se le manifiestan al ejercitante todos «los verdaderos y san­tísimos efectos» [223] de la Resurrección. La decisión que ha tomado es confirmada en cuanto no ofrece ningún obstáculo para recibir «paz y alegría en el Espíritu Santo», como si la gracia de la Resurrección crease en el alma una nueva unidad, en la que el contenido de la elección en­contrar a su lugar y su verdad exacta. Fuera obstáculos: es uno de los primeros signos que se manifiestan de esta confirmación. Pero hay otra realidad todavía más rica: la decisión tomada permite encontrar gusto y dulzura en las «cosas creadas», y verlas «en Dios», amarlas con un cora­zón purificado. Sentimientos de fe, es cierto, que no excluyen oscuridades humanas. Pero en el caso de un ejercitante que, en este momento de los Ejercicios, conservase una especie de reticencia a abrirse a los «efectos de la Resurrección» en el mundo y permaneciese inquieto, insatisfecho, temeroso, ante las situaciones y las personas que constituyen su medio de vida, tendría que preguntarse, si de hecho, la ausencia de esta confir­mación no es la señal de una llamada a suspender la ejecución de lo que hubiera sido decidido o, al menos, a esperar que, por encima de las bo­rrascas pasajeras, se establezca de modo duradero una relación de armo­nía con los demás fundada sobre la fe.

Después de haber hecho meditar sobre los «efectos» de la Resu­rrección, es cuando San Ignacio presenta el «oficio de consolador que Cristo nuestro Señor trae» [224]. Esta sucesión está cargada de sentido.

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Por los efectos de la Resurrección, Dios «que parecía esconderse en la Pasión parece y se muestra ahora» [223] en sus apariciones, es decir, -para el ejercitante-, a través de la experiencia concreta de una vida uni­ficada por el sello dado a su elección. Pero «consolándole», Cristo no cambia la trama de la existencia humana; descubre su sentido y su valor. En la tercera Semana la divinidad «parecía esconderse», en la cuarta, se «muestra»; de una a otra se produce el paso de la gracia pascual, que no elimina el sufrimiento y la compasión, sino que revela su peso de gloria divina. Contemplando la Resurrección, el ejercitante no entra en un mundo del que estuvieran ausente el sufrimiento, la cruz, la muerte; pero recibe ese mundo con sus inevitables realidades como el lugar en el que le acompaña, de ahora en adelante, la «consolación del Espíritu».

Ultima etapa de la confirmación de la elección. El ejercitante se encuentra remitido a su propia historia, para vivirla en la fidelidad coti­diana al misterio total de Cristo. La elección es integrada sencillamente, sin violencia. Quizá ha provocado un cambio de estado o un nuevo com­portamiento en la acción y en las actitudes; lo esencial está sin embargo en otra parte: el ejercitante ha comprometido su libertad, pero, al dar el «sí», que aprueba y confirma, es Dios quien, desde ahora, sale fiador del fruto de la decisión tomada. La última contemplación de los Ejercicios es la de la Ascensión («hasta al Ascensión inclusive»[226]): la mirada hacia el cielo se afirma o se prolonga en mirada de caridad hacia los hombres y hacia la vida de cada día.

En cualquier forma de Ejercicios, el movimiento de confirmación es una experiencia que puede ser sumamente fuerte. Pero cuando los Ejercicios se hacen «en la vida», esta experiencia está evidentemente marcada de manera característica por la presencia de lo cotidiano: desde los Ejercicios mismos, el ejercitante afronta una realidad, que pone a «prueba» su decisión en el contenido de la misma, en el valor de las cer­tezas, en la conciencia de las fragilidades y de las debilidades. La dura­ción de la tercer a y cuarta Semanas permite entonces un descubrimiento nrivilegiado del misterio pascual como centro de toda la vida cristiana en el corazón del mundo.

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16. Sobre el final de los Ejercicios en la vida

Propusimos más arriba algunas reflexiones sobre el «comienzo» de los Ejercicios en la vida: en las condiciones en que se desarrolla esta ex­periencia no se puede determinar, más que desde el interior, en qué mo­mento el ejercitante se encuentra maduro para comprometerse en ellos totalmente. Una situación análoga se presenta al «final» de los Ejercicios en la vida: no hay fecha límite prefijada, el diálogo con Dios se prolonga al ritmo de las jornadas, sin que intervenga ninguna presión externa, y la decisión de «acabar» la toma el ejercitante en un acto de libertad que, para ser justo, debe tomar en cuenta con exactitud, todos los elementos que le sitúan en relación consigo mismo, con los otros y con Dios. La «psicología de final» reviste, pues, una gran importancia, que los Ejerci­cios bajo su forma de «retiro cerrado» velan a veces, pero que aquí apa­rece en plenitud de sentido.

Cuando San Ignacio presenta los Ejercicios con la sucesión de sus cuatro «Semanas», precisa: «poco más o menos se acabarán en treinta días» [4]. Este «poco más o menos» quiere dejar a cada uno el tiempo que necesite: «Unos son más tardos para hallar lo que buscan. . .» «como unos sean más diligentes que otros. . . y más agitados y probados de di­versos espíritus» [4]. Dentro de una duración media razonable, subsiste el libre juego del deseo que se apresura o, por el contrario, de la paciencia que aguanta y madura. Pero cuando los ejercicios se hacen bajo una for­ma más flexible que excluye un término previamente fijado, no se puede acabar de otra forma más que por la certeza de haber permitido al fruto llegar a su madurez.

Pero ¿por qué signos reconocer esta madurez? No es fácil respon­der dado lo enredados que están en la conciencia en torno a esta «psico­logía de final», la realidad, los deseos y la fantasía.

Los falsos finales Habría que desenmascarar en primer lugar cierto número de situa­

ciones, en las que el último momento de los Ejercicios lleva a un final que se puede calificar de falso.

El ejercitante llega, por ejemplo, al término de un período que, sin confesarlo a las claras, se había fijado imprudentemente por ansia de se­guridad, o porque le parecía exigido por una urgencia externa. Y he aquí que, inconscientemente sin duda, e incluso en aparente sinceridad ante Dios, la «elección» se formula y se afirma, pero sin continuidad verda-

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dera con lo precedente. La oración se hace más tensa; los obstáculos que retardaban el movimiento del retiro, son como escamoteados, y en todo caso no resueltos. Todo sucede como si el desenlace que se aproxima se precipitara sin madurar. ¿Habrá de sorprenderse si la decisión tomada se comprueba incierta, o si el alma conserva una inquietud latente, prueba de que no ha llegado a la libertad?

Tal ilusión puede adoptar muchas formas: deseo de «acabar» con el esfuerzo emprendido; temor (a veces angustioso) ante las nuevas aventuras interiores, que podrían cuestionar lo que se consideraba ad­quirido; rechazo (o simple impotencia) a plantear una decisión en un plano verdaderamente liberador. En todos estos casos el final de los Ejercicios comporta elementos de freno, de censura, de violencia. Des­pués de los Ejercicios, la vida ayudando y las urgencias relajando sus amarras, manifestarán toda esta actitud de final como un inútil momen­to de crispación.

En contraste con estas situaciones en que el final surge más o me­nos como un «golpe de estado» de la voluntad, se encuentran ciertos ejercitantes que, por decirlo así, se resisten a terminar. Continúan todavía, y a veces por mucho tiempo, en la dulzura de la espera. Aunque las fases de Ejercicios hayan terminado y la experiencia haya dado aparentemente todo su fruto, la vuelta a la vida cotidiana les deja un sentimiento de in­satisfacción, como si hubiera todavía que buscar otro final, y como si su acción resultase, si no paralizada, al menos suspendida. La actitud de fi­nal ha actuado en ellos como un obstáculo al crecimiento en madurez.

Estos falsos finales van unidos a formas de narcisismo en la ora­ción, o a generosidades que proyectan hacia el futuro una luz en la que se esfuma la vida real. Hay en esto un campo inmenso en el que practicar el discernimiento de espíritus.

El final recogido como un fruto

Para este discernimiento sobre la actitud de final no hay «reglas» escritas. Pero algo puede clarificarse. Señalemos a continuación de ma­nera esquemática cuatro orientaciones para ayudar al ejercitante a encon­trar el punto de no retorno,que abre a un final verdadero.

1. Asegurarse de que todo lo que ha nacido en el curso de los Ejer­cicios ha llegado a su término. Algunas formas de la oración se han im­puesto como más favorables: su sentido debe ser aclarado. Movimientos interiores han hecho surgir de la conciencia profunda recuerdos, deseos, rechazos: sin echárselas de psicólogo el acompañante debe ayudar a la interpretación, en la fe, de toda esa vitalidad todavía atormentada, pero reveladora ya de la presencia de una historia divina a través de tantas fuentes creadoras. Se han planteado ciertas cuestiones a muchos niveles (nudos de afectividad, práctica de la pobreza, estilo de vida, etc.) que no pueden ser verdadera y radicalmente resueltas, si no es a lo largo de la experiencia privilegiada de los Ejercicios: más tarde vendrán las decisio­nes de orden práctico, pero primero es necesario aportar una respuesta

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global y fundamental con ocasión de nacer de nuevo en el seno del mis­terio de Dios.

La ventaja de los Ejercicios en la vida es precisamente que nada urge a terminar y que el tiempo, es decir, la lenta toma de conciencia de todo lo que va habitando el corazón, es el lugar de calma donde todo el oleaje interior puede entregar su último secreto.

2. Reconocer la continuidad de las experiencias sucesivas que for­man como el tejido de un retiro. Experiencias de oraciones, experiencias de alegrías o de tristezas; repeticiones de estados interiores o de rupturas que llegan a ser significativas de una inclinación natural en la que se re­vela una pedagogía de Dios. En el tiempo de los Ejercicios se forja el ser espiritual, porque lo que es sucesivo no es discontinuo y porque la abun­dancia de sentimientos encuentra su coherencia y su jerarquía fuera de un impulso voluntarista y moralizante.

Sería inútil esperar llegar a un «final», mientras el ejercitante per­manezca sometido a un proceso interior de desmenuzamiento y a violen­cias más o menos contradictorias entre sus tendencias o entre sus expe­riencias, incluso experiencias de oración.

3. Tender a un acuerdo entre el deseo, que estimula bajo múltiples formas la fidelidad del ejercitante, y la vida real que está siempre pre­sente, no como una distracción, sino como una invitación a una mayor verdad. La vida cotidiana continúa, en efecto, aportando su lote de ur­gencias, de presiones, de encuentros imprevisibles, de brutales revelacio­nes, de vacíos que se creían colmados. En esta misma realidad, mejor percibida en la fe y mejor vivida como un don (o un perdón) es donde se juzga la seriedad de una experiencia de Dios.

Para que, después de los Ejercicios, la existencia diaria aparezca como el único lugar de la fidelidad espiritual, es necesario, en el curso mismo del retiro, y tanto más cuando se acerca su fin, que el ejercitante sepa, por así decir, corregir su deseo por la forma real con que se ama y con que ama su vida. Entonces el final no será tan brutal, ni ocasión de una decepción más o menos amarga: será como un paso natural, y el ejercitante podrá sencillamente constatar que, de hecho, los Ejercicios se acaban porque son como absorbidos por la vida ordinaria.

4. Ayudar al ejercitante a recibir la certeza interior de que, llegue a donde llegue y sean cuales sean las resistencias o las oscuridades que permanecen o las que renazcan, la «alianza» con Dios es tal, que en ade­lante su ser entero es «tomado» por Aquel, que es el único fiel. Sin duda esta certeza es nueva: ha crecido por etapas en el desarrollo de los Ejer­cicios. Pero alcanza entonces una plenitud tranquila, que puede expresarse bajo las imágenes de la unión, de la interioridad, de la confianza (tomadas todas del lenguaje del amor).

En este estadio, cada reticencia ante Dios crea una nueva imposibili­dad de acabar. En cambio, el verdadero final se impone por sí mismo, como un fruto cierto, cuando el ejercitante reconoce que su existencia humana, liberada y pacificada, le revela sin cesar la presencia indefectible de Dios.

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Una experiencia que encuentra su final

A la luz de esta actitud de final, parece posible sugerir algunos signos, por los cuales el ejercitante puede reconocer que está al término de los Ejercicios en la vida, y que debe, por lo tanto, negarse a prolongar un tipo de experiencia que, más allá de este punto de madurez, le com­portaría el peligro de retroceder.

1. El primer signo es el sentimiento interior de que «algo» ha en­contrado realmente su término. Capacidad de obrar sin disolverse en la acción, oración habitual bajo forma de adhesión a Dios más allá incluso de las palabras y de la conciencia explícita, solidez sin violencia ante la prueba, presencia más fraternal a la comunidad de los hombres, mirada nueva y tranquila sobre el futuro. Todo esto convergiendo en un senti­miento de presencia a sí mismo o en otros términos, de presencia a Dios en el seno de toda la existencia humana.

Así se ha logrado superar verdaderamente el proceso repetitivo que hacía renacer, siempre idéntica, la dificultad del momento mismo en que se la creía vencida. El punto final de los Ejercicios es aceptado, no sufri­do: es vivido como un momento en que uno puede amarse a sí mismo en la paz, porque todas las líneas maestras de su mundo interior han sido reconocidas y como conjuntadas. Por la gracia de Dios, ciertamente, nada será ya «como antes».

2. El segundo signo está en el hecho de capacitar para una ofrenda de sí mismo que hubiera sido imposible antes del recorrido del retiro. El temor se ha disipado. La «apuesta» por el futuro ya no parece un salto a lo desconocido, que hubiera de realizarse inexorablemente, sino que es absorbida por la confianza. Se diría que los lazos que frenaban todavía el dinamismo del hombre bajo la gracia de Dios, se han roto: ofrecer a Dios el «sí», que él mismo pronuncia en la conciencia, es entonces ofre­cerse sencillamente a la vida.

3. Una tercera señal parece clara. Cuando el ejercitante ha llegado al momento en que puede echar una mirada global sobre el itinerario que acaba de recorrer y reconocerse a sí mismo en las etapas marcadas por las experiencias, vividas entonces fragmentariamente, es que ha tomado la distancia necesaria, y está ya, por lo tanto, fuera del movimiento de Ejercicios.

Cada uno de los puntos por los que ha caminado, se encuentra si­tuado en la totalidad de una experiencia que, en adelante, se le impone como un pasado. Es la hora de la acción de gracias más sincera.

4. Finalmente ante este «pasado», que acaba de vivir, el ejercitante se siente libre. Libre en relación con los Ejercicios que acaba, pero libre también en relación con lo que la experiencia comporta de inacabado. Experimenta como un gozo y como un estímulo el poder un día, quizá, bajo unas formas insospechadas volver a emprender el mismo camino: la etapa que acaba de ser franqueada no deja ningún rastro de amargura, sino el sentimiento de que «todo está cumplido», en el momento opor­tuno.

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Que haya en esto un signo por el que reconoce que los Ejercicios han llegado a su final, puede valer también como pruebas, al contrario, para más de un caso en que se observa que el ejercitante queda como aferrado a sus Ejercicios,como a un tesoro que todavía no le ha mostrado sus r iquezas. . . Le domina la nostalgia. Un lazo no desatado le impide entregarse totalmente al futuro, e incluso al presente. Parece que no ha sido todavía superada una etapa en la maduración de los Ejercicios, pre­cisamente la que hubiera debido ser etapa última.

Los Ejercicios tienen evidentemente que terminar. Es incluso la condición para que la experiencia, que permiten realizar pueda revelar su sentido. «Después de acabado el ejercicio,miraré.. .» [77], escribe San Ignacio,que da numerosas instrucciones para ayudar a interpretar como señales de Dios la manera cómo el ejercitante se ha comportado en la oración, en su afectividad, en su apertura al Espíritu.

Pero el verdadero final de los Ejercicios no es el momento en que se terminan. Está más allá de los Ejercicios, en el nuevo comportamiento al cual han conducido: más bien que acabar, los Ejercicios se diluyen en un nacimiento a una vida humana plenamente sometida a la acción de Dios.

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17. Permanencia de los ejercicios

Cuando el ejercitante acaba los Ejercicios en la vida, no ha puesto punto final a la experiencia que ha marcado durante varios meses su búsqueda de Dios en la oración y en la conversión del corazón. Un lazo sutil, pero muy fuerte, continúa uniéndole a esta experiencia, que aun re­conocida como completamente realizada y pasada, sigue siendo actual y fuente de nuevos progresos. Cierto, cada ejercitante tiene su historia, pero se puede intentar discernir en torno a ciertos puntos más destacados lo que constituye la riqueza de este período de postejercicios.La vida diaria ya presente en el retiro, sigue siendo un poderoso medio de claridad y de verdad.

«Hacer memmoria» de una experiencia Los Ejercicios vividos «en la vida», no dejan espacio, en el mo­

mento en que terminan, a ningún fenómeno de «readaptación» a lo coti­diano, puesto que no ha habido ruptura con las ocupaciones y con los ritmos de la existencia. Pero, enseguida, bajo el ángulo del recuerdo vuelve a revivir la experiencia pasada. No se trata de un recuerdo cual­quiera, que hiciera por así decir, desfilar en la memoria, igualados los instantes vividos, sino de un recuerdo selectivo, que privilegia ciertos tiempos de gracias vividas con más intensidad. La conciencia se compla­ce en volver sobre ellos, en retenerlos en la oración, en encontrar en ellos nuevas certezas. A veces es un texto evangélico en torno al cual se han organizado durante los Ejercicios las líneas fuerza de las que han brotado las decisiones; a veces es un período de algunos días que ha sido deter­minante para el discernimiento, Y he aquí que, ahora, sin ninguna pre­ocupación de ejercicios ni de retiro, son los momentos pasados los que se reconstruyen, por decirlo así, en un recuerdo mezcla de varios senti­mientos: la alegría de la gracia recibida; el redescubrimiento de una ex­periencia vivida,después olvidada, de nuevo recuperada; la certeza mejor experimentada de que en ella se había establecido realmente un encuentro con Dios en la conversión del corazón. Los acontecimientos diarios, con su cortejo de ensayos, de interrogaciones, de simulaciones, son el punto de partida de esta nueva actualización de los Ejercicios.

En realidad, cuando se vuelve a tomar así tal o cual momento de los Ejercicios ya transcurridos, se revive algo más que un recuerdo. Se opera en el alma un nuevo asentimiento al don recibido de Dios y que viene todavía de El en el momento mismo del recuerdo. La gracia que

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parecía vinculada a una fase particular del retiro, se convierte en una nueva fuerza, y esta fase particular tiende a enriquecerse con todo lo que ha sido efectivamente vivido a lo largo de los Ejercicios. Si, por ejemplo, el antiguo ejercitante se detiene sobre la escena evangélica del Bautismo de Cristo o sobre la tercera manera de humildad, porque son estos mo­mentos los que marcaron fuertemente su experiencia, los revive a la ma­nera de una «repetición» enriquecida con todo lo que ha sido vivido des­de entonces, incluidos los Ejercicios mismos, y que aporta siempre algo nuevo, a partir de lo que ya parecía conocido.

Pero el recuerdo de los Ejercicios se proyecta también sobre otra realidad que ya ha sido vivida. El ejercitante ha percibido una cierta pro­gresión en los diversos momentos de los Ejercicios pasando de una acti­tud a otra, de una gracia a otra, como por escalones que se han ido suce­diendo. Terminado el retiro, se acuerda de esta sucesión, se pregunta por las líneas que la han marcado, toma más conciencia de cómo se ha con­ducido o se ha dejado conducir a través de estas etapas cuyo conjunto ha constituido su itinerario ante Dios. Tal recuerdo es de una importancia suma. Permite a la conciencia ratificar el movimiento por el que ha pa­sado y, tal vez, percibir sus límites, es decir, su carácter un poco forzado o artificial. Lo esencial es que, ratificando o corrigiendo, se percibe lo que ha permitido la sucesión, es decir, el paso de un término al otro, de un fruto a otro, de una gracia a otra.. . Casi no era posible durante los mis­mos Ejercicios medir la amplitud o la verdad total de una presión de este género. Al contrario, en el recuerdo que hace brotar la vida de cada día, el ejercitante se libera de sus Ejercicios y toma una distancia que le per­mite juzgarlos espiritualmente: sabe mejor qué gracia le ha conducido, y por qué etapas; sabe también qué acuerdo se ha establecido entre la gracia y todo su ser humano, acogedor o reticente. Recordar entonces los Ejer­cicios, es juzgar no solamente los tiempos de luz o de conversión, sino todavía más, juzgar lo que ha permitido a estos tiempos «mover» al alma, es decir, ponerla en movimiento para pasar de un Dios confusamente percibido a un Dios lúcidamente aceptado.

¿Ha deformado entonces el recuerdo la historia vivida? No. Al contrario, la ha iluminado permitiendo conocer mejor un recorrido, y en este recorrido, la evolución radical que ha permitido las maduraciones y las decisiones. Terminados los Ejercicios, la misma vida diaria es la que ayuda a ver las fuerzas de la conversión que han hecho «mover» a la persona hasta en sus profundidades bajo la acción de Dios.

Pero este recorrido es revivido entonces de otro modo muy distinto a como lo había vivido durante los Ejercicios. No se trata ya de aislar a una etapa de otra; cada una tiene su función propia según el fruto busca­do. Pero las situaciones de la vida diaria, al hacer recordar tal o cual mo­mento vivido en el curso de los Ejercicios, dan a este recuerdo todo el peso de los otros momentos de los mismos. Porque se está ya fuera de los Ejercicios, se percibe mejor en su conjunto, como un fruto único, que cada momento se enriquece con todos los otros. Acordarse, por ejemplo,

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PERMANENCIA DE LOS EJERCICIOS 125

de la salvación ofrecida por Cristo Jesús, no es solamente volver al pe­ríodo de la «primera Semana», sino al mismo tiempo volver a encontrar la plenitud de las semanas que siguen; acordarse de la oblación realizada al final de la contemplación del Rey Temporal, es revivir también la gra­cia del perdón y de la resurrección. Así, a partir de la vida diaria y de las llamadas interiormente escuchadas de nuevo, los recuerdos de los Ejerci­cios no son solamente recuerdos sucesivos que se yuxtaponen, sino que cada uno de ellos lleva en sí la gracia de todos los otros.

Sin duda entonces se ponen en evidencia la carga espiritual que da su peso a cada uno de los ejercicios; incluso si hay que distinguir etapas (San Ignacio dice «Semanas»), cada una contiene ya, o contiene todavía, las riquezas de todas las que la preceden o la siguen: en todo momento está presente la gracia total de los Ejercicios, descubierta bajo un aspec­to pedagógico particular. Pero después del retiro, en el libre juego del re­cuerdo, bajo el impulso de la vida cotidiana y de las situaciones en que la conciencia es llamada a nuevas fidelidades, las etapas por las cuales ha pasado, ya no tienen el mismo significado. Cuando se ha concluido la elección, no se puede ya recordar el tiempo que la precedió, como si es­tuviese marcado por la espera o la incertidumbre. Cuando ha sido conce­dida plenamente la gracia de la oblación al «Eterno Señor de todas las cosas», el recuerdo del dolor y de las lágrimas por el pecado revive en la conciencia de una manera completamente nueva. Precisamente redescu­brir una por otra, o una a la luz de la otra, todas las etapas recorridas por el ejercitante, le proporciona, después de los Ejercicios, una unidad en la que puede reconocer con extrema libertad todos los elementos constituti­vos de su experiencia espiritual. Todo se organiza, podría decirse, según los acentos, según las preferencias, e incluso según las omisiones, gracias a lo cual los Ejercicios pasados facilitan nuevas enseñanzas. Modificán­dolos por este recuerdo creador, se los adapta a la situación que presenta la vida hoy, y se da a los Ejercicios vividos una plenitud, de la que antes no había podido tomar conciencia.

La necesidad que experimenta el ejercitante, en el período que si­gue a los Ejercicios, de recoger lo esencial de la experiencia vivida y por eso releerla, o de «orarla» de nuevo tratando de profundizar una u otra etapa, se transforma muy frecuentemente en una evidencia: los Ejercicios ya no son un pasado del que hay que acordarse para celebrar la gracia recibida, sino un camino abierto. A partir de cada ejercicio, realizado durante los Ejercicios, y revivido después en la oración, la experiencia espiritual se va haciendo más precisa, más intensa, más concentrada.

La experiencia inacabada

La experiencia de los Ejercicios ha producido realmente su fruto: el ejercitante ha encontrado «la voluntad divina en la disposición de su vida, para la salud del ánima» [1]. Ya hemos indicado algunos signos que señalan el fin del retiro. Pero el movimiento interior provocado por los Ejercicios no ha terminado. De hecho, los ejercitantes perciben, a menú-

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do con precisión, que, acabados los Ejercicios, la exigencia nacida en ellos continúa manifestándose principalmente de tres maneras:

1. En lo concreto de la existencia diaria es donde el ejercitante ex­perimenta que su elección es «confirmada»: se establece un acuerdo en­tre lo que él ha decidido y lo que vive realmente, entre las certezas expe­rimentadas tras un largo tiempo de búsqueda y las que nacen ahora al contacto de su propia realidad. Pero esta confirmación no se opera sola­mente con ocasión de lo que ha constituido la materia de una elección. Cada etapa de los Ejercicios, cada momento espiritual vivido en este iti­nerario, vuelve a revivir con ocasión de situaciones humanas en las que el ejercitante se encuentra de nuevo plenamente comprometido.

Haber vivido, por ejemplo, varios días o varias semanas en la con­templación de las «Dos Banderas», o en la del «Tercer grado de humil­dad», es haber preparado el camino de una liberación y de una verdad evangélica, cuyo fruto directo habrá sido la elección. Pero, terminados los Ejercicios, cada uno de esos momentos vividos recobra una plenitud que ilumina este momento actual en el que hay que descubrir los signos del Espíritu de Dios, en la pobreza, en la humildad, en la humillación. Lo que el ejercitante ha vivido como etapa de un camino, lo vuelve a encontrar como luz y como fuerzas para la situación de hoy. Es entonces cuando el ejercicio se acaba, porque es recogido y ratificado en una conciencia que unifica en una sola experiencia el fruto recibido durante los Ejercicios y el fruto necesario en el momento presente.

2. Una tal confirmación es posible porque cada etapa de los Ejerci­cios era, para el ejercitante, a la vez un don y una promesa. Un don reci­bido como la repuesta de Dios en el momento en que él se disponía. Una promesa cuya plena realización percibía confusamente como todavía no posible. Ser «indiferente» comportaba una firme orientación del corazón para mantener la libertad de las opciones, pero abría también a una actitud de acogida de un futuro que era todavía el secreto de Dios en la oscuridad de situaciones humanas, que la vida ordinaria continuamente desvelaba.

En Ejercicios pasa eso en cada etapa. La fidelidad cotidiana, o más bien la fidelidad a lo cotidiano, en la sumisión al Espíritu de Dios, des­vela poco a poco lo que se hallaba contenido, como una semilla, como un manantial, como un nacimiento, en la gracia que era recibida en un momento determinado. Será necesario, después de los Ejercicios, revivir, en la oración y en el recuerdo espiritual, la riqueza de estas experiencias aparentemente fugaces, para que se descubra su alcance. El sentimiento de una esperanza colmada proporciona entonces, día tras día, una nueva certeza, la de haber recibido en los Ejercicios, gracias que, para ser ple­namente acogidas, debían manifestarse a través de toda la vida.

Es posible que este sentimiento de espera exista en el corazón de toda experiencia espiritual verdadera. Pero, en el caso de los Ejercicios, aporta la garantía de que la experiencia ha sido justa. Cada instante vivido delante de Dios, aparece como la realización de la promesa que Dios mismo nos había hecho en el transcurso de los Ejercicios. La vida de cada

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PERMANENCIA DE LOS EJERCICIOS 227

día, está llena de llamadas, de pruebas, de deseos, que remiten a tal o cual momento de los Ejercicios dándoles un alcance mucho más amplio de lo que al principio se había vislumbrado.

3. La atención prestada al camino recorrido a lo largo de los Ejer­cicios (umbrales franqueados, gracias que han hecho evolucionar, mo­mentos decisivos que han dejado su huella) pone también a plena luz el modo mismo de proceder para «preparar y disponer el alma»: modos y t iempos de realizar «determinados ejercicios», diversos intentos de aprender a reconocer los movimientos que cruzan la conciencia, actitudes de oración, etc. Las indicaciones pedagógicas dadas por Ignacio y que han sido llevadas a la práctica por el ejercitante, no han sido abolidas después de los Ejercicios. Muy al contrario, alcanzan entonces un nuevo grado de eficacia en los tres campos más significativos de la vida diaria.

Primeramente en lo que atañe a la decisión. Al hacer la experiencia de una «elección», el ejercitante ha aprendido que el camino de libera­ción y docilidad interiores necesario para llegar a un compromiso «sin mixtión de carne ni de otra afección alguna desordenada» [172]. Ahora bien, la vida cotidiana se le abre ahora como campo de repetidas deci­siones. Humildes e insignificantes, tal vez, la recuerdan sin embargo que su conciencia debe vivir siempre en las condiciones de elección ya expe­rimentadas. La materia de la decisión es otra, pero la manera de decidirse es siempre la misma. Lo que el ejercitante ha descubierto en Ejercicios, lo ve obrado en la vida, y es entonces cuando puede decir que los Ejerci­cios terminan.

En segundo lugar en lo que se refiere a la oración. El ejercitante se ha esforzado de muchas maneras en adaptar más su oración para «en­contrar a Dios» en ella, y dejarse conducir por El. Desde la manera de someter su cuerpo, de unificar sus deseos, de ofrecerse a Dios en el des­canso y en la paz, hasta las formas múltiples de las «repeticiones» y del abrirse al «gustar internamente», el ejercitante ha aprendido cómo com­portarse en la oración, y especialmente en ese ejercicio de oración que es la acción humana emprendida y proseguida en la fidelidad al Espíritu. Pero se impone un control para mantener la rectitud y la pureza de cora­zón en el barullo de las preocupaciones diarias. No por medio de una re­glamentación que pretendiera fijar y congelar actitudes, sino por medio del recurso a lo que se ha manifestado durante los Ejercicios, como fuente de verdad y dinamismo. Así conoce cada uno lo que le ayuda para ase­gurar la mirada de su fe y para vivir el acontecimiento actual con toda lucidez delante de Dios. Y lo conoce porque ha hecho de él la experiencia privilegiada, que ha discernido claramente y a la que está seguro de poder volver sin engañarse.

Finalmente, en lo que se refiere a las alternativas de los movimien­tos interiores de consolación y desolación. Lo que se ha manifestado a lo largo de los Ejercicios, a partir de ciertos combates, o con ocasión de acontecimientos turbadores, o en el desarrollo de una certeza, ha abierto en el ejercitante un camino para el conocimiento de sí mismo: cada mo-

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128 LA EXPERIENCIA CONFIRMADA Y PROBADA

vimiento y, más todavía, cada alternancia de estos movimientos, al ha­cerle pasar del descubrimiento de su vulnerabilidad al de su fuerza en Dios, e inversamente es el comienzo de una historia cuyo último stentido no puede ser dado por los mismos Ejercicios. Aunque la luz haya sido bastante determinante para justificar una decisión firme, se hará más de­terminante todavía en la medida en que la vida de cada día ayudará a juzgar mejor las repercusiones de todo orden que implica esta «acción» de los espíritus.

Todos los días, en todas las circunstancias, la conciencia se en­cuentra solicitada por el espíritu que nace de Dios y por el que nace de las fuerzas de rechazo; pero el discernimiento se realiza entonces en continuidad con el que ha permitido hacer la luz durante los Ejercicios y manifiesta en esto toda su eficacia.

La estabilidad en Dios El período que sigue a los Ejercicios es, pues, de una singular im­

portancia. Es el que da al ejercitante, aunque ya no se exprese en térmi­nos de «Ejercicios», una especie de humilde dominio sobre la experiencia que acaba de realizar: al recordar los frutos recogidos, al confirmar cada día lo que sólo estaba iniciado como una promesa, va consiguiendo una estabilidad que las inevitables sacudidas no podrán desmoronar.

En el desarrollo de los Ejercicios discierne lo que finalmente es para él su punto de unidad alrededor del cual todo se ha ordenado. Para algunos se trata sobre todo de una experiencia de liberación y de libertad. Para otros es la serena certeza de que el paso franqueado con la gracia de Dios es irreversible. Pero para todos se trata de una experiencia que «fundamente» una vida: es una solidez, cada vez más confirmada, a me­dida que, en los actos diarios, se lleva plenamente a término lo que se había comenzado.

La vida espiritual, que se abre al futuro, no preserva ciertamente de la aventura en la que el Espíritu continúa conduciendo a aquellos en los que mora: «no sabes de dónde viene ni a dónde va». Pero no es una aventura errante, porque la experiencia de los Ejercicios revela día a día, aun en la oscuridad de la prueba, que lo que se ha vivido es justo, ha­ciendo tomar conciencia de todo el ser humano, unificado bajo la acción de Dios.

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VII

EL TEXTO: FIJACIÓN Y APERTURA

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18. Sobre el uso del texto de los Ejercicios

Muchos acompañantes exigen ser ayudados en el uso que deben hacer del texto mismo de los Ejercicios. Más que tratar de responder a las cuestiones particulares que les plantea a cada instante la relación entre la letra de los Ejercicios y la experiencia concreta que realiza el ejerci­tante, será más esclarecedor volver, bajo diversos puntos de vista, a la función que desempeña el texto.

Ponerse en situación de ejercicio

Desde los primeros ensayos del tiempo de retiro, desde las primeras actitudes necesarias para comenzar a conocerse y a situarse en relación justa con Dios, el ejercitante es invitado a un cierto método, o mejor (pues la palabra «método» es desconocida para Ignacio), a un cierto modo de proceder y, en particular, a determinar para su oración un tiempo fijo, que tiene un comienzo y un final, después del cual habrá de interrogarse para tomar conciencia de lo que ha pasado y de los inicios ya, de impul­sos de los espíritus en él. Comienza una experiencia espiritual (que tiene ya una larga prehistoria) y que da un primer fruto. Pero reclama un desa­rrollo, a la vez por una «materia» más o menos nueva y por las indica­ciones pedagógicas que van a despertar la atención del ejercitante a lo que va sucediendo en él, y que van también a ayudarle a servirse de lo que él mismo es (inteligencia, memoria, voluntad, imaginación, deseos, etc.), para encontrar la respuesta que espera (la voluntad divina en la disposi­ción de su vida).

Este modo de proceder va a ir siendo precisado, a medida que la experiencia se desarrolla, plantea cuestiones, exige correctivos. Los textos tienden a ayudar, no al que ora, al que hace penitencia, al que busca convertirse o darse a Dios, sino al que, para todo esto, acepta un camino y quiere ser ayudado en este camino. San Ignacio lo designa como el que «anda en los Ejercicios» [9], expresión que tiene el mérito de no hablar de etapas ni de progreso, sino solamente de una marcha, de ejercicio en ejercicio. Todos los textos tienen esta misma función, incluidas las «re­glas» agrupadas al final del volumen, (sobre los escrúpulos, por ejemplo, o sobre el sentido de la Iglesia).

En este camino de ejercicio en ejercicio, destaca sobre todo San Ignacio un punto: las peticiones de gracias al comienzo de cada ejercicio, y los coloquios que marcan el final del mismo, son como puntos que ja­lonan las transformaciones del deseo del ejercitante. Su deseo es único:

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«hallar la voluntad divina en la disposición de su vida» [1], pero debe pasar por toda una serie de fases para formularse, para asimilar todo lo que descubre en la oración y en las diversas «actividades espirituales», en una palabra, para «cambiar» los afectos desordenados en afectos según Dios. San Ignacio habla de «ordenar los deseos»: «Si su divina Majestad, ordenando sus deseos, no le mudare la afección primera» [16].

Esto permite captar mejor la función del texto, es decir, de los di­versos ejercicios que se proponen de un día para otro. No tratan de desa­rrollar en la oración del ejercitante reflexiones o afectos nuevos que le llevarían a seguir un camino pretendido por San Ignacio, sino de hacer que cada uno de estos ejercicios sea ocasión de captar de nuevo, en sí mismo, ese deseo que le mueve o esos múltiples deseos ambiguos, y hasta contradictorios, que tienen que convertirse, para fijarse en la voluntad divina. El ejercicio propuesto le coloca en ese preciso punto en que él es tal como es en sí, «demandando la gracia que quiere y desea» en este momento, repitiendo la oración de los coloquios precedentes. Pero las notas de San Ignacio que se refieren a la «forma» y, sobre todo, a las ac­titudes que hay que asegurar mejor, a medida que se desarrolla la expe­riencia interna, son mucho más importantes que el contenido propuesto para tal o cual ejercicio (la «materia»). Por ejemplo, la nota [157], que sigue a la meditación de los «Tres Binarios», contiene una indicación pedagógica que puede iluminar al ejercitante de manera más apta y más verdadera que la meditación que ha sido propuesta para el ejercicio y que, a lo mejor ha sido inútil.

Finalmente, la sucesión material de los ejercicios no tiene sentido más que en la medida en que permita al ejercitante ir más lejos en el co­nocimiento de sus «afecciones» y en su transformación bajo la acción de Dios. Por eso esta sucesión material muchas veces debe ser rota, retarda­da o acelerada, modificada en la importancia relativa de sus diversos elementos. La única cosa que es «obligatoria», u «obligada», como se dice a veces, es que la evolución interior del ejercitante sea totalmente respetada y ayudada en sus etapas propias.

Este camino del ejercicio es finalmente un entrar en la alternancia de las mociones espirituales. El texto de los Ejercicios presenta, como una situación normal del ejercitante, el encontrarse «agitado por diversos es­píritus» [17], hasta el punto de que su acompañante es invitado a preocu­parse de esto si percibe que no se produce ninguna agitación. ¿Y sobre qué debe entonces preguntar? No sobre la «materia» de las meditaciones, sino sobre su «forma», es decir, precisamente sobre el ejercicio como tal.

Bastaría sin duda con comentar la 17. a Anotación: «Mucho apro­vecha, el que da los Ejercicios, no queriendo pedir ni saber los propios pensamientos ni pecados del que los recibe, ser informado fielmente de las varias agitaciones y pensamientos que los varios espíritus le traen; porque, según el mayor o menor provecho, le puede dar algunos espiri­tuales ejercicios convenientes y conformes a la necesidad de la tal ánima, así agitada». Es decir, la elección del próximo ejercicio no puede ser in-

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SOBRE EL USO DEL TEXTO DE LOS EJERCICIOS 133

dependiente del movimiento de los espíritus que se han hecho sentir en los ejercicios precedentes, o a partir de ellos.

Pero dar un ejercicio, es también abrir un nuevo campo al ejerci­tante, un nuevo campo de «agitación interior». Esto es especialmente cierto si el ejercicio tiene por fin provocar algún cambio [89], o acentuar los sentimientos experimentados [62, 118]. Pero vale de todo ejercicio, cuyo fin es precisamente determinar un cierto tiempo espiritual, en el curso del cual se producen acontecimientos de muchas clases, que hay que interpretar: «le vienen algunas mociones» [6]. Mociones que van al­ternándose: le experiencia del ejercicio compromete siempre a la alter­nancia prevista y esperada de los movimientos «opuestos» [317, 331 , 335]. El acompañante debe ayudar al ejercitante,cuando está en la deso­lación 'haciéndole preparar y disponer para la consolación ventura» [7], que debe venir «presto» [321], y , cuando está en la consolación, a pensar en la desolación «que después vendrá» [323].

El fin de este camino de alternancias se pone especialmente de re­lieve cuando se trata de la contemplación evangélica, que es una especie de ejercicio destinado precisamente a que el ejercitante se descubra a sí mismo, tal como es, bajo el impulso de las mociones que le permiten re­conocer, a través de los relatos contemplados, el rostro de Cristo para él y la manera cómo debe conformase a El en la actualidad de su existencia.

Todo lo que acabamos de decir determina claramente el camino del ejercicio. Se pueden hacer otras muchas clases de experiencias espiritua­les, o más bien hacer por otros caminos la experiencia espiritual propia de cada uno. La de los Ejercicios no se define por sus contenidos, sino por «los modos de proceder», que permiten «preparar y disponer el áni­ma» [1]. Esa es la función propia del texto: textos de meditación, textos de observaciones pedagógicas, presentaciones de tipos de oración o de comportamiento, géneros literarios variados para estimular la actividad espiritual del ejercitante, en una palabra «todo modo» según la expresión ya célebre: todo está «reglado», incluida la presencia del acompañante, que es, él mismo, uno de los medios para que pueda llegar a buen puerto este camino del ejercicio.

Favorecer los ritmos

Una segunda función del texto consiste en poner de relieve la ri­queza de la experiencia a través de los ritmos que va atravesando.

1. Existe primeramente el ritmo que constituye el dinamismo pro­pio de los Ejercicios y de todo ejercicio. San Ignacio lo expresa ya en su primera anotación: «buscar y hallar». El texto ofrece qué «buscar», pero no es él el que hace «hallar». Tan pronto como el ejercitante ha hallado lo que busca, se sustrae del texto; se verifica una ruptura, se experimenta un nuevo modo de conocimiento que es del orden del «conocimiento in­terno», cuyo desarrollo no es previsible. ¿En qué momento hallará el ejercitante lo que desea? ¿Será necesario volver a hacer varias veces el mismo ejercicio? ¿Habrá, por el contrario, que proponer otro, en espera

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de volver al precedente, como si fuera deseable dar un rodeo, dejar que la crispación se distienda, permitir a la afectividad serenarse?

Ningún texto puede acompañar plenamente la experiencia. Ella es la única maestra. San Ignacio se limita a constatar, por ejemplo, que «unos son más tardos para hallar lo que buscan. . . ; asimismo como unos sean más diligentes que otros, y más agitados y probados de diversos es­píritus» [4]. En tales casos acórtense o alárguense las Semanas [4], como se hace por otra parte con los misterios [162, 209, 226]. Pero se introdu­cen, de repente, distorsiones, que pueden ser extremas, en la estructura de los días o de las Semanas, y en la relación de los diferentes ejercicios entre sí. El ritmo, buscar/hallar se impone como la única norma. Se ex­presa bajo varias imágenes: hallar lo que «harta y satisface» [2], lo que «conviene» [89], lo que «descansa» [76], lo que produce «gustos» espi­rituales [227], lo que permite obtener «fruto» [2] o «provecho». Todo depende de esa respuesta imprevisible, que el acompañante no puede acelerar artificiosamente, pero que, por la preocupación de comunicar sus saberes, no puede ya ignorar.

2. Un segundo elemento viene a dar al ritmo «buscar/hallar» una densidad y, a menudo, una frecuencia, que acentúan la distancia entre el texto y la experiencia: es la alternancia de las mociones. Cierto, San Ig­nacio da preciosas indicaciones sobre la manera de proceder en el caso de las consolaciones y en el de las desolaciones. Pero lo que no dice es cómo adaptar los ejercicios de meditaciones y contemplaciones al «alma agitada» [17]. Proponer un tema de meditación o un misterio evangélico no es tan simple como pudiera parecer: el alma agitada manifiesta repul­sas, ansias, lentitudes o violencias, que imponen lo imprevisible.

El texto no pretende contener las soluciones. Sobre un punto tan capital como la decisión tomada por el segundo tiempo de la elección [176], que gravita precisamente sobre la certeza nacida de las alternancias sucesivas entre consolación y desolación, San Ignacio no da ninguna in­dicación, mientras las multiplica en el caso del tercer t iempo. Este se­gundo tiempo cuyos componentes se muestran bien pronto en los Ejerci­cios, es el fruto de numerosas pequeñas experiencias; ha sido el objeto de repetidos diálogos con el acompañante; se inscribe directamente en las contemplaciones evangélicas y sobre todo en sus repeticiones; compro­mete a la libertad, que ha de distanciarse respecto a las consolaciones y desolaciones. Pero de todo esto, nada dice el texto. Reconocemos ahí uno de esos momentos en los que el texto desaparece, como desaparece el acompañante que debe dejar «inmediate obrar al Criador en la criatura» [15].

3. Estos ritmos se integran en una duración jalonada de momentos o de tiempos, que el texto precisa con cierta firmeza. Es tal día, o des­pués de tal intervalo, cuando el texto propone disponerse de tal o de tal manera. Por ejemplo, es en la Segunda Semana cuando se introduce a la contemplación evangélica; es en el quinto día de la Segunda Semana cuando se aborda la materia de la elección [163]; es bajo forma de repe-

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tición de las «Dos Banderas» cuando se pide por primera vez «elegir lo que más a gloria de su divina Majestad sea» [152], etc. A San Ignacio le gusta distinguir los «tiempos»: el tiempo de la consolación y el tiempo de la desolación, el tiempo de la consolación y el.tiempo que la sigue, el tiempo de comenzar la oración y el tiempo de acabarla, el tiempo de re­flexionar y el tiempo de ir a la oración.

Pero el ejercitante sigue en libertad máxima los ritmos que han sido ofrecidos. Busca y halla. Es agitado por diversos espíritus. En el instante mismo de recibir el ejercicio que se le da, es habitado por una fuerza que le construye, y le construye de tal manera que cada vez se concentra más sobre los puntos en los que se afirma su unidad presente y en los que maduran sus opciones de futuro. Se abre paso otro ritmo interior, que re­basa al texto, aunque el texto lo haya previsto y preparado.

Podemos evocar algunos ejemplos. El coloquio del primer ejercicio de la Primera Semana [53] abre toda la profundidad del amor de Dios manifestado en Cristo; el ejercitante habla en él a Cristo en la cruz como un amigo a su amigo y se pregunta sobre lo que ha hecho, hace y debe hacer. El texto invita, entonces, a «discurrir (recorrer) por lo que se ofre­ciere». Cada ejercitante tiene su manera de entrar en un misterio, de vol­ver sobre él: las repeticiones le ayudarán a ello, tanto más cuanto que este coloquio va a permitirle interpretar las meditaciones siguientes y vivirlas más allá de su sentido inmediato; la afectividad del ejercitante puede lle­gar a un grado tal, que esté dispuesto a una oblación por el estilo de la propuesta al final de la contemplación del Rey Temporal. Este coloquio puede llevar al ejercitante a estructurar según su ritmo el contenido de las jornadas de la Primera Semana y a finalizarla en su momento y a su «tiempo».

¿Y qué decir, para tomar un segundo ejemplo, si un ejercitante se encuentra claramente comprometido en la oblación de mayor estima y momento, antes incluso de ser invitado a ella? ¿En qué medida o bajo qué forma se podría, en nombre del texto, invitarle a volver a la primera par­te, sin correr el riesgo de interrumpir lo comenzado y provocar un movi­miento de regresión? Se podrían plantear análogas cuestiones en diferen­tes momentos de la experiencia de los ejercitantes: si la gracia propia de las Dos Banderas se encontrase ya como ampliamente adquirida mucho antes de lo previsto, por ejemplo con ocasión de la Navidad; o si la ter­cera manera de humildad fuera ya vivida con ocasión de una contempla­ción evangélica antes del momento previsto para esta consideración, «antes de entrar en las elecciones» [164]; o si una escena de la vida de Cristo se impusiera con tanta fuerza que desplazara constantemente otros misterios «a un segundo plano de la conciencia», o más todavía, si la elección se presentase prácticamente como acabada en un momento in­esperado.

Se puede ciertamente discutir mucho sobre estos ejemplos. Pero una cosa es cierta: el «tiempo» del texto, es decir, la duración en que se inscriben diferentes momentos con los intervalos que los separan, suscita

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otro «tiempo», que es precisamente el de la experiencia propia del ejer­citante.

Leer la experiencia que va sucediendo

Indiquemos finalmente una tercera función que realiza el texto al que el acompañante, preocupado constantemente por «acompañar» la experiencia del ejercitante, no cesa de referirse, para adaptarlo; se trata de ayudar a «leer» la experiencia que va desarrollándose.

Un primer ejemplo lo proporcionan las «repeticiones». De un día a otro, de una semana a otra, precisan la orientación que toma el ejercitante. Pero entonces se plantea una cuestión importante. ¿La repetición, que el ejercitante acaba de hacer, se ha centrado verdaderamente en los puntos que le llegaban al corazón? San Ignacio evoca los «puntos en que he sentido mayor consolación o desolación o mayor sentimiento espiritual» [62]. Estos dos comparativos («mayor» en los dos casos) son usados de nuevo de otra manera [118], a propósito de las repeticiones de la Segunda Semana: «algunas partes más principales». Esto introduce la necesidad de un auténtico discernimiento interior a la repetición misma, y éste es el objetivo que persigue el texto, cuando propone una segunda repetición susceptible de poner más en claro los puntos a los que lleva el senti­miento espiritual; quizá hay que hacer una selección, y así llegar a un juicio que implicaría una decisión; el recurso al texto lleva más lejos en la exigencia. Si el mismo acompañante pide una tal repetición, no es para imponer ninguna atadura externa, sino para que el ejercitante se interro­gue sobre lo que vive par ayudarle a sacar, él mismo, un mejor «prove­cho» de lo que ha comenzado a experimentar.

Un segundo ejemplo: la meditación de Tres Binarios. ¿Por qué San Ignacio la coloca en ese lugar y en esos términos? Para que ocupe el puesto de una «aplicación de sentidos» a la hora antes de cenar»[148]. Es, pues, un ejercicio que debe ayudar a terminar la jornada en la paz y recogiendo el fruto de la meditación de Dos Banderas, hecha dos veces con sus dos repeticiones. Pero se trata también de asegurar que el ejerci­tante ha recogido el fruto de esta meditación de Dos Banderas. Se trata de una especie de comprobación. El ejercicio sirve de lectura crítica de lo que ha sucedido. Y si se ha recogido el fruto, si el ejercitante desea, a la tarde del día, quedarse ahí, si la entrevista con el acompañante muestra que este deseo es fundado, ¿por qué mantener esta meditación ? El ha­cerlo en nombre del texto, sería conocer muy mal la función del texto que en lugar de servir una experiencia, sería únicamente un fragmento de un libro.

Un tercer ejemplo pueden ser las «tres maneras de humildad». Esta «consideración», no tiene un lugar definido. Se hace «antes de entrar en las elecciones». Es decir, que hay lugar para un discernimiento que tiene, ya por sí mismo, un gran alcance. Pero San Ignacio como de costumbre es parco en explicaciones teóricas. Dice solamente «aprovecha mucho». No se impone nada. La consideración de las «tres maneras de humildad»

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jugará, en un momento u otro, la función de lectura de la experiencia: el ejercitante se reconocerá en ellas o no, y va a sacar algunas consecuen­cias. Y además el acompañante puede muy bien juzgar que el fruto de esta consideración ha sido adquirido mucho antes a lo largo de las con­templaciones evangélicas. En este caso, no dirá nada, al menos en los términos en que se presenta como ejercicio (porque, como contenido, es el corazón del Evangelio).

Se pueden sin duda distinguir varias series de textos: los que dan el contenido de un ejercicio, los que precisan condiciones y los que, como las «Reglas», agrupan observaciones que aclaran con visión general los casos particulares. Pero todos van a cumplir la misma función crítica en relación a lo que vive el ejercitante. No desde fuera, como una norma, sino para que la experiencia avance «para ir adelante» como dice San Ig­nacio [9]. La actitud de San Ignacio es completamente explícita, sobre todo en las Anotaciones, pero incluso después: cuando el que da los Ejercicios se da cuenta. . . , que pregunte, que anime, que ilumine, etc., no para decir él mismo, aun por la mediación de un texto, lo que el ejerci­tante necesita experimentar, sino para que el ejercitante se sitúe en mejor disposición para experimentarlo.

Sería necesario, para concluir, subrayar el carácter siempre par­cialmente inadaptado de todo ejercicio propuesto. Cierto, el ejercicio no es propuesto sino de acuerdo con el movimiento que se percibe en el ejercitante; pero este acuerdo no puede realizarse, ni exactamente, ni en todas las ocasiones. La «materia» resulta, en parte, inesperada; el diálogo con el acompañante plantea interrogantes que desplazan ciertos senti­mientos que parecían adquiridos y estables. La reacción del ejercitante es, a veces, viva: ante la aportación que se le hace (es decir, ante el texto que se le proporciona y que no se oculta nunca), asimila o rechaza, recibe lo que se le dice o lo desvía de la zona profunda de la conciencia. Se puede hablar de una lucha contra el texto, pero el ejercitante pronto toma con­ciencia de que se trata en realidad de un combate contra sí mismo (o contra Dios) y de que un combate así le abre más al «fruto» interior que sigue buscando.

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19. El «texto» del ejercitante

A lo largo de los Ejercicios en la vida, gracias a la flexibilidad que introducen y a la variedad de experiencias que permite su duración el acompañante asiste, por decirlo así, a la elaboración por el ejercitante mismo de lo que se podría llamar su propio «texto» de Ejercicios.

A medida que el ejercitante progresa, que avanza paso a paso, etapa por etapa, va incorporando lentamente la realidad espiritual que le pre­senta el texto de los Ejercicios. Y la hace suya, pero filtrándola: retiene ciertos temas, se siente más o menos a gusto en una actitud que se le propone y, de golpe, la adopta o la descarta, rechaza inconscientemente una o se olvida de otras, da preferencia a una «Semana» y relativiza otra; percibe ciertos momentos de gracia, como la oblación del Rey Temporal o la Tercera Manera de Humildad, en una fase inesperada del itinerario. En una palabra, aun siendo y queriendo permanecer fiel a lo que se le propone, toma lentamente conciencia de la continuidad de su proceso, por la que siente perfilarse y afirmarse no solamente su presente, sino su fu­turo, bajo forma de decisión que le compromete o sencillamente bajo forma de una orientación que se va dibujando claramente y será una luz para su vida. Se expresa con sus fórmulas propias sin preocupación nin­guna por reproducir las que le han sido entregadas.

Una lectura creadora

Vemos así romperse la literalidad del texto, para dar a un detalle y otro, una importancia y un valor adquirido precisamente por la manera cómo el ejercitante reacciona bajo la gracia de Dios. Cuando, por ejem­plo, un ejercitante ha «recibido» en su alma la contemplación del Rey Tempora l , puede , evidentemente , después de haberle consagrado el tiempo previsto, pasar a los ejercicios siguientes (es decir, la Encarnación y la Navidad), partiendo de nuevo con un corazón y un espíritu otra vez enteramente disponibles para los «preámbulos» y los «coloquios» que propone el texto de San Ignacio, como si cada uno de los ejercicios comportase su intensidad propia, independiente de lo que ha precedido. Pero no sucede así. La contemplación del Reino con el clima afectivo en que se desarrolla la oblación de sí mismo, con el relieve tan acusado que adquiere la persona de Cristo resucitado, con la disponibilidad «al servi­cio total», no puede borrarse para dejar espacio virgen a las contempla­ciones siguientes. Estas, por el contrario, vendrán fuertemente marcadas por cómo el alma haya sido afectada, se orientarán en el sentido de lo que

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ha predominado como vivencia y de lo que, con las horas y los días que transcurren, siga predominando. Es decir, el conjunto de las contempla­ciones evangélicas es modificado por la manera cómo se ha vivido el «Reino», y las meditaciones, como la de las Dos Banderas y las Tres Maneras de Humildad, revisten una importancia diferente, según el acento que el ejercitante les dé: insistencias sobre el «haciendo contra» [97], o sobre el carácter incondicional de la donación, o sobre el tipo de unión realizada por Cristo, o sobre una misión orientada hacia lo universal.

Ahí se ve cómo el ejercitante crea él mismo una línea de interpre­tación propia y original. Algunas meditaciones que suceden a otras por las que había quedado muy afectado, tienen para él poca importancia y son quizá hasta inútiles, porque no tienen ningún «sabor», no son porta­doras del «conocimiento interno» deseado por San Ignacio. Los diferentes ejercicios que se suceden, tienen mayor o menor relieve, los planos se diversifican, es decir, la respuesta de cada uno hace vivir o morir el texto, lo amplifica, lo reduce, lo convierte en portador de futuro o en estéril. Resistir a este fenómeno de recolocación de los ejercicios, unos en rela­ción con otros, sería querer establecer de nuevo una literalidad ramplona y sin sentido, precisamente allí donde, por el contrario, la vida según el Espíritu impone sus momentos de intensidad y su fecundidad.

Al mismo tiempo que el ejercitante se apropia el texto de San Ignacio, reconstruyéndolo en su propio camino, hace surgir, a través de los Ejerci­cios líneas de crecimiento espiritual o, más bien, su línea propia, entre otras que se van delineando, pero que son espontánea o explícitamente descarta­das. De un estadio al otro, de una meditación a otra, de una «moción» a otra, el ejercitante retiene una indicación, una sugerencia; del texto conserva (y no por una opción deliberada) lo que le va revelando a él mismo su ten­dencia, su manera de ser, las condiciones de su respuesta a la gracia.

Hay, por ejemplo, en el curso de la Segunda Semana, una manera de privilegiar el aspecto «voluntario» que implica el «haciendo contra» del Rey Temporal: la iniciativa sugerida en la nota que sigue a los Tres Binarios, (pedir «aunque sea contra la carne», ser elegido en pobreza efectiva); también la nota que sigue a la Tercera Manera de Humildad. El temperamento del ejercitante se expresa en su manera de vivir estas actitudes ignacianas, y en la resonancia que provocarán en el momento de la elección o en la contemplación de la Pasión: temperamento gene­roso, habitado por una voluntad que puede conducir a una forma más honda de radicalización del Evangelio, aun cuando es conveniente veri­ficar esta voluntad por la humildad y por el amor.

Pero hay también una manera de potenciar el aspecto «afectivo» que da mayor importancia al «sentir» ignaciano, comprendido como un conocimiento amoroso y como un principio interno de asimilación al es­píritu de Cristo. Es sin duda el sello de un temperamento más sensible al discernimiento de los diversos espíritus y al segundo tiempo de elección, en el cual los aspectos voluntarios que acabamos de evocar se encuentran mucho menos resaltados.

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Dos maneras de ninguna forma excluyentes entre sí, claro está. Pero es muy notable que el mismo texto de los Ejercicios soporte una y otra experiencia, sin forzarlas, sino liberando toda su carga de conversión y de crecimiento. Podríamos escoger ejemplos, que aclarasen otros puntos sobre los que convergen los «gustos» del ejercitante. Pensemos en la enorme diferencia que se ahonda, en el curso de los Ejercicios en la vida, entre el ejercitante que da la primacía al aspecto «pasivo» de la oración y de la sumisión al Espíritu a través del acontecimiento, y el que, por una fidelidad que no tiene menos valor, insiste sobre la iniciativa, el método, la «determinación deliberada» (para tomar de nuevo la expresión de la oblación del Rey Temporal); dos actitudes, dos caminos, quizá hasta dos espiritualidades. O también, entre el que se abre rápidamente y como sin esfuerzo, a los valores del silencio, de la interioridad y de la presencia, gustando ya algo de la plenitud del Reino de Dios realizado, y aquel para quien el amor crece y se expresa en términos de acción, proyectado hacia un Reino de Dios siempre inacabado. De una «Semana» a otra, las seña­les de vocación más activa o más contemplativa se manifiestan, mode­lando los ritmos y modificando a la vez el impacto de las meditaciones que van siendo propuestas . Tanto en un sentido como en otro, la presen­cia de la vida, que ha de ser siempre interpretada, contribuye fuertemente a crear orientaciones que resultarán determinantes.

Estamos muy lejos de Ejercicios «lineales», que encajonarían al ejercitante en el marco de un camino hecho. Una nueva prueba de esto es el hecho de que el texto de los Ejercicios mantiene abiertas muchas cuestiones a las que la sola reacción interior del ejercitante aportará una respuesta, la suya. Retenemos solamente una.

San Ignacio ha colocado en el corazón de los Ejercicios «el discer­nimiento de los espíritus», que sabemos fue para él la experiencia inicial de su vida espiritual. Las dos series de Reglas para el discernimiento no nos dicen nada que no pudiéramos encontrar ya en la tradición de la Iglesia; pero la originalidad de San Ignacio consiste en hacer de este dis­cernimiento un medio de decisión: la experiencia de las dos primeras Se­manas de los Ejercicios permite llegar a un nivel de certeza, en el que el juego de consolaciones y desolaciones (para atenernos a su vocabulario), verificadas en su origen, da seguridad al ejercitante de que hace su «elección» según el Espíritu de Dios. Pero lo que se dice de esta elección del «segundo tiempo» se contiene en tres líneas, mientras que en realidad, se trata de una experiencia larga, difícil, con frecuencia marcada por fuertes pruebas interiores: lo que de ellas dejan entrever las indicaciones hechas en las Reglas para la primera y la segundo Semana no lleva a la decisión. Hay un momento en que el ejercitante recibe «asaz claridad y conocimiento por experiencia de consolaciones y desolaciones, y por ex­periencia de discreción de varios espíritus» [176]; pero San Ignacio deja al ejercitante el cuidado de conducir y juzgar esta experiencia hasta transformarla en decisión personal que comprometa su vida. ¿En qué momento del proceso interior será oportuno terminarla? ¿Qué criterio de

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apreciación personal ha de aplicar para determinar que tal «noche» inte­rior es un obstáculo para proseguir en el camino del compromiso, o al contrario, un estímulo para entregarse en plena fe a Dios?

San Ignacio se cuida de dar consejos: a cada uno le corresponde discernir qué es para él consolación o desolación, y con qué peso este sentimiento interior influye sobre su acto de decisión. Ahora bien, preci­samente en esto el temperamento de cada uno se manifiesta hasta en lo más íntimo: en el valor positivo o negativo reconocido de los estados in­teriores de prueba, considerados como un obstáculo o como una confir­mación; y en una capacidad más o menos grande de integrar la diversi­dad de los sentimientos sucesivos en el seno de la unidad de acción.

La orientación propia de cada uno se revela en el momento en que se toma la decisión ; pero toda la trayectoria, interior a los Ejercicios, la venía preparando por múltiples altibajos del proceso y por la sensibilidad espiritual que se desarrolló mediante la oración y la maduración de un discernimiento más atento. El mismo texto lleva consigo experiencias bastante caracterizadas en sus diferencias, para que estas diferencias orienten finalmente procesos de decisión irreductibles unos a otros.

A través de esta experiencia, que se elabora lentamente, el ejerci­tante desborda, reinterpreta y juzga el texto, al modo como el Espíritu juzga todo, incluso las profundidades de Dios. Si se prescinde de él, es para vivir según su propia ley interna y su propio dinamismo. En adelan­te, su reacción ante el texto de los Ejercicios se presenta a través de las modificaciones actuales de su vida y de la «conversión» ya comenzada, cuyos efectos aparecen en la existencia misma. En este sentido los Ejer­cicios en la vida muestran cómo la verdad del texto de los Ejercicios está en el fruto que obran. Los Ejercicios de mes muestran evidentemente lo mismo, pero su carácter concentrado y la rápida sucesión de las etapas hacen mas dificultosa la formulación personal, por el ejercitante, de ese «texto» que se va escribiendo a través de sus reacciones y de la concien­cia que formula en ellas. Frecuentemente hay que esperar a que, después del mes de Ejercicios, la confrontación con la vida permita valorar lo que ha pasado en el transcurso de las etapas del retiro, y es entonces cuando el ejercitante puede leer mejor, releer, captar el sentido, que toman para él los diversos elementos del texto de los Ejercicios, en una palabra, puede escribir su propio texto.

De todos modos, a través de ambas formas de hacer Ejercicios, la verdad de la experiencia espiritual que se realiza en ellas, no está conte­nida en el librito de los Ejercicios de San Ignacio, sino en este nuevo texto que la conciencia del ejercitante elabora, formula y hace público por la transformación de su vida. Entonces puede decirse que la experiencia espiritual es plenamente respetada, porque no está subordinada a una técnica humana, ni condicionada por ella.

En la fidelidad a San Ignacio

Esta lectura creadora del texto plantea evidentemente la cuestión del tipo de fidelidad que el ejercitante y su acompañante mantienen ha-

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cia aquel que fue el primero en vivir los Ejercicios y quiso transmitirlos como un medio privilegiado de apostolado.

Es claro, en primer lugar, que los Ejercicios en la vida permiten al ejercitante por las condiciones en que dicho retiro se desarrolla, encon­trar progresivamente en ellos una especie de revelación de lo que es él mismo bajo la gracia de Dios, a través de las realidades que determinan su existencia; conoce la manera más adaptada para él comportarse en la oración; sabe cuál es su medida propia en los puntos principales de la vida espiritual, porque ha podido ya «probarla» en el curso mismo de los Ejercicios; ha adquirido un hábito de discernimiento, que le ayuda a pu­rificar su manera de obrar y a fundarla sobre decisiones sin impulso «desordenado». Que los Ejercicios le hayan conducido a una verdadera «elección» sobre un punto particular, o le hayan precisado y enriquecido una orientación ya tomada, lo esencial habrá sido para él descubrir cómo Dios le conduce por medio de lo que es, de lo que experimenta, de lo que emprende y prosigue en servicio de Dios entre los hombres.

Tal es también el fruto de los Ejercicios bajo la forma de retiros cerrados. Pero los Ejercicios en la vida habrán permitido integrar en el desarrollo de la experiencia, una educación progresiva de la fidelidad al Espíritu en la fidelidad a la vida. Acentuando este aspecto de educación y de puesta en acción los Ejercicios en la vida ponen de relieve de manera notoria lo que está en el corazón de toda la pedagogía de los Ejercicios: el descubrimiento de la «voluntad de Dios, que se expresa en el dinamis­mo humano, liberado, purificado y orientando. Al término de los Ejerci­cios, se puede decir, que cada ejercitante habrá hecho, por un itinerario que se le iba proponiendo, la experiencia de un itinerario completamente singular y suyo.

En ningún momento el ejercitante ha tenido, al hacer los Ejercicios, la preocupación de reproducir una experiencia que hubiese sido normati­va para él. Ha podido ignorar todo de San Ignacio y de su itinerario es­piritual anterior. Ha podido, incluso, apenas conocer el librito que se ti­tula «Ejercicios Espirituales», de los que se sabe que San Ignacio, no los comunicaba más que con extrema parsimonia, prefiriendo dejar al acom­pañante el cuidado de utilizarlo adaptándolo. Por otra parte, San Ignacio de quien decía uno de sus familiares que tenía los Ejercicios «plantados en el alma», no los «hizo» nunca bajo la forma que nos los propone. Hay evidentemente una muy grande distancia entre las experiencias sucesivas por las que pasó, de Loyola y Manresa hasta París y Roma mismo, y los Ejercicios bajo la forma definitiva que sometió a la aprobación del Papa. No se encontró, pues, nunca en presencia de este sistema de conjunto, que conocemos en el librito. Los que nos ofrece, son Ejercicios reconstruidos, no bajo la fórmula de una ejemplo a reproducir, sino como un instru­mento destinado a ayudar a los demás, «lo mejor que en esta vida puedo pensar», escribió a Miona, el sacerdote portugués que había sido su con­fesor en Alcalá. Además, una vez compuestos los Ejercicios definitiva­mente, sigue viviendo San Ignacio más de veinte años, durante los cua-

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les su experiencia espiritual se enriqueció considerablemente: sería inútil pretender reproducir una experiencia de la que sabemos, por otra paite, que se desarrolló según una línea de temperamento y a través de circuns­tancias culturales que nos son inevitablemente lejanas.

Lo que guardamos de esa experiencia, a través de la expresión fragmentaria que San Ignacio nos comunica de ella es, precisamente, lo que no es particular, sino lo que, sobrepasando los límites de un tempe­ramento y de una cultura, permite a cada uno experimentar en sí mismo la manera como el Espíritu de Dios le conduce, hasta encontrar progresi­vamente su propia vía espiritual. De etapa en etapa, por decir así, desde dentro, a partir de las fuerzas que le conducen, de la coherencia que se establece entre ellas, de la confirmación que ellas reciben de la vida co­tidiana mejor percibida y mejor integrada, el ejercitante ve dibujarse las líneas de su propio destino. Los Ejercicios encuentran ahí su verdadero impacto, y los Ejercicios en la vida, por las condiciones que les son pro­pias, aportan una luz muy fuerte sobre el valor de este camino por el que todo hombre se encuentra en Dios.

Ya el mismo San Ignacio y después, bajo su control, sus primeros compañeros y la primera generación de jesuítas, experimentaron amplia­mente que, haciendo pasar a los ejercitantes por los Ejercicios, les ayu­daban a encontrar su camino hacia géneros de vida muy diversos. Son numerosos los ejemplos de ejercitantes que, al final de los Ejercicios, se orientaron hacia otras espiritualidades o hacia otras Ordenes religiosas, incluidas formas monásticas tan caracterizadas, por ejemplo, como la de los cartujos (con los que los jesuítas tuvieron siempre lazos espirituales muy fuertes). Sus acompañantes habían sabido dar los Ejercicios, naci­dos de San Ignacio, sin fijarlos rígidamente en el sentido de una espiri­tualidad particular, sino al contrario, manteniendo en ellos la libertad de experiencia que había introducido el que los «había puesto por escrito» para «ser útiles a los otros». Hemos resaltado varios ejemplos de aquellos puntos que, en los Ejercicios, permiten afirmarse y desarrollarse diferen­tes tendencias, o que no cortan por lo sano entre las diversas interpreta­ciones posibles de un texto, puesto en manos del ejercitante mismo para que obtenga de él su propio bien. Pero, por encima de estos y otros pun­tos, es el conjunto del recorrido de los Ejercicios el que lleva al ejerci­tante hasta su propio centro, donde alcanza su verdad.

En la práctica de los Ejercicios en la vida, parece encontrarse un terreno extraordinariamente favorable para liberar la pedagogía ignaciana de toda estrechez, que la replegaría sobre sí misma, y para ofrecerle una fecundidad nueva al ayudar a muchos hombres y mujeres a llegar a una experiencia, que no es propia de una familia espiritual (aunque ella sea garante privilegiada), sino que la Iglesia ha reconocido como un bien universal.

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EPILOGO

Al volver a leer estas páginas para remitirlas al editor, me parece que las veo abrirse ante mis ojos y que en cada frase aparece un rostro. Nada se ha escrito que no haya sido pronunciado, nada se ha desarrollado que no haya sido sugerido, nada se ha construido que no haya sido expe­rimentado como una fuerza de unidad interior, por aquellos mismos, que al hacer los Ejercicios en la vida se sentían movidos a decir sus expe­riencias: ellos son los verdaderos autores de estos capítulos, pues he res­petado sus expresiones, sus imágenes, su estilo. De página en página, siento de nuevo dibujarse su historia, tal como la recibieron de Dios, a través de la búsqueda de su ser humano, y tal como ellos llegaron a darse cuenta de ella por medio de palabras que sólo a ellos pertenecen.

Estos hombres, estas mujeres, han sido «ejercitantes». Palabra, diría triste, para evocar experiencias donde se han jugado destinos, en comba­tes siempre acompañados por la paz y la seguridad en Dios. Pero nuestro lenguaje no tiene otras palabras, y la he mantenido a lo largo del libro. San Ignacio dice solamente «el que hace los Ejercicios» o «el que los re­cibe». Traduciéndolo a veces por «ejercitante» no estoy seguro de haber expresado mejor la situación espiritual de uno que se experimenta, con la gracia de Dios, comprometido en una marcha al interior de sí mismo y entregado, por eso al servicio de los hermanos

La situación de «ejercicio», que este libro intenta precisar puede, por lo demás, ser la de todo cristiano que «se prepara y se dispone» para con Dios. Más aún. Puede ser la de todo hombre de buena voluntad que busca ordenar sus deseos y hacer de su libertad un uso lúcido y recto. A esta luz, la palabra «ejercitante» deja de encerrarnos en una especie de gheto, y cada uno puede comprenderla en el nivel de su propia experiencia.

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ÍNDICE DE CITAS DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

DE SAN IGNACIO DE LOYOLA

-Anotaciones [Ej. 1 -22] [104] 38 [113] 38

[1] 22, 23,125, 132,133 [\m 86, 133, 136 [2} 21,27,117,134 [127] 87

[130] 52 [6] 133 [135] 97 [9] 30,131 [ 1 3 9 ] i g

L 1 2 J 2 1 [142] 90

[15] 30, 31, 58,134 [146] 90 [16] 35,132 [ 1 4 8 ] I 3 6

[17] 58, 132,134 [ 1 5 2 ] 38, 135 [20] 30, 37 [ 1 5 5 ] J04

[157] 25, 752 -Primera Semana [Ej. 23-90] t 1 6 2 l 1 3 4

J [163] 754 [23] 702 [164]735 [48] 36 [169] 705 [53] 135 [172] 103, 106,127 [62] 25, 26, 28, 133, 136 [176] 9 2 , 1 3 4 , 141 [13] 23 [183] 777 [76] 2 7 , 4 2 , 134 [184] 707 [77] 27 ,727 [189]777 [83] 49 [84] 49 [85] 47 -Tercera Semana [Ej. 190-217]

L 8 7 ] 5J [190-208] 113 [89] 14, 49,133 [193] 772

[194]772 -Segunda Semana [Ej. 91-189] ^ 9 5 ] 772

5 [196]772 [91] 38 [197]772 [96] 80 [199] 36 [97] 44, SO, 702, 140 [203] 772 [98] J ó [209] 734

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-Cuarta Semana [218-312] -Reglas [313-370]

[221]114, 115 [316] 76 [222-224] 114 [317] 51, 76, 133 [223] 115, 116 [319] 50, 51 [223-224] 114 [321] 133 [224] 775 [323] 133 [226] 776 .754 [329] 88, 98 [227] 2 5 , 2 6 , 1 3 4 [331] 133 [229] 50, 775 [332] 96, 98 [289-298] 775 [333] 98 [299-312] 774 [335] 133

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