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1. Ordre dels diàlegs: Diàlegs de joventut: Apologia de Sòcrates , Critó , Eutifró , , Laques , Protàgores , Càrmides, Lisis. Apología de Sócrates Yo no sé, atenienses, la impresión que habrá hecho en vosotros el discurso de mis acusadores. Con respecto a mí, confieso que me he desconocido a mí mismo; tan persuasiva ha sido su manera de decir. Sin embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad. Pero de todas sus calumnias, la que más me ha sorprendido es la prevención que os han hecho de que estéis muy en guardia para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el mentís vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy elocuente, es el colmo de la impudencia, a menos que no llamen elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera; porque, repito, no han dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais a saber de mi boca la pura verdad, no, ¡por Júpiter!, en una arenga vestida de sentencias brillantes y palabras escogidas, como son los discursos de mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y espontáneo; porque descanso en la confianza de que digo la verdad, y ninguno de vosotros debe esperar otra cosa de mí. No sería propio de mi edad, venir, atenienses, ante vosotros como un joven que hubiese preparado un discurso.

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1. Ordre dels diàlegs: Diàlegs de joventut: Apologia de Sòcrates , Critó, Eutifró, Ió , Laques , Protàgores , Càrmides, Lisis.

Apología de Sócrates

Yo no sé, atenienses, la impresión que habrá hecho en vosotros el discurso de mis acusadores. Con respecto a mí, confieso que me he desconocido a mí mismo; tan persuasiva ha sido su manera de decir. Sin embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad.

Pero de todas sus calumnias, la que más me ha sorprendido es la prevención que os han hecho de que estéis muy en guardia para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el mentís vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy elocuente, es el colmo de la impudencia, a menos que no llamen elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera; porque, repito, no han dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais a saber de mi boca la pura verdad, no, ¡por Júpiter!, en una arenga vestida de sentencias brillantes y palabras escogidas, como son los discursos de mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y espontáneo; porque descanso en la confianza de que digo la verdad, y ninguno de vosotros debe esperar otra cosa de mí. No sería propio de mi edad, venir, atenienses, ante vosotros como un joven que hubiese preparado un discurso.

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Por esta razón, la única gracia, atenienses, que os pido es que cuando veáis que en mi defensa emplee [50] términos y maneras comunes, los mismos de que me he servido cuantas veces he conversado con vosotros en la plaza pública, en las casas de contratación y en los demás sitios en que me habéis visto, no os sorprendáis, ni os irritéis contra mí; porque es esta la primera vez en mi vida que comparezco ante un tribunal de justicia, aunque cuento más de setenta años.

Por lo pronto soy extraño al lenguaje que aquí se habla. Y así como si fuese yo un extranjero, me disimularíais que os hablase de la manera y en el lenguaje de mi país, en igual forma exijo de vosotros, y creo justa mi petición, que no hagáis aprecio de mi manera de hablar, buena o mala, y que miréis solamente, con toda la atención posible, si os digo cosas justas o no, porque en esto consiste toda la virtud del juez, como la del orador: en decir la verdad.

Es justo que comience por responder a mis primeros acusadores, y por refutar las primeras acusaciones, antes de llegar a las últimas que se han suscitado contra mí. Porque tengo muchos acusadores cerca de vosotros hace muchos años, los cuales nada han dicho que no sea falso. Temo más a estos que a Anito y sus cómplices{1}, aunque sean estos últimos muy elocuentes; pero son aquellos mucho más temibles, por cuanto, compañeros vuestros en su mayor parte desde la infancia, os han dado de mí muy malas noticias, y os han dicho, que hay un cierto Sócrates, hombre sabio que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra y que sabe convertir en buena, una mala causa.

Los que han sembrado estos falsos rumores son mis más peligrosos acusadores, porque prestándoles oídos, llegan [51] los demás a persuadirse que los hombres que se consagran a tales indagaciones no creen en la existencia de los dioses. Por otra parte, estos acusadores son en gran número, y hace mucho tiempo que están metidos en esta trama. Os han prevenido contra mí en una edad, que ordinariamente es muy crédula, porque erais niños la mayor parte o muy jóvenes cuando me acusaban ante vosotros en plena libertad, sin que el acusado les contradijese; y lo más injusto es que no me es permitido conocer ni nombrar a mis acusadores, a excepción de un cierto autor de comedias. Todos aquellos que por envidia o por malicia os han inoculado todas estas falsedades, y los que, persuadidos ellos mismos, han persuadido a otros, quedan ocultos sin que pueda yo llamarlos ante vosotros ni refutarlos; y por consiguiente, para defenderme, os

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preciso que yo me bata, como suele decirse, con una sombra, y que ataque y me defienda sin que ningún adversario aparezca.

Considerad, atenienses, que yo tengo que habérmelas con dos suertes de acusadores, como os he dicho: los que me están acusando ha mucho tiempo, y los que ahora me citan ante el tribunal; y creedme, os lo suplico, es preciso que yo responda por lo pronto a los primeros, porque son los primeros a quienes habéis oído y han producido en vosotros más profunda impresión.

Pues bien, atenienses, es preciso defenderse y arrancar de vuestro espíritu, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia envejecida, y que ha echado en vosotros profundas raíces. Desearía con todo mi corazón, que fuese en ventaja vuestra y mía, y que mi apología pudiese servir para mi justificación. Pero yo sé cuán difícil es esto, sin que en este punto pueda hacerme ilusión. Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer a la ley y defenderse.

Remontémonos, pues, al primer origen de la acusación, [52] sobre la que he sido tan desacreditado y que ha dado a Melito confianza para arrastrarme ante el tribunal. ¿Qué decían mis primeros acusadores? Porque es preciso presentar en forma su acusación, como si apareciese escrita y con los juramentos recibidos. «Sócrates es un impío; por una curiosidad criminal quiere penetrar lo que pasa en los cielos y en la tierra, convierte en buena una mala causa, y enseña a los demás sus doctrinas.»

He aquí la acusación; ya la habéis visto en la comedia de Aristofanes, en la que se representa un cierto Sócrates, que dice, que se pasea por los aires y otras extravagancias semejantes, que yo ignoro absolutamente; y esto no lo digo, porque desprecie esta clase de conocimientos; si entre vosotros hay alguno entendido en ellos (que Melito no me formule nuevos cargos por esta concesión), sino que es sólo para haceros ver, que yo jamás me he mezclado en tales ciencias, pudiendo poner por testigos a la mayor parte de vosotros.

Los que habéis conversado conmigo, y que estáis aquí en gran número, os conjuro a que declaréis, si jamás me oísteis hablar de semejante clase de ciencias

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ni de cerca ni de lejos; y por esto conoceréis ciertamente, que en todos esos rumores que se han levantado contra mí, no hay ni una sola palabra de verdad; y si alguna vez habéis oído, que yo me dedicaba a la enseñanza, y que exigía salario, es también otra falsedad.

No es porque no tenga por muy bueno el poder instruir a los hombres, como hacen Gorgias de Leoncio, Prodico de Ceos e Hippias de Elea. Estos grandes personajes tienen el maravilloso talento, donde quiera que vayan, de persuadir a los jóvenes a que se unan a ellos, y abandonen a sus conciudadanos, cuando podrían estos ser sus maestros sin costarles un óbolo.

Y no sólo les pagan la enseñanza, sino que contraen con ellos una deuda de agradecimiento infinito. He oído [53] decir, que vino aquí un hombre de Paros, que es muy hábil; porque habiéndome hallado uno de estos días en casa de Callias hijo de Hiponico, hombre que gasta más con los sofistas que todos los ciudadanos juntos, me dio gana de decirle, hablando de sus dos hijos: —Callias, si tuvieses por hijos dos potros o dos terneros, ¿no trataríamos de ponerles al cuidado de un hombre entendido, a quien pagásemos bien, para hacerlos tan buenos y hermosos, cuanto pudieran serlo, y les diera todas las buenas cualidades que debieran tener? ¿Y este hombre entendido no debería ser un buen picador y un buen labrador? Y puesto que tú tienes por hijos hombres, ¿qué maestro has resuelto darles? ¿Qué hombre conocemos que sea capaz de dar lecciones sobre los deberes del hombre y del ciudadano? Porque no dudo que hayas pensado en esto desde el acto que has tenido hijos, y conoces a alguno? —Sí, me respondió Callias. —¿Quién es, le repliqué, de dónde es, y cuánto lleva? —Es Éveno, Sócrates, me dijo; es de Paros, y lleva cinco minas. Para lo sucesivo tendré a Éveno por muy dichoso, si es cierto que tiene este talento y puede comunicarlo a los demás.

Por lo que a mí toca, atenienses, me llenaría de orgullo y me tendría por afortunado, si tuviese esta cualidad, pero desgraciadamente no la tengo. Alguno de vosotros incidirá quizá: —Pero Sócrates, ¿qué es lo que haces? ¿De dónde nacen estas calumnias que se han propalado contra ti? Porque si te has limitado a hacer lo mismo que hacen los demás ciudadanos, jamás debieron esparcirse tales rumores. Dinos, pues, el hecho de verdad, para que no formemos un juicio temerario. Esta objeción me parece justa. Voy a explicaros lo que tanto me ha desacreditado y ha hecho mi nombre tan famoso. Escuchadme, pues. Quizá

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algunos de entre vosotros creerán que yo no hablo seriamente, pero estad persuadidos de que no os diré más que la verdad. [54]

La reputación que yo haya podido adquirir, no tiene otro origen que una cierta sabiduría que existe en mí. ¿Cuál es esta sabiduría? Quizá es una sabiduría puramente humana, y corro el riesgo de no ser en otro concepto sabio, al paso que los hombres de que acabo de hablares, son sabios, de una sabiduría mucho más que humana.

Nada tengo que deciros de esta última sabiduría, porque no la conozco, y todos los que me la imputan, mienten, y sólo intentan calumniarme. No os incomodéis, atenienses, si al parecer os hablo de mí mismo demasiado ventajosamente; nada diré que proceda de mí, sino que lo atestiguaré con una autoridad digna de confianza. Por testigo de mi sabiduría os daré al mismo Dios de Delfos, que os dirá si la tengo, y en qué consiste. Todos conocéis a Querefon, mi compañero en la infancia, como lo fue de la mayor parte de vosotros, y que fue desterrado con vosotros, y con vosotros volvió. Ya sabéis qué hombre era Querefon, y cuán ardiente era en cuanto emprendía. Un día, habiendo partido para Delfos, tuvo el atrevimiento de preguntar al oráculo (os suplico que no os irritéis de lo que voy a decir), si había en el mundo un hombre más sabio que yo; la Pythia le respondió, que no había ninguno. Querefon ha muerto, pero su hermano, que está presente, podrá dar fe de ello. Tened presente, atenienses, porque os refiero todas estas cosas; pues es únicamente para haceros ver de donde proceden esos falsos rumores, que han corrido contra mí.

Cuando supe la respuesta del oráculo, dije para mí; ¿Qué quiere decir el Dios? ¿Qué sentido ocultan estas palabras? Porque yo sé sobradamente que en mí no existe semejante sabiduría, ni pequeña, ni grande. ¿Qué quiere, pues, decir, al declararme el más sabio de los hombres? Porque él no miente. La Divinidad no puede mentir. Dudé largo tiempo del sentido del oráculo, hasta que por último, después de gran trabajo, me propuse hacer la [55] prueba siguiente: —Fui a casa de uno de nuestros conciudadanos, que pasa por uno de los más sabios de la ciudad. Yo creía, que allí mejor que en otra parte, encontraría materiales para rebatir al oráculo, y presentarle un hombre más sabio que yo, por más que me hubiere declarado el más sabio de los hombres. Examinando pues este hombre, de quien, baste deciros, que era uno de nuestros grandes políticos, sin necesidad de descubrir su nombre, y conversando con él, me encontré, con que todo el

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mundo le creía sabio, que él mismo se tenía por tal, y que en realidad no lo era. después de este descubrimiento me esforcé en hacerle ver que de ninguna manera era lo que él creía ser, y he aquí ya lo que me hizo odioso a este hombre y a los amigos suyos que asistieron a la conversación.

Luego que de él me separé, razonaba conmigo mismo, y me decía: —Yo soy más sabio que este hombre. Puede muy bien suceder, que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo que es bueno; pero hay esta diferencia, que él cree saberlo aunque no sepa nada, y yo, no sabiendo nada, creo no saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era mas sabio, porque no creía saber lo que no sabia.

Desde allí me fui a casa de otro que se le tenía por más sabio que el anterior, me encontré con lo mismo, y me granjeé nuevos enemigos. No por esto me desanimé; fui en busca de otros, conociendo bien que me hacia odioso, y haciéndome violencia, porque temía los resultados; pero me parecía que debía, sin dudar, preferir a todas las cosas la voz del Dios, y para dar con el verdadero sentido del oráculo, ir de puerta en puerta por las casas de todos aquellos que gozaban de gran reputación; pero, ¡oh Dios!, he aquí, atenienses, el fruto que saqué de mis indagaciones, porque es preciso deciros la verdad; todos aquellos que pasaban por ser los más sabios, me parecieron no [56] serlo, al paso que todos aquellos que no gozaban de esta opinión, los encontré en mucha mejor disposición para serlo.

Es preciso que acabe de daros cuenta de todas mis tentativas, como otros tantos trabajos que emprendí para conocer el sentido del oráculo.

Después de estos grandes hombres de Estado me fui a los poetas, tanto a los que hacen tragedias como a los poetas ditirámbicos{2} y otros, no dudando que con ellos se me cogería in fraganti, como suele decirse, encontrándome más ignorante que ellos. Para esto examiné las obras suyas que me parecieron mejor trabajadas, y les pregunté lo que querían decir, y cuál era su objeto, para que me sirviera de instrucción. Pudor tengo, atenienses, en deciros la verdad; pero no hay remedio, es preciso decirla. No hubo uno de todos los que estaban presentes, inclusos los mismos autores, que supiese hablar ni dar razón de sus poemas. Conocí desde

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luego que no es la sabiduría la que guía a los poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un entusiasmo semejante al de los profetas y adivinos; que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso; y al mismo tiempo me convencí, que a título de poetas se creían los más sabios en todas materias, si bien nada entendían. Les dejé, pues, persuadido que era yo superior a ellos, por la misma razón que lo había sido respecto a los hombres políticos.

En fin, fui en busca de los artistas. Estaba bien convencido de que yo nada entendía de su profesión, que los encontraría muy capaces de hacer muy buenas cosas, y en esto no podía engañarme. Sabían cosas que yo ignoraba, y en esto eran ellos más sabios que yo. Pero, atenienses, los más [57] entendidos entre ellos me parecieron incurrir en el mismo defecto que los poetas, porque no hallé uno que, a título de ser buen artista, no se creyese muy capaz y muy instruido en las más grandes cosas; y esta extravagancia quitaba todo el mérito a su habilidad.

Me pregunté, pues, a mí mismo, como si hablara por el oráculo, si querría más ser tal como soy sin la habilidad de estas gentes, e igualmente sin su ignorancia, o bien tener la una y la otra y ser como ellos, y me respondí a mí mismo y al oráculo, que era mejor para mí ser como soy. De esta indagación, atenienses, han oído contra mí todos estos odios y estas enemistades peligrosas, que han producido todas las calumnias que sabéis, y me han hecho adquirir el nombre de sabio; porque todos los que me escuchan creen que yo sé todas las cosas sobre las que descubro la ignorancia de los demás. Me parece, atenienses, que sólo Dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mí nombre como un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: «el más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada.»

Convencido de esta verdad, para asegurarme más y obedecer al Dios, continué mis indagaciones, no sólo entre nuestros conciudadanos, sino entre los extranjeros, para ver si encontraba algún verdadero sabio, y no habiéndole encontrado tampoco, sirvo de intérprete al oráculo, haciendo ver a todo el mundo, que ninguno es sabio. Esto me preocupa tanto, que no tengo tiempo para dedicarme al servicio de la república ni al cuidado de mis cosas, y vivo en una gran pobreza a causa de este culto que rindo a Dios.

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Por otra parte, muchos jóvenes de las más ricas [58] familias en sus ocios se unen a mí de buen grado, y tienen tanto placer en ver de qué manera pongo a prueba a todos los hombres que quieren imitarme con aquellos que encuentran; y no hay que dudar que encuentran una buena cosecha, porque son muchos los que creen saberlo todo, aunque no sepan nada o casi nada.

Todos aquellos que ellos convencen de su ignorancia la toman conmigo y no con ellos, y van diciendo que hay un cierto Sócrates que es un malvado y un infame que corrompe a los jóvenes; y cuando se les pregunta qué hace o qué enseña, no tienen qué responder, y para disimular su flaqueza se desatan con esos cargos triviales que ordinariamente se dirigen contra los filósofos; que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra, que no cree en los dioses, que hace buenas las más malas causas; y todo porque no se atreven a decir la verdad, que es que Sócrates los coge in fraganti, y descubre que figuran que saben, cuando no saben nada. Intrigantes, activos y numerosos, hablando de mí con plan combinado y con una elocuencia capaz de seducir, ha largo tiempo que os soplan al oído todas estas calumnias que han forjado contra mí, y hoy han destacado con este objeto a Melito, Anito y Licon. Melito representa los poetas, Anito los políticos y artistas y Licon los oradores. Esta es la razón porque, como os dije al principio, tendría por un gran milagro, si en tan poco espacio pudiese destruir una calumnia, que ha tenido tanto tiempo para echar raíces y fortificarse en vuestro espíritu.

He aquí, atenienses, la verdad pura; no os oculto ni disfrazo nada, aun cuando no ignoro que cuanto digo no hace más que envenenar la llaga; y esto prueba que digo la verdad, y que tal es el origen de estas calumnias. Cuantas veces queráis tomar el trabajo de profundizarlas, sea ahora o sea más adelante, os convenceréis plenamente de que es este el origen. Aquí tenéis una apología [59] que considero suficiente contra mis primeras acusaciones.

Pasemos ahora a los últimos, y tratemos de responder a Melito, a este hombre de bien, tan llevado, si hemos de creerle, por el amor a la patria. Repitamos esta última acusación, como hemos enunciado la primera. Hela aquí, poco más o menos: Sócrates es culpable, porque corrompe a los jóvenes, porque no cree en

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los dioses del Estado, y porque en lugar de éstos pone divinidades nuevas bajo el nombre de demonios.

He aquí la acusación. La examinaremos punto por punto. Dice que soy culpable porque corrompo la juventud; y yo, atenienses, digo que el culpable es Melito, en cuanto, burlándose de las cosas serias, tiene la particular complacencia de arrastrar a otros ante el tribunal, queriendo figurar que se desvela mucho por cosas por las que jamás ha hecho ni el más pequeño sacrificio y voy a probároslo.

Ven acá, Melito, dime: ¿ha habido nada que te haya preocupado más que el hacer los jóvenes lo más virtuosos posible?

Melito:Nada, indudablemente.

Sócrates:Pues bien; di a los jueces cuál será el hombre que mejorará la condición de los jóvenes. Porque no puede dudarse que tú lo sabes, puesto que tanto te preocupa esta idea. En efecto, puesto que has encontrado al que los corrompe, y hasta le has denunciado ante los jueces, es preciso que digas quién los hará mejores. Habla; veamos quién es.

Lo ves ahora, Melito; tú callas; estás perplejo, y no sabes qué responder. ¿Y no te parece esto vergonzoso? ¿No es una prueba cierta de que jamás ha sido objeto de tu cuidado la educación de la juventud? Pero, repito, [60] excelente Melito, ¿quién es el que puede hacer mejores a los jóvenes?

Melito:Las leyes.

Sócrates: Melito, no es eso lo que pregunto. Yo te pregunto quién es el hombre; porque es claro que la primer cosa que este hombre debe saber son las leyes.

Melito:Son, Sócrates, los jueces aquí reunidos.

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Sócrates:¡Cómo, Melito! ¿Estos jueces son capaces de instruir a los jóvenes y hacerlos mejores?

Melito:Sí, ciertamente.

Sócrates:¿Pero son todos estos jueces, o hay entre ellos unos que pueden y otros que no pueden?

Melito:Todos pueden.

Sócrates:Perfectamente, ¡por Juno!, nos has dado un buen número de buenos preceptores. Pero pasemos adelante. Estos oyentes que nos escuchan, ¿pueden también hacer los jóvenes mejores, o no pueden?

Melito:Pueden.

Sócrates:¿Y los senadores?

Melito:Los senadores lo mismo.

Sócrates:Pero, mi querido Melito, todos los que vienen a las asambleas del pueblo, ¿corrompen igualmente a los jóvenes o son capaces de hacerlos mejores? [61]

Melito:Todos son capaces.

Sócrates:Se sigue de aquí, que todos los atenienses pueden hacer los jóvenes mejores, menos yo; sólo yo los corrompo; ¿no es esto lo que dices?

Melito:Lo mismo.

Sócrates:Verdaderamente, ¡buena desgracia es la mía! Pero continúa respondiéndome. ¿Te parece que sucederá lo mismo con los caballos? ¿Pueden todos los hombres hacerlos mejores, y que sólo uno tenga el secreto de echarlos a perder? ¿O es todo lo contrario lo que sucede? ¿Es uno solo o hay un cierto número de picadores que puedan hacerlos mejores? ¿Y el resto de los hombres, si se sirven de ellos, no los echan a perder? ¿No sucede esto mismo con todos los animales? Sí, sin duda; ya convengáis en ello Anito y tú o no convengáis. Porque sería una gran fortuna y gran ventaja para la juventud, que sólo hubiese un hombre capaz de corromperla, y que todos los demás la pusiesen en buen camino. Pero tú has probado suficientemente, Melito, que la educación de la juventud no es cosa que te haya quitado el sueño, y tus discursos acreditan claramente, que jamás te has ocupado de lo mismo que motiva tu acusación contra mí.

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Por otra parte te suplico, ¡por Júpiter!, Melito, me respondas a esto. —Cuál es mejor, ¿habitar con hombres de bien o habitar con pícaros? Respóndeme, amigo mío; porque mi pregunta no puede ofrecer dificultad. ¿No es cierto que los pícaros causan siempre mal a los que los tratan, y que los hombres de bien producen a los mismos un efecto contrario?

Melito:Sin duda. [62]

Sócrates:Hay alguno que prefiera recibir daño de aquellos con quienes trata a recibir utilidad. Respóndeme, porque la ley manda que me respondas. ¿Hay alguno que quiera más recibir mal que bien?

Melito:No, no hay nadie.

Sócrates:Pero veamos; cuando me acusas de corromper la juventud y de hacerla más mala, ¿sostienes que lo hago con conocimiento o sin quererlo?

Melito:Con conocimiento.

Sócrates:Tú eres joven y yo anciano. ¿Es posible que tu sabiduría supere tanto a la mía, que sabiendo tú que el roce con los malos causa mal, y el roce con los buenos causa bien, me supongas tan ignorante, que no sepa que si convierto en malos los que me rodean, me expongo a recibir mal, y que a pesar de esto insista y persista, queriéndolo y sabiéndolo? En este punto, Melito, yo no te creo ni pienso que haya en el mundo quien pueda creerte. Una de dos, o yo no corrompo a los jóvenes, o si los corrompo lo hago sin saberlo y a pesar mío, y de cualquiera manera que sea eres un calumniador. Si corrompo a la juventud a pesar mío, la ley no permite citar a nadie ante el tribunal por faltas involuntarias, sino que lo que quiere es, que se llama aparte a los que las cometen, que se los reprenda, y que se los instruya; porque es bien seguro, que estando instruido cesaría de hacer lo que hago a pesar mío. Pero tú, con intención. lejos de verme e instruirme, me arrastras ante este tribunal, donde la ley quiere que se cite a los que merecen castigos, pero no a los que sólo tienen necesidad de prevenciones. Así, atenienses, he aquí una prueba evidente, como os decía antes, de que Melito [63] jamás ha tenido cuidado de estas cosas, jamás ha pensado en ellas.

Sin embargo, responde aún, y dinos cómo corrompo a los jóvenes. ¿Es según tu denuncia, enseñándoles a no reconocer los dioses que reconoce la patria, y enseñándoles además a rendir culto, bajo el nombre de demonios, a otras divinidades? ¿No es esto lo que dices?

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Melito:Sí, es lo mismo.

Sócrates:Melito, en nombre de esos mismos dioses de que ahora se trata, explícate de una manera un poco más clara, por mí y por estos jueces, porque no acabo de comprender, si me acusas de enseñar que hay muchos dioses, (y en este caso, si creo que hay dioses, no soy ateo, y falta la materia para que sea yo culpable) o si estos dioses no son del Estado. ¿Es esto de lo que me acusas? ¿O bien me acusas de que no admito ningún Dios, y que enseño a los demás a que no reconozcan ninguno?

Melito:Te acuso de no reconocer ningún Dios.

Sócrates:¡Oh maravilloso Melito!, ¿por qué dices eso? ¡Qué! ¿Yo no creo como los demás hombres que el sol y la luna son dioses?

Melito:No, ¡por Júpiter!, atenienses, no lo cree, porque dice que el sol es una piedra y la luna una tierra.

Sócrates:¿Pero tú acusas a Anaxagoras, mi querido Melito? Desprecias los jueces, porque los crees harto ignorantes, puesto que te imaginas que no saben que los libros de Anaxagoras y de Clazomenes están llenos de aserciones de esta especie. Por lo demás, ¿qué necesidad tendrían los jóvenes de aprender de mí cosas que podían ir a oír todos [64] los días a la Orquesta, por un dracma a lo más? ¡Magnífica ocasión se les presentaba para burlarse de Sócrates, si Sócrates se atribuyese doctrinas que no son suyas y tan extrañas y absurdas por otra parte! Pero dime en nombre de Júpiter, ¿pretendes que yo no reconozco ningún Dios?

Melito:Sí, ¡por Júpiter!, tú no reconoces ninguno.

Sócrates:Dices, Melito, cosas increíbles, ni estás tampoco de acuerdo contigo mismo. A mi entender parece, atenienses, que Melito es un insolente, que no ha intentado esta acusación sino para insultarme, con toda la audacia de un imberbe, porque justamente sólo ha venido aquí para tentarme y proponerme un enigma, diciéndose a sí mismo: —Veamos, si Sócrates, este hombre que pasa por tan sabio, reconoce que burlo y que digo cosas que se contradicen, o si consigo engañar, no sólo a él, sino a todos los presentes. Efectivamente se contradice en su acusación, porque es como si dijera: —Sócrates es culpable en cuanto no reconoce dioses y en cuanto los reconoce. —¿Y no es esto burlarse? Así lo juzgo yo. Seguidme, pues, atenienses, os lo suplico, y como os dije al principio, no os irritéis contra mí, si os hablo a mi manera ordinaria.

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Respóndeme, Melito. ¿Hay alguno en el mundo que crea que hay cosas humanas y que no hay hombres? Jueces, mandad que responda, y que no haga tanto ruido. ¿Hay quien crea que hay reglas para enseñar a los caballos, y que no hay caballos? ¿Que hay tocadores de flauta, y que no hay aires de flauta? No hay nadie, excelente Melito. Yo responderé por ti si no quieres responder. Pero dime: ¿hay alguno que crea en cosas propias de los demonios, y que, sin embargo, crea que no hay demonios? [65]

Melito:No, sin duda.

Sócrates:¡Qué trabajo ha costado arrancarte esta confesión! Al cabo respondes, pero es preciso que los jueces te fuercen a ello. ¿Dices que reconozco y enseño cosas propias de los demonios? Ya sean viejas o nuevas, siempre es cierto por tu voto propio, que yo creo en cosas tocantes a los demonios, y así lo has jurado en tu acusación. Si creo en cosas demoníacas, necesariamente creo en los demonios; ¿no es así? Sí, sin duda; porque tomo tu silencio por un consentimiento. ¿Y estos demonios no estamos convencidos de que son dioses o hijos de dioses? ¿Es así, sí o no?

Melito:Sí.

Sócrates:Por consiguiente, puesto que yo creo en los demonios, según tu misma confesión, y que los demonios son dioses, he aquí la prueba de lo que yo decía, de que tú nos proponías enigmas para divertirte a mis expensas, diciendo que no creo en los dioses, y que, sin embargo, creo en los dioses, puesto que creo en los demonios. Y si los demonios son hijos de los dioses, hijos bastardos, si se quiere, puesto que se dice que han sido habidos de ninfas o de otros seres mortales, ¿quién es el hombre que pueda creer que hay hijos de dioses, y que no hay dioses? Esto es tan absurdo como creer que hay mulos nacidos de caballos y asnos, y que no hay caballos ni asnos. Así, Melito, no puede menos de que hayas intentado esta acusación contra mí, por sólo probarme, y a falta de pretexto legítimo, por arrastrarme ante el tribunal; porque a nadie que tenga sentido común puedes persuadir jamás de que el hombre que cree que hay cosas concernientes a los dioses y a los demonios, pueda creer, [66] sin embargo, que no hay ni demonios, ni dioses, ni héroes; esto es absolutamente imposible. Pero no tengo necesidad de extenderme más en mi defensa, atenienses, y lo que acabo de decir basta para hacer ver que no soy culpable, y que la acusación de Melito carece de fundamento.

Estad persuadidos, atenienses, de lo que os dije en un principio; de que me he atraído muchos odios, que esta es la verdad, y que lo que me perderá, si sucumbo, no será ni Melito ni Anito, será este odio, esta envidia del pueblo que hace víctimas a tantos hombres de bien, y que harán perecer en lo sucesivo a

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muchos más; porque no hay que esperar que se satisfagan con el sacrificio sólo de mi persona.

Quizá me dirá alguno: ¿No tienes remordimiento, Sócrates, en haberte consagrado a un estudio que te pone en este momento en peligro de muerte? A este hombre le daré una respuesta muy decisiva, y le diré que se engaña mucho al creer que un hombre de valor tome en cuenta los peligros de la vida o de la muerte. Lo único que debe mirar en todos sus procederes es ver si lo que hace es justo o injusto, si es acción de un hombre de bien o de un malvado. De otra manera se seguiría que los semidioses que murieron en el sitio de Troya debieron ser los más insensatos, y particularmente el hijo de Fhetis, que, para evitar su deshonra, despreció el peligro hasta el punto, que impaciente por matar a Héctor y requerido por la Diosa su madre, que le dijo, si mal no me acuerdo: Hijo mío, si vengas la muerte de Patroclo, tu amigo, matando a Héctor, tu morirás porque…

Tu muerte debe seguir a la de Héctor;él, después de esta amenaza, despreciando el peligro y la muerte y temiendo más vivir como un cobarde, sin vengar a sus amigos, [67]

¡Que yo muera al instante!{3}

gritó, con tal que castigue al asesino de Patroclo, y que no quede yo deshonrado.

Sentado en mis buques, peso inútil sobre la tierra.{4}

¿Os parece que se inquietaba Fhetis del peligro de la muerte? Es una verdad constante, atenienses, que todo hombre que ha escogido un puesto que ha creído honroso, o que ha sido colocado en él por sus superiores, debe mantenerse firme, y no debe temer ni la muerte, ni lo que haya de más terrible, anteponiendo a todo el honor.

Me conduciría de una manera singular y extraña, atenienses, si después de haber guardado fielmente todos los puestos a que me han destinado nuestros generales en Potidea, en Anfipolis y en Delio{5} y de haber expuesto mi vida tantas veces, ahora que el Dios me ha ordenado, porque así lo creo, pasar mis días en el estudio de la filosofía, estudiándome a mí mismo y estudiando a los demás, abandonase este puesto por miedo a la muerte o a cualquier otro peligro. Verdaderamente esta sería una deserción criminal, y me haría acreedor a que se me citara ante este tribunal como un impío, que no cree en los dioses, que desobedece al oráculo, que teme la muerte y que se cree sabio, y que no lo es. Porque temer la muerte, atenienses, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, y

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creer conocer lo que no se sabe. En efecto, nadie conoce la muerte, ni sabe si es el mayor de los bienes para el hombre. Sin embargo, se la teme, como si se [68] supiese con certeza que es el mayor de todos los males. ¡Ah! ¿No es una ignorancia vergonzante creer conocer una cosa que no se conoce?

Respecto a mí, atenienses, quizá soy en esto muy diferente de todos los demás hombres, y si en algo parezco más sabio que ellos, es porque no sabiendo lo que nos espera más allá de la muerte, digo y sostengo que no lo sé. Lo que sé de cierto es que cometer injusticias y desobedecer al que es mejor y está por cima de nosotros, sea Dios, sea hombre, es lo más criminal y lo más vergonzoso. Por lo mismo yo no temeré ni huiré nunca de males que no conozco y que son quizá verdaderos bienes; pero temeré y huiré siempre de males que sé con certeza que son verdaderos males.

Si, a pesar de las instancias de Anito, quien ha manifestado, que o no haberme traído ante el tribunal, o que una vez llamado no podéis vosotros dispensaros de hacerme morir, porque, dice, que si me escapase de la muerte, vuestros hijos, que son ya afectos a la doctrina de Sócrates, serian irremisiblemente corrompidos, me dijeseis: Sócrates, en nada estimamos la acusación de Anito, y te declaramos absuelto; pero es a condición de que cesarás de filosofar y de hacer tus indagaciones acostumbradas; y si reincides, y llega a descubrirse, tú morirás; si me dieseis libertad bajo estas condiciones, os respondería sin dudar: Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros, y mientras yo viva no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos, volviendo a mi vida ordinaria, y diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: buen hombre, ¿cómo siendo ateniense y ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y por su valor, cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, de despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no [69] trabajar para hacer tu alma tan buena como pueda serlo? Y si alguno me niega que se halla en este estado, y sostiene que tiene cuidado de su alma, no se lo negaré al pronto, pero le interrogaré, le examinaré, le refutaré; y si encuentro que no es virtuoso, pero que aparenta serlo, le echaré en cara que prefiere cosas tan abyectas y tan perecibles a las que son de un precio inestimable.

He aquí de qué manera hablaré a los jóvenes y a los viejos, a los ciudadanos y a los extranjeros, pero principalmente a los ciudadanos; porque vosotros me tocáis más de cerca, porque es preciso que sepáis que esto es lo que el Dios me ordena, y estoy persuadido de que el mayor bien, que ha disfrutado esta ciudad, es este servicio continuo que yo rindo al Dios. Toda mi ocupación es trabajar para persuadiros, jóvenes y viejos, que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su

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perfeccionamiento; porque no me canso de deciros que la virtud no viene de las riquezas, sino por el contrario, que las riquezas vienen de la virtud, y que es de aquí de donde nacen todos los demás bienes públicos y particulares.

Si diciendo estas cosas corrompo la juventud, es preciso que estas máximas sean una ponzoña, porque si se pretende que digo otra cosa, se os engaña o se os impone. Dicho esto no tengo nada que añadir. Haced lo que pide Anito, o no lo hagáis; dadme libertad, o no me la deis; yo no puedo hacer otra cosa, aunque hubiera de morir mil veces... Pero no murmuréis, atenienses, y concededme la gracia que os pedí al principio: que me escuchéis con calma; calma que creo que no os será infructuosa, porque tengo que deciros otras muchas cosas que quizá os harán murmurar; pero no os dejéis llevar de vuestra pasión. Estad persuadidos de que si me hacéis morir en el supuesto de lo que os acabo de declarar, el mal [70] no será sólo para mí. En efecto, ni Anito, ni Melito pueden causarme mal alguno, porque el mal no puede nada contra el hombre de bien. Me harán quizá condenar a muerte, o a destierro, o a la pérdida de mis bienes y de mis derechos de ciudadano; males espantosos a los ojos de Melito y de sus amigos; pero yo no soy de su dictamen. A mi juicio, el más grande de todos los males es hacer lo que Anito hace en este momento, que es trabajar para hacer morir un inocente.

En este momento, atenienses, no es en manera alguna por amor a mi persona por lo que yo me defiendo, y sería un error el creerlo así; sino que es por amor a vosotros; porque condenarme sería ofender al Dios y desconocer el presente que os ha hecho. Muerto yo, atenienses, no encontrareis fácilmente otro ciudadano que el Dios conceda a esta ciudad (la comparación os parecerá quizá ridícula) como a un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza, y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me figura que soy yo el que Dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para predicaros todos los días, sin abandonaros un solo instante. Bajo mi palabra, atenienses, difícil será que encontréis otro hombre que llene esta misión como yo; y si queréis creerme, me salvareis la vida.

Pero quizá fastidiados y soñolientos desechareis mi consejo, y entregándoos a la pasión de Anito me condenareis muy a la ligera. ¿Qué resultará de esto? Que pasareis el resto de vuestra vida en un adormecimiento profundo, a menos que el Dios no tenga compasión de vosotros, y os envíe otro hombre que se parezca a mí.

Que ha sido Dios el que me ha encomendado esta misión para con vosotros es fácil inferirlo, por lo que os voy a decir. Hay un no sé qué de sobrehumano en el hecho de haber abandonado yo durante tantos años mis propios negocios por consagrarme a los vuestros, [71] dirigiéndome a cada uno de vosotros en

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particular, como un padre o un hermano mayor puede hacerlo, y exhortándoos sin cesar a que practiquéis la virtud.

Si yo hubiera sacado alguna recompensa de mis exhortaciones, tendríais algo que decir; pero veis claramente que mis mismos acusadores, que me han calumniado con tanta impudencia, no han tenido valor para echármelo en cara, y menos para probar con testigos que yo haya exigido jamás ni pedido el menor salario, y en prueba de la verdad de mis palabras os presento un testigo irrecusable, mi pobreza.

Quizá parecerá absurdo que me haya entrometido a dar a cada uno en particular lecciones, y que jamás me haya atrevido a presentarme en vuestras asambleas, para dar mis consejos a la patria. Quien me lo ha impedido, atenienses, ha sido este demonio familiar, esta voz divina de que tantas veces os he hablado, y que ha servido a Melito para formar donosamente un capítulo de acusación. Este demonio se ha pegado a mí desde mi infancia; es una voz que no se hace escuchar sino cuando quiere separarme de lo que he resuelto hacer, porque jamás me excita a emprender nada. Ella es la que se me ha opuesto siempre, cuando he querido mezclarme en los negocios de la república; y ha tenido razón, porque ha largo tiempo, creedme atenienses, que yo no existiría, si me hubiera mezclado en los negocios públicos, y no hubiera podido hacer las cosas que he hecho en beneficio vuestro y el mío. No os enfadéis, os suplico, si no os oculto nada; todo hombre que quiera oponerse franca y generosamente a todo un pueblo, sea el vuestro o cualquiera otro, y que se empeñe en evitar que se cometan iniquidades en la república, no lo hará jamás impunemente. Es preciso de toda necesidad, que el que quiere combatir por la justicia, por poco que quiera vivir, sea sólo simple particular y no hombre público. Voy a daros pruebas magníficas [72] de esta verdad, no con palabras, sino con otro recurso que estimáis más, con hechos.

Oíd lo que a mí mismo me ha sucedido, para que así conozcáis cuán incapaz soy de someterme a nadie yendo contra lo que es justo por temor a la muerte, y como no cediendo nunca, es imposible que deje yo de ser víctima de la injusticia. Os referiré cosas poco agradables, mucho más en boca de un hombre, que tiene que hacer su apología, pero que son muy verdaderas.

Ya sabéis, atenienses, que jamás he desempeñado ninguna magistratura, y que tan sólo he sido senador. La tribu Antioquida, a la que pertenezco, estaba en turno en el Pritaneo, cuando contra toda ley os empeñasteis en procesar, bajo un contesto, a los diez generales que no habían enterrado los cuerpos de los ciudadanos muertos en el combate naval de las Arginusas{6}; injusticia que reconocéis y de la que os arrepentisteis despees. entonces fui el único senador que se atrevió a oponerse a vosotros para impedir esta violación de las leyes.

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Protesté contra vuestro decreto, y a pesar de los oradores que se preparaban para denunciarme, a pesar de vuestras amenazas y vuestros gritos, quise más correr este peligro con la ley y la justicia, que consentir con vosotros en tan insigne iniquidad, sin que me arredraran ni las cadenas, ni la muerte.

Esto acaeció cuando la ciudad era gobernada por el pueblo, pero después que se estableció la oligarquía, habiéndonos mandado los treinta tiranos a otros cuatro y a mí a Tolos{7}, nos dieron la orden de conducir desde Salamina a León el salaminiano, para hacerle morir, [73] porque daban estas ordenes a muchas personas para comprometer el mayor número de ciudadanos posible en sus iniquidades; y entonces yo hice ver, no con palabras sino con hechos, que la muerte a mis ojos era nada, permítaseme esta expresión, y que mi único cuidado consistía en no cometer impiedades e injusticias. Todo el poder de estos treinta tiranos, por terrible que fuese, no me intimidó, ni fue bastante para que me manchara con tan impía iniquidad.

Cuando salimos de Tolos, los otro cuatro fueron a Salamina y condujeron aquí a León, y yo me retiré a mi casa, y no hay que dudar, que mi muerte hubiera seguido a mi desobediencia, si en aquel momento no se hubiera verificado la abolición de aquel gobierno. Existe un gran número de ciudadanos que pueden testimoniar de mi veracidad.

¿Creéis que hubiera yo vivido tantos años si me hubiera mezclado en los negocios de la república, y como hombre de bien hubiera combatido toda clase de intereses bastardos, para dedicarme exclusivamente a defender la justicia? Esperanza vana, atenienses; ni yo ni ningún otro hubiera podido hacerlo. Pero la única cosa que me he propuesto toda mi vida en público y en particular es no ceder ante nadie, sea quien fuere, contra la justicia, ni ante esos mismos tiranos que mis calumniadores quieren convertir en mis discípulos.

Jamás he tenido por oficio el enseñar, y si ha habido algunos jóvenes o ancianos que han tenido deseo de verme a la obra y oír mis conversaciones, no les he negado esta satisfacción, porque como no es mercenario mi oficio, no rehúso el hablar, aun cuando con nada se me retribuye y estoy dispuesto siempre a espontanearme con ricos y pobres, dándoles toda anchura para que me pregunten, y, si lo prefieren, para que me respondan a las cuestiones que yo suscite. [74]

Y si entre ellos hay algunos que se han hecho hombres de bien o pícaros, no hay que alabarme ni reprenderme por ello, porque no soy yo la causa, puesto que jamás he prometido enseñarles nada, y de hecho nada les he enseñado; y si alguno se alaba de haber recibido lecciones privadas u oído de mí cosas distintas de las que digo públicamente a todo el mundo, estad persuadidos de que no dice la verdad.

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Ya sabéis, atenienses, por qué la mayor parte de las gentes gustan escucharme y conversar detenidamente conmigo; os he dicho la verdad pura, y es porque tienen singular placer en combatir con gentes que se tienen por sabias y que no lo son; combates que no son desagradables para los que los dirigen. Como os dije antes, es el Dios mismo el que me ha dado esta orden por medio de oráculos, por sueños y por todos los demás medios de que la Divinidad puede valerse para hacer saber a los hombres su voluntad.

Si lo que digo no fuese cierto, os sería fácil convencerme de ello; porque si yo corrompía los jóvenes, y de hecho estuviesen ya corrompidos, sería preciso que los más avanzados en edad, y que saben en conciencia que les he dado perniciosos consejos en su juventud, se levantasen contra mí y me hiciesen castigar; y si no querían hacerlo, sería un deber en sus parientes, como sus padres, sus hermanos, sus tíos, venir a pedir venganza contra el corruptor de sus hijos, de sus sobrinos, de sus hermanos. Veo muchos que están presentes, como Criton, que es de mi pueblo y de mi edad, padre de Critobulo, que aquí se halla; Lisanias de Sfettios, padre de Esquines, también presente; Antifon, también del pueblo de Cefisa y padre de Epigenes; y muchos otros, cuyos hermanos han estado en relación conmigo, como Nicostrates, hijo de Zotidas y hermano de Teodoto, que ha muerto y que por lo tanto no tiene necesidad del socorro [75] de su hermano. Veo también a Parales, hijo de Demodoco y hermano de Teages; Adimanto, hijo de Ariston con su hermano Platón, que tenéis delante; Eartodoro, hermano de Apolodoro{8} y muchos más, entre los cuales está obligado Melito a tomar por lo menos uno o dos para testigos de su causa.

Si no ha pensado en ello, aún es tiempo; yo le permito hacerlo; que diga, pues, si puede; pero no puede, atenienses. Veréis que todos estos están dispuestos a defenderme, a mí que he corrompido y perdido enteramente a sus hijos y hermanos, si hemos de creer a Melito y a Anito. No quiero hacer valer la protección de los que he corrompido, porque podrían tener sus razones para defenderme; pero sus padres, que no he seducido y que tienen ya cierta edad, ¿qué otra razón pueden tener para protegerme más que mi derecho y mi inocencia? ¿No saben que Melito es un hombre engañoso, y que yo no digo más que la verdad? He aquí, atenienses, las razones de que puedo valerme para mi defensa; las demás que paso en silencio son de la misma naturaleza.

Pero quizá habrá alguno entre vosotros, que acordándose de haber estado en el puesto en que yo me hallo, se irritará contra mí, porque peligros mucho menores los ha conjurado, suplicando a sus jueces con lágrimas, y, para excitar más la compasión, haciendo venir aquí sus hijos, sus parientes y sus amigos, mientras

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que yo no he querido recurrir a semejante aparato, a pesar de las señales que se advierten de que corro el mayor de todos los peligros. Quizá presentándose a su espíritu esta diferencia, les agriará contra mí, y dando en tal situación su voto, le darán con indignación. [76] Si hay alguno que abrigue estos sentimientos, lo que no creo, y sólo lo digo en hipótesis, la excusa más racional de que puedo valerme con él es decirle: amigo mío, tengo también parientes, porque para servirme de la expresión de Homero,

Yo no he salido de una encina o de una roca{9}

sino que he nacido como los demás hombres. De suerte, atenienses, que tengo parientes y tengo tres hijos, de los cuales el mayor está en la adolescencia y los otros dos en la infancia, y sin embargo, no les haré comparecer aquí para comprometeros a que me absolváis.

¿Por qué no lo haré? No es por una terquedad altanera, ni por desprecio hacia vosotros; y dejo a un lado si miro la muerte con intrepidez o con debilidad, porque esta es otra cuestión; sino que es por vuestro honor y por el de toda la ciudad. No me parece regular ni honesto que vaya yo a emplear esta clase de medios a la edad que tengo y con toda mi reputación verdadera o falsa; basta que la opinión generalmente recibida sea que Sócrates tiene alguna ventaja sobre la mayor parte de los hombres. Si los que entre vosotros pasan por ser superiores a los demás por su sabiduría, su valor o por cualquiera otra virtud se rebajasen de esta manera, me avergüenzo decirlo, como muchos que he visto, que habiendo pasado por grandes personajes, hacían, sin embargo, cosas de una bajeza sorprendente cuando se los juzgaba, como si estuviesen persuadidos de que sería para ellos un gran mal si les hacían morir, y de que se harían inmortales si los absolvían; repito que obrando así, harían la mayor afrenta a esta ciudad, porque darían lugar a que los extranjeros creyeran, que los más virtuosos, de entre los atenienses, preferidos para obtener los más altos honores y dignidades [77] por elección de los demás, en nada se diferenciaban de miserables mujeres; y esto no debéis hacerlo, atenienses, vosotros que habéis alcanzado tanta nombradía; y si quisiéramos hacerlo, estáis obligados a impedirlo y declarar que condenareis más pronto a aquel que recurra a estas escenas trágicas para mover a compasión, poniendo en ridículo vuestra ciudad, que a aquel que espere tranquilamente la sentencia que pronunciéis.

Pero sin hablar de la opinión, atenienses, no me parece justo suplicar al juez ni hacerse absolver a fuerza de súplicas. Es preciso persuadirle y convencerle, porque el juez no está sentado en su silla para complacer violando la ley, sino para hacer justicia obedeciéndola. Así es como lo ha ofrecido por juramento, y no está en su poder hacer gracia a quien le agrade, porque está en la obligación de

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hacer justicia. No es conveniente que os acostumbremos al perjurio, ni vosotros debéis dejaros acostumbrar; porque los unos y los otros seremos igualmente culpables para con los dioses.

No esperéis de mí, atenienses, que yo recurra para con vosotros a cosas que no tengo por buenas, ni justas, ni piadosas, y menos que lo haga en una ocasión en que me veo acusado de impiedad por Melito; porque si os ablandase con mis súplicas y os forzase a violar vuestro juramento, sería evidente que os enseñaría a no creer en los dioses, y, queriendo justificarme, probaría contra mí mismo, que no creo en ellos. Pero es una fortuna atenienses, que esté yo en esta creencia. Estoy más persuadido de la existencia de Dios que ninguno de mis acusadores; y es tan grande la persuasión, que me entrego a vosotros y al Dios de Delfos, a fin de que me juzguéis como creáis mejor para vosotros y para mí. [78]

(Terminada la defensa de Sócrates, los jueces, que eran 556, procedieron a la votación y resultaron 281 votos en contra y 275 en favor; y Sócrates, condenado por una mayoría de seis votos, tomó la palabra y dijo:)

No creáis, atenienses, que me haya conmovido el fallo que acabáis de pronunciar contra mí, y esto por muchas razones; la principal, porque ya estaba preparado para recibir este golpe. Mucho más sorprendido estoy con el número de votantes en pro y en contra, y no esperaba verme condenado por tan escaso número de votos. Advierto que sólo por tres votos no he sido absuelto. Ahora veo que me he librado de las manos de Melito; y no sólo librado, sino que os consta a todos que si Anito y Licon no se hubieran levantado para acusarme, Melito hubiera pagado 6.000 dracmas{10} por no haber obtenido la quinta parte de votos.

Melito me juzga digno de muerte; en buen hora. ¿Y yo de qué pena{11} me juzgaré digno? Veréis claramente, atenienses, que yo no escojo más que lo que merezco. ¿Y cuál es? ¿A qué pena, a qué multa voy a condenarme por no haber callado las cosas buenas que aprendí durante toda mi vida; por haber despreciado lo que los demás buscan con tanto afán, las riquezas, el cuidado de los negocios domésticos, los empleos y las dignidades; por no haber entrado jamás en ninguna cábala, ni en ninguna conjuración, prácticas bastante ordinarias en esta ciudad; por ser conocido como hombre, de bien, no queriendo conservar mi vida valiéndome de medios tan indignos? Por otra parte, sabéis que jamás he querido tomar ninguna profesión en la que pudiera trabajar al mismo tiempo en [79] provecho vuestro y en el mío, y que mi único objeto ha sido procuraros a cada uno de vosotros en particular el mayor de todos los bienes, persuadiéndoos a que no atendáis a las cosas que os pertenecen antes que al cuidado de vosotros mismos, para haceros más sabios y más perfectos, lo mismo que es preciso tener

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cuidado de la existencia de la república antes de pensar en las cosas que la pertenecen, y así de lo demás.

Dicho esto, ¿de qué soy digno? De un gran bien sin duda, atenienses, si proporcionáis verdaderamente la recompensa al mérito; de un gran bien que pueda convenir a un hombre tal como yo. ¿Y qué es lo que conviene a un hombre pobre, que es vuestro bienhechor, y que tiene necesidad de un gran desahogo para ocuparse en exhortaros? Nada le conviene tanto, atenienses, como el ser alimentado en el Pritaneo y esto le es más debido que a los que entre vosotros han ganado el premio en las corridas de caballos y carros en los juegos olímpicos{12}; porque éstos con sus victorias hacen que aparezcamos felices, y yo os hago, no en la apariencia, sino en la realidad. Por otra parte, éstos no tienen necesidad de este socorro, y yo la tengo. Si en justicia es preciso adjudicarme una recompensa digna de mí, esta es la que merezco, el ser alimentado en el Pritaneo.

Al hablaros así, atenienses, quizá me acusareis de que lo hago con la terquedad y arrogancia con que deseché antes los lamentos y las súplicas. Pero no hay nada de eso.

El motivo que tengo es, atenienses, que abrigo la convicción de no haber hecho jamás el menor daño a nadie queriéndolo y sabiéndolo. No puedo hoy persuadiros de ello, porque el tiempo que me queda es muy corto. Si [80] tuvieseis una ley que ordenase que un juicio de muerte durara muchos días, como se practica en otras partes, y no uno solo, estoy persuadido que os convencería. ¿Pero qué medio hay para destruir tantas calumnias en un tan corto espacio de tiempo? Estando convencidísimo de que no he hecho daño a nadie, ¿cómo he de hacérmelo a mí mismo, confesando que merezco ser castigado, e imponiéndome a mí mismo una pena? ¡Qué! ¿Por no sufrir el suplicio a que me condena Melito, suplicio que verdaderamente no sé si es un bien o un mal, iré yo a escoger alguna de esas penas, que sé con certeza que es un mal, y me condenaré yo mismo a ella? ¿Será quizá una prisión perpetua? ¿Y qué significa vivir siempre yo esclavo de los Once?{13} ¿Será una multa y prisión hasta que la haya pagado? Esto equivale a lo anterior, porque no tengo con qué pagarla. ¿Me condenaré a destierro? Quizá confirmaríais mi sentencia. Pero era necesario que me obcecara bien el amor a la vida, atenienses, si no viera que si vosotros, que sois mis conciudadanos, no habéis podido sufrir mis conversaciones ni mis máximas, y de tal manera os han irritado que no habéis parado hasta deshaceros de mí, con mucha más razón los de otros países no podrían sufrirme. ¡Preciosa vida para Sócrates, si a sus años, arrojado de Atenas, se viera errante de ciudad en ciudad como un vagabundo y como un proscrito! Sé bien, que, a do quiera que vaya, los jóvenes me escucharán, como me escuchan en Atenas; pero si los rechazo harán

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que sus padres me destierren; y si no los rechazo, sus padres y parientes me arrojarán por causa de ellos.

Pero me dirá quizá alguno: —¡Qué!, Sócrates, ¿si marchas desterrado no podrás mantenerte en reposo y guardar silencio? Ya veo que este punto es de los más [81] difíciles para hacerlo comprender a alguno de vosotros, porque si os digo que callar en el destierro sería desobedecer a Dios, y que por esta razón me es imposible guardar silencio, no me creeríais y miraríais esto como una ironía; y si por otra parte os dijese que el mayor bien del hombre es hablar de la virtud todos los días de su vida y conversar sobre todas las demás cosas que han sido objeto de mis discursos, ya sea examinándome a mí mismo, ya examinando a los demás, porque una vida sin examen no es vida, aún me creeríais menos. Así es la verdad, atenienses, por más que se os resista creerla. En fin, no estoy acostumbrado a juzgarme acreedor a ninguna pena. Verdaderamente si fuese rico, me condenaría a una multa tal, que pudiera pagarla, porque esto no me causaría ningún perjuicio; pero no puedo, porque nada tengo, a menos que no queráis que la multa sea proporcionada a mi indigencia, y en este concepto podría extenderme hasta una mina de plata, y a esto es a lo que yo me condeno. Pero Platón, que está presente, Criton, Critobulo y Apolodoro; quieren que me extienda hasta treinta minas, de que ellos responden. Me condeno pues a treinta minas, y he aquí mis fiadores, que ciertamente son de mucho abono.

(Habiéndose Sócrates condenado a sí mismo a la multa por obedecer a la ley, los jueces deliberaron y le condenaron a muerte, y entonces Sócrates tomó la palabra y dijo:)

En verdad, atenienses, por demasiada impaciencia y precipitación vais a cargar con un baldón y dar lugar a vuestros envidiosos enemigos a que acusen a la república de haber hecho morir a Sócrates, a este hombre sabio, porque para agravar vuestra vergonzosa situación, ellos me llamarán sabio aunque no lo sea. En lugar de que si [82] hubieseis tenido un tanto de paciencia, mi muerte venía de suyo, y hubieseis conseguido vuestro objeto, porque ya veis que en la edad que tengo estoy bien cerca de la muerte. No digo esto por todos los jueces, sino tan sólo por los que me han condenado a muerte, y a ellos es a quienes me dirijo. ¿Creéis que yo hubiera sido condenado, si no hubiera reparado en los medios para defenderme? ¿Creéis que me hubieran faltado palabras insinuantes y persuasivas? No son las palabras, atenienses, las que me han faltado; es la impudencia de no haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho de oír. Hubiera sido para vosotros una gran satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estáis viendo

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todos los días en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creído que debía rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso, y después de vuestra sentencia no me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir después de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros. Ni en los tribunales de justicia, ni en medio de la guerra, debe el hombre honrado salvar su vida por tales medios. Sucede muchas veces en los combates, que se puede salvar la vida muy fácilmente, arrojando las armas y pidiendo cuartel al enemigo, y lo mismo sucede en todos los demás peligros; hay mil expedientes para evitar la muerte; cuando está uno en posición de poder decirlo todo o hacerlo todo. ¡Ah! Atenienses, no es lo difícil evitar la muerte; lo es mucho más evitar la deshonra, que marcha más ligera que la muerte. Esta es la razón, porque, viejo y pesado como estoy, me he dejado llevar por la más pesada de las dos, la muerte; mientras que la más ligera, el crimen, esta adherida a mis acusadores, que tienen vigor y ligereza. Yo voy a sufrir la muerte, a la que me habéis condenado, pero ellos sufrirán la iniquidad y la infamia a que la [83] verdad les condena. Con respecto a mí, me atengo a mi castigo, y ellos se atendrán al suyo. En efecto, quizá las cosas han debido pasar así, y en mi opinión no han podido pasar de mejor modo.

¡Oh vosotros!, que me habéis condenado a muerte, quiero predeciros lo que os sucederá, porque me veo en aquellos momentos, cuando la muerte se aproxima, en que los hombres son capaces de profetizar el porvenir. Os lo anuncio, vosotros que me hacéis morir, vuestro castigo no tardará, cuando yo haya muerto, y será, ¡por Júpiter!, más cruel que el que me imponéis. En deshaceros de mí, sólo habéis intentado descargares del importuno peso de dar cuenta de vuestra vida, pero os sucederá todo lo contrario; yo os lo predigo.

Se levantará contra vosotros y os reprenderá un gran número de personas, que han estado contenidas por mi presencia, aunque vosotros no lo apercibíais; pero después de mi muerte serán tanto más importunos y difíciles de contener, cuanto que son más jóvenes; y más os irritareis vosotros, porque si creéis que basta matar a unos para impedir que otros os echen en cara que vivís mal, os engañáis. Esta manera de libertarse de sus censores ni es decente, ni posible. La que es a la vez muy decente y muy fácil es, no cerrar la boca a los hombres, sino hacerse mejor. Lo dicho basta para los que me han condenado, y los entrego a sus propios remordimientos.

Con respecto a los que me habéis absuelto con vuestros votos, atenienses, conversaré con vosotros con el mayor gusto, mientras que los Once estén ocupados, y no se me conduzca al sitio donde deba morir. Concededme, os suplico, un momento de atención, porque nada impide que conversemos juntos, puesto que da tiempo: Quiero deciros, como amigos, una cosa que acaba de

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sucederme, y explicaros lo que significa. Sí, jueces míos, (y llamándoos así no me engaño en el nombre) me [84] ha sucedido hoy una cosa muy maravillosa. La voz divina de mi demonio familiar que me hacía advertencias tantas veces, y que en las menores ocasiones no dejaba jamás de separarme de todo lo malo que iba a emprender, hoy, que me sucede lo que veis, y lo que la mayor parte de los hombres tienen por el mayor de todos los males, esta voz no me ha dicho nada, ni esta mañana cuando salí de casa, ni cuando he venido al tribunal, ni cuando he comenzado a hablares. Sin embargo, me ha sucedido muchas veces, que me ha interrumpido en medio de mis discursos, y hoy a nada se ha opuesto, haya dicho o hecho yo lo que quisiera. ¿Qué puede significar esto? Voy a decíroslo. Es que hay trazas de que lo que me sucede es un gran bien, y nos engañamos todos sin duda, si creemos que la muerte es un mal. Una prueba evidente de ello es que si yo no hubiese de realizar hoy algún bien, el Dios no hubiera dejado de advertírmelo como acostumbra.

Profundicemos un tanto la cuestión, para hacer ver que es una esperanza muy profunda la de que la muerte es un bien.

Es preciso de dos cosas una: o la muerte es un absoluto anonadamiento y una privación de todo sentimiento, o, como se dice, es un tránsito del alma de un lugar a otro. Si es la privación de todo sentimiento, una dormida pacífica que no es turbada por ningún sueño, ¿qué mayor ventaja puede presentar la muerte? Porque si alguno, después de haber pasado una noche muy tranquila sin ninguna inquietud, sin ninguna turbación, sin el menor sueño, la comparase con todos los demás días y con todas las demás noches de su vida, y se le obligase a decir en conciencia cuántos días y noches había pasado que fuesen más felices que aquella noche; estoy persuadido de que no sólo un simple particular, si no el mismo gran rey, encontraría bien pocos, y le sería muy fácil contarlos. Si la muerte es una cosa semejante, la llamo con razón un [86] bien; porque entonces el tiempo todo entero no es más que una larga noche.

Pero si la muerte es un tránsito de un lugar a otro, y si, según se dice, allá abajo está el paradero de todos los que han vivido, ¿qué mayor bien se puede imaginar, jueces míos? Porque si, al dejar los jueces prevaricadores de este mundo, se encuentran en los infiernos los verdaderos jueces, que se dice que hacen allí justicia, Mines, Radamanto, Eaco, Triptolemo y todos los demás semidioses que han sido justos durante su vida, ¿no es este el cambio más dichoso? ¿A qué precio no compraríais la felicidad de conversar con Orfeo, Museo, Hesiodo y Homero? Para mí, si es esto verdad, moriría gustoso mil veces. ¿Qué trasporte de alegría no tendría yo cuando me encontrase con Palamedes, con Afax, hijo de Telamon, y con todos los demás héroes de la antigüedad, que han sido víctimas de la injusticia? ¡Qué placer el poder comparar mis aventuras con las suyas! Pero

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aún sería un placer infinitamente más grande para mí pasar allí los días, interrogando y examinando a todos estos personajes, para distinguir los que son verdaderamente sabios de los que creen serlo y no lo son. ¿Hay alguno, jueces míos, que no diese todo lo que tiene en el mundo por examinar al que condujo un numeroso ejército contra Troya o Ulises o Sisifo y tantos otros, hombres y mujeres, cuya conversación y examen serían una felicidad inexplicable? Estos no harían morir a nadie por este examen, porque además de que son más dichosos que nosotros en todas las cosas, gozan de la inmortalidad, si hemos de creer lo que se dice.

Esta es la razón, jueces míos, para que nunca perdáis las esperanzas aún después de la tumba, fundados en esta verdad; que no hay ningún mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni después de su muerte; y que los dioses tienen siempre cuidado de cuanto tiene relación con [86] él; porque lo que en este momento me sucede a mí no es obra del azar, y estoy convencido de que el mejor partido para mí es morir desde luego y libertarme así de todos los disgustos de esta vida. He aquí por qué la voz divina nada me ha dicho este día. No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores, ni contra los que me han condenado, aun cuando no haya sido su intención hacerme un bien, sino por el contrario hacerme un mal, lo que sería un motivo para quejarme de ellos. Pero sólo una gracia tengo que pedirles. Cuando mis hijos sean mayores, os suplico los hostiguéis, los atormentéis, como yo os he atormentado a vosotros, si veis que prefieren las riquezas a la virtud, y que se creen algo cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza, si no se aplican a lo que deben aplicarse, y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado con vosotros. Si me concedéis esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos menos de alabar vuestra justicia. Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios.

———

{1} Los últimos acusadores de Sócrates fueron Anito, que murió después lapidado en el Ponto, Licon, que sostuvo la acusación, y Melito. Véase a Eutifron.

{2} Se llamaban así los poetas que hacían himnos en honor de Baco.

{3} Homero, Iliada, lib. 18, v. 96-98.

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{4} Homero, Iliada, lib. 18, v. 104.

{5} Sócrates se distinguió por su valor en los dos primeros sitios, y en la batalla de Delio salvó la vida a Xenofonte, su discípulo, y a Alcibíades.

{6} Este combate fue dado por Cellicratidas, general de los lacedemonios, contra los diez generales atenienses. Estos últimos consiguieron la victoria.

{7} Tolos era la sala de despacho de los Pritaneos o senadores.

{8} Cuando Sócrates fue condenado, Apolodoro exclamó: ¡Sócrates, lo que me aflige más es verte morir inocente! Sócrates, pasándole la mano suavemente por la cabeza, le dijo con la risa en los labios: ¡Amigo mío!, ¿querrías más verme morir culpable?

{9} Odisea, lib. 19, v. 163.

{10} Era preciso que el acusador obtuviese la mitad más una quinta parte de votos.

{11} La ley permitía al acusado condenarse a una de estas tres penas; prisión perpetua, multa, destierro. Sócrates no cayó en este lazo.

{12} Los ciudadanos de grandes servicios eran mantenidos en el Pritaneo con los cincuenta senadores en ejercicio.

{13} Eran los magistrados encargados de la vigilancia de las prisiones.

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© 2005 www.filosofia.org Patricio de Azcárate · Obras completas de Platón

Madrid 1871, tomo 1, páginas 49-86

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CRITÓN SÓCRATES Y CRITÓN Sócrates. - ¿Por qué vienes a esta hora, Critón? ¿No es pronto todavía?

Critón - En efecto, es muy pronto.

Sócrates - ¿Qué hora es exactamente?

Critón - Comienza a amanecer.

Sócrates -Me extraña que el guardián de la prisión haya querido atenderte.

Critón -Es ya amigo mío, Sócrates, de tanto venir aquí; además ha recibido dé mí alguna gratificación.

Sócrates - ¿Has venido ahora o hace tiempo?

Critón -Hace ya bastante tiempo.

Sócrates -¿Y cómo no me has despertado en seguida y te has quedado sentado ahí al lado, en silencio?

Critón - No, por Zeus, Sócrates, en esta situación tampoco habría querido yo mismo estar en tal desvelo y sufrimiento, pero hace rato que me admiro viendo qué suavemente duermes, y a intención no te desperté para que pasaras el tiempo lo más agradablemente. Muchas veces, ya antes durante toda tu vida, te consideré feliz por tu carácter, pero mucho más en la presente desgracia, al ver qué fácil y apaciblemente la llevas.

Sócrates -Ciertamente, Critón, no sería oportuno irritarme a mi edad, si debo ya morir.

Critón -También otros de tus años, Sócrates, se encuentran metidos en estas circunstancias, pero su edad no les libra en nada de irritarse con su suerte presente.

Sócrates -Así es. Pero, ¿por qué has venido tan temprano?

Critón -Para traerte, Sócrates, una noticia dolorosa y agobiante, no para ti, según veo, pero ciertamente dolorosa y agobiante para mí y para todos tus amigos, y que para mí, según veo, va a ser muy difícil de soportar.

Sócrates - ¿Cuál es la noticia? ¿Acaso ha llegado ya desde Delos el barco a cuya llegada debo yo morir?

Critón - No ha llegado aún, pero me parece que estará aquí hoy, por lo que anuncian personas venidas de Sunio que han dejado el barco allí. Según estos mensajeros, es seguro que estará aquí hoy, y será necesario, Sócrates, que mañana acabes tu vida.

Sócrates -Pues, ¡buena suerte!, Critón. Sea así, si así es agradable a los dioses. Sin embargo, no creo que el barco esté aquí hoy.

Critón -¿De dónde conjeturas eso?

Sócrates - Voy a decírtelo. Yo debo morir al día siguiente de que el barco llegue.

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Critón -Así dicen los encargados de estos asuntos.

Sócrates - Entonces, no creo que llegue el día que está empezando sino el siguiente. Me fundo en cierto sueño que he tenido hace poco, esta noche. Probablemente ha sido muy oportuno que no me despertaras.

Critón - ¿Cuál era el sueño?

Sócrates -Me pareció que una mujer bella, de buen aspecto, que llevaba blancos vestidos se acercó a mí, me llamó y me dijo: «Sócrates, al tercer día llegarás a la fértil Ptía ». Critón - Extraño es el sueño, Sócrates.

Sócrates - En todo caso, muy claro, según yo creo, Critón.

Critón - Demasiado claro, según parece. Pero, querido Sócrates, todavía en este momento hazme caso y sálvate. Para mí, si tú mueres, no será una sola desgracia, sino que, aparte de verme privado de un amigo como jamás encontraré otro, muchos que no nos conocen bien a ti y a mí creerán que, habiendo podido yo salvarte, si hubiera querido gastar dinero, te he abandonado. Y, en verdad, ¿hay reputación más vergonzosa que la de parecer que se tiene en más al dinero que a los amigos? Porque la mayoría no llegará a convencerse de que tú mismo no quisiste salir de aquí, aunque nosotros nos esforzábamos en ello.

Sócrates -Pero ¿por qué damos tanta importancia, mi buen Critón, a la opinión de la mayoría? Pues los más capaces, de los que sí vale la pena preocuparse, considerarán que esto ha sucedido como en realidad suceda.

Critón - Pero ves, Sócrates, que es necesario también tener en cuenta la opinión de la mayoría. Esto mismo que ahora está sucediendo deja ver, claramente, que la mayoría es capaz de producir no los males más pequeños, sino precisamente los mayores, si alguien ha incurrido en su odio.

Sócrates - ¡Ojalá, Critón, que los más fueran capaces de hacer los males mayores para que fueran también capaces de hacer los mayores bienes! Eso sería bueno. La realidad es que no son capaces ni de lo uno ni de lo otro; pues, no siendo tampoco capaces de hacer a alguien sensato ni insensato, hacen lo que la casualidad les ofrece.

Critón -Bien, aceptemos que es así. ¿Acaso no te estás tú preocupando de que a mí y a los otros amigos, si tú sales de aquí, no nos creen dificultades los sicofantes al decir que te hemos sacado de la cárcel, y nos veamos obligados a perder toda nuestra fortuna o mucho dinero o, incluso, a sufrir algún otro daño además de éstos? Si, en efecto, temes algo así, déjalo en paz. Pues es justo que nosotros corramos este riesgo para salvarte y, si es preciso, otro aún mayor. Pero hazme caso y no obres de otro modo.

Sócrates - Me preocupa eso, Critón, y otras muchas cosas.

Critón - Pues bien, no temas por ésta. Ciertamente, tampoco es mucho el dinero que quieren recibir algunos para salvarte y sacarte de aquí. Además, ¿no ves qué baratos están estos sicofantes y que no sería necesario gastar en ellos mucho dinero? Está a tu disposición mi fortuna que será suficiente, según creo. Además, si te preocupas por mí y crees que no debes gastar lo mío, están aquí algunos extranjeros dispuestos a gastar su dinero. Uno ha traído, incluso, el suficiente para ello, Simias de Tebas. Están dispuestos también Cebes y otros muchos. De manera que, como digo, por temor a esto no vaciles en salvarte; y que tampoco sea para ti dificultad lo que dijiste en el tribunal , que si salías de Atenas, no sabrías cómo valerte. En muchas partes, adonde quiera que tú llegues, te acogerán con cariño. Si quieres ir a Tesalia, tengo allí huéspedes que te tendrán en gran estimación y que te ofrecerán seguridad, de manera que nadie te moleste en Tesalia. Además, Sócrates, tampoco me parece justo que intentes traicionarte a ti mismo, cuando te es posible salvarte. Te esfuerzas porque te suceda aquello por lo que trabajarían con afán y, de hecho, han trabajado tus enemigos deseando destruirte. Además, me parece a mí que traicionas también a tus hijos; cuando te es posible criarlos y educarlos, los abandonas y te vas, y, por tu parte, tendrán la suerte que el destino les

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depare, que será, como es probable, la habitual de los huérfanos durante la orfandad. Pues, o no se debe tener hijos, o hay que fatigarse para criarlos y educarlos. Me parece que tú eliges lo más cómodo. Se debe elegir lo que elegiría un hombre bueno y decidido, sobre todo cuando se ha dicho durante toda la vida que se ocupa uno de la virtud. Así que yo siento vergüenza, por ti y por nosotros tus amigos, de que parezca que todo este asunto tuyo se ha producido por cierta cobardía nuestra: la instrucción del proceso para el tribunal, siendo posible evitar el proceso, el mismo desarrollo del juicio tal como sucedió, y finalmente esto, como desenlace ridículo del asunto, y que parezca que nosotros nos hemos quedado al margen de la cuestión por incapacidad y cobardía, así como que no te hemos salvado ni tú te has salvado a ti mismo, cuando era realizable y posible, por pequeña que fuera nuestra ayuda. Así pues, procura, Sócrates, que esto, además del daño, no sea vergonzoso para ti y para nosotros. Pero toma una decisión; por más que ni siquiera es ésta la hora de decidir, sino la de tenerlo decidido. No hay más que. una decisión; en efecto, la próxima noche tiene que estar todo realizado. Si esperamos más, ya no es posible ni realizable. En todo caso, déjate persuadir y no obres de otro modo.

Sócrates - Querido Critón, tu buena voluntad sería muy de estimar, si le acompañara algo de rectitud; si no, cuanto más intensa, tanto más penosa. Así pues, es necesario que reflexionemos si esto debe hacerse o no. Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor. Los argumentos que yo he dicho en tiempo anterior no los puedo desmentir ahora porque me ha tocado esta suerte, más bien me parecen ahora, en conjunto, de igual valor y respeto, y doy mucha importancia a los mismos argumentos de antes. Si no somos capaces de decir nada mejor en el momento presente, sabe bien que no voy a estar de acuerdo contigo, ni aunque la fuerza de la mayoría nos asuste como a niños con más espantajos que los de ahora en que nos envía prisiones, muertes y privaciones de bienes. ¿Cómo podríamos examinar eso más adecuadamente? Veamos, por lo pronto, si recogemos la idea que tú expresabas acerca de las opiniones de los hombres, a saber, si hemos tenido razón o no al decir siempre que deben tenerse en cuenta unas opiniones y otras no. ¿O es que antes de que yo debiera morir estaba bien dicho, y en cambio ahora es evidente que lo decíamos sin fundamento, por necesidad de la expresión, pero sólo era un juego infantil y pura charlatanería? Yo deseo, Critón, examinar contigo si esta idea me parece diferente en algo, cuando me encuentro en esta situación, o me parece la misma, y, según el caso, si la vamos a abandonar o la vamos a seguir. Según creo, los hombres cuyo juicio tiene interés dicen siempre, como yo decía ahora, que entre las opiniones que los hombres manifiestan deben estimarse mucho algunas y otras no. Por los dioses, Critón, ¿no te parece que esto está bien dicho? En efecto, tú, en la medida de la previsión humana, estás libre de ir a morir mañana, y la presente desgracia no va a extraviar tu juicio. Examínalo. ¿No te parece que está bien decir que no se deben estimar todas las opiniones de los hombres, sino unas sí y otras no, y las de unos hombres sí y las de otros no? ¿Qué dices tú? ¿No está bien decir esto?

CRIT.- Está bien.

Sócrates - ¿Se deben estimar las valiosas y. no estimar las malas?

Critón - Sí.

Sócrates - ¿Son valiosas las opiniones de los hombres juiciosos, y malas las de los hombres de poco juicio?

Critón - ¿Cómo no?

Sócrates - Veamos en qué sentido decíamos tales cosas. Un hombre que se dedica a la gimnasia, al ejercitarla ¿tiene en cuenta la alabanza, la censura y la opinión de cualquier persona, o la de una sola persona, la. del médico o el entrenador?

Critón -La de una sola persona.

Sócrates -Luego debe temer las censuras y recibir con agrado los elogios de aquella sola persona, no los de la mayoría.

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Critón - Es evidente.

Sócrates -Así pues, ha de obrar, ejercitarse, comer y beber según la opinión de ése solo, del que está a su cargo y entiende, y no según la de todas los otros juntos.

Critón - Así es.

Sócrates - Bien. Pero si no hace caso a ese solo hombre y desprecia su opinión y sus elogios, y, en cambio, estima las palabras de la mayoría, que nada entiende, ¿es que no sufrirá algún daño?

Critón - ¿Cómo no?

Sócrates - ¿Qué daño es este, hacia dónde tiende y a qué parte del que no hace caso? Critón - Es evidente que al cuerpo; en efecto, lo arruina.

Sócrates - Está bien. Lo mismo pasa con las otras cosas, Critón, a fin de no repasarlas todas. También respecto a lo justo y lo injusto, lo feo y lo bello, lo bueno y lo malo, sobre lo que ahora trata nuestra deliberación, ¿acaso debemos nosotros seguir la opinión de la mayoría y temerla, o la de uno solo que entienda, si lo hay, al cual hay que respetar y temer más que a todos los otros juntos? Si no seguimos a éste, dañaremos y maltrataremos aquello que se mejora con lo justo y se destruye con lo injusto. ¿No es así esto?

Critón -Así lo pienso, Sócrates.

Sócrates -Bien, si lo que se hace mejor por medio de lo sano y se daña por medio de lo enfermo, lo arruinamos por hacer caso a la opinión de los que no entienden, ¿acaso podríamos vivir al estar eso arruinado? Se trata del cuerpo, ¿no es así?

Critón - Sí.

Sócrates -¿Acaso podemos vivir con un cuerpo miserable y arruinado?

Critón -De ningún modo.

Sócrates -Pero ¿podemos vivir, acaso, estando dañado aquello con lo que se arruina lo injusto y se ayuda a lo justo? ¿Consideramos que es de menos valor que el cuerpo la parte de nosotros, sea la que fuere, en cuyo entorno están la injusticia y la justicia?

CRIT.-De ningún modo.

Sócrates - ¿Ciertamente es más estimable?

Critón - Mucho Más.

Sócrates -Luego, querido amigo, no debemos preocuparnos mucho de lo que nos vaya a decir la mayoría, sino de lo que diga el que entiende sobre las cosas justas e injustas, aunque sea uno sólo, y de lo que la verdad misma diga. Así que, en primer término, no fue acertada tu propuesta de que debemos preocuparnos de la opinión de la mayoría acerca de lo justo, lo bello y lo bueno y sus contrarios. Pero podría decir alguien que los más son capaces de condenarnos a muerte.

Critón - Es evidente que podría. decirlo, Sócrates.

Sócrates - Tienes razón. Pero, mi 'buen amigo, este razonamiento que hemos recorrido de cabo a cabo me parece a mí que es aún el mismo de siempre. Examina, además, si también permanece firme aún, para nosotros, o no permanece el razonamiento de que no hay que considerar lo más importante el vivir, sino el vivir bien.

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Critón - Sí permanece.

Sócrates -¿La idea de que vivir bien, vivir honradamente y vivir justamente son el mismo concepto, permanece, o no permanece?

Critón - Permanece.

Sócrates -Entonces, a partir de lo acordado hay que examinar si es justo, o no lo es, el que yo intente salir de aquí sin soltarme los atenienses. Y si nos parece justo, intentémoslo, pero si no, dejémoslo. En cuanto a las consideraciones de que hablas sobre el gasto de dinero, la reputación y la crianza de los hijos, es de temer, Critón, que éstas, en realidad, sean reflexiones adecuadas a éstos que condenan a muerte y harían resucitar, si pudieran, sin el menor sentido, es decir, a la mayoría. Puesto que el razonamiento lo exige así, nosotros no tenemos otra cosa que hacer, sino examinar, como antes decía, si nosotros, unos sacando de la cárcel y otro saliendo, vamos a actuar justamente pagando dinero y favores a los que me saquen, o bien vamos a obrar injustamente haciendo todas estas cosas. Y si resulta que vamos a realizar actos injustos, no es necesario considerar si, al quedarnos aquí sin emprender acción alguna, tenemos que morir o sufrir cualquier otro daño, antes que obrar injustamente.

Critón -Me parece acertado lo que dices, Sócrates, mira qué debemos hacer.

Sócrates -Examinémoslo en común, amigo, y si tienes algo que objetar mientras yo hablo, objétalo y yo te haré caso. Pero si no, mi buen Critón, deja ya de decirme una y otra vez la misma frase, que tengo que salir de aquí contra la voluntad de los atenienses, porque yo doy mucha importancia a tomar esta decisión tras haberte persuadido y no contra tu voluntad; mira si te parece que está bien planteada la base del razonamiento e intenta responder, a lo que yo pregunte, lo que tú creas más exactamente.

Critón - Lo intentaré.

Sócrates - ¿Afirmamos que en ningún caso hay que hacer el mal voluntariamente, o que en unos casos sí y en otros no, o bien que de ningún modo es bueno y honrado hacer el mal, tal como hemos convenido muchas veces anteriormente? Eso es también lo que acabamos de decir. ¿Acaso todas nuestras ideas comunes de antes se han desvanecido en estos pocos días y, desde hace tiempo, Critón, hombres ya viejos, dialogamos uno con otro, seriamente sin darnos cuenta de que en nada nos distinguimos de los niños? O, más bien, es totalmente como nosotros decíamos entonces, lo afirme o lo niegue la mayoría; y, aunque tengamos que sufrir cosas aún más penosas que las presentes, o bien más agradables, ¿cometer injusticia no es, en todo caso, malo y vergonzoso para el que la comete? ¿Lo afirmamos o no?

Critón -Lo afirmamos.

Sócrates -Luego de ningún modo se debe cometer injusticia.

Critón -Sin duda.

Sócrates -Por tanto, tampoco si se recibe injusticia se debe responder con la injusticia, como cree la mayoría, puesto que de ningún modo se debe cometer injusticia.

Critón - Es evidente.

Sócrates - ¿Se debe hacer mal, Critón, o no?

Critón - De ningún modo se debe, Sócrates.

Sócrates -¿Y responder con el mal cuando se recibe mal es justo, como afirma la mayoría, o es injusto?

Critón -De ningún modo es justo.

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Sócrates - Pues el hacer daño a la gente en nada se distingue de cometer injusticia.

Critón - Dices la verdad.

Sócrates -Luego no se debe responder con la injusticia ni hacer mal a ningún hombre, cualquiera que sea el daño que se reciba de él. Procura, Critón, no aceptar esto contra tu opinión, si lo aceptas; yo sé, ciertamente, que esto lo admiten y lo admitirán unas pocas personas. No es posible una determinación común para los que han formado su opinión de esta manera y para los que mantienen lo contrario, sino que es necesario que se desprecien unos a otros, cuando ven la determinación de la otra parte. Examina muy bien, pues, también tú si estás de acuerdo y te parece bien, y si debemos iniciar nuestra deliberación a partir de este principio, de que jamás es bueno ni cometer injusticia, ni responder a la injusticia con la injusticia, ni responder haciendo mal cuando se recibe el mal. ¿O bien te apartas y no participas de este principio? En cuanto a mí, así me parecía antes y me lo sigue pareciendo ahora, pero si a ti te parece de otro modo, dilo y explícalo. Pero si te mantienes en lo anterior, escucha lo que sigue.

Critón -Me mantengo y también me parece a mí. Continúa.

Sócrates - Digo lo siguiente, más bien pregunto: ¿las cosas que se ha convenido con alguien que son justas hay que hacerlas o hay que darles una salida falsa?

Critón -Hay que hacerlas.

Sócrates - A partir de esto, reflexiona. Si nosotros nos vamos de aquí sin haber persuadido a la ciudad, ¿hacemos daño a alguien y, precisamente, a quien me nos se debe, o no? ¿Nos mantenemos en lo que hemos acordado que es justo, o no?

Critón - No puedo responder a lo que preguntas, Sócrates; no lo entiendo.

Sócrates -Considéralo de este modo. Si cuando nosotros estemos a punto de escapar de aquí, o como haya que llamar a esto, vinieran las leyes y el común de la ciudad y, colocándose delante, nos dijeran: «Dime, Sócrates, ¿qué tienes intención de hacer? ¿No es cierto que, por medio de esta acción que intentas, tienes el propósito, en lo que de ti depende, de destruirnos a nosotras y a toda la ciudad? ¿Te parece a ti que puede aún existir sin arruinarse la ciudad en la que los juicios que se producen no tienen efecto alguno, sino que son invalidados por particulares y quedan anulados?» ¿Qué vamos a responder, Critón, a estas preguntas y a otras semejantes? Cualquiera, especialmente un orador, podría dar muchas razones en defensa de la ley, que intentamos destruir, que ordena que los juicios que han sido sentenciados sean firmes. ¿Acaso les diremos: «La ciudad ha obrado injustamente con nosotros y no ha llevado el juicio rectamente»? ¿Les vamos a decir eso?

Critón - Sí, por Zeus, Sócrates.

Sócrates - Quizá dijeran las leyes: «¿Es esto, Sócrates, lo que hemos convenido tú y nosotras, o bien que hay que permanecer fiel a las sentencias que dicte la ciu dad?» Si nos extrañáramos de sus palabras, quizá dijeran: «Sócrates no te extrañes de lo que decimos, sino respóndenos, puesto que tienes la costumbre de servirte de preguntas y respuestas. Veamos, ¿qué acusación tienes contra nosotras y contra la ciudad para intentar destruimos? En primer lugar, ¿no te hemos dado nosotras la vida y, por medio de nosotras, desposó tu padre a tu madre y te engendró? Dinos, entonces, ¿a las leyes referentes al matrimonio les censuras algo que no esté bien?» «No las censuro», diría yo. «Entonces, ¿a las que se refieren a la crianza del nacido y a la educación en la que te has educado? ¿Acaso las que de nosotras estaban establecidas para ello no disponían bien ordenando a tu padre que te educara en la música y en la gimnasia?» «Sí disponían bien», diría yo. «Después que hubiste nacido y hubiste sido criado y educado, ¿podrías decir, en principio, que no eras resultado de nosotras y nuestro esclavo, tú y tus ascendientes? Si esto es así, ¿acaso crees que los derechos son los mismos para ti y para nosotras, y es justo para ti responder haciéndonos, a tu vez, lo que nosotras intentemos

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hacerte? Ciertamente no serían iguales tus derechos respecto a tu padre y respecto a tu dueño, si lo tuvieras, como para que respondieras haciéndoles lo que ellos te hicieran, insultando a tu vez al ser insultado, o golpeando al ser golpeado, y así sucesivamente. ¿Te sería posible, en cambio, hacerlo con la patria y las leyes, de modo que si nos proponemos matarte, porque lo consideramos justo, por tu parte intentes, en la medida de tus fuerzas, destruimos a nosotras, las leyes, y a la patria, y afirmes que al hacerlo obras justamente, tú, el que en verdad se preocupa de la virtud? ¿Acaso eres tan sabio que te pasa inadvertido que la patria merece más honor que la madre, que el padre y que todos los antepasados, que es más venerable y más santa y que es digna de la mayor estimación entre los dioses y entre los hombres de juicio? ¿Te pasa inadvertido que hay que respetarla y ceder ante la patria y halagarla, si está irritada, más aún que al padre; que hay que convencerla u obedecerla haciendo lo que ella disponga; que hay que padecer sin oponerse a ello, si ordena padecer algo; que si ordena recibir golpes, sufrir prisión, o llevarte a la guerra para ser herido o para morir, hay que hacer esto porque es lo justo, y no hay que ser débil ni retroceder ni abandonar el puesto, sino que en la guerra, en el tribunal y en todas partes hay que hacer lo que la ciudad y la patria ordene, o persuadirla de lo que es justo; y que es impío hacer violencia a la madre y al padre, pero lo es mucho más aún a la patria?» ¿Qué vamos a decir a esto, Critón? ¿Dicen la verdad las leyes o no?

Critón - Me parece que sí.

Sócrates -Tal vez dirían aún las leyes: «Examina, además, Sócrates, si es verdad lo que nosotras decimos, que no es justo que trates de hacernos lo que ahora intentas. En efecto, nosotras te hemos engendrado, criado, educado y te hemos hecho participe, como a todos los demás ciudadanos, de todos los bienes de que éramos capaces; a pesar de esto proclamamos la libertad, para el ateniense que lo quiera, una vez que haya hecho la prueba legal para adquirir los derechos ciudadanos y, haya conocido los asuntos públicos y a nosotras, las leyes, de que, si no le parecemos bien, tome lo suyo y se vaya adonde quiera. Ninguna de nosotras, las leyes, lo impide, ni prohíbe que, si alguno de vosotros quiere trasladarse a una colonia, si no le agradamos nosotras y la ciudad, o si quiere ir a otra parte y vivir en el extranjero, que se marche adonde quiera llevándose lo suyo. »El que de vosotros se quede aquí viendo de qué modo celebramos los juicios y administramos la ciudad en los demás aspectos, afirmamos que éste, de hecho, ya está de acuerdo con nosotras en que va a hacer lo que nosotras ordenamos, y decimos que el que no obedezca es tres veces culpable, porque le hemos dado la vida, y no nos obedece, porque lo hemos criado y se ha comprometido a obedecemos, y no nos obedece ni procura persuadirnos si no hacemos bien alguna cosa. Nosotras proponemos hacer lo que ordenamos y no lo imponemos violentamente, sino que permitimos una opción entre dos, persuadirnos u obedecernos; y el que no obedece no cumple ninguna de las dos. Decimos, Sócrates, que tú vas a quedar sujeto a estas inculpaciones y no entre los que menos de los atenienses, sino entre los que más, si haces lo que planeas.» Si entonces yo dijera: «¿Por qué, exactamente?», quizá me respondieran con justicia diciendo que precisamente yo he aceptado este compromiso como muy pocos atenienses. Dirían: «Tenemos grandes pruebas, Sócrates, de que nosotras y la ciudad te parecemos bien. En efecto, de ningún modo hubieras permanecido en la ciudad más destacadamente que todos los otros ciudadanos , si ésta no te hubiera agradado especialmente, sin que hayas salido nunca de ella para una fiesta, excepto una vez al Istmo, ni a ningún otro territorio a no ser como soldado; tampoco hiciste nunca, como hacen los demás, ningún viaje al extranjero, ni tuviste deseo de conocer otra ciudad y otras leyes, sino que nosotras y la ciudad éramos satisfactorias para ti. Tan plenamente nos elegiste y acordaste vivir como ciudadano según nuestras normas, que incluso tuviste hijos en esta ciudad, sin duda porque te encontrabas bien en ella. Aún más, te hubiera sido posible, durante el proceso mismo, proponer para ti el destierro, si lo hubieras querido, y hacer entonces, con el consentimiento de la ciudad, lo que ahora intentas hacer contra su voluntad. Entonces tú te jactabas de que no te irritarías, si tenías que morir, y elegías, según decías, la muerte antes que el destierro. En cambio, ahora, ni respetas aquellas palabras ni te cuidas de nosotras, las leyes, intentando destruirnos; obras como obraría el más vil esclavo intentando escaparte en contra de los pactos y acuerdos con arreglo a los cuales conviniste con nosotras que vivirías como ciudadano. En primer lugar, respóndenos si decimos verdad al insistir en que tú has convenido vivir como ciudadano según nuestras normas con actos y no con palabras, o bien si no es verdad.» ¿Qué vamos a decir a esto, Critón? ¿No es cierto que estamos de acuerdo?

Critón -Necesariamente, Sócrates.

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Sócrates - «No es cierto -dirían ellas- que violas los pactos y los acuerdos con nosotras, sin que los hayas convenido bajo coacción o engaño y sin estar obligado a tomar una decisión en poco tiempo, sino durante setenta años , en los que te fue posible ir a otra parte, si no te agradábamos o te parecía que los acuerdos no eran justos. Pero tú no has preferido a Lacedemonia ni a Creta, cuyas leyes afirmas continuamente que son buenas, ni a ninguna otra ciudad griega ni bárbara; al contrario, te has ausentado de Atenas menos que los cojos, los ciegos y otros lisiados. Hasta tal punto a ti más especialmente que a los demás atenienses, te agradaba la ciudad y evidentemente nosotras, las leyes. ¿Pues a quién le agradaría una ciudad sin leyes? ¿Ahora no vas a permanecer fiel a los acuerdos? Sí permanecerás, si nos haces caso, Sócrates, y no caerás en ridículo saliendo de la ciudad. »Si tú violas estos acuerdos y faltas en algo, examina qué beneficio te harás a ti mismo y a tus amigos. Que también tus amigos corren peligro de ser desterrados, de ser privados de los derechos ciudadanos o de perder sus bienes es casi evidente. Tú mismo, en primer lugar, si vas a una de las ciudades próximas, Tebas o Mégara , pues ambas tienen buenas leyes, llegarás como enemigo de su sistema político y todos los que se preocupan de sus ciudades te mirarán con suspicacia considerándote destructor de las leyes; confirmarás para tus jueces la opinión de que se ha sentenciado rectamente el proceso. En efecto, el que es destructor de las leyes, parecería fácilmente que es también corruptor de jóvenes y de gentes de poco espíritu. ¿Acaso vas a evitar las ciudades con buenas leyes y los hombres más honrados? ¿Y si haces eso, te valdrá la pena vivir? O bien si te diriges a ellos y tienes la desvergüenza de conversar, ¿con qué pensamientos lo harás, Sócrates? ¿Acaso con los mismos que aquí, a saber, que lo más importante para los hombres es la virtud y la justicia, y también la legalidad y las leyes? ¿No crees que parecerá vergonzoso el comportamiento de Sócrates? Hay que creer que sí. Pero tal vez vas a apartarte de estos lugares; te irás a Tesalia con los huéspedes de Critón. En efecto, allí hay la mayor indisciplina y libertinaje, -y quizá les guste oírte de qué manera tan graciosa te escapaste de la cárcel poniéndote un disfraz o echándote encima una. piel o usando cualquier otro medio habitual para los fugitivos, desfigurando tu propio aspecto. ¿No habrá nadie que diga que, siendo un hombre al que presumiblemente le queda poco tiempo de vida, tienes el descaro de desear vivir tan afanosamente, violando las leyes más importantes? Quizá no lo haya, si no molestas a nadie; en caso contrario, -tendrás que oír muchas cosas indignas. ¿Vas a vivir adulando y sirviendo a todos? ¿Qué vas a hacer en Tesalia sino darte buena vida como si hubieras hecho el viaje allí para ir a un banquete? ¿Dónde se nos habrán ido aquellos discursos sobre la justicia y las otras formas de virtud? ¿Sin duda quieres vivir por tus hijos, para criarlos y educarlos? ¿Pero, cómo? ¿Llevándolos contigo a Tesalia los vas a criar y educar haciéndolos extranjeros para que reciban también de ti ese beneficio? ¿O bien no es esto, sino que educándose aquí se criarán y educarán mejor, si tú estás vivo, aunque tú no estés a su lado? Ciertamente tus amigos se ocuparán de ellos. ¿Es que se cuidarán de ellos, si te vas a Tesalia, y no lo harán, si vas al Hades, si en efecto hay una ayuda de los que afirman ser tus amigos? Hay que pensar que sí se ocuparán.

»Más bien, Sócrates, danos crédito a nosotras, que te hemos formado, y no tengas en más ni a tus hijos ni a tu vida ni a ninguna otra cosa que a lo justo, para que, cuando llegues al Hades, expongas en tu favor todas estas razones ante los que gobiernan allí. En efecto, ni aquí te parece a ti, ni a ninguno de los tuyos, que el hacer esto sea mejor ni más justo ni más pío, ni tampoco será mejor cuando llegues allí. Pues bien, si te vas ahora, te vas condenado injustamente no por nosotras, las leyes, sino por los hombres. Pero si te marchas tan torpemente, devolviendo injusticia por injusticia y daño por daño, violando los acuerdos y los pactos con nosotras y haciendo daño a los que menos conviene, a ti mismo, a tus amigos, a la patria y a nosotras, nos irritaremos contigo mientras vivas, y allí, en el Hades, nuestras hermanas las leyes no te recibirán de buen ánimo, sabiendo que, en la medida de tus fuerzas has intentado destruirnos. Procura que Critón no te persuada más que nosotras a hacer lo que dice.»

Sabe bien, mi querido amigo Critón, que es esto lo que yo creo oír, del mismo modo que los coribantes creen oír las flautas, y el eco mismo de estas palabras retumba en mí y hace que no pueda oír otras. Sabe que esto es lo que yo pienso ahora y que, si hablas en contra de esto, hablarás en vano. Sin embargo, si crees que puedes conseguir algo, habla.

Critón -No tengo nada que decir, Sócrates.

Sócrates - Ea pues, Critón, obremos en ese sentido, puesto que por ahí nos guía el dios.

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Eutifrón o de la santidad

Eutifrón – Sócrates

Eutifrón:¿Qué novedad, Sócrates? ¿Abandonas tus hábitos del Liceo para venir al pórtico del Rey?{1} Tú no tienes, como yo, procesos que te traigan a aquí.

Sócrates:Lo que me trae aquí es peor que un proceso, es lo que los atenienses llaman negocio de Estado.

Eutifrón:¿Qué es lo que me dices? Precisamente alguno te acusa; porque jamás creeré que tú acuses a nadie.

Sócrates:Seguramente que no.

Eutifrón:¿Es otro el que te acusa?

Sócrates:Sí.

Eutifrón:¿Y quién es tu acusador?

Sócrates:Yo no le conozco bien; me parece ser un joven, que no es conocido aún, y que creo se llama Melito, de la villa [10] de Pithos. Si recuerdas algún Melito de Pithos de pelo laso, barba escasa y nariz aguileña ese es mi acusador.

Eutifrón:No le recuerdo, Sócrates. ¿Pero cuál es la acusación que intenta contra ti?

Sócrates:¿Qué acusación? Una acusación que supone no ser un hombre ordinario; porque en los pocos años que cuenta no es poco estar instruido en materias tan importantes. Dice que sabe lo que hoy día se trabaja para corromper la juventud, y que sabe quiénes son los corruptores. Sin duda este joven es mozo muy entendido, que habiendo conocido mi ignorancia viene a acusarme de que corrompo sus compañeros y me arrastra ante el tribunal de la patria como madre común. Y es preciso confesarlo; es el único que me parece conocer los fundamentos de una buena política; porque la razón quiere que un hombre de Estado comience siempre por la educación de la juventud, para hacerla tan virtuosa cuanto pueda serlo; a la manera que un buen jardinero fija su principal cuidado en las plantas tiernas, para después extenderlo a las demás. Sin duda Melito observa la misma conducta, y comienza por echarnos fuera a nosotros, los que dice que corrompemos la flor de la juventud. Y después que lo haya conseguido extenderá indudablemente sus cuidados benéficos a las demás plantas más crecidas, y de esta manera hará a su patria los más grandes y numerosos servicios; porque no podemos prometernos menos de un hombre que comienza con tan favorables auspicios.

Eutifrón:¡Ojala sea así, Sócrates! Pero me temo que ha de ser todo lo contrario; porque atacándote a ti me parece que ataca a su patria en lo que tiene de más sagrado. Pero te suplico me digas qué es lo que dice que tú haces para corromper la juventud. [11]

Sócrates:Cosas que por lo pronto, al escucharlas, parecen absurdas, porque dice que fabrico dioses, que introduzco otros nuevos, y que no creo en los dioses antiguos. He aquí de lo que me acusa.

Eutifrón:Ya entiendo; es porque tu supones tener un demonio familiar{2} que no te abandona. Bajo este principio él te acusa de introducir en la religión opiniones nuevas, y con eso viene a desacreditarte ante este tribunal, sabiendo bien que el pueblo está siempre dispuesto a recibir esta clase de calumnias. ¿Qué me sucede a mí mismo{3}, cuando en las asambleas hablo de cosas divinas y predigo lo que ha de suceder? Se burlan todos de mí como de un demente; y no es porque no se hayan visto realizadas las cosas que he

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predicho, sino porque tienen envidia a los que son como nosotros. ¿Y qué se hace en este caso? El mejor partido es no curarse de ello y seguir uno su camino.

Sócrates:Mi querido Eutifrón; no es un gran negocio el verse algunas veces mofado, porque al cabo los atenienses, a mi parecer, se cuidan poco de examinar si uno es hábil, con tal que no se mezcle en la enseñanza. Pero si se mezcla, entonces montan en cólera, ya sea por envidia. como tú dices, o por cualquiera otra razón.

Eutifrón:En estas materias, Sócrates, no tengo empeño en saber cuáles son sus sentimientos respecto a mí. [12]

Sócrates:He aquí sin duda por qué eres tú tan reservado, y por qué no comunicas voluntariamente tu ciencia a los demás; pero respecto a mí, temo no creen que el amor que tengo por todos los hombres me arrastra a enseñarles todo lo que sé; no sólo sin exigirles recompensa, sino previniéndoles y estrechándoles a que me escuchen. Que si se limitasen a mofarse de mí, como dices se mofan de ti, no sería desagradable pasar aquí algunas horas de broma y diversión; pero si toman la cosa seriamente, sólo vosotros los adivinos podréis decir lo que sucederá.

Eutifrón:Espero que ningún mal te suceda, y que llevarás a buen término tu negocio, como yo el mío.

Sócrates:¿Luego tienes aquí algún negocio? ¿Y eres defensor o acusador?

Eutifrón:Acusador.

Sócrates:¿A quién persigues?

Eutifrón:Cuando te lo diga me creerás loco.

Sócrates:¡Cómo! ¿Acusas a alguno que tenga alas?

Eutifrón:El que yo persigo, en lugar de tener alas, es tan viejo, que apenas puede andar.

Sócrates:¿Quién es?

Eutifrón:Mi padre.

Sócrates:¡Tu padre! [13]

Eutifrón:Sí, mi padre.

Sócrates:¡Ah! ¿De qué le acusas?

Eutifrón:De homicidio, Sócrates.

Sócrates:De homicidio, ¡por Hércules! He aquí una acusación que está fuera del alcance del pueblo, que no comprenderá jamás que pueda ser justa, en términos que un hombre ordinario tendría mucha dificultad en sostenerla. Un hecho semejante estaba reservado para un hombre que ha llegado a la cima de la sabiduría.

Eutifrón:Sí, ¡por Hércules!, a la cima de la sabiduría.

Sócrates:¿Es alguno de tus parientes a quien tu padre ha dado muerte? Indudablemente debe ser así, porque por un extraño no habías de acusar a tu padre.

Eutifrón:¡Qué absurdo, Sócrates, creer que en esta materia haya diferencia entre un pariente y un extraño! Lo que es preciso tener presente es si el que ha dado la muerte lo ha hecho justa o injustamente. Si es

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justamente, es preciso dejarle en paz; pero si es injustamente, tú estás obligado a perseguirle, cualquiera que sea la amistad o parentesco que haya entre vosotros. Sería hacerte cómplice de su crimen si mantuvieras relaciones con él y no pidieras su castigo, que es el único que puede absolver a ambos. Mas voy a ponerte al corriente del hecho que motiva la acusación. El muerto era uno de nuestros colonos que llevaba una de nuestras heredades cuando habitábamos en Naxos.

Un día, que había bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno de nuestros esclavos, que le mató. Mi padre ató de pies y manos al colono, lo [14] sumió en una profunda hoya y en el acto envió aquí a consultar a uno de los Exegetas para saber lo que debía hacer, sin curarse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca importancia; así fue que murió; porque el hambre, el frío y el peso de las cadenas le mataron antes que el hombre, que mi padre envió, volviese. Con este motivo, y vista mi actitud, toda la familia se subleva contra mí, porque mediando un asesino acuso a mi padre de un homicidio, que ellos pretenden que no ha cometido, y aun dado caso de que le hubiera cometido, sostienen que yo no debería perseguirle, puesto que el muerto era un malvado y un asesino, y que por otra parte es una acción impía que un hijo persiga a su padre criminalmente. ¡Tan ciegos están sobre el conocimiento de las cosas divinas, y tan incapaces para discernir lo que es impío de lo que es santo!

Sócrates:Pero, ¡por Júpiter!, ¿crees, Eutifrón, tú que conoces tan exactamente las cosas divinas, y que distingues con precisión lo que es santo y lo que es impío, que habiendo pasado las cosas de la manera que dices, puedas perseguir a tu padre, sin temor de cometer una impiedad?

Eutifrón:Me estimaría bien poco, y Eutifrón no tendría ventaja sobre los demás hombres, si no conociese todas estas cosas perfectamente.

Sócrates:¡Oh maravilloso Eutifrón! Estoy convencido de que el mejor partido que yo puedo tomar es hacerme tu discípulo y hacer saber a Melito, antes del juicio de mi proceso, que hasta aquí he mirado como una de las mayores ventajas saber bien las cosas divinas; pero que hoy día, viendo que me acusa de haber caído en el error introduciendo temerariamente opiniones nuevas sobre la divinidad, me he pasado a tu escuela. Así, pues, le diré: Melito, si [15] confiesas que Eutifrón es hábil en estas materias, y que sus opiniones son buenas, te declaro que tengo los mismos sentimientos que él; por consiguiente cesa de perseguirme; y si, por lo contrario, crees que Eutifrón no es ortodoxo, emplaza al maestro antes de tomarla con el discípulo, puesto que él es el que pierde a los dos ancianos, su padre y yo; a mí por enseñarme una religión falsa, y a su padre por perseguirle, fundado en los principios de esta misma religión. Pero si se desentiende de mi petición y continúa en perseguirme, o dejándome se dirige a ti, tú no dejarás de comparecer y decir lo mismo que yo le hubiera significado.

Eutifrón:¡Por Júpiter!, Sócrates, si su imprudencia llega al punto de atacarme, bien pronto encontraré su flaco, y correrá más peligro que yo delante de los jueces.

Sócrates:Ya lo sé, y he aquí por qué deseaba tanto ser tu discípulo, seguro que no hay nadie tan atrevido para mirarte cara a cara; ni el mismo Melito; ese hombre que penetra hasta tal punto el fondo de mi corazón que me acusa de impiedad.

Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué es lo santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que pueden presentarse. ¿La santidad no es siempre semejante a sí misma en toda clase de acciones? Y la impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma, de suerte que la misma idea, el mismo carácter de impiedad, se encuentra siempre en lo que es impío?

Eutifrón:Seguramente, Sócrates.

Sócrates:Dime, pues, lo que entiendes por lo santo y lo impío. [16]

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Eutifrón:Llamo santo, por ejemplo, lo que hago yo hoy día de perseguir en justicia todo hombre que comete muertes, sacrilegios y otras injusticias semejantes, ya sea padre, madre, hermano o cualquiera otro; y llamo impío no perseguirles. Sígueme, Sócrates; te lo suplico, porque quiero darte pruebas bien positivas de que mi definición es buena, y que es una acción santa, como se lo he dicho a muchas personas, no tener ningún género de miramientos con el impío, cualquiera que él sea. Todo el mundo sabe que Júpiter es el mejor y el más justo de los dioses, y todos convienen en que encadenó a su mismo padre porque devoraba sus hijos contra razón y justicia; y Saturno no trató con menos rigor a su padre por otra falta. Sin embargo, se sublevan contra mí porque persigo a mi padre por una injusticia atroz, y se incurre en una manifiesta contradicción, juzgando de tan distinto modo la acción de los dioses y la mía.

Sócrates:¿No es esto mismo, Eutifrón, lo que motiva hoy mi acusación ante el tribunal, porque cuando se me habla de estas leyendas de los dioses las recibo con dificultad? Y estoy persuadido que este será el crimen que se me impute. Si tú que eres tan hábil en materia de religión, estás de acuerdo en este punto con el pueblo, y si crees en tales leyendas, es de necesidad que nosotros lo creamos igualmente; nosotros que confesamos ingenuamente no tener ningún conocimiento de estas materias. Esta es la razón para pedirte, en nombre del dios que preside a la amistad, que no me engañes, y que me digas: ¿Crees que todas estas cosas se hayan realmente verificado?

Eutifrón:No sólo éstas, sino también otras más sorprendentes, que el pueblo ignora. [17]

Sócrates:¿Crees con formalidad que entre los dioses hay guerras, odios, combates y todas las demás pasiones tan sorprendentes que los poetas y pintores nos representan en sus poesías y en sus cuadros, de que se hace ostentación por todas partes en nuestros templos, y con que se abigarra ese velo misterioso que se lleva cada cinco años en procesión a la ciudadela del Acrópolis durante las Panateneas{4}? Eutifrón, ¿debemos nosotros recibir todas estas cosas como verdades?

Eutifrón:No sólo éstas, Sócrates, sino muchas otras, como te dije antes, que te explicaré si quieres, y que te sorprenderán bajo mi palabra.

Sócrates:No me sorprenderán; pero tú me las explicarás en otra ocasión que estemos más despacio. Ahora procura explicarme más claramente lo que te he preguntado; porque aún no has satisfecho plenamente a mi pregunta, ni me has enseñado lo que es santidad. Sólo me has dicho, que lo santo es lo que tú haces, acusando a tu padre de homicidio.

Eutifrón:Te he dicho la verdad.

Sócrates:Quizá. ¿Pero no hay otras muchas cosas que tú llamas santas?

Eutifrón:Sin duda.

Sócrates:Acuérdate, te lo suplico, que lo que he pedido no es que me enseñes una o dos cosas santas entre un [18] gran número de otras que lo son igualmente; sino que me des una idea clara, y distinta de la naturaleza de la santidad, y lo que hace que todas las cosas santas sean santas; porque tú mismo me has dicho que un solo y mismo carácter hace que las cosas santas sean santas; así como un solo y mismo carácter hace que la impiedad sea siempre impiedad. ¿No te acuerdas?

Eutifrón:Sí, me acuerdo.

Sócrates:Enséñame, pues, cuál es ese carácter, a fin de que teniéndolo siempre a la vista, y sirviéndome de él como un modelo, esté en posesión de asegurar sobre todo lo que tú u otros hagan, que lo que es ajustado a dicho modelo es santo, y que lo que no lo es, es impío.

Eutifrón:Si es eso lo que quieres, Sócrates, estoy pronto a satisfacerte.

Sócrates:Seguramente es lo que quiero.

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Eutifrón:Digo, pues, que lo santo es lo que es agradable a los Dioses, e impío lo que les es desagradable.

Sócrates:Muy bien, Eutifrón. Me has contestado con precisión a lo que te había preguntado; mas en cuanto a saber si es una verdad lo que dices, hasta ahora no lo comprendo así; pero indudablemente me convencerás de que lo es.

Eutifrón:Te satisfaré.

Sócrates:Vamos, examinemos bien lo que decimos. Una cosa santa, un hombre santo, es una cosa, es un hombre que es agradable a los dioses; una cosa impía, un hombre impío, es un hombre, es una cosa que les es desagradable, [19] y de este modo lo santo y lo impío son directamente opuestos; ¿no es así?

Eutifrón:Sin contradicción.

Sócrates:¿Te parece estar esto bien definido?

Eutifrón:Lo creo.

Sócrates:¿Pero no estamos también acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y odios, y que muchas veces están discordes y divididos?

Eutifrón:Sí; sin duda.

Sócrates:Examinemos, pues, aquí en qué puede consistir esta diferencia de pareceres que produce entre ellos estas enemistades, estos odios. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para saber cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haría enemigos y nos arrastraría a ejercer violencias? O más bien, poniéndonos a contar, ¿nos pondríamos en el momento de acuerdo?

Eutifrón:Es claro.

Sócrates:Y si disputáramos sobre la diferente magnitud de los cuerpos, ¿no nos pondríamos a medir, y no se daría en el acto por terminada nuestra disputa?

Eutifrón:En el acto.

Sócrates:Y si disputáramos sobre la pesantez, ¿no se terminaría bien pronto nuestra disputa por medio de una balanza?

Eutifrón:Sin dificultad. [20]

Sócrates:¿Pues qué es lo que podría hacernos enemigos irreconciliables, si llegáramos a disputar sin tener una regla fija a que pudiéramos recurrir? Quizá no se presenta a tu espíritu ninguna de estas cosas, y voy a proponerte algunas. Reflexiona un poco y mira si por casualidad estas cosas son lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, el bien y el mal. Porque, ¿no son éstas las que por falta de una regla suficiente para ponernos de acuerdo en nuestras diferencias, nos arrojan a deplorables enemistades? Y cuando digo nosotros, entiendo todos los hombres.

Eutifrón:He aquí, en efecto, la causa de nuestros disentimientos.

Sócrates:Y si es cierto que los dioses tienen diferencias entre sí sobre cualquiera cosa, ¿no es preciso que recaigan necesariamente sobre alguna de las mismas que dejo expresadas?

Eutifrón:Eso es de toda necesidad.

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Sócrates:Por consiguiente, según tú, excelente Eutifrón, los dioses están divididos sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo; porque ellos no pueden tener otro objeto de disputa; ¿no es así?

Eutifrón:Como lo dices.

Sócrates:Y las cosas que cada uno de los dioses encuentra honestas, buenas y justas las ama, y aborrece las contrarias?

Eutifrón:Sin dificultad. [21]

Sócrates:Según tú, una misma cosa parece justa a los unos e injusta a los otros, y este disentimiento es la causa de sus disputas y de sus guerras. ¿No es así?

Eutifrón:Sin duda.

Sócrates:Se sigue de aquí, que una misma cosa es amada y aborrecida por los dioses, y les es al mismo tiempo agradable y desagradable.

Eutifrón:Así parece.

Sócrates:Y por consiguiente, ¿lo santo y lo impío no son una misma cosa según tú?

Eutifrón:La consecuencia parece ser exacta.

Sócrates:Aún no has respondido a mi pregunta, incomparable Eutifrón; porque yo no te preguntaba lo que es a la vez santo e impío, agradable y desagradable a los dioses; de manera que podrá suceder muy bien sin milagro que la acción que haces hoy persiguiendo en juicio a tu padre, agrade a Júpiter y desagrade a Caelo y a Saturno; que sea agradable a Vulcano y desagradable a Juno; y así a todos los demás dioses que no estén conformes en una misma opinión.

Eutifrón:Pero yo creo, Sócrates, que sobre esto no hay disputa entre los dioses, y que ninguno de ellos quiere que el que ha cometido una muerte injusta quede impune.

Sócrates:Tampoco hay hombre que lo pretenda. ¿Has oído jamás que se haya atrevido nadie a sostener que el que ha [22] cometido una muerte infamemente, o cometido cualquiera otra injusticia, pueda quedar sin castigo?

Eutifrón:No se oye ni se ve en todas partes otra cosa en los tribunales: Dos que han cometido injusticias dicen y hacen todo cuanto pueden para evitar el castigo.

Sócrates:¿Pero esas gentes, Eutifrón, confiesan que han cometido injustamente aquello de que se los acusa? ¿O bien, confesándolo, sostienen que no deben ser castigados?

Eutifrón:No lo confiesan, Sócrates.

Sócrates:No dicen ni hacen todo lo que pueden, porque no se atreven a sostener ni suponer que siendo probada su injusticia, no deban de ser castigados, sino que pretenden más bien que ellos no han cometido injusticia. ¿No es así?

Eutifrón:Es cierto.

Sócrates:No ponen en duda que el culpable de una injusticia deba ser castigado, y la cuestión es saber quién ha cometido la injusticia, cuándo y cómo la ha cometido.

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Eutifrón:Eso es cierto.

Sócrates:¿No es lo mismo lo que sucede en el cielo, si es cierto, como antes has confesado, que los dioses están en discordia sobre lo justo y lo injusto? ¿No sostienen los unos que los otros son injustos? Estos últimos, ¿no sostienen lo contrario? Porque entre ellos, lo mismo que entre nosotros, no hay uno que se atreva a decir que el autor de una injusticia no deba ser castigado.

Eutifrón:Todo lo que dices es cierto, por lo menos en general. [23]

Sócrates:Di también en particular, por qué las disputas de todos los días de los dioses y de los hombres recaen sobre acciones particulares, y si los dioses disputan sobre alguna cosa, precisamente tiene que recaer sobre cosa particular, diciendo los unos que tal acción es justa, y diciendo los otros que es injusta. ¿No es así?

Eutifrón:Seguramente.

Sócrates:Por consiguiente, ven acá, mi querido Eutifrón, y dime, para mi instrucción particular, qué prueba cierta tienes de que los dioses todos han desaprobado la muerte de vuestro colono; el cual, de resultas de haber quitado la vida a palos a un esclavo, había sido cargado de hierros por el dueño de éste, causándole la muerte, antes que tu padre recibiese de Atenas la respuesta que esperaba. Hazme ver que en este suceso es una acción piadosa y justa, que un hijo acuse a su padre de homicidio, y que pida ante el tribunal su castigo; y trata de probarme, pero de una manera clara y patente, que todos los dioses aprueban la acción de este hijo. Si consigues esto, no cesaré toda mi vida de celebrar tu habilidad.

Eutifrón:Dificultad presenta, Sócrates, si bien soy capaz de demostrártelo claramente.

Sócrates:Ya te entiendo; me tienes por cabeza más dura que la de tus jueces; porque respecto a ellos, les harás ver sin dificultad, que tu colono ha muerto injustamente, y que todos los dioses desaprueban la acción de tu padre.

Eutifrón:Se lo haré ver claramente, con tal que quieran escucharme. [24]

Sócrates:¡Oh! No dejarán de escucharte, con tal que les dirijas bellos discursos; pero he aquí una reflexión que me ocurre. En vista de lo que acabo de oírte, me decía a mí mismo: aun cuando Eutifrón me probase que todos los dioses encuentran injusta la muerte de su colono, ¿habré adelantado en la cuestión?, ¿conoceré mejor lo que es santo y lo que es impío?

La muerte del colono ha desagradado a los Dioses, según se pretende, y yo convengo en ello; pero esto no es una definición de lo santo y de su contrario, puesto que los dioses están divididos, y lo que es agradable a los unos es desagradable a los otros. también doy por sentado que los dioses encuentren injusta la acción de tu padre, y que todos le aborrezcan; pero corrijamos un poco nuestra definición, te lo suplico, y digamos: lo que es aborrecido por todos los dioses, es impío, y lo que es amado por todos ellos es santo, y lo que es amado por los unos y aborrecido por los otros, no es ni santo ni impío, o es lo uno y lo otro a la vez. ¿Quieres que nos atengamos a esta definición de lo santo y de lo impío?

Eutifrón:¿Quién lo impide, Sócrates?

Sócrates:No es cosa mía, Eutifrón; mira si te conviene hacer tuyo este principio, y sobre él me enseñarás mejor lo que me has prometido.

Eutifrón:Por mí no tengo inconveniente en sentar que lo santo es lo que aman todos los dioses, é impío lo que todos ellos aborrecen.

Sócrates:¿Examinaremos esta definición para ver si es verdadera, o la recibiremos sin examen y habremos de tener esta tolerancia con nosotros y con los demás, dando rienda [25] suelta a nuestra imaginación y a

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nuestra fantasía, en términos que baste que un hombre nos diga que una cosa existe para que se le crea, o es preciso examinar lo que se dice?

Eutifrón:Es preciso examinar, sin duda; pero estoy seguro, que el principio que acabamos de sentar es justo.

Sócrates:Eso es que vamos a ver muy pronto: sígueme. ¿Lo santo es amado por los dioses porque es santo, o es santo porque es amado por ellos?

Eutifrón:No entiendo bien lo que quieres decir, Sócrates.

Sócrates:Voy a explicarme. ¿No decimos, que una cosa es llevada y que una cosa lleva? ¿Que una cosa es vista y que una cosa ve? ¿Que una cosa es empujada y que una cosa empuja? ¿Comprendes tú que todas estas cosas son diferentes y en qué difieren?

Eutifrón:Me parece que lo comprendo.

Sócrates:La cosa amada, ¿no es diferente de la cosa que ama?

Eutifrón:Vaya una pregunta.

Sócrates:Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, o por alguna otra razón? Eutifrón Porque se la lleva, sin duda. Sócrates Sócrates ¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista porque se la ve? Eutifrón

Seguramente. [26]

Sócrates Luego no es cierto que se ve una rosa porque es vista, sino por lo contrario; ella es vista porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que ella es llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se hace una cosa porque ella es hecha, que un ser, que padece, no padece porque es paciente, sino que es paciente porque padece. ¿No es así? Eutifrón ¿Quién lo duda? Sócrates Ser amado, ¿no es un hecho o una especie de paciente? Eutifrón

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Seguramente. Sócrates Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demás cosas; no se ama porque es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama. Eutifrón Esto es más claro que la luz. Sócrates ¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifrón? ¿No es amado por todos los dioses, como tú lo has sentado? Eutifrón Seguramente. Sócrates ¿Y es amado porque es santo, o por alguna otra razón? Eutifrón Precisamente porque es santo. Sócrates Luego es amado por los dioses porque es santo; mas, ¿no es santo porque es amado? [27] Eutifrón Así me parece. Sócrates Pero lo santo, ¿no es amable a los dioses porque los dioses lo aman? Eutifrón ¿Quién puede negarlo? Sócrates Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es santo es lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy diferentes. Eutifrón ¿Cómo es eso, Sócrates? Sócrates

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No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado porque es santo, y que, no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto? Eutifrón Lo confieso. Sócrates ¿No estamos también de acuerdo, en que lo que es amable a los dioses, no lo es porque ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable? Eutifrón Eso es cierto. Sócrates

Pero, mi querido Eutifrón, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo fuesen una misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiría que los dioses amarían lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable a los dioses no es amable sino porque ellos lo aman, sería cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos amable a los [28] dioses y santo son muy diferentes; el uno no es amado sino porque los Dioses lo aman, y el otro es amado porque merece serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifrón, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has hecho de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser amado por los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas a mal, te conjuro a que no andes con misterios, y tomando la cuestión en su origen, me digas con exactitud lo que es santo, ya sea o no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede haber disputa entre nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo y lo que es impío.

Eutifrón Pero, Sócrates, no sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto sentamos parece girar en torno nuestro sin ninguna fijeza. Sócrates Eutifrón, todos los principios que has establecido se parecen bastante a las figuras de Dédalo{5}, uno de mis abuelos. Si hubiera sido yo el que los hubiera sentado, indudablemente te habrías burlado de mí y me habrías echado en cara la bella cualidad que tenían las obras de mi ascendiente, de desaparecer en el acto mismo en que se creían más reales y positivas; pero, por desgracia, eres tú el que las ha sentado, y es preciso que yo me valga de otras chanzonetas, porque tus principios se te escapan como tú mismo lo has apercibido. Eutifrón Respecto a mí, Sócrates, no tengo necesidad de valerme de tales argucias; a ti sí que te cuadran perfectamente; porque no soy yo el que inspira a nuestros razonamientos esa instabilidad, que les impide cimentar en [29] firme; tú eres el que representas al verdadero Dédalo. Si fuese yo solo, te respondo que nuestros principios serian firmes. Sócrates

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Yo soy más hábil en mi arte que lo era Dédalo. Este sólo sabia dar esta movilidad a sus propias obras, cuando yo, no sólo la doy a las mías, sino también ti, las ajenas; y lo más admirable es, que soy hábil a pesar mío, porque gustaría incomparablemente más que mis principios fuesen fijos e inquebrantables, que tener todos los tesoros de Tántalo con toda la habilidad de mi abuelo. Pero basta de chanzas, y puesto que tienes remordimientos, ensayaré aliviarte y abrirte un camino más corto, para conducirte al conocimiento de lo que es santo, sin detenerte en tu marcha. Mira, pues, si no es de una necesidad absoluta que todo lo que es santo sea justo. Eutifrón No puede ser de otra manera. Sócrates ¿Todo lo que es justo te parece santo, o todo lo que es santo te parece justo? ¿O crees, que lo que es justo no es siempre santo, sino tan sólo que hay cosas justas que son santas y otras que no lo son? Eutifrón No puedo seguirte, Sócrates. Sócrates Sin embargo, tú tienes sobre mí dos ventajas muy grandes, la juventud y la habilidad. Pero, como te decía antes, confías demasiado en tu sabiduría. Te suplico, que deseches esa apatía, y que te apliques un momento; porque lo que yo te digo no es difícil de entender, no es más que lo contrario de lo que canta un poeta: ¿Por qué se tiene temor de celebrar a Júpiter que ha [30] creado todo? La vergüenza es siempre compañera del miedo. No estoy de acuerdo con este poeta; ¿quieres saber por qué? Eutifrón Sí, tú me obligas a decirlo. Sócrates No me parece del todo verdadero, que la vergüenza acompañe al miedo, porque se ven todos los días gentes que temen las enfermedades, la pobreza y otros muchos males, y sin embargo, no se avergüenzan de tener este temor. ¿No te parece que es así? Eutifrón Soy de tu dictamen. Sócrates Por lo contrario, el miedo sigue siempre a la vergüenza. ¿Hay hombre, que teniendo vergüenza de una acción fea, no tema al mismo tiempo la mala reputación que es su resultado? Eutifrón

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Cómo no ha de temer. Sócrates Por consiguiente no es cierto decir: La vergüenza es siempre compañera del miedo. Sino que es preciso decir: El miedo es siempre compañero de la vergüenza. Porque es falso que la vergüenza se encuentre donde quiera que esté el miedo. El miedo tiene más extensión que la vergüenza. En efecto, la vergüenza es una parte del miedo, como lo impar es una parte del número. Donde quiera que hay un número, no es precisión que en él se encuentre el impar, pero donde quiera que aparezca el impar hay un número. ¿Me entiendes ahora? Eutifrón Muy bien. [31] Sócrates Esto es precisamente lo que te pregunté antes: ¿si donde quiera que se encuentre lo justo allí está lo santo, y si donde quiera que se encuentre lo santo allí está lo justo? Parece que lo santo no se encuentra siempre con lo justo, porque lo santo es una parte de lo justo. ¿Sentaremos este principio, o eres tú de otra opinión? Eutifrón A mi parecer, este principio no puede ser combatido. Sócrates Ten en cuenta lo que voy a decirte; si lo santo es una parte de lo justo, es preciso averiguar qué parte de lo justo tiene lo santo, como si me preguntases, qué parte del número es el par, y cuál es este número, y yo te respondiese que es el que se divide en dos partes iguales y no desiguales. ¿No lo crees como yo? Eutifrón Sin duda. Sócrates Haz pues el ensayo de enseñarme a tu vez, qué parte de lo justo es lo santo a fin de que indique a Melito que ya no hay materia para acusarme de impiedad; a mí que tan perfectamente he aprendido de ti lo que es la piedad y la santidad y sus contrarias. Eutifrón Me parece a mí, Sócrates, que la piedad y la santidad son esta parte de lo justo, que corresponde al culto de los dioses, y que todo lo demás consiste en los cuidados y atenciones que los hombres se deben entre sí. Sócrates

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Muy bien, Eutifrón; sin embargo, falta alguna pequeña cosa, porque no comprendo bien lo que tú entiendes por la palabra culto. ¿Este cuidado de los dioses, es el mismo que el que se tiene por todas las demás cosas? [32] Porque decimos todos los días, que sólo un jinete sabe tener cuidado de un caballo; ¿no es así? Eutifrón Sí, sin duda. Sócrates El cuidado de los caballos, ¿compete propiamente al arte de equitación? Eutifrón Seguramente. Sócrates Todos los hombres no son a propósito para enseñar a los perros, sino los cazadores. Eutifrón Sólo los cazadores. Sócrates Por consiguiente el cuidado de los perros pertenece al arte venatorio. Eutifrón Sin dificultad. Sócrates ¿Pertenece sólo a los labradores tener cuidado de los bueyes? Eutifrón Sí. Sócrates La santidad y la piedad es del cuidado de los dioses. ¿No es esto lo que dices? Eutifrón Ciertamente. Sócrates ¿Todo cuidado no tiene por objeto el bien y utilidad de la cosa cuidada? ¿No ves hacerse mejores y más dóciles los caballos que están al cuidado de un entendido picador? Eutifrón

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Sí, sin duda. [33] Sócrates ¿El cuidado que un buen cazador tiene de sus perros, el que un buen labrador tiene de sus bueyes, no hace mejores lo mismo a los unos que a los otros, y así en todos los casos análogos? ¿Puedes creer, que el cuidado en estos casos tienda a dañar lo que se cuida? Eutifrón No sin duda, ¡por Júpiter! Sócrates ¿Tiende pues a hacerlos mejores? Eutifrón Seguramente. Sócrates La santidad, siendo el cuidado de los dioses, debe tender a su utilidad, y tiene por objeto a los dioses mejores. ¿Pero te atreverías a suponer, que cuando ejecutas una acción santa, haces mejor a alguno de los dioses? Eutifrón Jamás, ¡por Júpiter! Sócrates No creo tampoco, que sea ese tu pensamiento, y esta es la razón porque te he preguntado cuál era el cuidado de los dioses, de que querías hablar, bien convencido que no era éste. Eutifrón Me haces justicia, Sócrates. Sócrates Este es ya punto concluido. ¿Pero qué clase de cuidado de los dioses es la santidad? Eutifrón El cuidado que los criados tienen por sus amos. Sócrates Ya entiendo; ¿la santidad es como la sirviente de los dioses? [34] Eutifrón Así es.

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Sócrates ¿Podrías decirme lo que los médicos operan por medio de su arte? ¿No restablecen la salud? Eutifrón Sí. Sócrates El arte de los constructores de buques, ¿para qué es bueno? Eutifrón Sin duda, Sócrates, para construir buques. Sócrates ¿El arte de los arquitectos no es para construir casas? Eutifrón Seguramente. Sócrates Dime, ¿para qué puede servir la santidad, éste cuidado de los dioses? Es claro, tú debes saberlo; tú que pretendes conocer las cosas divinas mejor que nadie en el mundo. Eutifrón Con razón lo dices, Sócrates. Sócrates Dime, pues, ¡por Júpiter!, lo que hacen los dioses de bueno, auxiliados de nuestra piedad? Eutifrón Muy buenas cosas, Sócrates. Sócrates también las hacen los generales, mi querido amigo; sin embargo, hay una muy principal, que es la victoria que consiguen en los combates. ¿No es verdad? Eutifrón Muy cierto. [35] Sócrates Los labradores hacen igualmente muy buenas cosas, pero la principal es alimentar al hombre con los productos de la tierra.

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Eutifrón Convengo en ello. Sócrates Dime, pues. ¿De todas las cosas bellas que los dioses hacen por el ministerio de nuestra santidad, cuál es la principal? Eutifrón Ya te dije antes, Sócrates, que es difícil explicar esto con toda exactitud. Lo que puedo decirte en general es, que agradar a los dioses con oraciones y sacrificios es lo que se llama santidad, y constituye la salud de las familias y de los pueblos; en lugar de que desagradar a los dioses es entregarse a la impiedad, que todo lo arruina y destruye, hasta los fundamentos. Sócrates En verdad, Eutifrón, si hubieras querido, habrías podido decirme con menos palabras lo que te he preguntado. Es fácil notar, que no tienes deseo de instruirme, porque antes estabas en camino, y de repente te has separado de él; una palabra más, y yo conoceré perfectamente la naturaleza de la santidad. Al presente, puesto que el que interroga debe seguir al que es interrogado, ¿no dices que la santidad es el arte de sacrificar y de orar? Eutifrón Lo sostengo. Sócrates Sacrificar es dar a los dioses. Orar es pedirles. Eutifrón Muy bien, Sócrates. [36] Sócrates Se sigue de este principio, que la santidad es la ciencia de dar y de pedir a los dioses. Eutifrón Has comprendido perfectamente mi pensamiento. Sócrates Esto consiste en que estoy prendado de tu sabiduría, y me entrego a ti absolutamente. No temas que me desentienda ni de una sola de tus palabras. Dime, pues, ¿cuál es el arte de servir a los dioses? ¿No es, según tu opinión, darles y pedirles? Eutifrón Seguramente. Sócrates

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Para pedir bien, ¿no es necesario pedirles cosas que tengamos necesidad de recibir de ellos? Eutifrón Nada más verdadero. Sócrates Y para dar bien, ¿no es preciso darles en cambio cosas que ellos tengan necesidad de recibir de nosotros? Porque sería burlarse dar a alguno cosas de que no tenga ninguna necesidad. Eutifrón Es imposible hablar mejor. Sócrates La santidad, mi querido Eutifrón, ¿es por consiguiente una especie de tráfico entre los dioses y los hombres? Eutifrón Si así lo quieres, será un tráfico. Sócrates Yo no quiero que lo sea, si no lo es realmente; pero dime: ¿qué utilidad sacan los dioses de los presentes que les hacemos? Porque la utilidad que sacamos de ellos es bien clara, puesto que no somos partícipes del bien más [37] pequeño que no lo debamos a su liberalidad. ¿Pero de qué utilidad son a los dioses nuestras ofrendas? ¿Seremos tan egoístas que sólo nosotros saquemos ventaja de este comercio, y que los dioses no saquen ninguna? Eutifrón ¿Piensas, Sócrates, que los dioses pueden jamás sacar ninguna utilidad de las cosas que reciben de nosotros? Sócrates ¿Luego para qué sirven todas nuestras ofrendas? Eutifrón Sirven para mostrarles nuestra veneración, nuestro respeto y el deseo que tenemos de merecer su favor. Sócrates Luego, Eutifrón, ¿lo santo es lo que obtiene el favor de los dioses, y no lo que les es útil ni lo que es amado de ellos? Eutifrón No, yo creo que por cima de todo está el ser amado por los dioses. Sócrates

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Lo santo, a lo que parece, es aun lo que es amado por los dioses. Eutifrón Sí, por cima de todo. Sócrates ¡Hablándome así extrañas que tus discursos muden sin cesar, sin poder fijarse! ¿Y te atreves a acusarme de ser el Dédalo que les da esta movilidad continua, tú que mil veces más astuto que Dédalo, los haces girar en círculo? ¿No te apercibes que vuelven sin cesar sobre sí mismos? Has olvidado, sin duda, que lo que es santo y lo que es agradable a los dioses no nos ha parecido la misma cosa, y que las hemos encontrado diferentes? ¿No te acuerdas? [38] Eutifrón Me acuerdo. Sócrates ¡Ah!, ¿no ves que ahora dices que lo santo es lo que es amado por los dioses? Lo que es amado por los dioses, ¿no es lo que es amable a sus ojos? Eutifrón Seguramente. Sócrates De dos cosas una: o hemos distinguido mal, o si hemos distinguido bien, hemos incurrido ahora en una definición falsa. Eutifrón Así parece. Sócrates Es preciso que comencemos de nuevo a indagar lo que es la santidad; porque yo no cesaré hasta que me la hayas enseñado. No me desdeñes, y aplica toda la fuerza de tu espíritu para enseñarme la verdad. Tú la sabes mejor que nadie, y no te dejaré, como otro Proteo, hasta que me hayas instruido; porque si no hubieses tenido un perfecto conocimiento de lo que es santo y de lo que es impío, indudablemente jamás habrías culminado una acusación criminal, ni acusado de homicidio a tu anciano padre, por un miserable colono; y lejos de cometer una impiedad, hubieras temido a los dioses y respetado a los hombres. No puedo dudar, que tú crees saber perfectamente lo que es la santidad y su contraria; dímelo, pues, mi querido Eutifrón, y no me ocultes tus pensamientos. Eutifrón Así lo haré para otra ocasión, Sócrates, porque en este momento tengo precisión de dejarte. Sócrates ¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más [39] dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber aprendido de ti lo que es la

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santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de Melito, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida sería para lo sucesivo más santa. ——— {1} Este pórtico del Rey era un lugar a la derecha del Cerámico, donde uno de los nueve Arcontes, que se llamaba el Rey, presidía durante su año, y conocía de los homicidios y de los ultrajes hechos a la religión. {2} Este demonio familiar era precisamente la divinidad nueva, que los atenienses acusaban a Sócrates de querer introducir en la religión. {3} Eutifrón ejercía la profesión de adivino, que era hereditaria entre los griegos. {4} Las Panateneas eran las fiestas de Minerva, que se celebraban cada cinco años con juegos y sacrificios. {5} Dédalo era un escultor y arquitecto célebre. www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español © 2005 www.filosofia.org Patricio de Azcárate · Obras completas de Platón Madrid 1871, tomo 1, páginas 9-3

                        

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 Ion o de la Poesía Sócrates – Ion d soe Efe   

Sócrates 

Júpiter te salve! Ion.{1} ¿D ónde vienes hoy? ¿De tu casa de Efeso?  ¡ e d 

Ion 

ada de eso, Sócrates; ven dauro y de los juegos de Esculapio.  N go de Epi 

Sócrates  Los  de  Epidauro  han  instituido  en  honor  de  su  Dios  un  combate  de apsodistas? ¿r 

Ion 

sí es, y de todas las demá e la música.  A s partes d 

Sócrates 

 bien, ¿has diputado el premio? ¿cómo has salido?  Y 

Ion 

e conseguido el primer premio, Sócrates. [188]  H 

Sócrates  e alegro y animo, porque es preciso tratar de salir vencedor también en las iestas Panateneas. Mf 

Ion

sí lo espero, si Dios quier

  A 

e. 

Sócrates 

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 Muchas  veces,  mi  querido  Ion,  os  he  tenido  envidia  a  los  que  sois rapsodistas, a causa de vuestra profesión. Es, en efecto, materia de envidia la ventaja que ofrece el veros aparecer siempre ricamente vestidos en los más espléndidos  saraos,  y  al  mismo  tiempo  el  veros  precisados  a  hacer  un estudio  continuo  de  una multitud  de  excelentes  poetas,  principalmente  de Homero, el más grande y más divino de todos, y no sólo aprender los versos, sino también penetrar su sentido. Porque jamás será buen rapsodista el que no tenga conocimiento de las palabras del poeta, puesto que para los que le escuchan,  es  el  intérprete  del  pensamiento  de  aquél;  función  que  le  es mposible desempeñar, si no sabe  lo que el poeta ha querido decir. Y,  todo sto es muy de envidiar. ie 

Ion  Dices verdad, Sócrates. Es la parte de mi arte que me ha costado más trabajo, pero me  lisonjeo  de  explicar  a Homero mejor  que  nadie. Ni Metrodoro de Lampsaco,  ni  Stesimbroto  de  Taso,  ni  Glaucón,  ni  ninguno  de  cuantos  han xistido hasta ahora, está en posición de decir sobre Homero tanto, ni cosas an bellas, como yo. et 

Sócrates  e encantas, Ion, tanto más, cuanto que no podrás rehusarme el demostrar u ciencia. Mt 

Ion  Verdaderamente,  Sócrates,  merecen  bien  ser  escuchados  los  comentarios ue he sabido dar a Homero, y creo merecer de los partidarios de este poeta l que coloquen sobre mi c a corona de oro. [189] qe abeza un 

Sócrates  Me  congratularé  de  que  se  me  presente  ocasión  más  adelante  para escucharte; pero en este momento sólo quiero que me digas si tu habilidad e  limita  a  la  inteligencia  de  Homero,  o  si  se  extiende  igualmente  a  la  de esíodo y Arquíloco. 

sH 

   Ion 

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De ninguna manera; yo me ado a Homero, y me parece que basta.  he limit 

Sócrates  No hay ciertos asuntos sobre  los que Homero y Hesíodo dicen las mismas osas? ¿c 

Ion 

o pienso que sí y en muchas ocasiones.  Y 

Sócrates  Podrías  tú  explicar mejor  lo  que  dice Homero  sobre  estos  objetos  que  lo ue dice Hesíodo? ¿q 

Ion  os explicaría perfectamente en todos aquellos puntos en que hablan de las ismas cosas. 

Lm 

Sócrates  Y  en  aquellos  que  no  dicen  las  mismas  cosas?  Por  ejemplo,  Homero  y esíodo ¿no hablan del arte divinatorio? 

¿H 

Ion  Seguramente.  

Sócrates      ¡Y qué! ¿estarás tú en estado de explicar mejor que un buen adivino lo que stos dos poetas han dicho de una manera igual o de una manera diferente obre el arte divinatorio? es 

Ion  N o. 

Sócrates 

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 Pero si fueses adivino, ¿no es cierto que si podías [190] explicar los pasajes n  que  están  de  acuerdo,  en  igual  forma  podrías  explicar  aquellos  en  que stán en desacuerdo? ee 

Ion  Eso es evidente.  

Sócrates  ¿Por qué razón estás versado en las obras de Homero y no lo estás en las de Hesiodo, ni en las de los demás poetas? ¿Homero trata de distintos objetos que todos  los demás poetas? ¿No habla principalmente de  la guerra, de  las relaciones  que  tienen  entre  sí  los  hombres,  sean  buenos  o  malos,  sean particulares  u  hombres  públicos,  de  la  manera  que  los  dioses  conversan entre sí y con los hombres, de lo que pasa en el cielo y en los infiernos, de la enealogía  de  los  dioses  y  de  los  héroes?  ¿No  es  esta  la  materia  que onstituye las poesías de H ero? gc om

Ion  

 Tienes razón, Sócrates.  

Sócrates 

Pero qué! ¿los demás poetas no tratan las mismas cosas?  ¡ 

Ion 

í, Sócrates, pero no como   S  Homero.

Sócrates  

 ¿Por qué? ¿hablan peor?  

Ion  S in comparación. 

Sócrates 

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 ¿Y Homero habla mejor?  

Ion  Sí, ciertamente.  

Sócrates  Pero, mi querido Ion, cuando muchas personas hablan sobre números, y una ntre ellas habla excelentemente,  ¿no reconocerá alguno de  los demás que fectivamente habla bien? 1] ee  [19

Ion  

 Sin contradicción.  

Sócrates    esa misma persona  será  la  que  reconozca  a  los  que  hablan mal:  ¿o  será tra distinta? Yo 

Ion  La misma seguramente.  

Sócrates 

 esa persona, ¿no será la  sabe el arte de contar?  Y que 

Ion  

 Sí.  

Sócrates  Y cuando muchas personas hablan de alimentos buenos para la salud y hay entre ellas una que habla perfectamente, ¿serán dos personas diferentes las ue distingan, la una al que habla bien, y la otra al que habla mal, o bien será na misma persona? qu 

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Io

s claro que será la misma

n  E . 

crates  

Quién es? ¿cómo se llama ¿ ? 

Ion  

 El médico.  

Sócrates  En suma, cuando se habla de unos mismos objetos,  será siempre el mismo hombre el que dará cuenta de los que hablan bien y de los que hablan mal; y s evidente que si no distingue el que habla mal, no distinguirá tampoco el ue habla bien; se entiend specto al mismo objeto. eq e re

Ion  

 Convengo en ello.  

Sócrates  l mismo hombre, por consiguiente, está en estado de juzgar lo uno y lo otro. 192] E[ 

Ion  Sí.  

Sócrates  ¿No dices que Homero y los otros poetas, entre quienes se cuentan Hesiodo  Arquiloco,  tratan de  los mismos objetos,  pero no de  la misma manera,  y ue Homero habla bien y l tros menos bien? yq os o 

Ion  Sí, y nada he dicho que no sea verdadero. 

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 Sócrates 

 i, pues,  conoces  tú al que habla bien, debes conocer  igualmente a  los que ablan mal. Sh 

Ion  Así parece.  

Sócrates  Así,  mi  querido  Ion,  no  podemos  engañarnos,  si  decimos  que  Ion  está versado en el conocimiento de Homero  igualmente que en el de  los demás poetas,  puesto  que  confiesa  que  un mismo hombre  es  juez  competente  de odos  los que hablan de  los mismos objetos,  y que  todos  los poetas  tratan oco más o menos las mismas cosas. tp 

Ion  Pero  entonces,  Sócrates,  ¿me  dirás  por  qué,  cuando  se  me  habla  de cualquiera  otro poeta,  no puedo  fijar  la  atención,  ni  puedo decir  nada que valga  la pena, y en realidad me considero como dormido? Por el contrario, uando se me cita a Homero, despierto en el acto, presto la mayor atención,  las ideas se me presenta mente. cy n profusa 

Sócrates  No es difícil, mi querido amigo, adivinar la razón. Es evidente, que tú no eres capaz  de  hablar  sobre Homero,  ni  por  el  arte,  ni  por  la  ciencia.  Porque  si pudieses hablar por el arte, estarías en estado de hacer  lo mismo respecto odos los demás poetas. En efecto, la poesía es un solo y mismo arte, que se lama poética; ¿no es así? [193] tl 

Ion  Sí.  

 Sócrates 

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¿No es cierto, que cuando se abraza un arte en toda su extensión, una misma rítica  sirve  para  juzgar  de  todas  las  demás  artes?  ¿Quieres,  Ion,  que  te xplique cómo entiendo esce to?  

Ion  on  el  mayor  placer,  Sócrates;  gusto  mucho  en  oíros,  porque  es  oír  a  un abio. Cs 

Sócrates  Quisiera  mucho  que  dijeras  verdad,  Ion;  pero  ese  título  de  sabio  sólo pertenece a vosotros los rapsodistas, a los actores y a aquellos cuyos versos cantáis. Con respecto a mí, no sé más que decir sencillamente la verdad, cual conviene a un hombre de poco talento. Júzgalo por la pregunta que te acabo de hacer, y ya ves que es trivial y común, como que lo que he dicho está al alcance de  cualquiera,  esto  es,  que  la  crítica  es  la misma en  cualquier  arte ue se considere, con tal que sea uno. Tomemos un ejemplo. La pintura en su onjunto ¿no es un solo y mismo arte? qc 

Ion  Sí.  

Sócrates 

No hay y ha habido gran número de pintores buenos y malos?  ¿ 

Ion  S

 eguramente.  

Sócrates  ¿Has visto tú alguno que, siendo capaz de discernir lo bien o mal pintado en los  cuadros  de  Polignoto,{2}  hijo  [194]  de  Aglaofon,  no  pueda  hacer  lo mismo respecto a los otros pintores? ¿Que cuando se le presentan las obras de  éstos  se  duerma,  se  vea  embarazado,  y  no  sepa  qué  juicio  formar? ¿Mientras  que  cuando  se  trata  de  dar  su  dictamen  sobre  los  cuadros  de Polignoto  o  de  cualquiera  otro  pintor  particular  que  sea  de  su  agrado,  se despierte, preste su atención, y se explique con la mayor facilidad? 

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 Ion 

o ciertamente, yo no le h N e visto.  

Sócrates  ¡Pero qué! en materia de escultura ¿has visto alguno que esté en actitud de decidir sobre el mérito de las obras de Dédalo, hijo de Melitón, o de Epeas, hijo de Panope, o de Teodoro de Samos, o de  cualquiera otro estatuario,  y ue  se vea dormido, embarazado y  sin saber qué decir de  las obras de  los emás escultores? qd 

Ion 

o, ¡por Júpiter! no he vist  en este caso.  N o a nadie 

Sócrates  No has visto, me figuro, a nadie, sea con relación al arte de tocar la flauta o el laúd, o de acompañar con el  laúd al canto, o sea con relación a  la rapsodia, que  esté  en  estado  de  pronunciar  su  juicio  sobre  el  mérito  de  Olimpo  de Tamiras, de Orfeo y de Femius, el  rapsodista de  Itaca, y que  tratándose de uzgar  del  mérito  de  Ion  de  Efeso,  se  viese  en  el  mayor  embarazo,  y  se onsiderase incapaz de de , en qué es bueno o mal rapsodista. jc cidir 

Ion  Nada  tengo  que  oponer  a  lo  que  dices,  Sócrates.  Sin  embargo,  puedo asegurar, que soy yo, entre todos los hombres, el que habla mejor y con más facilidad  sobre Homero,  y  que  cuantos me  escuchan  convienen  en  lo  bien ue hablo, mientras que nada puedo decir sobre los demás poetas. Dime, yo e lo suplico, de dónde pue der esto. [195] qt de proce 

Sócrates  Eso  es  lo  que  quiero  examinar,  y  quiero  exponerte  mi  pensamiento.  Ese talento, que  tienes, de hablar bien sobre Homero, no es en  ti un efecto del arte, como decía antes, sino que es no sé qué virtud divina que te transporta, virtud semejante a la piedra que Eurípides ha llamado magnética, y que los más  llaman  piedra  de  Heráclea.  Esta  piedra,  no  sólo  atrae  los  anillos  de 

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hierro,  sino  que  les  comunica  la  virtud  de  producir  el  mismo  efecto  y  de atraer otros anillos, de suerte que se ve algunas veces una  larga cadena de trozos de hierro y de anillos suspendidos los unos de los otros, y todos estos anillos sacan su virtud de esta piedra. En igual forma,  la musa inspira a los poetas,  éstos  comunican  a  otros  su  entusiasmo,  y  se  forma una  cadena de inspirados. No es mediante el arte, sino por el entusiasmo y  la  inspiración, que  los  buenos  poetas  épicos  componen  sus  bellos  poemas.  Lo  mismo sucede  con  los  poetas  líricos.  Semejantes  a  los  coribantes,  que  no  danzan sino cuando están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando  componen  sus  preciosas  odas,  sino  que  desde  el momento  en  que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor, y se ven arrastrados por  un  entusiasmo  igual  al  de  las  bacantes,  que  en  sus  movimientos  y embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en  que  cesa  su  delirio.  Así  es,  que  el  alma  de  los  poetas  líricos  hace realmente  lo que estos se alaban de practicar. Nos dicen que, semejantes a las abejas, vuelan aquí y allá por los jardines y vergeles de las musas, y que recogen y extraen de las fuentes de miel los versos que nos cantan. En esto dicen la verdad, porque el poeta es un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no  le arrastra y  le hace salir de sí mismo. Hasta el momento de  la  inspiración,  todo hombre es  impotente para hacer versos y pronunciar oráculos. Como los poetas no [196] componen merced al  arte,  sino  por  una  inspiración  divina,  y  dicen  sobre  diversos  objetos muchas cosas y muy bellas, tales como las que tú dices sobre Homero, cada uno  de  ellos  sólo  puede  sobresalir  en  la  clase  de  composición  a  que  le arrastra la musa. Uno sobresale en el ditirambo, otro en los elogios, éste en las  canciones  destinadas  al  baile,  aquél  en  los  versos  épicos,  y  otro  en  los yambos, y todos son medianos fuera del género de su inspiración, porque es ésta  y  no  el  arte  la  que  preside  a  su  trabajo.  En  efecto,  si  supiesen  hablar bien,  gracias  al  arte,  en un  sólo  género,  sabrían  igualmente hablar bien de todos  los  demás.  El  objeto  que Dios  se  propone  al  privarles  del  sentido,  y servirse de ellos como ministros, a manera de los profetas y otros adivinos inspirados, es que, al oírles nosotros,  tengamos entendido que no son ellos los  que  dicen  cosas  tan  maravillosas,  puesto  que  están  fuera  de  su  buen sentido, sino que son los órganos de la divinidad que nos habla por su boca. Tinnicos  de  Calcide  es  una  prueba  bien  patente  de  ello.  No  tenemos  de  él más pieza en verso, que sea digna de tenerse en cuenta, que su Pean{3} que todo  el  mundo  canta,  la  oda  más  preciosa  que  se  ha  hecho  jamás,  y  que, como dice él mismo, es realmente una producción de las musas. Me parece, que la divinidad nos ha dejado ver en él un ejemplo patente, para que no nos quede la más pequeña duda de que si bien estos bellos poemas son humanos y hechos por  la mano del hombre,  son,  sin embargo, divinos y obra de  los 

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dioses, y que los poetas no son más que sus intérpretes, cualquiera que sea el Dios que los posea. Para hacernos conocer esta verdad, el Dios ha querido antar  con  toda  intención  la  oda más  bella  del mundo  por  boca  del  poeta ás mediano. ¿No crees tú  tengo razón? mi querido Ion. [197] 

cm  que 

Ion  Sí,  ¡por  Júpiter!  tus  discursos,  Sócrates,  causan  en  mi  alma  una  profunda mpresión,  y me  parece  que  los  poetas,  por  un  favor  divino,  son  para  con osotros los intérpretes de es. in  los dios 

Sócrates 

 vosotros los rapsodistas  sois los intérpretes de los poetas?  Y  ¿no

Ion  

 También es cierto.  

Sócrates 

uego sois vosotros los int retes de los intérpretes.  L érp

Ion  

 Sin contradicción.  

Sócrates  Vamos, respóndeme Ion, y no me ocultes nada de lo que te voy a preguntar. Cuando recitas, como conviene, ciertos versos heroicos, y conmueves el alma de los espectadores, ya cantando a Ulises en el momento en que lanzándose al  umbral  de  su  palacio,  se  da  a  conocer  a  los  amantes  de  Penélope  y derrama  a  sus  pies  una multitud  de  flechas{4}  o  ya  a  Aquiles  arrojándose sobre  Héctor{5}  o  cualquiera  otro  pasaje  conmovedor  de  Andrómaca,  de Hécuba,  o  de  Priamo,{6}  ¿te  dominas,  o  estás  fuera  de  tí  mismo?  llena  tu alma  de  entusiasmo,  ¿no  te  imaginas  estar  presente  a  las  acciones  que ecitas, y que te encuentras en Itaca o delante de Troya, en una palabra, en el ugar mismo donde pasa la escena? rl 

Ion 

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 ¡La  prueba  que me  pones  a  la  vista  es  patente,  Sócrates!  Porque  si  he  de hablarte con franqueza, te aseguro, que [198] cuando declamo algún pasaje atético,  mis  ojos  se  llenan  de  lágrimas,  y  que  cuando  recito  algún  trozo errible o violento, se me e  cabellos y palpita mi corazón. pt rizan los 

Sócrates  ¡Pero  qué!  Ion.  ¿Diremos  que  un  hombre  está  en  su  sano  juicio,  cuando, vestido con un traje de diversos colores y llevando una corona de oro, llora en medio de los sacrificios y de las fiestas, aunque no haya perdido ninguno de sus adornos, o cuando, en compañía de más de veinte mil amigos, se le ve obrecogido  de  terror,  a  pesar  de  no  despojarle  ni  hacerle  nadie  ningún año? sd 

Ion 

o ciertamente, Sócrates,  e es preciso decirte la verdad.  N puesto qu 

Sócrates  Sabes  tú,  si  trasmitís  los  mismos  sentimientos  al  alma  de  vuestros spectadores? ¿e 

Ion  Lo  sé  muy  bien.  Desde  la  tribuna,  donde  estoy  colocado,  los  veo habitualmente llorar, dirigir miradas amenazadoras, y temblar como yo con la narración de lo que oyen. Y necesito estar muy atento a los movimientos que en ellos se producen, porque si  los hago llorar, yo me reiré y cogeré el inero;  mientras  que  si  los  hago  reír,  yo  lloraré  y  perderé  el  dinero  que speraba. de 

Sócrates  ¿Ves  ahora  cómo  el  espectador  es  el  último  de  estos  anillos,  que  como  yo decía, reciben los unos de los otros la virtud que les comunica la piedra de Heráclea?  El  rapsodista,  tal  como  tú,  el  actor,  es  el  anillo  intermedio,  y  el primer anillo es el poeta mismo. Por medio de estos anillos el Dios atrae el alma de los hombres, por donde quiere, haciendo pasar su virtud de los unos a los otros, y lo mismo que sucede con la piedra imán, está pendiente de él 

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una larga cadena de coristas, de maestros de capilla [199] de sub‐maestros, ligados por los lados a los anillos que van directamente a la musa. Un poeta está  ligado a una musa, otro poeta a otra musa, y nosotros decimos a esto estar  poseído,  dominado,  puesto  que  el  poeta  no  es  sui  juris,  sino  que pertenece  a  la  musa.  A  estos  primeros  anillos,  quiero  decir,  a  los  poetas, están ligados otros anillos, los unos a éste, los otros a aquel, e influidos todos por diferentes  entusiasmos. Unos  se  sienten poseídos por Orfeo,  otros por Museo, la mayor parte por Homero. Tú eres de estos últimos, Ion, y Homero te posee. Cuando se cantan en tu presencia los versos de algún otro poeta, tú te haces el soñoliento, y tu espíritu no te suministra nada; pero cuando se te recita algún pasaje de este poeta, despiertas en el momento, tu alma entra, por decirlo así, en movimiento, y te ocurre abundantemente de qué hablar. Porque no es en virtud del arte, ni de la ciencia, el hablar tú de Homero como lo haces, sino por una inspiración y una posesión divinas. Y lo mismo que los coribantes no sienten ninguna otra melodía que la del Dios que los posee, ni olvidan  las  figuras  y  palabras  que  corresponden  e  este  arte,  sin  fijar  su atención  en  todos  los  demás,  de  la misma manera  tú,  Ion,  cuando  se  hace mención  de  Homero,  apareces  sumamente  afluyente,  mientras  que permaneces mudo tratándose de los demás poetas. Me preguntas cuál es la causa  de  esta  facilidad  de  hablar  cuando  se  trata  de  Homero,  y  de  esta infecundidad  cuando  se  trata de  los  demás,  y  es  que  el  talento,  que  tienes ara  alabar  a Homero,  no  es  en  tí  efecto  del  arte,  sino  de  una  inspiración ivina. pd 

Ion  Muy  bien  dicho,  Sócrates.  Sin  embargo,  sería  para mí  una  sorpresa,  si  tus razones fuesen bastante poderosas para persuadirme de que cuando hago el logio de Homero, estoy poseído y fuera de mí mismo. Creo que tú mismo no o creerías, si me oyeses discurrir sobre este poeta. [200] el 

Sócrates  Pues  bien,  quiero  escucharte;  pero  antes  responde  a  esta  pregunta.  Entre antas  cosas  como Homero  trata,  ¿sobre  cuáles hablas  tú bien? Porque  sin uda tú no puedes hablar bien s e todas. td obr 

Ion  Vive seguro, Sócrates, de que no hay una sola de la que no esté en estado de hablar bien. 

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 Sócrates 

robablemente no de las c  que tú ignoras, y que Homero trata.  P osas 

Ion 

Cuáles son las cosas que H rata y yo ignore?  ¿ omero t 

Sócrates  ¿Homero no habla de las artes en muchos parajes y muy detenidamente? Por jemplo, ¿el arte de conducir un carro? Si pudiera recordar los versos, te los iría. ed 

I

o los sé; voy a decírtelos.

on  Y   

Sócrates  Recítame,  pues,  las  palabras  de  Néstor  a  su  hijo  Antícolo,  cuando  le  da onsejos  sobre  las  precauciones  que  debe  tomar  para  evitar  el  tocar  a  la eta en la carrera de carr n los funerales de Patroclo. 

cm os, e 

Ion  Inclínate,  le  dice,  bien  preparado,  sobre  tu  carro  a  la  izquierda;  al mismo tiempo  con  el  látigo  y  la  voz  apura  al  caballo  de  la  derecha,  flojándole  las riendas; haz que el caballo de la izquierda se aproxime a la meta, de manera ue  el  cubo  de  la  rueda,  hecho  con  arte,  parezca  tocar  en  ella,  y  que  sin mbargo evite tropezarla.qe {7}  

Sócrates  asta. ¿Quién juzgará mejor, Ion, si Homero habla [201] bien o mal en estos ersos, un médico o un co o? Bv cher

Ion  

 El cochero sin duda. 

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 Sócrates 

 Es porque  conoce  el  arte  que  corresponde  a  todas  estas  cosas  o por  otra azón? ¿r 

Ion 

o, sino porque conoce es N te arte.  

Sócrates  Dios ha atribuido a cada arte la facultad de juzgar sobre las materias que a ada  uno  correspondan,  porque  no  juzgamos  mediante  la  medicina  las ismas cosas que conocemos por el pilotaje. 

cm 

Ion  Verdaderamente no.  

Sócrates 

i por el arte de carpinter  que conocemos por la medicina.  N ía lo

Ion  

 De ninguna manera.  

Sócrates  ¿No sucede lo mismo con todas las demás artes? Lo que nos es conocido por a una, no nos es conocido por la otra. Pero antes de responder a esto, dime: no reconoces que las artes difieren unas de otras? l¿ 

Ion  Sí.  

 Sócrates 

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Een  cuanto  puede  conjeturarse,  digo,  que  una  es  diferente  de  otra,  porque sta es la ciencia de un objeto y aquella de otro. ¿Piensas tú lo mismo?  

Ion  Sí.  

Sócrates  Porque  si  fuese  la  ciencia  de  los  mismos  objetos,  ¿qué  [202]  razón tendríamos  para  hacer  diferencia  entre  un  arte  y  otro  arte,  puesto  que ambos conducían al conocimiento de  las mismas cosas? Por ejemplo, yo sé que estos son cinco dedos, y tú  lo sabes como yo. Si yo te preguntase, si  lo abemos ambos por la aritmética, o lo sabemos tú por un arte y yo por otro, irías sin dudar que por u smo arte, la aritmética. sd n mi

Ion  

 Sí.  

Sócrates  Responde ahora a la pregunta que estaba a punto de hacerte antes, y dime, si crees,  con  relación a  todas  las artes  sin excepción, que es necesario que el ismo  arte  nos  haga  conocer  los  mismos  objetos,  y  otro  arte  objetos iferentes. md 

Ion  Así me parece.  

Sócrates  or consiguiente, el que no posee un arte, no está en estado de juzgar bien e lo que se dice o se hace en virtud de este arte. Pd 

Ion  D ices verdad. 

Sócrates 

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 on  relación  a  los  versos  que  acabas  de  citar,  ¿juzgarás  tú  mejor  que  el ochero, si Homero habla bien o mal? Cc 

Ion  El cochero juzgará mejor.  

Sócrates 

orque tú eres rapsodista y no eres cochero.  P 

Ion  Sí.  

Sócrates 

El arte del rapsodista es d nto que el del cochero? [203]  ¿ isti

Ion  

 Sí.  

Sócrates 

uesto que es distinto, tien ue ser la ciencia de otros objetos.  P e q

Ion  

    Sí.  

Sócrates  ¡Pero qué! cuando Homero dice, que Hecamedes, concubina de Néstor, dio a Macaon, que estaba herido, un brebaje y se expresa así:{8} «lo echó en vino de Pramnea, sobre el que raspó queso de cabra con un cuchillo de metal, y ezcló  con  ello  cebolla  para  excitar  la  sed,»  ¿pertenece  al  médico  o  al apsodista juzgar si Home abló bien o mal? mr 

ro h

Ion 

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 A la medicina.  

Sócrates  Y cuando Homero dice:{9} «Ella se  lanzó en el abismo, como el plomo que, atado  al  asta  de  un  buey  salvaje,  se  precipita  en  el  fondo  de  las  aguas, llevando  la  muerte  a  los  peces  voraces,»  ¿diremos  que  corresponde  al escador, más  bien  que  al  rapsodista,  el  calificar  estos  versos,  y  si  lo  que xpresan está bien o mal h o? pe ech 

Ion 

s evidente, Sócrates, que  esponde al arte del pescador.  E esto corr 

Sócrates  Mira ahora si tú me presentarías la cuestión siguiente: Sócrates, puesto que encuentras en Homero los objetos, cuyo juicio pertenece a cada uno de estos diferentes  artes,  busca  en  igual  forma  en  este  poeta  los  objetos  que  [204] pertenecen  a  los  adivinos  y  al  arte  adivinatorio,  y  dime  si  Homero  se  ha expresado  bien  o  mal  en  sus  poesías  en  este  punto.  Ve  ahora  con  qué facilidad y con qué verdad yo te respondería. Homero habla de estos objetos en  muchos  pasajes  de  su  Odisea,  por  ejemplo,  en  aquel  en  que  el  divino Teoclimenes,  nacido  de  la  raza  de  Melampe,  dirige  estas  palabras  a  los amantes  de  Penélope:{10}  «¡Desgraciados,  cuán  horrible  suerte  os  espera! vuestras  cabezas,  vuestras  fisonomías,  vuestros  miembros,  se  verán rodeados  de  tinieblas.  Oigo  vuestros  gemidos  incesantes,  y  veo  vuestras mejillas anegadas en lágrimas. El vestíbulo y atrio del palacio están llenos de fantasmas que  se precipitan al Tártaro en medio de  las  sombras. El  sol ha desaparecido  del  firmamento,  y  una  fatídica  nube  cubre  el  universo.» Homero en muchos pasajes habla de esta manera, como cuando describe el ataque del campamento de los griegos, donde se leen estos versos:{11} «En el momento de ir a salvar el foso, un ave apareció a la izquierda del ejército; era  un  águila  de  remontado  vuelo,  que  llevaba  en  sus  garras  una  enorme serpiente  ensangrentada,  aún  viva  y  palpitante,  que  hacía  esfuerzos  para defenderse. Habiéndose inclinado hacia atrás, hirió cerca del cuello el pecho del  águila,  obligando  a  ésta  a  soltarla  a  causa  de  la  violencia  del  dolor,  y dejándola caer en medio de los soldados, voló, por el espacio, a placer de los vientos, dando terribles quejidos.» Estos, te diría, y otros semejantes, son los pasajes cuyo examen y juicio pertenecen al adivino. 

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 Ion 

n eso no dirías más que l   E a verdad. 

Sócrates  Tu  respuesta  no  es  menos  verdadera,  Ion.  Lo  mismo  [205]  que  te  he señalado en la Odisea y en la Iliada pasajes que pertenecen, unos al adivino, otros al médico, otros al pescador, desígname tú ahora, Ion, tú que conoces ejor que yo a Homero, los pasajes que son del resorte de la rapsodia, y que e corresponde examinar y juzgar con preferencia á los demás hombres. mt 

Ion 

e respondo, Sócrates, que n de la competencia del rapsodista.  T  todos so 

Sócrates  ero  eso  no  lo  decías  hace  poco.  ¿Cómo  tienes  tan mala memoria?  No  es ropio de un rapsodista se n olvidadizo. Pp r ta 

Ion 

Pues qué es lo que yo he o   ¿ lvidado? 

Sócrates  No te acuerdas haber dicho que el arte del rapsodista es distinto que el del ochero? ¿c 

Ion  Sí, me acuerdo.  

Sócrates 

No has confesado que, sie  distinto, tiene que conocer de otros objetos?  ¿ ndo

Ion  

 

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Sí.  

Sócrates  l  arte  del  rapsodista,  según  lo  que  tú  dices,  no  conocerá  todas  las  cosas, omo no las conocerá el ra dista. Ec pso 

Ion 

uizá es preciso exceptuar e de objetos, Sócrates.  Q  esta clas 

Sócrates  Pero tú entiendes por esta clase de objetos todo lo que pertenece a las otras rtes.  Por  consiguiente,  [206]  ¿qué  objetos  habrás  de  conocer  tú  como apsodista, puesto que no  des conocerlos todos? ar pue 

Ion  Conoceré,  creo yo,  los discursos que  se ponen en boca del hombre y de  la ujer, de los esclavos y de las personas libres, de los que obedecen y de los ue mandan. mq 

Sócrates  Quieres  decir  que  el  rapsodista  sabrá mejor  que  el  piloto  de  qué manera ebe hablar el que manda   nave batida por la tempestad? ¿d una 

Ion 

o; para esto será mejor e N l piloto.  

Sócrates  El  rapsodista  sabrá mejor  que  el médico  los  discursos  de  que  habrán  de alerse los que dirigen a e mos? ¿v nfer

Ion  

 N o, lo confieso. 

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Sócrates 

Quieres hablar de los disc os que convienen a un esclavo?  ¿ urs

Ion  

 Sí.  

Sócrates  or ejemplo, ¿pretendes que el rapsodista, y no el vaquero, sabrá lo que es reciso decir para amansar las bestias cuando están irritadas? Pp 

Ion  No.  

Sócrates 

Y sabrá mejor que un trab dor en lana lo tocante a su trabajo?  ¿ aja

Ion  

 No. [207]  

Sócrates  Sabrá  mejor  los  discursos  de  que  un  general  debe  valerse  para  inspirar nimo a sus soldados? ¿á 

Ion 

í, he aquí lo que el rapsod  conocer.  S ista debe 

Sócrates 

Pero qué! ¿el arte del rapsodista es el mismo que el arte de la guerra?  ¡ 

Ion  Por lo menos yo sé muy bien cómo debe hablar un general de ejército. 

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 Sócrates 

 Quizá, Ion, estás versado en el arte de mandar la tropa. En efecto, si fueses a la  vez  buen  picador  y  buen  tocador  de  laúd,  distinguirías  los  caballos  que tienen  buena  o mala marcha.  Pero  si  yo  te  preguntase mediante  qué  arte onoces los caballos que marchan bien, si por tu cualidad de picador o por la e tocador de laúd, ¿qué me responderías? cd 

Ion 

e respondería que como  T picador.  

Sócrates  

rma, si conocieses los que tocan bien el laúd, ¿no confesarías que nimiento le hac omo tocador de laúd y no como picador? 

En igual foeste discer

 ías c

Ion  

 Sí.  

Sócrates    ues  bien,  puesto  que  entiendes  el  arte militar,  ¿tienes  este  conocimiento omo hombre de guerra o o buen rapsodista? Pc  com 

Ion 

mporta poco, a mi parece concepto.  I r, en qué  

Sócrates  Cómo dices que importa poco? El arte del rapsodista [208] es el mismo, a uicio tuyo, que el arte de la guerra, o son dos artes diferentes? ¿j 

Ion 

o creo que es el mismo ar Y 

te. 

Sócrates 

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 e  manera,  que  el  que  es  buen  rapsodista  ¿es  también  buen  general  de jército? De 

Ion  Sí, Sócrates  

Sócrates  or  esta  razón,  ¿el  que  es  buen  general  de  ejército  es  igualmente  buen apsodista? Pr 

Ion 

or la misma razón no lo c P reo.  

Sócrates  or lo menos crees que un excelente rapsodista es igualmente un excelente apitán. Pc 

Ion  Seguramente.  

Sócrates 

Y no eres tú el mejor raps ta de toda la Grecia?  ¿ odis

on  

in comparación, Sócrates S   

Sócrates 

or consiguiente, tú, Ion, ¿  el capitán más grande de toda la Grecia?  P eres 

Ion  Yo te lo garantizo, Sócrates; he aprendido el oficio en Homero. 

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 Sócrates 

 En nombre de  los dioses,  Ion, ¿cómo, siendo tú el mejor capitán y el mejor rapsodista  de  la  Grecia,  andas  de  ciudad  en  ciudad  recitando  versos  y  no estás  al  frente de  los  ejércitos?  ¿Piensas que  los  griegos  tienen gran  [209] ecesidad de un rapsodista con su corona de oro, y que para nada necesitan n general? nu 

Ion  Nuestra  ciudad,  Sócrates,  está  sometida  a  vuestra  dominación;  vosotros mandáis nuestras  tropas y no necesitamos de ningún general. En  cuanto a uestra  ciudad  y  a  la  de  Lacedemonia,  no  me  elegirán  para  conducir  sus jércitos, porque os creéis  con capacidad para hacerlo. ve  vosotros 

Sócrates 

i querido Ion, ¿no conoces a A doro de Cinica?  M polo

Ion  

 ¿Quién es?  

Sócrates  El  que  los  atenienses  han  puesto muchas  veces  a  la  cabeza  de  sus  tropas, aunque extranjero; ¿y a Fanostenes de Andros y Heráclides de Clazomenes que  nuestra  república  ha  elevado  al  grado  de  generales  y  a  los  primeros puestos a pesar de ser extranjeros, porque han dado pruebas de su mérito? ¿Y no escogerá para mandar sus ejércitos y no colmará de honores a Ion de Efeso,  si  le  considera digno de ello?  ¡Pues qué! vosotros  los efesienses  ¿no sois atenienses de origen, y Efeso no es una ciudad que no cede en nada a ninguna otra? Si dices la verdad, Ion; si es al arte y a la ciencia a lo que debes tu  buena  inteligencia  de  Homero,  entonces  obras  mal  conmigo,  porque después  de  haberte  alabado  por  las  bellezas  que  sabes  de  Homero  y haberme  prometido  que  me  harías  partícipe  de  ellas,  veo  ahora  que  me engañas,  porque no  sólo no me haces  partícipe,  sino  que  tampoco quieres decirme cuáles son esos conocimientos en que sobresales, por más que te he apurado; y, semejante a Proteo, giras en todos sentidos, tomas toda clase de formas,  y para  librarte de mí,  concluyes por  trasformarte  en  general,  para 

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que yo no pueda ver a qué punto llega tu habilidad en la [210]  inteligencia de  Homero.  Por  último,  si  es  al  arte  al  que  debes  esta  habilidad  y comprometido  como  estás  a mostrármela,  faltas  a  tu  palabra,  entonces  tu procedimiento  es  injusto.  Si  por  el  contrario,  no  al  arte  sino  a  una inspiración divina se debe el que digas  tan bellas cosas sobre Homero, por estar  tú poseído y  sin ninguna  ciencia,  como  te dije  antes,  en  este  caso no engo motivo para quejarme de tí. Por  lo tanto mira si quieres pasar a mis jos por un hombre injusto o por un hombre divino. to 

Ion  a  diferencia  es  grande,  Sócrates;  es  mucho  mejor  pasar  por  un  hombre ivino. Ld 

Sócrates  n  este  caso,  Ion,  te  conferimos  precioso  título  de  celebrar  a  Homero  por 

ión divina y no en virtud del arte. Einspirac ———  {1}  Los  rapsodistas  fueron,  entre  los  griegos,  los  primeros depositarios de las obras de los grandes poetas Hesíodo, Homero, Arquíloco y miraban como na profesión formal el popularizar sus versos. Tenían concurso cada cinco uaños en Epidauro, donde había un templo consagrado a Esculapio.  {2} Era de la isla de Tasos. Los frescos célebres que pintó en Delfos hacia el ño 395 antes de J. C. llamaban la atención por el dibujo y por la expresión ade los semblantes. 

  {3} Oda en honor de Apolo {4} Homero, Odisea, XXII.  {5} Homero, Iliada, XXII, 311. 

5, 430, 431, 515.  {6} Homero, Iliada, 40

5.  {7} Iliada, XXIII, 33 {8} Iliada, XI, 639. 

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 {9} Iliada, XXIV, 80. 

.  {10} Odisea, XX, 351 

to Filosofía en español {11} Iliada, XII, 200. ww.filosofia.org   Proyec 2003 www.filosofia.org        

w©                                 

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Laques o del Valor  

el js 

Lisímaco: hijo de Arístides  usto Melesías: padre de TucídideArístides: hijo de Lisímaco Tucídides: hijo de Melesías 

neral de los atenienses eneral de los atenienses 

Nicias: Geaques: GLSócrates  Lisímaco  Hola,  Nicias  y  Laques,  ¿habéis  visto  a  ese  hombre  armado,  que  acaba  de trabajar en la esgrima? Cuando Melesías y yo os suplicamos que vinieseis a ver  este  espectáculo,  no  os  dijimos  las  razones  que  nos movían  para  ello: pero os las vamos a decir ahora, en la persuasión de que podemos hablaros con toda confianza. La mayor parte de las gentes se mofan de esta clase de ejercicios, y cuando se les pide consejo, lejos de manifestar su pensamiento, sólo  tratan de adivinar el gusto de  los que  les consultan, y hablan siempre contra su propia opinión. Respecto a vosotros, sabemos que a una extrema sinceridad unís una capacidad muy grande, y por  lo mismo esperamos que diréis ingenuamente lo que pensáis sobre lo que tenemos que comunicaros. He aquí a  lo que viene a parar  todo este preámbulo. Cada uno de nosotros tiene  un  hijo;  helos  aquí  presentes:  éste,  hijo  de  Melesías,  [260]  lleva  el nombre  de  su  abuelo,  y  se  llama  Tucídides;  aquél,  que  es  el  mío,  tiene  el nombre de mi padre y se llama Arístides como él. Hemos resuelto procurar su mejor educación, y no hacer  lo que acostumbran  los más de  los padres, que desde que sus hijos entran en adolescencia los dejan vivir a su libertad y capricho. Nuestra intención es vigilarlos con el mayor esmero, sin perderlos de  vista;  y  como  vosotros  tenéis  también  hijos,  hemos  creído  que,  cual ninguno, habréis pensado en los medios de hacerlos muy virtuosos; y si esta idea no os ha ocupado seriamente, por ser vuestros hijos demasiado tiernos, hemos creído que llevareis muy a bien este recuerdo sobre un negocio que o debe aplazarse, y que conviene que deliberemos aquí, todos juntos, sobre nla educación que debemos darles.  Aunque  este  discurso  os  parezca  largo,  es  preciso,  si  os  place,  Nicias  y Laques,  que  tengáis  la  bondad  de  oírme  sobre  este  punto.  Sabéis,  que 

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Melesías y  yo no  tenemos más que una mesa y que estos hijos  comen con nosotros;  nada  os  queremos  ocultar,  y  como  os  dije  al  principio,  os hablaremos  con  entera  confianza.  Tanto  éste,  como  yo,  conversamos  con nuestros  hijos,  refiriéndoles  las  muchas  proezas,  que  nuestros  padre hicieron, tanto en paz como en guerra, mientras estuvieron a la cabeza de los atenienses  y  de  sus  aliados;  pero  desgraciadamente  nada  semejante podemos  decir  de  nosotros  mismos,  así  es  que  nos  sonrojamos  en  su presencia, y no tenemos más remedio que echar la culpa a nuestros padres; porque, desde que fuimos crecidos nos dejaron vivir en la molicie y en una licencia  que  nos  han  perdido,  mientras  que  estaban  ellos  entregados  al servicio  de  los  demás.  Por  esto  es  por  lo  que  no  cesamos  de  amonestar  a nuestros  hijos,  diciéndoles,  que  si  se  abandonan  y  no  nos  obedecen  se deshonrarán;  en  lugar  de  que  si  se  aplican,  se mostrarán quizá  dignos  del nombre que llevan. Ellos responden, que nos obedecerán; y, en vista de esta promesa,  andamos  [261]  indagando  lo que deben aprender y  la  educación que debemos darles para que  se hagan hombres de bien,  tanto  cuanto  sea posible. Alguno nos ha dicho que nada mejor para un joven que aprender la esgrima,  y  para  ello  nos  ha  ponderado  hasta  el  cielo  a  este  hombre,  que acaba de dar pruebas de  su habilidad,  y nos ha  suplicado que vengamos a verle.  Nosotros  hemos  creído  que  debíamos  venir,  y  al  paso  traeros  a vosotros, no sólo por el placer que pudierais recibir, sino también para que nos auxiliarais  con vuestras  luces,  y para que pudiéramos deliberar  juntos sobre la educación de nuestros hijos. He aquí lo que queríamos comunicaros. Ahora  a  vosotros  toca  auxiliarnos  con  vuestros  consejos,  diciéndonos  si aprobáis  o  desaprobáis  el  ejercicio  de  las  armas,  ilustrándonos  sobre  las cupaciones  y  la  instrucción  que  es  preciso  dar  a  estos  jóvenes;  y  en  fin, 

ndo la conducta que vosotros mismos habréis resuelto observar. odeclara Nicias  Por lo que a mí hace, Lisímaco y Melesías, alabo en todo y por todo vuestro ensamiento; estoy dispuesto a tomar parte en esta deliberación, y creo que 

se prestará a lo mismo. pLaques  Laques  Tienes razón en lo que has dicho, Nicias; todo lo que Lisímaco acaba de decir de  su  padre  y  del  de  Melesías  me  parece  perfectamente  dicho,  no  sólo respecto de ellos,  sino  también respecto de nosotros y de  todos  los que se mezclan  en  el  gobierno de  la  república;  porque  a  todos nos  sucede  lo  que acaba  de  decir,  tanto  sobre  la  educación  de  los  hijos,  como  sobre  todos 

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nuestros negocios domésticos. Has hablado admirablemente, Lisímaco; pero lo que me sorprende es que acudas a nosotros para consultarnos sobre ese objeto, y no lo hayas hecho a Sócrates, que, en primer lugar, es de tu pueblo, y,  en  segundo,  está  consagrado  por  entero  a  estas  materias  relativas  a  la 262]  educación  de  los  jóvenes,  para  indagar  las  ciencias  que  les  son más 

s, y las ocupaciones que más les convienen. [necesaria Lisímaco 

Laques, ¿Sócrates se dedica a la educación de la juventud?  ¡Cómo!  Laques 

eguro, Lisímaco.  Te lo as Nicias  Yo puedo asegurártelo también; porque no hace cuatro días que me ha dado para mi hijo un maestro de música, que es Damon, discípulo de Agatocles, y ue,  superior  en  su  arte,  tiene  además  todas  las  cualidades  que  puedes 

 un hombre que ha de dirigir a jóvenes de esta edad. qdesear en Lisímaco  En verdad, Sócrates, Nicias y Laques; yo y los que son tan viejos como yo, no conocemos a los que son jóvenes; porque apenas salimos de casa a causa de nuestros muchos años; pero tú, ¡oh hijo de Sofronisco! si tienes algún buen consejo  que  darme,  a  mí  que  soy  de  tu mismo  pueblo,  no me  lo  niegues; puedo decir, que me lo debes de justicia, porque eres amigo de nuestra casa. Tu padre Sofronisco y yo hemos sido siempre amigos desde nuestra infancia, y nuestra amistad ha durado hasta su muerte sin la menor disidencia. Ahora recuerdo  que  mil  veces  estos  jóvenes,  hablando  juntos  en  casa,  repiten  a cada momento  el  nombre  de  Sócrates,  de  quien  dicen mil  alabanzas,  y  yo jamás  me  apercibí  de  preguntarles  si  hablaban  de  Sócrates,  hijo  de ofronisco; pero, hijos míos, decidme ahora; ¿es este el Sócrates, de que os 

veces? She oído hablar tantas  Arístides y Tucídides 

í, padre mío; es el mismo. [263]  S 

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Lisímaco  Estoy altamente satisfecho ¡por Juno! mi querido Sócrates, al ver lo bien que ostienes la reputación de tu padre, el mejor de los hombres; y quiero que en 

 tus intereses sean los míos, como los míos serán los tuyos. sadelante Laques  Haces muy bien, Lisímaco, no le dejes marchar; porque le he visto en muchas ocasiones sostener, no sólo la reputación de su padre, sino también la de su patria. En  la derrota de Delio se retiró conmigo, y puedo asegurarte que si odos  los  demás  hubiesen  cumplido  su  deber  como  él,  nuestra  ciudad  se 

stenido y no hubiera experimentado tan triste desgracia. thubiera so Lisímaco  Sócrates, he aquí un magnífico elogio que de ti se hace en este acto; ¿y por quién?  por  gentes  muy  dignas  de  ser  creídas  en  todas  las  cosas  y particularmente  en  estas.  Te  aseguro  que  nadie  oye  este  elogio  con  más placer  que  yo.  Estoy  gozoso  por  la  gran  reputación  que  has  sabido adquirirte, y cuéntame en el número de los que desean más tu felicidad. Has debido venir muchas veces  a  vernos,  como un amigo de  la  casa. Comienza desde  hoy,  puesto  que  hemos  renovado  una  amistad  antigua;  únete  a nosotros y a estos  jóvenes, para que  tú y ellos conservéis vuestra amistad, como un depósito paterno. Esperamos que así lo harás, y por nuestra parte no  te  permitiremos  que  lo  olvides.  Pero  volviendo  a  nuestro  objeto;  ¿qué ices?  ¿qué  te  parece?  ¿este  ejercicio  de  la  esgrima merece  ser  aprendido 

venes? dpor los jó Sócrates  Sobre esto, Lisímaco, trataré de darte el mejor consejo de que sea capaz, y no dejaré de cumplir cuanto me ordenes; pero como soy el más  joven y tengo menos  experiencia  que  todos  vosotros,  es  justo  que  os  oiga  antes,  y  [264] entonces daré yo mi dictamen si difiere del vuestro, apoyándole en razones apaces de producir en vosotros la convicción. ¿Qué dices, pues, tú, Nicias? A 

a hablar el primero. cti te toc

icias  N 

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No rehúso decir  lo que siento, Sócrates. Me parece, tal es mi dictamen, que este  ejercicio  de  las  armas  es  muy  útil  a  los  jóvenes,  porque  además  de alejarlos de los placeres de pasatiempo, que buscan de ordinario por falta de ocupación,  los  endurece  en  el  trabajo  y  los  hace  necesariamente  más vigorosos y más robustos. Mejor que éste no le hay, ni que exija más maña, ni más  fuerza.  Este  y  el  de  montar  a  caballo  son  los  más  a  propósito  para jóvenes  libres, porque a causa de  las guerras que  tenemos o que podamos tener,  no  hay  mejores  ejercicios  que  los  que  se  hacen  con  las  armas  que sirven para la guerra. Son de un gran auxilio en los combates, ya se combata en filas, o ya rotas estas, haya que batirse cuerpo a cuerpo; ya se persiga al enemigo que de tiempo en  tiempo vuelve  la cara para resistir, o ya que en retirada haya precisión de desembarazarse de un hombre que  le ya dando alcance  a  uno  con  espada  en  mano.  El  que  está  acostumbrado  a  estos ejercicios no  teme a un hombre  solo ni  a muchos  juntos,  y  siempre  saldrá vencedor.  Por  otra  parte,  inspiran  una  verdadera  pasión  por  otros  más serios;  porque  doy  por  sentado,  que  todo  hombre  que  se  ejercita  en  la esgrima,  entra  en  deseos  de  saber  la  táctica militar,  como  resultado  de  la esgrima, y cuando lo ha conseguido, lleno de ambición y ansioso de gloria, se instruye en todo aquello que puede alimentar esta idea, y trabaja en elevarse por grados a los conocimientos de un general de ejército. Es cierto que nada hay  tan precioso ni  tan  útil  como  estos diferentes  ejercicios  de  armas  con todos  los  demás  estudios  que  preparan  para  la  guerra,  siendo  este indudablemente el primero. A  todas estas  [265] ventajas es preciso añadir además una, que no es pequeña, y es que esta ciencia de la esgrima hace los hombres  más  valientes  y  más  atrevidos  en  los  combates,  sin  que despreciemos otro efecto que produce, por insignificante que parezca, y es, que en ocasiones da al hombre cierto aire marcial y apuesto que  impone a sus enemigos. Soy, pues, de dictamen, Lisímaco, que es preciso enseñar a los óvenes  estos  ejercicios,  y  ya  he  dado  las  razones.  Si  Laques  es  de  otro 

n, le oiré con gusto. jdictame Laques  Pero,  Nicias,  es  necesario  mucho  atrevimiento  para  decir  de  cualquier ciencia que no debe aprenderse, porque siempre es bueno saber de todo; y si la  esgrima  es  una  ciencia,  como  lo  pretenden  los  que  la  enseñan  y  como Nicias lo dice, estoy conforme en que conviene aprenderla; pero si no es una ciencia y los que se dicen sus maestros nos engañan a fuerza de ponderarla, o sí, aun siendo ciencia, es de poco interés, ¿para qué consagrarse a ella? Lo que me obliga a hablar así es el estar persuadido de que si fuera una ciencia que mereciera  la pena,  no hubieran  los  lacedemonios dejado de  cultivarla, 

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cuando no hacen más en toda su vida que buscar y aprender  las cosas que pueden hacerles superiores en la guerra a sus enemigos. Y aun cuando esto se  hubiera  ocultado  a  los  lacedemonios,  he  aquí  lo  que  no  han  podido ignorar  los  maestros  de  esgrima;  y  es  que,  de  todos  los  griegos,  los lacedemonios  son  los  más  apasionados  por  todo  lo  que  hace  relación  al ejercicio de  las armas,  y que  los maestros de esgrima, que allí  adquiriesen reputación,  harían  indudablemente  por  todas  partes  su  negocio,  como sucede  respecto de  los poetas  trágicos que se acreditan en Atenas. Porque todo hombre, que se reconoce con talento para hacer tragedias, no corre el Ática y va de ciudad en ciudad a  representar  sus piezas,  sino que se viene derecho aquí, para que aquí se representen, y tiene razón: en vez de lo que [266]  veo  a  estos  valientes  campeones,  que  enseñan  la  esgrima,  mirar  a Lacedemonia como un templo inaccesible, donde no se atreven a poner ni un pié, y rodar por todas partes, enseñando su arte a otros, y particularmente a pueblos que se reconocen ellos mismos  inferiores a sus vecinos en  todo  lo relativo  a  la  guerra.  Además,  Lisímaco,  he  visto  un  gran  número  de  estos maestros de esgrima en lances dados, y sé lo que valen. Es fácil formar juicio al ver que la fatalidad ha querido, como si fuera con intención, que ninguno de tales maestros haya adquirido ni la más pequeña reputación en la guerra. En  todas  las  demás  artes  siempre hay  algunos,  entre  los  que  las  profesan, que  sobresalen  y  adquieren  nombradía;  pero  a  los  tales  maestros  les persigue cierta  fatalidad. Porque este mismo Stesileo que se está dando en espectáculo a toda esta gente, como acabamos de ver, y que ha hablado tan en grande de sí mismo,  le he visto en cierta ocasión dar un espectáculo de otro género, bien a pesar suyo. Hallándose en una nave que atacó a otra de carga  enemiga,  este  Stesileo  combatía  con  una  pica  armada  de  una  dalla, arma tan ridícula como lo era él mismo entre los combatientes. Las proezas que  hizo  no merecen  referirse;  pero  el  resultado  que  tuvo  esta  estrategia guerrera  de  poner  una  dalla  o  guadaña  al  remate  de  una  pica,  merece especial  mención.  Como  nuestro  hombre  se  batía  con  semejante  arma, sucedió desgraciadamente que se enredó en el aparejo del buque enemigo, en términos que, por más esfuerzos que hacía para desenredarla, no podía. Mientras  los dos buques estuvieron al abordaje, el uno  junto al otro, no se desprendió él del cabo de su arma; pero cuando el buque enemigo comenzó a alejarse y veía que  le arrastraba, dejó deslizar poco a poco su pica entre sus  manos,  hasta  que  sólo  la  sostenía  por  el  último  remate.  La  actitud ridícula  en  que  aparecía  era  objeto  de  chacota  y  burla  de  parte  de  los enemigos,  hasta  que habiéndole  arrojado  [267] una piedra que  cayó  a  sus pies, tuvo que abandonar su arma querida; y los hombres de nuestro buque no pudieron contener sus risotadas al ver la guadaña armada pendiente del aparejo  del  buque  enemigo.  Puede  muy  bien  suceder  que  la  esgrima  sea, 

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como dice Nicias, una ciencia muy útil, pero yo os digo  lo que he visto; de suerte, que, como dije al principio, si es una ciencia, es de bien poca utilidad, y si no lo es y se nos engaña dándole este bello nombre, tampoco merece que nos detengamos en ella. Si son los cobardes los que se dedican a la esgrima, se hacen más insolentes y su cobardía se pone más en evidencia; y si son los valientes, todo el mundo tiene puestos en ellos los ojos; y si llegan a incurrir en la menor falta, sufren mil burlas y mil calumnias; porque esta profesión no es  indiferente; expone furiosamente a  la envidia, y si un hombre que se aplica a ella no se distingue grandemente por su valor, cae en el ridículo, sin poder  evitarlo.  He  aquí  lo  que  me  parece,  Lisímaco,  la  inclinación  a  este jercicio. Pero ahora,  como dije al principio, es preciso no dejar marchar a 

sin que a su vez nos dé su dictamen. eSócrates,  Lisímaco  Te  lo  suplico,  Sócrates,  porque  tenemos necesidad de un  juez que  termine esta  diferencia.  Si  Nicias  y  Laques  hubieran  sido  del  mismo  dictamen, hubiéramos  podido  ahorrarte  este  trabajo;  pero  ya  ves  que  disienten nteramente. Es necesario oír tu dictamen y ver a cuál de los dos prestas tu 

n. eaprobació Sócrates 

símaco, ¿sigues el dictamen del mayor número?  ¡Cómo! Li Lisímaco 

 mejor puede hacerse?  ¿Qué cosa Sócrates  ¿Y  tú  también,  Melesías?  ¡qué!  ¡tratándose  de  la  [268]  elección  de  los ejercicios que habrá de aprender tu hijo! ¿te atendrás más bien al dictamen del mayor número que al de un hombre solo, que haya sido bien educado y ue haya tenido excelentes maestros? q  Melesías 

or lo que hace a mí, Sócrates, me atendré a este último.  P 

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Sócrates 

rás más bien a su opinión que a la de nosotros cuatro?  ¿Te atend

s  Melesía Quizá.  Sócrates  orque yo creo que, para  juzgar bien, es preciso  juzgar por  la  ciencia y no 

ero. Ppor el núm Melesías 

adicción.  Sin contr Sócrates  Por  consiguiente,  la  primer  cosa,  que  es  preciso  examinar,  es  si  alguno de nosotros es persona entendida en la materia sobre que se va a deliberar, o si no lo es. Si hay uno que lo sea, es preciso acudir a él y dejar los demás; si no le hay  es preciso buscarle  en otra parte;  ¿por qué Melesías  y  tú,  Lisímaco, imagináis que se trata aquí de un negocio de poca trascendencia? No hay que engañarse; se trata de un bien, que es el más grande de todos los bienes; se trata de la educación de los hijos, de que depende la felicidad de las familias; orque,  según  que  los  hijos  son  viciosos  o  virtuosos,  la  casas  caen  o  se 

 plevantan. Melesías 

dad.  Dices ver Sócrates 

a toda prudencia en este negocio.  No es poc Melesías 

eguramente. [269]  S 

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Sócrates  ¿Cómo haremos, pues,  si queremos examinar cuál de nosotros cuatro es el más hábil  en esta  clase de ejercicios?  ¿No acudiremos desde  luego a aquel ue los haya aprendido mejor, que más se haya ejercitado y que haya tenido 

es maestros? qlos mejor Melesías 

 parece.  Así me lo Sócrates    antes  de  esto,  ¿no  trataremos  de  conocer  la  cosa  misma  que  estos 

 le hayan enseñado? Ymaestros Melesías 

 que dices?  ¿Qué es lo Sócrates  Me explicaré mejor. Me parece que al principio no nos pusimos de acuerdo obre la cosa que había de ser materia de deliberación, a fin de saber quién 

tros es el más hábil y ha sido formado por los mejores maestros. sde noso Nicias  Qué! Sócrates; ¿no deliberamos sobre la esgrima para saber si es preciso o 

ciso hacerla aprender a nuestros hijos? ¡no es pre

r   Sóc ates No  digo  que  no,  Nicias,  pero  cuando  un  hombre  se  pregunta  si  es  preciso plicar o no aplicar un remedio a los ojos, ¿crees tú que su deliberación debe 

er más sobre el remedio que sobre los ojos? ade reca Nicias 

obre los ojos.  S 

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Sócrates   cuando un hombre delibera si pondrá o no un bocado a su caballo, ¿no se 

ás bien en el caballo que en el bocado? Yfijará m Nicias 

 [270]  Sin duda. Sócrates  En una palabra, siempre que se delibera sobre una cosa con relación a otra, a deliberación recae sobre esta otra cosa, a  la que se hace referencia, y no 

a primera. lsobre l Nicias 

mente.  Necesaria Sócrates  s preciso por  lo tanto examinar bien, si el que nos aconseja es hábil en  la 

bre la que recae nuestra consulta. Ecosa so Nicias 

rto.  Eso es cie Sócrates  hora deliberamos sobre lo que es preciso que aprendan estos jóvenes, y la 

n recae por consiguiente sobre su alma misma. Acuestió Nicias  Así es. 

ócrates  S 

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Por  lo tanto, se trata de saber si entre nosotros hay alguno que sea hábil y xperimentado  para  dar  cultura  a  un  alma,  y  que  haya  tenido  excelentes 

s. emaestro Laques  Cómo, Sócrates, no has visto nunca personas, que,  sin ningún maestro,  se 

o más hábiles en ciertas artes, que otros con muchos maestros? ¿han hech Sócrates  Si, Laques, he conocido algunos, y  todos estos podrán decirte que son muy ábiles; pero tú no les creerás jamás mientras no hagan antes, no digo una, 

uchas obras bien hechas y bien trabajadas. hsino m Nicias 

zón, Sócrates.  Tienes ra Sócrates  Puesto  que  Lisímaco  y  Melesías  nos  han  llamado  para  que  les  diéramos consejos sobre la educación de sus hijos, por el ansia de hacerlos virtuosos, nosotros,  Nicias  y  Laques,  estamos  obligados,  si  creemos  haber  adquirido sobre  esta  materia  la  capacidad  necesaria,  a  darles  el  nombre  de  los maestros  que  hemos  tenido,  probar  que  eran  hombres  de  bien,  y  que, después  de  haber  formado  muchos  buenos  discípulos,  nos  han  hecho virtuosos también a nosotros; y si alguno entre nosotros pretende no haber tenido  maestro,  que  nos  muestre  sus  obras  y  nos  haga  ver  entre  los atenienses  o  los  extranjeros,  entre  los  hombres  libres  o  los  esclavos,  las personas que con sus preceptos se han hecho mejores según el voto de todo el mundo. Si no podemos nombrar nuestros maestros, ni hacer ver nuestras obras, es preciso remitir nuestros amigos en busca de consejo a otra parte, y no  exponernos,  corrompiendo  a  sus  hijos,  a  las  justas  quejas  que  podrían dirigirnos hombres que nos aman. Por lo que a mí toca, Lisímaco y Melesías, soy el primero en confesar que jamás he tenido maestro en este arte, aunque con pasión  le  he  amado desde mi  juventud;  pero  no  he  sido  bastante  rico para pagar a sofistas, que se alababan de ser los únicos capaces de hacerme hombre de bien,  y por mí mismo aún no he podido encontrar este  arte.  Si Nicias y Laques lo han encontrado, no me sorprenderá; porque siendo más ricos que yo, han podido hacer que se  les enseñara, y  siendo  también más 

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viejos  han  podido  encontrarle  por  sí  mismos;  por  esto  me  parecen  muy capaces de poder instruir a un joven. Por otra parte, jamás hubieran hablado con tanto desembarazo sobre la utilidad o inutilidad de estos ejercicios, si no estuviesen  seguros  de  su  capacidad.  Por  lo  tanto,  a  ellos  es  a  quienes corresponde hablar. Pero lo que me sorprende es que estén tan encontrados en  sus  dictámenes.  Te  ruego,  Lisímaco,  que  a  la  manera  que  Laques  te suplicó  [272]  que  no  me  dejaras  marchar,  y  que  me  obligaras  a  dar  mi dictamen,  tengas  ahora  a  bien  no  dejar  marchar  a  Laques  y  Nicias,  sin obligarles a que te respondan, diciéndoles: Sócrates asegura que no entiende nada de estas materias, y que es incapaz de decidir quién de vosotros tiene razón, porque no ha tenido maestros, ni tampoco ha encontrado esta ciencia por sí mismo; por lo tanto, vosotros, Nicias y Laques, decidnos si habéis visto algún maestro excelente para la educación de la juventud. ¿habéis aprendido de  alguno  este  arte?  ¿o  le  habéis  encontrado  por  vosotros  mismos?  Si  le habéis aprendido, decidnos quién ha sido vuestro maestro, y quiénes son los que  viven  entregados  a  la  misma  profesión,  a  fin  de  que  si  los  negocios públicos no nos dejan el desahogo necesario, vayamos a ellos, y a fuerza de presentes y de caricias les obliguemos a tomar a su cargo nuestros hijos y los vuestros, y a impedir que por sus vicios deshonren a sus abuelos; y si habéis encontrado este arte por vosotros mismos, citadnos las personas que habéis formado, y que de viciosos se han hecho virtuosos en vuestras manos; pero si  es  cosa  que  desde  hoy  comenzáis  a  mezclaros  en  la  enseñanza,  tened presente  que  no  vais  a  hacer  el  ensayo  sobre  Carienses{1},  sino  sobre vuestros hijos y los hijos de vuestros mejores amigos, y temed no os suceda precisamente lo que dice el proverbio: hacer su aprendizaje sobre una vasija de barro.{2} Decidnos, pues, qué es lo que podéis o no podéis hacer. He aquí, isímaco, lo que yo quiero que les preguntes, y no les dejes marchar sin que 

en. Lte contest Lisímaco  Me parece que Sócrates habla perfectamente. Ved, amigos míos, si os es fácil responder  a  todas  estas  [273]  preguntas;  porque  no  podéis  dudar  que haciéndolo así, nos dais a Melesías y a mí un gran placer. Ya os he dicho, que si hemos contado con vosotros para deliberar en este asunto, ha sido porque hemos creído que teniendo hijos vosotros como nosotros, que van a entrar bien pronto  en  la  edad en que debe pensarse  en  su  educación,  estaréis  ya preparados sobre este punto; y esta es la razón porque, si nada hay que os lo impida,  debéis  examinar  la  cuestión  con  Sócrates,  dando  cada  uno  sus razones; porque, como éste ha dicho muy bien, este es el negocio más grave de nuestra vida. Ved, pues, de acceder a mi súplica. 

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 Nicias  Se advierte bien, Lisímaco, que sólo conoces a Sócrates por su padre y que no le has tratado de cerca; sin duda sólo le viste durante su infancia en los templos,  o  cuando  su  padre  le  llevaba  a  las  asambleas  de  vuestro  barrio, ero después que se ha hecho hombre formal, bien puede asegurarse que no 

 con él ninguna relación. phas tenido Lisímaco 

é dices eso? Nicias  ¿Por qu Nicias  Porque ignoras por completo, que Sócrates mira, como cosa propia, a todo el que conversa con él, y aunque al pronto sólo le hable de cosas indiferentes, le precisa después por el hilo de su discurso a darle razón de su conducta, a decirle  de  qué  manera  vive  y  de  qué  manera  ha  vivido,  y  cuando  la conversación  ha  llegado  a  este  punto,  Sócrates  no  le  deja  hasta  que  ha examinado su hombre a fondo, y sabe cuánto ha hecho, bueno o malo. Yo lo he experimentado sobradamente, y sé muy bien que es una necesidad pasar por esta aduana, de la que no me lisonjeo estar yo libre. Sin embargo, en este punto me doy por satisfecho, y experimento un singular [274] placer todas las veces que puedo conversar con él; porque nunca es un mal grande para nadie, que alguno le advierta las faltas que ha cometido y pueda cometer. Si un  hombre  quiere  hacerse  sabio,  no  tema  este  examen,  sino  que  por  el contrario, según la máxima de Solon, es preciso estar siempre aprendiendo; y  no  creas  neciamente  que  la  sabiduría  nos  viene  con  la  edad.  Por consiguiente  no  será  para mí,  ni  nuevo,  ni  desagradable,  que  Sócrates me ponga en el banquillo de los acusados, y ya supuse desde luego, que estando él  aquí,  no  serian nuestros  hijos  objeto  de  discusión,  sino que  lo  seríamos osotros mismos. Por mi parte me entrego a él voluntariamente; que dirija 

rsación a su gusto. Ahora indaga la opinión de Laques. nla conve Laques  Mi  opinión  es  sencilla,  Nicias,  o  por  mejor  decir,  no  lo  es;  porque  no  es siempre la misma. Unas veces me arrebatan estos discursos, y otras veces no los sufro. Cuando oigo a un hombre que habla de la virtud y de la ciencia, y que  es  un  verdadero  hombre,  digno  de  sus  propias  convicciones,  me 

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encanta,  es  para  mí  un  placer  inexplicable  ver  que  sus  palabras  y  sus acciones  están  perfectamente  de  acuerdo,  y  se  me  figura  que  es  el  único músico  que  sostiene  una  armonía  perfecta,  no  con  una  lira,  ni  con  otros instrumentos, sino con el tono de su propia vida; porque todas sus acciones concuerdan  con  todas  sus palabras,  no  según  el  tono  lidio,  frigio,  o  jónico, sino según el tono dórico{3}, único que merece el nombre [275] de armonía griega. Cuando un hombre de estas condiciones habla, me encanta, me llena de gozo y no hay nadie que no crea que estoy loco al oír sus discursos; tal es la avidez con que escucho sus palabras. Pero el que hace  todo  lo contrario me aflige cruelmente, y cuanto mejor parece explicarse,  tanta mayor es mi aversión a los discursos. Aún no conozco a Sócrates por sus palabras, pero le conozco por sus acciones, y le he considerado muy digno de pronunciar los más  bellos  discursos  y  de  hablar  con  entera  franqueza;  y  si  lo  hace  como decís, estoy dispuesto a conversar con él. Seré gustoso en que me examine, y no llevaré a mal que me instruya, porque sigo el dictamen de Solon: que es preciso  aprender  siempre,  aun  envejeciendo.  Sólo  añado  a  su  máxima  lo siguiente:  que  sólo  debe  aprenderse  de  los  hombres  de  bien.  Porque precisamente se me ha de conceder, que el que enseña debe ser un hombre de bien, para que no  tenga yo  repugnancia; y no se  interprete mi disgusto por  indocilidad.  Por  lo  demás,  que  el  maestro  sea más  joven  que  yo,  que carezca de reputación y otras cosas semejantes, me importa muy poco. Así, pues, Sócrates, queda de  tu cuenta examinarme,  instruirme y preguntarme lo que yo  sé.  Estos  son mis  sentimientos para  contigo desde  el día  en que corrimos  juntos un gran peligro, y en que diste pruebas de  tu virtud,  tales omo el hombre más de bien podía haber dado. Dime, pues, lo que quieras, 

i edad te detenga en manera alguna. csin que m Sócrates  or lo menos no podemos quejarnos de que no estéis dispuestos a deliberar 

ros y a resolver la cuestión. Pcon nosot Lisímaco  A nosotros toca ahora hablar, Sócrates, y me expreso así, porque te cuento a ti como uno de nosotros mismos. Examina en mi lugar, y te conjuro a ello por amor a estos [276] jóvenes, que es lo que podemos exigir de Nicias y Laques, y delibera con ellos explicándoles  lo que  tú piensas; porque respecto a mí, me falta  la memoria a causa de mis muchos años, olvido la mayor parte de las preguntas que quería hacer, y no me acuerdo de mucho de lo que se dice, sobre  todo,  cuando  la  cuestión principal  se  ve  interrumpida  y  cortada por 

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nuevos  incidentes.  Discutid  entre  vosotros  el  negocio  de  que  se  trata,  os  con Melesías y después haremos lo que creáis que deba hacerse. escucharé

 Sócrates  Nicias  y  Laques,  es  preciso  examinar  la  cuestión  que  hemos  propuesto,  a saber: si hemos tenido maestros en este arte de enseñar la virtud, o si hemos formado algunos discípulos, y si los hemos hecho mejores que eran; pero me parece que hay un medio más corto que nos  llevará directamente a  lo que buscamos,  y  que  penetra  más  en  el  fondo  del  debate.  Porque  si conociésemos que una cosa cualquiera, comunicada a alguno, le podía hacer mejor, y si con esto adquiriésemos el secreto de comunicársela, es claro que debemos por  lo menos  conocer  esta  cosa, puesto que podemos  indicar  los medios más seguros y más fáciles de adquirirla. Quizá no entendéis lo que os digo, pero un ejemplo os lo hará patente. Si sabemos con certeza que los ojos se  hacen  mejores  comunicándoles  la  vista  y  podemos  comunicársela,  es claro  que  conoceremos  lo  que  es  la  vista  y  sabremos  lo  que  debe  hacerse para procurarla; en lugar de que si no sabemos lo que es la vista o el oído, en ano intentaremos ser buenos médicos para los ojos y para los oídos, ni dar 

nsejos sobre el medio mejor de oír y de ver. vbuenos co Lisímaco 

dad, Sócrates.  Dices ver Sócrates  Nuestros dos amigos ¿no nos han llamado aquí, Laques, para deliberar con osotros, acerca de qué manera  [277] se podrá hacer nacer  la virtud en el 

 sus hijos y hacerles mejores? nalma de Laques  Eso es.  Sócrates  s preciso ante todo, que sepamos lo que es la virtud; porque si la ignoramos 

s capaces de dar consejos sobre los medios de adquirirla? E¿seremo Laques 

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 De ninguna manera, Sócrates.  Sócrates 

remos, Laques, que sabemos lo que es?  ¿Supond Laques 

emos.  Lo supon Sócrates 

ndo sabemos lo que es una cosa, ¿no podemos decirla?  Pero cua Laques 

 hemos de poder?  ¿Cómo no Sócrates  Pero, Laques, no examinemos ahora  lo que es  la virtud en general, porque seria  una  discusión  demasiado  larga;  contentémonos  con  examinar  si enemos todos los datos para conocer bien algunas de sus partes; el examen 

s fácil y más corto. tserá má Laques 

ero yo, Sócrates, puesto que es esa tu opinión.  Así lo qui Sócrates  ¿Pero  qué  parte  de  la  virtud  escogeremos?  Sin  duda  la  que  parece  ser  el nico objeto de la esgrima, porque el común de las gentes cree que este arte 

 directamente al valor. úconduce Laques 

e en efecto. [278]  Así lo cre Sócrates 

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 Tratemos por lo pronto, Laques, de definir con exactitud lo que es el valor; después  examinaremos  los  medios  de  comunicarle  a  estos  jóvenes,  en uanto sea posible, ya sea por el hábito, ya por el estudio. ¿Di, pues, qué es el cvalor?  Laques  En  verdad,  Sócrates,  me  preguntas  una  cosa  que  no  ofrece  dificultad.  El ombre que guarda  su puesto en una batalla,  que no huye, que  rechaza al 

 he aquí un hombre valiente. henemigo; Sócrates  uy bien, Laques, pero quizá por haberme explicado mal, has respondido a 

 distinta de la que yo te pregunté. Muna cosa Laques 

ócrates.  ¿Cómo? S Sócrates  oy a decírtelo, si puedo. Un hombre valiente es, en tu opinión, el que guarda 

puesto en el ejército y combate al enemigo. Vbien su  Laques 

o que yo digo.  Es lo mism Sócrates  ambién  lo  digo  yo,  pero  el  que  combate  al  enemigo  huyendo,  y  no 

do su puesto...? Tguardan Laques 

yendo?  ¿Cómo hu

ócrates  S 

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Sí, huyendo como los escitas, por ejemplo, que no combaten menos huyendo que  atacando;  y  como Homero  lo  dice,  en  cierto  pasaje,  de  los  caballos  de Eneas, que se dirigían a uno y otro  lado, hábiles en huir y atacar.{4}  [279] Ah!  No  supone  en  Eneas  mismo  esta  ciencia  de  apelar  a  la  fuga  con 

n, puesto que le llama sabio en huir? ¡intenció Laques  Eso es muy bueno, Sócrates, porque Homero habla de  los carros de guerra en este pasaje; y en cuanto a lo que dices de los escitas, se trata de tropas de aballería  que  se  baten  de  esa  manera,  pero  nuestra  infantería  griega 

como yo digo. ccombate  Sócrates  Exceptuarás quizá a los lacedemonios, porque he oído decir que en la batalla de  Platea,  cuando  atacaron  a  los  persas,  que  formaban  un  muro  con  sus broqueles, creyeron que no les convenía mantenerse firmes en su puesto, y emprendieron  la  fuga;  y  cuando  las  filas  de  los  persas  se  rompieron  por erseguir  a  los  lacedemonios,  volvieron  éstos  la  cara  como  la  caballería,  y 

io de esta maniobra estratégica consiguieron la victoria. ppor med Laques 

  Es cierto. Sócrates  He aquí por qué te decía antes que había sido yo causa de que no hubieses respondido  bien,  porque  yo  te  había  interrogado  mal,  puesto  que  quería saber  de  ti  lo  que  es  un  hombre  valiente,  no  sólo  en  la  infantería,  sino también  en  la  caballería  y demás  especies de  armas;  y no  sólo un hombre valiente  en  todo  lo  relativo  a  la  guerra,  sino  también  en  los  peligros  de  la mar,  en  las  enfermedades,  en  la  pobreza  y  en  el  manejo  de  los  negocios públicos;  y  lo  mismo  un  hombre  valiente  en  medio  de  los  disgustos,  las tristezas,  los  temores,  los  deseos  y  los  placeres;  un  hombre  valiente,  que epa combatir sus pasiones, sea resistiéndolas a pié  firme, sea huyendo de 

rque el valor, Laques, se extiende a todas estas cosas. sellas, po

aques  L 

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Eso es cierto, Sócrates. [280]  Sócrates  Todos  estos  hombres  son  valientes.  Los  unos  prueban  su  valor  contra  los placeres,  los  otros  contra  las  tristezas,  éstos  contra  los  deseos,  aquellos ontra  los  temores,  y  en  todos  estos  accidentes  pueden  otros,  por  el 

o, dar pruebas de cobarde. ccontrari Laques 

adicción.  Sin contr Sócrates  Te  supliqué  que me  explicaras  cada  una  de  estas  dos  cosas  contrarias,  el valor  y  la  cobardía.  Comencemos  por  el  valor.  Trata  de  decirme  lo  que  es sta  cualidad,  que  siempre  es  la  misma  en  todas  estas  ocasiones  tan 

es. ¿No entiendes aún lo que digo? ediferent Laques 

 entiendo bien.  Aún no lo Sócrates  He  aquí  lo que quiero decir.  Si,  por  ejemplo,  te preguntase  yo  lo que  es  la actividad que se  refiere a  correr,  tocar  instrumentos, hablar,  aprender, y  a tras mil cosas a que aplicamos esta actividad mediante las manos, la lengua, 

tu, que son las principales; ¿me comprenderías? oel espíri

ues  Laq Sí.  Sócrates  Si alguno me preguntase: Sócrates, ¿qué es esa actividad que se extiende a todas estas cosas? le respondería que la actividad es una facultad que hace mucho en poco tiempo; definición que conviene a la carrera, a la palabra, y a todos los demás ejercicios. 

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 Laques 

zón, Sócrates; está bien definida.  Tienes ra Sócrates  Pues  defíneme  lo mismo  el  valor;  dime  cuál  es  esta  [281]  facultad,  que  es iempre la misma en el placer, en la tristeza y en todas las demás cosas de 

os hablado, y que no muda jamás, ni de naturaleza, ni de nombre. sque hem Laques  Me parece que es una disposición del alma a manifestar constancia en todo, uesto que es preciso dar una definición que comprenda todas las diferentes 

de valor. pespecies  Sócrates  Así  es  preciso hacerlo para  responder  exactamente  a  la  cuestión;  pero me arece que no tienes por valor toda constancia del alma, y lo infiero de que 

l valor en el número de las cosas bellas. ppones e Laques 

a, y de las más bellas.  Sí, sin dud Sócrates 

onstancia, cuando va unida a la razón, es buena y bella.  Sí, esta c Laques 

nte.  Segurame Sócrates   cuando se tropieza con la insensatez, ¿no es todo lo contrario? ¿no es mala 

iosa? Yy pernic Laques 

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 Sin contradicción.  Sócrates 

 bello a lo que es malo y pernicioso?  ¿Llamas Laques 

mita Dios, Sócrates.  No lo per Sócrates  Luego a esta especie de constancia no le das el nombre de valor, puesto que 

lla, y que el valor es algo bello? ¿no es be Laques 

dad. [282]  Dices ver Sócrates  a paciencia o  constancia unida  a  la  razón,  ¿es  en  tu opinión el  verdadero Lvalor?  Laques 

o.  Así lo cre Sócrates  Veamos. ¿Es la que va unida a la razón en ciertos casos, o la que está unida en  todos,  en  las  cosas  pequeñas  como  en  las  grandes?  Por  ejemplo,  un hombre gasta constante y prudentemente sus bienes, con una entera certeza e  que  sus  gastos  le  producirán  un  día  grandes  riquezas;  ¿llamarás  a  este 

 valiente? dhombre Laques 

o, ¡por Júpiter! Sócrates.  N 

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Sócrates  Pero un médico, por ejemplo, tiene a su hijo único o cualquiera otra persona enferma de una  inflamación del  pulmón;  este  hijo  le  persigue  y  le  pide de omer  y  beber;  el  médico,  lejos  de  dejarse  llevar,  sufre  con  paciencia  sus 

s: ¿le daremos el nombre de valiente? clamento Laques 

 es ese valor, a mi parecer.  Tampoco Sócrates  En la guerra, he aquí un hombre, que está en esta disposición de alma de que hablamos;  quiere  mantenerse  firme,  y  sosteniendo  su  valor  con  su prudencia,  le  hace  ver  ésta  que  será  bien  pronto  socorrido;  que  sus enemigos son mucho más débiles, y que él tiene la ventaja del terreno; este ravo, que es tan prudente, ¿te parece más valiente que su enemigo que  le 

 pie firme? bespera a Laques 

da; este último es el valiente, Sócrates.  No, sin du Sócrates  in embargo, el valor de este último es menos prudente que el del primero. S[283]  Laques 

rto.  Eso es cie Sócrates  Se  sigue de aquí, que un  soldado de  caballería, que en un combate pruebe alor,  fiado  en  la  destreza  con  que maneja  el  caballo,  será menos  valiente 

ue esté privado de esta ventaja. vque el q

aques  L 

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Sí, seguramente.  Sócrates  Dirás  lo mismo de un arquero, de un hondero y de  todos  los demás, cuya 

 esté sostenida por su habilidad? ¿firmeza Laques 

ltad.  Sin dificu Sócrates   los que, sin haber aprendido nunca el oficio de buzos, tuviesen el valor de 

rse en el agua ¿te parecerían más valientes que los buzos de oficio? Ysumergi Laques 

dría sostener lo contrario? Sócrates.  ¿Quién po Sócrates 

guramente, conforme a tus principios.  Nadie se Laques 

n mis principios en efecto.  Sí, esos so Sócrates  ¿De manera, Laques, que estas gentes, que no tienen ninguna experiencia, se rrojan al peligro mucho más imprudentemente que los que se exponen con 

azón? aalguna r Laques 

a.  Sí, sin dud

ócrates  S 

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Pero  la  audacia  insensata  y  la  paciencia  irracional  nos  parecieron  antes osas y perjudiciales. [284] vergonz

 Laques 

rto.  Eso es cie Sócrates 

r nos ha parecido una cosa bella.  Y el valo Laques 

 en ello.  Convengo Sócrates  ues bien, ahora sucede todo lo contrario; damos el nombre de valor a una 

 insensata. Paudacia Laques 

so.  Lo confie Sócrates 

 que obramos bien?  ¿Y crees Laques 

úpiter! Sócrates.  No, ¡por J Sócrates  De modo, Laques, que, por tu propia confesión, ni tú ni yo nos ajustamos al tono dórico, porque nuestras acciones no corresponden a nuestras palabras. l ver nuestras acciones, yo creo que se diría que nosotros  tenemos valor; 

ndo nuestras palabras, bien pronto se mudaría de opinión. Apero oye

aques  L 

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Tienes razón.  Sócrates 

é! ¿tienes por prudente que permanezcamos en este estado?  ¡Pero qu Laques 

o que no.  Te asegur Sócrates  Quieres  que  nos  conformemos  por  un  momento  con  la  definición  que 

ado? ¿hemos d Laques 

nición? [285]  ¿Qué defi Sócrates  Que  el  verdadero  valor  es  la  paciencia.  Si  quieres,  mostremos  nuestra paciencia continuando nuestra indagación, a fin de que el valor no se burle e  nosotros  y  nos  acuse  de  no  buscarle  valientemente,  puesto  que,  según 

s principios, ser paciente es ser valiente. dnuestro Laques  Estoy dispuesto a ello, Sócrates, y no lo esquivo, por más que sea nuevo en esta clase de disputas; pero te confieso que estoy disgustado y que tengo un verdadero  sentimiento  en  no  poder  explicar  lo  que  pienso,  porque  me arece que concibo perfectamente lo que es el valor; y no comprendo cómo 

apa tanto esta idea, que no puedo explicarla. pse me esc Sócrates  ero, Laques, el deber de un buen cazador ¿no consiste en no cansarse y no 

más burlado? Pverse ja

aques  L 

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Estoy conforme.  Sócrates  Quieres  que  entre  en  nuestra  partida  de  caza  Nicias,  para  ver  si  es  más 

? ¿dichoso Laques 

, y ¿por que no?  Lo quiero Sócrates  Ven  acá,  Nicias,  ven,  si  puedes,  a  socorrer  a  tus  amigos,  que  se  ven embarazados  y  que  no  saben  qué  rumbo  tomar;  porque  ya  ves  cuán mposible se hace que consigamos nuestro objeto. Sácanos de este apuro y 

ropio pensamiento, diciéndonos lo que es el valor. ifija tu p Nicias  Ha mucho que me parecía que definíais mal esta virtud. ¡Ah! ¿de dónde nace ue no os habéis valido en esta ocasión de  lo que  tantas veces y con  tanto 

 he oído yo en otras? Sócrates. [286] qacierto te Sócrates 

es? Nicias  ¿Y qué  Nicias  e  he  oído  decir  muchas  veces  que  en  aquello  en  que  cada  uno  sabe  es 

ero que en lo que no sabe es inepto. Tidóneo, p Sócrates 

piter! eso es muy cierto, Nicias  ¡Por Jú Nicias 

or consiguiente, si un hombre valiente es bueno, es hábil en lo que sabe.  P 

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Sócrates 

endes tú? Laques.  ¿Lo enti Laques 

ndo; sin embargo, no comprendo por entero lo que quiere decir.  Sí lo entie Sócrates  e parece que yo lo comprendo; creo que quiere decir, que el valor es una M

ciencia.  Laques 

cia? Sócrates.  ¿Qué cien Sócrates 

é no se lo preguntas a él?  ¿Por qu Laques 

e lo pregunto.  Pues ya s Sócrates  Pues  bien!  Nicias,  responde  a  Laques  y  dile  qué  ciencia  es  el  valor,  en  tu 

; porque no será indudablemente la ciencia del tocador de flauta. ¡opinión

as  Nici No.  Sócrates 

el tocador de lira?  ¿Ni la d Nicias  Tampoco. [287] 

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 Sócrates 

, y sobre qué versa?  ¿Cuál es Laques 

ras bien, Sócrates; sí, que diga qué ciencia es.  Le apu Nicias  igo, Laques, que es la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no 

emer, sea en la guerra, sea en todas las demás ocasiones de la vida. Dson de t Laques 

definición! Sócrates.  ¡Extraña  Sócrates 

é la encuentras tan extraña, Laques?  ¿Por qu Laques 

 porque la ciencia y el valor son dos cosas diferentes.  ¿Por qué? Sócrates 

retende que no.  Nicias p Laques 

ende, y en eso chochea.  Sí, lo pret Sócrates 

en, tratemos de instruirle; las injurias no son razones.  Pues bi

icias  N 

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No tiene intención de ofenderme, pero desea mucho que lo que yo he dicho  nada, porque él mismo se ha engañado en grande. no valga

 Laques  Esa  es  la  pura  verdad,  pero  yo  te  haré  ver,  que  tú  no  has  andado  más acertado que yo.  Sin  ir más  lejos,  ¿los médicos no  conocen  lo que hay que temer  en  las  enfermedades?  Y  en  este  caso  ¿crees  tú,  que  los  hombres alientes son  los que conocen  lo que es de  temer? ¿o  llamas a  los médicos 

es valientes? vhombr Nicias 

ramente. [288]  No, segu Laques  Lo  mismo  que  los  labradores.  Sin  embargo,  los  labradores  conocen perfectamente  lo  que  hay  que  temer  respecto  a  sus  trabajos.  Lo  mismo ucede con todos los demás artistas; conocen todos muy bien lo que hay que 

 su profesión y lo que no, y no son por esto más valientes. stemer en Sócrates 

ices, Nicias, de esta crítica de Laques? Me parece que significa algo.  ¿Qué d Nicias 

nte dice alguna cosa, pero no dice nada verdadero.  Segurame

  Sócrates

?  ¿Cómo Nicias  ¿Cómo? Es que él cree que los médicos no saben más que reconocer lo que es sano y lo que es enfermo, y de hecho no saben más. ¿Pero crees tú, Laques, que los médicos saben si  la salud es más de temer para tal enfermo, que la enfermedad?  Y  no  crees,  que  hay  muchos  enfermos  a  quienes  sería  más ventajoso  no  curar  que  curar?  ¿Te  atreverás  a  decir,  que  es  bueno  vivir 

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siempre, y que no hay muchas personas para las que seria más ventajoso el morir?  Laques 

drá ocurrir algunas veces.  Eso po Nicias  Y crees tú, que las cosas, que parecen temibles a los que tienen por bueno el 

rezcan lo mismo a los que tienen por más ventajoso el morir? ¿vivir, pa Laques 

 duda.  No, sin Nicias  ¿Y  a  quiénes  tomarás  por  jueces?  ¿los  médicos?  ¿los  de  [289]  otras profesiones? Ellos nada conocen, porque esto sólo pertenece a los que están ersados en esta ciencia de las cosas temibles, y estos son los que yo llamo 

. vvalientes Sócrates 

¿entiendes ahora lo que dice Nicias?  Laques,  Laques  Sí, entiendo, que,  según se explica, no hay otros hombres valientes que  los adivinos; porque ¿qué otro que un adivino puede saber si es más ventajoso orir  que  vivir? Te  preguntaría  con  gusto, Nicias,  si  eres  adivino.  Si  no  lo 

iós tu valor. meres, ad Nicias  Cómo?  Piensas  que  sea  negocio  de  adivino  conocer  las  cosas  que  son 

 y las que no lo son? ¿temibles

aques  L 

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Sin duda, y si no, ¿a quién toca?  Nicias  ¿A quién? al que yo di, o, mi querido Laques, al hombre valiente; porque, el oficio  de  un  adivino  es  conocer  sólo  los  signos  de  las  cosas  que  deben suceder,  como  muertes,  enfermedades,  pérdida  de  bienes,  derrotas, victorias, ya sea en la guerra, ya en otras luchas; ¿pero crees tú, que conviene ás a un adivino que a otro hombre el juzgar cuáles de estos accidentes son 

enos ventajosos? mmás o m Laques  En verdad, Sócrates, no comprendo  lo que quiere decir; porque para él no hay  ni  adivino,  ni  médico,  ni  otro  hombre  a  quien  el  nombre  de  valiente pueda convenir. Es preciso  ir en busca de un Dios. Pero si he de decirte  lo que pienso, Nicias no tiene valor para confesar que no sabe lo que dice; no hace  más  que  bregar  y  retorcerse  para  ocultar  su  embarazo.  Otro  tanto pudimos hacer  tú y yo, Sócrates, si  sólo nos hubiéramos propuesto ocultar las  contradicciones  en  que  incurrimos.  Si  habláramos  delante  [290]  de ueces,  esta  conducta  tendría  disculpa,  pero  en  una  conversación  como  la 

qué significa querer triunfar con vanos discursos? jnuestra ¿ Sócrates  Indudablemente eso a nada conduciría, pero veamos bien si lo que pretende decir Nicias tiene algún valor, y si tú no tienes razón al acusarle de que todo es un hablar por hablar. Supliquémosle que nos explique más claramente su ensamiento,  y  si  vemos  que  está  la  razón  de  su  parte,  seguiremos  sus 

os; si no lo está, trataremos de instruirle. pprincipi Laques 

le tú mismo, Sócrates, si quieres; yo bastante le he preguntado.  Interróga Sócrates 

le interrogaré por ti y por mí.  Sea así; 

aques  L 

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Como quieras.  Sócrates  Dime,  te  lo  suplico,  Nicias,  o  más  bien  dinos,  porque  hablo  también  por aques; ¿sostienes que el valor es la ciencia de las cosas que deben temerse 

 cosas que no deben temerse? Ly de las Nicias 

engo.  Sí, lo sost Sócrates  Sostienes  igualmente,  que  esta  ciencia  no  es  dada  a  toda  clase  de  gentes, puesto que no es conocida ni por  los médicos, ni por  los adivinos, que, por onsiguiente, no pueden ser valientes, si no han adquirido esta ciencia. ¿No 

 lo que dices? ces esto Nicias 

a.  Sí, sin dud Sócrates  o  se  puede  aplicar  aquí  el  proverbio:  una  jabalina  [291]  comprendería 

la jabalina no es valiente. Nesto; y  Nicias 

amente.  No, segur Sócrates  De  aquí  se  infiere,  Nicias,  que  estás  persuadido  de  que  la  jabalina  de Acromion{5} no ha sido valiente. No lo digo de burlas, sino muy de veras; es de necesidad que el que habla como tú no admita ningún género de valor en las  bestias,  o  que  conceda  inteligencia  a  los  leones,  a  los  leopardos,  a  los jabalís,  para  que  sepan muchas  cosas  que  la mayor  parte  de  los  hombres ignoran,  a  causa  de  su  mucha  dificultad.  también  es  preciso,  que  el  que 

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sostiene que el valor es lo que tú dices, sostenga igualmente que los leones, s, los zorros, están dotados de valor, tanto los unos como los otros. los toro

 Laques  ¡Por  todos  los  dioses,  Sócrates,  hablas  perfectamente!  Dime  en  verdad, Nicias,  si  crees  que  las  bestias,  que  de  común  consentimiento  pasan  por alientes,  son más hábiles que nosotros,  ¿o  te atreves a  ir contra el común 

 sostener que no son valientes? vsentir y Nicias  Te  digo,  en  una  palabra,  Laques,  que  no  llamo  valiente,  ni  a  bestia,  ni  a hombre,  ni  a  nadie  que  por  ignorancia  no  teme  las  cosas  temibles;  yo  le llamo temerario y estúpido. ¡Ah! ¿piensas que llamo yo valientes a los niños, que por ignorancia no temen ningún peligro? a mi entender, no tener miedo y ser valiente son dos cosas muy diferentes; nada hay más raro que el valor acompañado de la prudencia, y nada más común que el atrevimiento, que la audacia, que  la  intrepidez acompañadas de  imprudencia; porque este es el lote de la mayor parte de los [292] hombres, de las mujeres y de los niños; en una palabra, los que tú llamas, con todo el mundo, valientes , yo los llamo emerarios, y no doy el nombre de valientes más que a los que son valientes 

dos, que son los únicos de que quiero hablar. te ilustra Laques  ira,  Sócrates,  cómo  Nicias  se  inciensa  a  sí  mismo,  mientras  que  a  todos 

s, que pasan por valientes, intenta privarles de este mérito. Maquello Nicias  No  es  esa  mi  intención,  Laques,  tranquilízate;  por  el  contrario,  reconozco ue  tú  y  Lamaco{6}  sois  prudentes  y  sabios,  puesto  que  sois  valientes.  Lo 

igo de muchos de nuestros atenienses. qmismo d Laques  i  bien  tengo materia  para  responderte,  no  lo  hago  por  temor  de  que me 

 ser un verdadero Exonio{7}. Sacuses de Sócrates 

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 ¡Ah!  No  digas  eso,  te  lo  suplico,  Laques;  se  ve  claramente  que  no  te  has apercibido de que Nicias ha aprendido estas bellas cosas de nuestro amigo amon,  y  que  Damon  es  el  íntimo  de  Prodico,  el  más  hábil  de  todos  los 

para esta especie de distinciones. Dsofistas  Laques  ¡Oh!  Sócrates,  sienta  bien  en  un  sofista  hacer  vana  ostentación  de  sus utilezas,  pero  no  en  un  hombre  como  Nicias,  que  los  atenienses  han 

para ponerle a la cabeza de la república. sescogido  Sócrates  Mi  querido  Laques,  sienta  bien  en  un  hombre,  a  quien  se  le  han encomendado tan graves negocios de gobierno, el trabajar para hacerse más hábil que  los demás. He ahí [293] por  lo que me parece que Nicias merece lgún miramiento, y que, por lo menos, es preciso examinar las razones que 

ra definir el valor como lo hace. atiene pa Laques 

as, pues, cuanto te plazca, Sócrates.  Examínal Sócrates  s lo que voy a hacer; pero no pienses que te voy a echar fuera; tendrás una 

 mi discurso. Fija bien tu atención, y ten en cuenta lo que voy a decir. Eparte en Laques 

uesto que lo quieres.  Sea así, p Sócrates  ien; Nicias, dime,  te  lo suplico,  tomando  la cuestión en su origen, si no es 

ue desde luego hemos mirado el valor como una parte de la virtud. Bcierto q Nicias  Es cierto. 

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 Sócrates  Conforme a tu respuesta, si el valor no es más que una parte de la virtud, ¿no ay otras partes, que reunidas con aquella constituyen lo que denominamos 

 hvirtud? Nicias 

ede ser de otra manera?  ¿Cómo pu Sócrates  En  este  punto  piensas  como  yo;  porque  además  del  valor,  reconozco ambién  otras  partes  de  la  virtud,  como  la  templanza  la  justicia  y muchas 

No las reconoces tú igualmente? totras. ¿ Nicias 

  Sin duda. Sócrates  Bueno. Henos aquí de acuerdo ya sobre este punto. Pasemos a las cosas que son  temibles  y  a  las que no  lo  son;  examinémoslas bien,  no  sea  que  tú  las entiendas de una manera y nosotros de otra. Vamos a decirte  lo que [294] pensamos.  Si  no  convienes  en  ello,  nos  dirás  tu  opinión.  Creemos  que  las cosas  temibles  son  las  que  inspiran  miedo,  y  no  temibles  las  que  no  le inspiran. El miedo no  lo  causan, ni  las  cosas  sucedidas ya, ni  las que en  el cto suceden, sino las que se esperan; porque el miedo no es más que la idea 

al inminente. ¿No lo crees así? Laques. ade un m

ues  Laq Sí.  Sócrates  He aquí nuestro dictamen, Nicias. Por cosas temibles entendemos los males del  porvenir,  y  por  cosas  no  temibles  entendemos  las  cosas  del  porvenir, 

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pero  que,  o  parecen  buenas,  o,  por  lo menos,  no  parecen malas.  ¿Admites  definición o no la admites? nuestra

 Nicias 

 seguramente.  La admito Sócrates 

encia de estas cosas es lo que tú llamas valor?  ¿Y la ci Nicias 

smo.  Es eso mi Sócrates 

s a un tercer punto, para ver si nos ponemos de acuerdo.  Pasemo Nicias 

to es?  ¿Qué pun Sócrates  Vas a verlo. Decimos Laques y yo que en todas las cosas la ciencia tiene un carácter universal y absoluto; no es una para las cosas pasadas, y otra para las cosas del porvenir, porque la ciencia siempre es  la misma. Por ejemplo, en lo que mira a la salud, siempre es la misma ciencia de la medicina la que juzga  de  ella,  y  la  que  ve  lo  que  ha  sido,  lo  que  es  y  lo  que  será  sano  o enfermo. La agricultura asimismo juzga de lo que ha [295] venido, de lo que viene y de lo que vendrá sobre la tierra. En la guerra, ya lo sabes, la ciencia del  general  se  extiende  a  todo,  a  lo  pasado,  a  lo  presente  y  a  lo  porvenir; ninguna necesidad tiene del arte de la adivinación y antes, por el contrario, manda en el adivino, como quien sabe mucho mejor que éste lo que sucede y lo que debe suceder. ¿No es formal la ley misma? Pues la ley dispone, no que l  adivino mande  al  general,  sino  que  el  general mande  al  adivino.  ¿No  es 

ue sostenemos? Laques. eesto lo q

aques  L 

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Seguramente, Sócrates.  Sócrates  Y  tú,  Nicias,  concedes  como  nosotros  que  la  ciencia,  siendo  siempre  la 

, juzga igualmente de lo pasado, de lo presente y de lo porvenir? ¿misma Nicias  í,  lo  digo  como  tú,  Sócrates,  porque me parece  que  no  puede  ser  de  otra Smanera.  Sócrates  ices, muy excelente Nicias, que el valor es la ciencia de las cosas temibles y 

ue no lo son. ¿No es esto lo que dices? Dde las q

ias  Nic Sí.  Sócrates  No estamos también de acuerdo en que estas cosas temibles son males del 

ir, así como son bienes del porvenir las cosas que no son temibles? ¿porven Nicias 

es, estamos de acuerdo.  Sí, Sócrat Sócrates  Y  en  que  esta  ciencia  no  se  extiende  sólo  al  porvenir,  sino  también  a  lo 

te y a lo pasado? ¿presen Nicias 

 en ello. [296]  Convengo

ócrates  S 

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No es cierto, entonces, que el valor sea sólo la ciencia de las cosas temibles y no temibles, porque no conoce sólo bienes y males del porvenir, sino que se xtiende tanto como las demás ciencias, y juzga igualmente de los males y de 

es presentes, de los males y de los bienes pasados. elos bien Nicias 

e.  Así parec Sócrates  Tú sólo nos has definido la tercera parte del valor, y quisiéramos conocer la naturaleza del valor todo entero. Ahora me parece, según tus principios, que la  ciencia es, no sólo  la de  las  cosas  temibles,  sino  también  la de  todos  los ienes y todos los males en general. ¿Habrás cambiado de opinión, Nicias, o 

 mismo lo que quieres decir? bes esto Nicias 

e, que el valor tiene toda la extensión que tú dices.  Me parec Sócrates  Sentado esto, ¿piensas que un hombre valiente esté privado de una parte de la  virtud,  poseyendo  la  ciencia  de  todos  los  bienes  y  de  todos  los  males pasados,  presentes  y  futuros?  ¿Crees  que  semejante  hombre  tendrá necesidad  de  la  templanza,  de  la  justicia  y  de  la  santidad,  cuando  puede precaverse  prudentemente  contra  todos  los males  que  le  puedan  venir  de parte  de  los  hombres  y  de  los  dioses,  y  proporcionarse  todos  los  bienes  a ue pueda aspirar, puesto que sabe cómo debe conducirse en cada lance que 

? qocurra Nicias 

ce Sócrates me parece verdadero.  Lo que di Sócrates 

r no es una parte de la virtud, sino que es la virtud entera? [297]  ¿El valo Nicias 

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 Así me lo parece.  Sócrates  in  embargo,  nosotros  habíamos  dicho  que  el  valor  no  era  más  que  una Sparte.  Nicias 

, así lo dijimos.  En efecto Sócrates 

e entonces dijimos ¿no nos parece ahora verdadero?  Y lo qu Nicias 

so.  Lo confie Sócrates 

siguiente, aún no hemos averiguado lo que es el valor.  Por con Nicias 

nforme.  Estoy co Laques  Creía, mi querido Nicias, que tú  lo  indagarías mejor que cualquiera otro, al ver  el  desprecio  que  me  habías  manifestado,  cuando  yo  respondía  a ócrates; y había concebido grandes esperanzas de que, con el socorro de la 

ría de Damon, lo hubieras conseguido. Ssabidu Nicias  Vaya, Laques, que vamos perfectamente. No te  importa nada aparecer muy ignorante  sobre  lo  que  es  el  valor,  con  tal  de  que  haya  aparecido  yo  tan ignorante  como  tú;  sólo  esto  has  tenido  en  cuenta,  sin  calcular  si  es conveniente que  ignoremos cosas que debe  conocer  todo hombre de buen 

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sentido. Así son todos los hombres; no se miran a sí mismos, y sólo fijan sus miradas en los demás. En cuanto a mí creo haber respondido medianamente. Si  me  he  engañado  en  algo,  no  pretendo  ser  infalible,  y  me  corregiré instruyéndome, sea con Damon, de quien parece te burlas sin conocerle, sea con otros; y cuando me [298] considere bien instruido, te comunicaré parte e mi ciencia; porque no soy envidioso, y me parece que tú tienes una gran 

d de instrucción. dnecesida Laques  Y tú, Nicias, si hemos de creerte, eres un gran sabio. Sin embargo, con toda esta magnífica opinión de ti mismo, yo aconsejo a Lisímaco y a Melesías que no nos consulten más sobre la educación de sus hijos, y si me creen, como ya o dije, que se entiendan para esto únicamente con Sócrates, porque por  lo 

í hace, si mis hijos estuvieran en edad, este es el partido que tomaría. lque a m Nicias  ¡Ah! En este punto estoy de acuerdo contigo. Si Sócrates se toma el cuidado de  nuestros  hijos,  no  hay  necesidad  de  buscar  otro,  y  estoy  dispuesto  a entregarle  mi  hijo  Nicerate,  si  tiene  la  bondad  de  encargarse  de  él.  Pero odos  los  días  cuando  le  hablo  de  esto, me  remite  a  otros maestros,  y me 

s cuidados. Mira, Lisímaco, si tú tienes más influencia sobre él. trehúsa su Lisímaco  Muy justo sería, porque por mi parte estoy dispuesto a hacer por Sócrates lo ue  por  nadie  haría.  ¿Qué  dices  a  esto,  Sócrates?  ¿te  dejarás  ablandar  y 

ncargarte de estos jóvenes para hacerlos mejores? qquerrás e Sócrates  Sería preciso ser bien despegado para no querer contribuir a hacer a estos jóvenes tan buenos cuanto puedan serlo. Si en la conversación que acabamos de  tener hubiera aparecido yo muy hábil y  los demás  ignorantes,  tendríais razón  para  escogerme  con  preferencia  a  cualquier  otro,  pero  ya  veis  que todos nos hemos visto en el mismo embarazo. Y así ¿por qué preferirme? Me parece que ninguno de nosotros merece la preferencia. Siendo esto así, ved si  os  parece  bien  este  consejo:  soy  de  dictamen,  (estamos  solos  y  somos leales los unos para los otros) que [299] todos busquemos el mejor maestro, primero, para nosotros y, después, para estos  jóvenes, sin ahorrar gasto ni 

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sacrificio alguno; porque jamás aconsejaré el permanecer en la situación en que nos hallamos,  y  si  alguno  se burla de nosotros porque a nuestra  edad vamos a  la  escuela, nos defenderemos, poniendo de  frente  la  autoridad de Homero, que dice en cierto pasaje: el pudor no sienta bien al indigente{8}; y urlándonos  de  lo  que  pueda  decirse,  procuraremos  mirar  a  la  vez  por 

ismos y por estos jóvenes. bnosotros m Lisímaco  Ese  consejo,  Sócrates, me  agrada  en  extremo,  y  con  respecto  a mí,  cuanto más viejo soy, tanto más empeño tengo en instruirme al mismo tiempo que mis hijos. Haz, pues, lo que dices; ven mañana a mi casa desde la madrugada,  no  faltes,  te  lo  suplico,  a  fin de que acordemos  los medios de ejecutar  lo 

s resuelto. Ahora ya es tiempo de que concluya esta conversación. yque hemo Sócrates 

ré, Lisímaco; iré mañana a tu casa temprano, si Dios quiere.  No falta ——— 

os.  {1} Soldados mercenarios, hijos perdidos de los ejércit {2} Vaso de barro cristalizado, muy difícil de amoldar.  {3} Los griegos tenían cuatro clases de tonos: el  lidio,  lúgubre, propio para las lamentaciones; el frigio, vehemente y propio para excitar las pasiones; el jónico afeminado y disoluto; y el dórico, varonil, y por esto Sócrates prefiere ste  a  los  demás.  En  el  tercer  libro  de  la  República  Platón  condena 

 y el jónico. éabsolutamente el lidio {4} Iliada, l. 8, v. 107.  5}  Acromion,  país  célebre  por  los  estragos  que  causaba  allí  la  jabalina 

idon, que mató Teseo. {madre del jabalí de Col {6} General ateniense. 

ditados por su maledicencia.  {7} Los Exonios, desacre {8} Odisea, l. 11, v. 347. 

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PROTAGORAS   n amigo, Sócrates U

  Amigo.‐ ¿De dónde sales, Sócrates? ¿No es evidente que de andar a la caza de los  favores  de  Alcibíades?  Por  cierto,  el  otro  día,  al  verle,  me  pareció,  en verdad, un hombre hermoso todavía y, con todo, un hombre, Sócrates, dicho sea entre nosotros, y apuntándole ya una espesa barba. Sócrates.‐ Bueno,  ¿y qué?  ¿Acaso no eres  tú  admirador de Homero,  el  cual dijo que  la  edad más agradable  es  la de  la primera barba, precisamente  la edad que tiene ahora Alcibíades? 

n n Am.‐  ¿Y  cómo  está   ahora  las  cosas?  ¿Vienes  de  estar  con  él?  ¿E qué disposición se encuentra el joven contigo? Sóc.‐ En buena, me pareció, y  especialmente hoy, pues habló mucho en mi favor, prestándome apoyo. Precisamente vengo de estar con él. Sin embargo, oy  a  decirte  algo  inimaginable:  Pese  a  estar  él  presente,  no  le  prestaba tención, y muchas veces me olvidaba de él. va  

 pasar entre tú y él? Porque, indudablemente, no rmoso. 

Am.– ¿Y qué cosa ha podidohabrás encontrado en esta ciudad otro más he

n mucho. s de aquí o es extranjero? 

Sóc.– Pues sí; y coAm.– ¿Qué dices? ¿ESóc.– Extranjero. Am.– ¿De qué país? Sóc.– De Abdera. Am.– ¿Y tan hermoso te ha parecido ese extranjero como para resultarte más hermoso que el hijo de Clinias? 

 más Sóc.– ¿Cómo no ha de ser, mi buen amigo, que lo más sabio me resulte lohermoso? Am.– ¿Pero es acaso un sabio, Sócrates, lo que acabas de encontrarnos? 

que actualmente viven,  si  es Sóc.– Pues  sí;  y,  sin duda,  al más  sabio de  los e el más sabio. 

tágoras? que Protágoras te parecAm.– ¡Oh! ¿Qué dices? ¿Ha llegado Proóc.– Hace ya tres días. m.‐ ¿Y vienes ahora de estar con él? SA 

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 Sóc.‐ Así es. Y hemos mantenido una larga conversa ión. 

cuentas? c

Am.‐  Entonces,  si  no  tienes  inconveniente,  ¿por  qué  no  nos  la Siéntate aquí; ocupa el asiento de este esclavo. Sóc.‐ De acuerdo, y lo haré con mucho gusto, si queréis escucharme. Am.‐ Y nosotros te lo agradeceremos, si nos la cuentas. Sóc.‐ En ese caso, el gusto sería doble. Así que, ea, escuchad: Anoche, antes de  amanecer,  Hipócrates,  hijo  de  Apolodoro  y  hermano  de  Fason,  picó insistentemente con su bastón a mi puerta y, una vez que alguien le abrió, al punto entró precipitadamente y, dando grandes voces, dijo: «Sócrates, ¿velas o  duermes?».  Entonces  yo,  reconociendo  su  voz,  me  dije:  «Este  es Hipócrates»,  y  le pregunté  «¿Qué nuevas me  traes?».  «Ninguna que no  sea buena»,  replicó.  «Enhorabuena,  pues  ‐repuse‐,  pero  ¿de  qué  se  trata  y  por qué  vienes  a  esta  hora?».  «Protágoras  está  aquí»,  dijo,  parándose  ante mí. Desde  anteayer  ‐repuse‐.  Pero  ¿es  que  acabas  de  enterarte?».  «¡Por  los ioses! ‐exclamó‐, que no me enteré hasta ayer tarde». «d  Y, palpando la cama en la oscuridad, se sentó a mis pies y añadió: «Como te lo  digo,  que  fue  ayer  tarde,  a  última  hora,  a  mi  llegada  a  Oinoe.  Pues  mi esclavo Sátiro se había escapado y, si bien pensaba comunicarte que iba a ir a buscarle, sin embargo, me olvidé, no sé por qué. Una vez de vuelta, después de cenar, al ir a acostarnos, fue cuando mi hermano me dijo que Protágoras estaba  aquí.  Lo  primero  que  pensé  fue  venir  a  decírtelo;  pero,  luego,  me pareció  que  la  noche  estaba  ya  demasiado  avanzada.  Sin  embargo,  tan pronto como el sueño me libró de  la  fatiga, me levanté rápidamente y vine para  acá».  Entonces  yo,  reconociendo  su  valentía  y  su  excitación,  le  dije: «¿Pero  en  qué  te  incumbe  esto?  ¿Te  ha  ofendido  en  algo  Protágoras?».  El, riéndose, contestó: «¡Por los dioses!, Sócrates, ¡Claro que sí! Ya que sólo él es sabio  y  a  mí  no  me  hace  tal».  «Pero,  ¡Por  Zeus!  –repliqué–,  si  le  ofreces dinero y le convences, te hará sabio». «Si por eso es –dijo–. ¡Por Zeus y todos los  dioses!  que  no  escatimaré  mi  dinero  ni  el  de  mis  amigos.  Y  por  eso precisamente  acudo  ahora  a  tí:  Para que  le  hables de mí,  pues  yo  soy  aún demasiado joven y nunca he visto ni oído a Protágoras, ya que la primera vez ue vino aquí yo era aún un niño. Pero todos le ensalzan, Sócrates, y dicen qque, hablando. es el más sabio. ¿Por qué no vamos a su casa para  cogerle dentro? se aloja, según he oído, en casa de Calias, el hijo de Hipónico. Vayamos, pues». «Todavía no, buen amigo –repuse–. Es temprano para ir allí. Salgamos,  entretanto,  al  patio,  y  esperemos,  mientras  paseamos,  a  que 

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amanezca.  Y,  después.  vamos.  Protágoras  pasa  mucho  tiempo  en  casa;  de modo que, tranquilízate, le cogeremos, seguramente, dentro». Después de esto, nos levantamos y salimos al patio. Yo, para tantear el ánimo de Hipócrates, le pregunté, al tiempo que le observaba atentamente: – Dime, Hipócrates; ahora pretendes acudir a Protágoras y gastarte con él tu dinero,  pero  ¿a  qué  clase  de  hombre  te  diriges?  ¿En  qué  piensas  salir convertido  de  sus manos?  Supón  que  te  diera  por  acudir  a  tu  homónimo, Hipócrates  de  Cos,  el  de  los  Asclepíades,  y  gastarte  con  él  tu  dinero;  si 

sas  gastar  tu  dinero  con as? 

alguien  te  preguntase:  «Dime,  Hipócrates,  ¿piené?». ¿Qué responderíanto que es médico. 

Hipócrates en tanto que es quo–, que en t– Respondería –dij

– ¿Y para convertirte en qué? – En médico –dijo. – Y si te diera por acudir a Policleto de Argos o a Fidias de Atenas y gastarte 

¿Piensas gastar tu dinero con é responderías? 

con ellos tu dinero, y si alguien te preguntase: « que son qué? ¿Que son escultores. 

Policleto y con Fidias en tanto– Respondería que en tanto qu

vertirte en qué? –¿Y para con– En escultor, evidentemente. –  Pues  bien  –repuse–,  ahora  es  a  Protágoras  a  quien  acudimos  tú  y  yo.  Y estamos dispuestos  a pagarle por  tu  instrucción,  si  es que alcanza nuestra fortuna  para  con  ella  convencerle,  y,  si  no,  echando  mano  de  la  de  los amigos.  Si  alguien,  al  vernos  tan  empeñados  en  este  propósito,  nos preguntase:  «Decidme,  Sócrates  e  Hipócrates,  ¿pensáis  gastar  vuestra fortuna con Protágoras en  tanto que es qué?».  ¿Qué responderíamos? ¿Por 

s?  Así  como  a  Fidias  le  llaman qué  otro  nombre  oímos  llamar  a  Protágoraescultor y a Homero poeta, a Protágoras ¿qué nombre se le da? 

, Sócrates. Le llaman sofista. os a gastar nuestra fortuna con él en tanto que sofista? 

– A este hombre Entonces, ¿vam Exactamente. ––  

t a  Protágoras –  Y  si  alguien  e  preguntase:  «Acudes  para  convertirte  ¿en qué?» Entonces  él  se  ruborizó  (ya  empezaba  a  amanecer,  por  lo  que  su  rostro resultaba visible) y respondió: –  Si  el  caso  es  como  los  anteriores,  es  evidente  que  para  convertirme  en sofista. 

o ante – ¡Por los dioses! –repuse–, ¿No te avergonzarías de aparecer tú mismlos helenos como un sofista? – ¡Por Zeus!. Ciertamente que sí, Sócrates, si he de decir lo que siento. 

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– Pero, entonces, Hipócrates, ¿no es cierto que tú piensas que el aprendizaje con Protágoras será  tal cual  fue el aprendizaje con el maestro de primeras letras,  de  cítara  y  de  gimnasia?  En  efecto,  aprendiste  cada  una  de  estas 

o disciplinas,  no  para  ejercerlas  como  profesional,  sino  para  educarte  com

. conviene a cualquier ciudadano libre. 

nte así –respondió– entiendo yo el aprendizaje con Protágoras– Exactame– ¿Te das cuenta, entonces –dije–, de lo que vas a hacer, o no te percatas? – ¿De qué? – De que vas a encomendar el cuidado de tu alma a un hombre que es, como dices, un sofista; mas qué es un sofista, mucho me extraña que lo sepas. Y si 

bes  tampoco  a  quién  entregas  tu  alma,  ni  si  el desconoces  esto,  no  sapropósito es bueno o malo. – Creo saberlo, –repuso. – Dime, entonces, ¿qué piensas que es un sofista? –  Pienso  que,  como  el  nombre  indica,  es  aquél  que  es  entendido  en  cosas sabias. – Lo mismo, –repliqué–, cabe decir de los pintores y de los arquitectos: Ellos son entendidos en cosas sabias. Ahora bien, si alguien nos preguntase: «¿En qué cosas son entendidos los pintores?», le responderíamos, probablemente, que en las cosas concernientes a la producción de imágenes; y así del resto. Si,  de  la  misma  manera,  nos  preguntasen:  «¿En  qué  cosas  sabias  es entendido el sofista?» ¿Qué le responderíamos? ¿En qué oficio es maestro? – ¿Qué íbamos a responder, Sócrates, sino que es maestro en hacer que uno hable hábilmente? – Con eso, repuse, diríamos, sin duda, la verdad, pero no suficiente, pues esa respuesta nos exige otra pregunta: ¿Sobre qué hace el sofista que uno hable hábilmente?  El  citarista,  por  ejemplo,  hace,  sin  duda,  que  uno  hable 

te sobre aquello en lo que es entendido; lo concerniente a la cítara, hábilmen¿no? – Exacto. 

ista,  ¿sobre  qué  hace  que  uno  hable  hábilmente?  ¿No  es –  Bien.  Y  el  sofevidente que sobre lo que él conoce? – Naturalmente.   ¿Y  qué  es  eso  en  lo  que  el  sofista  es  entendido  y  hace  entendido  a  su iscípulo? –d  – ¡Por Zeus!, –replicó–, no sé contestarte. Entonces yo le dije: –  ¿Cómo?  ¿No  te  das  cuenta  del  peligro  en  el  que  vas  a  poner  tu  alma?  Si tuvieras  que  confiar  tu  cuerpo  a  alguien,  corriendo  el  riesgo  de  resultar 

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mejorado o dañado, ¿acaso no mirarías mucho si deberías o no confiarlo y dedicarías  muchos  días  a  pedir  consejos  a  los  amigos  y  allegados?  Pero, cuando se trata de algo que estimas más que tu cuerpo, esto es, tu alma, de la que  depende  toda  tu  felicidad  o  tu  desdicha,  según  resulte  mejorada  o dañada,  sobre  eso  no  consultas  ni  con  tu  padre  ni  con  tu  hermano  ni  con ninguno de nuestros amigos, si debes confiar o no tu alma a ese extranjero que acaba de llegar, sino que te enteras ayer tarde, según dices, de su llegada y  ya  hoy,  antes  de  amanecer,  pones manos  a  la  obra,  sin  reflexionar  y  sin consultar si es conveniente confiarte a él o no. Y estás dispuesto, además, a gastar toda tu fortuna y la de tus amigos, dando por hecho que, de cualquier forma, debes unirte a Protágoras, a quien no conoces, como confiesas, ni has 

  quien  llamas  sofista,  pero  con  un  manifiesto a confiarte. 

tratado  nunca;  adesconocimiento de qué es un sofista, a quien vas Al oír esto, repuso: – Por lo que acabas de decir, Sócrates, eso parece. –  ¿No es  cierto, Hipócrates, que el  sofista es una especie de comerciante o 

ta el alma? Al menos, a mí eso traficante de mercancías de las que se alimenme parece. – ¿Pero de qué se alimenta el alma, Sócrates? – De las enseñanzas, indudablemente, –repuse–. De modo que, amigo mío, no nos vaya a engañar el sofista, alabando lo que vende, como los que venden alimentos del  cuerpo,  los  comerciante y  traficantes. Porque éstos negocian con  mercancías,  de  las  que  ni  ellos  mismos  saben  cuál  es  provechosa  o perjudicial para el cuerpo (pues, al venderlas, las alaban todas), ni lo saben los que se las compran, a no ser que alguno sea, por casualidad, maestro de gimnasia  o  médico.  Así  también,  los  que  llevan  las  enseñanzas  por  las ciudades,  vendiéndolas  y  traficando  con  ellas,  ante  quien  siempre  está dispuesto  a  comprar,  alaban  todo  lo  que  venden.  Mas,  probablemente, algunos  de  éstos,  querido  amigo,  desconocen  qué,  de  lo  que  venden,  es provechoso o perjudicial para el alma; y lo mismo cabe decir de los que les compran, a no ser que alguno sea también, por casualidad, médico del alma. Por lo tanto, si eres entendido en cuál de estas mercancías es provechosa y uál perjudicial, puedes ir seguro a comprar las enseñanzas a Protágoras o a ccualquier otro.  Pero si no, procura, mi buen amigo, no arriesgar ni poner en peligro lo más preciado,  pues mucho mayor  riesgo  se  corre  en  la  compra  de  enseñanzas que en la de alimentos. Porque quien compra comida o bebida al traficante o al comerciante puede transportar esto en otros recipientes y, depositándolo en casa, antes de proceder a beberlo o comerlo, puede llamar a un entendido para pedirle consejo sobre lo que es comestible o potable y lo que no, y en 

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qué cantidad y cuándo; de modo que no se corre gran riesgo en la compra. Pero las enseñanzas no se pueden transportar en otro recipiente, sino que, una vez pagado su precio, necesariamente,  el que adquiere una enseñanza marcha  ya,  llevándola  en  su  propia  alma,  dañado  o  beneficiado.  Por consiguiente,  examinemos  estas  cuestiones  con  quienes  tienen  más  edad que nosotros, pues somos aún jóvenes para resolver un asunto tal. Ahora, no obstante, vayamos, como habíamos decidido, y escuchemos a ese hombre; y luego, al oírle, consultemos también con otros, ya que Protágoras no está allí solo, sino que están Hipias de Elis y también, creo, Pródico de Ceos y muchos otros asimismo sabios. Tomada esta resolución, nos pusimos en marcha. Una vez que llegamos ante la  puerta  principal,  nos  detuvimos  a  discutir  una  cuestión  que  habíamos venido  tratando por  el  camino;  y  para  no  dejarla  inconclusa,  sino  zanjarla antes de entrar, nos paramos a discutir, hasta que nos pusimos de acuerdo. Me  parece  que  el  portero,  un  eunuco,  nos  oyó;  y  es  muy  probable  que,  a causa  de  la  multitud  de  sofistas,  estuviese  malhumorado  con  los  que llegaban a la casa; así es que, una vez que llamamos a la puerta, nos abrió y dijo  al  vernos:  «¡Vaya!,  más  sofistas.  No  se  puede  pasar».  Y  agarrando  la puerta con ambas manos,  la cerró de golpe. Nosotros llamamos de nuevo y él, con la puerta cerrada, nos respondió: «¿No habéis oído que no se puede pasar?».  «Buen  hombre  –repuse  yo–,  no  venimos  a  ver  a  Calias  ni  somos sofistas; no  tengas cuidado; es a Protágoras a quien buscamos y queremos ver. Anúncianos, pues». A regañadientes, por fin, nos abrió la puerta. na vez que entramos, encontramos a Protágoras paseando en el pórtico. A u vera le acompañaban en el paseo, a un lado, Calias, Us  hijo  de  Hipónico,  y  su  hermano  de  madre  Paralo,  hijo  de  Pericles,  y Cármides,  hijo  de  Glaucon;  al  otro  lado,  el  otro  hijo  de  Pericles,  Jantipo,  y Filipides,  hijo  de  Filomeno,  y  Antimero  de  Mende,  el  cual  es  considerado como  el mejor  discípulo  de  Protágoras  y  está  ejercitando  el  arte  para  ser sofista. De los que detrás  les daban séquito, escuchando la conversación,  la mayoría  parecían  extranjeros  de  los  que  Protágoras  recluta  de  todas  las ciudades  por  las  que  pasa,  atrayéndolos  con  su  voz  como  Orfeo;  y  ellos, atraídos  por  su  voz,  le  siguen.  También  había  algunos  de  aquí  en  el  coro. Sentí  un  gran  placer  al  contemplar  este  coro  y  ver  con  qué  primor procuraban no cortar jamás el paso a Protágoras, sino que, tan pronto como éste daba media vuelta  junto con sus más  inmediatos  seguidores,  al punto los oyentes de detrás se dividían en perfecto orden y, desplazándose hacia derecha  e  izquierda  en  círculo,  se  colocaban  siempre  detrás  con  toda destreza. 

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«Después de él reconocí», con palabras de Homero, a Hipias de Elis sentado en  un  sillón  al  otro  lado  del  pórtico.  A  su  alrededor  estaban  sentados  en bancos  Erixímaco,  hijo  de  Acumenos,  y  Fedro,  el  de Mirrinusia,  y  Andron, hijo de Androtión, y extranjeros, conciudadanos suyos, y algunos otros. Me pareció que estaban haciendo a Hipias algunas preguntas sobre astronomía relativa a la naturaleza y a los meteoros, y que éste, sentado en su sillón, las analizaba una por una y trataba minuciosamente las preguntas. «Y vi también a Tántalo»: Pues, en efecto, se hospedaba allí también Pródico de Ceos. Se hallaba en una habitación que Hipónico había antes usado como almacén, pero que ahora Calias, a causa de la cantidad de huéspedes, había desocupado  y  convertido  en  alojamiento  para  los  extranjeros.  Pródico estaba  aún  acostado,  envuelto  en  pieles  y  mantas,  y  por  cierto  que  eran muchas, según parecía. Estaban sentados  junto a él en  los  lechos próximos Pausanias  el  de  Ceramis  y  con  éste  un  joven  adolescente  aún,  con  las mejores cualidades naturales, creo, y, ciertamente, de aspecto hermosísimo; me pareció oír que su nombre era Agatón y no me extrañaría que  fuera el amor de Pausanias. Además de este adolescente, estaban los dos Adimantos: el  hijo  de Ceps  y  el  de  Leucolófides,  y  algunos otros. Desde  fuera no pude llegar a enterarme de qué discutían, aunque estaba deseoso de oír a Pródico, pues, a mi entender, es el hombre más sabio y divino; pero, a causa de la extrema gravedad de su voz, se producía un runrún en la habitación que hacía confuso lo que decía. Nada más entrar nosotros, entraron detrás Alcibíades, «el hermoso», como 

e ultimar unos s y le dije: 

tú dices y yo apruebo, y Critias, hijo de Callescro. Después ddetalles que nos quedaban por tratar, nos dirigimos a Protágora– Protágoras, venimos a verte, Hipócrates, aquí presente y yo. – ¿Queréis –repuso– hablar conmigo a solas o delante de todos? 

vez  oigas  el  motivo  de –  A  nosotros  –respondí–  nos  es  indiferente;  una nuestra visita, decide tú mismo. – ¿Cuál es, pues, el motivo por el que habéis venido? – Hipócrates,  aquí presente,  es compatriota nuestro, hijo de Apolodoro, de casa  grande  y  próspera,  y  rivaliza  en  cualidades  naturales  con  los  de  su misma edad. Según creo, desea llegar a ser ilustre en la ciudad y piensa que lo conseguirá,  si  te  frecuenta. Por  lo  tanto,  tú verás si  crees que es preciso hablar de esto solos o ante todos. – Bien están, Sócrates, las precauciones que tomas para conmigo, porque el extranjero que va por  las ciudades y persuade a  los  jóvenes más  ilustres a que abandonen la compañía de todos: la de los suyos y la de los extraños, la de los mayores y la de los jóvenes, para que le sigan y se hagan mejores en su compañía, ese hombre, digo, ha de actuar con sumo tacto al llevar esto a cabo, pues no son pocas las envidias, los odios e insidias que por este motivo 

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se originan. Yo, por mi parte, sostengo que el arte de la sofística es antiguo, pero  que  los  antiguos  que  la  ejercían,  por  temor  a  los  odios  que  ésta conlleva,  la  enmascaraban  y  ocultaban,  unos  con  la  poesía,  como Homero, Hesíodo o Simónides; otros con las celebraciones mistéricas y las profecías, como Orfeo y Museo; algunos, he observado, con la gimnasia, como Iccos de Tarento  y,  en  la  actualidad,  el  sofista  no  inferior  a  ninguno,  Heródico  de Selimbria, oriundo de Megara; Agatocles, compatriota vuestro y gran sofista, así como Pitóclides de Ceos y otros muchos la enmascaraban con la música. odos ellos, como digo, por temor a la envidia, emplearon estas artes como retexto. Yo, en cambio, no estoy de acuerdo con Tp  ninguno de  ellos  en  este  punto.  Creo,  en  efecto,  que no han  conseguido  lo que pretendían, pues no han logrado pasar inadvertidos ante los poderosos de  las ciudades, debido a  los cuáles, precisamente, se usan estas máscaras, porque la mayoría, por así decir, no se entera de nada, sino que corea lo que aquéllos le predican. Ahora bien, el no poder huir, cuando se está huyendo, sino  quedar  al  descubierto,  es  mayor  locura  incluso  que  el  intento; necesariamente se crea uno muchos más enemigos, porque piensan que ese tal  es,  además de otras  cosas, un astuto malvado. Por eso yo he  tomado el camino contrario:  confieso abiertamente que  soy  sofista  y que educo a  los hombres;  y  pienso  que  esta  precaución  es  mejor  que  aquélla,  y  que  es preferible  esta  confesión  que  aquel  disimulo.  Además  de  esto,  he  tomado otras  precauciones  para,  gracias  a  un  dios,  no  sufrir  ningún  daño  por confesar que soy sofista, pese a los muchos años que llevo ejerciendo, pues tengo ya muchos en total: no hay, en efecto, nadie de entre vosotros de quien yo no pudiera por  la  edad  ser padre. Por  lo  tanto, mucho me agradaría,  Si queréis, conversar sobre todo esto en presencia de todos los que están aquí dentro. Entonces  yo,  sospechando  que  quería  exhibirse  ante  Pródico  e  Hipias  y jactarse de que nosotros hubiéramos acudido prendados de él, le dije: 

Hipias y a sus acompañantes para que – ¿Por qué no llamamos a Pródico y a nos escuchen? – Perfectamente, –repuso Protágoras. –  ¿Queréis,  dijo  Calias,  que  preparemos  aquí  asientos  para  que  disputéis sentados? Nos pareció bien: Todos estábamos encantados porque íbamos a escuchar a hombres sabios. Tomando bancos y lechos, los colocamos junto a Hipias,  porque  había  allí  bancos  de  antes.  Entretanto,  llegaron  Calias  y 

n levantado de la cama, Alcibíades trayendo consigo a Pródico, a quien habíay a los que estaban con Pródico. Cuando nos hubimos sentado todos, Protágoras dijo: 

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– Repite ahora, Sócrates, una vez que están éstos presentes, lo que poco ha me recordabas  en favor de este joven. – Protágoras –repuse–, el comienzo es el mismo que el de antes, por lo que 

nsioso respecta al motivo de nuestra visita: Hipócrates, aquí presente, está ade tu compañía; le gustaría oír decir qué obtendrá si te sigue. Tales fueron nuestras palabras. Tomando la palabra Protágoras, dijo: –  Joven,  esto  tendrás,  si  me  sigues:  En  cuanto  convivas  un  día  conmigo, 

ndo mejor, y al día  siguiente,  lo mismo, y  todos  los días volverás a  casa sieprogresarás a más. Al oír esto, repuse: –  Protágoras,  nada  sorprendente  tiene  lo  que  dices,  sino  que  es  lo  más natural; pues  incluso  tú, pese a  los muchos años que  tienes y  lo  sabio que eres, si alguien te enseñase lo que no alcanzas a saber, llegarías a ser mejor. Pero no es esa  la cuestión. Supongamos que, de pronto, Hipócrates cambia de idea y desea la compañía de ese joven recién llegado a la ciudad, Zeuxipo de Heraclea, y acudiendo a él, como ahora a tí, escucha de él lo mismo que ha escuchado de tí: que cada día que pase con él se hará mejor y progresará. Si le  preguntase:  «¿En qué dices  que me haré mejor  y  progresaré?».  Zeuxipo respondería  que  en  pintura.  Y  si  frecuentase  a  Ortágoras  de  Tebas  y,  al escuchar de él lo mismo que ha escuchado de tí, le preguntase que en qué iba a ser mejor cada día pasado con él, éste respondería que en el arte de tocar la flauta. Respóndenos, pues, del mismo modo a este joven y a mí, cuando te preguntamos:  «Si  Hipócrates,  aquí  presente,  frecuenta  a  Protágoras,  en 

 siendo mejor, y así. cada día, progresará; cuanto pase un día con él, volverápero, ¿en qué?, Protágoras, y ¿sobre qué?». Protágoras, al oír esto respondió: –  Sócrates,  preguntas  con  habilidad  y  a mí me  gusta  responder  a  los  que preguntan con habilidad. Si Hipócrates acude a mí, no tendrá que soportar los  inconvenientes  que  soportaría  frecuentando  a  cualquier  otro  de  los sofistas pues  todos ellos causan perjuicio a  los  jóvenes: Estos huyen de  las artes  y  aquéllos  de  nuevo  les  empujan,  contra  su  voluntad,  a  ellas, haciéndoles  aprender  cálculo,  astronomía,  geometría,  música,  (y,  al  decir esto, miraba a Hipias). En cambio, quien acuda a mí, no aprenderá otra cosa ue aquello a lo que viene. Lo que yo enseño es la prudencia: en los asuntos amiliares, para que administre su casa qf  perfectamente; y en los asuntos públicos, para que sea el mejor dispuesto en el actuar y en el hablar. 

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– Vamos  a  ver  –repuse–  si  interpreto  bien  tus  palabras. Me  parece  que  te s a hacer de los hombres refieres al arte de la política y que te compromete

buenos ciudadanos. – Esa es, exactamente, Sócrates, la oferta que hago. – ¡Qué hermoso arte posees!, si realmente lo posees. No te voy a decir otra cosa que  lo que pienso. Yo creía, Protágoras, que esto no era enseñable,  si bien no sé cómo voy a disentir de tu afirmación. Y es  justo que te diga por qué pienso que ni es enseñable ni los hombres pueden transmitírselo unos a otros.  En  efecto,  yo  opino,  al  igual  que  todos  los  demás  helenos,  que  los atenienses son sabios. Y observo, cuando nos reunimos en asamblea, que si la  ciudad necesita  realizar  una  construcción,  llaman  a  los  arquitectos para que aconsejen sobre la construcción a realizar. Si de construcciones navales se  trata,  llaman  a  los  armadores.  Y  así  en  todo  aquello  que  piensan  es enseñable y aprendible. Y si alguien, a quien no se considera profesional, se pone a dar consejos, por hermoso, por rico y por noble que sea, no se le hace por ello más caso, sino que, por el contrario, se burlan de él y le abuchean, hasta que, o bien el tal consejero se larga él mismo, obligado por los gritos, o bien los guardianes, por orden de los presidentes le echan fuera o le apartan de  la  tribuna.  Así  es  como  acostumbran  a  actuar  en  los  asuntos  que consideran  dependientes  de  las  artes.  Pero  si  hay  que  deliberar  sobre  la administración de  la  ciudad,  se  escucha por  igual  el  consejo de  todo aquél que  toma  la  palabra,  ya  sea  carpintero,  herrero  o  zapatero,  comerciante  o patrón de barco, rico o pobre, noble o vulgar; y nadie le reprocha, como en el caso  anterior,  que  se  ponga  a  dar  consejos  sin  conocimientos  y  sin  haber tenido maestro. Evidentemente, es porque piensan que esto no es enseñable. Y  no  sólo  ocurre  así  en  los  asuntos  comunitarios  de  la  ciudad,  sino  que, también en los privados, los ciudadanos más sabios y mejores son incapaces de transmitir a otros esa virtud que ellos poseen. Así, Pericles, por ejemplo, padre de estos dos  jóvenes,  los ha educado conveniente y cuidadosamente en  todo  aquello  que  depende  de  maestros;  en  cambio,  en  aquello  que  él mismo es sabio, ni los educa él ni se los encomienda a ningún otro, sino que les  deja  pastar  libremente,  como  animales  sueltos,  por  si  encuentran casualmente  la virtud por sí mismos. Si quieres, he aquí otro ejemplo: Este mismo Pericles,  siendo tutor de Calias, hermano menor de Alcibíades, aquí presente, y temiendo que aquél  fuera corrompido por Alcibíades,  le separó de  éste  y  encargó  a  Arifrón  de  su  educación.  Pero  no  habían  pasado  seis 

lmeses,  cuando  Arifrón,  no  sabiendo  qué  hacer  con  él,  se  lo  devo vió  a Pericles. Podría  citarte  otros  muchos  que,  siendo  virtuosos,  jamás  pudieron  hacer mejores a nadie: ni a propios ni a extraños. 

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A  la  vista  de  estos  ejemplos,  Protágoras,  desconfío  de  que  la  virtud  sea enseñable,  pero,  cuando  te  oigo  decir  tales  cosas, me  siento  confundido  y empiezo a creer lo que dices, convencido, como estoy, de la gran experiencia que posees, debida a  lo mucho que has aprendido y a  lo que tú mismo has descubierto.  Por  eso,  si  puedes  demostrarnos  con  mayor  claridad  que  la virtud es enseñable, no rehuses, sino demuéstralo. – No rehusaré, Sócrates –repuso–. Pero ¿preferís que lo demuestre, como un 

 anciano  con  jóvenes,  relatando  un  mito, o  prosiguiendo  con  un  discurso razonado? 

 Muchos de  los  que  allí  estaban  sentados  le  dijeron que  lo  expusiese  comoquisiese. – Si es así –repuso–, creo que resultará más agradable que os relate un mito. Era un  tiempo en el que existían  los dioses, pero no  las especies mortales. Cuando a éstas les llegó, marcado por el destino, el tiempo de la génesis, los dioses las modelaron en las entrañas de la tierra, mezclando tierra, fuego y cuantas  materias  se  combinan  con  fuego  y  tierra.  Cuando  se  disponían sacarlas a la luz, mandaron a Prometeo y a Epimeteo que las revistiesen de facultades distribuyéndolas convenientemente entre ellas. Epimeteo pidió a Prometeo  que  le  permitiese  a  él  hacer  la  distribución.  «Una  vez  yo  haya hecho  la distribución, dijo,  tú  la  supervisas». Con este permiso  comienza a distribuir. Al distribuir, a unos les proporporcionaba fuerza, pero no rapidez, en tanto que revestía de rapidez a otras más débiles. Dotaba de armas a unas en  tanto  que  para  aquéllas,  a  las  que  daba  una  naturaleza  inerme,  ideaba otra  facultad  para  su  salvación.  A  las  que  daba  un  cuerpo  pequeño,  les 

a r edot ba de alas para huir o de escondrijos pa a guarnecers , en tanto que a las que daba un cuerpo grande, precisamente mediante él, las salvaba. De  este  modo  equitativo  iba  distribuyendo  las  restantes  facultades.  Y  las ideaba  tomando  la  precaución  de  que  ninguna  especie  fuese  aniquilada. Cuando les suministró los medios para evitar las destrucciones mutuas, ideó defensas contra el rigor de las estaciones enviadas por Zeus: las cubrió con pelo espeso y piel gruesa, aptos para protegerse del frío invernal y del calor ardiente,  y,  además,  para  que  cuando  fueran  a  acostarse,  les  sirvieran  de abrigo natural y adecuado a cada cual. A unas les puso en los pies cascos y a otras piel gruesa sin sangre. Después de esto, suministró alimentos distintos a  cada  una:  A  unas  hierbas  de  la  tierra;  a  otras,  frutos  de  los  árboles;  y  a otras, raíces. Y hubo especies a las que permitió alimentarse con la carne de otros  animales.  Concedió  a  aquéllas  escasa  descendencia,  y  a  éstos, devorados por aquéllas, gran fecundidad; procurando, así, salvar la especie. Pero como Epimeteo no era del todo sabio, gastó, sin darse cuenta, todas las facultades en los brutos. Pero quedaba aún sin equipar la especie humana y no  sabía  qué  hacer.  Hallándose  en  este  trance,  llega  Prometeo  para 

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supervisar  la  distribución.  Ve  a  todos  los  animales  armoniosamente equipados y al hombre, en cambio, desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme. Y ya era inminente el día señalado por el destino en el que el hombre debía salir  de  la  tierra  a  la  luz.  Ante  la  imposibilidad  de  encontrar  un medio  de salvación para el hombre, Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego (ya que sin el fuego era imposible que aquélla fuese adquirida por nadie o resultase útil) y se la ofrece, así, como regalo al hombre. Con ella recibió el hombre la sabiduría para conservar su vida, pero no  recibió  la  sabiduría  política,  porque  estaba  en  poder  de  Zeus  y  a Prometeo  no  le  estaba  permitido  acceder  a  la  mansión  de  Zeus,  en  la acrópolis,  a  cuya  entrada  había  dos  guardianes  terribles.  Pero  entró furtivamente al taller común de Atenea y Hefesto en el que practican juntos sus artes y, robando el arte del  fuego de Hefesto y  las demás de Atenea, se las  dio  al  hombre.  Y,  debido  a  esto,  el  hombre  adquiere  los  recursos necesarios para la vida, pero sobre Prometeo, por culpa de Epimeteo, recayó luego, según se cuenta, el castigo de robo. El hombre, una vez que participó de una porción divina, fue el único de los animales que, a causa de este parentesco divino, primeramente reconoció a los dioses y comenzó a erigir altares e imágenes de dioses. Luego, adquirió rápidamente  el  arte  de  articular  sonidos  vocales  y  nombres,  e  inventó viviendas,  vestidos,  calzado,  abrigos,  alimentos  de  la  tierra.  Equipados  de este modo,  los  hombres  vivían  al  principio  dispersos  y  no  había  ciudades, siendo, así, aniquilados por las fieras, al ser en todo más débiles que ellas. El arte que profesaban constituía un medio,  adecuado para alimentarse, pero insuficiente para la guerra contra las fieras, porque no poseían aún el arte de la  política,  del  que  el  de  la  guerra  es  una  parte.  Buscaron  la  forma  de reunirse  y  salvarse  construyendo  ciudades,  pero,  una  vez  reunidos,  se ultrajaban  entre  sí  por  no  poseer  el  arte  de  la  política,  de  modo  que,  al dispersarse  de  nuevo,  perecían.  Entonces  Zeus,  temiendo  que  nuestra especie quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a  los  hombres  el  pudor  y  la  justicia,  a  fin  de  que  rigiesen  las  ciudades  la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y el pudor entre los hombres: «¿Las distribuyo como  fueron  distribuidas  las  demás  artes?  Pues  éstas  fueron  distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. ¿Reparto así  la  justicia y  el pudor entre  los hombres, o bien  las distribuyo entre todos?». «Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque  si  participan  de  ellas  sólo  unos  pocos,  como ocurre  con  las  demás artes,  jamás  habrá  ciudades.  Además,  establecerás  en mi  nombre  esta  ley: 

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Que todo aquél que sea  incapaz de participar del pudor y de  la  justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad». Ahí tienes, Sócrates, por qué los atenienses, al igual que los demás pueblos, cuando  deliberan  sobre  la  virtud  en  arquitectura  o  en  cualquier  otra profesión, sólo a unos pocos les consideran con derecho a dar consejos. Y si alguien que no sea de éstos se pone a dar consejos, no  le  toleran,  como  tú dices,  y  con  razón,  añado  yo.  Pero  cuando  se  ponen  a  deliberar  sobre  la virtud política, toda la cual deben abordar con justicia y sensatez, entonces escuchan, y con razón, a todo el mundo, como suponiendo que todos deben participar  de  esta  virtud  o,  de  lo  contrario,  no  habría  ciudades.  Esta  es, Sócrates, la causa de tal comportamiento. Y para que no creas que  te engaño, he aquí una prueba de cómo todos  los hombres, en realidad, piensan que cada particular participa de  la  justicia y del  resto  de  la  virtud  política:  En  las  demás  virtudes,  como  tú  dices,  si alguien,  por  ejemplo,  dice  que  es  un  buen  flautista  o  que  sobresale  en cualquier otro arte, sin ser verdad, entonces o se burlan o se indignan con él, y sus parientes, yendo por él,  le recriminan como si se hubiera vuelto loco. Cuando,  por  el  contrario,  se  trata  de  la  justicia  o  del  resto  de  la  virtud política, si alguien, de quien saben que es injusto, se pone a decir en público la verdad sobre su persona, esto, el decir la verdad, que en el caso anterior se  consideraba  como  sensato,  en  éste,  se  toma  como  una  locura;  pues sostienen  que  todo  el mundo  debe  decir  que  es  justo,  lo  sea  o  no;  y  que, quien no simula la justicia, está loco, puesto que no hay nadie que, en alguna 

articipe manera, no p necesariamente de la justicia, a menos que deje de ser hombre. En  resumen,  he  aquí mi  respuesta: Que,  efectivamente,  cuando  se  trata de esta virtud, los atenienses admiten, con razón, el consejo de todo el mundo, porque piensan que todo el mundo tiene parte en ella. Que,  por  otra  parte,  en  su  opinión  esta  virtud  no  es  por  naturaleza  ni  se desarrolla  por  sí  misma,  sino  que  es  enseñable  y  que,  si  en  alguien  se desarrolla,  se debe a  su aplicación, es  lo que a continuación voy a  intentar demostrarte. Pues con respecto a los defectos que los hombres consideran unos de otros, debidos  a  la  naturaleza  o  a  la  casualidad,  nadie  se  irrita  ni  reprende  ni enseña  ni  castiga  a  quienes  los  poseen  para  que  no  sean  así,  sino  que  les compadecen.  ¿Quién  iba  a  ser  tan  necio  como  para  intentar  hacer  algo  de eso,  por  ejemplo,  con  los  feos  o  los  pequeños  o  los  débiles?  Pues  se  sabe, creo,  que  todos  estos  defectos,  como  sus  contrarios,  les  sobrevienen  a  los hombres por naturaleza y por azar. Cuando se trata, en cambio, de aquellas virtudes  que  se  piensa  son  fruto  de  la  aplicación,  de  la  práctica  y  de  la 

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enseñanza, si alguien posee, no éstas, sino los defectos contrarios, entonces sobre ese tal recaen iras, castigos y reproches. Parte de éstos son la injusticia, la impiedad y, en una palabra, todo lo que es contrario a la virtud política. En este caso, todo el mundo se irrita y reprende a quien sea, prueba evidente de que se  consideran  fruto de  la aplicación y del  aprendizaje. Y  si  quieres  reflexionar,  Sócrates,  sobre  el  valor que  tiene castigar  a  los  injustos,  eso mismo  te hará ver que  los hombres  consideran que la virtud puede ser adquirida. En efecto, nadie castiga a los injustos con la atención puesta en, o a causa de, que cometieron injusticias, a menos que se vengue irracionalmente como una bestia. El que se pone a castigar con la razón aplica el castigo, no por la injusticia pasada, pues no conseguiría que lo que fue dejase de ser, sino pensando en el futuro. para que ni él ni quien ve su castigo vuelvan a cometer injusticias. Y si lo hace con esta intención, es porque  piensa  que  la  virtud  es  enseñable,  pues  castiga  en  prevención.  De esta  opinión  son  cuantos  en  la  vida privada o pública  aplican penas. A  los que  se  considera  injustos,  los  condena  y  castiga  todo  el  mundo,  y sobremanera,  los  atenienses,  tus  conciudadanos.  De  esto  se  deduce, 

c , t b elógi amente  que  am ién los at nienses son de los que piensan que la virtud puede ser adquirida y enseñada. Me  parece  que  ha  quedado  suficientemente  demostrado  por  qué  tus conciudadanos actúan correctamente al aceptar, en lo tocante a la política, el consejo de un herrero o de un zapatero; y, en segundo lugar, que consideran que la virtud es enseñable y puede ser adquirida. Queda aún la otra dificultad que tú presentabas a propósito de los hombres virtuosos, a saber, por qué los varones virtuosos instruyen y hacen sabios a sus hijos en todo aquello que depende de maestros, pero en nada les hacen mejores cuando se trata de la virtud en la que ellos sobresalen. Sobre esto no te pondré un mito, sino un discurso razonado. Reflexiona sobre esto: ¿Existe o  no  algo  uno  de  lo  que  todos  los  ciudadanos  han  de  participar necesariamente  para  que  la  ciudad  subsista?  Aquí.  precisamente,  y  no  en otro sitio encuentra solución  la dificultad que tú presentas. Si ese algo uno existe  y  no  es  la  arquitectura  ni  la  forja  ni  la  a  alfarería,  sino  la  justicia, sensatez,  la  piedad,  y  este  uno  formado  es  lo  que  llamo  virtud  propia  del hombre; si existe esto de lo que todos deben participar y que constituye un modelo que todo aquél que quiera aprender o realizar alguna otra cosa ha de seguir o, de lo contrario, renunciar a ello; si al que no participa de ello se le enseña  y  se  le  castiga,  sea  niño,  hombre  o  mujer,  para  que  mediante  el castigo  se  haga  mejor,  y,  en  caso  de  no  enmendarse  con  castigos  y enseñanzas,  se  le expulsa por  indeseable de  la ciudad o se  le mata,  si  todo esto es así y pese a ello  los hombres virtuosos enseñan a sus hijos  todo  lo demás, pero esto no,  ¡mira tú que maravilla de hombres virtuosos! Pues ya 

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hemos demostrado que ellos consideran que esto es enseñable,  tanto en  la vida  privada  como  en  la  pública.  Pero  siendo  enseñable  y  cultivable ¿enseñan a sus hijos las demás cosas sobre las que no existe pena de muerte en caso de no saberlas, en  tanto que sobre  lo que existe pena de muerte y también  de  destierro  para  sus  hijos  (y,  además  de  pena  de  muerte, confiscación  de  bienes  y,  para  resumir  en  una  palabra,  destrucción  de  las familias),  esas materias,  en  cambió,  ni  las  enseñan  ni  las  cuidan  con  todo cuidado? Al menos, Sócrates, hay que creerlo así. Desde la más tierna infancia y durante toda la vida enseñan y amonestan a sus  hijos.  Tan  pronto  como  el  niño  comprende  el  lenguaje,  la  nodriza,  la madre, el preceptor y el padre mismo se esfuerzan constantemente para que sea el mejor en este terreno. En cada acción y en cada palabra le enseñan y le explican qué es justo y qué injusto, qué es bello y qué feo, qué es piadoso y qué es impío, qué hay que hacer y qué no. Si el niño obedece, bien; si no, le enderezan  con  amenazas  y  cachetes,  como  se  endereza una  vara  torcida  y curvada. Luego, cuando se le envía a la escuela, se recomienda al maestro que ponga mucho  más  empeño  en  cultivar  las  buenas  costumbres  del  niño  que  en cultivar  el  arte  de  las  letras,  o  el  de  tocar  la  cítara.  Los  maestros,  por  su parte, ponen en ello el mayor cuidado. Cuando aprenden las letras y están en disposición de entender las palabras escritas, como ocurriera antes con los sonidos  vocales,  les  ponen  a  leer  en  los  bancos  las  obras  de  los  grandes poetas y les obligan a aprenderlas de memoria. En ellas encuentran muchos consejos y gran número de relatos, alabanzas y elogios de egregios varones antiguos, de modo que el niño, movido por la emulación, los imite y sienta el deseo de ser como ellos. Los citaristas, a su vez, actúan de modo similar: Se cuidan de cultivar la sensatez y de que el adolescente no obre mal. Además, cuando  aprenden  a  tocar  la  cítara,  les  enseñan  las  obras  de  otros  grandes poetas  líricos, para que  las  interpreten con  la cítara, y se esfuerzan en que los  ritmos  y  armonías  queden  incrustados  en  las  almas  de  los  niños,  para que  sean más mansos y para que,  al  ser mejores en el  ritmo y  la armonía, resulten  competentes  en  el  hablar  y  en  el  actuar,  pues  toda  la  vida  del hombre tiene necesidad de ritmo y de armonía. Todavía después de esto, se los  envía  al  maestro  de  gimnasia,  para  que  con  un  cuerpo  más  vigoroso puedan  ejecutar  las  órdenes  de  una mente  ágil,  y  no  se  vean  obligados,  a causa de su fragilidad corporal, a amedrentarse, tanto en la guerra como en las demás situaciones. Esto lo hacen precisamente los que más pueden; y los 

o eque más pueden s n los más ricos. Pues bi n, sus hijos son los que primero comienzan a frecuentar la escuela y los últimos que la abandonan. Una  vez  que  han  abandonado  la  escuela,  de  nuevo  la  ciudad  les  obliga  a aprender las leyes y a vivir conforme a ellas como conforme a un paradigma, 

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para que no actúen con ellas a capricho, sino que, lo mismo que a los niños que todavía no saben escribir bien los maestros de escritura, trazando con el estilete las letras modelo,  les entregan así la cartilla y les obligan a escribir conforme a  la dirección de  los  trazos,  así  también  la  ciudad, prescribiendo las leyes ideadas por los buenos legisladores antiguos, obliga a gobernar y a ser gobernados conforme a ellas. Si alguien se aparta de ellas, le castiga y el nombre de este castigo, tanto entre vosotros como en otras partes, es el de «correctivo», como si la justicia fuese correctora. Pues bien, siendo tal la diligencia, tanto privada como públicamente, a favor de  la  virtud,  ¿todavía  te  sorprendes,  Sócrates,  y  dudas  si  la  virtud  es 

denseñable? Esto no  ebe  sorprender  a nadie;  por  el  contrario, mucho más sorprendería que no fuese enseñable. ¿Por  qué,  entonces, muchos  hijos  de  padres  buenos  salen malos? Aprende por tu parte esto: El hecho no resulta en absoluto sorprendente, si lo que he venido diciendo es  cierto,  a  saber, que en este asunto,  el de  la virtud,  si  la ciudad quiere subsistir, nadie debe ser profano. Si, pues, lo que digo es así (y ciertamente lo es), elige y considera otra cualquiera de las profesiones o de las enseñanzas. Supongamos, por ejemplo, que la ciudad no pudiera subsistir sin  que  todos  fuéramos  flautistas,  cada  cual  en  la  medida  de  sus posibilidades; y que se enseñase esto a todo el mundo, tanto privada como públicamente, a la vez que se acusaba a quien no tocara bien la flauta; y que nadie se viese privado de esto, como ahora nadie se ve privado ni hace un misterio de lo justo y de las leyes, a diferencia de lo que ocurre en las demás obras  técnicas  (pues  a  todos,  creo,  nos  resultan  ventajosas  la  justicia  y  la virtud comunitarias, y por eso todos están dispuestos a comunicar y enseñar a  todos  la  justicia  y  las  leyes).  Si  esto  es  así,  y  si  mantuviésemos  todo  el interés  y  buena  voluntad para  enseñarnos mutuamente  el  arte  de  tocar  la flauta,  ¿tú  crees,  Sócrates,  que  los  hijos  de  los  buenos  flautistas  saldrían buenos  flautistas en mayor proporción que  los hijos de  los malos? Yo creo que no. Ocurriría, más bien, que el hijo que saliese mejor dotado para el arte de  la  flauta, ese se haría  famoso, mientras que el peor dotado quedaría sin gloria. Ocurriría también con frecuencia que el hijo del buen flautista saldría mediocre y el hijo del mediocre, bueno. Pero, de todas formas, todos serían flautistas  aceptables,  en  comparación  con  los  profanos  y  con  quienes  no entienden nada de flauta. Así,  también ahora, el hombre que más injusto pueda parecerte de cuantos viven en una sociedad regida por leyes sería, con todo, justo y un profesional de esta materia, si se le comparase con gentes que no tuviesen ni educación ni tribunales de justicia ni leyes ni coacción alguna que les obligase a cultivar la virtud, siendo así una especie de salvajes como los que el año pasado nos presentaba el poeta Ferécrates en las fiestas Leneas. Si, de repente, te vieras 

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en medio  de  estas  gentes,  como  los misántropos  en  aquel  coro,  desearías encontrarte con Euribato y Frinondas y echarías de menos con nostalgia  la maldad  de  las  gentes  de  aquí.  Ahora  te  muestras  desdeñoso,  Sócrates, porque  todo  el  mundo,  en  la  medida  de  sus  posibilidades,  es  maestro  de virtud y, por eso, te parece que nadie lo es. Es como si trataras de averiguar quién es el maestro que nos ha enseñado a hablar griego. Te  parecería  que  ninguno  en  particular.  Lo  mismo  te  ocurriría,  creo,  si trataras de averiguar quién ha enseñado a los hijos de nuestros artesanos el arte que han aprendido de su padre, según el grado de competencia de éste y la  de  sus  amigos  de  oficio:  ¿Quién  los  ha  enseñado?  Creo,  Sócrates,  que indicar el maestro de éstos resulta tan difícil como fácil es encontrar el de los completamente ignorantes. Pues lo mismo ocurre con la virtud y con todo lo 

que demás: Por pequeña que sea  la ventaja  alguien nos saque en hacernos progresar en la virtud, hemos de darnos por satisfechos. Yo, precisamente, creo ser uno de esos. Y de manera diferente a  los demás hombres, ayudar a que alguien llegue a ser un hombre de bien y merecer el salario que cobro, y aún uno mayor, como opina también el mismo discípulo. Por eso, he dispuesto la siguiente forma de hacer efectivo tal salario: Una vez que alguien ha recibido mis enseñanzas, si quiere, me paga la suma que he pedido;  si  no,  yendo  a  un  templo,  declara  bajo  juramento  cuánto merecen mis enseñanzas y eso me entrega. Aquí  tienes,  Sócrates,  lo  que mediante  un mito  y  un discurso  razonado he dicho: Que  la  virtud  es  enseñable.  Que  los  atenienses  así  lo  creen.  Que  no tiene nada de sorprendente el que de padres buenos salgan hijos malos y de malos, buenos; puesto que tampoco los hijos de Policleto, de la misma edad que Paralo y Jantipo, aquí presentes, son nada en comparación con su padre; y lo mismo ocurre con los hijos de los otros profesionales. Por lo que a éstos 

puestas respecta,  aún  es  pronto  para  enjuiciar:  hay  en  ellos  muchas esperanzas, pues son jóvenes. Cuando Protágoras hubo expuesto  estas  ideas y otras  similares,  se  calló. Y yo,  después  de  haber  permanecido  durante  bastante  tiempo  embelesado, seguía con los ojos fijos en él, como si fuera a añadir algo, y deseoso de oírle. Luego,  cuando me di  cuenta de que  realmente había acabado y apenas me repuse, volviéndome hacia Hipócrates, le dije: – Cuánto te agradezco, hijo de Apolodoro, el que me hayas compelido a venir aquí, pues posee para mí gran valor oír a Protágoras  lo que he oído. Hasta ahora, siempre había creído que no existía práctica humana mediante la cual los  buenos  se  hacen  buenos.  Ahora  estoy  convencido  de  que  sí.  Pero  me queda una pequeña duda,  de  la  que,  evidentemente,  Protágoras me  sacará fácilmente, ya que también me ha sacado de muchas de esta índole. 

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Si  alguien  consultase  sobre  estas  mismas  cuestiones  con  cualquiera  de nuestros oradores políticos, probablemente escucharía de un Pericles o de algún  otro  maestro  de  elocuencia  discursos  de  este  tipo.  Pero  si  se  les plantea  una  objeción,  son  como  los  libros:  incapaces  de  responder  o  de preguntar. En cambio, apenas si alguien les pregunta algo de lo expuesto por ellos, lo mismo que, cuando se golpea una vasija de bronce, ésta resuena con fuerza  y  vibra  largamente  hasta  que  alguien  le  pone  la  mano  encima,  así también  estos  oradores,  a  una  pregunta  breve,  sueltan  un  discurso inacabable.  Protágoras,  aquí  presente,  en  cambio,  es  capaz,  no  sólo  de pronunciar  largos  y  hermosos  discursos,  como  acaba  de  demostrar,  sino también de  responder  con brevedad  a  las  preguntas,  así  como de  esperar, cuando  pregunta,  y  de  aceptar  la  respuesta,  cosa  para  la  que  pocos  están preparados. Y  ahora, Protágoras,  sólo me queda una pequeña duda, que  si me la aclarases, quedaría plenamente satisfecho. Dices que la virtud es enseñable; y si hubiera de creer a alguien, te creería a tí. Te pido, pues, que me quites de encima este pequeño escrúpulo que me ha dejado tu discurso. Decías que Zeus infundió en los hombres la justicia y el pudor,  y  luego,  repetidas  veces  a  lo  largo  del  discurso,  has  hablado  de  la justicia,  la sensatez,  la piedad, y todas estas como formando una unidad:  la virtud. Esto quisiera que me explicases con exactitud: ¿Qué clase de unidad es  la  virtud? La  justicia,  la  sensatez  y  la piedad  ¿son partes de  la  virtud,  o bien éstas que acabo de nombrar son todas nombres de una sola realidad? Esto es lo que quisiera saber. Fácil  l   –  resulta, Sócrates, responder a esto: A ser la virtud una, son partes las 

que mencionabas. –  ¿Son partes  a  la manera  en  que  la  boca,  la  nariz,  los  ojos,  los  oídos,  son partes del rostro, o a la manera en que lo son las partes del oro, que en nada difieren entre sí y cada una con respecto al todo, excepto en la grandeza o la pequeñez? – A la manera primera., me parece, Sócrates, y tal como las partes del rostro se relacionan con todo el rostro. – ¿Y los hombres –repuse– adquieren, unos una de estas partes de la virtud y otros otra, o bien, necesariamente, el que posea una las tiene todas? 

ro – De ninguna manera –respondió–, puesto que muchos son valientes, pe

ud? injustos, o bien son justos, pero no sabios. 

 de la virtabiduría. 

– Entonces, ¿también éstas, la sabiduría y el valor, son partescto –respondió–. Y la más excelente de las partes es la s– Exa

– ¿Y cada una de ellas –repuse– es algo distinto de las otras? – Sí. – ¿Y cada una de ellas tiene facultad propia, al  igual que las del rostro? Los ojos, por ejemplo, no son como los oídos ni su facultad es como la de éstos, ni 

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ninguna otra parte es como alguna de las restantes, ni por su facultad ni por nada.  ¿Ocurre  lo mismo  con  las  partes  de  la  virtud?:  ¿ninguna  de  ellas  es 

 su facultad? ¿No es cierto que de ajustarse como otra, ni por sí misma ni poral paradigma guardan, evidentemente, estas relaciones? – Así es, efectivamente, Sócrates. 

epuse–, ninguna otra parte de la virtudes es como el saber ni – Entonces –rcomo la justicia ni como el valor ni como la sensatez ni como la piedad. – No –añadió. – Examinemos, pues, juntos –repuse–, la naturaleza de cada una de éstas. Y, 

: ¿La justicia es o no algo real? A mí me parece en primer lugar, lo siguienteque sí, ¿y a tí? – A mí también –respondió. – Pues bien, si alguien nos preguntase: «Decidme, Protágoras y Sócrates, esa cosa  real  que  acabáis  de  mencionar,  la  justicia,  ¿es  en  sí  misma  justa  o 

ería que  justa. ¿Qué dictamen darías tú? ¿El mismo injusta?». Yo  le respondque yo u otro? – El mismo –respondió. 

tonces,  tal  es  la  justicia  cual  ser  justo,  respondería  yo  a  nuestro –  Enpreguntante. ¿No responderías eso tú también? – Sí. 

  esto  nos  preguntase:  «¿No decís  también  que  existe  una –  Y  si  además  depiedad?». Asentiríamos a ello, pienso. – Efectivamente. 

  real?», proseguiría él.  ¿Asentiríamos, o –  «¿También decís que esto es algono? También estuvo de acuerdo en esto. –  «¿Decís  –proseguiría–  que  ese  mismo  algo  real  ha  sido  hecho  así  por naturaleza  como  algo  impío  o  como  algo  piadoso?».  A  mí  –repuse–  esta pregunta  me  indignaría  y  respondería:  «Habla  bien,  hombre,  porque 

dosa  alguna  otra  cosa,  si  no  lo  es  la  piedad difícilmente  pueda  ser  piamisma». ¿Qué dirías tú? ¿No responderías así? – Por supuesto que sí –dijo. – Si siguiera preguntando y nos dijese: «¿Pero qué decíais poco ha? ¿Acaso no os he entendido bien? Me pareció que decíais que las partes de la virtud se relacionan entre sí de tal forma que ninguna de ellas es como la otra». Yo le  respondería:  «Lo  anterior  lo  has  entendido  bien,  pero  si  crees  que  he dicho  yo  eso,  te  equivocas.  Protágoras  fue  quien  respondió  eso;  yo, simplemente,  preguntaba».  Si  él,  entonces,  dijese:  «Protágoras,  ¿dice 

 ninguna parte de la virtud es como otra? nderías? 

Sócrates la verdad? ¿Sostienes que¿Es ésta tu opinión?». ¿Qué le respo– Tendría que admitirlo, Sócrates. 

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–  Admitido  todo  esto,  ¿qué  le  responderíamos,  Protágoras,  si  nos preguntase: «Así, pues, ni la piedad es como ser justa una cosa, ni la justicia como ser piadosa, sino que ésta es como ser no piadosa y aquélla, como ser no  justa;  por  lo  tanto,  aquélla  es  injusta,  y  ésta,  impía,  ¿no?».  ¿Qué  le responderíamos? Yo, por mi parte, le respondería que la justicia es piadosa y la piedad, justa. Y en tu nombre, si me lo permites, respondería esto mismo: Que  la  justicia  es  lo  mismo  que  la  piedad  o  algo  muy  parecido,  y  que  la justicia es, ante todo, como la piedad y la piedad, como la justicia. Mira, pues, si me prohibes responder así o estás de acuerdo. – Me parece, Sócrates, que no del todo. La cuestión no es tan sencilla como para  conceder  que  la  justicia  es  piadosa  y  la  piedad,  justa;  antes  bien, me parece que hay en ello alguna diferencia. Pero eso ¿qué importa? Si quieres, convengamos en que la justicia es Piadosa y la Piedad. justa. – De ningún modo –repuse–.  Porque no  tengo necesidad  alguna de que  se redarguya con ese «si quieres» o «si te parece», sino de que redarguyamos tú y yo. Lo de «tú y yo» lo digo porque pienso que es la mejor forma de poner a prueba la discusión, al eliminar de ella ese «si». – Sin duda –repuso– la  justicia se parece en algo a la piedad; pues también cualquier  cosa,  de  alguna manera  y  en  algún  aspecto,  se  parece  a  otra:  Lo blanco se parece, de alguna manera, a lo negro; lo duro, a lo blando; incluso aquellas  cosas  que  en  apariencia  son  más  opuestas  entre  sí.  Las  mismas partes  del  rostro,  de  las  que  antes  decíamos  que  poseían  facultades diferentes  y  que  ninguna  de  ellas  era  como  otra,  de  alguna  manera  y  en algún aspecto, se parecen y cada una es como las otras. De modo que por ese camino  podrías  probar,  si  quisieras,  que  todas  las  cosas  son  semejantes entre  sí.  Pero  no  es  justo  llamar  semejantes  a  las  cosas  que  tienen  algo 

ue tienen algo desemejante, por muy poco semejante, ni desemejantes a las qque tengan semejante . Quedé sorprendido y le pregunté: – ¿Pero es que, según tú, lo justo y lo piadoso se relacionan entre sí de modo que sólo poseen en común una pequeña semejanza? –  No  exactamente  así  –respondió–.  Pero  tampoco  como  tú,  me  parece, piensas. –  Bien  –repuse–;  puesto  que  parece  que  este  punto  te  resulta  enojoso, 

oslo a un  lado y examinemos este otro de tu discurso: ¿Hay algo a  lo dejémque llamas insensatez? – Sí. – ¿A esta cosa no es totalmente opuesta la sabiduría? – Así me parece –respondió. – Cuando los hombres actúan correcta y provechosamente. ¿te parece que, al actuar así, son sensatos o lo contrario? 

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– Que son sensatos –respondió. – ¿Y no es cierto que son sensatos por la sensatez? – Necesariamente. 

quienes  no  actúan  correctamente  actúan –  ¿Y  no  es  cierto  que insensatamente y no son sensatos, al actuar así? 

 me parece, –respondió. – Así– El actuar insensatamente ¿no es lo contrario del actuar sensatamente? – Sí. 

 que las cosas hechas insensatamente se hacen por insensatez – ¿No es ciertoy las hechas sensatamente, por sensatez? – De acuerdo. 

que si algo se hace con fuerza se hace fuertemente y si con – ¿No es cierto debilidad, débilmente? 

 supuesto. – Por– ¿Y si con rapidez, rápidamente, y si con lentitud, lentamente? – Sí. 

ce  algo de  la misma manera,  ¿no es  cierto que es hecho por  lo ontraria, por lo contrario? 

– Y  si  se hamismo, mientras que, si de manera c– Sin duda. – Veamos –dije–: ¿Existe algo bello? 

tivamente. o, excepto lo feo? 

– Efec– ¿Existe algo, contrario a est– No. – Y bien, ¿existe algo bueno? 

 lo malo? – Existe. – ¿Existe algo, contrario a esto, excepto

 existe. – No– Y bien, ¿existe algo agudo en la voz? – Sí. – ¿No existe alguna otra cosa, contraria a esto, excepto lo grave? – No. 

–repuse–  que  cada  uno  de  los  contrarios  tiene  un  solo –  ¿No  es  cierto contrario y no muchos? Conviene en ello. 

. Recapitulemos los puntos en que hemos convenido: ás? 

– Vamos, pues –repuse–¿Hemos convenido en que cada cosa tiene un solo contrario y no m

hemos convenido. – Lo – ¿Y en que lo hecho de forma contraria es hecho por contrarios? – Sí. –  ¿Hemos  convenido  en  que  quien  actúa  insensatamente  actúa contrariamente a quien actúa sensatamente? 

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– Sí . cho sensatamente es hecho por sensatez, mientras que  lo – ¿Y en que  lo he

insensatamente, por la insensatez? ctivamente. – Efe

– ¿Y en que si se hace de forma contraria es hecho por lo contrario? – Sí. 

  en  que  lo  uno  es  hecho  por  la  sensatez,  en  tanto  que  lo  otro,  por  la –  ¿Yinsensatez? – Sí. – ¿Y de forma contraria? 

 duda. – Sin– ¿Y por los que son contrarios? – Sí. – ¿Y en que la insensatez es lo contrario de la sensatez? – Evidentemente. 

ue antes convinimos en que la insensatez era lo contrario de – ¿Recuerdas qla sabiduría? 

te. – Ciertamen– ¿Que cada cosa tenía un solo contrario? – También. – Entonces, Protágoras, ¿cuál de las dos proposiciones rechazamos? ¿Aquélla de que cada cosa tiene un solo contrario o aquélla en la que se decía que la sabiduría es otra cosa que la sensatez, siendo cada una de ellas una parte de la  virtud,  y  que  no  sólo  son  ambas  diferentes  sino  también  desemejantes, por sí mismas y por sus facultades, como las partes del rostro? ¿Cuál de las dos rechazamos? Pues no suenan de manera muy armoniosa las dos a la vez, ya que ni concuerdan ni se ajustan entre sí. ¿Y cómo van a concordar si, por una parte, es necesario que cada cosa  tenga un solo contrario y no más, y, 

, a la vez, como contrarios la por otra, la insensatez, que es una, parece tenersabiduría y la sensatez? ¿Es así o no, Protágoras? Convino en ello, aunque de bastante mala gana. – ¿No será –añadí– que la sensatez y la sabiduría son una sola cosa? Ya antes nos había parecido que la justicia y la piedad eran, en cierto modo, lo mismo. ¡Vamos!,  Protágoras,  no  desfallezcamos  y  examinemos  lo  que  resta.  Un hombre  que  comete  injusticias,  ¿te  parece  que  es  sensato  al  cometer  las injusticias? 

en la mayoría de – Por mi parte, Sócrates, me avergonzaría admitir esto si bilos hombres lo sostienen. – Entonces –repuse–, dirijo mi argumentación a ellos o a tí? – Si lo prefieres –dijo–, discute primero esta opinión de la mayoría. 

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–  Me  es  indiferente,  con  tal  de  que  respondas  tú  solo,  tanto  si  es  esa  tu opinión  como  si  no.  Porque  lo  que  yo  examino,  ante  todo,  es  la 

i  a ca 

argumentación m sma, unque ello lleve aparejado, ¡qué duda  be !, el que yo, que pregunto, como el que responde quedemos examinados.

l tachaba Protágoras  nos  hizo  al  principio  a gunas  muecas  (pues  de desagradable la cuestión), pero luego consintió en responder. 

e  dije–,  respóndeme  desde  el  principio:  ¿Te  parece  que –  Vamos,  pues  –lalgunos son sensatos al cometer injusticias? 

 –respondió. – Sea– ¿Al ser sensato lo llamas tener buen sentido? 

justicias? – Sí. – ¿Y al tener buen sentido, meditar bien en que cometen las in

.. n o si actúan mal? 

– Sea –respondió– ¿Y si, al cometer las injusticias, actúan bie

ien. – Si actúan b– ¿Afirmas que algunas cosas con buenas? – Lo afirmo. – ¿No es cierto –repuse–, que son buenas aquellas cosas que son útiles a los hombres? – ¡Por Zeus! –replicó–. Yo llamo también buenas a cosas que no les son útiles. Me  pareció  que  Protágoras  comenzaba  a  irritarse  y  que  el  responder  le angustiaba y le hacía sufrir. Al verle en esta actitud, me precaví y le pregunté pausadamente: – Protágoras –le dije–,  ¿te refieres a  las que no son útiles a ninguno de  los 

?hombres o a  las que no son útiles en absoluto  ¿A éstas últimas  las  llamas buenas? –  De  ninguna  manera;  pero  conozco  muchas  cosas  perjudiciales  para  los hombres,  por  1o  que  respecta  a  alimentos,  bebidas,  fármacos  y  otras  mil cosas;  y  conozco  también  otras,  que  les  son  útiles:  otras,  que  son indiferentes  para  los  hombres,  pero  no  para  los  caballos;  otras,  que  son útiles sólo para los bueyes o sólo para los perros; otras, que no lo son para ninguno de  éstos,  pero  sí  para  los  arboles.  Y  por  lo  que  respecta  a  las  del árbol, unas, que son buenas para las raíces, pero dañinas para los brotes; por ejemplo, el estiércol: es bueno echarlo a las raíces de todas las plantas, pero si se te ocurre echarlo sobre los vástagos y las ramas tiernas,  lo mata todo. Así también, el aceite es completamente nocivo para todas las plantas y muy perjudicial para el pelo de todos los animales excepto el del hombre; para el del  hombre,  así  como  para  el  resto  de  su  cuerpo,  sirve  de  protector.  Por consiguiente, qué sea lo bueno resulta tan diverso y multiforme que incluso esto  mismo,  el  aceite,  es  bueno  para  el  hombre,  aplicado  a  las  partes externas  de  su  cuerpo,  pero muy malo,  aplicado  a  las  internas.  Y  por  eso, 

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todos  los  médicos  prohiben  a  los  enfermos  el  uso  del  aceite,  salvo  muy pequeñas  dosis  en  aquellos  alimentos  que  van  a  ingerir,  lo  imprescindible para  eliminar  la  repugnancia  que  provocan  en  nuestros  órganos  olfativos ciertas viandas o carnes. Dicho esto, los presentes aplaudieron lo bien que había hablado. Pero yo le dije: –  Protágoras,  da  la  casualidad  de  que  yo  soy  un  hombre  olvidadizo,  y  si alguien me  hace  discursos  largos,  me  olvido  de  qué  se  habla.  Si,  por  otra parte,  yo  fuera  algo  sordo  y  te  pusieras  a  disputar  conmigo,  estimarías necesario  elevar  la  voz más que  con  los demás;  así  también  ahora,  puesto que te las has con un olvidadizo, reduce y abrevia las respuestas, para que yo pueda seguirte. 

iges  que  responda  con  brevedad?  ¿He  de bida? 

–  Entonces  –dijo–  ¿cómo  exresponderte con mayor brevedad que la de

manera –repuse. e

– De ninguna – ¿Con cuanta sea pr cisa, entonces? –dijo. – Sí –repuse . 

n e –  ¿Entonces,  te go  que  responderte,  con  cuanta  m parece  a  mí  que  es preciso responder o con cuanta te parece a tí? – Al menos,  he  oído  –repuse–,  que  sobre  un mismo  tema,  cuando  quieres, eres capaz de tú mismo hacer, y de enseñar a otros a hacer, discursos largos, de modo que nunca te falte la palabra, y asimismo, de hacer discursos cortos, de modo que nadie lo diría en menos palabras que tú. Si, pues, vas a disputar conmigo, emplea este segundo método: el arte de los discursos cortos. –  Sócrates  –replicó–  desde  hace  tiempo,  vengo  contendiendo  verbalmente con muchos hombres, y si hubiese hecho esto que tu exiges: disputar como el adversario me exige, entonces yo no parecería mejor que ningún otro, ni el nombre de Protágoras sería célebre entre los helenos . Entonces  yo  me  di  cuenta  de  que  no  había  quedado  contento  con  las respuestas  anteriores  y  de  que  no  estaba  dispuesto  a  seguir  la  disputa teniendo  que  responder.  Pensando,  pues,  que  ya  no  tenía  objeto  para  mí asistir a esas reuniones, dije: –  Protágoras,  tampoco  yo  tengo  deseos  de  que  nuestra  conversación continúe en contra de tu parecer; cuando tengas a bien disputar en la forma en que yo puedo seguirte, entonces disputaré contigo. Pues tú, según se dice y  tú  mismo  declaras,  eres  capaz  de  sostener  una  conversación,  tanto  con discursos largos, como con discursos cortos; pues eres sabio. Yo, en cambio, con los largos soy incapaz, aunque bien quisiera ser capaz. Pero tú, que eres capaz  con  ambos,  deberías  transigir,  para  que  la  conversación  pudiera continuar.  Pero,  como  ahora  tú  no  quieres  y  yo  tengo  otras  ocupaciones, siéndome imposible esperar a que desarrolles largos discursos, adiós: tengo 

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que  irme,  aunque  seguramente  te  habría  escuchado  éstos  últimos  no  sin placer. Al tiempo que decía esto, me levanté como para salir, pero cuando me estaba levantando, Calias me agarró del brazo  con  su mano derecha en  tanto que con la izquierda me sujetó de la capa y dijo: – No te dejaremos marchar, Sócrates, porque si tú te marchas, no tendremos disputa como ésta. Te pido, pues, que te quedes, porque nada me resultará 

rotágoras y tú. Danos, pues, ese tan grato como escuchar una disputa entre Pgusto. Yo, puesto ya en pie como para salir, le dije: –  Hijo  de  Hipónico,  siempre  he  admirado  tu  amor  a  la  sabiduría,  pero, además, ahora te felicito y te estimo por ello, por lo que mucho me gustaría complacerte,  si  me  pidieses  cosas  posibles.  Pero  ahora  es  como  si  me pidieses seguir el paso al vigoroso corredor Crisón de Himera o competir y seguir el paso a algún corredor de carrera larga o de carrera de una jornada. Te  respondería  que mucho más  que  tú  desearía  yo  seguir  el  paso  a  estos corredores, pero que no puedo. Y si quieres vernos correr juntos a Crisón y a mí,  pídele  a  él  que  sea  condescendiente,  porque  yo  no  puedo  correr velozmente  y  él,  en  cambio,  puede  hacerlo  lentamente.  Así  es  que  si  estás realmente deseoso de  escucharnos  a Protágoras  y  a mí,  pídele  a  él  que,  al igual  que  antes  respondía  con  brevedad  y  a  lo  que  se  le  preguntaba, responda  ahora  también  de  esta  manera.  Si  no,  ¿qué  forma  de  disputar 

  P e e opuede  haber? u s  yo  tenía  entendido  qu   una  c sa  era  disputar  entre varios en una conversación y otra, echar un discurso público. –  Reflexiona  un  poco,  Sócrates,  me  dijo;  parece  justa  la  propuesta  de 

isputar como le parezca, y a tí, Protágoras, al reclamar que le sea permitido dtambién, como te plazca. Tomando entonces la palabra Alcibíades dijo: – No hablas como es debido, Calias; porque Sócrates reconoce no poseer el arte de los discursos largos y cede la primacía; pero en el arte de disputar y de saber ceder y  tomar  la palabra, me maravillaría si cediera  la primacía a alguien. Por lo tanto, si Protágoras reconoce que es inferior a Sócrates en el arte de  la disputa, Sócrates queda satisfecho. Pero si aspira a esa primacía, que  dispute mediante  preguntas  y  respuestas  y  que  no  desarrolle,  a  cada pregunta,  un  largo  discurso,  esquivando  las  cuestiones  y  rehusando justificarlas, antes bien, dándoles largas, hasta que la mayoría de los oyentes se olviden de qué trataba la pregunta. En cuanto a Sócrates, yo garantizo que no  se  olvida  de  nada  y  que,  cuanto  menos,  bromea  cuando  dice  que  es 

de  Sócrates  es  más ón. 

olvidadizo.  Así  pues,  me  parece  que  la  propuesta razonable. Es preciso que cada uno manifieste su opiniDespués de Alcibíades, creo que fue Critias quien dijo: 

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– Pródico e Hipias, me parece que Calias se inclina por Protágoras, en tanto que  Alcibíades  es  siempre  porfiado  en  lo  que  se  propone.  Nosotros,  en 

or Protágoras, sino pedirles cambio, no debemos porfiar ni por Sócrates ni pa ambos, a la vez, que no interrumpan la conversación. Una vez que Critias dijo esto, prosiguió Pródico: –  Me  parece,  Critias,  que  hablas  como  es  debido.  Conviene  que  quienes asisten a estas disputas presten a ambos disputantes atención común, pero no igual; porque no es lo mismo: Conviene escuchar a ambos en común, pero no  apreciar  por  igual  a  cada  uno,  sino más  al más  sabio,  y menos  al más ignorante. Yo también os pido, Protágoras y Sócrates, que condescendáis el uno  con el  otro  y que,  respecto de  las  cuestiones,  disintáis  entre  vosotros, pero no riñáis: Disienten, pero con benevolencia,  los amigos de  los amigos, riñen,  en  cambio,  los  adversarios  y  los  enemigos  entre  sí. De  esta manera, tendríamos  una  conversación  excelente.  Pues  vosotros,  los  hablantes, recibiríais así toda la aprobación de quienes os escuchamos, no ya nuestras alabanzas;  porque  la  aprobación  proviene  de  las  almas  de  los  oyentes  sin decepción;  la  alabanza  verbal,  en  cambio,  proviene,  con  frecuencia,  de  la opinión de  los mentirosos.  Por nuestra parte,  nosotros,  como oyentes,  nos sentiríamos,  así,  llenos  de  alegría,  no  ya  de  placer;  porque  siente  alegría quien  aprende  algo  y  quien  concibe  una  idea  con  la  propia mente;  siente 

e rplacer,  en  cambio,  qui n  come  algo  o  experimenta  alguna  ot a  sensación agradable con el propio cuerpo. 

h   aCuando  Pródico  ubo  dicho esto,  casi  todos  los  presentes  le  plaudieron. Después de Pródico, el sabio Hipias dijo: –  Varones  aquí  presentes,  a  todos  os  considero  parientes,  allegados  y conciudadanos  por  naturaleza,  no  por  ley;  porque  lo  semejante  está emparentado  por  naturaleza  con  lo  semejante,  pero  la  ley,  tirana  de  los hombres,  violenta  la  naturaleza  en  muchos  aspectos.  Así  pues,  sería realmente  vergonzoso  que  nosotros,  que  conocemos  la  naturaleza  de  las cosas,  pues  somos  los  más  sabios  de  los  helenos,  que  hemos  acudido precisamente por esto de toda la Hélade a este pritaneo de la sabiduría y, en concreto, a esta casa, la más grande y rica de la ciudad, no revelásemos nada digno  de  nuestra  dignidad,  sino  que  nos  pusiéramos  a  discutir  unos  con otros  como  los más  ignorantes de  los hombres. Os pido y os aconsejo, por tanto,  Sócrates  y  Protágoras,  que  os  acerquéis  mitad  y  mitad,  como  si salieseis al centro de la palestra bajo nuestro arbitraje. Ni tú, Sócrates, exijas esa  forma de diálogo  tan  ceñida a una brevedad excesiva,  si  ello no es del agrado de Protágoras,  sino  consiente en aflojar  las  riendas de  las palabras para que nos resulten más espléndidas y elegantes, ni tú, Protágoras largues del  todo  las velas y soltándolas al viento huyas al piélago de  los discursos, perdiendo de vista la tierra. Seguid ambos, más bien, un camino intermedio. 

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Hacedlo  así  y  obedecedme:  Elegid  un  moderador,  árbitro  o  juez  que establezca la extensión de los discursos de cada uno. Estas palabras agradaron mucho a los presentes y todos aplaudieron. Calias me  repitió que no me  soltaría  y me pidió que designara un presidente. Yo contesté que resultaría inoportuno elegir un árbitro de los discursos: Porque si  el  elegido,  dije,  es  inferior  a  nosotros,  no  sería  correcto  que  el  inferior presidiese  a  los  superiores;  si  es  igual,  tampoco  sería  correcto,  ya  que nuestro  igual  haría  también  las  cosas  igual  que  nosotros,  por  lo  que  sería elegido  en  vano.  «Elegid,  entonces,  uno  superior  a  nosotros».  Pero,  en verdad, pienso que no podréis elegir a alguien más sabio que Protágoras. Si elegís  a  uno  en  nada  mejor  que  Protágoras  y  le  nombráis,  también  esto constituiría una afrenta para él, al designarle, como a un hombre ignorante, un presidente. Por lo que a mí respecta, me es indiferente. Por consiguiente, he aquí  lo que estoy dispuesto a hacer para que, como deseáis, continúe  la reunión y la disputa: Si Protágoras no quiere responder, que pregunte él y yo respondo, a la vez que procuraré demostrarle la manera en que yo creo debe responder el que responde. Cuando yo haya respondido a cuanto él quiera preguntar,  que  someta,  a  su  vez,  a mí  el  discurso  de  la misma manera.  Si, entonces,  no  se  muestra  dispuesto  a  responder  a  la  pregunta  exacta, vosotros y yo conjuntamente le pediremos lo mismo que vosotros me pedís 

aahora: que no rompa la conversación. Y para esto, no es necesario que h ya un presidente único; todos en común presidiréis. Todos  convinieron  en  que  debía  procederse  así.  Protágoras  no  estaba  del todo  resuelto, pero  se vio obligado a  consentir  en preguntar y en, una vez hubiese preguntado lo suficiente, responder, a su vez, cediendo la palabra a pequeños intervalos. Comenzó, pues, a preguntar de la siguiente manera: –  Considero,  Sócrates,  que  una  parte muy  importante  de  la  educación  del hombre  consiste  en  ser  buen  conocedor  de  la  poesía  épica,  esto  es,  poder entender los escritos de los poetas;  lo que han compuesto correctamente y lo  que no,  y  saber  discernir  y  dar  razón de  ello  cuando  sea  preguntado.  Y también  ahora mi pregunta  versará  sobre  aquello mismo  sobre  lo  cual,  ya 

e o ;ant s,  hemos  disputad :  la  virtud   pero  trasladada  al  campo  de  la  poesía; ésta será la única diferencia. 

  Creón  el En  cierto  pasaje  dice  Simónides,  refiriéndose  a  Scopas,  hijo  de

 difícil, tesalio, que 

daderamente esSin duda, llegar a ser un hombre bueno vercuadrado de manos, de pies y de mente, hecho sin defecto. ¿Conoces esta oda o te la recito completa? – No es necesario –respondí–, pues la conozco y me ha interesado mucho. – Tanto mejor –repuso–.  ¿Te parece,  entonces, que ha  sido  compuesta  con belleza y con verdad, o no? 

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– Con gran belleza y verdad –respondí. ce en ella?  ¿Te  seguiría pareciendo que ha  sido –  ¿Y  si  el poeta  se  contradi

compuesta con belleza? – No; sin belleza –respondí. – Mírala, entonces, mejor –dijo. – ¡Pero, querido amigo, si la he examinado cuidadosamente ! 

os más adelante dice: – Pues sabes que unos versEl dicho de Pítaco, aunque salido de un sabio, no me resulta armonioso: Es difícil, decía, ser bueno. 

que  es  la misma persona  la  que  dice  estos  versos  y  los ¿Te  das  cuenta  de anteriores? 

? – Lo sé, –respondí. – ¿Y te parece –repuso– que éstos concuerdan con aquéllos– Así me parece –repuse. Pero recelando a la vez de lo que iría a añadir le pregunté: – ¿Es que a ti no te lo parece? –  ¿Cómo me  iba a parecer que está de acuerdo consigo mismo el  autor de ambos pasajes, el cuál, primero, establece que «llegar a ser un hombre bueno verdaderamente  es  difícil»  y  poco  más  adelante  en  el  mismo  poema  lo olvida,  y  a  Pítaco,  que  dice  lo  mismo  que  él,  a  saber,  que  «es  difícil  ser bueno»,  le  censura,  a  la  vez que manifiesta no  estar de  acuerdo  con quien dice  lo mismo que él? Es evidente que censurar a quien dice  lo mismo que 

d uuno mismo es censurarse a sí mismo,  e modo q e, o bien la primera vez, o bien la segunda, no habla como es debido. Estas palabras provocaron un amplio murmullo y muchos elogios entre los oyentes.  Yo,  por  un  momento,  como  golpeado  por  un  gran  púgil,  sentí vértigo  y  quedé  perturbado,  tanto  por  lo  que  él  había  dicho,  como  por  la aclamación  de  los  demás.  Luego,  si  he  de  decirte  la  verdad,  para  ganar tiempo con el que examinar qué habría querido decir el poeta, me volví hacia Pródico y dirigiéndole la palabra: – Pródico –le dije–, Simónides es compatriota tuyo; justo es que acudas en su 

 Homero que el auxilio. Creo que debo pedirte ayuda para ello  como relataEscamandro, atacado por Aquiles, pidió ayuda al Simois: Hermano mío, contengamos juntos la fuerza de este hombre Así,  también,  te pido ayuda yo ahora, para que Protágoras no nos eche por tierra  a  Simónides.  Pues  la  defensa  de  Simónides  precisa  de  ese  arte  tuyo mediante el cual distingues «querer» de «desear», como cosas que no son lo mismo;  así  como  también  otras muchas  cosas  bellas  de  las  que  antes  nos hablabas. Ahora, mira a ver si tu opinión concuerda con la mía, pues no me parece que Simónides se contradiga. Pero expónnos tú primero, Pródico, tu parecer: ¿Crees que «llegar a ser» es lo mismo que «ser» o una cosa distinta? 

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– Una cosa distinta, ¡por Zeus! –respondió Pródico. ónides expone su propia opinión, – ¿No es cierto que en el primer pasaje Sim

a saber, que llegar a ser un hombre bueno verdaderamente es difícil? – Cierto es lo que dices, respondió Pródico. – Censura a Pítaco –añadí– no, como piensa Protágoras, por decir lo mismo que él, sino por decir otra cosa. Pues Pítaco no dijo que era difícil «llegar a ser»  bueno,  como  Simónides,  sino  «ser».  Por  lo  tanto,  Protágoras,  según Pródico, no es lo mismo «ser» que «llegar a ser». Y si no es lo mismo «ser» que «llegar a ser», entonces Simónides no se contradice. Y a propósito de «es difícil  llegar  a  ser  bueno»,  quizá  Pródico,  aquí  presente,  y  otros  muchos hagan  suyas  las palabras de Hesíodo:  «Que  los dioses han puesto el  sudor 

o a la cima de la delante de la virtud», pero que, una vez que alguien ha llegadvirtud, luego, le es más fácil, aun siendo difícil poseerla. Al oír decir esto, Pródico me alabó, pero Protágoras replicó: – Tu defensa, Sócrates, contiene un error mayor que el que defiendes. 

  Protágoras,  lo  he  hecho mal  y  soy  como  un médico fermedad, la agravo. 

–  Entonces,  según  tú,ridículo que, por curar la en– Pues así es –añadió. – ¿Y cómo es eso?, –repuse. – Mucha  habría  de  ser  la  ignorancia  del  poeta,  dijo,  para  afirmar  algo  tan necio sobre lo que es poseer la virtud, dado que resulta lo más difícil de todo, como todo el mundo reconoce. –  ¡Por  Zeus!  –repuse–,  ¡qué  oportunidad  que  Pródico  presencie  nuestra disputa!, ya que su divina sabiduría parece ser, Protágoras, una de  las más antiguas, que se remonta a Simónides o, incluso, es más antigua. Pero tú, que eres experto en otras muchas cosas, en ésta pareces un  inexperto, y no un experto como yo, por ser discípulo de Pródico. En este momento me parece que no llegas a entender que el «difícil» ese, quizá, Simónides no lo tomó en el  mismo  sentido  en  que  tú  lo  tomas,  sino  en  un  sentido  como  el  que  a propósito de «terrible» me corrige siempre Pródico: Cuando para alabar, por ejemplo,  a  tí  o  a  algún  otro  digo:  «Protágoras  es  un  sabio  terrible»,  me pregunta si no me avergüenzo de llamar «terrible» a lo que es bueno; pues lo terrible, dice, es malo. En efecto, nadie habla de una riqueza terrible, de una paz terrible o de una salud terrible, sino de una enfermedad terrible, de una guerra terrible, de una pobreza terrible; puesto que lo terrible es malo. Por consiguiente,  quizá  también  los  de  Ceos  y  Simónides  tomen  «difícil»  en  el sentido  de  «malo»  o  de  alguna  otra  cosa  que  tú  no  llegas  a  entender. 

co,  pues  justo  es  preguntarle  sobre  este  vocablo  de ué entendía Simónides por «difícil»? 

Preguntemos  a  PródiSimónides. Pródico, ¿q– «Malo» –respondió. 

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–  Y  por  eso,  Pródico  –repuse–,  censura  a  Pítaco  cuando  éste  dice  que  es difícil ser bueno; como si le hubiese oído decir que es malo ser bueno. –  ¿Pues  qué  crees,  Sócrates  –dijo  Pródico–,  que  iba  a  entender  Simónides n p a e

r .si o eso? Y re rocha a Pítaco no h ber aprendido a empl ar correctamente los nombres por ser de Lesbos y haberse educado en una lengua bá bara  –  Protágoras  –repuse–,  ya  oyes  lo  que  dice  Pródico.  ¿Tienes  algo  que objetar? – Pródico –dijo Protágoras–: dista mucho de ser eso así. Estoy seguro de que Simónides, como la mayoría de nosotros, entendía por «difícil», no lo malo, sino lo que no es fácil, lo que se consigue con muchos impedimentos. – También yo creo, Protágoras –repuse–, que Simónides entendía eso y que, además, Pródico lo sabe, pero que bromea y te tienta para ver si eres capaz de  defender  tu  razonamiento.  Prueba  evidente  de  que  Simónides  no 

  sigue  inmediatamente  después, entiende  «malo»  por  «difícil»  es  lo  quecuando dice que Sólo un dios podría poseer este privilegio. Sin duda, no iba a decir que es malo ser bueno y a continuación afirmar que sólo el dios posee tal cosa y asignar al dios, exclusivamente, dicho privilegio. Si así fuera, Pródico consideraría a Simónides un disoluto y no ciudadano de Ceos.  Por  lo  demás,  cuál  era,  en mi  opinión,  la  idea  de  Simónides  en  este 

la, si es que quieres enterarte de cómo . Pero, si lo prefieres, te escucho. 

poema, estoy dispuesto a exponértes poesíaentiendo yo eso que tú llama

Al oír decir esto, Protágoras replicó: – Como tú quieras, Sócrates. 

p i rPor su  arte, Pródico, Hipias y todos los demás me p die on insistentemente que lo hiciera. –  Voy  a  intentar,  pues  –dije–,  exponeros  cuál  es  mi  opinión  sobre  este poema: La afición al  saber  es muy antigua entre  los helenos y  está muy extendida por Creta y Lacedemonia: Allí hay más sabios que en parte alguna, pero se ocultan y fingen ser ignorantes, para que no se evidencie que son superiores a  los helenos en sabiduría,  tal como nos decía antes Protágoras que hacían los sofistas. Aparentan, antes bien, ser superiores en  la  lucha y en el valor; porque piensan que,  si  se  llega a conocer en que son superiores, entonces, todo  el  mundo  se  dedicaría  a  esto,  a  la  sabiduría.  Y  así,  ocultando  su habilidad, engañan a los laconizantes de las demás ciudades, los cuales, para imitarlos, se abren las orejas, se ciñen con cintas, se aficionan a la gimnasia y usan  vestidos  cortos,  como  si  los  lacedemonios  superasen  en  esto  a  los demás helenos.  Los  lacedemonios, por  su parte,  cuando quieren  conversar libremente con sus sabios y se cansan de frecuentarlos en secreto, decretan una expulsión de estos extranjeros laconizantes, así como de cualquier otro 

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extranjero  allí  residente,  y  se  reúnen  con  los  sabios,  a  espaldas  de  los extranjeros. Además, no permiten, como tampoco los cretenses, que ninguno de sus  jóvenes salga a  las otras ciudades, para que no desaprendan  lo que ellos  les han enseñado. En efecto,  en estas  ciudades  se encuentran no sólo hombres, sino también mujeres, orgullosos de su educación. Una prueba de que digo la verdad y de que los lacedemonios se educan magníficamente en filosofía y en elocuencia es la siguiente: Si alguien se pone a conversar con el más vulgar de  los  lacedemonios,  le tendrá por un inepto en muchas de sus frases, pero  luego, de  repente, en un momento dado de  la  conversación, al igual que un hábil arquero,  lanza, como un rayo, una  frase corta y  llena de sentido, de modo que su interlocutor no queda a su lado por encima de un niño. Por eso, hay ahora y ha habido antiguamente quienes se han percatado de  esto  mismo,  a  saber,  de  que  laconizar  consiste  en  aficionarse  al  saber mucho más que a la gimnasia, al darse cuenta de que el ser capaz de proferir tales  sentencias  es  de  hombres  completamente  instruidos.  A  esta  clase  de hombres pertenecieron Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Bias de Priene, nuestro  Solón,  Cleóbulo  de  Lindos,  Misón  de  Quene  y,  como  séptimo,  se mencionaba  entre  éstos  a  Quilón  de  Lacedemonia.  Todos  ellos  fueron émulos apasionados y estudiosos de la educación lacedemonia. Señal de esta su  sabiduría  son  esas  sentencias  breves,  dignas  de  recuerdo  por  parte  de todos,  que,  como  primicias  de  su  sabiduría,  ofrecieron  conjuntamente  a Apolo en el templo de Delfos, haciendo inscribir estas dos que todos repiten: Conócete a tí mismo y nada en demasía. ¿Que por qué os cuento esto? Porque esa era  la manera de  filosofar de  los antiguos: una concisión lacónica. Y a Pítaco, en particular, se le atribuía esta sentencia celebrada por los sabios: «Lo difícil: ser bueno». Simónides, por su parte, ansioso de fama en la sabiduría, comprendió que si echaba por tierra esta  sentencia,  al  igual  que  si  hubiese  vencido  a  un  atleta  famoso,  sería célebre  entre  los  hombres  de  entonces.  Así  pues,  con  la  pretensión  de destruir esa sentencia y por la razón indicada, compuso todo su poema. Tal es mi opinión. Examinémoslo, no obstante, todos juntos para ver si tengo razón. En efecto, el  comienzo mismo del poema resultaría ya  ridículo  si  el poeta, queriendo decir  que  es difícil  llegar  a  ser un hombre bueno,  introduce  el  «sin duda». Pues esta expresión no parece introducida por razón alguna, a menos que se suponga que Simónides se refiere a la sentencia de Pítaco para poner pegas. Al  decir  Pítaco:  «es  difícil  ser  bueno»,  Simónides  disiente  diciendo:  «No, Pítaco; sin duda, lo difícil es llegar a ser un hombre bueno verdaderamente». No  «verdaderamente  bueno»,  pues  no  es  a  «bueno»  a  lo  que  se  aplica «verdaderamente»,  como  si  hubiese  algunos  que  son  verdaderamente buenos  y  otros  sólo  buenos,  pero  no  verdaderamente.  Esto  sería 

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evidentemente una simpleza, indigna de Simónides. Es preciso admitir en el verso  una  transposición  de  «verdaderamente»  que  se  corresponde  con  el dicho  de  Pítaco,  como  si  lo  pusiéramos  en  un  diálogo  entre  Pítaco  y Simónides  en  el  que,  al  decir  aquél:  «humanos,  es  difícil  ser  bueno»,  éste respondiera: «Pítaco: no dices la verdad, porque no es el ser, sino, sin duda, el llegar a ser, un hombre bueno, cuadrado de manos, de pies y de espíritu, lo verdaderamente  difícil».  De  esta  forma  aparece  el  «sin  duda»  introducido con razón y el «verdaderamente» correctamente colocado al final. Y todo lo que sigue en el poema confirma que ése es el sentido. Muchas de sus partes, así como lo que se dice a propósito de cada materia, confirman que ha sido cuidadosamente  compuesto,  pues  está  lleno  de  encanto  y  elegancia.  Pero resultaría excesivo analizarle de esta manera. Analicemos, pues,  la  idea del poema en general y su intención: Se trata, ante todo, de refutar, a lo largo de todo el poema, la sentencia de Pítaco. En efecto, poco después de este pasaje, como  para  justificar  que,  sin  duda,  llegar  a  ser  un  hombre  bueno  es verdaderamente difícil, añade: «aunque alguien sea capaz de ello por algún tiempo», pero, una vez que haya llegado a serlo, permanecer en ese estado y 

posible y sobrehumano, «ser un hombre bueno», como tú dices, Pítaco, es imgio». pues «sólo un dios podría poseer este privile

Al hombre, en cambio, no le es posible ser no malo, cuando una adversidad irresistible le abate. Así  pues,  ¿a  quién  abate  una  irresistible  adversidad  en  el  mando  de  un navío?  Es  evidente  que  no  al  profano,  porque  el  profano  siempre  está abatido. Como tampoco se derriba a quien está tumbado, sino que se derriba a quien ésta de pie, para ponerle tumbado; pero no al tumbado. Así, también, una  adversidad  irresistible  abate  a  quien  alguna  vez  tuvo  recursos,  no  a quien siempre estuvo sin ellos: La descarga de una gran tempestad deja sin recursos al piloto, como la estación que viene desarreglada deja sin recursos 

andis. Es decir, cabe que al labrador, y como le sucede al médico mutatis mutel bueno llegue a ser malo, como lo atestigua el dicho de otro poeta: El hombre bueno es, unas veces, malo, otras, bueno. Pero  no  cabe  que  el malo  llegue  a  ser malo,  porque  lo  es  necesariamente siempre. De modo que al dotado de recursos, al sabio, o al bueno, cuando le abate una adversidad  irresistible,  «no  le es posible  ser no malo». Tú dices, 

duda, es difícil llegar a serlo, aunque Pítaco, que es difícil ser bueno, pero, sin es imposible. posible; pero ser bueno 

Todo hombre, que actúa bien, es bueno, pero malo, si actúa mal. Ahora bien, ¿qué es una buena actuación en lo referente a la escritura, y qué hace  bueno  a  un  hombre  en  escritura?  Es  evidente  que  el  aprendizaje  de dicha  materia.  ¿Cuál  es  la  buena  conducta  que  hace  a  un  médico  bueno? 

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Evidentemente,  el  aprendizaje  de  la  cura  de  enfermos.  Por  otra  parte,  «es malo,  si  actúa  mal»:  ¿Quién  podría  llegar  a  ser  un  mal  médico? Evidentemente,  quien,  en  primer  lugar,  sea  médico;  y,  en  segundo,  buen médico. Este, efectivamente, podría llegar a ser, a su vez, malo. Nosotros, en cambio,  legos en medicina, nunca podríamos  llegar a  ser,  actuando mal, ni médicos, ni arquitectos, ni cosa por el estilo. Quien actuando mal no llegue a ser médico,  es  evidente  que  tampoco  será  un mal médico.  Así  también,  el hombre  bueno  podrá  llegar  a  ser,  en  determinadas  circunstancias,  malo, debido a  la edad o la fatiga o una enfermedad o a cualquier otra desgracia, porque  la única actuación mala es ésta: privarse del saber. Pero el hombre malo nunca podrá llegar a ser malo, pues lo es siempre. Si pretende llegar a ser malo, es preciso que antes llegue a ser bueno. De modo que también esta parte del poema apunta a lo siguiente: Que no es posible ser un hombre bueno y perseverar siempre en ese estado; es posible, en  cambio,  llegar a  ser bueno y,  luego, malo. Pero,  «ante  todo,  los mejores son aquéllos a quienes los dioses aman». 

y  lo  que  sigue  lo  atestigua  aún Todo  esto,  pues,  va  dirigido  contra  Pítaco, 

il mejor. Dice, en efecto: Por eso yo nunca hacia una esperanza inút

 lanzaré el destino de mi vida, lo que llegar a ser es imposible buscando:

es un hombre sin tacha entre quienlos frutos de la vasta tierra compartimos. Cuando le encuentre os lo diré. 

ehemencia y a lo largo de todo el poema ataca la Y sigue diciendo –con tal vsentencia de Pítaco: Pero a todo el mundo que nada vergonzoso realiza gustosamente alabo y amo, pues contra la necesidad ni los dioses luchan. También estos versos van dirigidos a ese mismo dicho. Porque Simónides no era  tan poco  instruido  como para decir  que  alababa  a quien no hace nada malo  «gustosamente»;  como  si  hubiese  alguien  que  obrase  mal gustosamente. Pues estoy persuadido de que ningún varón sabio piensa que hombre alguno yerre gustosamente o cometa acciones vergonzosas y malas gustosamente. Por el contrario, saben bien que todo el que comete acciones vergonzosas y malas las comete a pesar suyo. Y Simónides dice alabar, no a quien no hace mal gustosamente, sino que el «gustosamente» se lo aplica a sí mismo.  Pensaba,  en  efecto,  que  un  hombre  de  bien  se  hace muchas  veces violencia a sí mismo para llegar a ser amigo y elogiador de ciertas personas. Muchas  veces,  por  ejemplo,  a  una persona  le  cae  en  suerte una madre,  un padre, una patria o algo por el estilo, un tanto especiales. Los que son malos, 

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cuando les sucede algo de esto, lo ven como con agrado y con sus reproches sacan a la luz y divulgan los defectos de los padres o de la patria, para que, al despreocuparse de ellos, los demás no les recriminen ni les echen en cara su despreocupación; de modo que murmuran aún más y a los odios inevitables añaden  otros  por  su  cuenta.  Los  buenos,  por  el  contrario,  disimulan  y  se esfuerzan en procurarles alabanzas; y si alguna injusticia de sus padres o de su patria  les  indigna,  se apaciguan a  sí mismos y  restablecen  la  concordia, proponiéndose amarlos y alabarlos. Supongo que muchas veces Simónides mismo habrá considerado oportuno alabar y encomiar a un tirano o a algún otro por el estilo, no gustosamente, 

o dice a Pítaco: «Pítaco, yo, si te censuro, no es o que 

sino por necesidad. Y por esporque soy amigo de censurar, puestme basta quien no sea malo 

 el hombre sano a para la ciudad. 

ni demasiado inútil:que conoce la justicia beneficiosNo denigraré a ése, pues de denigrar no soy amigo, porque no tiene límite el linaje de los necios. 

ches a éstos quedará de modo que, si alguien gusta de censurar, de los reproharto. En verdad, son honestas todas las cosas con las que no están mezcladas las torpes. No dice esto como dando a entender que, en verdad, son blancas  todas  las cosas  con  las  que  no  están  mezcladas  las  negras,  pues  esto  resultaría extremadamente  ridículo,  sino que él  se  contenta  con  la mediocridad para no  censurar.  Y  «no  busco  –dice–  un  hombre  sin  tacha  entre  quienes compartimos  los  frutos de  la vasta tierra. Cuando  le encuentre, os  lo diré». De modo  que,  por  esta  razón,  no  voy  a  alabar  a  nadie,  ya  que  «me  basta quien  sea mediocre  y  no  haga  nada malo»,  puesto  que  «a  todo  el  mundo alabo  y  amo».  Emplea  aquí  una  expresión  de  los  mitilenos  como  para dirigirse a Pítaco: «A todo el mundo (...) gustosamente alabo y amo». (Dentro del paréntesis y entre pausas va) «que nada vergonzoso realiza». Porque hay personas a las que alabo y amo no gustosamente. A tí, pues, Pítaco, si dijeras una cosa medianamente conveniente y verdadera, nunca te censuraría. Pero ahora, por engañarnos gravemente en un asunto de suma importancia, bajo la apariencia de decir la verdad, por eso te censuro. 

ródico y Protágoras, la intención con la que Simónides ema. 

Esta es, mi opinión, Pha compuesto este poEntonces dijo Hipias: 

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–  Me  parece,  Sócrates,  que  has  explicado  hábilmente  el  poema.  Pero  yo también  tengo  un  buen  comentario  del  mismo  que  os  puedo  ofrecer,  si queréis. – De acuerdo, Hipias –repuso Alcibíades–, pero en otra ocasión. Ahora justo es  que  Protágoras  y  Sócrates  cumplan  lo  que  concertaron:  si  todavía Protágoras  quiere  preguntar,  que  responda  Sócrates;  pero  si  quiere  ya responder a Sócrates, que pregunte éste. – Dejo a Protágoras que elija lo que más le guste –repuse–. Pero si accede a ello,  dejemos  a  un  lado  las  odas  y  poemas  épicos.  Con  mucho  gusto, Protágoras, concluiría contigo el examen de lo que te pregunté al principio. Porque las disputas sobre poesía me parecen adecuadas para los banquetes de las gentes ignorantes y vulgares; pues éstas, al no poder, debido a su falta de  educación,  por  sí mismas mantener  con  las demás una  conversación ni con su voz ni con sus razonamientos, alquilan flautistas, pagando cara la voz ajena de las flautas, y a través de sus sonidos se relacionan con los demás. En cambio,  cuando se  reúnen a  comer gentes de bien y educadas, no verás ni flautistas ni bailarinas ni  tañedoras de  lira,  sino que se bastan a sí mismas para  conversar  por  su  propia  voz  sin  necesidad  de  esas  bagatelas  y puerilidades. Hablan y  escuchan alternativa  y ordenadamente,  aun  cuando hayan  bebido  vino  en  abundancia.  Así,  también  este  tipo  de  reuniones, cuando  se  componen  de  gentes  como  las  que  la mayoría  de  nosotros  nos preciamos de ser, no tienen necesidad de voces ajenas ni de poetas a los que no  cabe  preguntar  sobre  qué  hablan,  en  tanto  que  sus  intérpretes, disputando sobre cualquier cuestión que no pueden probar, unos dicen que el  poeta  entendía  esto  y  otros,  lo  otro.  Los  hombres  virtuosos  rechazan complacerse en tales reuniones; conversan entre sí por sus propios medios, poniendo a prueba el ingenio de los demás y dando prueba del suyo a través de los razonamientos. Estos son, en mi opinión, a quienes debemos más bien imitar  tú y  yo. Dejando a un  lado  los poetas,  hablemos entre nosotros por nuestros propios medios, poniendo a prueba la verdad y nuestro ingenio. Si quieres  preguntar  aún,  dispuesto  estoy  a  responderte;  o  bien,  si  quieres, 

  qpermíteme preguntarte, para dar fin a las cuestiones  ue habíamos iniciado e interrumpimos a la mitad. Mientras  yo  decía  estas  y  otras  cosas  por  el  estilo,  Protágoras  no  dejaba entrever qué opción  tomaría. Entonces, Alcibíades, dirigiéndose a Calias  le dijo: – Calias, ¿te parece correcto el proceder de Protágoras, al no querer mostrar con claridad si va a entrar en conversación o no? A mí, desde luego, no. Que dispute o que diga que no quiere disputar, para que todos nos enteremos de ello por  su propia boca  y para que  Sócrates dispute  con  algún otro u otro cualquiera, si quiere, con otro. 

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Entonces  Protágoras,  avergonzado,  según  me  pareció,  por  lo  que  decía Alcibíades  y  por  las  instancias  de  Calias  y  de  casi  todos  los  presentes,  se decidió,  no  sin  dificultad,  a  disputar  y me mandó  que  le  preguntase,  pues estaba dispuesto a responder. – Protágoras –le dije–, no creas que mi deseo de disputar contigo es otro que 

a  paso. el  de  examinar  las  cuestiones  sobre  las  que  yo mismo  dudo  a  cadPorque pienso que Homero tenía razón al decir Cuando dos hombres caminan juntos, uno observa antes que el otro, porque,  todos  juntos,  los  humanos  estamos,  de  algún  modo,  mejor preparados  para  cualquier  acción,  razonamiento  o  pensamiento.  «Quien observa  algo  en  soledad»,  al  punto  va  buscando  por  todas  partes  hasta encontrar  a  quien  comunicárselo  y  con  quien  confirmarlo.  Por  eso mismo también,  yo  disputo  más  a  gusto  contigo  que  con  cualquier  otro,  porque pienso  que  eres  el más  indicado  para  someter  a  examen,  tanto  las  demás materias por las que el hombre de bien debe interesarse, como la virtud en particular.  Porque  ¿quién  mejor  que  tú?  Tú,  en  efecto,  no  sólo  te  crees hombre  de  bien,  al  igual  que  algunos  otros  que  lo  son  ellos  mismos  de manera correcta, pero no pueden hacer tales a los demás; tú, en cambio, no sólo eres  tú mismo bueno,  sino que eres  capaz de hacer buenos a otros. Y tienes tal confianza en tí mismo que  mientras los demás ocultan su arte, tú, en cambio, haces profesión pública de él por todas  las ciudades helenas,  te proclamas  sofista,  te  presentas  como maestro  de  educación  y  de  virtud  y eres el primero que considera conveniente cobrar salario por ello?  ¿Cómo, entonces, no recurrir a tí para examinar estas materias mediante preguntas y respuestas? No cabe otra solución. Y ahora, pues, deseo, por una parte, recordar desde el principio tu postura sobre  aquello  que  primeramente  preguntaba  acerca  de  estas  cuestiones  y, por  otra  parte,  reexaminarlas  conjuntamente.  La  cuestión  era,  según  creo, ésta:  La  sabiduría,  la  sensatez,  el  valor,  la  justicia  y  la  piedad,  ¿son  cinco nombres  de  una  sola  realidad  o  bien  cada  uno  de  éstos  se  apoya  en  una esencia  propia  y  en  una  realidad  con  facultad  particular,  de  modo  que ninguna de ellas es como otra? Decías  entonces que no  eran nombres de una  sola  realidad,  sino que  cada uno de estos nombres se aplicaba a una realidad particular y que todas éstas eran  partes  de  la  virtud,  no  a  la manera  en  que  lo  son  las  partes  del  oro: semejantes  entre  sí  y  cada  una  respecto  del  todo  del  que  son  partes,  sino como lo son las partes del rostro: diferentes entre sí y cada una respecto del todo del que son partes, poseyendo cada una facultad propia. Dime, pues, si tu  opción  al  respecto  es  aún  la  misma  que  la  de  entonces;  y  si  es  otra, acláramela, para no tener que  imputarte nada de  lo que ahora te desdigas; 

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pues no me extrañaría que hubieses dicho entonces aquello para ponerme a prueba. –  Pues  te  repito,  Sócrates  –dijo–,  que  todas  ellas  son  partes  de  la  virtud  y que, si bien cuatro de ellas guardan bastante proximidad entre sí, el valor, en cambio, es bastante diferente de las restantes. Te darás cuenta de que digo la verdad por lo siguiente: Encontrarás muchos hombres que son muy injustos, muy impíos, muy intemperantes y muy ignorantes, pero, por otra parte, muy valientes, con diferencia. 

  los –  Espera  –dije–,  porque  merece  la  pena  examinar  lo  que  dices.  ¿Avalientes les llamas audaces o bien alguna otra cosa? – Y también arriesgados, ya que van a donde la mayoría tiene miedo a ir. 

e  tienes por – Veamos, pues,  ¿afirmas que  la virtud es algo bello y que  tú  t

o el juicio. maestro de ella precisamente en cuanto es bella? 

 menos que yo haya perdidMuy bella, efectivamente, a– Y ésta ¿es en parte fea y en parte bella o toda bella? 

 máximum.  en los pozos? 

– Toda bella, al– ¿Sabes quiénes se sumergen audazmente– Sí; los buzos. – ¿Porque saben o por alguna otra razón? – Porque saben. 

son  audaces  en  la  lucha  a  caballo?  ¿Los  jinetes  o  los  que  no –  ¿Y  quiénes saben montar a caballo? – Los jinetes. – Y en el  caso de  la  lucha  con escudo,  ¿quiénes?,  ¿los que  son  soldados de escudo o los que no lo son? – Los que son soldados de escudo. Y así en  todo  lo demás, si es eso  lo que buscas: los entendidos son más audaces que los no entendidos, y aquéllos, a su vez, cuando han aprendido, más que antes de aprender. 

nos  que,  sin  entender  de  nada  de  esto,  son,  no s? 

–  ¿Y  no  has  visto  a  alguobstante, audaces en cada una de las circunstancias anteriore– ¡Pero que muy audaces! – Quienes así son audaces, ¿acaso no son también valientes? – El  valor,  en  ese  caso,  sería una  cosa  fea,  porque  los  tales no  están  en  su sano juicio. 

qué–, ¿cómo llamas a los valientes?; ¿no dijiste que eran los – Entonces –repliaudaces? – Y lo mantengo. – ¿No es cierto –repuse– que quienes son audaces de ésta última manera te parecen, no valientes, sino locos, y por otra parte, que los más sabios son los más  audaces  y,  al  ser  los  más  audaces,  los  más  valientes  y,  según  este razonamiento, la sabiduría sería valor? 

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–  Sócrates,  no  reproduces  bien  lo  que  yo  he  dicho  al  responderte.  Al  ser preguntado  por  tí  si  los  valientes  son  audaces,  asentí,  pero  sobre  si  los audaces  son valientes no  fui  preguntado.  Si me  lo hubieras preguntado,  te habría dicho que no  todos. En cuanto a mi asenso, no has demostrado que los  valientes  no  son  audaces  y  que,  por  lo  tanto,  asentí  incorrectamente. Luego, estableces que, de éstos, los entendidos son más audaces que los no entendidos,  y  de  aquí  deduces  que  el  valor  y  la  sabiduría  son  lo  mismo. Siguiendo  por  este  camino,  podrías  también  deducir  que  la  fuerza  es sabiduría.  Pues  si  volvieses  de  nuevo  a  preguntarme  si  los  fuertes  son potentes, respondería que sí. Y después, si  los diestros en la  lucha son más potentes que  los no diestros y si aquéllos, cuando han aprendido, más que antes  de  aprender;  y  también  respondería  afirmativamente.  El  haber asentido  yo  a  esto  te  permitiría,  valiéndote  de  estos mismos  argumentos, afirmar que, según mi asenso,  la sabiduría es  fuerza. Pero tampoco en este caso  admito  yo  que  los  potentes  son  fuertes,  pese  a  que  los  fuertes  son potentes, pues potencia y fuerza no son la misma cosa, sino que la potencia es lo que procede del saber y también de la locura y de la pasión; la fuerza, en cambio,  lo que procede de  la naturaleza y de  la buena alimentación del cuerpo. Así,  también,  en  el  caso  anterior,  audacia  y  valor no  son  la misma cosa:  Sucede  que  los  valientes  son  audaces,  pero  no,  que  los  audaces  son todos valientes. En el hombre, la audacia, como la potencia, procede del arte así  como  de  la  pasión  y  de  la  locura.  El  valor,  en  cambio,  procede  de  la naturaleza y de la buena alimentación del espíritu. 

tágoras –repliqué–, admites tú que, de los hombres, unos viven bien y – Prootros, mal? – Sí. 

te  parece  que  un  hombre  vive  bien,  si  vive  con  pesadumbres  y  con –  ¿Y dolores? – No. 

i uno acaba sus días después de haber pasado una vida agradable, ¿no te – Y sparecería que ha vivido bien? – Sí. 

r  desagradablemente, –  Por  lo  tanto,  vivir  agradablemente  es  bueno,  y  vivimalo. – A condición de vivir complaciéndose en cosas bellas. – ¡Pero qué dices, Protágoras! ¿Es que tú también, como la mayoría,  llamas malas a ciertas cosas agradables y buenas a ciertas cosas molestas? Pues te digo: ¿No es cierto que las cosas agradables son buenas en cuanto tales y no en cuanto  lo que de ellas se sigue, y por otra parte, que  las cosas molestas son malas de la misma manera, esto es, en cuanto que son molestas? 

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–  No  sé,  Sócrates,  si  he  de  responderte  de  forma  tan  escueta  como  tú preguntas, a saber, que las cosas agradables son todas buenas y las molestas, malas. Me parece que la manera más acertada consiste en responder con la vista puesta, no sólo en este caso concreto, sino en toda la experiencia de mi vida: Hay ciertas cosas agradables que no son buenas;  también hay ciertas cosas molestas que no son malas, y hay otras que sí lo son y, en tercer lugar, las hay que son neutras: ni buenas ni malas. 

o  llamas  agradables  a  las  cosas  que  conllevan  placer  o  lo –  ¿Acaso  nproducen? – Sin duda. 

a s–  Pues  bien,  al  pregunt rte  si  la   cosas  agradables  no  buenas,  te  estoy preguntando si el placer mismo no es bueno. –  Como  tú  sueles  decir  siempre,  Sócrates,  examinemos  este  punto.  Si  el 

adable  y  lo  bueno  son  lo examen  nos  parece  correcto  y  resulta  que  lo  agrmismo, asentiremos; si no, discutiremos. – ¿Prefieres dirigir tú el examen o que lo dirija yo? – Justo es que lo dirijas tú, ya que tú iniciaste la discusión. – Veamos, pues, si conseguimos aclarar la cuestión de la siguiente manera: Si alguien, por ejemplo,  tuviera que examinar en un hombre su salud o algún otro aspecto de la actividad corporal, al ver el rostro y las extremidades de las manos, diría: «Ea, descúbrete y muéstrame el pecho y la espalda para que pueda  examinarte  mejor».  Pues  algo  similar  pido  yo  también  para  mi examen.  Después  de  haber  observado  por  tus  palabras  cómo  opinas respecto  de  lo  bueno  y  de  lo  agradable,  he  de  decirte  algo  así  como:  «Ea, Protágoras, descúbreme este otro aspecto de tu pensamiento»: ¿Qué opinas del  saber?;  ¿piensas  sobre  el  particular  como  la mayoría  de  la  gente  o  de modo diferente? La mayoría de la gente piensa, efectivamente, sobre el saber lo siguiente: Que no es algo eficaz, ni algo que rige, ni algo que manda. Antes bien, está convencida de que, muchas veces, aun dándose en un hombre el saber,  no  es  su  saber  el  que manda,  sino  otra  cosa:  unas  veces  la  pasión, otras el placer, otras la tristeza; a veces el amor, frecuentemente el temor. En una  palabra,  consideran,  sin más,  el  saber  como  algo  traído  y  llevado  por todo lo demás, igual que un esclavo. ¿Es así como tú opinas del saber, o bien consideras  que  el  saber  es  bello  y  capaz  de  mandar,  de  modo  que  quien conoce lo bueno y lo malo no será forzado por ningún otro principio a hacer 

  q eotra cosa distinta de la que el saber prescribe y  u , por lo tanto, la sensatez es suficiente para socorrer al hombre? –  Opino,  efectivamente,  como  dices,  Sócrates,  y,  además,  a  mí  más  que  a ningún otro me resultaría vergonzoso no admitir que la sabiduría y el saber son los que más poder tienen de todo lo humano. 

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– Bien dices y con verdad. Sin embargo, sabes que la mayoría de la gente no nos  cree  y  que  sostiene,  en  cambio,  que muchos,  conscientes  de  lo  que  es mejor  y pudiendo hacerlo,  sin  embargo,  no quieren  y hacen otra  cosa.  Y  a cuantos  de  éstos  he  preguntado  la  causa  de  tal  conducta,  responden  que 

c i m   c  quienes  actúan  así  lo  ha en  venc dos  y  do inados  por  el pla er  o  por el sufrimiento o por algo de lo antes mencionado. –  Pienso,  Sócrates,  que  también  en  otras  muchas  cosas  los  hombres  se engañan. –  ¡Vamos!,  intenta  conmigo  persuadir  a  esas  gentes  y  enseñarlas  en  qué consiste esa experiencia a la que llaman «ser vencido por el placer» y debido a la cual no hacen lo mejor, aunque lo conozcan. Es probable que, al decirles nosotros:  «amigos,  no  habláis  correctamente  y  os  engañáis»,  nos preguntasen: «Protágoras y Sócrates, si no es esa experiencia, "ser vencido por el placer", ¿cuál es entonces? ¿por qué no nos explicáis en qué consiste? Decídnoslo». – ¿Pero por qué, Sócrates, tenemos que examinar la opinión de la mayoría de los hombres, que dice lo primero que se les ocurre? –  Porque  creo  –repuse–,  que  ello  nos  sirve  para  dilucidar  qué  relación guarda el valor con las restantes partes de la virtud. Por eso, si tienes a bien mantenerte  en  lo  que  antes  hemos  convenido,  esto  es,  que  yo  dirija  dicho 

no quieres examen en la forma a mi entender más esclarecedora, sígueme; si y prefieres dejarlo, lo dejo. – ¡Ni mucho menos!; tienes razón, continúa como has comenzado. –  Pues  bien,  si  nos  preguntasen  de  nuevo:  «¿Qué  entendéis,  entonces,  por eso  que  nosotros  llamamos  «ser  vencidos  por  el  placer».  Yo  les  diría  lo siguiente:  «Oíd:  Protágoras  y  yo  vamos  a  intentar  explicároslo.  ¿Qué  otra cosa amigos, queréis decir que sucede en tales situaciones sino, por ejemplo, que,  frecuentemente,  dominados  por  cosas  que  son  agradables  tales  como alimentos,  bebidas,  afrodisíacos,  pese  a  conocer  que  estas  cosas  resultan dañosas, sin embargo, las hacéis?». Ellos lo admitirían. En este caso, tú y yo seguiríamos  preguntando:  «¿Por  qué  decís  que  esas  cosas  son  dañosas? ¿Acaso  porque  proporcionan  ese  placer  momentáneo  y  cada  una  de  ellas resulta  agradable  o  bien  porque  producen  ulteriormente  enfermedades  y acarrean  penurias  y  otras muchas  cosas  por  el  estilo?  En  caso  de  que  no acarreasen  posteriormente  nada  de  eso  y  produjesen  solamente  alegría, ¿serían  igualmente  malas  por  el  hecho  de  que  sólo  y  en  cualquier  caso producen  alegría?».  Supongamos,  Protágoras,  que  no  nos  responden  otra 

entáneamente es y demás. 

cosa  sino  que  tales  cosas  son  malas,  no  por  producir  momplacer, sino por sus efectos ulteriores, tales como enfermedad– Supongo –dijo Protágoras– que la mayoría respondería eso. 

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–  ¿No  es  cierto  que,  al  producir  enfermedades,  producen  dolores  y,  al producir penurias, producen dolores? Pienso que así lo reconocerían. También Protágoras convino en ello. – «¿No os parece, amigos, que, como Protágoras y yo decimos, esas cosas no 

an  en  dolores  y  privan  de  otros  placeres?». son  malas  sino  porque  acab¿Estarían de acuerdo? Ambos convinimos en que sí. – Y si  luego les presentásemos la pregunta opuesta: «Amigos, cuando decís que las cosas dolorosas son buenas, ¿no es cierto que os referís a cosas tales como  los  ejercicios  gimnásticos,  la  disciplina  militar,  las  curas  médicas 

cirugía  o  fármacos  o  dietas,  y  a  que  éstas,  aunque a ad  

realizadas  mediante s d s  bde agra able , son uen s». ¿Lo  mitirían?

A él le pareció que sí. –  «¿Y  por  qué  las  llamáis  buenas?;  ¿acaso  porque  proporcionan momentáneamente  penas  y  dolores muy  duros,  o  bien  porque  de  ellas  se siguen  luego  la  salud,  la  buena  constitución  del  cuerpo,  la  salvación  de  la 

más y las riquezas?». Pienso que asentirían a ciudad, el dominio sobre los deesto último. También a él le pareció que sí. –  «¿Y  no  es  cierto  que  esas  cosas  no  son  buenas  sino  porque  acaban  en placeres  y  os  evitan  o  alejan  los  sufrimientos?  ¿Podéis  indicarnos  otro  fin 

imientos al que dirigís la vista para llamar a distinto de los placeres y los sufrestas cosas buenas?». Pienso que no podrían indicarlo. – Yo creo que tampoco –repuso Protágoras. 

e  perseguís  el  placer  como una  cosa  buena  y  rehuís  el –  «¿No  es  cierto  qusufrimiento como una cosa mala?» – Sin duda –dirían. –  «Por  lo  tanto,  consideráis  que  el  sufrimiento  es malo  y  el  placer,  bueno, puesto  que  de  una  misma  alegría  decís  que  es  mala  cuando  os  priva  de mayores  placeres  que  los  que  ella  misma  aporta  o  cuando  de  por  sí proporciona más sufrimientos que placeres. Puesto que si a la alegría en sí la 

  punto  de  vista, llamaseis  mala  por  alguna  otra  razón  o  desde  algún  otropodríais indicárnoslo, pero no os será posible». – Tampoco creo yo que les sea posible –añadió Protágoras. – «Y, a su vez, ¿no sucede lo mismo con la aflicción en sí misma? ¿Acaso no llamáis buena a la aflicción en sí cuando evita mayores sufrimientos que los que conlleva o cuando proporciona más placeres que sufrimientos? Puesto que si tuvierais algún otro punto de vista que no sea éste que digo desde el cual llamáis buena a la aflicción en sí, podríais indicárnoslo, pero no os será posible». 

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– Hablas con verdad –repuso Protágoras. – Si por vuestra parte me preguntaseis: «¿por qué insistes tanto en esto y de tantas maneras?», yo  respondería: «Amigos, perdonadme. En primer  lugar, no resulta  fácil determinar qué es eso a  lo que  llamáis «ser vencido por el placer»;  en  segundo  lugar,  porque  de  este  punto  dependen  las  demás demostraciones. Pero aún es posible rectificar la opinión, si, por otra parte, podéis afirmar que  lo bueno es algo distinto del placer o que  lo malo, algo distinto del dolor; ¿o bien os basta con pasar  la vida agradablemente y sin sufrimiento? Si os basta con esto y no podéis sostener que lo bueno o lo malo sea  otra  cosa  distinta  de  lo  que  acaba  en  placer  o  en  dolor,  entonces escuchad lo que sigue: Si esto es así, sostengo que vuestra forma de hablar es ridícula, cuando decís que un hombre, con frecuencia, consciente de que una cosa  mala  es  mala  y  pudiendo  no  realizarla,  la  realiza,  sin  embargo, arrastrado  y  turbado  por  los  placeres,  y  por  otra  parte,  cuando  decís asimismo que un hombre, consciente de lo que es bueno, rehusa realizarlo a causa  de  los  placeres  momentáneos  y  vencido  por  ellos.  Y  que  estas afirmaciones  resultan  ridículas  queda  de manifiesto  si,  en  vez  de  emplear muchos  nombres:  «agradable»,  «molesto»,  «malo»,  «bueno»,  dado  que quedó demostrado que había dos cosas, designamos éstas con dos nombres: Primero con «bueno» y «malo»; luego con «agradable» y «molesto». Esto supuesto, repitamos ahora en este contexto que un hombre, consciente de  que  una  cosa  mala  es  mala,  sin  embargo,  la  realiza.  Si  alguien  nos pregunta entonces: «¿Por qué?». «Porque ha sido vencido» –responderemos. «¿Por qué?» –nos preguntará. Nosotros no podemos responder ya que por el placer, puesto que otro nombre está en lugar de «placer», a saber, «bueno». Al  responder,  pues,  a  aquél  y  decir  que  ha  sido  vencido,  nos  dirá:  «¿Por qué?».  «Por  lo  bueno,  ¡voto  a  Zeus!»  –diremos.  Entonces,  si  nuestro preguntante  es  dado  a  la  burla,  se  reirá  y  dirá:  «Decís  una  cosa  ridícula: alguien  realiza  una  cosa  mala,  consciente  de  que  es  mala  y  que  no  debe realizarla, vencido por lo bueno. Pero ¿es que en este caso valía más que no venciese  en  vosotros  lo  bueno  o  valía  más  que  sí?».  Responderíamos, evidentemente, que valía más que no. En caso contrario, aquél que decimos ha  sido vencido por  los placeres,  no habría  incurrido  en  falta.  Sin duda,  él continuará: «Según qué criterio vale más lo bueno que lo malo o lo malo que lo bueno? ¿No será en virtud de que lo uno es mayor y lo otro menor o bien lo  uno  más  y  lo  otro  menos?».  No  tendríamos  otra  respuesta.  «Es,  pues, 

s vevidente –añadirá– que por « er  encido» entendéis escoger un mal mayor a cambio de un bien menor». Así son las cosas. Empleemos  ahora  de  nuevo  los  nombres  «agradable»  y  «molesto»  en  este mismo contexto y digamos que un hombre realiza lo que antes llamábamos «malo»  y  ahora  «molesto»,  consciente  de  que  es  molesto,  vencido  por  lo 

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agradable,  que,  evidentemente,  vale  más  que  no  venza.  Pero  ¿qué  otra valoración cabe en lo tocante al placer y al sufrimiento, si no es la del exceso y  el  defecto,  esto  es,  ver  si  lo  uno  respecto  de  lo  otro  resulta  ser  más  o menos, superior o inferior? Y si alguien me dice: «pero, Sócrates, existe una gran diferencia entre lo agradable presente y lo agradable o penoso futuro», yo le replicaré: «Pues ¿en qué, que no sea en placer o en sufrimiento? Porque no hay otra diferencia. La situación es la de un hombre que sabe pesar bien, poniendo  en  los  platillos  de  la  balanza  las  cosas  agradables  y  las  penosas, tanto  las  presentes  como  las  futuras;  luego,  di  cuál  es más.  Pues  si  pesas cosas agradables con cosas agradables, hay que elegir siempre las mayores y las  más;  si  penosas  con  penosas,  las  menos  y  más  pequeñas;  si  pesas agradables  con  penosas  y  ves  que  las  molestas  son  superadas  por  las agradables,  bien  sean  las  presentes  por  las  futuras  o  las  futuras  por  las presentes,  entonces  has  de  realizar  la  acción  que  cumpla  estos  requisitos; pero si  las agradables son superadas por  las molestas, no debes realizar  la 

migos, otra solución?». Estoy seguro de acción que implique tal cosa. ¿Cabe, aque no podrían decir otra cosa. También convino en ello Protágoras. – Puesto que esto es así, les diré: «Respondedme a esto: ¿Es cierto o no que a simple  vista  una  misma  magnitud  os  parece  mayor  de  cerca  y  menor  de lejos?». Ellos dirían que sí. «¿Y no sucede lo mismo con los grosores y con las 

e  voces  iguales  parecen mayores  de cantidades?;  ¿y  no  sucede  también  qucerca y menores de lejos? – Así les parecería –repuso Protágoras. – «Si, pues, nuestra felicidad consistiese en lo siguiente: en escoger y realizar cosas de grandes dimensiones y en rechazar y no realizar  las de pequeñas dimensiones, cuál os parece que sería la salvación de nuestra vida?; ¿el arte de medir o la facultad de las apariencias?; ¿no es cierto que ésta última nos confunde y,  con  frecuencia,  hace que  tomemos unas  cosas por otras o que nos  arrepintamos  de  nuestra  conducta  y  de  la  elección  de  lo  grande  o  lo pequeño? El arte de medir, en cambio, dejaría sin valor estas apariencias y, mostrándonos  la  verdad,  proporcionaría  tranquilidad  a  nuestra  alma,  por mantenerse  en  la  verdad,  a  la  vez  que  constituiría  la  salvación  de  nuestra 

es que el arte que nos iba a vida». A la vista de esto, ¿reconocerían esas gentsalvar en ese caso es el arte de medir, o bien otro? – Que es el arte de medir –reconoció Protágoras. – «¿Y qué pasaría si  la salvación de nuestra vida dependiese de  la elección entre  lo par y  lo  impar y de saber cuándo hay que elegir correctamente  lo más  y  cuándo  lo menos,  bien  sea  en  la  comparación  de  cada  uno  consigo mismo bien en la comparación de cada uno con los otros, ya estén próximos, ya distantes?   

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 ¿Cuál sería  la salvación de nuestra vida? ¿no es cierto que sería un saber?; ¿no sería éste un saber medir, puesto que éste es el arte que trata del exceso 

par, ¿será otro que el de la y del defecto?; y puesto que trata de lo par y lo imaritmética?». ¿Estarían de acuerdo esas gentes o no? A Protágoras le pareció que estarían de acuerdo. – «Y bien, amigos, puesto que hemos quedado en que la salvación de nuestra vida consiste en la correcta elección del placer y del sufrimiento. según que sea  más  o  menos,  mayor  o  menor,  más  remoto  o  más  inmediato,  ¿no  os parece que esta apreciación del exceso o del defecto o de la igualdad de uno respecto de  otro  es,  ante  todo,  un  arte de medir?».  «Necesariamente».  «¿Y 

e  de  medir  es  también  necesariamente  un  arte  y  un que  en  cuanto  artsaber?». – Asentirán a esto. – «Qué clase de arte y de saber es,  luego lo veremos. Con que sea un saber me basta para la explicación que teníamos que daros Protágoras y yo sobre lo  que  nos  habéis  preguntado.  Iniciasteis  las  preguntas,  si  recordáis,  justo cuando Protágoras y yo estábamos de acuerdo en que nada hay más fuerte que el saber, el cual siempre domina, dondequiera que se encuentre, sobre el placer  y  sobre  todo  lo  demás.  Decíais  entonces  que  el  placer  domina  con frecuencia  incluso  sobre  el  hombre  que  sabe.  Al  no  estar  nosotros  de acuerdo con vosotros nos preguntasteis: "Protágoras y Sócrates, si no es esa experiencia, 'ser vencido por el placer', ¿cuál es, entonces?; ¿por qué no nos explicáis en qué consiste? Decídnoslo". Si os hubiéramos dicho de inmediato que era la ignorancia, os hubierais reído de nosotros. Ahora, en cambio, si os reís  de nosotros,  os  reís de  vosotros mismos; porque habéis  admitido que yerra por  falta de saber quien yerra en  la elección de  los placeres y de  los sufrimientos, esto es, en la elección de lo bueno y de lo malo. Y no sólo que es  por  falta  de  saber,  sino  que  también  reconocisteis más  adelante  que  es por falta de saber medir. Ahora bien, sabéis que toda acción errada por falta de saber se realiza por ignorancia; de modo que "ser vencido por el placer" es  la mayor de  las  ignorancias, y de  la que Protágoras,  junto con Pródico e Hipias,  se  dice médico.  Pero,  vosotros,  por  creer  que  se  trata de  otra  cosa distinta de la  ignorancia, no acudís ni enviáis a vuestros hijos a  los sofistas aquí  presentes,  maestros  en  estas  materias;  como  si  ellas  no  fueran enseñables,  antes  bien,  avaros  de  vuestro  dinero,  por  no  dárselo  a  éstos, actuáis mal, tanto privada como públicamente». He  aquí  lo  que  habríamos  respondido  a  la mayoría.  Pero  ahora,  junto  con 

es hora de que falso. 

Protágoras, os pregunto a vosotros, Hipias y Pródico (pues ya participéis en la disputa) si lo que digo os parece verdadero o A todos les pareció que lo dicho era pero que muy verdadero. 

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–  Así,  pues  –añadí–,  estáis  de  acuerdo  en  que  lo  agradable  es  bueno  y  lo molesto, malo. Dejo de lado ahora la distinción de los nombres de Pródico: Bien digas «agradable», «delectable» o «regocijante», bien gustes de llamar a 

er, estimado Pródico, al esto de cualquier modo o manera, ten a bien respondcontenido de mi pregunta. Pródico, sonriendo, asintió; e igualmente los demás. –  Y  bien,  amigos  –proseguí–,  ¿qué  pensáis  al  respecto?;  ¿no  es  cierto  que 

ncaminadas  a  vivir  agradablemente  y  sin  sufrimientos todas  las  acciones  eson bellas?; ¿y no es cierto que una obra bella es buena y útil? Convinieron en ello. –  Si,  pues,  lo  agradable  es  bueno,  nadie,  sabiendo  o  creyendo  que  otras acciones  son mejores que  la  que  él  realiza,  si  le  es  posible,  va  y  la  realiza, 

s  mejor.  Y  dejarse  vencer  no  es  otra  cosa  que pudiendo  realizar  la  que  eignorancia, en tanto que superarse a sí mismo no es otra cosa que sabiduría. Todos convinieron en ello. 

ia al hecho de tener una falsa opinión y – Y bien, ¿acaso no llamáis ignorancde engañarse sobre las cosas de mucha importancia? También convinieron todos en ello. – ¿Qué otra conclusión sacar, entonces, sino que nadie va por gusto hacia lo malo  ni  hacia  lo  que  considera  malo  y  que,  según  parece,  no  está  en  la naturaleza  del  hombre  el  deseo  de  ir  tras  lo  que  considera  malo  con 

 caso de verse obligado a escoger entre dos preferencia a lo bueno, y que, enmales, nadie escoge el mayor, pudiendo escoger el menor? Todos convinieron en todo esto. – Y bien –proseguí–, ¿hay algo a lo que llamáis temor o miedo? ¿Llamáis eso 

  u j a   aa  lo  mismo q e  yo?  A  tí  me  diri o  ahora,  Pródico.  Yo  ll mo  esto   cierta espera de un mal, tanto si la llamáis temor como si miedo. Protágoras  e  Hipias  convinieron  en  que  efectivamente,  esto  era  temor  o miedo. Pródico, en cambio, convino en que era temor, pero no miedo. – Nada  importa eso. Pródico –repuse–. Lo  importante es  lo  siguiente:  Si  lo anterior es verdad, ¿acaso un hombre sentirá deseos de ir tras lo que teme pudiendo  ir  tras  lo  que  no  teme?  ¿No  resulta  esto  imposible  según  lo  que hemos concertado? En efecto, quedamos de acuerdo en que lo que se teme 

e por gusto va  tras, ni  toma,  lo que es  lo que se considera malo, y que nadiconsidera malo. Todos convinieron en esto. Yo proseguí: – Esto supuesto, Pródico e Hipias, que Protágoras nos justifique la verdad de lo que respondió al principio. No lo del principio del todo, esto es, que siendo cinco las partes de la virtud ninguna de ellas es como otra, sino que cada una de ellas posee facultad propia; ahora no me refiero a esto, sino a lo que dijo después.  En  efecto,  a  continuación  afirmó  que  cuatro  de  ellas  guardaban 

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bastante proximidad entre sí, pero que el valor era bastante diferente de las restantes;  afirmó  que  yo  me  daría  cuenta  de  ello  mediante  la  prueba siguiente: «Sócrates –dijo–, encontrarás hombres que son muy impíos, muy injustos,  muy  intemperantes  y  muy  ignorantes,  pero,  por  otra  parte,  muy valientes».  Yo,  entonces,  quedé  de momento  sorprendido  de  la  respuesta, pero más  sorprendido aún he quedado después de haber  tratado esto  con vosotros. Le pregunté, en efecto, si a los valientes les llamaba audaces. «Sí –

sgados».  ¿Recuerdas,  Protágoras,  que  respondiste dijo–;  y,  además,  arrieesto? Dijo que sí se acordaba. 

proseguí–; dinos: ¿En qué afirmas  tú que son arriesgados o mismo que lo son los cobardes? 

– Veamos, pues –los valientes? ¿En l

ondió. – No –resp– ¿En otras cosas? – Sí –dijo. 

ntan las situaciones que inspiran confianza en – Entonces, ¿los cobardes afrotanto que los valientes, las terribles? – Así opina la gente, Sócrates. – Tienes razón –repuse–; pero no te pregunto eso, sino en qué afirmas tú que son arriesgados los valientes: ¿En las situaciones terribles, creyendo que son tales, o en las que no lo son? –  Según  las  razones  que  antes  exponías,  ha  quedado  demostrado  que  lo primero es imposible. –  También  en  esto  tienes  razón  –repuse–;  de  modo  que  si  ha  quedado demostrado eso  correctamente,  entonces nadie afronta  las  situaciones que 

ue,  dejarse  vencer,  hemos  visto  que  es considera  terribles,  puesto  qignorancia. Protágoras estuvo de acuerdo. – Por  lo  tanto,  todos afrontan  las  situaciones que  inspiran confianza,  tanto los  cobardes  como  los  valientes,  y  en  este  sentido,  afrontan  lo mismo  los cobardes y los valientes. –  Sin  embargo,  Sócrates,  las  situaciones  que  afrontan  los  cobardes  y  los 

ean ir a la guerra, valientes son totalmente opuestas. Por lo pronto, unos des. otros, en cambio, no

– Ir a la guerra –repuse–, ¿es una cosa bella o vergonzosa? – Bella –respondió. 

 es buena? Pues quedamos de – ¿Y no hemos convenido en que,  si es bella,acuerdo en que todas las acciones bellas son buenas. – Tienes razón, y así me ha parecido siempre. – Bien –repuse–. Pero ¿quiénes son  los que, según dices, no quieren  ir a  la guerra, pese a ser una cosa bella y buena? 

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– Los cobardes –respondió. e,  si  es  una  cosa  bella  y  buena,  es  también –  ¿Y  no  es  cierto  –repuse–  qu

agradable? – En eso hemos quedado –dijo. 

ás – ¿Pero es que  los cobardes no desean  ir, a sabiendas, hacia  lo que es mbello y mejor y más agradable? – Si admitimos esto, echamos por tierra los puntos de acuerdo anteriores. 

ende  hacia  lo  que  es  más  bello  y  mejor  y  más –  ¿Y  el  valiente?  ¿No  tiagradable? – Necesario es admitirlo. 

es  verdad  que  los  valientes  no  tienen  miedos –  Y  en  general,  ¿no vergonzosos, cuando temen, ni confianzas vergonzosas, cuando confían? – Es verdad –respondió. 

ierto que son bellos? Estuvo de acuerdo – Y si no son vergonzosos, ¿no es clo. en el

– Y si bellos, también buenos, ¿ no? – Sí. 

que los cobardes, los confiados y los furiosos – Por el contrario, ¿no es cierto tienen miedos vergonzosos y confianzas vergonzosas? Estuvo de acuerdo en ello. 

sas  confianzas  vergonzosas  y  malas  que  tienen  los  cobardes,  ¿de –  Pero  edónde proceden sino del desconocimiento y de la ignorancia? – Así es. 

r lo que los cobardes son cobardes, ¿lo llamas cobardía – Y bien, a aquello poo valentía? 

uda. cosas terribles? 

– Cobardía, sin d– ¿Y no quedamos en que son cobardes por ignorancia de las 

ctamente. – Exa– ¿Son, por consiguiente, cobardes debido a esta ignorancia? – Sí. 

abas  de  afirmar  que  aquello  por  lo  que  son  cobardes  es  la –  ¿Y  no  accobardía? Dijo que sí. 

ía ignorancia de las cosas terribles y de las no – Así, pues, ¿no será la cobardterribles? 

o de aprobación. Hizo un sign– Por otra parte –proseguí–, el valor es lo contrario de la cobardía. – Sin duda. 

o temibles. ¿no es lo contrario de la – Y la sabiduría de las cosas terribles y nignorancia de tales materias? También hizo otro signo de aprobación. 

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– Y la ignorancia de estas materias, ¿no es la cobardía? Concedió esto de muy mala gana. –  Por  consiguiente,  la  sabiduría  de  las  cosas  temibles  y  no  temibles  es  el valor, ya que ella es lo contrario de la ignorancia de estas materias, ¿no? 

encio Sobre esto no quiso ya hacer signo alguno de aprobación y guardó silEntonces. yo le dije: 

e pasa, Protágoras, que – ¿Qué t ni afirmas ni niegas lo que te pregunto? – Concluye tú mismo –me dijo. –  Bien;  pero  haciéndote  aún  una  última  pregunta:  ¿Sigues  aún  opinando, como  al  principio,  que  hay  hombres muy  ignorantes  y,  sin  embargo, muy valientes? – Sócrates, me pareces un porfiado al obligarme a responder; así, pues, voy a darte  ese  gusto.  Te  respondo  que  lo  que  me  preguntas  me  parece insostenible, según lo que hemos concertado. – En verdad –repuse– que el motivo por el que te pregunto todo esto no es otro que el deseo de poner en claro qué  relaciones guardan  las  cuestiones concernientes a la virtud y qué es la virtud misma. Pues estoy seguro de que, una vez aclarado esto,  inmediatamente quedará dilucidado  aquello  sobre  lo  cual  tú  y  yo  nos  hemos  extendido  con  largos discursos:  Yo  sosteniendo  que  la  virtud  no  es  enseñable;  y  tú,  que  sí  es enseñable.  Y  el  resultado  de  nuestra  disputa  me  está  pareciendo  en  este momento algo así como un individuo que nos acusa y se burla de nosotros. Si pudiera tomar la palabra, nos diría: «Sócrates y Protágoras, sois de lo que no hay. Tú, Sócrates, que al comienzo afirmabas que la virtud no es enseñable, te esfuerzas ahora en contradecirte, procurando demostrar que todo esto es saber: la justicia, la sensatez, el valor. Esta es la mejor manera de indicar que la virtud es enseñable; porque si la virtud fuera algo distinto del saber, como intentaba sostener Protágoras, evidentemente no sería enseñable; mientras que,  si  ahora  aparece  completamente  como  un  saber,  como  tú  defiendes, Sócrates,  resultaría  sorprendente que no  fuera enseñable. Protágoras,  a  su vez,  que  dio,  entonces,  por  sentado  que  era  enseñable,  parece  ahora empeñado en lo contrario, pareciéndole cualquier cosa antes que un saber, por lo que de ningún modo sería enseñable». Por lo que a mí respecta, Protágoras, al ver que todas estas cuestiones están sumamente confusas, siento el más vivo deseo de que queden aclaradas, por lo  que  me  gustaría,  luego  de  haber  discutido  estas  cuestiones,  llegar  a dilucidar qué es la virtud y examinar de nuevo si es o no enseñable. Pues me temo que tu Epimeteo se haya burlado de nosotros haciéndonos fracasar en nuestra  indagación,  de  la  misma  manera  que,  según  tú,  nos  olvidó  en  su distribución.  Por  eso,  en  el  mito  me  gustó  más  Prometeo  que  Epimeteo. Siguiendo su ejemplo y velando por  los  intereses de mi vida, me ocupo de 

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todas estas cuestiones. Y si quieres, como te decía al principio, me agradaría muchísimo examinarlas junto contigo. Dijo, entonces, Protágoras: – Sócrates, alabo tu celo y tu manera de exponer los razonamientos. Pues yo, que, según creo, no tengo otros vicios,  lo que no tengo ni mucho menos es envidia; por eso, ya tengo dicho de tí delante de mucha gente que; de todos los  que  trato,  y  en  especial,  de  todos  los  de  tu  edad,  es  a  tí  a  quien  más admiro.  Y  añado  que  no  me  sorprendería  que  llegaras  a  ser  un  hombre famoso  en  sabiduría.  Por  lo  que  respecta  a  estas  cuestiones,  las  dejamos 

a apara  otra  ocasión;  para  cuando  quieras;por  hora  b sta.  pues  tengo  que atender otros asuntos. –  Pues,  entonces  –repuse–,  hagamos,  si  te  parece,  como  dices;  porque 

 haberme marchado, pero también yo, como dije, hace tiempo que tenía quee quedé por complacer al noble Calias. m

Después de intercalar estas palabras, nos fuimos. 

  latón, Protágoras, edición de J. Burnet (Oxford 1903)     latón, Protágoras, traducción de J. Velarde (Oviedo 1980) PP                       

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Lisis o de la amistad  Sócrates – Hipotales – Ctesipo – Menexenes – Lisis  Sócrates  Iba  de  la  Academia  al  Liceo  por  el  camino  de  las  afueras  a  lo  largo  de  las murallas, cuando al llegar cerca de la puerta pequeña que se encuentra en el origen del Panopo, encontré a Hipotales, hijo de Hierónimo, y a Ctesipo del ueblo de Peanea,{1} en medio de un grupo numeroso de jóvenes. Hipotales, pque me había visto venir, me dijo:  —¿A dónde vas, Sócrates, y de dónde vienes?  —Vengo derecho, le dije, de la Academia al Liceo.  ¿No puedes venir con nosotros, dijo, y desistir de tu proyecto? La cosa, sin —

embargo, vale la pena.  —¿A dónde y con quién quieres que vaya? le respondí.  —Aquí,  dijo,  designándome  frente  a  la  muralla  un  recinto,  cuya  puerta staba  abierta.  Allá  vamos  gran  número  de  jóvenes  escogidos,  para eentregarnos a varios ejercicios. [222]  —Pero ¿qué recinto es ese, y de qué ejercicios me hablas?  —Es una palestra, me respondió, en un edificio recién construido, donde nos jercitamos  la mayor parte del  tiempo pronunciando discursos,  en  los que etendríamos un placer que tomaras parte.  —Muy bien, le dije, pero ¿quién es el maestro? 

s Miccos.  —Es uno de tus amigos y de tus partidarios, dijo, e —¡Por Júpiter! ¡no es un necio; es un hábil sofista! 

¡Y bien! ¿quieres seguirme y ver la gente que está allí dentro?  — 

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—Sí, pero quisiera  saber  lo que allí  tengo de hacer,  y  cuál  es  el  joven más hermoso de los que allí se encuentran. 

e dijo:  —Cada uno de nosotros, Sócrates, tiene su gusto, m

e, ¿cuál es tu inclinación?  —Pero tú, Hipotales, dim Entonces él se ruborizó.  —Hipotales, hijo de Hierónimo, le dije, no tengo necesidad de que me digas, si  amas o no amas; me  consta, no  sólo que  tú  amas,  sino  también que has llevado muy adelante tus amores. Es cierto que en todas las demás cosas soy n hombre inútil y nulo, pero Dios me ha hecho gracia de un don particular 

 que ama y el que es amado. uque es el de conocer a primer golpe de vista el Al oír estas palabras, se ruborizó mucho más.  —¡Vaya una cosa  singular! Hipotales, dijo Ctesipo. Te  ruborizas delante de Sócrates y  tienes  reparo en descubrir  el nombre que quiere  saber,  cuando por poco tiempo que permanezca cerca de tí, se fastidiará hasta la saciedad de oírtelo repetir. Sí, Sócrates, nos tiene  llenos y hasta ensordecidos con el nombre de Lisis;  y  sobre  todo,  cuando  se  excede  algo  en  la bebida,  se nos figura, al despertar al día siguiente, estar oyendo el nombre de [223] Lisis. Y todavía  es  disimulable,  cuando  sólo  lo  hace  en  prosa  en  la  conversación, pero no se  limita a esto, sino que nos  inunda con sus piezas en verso. Y  lo intolerable es el oírle cantar en  loor de su querido con una voz admirable; in embargo, nos precisa a escucharle. Y ahora viene ruborizándose al oír tus spreguntas.  Ese  Lisis,  le  dije,  es  muy  joven  a mi  entender.  Supongo  esto,  porque  al —

nombrarle tú, no he podido recordarle.  —En efecto, sólo se  le conoce con el nombre de su padre, que todos saben uién es. Pero debes conocerle de vista, porque para esto basta haberle visto quna vez.  —Dime, ¿de quién es hijo? 

Es el hijo mayor de Demócrates, del pueblo de Exonea.  — 

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—Tus amores, Hipotales, son nobles, y  te honran en todos conceptos. Pero explícate  ahora,  como  lo  hacías  delante  de  tus  camaradas,  porque  quiero aber si conoces el lenguaje que conviene tener sobre amores delante de la 

ras personas. spersona que se ama, ya estando solos, ya estando delante de ot

rido Ctesipo?  —Sócrates, me dijo, ¿crees todo lo que te ha refe —¿Quieres decir que no amas al que ha citado? 

s.  —No, dijo, pero no he hecho versos, ni escrito nada sobre mis amore

d —Ha perdido el buen sentido, dijo Ctesipo; divaga y está fuera  e sí.  —Hipotales,  le  dije,  no  tengo  deseos  de  oír  tus  cánticos,  ni  tus  versos,  si realmente los has compuesto para ese joven; pero sí querría saber el sentido n  que  están,  para  asegurarme  de  tus  disposiciones  respecto  a  la  persona eamada.  —Ctesipo te lo dirá mejor, respondió, porque debe saberlos perfectamente, uesto que dice tener aturdidos ya los oídos con la historia de mis amores. 

 p[224] —Sí,  ¡por  los  dioses!  exclamó  Ctesipo,  lo  sé  perfectamente,  y  es  cosa sumamente graciosa. Hipotales es el amante más atento y más preocupado del mundo, y sin embargo, nada dice de sus amores, que otro joven no pueda decir tan bien como él. ¡Esto es muy singular! Él nos canta y nos repite todo lo que se repite y se canta en la ciudad sobre Demócrates y sobre Isis, abuelo suyo, y sobre todos sus antepasados, sus riquezas, sus corceles sin número, sus victorias en Delfos, en el Istmo, en Nemea, en la carrera de los carros y carrera de caballos, y otras historias más viejas aún. Últimamente, Sócrates, nos  cantó  una  pieza  sobre  la  hospitalidad  que  Hércules  había merecido  a uno de los abuelos de Lisis, pariente del mismo Hércules, y que había nacido de Júpiter y de la hija del que fundó el barrio de Exonea; leyendas referidas or  todas  las  viejas,  que  él  rebusca,  canta,  y  nos  obliga  a  que  se  las pescuchemos.  Hipotales, dije yo entonces,  ¡vaya una cosa singular! ¿compones y cantas —

tu propio elogio antes de haber vencido? 

Pero, Sócrates, no es para mí lo que compongo y lo que canto.  — 

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—Por lo menos, le respondí yo, tú no lo crees.  —¿Qué quiere decir eso? Sócrates.  —Es,  le dije,  que  si  eres dichoso  con  tales  amores,  tus  versos y  tus  cantos redundarán en honor tuyo, es decir, en alabanza del amante que haya tenido la  fortuna  de  conseguir  tan  gran  victoria.  Pero  si  la  persona  que  amas  te abandona,  cuantas  más  alabanzas  le  hayas  prodigado,  cuanto  más  hayas celebrado sus grandes y bellas  cualidades,  tanto más quedarás en ridículo, porque  todo ello ha  sido  inútil. Un  amante más prudente,  querido mío,  no celebraría  sus  amores  antes de haber  conseguido  la  victoria,  desconfiando del  porvenir,  tanto  más  cuanto  que  los  jóvenes  hermosos,  cuando  se  los laba  y  se  los  [225]  ensalza,  se  llenan  de  presunción  y  de  vanidad.  ¿No apiensas tú así?  —Sí, verdaderamente, dijo. 

ás presuntuosos son, ¿no son más difíciles de atraer?  —Y cuanto m —Es cierto.  ¿Qué  juicio  formarías  de  un  cazador  que  espantase  la  caza, 

 —imposibilitándose así de cogerla? —Es evidente que sería un loco.  Sería  muy  mala  política,  en  vez  de  atraer  a  la  persona  que  se  ama, 

 canciones. ¿Qué dices a esto? —espantarla con palabras y —Que esa es mi opinión.  —Procura, pues, Hipotales, no exponerte a semejante desgracia con toda tu oesía.  No  creo  que  tengas  por  buen  poeta  a  aquel  que  sólo  hubiera pconseguido con sus versos perjudicarse a sí mismo.  —No,  ¡por  Júpiter!  exclamó;  esa  sería  una  gran  locura.  Por  otra  parte, Sócrates, yo estoy de acuerdo contigo en  todo  lo que has dicho, y si  tienes lgún  otro  consejo  que  darme,  lo  tomaré  con  gusto,  cual  conviene  a  un ombre que se propone hablar y obrar, para salir airoso en sus amores. ah 

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—Eso no  es  difícil,  le  respondí,  pero  si  pudieras  conseguir  que  tu  querido Lisis  conversara  conmigo,  quizá  podría  darte  un  ejemplo  de  la  clase  de onversación  que  deberías  tener  con  él,  en  lugar  de  esas  piezas  y  esos chimnos que dicen que le diriges.  —Nada  más  fácil;  no  tienes  más  que  entrar  allí  con  Ctesipo,  sentarte  y ponerte  a  conversar;  y  como  se  celebra  hoy  la  fiesta  de  Hermes,{2}  y  los jóvenes y  los adultos se reúnen todos en ese sitio, no dejará Lisis  [226] de acercarse a tí. Si no, Lisis está muy ligado con Ctesipo por medio de su primo enexenes,  que  es  su  compañero  favorito,  y  si  de  suyo  no  lo  hace, M

Menexenes le llamará.  Corriente, dije yo, y en el acto entré en  la palestra con Ctesipo, entrando —

todos los demás detrás de nosotros.  Cuando llegamos, la función había terminado, y encontramos allí los jóvenes que habían asistido al sacrificio,{3} todos con trajes de fiesta y jugando a la taba.  Los  más  estaban  entregados  a  sus  juegos  en  el  atrio  exterior;  unos jugaban  a  pares  y  nones  en  un  rincón  del  cuarto  del  vestuario  con  gran número de tabas, que sacaban de unos cestillos; y otros, manteniéndose en pie alrededor de ellos, hacían el papel de espectadores. Entre  los primeros estaba Lisis, de pie, en medio de jóvenes de todas edades, con su corona en la cabeza, y dejaba ver en su semblante  la belleza asociada a cierto aire de virtud.  Nosotros  fuimos  a  colocarnos  frente  a  aquel  punto,  donde  había algunos asientos, y nos pusimos a hablar unos con otros. Lisis, volviendo la cabeza, dirigía muchas veces sus miradas hacia nosotros, y era evidente que deseaba aproximarse, pero por timidez no se atrevía a hacerlo solo; cuando Menexenes  entró,  retozando,  desde  el  atrio  al  local  donde  nosotros estábamos,  y  viéndonos  a  Ctesipo  y  a  mí,  se  aproximó  para  sentarse  con nosotros. Lisis, conociendo su intención, le siguió, y se colocó a su lado, y los demás  concurrieron  igualmente.  Hipotales,  advirtiendo  entonces  que  el grupo  en  torno nuestro  engrosaba,  vino  a  su  vez  a  ocultarse detrás de  los otros, puesto de pie y colocado de manera que no pudiese ser visto por Lisis or temor de serle importuno. En esta actitud escuchó nuestra conversación. p[227]  e dirigí a Menexenes, y le dije; hijo de Domofon, ¿cuál de vosotros dos es M

de más edad? 

No estamos de acuerdo en este punto, dijo.  — 

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—¿Disputáis también acerca de cuál es el más noble?  —Sí, ciertamente. 

obre cuál es el más hermoso?  —¿También disputareis s Ambos se echaron a reír.  No  os  preguntaré,  repliqué  yo,  cuál  de  los  dos  es más  rico,  porque  sois —

amigos; ¿no es así?  —Sí, dijeron ambos.  Y entre amigos se dice que todos los bienes son comunes, de suerte que no —

hay ninguna diferencia entre vosotros, si realmente sois amigos, como decís.  Acto  continuo  iba a preguntarle  cuál  era  el más  justo y  el más  sabio; pero llegó  uno,  que  obligó  a  Menexenes  a  marcharse,  so  pretexto  de  que  el aestro  de  palestra  le  llamaba,  porque  creo  que  estaba  encargado  de  la 

rigí a Lisis. mvigilancia del sacrificio. Luego que se retiró Menexenes,{4} me di

dre y tu madre te quieren mucho; ¿no es así?  —Dime, Lisis, tu pa —Mucho, me dijo. 

rrán hacerte lo más feliz del mundo?  —Por consiguiente, ¿que —¿Puede ser otra cosa?  Y  ¿consideras  dichoso  al  que  es  esclavo  y  no  es  libre  de  hacer  lo  que —

quiere?  —No, ¡por Júpiter! no es dichoso.  Entonces  tu  padre  y  tu madre,  si  te  aman  verdaderamente  y  quieren  tu 

acer los mayores esfuerzos para hacerte dichoso. —felicidad, deben h —Es claro. [228]  —¿Te  dejan,  pues,  hacer  todo  lo  que  quieres,  sin  regañarte  nunca,  ni impedirte obrar a tu capricho? 

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 ¡Por  Júpiter!  sucede  todo  lo  contrario; me  impiden  hacer muchas  cosas, —

Sócrates.  —¿Cómo  así?  ¿quieren  que  seas  dichoso,  y  te  impiden  hacer  tu  voluntad? ime;  ¿si  quisieses montar  en  uno  de  los  carros  de  tu  padre,  y  tomar  las 

ermitiría tu padre o te lo prohibiría? Driendas cuando hay alguna lucha, te lo p

ermitiría.  —Ciertamente que no me lo p —Y ¿a quién lo encomienda?  —Hay un conductor que recibe por esto un salario de mi padre.  ¿Qué dices? ¿permite a un mercenario mejor que a tí hacer lo que quiere 

a además un salario? —de los caballos, y le d —¿Por qué no? dijo.  ¿Pero se te permite conducir la yunta de mulas y castigarlas con el látigo —

cuando te acomode? 

eso?  —¿Cómo quieres que se me permita  —Entonces nadie puede castigarlas. 

 dijo; el mulatero puede hacerlo.  —Sí, verdaderamente,

 o esclavo?  —¿Es libre —Esclavo.  —Tus padres, a lo que veo, hacen más caso de un esclavo que de ti , que eres su hijo, puesto que le confían, con preferencia a ti, lo que les pertenece, y le ermiten hacer lo que quiere en el acto mismo que te lo prohíben a ti. Pero 

nducirte por ti mismo? pdime aún; ¿te dejan en libertad de co

e permitir?  —¿Cómo me lo habían d

¿Pues quién te guía?  — 

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—Mi pedagogo, que ahí está.  —¿Es esclavo? [229]  —Sí, y propiedad nuestra.  Vaya  una  cosa  singular,  dije  yo:  ¡ser  libre  y  verse  gobernado  por  un 

 para gobernarte? —esclavo! ¿qué hace tu pedagogo —Me lleva a casa del maestro. 

os ¿mandan sobre tí igualmente?  —Y tus maestr —Sí, y mucho.  —Vaya ¡un hombre rodeado de maestros y pedagogos por la voluntad de su padre! Pero cuando vuelves a casa y estás cerca de  tu madre, ¿te deja ésta hacer lo que quieres para que seas dichoso? por ejemplo, ¿te deja revolver la ana  y  tocar  al  telar, mientras  ella  teje,  o  antes  bien  te  prohíbe  tocar  a  la llanzadera, al peine y a los demás instrumentos de trabajo?  Lisis  echándose  a  reír,  ¡por  Júpiter!  Sócrates,  me  dijo,  no  sólo  me  lo —

prohíbe, sino que me pega en los dedos si llego a tocar.  ¡Por  Hércules!  exclamé  yo,  ¿has  hecho  alguna  ofensa  a  tu  padre  o  a  tu —

madre? 

nd —No, ¡por Júpiter! no les he ofe ido en nada, me respondió.  —Pues ¿de dónde nace que  te  impiden ser dichoso y hacer  lo que quieras, obligándote todos los instantes del día a ser obediente, y, para decirlo de una vez, a reducirte a la condición de no hacer nada por tu voluntad, puesto que de  todas  estas  riquezas  ninguna  está  a  tu  disposición,  como  que  todo  el mundo  las  administra  excepto  tú,  y  tu  cuerpo  mismo,  a  pesar  de  ser  tan ermoso, no te presta ningún uso, toda vez que otro, distinto que tú, le cuida 

ada a tu voluntad. hy le gobierna? En definitiva, tú, Lisis, ni haces ni diriges n

ngo la edad, Sócra —Es, respondió, porque aún no te tes.  —Mira,  hijo  de Demócrates,  que  acaso  la  edad  no  sea  la  verdadera  razón, porque hay cosas, tan importantes [230] como las que hemos referido, que a 

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mi parecer tus padres te dejarán ejecutar sin reparar en tus pocos años. Por jemplo, cuando quieren que se les lea o se les escriba alguna cosa, es seguro 

imero a quien se dirijan en casa, ¿no es así? eque serás tú el pr —Sí, respondió.  —Y cuando escribes, ¿no eres libre de trazar esta letra la primera y aquella la segunda y leerlas en seguida en el mismo orden? Asimismo, cuando coges la  lira,  te  impiden  tus  padres  aflojar  o  apretar  las  cuerdas  que  quieres untear o tocar con el plectro? p  —No.  ¿Por qué razón te permiten unas cosas y te prohíben otras, según hemos —

dicho? 

o —Sin duda, porque unas cosas las sé y  tras no las sé.  —Bien,  excelente  joven.  Luego  no  es  la  edad  la  que  espera  tu  padre  para ermitirte hacer todas las cosas, porque el día que te crea más hábil que él, 

os sus bienes y hasta su persona. pese día te confiará tod —Así lo pienso, dijo.  —Bien, pero dime; ¿tu vecino no hará contigo lo mismo que tu padre, y no rees  que  te  entregará  su  casa  para  gobernarla,  más  bien  que  para 

 te crea más hábil que él? cadministrarla, el día en que —Creo que me la confiará.  Y los atenienses a su vez, ¿no te confiarán sus negocios, en el momento en 

xperimentado? —que te crean más e —Sí, ciertamente.  —¡Por  Júpiter!  repuse  yo,  ¿qué  haría  el  gran  rey  de  Persia?  Entre  su  hijo mayor y nosotros, ¿a quién confiaría el cuidado de dar sazón a los distintos latos de su mesa, si le probásemos que nosotros somos más entendidos que u hijo en la preparación de condimentos? ps 

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—A nosotros, evidentemente.  Más aún; no permitiría que su hijo se mezclara en [231] nada, y a nosotros 

ún cuando quisiéramos echar la sal a puñados. —nos dejaría obrar, a —Sin duda alguna.  Dime más: si su hijo tuviese malos los ojos, ¿le permitiría tocarlos con sus 

ue no entiende nada de medicina, o se lo impediría? —manos, sabiendo q —Se lo impediría.  —Pero si nos tuviese a nosotros por buenos médicos, ¿no nos dejaría obrar, ún  cuando  quisiéramos  llenar  de  ceniza  los  ojos  del  hijo,  confiando  en 

d? anuestra habilida —Tienes razón.  ¿Y no sucedería lo mismo en cuantas ocasiones parezcamos nosotros más —

hábiles que su hijo?  —Necesariamente, Sócrates.  —Ya ves  lo que sobre esto pasa, mi querido Lisis;  en  las  cosas en que nos hemos  hecho  hábiles,  se  fía  de  nosotros  todo  el  mundo,  los  griegos,  los bárbaros,  los  hombres,  las mujeres,  y  nadie  nos  impide  obrar  como mejor nos  parezca;  y  no  sólo  nos  gobernamos  a  nosotros  mismos,  sino  que gobernamos a los demás, y guardamos a la vez el uso y el provecho de todo lo  que  les  pertenece.  Pero  en  las  cosas  en  que  no  tenemos  ninguna experiencia,  nadie  querrá  dejarse  conducir  a  gusto  nuestro;  no  habrá  uno que no ponga obstáculos, y no sólo los extraños, sino también nuestro padre, nuestra madre, y  cualquier otro pariente más próximo,  si pudiese haberle; eremos esclavos de los demás; y nuestros propios bienes no serán nuestros, 

o que no nos serán de ninguna utilidad. ¿Me concedes todo esto? spuest —Sí.  ¿Amaremos  y  seremos  amados  con  relación  a  las  cosas  en  que  no 

r de alguna utilidad? —podamos se —No, dijo. 

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 —¿Así es, que  tu padre no  te amará respecto a  las cosas en que no  le seas til, y lo mismo sucederá [232] con todos los hombres, los unos respecto de úlos otros?  —Yo lo creo así.  —Si te haces hábil, querido mío, todo el mundo te amará, todo el mundo se unirá a ti por cariño, porque serás un hombre útil y bueno. Si no, no tendrás n  amigo;  ni  tu  padre,  ni  tu madre,  ni  tus parientes,  ni  ningún hombre,  te 

osible ser orgulloso cuando no se sabe nada, Lisis? uamarán. Y dime, ¿es p —Eso no puede ser. 

i tienes necesidad de un maestro, es prueba de que no sabes mucho.  —Y s —Sí. 

sto que no eres un sabio.  —Por consiguiente, tú no eres orgulloso, pue —No, ¡por Júpiter! respondió, no creo serlo.  En este momento dirigí una mirada a Hipotales, y poco faltó para darle cara, porque vino a mi mente la idea de decirle: he aquí, Hipotales, cómo conviene hablar a la persona que se ama; he aquí cómo es bueno enseñarle modestia y humildad, en vez de corromperle, como tú haces con tus adulaciones. Pero viéndole muy inquieto y muy turbado por nuestra conversación, recordé que se había puesto detrás de los demás para ocultarse de Lisis. Contuve, pues, mi lengua, y guardé mis reflexiones. Menexenes volvió y tomó asiento junto a Lisis. entonces éste, con su gracia infantil, y sin dar cuenta Menexenes, me ijo  por  lo  bajo:  Sócrates,  repite  ahora  delante  de Menexenes  todo  lo  que dacabas de decirme. 

ás, Lisis, porque me has prestado mucha atención.  —Tú mismo se lo dir —Mucha, en efecto.  Trata  de  recordar  nuestra  conversación  para  repetírsela,  y  si  se  te  ha lvidado algo, me lo preguntas la primera vez que nos veamos. —o 

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—No  dejaré  de  hacerlo,  Sócrates,  y  vive  persuadido  [233]  de  ello.  Pero regunta  por  lo  menos  a  Menexenes,  sobre  cualquier  otro  objeto,  porque pquerría no dejar de escucharte hasta la hora de volver a casa.  —Corriente,  puesto  que  lo  exiges;  pero  es  preciso  que  estés  dispuesto  a enir en mi auxilio, si Menexenes me hace objeciones, porque ya sabes que ves un gran disputador.  Sí, ¡por Júpiter!, es muy disputador, y por eso mismo deseo que hables con —

él.  —Para que sea yo materia de risa; ¿no es así?  —No ¡por Júpiter!, sino para que le escarmientes.  —La  cosa  no  es  tan  fácil,  porque Menexenes  es  un  hombre  terrible,  es  un erdadero discípulo de Ctesipo. Y el mismo Ctesipo, ¿no ves que está cerca vde ti? 

n Menexenes; yo te lo suplico.  —No hagas caso de nada, y razona co —Razonemos; también yo lo quiero.  omo cuchicheábamos entre nosotros, Ctesipo dijo: ¿porqué habláis bajo, y Cno nos hacéis partícipes de la conversación?  —Todo lo contrario; se os va a dar parte, porque hay una cosa que Lisis no omprende,  y  sobre  la  que  quiere  que  yo  interrogue  a Menexenes,  que  la 

. centenderá mejor, según dice —¿Por qué no preguntarle?  —Es lo que voy a hacer. Menexenes, dije yo entonces, responde, te lo suplico, a  la  pregunta  que  te  voy  a  hacer.  Hay  una  cosa  que  yo  deseo  desde  mi infancia,  así  como  cada  hombre  tiene  sus  caprichos;  uno  quiere  tener caballos;  otro,  perros;  otro,  oro;  otro,  honores.  Para  mí  todo  esto  es indiferente,  y  no  conozco  cosa  más  envidiable  en  el  mundo  que  tener amigos,  y  querría  más  tener  un  buen  amigo  que  la  mejor  codorniz,{5}  el mejor gallo, y lo que [234] es más, ¡por Júpiter! el más hermoso caballo y el más precioso perro del mundo; sí, ¡por el Can! ¡yo preferiría un amigo a todo el  oro  de Darío,  y  a Darío mismo;  tan  apetecible  y  tan digna me parece  la 

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amistad!  Y me  llama  la  atención  una  cosa,  y  es  que,  siendo  Lisis  y  tú  tan jóvenes, hayáis tenido la fortuna de adquirir tan pronto un bien tan grande, tú, Menexenes, inspirando a Lisis un afecto tan vivo y tan precoz, y tú, Lisis, que a tu vez has sabido conquistar a Menexenes. Con respecto a mí, estoy tan distante  de  tal  fortuna,  que  ni  sé  cómo  un  hombre  se  hace  amigo  de  otro ombre. Aquí tienes la razón porque te lo pregunto y te lo pregunto a ti, que htienes que saberlo.  —Dime, pues, Menexenes, cuando un hombre ama a otro, ¿cuál de los dos se hace amigo del otro? ¿El que ama se hace amigo de  la persona amada, o  la ersona  amada  se  hace  amigo  del  que  ama,  o  no  hay  entre  ellos  ninguna pdiferencia?  —Ninguna a mis ojos, respondió.  ¿Qué  quieres  decir  con  eso?  ¿Ambos  son  amigos,  cuando  sólo  el  uno  de —

ellos ama al otro? 

i e —Sí, a m  par cer.  ¿Pero  no  puede  suceder  que  el  hombre  que  ama  a  otro  no  sea —

correspondido?  —Verdaderamente sí.  —Y asimismo que sea aborrecido, como se cuenta de aquellos amantes que se creen aborrecidos por las personas que aman. Entre los más apasionados, cuántos  hay  que  no  se  creen  correspondidos,  y  cuántos  que  se  creen 

ismos! ¿no es verdad? dime. ¡aborrecidos por esos m —Es muy cierto, dijo. 

este caso el uno ama y el otro es amado.  —En  —Sí.  —Y bien, ¿cuál de los dos es el amigo? ¿Es el hombre que ama a otro, sea o no correspondido, y si cabe [235] aborrecido? ¿Es el hombre que es amado? o  bien  no  es,  ni  el  uno,  ni  el  otro,  puesto  que  no  se  aman  ambos ecíprocamente? ¿r 

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—Ni el uno, ni el otro, a mi pa ecer —Pero  entonces  sentamos  una  opinión  diametralmente  opuesta  a  la precedente; porque, después de haber sostenido que si uno de los dos amase l otro, ambos eran amigos, decimos ahora que no hay amigos allí donde la 

r . 

aamistad no es recíproca.  —En efecto, estamos a punto de contradecirnos.  Así, aquel que no corresponde o no paga amistad con amistad no es amigo 

que le ama. —de la persona  —Así parece.  —Por  consiguiente,  no  son  amigos  de  los  caballos  aquellos  que  no  se  ven correspondidos por los caballos, como no lo son de las codornices, ni de los perros, ni del  vino, ni de  la  gimnasia, ni  tampoco de  la  sabiduría,  a menos que la sabiduría no les corresponda con su amor; y así, aunque cada uno de llos ame todas estas cosas, no por eso es su amigo. Pero entonces falta a la everdad el poeta que ha dicho:  Dichoso  aquel  que  tiene  por  amigos  sus  hijos,  caballos  ligeros  para  las 

hospedaje en países lejanos.»{6} «carreras, perros para la caza y un  —No me parece que se equivoca. 

 decir que tú tienes por verdadero lo que dice?  —¿Es —Sí.  —En este caso, Menexenes, ¿el que es amado es el amigo del que le ama, sea que le corresponda o sea que le aborrezca, como los niños que no advierten ningún género de afección, y, si cabe, aborrecen a sus padres [236] cuando e les corrige, y que en ningún momento están más predispuestos en contra 

iestan estos mismos mayor cariño? sde éstos que cuando los manif —Esa es también mi opinión. 

igo no es aquel que ama sino el que es amado.  —Luego el am —Así parece. 

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 ¿Por  este  principio  es  enemigo  aquel  que  aborrece,  y  no  aquel  que  es —

aborrecido?  —Así parece.  —En este concepto muchos son amados por sus enemigos y aborrecidos por sus amigos, puesto que el amigo es aquel que es amado, y no aquel que ama. Pero parece increíble, Menexenes, o más bien imposible que uno sea amigo e su enemigo y enemigo de su amigo. d  —Eso es cierto, Sócrates.  Si  esto  es  imposible,  ¿el  que  ama  es  naturalmente  amigo  del  que  es —

amado?  —Así parece. 

, ¿es enemigo del que es aborrecido?  —Y el que aborrece —Necesariamente.  —Henos aquí otra vez con la opinión que manifestamos antes: que muchos son amigos de los que no son sus amigos, y muchas veces de sus enemigos, cuando  aman  a  quien  no  los  ama  o  los  aborrece.  Además,  muchas  veces somos enemigos de gentes que no son enemigos nuestros, y que quizá son uestros  amigos,  como  cuando  aborrecemos  a  quien  no  nos  aborrece,  y nquizá nos ama.  —Eso es probable.  —Si  el  amigo  no  es  el  que  ama,  ni  lo  es  el  que  es  amado,  ni  tampoco  el hombre que  a  la  vez  ama y  es  amado,  ¿qué  es  lo que debemos deducir de quí?  ¿Existen  entre  los  hombres  otras  relaciones,  de  las  que  pueda adeducirse la amistad?  —Yo, Sócrates, no veo ninguna. [237]  —¿Quizá,  Menexenes,  al  comenzar  nuestra  indagación,  tomamos  mal camino? 

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 —Así es, Sócrates, exclamó Lisis, ruborizándose al pronunciar esta palabra, que  me  pareció  habérsele  escapado,  efecto  de  la  mucha  atención  que restaba  a  lo  que  estábamos diciendo,  y  que  se  advertía  claramente  en  su psemblante.  Queriendo, pues, dar alguna tregua a Menexenes, encantado como estaba yo el  deseo  de  instruirse  que  manifestaba  Lisis,  emprendí  con  éste  la dconversación.  —Lisis,  le  dije,  creo  que  tienes  razón,  y  que  si  hubiéramos  dirigido mejor nuestra  indagación,  no  nos  habríamos  extraviado,  como  ha  sucedido. Dejemos, pues, este camino; porque para mí una indagación se parece a una especie de camino. Vale más volver al que los poetas nos han abierto, porque los poetas hasta cierto punto son nuestros padres y nuestros guías en cuanto a sabiduría. Quizá no han hablado a la ligera cuando han dicho, con motivo de la amistad, que es Dios mismo el que hace los amigos y que atrae los unos hacia los otros. He aquí, poco más o menos, a mi entender, cómo se explican: n Dios conduce el  semejante hacia  su  semejante,{7} y  se  lo hace conocer. 

unca este dicho vulgar? u¿No oíste n —No, dijo.  —¿Pero no  ignoras  la  opinión de  los  sabios,  que han dicho  en  los mismos términos, poco más o menos, que es de toda necesidad que lo semejante sea migo  de  lo  semejante?  Probablemente  son  los mismos  que  han  escrito  y 

a y sobre el universo. arazonado sobre la naturalez —Tienes razón, respondió. 

han dicho la verdad?  —Pero, dime, ¿ —Quizá. [238]  —Quizá la mitad de la verdad, y quizá la verdad toda entera, respondí a mi vez; pero nosotros no la comprendemos. El hombre malo se nos figura que es enemigo de otro hombre malo, y es tanto más malo, cuanto más se traten y  se  aproximen,  porque  encuentra  más  facilidad  de  causarle  daño.  Es mposible  que  los  seres  dañinos  y  los  que  están  expuestos  a  sus  tiros, uedan jamás hacerse amigos. ¿Es esta tu opinión? ip 

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—Sí, verdaderamente.  He  aquí,  ya,  que  la  mitad  de  lo  que  dicen  esos  sabios  es  una  falsedad, 

e malo es semejante al hombre malo. —porque el hombr —Eso es cierto.  —Pero  quizá  han  querido  decir,  que  sólo  los  hombres  de  bien  son semejantes  a  los hombres de bien y  son amigos entre  sí, mientras que  los malos, como se ha pretendido también, no se parecen en manera alguna, ni entre ellos, ni en sí mismos, porque son mudables y variables. En este caso o  puede  sorprender  que  lo  que  es  diferente  de  sí  mismo  no  se  parezca 

 sea amigo de nada. He aquí lo que yo creo: ¿y tú? nnunca a nada, ni —Yo lo mismo.  —Por  lo  tanto, mi  querido  amigo,  esto  es  probablemente  lo  que  significan estas palabras:  que  lo  semejante  es  amigo de  lo  semejante,  que equivale  a decir, que sólo el bueno es amigo del bueno, y que el malo es incapaz de una mistad verdadera, ni con el hombre de bien ni con otro malo. ¿Me concedes aesto? 

  Lo concedió. Ahora  ya  sabemos  quiénes  son  los  verdaderos  amigos,  porque  de  este 

aderos amigos son los hombres de bien. —razonamiento resulta, que los verd —Ese es mi dictamen, respondió.  —Y  el  mío,  repliqué  yo;  pero  encuentro,  sin  embargo,  alguna  dificultad. Veamos  pues,  ¡por  Júpiter!  y  [239]  comprobemos  mis  sospechas.  ¿Lo semejante es el amigo de  lo semejante, en  tanto que es semejante, y que a título de  tal  le es útil? O más bien, examinemos  la cosa bajo otro punto de vista.  ¿Lo  semejante  ofrece  a  su  semejante  alguna  ventaja,  que  no  pueda sacar de sí mismo, o causarle un daño, que no pueda de suyo experimentar? O de otra manera, ¿lo semejante puede esperar de su semejante alguna cosa, que  no  pueda  esperar  igualmente  de  sí mismo?  Si  así  es,  ¿para  qué  seres emejantes  han  de  aproximarse  el  uno  al  otro,  no  debiendo  sacar  de  ello 

s esto posible? sninguna utilidad? ¿E —No, es imposible. 

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 —Y el hombre que no habrá necesidad de buscar, ¿será nunca un amigo?  —De ninguna manera.  Pero  si  el  semejante no puede  ser amigo del  semejante,  ¿quizá el bueno 

o del bueno, no en tanto que semejante, sino en tanto que bueno? —será amig —Quizá. 

l bueno no se basta a sí mismo, en tanto que bueno?  —Sí, ¿pero e —Sin duda. 

que se basta a sí mismo, ¿tiene necesidad de ningún otro?  —Y el  —No. 

o necesidad de nadie, no buscará a nadie.  —No teniend —En efecto. 

ie, no amará a nadie.  —Si no busca a nad —No, ciertamente. 

 a nadie, él mismo no será amado.  —Y si no ama —No lo creo.  —¿Cómo los buenos pueden ser amigos de los buenos, cuando, estando los unos  separados  de  los  otros,  no  se  desean  mutuamente,  puesto  que  se bastan  a  sí mismos,  y  que  estando  los  unos  inmediatos  a  los  otros,  no  se irven  para  [240]  nada  recíprocamente?  ¿Cuál  es  el  medio  de  que  tales 

stimar entre sí? sgentes se puedan e —Imposible, dijo. 

stiman, ¿no serán amigos?  —Pero si no se e —Dices verdad. 

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 Mira, Lisis,  el  chasco que nos hemos  llevado.  ¿No ves ahora que nuestro 

ompleto? —engaño ha sido c —¿Pues cómo?  —He oído en una ocasión ciertas palabras que ahora recuerdo, y son, que lo semejante es lo más hostil posible de lo semejante, y los hombres de bien los más hostiles de los hombres de bien. El que me lo decía tomaba por testigo a Hesiodo, y citaba este verso: «El ollero es por envidia enemigo del ollero, el cantor del cantor, y el pobre de pobre.»{8} Y añadía, que en todas las cosas los seres, que se parecen más, son los más envidiosos, los más rencorosos y los  más  hostiles  entre  sí;  mientras  que  los  que  más  se  diferencian,  son necesariamente  más  amigos.  El  pobre  lo  es  del  rico,  el  débil  del  fuerte,  a causa  de  los  socorros  que  esperan,  como  lo  es  el  enfermo  del  médico.  El ignorante  por  la  misma  razón  busca  y  ama  al  sabio.  La  misma  persona sostenía su tesis con abundancia de razones, diciendo que tan distante está que  lo  semejante sea amigo de  lo  semejante, que sucede  todo  lo contrario, puesto que todo ser desea, no el ser que se le parece, sino el que es opuesto a su naturaleza. Así  lo  seco,  es  amigo de  lo húmedo,  lo  frío de  lo  caliente,  lo amargo de lo dulce, lo agudo de lo obtuso, lo vacío de lo lleno, lo lleno de lo vacío,  y  así de  todo  lo demás, porque  lo  contrario ofrece un alimento a  su contrario,  mientras  que  lo  semejante,  nada  puede  aprovechar  de  lo emejante.{9}  Y  esto  lo  sostenía  con  mucha  [241]  soltura  y  en  lenguaje sagradable. ¿Qué juicio formáis vosotros dos?  —Para mí, la tesis tiene cierto aire de exactitud. 

remos absolutamente que lo contrario es amigo de lo contrario?  —¿Di —Sí.  —También  yo  lo  digo,  Menexenes;  ¿pero  no  tienes  esta  opinión  por  muy singular?  ¿Y  no  ves  levantarse  contra  nosotros  sobre  la  marcha  a  estos adversarios ardorosos y hábiles, que van a preguntarnos si la amistad es lo ás contrario posible al aborrecimiento? ¿Qué les responderemos? ¿No nos 

 confesar que tienen razón? mveremos forzados a

Necesariamente.  — 

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—Nos  dirán  entonces:  ¿es  cierto,  que  el  odio  es  amigo  de  la  amistad,  o  la ? amistad amiga del odio

 —Ni lo uno, ni lo otro.  ¿Y el justo es amigo del injusto, el moderado del inmoderado, el bueno del —

malo?  —Yo no lo creo.  Me  parece,  sin  embargo,  que  si  la  desemejanza  engendrase  la  amistad, 

as deberían ser amigas. —estas cosas contrari —Necesariamente.  Por  consiguiente,  lo  semejante  no  es  el  amigo  de  lo  semejante,  ni  lo 

o de lo contrario. —contrario el amig —No es posible.  —Pasemos a otro punto. Puesto que la amistad no se encuentra en ninguno e los principios que acabamos de examinar, veamos si lo que no es bueno, 

ad el amigo de lo que es bueno. dni malo, podría ser por casualid —¿Qué quieres decir con eso?  —¡Por  Júpiter!  yo  ya  no  sé  qué  decir,  porque  experimento  una  especie  de vértigo  al  ver  la  incertidumbre  de  nuestros  razonamientos.  Creo  ver también, conforme al [242] antiguo adagio, que la amistad reside quizá en la belleza.{10} Pero nuestro objeto es como los fantasmas delicados,  ligeros e ncoercibles,  y he aquí por qué  tenemos  tanta dificultad en deslindarle. En 

s bello. ¿Y tú qué piensas? ifin, digo que lo bueno e —Yo lo creo también.  —Asimismo  digo,  por  adivinación,  que  lo  que  no  es,  ni  bueno,  ni malo,  es amigo  de  lo  bueno  y  de  lo  bello.  Escucha  ahora  sobre  qué  fundo  mis conjeturas.  Me  parece  que  existen  tres  géneros:  lo  bueno,  de  una  parte; espués  lo  malo;  y,  por  último,  lo  que  no  es,  ni  bueno,  ni  malo.  ¿Qué  te arece? dp 

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—Estoy conforme. —Igualmente  me  parece,  después  de  nuestras  precedentes  indagaciones, que  lo bueno no puede ser amigo de  lo bueno, ni  lo malo de  lo malo, ni  lo bueno  de  lo malo.  Resta,  pues,  para  que  la  amistad  sea  posible  entre  dos géneros, que lo que no es, ni bueno, ni malo, sea el amigo de lo bueno, o de na cosa que se le aproxime, porque con respecto a lo malo no puede nunca 

d. 

 

uexcitar la amista —Eso es cierto.  Lo semejante, como ya lo hemos dicho, no puede ser tampoco el amigo de 

ejante, ¿no es así? —lo sem —Sí. 

ni bueno, ni malo, no amará lo que se le parece.  —Y lo que no es,  —No es posible. 

 malo, no puede amar más que lo bueno.  —Luego lo que no es, ni bueno, ni —Necesariamente, a mi parecer.  —Veamos ahora, mis queridos amigos, dije  yo,  si  este  [243]  razonamiento nos conduce al término que deseamos. Fijémonos, por ejemplo, en el cuerpo. Cuando está sano, no tiene ninguna necesidad de medicina, porque se basta   sí mismo,  y  el  hombre  sano  jamás  amará  al médico  sino  en  razón de  su 

 es así? asalud; ¿no —Jamás. 

ue es el enfermo el que ama al médico a causa de la enfermedad.  —Yo creo, q —Sin duda.  Pero  la enfermedad es un mal, mientras que  la medicina es un bien muy —

útil 

Sí.  — 

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—En cuanto al cuerpo como cuerpo, no es, ni malo, ni bueno.  —No.  Y a causa de  la enfermedad,  ¿el  cuerpo está obligado a buscar y amar  la —

medicina?  —Evidentemente.  Luego lo que no es, ni malo, ni bueno, es amigo de lo que es bueno, a causa 

al. —de la presencia del m —Así me lo parece.  —Pero evidentemente, si es amigo de lo bueno, es antes que la presencia del mal le haya hecho malo; porque si el cuerpo estuviese malo, jamás desearía i amaría lo bueno, por la imposibilidad, reconocida ya por nosotros, de que 

bueno. nlo malo pueda ser amigo de lo  —En efecto, eso es imposible.  —Fijad bien la atención en lo que voy a decir. Digo que ciertas cosas son las mismas que lo que se encuentra en ellas, y otras cosas no. Por ejemplo, si se uiere teñir de este o de aquel color un objeto cualquiera, digo que el color 

n el objeto. qse encontrará co —Ciertamente.  Pero en esté caso, el objeto colorado ¿será el mismo en cuanto al color que 

244] —lo que es en sí mismo? [ —No te entiendo, dijo.  Veamos,  le  respondí,  otra  explicación.  Si  se  tiñesen  de  albayalde  tus 

ente rubios, ¿serían blancos en realidad o en apariencia? —cabellos, naturalm —En apariencia. 

 embargo, ¿la blancura se encontraría en los cabellos?  —Sin —Sí. 

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 Y  no  por  esto  serían  blancos.  De  suerte  que  en  este  caso,  a  pesar  de  la 

encuentra en ellos, tus cabellos no son, ni blancos, ni negros. —blancura que se  —Eso es cierto.  —Pero, amigo mío, cuando la vejez les haya hecho tomar este mismo color, no  serán  de  hecho  semejantes  a  lo  que  se  encontrará  en  ellos,  es  decir, 

resencia de la blancura? ¿verdaderamente blancos por la p —No puede ser de otra manera.  —He aquí ahora la cuestión que te propongo: cuando una cosa se encuentra on otra, ¿se hace la misma que esta otra? ¿Sucede esto cuando se la une de 

 la une de una manera diferente? cuna cierta manera, y no cuando se —Esto ya lo entiendo mejor, dijo.  Así pues, lo que no es, ni bueno, ni malo, ¿así puede no hacerse malo por la 

como puede hacerse? —presencia del mal,  —Sí, ciertamente.  —Por  consiguiente,  cuando,  a  pesar  de  la  presencia  del mal,  lo  que  no  es malo,  ni  bueno,  no  se hace malo,  es  porque  la  presencia misma del mal  le hace  desear  el  bien;  pero  si  se  ha  hecho  malo,  la  presencia  del  mal igualmente  le separa a  la vez del deseo y del amor del bien, puesto que en ste caso ya no es el ser que no es, ni bueno, ni malo, sino que es un ser malo 

ar el bien. eincapaz de am —En efecto.  —Conforme a esto, podríamos decir que  los que son  [245] ya  sabios,  sean dioses u hombres, no pueden amar la sabiduría, así como no pueden amarla los  que,  a  fuerza  de  ignorar  el  bien,  se  han  hecho  malos,  porque,  ni  los ignorantes, ni los malos aman la sabiduría. Restan aquellos, que no estando absolutamente exentos, ni de mal, ni de  ignorancia, no están,  sin embargo, pervertidos hasta  el  punto de no  tener  conciencia de  su  estado,  y que  son aún capaces de dar razón de lo que no saben. Estos, que no son, ni buenos, ni malos,  aman  la  sabiduría, mientras  que  los  que  son del  todo buenos o  del todo malos  no  pueden  amarla.  En  efecto,  hemos  demostrado  antes  que  lo 

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contrario no es amigo de su contrario, ni  lo semejante de  lo semejante, ¿lo recordareis?  —Perfectamente.  —Creo  que  ahora,  Lisis  y  Menexenes,  hemos  descubierto  más  claro  que nunca lo que es el amigo y lo que no lo es. Diremos, pues, que con relación al lma, con relación al cuerpo, por todas partes, en fin, lo que no es, ni bueno, ani malo, es el amigo de lo que es bueno, a causa de la presencia del mal.  Ambos lo confesaron, y convinieron en que así era absolutamente. Yo mismo me consideré dichoso y me di por satisfecho, como el cazador que asegura u presa; mas después, yo no sé cómo, concebí una terrible sospecha de que sno habíamos descubierto la verdad. Y como de repente y turbado, dije:  ¡Ah! Lisis y Menexenes, gran riesgo corremos de que lo dicho no sea más —

que un precioso sueño.  —¿Por qué? me preguntó Menexenes.  Me temo, le respondí, que nos hemos llevado chasco en nuestros discursos 

istad, como sucede a los charlatanes. —sobre la am —¿Cómo? 

l que ama, ¿ama alguna cosa o no? [246]  —Lo vamos a ver bien pronto; e —Necesariamente alguna cosa.  ¿Lo ama por nada y en vista de nada, o lo ama por algo y en vista de alguna —

cosa?  —Por alguna causa seguramente y en vista de alguna cosa.  Y  esta  cosa,  en  vista  de  la  que  él  ama,  ¿la  ama,  o  bien  no  es  amiga,  ni —

enemiga suya? 

No puedo seguirte, me dijo.  — 

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—Tienes  razón;  quizá  comprenderás más  fácilmente  de  otra manera,  y  yo ismo  sabré  también  mejor  lo  que  quiero  decir.  El  enfermo,  como  ya 

os antes, es amigo del médico, ¿no es así? mdijim —Sí. 

ma al médico, es a causa de la enfermedad y en vista de la salud.  —Si a —Sí. 

rmedad es un mal.  —Pero la enfe —¿Cómo no? 

un bien o un mal, o no es, ni lo uno, ni lo otro?  —Y la salud ¿es  —Un bien, dijo.  —Ya hemos dicho, me parece, que el cuerpo que no es, ni bueno, ni malo en sí,  ama  la medicina a  causa de  la enfermedad, es decir,  a  causa de un mal; ientras que la medicina es un bien, y además se ama la medicina en vista 

salud. Y la salud es un bien, ¿no es así? mde la  —Sí. 

d es amiga o enemiga?  —¿La salu —Amiga. 

d es enemiga?  —¿Y la enfermeda —De hecho lo es.  Luego lo que en sí no es, ni malo, ni bueno, ama lo que le es bueno, a causa 

 vista de lo que es bueno. —de lo que le es malo, y en —Me parece bien. [247]  El que ama, por consiguiente, ¿ama lo que le es amigo a causa de lo que le s enemigo? —e 

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—Así parece.  —Bien;  pero  ahora,  queridos  míos,  tengamos  cuidado  de  no  dejarnos engañar. No insisto sobre este punto de que el amigo se ha hecho el amigo del amigo y lo semejante amigo de su semejante, por más que lo creyéramos mposible; examinemos más bien si hay algún error en lo que acabamos de 

r. La medicina, hemos dicho, se la ama en vista de la salud. isenta —Sí. 

a salud.  —Luego se ama l —Seguramente. 

i se la ama ¿es en vista de alguna cosa?  —Y s —Sí. 

 cosa que también se ama, para ser fieles a nuestras premisas.  —De alguna —Sin duda. 

e amará esta cosa a su vez en vista de alguna otra que también se ame.  —Y s —Sí.  —Prosiguiendo  así  indefinidamente,  es  necesario  que  lleguemos  a  un principio que no suponga ninguna otra cosa amada, a un primer principio de mistad,  el  mismo  en  cuya  virtud  decimos  que  amamos  todas  las  demás acosas.  —Necesariamente.  —Digo ahora, que es preciso tener presente que todas las demás cosas que nosotros amamos, en vista de esta primera, no nos causen ilusión, porque no son  más  que  imágenes,  mientras  que  ese  primer  principio  es  el  único  y primer bien, a decir verdad, que nosotros amamos. He aquí cómo es preciso entenderlo.  Cuando  se  da  un  gran  valor  a  una  cosa,  como  un  padre  que prefiere un hijo, por ejemplo, a todos los demás bienes, ¿no habrá otro [248] objeto  al  que  este  padre  dé  también  un  gran  valor  como  resultado  de  su 

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amor al hijo? Si le dicen que su hijo bebió la cicuta, ¿no dará un gran valor al  el vino puede salvarle? vino, si cree que

 —Ciertamente. 

también a la vasija que contenga el vino?  —¿No se lo dará  —Seguramente.  —¿No hará entonces más caso de una copa de barro o de  tres medidas de vino que de su hijo? Y así es preciso decir, que lo que amamos no son estas cosas que buscamos en vista de otra, sino que amamos esta cosa misma, en cuya vista ansiamos las otras cosas; y aunque se diga que amamos el oro y el dinero,  nada  hay menos  verdadero,  porque  lo  que  amamos  es  aquello  en uya vista damos valor al oro y al dinero y a otros bienes igualmente. ¿No es ccierto esto?  —Muy cierto.  —Apliquemos este razonamiento a la amistad, y digamos que todas las cosas que  llamamos  amigas,  amándolas  en  vista  de  otra  cosa,  no  merecen  este ombre;  no  hay  más  amigo  que  ese  principio  a  que  se  refieren  todas nnuestras pretendidas amistades.  —Bien puede suceder que así sea.  Por  consiguiente,  el  amigo  verdadero  jamás  es  amado  en  vista  de  otro —

amigo.  —Eso es cierto.  He  aquí  lo  que  resulta  probado:  el  amigo  no  es  amado  en  vista  de  otro 

mos lo bueno? —amigo. ¿Pero no ama —Me parece que sí.  —¿Lo bueno es amado a causa de lo malo? Sí, por ejemplo, de nuestros tres géneros: lo bueno, lo malo y lo que no es malo, ni bueno, no quedasen más que dos, y el tercero, el mal,  llegase a desaparecer, y no [249] atacase ni al cuerpo ni al alma, ni a ninguna de estas cosas que hemos llamado, ni buenas, ni malas  ¿no  es  cierto que  lo  bueno no nos  serviría  de nada,  y  que  se nos 

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haría  inútil?  No  existiendo  nada  que  nos  perjudicase,  ninguna  necesidad tendríamos  del  socorro  de  lo  bueno.  En  este  concepto  sería  del  todo evidente que a causa del mal únicamente es como nosotros buscaríamos el bien,  y  que  no  le  amaríamos  sino  como  remedio  del  mal,  siendo  el  mal nuestra enfermedad, porque, cuando no existe el mal, no hay necesidad de remedios. Digo,  pues,  que  lo  bueno  es  de  tal  naturaleza,  que nosotros  que stamos entre el bien y el mal, no podemos amarle sino a causa del mal, y 

na utilidad. eque en sí mismo no es de ningu —Me parece bien que sea así.  —Por  lo  tanto,  este  amigo,  al  que  se  refieren  todas  nuestras  pretendidas amistades por  las cosas que amamos en vista de otra, en nada se parece a estas cosas. A estas las llamaremos amigas en vista de otra cosa amiga. Pero el  amigo  verdadero  es  de  una  naturaleza  del  todo  opuesta.  No  existe  en efecto,  como ya  dijimos,  sino  con  relación  a  lo  que  es  enemigo  nuestro;  si ste  enemigo  llegara  a  desaparecer,  el  amigo  igualmente  cesará  de  existir epara nosotros.  —Yo no lo creo, por lo menos, de la manera que ahora lo cuentas.  —¡Por Júpiter! dije yo, si se destruyera el mal ¿no habría hambre, ni sed, ni ningún  otro  de  estos  apetitos?  o más  bien,  aún  cuando  los  hombres  y  los animales fuesen distintos que como son hoy día, la sed ¿no existiría sin ser dañosa?  ¿O  bien  crees  tú  que  la  sed,  el  hambre  y  los  demás  apetitos quedarían  los mismos no  existiendo  el mal? Quizá  es  ridículo hablar de  lo que sucedería en semejante caso, ni quién puede saberlo. Pero lo seguro es ue, en el estado actual,  la sed unas veces es un bien, otras un mal para el 

ce; ¿no es así? [250] qque la satisfa —En efecto.  Luego el hombre que tiene sed o que satisface cualquier otro deseo, unas 

, otras mal y otras ni bien ni mal. —veces se encuentra bien —Sí, verdaderamente.  Y  si  el  mal  desapareciese,  dime;  lo  que  no  es  naturalmente  un  mal 

ía desaparecer con él? —¿deber —No. 

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 Luego  los  deseos,  que  no  son,  ni  buenos,  ni  malos,  ¿subsistirían  en 

 —ausencia del mal? —Así me parece.  Pero el que desea y el que ama, ¿puede no amar el objeto de sus deseos y —

de su amor?  —Yo no lo creo.  Habría  por  lo  tanto  amistades  posibles,  suponiendo  todos  los  males uidos. 

—destr —Sí.  —Si el mal diese origen a la amistad, una vez destruido el mal, la amistad no odría  existir,  porque  cuando  la  causa  cesa  es  imposible  que  el  efecto psubsista.  —Es exacto.  —¿No estamos acordes en que el que ama debe amar a causa de alguna cosa,  no hemos dado por sentado que lo que en sí no es, ni bueno, ni malo, debe 

 lo bueno a causa del mal? yamar —Sí.  Con  lo  expuesto  creo  haber  encontrado  otra  razón  de  amar  y  de  ser —

amado.  —Me parece bien.  —Pero en verdad, ¿el deseo será la causa de la amistad? El que desea ¿ama el objeto de sus deseos por todo el tiempo que lo desea? En este caso, todo lo ue  hemos dicho  sobre  la  amistad no  es más  que un discurso de  fantasía, qcomo si fuera un largo poema.  —Podría suceder que así fuera [251]  —En efecto, el que desea, dime, ¿no desea aquello de que tiene necesidad? 

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 —Sin duda. 

ue tiene necesidad ¿ama aquello de que tiene necesidad?  —El q —Sí. 

l que tiene necesidad ¿no es porque le falta aquello que necesita?  —Y e —Sí.  Me  parece,  por  consiguiente,  que  lo  conveniente  debe  ser  el  objeto  del 

seo; ¿qué decís a esto, Menexenes y Lisis? —amor, de la amistad y del de Ambos convinieron en ello.  Si los dos sois amigos, el uno del otro, es porque existe entre vosotros una —

conveniencia natural.  —Sí, muy grande, dijeron ambos.  —Por  lo  tanto, mis  queridos  jóvenes,  si  alguno  desea  o  ama  a  otro,  jamás podría  ni  desearle,  ni  amarle,  ni  buscarle,  si  no  encontrase  entre  él  y  el bjeto de su amor alguna conveniencia o afinidad de alma, de carácter o de oexterioridad.  —Es cierto, dijo Menexenes. Lisis guardó silencio. 

ar lo que nos conviene naturalmente nos parece cosa necesaria.  —Am —Sí.  ¿Y  es  también  una  necesidad  el  ser  amado  por  aquel  que  verdadera  y —

sinceramente se ama?  Lisis  y Menexenes  apenas  hicieron  signo  de  asentimiento;  pero  Hipotales, leno de gozo, mudaba cada instante de color. Queriendo yo poner en claro 

olesta  pinión, dije entonces:  —Si  lo  conveniente difiere de  lo  semejante, me parece,  Lisis  y Menexenes, que  hemos  encontrado  la  última  palabra  de  la  amistad.  Pero  si  lo 

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conveniente  y  lo  semejante  resultan  ser una misma  cosa,  no nos  será  fácil [252] sustraernos a la objeción propuesta ya, de que lo semejante es inútil a lo semejante, a causa de su misma identidad; y por otra parte sostener que el amigo no es útil, es un absurdo. ¿Queréis, para no alucinarnos con nuestros ropios  discursos,  que  demos  por  concedido,  que  lo  conveniente  y  lo 

rentes entre sí? psemejante son dife —Sí, lo queremos.  —Diremos también que lo bueno conviene a todo, y que lo malo no conviene a nada. ¿O bien es preciso decir, que lo bueno conviene a lo bueno, lo malo a o malo, y  lo que no es, ni bueno, ni malo en sí a  lo que no es, ni bueno, ni lmalo?  llos estuvieron conformes en que cada uno de estos géneros conviniese con Eel suyo respectivo.  —He aquí, mis queridos jóvenes, que hemos vuelto a las primeras opiniones obre  la  amistad,  a  las que ya hemos  rechazado, porque  lo  injusto  se hace 

njusto, como lo malo de lo malo, y lo bueno de lo bueno. samigo de lo i —En efecto.  ¡Pero qué! si  lo bueno y lo conveniente no son más que una misma cosa, 

ede ser amigo de lo bueno. —sólo lo bueno pu —Seguramente. 

refutado ya esto; ¿no os acordáis?  —Creo que hemos  —Nos acordamos.  —Entonces ¿para qué razonar más?  —¿No  es  claro,  que  a  nada  conduce?  Me  limitaré,  pues,  como  hacen  los abogados hábiles en sus defensas, a resumir todo lo que hemos dicho. Si el amigo no es el que ama, ni el que es amado, ni el semejante, ni el contrario, ni  lo bueno, ni  lo malo, ni ninguna de las demás cosas a que hemos pasado evista,  porque  por  su  mucho  número  no  puedo  recordarlas  todas,  si inguna de estas cosas, repito, es el amigo, entonces nada tengo que decir. rn 

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En este acto me vino la idea de provocar a alguno de [253] más edad, pero en  el  mismo  momento,  dirigiéndose  a  nosotros  como  demonios  los pedagogos  de  Lisis  y Menexenes,  con  los  hermanos  de  éstos,  los  llamaron para  volver  a  casa,  porque  era  ya  tarde.  Desde  luego,  todos  los  que estábamos  allí  presentes  quisimos  retenerlos,  pero  bien  pronto,  sin  hacer aprecio  de  nosotros,  se  pusieron  furiosos,  y  continuaron  llamando  los jóvenes en su lenguaje semi‐bárbaro; y como parecía que habían bebido con lgún exceso a causa de las fiestas, y no estaban por lo tanto en disposición ade escucharnos, cedimos al fin, y cortamos la conversación.  Cuando  se marchaban,  dije  a  Lisis  y Menexenes,  que nos habíamos puesto quizá en ridículo ellos y yo, viejo como ya soy, porque los que presenciaron a  conversación  irán  diciendo,  que  pensábamos  ser  amigos,  y  yo  lo  soy 

, y no hemos podido descubrir lo que es el amigo. lvuestro ———  {1} Patria de Demóstenes, según Plutarco.  2}  Hermes  presidía  a  las  palestras,  escuelas  públicas  de  educación  y  de 

ncia. {instrucción, como el Dios de la cie {3} La  ley prohibía,  antes de  los  sacrificios  y  en  el  lugar de  los mismos,  la ezcla de  los muy  jóvenes  con  los  jóvenes  y hombres  ya hechos. Por  esta m

razón, Sócrates se detiene en el vestíbulo.  4} Menexenes se trasladó solo al lugar reservado para los sacrificios, como {lo quiere la ley.  5}  Los  combates  de  gallos  y  codornices  eran  un  espectáculo  por  el  que {tenían mucha pasión los atenienses.  {6}  Son  los  versos  de  Solon,  de  que  Sócrates  abusa  con  intención, xtendiendo a los caballos, a los perros y al huésped la palabra amigo, que en ela frase sólo se aplica a los hijos. 

les. Véase a Diógenes Laercio, VIII, 76.  {7} Versos y doctrina de Empedoc {8} Las obras y los días, verso 25.  {9} Esta era la opinión de Heráclito. Véase Diógenes Laercio, IX, 1, 8. 

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 lo o  no  es  amado.  Teogmis, {10}  Lo  que  es  bel   es  amado,  lo  que  no  es  bell

to F osoverso 13. www.filosofia.org   Proyec il fía en español 

ricio  de  Azcárate  ·  Obras  completas © 2003 www.filosofia.org       Patde Platón Madrid 1871, tomo 2, páginas 221‐253