Download - 1.Dialegs de Joventut
1. Ordre dels diàlegs: Diàlegs de joventut: Apologia de Sòcrates , Critó, Eutifró, Ió , Laques , Protàgores , Càrmides, Lisis.
Apología de Sócrates
Yo no sé, atenienses, la impresión que habrá hecho en vosotros el discurso de mis acusadores. Con respecto a mí, confieso que me he desconocido a mí mismo; tan persuasiva ha sido su manera de decir. Sin embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad.
Pero de todas sus calumnias, la que más me ha sorprendido es la prevención que os han hecho de que estéis muy en guardia para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el mentís vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy elocuente, es el colmo de la impudencia, a menos que no llamen elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera; porque, repito, no han dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais a saber de mi boca la pura verdad, no, ¡por Júpiter!, en una arenga vestida de sentencias brillantes y palabras escogidas, como son los discursos de mis acusadores, sino en un lenguaje sencillo y espontáneo; porque descanso en la confianza de que digo la verdad, y ninguno de vosotros debe esperar otra cosa de mí. No sería propio de mi edad, venir, atenienses, ante vosotros como un joven que hubiese preparado un discurso.
Por esta razón, la única gracia, atenienses, que os pido es que cuando veáis que en mi defensa emplee [50] términos y maneras comunes, los mismos de que me he servido cuantas veces he conversado con vosotros en la plaza pública, en las casas de contratación y en los demás sitios en que me habéis visto, no os sorprendáis, ni os irritéis contra mí; porque es esta la primera vez en mi vida que comparezco ante un tribunal de justicia, aunque cuento más de setenta años.
Por lo pronto soy extraño al lenguaje que aquí se habla. Y así como si fuese yo un extranjero, me disimularíais que os hablase de la manera y en el lenguaje de mi país, en igual forma exijo de vosotros, y creo justa mi petición, que no hagáis aprecio de mi manera de hablar, buena o mala, y que miréis solamente, con toda la atención posible, si os digo cosas justas o no, porque en esto consiste toda la virtud del juez, como la del orador: en decir la verdad.
Es justo que comience por responder a mis primeros acusadores, y por refutar las primeras acusaciones, antes de llegar a las últimas que se han suscitado contra mí. Porque tengo muchos acusadores cerca de vosotros hace muchos años, los cuales nada han dicho que no sea falso. Temo más a estos que a Anito y sus cómplices{1}, aunque sean estos últimos muy elocuentes; pero son aquellos mucho más temibles, por cuanto, compañeros vuestros en su mayor parte desde la infancia, os han dado de mí muy malas noticias, y os han dicho, que hay un cierto Sócrates, hombre sabio que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra y que sabe convertir en buena, una mala causa.
Los que han sembrado estos falsos rumores son mis más peligrosos acusadores, porque prestándoles oídos, llegan [51] los demás a persuadirse que los hombres que se consagran a tales indagaciones no creen en la existencia de los dioses. Por otra parte, estos acusadores son en gran número, y hace mucho tiempo que están metidos en esta trama. Os han prevenido contra mí en una edad, que ordinariamente es muy crédula, porque erais niños la mayor parte o muy jóvenes cuando me acusaban ante vosotros en plena libertad, sin que el acusado les contradijese; y lo más injusto es que no me es permitido conocer ni nombrar a mis acusadores, a excepción de un cierto autor de comedias. Todos aquellos que por envidia o por malicia os han inoculado todas estas falsedades, y los que, persuadidos ellos mismos, han persuadido a otros, quedan ocultos sin que pueda yo llamarlos ante vosotros ni refutarlos; y por consiguiente, para defenderme, os
preciso que yo me bata, como suele decirse, con una sombra, y que ataque y me defienda sin que ningún adversario aparezca.
Considerad, atenienses, que yo tengo que habérmelas con dos suertes de acusadores, como os he dicho: los que me están acusando ha mucho tiempo, y los que ahora me citan ante el tribunal; y creedme, os lo suplico, es preciso que yo responda por lo pronto a los primeros, porque son los primeros a quienes habéis oído y han producido en vosotros más profunda impresión.
Pues bien, atenienses, es preciso defenderse y arrancar de vuestro espíritu, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia envejecida, y que ha echado en vosotros profundas raíces. Desearía con todo mi corazón, que fuese en ventaja vuestra y mía, y que mi apología pudiese servir para mi justificación. Pero yo sé cuán difícil es esto, sin que en este punto pueda hacerme ilusión. Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer a la ley y defenderse.
Remontémonos, pues, al primer origen de la acusación, [52] sobre la que he sido tan desacreditado y que ha dado a Melito confianza para arrastrarme ante el tribunal. ¿Qué decían mis primeros acusadores? Porque es preciso presentar en forma su acusación, como si apareciese escrita y con los juramentos recibidos. «Sócrates es un impío; por una curiosidad criminal quiere penetrar lo que pasa en los cielos y en la tierra, convierte en buena una mala causa, y enseña a los demás sus doctrinas.»
He aquí la acusación; ya la habéis visto en la comedia de Aristofanes, en la que se representa un cierto Sócrates, que dice, que se pasea por los aires y otras extravagancias semejantes, que yo ignoro absolutamente; y esto no lo digo, porque desprecie esta clase de conocimientos; si entre vosotros hay alguno entendido en ellos (que Melito no me formule nuevos cargos por esta concesión), sino que es sólo para haceros ver, que yo jamás me he mezclado en tales ciencias, pudiendo poner por testigos a la mayor parte de vosotros.
Los que habéis conversado conmigo, y que estáis aquí en gran número, os conjuro a que declaréis, si jamás me oísteis hablar de semejante clase de ciencias
ni de cerca ni de lejos; y por esto conoceréis ciertamente, que en todos esos rumores que se han levantado contra mí, no hay ni una sola palabra de verdad; y si alguna vez habéis oído, que yo me dedicaba a la enseñanza, y que exigía salario, es también otra falsedad.
No es porque no tenga por muy bueno el poder instruir a los hombres, como hacen Gorgias de Leoncio, Prodico de Ceos e Hippias de Elea. Estos grandes personajes tienen el maravilloso talento, donde quiera que vayan, de persuadir a los jóvenes a que se unan a ellos, y abandonen a sus conciudadanos, cuando podrían estos ser sus maestros sin costarles un óbolo.
Y no sólo les pagan la enseñanza, sino que contraen con ellos una deuda de agradecimiento infinito. He oído [53] decir, que vino aquí un hombre de Paros, que es muy hábil; porque habiéndome hallado uno de estos días en casa de Callias hijo de Hiponico, hombre que gasta más con los sofistas que todos los ciudadanos juntos, me dio gana de decirle, hablando de sus dos hijos: —Callias, si tuvieses por hijos dos potros o dos terneros, ¿no trataríamos de ponerles al cuidado de un hombre entendido, a quien pagásemos bien, para hacerlos tan buenos y hermosos, cuanto pudieran serlo, y les diera todas las buenas cualidades que debieran tener? ¿Y este hombre entendido no debería ser un buen picador y un buen labrador? Y puesto que tú tienes por hijos hombres, ¿qué maestro has resuelto darles? ¿Qué hombre conocemos que sea capaz de dar lecciones sobre los deberes del hombre y del ciudadano? Porque no dudo que hayas pensado en esto desde el acto que has tenido hijos, y conoces a alguno? —Sí, me respondió Callias. —¿Quién es, le repliqué, de dónde es, y cuánto lleva? —Es Éveno, Sócrates, me dijo; es de Paros, y lleva cinco minas. Para lo sucesivo tendré a Éveno por muy dichoso, si es cierto que tiene este talento y puede comunicarlo a los demás.
Por lo que a mí toca, atenienses, me llenaría de orgullo y me tendría por afortunado, si tuviese esta cualidad, pero desgraciadamente no la tengo. Alguno de vosotros incidirá quizá: —Pero Sócrates, ¿qué es lo que haces? ¿De dónde nacen estas calumnias que se han propalado contra ti? Porque si te has limitado a hacer lo mismo que hacen los demás ciudadanos, jamás debieron esparcirse tales rumores. Dinos, pues, el hecho de verdad, para que no formemos un juicio temerario. Esta objeción me parece justa. Voy a explicaros lo que tanto me ha desacreditado y ha hecho mi nombre tan famoso. Escuchadme, pues. Quizá
algunos de entre vosotros creerán que yo no hablo seriamente, pero estad persuadidos de que no os diré más que la verdad. [54]
La reputación que yo haya podido adquirir, no tiene otro origen que una cierta sabiduría que existe en mí. ¿Cuál es esta sabiduría? Quizá es una sabiduría puramente humana, y corro el riesgo de no ser en otro concepto sabio, al paso que los hombres de que acabo de hablares, son sabios, de una sabiduría mucho más que humana.
Nada tengo que deciros de esta última sabiduría, porque no la conozco, y todos los que me la imputan, mienten, y sólo intentan calumniarme. No os incomodéis, atenienses, si al parecer os hablo de mí mismo demasiado ventajosamente; nada diré que proceda de mí, sino que lo atestiguaré con una autoridad digna de confianza. Por testigo de mi sabiduría os daré al mismo Dios de Delfos, que os dirá si la tengo, y en qué consiste. Todos conocéis a Querefon, mi compañero en la infancia, como lo fue de la mayor parte de vosotros, y que fue desterrado con vosotros, y con vosotros volvió. Ya sabéis qué hombre era Querefon, y cuán ardiente era en cuanto emprendía. Un día, habiendo partido para Delfos, tuvo el atrevimiento de preguntar al oráculo (os suplico que no os irritéis de lo que voy a decir), si había en el mundo un hombre más sabio que yo; la Pythia le respondió, que no había ninguno. Querefon ha muerto, pero su hermano, que está presente, podrá dar fe de ello. Tened presente, atenienses, porque os refiero todas estas cosas; pues es únicamente para haceros ver de donde proceden esos falsos rumores, que han corrido contra mí.
Cuando supe la respuesta del oráculo, dije para mí; ¿Qué quiere decir el Dios? ¿Qué sentido ocultan estas palabras? Porque yo sé sobradamente que en mí no existe semejante sabiduría, ni pequeña, ni grande. ¿Qué quiere, pues, decir, al declararme el más sabio de los hombres? Porque él no miente. La Divinidad no puede mentir. Dudé largo tiempo del sentido del oráculo, hasta que por último, después de gran trabajo, me propuse hacer la [55] prueba siguiente: —Fui a casa de uno de nuestros conciudadanos, que pasa por uno de los más sabios de la ciudad. Yo creía, que allí mejor que en otra parte, encontraría materiales para rebatir al oráculo, y presentarle un hombre más sabio que yo, por más que me hubiere declarado el más sabio de los hombres. Examinando pues este hombre, de quien, baste deciros, que era uno de nuestros grandes políticos, sin necesidad de descubrir su nombre, y conversando con él, me encontré, con que todo el
mundo le creía sabio, que él mismo se tenía por tal, y que en realidad no lo era. después de este descubrimiento me esforcé en hacerle ver que de ninguna manera era lo que él creía ser, y he aquí ya lo que me hizo odioso a este hombre y a los amigos suyos que asistieron a la conversación.
Luego que de él me separé, razonaba conmigo mismo, y me decía: —Yo soy más sabio que este hombre. Puede muy bien suceder, que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo que es bueno; pero hay esta diferencia, que él cree saberlo aunque no sepa nada, y yo, no sabiendo nada, creo no saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era mas sabio, porque no creía saber lo que no sabia.
Desde allí me fui a casa de otro que se le tenía por más sabio que el anterior, me encontré con lo mismo, y me granjeé nuevos enemigos. No por esto me desanimé; fui en busca de otros, conociendo bien que me hacia odioso, y haciéndome violencia, porque temía los resultados; pero me parecía que debía, sin dudar, preferir a todas las cosas la voz del Dios, y para dar con el verdadero sentido del oráculo, ir de puerta en puerta por las casas de todos aquellos que gozaban de gran reputación; pero, ¡oh Dios!, he aquí, atenienses, el fruto que saqué de mis indagaciones, porque es preciso deciros la verdad; todos aquellos que pasaban por ser los más sabios, me parecieron no [56] serlo, al paso que todos aquellos que no gozaban de esta opinión, los encontré en mucha mejor disposición para serlo.
Es preciso que acabe de daros cuenta de todas mis tentativas, como otros tantos trabajos que emprendí para conocer el sentido del oráculo.
Después de estos grandes hombres de Estado me fui a los poetas, tanto a los que hacen tragedias como a los poetas ditirámbicos{2} y otros, no dudando que con ellos se me cogería in fraganti, como suele decirse, encontrándome más ignorante que ellos. Para esto examiné las obras suyas que me parecieron mejor trabajadas, y les pregunté lo que querían decir, y cuál era su objeto, para que me sirviera de instrucción. Pudor tengo, atenienses, en deciros la verdad; pero no hay remedio, es preciso decirla. No hubo uno de todos los que estaban presentes, inclusos los mismos autores, que supiese hablar ni dar razón de sus poemas. Conocí desde
luego que no es la sabiduría la que guía a los poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un entusiasmo semejante al de los profetas y adivinos; que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso; y al mismo tiempo me convencí, que a título de poetas se creían los más sabios en todas materias, si bien nada entendían. Les dejé, pues, persuadido que era yo superior a ellos, por la misma razón que lo había sido respecto a los hombres políticos.
En fin, fui en busca de los artistas. Estaba bien convencido de que yo nada entendía de su profesión, que los encontraría muy capaces de hacer muy buenas cosas, y en esto no podía engañarme. Sabían cosas que yo ignoraba, y en esto eran ellos más sabios que yo. Pero, atenienses, los más [57] entendidos entre ellos me parecieron incurrir en el mismo defecto que los poetas, porque no hallé uno que, a título de ser buen artista, no se creyese muy capaz y muy instruido en las más grandes cosas; y esta extravagancia quitaba todo el mérito a su habilidad.
Me pregunté, pues, a mí mismo, como si hablara por el oráculo, si querría más ser tal como soy sin la habilidad de estas gentes, e igualmente sin su ignorancia, o bien tener la una y la otra y ser como ellos, y me respondí a mí mismo y al oráculo, que era mejor para mí ser como soy. De esta indagación, atenienses, han oído contra mí todos estos odios y estas enemistades peligrosas, que han producido todas las calumnias que sabéis, y me han hecho adquirir el nombre de sabio; porque todos los que me escuchan creen que yo sé todas las cosas sobre las que descubro la ignorancia de los demás. Me parece, atenienses, que sólo Dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mí nombre como un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: «el más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada.»
Convencido de esta verdad, para asegurarme más y obedecer al Dios, continué mis indagaciones, no sólo entre nuestros conciudadanos, sino entre los extranjeros, para ver si encontraba algún verdadero sabio, y no habiéndole encontrado tampoco, sirvo de intérprete al oráculo, haciendo ver a todo el mundo, que ninguno es sabio. Esto me preocupa tanto, que no tengo tiempo para dedicarme al servicio de la república ni al cuidado de mis cosas, y vivo en una gran pobreza a causa de este culto que rindo a Dios.
Por otra parte, muchos jóvenes de las más ricas [58] familias en sus ocios se unen a mí de buen grado, y tienen tanto placer en ver de qué manera pongo a prueba a todos los hombres que quieren imitarme con aquellos que encuentran; y no hay que dudar que encuentran una buena cosecha, porque son muchos los que creen saberlo todo, aunque no sepan nada o casi nada.
Todos aquellos que ellos convencen de su ignorancia la toman conmigo y no con ellos, y van diciendo que hay un cierto Sócrates que es un malvado y un infame que corrompe a los jóvenes; y cuando se les pregunta qué hace o qué enseña, no tienen qué responder, y para disimular su flaqueza se desatan con esos cargos triviales que ordinariamente se dirigen contra los filósofos; que indaga lo que pasa en los cielos y en las entrañas de la tierra, que no cree en los dioses, que hace buenas las más malas causas; y todo porque no se atreven a decir la verdad, que es que Sócrates los coge in fraganti, y descubre que figuran que saben, cuando no saben nada. Intrigantes, activos y numerosos, hablando de mí con plan combinado y con una elocuencia capaz de seducir, ha largo tiempo que os soplan al oído todas estas calumnias que han forjado contra mí, y hoy han destacado con este objeto a Melito, Anito y Licon. Melito representa los poetas, Anito los políticos y artistas y Licon los oradores. Esta es la razón porque, como os dije al principio, tendría por un gran milagro, si en tan poco espacio pudiese destruir una calumnia, que ha tenido tanto tiempo para echar raíces y fortificarse en vuestro espíritu.
He aquí, atenienses, la verdad pura; no os oculto ni disfrazo nada, aun cuando no ignoro que cuanto digo no hace más que envenenar la llaga; y esto prueba que digo la verdad, y que tal es el origen de estas calumnias. Cuantas veces queráis tomar el trabajo de profundizarlas, sea ahora o sea más adelante, os convenceréis plenamente de que es este el origen. Aquí tenéis una apología [59] que considero suficiente contra mis primeras acusaciones.
Pasemos ahora a los últimos, y tratemos de responder a Melito, a este hombre de bien, tan llevado, si hemos de creerle, por el amor a la patria. Repitamos esta última acusación, como hemos enunciado la primera. Hela aquí, poco más o menos: Sócrates es culpable, porque corrompe a los jóvenes, porque no cree en
los dioses del Estado, y porque en lugar de éstos pone divinidades nuevas bajo el nombre de demonios.
He aquí la acusación. La examinaremos punto por punto. Dice que soy culpable porque corrompo la juventud; y yo, atenienses, digo que el culpable es Melito, en cuanto, burlándose de las cosas serias, tiene la particular complacencia de arrastrar a otros ante el tribunal, queriendo figurar que se desvela mucho por cosas por las que jamás ha hecho ni el más pequeño sacrificio y voy a probároslo.
Ven acá, Melito, dime: ¿ha habido nada que te haya preocupado más que el hacer los jóvenes lo más virtuosos posible?
Melito:Nada, indudablemente.
Sócrates:Pues bien; di a los jueces cuál será el hombre que mejorará la condición de los jóvenes. Porque no puede dudarse que tú lo sabes, puesto que tanto te preocupa esta idea. En efecto, puesto que has encontrado al que los corrompe, y hasta le has denunciado ante los jueces, es preciso que digas quién los hará mejores. Habla; veamos quién es.
Lo ves ahora, Melito; tú callas; estás perplejo, y no sabes qué responder. ¿Y no te parece esto vergonzoso? ¿No es una prueba cierta de que jamás ha sido objeto de tu cuidado la educación de la juventud? Pero, repito, [60] excelente Melito, ¿quién es el que puede hacer mejores a los jóvenes?
Melito:Las leyes.
Sócrates: Melito, no es eso lo que pregunto. Yo te pregunto quién es el hombre; porque es claro que la primer cosa que este hombre debe saber son las leyes.
Melito:Son, Sócrates, los jueces aquí reunidos.
Sócrates:¡Cómo, Melito! ¿Estos jueces son capaces de instruir a los jóvenes y hacerlos mejores?
Melito:Sí, ciertamente.
Sócrates:¿Pero son todos estos jueces, o hay entre ellos unos que pueden y otros que no pueden?
Melito:Todos pueden.
Sócrates:Perfectamente, ¡por Juno!, nos has dado un buen número de buenos preceptores. Pero pasemos adelante. Estos oyentes que nos escuchan, ¿pueden también hacer los jóvenes mejores, o no pueden?
Melito:Pueden.
Sócrates:¿Y los senadores?
Melito:Los senadores lo mismo.
Sócrates:Pero, mi querido Melito, todos los que vienen a las asambleas del pueblo, ¿corrompen igualmente a los jóvenes o son capaces de hacerlos mejores? [61]
Melito:Todos son capaces.
Sócrates:Se sigue de aquí, que todos los atenienses pueden hacer los jóvenes mejores, menos yo; sólo yo los corrompo; ¿no es esto lo que dices?
Melito:Lo mismo.
Sócrates:Verdaderamente, ¡buena desgracia es la mía! Pero continúa respondiéndome. ¿Te parece que sucederá lo mismo con los caballos? ¿Pueden todos los hombres hacerlos mejores, y que sólo uno tenga el secreto de echarlos a perder? ¿O es todo lo contrario lo que sucede? ¿Es uno solo o hay un cierto número de picadores que puedan hacerlos mejores? ¿Y el resto de los hombres, si se sirven de ellos, no los echan a perder? ¿No sucede esto mismo con todos los animales? Sí, sin duda; ya convengáis en ello Anito y tú o no convengáis. Porque sería una gran fortuna y gran ventaja para la juventud, que sólo hubiese un hombre capaz de corromperla, y que todos los demás la pusiesen en buen camino. Pero tú has probado suficientemente, Melito, que la educación de la juventud no es cosa que te haya quitado el sueño, y tus discursos acreditan claramente, que jamás te has ocupado de lo mismo que motiva tu acusación contra mí.
Por otra parte te suplico, ¡por Júpiter!, Melito, me respondas a esto. —Cuál es mejor, ¿habitar con hombres de bien o habitar con pícaros? Respóndeme, amigo mío; porque mi pregunta no puede ofrecer dificultad. ¿No es cierto que los pícaros causan siempre mal a los que los tratan, y que los hombres de bien producen a los mismos un efecto contrario?
Melito:Sin duda. [62]
Sócrates:Hay alguno que prefiera recibir daño de aquellos con quienes trata a recibir utilidad. Respóndeme, porque la ley manda que me respondas. ¿Hay alguno que quiera más recibir mal que bien?
Melito:No, no hay nadie.
Sócrates:Pero veamos; cuando me acusas de corromper la juventud y de hacerla más mala, ¿sostienes que lo hago con conocimiento o sin quererlo?
Melito:Con conocimiento.
Sócrates:Tú eres joven y yo anciano. ¿Es posible que tu sabiduría supere tanto a la mía, que sabiendo tú que el roce con los malos causa mal, y el roce con los buenos causa bien, me supongas tan ignorante, que no sepa que si convierto en malos los que me rodean, me expongo a recibir mal, y que a pesar de esto insista y persista, queriéndolo y sabiéndolo? En este punto, Melito, yo no te creo ni pienso que haya en el mundo quien pueda creerte. Una de dos, o yo no corrompo a los jóvenes, o si los corrompo lo hago sin saberlo y a pesar mío, y de cualquiera manera que sea eres un calumniador. Si corrompo a la juventud a pesar mío, la ley no permite citar a nadie ante el tribunal por faltas involuntarias, sino que lo que quiere es, que se llama aparte a los que las cometen, que se los reprenda, y que se los instruya; porque es bien seguro, que estando instruido cesaría de hacer lo que hago a pesar mío. Pero tú, con intención. lejos de verme e instruirme, me arrastras ante este tribunal, donde la ley quiere que se cite a los que merecen castigos, pero no a los que sólo tienen necesidad de prevenciones. Así, atenienses, he aquí una prueba evidente, como os decía antes, de que Melito [63] jamás ha tenido cuidado de estas cosas, jamás ha pensado en ellas.
Sin embargo, responde aún, y dinos cómo corrompo a los jóvenes. ¿Es según tu denuncia, enseñándoles a no reconocer los dioses que reconoce la patria, y enseñándoles además a rendir culto, bajo el nombre de demonios, a otras divinidades? ¿No es esto lo que dices?
Melito:Sí, es lo mismo.
Sócrates:Melito, en nombre de esos mismos dioses de que ahora se trata, explícate de una manera un poco más clara, por mí y por estos jueces, porque no acabo de comprender, si me acusas de enseñar que hay muchos dioses, (y en este caso, si creo que hay dioses, no soy ateo, y falta la materia para que sea yo culpable) o si estos dioses no son del Estado. ¿Es esto de lo que me acusas? ¿O bien me acusas de que no admito ningún Dios, y que enseño a los demás a que no reconozcan ninguno?
Melito:Te acuso de no reconocer ningún Dios.
Sócrates:¡Oh maravilloso Melito!, ¿por qué dices eso? ¡Qué! ¿Yo no creo como los demás hombres que el sol y la luna son dioses?
Melito:No, ¡por Júpiter!, atenienses, no lo cree, porque dice que el sol es una piedra y la luna una tierra.
Sócrates:¿Pero tú acusas a Anaxagoras, mi querido Melito? Desprecias los jueces, porque los crees harto ignorantes, puesto que te imaginas que no saben que los libros de Anaxagoras y de Clazomenes están llenos de aserciones de esta especie. Por lo demás, ¿qué necesidad tendrían los jóvenes de aprender de mí cosas que podían ir a oír todos [64] los días a la Orquesta, por un dracma a lo más? ¡Magnífica ocasión se les presentaba para burlarse de Sócrates, si Sócrates se atribuyese doctrinas que no son suyas y tan extrañas y absurdas por otra parte! Pero dime en nombre de Júpiter, ¿pretendes que yo no reconozco ningún Dios?
Melito:Sí, ¡por Júpiter!, tú no reconoces ninguno.
Sócrates:Dices, Melito, cosas increíbles, ni estás tampoco de acuerdo contigo mismo. A mi entender parece, atenienses, que Melito es un insolente, que no ha intentado esta acusación sino para insultarme, con toda la audacia de un imberbe, porque justamente sólo ha venido aquí para tentarme y proponerme un enigma, diciéndose a sí mismo: —Veamos, si Sócrates, este hombre que pasa por tan sabio, reconoce que burlo y que digo cosas que se contradicen, o si consigo engañar, no sólo a él, sino a todos los presentes. Efectivamente se contradice en su acusación, porque es como si dijera: —Sócrates es culpable en cuanto no reconoce dioses y en cuanto los reconoce. —¿Y no es esto burlarse? Así lo juzgo yo. Seguidme, pues, atenienses, os lo suplico, y como os dije al principio, no os irritéis contra mí, si os hablo a mi manera ordinaria.
Respóndeme, Melito. ¿Hay alguno en el mundo que crea que hay cosas humanas y que no hay hombres? Jueces, mandad que responda, y que no haga tanto ruido. ¿Hay quien crea que hay reglas para enseñar a los caballos, y que no hay caballos? ¿Que hay tocadores de flauta, y que no hay aires de flauta? No hay nadie, excelente Melito. Yo responderé por ti si no quieres responder. Pero dime: ¿hay alguno que crea en cosas propias de los demonios, y que, sin embargo, crea que no hay demonios? [65]
Melito:No, sin duda.
Sócrates:¡Qué trabajo ha costado arrancarte esta confesión! Al cabo respondes, pero es preciso que los jueces te fuercen a ello. ¿Dices que reconozco y enseño cosas propias de los demonios? Ya sean viejas o nuevas, siempre es cierto por tu voto propio, que yo creo en cosas tocantes a los demonios, y así lo has jurado en tu acusación. Si creo en cosas demoníacas, necesariamente creo en los demonios; ¿no es así? Sí, sin duda; porque tomo tu silencio por un consentimiento. ¿Y estos demonios no estamos convencidos de que son dioses o hijos de dioses? ¿Es así, sí o no?
Melito:Sí.
Sócrates:Por consiguiente, puesto que yo creo en los demonios, según tu misma confesión, y que los demonios son dioses, he aquí la prueba de lo que yo decía, de que tú nos proponías enigmas para divertirte a mis expensas, diciendo que no creo en los dioses, y que, sin embargo, creo en los dioses, puesto que creo en los demonios. Y si los demonios son hijos de los dioses, hijos bastardos, si se quiere, puesto que se dice que han sido habidos de ninfas o de otros seres mortales, ¿quién es el hombre que pueda creer que hay hijos de dioses, y que no hay dioses? Esto es tan absurdo como creer que hay mulos nacidos de caballos y asnos, y que no hay caballos ni asnos. Así, Melito, no puede menos de que hayas intentado esta acusación contra mí, por sólo probarme, y a falta de pretexto legítimo, por arrastrarme ante el tribunal; porque a nadie que tenga sentido común puedes persuadir jamás de que el hombre que cree que hay cosas concernientes a los dioses y a los demonios, pueda creer, [66] sin embargo, que no hay ni demonios, ni dioses, ni héroes; esto es absolutamente imposible. Pero no tengo necesidad de extenderme más en mi defensa, atenienses, y lo que acabo de decir basta para hacer ver que no soy culpable, y que la acusación de Melito carece de fundamento.
Estad persuadidos, atenienses, de lo que os dije en un principio; de que me he atraído muchos odios, que esta es la verdad, y que lo que me perderá, si sucumbo, no será ni Melito ni Anito, será este odio, esta envidia del pueblo que hace víctimas a tantos hombres de bien, y que harán perecer en lo sucesivo a
muchos más; porque no hay que esperar que se satisfagan con el sacrificio sólo de mi persona.
Quizá me dirá alguno: ¿No tienes remordimiento, Sócrates, en haberte consagrado a un estudio que te pone en este momento en peligro de muerte? A este hombre le daré una respuesta muy decisiva, y le diré que se engaña mucho al creer que un hombre de valor tome en cuenta los peligros de la vida o de la muerte. Lo único que debe mirar en todos sus procederes es ver si lo que hace es justo o injusto, si es acción de un hombre de bien o de un malvado. De otra manera se seguiría que los semidioses que murieron en el sitio de Troya debieron ser los más insensatos, y particularmente el hijo de Fhetis, que, para evitar su deshonra, despreció el peligro hasta el punto, que impaciente por matar a Héctor y requerido por la Diosa su madre, que le dijo, si mal no me acuerdo: Hijo mío, si vengas la muerte de Patroclo, tu amigo, matando a Héctor, tu morirás porque…
Tu muerte debe seguir a la de Héctor;él, después de esta amenaza, despreciando el peligro y la muerte y temiendo más vivir como un cobarde, sin vengar a sus amigos, [67]
¡Que yo muera al instante!{3}
gritó, con tal que castigue al asesino de Patroclo, y que no quede yo deshonrado.
Sentado en mis buques, peso inútil sobre la tierra.{4}
¿Os parece que se inquietaba Fhetis del peligro de la muerte? Es una verdad constante, atenienses, que todo hombre que ha escogido un puesto que ha creído honroso, o que ha sido colocado en él por sus superiores, debe mantenerse firme, y no debe temer ni la muerte, ni lo que haya de más terrible, anteponiendo a todo el honor.
Me conduciría de una manera singular y extraña, atenienses, si después de haber guardado fielmente todos los puestos a que me han destinado nuestros generales en Potidea, en Anfipolis y en Delio{5} y de haber expuesto mi vida tantas veces, ahora que el Dios me ha ordenado, porque así lo creo, pasar mis días en el estudio de la filosofía, estudiándome a mí mismo y estudiando a los demás, abandonase este puesto por miedo a la muerte o a cualquier otro peligro. Verdaderamente esta sería una deserción criminal, y me haría acreedor a que se me citara ante este tribunal como un impío, que no cree en los dioses, que desobedece al oráculo, que teme la muerte y que se cree sabio, y que no lo es. Porque temer la muerte, atenienses, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, y
creer conocer lo que no se sabe. En efecto, nadie conoce la muerte, ni sabe si es el mayor de los bienes para el hombre. Sin embargo, se la teme, como si se [68] supiese con certeza que es el mayor de todos los males. ¡Ah! ¿No es una ignorancia vergonzante creer conocer una cosa que no se conoce?
Respecto a mí, atenienses, quizá soy en esto muy diferente de todos los demás hombres, y si en algo parezco más sabio que ellos, es porque no sabiendo lo que nos espera más allá de la muerte, digo y sostengo que no lo sé. Lo que sé de cierto es que cometer injusticias y desobedecer al que es mejor y está por cima de nosotros, sea Dios, sea hombre, es lo más criminal y lo más vergonzoso. Por lo mismo yo no temeré ni huiré nunca de males que no conozco y que son quizá verdaderos bienes; pero temeré y huiré siempre de males que sé con certeza que son verdaderos males.
Si, a pesar de las instancias de Anito, quien ha manifestado, que o no haberme traído ante el tribunal, o que una vez llamado no podéis vosotros dispensaros de hacerme morir, porque, dice, que si me escapase de la muerte, vuestros hijos, que son ya afectos a la doctrina de Sócrates, serian irremisiblemente corrompidos, me dijeseis: Sócrates, en nada estimamos la acusación de Anito, y te declaramos absuelto; pero es a condición de que cesarás de filosofar y de hacer tus indagaciones acostumbradas; y si reincides, y llega a descubrirse, tú morirás; si me dieseis libertad bajo estas condiciones, os respondería sin dudar: Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros, y mientras yo viva no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos, volviendo a mi vida ordinaria, y diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: buen hombre, ¿cómo siendo ateniense y ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y por su valor, cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, de despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no [69] trabajar para hacer tu alma tan buena como pueda serlo? Y si alguno me niega que se halla en este estado, y sostiene que tiene cuidado de su alma, no se lo negaré al pronto, pero le interrogaré, le examinaré, le refutaré; y si encuentro que no es virtuoso, pero que aparenta serlo, le echaré en cara que prefiere cosas tan abyectas y tan perecibles a las que son de un precio inestimable.
He aquí de qué manera hablaré a los jóvenes y a los viejos, a los ciudadanos y a los extranjeros, pero principalmente a los ciudadanos; porque vosotros me tocáis más de cerca, porque es preciso que sepáis que esto es lo que el Dios me ordena, y estoy persuadido de que el mayor bien, que ha disfrutado esta ciudad, es este servicio continuo que yo rindo al Dios. Toda mi ocupación es trabajar para persuadiros, jóvenes y viejos, que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su
perfeccionamiento; porque no me canso de deciros que la virtud no viene de las riquezas, sino por el contrario, que las riquezas vienen de la virtud, y que es de aquí de donde nacen todos los demás bienes públicos y particulares.
Si diciendo estas cosas corrompo la juventud, es preciso que estas máximas sean una ponzoña, porque si se pretende que digo otra cosa, se os engaña o se os impone. Dicho esto no tengo nada que añadir. Haced lo que pide Anito, o no lo hagáis; dadme libertad, o no me la deis; yo no puedo hacer otra cosa, aunque hubiera de morir mil veces... Pero no murmuréis, atenienses, y concededme la gracia que os pedí al principio: que me escuchéis con calma; calma que creo que no os será infructuosa, porque tengo que deciros otras muchas cosas que quizá os harán murmurar; pero no os dejéis llevar de vuestra pasión. Estad persuadidos de que si me hacéis morir en el supuesto de lo que os acabo de declarar, el mal [70] no será sólo para mí. En efecto, ni Anito, ni Melito pueden causarme mal alguno, porque el mal no puede nada contra el hombre de bien. Me harán quizá condenar a muerte, o a destierro, o a la pérdida de mis bienes y de mis derechos de ciudadano; males espantosos a los ojos de Melito y de sus amigos; pero yo no soy de su dictamen. A mi juicio, el más grande de todos los males es hacer lo que Anito hace en este momento, que es trabajar para hacer morir un inocente.
En este momento, atenienses, no es en manera alguna por amor a mi persona por lo que yo me defiendo, y sería un error el creerlo así; sino que es por amor a vosotros; porque condenarme sería ofender al Dios y desconocer el presente que os ha hecho. Muerto yo, atenienses, no encontrareis fácilmente otro ciudadano que el Dios conceda a esta ciudad (la comparación os parecerá quizá ridícula) como a un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza, y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me figura que soy yo el que Dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para predicaros todos los días, sin abandonaros un solo instante. Bajo mi palabra, atenienses, difícil será que encontréis otro hombre que llene esta misión como yo; y si queréis creerme, me salvareis la vida.
Pero quizá fastidiados y soñolientos desechareis mi consejo, y entregándoos a la pasión de Anito me condenareis muy a la ligera. ¿Qué resultará de esto? Que pasareis el resto de vuestra vida en un adormecimiento profundo, a menos que el Dios no tenga compasión de vosotros, y os envíe otro hombre que se parezca a mí.
Que ha sido Dios el que me ha encomendado esta misión para con vosotros es fácil inferirlo, por lo que os voy a decir. Hay un no sé qué de sobrehumano en el hecho de haber abandonado yo durante tantos años mis propios negocios por consagrarme a los vuestros, [71] dirigiéndome a cada uno de vosotros en
particular, como un padre o un hermano mayor puede hacerlo, y exhortándoos sin cesar a que practiquéis la virtud.
Si yo hubiera sacado alguna recompensa de mis exhortaciones, tendríais algo que decir; pero veis claramente que mis mismos acusadores, que me han calumniado con tanta impudencia, no han tenido valor para echármelo en cara, y menos para probar con testigos que yo haya exigido jamás ni pedido el menor salario, y en prueba de la verdad de mis palabras os presento un testigo irrecusable, mi pobreza.
Quizá parecerá absurdo que me haya entrometido a dar a cada uno en particular lecciones, y que jamás me haya atrevido a presentarme en vuestras asambleas, para dar mis consejos a la patria. Quien me lo ha impedido, atenienses, ha sido este demonio familiar, esta voz divina de que tantas veces os he hablado, y que ha servido a Melito para formar donosamente un capítulo de acusación. Este demonio se ha pegado a mí desde mi infancia; es una voz que no se hace escuchar sino cuando quiere separarme de lo que he resuelto hacer, porque jamás me excita a emprender nada. Ella es la que se me ha opuesto siempre, cuando he querido mezclarme en los negocios de la república; y ha tenido razón, porque ha largo tiempo, creedme atenienses, que yo no existiría, si me hubiera mezclado en los negocios públicos, y no hubiera podido hacer las cosas que he hecho en beneficio vuestro y el mío. No os enfadéis, os suplico, si no os oculto nada; todo hombre que quiera oponerse franca y generosamente a todo un pueblo, sea el vuestro o cualquiera otro, y que se empeñe en evitar que se cometan iniquidades en la república, no lo hará jamás impunemente. Es preciso de toda necesidad, que el que quiere combatir por la justicia, por poco que quiera vivir, sea sólo simple particular y no hombre público. Voy a daros pruebas magníficas [72] de esta verdad, no con palabras, sino con otro recurso que estimáis más, con hechos.
Oíd lo que a mí mismo me ha sucedido, para que así conozcáis cuán incapaz soy de someterme a nadie yendo contra lo que es justo por temor a la muerte, y como no cediendo nunca, es imposible que deje yo de ser víctima de la injusticia. Os referiré cosas poco agradables, mucho más en boca de un hombre, que tiene que hacer su apología, pero que son muy verdaderas.
Ya sabéis, atenienses, que jamás he desempeñado ninguna magistratura, y que tan sólo he sido senador. La tribu Antioquida, a la que pertenezco, estaba en turno en el Pritaneo, cuando contra toda ley os empeñasteis en procesar, bajo un contesto, a los diez generales que no habían enterrado los cuerpos de los ciudadanos muertos en el combate naval de las Arginusas{6}; injusticia que reconocéis y de la que os arrepentisteis despees. entonces fui el único senador que se atrevió a oponerse a vosotros para impedir esta violación de las leyes.
Protesté contra vuestro decreto, y a pesar de los oradores que se preparaban para denunciarme, a pesar de vuestras amenazas y vuestros gritos, quise más correr este peligro con la ley y la justicia, que consentir con vosotros en tan insigne iniquidad, sin que me arredraran ni las cadenas, ni la muerte.
Esto acaeció cuando la ciudad era gobernada por el pueblo, pero después que se estableció la oligarquía, habiéndonos mandado los treinta tiranos a otros cuatro y a mí a Tolos{7}, nos dieron la orden de conducir desde Salamina a León el salaminiano, para hacerle morir, [73] porque daban estas ordenes a muchas personas para comprometer el mayor número de ciudadanos posible en sus iniquidades; y entonces yo hice ver, no con palabras sino con hechos, que la muerte a mis ojos era nada, permítaseme esta expresión, y que mi único cuidado consistía en no cometer impiedades e injusticias. Todo el poder de estos treinta tiranos, por terrible que fuese, no me intimidó, ni fue bastante para que me manchara con tan impía iniquidad.
Cuando salimos de Tolos, los otro cuatro fueron a Salamina y condujeron aquí a León, y yo me retiré a mi casa, y no hay que dudar, que mi muerte hubiera seguido a mi desobediencia, si en aquel momento no se hubiera verificado la abolición de aquel gobierno. Existe un gran número de ciudadanos que pueden testimoniar de mi veracidad.
¿Creéis que hubiera yo vivido tantos años si me hubiera mezclado en los negocios de la república, y como hombre de bien hubiera combatido toda clase de intereses bastardos, para dedicarme exclusivamente a defender la justicia? Esperanza vana, atenienses; ni yo ni ningún otro hubiera podido hacerlo. Pero la única cosa que me he propuesto toda mi vida en público y en particular es no ceder ante nadie, sea quien fuere, contra la justicia, ni ante esos mismos tiranos que mis calumniadores quieren convertir en mis discípulos.
Jamás he tenido por oficio el enseñar, y si ha habido algunos jóvenes o ancianos que han tenido deseo de verme a la obra y oír mis conversaciones, no les he negado esta satisfacción, porque como no es mercenario mi oficio, no rehúso el hablar, aun cuando con nada se me retribuye y estoy dispuesto siempre a espontanearme con ricos y pobres, dándoles toda anchura para que me pregunten, y, si lo prefieren, para que me respondan a las cuestiones que yo suscite. [74]
Y si entre ellos hay algunos que se han hecho hombres de bien o pícaros, no hay que alabarme ni reprenderme por ello, porque no soy yo la causa, puesto que jamás he prometido enseñarles nada, y de hecho nada les he enseñado; y si alguno se alaba de haber recibido lecciones privadas u oído de mí cosas distintas de las que digo públicamente a todo el mundo, estad persuadidos de que no dice la verdad.
Ya sabéis, atenienses, por qué la mayor parte de las gentes gustan escucharme y conversar detenidamente conmigo; os he dicho la verdad pura, y es porque tienen singular placer en combatir con gentes que se tienen por sabias y que no lo son; combates que no son desagradables para los que los dirigen. Como os dije antes, es el Dios mismo el que me ha dado esta orden por medio de oráculos, por sueños y por todos los demás medios de que la Divinidad puede valerse para hacer saber a los hombres su voluntad.
Si lo que digo no fuese cierto, os sería fácil convencerme de ello; porque si yo corrompía los jóvenes, y de hecho estuviesen ya corrompidos, sería preciso que los más avanzados en edad, y que saben en conciencia que les he dado perniciosos consejos en su juventud, se levantasen contra mí y me hiciesen castigar; y si no querían hacerlo, sería un deber en sus parientes, como sus padres, sus hermanos, sus tíos, venir a pedir venganza contra el corruptor de sus hijos, de sus sobrinos, de sus hermanos. Veo muchos que están presentes, como Criton, que es de mi pueblo y de mi edad, padre de Critobulo, que aquí se halla; Lisanias de Sfettios, padre de Esquines, también presente; Antifon, también del pueblo de Cefisa y padre de Epigenes; y muchos otros, cuyos hermanos han estado en relación conmigo, como Nicostrates, hijo de Zotidas y hermano de Teodoto, que ha muerto y que por lo tanto no tiene necesidad del socorro [75] de su hermano. Veo también a Parales, hijo de Demodoco y hermano de Teages; Adimanto, hijo de Ariston con su hermano Platón, que tenéis delante; Eartodoro, hermano de Apolodoro{8} y muchos más, entre los cuales está obligado Melito a tomar por lo menos uno o dos para testigos de su causa.
Si no ha pensado en ello, aún es tiempo; yo le permito hacerlo; que diga, pues, si puede; pero no puede, atenienses. Veréis que todos estos están dispuestos a defenderme, a mí que he corrompido y perdido enteramente a sus hijos y hermanos, si hemos de creer a Melito y a Anito. No quiero hacer valer la protección de los que he corrompido, porque podrían tener sus razones para defenderme; pero sus padres, que no he seducido y que tienen ya cierta edad, ¿qué otra razón pueden tener para protegerme más que mi derecho y mi inocencia? ¿No saben que Melito es un hombre engañoso, y que yo no digo más que la verdad? He aquí, atenienses, las razones de que puedo valerme para mi defensa; las demás que paso en silencio son de la misma naturaleza.
Pero quizá habrá alguno entre vosotros, que acordándose de haber estado en el puesto en que yo me hallo, se irritará contra mí, porque peligros mucho menores los ha conjurado, suplicando a sus jueces con lágrimas, y, para excitar más la compasión, haciendo venir aquí sus hijos, sus parientes y sus amigos, mientras
que yo no he querido recurrir a semejante aparato, a pesar de las señales que se advierten de que corro el mayor de todos los peligros. Quizá presentándose a su espíritu esta diferencia, les agriará contra mí, y dando en tal situación su voto, le darán con indignación. [76] Si hay alguno que abrigue estos sentimientos, lo que no creo, y sólo lo digo en hipótesis, la excusa más racional de que puedo valerme con él es decirle: amigo mío, tengo también parientes, porque para servirme de la expresión de Homero,
Yo no he salido de una encina o de una roca{9}
sino que he nacido como los demás hombres. De suerte, atenienses, que tengo parientes y tengo tres hijos, de los cuales el mayor está en la adolescencia y los otros dos en la infancia, y sin embargo, no les haré comparecer aquí para comprometeros a que me absolváis.
¿Por qué no lo haré? No es por una terquedad altanera, ni por desprecio hacia vosotros; y dejo a un lado si miro la muerte con intrepidez o con debilidad, porque esta es otra cuestión; sino que es por vuestro honor y por el de toda la ciudad. No me parece regular ni honesto que vaya yo a emplear esta clase de medios a la edad que tengo y con toda mi reputación verdadera o falsa; basta que la opinión generalmente recibida sea que Sócrates tiene alguna ventaja sobre la mayor parte de los hombres. Si los que entre vosotros pasan por ser superiores a los demás por su sabiduría, su valor o por cualquiera otra virtud se rebajasen de esta manera, me avergüenzo decirlo, como muchos que he visto, que habiendo pasado por grandes personajes, hacían, sin embargo, cosas de una bajeza sorprendente cuando se los juzgaba, como si estuviesen persuadidos de que sería para ellos un gran mal si les hacían morir, y de que se harían inmortales si los absolvían; repito que obrando así, harían la mayor afrenta a esta ciudad, porque darían lugar a que los extranjeros creyeran, que los más virtuosos, de entre los atenienses, preferidos para obtener los más altos honores y dignidades [77] por elección de los demás, en nada se diferenciaban de miserables mujeres; y esto no debéis hacerlo, atenienses, vosotros que habéis alcanzado tanta nombradía; y si quisiéramos hacerlo, estáis obligados a impedirlo y declarar que condenareis más pronto a aquel que recurra a estas escenas trágicas para mover a compasión, poniendo en ridículo vuestra ciudad, que a aquel que espere tranquilamente la sentencia que pronunciéis.
Pero sin hablar de la opinión, atenienses, no me parece justo suplicar al juez ni hacerse absolver a fuerza de súplicas. Es preciso persuadirle y convencerle, porque el juez no está sentado en su silla para complacer violando la ley, sino para hacer justicia obedeciéndola. Así es como lo ha ofrecido por juramento, y no está en su poder hacer gracia a quien le agrade, porque está en la obligación de
hacer justicia. No es conveniente que os acostumbremos al perjurio, ni vosotros debéis dejaros acostumbrar; porque los unos y los otros seremos igualmente culpables para con los dioses.
No esperéis de mí, atenienses, que yo recurra para con vosotros a cosas que no tengo por buenas, ni justas, ni piadosas, y menos que lo haga en una ocasión en que me veo acusado de impiedad por Melito; porque si os ablandase con mis súplicas y os forzase a violar vuestro juramento, sería evidente que os enseñaría a no creer en los dioses, y, queriendo justificarme, probaría contra mí mismo, que no creo en ellos. Pero es una fortuna atenienses, que esté yo en esta creencia. Estoy más persuadido de la existencia de Dios que ninguno de mis acusadores; y es tan grande la persuasión, que me entrego a vosotros y al Dios de Delfos, a fin de que me juzguéis como creáis mejor para vosotros y para mí. [78]
(Terminada la defensa de Sócrates, los jueces, que eran 556, procedieron a la votación y resultaron 281 votos en contra y 275 en favor; y Sócrates, condenado por una mayoría de seis votos, tomó la palabra y dijo:)
No creáis, atenienses, que me haya conmovido el fallo que acabáis de pronunciar contra mí, y esto por muchas razones; la principal, porque ya estaba preparado para recibir este golpe. Mucho más sorprendido estoy con el número de votantes en pro y en contra, y no esperaba verme condenado por tan escaso número de votos. Advierto que sólo por tres votos no he sido absuelto. Ahora veo que me he librado de las manos de Melito; y no sólo librado, sino que os consta a todos que si Anito y Licon no se hubieran levantado para acusarme, Melito hubiera pagado 6.000 dracmas{10} por no haber obtenido la quinta parte de votos.
Melito me juzga digno de muerte; en buen hora. ¿Y yo de qué pena{11} me juzgaré digno? Veréis claramente, atenienses, que yo no escojo más que lo que merezco. ¿Y cuál es? ¿A qué pena, a qué multa voy a condenarme por no haber callado las cosas buenas que aprendí durante toda mi vida; por haber despreciado lo que los demás buscan con tanto afán, las riquezas, el cuidado de los negocios domésticos, los empleos y las dignidades; por no haber entrado jamás en ninguna cábala, ni en ninguna conjuración, prácticas bastante ordinarias en esta ciudad; por ser conocido como hombre, de bien, no queriendo conservar mi vida valiéndome de medios tan indignos? Por otra parte, sabéis que jamás he querido tomar ninguna profesión en la que pudiera trabajar al mismo tiempo en [79] provecho vuestro y en el mío, y que mi único objeto ha sido procuraros a cada uno de vosotros en particular el mayor de todos los bienes, persuadiéndoos a que no atendáis a las cosas que os pertenecen antes que al cuidado de vosotros mismos, para haceros más sabios y más perfectos, lo mismo que es preciso tener
cuidado de la existencia de la república antes de pensar en las cosas que la pertenecen, y así de lo demás.
Dicho esto, ¿de qué soy digno? De un gran bien sin duda, atenienses, si proporcionáis verdaderamente la recompensa al mérito; de un gran bien que pueda convenir a un hombre tal como yo. ¿Y qué es lo que conviene a un hombre pobre, que es vuestro bienhechor, y que tiene necesidad de un gran desahogo para ocuparse en exhortaros? Nada le conviene tanto, atenienses, como el ser alimentado en el Pritaneo y esto le es más debido que a los que entre vosotros han ganado el premio en las corridas de caballos y carros en los juegos olímpicos{12}; porque éstos con sus victorias hacen que aparezcamos felices, y yo os hago, no en la apariencia, sino en la realidad. Por otra parte, éstos no tienen necesidad de este socorro, y yo la tengo. Si en justicia es preciso adjudicarme una recompensa digna de mí, esta es la que merezco, el ser alimentado en el Pritaneo.
Al hablaros así, atenienses, quizá me acusareis de que lo hago con la terquedad y arrogancia con que deseché antes los lamentos y las súplicas. Pero no hay nada de eso.
El motivo que tengo es, atenienses, que abrigo la convicción de no haber hecho jamás el menor daño a nadie queriéndolo y sabiéndolo. No puedo hoy persuadiros de ello, porque el tiempo que me queda es muy corto. Si [80] tuvieseis una ley que ordenase que un juicio de muerte durara muchos días, como se practica en otras partes, y no uno solo, estoy persuadido que os convencería. ¿Pero qué medio hay para destruir tantas calumnias en un tan corto espacio de tiempo? Estando convencidísimo de que no he hecho daño a nadie, ¿cómo he de hacérmelo a mí mismo, confesando que merezco ser castigado, e imponiéndome a mí mismo una pena? ¡Qué! ¿Por no sufrir el suplicio a que me condena Melito, suplicio que verdaderamente no sé si es un bien o un mal, iré yo a escoger alguna de esas penas, que sé con certeza que es un mal, y me condenaré yo mismo a ella? ¿Será quizá una prisión perpetua? ¿Y qué significa vivir siempre yo esclavo de los Once?{13} ¿Será una multa y prisión hasta que la haya pagado? Esto equivale a lo anterior, porque no tengo con qué pagarla. ¿Me condenaré a destierro? Quizá confirmaríais mi sentencia. Pero era necesario que me obcecara bien el amor a la vida, atenienses, si no viera que si vosotros, que sois mis conciudadanos, no habéis podido sufrir mis conversaciones ni mis máximas, y de tal manera os han irritado que no habéis parado hasta deshaceros de mí, con mucha más razón los de otros países no podrían sufrirme. ¡Preciosa vida para Sócrates, si a sus años, arrojado de Atenas, se viera errante de ciudad en ciudad como un vagabundo y como un proscrito! Sé bien, que, a do quiera que vaya, los jóvenes me escucharán, como me escuchan en Atenas; pero si los rechazo harán
que sus padres me destierren; y si no los rechazo, sus padres y parientes me arrojarán por causa de ellos.
Pero me dirá quizá alguno: —¡Qué!, Sócrates, ¿si marchas desterrado no podrás mantenerte en reposo y guardar silencio? Ya veo que este punto es de los más [81] difíciles para hacerlo comprender a alguno de vosotros, porque si os digo que callar en el destierro sería desobedecer a Dios, y que por esta razón me es imposible guardar silencio, no me creeríais y miraríais esto como una ironía; y si por otra parte os dijese que el mayor bien del hombre es hablar de la virtud todos los días de su vida y conversar sobre todas las demás cosas que han sido objeto de mis discursos, ya sea examinándome a mí mismo, ya examinando a los demás, porque una vida sin examen no es vida, aún me creeríais menos. Así es la verdad, atenienses, por más que se os resista creerla. En fin, no estoy acostumbrado a juzgarme acreedor a ninguna pena. Verdaderamente si fuese rico, me condenaría a una multa tal, que pudiera pagarla, porque esto no me causaría ningún perjuicio; pero no puedo, porque nada tengo, a menos que no queráis que la multa sea proporcionada a mi indigencia, y en este concepto podría extenderme hasta una mina de plata, y a esto es a lo que yo me condeno. Pero Platón, que está presente, Criton, Critobulo y Apolodoro; quieren que me extienda hasta treinta minas, de que ellos responden. Me condeno pues a treinta minas, y he aquí mis fiadores, que ciertamente son de mucho abono.
(Habiéndose Sócrates condenado a sí mismo a la multa por obedecer a la ley, los jueces deliberaron y le condenaron a muerte, y entonces Sócrates tomó la palabra y dijo:)
En verdad, atenienses, por demasiada impaciencia y precipitación vais a cargar con un baldón y dar lugar a vuestros envidiosos enemigos a que acusen a la república de haber hecho morir a Sócrates, a este hombre sabio, porque para agravar vuestra vergonzosa situación, ellos me llamarán sabio aunque no lo sea. En lugar de que si [82] hubieseis tenido un tanto de paciencia, mi muerte venía de suyo, y hubieseis conseguido vuestro objeto, porque ya veis que en la edad que tengo estoy bien cerca de la muerte. No digo esto por todos los jueces, sino tan sólo por los que me han condenado a muerte, y a ellos es a quienes me dirijo. ¿Creéis que yo hubiera sido condenado, si no hubiera reparado en los medios para defenderme? ¿Creéis que me hubieran faltado palabras insinuantes y persuasivas? No son las palabras, atenienses, las que me han faltado; es la impudencia de no haberos dicho cosas que hubierais gustado mucho de oír. Hubiera sido para vosotros una gran satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estáis viendo
todos los días en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creído que debía rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso, y después de vuestra sentencia no me arrepiento de no haber cometido esta indignidad, porque quiero más morir después de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros. Ni en los tribunales de justicia, ni en medio de la guerra, debe el hombre honrado salvar su vida por tales medios. Sucede muchas veces en los combates, que se puede salvar la vida muy fácilmente, arrojando las armas y pidiendo cuartel al enemigo, y lo mismo sucede en todos los demás peligros; hay mil expedientes para evitar la muerte; cuando está uno en posición de poder decirlo todo o hacerlo todo. ¡Ah! Atenienses, no es lo difícil evitar la muerte; lo es mucho más evitar la deshonra, que marcha más ligera que la muerte. Esta es la razón, porque, viejo y pesado como estoy, me he dejado llevar por la más pesada de las dos, la muerte; mientras que la más ligera, el crimen, esta adherida a mis acusadores, que tienen vigor y ligereza. Yo voy a sufrir la muerte, a la que me habéis condenado, pero ellos sufrirán la iniquidad y la infamia a que la [83] verdad les condena. Con respecto a mí, me atengo a mi castigo, y ellos se atendrán al suyo. En efecto, quizá las cosas han debido pasar así, y en mi opinión no han podido pasar de mejor modo.
¡Oh vosotros!, que me habéis condenado a muerte, quiero predeciros lo que os sucederá, porque me veo en aquellos momentos, cuando la muerte se aproxima, en que los hombres son capaces de profetizar el porvenir. Os lo anuncio, vosotros que me hacéis morir, vuestro castigo no tardará, cuando yo haya muerto, y será, ¡por Júpiter!, más cruel que el que me imponéis. En deshaceros de mí, sólo habéis intentado descargares del importuno peso de dar cuenta de vuestra vida, pero os sucederá todo lo contrario; yo os lo predigo.
Se levantará contra vosotros y os reprenderá un gran número de personas, que han estado contenidas por mi presencia, aunque vosotros no lo apercibíais; pero después de mi muerte serán tanto más importunos y difíciles de contener, cuanto que son más jóvenes; y más os irritareis vosotros, porque si creéis que basta matar a unos para impedir que otros os echen en cara que vivís mal, os engañáis. Esta manera de libertarse de sus censores ni es decente, ni posible. La que es a la vez muy decente y muy fácil es, no cerrar la boca a los hombres, sino hacerse mejor. Lo dicho basta para los que me han condenado, y los entrego a sus propios remordimientos.
Con respecto a los que me habéis absuelto con vuestros votos, atenienses, conversaré con vosotros con el mayor gusto, mientras que los Once estén ocupados, y no se me conduzca al sitio donde deba morir. Concededme, os suplico, un momento de atención, porque nada impide que conversemos juntos, puesto que da tiempo: Quiero deciros, como amigos, una cosa que acaba de
sucederme, y explicaros lo que significa. Sí, jueces míos, (y llamándoos así no me engaño en el nombre) me [84] ha sucedido hoy una cosa muy maravillosa. La voz divina de mi demonio familiar que me hacía advertencias tantas veces, y que en las menores ocasiones no dejaba jamás de separarme de todo lo malo que iba a emprender, hoy, que me sucede lo que veis, y lo que la mayor parte de los hombres tienen por el mayor de todos los males, esta voz no me ha dicho nada, ni esta mañana cuando salí de casa, ni cuando he venido al tribunal, ni cuando he comenzado a hablares. Sin embargo, me ha sucedido muchas veces, que me ha interrumpido en medio de mis discursos, y hoy a nada se ha opuesto, haya dicho o hecho yo lo que quisiera. ¿Qué puede significar esto? Voy a decíroslo. Es que hay trazas de que lo que me sucede es un gran bien, y nos engañamos todos sin duda, si creemos que la muerte es un mal. Una prueba evidente de ello es que si yo no hubiese de realizar hoy algún bien, el Dios no hubiera dejado de advertírmelo como acostumbra.
Profundicemos un tanto la cuestión, para hacer ver que es una esperanza muy profunda la de que la muerte es un bien.
Es preciso de dos cosas una: o la muerte es un absoluto anonadamiento y una privación de todo sentimiento, o, como se dice, es un tránsito del alma de un lugar a otro. Si es la privación de todo sentimiento, una dormida pacífica que no es turbada por ningún sueño, ¿qué mayor ventaja puede presentar la muerte? Porque si alguno, después de haber pasado una noche muy tranquila sin ninguna inquietud, sin ninguna turbación, sin el menor sueño, la comparase con todos los demás días y con todas las demás noches de su vida, y se le obligase a decir en conciencia cuántos días y noches había pasado que fuesen más felices que aquella noche; estoy persuadido de que no sólo un simple particular, si no el mismo gran rey, encontraría bien pocos, y le sería muy fácil contarlos. Si la muerte es una cosa semejante, la llamo con razón un [86] bien; porque entonces el tiempo todo entero no es más que una larga noche.
Pero si la muerte es un tránsito de un lugar a otro, y si, según se dice, allá abajo está el paradero de todos los que han vivido, ¿qué mayor bien se puede imaginar, jueces míos? Porque si, al dejar los jueces prevaricadores de este mundo, se encuentran en los infiernos los verdaderos jueces, que se dice que hacen allí justicia, Mines, Radamanto, Eaco, Triptolemo y todos los demás semidioses que han sido justos durante su vida, ¿no es este el cambio más dichoso? ¿A qué precio no compraríais la felicidad de conversar con Orfeo, Museo, Hesiodo y Homero? Para mí, si es esto verdad, moriría gustoso mil veces. ¿Qué trasporte de alegría no tendría yo cuando me encontrase con Palamedes, con Afax, hijo de Telamon, y con todos los demás héroes de la antigüedad, que han sido víctimas de la injusticia? ¡Qué placer el poder comparar mis aventuras con las suyas! Pero
aún sería un placer infinitamente más grande para mí pasar allí los días, interrogando y examinando a todos estos personajes, para distinguir los que son verdaderamente sabios de los que creen serlo y no lo son. ¿Hay alguno, jueces míos, que no diese todo lo que tiene en el mundo por examinar al que condujo un numeroso ejército contra Troya o Ulises o Sisifo y tantos otros, hombres y mujeres, cuya conversación y examen serían una felicidad inexplicable? Estos no harían morir a nadie por este examen, porque además de que son más dichosos que nosotros en todas las cosas, gozan de la inmortalidad, si hemos de creer lo que se dice.
Esta es la razón, jueces míos, para que nunca perdáis las esperanzas aún después de la tumba, fundados en esta verdad; que no hay ningún mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni después de su muerte; y que los dioses tienen siempre cuidado de cuanto tiene relación con [86] él; porque lo que en este momento me sucede a mí no es obra del azar, y estoy convencido de que el mejor partido para mí es morir desde luego y libertarme así de todos los disgustos de esta vida. He aquí por qué la voz divina nada me ha dicho este día. No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores, ni contra los que me han condenado, aun cuando no haya sido su intención hacerme un bien, sino por el contrario hacerme un mal, lo que sería un motivo para quejarme de ellos. Pero sólo una gracia tengo que pedirles. Cuando mis hijos sean mayores, os suplico los hostiguéis, los atormentéis, como yo os he atormentado a vosotros, si veis que prefieren las riquezas a la virtud, y que se creen algo cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza, si no se aplican a lo que deben aplicarse, y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado con vosotros. Si me concedéis esta gracia, lo mismo yo que mis hijos no podremos menos de alabar vuestra justicia. Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios.
———
{1} Los últimos acusadores de Sócrates fueron Anito, que murió después lapidado en el Ponto, Licon, que sostuvo la acusación, y Melito. Véase a Eutifron.
{2} Se llamaban así los poetas que hacían himnos en honor de Baco.
{3} Homero, Iliada, lib. 18, v. 96-98.
{4} Homero, Iliada, lib. 18, v. 104.
{5} Sócrates se distinguió por su valor en los dos primeros sitios, y en la batalla de Delio salvó la vida a Xenofonte, su discípulo, y a Alcibíades.
{6} Este combate fue dado por Cellicratidas, general de los lacedemonios, contra los diez generales atenienses. Estos últimos consiguieron la victoria.
{7} Tolos era la sala de despacho de los Pritaneos o senadores.
{8} Cuando Sócrates fue condenado, Apolodoro exclamó: ¡Sócrates, lo que me aflige más es verte morir inocente! Sócrates, pasándole la mano suavemente por la cabeza, le dijo con la risa en los labios: ¡Amigo mío!, ¿querrías más verme morir culpable?
{9} Odisea, lib. 19, v. 163.
{10} Era preciso que el acusador obtuviese la mitad más una quinta parte de votos.
{11} La ley permitía al acusado condenarse a una de estas tres penas; prisión perpetua, multa, destierro. Sócrates no cayó en este lazo.
{12} Los ciudadanos de grandes servicios eran mantenidos en el Pritaneo con los cincuenta senadores en ejercicio.
{13} Eran los magistrados encargados de la vigilancia de las prisiones.
www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2005 www.filosofia.org Patricio de Azcárate · Obras completas de Platón
Madrid 1871, tomo 1, páginas 49-86
CRITÓN SÓCRATES Y CRITÓN Sócrates. - ¿Por qué vienes a esta hora, Critón? ¿No es pronto todavía?
Critón - En efecto, es muy pronto.
Sócrates - ¿Qué hora es exactamente?
Critón - Comienza a amanecer.
Sócrates -Me extraña que el guardián de la prisión haya querido atenderte.
Critón -Es ya amigo mío, Sócrates, de tanto venir aquí; además ha recibido dé mí alguna gratificación.
Sócrates - ¿Has venido ahora o hace tiempo?
Critón -Hace ya bastante tiempo.
Sócrates -¿Y cómo no me has despertado en seguida y te has quedado sentado ahí al lado, en silencio?
Critón - No, por Zeus, Sócrates, en esta situación tampoco habría querido yo mismo estar en tal desvelo y sufrimiento, pero hace rato que me admiro viendo qué suavemente duermes, y a intención no te desperté para que pasaras el tiempo lo más agradablemente. Muchas veces, ya antes durante toda tu vida, te consideré feliz por tu carácter, pero mucho más en la presente desgracia, al ver qué fácil y apaciblemente la llevas.
Sócrates -Ciertamente, Critón, no sería oportuno irritarme a mi edad, si debo ya morir.
Critón -También otros de tus años, Sócrates, se encuentran metidos en estas circunstancias, pero su edad no les libra en nada de irritarse con su suerte presente.
Sócrates -Así es. Pero, ¿por qué has venido tan temprano?
Critón -Para traerte, Sócrates, una noticia dolorosa y agobiante, no para ti, según veo, pero ciertamente dolorosa y agobiante para mí y para todos tus amigos, y que para mí, según veo, va a ser muy difícil de soportar.
Sócrates - ¿Cuál es la noticia? ¿Acaso ha llegado ya desde Delos el barco a cuya llegada debo yo morir?
Critón - No ha llegado aún, pero me parece que estará aquí hoy, por lo que anuncian personas venidas de Sunio que han dejado el barco allí. Según estos mensajeros, es seguro que estará aquí hoy, y será necesario, Sócrates, que mañana acabes tu vida.
Sócrates -Pues, ¡buena suerte!, Critón. Sea así, si así es agradable a los dioses. Sin embargo, no creo que el barco esté aquí hoy.
Critón -¿De dónde conjeturas eso?
Sócrates - Voy a decírtelo. Yo debo morir al día siguiente de que el barco llegue.
Critón -Así dicen los encargados de estos asuntos.
Sócrates - Entonces, no creo que llegue el día que está empezando sino el siguiente. Me fundo en cierto sueño que he tenido hace poco, esta noche. Probablemente ha sido muy oportuno que no me despertaras.
Critón - ¿Cuál era el sueño?
Sócrates -Me pareció que una mujer bella, de buen aspecto, que llevaba blancos vestidos se acercó a mí, me llamó y me dijo: «Sócrates, al tercer día llegarás a la fértil Ptía ». Critón - Extraño es el sueño, Sócrates.
Sócrates - En todo caso, muy claro, según yo creo, Critón.
Critón - Demasiado claro, según parece. Pero, querido Sócrates, todavía en este momento hazme caso y sálvate. Para mí, si tú mueres, no será una sola desgracia, sino que, aparte de verme privado de un amigo como jamás encontraré otro, muchos que no nos conocen bien a ti y a mí creerán que, habiendo podido yo salvarte, si hubiera querido gastar dinero, te he abandonado. Y, en verdad, ¿hay reputación más vergonzosa que la de parecer que se tiene en más al dinero que a los amigos? Porque la mayoría no llegará a convencerse de que tú mismo no quisiste salir de aquí, aunque nosotros nos esforzábamos en ello.
Sócrates -Pero ¿por qué damos tanta importancia, mi buen Critón, a la opinión de la mayoría? Pues los más capaces, de los que sí vale la pena preocuparse, considerarán que esto ha sucedido como en realidad suceda.
Critón - Pero ves, Sócrates, que es necesario también tener en cuenta la opinión de la mayoría. Esto mismo que ahora está sucediendo deja ver, claramente, que la mayoría es capaz de producir no los males más pequeños, sino precisamente los mayores, si alguien ha incurrido en su odio.
Sócrates - ¡Ojalá, Critón, que los más fueran capaces de hacer los males mayores para que fueran también capaces de hacer los mayores bienes! Eso sería bueno. La realidad es que no son capaces ni de lo uno ni de lo otro; pues, no siendo tampoco capaces de hacer a alguien sensato ni insensato, hacen lo que la casualidad les ofrece.
Critón -Bien, aceptemos que es así. ¿Acaso no te estás tú preocupando de que a mí y a los otros amigos, si tú sales de aquí, no nos creen dificultades los sicofantes al decir que te hemos sacado de la cárcel, y nos veamos obligados a perder toda nuestra fortuna o mucho dinero o, incluso, a sufrir algún otro daño además de éstos? Si, en efecto, temes algo así, déjalo en paz. Pues es justo que nosotros corramos este riesgo para salvarte y, si es preciso, otro aún mayor. Pero hazme caso y no obres de otro modo.
Sócrates - Me preocupa eso, Critón, y otras muchas cosas.
Critón - Pues bien, no temas por ésta. Ciertamente, tampoco es mucho el dinero que quieren recibir algunos para salvarte y sacarte de aquí. Además, ¿no ves qué baratos están estos sicofantes y que no sería necesario gastar en ellos mucho dinero? Está a tu disposición mi fortuna que será suficiente, según creo. Además, si te preocupas por mí y crees que no debes gastar lo mío, están aquí algunos extranjeros dispuestos a gastar su dinero. Uno ha traído, incluso, el suficiente para ello, Simias de Tebas. Están dispuestos también Cebes y otros muchos. De manera que, como digo, por temor a esto no vaciles en salvarte; y que tampoco sea para ti dificultad lo que dijiste en el tribunal , que si salías de Atenas, no sabrías cómo valerte. En muchas partes, adonde quiera que tú llegues, te acogerán con cariño. Si quieres ir a Tesalia, tengo allí huéspedes que te tendrán en gran estimación y que te ofrecerán seguridad, de manera que nadie te moleste en Tesalia. Además, Sócrates, tampoco me parece justo que intentes traicionarte a ti mismo, cuando te es posible salvarte. Te esfuerzas porque te suceda aquello por lo que trabajarían con afán y, de hecho, han trabajado tus enemigos deseando destruirte. Además, me parece a mí que traicionas también a tus hijos; cuando te es posible criarlos y educarlos, los abandonas y te vas, y, por tu parte, tendrán la suerte que el destino les
depare, que será, como es probable, la habitual de los huérfanos durante la orfandad. Pues, o no se debe tener hijos, o hay que fatigarse para criarlos y educarlos. Me parece que tú eliges lo más cómodo. Se debe elegir lo que elegiría un hombre bueno y decidido, sobre todo cuando se ha dicho durante toda la vida que se ocupa uno de la virtud. Así que yo siento vergüenza, por ti y por nosotros tus amigos, de que parezca que todo este asunto tuyo se ha producido por cierta cobardía nuestra: la instrucción del proceso para el tribunal, siendo posible evitar el proceso, el mismo desarrollo del juicio tal como sucedió, y finalmente esto, como desenlace ridículo del asunto, y que parezca que nosotros nos hemos quedado al margen de la cuestión por incapacidad y cobardía, así como que no te hemos salvado ni tú te has salvado a ti mismo, cuando era realizable y posible, por pequeña que fuera nuestra ayuda. Así pues, procura, Sócrates, que esto, además del daño, no sea vergonzoso para ti y para nosotros. Pero toma una decisión; por más que ni siquiera es ésta la hora de decidir, sino la de tenerlo decidido. No hay más que. una decisión; en efecto, la próxima noche tiene que estar todo realizado. Si esperamos más, ya no es posible ni realizable. En todo caso, déjate persuadir y no obres de otro modo.
Sócrates - Querido Critón, tu buena voluntad sería muy de estimar, si le acompañara algo de rectitud; si no, cuanto más intensa, tanto más penosa. Así pues, es necesario que reflexionemos si esto debe hacerse o no. Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar, me parece el mejor. Los argumentos que yo he dicho en tiempo anterior no los puedo desmentir ahora porque me ha tocado esta suerte, más bien me parecen ahora, en conjunto, de igual valor y respeto, y doy mucha importancia a los mismos argumentos de antes. Si no somos capaces de decir nada mejor en el momento presente, sabe bien que no voy a estar de acuerdo contigo, ni aunque la fuerza de la mayoría nos asuste como a niños con más espantajos que los de ahora en que nos envía prisiones, muertes y privaciones de bienes. ¿Cómo podríamos examinar eso más adecuadamente? Veamos, por lo pronto, si recogemos la idea que tú expresabas acerca de las opiniones de los hombres, a saber, si hemos tenido razón o no al decir siempre que deben tenerse en cuenta unas opiniones y otras no. ¿O es que antes de que yo debiera morir estaba bien dicho, y en cambio ahora es evidente que lo decíamos sin fundamento, por necesidad de la expresión, pero sólo era un juego infantil y pura charlatanería? Yo deseo, Critón, examinar contigo si esta idea me parece diferente en algo, cuando me encuentro en esta situación, o me parece la misma, y, según el caso, si la vamos a abandonar o la vamos a seguir. Según creo, los hombres cuyo juicio tiene interés dicen siempre, como yo decía ahora, que entre las opiniones que los hombres manifiestan deben estimarse mucho algunas y otras no. Por los dioses, Critón, ¿no te parece que esto está bien dicho? En efecto, tú, en la medida de la previsión humana, estás libre de ir a morir mañana, y la presente desgracia no va a extraviar tu juicio. Examínalo. ¿No te parece que está bien decir que no se deben estimar todas las opiniones de los hombres, sino unas sí y otras no, y las de unos hombres sí y las de otros no? ¿Qué dices tú? ¿No está bien decir esto?
CRIT.- Está bien.
Sócrates - ¿Se deben estimar las valiosas y. no estimar las malas?
Critón - Sí.
Sócrates - ¿Son valiosas las opiniones de los hombres juiciosos, y malas las de los hombres de poco juicio?
Critón - ¿Cómo no?
Sócrates - Veamos en qué sentido decíamos tales cosas. Un hombre que se dedica a la gimnasia, al ejercitarla ¿tiene en cuenta la alabanza, la censura y la opinión de cualquier persona, o la de una sola persona, la. del médico o el entrenador?
Critón -La de una sola persona.
Sócrates -Luego debe temer las censuras y recibir con agrado los elogios de aquella sola persona, no los de la mayoría.
Critón - Es evidente.
Sócrates -Así pues, ha de obrar, ejercitarse, comer y beber según la opinión de ése solo, del que está a su cargo y entiende, y no según la de todas los otros juntos.
Critón - Así es.
Sócrates - Bien. Pero si no hace caso a ese solo hombre y desprecia su opinión y sus elogios, y, en cambio, estima las palabras de la mayoría, que nada entiende, ¿es que no sufrirá algún daño?
Critón - ¿Cómo no?
Sócrates - ¿Qué daño es este, hacia dónde tiende y a qué parte del que no hace caso? Critón - Es evidente que al cuerpo; en efecto, lo arruina.
Sócrates - Está bien. Lo mismo pasa con las otras cosas, Critón, a fin de no repasarlas todas. También respecto a lo justo y lo injusto, lo feo y lo bello, lo bueno y lo malo, sobre lo que ahora trata nuestra deliberación, ¿acaso debemos nosotros seguir la opinión de la mayoría y temerla, o la de uno solo que entienda, si lo hay, al cual hay que respetar y temer más que a todos los otros juntos? Si no seguimos a éste, dañaremos y maltrataremos aquello que se mejora con lo justo y se destruye con lo injusto. ¿No es así esto?
Critón -Así lo pienso, Sócrates.
Sócrates -Bien, si lo que se hace mejor por medio de lo sano y se daña por medio de lo enfermo, lo arruinamos por hacer caso a la opinión de los que no entienden, ¿acaso podríamos vivir al estar eso arruinado? Se trata del cuerpo, ¿no es así?
Critón - Sí.
Sócrates -¿Acaso podemos vivir con un cuerpo miserable y arruinado?
Critón -De ningún modo.
Sócrates -Pero ¿podemos vivir, acaso, estando dañado aquello con lo que se arruina lo injusto y se ayuda a lo justo? ¿Consideramos que es de menos valor que el cuerpo la parte de nosotros, sea la que fuere, en cuyo entorno están la injusticia y la justicia?
CRIT.-De ningún modo.
Sócrates - ¿Ciertamente es más estimable?
Critón - Mucho Más.
Sócrates -Luego, querido amigo, no debemos preocuparnos mucho de lo que nos vaya a decir la mayoría, sino de lo que diga el que entiende sobre las cosas justas e injustas, aunque sea uno sólo, y de lo que la verdad misma diga. Así que, en primer término, no fue acertada tu propuesta de que debemos preocuparnos de la opinión de la mayoría acerca de lo justo, lo bello y lo bueno y sus contrarios. Pero podría decir alguien que los más son capaces de condenarnos a muerte.
Critón - Es evidente que podría. decirlo, Sócrates.
Sócrates - Tienes razón. Pero, mi 'buen amigo, este razonamiento que hemos recorrido de cabo a cabo me parece a mí que es aún el mismo de siempre. Examina, además, si también permanece firme aún, para nosotros, o no permanece el razonamiento de que no hay que considerar lo más importante el vivir, sino el vivir bien.
Critón - Sí permanece.
Sócrates -¿La idea de que vivir bien, vivir honradamente y vivir justamente son el mismo concepto, permanece, o no permanece?
Critón - Permanece.
Sócrates -Entonces, a partir de lo acordado hay que examinar si es justo, o no lo es, el que yo intente salir de aquí sin soltarme los atenienses. Y si nos parece justo, intentémoslo, pero si no, dejémoslo. En cuanto a las consideraciones de que hablas sobre el gasto de dinero, la reputación y la crianza de los hijos, es de temer, Critón, que éstas, en realidad, sean reflexiones adecuadas a éstos que condenan a muerte y harían resucitar, si pudieran, sin el menor sentido, es decir, a la mayoría. Puesto que el razonamiento lo exige así, nosotros no tenemos otra cosa que hacer, sino examinar, como antes decía, si nosotros, unos sacando de la cárcel y otro saliendo, vamos a actuar justamente pagando dinero y favores a los que me saquen, o bien vamos a obrar injustamente haciendo todas estas cosas. Y si resulta que vamos a realizar actos injustos, no es necesario considerar si, al quedarnos aquí sin emprender acción alguna, tenemos que morir o sufrir cualquier otro daño, antes que obrar injustamente.
Critón -Me parece acertado lo que dices, Sócrates, mira qué debemos hacer.
Sócrates -Examinémoslo en común, amigo, y si tienes algo que objetar mientras yo hablo, objétalo y yo te haré caso. Pero si no, mi buen Critón, deja ya de decirme una y otra vez la misma frase, que tengo que salir de aquí contra la voluntad de los atenienses, porque yo doy mucha importancia a tomar esta decisión tras haberte persuadido y no contra tu voluntad; mira si te parece que está bien planteada la base del razonamiento e intenta responder, a lo que yo pregunte, lo que tú creas más exactamente.
Critón - Lo intentaré.
Sócrates - ¿Afirmamos que en ningún caso hay que hacer el mal voluntariamente, o que en unos casos sí y en otros no, o bien que de ningún modo es bueno y honrado hacer el mal, tal como hemos convenido muchas veces anteriormente? Eso es también lo que acabamos de decir. ¿Acaso todas nuestras ideas comunes de antes se han desvanecido en estos pocos días y, desde hace tiempo, Critón, hombres ya viejos, dialogamos uno con otro, seriamente sin darnos cuenta de que en nada nos distinguimos de los niños? O, más bien, es totalmente como nosotros decíamos entonces, lo afirme o lo niegue la mayoría; y, aunque tengamos que sufrir cosas aún más penosas que las presentes, o bien más agradables, ¿cometer injusticia no es, en todo caso, malo y vergonzoso para el que la comete? ¿Lo afirmamos o no?
Critón -Lo afirmamos.
Sócrates -Luego de ningún modo se debe cometer injusticia.
Critón -Sin duda.
Sócrates -Por tanto, tampoco si se recibe injusticia se debe responder con la injusticia, como cree la mayoría, puesto que de ningún modo se debe cometer injusticia.
Critón - Es evidente.
Sócrates - ¿Se debe hacer mal, Critón, o no?
Critón - De ningún modo se debe, Sócrates.
Sócrates -¿Y responder con el mal cuando se recibe mal es justo, como afirma la mayoría, o es injusto?
Critón -De ningún modo es justo.
Sócrates - Pues el hacer daño a la gente en nada se distingue de cometer injusticia.
Critón - Dices la verdad.
Sócrates -Luego no se debe responder con la injusticia ni hacer mal a ningún hombre, cualquiera que sea el daño que se reciba de él. Procura, Critón, no aceptar esto contra tu opinión, si lo aceptas; yo sé, ciertamente, que esto lo admiten y lo admitirán unas pocas personas. No es posible una determinación común para los que han formado su opinión de esta manera y para los que mantienen lo contrario, sino que es necesario que se desprecien unos a otros, cuando ven la determinación de la otra parte. Examina muy bien, pues, también tú si estás de acuerdo y te parece bien, y si debemos iniciar nuestra deliberación a partir de este principio, de que jamás es bueno ni cometer injusticia, ni responder a la injusticia con la injusticia, ni responder haciendo mal cuando se recibe el mal. ¿O bien te apartas y no participas de este principio? En cuanto a mí, así me parecía antes y me lo sigue pareciendo ahora, pero si a ti te parece de otro modo, dilo y explícalo. Pero si te mantienes en lo anterior, escucha lo que sigue.
Critón -Me mantengo y también me parece a mí. Continúa.
Sócrates - Digo lo siguiente, más bien pregunto: ¿las cosas que se ha convenido con alguien que son justas hay que hacerlas o hay que darles una salida falsa?
Critón -Hay que hacerlas.
Sócrates - A partir de esto, reflexiona. Si nosotros nos vamos de aquí sin haber persuadido a la ciudad, ¿hacemos daño a alguien y, precisamente, a quien me nos se debe, o no? ¿Nos mantenemos en lo que hemos acordado que es justo, o no?
Critón - No puedo responder a lo que preguntas, Sócrates; no lo entiendo.
Sócrates -Considéralo de este modo. Si cuando nosotros estemos a punto de escapar de aquí, o como haya que llamar a esto, vinieran las leyes y el común de la ciudad y, colocándose delante, nos dijeran: «Dime, Sócrates, ¿qué tienes intención de hacer? ¿No es cierto que, por medio de esta acción que intentas, tienes el propósito, en lo que de ti depende, de destruirnos a nosotras y a toda la ciudad? ¿Te parece a ti que puede aún existir sin arruinarse la ciudad en la que los juicios que se producen no tienen efecto alguno, sino que son invalidados por particulares y quedan anulados?» ¿Qué vamos a responder, Critón, a estas preguntas y a otras semejantes? Cualquiera, especialmente un orador, podría dar muchas razones en defensa de la ley, que intentamos destruir, que ordena que los juicios que han sido sentenciados sean firmes. ¿Acaso les diremos: «La ciudad ha obrado injustamente con nosotros y no ha llevado el juicio rectamente»? ¿Les vamos a decir eso?
Critón - Sí, por Zeus, Sócrates.
Sócrates - Quizá dijeran las leyes: «¿Es esto, Sócrates, lo que hemos convenido tú y nosotras, o bien que hay que permanecer fiel a las sentencias que dicte la ciu dad?» Si nos extrañáramos de sus palabras, quizá dijeran: «Sócrates no te extrañes de lo que decimos, sino respóndenos, puesto que tienes la costumbre de servirte de preguntas y respuestas. Veamos, ¿qué acusación tienes contra nosotras y contra la ciudad para intentar destruimos? En primer lugar, ¿no te hemos dado nosotras la vida y, por medio de nosotras, desposó tu padre a tu madre y te engendró? Dinos, entonces, ¿a las leyes referentes al matrimonio les censuras algo que no esté bien?» «No las censuro», diría yo. «Entonces, ¿a las que se refieren a la crianza del nacido y a la educación en la que te has educado? ¿Acaso las que de nosotras estaban establecidas para ello no disponían bien ordenando a tu padre que te educara en la música y en la gimnasia?» «Sí disponían bien», diría yo. «Después que hubiste nacido y hubiste sido criado y educado, ¿podrías decir, en principio, que no eras resultado de nosotras y nuestro esclavo, tú y tus ascendientes? Si esto es así, ¿acaso crees que los derechos son los mismos para ti y para nosotras, y es justo para ti responder haciéndonos, a tu vez, lo que nosotras intentemos
hacerte? Ciertamente no serían iguales tus derechos respecto a tu padre y respecto a tu dueño, si lo tuvieras, como para que respondieras haciéndoles lo que ellos te hicieran, insultando a tu vez al ser insultado, o golpeando al ser golpeado, y así sucesivamente. ¿Te sería posible, en cambio, hacerlo con la patria y las leyes, de modo que si nos proponemos matarte, porque lo consideramos justo, por tu parte intentes, en la medida de tus fuerzas, destruimos a nosotras, las leyes, y a la patria, y afirmes que al hacerlo obras justamente, tú, el que en verdad se preocupa de la virtud? ¿Acaso eres tan sabio que te pasa inadvertido que la patria merece más honor que la madre, que el padre y que todos los antepasados, que es más venerable y más santa y que es digna de la mayor estimación entre los dioses y entre los hombres de juicio? ¿Te pasa inadvertido que hay que respetarla y ceder ante la patria y halagarla, si está irritada, más aún que al padre; que hay que convencerla u obedecerla haciendo lo que ella disponga; que hay que padecer sin oponerse a ello, si ordena padecer algo; que si ordena recibir golpes, sufrir prisión, o llevarte a la guerra para ser herido o para morir, hay que hacer esto porque es lo justo, y no hay que ser débil ni retroceder ni abandonar el puesto, sino que en la guerra, en el tribunal y en todas partes hay que hacer lo que la ciudad y la patria ordene, o persuadirla de lo que es justo; y que es impío hacer violencia a la madre y al padre, pero lo es mucho más aún a la patria?» ¿Qué vamos a decir a esto, Critón? ¿Dicen la verdad las leyes o no?
Critón - Me parece que sí.
Sócrates -Tal vez dirían aún las leyes: «Examina, además, Sócrates, si es verdad lo que nosotras decimos, que no es justo que trates de hacernos lo que ahora intentas. En efecto, nosotras te hemos engendrado, criado, educado y te hemos hecho participe, como a todos los demás ciudadanos, de todos los bienes de que éramos capaces; a pesar de esto proclamamos la libertad, para el ateniense que lo quiera, una vez que haya hecho la prueba legal para adquirir los derechos ciudadanos y, haya conocido los asuntos públicos y a nosotras, las leyes, de que, si no le parecemos bien, tome lo suyo y se vaya adonde quiera. Ninguna de nosotras, las leyes, lo impide, ni prohíbe que, si alguno de vosotros quiere trasladarse a una colonia, si no le agradamos nosotras y la ciudad, o si quiere ir a otra parte y vivir en el extranjero, que se marche adonde quiera llevándose lo suyo. »El que de vosotros se quede aquí viendo de qué modo celebramos los juicios y administramos la ciudad en los demás aspectos, afirmamos que éste, de hecho, ya está de acuerdo con nosotras en que va a hacer lo que nosotras ordenamos, y decimos que el que no obedezca es tres veces culpable, porque le hemos dado la vida, y no nos obedece, porque lo hemos criado y se ha comprometido a obedecemos, y no nos obedece ni procura persuadirnos si no hacemos bien alguna cosa. Nosotras proponemos hacer lo que ordenamos y no lo imponemos violentamente, sino que permitimos una opción entre dos, persuadirnos u obedecernos; y el que no obedece no cumple ninguna de las dos. Decimos, Sócrates, que tú vas a quedar sujeto a estas inculpaciones y no entre los que menos de los atenienses, sino entre los que más, si haces lo que planeas.» Si entonces yo dijera: «¿Por qué, exactamente?», quizá me respondieran con justicia diciendo que precisamente yo he aceptado este compromiso como muy pocos atenienses. Dirían: «Tenemos grandes pruebas, Sócrates, de que nosotras y la ciudad te parecemos bien. En efecto, de ningún modo hubieras permanecido en la ciudad más destacadamente que todos los otros ciudadanos , si ésta no te hubiera agradado especialmente, sin que hayas salido nunca de ella para una fiesta, excepto una vez al Istmo, ni a ningún otro territorio a no ser como soldado; tampoco hiciste nunca, como hacen los demás, ningún viaje al extranjero, ni tuviste deseo de conocer otra ciudad y otras leyes, sino que nosotras y la ciudad éramos satisfactorias para ti. Tan plenamente nos elegiste y acordaste vivir como ciudadano según nuestras normas, que incluso tuviste hijos en esta ciudad, sin duda porque te encontrabas bien en ella. Aún más, te hubiera sido posible, durante el proceso mismo, proponer para ti el destierro, si lo hubieras querido, y hacer entonces, con el consentimiento de la ciudad, lo que ahora intentas hacer contra su voluntad. Entonces tú te jactabas de que no te irritarías, si tenías que morir, y elegías, según decías, la muerte antes que el destierro. En cambio, ahora, ni respetas aquellas palabras ni te cuidas de nosotras, las leyes, intentando destruirnos; obras como obraría el más vil esclavo intentando escaparte en contra de los pactos y acuerdos con arreglo a los cuales conviniste con nosotras que vivirías como ciudadano. En primer lugar, respóndenos si decimos verdad al insistir en que tú has convenido vivir como ciudadano según nuestras normas con actos y no con palabras, o bien si no es verdad.» ¿Qué vamos a decir a esto, Critón? ¿No es cierto que estamos de acuerdo?
Critón -Necesariamente, Sócrates.
Sócrates - «No es cierto -dirían ellas- que violas los pactos y los acuerdos con nosotras, sin que los hayas convenido bajo coacción o engaño y sin estar obligado a tomar una decisión en poco tiempo, sino durante setenta años , en los que te fue posible ir a otra parte, si no te agradábamos o te parecía que los acuerdos no eran justos. Pero tú no has preferido a Lacedemonia ni a Creta, cuyas leyes afirmas continuamente que son buenas, ni a ninguna otra ciudad griega ni bárbara; al contrario, te has ausentado de Atenas menos que los cojos, los ciegos y otros lisiados. Hasta tal punto a ti más especialmente que a los demás atenienses, te agradaba la ciudad y evidentemente nosotras, las leyes. ¿Pues a quién le agradaría una ciudad sin leyes? ¿Ahora no vas a permanecer fiel a los acuerdos? Sí permanecerás, si nos haces caso, Sócrates, y no caerás en ridículo saliendo de la ciudad. »Si tú violas estos acuerdos y faltas en algo, examina qué beneficio te harás a ti mismo y a tus amigos. Que también tus amigos corren peligro de ser desterrados, de ser privados de los derechos ciudadanos o de perder sus bienes es casi evidente. Tú mismo, en primer lugar, si vas a una de las ciudades próximas, Tebas o Mégara , pues ambas tienen buenas leyes, llegarás como enemigo de su sistema político y todos los que se preocupan de sus ciudades te mirarán con suspicacia considerándote destructor de las leyes; confirmarás para tus jueces la opinión de que se ha sentenciado rectamente el proceso. En efecto, el que es destructor de las leyes, parecería fácilmente que es también corruptor de jóvenes y de gentes de poco espíritu. ¿Acaso vas a evitar las ciudades con buenas leyes y los hombres más honrados? ¿Y si haces eso, te valdrá la pena vivir? O bien si te diriges a ellos y tienes la desvergüenza de conversar, ¿con qué pensamientos lo harás, Sócrates? ¿Acaso con los mismos que aquí, a saber, que lo más importante para los hombres es la virtud y la justicia, y también la legalidad y las leyes? ¿No crees que parecerá vergonzoso el comportamiento de Sócrates? Hay que creer que sí. Pero tal vez vas a apartarte de estos lugares; te irás a Tesalia con los huéspedes de Critón. En efecto, allí hay la mayor indisciplina y libertinaje, -y quizá les guste oírte de qué manera tan graciosa te escapaste de la cárcel poniéndote un disfraz o echándote encima una. piel o usando cualquier otro medio habitual para los fugitivos, desfigurando tu propio aspecto. ¿No habrá nadie que diga que, siendo un hombre al que presumiblemente le queda poco tiempo de vida, tienes el descaro de desear vivir tan afanosamente, violando las leyes más importantes? Quizá no lo haya, si no molestas a nadie; en caso contrario, -tendrás que oír muchas cosas indignas. ¿Vas a vivir adulando y sirviendo a todos? ¿Qué vas a hacer en Tesalia sino darte buena vida como si hubieras hecho el viaje allí para ir a un banquete? ¿Dónde se nos habrán ido aquellos discursos sobre la justicia y las otras formas de virtud? ¿Sin duda quieres vivir por tus hijos, para criarlos y educarlos? ¿Pero, cómo? ¿Llevándolos contigo a Tesalia los vas a criar y educar haciéndolos extranjeros para que reciban también de ti ese beneficio? ¿O bien no es esto, sino que educándose aquí se criarán y educarán mejor, si tú estás vivo, aunque tú no estés a su lado? Ciertamente tus amigos se ocuparán de ellos. ¿Es que se cuidarán de ellos, si te vas a Tesalia, y no lo harán, si vas al Hades, si en efecto hay una ayuda de los que afirman ser tus amigos? Hay que pensar que sí se ocuparán.
»Más bien, Sócrates, danos crédito a nosotras, que te hemos formado, y no tengas en más ni a tus hijos ni a tu vida ni a ninguna otra cosa que a lo justo, para que, cuando llegues al Hades, expongas en tu favor todas estas razones ante los que gobiernan allí. En efecto, ni aquí te parece a ti, ni a ninguno de los tuyos, que el hacer esto sea mejor ni más justo ni más pío, ni tampoco será mejor cuando llegues allí. Pues bien, si te vas ahora, te vas condenado injustamente no por nosotras, las leyes, sino por los hombres. Pero si te marchas tan torpemente, devolviendo injusticia por injusticia y daño por daño, violando los acuerdos y los pactos con nosotras y haciendo daño a los que menos conviene, a ti mismo, a tus amigos, a la patria y a nosotras, nos irritaremos contigo mientras vivas, y allí, en el Hades, nuestras hermanas las leyes no te recibirán de buen ánimo, sabiendo que, en la medida de tus fuerzas has intentado destruirnos. Procura que Critón no te persuada más que nosotras a hacer lo que dice.»
Sabe bien, mi querido amigo Critón, que es esto lo que yo creo oír, del mismo modo que los coribantes creen oír las flautas, y el eco mismo de estas palabras retumba en mí y hace que no pueda oír otras. Sabe que esto es lo que yo pienso ahora y que, si hablas en contra de esto, hablarás en vano. Sin embargo, si crees que puedes conseguir algo, habla.
Critón -No tengo nada que decir, Sócrates.
Sócrates - Ea pues, Critón, obremos en ese sentido, puesto que por ahí nos guía el dios.
Eutifrón o de la santidad
Eutifrón – Sócrates
Eutifrón:¿Qué novedad, Sócrates? ¿Abandonas tus hábitos del Liceo para venir al pórtico del Rey?{1} Tú no tienes, como yo, procesos que te traigan a aquí.
Sócrates:Lo que me trae aquí es peor que un proceso, es lo que los atenienses llaman negocio de Estado.
Eutifrón:¿Qué es lo que me dices? Precisamente alguno te acusa; porque jamás creeré que tú acuses a nadie.
Sócrates:Seguramente que no.
Eutifrón:¿Es otro el que te acusa?
Sócrates:Sí.
Eutifrón:¿Y quién es tu acusador?
Sócrates:Yo no le conozco bien; me parece ser un joven, que no es conocido aún, y que creo se llama Melito, de la villa [10] de Pithos. Si recuerdas algún Melito de Pithos de pelo laso, barba escasa y nariz aguileña ese es mi acusador.
Eutifrón:No le recuerdo, Sócrates. ¿Pero cuál es la acusación que intenta contra ti?
Sócrates:¿Qué acusación? Una acusación que supone no ser un hombre ordinario; porque en los pocos años que cuenta no es poco estar instruido en materias tan importantes. Dice que sabe lo que hoy día se trabaja para corromper la juventud, y que sabe quiénes son los corruptores. Sin duda este joven es mozo muy entendido, que habiendo conocido mi ignorancia viene a acusarme de que corrompo sus compañeros y me arrastra ante el tribunal de la patria como madre común. Y es preciso confesarlo; es el único que me parece conocer los fundamentos de una buena política; porque la razón quiere que un hombre de Estado comience siempre por la educación de la juventud, para hacerla tan virtuosa cuanto pueda serlo; a la manera que un buen jardinero fija su principal cuidado en las plantas tiernas, para después extenderlo a las demás. Sin duda Melito observa la misma conducta, y comienza por echarnos fuera a nosotros, los que dice que corrompemos la flor de la juventud. Y después que lo haya conseguido extenderá indudablemente sus cuidados benéficos a las demás plantas más crecidas, y de esta manera hará a su patria los más grandes y numerosos servicios; porque no podemos prometernos menos de un hombre que comienza con tan favorables auspicios.
Eutifrón:¡Ojala sea así, Sócrates! Pero me temo que ha de ser todo lo contrario; porque atacándote a ti me parece que ataca a su patria en lo que tiene de más sagrado. Pero te suplico me digas qué es lo que dice que tú haces para corromper la juventud. [11]
Sócrates:Cosas que por lo pronto, al escucharlas, parecen absurdas, porque dice que fabrico dioses, que introduzco otros nuevos, y que no creo en los dioses antiguos. He aquí de lo que me acusa.
Eutifrón:Ya entiendo; es porque tu supones tener un demonio familiar{2} que no te abandona. Bajo este principio él te acusa de introducir en la religión opiniones nuevas, y con eso viene a desacreditarte ante este tribunal, sabiendo bien que el pueblo está siempre dispuesto a recibir esta clase de calumnias. ¿Qué me sucede a mí mismo{3}, cuando en las asambleas hablo de cosas divinas y predigo lo que ha de suceder? Se burlan todos de mí como de un demente; y no es porque no se hayan visto realizadas las cosas que he
predicho, sino porque tienen envidia a los que son como nosotros. ¿Y qué se hace en este caso? El mejor partido es no curarse de ello y seguir uno su camino.
Sócrates:Mi querido Eutifrón; no es un gran negocio el verse algunas veces mofado, porque al cabo los atenienses, a mi parecer, se cuidan poco de examinar si uno es hábil, con tal que no se mezcle en la enseñanza. Pero si se mezcla, entonces montan en cólera, ya sea por envidia. como tú dices, o por cualquiera otra razón.
Eutifrón:En estas materias, Sócrates, no tengo empeño en saber cuáles son sus sentimientos respecto a mí. [12]
Sócrates:He aquí sin duda por qué eres tú tan reservado, y por qué no comunicas voluntariamente tu ciencia a los demás; pero respecto a mí, temo no creen que el amor que tengo por todos los hombres me arrastra a enseñarles todo lo que sé; no sólo sin exigirles recompensa, sino previniéndoles y estrechándoles a que me escuchen. Que si se limitasen a mofarse de mí, como dices se mofan de ti, no sería desagradable pasar aquí algunas horas de broma y diversión; pero si toman la cosa seriamente, sólo vosotros los adivinos podréis decir lo que sucederá.
Eutifrón:Espero que ningún mal te suceda, y que llevarás a buen término tu negocio, como yo el mío.
Sócrates:¿Luego tienes aquí algún negocio? ¿Y eres defensor o acusador?
Eutifrón:Acusador.
Sócrates:¿A quién persigues?
Eutifrón:Cuando te lo diga me creerás loco.
Sócrates:¡Cómo! ¿Acusas a alguno que tenga alas?
Eutifrón:El que yo persigo, en lugar de tener alas, es tan viejo, que apenas puede andar.
Sócrates:¿Quién es?
Eutifrón:Mi padre.
Sócrates:¡Tu padre! [13]
Eutifrón:Sí, mi padre.
Sócrates:¡Ah! ¿De qué le acusas?
Eutifrón:De homicidio, Sócrates.
Sócrates:De homicidio, ¡por Hércules! He aquí una acusación que está fuera del alcance del pueblo, que no comprenderá jamás que pueda ser justa, en términos que un hombre ordinario tendría mucha dificultad en sostenerla. Un hecho semejante estaba reservado para un hombre que ha llegado a la cima de la sabiduría.
Eutifrón:Sí, ¡por Hércules!, a la cima de la sabiduría.
Sócrates:¿Es alguno de tus parientes a quien tu padre ha dado muerte? Indudablemente debe ser así, porque por un extraño no habías de acusar a tu padre.
Eutifrón:¡Qué absurdo, Sócrates, creer que en esta materia haya diferencia entre un pariente y un extraño! Lo que es preciso tener presente es si el que ha dado la muerte lo ha hecho justa o injustamente. Si es
justamente, es preciso dejarle en paz; pero si es injustamente, tú estás obligado a perseguirle, cualquiera que sea la amistad o parentesco que haya entre vosotros. Sería hacerte cómplice de su crimen si mantuvieras relaciones con él y no pidieras su castigo, que es el único que puede absolver a ambos. Mas voy a ponerte al corriente del hecho que motiva la acusación. El muerto era uno de nuestros colonos que llevaba una de nuestras heredades cuando habitábamos en Naxos.
Un día, que había bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno de nuestros esclavos, que le mató. Mi padre ató de pies y manos al colono, lo [14] sumió en una profunda hoya y en el acto envió aquí a consultar a uno de los Exegetas para saber lo que debía hacer, sin curarse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca importancia; así fue que murió; porque el hambre, el frío y el peso de las cadenas le mataron antes que el hombre, que mi padre envió, volviese. Con este motivo, y vista mi actitud, toda la familia se subleva contra mí, porque mediando un asesino acuso a mi padre de un homicidio, que ellos pretenden que no ha cometido, y aun dado caso de que le hubiera cometido, sostienen que yo no debería perseguirle, puesto que el muerto era un malvado y un asesino, y que por otra parte es una acción impía que un hijo persiga a su padre criminalmente. ¡Tan ciegos están sobre el conocimiento de las cosas divinas, y tan incapaces para discernir lo que es impío de lo que es santo!
Sócrates:Pero, ¡por Júpiter!, ¿crees, Eutifrón, tú que conoces tan exactamente las cosas divinas, y que distingues con precisión lo que es santo y lo que es impío, que habiendo pasado las cosas de la manera que dices, puedas perseguir a tu padre, sin temor de cometer una impiedad?
Eutifrón:Me estimaría bien poco, y Eutifrón no tendría ventaja sobre los demás hombres, si no conociese todas estas cosas perfectamente.
Sócrates:¡Oh maravilloso Eutifrón! Estoy convencido de que el mejor partido que yo puedo tomar es hacerme tu discípulo y hacer saber a Melito, antes del juicio de mi proceso, que hasta aquí he mirado como una de las mayores ventajas saber bien las cosas divinas; pero que hoy día, viendo que me acusa de haber caído en el error introduciendo temerariamente opiniones nuevas sobre la divinidad, me he pasado a tu escuela. Así, pues, le diré: Melito, si [15] confiesas que Eutifrón es hábil en estas materias, y que sus opiniones son buenas, te declaro que tengo los mismos sentimientos que él; por consiguiente cesa de perseguirme; y si, por lo contrario, crees que Eutifrón no es ortodoxo, emplaza al maestro antes de tomarla con el discípulo, puesto que él es el que pierde a los dos ancianos, su padre y yo; a mí por enseñarme una religión falsa, y a su padre por perseguirle, fundado en los principios de esta misma religión. Pero si se desentiende de mi petición y continúa en perseguirme, o dejándome se dirige a ti, tú no dejarás de comparecer y decir lo mismo que yo le hubiera significado.
Eutifrón:¡Por Júpiter!, Sócrates, si su imprudencia llega al punto de atacarme, bien pronto encontraré su flaco, y correrá más peligro que yo delante de los jueces.
Sócrates:Ya lo sé, y he aquí por qué deseaba tanto ser tu discípulo, seguro que no hay nadie tan atrevido para mirarte cara a cara; ni el mismo Melito; ese hombre que penetra hasta tal punto el fondo de mi corazón que me acusa de impiedad.
Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué es lo santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que pueden presentarse. ¿La santidad no es siempre semejante a sí misma en toda clase de acciones? Y la impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma, de suerte que la misma idea, el mismo carácter de impiedad, se encuentra siempre en lo que es impío?
Eutifrón:Seguramente, Sócrates.
Sócrates:Dime, pues, lo que entiendes por lo santo y lo impío. [16]
Eutifrón:Llamo santo, por ejemplo, lo que hago yo hoy día de perseguir en justicia todo hombre que comete muertes, sacrilegios y otras injusticias semejantes, ya sea padre, madre, hermano o cualquiera otro; y llamo impío no perseguirles. Sígueme, Sócrates; te lo suplico, porque quiero darte pruebas bien positivas de que mi definición es buena, y que es una acción santa, como se lo he dicho a muchas personas, no tener ningún género de miramientos con el impío, cualquiera que él sea. Todo el mundo sabe que Júpiter es el mejor y el más justo de los dioses, y todos convienen en que encadenó a su mismo padre porque devoraba sus hijos contra razón y justicia; y Saturno no trató con menos rigor a su padre por otra falta. Sin embargo, se sublevan contra mí porque persigo a mi padre por una injusticia atroz, y se incurre en una manifiesta contradicción, juzgando de tan distinto modo la acción de los dioses y la mía.
Sócrates:¿No es esto mismo, Eutifrón, lo que motiva hoy mi acusación ante el tribunal, porque cuando se me habla de estas leyendas de los dioses las recibo con dificultad? Y estoy persuadido que este será el crimen que se me impute. Si tú que eres tan hábil en materia de religión, estás de acuerdo en este punto con el pueblo, y si crees en tales leyendas, es de necesidad que nosotros lo creamos igualmente; nosotros que confesamos ingenuamente no tener ningún conocimiento de estas materias. Esta es la razón para pedirte, en nombre del dios que preside a la amistad, que no me engañes, y que me digas: ¿Crees que todas estas cosas se hayan realmente verificado?
Eutifrón:No sólo éstas, sino también otras más sorprendentes, que el pueblo ignora. [17]
Sócrates:¿Crees con formalidad que entre los dioses hay guerras, odios, combates y todas las demás pasiones tan sorprendentes que los poetas y pintores nos representan en sus poesías y en sus cuadros, de que se hace ostentación por todas partes en nuestros templos, y con que se abigarra ese velo misterioso que se lleva cada cinco años en procesión a la ciudadela del Acrópolis durante las Panateneas{4}? Eutifrón, ¿debemos nosotros recibir todas estas cosas como verdades?
Eutifrón:No sólo éstas, Sócrates, sino muchas otras, como te dije antes, que te explicaré si quieres, y que te sorprenderán bajo mi palabra.
Sócrates:No me sorprenderán; pero tú me las explicarás en otra ocasión que estemos más despacio. Ahora procura explicarme más claramente lo que te he preguntado; porque aún no has satisfecho plenamente a mi pregunta, ni me has enseñado lo que es santidad. Sólo me has dicho, que lo santo es lo que tú haces, acusando a tu padre de homicidio.
Eutifrón:Te he dicho la verdad.
Sócrates:Quizá. ¿Pero no hay otras muchas cosas que tú llamas santas?
Eutifrón:Sin duda.
Sócrates:Acuérdate, te lo suplico, que lo que he pedido no es que me enseñes una o dos cosas santas entre un [18] gran número de otras que lo son igualmente; sino que me des una idea clara, y distinta de la naturaleza de la santidad, y lo que hace que todas las cosas santas sean santas; porque tú mismo me has dicho que un solo y mismo carácter hace que las cosas santas sean santas; así como un solo y mismo carácter hace que la impiedad sea siempre impiedad. ¿No te acuerdas?
Eutifrón:Sí, me acuerdo.
Sócrates:Enséñame, pues, cuál es ese carácter, a fin de que teniéndolo siempre a la vista, y sirviéndome de él como un modelo, esté en posesión de asegurar sobre todo lo que tú u otros hagan, que lo que es ajustado a dicho modelo es santo, y que lo que no lo es, es impío.
Eutifrón:Si es eso lo que quieres, Sócrates, estoy pronto a satisfacerte.
Sócrates:Seguramente es lo que quiero.
Eutifrón:Digo, pues, que lo santo es lo que es agradable a los Dioses, e impío lo que les es desagradable.
Sócrates:Muy bien, Eutifrón. Me has contestado con precisión a lo que te había preguntado; mas en cuanto a saber si es una verdad lo que dices, hasta ahora no lo comprendo así; pero indudablemente me convencerás de que lo es.
Eutifrón:Te satisfaré.
Sócrates:Vamos, examinemos bien lo que decimos. Una cosa santa, un hombre santo, es una cosa, es un hombre que es agradable a los dioses; una cosa impía, un hombre impío, es un hombre, es una cosa que les es desagradable, [19] y de este modo lo santo y lo impío son directamente opuestos; ¿no es así?
Eutifrón:Sin contradicción.
Sócrates:¿Te parece estar esto bien definido?
Eutifrón:Lo creo.
Sócrates:¿Pero no estamos también acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y odios, y que muchas veces están discordes y divididos?
Eutifrón:Sí; sin duda.
Sócrates:Examinemos, pues, aquí en qué puede consistir esta diferencia de pareceres que produce entre ellos estas enemistades, estos odios. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para saber cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haría enemigos y nos arrastraría a ejercer violencias? O más bien, poniéndonos a contar, ¿nos pondríamos en el momento de acuerdo?
Eutifrón:Es claro.
Sócrates:Y si disputáramos sobre la diferente magnitud de los cuerpos, ¿no nos pondríamos a medir, y no se daría en el acto por terminada nuestra disputa?
Eutifrón:En el acto.
Sócrates:Y si disputáramos sobre la pesantez, ¿no se terminaría bien pronto nuestra disputa por medio de una balanza?
Eutifrón:Sin dificultad. [20]
Sócrates:¿Pues qué es lo que podría hacernos enemigos irreconciliables, si llegáramos a disputar sin tener una regla fija a que pudiéramos recurrir? Quizá no se presenta a tu espíritu ninguna de estas cosas, y voy a proponerte algunas. Reflexiona un poco y mira si por casualidad estas cosas son lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, el bien y el mal. Porque, ¿no son éstas las que por falta de una regla suficiente para ponernos de acuerdo en nuestras diferencias, nos arrojan a deplorables enemistades? Y cuando digo nosotros, entiendo todos los hombres.
Eutifrón:He aquí, en efecto, la causa de nuestros disentimientos.
Sócrates:Y si es cierto que los dioses tienen diferencias entre sí sobre cualquiera cosa, ¿no es preciso que recaigan necesariamente sobre alguna de las mismas que dejo expresadas?
Eutifrón:Eso es de toda necesidad.
Sócrates:Por consiguiente, según tú, excelente Eutifrón, los dioses están divididos sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo; porque ellos no pueden tener otro objeto de disputa; ¿no es así?
Eutifrón:Como lo dices.
Sócrates:Y las cosas que cada uno de los dioses encuentra honestas, buenas y justas las ama, y aborrece las contrarias?
Eutifrón:Sin dificultad. [21]
Sócrates:Según tú, una misma cosa parece justa a los unos e injusta a los otros, y este disentimiento es la causa de sus disputas y de sus guerras. ¿No es así?
Eutifrón:Sin duda.
Sócrates:Se sigue de aquí, que una misma cosa es amada y aborrecida por los dioses, y les es al mismo tiempo agradable y desagradable.
Eutifrón:Así parece.
Sócrates:Y por consiguiente, ¿lo santo y lo impío no son una misma cosa según tú?
Eutifrón:La consecuencia parece ser exacta.
Sócrates:Aún no has respondido a mi pregunta, incomparable Eutifrón; porque yo no te preguntaba lo que es a la vez santo e impío, agradable y desagradable a los dioses; de manera que podrá suceder muy bien sin milagro que la acción que haces hoy persiguiendo en juicio a tu padre, agrade a Júpiter y desagrade a Caelo y a Saturno; que sea agradable a Vulcano y desagradable a Juno; y así a todos los demás dioses que no estén conformes en una misma opinión.
Eutifrón:Pero yo creo, Sócrates, que sobre esto no hay disputa entre los dioses, y que ninguno de ellos quiere que el que ha cometido una muerte injusta quede impune.
Sócrates:Tampoco hay hombre que lo pretenda. ¿Has oído jamás que se haya atrevido nadie a sostener que el que ha [22] cometido una muerte infamemente, o cometido cualquiera otra injusticia, pueda quedar sin castigo?
Eutifrón:No se oye ni se ve en todas partes otra cosa en los tribunales: Dos que han cometido injusticias dicen y hacen todo cuanto pueden para evitar el castigo.
Sócrates:¿Pero esas gentes, Eutifrón, confiesan que han cometido injustamente aquello de que se los acusa? ¿O bien, confesándolo, sostienen que no deben ser castigados?
Eutifrón:No lo confiesan, Sócrates.
Sócrates:No dicen ni hacen todo lo que pueden, porque no se atreven a sostener ni suponer que siendo probada su injusticia, no deban de ser castigados, sino que pretenden más bien que ellos no han cometido injusticia. ¿No es así?
Eutifrón:Es cierto.
Sócrates:No ponen en duda que el culpable de una injusticia deba ser castigado, y la cuestión es saber quién ha cometido la injusticia, cuándo y cómo la ha cometido.
Eutifrón:Eso es cierto.
Sócrates:¿No es lo mismo lo que sucede en el cielo, si es cierto, como antes has confesado, que los dioses están en discordia sobre lo justo y lo injusto? ¿No sostienen los unos que los otros son injustos? Estos últimos, ¿no sostienen lo contrario? Porque entre ellos, lo mismo que entre nosotros, no hay uno que se atreva a decir que el autor de una injusticia no deba ser castigado.
Eutifrón:Todo lo que dices es cierto, por lo menos en general. [23]
Sócrates:Di también en particular, por qué las disputas de todos los días de los dioses y de los hombres recaen sobre acciones particulares, y si los dioses disputan sobre alguna cosa, precisamente tiene que recaer sobre cosa particular, diciendo los unos que tal acción es justa, y diciendo los otros que es injusta. ¿No es así?
Eutifrón:Seguramente.
Sócrates:Por consiguiente, ven acá, mi querido Eutifrón, y dime, para mi instrucción particular, qué prueba cierta tienes de que los dioses todos han desaprobado la muerte de vuestro colono; el cual, de resultas de haber quitado la vida a palos a un esclavo, había sido cargado de hierros por el dueño de éste, causándole la muerte, antes que tu padre recibiese de Atenas la respuesta que esperaba. Hazme ver que en este suceso es una acción piadosa y justa, que un hijo acuse a su padre de homicidio, y que pida ante el tribunal su castigo; y trata de probarme, pero de una manera clara y patente, que todos los dioses aprueban la acción de este hijo. Si consigues esto, no cesaré toda mi vida de celebrar tu habilidad.
Eutifrón:Dificultad presenta, Sócrates, si bien soy capaz de demostrártelo claramente.
Sócrates:Ya te entiendo; me tienes por cabeza más dura que la de tus jueces; porque respecto a ellos, les harás ver sin dificultad, que tu colono ha muerto injustamente, y que todos los dioses desaprueban la acción de tu padre.
Eutifrón:Se lo haré ver claramente, con tal que quieran escucharme. [24]
Sócrates:¡Oh! No dejarán de escucharte, con tal que les dirijas bellos discursos; pero he aquí una reflexión que me ocurre. En vista de lo que acabo de oírte, me decía a mí mismo: aun cuando Eutifrón me probase que todos los dioses encuentran injusta la muerte de su colono, ¿habré adelantado en la cuestión?, ¿conoceré mejor lo que es santo y lo que es impío?
La muerte del colono ha desagradado a los Dioses, según se pretende, y yo convengo en ello; pero esto no es una definición de lo santo y de su contrario, puesto que los dioses están divididos, y lo que es agradable a los unos es desagradable a los otros. también doy por sentado que los dioses encuentren injusta la acción de tu padre, y que todos le aborrezcan; pero corrijamos un poco nuestra definición, te lo suplico, y digamos: lo que es aborrecido por todos los dioses, es impío, y lo que es amado por todos ellos es santo, y lo que es amado por los unos y aborrecido por los otros, no es ni santo ni impío, o es lo uno y lo otro a la vez. ¿Quieres que nos atengamos a esta definición de lo santo y de lo impío?
Eutifrón:¿Quién lo impide, Sócrates?
Sócrates:No es cosa mía, Eutifrón; mira si te conviene hacer tuyo este principio, y sobre él me enseñarás mejor lo que me has prometido.
Eutifrón:Por mí no tengo inconveniente en sentar que lo santo es lo que aman todos los dioses, é impío lo que todos ellos aborrecen.
Sócrates:¿Examinaremos esta definición para ver si es verdadera, o la recibiremos sin examen y habremos de tener esta tolerancia con nosotros y con los demás, dando rienda [25] suelta a nuestra imaginación y a
nuestra fantasía, en términos que baste que un hombre nos diga que una cosa existe para que se le crea, o es preciso examinar lo que se dice?
Eutifrón:Es preciso examinar, sin duda; pero estoy seguro, que el principio que acabamos de sentar es justo.
Sócrates:Eso es que vamos a ver muy pronto: sígueme. ¿Lo santo es amado por los dioses porque es santo, o es santo porque es amado por ellos?
Eutifrón:No entiendo bien lo que quieres decir, Sócrates.
Sócrates:Voy a explicarme. ¿No decimos, que una cosa es llevada y que una cosa lleva? ¿Que una cosa es vista y que una cosa ve? ¿Que una cosa es empujada y que una cosa empuja? ¿Comprendes tú que todas estas cosas son diferentes y en qué difieren?
Eutifrón:Me parece que lo comprendo.
Sócrates:La cosa amada, ¿no es diferente de la cosa que ama?
Eutifrón:Vaya una pregunta.
Sócrates:Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, o por alguna otra razón? Eutifrón Porque se la lleva, sin duda. Sócrates Sócrates ¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista porque se la ve? Eutifrón
Seguramente. [26]
Sócrates Luego no es cierto que se ve una rosa porque es vista, sino por lo contrario; ella es vista porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que ella es llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se hace una cosa porque ella es hecha, que un ser, que padece, no padece porque es paciente, sino que es paciente porque padece. ¿No es así? Eutifrón ¿Quién lo duda? Sócrates Ser amado, ¿no es un hecho o una especie de paciente? Eutifrón
Seguramente. Sócrates Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demás cosas; no se ama porque es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama. Eutifrón Esto es más claro que la luz. Sócrates ¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifrón? ¿No es amado por todos los dioses, como tú lo has sentado? Eutifrón Seguramente. Sócrates ¿Y es amado porque es santo, o por alguna otra razón? Eutifrón Precisamente porque es santo. Sócrates Luego es amado por los dioses porque es santo; mas, ¿no es santo porque es amado? [27] Eutifrón Así me parece. Sócrates Pero lo santo, ¿no es amable a los dioses porque los dioses lo aman? Eutifrón ¿Quién puede negarlo? Sócrates Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es santo es lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy diferentes. Eutifrón ¿Cómo es eso, Sócrates? Sócrates
No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado porque es santo, y que, no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto? Eutifrón Lo confieso. Sócrates ¿No estamos también de acuerdo, en que lo que es amable a los dioses, no lo es porque ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable? Eutifrón Eso es cierto. Sócrates
Pero, mi querido Eutifrón, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo fuesen una misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiría que los dioses amarían lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable a los dioses no es amable sino porque ellos lo aman, sería cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos amable a los [28] dioses y santo son muy diferentes; el uno no es amado sino porque los Dioses lo aman, y el otro es amado porque merece serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifrón, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has hecho de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser amado por los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas a mal, te conjuro a que no andes con misterios, y tomando la cuestión en su origen, me digas con exactitud lo que es santo, ya sea o no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede haber disputa entre nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo y lo que es impío.
Eutifrón Pero, Sócrates, no sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto sentamos parece girar en torno nuestro sin ninguna fijeza. Sócrates Eutifrón, todos los principios que has establecido se parecen bastante a las figuras de Dédalo{5}, uno de mis abuelos. Si hubiera sido yo el que los hubiera sentado, indudablemente te habrías burlado de mí y me habrías echado en cara la bella cualidad que tenían las obras de mi ascendiente, de desaparecer en el acto mismo en que se creían más reales y positivas; pero, por desgracia, eres tú el que las ha sentado, y es preciso que yo me valga de otras chanzonetas, porque tus principios se te escapan como tú mismo lo has apercibido. Eutifrón Respecto a mí, Sócrates, no tengo necesidad de valerme de tales argucias; a ti sí que te cuadran perfectamente; porque no soy yo el que inspira a nuestros razonamientos esa instabilidad, que les impide cimentar en [29] firme; tú eres el que representas al verdadero Dédalo. Si fuese yo solo, te respondo que nuestros principios serian firmes. Sócrates
Yo soy más hábil en mi arte que lo era Dédalo. Este sólo sabia dar esta movilidad a sus propias obras, cuando yo, no sólo la doy a las mías, sino también ti, las ajenas; y lo más admirable es, que soy hábil a pesar mío, porque gustaría incomparablemente más que mis principios fuesen fijos e inquebrantables, que tener todos los tesoros de Tántalo con toda la habilidad de mi abuelo. Pero basta de chanzas, y puesto que tienes remordimientos, ensayaré aliviarte y abrirte un camino más corto, para conducirte al conocimiento de lo que es santo, sin detenerte en tu marcha. Mira, pues, si no es de una necesidad absoluta que todo lo que es santo sea justo. Eutifrón No puede ser de otra manera. Sócrates ¿Todo lo que es justo te parece santo, o todo lo que es santo te parece justo? ¿O crees, que lo que es justo no es siempre santo, sino tan sólo que hay cosas justas que son santas y otras que no lo son? Eutifrón No puedo seguirte, Sócrates. Sócrates Sin embargo, tú tienes sobre mí dos ventajas muy grandes, la juventud y la habilidad. Pero, como te decía antes, confías demasiado en tu sabiduría. Te suplico, que deseches esa apatía, y que te apliques un momento; porque lo que yo te digo no es difícil de entender, no es más que lo contrario de lo que canta un poeta: ¿Por qué se tiene temor de celebrar a Júpiter que ha [30] creado todo? La vergüenza es siempre compañera del miedo. No estoy de acuerdo con este poeta; ¿quieres saber por qué? Eutifrón Sí, tú me obligas a decirlo. Sócrates No me parece del todo verdadero, que la vergüenza acompañe al miedo, porque se ven todos los días gentes que temen las enfermedades, la pobreza y otros muchos males, y sin embargo, no se avergüenzan de tener este temor. ¿No te parece que es así? Eutifrón Soy de tu dictamen. Sócrates Por lo contrario, el miedo sigue siempre a la vergüenza. ¿Hay hombre, que teniendo vergüenza de una acción fea, no tema al mismo tiempo la mala reputación que es su resultado? Eutifrón
Cómo no ha de temer. Sócrates Por consiguiente no es cierto decir: La vergüenza es siempre compañera del miedo. Sino que es preciso decir: El miedo es siempre compañero de la vergüenza. Porque es falso que la vergüenza se encuentre donde quiera que esté el miedo. El miedo tiene más extensión que la vergüenza. En efecto, la vergüenza es una parte del miedo, como lo impar es una parte del número. Donde quiera que hay un número, no es precisión que en él se encuentre el impar, pero donde quiera que aparezca el impar hay un número. ¿Me entiendes ahora? Eutifrón Muy bien. [31] Sócrates Esto es precisamente lo que te pregunté antes: ¿si donde quiera que se encuentre lo justo allí está lo santo, y si donde quiera que se encuentre lo santo allí está lo justo? Parece que lo santo no se encuentra siempre con lo justo, porque lo santo es una parte de lo justo. ¿Sentaremos este principio, o eres tú de otra opinión? Eutifrón A mi parecer, este principio no puede ser combatido. Sócrates Ten en cuenta lo que voy a decirte; si lo santo es una parte de lo justo, es preciso averiguar qué parte de lo justo tiene lo santo, como si me preguntases, qué parte del número es el par, y cuál es este número, y yo te respondiese que es el que se divide en dos partes iguales y no desiguales. ¿No lo crees como yo? Eutifrón Sin duda. Sócrates Haz pues el ensayo de enseñarme a tu vez, qué parte de lo justo es lo santo a fin de que indique a Melito que ya no hay materia para acusarme de impiedad; a mí que tan perfectamente he aprendido de ti lo que es la piedad y la santidad y sus contrarias. Eutifrón Me parece a mí, Sócrates, que la piedad y la santidad son esta parte de lo justo, que corresponde al culto de los dioses, y que todo lo demás consiste en los cuidados y atenciones que los hombres se deben entre sí. Sócrates
Muy bien, Eutifrón; sin embargo, falta alguna pequeña cosa, porque no comprendo bien lo que tú entiendes por la palabra culto. ¿Este cuidado de los dioses, es el mismo que el que se tiene por todas las demás cosas? [32] Porque decimos todos los días, que sólo un jinete sabe tener cuidado de un caballo; ¿no es así? Eutifrón Sí, sin duda. Sócrates El cuidado de los caballos, ¿compete propiamente al arte de equitación? Eutifrón Seguramente. Sócrates Todos los hombres no son a propósito para enseñar a los perros, sino los cazadores. Eutifrón Sólo los cazadores. Sócrates Por consiguiente el cuidado de los perros pertenece al arte venatorio. Eutifrón Sin dificultad. Sócrates ¿Pertenece sólo a los labradores tener cuidado de los bueyes? Eutifrón Sí. Sócrates La santidad y la piedad es del cuidado de los dioses. ¿No es esto lo que dices? Eutifrón Ciertamente. Sócrates ¿Todo cuidado no tiene por objeto el bien y utilidad de la cosa cuidada? ¿No ves hacerse mejores y más dóciles los caballos que están al cuidado de un entendido picador? Eutifrón
Sí, sin duda. [33] Sócrates ¿El cuidado que un buen cazador tiene de sus perros, el que un buen labrador tiene de sus bueyes, no hace mejores lo mismo a los unos que a los otros, y así en todos los casos análogos? ¿Puedes creer, que el cuidado en estos casos tienda a dañar lo que se cuida? Eutifrón No sin duda, ¡por Júpiter! Sócrates ¿Tiende pues a hacerlos mejores? Eutifrón Seguramente. Sócrates La santidad, siendo el cuidado de los dioses, debe tender a su utilidad, y tiene por objeto a los dioses mejores. ¿Pero te atreverías a suponer, que cuando ejecutas una acción santa, haces mejor a alguno de los dioses? Eutifrón Jamás, ¡por Júpiter! Sócrates No creo tampoco, que sea ese tu pensamiento, y esta es la razón porque te he preguntado cuál era el cuidado de los dioses, de que querías hablar, bien convencido que no era éste. Eutifrón Me haces justicia, Sócrates. Sócrates Este es ya punto concluido. ¿Pero qué clase de cuidado de los dioses es la santidad? Eutifrón El cuidado que los criados tienen por sus amos. Sócrates Ya entiendo; ¿la santidad es como la sirviente de los dioses? [34] Eutifrón Así es.
Sócrates ¿Podrías decirme lo que los médicos operan por medio de su arte? ¿No restablecen la salud? Eutifrón Sí. Sócrates El arte de los constructores de buques, ¿para qué es bueno? Eutifrón Sin duda, Sócrates, para construir buques. Sócrates ¿El arte de los arquitectos no es para construir casas? Eutifrón Seguramente. Sócrates Dime, ¿para qué puede servir la santidad, éste cuidado de los dioses? Es claro, tú debes saberlo; tú que pretendes conocer las cosas divinas mejor que nadie en el mundo. Eutifrón Con razón lo dices, Sócrates. Sócrates Dime, pues, ¡por Júpiter!, lo que hacen los dioses de bueno, auxiliados de nuestra piedad? Eutifrón Muy buenas cosas, Sócrates. Sócrates también las hacen los generales, mi querido amigo; sin embargo, hay una muy principal, que es la victoria que consiguen en los combates. ¿No es verdad? Eutifrón Muy cierto. [35] Sócrates Los labradores hacen igualmente muy buenas cosas, pero la principal es alimentar al hombre con los productos de la tierra.
Eutifrón Convengo en ello. Sócrates Dime, pues. ¿De todas las cosas bellas que los dioses hacen por el ministerio de nuestra santidad, cuál es la principal? Eutifrón Ya te dije antes, Sócrates, que es difícil explicar esto con toda exactitud. Lo que puedo decirte en general es, que agradar a los dioses con oraciones y sacrificios es lo que se llama santidad, y constituye la salud de las familias y de los pueblos; en lugar de que desagradar a los dioses es entregarse a la impiedad, que todo lo arruina y destruye, hasta los fundamentos. Sócrates En verdad, Eutifrón, si hubieras querido, habrías podido decirme con menos palabras lo que te he preguntado. Es fácil notar, que no tienes deseo de instruirme, porque antes estabas en camino, y de repente te has separado de él; una palabra más, y yo conoceré perfectamente la naturaleza de la santidad. Al presente, puesto que el que interroga debe seguir al que es interrogado, ¿no dices que la santidad es el arte de sacrificar y de orar? Eutifrón Lo sostengo. Sócrates Sacrificar es dar a los dioses. Orar es pedirles. Eutifrón Muy bien, Sócrates. [36] Sócrates Se sigue de este principio, que la santidad es la ciencia de dar y de pedir a los dioses. Eutifrón Has comprendido perfectamente mi pensamiento. Sócrates Esto consiste en que estoy prendado de tu sabiduría, y me entrego a ti absolutamente. No temas que me desentienda ni de una sola de tus palabras. Dime, pues, ¿cuál es el arte de servir a los dioses? ¿No es, según tu opinión, darles y pedirles? Eutifrón Seguramente. Sócrates
Para pedir bien, ¿no es necesario pedirles cosas que tengamos necesidad de recibir de ellos? Eutifrón Nada más verdadero. Sócrates Y para dar bien, ¿no es preciso darles en cambio cosas que ellos tengan necesidad de recibir de nosotros? Porque sería burlarse dar a alguno cosas de que no tenga ninguna necesidad. Eutifrón Es imposible hablar mejor. Sócrates La santidad, mi querido Eutifrón, ¿es por consiguiente una especie de tráfico entre los dioses y los hombres? Eutifrón Si así lo quieres, será un tráfico. Sócrates Yo no quiero que lo sea, si no lo es realmente; pero dime: ¿qué utilidad sacan los dioses de los presentes que les hacemos? Porque la utilidad que sacamos de ellos es bien clara, puesto que no somos partícipes del bien más [37] pequeño que no lo debamos a su liberalidad. ¿Pero de qué utilidad son a los dioses nuestras ofrendas? ¿Seremos tan egoístas que sólo nosotros saquemos ventaja de este comercio, y que los dioses no saquen ninguna? Eutifrón ¿Piensas, Sócrates, que los dioses pueden jamás sacar ninguna utilidad de las cosas que reciben de nosotros? Sócrates ¿Luego para qué sirven todas nuestras ofrendas? Eutifrón Sirven para mostrarles nuestra veneración, nuestro respeto y el deseo que tenemos de merecer su favor. Sócrates Luego, Eutifrón, ¿lo santo es lo que obtiene el favor de los dioses, y no lo que les es útil ni lo que es amado de ellos? Eutifrón No, yo creo que por cima de todo está el ser amado por los dioses. Sócrates
Lo santo, a lo que parece, es aun lo que es amado por los dioses. Eutifrón Sí, por cima de todo. Sócrates ¡Hablándome así extrañas que tus discursos muden sin cesar, sin poder fijarse! ¿Y te atreves a acusarme de ser el Dédalo que les da esta movilidad continua, tú que mil veces más astuto que Dédalo, los haces girar en círculo? ¿No te apercibes que vuelven sin cesar sobre sí mismos? Has olvidado, sin duda, que lo que es santo y lo que es agradable a los dioses no nos ha parecido la misma cosa, y que las hemos encontrado diferentes? ¿No te acuerdas? [38] Eutifrón Me acuerdo. Sócrates ¡Ah!, ¿no ves que ahora dices que lo santo es lo que es amado por los dioses? Lo que es amado por los dioses, ¿no es lo que es amable a sus ojos? Eutifrón Seguramente. Sócrates De dos cosas una: o hemos distinguido mal, o si hemos distinguido bien, hemos incurrido ahora en una definición falsa. Eutifrón Así parece. Sócrates Es preciso que comencemos de nuevo a indagar lo que es la santidad; porque yo no cesaré hasta que me la hayas enseñado. No me desdeñes, y aplica toda la fuerza de tu espíritu para enseñarme la verdad. Tú la sabes mejor que nadie, y no te dejaré, como otro Proteo, hasta que me hayas instruido; porque si no hubieses tenido un perfecto conocimiento de lo que es santo y de lo que es impío, indudablemente jamás habrías culminado una acusación criminal, ni acusado de homicidio a tu anciano padre, por un miserable colono; y lejos de cometer una impiedad, hubieras temido a los dioses y respetado a los hombres. No puedo dudar, que tú crees saber perfectamente lo que es la santidad y su contraria; dímelo, pues, mi querido Eutifrón, y no me ocultes tus pensamientos. Eutifrón Así lo haré para otra ocasión, Sócrates, porque en este momento tengo precisión de dejarte. Sócrates ¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más [39] dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber aprendido de ti lo que es la
santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de Melito, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida sería para lo sucesivo más santa. ——— {1} Este pórtico del Rey era un lugar a la derecha del Cerámico, donde uno de los nueve Arcontes, que se llamaba el Rey, presidía durante su año, y conocía de los homicidios y de los ultrajes hechos a la religión. {2} Este demonio familiar era precisamente la divinidad nueva, que los atenienses acusaban a Sócrates de querer introducir en la religión. {3} Eutifrón ejercía la profesión de adivino, que era hereditaria entre los griegos. {4} Las Panateneas eran las fiestas de Minerva, que se celebraban cada cinco años con juegos y sacrificios. {5} Dédalo era un escultor y arquitecto célebre. www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español © 2005 www.filosofia.org Patricio de Azcárate · Obras completas de Platón Madrid 1871, tomo 1, páginas 9-3
Ion o de la Poesía Sócrates – Ion d soe Efe
Sócrates
Júpiter te salve! Ion.{1} ¿D ónde vienes hoy? ¿De tu casa de Efeso? ¡ e d
Ion
ada de eso, Sócrates; ven dauro y de los juegos de Esculapio. N go de Epi
Sócrates Los de Epidauro han instituido en honor de su Dios un combate de apsodistas? ¿r
Ion
sí es, y de todas las demá e la música. A s partes d
Sócrates
bien, ¿has diputado el premio? ¿cómo has salido? Y
Ion
e conseguido el primer premio, Sócrates. [188] H
Sócrates e alegro y animo, porque es preciso tratar de salir vencedor también en las iestas Panateneas. Mf
Ion
sí lo espero, si Dios quier
A
e.
Sócrates
Muchas veces, mi querido Ion, os he tenido envidia a los que sois rapsodistas, a causa de vuestra profesión. Es, en efecto, materia de envidia la ventaja que ofrece el veros aparecer siempre ricamente vestidos en los más espléndidos saraos, y al mismo tiempo el veros precisados a hacer un estudio continuo de una multitud de excelentes poetas, principalmente de Homero, el más grande y más divino de todos, y no sólo aprender los versos, sino también penetrar su sentido. Porque jamás será buen rapsodista el que no tenga conocimiento de las palabras del poeta, puesto que para los que le escuchan, es el intérprete del pensamiento de aquél; función que le es mposible desempeñar, si no sabe lo que el poeta ha querido decir. Y, todo sto es muy de envidiar. ie
Ion Dices verdad, Sócrates. Es la parte de mi arte que me ha costado más trabajo, pero me lisonjeo de explicar a Homero mejor que nadie. Ni Metrodoro de Lampsaco, ni Stesimbroto de Taso, ni Glaucón, ni ninguno de cuantos han xistido hasta ahora, está en posición de decir sobre Homero tanto, ni cosas an bellas, como yo. et
Sócrates e encantas, Ion, tanto más, cuanto que no podrás rehusarme el demostrar u ciencia. Mt
Ion Verdaderamente, Sócrates, merecen bien ser escuchados los comentarios ue he sabido dar a Homero, y creo merecer de los partidarios de este poeta l que coloquen sobre mi c a corona de oro. [189] qe abeza un
Sócrates Me congratularé de que se me presente ocasión más adelante para escucharte; pero en este momento sólo quiero que me digas si tu habilidad e limita a la inteligencia de Homero, o si se extiende igualmente a la de esíodo y Arquíloco.
sH
Ion
De ninguna manera; yo me ado a Homero, y me parece que basta. he limit
Sócrates No hay ciertos asuntos sobre los que Homero y Hesíodo dicen las mismas osas? ¿c
Ion
o pienso que sí y en muchas ocasiones. Y
Sócrates Podrías tú explicar mejor lo que dice Homero sobre estos objetos que lo ue dice Hesíodo? ¿q
Ion os explicaría perfectamente en todos aquellos puntos en que hablan de las ismas cosas.
Lm
Sócrates Y en aquellos que no dicen las mismas cosas? Por ejemplo, Homero y esíodo ¿no hablan del arte divinatorio?
¿H
Ion Seguramente.
Sócrates ¡Y qué! ¿estarás tú en estado de explicar mejor que un buen adivino lo que stos dos poetas han dicho de una manera igual o de una manera diferente obre el arte divinatorio? es
Ion N o.
Sócrates
Pero si fueses adivino, ¿no es cierto que si podías [190] explicar los pasajes n que están de acuerdo, en igual forma podrías explicar aquellos en que stán en desacuerdo? ee
Ion Eso es evidente.
Sócrates ¿Por qué razón estás versado en las obras de Homero y no lo estás en las de Hesiodo, ni en las de los demás poetas? ¿Homero trata de distintos objetos que todos los demás poetas? ¿No habla principalmente de la guerra, de las relaciones que tienen entre sí los hombres, sean buenos o malos, sean particulares u hombres públicos, de la manera que los dioses conversan entre sí y con los hombres, de lo que pasa en el cielo y en los infiernos, de la enealogía de los dioses y de los héroes? ¿No es esta la materia que onstituye las poesías de H ero? gc om
Ion
Tienes razón, Sócrates.
Sócrates
Pero qué! ¿los demás poetas no tratan las mismas cosas? ¡
Ion
í, Sócrates, pero no como S Homero.
Sócrates
¿Por qué? ¿hablan peor?
Ion S in comparación.
Sócrates
¿Y Homero habla mejor?
Ion Sí, ciertamente.
Sócrates Pero, mi querido Ion, cuando muchas personas hablan sobre números, y una ntre ellas habla excelentemente, ¿no reconocerá alguno de los demás que fectivamente habla bien? 1] ee [19
Ion
Sin contradicción.
Sócrates esa misma persona será la que reconozca a los que hablan mal: ¿o será tra distinta? Yo
Ion La misma seguramente.
Sócrates
esa persona, ¿no será la sabe el arte de contar? Y que
Ion
Sí.
Sócrates Y cuando muchas personas hablan de alimentos buenos para la salud y hay entre ellas una que habla perfectamente, ¿serán dos personas diferentes las ue distingan, la una al que habla bien, y la otra al que habla mal, o bien será na misma persona? qu
Io
s claro que será la misma
n E .
crates
Só
Quién es? ¿cómo se llama ¿ ?
Ion
El médico.
Sócrates En suma, cuando se habla de unos mismos objetos, será siempre el mismo hombre el que dará cuenta de los que hablan bien y de los que hablan mal; y s evidente que si no distingue el que habla mal, no distinguirá tampoco el ue habla bien; se entiend specto al mismo objeto. eq e re
Ion
Convengo en ello.
Sócrates l mismo hombre, por consiguiente, está en estado de juzgar lo uno y lo otro. 192] E[
Ion Sí.
Sócrates ¿No dices que Homero y los otros poetas, entre quienes se cuentan Hesiodo Arquiloco, tratan de los mismos objetos, pero no de la misma manera, y ue Homero habla bien y l tros menos bien? yq os o
Ion Sí, y nada he dicho que no sea verdadero.
Sócrates
i, pues, conoces tú al que habla bien, debes conocer igualmente a los que ablan mal. Sh
Ion Así parece.
Sócrates Así, mi querido Ion, no podemos engañarnos, si decimos que Ion está versado en el conocimiento de Homero igualmente que en el de los demás poetas, puesto que confiesa que un mismo hombre es juez competente de odos los que hablan de los mismos objetos, y que todos los poetas tratan oco más o menos las mismas cosas. tp
Ion Pero entonces, Sócrates, ¿me dirás por qué, cuando se me habla de cualquiera otro poeta, no puedo fijar la atención, ni puedo decir nada que valga la pena, y en realidad me considero como dormido? Por el contrario, uando se me cita a Homero, despierto en el acto, presto la mayor atención, las ideas se me presenta mente. cy n profusa
Sócrates No es difícil, mi querido amigo, adivinar la razón. Es evidente, que tú no eres capaz de hablar sobre Homero, ni por el arte, ni por la ciencia. Porque si pudieses hablar por el arte, estarías en estado de hacer lo mismo respecto odos los demás poetas. En efecto, la poesía es un solo y mismo arte, que se lama poética; ¿no es así? [193] tl
Ion Sí.
Sócrates
¿No es cierto, que cuando se abraza un arte en toda su extensión, una misma rítica sirve para juzgar de todas las demás artes? ¿Quieres, Ion, que te xplique cómo entiendo esce to?
Ion on el mayor placer, Sócrates; gusto mucho en oíros, porque es oír a un abio. Cs
Sócrates Quisiera mucho que dijeras verdad, Ion; pero ese título de sabio sólo pertenece a vosotros los rapsodistas, a los actores y a aquellos cuyos versos cantáis. Con respecto a mí, no sé más que decir sencillamente la verdad, cual conviene a un hombre de poco talento. Júzgalo por la pregunta que te acabo de hacer, y ya ves que es trivial y común, como que lo que he dicho está al alcance de cualquiera, esto es, que la crítica es la misma en cualquier arte ue se considere, con tal que sea uno. Tomemos un ejemplo. La pintura en su onjunto ¿no es un solo y mismo arte? qc
Ion Sí.
Sócrates
No hay y ha habido gran número de pintores buenos y malos? ¿
Ion S
eguramente.
Sócrates ¿Has visto tú alguno que, siendo capaz de discernir lo bien o mal pintado en los cuadros de Polignoto,{2} hijo [194] de Aglaofon, no pueda hacer lo mismo respecto a los otros pintores? ¿Que cuando se le presentan las obras de éstos se duerma, se vea embarazado, y no sepa qué juicio formar? ¿Mientras que cuando se trata de dar su dictamen sobre los cuadros de Polignoto o de cualquiera otro pintor particular que sea de su agrado, se despierte, preste su atención, y se explique con la mayor facilidad?
Ion
o ciertamente, yo no le h N e visto.
Sócrates ¡Pero qué! en materia de escultura ¿has visto alguno que esté en actitud de decidir sobre el mérito de las obras de Dédalo, hijo de Melitón, o de Epeas, hijo de Panope, o de Teodoro de Samos, o de cualquiera otro estatuario, y ue se vea dormido, embarazado y sin saber qué decir de las obras de los emás escultores? qd
Ion
o, ¡por Júpiter! no he vist en este caso. N o a nadie
Sócrates No has visto, me figuro, a nadie, sea con relación al arte de tocar la flauta o el laúd, o de acompañar con el laúd al canto, o sea con relación a la rapsodia, que esté en estado de pronunciar su juicio sobre el mérito de Olimpo de Tamiras, de Orfeo y de Femius, el rapsodista de Itaca, y que tratándose de uzgar del mérito de Ion de Efeso, se viese en el mayor embarazo, y se onsiderase incapaz de de , en qué es bueno o mal rapsodista. jc cidir
Ion Nada tengo que oponer a lo que dices, Sócrates. Sin embargo, puedo asegurar, que soy yo, entre todos los hombres, el que habla mejor y con más facilidad sobre Homero, y que cuantos me escuchan convienen en lo bien ue hablo, mientras que nada puedo decir sobre los demás poetas. Dime, yo e lo suplico, de dónde pue der esto. [195] qt de proce
Sócrates Eso es lo que quiero examinar, y quiero exponerte mi pensamiento. Ese talento, que tienes, de hablar bien sobre Homero, no es en ti un efecto del arte, como decía antes, sino que es no sé qué virtud divina que te transporta, virtud semejante a la piedra que Eurípides ha llamado magnética, y que los más llaman piedra de Heráclea. Esta piedra, no sólo atrae los anillos de
hierro, sino que les comunica la virtud de producir el mismo efecto y de atraer otros anillos, de suerte que se ve algunas veces una larga cadena de trozos de hierro y de anillos suspendidos los unos de los otros, y todos estos anillos sacan su virtud de esta piedra. En igual forma, la musa inspira a los poetas, éstos comunican a otros su entusiasmo, y se forma una cadena de inspirados. No es mediante el arte, sino por el entusiasmo y la inspiración, que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo mismo sucede con los poetas líricos. Semejantes a los coribantes, que no danzan sino cuando están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino que desde el momento en que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor, y se ven arrastrados por un entusiasmo igual al de las bacantes, que en sus movimientos y embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en que cesa su delirio. Así es, que el alma de los poetas líricos hace realmente lo que estos se alaban de practicar. Nos dicen que, semejantes a las abejas, vuelan aquí y allá por los jardines y vergeles de las musas, y que recogen y extraen de las fuentes de miel los versos que nos cantan. En esto dicen la verdad, porque el poeta es un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no le arrastra y le hace salir de sí mismo. Hasta el momento de la inspiración, todo hombre es impotente para hacer versos y pronunciar oráculos. Como los poetas no [196] componen merced al arte, sino por una inspiración divina, y dicen sobre diversos objetos muchas cosas y muy bellas, tales como las que tú dices sobre Homero, cada uno de ellos sólo puede sobresalir en la clase de composición a que le arrastra la musa. Uno sobresale en el ditirambo, otro en los elogios, éste en las canciones destinadas al baile, aquél en los versos épicos, y otro en los yambos, y todos son medianos fuera del género de su inspiración, porque es ésta y no el arte la que preside a su trabajo. En efecto, si supiesen hablar bien, gracias al arte, en un sólo género, sabrían igualmente hablar bien de todos los demás. El objeto que Dios se propone al privarles del sentido, y servirse de ellos como ministros, a manera de los profetas y otros adivinos inspirados, es que, al oírles nosotros, tengamos entendido que no son ellos los que dicen cosas tan maravillosas, puesto que están fuera de su buen sentido, sino que son los órganos de la divinidad que nos habla por su boca. Tinnicos de Calcide es una prueba bien patente de ello. No tenemos de él más pieza en verso, que sea digna de tenerse en cuenta, que su Pean{3} que todo el mundo canta, la oda más preciosa que se ha hecho jamás, y que, como dice él mismo, es realmente una producción de las musas. Me parece, que la divinidad nos ha dejado ver en él un ejemplo patente, para que no nos quede la más pequeña duda de que si bien estos bellos poemas son humanos y hechos por la mano del hombre, son, sin embargo, divinos y obra de los
dioses, y que los poetas no son más que sus intérpretes, cualquiera que sea el Dios que los posea. Para hacernos conocer esta verdad, el Dios ha querido antar con toda intención la oda más bella del mundo por boca del poeta ás mediano. ¿No crees tú tengo razón? mi querido Ion. [197]
cm que
Ion Sí, ¡por Júpiter! tus discursos, Sócrates, causan en mi alma una profunda mpresión, y me parece que los poetas, por un favor divino, son para con osotros los intérpretes de es. in los dios
Sócrates
vosotros los rapsodistas sois los intérpretes de los poetas? Y ¿no
Ion
También es cierto.
Sócrates
uego sois vosotros los int retes de los intérpretes. L érp
Ion
Sin contradicción.
Sócrates Vamos, respóndeme Ion, y no me ocultes nada de lo que te voy a preguntar. Cuando recitas, como conviene, ciertos versos heroicos, y conmueves el alma de los espectadores, ya cantando a Ulises en el momento en que lanzándose al umbral de su palacio, se da a conocer a los amantes de Penélope y derrama a sus pies una multitud de flechas{4} o ya a Aquiles arrojándose sobre Héctor{5} o cualquiera otro pasaje conmovedor de Andrómaca, de Hécuba, o de Priamo,{6} ¿te dominas, o estás fuera de tí mismo? llena tu alma de entusiasmo, ¿no te imaginas estar presente a las acciones que ecitas, y que te encuentras en Itaca o delante de Troya, en una palabra, en el ugar mismo donde pasa la escena? rl
Ion
¡La prueba que me pones a la vista es patente, Sócrates! Porque si he de hablarte con franqueza, te aseguro, que [198] cuando declamo algún pasaje atético, mis ojos se llenan de lágrimas, y que cuando recito algún trozo errible o violento, se me e cabellos y palpita mi corazón. pt rizan los
Sócrates ¡Pero qué! Ion. ¿Diremos que un hombre está en su sano juicio, cuando, vestido con un traje de diversos colores y llevando una corona de oro, llora en medio de los sacrificios y de las fiestas, aunque no haya perdido ninguno de sus adornos, o cuando, en compañía de más de veinte mil amigos, se le ve obrecogido de terror, a pesar de no despojarle ni hacerle nadie ningún año? sd
Ion
o ciertamente, Sócrates, e es preciso decirte la verdad. N puesto qu
Sócrates Sabes tú, si trasmitís los mismos sentimientos al alma de vuestros spectadores? ¿e
Ion Lo sé muy bien. Desde la tribuna, donde estoy colocado, los veo habitualmente llorar, dirigir miradas amenazadoras, y temblar como yo con la narración de lo que oyen. Y necesito estar muy atento a los movimientos que en ellos se producen, porque si los hago llorar, yo me reiré y cogeré el inero; mientras que si los hago reír, yo lloraré y perderé el dinero que speraba. de
Sócrates ¿Ves ahora cómo el espectador es el último de estos anillos, que como yo decía, reciben los unos de los otros la virtud que les comunica la piedra de Heráclea? El rapsodista, tal como tú, el actor, es el anillo intermedio, y el primer anillo es el poeta mismo. Por medio de estos anillos el Dios atrae el alma de los hombres, por donde quiere, haciendo pasar su virtud de los unos a los otros, y lo mismo que sucede con la piedra imán, está pendiente de él
una larga cadena de coristas, de maestros de capilla [199] de sub‐maestros, ligados por los lados a los anillos que van directamente a la musa. Un poeta está ligado a una musa, otro poeta a otra musa, y nosotros decimos a esto estar poseído, dominado, puesto que el poeta no es sui juris, sino que pertenece a la musa. A estos primeros anillos, quiero decir, a los poetas, están ligados otros anillos, los unos a éste, los otros a aquel, e influidos todos por diferentes entusiasmos. Unos se sienten poseídos por Orfeo, otros por Museo, la mayor parte por Homero. Tú eres de estos últimos, Ion, y Homero te posee. Cuando se cantan en tu presencia los versos de algún otro poeta, tú te haces el soñoliento, y tu espíritu no te suministra nada; pero cuando se te recita algún pasaje de este poeta, despiertas en el momento, tu alma entra, por decirlo así, en movimiento, y te ocurre abundantemente de qué hablar. Porque no es en virtud del arte, ni de la ciencia, el hablar tú de Homero como lo haces, sino por una inspiración y una posesión divinas. Y lo mismo que los coribantes no sienten ninguna otra melodía que la del Dios que los posee, ni olvidan las figuras y palabras que corresponden e este arte, sin fijar su atención en todos los demás, de la misma manera tú, Ion, cuando se hace mención de Homero, apareces sumamente afluyente, mientras que permaneces mudo tratándose de los demás poetas. Me preguntas cuál es la causa de esta facilidad de hablar cuando se trata de Homero, y de esta infecundidad cuando se trata de los demás, y es que el talento, que tienes ara alabar a Homero, no es en tí efecto del arte, sino de una inspiración ivina. pd
Ion Muy bien dicho, Sócrates. Sin embargo, sería para mí una sorpresa, si tus razones fuesen bastante poderosas para persuadirme de que cuando hago el logio de Homero, estoy poseído y fuera de mí mismo. Creo que tú mismo no o creerías, si me oyeses discurrir sobre este poeta. [200] el
Sócrates Pues bien, quiero escucharte; pero antes responde a esta pregunta. Entre antas cosas como Homero trata, ¿sobre cuáles hablas tú bien? Porque sin uda tú no puedes hablar bien s e todas. td obr
Ion Vive seguro, Sócrates, de que no hay una sola de la que no esté en estado de hablar bien.
Sócrates
robablemente no de las c que tú ignoras, y que Homero trata. P osas
Ion
Cuáles son las cosas que H rata y yo ignore? ¿ omero t
Sócrates ¿Homero no habla de las artes en muchos parajes y muy detenidamente? Por jemplo, ¿el arte de conducir un carro? Si pudiera recordar los versos, te los iría. ed
I
o los sé; voy a decírtelos.
on Y
Sócrates Recítame, pues, las palabras de Néstor a su hijo Antícolo, cuando le da onsejos sobre las precauciones que debe tomar para evitar el tocar a la eta en la carrera de carr n los funerales de Patroclo.
cm os, e
Ion Inclínate, le dice, bien preparado, sobre tu carro a la izquierda; al mismo tiempo con el látigo y la voz apura al caballo de la derecha, flojándole las riendas; haz que el caballo de la izquierda se aproxime a la meta, de manera ue el cubo de la rueda, hecho con arte, parezca tocar en ella, y que sin mbargo evite tropezarla.qe {7}
Sócrates asta. ¿Quién juzgará mejor, Ion, si Homero habla [201] bien o mal en estos ersos, un médico o un co o? Bv cher
Ion
El cochero sin duda.
Sócrates
Es porque conoce el arte que corresponde a todas estas cosas o por otra azón? ¿r
Ion
o, sino porque conoce es N te arte.
Sócrates Dios ha atribuido a cada arte la facultad de juzgar sobre las materias que a ada uno correspondan, porque no juzgamos mediante la medicina las ismas cosas que conocemos por el pilotaje.
cm
Ion Verdaderamente no.
Sócrates
i por el arte de carpinter que conocemos por la medicina. N ía lo
Ion
De ninguna manera.
Sócrates ¿No sucede lo mismo con todas las demás artes? Lo que nos es conocido por a una, no nos es conocido por la otra. Pero antes de responder a esto, dime: no reconoces que las artes difieren unas de otras? l¿
Ion Sí.
Sócrates
Een cuanto puede conjeturarse, digo, que una es diferente de otra, porque sta es la ciencia de un objeto y aquella de otro. ¿Piensas tú lo mismo?
Ion Sí.
Sócrates Porque si fuese la ciencia de los mismos objetos, ¿qué [202] razón tendríamos para hacer diferencia entre un arte y otro arte, puesto que ambos conducían al conocimiento de las mismas cosas? Por ejemplo, yo sé que estos son cinco dedos, y tú lo sabes como yo. Si yo te preguntase, si lo abemos ambos por la aritmética, o lo sabemos tú por un arte y yo por otro, irías sin dudar que por u smo arte, la aritmética. sd n mi
Ion
Sí.
Sócrates Responde ahora a la pregunta que estaba a punto de hacerte antes, y dime, si crees, con relación a todas las artes sin excepción, que es necesario que el ismo arte nos haga conocer los mismos objetos, y otro arte objetos iferentes. md
Ion Así me parece.
Sócrates or consiguiente, el que no posee un arte, no está en estado de juzgar bien e lo que se dice o se hace en virtud de este arte. Pd
Ion D ices verdad.
Sócrates
on relación a los versos que acabas de citar, ¿juzgarás tú mejor que el ochero, si Homero habla bien o mal? Cc
Ion El cochero juzgará mejor.
Sócrates
orque tú eres rapsodista y no eres cochero. P
Ion Sí.
Sócrates
El arte del rapsodista es d nto que el del cochero? [203] ¿ isti
Ion
Sí.
Sócrates
uesto que es distinto, tien ue ser la ciencia de otros objetos. P e q
Ion
Sí.
Sócrates ¡Pero qué! cuando Homero dice, que Hecamedes, concubina de Néstor, dio a Macaon, que estaba herido, un brebaje y se expresa así:{8} «lo echó en vino de Pramnea, sobre el que raspó queso de cabra con un cuchillo de metal, y ezcló con ello cebolla para excitar la sed,» ¿pertenece al médico o al apsodista juzgar si Home abló bien o mal? mr
ro h
Ion
A la medicina.
Sócrates Y cuando Homero dice:{9} «Ella se lanzó en el abismo, como el plomo que, atado al asta de un buey salvaje, se precipita en el fondo de las aguas, llevando la muerte a los peces voraces,» ¿diremos que corresponde al escador, más bien que al rapsodista, el calificar estos versos, y si lo que xpresan está bien o mal h o? pe ech
Ion
s evidente, Sócrates, que esponde al arte del pescador. E esto corr
Sócrates Mira ahora si tú me presentarías la cuestión siguiente: Sócrates, puesto que encuentras en Homero los objetos, cuyo juicio pertenece a cada uno de estos diferentes artes, busca en igual forma en este poeta los objetos que [204] pertenecen a los adivinos y al arte adivinatorio, y dime si Homero se ha expresado bien o mal en sus poesías en este punto. Ve ahora con qué facilidad y con qué verdad yo te respondería. Homero habla de estos objetos en muchos pasajes de su Odisea, por ejemplo, en aquel en que el divino Teoclimenes, nacido de la raza de Melampe, dirige estas palabras a los amantes de Penélope:{10} «¡Desgraciados, cuán horrible suerte os espera! vuestras cabezas, vuestras fisonomías, vuestros miembros, se verán rodeados de tinieblas. Oigo vuestros gemidos incesantes, y veo vuestras mejillas anegadas en lágrimas. El vestíbulo y atrio del palacio están llenos de fantasmas que se precipitan al Tártaro en medio de las sombras. El sol ha desaparecido del firmamento, y una fatídica nube cubre el universo.» Homero en muchos pasajes habla de esta manera, como cuando describe el ataque del campamento de los griegos, donde se leen estos versos:{11} «En el momento de ir a salvar el foso, un ave apareció a la izquierda del ejército; era un águila de remontado vuelo, que llevaba en sus garras una enorme serpiente ensangrentada, aún viva y palpitante, que hacía esfuerzos para defenderse. Habiéndose inclinado hacia atrás, hirió cerca del cuello el pecho del águila, obligando a ésta a soltarla a causa de la violencia del dolor, y dejándola caer en medio de los soldados, voló, por el espacio, a placer de los vientos, dando terribles quejidos.» Estos, te diría, y otros semejantes, son los pasajes cuyo examen y juicio pertenecen al adivino.
Ion
n eso no dirías más que l E a verdad.
Sócrates Tu respuesta no es menos verdadera, Ion. Lo mismo [205] que te he señalado en la Odisea y en la Iliada pasajes que pertenecen, unos al adivino, otros al médico, otros al pescador, desígname tú ahora, Ion, tú que conoces ejor que yo a Homero, los pasajes que son del resorte de la rapsodia, y que e corresponde examinar y juzgar con preferencia á los demás hombres. mt
Ion
e respondo, Sócrates, que n de la competencia del rapsodista. T todos so
Sócrates ero eso no lo decías hace poco. ¿Cómo tienes tan mala memoria? No es ropio de un rapsodista se n olvidadizo. Pp r ta
Ion
Pues qué es lo que yo he o ¿ lvidado?
Sócrates No te acuerdas haber dicho que el arte del rapsodista es distinto que el del ochero? ¿c
Ion Sí, me acuerdo.
Sócrates
No has confesado que, sie distinto, tiene que conocer de otros objetos? ¿ ndo
Ion
Sí.
Sócrates l arte del rapsodista, según lo que tú dices, no conocerá todas las cosas, omo no las conocerá el ra dista. Ec pso
Ion
uizá es preciso exceptuar e de objetos, Sócrates. Q esta clas
Sócrates Pero tú entiendes por esta clase de objetos todo lo que pertenece a las otras rtes. Por consiguiente, [206] ¿qué objetos habrás de conocer tú como apsodista, puesto que no des conocerlos todos? ar pue
Ion Conoceré, creo yo, los discursos que se ponen en boca del hombre y de la ujer, de los esclavos y de las personas libres, de los que obedecen y de los ue mandan. mq
Sócrates Quieres decir que el rapsodista sabrá mejor que el piloto de qué manera ebe hablar el que manda nave batida por la tempestad? ¿d una
Ion
o; para esto será mejor e N l piloto.
Sócrates El rapsodista sabrá mejor que el médico los discursos de que habrán de alerse los que dirigen a e mos? ¿v nfer
Ion
N o, lo confieso.
Sócrates
Quieres hablar de los disc os que convienen a un esclavo? ¿ urs
Ion
Sí.
Sócrates or ejemplo, ¿pretendes que el rapsodista, y no el vaquero, sabrá lo que es reciso decir para amansar las bestias cuando están irritadas? Pp
Ion No.
Sócrates
Y sabrá mejor que un trab dor en lana lo tocante a su trabajo? ¿ aja
Ion
No. [207]
Sócrates Sabrá mejor los discursos de que un general debe valerse para inspirar nimo a sus soldados? ¿á
Ion
í, he aquí lo que el rapsod conocer. S ista debe
Sócrates
Pero qué! ¿el arte del rapsodista es el mismo que el arte de la guerra? ¡
Ion Por lo menos yo sé muy bien cómo debe hablar un general de ejército.
Sócrates
Quizá, Ion, estás versado en el arte de mandar la tropa. En efecto, si fueses a la vez buen picador y buen tocador de laúd, distinguirías los caballos que tienen buena o mala marcha. Pero si yo te preguntase mediante qué arte onoces los caballos que marchan bien, si por tu cualidad de picador o por la e tocador de laúd, ¿qué me responderías? cd
Ion
e respondería que como T picador.
Sócrates
rma, si conocieses los que tocan bien el laúd, ¿no confesarías que nimiento le hac omo tocador de laúd y no como picador?
En igual foeste discer
ías c
Ion
Sí.
Sócrates ues bien, puesto que entiendes el arte militar, ¿tienes este conocimiento omo hombre de guerra o o buen rapsodista? Pc com
Ion
mporta poco, a mi parece concepto. I r, en qué
Sócrates Cómo dices que importa poco? El arte del rapsodista [208] es el mismo, a uicio tuyo, que el arte de la guerra, o son dos artes diferentes? ¿j
Ion
o creo que es el mismo ar Y
te.
Sócrates
e manera, que el que es buen rapsodista ¿es también buen general de jército? De
Ion Sí, Sócrates
Sócrates or esta razón, ¿el que es buen general de ejército es igualmente buen apsodista? Pr
Ion
or la misma razón no lo c P reo.
Sócrates or lo menos crees que un excelente rapsodista es igualmente un excelente apitán. Pc
Ion Seguramente.
Sócrates
Y no eres tú el mejor raps ta de toda la Grecia? ¿ odis
on
I
in comparación, Sócrates S
Sócrates
or consiguiente, tú, Ion, ¿ el capitán más grande de toda la Grecia? P eres
Ion Yo te lo garantizo, Sócrates; he aprendido el oficio en Homero.
Sócrates
En nombre de los dioses, Ion, ¿cómo, siendo tú el mejor capitán y el mejor rapsodista de la Grecia, andas de ciudad en ciudad recitando versos y no estás al frente de los ejércitos? ¿Piensas que los griegos tienen gran [209] ecesidad de un rapsodista con su corona de oro, y que para nada necesitan n general? nu
Ion Nuestra ciudad, Sócrates, está sometida a vuestra dominación; vosotros mandáis nuestras tropas y no necesitamos de ningún general. En cuanto a uestra ciudad y a la de Lacedemonia, no me elegirán para conducir sus jércitos, porque os creéis con capacidad para hacerlo. ve vosotros
Sócrates
i querido Ion, ¿no conoces a A doro de Cinica? M polo
Ion
¿Quién es?
Sócrates El que los atenienses han puesto muchas veces a la cabeza de sus tropas, aunque extranjero; ¿y a Fanostenes de Andros y Heráclides de Clazomenes que nuestra república ha elevado al grado de generales y a los primeros puestos a pesar de ser extranjeros, porque han dado pruebas de su mérito? ¿Y no escogerá para mandar sus ejércitos y no colmará de honores a Ion de Efeso, si le considera digno de ello? ¡Pues qué! vosotros los efesienses ¿no sois atenienses de origen, y Efeso no es una ciudad que no cede en nada a ninguna otra? Si dices la verdad, Ion; si es al arte y a la ciencia a lo que debes tu buena inteligencia de Homero, entonces obras mal conmigo, porque después de haberte alabado por las bellezas que sabes de Homero y haberme prometido que me harías partícipe de ellas, veo ahora que me engañas, porque no sólo no me haces partícipe, sino que tampoco quieres decirme cuáles son esos conocimientos en que sobresales, por más que te he apurado; y, semejante a Proteo, giras en todos sentidos, tomas toda clase de formas, y para librarte de mí, concluyes por trasformarte en general, para
que yo no pueda ver a qué punto llega tu habilidad en la [210] inteligencia de Homero. Por último, si es al arte al que debes esta habilidad y comprometido como estás a mostrármela, faltas a tu palabra, entonces tu procedimiento es injusto. Si por el contrario, no al arte sino a una inspiración divina se debe el que digas tan bellas cosas sobre Homero, por estar tú poseído y sin ninguna ciencia, como te dije antes, en este caso no engo motivo para quejarme de tí. Por lo tanto mira si quieres pasar a mis jos por un hombre injusto o por un hombre divino. to
Ion a diferencia es grande, Sócrates; es mucho mejor pasar por un hombre ivino. Ld
Sócrates n este caso, Ion, te conferimos precioso título de celebrar a Homero por
ión divina y no en virtud del arte. Einspirac ——— {1} Los rapsodistas fueron, entre los griegos, los primeros depositarios de las obras de los grandes poetas Hesíodo, Homero, Arquíloco y miraban como na profesión formal el popularizar sus versos. Tenían concurso cada cinco uaños en Epidauro, donde había un templo consagrado a Esculapio. {2} Era de la isla de Tasos. Los frescos célebres que pintó en Delfos hacia el ño 395 antes de J. C. llamaban la atención por el dibujo y por la expresión ade los semblantes.
{3} Oda en honor de Apolo {4} Homero, Odisea, XXII. {5} Homero, Iliada, XXII, 311.
5, 430, 431, 515. {6} Homero, Iliada, 40
5. {7} Iliada, XXIII, 33 {8} Iliada, XI, 639.
{9} Iliada, XXIV, 80.
. {10} Odisea, XX, 351
to Filosofía en español {11} Iliada, XII, 200. ww.filosofia.org Proyec 2003 www.filosofia.org
w©
Laques o del Valor
el js
Lisímaco: hijo de Arístides usto Melesías: padre de TucídideArístides: hijo de Lisímaco Tucídides: hijo de Melesías
neral de los atenienses eneral de los atenienses
Nicias: Geaques: GLSócrates Lisímaco Hola, Nicias y Laques, ¿habéis visto a ese hombre armado, que acaba de trabajar en la esgrima? Cuando Melesías y yo os suplicamos que vinieseis a ver este espectáculo, no os dijimos las razones que nos movían para ello: pero os las vamos a decir ahora, en la persuasión de que podemos hablaros con toda confianza. La mayor parte de las gentes se mofan de esta clase de ejercicios, y cuando se les pide consejo, lejos de manifestar su pensamiento, sólo tratan de adivinar el gusto de los que les consultan, y hablan siempre contra su propia opinión. Respecto a vosotros, sabemos que a una extrema sinceridad unís una capacidad muy grande, y por lo mismo esperamos que diréis ingenuamente lo que pensáis sobre lo que tenemos que comunicaros. He aquí a lo que viene a parar todo este preámbulo. Cada uno de nosotros tiene un hijo; helos aquí presentes: éste, hijo de Melesías, [260] lleva el nombre de su abuelo, y se llama Tucídides; aquél, que es el mío, tiene el nombre de mi padre y se llama Arístides como él. Hemos resuelto procurar su mejor educación, y no hacer lo que acostumbran los más de los padres, que desde que sus hijos entran en adolescencia los dejan vivir a su libertad y capricho. Nuestra intención es vigilarlos con el mayor esmero, sin perderlos de vista; y como vosotros tenéis también hijos, hemos creído que, cual ninguno, habréis pensado en los medios de hacerlos muy virtuosos; y si esta idea no os ha ocupado seriamente, por ser vuestros hijos demasiado tiernos, hemos creído que llevareis muy a bien este recuerdo sobre un negocio que o debe aplazarse, y que conviene que deliberemos aquí, todos juntos, sobre nla educación que debemos darles. Aunque este discurso os parezca largo, es preciso, si os place, Nicias y Laques, que tengáis la bondad de oírme sobre este punto. Sabéis, que
Melesías y yo no tenemos más que una mesa y que estos hijos comen con nosotros; nada os queremos ocultar, y como os dije al principio, os hablaremos con entera confianza. Tanto éste, como yo, conversamos con nuestros hijos, refiriéndoles las muchas proezas, que nuestros padre hicieron, tanto en paz como en guerra, mientras estuvieron a la cabeza de los atenienses y de sus aliados; pero desgraciadamente nada semejante podemos decir de nosotros mismos, así es que nos sonrojamos en su presencia, y no tenemos más remedio que echar la culpa a nuestros padres; porque, desde que fuimos crecidos nos dejaron vivir en la molicie y en una licencia que nos han perdido, mientras que estaban ellos entregados al servicio de los demás. Por esto es por lo que no cesamos de amonestar a nuestros hijos, diciéndoles, que si se abandonan y no nos obedecen se deshonrarán; en lugar de que si se aplican, se mostrarán quizá dignos del nombre que llevan. Ellos responden, que nos obedecerán; y, en vista de esta promesa, andamos [261] indagando lo que deben aprender y la educación que debemos darles para que se hagan hombres de bien, tanto cuanto sea posible. Alguno nos ha dicho que nada mejor para un joven que aprender la esgrima, y para ello nos ha ponderado hasta el cielo a este hombre, que acaba de dar pruebas de su habilidad, y nos ha suplicado que vengamos a verle. Nosotros hemos creído que debíamos venir, y al paso traeros a vosotros, no sólo por el placer que pudierais recibir, sino también para que nos auxiliarais con vuestras luces, y para que pudiéramos deliberar juntos sobre la educación de nuestros hijos. He aquí lo que queríamos comunicaros. Ahora a vosotros toca auxiliarnos con vuestros consejos, diciéndonos si aprobáis o desaprobáis el ejercicio de las armas, ilustrándonos sobre las cupaciones y la instrucción que es preciso dar a estos jóvenes; y en fin,
ndo la conducta que vosotros mismos habréis resuelto observar. odeclara Nicias Por lo que a mí hace, Lisímaco y Melesías, alabo en todo y por todo vuestro ensamiento; estoy dispuesto a tomar parte en esta deliberación, y creo que
se prestará a lo mismo. pLaques Laques Tienes razón en lo que has dicho, Nicias; todo lo que Lisímaco acaba de decir de su padre y del de Melesías me parece perfectamente dicho, no sólo respecto de ellos, sino también respecto de nosotros y de todos los que se mezclan en el gobierno de la república; porque a todos nos sucede lo que acaba de decir, tanto sobre la educación de los hijos, como sobre todos
nuestros negocios domésticos. Has hablado admirablemente, Lisímaco; pero lo que me sorprende es que acudas a nosotros para consultarnos sobre ese objeto, y no lo hayas hecho a Sócrates, que, en primer lugar, es de tu pueblo, y, en segundo, está consagrado por entero a estas materias relativas a la 262] educación de los jóvenes, para indagar las ciencias que les son más
s, y las ocupaciones que más les convienen. [necesaria Lisímaco
Laques, ¿Sócrates se dedica a la educación de la juventud? ¡Cómo! Laques
eguro, Lisímaco. Te lo as Nicias Yo puedo asegurártelo también; porque no hace cuatro días que me ha dado para mi hijo un maestro de música, que es Damon, discípulo de Agatocles, y ue, superior en su arte, tiene además todas las cualidades que puedes
un hombre que ha de dirigir a jóvenes de esta edad. qdesear en Lisímaco En verdad, Sócrates, Nicias y Laques; yo y los que son tan viejos como yo, no conocemos a los que son jóvenes; porque apenas salimos de casa a causa de nuestros muchos años; pero tú, ¡oh hijo de Sofronisco! si tienes algún buen consejo que darme, a mí que soy de tu mismo pueblo, no me lo niegues; puedo decir, que me lo debes de justicia, porque eres amigo de nuestra casa. Tu padre Sofronisco y yo hemos sido siempre amigos desde nuestra infancia, y nuestra amistad ha durado hasta su muerte sin la menor disidencia. Ahora recuerdo que mil veces estos jóvenes, hablando juntos en casa, repiten a cada momento el nombre de Sócrates, de quien dicen mil alabanzas, y yo jamás me apercibí de preguntarles si hablaban de Sócrates, hijo de ofronisco; pero, hijos míos, decidme ahora; ¿es este el Sócrates, de que os
veces? She oído hablar tantas Arístides y Tucídides
í, padre mío; es el mismo. [263] S
Lisímaco Estoy altamente satisfecho ¡por Juno! mi querido Sócrates, al ver lo bien que ostienes la reputación de tu padre, el mejor de los hombres; y quiero que en
tus intereses sean los míos, como los míos serán los tuyos. sadelante Laques Haces muy bien, Lisímaco, no le dejes marchar; porque le he visto en muchas ocasiones sostener, no sólo la reputación de su padre, sino también la de su patria. En la derrota de Delio se retiró conmigo, y puedo asegurarte que si odos los demás hubiesen cumplido su deber como él, nuestra ciudad se
stenido y no hubiera experimentado tan triste desgracia. thubiera so Lisímaco Sócrates, he aquí un magnífico elogio que de ti se hace en este acto; ¿y por quién? por gentes muy dignas de ser creídas en todas las cosas y particularmente en estas. Te aseguro que nadie oye este elogio con más placer que yo. Estoy gozoso por la gran reputación que has sabido adquirirte, y cuéntame en el número de los que desean más tu felicidad. Has debido venir muchas veces a vernos, como un amigo de la casa. Comienza desde hoy, puesto que hemos renovado una amistad antigua; únete a nosotros y a estos jóvenes, para que tú y ellos conservéis vuestra amistad, como un depósito paterno. Esperamos que así lo harás, y por nuestra parte no te permitiremos que lo olvides. Pero volviendo a nuestro objeto; ¿qué ices? ¿qué te parece? ¿este ejercicio de la esgrima merece ser aprendido
venes? dpor los jó Sócrates Sobre esto, Lisímaco, trataré de darte el mejor consejo de que sea capaz, y no dejaré de cumplir cuanto me ordenes; pero como soy el más joven y tengo menos experiencia que todos vosotros, es justo que os oiga antes, y [264] entonces daré yo mi dictamen si difiere del vuestro, apoyándole en razones apaces de producir en vosotros la convicción. ¿Qué dices, pues, tú, Nicias? A
a hablar el primero. cti te toc
icias N
No rehúso decir lo que siento, Sócrates. Me parece, tal es mi dictamen, que este ejercicio de las armas es muy útil a los jóvenes, porque además de alejarlos de los placeres de pasatiempo, que buscan de ordinario por falta de ocupación, los endurece en el trabajo y los hace necesariamente más vigorosos y más robustos. Mejor que éste no le hay, ni que exija más maña, ni más fuerza. Este y el de montar a caballo son los más a propósito para jóvenes libres, porque a causa de las guerras que tenemos o que podamos tener, no hay mejores ejercicios que los que se hacen con las armas que sirven para la guerra. Son de un gran auxilio en los combates, ya se combata en filas, o ya rotas estas, haya que batirse cuerpo a cuerpo; ya se persiga al enemigo que de tiempo en tiempo vuelve la cara para resistir, o ya que en retirada haya precisión de desembarazarse de un hombre que le ya dando alcance a uno con espada en mano. El que está acostumbrado a estos ejercicios no teme a un hombre solo ni a muchos juntos, y siempre saldrá vencedor. Por otra parte, inspiran una verdadera pasión por otros más serios; porque doy por sentado, que todo hombre que se ejercita en la esgrima, entra en deseos de saber la táctica militar, como resultado de la esgrima, y cuando lo ha conseguido, lleno de ambición y ansioso de gloria, se instruye en todo aquello que puede alimentar esta idea, y trabaja en elevarse por grados a los conocimientos de un general de ejército. Es cierto que nada hay tan precioso ni tan útil como estos diferentes ejercicios de armas con todos los demás estudios que preparan para la guerra, siendo este indudablemente el primero. A todas estas [265] ventajas es preciso añadir además una, que no es pequeña, y es que esta ciencia de la esgrima hace los hombres más valientes y más atrevidos en los combates, sin que despreciemos otro efecto que produce, por insignificante que parezca, y es, que en ocasiones da al hombre cierto aire marcial y apuesto que impone a sus enemigos. Soy, pues, de dictamen, Lisímaco, que es preciso enseñar a los óvenes estos ejercicios, y ya he dado las razones. Si Laques es de otro
n, le oiré con gusto. jdictame Laques Pero, Nicias, es necesario mucho atrevimiento para decir de cualquier ciencia que no debe aprenderse, porque siempre es bueno saber de todo; y si la esgrima es una ciencia, como lo pretenden los que la enseñan y como Nicias lo dice, estoy conforme en que conviene aprenderla; pero si no es una ciencia y los que se dicen sus maestros nos engañan a fuerza de ponderarla, o sí, aun siendo ciencia, es de poco interés, ¿para qué consagrarse a ella? Lo que me obliga a hablar así es el estar persuadido de que si fuera una ciencia que mereciera la pena, no hubieran los lacedemonios dejado de cultivarla,
cuando no hacen más en toda su vida que buscar y aprender las cosas que pueden hacerles superiores en la guerra a sus enemigos. Y aun cuando esto se hubiera ocultado a los lacedemonios, he aquí lo que no han podido ignorar los maestros de esgrima; y es que, de todos los griegos, los lacedemonios son los más apasionados por todo lo que hace relación al ejercicio de las armas, y que los maestros de esgrima, que allí adquiriesen reputación, harían indudablemente por todas partes su negocio, como sucede respecto de los poetas trágicos que se acreditan en Atenas. Porque todo hombre, que se reconoce con talento para hacer tragedias, no corre el Ática y va de ciudad en ciudad a representar sus piezas, sino que se viene derecho aquí, para que aquí se representen, y tiene razón: en vez de lo que [266] veo a estos valientes campeones, que enseñan la esgrima, mirar a Lacedemonia como un templo inaccesible, donde no se atreven a poner ni un pié, y rodar por todas partes, enseñando su arte a otros, y particularmente a pueblos que se reconocen ellos mismos inferiores a sus vecinos en todo lo relativo a la guerra. Además, Lisímaco, he visto un gran número de estos maestros de esgrima en lances dados, y sé lo que valen. Es fácil formar juicio al ver que la fatalidad ha querido, como si fuera con intención, que ninguno de tales maestros haya adquirido ni la más pequeña reputación en la guerra. En todas las demás artes siempre hay algunos, entre los que las profesan, que sobresalen y adquieren nombradía; pero a los tales maestros les persigue cierta fatalidad. Porque este mismo Stesileo que se está dando en espectáculo a toda esta gente, como acabamos de ver, y que ha hablado tan en grande de sí mismo, le he visto en cierta ocasión dar un espectáculo de otro género, bien a pesar suyo. Hallándose en una nave que atacó a otra de carga enemiga, este Stesileo combatía con una pica armada de una dalla, arma tan ridícula como lo era él mismo entre los combatientes. Las proezas que hizo no merecen referirse; pero el resultado que tuvo esta estrategia guerrera de poner una dalla o guadaña al remate de una pica, merece especial mención. Como nuestro hombre se batía con semejante arma, sucedió desgraciadamente que se enredó en el aparejo del buque enemigo, en términos que, por más esfuerzos que hacía para desenredarla, no podía. Mientras los dos buques estuvieron al abordaje, el uno junto al otro, no se desprendió él del cabo de su arma; pero cuando el buque enemigo comenzó a alejarse y veía que le arrastraba, dejó deslizar poco a poco su pica entre sus manos, hasta que sólo la sostenía por el último remate. La actitud ridícula en que aparecía era objeto de chacota y burla de parte de los enemigos, hasta que habiéndole arrojado [267] una piedra que cayó a sus pies, tuvo que abandonar su arma querida; y los hombres de nuestro buque no pudieron contener sus risotadas al ver la guadaña armada pendiente del aparejo del buque enemigo. Puede muy bien suceder que la esgrima sea,
como dice Nicias, una ciencia muy útil, pero yo os digo lo que he visto; de suerte, que, como dije al principio, si es una ciencia, es de bien poca utilidad, y si no lo es y se nos engaña dándole este bello nombre, tampoco merece que nos detengamos en ella. Si son los cobardes los que se dedican a la esgrima, se hacen más insolentes y su cobardía se pone más en evidencia; y si son los valientes, todo el mundo tiene puestos en ellos los ojos; y si llegan a incurrir en la menor falta, sufren mil burlas y mil calumnias; porque esta profesión no es indiferente; expone furiosamente a la envidia, y si un hombre que se aplica a ella no se distingue grandemente por su valor, cae en el ridículo, sin poder evitarlo. He aquí lo que me parece, Lisímaco, la inclinación a este jercicio. Pero ahora, como dije al principio, es preciso no dejar marchar a
sin que a su vez nos dé su dictamen. eSócrates, Lisímaco Te lo suplico, Sócrates, porque tenemos necesidad de un juez que termine esta diferencia. Si Nicias y Laques hubieran sido del mismo dictamen, hubiéramos podido ahorrarte este trabajo; pero ya ves que disienten nteramente. Es necesario oír tu dictamen y ver a cuál de los dos prestas tu
n. eaprobació Sócrates
símaco, ¿sigues el dictamen del mayor número? ¡Cómo! Li Lisímaco
mejor puede hacerse? ¿Qué cosa Sócrates ¿Y tú también, Melesías? ¡qué! ¡tratándose de la [268] elección de los ejercicios que habrá de aprender tu hijo! ¿te atendrás más bien al dictamen del mayor número que al de un hombre solo, que haya sido bien educado y ue haya tenido excelentes maestros? q Melesías
or lo que hace a mí, Sócrates, me atendré a este último. P
Sócrates
rás más bien a su opinión que a la de nosotros cuatro? ¿Te atend
s Melesía Quizá. Sócrates orque yo creo que, para juzgar bien, es preciso juzgar por la ciencia y no
ero. Ppor el núm Melesías
adicción. Sin contr Sócrates Por consiguiente, la primer cosa, que es preciso examinar, es si alguno de nosotros es persona entendida en la materia sobre que se va a deliberar, o si no lo es. Si hay uno que lo sea, es preciso acudir a él y dejar los demás; si no le hay es preciso buscarle en otra parte; ¿por qué Melesías y tú, Lisímaco, imagináis que se trata aquí de un negocio de poca trascendencia? No hay que engañarse; se trata de un bien, que es el más grande de todos los bienes; se trata de la educación de los hijos, de que depende la felicidad de las familias; orque, según que los hijos son viciosos o virtuosos, la casas caen o se
plevantan. Melesías
dad. Dices ver Sócrates
a toda prudencia en este negocio. No es poc Melesías
eguramente. [269] S
Sócrates ¿Cómo haremos, pues, si queremos examinar cuál de nosotros cuatro es el más hábil en esta clase de ejercicios? ¿No acudiremos desde luego a aquel ue los haya aprendido mejor, que más se haya ejercitado y que haya tenido
es maestros? qlos mejor Melesías
parece. Así me lo Sócrates antes de esto, ¿no trataremos de conocer la cosa misma que estos
le hayan enseñado? Ymaestros Melesías
que dices? ¿Qué es lo Sócrates Me explicaré mejor. Me parece que al principio no nos pusimos de acuerdo obre la cosa que había de ser materia de deliberación, a fin de saber quién
tros es el más hábil y ha sido formado por los mejores maestros. sde noso Nicias Qué! Sócrates; ¿no deliberamos sobre la esgrima para saber si es preciso o
ciso hacerla aprender a nuestros hijos? ¡no es pre
r Sóc ates No digo que no, Nicias, pero cuando un hombre se pregunta si es preciso plicar o no aplicar un remedio a los ojos, ¿crees tú que su deliberación debe
er más sobre el remedio que sobre los ojos? ade reca Nicias
obre los ojos. S
Sócrates cuando un hombre delibera si pondrá o no un bocado a su caballo, ¿no se
ás bien en el caballo que en el bocado? Yfijará m Nicias
[270] Sin duda. Sócrates En una palabra, siempre que se delibera sobre una cosa con relación a otra, a deliberación recae sobre esta otra cosa, a la que se hace referencia, y no
a primera. lsobre l Nicias
mente. Necesaria Sócrates s preciso por lo tanto examinar bien, si el que nos aconseja es hábil en la
bre la que recae nuestra consulta. Ecosa so Nicias
rto. Eso es cie Sócrates hora deliberamos sobre lo que es preciso que aprendan estos jóvenes, y la
n recae por consiguiente sobre su alma misma. Acuestió Nicias Así es.
ócrates S
Por lo tanto, se trata de saber si entre nosotros hay alguno que sea hábil y xperimentado para dar cultura a un alma, y que haya tenido excelentes
s. emaestro Laques Cómo, Sócrates, no has visto nunca personas, que, sin ningún maestro, se
o más hábiles en ciertas artes, que otros con muchos maestros? ¿han hech Sócrates Si, Laques, he conocido algunos, y todos estos podrán decirte que son muy ábiles; pero tú no les creerás jamás mientras no hagan antes, no digo una,
uchas obras bien hechas y bien trabajadas. hsino m Nicias
zón, Sócrates. Tienes ra Sócrates Puesto que Lisímaco y Melesías nos han llamado para que les diéramos consejos sobre la educación de sus hijos, por el ansia de hacerlos virtuosos, nosotros, Nicias y Laques, estamos obligados, si creemos haber adquirido sobre esta materia la capacidad necesaria, a darles el nombre de los maestros que hemos tenido, probar que eran hombres de bien, y que, después de haber formado muchos buenos discípulos, nos han hecho virtuosos también a nosotros; y si alguno entre nosotros pretende no haber tenido maestro, que nos muestre sus obras y nos haga ver entre los atenienses o los extranjeros, entre los hombres libres o los esclavos, las personas que con sus preceptos se han hecho mejores según el voto de todo el mundo. Si no podemos nombrar nuestros maestros, ni hacer ver nuestras obras, es preciso remitir nuestros amigos en busca de consejo a otra parte, y no exponernos, corrompiendo a sus hijos, a las justas quejas que podrían dirigirnos hombres que nos aman. Por lo que a mí toca, Lisímaco y Melesías, soy el primero en confesar que jamás he tenido maestro en este arte, aunque con pasión le he amado desde mi juventud; pero no he sido bastante rico para pagar a sofistas, que se alababan de ser los únicos capaces de hacerme hombre de bien, y por mí mismo aún no he podido encontrar este arte. Si Nicias y Laques lo han encontrado, no me sorprenderá; porque siendo más ricos que yo, han podido hacer que se les enseñara, y siendo también más
viejos han podido encontrarle por sí mismos; por esto me parecen muy capaces de poder instruir a un joven. Por otra parte, jamás hubieran hablado con tanto desembarazo sobre la utilidad o inutilidad de estos ejercicios, si no estuviesen seguros de su capacidad. Por lo tanto, a ellos es a quienes corresponde hablar. Pero lo que me sorprende es que estén tan encontrados en sus dictámenes. Te ruego, Lisímaco, que a la manera que Laques te suplicó [272] que no me dejaras marchar, y que me obligaras a dar mi dictamen, tengas ahora a bien no dejar marchar a Laques y Nicias, sin obligarles a que te respondan, diciéndoles: Sócrates asegura que no entiende nada de estas materias, y que es incapaz de decidir quién de vosotros tiene razón, porque no ha tenido maestros, ni tampoco ha encontrado esta ciencia por sí mismo; por lo tanto, vosotros, Nicias y Laques, decidnos si habéis visto algún maestro excelente para la educación de la juventud. ¿habéis aprendido de alguno este arte? ¿o le habéis encontrado por vosotros mismos? Si le habéis aprendido, decidnos quién ha sido vuestro maestro, y quiénes son los que viven entregados a la misma profesión, a fin de que si los negocios públicos no nos dejan el desahogo necesario, vayamos a ellos, y a fuerza de presentes y de caricias les obliguemos a tomar a su cargo nuestros hijos y los vuestros, y a impedir que por sus vicios deshonren a sus abuelos; y si habéis encontrado este arte por vosotros mismos, citadnos las personas que habéis formado, y que de viciosos se han hecho virtuosos en vuestras manos; pero si es cosa que desde hoy comenzáis a mezclaros en la enseñanza, tened presente que no vais a hacer el ensayo sobre Carienses{1}, sino sobre vuestros hijos y los hijos de vuestros mejores amigos, y temed no os suceda precisamente lo que dice el proverbio: hacer su aprendizaje sobre una vasija de barro.{2} Decidnos, pues, qué es lo que podéis o no podéis hacer. He aquí, isímaco, lo que yo quiero que les preguntes, y no les dejes marchar sin que
en. Lte contest Lisímaco Me parece que Sócrates habla perfectamente. Ved, amigos míos, si os es fácil responder a todas estas [273] preguntas; porque no podéis dudar que haciéndolo así, nos dais a Melesías y a mí un gran placer. Ya os he dicho, que si hemos contado con vosotros para deliberar en este asunto, ha sido porque hemos creído que teniendo hijos vosotros como nosotros, que van a entrar bien pronto en la edad en que debe pensarse en su educación, estaréis ya preparados sobre este punto; y esta es la razón porque, si nada hay que os lo impida, debéis examinar la cuestión con Sócrates, dando cada uno sus razones; porque, como éste ha dicho muy bien, este es el negocio más grave de nuestra vida. Ved, pues, de acceder a mi súplica.
Nicias Se advierte bien, Lisímaco, que sólo conoces a Sócrates por su padre y que no le has tratado de cerca; sin duda sólo le viste durante su infancia en los templos, o cuando su padre le llevaba a las asambleas de vuestro barrio, ero después que se ha hecho hombre formal, bien puede asegurarse que no
con él ninguna relación. phas tenido Lisímaco
é dices eso? Nicias ¿Por qu Nicias Porque ignoras por completo, que Sócrates mira, como cosa propia, a todo el que conversa con él, y aunque al pronto sólo le hable de cosas indiferentes, le precisa después por el hilo de su discurso a darle razón de su conducta, a decirle de qué manera vive y de qué manera ha vivido, y cuando la conversación ha llegado a este punto, Sócrates no le deja hasta que ha examinado su hombre a fondo, y sabe cuánto ha hecho, bueno o malo. Yo lo he experimentado sobradamente, y sé muy bien que es una necesidad pasar por esta aduana, de la que no me lisonjeo estar yo libre. Sin embargo, en este punto me doy por satisfecho, y experimento un singular [274] placer todas las veces que puedo conversar con él; porque nunca es un mal grande para nadie, que alguno le advierta las faltas que ha cometido y pueda cometer. Si un hombre quiere hacerse sabio, no tema este examen, sino que por el contrario, según la máxima de Solon, es preciso estar siempre aprendiendo; y no creas neciamente que la sabiduría nos viene con la edad. Por consiguiente no será para mí, ni nuevo, ni desagradable, que Sócrates me ponga en el banquillo de los acusados, y ya supuse desde luego, que estando él aquí, no serian nuestros hijos objeto de discusión, sino que lo seríamos osotros mismos. Por mi parte me entrego a él voluntariamente; que dirija
rsación a su gusto. Ahora indaga la opinión de Laques. nla conve Laques Mi opinión es sencilla, Nicias, o por mejor decir, no lo es; porque no es siempre la misma. Unas veces me arrebatan estos discursos, y otras veces no los sufro. Cuando oigo a un hombre que habla de la virtud y de la ciencia, y que es un verdadero hombre, digno de sus propias convicciones, me
encanta, es para mí un placer inexplicable ver que sus palabras y sus acciones están perfectamente de acuerdo, y se me figura que es el único músico que sostiene una armonía perfecta, no con una lira, ni con otros instrumentos, sino con el tono de su propia vida; porque todas sus acciones concuerdan con todas sus palabras, no según el tono lidio, frigio, o jónico, sino según el tono dórico{3}, único que merece el nombre [275] de armonía griega. Cuando un hombre de estas condiciones habla, me encanta, me llena de gozo y no hay nadie que no crea que estoy loco al oír sus discursos; tal es la avidez con que escucho sus palabras. Pero el que hace todo lo contrario me aflige cruelmente, y cuanto mejor parece explicarse, tanta mayor es mi aversión a los discursos. Aún no conozco a Sócrates por sus palabras, pero le conozco por sus acciones, y le he considerado muy digno de pronunciar los más bellos discursos y de hablar con entera franqueza; y si lo hace como decís, estoy dispuesto a conversar con él. Seré gustoso en que me examine, y no llevaré a mal que me instruya, porque sigo el dictamen de Solon: que es preciso aprender siempre, aun envejeciendo. Sólo añado a su máxima lo siguiente: que sólo debe aprenderse de los hombres de bien. Porque precisamente se me ha de conceder, que el que enseña debe ser un hombre de bien, para que no tenga yo repugnancia; y no se interprete mi disgusto por indocilidad. Por lo demás, que el maestro sea más joven que yo, que carezca de reputación y otras cosas semejantes, me importa muy poco. Así, pues, Sócrates, queda de tu cuenta examinarme, instruirme y preguntarme lo que yo sé. Estos son mis sentimientos para contigo desde el día en que corrimos juntos un gran peligro, y en que diste pruebas de tu virtud, tales omo el hombre más de bien podía haber dado. Dime, pues, lo que quieras,
i edad te detenga en manera alguna. csin que m Sócrates or lo menos no podemos quejarnos de que no estéis dispuestos a deliberar
ros y a resolver la cuestión. Pcon nosot Lisímaco A nosotros toca ahora hablar, Sócrates, y me expreso así, porque te cuento a ti como uno de nosotros mismos. Examina en mi lugar, y te conjuro a ello por amor a estos [276] jóvenes, que es lo que podemos exigir de Nicias y Laques, y delibera con ellos explicándoles lo que tú piensas; porque respecto a mí, me falta la memoria a causa de mis muchos años, olvido la mayor parte de las preguntas que quería hacer, y no me acuerdo de mucho de lo que se dice, sobre todo, cuando la cuestión principal se ve interrumpida y cortada por
nuevos incidentes. Discutid entre vosotros el negocio de que se trata, os con Melesías y después haremos lo que creáis que deba hacerse. escucharé
Sócrates Nicias y Laques, es preciso examinar la cuestión que hemos propuesto, a saber: si hemos tenido maestros en este arte de enseñar la virtud, o si hemos formado algunos discípulos, y si los hemos hecho mejores que eran; pero me parece que hay un medio más corto que nos llevará directamente a lo que buscamos, y que penetra más en el fondo del debate. Porque si conociésemos que una cosa cualquiera, comunicada a alguno, le podía hacer mejor, y si con esto adquiriésemos el secreto de comunicársela, es claro que debemos por lo menos conocer esta cosa, puesto que podemos indicar los medios más seguros y más fáciles de adquirirla. Quizá no entendéis lo que os digo, pero un ejemplo os lo hará patente. Si sabemos con certeza que los ojos se hacen mejores comunicándoles la vista y podemos comunicársela, es claro que conoceremos lo que es la vista y sabremos lo que debe hacerse para procurarla; en lugar de que si no sabemos lo que es la vista o el oído, en ano intentaremos ser buenos médicos para los ojos y para los oídos, ni dar
nsejos sobre el medio mejor de oír y de ver. vbuenos co Lisímaco
dad, Sócrates. Dices ver Sócrates Nuestros dos amigos ¿no nos han llamado aquí, Laques, para deliberar con osotros, acerca de qué manera [277] se podrá hacer nacer la virtud en el
sus hijos y hacerles mejores? nalma de Laques Eso es. Sócrates s preciso ante todo, que sepamos lo que es la virtud; porque si la ignoramos
s capaces de dar consejos sobre los medios de adquirirla? E¿seremo Laques
De ninguna manera, Sócrates. Sócrates
remos, Laques, que sabemos lo que es? ¿Supond Laques
emos. Lo supon Sócrates
ndo sabemos lo que es una cosa, ¿no podemos decirla? Pero cua Laques
hemos de poder? ¿Cómo no Sócrates Pero, Laques, no examinemos ahora lo que es la virtud en general, porque seria una discusión demasiado larga; contentémonos con examinar si enemos todos los datos para conocer bien algunas de sus partes; el examen
s fácil y más corto. tserá má Laques
ero yo, Sócrates, puesto que es esa tu opinión. Así lo qui Sócrates ¿Pero qué parte de la virtud escogeremos? Sin duda la que parece ser el nico objeto de la esgrima, porque el común de las gentes cree que este arte
directamente al valor. úconduce Laques
e en efecto. [278] Así lo cre Sócrates
Tratemos por lo pronto, Laques, de definir con exactitud lo que es el valor; después examinaremos los medios de comunicarle a estos jóvenes, en uanto sea posible, ya sea por el hábito, ya por el estudio. ¿Di, pues, qué es el cvalor? Laques En verdad, Sócrates, me preguntas una cosa que no ofrece dificultad. El ombre que guarda su puesto en una batalla, que no huye, que rechaza al
he aquí un hombre valiente. henemigo; Sócrates uy bien, Laques, pero quizá por haberme explicado mal, has respondido a
distinta de la que yo te pregunté. Muna cosa Laques
ócrates. ¿Cómo? S Sócrates oy a decírtelo, si puedo. Un hombre valiente es, en tu opinión, el que guarda
puesto en el ejército y combate al enemigo. Vbien su Laques
o que yo digo. Es lo mism Sócrates ambién lo digo yo, pero el que combate al enemigo huyendo, y no
do su puesto...? Tguardan Laques
yendo? ¿Cómo hu
ócrates S
Sí, huyendo como los escitas, por ejemplo, que no combaten menos huyendo que atacando; y como Homero lo dice, en cierto pasaje, de los caballos de Eneas, que se dirigían a uno y otro lado, hábiles en huir y atacar.{4} [279] Ah! No supone en Eneas mismo esta ciencia de apelar a la fuga con
n, puesto que le llama sabio en huir? ¡intenció Laques Eso es muy bueno, Sócrates, porque Homero habla de los carros de guerra en este pasaje; y en cuanto a lo que dices de los escitas, se trata de tropas de aballería que se baten de esa manera, pero nuestra infantería griega
como yo digo. ccombate Sócrates Exceptuarás quizá a los lacedemonios, porque he oído decir que en la batalla de Platea, cuando atacaron a los persas, que formaban un muro con sus broqueles, creyeron que no les convenía mantenerse firmes en su puesto, y emprendieron la fuga; y cuando las filas de los persas se rompieron por erseguir a los lacedemonios, volvieron éstos la cara como la caballería, y
io de esta maniobra estratégica consiguieron la victoria. ppor med Laques
Es cierto. Sócrates He aquí por qué te decía antes que había sido yo causa de que no hubieses respondido bien, porque yo te había interrogado mal, puesto que quería saber de ti lo que es un hombre valiente, no sólo en la infantería, sino también en la caballería y demás especies de armas; y no sólo un hombre valiente en todo lo relativo a la guerra, sino también en los peligros de la mar, en las enfermedades, en la pobreza y en el manejo de los negocios públicos; y lo mismo un hombre valiente en medio de los disgustos, las tristezas, los temores, los deseos y los placeres; un hombre valiente, que epa combatir sus pasiones, sea resistiéndolas a pié firme, sea huyendo de
rque el valor, Laques, se extiende a todas estas cosas. sellas, po
aques L
Eso es cierto, Sócrates. [280] Sócrates Todos estos hombres son valientes. Los unos prueban su valor contra los placeres, los otros contra las tristezas, éstos contra los deseos, aquellos ontra los temores, y en todos estos accidentes pueden otros, por el
o, dar pruebas de cobarde. ccontrari Laques
adicción. Sin contr Sócrates Te supliqué que me explicaras cada una de estas dos cosas contrarias, el valor y la cobardía. Comencemos por el valor. Trata de decirme lo que es sta cualidad, que siempre es la misma en todas estas ocasiones tan
es. ¿No entiendes aún lo que digo? ediferent Laques
entiendo bien. Aún no lo Sócrates He aquí lo que quiero decir. Si, por ejemplo, te preguntase yo lo que es la actividad que se refiere a correr, tocar instrumentos, hablar, aprender, y a tras mil cosas a que aplicamos esta actividad mediante las manos, la lengua,
tu, que son las principales; ¿me comprenderías? oel espíri
ues Laq Sí. Sócrates Si alguno me preguntase: Sócrates, ¿qué es esa actividad que se extiende a todas estas cosas? le respondería que la actividad es una facultad que hace mucho en poco tiempo; definición que conviene a la carrera, a la palabra, y a todos los demás ejercicios.
Laques
zón, Sócrates; está bien definida. Tienes ra Sócrates Pues defíneme lo mismo el valor; dime cuál es esta [281] facultad, que es iempre la misma en el placer, en la tristeza y en todas las demás cosas de
os hablado, y que no muda jamás, ni de naturaleza, ni de nombre. sque hem Laques Me parece que es una disposición del alma a manifestar constancia en todo, uesto que es preciso dar una definición que comprenda todas las diferentes
de valor. pespecies Sócrates Así es preciso hacerlo para responder exactamente a la cuestión; pero me arece que no tienes por valor toda constancia del alma, y lo infiero de que
l valor en el número de las cosas bellas. ppones e Laques
a, y de las más bellas. Sí, sin dud Sócrates
onstancia, cuando va unida a la razón, es buena y bella. Sí, esta c Laques
nte. Segurame Sócrates cuando se tropieza con la insensatez, ¿no es todo lo contrario? ¿no es mala
iosa? Yy pernic Laques
Sin contradicción. Sócrates
bello a lo que es malo y pernicioso? ¿Llamas Laques
mita Dios, Sócrates. No lo per Sócrates Luego a esta especie de constancia no le das el nombre de valor, puesto que
lla, y que el valor es algo bello? ¿no es be Laques
dad. [282] Dices ver Sócrates a paciencia o constancia unida a la razón, ¿es en tu opinión el verdadero Lvalor? Laques
o. Así lo cre Sócrates Veamos. ¿Es la que va unida a la razón en ciertos casos, o la que está unida en todos, en las cosas pequeñas como en las grandes? Por ejemplo, un hombre gasta constante y prudentemente sus bienes, con una entera certeza e que sus gastos le producirán un día grandes riquezas; ¿llamarás a este
valiente? dhombre Laques
o, ¡por Júpiter! Sócrates. N
Sócrates Pero un médico, por ejemplo, tiene a su hijo único o cualquiera otra persona enferma de una inflamación del pulmón; este hijo le persigue y le pide de omer y beber; el médico, lejos de dejarse llevar, sufre con paciencia sus
s: ¿le daremos el nombre de valiente? clamento Laques
es ese valor, a mi parecer. Tampoco Sócrates En la guerra, he aquí un hombre, que está en esta disposición de alma de que hablamos; quiere mantenerse firme, y sosteniendo su valor con su prudencia, le hace ver ésta que será bien pronto socorrido; que sus enemigos son mucho más débiles, y que él tiene la ventaja del terreno; este ravo, que es tan prudente, ¿te parece más valiente que su enemigo que le
pie firme? bespera a Laques
da; este último es el valiente, Sócrates. No, sin du Sócrates in embargo, el valor de este último es menos prudente que el del primero. S[283] Laques
rto. Eso es cie Sócrates Se sigue de aquí, que un soldado de caballería, que en un combate pruebe alor, fiado en la destreza con que maneja el caballo, será menos valiente
ue esté privado de esta ventaja. vque el q
aques L
Sí, seguramente. Sócrates Dirás lo mismo de un arquero, de un hondero y de todos los demás, cuya
esté sostenida por su habilidad? ¿firmeza Laques
ltad. Sin dificu Sócrates los que, sin haber aprendido nunca el oficio de buzos, tuviesen el valor de
rse en el agua ¿te parecerían más valientes que los buzos de oficio? Ysumergi Laques
dría sostener lo contrario? Sócrates. ¿Quién po Sócrates
guramente, conforme a tus principios. Nadie se Laques
n mis principios en efecto. Sí, esos so Sócrates ¿De manera, Laques, que estas gentes, que no tienen ninguna experiencia, se rrojan al peligro mucho más imprudentemente que los que se exponen con
azón? aalguna r Laques
a. Sí, sin dud
ócrates S
Pero la audacia insensata y la paciencia irracional nos parecieron antes osas y perjudiciales. [284] vergonz
Laques
rto. Eso es cie Sócrates
r nos ha parecido una cosa bella. Y el valo Laques
en ello. Convengo Sócrates ues bien, ahora sucede todo lo contrario; damos el nombre de valor a una
insensata. Paudacia Laques
so. Lo confie Sócrates
que obramos bien? ¿Y crees Laques
úpiter! Sócrates. No, ¡por J Sócrates De modo, Laques, que, por tu propia confesión, ni tú ni yo nos ajustamos al tono dórico, porque nuestras acciones no corresponden a nuestras palabras. l ver nuestras acciones, yo creo que se diría que nosotros tenemos valor;
ndo nuestras palabras, bien pronto se mudaría de opinión. Apero oye
aques L
Tienes razón. Sócrates
é! ¿tienes por prudente que permanezcamos en este estado? ¡Pero qu Laques
o que no. Te asegur Sócrates Quieres que nos conformemos por un momento con la definición que
ado? ¿hemos d Laques
nición? [285] ¿Qué defi Sócrates Que el verdadero valor es la paciencia. Si quieres, mostremos nuestra paciencia continuando nuestra indagación, a fin de que el valor no se burle e nosotros y nos acuse de no buscarle valientemente, puesto que, según
s principios, ser paciente es ser valiente. dnuestro Laques Estoy dispuesto a ello, Sócrates, y no lo esquivo, por más que sea nuevo en esta clase de disputas; pero te confieso que estoy disgustado y que tengo un verdadero sentimiento en no poder explicar lo que pienso, porque me arece que concibo perfectamente lo que es el valor; y no comprendo cómo
apa tanto esta idea, que no puedo explicarla. pse me esc Sócrates ero, Laques, el deber de un buen cazador ¿no consiste en no cansarse y no
más burlado? Pverse ja
aques L
Estoy conforme. Sócrates Quieres que entre en nuestra partida de caza Nicias, para ver si es más
? ¿dichoso Laques
, y ¿por que no? Lo quiero Sócrates Ven acá, Nicias, ven, si puedes, a socorrer a tus amigos, que se ven embarazados y que no saben qué rumbo tomar; porque ya ves cuán mposible se hace que consigamos nuestro objeto. Sácanos de este apuro y
ropio pensamiento, diciéndonos lo que es el valor. ifija tu p Nicias Ha mucho que me parecía que definíais mal esta virtud. ¡Ah! ¿de dónde nace ue no os habéis valido en esta ocasión de lo que tantas veces y con tanto
he oído yo en otras? Sócrates. [286] qacierto te Sócrates
es? Nicias ¿Y qué Nicias e he oído decir muchas veces que en aquello en que cada uno sabe es
ero que en lo que no sabe es inepto. Tidóneo, p Sócrates
piter! eso es muy cierto, Nicias ¡Por Jú Nicias
or consiguiente, si un hombre valiente es bueno, es hábil en lo que sabe. P
Sócrates
endes tú? Laques. ¿Lo enti Laques
ndo; sin embargo, no comprendo por entero lo que quiere decir. Sí lo entie Sócrates e parece que yo lo comprendo; creo que quiere decir, que el valor es una M
ciencia. Laques
cia? Sócrates. ¿Qué cien Sócrates
é no se lo preguntas a él? ¿Por qu Laques
e lo pregunto. Pues ya s Sócrates Pues bien! Nicias, responde a Laques y dile qué ciencia es el valor, en tu
; porque no será indudablemente la ciencia del tocador de flauta. ¡opinión
as Nici No. Sócrates
el tocador de lira? ¿Ni la d Nicias Tampoco. [287]
Sócrates
, y sobre qué versa? ¿Cuál es Laques
ras bien, Sócrates; sí, que diga qué ciencia es. Le apu Nicias igo, Laques, que es la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no
emer, sea en la guerra, sea en todas las demás ocasiones de la vida. Dson de t Laques
definición! Sócrates. ¡Extraña Sócrates
é la encuentras tan extraña, Laques? ¿Por qu Laques
porque la ciencia y el valor son dos cosas diferentes. ¿Por qué? Sócrates
retende que no. Nicias p Laques
ende, y en eso chochea. Sí, lo pret Sócrates
en, tratemos de instruirle; las injurias no son razones. Pues bi
icias N
No tiene intención de ofenderme, pero desea mucho que lo que yo he dicho nada, porque él mismo se ha engañado en grande. no valga
Laques Esa es la pura verdad, pero yo te haré ver, que tú no has andado más acertado que yo. Sin ir más lejos, ¿los médicos no conocen lo que hay que temer en las enfermedades? Y en este caso ¿crees tú, que los hombres alientes son los que conocen lo que es de temer? ¿o llamas a los médicos
es valientes? vhombr Nicias
ramente. [288] No, segu Laques Lo mismo que los labradores. Sin embargo, los labradores conocen perfectamente lo que hay que temer respecto a sus trabajos. Lo mismo ucede con todos los demás artistas; conocen todos muy bien lo que hay que
su profesión y lo que no, y no son por esto más valientes. stemer en Sócrates
ices, Nicias, de esta crítica de Laques? Me parece que significa algo. ¿Qué d Nicias
nte dice alguna cosa, pero no dice nada verdadero. Segurame
Sócrates
? ¿Cómo Nicias ¿Cómo? Es que él cree que los médicos no saben más que reconocer lo que es sano y lo que es enfermo, y de hecho no saben más. ¿Pero crees tú, Laques, que los médicos saben si la salud es más de temer para tal enfermo, que la enfermedad? Y no crees, que hay muchos enfermos a quienes sería más ventajoso no curar que curar? ¿Te atreverás a decir, que es bueno vivir
siempre, y que no hay muchas personas para las que seria más ventajoso el morir? Laques
drá ocurrir algunas veces. Eso po Nicias Y crees tú, que las cosas, que parecen temibles a los que tienen por bueno el
rezcan lo mismo a los que tienen por más ventajoso el morir? ¿vivir, pa Laques
duda. No, sin Nicias ¿Y a quiénes tomarás por jueces? ¿los médicos? ¿los de [289] otras profesiones? Ellos nada conocen, porque esto sólo pertenece a los que están ersados en esta ciencia de las cosas temibles, y estos son los que yo llamo
. vvalientes Sócrates
¿entiendes ahora lo que dice Nicias? Laques, Laques Sí, entiendo, que, según se explica, no hay otros hombres valientes que los adivinos; porque ¿qué otro que un adivino puede saber si es más ventajoso orir que vivir? Te preguntaría con gusto, Nicias, si eres adivino. Si no lo
iós tu valor. meres, ad Nicias Cómo? Piensas que sea negocio de adivino conocer las cosas que son
y las que no lo son? ¿temibles
aques L
Sin duda, y si no, ¿a quién toca? Nicias ¿A quién? al que yo di, o, mi querido Laques, al hombre valiente; porque, el oficio de un adivino es conocer sólo los signos de las cosas que deben suceder, como muertes, enfermedades, pérdida de bienes, derrotas, victorias, ya sea en la guerra, ya en otras luchas; ¿pero crees tú, que conviene ás a un adivino que a otro hombre el juzgar cuáles de estos accidentes son
enos ventajosos? mmás o m Laques En verdad, Sócrates, no comprendo lo que quiere decir; porque para él no hay ni adivino, ni médico, ni otro hombre a quien el nombre de valiente pueda convenir. Es preciso ir en busca de un Dios. Pero si he de decirte lo que pienso, Nicias no tiene valor para confesar que no sabe lo que dice; no hace más que bregar y retorcerse para ocultar su embarazo. Otro tanto pudimos hacer tú y yo, Sócrates, si sólo nos hubiéramos propuesto ocultar las contradicciones en que incurrimos. Si habláramos delante [290] de ueces, esta conducta tendría disculpa, pero en una conversación como la
qué significa querer triunfar con vanos discursos? jnuestra ¿ Sócrates Indudablemente eso a nada conduciría, pero veamos bien si lo que pretende decir Nicias tiene algún valor, y si tú no tienes razón al acusarle de que todo es un hablar por hablar. Supliquémosle que nos explique más claramente su ensamiento, y si vemos que está la razón de su parte, seguiremos sus
os; si no lo está, trataremos de instruirle. pprincipi Laques
le tú mismo, Sócrates, si quieres; yo bastante le he preguntado. Interróga Sócrates
le interrogaré por ti y por mí. Sea así;
aques L
Como quieras. Sócrates Dime, te lo suplico, Nicias, o más bien dinos, porque hablo también por aques; ¿sostienes que el valor es la ciencia de las cosas que deben temerse
cosas que no deben temerse? Ly de las Nicias
engo. Sí, lo sost Sócrates Sostienes igualmente, que esta ciencia no es dada a toda clase de gentes, puesto que no es conocida ni por los médicos, ni por los adivinos, que, por onsiguiente, no pueden ser valientes, si no han adquirido esta ciencia. ¿No
lo que dices? ces esto Nicias
a. Sí, sin dud Sócrates o se puede aplicar aquí el proverbio: una jabalina [291] comprendería
la jabalina no es valiente. Nesto; y Nicias
amente. No, segur Sócrates De aquí se infiere, Nicias, que estás persuadido de que la jabalina de Acromion{5} no ha sido valiente. No lo digo de burlas, sino muy de veras; es de necesidad que el que habla como tú no admita ningún género de valor en las bestias, o que conceda inteligencia a los leones, a los leopardos, a los jabalís, para que sepan muchas cosas que la mayor parte de los hombres ignoran, a causa de su mucha dificultad. también es preciso, que el que
sostiene que el valor es lo que tú dices, sostenga igualmente que los leones, s, los zorros, están dotados de valor, tanto los unos como los otros. los toro
Laques ¡Por todos los dioses, Sócrates, hablas perfectamente! Dime en verdad, Nicias, si crees que las bestias, que de común consentimiento pasan por alientes, son más hábiles que nosotros, ¿o te atreves a ir contra el común
sostener que no son valientes? vsentir y Nicias Te digo, en una palabra, Laques, que no llamo valiente, ni a bestia, ni a hombre, ni a nadie que por ignorancia no teme las cosas temibles; yo le llamo temerario y estúpido. ¡Ah! ¿piensas que llamo yo valientes a los niños, que por ignorancia no temen ningún peligro? a mi entender, no tener miedo y ser valiente son dos cosas muy diferentes; nada hay más raro que el valor acompañado de la prudencia, y nada más común que el atrevimiento, que la audacia, que la intrepidez acompañadas de imprudencia; porque este es el lote de la mayor parte de los [292] hombres, de las mujeres y de los niños; en una palabra, los que tú llamas, con todo el mundo, valientes , yo los llamo emerarios, y no doy el nombre de valientes más que a los que son valientes
dos, que son los únicos de que quiero hablar. te ilustra Laques ira, Sócrates, cómo Nicias se inciensa a sí mismo, mientras que a todos
s, que pasan por valientes, intenta privarles de este mérito. Maquello Nicias No es esa mi intención, Laques, tranquilízate; por el contrario, reconozco ue tú y Lamaco{6} sois prudentes y sabios, puesto que sois valientes. Lo
igo de muchos de nuestros atenienses. qmismo d Laques i bien tengo materia para responderte, no lo hago por temor de que me
ser un verdadero Exonio{7}. Sacuses de Sócrates
¡Ah! No digas eso, te lo suplico, Laques; se ve claramente que no te has apercibido de que Nicias ha aprendido estas bellas cosas de nuestro amigo amon, y que Damon es el íntimo de Prodico, el más hábil de todos los
para esta especie de distinciones. Dsofistas Laques ¡Oh! Sócrates, sienta bien en un sofista hacer vana ostentación de sus utilezas, pero no en un hombre como Nicias, que los atenienses han
para ponerle a la cabeza de la república. sescogido Sócrates Mi querido Laques, sienta bien en un hombre, a quien se le han encomendado tan graves negocios de gobierno, el trabajar para hacerse más hábil que los demás. He ahí [293] por lo que me parece que Nicias merece lgún miramiento, y que, por lo menos, es preciso examinar las razones que
ra definir el valor como lo hace. atiene pa Laques
as, pues, cuanto te plazca, Sócrates. Examínal Sócrates s lo que voy a hacer; pero no pienses que te voy a echar fuera; tendrás una
mi discurso. Fija bien tu atención, y ten en cuenta lo que voy a decir. Eparte en Laques
uesto que lo quieres. Sea así, p Sócrates ien; Nicias, dime, te lo suplico, tomando la cuestión en su origen, si no es
ue desde luego hemos mirado el valor como una parte de la virtud. Bcierto q Nicias Es cierto.
Sócrates Conforme a tu respuesta, si el valor no es más que una parte de la virtud, ¿no ay otras partes, que reunidas con aquella constituyen lo que denominamos
hvirtud? Nicias
ede ser de otra manera? ¿Cómo pu Sócrates En este punto piensas como yo; porque además del valor, reconozco ambién otras partes de la virtud, como la templanza la justicia y muchas
No las reconoces tú igualmente? totras. ¿ Nicias
Sin duda. Sócrates Bueno. Henos aquí de acuerdo ya sobre este punto. Pasemos a las cosas que son temibles y a las que no lo son; examinémoslas bien, no sea que tú las entiendas de una manera y nosotros de otra. Vamos a decirte lo que [294] pensamos. Si no convienes en ello, nos dirás tu opinión. Creemos que las cosas temibles son las que inspiran miedo, y no temibles las que no le inspiran. El miedo no lo causan, ni las cosas sucedidas ya, ni las que en el cto suceden, sino las que se esperan; porque el miedo no es más que la idea
al inminente. ¿No lo crees así? Laques. ade un m
ues Laq Sí. Sócrates He aquí nuestro dictamen, Nicias. Por cosas temibles entendemos los males del porvenir, y por cosas no temibles entendemos las cosas del porvenir,
pero que, o parecen buenas, o, por lo menos, no parecen malas. ¿Admites definición o no la admites? nuestra
Nicias
seguramente. La admito Sócrates
encia de estas cosas es lo que tú llamas valor? ¿Y la ci Nicias
smo. Es eso mi Sócrates
s a un tercer punto, para ver si nos ponemos de acuerdo. Pasemo Nicias
to es? ¿Qué pun Sócrates Vas a verlo. Decimos Laques y yo que en todas las cosas la ciencia tiene un carácter universal y absoluto; no es una para las cosas pasadas, y otra para las cosas del porvenir, porque la ciencia siempre es la misma. Por ejemplo, en lo que mira a la salud, siempre es la misma ciencia de la medicina la que juzga de ella, y la que ve lo que ha sido, lo que es y lo que será sano o enfermo. La agricultura asimismo juzga de lo que ha [295] venido, de lo que viene y de lo que vendrá sobre la tierra. En la guerra, ya lo sabes, la ciencia del general se extiende a todo, a lo pasado, a lo presente y a lo porvenir; ninguna necesidad tiene del arte de la adivinación y antes, por el contrario, manda en el adivino, como quien sabe mucho mejor que éste lo que sucede y lo que debe suceder. ¿No es formal la ley misma? Pues la ley dispone, no que l adivino mande al general, sino que el general mande al adivino. ¿No es
ue sostenemos? Laques. eesto lo q
aques L
Seguramente, Sócrates. Sócrates Y tú, Nicias, concedes como nosotros que la ciencia, siendo siempre la
, juzga igualmente de lo pasado, de lo presente y de lo porvenir? ¿misma Nicias í, lo digo como tú, Sócrates, porque me parece que no puede ser de otra Smanera. Sócrates ices, muy excelente Nicias, que el valor es la ciencia de las cosas temibles y
ue no lo son. ¿No es esto lo que dices? Dde las q
ias Nic Sí. Sócrates No estamos también de acuerdo en que estas cosas temibles son males del
ir, así como son bienes del porvenir las cosas que no son temibles? ¿porven Nicias
es, estamos de acuerdo. Sí, Sócrat Sócrates Y en que esta ciencia no se extiende sólo al porvenir, sino también a lo
te y a lo pasado? ¿presen Nicias
en ello. [296] Convengo
ócrates S
No es cierto, entonces, que el valor sea sólo la ciencia de las cosas temibles y no temibles, porque no conoce sólo bienes y males del porvenir, sino que se xtiende tanto como las demás ciencias, y juzga igualmente de los males y de
es presentes, de los males y de los bienes pasados. elos bien Nicias
e. Así parec Sócrates Tú sólo nos has definido la tercera parte del valor, y quisiéramos conocer la naturaleza del valor todo entero. Ahora me parece, según tus principios, que la ciencia es, no sólo la de las cosas temibles, sino también la de todos los ienes y todos los males en general. ¿Habrás cambiado de opinión, Nicias, o
mismo lo que quieres decir? bes esto Nicias
e, que el valor tiene toda la extensión que tú dices. Me parec Sócrates Sentado esto, ¿piensas que un hombre valiente esté privado de una parte de la virtud, poseyendo la ciencia de todos los bienes y de todos los males pasados, presentes y futuros? ¿Crees que semejante hombre tendrá necesidad de la templanza, de la justicia y de la santidad, cuando puede precaverse prudentemente contra todos los males que le puedan venir de parte de los hombres y de los dioses, y proporcionarse todos los bienes a ue pueda aspirar, puesto que sabe cómo debe conducirse en cada lance que
? qocurra Nicias
ce Sócrates me parece verdadero. Lo que di Sócrates
r no es una parte de la virtud, sino que es la virtud entera? [297] ¿El valo Nicias
Así me lo parece. Sócrates in embargo, nosotros habíamos dicho que el valor no era más que una Sparte. Nicias
, así lo dijimos. En efecto Sócrates
e entonces dijimos ¿no nos parece ahora verdadero? Y lo qu Nicias
so. Lo confie Sócrates
siguiente, aún no hemos averiguado lo que es el valor. Por con Nicias
nforme. Estoy co Laques Creía, mi querido Nicias, que tú lo indagarías mejor que cualquiera otro, al ver el desprecio que me habías manifestado, cuando yo respondía a ócrates; y había concebido grandes esperanzas de que, con el socorro de la
ría de Damon, lo hubieras conseguido. Ssabidu Nicias Vaya, Laques, que vamos perfectamente. No te importa nada aparecer muy ignorante sobre lo que es el valor, con tal de que haya aparecido yo tan ignorante como tú; sólo esto has tenido en cuenta, sin calcular si es conveniente que ignoremos cosas que debe conocer todo hombre de buen
sentido. Así son todos los hombres; no se miran a sí mismos, y sólo fijan sus miradas en los demás. En cuanto a mí creo haber respondido medianamente. Si me he engañado en algo, no pretendo ser infalible, y me corregiré instruyéndome, sea con Damon, de quien parece te burlas sin conocerle, sea con otros; y cuando me [298] considere bien instruido, te comunicaré parte e mi ciencia; porque no soy envidioso, y me parece que tú tienes una gran
d de instrucción. dnecesida Laques Y tú, Nicias, si hemos de creerte, eres un gran sabio. Sin embargo, con toda esta magnífica opinión de ti mismo, yo aconsejo a Lisímaco y a Melesías que no nos consulten más sobre la educación de sus hijos, y si me creen, como ya o dije, que se entiendan para esto únicamente con Sócrates, porque por lo
í hace, si mis hijos estuvieran en edad, este es el partido que tomaría. lque a m Nicias ¡Ah! En este punto estoy de acuerdo contigo. Si Sócrates se toma el cuidado de nuestros hijos, no hay necesidad de buscar otro, y estoy dispuesto a entregarle mi hijo Nicerate, si tiene la bondad de encargarse de él. Pero odos los días cuando le hablo de esto, me remite a otros maestros, y me
s cuidados. Mira, Lisímaco, si tú tienes más influencia sobre él. trehúsa su Lisímaco Muy justo sería, porque por mi parte estoy dispuesto a hacer por Sócrates lo ue por nadie haría. ¿Qué dices a esto, Sócrates? ¿te dejarás ablandar y
ncargarte de estos jóvenes para hacerlos mejores? qquerrás e Sócrates Sería preciso ser bien despegado para no querer contribuir a hacer a estos jóvenes tan buenos cuanto puedan serlo. Si en la conversación que acabamos de tener hubiera aparecido yo muy hábil y los demás ignorantes, tendríais razón para escogerme con preferencia a cualquier otro, pero ya veis que todos nos hemos visto en el mismo embarazo. Y así ¿por qué preferirme? Me parece que ninguno de nosotros merece la preferencia. Siendo esto así, ved si os parece bien este consejo: soy de dictamen, (estamos solos y somos leales los unos para los otros) que [299] todos busquemos el mejor maestro, primero, para nosotros y, después, para estos jóvenes, sin ahorrar gasto ni
sacrificio alguno; porque jamás aconsejaré el permanecer en la situación en que nos hallamos, y si alguno se burla de nosotros porque a nuestra edad vamos a la escuela, nos defenderemos, poniendo de frente la autoridad de Homero, que dice en cierto pasaje: el pudor no sienta bien al indigente{8}; y urlándonos de lo que pueda decirse, procuraremos mirar a la vez por
ismos y por estos jóvenes. bnosotros m Lisímaco Ese consejo, Sócrates, me agrada en extremo, y con respecto a mí, cuanto más viejo soy, tanto más empeño tengo en instruirme al mismo tiempo que mis hijos. Haz, pues, lo que dices; ven mañana a mi casa desde la madrugada, no faltes, te lo suplico, a fin de que acordemos los medios de ejecutar lo
s resuelto. Ahora ya es tiempo de que concluya esta conversación. yque hemo Sócrates
ré, Lisímaco; iré mañana a tu casa temprano, si Dios quiere. No falta ———
os. {1} Soldados mercenarios, hijos perdidos de los ejércit {2} Vaso de barro cristalizado, muy difícil de amoldar. {3} Los griegos tenían cuatro clases de tonos: el lidio, lúgubre, propio para las lamentaciones; el frigio, vehemente y propio para excitar las pasiones; el jónico afeminado y disoluto; y el dórico, varonil, y por esto Sócrates prefiere ste a los demás. En el tercer libro de la República Platón condena
y el jónico. éabsolutamente el lidio {4} Iliada, l. 8, v. 107. 5} Acromion, país célebre por los estragos que causaba allí la jabalina
idon, que mató Teseo. {madre del jabalí de Col {6} General ateniense.
ditados por su maledicencia. {7} Los Exonios, desacre {8} Odisea, l. 11, v. 347.
www.filosofia.org Proyec 2005 www.filosofia.org
to Filosofía en español ©
PROTAGORAS n amigo, Sócrates U
Amigo.‐ ¿De dónde sales, Sócrates? ¿No es evidente que de andar a la caza de los favores de Alcibíades? Por cierto, el otro día, al verle, me pareció, en verdad, un hombre hermoso todavía y, con todo, un hombre, Sócrates, dicho sea entre nosotros, y apuntándole ya una espesa barba. Sócrates.‐ Bueno, ¿y qué? ¿Acaso no eres tú admirador de Homero, el cual dijo que la edad más agradable es la de la primera barba, precisamente la edad que tiene ahora Alcibíades?
n n Am.‐ ¿Y cómo está ahora las cosas? ¿Vienes de estar con él? ¿E qué disposición se encuentra el joven contigo? Sóc.‐ En buena, me pareció, y especialmente hoy, pues habló mucho en mi favor, prestándome apoyo. Precisamente vengo de estar con él. Sin embargo, oy a decirte algo inimaginable: Pese a estar él presente, no le prestaba tención, y muchas veces me olvidaba de él. va
pasar entre tú y él? Porque, indudablemente, no rmoso.
Am.– ¿Y qué cosa ha podidohabrás encontrado en esta ciudad otro más he
n mucho. s de aquí o es extranjero?
Sóc.– Pues sí; y coAm.– ¿Qué dices? ¿ESóc.– Extranjero. Am.– ¿De qué país? Sóc.– De Abdera. Am.– ¿Y tan hermoso te ha parecido ese extranjero como para resultarte más hermoso que el hijo de Clinias?
más Sóc.– ¿Cómo no ha de ser, mi buen amigo, que lo más sabio me resulte lohermoso? Am.– ¿Pero es acaso un sabio, Sócrates, lo que acabas de encontrarnos?
que actualmente viven, si es Sóc.– Pues sí; y, sin duda, al más sabio de los e el más sabio.
tágoras? que Protágoras te parecAm.– ¡Oh! ¿Qué dices? ¿Ha llegado Proóc.– Hace ya tres días. m.‐ ¿Y vienes ahora de estar con él? SA
Sóc.‐ Así es. Y hemos mantenido una larga conversa ión.
cuentas? c
Am.‐ Entonces, si no tienes inconveniente, ¿por qué no nos la Siéntate aquí; ocupa el asiento de este esclavo. Sóc.‐ De acuerdo, y lo haré con mucho gusto, si queréis escucharme. Am.‐ Y nosotros te lo agradeceremos, si nos la cuentas. Sóc.‐ En ese caso, el gusto sería doble. Así que, ea, escuchad: Anoche, antes de amanecer, Hipócrates, hijo de Apolodoro y hermano de Fason, picó insistentemente con su bastón a mi puerta y, una vez que alguien le abrió, al punto entró precipitadamente y, dando grandes voces, dijo: «Sócrates, ¿velas o duermes?». Entonces yo, reconociendo su voz, me dije: «Este es Hipócrates», y le pregunté «¿Qué nuevas me traes?». «Ninguna que no sea buena», replicó. «Enhorabuena, pues ‐repuse‐, pero ¿de qué se trata y por qué vienes a esta hora?». «Protágoras está aquí», dijo, parándose ante mí. Desde anteayer ‐repuse‐. Pero ¿es que acabas de enterarte?». «¡Por los ioses! ‐exclamó‐, que no me enteré hasta ayer tarde». «d Y, palpando la cama en la oscuridad, se sentó a mis pies y añadió: «Como te lo digo, que fue ayer tarde, a última hora, a mi llegada a Oinoe. Pues mi esclavo Sátiro se había escapado y, si bien pensaba comunicarte que iba a ir a buscarle, sin embargo, me olvidé, no sé por qué. Una vez de vuelta, después de cenar, al ir a acostarnos, fue cuando mi hermano me dijo que Protágoras estaba aquí. Lo primero que pensé fue venir a decírtelo; pero, luego, me pareció que la noche estaba ya demasiado avanzada. Sin embargo, tan pronto como el sueño me libró de la fatiga, me levanté rápidamente y vine para acá». Entonces yo, reconociendo su valentía y su excitación, le dije: «¿Pero en qué te incumbe esto? ¿Te ha ofendido en algo Protágoras?». El, riéndose, contestó: «¡Por los dioses!, Sócrates, ¡Claro que sí! Ya que sólo él es sabio y a mí no me hace tal». «Pero, ¡Por Zeus! –repliqué–, si le ofreces dinero y le convences, te hará sabio». «Si por eso es –dijo–. ¡Por Zeus y todos los dioses! que no escatimaré mi dinero ni el de mis amigos. Y por eso precisamente acudo ahora a tí: Para que le hables de mí, pues yo soy aún demasiado joven y nunca he visto ni oído a Protágoras, ya que la primera vez ue vino aquí yo era aún un niño. Pero todos le ensalzan, Sócrates, y dicen qque, hablando. es el más sabio. ¿Por qué no vamos a su casa para cogerle dentro? se aloja, según he oído, en casa de Calias, el hijo de Hipónico. Vayamos, pues». «Todavía no, buen amigo –repuse–. Es temprano para ir allí. Salgamos, entretanto, al patio, y esperemos, mientras paseamos, a que
amanezca. Y, después. vamos. Protágoras pasa mucho tiempo en casa; de modo que, tranquilízate, le cogeremos, seguramente, dentro». Después de esto, nos levantamos y salimos al patio. Yo, para tantear el ánimo de Hipócrates, le pregunté, al tiempo que le observaba atentamente: – Dime, Hipócrates; ahora pretendes acudir a Protágoras y gastarte con él tu dinero, pero ¿a qué clase de hombre te diriges? ¿En qué piensas salir convertido de sus manos? Supón que te diera por acudir a tu homónimo, Hipócrates de Cos, el de los Asclepíades, y gastarte con él tu dinero; si
sas gastar tu dinero con as?
alguien te preguntase: «Dime, Hipócrates, ¿piené?». ¿Qué responderíanto que es médico.
Hipócrates en tanto que es quo–, que en t– Respondería –dij
– ¿Y para convertirte en qué? – En médico –dijo. – Y si te diera por acudir a Policleto de Argos o a Fidias de Atenas y gastarte
¿Piensas gastar tu dinero con é responderías?
con ellos tu dinero, y si alguien te preguntase: « que son qué? ¿Que son escultores.
Policleto y con Fidias en tanto– Respondería que en tanto qu
vertirte en qué? –¿Y para con– En escultor, evidentemente. – Pues bien –repuse–, ahora es a Protágoras a quien acudimos tú y yo. Y estamos dispuestos a pagarle por tu instrucción, si es que alcanza nuestra fortuna para con ella convencerle, y, si no, echando mano de la de los amigos. Si alguien, al vernos tan empeñados en este propósito, nos preguntase: «Decidme, Sócrates e Hipócrates, ¿pensáis gastar vuestra fortuna con Protágoras en tanto que es qué?». ¿Qué responderíamos? ¿Por
s? Así como a Fidias le llaman qué otro nombre oímos llamar a Protágoraescultor y a Homero poeta, a Protágoras ¿qué nombre se le da?
, Sócrates. Le llaman sofista. os a gastar nuestra fortuna con él en tanto que sofista?
– A este hombre Entonces, ¿vam Exactamente. ––
t a Protágoras – Y si alguien e preguntase: «Acudes para convertirte ¿en qué?» Entonces él se ruborizó (ya empezaba a amanecer, por lo que su rostro resultaba visible) y respondió: – Si el caso es como los anteriores, es evidente que para convertirme en sofista.
o ante – ¡Por los dioses! –repuse–, ¿No te avergonzarías de aparecer tú mismlos helenos como un sofista? – ¡Por Zeus!. Ciertamente que sí, Sócrates, si he de decir lo que siento.
– Pero, entonces, Hipócrates, ¿no es cierto que tú piensas que el aprendizaje con Protágoras será tal cual fue el aprendizaje con el maestro de primeras letras, de cítara y de gimnasia? En efecto, aprendiste cada una de estas
o disciplinas, no para ejercerlas como profesional, sino para educarte com
. conviene a cualquier ciudadano libre.
nte así –respondió– entiendo yo el aprendizaje con Protágoras– Exactame– ¿Te das cuenta, entonces –dije–, de lo que vas a hacer, o no te percatas? – ¿De qué? – De que vas a encomendar el cuidado de tu alma a un hombre que es, como dices, un sofista; mas qué es un sofista, mucho me extraña que lo sepas. Y si
bes tampoco a quién entregas tu alma, ni si el desconoces esto, no sapropósito es bueno o malo. – Creo saberlo, –repuso. – Dime, entonces, ¿qué piensas que es un sofista? – Pienso que, como el nombre indica, es aquél que es entendido en cosas sabias. – Lo mismo, –repliqué–, cabe decir de los pintores y de los arquitectos: Ellos son entendidos en cosas sabias. Ahora bien, si alguien nos preguntase: «¿En qué cosas son entendidos los pintores?», le responderíamos, probablemente, que en las cosas concernientes a la producción de imágenes; y así del resto. Si, de la misma manera, nos preguntasen: «¿En qué cosas sabias es entendido el sofista?» ¿Qué le responderíamos? ¿En qué oficio es maestro? – ¿Qué íbamos a responder, Sócrates, sino que es maestro en hacer que uno hable hábilmente? – Con eso, repuse, diríamos, sin duda, la verdad, pero no suficiente, pues esa respuesta nos exige otra pregunta: ¿Sobre qué hace el sofista que uno hable hábilmente? El citarista, por ejemplo, hace, sin duda, que uno hable
te sobre aquello en lo que es entendido; lo concerniente a la cítara, hábilmen¿no? – Exacto.
ista, ¿sobre qué hace que uno hable hábilmente? ¿No es – Bien. Y el sofevidente que sobre lo que él conoce? – Naturalmente. ¿Y qué es eso en lo que el sofista es entendido y hace entendido a su iscípulo? –d – ¡Por Zeus!, –replicó–, no sé contestarte. Entonces yo le dije: – ¿Cómo? ¿No te das cuenta del peligro en el que vas a poner tu alma? Si tuvieras que confiar tu cuerpo a alguien, corriendo el riesgo de resultar
mejorado o dañado, ¿acaso no mirarías mucho si deberías o no confiarlo y dedicarías muchos días a pedir consejos a los amigos y allegados? Pero, cuando se trata de algo que estimas más que tu cuerpo, esto es, tu alma, de la que depende toda tu felicidad o tu desdicha, según resulte mejorada o dañada, sobre eso no consultas ni con tu padre ni con tu hermano ni con ninguno de nuestros amigos, si debes confiar o no tu alma a ese extranjero que acaba de llegar, sino que te enteras ayer tarde, según dices, de su llegada y ya hoy, antes de amanecer, pones manos a la obra, sin reflexionar y sin consultar si es conveniente confiarte a él o no. Y estás dispuesto, además, a gastar toda tu fortuna y la de tus amigos, dando por hecho que, de cualquier forma, debes unirte a Protágoras, a quien no conoces, como confiesas, ni has
quien llamas sofista, pero con un manifiesto a confiarte.
tratado nunca; adesconocimiento de qué es un sofista, a quien vas Al oír esto, repuso: – Por lo que acabas de decir, Sócrates, eso parece. – ¿No es cierto, Hipócrates, que el sofista es una especie de comerciante o
ta el alma? Al menos, a mí eso traficante de mercancías de las que se alimenme parece. – ¿Pero de qué se alimenta el alma, Sócrates? – De las enseñanzas, indudablemente, –repuse–. De modo que, amigo mío, no nos vaya a engañar el sofista, alabando lo que vende, como los que venden alimentos del cuerpo, los comerciante y traficantes. Porque éstos negocian con mercancías, de las que ni ellos mismos saben cuál es provechosa o perjudicial para el cuerpo (pues, al venderlas, las alaban todas), ni lo saben los que se las compran, a no ser que alguno sea, por casualidad, maestro de gimnasia o médico. Así también, los que llevan las enseñanzas por las ciudades, vendiéndolas y traficando con ellas, ante quien siempre está dispuesto a comprar, alaban todo lo que venden. Mas, probablemente, algunos de éstos, querido amigo, desconocen qué, de lo que venden, es provechoso o perjudicial para el alma; y lo mismo cabe decir de los que les compran, a no ser que alguno sea también, por casualidad, médico del alma. Por lo tanto, si eres entendido en cuál de estas mercancías es provechosa y uál perjudicial, puedes ir seguro a comprar las enseñanzas a Protágoras o a ccualquier otro. Pero si no, procura, mi buen amigo, no arriesgar ni poner en peligro lo más preciado, pues mucho mayor riesgo se corre en la compra de enseñanzas que en la de alimentos. Porque quien compra comida o bebida al traficante o al comerciante puede transportar esto en otros recipientes y, depositándolo en casa, antes de proceder a beberlo o comerlo, puede llamar a un entendido para pedirle consejo sobre lo que es comestible o potable y lo que no, y en
qué cantidad y cuándo; de modo que no se corre gran riesgo en la compra. Pero las enseñanzas no se pueden transportar en otro recipiente, sino que, una vez pagado su precio, necesariamente, el que adquiere una enseñanza marcha ya, llevándola en su propia alma, dañado o beneficiado. Por consiguiente, examinemos estas cuestiones con quienes tienen más edad que nosotros, pues somos aún jóvenes para resolver un asunto tal. Ahora, no obstante, vayamos, como habíamos decidido, y escuchemos a ese hombre; y luego, al oírle, consultemos también con otros, ya que Protágoras no está allí solo, sino que están Hipias de Elis y también, creo, Pródico de Ceos y muchos otros asimismo sabios. Tomada esta resolución, nos pusimos en marcha. Una vez que llegamos ante la puerta principal, nos detuvimos a discutir una cuestión que habíamos venido tratando por el camino; y para no dejarla inconclusa, sino zanjarla antes de entrar, nos paramos a discutir, hasta que nos pusimos de acuerdo. Me parece que el portero, un eunuco, nos oyó; y es muy probable que, a causa de la multitud de sofistas, estuviese malhumorado con los que llegaban a la casa; así es que, una vez que llamamos a la puerta, nos abrió y dijo al vernos: «¡Vaya!, más sofistas. No se puede pasar». Y agarrando la puerta con ambas manos, la cerró de golpe. Nosotros llamamos de nuevo y él, con la puerta cerrada, nos respondió: «¿No habéis oído que no se puede pasar?». «Buen hombre –repuse yo–, no venimos a ver a Calias ni somos sofistas; no tengas cuidado; es a Protágoras a quien buscamos y queremos ver. Anúncianos, pues». A regañadientes, por fin, nos abrió la puerta. na vez que entramos, encontramos a Protágoras paseando en el pórtico. A u vera le acompañaban en el paseo, a un lado, Calias, Us hijo de Hipónico, y su hermano de madre Paralo, hijo de Pericles, y Cármides, hijo de Glaucon; al otro lado, el otro hijo de Pericles, Jantipo, y Filipides, hijo de Filomeno, y Antimero de Mende, el cual es considerado como el mejor discípulo de Protágoras y está ejercitando el arte para ser sofista. De los que detrás les daban séquito, escuchando la conversación, la mayoría parecían extranjeros de los que Protágoras recluta de todas las ciudades por las que pasa, atrayéndolos con su voz como Orfeo; y ellos, atraídos por su voz, le siguen. También había algunos de aquí en el coro. Sentí un gran placer al contemplar este coro y ver con qué primor procuraban no cortar jamás el paso a Protágoras, sino que, tan pronto como éste daba media vuelta junto con sus más inmediatos seguidores, al punto los oyentes de detrás se dividían en perfecto orden y, desplazándose hacia derecha e izquierda en círculo, se colocaban siempre detrás con toda destreza.
«Después de él reconocí», con palabras de Homero, a Hipias de Elis sentado en un sillón al otro lado del pórtico. A su alrededor estaban sentados en bancos Erixímaco, hijo de Acumenos, y Fedro, el de Mirrinusia, y Andron, hijo de Androtión, y extranjeros, conciudadanos suyos, y algunos otros. Me pareció que estaban haciendo a Hipias algunas preguntas sobre astronomía relativa a la naturaleza y a los meteoros, y que éste, sentado en su sillón, las analizaba una por una y trataba minuciosamente las preguntas. «Y vi también a Tántalo»: Pues, en efecto, se hospedaba allí también Pródico de Ceos. Se hallaba en una habitación que Hipónico había antes usado como almacén, pero que ahora Calias, a causa de la cantidad de huéspedes, había desocupado y convertido en alojamiento para los extranjeros. Pródico estaba aún acostado, envuelto en pieles y mantas, y por cierto que eran muchas, según parecía. Estaban sentados junto a él en los lechos próximos Pausanias el de Ceramis y con éste un joven adolescente aún, con las mejores cualidades naturales, creo, y, ciertamente, de aspecto hermosísimo; me pareció oír que su nombre era Agatón y no me extrañaría que fuera el amor de Pausanias. Además de este adolescente, estaban los dos Adimantos: el hijo de Ceps y el de Leucolófides, y algunos otros. Desde fuera no pude llegar a enterarme de qué discutían, aunque estaba deseoso de oír a Pródico, pues, a mi entender, es el hombre más sabio y divino; pero, a causa de la extrema gravedad de su voz, se producía un runrún en la habitación que hacía confuso lo que decía. Nada más entrar nosotros, entraron detrás Alcibíades, «el hermoso», como
e ultimar unos s y le dije:
tú dices y yo apruebo, y Critias, hijo de Callescro. Después ddetalles que nos quedaban por tratar, nos dirigimos a Protágora– Protágoras, venimos a verte, Hipócrates, aquí presente y yo. – ¿Queréis –repuso– hablar conmigo a solas o delante de todos?
vez oigas el motivo de – A nosotros –respondí– nos es indiferente; una nuestra visita, decide tú mismo. – ¿Cuál es, pues, el motivo por el que habéis venido? – Hipócrates, aquí presente, es compatriota nuestro, hijo de Apolodoro, de casa grande y próspera, y rivaliza en cualidades naturales con los de su misma edad. Según creo, desea llegar a ser ilustre en la ciudad y piensa que lo conseguirá, si te frecuenta. Por lo tanto, tú verás si crees que es preciso hablar de esto solos o ante todos. – Bien están, Sócrates, las precauciones que tomas para conmigo, porque el extranjero que va por las ciudades y persuade a los jóvenes más ilustres a que abandonen la compañía de todos: la de los suyos y la de los extraños, la de los mayores y la de los jóvenes, para que le sigan y se hagan mejores en su compañía, ese hombre, digo, ha de actuar con sumo tacto al llevar esto a cabo, pues no son pocas las envidias, los odios e insidias que por este motivo
se originan. Yo, por mi parte, sostengo que el arte de la sofística es antiguo, pero que los antiguos que la ejercían, por temor a los odios que ésta conlleva, la enmascaraban y ocultaban, unos con la poesía, como Homero, Hesíodo o Simónides; otros con las celebraciones mistéricas y las profecías, como Orfeo y Museo; algunos, he observado, con la gimnasia, como Iccos de Tarento y, en la actualidad, el sofista no inferior a ninguno, Heródico de Selimbria, oriundo de Megara; Agatocles, compatriota vuestro y gran sofista, así como Pitóclides de Ceos y otros muchos la enmascaraban con la música. odos ellos, como digo, por temor a la envidia, emplearon estas artes como retexto. Yo, en cambio, no estoy de acuerdo con Tp ninguno de ellos en este punto. Creo, en efecto, que no han conseguido lo que pretendían, pues no han logrado pasar inadvertidos ante los poderosos de las ciudades, debido a los cuáles, precisamente, se usan estas máscaras, porque la mayoría, por así decir, no se entera de nada, sino que corea lo que aquéllos le predican. Ahora bien, el no poder huir, cuando se está huyendo, sino quedar al descubierto, es mayor locura incluso que el intento; necesariamente se crea uno muchos más enemigos, porque piensan que ese tal es, además de otras cosas, un astuto malvado. Por eso yo he tomado el camino contrario: confieso abiertamente que soy sofista y que educo a los hombres; y pienso que esta precaución es mejor que aquélla, y que es preferible esta confesión que aquel disimulo. Además de esto, he tomado otras precauciones para, gracias a un dios, no sufrir ningún daño por confesar que soy sofista, pese a los muchos años que llevo ejerciendo, pues tengo ya muchos en total: no hay, en efecto, nadie de entre vosotros de quien yo no pudiera por la edad ser padre. Por lo tanto, mucho me agradaría, Si queréis, conversar sobre todo esto en presencia de todos los que están aquí dentro. Entonces yo, sospechando que quería exhibirse ante Pródico e Hipias y jactarse de que nosotros hubiéramos acudido prendados de él, le dije:
Hipias y a sus acompañantes para que – ¿Por qué no llamamos a Pródico y a nos escuchen? – Perfectamente, –repuso Protágoras. – ¿Queréis, dijo Calias, que preparemos aquí asientos para que disputéis sentados? Nos pareció bien: Todos estábamos encantados porque íbamos a escuchar a hombres sabios. Tomando bancos y lechos, los colocamos junto a Hipias, porque había allí bancos de antes. Entretanto, llegaron Calias y
n levantado de la cama, Alcibíades trayendo consigo a Pródico, a quien habíay a los que estaban con Pródico. Cuando nos hubimos sentado todos, Protágoras dijo:
– Repite ahora, Sócrates, una vez que están éstos presentes, lo que poco ha me recordabas en favor de este joven. – Protágoras –repuse–, el comienzo es el mismo que el de antes, por lo que
nsioso respecta al motivo de nuestra visita: Hipócrates, aquí presente, está ade tu compañía; le gustaría oír decir qué obtendrá si te sigue. Tales fueron nuestras palabras. Tomando la palabra Protágoras, dijo: – Joven, esto tendrás, si me sigues: En cuanto convivas un día conmigo,
ndo mejor, y al día siguiente, lo mismo, y todos los días volverás a casa sieprogresarás a más. Al oír esto, repuse: – Protágoras, nada sorprendente tiene lo que dices, sino que es lo más natural; pues incluso tú, pese a los muchos años que tienes y lo sabio que eres, si alguien te enseñase lo que no alcanzas a saber, llegarías a ser mejor. Pero no es esa la cuestión. Supongamos que, de pronto, Hipócrates cambia de idea y desea la compañía de ese joven recién llegado a la ciudad, Zeuxipo de Heraclea, y acudiendo a él, como ahora a tí, escucha de él lo mismo que ha escuchado de tí: que cada día que pase con él se hará mejor y progresará. Si le preguntase: «¿En qué dices que me haré mejor y progresaré?». Zeuxipo respondería que en pintura. Y si frecuentase a Ortágoras de Tebas y, al escuchar de él lo mismo que ha escuchado de tí, le preguntase que en qué iba a ser mejor cada día pasado con él, éste respondería que en el arte de tocar la flauta. Respóndenos, pues, del mismo modo a este joven y a mí, cuando te preguntamos: «Si Hipócrates, aquí presente, frecuenta a Protágoras, en
siendo mejor, y así. cada día, progresará; cuanto pase un día con él, volverápero, ¿en qué?, Protágoras, y ¿sobre qué?». Protágoras, al oír esto respondió: – Sócrates, preguntas con habilidad y a mí me gusta responder a los que preguntan con habilidad. Si Hipócrates acude a mí, no tendrá que soportar los inconvenientes que soportaría frecuentando a cualquier otro de los sofistas pues todos ellos causan perjuicio a los jóvenes: Estos huyen de las artes y aquéllos de nuevo les empujan, contra su voluntad, a ellas, haciéndoles aprender cálculo, astronomía, geometría, música, (y, al decir esto, miraba a Hipias). En cambio, quien acuda a mí, no aprenderá otra cosa ue aquello a lo que viene. Lo que yo enseño es la prudencia: en los asuntos amiliares, para que administre su casa qf perfectamente; y en los asuntos públicos, para que sea el mejor dispuesto en el actuar y en el hablar.
– Vamos a ver –repuse– si interpreto bien tus palabras. Me parece que te s a hacer de los hombres refieres al arte de la política y que te compromete
buenos ciudadanos. – Esa es, exactamente, Sócrates, la oferta que hago. – ¡Qué hermoso arte posees!, si realmente lo posees. No te voy a decir otra cosa que lo que pienso. Yo creía, Protágoras, que esto no era enseñable, si bien no sé cómo voy a disentir de tu afirmación. Y es justo que te diga por qué pienso que ni es enseñable ni los hombres pueden transmitírselo unos a otros. En efecto, yo opino, al igual que todos los demás helenos, que los atenienses son sabios. Y observo, cuando nos reunimos en asamblea, que si la ciudad necesita realizar una construcción, llaman a los arquitectos para que aconsejen sobre la construcción a realizar. Si de construcciones navales se trata, llaman a los armadores. Y así en todo aquello que piensan es enseñable y aprendible. Y si alguien, a quien no se considera profesional, se pone a dar consejos, por hermoso, por rico y por noble que sea, no se le hace por ello más caso, sino que, por el contrario, se burlan de él y le abuchean, hasta que, o bien el tal consejero se larga él mismo, obligado por los gritos, o bien los guardianes, por orden de los presidentes le echan fuera o le apartan de la tribuna. Así es como acostumbran a actuar en los asuntos que consideran dependientes de las artes. Pero si hay que deliberar sobre la administración de la ciudad, se escucha por igual el consejo de todo aquél que toma la palabra, ya sea carpintero, herrero o zapatero, comerciante o patrón de barco, rico o pobre, noble o vulgar; y nadie le reprocha, como en el caso anterior, que se ponga a dar consejos sin conocimientos y sin haber tenido maestro. Evidentemente, es porque piensan que esto no es enseñable. Y no sólo ocurre así en los asuntos comunitarios de la ciudad, sino que, también en los privados, los ciudadanos más sabios y mejores son incapaces de transmitir a otros esa virtud que ellos poseen. Así, Pericles, por ejemplo, padre de estos dos jóvenes, los ha educado conveniente y cuidadosamente en todo aquello que depende de maestros; en cambio, en aquello que él mismo es sabio, ni los educa él ni se los encomienda a ningún otro, sino que les deja pastar libremente, como animales sueltos, por si encuentran casualmente la virtud por sí mismos. Si quieres, he aquí otro ejemplo: Este mismo Pericles, siendo tutor de Calias, hermano menor de Alcibíades, aquí presente, y temiendo que aquél fuera corrompido por Alcibíades, le separó de éste y encargó a Arifrón de su educación. Pero no habían pasado seis
lmeses, cuando Arifrón, no sabiendo qué hacer con él, se lo devo vió a Pericles. Podría citarte otros muchos que, siendo virtuosos, jamás pudieron hacer mejores a nadie: ni a propios ni a extraños.
A la vista de estos ejemplos, Protágoras, desconfío de que la virtud sea enseñable, pero, cuando te oigo decir tales cosas, me siento confundido y empiezo a creer lo que dices, convencido, como estoy, de la gran experiencia que posees, debida a lo mucho que has aprendido y a lo que tú mismo has descubierto. Por eso, si puedes demostrarnos con mayor claridad que la virtud es enseñable, no rehuses, sino demuéstralo. – No rehusaré, Sócrates –repuso–. Pero ¿preferís que lo demuestre, como un
anciano con jóvenes, relatando un mito, o prosiguiendo con un discurso razonado?
Muchos de los que allí estaban sentados le dijeron que lo expusiese comoquisiese. – Si es así –repuso–, creo que resultará más agradable que os relate un mito. Era un tiempo en el que existían los dioses, pero no las especies mortales. Cuando a éstas les llegó, marcado por el destino, el tiempo de la génesis, los dioses las modelaron en las entrañas de la tierra, mezclando tierra, fuego y cuantas materias se combinan con fuego y tierra. Cuando se disponían sacarlas a la luz, mandaron a Prometeo y a Epimeteo que las revistiesen de facultades distribuyéndolas convenientemente entre ellas. Epimeteo pidió a Prometeo que le permitiese a él hacer la distribución. «Una vez yo haya hecho la distribución, dijo, tú la supervisas». Con este permiso comienza a distribuir. Al distribuir, a unos les proporporcionaba fuerza, pero no rapidez, en tanto que revestía de rapidez a otras más débiles. Dotaba de armas a unas en tanto que para aquéllas, a las que daba una naturaleza inerme, ideaba otra facultad para su salvación. A las que daba un cuerpo pequeño, les
a r edot ba de alas para huir o de escondrijos pa a guarnecers , en tanto que a las que daba un cuerpo grande, precisamente mediante él, las salvaba. De este modo equitativo iba distribuyendo las restantes facultades. Y las ideaba tomando la precaución de que ninguna especie fuese aniquilada. Cuando les suministró los medios para evitar las destrucciones mutuas, ideó defensas contra el rigor de las estaciones enviadas por Zeus: las cubrió con pelo espeso y piel gruesa, aptos para protegerse del frío invernal y del calor ardiente, y, además, para que cuando fueran a acostarse, les sirvieran de abrigo natural y adecuado a cada cual. A unas les puso en los pies cascos y a otras piel gruesa sin sangre. Después de esto, suministró alimentos distintos a cada una: A unas hierbas de la tierra; a otras, frutos de los árboles; y a otras, raíces. Y hubo especies a las que permitió alimentarse con la carne de otros animales. Concedió a aquéllas escasa descendencia, y a éstos, devorados por aquéllas, gran fecundidad; procurando, así, salvar la especie. Pero como Epimeteo no era del todo sabio, gastó, sin darse cuenta, todas las facultades en los brutos. Pero quedaba aún sin equipar la especie humana y no sabía qué hacer. Hallándose en este trance, llega Prometeo para
supervisar la distribución. Ve a todos los animales armoniosamente equipados y al hombre, en cambio, desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme. Y ya era inminente el día señalado por el destino en el que el hombre debía salir de la tierra a la luz. Ante la imposibilidad de encontrar un medio de salvación para el hombre, Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego (ya que sin el fuego era imposible que aquélla fuese adquirida por nadie o resultase útil) y se la ofrece, así, como regalo al hombre. Con ella recibió el hombre la sabiduría para conservar su vida, pero no recibió la sabiduría política, porque estaba en poder de Zeus y a Prometeo no le estaba permitido acceder a la mansión de Zeus, en la acrópolis, a cuya entrada había dos guardianes terribles. Pero entró furtivamente al taller común de Atenea y Hefesto en el que practican juntos sus artes y, robando el arte del fuego de Hefesto y las demás de Atenea, se las dio al hombre. Y, debido a esto, el hombre adquiere los recursos necesarios para la vida, pero sobre Prometeo, por culpa de Epimeteo, recayó luego, según se cuenta, el castigo de robo. El hombre, una vez que participó de una porción divina, fue el único de los animales que, a causa de este parentesco divino, primeramente reconoció a los dioses y comenzó a erigir altares e imágenes de dioses. Luego, adquirió rápidamente el arte de articular sonidos vocales y nombres, e inventó viviendas, vestidos, calzado, abrigos, alimentos de la tierra. Equipados de este modo, los hombres vivían al principio dispersos y no había ciudades, siendo, así, aniquilados por las fieras, al ser en todo más débiles que ellas. El arte que profesaban constituía un medio, adecuado para alimentarse, pero insuficiente para la guerra contra las fieras, porque no poseían aún el arte de la política, del que el de la guerra es una parte. Buscaron la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer el arte de la política, de modo que, al dispersarse de nuevo, perecían. Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a los hombres el pudor y la justicia, a fin de que rigiesen las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y el pudor entre los hombres: «¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. ¿Reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien las distribuyo entre todos?». «Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley:
Que todo aquél que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad». Ahí tienes, Sócrates, por qué los atenienses, al igual que los demás pueblos, cuando deliberan sobre la virtud en arquitectura o en cualquier otra profesión, sólo a unos pocos les consideran con derecho a dar consejos. Y si alguien que no sea de éstos se pone a dar consejos, no le toleran, como tú dices, y con razón, añado yo. Pero cuando se ponen a deliberar sobre la virtud política, toda la cual deben abordar con justicia y sensatez, entonces escuchan, y con razón, a todo el mundo, como suponiendo que todos deben participar de esta virtud o, de lo contrario, no habría ciudades. Esta es, Sócrates, la causa de tal comportamiento. Y para que no creas que te engaño, he aquí una prueba de cómo todos los hombres, en realidad, piensan que cada particular participa de la justicia y del resto de la virtud política: En las demás virtudes, como tú dices, si alguien, por ejemplo, dice que es un buen flautista o que sobresale en cualquier otro arte, sin ser verdad, entonces o se burlan o se indignan con él, y sus parientes, yendo por él, le recriminan como si se hubiera vuelto loco. Cuando, por el contrario, se trata de la justicia o del resto de la virtud política, si alguien, de quien saben que es injusto, se pone a decir en público la verdad sobre su persona, esto, el decir la verdad, que en el caso anterior se consideraba como sensato, en éste, se toma como una locura; pues sostienen que todo el mundo debe decir que es justo, lo sea o no; y que, quien no simula la justicia, está loco, puesto que no hay nadie que, en alguna
articipe manera, no p necesariamente de la justicia, a menos que deje de ser hombre. En resumen, he aquí mi respuesta: Que, efectivamente, cuando se trata de esta virtud, los atenienses admiten, con razón, el consejo de todo el mundo, porque piensan que todo el mundo tiene parte en ella. Que, por otra parte, en su opinión esta virtud no es por naturaleza ni se desarrolla por sí misma, sino que es enseñable y que, si en alguien se desarrolla, se debe a su aplicación, es lo que a continuación voy a intentar demostrarte. Pues con respecto a los defectos que los hombres consideran unos de otros, debidos a la naturaleza o a la casualidad, nadie se irrita ni reprende ni enseña ni castiga a quienes los poseen para que no sean así, sino que les compadecen. ¿Quién iba a ser tan necio como para intentar hacer algo de eso, por ejemplo, con los feos o los pequeños o los débiles? Pues se sabe, creo, que todos estos defectos, como sus contrarios, les sobrevienen a los hombres por naturaleza y por azar. Cuando se trata, en cambio, de aquellas virtudes que se piensa son fruto de la aplicación, de la práctica y de la
enseñanza, si alguien posee, no éstas, sino los defectos contrarios, entonces sobre ese tal recaen iras, castigos y reproches. Parte de éstos son la injusticia, la impiedad y, en una palabra, todo lo que es contrario a la virtud política. En este caso, todo el mundo se irrita y reprende a quien sea, prueba evidente de que se consideran fruto de la aplicación y del aprendizaje. Y si quieres reflexionar, Sócrates, sobre el valor que tiene castigar a los injustos, eso mismo te hará ver que los hombres consideran que la virtud puede ser adquirida. En efecto, nadie castiga a los injustos con la atención puesta en, o a causa de, que cometieron injusticias, a menos que se vengue irracionalmente como una bestia. El que se pone a castigar con la razón aplica el castigo, no por la injusticia pasada, pues no conseguiría que lo que fue dejase de ser, sino pensando en el futuro. para que ni él ni quien ve su castigo vuelvan a cometer injusticias. Y si lo hace con esta intención, es porque piensa que la virtud es enseñable, pues castiga en prevención. De esta opinión son cuantos en la vida privada o pública aplican penas. A los que se considera injustos, los condena y castiga todo el mundo, y sobremanera, los atenienses, tus conciudadanos. De esto se deduce,
c , t b elógi amente que am ién los at nienses son de los que piensan que la virtud puede ser adquirida y enseñada. Me parece que ha quedado suficientemente demostrado por qué tus conciudadanos actúan correctamente al aceptar, en lo tocante a la política, el consejo de un herrero o de un zapatero; y, en segundo lugar, que consideran que la virtud es enseñable y puede ser adquirida. Queda aún la otra dificultad que tú presentabas a propósito de los hombres virtuosos, a saber, por qué los varones virtuosos instruyen y hacen sabios a sus hijos en todo aquello que depende de maestros, pero en nada les hacen mejores cuando se trata de la virtud en la que ellos sobresalen. Sobre esto no te pondré un mito, sino un discurso razonado. Reflexiona sobre esto: ¿Existe o no algo uno de lo que todos los ciudadanos han de participar necesariamente para que la ciudad subsista? Aquí. precisamente, y no en otro sitio encuentra solución la dificultad que tú presentas. Si ese algo uno existe y no es la arquitectura ni la forja ni la a alfarería, sino la justicia, sensatez, la piedad, y este uno formado es lo que llamo virtud propia del hombre; si existe esto de lo que todos deben participar y que constituye un modelo que todo aquél que quiera aprender o realizar alguna otra cosa ha de seguir o, de lo contrario, renunciar a ello; si al que no participa de ello se le enseña y se le castiga, sea niño, hombre o mujer, para que mediante el castigo se haga mejor, y, en caso de no enmendarse con castigos y enseñanzas, se le expulsa por indeseable de la ciudad o se le mata, si todo esto es así y pese a ello los hombres virtuosos enseñan a sus hijos todo lo demás, pero esto no, ¡mira tú que maravilla de hombres virtuosos! Pues ya
hemos demostrado que ellos consideran que esto es enseñable, tanto en la vida privada como en la pública. Pero siendo enseñable y cultivable ¿enseñan a sus hijos las demás cosas sobre las que no existe pena de muerte en caso de no saberlas, en tanto que sobre lo que existe pena de muerte y también de destierro para sus hijos (y, además de pena de muerte, confiscación de bienes y, para resumir en una palabra, destrucción de las familias), esas materias, en cambió, ni las enseñan ni las cuidan con todo cuidado? Al menos, Sócrates, hay que creerlo así. Desde la más tierna infancia y durante toda la vida enseñan y amonestan a sus hijos. Tan pronto como el niño comprende el lenguaje, la nodriza, la madre, el preceptor y el padre mismo se esfuerzan constantemente para que sea el mejor en este terreno. En cada acción y en cada palabra le enseñan y le explican qué es justo y qué injusto, qué es bello y qué feo, qué es piadoso y qué es impío, qué hay que hacer y qué no. Si el niño obedece, bien; si no, le enderezan con amenazas y cachetes, como se endereza una vara torcida y curvada. Luego, cuando se le envía a la escuela, se recomienda al maestro que ponga mucho más empeño en cultivar las buenas costumbres del niño que en cultivar el arte de las letras, o el de tocar la cítara. Los maestros, por su parte, ponen en ello el mayor cuidado. Cuando aprenden las letras y están en disposición de entender las palabras escritas, como ocurriera antes con los sonidos vocales, les ponen a leer en los bancos las obras de los grandes poetas y les obligan a aprenderlas de memoria. En ellas encuentran muchos consejos y gran número de relatos, alabanzas y elogios de egregios varones antiguos, de modo que el niño, movido por la emulación, los imite y sienta el deseo de ser como ellos. Los citaristas, a su vez, actúan de modo similar: Se cuidan de cultivar la sensatez y de que el adolescente no obre mal. Además, cuando aprenden a tocar la cítara, les enseñan las obras de otros grandes poetas líricos, para que las interpreten con la cítara, y se esfuerzan en que los ritmos y armonías queden incrustados en las almas de los niños, para que sean más mansos y para que, al ser mejores en el ritmo y la armonía, resulten competentes en el hablar y en el actuar, pues toda la vida del hombre tiene necesidad de ritmo y de armonía. Todavía después de esto, se los envía al maestro de gimnasia, para que con un cuerpo más vigoroso puedan ejecutar las órdenes de una mente ágil, y no se vean obligados, a causa de su fragilidad corporal, a amedrentarse, tanto en la guerra como en las demás situaciones. Esto lo hacen precisamente los que más pueden; y los
o eque más pueden s n los más ricos. Pues bi n, sus hijos son los que primero comienzan a frecuentar la escuela y los últimos que la abandonan. Una vez que han abandonado la escuela, de nuevo la ciudad les obliga a aprender las leyes y a vivir conforme a ellas como conforme a un paradigma,
para que no actúen con ellas a capricho, sino que, lo mismo que a los niños que todavía no saben escribir bien los maestros de escritura, trazando con el estilete las letras modelo, les entregan así la cartilla y les obligan a escribir conforme a la dirección de los trazos, así también la ciudad, prescribiendo las leyes ideadas por los buenos legisladores antiguos, obliga a gobernar y a ser gobernados conforme a ellas. Si alguien se aparta de ellas, le castiga y el nombre de este castigo, tanto entre vosotros como en otras partes, es el de «correctivo», como si la justicia fuese correctora. Pues bien, siendo tal la diligencia, tanto privada como públicamente, a favor de la virtud, ¿todavía te sorprendes, Sócrates, y dudas si la virtud es
denseñable? Esto no ebe sorprender a nadie; por el contrario, mucho más sorprendería que no fuese enseñable. ¿Por qué, entonces, muchos hijos de padres buenos salen malos? Aprende por tu parte esto: El hecho no resulta en absoluto sorprendente, si lo que he venido diciendo es cierto, a saber, que en este asunto, el de la virtud, si la ciudad quiere subsistir, nadie debe ser profano. Si, pues, lo que digo es así (y ciertamente lo es), elige y considera otra cualquiera de las profesiones o de las enseñanzas. Supongamos, por ejemplo, que la ciudad no pudiera subsistir sin que todos fuéramos flautistas, cada cual en la medida de sus posibilidades; y que se enseñase esto a todo el mundo, tanto privada como públicamente, a la vez que se acusaba a quien no tocara bien la flauta; y que nadie se viese privado de esto, como ahora nadie se ve privado ni hace un misterio de lo justo y de las leyes, a diferencia de lo que ocurre en las demás obras técnicas (pues a todos, creo, nos resultan ventajosas la justicia y la virtud comunitarias, y por eso todos están dispuestos a comunicar y enseñar a todos la justicia y las leyes). Si esto es así, y si mantuviésemos todo el interés y buena voluntad para enseñarnos mutuamente el arte de tocar la flauta, ¿tú crees, Sócrates, que los hijos de los buenos flautistas saldrían buenos flautistas en mayor proporción que los hijos de los malos? Yo creo que no. Ocurriría, más bien, que el hijo que saliese mejor dotado para el arte de la flauta, ese se haría famoso, mientras que el peor dotado quedaría sin gloria. Ocurriría también con frecuencia que el hijo del buen flautista saldría mediocre y el hijo del mediocre, bueno. Pero, de todas formas, todos serían flautistas aceptables, en comparación con los profanos y con quienes no entienden nada de flauta. Así, también ahora, el hombre que más injusto pueda parecerte de cuantos viven en una sociedad regida por leyes sería, con todo, justo y un profesional de esta materia, si se le comparase con gentes que no tuviesen ni educación ni tribunales de justicia ni leyes ni coacción alguna que les obligase a cultivar la virtud, siendo así una especie de salvajes como los que el año pasado nos presentaba el poeta Ferécrates en las fiestas Leneas. Si, de repente, te vieras
en medio de estas gentes, como los misántropos en aquel coro, desearías encontrarte con Euribato y Frinondas y echarías de menos con nostalgia la maldad de las gentes de aquí. Ahora te muestras desdeñoso, Sócrates, porque todo el mundo, en la medida de sus posibilidades, es maestro de virtud y, por eso, te parece que nadie lo es. Es como si trataras de averiguar quién es el maestro que nos ha enseñado a hablar griego. Te parecería que ninguno en particular. Lo mismo te ocurriría, creo, si trataras de averiguar quién ha enseñado a los hijos de nuestros artesanos el arte que han aprendido de su padre, según el grado de competencia de éste y la de sus amigos de oficio: ¿Quién los ha enseñado? Creo, Sócrates, que indicar el maestro de éstos resulta tan difícil como fácil es encontrar el de los completamente ignorantes. Pues lo mismo ocurre con la virtud y con todo lo
que demás: Por pequeña que sea la ventaja alguien nos saque en hacernos progresar en la virtud, hemos de darnos por satisfechos. Yo, precisamente, creo ser uno de esos. Y de manera diferente a los demás hombres, ayudar a que alguien llegue a ser un hombre de bien y merecer el salario que cobro, y aún uno mayor, como opina también el mismo discípulo. Por eso, he dispuesto la siguiente forma de hacer efectivo tal salario: Una vez que alguien ha recibido mis enseñanzas, si quiere, me paga la suma que he pedido; si no, yendo a un templo, declara bajo juramento cuánto merecen mis enseñanzas y eso me entrega. Aquí tienes, Sócrates, lo que mediante un mito y un discurso razonado he dicho: Que la virtud es enseñable. Que los atenienses así lo creen. Que no tiene nada de sorprendente el que de padres buenos salgan hijos malos y de malos, buenos; puesto que tampoco los hijos de Policleto, de la misma edad que Paralo y Jantipo, aquí presentes, son nada en comparación con su padre; y lo mismo ocurre con los hijos de los otros profesionales. Por lo que a éstos
puestas respecta, aún es pronto para enjuiciar: hay en ellos muchas esperanzas, pues son jóvenes. Cuando Protágoras hubo expuesto estas ideas y otras similares, se calló. Y yo, después de haber permanecido durante bastante tiempo embelesado, seguía con los ojos fijos en él, como si fuera a añadir algo, y deseoso de oírle. Luego, cuando me di cuenta de que realmente había acabado y apenas me repuse, volviéndome hacia Hipócrates, le dije: – Cuánto te agradezco, hijo de Apolodoro, el que me hayas compelido a venir aquí, pues posee para mí gran valor oír a Protágoras lo que he oído. Hasta ahora, siempre había creído que no existía práctica humana mediante la cual los buenos se hacen buenos. Ahora estoy convencido de que sí. Pero me queda una pequeña duda, de la que, evidentemente, Protágoras me sacará fácilmente, ya que también me ha sacado de muchas de esta índole.
Si alguien consultase sobre estas mismas cuestiones con cualquiera de nuestros oradores políticos, probablemente escucharía de un Pericles o de algún otro maestro de elocuencia discursos de este tipo. Pero si se les plantea una objeción, son como los libros: incapaces de responder o de preguntar. En cambio, apenas si alguien les pregunta algo de lo expuesto por ellos, lo mismo que, cuando se golpea una vasija de bronce, ésta resuena con fuerza y vibra largamente hasta que alguien le pone la mano encima, así también estos oradores, a una pregunta breve, sueltan un discurso inacabable. Protágoras, aquí presente, en cambio, es capaz, no sólo de pronunciar largos y hermosos discursos, como acaba de demostrar, sino también de responder con brevedad a las preguntas, así como de esperar, cuando pregunta, y de aceptar la respuesta, cosa para la que pocos están preparados. Y ahora, Protágoras, sólo me queda una pequeña duda, que si me la aclarases, quedaría plenamente satisfecho. Dices que la virtud es enseñable; y si hubiera de creer a alguien, te creería a tí. Te pido, pues, que me quites de encima este pequeño escrúpulo que me ha dejado tu discurso. Decías que Zeus infundió en los hombres la justicia y el pudor, y luego, repetidas veces a lo largo del discurso, has hablado de la justicia, la sensatez, la piedad, y todas estas como formando una unidad: la virtud. Esto quisiera que me explicases con exactitud: ¿Qué clase de unidad es la virtud? La justicia, la sensatez y la piedad ¿son partes de la virtud, o bien éstas que acabo de nombrar son todas nombres de una sola realidad? Esto es lo que quisiera saber. Fácil l – resulta, Sócrates, responder a esto: A ser la virtud una, son partes las
que mencionabas. – ¿Son partes a la manera en que la boca, la nariz, los ojos, los oídos, son partes del rostro, o a la manera en que lo son las partes del oro, que en nada difieren entre sí y cada una con respecto al todo, excepto en la grandeza o la pequeñez? – A la manera primera., me parece, Sócrates, y tal como las partes del rostro se relacionan con todo el rostro. – ¿Y los hombres –repuse– adquieren, unos una de estas partes de la virtud y otros otra, o bien, necesariamente, el que posea una las tiene todas?
ro – De ninguna manera –respondió–, puesto que muchos son valientes, pe
ud? injustos, o bien son justos, pero no sabios.
de la virtabiduría.
– Entonces, ¿también éstas, la sabiduría y el valor, son partescto –respondió–. Y la más excelente de las partes es la s– Exa
– ¿Y cada una de ellas –repuse– es algo distinto de las otras? – Sí. – ¿Y cada una de ellas tiene facultad propia, al igual que las del rostro? Los ojos, por ejemplo, no son como los oídos ni su facultad es como la de éstos, ni
ninguna otra parte es como alguna de las restantes, ni por su facultad ni por nada. ¿Ocurre lo mismo con las partes de la virtud?: ¿ninguna de ellas es
su facultad? ¿No es cierto que de ajustarse como otra, ni por sí misma ni poral paradigma guardan, evidentemente, estas relaciones? – Así es, efectivamente, Sócrates.
epuse–, ninguna otra parte de la virtudes es como el saber ni – Entonces –rcomo la justicia ni como el valor ni como la sensatez ni como la piedad. – No –añadió. – Examinemos, pues, juntos –repuse–, la naturaleza de cada una de éstas. Y,
: ¿La justicia es o no algo real? A mí me parece en primer lugar, lo siguienteque sí, ¿y a tí? – A mí también –respondió. – Pues bien, si alguien nos preguntase: «Decidme, Protágoras y Sócrates, esa cosa real que acabáis de mencionar, la justicia, ¿es en sí misma justa o
ería que justa. ¿Qué dictamen darías tú? ¿El mismo injusta?». Yo le respondque yo u otro? – El mismo –respondió.
tonces, tal es la justicia cual ser justo, respondería yo a nuestro – Enpreguntante. ¿No responderías eso tú también? – Sí.
esto nos preguntase: «¿No decís también que existe una – Y si además depiedad?». Asentiríamos a ello, pienso. – Efectivamente.
real?», proseguiría él. ¿Asentiríamos, o – «¿También decís que esto es algono? También estuvo de acuerdo en esto. – «¿Decís –proseguiría– que ese mismo algo real ha sido hecho así por naturaleza como algo impío o como algo piadoso?». A mí –repuse– esta pregunta me indignaría y respondería: «Habla bien, hombre, porque
dosa alguna otra cosa, si no lo es la piedad difícilmente pueda ser piamisma». ¿Qué dirías tú? ¿No responderías así? – Por supuesto que sí –dijo. – Si siguiera preguntando y nos dijese: «¿Pero qué decíais poco ha? ¿Acaso no os he entendido bien? Me pareció que decíais que las partes de la virtud se relacionan entre sí de tal forma que ninguna de ellas es como la otra». Yo le respondería: «Lo anterior lo has entendido bien, pero si crees que he dicho yo eso, te equivocas. Protágoras fue quien respondió eso; yo, simplemente, preguntaba». Si él, entonces, dijese: «Protágoras, ¿dice
ninguna parte de la virtud es como otra? nderías?
Sócrates la verdad? ¿Sostienes que¿Es ésta tu opinión?». ¿Qué le respo– Tendría que admitirlo, Sócrates.
– Admitido todo esto, ¿qué le responderíamos, Protágoras, si nos preguntase: «Así, pues, ni la piedad es como ser justa una cosa, ni la justicia como ser piadosa, sino que ésta es como ser no piadosa y aquélla, como ser no justa; por lo tanto, aquélla es injusta, y ésta, impía, ¿no?». ¿Qué le responderíamos? Yo, por mi parte, le respondería que la justicia es piadosa y la piedad, justa. Y en tu nombre, si me lo permites, respondería esto mismo: Que la justicia es lo mismo que la piedad o algo muy parecido, y que la justicia es, ante todo, como la piedad y la piedad, como la justicia. Mira, pues, si me prohibes responder así o estás de acuerdo. – Me parece, Sócrates, que no del todo. La cuestión no es tan sencilla como para conceder que la justicia es piadosa y la piedad, justa; antes bien, me parece que hay en ello alguna diferencia. Pero eso ¿qué importa? Si quieres, convengamos en que la justicia es Piadosa y la Piedad. justa. – De ningún modo –repuse–. Porque no tengo necesidad alguna de que se redarguya con ese «si quieres» o «si te parece», sino de que redarguyamos tú y yo. Lo de «tú y yo» lo digo porque pienso que es la mejor forma de poner a prueba la discusión, al eliminar de ella ese «si». – Sin duda –repuso– la justicia se parece en algo a la piedad; pues también cualquier cosa, de alguna manera y en algún aspecto, se parece a otra: Lo blanco se parece, de alguna manera, a lo negro; lo duro, a lo blando; incluso aquellas cosas que en apariencia son más opuestas entre sí. Las mismas partes del rostro, de las que antes decíamos que poseían facultades diferentes y que ninguna de ellas era como otra, de alguna manera y en algún aspecto, se parecen y cada una es como las otras. De modo que por ese camino podrías probar, si quisieras, que todas las cosas son semejantes entre sí. Pero no es justo llamar semejantes a las cosas que tienen algo
ue tienen algo desemejante, por muy poco semejante, ni desemejantes a las qque tengan semejante . Quedé sorprendido y le pregunté: – ¿Pero es que, según tú, lo justo y lo piadoso se relacionan entre sí de modo que sólo poseen en común una pequeña semejanza? – No exactamente así –respondió–. Pero tampoco como tú, me parece, piensas. – Bien –repuse–; puesto que parece que este punto te resulta enojoso,
oslo a un lado y examinemos este otro de tu discurso: ¿Hay algo a lo dejémque llamas insensatez? – Sí. – ¿A esta cosa no es totalmente opuesta la sabiduría? – Así me parece –respondió. – Cuando los hombres actúan correcta y provechosamente. ¿te parece que, al actuar así, son sensatos o lo contrario?
– Que son sensatos –respondió. – ¿Y no es cierto que son sensatos por la sensatez? – Necesariamente.
quienes no actúan correctamente actúan – ¿Y no es cierto que insensatamente y no son sensatos, al actuar así?
me parece, –respondió. – Así– El actuar insensatamente ¿no es lo contrario del actuar sensatamente? – Sí.
que las cosas hechas insensatamente se hacen por insensatez – ¿No es ciertoy las hechas sensatamente, por sensatez? – De acuerdo.
que si algo se hace con fuerza se hace fuertemente y si con – ¿No es cierto debilidad, débilmente?
supuesto. – Por– ¿Y si con rapidez, rápidamente, y si con lentitud, lentamente? – Sí.
ce algo de la misma manera, ¿no es cierto que es hecho por lo ontraria, por lo contrario?
– Y si se hamismo, mientras que, si de manera c– Sin duda. – Veamos –dije–: ¿Existe algo bello?
tivamente. o, excepto lo feo?
– Efec– ¿Existe algo, contrario a est– No. – Y bien, ¿existe algo bueno?
lo malo? – Existe. – ¿Existe algo, contrario a esto, excepto
existe. – No– Y bien, ¿existe algo agudo en la voz? – Sí. – ¿No existe alguna otra cosa, contraria a esto, excepto lo grave? – No.
–repuse– que cada uno de los contrarios tiene un solo – ¿No es cierto contrario y no muchos? Conviene en ello.
. Recapitulemos los puntos en que hemos convenido: ás?
– Vamos, pues –repuse–¿Hemos convenido en que cada cosa tiene un solo contrario y no m
hemos convenido. – Lo – ¿Y en que lo hecho de forma contraria es hecho por contrarios? – Sí. – ¿Hemos convenido en que quien actúa insensatamente actúa contrariamente a quien actúa sensatamente?
– Sí . cho sensatamente es hecho por sensatez, mientras que lo – ¿Y en que lo he
insensatamente, por la insensatez? ctivamente. – Efe
– ¿Y en que si se hace de forma contraria es hecho por lo contrario? – Sí.
en que lo uno es hecho por la sensatez, en tanto que lo otro, por la – ¿Yinsensatez? – Sí. – ¿Y de forma contraria?
duda. – Sin– ¿Y por los que son contrarios? – Sí. – ¿Y en que la insensatez es lo contrario de la sensatez? – Evidentemente.
ue antes convinimos en que la insensatez era lo contrario de – ¿Recuerdas qla sabiduría?
te. – Ciertamen– ¿Que cada cosa tenía un solo contrario? – También. – Entonces, Protágoras, ¿cuál de las dos proposiciones rechazamos? ¿Aquélla de que cada cosa tiene un solo contrario o aquélla en la que se decía que la sabiduría es otra cosa que la sensatez, siendo cada una de ellas una parte de la virtud, y que no sólo son ambas diferentes sino también desemejantes, por sí mismas y por sus facultades, como las partes del rostro? ¿Cuál de las dos rechazamos? Pues no suenan de manera muy armoniosa las dos a la vez, ya que ni concuerdan ni se ajustan entre sí. ¿Y cómo van a concordar si, por una parte, es necesario que cada cosa tenga un solo contrario y no más, y,
, a la vez, como contrarios la por otra, la insensatez, que es una, parece tenersabiduría y la sensatez? ¿Es así o no, Protágoras? Convino en ello, aunque de bastante mala gana. – ¿No será –añadí– que la sensatez y la sabiduría son una sola cosa? Ya antes nos había parecido que la justicia y la piedad eran, en cierto modo, lo mismo. ¡Vamos!, Protágoras, no desfallezcamos y examinemos lo que resta. Un hombre que comete injusticias, ¿te parece que es sensato al cometer las injusticias?
en la mayoría de – Por mi parte, Sócrates, me avergonzaría admitir esto si bilos hombres lo sostienen. – Entonces –repuse–, dirijo mi argumentación a ellos o a tí? – Si lo prefieres –dijo–, discute primero esta opinión de la mayoría.
– Me es indiferente, con tal de que respondas tú solo, tanto si es esa tu opinión como si no. Porque lo que yo examino, ante todo, es la
i a ca
argumentación m sma, unque ello lleve aparejado, ¡qué duda be !, el que yo, que pregunto, como el que responde quedemos examinados.
l tachaba Protágoras nos hizo al principio a gunas muecas (pues de desagradable la cuestión), pero luego consintió en responder.
e dije–, respóndeme desde el principio: ¿Te parece que – Vamos, pues –lalgunos son sensatos al cometer injusticias?
–respondió. – Sea– ¿Al ser sensato lo llamas tener buen sentido?
justicias? – Sí. – ¿Y al tener buen sentido, meditar bien en que cometen las in
.. n o si actúan mal?
– Sea –respondió– ¿Y si, al cometer las injusticias, actúan bie
ien. – Si actúan b– ¿Afirmas que algunas cosas con buenas? – Lo afirmo. – ¿No es cierto –repuse–, que son buenas aquellas cosas que son útiles a los hombres? – ¡Por Zeus! –replicó–. Yo llamo también buenas a cosas que no les son útiles. Me pareció que Protágoras comenzaba a irritarse y que el responder le angustiaba y le hacía sufrir. Al verle en esta actitud, me precaví y le pregunté pausadamente: – Protágoras –le dije–, ¿te refieres a las que no son útiles a ninguno de los
?hombres o a las que no son útiles en absoluto ¿A éstas últimas las llamas buenas? – De ninguna manera; pero conozco muchas cosas perjudiciales para los hombres, por 1o que respecta a alimentos, bebidas, fármacos y otras mil cosas; y conozco también otras, que les son útiles: otras, que son indiferentes para los hombres, pero no para los caballos; otras, que son útiles sólo para los bueyes o sólo para los perros; otras, que no lo son para ninguno de éstos, pero sí para los arboles. Y por lo que respecta a las del árbol, unas, que son buenas para las raíces, pero dañinas para los brotes; por ejemplo, el estiércol: es bueno echarlo a las raíces de todas las plantas, pero si se te ocurre echarlo sobre los vástagos y las ramas tiernas, lo mata todo. Así también, el aceite es completamente nocivo para todas las plantas y muy perjudicial para el pelo de todos los animales excepto el del hombre; para el del hombre, así como para el resto de su cuerpo, sirve de protector. Por consiguiente, qué sea lo bueno resulta tan diverso y multiforme que incluso esto mismo, el aceite, es bueno para el hombre, aplicado a las partes externas de su cuerpo, pero muy malo, aplicado a las internas. Y por eso,
todos los médicos prohiben a los enfermos el uso del aceite, salvo muy pequeñas dosis en aquellos alimentos que van a ingerir, lo imprescindible para eliminar la repugnancia que provocan en nuestros órganos olfativos ciertas viandas o carnes. Dicho esto, los presentes aplaudieron lo bien que había hablado. Pero yo le dije: – Protágoras, da la casualidad de que yo soy un hombre olvidadizo, y si alguien me hace discursos largos, me olvido de qué se habla. Si, por otra parte, yo fuera algo sordo y te pusieras a disputar conmigo, estimarías necesario elevar la voz más que con los demás; así también ahora, puesto que te las has con un olvidadizo, reduce y abrevia las respuestas, para que yo pueda seguirte.
iges que responda con brevedad? ¿He de bida?
– Entonces –dijo– ¿cómo exresponderte con mayor brevedad que la de
manera –repuse. e
– De ninguna – ¿Con cuanta sea pr cisa, entonces? –dijo. – Sí –repuse .
n e – ¿Entonces, te go que responderte, con cuanta m parece a mí que es preciso responder o con cuanta te parece a tí? – Al menos, he oído –repuse–, que sobre un mismo tema, cuando quieres, eres capaz de tú mismo hacer, y de enseñar a otros a hacer, discursos largos, de modo que nunca te falte la palabra, y asimismo, de hacer discursos cortos, de modo que nadie lo diría en menos palabras que tú. Si, pues, vas a disputar conmigo, emplea este segundo método: el arte de los discursos cortos. – Sócrates –replicó– desde hace tiempo, vengo contendiendo verbalmente con muchos hombres, y si hubiese hecho esto que tu exiges: disputar como el adversario me exige, entonces yo no parecería mejor que ningún otro, ni el nombre de Protágoras sería célebre entre los helenos . Entonces yo me di cuenta de que no había quedado contento con las respuestas anteriores y de que no estaba dispuesto a seguir la disputa teniendo que responder. Pensando, pues, que ya no tenía objeto para mí asistir a esas reuniones, dije: – Protágoras, tampoco yo tengo deseos de que nuestra conversación continúe en contra de tu parecer; cuando tengas a bien disputar en la forma en que yo puedo seguirte, entonces disputaré contigo. Pues tú, según se dice y tú mismo declaras, eres capaz de sostener una conversación, tanto con discursos largos, como con discursos cortos; pues eres sabio. Yo, en cambio, con los largos soy incapaz, aunque bien quisiera ser capaz. Pero tú, que eres capaz con ambos, deberías transigir, para que la conversación pudiera continuar. Pero, como ahora tú no quieres y yo tengo otras ocupaciones, siéndome imposible esperar a que desarrolles largos discursos, adiós: tengo
que irme, aunque seguramente te habría escuchado éstos últimos no sin placer. Al tiempo que decía esto, me levanté como para salir, pero cuando me estaba levantando, Calias me agarró del brazo con su mano derecha en tanto que con la izquierda me sujetó de la capa y dijo: – No te dejaremos marchar, Sócrates, porque si tú te marchas, no tendremos disputa como ésta. Te pido, pues, que te quedes, porque nada me resultará
rotágoras y tú. Danos, pues, ese tan grato como escuchar una disputa entre Pgusto. Yo, puesto ya en pie como para salir, le dije: – Hijo de Hipónico, siempre he admirado tu amor a la sabiduría, pero, además, ahora te felicito y te estimo por ello, por lo que mucho me gustaría complacerte, si me pidieses cosas posibles. Pero ahora es como si me pidieses seguir el paso al vigoroso corredor Crisón de Himera o competir y seguir el paso a algún corredor de carrera larga o de carrera de una jornada. Te respondería que mucho más que tú desearía yo seguir el paso a estos corredores, pero que no puedo. Y si quieres vernos correr juntos a Crisón y a mí, pídele a él que sea condescendiente, porque yo no puedo correr velozmente y él, en cambio, puede hacerlo lentamente. Así es que si estás realmente deseoso de escucharnos a Protágoras y a mí, pídele a él que, al igual que antes respondía con brevedad y a lo que se le preguntaba, responda ahora también de esta manera. Si no, ¿qué forma de disputar
P e e opuede haber? u s yo tenía entendido qu una c sa era disputar entre varios en una conversación y otra, echar un discurso público. – Reflexiona un poco, Sócrates, me dijo; parece justa la propuesta de
isputar como le parezca, y a tí, Protágoras, al reclamar que le sea permitido dtambién, como te plazca. Tomando entonces la palabra Alcibíades dijo: – No hablas como es debido, Calias; porque Sócrates reconoce no poseer el arte de los discursos largos y cede la primacía; pero en el arte de disputar y de saber ceder y tomar la palabra, me maravillaría si cediera la primacía a alguien. Por lo tanto, si Protágoras reconoce que es inferior a Sócrates en el arte de la disputa, Sócrates queda satisfecho. Pero si aspira a esa primacía, que dispute mediante preguntas y respuestas y que no desarrolle, a cada pregunta, un largo discurso, esquivando las cuestiones y rehusando justificarlas, antes bien, dándoles largas, hasta que la mayoría de los oyentes se olviden de qué trataba la pregunta. En cuanto a Sócrates, yo garantizo que no se olvida de nada y que, cuanto menos, bromea cuando dice que es
de Sócrates es más ón.
olvidadizo. Así pues, me parece que la propuesta razonable. Es preciso que cada uno manifieste su opiniDespués de Alcibíades, creo que fue Critias quien dijo:
– Pródico e Hipias, me parece que Calias se inclina por Protágoras, en tanto que Alcibíades es siempre porfiado en lo que se propone. Nosotros, en
or Protágoras, sino pedirles cambio, no debemos porfiar ni por Sócrates ni pa ambos, a la vez, que no interrumpan la conversación. Una vez que Critias dijo esto, prosiguió Pródico: – Me parece, Critias, que hablas como es debido. Conviene que quienes asisten a estas disputas presten a ambos disputantes atención común, pero no igual; porque no es lo mismo: Conviene escuchar a ambos en común, pero no apreciar por igual a cada uno, sino más al más sabio, y menos al más ignorante. Yo también os pido, Protágoras y Sócrates, que condescendáis el uno con el otro y que, respecto de las cuestiones, disintáis entre vosotros, pero no riñáis: Disienten, pero con benevolencia, los amigos de los amigos, riñen, en cambio, los adversarios y los enemigos entre sí. De esta manera, tendríamos una conversación excelente. Pues vosotros, los hablantes, recibiríais así toda la aprobación de quienes os escuchamos, no ya nuestras alabanzas; porque la aprobación proviene de las almas de los oyentes sin decepción; la alabanza verbal, en cambio, proviene, con frecuencia, de la opinión de los mentirosos. Por nuestra parte, nosotros, como oyentes, nos sentiríamos, así, llenos de alegría, no ya de placer; porque siente alegría quien aprende algo y quien concibe una idea con la propia mente; siente
e rplacer, en cambio, qui n come algo o experimenta alguna ot a sensación agradable con el propio cuerpo.
h aCuando Pródico ubo dicho esto, casi todos los presentes le plaudieron. Después de Pródico, el sabio Hipias dijo: – Varones aquí presentes, a todos os considero parientes, allegados y conciudadanos por naturaleza, no por ley; porque lo semejante está emparentado por naturaleza con lo semejante, pero la ley, tirana de los hombres, violenta la naturaleza en muchos aspectos. Así pues, sería realmente vergonzoso que nosotros, que conocemos la naturaleza de las cosas, pues somos los más sabios de los helenos, que hemos acudido precisamente por esto de toda la Hélade a este pritaneo de la sabiduría y, en concreto, a esta casa, la más grande y rica de la ciudad, no revelásemos nada digno de nuestra dignidad, sino que nos pusiéramos a discutir unos con otros como los más ignorantes de los hombres. Os pido y os aconsejo, por tanto, Sócrates y Protágoras, que os acerquéis mitad y mitad, como si salieseis al centro de la palestra bajo nuestro arbitraje. Ni tú, Sócrates, exijas esa forma de diálogo tan ceñida a una brevedad excesiva, si ello no es del agrado de Protágoras, sino consiente en aflojar las riendas de las palabras para que nos resulten más espléndidas y elegantes, ni tú, Protágoras largues del todo las velas y soltándolas al viento huyas al piélago de los discursos, perdiendo de vista la tierra. Seguid ambos, más bien, un camino intermedio.
Hacedlo así y obedecedme: Elegid un moderador, árbitro o juez que establezca la extensión de los discursos de cada uno. Estas palabras agradaron mucho a los presentes y todos aplaudieron. Calias me repitió que no me soltaría y me pidió que designara un presidente. Yo contesté que resultaría inoportuno elegir un árbitro de los discursos: Porque si el elegido, dije, es inferior a nosotros, no sería correcto que el inferior presidiese a los superiores; si es igual, tampoco sería correcto, ya que nuestro igual haría también las cosas igual que nosotros, por lo que sería elegido en vano. «Elegid, entonces, uno superior a nosotros». Pero, en verdad, pienso que no podréis elegir a alguien más sabio que Protágoras. Si elegís a uno en nada mejor que Protágoras y le nombráis, también esto constituiría una afrenta para él, al designarle, como a un hombre ignorante, un presidente. Por lo que a mí respecta, me es indiferente. Por consiguiente, he aquí lo que estoy dispuesto a hacer para que, como deseáis, continúe la reunión y la disputa: Si Protágoras no quiere responder, que pregunte él y yo respondo, a la vez que procuraré demostrarle la manera en que yo creo debe responder el que responde. Cuando yo haya respondido a cuanto él quiera preguntar, que someta, a su vez, a mí el discurso de la misma manera. Si, entonces, no se muestra dispuesto a responder a la pregunta exacta, vosotros y yo conjuntamente le pediremos lo mismo que vosotros me pedís
aahora: que no rompa la conversación. Y para esto, no es necesario que h ya un presidente único; todos en común presidiréis. Todos convinieron en que debía procederse así. Protágoras no estaba del todo resuelto, pero se vio obligado a consentir en preguntar y en, una vez hubiese preguntado lo suficiente, responder, a su vez, cediendo la palabra a pequeños intervalos. Comenzó, pues, a preguntar de la siguiente manera: – Considero, Sócrates, que una parte muy importante de la educación del hombre consiste en ser buen conocedor de la poesía épica, esto es, poder entender los escritos de los poetas; lo que han compuesto correctamente y lo que no, y saber discernir y dar razón de ello cuando sea preguntado. Y también ahora mi pregunta versará sobre aquello mismo sobre lo cual, ya
e o ;ant s, hemos disputad : la virtud pero trasladada al campo de la poesía; ésta será la única diferencia.
Creón el En cierto pasaje dice Simónides, refiriéndose a Scopas, hijo de
difícil, tesalio, que
daderamente esSin duda, llegar a ser un hombre bueno vercuadrado de manos, de pies y de mente, hecho sin defecto. ¿Conoces esta oda o te la recito completa? – No es necesario –respondí–, pues la conozco y me ha interesado mucho. – Tanto mejor –repuso–. ¿Te parece, entonces, que ha sido compuesta con belleza y con verdad, o no?
– Con gran belleza y verdad –respondí. ce en ella? ¿Te seguiría pareciendo que ha sido – ¿Y si el poeta se contradi
compuesta con belleza? – No; sin belleza –respondí. – Mírala, entonces, mejor –dijo. – ¡Pero, querido amigo, si la he examinado cuidadosamente !
os más adelante dice: – Pues sabes que unos versEl dicho de Pítaco, aunque salido de un sabio, no me resulta armonioso: Es difícil, decía, ser bueno.
que es la misma persona la que dice estos versos y los ¿Te das cuenta de anteriores?
? – Lo sé, –respondí. – ¿Y te parece –repuso– que éstos concuerdan con aquéllos– Así me parece –repuse. Pero recelando a la vez de lo que iría a añadir le pregunté: – ¿Es que a ti no te lo parece? – ¿Cómo me iba a parecer que está de acuerdo consigo mismo el autor de ambos pasajes, el cuál, primero, establece que «llegar a ser un hombre bueno verdaderamente es difícil» y poco más adelante en el mismo poema lo olvida, y a Pítaco, que dice lo mismo que él, a saber, que «es difícil ser bueno», le censura, a la vez que manifiesta no estar de acuerdo con quien dice lo mismo que él? Es evidente que censurar a quien dice lo mismo que
d uuno mismo es censurarse a sí mismo, e modo q e, o bien la primera vez, o bien la segunda, no habla como es debido. Estas palabras provocaron un amplio murmullo y muchos elogios entre los oyentes. Yo, por un momento, como golpeado por un gran púgil, sentí vértigo y quedé perturbado, tanto por lo que él había dicho, como por la aclamación de los demás. Luego, si he de decirte la verdad, para ganar tiempo con el que examinar qué habría querido decir el poeta, me volví hacia Pródico y dirigiéndole la palabra: – Pródico –le dije–, Simónides es compatriota tuyo; justo es que acudas en su
Homero que el auxilio. Creo que debo pedirte ayuda para ello como relataEscamandro, atacado por Aquiles, pidió ayuda al Simois: Hermano mío, contengamos juntos la fuerza de este hombre Así, también, te pido ayuda yo ahora, para que Protágoras no nos eche por tierra a Simónides. Pues la defensa de Simónides precisa de ese arte tuyo mediante el cual distingues «querer» de «desear», como cosas que no son lo mismo; así como también otras muchas cosas bellas de las que antes nos hablabas. Ahora, mira a ver si tu opinión concuerda con la mía, pues no me parece que Simónides se contradiga. Pero expónnos tú primero, Pródico, tu parecer: ¿Crees que «llegar a ser» es lo mismo que «ser» o una cosa distinta?
– Una cosa distinta, ¡por Zeus! –respondió Pródico. ónides expone su propia opinión, – ¿No es cierto que en el primer pasaje Sim
a saber, que llegar a ser un hombre bueno verdaderamente es difícil? – Cierto es lo que dices, respondió Pródico. – Censura a Pítaco –añadí– no, como piensa Protágoras, por decir lo mismo que él, sino por decir otra cosa. Pues Pítaco no dijo que era difícil «llegar a ser» bueno, como Simónides, sino «ser». Por lo tanto, Protágoras, según Pródico, no es lo mismo «ser» que «llegar a ser». Y si no es lo mismo «ser» que «llegar a ser», entonces Simónides no se contradice. Y a propósito de «es difícil llegar a ser bueno», quizá Pródico, aquí presente, y otros muchos hagan suyas las palabras de Hesíodo: «Que los dioses han puesto el sudor
o a la cima de la delante de la virtud», pero que, una vez que alguien ha llegadvirtud, luego, le es más fácil, aun siendo difícil poseerla. Al oír decir esto, Pródico me alabó, pero Protágoras replicó: – Tu defensa, Sócrates, contiene un error mayor que el que defiendes.
Protágoras, lo he hecho mal y soy como un médico fermedad, la agravo.
– Entonces, según tú,ridículo que, por curar la en– Pues así es –añadió. – ¿Y cómo es eso?, –repuse. – Mucha habría de ser la ignorancia del poeta, dijo, para afirmar algo tan necio sobre lo que es poseer la virtud, dado que resulta lo más difícil de todo, como todo el mundo reconoce. – ¡Por Zeus! –repuse–, ¡qué oportunidad que Pródico presencie nuestra disputa!, ya que su divina sabiduría parece ser, Protágoras, una de las más antiguas, que se remonta a Simónides o, incluso, es más antigua. Pero tú, que eres experto en otras muchas cosas, en ésta pareces un inexperto, y no un experto como yo, por ser discípulo de Pródico. En este momento me parece que no llegas a entender que el «difícil» ese, quizá, Simónides no lo tomó en el mismo sentido en que tú lo tomas, sino en un sentido como el que a propósito de «terrible» me corrige siempre Pródico: Cuando para alabar, por ejemplo, a tí o a algún otro digo: «Protágoras es un sabio terrible», me pregunta si no me avergüenzo de llamar «terrible» a lo que es bueno; pues lo terrible, dice, es malo. En efecto, nadie habla de una riqueza terrible, de una paz terrible o de una salud terrible, sino de una enfermedad terrible, de una guerra terrible, de una pobreza terrible; puesto que lo terrible es malo. Por consiguiente, quizá también los de Ceos y Simónides tomen «difícil» en el sentido de «malo» o de alguna otra cosa que tú no llegas a entender.
co, pues justo es preguntarle sobre este vocablo de ué entendía Simónides por «difícil»?
Preguntemos a PródiSimónides. Pródico, ¿q– «Malo» –respondió.
– Y por eso, Pródico –repuse–, censura a Pítaco cuando éste dice que es difícil ser bueno; como si le hubiese oído decir que es malo ser bueno. – ¿Pues qué crees, Sócrates –dijo Pródico–, que iba a entender Simónides n p a e
r .si o eso? Y re rocha a Pítaco no h ber aprendido a empl ar correctamente los nombres por ser de Lesbos y haberse educado en una lengua bá bara – Protágoras –repuse–, ya oyes lo que dice Pródico. ¿Tienes algo que objetar? – Pródico –dijo Protágoras–: dista mucho de ser eso así. Estoy seguro de que Simónides, como la mayoría de nosotros, entendía por «difícil», no lo malo, sino lo que no es fácil, lo que se consigue con muchos impedimentos. – También yo creo, Protágoras –repuse–, que Simónides entendía eso y que, además, Pródico lo sabe, pero que bromea y te tienta para ver si eres capaz de defender tu razonamiento. Prueba evidente de que Simónides no
sigue inmediatamente después, entiende «malo» por «difícil» es lo quecuando dice que Sólo un dios podría poseer este privilegio. Sin duda, no iba a decir que es malo ser bueno y a continuación afirmar que sólo el dios posee tal cosa y asignar al dios, exclusivamente, dicho privilegio. Si así fuera, Pródico consideraría a Simónides un disoluto y no ciudadano de Ceos. Por lo demás, cuál era, en mi opinión, la idea de Simónides en este
la, si es que quieres enterarte de cómo . Pero, si lo prefieres, te escucho.
poema, estoy dispuesto a exponértes poesíaentiendo yo eso que tú llama
Al oír decir esto, Protágoras replicó: – Como tú quieras, Sócrates.
p i rPor su arte, Pródico, Hipias y todos los demás me p die on insistentemente que lo hiciera. – Voy a intentar, pues –dije–, exponeros cuál es mi opinión sobre este poema: La afición al saber es muy antigua entre los helenos y está muy extendida por Creta y Lacedemonia: Allí hay más sabios que en parte alguna, pero se ocultan y fingen ser ignorantes, para que no se evidencie que son superiores a los helenos en sabiduría, tal como nos decía antes Protágoras que hacían los sofistas. Aparentan, antes bien, ser superiores en la lucha y en el valor; porque piensan que, si se llega a conocer en que son superiores, entonces, todo el mundo se dedicaría a esto, a la sabiduría. Y así, ocultando su habilidad, engañan a los laconizantes de las demás ciudades, los cuales, para imitarlos, se abren las orejas, se ciñen con cintas, se aficionan a la gimnasia y usan vestidos cortos, como si los lacedemonios superasen en esto a los demás helenos. Los lacedemonios, por su parte, cuando quieren conversar libremente con sus sabios y se cansan de frecuentarlos en secreto, decretan una expulsión de estos extranjeros laconizantes, así como de cualquier otro
extranjero allí residente, y se reúnen con los sabios, a espaldas de los extranjeros. Además, no permiten, como tampoco los cretenses, que ninguno de sus jóvenes salga a las otras ciudades, para que no desaprendan lo que ellos les han enseñado. En efecto, en estas ciudades se encuentran no sólo hombres, sino también mujeres, orgullosos de su educación. Una prueba de que digo la verdad y de que los lacedemonios se educan magníficamente en filosofía y en elocuencia es la siguiente: Si alguien se pone a conversar con el más vulgar de los lacedemonios, le tendrá por un inepto en muchas de sus frases, pero luego, de repente, en un momento dado de la conversación, al igual que un hábil arquero, lanza, como un rayo, una frase corta y llena de sentido, de modo que su interlocutor no queda a su lado por encima de un niño. Por eso, hay ahora y ha habido antiguamente quienes se han percatado de esto mismo, a saber, de que laconizar consiste en aficionarse al saber mucho más que a la gimnasia, al darse cuenta de que el ser capaz de proferir tales sentencias es de hombres completamente instruidos. A esta clase de hombres pertenecieron Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Bias de Priene, nuestro Solón, Cleóbulo de Lindos, Misón de Quene y, como séptimo, se mencionaba entre éstos a Quilón de Lacedemonia. Todos ellos fueron émulos apasionados y estudiosos de la educación lacedemonia. Señal de esta su sabiduría son esas sentencias breves, dignas de recuerdo por parte de todos, que, como primicias de su sabiduría, ofrecieron conjuntamente a Apolo en el templo de Delfos, haciendo inscribir estas dos que todos repiten: Conócete a tí mismo y nada en demasía. ¿Que por qué os cuento esto? Porque esa era la manera de filosofar de los antiguos: una concisión lacónica. Y a Pítaco, en particular, se le atribuía esta sentencia celebrada por los sabios: «Lo difícil: ser bueno». Simónides, por su parte, ansioso de fama en la sabiduría, comprendió que si echaba por tierra esta sentencia, al igual que si hubiese vencido a un atleta famoso, sería célebre entre los hombres de entonces. Así pues, con la pretensión de destruir esa sentencia y por la razón indicada, compuso todo su poema. Tal es mi opinión. Examinémoslo, no obstante, todos juntos para ver si tengo razón. En efecto, el comienzo mismo del poema resultaría ya ridículo si el poeta, queriendo decir que es difícil llegar a ser un hombre bueno, introduce el «sin duda». Pues esta expresión no parece introducida por razón alguna, a menos que se suponga que Simónides se refiere a la sentencia de Pítaco para poner pegas. Al decir Pítaco: «es difícil ser bueno», Simónides disiente diciendo: «No, Pítaco; sin duda, lo difícil es llegar a ser un hombre bueno verdaderamente». No «verdaderamente bueno», pues no es a «bueno» a lo que se aplica «verdaderamente», como si hubiese algunos que son verdaderamente buenos y otros sólo buenos, pero no verdaderamente. Esto sería
evidentemente una simpleza, indigna de Simónides. Es preciso admitir en el verso una transposición de «verdaderamente» que se corresponde con el dicho de Pítaco, como si lo pusiéramos en un diálogo entre Pítaco y Simónides en el que, al decir aquél: «humanos, es difícil ser bueno», éste respondiera: «Pítaco: no dices la verdad, porque no es el ser, sino, sin duda, el llegar a ser, un hombre bueno, cuadrado de manos, de pies y de espíritu, lo verdaderamente difícil». De esta forma aparece el «sin duda» introducido con razón y el «verdaderamente» correctamente colocado al final. Y todo lo que sigue en el poema confirma que ése es el sentido. Muchas de sus partes, así como lo que se dice a propósito de cada materia, confirman que ha sido cuidadosamente compuesto, pues está lleno de encanto y elegancia. Pero resultaría excesivo analizarle de esta manera. Analicemos, pues, la idea del poema en general y su intención: Se trata, ante todo, de refutar, a lo largo de todo el poema, la sentencia de Pítaco. En efecto, poco después de este pasaje, como para justificar que, sin duda, llegar a ser un hombre bueno es verdaderamente difícil, añade: «aunque alguien sea capaz de ello por algún tiempo», pero, una vez que haya llegado a serlo, permanecer en ese estado y
posible y sobrehumano, «ser un hombre bueno», como tú dices, Pítaco, es imgio». pues «sólo un dios podría poseer este privile
Al hombre, en cambio, no le es posible ser no malo, cuando una adversidad irresistible le abate. Así pues, ¿a quién abate una irresistible adversidad en el mando de un navío? Es evidente que no al profano, porque el profano siempre está abatido. Como tampoco se derriba a quien está tumbado, sino que se derriba a quien ésta de pie, para ponerle tumbado; pero no al tumbado. Así, también, una adversidad irresistible abate a quien alguna vez tuvo recursos, no a quien siempre estuvo sin ellos: La descarga de una gran tempestad deja sin recursos al piloto, como la estación que viene desarreglada deja sin recursos
andis. Es decir, cabe que al labrador, y como le sucede al médico mutatis mutel bueno llegue a ser malo, como lo atestigua el dicho de otro poeta: El hombre bueno es, unas veces, malo, otras, bueno. Pero no cabe que el malo llegue a ser malo, porque lo es necesariamente siempre. De modo que al dotado de recursos, al sabio, o al bueno, cuando le abate una adversidad irresistible, «no le es posible ser no malo». Tú dices,
duda, es difícil llegar a serlo, aunque Pítaco, que es difícil ser bueno, pero, sin es imposible. posible; pero ser bueno
Todo hombre, que actúa bien, es bueno, pero malo, si actúa mal. Ahora bien, ¿qué es una buena actuación en lo referente a la escritura, y qué hace bueno a un hombre en escritura? Es evidente que el aprendizaje de dicha materia. ¿Cuál es la buena conducta que hace a un médico bueno?
Evidentemente, el aprendizaje de la cura de enfermos. Por otra parte, «es malo, si actúa mal»: ¿Quién podría llegar a ser un mal médico? Evidentemente, quien, en primer lugar, sea médico; y, en segundo, buen médico. Este, efectivamente, podría llegar a ser, a su vez, malo. Nosotros, en cambio, legos en medicina, nunca podríamos llegar a ser, actuando mal, ni médicos, ni arquitectos, ni cosa por el estilo. Quien actuando mal no llegue a ser médico, es evidente que tampoco será un mal médico. Así también, el hombre bueno podrá llegar a ser, en determinadas circunstancias, malo, debido a la edad o la fatiga o una enfermedad o a cualquier otra desgracia, porque la única actuación mala es ésta: privarse del saber. Pero el hombre malo nunca podrá llegar a ser malo, pues lo es siempre. Si pretende llegar a ser malo, es preciso que antes llegue a ser bueno. De modo que también esta parte del poema apunta a lo siguiente: Que no es posible ser un hombre bueno y perseverar siempre en ese estado; es posible, en cambio, llegar a ser bueno y, luego, malo. Pero, «ante todo, los mejores son aquéllos a quienes los dioses aman».
y lo que sigue lo atestigua aún Todo esto, pues, va dirigido contra Pítaco,
il mejor. Dice, en efecto: Por eso yo nunca hacia una esperanza inút
lanzaré el destino de mi vida, lo que llegar a ser es imposible buscando:
es un hombre sin tacha entre quienlos frutos de la vasta tierra compartimos. Cuando le encuentre os lo diré.
ehemencia y a lo largo de todo el poema ataca la Y sigue diciendo –con tal vsentencia de Pítaco: Pero a todo el mundo que nada vergonzoso realiza gustosamente alabo y amo, pues contra la necesidad ni los dioses luchan. También estos versos van dirigidos a ese mismo dicho. Porque Simónides no era tan poco instruido como para decir que alababa a quien no hace nada malo «gustosamente»; como si hubiese alguien que obrase mal gustosamente. Pues estoy persuadido de que ningún varón sabio piensa que hombre alguno yerre gustosamente o cometa acciones vergonzosas y malas gustosamente. Por el contrario, saben bien que todo el que comete acciones vergonzosas y malas las comete a pesar suyo. Y Simónides dice alabar, no a quien no hace mal gustosamente, sino que el «gustosamente» se lo aplica a sí mismo. Pensaba, en efecto, que un hombre de bien se hace muchas veces violencia a sí mismo para llegar a ser amigo y elogiador de ciertas personas. Muchas veces, por ejemplo, a una persona le cae en suerte una madre, un padre, una patria o algo por el estilo, un tanto especiales. Los que son malos,
cuando les sucede algo de esto, lo ven como con agrado y con sus reproches sacan a la luz y divulgan los defectos de los padres o de la patria, para que, al despreocuparse de ellos, los demás no les recriminen ni les echen en cara su despreocupación; de modo que murmuran aún más y a los odios inevitables añaden otros por su cuenta. Los buenos, por el contrario, disimulan y se esfuerzan en procurarles alabanzas; y si alguna injusticia de sus padres o de su patria les indigna, se apaciguan a sí mismos y restablecen la concordia, proponiéndose amarlos y alabarlos. Supongo que muchas veces Simónides mismo habrá considerado oportuno alabar y encomiar a un tirano o a algún otro por el estilo, no gustosamente,
o dice a Pítaco: «Pítaco, yo, si te censuro, no es o que
sino por necesidad. Y por esporque soy amigo de censurar, puestme basta quien no sea malo
el hombre sano a para la ciudad.
ni demasiado inútil:que conoce la justicia beneficiosNo denigraré a ése, pues de denigrar no soy amigo, porque no tiene límite el linaje de los necios.
ches a éstos quedará de modo que, si alguien gusta de censurar, de los reproharto. En verdad, son honestas todas las cosas con las que no están mezcladas las torpes. No dice esto como dando a entender que, en verdad, son blancas todas las cosas con las que no están mezcladas las negras, pues esto resultaría extremadamente ridículo, sino que él se contenta con la mediocridad para no censurar. Y «no busco –dice– un hombre sin tacha entre quienes compartimos los frutos de la vasta tierra. Cuando le encuentre, os lo diré». De modo que, por esta razón, no voy a alabar a nadie, ya que «me basta quien sea mediocre y no haga nada malo», puesto que «a todo el mundo alabo y amo». Emplea aquí una expresión de los mitilenos como para dirigirse a Pítaco: «A todo el mundo (...) gustosamente alabo y amo». (Dentro del paréntesis y entre pausas va) «que nada vergonzoso realiza». Porque hay personas a las que alabo y amo no gustosamente. A tí, pues, Pítaco, si dijeras una cosa medianamente conveniente y verdadera, nunca te censuraría. Pero ahora, por engañarnos gravemente en un asunto de suma importancia, bajo la apariencia de decir la verdad, por eso te censuro.
ródico y Protágoras, la intención con la que Simónides ema.
Esta es, mi opinión, Pha compuesto este poEntonces dijo Hipias:
– Me parece, Sócrates, que has explicado hábilmente el poema. Pero yo también tengo un buen comentario del mismo que os puedo ofrecer, si queréis. – De acuerdo, Hipias –repuso Alcibíades–, pero en otra ocasión. Ahora justo es que Protágoras y Sócrates cumplan lo que concertaron: si todavía Protágoras quiere preguntar, que responda Sócrates; pero si quiere ya responder a Sócrates, que pregunte éste. – Dejo a Protágoras que elija lo que más le guste –repuse–. Pero si accede a ello, dejemos a un lado las odas y poemas épicos. Con mucho gusto, Protágoras, concluiría contigo el examen de lo que te pregunté al principio. Porque las disputas sobre poesía me parecen adecuadas para los banquetes de las gentes ignorantes y vulgares; pues éstas, al no poder, debido a su falta de educación, por sí mismas mantener con las demás una conversación ni con su voz ni con sus razonamientos, alquilan flautistas, pagando cara la voz ajena de las flautas, y a través de sus sonidos se relacionan con los demás. En cambio, cuando se reúnen a comer gentes de bien y educadas, no verás ni flautistas ni bailarinas ni tañedoras de lira, sino que se bastan a sí mismas para conversar por su propia voz sin necesidad de esas bagatelas y puerilidades. Hablan y escuchan alternativa y ordenadamente, aun cuando hayan bebido vino en abundancia. Así, también este tipo de reuniones, cuando se componen de gentes como las que la mayoría de nosotros nos preciamos de ser, no tienen necesidad de voces ajenas ni de poetas a los que no cabe preguntar sobre qué hablan, en tanto que sus intérpretes, disputando sobre cualquier cuestión que no pueden probar, unos dicen que el poeta entendía esto y otros, lo otro. Los hombres virtuosos rechazan complacerse en tales reuniones; conversan entre sí por sus propios medios, poniendo a prueba el ingenio de los demás y dando prueba del suyo a través de los razonamientos. Estos son, en mi opinión, a quienes debemos más bien imitar tú y yo. Dejando a un lado los poetas, hablemos entre nosotros por nuestros propios medios, poniendo a prueba la verdad y nuestro ingenio. Si quieres preguntar aún, dispuesto estoy a responderte; o bien, si quieres,
qpermíteme preguntarte, para dar fin a las cuestiones ue habíamos iniciado e interrumpimos a la mitad. Mientras yo decía estas y otras cosas por el estilo, Protágoras no dejaba entrever qué opción tomaría. Entonces, Alcibíades, dirigiéndose a Calias le dijo: – Calias, ¿te parece correcto el proceder de Protágoras, al no querer mostrar con claridad si va a entrar en conversación o no? A mí, desde luego, no. Que dispute o que diga que no quiere disputar, para que todos nos enteremos de ello por su propia boca y para que Sócrates dispute con algún otro u otro cualquiera, si quiere, con otro.
Entonces Protágoras, avergonzado, según me pareció, por lo que decía Alcibíades y por las instancias de Calias y de casi todos los presentes, se decidió, no sin dificultad, a disputar y me mandó que le preguntase, pues estaba dispuesto a responder. – Protágoras –le dije–, no creas que mi deseo de disputar contigo es otro que
a paso. el de examinar las cuestiones sobre las que yo mismo dudo a cadPorque pienso que Homero tenía razón al decir Cuando dos hombres caminan juntos, uno observa antes que el otro, porque, todos juntos, los humanos estamos, de algún modo, mejor preparados para cualquier acción, razonamiento o pensamiento. «Quien observa algo en soledad», al punto va buscando por todas partes hasta encontrar a quien comunicárselo y con quien confirmarlo. Por eso mismo también, yo disputo más a gusto contigo que con cualquier otro, porque pienso que eres el más indicado para someter a examen, tanto las demás materias por las que el hombre de bien debe interesarse, como la virtud en particular. Porque ¿quién mejor que tú? Tú, en efecto, no sólo te crees hombre de bien, al igual que algunos otros que lo son ellos mismos de manera correcta, pero no pueden hacer tales a los demás; tú, en cambio, no sólo eres tú mismo bueno, sino que eres capaz de hacer buenos a otros. Y tienes tal confianza en tí mismo que mientras los demás ocultan su arte, tú, en cambio, haces profesión pública de él por todas las ciudades helenas, te proclamas sofista, te presentas como maestro de educación y de virtud y eres el primero que considera conveniente cobrar salario por ello? ¿Cómo, entonces, no recurrir a tí para examinar estas materias mediante preguntas y respuestas? No cabe otra solución. Y ahora, pues, deseo, por una parte, recordar desde el principio tu postura sobre aquello que primeramente preguntaba acerca de estas cuestiones y, por otra parte, reexaminarlas conjuntamente. La cuestión era, según creo, ésta: La sabiduría, la sensatez, el valor, la justicia y la piedad, ¿son cinco nombres de una sola realidad o bien cada uno de éstos se apoya en una esencia propia y en una realidad con facultad particular, de modo que ninguna de ellas es como otra? Decías entonces que no eran nombres de una sola realidad, sino que cada uno de estos nombres se aplicaba a una realidad particular y que todas éstas eran partes de la virtud, no a la manera en que lo son las partes del oro: semejantes entre sí y cada una respecto del todo del que son partes, sino como lo son las partes del rostro: diferentes entre sí y cada una respecto del todo del que son partes, poseyendo cada una facultad propia. Dime, pues, si tu opción al respecto es aún la misma que la de entonces; y si es otra, acláramela, para no tener que imputarte nada de lo que ahora te desdigas;
pues no me extrañaría que hubieses dicho entonces aquello para ponerme a prueba. – Pues te repito, Sócrates –dijo–, que todas ellas son partes de la virtud y que, si bien cuatro de ellas guardan bastante proximidad entre sí, el valor, en cambio, es bastante diferente de las restantes. Te darás cuenta de que digo la verdad por lo siguiente: Encontrarás muchos hombres que son muy injustos, muy impíos, muy intemperantes y muy ignorantes, pero, por otra parte, muy valientes, con diferencia.
los – Espera –dije–, porque merece la pena examinar lo que dices. ¿Avalientes les llamas audaces o bien alguna otra cosa? – Y también arriesgados, ya que van a donde la mayoría tiene miedo a ir.
e tienes por – Veamos, pues, ¿afirmas que la virtud es algo bello y que tú t
o el juicio. maestro de ella precisamente en cuanto es bella?
menos que yo haya perdidMuy bella, efectivamente, a– Y ésta ¿es en parte fea y en parte bella o toda bella?
máximum. en los pozos?
– Toda bella, al– ¿Sabes quiénes se sumergen audazmente– Sí; los buzos. – ¿Porque saben o por alguna otra razón? – Porque saben.
son audaces en la lucha a caballo? ¿Los jinetes o los que no – ¿Y quiénes saben montar a caballo? – Los jinetes. – Y en el caso de la lucha con escudo, ¿quiénes?, ¿los que son soldados de escudo o los que no lo son? – Los que son soldados de escudo. Y así en todo lo demás, si es eso lo que buscas: los entendidos son más audaces que los no entendidos, y aquéllos, a su vez, cuando han aprendido, más que antes de aprender.
nos que, sin entender de nada de esto, son, no s?
– ¿Y no has visto a alguobstante, audaces en cada una de las circunstancias anteriore– ¡Pero que muy audaces! – Quienes así son audaces, ¿acaso no son también valientes? – El valor, en ese caso, sería una cosa fea, porque los tales no están en su sano juicio.
qué–, ¿cómo llamas a los valientes?; ¿no dijiste que eran los – Entonces –repliaudaces? – Y lo mantengo. – ¿No es cierto –repuse– que quienes son audaces de ésta última manera te parecen, no valientes, sino locos, y por otra parte, que los más sabios son los más audaces y, al ser los más audaces, los más valientes y, según este razonamiento, la sabiduría sería valor?
– Sócrates, no reproduces bien lo que yo he dicho al responderte. Al ser preguntado por tí si los valientes son audaces, asentí, pero sobre si los audaces son valientes no fui preguntado. Si me lo hubieras preguntado, te habría dicho que no todos. En cuanto a mi asenso, no has demostrado que los valientes no son audaces y que, por lo tanto, asentí incorrectamente. Luego, estableces que, de éstos, los entendidos son más audaces que los no entendidos, y de aquí deduces que el valor y la sabiduría son lo mismo. Siguiendo por este camino, podrías también deducir que la fuerza es sabiduría. Pues si volvieses de nuevo a preguntarme si los fuertes son potentes, respondería que sí. Y después, si los diestros en la lucha son más potentes que los no diestros y si aquéllos, cuando han aprendido, más que antes de aprender; y también respondería afirmativamente. El haber asentido yo a esto te permitiría, valiéndote de estos mismos argumentos, afirmar que, según mi asenso, la sabiduría es fuerza. Pero tampoco en este caso admito yo que los potentes son fuertes, pese a que los fuertes son potentes, pues potencia y fuerza no son la misma cosa, sino que la potencia es lo que procede del saber y también de la locura y de la pasión; la fuerza, en cambio, lo que procede de la naturaleza y de la buena alimentación del cuerpo. Así, también, en el caso anterior, audacia y valor no son la misma cosa: Sucede que los valientes son audaces, pero no, que los audaces son todos valientes. En el hombre, la audacia, como la potencia, procede del arte así como de la pasión y de la locura. El valor, en cambio, procede de la naturaleza y de la buena alimentación del espíritu.
tágoras –repliqué–, admites tú que, de los hombres, unos viven bien y – Prootros, mal? – Sí.
te parece que un hombre vive bien, si vive con pesadumbres y con – ¿Y dolores? – No.
i uno acaba sus días después de haber pasado una vida agradable, ¿no te – Y sparecería que ha vivido bien? – Sí.
r desagradablemente, – Por lo tanto, vivir agradablemente es bueno, y vivimalo. – A condición de vivir complaciéndose en cosas bellas. – ¡Pero qué dices, Protágoras! ¿Es que tú también, como la mayoría, llamas malas a ciertas cosas agradables y buenas a ciertas cosas molestas? Pues te digo: ¿No es cierto que las cosas agradables son buenas en cuanto tales y no en cuanto lo que de ellas se sigue, y por otra parte, que las cosas molestas son malas de la misma manera, esto es, en cuanto que son molestas?
– No sé, Sócrates, si he de responderte de forma tan escueta como tú preguntas, a saber, que las cosas agradables son todas buenas y las molestas, malas. Me parece que la manera más acertada consiste en responder con la vista puesta, no sólo en este caso concreto, sino en toda la experiencia de mi vida: Hay ciertas cosas agradables que no son buenas; también hay ciertas cosas molestas que no son malas, y hay otras que sí lo son y, en tercer lugar, las hay que son neutras: ni buenas ni malas.
o llamas agradables a las cosas que conllevan placer o lo – ¿Acaso nproducen? – Sin duda.
a s– Pues bien, al pregunt rte si la cosas agradables no buenas, te estoy preguntando si el placer mismo no es bueno. – Como tú sueles decir siempre, Sócrates, examinemos este punto. Si el
adable y lo bueno son lo examen nos parece correcto y resulta que lo agrmismo, asentiremos; si no, discutiremos. – ¿Prefieres dirigir tú el examen o que lo dirija yo? – Justo es que lo dirijas tú, ya que tú iniciaste la discusión. – Veamos, pues, si conseguimos aclarar la cuestión de la siguiente manera: Si alguien, por ejemplo, tuviera que examinar en un hombre su salud o algún otro aspecto de la actividad corporal, al ver el rostro y las extremidades de las manos, diría: «Ea, descúbrete y muéstrame el pecho y la espalda para que pueda examinarte mejor». Pues algo similar pido yo también para mi examen. Después de haber observado por tus palabras cómo opinas respecto de lo bueno y de lo agradable, he de decirte algo así como: «Ea, Protágoras, descúbreme este otro aspecto de tu pensamiento»: ¿Qué opinas del saber?; ¿piensas sobre el particular como la mayoría de la gente o de modo diferente? La mayoría de la gente piensa, efectivamente, sobre el saber lo siguiente: Que no es algo eficaz, ni algo que rige, ni algo que manda. Antes bien, está convencida de que, muchas veces, aun dándose en un hombre el saber, no es su saber el que manda, sino otra cosa: unas veces la pasión, otras el placer, otras la tristeza; a veces el amor, frecuentemente el temor. En una palabra, consideran, sin más, el saber como algo traído y llevado por todo lo demás, igual que un esclavo. ¿Es así como tú opinas del saber, o bien consideras que el saber es bello y capaz de mandar, de modo que quien conoce lo bueno y lo malo no será forzado por ningún otro principio a hacer
q eotra cosa distinta de la que el saber prescribe y u , por lo tanto, la sensatez es suficiente para socorrer al hombre? – Opino, efectivamente, como dices, Sócrates, y, además, a mí más que a ningún otro me resultaría vergonzoso no admitir que la sabiduría y el saber son los que más poder tienen de todo lo humano.
– Bien dices y con verdad. Sin embargo, sabes que la mayoría de la gente no nos cree y que sostiene, en cambio, que muchos, conscientes de lo que es mejor y pudiendo hacerlo, sin embargo, no quieren y hacen otra cosa. Y a cuantos de éstos he preguntado la causa de tal conducta, responden que
c i m c quienes actúan así lo ha en venc dos y do inados por el pla er o por el sufrimiento o por algo de lo antes mencionado. – Pienso, Sócrates, que también en otras muchas cosas los hombres se engañan. – ¡Vamos!, intenta conmigo persuadir a esas gentes y enseñarlas en qué consiste esa experiencia a la que llaman «ser vencido por el placer» y debido a la cual no hacen lo mejor, aunque lo conozcan. Es probable que, al decirles nosotros: «amigos, no habláis correctamente y os engañáis», nos preguntasen: «Protágoras y Sócrates, si no es esa experiencia, "ser vencido por el placer", ¿cuál es entonces? ¿por qué no nos explicáis en qué consiste? Decídnoslo». – ¿Pero por qué, Sócrates, tenemos que examinar la opinión de la mayoría de los hombres, que dice lo primero que se les ocurre? – Porque creo –repuse–, que ello nos sirve para dilucidar qué relación guarda el valor con las restantes partes de la virtud. Por eso, si tienes a bien mantenerte en lo que antes hemos convenido, esto es, que yo dirija dicho
no quieres examen en la forma a mi entender más esclarecedora, sígueme; si y prefieres dejarlo, lo dejo. – ¡Ni mucho menos!; tienes razón, continúa como has comenzado. – Pues bien, si nos preguntasen de nuevo: «¿Qué entendéis, entonces, por eso que nosotros llamamos «ser vencidos por el placer». Yo les diría lo siguiente: «Oíd: Protágoras y yo vamos a intentar explicároslo. ¿Qué otra cosa amigos, queréis decir que sucede en tales situaciones sino, por ejemplo, que, frecuentemente, dominados por cosas que son agradables tales como alimentos, bebidas, afrodisíacos, pese a conocer que estas cosas resultan dañosas, sin embargo, las hacéis?». Ellos lo admitirían. En este caso, tú y yo seguiríamos preguntando: «¿Por qué decís que esas cosas son dañosas? ¿Acaso porque proporcionan ese placer momentáneo y cada una de ellas resulta agradable o bien porque producen ulteriormente enfermedades y acarrean penurias y otras muchas cosas por el estilo? En caso de que no acarreasen posteriormente nada de eso y produjesen solamente alegría, ¿serían igualmente malas por el hecho de que sólo y en cualquier caso producen alegría?». Supongamos, Protágoras, que no nos responden otra
entáneamente es y demás.
cosa sino que tales cosas son malas, no por producir momplacer, sino por sus efectos ulteriores, tales como enfermedad– Supongo –dijo Protágoras– que la mayoría respondería eso.
– ¿No es cierto que, al producir enfermedades, producen dolores y, al producir penurias, producen dolores? Pienso que así lo reconocerían. También Protágoras convino en ello. – «¿No os parece, amigos, que, como Protágoras y yo decimos, esas cosas no
an en dolores y privan de otros placeres?». son malas sino porque acab¿Estarían de acuerdo? Ambos convinimos en que sí. – Y si luego les presentásemos la pregunta opuesta: «Amigos, cuando decís que las cosas dolorosas son buenas, ¿no es cierto que os referís a cosas tales como los ejercicios gimnásticos, la disciplina militar, las curas médicas
cirugía o fármacos o dietas, y a que éstas, aunque a ad
realizadas mediante s d s bde agra able , son uen s». ¿Lo mitirían?
A él le pareció que sí. – «¿Y por qué las llamáis buenas?; ¿acaso porque proporcionan momentáneamente penas y dolores muy duros, o bien porque de ellas se siguen luego la salud, la buena constitución del cuerpo, la salvación de la
más y las riquezas?». Pienso que asentirían a ciudad, el dominio sobre los deesto último. También a él le pareció que sí. – «¿Y no es cierto que esas cosas no son buenas sino porque acaban en placeres y os evitan o alejan los sufrimientos? ¿Podéis indicarnos otro fin
imientos al que dirigís la vista para llamar a distinto de los placeres y los sufrestas cosas buenas?». Pienso que no podrían indicarlo. – Yo creo que tampoco –repuso Protágoras.
e perseguís el placer como una cosa buena y rehuís el – «¿No es cierto qusufrimiento como una cosa mala?» – Sin duda –dirían. – «Por lo tanto, consideráis que el sufrimiento es malo y el placer, bueno, puesto que de una misma alegría decís que es mala cuando os priva de mayores placeres que los que ella misma aporta o cuando de por sí proporciona más sufrimientos que placeres. Puesto que si a la alegría en sí la
punto de vista, llamaseis mala por alguna otra razón o desde algún otropodríais indicárnoslo, pero no os será posible». – Tampoco creo yo que les sea posible –añadió Protágoras. – «Y, a su vez, ¿no sucede lo mismo con la aflicción en sí misma? ¿Acaso no llamáis buena a la aflicción en sí cuando evita mayores sufrimientos que los que conlleva o cuando proporciona más placeres que sufrimientos? Puesto que si tuvierais algún otro punto de vista que no sea éste que digo desde el cual llamáis buena a la aflicción en sí, podríais indicárnoslo, pero no os será posible».
– Hablas con verdad –repuso Protágoras. – Si por vuestra parte me preguntaseis: «¿por qué insistes tanto en esto y de tantas maneras?», yo respondería: «Amigos, perdonadme. En primer lugar, no resulta fácil determinar qué es eso a lo que llamáis «ser vencido por el placer»; en segundo lugar, porque de este punto dependen las demás demostraciones. Pero aún es posible rectificar la opinión, si, por otra parte, podéis afirmar que lo bueno es algo distinto del placer o que lo malo, algo distinto del dolor; ¿o bien os basta con pasar la vida agradablemente y sin sufrimiento? Si os basta con esto y no podéis sostener que lo bueno o lo malo sea otra cosa distinta de lo que acaba en placer o en dolor, entonces escuchad lo que sigue: Si esto es así, sostengo que vuestra forma de hablar es ridícula, cuando decís que un hombre, con frecuencia, consciente de que una cosa mala es mala y pudiendo no realizarla, la realiza, sin embargo, arrastrado y turbado por los placeres, y por otra parte, cuando decís asimismo que un hombre, consciente de lo que es bueno, rehusa realizarlo a causa de los placeres momentáneos y vencido por ellos. Y que estas afirmaciones resultan ridículas queda de manifiesto si, en vez de emplear muchos nombres: «agradable», «molesto», «malo», «bueno», dado que quedó demostrado que había dos cosas, designamos éstas con dos nombres: Primero con «bueno» y «malo»; luego con «agradable» y «molesto». Esto supuesto, repitamos ahora en este contexto que un hombre, consciente de que una cosa mala es mala, sin embargo, la realiza. Si alguien nos pregunta entonces: «¿Por qué?». «Porque ha sido vencido» –responderemos. «¿Por qué?» –nos preguntará. Nosotros no podemos responder ya que por el placer, puesto que otro nombre está en lugar de «placer», a saber, «bueno». Al responder, pues, a aquél y decir que ha sido vencido, nos dirá: «¿Por qué?». «Por lo bueno, ¡voto a Zeus!» –diremos. Entonces, si nuestro preguntante es dado a la burla, se reirá y dirá: «Decís una cosa ridícula: alguien realiza una cosa mala, consciente de que es mala y que no debe realizarla, vencido por lo bueno. Pero ¿es que en este caso valía más que no venciese en vosotros lo bueno o valía más que sí?». Responderíamos, evidentemente, que valía más que no. En caso contrario, aquél que decimos ha sido vencido por los placeres, no habría incurrido en falta. Sin duda, él continuará: «Según qué criterio vale más lo bueno que lo malo o lo malo que lo bueno? ¿No será en virtud de que lo uno es mayor y lo otro menor o bien lo uno más y lo otro menos?». No tendríamos otra respuesta. «Es, pues,
s vevidente –añadirá– que por « er encido» entendéis escoger un mal mayor a cambio de un bien menor». Así son las cosas. Empleemos ahora de nuevo los nombres «agradable» y «molesto» en este mismo contexto y digamos que un hombre realiza lo que antes llamábamos «malo» y ahora «molesto», consciente de que es molesto, vencido por lo
agradable, que, evidentemente, vale más que no venza. Pero ¿qué otra valoración cabe en lo tocante al placer y al sufrimiento, si no es la del exceso y el defecto, esto es, ver si lo uno respecto de lo otro resulta ser más o menos, superior o inferior? Y si alguien me dice: «pero, Sócrates, existe una gran diferencia entre lo agradable presente y lo agradable o penoso futuro», yo le replicaré: «Pues ¿en qué, que no sea en placer o en sufrimiento? Porque no hay otra diferencia. La situación es la de un hombre que sabe pesar bien, poniendo en los platillos de la balanza las cosas agradables y las penosas, tanto las presentes como las futuras; luego, di cuál es más. Pues si pesas cosas agradables con cosas agradables, hay que elegir siempre las mayores y las más; si penosas con penosas, las menos y más pequeñas; si pesas agradables con penosas y ves que las molestas son superadas por las agradables, bien sean las presentes por las futuras o las futuras por las presentes, entonces has de realizar la acción que cumpla estos requisitos; pero si las agradables son superadas por las molestas, no debes realizar la
migos, otra solución?». Estoy seguro de acción que implique tal cosa. ¿Cabe, aque no podrían decir otra cosa. También convino en ello Protágoras. – Puesto que esto es así, les diré: «Respondedme a esto: ¿Es cierto o no que a simple vista una misma magnitud os parece mayor de cerca y menor de lejos?». Ellos dirían que sí. «¿Y no sucede lo mismo con los grosores y con las
e voces iguales parecen mayores de cantidades?; ¿y no sucede también qucerca y menores de lejos? – Así les parecería –repuso Protágoras. – «Si, pues, nuestra felicidad consistiese en lo siguiente: en escoger y realizar cosas de grandes dimensiones y en rechazar y no realizar las de pequeñas dimensiones, cuál os parece que sería la salvación de nuestra vida?; ¿el arte de medir o la facultad de las apariencias?; ¿no es cierto que ésta última nos confunde y, con frecuencia, hace que tomemos unas cosas por otras o que nos arrepintamos de nuestra conducta y de la elección de lo grande o lo pequeño? El arte de medir, en cambio, dejaría sin valor estas apariencias y, mostrándonos la verdad, proporcionaría tranquilidad a nuestra alma, por mantenerse en la verdad, a la vez que constituiría la salvación de nuestra
es que el arte que nos iba a vida». A la vista de esto, ¿reconocerían esas gentsalvar en ese caso es el arte de medir, o bien otro? – Que es el arte de medir –reconoció Protágoras. – «¿Y qué pasaría si la salvación de nuestra vida dependiese de la elección entre lo par y lo impar y de saber cuándo hay que elegir correctamente lo más y cuándo lo menos, bien sea en la comparación de cada uno consigo mismo bien en la comparación de cada uno con los otros, ya estén próximos, ya distantes?
¿Cuál sería la salvación de nuestra vida? ¿no es cierto que sería un saber?; ¿no sería éste un saber medir, puesto que éste es el arte que trata del exceso
par, ¿será otro que el de la y del defecto?; y puesto que trata de lo par y lo imaritmética?». ¿Estarían de acuerdo esas gentes o no? A Protágoras le pareció que estarían de acuerdo. – «Y bien, amigos, puesto que hemos quedado en que la salvación de nuestra vida consiste en la correcta elección del placer y del sufrimiento. según que sea más o menos, mayor o menor, más remoto o más inmediato, ¿no os parece que esta apreciación del exceso o del defecto o de la igualdad de uno respecto de otro es, ante todo, un arte de medir?». «Necesariamente». «¿Y
e de medir es también necesariamente un arte y un que en cuanto artsaber?». – Asentirán a esto. – «Qué clase de arte y de saber es, luego lo veremos. Con que sea un saber me basta para la explicación que teníamos que daros Protágoras y yo sobre lo que nos habéis preguntado. Iniciasteis las preguntas, si recordáis, justo cuando Protágoras y yo estábamos de acuerdo en que nada hay más fuerte que el saber, el cual siempre domina, dondequiera que se encuentre, sobre el placer y sobre todo lo demás. Decíais entonces que el placer domina con frecuencia incluso sobre el hombre que sabe. Al no estar nosotros de acuerdo con vosotros nos preguntasteis: "Protágoras y Sócrates, si no es esa experiencia, 'ser vencido por el placer', ¿cuál es, entonces?; ¿por qué no nos explicáis en qué consiste? Decídnoslo". Si os hubiéramos dicho de inmediato que era la ignorancia, os hubierais reído de nosotros. Ahora, en cambio, si os reís de nosotros, os reís de vosotros mismos; porque habéis admitido que yerra por falta de saber quien yerra en la elección de los placeres y de los sufrimientos, esto es, en la elección de lo bueno y de lo malo. Y no sólo que es por falta de saber, sino que también reconocisteis más adelante que es por falta de saber medir. Ahora bien, sabéis que toda acción errada por falta de saber se realiza por ignorancia; de modo que "ser vencido por el placer" es la mayor de las ignorancias, y de la que Protágoras, junto con Pródico e Hipias, se dice médico. Pero, vosotros, por creer que se trata de otra cosa distinta de la ignorancia, no acudís ni enviáis a vuestros hijos a los sofistas aquí presentes, maestros en estas materias; como si ellas no fueran enseñables, antes bien, avaros de vuestro dinero, por no dárselo a éstos, actuáis mal, tanto privada como públicamente». He aquí lo que habríamos respondido a la mayoría. Pero ahora, junto con
es hora de que falso.
Protágoras, os pregunto a vosotros, Hipias y Pródico (pues ya participéis en la disputa) si lo que digo os parece verdadero o A todos les pareció que lo dicho era pero que muy verdadero.
– Así, pues –añadí–, estáis de acuerdo en que lo agradable es bueno y lo molesto, malo. Dejo de lado ahora la distinción de los nombres de Pródico: Bien digas «agradable», «delectable» o «regocijante», bien gustes de llamar a
er, estimado Pródico, al esto de cualquier modo o manera, ten a bien respondcontenido de mi pregunta. Pródico, sonriendo, asintió; e igualmente los demás. – Y bien, amigos –proseguí–, ¿qué pensáis al respecto?; ¿no es cierto que
ncaminadas a vivir agradablemente y sin sufrimientos todas las acciones eson bellas?; ¿y no es cierto que una obra bella es buena y útil? Convinieron en ello. – Si, pues, lo agradable es bueno, nadie, sabiendo o creyendo que otras acciones son mejores que la que él realiza, si le es posible, va y la realiza,
s mejor. Y dejarse vencer no es otra cosa que pudiendo realizar la que eignorancia, en tanto que superarse a sí mismo no es otra cosa que sabiduría. Todos convinieron en ello.
ia al hecho de tener una falsa opinión y – Y bien, ¿acaso no llamáis ignorancde engañarse sobre las cosas de mucha importancia? También convinieron todos en ello. – ¿Qué otra conclusión sacar, entonces, sino que nadie va por gusto hacia lo malo ni hacia lo que considera malo y que, según parece, no está en la naturaleza del hombre el deseo de ir tras lo que considera malo con
caso de verse obligado a escoger entre dos preferencia a lo bueno, y que, enmales, nadie escoge el mayor, pudiendo escoger el menor? Todos convinieron en todo esto. – Y bien –proseguí–, ¿hay algo a lo que llamáis temor o miedo? ¿Llamáis eso
u j a aa lo mismo q e yo? A tí me diri o ahora, Pródico. Yo ll mo esto cierta espera de un mal, tanto si la llamáis temor como si miedo. Protágoras e Hipias convinieron en que efectivamente, esto era temor o miedo. Pródico, en cambio, convino en que era temor, pero no miedo. – Nada importa eso. Pródico –repuse–. Lo importante es lo siguiente: Si lo anterior es verdad, ¿acaso un hombre sentirá deseos de ir tras lo que teme pudiendo ir tras lo que no teme? ¿No resulta esto imposible según lo que hemos concertado? En efecto, quedamos de acuerdo en que lo que se teme
e por gusto va tras, ni toma, lo que es lo que se considera malo, y que nadiconsidera malo. Todos convinieron en esto. Yo proseguí: – Esto supuesto, Pródico e Hipias, que Protágoras nos justifique la verdad de lo que respondió al principio. No lo del principio del todo, esto es, que siendo cinco las partes de la virtud ninguna de ellas es como otra, sino que cada una de ellas posee facultad propia; ahora no me refiero a esto, sino a lo que dijo después. En efecto, a continuación afirmó que cuatro de ellas guardaban
bastante proximidad entre sí, pero que el valor era bastante diferente de las restantes; afirmó que yo me daría cuenta de ello mediante la prueba siguiente: «Sócrates –dijo–, encontrarás hombres que son muy impíos, muy injustos, muy intemperantes y muy ignorantes, pero, por otra parte, muy valientes». Yo, entonces, quedé de momento sorprendido de la respuesta, pero más sorprendido aún he quedado después de haber tratado esto con vosotros. Le pregunté, en efecto, si a los valientes les llamaba audaces. «Sí –
sgados». ¿Recuerdas, Protágoras, que respondiste dijo–; y, además, arrieesto? Dijo que sí se acordaba.
proseguí–; dinos: ¿En qué afirmas tú que son arriesgados o mismo que lo son los cobardes?
– Veamos, pues –los valientes? ¿En l
ondió. – No –resp– ¿En otras cosas? – Sí –dijo.
ntan las situaciones que inspiran confianza en – Entonces, ¿los cobardes afrotanto que los valientes, las terribles? – Así opina la gente, Sócrates. – Tienes razón –repuse–; pero no te pregunto eso, sino en qué afirmas tú que son arriesgados los valientes: ¿En las situaciones terribles, creyendo que son tales, o en las que no lo son? – Según las razones que antes exponías, ha quedado demostrado que lo primero es imposible. – También en esto tienes razón –repuse–; de modo que si ha quedado demostrado eso correctamente, entonces nadie afronta las situaciones que
ue, dejarse vencer, hemos visto que es considera terribles, puesto qignorancia. Protágoras estuvo de acuerdo. – Por lo tanto, todos afrontan las situaciones que inspiran confianza, tanto los cobardes como los valientes, y en este sentido, afrontan lo mismo los cobardes y los valientes. – Sin embargo, Sócrates, las situaciones que afrontan los cobardes y los
ean ir a la guerra, valientes son totalmente opuestas. Por lo pronto, unos des. otros, en cambio, no
– Ir a la guerra –repuse–, ¿es una cosa bella o vergonzosa? – Bella –respondió.
es buena? Pues quedamos de – ¿Y no hemos convenido en que, si es bella,acuerdo en que todas las acciones bellas son buenas. – Tienes razón, y así me ha parecido siempre. – Bien –repuse–. Pero ¿quiénes son los que, según dices, no quieren ir a la guerra, pese a ser una cosa bella y buena?
– Los cobardes –respondió. e, si es una cosa bella y buena, es también – ¿Y no es cierto –repuse– qu
agradable? – En eso hemos quedado –dijo.
ás – ¿Pero es que los cobardes no desean ir, a sabiendas, hacia lo que es mbello y mejor y más agradable? – Si admitimos esto, echamos por tierra los puntos de acuerdo anteriores.
ende hacia lo que es más bello y mejor y más – ¿Y el valiente? ¿No tiagradable? – Necesario es admitirlo.
es verdad que los valientes no tienen miedos – Y en general, ¿no vergonzosos, cuando temen, ni confianzas vergonzosas, cuando confían? – Es verdad –respondió.
ierto que son bellos? Estuvo de acuerdo – Y si no son vergonzosos, ¿no es clo. en el
– Y si bellos, también buenos, ¿ no? – Sí.
que los cobardes, los confiados y los furiosos – Por el contrario, ¿no es cierto tienen miedos vergonzosos y confianzas vergonzosas? Estuvo de acuerdo en ello.
sas confianzas vergonzosas y malas que tienen los cobardes, ¿de – Pero edónde proceden sino del desconocimiento y de la ignorancia? – Así es.
r lo que los cobardes son cobardes, ¿lo llamas cobardía – Y bien, a aquello poo valentía?
uda. cosas terribles?
– Cobardía, sin d– ¿Y no quedamos en que son cobardes por ignorancia de las
ctamente. – Exa– ¿Son, por consiguiente, cobardes debido a esta ignorancia? – Sí.
abas de afirmar que aquello por lo que son cobardes es la – ¿Y no accobardía? Dijo que sí.
ía ignorancia de las cosas terribles y de las no – Así, pues, ¿no será la cobardterribles?
o de aprobación. Hizo un sign– Por otra parte –proseguí–, el valor es lo contrario de la cobardía. – Sin duda.
o temibles. ¿no es lo contrario de la – Y la sabiduría de las cosas terribles y nignorancia de tales materias? También hizo otro signo de aprobación.
– Y la ignorancia de estas materias, ¿no es la cobardía? Concedió esto de muy mala gana. – Por consiguiente, la sabiduría de las cosas temibles y no temibles es el valor, ya que ella es lo contrario de la ignorancia de estas materias, ¿no?
encio Sobre esto no quiso ya hacer signo alguno de aprobación y guardó silEntonces. yo le dije:
e pasa, Protágoras, que – ¿Qué t ni afirmas ni niegas lo que te pregunto? – Concluye tú mismo –me dijo. – Bien; pero haciéndote aún una última pregunta: ¿Sigues aún opinando, como al principio, que hay hombres muy ignorantes y, sin embargo, muy valientes? – Sócrates, me pareces un porfiado al obligarme a responder; así, pues, voy a darte ese gusto. Te respondo que lo que me preguntas me parece insostenible, según lo que hemos concertado. – En verdad –repuse– que el motivo por el que te pregunto todo esto no es otro que el deseo de poner en claro qué relaciones guardan las cuestiones concernientes a la virtud y qué es la virtud misma. Pues estoy seguro de que, una vez aclarado esto, inmediatamente quedará dilucidado aquello sobre lo cual tú y yo nos hemos extendido con largos discursos: Yo sosteniendo que la virtud no es enseñable; y tú, que sí es enseñable. Y el resultado de nuestra disputa me está pareciendo en este momento algo así como un individuo que nos acusa y se burla de nosotros. Si pudiera tomar la palabra, nos diría: «Sócrates y Protágoras, sois de lo que no hay. Tú, Sócrates, que al comienzo afirmabas que la virtud no es enseñable, te esfuerzas ahora en contradecirte, procurando demostrar que todo esto es saber: la justicia, la sensatez, el valor. Esta es la mejor manera de indicar que la virtud es enseñable; porque si la virtud fuera algo distinto del saber, como intentaba sostener Protágoras, evidentemente no sería enseñable; mientras que, si ahora aparece completamente como un saber, como tú defiendes, Sócrates, resultaría sorprendente que no fuera enseñable. Protágoras, a su vez, que dio, entonces, por sentado que era enseñable, parece ahora empeñado en lo contrario, pareciéndole cualquier cosa antes que un saber, por lo que de ningún modo sería enseñable». Por lo que a mí respecta, Protágoras, al ver que todas estas cuestiones están sumamente confusas, siento el más vivo deseo de que queden aclaradas, por lo que me gustaría, luego de haber discutido estas cuestiones, llegar a dilucidar qué es la virtud y examinar de nuevo si es o no enseñable. Pues me temo que tu Epimeteo se haya burlado de nosotros haciéndonos fracasar en nuestra indagación, de la misma manera que, según tú, nos olvidó en su distribución. Por eso, en el mito me gustó más Prometeo que Epimeteo. Siguiendo su ejemplo y velando por los intereses de mi vida, me ocupo de
todas estas cuestiones. Y si quieres, como te decía al principio, me agradaría muchísimo examinarlas junto contigo. Dijo, entonces, Protágoras: – Sócrates, alabo tu celo y tu manera de exponer los razonamientos. Pues yo, que, según creo, no tengo otros vicios, lo que no tengo ni mucho menos es envidia; por eso, ya tengo dicho de tí delante de mucha gente que; de todos los que trato, y en especial, de todos los de tu edad, es a tí a quien más admiro. Y añado que no me sorprendería que llegaras a ser un hombre famoso en sabiduría. Por lo que respecta a estas cuestiones, las dejamos
a apara otra ocasión; para cuando quieras;por hora b sta. pues tengo que atender otros asuntos. – Pues, entonces –repuse–, hagamos, si te parece, como dices; porque
haberme marchado, pero también yo, como dije, hace tiempo que tenía quee quedé por complacer al noble Calias. m
Después de intercalar estas palabras, nos fuimos.
latón, Protágoras, edición de J. Burnet (Oxford 1903) latón, Protágoras, traducción de J. Velarde (Oviedo 1980) PP
Lisis o de la amistad Sócrates – Hipotales – Ctesipo – Menexenes – Lisis Sócrates Iba de la Academia al Liceo por el camino de las afueras a lo largo de las murallas, cuando al llegar cerca de la puerta pequeña que se encuentra en el origen del Panopo, encontré a Hipotales, hijo de Hierónimo, y a Ctesipo del ueblo de Peanea,{1} en medio de un grupo numeroso de jóvenes. Hipotales, pque me había visto venir, me dijo: —¿A dónde vas, Sócrates, y de dónde vienes? —Vengo derecho, le dije, de la Academia al Liceo. ¿No puedes venir con nosotros, dijo, y desistir de tu proyecto? La cosa, sin —
embargo, vale la pena. —¿A dónde y con quién quieres que vaya? le respondí. —Aquí, dijo, designándome frente a la muralla un recinto, cuya puerta staba abierta. Allá vamos gran número de jóvenes escogidos, para eentregarnos a varios ejercicios. [222] —Pero ¿qué recinto es ese, y de qué ejercicios me hablas? —Es una palestra, me respondió, en un edificio recién construido, donde nos jercitamos la mayor parte del tiempo pronunciando discursos, en los que etendríamos un placer que tomaras parte. —Muy bien, le dije, pero ¿quién es el maestro?
s Miccos. —Es uno de tus amigos y de tus partidarios, dijo, e —¡Por Júpiter! ¡no es un necio; es un hábil sofista!
¡Y bien! ¿quieres seguirme y ver la gente que está allí dentro? —
—Sí, pero quisiera saber lo que allí tengo de hacer, y cuál es el joven más hermoso de los que allí se encuentran.
e dijo: —Cada uno de nosotros, Sócrates, tiene su gusto, m
e, ¿cuál es tu inclinación? —Pero tú, Hipotales, dim Entonces él se ruborizó. —Hipotales, hijo de Hierónimo, le dije, no tengo necesidad de que me digas, si amas o no amas; me consta, no sólo que tú amas, sino también que has llevado muy adelante tus amores. Es cierto que en todas las demás cosas soy n hombre inútil y nulo, pero Dios me ha hecho gracia de un don particular
que ama y el que es amado. uque es el de conocer a primer golpe de vista el Al oír estas palabras, se ruborizó mucho más. —¡Vaya una cosa singular! Hipotales, dijo Ctesipo. Te ruborizas delante de Sócrates y tienes reparo en descubrir el nombre que quiere saber, cuando por poco tiempo que permanezca cerca de tí, se fastidiará hasta la saciedad de oírtelo repetir. Sí, Sócrates, nos tiene llenos y hasta ensordecidos con el nombre de Lisis; y sobre todo, cuando se excede algo en la bebida, se nos figura, al despertar al día siguiente, estar oyendo el nombre de [223] Lisis. Y todavía es disimulable, cuando sólo lo hace en prosa en la conversación, pero no se limita a esto, sino que nos inunda con sus piezas en verso. Y lo intolerable es el oírle cantar en loor de su querido con una voz admirable; in embargo, nos precisa a escucharle. Y ahora viene ruborizándose al oír tus spreguntas. Ese Lisis, le dije, es muy joven a mi entender. Supongo esto, porque al —
nombrarle tú, no he podido recordarle. —En efecto, sólo se le conoce con el nombre de su padre, que todos saben uién es. Pero debes conocerle de vista, porque para esto basta haberle visto quna vez. —Dime, ¿de quién es hijo?
Es el hijo mayor de Demócrates, del pueblo de Exonea. —
—Tus amores, Hipotales, son nobles, y te honran en todos conceptos. Pero explícate ahora, como lo hacías delante de tus camaradas, porque quiero aber si conoces el lenguaje que conviene tener sobre amores delante de la
ras personas. spersona que se ama, ya estando solos, ya estando delante de ot
rido Ctesipo? —Sócrates, me dijo, ¿crees todo lo que te ha refe —¿Quieres decir que no amas al que ha citado?
s. —No, dijo, pero no he hecho versos, ni escrito nada sobre mis amore
d —Ha perdido el buen sentido, dijo Ctesipo; divaga y está fuera e sí. —Hipotales, le dije, no tengo deseos de oír tus cánticos, ni tus versos, si realmente los has compuesto para ese joven; pero sí querría saber el sentido n que están, para asegurarme de tus disposiciones respecto a la persona eamada. —Ctesipo te lo dirá mejor, respondió, porque debe saberlos perfectamente, uesto que dice tener aturdidos ya los oídos con la historia de mis amores.
p[224] —Sí, ¡por los dioses! exclamó Ctesipo, lo sé perfectamente, y es cosa sumamente graciosa. Hipotales es el amante más atento y más preocupado del mundo, y sin embargo, nada dice de sus amores, que otro joven no pueda decir tan bien como él. ¡Esto es muy singular! Él nos canta y nos repite todo lo que se repite y se canta en la ciudad sobre Demócrates y sobre Isis, abuelo suyo, y sobre todos sus antepasados, sus riquezas, sus corceles sin número, sus victorias en Delfos, en el Istmo, en Nemea, en la carrera de los carros y carrera de caballos, y otras historias más viejas aún. Últimamente, Sócrates, nos cantó una pieza sobre la hospitalidad que Hércules había merecido a uno de los abuelos de Lisis, pariente del mismo Hércules, y que había nacido de Júpiter y de la hija del que fundó el barrio de Exonea; leyendas referidas or todas las viejas, que él rebusca, canta, y nos obliga a que se las pescuchemos. Hipotales, dije yo entonces, ¡vaya una cosa singular! ¿compones y cantas —
tu propio elogio antes de haber vencido?
Pero, Sócrates, no es para mí lo que compongo y lo que canto. —
—Por lo menos, le respondí yo, tú no lo crees. —¿Qué quiere decir eso? Sócrates. —Es, le dije, que si eres dichoso con tales amores, tus versos y tus cantos redundarán en honor tuyo, es decir, en alabanza del amante que haya tenido la fortuna de conseguir tan gran victoria. Pero si la persona que amas te abandona, cuantas más alabanzas le hayas prodigado, cuanto más hayas celebrado sus grandes y bellas cualidades, tanto más quedarás en ridículo, porque todo ello ha sido inútil. Un amante más prudente, querido mío, no celebraría sus amores antes de haber conseguido la victoria, desconfiando del porvenir, tanto más cuanto que los jóvenes hermosos, cuando se los laba y se los [225] ensalza, se llenan de presunción y de vanidad. ¿No apiensas tú así? —Sí, verdaderamente, dijo.
ás presuntuosos son, ¿no son más difíciles de atraer? —Y cuanto m —Es cierto. ¿Qué juicio formarías de un cazador que espantase la caza,
—imposibilitándose así de cogerla? —Es evidente que sería un loco. Sería muy mala política, en vez de atraer a la persona que se ama,
canciones. ¿Qué dices a esto? —espantarla con palabras y —Que esa es mi opinión. —Procura, pues, Hipotales, no exponerte a semejante desgracia con toda tu oesía. No creo que tengas por buen poeta a aquel que sólo hubiera pconseguido con sus versos perjudicarse a sí mismo. —No, ¡por Júpiter! exclamó; esa sería una gran locura. Por otra parte, Sócrates, yo estoy de acuerdo contigo en todo lo que has dicho, y si tienes lgún otro consejo que darme, lo tomaré con gusto, cual conviene a un ombre que se propone hablar y obrar, para salir airoso en sus amores. ah
—Eso no es difícil, le respondí, pero si pudieras conseguir que tu querido Lisis conversara conmigo, quizá podría darte un ejemplo de la clase de onversación que deberías tener con él, en lugar de esas piezas y esos chimnos que dicen que le diriges. —Nada más fácil; no tienes más que entrar allí con Ctesipo, sentarte y ponerte a conversar; y como se celebra hoy la fiesta de Hermes,{2} y los jóvenes y los adultos se reúnen todos en ese sitio, no dejará Lisis [226] de acercarse a tí. Si no, Lisis está muy ligado con Ctesipo por medio de su primo enexenes, que es su compañero favorito, y si de suyo no lo hace, M
Menexenes le llamará. Corriente, dije yo, y en el acto entré en la palestra con Ctesipo, entrando —
todos los demás detrás de nosotros. Cuando llegamos, la función había terminado, y encontramos allí los jóvenes que habían asistido al sacrificio,{3} todos con trajes de fiesta y jugando a la taba. Los más estaban entregados a sus juegos en el atrio exterior; unos jugaban a pares y nones en un rincón del cuarto del vestuario con gran número de tabas, que sacaban de unos cestillos; y otros, manteniéndose en pie alrededor de ellos, hacían el papel de espectadores. Entre los primeros estaba Lisis, de pie, en medio de jóvenes de todas edades, con su corona en la cabeza, y dejaba ver en su semblante la belleza asociada a cierto aire de virtud. Nosotros fuimos a colocarnos frente a aquel punto, donde había algunos asientos, y nos pusimos a hablar unos con otros. Lisis, volviendo la cabeza, dirigía muchas veces sus miradas hacia nosotros, y era evidente que deseaba aproximarse, pero por timidez no se atrevía a hacerlo solo; cuando Menexenes entró, retozando, desde el atrio al local donde nosotros estábamos, y viéndonos a Ctesipo y a mí, se aproximó para sentarse con nosotros. Lisis, conociendo su intención, le siguió, y se colocó a su lado, y los demás concurrieron igualmente. Hipotales, advirtiendo entonces que el grupo en torno nuestro engrosaba, vino a su vez a ocultarse detrás de los otros, puesto de pie y colocado de manera que no pudiese ser visto por Lisis or temor de serle importuno. En esta actitud escuchó nuestra conversación. p[227] e dirigí a Menexenes, y le dije; hijo de Domofon, ¿cuál de vosotros dos es M
de más edad?
No estamos de acuerdo en este punto, dijo. —
—¿Disputáis también acerca de cuál es el más noble? —Sí, ciertamente.
obre cuál es el más hermoso? —¿También disputareis s Ambos se echaron a reír. No os preguntaré, repliqué yo, cuál de los dos es más rico, porque sois —
amigos; ¿no es así? —Sí, dijeron ambos. Y entre amigos se dice que todos los bienes son comunes, de suerte que no —
hay ninguna diferencia entre vosotros, si realmente sois amigos, como decís. Acto continuo iba a preguntarle cuál era el más justo y el más sabio; pero llegó uno, que obligó a Menexenes a marcharse, so pretexto de que el aestro de palestra le llamaba, porque creo que estaba encargado de la
rigí a Lisis. mvigilancia del sacrificio. Luego que se retiró Menexenes,{4} me di
dre y tu madre te quieren mucho; ¿no es así? —Dime, Lisis, tu pa —Mucho, me dijo.
rrán hacerte lo más feliz del mundo? —Por consiguiente, ¿que —¿Puede ser otra cosa? Y ¿consideras dichoso al que es esclavo y no es libre de hacer lo que —
quiere? —No, ¡por Júpiter! no es dichoso. Entonces tu padre y tu madre, si te aman verdaderamente y quieren tu
acer los mayores esfuerzos para hacerte dichoso. —felicidad, deben h —Es claro. [228] —¿Te dejan, pues, hacer todo lo que quieres, sin regañarte nunca, ni impedirte obrar a tu capricho?
¡Por Júpiter! sucede todo lo contrario; me impiden hacer muchas cosas, —
Sócrates. —¿Cómo así? ¿quieren que seas dichoso, y te impiden hacer tu voluntad? ime; ¿si quisieses montar en uno de los carros de tu padre, y tomar las
ermitiría tu padre o te lo prohibiría? Driendas cuando hay alguna lucha, te lo p
ermitiría. —Ciertamente que no me lo p —Y ¿a quién lo encomienda? —Hay un conductor que recibe por esto un salario de mi padre. ¿Qué dices? ¿permite a un mercenario mejor que a tí hacer lo que quiere
a además un salario? —de los caballos, y le d —¿Por qué no? dijo. ¿Pero se te permite conducir la yunta de mulas y castigarlas con el látigo —
cuando te acomode?
eso? —¿Cómo quieres que se me permita —Entonces nadie puede castigarlas.
dijo; el mulatero puede hacerlo. —Sí, verdaderamente,
o esclavo? —¿Es libre —Esclavo. —Tus padres, a lo que veo, hacen más caso de un esclavo que de ti , que eres su hijo, puesto que le confían, con preferencia a ti, lo que les pertenece, y le ermiten hacer lo que quiere en el acto mismo que te lo prohíben a ti. Pero
nducirte por ti mismo? pdime aún; ¿te dejan en libertad de co
e permitir? —¿Cómo me lo habían d
¿Pues quién te guía? —
—Mi pedagogo, que ahí está. —¿Es esclavo? [229] —Sí, y propiedad nuestra. Vaya una cosa singular, dije yo: ¡ser libre y verse gobernado por un
para gobernarte? —esclavo! ¿qué hace tu pedagogo —Me lleva a casa del maestro.
os ¿mandan sobre tí igualmente? —Y tus maestr —Sí, y mucho. —Vaya ¡un hombre rodeado de maestros y pedagogos por la voluntad de su padre! Pero cuando vuelves a casa y estás cerca de tu madre, ¿te deja ésta hacer lo que quieres para que seas dichoso? por ejemplo, ¿te deja revolver la ana y tocar al telar, mientras ella teje, o antes bien te prohíbe tocar a la llanzadera, al peine y a los demás instrumentos de trabajo? Lisis echándose a reír, ¡por Júpiter! Sócrates, me dijo, no sólo me lo —
prohíbe, sino que me pega en los dedos si llego a tocar. ¡Por Hércules! exclamé yo, ¿has hecho alguna ofensa a tu padre o a tu —
madre?
nd —No, ¡por Júpiter! no les he ofe ido en nada, me respondió. —Pues ¿de dónde nace que te impiden ser dichoso y hacer lo que quieras, obligándote todos los instantes del día a ser obediente, y, para decirlo de una vez, a reducirte a la condición de no hacer nada por tu voluntad, puesto que de todas estas riquezas ninguna está a tu disposición, como que todo el mundo las administra excepto tú, y tu cuerpo mismo, a pesar de ser tan ermoso, no te presta ningún uso, toda vez que otro, distinto que tú, le cuida
ada a tu voluntad. hy le gobierna? En definitiva, tú, Lisis, ni haces ni diriges n
ngo la edad, Sócra —Es, respondió, porque aún no te tes. —Mira, hijo de Demócrates, que acaso la edad no sea la verdadera razón, porque hay cosas, tan importantes [230] como las que hemos referido, que a
mi parecer tus padres te dejarán ejecutar sin reparar en tus pocos años. Por jemplo, cuando quieren que se les lea o se les escriba alguna cosa, es seguro
imero a quien se dirijan en casa, ¿no es así? eque serás tú el pr —Sí, respondió. —Y cuando escribes, ¿no eres libre de trazar esta letra la primera y aquella la segunda y leerlas en seguida en el mismo orden? Asimismo, cuando coges la lira, te impiden tus padres aflojar o apretar las cuerdas que quieres untear o tocar con el plectro? p —No. ¿Por qué razón te permiten unas cosas y te prohíben otras, según hemos —
dicho?
o —Sin duda, porque unas cosas las sé y tras no las sé. —Bien, excelente joven. Luego no es la edad la que espera tu padre para ermitirte hacer todas las cosas, porque el día que te crea más hábil que él,
os sus bienes y hasta su persona. pese día te confiará tod —Así lo pienso, dijo. —Bien, pero dime; ¿tu vecino no hará contigo lo mismo que tu padre, y no rees que te entregará su casa para gobernarla, más bien que para
te crea más hábil que él? cadministrarla, el día en que —Creo que me la confiará. Y los atenienses a su vez, ¿no te confiarán sus negocios, en el momento en
xperimentado? —que te crean más e —Sí, ciertamente. —¡Por Júpiter! repuse yo, ¿qué haría el gran rey de Persia? Entre su hijo mayor y nosotros, ¿a quién confiaría el cuidado de dar sazón a los distintos latos de su mesa, si le probásemos que nosotros somos más entendidos que u hijo en la preparación de condimentos? ps
—A nosotros, evidentemente. Más aún; no permitiría que su hijo se mezclara en [231] nada, y a nosotros
ún cuando quisiéramos echar la sal a puñados. —nos dejaría obrar, a —Sin duda alguna. Dime más: si su hijo tuviese malos los ojos, ¿le permitiría tocarlos con sus
ue no entiende nada de medicina, o se lo impediría? —manos, sabiendo q —Se lo impediría. —Pero si nos tuviese a nosotros por buenos médicos, ¿no nos dejaría obrar, ún cuando quisiéramos llenar de ceniza los ojos del hijo, confiando en
d? anuestra habilida —Tienes razón. ¿Y no sucedería lo mismo en cuantas ocasiones parezcamos nosotros más —
hábiles que su hijo? —Necesariamente, Sócrates. —Ya ves lo que sobre esto pasa, mi querido Lisis; en las cosas en que nos hemos hecho hábiles, se fía de nosotros todo el mundo, los griegos, los bárbaros, los hombres, las mujeres, y nadie nos impide obrar como mejor nos parezca; y no sólo nos gobernamos a nosotros mismos, sino que gobernamos a los demás, y guardamos a la vez el uso y el provecho de todo lo que les pertenece. Pero en las cosas en que no tenemos ninguna experiencia, nadie querrá dejarse conducir a gusto nuestro; no habrá uno que no ponga obstáculos, y no sólo los extraños, sino también nuestro padre, nuestra madre, y cualquier otro pariente más próximo, si pudiese haberle; eremos esclavos de los demás; y nuestros propios bienes no serán nuestros,
o que no nos serán de ninguna utilidad. ¿Me concedes todo esto? spuest —Sí. ¿Amaremos y seremos amados con relación a las cosas en que no
r de alguna utilidad? —podamos se —No, dijo.
—¿Así es, que tu padre no te amará respecto a las cosas en que no le seas til, y lo mismo sucederá [232] con todos los hombres, los unos respecto de úlos otros? —Yo lo creo así. —Si te haces hábil, querido mío, todo el mundo te amará, todo el mundo se unirá a ti por cariño, porque serás un hombre útil y bueno. Si no, no tendrás n amigo; ni tu padre, ni tu madre, ni tus parientes, ni ningún hombre, te
osible ser orgulloso cuando no se sabe nada, Lisis? uamarán. Y dime, ¿es p —Eso no puede ser.
i tienes necesidad de un maestro, es prueba de que no sabes mucho. —Y s —Sí.
sto que no eres un sabio. —Por consiguiente, tú no eres orgulloso, pue —No, ¡por Júpiter! respondió, no creo serlo. En este momento dirigí una mirada a Hipotales, y poco faltó para darle cara, porque vino a mi mente la idea de decirle: he aquí, Hipotales, cómo conviene hablar a la persona que se ama; he aquí cómo es bueno enseñarle modestia y humildad, en vez de corromperle, como tú haces con tus adulaciones. Pero viéndole muy inquieto y muy turbado por nuestra conversación, recordé que se había puesto detrás de los demás para ocultarse de Lisis. Contuve, pues, mi lengua, y guardé mis reflexiones. Menexenes volvió y tomó asiento junto a Lisis. entonces éste, con su gracia infantil, y sin dar cuenta Menexenes, me ijo por lo bajo: Sócrates, repite ahora delante de Menexenes todo lo que dacabas de decirme.
ás, Lisis, porque me has prestado mucha atención. —Tú mismo se lo dir —Mucha, en efecto. Trata de recordar nuestra conversación para repetírsela, y si se te ha lvidado algo, me lo preguntas la primera vez que nos veamos. —o
—No dejaré de hacerlo, Sócrates, y vive persuadido [233] de ello. Pero regunta por lo menos a Menexenes, sobre cualquier otro objeto, porque pquerría no dejar de escucharte hasta la hora de volver a casa. —Corriente, puesto que lo exiges; pero es preciso que estés dispuesto a enir en mi auxilio, si Menexenes me hace objeciones, porque ya sabes que ves un gran disputador. Sí, ¡por Júpiter!, es muy disputador, y por eso mismo deseo que hables con —
él. —Para que sea yo materia de risa; ¿no es así? —No ¡por Júpiter!, sino para que le escarmientes. —La cosa no es tan fácil, porque Menexenes es un hombre terrible, es un erdadero discípulo de Ctesipo. Y el mismo Ctesipo, ¿no ves que está cerca vde ti?
n Menexenes; yo te lo suplico. —No hagas caso de nada, y razona co —Razonemos; también yo lo quiero. omo cuchicheábamos entre nosotros, Ctesipo dijo: ¿porqué habláis bajo, y Cno nos hacéis partícipes de la conversación? —Todo lo contrario; se os va a dar parte, porque hay una cosa que Lisis no omprende, y sobre la que quiere que yo interrogue a Menexenes, que la
. centenderá mejor, según dice —¿Por qué no preguntarle? —Es lo que voy a hacer. Menexenes, dije yo entonces, responde, te lo suplico, a la pregunta que te voy a hacer. Hay una cosa que yo deseo desde mi infancia, así como cada hombre tiene sus caprichos; uno quiere tener caballos; otro, perros; otro, oro; otro, honores. Para mí todo esto es indiferente, y no conozco cosa más envidiable en el mundo que tener amigos, y querría más tener un buen amigo que la mejor codorniz,{5} el mejor gallo, y lo que [234] es más, ¡por Júpiter! el más hermoso caballo y el más precioso perro del mundo; sí, ¡por el Can! ¡yo preferiría un amigo a todo el oro de Darío, y a Darío mismo; tan apetecible y tan digna me parece la
amistad! Y me llama la atención una cosa, y es que, siendo Lisis y tú tan jóvenes, hayáis tenido la fortuna de adquirir tan pronto un bien tan grande, tú, Menexenes, inspirando a Lisis un afecto tan vivo y tan precoz, y tú, Lisis, que a tu vez has sabido conquistar a Menexenes. Con respecto a mí, estoy tan distante de tal fortuna, que ni sé cómo un hombre se hace amigo de otro ombre. Aquí tienes la razón porque te lo pregunto y te lo pregunto a ti, que htienes que saberlo. —Dime, pues, Menexenes, cuando un hombre ama a otro, ¿cuál de los dos se hace amigo del otro? ¿El que ama se hace amigo de la persona amada, o la ersona amada se hace amigo del que ama, o no hay entre ellos ninguna pdiferencia? —Ninguna a mis ojos, respondió. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Ambos son amigos, cuando sólo el uno de —
ellos ama al otro?
i e —Sí, a m par cer. ¿Pero no puede suceder que el hombre que ama a otro no sea —
correspondido? —Verdaderamente sí. —Y asimismo que sea aborrecido, como se cuenta de aquellos amantes que se creen aborrecidos por las personas que aman. Entre los más apasionados, cuántos hay que no se creen correspondidos, y cuántos que se creen
ismos! ¿no es verdad? dime. ¡aborrecidos por esos m —Es muy cierto, dijo.
este caso el uno ama y el otro es amado. —En —Sí. —Y bien, ¿cuál de los dos es el amigo? ¿Es el hombre que ama a otro, sea o no correspondido, y si cabe [235] aborrecido? ¿Es el hombre que es amado? o bien no es, ni el uno, ni el otro, puesto que no se aman ambos ecíprocamente? ¿r
—Ni el uno, ni el otro, a mi pa ecer —Pero entonces sentamos una opinión diametralmente opuesta a la precedente; porque, después de haber sostenido que si uno de los dos amase l otro, ambos eran amigos, decimos ahora que no hay amigos allí donde la
r .
aamistad no es recíproca. —En efecto, estamos a punto de contradecirnos. Así, aquel que no corresponde o no paga amistad con amistad no es amigo
que le ama. —de la persona —Así parece. —Por consiguiente, no son amigos de los caballos aquellos que no se ven correspondidos por los caballos, como no lo son de las codornices, ni de los perros, ni del vino, ni de la gimnasia, ni tampoco de la sabiduría, a menos que la sabiduría no les corresponda con su amor; y así, aunque cada uno de llos ame todas estas cosas, no por eso es su amigo. Pero entonces falta a la everdad el poeta que ha dicho: Dichoso aquel que tiene por amigos sus hijos, caballos ligeros para las
hospedaje en países lejanos.»{6} «carreras, perros para la caza y un —No me parece que se equivoca.
decir que tú tienes por verdadero lo que dice? —¿Es —Sí. —En este caso, Menexenes, ¿el que es amado es el amigo del que le ama, sea que le corresponda o sea que le aborrezca, como los niños que no advierten ningún género de afección, y, si cabe, aborrecen a sus padres [236] cuando e les corrige, y que en ningún momento están más predispuestos en contra
iestan estos mismos mayor cariño? sde éstos que cuando los manif —Esa es también mi opinión.
igo no es aquel que ama sino el que es amado. —Luego el am —Así parece.
¿Por este principio es enemigo aquel que aborrece, y no aquel que es —
aborrecido? —Así parece. —En este concepto muchos son amados por sus enemigos y aborrecidos por sus amigos, puesto que el amigo es aquel que es amado, y no aquel que ama. Pero parece increíble, Menexenes, o más bien imposible que uno sea amigo e su enemigo y enemigo de su amigo. d —Eso es cierto, Sócrates. Si esto es imposible, ¿el que ama es naturalmente amigo del que es —
amado? —Así parece.
, ¿es enemigo del que es aborrecido? —Y el que aborrece —Necesariamente. —Henos aquí otra vez con la opinión que manifestamos antes: que muchos son amigos de los que no son sus amigos, y muchas veces de sus enemigos, cuando aman a quien no los ama o los aborrece. Además, muchas veces somos enemigos de gentes que no son enemigos nuestros, y que quizá son uestros amigos, como cuando aborrecemos a quien no nos aborrece, y nquizá nos ama. —Eso es probable. —Si el amigo no es el que ama, ni lo es el que es amado, ni tampoco el hombre que a la vez ama y es amado, ¿qué es lo que debemos deducir de quí? ¿Existen entre los hombres otras relaciones, de las que pueda adeducirse la amistad? —Yo, Sócrates, no veo ninguna. [237] —¿Quizá, Menexenes, al comenzar nuestra indagación, tomamos mal camino?
—Así es, Sócrates, exclamó Lisis, ruborizándose al pronunciar esta palabra, que me pareció habérsele escapado, efecto de la mucha atención que restaba a lo que estábamos diciendo, y que se advertía claramente en su psemblante. Queriendo, pues, dar alguna tregua a Menexenes, encantado como estaba yo el deseo de instruirse que manifestaba Lisis, emprendí con éste la dconversación. —Lisis, le dije, creo que tienes razón, y que si hubiéramos dirigido mejor nuestra indagación, no nos habríamos extraviado, como ha sucedido. Dejemos, pues, este camino; porque para mí una indagación se parece a una especie de camino. Vale más volver al que los poetas nos han abierto, porque los poetas hasta cierto punto son nuestros padres y nuestros guías en cuanto a sabiduría. Quizá no han hablado a la ligera cuando han dicho, con motivo de la amistad, que es Dios mismo el que hace los amigos y que atrae los unos hacia los otros. He aquí, poco más o menos, a mi entender, cómo se explican: n Dios conduce el semejante hacia su semejante,{7} y se lo hace conocer.
unca este dicho vulgar? u¿No oíste n —No, dijo. —¿Pero no ignoras la opinión de los sabios, que han dicho en los mismos términos, poco más o menos, que es de toda necesidad que lo semejante sea migo de lo semejante? Probablemente son los mismos que han escrito y
a y sobre el universo. arazonado sobre la naturalez —Tienes razón, respondió.
han dicho la verdad? —Pero, dime, ¿ —Quizá. [238] —Quizá la mitad de la verdad, y quizá la verdad toda entera, respondí a mi vez; pero nosotros no la comprendemos. El hombre malo se nos figura que es enemigo de otro hombre malo, y es tanto más malo, cuanto más se traten y se aproximen, porque encuentra más facilidad de causarle daño. Es mposible que los seres dañinos y los que están expuestos a sus tiros, uedan jamás hacerse amigos. ¿Es esta tu opinión? ip
—Sí, verdaderamente. He aquí, ya, que la mitad de lo que dicen esos sabios es una falsedad,
e malo es semejante al hombre malo. —porque el hombr —Eso es cierto. —Pero quizá han querido decir, que sólo los hombres de bien son semejantes a los hombres de bien y son amigos entre sí, mientras que los malos, como se ha pretendido también, no se parecen en manera alguna, ni entre ellos, ni en sí mismos, porque son mudables y variables. En este caso o puede sorprender que lo que es diferente de sí mismo no se parezca
sea amigo de nada. He aquí lo que yo creo: ¿y tú? nnunca a nada, ni —Yo lo mismo. —Por lo tanto, mi querido amigo, esto es probablemente lo que significan estas palabras: que lo semejante es amigo de lo semejante, que equivale a decir, que sólo el bueno es amigo del bueno, y que el malo es incapaz de una mistad verdadera, ni con el hombre de bien ni con otro malo. ¿Me concedes aesto?
Lo concedió. Ahora ya sabemos quiénes son los verdaderos amigos, porque de este
aderos amigos son los hombres de bien. —razonamiento resulta, que los verd —Ese es mi dictamen, respondió. —Y el mío, repliqué yo; pero encuentro, sin embargo, alguna dificultad. Veamos pues, ¡por Júpiter! y [239] comprobemos mis sospechas. ¿Lo semejante es el amigo de lo semejante, en tanto que es semejante, y que a título de tal le es útil? O más bien, examinemos la cosa bajo otro punto de vista. ¿Lo semejante ofrece a su semejante alguna ventaja, que no pueda sacar de sí mismo, o causarle un daño, que no pueda de suyo experimentar? O de otra manera, ¿lo semejante puede esperar de su semejante alguna cosa, que no pueda esperar igualmente de sí mismo? Si así es, ¿para qué seres emejantes han de aproximarse el uno al otro, no debiendo sacar de ello
s esto posible? sninguna utilidad? ¿E —No, es imposible.
—Y el hombre que no habrá necesidad de buscar, ¿será nunca un amigo? —De ninguna manera. Pero si el semejante no puede ser amigo del semejante, ¿quizá el bueno
o del bueno, no en tanto que semejante, sino en tanto que bueno? —será amig —Quizá.
l bueno no se basta a sí mismo, en tanto que bueno? —Sí, ¿pero e —Sin duda.
que se basta a sí mismo, ¿tiene necesidad de ningún otro? —Y el —No.
o necesidad de nadie, no buscará a nadie. —No teniend —En efecto.
ie, no amará a nadie. —Si no busca a nad —No, ciertamente.
a nadie, él mismo no será amado. —Y si no ama —No lo creo. —¿Cómo los buenos pueden ser amigos de los buenos, cuando, estando los unos separados de los otros, no se desean mutuamente, puesto que se bastan a sí mismos, y que estando los unos inmediatos a los otros, no se irven para [240] nada recíprocamente? ¿Cuál es el medio de que tales
stimar entre sí? sgentes se puedan e —Imposible, dijo.
stiman, ¿no serán amigos? —Pero si no se e —Dices verdad.
Mira, Lisis, el chasco que nos hemos llevado. ¿No ves ahora que nuestro
ompleto? —engaño ha sido c —¿Pues cómo? —He oído en una ocasión ciertas palabras que ahora recuerdo, y son, que lo semejante es lo más hostil posible de lo semejante, y los hombres de bien los más hostiles de los hombres de bien. El que me lo decía tomaba por testigo a Hesiodo, y citaba este verso: «El ollero es por envidia enemigo del ollero, el cantor del cantor, y el pobre de pobre.»{8} Y añadía, que en todas las cosas los seres, que se parecen más, son los más envidiosos, los más rencorosos y los más hostiles entre sí; mientras que los que más se diferencian, son necesariamente más amigos. El pobre lo es del rico, el débil del fuerte, a causa de los socorros que esperan, como lo es el enfermo del médico. El ignorante por la misma razón busca y ama al sabio. La misma persona sostenía su tesis con abundancia de razones, diciendo que tan distante está que lo semejante sea amigo de lo semejante, que sucede todo lo contrario, puesto que todo ser desea, no el ser que se le parece, sino el que es opuesto a su naturaleza. Así lo seco, es amigo de lo húmedo, lo frío de lo caliente, lo amargo de lo dulce, lo agudo de lo obtuso, lo vacío de lo lleno, lo lleno de lo vacío, y así de todo lo demás, porque lo contrario ofrece un alimento a su contrario, mientras que lo semejante, nada puede aprovechar de lo emejante.{9} Y esto lo sostenía con mucha [241] soltura y en lenguaje sagradable. ¿Qué juicio formáis vosotros dos? —Para mí, la tesis tiene cierto aire de exactitud.
remos absolutamente que lo contrario es amigo de lo contrario? —¿Di —Sí. —También yo lo digo, Menexenes; ¿pero no tienes esta opinión por muy singular? ¿Y no ves levantarse contra nosotros sobre la marcha a estos adversarios ardorosos y hábiles, que van a preguntarnos si la amistad es lo ás contrario posible al aborrecimiento? ¿Qué les responderemos? ¿No nos
confesar que tienen razón? mveremos forzados a
Necesariamente. —
—Nos dirán entonces: ¿es cierto, que el odio es amigo de la amistad, o la ? amistad amiga del odio
—Ni lo uno, ni lo otro. ¿Y el justo es amigo del injusto, el moderado del inmoderado, el bueno del —
malo? —Yo no lo creo. Me parece, sin embargo, que si la desemejanza engendrase la amistad,
as deberían ser amigas. —estas cosas contrari —Necesariamente. Por consiguiente, lo semejante no es el amigo de lo semejante, ni lo
o de lo contrario. —contrario el amig —No es posible. —Pasemos a otro punto. Puesto que la amistad no se encuentra en ninguno e los principios que acabamos de examinar, veamos si lo que no es bueno,
ad el amigo de lo que es bueno. dni malo, podría ser por casualid —¿Qué quieres decir con eso? —¡Por Júpiter! yo ya no sé qué decir, porque experimento una especie de vértigo al ver la incertidumbre de nuestros razonamientos. Creo ver también, conforme al [242] antiguo adagio, que la amistad reside quizá en la belleza.{10} Pero nuestro objeto es como los fantasmas delicados, ligeros e ncoercibles, y he aquí por qué tenemos tanta dificultad en deslindarle. En
s bello. ¿Y tú qué piensas? ifin, digo que lo bueno e —Yo lo creo también. —Asimismo digo, por adivinación, que lo que no es, ni bueno, ni malo, es amigo de lo bueno y de lo bello. Escucha ahora sobre qué fundo mis conjeturas. Me parece que existen tres géneros: lo bueno, de una parte; espués lo malo; y, por último, lo que no es, ni bueno, ni malo. ¿Qué te arece? dp
—Estoy conforme. —Igualmente me parece, después de nuestras precedentes indagaciones, que lo bueno no puede ser amigo de lo bueno, ni lo malo de lo malo, ni lo bueno de lo malo. Resta, pues, para que la amistad sea posible entre dos géneros, que lo que no es, ni bueno, ni malo, sea el amigo de lo bueno, o de na cosa que se le aproxime, porque con respecto a lo malo no puede nunca
d.
uexcitar la amista —Eso es cierto. Lo semejante, como ya lo hemos dicho, no puede ser tampoco el amigo de
ejante, ¿no es así? —lo sem —Sí.
ni bueno, ni malo, no amará lo que se le parece. —Y lo que no es, —No es posible.
malo, no puede amar más que lo bueno. —Luego lo que no es, ni bueno, ni —Necesariamente, a mi parecer. —Veamos ahora, mis queridos amigos, dije yo, si este [243] razonamiento nos conduce al término que deseamos. Fijémonos, por ejemplo, en el cuerpo. Cuando está sano, no tiene ninguna necesidad de medicina, porque se basta sí mismo, y el hombre sano jamás amará al médico sino en razón de su
es así? asalud; ¿no —Jamás.
ue es el enfermo el que ama al médico a causa de la enfermedad. —Yo creo, q —Sin duda. Pero la enfermedad es un mal, mientras que la medicina es un bien muy —
útil
Sí. —
—En cuanto al cuerpo como cuerpo, no es, ni malo, ni bueno. —No. Y a causa de la enfermedad, ¿el cuerpo está obligado a buscar y amar la —
medicina? —Evidentemente. Luego lo que no es, ni malo, ni bueno, es amigo de lo que es bueno, a causa
al. —de la presencia del m —Así me lo parece. —Pero evidentemente, si es amigo de lo bueno, es antes que la presencia del mal le haya hecho malo; porque si el cuerpo estuviese malo, jamás desearía i amaría lo bueno, por la imposibilidad, reconocida ya por nosotros, de que
bueno. nlo malo pueda ser amigo de lo —En efecto, eso es imposible. —Fijad bien la atención en lo que voy a decir. Digo que ciertas cosas son las mismas que lo que se encuentra en ellas, y otras cosas no. Por ejemplo, si se uiere teñir de este o de aquel color un objeto cualquiera, digo que el color
n el objeto. qse encontrará co —Ciertamente. Pero en esté caso, el objeto colorado ¿será el mismo en cuanto al color que
244] —lo que es en sí mismo? [ —No te entiendo, dijo. Veamos, le respondí, otra explicación. Si se tiñesen de albayalde tus
ente rubios, ¿serían blancos en realidad o en apariencia? —cabellos, naturalm —En apariencia.
embargo, ¿la blancura se encontraría en los cabellos? —Sin —Sí.
Y no por esto serían blancos. De suerte que en este caso, a pesar de la
encuentra en ellos, tus cabellos no son, ni blancos, ni negros. —blancura que se —Eso es cierto. —Pero, amigo mío, cuando la vejez les haya hecho tomar este mismo color, no serán de hecho semejantes a lo que se encontrará en ellos, es decir,
resencia de la blancura? ¿verdaderamente blancos por la p —No puede ser de otra manera. —He aquí ahora la cuestión que te propongo: cuando una cosa se encuentra on otra, ¿se hace la misma que esta otra? ¿Sucede esto cuando se la une de
la une de una manera diferente? cuna cierta manera, y no cuando se —Esto ya lo entiendo mejor, dijo. Así pues, lo que no es, ni bueno, ni malo, ¿así puede no hacerse malo por la
como puede hacerse? —presencia del mal, —Sí, ciertamente. —Por consiguiente, cuando, a pesar de la presencia del mal, lo que no es malo, ni bueno, no se hace malo, es porque la presencia misma del mal le hace desear el bien; pero si se ha hecho malo, la presencia del mal igualmente le separa a la vez del deseo y del amor del bien, puesto que en ste caso ya no es el ser que no es, ni bueno, ni malo, sino que es un ser malo
ar el bien. eincapaz de am —En efecto. —Conforme a esto, podríamos decir que los que son [245] ya sabios, sean dioses u hombres, no pueden amar la sabiduría, así como no pueden amarla los que, a fuerza de ignorar el bien, se han hecho malos, porque, ni los ignorantes, ni los malos aman la sabiduría. Restan aquellos, que no estando absolutamente exentos, ni de mal, ni de ignorancia, no están, sin embargo, pervertidos hasta el punto de no tener conciencia de su estado, y que son aún capaces de dar razón de lo que no saben. Estos, que no son, ni buenos, ni malos, aman la sabiduría, mientras que los que son del todo buenos o del todo malos no pueden amarla. En efecto, hemos demostrado antes que lo
contrario no es amigo de su contrario, ni lo semejante de lo semejante, ¿lo recordareis? —Perfectamente. —Creo que ahora, Lisis y Menexenes, hemos descubierto más claro que nunca lo que es el amigo y lo que no lo es. Diremos, pues, que con relación al lma, con relación al cuerpo, por todas partes, en fin, lo que no es, ni bueno, ani malo, es el amigo de lo que es bueno, a causa de la presencia del mal. Ambos lo confesaron, y convinieron en que así era absolutamente. Yo mismo me consideré dichoso y me di por satisfecho, como el cazador que asegura u presa; mas después, yo no sé cómo, concebí una terrible sospecha de que sno habíamos descubierto la verdad. Y como de repente y turbado, dije: ¡Ah! Lisis y Menexenes, gran riesgo corremos de que lo dicho no sea más —
que un precioso sueño. —¿Por qué? me preguntó Menexenes. Me temo, le respondí, que nos hemos llevado chasco en nuestros discursos
istad, como sucede a los charlatanes. —sobre la am —¿Cómo?
l que ama, ¿ama alguna cosa o no? [246] —Lo vamos a ver bien pronto; e —Necesariamente alguna cosa. ¿Lo ama por nada y en vista de nada, o lo ama por algo y en vista de alguna —
cosa? —Por alguna causa seguramente y en vista de alguna cosa. Y esta cosa, en vista de la que él ama, ¿la ama, o bien no es amiga, ni —
enemiga suya?
No puedo seguirte, me dijo. —
—Tienes razón; quizá comprenderás más fácilmente de otra manera, y yo ismo sabré también mejor lo que quiero decir. El enfermo, como ya
os antes, es amigo del médico, ¿no es así? mdijim —Sí.
ma al médico, es a causa de la enfermedad y en vista de la salud. —Si a —Sí.
rmedad es un mal. —Pero la enfe —¿Cómo no?
un bien o un mal, o no es, ni lo uno, ni lo otro? —Y la salud ¿es —Un bien, dijo. —Ya hemos dicho, me parece, que el cuerpo que no es, ni bueno, ni malo en sí, ama la medicina a causa de la enfermedad, es decir, a causa de un mal; ientras que la medicina es un bien, y además se ama la medicina en vista
salud. Y la salud es un bien, ¿no es así? mde la —Sí.
d es amiga o enemiga? —¿La salu —Amiga.
d es enemiga? —¿Y la enfermeda —De hecho lo es. Luego lo que en sí no es, ni malo, ni bueno, ama lo que le es bueno, a causa
vista de lo que es bueno. —de lo que le es malo, y en —Me parece bien. [247] El que ama, por consiguiente, ¿ama lo que le es amigo a causa de lo que le s enemigo? —e
—Así parece. —Bien; pero ahora, queridos míos, tengamos cuidado de no dejarnos engañar. No insisto sobre este punto de que el amigo se ha hecho el amigo del amigo y lo semejante amigo de su semejante, por más que lo creyéramos mposible; examinemos más bien si hay algún error en lo que acabamos de
r. La medicina, hemos dicho, se la ama en vista de la salud. isenta —Sí.
a salud. —Luego se ama l —Seguramente.
i se la ama ¿es en vista de alguna cosa? —Y s —Sí.
cosa que también se ama, para ser fieles a nuestras premisas. —De alguna —Sin duda.
e amará esta cosa a su vez en vista de alguna otra que también se ame. —Y s —Sí. —Prosiguiendo así indefinidamente, es necesario que lleguemos a un principio que no suponga ninguna otra cosa amada, a un primer principio de mistad, el mismo en cuya virtud decimos que amamos todas las demás acosas. —Necesariamente. —Digo ahora, que es preciso tener presente que todas las demás cosas que nosotros amamos, en vista de esta primera, no nos causen ilusión, porque no son más que imágenes, mientras que ese primer principio es el único y primer bien, a decir verdad, que nosotros amamos. He aquí cómo es preciso entenderlo. Cuando se da un gran valor a una cosa, como un padre que prefiere un hijo, por ejemplo, a todos los demás bienes, ¿no habrá otro [248] objeto al que este padre dé también un gran valor como resultado de su
amor al hijo? Si le dicen que su hijo bebió la cicuta, ¿no dará un gran valor al el vino puede salvarle? vino, si cree que
—Ciertamente.
también a la vasija que contenga el vino? —¿No se lo dará —Seguramente. —¿No hará entonces más caso de una copa de barro o de tres medidas de vino que de su hijo? Y así es preciso decir, que lo que amamos no son estas cosas que buscamos en vista de otra, sino que amamos esta cosa misma, en cuya vista ansiamos las otras cosas; y aunque se diga que amamos el oro y el dinero, nada hay menos verdadero, porque lo que amamos es aquello en uya vista damos valor al oro y al dinero y a otros bienes igualmente. ¿No es ccierto esto? —Muy cierto. —Apliquemos este razonamiento a la amistad, y digamos que todas las cosas que llamamos amigas, amándolas en vista de otra cosa, no merecen este ombre; no hay más amigo que ese principio a que se refieren todas nnuestras pretendidas amistades. —Bien puede suceder que así sea. Por consiguiente, el amigo verdadero jamás es amado en vista de otro —
amigo. —Eso es cierto. He aquí lo que resulta probado: el amigo no es amado en vista de otro
mos lo bueno? —amigo. ¿Pero no ama —Me parece que sí. —¿Lo bueno es amado a causa de lo malo? Sí, por ejemplo, de nuestros tres géneros: lo bueno, lo malo y lo que no es malo, ni bueno, no quedasen más que dos, y el tercero, el mal, llegase a desaparecer, y no [249] atacase ni al cuerpo ni al alma, ni a ninguna de estas cosas que hemos llamado, ni buenas, ni malas ¿no es cierto que lo bueno no nos serviría de nada, y que se nos
haría inútil? No existiendo nada que nos perjudicase, ninguna necesidad tendríamos del socorro de lo bueno. En este concepto sería del todo evidente que a causa del mal únicamente es como nosotros buscaríamos el bien, y que no le amaríamos sino como remedio del mal, siendo el mal nuestra enfermedad, porque, cuando no existe el mal, no hay necesidad de remedios. Digo, pues, que lo bueno es de tal naturaleza, que nosotros que stamos entre el bien y el mal, no podemos amarle sino a causa del mal, y
na utilidad. eque en sí mismo no es de ningu —Me parece bien que sea así. —Por lo tanto, este amigo, al que se refieren todas nuestras pretendidas amistades por las cosas que amamos en vista de otra, en nada se parece a estas cosas. A estas las llamaremos amigas en vista de otra cosa amiga. Pero el amigo verdadero es de una naturaleza del todo opuesta. No existe en efecto, como ya dijimos, sino con relación a lo que es enemigo nuestro; si ste enemigo llegara a desaparecer, el amigo igualmente cesará de existir epara nosotros. —Yo no lo creo, por lo menos, de la manera que ahora lo cuentas. —¡Por Júpiter! dije yo, si se destruyera el mal ¿no habría hambre, ni sed, ni ningún otro de estos apetitos? o más bien, aún cuando los hombres y los animales fuesen distintos que como son hoy día, la sed ¿no existiría sin ser dañosa? ¿O bien crees tú que la sed, el hambre y los demás apetitos quedarían los mismos no existiendo el mal? Quizá es ridículo hablar de lo que sucedería en semejante caso, ni quién puede saberlo. Pero lo seguro es ue, en el estado actual, la sed unas veces es un bien, otras un mal para el
ce; ¿no es así? [250] qque la satisfa —En efecto. Luego el hombre que tiene sed o que satisface cualquier otro deseo, unas
, otras mal y otras ni bien ni mal. —veces se encuentra bien —Sí, verdaderamente. Y si el mal desapareciese, dime; lo que no es naturalmente un mal
ía desaparecer con él? —¿deber —No.
Luego los deseos, que no son, ni buenos, ni malos, ¿subsistirían en
—ausencia del mal? —Así me parece. Pero el que desea y el que ama, ¿puede no amar el objeto de sus deseos y —
de su amor? —Yo no lo creo. Habría por lo tanto amistades posibles, suponiendo todos los males uidos.
—destr —Sí. —Si el mal diese origen a la amistad, una vez destruido el mal, la amistad no odría existir, porque cuando la causa cesa es imposible que el efecto psubsista. —Es exacto. —¿No estamos acordes en que el que ama debe amar a causa de alguna cosa, no hemos dado por sentado que lo que en sí no es, ni bueno, ni malo, debe
lo bueno a causa del mal? yamar —Sí. Con lo expuesto creo haber encontrado otra razón de amar y de ser —
amado. —Me parece bien. —Pero en verdad, ¿el deseo será la causa de la amistad? El que desea ¿ama el objeto de sus deseos por todo el tiempo que lo desea? En este caso, todo lo ue hemos dicho sobre la amistad no es más que un discurso de fantasía, qcomo si fuera un largo poema. —Podría suceder que así fuera [251] —En efecto, el que desea, dime, ¿no desea aquello de que tiene necesidad?
—Sin duda.
ue tiene necesidad ¿ama aquello de que tiene necesidad? —El q —Sí.
l que tiene necesidad ¿no es porque le falta aquello que necesita? —Y e —Sí. Me parece, por consiguiente, que lo conveniente debe ser el objeto del
seo; ¿qué decís a esto, Menexenes y Lisis? —amor, de la amistad y del de Ambos convinieron en ello. Si los dos sois amigos, el uno del otro, es porque existe entre vosotros una —
conveniencia natural. —Sí, muy grande, dijeron ambos. —Por lo tanto, mis queridos jóvenes, si alguno desea o ama a otro, jamás podría ni desearle, ni amarle, ni buscarle, si no encontrase entre él y el bjeto de su amor alguna conveniencia o afinidad de alma, de carácter o de oexterioridad. —Es cierto, dijo Menexenes. Lisis guardó silencio.
ar lo que nos conviene naturalmente nos parece cosa necesaria. —Am —Sí. ¿Y es también una necesidad el ser amado por aquel que verdadera y —
sinceramente se ama? Lisis y Menexenes apenas hicieron signo de asentimiento; pero Hipotales, leno de gozo, mudaba cada instante de color. Queriendo yo poner en claro
olesta pinión, dije entonces: —Si lo conveniente difiere de lo semejante, me parece, Lisis y Menexenes, que hemos encontrado la última palabra de la amistad. Pero si lo
conveniente y lo semejante resultan ser una misma cosa, no nos será fácil [252] sustraernos a la objeción propuesta ya, de que lo semejante es inútil a lo semejante, a causa de su misma identidad; y por otra parte sostener que el amigo no es útil, es un absurdo. ¿Queréis, para no alucinarnos con nuestros ropios discursos, que demos por concedido, que lo conveniente y lo
rentes entre sí? psemejante son dife —Sí, lo queremos. —Diremos también que lo bueno conviene a todo, y que lo malo no conviene a nada. ¿O bien es preciso decir, que lo bueno conviene a lo bueno, lo malo a o malo, y lo que no es, ni bueno, ni malo en sí a lo que no es, ni bueno, ni lmalo? llos estuvieron conformes en que cada uno de estos géneros conviniese con Eel suyo respectivo. —He aquí, mis queridos jóvenes, que hemos vuelto a las primeras opiniones obre la amistad, a las que ya hemos rechazado, porque lo injusto se hace
njusto, como lo malo de lo malo, y lo bueno de lo bueno. samigo de lo i —En efecto. ¡Pero qué! si lo bueno y lo conveniente no son más que una misma cosa,
ede ser amigo de lo bueno. —sólo lo bueno pu —Seguramente.
refutado ya esto; ¿no os acordáis? —Creo que hemos —Nos acordamos. —Entonces ¿para qué razonar más? —¿No es claro, que a nada conduce? Me limitaré, pues, como hacen los abogados hábiles en sus defensas, a resumir todo lo que hemos dicho. Si el amigo no es el que ama, ni el que es amado, ni el semejante, ni el contrario, ni lo bueno, ni lo malo, ni ninguna de las demás cosas a que hemos pasado evista, porque por su mucho número no puedo recordarlas todas, si inguna de estas cosas, repito, es el amigo, entonces nada tengo que decir. rn
En este acto me vino la idea de provocar a alguno de [253] más edad, pero en el mismo momento, dirigiéndose a nosotros como demonios los pedagogos de Lisis y Menexenes, con los hermanos de éstos, los llamaron para volver a casa, porque era ya tarde. Desde luego, todos los que estábamos allí presentes quisimos retenerlos, pero bien pronto, sin hacer aprecio de nosotros, se pusieron furiosos, y continuaron llamando los jóvenes en su lenguaje semi‐bárbaro; y como parecía que habían bebido con lgún exceso a causa de las fiestas, y no estaban por lo tanto en disposición ade escucharnos, cedimos al fin, y cortamos la conversación. Cuando se marchaban, dije a Lisis y Menexenes, que nos habíamos puesto quizá en ridículo ellos y yo, viejo como ya soy, porque los que presenciaron a conversación irán diciendo, que pensábamos ser amigos, y yo lo soy
, y no hemos podido descubrir lo que es el amigo. lvuestro ——— {1} Patria de Demóstenes, según Plutarco. 2} Hermes presidía a las palestras, escuelas públicas de educación y de
ncia. {instrucción, como el Dios de la cie {3} La ley prohibía, antes de los sacrificios y en el lugar de los mismos, la ezcla de los muy jóvenes con los jóvenes y hombres ya hechos. Por esta m
razón, Sócrates se detiene en el vestíbulo. 4} Menexenes se trasladó solo al lugar reservado para los sacrificios, como {lo quiere la ley. 5} Los combates de gallos y codornices eran un espectáculo por el que {tenían mucha pasión los atenienses. {6} Son los versos de Solon, de que Sócrates abusa con intención, xtendiendo a los caballos, a los perros y al huésped la palabra amigo, que en ela frase sólo se aplica a los hijos.
les. Véase a Diógenes Laercio, VIII, 76. {7} Versos y doctrina de Empedoc {8} Las obras y los días, verso 25. {9} Esta era la opinión de Heráclito. Véase Diógenes Laercio, IX, 1, 8.
lo o no es amado. Teogmis, {10} Lo que es bel es amado, lo que no es bell
to F osoverso 13. www.filosofia.org Proyec il fía en español
ricio de Azcárate · Obras completas © 2003 www.filosofia.org Patde Platón Madrid 1871, tomo 2, páginas 221‐253