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Los cercosCuentos

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Celina Lacay

Memorias del Sur

Los cercosCuentos

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Ilustraciones de tapa y poemas: Celina Torres MolinaEdición: Florencia Lance

©Ramón Torres MolinaCiudad Autónoma de Buenos Aires

Primera edición, julio 2020

Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11723Editado en Argentina

Lacay, Celina Los cercos : cuentos / Celina Lacay ; ilustrado por Celina Torres Molina ; prólogo de Ramón Torres Molina. - 1a ed . - Pergamino : Ramón Horacio Torres Molina, 2020. Libro digital, PDF

Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-86-5312-9

1. Literatura Argentina. 2. Narrativa Argentina. 3. Cuen-tos. I. Torres Molina, Celina, ilus. II. Torres Molina, Ramón, prolog. III. Título. CDD A863

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Para Ramón, su padre y su abuelo con los que empecé a aprender el significado

de la continuidad histórica en San Isidro, en un patio con una parra,

hace muchos años.

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La mayor parte de los cuentos que se publican fueron escritos por Celina Lacay durante su detención en la cárcel de Villa Devoto donde permaneció entre 1976 y 1982 a disposición del Poder Eje-cutivo. Los cuatro últimos los escribió ya en libertad. Los cuentos escritos en la cárcel fueron sacados por carta en los últimos años de la dictadura quedando también una copia de resguardo en poder de sus compañeras. Fueron ordenados tal como aparecen en este libro, salvo los dos últimos que estaban manuscritos en un cuader-no con muy pocas correcciones. El cuento que le da título al libro, “Los cercos”, es el último que aparece en el ordenamiento que hizo de los cuentos escritos en la cárcel a los que, en los borradores pos-teriores, le agregó “La vuelta” y “Dar a luz”. Parecería que los dos últimos cuentos eran, en realidad, parte de una novela que Celina no alcanzó a desarrollar. Están en un cuaderno numerados como I y II. Seguramente las distintas etapas de nuestra historia se uni-rían en el desarrollo de esa novela de acuerdo con su idea sobre la continuidad histórica que dejó señalada en la dedicatoria del libro. Pero como lo escrito tiene estructura de cuento y forman parte de los temas tratados en los restantes se agregaron a este libro. El título de los dos cuentos (que creo que respeta sus ideas centrales) me pertenece.

Prólogo

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La historia argentina del siglo xix y su historia reciente están presentes en este libro (la usurpación de las Islas Malvinas, la gue-rra del Paraguay, el levantamiento de Felipe Varela, la Revolución de 1905, el peronismo, las dictaduras de 1966-1973 y 1976-1983). Ciertas descripciones que recogen el lenguaje y las costumbres de las provincias argentinas se deben al relato que le hicieron otras compañeras de prisión.

Al recobrar su libertad Celina fue operada de un cáncer que no había sido tratado en la cárcel falleciendo pocos años después cuando acababa de cumplir cuarenta y un años. En ese corto tiem-po se desempeñó como profesora en distintas universidades y al-canzó a publicar Sarmiento y la formación de la ideología de la clase domi-nante producto de sus investigaciones históricas.

Pergamino, junio de 2020

Ramón Torres Molina

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El 6 de marzo de 1951 a las 18.00 horas, Angélica Men-deville, veinticinco años, profesora de francés, se alisó el vestido de hilo blanco antes de sentarse. De una carpeta de cuero verde sacó una hoja y con una lapicera Parker capuchón de oro escribió:

Estimado Alfredo dos puntos. A pesar de un for-tísimo dolor de cabeza, empezaré a escribir mi carta nú-mero 54.

Tienes la dicha inmensa de vivir en París, el cen-tro del mundo a la orilla del Sena. Recorrer el Louvre es como pasear la historia de la humanidad en sus ex-presiones nobles, en el imperecedero valor que tiene la cultura como síntesis de lo espiritual. Tú puedes exta-siarte en la contemplación de esas maravillas que son las Madonas de Rafael y, seguramente, te sorprenderás ante tanto portento de elevada grandeza. Dejó de escribir. Se paró y fue a la mesa donde había una radio. La encen-dió. Movió el dial hacia la derecha. Pasó El día que me quieras cantado por Gardel. Un paso doble. Un corrido

La argelina

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mejicano. El choclo por Canaro. La candelaria por los hermanos Ávalos. Serenata a la luz de la luna interpre-tada por la orquesta de Gleen Miller anunció el locutor. Subió el volumen. Volvió a sentarse. Escribió: vos ca-minás. Tachó las dos palabras y escribió: Tú caminas por cualquiera de las calles de París y bien sabes que por ella anduvieron genios de la talla de Voltaire, Rousseau, Rimbaud, Balzac, las calles están impregnadas de una áurea luz que fueron dejando los dioses del arte. ¿Tú te has preguntado alguna vez porque París reúne esas condiciones? ¿Qué hado la eligió para que cumpliera el papel de ciudad luz? Ciertamente esas preguntas no tienen respuesta, tú y los agraciados que ahí viven de-ben contentarse con la lluvia de cultura que les otorga el mero hecho de estar en París. Seguramente un argen-tino como tú, luego de haber presenciado los aciagos acontecimientos que desde hace algunos años se abaten sobre el país, beberán con avidez lo que solo Europa y París (sobre todo París) pueden brindar.

Ayer fui al colegio. Sor Juana, la hermana directora me lo había pedido. Me ofreció seis horas en las divisio-nes de tercer año; la señora de Benítez toma una licencia por un año a raíz de que a su marido la compañía lo beca a Alemania, yo la reemplazaré. Pasaré a tener doce horas en la asignatura de francés; espero que mis jaque-cas no me impidan el desempeño docente. La próxima semana tengo turno para que me revise el doctor Castro.

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Vos sabés. Tachó y escribió: Tú sabes que el médico me había indicado vacaciones en el mar, pero ni el mes que pasé con mis padres en Miramar, ni los comprimidos que me recetó consiguieron que las jaquecas disminuyeran, lo único que me alivia es acostarme con un paño de agua fría sobre los ojos manteniendo la habitación a oscuras. Se levantó y fue hasta su dormitorio. Abrió el cajón de la mesa de luz, sacó cuatro aspirinas. Fue a la cocina. Abrió la heladera. Buscó la jarra con leche y se sirvió la mitad en un vaso que encontró sobre la mesa. Echó las aspirinas. Con una cuchara apuró la disolución. Tomó el contenido del vaso. Volvió a sentarse. Releyó la carta. Se paró y fue hasta la radio. Movió el dial hacia la izquierda. Pasó un informativo. Los hermanos Ávalos cantando La zamba del grillo. Otro informativo. María bonita en la versión de Jorge Negrete anunció la locutora. Una zarzuela. Otro informativo. Una tarantela. La López Pereyra por Los Chalchaleros. A continuación estimados radioescuchas, Bing Crosby nos deleitará con Solo una luna de papel. Se sentó y escribió. Hace tres días fui a tomar el té a Ha-rrod’s con Laura y Cristina; cundo salíamos nos encon-tramos con Santiago Bavio y su mujer. No estaban ente-rados de tu beca en París y se mostraron agradablemente sorprendidos. Me preguntaron si a tu regreso teníamos previsto casarnos y te mandan sus recuerdos.

Mi padre ha tomado el asesoramiento legal de una empresa en construcciones, algo me comentó sobre

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las excelentes posibilidades que habría para la compra de un piso sobre Sánchez de Bustamante al 1500. A tu vuelta hablarás con él, tú sabes que no soy entendida en este tipo de cuestiones.

Debo dejar pues la jaqueca me tiene mal. Con el deseo de que te encuentres bien, quedo a la espera de tu carta. Firmó y agregó posdata: Mis padres siempre te recuerdan.

A las 19.30 horas se acostó colocándose un paño de hilo blanco, previamente humedecido, sobre los ojos. Se imaginó llegando a Marsella, tomando el tren a París donde la esperaba Alfredo con un ramo de rosas color té. Bajaba y en un taxi iban al hotel donde él ha-bía reservado una habitación. Caminaban por el Bois de Boulogne y Alfredo le señalaba los castaños. Se senta-ban en un banco y le hablaba sobre el cambio que había representado en su vida. Que no había conocido mujer como ella, una mujer con su fina espiritualidad y dotada de una sensibilidad tan exquisita. Sabía que sus amigos en Buenos Aires lo envidiaban por haber conseguido tamaño tesoro. Cuando se encontraron él dudaba de su propio futuro, sobre las razones que lo impulsaron a obtener su título. En ese entonces, se inclinaba a creer que había seguido derecho porque su padre y su abuelo eran abogados y porque había un estudio montado que él heredaría. Pero desde que comenzó a amarla todo cambió y supo ver el sentido que tenía la vida, sin ella

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no hubiese sido capaz de encontrarlo. Por eso le debía un eterno agradecimiento aunque bien sabía que nunca iba a amarla como se merecía. A las 20.45 horas Luisa, la empleada doméstica, le anunció que la esperaban sus padres para cenar, ella dijo que no iba a comer. Alfredo la llevaba a un restaurant en la orilla izquierda del Sena, cruzando el puente Enrique IV. Se llamaba Les boyar-des y el dueño era un conde ruso, Iván Alexandrovich Romanov, usaba un smoking negro y una cuidada bar-ba. Un pesado samovar se adelantaba a la estufa donde crepitaba el fuego y antiguos mujiks tocaban en los vio-lines melodías populares rusas mientras Alfredo le ha-blaba de su amor y el conde los miraba sonriente. A las 22.00 horas Luisa le preguntó si necesitaba algo y ella le pidió que humedeciera el paño de hilo. A las 00.30 ho-ras después que el conde Romanov los había despedido con amabilidad especial y que habían llegado al bar del Ritz para que Alfredo levantara la copa de champagne y suavemente dijera por ti, ella comenzaba a dormir-se habiendo llegado a la conclusión de que los cuatro meses y medio sin tener carta de Alfredo se debían al espantoso funcionamiento de los servicios públicos en la Argentina, especialmente el correo.

A las 22.15 horas Luisa Almirón, veinte años, em-pleada doméstica, arrancó dos hojas de un cuaderno Ri-vadavia y con un lápiz escribió: querida viejita querida dos puntos. Espero que usted y los demás de la familia

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se encuentren bien de salud. Yo a Dios gracias estoy bien. Hoy recibí su carta fechada el 25 de febrero y no se imagina cómo me puse al ver la foto de Carlitos que venía. Que grande que está y que gordito bien alimenta-do se lo ve por suerte gracias a Dios y a todos los san-tos que no le falta la comida pobrecito mhijito querido. Es cierto eso que usted dice que se parece a mí y en lo curioso y meterete también se parece. Si Dios quiere para el año que viene ya me voy para San Rafael con la platita que llevo ahorrada y que ya la puse en la Caja de Ahorro como me dijo la patrona. La señora es bue-na medio estirada como todos en la casa son estirados pero no me grita ni me pega como tuve que aguantar en ese lugar que ni quiero nombrar por toda la desgra-cia que me trajo aunque Dios me libre de pensar que el Carlitos sea una desgracia mi guagüita él es un angelito qué culpa tienen los chicos. El que no es estirado es el señor Alfredo es el novio de la señorita Angélica que siempre le duele la cabeza. Él es simpático y de lo más buen mozo con los ojos azules como celestes a veces los tiene medio tristes vaya a saber por qué a lo mejor es porque a ella le duele la cabeza. Él nunca me manda y si pide algo dice por favor y después gracias y sonríe tan simpático que se lo ve. Ahora se fue al extranjero a Alemania o Londres por ahí está debe extrañar debe estar muy triste le debe hacer muy mal tan lejos que está hace siete meses que se fue y me parece que la señorita

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no recibe cartas de él, de su novio el señor Alfredo y ahora a ella le duele más la cabeza que antes se lo pasa en la cama con la pieza a oscuras y un paño en los ojos a mí me impresiona parece una muerta aunque dice que le hace bien el paño en los ojos. Usted a lo mejor vie-jita conoce algo para estos dolores que son bien fuerte mándemelo si conoce de algo que a esta chica le sirva yo no entiendo ella es linda usted no sabe lo linda que se la ve con el pelo negrísimo y de tan brillante parece que lo tuviera de otro color pero ella siempre lo usa atado con un rodete con un moño que no se suelta. Por qué será que ella es tan linda tiene un novio buen mozo tie-ne plata porque los patrones son gente rica y la familia del señor Alfredo también pero ya lo ve yo le cuento que no es feliz y uno se da cuenta que no es feliz porque la felicidad se nota en la cara de la gente y ella que lo tiene todo no está contenta yo en cambio lo único que tengo es al Carlitos a Dios gracia y tengo estas dos ma-nos para trabajar para que mhijito crezca sano y fuerte a lo mejor quien le dice viejita que cuando Carlitos sea grande los pobres no habrá más porque no hay que ne-gar que ahora estamos mucho mejor por primera vez que yo lo escucho decir a mi tata que se ha progresado que no hay tanto atropello como antes para los pobres y para mí más que a él que yo lo respeto se lo debemos a ella que es tan buena con esa cara de ángel que tiene en las fotos y yo vi en el cine en el noticioso la pasaron y

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estaba de rubia sonriente más linda que en las fotos y yo tengo dos fotos que guardo bien escondidas porque si me las agarran me las rompen de tanta rabia que les tie-nen siempre protestan se ponen más estirados cuando hablan de los dos pero más bronca más odio le tienen a ella y hasta le dicen esa palabra mire usted si serán gan-sos decirle a ella que es una perdida más perdidos serán ellos que van a perder hasta el apellido Dios los va a cas-tigar por decir esas cosas que no son verdades y siempre pasa lo mismo por qué será que a los buenos los tratan así y le dicen todas mentiras. Y ya le dije mi viejita linda porque se me cierran los ojos hoy faltó la señora que lava y tuve que lavar toda la ropa menos mal que no faltó la que viene a cocinar que ganas tengo viejita de comer un locro de los que usted hace con empanadas suyas y ese vinito y después comería uvas y después una agüita de cedrón. Si Dios quiere no ha de faltar mucho ya me quisiera ir ya Buenos Aires no me gusta viejita querida yo no me hallo entre tanta gente que uno va caminando por la calle y no se saluda porque nadie se conoce y las casas son tan altas como si quisieran imitar a las montañas de tan altas que son pero no llegan a la altura de las montañas que tenemos allá en Mendoza donde está mhijito que tanto quiero y por el que estoy haciendo estos sacrificios porque se lo merece pobre mi angelito qué culpa tienen los chicos. Yo la abrazo mucho viejita y cuídemelo al Carlitos que es lo que más

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quiero en este mundo después de usted a Dios gracia que la tengo. De adentro del cuaderno sacó un sobre y escribió con una lapicera que encontró en uno de los cajones del placar de la cocina: Señora Deolinda Casas de Almirón. Almacén Carlos Washington. San Rafael. Provincia de Mendoza. Remitente Luisa Almirón. Jun-cal 1347. Capital Federal. A las 23.20 horas se acostó. Rezó un padre nuestro y un avemaría. Pidió por la salud de su hijo, de sus padres, de sus hermanos. Para que se le pasen los dolores de cabeza a la señorita Angélica. Para que pronto pueda volver a San Rafael. Para que ella se siga manteniendo tan buena y linda como sale en los noticiosos. Para que cuando su hijo sea grande no haya más pobres. Cerró los ojos y se le aparecieron los ojos como uvas verdes y fue como hacía cinco años que de solo mirarlo se ponía tonta, se le caían las cosas de sus manos y la madre de él le gritaba chinita estúpida y ella esperaba la noche que llegaba con él para desatarla en mil colores y para espantar las uvas verdes de sus ojos rezó el avemaría hasta dormirse.

A las 22.30 horas Adolfo Mendeville, cincuenta y dos años, abogado, se sentó ante la máquina de escribir Rémington. Se puso los anteojos. Escribió: Apreciado amigo dos puntos. Me es grato dirigirme a Usted para hacerle saber que la preocupación que juntos comparti-mos, podemos darla por superada. Como esperábamos el juez interviniente declaró cerrado el caso por falta de

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pruebas; ya le había adelantado que era un caballero y un amigo. Lo único que para mí sigue siendo un trago duro, es la cadena de malos entendidos que hubo entre usted, los amigos y yo que, muy lejos de nuestras inten-ciones, provocó la engorrosa situación y el precipitado viaje del muchacho que no estaba al tanto de lo aconte-cido. Claro que no le puede hacer daño a los veintisie-te años, pasar una temporadita en París; por lo menos mi experiencia me dicta que las europeas son deliciosa-mente vulnerables a los sudamericanos, especialmente a los argentinos.

En otro orden de cosas, le diré que nuestro asunto relacionado con la California marcha viento en popa; mi cuñado me mantiene permanentemente informado. Hay que ir con calma, sin apresuramientos. Los acon-tecimientos se encaminan para que nuevamente se diga “ni vencedores ni vencidos”. El género epistolar impide que me extienda en consideraciones que ya tendremos oportunidad de intercambiar.

Reiterándole mi amistad lo saluda. Firmó con una lapicera Parker capuchón de oro. Volvió el papel a la máquina y escribió: P.D. Tal como lo acordáramos, no se hizo publicidad. Debido a la hombría de bien del juez interviniente, solo las personas estrictamente necesarias del juzgado tuvieron acceso al expediente. Mi mujer y mi hija están totalmente ajenas. De uno de los cajones del escritorio sacó un sobre y escribió: Dr. Alfredo Fe-

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derico Eizaguirre. Estancia Los Aromos. Partido de ge-neral Madariaga. Provincia de Buenos Aires. Remitente. Adolfo Mendeville. Juncal 1347. Capital Federal.

A las 23.00 horas, después de tomar tres medidas de whisky White Horse cosecha 1950, se acostó. En la mesa de luz del lado izquierdo había un ejemplar de La Nación del día. Empezó a leerlo. Se detuvo en una nota titulada La vigencia de Caseros. Leyó: La primera tiranía que los argentinos hubieron de sufrir, fue abatida el 3 de febrero de 1852. Próximo está el día en que se conme-morará el primer centenario de tan magno hecho. Case-ros pierde significación si se lo analiza como aconteci-miento estrictamente militar. Sin desmerecer la valiente y decidida acción de nuestros soldados, consideramos que la trascendencia implica ir más allá del análisis que supo-ne un suceso de armas. Quizá por aquello que señalaba el estratega prusiano Clausewitz en cuanto a que la guerra es la política por otros medios, la preclara y decidida ac-ción de los militares en Caseros marca una nueva etapa en la historia argentina y un ejemplo a seguir cuando los postulados republicanos y democráticos se hacen agua en el estéril pantano de la demagogia. Ni vencedores ni vencidos se dijo en aquel momento. ¿No habrá llegado la hora que los argentinos repitamos esa generosa frase? El diario resbaló cubriéndole la cara. Estaba dormido.

A las 22.15 horas, Cecilia Arroyo de Mendeville, maestra, cuarenta y ocho años, se sentó ante la mesa

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del comedor. De una carpeta de cuero azul sacó una hoja de hilo celeste; con una lapicera Parker capuchón de plata escribió: Querida hermana dos puntos. Aunque tengo una leve jaqueca, me apresuro a contestar tu carta que recibí esta mañana. Adolfo me dijo que se puso en comunicación con Roberto para la solución de los in-convenientes que planteabas en tu misiva, por lo tanto, no abordaré aquel tema.

No sabes cómo te envidio, a ti y a toda tu familia por estar en New York, esa magnífica ciudad. Tengo la sensación que Buenos Aires, en estos años, se ha achi-cado. Es una ciudad acunada por los gritos de esa gente ensoberbecida, sin educación, sin una mínima fibra de espiritualidad. Aún existen ciertas calles con el viejo es-tilo, Charcas, Santa Fe, Alvear, ese estilo que a algunos viajeros les ha llamado la atención por su semejanza con Europa.

Estoy un poquito inquieta por Angélica. Tú sabes que ha heredado de mi misma y de nuestra madre las jaquecas, pero ella las sufre en demasía. A pesar que ha seguido estrictamente las indicaciones del médico, no hay variaciones en su estado. Para colmo, Alfredo hace alrededor de tres meses que no escribe. En realidad, más que la ausencia de cartas, a mí me preocupa el que hasta Angélica llegaron los comentarios de la relación entre Alfredo y la mujer de Bavio. Era imposible que no se enterara, puesto que el descaro de ella para buscarlo

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era insolente, hasta chabacano. Pensar que era una chica tan distinguida cuando la veíamos en Playa Grande, ¿te acuerdas? Por la situación tan especial, me pareció lo más sensato que Alfredo viajara a París, no hay como París para ciertas soluciones. Angélica es una fiel segui-dora del estilo que nos enseñara nuestra madre. Se ma-nejó como nos manejamos ella, tú y yo ante situaciones iguales. Dejó de escribir. Se paró y fue hasta la radio. La encendió. Movió el dial hacia la izquierda. Canta Mario Clavel anunció el locutor. Escuchó: Una mujer, debe ser, soñadora coqueta y ardiente, debe darse al amor, con frenético ardor, para ser una mujer. La mujer que al amor no se asoma, no merece llamarse mujer, es cual flor, que no expande su aroma, cual un leño que no sabe arder. La pasión tiene un mágico idioma, que con besos se debe aprender. Porque una mujer que no sabe que-rer, no merece llamarse mujer. Apagó la radio. Volvió a sentarse. Escribió: Me hace feliz el que Angélica sea así, sobre todo en un momento en que algunas mujeres dan tan triste espectáculo. Qué se puede pedir si esa (¿para qué nombrarla?) con el pelo teñido de rubio y con ropas de muy dudoso gusto, se lo pasa gritoneando y gesticulando señalando que es la abanderada de vaya a saber qué cosa. Quizás lo que convenga para la salud de Angélica sea el que haga algún viaje fuera de este bo-chorno. Pienso en los países nórdicos o tal vez Estados Unidos, ya hablaré con Adolfo.

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Bueno querida llego hasta aquí porque no doy más del dolor de cabeza. Cariños a Roberto y a los niños. Un abrazo. Sacó un sobre de la carpeta azul y escribió: Mrs. Clara Arroyo de Menéndez. 820 5th Avenue. New York City. U.S.A. Remitente Celia Arroyo de Mendeville. Jun-cal 1347. Capital Federal. República Argentina. Fue has-ta el dormitorio. De la mesa de luz sacó dos pastillas de Luminal. Las tomó. Se acercó a la cama de su marido. Retiró el diario y los anteojos. Apagó la lámpara. Se des-vistió. Se acostó. Enumeró lo que haría al día siguiente. 1) Llamar por teléfono a Leticia. 2) Ir a la modista. 3) Comprar en Harrod’s toallas. Ver manteles. 4) Encargar flores. 5) Pensar en un regalo para Lía Sabatier. 6) A las cinco ir al té canasta en lo de China Zavalía. En algún momento hablar con Adolfo sobre la conveniencia del viaje de Angélica. A las 00.05 horas se durmió.

El 7 de marzo de 1951, a las diez menos cuarto, Luisa llevó el desayuno a la habitación de Angélica. En la bandeja había cuatro cartas selladas en París. En tres sobres venían otras tantas tarjetas postales. Ninguna es-taba firmada ni figuraba quién las remitía. Una de ella mostraba parte del Sena, el puente Enrique IV, los co-lores eran sepia. Angélica la dio vuelta y leyó: Bajo este punto y otros que cruzan el Sena, mujeres y hombres que llaman clochards, con algo de desesperanza, con mucho desencanto, borrachos, se olvidan de París dur-miente, se tapan con hojas de Le Fígaro.

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La segunda tarjeta fotografiaba en colores la en-trada de Le Louvre. Angélica la dio vuelta y leyó: La mayor parte de las colecciones que aquí se exhiben son trofeos de guerra traídos por los victoriosos generales franceses. Recordar la campaña de Napoleón a Egipto.

La tercera tarjeta fotografiaba en blanco y negro la fachada principal de La Sorbona. Angélica la dio vuel-ta y leyó: En nombre de la cultura y con la cultura se produjeron los siguientes hechos: en 1838 la escuadra francesa bloquea las provincias del Río de la Plata. En 1860 tropas francesas capitaneadas por Bazain invadie-ron México, en 1864 ayudan a instalar una monarquía al frente de la cual colocan a Maximiliano de Habsburgo. En 1830 tropas francesas hacen de Argelia una colo-nia. En 1893 llegan a Laos. En 1887 la cultura francesa constituye la Unión Indochina.

El cuarto sobre contenía una carta. No había fir-ma y tampoco figuraba el remitente. Angélica leyó: En algún lugar de París, febrero de 1851. Cuadro de situa-ción:

1) Las calles son sucias. Es una ciudad mugrienta. Mugrienta de siglos de soledad. Es la zona donde se desarrolló la comuna. Es una de las ciudades que ocu-paron los nazis. Es una de las ciudades en donde se inventaron mil formas de pelear contra los nazis. París tiene hambre. París tiene frío escribió el poeta. Es una de las ciudades en que fueron echados los nazis. Es la

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alquimia de algunos sudamericanos para dejar de ser sudamericanos. En París los sudamericanos conocen lo que pasa en Sudamérica y que viviendo en sus países no se los dejan conocer los sudamericanos que hacen lo posible para dejar de serlo. París es una mueca corrom-pida a la orilla del Sena. Es el centro universal de los globos de colores que adentro tienen mierda.

2) La vio en una esquina. Hacía quince minutos que había dejado de nevar. París parecía pura bajo la nieve. Parecía blanda. Casi suave. Dulce y complaciente. Cuando la vio se dio cuenta. Por el abrigo demasiado liviano. Por la manera desafiante con que inclinaba la ca-beza de pelo negro. Porque son universales. Llegó a su lado. Empezaron a caminar. Él iba con las manos en los bolsillos del impecable sobretodo argentino. Ella miraba cómo la nieve se metía adentro de sus zapatos. Tarda-ron cuatro minutos y subieron los tres pisos. Él abrió la puerta. Encendió la estufa a gas. Buscó en un armario la botella de ginebra. Le tendió un vaso de ginebra. En un francés aprendido en la Alianza Francesa él supuso que podía explicar lo que era la ginebra. Al segundo vaso ella se desprendió el abrigo y lo tiró sobre una silla. Tenía un vestido negro. Como su pelo pensó él. Con un francés de las colonias francesas le preguntó qué estaba esperando. Qué espero pensó él. Dejó su vaso de ginebra sobre la mesa. Dio los pasos necesarios. Hizo los gestos fieles. A las cuatro de la mañana ella dijo que se iba. Él dijo que

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había empezado a nevar. Él la miró para que no se fuera. Le pidió que no se fuera. A las cinco de la mañana su pelo negro seguía desafiando París.

3) Todos los días la encontraba. En una esquina. Caminaban. Por el Bois de Boulogne con los casta-ños nevados. Por las orillas del Sena. Por los france-ses llegando a Argelia en 1830 cuando ella empezó a nacer. Caminaban por Constantinopla. Por Orán. Por Sidi-bel-Abbés. Caminaban por el río Touil. Por el Ché-liff. Por los chotout, las ciénagas salobres. Él sabía que ella lo despreciaba. Aunque no fuera francés. Ella odia-ba en él los ciento veintiún miserables años. A veces ella se olvidaba de odiarlo. O se olvidaba de París. Entonces él recorría el húmedo desierto de su piel. La historia de su cuerpo. A veces. Él sabía que como un personaje de Zola se había enredado con una puta. Era melodramáti-co. Cursi. Parecía un tango. De los más amargos.

A las 12.20 Luisa entró en la habitación de Angé-lica para avisarle que el almuerzo estaba servido. Dijo que no iba a comer. A las 15.10 horas Angélica entró en la cocina y le preguntó a Luisa si había llamado por teléfono la novia argelina de Alfredo. Luisa no supo qué contestar. A las 17.00 Angélica la llama a Luisa y le pre-gunta si había terminado de preparar las valijas. Como le contestara que nadie le había ordenado que lo hiciera, Angélica le grita que era una negra inservible y que por su culpa iba a perder el avión a Orán donde la esperaba

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Alfredo con su novia Argelina. A las 17.20 horas Luisa llama por teléfono a la casa de la señora China donde le dijo la señora que iba a tomar el té. A las 18.00 horas llegó Celia Arroyo de Mendeville. A las 20.00 horas sus padres y el doctor Castro llevan a Angélica a una clínica situada en Temperley. Solo Luisa, sus padres y el mé-dico sabían en dónde se encontraba Angélica. Para el resto había emprendido un viaje a los países nórdicos.

A la semana el doctor Wüttemberg le explica a Celia Arroyo de Mendeville y a Adolfo Mendeville que a su hija se le suministra una dosis controlada de Lu-minal. Que el principal inconveniente existente para el comienzo de otra fase en la terapia es que Angélica Mendeville se niega a hablar en castellano, utilizando continuamente el francés. En los dos últimos días fue necesario aumentar la dosis medicinal y el doctor Wü-ttemberg decía que probablemente era necesario co-menzar con las sesiones de electroshock.

Angélica Mendeville, veinticinco años, profesora de francés, camina entre los árboles de la clínica. Tiene el pelo negro desparramado sobre los hombros. Habla de los franceses llegando a Argelia en 1830. De los oficiales rubios. De Orán. De Sidi-bel-Abbés. Del azul del Medi-terráneo abrazando la esquiva cintura de África. Dice que ella es argelina. Lo dice en francés. Camina con el pelo negro desatado en mil colores y dice: je suis algérienne.

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Le dijeron que tenía que ir al sur, cerca de Bahía Blanca. Le dijeron que lo acompañaba Leandro Salas, un ahija-do de don Hipólito. Escuchó que los caminos estaban buenos, que los caballos eran aguantadores, mansos, un alazán y otro bayo. Supo que en dos horas empezarían el viaje. Las casas finales de un pueblo abandonadas en el galope, las primeras casas rebotando con el trote, eso era un viaje. Preguntó si lo que tenía que entregar estaba listo, contestaron que corría por cuenta de Salas, Lean-dro Salas.

A las siete de la tarde hacía tres horas que ganaban camino. Pasaron tierras alambradas, vacas manchando la tierra, algunas ovejas, los maizales dentro de las tie-rras alambradas. En un rato se les vendrían encima las sierras. Él las miró: parecían dibujos que se iban con el atardecer.

A lo mejor hay que levantar lo de la abstención dijo Salas. Son muchos años en lo mismo y no se ve que aflojen, sería cuestión de conversarlo. Escuchó el

El ahijado

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relincho de un caballo. Su alazán movió las orejas, le pasó una mano por las crines, las sierras violeteaban la luz. Una comadreja cruzó fugaz, son muchos años dijo Salas. ¿Cuántos años hace que anda en esto? Seguro que usted es de los primeros que acompañaron a don Hipó-lito, así me dijeron.

A la izquierda del camino había un bosque, los ár-boles tenían troncos anchos, algunas ramas llegaban al suelo. Qué de viajes como este habrá hecho, dijo Salas. Son muchos años. Él movió la cabeza hacia el bosque, es un buen lugar para pasar la noche dijo. Salas se afir-mó en los estribos, él vio cómo se destapaba en la cin-tura el cabo de plata de un cuchillo.

Quedaban unas llamas casi al ras del suelo. Bueno el asado dijo Salas. En un hueco de los arboles estaban suspendidas dos estrellas, las miró: plateadas, lejanas, espiadoras. Desde la orilla del fuego Salas le alcanzó la ginebra. Estiró el brazo, tome le dijo. Él empezó a to-mar, Leandro Salas se quedó esperando, unas chispas saltaron, había viento cuando él habló: fue en uno de los viajes, ya ni sé en cuál, habrá sido en uno de los via-jes que hice entre 1893 y 1909. Sí, por esa época fue que me contaron la historia del ahijado. Parece que don Juan Manuel tenía un ahijado. Nadie sabía de quién era hijo, se lo habían traído los indios, junto con unos animales que le entregaron, llevaron el chico. Los indios dijeron que lo habían encontrado cerca del Bragado, adentro de

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una carreta. A unos veinte metros estaban tirados los cuerpos de un hombre y una mujer muertos a puñala-das. El hombre tenía clavado el cuchillo en el medio del pecho. Un cuchillo de plata, con mango de plata, como los que hacían en Bolivia, flameando en el medio del pe-cho del hombre. Los indios lo encontraron a la mañana bien temprano. Ellos dijeron que el que los mató, los había matado antes de la medianoche. Se quedaron con la carreta y le entregaron el chico a don Juan Manuel, más o menos tres años tendría la criatura, calcularon que esa sería la edad cuando se lo llevaron junto con los animales prometidos y él se lo dio a las mujeres de la casa para que lo criaran. Cuando se hizo un muchacho de catorce o quince lo mandó al campo. A los veinte lo conocían como el ahijado de don Juan Manuel, así lo nombraban. A cada lugar donde llegaba, sabían que llegaba por encargo de su padrino. El mozo viajaba se-guido, los primeros encargos fueron por la provincia. Don Juan Manuel lo semblanteaba y había nuevos via-jes, después se llegó a Santa Fe, a Entre Ríos. Iba sin que nadie le averiguara si sabía lo de la carreta y los cuerpos encontrados por los indios. Don Juan Manuel lo sem-blanteaba y él partía, el ahijado lo nombraban. En 1837 le pidió que cruce a Montevideo. Había rumores fuer-tes, peligrosos rumores. Los emigrados hacían revuelo, fiero revuelo con los franceses estaban haciendo, en-tonces lo mandó a Montevideo. Le dio las instrucciones

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para el viaje, lo puso al tanto de lo que se tramaba con esa polvareda de unitarios y extranjeros. Antes de ter-minar la conversación fue a un mueble donde guardaba sus papeles. Don Juan Manuel fue y lo abrió, medio se agachó para sacar lo que buscaba; después se dio vuelta y quedó enfrentando al mozo. Le tendió la mano y el otro agarró un cuchillo, tenía el cabo de plata. Era pul-cro, plateado, preciso, es para hombres leales le dijo.

Partió para Montevideo en el 37 con el cuchillo ahuecándole la cintura. Llegó en un día con niebla. A los dos meses de la conversación con don Juan Manuel apareció muerto en la playa, a la orilla del río. Vaya a saber cómo fueron las cosas pero había entra-do en tratativas con esa gente de Montevideo. Parece que en una casa se topó con uno de los amigos de Lavalle. Lo habrá desordenado con las palabras, lo enmarañó con frases, le habrá ofrecido oro. El oro de los franceses para disolverlo a él, encontrado por los indios en una carreta cuando amanecía. El río lo hamacaba cuando lo hallaron muerto. El río donde navegarían los franceses para bloquear la Confede-ración, el río que se prestaría para que los franceses vuelvan al mar silenciosos, derrotados, mientras La-valle rumbeaba a Bolivia desbandado, perdedor. Pero de eso el ahijado no alcanzaría a darse cuenta. Había niebla el día en que lo encontraron muerto, una nie-bla que borraba. Por eso, por la niebla, antes de ver el

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cuerpo tirado contra el río, vieron el cuchillo preciso, pulcro, plateado en el pecho del ahijado.

Escuchó que Salas le ofrecía más ginebra. Miró las cenizas que se alargaban por el suelo, el fuego pálido con algunos puntos que se abrían de rojo. Supo que Leandro Salas destapaba el cuchillo, lo último que vio fueron dos estrellas en un agujero lejos, entre los árboles.

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Era, La Paz, con vos,

y unos jazmines señalando el verano,

en la mesa donde, tu mano, astronauta,

de espacios ignorados,

desplegaba dos pocillos de café,

La Razón (un diario), un cenicero,

para alunizar en mi mano,

y seguir, un viaje fantástico,

por las galaxias de Buenos Aires,

esa ciudad fundada por Solís y Garay,

según falsos documentos.

La ciudad, inventada por el río,

los candombes, los malones y los tangos,

y aquellos gritos, desembarcados por los gringos,

juguete rabioso, desplegado, en el aire del maldito octubre,

según consta en los puntuales documentos,

difundidos, (entre otros) por las salvajes palomas imbatibles.

Celina Lacay

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A bordo de la Corbeta de S.M.B Clío, Berkeley Sound, 2 de enero de 1833.

Debo informaros que he recibido órdenes de S. E. el Comandante en Jefe de las Fuerzas Navales

de S.M.B. sobre las islas Fakland.Siendo mi intención izar mañana el pabellón de la

Gran Bretaña en el territorio, os pido tengáis a bien arriar el vuestro y retirar vuestras fuerzas con todos los objetos pertenecientes a vuestro gobierno.

Soy, Señor, vuestro muy humilde y muy obediente servidor.J.F. Onslew.

Al S.E. el comandante de las Fuerzas de Buenos Aires en Puerto Luis, Berkeley Sound.

Oyó movimientos desacostumbrados en las dos cubier-tas, ruidos de pasos por la escalera que se perdían hacia la proa; voces que se encimaban llegándole alguna pa-labra: estribor, allá, nudos. Reconoció al capitán Cooke,

Vendrán los cóndores*

* Primer premio en el género cuento en el Concurso Latinoamericano organizado por Editorial Helguero en 1983.

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su voz rotunda y áspera daba indicaciones pero has-ta ella se arrimaban los sonidos de un lenguaje que no comprendía, palabras extrañas como sollado, urca, go-leta, rolido, eslora, como el rumor de Faustina cantando en el idioma oscuro que lograba calmarla y entonces pedía: contame vendrán los cóndores. Era el lenguaje de la navegación que no acababa de entender pese a las explicaciones del capitán, pero que, sin embargo, oía con placer. Ella dejaba que los sonidos misteriosos de la marinería la bambolearan suavemente acercándola a una zona desconocida, una zona que adivinaba cuando pronunciaba eslora y se quedaba en la melodía de esas seis letras unidas sin importarle, o sin importarle dema-siado, el significado

Muchas veces durante el viaje, cuando el capitán Cooke la visitaba a la noche en su camarote, le pedía que le explicara las partes de un barco o su manejo. Él accedía y rápidamente empezaba una erudita exposición que ella tomaba como un relato meneante, encrespado, con ondas que se ampliaban, que se ampliaban más to-davía porque era norteamericano y hablaba un español alargado. Decía el sollaudou o la esloura y el ondeo cre-cía en las noches sobre el mar en el que conversaban.

Esos ruidos a media mañana no podían suponer otra cosa que el América libre avistando las islas, en tres o cuatro horas empezaría el amarre, quizás a las tres de la tarde desembarcarían. En diciembre las islas son agra-

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dables, cuando no hay viento es posible recordar que es verano decía el capitán. Usted es una mujer valiente vi-niendo a un lugar perdido en el sur del Atlántico, se lo dije a Ibarguren cuando me habló por el viaje que usted tenía interés en hacer, su hija es valiente le dije, mi hija es terca me contestó. Pienso que ustedes necesitan una buena dosis de terquedad para llevar a buen fin la causa americana. ¿No es cierto? Terquedad con una dosis de imaginación dijo Inés. ¿Usted tiene la dosis suficiente? Creo que sí, la imaginación proviene de mi madre, ella hacía poesía, un hábito desacostumbrado en una mujer de un lugar que hasta hacía poco era colonia. O a lo mejor vivir en una ciudad a orillas del Río de la Plata, ser una mujer que presenció los acontecimientos de 1806, 1807, 1810 son las razones que la llevaron a la poesía. La terquedad es de mi padre, por ejemplo su aversión a los ingleses es tan consecuente que cuando le dije que me gustaría estudiar piano, me lo permitió siempre que en mis lecciones no figurara ningún músico inglés. Por suerte los ingleses no se destacaron en la música dijo el capitán. Seguramente su afán por dominar el mundo les restó posibilidades para hacer música decía Inés cuando el barco se bamboleaba en el Atlántico rumbo al sur, a los puntos de viento flotando en el océano, las islas donde estaba Luciano.

En unas horas podrá encontrarse con su marido le dijo el capitán tomándola del brazo para guiarla por

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los pasillos y escaleras hasta la cubierta principal. El viento la obligó a entrecerrar los ojos y sostenerse de la baranda, dicen que el viento pone nerviosos a las mujeres y a los animales, pero debe tratarse de mujeres que no son tercas ni imaginativas. Inés sonrió mientras miraba las elevaciones que salpicaban un terreno par-co, quebrado por amarillos y azules casi violetas que bajaban al mar. Las avutardas volaban contra el sol de tal manera que parecían una línea plateada. Algunas gaviotas planeaban sobre el América libre y seguían hacia la costa. Los sonidos del mar golpeaban el barco mezclándose con las ráfagas de viento y las órdenes para desembarcar. Ella miraba las islas como abando-nadas al viento, manchones ocultos esperándola para tener un contorno preciso como tenía la memoria del Río de la Plata, Buenos Aires.

Hay quienes las llaman miserables islas dijo el ca-pitán. No serán ingleses dijo Inés, o serán ingleses que disimulan su interés; en 1746 lord Ansen, uno de los eternos viajeros de Su Majestad, explicó la prodigiosa importancia de las islas como punto estratégico ¿Usted piensa que los ingleses en los umbrales de 1833 pre-tenden apoderarse de las islas? ¿No será una excesi-va dosis de imaginación? Durante muchos años decía Inés, franceses, ingleses y españoles se las disputaron y si hubo una disputa, fue porque ninguno las consideró miserables. Después de Waterloo Inglaterra es la única

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potencia europea y además tiene en sus manos el co-mercio mundial, si a eso se le agrega que en el círculo de Lord Aberdeen desde el 29 se habla de convertir a las islas en una base naval, la conclusión es que está en sus objetivos ocuparlas. Pero estas islas forman parte del territorio de su país que fue reconocido como país independiente por Inglaterra. No creo, capitán, que us-ted piense seriamente que eso puede ser un obstáculo para el Reino Unido.

Al llegar a lo de Alonso, algunos patos y gallinas se ahuyentaron, antes que una negra más joven y alta que Faustina le abriera la puerta vio tres gaviotas caminan-do por el techo de la casa. Entró en una sala amplia, en una de las paredes había una estufa, la turba llameaba amarillos y rojos. Sobre la estufa estaba colgado un óleo de Rivadavia, lo habían pintado más alto de lo que Inés recordaba que era. ¿Te has vuelto rivadaviana? Se dio vuelta y corrió hasta Luciano, a medida que lo abrazaba empezó a reconocerse, como si aparecieran descolori-dos recuerdos de sí misma.

Terminaban de comer a las nueve con un resplan-dor que se oscurecía hacia el mar. A ella que era la pri-mera vez que pisaba un lugar diferente a Buenos Aires, un lugar no solo separado por las costumbres propias de una ciudad, sino situado en una dimensión opuesta, tan opuesta que la noche era un desgarrón precario y breve, para ella todo era extraño y no podía bosquejar

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sus paseos por las islas, el golpe del viento, las conversa-ciones en las que participaba o sus encuentros con Lu-ciano. Vivía una sucesión de manchones serpenteantes que la llevaban desde Monroe en los Estados Unidos, Rivadavia y el empréstito, Quiroga oponiéndose a Ri-vadavia, ella enterándose de sí misma con Luciano, el viento sacudiendo las isla, las islas como olvidadas en el mar hacia el sur, acechadas por los ingleses, los inmun-dos ingleses decía Luciano con desprecio. Pero sin su ayuda no saldremos del atraso en que nos dejó España, le contestaba Alonso. ¡No, no y no! Lo que dice es una ingenuidad. Ellos ayudándonos. Los ingleses converti-dos en solidarios partícipes de la causa americana. El león ruge Alonso, el león tiene zarpas poderosas que no acarician.

Desde que había llegado y Buenos Aires y el río quedaron atrás formando parte de algo lejano (ella pen-saba que era el pasado, su pasado) y las islas le mostra-ban lo que había ignorado hasta que el América libre la arrojó al viento, todas las noches Luciano discutía con Alonso. La mujer de Alonso se iba con sus hijos en cuanto terminaban de comer; el capitán preparaba el café sin aceptar que se lo reemplazara. Era su tarea, la ceremonia que cuidadosamente iniciaba volcando el café sobre el agua en el momento en que él sabía y lue-go lo llevaba a la mesa humeante, secreto, irresistible. Cooke relataba distintos métodos que había escuchado

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en sus viajes, maneras extrañas de preparar café; pero el que había adoptado como propio, las marcas que seguía para alcanzar ese saber precipitado y fascinante lo mantenía en silencio. Decía que había que tomarlo amargo porque el azúcar violaba el sabor del café y ella se fue acostumbrando al gusto áspero y tupido que (a lo mejor por los relatos del capitán) asociaba al Misi-sipi y New Orleans, el Potomac, los cantos religiosos de los negros, la musicalizada rebeldía de los negros como decía el capitán.

Con las tasas llenas hasta el borde y la noche que finalmente aparecía alrededor de las diez, una frase cualquiera era el aviso para que casi sin respiro discu-tieran hasta las once o las once y media en que se iban a dormir. Alguno hacía un comentario sobre la Santa Alianza, el proyecto carlotino, el futuro de la industria textil, la necesidad de explotar las riquezas mineras del oeste o la retirada de San Martín y entonces, como provocada o como el resultado de señales ocultas, apa-recía Inglaterra o los ingleses o los mugrientos ingle-ses como los llamaba Luciano. Usted vive obsesionado por Inglaterra le decía Alonso. Y ustedes tienen una sospechosa ceguera a todo lo que hacen los ingleses y una sospechosa mala memoria de todo lo que hicieron le contestaba mirándolo alerta. Amigo Luciano decía Alonso condescendiente, con la voz blanda y compo-nedora: un país no se hace con retórica, ni con bellas

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imágenes ni con febriles apuros adolescentes. Inglate-rra no es un fantasma que flota recostado sobre el Ca-nal de la Mancha. Inglaterra existe. Tiene un rey, una flota, una extraordinaria industria y controla la mayor parte del comercio mundial. Nosotros también exis-timos: acabamos de salir de las guerras de indepen-dencia, tenemos un territorio despoblado o poblado por los indios, no tenemos flota, apenas un ejército improvisado, no tenemos industrias y cargamos sobre las espaldas la herencia que nos legaron los españoles: hermosas palabras, hidalgas palabras si usted quiere. ¿Para qué sirven? A lo mejor para hacer literatura. Para mí las palabras ayudan a tapar la ineptitud, una ausen-cia de mentalidad práctica que los llevó a perder el más brillante de los imperios. Los españoles son como el Quijote: viven en el sueño de las glorias pasadas. Tie-nen la eterna melancolía de los perdedores. Esa es la herencia de la colonización española, nada más Lucia-no. Enfrente de España está Inglaterra. ¿Es obra de la casualidad lo que tiene Inglaterra y lo que no tiene España? ¿Por qué Inglaterra derrotó a la Armada In-vencible? ¿Por qué Inglaterra venció a Napoleón? No le voy a negar que los métodos ingleses puedan estar reñidos con la ética, pero en política la ética no tiene cabida, es la excusa de los inoperantes. Si Inglaterra tiene industrias y España no, es porque los métodos españoles no sirven. Si el país necesita seguir adelante,

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no puede hacerlo sin crear industrias. ¿Qué método usamos nosotros? El dilema es simple: o elegimos el atraso y hacemos verborragia en lugar de un país o elegimos el progreso abandonando los melindres, esas quejas idealistas.

El capitán Cooke se escudaba detrás de la pipa. A veces ella pensaba que el humo que tiraba como si fue-ran olas difusas y fugitivas le servían para, desde atrás, observar lo que decían los otros, él explora las palabras ajenas pensaba Inés.

En los veinticinco días que tardó el América libre en llegar a las islas, cada noche golpeaba su camaro-te y entraba con una botella de ron. La bebida de los piratas decía siempre; una vez en que más rápido de lo acostumbrado vació la mitad de la botella, ella oyó que decía: el ron es para los que permitieron que los sueños los abandonen, entonces uno toma y reencuen-tra algún sueño y se siente bien soñando, uno vuelve a vivir. En esas noches, el capitán Cooke le contaba sobre los peces del mar Caribe, del Pacífico sur, del sur del Atlántico y ella podía ver los peces dorados, los peces azules cortando una ola fugaz y espumada mientras el sol se alejaba irremediablemente en el mar desconocido, el mar de peligrosos colores secretos, el maravilloso mar, the wanderfool sea decía el capitán achicando los ojos para no perder (Inés pensaba que era por eso) los ilimitados resplandores que había mi-

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rado. Y del mar, como llevado por un barco veloz y sabio, pasaba a los cantos de los negros, al Misisipi (es un río sólido y sorprendente, decía) a las ciudades fundadas por las distintas corrientes colonizadoras que llegaron alguna vez, decía el capitán, llegaron sabiendo cual era el misterio de la riqueza. Lo habían aprendido en Manchester, en Londres, en Liverpool, no tuvieron más que empujar los ruidos de los artificios insaciables y codiciosos de los que eran guardianes. Su Dios los ayudó en la empresa, porque fue una empresa la que emprendieron y Él era austero, exacto, inflexible. No se puede ser de otra forma cuando de empresas se tra-ta, cuando es inaplazable comprar los negros que los ingleses habían arriado desde el África para tirarlos a las llanuras del sur, en esa tierra que florecía blanca por sus manos invadidas de un lamento extraño y persis-tente, un lamento que atravesaba el Atlántico y recala-ba en los bordes calientes del continente saqueado y volvía en un viaje de tiempos originarios, semejantes. Por eso, por ese regreso pulido y revelador, el látigo sonaba certeramente. Él era austero, exacto, inflexible decía el capitán Cooke en el América libre que navega-ba el Atlántico rumbo al sur. Si se fija en los nombres de los pueblos de mi país, usted puede reconstruir su historia, puede seguir el itinerario de los que fueron llegando en frágiles barcos que los libraban de la per-secución de allá, en Europa, para traerlos a la tierra

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predestinada a los ojos del Señor. La tierra nueva, que los salvara de los hombres porque Dios así lo había fijado. Como también estaba fijado por Él que los que desde los barcos miraron como las costas de Inglate-rra se borraban en una lejanía que sabían recuperarían solo a través de la memoria, y después, en el medio del océano que a veces era el infierno con las tempestades haciendo zozobrar cualquier esperanza, o con las ratas mordiendo los cuerpos quebradizos y las almas de los que venían en los barcos, las almas repletas de pecado porque eran hombres y porque eran hombres estaban condenados a sufrir lo determinado por Él, aquellos John Smith, Robert Mc Bride, James Taylor, Alice Mc Kinley, Mary Monroe, Jean Adams que llegaron en el Mayflower y en otros barcos después de atravesar el infierno tan temido, eran los elegidos del Señor. No podrían saber quiénes se salvarían, pero sabían que Dios los había escogido a ellos para que hicieran el via-je hacia la tierra que en el norte de América los espe-raba. Eran los elegidos de Dios para levantar ciudades, para labrar los campos, para violentar los misterios de la riqueza, entonces estaba bien a los ojos del Señor el látigo perforando la carne oscura de culpa, porque el lamento regresando, excesivo y desnudo, quebraba la ley de Dios.

Esa noche, mientras el viento se filtraba, podero-so, indomable, el capitán Cooke sirvió a todos la se-

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gunda taza de café. Después llenaba la pipa lentamente, como si los movimientos remisos lo dejaran hojear al-gún recuerdo, cierto viaje temerario y urgente, un coro de negros cantando en el oficio religioso de una iglesia de Luisiana, pensaba Inés. En las discusiones el capitán Cooke no intervenía, eran Alonso y Luciano los que lanzaban argumentos dispares. Alonso lo hacía como tomando distancia, como si los hechos que relataba para comprobar sus ideas se sucedieron en geografías alejadas y antiguas. Luciano hablaba y las palabras eran empujadas de la misma forma que el viento fervoroso y desbordante atropellaba las islas. Pero el capitán se mantenía en silencio; cuando Alonso hablaba miraba la tasa de café o se dedicaba a complicadas maniobras para vaciar la pipa y cargarla de nuevo. Al hablar Lucia-no el capitán achicaba los ojos igual a las veces en que decía el wanderfool sea. El capitán ya no cree, era la ex-plicación que le daba Luciano a sus silencios. Pero para Inés era insuficiente.

La música de los negros es una despedida, un arranque despacioso y cruel punteado en las voces que recorren una tierra ajena, decía el capitán. El largo ex-trañamiento acompasado y enorme como el amor no correspondido, como el amor mutilado, como el amor dividido por el absurdo de la muerte. En los acordes suenan los gritos de los ingleses cazando mujeres ne-gras, hombres negros, niños que serán mujeres y hom-

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bres negros encadenados por el embriagador sabor del oro. Los cargaban en barcos que avanzaban el Atlánti-co en un recorrido fantasmal y arbitrario y los echaban, en silencio, acorralados, para que abonaran los cauda-les de los elegidos del Señor. Todo está en la música: el ancho idioma de la tierra semejante, curva y des-plegada, los barcos navegando una ruta de injurias, el látigo enseñando la Palabra de Dios en la carne oscura, hambrienta, pagana, y está el regreso, el regreso apun-tado mientras los gritos de la cacería los silenciaban en los barcos, mientras el látigo conversaba la muerte de la piel oscura, la vuelta a la memoria igual y abundante decía el capitán. No todos saben que la música de los negros es una suerte de archivo y brújula, de recuentos pasados y próximos, no saben que a la música no solo es necesaria oírla, hay que mirarla, tocarla, olerla, hay que despejarla, así decía el capitán Cooke cuando el América libre iba olvidándose de Buenos Aires cami-no al sur, en el Atlántico.

El viento apenas encontraba algunos obstáculos: el Almacén de Ramos Generales levantado cuando lo nombraron gobernador a Vernet, los ranchos donde vivían los peones, la casa del gobernador vacía des-de que la Lexington atacó la isla y él tuvo que viajar a Buenos Aires, la casa del francés y la de Alonso el administrador del Almacén de Ramos Generales. Se-paradas de las otras, costeando y como cayendo en el

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mar, estaba la casa de Antonio Ocampo, uno de los que le habían otorgado una concesión en la isla Sole-dad en tiempos de Vernet. Después nada más. O solo el viento y el mar resguardando las islas. El mar de imposibles colores que traía barcos mitológicos a bor-do de los cuales había ingleses, franceses, alemanes, italianos, daneses, españoles, hombres de una Euro-pa que había vivido el estallido único de la revolución iniciadora de sucesos extraños, desconocidos, como el rodado de las cabezas de Luís XVI y María Antonieta y la estampida incontenible arrastrada por la Igualdad, Libertad, Fraternidad voceada en todos los idiomas, chorreando desde el mar Caribe hasta el embudo ma-rrón y apacible del Río de la Plata. Sucesos extraños, desconocidos, como Napoleón llevando el incendio hasta los enclaves más profundos de una nobleza flo-ja y marchita que, en el formidable estruendo de su caída, boqueando y a manotazos, ilumina la cháchara sangrienta de la Santa Alianza. Extraños sucesos los vividos por esos hombres que son testigos de la lucha de los carbonarios (muchos de ellos lo serán, o serán miembro de otras sociedades secretas) en un continen-te que conserva el murmullo de los duendes y brujas y juglares flotando con el Minotauro de la Isla de Creta y el viaje de Ulises relatado por los rapsodas. Entonces esos hombres abordan un barco que se dirige a tierras increíbles porque no tienen pasado, tierras desmemo-

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riadas de nombres que nada evocan, solo una prome-sa, Río de la Plata, Brasil, Chile, Jamaica, Cuba, Santo Domingo, Venezuela, la promesa del olvido. Porque ellos huyen de Waterloo, de la restauración aplastando le jour de gloire que soñaron con Dantón, Robespiere, que siguieron soñando con Napoleón. Huyen de un Dios que aparece en las palabras católicas o calvinis-tas o anglicanas o protestantes, palabras que bailotean mudas y complacientes en las sólidas paredes de los castillos restaurados. Huyen de las brujas y duendes que se esconden atrás de la luna y resbalan con la lluvia para que la cosecha se pierda o la mujer los abandone misteriosamente, o los hijos mueran de un castigo fa-tal e imprevisible, de los juglares que los arrastraron a las buenas intenciones del Señor del castillo, gallardo en su caballo, fiel a Dios y a su dama; de los rapsodas que entrecruzan caminos, bellos espejismos de tiem-pos fugaces que demoran la llegada del Destino. Como un palimpsesto bordeado por mares, Europa contiene viejas y nuevas voces que se atropellan: las brujas y la revolución francesa, los rapsodas y la Santa Alianza. Entonces los hombres abordan un barco foquero que los trae al puerto de la Isla Soledad al sur de América para olvidar, entre el viento y el hueco del Atlántico, para olvidar las voces.

El mar también trae, febril y desbocado, otros barcos con otros hombres alucinados, fabulosos, lle-

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gando en un tiempo parecido a la utopía, incierto y devorador, llegando hasta el borde del mundo para atraparlo. Su país no tiene una hojarasca de caballeros y duendes, de Minotauros escondidos en los pliegues de los acontecimientos. Su país es ancho y liso para que el destino manifiesto garabatee fantásticos sueños que es necesario fundar porque Él lo quiso así. Los hombres abordan un barco que es prolongación de su propia tierra, una vuelta más del sueño fantástico que hay que desplegar para que el tiempo no sea un resplandor breve y perverso que los persiga. Ellos no buscan el olvido, buscan los bordes del mundo para plantar estrellas. Su tierra es ancha y lisa, como una bandera tachonada de estrellas entre los mares decía el capitán cuando, al tercer día en que el América libre había fondeado en la isla Soledad, recorría con Inés al-gunos senderos que nombraban pomposamente calles, senderos que se volcaban hacia el mar donde flotaban suaves y lentos barcos foqueros y balleneros. El único barco que había en el puerto Luis era el América libre, los otros anclaba a más o menos un kilómetro de la costa. Cuando se embarcó en Buenos Aires el capitán Cooke la recibió con una breve inclinación de cabeza mientras decía bienvenida al América libre y ella miró al hombre alto, con una barba encanecida en los bor-des, de ojos celestes, a veces azules y dijo: gracias ca-pitán. El América libre, le explicó, es un bergantín de

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doscientas toneladas que monta diez cañones y cinco carronadas con una tripulación de cincuenta hombres. Le aclaro señora que éste es un barco al servicio de la causa americana y sonrió como una forma de quebrar la gravedad pensó Inés. A las dos horas el barco em-prendía el viaje hacia las Malvinas y ella miraba como la ciudad se bosquejaba sobre el río pesado y tibio co-rriéndose a los recuerdos. Osadamente se adelantaba en dirección al mar, atrás quedaba la memoria del río con el verano enredándose en los jazmines y en alguna nube polvorienta y frágil. Atrás, cada vez más atrás, se asomaban fragmentos de sus veintiún años: su padre contándole las invasiones inglesas con su voz que iba subiendo a la vez que el combate en las calles se hacía más intenso y alcanzaba su tono triunfal al llegar a la rendición de los ingleses y a modo de final decía: los vencimos, aunque ellos tenían un ejército más pode-roso, los vencimos. La muerte de su madre en 1820 y la increíble ausencia que Inés sentía violenta y ar-bitraria, Rivadavia en el gobierno y un apurado viaje de su padre para entrevistarse con Quiroga que sabe para quién baila Rivadavia decía a la vuelta, mientras comía en el comedor sombreado y fresco y ella trataba de adoptar gestos diferentes porque la sangre que una mañana manchaba las sábanas, sangre que asombro-samente provenía de ella misma según le reveló con recelo la negra Faustina, la precipitaban a algo nuevo,

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pero todavía distante a pesar de su empeño por buscar las poses adecuadas mientras su padre seguía hablando de un empréstito leonino que sería la primera atadura a los ingleses.

Fragmentos dispersos sobre el Río de la Plata, em-pecinado espejismo de los españoles bordeando Bue-nos Aires, una ciudad próspera como decían los viaje-ros europeos. Los viajeros, esos espías ingleses decía su padre. Fragmentos en retirada, a medida que el barco iba al encuentro del mar, la insaciable memoria: la tarde de 1831 en que tocaba en el piano una sonata de Bee-thoven, cruzaba la música como un barco cruza el mar, desparejo en una inagotable invención. Preguntan por el señor repitió Faustina y Luciano Brizuela se presentó con un aire presuroso y listo, una tempestad de pala-bras que poco caso hacían a la comida servida en los mejores platos de la casa, mientras ella miraba la tem-pestad por la que él se movía como un versado y sagaz capitán. Supo que era riojano pero hacía un tiempo que no llegaba a la provincia, tuve que viajar dijo mirando cómplice a su padre. Tuve que viajar repitió y donde anduve vi lo mismo; las luchas por la independencia desalojaron a los españoles y abrieron la posibilidad de una hermosa libertad. Pero la libertad puede convertir-se en un sueño del pasado si no se advierte el peligro que son los ingleses para la causa americana. Ellos son el principal enemigo pero no son la única amenaza. Es-

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tados Unidos se prepara para llevar a cabo el Destino Manifiesto lo que supone aguar las aspiraciones ameri-canas. En su momento, Alejandro Hamilton propuso la creación de un Gran Sistema Americano por el cual su país pasaba a convertirse en un árbitro entre Europa y nuestros pueblos. Después Monroe elaboró una doctri-na que defiende los derechos americanos; lo único que defiende esa doctrina es el interés de los Estados Uni-dos por sobre los derechos de las demás naciones. La democracia norteamericana es un brillante follaje para esconder los esclavos negros y la fantástica pirueta de agregar más estrellas a su bandera. El Pacto Americano que propuso Bolívar en 1818 es la posibilidad de con-cretar la hermosa libertad, los sacrificios de la guerra de la independencia pueden naufragar si no advertimos que buscan los ingleses y su cría, los norteamericanos. Supo que tenía los ojos oscuros y que, como su padre, era amigo de don Juan Manuel. Supo que preparaba un viaje a las Malvinas porque era necesario poblarlas, los ingleses tienen la intención de capturarlas para que sirvan de base dijo. Supo que la tempestad la cruzaba, como ella cruzaba la música: una partida caudalosa de invenciones desparejas.

Fragmentos que brotaban como arrebatadas olas, imprevistas y fieles, para llevarla a la visión desbocada de un candombe en el barrio de Monserrat, secreto pacto entre Faustina y ella, tamboriles reclamando una

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vieja ausencia, un tajo demoledor abierto por los gritos rubios que los arrinconó en un llamado que saltaba el Atlántico, que remontaba el tiempo ancho y verde en los tamboriles desatando recursos para regresar bai-lando a la memoria igual y abundante. Los tambori-les sonaban figuras de sol sobre la piel pulida y curva como llamaradas desconocidas, como un descalabro encubierto que la arrastraba y entonces casi gritando le dijo a Faustina vamos, sospechando cual era la ra-zón por la que decían que era un espectáculo indecen-te y vicioso mientras se alejaba y oía algunas vivas a don Juan Manuel y el descalabro de las figuras del sol persiguiéndola se mezclaba, cuando el América libre empezaba a oler el mar, con su casamiento con Lucia-no seis meses después de haberlo conocido y quince días antes de que él se embarcara para las Malvinas, las islas de viento como le escribió en una carta, te va a gustar vivir aquí, en este pedazo de nuestra Améri-ca al sur del Atlántico. En verano hay flores amarillas, azules casi violetas que crecen hasta el borde del mar. En la casa de Alonso donde estoy viviendo, hay un piano que me trae el recuerdo de la primera vez que llegué a tu casa y tocabas Beethoven. Yo estoy bien, si es posible estar bien sin tu presencia. Pareciera que soy el único que piensa que los ingleses tienen interés en ocupar las islas, el único que sostiene que Estados Unidos se olvidará de la doctrina Monroe en el mo-

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mento en que Su Graciosa Majestad intente tomarlas. Conversé con un gaucho, Antonio Rivero, él también está convencido sobre los objetivos británicos, no me extraña porque fue hombre de Dorrego, le decía en la carta y el 8 de febrero de 1832 su padre, extrañamente alterado, sin mirarla, le dice que el buque de guerra norteamericano Lexington al mando de Silas Duncan, saqueó las islas, tomó prisionero a un lugarteniente del gobernador Vernet y a seis argentinos más, le dice que el gobierno dio una proclama a toda la población y se tiene la seguridad de que Luciano no está entre los pri-sioneros pero se ignora si en las islas quedaron heridos o… y no pudo decir muertos y para que ella no lo ad-virtiera se lanzó a hablar contra los ingleses que son la peor carroña de la humanidad, pero peor aún son los lacayos como Rivadavia y sus amigos que servilmente se arrastran ante el rey y ante los norteamericanos y cuánta razón tenía Luciano de sospechar de la doctrina Monroe y ella lo interrumpía para anunciarle me voy, tengo que ir a las islas y volvió a repetirlo hasta que su padre dejó de suplicarle que no hiciera esa locura y se comprometió a conseguirle el permiso necesario para embarcarla en un navío que fuera apropiado.

Fragmentos disparados hacia atrás, a una zona li-mitada por un tiempo sin retorno, disolviéndose como el Río de la Plata, amarronado y dulce, se perdía en el mar y el mar, inagotable invención de la memoria, abría

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su ondeo de colores para contenerlo y saltar hacia un paisaje al que Inés se asomaba, que miraría cuando el América libre avistara las islas y la ausencia de Luciano fuera un fragmento más en retirada.

El viento seguía poderoso, indomable, parecía que iba a levantar el techo de la casa o que iba a vencer la resistencia de la puerta cerrada esa noche, el 1° de enero de 1833 en que los tres, alrededor de la mesa, lo oían arrastrar la isla Soledad. El dilema que usted plan-tea Alonso es falso, dijo Luciano. No es cierto que In-glaterra esté adelante del progreso y España sostenga el atraso, por lo menos no es cierto para América. Yo estoy de acuerdo en que son necesarias las industrias para promover el bienestar de la nación, pero las in-dustrias nunca nos llegarán por medio de los emprés-titos ingleses. Estos nos encadenarán a Inglaterra de por vida y el bienestar que buscamos será una promesa imposible que habrá que renovar con otros emprésti-tos y así hasta el infinito. Las soluciones para alcanzar lo que queremos las tenemos que encontrar entre el Río Bravo hacia abajo y la Tierra del Fuego. Un Pac-to Americano como proponía Bolívar, un acuerdo de este tipo sentaría las bases para una independencia que sea algo más que cortar los lazos con España. ¿De qué Pacto Americano me habla, Luciano? ¿Con quién lo firma? ¿Con los indios que viven de los malones? ¿Con los gauchos? ¿Con ese gaucho Rivero, ese gaucho tai-

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mado? ¿O usted piensa en los negros para ese Pacto Americano? Con esos gauchos taimados dijo Luciano, con algunos indios y algunos negros se venció a los in-gleses en 1806 y 1807; con la misma gente se organizó el Ejército de los Andes.

El viento le hacía un hueco entre el pecho y la cintura cuando caminaban con Luciano buscando el mar. Pasaban la casa del francés y a veces lo oían can-tar la Marsellesa con una hermosa vos baja y grave que conservaba a pesar de Waterloo, a pesar de los miste-riosos viajes que lo arrojaron a la isla. Quizás llegó por-que aquí se esconde un tesoro enterrado por el capitán Bouganville en el 1700 cuando los franceses ocuparon la isla decía Inés; él será un descendiente Buganville y descubrió el plano del tesoro en 1789 cuando la parte de la familia que era contrarrevolucionaria abandonó Francia. Él lo encontró pero tuvo que enrolarse en el ejército y hacer la campaña al África y todas las campa-ñas de Napoleón hasta que la Santa Alianza lo obligó a dejar Europa y entonces recordó el plano de Bougan-ville y se embarcó a la isla del tesoro. ¿Y lo encontró? No, porque antes había llegado Alonso, el francés no sabía que había otra copia en poder de los ingleses, esa copia es la que utilizó Alonso para encontrar el tesoro. ¿Y cómo llegó a manos de Alonso? Esa pregunta es obvia dijo Inés. ¿Pensás que Alonso tiene relación con los ingleses? Me lo imagino, como imaginé la historia

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del francés. ¿Acaso se necesita tener una relación con los ingleses para trabajar a su favor? Si es cierto, estoy seguro de que si los ingleses invaden las islas Alon-so será uno de los que, basándose en la superioridad de la fuerza de los británicos, no opondrá resistencia. Cuando murió mi madre, durante el día me imaginaba que volvía, suponía que la muerte era un viaje con re-greso, a la noche tendría que llegar porque era a la no-che que había viajado. La esperaba en la cama con los ojos abiertos, atendiendo los ruidos, preparándome para verla entrar. Pero no llegaba y empezaba a llorar cada vez más fuerte reclamando su vuelta. Entonces aparecía Faustina. Cada noche me repetía lo mismo, cada noche Faustina me cantaba en un idioma que no comprendía porque era el idioma de ella, de los negros, pero había algo en la música, un rumor cambiante, un rumor de adioses alargados, demandas urgentes y so-leados encuentros que lograban calmarme. Después venía alguna historia, cada noche una historia distinta, pero había una que prefería entre todas y le pedía: con-tame vendrán los cóndores. La nombraba así porque me gustaba, Faustina nunca me aclaró quién se la había contado, un indio fue, me decía. Su voz oscura, ancha y acalorada iba grabando un pueblo indio que vivía al lado de la cordillera de los Andes, cuando se acercan los españoles, el jefe se da cuenta que son numerosos y que tienen armas superiores. Resuelve recurrir al Inti

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para que los ayude a enfrentar a los españoles en me-jores condiciones. Inti escucha al jefe indio y le dice que lo que le pide llegará cuando su pueblo compren-da por qué es necesario enfrentarse con el enemigo por más poderoso que ese enemigo sea, cuando com-prenda que nada ni nadie puede vencer a un pueblo que defienda su dignidad, vendrán los cóndores para ayudarlos decía, mientras las gaviotas repasaban el mar y ellos caminaban sintiendo que el viento les hacía un hueco entre el pecho y la cintura, en el Atlántico, al sur de América.

Inés miraba esa noche cómo el capitán Cooke exploraba las palabras ajenas; en el América libre le había dicho que para saber hablar hay que saber es-cuchar. Algunos hablan como si tiraran piedras a un estanque, conozco un dicho árabe que explica mejor lo que quiero decir: elk haki efisch aleih, las palabras no cuestan nada. Esas personas no conocen el valor de la palabra, escuchar hablar es como escuchar música, también a las palabras es necesario mirarlas, olerlas, to-carlas, hay que despejarlas le decía, cuando el América libre se acercaba a las islas del viento donde Luciano le había anunciado que le iba a gustar vivir. Todos los días, por la tarde, les enseñaba a leer y escribir a los hi-jos de Alonso, después tocaba el piano. Había encon-trado una partitura de Beethoven, nadie sabía cómo había llegado. Suponían que era de la mujer de Vernet,

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Alonso contaba que cuando el Beagle estuvo por ahí, junto con el capitán Fitz Roy había un naturalista que conversaba con la señora y a la que había felicitado por la manera en que tocaba el piano. El hombre no tenía mucha inclinación por las islas, las llamaba miserables islas, el naturalista pudo regalarle a la señora la partitu-ra. Inés se sentaba al piano mientras el viento inventa-ba caminos insospechados en las tardes amarillas y ella avanzaba en el estampido tremendo que se olía desde los primeros acordes. La música era una tempestad de colores cruzada por un barco en viaje hacia la luna, hacia ciertos puntos de una geografía inexplorada y remota. Ella cruzaba la música como el viento sacu-día las islas, como la cercanía de Luciano la arrojaba a una odisea de mares y vientos, a un recorrido de sí misma que emprendía con él, como Beethoven había cruzado el huracán de los sucesos de 1789 volcando agrios náufragos en los bordes del pasado y rescatando llamaradas colosales asolando a Europa. Un estampi-do violando los secretos de la sangre que ataba a las tierras salvajes a una monarquía estrafalaria y marchita para iniciar, roja partida inexorable, la libertad, la in-dependencia, las palabras que es necesario oler, mirar, tocar, las palabras para despejar.

Esa noche ella miraba como el capitán exploraba las palabras ajenas. Este no es el momento de crear nin-gún Ejército de los Andes decía Alonso, las guerras de la

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independencia forman parte del pasado, ahora hay que hacer un país y usted vive perseguido por fantasmas, el fantasma de Inglaterra, el fantasma de los Estados Uni-dos, el fantasma de los indios y gauchos haciendo un Pacto Americano. Aquí hay que traer industrias, fomen-tar el comercio, alentar de cualquier manera y a cual-quier precio el comercio. Los ingleses y los norteameri-canos tienen la llave del progreso, por qué no dejamos que la usen. Su precio es muy alto Alonso, usted pide el sacrificio de generaciones para conseguir una quimera: los ingleses nunca cederán la llave del progreso, tampo-co, en su momento, lo harán los norteamericanos. El que vive perseguido por los fantasmas es usted y no los que piensan como yo.

Solo el viento se oía la noche del 1° de enero de 1833 cuando después de saludar con un hasta mañana al Capitán Cooke y a Alonso, Inés y Luciano entraron a la habitación. Me pregunto qué dirán el día en que los ingleses lleguen a las islas, el día en que se den cuenta, decía Luciano, que la causa americana peligra si se in-tenta abrir el progreso de la mano de los extranjeros. Ese día se rasgarán las vestiduras, dijo Inés caminando hacia Luciano, acercándose, sabiendo que la esperaba y la recibía para avanzar en las figuras del sol reclamando el tiempo ancho y verde que les pertenecía, llamaradas navegando el océano que improvisaban con demoras y urgencias, tenues murmullos repasado la piel pulida y

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curva, una hecatombe que los lanzaba para encontrar la armonía, el despliegue de la hermosa libertad, ciertos datos de acontecimientos del pasado y descifrarse esa noche, cuando solo el viento y el mar rodeaban las islas como abandonadas al sur de América.

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Aparecía pegada al suelo, arrastrándose ligera y pega-josa. Como una lagartija entre las piedras, pensó. Ga-teaba sorda y veraz por el jazmín. Como una lagartija disparada por los cascotes que le tiran los niños a la siesta, pensó. Podó los barrotes finales de la cama y el retrato de Eduardo. Como los pespires, pensó. Escurrió los bordes de la ventana. Como los pespires rapiñando en la noche, pensó. La luz mala, dijo. Es la luz mala que aparece. El caschís torió. Otro. Y otro. Otro más. Los perros toriaron, escuchó.

¡Qué será mamita!¡Qué será tatay!Los caschís toriandotoriando velay.¡Qué será mamita!¡Qué será Tatay!Los pespires brujos andandele volar.

La luz mala

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Pensó: la luz mala. La luz mala que aparece. Como que soy vieja es la luz mala, dijo. De nuevo la luz mala. Hace tres meses que llega. Todas las noches. Desde la cama la olía culebreando la oscuridad del aire. Ella acos-tada en la cama la oía venir noche a noche. No se mo-vía. No era como antes, como la primera vez que allá se le apareció. Se enfermó y tuvieron que curarla. Allá empezó a temblar como los temblorones de la laguna. Sin parar temblaba. Toda temblando la llevaron donde la vieja María. Tres veces a la semana siendo tardecita la llevaban para curarla la primera vez. Allá cuando vio la luz mala y se enfermó, recordó. Ahora la olía antes que se pegara al suelo. Porque era vieja. Los viejos ya no tiemblan porque la huelen, pensó. Podía esperarla como la esperaba noche a noche desde hacía tres meses. La-miendo el suelo llegaba. Enseguida toriaban los perros.

¡Qué será mamita!¡Qué será Tatay!Los caschís toriandotoriando velay.

Después los gritos rapiñando el aire, escuchó:

¡Qué será mamita!¡Qué será Tatay!Los pespires brujos andandele volar.

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Como una araña amarilla. Una araña roja. Una ara-ña roja y negra. Los gritos escuchó. Son arañas verdes que muerden el vientre. Arañas rojas que pican los pies. Un grito. Arañas rojas y negras que largaron en la boca. Un grito. En el pecho. Un grito. En la nariz. Las arañas royendo de la cabeza a los pies, escuchó. La luz mala aparece hace tres meses.

¡Qué será mamita!¡Qué será Tatay!Los pespires brujos andandele que dele volar.

Empezó a llover, escuchó. Allá las lluvias son rápi-das y ruidosas. Después queda olor a cerros mojados. A carnavales y lapachos mojados recordó. Acá junio llueve despacio, escuchó. Las arañas dejaron de morder. Por esta noche. Las arañas no muerden más por esta noche pensó. Pero él dijo nos vamos y nos vinimos. Yo no que-ría salir de entre los cerros. Pero había que seguir al ma-rido, recordó. Allá no hubiera pasado. Allá entre los cha-ñares, mistoles y jarillas no hubiera pasado pensó. Pero él dijo hay que irse y se vinieron. Él dijo primero voy yo a buscar casa y trabajo. Y se vino. A los dos meses volvió y dijo nos vamos todos. Hace treinta años lo dijo, recor-dó. Porque vinimos pasó. Allá entre las zarzas parrillas y los pececitos plateados no hubiera pasado, pensó.

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Estaba sentada al costado del arroyo. Podía me-ter los pies en el agua y cerrar los ojos. Las bumbu-nas llamándose y el agua subiéndole las piernas le hacía creer que era joven. Que la muerte estaba al final, muy atrás de los pececitos plateados entrelazando el agua. Lo creía. Cuando el agua iba subiendo. Con el olor a las sacha rosas, lo creía.

Desde el agua apareció. Como si fuera un pece-cito plateado que reventara con su cara. Con la cara que él tenía hacía treinta años. Cuando nos dijo nos vamos todos. Me vine porque estoy penando, dijo. Todas las noches escucho cuando me echás las cul-pas. De aquella vez que me vine a Buenos Aires para que no nos hambreáramos. Y ahora resulta que me andás echando culpas. ¿Acaso te faltó la casa? ¿No conseguí trabajo acaso? Pero me echás las culpas. Tus culpas son como janas que me llegan hacia el mundo de los muertos. Ando penando por ahí. Por los cerros ando penando. Por entre las calles. Por entre los amaneceres y los totorales ando penando por las janas que me echás. Nada he de saber yo. En el mundo de los muertos nada se sabe. Si los vivos bien nos recuerdan bien estamos. Si el recuerdo es malo penando andamos. Nada se del muchacho. Es-toy muerto yo y nada se. Si fueran ciertas tus culpas podría yo andar en el agua, podría cruzarla de ser culpable, acaso.

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Se fue por el agua. Como un pececito plateado volvió al mundo de los muertos. Se quedó mirando el camino que él había hecho. Solo vio los pies temblan-do de agua. A su lado saltó un hampatu. Cerca nomás sonaron unas ranas. ¡Abuelaaa! ¡Abuelaaa! ¡Abuelaaa! Dio un salto de mujer joven. Como si fuera otra se paró. ¡Abuela! Los árboles se movieron. Atrás de las zarzas parilla apuntó la cara. La mitad del cuerpo. Es-taba entero con las zarzas parilla colgándole los hom-bros. ¿Qué año es éste abuela? 76, junio de 1976. Allá donde me llevaron no hay tiempo. Los pespires me llevaron donde estoy y yo nada veo abuela. Apareció la luz y los pespires me arrancaron. Después ya nada vi donde estoy. Andan las arañas. A la noche. Las arañas andan donde estoy a la noche. En la cabeza. Un grito. En el pecho. Un grito. Las arañas andan de la cabeza a los pies. ¿Usted me escucha a la noche? Yo la oigo cuando me habla. Cuando usted me conversa mirán-dome en el retrato que tiene en su pieza. Me acompaña lo que va diciendo. Le voy a pedir que me cante. Cán-teme abuela para que yo la oiga desde donde estoy. Los pespires fueron. Yo los vi venir. Ellos me arrancaron y largan las arañas noche a noche. En la boca. Un grito. Entre las piernas. Un grito. En los pies. Un grito. Las arañas royendo de la cabeza a los pies. Cánteme unas coplas para que yo la oiga. Desde donde me llevaron para que la oiga.

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Los perros toriaron, escuchó. Abrió los ojos y el sol resbalaba la pared. Desde la cama el sol amarillea como las tuscas pensó. Se vino del mundo de los muer-tos como un pececito plateado, recordó. Yo quise ver el camino pero el agua lo borró. Si los vivos bien nos recuerdan bien estamos. Si el recuerdo es malo penando andamos, recordó. Apareció atrás de las zarzas parillas. Fueron los pespires dijo. Los pespires lo arrancaron, re-cordó. El sol amarilleó el retrato de Eduardo. Lleno de tuscas se ve su cara pensó. Cánteme unas coplas para que yo la oiga. Entonces cantó.

Óiganme los de aquíy los de alláesto que vengo a cantar los pespires brujosdele que dele volarlo arrancaron una nochesin que pudiera pelearvoy recorriendo caminoscon mi caja y con mi vozavisando con el canto lo que pasa en mi paíslos pespires brujosdele que dele volarlo arrancaron una nochesin que pudiera pelear.

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Óiganme los de aquíy los de alláesto que vengo a cantarcuidadito los pespirescuidadito sí señorlas palomas que son blancasDiosito las hizo asípor eso vuelan más altopor eso vuelan mejor.

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Quisiera caminar por aquellas calles arboladas

caminar y hablar. Y que vieras los lugares

donde nacieron mis primeros sueños

como el de tantas muchachas en la edad en que el amor

era solo un idealismo con mayúsculas

que conocieras mi río, mis bosques

mis tilos y hortencias

que conocieras mi puerto, mi ciudad, mi lugar

y en el gris de los inviernos te darías cuenta

que la nostalgia tiene ese color

y en el sol de los veranos

verás cómo es de calurosa la amistad

y en el plateado de sus aguas, cuando la luna los mira

entenderás por qué, el amor a veces

es un profundo río donde se lucha para permanecer

íntegros

pero transparentes.

Te enseñaría los barrios con melodías multicolores

conocerías la gente, con la humildad del que sabe que vivir

es luchar y luchar, y a veces también con el egoísmo

del que guarda para no sufrir mañana.

Y te darías cuenta, que tengo un poco de todo eso...

y comprenderás por qué cuando uno se aleja del lugar que amó

lo encuentra en cada mirada, en cada canción

¡y siente unas ganas tremendas de volver!

Celina Lacay (23-11-1979)

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En los años que llevo trabajando en literatura, hice varios artículos sobre las relaciones entre literatura, realidad y ficción. Mi principal objetivo fue ubicar esa correspondencia dentro de la realidad americana, es decir, dentro de la irrealidad que brutalmente algunos inventan.

Hace unos días recibí una carta que muestra clara-mente lo que en tantos artículos intenté esbozar. Quizás por aquello de que la realidad supera la ficción, transcri-bo textualmente las partes de la carta que hacen al tema.

Mientras escribo en esta Léttera 22, tengo una gi-nebra con hielo y un Colorado que humea en el ce-nicero con el mismo aire imprevisible y lejano que lo hubiera hecho en Buenos Aires, una tarde de marzo en que nos encontramos en el Politeama sin que ninguno de los dos supiera que nos despedíamos. No estoy nos-tálgica o, mejor, digamos que tengo la nostalgia justa y medida (vos dirías la nostalgia prolija) para que la carta no sea sudorosa de melancolía, sobornable.

Una curiosa historia

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Pero no voy a escribirte sobre la ginebra y los co-lorados que llegaron en un vuelo de Aerolíneas Argen-tinas (encomienda que mandó la familia junto con las otras legitimaciones argentinas: la yerba gloriosa y ver-de y el dulce de leche cálido, espeso); tampoco quiero abultar esa metafísica de la nostalgia que anda rondan-do. Voy a relatarte una historia. La falta de las calles de Buenos Aires, el tiempo que a los hombres les dio el amor y el oro como dice Borges (nunca voy a entender por qué le dedicó ese poema a Silvina Bullrich) no me hace saltar a la literatura. En mi caso, el exilio no es el vínculo hacia la zona frágil, necesaria, demasiado libre. El relato que haré es porque me lo pidieron, empiezo a narrar los hechos.

Antes de ayer, mientras nevaba, entró a mi casa una mujer que conocí en lo de unos amigos chilenos. Trabaja en la sección arte y espectáculos de un diario, anda cerca de los 50 y no resolvió si la literatura es una catarsis de conflictos más o menos personales, si es el territorio de la magia o si es una expresión de la realidad social; por lo tanto ella dice que se dedica al periodismo y de vez en cuando escribe un cuento, alguna poesía. Vino a verme porque sabía que vos y yo somos viejos amigos y des-pués de ciertas vueltas me pidió que te aclarara una cu-riosa historia. Es el título de un cuento que la revista que dirigís premió con el primer puesto en el concurso que organizaron hace unos meses. La aclaración comienza

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a partir del día en que ella, en el diario, revisaba unos artículos que le servirían para preparar una nota sobre el cine sueco. Entre los papeles encontró un sobre tamaño oficio con el sello postal argentino. No estaba dirigida a ninguna persona, a ninguno de los integrantes de la di-rección, del consejo de redacción o del consejo de admi-nistración del diario; había escrito el nombre del diario y la dirección, el remitente no existía. Abrió el sobre y sacó dos hojas, lo que leyó (conoce el español) le pareció un cuento, un buen cuento. Lo volvió a leer y lo encon-tró muy bueno, tanto, que le hubiera gustado escribir algo así. Ni en el sobre ni en las dos hojas había algún dato que llevara al autor, solo el cuento y arriba, como título: Testimonio. A la noche, en su casa lo leyó por tercera vez y antes de iniciar la cuarta lectura había deci-dido mandarlo al concurso. Hizo correcciones, cambió ciertas palabras, varió la puntuación y lo nombró: Una curiosa historia. Dudó entre una historia particular, una especial historia, una historia singular, pero le parecieron títulos en inglés o en francés. En cambio la palabra cu-riosa, es decir, curioso la remitía a zonas extraordinarias, a mágicos mundos, a la idea que ella tenía de América. Faltaba elegir un seudónimo con el que firmar el cuento y se le ocurrió Delia Maraña, la protagonista de Circe, el cuento de Cortázar. Al tiempo supo que había gana-do el concurso. No sintió que era una estafa, que ella era tramposa, solo sintió algo vago, cierta incomodidad.

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Fue diferente cuando leyó tu artículo: América: ¿ficción política o realismo literario? A medida que leía el análisis sobre la realidad americana y las conexiones que estable-cés con la ficción, en donde los géneros del terror y del horror provocan un salto, una superación de lo fantás-tico; donde se resuelve la relación entre realidad y lite-ratura y curiosamente, según decís, esa resolución viene de un campo extra-literario, son las ficciones políticas o las políticas de la ficción las que disuelven el límite entre realidad y literatura. A partir de esa suerte de mezcla de los dos planos, seguís diciendo, el papel del escritor americano gira provocando algo similar a una ruptura epistemológica: no será el encargado de elaborar ficción, sino que su producción será un registro descarnado de la realidad, ésta, por si misma, contiene la ficción. Te decía que a medida que leía tu artículo, ella iba dándose cuenta de su propia trampa porque, parar el análisis to-maste básicamente el cuento Una curiosa Historia. Ante la nueva situación ella sintió un emplazamiento; el pro-blema a resolver se presentó así:

1. Admitir que era una falsificadora. Esta posibili-dad suponía un rompimiento definitivo con la literatu-ra, significaba aceptar que no se había arriesgado de la forma que exigía el oficio de escribir.

2. Asumir la identidad del autor/a del cuento. La asunción trascendía el hecho literario, era adueñarse de la realidad americana, hacerla suya y, a partir de esa

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toma, ejercer la literatura no como ejercicio de una cate-goría ideal (la universalidad de la literatura) sino el ejer-cicio peligroso, expuesto, que supone ser americano, ser un escritor americano. Creo que no te resultará difícil darte cuenta como resolvió el problema. Ahora paso a copiarte el cuento tal como llegó a sus manos.

Yo, Claudia Morelli, nacida en Buenos Aires el 9 de mayo de 1952, DNI 9.248.322, el 28 de septiembre de 1977 entre las 22 y 22.30 horas caminaba por la calle Corrientes en dirección a Montevideo, fue poco antes de la esquina cuando cuatro o cinco hombres me rodea-ron encañonándome con distintas armas y me llevaron hasta un Falcón que arrancó seguido de otros autos. Me pusieron una capucha y tela adhesiva en la boca sin que hubiera alguna explicación sobre el procedimiento. Du-rante el viaje hablaban en clave, el que parecía ser el jefe se hacía llamar el gato azul; no puedo precisar el tiempo que duró el trayecto, a lo mejor fueron 40 o 45 minutos, el auto iba a gran velocidad y a veces sonaba una sirena similar a la que usan los vehículos policiales. Un poco antes de llegar el gato azul ordenó que me vendaran, me agacharon y en esa posición arrancaron la capucha y rápidamente me vendaron los ojos, después volvieron a ponerme la capucha. Uno de ellos me bajó en brazos y sentí olor a campo hasta que entramos en un lugar ce-rrado. El gato azul ordenó que me desvistieran, desnuda me acostaron en una cama o camilla a la que me ataron

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con las piernas y brazos abiertos. En el momento en que la picana desde el centro de mi cuerpo se despla-zaba hacia los senos, escuché los primeros acordes del cuarteto La Caza de Schubert. Si bien la picana recorría todo el cuerpo, especialmente se detenía en los genitales y en la boca. Por ahí el gato azul gritó ¡basta! y La Caza dejó de sonar. Qué libros leés, dijo. Cuando pude hablar le nombré Rojo y Negro, entonces él me golpeó con lo que creo era un palo de goma, me golpeó la cabeza gri-tándome subversiva y lo siguió haciendo cuando le iba nombrando Adiós a las Armas, Absalón Absalón, El misterio de Marie Roget, Cien años de soledad, Las fie-ras, Ficciones, Final de juego, La balada del café triste, El siglo de las luces, El infierno tan temido. Alternán-dose, la picana me recorría como un animal agazapado y hambriento y los golpes se estancaban en la cabeza, La caza y el silencio. Después me ataron los pies y las manos y envolviéndome con una manta o frazada me dejaron en el suelo en otro lugar donde oía continua-mente gritos. No me daban de comer y solamente tomé un vaso de agua, no tenía noción del tiempo, mi tiempo se medía entre ellos llevándome hasta la cama o camilla, las órdenes y los gritos del gato azul, La Caza sonando todo el tiempo, la manta envolviéndome.

Después de una de las sesiones, el gato azul me dijo que mi situación era muy comprometida, que él cumplía órdenes y no sabía nada, solo le habían infor-

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mado que era peligrosa. Que ellos estaban llevando a cabo una cruzada contra la subversión y que en esa cru-zada todos podían cumplir un papel por más pequeño que fuera, inclusive, si yo quería colaborar también ha-bía un lugar para mí. Entre otras cosas, podía vender el auto y el departamento que eran de mi propiedad, ese dinero ayudaría a las familias de los que heroicamente habían dado sus vidas en la lucha, a lo mejor, si había una clara actitud de colaboración, la superioridad llega-ba a reconsiderar mi caso. Al rato trajo lo que dijo era un poder para que se pudiera realizar la venta del depar-tamento, auto, un televisor, dos radios, un tocadiscos y un grabador

A partir de ese momento me dieron de comer una vez al día y el 27 de octubre de 1977 me desperté en una clínica de la ciudad de Bogotá, Colombia. Allí me habían llevado los que me encontraron tirada en la calle, dormida bajo los efectos de un somnífero.

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Ella cierra los ojos

y sabe que afuera

el sol es una explosión

entre la tierra y el cielo

sabe que la lluvia de abril

tiene un olor diferente

a la lluvia de enero.

Ella sabe cuando cierra los ojos

que una flor abierta

es una verde aventura

y que una madre

es hablar

el valeroso idioma del amor.

Ella sabe más cosas

que guarda

cuando cierra los ojos

para empujar

al hijo dulce pájaro de la libertad

que está llegando el día.

Celina Lacay

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Lo vio entrar buscándola entre las mesas, ella levantó la mano y él giró hacia la derecha. Antes de sentarse tiró sobre la mesa La Razón con un gesto corto y descuidado.

–¿Por qué elegiste este lugar?–Nunca vinimos juntos, pensé que era mejor.–¿Mejor?–Para vernos por última vez.–La última vez, dijo mirando alrededor antes de mirarla y ella supo que iba a ser difícil.–¿Cuándo viajás?–Pasado mañana, el barco sale a las 8, no quiero que vayas al puerto.–No se me había ocurrido. Sería gracioso despedirte agitando un pañuelo. Un buen final: vos arriba del bar-co llorando y tratando de buscarme entre los pañuelos.

Ella no dijo nada, revolvió el café y se quedó mi-rando los redondeles oscuros rebotando el pocillo.

La última vez

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–¿En México hay café? Quiero decir si hay lugares don-de uno se sienta a tomar café.–No sé, tampoco me interesa–¿Por qué te vas?

Lo miró: todavía le quedaba en la cara rastros de los días que habían pasado en el mar.

–No lo hagas más difícil.–Sos vos la que te vas pero resulta que yo soy el respon-sable…–No dije eso.–Contestame.–Lo hemos discutido mil veces. Durante un año lo dis-cutimos, sabés por qué me voy.–Yo sé que te escapás.–Es tu punto de vista.–Y el tuyo: en septiembre me dijiste que te escapabas y que no te lo permitiera. Me lo repetiste muchas veces, la última fue en el mar ¿O te olvidaste?–No grites.–Vamos a otro lado.–¿Para qué? No nos diríamos nada nuevo. Me repetirías las razones por las cuales me tengo que quedar y yo vol-vería a decirte lo que ya sabés.–Intentémoslo.–No, el barco sale pasado mañana.

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–Sos vos la que te vas.–Los dos llegamos a esto: me voy.–No me vas a decir que yo tengo la culpa de tu decisión de irte.–No, como tampoco digo que yo tengo la culpa de irme. No soy la única, en el 74 empezamos a irnos. ¿Cuántos hay en el exterior? ¿Cuántos más habrá?–Y cuántos más van a…

Miró hacia otras mesas, solamente había dos ocu-padas. El mozo atrás del mostrador conversaba con uno que sería el dueño.

–¿No pensás que a lo mejor yo soy de los que van a terminar así?–No me sobornes.– Ella bajó la cabeza. En el fondo del pocillo había un resto de café mezclado con ceniza.–No llores, por favor no llores.– Le alcanzó el pañuelo. –Vamos a otro lado.

Ella sacudió la cabeza. Dame un cigarrillo, le dijo. Él le alcanzó un fósforo que mantuvo encendido hasta que la llama se consumió, después tiró a un costado la madera oscura y torcida. El mozo buscó entre una pila de discos, puso uno de Julio Sosa y empezó a silbar si-guiendo la música.

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Ella fumaba mirándolo. –Me gustaría decirte lo que fue-ron estos años, lo que me llevo…–No hagas literatura.–No es hacer literatura si te digo…, mejor te escribo.–Ya sé lo que serán esas cartas: un pulcro análisis de marzo a marzo mechado con tus impresiones sobre México, una fervorosa melancolía ensobrada y despa-chada por vía aérea y acá…

Ella apagó el cigarrillo con cuidado, descolgó el bolso del respaldo de la silla, se levantó mientras tiraba el pelo hacia atrás y acomodaba la camisa dentro del vaquero. Dio tres pasos y extendió el brazo hasta que la mano se mezcló en el pelo de él, vio las dos canas que le había descubierto un mes atrás, en febrero y su mano fue bajando hasta bordear la cara áspera como siempre la tenía a esa hora el día. Después caminó hacia la puerta, había oscurecido y algunos carteles estaban encendidos.

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Yo me acuerdo que había una penumbra entre amarilla y roja, una luz incierta que se espesaba con el humo. Al-guna carcajada corta y áspera se agregaba al sonido opa-co de las botellas al ser descorchadas y después el vino caía liviano y breve. Alrededor de las mesas, sentados de a tres o de a cuatro, los hombres comían o tomaban vino mientras fumaban. A veces hablaban: tiraban dos o tres palabras que caían sobre la mesa.

Había una puerta de dos hojas por donde entra-ba el aire claro de la noche para aligerar la penumbra. Los hombres dejaban de comer o de tomar, retrocedían algún gesto o atajaban la palabra justo al borde del si-lencio y nos miraron entrar esa noche, los dos casi de la misma altura, con ponchos de vicuña, con sombreros que nos sacamos cuando nos envolvió la luz entre ama-rilla y roja.

No era la primera vez que llegábamos a la fonda El gallo de Temuco, entonces los otros siguieron con lo que la puerta abierta apenas había suspendido.

Los cercos

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Esa noche Ricardo Vera tenía la mirada detenida en alguna vuelta del pasado, fue el vino el que lo trajo y la penumbra entre amarilla y roja se fue llenando de aquellas escenas del pasado que él reconstruía y yo es-cuchaba como usted me está escuchando ahora.

El vino era interminable y bueno y dijo que la cosa no había sido fácil en La Rioja en 1869, ni en la provin-cia ni en ningún otro lado. Por eso no hay que asustar-se si las cosas ahora no resultan sencillas. Así empezó, diciéndome que la patriada de Varela y sus consecuen-cias o los resultados de la patriada no fueron fáciles; su padre y los hermanos de su padre que quedaron vi-vos siempre lo decían. Yo nací, me dijo Vera, después que mi padre pudo volver a la provincia, cuando las apariencias indicaban que todo había terminado o que nada había servido para nada, las apariencias son pe-ligrosas porque hacen creer que la realidad no existe. Desde chico fui escuchando distintas versiones sobre la patriada, sobre la gente que ahí intervino, gente como Paula Recalde y Miguel Álvarez. Mi padre, sus herma-nas y hermanos que quedaron vivos y otros que no eran parientes me contaron de los dos. Vera fue escuchando diferentes versiones y en aquél momento, esa noche de 1905 en que estábamos en El gallo de Temuco, Vera llenó su vaso y el mío. Es curioso, pero no me acuerdo el nombre de aquel vino, sí me acuerdo que era bueno, tan bueno que lo trajo a él para que me contara lo que

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me contó aquí mismo, en Chile, cuando yo lo escuchaba como usted me escucha ahora.

En ciertas cuestiones generales había coinciden-cias sobre la mujer, por ejemplo, todos decían que te-nía ojos claros y que era rubia. Pero cuando él trató de indagar, de buscar los rasgos que habían sido de ella encontró lo que los otros habían guardado de sus ras-gos. Entonces, unos aseguraban que sus ojos eran azu-les, otros que eran verdes o celestes o grises o amarillos o zarcos y que el pelo era rubio como el oro amarillo o como el oro rojo o como el trigo o como la miel. La mayoría de los hombres que la conocieron juraban que era la mujer más hermosa que habían visto, solo dos o tres mujeres opinaban lo mismo, las demás afirmaban que su hermosura era un engaño fabricado con afeites y escotes. Algunos decían que la hermosura de la mujer no residía en la perfección de sus rasgos, sino en algo que no era con los ojos que se veía, o, por lo menos, no bastaba mirarla para encontrarla hermosa. Uno de los que la conoció decía que cuando la vio entrar en la Gobernación la noche del 25 de mayo de 1865, todos se dieron vuelta para mirarla avanzar y no la miraban por-que el ruido que hacía la tafeta de su vestido al rozar el suelo fuera más ruido que el ruido de los otros vestidos, la miraron porque era imposible no mirarla cuando se iba acercando al centro del salón y caminaba con una cadena de movimientos reiteradamente nuevos. Mien-

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tras caminaba, percibió que los sesenta o setenta pares de ojos confluían sobre ella y pareció sorprenderse o al que vio le pareció que estaba sorprendida, pero fue un instante y siguió caminando hasta llegar al gober-nador y su esposa y los miró directamente a los ojos cuando los saludó. Las mujeres esa noche recitaban ges-tos largamente aprendidos, ensayados hasta en sueños, ella improvisaba sin que nadie pudiera sospechar que venía luego y lograba que los demás se enredaran en las figuras que desplegaba. Una de las mujeres riojanas de aquella época decía que todos sus gestos eran es-candalosos, que estaban reñidos con lo que una buena cristiana debe ser y aparentar que es y que era mirarle la cara para saber que el pecado la poseía y, lo que es peor, que no estaba dispuesta a arrepentirse, no daba ningún muestra de tomar alguno de los caminos que el Señor Todopoderoso le tendía para que volviera a Él. Era notable, pero ningún de las mujeres de La Rioja que la habían conocido la perdonaba.

Ella llegó a La Rioja en 1864. No había dudas en cuanto a la fecha porque su aparición coincidió con el comienzo de la construcción de un tajamar en la parte oeste de la ciudad. Fue en el 64 que llegó desde Chile y dijo que se llamaba Paula Recalde. Todos decían que era de noche cuando llegó y dijo que venía de Chile y amaneció en la casa de los Álvarez sin que nadie nunca pudiese saber por qué. Ni ella ni los Álvarez lo explica-

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ron y entonces los demás no lo preguntaron o a lo me-jor, el hecho de que se quedara a vivir con ellos, con los Álvarez, bastó para que las preguntas se acallaran por lo que esa familia significaba en la provincia. Eran verda-deros riojanos, cuatro de ellos se fueron con el Ejército de los Andes, tres murieron en Chile. Solo uno vivió para contar el desgarrante sabor de fundar América en las batallas. Se llamaba Francisco Álvarez y después del regreso, después que conoció a su primer hijo nacido cuando el ejército atravesaba los Andes, después que se dio cuenta del nuevo ropaje que tenía el enemigo que pensó derrotado en Perú, después de todo eso decía al que lo quisiera escuchar que ser un buen riojano era ser de alguna partida de Quiroga. Y Francisco Álvarez no solo decía cómo había que ser un buen riojano sino que lo era. Los Álvarez fueron de las partidas de Quiroga, de las partidas de Brizuela y de las partidas de Peñaloza. A la casa de ellos llegó Paula Recalde en 1864 y un año después se casó con uno de los nietos de aquél que no pudo volver, se casó con Miguel.

Yo no le voy a contar lo que era el verano en La Rio-ja. Le voy a contar lo que me contara mi padre de aquél verano, el primero que ella pasó en La Rioja. Nadie sabía de donde era per todos decían saber que no era riojana, bastaba verle el pelo rubio o los ojos, decían, para darse cuenta que no es de aquí aunque todos sabían que el pelo de Brizuela era colorado y por algo le decían el Zarco.

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Era curioso, ella no tenía la tonada riojana como tampoco tenía la tonada cordobesa o mendocina o san-tiagueña, pero manejaba como propias las palabras que nosotros usamos como si hubiera sido nacida y criada en La Rioja y cuando yo llegaba a la casa de los Álvarez y llegaba con el calor que había juntado en las calles polvorientas de sol, ella iniciaba la conversación con un tuy que calor y lo decía con la misma soltura del que lo ha dicho siempre. Y comía locro o tortilla o tomaba chuño o api como quien no ha comido otras cosas. Y lo curioso era ver a esa mujer rubia, que tenía un canto en la voz que no se correspondía con cualquiera de las provincias llamadas del Río de la Plata, y sin embargo parecía que no había nada de La Rioja que ella ignorara y mostraba el común idioma hecho de palabras, usos y costumbres, el mismo idioma del pasado que yo había aprendido escuchando a mi padre, a mi abuelo y a to-dos los que, sin ser de la familia, habían crecido en esta tierra sedienta, incendiada de cardones, avasallada y mu-tilada por la civilización, bárbara y salvaje, tan bárbara, salvaje que dio al único general argentino que murió en el campo de batalla.

Yo llegaba a la casa de los Álvarez a hablar con Mi-guel y sus hermanos, llegaba en el perseguidor verano a escuchar al único de los Álvarez que pudo volver desde el Perú y Chile, desde la fundación americana de Amé-rica y escuchaba también a su hijo de cuyo nacimiento

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el padre supo un año después y mientras los escuchaba ella estaba ahí, atenta a las palabras, dejando que las pa-labras la llevaran a un tiempo que ella no había vivido pero sí podía ahora hacerlo suyo en la medida en que escuchaba las escenas del pasado que los otros recons-truían.

Ella no solo escuchaba, también hacía preguntas para precisar el despliegue de hombres y mujeres ha-ciendo el Ejército de los Andes, metiéndose en las mon-tañas para vencer al frío blanco, helado, el Ejército de los Andes trepando las laderas de los que pretendían escamotear las viejas cadenas, los que pretendían zigza-guear la travesía áspera y nueva de los días americanos.

Ella no solo escuchaba o preguntaba sino hablaba. Hablaba de la Revolución Francesa, de los Estados Uni-dos, de la Francia de 1848, de México, de Cuba en poder de los españoles, de Rosas en Southampton, de Urquiza amurallado en Paraná, de Brasil y Mitre, de Mitre e In-glaterra, de Mitre y Sarmiento, de Mitre y Paunero, de Mitre y los rémington, de Mitre y la cabeza del Chacho flameando en Olta, de Mitre y la casa Baring Brothers.

Miguel Álvarez miraba las palabras de su abuelo y de su padre para encontrarle el costado que no había visto en las antiguas conversaciones y escuchaba las mi-radas de ella para cerciorarse de los diferentes ritmos que convergían en un movimiento más amplio que con-tenía y daba forma a aquello que todos iban diciendo.

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El respiraba y cada vez que el aire bombeaba el corazón para que su sangre siguiera circulando, aspiraba el aire de su abuelo y de su padre y la aspiraba a ella con su aire joven, su mismo aire joven y todos los aires eran uno que circulaba dentro de él y él sentía y sabía que estaba circulando.

En ese verano Miguel Álvarez decía que el mayor problema a enfrentar en estos tiempos era el localismo y hasta tanto no se encontrara una solución, los únicos que se seguirían beneficiando serían los porteños y acla-raba: cuando yo digo porteños me refiero a los que se adueñaron del puerto.

Yo llegaba a la casa de los Álvarez y veía el Velazco rodeado de una luz entre amarilla y roja y después en-traba y en el patio donde nos sentábamos a conversar veía la luna que rozaba el Velazco que alumbraba la ma-lla que las voces de los Álvarez, la de ella y la mía iban tejiendo.

En ese verano, el primero que pasó en La Rioja, la gente empezó a ocuparse de ella, quizás fuera mejor decir que en ese verano la gente empezó a querer ocu-parla. Alguien, vaya uno a saber quién de todos, fabricó la primera frase y dijo: esa mujer no es una buena cris-tiana. Yo diría que en lugar de una frase era una conde-na porque, el no ser una buena cristiana significa no ser, significa reducir a una mujer a la condición de nada, sig-nifica una expulsión de la sociedad que está compuesta

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por aquellos que sí son buenos cristianos. Claro que es cuestión de preguntarse de qué sociedad la expulsaron o por qué, los que la expulsaron, creyeron que tenían el derecho de expulsar a alguien de algún lado.

Cuando ella llegó de Chile a la casa de los Álvarez, asistía como una más a las tertulias que se hacían. O si invitaban a alguien a comer ella estaba presente. Iba a misa con los que iban a misa de los Álvarez y a veces, en las tardecitas, ella caminaba sola, como pensando. Ella caminaba sola y caminando atravesaba el calor de las calles y desde adentro de las casas la vieron caminar sola mirando el Velazco, como pensando. A lo mejor fue así que la vio por primera vez Matías Albornoz. El miraba como al descuido atrás de la ventana cuando ella pasó y le llamó la atención esa mujer que caminaba sola y después la siguió mirando, no porque estuviera caminando sola sino porque era una mujer y no pudo dejar de mirarla porque no era como cualquiera de las otras mujeres, por lo menos así le pareció al padre de Vera que podía pensar o creer Matías Albornoz cuando la vio por primera vez.

Puede ser que la segunda vez que la vio haya sido en el Tinkunaco, ella iría en las primeras filas, quizás en la tercera, ella caminaría junto a los Álvarez, al lado de las hermanas y la madre de Miguel y Miguel y los otros hombres de la casa estaban del otro lado, serios, silenciosos, casi graves y Matías Albornoz iba más atrás,

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caminando, iría mirando los colores del Tinkunaco y el olor de las madreselvas tropezando con los aillis que apretaban el verano y ellos, los Álvarez y los Albornoz, caminaban con los alféreces y el polvo entre amarillo y rojo se levantaba más arriba de las cabezas de los pro-mesantes y de los que iban atrás de los promesantes. Se levantaba hacia el sol, era la tierra como volviendo al sol y cuando el Niño Alcalde se encuentra con San Nicolás y la caja y las voces de los que cantan rescatan sonidos de la tierra, los sonidos del sol, rescatan la vida y la muerte, la abrasadora desolación que trajeron ellos, los de a caballo y la caja sonando y rescatando y la caja sonando en la lejanía, antes de la llegada de ellos cuando sonó por primera vez y la caja sonando porque siempre quedaba la tierra, quedaba el sol y entonces San Nicolás encontrándose con el Niño Alcalde y la caja sonando y la tierra encontrándose con el sol y Matías Albornoz la vio por segunda vez, la vio rodeada de polvo entre amarillo y rojo, la vio caminar cono desprendida del si-lencio y la gravedad con que los otros estaban sellados, la vio ir hacia la toma de aquello que se rescataba, ella iba dorada y audaz.

Yo no sé cuántas veces la pudo haber visto, lo que yo recuerdo es la vez en que los presentaron, lo sé por-que estaba allí cuando llegó a lo de los Álvarez y creo que fue Isaura, una de las hermanas de Miguel, la que los presentó. Pero ninguno de los que estábamos pudi-

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mos imaginarnos todo lo que se vino después y cuando él se inclinó y dijo encantado de conocerla y ella sonrió como se estila en esos casos, nadie sospechó que Matías Albornoz iba a terminar loco por ella, las únicas sospe-chas en aquellos tiempos estaban encaminadas en otro sentido. Sospechábamos ya que nada podíamos esperar de Urquiza, que Urquiza se había inclinado tan peligro-samente al puerto de Buenos Aires, que Buenos Aires y el puerto lo habían tragado. Sospechábamos que el Brasil no era tan solo el Brasil, que atrás de su imperial corte fundada por un rey fugitivo, que es lo mismo que decir por un rey que no estuvo a la altura de las circuns-tancias, entonces, atrás de la corte fundada por un rey fugitivo estaba una real corte imperial, dueña de los ma-res y dueña de todo aquello que era posible ser adueña-do. Y las sospechas se agrandaban, cambiaban de tono o de intensidad, pero estaban, uno sabía que estaban, uno sabía que las llevaba a donde se fuera.

Después, cuando algunas de las sospechas pudie-ron comprobarse y pasaron otras cosas que nadie había sospechado o imaginado, yo me preguntaba cómo fue que ninguno de nosotros supo que ese hombre se iba a volver loco por ella. Bueno, yo digo que nadie supo pero a lo mejor no fue así, a lo mejor Miguel tuvo sus sospechas, puede ser que hayan empezado aquella vez en que los dos fueron presentados por Isaura Álvarez y esa vez era verano y la seca había hecho morir a la

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mitad de las vacas y los caballos que los Álvarez tenían listos para pasar a Chile, y aquella vez en que los dos fueron presentados Miguel tenía una expresión seria y hacia adentro y ella lo miró como preguntándole la ra-zón o quizás ella ya estaba al tanto y lo miró como para participarle su entendimiento y dijo: la inclemencia del tiempo no es nada comprada con las inclemencias que algunos hombres desatan sobre otros y Miguel esa vez que los dos fueron presentados, dijo: las inclemencias de este país tienen olor a libras esterlinas y su expresión seria y hacia adentro se borró y apareció una expresión de enojo apenas sujetado y ella dijo: cuando los godos llegaron para cargar sus galeones de oro y plata dijeron que fundaron ciudades, dijeron que fundaban América, pero lo único que fundaron fueron las rutas por donde los galeones llevaban el oro y la plata y también fun-daron la costumbre de llamar a hechos como esos, o hechos similares a esos, acciones civilizadoras.

Cuando ella hablaba se la escuchaba como si tu-viera algo fuerte y misterioso que obligara a los demás a oírla, a permitir que las palabras que ella arrojaba en-traran en uno y yo la miraba y la veía con el pelo rubio como el oro que los godos cargaban en sus galeones y con los ojos que salpicaban reflejos de oro cuando ella hablaba aquella vez que le presentaron a Matías Albor-noz y ella dijo: primero fue Grecia que asumió la tarea civilizadora y después Grecia fue desplazada por Roma

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en esa misma tarea y España cierra el ciclo civilizador del Mediterráneo. El ciclo mediterráneo se cierra con España, se agota con España y entonces la civilización que no estaba agotada sino desesperada porque no ha-bía quién la llevara a algún lugar bárbaro y salvaje, la civilización entonces se tiró al mar y cruzó el canal de la Mancha hasta que en Liverpool alguien la ayudó a entrar en la tierra rubia de Albión y la civilización miró a su alrededor, vio el Támesis y la niebla londinense, vio el Bocinan Palace y la abadía de Westminster, vio el Bank of London y a un Gentleman y a una Lady y ape-nas se permitió mirar el East-end y las blanck-to-blanck houses y después la civilización decidió que sí, que era el lugar apropiado para llegar a todo el mundo y con las facilidades concedidas por Baring Brothers, Hullet Brothers y su Graciosa Majestad, montó en un chemin de fer y roció con savia civilizadora a continentes tan brutalmente atrasados como Asia, África y América y mientras se cavaban más y más los caminos de hierro de la civilización, ella, la civilización, entonaba armoniosa-mente God save the King.

Aquella vez en que la presentaron a Matías Albor-noz, mientras ella hablaba, Miguel sonreía divertido y cuando ella dijo God save the King como final de la pa-rodia de la civilización que fue armando, Miguel se rió y ella lo miró y al padre de Vera le pareció que los dos se miraban como quien no necesita de las palabras para

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entenderse y a lo mejor Matías Albornoz la vio hablar de la rubia Albion y de God save the King y a lo mejor la volvió e escuchar caminando en el tinkunaco mientras la caja sonaba desde el sol a la tierra y ella andaba entre el polvo amarillo y rojo, caminaba atrás de los alféreces y la caja sonaba para rescatar el momento en que los de a caballo llegaron para fundar la loca costumbre de abrir las montañas y arrancar la plata y el oro y después cargarlos en los galeones, los galeones cargados con el oro de su pelo, que los de a caballo arrancaban de las montañas y la caja sonando para rescatar todo aquello que los galeones y God save the King quisieron desolar.

Desde aquella vez en que fueron presentados, Ma-tías Albornoz visitaba la casa de los Álvarez todas las semanas, a veces iba dos veces o más y algunos decían que él iba a esa casa con el único propósito de ver a Paula Recalde, yo no sé si iba una o más veces. Yo cuan-do llegaba lo encontraba como también me encontraba con otros y nunca me llamó la atención como para que, a partir de esa situación presuntamente fuera de lo co-mún, pudiera empezar a preguntarme sobre las causas que lo empujaban a esa casa y sacar una conclusión. Yo iba a lo de Álvarez ese verano y él estaba y seguí yendo en el otoño y en el invierno y él estaba o entraba a la casa cuando hacía un largo rato que yo había llegado y nunca noté algo que fuera raro o que pudiera ser censu-rable cuando lo veía siguiendo atentamente las palabra

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de los otros, lo veía con los brazos cruzados adelante, lo veía en el patio medio apoyado en la pared, con un hombro sirviéndole de punto de apoyo y el resto del cuerpo haciendo equilibrio y la luna, la luna de esa pri-mavera, le golpeaba la mitad de su cara, le golpeaba con tanta fuerza que le borraba la otra mitad y él, que era uno de esos hombres que se llevaban bien con el silen-cio, cuando Miguel dijo que Mitre de seguro entraría en la guerra al ladito de Brasil, siguió silencioso con la luna borrándole la mitad de la cara.

Yo nunca vi nada que me llamara la atención, yo nunca podría decir, sin faltar a la verdad que presencié algo extraño por parte de Matías Albornoz, por eso fue una sorpresa cuando al volver a la provincia, cuando llegamos los que pudimos volver dijeron que él se había vuelto loco. No vi nada raro en Matías Albornoz o en cualquiera de los muchos que en la casa de los Álvarez uno podía encontrar. En todo caso él y todos nosotros teníamos algo raro o extraño, lo común que teníamos era sospechar que la juventud que cada uno llevaba en-cima por ahí naufragaba porque los hombres que van a la guerra no son jóvenes, son hombres que van a la guerra.

Nunca vi nada extraño y estaba al tanto que Ma-tías Albornoz escribía, hacía versos. Pero aquello que en otro momento, en otras circunstancias, lo hubiera convertido en una persona diferente, en épocas en que

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era cuestión de meses nomás la guerra en contra del Paraguay yo no me fijaba en los detalles. Lo que definía para mí una persona eran otras cosas, por lo menos así pensaba yo y sabía que así pensaban los otros de los que nos reuníamos en lo de los Álvarez. Yo nunca vi nada extraño en Matías Albornoz, él era uno de los nuestros.

Más o menos al terminar la primavera o al princi-pio del segundo verano que ella estaba en La Rioja es-tuvo lista la segunda frase. Como la anterior y las que le siguieron, nunca se supo quién la había inaugurado, sea quien haya sido dijo: Dios nos libre de caer en la tenta-ción como cayó esa mujer que ahora está poseída por el pecado. Mire usted lo que son las cosas, en el momento, yo le diría que casi en el mismo instante que empieza a ponerse en práctica, empiezan a hacer rodar esa alqui-mia por la cual las bellas y grandes palabras sirven de pantalla, de barrera de contención, de muro de silencio para que el genocidio de los paraguayos se vuelva la pa-triótica empresa de los argentinos y de sus hermanos de empresa, en ese mismo momento, echan a rodar la fra-se, y no pedían: Dios nos libre de caer en la tentación de derramar la sangre de los inocentes. Ellos pedían: Dios nos libre de caer en la tentación como cayó esa mujer.

Miguel Álvarez y Paula Recalde se casaron el día que en La Rioja llovió como nunca había llovido. La llu-via deshacía contornos cuando los dos se casaron y los invitados se asomaban a las ventanas para mirar el agua

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que caía descubiertamente y muchos se arrodillaron para agradecer el milagro. A lo mejor Matías Albornoz no miraba la lluvia avasalladora y áspera sino que ella frenaba o contenía su mirada que corría por los llanos amarillos de despojo o, a lo mejor, él veía la lluvia que casi era un desatino sobre el polvo amarillo y rojo que lo llevaba al sonido de los cardones empujando entre los yelmos relucientes de avidez, frágiles esplendores de la muerte. Llovía en La Rioja como nadie recordaba que hubiera llovido y algunos se santiguaban en señal de agradecimiento o por el desconcierto que provocaba esa explosión de agua o se santiguaban por la tradición de desconciertos que pública o secretamente atesoraban.

Los dos se casaron el día en que la lluvia fue casi una amenaza y nadie pudo olvidarse de la fecha porque fue imposible olvidar la ciudad perdida en la lluvia.

Paula Recalde ese día estaba como si fuera otra la que vivía un hecho especial, un verdadero aconte-cimiento, ella se permitía la soltura del que contem-pla, ella actuaba como si fuera una invitada a su propia boda. Era el vestido que llevaba lo que definía que era la novia, solo el vestido la señalaba como la novia, por-que ni en el trato que los demás suponían que tenían que darle lograba esa definición. Pero ninguno hubiera podido desmentir lo que surgía cierto a simple vista, el hecho de su unión, lo que más los unía a los dos. Eso era incuestionable aunque rodaban distintas versiones

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que pretendían explicar las razones de ese hecho. Yo di-ría que en lugar de explicar, lo que intentaron fue falsear porque explicar quiere decir aclarar, esclarecer, descifrar y ellos lo que hicieron fue tirar frases engañosas, artifi-ciales, ilegítimas. Ellos pretendieron falsificar su unión.

La Rioja se perdía en la lluvia y algunos se san-tiguaban pretextando la lluvia y ella se rió echando la cabeza hacia atrás de tal manera que los que se dieron vuelta para mirar, vieron el oro entre amarillo y rojo de su pelo volcado. Ella se rió como ninguna mujer tenía que hacerlo el día de su boda y los que la escucharon, digamos, muchos de los que la escucharon, dejaron pa-sar el sonido intacto y despejado de su risa y registraron la falta cometida y después, cuando contaron que ha-bían estado presentes en el casamiento de Paula Recal-de con Miguel Álvarez hablaron del despropósito de la risa de esa mujer. A lo mejor fue Matías Albornoz uno de los que conservó la risa cierta que encajaba con esa lluvia capaz de desatar a la ciudad. A lo mejor él pudo o supo traducir la risa fijándola en su memoria, vaya uno a saber porque lo logró, si es que efectivamente lo logró.

Se casaron y lo que siguió fue una curva rugosa y áspera, una curva marcada entre la exorbitancia de la lluvia desmedida y la acechanza de la partida. En ciertos repliegues francos casi verdes, en las bruscas fugacida-des en que las madreselvas bordeaban la curva, a lo me-jor ella se decía que existiría una forma, una manera, un

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modo de sostener la brevedad, de respirar el tiempo y registrarlo como una fotografía devuelve los contornos de una ráfaga. A lo mejor ella se decía que era vano y torpe suponer que podría detener el avance impetuoso que concluiría en él partiendo una noche, una noche cualquiera subiendo al caballo que lo esperaba cómplice y manso. A lo mejor ella se decía que los hechos que empujaron al galope por la tierra incendiada de cardo-nes, la tierra avasallada y mutilada, la tierra amarilla de una sed reiterada y pertinaz, el galope preciso para res-catar los sonidos rojos y mudos del sol chocando en la cabeza flameando en Olta, esos hechos, ella se decía que esos hechos no abrían otra perspectiva que el galo-pe agujereando la noche, los hechos merecían el estrepi-toso olor del galope entre amarillo y rojo desmintiendo las bárbaras palabras civilizadas.

Miguel Álvarez, mi padre y otros se fueron sie-te días antes que públicamente se anunciara la guerra contra el Paraguay. Paula Recalde y Matías Albornoz quedaron en una ciudad en donde algunos iniciaron la ceremonia, mejor dicho, continuaron la ceremonia que mucho antes, otro como ellos había iniciado. Consistía en oscurecer la escena, no importaba las usanzas o el estilo, el interés era arrasar con las crónicas tareas, las crónicas de perfiles tersos para que la bruma perdie-ra el espesor de los recuerdos o perdiera la razón de los cardones violando los cercos. Una vez que la noche

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y la niebla avanzaban, ellos empezaban la oscura cere-monia, ellos, los hechicero del lenguaje, propiciaban las palabras para que el manto de olvido cayera lento, pa-triótico, grave. El inmaculado manto cayendo sobre los gritos arrancados por la ferocidad, sobre la muerte, so-bre el escamoteo de miles tenía que volcarse los civiliza-dos pliegues porque aunque doloroso, era necesario dar fin al caos infernal, ellos decía que había que terminar con el caos. Por eso la noche y la niebla preparando la ceremonia, ellos arrimando la noche y la niebla, la no-che espesa y la niebla impenetrable, la noche y la niebla propiciando las civilizadas palabras, el manto de olvido decía Vera.

Alrededor de los dos meses de la partida de Mi-guel y los otros y después de una semana en que Matías Albornoz se les reunió, la última de las frases rodeó La Rioja, la ajustó a ella, a Paula Recalde la ajustó con una fuerza invencible como para ahogarla y entonces no tuvo otro remedio que irse. La última frase era di-ferente a las otras, incorporaba el peso de la veracidad incuestionable que trae el testigo ocular. Dijeron: la vieron abrazada a Matías Albornoz, nadie dijo: yo la vi abrazarse a Matías Albornoz, uno, vaya a saber quién de todos, dijo: la vieron abrazada a él y otro agregó, ella tenía el pelo suelto y la luna le clareaba la camisa de no-che y el forcejeo, seguramente el forcejeo, le descubrió un hombro, el derecho, el hombro derecho estaba libre

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para que la luna lo anduviera hasta el cuello medio tapa-do por el pelo rubio. Otro dijo: la noche estaba cerrada de oscuridad y ella se acercó al hombre sin apuro, como quien hace un camino conocido, llegó y levantó los dos brazos para aproximar su cercanía mientras cerraba los ojos azules que tenía. Otro agregó: él dio dos pasos o tres pasos atrás para alejarse de la mujer y parece que habló, que hizo algún gesto para atajarla, ella se paró y empezó a mirarlo, lo miró con los ojos verdes que la luna clareaba y él no pudo seguir retrocediendo porque la luna le agrandaba los ojos y él supo que estaba per-dido, que la mirada verde de esa mujer lo había perdi-do. La frase era un testimonio, decía Vera, el necesario testimonio fabricado cuando la provincia se vaciaba de hombres que se iban con Varela y la guerra del Paraguay era el rito obligado, la ofrenda ritual de la ceremonia propiciatoria del progreso.

Cuando hacía siete días o diez días que la frase apretujaba el cerco a esa mujer, llegaron unos hombres a la casa de los Álvarez, a lo mejor fueron cinco o seis, usted sabe cómo es el procedimiento, llegan de noche y golpean. Entraron y le dijeron que se tenía que ir, a ella le dijeron que tenía veinticuatro horas para irse. A lo mejor, cuando el ruido de las palabras se mezclaba con las botas retumbando el suelo ella se dijo que su hijo, el hijo de Miguel, no iba a nacer en La Rioja, que no iba a saber del Velazco sombreando el verano, eso a lo

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mejor se dijo mientras los miraba en el revuelo ruidoso y amenazante.

Al amanecer Paula Recalde empezó el viaje. Cada día la alejaba de lo que una vez fue posible, su hijo na-ciendo en la misma tierra en que había nacido Miguel, el padre de Miguel, su abuelo y todos los otros más atrás que nacieron entre los cardones y algarrobos, entre la tierra amarilla y roja que dio al único general argenti-no muerto en el campo de batalla. A lo mejor ella fue viendo los manchones rocosos, altos, la indomable cor-dillera y se preguntó por qué, por qué el despojo de los frágiles esplendores de la muerte, a lo mejor ella se preguntó por qué tanto despojo. Cuando el lado verde de la montaña le indicó que había llegado a la mitad y que empezaría a bajar su marcha, a lo mejor ella se paró y lentamente se dio vuelta para quedar enfrentada, para quedar enfrente de lo que miraría por última vez. Atrás de la cordillera a lo mejor ella vio el momento en que lo conoció a Miguel Álvarez o el momento en que empe-zó a saber de los misterios emboscados, de sus propios misterios aclarándose en la respiración precipitada de Miguel y ella. Puede ser que haya visto la luna acercán-dose a las palabras escuchadas, a las palabras dichas, a las palabras que desembocaban en el galope sin pausa, sostenido, que traería los reclamos de la caja golpeando el fin de los cercos. Puede ser que haya visto las fabulo-sas frases que fueron tirando para enredarla y expulsarla

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y de nuevo se preguntó por qué tanto despojo. Enton-ces a lo mejor empezó a llorar y lo que miraba lo vio quebradizo y difuso y se arqueó en el llanto y sus manos fueron a dar contra su vientre, un vientre que empezaba a abultarse, su vientre abultado de vida. Después vio lo que ella sabía que estaba atrás de la desmesurada histo-ria de montañas y dijo despacio, ella dijo mi patria. Giró y enfrente la montaña tenía un perfil verde, ella princi-pió la marcha, el viento le estiraba el pelo hacia el sol y el sol, a lo mejor el sol levantaba el galope entre amarillo y rojo que los frágiles esplendores de la muerte soñaron arrasar, ella iba dorada y audaz.

Paula Recalde fue disparada por las bárbaras pa-labras civilizadoras, las mismas que llevaron la cabeza del Chacho a Olta, igualitas a las que nos dispararon a los dos, a usted y a mí trayéndonos al lado verde. Pero lo que tengo contado no desmiente lo de civilización y barbarie, mire, yo creo que el padre del aula no se equi-vocó, fue acertada su apreciación, él supo que la dicoto-mía civilización y barbarie era la dicotomía que corres-pondía no solo a esa etapa en la que la desarrolló sino a las siguientes, a las etapas que seguirían. Muchos hablan de su posición idealista, visionaria, lo cual quiere decir que su posición no tiene nada que ver con la realidad, yo no opino igual. Para mí el grande entre los grandes fue el primer pensador realista, digamos, el primero del pe-ríodo que vaya a saber por qué razón algunos llaman de

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organización nacional. Él establece que hay dos anta-gonistas, dos figuras opuestas e irreconciliables, en esto reside su grandeza, es lo único que tenemos que agra-decerle; quiero precisarle mi amigo, me decía, que yo no creo en los genios, en los espíritus iluminados, por lo tanto, no digo que él haya sido un genio, digo nomás que él supo ver lo que para otros pasaba desapercibido. El padre del aula conocía suficientemente la realidad de su país sino sería inexplicable que hubiera hablado de civilización y barbarie, le hubiera resultado imposible dibujar los antagonismos históricos que dibujó.

Se valió de la experiencia y de ella, de la experien-cia, tomó un antagonismo, el de unitarios y federales que seguramente le pareció fragmentado, escaso, había que buscar otro que atrapara los cimbronazos de la ac-tualidad, que incluyera los propósitos cumplidos o no del pasado y los planes, los puntuales planes del futu-ro. Entonces encontró dos figuras que pudieran con-templar aquellos problemas centrales, dos figuras que sirvieran para aplicarlas en el análisis de la sucesión de escenas temporales, como quién dice, encontró el hilo que le permitió bucear en los laberintos del país. A ver si me entiende bien: yo separo en dos partes la problemá-tica del padre del aula. Una es la que le venía diciendo, lo que le tenemos que agradecer por haber descubierto el hilo que ata una punta y otra, el hilo que para él pasa por la civilización y la barbarie. La otra cuestión es ver si

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los términos empleados tienen algo que ver con la ver-dad, si lo que él llamó barbarie fue así o si la civilización tuvo el sentido que él le dio. Son dos cuestiones dife-rentes que se confunden: algunos de los que se oponen al grande entre los grandes dicen que no es correcto enfocar la historia a partir de los antagonismos porque, al final de cuentas, dicen que la barbarie fue un poco más y la civilización un poco menos, o sea, lo único que hacen es pensar que los antagonismos son nada más que un problema de sumas y restas. Caen en el planteo de operaciones aritméticas y dejan de lado los análisis de la realidad a partir de la existencia de dos opuestos. Los seguidores del padre del aula, con esa capacidad que es admirable, con esa capacidad de ilusionistas de la historia, de ventrílocuos históricos que tendrán sus se-guidores, ellos dirán que lo que hay que arrasar del suelo de los patria son a los civilizados. Es así, ellos, escúche-me bien, ellos algún día lo dirán. Para el grande entre los grandes los bárbaros eran los que no sabían leer ni escribir, los que no habían concurrido a los templos sa-crosantos del saber. Claro, yo sé que para él la barbarie quería decir otra cosa y porque quería decir otra cosa se opuso de la forma que se opuso. Pero me remito a la descripción que hacía de los bárbaros, esos gauchos brutos que eran peligrosos y porque así los consideró, peligrosos, les mandó unas cuantas acciones civilizado-ras. Sus seguidores, en el momento adecuado, sacarán

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de la manga o de alguna misteriosa galera la carta que marcará el signo de los tiempos, ellos dirán que los pe-ligrosos son los que piensan. Acuérdese mi amigo, ellos se lo dirán, de la misma manera en que los informes de antes, los fantásticos informes que le llegaban abunda-ban en apócrifas aclaraciones sobre la incultura de los hombres bárbaros, los informes que todavía no hicie-ron prolijamente señalarán el óptimo desarrollo inte-lectual de los peligrosos que vendrán. Cuando le digan, cuando sea motivo de condena leer el país, escribirlo, se vendrá abajo el andamiaje del grande entre los grandes. Acabará de comprobarse la falsedad de sus propuestas, la mentira escenificada en el tiempo porque al padre del aula muy poco le importa que sus alumnos aprendieran a leer y escribir, es más, hizo todo lo posible para que esos brutos abonaran la tierra. El andamiaje que tan sa-biamente fabuló con la espada, la pluma y la palabra acabará de caer cuando ellos lo digan, cuando esgriman un argumento aparentemente contradictorio pero que lejos de ser opuesto con su lema es su continuación y entonces es el muestrario de la coherencia que tuvieron siempre, la rigurosa coherencia para falsificar las pala-bras. También se comprobará el espesor y la exactitud de su bosquejo antagónico y estoy seguro que más de uno se sorprenderá de esa comprobación. Ellos dirán que el óptimo desarrollo intelectual es peligroso y los civilizados de ese momento, cuando lo digan, resultarán

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iguales a los bárbaros del padre del aula, de lo que se concluye que dos términos que tienen una significación distinta pasan a tener una significación igual, pasan a ser lo mismo. Es como si una palabra se hubiera mimetiza-do en la otra, como si hubiera sido un furtivo pasaje de palabras, como un sombrío y trampeador pasaje. Los bárbaros resultan ser los civilizados o los civilizados son los bárbaros y entonces queda expuesto a los ojos de quién quiera mirar los sutiles artificios de la estafa. Me entiende, mi amigo, en ese momento cuando ellos lo digan se les habrá descubierto el juego, claro, toda-vía arañarán un sigiloso envido y hasta le podrán decir que serán los más sensatos arañazos, los más absurdos y crueles, pero no serán otra cosa que arañazos. Ellos estirarán las cartas en sus manos pero el truco estará perdido.

El andamiaje sabiamente fabulado tiene que ver con la locura de Matías Albornoz, quiero decir que esa locura forma parte del andamiaje. Todos en La Rioja hablan de eso, hablan de la locura se ese hombre. La diferencia entre los que afirmaban que esa era su con-dición se podría establecer entre aquellos que sostenían que era medio loco, los que sostenían que era lisa y lla-namente loco y los que decían que era demasiado loco. Entonces la diferencia era en cuanto a los grados o a la intensidad de su locura. Hasta mi padre pensaba lo mismo. Por lo que supe, Miguel Álvarez y Paula Recalde

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eran los únicos que no pensaban así de Matías Albor-noz. Yo leí algunas cartas de la época, observé detalla-damente dos fotografías de su persona, estudié algunas páginas que él escribió y que se salvaron del incendio y encontré hilachas de lo que había sido filamentos de humo de su vida. De los testimonios orales se puede extraer que la definición sobre su persona pasaba por la locura, como la definición sobre Paula Recalde pasaba por esa forma de locura, el pecado. A los que lo cono-cieron yo les pregunté en que se basaban para afirmar de su locura y más o menos extraje lo siguiente: Los que sostenían que era medio loco lo decían porque Matías Albornoz hacía poesías y se le daba por escribir. Por-que no hablaba, llegándose a sospechar en un momento que se había quedado mudo. Porque vivía solo. Porque se había enamorado de la mujer de su amigo. Los que afirmaban que era loco, además de acordar con el otro, agregaban: porque nunca se le había conocido oficio u ocupación honrada. Porque en cuanta oportunidad tuvo se encargó de manifestar su desprecio por el dine-ro y por todas aquellas cosas que hacen a una persona o de una familia que se llame ilustre o de bien. Aquellos que decían que era demasiado loco, sumaban a lo ante-rior una manía excesiva o enfermiza de su parte por re-vindicar lo indígena llegando al extremo de aprender su idioma y a tocar la caja. Esa manía alcanzó una dimen-sión tal que lo exasperaba la sola mención de la coloni-

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zación española, como si los españoles, decían los que pensaban que era demasiado loco, no hubieran traído después de todo la civilización; la otra manía que se le conoció fue tratar de averiguar de una forma obsesiva, casi atormentada, cuáles eran las razones que provoca-ron el fracaso de la patriada de Varela, como si él fuera incapaz de aceptar ese malogro decían los que pensaban que era demasiado loco, como si le resultara superior a sus fuerzas conformarse y entender de una vez por to-das que los tiempos habían cambiado. Algo sumamente curioso era que las mujeres que habían conocido a Ma-tías Albornoz remarcaban que él se había vuelto loco a causa del amor que sintió por ella, la gran mayoría de las mujeres culpaban a Paula Recalde de haber hecho todo lo posible por enamorarlo, lo cual, como usted se dará cuenta quiere decir que ella había hecho todo lo posible para enloquecerlo.

La carta que encontré es probable que esté dirigida a Paula Recalde, puede deducirse así pero esa valoración no está basada en un método científico, por lo menos, un historiador no lo aceptaría. En la carta él dice en-frente se instaló un costado liso, la montaña desde don-de le escribo, finge que tiene un lado verde. Fuera de aquellas circunstancias que usted conoce me impiden nombrar como feliz mi estadía aquí, puedo escribirle sin faltar a la verdad que estoy bien. Como usted com-prenderá, ese estado de ánimo no es obra de algo for-

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tuito, contingente, sino el resultado obtenido después de emprender una fiera pelea contra la añoranza, ese mal de la tierra que a muchos compatriotas persigue. Para mantenerla a distancia, entre otras cosas, sigo prac-ticando el juego conocido por usted, juego en el que en usted y Miguel encontré a los mejores compañeros, la afición me llevó a leer un libro que me facilitó un amigo norteamericano, la traducción de su título sería algo así como sobre el origen de las especies a través de la selec-ción natural, su autor es Darwin, Charles Darwin. Se-gún me comentó este amigo, su publicación en Europa levantó una polvareda que por cierto durará bastante, no es para menos, el autor deja de lado las explicaciones sobrenaturales sobre el origen del hombre y plantea un grado de parentesco, desde el punto de vista biológico, entre éste y los monos antropoides. Como ha sucedido siempre, cada vez que se dan a publicidad teorías que aportan puntos de vista diferente a los corrientes, se producen una cantidad de reacciones; basta recordar la relación entre la Inquisición y Galileo Galilei, también es necesario tener presente que un tribunal como aquél no sería el ejemplo más representativo de las capacida-des humanas y que al tiempo, a determinadas institucio-nes les favorece que se eche un manto de olvido sobre el pasado, sobre la Inquisición, se entiende. Volviendo a Darwin, mi amigo norteamericano me dice que hasta el primer ministro inglés, Disraeli, se vio obligado a dar

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su punto de vista sobre las hipótesis de Darwin y dijo: ¿Cuál es la pregunta que se hace ahora la sociedad con una voluble seguridad que para mí es lo más sorpren-dente? Esa pregunta es la de: ¿el hombre es mono o án-gel? Repudio con indignación y asco esas novedosísimas teorías. Yo señor, me pongo al lado de los ángeles. No le resultará difícil a usted, precisamente a usted, llegar al meollo de lo que esas palabras del inglés representan. Es indudable que el planteo darwiniano abre perspec-tivas nuevas en el plano de la investigación científica, tengo mis resquemores sobre lo peligroso que puede ser una aplicación equivocada de ciertas hipótesis suyas en el terreno de la sociedad humana. Por ejemplo, una de sus hipótesis de trabajo es la ya esbozada en el título, aquella de la selección natural. ¿No le parece peligroso que algunos, basándose en esta idea que él delineó para un contexto específico, el reino animal, lo trasladen a la sociedad humana como una forma de justificar la “extinción” de ciertos hombres? ¿No le resulta curioso descubrir una cierta similitud entre ese peligro que me parece que pueden traer las ideas darwinianas y aquello de civilización y barbarie? Le doy un dato interesante: Darwin estuvo en nuestro país recorriendo la Patagonia y la Tierra del Fuego entre 1831 y 1836. Paso a otra cosa, entiendo perfectamente las dificultades que a usted se le presentan y que tan sinceramente me trasmite en su carta. No se deje abatir amiga mía por esos comentarios

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que tienen una larga data. En épocas más felices hemos conversado en torno a la malignidad de cierta gente, ese perverso afán que los consume. Hasta aquí la carta, la única carta que encontré de Matías Albornoz.

En relación al cuento, esa versión que él dejó en la casa de mi padre no era la definitiva, tiene anotaciones al margen y en muchas partes hay palabras tachadas o párrafos enteros que están tachados. Creo que fue es-crito en varias etapas o en momentos diferentes porque, si bien la letra es la misma, hay partes en que los trazos se achican o se agrandan o se observa una inclinación que no es pareja. Es algo particular leer un manuscrito, al principio yo sentí algo parecido al pudor, como si me estuviera metiendo en una zona prohibida porque un manuscrito es una obra al descubierto, uno ve también al autor de esa obra. Después, cuando la novela o el cuento se termina y se dan determinadas circunstancias para su publicación, la persona que lo escribió pasa a ser un nombre que figura en la tapa, algo así como una referencia, como una pista. Yo me imagino que cuando el escritor le da fin a su tarea, la relación tan estrecha que tuvieron se modifica, el producto acabado entra a rodar por la cantidad de lados en que rueda hasta que alguien lo lee, pero el que lo lee no sabe cómo fue es-crito, quiero decir, que el que lo lee no tiene acceso al fervor con que se escribe. Uno se mete en la lectura de Don Quijote y no sabe que fue hecho en la cárcel, no

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sabe que ese hombre escribiendo Don Quijote en la cárcel, las cosas son de tal manera que escribir se vuelve algo perteneciente al ámbito apretado y mezquino de la privacidad. Cuando empecé a leer el manuscrito de Matías Albornoz, tuve la creencia de meterme en una zona oculta. A lo mejor, la razón de ese sentimiento sea suponer que escribir es una secreta ceremonia, una mágica celebración para elegidos. Dígame si no resulta atrayente suponer lo de la magia; lo contrario, enterar-nos del disciplinado fervor de ese hombre en la cárcel haciendo el Quijote tiene sus riesgos. Yo tenía el ma-nuscrito y era como tener la aventura planificada por Matías Albornoz, me entiende, no solo tenía acceso al orden que él supo darle a las palabras sino que también podía asomarme a los avances y retrocesos que fue dan-do para llega a ese orden. Cada palabra o frase o trozo tachado era llegar a acercarse, Matías Albornoz era un cazador que se acercaba o llegaba y yo sentía los olo-res de la cacería, yo sentía el formidable despliegue de fuerzas para atrapar las agrestes palabras que huían y él tuvo que apelar al recuso de los molinos de viento para sujetarlas, para sujetar las escurridizas palabras mientras hacía el Quijote en la cárcel.

El cuento se llama Los Cercos, es la historia de un riojano que vive en tiempos de Quiroga. Es un hombre del Tigre que tiene a su cargo el proyecto de la explo-tación de las minas del Famatina. Se pone en contacto

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con un grupo de Buenos Aires que se muestra intere-sado y va descubriendo la relación de esta gente con los ingleses. Se propone dar a conocer lo que ha sabido y entonces comienzan los cercos, lo acosan utilizando diversos recursos, uno consiste en fabricar versiones sobre su persona a partir de la falsas interpretación de los hechos. De esa manera, utilizando fragmentos de hechos que caprichosamente van uniendo, dicen que es loco o que tiene relaciones íntimas con la mujer de su mejor amigo. Otro recurso es tratar de arruinarlo eco-nómicamente robándole la hacienda y otras cosas. El tercero que utilizan es mandarle una vez a la semana un aviso de próxima muerte. El personaje decide que es momento de abandonar la zona. Sabe que lo van a matar porque él tiene datos que colocarían muy mal al gobierno, entonces, para evitar que con su muerte se pierdan, escribe un cuento y lo hace de tal forma que, si se lee superficialmente, el resultado es uno, si la lectura avanza y va hacia debajo de lo aparente, el resultado es rescatar los datos que al personaje le interesa salvar. En la parte en que se muestra el procedimiento para hacer el cuento, se cruzan dos planos de la narración, uno es el que el personaje desarrolla, el otro es el recuer-do de un relato escuchado en su infancia que cuenta el momento en que llegan los de a caballo a La Rioja y los indios los miran llegar con el sol reflejándose en las armaduras, en las armas y entonces esos hombres

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que avanzan, que los van cercando parecen esplendores sobre la tierra, parecen esplendores que van a arrasar la tierra. Los indios deliberan para encontrar una forma de salvar al pueblo. Saben que podrán resistir un tiempo al cerco, pero ellos, los de a caballo seguirán arrasan-do la tierra. Llegan a la conclusión de que un grupo no deberá caer porque ese grupo será el encargado de perpetuarlos. Deben decidir quiénes sortearán el cerco, resuelven que sean los ancianos porque ellos guardan la memoria de los vivos y de los muertos. Se transforman en instrumentos de música y así, cuando los tiempos nuevos desalojen a los tiempos viejos, ellos persistirán y cada melodía que surja será un fragmento de su historia, será un rescate de aquello que los frágiles esplendores de la muerte soñaron arrasar, será la comprobación de la inutilidad de los cercos.

Este es el cuento que escribió Matías Albornoz, mejor dicho, el único que se salvó del incendio porque el día anterior lo había dejado en la casa de mi padre, aparentemente lo había dejado olvidado. Parece que te-nía otros cuentos y una novela y también había cartas, por lo menos es lo que sabía mi padre, cartas de Miguel Álvarez, de Paula Recalde, de algunos amigos que vivían en otros países de América y de Europa, las cartas es-taban cuidadosamente encarpetadas y el incendio arra-só con todo. Llamó la atención lo del incendio, fue un asombro cuando avisaron a las cuatro de la mañana que

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la casa de Matías Albornoz se incendiaba y mi padre corrió las calles y un violento resplandor se le encajó en los ojos y el ruido del fuego comiendo la casa no lo abandonó más. A los tres días un pariente de Albor-noz hizo una presentación en el juzgado de La Rioja para que se investiguen los hechos que ocasionaron el incendio y rápidamente el juez se expidió consideran-do que la muerte de Matías Albornoz se produjo como consecuencia del fuego que se había propalado por su residencia sin que hubiera ningún elemento probatorio que indicara una intencionalidad, descartándose asimis-mo la intencionalidad con fines homicidas.

Para los que creían que Matías Albornoz era un loco, morir en un incendio era una forma lógica de mo-rir y los restos de la casa con la huella de sus pape-les fueron los testimonios de su locura. No se si usted habrá observado desde que empecé a contar lo que le estoy contando que yo no creo en la locura de Matías Albornoz, como tampoco creo en la supuesta relación con la mujer de Álvarez. Porque, dígame mi amigo, ¿en base a que definimos la locura? En este país hay algunos que son muy proclives a calificar de esa manera. Llama-ron loco a Moreno, a San Martín, a Quiroga, al Peludo lo llaman loco y a nosotros acaso no nos pusieron locos de verano. Los mismos se animaron a llamar loco a Sar-miento, fíjese bien, a Sarmiento que fue más lúcido que todos ellos juntos. Desde ese punto de vista, este país

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tiene un historia de locura, a lo mejor será la herencia que nos dejaron los indios, habría que investigar si esa fundamentación genética no fue una de las empleadas para las infinitas campaña al desierto.

Supongamos que la hipótesis de la locura de Al-bornoz sea verdadera, quiero decirle que a lo mejor fue cierto que tuvo algún desequilibrio, ¿qué le pone o le saca a lo que fue? Porque su oposición a la matanza de los paraguayos nada tiene que ver con la actitud de un desequilibrado, más bien, pone en claro su opinión sobre la dignidad humana, sobre América y los ameri-canos, ese tipo de cosas es lo que vale en la vida de un hombre, yo le diría lo mismo que decía mi padre, para él, lo que definía a una persona es si supo o no estar a la altura de las circunstancias que le tocó vivir. Lo demás son detalles, quebradizos y delicados detalles.

A ella, a Paula Recalde, le tocó el papel más difícil, de eso estoy seguro, en general, siempre a las mujeres les toca el papel más difícil y muy rara vez cuentan con esa seductora fábula, la gloria, porque no acceden al bri-llante discurso corrompido, el poder. Ellas son anóni-mas, mejor dicho, las hacen anónimas como también reducen al anonimato a las gestas valerosas. Yo diría que tienen dos maneras de superar el anonimato, una es estrictamente biológica, pasan a la historia siendo las madres o las esposas de algunos hombres, ¿pequeños hombres? La otra es violando ciertas leyes explícitas o

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implícitas que, por otro lado, los hombres violan cómo-damente, quizás esa facilidad se debe a que ellos son los que las hacen. Entonces las mujeres trascienden cuan-do se convierten en malas mujeres, ese vulgarismo con el que se designa su sentido histórico. El pecado fue hecho para ellas, claro que hay otros pecados que no cometen, por ejemplo, se salvan de preparar los crueles espejismos que algunos llaman civilización pero, mire usted lo que son las cosas, para esa clase de pecados hay una dulce indulgencia, algo así como un delicado man-to de olvido. Para ellas fue creado el pecado entre los pecados, el que las remite a la posibilidad de convertirse en sujetos históricos, pero, al mismo tiempo, cuando se convertían en sujetos históricos, es decir, cuando ejecu-tan la acción, son arrojadas del paraíso, se convierten en habitantes de lo que en inglés se llama underground, ellas, las mujeres, pasan a ser exiliadas. Yo le diría que su condición les señala una suerte de marginamiento legalizado, orillan, están al borde, pero cuando deciden saltar hacia la historia les agrietan el vuelo y van a parar al exilio, el duro exilio. Ese es el dilema en el que se de-baten, el dilema que tienen que resolver, claro está, no solo en ellas recaerá la responsabilidad de la resolución. Ese dilema se mezcla con los otros porque, mi amigo, la realidad es un compendio de dilemas. Su exilio y el mío alguna vez será trabajado por la historia, me refiero a que los hechos que usted y yo protagonizamos serán

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analizados por la ciencia histórica. El exilio femenino no entra en la historia, ellas, cuando remontan las gri-ses y antiguas orillas empiezan a estar fuera, saben que no las espera la gloria sino la soledad, una despiadada soledad y un sórdido olvido. Cuando a ellas las arrojan del paraíso las rescata la literatura porque la literatura es una tierra libre, ahí caen los perseguidos, la literatura es una patria de asilo, una patria de asilo como dice el himno de esta loca geografía donde hoy usted y yo esta-mos. Las perseguidas de la dorada medianía fundan un paraíso donde recalan para siempre cuando las palabras inventan las franjas de la realidad para que ellas, por pri-mera vez hagan las crónicas, las crónicas universales del exilio. Que otra cosa que una crónica de esa persecución es Madame Bovary o Ana Karenina, una rigurosa cró-nica que los costados de la dorada medianía cuidadosa-mente se encargan de cubrir. De ella, de Paula Recalde no quedó nada, quiero decir que no hay ningún papel donde uno pueda rastrearla, los papeles para seguirla y perpetuarla. De todo lo que me contaron, del desorden que me dejaron de la mujer, no me animo a sacar una conclusión, en todo caso, surgen algunos interrogantes, se me vienen preguntas que yo dejo que me acompa-ñen. Claro, parto de no aceptar las versiones que hablan de ella como una mala mujer, ante la constatación que hice de la casi unanimidad de la gente para denominarla de esa manera, no pude dejar de preguntarme, no pue-

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do dejar de preguntarme, las razones que impulsaron para que se pensara así de ella. Me pregunto si una de las causas no reside en que aparecía desprendida, como ajena, o a lo mejor alejada de las costumbres, procede-res, de las ideas que eran comunes a todos. Puede ser que ella no supiera los comentarios que provocaba en los otros, que hubiera un cierto grado de inocencia en sus actitudes. Puede ser que estuviera al tanto de lo que de ella se decía y no le importara demasiado porque ha-bía decidido que la visión de la realidad que le ofrecían era contenida, falsa, apenas un trazo grotescamente in-concluso y entonces ella elegía otros movimientos, un desplazamiento diferente que modulaba de acuerdo a lo que pensaba que podría arrimarse a figuras inesperadas. Yo me inclino a pensar que en esto hay que pensar la solución al dilema y entonces uno podrá encontrar las noticias de la mujer.

Siempre me he inclinado a pensar que Miguel Ál-varez fue un hombre valeroso, no lo digo por la cohe-rencia que mantuvo o, mejor, no lo digo solo por eso, lo digo porque se necesita un cierto valor para ser el marido de una mujer así. Yo le voy a ser sincero, yo me asomé al Mapocho y no sé si usted ya se dio cuenta lo que es mirar un río, uno lo ve y es como si el río fuera un espejo donde no solo me veo sino también veo los otros que yo fui, y ahí, en ese momento tengo la posibilidad de definir las caras de los otros que yo seré y bueno, me

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asomé y lo vi a mi padre, lo vi a Matías Albornoz, a Mi-guel Álvarez, la vi a ella en el Tinkunako entre el polvo amarillo y rojo de mi patria y yo los miré a ellos, los que estuvieron antes, los miré mirándome en el Mapocho y supe que lo peor que me podía pasar era perder esa mirada, y mientras en alguna vuelta no la perdiera, todo iba a andar bien para mí y también supe ahí, aspirando la mirada entre amarilla y roja del Mapocho que ya era tarde para armarse de valor, ese valor que le permitió a Miguel Álvarez encontrar una mujer así. Yo solo era ca-paz de buscar las noticias de mi patria me decía Vera esa noche en que yo lo escuchaba como usted me está es-cuchando ahora, y yo le puedo decir, yo le digo después que pasaron veintinueve años desde aquella noche, que él supo, que Ricardo Vera supo encontrar las noticias de la patria. Se lo digo yo que lo conocí bien, se lo digo ahora que él está muerto y no me puede salir al cruce con alguna broma de las suyas y yo me reía, cuando ha-cía alguna broma, yo me reía como me reí esa noche de hace veintinueve años o me reí con él, con Ricardo Vera tantas veces más después de esa noche, aquí mismo, en esta patria de asilo como él la llamaba y yo estaba donde usted sabe dónde, en la calle Bermúdez cuando me llegó una carta, me llamaron y me entregaron una carta y yo la abrí y de adentro salió la cara de Vera que me miraba desde el Mapocho, me miraba desde una fotografía cier-ta y engañadora como son las fotografías y abajo, en el

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borde inferior de la foto con letras graves, yo leí Ricardo Vera: su fallecimiento y después seguía la honda conster-nación que había ocasionado su muerte porque aunque la muerte sea algo puntual, la muerte siempre ocasiona honda consternación en los diarios y después había una especie de inventario, inventariaban qué había estudiado, donde había estudiado, los cargos que ocupó entre el 16 y el 19 y entre el 28 y el 30 y esas cosas, mencionaba la honda cultura que poseía como si la cultura se asemejara a un abismo que un hombre pudiera poseer, un abismo de su propiedad para que figure en un nota necrológica de un diario, un tajo inaccesible para los otros porque el dueño de esa fotografía que aparece en el diario para bo-rrar los pasos de ese hombre cruzando los Andes cada vez que fue necesario cruzar los Andes para buscar las noticias de la patria. Yo me acuerdo que cuando terminé de leer esa nota, me pregunté qué hubiera dicho Ricardo Vera de haberla leído y se me da por pensar que hubiera mencionado las circunstancias que tuvo que vivir y en las cuales no tuvo más remedio que morir, él hubiera dicho que las cosas que el diario no se animó a publi-car, que pulcramente disimuló, más el hecho indiscutible de la publicación de una nota haciendo referencia a su muerte configuran con claridad, Ricardo Vera hubiera dicho que configuran claramente el signo de los tiem-pos. Y después que me dije lo que Ricardo Vera hubie-ra sido capaz de decir, me dije también que su muerte

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solitaria, él muriendo solo, sin amigos, muriéndose sin los amigos acompañándolo a la muerte y yo enterándo-me en el lugar donde usted sabe, yo leyendo una nota necrológica ahí, era también la manera de reconocer el signo de los tiempos. Me dije que para un hombre es importante anoticiarse de eso, registrar los indicios, los residuos, las claves descubiertas y los dilemas que em-pujan y me dije que lo peor que le puede ocurrir a una persona es renegar de su época, de la época que le tocó vivir. No dije que había varios hechos que demostraban casi matemáticamente que yo había podido enterarme del signo de los tiempos, de mis tiempos, pero eso que es muy meritorio no me hacía olvidar de una ausencia, de una melancólica ausencia, que a veces evoco y cada vez es más ausencia, más melancólica y me remite, eso que yo evoco me remite a una infamia, a lo mismo que hace veintinueve años Ricardo Vera me contó para ad-vertirme y yo, como Ricardo Vera, cometí la infamia de no ser feliz, no fui capaz del valor, no tuve el coraje de querer. Yo me dije que lo mío fue peor a lo de Vera por-que pude reconocerla como Miguel Álvarez reconoció a Paula Recalde y después me fui, sin decirle nada, tracé una línea desde mi infamia hasta ella y el comienzo de la ausencia, allá esa vez me dije por la patria y me fui.

Hace veintinueve años de esa noche en que Ricar-do Vera me contó lo que yo cuento aquí, en el mismo lugar de aquella vez y si usted mira la escena y las ante-

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riores, las escenas que precedieron a ésta puede concluir que cíclicamente algunos compatriotas no tienen otra chance de mirar los Andes desde el Pacífico, entonces, todo sería cuestión de prepararse para esos ciclos de viaje, los interminables ciclos. Aunque los hechos adop-ten el recurso de la reiteración, las escenas del pasado que yo le conté no fueron armadas prolijamente con las escenas de ese momento y tampoco con aquellas escenas de las cuales ignoramos casi todo. Pula Recalde y Miguel Álvarez anduvieron por las mismas calles que anduvo Peñaloza y a lo mejor como él dijeron en Chile y de a pie y yo estuve con Vera y lo dijo y usted me ha escuchado decir lo mismo y su hijo y la mujer de su hijo lo dirán, su hijo y ella dirán en Chile y de a pie cuando el signo de los tiempos se los haga decir. Pero aunque la frase se repita una y otra vez con obsesiva persistencia yo le digo que los dilemas resueltos y los dilemas a re-solver no serán los mismos. Cuando su hijo y la mujer de su hijo tomen este mismo vino, el vino interminable y bueno, el vino que caerá liviano y breve y la luz entre amarilla y roja envuelvan las palabras, las palabras que usted y yo no diremos envueltas en la luz entre amarilla y roja, ellos montarán una flamante escena y le digo, yo le digo que la escena que ellos hablarán rescatará el galope que los frágiles esplendores de la muerte soña-ron arrasar, ellos contarán la inutilidad de los cercos, contarán la ambigua certidumbre de los dilemas, ellos

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contarán lo que yo le estoy contando ahora, en esta no-che de un día que empezó con niebla como empiezan todos los días en esta loca geografía de sangrientas ala-medas, la alameda que yo camino, yo voy caminando la alameda buscando el río y ahí está, es un río enjuto, fla-co, rápido, tan distinto a los nuestros, a la amarronada mancha del Río de la Plata, por ejemplo, pero no sirve hacer comparaciones. Sobre todo no sirve si uno sabe la relación que existe entre las capas geológicas, los acci-dentes geográficos, como para que uno tenga un ritmo propio, particular. Entonces llego al Mapocho y lo em-piezo a mirar y mientras lo estoy mirando me pregunto cuántos argentinos se habrán parado para mirarlo como yo y también me pregunto cuántos argentinos llegarán después y harán lo mismo.

Lo veo en su fluir y se me da por pensar que el río es lo más parecido a lo que los hombres denomi-namos eternidad, a lo mejor sea la representación de la eternidad y no nos damos cuenta. Yo miro el tiempo de pequeñas olas urgentes que se amontonan sobre el Mapocho que empujan obstinadamente y aunque no puedo ver desde donde estoy parado que hay debajo de esa prisa, yo sé que hay un tiempo distinto, calmo, sólidamente tranquilo. El tiempo de las urgencias y el otro no están separados, se mezclan y conviven armo-niosamente, así fue desde los inicios, en el Mapocho siempre esa simetría temporal. El problema se presenta

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para los que, como yo, nos asomamos al río y obser-vamos y podemos convencernos que el fluir del río es esa intrincada urgencia y nada más y entonces actuamos encandilados por el espejismo de la superficie. Yo miro al Mapocho y pienso en la sabiduría de los pueblos que se fundaron a sí mismos a las orillas de un río, no solo lo hicieron para abastecerse de agua, mejor dicho, el agua fue un elemento que les permitió continuar, continuar-se, lo hicieron además porque el pueblo supo que el río era tan semejante con esa continuidad de agua, tan semejante a ellos mismos. El pueblo siempre lo supo, los que no podían saber de esa semejanza fueron los de a caballo y cayeron en la trampa al fundar ciudades a la orilla de los ríos. Cayeron en la trampa porque cada pueblo que intentaron clavar en algún recodo del olvi-do cuando fundaban una ciudad se refugió en la eter-nidad de la memoria de los ríos. Yo miro el Mapocho y veo a los tehuelches, a los mapuches que me miran sin urgencias pero me miran y si yo estuviera mirando el Orinoco, el Urubamba, el Misisippi, el Río Grande, el Lampa, el Artibonite, el Paraguay, el Papaloapan, el Su-chiate, el Chamelecón, el Uruguay, vería a otros la mis-ma mirada. Esa es la trampa que no pudieron sortear los de a caballo, esa trampa es la que los convierte en los derrotados de la historia. Yo estoy aquí y entonces miro el Mapocho porque estoy aquí y no me puedo dar el lujo de caer en la trampa de la ausencia, esa nostalgia

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pegajosa y lastimera porque me fue otorgado el lujo de poder mirar el Mapocho. Separo las engañosas crestas del apuro y voy abajo, voy a las aguas de la memoria, voy en busca de la mirada legítima y la rescato porque con ese rescate puedo descifrar las futuras aguas que aún no puedo ver. Yo estoy aquí y respiro el Mapocho para contar alguna vez que respiré el Mapocho y empiezo a caminar por el costado del río en dirección a la montaña y me digo los ríos profundos y se me da por pensar que es un buen título para una novela, a lo mejor, me digo, habrá por ahí algún americano que algún día escriba los ríos profundos. Me paro y tengo a mi izquierda el río y levanto la cabeza para mirar las montañas llamadas de los Andes, la cordillera atravesada y vuelta a atravesar por tantos argentinos, cruzada por Paula Recalde, por Ricardo Vera, por usted, por mí, por el hijo que segu-ramente usted tendrá, cruzada por su hijo y la mujer de su hijo. Ellos se habrán parado, ellos, los que todavía no nacieron se pararán como yo para mirar los Andes, para mirar la frondosidad de los Andes, para mirar las llanuras del tiempo y saber que atrás de esa desmesura-da historia de piedras está mi patria, la patria. Yo miro el Mapocho como pudo mirarlo Miguel Álvarez y Paula Recalde, como lo mirarán su hijo y ella su mujer, yo miro el Mapocho y veo la irremediable corriente del Beni, del Chamelecón, del Artibonite y digo mi patria.

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A veces cuando el sueño

se demora en la ventana

o se queda en una esquina

jugueteando con el viento

y camina por la calle

abrazándose a la luna

entonces vos y yo

aparecemos lentamente

y armamos nuestro tiempo

separado por el odio

y día a día con palabras

juntamos tus vientos con mis soles

tu mirada de horizonte amarillento

con mis ojos llenos de un pedazo de ciudad

cuadriculada.

De la mano descubrimos

la aumentada geografía de los hijos

y al mirarnos recobramos

la ternura que peleamos al olvido.

Todo eso antes

que el sueño me lleve al otro día

donde renuevo mis ganas del reencuentro.

Celina Lacay

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La noche desfiguraba el camino hacia La Plata y aunque se esforzaba por reconocer zonas, mirar los dibujos que había guardado en la memoria, se perdía entre los gru-pos de árboles, entre la oscuridad y el pasaje rápido del ómnibus que la llevaba de vuelta.

Se apoyaba en el respaldo del asiento probando posibilidades inusuales para su cuerpo y era un descu-brimiento sentir el abandono de la espalda, el contacto blando y permisivo que contraponía a los bancos grises y largos de la cárcel. Mientras se acercaba a una ciudad que tendría que volver a trazar desde lejanas veredas cubiertas de hojas donde sus pies se demoraban en obs-tinados y derrotados intentos para cambiar el camino hacia el colegio por un viaje donde ella era Mariana en la ruidosa cubierta de un barco, veía las caras agolpa-das atrás de las rejas, los gestos saludándola, las miradas empezando un largo adiós que ninguna de ellas podía imaginar aunque buscaran recortes de alguna otra des-pedida que les devolviera la ilusión de lo conocido. Pero

La vuelta

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bajar las escaleras después de haber abrazado a cada una de las mujeres con las que había fabricado esos años de ausencias y búsquedas, de incertidumbres y fatigosas esperas, era un hecho nuevo y distinto iniciado cuando los gritos y la mirada clausurada la habían arrojado a un mundo que escapaba a las simples definiciones, al encierro de los conceptos, al tono desvaído y deshojado de las antiguas palabras.

Cerraba los ojos y se amontonaban los encuentros que desfilarían como un alucinante salto al pasado, un dulce engaño que la ubicaría en la utopía de que nada había cambiado a medida que se enfrentara a sus hijos, al marido, el resto de la familia, los amigos, la plaza Moreno, la Facultad de Humanidades, las calles caminadas en las manifestaciones o con el primer novio, las calles barri-das por la más brutal de las tormentas. Caía en el vértigo de lo que se avecinaba hasta que construía un precario equilibrio deslizándose al sol de esa tarde cuando jugaban un partido de vóley y escuchó su apellido acompañado por un elíptico prepare sus cosas. Entonces dijo me voy entre incrédula y sonriente y las demás gritaron te vas confirmando una verdad que a partir de ese momento empezaba a ocupar el espacio de los largos pasillos, de las órdenes, de la escrupulosa puntualidad para desarticular la historia. En el patio de recreo donde había dado tantas vueltas para no tener frío, para que los músculos funcio-naran, para seguir reconociendo el olor de la primavera

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que saltaba las paredes, para descubrir los hilos y el en-tramado de una compleja realidad que se escapaba, allí, abajo de un recortado cielo, entre los primeros saludos y lágrimas, sintió que la libertad era una salvaje convulsión.

Tocó el asiento y era posible deslizarse ligera y sua-ve por una superficie que la alejaba de una sucesión de rugosidades, asperezas, helados laberintos por donde la llevaban esposada, manos atrás, cabeza gacha, a los em-pujones y en silencio. En la cárcel había una monotonía de ruidos: la opacidad de las rejas cuando las abrían o las cerraban, el estruendo de los tacos altos de las cela-doras, la pesadez del carro donde traían los tachos de la comida, el sofocado paso de la fila que tenían que formar para salir al patio de recreo. Todo eso lo supo el día que la trasladaron a la cárcel y fue alojada en el tercer piso de la planta número 5, pabellón 48 y apenas podía moverse entre las cuchetas amontonadas, las frazadas por el suelo y las chinches que empezaron a descubrir.

–¿De dónde sos?–De La Plata.

A pesar del cansancio por el viaje en el celular, el hostigamiento de los gritos, un interminable tiempo de manos atrás, sin hablar, alguna se había encargado del mate entre las voces y los gestos apareciendo en el amontonamiento.

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–¿Hace mucho que te detuvieron?–Seis meses.–¿Estuviste en una comisaría?–Un mes, antes fueron unos días en Coordinación Fe-deral hasta que me llevaron a Infantería de la policía en La Plata.–¿Ahí te incomunicaron?–Me vendaron y esposaron.–¿Sabés algo de tu familia?–No.

Arriba de la cucheta, sentada sobre las piernas, empezó la primera de una incalculable serie de cartas. Escribió que ese día la habían llevado junto a otras cien-to cincuenta a Villa Devoto, estaba bien, las visitas eran los martes para las mujeres de diez a once y los vier-nes para los hombres de nueve a diez. Aquella noche se preguntó y ahora qué; hasta cierto punto, en algún fragmento indefinible se daba cuenta que lo que había irrumpido en ella cuando le anunciaron la libertad tenía que ver con esa pregunta que era como llegar al umbral de lo inexplorado, el furioso tono del futuro.

Acercándose a la ciudad que en dos meses celebra-ría el centenario, pomposa ceremonia que entre desfi-les y fuegos artificiales trataría de gambetear la grotesca desmesura de la muerte, enumeró algunos datos: tenía treinta y seis años, marido, tres hijos, familia, amigos

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que habría que rastrear por el mundo, era profesora de historia, había estado seis años, tres meses y siete días a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Pero eran apuntes, descoloridas palabras que se asemejaban más a las notas sociales que una exploración para llegar a alguno de los bordes de ella misma. Desde que la de-tuvieron, fueron incontables las veces en que tuvo que repetir nombre y apellido, estado civil, profesión, fecha de nacimiento, domicilio. Era un juego macabro insistir puntillosamente acerca de las básicas referencias de uno mismo, una ayuda para que la memoria no se licuara y, simultáneamente, recibir la perversa embestida destina-da a que lo que había sido o todavía era, estallara en una infinita sucesión de fragmentos.

Cuando el ómnibus llegara a la terminal y ella pisa-ra el primer pedazo de La Plata que se le ofrecería apaci-blemente, dejaría de imaginarse a sus hijos, abandonaría el despiadado ejercicio de escribir cartas para decirles feliz cumpleaños, felicitarlos por haber terminado el jardín de infantes, la escuela primaria, preguntarles por sus amigos, contarles que los quería y extrañaba mucho. Los abrazaría para sentir aquello de lo que se enterarían mucho tiempo después: ellos eran el punto de parti-da desde el cual intentaría volver a empezar, armar un rompecabezas con las piezas que suponía que conser-vaba y las otras, las que tendría que buscar en sitios que todavía no tenían nombre.

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Antes de saber bajo sus pies el desborde de la ciu-dad recibiéndola, una misteriosa y escurridiza entrega, habían abierto la última puerta para que ella viera los brotes de los árboles en esa primavera y caminó, impre-cisa y nueva, sin esposas, vestida con la ropa que la acer-caba a ser una mujer como las otras, dio vuelta la cabeza para mirar lo que quedaba atrás: las impenetrables pa-redes encerrando las vueltas de un relato que todavía continuaba. Tenés que escribir sobre esto, le habían di-cho y se preguntaba cómo se accedía, dónde estaban las palabras para contar la densidad de los días de alrededor de mil mujeres en Villa Devoto. Cómo se mostraban los hilos que contenían un desopilante humor rebotando en los helados inviernos, el entretejido arduo y sinuoso para admitir que ya no existían proyectos y asomándo-se a una revisión que rompía los viejos significados, la narración única y repetida de los tormentos aplicados a esa clase especial de peligro, las mujeres. Hemingway escribía con un lápiz, descalzo y parado en su casa de Cuba. ¿Cómo lo haría ella cuando pudiera encontrar las palabras?

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Ella recordó fielmente cómo tenía que pujar, parecía que la memoria fuera una extensión inacabable capaz de contener los registros del viento, un reflejo que de-volvía aproximadamente las voces, testimonios de an-tiguos amores soplados entre los avances y retrocesos, saltos y amordazamientos de los sucesos pasados y he-chos memorables. Se concentró más para no desperdi-ciar fuerzas, respiró y retuvo el aire; mientras el médico decía ya viene pensó en el relato de la monja escuchado detrás de la venda, en medio de una oscuridad violen-ta y persistente. Sintió que le apretaban el brazo, des-pués la caricia resbaló hasta su mano encerrándola en un movimiento tibio al que se aferró mientras volvía a respirar y mandaba el aire al húmedo pasaje que su hijo abandonaba. Tenía pegado el pelo en la frente, la venda alrededor de los ojos, alrededor del mundo, era un peso que le fracturaba la cara en dos. Hizo el ademán para arrancársela, la mujer le sostuvo la mano con una sua-vidad blanda y concisa; en el oído derecho le dijo falta

Dar a luz

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poco querida y acompañó el querida con una presión en la mano. Se preguntó quién sería y empujó el recuerdo del personaje comprensivo y amistoso que aparecía des-pués que la hacían saltar a un horror desolado, arbitra-rio y demorado como la muerte de la monja. El Santo Oficio resolviendo que se muriera de a poco para que abjurara del amor o de lo que la llevó a buscar un hijo, su muerte y el hijo naciendo en el nuevo mundo conde-nado por los conquistadores para que abjuraran de los demonios, una danza alucinante y envolvente brotando de la tierra que había que purificar.

Conteniendo el aire, arqueando el cuerpo hasta sentir los músculos en su máxima tensión, ella se pre-guntó dónde estaría: el cuerpo desnudo y una venda alrededor de los ojos, una línea ilusoria separándola de los lugares que podía nombrar para tirar la línea y medir la distancia que no llenaban ni los océanos ni los mares, ni los desiertos olvidados de algún relato de Verne, ni cualquier montaña asomándose a un camino que se es-curría en la próxima llanura. Sin embargo, la distancia entre ella apoyándose en Julio para entrar tres veces a clínicas en donde había tenido sus hijos mientras atrás de la puerta él y los demás esperaban, y esta duda ac-tual sobre donde la habían traído indefensa atrás de la venda que le robaba el mundo, esa distancia que iba entre la oscuridad de ahora hecha con vueltas medita-das y exactas y lo anterior era cierta; no formaba parte

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de un sueño, de una pesadilla interminable y tenaz sino de aquello que ahí, desnuda y expuesta, no terminaba de medir pero que otras veces había sabido que era el tramo sencillo, elemental, que arrancaba desde lo que era mujer, hombre, manos, ojos, al salto que llevaba a lo otro, algo que se definía por oposición a lo humano.

La mujer le sostuvo la cabeza sin soltar la mano y en el movimiento que hizo, ella percibió el olor a jabón, a desodorante, a una colonia para después del baño, que la remitía a aquellos gestos banales, de todos los días so-bre los cuales nunca había reflexionado pero que ahora servían para recordarle que la ducha rápida o demorada, la colonia desparramada por el cuello y los brazos fue-ron clausurados cuando cada vuelta de la venda contra los ojos fue un regreso de la historia, la cercanía de la muerte. Después, cuando la llevaron a ese lugar que ella sabía que tenía las paredes altas y el techo lejano pero que en realidad no conocía, en el sentido común o parciali-zado del conocimiento, y la tiraron a un colchón donde ya había otra mujer y empezó, junto con las demás una expedición a través del lenguaje, un suceso extraño, úni-co, a veces desopilante que, con una singularidad ante la cual no podía dejar de asombrarse, ellas transformaban ese lugar de sistematizada destrucción en un gran relato que nunca sería definitivo, que iban haciendo en la me-dida que cada una hablaba para que las palabras rodaran por honduras que podían llegar a ser fantásticas, o se

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mecieran en un mar súbitamente calmo y plateado para aparecer en una maraña de espanto enredándose en un amanecer que oscilaba entre los anaranjados y violetas. Ella fue dándose cuenta que ese relato abierto, espléndi-damente desatado era un procedimiento inédito por el que se asomaba a una realidad que contradictoriamente a lo supuesto por Borges, era escandalosamente despro-lija, un caos que tenía que ver con los pianíssimos, alle-gro cantábile, moderato, andante con brío, los ritmos de la música pero también los ritmos de los poemas, las palabras convocadas; palabras que a veces traían la inacabable figura de aquella mujer acercándose a las cos-tas del nuevo mundo en un barco que cruzaba el mar proceloso, cargado de presagios cuando la luna apare-cía lentamente irresistible y ellas rezaban con afán para huir de todo lo que las pudiera alejar de la Virtud de su Bondad. El mar, colores restallando contra el murmu-llo sostenido de las oraciones, era una prueba más que atravesaban antes de arribar a las tierras del nuevo mun-do, prueba máxima en la que las colocaba la Virtud de su Poder como les había dicho Su Señoría, donde sólo su palabra podría hacer que esas criaturas, de apariencia humana, se volvieran cristianas. La larga lucha contra las herejías, contra la morisma, plagas más devastadoras aunque la gran peste, decía el obispo, hacen ver que la muerte es la única posibilidad que tienen de encontrarse con Él, pobres criaturas corroídas por hordas maléficas

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que no solo cometían los pecados más terribles sino que se vanaglorian de ello, persistiendo en una impenitencia de la cual no se las puede arrancar.

Al relatar de nuevo el momento en que le venda-ron los ojos con cuidado, para que cada vuelta exacta, meditada, fuera un regreso de la historia, el muestrario de hechos del pasado descendiendo cerca del río, en La Plata, una ciudad acorralada entre el invierno y la obs-tinación en desarmar cronologías, la tela ingenua apre-tándole los ojos, sabiamente manejada para soltar fan-tasmas y tirarla a un agujero con paredes borradas por el olvido, un corredor resbaladizo para caer en ambiguas ciudades de otro continente y de inviolada memoria, entonces, como un improvisado detective se adelantó y supo qué sería de ella después de tener a su hijo. No lo pensaba por el acoso del miedo, concluía que tenía que ser así porque los manotazos desmesurados y con-fusos, esos fogonazos contradictorios que atravesaban la línea que la separaban de los tonos, sabores y texturas de una ciudad que había sido suya hasta los bordes de la pertenencia, le daba ese resultado que no aceptaba, ante el cual se plantaba con una indignada fuerza que le subía a borbotones, con una desesperación nostálgi-ca hamacada por las imágenes de Julio y sus hijos y de ese otro hijo cuya suerte era tan incierta, a pesar que su vientre agrandándose mes a mes, como un mandato bí-blico, fuera una enorme paradoja que había que ocultar

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atrás de una banda tensa, un testimonio irrebatible de la historia ante esa negra y obscena orgía de muerte.

El invierno era algo más para añorar al escuchar los relatos de otros inviernos, en ciudades que aban-donaban sus clásicas dimensiones para ir apareciendo, calles, plazas, el viento repasando los techos, la escarcha como un agrietado espejo tembloroso en una esquina, en una excursión sin programa, voluntaria persecución de los secretos que ahora se abrían en ese lugar armado en base a un plan madurado en el tiempo, que no admi-tía excesos en la meticulosa aplicación de una aparente irracionalidad. De los inviernos con lluvias intermina-bles mirados desde una adolescencia tumultuosa y uni-versalmente censurada, se volcaban a ese instante o mo-mento o figuración del tiempo en que supieron que los tilos, como inundación incontenible, podía desbordar una ciudad que, según les habían enseñado, fue escru-pulosamente diseñada. Volteando la antigua sucesión de las estaciones para que, atrás de la venda inhóspita y callada irrumpiera el amor, o la sucesión de amores que en medio de las tinieblas empezaban a entender en los inacabables tonos y sabores que ahora veían sin remor-dimientos, mientras, el cuerpo se le agrandaba en una loca carrera entre su hijo que se preparaba para nacer y ella que se iba despojando de aquellas poses heroicas para quedarse en la vida, alejada definitivamente de las secas solemnidades que la fijaban en una estereotipada

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muerte que, lo sabía muy bien, no había elegido. Tam-poco la monja pudo haber elegido la forma en que la hi-cieron morir llevándola por pasajes ocultos del conven-to, atravesando habitaciones con imágenes del Calvario, figuraciones de un amor que nadie podría alcanzar a pesar de los actos de contrición, hasta que se detuvieron en el lugar que habían dispuesto para la expiación. Le entregaron un rosario que colgó en un costado, en los pechos dos manchas avanzaban, incontenible desplie-gue, fácil abundancia que brotaba y seguía brotando.

Como una danza obsesiva que a veces era cruel, se preguntaba si su hijo nacería después de las veces que la lle-varon atada, sujeta a una sombría venda al descenso inso-portable del horror; se preguntaba también a quién se pa-recería, y esta vez no era para cubrir expectativas ni como un ejercicio de la fantasía. Con una devoción que suponía perdida, pedía que ese niño fuera una réplica exacta de Ju-lio, de ella, sabía que en algún momento iba a empezar la búsqueda, un seguimiento cuerpo a cuerpo, una embestida sin tregua hasta encontrarlo. Entonces pensaba métodos para asegurar el encuentro, la botella tirada al mar con el mapa de su hijo dibujado rasgo por rasgo, las texturas de la piel anotadas desde la frente que aparecía lisa y quieta para encogerse en el primer pliegue del cuello que guar-daría, hasta el límite del tiempo, los rastros de las primeras caricias que ella le daría, un espejismo de inmortalidad, los signos que había que perseguir fiel y sostenidamente.

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La mujer le separó el pelo, los dedos hicieron anó-nimos dibujos sobre su frente, ella se volvió a preguntar quién sería mientras guardaba el aire en los pulmones para terminar de desprender ese hijo como también lo habría hecho la monja, silencioso viaje por una conmoción de pa-labras, batahola interminable de una escatológica persecu-ción de herejes que no pudo impedir el nacimiento en este lado del cielo de los que eran nuevos en la fe, gente flaca y de poca sustancia en los que se verificaban los epítetos de miserias y desventuras que el bíblico profeta Isaías dio a los que habitaban más allá de los ríos de Etiopía, pero ellos seguían naciendo en otra prueba de su imperturbable contumacia, de una irreversible impenitencia final.

La mujer le sostuvo la cabeza y ella gritó viene, un anuncio que derrotaba las vueltas meditadas y exactas de las vendas alrededor de los ojos, una descubierta y sencilla proclama en ese día del último mes del año en que los sueños volaron al compás de una marcha pom-posamente triunfal y definitiva. Ese día que sintió liso y despejado ella fue capaz de andar en las tinieblas trazan-do el más bello movimiento cuando la cabeza, seguida por la espalda en una línea que supo de desenfrenadas tormentas, fue un arco acompañando el estruendo de luz que arrancaba de su cuerpo supuestamente quieto, silenciado por una tragedia todavía incalculable, desnu-da sobre el mar fragoso que la sostuvo cuando dio a luz mientras sonrió, liviana y espléndida.

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La voz se le escapaba en algunas noches, un sábado o vísperas de feriado, cuando la guardia permitía que se asomaran a la ventana y se entrecruzaban saludos, risas, un costoso y apurado diálogo y los pedidos que llegaban de cualquiera de los pisos para que Ana cantara. Enton-ces ella subía a la cucheta de arriba, hacía equilibrio en los bordes y sosteniéndose de la ventana empezaba a cantar. El pelo largo le tapaba un costado de la cara y la boca estaba casi pegada al enrejado cuando le iba saliendo la voz desde un amontonamiento de paisajes, una clase de felicidad perdida en un tiempo diferente.

María la escuchaba recostada en la cucheta de aba-jo sosteniendo con una mano la cabeza y con la otra recorría el mate y lo pasaba junto con el cigarrillo, pre-cario agujero rojo, casi con el mismo ritmo que el mate. No estaba ahí, la voz colorida y abierta la llevaba a otro lugar, a un caótico sitio que reconquistaba con un arduo ejercicio al que sin embargo se entregaba blanda, sin ba-talla. Podían aparecer figuras, ella y Jorge paseando por

Caminando alrededor de una mesa

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Buenos Aires unos días antes del golpe de Onganía, los dos en una manifestación en Santiago, dando clase en una primavera dilapidada entre el humo y el encierro, sacudida por la discusión en que se metía con ganas. Era posible que le vinieran frases con las que había supuesto que conocía la realidad, palabras sopladas con vino o en alguna noche sin apuro en que con los otros trataba de argumentar los misterios del futuro. Quizás cuando la voz se hacía de un color imperioso, un desborde de palomas en la plaza Moreno, María sospechaba que en algún lugar raro, inconcluso, un mapa cargado de difusa niebla por la que tendría que abrirse paso, la vida la es-taría esperando.

Más o menos esa era la huella que podía recons-truir años después que Ana se había ido, cuando un ges-to, un sonido o quién sabe qué reclamo de la memoria hacía que evocara aquella voz soltándose algunas no-ches. Pero solamente era una cara de la huella, quedaban perfiles oscuros, anversos y reversos inexplorados toda-vía que, a veces, se asomaban cuando en alguna conver-sación de las innumerables subidas al piso de sanciones, o en el pasillo de alguno de los pisos entre el frío que resultaba difícil de combatir o el calor que irrumpía casi con crueldad, Ana iba apareciendo. Cuando estaban en Córdoba, en el traslado, en el celular 4° o más atrás, el día en que decidió que la arquitectura era algo secunda-rio, que América nadaba convulsionada entre la miseria

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y las tensiones de la esperanza agazapándose en el fin de una etapa histórica.

María estaba en una celda de castigo, en enero o febrero de 1978, no recordaba exactamente, pero sí se acordaba de otras cosas: que eran siete en un espa-cio que se recorría a lo largo de nueve o diez pasos y se lo atravesaba en cuatro o cinco. Recordaba el calor, una masa apretada que avanzaba con la salida del sol y se desparramaba desde la ventana insuficiente hasta la puerta absurdamente clausurada con un pasador y el candado. El calor, un atropello más. Entre la luz que puntualmente se apagaba a las 22 horas y las comidas que tenían cuatro veces al día María escuchó: –La lleva-ron en enero o febrero, no me acuerdo bien, fue antes del golpe. Tenía una panza enorme y el pelo largo, muy largo hasta casi la cintura, sonrió enseguida y rápida-mente empezó a reírse de esa manera contundente y fantástica con que se reía mientras contaba algo diver-tido, creo que era la dificultad de los militares para pro-nunciar el apellido alemán de Rodolfo, que en cordobés sonaba como un disparate y no pudo contener la misma risa hasta que le apuntaron directamente a la panza. Me enteré que cantaba cuando en un día de visita le acerca-ron una guitarra y ella empezó. Fue en una de las últi-mas visitas antes que nos sitiaran, porque fue un sitio o una ocupación. La llegada de tropas del Tercer Cuerpo rodeando el penal y entrando como si fueran al asalto

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de un bunker. Era lo más ridículo que había visto, no podía entender esa escenografía guerrera que montaban como si estuvieran filmando una película. Es innegable que tenían un sentido lúdico, jugando a que el país esta-ba en guerra y se lanzaran contra el enemigo oculto para dar un peso de mayor eficacia a su heroica y patriótica lucha. El opositor común, el que ellos habían estudia-do en sus años de formación militar, actuaba según las reglas clásicas del combate, éste, señores, se agazapaba atrás de las sombras, lo cual, como se entenderá, reque-ría una estrategia diferente. No era fácil desarmar una sombra sobre todo en las noches sin luna, seguramente por ésta especial característica de la guerra. Fue necesa-rio sostener con mano firme el arma, es decir las tijeras y mientras Ana estaba arrodillada, manos atrás y cabeza gacha, le ametrallaron el pelo. Esa noche Ana cantó por la ventana, las que estaban cerca de su celda trataron de que se callara pero no hacía caso, ni siquiera explicó por qué se empecinaba en seguir. Yo la oía y sentía algo parecido a la fascinación: su voz se dispersaba lenta-mente, como si no estuviera donde estaba y fuera dueña del tiempo, de lo imposible, de lo inconmensurable. Me acordé de Ulises, errando por el Mediterráneo y no pu-diendo resistir la voz de Calipso en un mar abandonado y poblado de sorpresas.

–¿Y la sancionaron?

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–No. Nunca supimos por qué pero no le aplicaron nin-guna medida disciplinaria como decían y como era ló-gico suponer.–¿Lógico?–Desde su concepción cantar rompe un sistema de or-denamiento, una secuencia donde el bien y el mal son la base estructurante del orden universal.

María había escuchado a Ana un poco antes de que se fuera, cuando le arrancaron el pelo, en un día que se imaginó gris, color difuso, entre bruma y espan-to decir que tuvo la imagen de Hiroshima mon amour que había visto por primer vez en un ciclo de la Alianza Francesa, en un día de una luz acerada como cuando la persiguen a la protagonista de la película y ella se cae y se arrastra por el barro en una lucha que sabe perdi-da de antemano, pero igual se resiste hasta que logran aquietarla y la rapan mientras la luz se hace más gris o más espanto decir:

–Cada mechón de pelo que me arrancaban, cada chas-quido de la tijera, era un acto definitivo. Cuando ter-miné de ver la película pensé con alivio que el nazismo había ocurrido hacía mucho tiempo, en Europa, y que yo estaba lejos de una experiencia similar, que nunca me iba a pasar. Pero me pasó, nos pasó, y ese hecho y los otros que también vivimos me situó descarnadamente

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ante una visión ingenua de la realidad, una construcción histórica que tiene que ver con la ficción, quiero de-cir, una representación fabricada que resultaba inmóvil, clausurada, oscura, una mala novela. Cada tijeretazo que me daban era una reafirmación de que yo no era igual, que nada iba a ser igual. No negaba que existiera un después, que alguna vez terminase todo esto y de nuevo el afuera, era otra cosa, era saber que no podía volver a lo que había sido.–¿Y no sentiste lo mismo después de la tortura?–Supongo que cuando caminaba por Córdoba y no sa-bía si iba a volver a casa o si podía dormir toda la noche sin sobresaltos esperando que llegara Rodolfo o que lle-garan ellos, al enterarme de las muertes y desapariciones cotidianas, de los que se iban o caían presos, el darme cuenta que no podía planificar más allá del mañana y que hasta ese mínimo futuro era incierto empecé a pen-sar en lo que después se me apareció tan claramente. Hacía tiempo que me estaba enterando pero fue en el momento en que se abalanzaron sobre mí, me rodearon gritando ordenes e insultos, las rodillas contra el suelo duro y frío, brazos atrás como conteniendo la furia que me avanzaba, desmesurada y perdedora, la cabeza do-blada sobre el pecho y las tijeras sonando en el pabellón silenciado, de puertas cerradas y atrás de cada puerta, sosteniéndose en las paredes, caminando, algunas llo-rando, otras sin poder sacar los ojos de donde sabían

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que me tenían, todas la exacta imagen de la impotencia, las demás me acompañaban mientras me arrancaban el pelo, vano trofeo de una guerra de sórdida estrategia y yo sabía que en ese momento cumplía cien años.–¿Cómo?–Cien o doscientos.

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Recordar es deshojar hacia atrás el tiempo

ganarle algunos combates al olvido

es entender más los actos cotidianos

y los que vendrán empujando con los días.

De todos los recuerdos que armamos juntos

quiero decir, de aquellos que vivimos de a dos

elijo uno: tu cara cuando me decías te quiero

y yo cerraba los ojos para mirarte mejor

mientras inventábamos un mundo

entre los límites precisos de tus manos y mi boca.

Celina Lacay (27/10/1980)

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El domingo era un día en que no podía pasar nada o podría pasar mucho menos que lo que ocurría con amenazas que puntualmente se extendían de lunes a sábado, sin pausa, en una tormentosa sucesión inaca-bable. Clara trató de darse vuelta buscando una posi-ción que fuera más cómoda sabiendo que estaba persi-guiendo una quimera. Del otro lado de las vendas, en el espacio que iba desde lo acumulado en la memoria, pliegues incesantes rodeando el olvido, hasta la cons-tante oscuridad en que la habían tirado, saltó a una ex-pedición solitaria, una ruta que iba abriendo entre un paraíso de palabras, un galope de fracasos escapando a la muerte. La Plata, en los primeros años del siglo era un poco más que un decreto fundacional, una decisión pensada prolijamente para volverla ciudad. Los árboles crecían parejos al trazado de las calles, a la llegada de los que, en el tiempo, le iban a dar el olor y el tono que al entrar por el camino que la unía a Buenos Aires se podría reconocer.

1905

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Clara hacía cinco años que vivía en La Plata, en una casa que su padre había mandado a construir cuan-do anunció que se iban de El Porteño. Dijo vamos a vi-vir a La Plata en dos o tres meses durante un almuerzo, cuando las flores del jardín que rodeaba el comedor se habían ido abriendo cada mañana. Ni sus hermanos ni su madre hicieron algún comentario, siguieron comien-do mirando el plato como era habitual después que el padre comunicara una decisión. Solamente Clara levan-tó la cabeza y dijo yo no quiero irme mientras su padre buscaba en la cara de su madre la explicación de esa actitud. Repitió en un tono más alto que se iban en dos o tres meses cuando terminaran de hacer la casa y Clara volvió a decir que no quería.

Los días que siguieron al anuncio fueron una inútil embestida para tratar de variar la voluntad paterna, para que El Porteño continuara siendo el escenario fácil y cambiante que montaba según quisiera ser la mujer de un estanciero con un pasado rosista que, codo a codo, disparaban contra los indios o una versión con cam-bios de Remedios de Escalada, sin la lánguida y apura-da muerte que la hacía un tanto desvaída y provocaba un eterno dolor general. Los ruegos y argumentaciones que esgrimió chocaron con una irreductible firmeza del padre que aparecían en las dos o tres frases que repetía inmutable o en las palabras que su madre alternativa-mente usaba para presentarle un panorama de triunfos

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constantes en La Plata o le señalaba, con una voz donde la seducción había dejado paso a la seriedad, los peli-gros que entrañaba la desobediencia.

Cuando Clara se dio cuenta que su pedido ni si-quiera era tomado en cuenta para discutir las razones en las que se basaba, amaneció con una temperatura ca-paz de trasladarla a un infernal despliegue de inacabadas imágenes. El doctor Charrier, un francés llegado a Bar-tolomé Bavio en una desconocida travesía, la observaba temiendo la aparición de una de esas enfermedades que la ciencia, desgraciadamente, no era todavía capaz de combatir. Con el cuerpo constantemente rígido y sacu-dido, a veces, por inesperados temblores, Clara se su-mergía en las llamas que iban cambiando El Porteño a pesar del tremendo esfuerzo que hacían los peones para para apagarlo y los gritos de su padre para que se apar-tara, o se bañaba, suelta y dispuesta, en el tanque austra-liano que habían construido a la izquierda de la cancha de pelota a paleta. El pasaje de una mañana de verano en que Rodolfo, su hermano mayor, le enseñó a montar a caballo al olor de la tierra mojada después de una re-pentina lluvia observada desde las acogedoras ramas de un ombú que, según decían, había sido el lugar elegido por William Shelton para morir por un amor desgarra-do y oculto, ella lo hacía con algunas interrupciones; su madre, amable y diligente, le llevaba las comidas en una bandeja que cubría con manteles de hilo que había

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bordado antes de casarse. La cara del doctor Charrier la seguía observando para después comentar, cuando la fiebre comenzó a disminuir, que tener quince años pro-ducía tales convulsiones en el organismo, que no sería erróneo atribuir a la edad la alta temperatura. Durante la semana en la que le habían permitido levantarse tuvo su primera menstruación lo cual contribuyó a confirmar el diagnóstico del médico. Su madre, en secretas conver-saciones que rápidamente variaba si se acercaba alguno de los hombres de la casa, trataba de introducirla en un universo plagado de partos, jaquecas, enfermedades infantiles, infalibles períodos menstruales donde Clara tendría que moverse hasta el fin de sus días. Cerrando los ojos en el momento en que la vos se le hacía dulce y suave, la madre aprovechaba lo que nombraba como conversaciones femeninas, para recordarle que en La Plata la esperaban bailes, paseos, los halagos que na-turalmente le harían porque se estaba poniendo muy linda y, lo que era más importante, encontraría un mozo adecuado para hacerla feliz. Ante el futuro que le augu-raba peripecias donde la felicidad del amor la llevaría inexorablemente a una atadura eterna de sufrimientos y deberes, Clara persistía en quedarse en El Porteño como única posibilidad de salvación. Diez días después de empezar el nuevo siglo, en cuatro carretas de las uti-lizadas por su padre en su negocio de transportes, la familia de Luis Illscas había cargado algunos muebles y

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muchos baúles para iniciar su definitiva residencia en La Plata. En una volanta tirada por dos caballos, Clara mi-raba como se iban perdiendo los contornos del ombú, de los eucaliptus y álamos que escondían la casa y entre la mirada acusadora de su madre y la indiferencia de sus hermanos, lloró como una forma de aliviar el primero de los sufrimientos que le habían anunciado.

En menos de un año Clara estaba cambiada, había abandonado los modales adquiridos en su permanencia en El Porteño y sucesivas clases de piano, de francés, de bordado y costura más los consejos de sus primas mayores, le ayudaron a ir perdiendo el terror que sentía al enfrentarse a los crípticos ademanes de una fervorosa vida social a la que su madre la empujaba con renova-dos bríos cada vez que, victoriosa y exaltada, enarbo-laba la revista o el diario donde el cronista de sociales había estampado el nombre de Clara y alguna inevitable alusión a su belleza y simpatía. No entendía porque re-cortaba con tanto entusiasmo las crónicas para pegarlas en un álbum de tapas verdes y unos pretenciosos ador-nos dorados dibujando la silueta de una mujer y leones entrelazados. Tampoco entendía la distancia entre lo que su madre podía hacer o decir en lo que denomina-ba intimidad, y la figura de movimientos articulados, de mirada indefinida y delgadas palabras que paseaba por los hogares en donde tenía lugar la tan mentada vida social. Ella seguía añorando los ruidos de El Porteño, la

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tierra fresca y oscura que le gustaba pisar por la mañana después que le servían un tazón de leche caliente, recién ordeñada como le decía Gabina desde que tenía memo-ria. No pretendía nada de lo que sus primas o su madre le presentaban como los paraísos a los que había que llegar, su meta era volver. Aceptaba las indicaciones que le daban, iba adonde le decían y hacía lo que se imponía que tenía que hacer, pero no era la deseada transforma-ción apurada por su madre, simplemente Clara espera-ba el momento de regresar a El Porteño.

A los diecinueve años conoció a Jean Pierre Mo-reau y a Ignacio Suárez Ibarra; el primero fue su se-gundo profesor de francés, el otro un pretendiente que habló con su padre para visitarla con gran algarabía de su madre y una renovada indiferencia de su parte.

Con Moreau se dio cuenta que el mundo tenía una proyección mayor que los olores de El Porteño y de esta ciudad que todavía no había cumplido diez años. Se aproximó a Europa desde las postales y figuras que le iba describiendo despacio, en francés. Pero lo que más le gustaba era lo que le contaba de las calles empedradas y estrechas de París, el opaco rumor del río bordeando un pasado espeso de fabulosas voces que él citaba enfa-tizando los episodios más cercanos: las banderas rojas flotando en un aire cargado de pólvora, un aire de ama-neceres colosales alumbrando míticas barricadas. Por primera vez Clara se acercó a palabras como socialismo,

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anarquismo, obreros, transformación social desde una perspectiva diferente a la que estaba acostumbrada. Su padre se encargaba de presentar como única causa de los males argentinos a la plaga de haraganes extranjeros anarquistas. Podía llover copiosamente hasta inundar los campos o, por el contrario, una prolongada seca ha-cer trastabillar los planes más precisos pero los peones de El Porteño o los que trabajaban en el negocio de transportes le hacían saber que se había roto un alam-brado o que se había muerto un viejo caballo. La Plata se enredaba de humo después de las heladas de julio o el alumbrado público no funcionaba y él, como un científico que en la recurrencia de un fenómeno evalúa la posibilidad real de su existencia, empezaba a despo-tricar contra los que habían llegado en barcos repletos de ratas y de inmundas ideas, que querían enriquecerse a costa de los argentinos y pretendían propagar esas ideas por este territorio cristiano y de paz. A su mujer le había prohibido que en la casa entrara a trabajar cualquiera de los haraganes que andaban pululando, lo cual había traí-do algunos inconvenientes que se superaron haciendo las refacciones necesarias cuando su marido estaba en El Porteño o en los horarios en que se iba a atender su negocio.

Ciertos extranjeros eran exceptuados de su demo-ledora repulsa: cuando en el club o a través de su traba-jo le presentaban a los que habían decidido afincarse en

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el país en ocupaciones que él denominaba honorables o de bien, saludaba la generosidad de los que ofrecían su esfuerzo para la construcción de la nación. Jean Pie-rre Moreu era uno de aquellos. Le había hablado el Se-cretario de Gobierno sobre ese francés llegado con la delegación de Hannover que había ganado la licitación para construir el edificio municipal. Él no era arquitec-to, ni ingeniero, ni tenía nada que ver con la edificación, estaba viviendo en Alemania, en la casa de uno de los arquitectos que presentaron el proyecto y viajó en la de-legación como personal administrativo aprovechando su conocimiento del español. Como el trabajo de dejaba tiempo disponible empezó a dar clases particulares, una manera, decía, de integrarse a la vida del país.

Cuando se convirtió en el profesor de francés de Clara, pero más precisamente en el momento en que dejó de lado las convencionales lecciones y empezó a conversar con ella embarcándola en un lenguaje con historia, Clara comprendió que su padre tenía la más profunda ignorancia sobre Moreau. Al llegar la prima-vera trasladaron las clases al paseo del bosque, entre las araucarias y magnolias, vagos olores que le traían el re-cuerdo de El Porteño, sentados en los casi brillantes bancos o caminando por la vereda del recientemente inaugurado jardín zoológico, Clara recorría las noticias de un mundo que había imaginado plano, sin fisuras, algo así como el horizonte que ella veía al atardecer, en

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el campo y ahora, desde esa voz cubierta de inespera-das resonancias, miraba el desgarrón de las guerras, los barrios atestados de un milenario y sudoroso clamor aplastado por el embrujo de la modernidad.

De todas las personas que había conocido en La Plata, Moreau fue el único a quien le contó sus planes de regreso. Cuando por una ciudad que no terminaba de definir su aspecto entre la voracidad de las construc-ciones que se levantaban a cada paso y la ambigüedad que daban los distintos estilos triunfantes en las licita-ciones llamadas por el gobierno, Clara le hablaba de las voces que había conocido en el campo: los ritmos de la tierra en cada época del año arrancando diversos vue-los de los pájaros en el cielo cambiante, el fulgor de las palabras de los peones alrededor del fuego, mien-tras en mate iba circulando y ella, escondida atrás de unos recados, escuchaba las circunstancias por las cua-les Francisco Juárez caminaba rengo y llevaba, como si le perteneciera, el hueco de una boleadora en el costado derecho de su cara, lo único que trajo de la campaña del desierto. El ombú desde donde podía ver la estrepitosa llegada de los indios, imaginada polvareda que inundaba el aire o girando la cabeza en sentido contrario miraba la escuela que su padre había mandado a construir a trescientos metros de su casa, resistida obligación que Clara soportaba de lunes a viernes. El pan con manteca rociado con azúcar junto al tazón de leche oloroso a

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canela que a las tardes, después de las clases, Gabina le servía en la cocina y las amenazas, prólogo del te-mor que la acompañaría a las noches, estallando ante la leche desparramándose por el suelo o un poco de manteca pegado en el vestido y Gabina anunciándole la inminente llegada del brasilero que se la llevaría a su país, donde todos eran negros y hablaban raro. Invaria-blemente, a la madrugada, Clara se despertaba de un sueño fatal justo en el momento en que el brasilero la arrancaba de la cama y empezaba a correr con ella en brazos. Aunque el sueño se repetía acorde a las faltas que cometía, nunca lograba verle la cara y tampoco se animaba a requerir la correspondiente información de parte de Gabina. Aun cuando en la escuela le explicaron las características geográficas e históricas del Brasil, el miedo, para Clara, se había detenido en el eco de esa voz anunciándole un rapto por parte de un personaje sin cara pero oscuramente feroz del que poco se sabía, salvo el dato inexorable de su procedencia.

Aunque salía y entraba en las palabras que le con-taban a Moreau por qué volver a El Porteño era la úni-ca meta que perseguía, Clara se daba cuenta que él no creía o no confiaba en sus razones. Contrariamente a la fidelidad con la que ella seguía las referencias que le daba sobre ese mundo a punto de estallar, las columnas de obreros provocando un recambio en la historia, Mo-reau la alertaba sobre la chatura y sin razón de su vuelta

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al campo, un arrastre hacia el atraso en el momento en que el mundo se aprestaba a dar el más grande de los saltos de los que se tenía memoria. Pasando de un fran-cés que se le escapaba en un torrente de frases y gestos al español, para volver casi de inmediato a un francés medido y sin arrebatos que no entendía, Moreau ha-blaba sobre la inexistencia de la historia en Argentina y en los demás países americanos, la confusión gene-ralizada entre lo que es tradición, amague efímero para detener la arrolladora marcha, el apego solemne a una simbología impuesta por la colonización española. Los mezquinos discursos patrióticos exaltando un porvenir de riquezas incalculables que, un soberbio cono de vo-ces infladas aseguraban que esa ilusión era historia. Cla-ra no contestaba al desfile de palabras misteriosas que, además, suponía desmesuradas ante su deseo de volver a El Porteño, pero comprobaba que el francés veía un abismo entre su regreso al campo y las apuestas para la imaginación de un hombre y sociedad nuevos, que no provocaba en Clara otra cosa que la verificación de ciertos rasgos del pensamiento de Moreau. Ella seguía hablándole de lo que sin titubeos aventuraba su destino: llegar a la casa que se abriría entre álamos y eucaliptus.

Si las conversaciones con el francés la acercaban al inicio de lo desconocido, las visitas de Ignacio Suárez Ibarra la fatigaban entre frases marchitas que pronun-ciaba con un tono concluyente los martes y jueves, días

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que su padre lo había autorizado a visitarla. Desde la mañana su madre la rondaba proponiéndole los ves-tidos y accesorios que más la favorecían, insinuándole temas de conversación adecuados, insistiendo siempre en las cualidades evidentes que se desprendían del jo-ven Suárez como lo nombraba. Clara hacía como que aceptaba las sugerencias y a las seis menos diez estaba preparada para la visita que llegaba pocos minutos des-pués. Todo era previsible: el saludo circunspecto, la en-trega de flores los martes y de una caja de bombones los jueves, sentarse en las mismas sillas y la voz monótona-mente altisonante de Ignacio Suárez lanzándose a una descripción del mundo que a través de su padre y de sus hermanos ya conocía. Al principio se había entre-tenido observando sus gestos, la forma en que sus ojos se le achicaban cuando hablaba de los radicales, chus-ma revoltosa y guaranga, o la manera en que acentuaba con las manos su convicción en la obra de gobierno que encaminaría al país en un destino de grandeza. Pero a medida de que las visitas se sucedieron sin interrup-ción, Clara fue perdiendo el interés en esos gestos que se repetían y optó por entretenerse en labores que iba renovando en el encadenamiento de los martes y jue-ves. De vez en cuando levantaba la cabeza para mirarlo, más que un ademán de cortesía, pretendía asegurarse que no había ningún cambio en las palabras de Ignacio. Sospechaba que cualquier variación la iba a llevar a una

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situación engorrosa; algún día él pediría su mano y ten-dría que soportar una andanada de reproches, súplicas, y la representación de un futuro aciago de parte de su madre más el peso del silencio de su padre por rechazar un casamiento conveniente.

Clara le había contado a Moreau las visitas de Suárez desde el mismo día en que su madre, alboro-zada y casi en éxtasis, le anunció la aceptación de una rutina empezaría a aburrirla inacabadamente. Se reía de sus comentarios y pensaba distintos métodos para so-portar las visitas. No había duda en torno a la confianza que Clara tenía en Moreau, por eso cuando conoció a Eduardo Arce le fue transmitiendo lo que escuchaba que hablaba con su padre y hermanos, la manera en que desarrollaba lo que llamaba la causa con una sonrisa, el silencio que seguía a sus palabras y la inmediata percep-ción que lo llevaba a introducir un tema neutral como la inminente llegada de una compañía italiana de ópe-ra o la marcha de la construcción de la catedral. A los postres, luego de alabar el prodigio que su madre había esmeradamente elaborado en la cocina, se dirigía a ella para preguntarle sobre sus estudios de francés o impre-siones sobre La Plata y su gente. Las primeras veces en que fue invitado a comer Clara se sintió cohibida para contestarle, pero en realidad, según le explicaba a Mo-reau, no le molestaban esas preguntas sino la presencia de la familia.

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Eduardo Arce tenía un parentesco lejano con la familia de su madre, esta circunstancia más la existen-cia de amigos comunes, posibilitaron que con su padre iniciaran un negocio que lo traía cada diez o quince días desde Buenos Aires a La Plata, en el tren que llegaba a las 10 y 15. La continuidad del trato y el hecho que a veces podían conversar a solas permitieron que Clara fuera adquiriendo la soltura necesaria para ir hablándole de su vida en El Porteño y sus deseos de volver.

El verano tenía un fervoroso olor a jazmines en el patio de su casa el día en que le contaba a Moreau sobre el especial agobio que había sentido con la visita de Suárez. El profesor la escuchaba mientras hojeaba una edición en francés de Los Miserables y sin mirarla le dijo que estaba enamorada de Eduardo Arce. Con una vehemencia inusual, Clara se levantó de la silla y se que-dó parada tratando de buscar una posición adecuada para decirle que tenía demasiadas novelas en la cabeza, solo un exceso de fantasiosas ideas podían haberlo lle-vado a semejante disparate. Se alarmaba de escucharle un pensamiento tan alejado de su propia realidad y la del señor Arce que era casado y con hijos. Moreau le sonrió mientras apoyaba el libro sobre la mesa y tendía la mano para saludarla.

Por primera vez en el año que llevaba estudiando francés le hizo llegar a Moreau un recado para ponerlo al tanto de una dolencia sin importancia que le impedía

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seguir con sus clases hasta nuevo aviso. Pasó poco más de un mes para que decidiera mandarle un mensaje y retomar, si fuera posible y de su agrado, los estudios de francés con tan distinguido profesor. Moreau llegó alrededor de dos semanas después de navidad, un día en que se registró la máxima temperatura en lo que iba del verano. No preguntó por su salud y le contestó que no se había dado cuenta que estaba más delgado luego que ella, con un tono entre protector y de reproche, le hiciera notar que había adelgazado y que la palidez que ahora llevaba le daba un aire de poeta. Después de co-mentar obligadamente el calor que no dejaba descansar por las noches y la buena versión de Lucía de Lammer-moor ofrecida por una compañía romana que, lamenta-blemente Moreau no había podido escuchar, le anunció que, en una semana, volvería a Europa.

El final de diciembre fue de días de un calor ago-biante, la noche apenas era un alivio hasta que aparecían bandadas de mosquitos que sucesivos ungüentos y el humo de los braseros no conseguían espantar. Seme-jante descalabro de la naturaleza servía de explicación al mutismo en que se hallaba sumergida Clara con la mira-da perdida interrumpida de vez en cuando en un paseo distraído por las páginas de Los Miserables.

El zumbido pegajoso de los mosquitos y el decai-miento de Clara fueron los motivos que decidieron a la familia Illescas a trasladarse a El Porteño; con ellos

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iría Eduardo Arce. En noviembre la familia Arce había viajado a Mendoza de donde era oriunda su mujer; esta circunstancia y una compra de hacienda en Bartolomé Bavio, hicieron que su padre lo invitara con gran be-neplácito de su esposa que se sentía halagada con los cumplidos que le hacía por sus postres.

Salieron a las cinco de la mañana previendo que a las nueve sería imposible transitar por cualquier camino. Clara se acomodó atrás con sus padres, Eduardo viajó sentado en el pescante de tal manera que cuando el sol empezó a sobresalir de la línea del horizonte, los prime-ros resplandores le iluminaron el pelo que ella vio suel-to, moviéndose en el aire rojo de esa mañana de verano.

A medida en que se iban acercando a El Porteño reencontraba los olores y la espesura de los recuerdos se abría para escoger en los contornos de los árboles el silencio del cielo veteado por el vuelo de los pájaros. Las voces de la memoria eran un tumulto rodando en el sonido acompasado del trote de los caballos, en la vaga travesía que la separaba del cuello de Eduardo, sorpren-dente irrupción en un paraje conocido.

Día a día buscaba los rastros, signos evidentes de un tiempo al fin recuperado, mientras la presencia de Eduardo adquiría la vehemencia que antes había ocu-pado el afán de volver. Envuelta en una agitación que no la dejaba hablar cuando se encontraban imprevista-mente o en la marcha despaciosa de los caballos que los

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traían en el atardecer, después de un galope donde ella se tragaba el viento, hubiera querido detener el futuro, alargando para siempre los recorridos de su propia his-toria por donde la llevaba, sin decírselo, las sobremesas que se estiraban en la galería donde se refugiaban de un insistente calor.

Su madre hacía planes para el regreso a La Plata, relataba fiestas y vestidos, fiestas sociales donde Clara figuraría única y espléndida acompañada por el joven Suárez de tan promisorio porvenir. Si antes la escucha-ba en silencio, ahora procuraba desviarla del mañana venturoso que con tanto ahínco trazaba, sobre todo cuando podía llegar hasta Eduardo el destino que ella proyectaba.

La familia se ubicaba en las reposeras para las no-ches de aquél verano que resultó especialmente abru-mador. A pesar del agobiante aire que los cercaba, la conversación no decaía, su padre señalaba una y otra vez el deterioro infinito para el país desde la llegada de los inmigrantes con la fácil aprobación de sus herma-nos. Eduardo sonreía y a su turno comentaba que la inmigración no constituía un problema en sí mismo, el agravio que había que apuntar era la conjuración del régimen que impedía la libre expresión del pueblo. Sin apuro, evitando utilizar palabras como radicalismo o Hipólito Yrigoyen que provocaban en el señor Illescas un visceral rechazo, lograba que lo escucharan aunque

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sabía según le confesaba a Clara, que no era posible ha-cerlo cambiar de parecer.

Algunas veces sus padres y hermanos se retiraban a dormir y ellos de demoraban escuchando los ruidos que Clara le enseñaba a reconocer. Un movimiento des-cuidado hacía que una mano o el brazo o la pierna de Eduardo encontrara una parte de su cuerpo, ella sentía que le costaba respirar, que en cierto lugar que no podía establecer hallaría recónditos sonidos que la precipita-ban a su cuarto en una torpe carrera que la arrojaba, jadeante y asombrada, a un sueño agitado en donde el brasilero hacía su aparición para llevarla en sus brazos en una marcha amenazante.

Los animales habían anunciado la tormenta desde el anochecer, hay que poner cuidado con los refucilos dijo Gabina, y todos miraron el cielo que se iba cubrien-do de apremiantes nubes. Las primeras gotas y el viento que traía un refrescante olor a tierra mojada impidieron la conversación de sobremesa de cada noche. Clara y Eduardo se quedaron mirando como la lluvia resbalaba por las plantas en una apresurada embestida. Enseguida ella dijo que se iba a dormir. Su cuarto era el último de los que daban a la galería y Eduardo la acompañó por primera vez caminando con una lentitud que no le co-nocía. Un relámpago alumbró su mano en el picaporte y la cara de Eduardo acercándose a la suya mientras la iba empujando adentro del cuarto y ella se sumergía

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arrojada y con ignorados bríos al revuelo de sus cuerpos al mismo tiempo que la lluvia desbordaba la oscuridad.

Solamente Clara supo que Eduardo se iba para in-tervenir en una revolución radical, para los demás era natural que se fuera después de concluido el negocio que lo había llevado a El Porteño. Confiaba en el seguro triunfo de las fuerzas civiles y militares que se apresura-ban a terminar con el régimen. Entonces en veinte días volverían a verse en un país cambiado.

Las noticias fueron llegando fragmentadas: ha-bía muchos detenidos, otros lograron escapar de las fuerzas gubernamentales que en una acción ejemplar pudieron derrotar el movimiento subversivo. Cuando se conoció que Yrigoyen estaba preso el señor Illes-cas redobló su entusiasmo por el gobierno que sabía dar su merecido escarmiento al cabecilla de la chus-ma revoltosa. Clara casi no dormía, cerraba la puerta de su cuarto y lloraba por no saber nada de Eduardo, presentía un destino incierto para los dos, la ausencia era un hostigamiento sin pausa. Ante un decaimiento al que no encontraba explicación, su madre decidió el regreso a La Plata.

En el mes de mayo, con las primeras heladas, le fue imposible seguir disimulando que iba a tener un hijo. Después de nuevos llantos, entrecortados por gritos, y que su madre le hiciera saber que se había perdido para siempre, le comunicó que se iban a El Porteño.

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Clara no volvió a ver ni supo nada de Eduardo Arce. En octubre de 1905 nació su hijo. Al mes siguien-te su madre regresó a La Plata y las numerosas relacio-nes que tenían felicitaban calurosamente al matrimonio Illescas por el nuevo vástago que aumentaba a la tan prestigiosa familia platense.

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Prólogo ...........................................................................6La argelina ......................................................................8El ahijado ........................................................................26Vendrán los cóndores ...................................................32La luz mala .....................................................................60Una curiosa historia ......................................................68La última vez ..................................................................76Los cercos .......................................................................80La vuelta .........................................................................128Dar a luz .........................................................................134Caminando alrededor de una mesa ............................1421905 .................................................................................150

Índice

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