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CAPÍTULO II. LA MADRE En virtud de la maternidad es como la mujer cumple íntegramente su destino fisiológico, esa es su vocación «natural», puesto que todo su organismo está orientado hacia la perpetuación de la especie. Pero ya se ha dicho que la sociedad humana no está jamás abandonada a la Naturaleza. Y, en particular, desde hace aproximadamente un siglo, la función reproductora ya no está determinada por el solo azar biológico, sino que está controlada por la voluntad (1). Algunos países han adoptado oficialmente métodos precisos para el control de la natalidad, y, en las naciones sometidas a la influencia del catolicismo, ese control se realiza clandestinamente. El hombre se irrita por tener que vigilar su placer; la mujer detesta la servidumbre del lavatorio; guarda él rencor a la mujer por su vientre en demasía fecundo; teme ella esos gérmenes de vida que él se arriesga a depositar en ella. (p. 263) Existen pocos temas respecto a los cuales la sociedad burguesa despliegue más hipocresía como el aborto. El que un escritor describa las alegrías y los sufrimientos de una parturienta, es impecable; pero si habla de una mujer que ha abortado se le acusa de revolcarse en la inmundicia. Ahora bien, en Francia se producen todos los años tantos abortos como nacimientos. Se trata de un fenómeno tan extendido, que es preciso considerarlo como uno de los riesgos normalmente implícitos en la condición femenina. El Código se obstina, no obstante, en considerarlo delito. Por el contrario bajo su forma actual es como hace correr grandes riesgos a la mujer. La falta de competencia de las «hacedoras

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Simon, el segundo sexo

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CAPÍTULO II.

LA MADRE

En virtud de la maternidad es como la mujer cumple íntegramente su destino fisiológico, esa es su vocación «natural», puesto que todo su organismo está orientado hacia la perpetuación de la especie. Pero ya se ha dicho que la sociedad humana no está jamás abandonada a la Naturaleza. Y, en particular, desde hace aproximadamente un siglo, la función reproductora ya no está determinada por el solo azar biológico, sino que está controlada por la voluntad (1).

Algunos países han adoptado oficialmente métodos precisos para el control de la natalidad, y, en las naciones sometidas a la influencia del catolicismo, ese control se realiza clandestinamente. El hombre se irrita por tener que vigilar su placer; la mujer detesta la servidumbre del lavatorio; guarda él rencor a la mujer por su vientre en demasía fecundo; teme ella esos gérmenes de vida que él se arriesga a depositar en ella. (p. 263)

Existen pocos temas respecto a los cuales la sociedad burguesa despliegue más hipocresía como el aborto. El que un escritor describa las alegrías y los sufrimientos de una parturienta, es impecable; pero si habla de una mujer que ha abortado se le acusa de revolcarse en la inmundicia.

Ahora bien, en Francia se producen todos los años tantos abortos como nacimientos. Se trata de un fenómeno tan extendido, que es preciso considerarlo como uno de los riesgos normalmente implícitos en la condición femenina. El Código se obstina, no obstante, en considerarlo delito. Por el contrario bajo su forma actual es como hace correr grandes riesgos a la mujer. La falta de competencia de las «hacedoras de ángeles»1, las condiciones en las cuales operan, engendran multitud de accidentes, a veces mortales. La maternidad forzada termina por arrojar al mundo hijos enclenques, a quienes sus padres serán incapaces de alimentar y que se convertirán en víctimas de la Asistencia pública o en «niños mártires».

Preciso es advertir, por otra parte, que la sociedad, encarnizada defensora de los derechos del embrión, se desinteresa de los niños tan pronto como han nacido; se persigue a las mujeres que abortan, en lugar de aplicarse a reformar esa vergonzosa institución llamada Asistencia pública (p. 264)

1 Este término se refiere a las personas que ayudan a las mujeres a abortar, pero que carecen de las condiciones necesarias para asegurar un aborto seguro.

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Las penosas y absurdas maternidades han destruido el sentimiento maternal. Si a la moral le conviene eso, ¿qué pensar de semejante moral? Las razones prácticas invocadas contra el aborto legal carecen de peso bautismo. Es notable que la Iglesia autorice, en ocasiones, el homicidio de hombres hechos: en las guerras, o cuando se trata de condenados a muerte; pero, en cambio, reserva para el feto un humanitarismo intransigente. Las víctimas de la Inquisición los soldados muertos en el campo de batalla. En todos estos casos, la Iglesia se remite a la gracia divina; admite que el hombre no es en su mano más que un instrumento y que la salvación de un alma se juega entre ella y Dios. Así, pues, ¿por qué prohibirle a Dios que acoja en su cielo al alma embrionaria? Se choca aquí contra una vieja y obstinada tradición que nada tiene que ver con la moral (pp. 264-265)

Hay que contar también con ese sadismo masculino; el libro que el doctor Roy dedicó en 1943 a Pétain es un notable ejemplo de ello; constituye un verdadero monumento de mala fe. Insiste paternalmente sobre los peligros del aborto. Quiere que el aborto sea considerado como un crimen y no como un delito; y desea que sea prohibido hasta en su forma terapéutica, es decir, cuando el embarazo pone en peligro la vida o la salud de la madre: es inmoral elegir entre una vida y otra, declara; se atrinchera en ese argumento y aconseja sacrificar a la madre. Declara que el feto no pertenece a la madre, que es un ser autónomo.

Como la operación se practica en condiciones frecuentemente desastrosas, muchos abortos terminan con la muerte de la mujer. Se ha dicho a veces que el aborto es un «crimen clasista», y, en gran medida, es cierto. Las prácticas anticonceptivas están mucho más difundidas en la burguesía. La pobreza, la crisis de la vivienda, la necesidad que tiene la mujer de trabajar fuera de casa, se cuentan entre las causas más frecuentes del aborto. (p. 265)

En el campo, el uso de la sonda apenas es conocido; la campesina que ha caído en «falta» se arroja desde lo alto del granero o se deja caer desde una escalera, y, a menudo, se lesiona sin resultado; así sucede que, en los setos, entre los matorrales o en las letrinas, se encuentra de vez en cuando un pequeño cadáver estrangulado. En la ciudad, las mujeres se ayudan entre sí. Pero no siempre resulta fácil encontrar una «hacedora de ángeles», y aún menos reunir la suma exigida; la mujer encinta pide ayuda a una amiga o se opera ella misma; estas cirujanas de ocasión son a menudo poco competentes.

En los hospitales, tienen la obligación de acoger a la mujer cuyo aborto provocado ya ha comenzado; pero la castigan sádicamente, negándole todo calmante durante los dolores y en el curso de la última operación de raspado. (p. 267)

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Estas persecuciones ni siquiera indignan a las mujeres, demasiado habituadas al sufrimiento: pero son sensibles a las humillaciones que les infligen. El hecho de que la operación sufrida sea clandestina y criminal multiplica sus peligros y le da un carácter abyecto y angustioso. Dolor, enfermedad y muerte adoptan la figura de un castigo. A través de los riesgos que asume, la mujer se tiene por culpable; y es esta interpretación del dolor y de la falta lo que resulta singularmente penoso.

Multitud de mujeres se sienten intimidadas por una moral que conserva a sus ojos todo su prestigio, aunque ellas no puedan amoldar a ella su conducta; respetan en su fuero interno la ley que infringen y sufren por cometer un delito. Junto a las mujeres que piensan que han atentado contra una vida extraña, hay muchas que estiman que han sido mutiladas de una parte de si mismas, y de ahí nace un rencor contra el hombre que ha aceptado o solicitado esa mutilación. En desquite es frecuente que la mujer se vuelva frígida, ya sea con respecto a todos los hombres, ya sea exclusivamente con respecto a aquel que la ha dejado encinta.

Los hombres muestran tendencia a tomar el aborto a la ligera; lo consideran como uno de esos numerosos accidentes a los cuales la malignidad de la Naturaleza ha condenado a las mujeres: no calibran los valores que en ello se comprometen. (p. 268)

La mujer reniega de los valores de la feminidad, sus valores, en el momento en que la ética varonil se contradice de la manera más radical. Todo su porvenir moral resulta zarandeado. En efecto, desde la infancia se le repite a la mujer que está hecha para engendrar y se le canta el esplendor de la maternidad; los inconvenientes de su condición-reglas, enfermedades, etc., el tedio de las faenas domésticas, todo es justificado por ese maravilloso privilegio que ostenta de traer hijos al mundo. (pp. 268-269)

Aun consintiendo en el aborto, deseándolo, la mujer lo siente como un sacrificio de su feminidad: preciso es que, definitivamente, vea en su sexo una maldición, una especie de enfermedad, un peligro. Llegando al extremo de esa negación, algunas mujeres se vuelven homosexuales después del traumatismo provocado por el aborto

El hombre denuncia la hipocresía del código moral de los varones. Estos prohíben universalmente el aborto, pero lo aceptan singularmente como una solución cómoda; pero la mujer experimenta esas contradicciones en su carne herida; por lo general, es demasiado tímida para rebelarse deliberadamente contra la mala fe masculina; al considerarse víctima de una injusticia que la decreta criminal

El control de la natalidad y el aborto legal permitirían a la mujer asumir libremente sus maternidades. El embarazo y la maternidad serán vividos de manera muy diferente, según

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se desarrollen en la rebeldía, la resignación, la satisfacción o el entusiasmo. Hay que tener muy en cuenta que las decisiones y los sentimientos confesados de la joven madre no siempre corresponden a sus deseos más profundos. (p. 269)

Durante la infancia y la adolescencia la mujer pasa, con respecto a la maternidad, por diversas fases. De niña, es un milagro y un juego: encuentra en la muñeca, presiente en el hijo por venir un objeto a poseer y a dominar. De adolescente, ve en él, por el contrario, una amenaza contra la integridad de su preciosa persona. O bien la teme al mismo tiempo que la desea, lo cual conduce a fantasmas de embarazo y a toda suerte de angustias.

Algunas mujeres alimentan durante toda su existencia el deseo de dominar a los niños, pero conservan todo el horror al trabajo biológico del parto: se hacen comadronas, enfermeras, institutrices; son tías abnegadas, pero se niegan a alumbrar un hijo. Otras, sin rechazar con disgusto la maternidad, están demasiado absorbidas por su vida amorosa, o por una carrera, para hacerle un sitio en la existencia de ambos cónyuges. O bien tienen miedo de la carga que el niño representaría para ellas o para sus respectivos maridos. A menudo la mujer asegura deliberadamente su esterilidad. (p. 270)

La aceptación o el rechazo de la concepción están influidos por los mismos factores que el embarazo en general. En el curso de este se reavivan los sueños infantiles del sujeto y sus angustias de adolescente, y se le vive de manera muy diferente, según las relaciones que la mujer sostenga con su madre, con su marido y consigo misma. (p. 271)

Una relación no menos importante es la que la mujer sostiene con el padre de su hijo. Una mujer ya madura, independiente, puede querer un hijo que solamente le pertenezca a ella. Si el padre del niño comparte sus vidas, ellas le niegan todo derecho sobre su progenie, y formar con su pequeño una pareja cerrada. Sin embargo, en la mayoría de los casos, la mujer necesita un apoyo masculino para aceptar sus nuevas responsabilidades; solo si un hombre se consagra a ella, se consagrará ella, a su vez, gozosamente al recién nacido. Cuanto más infantil y tímida sea, más urgente será esa necesidad.

La mujer que ama a su marido amoldará frecuentemente sus sentimientos a los que experimente él: acogerá el embarazo y la maternidad con alegría o mal humor, según que él se sienta orgulloso o importunado por ello. A veces el hijo es deseado con objeto de que consolide una unión, un matrimonio, y el afecto que en él deposite la madre dependerá del éxito o el fracaso de sus planes. Si lo que siente con respecto al marido es hostilidad, la situación es diferente: puede consagrarse ásperamente al hijo cuya posesión le niega al padre, o, por el contrario, puede mirar con odio al vástago del hombre detestado. (p. 272)

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Pero el embarazo es, sobre todo, un drama que se representa en el interior de la mujer; ella lo percibe a la vez como un enriquecimiento y una mutilación. Una existencia nueva va a manifestarse y a justificar su propia existencia, por lo cual se siente orgullosa; pero también se siente juguete de fuerzas oscuras, es zarandeada, violentada. Es un ser humano, consciente y liberado, que se ha convertido en pasivo instrumento de la vida.

Hay mujeres para quienes las alegrías del embarazo y la lactancia son tan intensas, que quieren repetirlas indefinidamente; tan pronto como destetan al bebé, se sienten frustradas. Esas mujeres, que son «ponedoras» antes que madres, buscan ávidamente la posibilidad de enajenar su libertad en provecho de su carne: su existencia les parece tranquilamente justificada por la pasiva fertilidad de su cuerpo. (p. 273)

Enajenada en su cuerpo y en su dignidad social, la madre tiene la sosegante ilusión de sentirse un ser en sí misma, un valor perfectamente logrado. Pero solo es una ilusión. Porque ella no hace verdaderamente al niño: este se hace en ella; su carne engendra solamente carne: es incapaz de fundar una existencia que tendrá que fundarse a sí misma; el niño está injustificado, no es todavía más que una proliferación gratuita. Ella lo engendra en la generalidad de su cuerpo, no en la singularidad de su existencia. (pp 273-274)

También es sensible a otro equívoco. Experimenta en su carne la realidad de las palabras de Hegel: «El nacimiento de los hijos es la muerte de los padres.» Traduce ella esta verdad en el miedo que siente cuando se imagina el parto: teme perder en él su propia vida. Así, pues, siendo ambigua la significación del embarazo, es natural que la actitud de la mujer sea ambivalente. Entonces sabe ella que su cuerpo ha recibido un destino que la trasciende; día tras día, un pólipo nacido de su carne y extraño a su carne va a cebarse con ella, que es presa de la especie, la cual le impone sus misteriosas leyes, y, por lo general, esa enajenación la espanta: su pavor se traduce en vómitos. Aun cuando la mujer desee profundamente al hijo, su cuerpo empieza por rebelarse cuando tiene que dar a luz. (p. 274)

Estreñimiento, diarreas, trabajo de expulsión, siempre manifiestan la misma mezcla de deseo y angustia; el resultado es a veces un aborto: casi todos los abortos espontáneos tienen un origen psíquico. Los famosos «antojos» de las mujeres encinta son obsesiones de origen infantil complacidamente acariciadas; la mujer, al sentir un desarreglo en su cuerpo, traduce ese sentimiento de extrañeza. (p. 275)

Son las mujeres que reciben demasiados cuidados, o que se ocupan demasiado de ellas mismas, las que presentan el mayor número de fenómenos morbosos. Las que atraviesan más fácilmente la prueba del embarazo son, por un lado, las matronas totalmente

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dedicadas a su función de ponedoras y, por otro, aquellas mujeres que no se sienten fascinadas por las aventuras de su cuerpo y tienen empeño en superarlas con facilidad. (p. 276)

Muchas mujeres hallan entonces en el embarazo una paz maravillosa, porque se sienten justificadas; todo cuanto hagan por su propio bienestar, lo hacen también por el niño. Ya no se les exige ni trabajo ni esfuerzo alguno. No tienen otra cosa que hacer más que abandonarse a la vida: están de vacaciones. La razón de su existencia está allí, en su vientre, y les comunica una perfecta impresión de plenitud.

Hélène Deutsch, dice al respecto; «El embarazo permite a la mujer racionalizar actos que de otro modo parecerían absurdos», dice Hélène Deutsch. Justificada por la presencia de otro en su seno, goza plenamente, por fin, de ser ella misma. (p. 277)

En desquite, las mujeres que son profundamente coquetas, que se captan esencialmente como objeto erótico, que se aman en la belleza de su cuerpo, sufren al verse deformadas, afeadas, incapaces de suscitar el deseo. El embarazo no se les aparece en absoluto como una fiesta o un enriquecimiento, sino como una disminución de su yo. (p. 278)

En la última fase del embarazo se esboza la separación entre la madre y el hijo. Unas acogen maravilladas esa señal que anuncia la presencia de una vida autónoma; otras se ven con repugnancia como el receptáculo de un individuo extraño. Según los casos, el parto adoptará un carácter muy diferente: la madre desea conservar en su vientre el tesoro de carne que es una preciosa porción de sí misma y, a la vez, desembarazarse de un ser que la molesta; quiere tener, por fin, su sueño entre las manos, pero teme las nuevas responsabilidades que va a crear esa materialización: puede imponerse uno u otro deseo, pero a menudo ella se siente dividida.

Las mujeres independientes tienen empeño en representar un papel activo en los momentos que preceden al parto e incluso durante el parto; las muy infantiles se abandonan a la comadrona, a su madre; unas tienen el prurito de no gritar; otras rechazan toda consigna. De un modo general, puede decirse que, en esa crisis, expresan su actitud más profunda con respecto al mundo en general y a su maternidad en particular.

En el momento mismo en que la mujer acaba de realizar su destino femenino, todavía sigue siendo dependiente: lo cual prueba también que, en la especie humana, la Naturaleza no se distingue jamás del artificio. (p. 279)

Para ciertas mujeres, el alumbramiento es un martirio. Algunas mujeres consideran, por el contrario, que se trata de una prueba relativamente fácil de soportar. Las hay que afirman

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haber experimentado durante el parto una impresión de poder creador; muchas, por el contrario, se han sentido pasivas, un instrumento dolorido, torturado. Las primeras relaciones de la madre con el recién nacido son igualmente variables. Algunas mujeres sufren por ese vacío que ahora experimentan en su cuerpo: les parece que les han robado su tesoro. Sin embargo, hay en toda madre joven una curiosidad maravillada. Es un extraño milagro ver y tener entre los brazos a un ser vivo que se ha formado en el seno de una, que ha salido de una. (p . 280)

Hay una tristeza asombrada en verlo fuera, separado de ella. Y casi siempre es una decepción. La mujer querría sentirlo tan suyo como su propia mano. No tiene ningún pasado común con aquel pequeño extraño; ella esperaba que le sería inmediatamente familiar: pero no, es un recién llegado, y ella se queda estupefacta ante la indiferencia con que lo acoge. La dicha de que esté allí, por fin, tan real, se mezcla con el pesar de que no sea más que eso.

Mediante la lactancia, muchas madres jóvenes encuentran en su hijo, más allá de la separación, una íntima relación animal; se trata de una fatiga más agotadora que la del embarazo, pero que permite a la madre lactante perpetuar el estado de «vacaciones», de paz y de plenitud que saboreaba la mujer encinta. Hay mujeres, sin embargo, que no pueden amamantar y en las cuales se perpetúa la asombrada indiferencia de las primeras horas, mientras no encuentren lazos concretos con el niño. (p. 281)

Hay también multitud de madres a quienes espantan sus nuevas responsabilidades. Ahora, tienen ante sí una persona con derechos sobre ellas. Algunas mujeres acarician alegremente a su hijo mientras están en el hospital, todavía gozosas y despreocupadas; pero tan pronto como entran en su casa empiezan a mirarlo como un fardo. Hay casos en los cuales la hostilidad se convierte en un odio declarado, que se traduce en una extremada negligencia o en malos tratos.

Lo que en todo caso es notable y distingue esa relación de toda otra relación humana, es que en los primeros tiempos el niño no interviene por sí mismo: sus sonrisas, sus balbuceos, no tienen otro sentido que el que su madre les da; de ella depende, y no de él, que le parezca encantador, único, o, por el contrario, enojoso, trivial, odioso. Al igual que el «paso» de la pubertad, de la iniciación sexual, del matrimonio, el de la maternidad engendra una decepción melancólica en los sujetos que esperan que un acontecimiento exterior pueda renovar y justificar su vida. (p. 282)

No existe el «instinto» maternal: en ningún caso es aplicable ese vocablo a la especie humana. La actitud de la madre es definida por el conjunto de su situación y por el modo en que la asume. El hecho, empero, es que, si las circunstancias no son positivamente

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desfavorables, la madre hallará en el niño un enriquecimiento. Era como una respuesta a la realidad de su propia existencia... Por él aprehendía ella todas las cosas y a sí misma en primer lugar. (p. 283)

Se ha dicho y repetido que la mujer encuentra felizmente en el niño un equivalente del pene: eso es rotundamente inexacto. La mujer adulta envidia al varón la presa que se anexiona, no el instrumento de esa anexión. No existe equivalente exacto: toda relación es original; pero la madre encuentra en el niño una plenitud carnal, y esto, no en la rendición, sino en la dominación; ella capta en él lo que el hombre busca en la mujer: que sea su presa, su doble.

La madre murmura casi las mismas palabras que el amante, y, como él, se sirve ávidamente del adjetivo posesivo; utiliza los mismos modos de apropiación: caricias, besos; estrecha al niño contra su cuerpo, le envuelve en el calor de sus brazos, de su lecho. A veces esas relaciones revisten un carácter netamente sexual. (p. 284)

La mistificación empieza cuando la religión de la Maternidad proclama que toda madre es ejemplar. Porque la abnegación maternal puede ser vivida con perfecta autenticidad; pero, de hecho, ese es un caso raro. Por lo común, la maternidad, es un extraño compromiso de narcisismo, de altruismo, de sueños, de sinceridad, de mala fe, de abnegación, de cinismo. El gran peligro que nuestras costumbres hacen correr al niño consiste en que la madre a quien se le confía, atado de pies y manos, es casi siempre una mujer insatisfecha: sexualmente es frígida o está insatisfecha; socialmente se siente inferior al hombre; no ejerce influencia sobre el mundo ni sobre el porvenir; tratará de compensar todas estas frustraciones valiéndose del niño.

Como en la época en que, alternativamente, mimaba y torturaba a sus muñecas, sus actitudes son simbólicas: pero tales símbolos se convierten para el niño en áspera realidad. Una madre que azota a su hijo, no solo golpea al niño (en cierto sentido, no lo golpea en absoluto), sino que se venga de un hombre, del mundo o de ella misma; pero quien recibe los golpes es el niño. Siempre se ha conocido ese aspecto cruel de la maternidad; pero, con pudor hipócrita, se ha desarmado la idea de la «mala madre» y se ha inventado el tipo de la madrastra; es la esposa de unas segundas nupcias la que atormenta al hijo de una «buena madre» difunta. (p. 285)

La mayoría de las mujeres rechazan por moralidad y decencia sus impulsos espontáneos; pero estos se manifiestan, como relámpagos, a través de escenas, bofetadas, cóleras, insultos, castigos, etc. Al lado de madres francamente sádicas, hay muchas que sobre todo son caprichosas; lo que las encanta es dominar; de chiquitín, el bebé es un juguete; si es varón, se divierten sin escrúpulos con su sexo; si es una niña, la convierten en una

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muñeca; más tarde, quieren que un pequeño esclavo las obedezca ciegamente: vanidosas, exhiben al niño como si fuera un animal sabio; celosas y exclusivistas, lo aíslan del resto del mundo. También es frecuente que la mujer no renuncie a ser recompensada por los cuidados que prodiga al niño: a través de este, modela un ser imaginario que la reconocerá con gratitud como una madre admirable y en quien ella se reconocerá, a su vez. (p. 285-286)

Esta obstinación educadora y el sadismo caprichoso de que he hablado se mezclan a menudo; la madre da como pretexto de sus cóleras su deseo de «formar» al niño; e, inversamente, el fracaso de su empresa exaspera su hostilidad.

Otra actitud bastante frecuente, y que no es menos nefasta para el niño, es la devoción masoquista; algunas madres, para compensar el vacío de su corazón y castigarse por una hostilidad que no quieren confesarse, se hacen esclavas de su progenie; cultivan indefinidamente una ansiedad morbosa, no soportan que el hijo se aleje de ellas; renuncian a todo placer, a toda vida personal, lo cual les permite adoptar una actitud de víctimas; y de estos sacrificios extraen el derecho a negar al hijo toda independencia; esta renuncia se concilia fácilmente con una voluntad tiránica de dominación; la mater dolorosa hace de sus sufrimientos un arma que utiliza sádicamente; sus escenas de resignación engendran en el niño sentimientos de culpabilidad que, a menudo, pesarán sobre él durante toda la vida. (p. 286)

La gran excusa de la madre consiste en que el niño está muy lejos de proporcionarle esa feliz realización de ella misma que le han prometido desde la infancia: se desquita en él del engaño de que ha sido víctima y que inocentemente denuncia el niño. la sociedad, su marido, su madre y su propio orgullo le exigen cuentas de esa pequeña vida extraña como si fuese obra suya. Sus exigencias abstractas pesan a menudo abrumadoramente en las relaciones entre madre e hijo; una mujer independiente -gracias a su soledad, su despreocupación o su autoridad en el hogar- será mucho más serena que aquellas otras sobre quienes pesan voluntades dominantes, a las cuales, le guste o no, debe obedecer haciendo que el niño obedezca. (pp. 286-287)

Cuando tiene tiempo para ello, la madre se complace en ser una educadora: tranquilamente instalado en un jardín público, el bebé es todavía una coartada, como en los tiempos en que anidaba en su vientre. Pero cuando lava, guisa, amamanta a otro niño, hace la compra, recibe visitas y, sobre todo, cuando se ocupa de su marido, el niño no es más que una presencia importuna, agobiante; no tiene tiempo para «formarlo»; lo primero que hay que hacer es impedir que moleste; el niño rompe, desgarra, mancha, es un constante peligro para los objetos y para sí mismo; se agita, grita, habla, hace ruido:

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vive por su cuenta; y esa vida trastorna la de sus padres. De ahí el drama. Incesantemente agobiados por él, los padres le infligen sin cesar sacrificios cuyas razones no comprende: le sacrifican a su tranquilidad y también a su propio porvenir.

La madre no puede hacer más que reglamentar desde fuera, a tientas, a un ser que experimenta esas leyes abstractas como una violencia absurda. Cuando el niño crece, la incomprensión subsiste: penetra en un mundo de intereses y de valores de donde está excluida la madre. El niño varón, en particular, orgulloso de sus prerrogativas masculinas, se ríe de las órdenes de una mujer: esta le exige que haga sus deberes, pero no sabría resolver los problemas que él tiene que solucionar. La madre se enerva en ocasiones hasta las lágrimas en esa tarea ingrata, cuyas dificultades raras veces calibra el marido: gobernar a un ser con quien no se tiene comunicación y que, no obstante, es un ser humano; inmiscuirse en una libertad extraña que no se define ni se afirma sino rebelándose contra vosotros.

La situación es diferente según que el niño sea varón o hembra, y, aunque el primero sea más «difícil», la madre se acomoda mejor a él generalmente. A causa del prestigio con que la mujer reviste a los hombres, y también de los privilegios que estos detentan concretamente, muchas mujeres desean hijos varones. Ya se ha visto que soñaban con engendrar un «héroe», y el héroe es evidentemente del género masculino. El hijo será un jefe, un conductor de hombres, un soldado, un creador; impondrá su voluntad en la faz de la Tierra y la madre participará de su inmortalidad; las casas que ella no ha construido, los países que no ha explorado, los libros que no ha leído, él se los dará. Por medio de él, poseerá ella el mundo: pero a condición de que posea a su hijo.

En la maternidad, al igual que en el matrimonio y el amor, la mujer mantiene una actitud equívoca con respecto a la trascendencia masculina; si su vida conyugal o amorosa la ha vuelto hostil a los hombres, para ella será una satisfacción dominar al varón reducido a su figura infantil. (p. 287)

Resulta demasiado racional y demasiado simple creer que desea castrar a su hijo; su sueño es más contradictorio: lo quiere infinito, pero en el hueco de su mano; dominando al mundo entero, pero arrodillado ante ella. Felizmente para el muchacho, puede escapar fácilmente a esta influencia: las costumbres y la sociedad le animan a ello. Y la madre misma se resigna: sabe muy bien que la lucha contra el hombre es una lucha desigual. Se consuela representando la mater dolorosa o rumiando el orgullo de haber engendrado a uno de los vencedores.

La niña se ve más completamente entregada a su madre. En una niña, la madre no saluda a un miembro de la casta elegida; busca en ella su doble. Cuando se afirma la disimilitud

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de ese alter ego, se siente traicionada. Hay mujeres lo bastante satisfechas de su vida para desear reencarnarse en una hija o, al menos, para acogerla sin decepción; querrían dar a su hija las mismas oportunidades que han tenido ellas, y también las que no han tenido, y harán que su juventud sea dichosa.

Algunas mujeres sienten su feminidad como una maldición absoluta: desean o acogen a una hija con el amargo placer de reencontrarse en otra víctima, y, al mismo tiempo, se juzgan culpables de haberla traído al mundo; sus remordimientos, la piedad que experimentan de sí mismas a través de su hija, se traducen en infinitas ansiedades; no dejarán a la hija ni a sol ni a sombra; dormirán en la misma cama que ella durante quince o veinte años; la pequeña será aniquilada por el fuego de esa pasión inquieta. La mayor parte de las mujeres reivindican y detestan, a la vez, su condición femenina, y la viven con resentimiento. Podría incitarlas a dar a sus hijas una educación viril; irritada por haber engendrado una mujer, la madre la acoge con esta equívoca maldición: «Serás mujer.» Espera compensar su inferioridad haciendo una criatura superior de aquella a quien mira como su doble; y también tiende a infligirle la misma tara que ella ha padecido. A veces, por el contrario, le prohíbe hoscamente que se le parezca: quiere que su experiencia sirva de algo; es una manera de desquitarse. (p. 288)

Al crecer la niña es cuando surgen los verdaderos conflictos; ya hemos visto cómo deseaba afirmar su autonomía frente a su madre: a los ojos de esta, ese es un rasgo de odiosa gratitud; no acepta que su doble se convierta en otra. El placer que el hombre saborea con las mujeres, el de sentirse absolutamente superior, solamente lo experimenta la mujer con sus hijos, y, sobre todo, con sus hijas; se siente frustrada si tiene que renunciar a sus privilegios, a su autoridad. Madre apasionada o madre hostil, la independencia de la hija arruina sus esperanzas. Se siente doblemente celosa: del mundo que le arrebata a su hija y de su hija, que, al conquistar una parte del mundo, se la quita.

A menudo, la mayor, favorita del padre, es particularmente blanco de las persecuciones maternas. La madre la abruma con tareas ingratas, exige de ella una seriedad impropia de su edad: puesto que es una rival, será tratada como una adulta; aprenderá también que «la vida no es una novela, que no todo es color de rosa, que una no hace lo que quiere, que no estamos aquí para divertirnos...» Con mucha frecuencia, la madre abofetea a la niña venga o no a cuento, simplemente «para que aprenda»; tiene empeño, entre otras cosas, en demostrarle que ella sigue siendo el ama: porque lo que más la irrita es que no tiene ninguna superioridad genuina frente a una niña de once o doce años; esta ya puede realizar perfectamente las faenas domésticas, es una «mujercita». (p. 289)

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La madre se complace en reinar sin oposición en su universo femenino; se quiere única, irreemplazable, y he ahí que su joven ayudante la reduce a la pura generalidad de su función. Reprende duramente a su hija si, después de dos días de ausencia, encuentra la casa en desorden; pero sufre accesos de furor si se demuestra que la vida familiar puede proseguir perfectamente sin ella. No acepta que su hija se convierta verdaderamente en doble, en sustituto de ella misma. No obstante, aún le resulta más intolerable que se afirme francamente como otra. Detesta sistemáticamente a las amigas en quienes su hija busca ayuda contra la opresión familiar; las critica, prohíbe a su hija que las vea con demasiada. frecuencia y hasta toma como pretexto su «mala influencia» para prohibirle radicalmente que las trate. Toda influencia que no sea la suya, es mala; experimenta una particular animosidad contra las mujeres de su edad -profesoras, madres de camaradas- hacia quienes la niña dirige su afecto, y declara que estos sentimientos son absurdos o malsanos. A veces bastan para exasperarla la alegría, la inconsciencia, los juegos y las risas de la pequeña; se los perdona de mejor grado a los chicos; estos hacen uso de su privilegio masculino, y es natural, porque ella hace mucho tiempo que ha renunciado a una competencia imposible. Más ¿por qué esta otra mujer gozaría de ventajas que a ella le son negadas? Envidia todas las ocupaciones y diversiones que apartan a la niña del aburrimiento del hogar. (pp. 289-290)

Cuanto más crece la niña, más roe el rencor el corazón de la madre; de año en año, el cuerpo juvenil se afirma, se desarrolla; ese porvenir que se abre ante su hija, le parece a la madre que se lo roban. Cuando sus hijas tienen la primera regla: les guardan rencor, porque ya están, consagradas mujeres. Se le ofrecen, contra la repetición y la rutina posibilidades todavía indefinidas: esas oportunidades son las que la madre envidia y detesta; al no poder hacerlas suyas, trata, a menudo, de disminuirlas, de suprimirlas: no deja salir de casa a la muchacha, la vigila, la tiraniza, la maniata a propósito, le niega todo ocio, se encoleriza salvajemente si la adolescente se maquilla, si «sale»; todo su rencor con respecto a la vida lo vuelca contra aquella joven vida que se lanza hacia un nuevo porvenir; procura humillar a la muchacha, ridiculiza sus iniciativas, la veja. Una lucha abierta se declara, a menudo, entre ellas; es la más joven quien gana, pero su victoria tiene gusto a culpa: la actitud de su madre engendra en ella rebeldía y remordimiento a la vez; la sola presencia de la madre hace de ella una culpable: ya se ha visto que ese sentimiento puede gravar pesadamente sobre todo su porvenir. La madre termina por aceptar su derrota; cuando su hija se hace adulta, se restablece entre ellas una amistad más o menos atormentada. Pero una permanece decepcionada y frustrada para siempre; la otra se creerá a menudo perseguida por una maldición. (p. 290)

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CONCLUSIONES:

Es durante los veinte primeros años cuando aquellos ocupan el lugar más importante en la vida de su madre. De la descripción que acabamos de hacer resalta con evidencia la peligrosa falsedad de dos prejuicios corrientemente admitidos. Consiste el primero en la idea de que la maternidad basta, en todo caso, para colmar a una mujer: no hay nada de eso. Hay multitud de madres que son desdichadas y están agriadas e insatisfechas. Los hijos le procuran una suerte de paz masoquista. El renunciar a su juventud, a su belleza, a su vida personal, le aporta un poco de sosiego; se siente mayor, justificada. Son un arma que le permite rechazar la superioridad de su marido. Ejemplo de Sofía Tolstoi: «Mis únicos recursos, mis únicas armas para restablecer entre nosotros la igualdad, son los hijos, la energía, la alegría, la salud...» (p. 290)

La relación de la madre con sus hijos se define en el seno de la forma global que es su vida; depende de sus relaciones con su marido, con su pasado, con sus ocupaciones, consigo misma; tan absurdo como nefasto error es pretender ver en el hijo una panacea universal. H. Deustch indica que es preciso que la joven se halle en una situación psicológica, moral y material que le permita soportar su carga; de lo contrario, las consecuencias serán desastrosas. La mujer equilibrada, sana, consciente de sus responsabilidades, es la única capaz de convertirse en una «buena madre».

La maldición que pesa sobre el matrimonio consiste en que con excesiva frecuencia, los individuos se unen así en su debilidad, no en su fuerza. Es un señuelo aún más decepcionante soñar con alcanzar a través del hijo una plenitud, un calor y un valor que no ha sabido uno crear por sí mismo Desde luego, el hijo es una empresa a la cual puede uno destinarse valederamente; pero no más que cualquier otra representa una justificación en sí misma; es preciso que sea deseada por ella misma, no por unos hipotéticos beneficios. Stekel dice muy justamente:

Los hijos no son un ersatz del amor; no reemplazan un objetivo de vida rota; no son un material destinado a llenar el vacío de nuestra existencia; son una responsabilidad y un pesado deber. Los hijos son la obligación de formar seres dichosos

Tal obligación no tiene nada de natural: la Naturaleza jamás podría dictar una elección moral; esta implica un compromiso. Parir es adquirir un compromiso. La relación de los padres con los hijos, como la de los esposos entre sí, debería ser libremente querida. Y ni siquiera es cierto que el hijo sea para la mujer una realización privilegiada. (p. 291)

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El segundo prejuicio, inmediatamente implicado en el primero, consiste en que el niño encuentra una segura felicidad en los brazos maternos. No existen madres «desnaturalizadas», puesto que el amor maternal no tiene nada de natural: pero, precisamente por eso, hay malas madres. Los complejos, las obsesiones y las neurosis que padecen los adultos tienen sus raíces en su pasado familiar; los padres que tienen sus propios conflictos, sus querellas, sus dramas, representan para el hijo la compañía menos deseable. Profundamente marcados por la vida del hogar paterno, abordan luego a sus propios hijos a través de complejos y frustraciones; y esa cadena de miseria se perpetuará indefinidamente. (pp. 291-292)

Constituye una paradoja criminal rehusar a la mujer toda actividad pública, cerrarle las carreras masculinas, proclamar en todos los dominios su incapacidad y confiarle, al mismo tiempo, la empresa más delicada y más grave de cuantas existen: la formación de un ser humano. Sería preciso que la mujer fuese perfectamente dichosa o que fuese una santa para que resistiese la tentación de abusar de sus derechos. Por el bien del niño, sería obviamente deseable que su madre fuese una persona completa y no mutilada, una mujer que hallase en su trabajo, en sus relaciones con la colectividad, una realización de sí misma que no buscase obtener tiránicamente a través de él; y sería igualmente deseable que el niño estuviese infinitamente menos entregado a sus padres que lo está ahora, que sus estudios y diversiones se desarrollasen en medio de otros niños, bajo el control de adultos que no tendrían con él más que unos lazos impersonales y puros.

Incluso en el caso de que el hijo aparezca como una riqueza en el seno de una vida dichosa o, al menos, equilibrada, no podría limitar el horizonte de su madre. la inferioridad de la mujer procedía originariamente de que, en principio, se ha limitado a repetir la vida, mientras el hombre inventaba razones para vivir, más esenciales a sus ojos que la pura ficción de la existencia-, encerrar a la mujer en la maternidad sería perpetuar esa situación. Hoy reclama ella participar en el movimiento a través del cual la Humanidad intenta sin cesar justificarse superándose; no puede consentir en dar la vida más que en el caso de que la vida tenga un sentido; no podría ser madre sin tratar de representar un papel en la vida económica, política y social. (p. 292)

Por el contrario, la mujer que trabaja -campesina, química o escritora- es la que tiene un embarazo más fácil por el hecho de que no se fascina con su propia persona; la mujer que posea la vida personal más rica será la que más dé al hijo y la que menos le pida; la mujer que adquiera en el esfuerzo y la lucha el conocimiento de los verdaderos valores humanos será la mejor educadora.

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Si con excesiva frecuencia hoy, la mujer tropieza con grandes dificultades para conciliar el oficio que la retiene fuera del hogar durante horas y consume todas sus energías con el interés de sus hijos, es porque, por un lado, el trabajo femenino es todavía, con excesiva frecuencia, una esclavitud; y, por otro lado, porque no se ha realizado ningún esfuerzo para asegurar el cuidado, la custodia y la educación de los niños fuera del hogar. Se trata de una carencia social: pero es un sofisma justificarla pretendiendo que una ley escrita en el cielo o en las entrañas de la Tierra exige que madre e hijo se pertenezcan exclusivamente el uno al otro; esta mutua pertenencia no constituye, en verdad, sino una doble y nefasta opresión.

Es un engaño sostener que la maternidad convierte a la mujer en la igual concreta del hombre. Nadie pretenderá que su sola posesión pueda justificar una existencia, ni que ella sea el fin supremo de la misma. No ha sido en su calidad de madres como las mujeres han conquistado la papeleta electoral; todavía es despreciada la madre soltera; solo en el matrimonio es glorificada la madre, es decir, en tanto que permanece subordinada al marido. Mientras este siga siendo el jefe económico de la familia, y aunque ella se ocupe mucho más de los hijos, estos dependen mucho más de él que de ella. Ya se ha visto que, por ese motivo, las relaciones de la madre con los hijos están estrechamente determinadas por las que sostiene con su esposo.

Resulta muy difícil conservarse deseable cuando se tienen las manos agrietadas y el cuerpo deformado por las maternidades; por eso, una mujer enamorada siente a menudo rencor contra los hijos que arruinan su seducción y la privan de las caricias de su marido; si, por el contrario, se siente profundamente madre, estará celosa del hombre que reivindica también a los hijos como suyos. El amor maternal se pierde a menudo en reprimendas y cóleras dictadas por la preocupación de mantener un hogar bien puesto. No es sorprendente que la mujer que se debate entre esas contradicciones pase con mucha frecuencia sus jornadas llena de nerviosismo y acritud; siempre pierde de algún modo y sus ganancias son precarias, no se inscriben en ningún éxito seguro.

La mujer encerrada en el hogar no puede fundar por sí misma su existencia; carece de los medios necesarios para afirmarse en su singularidad, y esta singularidad, por consiguiente, no le es reconocida. En la civilización moderna, está más o menos individualizada a los ojos de su marido; pero, a menos que renuncie por completo a su yo, sufrirá al verse reducida a su pura generalidad. (p. 293)