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Francisco Beltrán Lloris LOS PRIMEROS CRISTIANOS — EN ARAGÓN —

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Francisco Beltrán Lloris

LOS

PRIMEROS

CRISTIANOS — EN ARAGÓN —

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Equipo

Dirección:

Guillermo Fatás y Manuel Silva

Coordinación:

Mª Sancho Menjón

Redacción:

Álvaro Capalvo, Mª Sancho Menjón, Ricardo CentellasJosé Francisco Ruiz

Publicación nº 80-62 de la

Caja de Ahorros de la Inmaculada de Aragón

Texto: Francisco Beltrán Lloris

I.S.B.N.: 84-95306-42-5Depósito Legal: Z. 964-00

Diseño: VERSUS Estudio Gráfico

Impresión: Edelvives Talleres GráficosCertificados ISO 9002

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Tradiciones e historia 5

Dos obispos apóstatas 19

Las últimas persecuciones 27

Apologetas y mártires 34

Los mártires de Zaragoza 39

Obispos y concilios 46

I Concilio de Zaragoza 55

El priscilianismo y la epístola de Consencio 61

La transformación del tiempo y el espacio 67

La Ciudad de los Mártires 76

Los Dieciocho Mártires y la basílica de las Santas Masas 80

Prudencio 88

Bibliografía 93

Í N D I C E

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A Concha

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La imagen tópica de los primeros cristianos evoca unmundo de pureza evangélica, de catacumbas, márti-res y persecuciones que, en el caso de Aragón, tie-

nen nombre propio y son conocidos popularmente gra-cias a hermosas tradiciones. Éstas transmiten imágenes tan poderosas como puedan ser la aparición a Santiago de la Virgen sobre una columna, Lorenzo sobre la parrilla,Lamberto caminando con lacabeza cortada en sus manoso el prodigio de las SantasMasas con la emergencia delos restos calcinados de losInnumerables Mártires reful-giendo con intensa blancuraentre las cenizas de los crimi-nales, junto con quienes elpérfido gobernador Daciano,tras ejecutarlos, los habría he -cho quemar para que sushermanos de fe no pudieranrecuperar las reliquias.

Dichas tradiciones hacenque los orígenes del cristia-

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TRADICIONES E HISTORIA

El martirio de San Lorenzo, del Libro dehoras franciscano, manuscrito latino

de 1380 (Biblioteca Nacional de París)

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nismo en el territorio que hoy es Aragón se remonten a lostiempos de las persecuciones y los mártires o, antes aún, alos de las predicaciones apostólicas. Y algunas de ellas,profundamente enraizadas en la conciencia colectiva —y,por lo tanto, vivas y en constante adaptación a las condi-ciones de cada momento, hasta fijarse por escrito—, cons-tituyen en nuestros días el centro de celebraciones popula-res que, más allá de su significación local y religiosa, o desu vertiente propiamente festiva, llegan a adquirir connota-

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Paso procesional de la Virgen del Pilar, 12 de octubre de 1944 (Foto: F. Navarro)

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ciones más hondas hasta convertirse, como ocurre en elcaso de la Virgen del Pilar, en punto de referencia del sen-timiento aragonés o, en medios más oficiales, en símbolode la hermandad entre los pueblos de lengua hispana.

Desde tal perspectiva, esas tradiciones son merecedorasde todo respeto. Ahora bien, como fuentes históricas suvalor es muy desigual. Unas están avaladas por antiguostestimonios y resultan coherentes con lo que se sabe de lasociedad y del cristianismo de esa época. Otras, en cam-bio, descansan en documentos muy posteriores y presen-tan incongruencias que las hacen sospechosas para el histo -riador. Así, por ejemplo, la relativa a Santa Engracia y sus compañeros de martirio está reseñada desde comien-zos del siglo V, cuando el gran poeta Prudencio la convir-tió en materia de un conmovedor himno de su Peristepha-non. En él subraya la veneración que, en sus días,profesaban los zaragozanos por los sepulcros de los márti-res, situados, sin duda, cerca del mismo lugar extramurosen el que, no más tarde del siglo VII, se construyó la basí -lica y el monasterio llamados de las Santas Masas. Ese lugarno es otro que el que todavía sirve de solar a la iglesia deSanta Engracia, en cuyos alrededores —como los espléndi-dos sarcófagos que conserva su cripta hacían presumir—se ha localizado un cementerio utilizado, precisamente, enel siglo IV, época aproximada en la que se sitúa el episo-dio de Engracia y sus compañeros. Que la tradición experi-mentara reelaboraciones posteriores —como la que convir-

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Fachada de la iglesia de Sta. Engracia (Foto: P. J. Fatás)

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tió en “Innumerables” a los dieciocho mártires que men -ciona Prudencio, o la relativa a las “Santas Masas”— noempaña la credibilidad del escueto núcleo que transmite elpoeta. De igual modo, como se verá más adelante, tambiénlas figuras del obispo Valerio —San Valero— y de su diáco-no Vicente pueden admitirse como históricas.

Por el contrario, otras resultan conflictivas. No se poneen duda la existencia de Lorenzo, el diácono del papa Sixto II, muerto en Roma durante la persecución de Vale-riano (258). De hecho, su culto alcanzó rápidamente granpopularidad, mereció comentarios elogiosos de relevantespersonalidades como Agustín, Ambrosio o Jerónimo, y elmismo Prudencio le dedicó un himno del Peristephanonen el que alude a su sepulcro y a la devoción que le profe-saban los romanos. Sin embargo, ninguno de estos autoresmenciona la patria de Lorenzo, que sólo a partir del año500 se fija en Hispania por la Pasión de Policronio y suscompañeros y, más tarde aún, en Huesca, en donde loselementos más antiguos de la tradición laurentina no sonanteriores a la conquista cristiana de la ciudad, en 1096;por esas fechas debía de estar, no obstante, bien asentada,a juzgar por la inmediata construcción de una iglesia dedi-cada allí al santo (1097) y de otra en Loret o Loreto (1102).Más recientes y de aspecto legendario son las referenciassobre sus padres, Orencio y Paciencia, y sobre su hermanoOrencio, obispo de Auch. Sus nombres, a diferencia delque llevaba el mártir —Laurentius—, son raros en la Anti-

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güedad y no están comprobados hasta centurias posterio-res (Orientius —pues Orentius es desconocido— a finalesdel siglo IV y Patientius en el VI). Resultan, además, sospe-chosos por su aspecto pío, pues Orencio deriva de orar yPaciencia coincide con el nombre de la virtud.

San Orencio y Santa Paciencia, por Pedro Díaz de Oviedo (hacia 1500), detalle de los cuadros expuestos en la Oficina Principal del BBV de Huesca

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Respecto de Lamberto, ellabriego zaragozano que, trasser decapitado por su señorinfiel, caminara con la ca-beza en sus manos hasta el se pulcro de los Dieciocho Mártires, la primera noticiaapa rece en el Breviario Cesa-raugustano, del siglo XV, cir-cunstancia que, junto a la delnombre ger mánico de estesanto, in ducen a situar el su -ceso du rante el periodo is -lámico y no en la Antigüedad.

Tampoco se conservan tes-timonios antiguos de la predi-cación del apóstol Santiagoen Zaragoza. De hecho, supresencia en Hispania es con-siderada ficticia de forma unánime por los historiadores,sobre la sólida base del silencio absoluto que acerca deella guardan todas las fuentes hasta el siglo VII, fecha en laque es mencionada, por vez primera, en el BreviariumApostolorum. La tradición de la aparición de la Virgen aSantiago es aún más reciente, pues arranca de un docu-mento del siglo XIII, plagado de anacronismos, que se cus-todia en el Archivo del Pilar con el nombre de Qualiter

San Lamberto, talla de la zaragozana iglesia de San Pablo (Foto: S. Liesa)

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aedificata fuit basilica Sanctae Mariae de Pilari Caesarau-gustae. El análisis de este documento y del texto que con-tiene competen más al historiador de la Edad Media que alde la Antigüedad, pues es en la nueva Zaragoza cristiana,ganada a los musulmanes en 1118, y en el nacimiento delCamino de Santiago, en donde hay que buscar el contextohistórico en el que se desarrolla.

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La tradición de la Venida de la Virgen

[Documento latino de 1299, conservado en el ArchivoCatedralicio de Zaragoza, con el título De qué modo fue edifi-cada la basílica del Pilar de Zaragoza]

[…] Entre tanto, Santiago el Mayor, hermano de Juan, hijode Zebedeo, por revelación del Espíritu Santo, recibió unmandato de Cristo para que viniese a España a predicar la palabra de Dios. Se dirigió inmediatamente a la Virgen, lebesó las manos y le pidió con piadosas lágrimas la licencia y bendición. La Virgen le dijo: «Ve, hijo, cumple con el pre-cepto de tu Maestro, y por el mismo te ruego que en una ciu-dad de España, donde convirtieres mayor número de hom-bres a la Fe, edifiques una iglesia en memoria mía, como temostraré que lo hagas». Saliendo, pues, Santiago de Jeru -salén, anduvo predicando por España. Recorriendo Asturias,llegó a la ciudad de Oviedo, donde convirtió uno a la Fe.Entrando luego en Galicia, predicó en la ciudad de Padrón.De allí se dirigió a Castilla, que se llama la España Mayor, y finalmente a la España Menor, que se llama Aragón, en

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Las catedrales del Pilar y La Seo vistas desde San Juan de los Panetes (hacia 1940), aguafuerte de Orga

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aquella región que se dice Celtiberia, donde está situadaZaragoza, a orillas del río Ebro.

Aquí predicó Santiago muchos días, logrando convertirpara Cristo a ocho hombres. Con ellos se entretenía a diarioacerca del reino de Dios, y por la noche se iba a una era cer-ca del río, donde se echaba a la paja. Allí, después de un bre-ve reposo, se daban a la oración, evitando las turbaciones delos hombres y las molestias de los gentiles. A los pocos días,estando el Apóstol con los fieles sobredichos, cansados de laoración hacia la media noche, y durmiendo ellos, oyó Santia-go voces de ángeles que cantaban: «Ave Maria, gratia plena»,como si empezasen los Maitines del oficio de la Virgen coneste suave Invitatorio. Él, arrodillándose enseguida, vio a laVirgen, Madre de Cristo, entre dos coros de millares de ánge-les, colocada sobre un pilar de mármol. La armonía de laCelestial Milicia de los Ángeles terminó los Maitines de la Vir-gen con el verso «Benedicamus Domino».

Acabado éste, el piísimo semblante de la bienaventuradaVirgen María llamó a sí dulcísimamente al Santo Apóstol, y ledijo: «He aquí, hijo mío, Santiago, el lugar designado y depu-tado para mi honor. Mira este Pilar en que me asiento. Sabeque mi hijo, tu Maestro, lo ha enviado desde lo alto pormano de los ángeles. Alrededor de este sitio colocarás el Altar de la capilla. Y el Pilar estará en este lugar hasta el fin del mundo, y nunca faltarán en esta ciudad adoradores de Cristo».

n n n

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La documentación sobre el cristianismo en el actualterritorio aragonés no se inicia hasta mediados del siglo III.Por entonces, la nueva religión contaba ya con más de dos-cientos años de existencia y había superado su primera cri-sis de identidad, optando por distanciarse de sus orígenesjudíos y manifestar su vocación universal. Tras la muertedel último de los Apóstoles (el año 66), había resuelto coneficacia la tarea de mantener unida a una congregación enfranca expansión gracias, por un lado, a la difusión de losEvangelios —compuestos entre el 68 y el 100, aproximada-mente— y, por otro, al reforzamiento de la jerarquía ecle-siástica bajo la dirección de los obispos. No era una reli-gión lícita y, en muchos medios, sus seguidores teníanmala reputación, pero solía ser tolerada por las autoridades—tolerancia no exenta de episodios represivos y de moti-nes anticristianos— y ganaba adeptos continuamente.

Para una sociedad como la romana, politeísta e intra-mundana —es decir, que no creía en una vida más allá deeste mundo—, el reconocimiento de un solo dios y la pro-mesa de salvación personal a través de la resurrecciónconstituían una alternativa seductora, máxime en los tiem-pos de crisis que se abrieron a fines del siglo II y, sobretodo, a partir del III. Además, las creencias y el modelo devida de los cristianos encerraban un considerable atractivopara muchos sectores sociales: el monoteísmo, la austeri-dad moral, el espíritu fraternal, la solidaridad entre los cre-yentes o la práctica de la caridad eran rasgos en parte nue-

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vos, pero que sintonizaban con viejas venas del pen -samiento clásico, como el estoicismo. En consecuencia,abrazaron la nueva religión gentes de toda condición, des-de senadores a esclavos, aunque en un principio se difun-diera más bien en medios populares y entre judíos y greco-orientales.

No es, por tanto, del cristianismo primitivo, en sentidoestricto, de lo que se va a hablar aquí. Los primeros cristia-nos conocidos en Aragón pertenecían a una religión desa-rrollada a lo largo de más de dos siglos, aunque su presen-cia en las provincias occidentales del Imperio fuera mástardía y difícilmente pueda rastrearse más allá del siglo II.

Las fuentes históricas, junto a la figura épica del mártir,en la que se centran las tradiciones religiosas antes comen-tadas, traen a escena otras no menos sugerentes, como elobispo apóstata, el reformador ascético condenado porherejía, el presbítero aficionado a la magia y hasta un mon-je detective, que colocan en primer plano asuntos como ladepuración de las costumbres “paganas”, la definición dela ortodoxia católica y la organización de la Iglesia.

Con estos argumentos resulta posible trazar, a grandesrasgos, una historia del primer cristianismo en esta parte deHispania, en la que un aspecto específico destaca comoauténtico hilo conductor del relato: su afianzamiento en elseno de la sociedad romana, desde la condición de creen-

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La venida de la Virgen del Pilar, relieve de Pablo Serrano (Foto: S. Liesa)

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cia extraña y perseguida hasta la de religión única y oficial,perseguidora, a su vez, de herejes y “paganos”.

En el curso de esta transformación, una vez depu radaslas tradiciones judía y clásica en las que había crecido, elcristianismo llevó a cabo una reinterpretación de la heren-cia cultural romana hasta que ambos, cristianismo y roma-nidad, resultaron inextricablemente uni dos.

Este proceso puededarse por madurado afinales del siglo IV,cuando fue declaradoúnica religión del Esta-do, durante el reinadode Teodosio (380). Porello concluirán estaspáginas con una brevesemblanza del poetaPru dencio, quien, trasdesempeñar un altocargo en la Corte dedi cho emperador, ex -presa perfectamente ensu obra la síntesis entrela nueva religión triun-fante y el legado deRoma.

Lucerna con decoración cristiana hallada enexcavaciones de la calle Palafox, Zaragoza

(Foto: Archivo Serv. de Cultura, Ayto. Zaragoza)

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El primer testimonio concreto sobre el cristianismohispano se encuentra recogido en la epístola queCipriano, el prestigioso obispo de Cartago, dirigió

en 254 ó 255 a dos comunidades hispanas que le habíanescrito para exponerle el grave conflicto en el que se halla-ban inmersas y solicitar su autorizada opinión al respecto.Con este mismo motivo había enviado una misiva al obis-po africano un tal Félix de Caesar Augusta (Zaragoza), elprimer cristiano de nombre conocido en tierras del actualAragón. La cuestión a la que se refiere la epístola de Cipria -no no afectaba directamente a los fieles “aragoneses”; sinembargo, pone al descubierto problemas religiosos, aspec-tos de la organización eclesiástica y un ambiente culturalque, en términos generales, debían de ser similares entodas las comunidades cristianas de Hispania, incluida lacesaraugustana que, en esta fecha, es la única atestiguadadentro de los límites de lo que hoy es Aragón.

La controversia había surgido en el seno de las congre-gaciones que por entonces reunían a los feligreses de Eme-rita (Mérida), Asturica (Astorga) y Legio VII (León), comoconsecuencia de los edictos promulgados por el empera-dor Decio en 250. Estos decretos obligaban a todos los ciu-dadanos del Imperio a obtener un certificado de piedadreligiosa (libellus) que las autoridades expedían a quienes

DOS OBISPOS APÓSTATAS

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demostraran su de voción mediante la realización de sacrifi-cios públicos a los dioses oficiales. Las disposiciones nomencionaban ex plícitamente a los cristianos, pero estabandirigidas sobre todo contra ellos, pues era bien sabido quesus creencias les im pedían rendir culto a otro dios que nofuera el su yo. De esta ma nera, los se gui dores de Cristo sevieron en la dramática tesitura de apostatar —pues es tosuponía para ellos reconocer a otros dioses— o ex ponersea graves sanciones que, según el celo de las autoridadesencargadas de asegurar el cumplimiento del edicto y el

grado de pre siónpopular, po dían lle-gar hasta la penacapital. Así ocurrióen Roma, en dondeel papa Fabián yotros clérigos su -frieron el martirio,y en diferentes lu -gares de Oriente yÁfrica, como Carta-

go, ciudad regida espiritualmente por el obispo Cipriano,que pudo librarse de ser encausado gracias a que se halla-ba ausente.

Sin embargo, no todos los cristianos se mantuvieron fir-mes. Mu chos flaquearon y, para salvar la vida, se plegarona las exigencias de las au toridades y ofrecieron los sacrifi-

Martirio de San Cipriano, grabado de R. Viollet

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cios requeridos o se procuraron el libellus mediante sobor-no. El mismo Cipriano se lamenta con amargura, en otroescrito, de los numerosos fieles que, llevados por el páni-co, habían cometido apostasía.

Precisamente esto es lo que había ocurrido en Mérida yAstorga-León, donde entre los apóstatas se contaban nadamenos que sus obispos, los clérigos que en cada ciudadencabezaban las comunidades cristianas. Una vez suspen-didos los edictos de persecución (251), los fieles depusie-ron a los “libeláticos”, consultaron con otros obispos veci-nos de la provincia y eligieron en asamblea a sendossucesores, con el voto de toda la comunidad, según eranorma en esa época. Sin embargo, los clérigos destitui-dos no se resignaron, consiguieron el apoyo de algunosprelados hispanos y convencieron —con engaños, segúnsus detractores— al mismo Esteban, recién elegido obispode Roma y, por tanto, autoridad que por entonces consti-tuía, al modo de los posteriores patriarcas, la principal refe-rencia moral para las iglesias de Occidente.

Éste es el momento preciso en que los fieles de las doscomunidades solicitaron el apoyo del influyente Ciprianoen una carta (perdida) en la que, según se deduce de laepístola del africano, se formulaban, además, otras gra-ves acusaciones contra los depuestos: uno de ellos, Basíli-des, había blasfemado durante una enfermedad y el otro,Marcial, no sólo pertenecía a una asociación funeraria no

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cristiana, con cuyos miembros se reunía en lo que Ciprianocalifica de «vergonzosos banquetes», sino que había ente-rrado a sus hijos «en sepulcros profanos, según las costum-bres de los no cristianos y entre ellos».

La epístola, que contiene otros detalles de interés sobrela organización de las primeras agrupaciones cristianas deHispania, no menciona a ningún mártir. No quiere estodecir que no los hubiera habido en la Península Ibérica,pero sugiere que no fueron tan numerosos como en oca-siones se supone. Tras décadas de tolerancia, los cristianosiban saliendo paulatinamente de su semiclandestinidad ini-cial, de manera que, según se deduce de la misiva deCipriano, contaban con cementerios propios y con dirigen-tes cuya identidad era del dominio público. Justamente porello, el rigor y la amplitud de las disposiciones de Deciosorprendieron a muchos fieles, que vacilaron y apostata-ron, aunque en su mayoría regresaran a sus creencias unavez finalizada la persecución.

El cuadro que recrea Cipriano en su epístola rompe laimagen de romántica pureza evangélica de los primeroscristianos y pone de manifiesto las dificultades que encon-traban para discernir qué parte del acervo cultural romano,que al fin y al cabo era el suyo, resultaba compatibe consus creencias: así, como hemos visto, Marcial, uno de losobispos depuestos, consideraba admisible pertenecer auna asociación funeraria no cristiana y permitir que sus

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propios hijos fueran enterrados según tales ritos. Pero elconflicto pone de relieve también la clara percepción quelas comunidades cristianas tenían acerca de lo que era tole-rable o reprobable según sus creencias —máxime en lapersona de un obispo— y su firmeza a la hora de sostenersus decisiones, incluso contra el parecer del influyenteobispo de Roma.

Cipriano, que se había mantenido íntegro frente al edic-to de Decio y que pocos años después sufriría martiriodurante la persecución de Valeriano (258), recomendó asus corresponsales hispanos que no readmitieran en sussedes a los apóstatas. En su decisión menciona comodeterminantes no sólo los informes que le habían hechollegar las comunidades afectadas, sino también el crite-rio del cesaraugustano Félix, «hombre de fe y defensor dela verdad», que le había escrito para condenar el compor -tamiento de Basílides y Marcial. La intervención de Félix enlos asuntos de congregaciones tan alejadas de la suyapodría deberse a su condición episcopal —que Cipria-no no expresa—, en cuyo caso cabría suponer que fue-ra uno de los obispos que habían apoyado a los fieles deMérida y Astorga-León en la destitución de los apóstatas yque, en defensa de esta postura, se dirigiera también aCipriano. Resulta claro que era una persona de prestigio,bien informada y con conexiones en otras zonas de Hispa-nia, circunstancias que subrayan la fluidez de los contactosentre estas primeras comunidades cristianas, incluida la de

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Las fieras son devueltas asus jaulas, pintura de J. L. Gérome (1902)

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Cesaraugusta que, sin duda, se contaba entre las más acti-vas, como los acontecimientos de los siguientes añospusieron de manifiesto. La persecución de Decio fue, segu-ramente, más humillante —por los apóstatas que pro -dujo— que mortífera, pero también tuvo consecuenciaspositivas, al menos en la opinión de Cipriano, quien la interpretó como una llamada de atención providencialpara despertar la fe de los fieles, debilitada por la prolon-gada paz de la que habían disfrutado en los decenios pre-vios. Por ello con cluye su epístola exhortando a sus corres-ponsales hispanos, con claros tintes apocalípticos, aman tenerse firmes en sus creencias:

«No os extrañe que en los últimos tiempos vacile la fe ende-ble de algunos o su irreligioso temor de Dios, ni que decaigala pacífica concordia. Está anunciado que van a suceder estascosas al fin del mundo. La palabra del Señor y el testimonio delos apóstoles han predicho que, al decaer el mundo y acercar-se la venida del Anticristo, decaerá el bien y aumentará el maly la adversidad.»

(Cipriano, Epístola 67; trad. M. Sotomayor, 1979)

Aunque el fin del mundo, obviamente, no se produjo,las palabras de Cipriano ilustran cuán arraigadas estabanentre los primeros cristianos las concepciones mesiánicas y la creencia en un próximo Juicio Final. De cualquiermodo, la entereza que recomendaba habría de serles muynecesaria para sobrellevar las duras persecuciones a lasque se enfrentarían en los años siguientes.

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Poco tiempo después de estos sucesos, el emperadorValeriano volvió a dictar medidas, más generales yseveras, contra los cristianos (257-258). Medio siglo

más tarde, a partir de 303, Diocleciano y Maximiano desen-cadenaron el último, pero también el más radical, cruentoy prolongado, de estos episodios represivos, concluido enOccidente hacia 305.

Las razones que provocaron las persecuciones son com-plejas y, desde luego, polémicas. La base religiosa de lahostilidad hacia los cristianos radicaba ante todo en suoposición a reconocer otro dios que no fuera el suyo. Estaactitud suscitaba la repulsa de una sociedad muy religiosaque vinculaba su suerte a la benevolencia de los dioses ypara la que la negativa a rendirles culto ponía en peligro lasupervivencia de la comunidad misma.

Los judíos, con quienes los emperadores tuvieron tam-bién no pocos problemas, eran tolerados, pese a su estrictomonoteísmo, porque practicaban una religión “nacional”,étnica y no proselitista, un tipo de culto con el que Romasiempre se mostró respetuosa. Pero los cristianos profesa-ban una religión nueva, no sancionada por la tradición,que negaba la existencia de los dioses estatales de Roma, ypracticaban un activo proselitismo sin reparar en orígenes

LAS ÚLTIMAS PERSECUCIONES

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étnicos o sociales. En estas condiciones, el cristianismo no podía ser legalizado y sus adeptos se exponían a serencausados por impiedad, máxime teniendo en cuenta querechazaban el culto al emperador, actitud que podía serinterpretada como deslealtad política.

GrafitoblasfemodelPedagogio,Museo delPalatino(Roma)

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Si el apartamiento de la religión pública les hacía pasarpor “ateos” e insolidarios a los ojos de muchos conciuda-danos, el carácter extraño y forzosamente privado de susrituales dio pábulo a todo género de rumores. Así, un iró-nico grafito procedente del Pedagogio de Roma —escuelade los esclavos y libertos imperiales situada al pie del Pala-tino— muestra a un hombre orando ante un crucificadocon cabeza de asno y, escrito al lado, «Alexámeno adora asu dios». Este grafito del siglo III concuerda con una de lasacusaciones contra aquel dios de la nueva religión que,según los apologistas cristianos Tertuliano y Minucio Félix,eran frecuentes en sus días.

«Recientemente, una nueva representación de nuestroDios ha sido presentada, pues un criminal de los que sealquilan para combatir contra las bestias [en los juegos cir-censes] exhibió una pancarta con la inscripción: Deus chris-tianorum ONOKOITES [El dios de los cristianos, nacido de unasno]. Tenía orejas de asno y una pezuña por pie, sostenía un libro en la mano y vestía la toga.»

(Tertuliano, Apologético, 16, 12)

Más graves eran los rumores acerca de que durante susreuniones se entregaban a todo tipo de ritos repugnantes,entre ellos la antropofagia infantil y el incesto, como bienqueda de manifiesto en el siguiente pasaje de Minucio

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Félix, quien, hacia comienzos del siglo III, consagró unaobra a defender su religión frente a estas difamaciones:

«Y de los convites de los cristianos no hay por qué hablar,pues es la comidilla de todos […]. El día señalado se reúnentodos para el banquete con sus hijos, hermanos y madres,sean del sexo y edad que fuesen. Bien comidos, cuando yahierven de ardor los comensales y el fuego y borrachera de lapasión los enciende, échase un trozo de carne fuera del alcan-ce de la cadena de un perro que está atado a un candelabro,apagándose la luz. Al amparo de tan impudente obscuridad yarrastrados por vil pasión, se mezclan promiscuamente comodé la suerte, responsables todos, si no de una realidad, sí de lamalicia del incesto; pues que todos están en desear lo quepuede ocurrir a cada uno.»

(Minucio Félix, «Octavius IX, 10»; trad. J. Zameza, en La Roma pagana y el cristianismo, Madrid 1941, p. 187)

Estas acusaciones eran fruto de la incomprensión —amenudo, malintencionada— de los hábitos de los cristia-nos, que decían reunirse para consumir el cuerpo y la san-gre del Hijo, y que se dirigían entre ellos con términos dellenguaje familiar —hermano, hijo, padre, etc.—, indiciosque dieron pie, seguramente, a las denuncias de antropofa-gia e incesto. Pero ilustran la latente hostilidad popular queexistía contra ellos y que, en no pocas ocasiones, dio lugara episodios de abierta violencia.

A partir de mediados del siglo III, el Imperio Romanoentró en una gravísima crisis, desencadenada por los reve-

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ses que sus ejércitos sufrieron en las fronteras del Danubioy de Oriente. Comenzó entonces un largo periodo de ines-tabilidad en el trono, por el que los emperadores se suce-dían vertiginosamente en medio de guerras intestinas y fre-cuentes pronunciamientos militares. A las destruccionesque todo aquello provocaba se unieron la enfermedad y la peste. En estas circunstancias, no resulta difícil compren-der que los cristianos, por un lado, ganaran adeptos, perotambién que se hicieran sospechosos de ser los responsa-bles de tantas desgracias, por haber turbado la paz de losdioses, y que terminaran por convertirse en víctimas deacusaciones y de estallidos locales de violencia, especial-mente en las provincias orientales del Imperio, donde eran más numerosos.

Con pocas excepciones, la política oficial consistió enintervenir sólo cuando mediaba una denuncia específica,de manera que las autoridades no actuaron de oficio con-tra los cristianos hasta finales del siglo II. Las razones deeste cambio de actitud hay que buscarlas, seguramente, enla proliferación de tendencias radicales como la de losmontanistas, seguidores de un clérigo profético, Montano,que ya en el siglo III mantenían posturas claramente hosti-les hacia Roma y manifestaban una auténtica sed de mar -tirio, convencidos de la proximidad del fin de los tiempos.De cualquier modo, hasta la persecución de Decio no sedictaron medidas generales y, aun en este caso, sin men-cionar explícitamente a los cristianos.

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Valeriano dio un paso más en la política represora, alcondenar abiertamente el cristianismo en los edictos pro-mulgados en 257 y 258: se prohibía su práctica, se decreta-ba la clausura de iglesias y cementerios y se ordenaba perseguir a los eclesiásticos y a los dignatarios romanos(senadores, caballeros y funcionarios) que fueran cristia-nos, con penas que iban desde la pérdida de dignidad paraeste último grupo hasta la muerte para los primeros, comofue el caso de Cipriano de Cartago, quien, entre otrosmuchos, fue ejecutado.

Tras unos años de renovada tolerancia, en 284 accedióal trono Diocleciano, un emperador que impulsó una sóli-da restauración del Estado gracias al establecimiento de lallamada Tetrarquía (división de las funciones de gobierno yde la Administración del Imperio entre cuatro autoridades:dos augustos y dos césares), con un perceptible plan -teamiento de corte teocrático en el que los emperadoresparticipaban, en cierto modo, de la consideración divinade Júpiter y Hércules. En este ambiente de rearme ideoló-gico no es de extrañar que se tomaran medidas contra los grupos religiosos menos asimilables, como los mani-queos (hacia 302) y los cristianos, contra los que se dicta-ron estrictas normas, primero destinadas a depurar el ejér-cito (298) y luego de carácter general, articuladas en tornoa cuatro edictos promulgados en 303 y 304. En ellos seretomaban con más severidad las disposiciones de Valeria-no contra las comunidades cristianas y se exigía de nuevo

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a todos los ciudadanos del Imperio que hicieran sacrifi -cios a los dioses en público. El rigor con el que se aplica-ron los decretos, en conjunto, desencadenó las más san-grientas per secuciones anticristianas, hasta que fueron suspendidos por Constancio en el occidente de Europa,hacia 305, y por Licinio y Constantino en la totalidad delImperio, entre 312 y 313.

Los tetrarcas de Venecia,bloque de pórfido conservado

en la plaza de San Marcos querepresenta a Diocleciano,

Maximiano, Galerio yConstancio (Foto: J. F. Ruiz)

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APOLOGETAS Y MÁRTIRES

Los tiempos de las persecuciones dieron lugar a dosfiguras características entre los primeros cristianos: el apo-logeta y el mártir. La necesidad de combatir la mala repu -tación de los seguidores de Cristo ante la opinión pública ylas autoridades y, sobre todo, la urgencia por poner demanifiesto que eran súbditos fieles al emperador —por elque rogaban a su dios, aunque no le rindieran culto— pro-piciaron la aparición de una literatura apologética endefensa del cristianismo. Por otra parte, las persecuciones,además de provocar apóstatas, también generaron un nue-vo prototipo, sin duda el más significativo del primer cris-tianismo: el mártir.

El creyente que entregaba la vida en testimonio de su fe—la palabra griega martyr quiere decir “testigo”— se con-virtió en el “héroe” de los cristianos, una figura claramentenovedosa, pero con perceptibles aportaciones clásicas, queles fijaba un modelo ejemplar de comportamiento, contra-puesto al del apóstata y premiado con la vida eterna. Entorno a ellos se hicieron fuertes las primeras comunidadesde fieles y después las ciudades, que, una vez que el cris-tianismo se convirtió en la religión dominante, adoptaron asus mártires locales como patronos protectores.

La información que se posee sobre los mártires procede,generalmente, de fuentes bastante alejadas en el tiemporespecto de los hechos que narran. Con la salvedad de los

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poemas de Prudencio, la mayor parte de las noticias dispo-nibles aparece en textos hagiográficos compuestos a partirde los siglos VI y VII, época en la que se produjo un nota-ble florecimiento del culto a los santos. Las deformaciones—y las invenciones, incluso— son propias de estas obras,cuyas pretensiones no son de orden histórico, sino moral y edificante; por ello, las tradiciones fueron embellecidas yretocadas para adecuarlas a las condiciones del momentoo, simplemente, se inventaron, como en el caso del jesuitaRomán de la Higuera, que a comienzos del siglo XVIIurdió documentos ficticios —algunos, relativos a Zaragozay Huesca— cuya falsedad no fue puesta al descubiertohasta el siglo XIX. No resulta siempre fácil distinguir, portanto, qué hay de cierto y qué de fabulado en este tipo dedatos, cuya confirmación depende, por un lado, de sucoherencia histórica y, por otro, de que sea posible corro-borarlos con fuentes literarias anteriores —como los poe-mas de Prudencio— o, al menos, situarlos en un contextomediante indicios arqueológicos que puedan demostrar laantigüedad de un determinado lugar de culto.

Lo expuesto hasta ahora han sido consideraciones decarácter general —alguna otra será precisa más adelante—,ya que, sin ellas, el lector que no esté familiarizado con la época podría tener alguna dificultad en comprender larelevancia histórica de las noticias, más bien dispersas, conque se cuenta acerca del primer cristianismo en el actualAragón. Si la epístola de Cipriano pone de manifiesto las

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reacciones suscitadas por la apostasía de dos obisposdurante la persecución de Decio, la siguiente informaciónsobre los cristianos muestra la entereza con la que muchosde ellos se enfrentaron a las persecuciones de Valeriano,Diocleciano y Maximiano, durante las que docenas de fieles sufrieron el martirio. Entre ellos figuran Vicente y los que las tradiciones más tardías han dado en llamar “LosInnumerables Mártires de Zaragoza”.

Un fabricante de santos zaragozanos

En la Toledo de la segunda mitad del siglo XVI y comien-zos del XVII vivió un prolífico escritor jesuita, hoy olvidado,llamado Jerónimo Román de la Higuera. Fue desenmascara-do en el siglo XIX por José Godoy y Alcántara, cuyo estudioresultó tan escandaloso que, si bien mereció premio de laReal Academia de la Historia, no fue editado hasta deceniosdespués (1868). Godoy demostró que Higuera era el mayorfalsificador de mártires y santos hispanos de todos los tiem-pos. Habían fracasado antes ilustres sabios católicos como elsacerdote Juan Bautista Pérez, Nicolás Antonio y GregorioMayáns, que descubrieron las suplantaciones del toledano;pero las imposturas pudieron más y, así, en muchos sitios,Aragón entre ellos, aún hoy resulta vencedor aquel sujeto.

Higuera parece un mitómano; que no es, como vulgar-mente se cree, un megalómano, sino un cautivo de la men-dacidad. Pero en sus días nadie quiso darse cuenta y durantesiglos la amplia España beata y santera dio alas a sus habili-

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dosas imposturas, en las que todo el mundo deseaba creer.El clérigo vivió en la España de la limpieza de sangre, delSanto Oficio y de la creación de una hiperortodoxia querepudió a Erasmo, prohibió lecturas, censuró el libre albedríoy prohibió la salida de estudiantes al exterior.

Higuera desarrolló su carrera alimentando ese ambiente.Fue docente en la Universidad de Alcalá de Henares, casihasta su muerte, en 1624. Su acción, incesante, consistió en“encontrar”, en hallazgos maravillosos, obras de escritorescristianos perdidas hacía siglos, citadas por San Jerónimo oSan Isidoro y que los vaivenes de la Historia habían destrui-do. Simuló una trabajosa búsqueda por monasterios euro -peos de esas piezas insignes. Y, una vez “encontradas”, lasdaba a la luz. Hizo decir cuanto quiso a estos autores cuyasobras se habían perdido (y así siguen). El éxito fue morroco-tudo (y lo sigue siendo), pues las ciudades, catedrales y con-ventos recibían con entusiasmo los inmejorables anteceden-tes aportados por los “descubrimientos” de Higuera.

“Halló”, pues, noticias sensacionales referidas, desde lue-go, a su Toledo natal. Y, asimismo, a otro de los asuntosmayúsculos de la tradición hispánica: el de la venida, ahorapoco menos que indiscutible, de Santiago a España. Higue-ra se percató de que Zaragoza era pieza clave para sus pla-nes. No sólo la tradición situaba aquí a Santiago, sino quehabía tomado cuerpo literario la venida de María, madre deJesús, a la ciudad, a los pocos años de la Crucifixión. Aportarpruebas a estas tradiciones valía un potosí ideológico. Habíaatestiguada en Zaragoza una antigua comunidad cristiana, de

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cuyos obispos se conocían algunos nombres, y, desde luego,estaban los obispos de época goda, que figuraban entre lomás florido de la cultura latino-gótica de Occidente. Algunasde sus obras, perdidas, podían contener datos de gran autori-dad. Bastaba, pues, con “encontrarlas”.

Dicho y hecho: apareció una en la que se daban fragmen-tos de otras firmadas por los zaragozanos Máximo, San Brau-lio o por Heleca de Huesca. El “descubrimiento” se editórápidamente en Zaragoza, en 1619. Hubo reacciones eruditasen contra, pero sin éxito. Los más quisieron creer y creye-ron en aquellas mixtificaciones. Entre ellos, el padre de laarqueología española, Rodrigo Caro, que, en 1627, hizo unaedición que arraigó en conventos, cabildos y universidades.

Higuera hizo decir a los antiguos que Santiago recibió elencargo expreso de evangelizar España y construyó una red fantástica de relaciones con Judea para demostrar quemuchos judíos de por aquí, donde tanto converso había, eranbuenos, pues habían llegado como está sin participar en eldeicidio y ayudaban con sus dineros a los primeros cristianosespañoles. Al menos, eso tuvo de buena la fabulación. El clé-rigo, pues, creó varios “testimonios antiguos” sobre la venidade Santiago a Zaragoza; inventó a sus tres primeros obispos,Atanasio, Teodoro y Epicteto o Epitacio; hizo venir al Ebro aFélix de Atenas, legado del papa San Lucio, en el siglo III, ymorir a cuarenta mártires, anteriores a Santa Engracia, ejecu-tados en el 253. Aún se leen todas estas cosas como ciertasen un libro editado en Zaragoza en 1975.

(Extractado de G. Fatás, Heraldo de Aragón, 12 de octubre de 1999)

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LOS MÁRTIRES DE ZARAGOZA

Se conservan restos arqueológicos que sugieren la exis-tencia de algún tipo de culto a los mártires en los alrededo-res de la actual iglesia de Santa Engracia, en Zaragoza, apartir del siglo IV. Sin embargo, hasta comienzos del V nose dispone de información más explícita sobre los mártirescesaraugustanos, gracias a los poemas de Prudencio.

Este poeta, oriundo seguramente de Calagurris (Calaho-rra) pero muy vinculado a Zaragoza, debió de recoger enesta ciudad tradiciones orales que recordaban la muerte deEngracia y sus compañeros cien años atrás y, en el caso de Vicente, tuvo acceso a un documento, hoy perdido,datable a finales del siglo IV, en el que se recreaban el procedimiento judicial y las torturas que padeció el santo.

Los escritos de Prudencio constituyen por sí mismos untestimonio precioso sobre el ambiente cultural y los valoresreligiosos del cristianismo hispano: pero del triunfante decomienzos del siglo V, declarado ya religión oficial delEstado, no del de la época de las persecuciones, un siglo osiglo y medio anterior. Por ello, se analizarán a continua-ción sólo las noticias específicas sobre los mártires zarago-zanos, dejando para el final el comentario sobre el pen -samiento que aparece reflejado en la obra de Prudencio.

De los dos poemas que dedicó a los mártires de Zarago-za, el que transmite noticias históricas de mayor interés es,

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sobre todo, el Himno en honor de los Dieciocho MártiresCesaraugustanos. Destaca el autor, especialmente, la canti-dad de víctimas que las persecuciones produjeron en laciudad, más numerosas —numerosiores, dice— que las decualquier otra localidad hispana.

Esta expresión contribuyó a asentar la hiperbólica tradi-ción sobre “los Innumerables Mártires de Zaragoza”, reco-gida por primera vez en un pasionario de principios delsiglo VII, que atribuía al gobernador de la provincia la eje-cución de todos los cristianos de Cesaraugusta.

Según Prudencio, que sólo cita ciudades hispanas o pró-ximas, ninguna otra había aportado tal número de mártires:Córdoba contaba con quince, encabezados por Acisclo yZoilo; Tarragona, con Fructuoso y sus dos diáconos; suCalahorra natal, con Emeterio y Celedonio; Alcalá deHenares —la antigua Complutum—, con Justo y Pas-tor; Gerona, con Félix; Barcelona, con Cucufate; Mérida,con Eulalia; las ciudades francesas de Narbona y Arles, conPablo y con Ginés, respectivamente, y la norteafricanaTánger, con Casiano. Sólo la misma Roma y, en todo caso,Cartago superarían a Cesaraugusta.

Es probable que en la positiva apreciación de Prudenciopesara una suerte de patriotismo local en favor de una ciu-dad a la que se muestra tan unido. Sin embargo, la compa-ración que establece también pone de manifiesto la rele-vancia de Cesaraugusta en el occidente cristiano, mientras

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que las cifras de mártires que el poeta adjudica a las comu-nidades hispanas, con los Dieciocho de Zaragoza en cabe-za, contribuyen a situar en su justa medida la trascendenciade los últimos episodios persecutorios en Hispania, confrecuencia exagerada en fuentes posteriores.

En su poema, Prudencio se limita a mencionar los nom-bres de los mártires. No precisa su condición social, ni lafecha en que fueron perseguidos, ni si padecieron el supli-cio al mismo tiempo o en diferentes ocasiones.

Desde luego, la omisión de estas circunstancias pudo seruna elección deliberada del poeta. Pero no puede descar-tarse la posibilidad de que en la tradición local que élconoció, seguramente oral, se hubieran perdido ya esosdetalles y se conservara memoria sólo de los nombres, talvez asociados a un acto litúrgico en el que fueran reci -tados. Y, al parecer, no de todos, pues Prudencio, tras citara Optato, Luperco, Suceso, Marcial, Urbano, Julia, Quinti-liano, Publio, Frontón, Félix, Ceciliano, Evencio, Primitivoy Apodemo —no Apodemio—, despacha a los cuatro res-tantes con el apelativo colectivo de Saturninos, a los queen fecha posterior se atribuyen los nombres de Casiano,Matutino, Fausto y Januario.

Junto a los Dieciocho, alude a Engracia (que, pese a sercruelmente torturada, no llegó a morir), a Cayo y a Cre-mencio, que «gustaron levemente el sabor de los martirios»,pero sobrevivieron también, y a Vicente, diácono del

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San Lamberto

Santa Orosia

Santa Catalina

Santos Justo y Pastor

San Demetrio

San Clemente

San Sebastián

Santa Bárbara

San FrontonioSan Jorge

San Esteban

Santo Dominguito de Val

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Los frescos de Goya en la cúpula Regina martyrum del Pilar, según A. Ansón (Foto: L. Mínguez)

San Judas Tadeo

San Pedro Arbués¿San Indalecio?

San Pedro

San PrudencioObispo de Tarazona

San Pablo

San Vicente

San Valero

Virgen María

San Lorenzo

Santa Engracia

Santas Nunilo y Alodia

San Hermenegildo

Los Innumerables Mártires de Zaragoza

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obispo Valerio de Zaragoza, ciudad donde sugiere quepadeció persecución antes de recibir martirio en Sagunto.

Prudencio no detalla las fechas en las que se produjoesta veintena de mártires y "confesores" —denominaciónque se daba a quienes sobrevivían al martirio—, pero seña-la explícitamente que Vicente conoció el ejemplo de los Dieciocho antes de ser él mismo martirizado, hechoque sitúa en tiempos de Diocleciano y Maximiano, sien-do Daciano gobernador de la Hispania Citerior. Este datofuerza a datar la muerte de los Dieciocho y el martirio deEngracia en un momento indeterminado anterior a 303.

Como ya se ha visto a propósito de la carta del obispoCipriano, la persecución de Decio (250) no parece haberprovocado víctimas en Zaragoza, por lo que resulta más probable que los mártires cesaraugustanos fueran eje-cutados durante la de Valeriano (257-258), o bien en el cur-so de un episodio aislado posterior, sin excluir la posibili-dad de que se vieran afectados por algunas de las primerasmedidas represivas adoptadas por Diocleciano antes de lagran persecución de 303. O, tal vez, en varios de estossucesos.

Debe recordarse que, según Prudencio, no hubo perse-cución a la que Zaragoza no contribuyera con mártires,afirmación que podría ser una licencia poética, pero quetambién podría significar que los Dieciocho, Engracia y los“confesores” dieron testimonio de su fe en episodios dife-

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rentes. De hecho, Prudenciose ocupa de ellos separada-mente, sin precisar en ningúnmomento que fueran víctimasde la misma persecución.

Se ha sugerido la posibili-dad de que muchos de losmártires zaragozanos fueransoldados y de procedenciaafricana; sin embargo, esta hi -pótesis, pese a haber disfru -tado de una cierta difusión,cuenta con bases poco sóli-das. Fue elaborada hace algu-nos años, cuando se admitíaun origen fundamentalmente norteafricano para el cristia-nismo hispano y se creía mayor la presencia de creyentesen el ejército, puntos de vista que en la actualidad no con-citan tanta aceptación. Pero, sobre todo, descansa en unanálisis onomástico deficiente, según el cual serían típica-mente africanos nombres que, en realidad, están documen-tados también en Hispania, como Félix, Januario o Marcial(piénsese, por ejemplo, en el poeta bilbilitano). Sólo Ceci-liano, Cremencio y, en especial, Matutino pueden ser con-siderados nombres frecuentes en África y raros en Hispa-nia, pero ni siquiera esta circunstancia autoriza a adjudicara sus portadores origen africano.

Mosaico del martyrium hallado en la huertade Santa Engracia (Foto: C. Villarroya)

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Si se prescinde de tradiciones legendarias como la quehace de unos desconocidos Anastasio, Teodoro yEpicteto —o Epitacio— los tres primeros obispos de

Zaragoza, así como de los relatos fantasiosos que narran el martirio del último de esos obispos en 105, o de cuaren-ta zaragozanos anteriores a los Dieciocho, el primer posi-ble dirigente de la iglesia cesaraugustana del que hay noticia es Félix de Zaragoza, a quien alude Cipriano en 254ó 255 y cuya condición episcopal, como queda dicho,resulta dudosa.

Quizá convenga aclarar en este punto que el obispo noera entonces el responsable de una diócesis extensa, sinoel dirigente de la comunidad de fieles de una ciudad, pues,como era de esperar, los cristianos adaptaron su organiza-ción al marco político existente, en el que el municipio,heredero de la ciudad-Estado, era la base. En torno al obis-po se fue creando una jerarquía eclesiástica (lectores, exor-cistas, acólitos, subdiáconos, diáconos) cuyos grados supe-riores, los de presbítero (“mayor”) y obispo (“inspector,guardián”), eran elegidos por el clero y los fieles.

Para asuntos de índole general, se congregaban enasamblea los obispos de una provincia —a imagen de losconcilios provinciales tradicionales, en los que se reunían

OBISPOS Y CONCILIOS

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los delegados de las ciudades— o los de una región. Cabíatambién el recurso al obispo de Roma o a los de otras pro-vincias como última instancia, a menudo más bien consul-tiva, según se ha visto en el caso de los “libeláticos”. Hastafinales del siglo IV no empezó a perfilarse la figura del

Relicario de San Valero, conservado en la sacristía de La Seo de Zaragoza. Fue realizado por encargo del Papa Luna en 1397

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obispo metropolitano —luego llamado arzobispo—, gene-ralmente coincidente con el obispo de la capital provincial,otra muestra del acoplamiento de la jerarquía eclesiástica ala organización administrativa civil.

El primer obispo cesaraugustano bien atestiguado esValerio, uno de los asistentes al Concilio de Elvira (Iliberris,Granada) celebrado hacia 306. Este Valerio no es otro queSan Valero, el prelado de quien, según Prudencio, Vicentefue diácono, y que seguramente pertenecía a la sacerdo-tum domus infulata Valeriorum que menciona el poeta, esdecir, a la familia episcopal de los Valerios (la existencia delinajes episcopales no era un hecho infrecuente en estaépoca), a la que pertenecía también el obispo Valerio asis-tente al I Concilio de Zaragoza de 378 ó 379. A diferenciade Vicente, Valerio consiguió eludir el martirio, aun-que no el destierro. Nada vuelve a saberse de él hasta elsiglo XI, cuando sus presuntas reliquias fueron descubier-tas y trasladadas a la catedral de Roda de Isábena, desdedonde su cráneo fue enviado a La Seo de Zaragoza pocodespués de la conquista cristiana de la ciudad, de la que seconvirtió entonces en patrono principal.

Las mismas actas del Concilio de Elvira mencionan tam-bién, entre los treinta y siete obispos asistentes, casi todosmeridionales, a otro tal vez oriundo del actual territorioaragonés. Se trata de Januario de Fiblaria o Fibularia, ciudad que podría ser la Calagurris Fibularia que fuentes

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antiguas emplazan en las proximidades de Huesca (¿tal vez en Bolea, donde hay una Calaborra?); pero no todoslos códices de las actas son unánimes al transmitir el nom-bre de la ciudad, que en alguno aparece como Salaria, un antiguo núcleo urbano de la provincia de Jaén, haciaÚbeda la Vieja.

El Concilio de Elvira es el primer sínodo disciplinar detoda la cristiandad del que se conservan las actas y cuentacon el interés añadido de suministrar una imagen extraordi-nariamente viva del cristianismo del tiempo de las persecu-ciones o, para ser más exactos, del periodo inmediatamen-te posterior a ellas y previo a su legalización. Puesto que ala reunión acudió Valerio, resulta razonable deducir que losproblemas que se abordaron en el sínodo eran comunes atodas las congregaciones hispanas representadas y, por lotanto, significativos también de las condiciones en las quese desarrollaba la vida de los cristianos de Cesaraugusta.Por ello, conviene detenerse un poco en su comentario.Tras el trauma de la persecución de Diocleciano, la Iglesiahispana se reorganizó y procuró establecer, desde unaperspectiva cristiana, el carácter censurable de determi -nadas prácticas tradicionales que, al parecer, eran frecuen-tes entre los fieles. Las actas expresan los valores moralespredominantes entre los cristianos de esa época —con for-mulaciones, en ocasiones, sorprendentes para un observa-dor actual— y reflejan la profunda preocupación de la Igle-sia por extirpar de su seno los usos y las creencias romanas

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incompatibles con la nueva fe, así como su interés por eli-minar la contemporización con el culto “pagano”. Pero,ante todo, evidencian cuán difícil era esta tarea para unascomunidades que, pese a rechazar la religión clásica, esta-ban inmersas en la cultura romana imperial.

En algunas ocasiones, las mismas actas ponen de mani-fiesto hasta qué punto los propios obispos eran víctimas delo que pretendían combatir, pues dejan traslucir su con-fianza en la eficacia de prácticas mágicas o de ancestralesrituales. Así, el canon 6 afirma: «Si alguien mata a otro pormedio de un maleficio, que se le niegue la comuniónincluso al fin de su vida, porque tal crimen no ha podidolograrlo sin idolatría»; y el 34: «Durante el día no se encien-dan cirios en los cementerios, que no hay que inquietar a los espíritus de los santos [es decir, los fieles]». Otras dis -posiciones muestran la estrecha convivencia de los cristia-nos con los seguidores de la religión tradicional y con losjudíos, o la persistencia entre los nuevos adeptos de prácti-cas “idolátricas”, como en el caso de los fieles que, debidoal cargo que ocupaban, debían reverenciar a los dioses ofi-ciales. Así, se alude a flamines —sacerdotes del cultoimperial— que seguían presentando ofrendas o que lleva-ban con orgullo la corona distintiva de su sacerdocio, o adunviros —máximos magistrados de un municipio—, queejercían normalmente un cometido que exigía su participa-ción en el culto oficial. Hay referencias también a cristianosque conservaban en sus casas estatuas de los dioses del

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panteón romano para no desatar la violencia de sus escla-vos, y a matronas que donaban «sus vestiduras para orna-mento de las procesiones mundanas».

Muy severas son las medidas dispuestas contra las bodasmixtas con “paganos”, judíos o herejes, así como con auri-gas y cómicos, oficios considerados inmorales (además deque, como en el caso de los aurigas, algunos de ellos eranídolos de las masas, por lo que podrían constituir un peli-groso rival para la nueva moral cristiana). También se con-denan la usura, el culto clandestino a los dioses tradiciona-les, la costumbre de los propietarios de hacer bendecir suscampos por judíos y la vuelta al ejercicio de su profesiónde aurigas y cómicos una vez bautizados. A su vez, consti-tuyen una grave preocupación para los obispos los delitosrelacionados con la fornicación y la propia instituciónmatrimonial, amenazada por el divorcio fácil y la liberali-dad imperante en las relaciones sexuales propios de lasociedad romana de la época. A cambio, pueden sorpren-der la levedad de la sanción para la matrona que, encoleri-zada, fustigara a su esclava hasta la muerte y, más aún, latolerancia de la misma esclavitud; o bien la prohibición deadornar las iglesias con pinturas, en la que aflora una viejavena iconoclasta que habría de resurgir en otros momentosde la historia del cristianismo; o, por no alargar estecomentario, la aceptación del matrimonio de los clérigos, aquienes, no obstante, se prohibía expresamente tener rela-ciones con sus legítimas mujeres y procrear.

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En los años siguientes, el cristianismo obtuvo el recono-cimiento de religión lícita (bajo Constantino, en 312-313) y,enseguida, la protección de los emperadores, que ordena-ron a los clérigos redactar un credo, que adoptaron, ypusieron el Estado al servicio de la ortodoxia: reprimierona los partidarios de corrientes reputadas de heréticas eintervinieron abiertamente en cuestiones doctrinales.

La Iglesia cesaraugustana pudo seguir de cerca estosacon tecimientos, pues participó en dos, al menos, de los con cilios generales convocados durante ese periodo.Así, en 314 se reunieron en Arles, a instancias del empera-dor Constantino, varios obispos occidentales en un sínodo

Restos románicos conservados en los muros del Pilar. En el centro el crismón, monograma compuesto por las dos primeras letras del nombre griego de Cristo

(X y P), adoptado como emblema por Constantino

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que confirmó la condena del donatismo: se trataba de unacorriente rigorista, arraigada particularmente en África, quese autodenominaba “Iglesia de los mártires” y acusaba adiver sos eclesiásticos de haberse contaminado con losapóstatas de las persecuciones o de haber apostatado ellos mismos. Entre las comunidades presentes en el Conci-lio se encontraban seis ciudades hispanas, incluida Cesa-raugusta, representada por el presbítero Clemencio y elexorcista Rufino. La ausencia del obispo, máxime teniendoen cuenta que Constantino había enviado invitaciones per-sonales a los prelados y puesto a su servicio la red imperialde correos, ha sido interpretada como indicio de que lasede cesaraugustana estaba vacante en esta época; sinembargo, no resulta un argumento convincente, pues, delas ciudades hispanas que asistieron, sólo una estuvo enca-bezada por su obispo, mientras que las demás delegaronen clérigos de menor rango, como hizo la propia Roma.

No consta la presencia de representantes cesaraugusta-nos en el fundamental concilio de Nicea (Iznik, Turquía)de 325, que, presidido por Osio, obispo de Córdoba, dictóla condena del arrianismo y proclamó la consubstanciali-dad del Padre y del Hijo (frente a los seguidores de Arrio,que subordinaban éste a aquél), definiendo lo que habríade ser la ortodoxia católica. Por el contrario, sí hubo uncesaraugustano en el de Serdica (Sofía, Bulgaria), celebra-do en 343, de nuevo bajo la presidencia de Osio, para tra-tar cuestiones ligadas al arrianismo que el sínodo niceno

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no había logrado desterrar. Entre los numerosos obisposallí reunidos, cinco procedían de Hispania, además del deCórdoba: uno de ellos era Casto, obispo de Cesaraugusta.

Así, pues, a lo largo del siglo IV la Iglesia cesaraugusta-na tuvo oportunidad de seguir de cerca el proceso de reor-ganización que el cristianismo experimentó tras el final delas persecuciones y la consecuente legalización de susprácticas. Intervino en algunos de los sínodos más impor-tantes del periodo, tanto desde el punto de vista disciplinarcomo doctrinal, y fue adaptándose a la nueva situación.Ahora, la Iglesia disfrutaba, por un lado, de la crecienteprotección que le brindaban los emperadores, pero, porotro, debía soportar las cada vez más frecuentes interven-ciones del Estado en sus asuntos —incluidos los doctrina-les—, a menudo a instancias de las distintas corrientes queiban surgiendo en su seno.

Tras la atención prestada inicialmente a depurar la cele-bración cristiana de antiguos hábitos incompatibles conella, pasaron a primer plano cuestiones como la organiza-ción de la Iglesia, la definición doctrinal y la supresión delas tendencias calificadas de heréticas. Paralelamente, elprogresivo acercamiento entre Estado e Iglesia dio lugar auna mayor simbiosis entre los dirigentes civiles y reli giososque, a escala local, terminó por convertir a los obispos enlas principales autoridades de las ciudades y que, en elentorno del emperador, condujo a algunos clérigos a la

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condición de consejeros, un proceso paralelo a la integra-ción de la aristocracia en la jerarquía eclesiástica.

Hacia finales del siglo IV, el cristianismo culminó su tra-yectoria triunfante al convertirse en la única religión lícitadel Imperio, según el edicto de Tesalónica promulgado porTeodosio en 380. El edicto, además, reconocía como orto-doxo el credo propuesto por el Concilio de Nicea y, por lotanto, convertía en herejes y susceptibles de castigo penala quienes discrepasen de él. En los años siguientes, la reli-gión tradicional dejó de recibir aportaciones económicasdel Estado y, finalmente, fue prohibida en el año 391.

I CONCILIO DE ZARAGOZA

Por esas mismas fechas, la Iglesia de Cesaraugusta seconvirtió, durante algunos días, en anfitriona de una reu-nión conciliar que, pese a no haber agrupado a un elevadonúmero de obispos ni haber dictado medidas de gran tras-cendencia general, encierra un notable interés histórico, yaque sus actas constituyen una pieza fundamental para lacomprensión de uno de los conflictos más graves con losque se enfrentó la iglesia hispana de la época: la cuestiónpriscilianista. Aunque dichas actas no condenan de formaexpresa esta corriente, hay indicios de que las medidasadoptadas estaban dirigidas contra sus seguidores: así, elconcilio antipriscilianista de Toledo (400) mencionaba

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como antecedente las disposiciones adoptadas en un síno-do zaragozano, que ha de ser el que ahora nos ocupa.

No es necesario aquí seguir de cerca el desarrollo delpriscilianismo ni profundizar en su caracterización, que hasuscitado interpretaciones encontradas entre los estudiososdel tema. Del conflicto, que todavía en el siglo VI no habíasido resuelto, sólo interesan ahora los sucesos iniciales,que son, precisamente, los que condujeron a la convocato-ria del concilio zaragozano. Los antecedentes del sínodo sehallan en la denuncia contra dos obispos, Instancio y Sal-viano (luego conocidos como estrechos colaboradores dePrisciliano), hecha por Higinio de Córdoba ante el metro-politano de Mérida, Hidacio. Se desconocen los detallesdel asunto, pero consta que Hidacio reaccionó de maneramuy severa contra los encausados, a los que excomulgó,mientras que, en cambio, Higinio, el denunciante, terminópor reconciliarse con ellos.

El siguiente acto en relación con el priscilianismo fue yala celebración del Concilio de Zaragoza. El sínodo, tradi-cionalmente datado hacia 380, parece haber tenido lugar,en realidad, algo antes, hacia 378 ó 379. La convocatoriacongregó en la ciudad a una docena de obispos de los quese conoce el nombre, pero no las sedes respectivas de las que procedían. Entre ellos se ha podido identificar aDelfín, de Burdeos, y tal vez a Febadio, de Agen. Entre los obispos hispanos se contaban Simposio, de Astorga, y

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dos de los más encarnizados oponentes de Prisciliano: Itacio, de Ossonoba (Fa ro, Portugal), e Hidacio, de Mérida.Como ya se ha visto, el obispo de Za ragoza debía de serValerio, emparentado con el obispo homónimo (San Vale-ro) perseguido junto con San Vicente y asistente al Conci-lio de Elvira. La reunión se celebró in secretario, es decir,en la sacristía de una iglesia cuya advocación no señalanlas actas del concilio. Las disposiciones adop tadas parecendirigidas a suprimir una especie de práctica litúrgica para-lela, de corte ascético y desarrollada en reuniones privadasal margen de la jerarquía eclesiástica, que alejaba a los fie-les de las iglesias en fechas clave del calendario cristiano yque, entre otras cosas, comprendía el ayuno dominical, laconsumición de la eucaristía fuera del templo —un hábitomuy exten dido en la época— y el comentario de las Escri-turas bajo la dirección de personas que se daban o recibíanel título de doctores sin tener derecho al mismo, pues erapriva tivo de los obispos. En los cánones se insinúa tambiénque en dichas reuniones se comentaban textos declaradosapócrifos o que, incluso, se realizaban rituales no cristia-nos o mágicos, aspecto hacia el cual es posible que apuntela enigmática prohibición, recogida en las actas, de cami-nar descalzos por los montes.

Al parecer, por esta forma de religiosidad se sintierontambién atraídos sacerdotes de vocación ascética, si, enefecto, es esto lo que implica la condena contra el clérigoque abandonara su puesto para hacerse anacoreta (mona-

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chus, “solitario”), llevadopor la presunción de queen la Iglesia dominaban elbuen vivir y la vanidad, yque con su ale jamientopodía cumplir me jor lospreceptos cristianos. Dehecho, los cá nones alu-den con frecuencia a lacelebración de reunionesprivadas en los montes oen villas rurales, lejos dela ciudad y de las iglesias,en consonancia con el re -tiramiento característicodel movimiento anacoréti-co, recién introducido enOccidente por entonces.Además, se deduce unaactiva presencia femeni-

na, lo que suscitaba los recelos de los obispos, siempreatentos a vigilar situaciones que pudieran dar lugar a con-ductas sexuales impropias: de ahí la prohibición de que lasmujeres pertenecieran a grupos diferentes de los de susmaridos. La disposición relativa a las vírgenes refleja unarenuncia precoz a la vida sexual, propia también decorrientes ascéticas rigurosas.

San Valero y San Vicente ante Daciano, óleo de Antonio Bisquert (hacia 1625), en la iglesia

de San Gil de Zaragoza

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Muchas de las prácticas reprobadas se correspondencon las atribuidas por sus detractores a los priscilianistas,pero también encajan con el tipo de religiosidad que aqué-llos admitían, por lo que el Concilio de Zaragoza constitu-ye un documento de gran valor histórico para enjuiciar losprimeros momentos de esta corriente y poner de manifies-to los puntos de discrepancia respecto de sus antagonistas.

En la elección de Zaragoza como sede del sínodo debióde pesar, sin duda, su posición geográfica, adecuada paracelebrar una reunión conjunta de obispos hispanos y aqui-tanos. Sin embargo, no fue ésta la única razón, como secreía antes, pues el reciente descubrimiento (1981) de unacarta dirigida por el hispano Consencio a Agustín de Hipo-na (Túnez) pone de manifiesto que, a comienzos del si-glo V, Prisciliano contabacon seguidores no sóloen Galicia y el Oeste deHispania, sino tambiénen el Nordeste peninsu-lar, incluidas ciudadescomo Ilerda (Lérida) yOsca (Huesca), por loque la celebración en Za -ragoza del concilio pu-do obedecer, además, alarraigo local del prisci -lianismo.

Ábside románico de La Seo de Zaragoza (Foto: G. Bullón)

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Cánones del I Concilio de Zaragoza (hacia 378-379)

I. Ut feminae fideles a virorum alienorum coetibus separentur.

Que las mujeres cristianas no pertenezcan a grupos dehombres ajenos (esto es, de otros que no sean los de susmaridos).

II. Ut diebus dominicis nullus ieiunet nec diebus quadragesi-mis ab ecclesia absentet.

Que nadie ayune los domingos ni falte a la iglesia en losdías cuaresmales.

III.Ut qui eucaristiam in ecclesia accipit et ibi eam non sumitanathematizetur.

Que sea anatema quien reciba la Eucaristía en la iglesia yno la consuma allí.

IV.Ut tribus hebdomadis quae sunt ante Epifaníam ab ecclesianemo recedat.

Que nadie falte a la iglesia durante las tres semanas previasa la Epifanía.

V. Ut qui a suis episcopis privantur ab aliis non recipiantur.

Que quienes hayan sido excomulgados por sus obispos nosean aceptados por otros.

VI.Ut clericus qui propter licentiam monacus vul esse excomu-nicetur.

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EL PRISCILIANISMO Y LA EPÍSTOLA DE CONSENCIO

Tras el Concilio de Zaragoza, el problema se enconócon el intercambio de acusaciones entre los detractores ylos seguidores de Prisciliano, que, por entonces, había sidoya ordenado obispo de Ávila por sus partidarios. En estepunto, sus principales antagonistas, Hidacio de Mérida eItacio de Ossonoba, trasladaron el problema a las autorida-des civiles y consiguieron un decreto de destierro, promul-gado por el emperador Graciano, contra los priscilianistas.Sin embargo, éstos lograron que la normativa fuera sus-

Que sea excomulgado el clérigo que desee hacerse ana-coreta por presunción.

VII. Ut doctoris sibi nomen non imponant cui concessum non est.

Que no se dé el título de doctor a quien no le haya sidoconcedido.

VIII. Ut ante quadraginta annos sanctimoniales virgenes nonvelentur.

Que no reciban el velo antes de los cuarenta años lasvírgenes consagradas.

OBISPOS ASISTENTES: Fitadio, Delfín, Euticio, Ampelio, Augencio,Lucio, Itacio, Esplendonio, Valerio, Simposio, Carterio eIdacio

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pendida poco tiempo después. El breve acceso al trono deMáximo cambió el curso de los acontecimientos, pues fueganado para su causa por los enemigos de los priscilianis-tas. El emperador mandó reunir un concilio en Burdeosque los condenó (384) y, finalmente, resolvió la apelaciónde Prisciliano decretando su muerte y la de varios de susseguidores (385), no sin que antes éste admitiera, segura-mente bajo tortura, la comisión de delitos como practicarmaleficios, orar desnudo o asistir a reuniones nocturnascon mujeres de mala reputación.

La desaparición de Prisciliano no acabó con el proble-ma. Sus partidarios consiguieron que, tras la muerte delemperador Máximo, Hidacio fuera depuesto y desterrado,y que se repatriaran los cuerpos de Prisciliano y sus compañeros a Hispania, en donde recibieron el tratamien-to de mártires. En el año 400, un nuevo concilio reunidoen Toledo condenó nuevamente el priscilianismo, aun-que en términos benignos, pues los obispos que abjura-ron de sus creencias fueron restituidos en sus cargos, anteel descontento de un sector importante del episcopado,que reclamaba penas más duras.

Aunque la cuestión priscilianista perdura hasta el si-glo VI, lo dicho hasta el momento es suficiente para com-prender el contexto en el que se enmarca la mencionadacarta que, hacia 418 ó 419, dirigió Consencio a Agustín deHipona. Es un testimonio casi cuarenta años posterior al

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Concilio de Zaragoza, perosu vinculación con el prisci-lianismo aconseja abordarloahora.

Consencio se había reti-rado a vivir a las Baleares,probablemente a Menorca,y desde allí se mantenía encon tacto con diversas per-sonalidades de la Iglesia oc -cidental; en par ticular, conPatroclo, obispo de Arles,con quien compartía el celopor la ortodoxia. Entre am -bos urdieron una tra ma “de tectivesca” para desen -mascarar a los seguidoresen cubiertos del priscilianis-mo. Con este fin, el propioConsencio redactó un textode inspiración priscilianistay se lo confió a un monjede Ta rragona, Frontón, quedebía utilizarlo para cono-

Mosaico de Macedonio, procedente deCoscojuela de Fantova, conservado en el

Museo de Huesca (Foto: F. Alvira)

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cer a los herejes e infiltrarse entre ellos. Éste empezó suspesquisas en Tarragona congraciándose con una damaaristocrática, Severa, pues Consencio le había informadode que era priscilianista; de ella obtuvo información sobreSevero, presbítero de Huesca, a quien señaló como uno delos seguidores de Prisciliano más influyentes de la región.

En 417, Severo decidió trasladarse al castellum (estable-cimiento rural fortificado) de su madre, llevando consigotres volúmenes de escritos mágicos. Sin embargo, en elcamino fue atacado por unos “bárbaros” —recuérdese queen 409 habían cruzado los Pirineos vándalos, alanos y suevos— que saquearon sus pertenencias. Los asaltantes se dirigieron a Ilerda (Lérida) para intentar vender su botíny al descubrir el contenido mágico de los libros, los entre-garon al obispo de la ciudad, Sa gicio.

Este último también se significó a los ojos de Frontóncomo sospechoso, puesto que despojó a uno de los volú-menes de las páginas más interesan tes para conservarlas,antes de enviárselo al me tro po litano de Tarragona, a quiencomunicó que los otros dos escritos quedaban depositadosen el archivo de su iglesia. Pero los tres libros regresaron amanos de Se vero, pues Sagicio le vendió en secreto los dosque conservaba y el tercero le fue entregado por Siagrio,obispo de Huesca, una vez que se lo hubo enviado elmetropolitano tarraconense para que interrogara sobre él asu presbítero.

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Sabedor de estos hechos a través de Severa, Frontóndecidió denunciarla ante las autoridades, así como a Sagi-cio, a Severo y a Siagrio. Los siguientes aconte cimientosdemostraron que los imputados contaban con sólidos apo-yos en la provincia, tanto en la jerarquía eclesiástica comoen la civil; algunos familiares de Asterio, el gober nador delas Hispanias, protegieron abiertamente a los acu sados, porlo que la denuncia quedó sobreseída y los libros de la dis-cordia terminaron en la hoguera junto con las actas delproceso. Frontón, a quien las autoridades empezaban a vercomo un agitador y que sufría la animadversión del puebloy los obispos, decepcionado por los resultados de suempresa regresó a Menorca, vía Arles, en donde fue recibi-do por Patroclo. Una vez en la isla, informó a Consencio,quien, a su vez, refirió a Agustín los detalles del asunto enla carta conservada en el epistolario del santo.

El Concilio de Zaragoza y la epístola de Consencio per-miten caracterizar el priscilianismo de esta fase inicialcomo una corriente de corte ascético y fuerte arraigo enmedios cultos —el propio Prisciliano pertenecía a unafamilia notable— que defendía una forma de vida cristianacontrapuesta a las prácticas más relajadas de algunos secto-res de la jerarquía eclesiástica, a los que podría representar,por ejemplo, su antagonista Itacio de Ossonoba. De éstedice con disgusto Sulpicio Severo, un autor contempo -ráneo de los hechos y claramente opuesto a Prisciliano,que era «locuaz, descarado, presuntuoso, muy dado al

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vientre y a la gula». Los priscilianistas —a diferencia deotros movimientos similares de Oriente— propugnaban unascetismo temporal y no definitivo, perfectamente compati-ble con el desempeño del sacerdocio ordinario y del epis-copado, hacia el que sus dirigentes se mostraron desde elprincipio inclinados.

Sin entrar en las debatidas cuestiones doctrinales querodean este asunto, ni en las acusaciones de practicar lamagia o profesar ideas maniqueas, ni tampoco en el poste-rior desarrollo de esta corriente, lo cierto es que las doc -trinas de Prisciliano amenazaban la unidad de la Iglesia,sobre todo por su política de acceso al episcopado, ymerecieron la reprobación matizada de importantes secto-res eclesiásticos de Occidente. Sin embargo, éstos no com-partían la solución extrema del conflicto propugnada porlos antagonistas más encarnizados de Prisciliano, como Itacio, que, según se ha dicho, fue a su vez juzgado ydepuesto.

Tanto el Concilio de Zaragoza como los sucesos a losque se refiere Consencio abonan este punto de vista, puesen el primer caso el sínodo, aun con la presencia en él deItacio e Idacio, no formuló una condena explícita del pris-cilianismo, y en el segundo se buscaron alternativas menosdrásticas que las que proponía Frontón para resolver elproblema que las pesquisas del “monje detective” habíanhecho aflorar.

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Pero volvamos al siglo IV. Como ya se ha señalado, ala legalización del cristianismo siguió, en menos de una centuria, su acceso a la condición de reli-

gión oficial y única del Imperio. La conquista de esta posi-ción hegemónica exigía transformar las tradiciones roma-nas que la Iglesia consideraba incompatibles con sus creencias y, especialmente, aquéllas más vinculadas con lapráctica religiosa tradicional, ahora llamada “pagana” —esdecir, rústica, propia del “pagus” o aldea— por persistirentre los habitantes del campo. Entre ellas ocupan un lugarprimordial, por su papel conformador del tiempo y elespacio, el paisaje urbano, en el que los templos ocupabanuna posición conspicua, y el calendario, jalonado por lasfestividades de los dioses y los emperadores.

La conquista del tiempo y el espacio fue, no obstante,un proceso paulatino e incompleto con no pocos elemen-tos de síntesis y coexistencia. Así queda de manifiesto en laaceptación por la Iglesia de los nombres de los meses,pese a contener claras referencias a la religión tradicional:januarius, enero, mes de Jano; martius, marzo, mes deMarte; etc. A cambio, se introdujo la organización en sema-nas, ajena al cómputo del tiempo romano, pero caracterís-

LA TRANSFORMACIÓN DEL TIEMPO Y EL ESPACIO

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tica del judío, en el que a seis días laborables sucedía unode descanso, el sabbath. El cristianismo desplazó un día la jornada de reposo y de celebración litúrgica, llamándoladies dominica, domingo o día del Señor, pero mantuvopara la víspera la denominación judía y, para los demásdías, los nombres habituales de la semana astrológica, bas-tante difundidos ya en el siglo III. De este modo, los cincoprimeros conservaron su designación clásica, que conme-moraba a la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter y Venus —delos que proceden lunes, martes, etc.—, y los dos últimos,consagrados a Saturno y al Sol, fueron reemplazados, salvoen algunas lenguas extrarrománicas (inglés Saturday, Sun-day; alemán Sonntag). Esta coexistencia cuenta con testi-monios tan ilustrativos como el calendario de Polemio Sil-vio, de mediados del siglo V, en el que se registran tantocelebraciones cristianas y aniversarios de martirios comofestividades clásicas, que, en muchos casos, se mantenían:de esta manera, la Navidad, la Pascua o la conmemora-ción de los mártires alternan con las fiestas Lupercales, conlos días destinados a los espectáculos circenses o con elnatalicio de emperadores no cristianos.

En paralelo a la cristianización del tiempo, tuvo lugar latransformación del paisaje urbano. Basílicas, edificios mar-tiriales, baptisterios, monasterios o cementerios fueron des-plazando o superponiéndose a los viejos templos y santua-rios en su función de articular el espacio ciudadano. Sinembargo, este proceso se desarrolló lentamente durante el

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siglo IV, un periodo de escaso dinamismo constructivo enla mayor parte de Hispania. Se observan, además, clarosindicios de ruralización, una tendencia reforzada por lascorrientes anacoréticas que preconizaban el abandono dela ciudad y de la vida mundana, en sintonía con el modeloclásico del ocio campestre. Recuérdese que, según lasactas del Concilio de Zaragoza, las villas rurales servían derefugio temporal a quienes deseaban practicar una vidamás acorde con sus exigencias de rigor moral, y que aSevero, el presbítero de Huesca sospechoso de priscilianis-mo, le fueron robados los códices mágicos cuando se reti-raba al castellum natal de su madre para leerlos. El propio

Basílica de la villa Fortunatus, yacimiento arqueológico al norte de Fraga (Foto: J. F. Ruiz)

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Prudencio escribió bue na parte de su obra poética tras ins -talarse en una villa rústica.

Así, proliferan las mansiones campestres aristocráticas,que se convierten en un nuevo punto de referencia en laorganización social ante la creciente ru ralización. Un buenejemplo de las mismas lo constituye la que, cercana a Fra-ga, es conocida como de Fortunatus, por el nombre inscri-to a los lados de un crismón sobre un mosaico datable afines del siglo IV. A comienzos de la centuria siguiente, elpropietario construyó sobre una antigua sala de la casa unabasílica cristiana, reformada en varias ocasiones hasta elsiglo VI, que, además de servir de lugar de culto para loshabitantes de la propiedad —se ha insinuado la presenciade una cripta o relicario—, contribuía a reforzar los víncu-los de dependencia entre el hacendado y la poblaciónrural circundante. Sin embargo, no todas las villas de laépoca muestran esta cristianización del espacio doméstico.Baste mencionar el ejemplo contemporáneo de la Villa dela Malena, junto a Azuara, en cuyos magníficos mosaicosse representa un tema por completo clásico.

Diversos testimonios cristianos proceden de otras zonasrurales como Mianos, Laperdiguera o Monreal de Ariza,sede de la antigua Arcobriga, una ciudad en declive —sino abandonada— por entonces, al igual que ocurría conotras de la región, caso por ejemplo de Bilbilis (Calatayud),según refleja una carta de Paulino de Nola, un joven aristó-

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crata de Burdigala (Burdeos), luego santo, que hacia 390se retiró por breve tiempo a esta parte de la HispaniaTarraconense. Entre los conjuntos más importantes destacael de Coscojuela de Fantova, un pequeño núcleo ruraloscense que, al parecer, relevó como centro comarcal a lavecina ciudad de Labitolosa (La Puebla de Castro), en deca -dencia desde el siglo III. De su cementerio pro ceden diver-sos mosaicos funerarios como el que cubría la tumba de un presbítero, decorado con la figura del Buen Pastor —untema clásico, cristianizado— y la inscrip ción «María ador-nó este sepulcro para su marido el presbítero Mace do-nio». Otros, fragmentarios, recogen los nombres de Pimenioy Simplicio (?), y uno entero, con el difunto represen ta-do a modo de orante rodeado por motivos florales, panesy palomas, dice: «Vivencio adornó es te sepulcro para su

Mosaico de Fortunatus (Fraga), actualmente en el Museo de Zaragoza (Foto: J. Garrido)

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ma rido dulcísimo Rufo», siendo Vi -ventius, pese a su aspecto masculi-no —que indujo a error a algunosestudiosos—, un nombre utilizadotambién por mujeres.

Estos mosaicos permiten seguirlas transformaciones que en el ám -bito funerario introdujo el cristia-nismo. En este terreno alternantambién los elementos de conti-nuidad y las innovaciones. Así, porejemplo, la esperanza en la resu-rrección de los muertos fa vorecióla generalización de la inhuma-ción, en de trimento de la cre -mación antes dominante. En con-secuencia, predominaron tipos detumba ya existentes adecuados pa -ra esas ceremonias, como los sar -cófagos, o se crearon otros nue-vos, como las laudas sepulcralessobre mosaico de Coscojuela deFantova.

Mosaico de Rufo, procedente de Coscojuela deFantova, en el Museo de Huesca (Foto: F. Alvira)

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En lo que respecta a los epitafios, si su función origina-ria era, ante todo, guardar memoria del desaparecidodifunto, para los cristianos, que creían en otra vida tras lamuerte, esta función dejó de ser primordial —aunquemuchos se enterraran bajo epitafios— y pasó a primer pla-no la vinculación del fallecido con Dios; esta idea tiende aser expresada sobre la tumba más con la imagen que conla escritura, en una época en la que dominaban los iletra-dos. Los epitafios, pues, escasean y proliferan las represen-taciones, como bien ilustran los espléndidos sarcófagos demediados del siglo IV conservados en la iglesia zaragozanade Santa Engracia o en la parroquial de Castiliscar. En esteúltimo aparecen esculpidos sobre el mármol temas delNuevo Testamento, como la resurrección de Lázaro (quepone bien de manifiesto la esperanza en otra vida), lacuración de la hemorroísa, la multiplicación de los peces(con elementos añadidos del tema de la conversión delagua en vino), la adoración de los Magos y una orante querepresentaría a la difunta.

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Los primeros cristianos

• Félix de Zaragoza, “hombre de fe y defensor de la verdad”(hacia 255).

• “Los Dieciocho Mártires de Zaragoza”, perseguidos entre257 y 303: Apodemo, Ceciliano, Evencio, Félix, Frontón,Julia, Luperco, Marcial, Optato, Primitivo, Publio, Quintilia-no, Suceso, Urbano; y los “Saturninos”: Casiano, Fausto,Januario y Matutino.

• Los “confesores” de Zaragoza, perseguidos entre 257 y 303:Cayo, Cremencio y Engracia.

• Vicente, diácono zaragozano (?), martirizado en Valenciahacia 303.

• Valerio, obispo de Zaragoza, perseguido hacia 303, asistepoco después al Concilio de Elvira (San Valero).

• Clemencio y Rufino, presbítero y exorcista de Zaragoza,presentes en el Concilio de Arles (314).

• Casto, obispo de Zaragoza, presente en el Concilio de Ser-dica (343).

• Valerio, obispo de Zaragoza cuando se celebra el I ConcilioCesaraugustano (hacia 378 ó 379).

• Paulino de Nola, aristócrata ascético, residente tal vez enZaragoza hacia 394.

• Fortunato, propietario (?) de una villa cercana a Fraga(finales del siglo IV).

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• Macedonio, presbítero de Coscojuela de Fantova (finalesdel siglo IV).

• María, esposa de Macedonio (Coscojuela de Fantova; fina-les del siglo IV).

• Rufo (Coscojuela de Fantova; finales del siglo IV).

• Vivencio, esposa de Rufo (Coscojuela de Fantova; finalesdel siglo IV)

• Pimenio (Coscojuela de Fantova; finales del siglo IV).

• Simplicio (Coscojuela de Fantova; finales del siglo IV).

• Severo, presbítero de Huesca, ¿priscilianista? (hacia 417).

• Siagrio, obispo de Huesca protector de su presbítero Seve-ro (hacia 417).

• Nicetio (Zaragoza; a partir del siglo IV).

• Benenato (Monreal de Ariza).

Sarcógafo de Castiliscar (Foto: D. A. I.)

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En el caso de Zaragoza, la ciudad de los mártires,sería de esperar que estas transformaciones delespacio urbano fueran particularmente perceptibles.

De hecho, el I Concilio de Zaragoza fue celebrado, comose ha visto, in secretario, esto es, en la sacristía de unaiglesia que probablemente era la sede episcopal. Por des-gracia, hasta la fecha no se han hallado restos que permi-tan ubicar con seguridad el emplazamiento de esta iglesia,ni precisar su advocación. Resulta verosímil suponer quefuera la antecesora de alguna de las basílicas que las fuen-tes posteriores señalan en la ciudad y, en particular, de lailocalizada del mártir zaragozano San Vicente o de la deSanta María, que tiende a identificarse con la actual delPilar. Del supuesto “memorial” de San Valero no existenindicios consistentes y de la llamada de las Santas Masas —hoy, Santa Engracia— consta desde antiguo que seencontraba extramuros, por lo que difícilmente podíaalbergar el sínodo, al igual que la de San Emiliano (SanMillán), también sin localizar y con seguridad posterior,pues el santo al que estaba consagrada vivió en el siglo VI.

En lo que se refiere a la basílica de San Vicente, cuentacon notable difusión la idea de que fuera el antecedenteremoto de la catedral de San Salvador. Desde luego, Vicen-

LA CIUDAD DE LOS MÁRTIRES

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te fue uno de los mártires de culto más temprano y difun-dido no sólo en Hispania, sino fuera de la Península. Elpropio Prudencio señala que, pese a haber recibido marti-rio en Sagunto, los cesaraugustanos sentían por él una grandevoción y lo veneraban como protector de la ciudad. Insi-núa también que Vicente sufrió persecución con efusiónde sangre en Zaragoza y que allí se guardaban unas reli-quias. De hecho, en 541 los zaragozanos consiguieronlevantar el sitio al que los francos les sometían sacando en procesión alrededor de la muralla una túnica ensan -gren tada del mártir, ante cuya visión los reyes que diri-gían el asedio depusieron su actitud y rogaron al obispo dela ciudad que les entregara parte de las reliquias. Les fue-ron concedidas la dalmática y una sandalia, que los francostrasladaron reverentemente a París, en donde, para alber-garlas, erigieron la basílica de San Vicente, luego Saint-Germain-des-Près. Es por ello verosímil que la basílicazaragozana de San Vicente, mencionada por vez primeraen el siglo VII, existiera con anterioridad. Desde cuándo ydónde son preguntas más difíciles de responder, pues lasexcavaciones realizadas con motivo de la reciente restaura-ción de La Seo han puesto de manifiesto que la catedral sealzó sobre la mezquita islámica, a su vez construida, enparte, sobre el templo romano que presidía el foro; pero nose han recogido vestigios de ningún templo paleocristiano.

La primera referencia conservada sobre la basílica deSanta María corresponde a los tiempos de la Saraqusta

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islámica. En 855, un monje de Saint-Germain-des-Près ladenomina «madre de las iglesias de la ciudad», epíteto quepodría ser entendido como indicio de antigüedad. Presu-miblemente esta iglesia fuera la predecesora de la actualdel Pilar; sin embargo, el subsuelo del templo, que no

ha sido objeto de exca -vación sistemática, sóloha suministrado restos ro -manos de época imperial,hallados con motivo delas obras de consoli -dación emprendidas en1929, incluida una pe -queña estancia de cuatropor dos metros situadajunto a la Santa Capillaque no procuró elemen-tos de juicio para identifi-carla como un lugar deculto.

Lo cierto es que la acti-vidad constructiva atra -vesaba una fase recesivaen Cesaraugusta, ciudadque, pese a mantener-se dinámica en términoscom parativos, mostraba

Relicario de San Vicente, en plata con esmaltes ypedrería, conservado en la sacristía de La Seo deZaragoza. Fue realizado, como el de San Valero,

por encargo del Papa Luna en 1397

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también síntomas inequívocos de deterioro en sus infraes-tructuras. Así, a lo largo de los siglos III y IV, la red de cloa-cas quedó cegada y cayó en desuso, y aunque espacioscolectivos tan significativos como el teatro experimentaronreformas de mantenimiento y hay constancia también de laerección de algunas mansiones, como la de la calle DonJaime 5-7, otros se abandonaron, como las termas públicasde la calle San Juan y San Pedro o los jardines próximos alteatro, o fueron desatendidos, como ocurre con el foro, queen la siguiente centuria acumuló escombros y basureros.

Precisamente de esa última zona proceden dos epígrafescristianos datables a partir del siglo IV. Uno es un epitafio,realizado torpemente sobre un fragmento de mármol rea-

Lápida funeraria de Nicetio hallada en el foro de Caesaraugusta(Foto: Archivo Servicio de Cultura, Ayto. Zaragoza)

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provechado, en el que aparece el nombre del difunto,Nicetio, seguido de una fórmula cristiana; podría ser indi-cio de la existencia de un área de enterramiento en estapar te de la ciudad. El otro, también fragmentario, se hallóen el ángulo sudoccidental del foro, en el edificio quealgunos investigadores identifican como curia (lugar dereunión del senado ciuda dano). Tiene por soporte unalosa de alabastro local —material socorrido, pero pocoapto para grabar una inscripción—, en la que se adivinaparte de un poema, seguramente funerario. Lo poco con-servado no permite hacerse una idea precisa del mismo,aparte de ciertas metáforas relativas a animales, tan usualesen el primer lenguaje poético del cristianismo, o de unaprobable alusión al bautismo. El epígrafe termina hacien-do referencia a un “aula”, término que significa “salón derecepción”, pero que podría entenderse también como“iglesia”, circunstancia que ha llevado a sugerir la posibi -lidad de que la vieja curia del foro hubiera sido transforma-da en templo cristiano. Sin embargo, por ahora, la hipóte-sis no ha encontrado confirmación.

LOS DIECIOCHO MÁRTIRES Y LA BASÍLICA DE LAS SANTAS MASAS

La excepción en este panorama la constituye la basílicadedicada a los mártires de Zaragoza, conocida desde elsiglo VII bajo la advocación de las Santas Masas. Se empla-

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zaba, según todos los indicios, cerca de la iglesia renacen-tista de Santa Engracia, en cuyos alrededores se hanencontrado restos de un cementerio cristiano del siglo IVcuyas piezas más conocidas son los sarcófagos que se con-servan en la cripta del propio templo.

La referencia más antigua del culto a los mártires zarago-zanos, como ya se ha visto, la suministra Prudencio acomienzos del siglo V; el poeta cuenta cómo en Cesarau-gusta se veneraba el sepulcro de los Dieciocho Mártires yde Santa Engracia, que, con una alusión tal vez metafórica,sitúa sub altari, es decir, bajo un altar, probablemente el deun edificio martirial. En el siglo VII hay indicios de la exis-tencia junto al sepulcro de los mártires de un monasterio,fundado tal vez por Juan, hermano de Braulio y su prede-cesor en la sede episcopal zaragozana, en el que fue monjeEugenio de Toledo, autor del poema De basilica sanctorumdecem et octo, es decir, Sobre la basílica de los DieciochoSantos. En él señala que los restos se custodiaban en dos sarcófagos, uno para los Dieciocho y otro para SantaEngracia, de la que, además, se guardaban reliquias de suvestidura ensangrentada y de su pecho cortado.

También a partir de este momento aparecen los nom-bres de los cuatro Saturninos que Prudencio parece noconocer. Más tarde aún, hacia 986, consta, por la ofrendadel devoto barcelonés Moción, hijo de Froya, que el tem-plo respondía a la denominación de las Santas Masas.

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En la vida del santuario es fundamental el acto por elque el templo fue reconsagrado, en 592, tras la apostasíadel obispo Vicencio, quien impuso en la ciudad el credoarriano. Al parecer, la re conciliación tuvo lugar el 3 denoviembre, fecha a la que se trasladó la celebración de losmártires, que antes se conmemo raba colectivamente elmiércoles de Pascua e individualmente en diversos días

de enero y abril. A par-tir de entonces, se fraguóla hermosa tradición delas Santas Masas, según lacual el gobernador Dacia-no hizo ajusticiar a todoslos cristianos de Zarago-za, una vez que, con en -gaños, consiguió ha cerlossalir de la ciudad por laPuerta Cineja, en el actual“Tubo”. Para impedir quese rindiera culto a sus reli-quias, ordenó que los ca -dáveres fueran quemadosjunto con los despojos deasesinos y criminales. Sinembargo, las ce nizas delos már tires, milagrosa -mente, emergieron por su

Inscripción poética de carácter cristiano (Foto: C. Villarroya)

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blancura entre las demás e, incluso, fueron encontradasgotas de sangre coagulada entre las brasas.

Esta tradición, posiblemente inspirada en la de las MasasCándidas de Cartago, muy similar, es la que recoge la Pas-sio Innumerabilium Martyrum Caesaraugustanorum. Sinembargo, apenas tuvo repercusión fuera de Zaragoza, don-de la fiesta más conocida era la de los Dieciocho —Engra-cia tampoco es mencionada—, celebrada en abril. El des-doblamiento de las conmemoraciones en el calendario y elprobable hallazgo de restos óseos en las cercanías de labasílica pudieron dar lugar a la historia de las Santas Masasy a considerar “innumerables” a los mártires cesaraugus -tanos. En la liturgia del monasterio se afirma que los hue-sos de los mártires se encontraban ante ecclesiam, es decir,delante de la iglesia, no en ella, lo que podría suponer unindicio en favor del descubrimiento de un osario. Las exca-vaciones realizadas en las cercanías de la iglesia de SantaEngracia han revelado la constitución, a partir del siglo IV,de un nuevo cementerio de inhumación en ese lugar. Des-taca la presencia de restos arquitectónicos con un pavi-mento de mosaico decorado con motivos geométricos ycruz trilobulada central (hallado a cien metros del monu-mento a los Sitios) que, en opinión de algunos, podríaidentificarse con un edificio dedicado a los mártires.

De la necrópolis citada proceden, seguramente, los sar-cófagos conservados en la cripta de Santa Engracia, de

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entre los que sobresalen dos decorados con escenas figura-das. En uno, realizado en Roma hacia 340-350, en mármolde la isla griega de Paros, se representan tres episodiosrelacionados con San Pedro —el milagro de la fuente, elarresto del santo y el canto del gallo tras su triple nega-ción—, así como la curación del ciego, la conversión delagua en vino, la multiplicación de los panes y los peces, laresurrección de Lázaro y un orante.

El otro, llamado de la Receptio animae —y conocidotambién como de Santa Engracia— es de la misma proce-dencia, datable en 330 y está realizado en mármol de Pro-coneso (Mar de Mármara). Presenta en los laterales dosescenas del Antiguo Testamento: el castigo de Adán y Evay la entrega de los símbolos del trabajo (las espigas y elcordero, es decir, de las actividades agrícolas y ganaderasque debió realizar el hombre a partir de su expulsión delParaíso). En la cara frontal se distribuyen la curación de lahemorroísa (uno de los temas más simbólicos de la fe,puesto que la mujer cura sin pedir nada, tan sólo tocan-do la orla del vestido de Cristo: tanto creía en él), unaorante, la recepción del alma en el cielo, la curación delciego y la conversión del agua en vino. Esta decoración,según las últimas interpretaciones, aludiría a la salva-ción de la difunta por la fe, con un programa iconográficode notable complejidad y gran valor docente. De hecho,sobre la zona esculpida corre una inscripción añadida apartir del siglo VII que indica que el sarcófago se encontra-

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ba por entonces a la vista y era objeto de veneración. Eltexto está compuesto por una lista de nombres sin cone-xión con las escenas esculpidas, entre los que aparece, talvez, una referencia a Engracia, y que sería, quizá, una leta-nía para encomendar a Dios las almas de los difuntos.

De todo lo dicho parece deducirse que el recuerdo delos mártires era ya un tanto impreciso a finales del siglo IV,pese a que, seguramente, las reliquias eran veneradas enun pequeño edificio dedicado a ellos. El culto fue reaviva-do por Prudencio a comienzos del siglo V y en las centu-rias siguientes la tradición fue reelaborada, con la introduc-ción del motivo de las Santas Masas, al tiempo que el lugarse convertía en centro monástico y se dotaba de una litur-gia específica.

Principales restos paleocristianos en Aragón

Castiliscar: Iglesia parroquial: sarcófago.

Fraga: Villa Fortunatus.

Huesca: Museo de Huesca: laudas musivas de Coscojuela deFantova.

Zaragoza: Museo de Zaragoza: mosaico de la Villa Fortuna-tus de Fraga (Huesca); Iglesia de Santa Engracia: sarcófa-gos de la Receptio animae y de la Trilogía Petrina; Espa-cio Arqueológico del Foro (Zaragoza): inscripción poéticacristiana.

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Arriba, sarcófago de la recepción del alma o de Santa Engracia, con escenas del Nuevo Testamento;abajo, sarcófago de la trilogíapetrina, que reproduce tres escenas de la vida de San Pedro

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Este poeta desempeña un papel fundamental en laexaltación del culto a los mártires. Aurelio Pruden-cio Clemente, nacido en 348, escribió su obra al reti-

rarse de la vida pública (hacia 404-405), tras un largoperiodo de servicio en la Administración imperial, comogobernador de provincia primero y, después, en la Cortede Teodosio, donde alcanzó la elevada dignidad de proxi-mus, con derecho a sentarse en el senado. Era, sin duda,un hombre culto, con una sólida formación clásica: unejemplo de la incorporación de la aristocracia y las elitesde Hispania al cristianismo, pero, a la vez, de la asimila-ción de la tradición clásica por la nueva religión triunfantede época teodosiana.

En sus escritos demuestra una honda religiosidad, basa-da en la oración y la frugalidad de tono ascético, a la que da expresión a través de la poesía como vía perso-nal de devoción a Dios. A ella se consagra, retirado a unavilla rústica, en los últimos años de su vida, en consonan-cia con el modelo clásico de dedicación al ocio literariotras el servicio público. En aras de este objetivo puso alservicio del cristianismo su profundo conocimiento de laliteratura greco-romana —la epopeya, la lírica, la tragedia,etc.— y un entusiasmo en el que confluían su fe y su amor

PRUDENCIO

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por Roma, cuya historia reinterpreta como un designiodivino para reunir a todos los hombres bajo leyes suaves yhacerlos romanos: «Créeme: así quedó dispuesto para lavenida de Cristo el camino que construyó, bajo la direcciónde Roma, nuestra paz y nuestra concordia pública» (ContraSímaco, II, 620-621). Su admiración por la cultura romanano le impide renunciar a aquellos aspectos de la mis-ma incompatibles con su religión, a la vez que muestra res-peto por algunas de sus manifestaciones, como es el casode las artísticas: «Lavad los mármoles teñidos de sangreputrefacta, dejemos que las estatuas, obras de grandesartistas, se mantengan erguidas y limpias; sean bellísimoornamento de nuestra patria, que un uso corrompido novuelva a manchar los monumentos de arte, convirtiéndolosen vicio» (Contra Símaco, I, 502-506).

En 401-402, Prudencio viajó a Roma para asistir a un com prometido juicio sobre el que no se conservandatos concretos, y regresó con el firme propósito de pro-mover en Hispania el culto a los mártires, que en Italiaestaba cobrando una gran relevancia gracias al impulsodado por el obispo Ambrosio, en Milán, y por el papa deorigen hispano Dámaso I, en Roma. Con ese fin escribióun bello poema, el Peristephanon, compuesto por catorcehimnos en honor de diversos mártires, entre los que desta-can los consagrados a los hispanos. El primero de ellosestaba, significativamente, dedicado a Emeterio y Celedo-nio de Calahorra, ciudad por la que muestra gran afección

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y que es hoy casi unánimemente admitida como su patriachica. Sobresalen otros dos himnos escritos para glorificara Vicente y a los mártires de Zaragoza; por lo que se dedu-ce de sus propias palabras, también a ella se hallaba muyvinculado. En el segundo, de marcado tono apocalíptico,muestra diversas ciudades —personificadas por donce-llas— presentando ante Dios, en el Juicio Final, a sus res-pectivos mártires como tributo de su fe: entre ellas ocupaun lugar privilegiado Zaragoza, por su elevada contribu-ción. Prudencio alude a los mártires zaragozanos comoauténticos refundadores de la ciudad, purificada gracias asu sacrificio y de la que, en lo sucesivo, serían protectores.Se desentiende de cualquier detalle específico, salvo susnombres, aunque en el caso de Engracia añade una vivadescripción de su suplicio:

«El verdugo fiero desgarró todo el costado, corrió la san-gre en abundancia: los miembros fueron lacerados, y, corta-dos los pechos, quedaron patentes los pulmones junto almismo corazón. Ya has pagado el precio justo de la muerte,que, mitigando los acerbos dolores, envuelve los miembrosen el merecido descanso y en el sueño postrero. Por muchotiempo te atormentó una reciente herida y abrasó tus venasun ardiente dolor, mientras la gangrena corrosiva insensibi-lizaba los tuétanos que se pudrían. Aunque la envidiosaespada del tirano te negó el golpe final, una corona radian-te ciñe también tu frente de mártir. Hemos visto parte de tuhígado arrancado y apresado aún a lo lejos en las tenazascomprimidas; ya tiene la muerte pálida algo de tu cuerpo,

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aun cuando estás viva. Este título de gloria ha concedidoCristo a nuestra Zaragoza, la ha hecho por mucho tiempo eltemplo consagrado de una mártir viva».

(Peristephanon 4, 121-144)

Martirio de Santa Engracia, por Joaquín Pallarés (1896), boceto conservado en la parroquia del mismo nombre

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Busca el poeta conmover al lector y se recrea para elloen la descripción brutal de las heridas, recurso propio de laépica clásica que vuelve a utilizar en el himno dedicado aSan Vicente, a quien convierte en arquetipo del mártir his-pano. Se concentra en el tormento, sobre el que triunfanlos mártires como atletas victoriosos. No son necesariosdetalles más precisos para moldear su figura. Basta el ejem-plo de su entereza y su fe.

El poema, tal y como Prudencio pretendía, contribuyóde forma decisiva a difundir el culto a los mártires; sushimnos fueron utilizados en la liturgia e inspiraron otrascomposiciones piadosas hasta el punto de que Daciano, elperseguidor de Vicente, se transformó en el prototipo del tirano sanguinario, al que la Pasión de los Innumera-bles Mártires de Zaragoza atribuye la inmolación de toda lapoblación cristiana de la ciudad.

El cristianismo triunfante se reagrupaba en torno a estoshéroes de la fe, nuevos patronos espirituales de las pobla-ciones, a cuyo servicio puso Prudencio los recursos y hastalas imágenes de la poesía clásica. Este aristócrata hispanoresume a la perfección la parte final del proceso al que alprincipio se hacía referencia: la fusión del cristianismo enla nueva Roma, con la que concluyen los tiempos de losprimeros cristianos en esta parte de Hispania.

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Puede encontrarse una breve síntesis del primer cristianismoen Aragón en BELTRÁN, F., «Las tierras aragonesas durante elperiodo imperial», en BELTRÁN, A. (dir.), Historia de Aragón 2,Guara Ed., Zaragoza, 1985, pp. 110 y ss.; y numerosas noticias,sobre todo de FATÁS, G., en la Gran Enciclopedia Aragonesa.Para Zaragoza, además de ARCE, J., Caesaraugusta, ciudadromana, Zaragoza, 1979, es esencial el tomo 4 de la Historia deZaragoza patrocinada por Ayuntamiento y la CAI: AGUAROD, C.y MOSTALAC, A., La arqueología de Zaragoza en la AntigüedadTardía, Zaragoza, 1998, que da noticia detallada de la culturamaterial y, en especial, de la necrópolis y sarcófagos de SantaEngracia, incluida la inscripción del siglo VII; por su parte, en eltomo 3 de la misma colección, Zaragoza en la Antigüedad tardía(285-714), Zaragoza, 1998, ESCRIBANO, M. V. (con la colabora-ción de SANZ, F. J.) se ocupa con particular competencia de losproblemas históricos locales dentro de un marco más general.

La misma autora profundiza en el análisis del Concilio de Zara-goza en «El Concilio I de Caesaraugusta», Revista Aragonesa deTeología, 5, 1997, pp. 37-52, datándolo en 378-379. Sobre éste,además: FATÁS, G. (dir.), I Concilio Caesaraugustano. MDC ani-versario, Zaragoza, 1980, con las actas y diversos estudios: desta-can el general de GARCÍA MORENO, L. y la documentada síntesissobre Zaragoza de FATÁS, G., «Caesaraugusta christiana», pp. 133-160. Véanse también las diversas contribuciones reunidas en Elespejo de nuestra historia. La diócesis de Zaragoza a través de los

BIBLIOGRAFÍA

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siglos, Zaragoza, 1991; y El Pilar es la Columna. Historia de unadevoción, Zaragoza, 1995.

Una edición accesible de las obras de Prudencio es la deGUILLÉN, J., Obras completas de Aurelio Prudencio, BAC, Madrid,1950. La carta de Consencio a Agustín puede consultarse en laedición de CILLERUELO, L. y DE LUIS, P., Obras completas de SanAgustín, XI b, Madrid, 1991, epístola 11, pp. 621-643.

Para el cristianismo hispano sigue siendo insustituible SOTO-MAYOR, M., «La Iglesia en la España romana», en GARCÍAVILLOSLADA, R. (dir.), Historia de la Iglesia en España, I, La Igle-sia en la España romana y visigoda (siglos I-VIII), Madrid, 1979,pp. 7-400. GARCÍA RODRÍGUEZ, C., El culto a los santos en laEspaña romana y visigoda, Madrid, 1966, estudia con minucia lastradiciones sobre los mártires. De ellos se ocupa también CASTI-LLO, P., Los mártires hispanorromanos y su culto en la Hispaniade la Antigüedad Tardía, Granada, 1999. Para el contexto históri-co general: ARCE, J., El último siglo de la Hispania romana (284-409), Madrid, 1986 (2ª edición).

Sobre el cristianismo en general destacan: SORDI, M., Los cris-tianos y el Imperio Romano, Madrid 1988, centrado en las persecu-ciones y las relaciones entre cristianos y no cristianos, y la exce-lente selección de textos de TEJA, R., El cristianismo primitivo enla sociedad romana, Madrid, 1990. Una síntesis más escolar enBLÁZQUEZ, J. M., El nacimiento del cristianismo, Madrid, 1990.

Sobre la Antigüedad Tardía, el hermoso ensayo de BROWN, P.,El mundo en la Antigüedad Tardía. De Marco Aurelio a Mahoma,Madrid, 1990.

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31. Toreros aragoneses • Ricardo Vázquez-Prada

32. El folclore musical en Aragón • Ángel Vergara

33. El Canal Imperial de Aragón • A. de las Casas - A. Vázquez

34. Los castillos de Aragón • Cristóbal Guitart

35. La población aragonesa • Severino Escolano

36. La techumbre mudéjar de la Catedral de Teruel • Gonzalo Borrás

37. Los balnearios aragoneses • Fernando Solsona

38. Emprender en Aragón • Benito López

39. Francisco Pradilla. Un pintor de la Restauración • Equipo de Redacción CAI100

40. Obras hidráulicas en Aragón • Carlos Blázquez y Tomás Sancho

41. Las Órdenes Militares en Aragón • Ana Mateo Palacios

42. La moneda aragonesa • Antonio Beltrán

43. Los montes, patrimonio natural • Ignacio Pérez-Soba

44. Lucas Mallada y Joaquín Costa • Eloy Fernández Clemente

45. Los palacios aragoneses • Carmen Gómez Urdáñez

46. Realizadores aragoneses • Agustín Sánchez Vidal

47. El Moncayo • Francisco Pellicer

48. Las reinas de Aragón • Concha García Castán

49. Bílbilis Augusta • Manuel Martín Bueno

50. La Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País •José F. Forniés Casals

51. La flora de Aragón • Pedro Montserrat

52. El Carnaval en Aragón • Equipo de Redacción CAI100

53. Arqueología industrial en Aragón • J. Laborda, P. Biel y J. Jiménez

54. Los godos en Aragón • Mª Victoria Escribano Paño

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55. Santiago Ramón y Cajal • Santiago Ramón y Cajal Junquera

56. El arte rupestre en Aragón • Mª Pilar Utrilla Miranda

57. Los ferrocarriles en Aragón • Santiago Parra de Mas

58. La Semana Santa en Aragón • Equipo de Redacción Cai100

59. San Jorge • Equipo de Redacción Cai100

60. Los Sitios. Zaragoza en la Guerra de la Independencia • Herminio Lafoz

61. Los compositores aragoneses • José Ignacio Palacios

62. Los primeros cristianos en Aragón • Francisco Beltrán

63. El Estatuto de Autonomía de Aragón • José Bermejo Vera

64. El Rey de Aragón • Domingo Buesa Conde

65. Las catedrales en Aragón • Equipo de Redacción Cai100

66. La Diputación del Reino de Aragón • José Antonio Armillas

67. Miguel Servet. Sabio, hereje, mártir • Ángel Alcalá

68. Los juegos tradicionales en Aragón • José Luis Acín

69. La Campana de Huesca • Carlos Laliena

70. El sistema financiero en Aragón • Área de Planificación y Estudios - CAI

71. Miguel de Molinos • Jorge Ayala

72. El sistema productivo en Aragón • Jose Mª García López

73. El Justicia de Aragón • Luis González Antón

74. Roldán en Zaragoza • Carlos Alvar

75. La ganadería aragonesa y sus productos de calidad • Isidro Sierra