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CUESTIONES DE HISTORIA DE ESPAÑA 1.1. Sociedad y economía en el Paleolítico y en el Neolítico. La pintura rupestre. El proceso de hominización en la Península ibérica se habría iniciado hace algo más de un millón de años, según muestran las investigaciones en la Sierra de Atapuerca. Sucesivamente se habrían desarrollado grupos humanos pertenecientes a los géneros Homo Antecessor, Heidelbergensis, Neandertales y Sapiens. Estas sociedades, pertenecientes todas al Paleolítico, se habrían caracterizado por constituir pequeñas hordas de cazadores-recolectores, con un régimen de vida nómada, si bien con asentamientos más o menos largos en zonas con caza abundante y productos silvestres. Solían aprovechar las cuevas para instalarse. Su instrumental era poco diversificado. Es a partir del Paleolítico Medio cuando comienza a crecer el número de individuos, al tiempo que aparecen rasgos de creencias espirituales y de un mayor nivel de perfeccionamiento técnico y de diversificación en las herramientas. El Neolítico peninsular no difiere, sustancialmente, del resto de Europa. Los primeros asentamientos aparecieron hace unos 8000 años, y se situarían en la región levantina. Lentamente, la difusión de las técnicas de producción de alimentos y de cría de ganado habrían permitido el aumento de la población y el desarrollo de sociedades más complejas, con un cierto grado de estratificación social. Aparece una economía productora, de cultivo y domesticación, que va a asociada a asentamientos permanentes junto a los ríos (sedentarización), a la construcción de viviendas estables, hechas en adobe, y a la fabricación de útiles de todo tipo, en diferentes materiales, muy perfeccionados, y con un nivel extremo de diversificación. Entre las culturas más importantes del Neolítico peninsular están las de la Cerámica Cardial, en todo el Levante, y la de los sepulcros de fosa, en la actual Cataluña. La pintura prehistórica está bien representada en la Península, en sus dos fases. La zona cantábrica es rica en Hist Esp 21 Bach Tema 9 Siglo XVIII 1

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CUESTIONES DE HISTORIA DE ESPAÑA

1.1. Sociedad y economía en el Paleolítico y en el Neolítico. La pintura rupestre.

El proceso de hominización en la Península ibérica se habría iniciado hace algo más de un millón de años, según muestran las investigaciones en la Sierra de Atapuerca. Sucesivamente se habrían desarrollado grupos humanos pertenecientes a los géneros Homo Antecessor, Heidelbergensis, Neandertales y Sapiens.

Estas sociedades, pertenecientes todas al Paleolítico, se habrían caracterizado por constituir pequeñas hordas de cazadores-recolectores, con un régimen de vida nómada, si bien con asentamientos más o menos largos en zonas con caza abundante y productos silvestres. Solían aprovechar las cuevas para instalarse. Su instrumental era poco diversificado. Es a partir del Paleolítico Medio cuando comienza a crecer el número de individuos, al tiempo que aparecen rasgos de creencias espirituales y de un mayor nivel de perfeccionamiento técnico y de diversificación en las herramientas.

El Neolítico peninsular no difiere, sustancialmente, del resto de Europa. Los primeros asentamientos aparecieron hace unos 8000 años, y se situarían en la región levantina. Lentamente, la difusión de las técnicas de producción de alimentos y de cría de ganado habrían permitido el aumento de la población y el desarrollo de sociedades más complejas, con un cierto grado de estratificación social. Aparece una economía productora, de cultivo y domesticación, que va a asociada a asentamientos permanentes junto a los ríos (sedentarización), a la construcción de viviendas estables, hechas en adobe, y a la fabricación de útiles de todo tipo, en diferentes materiales, muy perfeccionados, y con un nivel extremo de diversificación.

Entre las culturas más importantes del Neolítico peninsular están las de la Cerámica Cardial, en todo el Levante, y la de los sepulcros de fosa, en la actual Cataluña.

La pintura prehistórica está bien representada en la Península, en sus dos fases. La zona cantábrica es rica en pinturas del periodo magdaleniense, entre las que destacan las de Altamira, con su estilo de realismo, volumen y policromía. En la zona mediterránea, por su parte, quedan restos de pinturas del llamado estilo levantino en cuevas y abrigos rocosos, estilizadas, monocromas y mezclando figuras con signos, propios de una concepción más abstracta y evolucionada.

1.2. Los pueblos prerromanos. Las colonizaciones históricas: fenicios y griegos. Tartesos.

Durante el primer milenio a.C. se desarrolla la Edad del Hierro en la Península. En ese periodo una serie de pueblos habitan el territorio. En el suroeste, la civilización tartesia, que se desarrolla entre los siglos IX y VI a.C., presenta un tipo de civilización agrícola y ganadera avanzada, con una cierta estratificación social, con una elite que parece haber controlado la explotación de las minas, cuya producción intercambiaban con comerciantes fenicios. Estos habrían influido intensamente su cultura.

Los poblados iberos se extendieron por toda la franja costera mediterránea. Eran también agricultores y ganaderos, con una elite guerrera que comerció

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Page 2: josesocialesneruda.files.wordpress.com€¦  · Web viewLos poblados iberos se extendieron por toda la franja costera mediterránea. Eran también agricultores y ganaderos, con una

sucesivamente con griegos y cartagineses. Tuvieron lengua propia, no descifrada, y una cultura muy influida por los griegos, de la que quedan testimonios como la Dama de Elche o la Bicha de Balazote.

Por último, los celtíberos poblaban el interior de las mesetas y la región norte, donde abundan los castros. Con un medio más pobre, desarrollaron, sin embargo, la ganadería lanar y vacuna, así como la metalurgia del hierro.

Paralelamente al desarrollo de los pueblos prerromanos, llegan a la Península comerciantes fenicios, griegos y cartagineses. Los tres siguen un patrón similar: factorías costeras, en las que intercambiaban productos artesanales con materias primas, principalmente minerales. Influyeron notablemente en los pueblos peninsulares, dado su superior nivel de desarrollo, sobre todo en el ámbito cultural. Los fenicios contactaron con los tartesios, en los primeros siglos, y más tarde los griegos y los cartagineses fueron los que mantuvieron relaciones comerciales con los iberos. De la importancia de ese contacto es clara muestra la colonia griega de Emporion.

1.3. Conquista y romanización de la Península Ibérica. Principales aportaciones romanas en los ámbitos social, económico y cultural.

La presencia romana en la Península comprende desde el siglo III a. C. al V d.C. La conquista se inició en la Segunda Guerra Púnica, cuando los romanos vencieron a los cartagineses y los expulsaron del territorio, hacia el 204 a.C. Tras la guerra, sin embargo, los romanos sólo controlaban las zonas próximas al Mediterráneo y el valle del Guadalquivir. Durante dos siglos fueron extendiendo su dominio. A mediados del siglo II a.C. derrotaron a los lusitanos y a los celtíberos, incorporando la Meseta. Y a finales del siglo I a.C., ya bajo el dominio de Augusto, sometieron a las tribus de cántabros y vascones, en el norte.

Los romanos organizaron la explotación sistemática del territorio. Dividieron Hispania en tres provincias (Bética, Lusitania y Tarraconense) y organizaron una economía de tipo colonial, a base de extraer la riqueza mineral y exportar vino, aceite y salazones.

Pero a lo largo de los siglos, los romanos también introdujeron su lengua, su organización social, sus leyes, sus costumbres y sus avances culturales, en un proceso que denominamos romanización. El proceso fue más intenso en las zonas conquistadas en primer lugar, las más avanzadas de la Península. Los romanos introdujeron una economía de explotación de tipo colonial, introduciendo el sistema esclavista. El latín fue el principal vehículo de civilización, y ha dado lugar a la mayor parte de las lenguas peninsulares. Introdujeron también su derecho, transformando las relaciones económicas y sociales. Igualmente construyeron nuevas ciudades, con la trama regular característica, y con sus foros, templos, basílicas y edificios de espectáculos, como los de Itálica o Mérida. Tanto de ellos como de las obras de ingeniería, como puentes y acueductos (Segovia), quedan bastantes restos diseminados por la geografía peninsular. Por último, también introdujeron sus cultos religiosos, aunque finalmente fue el cristianismo la creencia que acabaría imponiéndose.

Hasta qué punto la romanización fue completa, que a mediados del siglo I los hispanos recibieron la ciudadanía romana. En esos primeros siglos del Imperio

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fueron de procedencia hispana emperadores como Trajano, y escritores como Marcial o Seneca.

1.4. El reino visigodo: origen y organización política. Los concilios.

La llegada de los visigodos a la Península se produjo a comienzos del siglo V, cuando los romanos les ofrecieron instalarse allí a cambio de expulsar a las tribus que previamente habían invadido Hispania. Fue en el 469 cuando se hicieron con el control definitivo del territorio, independizándolo del Imperio.

Dado el escaso número de invasores, los godos optaron al principio por mantenerse separados de los hispanorromanos, con códigos legales distintos y prohibición de matrimonios mixtos. Una separación que duraría un siglo, hasta que los visigodos acabaron de romanizarse por completo.

La visigoda fue una monarquía electiva, aunque con el tiempo los reyes tendieron a intentar que fueran elegidos sus propios familiares. La sucesión a la Corona fue casi siempre conflictiva, pero eso no impidió que los reyes visigodos controlaran el territorio y lo gobernaran de forma eficaz. Para ello contaron con dos sistemas de administración: el central y el territorial. El primero estaba formado por el Officium Palatino o consejo nobiliario, y el Aula Regia, que funcionaba como una especie de órgano administrativo, a las órdenes del rey. La administración territorial la encabezaban los Duces o jefes militares que mandaban en las provincias, y los Comes civitates o gobernadores de las ciudades.

La Iglesia adquirió pronto un papel predominante, sobre todo cuando, a finales del siglo VI, los visigodos aceptaron el cristianismo oficial y se eliminaron las barreras entre godos e hispanorromanos. Los Concilios de la Iglesia, además de regular el culto religioso, se encargaban de redactar y revisar las leyes, por lo que fueron aumentando su influencia. Además, la Iglesia fue acaparando cada vez más bienes, aunque siempre bajo la autoridad de la Corona.

2.1. Al Ándalus: la conquista musulmana de la Península Ibérica. Emirato y califato de Córdoba

En el año 711 un destacamento árabe atravesó el estrecho y, aprovechando la debilidad de los visigodos, enzarzados en luchas internas, derrotó a las tropas de don Rodrigo en la batalla de Guadalete. En pocos años, los árabes conquistaron la mayor parte de la Península, hasta las riberas de los ríos Duero y Ebro. La conquista se vio facilitada por la escasa resistencia militar y la indiferencia de la mayor parte de la población campesina, cansada de la explotación a la que le sometía la nobleza visigoda.

Los invasores se repartieron el territorio. Los árabes se instalaron en las ricas ciudades del sur, mientras que los bereberes se instalaron en las zonas más frías y más pobres del interior y de la frontera.

En el 755 desembarcó en la Península Abd el-Rahman, último de los Omeyas, que habían sido eliminados por la nueva dinastía islámica, los Abasíes. Abd el-Rahman se hizo con el apoyo de las familias árabes, y estableció el Emirato de Córdoba, como estado independiente que rechazaba la autoridad de los califas de Bagdad. Durante dos siglos sus sucesores asentaron el dominio sobre al-Ándalus, aunque tuvieron que combatir sucesivos levantamientos de los bereberes,

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descontentos con el dominio árabe, y de los mozárabes, los cristianos andalusíes que veían recortados sus derechos bajo dominio musulmán.

A comienzos del siglo X, en plena crisis política, ascendió al trono Abd el-Rahman III, que tras vencer uno por uno los focos de rebelión, se autoproclamó califa en el 929, estableciendo el Califato de Córdoba. La decisión suponía la ruptura religiosa y definitiva con Bagdad. Córdoba alcanzó su máximo esplendor bajo su reinado y el de su sucesor Al-Haken II. Ambos convirtieron al-Ándalus en la principal potencia económica y cultural de Europa.

A finales del siglo X, sin embargo, comenzó la decadencia. La debilidad del nuevo califa puso el poder en manos de su visir, al-Mansur, lo que provocó el descontento de las familias nobles. Al-Mansur mantuvo un control absoluto del gobierno y derrotó a numerosos ejércitos cristianos del norte. Pero a su muerte, a comienzos del siglo XI, la crisis estalló en Córdoba. Sucesivos enfrentamientos entre los candidatos al trono acabaron cuando, en el 1031, los nobles andalusíes pusieron fin al Califato, dividiendo al-Ándalus en una treintena de estados, los reinos de Taifas.

2.2. Al Ándalus: reino de Taifas. Reino nazarí

En 1031, tras una larga crisis política, una asamblea de la nobleza árabe puso fin al Califato. Se inicia así el periodo de los reinos de taifas, la treintena de estados en que se dividió Al-Ándalus. Gobernados por emires independientes, de tamaños muy irregulares, algunos de los cuales fueron absorbidos por otros, su debilidad militar les hizo pactar con los reinos cristianos el pago de las parias a cambio de asegurar las fronteras. Eso no hizo, sin embargo, más que fortalecer a los reinos del norte.

En 1085, Toledo fue conquistada por Alfonso VI de Castilla, desatando el pánico. Los reyes de taifas llamaron en su ayuda al reino almorávide, un estado fundamentalista islámico surgido poco antes en el Magreb. Los almorávides invadieron la Península, detuvieron la ofensiva cristiana y recuperaron el reino de Valencia conquistado por el Cid, pero también terminaron con los reinos de taifas. Durante cincuenta años gobernaron Al-Ándalus, pero pronto su capacidad militar se fue debilitando, hasta que en 1144, otro reino rigorista, el almohade, tomó la iniciativa. Sus tropas atravesaron el Estrecho y un gobierno almohade sustituyó al anterior. De nuevo fueron capaces de detener el avance cristiano, pero la derrota de las Navas de Tolosa en 1212 hizo derrumbarse su gobierno. En tan solo 30 años aragoneses y castellano-leoneses avanzaron hasta el sur, reduciendo Al-Ándalus al reino nazarí de Granada.

El agotamiento de los recursos cristianos y un pacto de no agresión permitirían aún al estado nazarí sobrevivir más de dos siglos. Pero las luchas internas y la llegada al poder de los Reyes Católicos cambió la situación. En 1482 se inicia la Guerra de Granada, que diez años culminaría con la toma de la capital, que puso fin a la presencia de estados musulmanes en la Península.

2.3. Al-Ándalus: economía, sociedad y cultura

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2.4. Los primeros núcleos de resistencia cristiana. Principales etapas de la Reconquista. Modelos de repoblación.

Tras la conquista musulmana, algunos grupos de nobles visigodos optaron por refugiarse en las montañas del norte. Allí hubo algunos enfrentamientos con avanzadas musulmanas, como la que sostuvo Don Pelayo cerca de Covadonga. Durante los primeros siglos surgieron varios pequeños estados, como el reino Astur, después de León, el Condado de Castilla, el reino de Navarro, el de Aragón y los condados catalanes, estos últimos tras la descomposición del Imperio carolingio.

A esa primera fase de formación de núcleos cristianos, entre los siglos VIII y X, con avances hasta el valle del Duero y del Ebro, siguió una etapa de estancamiento en el XI, que sin embargo culminó con las tomas de Toledo, en 1085, por el reino de Castilla y León, y de Zaragoza en el 1118 por el de Aragón. Durante el siglo XII, lo más significativo sería la firma de los pactos de reparto entre Castilla y la Corona de Aragón, que ya comprendía el reino aragonés y los principados catalanes.

Pero la gran expansión se producirá en el siglo XIII, tras la victoria sobre los almohades en las Navas de Tolosa (1212). En apenas cuarenta años, los reinos cristianos conquistaron buena parte de la Mancha, Extremadura, Andalucía occidental, Valencia, las Baleares y Murcia.

En 1248, tras la toma de Sevilla, sólo subsistía el reino nazarí de Granada. Sobreviviría durante dos siglos y medio más, en parte por el agotamiento de la expansión castellana, hasta que en 1492, tras diez años de guerra, los Reyes Católicos entraron en su capital acabando con el último estado islámico de la Península.

Conforme se producía el avance hacia el sur, la toma de control del territorio y la puesta en cultivo de la tierra adquirió diferentes formas. En las zonas despobladas, se entregó la tierra a comunidades libres, a menudo bajo la protección de la Corona, sobre todo si estaban expuestas al contraataque musulmán. También se entregaron cartas de población (fueros) para promover la construcción de ciudades, sobre todo los valles del Duero y al sur del Ebro. Más hacia el sur, en las extensas llanuras de la Mancha, fueron las Órdenes Militares las que recibieron enormes extensiones de tierra (encomiendas), con el fin de proteger un territorio muy abierto y ponerlo en explotación. En los valles ricos, poblados por musulmanes, como en el Tajo, el Guadalquivir o la región levantina, la nobleza y los prelados que participaban en la conquista recibían, como la propia Corona, extensos señoríos, en régimen de donación o repartimiento, como se hizo en la región del Tajo o en Sevilla.

Finalmente, conforme al frontera avanzaba y las tierras del norte quedaban aseguradas

2.5. Los reinos cristianos en la Edad Media: organización política, régimen señorial y sociedad estamental

Durante los primeros siglos del proceso de avance hacia el sur, los reinos cristianos se caracterizaron por un escaso desarrollo de las instituciones del Estado. Los reyes apenas contaban con recursos propios, además de los que rendían sus propios feudos, y sólo podían resistir los ataques musulmanes, o realizar sus

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propias incursiones hacia el sur, gracias a las mesnadas que la nobleza ponía a su disposición, a cambio del reparto de las tierras conquistadas. Eso explica la progresiva feudalización de las tierras de montaña y de los valles. El aseguramiento de los valles del Duero y del Ebro, en el siglo XII, permitió a las respectivas Coronas aumentar sus ingresos, que fueron más significativos en el reino de León, gracias al desarrollo del comercio que trajo consigo el Camino de Santiago. Ambos Estados intentaron favorecer la aparición de las ciudades, con cartas de población o fueros, que promovieran la emigración hacia los valles y las zonas de frontera.

Desde el punto de vista político, la estructura política de los reinos era muy simple: una corte ambulante, con un Consejo Real formado por miembros de la nobleza y del alto clero, y un Aula Regia, formada por escribanos y letrados al servicio de la Corona. Apenas existía estructura territorial, puesto que la mayor parte de la autoridad estaba en manos de los señores feudales, y las ciudades gozaban de la autonomía que conferían los fueros.

El régimen señorial se estableció con dureza desde el principio en los condados catalanes, al ser parte del Imperio carolingio. En el resto del territorio, se fue implantando lentamente, conforme el avance hacia el sur aseguraba el dominio en la retaguardia cristiana. La Corona fue entregando a la nobleza tanto la propiedad territorial como el régimen jurisdiccional, incluso sobre las tierras que antaño habían recibido privilegios y libertades. Nobles y eclesiásticos recibieron también privilegios, como la exención fiscal, que permitieron la consolidación en los reinos cristianos de una sociedad estamental en lo fundamental similar a la que se estableció en el resto de la Europa occidental.

2.6. Organización política de la Corona de Castilla, de la Corona de Aragón y del reino de Navarra al final de la Edad Media

En los siglos finales de la Edad Media, las Coronas de Castilla y Aragón experimentaron, como otros estados europeos cristianos, un proceso de fortalecimiento del poder real y del Estado.

En Castilla, ese fortalecimiento se apoyó en la recuperación del derecho romano, que otorgaba un enorme poder político al monarca, y en una propaganda que insistía constantemente en el origen divino del poder. Pero, sobre todo se produjo a través del desarrollo de las instituciones del Estado. El Consejo Real aumentó sus competencias, al tiempo que se incluían en él, además de los prelados y nobles, a expertos en derecho y administración. Igualmente se especializó la función judicial, al crearse la Audiencia, que acabaría por fijar su sede en Valladolid a mediados del siglo XV.

También se reorganizó la Corte, es decir, el conjunto de altos funcionarios civiles y militares al servicio del rey. Una Corte, sin embargo, cada vez más numerosa y aún sin sede fija, lo que planteaba serios problemas cuando debía trasladarse de un lugar a otro. Por último, también se desarrolló la Hacienda, compuesta por un conjunto de recaudadores y contables encargados de recoger los impuestos y administrar el tesoro real.

También en la Corona de Aragón se desarrolló un proceso de reforzamiento del aparato del Estado. Sin embargo, allí la monarquía tenía una posición más débil. La existencia de tres reinos bajo una misma corona planteaba problemas políticos: distintas leyes e instituciones, dispersión de los funcionarios del rey, etc. De hecho,

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el monarca estaba representado por un virrey en cada uno de los reinos. Por otro lado, la nobleza era mucho más fuerte y celosa de sus privilegios, y los reyes necesitaban contar con su apoyo para la política de expansión, iniciada en el siglo XII y continuada hasta mediados del siglo XV de forma casi ininterrumpida.

Todo ello trajo consigo una posición de debilidad de los reyes aragoneses, que se vieron a aceptar una serie de concesiones y privilegios y una forma de gobierno que se denomina pactismo, y que obligó a aceptar las condiciones de la aristocracia en Aragón y en Cataluña

A partir del siglo XII empezaron a reunirse las Cortes, en ambos reinos. Eran asambleas de representantes de la nobleza, la Iglesia y las principales ciudades, convocadas para votar los impuestos a cambio de poder presentar sus peticiones al rey. Pronto, en Castilla, nobles y eclesiásticos dejaron de asistir, exentos como estaban del pago de tributos. Sí continuaron haciéndolo en Aragón, donde los estamentos privilegiados ejercían su presión sobre el monarca.

La evolución del reino de Navarra fue más lenta y débil. Encajonada entre Francia y los reinos españoles, su política y los enlaces matrimoniales fueron siempre objeto de disputa entre las potencias vecinas, manteniendo al reino en constante inestabilidad, con una nobleza dividida entre los intereses franceses, los aragoneses y los castellano.

3.1. Los Reyes Católicos: unión dinástica e instituciones de gobierno.

La unión que se produce entre Aragón y Castilla a finales del siglo XV es, única y exclusivamente, una unión dinástica. Castilla y Aragón mantuvieron sus fronteras, sus instituciones propias y sus diferentes leyes. No hubo intento alguno de unir ambos Estados. En 1475 Isabel y Fernando habían llegado a un acuerdo, la Concordia de Segovia, para regular sus relaciones políticas. Ambos reinarían como únicos soberanos de sus respetivos reinos, manteniendo en exclusiva la transmisión de la herencia. Sin embargo, las órdenes reales irían firmadas por ambos, y Fernando recibió autorización expresa para gobernar en Castilla, algo que las leyes aragonesas no permitían hacer a Isabel. De todas formas, ambos reyes actuaron de forma coordinada y conjunta durante su reinado, sin que surgieran contradicciones ni conflictos, y llevando adelante una política exterior común.

El programa de los Reyes Católicos fue desde los comienzos de su reinado extremadamente claro. Sus objetivos fueron el fortalecimiento de la autoridad de la Corona, la modernización del Estado y la unidad religiosa.

Los reyes actuaron desde el principio con un sentido muy claro de su autoridad. Jamás permitieron la más mínima desobediencia o insubordinación, y en ningún momento dieron la sensación de dudar sobre sus decisiones. Por otro lado, supieron rodearse de buenos colaboradores. Alejaron, en general, a la nobleza y al alto clero de los cargos más importantes de la corte, salvo algunos personajes especialmente fieles. Prefirieron rodearse de letrados o de clérigos que, por su formación, podían hacerse cargo de la administración con mucha mayor eficacia.

Al fortalecimiento del poder de la Corona contribuyó la propaganda, hábilmente utilizada por los Reyes, que encargaron la redacción de una serie de crónicas destinadas a ensalzar a los monarcas, usaron los símbolos y las ceremonias para realzar su imagen, y promovieron una serie de fundaciones de monasterios y hospitales por toda Castilla.

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Pero, sobre todo, los Reyes Católicos resolvieron los dos problemas clave del poder real: los ingresos fiscales y el ejército. Para asegurarse los ingresos, los reyes recurrieron al principio a las Cortes, porque necesitaban el dinero de las ciudades. Pero tras el restablecimiento de la Santa Hermandad, las patrullas rurales que aseguraban el orden en el reino, las ciudades se vieron forzadas a mantenerlas, y la Corona recurrió a ese dinero, además de los impuestos, para financiarse. Eso explica que, en la segunda parte del reinado, sólo se convocara a las Cortes para actos protocolarios. Además, desde el descubrimiento, América proporcionó muchos recursos a la Corona.

El saneamiento fiscal permitió establecer un ejército permanente, los tercios, así como una armada, lo que a su vez hizo que los reyes no dependieran de la nobleza para las guerras europeas.

Los Reyes Católicos continuaron reestructurando y completando la administración. En el Consejo Real pasaron a predominar letrados y clérigos, adquiriendo un carácter más técnico y perdiendo peso político. Se completo el sistema de tribunales con una segunda Chancillería en Granada, y se perfeccionó el sistema de recaudación de impuestos. La Santa Hermandad y la Inquisición aseguraron el control del territorio y la vigilancia ideológica, mientras los corregidores permitían tener bajo control las principales ciudades del reino.

En Aragón apenas se introdujeron cambios importantes, y Fernando se vio obligado a mantener los privilegios y las relaciones con los estamentos tradicionales. El fin de las guerras del siglo XV permitieron recuperar la estabilidad, pero los reinos aragoneses quedaron muy debilitados, por lo que toda la política de los reyes giró en torno a Castilla, y fueron el dinero y las tropas de Castilla los que asentaron el poder de la monarquía hispánica en Europa.

3.2. El significado de 1492. La guerra de Granada y el descubrimiento de América.

1492 fue un año importante en el reinado de los Reyes Católicos. Se inició con la conquista de Granada, continuó con la expulsión de los judíos, en marzo, y culminó en octubre con el descubrimiento de América.

La guerra de Granada se inició en 1482. Los Reyes Católicos estaban convencidos de tener la misión divina de acabar con la presencia del Islam en la Península. Pero también fue una oportunidad de invitar a la nobleza castellana a participar en la empresa, como una vía para acabar con la división creada por la guerra civil. La guerra se prolongó diez años, pese a las luchas internas dentro de la corte nazarí. Fue una guerra de asedios, en la que se introdujeron novedades, en el uso de la artillería, la creación del tercio como unidad combinada, o la introducción de hospitales de campaña. La guerra terminó con la entrega de la capital, gracias al pacto de capitulación firmado por Boabdil, y la entrada de los Reyes en Granada, el 1 de enero de 1492.

El descubrimiento de América forma parte de la larga serie de descubrimientos geográficos que se realizan a partir de comienzos del siglo XV. Las innovaciones en la navegación (construcción de barcos, instrumentos, cartografía) contribuyeron a facilitar las expediciones, pero, sobre todo, fue la necesidad de buscar rutas alternativas hacia Oriente, tras la conquista turca de Constantinopla, la causa que impulsó las expediciones.

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Colón era un marinero genovés desconocido cuando, en 1482, presentó en Lisboa su proyecto de viajar directamente hacia Occidente para llegar a Japón y China. Los portugueses, concentrados en descubrir un paso al sur de África, lo rechazaron. Colón se trasladó a Castilla, pero los expertos de los Reyes Católicos también lo rechazaron, por inviable y porque, enfrascada la Corona en la guerra de Granada, no había recursos para financiar la aventura.

En 1492, en plena euforia por la conquista de la capital nazarí, Colón volvió a ser recibido. Esta vez, tras una negociación difícil, se firmaron las Capitulaciones de Santa Fe, en las que la Corona hacía unas sorprendentes concesiones a Colón: nombramiento de Almirante, Gobernador de las tierras que conquistara y una parte considerable del botín. Se puso a disposición de Colón, con ayuda de algunos financieros, tres carabelas, con un centenar de marineros, con las que partió de Palos el 3 de agosto. Tras hacer escala en Canarias, y atravesar el Atlántico durante varias interminables semanas, el 12 de octubre avistaron tierra, una isla de las Bahamas que llamaron San Salvador. Tras explorar durante varias semanas algunas islas, retornaron a la Península, y el 15 de abril Colón se presentaba ante los Reyes en Barcelona.

Los Reyes Católicos consiguieron del Papa una Bula por la que les entregaba la soberanía sobre las nuevas tierras, pero Portugal protesto por la fijación de los límites. Tras una negociación, en 1494 se firmó un acuerdo definitivo con Portugal, el Tratado de Tordesillas, que reservaba a Castilla todo lo que se descubriera a partir de un meridiano situado a 370 leguas de Cabo Verde, demarcación que permitiría más tarde a Portugal hacerse con el Brasil.

3.3. El Imperio de los Austrias: España bajo Carlos I. Política interior y conflictos europeos.

Carlos I de Habsburgo llegó a Castilla en 1516, tras la muerte de Fernando el Católico. Tenía 16 años, y sus primeros años fueron tensos. Trató con desprecio a nobles y eclesiásticos, colocó en cargos importantes a sus consejeros flamencos, y comenzó a reunir a las distintas Cortes para exigir elevados impuestos. En 1519, a la muerte de su abuelo consiguió ser elegido emperador, gracias al dinero recaudado. Al abandonar Castilla rumbo a Alemania, estalló la rebelión de las Comunidades de Castilla, que se extendió por muchas ciudades. Tras formar un gobierno, la Santa Junta, los líderes comuneros tomaron Tordesillas e intentaron sin éxito convencer a la reina Juana de que se uniera a su causa. En verano, ante el carácter antiseñorial que tomaba la revuelta, la nobleza se puso a disposición del emperador, y poco a poco las tropas reales recuperaron la iniciativa, hasta que en abril de 1523 los últimos comuneros fueron derrotados en Villalar y sus jefes ejecutados.

También en 1520 estalló en Valencia la rebelión de las Germanías (Hermandades). Encabezada por los artesanos de la ciudad, se dirigía contra la nobleza, y se extendió también al campo, donde los rebeldes se enfrentaron con los moriscos por su sumisión a los señores. La revuelta fue igualmente aplastada por las tropas nobiliarias.

Al regresar a Castilla, Carlos dictó un perdón para los dirigentes rebeldes y comenzó a rectificar. Nombró consejeros castellanos y aragoneses, aprendió la lengua y, en 1526, se casó con Isabel de Portugal, reafirmando la alianza

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tradicional. Bajo su gobierno, se reorganizó la administración, basándose en el sistema de Consejos ya iniciado por los Reyes Católicos, y siguió su política de afirmar la seguridad interior. La llegada de metales preciosos de América permitió el desarrollo de los negocios, y sería clave para su política europea.

Esta última se concentró en tres frentes: la lucha contra la expansión turca, las guerras contra Francia y la lucha contra el protestantismo. Consiguió evitar detener el avance otomano en el centro de Europa levantando el cerco de Viena, y conquistó Túnez en 1835, aunque fracasó en la de Argel. Con Francisco I de Francia sostuvo nada menos que siete guerras, en parte por la necesidad de su rival de evitar el cerco que los territorios y la política de alianzas de Carlos tejió a su alrededor. Borgoña y el Milanesado fueron los dos territorios en disputa. Tras una lucha titánica entre ambos, el reinado terminaría sin que se rompiera el statu quo inicial.

El gran fracaso de Carlos V fue la eclosión del protestantismo. Tras varios intentos de recuperar la unidad de la iglesia alemana, dividida entre los luteranos y los leales a Roma, en 1532 estalló el conflicto entre los príncipes protestantes y los católicos. Pese a la victoria de Mulhberg, en 1546, que parecía dar la victoria a los últimos, en 1552 los protestantes reaccionaron y estuvieron a punto de capturar a Carlos. Finalmente, en 1555 se llegó a la paz de Augsburgo, por la cual cada príncipe decidiría que culto se practicaría en su territorio, consagrando así la consolidación del protestantismo en Europa.

Ese mismo año, un Carlos agotado y frustrado cedía la Corona de los reinos españoles y de Flandes a su hijo Felipe. Se retiró al monasterio de Yuste, donde fallecería en 1558.

3.4. La Monarquía Hispánica de Felipe II. Gobierno y administración. Los problemas internos. Guerras y sublevación en Europa.

La monarquía hispánica de Felipe II, tal como era conocida en Europa, fue muy diferente a la de Carlos V. El rey, nacido y criado en Castilla, permaneció en los reinos peninsulares desde 1559, y dirigió los reinos desde Madrid, primero, y al final de su vida desde El Escorial.

Rey minucioso y desconfiado, supervisó personalmente todas las decisiones políticas y afrontó un enorme trabajo burocrático, que ralentizó la administración y llegó a desesperar a sus colaboradores. Continuó apoyándose en el sistema de Consejos territoriales y sectoriales heredado de sus antecesores, aunque dio mayor protagonismo a sus secretarios, enlaces entre el rey y los consejeros, pero también cada vez más personas de confianza del monarca.

Felipe II orientó su política peninsular y europea sobre tres principios, heredados de su padre: mantener su autoridad, conservar o aumentar el patrimonio recibido y la defensa a ultranza del catolicismo. En los reinos peninsulares, los conflictos más importantes fueron la rebelión de los moriscos en las Alpujarras (1567-1569), tras intentar imponerles la cristianización forzada; la actuación de la Inquisición contra los focos luteranos de Sevilla y Valladolid, a comienzos del reinado; y la traición, juicio y huida de Antonio Pérez, su secretario, que acabó desembocando en la rebelión aragonesa de 1591. Pero el cambio más importante, en la Península, fue la incorporación de Portugal a la monarquía, tras la invasión y conquista de 1580, debida a la muerte sin descendencia del rey Sebastián.

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La política europea se inició con la victoria de San Quintín en 1157 y la firma de la paz con Francia. Pero en 1566 estalla la rebelión en Flandes, causada el crecimiento del calvinismo y el rechazo a un rey que consideraban extranjero y autoritario. La guerra se fue complicando, hasta desembocar en un conflicto entre las provincias del sur, leales a la Corona, y las del norte, una guerra que se extendería hasta mucho después del final del reinado.

Otro frente fue la lucha contra los turcos en el Mediterráneo, con la importante victoria en Lepanto, en 1571, que permitió alejar la amenaza otomana en las décadas finales del siglo.

Tras varios años de conflictos con la Inglaterra de Isabel I, que apoyaba a los protestantes flamencos, en 1588 Felipe II intentó la invasión de Inglaterra, con la Armada Invencible, que se saldó con un fracaso y la pérdida de la mayor parte de la flota.

En 1591, a la guerra en Flandes se unió una nueva con Francia, dividida desde hacía décadas entre los hugonotes protestantes y los católicos, en cuya defensa intervino Felipe II.

A su muerte en 1598, dejaba una monarquía con muchos frentes abiertos y dos reinos españoles debilitados por el peso de la política europea de los Austrias.

3.5. Exploración y colonización de América. Consecuencias de los descubrimientos en España, Europa y América.

Tras los primeros viajes colombinos, la Corona estableció un sistema de expediciones, mediante contratos (capitulaciones) firmados con particulares, con el fin de explorar y comenzar la explotación de las tierras descubiertas. Entre 1492 y 1519 la mayor parte de las expediciones se centraron en la región del Caribe, recorriendo las Antillas y las costas venezolana y centroamericana. En 1514, el descubrimiento del Pacífico por Núñez de Balboa confirmó lo que ya se sospechaba, que se trataba de un nuevo continente.

A partir de entonces, una serie de expediciones permitieron la conquista de los vastos imperios indígenas del continente. Hernán Cortés se hizo con el control del Imperio azteca entre 1519 y 1521, y poco después Francisco Pizarro hizo lo propio con el Imperio inca (1531-1533). Otros conquistadores extendieron en los años siguientes la exploración al Amazonas, al Río de la Plata y al Mississipi. La primera vuelta al mundo, realizada por la expedición de Magallanes y Elcano (1519-1522) permitió no sólo confirmar la esfericidad de la tierra, sino su tamaño real.

La rapidez de la conquista se debió en parte a las tensiones internas de los imperios precolombinos, pero también a la superioridad tecnológica de las armas, y al terror que suscitaron los conquistadores entre los indígenas, quienes los identificaban como auténticos dioses.

La explotación del territorio fue inmediata. Llegaron los colonos, a los que se entregaba una serie de indios (encomienda) para su evangelización, pero que en la práctica pasaban a trabajar la tierra. La dureza del trabajo se unió al choque epidemiológico y al desarraigo familiar y tribal para producir una hecatombe demográfica en el Caribe y, en menor medida, en el continente. Pronto hubo que traer esclavos africanos para sustituir a la mano de obra indígena.

La otra forma de explotación fue el trabajo en las minas. El descubrimiento de la plata de Zacatecas (México) y Potosí (Perú) convirtió la extracción del mineral en

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el gran negocio del siglo XVI. Los conquistadores aprovecharon un sistema de prestación de trabajo obligatorio que existía en el Imperio inca (la mita) para explotar a los indios, en condiciones terribles, lo que ocasionó una mortalidad considerable, y a pesar de las protestas de los caciques indígenas.

A partir de finales del siglo XVI se extendieron dos nuevas formas de explotación de la tierra. Por un lado las haciendas, grandes extensiones propiedad de terratenientes castellanos, en las que se cultivaba la tierra y se criaba el ganado a gran escala. Predominaba en las grandes llanuras del sur de América y en México. Por otro lado, las plantaciones, dedicadas al monocultivo de una serie de productos, como la caña de azúcar, el café, el tabaco o el añil, en la región tropical, y con una producción destinada a los mercados europeos. En buena parte, se explotaba con mano de obra esclava.

La colonización permitió la introducción de nuevos cultivos, como la patata, el tabaco, el tomate o el maíz. Dio a la monarquía hispánica, enormes ingresos, que permitieron a los Austrias mantener sus guerras europeas, pero que también provocaron la llamada revolución de los precios, un proceso inflacionista como nunca antes había experimentado Europa. También tuvo un fuerte impacto cultural, a través de las formas de vida indígenas y pronto coloniales: la lengua, el vestido, el folklore, los conocimientos científicos y cartográficos. Pero también se introdujeron en América los elementos culturales hispánicos: plantas, animales, técnicas de cultivo, la religión católica, etc. La introducción de esclavos negros y las mezclas raciales pronto dieron lugar allí a una sociedad de castas dominada por los peninsulares y criollos, que pronto desarrollarían una mentalidad distinta de la europea.

3.6. Los Austrias del siglo XVII: el gobierno de validos. La crisis de 1640.

La principal novedad de gobierno en la Monarquía Hispánica del siglo XVII fue la introducción del valido, figura similar a la de otros reinos europeos de la época. Se trataba de un personaje, casi siempre miembro de la aristocracia, en el cual el rey depositaba su absoluta confianza, entregándole las principales decisiones de gobierno. Todos los reyes del siglo XVII tuvieron este tipo de consejeros.

La mayor parte de los validos intentaron gobernar al margen de los Consejos, mediante juntas reducidas, compuestas por sus propios partidarios, con el fin de agilizar la administración y de evitar el control de los Consejos. Desde el poder, apartaban a sus enemigos y colocaban en los puestos más importantes a hombres de su confianza. La corrupción aumentó, y los más atrevidos aprovecharon el apoyo del rey para controlar la concesión de cargos, pensiones y mercedes de todo tipo, que canalizaron hacia sus familiares y sus propios favoritos.

Los validos fueron, en general, criticados. Se consideraba que, por parte del rey, significaba dejar sus responsabilidades en manos de otros que separaban al monarca de sus súbditos. Pero lo cierto es que las tareas de gobierno eran cada vez más difíciles y que los Habsburgo del siglo XVII no mostraron una gran capacidad de trabajo. La oposición a los validos la encabezaron los letrados que formaban los Consejos, y los miembros de la aristocracia que eran apartados de la Corte por formar parte de facciones enfrentadas al valido de turno.

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Durante las primeras décadas, el gobierno de los Austrias mantuvo la cohesión y gobernó sin demasiados problemas. A partir de 1621, sin embargo, la reanudación de las guerras europeas fue pesando como una losa sobre la economía y la población de los reinos, al tiempo que la corte exigía nuevos tropas y más impuestos.

Para muchos de los súbditos no castellanos de los Austrias, las guerras en defensa del Imperio sólo beneficiaban a Castilla, vista como la sede de la Monarquía y como el territorio más fuerte. Por eso, cuando en 1625 el conde-duque de Olivares propuso la Unión de Armas, un proyecto para que todos los reinos contribuyeran al esfuerzo de guerra de forma proporcional a su población y su riqueza, se encontró con las protestas de las cortes aragonesa y valenciana, y con la negativa de las cortes catalanas, una negativa que se reiteró en 1632 y que enfureció al valido.

El estallido de la guerra con Francia, en 1635, agravó aún más la tensión, sobre todo cuando en 1639 se enviaron tropas castellanas para defender la frontera. Se sucedieron los altercados entre los soldados y los campesinos catalanes. En junio de 1640, el día del Corpus Christi, cuando los payeses acudieron como todos los años a Barcelona para ser contratados, se produjo un motín que acabó con el asesinato del virrey. Se formó inmediatamente un gobierno revolucionario, que declaró la independencia. Ante el envío de más tropas castellanas, los catalanes optaron por aceptar la soberanía francesa. Las tropas francesas entraron en Cataluña y acabaron derrotando a los castellanos en 1642.

En diciembre, en plena crisis de Cataluña, se produjo el levantamiento de Portugal. Allí, a las quejas por las guerras se sumaba el reproche de que la Monarquía no había cumplido los compromisos de 1583: ni respetaba la exclusiva de los cargos para la nobleza portuguesa, ni defendía el imperio portugués de los ataques de los holandeses. La rebelión se extendió rápidamente, en apoyo de la Casa de Braganza, que asumió la Monarquía.

La doble rebelión hundió la capacidad militar de los Austrias, ya por entonces muy disminuida tras veinte años de guerras. Provocó la caída de Olivares en 1643, pero también influyó en las derrotas en Flandes y contra los franceses, lo que llevó a la firma de la rendición en la paz de Westfalia, en 1648, en la que se reconocía la independencia de las Provincias Unidas.

Para entonces, nuevas rebeliones se habían producido en Sicilia y Nápoles, en 1647. También hubo conatos de rebelión en Andalucía y en Castilla, a lo que siguió la epidemia de peste de 1648.

Felipe IV consiguió recuperar Cataluña en 1652, en parte porque los mismos catalanes renegaron de la soberanía francesa, más dura aún que la de los Austrias. Pero la postración militar de la Monarquía era irreversible.

3.7. La guerra de los Treinta Años y la pérdida de la hegemonía española en Europa.

Durante el reinado de Felipe III, la Monarquía Hispánica vivió unos años de tregua. La paz permitió una cierta recuperación económica en Castilla y Aragón. Pero en 1621, al vencer la tregua con los holandeses, se reanudó la guerra, al tiempo que en Alemania estallaba un nuevo conflicto entre católicos y protestantes, en el que Felipe IV, ya convertido en rey, y de la mano del Conde-Duque de Olivares, intervino a favor de sus parientes austriacos.

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La guerra de los Treinta Años es un conflicto muy complejo, que suele dividirse en cuatro etapas, con la intervención sucesiva de potencias extranjeras, como los daneses, ingleses, suecos y franceses, y un entramado cambiante de alianzas. Las hostilidades, además, se extendieron al mundo colonial, en donde los enemigos de la Monarquía hispánica atacaron los intereses castellanos y portugueses.

Durante los primeros años de la guerra, los Habsburgo llevaron la iniciativa en Europa y consiguieron mantener el control sobre buena parte de Alemania y sobre el camino español, el rosario de Estados que unían España con los Países Bajos. Entre 1625 y 1626 las fuerzas de Felipe IV consiguieron una serie continuada de victorias, entre ellas la de la toma de Breda. La euforia se apoderó del gobierno de Olivares, cuyas exigencias hicieron imposible llegar a un acuerdo con los holandeses, pese a la insistencia de algunos de los consejeros.

Sin embargo, la guerra cambió pronto de rumbo. En 1628, con las arcas ya vacías, se produjo la captura de la flota de la plata por la armada holandesa en Cuba. Era la primera vez que esto ocurría y el impacto fue tremendo. También se produjo la derrota española en la guerra de Mantua contra Francia, en 1931. Aún en 1634, tras la invasión sueca en Alemania, los Austrias tuvieron capacidad de reaccionar, y derrotaron a los protestantes en Nordlingen. Pero al año siguiente Francia entró en guerra, y la situación dio un giro definitivo. En 1637 los holandeses recuperaron Breda, y dos años más tarde tuvo lugar la decisiva derrota naval de las Dunas, cuando la armada española fue destrozada por los holandeses. Al mismo tiempo, los franceses atravesaban el Pirineo, y en 1640 se precipitaba la crisis, con las rebeliones de Cataluña y Portugal, que llevaron a traer tropas de los frentes europeos.

En 1643, los tercios sufrieron una dura derrota en Rocroi. Sin capacidad de respuesta, el gobierno de Felipe IV, ya sin Olivares, inició negociaciones, que culminaron en 1648 con la paz de Westfalia, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, restableció el equilibrio en Alemania, pero sobre todo significó el reconocimiento por Felipe IV de la independencia de las Provincias Unidas, tras ochenta años de conflicto.

En las décadas siguientes, se confirmó el ocaso de la hegemonía de los Austrias. Aunque se recuperó Cataluña en 1652, tres años después los ingleses conquistaban Jamaica, rompiendo el monopolio colonial. En 1659 se firmaba la paz definitiva con Francia, cediendo el Rosellón y la Cerdaña.

El reinado de Carlos II, a partir de 1665, no hizo sino confirmar la senda de hundimiento militar y económico. El dominio de la política europea había pasado a Francia. En 1668 hubo que firmar la paz con Portugal, reconociendo su independencia. Más tarde se cedieron el Franco Condado y algunos territorios en Flandes.

Los Austrias habían agotado durante ciento cincuenta años la capacidad económica y militar de sus estados, en una guerra constante y agotadora, empeñados en la conservación de la herencia recibida. El resultado fue la perdida sucesiva de una buena parte de su Imperio, reducido al final del siglo XVII a Castilla, Aragón y los reinos de Nápoles y Sicilia, y con un Imperio americano minado por el contrabando y la creciente presencia del comercio de otras potencias.

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3.8. Principales factores de la crisis demográfica y económica del siglo XVII y sus consecuencias.

El siglo XVII es un periodo de estancamiento y regresión demográfica Los primeros signos de crisis aparecen en la década de 1590, y se prolongaron durante la primera mitad del siglo. Pero a partir de 1650 comenzó un lento proceso de recuperación. Al terminar el siglo habría una población de entre 7 y 8 millones de habitantes para todos los reinos españoles, algo inferior a la que había en 1600. La depresión fue más aguda en la Meseta, y menos acusada en las regiones periféricas.

Las causas de la crisis son diversas. En primer lugar la incidencia de las graves epidemias, sobre todo de la peste, que se presentó en forma de oleadas periódicas. Un segundo factor fue la crisis económica, que se tradujo en hambrunas y mortandades. La caída del comercio con el norte de Europa y con América también explica el descenso de población de algunas ciudades artesanales y portuarias, como Sevilla, Segovia o Cuenca. A ello se sumó la incidencia de la guerra, sobre todo a mediados del siglo, cuando se comenzó a hacer reclutas forzosas y algunas zonas, como la frontera con Portugal o Cataluña, se convirtieron en teatro de las operaciones militares. Tampoco hay que olvidar la expulsión de los moriscos en 1609, que tuvo una incidencia importante, sobre todo en los reinos de Valencia y Aragón, de donde emigraron la mayoría de ellos.

La caída demográfica está íntimamente relacionada con el descenso de la producción agrícola. La falta de mano de obra llevó a dejar sin cultivo las tierras menos productivas, al tiempo que la presión fiscal de la Corona y de los grandes señores empujaba a muchas familias a abandonar las zonas agrícolas. Hubo una sucesión constante de ciclos de malas cosechas, que entre 1630 y 1680 se suceden cada ocho o diez años, que provocaron el hambre entre la población. Sólo a finales del siglo parece haberse iniciado una cierta recuperación.

La artesanía también acusó los efectos de la crisis. Aunque no afectó a todos los sectores, sí golpeó a los de mayor peso: el textil, la metalurgia y la construcción naval, por lo que las consecuencias fueron graves. La producción de paños descendió, en parte debido a la fuerte caída de la producción de lana: la cabaña de la Mesta pasó de 3 a 2 millones de cabezas a lo largo del siglo XVII. Pero también el hundimiento del mercado local y la competencia extranjera tuvieron su parte de culpa.

También se vio perjudicada la actividad comercial, en parte por los elevados impuestos, pero también porque las guerras impidieron el flujo de materias primas y mercancías. A eso hay que añadir la acción de los corsarios y de la piratería, que hacía muy insegura la navegación comercial. Pero lo más perjudicial fue la constante manipulación de la moneda. La Corona recurrió a fabricar moneda de vellón, sin plata o con muy poca mezcla, reservando ésta para sus gastos militares en las guerras europeas. El resultado fue una devaluación continua de la moneda, que sembró la desconfianza y provocó subidas bruscas de precios. Los comerciantes comenzaron a exigir moneda extranjera para cobrar sus ventas. Además, en la larga etapa bélica de los años que van de 1630 a 1665 fue frecuente que la Corona confiscara la plata que los particulares traían de América, lo que produjo un aumento del contrabando para ocultar la plata traída de las colonias.

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También la economía colonial sufrió un brusco cambio. El aumento de la producción local, incluidas las manufacturas, hizo que cayeran las exportaciones de productos castellanos, al tiempo que el contrabando y la competencia extranjera hacían imposible mantener el monopolio.

Solo a partir de 1680, la política de la Monarquía dio un giro brusco. Se devaluó la moneda, y se inició una política mercantilista, de protección de la propia producción, que empezó a rendir frutos a finales de siglo, especialmente en Cataluña, cuya economía crecía a buen ritmo hacia los últimos años de la centuria.

3.9. Crisis y decadencia de la Monarquía Hispánica: el reinado de Carlos II y el problema sucesorio.

Carlos II era un niño de cuatro años, débil y permanentemente enfermo. Su madre, Mariana de Austria, gobernó durante su minoría con ayuda de una Junta. Pero pronto se inició lo que sería la tónica durante los treinta y cinco años de reinado: el gobierno de sucesivos validos y la lucha entre facciones de la aristocracia de la corte por el poder.

El reinado puede dividirse en dos etapas claramente diferenciadas. Entre 1665 y 1679 se caracteriza por la postración económica y las luchas por el poder entre don Juan José de Austria, hijo ilegítimo de Felipe IV, apoyado por una buena parte de la aristocracia, y los favoritos de la regente, el padre Nithard (1665-1669) y Fernando Valenzuela (1670-1676). Don Juan José se valió del respaldo de Aragón, adonde fue enviado como gobernador militar, para organizar un golpe de estado y entrar con un ejército en Madrid en 1677, obligando a Carlos II a expulsar a Valenzuela. El golpe significó el triunfo de la aristocracia y la recuperación del control del gobierno por los grandes.

Los sucesivos validos, sin embargo, tuvieron siempre un programa político similar: reducir los impuestos para reactivar la economía de los reinos. Pero los intereses enfrentados de la aristocracia y de las ciudades, y las continuas agresiones francesas, que obligaban a mantener los gastos de guerra, hicieron imposible llevar adelante estas medidas.

Con la llegada al poder del duque de Medinaceli, en 1680, se inicia la segunda etapa del reinado. En febrero de ese mismo año se dictó un decreto de devaluación de la moneda de vellón que buscaba equiparar su valor con el que realmente tenía en el mercado. El impacto fue brutal, porque empobreció bruscamente a quienes tenían su dinero en moneda de cobre, pero terminó con las subidas de precios y permitió estabilizar la moneda, iniciándose a partir de entonces una lenta recuperación del comercio. También se reorganizó la recaudación de impuestos y se recortaron los gastos, lo que permitió rebajar la presión fiscal.

A partir de 1685, el conde de Oropesa, quien sustituyó a Medinaceli, estableció un presupuesto fijo para los gastos de la Corte, y se dictaron normas para promover la creación de manufacturas y para favorecer la llegada de inversores extranjeros. Se inició entonces una lenta recuperación económica, más marcada en la periferia, y sobre todo en Cataluña.

En cuanto a la política exterior, el reinado estuvo marcado por el desinterés en los problemas europeos y la preocupación por mantener el control del Mediterráneo occidental y la carrera de Indias. La debilidad militar, sin embargo, fue aprovechada por Luis XIV, rey de Francia, que a lo largo de todo el periodo

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emprendió una política agresiva encaminada a ampliar sus dominios. Cuatro guerras sucesivas obligaron a España a ceder buena parte de sus territorios, dejando aislados a los Países Bajos. En los años finales del siglo, incluso Cataluña fue atacada. Pero la monarquía española contó con el apoyo de Inglaterra y Holanda, que no aceptaban la expansión francesa, lo que, unido al interés de Francia en la sucesión española, permitió que en la Paz de Ryswijk (1697) Luis XIV devolviera buena parte de sus conquistas.

De hecho, los últimos años del reinado están presididos por las tensiones suscitadas por el problema sucesorio. La imposibilidad de Carlos II, cada vez más enfermo, de tener un heredero multiplicó el interés de las cortes europeas por la Corona española. No sólo estaba en juego el conjunto de los reinos peninsulares y las posesiones en Italia y los Países Bajos, sino también el imperio colonial.

A partir de 1697, dos candidaturas se disputaban el trono: la del archiduque Carlos de Habsburgo y la de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV y candidato borbónico. Carlos II moría en noviembre de 1700, un mes después de firmar un testamento que dejaba la Corona al segundo de ellos.

4.1. La Guerra de Sucesión Española y el sistema de Utrecht. Los Pactos de Familia

La muerte sin descendencia de Carlos II desencadenó un grave enfrentamiento internacional en torno a las dos candidaturas al trono: el archiduque Carlos, de la rama de los Habsburgo austriacos, y Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia. La posibilidad de que un miembro de la familia de Borbón pudiera hacerse con la herencia española ponía en peligro la estabilidad europea.

De acuerdo con el testamento de Carlos II, Felipe fue proclamado rey, e inicialmente reconocido en Europa. Pero ante la negativa de los Borbones a renunciar a una futura unión de las Coronas española y francesa, las potencias europeas rivales firmaron la Alianza de La Haya, en 1701. A la coalición de Inglaterra, Austria y los Países Bajos se sumó después Portugal.

La Guerra de Sucesión (1702-1714) fue un conflicto muy complejo, que tuvo escenarios paralelos en Europa y en la Península. Al principio fue favorable a la coalición liderada por Gran Bretaña: en 1704 los británicos tomaron Gibraltar. En 1705 se produjo el desembarco del archiduque Carlos en Valencia y la rápida conquista de los reinos de la Corona de Aragón.

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El apoyo a Felipe V era firme en Castilla, pero la situación del ejército y de la armada era desastrosa. Pronto llegaron administradores y oficiales, tropas y armas francesas, y se inició una reorganización de las fuerzas armadas. El rumbo de la guerra cambió, y en 1707 se produjo la batalla de Almansa, que permitió a Felipe V conquistar sucesivamente los reinos de Valencia y Aragón. En 1711 nuevas victorias borbónicas dejaron el territorio de los Habsburgo circunscrito a Cataluña.

En Italia y en los Países Bajos, sin embargo, la guerra era desfavorable para los Borbones, y Luis XIV se estaba planteando abandonar la guerra cuando, en 1711, el archiduque Carlos se convirtió en emperador, a la muerte de su padre. Sus aliados, alarmados por la posibilidad de que acumulara también el Imperio español, ofrecieron entonces a Luis XIV abrir negociaciones.

El Tratado de Utrecht, firmado en abril de 1713, puso fin a la guerra europea y significó el reconocimiento de Felipe V a cambio de la separación definitiva de las coronas de Francia y España. Los Países Bajos y las posesiones en Italia pasaron a manos del Imperio austriaco. Inglaterra obtuvo grandes ventajas: retuvo Gibraltar y Menorca, conquistada en 1708, y consiguió privilegios comerciales en América.

En Cataluña la guerra se prolongó aún durante un año y medio. Los catalanes temían las represalias de Felipe V y la imposición de un sistema político centralizado, como el que ya había sido establecido en Valencia y Aragón. No se fiaron de las garantías ofrecidas a Inglaterra en Utrecht de que los fueros catalanes serían respetados, y optaron por resistir. Las tropas borbónicas, tras ocupar toda Cataluña, cercaron Barcelona, que sucumbió, finalmente, tras una larga resistencia, el 11 de septiembre de 1714.

A lo largo del siglo XVIII, la relación entre las Coronas de España y Francia se concretó en sucesivas alianzas, llamadas pactos de familia. Ambos países tenían un enemigo común, Inglaterra, convertida en la gran potencia marítima. A Francia le interesaba la alianza para disponer de la armada española, que sumada a la suya era capaz de hacer frente a la flota inglesa. España, por su parte, necesitaba la ayuda francesa para defender el Imperio americano, cada vez más amenazado por los ingleses. Hasta tres pactos de familia se firmaron en 1733, 1739 y 1779, ligando la política exterior de ambas Coronas, y llevando a España a participar en sucesivas guerras europeas y en las colonias. El único resultado tangible para el país fue la recuperación de Menorca, en 1783, tras la guerra de la Independencia de los EE.UU.

4.2. La nueva Monarquía Borbónica. Los Decretos de Nueva Planta. Modelo de Estado y alcance de las reformas.

La entronización de la dinastía de Borbón, tras el tratado de Utrecht, trajo consigo una serie de transformaciones políticas en el país. La nueva dinastía tenía como objetivo el fortalecimiento del absolutismo, la centralización de la estructura política y la modernización del Estado.

La primera serie de medidas se encaminó a establecer un sistema político centralista en el nuevo país unificado. Dicha centralización se concretó en los Decretos de Nueva Planta, tres órdenes reales a través de las cuales fueron abolidas las leyes, instituciones y derechos de los reinos de Aragón (1707), Valencia (1711) y Cataluña (1716), conforme las tropas borbónicas conquistaban los respectivos territorios. Se eliminaron las fronteras y se

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introdujo el sistema legal y político de Castilla. El castellano, además, se impuso como única lengua oficial. La excepción, curiosamente, la constituyeron las provincias vascas, Guipúzcoa y Vizcaya, que mantuvieron sus fueros, conjunto de instituciones y derechos de origen medieval, gracias a haber apoyado a los Borbones en la guerra sucesoria.

La administración del Estado se transformó siguiendo el modelo francés. El sistema de consejos fue sustituido por un conjunto de cinco Secretarios de Despacho, al frente de las distintas ramas de la administración. Sólo se mantuvo el Consejo de Castilla, pero cada vez más desprovisto de funciones. La administración territorial se organizó en cada provincia, con un intendente del gobierno y una audiencia, sin que estuvieran claramente deslindadas sus funciones. Desde el punto de vista militar, el país se dividió en capitanías generales.

Otra transformación importante fue la del ejército. Se eliminaron los tercios, y se introdujo el regimiento como unidad básica, al tiempo que se introducía la escala de mandos moderna: oficiales, jefes y generales. Se establecieron acuartelamientos en todo el país, y de forma especial en los antiguos reinos aragoneses. También se reformó y potenció la marina de guerra, instrumento básico para la defensa del Imperio colonial.

Otra línea de actuación política la constituye el regalismo, es decir, la reivindicación de la autoridad de la Corona sobre la Iglesia, una política que enfrentó a menudo a los Borbones con la Iglesia española y con Roma. Los reyes reclamaron e impusieron su derecho a proponer obispos para las sedes vacantes, su jurisdicción sobre los sacerdotes en cuestiones civiles y criminales, y el cobro de rentas de aquellos obispados que permanecieran vacantes. Además, presionaron para ir disminuyendo poco a poco los conventos y congregaciones religiosas. Esa línea de actuación enfrentó a los secretarios con el sector más intransigente de la Iglesia, encabezado por la Inquisición y la Compañía de Jesús.

Los primeros Borbones, Felipe V y Fernando VI (el breve reinado de Luis I en 1724 resultó intrascendente) apenas modificaron el sistema económico y social. Se empezó a elaborar un nuevo catastro, que permitiera conocer la base fiscal, pero no se adoptaron reformas para mejorar la producción agraria. Sí se adoptaron medidas proteccionistas, como la prohibición de importar manufacturas textiles y la limitación de los privilegios de la Mesta, para apoyar la producción nacional, o la fundación de las primeras Reales Fábricas, manufacturas estatales para impulsar la producción. También se promovió la fundación de Compañías de Comercio, con el objetivo de imitar el modelo que ingleses y holandeses habían establecido con éxito para explotar el Imperio colonial, un intento, sin embargo, que no tendría demasiado éxito.

Los Borbones también introdujeron reformas administrativas en América, reorganizando el territorio en tres virreinatos, con la creación del de Río de la Plata, y la introducción de las intendencias.

4.3. La España del siglo XVIII. Expansión y transformaciones económicas: agricultura, industria y comercio con América. Causas del despegue económico de Cataluña.

A lo largo del siglo XVIII, España experimentó una recuperación económica, lenta, pero constante, que permitió remontar la postración del siglo

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anterior. Sin embargo, pese al crecimiento y económico y a las tímidas reformas de los ministros ilustrados, la economía española siguió presentando las características propias de un país del Antiguo Régimen.

La agricultura siguió inmersa en el atraso técnico, con rendimientos escasos y sin generar excedentes, por lo que el comercio de granos era limitado. Como consecuencia eran frecuentes las crisis de subsistencias. El aumento de la población, además, presionó sobre los precios, lo que llevó a muchos propietarios a especular con las cosechas. En parte, la falta de modernización tenía que ver con el excesivo porcentaje de tierras amortizadas y con el peso de las cargas fiscales y del señorío jurisdiccional. Aunque los reformistas denunciaron los perjuicios derivados de la amortización, al final los Borbones no se atrevieron a introducir cambios que hubieran afectado a los privilegiados. Los programas de colonización de tierras en algunas regiones del sur fueron el único y aislado intento de modernización, así como el trabajo de algunas Sociedades de Amigos del País por difundir los nuevos inventos y técnicas agrícolas. Al finalizar el siglo, la producción agraria seguía siendo insuficiente e incapaz de permitir el crecimiento económico.

Tampoco hubo cambios sustanciales en el sector de la artesanía. Continuó marcado por la dispersión de pequeños talleres y por el uso de una tecnología arcaica. La pobreza de campesinos y trabajadores urbanos impedía un mercado suficientemente grande como para promover la industrialización. Sólo la aparición de manufacturas introdujo cierto dinamismo. Podían ser privadas, como ocurría con la producción de algodón o algunas fábricas de tejidos, o estatales, en cuyo caso solían ser industrias dedicadas al suministro de armas, la construcción naval o la producción suntuaria (Reales Fábricas de tapices, porcelanas, cristales, seda, bordados, etc.).

El comercio seguía lastrado por la insuficiente red de caminos, la gran cantidad de aduanas y peajes señoriales y concejiles y el azote de los bandidos. Era costosísimo trasladar mercancías a larga distancia. Mucho más desarrollo tenía el comercio colonial, a pesar del creciente contrabando. El comercio colonial estaba en manos de un reducido grupo de empresarios, concentrado en Cádiz, y desde finales del siglo también en Barcelona. La Corona intentó promover las Compañías comerciales, al estilo de las inglesas y holandesas, con el fin de captar el dinero de inversiones privados, pero sin demasiado éxito.

Esa misma debilidad de la burguesía comercial e industrial explica también el limitado peso del crédito y de la banca en la España del XVIII. El tamaño reducido de las empresas comerciales y la ausencia de inversiones agrarias hacían innecesaria una red bancaria importante.

En las décadas finales del siglo, sólo Cataluña experimentaba cierta transformación. La apertura al comercio americano de los antiguos territorios de la Corona de Aragón, en 1777, estimuló a los empresarios catalanes a poner en marcha las fábricas de indianas (telas de algodón), alrededor de Barcelona, constituyendo así el único foco de industrialización. La producción se destinaba a la exportación, pero con una fuerte dependencia del mercado colonial, donde obtenía el algodón y donde se vendía la mayor parte de su producción. Por eso, cuando las guerras de finales del siglo estrangularon los circuitos comerciales, las fábricas catalanas entraron en crisis.

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4.4. Ideas fundamentales de la Ilustración. El despotismo ilustrado: Carlos III.

El Despotismo Ilustrado es una corriente política que surge a mediados del siglo XVIII, y que fue asumido por algunos de los monarcas y ministros de la época.

Los déspotas ilustrados buscaban el fortalecimiento del Estado. Para ello, promovieron el crecimiento económico, con el fin de aumentar la riqueza, la recaudación de impuestos y la capacidad militar de sus respectivos países. Como el desarrollo económico traía consigo, de paso, una mejora de las condiciones de vida de los campesinos, pudieron presentarse como benefactores del pueblo. El lema "todo para el pueblo, pero sin el pueblo", con el que se ha querido describir al Despotismo Ilustrado y a los ministros que lo pusieron en marcha, no deja de ser un fraude: aunque promovieran reformas agrarias y educativas, el objetivo no era favorecer a las clases populares, sino a las monarquías a las que servían.

Entre los muchos ejemplos de acción política del Despotismo Ilustrado en Europa, destaca el promovido por los ministros de Carlos III. En realidad, ya bajo Fernando VI, algunas de las medidas del marqués de Ensenada pueden inscribirse en esa línea. Pero fue con la llegada de Carlos al trono, en 1759, cuando los ministros reformistas se impusieron en la corte, encabezados por el secretario Esquilache. En esos primeros años, hombres como Floridablanca, Campomanes, Olavide o Jovellanos pudieron plantear sus propuestas de reforma con el apoyo del rey.

Surgieron entonces los proyectos de reforma agraria: la colonización de tierras incultas, la introducción de nuevas técnicas de cultivo y las tímidas propuestas de limitación de la amortización de tierras, así como la reducción de los privilegios de la Mesta. También se planeó la reforma de los estudios universitarios, el impulso a las expediciones científicas y la promoción de las ciencias y de las técnicas, mediante el establecimiento de las Reales Sociedades de Amigos del País y la fundación de las Reales Academias. Los ministros, además, se planteaban la liberalización del comercio y el impulso de las Compañías de Comercio. Por último, insistieron en recuperar el control del Estado sobre la Iglesia, reafirmando la política regalista que ya se había aplicado en la primera mitad del siglo.

Pero el motín de Esquilache de 1766 trastocó por completo las reformas. La revuelta popular no sólo provocó la caída del ministro napolitano. Carlos III, asustado por el riesgo corrido en esos días, giró bruscamente hacia posiciones mucho más conservadoras. Desde entonces, confió alternativamente en el conde de Aranda y, sobre todo, en un Floridablanca cada vez más reaccionario. Los proyectos de reforma agraria fueron cancelados, y las propuestas de reforma de los estudios lentamente dejadas de lado. Eso sí, el motín fue aprovechado para expulsar del país a la Compañía de Jesús, con la excusa de haber participado en la revuelta. En realidad, Carlos III quiso desprenderse (como hicieron por entonces otros reyes europeos) de la orden más militante y defensora de los privilegios eclesiásticos.

El balance final del Despotismo Ilustrado fue más bien pobre. Se abrió el comercio americano a la mayor parte de los puertos peninsulares. Se colonizaron tierras incultas en Sierra Morena, y se promovieron algunas manufacturas. Se intentó animar a la nobleza a invertir en la producción, mediante un decreto que declaraba honrados los oficios. Pero las reformas

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más profundas quedaron olvidadas, y sus defensores, como Jovellanos, apartados de la corte, cuando no perseguidos y depurados por la Inquisición, como le ocurrió a Pablo de Olavide.

Carlos III sí aprovechó la buena situación fiscal que le había dejado su hermano Fernando VI, para reiniciar la política belicista. Dos guerras sucesivas dejaron, en 1783, una Hacienda arruinada y, lo que es peor, el inicio de un proceso de endeudamiento galopante, mediante la emisión de los vales reales, que acabaría por hundir al Estado en tiempos de su sucesor, Carlos IV.