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DOSSIER – REVELACIÓN Y FE Lic. Marcelo Esprella Torrico UNIDAD I UNIDAD I EL MISTERIO DEL HOMBRE I.1. EL SENTIDO DE LA VIDA Una de las más interesantes aventuras que se nos presentan en la vida es encontrarle sentido. Si, es correcto, la Vida tiene sentido, pero nos corresponde a cada uno encontrarle el sentido individual que nos permitirá aprovechar al máximo nuestra travesía por este mundo. Se trata de encontrar las respuestas particulares a las preguntas ¿De qué se trata la vida?, y ¿Qué vine a hacer aquí? Se trata de respuestas particulares porque necesitamos respuestas que nos sirvan a nosotros. Es decir, a cada ser humano le toca encontrar sus propias respuestas, a cada cual le toca descubrir su propia verdad. Lo que es útil para uno puede no tener sentido para otro, y lo que es significativo para este último puede carecer de valor para el primero. Tal vez al plantearnos estas preguntas por primera vez podrían parecernos como algo fuera de nuestro alcance, y reservado exclusivamente para los grandes filósofos. Pero, los más grandes filósofos comprendieron que esta es una tarea individual, lo cual se encuentra demostrado en la ancestral frase "Conócete a ti mismo"; con la cual lejos de pretender tener las respuestas para toda la humanidad, incentivaban a cada individuo a encontrar su verdad. Aunque el hecho de encontrarle sentido a la vida no nos es enseñado en la escuela, es de gran importancia para lograr una vida satisfactoria en todos los sentidos. Pues al vivir una vida sin verdadero sentido, cualquier cosa que se hace carece de significado y no se obtiene ninguna satisfacción real. 1

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DOSSIER – REVELACIÓN Y FE Lic. Marcelo Esprella Torrico

UNIDAD IUNIDAD IEL MISTERIO DEL HOMBRE

I.1. EL SENTIDO DE LA VIDA

Una de las más interesantes aventuras que se nos presentan en la vida es encontrarle sentido. Si, es correcto, la Vida tiene sentido, pero nos corresponde a cada uno encontrarle el sentido individual que nos permitirá aprovechar al máximo nuestra travesía por este mundo.

Se trata de encontrar las respuestas particulares a las preguntas ¿De qué se trata la vida?, y ¿Qué vine a hacer aquí? Se trata de respuestas particulares porque necesitamos respuestas que nos sirvan a nosotros.

Es decir, a cada ser humano le toca encontrar sus propias respuestas, a cada cual le toca descubrir su propia verdad. Lo que es útil para uno puede no tener sentido para otro, y lo que es significativo para este último puede carecer de valor para el primero.

Tal vez al plantearnos estas preguntas por primera vez podrían parecernos como algo fuera de nuestro alcance, y reservado exclusivamente para los grandes filósofos. Pero, los más grandes filósofos comprendieron que esta es una tarea individual, lo cual se encuentra demostrado en la ancestral frase "Conócete a ti mismo"; con la cual lejos de pretender tener las respuestas para toda la humanidad, incentivaban a cada individuo a encontrar su verdad.

Aunque el hecho de encontrarle sentido a la vida no nos es enseñado en la escuela, es de gran importancia para lograr una vida satisfactoria en todos los sentidos. Pues al vivir una vida sin verdadero sentido, cualquier cosa que se hace carece de significado y no se obtiene ninguna satisfacción real.

Lo anterior potencialmente podría hacernos sentir vacíos y darnos la sensación de estar solos. Esto a su vez podría colocarnos en una situación de "estar buscando algo y no saber qué es". Veamos.

Carencia de Sentido

La creencia sobre "evitar el dolor y conseguir el placer" está muy difundida en la actualidad como el supuesto principal motivador de la actividad humana.

Esto se entiende si comprendemos que vivimos en un mundo en el cual la población aumenta continuamente, y competir por trabajo, pareja, riqueza y estatus social se considera la norma.

De aceptar lo anterior, en vez de desarrollar nuestros talentos a niveles asombrosos de los cuales somos capaces, preferiríamos estar comparándonos continuamente a

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otros. Y de hacerlo, difícilmente emprenderíamos las tareas que nos brindarían satisfacción en la vida.

Es un hecho que un porcentaje de las personas que habitan este planeta no saben por qué están vivas, y ni siquiera piensan en ello. Aun así, una vida sin sentido se hace poco llevadera al pasar el tiempo.

Es por eso que muchas personas se encuentran en situaciones no deseadas después de retirarse, que los desempleados se sienten deprimidos, y aun los ricos y famosos se sienten infelices.

La Trampa

Encontrarle sentido a la vida es de vital importancia, pues de otra manera podríamos ser presa fácil de los falsos sentidos. De no ocuparnos en encontrar el sentido de nuestra propia vida, podríamos sentir un vacío en nuestro interior.

En ese caso existiríamos, pero no sabríamos por qué, o para qué. Y esto es algo que nos toca resolver por nuestros propios medios, pues nadie puede decirnos cual es el propósito de nuestra existencia humana, mucho menos como realizar el máximo de nuestro potencial. Para eso tenemos primero que conocernos.

Recordemos que un vacío siempre es llenado, el Universo no permite carencias, y muy profundamente nosotros tampoco creemos en ellas. En ausencia de un verdadero sentido y propósito en la vida, encontraremos alguna otra cosa con que llenar ese supuesto "vacío", y al hacerlo le estaremos dando la espalda (aunque solo momentáneamente) a nuestro impulso interior, que nos motiva a buscar dentro de nosotros mismos las respuestas.

Por el contrario, elegimos algún falso sentido y lo expandimos hasta creer que llenamos nuestra vida. De esta manera elegimos creer que no necesitamos ocuparnos de encontrarle sentido a nuestra existencia. Eso nos hace sentir más cómodos, al menos por un rato.

Pero, ¿Cuáles son estos falsos sentidos que mencionamos? En realidad pueden ser tantos y tan variados como personas existen en este planeta. Veamos.

Una persona podría elegir crear sentido en su vida por medio de la obtención de riquezas, y comenzar así una carrera que le brinde poca satisfacción, con la cual no se identifica internamente, y que termina haciéndole desear estar en otro lugar haciendo algo diferente.

Otra persona podría intentar llenar "el vacío" por medio de las relaciones y sus consecuentes obligaciones y responsabilidades. Puesto que esta persona inicia estas relacionas buscando fuera de si misma las respuestas que lleva dentro, las mismas se ocupan de señalarse de diferentes maneras, principalmente por medio de una creciente incomodidad e insatisfacción, que ese no es el camino a seguir.

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Aunque las relaciones pudieran ser frustrantes, esta persona podría iniciar un círculo de salir de una para entrar en otra, solo porque cree que representan su sentido y propósito.

De hecho, prácticamente cualquier proyecto que iniciemos en la vida podría tener el potencial de generar falso sentido, a menos que encaremos primero lo concerniente a nuestra existencia fundamental.

Por ejemplo, en casos como: ese proyecto en el cual trabajó tanto no dio frutos, esa relación en la cual creyó tanto no resultó a pesar de sus mayores esfuerzos, esa inversión importante que hizo le dejó sin ganancias ni capital.

Cada una de estas situaciones, y muchas otras en la vida, podrían hacerle preguntarse en que consiste la vida. En realidad es de poca utilidad preguntarse ¿Por qué no dieron frutos estos proyectos?, lo que si sería significativo es preguntarse ¿Por qué se involucró en ellos en primer lugar?, y ¿Qué esperaba lograr al hacerlo?

Es sólo cuando todas las actividades que realizamos encajan en nuestro plan de vida que podemos obrar coherentemente, y crear un sentido amplio que nos permita manifestar lo que realmente somos.

En caso de no tener un plan de vida, nuestras actividades diarias podrían convertirse en ese plan, y así hacernos vivir la ilusión de que le dan sentido a nuestra vida cuando la realidad es otra, no le brindan más que un sentido fraccionado. Tal vez ocupen nuestros pensamientos y acciones, pero no pueden brindar total satisfacción.

Encontrando Sentido

Encontrarle sentido (nuestro sentido) a la vida es una aventura fascinante. Significa creer realmente que nos hemos manifestado y continuamos haciéndolo por un propósito elevado, un propósito que solo nosotros podemos vislumbrar y lograr.

Una vez comprendido esto, dedicarnos a encontrar ese propósito es la elección natural. El camino podría tener altos y bajos, tal vez tengamos que admitir que la causa de nuestra situación actual es haber elegido un substituto barato (algún falso sentido) y haberlo colocado como nuestra principal meta, o deshacer un camino andado para retomar el propio, pero al final las recompensas superan con creces toda la dedicación invertida.

Independientemente del punto de partida, la creación de un plan de vida es esencial. Cada uno de nosotros necesita encontrarle sentido a su vida, saber por qué estamos aquí. Una vez establecido este plan, nuestras actividades y proyectos emergen de y son coherentes con él. De esta manera nuestras acciones adquieren sentido y tomamos conciencia de nuestra capacidad de crear nuestra realidad a voluntad.

Al reconocer todo esto tomamos conciencia de que el sentido de la vida tiene que ver con asumir la responsabilidad de nuestra vida y lo que ocurre en ella, con convertirnos

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en creadores de nuestra vida en lugar de ser simples observadores pasivos, y que nos encontramos aquí para un propósito único, que solo nosotros podemos realizar.

Podemos entonces dirigir nuestra vida para manifestar ese propósito en nuestra realidad diaria. Y pensar que algo tan grande podría manifestarse a partir de dos sencillas preguntas: ¿De qué se trata la vida?, y ¿Qué vine a hacer aquí?

I.2. LAS RESPUESTAS DE LA CIENCIA

El misterio y la filosofía

En los tiempos culminantes de la conciencia filosófica, que desde luego parece que están tocando a su fin, alguna vez se olvidó que el concepto de filosofía y del filosofar son, desde el principio, unos conceptos más bien negativos, por lo menos se interpretaban más como negativos que como positivos. No necesito entrar aquí con detalle en la conocida historia de Pitágoras. Según una antigua leyenda fue este gran maestro del siglo VI antes de Jesucristo quien empleó por primera vez la palabra “filósofo”: sólo a Dios se le puede llamar sabio: el hombre, en el mejor de los casos, puede ser un amoroso buscador de sabiduría. También Platón habla de la contraposición entre sabiduría y filosofía, entre “sophos” y “philosophos”. En el Fedro pone en boca de Sócrates: Solón y Homero no deben ser llamados “sabios”, “eso me parece a mí, oh Fedro, demasiado grande, eso es algo que sólo corresponde a un Dios; sin embargo, llamarles filósofos me parece correcto y adecuado”. Y en el Convite Diotima pronuncia unas palabras que expresan los más profundos pensamientos platónicos formulados de forma negativa: “Ninguno de los dioses filosofa”.

Ahora bien, ¿qué significa todo esto más que la filosofía y el filosofar desde un principio fueron entendidos como algo que no es “sophía”, que no es sabiduría, no es conocimiento, no es comprensión, no posesión de la verdad?

Esta manera de pensar no es una particularidad pitagórico-platónica. En efecto, Aristóteles, fundador de un filosofar crítico-científico, sigue por el mismo camino, por lo menos en lo que se refiere a la metafísica, la más genuina disciplina filosófica. Y Tomás de Aquino, en su magistral comentario a la Metafísica de Aristóteles, sigue de forma escrupulosamente fiel la opinión del genial griego cuando dice: la verdad metafísica sobre el ser, tomada en sentido estricto, no es una posesión que corresponda al hombre (non competit homini ut possessio), no es adquirida por el hombre como propiedad sino como algo dado en préstamo (sicut aliquid mutuatum). Tomás añade a esto un fundamento especulativo de una profundidad apenas alcanzable; aquí lo único que podemos hacer es simplemente enunciarla. Escribe lo siguiente: la sabiduría no puede ser una propiedad del hombre precisamente porque es buscada en razón de sí misma; aquello que podemos poseer plenamente no nos puede proporcionar la satisfacción de ser deseado por sí mismo;

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“únicamente es buscada por sí misma aquella sabiduría que no es susceptible de ser tenida por el hombre como posesión”.

No se trata de que, en opinión de Aristóteles y de santo Tomás, el hombre se vea sin ninguna relación y separado de la “sophía”. La cuestión filosófica incide precisamente en la sabiduría; el filosofar consiste precisamente en inquirir los más profundos fundamentos del conocimiento. Ahora bien, y esto hay que decirlo de la manera más rotunda, nosotros no solamente no poseemos tal conocimiento sino que, por principio, nos está descartado poseerlo y, por tanto, tampoco lo poseeremos en el futuro; por el contrario, indudablemente estamos en condiciones de tener respuestas a las cuestiones de cada ciencia en particular (sin embargo, tales respuestas no nos pueden proporcionar la satisfacción de ser buscadas “por sí mismas”). La esencia de las cuestiones filosóficas consiste en indagar la última esencia, el significado extremo, la raíz más profunda de una realidad. El modelo de una auténtica cuestión filosófica es: ¿cuál es el “último y decisivo fundamento” del hombre, de la verdad, del conocimiento, de la vida? Las preguntas de este tipo, de acuerdo con su propia naturaleza, apuntan hacia una respuesta que pretende y contiene plenamente la esencia de aquello por lo cual se pregunta; estas preguntas requieren unas respuestas en las cuales, como dice santo Tomás (cuando define lo que es “comprender”) la cosa es “reconocida hasta tal punto que llega a ser reconocida en sí misma”. Dicho con otras palabras: la respuesta adecuada a una cuestión filosófica tendría que ser una respuesta que agotase por completo al objeto, en ella tendría que agotarse la cognoscibilidad de la realidad por la cual se pregunta de tal modo que ya no quedara nada cognoscible, sino que todo fuese ya conocido. Digo que esto sería una respuesta “adecuada” a una cuestión filosófica; “adecuado” significa aquí que la respuesta corresponde formalmente a la pregunta; pero recordemos que la pregunta se refiere a la última esencia y a las más profundas raíces de una realidad. La cuestión filosófica, de acuerdo con su propia naturaleza, pugna por una respuesta del conocimiento en sentido estricto. Pero resulta que, como diría santo Tomás, no estamos en condiciones de comprender nada, a no ser que se trate de nuestra propia obra (en tanto en cuanto y hasta el punto en que se trata realmente de nuestra propia obra: ¡el mármol, por sí mismo, no es obra del escultor!).

Todo lo que llevamos dicho nos hace comprender que, por su propia naturaleza, la cuestión filosófica no puede ser contestada al mismo nivel con que se plantea. En este sentido Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás están en total acuerdo con la gran tradición de todo el género humano. Sería una aberración racionalista frente a la “philosophia perennis” querer soslayar este elemento negativo en el concepto original de filosofía. Echemos de nuevo una mirada a la tradición de la “philosophia perennis” para ver si en ella se mantiene esta extraña y tal vez irritante aseveración.

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Expresado de una manera solemne y por así decirlo poco aristotélica, Aristóteles dice que la cuestión del ser “en todos los tiempos, ahora y siempre” está abierta. Esta frase de la Metafísica es comentada sin la más mínima objeción por santo Tomás, y no sólo esto sino que hace la formulación suya. Él mismo dice, por ejemplo: El esfuerzo de todos los filósofos no ha conseguido aún vislumbrar la esencia ni tan sólo de un mosquito. Con mucha frecuencia vuelve a la frase en la Summa theologica y en las Quaestiones disputatae de veritate: no conocemos las diferencias esenciales entre las cosas; lo cual quiere decir que no conocemos las cosas en sí mismas; y ésta es la razón por la cual no les podemos dar nombres especiales. Santo Tomás habla incluso (le la “imbecilitas intellectus nostri”, de la idiotez de nuestro espíritu que no alcanza a “leer” en las cosas naturales lo que en ellas se manifiesta acerca de Dios.

Parece realmente que santo Tomás no solamente estableció, en una formulación extrema, el fundamento de una theologia negativa (“el máximo conocimiento que el hombre puede alcanzar de Dios es saber que no conocemos a Dios porque sabemos que la esencia de Dios está por encima de todo lo que de Él conocemos”), sino que también estableció el principio de una philosophia negativa (cuyo enunciado en palabras, desde luego, se presta fácilmente a ser interpretado de forma errónea y a abusar de él, más aún de lo que sucede con la teología negativa).

Esta particularidad esencial que concurre en una cuestión filosófica —el inquirir una respuesta que no se puede dar de forma adecuada— constituye una diferencia respecto a las cuestiones que se plantean las ciencias exactas. Las ciencias particulares tienen, por principio, una relación con su objeto completamente diferente. Según su propia naturaleza, las ciencias particulares formulan sus cuestiones de tal forma que pueden ser adecuadamente contestadas o, al menos, no son por principio incontestables. Un día la ciencia médica sabrá definitivamente cuál es el origen del cáncer. Sin embargo, la cuestión de la esencia del conocimiento, del espíritu, de la vida, la cuestión del significado último de todo este mundo maravilloso y terrible, todas estas cuestiones no podrán jamás ser contestadas filosóficamente de forma definitiva, a pesar de plantearse filosóficamente. En la genuina cuestión filosófica se inquiere expresamente el conocimiento de la causa suprema (en cuya esencia consiste, como dice santo Tomás, simplemente la sabiduría); sin embargo, la filosofía seguirá estando a la búsqueda, permanecerá en el camino, mientras el hombre y la propia humanidad estén también en el camino, en “statu viatoris”. Así pues, la pretensión de haber encontrado la “fórmula del mundo” puede calificarse, sin ningún reparo, de no filosófica. Forma parte de la esencia de la filosofía el no poder ofrecer nunca un “sistema cerrado”, “cerrado” en el sentido de que en su seno pueda incluirse adecuadamente la realidad del mundo.

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2 ¿Qué ocurre con este elemento “negativo” de la filosofía cuando se trata de la filosofía cristiana? Es sabido que, según una opinión bastante difundida, la filosofía cristiana supera realmente a una filosofía no cristiana por el hecho de que la filosofía cristiana puede ofrecer respuestas rotundas y definitivas.

Sin embargo, esto no es así. Desde luego la filosofía cristiana presenta realmente alguna ventaja, o está en condiciones de presentarla. Sin embargo, ello no es por el hecho de que disponga de respuestas concluyentes y definitivas sobre cuestiones filosóficas. ¿En qué consiste, pues? Garrigou-Lagrange dice en su bello libro sobre el sentido del misterio que precisamente una característica diferencial de la filosofía cristiana no es disponer de soluciones concluyentes sino de tener en más alto grado que cualquier otra filosofía el sentido del misterio. Preguntémonos una vez más en qué consiste esta diferencia: ¿cómo se puede dar una superioridad en la filosofía cristiana, si ni siquiera ésta puede ofrecer una solución definitiva a los problemas?

Pues bien, la superioridad de la que aquí se trata consiste en un mayor grado de verdad. El mayor grado de verdad radica en descubrir que el mundo y el propio ser es un misterio y, por tanto, inagotables. Cuanto más profundamente se reconozca la estructura de la realidad, tanto más claramente se verá que la realidad es un misterio. Ahora bien, el fundamento de esta inagotabilidad es éste: el mundo es creación, es una criatura; es decir, reconoce su origen en el reconocimiento incomprensible y creador de Dios. El hecho de ser fruto del conocimiento creador divino como propiedad de todo lo existente —lo cual supera de forma absoluta e infinita todo conocimiento humano— es lo que da ese carácter a los seres que se manifiesta de forma tanto más convincente cuanto con mayor profundidad se los considere. Y así se entiende que la experiencia muestre a la realidad, en cuanto criatura, inagotable, conociéndola y comprendiéndola mucho más profundamente que en un lúcido y aparentemente cerrado sistema de tesis.

Pero al retrotraerse a la verdad teológica ¿no resulta posible la solución definitiva? Frente a esta pregunta se puede formular la contrapregunta de si el sentido de la Teología, por así decirlo el sentido sagrado, no impediría al pensamiento humano encontrar soluciones que tal vez en su abstracta penetrabilidad supongan una poderosa tentación y confusión, pero que no estén de acuerdo con las misteriosas y múltiples estructuras de la realidad. Este “impedimento”, que en realidad es un gran regalo, hace que la filosofía cristiana no sea mentalmente comprensible; se podría más bien decir que precisamente la complicación que aquí surge es una nueva característica diferencial de la filosofía cristiana. Cuando santo Tomás se retrotrae a los argumentos teológicos no lo hace con objeto de posibilitar soluciones

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definitivas sino de romper las barreras metodológicas que limitan lo “puramente filosófico” y de introducir el auténtico ímpetu de las cuestiones filosóficas, por encima de la aporía del pensamiento natural, en el terreno del misterio.

Al hablar de misterio no se significa desde luego en modo alguno algo exclusivamente negativo, no se refiere sólo a la oscuridad. Bien mirado, misterio no significa en absoluto oscuridad. Significa luz, pero una luz de tal plenitud que el conocimiento humano y el lenguaje humano no la pueden “percibir en su totalidad”. Misterio no significa que el esfuerzo del pensamiento choca contra un muro, sino por el contrario que este esfuerzo se atreve a penetrar en aquello que no se puede abarcar con la vista, en el espacio ilimitado en anchura y profundidad de la Creación.

Así pues, la aspiración y la ventaja de la filosofía cristiana se apoya en que se siente llamada a conseguir una visión más profunda tanto en la plenitud de la verdad como en la inagotabilidad de la misma. Cuanto más profunda sea la penetración en la plenitud, tanto más profunda será la visión de la inagotabilidad. La convicción de la insuficiencia del conocimiento humano crece en la misma medida que este mismo conocimiento.

La ciencia puede establecer, por sí misma, límites en el terreno del conocimiento positivo. Sin embargo, la filosofía, cuya naturaleza es cuestionarse las raíces de lo real y con ello penetrar en la dimensión de su carácter de criatura, se enfrenta formalmente con lo incomprensible, con la criatura en cuanto misterio.

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UNIDAD IIUNIDAD IIEL HOMBRE ES CAPAZ DE DIOS

I.3. EL DESEO DE DIOSI.3.1. EL DESEO DE DIOS EN EL LIBRO DE LOS SALMOS

La representación del deseo en la Biblia puede asumir diversas formas, como ya hemos visto, y es necesario agudizar la inteligencia para penetrar en el léxico, en las figuras y en las afirmaciones o negaciones de los textos para encontrar respuesta a nuestros interrogantes. No se puede pretender ni tampoco ilusionarse con encontrar en la Escritura una

exposición directa, lógica y completa del deseo, como en un tratado de antropología: estamos frente a testimonios de fe de un pueblo, transmitidos en distintos géneros literarios, cada uno de los cuales representa una experiencia religiosa según un ángulo característico y singular. Esto es más verdadero aún en el libro de los Salmos: cada página es un texto de oración que refleja la relación de Dios con el hombre / del hombre con Dios, y por tanto en cada uno de ellos emergen diversos matices de la tensión de la criatura hacia su estatura definitiva, la comunión con Dios (en términos de salvación, liberación, o incluso simplemente de percepción, respuesta, escucha, etc.).

También por lo que respecta al libro de los Salmos, nos limitamos a lanzar algunos flashes, a registrar instantáneas, de modo que se pueda suscitar el interés por una profundización personal. No nos detendremos en un solo texto, sino que haremos alusión a algunas de entre las multas perspectivas posibles, ofreciendo sugerencias y pistas a vuestra creatividad.

1. Las multiformes expresiones del deseo

En el Salterio, la relación con Dios se describe no desde el exterior, por así decir – como en las narraciones bíblicas, o en las representaciones esquemáticas que dan de esto las leyes o las rúbricas del culto – sino desde el interior. La oración de los salmos ofrece un corte transversal de la vida vivida, personal y comunitaria, de la alianza, en la que late la densidad de una experiencia existencial en todas sus dimensiones (comprendidas, sobre todo, las emocionales). La actualidad siempre renovada de los salmos encuentra su secreto propiamente en la verdad

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con la que reflejan sin máscaras ni recato todo el vibrar del alma: angustia, miedo, deseo, nostalgia, amor, etc.

Individuar las características propias del deseo, en este tumulto complejo y circular de sensaciones, reacciones instintivas, llamamiento apasionado y apasionante, no es algo fácil: por ejemplo, ¿qué diferencia, propiamente, al amor del deseo? ¿O al deseo de la esperanza? Los textos entrelazan unos con otros los sentimientos y las disposiciones del alma, en una confluencia que significativamente indica cómo la globalidad de la persona, en su itinerario existencial, está totalmente implicada en la relación con el Tú, y expuesta, revelada y ofrecida en la oración.

Amar a Dios (Sal 18,2; 31,24; 90,17; 116,1; 14,20), o su nombre (Sal 5,12; 69,37; 119,32), la morada de su casa (26,8), su salvación (40,17; 70,5), sus mandamientos, su ley (119,47.48.97.113.119.127. 159.163. 165. 167), su palabra (119,140) – fórmulas en las que la variación del objeto, como ya hemos dicho, no asume particulares variaciones semánticas – indican sobre todo, si intentamos precisar algo del significado de los términos, una plena implicación afectiva en la adhesión a Él, en la que la fe, la obediencia, la elección preferencial incluyen también a la globalidad de la dimensión emotiva.

Esta actitud de fondo, holística y totalizante pero siempre perfectible, nunca plenamente apagada – el amor – instaura, o mejor aún, implica un movimiento dinámico – el deseo – que tiende a la plena comunión con el amado (Dios como cumplimiento del propio ser, o de la propia identidad de criatura; Él es el auténtico partner del hombre).

Tal dinamismo se expresa de varios modos: ya hemos hablado del buscar o de la búsqueda de Dios (Sal 9,11; 14,2; 2,27; 24,6; 34,11; 40,17; 53,3; 69,7.33; 70,5; 105,3.4), de su rostro (Sal 24,6; 27,8; 105,4), de su nombre (83,17) o el querer habitar en su casa (27,4), o buscar y seguir la paz (34,15); nuevamente, el sentido esencial de estas expresiones, a pesar de los diversos matices, es sustancialmente idéntico. La fórmula indica a veces, simplemente, la oración (Sal 34,5), en el día de la angustia (Sal 77,3; 78,34), o bien la elección de vivir en fiel obediencia a la ley (Sal 119,2.10.45.94), anhelando la plenitud de la comunión con Él. La misma actitud puede ser indicada también con una amplia gama de disposiciones interiores o de fórmulas expresivas: por ejemplo, el adherir (a Ti se aferra mi alma, Sal 63,9; me he aferrado a tus mandamientos, Señor, Sal 119,31), o el no tener otro bien (Sal 16,2: ningún otro bien tengo fuera de ti), etc.

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Hemos ya tenido ocasión de considerar cómo el léxico del deseo del rostro de Dios evoca ante todo, si bien no exclusivamente, la peregrinación al Templo, donde el Dios Viviente ha colocado su morada, los manantiales de las aguas de la vida. De hecho, en los salmos el deseo de Dios y el deseo del Templo (como lugar simbólico de la comunión con Él: anhelo de poder encontrarlo en el lugar donde Él ha puesto su morada) frecuentemente se sobreponen. Por ejemplo, en el Sal 27, a la referencia explícita al Templo (v. 4: Una cosa he pedido al Señor, y esa buscaré: que habite yo en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor), sigue la confesión igualmente explícita del v. 8 (Cuando dijiste: Buscad mi rostro, mi corazón te respondió: Tu rostro, Señor, buscaré). Los ejemplos son muchos: dejo a vosotros constatar el sobreponerse de los temas y de profundizar su significado en los Sal 23; 36; 42-43; 63; 84; etc.

Todo el campo semántico del pedir, del suplicar, del invocar, del gritar, puede ser pertinente para una reflexión sobre el deseo, como en parte ya hemos dicho y visto: la oración de súplica es expresión de anhelo hacia aquello que sólo puede ser concedido como don (Sal 2,8); el deseo es lo que pide el corazón (Sal 20,5.6; 21,3.5; 37,4; 106,15), lo que brama el espíritu (delante de Ti está todo mi deseo, y mi gemido a Ti no está escondido, Sal 38,10). El deseo es subyacente a todo grito, a toda invocación orante (con mi voz grito ayuda al Señor, con mi voz suplico al Señor, 142,1), a todo apelo urgente formulado en imperativo: escúchame, pon el oído, sálvame, líbrame, ven en mi ayuda, defiende mi causa… Los ejemplos podrían multiplicarse, puesto que, como podréis completar vosotros mismos, en vuestra profundización personal, atraviesan todo el salterio.

Entre las muchas imágenes del deseo resultan particularmente expresivas, además de la de la sed, la metáfora de la vigilia en la noche (Sal 63) y del desfallecimiento de la propia consistencia físico-espiritual (Sal 73). En el Sal 63,2 el deseo del alma es evocado en la figura, literalmente, de la alborada: nuevamente, en el v. 7, se retoma el tema de la vigilia nocturna tendida en la espera anhelante de la primera luz crepuscular – larguísima en las regiones bíblicas – preanuncio del surgir del sol. Dios es para el orante el astro luminoso que, disipando las tinieblas, renueva con el elevarse de su luz el milagro del existir, su evento salvífico. La luz es principio de vida, es la primera obra de la creación; pero el alba es también el momento de la administración de la justicia. En una paráfrasis libre, se podría traducir el verbo hebreo con: tendiendo hacia ti yo velo, luz naciente (cf. Is 26,8). La metáfora introduce una conexión intrínseca entre el buscar / desear a Dios, y la espera de la luz del primer albor, retomando las simbologías conectadas

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con la vigilia en la noche (luz = vida; tiniebla = muerte) orientada hacia la manifestación de Dios, sol vivificante, juez justo. Dios es vida para el hombre, quien sin Él desfallece en la aridez del desierto (v. 2b) como en las tinieblas del caos (v. 10): las dos imágenes son correlativas, puesto que contienen el mismo mensaje.

Aún más frecuente es la imagen del desfallecimiento, como metáfora de la espera, del anhelo del deseo, de la indigencia de las criaturas: aparece, por ejemplo, en el libro de Job (19,27: Yo, sí, yo mismo le veré, mis ojos le mirarán, no ningún otro. ¡Dentro de mí desfallece mi corazón!) – pero también en otros lugares, donde con frecuencia se dice que los ojos languidecen (por el sufrimiento o por el deseo no satisfecho: cf. Dt 28,32; 1 Sam 2,33; Jer 14,6; Sal 31,11; 69,4: mis ojos se consumen de esperar a mi Dios; Sal 119,82: Languidecen mis ojos en pos de tu promesa diciendo: « ¿Cuándo vas a consolarme? »; cf. v. 123: En pos de tu salvación languidecen mis ojos, tras tu promesa de justicia; Lam 2,11: Se agotan de lágrimas mis ojos, las entrañas me hierven; Sal 84,2). La expresión tiene un valor casi místico en Sal 73,26 (Mi cuerpo y mi corazón desfallecen; mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios, para siempre): Dios es la parte de la herencia, el destino eterno del orante, y la comunión con Él es el sumo bien que relativiza cualquier otro valor en la tierra y en el cielo. La expresión, en el Antiguo Testamento, cuando aún no se ha precisado la fe en la vida eterna, debe ser comprendida en toda su fuerza (cf. Sal 63,4: Tu amor es mejor que la vida, mis labios te alabarán). Un bien que no es abstracto, sino una Presencia que colma radicalmente las aspiraciones de la persona en una plenitud de vida.

Para una percepción adecuada de las expresiones del deseo en los salmos, es necesario tener en cuenta también las connotaciones de afecto, esperanza, invocación y espera que frecuentemente confluyen y se articulan en el anhelo del alma. Si os interesa, podéis también solos ver cómo y en qué medida, en los salmos, el orante habla, en el fondo, de su deseo existencial cuando expone a Dios el propio estado de pobreza, indigencia, sufrimiento, necesidad de salvación, liberación de la opresión del enemigo, etc.

2. Dios es Aquel que sacia

Así pues, se puede hablar del deseo a partir, por así decir, de lo inferior (la indigencia humana), pero se lo puede hacer también considerando el punto de llegada, la promesa o la descripción del cumplimiento. Si el hombre es representado en la Biblia como ser de deseo (nefesh h³ayya\h, Gen 2,7), Dios es en los salmos, como por definición, como ya hemos

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dicho, Aquel que sacia (Sal 16,11; 17,15; 22,27; 34,11; 37,19; 63,6; 65,5; 78,25; 90,14; 104,13.16.28; etc.). La saciedad ofrecida supone un hambre, una indigencia, una carencia previa; el tema es idéntico, pero la perspectiva con la cual se lo considera es distinta (vista desde Dios / vista desde el hombre); el subrayar el cumplimiento acentúa la dimensión de gratuidad y de don, y respecto al acento puesto en la tensión del anhelo humano – siempre inagotable – resalta la certeza – otra, por el espíritu humano – de la consumación [= plenitud].

Particularmente significativos son los textos que anuncian la comunión plena y definitiva del hombre con Dios, en términos de presencia, visión y unión – escatológica, se podría decir incluso, en una perspectiva cristiana -: Me saciarás de alegría en tu presencia, dulzura sin fin a tu derecha (Sal 16,11); pero yo por la justicia contemplaré tu rostro, al despertarme me saciaré de tu presencia (Sal 17,15: cf. la contraposición con el v. 14: ¡De tus reservas llénales el vientre, que sus hijos se sacien, y dejen las sobras para sus pequeños! Es una saciedad esencialmente diversa, aquella que me interesa y de la cual estoy seguro).

En el contexto de la creación, es Dios quien sacia concretamente las necesidades primarias de los hombres y de los animales a través de los bienes mediados por la creación (el agua, los frutos de la tierra, etc.): Abres tú la mano y sacias el hambre de todo viviente (145,16). El ejemplo más explícito es el Sal 104, que vuelve con frecuencia sobre esta imagen. [Con el fruto de tus obras sacias la tierra (v. 13); se sacian los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó (v. 16); todos esperan de ti que les des el alimento en el tiempo oportuno; tu lo provees y ellos lo toman, tu abres la mano y se sacian de bienes (v. 28)].

Con referencia a la historia de la salvación, la memoria de los eventos principales de la experiencia del Éxodo celebra el recuerdo del milagro vivido por Israel en primera persona, como anticipo y arras del cumplimiento definitivo de sus aspiraciones: El hombre comió el pan de los ángeles, les dio alimento a saciedad (78,25); al pedido de ellos hizo descender las codornices y los sació con el pan del cielo (105,40); den gracias a Dios por su misericordia, ha hecho prodigios para la salvación del hombre: ya que sació el deseo del sediento y al hambriento colmó de bienes (107,9). Las imágenes del hambre y de la sed continúan apareciendo, en estos textos, primeramente en sentido propio, pero no se puede excluir también el sentido traslaticio. Pertenecen al mismo contexto salvífico expresiones aún más genéricas como los pobres comerán y serán saciados, alabarán al Señor cuantos lo buscan (Sal 22,27); en los días del hambre serán saciados (Sal 37,19).

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En las fórmulas se entrecruzan ante todo la promesa hecha por Dios, en primera persona [lo saciaré de largos días, y le mostraré mi salvación (Sal 91,16); los nutriré con flor de harina, los saciaré con miel silvestre (Sal 81,17); bendeciré todos sus frutos, saciaré de pan a sus pobres, revestiré de salvación a sus sacerdotes, exultarán de alegría sus fieles (Sal 132, 16)] y las invocaciones del salmista, que hace eco a la misma promesa [sacianos por la mañana con tu gracia, exultaremos y nos alegraremos por todos nuestros días (90,14)] o proclama su confesión de fe, que se apoya enteramente en Dios [Él sacia de bien tus días (103,5); Él ha puesto paz en tus confines, y te sacia con flor de harina (147,14)].

La imagen de la saciedad aparece nuevamente con referencia al Templo, donde la celebración litúrgica es coronada por la fiesta convivial (el sacrificio de comunión, en el cual la ofrenda llevada en don se comparte con Dios). La misma imagen de la fiesta, de la liturgia de alabanza, es una representación del cumplimiento del deseo (los peregrinos se alegran por la comunión con Dios y con los hermanos, figura de la consumación definitiva de las aspiraciones humanas). Los bienes que sacian, sin embargo, no son solamente los víveres materiales, ricos y gustosos, condimentados por la alegría del compartir, sino que los dones que Dios da, se derraman con largueza sobre los hombres (el encuentro de comunión, la paz, la luz, el sentido pleno del vivir). Por esto el salmista habla implícitamente del deseo existencial del hombre, colmado por Dios, cuando confiesa: Me saciaré de manjares exquisitos, y con gritos de júbilo te alabará mi boca (63,6), o bien: Nos saciaremos de los bienes de tu casa, de la santidad de tu templo (65,5); y más aún: Se sacian [los hombres] de la abundancia de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias (36,9).

Asumen el mismo significado y testimonian el mismo mensaje también el léxico y las imágenes de la plenitud: ni siquiera aquí aparece el vocabulario específico del deseo, pero éste es representado implícitamente, como negando toda carencia: sea hablando de la creación [de su gracia [la misericordia del Señor] está llena la tierra (33,5; cf. de tu amor, Señor, está llena la tierra (119,64)], sea recorriendo la historia de la salvación [Así, nuestra boca se llena de sonrisas, nuestra lengua con cantos de alegría. Se decía entre los pueblo: “El Señor ha hecho grandes cosas por ellos! (Sal 126,2)]. Es Dios mismo quien continúa a decir: Abre tu boca, la quiero colmar (Sal 81,11). El salmista alterna una vez más a la oración que invoca bienes concretos, anticipo y figura de los invisibles [Que nuestros silos estén repletos, colmados de frutos de toda especie; sean millares nuestros bueyes, multitudes en nuestros campos (144,13)] su confesión de alabanza, es

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decir, el reconocimiento de que Dios escucha lo que pide el corazón [tu diestra está llena de justicia (48,11); mi boca está llena de tu alabanza todo el día (71,8)].

3. Deseo y memoria

Por último, conviene poner de relieve cómo hacer memoria del bien ya recibido de Dios constituye una dinámica intrínseca al deseo: en la memoria, saciedad e indigencia continúan interactuando, en el impulso que tiende hacia el cumplimiento definitivo del anhelo humano.

En los salmos 42-43,5.7 y 63,7-8, en particular (pero también cf. Sal 77,4.6.8-12; Ct 1,4), emerge una relación muy interesante entre deseo y memoria: se abre en estos versículos una perspectiva muy interesante sobre el itinerario existencial. La dimensión de la memoria, en efecto, conduce al corazón de la experiencia del hombre: puesto que nosotros vivimos de los contenidos de nuestra memoria, como en el horizonte normal y fundamental de nuestra conciencia. Sin memoria, la persona se fragmentaría en eventos puntuales e inconexos, instantes tragados inmediatamente por el olvido en la nada, mientras que su sedimentarse y organizarse en una unidad orgánica crea la identidad del sujeto. Aquello que se despliega en el tiempo se recoge en unidad en la interioridad de la persona, y allí permanece, según la expresión de Heidegger, como el gran reservorio del ser.

La dinámica de recorrer la propia historia se activa particularmente en los momentos de crisis, cuando se hace más imperiosa la búsqueda del significado de sí y del propio existir. Reflejándose en el propio itinerario existencial y en las huellas que Dios ha dejado – tal vez en filigrana, tal vez con una más neta visibilidad – el hombre puede reencontrar el sentido de sí e incluso la auténtica posibilidad de su futuro. La referencia constante a la propia historia es, por otra parte, una característica específica de la cultura y de la teología del Israel bíblico, que justamente a través del hacer memoria testimonia la importancia y la fecundidad de recuperar de los eventos fundantes de la propia fe, para construir y profundizar la propia identidad religiosa.

En efecto, el impulso del deseo se enraíza en la experiencia ya vivida – conscientemente o no – del bien recibido. Si el recuerdo de la felicidad o plenitud de un tiempo puede suscitar una profunda nostalgia – cf. Sal 137, el llanto de los exiliados junto a los canales de Babilonia; y también la tragedia descrita en Lam 1,7; 3,19-20; etc. – más en profundidad conduce a la conciencia de que el bien ya experimentado no era más que anticipo, anuncio o promesa de un don aún más grande (Sal

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42,6.12; 43,5). Ciertamente que tornar a visitar el pasado puede generar inicialmente un sentido de postración interior o un repliegue lleno de tristeza por el bien perdido (Sal 42,5.7; Job 29-30), puede tentar de desconfianza y de desánimo (Job 30,16; Lam 2,11), puede suscitar incluso la murmuración (Num 11,4-5). Más profundamente, sin embargo, reaviva la experiencia de la alegría posible, ya vivida personalmente, y con ella la recuperación de la promesa de futuro inherente al bien, en cuanto tal. Tal dinámica es puesta en tema en los salmos 42–43: volver a recorrer las imágenes de la memoria torna a encender la esperanza, dando la fuerza para reaccionar ante el abatimiento, con certeza de que Dios, de nuevo, se volverá y hará gracia (Sal 42,6.12; 43,5). San Agustín dirá que el deseo nace del hecho que en la memoria está contenido como un anticipo, una primicia o un arra del bien prometido (Con 10,27-19; Trin 10,2; 11,12; 14,11; 17,1; etc.).

La dinámica del retorno al pasado en los tiempos de tribulación, para reencontrar el sentido del hoy y recuperar la tensión del deseo en la esperanza de un cumplimiento, es una temática muy frecuente (por ejemplo, en las tradiciones proféticas, deuteronomísticas y sacerdotales: Dt 7,18; 8,18; 32,7; Is 44,21-22; 46,8-10; 63,7-14.16-19; Ez 16; 1 Cro 16,8-22; etc.). También en diversos salmos se constata la circularidad entre el replegarse sobre el pasado-abatimiento-recuperación de la esperanza: cf. en particular Sal 77,4.12; 143,3-4.5; Lam 3,20-21; Jon 2,8; también Sal 105; 106. El recuerdo de Dios, más aún, el experimentar el deseo, aparece en algunos textos como fruto del sufrimiento del exilio, es decir, del castigo por el pecado (Jer 51,50; Zac 10,9; Ez 6,9; Sal 78,34-35; cf. Is 44,21): la prueba reaviva la autenticidad interior, incidiendo con sus heridas a la corteza de superficialidad, facilidad, embotamiento – y prevaricación, cf. Dt 32,15-18 – frecuentemente asociada con las situaciones de prosperidad y de bienestar (cf. Sal 49,13.21).

I.3.2. Algunas huellas del deseo de Dios en los libros sapienciales

En la tercera parte de la Biblia Hebrea, los Escritos (o Ketubîm) recogen no ya tradiciones fundamentalmente históricas o jurídicas, sino los libros sapienciales (Job, Proverbios, Eclesiastés; y también el Sirácida, la Sabiduría, escritos en griego e integrados, como sabéis, en el canon de la Iglesia Católica). Otros textos, llamados más genéricamente Megillôt, rollos (Cantar de los Cantares, Lamentaciones, Ester; y además Tobías, Judit, entre los deuterocanónicos) han entrado a ser parte de la misma recopilación. En ellos se transmite una búsqueda del sentido de la vida, del misterio del sufrimiento, del amor humano desde lo bajo, si se puede hablar así, más bien que desde lo alto: no es más el evento de la Palabra de Dios que irrumpe en la historia, sino la descripción del

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indagar del hombre que, a través de la escucha de las tradiciones humanas y de las generaciones pasadas, busca de escrutar en ellas la Presencia siempre viva de Dios, el sentido del existir. Nos detendremos aquí solamente en dos cuadros que, si bien muy diversos, son iluminantes además de significativos: el deseo de la esposa y la sátira del perezoso.

1. La dialéctica de ausencia y presencia en el Cantar de los Cantares

El Cantar de los Cantares, celebración del amor nupcial como transparencia del misterio del Amor originario, ofrece muchos temas para una reflexión sobre el deseo y su dinámica existencial. En él aparece con evidencia cómo la tensión hacia la comunión plena con el Amado sea intrínseca al amor, a nivel humano, como también en horizonte trascendente, en la relación con Dios.

El tema del deseo es modulado poéticamente, en el Cantar de los Cantares, con la frecuente alternancia de los temas de la ausencia / búsqueda / presencia / encuentro: en la composición lírica del conjunto, la sucesión de las figuras y de los episodios responde, más que a un orden lógico, a una verdad antropológico-existencial. La autenticidad del mensaje se reconoce desde el interior, se la advierte por su correspondencia no a una historia que pueda reconstruirse en su materialidad fáctica, sino por su transparencia del misterio del amor. La búsqueda del Amado, la ausencia del Tú, su aparecer e improviso desaparecer – que en el Cantar retorna en al menos cuatro pomas (Ct 1,5-8, sobre todo los vv. 7-8; 2,8-17; 3,1-5; 5,2-7.8) – es por otra parte un topos clásico de la literatura de todos los tiempos y de todos los lugares.

En el primero de estos textos (1,7-8), la joven invoca su bien, corriendo detrás de los rebaños, los pastores y sus campamentos, en la asolada hora del mediodía. La ausencia, la tensión, el vacío, la lejanía, el temor, inflaman su búsqueda, dirigida por entero a la comunión plena. En 2,4.6 el encuentro cancelará el ansia en el abrazo amoroso, en la “casa del vino” (2,4.6), mientras una antífona (2,7; 3,5; 8,4) sella la primera historia de presencia florecida luego de la ausencia. Un acontecimiento análogo se repite en 3,1-5 y en 5,2-7 para significar que el amor no se ha de ningún modo concluido de una vez por todas, sino que es constantemente deseo, búsqueda y comunión.

La dinámica de la ausencia-presencia es modulada verbalmente a través de la alternancia de los verbos buscar-encontrar. El buscar, sin embargo, no es simplemente ausencia, no es vacío, no es pura y simple lejanía: ya una luz ilumina desde adentro la tensión del deseo, en aquel itinerario

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que desembocará en el encontrar, no obstante la oscuridad y el frío del no encontrar o del falso encontrar.

Si reflexionamos atentamente, la dialéctica ausencia-presencia es intrínseca al misterio de la Pascua de Jesús. Más globalmente, la experiencia religiosa y monástica pide atravesar largos espacios de aparente ausencia de Dios para penetrar en su Alteridad, en su silencio. Con frecuencia Dios se cubre el rostro tornándose el Dios escondido (Is 45,15). Me buscarán pero yo no les responderé, me buscarán pero no me encontrarán (Prov 1,28). Como ya hicimos alusión, Buscar al Señor y encontrarlo (o no encontrarlo) es una fórmula que se lee muchas veces en los profetas (Is 51,1; 65,1; Jer 29,13; Zac 8,21-22: cf. Os 3,5; 5,6.15; Am 8,12) y significa esencialmente el retornar a Él después del exilio, en la conversión que se realiza en la prueba.

En los vv. 1-4 del cap. 3 del Cantar, el verbo buscar se repite sin interrupción, y encontrar se le acopla para ser negado, se duplica para cambiar de sujeto, se lo difiere hasta el feliz desenlace final. La belleza y el efecto poético-espiritual de este texto, como escribe L. Alonso Schökel, dependen justamente de la repetición de estos verbos[2].

La aflicción de la búsqueda en la ausencia se ambienta, en 3,1-5 como en 5,2-7.8, sobre el trasfondo simbólicamente sugestivo de la noche: en antítesis a las imágenes diurnas (luz, vida, conocimiento, valores éticos, Dios), las metáforas nocturnas aluden de algún modo a la muerte, psicológico-espiritual o física, o bien a aquello que es tenebroso desde el punto de vista moral, oscuro para la inteligencia, deprimente, involutivo. El simbolismo nocturno evoca también el tiempo anterior al existir, el período de las gestaciones secretas e juntamente la amenaza del retorno a una oscuridad, inmovilidad e inexistencia definitiva. Las tinieblas envuelven y ocultan, globalmente, lo que se opone y obstaculiza las fuerzas ascencionales y de crecimiento; en ellas se despliegan, como en su ámbito más propicio, las fuerzas destructoras que reconducen al caos primigenio.

La máxima reconciliación de la simbología de la luz y de las tinieblas, en su referencia al bien y al mal, a la vida y a la muerte, se encuentra en el misterio de Cristo. Y en el cristianismo la simbología de la vigilancia, de la vigilia, de la búsqueda y de la espera orante de la Estrella de la Mañana alcanza, podríamos decir, una plenitud no sólo antropológica, sino también teológica y espiritual.

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Más de cuanto ya aparece en 1,7ss y en 3,1-5, la dialéctica entre presencia y ausencia es presentada con densidad simbólica en 5,2-7.8. La figura femenina es aquí descrita sugestiva y simbólicamente en el interior de la casa: lugar de intimidad, de espera, pero también de reserva inviolable. El hombre debe golpear a la puerta para poder penetrar en su habitación, pero después de un breve contrapunto altamente evocativo de la dialéctica amorosa, desaparece. El sufrimiento por la ausencia del amado aumenta con la desilusión de un encuentro que no se ha cumplido. El titubear de la joven en abrir se deberá también a una pizca de coquetería... Pero el amor, ausente o perdido, debe ser buscado y seguido nuevamente. Con una audacia y una libertad propia de los grandes poemas líricos, la joven prosigue la búsqueda afanosa en la noche. Después del encuentro temeroso con los centinelas de la ciudad, las amigas son invitadas en socorro. Así, la joven encuentra una nueva oportunidad para volver presente e introducir a su amado en la escena, tejiendo, con apasionados acentos, el panegírico de su belleza, antes de afirmar: Yo soy para mi amado y mi amado es para mí. Al igual que al inicio del pasaje se va casi insensiblemente de la presencia a la ausencia del amado, así, de forma casi imperceptible, al final de la misma perícopa (6,2-3) se desliza de la ausencia a la presencia. En el fondo, la presencia nunca disminuye, aún cuando la ausencia parece afectar y desconcertar. Más aún, la ausencia se torna el ámbito en el cual se descubrirá una nueva, más plena e intensa presencia. La dialéctica entre la separación y la unión es constitutiva y esencialmente parte de la parábola del deseo.

2. El desear auténtico indicado a través de un antónimo: las sátiras de los Proverbios.

Después de las alusiones al vértice de la experiencia mística contenidas en el Cantar, la argucia sutil y concreta de los Proverbios nos reconduce sanamente al espesor concreto de la realidad. El libro de los Proverbios, como en general la literatura sapiencial, no habla explícitamente de Dios, pero se interesa sobre todo del recto percibir, juzgar y decidir respecto al bien, como presupuestos de aquella sabiduría que es en sí misma participación del ser de Dios. En los textos que citaremos se podrá constatar cómo se pueda hablar del deseo, describiendo una tendencia contraria, la de la pereza (se podría hacer el mismo análisis sobre los celos, también ellos antónimos del recto desear).

El carácter frecuentemente humorístico-satírico de los Proverbios sobre el perezoso esboza con trazos impresionistas una presentación de la tendencia hacia aquello que se podría llamar, con un término más amplio, acidia, como una de las formas de necedad o estupidez. El ideal

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del hombre sabio resalta como una versión, en clave existencial, de la concepción ética del justo: en lenguaje moderno, el ideal del hombre auténtico. Si la persona humana, según la antropología bíblica, es esencialmente ser de deseo (nepeš), lo que no funciona correctamente en el indolente es propiamente la dinámica del deseo (nepeš).

Como en la transparencia de un monólogo, Prov 22,13 y 26,13 abren, por así decir, un vislumbre sobre lo que el haragán piensa en su corazón: hay un león afuera, seré asesinado en medio de la plaza (22,13). La sátira describe con caracteres hasta grotescos la justificación de la falta de compromiso, pero es también aguda y en un cierto sentido es reveladora de la actitud defensiva de la persona, y su inclinación a advertir una amenaza en torno a sí. La vida afuera (del propio ámbito familiar: en los lugares de la vida social y del compromiso existencial) no sólo expone al riesgo y a la tentación inherente al vivir del hombre, sino que es una amenaza que atenta contra la subsistencia física y contradice el ideal de la comodidad o del mínimo esfuerzo. Los eventuales obstáculos a superar frente a las dificultades, frente a la fatiga y frente a la aceptación del límite, paralizan en lugar de estimular al enfrentamiento. Cualquier peligro aparece insuperable a priori y en consecuencia se lo evita, ya que la prueba ni siquiera se ubica en un horizonte mental delimitado por el ideal de la propia preservación: como se notará más adelante, el camino del perezoso se vuelve de este modo no sólo erizado de espinas, sino obstruido por las zarzas (15,19.21), y en lugar de estimular combativamente al compromiso para alcanzar la victoria, desde el inicio induce a desistir.

Siempre como ilustración del pensamiento del indolente, es iluminador el texto de Prov 26,16: El perezoso se tiene por más sabio que siete [sabios] que responden con tacto (cf. 26,12: ¿Has visto a un hombre que se cree sabio? Más se puede esperar de un necio que de él). El proverbio describe a quien está ocioso como alguien esencialmente satisfecho de sí y encerrado en las propias ilusiones. Aquí nos interesa subrayar que, considerándose más sabio que todos los otros (cf. la repetición del número siete), el perezoso considera el propio estilo de vida como el más alto o auténtico ideal antropológico. El mismo fin último al cual aspira el haragán, como se verá inmediatamente, es erróneo, al estar centrado exclusivamente sobre sí mismo.

Se refieren más directamente a la relación acidia / deseo los textos, por otra parte un poco enigmáticos, de Prov 13,4 y 21,25. También el perezoso, afirma la sabiduría bíblica, es esencialmente ser de deseo (cf. las utilizaciones del término nepeš y de los derivado de ’wh), pero su desear, en vez de traducirse en el movimiento que conduce hacia el

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cumplimiento, desemboca en la muerte. Así afirma Prov 13,4: El deseo del perezoso es ardiente, pero en vano; el deseo de los diligentes quedará satisfecho. El cumplimiento del deseo está en relación intrínseca con las propias disposiciones existenciales: se dice, implícitamente, que es necesario la implicancia dinámica, el compromiso efectivo de la propia persona, para poder ser saciados; el obrar efectivo es imprescindible en un correcto asiento / marco antropológico.

La misma cuestión es puesta nuevamente sobre el tapete en Prov 21,25: el ansia del perezoso lo matará, porque sus manos rechazan el trabajo. Según algunos autores, el mismo proverbio continúa también en el v. 26: Todo el día está ardiendo por la avidez, mientras el justo da sin reservas. Si los dos versículos constituyesen una sola sentencia, el paralelismo destacaría con fuerza no sólo la oposición perezoso / justo y los términos derivados de desear ardientemente / obrar relacionados con ellos, sino que evidenciaría también la antítesis entre los verbos desear con avidez / dar sin reservas: quedaría en consecuencia estigmatizado no sólo el rechazo de un compromiso activo, sino también una actitud codiciosa como fin en sí misma.

La afirmación hebraica: el ansia del perezoso lo matará puede parece, a primera vista, paradójica. Frecuentemente los comentadores interpretan la máxima en el sentido de que la indolencia causaría la carencia de satisfacción de las exigencias más fundamentales para vivir (cf. Prov 19,24; 26,15) y por ende provocaría una muerte por inanición; sin embargo, parece que no tanto la frustración, de por sí, cuanto una ordenación errónea del propio vivir conduce, según el texto de Prov 21,25a, no solamente a la regresión psicológica sino, literalmente, a la muerte [que es consecuencia de un estilo de vida que se desvía de la justicia (Prov 11,19; 12,28; cf. 10,2; 11,4; 19,16) y por tanto proclive al pecado (es el camino del impío: Prov 5,23; 11,7; 14,32; cf, 2,18; 5,5; 7, 27: de la mujer adúltera; 21,6: de la mentira), es el camino de la necedad (Prov 10,21), del odio de la sabiduría (Prov 8,36; el rechazo de la corrección: Prov 15,10; cf. 23,13), puesto que la sabiduría es fuente de la vida (Prov 13,14; cf. 14,27; 18,21), como lo es el temor de Dios, la obediencia a la Palabra].

El estibo paralelo continúa afirmando: porque sus manos rechazan el trabajo. ¿Se trata de una proposición causal que hay que leer en el sentido de que el perezoso disminuye hasta terminar con la muerte sólo porque no ocurre la concreción del impulso interior en un obrar activo? Puede ser; quizás, más en el fondo, se puede leer una ausencia de dinamismo o de actividad concreta motivada porque se persigue, como ideal, un modo de ser autoprotector; el deseo no solamente no se

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concreta en ningún dinamismo, sino – y aquí es iluminador Prov 21,26 – se da vuelta en el vacío (todo el día codicia), carece de una apertura efectiva hacia la alteridad.

La ausencia de un actuar adecuado a las diversas necesidades de la vida es el tema de otra serie de proverbios que ridiculizan al indolente por sus resistencias ante el trabajo: por ejemplo, su campo no está arado en el tiempo de la siembra, tal vez por los rigores del clima (Prov 20,4: porque es invierno, el perezoso no siembra: buscará la mies, pero será en vano): él no sabe responder adecuadamente a lo que exigen en concreto las circunstancias, asumiendo su peso de fatiga y de esfuerzo.

En otros textos, se describe el estado de desolación y de abandono de su parcela de terreno (24,30-31: He pasado junto al campo de un perezoso, y junto a la viña de un hombre insensato, y estaba todo invadido de ortigas, los cardos cubrían el suelo, la cerca de piedras estaba derruida). Se notará cómo el paralelismo entre junto al campo de un perezoso y junto a la viña de un hombre insensato denote la pereza, como una forma de insensatez, por la falta de autodisciplina y de asunción de las exigencias de la vida real de quien es esclavo de su propia indolencia. También la constatación quien trabaja la propia tierra se saciará de pan, continúa, en Prov 12,11 y 28,19, describiendo al perezoso como uno que está falto de entendimiento (Prov 12,11), que se saciará de indigencia (28,19), porque persigue el vacío.

Los efectos ruinosos de la acidia son descritos una vez más con una imagen doméstica en Qo 10,18: Por estar mano sobre mano se desploma la viga, y por brazos caídos la casa se viene abajo. La indolencia aquí se colora de descuido, falta de atención e irresponsabilidad. En neto contraste, Prov 31,27 representa en términos operativos una personificación de la sabiduría, en la figura de la mujer fuerte: ella está atenta a la marcha de su casa, y no come pan de ociosidad. En positivo, se describe de este modo la actitud de quien es prudente y responsable: la correcta conducción de cuanto le ha sido confiado y el empeño en proveer al propio sustento.

La enseñanza que subyace a todos estos textos es que la sabiduría, además de ser don de Dios, es también fruto del empeño del hombre y se traduce en una solercia humilde e industriosa. Es emblemático, en este sentido, la referencia a la laboriosidad de la hormiga. En Prov 6,6.8 (vete donde la hormiga, perezoso, mira sus andanzas y te harás sabio... asegura en el verano su sustento, recoge su comida al tiempo de la mies) el indolente para tornarse sabio (en el contexto, para corregirse de la propia necedad) es invitado a aprender de / imitar el camino (cf. Prov

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15,19) de la hormiga. Un ideal sapiencial bastante insólito, podríamos decir, pero altamente significativo: la sabiduría se adquiere gracias a un empeño humilde, realista, sostenido, en la conciencia lúcida de sí y de las situaciones. También Prov 30,25 retomará la misma perspectiva (las hormigas – multitud sin fuerza – que preparan en verano su alimento) y la explica: ni siquiera las hormigas son... fuertes, y no obstante son ejemplares para quien desea volverse sabio / justo. Las imágenes de los animales, en las tradiciones sapienciales recogidas en la Biblia, como en todas las literaturas afines, antiguas y modernas, se prestan por su ductilidad, a la estilización de los comportamientos o de las actitudes de los hombres, y por tanto son frecuentemente asumidas para transmitir un mensaje educativo. En este caso específico, se subraya, en la comparación con las hormigas, la cordura previsora y solícita inherente a la verdadera sabiduría, o, como en otros lugares de la Biblia, la capacidad de percepción y de adecuación a la realidad de las circunstancias, típico de ciertos animales.

En términos mucho más ridículos, la parálisis en el obrar típica de la ociosidad se expresa a través de la imagen pintoresca de Prov 19,24 (repetida de modo casi idéntico en 26,15): incluso cuándo se nutre – por ende también el perezoso percibe el estímulo del hambre – él extiende la mano hacia el plato pero sin lograr levantarla hasta la boca (el perezoso hunde la mano en el plato, y no es capaz ni de llevarla a la boca). En este caso queda en evidencia la ruptura entre el primer movimiento de respuesta al surgir el instinto, y el cumplimiento del mismo, que no alcanza el objetivo; algo intermedio se entromete entre uno y otro, como una disfunción que corre entre el sentir emocional y el comportamiento subsiguiente, para adecuarse a las circunstancias: la incapacidad de asumir cuanto el mínimo gesto, incluso para tomar el alimento, implica de fatiga y de esfuerzo.

El perezoso, proverbialmente, además, duerme: la gana de descansar – imagen de plácido gozar o de íntima preservación, pero también de falta del empeño necesario para vivir – da origen a un estilo de vida ausente o defensivo, que vuelve más vulnerable y expuesto a los reveses de la fortuna (Prov 6,10-11=24,33-34: Un poco dormir, otro poco dormitar, otro poco tumbarse con los brazos cruzados; y llegará como vagabundo tu miseria y como un mendigo tu pobreza). Como una droga, la somnolencia determina un estado de vida casi vegetativa: aflojando las energías vitales y destemplando el vigor de la persona, la priva de aquella prudente vigilancia, indispensable para prevenir las dificultades y prepararse a afrontarlas.

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La misma enseñanza retorna en Prov 19,15: La pereza hunde en el sopor, el alma indolente pasará hambre. El único desplazamiento que le agrada, nota sarcásticamente Prov 26,14, es similar al de la puerta: como ella se mueve sobre su gozne, el perezoso se mueve sobre su lecho: un movimiento que no lleva a ninguna parte, que no provoca ninguna transformación, si no para regodearse en el plácido yacer de su comodidad.

El sabio en consecuencia intenta sacudirlo, avergonzándolo por su inercia, por ejemplo en Prov 6,9: ¿Hasta cuándo, perezoso, estarás acostado? ¿Cuándo te levantarás de tu sueño? También sin una referencia verbal explícita al ocio o algo similar, análogas exhortaciones aparecen en otros proverbios, donde se articulan en una misma máxima los temas de la somnolencia y de la pobreza, como en Prov 20,13: No ames el sueño, para no hacerte pobre; ten abiertos los ojos y te hartarás de pan; o en 23,21: Borracho y glotón se empobrecen y el sopor se viste de harapos, donde es significativo también el acercamiento – subrayado por el paralelismo del texto – con otras formas moralmente desviadas.

La reprobación del condescender con la propia comodidad es clara también en la antítesis de Prov 10,5, donde aparecen, como en una marcada contraposición de imágenes, las figuras del sueño y de la mies: Amontonar en verano es de hombre sensato, dormirse en la cosecha es de hombre indigno. La descripción de Qo 4,5 contiene el mismo mensaje: El necio se cruza de manos, y devora su carne, donde el ocio es descrito en sus efectos destructivos: en este caso, relativo a la persona misma del necio, que desiste del empeño; comer la propia carne es imagen del deterioro de la inquietud o de la regresión, típica de quienes no han canalizado en un objeto adecuado las propias energías.

La reprobación moral de la pereza es además indicada a través de las consecuencias negativas que ella engendra, ante todo en el empobrecimiento. Distintos textos se pueden citar al respecto, por ejemplo Prov 10, 4: Mano indolente empobrece, la mano de los diligentes enriquece. La situación económico-social de cada uno es, por tanto, según los Proverbios, correlativa a la propia responsabilidad en el empeño activo.

El empobrecimiento o las consecuencias nefastas a las que conduce la indolencia, el descuido de las propias obligaciones (Prov 12,27) o el condescender con el sueño (Prov 6,10-11=24,33-34; 20,13), pueden ser descritos también como un padecer el hambre (Prov 19,15; 12,11=28,19) o la autodestrucción (Qo 4,5), como de igual modo por el derrumbe de la propia casa (Qo 10,18), o el ser reducido a la esclavitud:

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La mano de los hombres diligentes comandará, pero la perezosa será [sujeta] al trabajo forzado (Prov 12,24).

Se podría citar aquí también Prov 11,29: Quien daña su casa, hereda viento, el insensato será esclavo del sabio. Las consecuencias de las omisiones debidas a la acidia tienen en definitiva graves repercusiones no sólo personales sino también familiares y sociales. Prov 10,26 brinda una pincelada más de fuertes tonos, aludiendo al efecto social que provoca la acidia: Vinagre para los dientes y humo para los ojos: así es el perezoso para quien lo envía. Su lentitud no es solamente algo irritante y desagradable, sino también nocivo. En la misma línea, Prov 18,9 afirma: El que es perezoso en el trabajo, es hermano del que destruye: el ser esclavo de la inercia es aquí censurado como un comportamiento irresponsable, falto del sentido de las consecuencias, ante todo para sí mismos, aunque también para los otros.

Resulta de este modo estigmatizada, a través de la alusión mordaz de la sátira, no una tendencia superficial a la indolencia, sino, por así decir, un ideal, un estilo de vida (cf. Prov 6,6) que no puede llevar a ninguna parte, como afirma Prov 15,19: El camino del perezoso es como un seto de espinos, la senda de los rectos es llana. Más allá de las metáforas, el acidioso resulta asediado y sofocado de obstáculos – imaginarios – insuperables, que prácticamente impiden cualquier dinamismo: pone su alegría en aquello que es estupidez, dice otro proverbio [La necedad es alegría para el insensato, el hombre inteligente camina por el recto camino (Prov 15,21)].

Por tanto, todo se mueve a nivel de ideales, de motivaciones y de deseo: no se censura aquí una tendencia psicológica a la inercia, típica de algunos temperamentos secundarios o correlativa a particulares condiciones climáticas y ambientales, sino un estilo de vida que las tradiciones sapienciales no dudan en describir en sus efectos más ruinosos. En definitiva, es un juicio de carácter ético, que es pronunciado sobre todo un modo de vivir.

Al tornar incapaz de advertir las exigencias de la vida real (como el deterioro de la propia casa, o las expectativas de los otros), la indolencia ofusca la conciencia, de modo que no ya no se está en condiciones de responder a lo que piden los tiempos y los momentos (la siembra, la cosecha), ni es posible darse plenamente cuenta de las consecuencias de lo que se hace (el empobrecimiento, el deshonor, el espectro de la esclavitud). Más a fondo, esta pesadez difusa es descrita como fruto de un desear autístico, incapaz de traducirse concretamente en el dinamismo que conduce a la plenitud de la vida (hasta morir). Una falta

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de cordura radicada en la ilusión de la propia sabiduría – como si fuese superior a cualquier otra – que identifica el bien con el propio cómodo. De la somnolencia, de la fuga frente a las dificultades o a las exigencias del compromiso efectivo, de la defensa frente al esfuerzo, nace la ruina propia y ajena. El resultado último de una tal disposición, que en definitiva es circular – la muerte – termina de hecho con contradecir la aspiración interior del deseo, que es la plenitud de la vida.

I.3.3. El deseo de Dios en los Evangelios sinópticos

También en el Nuevo Testamento, y ante todo en los Evangelios sinópticos, una búsqueda sobre el deseo requiere afinar la inteligencia y los métodos de indagación, porque no se encuentra en ninguna parte un tratamiento orgánico y explícito del tema del desear humano en la relación con Dios. Estos escritos de fe son esencialmente un desarrollo del kerigma – el anuncio del misterio salvífico de la muerte y resurrección de Jesús según las Escrituras, 1 Cor 15,3-4 – es decir, una historia de la pasión precedida por un largo prólogo, la vida pública (según el esbozo esquemático de Hech 10,36-43). La simplicidad de la narración refleja la experiencia del encuentro con Jesucristo vivida por los discípulos y por la primera comunidad cristiana, sin particulares elucubraciones o ulteriores finalidades especulativas, añadidas al testimonio de las fuentes antiguas.

Una vez más, es sin embargo posible percibir en la verdad experiencial de las tradiciones evangélicas de qué modo el Señor Jesús precede y responde al deseo ínsito en el corazón del hombre, como lo ilustran muchísimo textos.

1. El don de Dios en Jesucristo precede la búsqueda del desear humano

¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron (Mt 13,16-17; cf. Lc 10,23-24).

El encuentro con Jesús, la posibilidad de ver y de escuchar el anuncio evangélico es un don que el Padre hace gratuitamente a quien Él quiere: a vosotros ha sido dado conocer los misterios del reino de los cielos (Mt 13,11, en el contexto de la predicación en parábolas). Y Lucas, en el así llamado Himno de Júbilo, destaca aun más: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito (Lc 10,21). En estas palabras de sabiduría, el acento no recae ante todo en la tensión del hombre hacia Dios, y ni siquiera en

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la genialidad más o menos relevante del espíritu humano, sino en la gratuidad de un don que revela su medida justamente en la pequeñez e inadecuación de quien lo recibe. Ha llegado a vosotros el Reino de Dios (Mt 3,2; 4,17; etc.; Lc 10,9; etc.). No temas, pequeño rebaño, porque ha parecido bien al Padre daros el reino.

Estos textos no tejen ante todo el elogio de una pobreza / pequeñez como condición ejemplar o esencial para entrar en el Reino de Dios (como lo harán Mt 19,14; Mc 10,14; Lc 18,16; Mt 18,3-4; etc.), sino que subrayan que el don del Padre precede a cualquier mérito, espera, deseo, tensión o grandeza humana. De Él viene tanto el don de su Presencia en el Hijo, cuanto la capacidad de acogerlo, de reconocerlo y de creer en Él. Jesús cumple ciertamente la expectativa mesiánica (y los signos que la revelan: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva, Mt 11,5; cf. Is 61,1; etc.) y es reconocido como Mesías del Señor, por ejemplo, por Juan Bautista y otros, como Simeón y Ana, que esperaban la redención de Jerusalén (Lc 2,25-38): pero el cumplimiento de tal deseo no acaece de modo automático, ni se alcanza por el esfuerzo, el mérito o la genialidad de alguno. Es un misterio de misericordia que se manifiesta como tal propiamente en su absoluta gratuidad.

2. El deseo de la vida eterna

El mismo mensaje de fondo emerge también de muchos otros textos. Por ejemplo, la llamada del joven rico, en los tres Evangelios sinópticos, representa existencialmente el encuentro con el don de Dios en Jesucristo, y puede darnos algún otro elemento en la reflexión sobre el deseo. Recordemos el texto: En esto se le acercó uno y le dijo: « Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna? » (Mt 19,16; Mc 10, 17-18; Lc 18,18-19). Tampoco aquí encontramos términos que pertenezcan explícitamente al campo semántico del desear, y sin embargo en este como en todos los hombres la tensión que anima hacia la vida eterna está motivada por el deseo antropológico de base, inmenso, ilimitado, infinito. El texto de todos los sinópticos no dice simplemente: qué debo hacer para tener la vida (cf. Ex 20,12), sino, literalmente, para tener la vida eterna: aquella plenitud de vida que no está limitada por la muerte.

Jesús corrige, una vez más según la tradición triple, este ¿qué debo hacer? Si bien sólo Mt precisa: qué debo hacer de bueno para obtener… Un modo tal de expresarse dice ante todo la convicción, al menos un poco narcisista, si no ingenua o farisea, de poder conseguir con (el

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esfuerzo de) las propias buenas acciones el cumplimiento del deseo. Pero la vida eterna no es algo que se pueda conquistar, poseer, adquirir con las propias capacidades o con los propios esfuerzos. El Señor Jesús, siempre según los tres sinópticos, invita a este hombre a dirigir su mirada hacia el Otro, hacia el único Bueno: el verdadero bien puede ser recibido sólo de Otro. Se puede sólo entrar (Mt 19,17) y por gracia en el Reino de Dios, es decir, nacer de nuevo en el ámbito de la vida eterna (Jn 3,3.7).

En el desarrollo del diálogo, que conocemos, en el momento en que afirma: Siempre he observado todas estas cosas; ¿qué me falta aún? (19,20), el texto de Mt anota que se trata de un joven. Los mandamientos son para él una cosa que posee, no una palabra que se le dirige. No tiene ni tendrá nunca bastante. La insatisfacción es quizás la nota más característica de la adolescencia: una insatisfacción que no sabe exactamente definir qué le falta; es indefinida e infinita. Para pasar sin embargo a la edad adulta, o al estado perfecto, es necesario aprender a soportar el vacío, la carencia, la distancia necesaria para establecer la auténtica relación con el otro / con el Otro y encontrar el verdadero cumplimiento: renunciar a poseer a las personas y las cosas, a consumirlas para sí, como un objeto, a fin de que haya una verdadera comunión.

También en Mc, visto el impulso (uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante él… 10,17) y la buena voluntad de esta persona, si bien no muy humilde (Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud, v. 20), Jesús responde plenamente a su afecto: fijando en él su mirada, le amó (v. 21) y lo conduce a ver lúcidamente qué cosa le falta: no hacer de sus riquezas o de su cumplimiento de la Ley un ídolo indispensable para sobrevivir.

Por tanto, Jesús lo somete a la prueba: si quieres ser perfecto. Lo invita, a través del despojo personal y su seguimiento, a abrirse a los otros: ve, vende lo que tienes […] luego ven y sígueme (Mt 19,21). Lo llama a acceder a la paternidad, es decir, a heredar a los pobres sus bienes: sólo así podrá poseer un tesoro en los cielos; y seguirlo en su camino, no en una relación de dos, cerrada en sí misma, sino para conducirlo a través del amor fraterno a Aquel que es el único bueno, el Padre. Jesús no dice: ámame, sino amaos (cf. 1 Jn 4,20-21). El joven no acepta y se aleja triste: una tristeza que quizás lo ayudará a salir de sí, en caso que perciba en ella un apelo a entrar en el camino de la gratuidad, de la libertad y del amor al prójimo.

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3. Las bienaventuranzas

En el anuncio de las Bienaventuranzas se vuelve más evidente todavía cuál es la esencia del mensaje evangélico. Jesús se pone como la Presencia Viva que responde a las preguntas más profundas del vivir humano: Él es Aquel que sacia el deseo que se manifiesta como experiencia de pobreza, de aflicción, de hambre y sed de justicia. Es el mensaje de Lc 4, 18-19.21: Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy; es decir, El Espíritu del Señor es sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Is 61,1-2; Sof 2,3).

Si reflexionamos atentamente sobre el texto de Mt 5,3-11 / Lc 6,20-23, pobreza, hambre, aflicción, persecución son las situaciones existenciales humanas: a los que viven en estas condiciones, de ahora en adelante, es dado el don del Reino, en la persona de Jesús. Las heridas del vivir humano ahora se abren a la bienaventuranza que es dada por Jesús, la plenitud del sentido, el encuentro con el Padre. Ciertamente no son proclamadas – ay de nosotros – como bienaventuradas en sí mismas: la bienaventuranza está en el hecho de que Jesús, con su persona, responde, consuela, da un sentido y enriquece la pobreza, sacia el hambre, enjuga las lágrimas llevándolas en su cuerpo traspasado en la cruz, asocia a su alegría filial, también y sobre todo en la persecución sufrida por su nombre.

Sintetizando mucho una exégesis que debería poder descender a los detalles, tristeza, pobreza, hambre, aflicción, etc., hablan de la carencia de aquel bien, al cual los hombres aspiran con toda su alma. Son imágenes simbólicas y realistas del auténtico desear. Por tanto, Jesús dice a aquellos que (ahora, según Lucas) lloran, que están tristes, que son mansos: Bienaventurados, en cuanto que en su persona se les da la respuesta, el cumplimiento que anhelan, y no buscan de saciar de sí mismos, con las obras de sus manos o con las bellotas del mundo, su situación existencial y mortal. Por esto las Bienaventuranzas son Evangelio, Buena Noticia, antes que invitación al radicalismo evangélico (sed pobres, sed mansos, sed pacíficos, etc.).

Aparece el mismo tema en el Magnificat de la Virgen María: A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada (Lc 1,53). Aquellos que ya están saciados según el mundo (Lc 6,24-28: aquellos que ahora ríen, o son opulentos, como el rico epulón, Lc 16,19-30; el rico necio de la parábola, Lc 12,16.21; aquellos que se consideran sabios,

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penetrantes, perspicaces, cf. Mt 11,25; Lc 10,21; etc.) ya han recibido su consolación, no advierten más aquella indigencia existencial que empuja y abre a la alegría del encuentro con el Otro, el don de Dios en Jesucristo.

En Mt 5,6, en particular, el Bienaventurados vosotros que ahora tenéis hambre de Lc 6,21, se torna bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia. Ya el Antiguo Testamento, como hemos visto, presenta al Señor como Aquel que sacia: el colmar el hambre y extinguir la sed son imágenes de la salvación escatológica. Si en Pablo la justicia de Dios indica la potencia salvífica que Dios despliega hacia el hombre, en otros lugares, el mismo término, en el Nuevo Testamento, indica la conducta humana justa, que corresponde al querer de Dios. ¿En Mt 5,6 el deseo existencial que estructura al hombre (en su hambre y en su sed) se dirige hacia la justicia de Dios (la salvación: Mt 6,10, venga tu Reino) o hacia la santidad (un obrar que consiente plenamente con la voluntad de Dios)? En el contexto del Evangelio de Mt y de su uso de los términos justo / justicia (Mt 3,15; 5,17; 21,32; y también 5,10.20; 6,1.33) es preciso decir que esta bienaventuranza significa desear ardientemente adherir a la voluntad de Dios, donándose a los otros: es un don que Dios concede en Cristo Jesús.

4. Desde lo íntimo del corazón

Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios. Esta palabra de las bienaventuranzas (Mt 5,8; cf. 1 Tim 1,5; 2 Tim 2,22; Tit 1,15; Ap 22,4) nos introduce en otro aspecto fundamental del deseo, según el anuncio evangélico. Es del interior del corazón que nacen los pensamientos, las palabras, los sentimientos, las obras buenas o malas (Mt 12,34; Lc 6,45), las ansiedades que sofocan la Palabra (Mc 4,19); aquello que contamina al hombre no es lo que entra en su boca, sino aquello que sale de ella (los textos de Mt 15,18-19; Mc 7,20-21 dan, al respecto, un elenco de las desviaciones morales que ejemplifican un desear perverso). Tampoco aquí encontramos explícitamente el léxico del campo semántico del deseo, pero llegamos a un punto central de la temática que nos interesa. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6,21; Lc 12,34): aquello que tu corazón desea, orienta tu vida y determina tus elecciones. Si tu ojo es límpido (literalmente, simple), estás totalmente en la luz (Mt 6,22-23; Lc 11,34-36). Pero si tu ojo es malvado – Mc 7,22: la mirada parte de tu interior, se colora de tus motivaciones – tu propio mirar será transparencia de tu deseo: tomar para ti, contra la ley (Mt 5,28), o dar, compartir, gozarte con la liberalidad de Dios (Mt 20,15). Si vives para ti, ansías posesivamente sin poder contentarte jamás (Mt 6,19: no amontonéis tesoros en la

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tierra); si tu tesoro es Dios (la perla preciosa Mt 13,44-46), tú vendes todo lo que tienes (cf. Lc 12,33) porque tienes un tesoro inagotable, el bien sumo en los cielos.

Jesús subraya la relevancia del deseo, de la elección de cada uno, e interpela nuestra libertad. Es necesario, sin embargo, recordar a este propósito que el verbo utilizado aquí, qe,lw, thelo\,puede indicar en griego tanto el deseo como la voluntad del sujeto: Quien quiere venir en pos de mí … (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23) … Si quieres ser perfecto … (Mt 19,21). Quien quiera salvar la propia vida … (Mt 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24). Se trata de un querer motivado por el propio deseo. Quien desea construir una torre, se pone a evaluar si tiene los medios necesarios (Lc 14,28-30); quien busca hacer guerra, considera las propias fuerzas militares (Lc 14,31-33): son los ejemplos que aparecen en los evangelios justamente en el contexto de la opción fundamental. La propia elección está motivada por el deseo de cada uno: María ha elegido la parte mejor, que no le será quitada (Lc 10,42).

En la misma línea, en algunos relatos de milagros, Jesús interpela el deseo / la libertad / la voluntad de aquellos que se dirigen a él, preguntando: ¿Qué queréis que yo haga por vosotros? (Mt 20,32; Mc 10,51; Lc 18,41); o bien diciendo en otros casos, que te suceda como deseas (Mt 15,28). Pero solicita con la misma pregunta, para que emerga el fondo del corazón, por ejemplo, también a los hijos de Zebedeo o a la madre de éstos: ¿Qué queréis? (literalmente: ¿Qué deseáis?) (Mc 10,36; Mt 20,21).

Si reflexionamos bien, en Lc 15,11-32, la parábola del Hijo pródigo (o del Padre misericordioso) y en Mt 21,28-32, la parábola de los dos hijos, son una ejemplificación de la autenticidad o de la desviación del deseo, raíz de la propia moralidad: decir sí, sí sin obedecer (Mt 21,30); o bien decir no quiero, y luego seguir (Mt 21,29). El Hijo pródigo primero ha deseado / querido / pretendido su propia parte, y luego se ha puesto de nuevo en camino hacia la casa del Padre empujado por la propia hambre /necesidad / deseo.

La así llamada regla de oro enseña a relacionarse con los otros en base a la propia experiencia fundamental: Todo lo que queráis (literalmente, deseáis) que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas (Mt 7,12; Lc 6,31). El Evangelio no nos pide anular o reprimir sensibilidad, sentimientos, anhelos existenciales: sino dejarlos emerger, mirar a sus raíces y elegir el bien auténticamente deseable: la vida eterna (Mt 7,13-14; Lc 13,23-24; cf. también Mt 5,29-30; Mc 9,43-48).

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5. La oración en los sinópticos

Podríamos decir, sin embargo, que la expresión más transparente del deseo es la oración: el bien que anhelamos y al cual estamos destinados, no lo podemos conquistar ni tomar con nuestras manos, sino sólo pedirlo. El deseo nos dispone en una actitud de humilde súplica, de paciente espera, y de respetuosa y libre acogida; y cuando la necesidad apura, o la angustia oprime al alma, la oración se hace grito, cuestionamiento e imploración, sin cambiar esencialmente, por lo tanto, de naturaleza.

La última circular del Abad General, en su bellísima exégesis del Padre Nuestro (Mt 6,9-13; Lc 11,2-4), nos ha introducido en el corazón de la Buena Noticia y de aquello que él llama su utopía. Aquí quisiera subrayar solamente cómo el Padre Nuestro, la oración que identifica a los discípulos de Jesús, testimonia casi por antonomasia cómo el deseo está ante todo centrado en Dios mismo (las peticiones-Tú: Santificado sea Tu Nombre, Venga Tu Reino, hágase Tu voluntad, Mt 6,9-10; Lc 11,2).

El bien sumo al cual aspiramos por nuestra naturaleza filial, y que nos atrae hacia sí, no es Alguien o algo que querríamos, por así decirlo, tragar, agigantando ulteriormente nuestra imagen o nuestros instintos rapaces. El deseo conduce y abre al reconocimiento del Padre, y por tanto a su adoración, a su exaltación en cuanto Otro, para que Él se manifieste en todo su poder vivificante y misericordioso.

Si luego pasamos a la petición central del Padre Nuestro (Danos hoy nuestro pan de cada día, Mt 6,11; Lc 11,3), se puede destacar que ella expresa sustancialmente el deseo de la Vida, pidiendo poder recibir del Otro lo que la sustenta. Por ende, las peticiones-nosotros dilatan el horizonte del deseo en dimensión comunional, invocando el perdón, la ayuda en la tentación y la liberación del mal, para ser liberados – por Otro – de aquello que amenaza u obstaculiza el cumplimiento del deseo.

Pero si se toman en consideración las variadas invocaciones orantes del Evangelio: ten piedad de mí /de nosotros (Mt 9,27; 15,22; 17,15; 20,30-31; Mc 10,47.48; Lc 17,13; 18,38.39), ayúdame (Mt 15,25; Mc 9,22.24), sálvanos (Mt 8,25; 14,30), aumenta nuestra fe (Lc 17,5), si quieres puedes (Mt 8,2; Mc 1,40; Lc 5,12), ven, impone tus manos (Mt 9,18), etc., es imposible no constatar cómo ellas son esencialmente expresiones de deseo de vida y de salvación, que se manifiesta, según los contextos, como invocación de ayuda y grito de indigencia, incluso en la muerte, dirigido a Cristo.

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Asumen el mismo sentido también simples gestos o comportamientos, que de por sí son extremadamente elocuentes, aún sin el comentario de las palabras: el conducir y depositar los enfermos y los endemoniados a los pies de Jesús (Mt 8,16-17; Mc 1,32-34; Lc 4,40-41; cf. Mt 4, 24; 9,2; Mc 2,3-4; Lc 5, 18-19); o el querer tan sólo tocarlo (Mc 3,10-12; Lc 6,19; recordemos el episodio de la hemorroísa: Mt 9,20-21; Mc 5,27-28; Lc 8,44); o el querer seguirlo (Mt 4,24; 8,1; 12,15; 14,13; 19,2; 20,29; Mc 2,15; 3,7; 5,24; 15,41; Lc 7,9; 9,11.57), escucharlo, acudir a Él (Mc 3,20; 6,33; Lc 5,15.23.55). Como imagen y presencia del Padre, Jesús es Aquel que sacia – cf. las multiplicaciones de los panes: Mt 14,13-21; Mc 32-44; Lc 9,10b-17 y Mt 15,32-39; Mc 8,1-10 – Aquel que salva a su pueblo de sus pecados (Mt 1,21), Aquel que cura todas las heridas, las enfermedades y los deseos del alma (Lc 5,17; 6,18-19) dando su paz (Mt 11,28).

I.4. LAS VÍAS DE ACCESO AL CONOCIMIENTO DE DIOSI.4.1. PRIMERA VÍA AL ACCESO DEL CONOCIMIENTO

Todo lo que se mueve es movido por otro, porque nadie da lo que no tiene...

PASOS DEL ARGUMENTO:

1. Todo lo que se mueve es movido por otro, porque nadie da lo que no tiene.

La razón de ello, es metafísica.

Moverse equivale a recibir una entidad (perfección) de que antes se carecía. Por eso, en la terminología filosófica se da el nombre de «movimiento» a todo cambio o modificación. Se comprende que en su sentido filosófico la expresión «motor inmóvil» signifique lo que, sin ser cambiado, hace que surja un cambio. Vale la pena no perder de vista la amplitud del concepto a lo largo de la argumentación, aunque el punto de partida de la demostración, tanto aristotélica como tomista, toma en especial consideración el movimiento físico.

Que algo se mueva significa que antes estaba "en potencia", es decir, con capacidad de recibir, pero sin tener "en acto". Si el agua no tuviera capacidad de recibir calor, jamás lo recibiría de hecho. Ahora bien, ella sola es incapaz de calentarse. Necesita de otro elemento que esté caliente en acto.

Mover es pasar de la potencia al acto; actuar la capacidad del móvil.

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Es imposible que una cosa sea, del mismo modo y bajo el mismo respecto, motriz y movida, en acto y en potencia. El calor en acto no puede ser al mismo tiempo frío en acto.

Si el motor mueve a lo movido es que tiene la perfección por la que mueve.

Nada puede moverse propiamente a sí mismo, porque si un móvil se moviera a sí mismo, sucedería que:

En cuanto móvil carecería actualmente de la perfección del movimiento

En cuanto motor poseería actualmente la perfección del movimiento

Por tanto, poseería y carecería a la vez una determinada perfección. Lo cual es imposible: contraviene el principio de no contradicción.

2. Hay en el mundo cosas que se mueven.

No hace falta que veamos que se mueve todo, basta que dentro de nuestra experiencia inmediata, externa o interna, hallemos cosas que se mueven. En nuestra experiencia interna es claro que percibimos la mutación en nuestros sentidos y facultades cognoscitivas y afectivas. En la experiencia externa vemos multitud de cosas cambiantes. Por ejemplo, el sol.

El sol se mueve. ¿Se mueve a sí mismo o es movido por otro? Si el sol se mueve es porque alguna cosa que no es el sol lo mueve. Si el motor que mueve el sol a su vez se mueve, es que es movido por otro motor.

Es imposible una serie de motores que mueven porque son movidos, sin un motor inmóvil que mueva «actualmente» la serie.

En efecto, es imposible que todos los motores de la serie sean movidos sin que algún ser inmóvil los mueva, por el principio ciertamente establecido: todo lo que se mueve es movido por otro.

Al cabo de la serie nos encontramos con la necesidad lógica y racional de que el primer motor de semejante serie deber ser ¡inmóvil! Un motor inmóvil, que mueva sin ser movido, incluso sin moverse a sí mismo. Es decir que sea puro acto, Acto puro, al que llamamos Dios.

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¿ES INTELIGIBLE O CONTRADICTORIO EL CONCEPTO DE MOTOR INMOVIL?

Salgamos al paso ahora de la cuestión de la posibilidad de la existencia de un motor inmóvil.

¿Es contradictorio este concepto?

Hay dos cuestiones distintas:

¿es posible o contradictorio un motor inmóvil?

¿existe efectivamente ese motor?

Convendrá mostrar que la existencia de un motor inmóvil no es contradictoria como a primera vista puede parecer. Hay que reconocer que un ser de tal índole es difícil de imaginar, porque casi todas las cosas de las que se nutre nuestra imaginación son móviles o mueven moviéndose. Pero no nos precipitemos en la negación de lo inimaginable por el mero hecho de serlo. Tampoco el matemático puede imaginar muchas de las magnitudes con las que opera y sin embargo, construye argumentos verdaderos con ellas. Las distancias siderales son inimaginables, pero ahí están.

De otra parte, también es cierto que tenemos alguna experiencia de lo que de algún modo mueve sin ser movido; es decir, que mueve sin que por el hecho de mover se mueva (aunque se mueva por otras razones); por ejemplo, Las Meninas de Velázquez mueven a millones de personas a acudir al Museo del Prado para verlas y sin embargo ellas no se mueven en absoluto. Lo deseado puede atraer el deseo por el mero hecho de ser, o estar ahí (mueven al modo de la causalidad final)

Aristóteles argumenta del siguiente modo:

Lo imprescindible para ser motor es estar siendo agente de algún cambio. No es imprescindible padecer (ser pasivo) cambio alguno. «mover» y «ser movido» no se identifican. «Hacer cambiar» no es lo mismo que «estar siendo cambiado».

Puede suceder que algo mueva a la vez que es movido, pero no porque mover sea lo mismo que ser movido; de manera semejante, un médico puede tocar el violín, pero ser médico no es lo mismo que ser violinista.

Un sujeto puede padecer un cambio sin ser agente de otro cambio.

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Todo esto significa que no es contradictorio que un motor mueva sin necesidad de que a la vez sea movido.

¿EXISTE UN MOTOR INMÓVIL?

Es lo que hemos probado más arriba. Si no existiera un Motor inmóvil no tendríamos ninguna explicación satisfactoria de la existencia del movimiento, el cual evidentemente existe... Si el movimiento sólo puede ser efecto de un Motor inmóvil y el movimiento existe, el Motor inmóvil necesariamente existe. Y si existe y mueve sin ser movido en modo alguno ha de poseer el acto de por sí: Acto puro, sin potencia pasiva alguna. Por tanto, Ser en acto, Ser por sí mismo, subsistente, pleno.

I.4.2. SEGUNDA VÍA DE ACCESO AL CONOCIMIENTO DE LA EXISTENCIA DE DIOS

Aclaración sobre…

“LA NEGACIÓN KANTIANA DEL PRINCIPIO DE CAUSALIDAD”

Como es sabido Kant ha negado la validez transubjetiva de este principio. Para Kant el concepto de causa sólo sirve a la mente para enlazar subjetivamente un conjunto de fenómenos. La causalidad es una mera forma a priori del entendimiento, no una realidad que afecte al ser real de las cosas. Con la idea de causalidad la mente relaciona unos fenómenos con otros, los ordena en su aspecto temporal, es decir, en la línea de la sucesión.

Por eso, según Kant, el principio de causalidad tiene valor sólo en el nivel interfenoménico y presupone el tiempo como condición indispensable. Es lo mismo que sucede con las demás "categorías" (a priori) kantianas: no sirven para captar lo que la realidad es en sí, sino sólo para ordenar los datos que recibimos de la experiencia inmediata. Del conocimiento inmediato sólo obtenemos un conjunto de datos fenoménicos no ordenados. Lo que Kant llama experiencia ya es la ordenación de esos datos realizada por las categorías a priori de la sensibilidad y del entendimiento.

Kant ni siquiera reconoce validez al conocimiento inmediato que tenemos de nuestra propia e íntima causalidad, por ejemplo en los actos realizados voluntaria y libremente. Para él, también esta experiencia es fenoménica, no existencial.

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Kant desconoce la operación de la mente llamada en la filosofía clásica abstracción, que es la operación mediante la cual conocemos en lo sensible lo inteligible que hay en lo sensible. El entendimiento "intus legit", intelige, entiende siempre en conexión con lo sensible. Los sentidos no impiden la inteligibilidad de lo sensible, sino que lo ofrecen al entendimiento que, cabe decir, lo "ilumina" y capta lo inteligible: la existencia, el acto de ser y la esencia (aunque sea de un modo imperfecto y aspectual: no íntegramente, de un golpe de vista, pero sí, completando el conocimiento con sucesivas contemplaciones de las cosas).

En contradicción con su negación de la validez extrasubjetiva del principio de causalidad, Kant lo utilizó para demostrar la existencia, bajo los fenómenos, de la cosa en sí (noumeno). Pero en sus últimos escritos llegó a afirmar, más consecuentemente, que el noumeno no existía.

Ahora bien, si negamos la validez extrasubjetiva del principio de causalidad, incurrimos -como le pasa a Kant- en una profunda contradicción: las cosas que no eran y llegan a ser no se explican, no tienen razón de ser. Porque si no son causadas, ¿de dónde provienen? Ni pueden ser auto-causadas, ni pueden ser causadas por otras: son sencillamente ininteligibles, no ya misteriosas sino absurdas. La negación del principio de causalidad equivale a la negación del principio de no contradicción y convierte en mera vanidad cualquier discurso filosófico.

EXISTENCIA DE LA CAUSALIDAD EFICIENTE

Por lo demás, la íntima vivencia que tenemos de los actos voluntarios «constituye un caso de evidencia inmediata, cuya recusación nos llevaría al más absoluto escepticismo. Ningún razonamiento filosófico puede contrarrestar el valor inmediato de nuestra experiencia interna» (Millán Puelles, Léxico Filosófico, voz Causa)

Tenemos percepciones inmediatas (vivencias) de que influimos sobre las cosas exteriores. Y de que cosas exteriores nos influyen. También en nosotros mismos somos causa de situaciones de diversa índole. Queremos pensar en algo que nos divierte o que nos entristece y sucede, etc.

No cabe negar el valor ontológico (real, no meramente apariencial o fenoménica) de estos datos sin incurrir en escepticismo absoluto. Por lo

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cual es preciso afirmar que somos causa eficiente de algo externo a nosotros y que las cosas externas actúan de modo eficiente en nuestra propia realidad. Piénsese, por ejemplo, en una helado bien hecho y en unas setas venenosas; en una brisa fresca en una tarde calurosa de verano y en un perro rabioso que nos ataca. Negar esas causalidades eficientes es de insensatos o de una filosofía que conduce fácilmente a la insensatez.

Por lo demás, el ser real más pasivo goza de alguna forma de eficiencia. Ser es ser capaz de actividad. Sólo la mera materia prima (pura potencia pasiva) carece de ello. La acción (predicamental) se distingue realmente de la sustancia; es un accidente, mientras no se incluya en la esencia de la sustancia. Por eso una sustancia limitada puede no estar de suyo en acción. Ahora bien, esto quiere decir que no la posee por sí sola, en razón de su propio ser. Para actuar necesita pasar de la potencia al acto, paso que requiere otra sustancia, la cual a su vez puede depender de otra. Es necesaria pues una sustancia que ya no dependa de ninguna otra en el ejercicio de su eficacia o eficiencia (cfr Millán, Léxico, Causa eficiente).

LA DEPENDENCIA DEL EFECTO RESPECTO A LA CAUSA.

La causa, de algún modo, pone lo causado (el efecto) en dependencia de ella. La dependencia puede ser intrínseca o extrínseca.

intrínseca: la del ente respecto a aquello que lo constituye en su propia entidad.extrínseca: la tiene respecto a algo que es externo al mismo ente.Son extrínsecas la causa eficiente y la finalSon intrínsecas la material y la formal.La causa ejemplar es extrínseca («causa formal extrínseca»)

Son también extrínsecas los diferentes objetos que especifican las operaciones, los hábitos y las potencias (el color, el sonido... son causas formales extrínsecas).

LA SEGUNDA VÍA tiene como punto de partida la causalidad que conocemos por experiencia en el mundo: hay un plexo o entramado evidente de causalidades. Hay efectos (por tanto, entes causados) que a su vez son causa de otros entes. Cabe que un efecto sea a su vez causa. Lo que no cabe -y es lo que subraya en la segunda vía- es que todas las causas sean causadas. Con otras palabras, que todas las causas sean «intermedias», que no haya una primera y una última.

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Aristóteles advierte que:

lo intermedio no es posible sin lo primero y lo último.si se piensa que todas las causas son causadas, no se puede pensar que haya una que sea primera.Pero es imprescindible que para que exista una serie intermedia de causas -causas causadas- (sean muchas o pocas) exista una primera.

Consecuencia: como existen series de causas intermedias, es necesario que exista una primera causa que, por ser primera, ha de ser incausada.

(Adviértase que los eslabones de una cadena colgante necesita de un gancho, tanto si es una cadena en la que penden unos de otros en vertical, como si forman un círculo cerrado. El círculo así formado necesita igualmente de un gancho o de cualquier otra cosa que lo mantenga. No puede sostenerse sin algo externo que lo mantenga).

Adviértase también que la causa primera es, ha de ser distinta de todas las demás; ha de hallarse en distinta situación. Dicho de otra forma: ha de ser «fuera de la serie». De lo contrario no sería primera. Ella no de depende de las demás, pero las demás dependen de ella, precisamente en el ejercicio de su causalidad.

Otra advertencia:

En el mundo conocemos muchas series de causas intermedias, cada una de las cuales ha de tener una primera causa. ¿Hay muchas primeras causas?

En sentido absoluto no, porque todas las primeras causas que conocemos, en rigor, se comportan como intermedias en otras series. Es decir, todas las primeras causas relativas, se comportan como causas intermedias: tienen algo en común con las demás y algo que les es propio.

La unidad entre todas no puede deberse a lo que les es propio, sino a lo que les es común -su índole de intermedia-: su dependencia de otro factor, causa de cada una de esas "causas primeras", remite a la Causa absolutamente primera, causa de toda causa, es decir, Dios.

TÉRMINO DE LA 2ª VIA

Una causa eficiente es incausada si su actividad y su ser no presuponen la actividad y el ser de ninguna otra causa.

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Para que un ser no presuponga ningún otro en su modo de comportarse, se requiere que sea incausado en toda su realidad y no sólo en el ejercicio de la causalidad que le compete, porque el modo de obrar responde a la manera de ser (operari sequitur esse).

Si un ser puede ejercer una actividad totalmente incondicionada:

ha de ser totalmente incondicionado en su propia entidad.

no ha de depender de ninguna causa activa

no ha de depender de ninguna causa de otro género.

Así las cosas, la Primera causa incausada obviamente se identifica con Dios, pues siempre se lo concibe como no subordinado a ningún otro y al que, en cambio, se subordinan todos los demás entes.

Cabe ahora preguntarse por la posibilidad de este tipo de causa incausada. Desde luego no cae en nuestra experiencia, como suponíamos desde el principio. Como toda idea negativa, la noción de no-causado se constituye mediante la negación de un cierto modo de ser. Es la negación de la índole de efecto. Lo no causado es lo que no es efecto. La idea de causa, así como la de efecto no es sensorial, pero tiene base empírica, como hemos visto antes. La idea de "no causado" tiene pues también, aunque indirectamente, una cierta base empírica, así como la idea animal invidente la obtenemos indirectamente, por negación, de la idea de animal vidente. No se trata pues de un ser impensable o enteramente inconcebible. Aunque no se nos muestre en la experiencia no constituye ninguna contradicción.

Para que la idea de causa eficiente no causada fuese un concepto imposible, o una pura contradicción, sería necesario que «el ser causa eficiente» consistiera en estar siendo causado. Las ideas de causa y efecto son correlativas, pero no son una y la misma idea. Lo absurdo sería funcionar como causa sin producir ninguna clase de efecto o ser efecto de una causa que no pudiera causar. Pero ser causa incausada no encierra ninguna contradicción.

I.4.3. TERCERA VÍA AL ACCESO DEL CONOCIMIENTO DE DIOS

Lo posible y lo necesario: "Hay que admitir pues la existencia de un Ser necesario por sí mismo, con necesidad no recibida sino poseída absolutamente.

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A) Punto de partida:

Hay entes que son «posibilia esse et non esse» (que pueden ser y no ser)

¿El punto de partida es el más universal? Cuidado. Veremos que no. Y la parcialidad en el punto de partida facilita la evidencia y el rigor metafísico de la prueba.

LO POSIBLE Y LO NECESARIO

Aquí «lo posible» equivale a "lo que puede ser y puede no ser", a lo cual llamamos «contingente».

Aquí «lo necesario» equivale a "lo que no puede no ser" (o no puede ser de otro modo)

Aquí no se trata de la simple posibilidad de no ser (todos lo que no es Dios tiene el mismo grado de no necesidad)

Pero no todas las esencias o naturalezas son iguales, porque la esencia no equivale a existencia. Por eso los entes son más o menos necesarios: una piedra, un hombre, un ángel, no tienen el mismo grado de contingencia o necesidad.

Si esencia fuera lo mismo que existencia, todos seríamos igualmente innecesarios (salvo Dios).

Pero la esencia no es igual a la existencia en los seres finitos y hay esencias, que una vez son, no pueden dejar de ser, porque son incorruptibles (el ángel, el alma humana). Estas no entran en el primer paso de la vía tomista.

El punto de partida de la 3ª vía tomista es sólo la contingencia de los seres que se generan y se corrompen.

Nada más. La evidencia es total: los hay.

Si se generan y se corrompen obviamente pueden ser y no ser. De hecho son y no han sido, o han sido y no son o no son y serán.

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B) 1) Si todas las cosas fuesen possibilia esse et non esse (pudieran ser y no ser) no existiría nada.

Porque es imposible que hayan existido siempre. Si todas se generan y corrompen habría un tiempo en que no habría existido nada. Y si en algún momento no existía nada, ahora tampoco existiría nada. La nada en cuanto tal no puede ser principio de algo.

POR LO TANTO: Ha de haber algunos seres necesarios.

2) La necesidad puede ser

per se (puede tenerla un ser por sí mismo)ab alio (puede tenerla un ser debida a otro)

La causa de la necesidad puede estar en el ser mismo de un ente o en otro.

Una serie infinita de seres necesarios ab alio -que recibieran de otro su necesidad- no tendría fundamento, igual que hemos visto en las dos primeras vías.

3) Hay que admitir pues la existencia de un Ser necesario por sí mismo, con necesidad no recibida sino poseída, absolutamente. Es el Ser que es su mismo Ser; su Esencia es Ser, es el Ipsum Esse subsistens (El Ser subsistente por sí mismo).

I.4.4. CUARTA VÍA DE ACCESO AL CONOCIMIENTO DE LA EXISTENCIA DE DIOS

Es la más discutida, pero muchos la consideran la vía metafísica por excelencia, la más tomista y rigurosa: procede del ente al Ser y permite comprender a los entes desde el Ser. Sto. Tomás la formula muchas veces; algunas de sus formulaciones son difíciles, pero es evidente que le da importancia capital. Sin embargo ha pasado prácticamente inadvertida durante siglos. Vamos a enfocarla desde la perspectiva que nos parece más sencilla

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PUNTO DE PARTIDA:

Conocemos en la experiencia que hay seres con perfecciones según un más y un menos. Son, por lo tanto, limitadas.

Hay perfecciones que no pueden ser más que limitadas, porque su misma naturaleza incluye alguna especie de límite, como ocurre con las perfecciones relacionadas con la materia (el espacio y el tiempo). La corporeidad es siempre limitada: no cabe un árbol ilimitado, ni una materia infinita. Lo que tiene magnitud, tiene de alguna manera número y es imposible que exista un número ilimitado, porque cualquiera que sea el número se le podrá sumar otro. Siempre habrá un número máximo, pero siempre será un máximo limitado. La idea de un árbol infinito es una idea contradictoria en sí misma. Este tipo de perfecciones se llaman mixtas. No se consideran en el punto de partida de la cuarta vía.

Pero hay otras perfecciones que de suyo no implican límite alguno, que llamaremos perfecciones puras. Entre ellas se cuentan los trascendentales metafísicos, que son perfecciones que se encuentran en todos los entes sin excepción:

el ser

la verdad

la bondad

la belleza

Además, cabe comprender también en el punto de partida de esta cuarta vía, perfecciones que no se dan en todos los seres, sino a partir de un cierto nivel, y tampoco implican de suyo límite:

la vida

la intelección

la libertad

el amor

MEDIO DE LA DEMOSTRACIÓN

Los entes que tienen perfecciones puras en grado limitado, no la pueden tener por sí mismos, sino por otro. En efecto, no son «el ser», ni «la

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verdad», ni «la bondad», ni «la vida», ni la intelección, ni la libertad, etc. Pueden tener todo esto, pero no se identifican con esas perfecciones.

Un ser que tuviera la vida por sí mismo (por esencia) la tendría en plenitud, en supremo grado. Pero si no es así, si hay seres vivos que no tienen la vida en plenitud sino en grados diversos, es que no la tienen por sí mismos, sino recibida; su vivir es causado.

¿Por quién? En definitiva, por algún ser que no «tenga» sino que «sea» la vida: una vida por tanto que sea superior a cualquier grado, que no admita ni un menos ni un más.

Si ahora atendemos a la perfección trascendental radical, fundante, que es el ser (esse), al comprobar que se da en grados diversos, podemos concluir inmediatamente que el ser de los entes limitados es necesariamente causado. ¿Por quién? Sólo cabe que sea por un Ser esencialmente superior a cualquier grado de ser, un ser trascendente al más y al menos: el Ser en plenitud, Ser que no «tiene» ser, sino que «es» el Ser, es decir es el Ser subsistente por sí mismo.

I.4.5. QUINTA VÍA DE ACCESO AL CONOCIMIENTO DE LA EXISTENCIA DE DIOS

PUNTO DE PARTIDA DE LA QUINTA VÍA

Existe un orden evidente en el mundo. Más en concreto: hay seres que, carentes de conocimiento, obran -como si lo tuvieran- por un fin. Tienen un modo fijo e invariable de ejercer sus operaciones, lo cual, por cierto, permite a los científicos formular leyes que rigen su actividad y, hasta cierto punto, pueden predecir lo que va a suceder.

Fin es aquello a lo que tienden ciertas cosas, de tal modo que obran como si algo futuro determinara el presente. La naturaleza obra «con vistas a» conseguir determinada situación o perfección, que consigue, precisamente, obedeciendo ciertas reglas fijas e invariables, que el azar no puede explicar.

Es evidente que la naturaleza no obra al azar. Lo cual equivale a decir que todo en la naturaleza está finalizado. Sin el reconocimiento de la finalidad, sería ininteligible la armonía que reina en el universo. Mejor,

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dicho, sin finalidad reinaría el caos tanto en el microcosmos como en el macrocosmos.

También es evidente que hay notas en el cosmos que parecen sustraerse a la armonía que estamos afirmando (por ejemplo, la enfermedad y la muerte). En una palabra existe también el mal en el mundo. No vamos a soslayar el escándalo que denunciaba Dostoiewski: ¡las lágrimas de un niño! ¡la muerte de los inocentes!. Pero es legítimo posponer esta cuestión, porque por mucho mal que veamos en el mundo, no podemos negar el orden y la armonía que reina en el cosmos. Y esto es lo que en primer lugar requiere una explicación: ¿por qué el orden y no el caos? Si todo fuera un caos ni siquiera tendríamos la idea de orden. El desorden supone siempre un orden, aunque éste resulte deficiente. Si todos fuéramos ciegos no nos plantearíamos siquiera el problema de la ceguera, no la entenderíamos como un mal, porque no la entenderíamos de ninguna manera. Si entendemos lo que es la ceguera, es porque antes hemos entendido lo que es ver. La ceguera no es lo primero. Lo primero es ver. Después puede venir la ceguera. Por eso la pregunta por la visión es anterior a la pregunta por la no visión. La no visión se explica a partir de la visión. El desorden habrá que explicarlo después de explicar el orden.

Precisamente la existencia del orden y de la correlativa idea de finalidad, de una Inteligencia ordenadora es quizá lo que siempre ha suscitado la pregunta por Dios. Veamos que esta pregunta no sólo está justificada sino que viene exigida por la misma naturaleza de las cosas.

MEDIO DE LA DEMOSTRACIÓN

A) Si el azar no puede dar razón del orden que impera en el universo, es preciso que alguna inteligencia que tenga presente el fin, le preste ese orden, le confiera finalidad. Orientar la actividad a un objetivo, adaptar un medio a un fin es imposible sin un previo conocimiento del término (objeto o fin). Sólo una facultad intelectual es capaz de trascender el dato sensible y prever el futuro.

Ahora bien, los seres de la naturaleza carecen de conocimiento intelectual, no trascienden el dato inmediato, sólo pueden tender a los respectivos fines en cuanto son ordenados y dirigidos por un

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ser superior inteligente, de modo análogo a como la saeta es dirigida por el arquero.

B) Luego existe una inteligencia ordenadora del cosmos, que dirige los seres naturales a sus respectivos fines.

Esta inteligencia directora o está ordenada de suyo, ordenada por sí misma a entender, o está ordenada por otra.

No cabe un proceso al infinito: infinitas inteligencias ordenadas todas por otras sin que haya una primera inteligencia superior a la serie (trascendente a la serie).

I.5. DOCTRINA DE LA IGLESIA SOBRE EL CONOCIMIENTO NATURAL DE DIOS

La doctrina católica sostiene la posibilidad de un "conocimiento natural de Dios". En cambio, la teología protestante se opone fundamentalmente contra tal aserción.

¿De qué manera pueden sus objeciones ayudar a clarificar al pensamiento católico? Esta pregunta está en la base de las reflexiones siguientes.

1. "Conocimiento natural de Dios", según la doctrina católica

1. Representativos de la doctrina católica sobre el "conocimiento natural de Dios" son los textos del Concilio Vaticano I. "Dios, principio y fín de todas las cosas, con certeza puede ser conocido a la luz de la razón humana, a través de las cosas creadas" (DS 3004). Según este texto, el conocimiento de Dios está unido al conocimiento de las cosas creadas. Estrictamente hablando, sólo se afirma en principio la posibilidad del conocimiento de Dios, pero permanece abierta la pregunta por su realización de hecho. Queda por aclarar, además, en qué sentido Dios es "fin" de todas las cosas: ¿es un fin al cual se puede tender y alcanzar? ¿Pueden las creaturas llegar a ese fin por sus propias fuerzas?

Hay que distinguir de todo conocimiento "natural", el conocimiento "sobrenatural" de la fe, tanto por su objeto, como por su principio de conocimiento. La fe se refiere a los "misterios ocultos en Dios, conocibles únicamente por la revelación" (DS 3015). La expresión "ocultos en Dios" parece significar: no "legibles" en el mundo. Esta revelación divina consiste en la comunicación que Dios hace de sí mismo. Con ella Dios no sólo manifiesta (manifestat) su ser y su voluntad (DS 3004), sino que se da a sí

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mismo (communicat); expresión con la cual el Concilio Vaticano II hace más precisa y clara la del Vaticano I (Dei Verbum 6,1). Ya según la fórmula del Vaticano I se trata en dicha revelación no de un mero conocimiento de realidades lejanas y distantes, sino de la "participación en los bienes divinos, que sobrepasan todo poder cognoscitivo humano" (DS 3005). A estos misterios divinos se refiere la fe: que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo; que el Hijo se hizo hombre por nosotros; que el Espíritu Santo ha sido enviado al corazón de los creyentes. Esta autorrevelación de Dios no se puede recibir sino por la fe misma, que, conforme a la tradición teológica, el Vaticano I califica de "divina" (DS 3011, 3015), y eso probablemente sobre todo, para designarla como gracia. Creer, en el sentido pleno del "credere in Deum", es el estar lleno del Espíritu Santo. En cambio, el "conocimiento natural" se refiere a cosas no ocultas en Dios, sino legibles en el mundo (histórico) como tal y accesibles a la razón natural, que, al igual que el mundo, es histórica.

Si según la doctrina católica hay que distinguir la fe como conocimiento sobrenatural de cualquier conocimiento natural, obviamente se distingue ella también del "conocimiento natural de Dios", arriba mencionado. Queda por precisar si por "conocimiento natural de Dios" hay que entender un apartado especial del conocimiento natural, o si cualquier conocimiento natural, en tanto que conocimiento de las "cosas creadas", tenga que ser, por decirlo así, in obliquo también conocimiento de Dios. Y queda también por precisar la relación de ese "conocimiento natural de Dios desde las cosas creadas" con la propia fe en Dios como creador. ¿No es en cierto sentido también la existencia de Dios ya objeto de la fe sobrenatural (ver Hebr 11,6)?

Según la doctrina del Vaticano I, hay que atribuir al conocimiento sobrenatural de Dios, propio de la fe, como una especie de efecto colateral el de facilitar el conocimiento natural de Dios "también en la presente situación del género humano, con sólida certeza y sin mezcla de error, para cualquiera" (DS 3005). Con la expresión "en la presente situación del género humano" se entiende la situación del pecado original. No precisa el texto la relación entre "con sólida certeza y sin mezcla de error para cualquiera", con la "certeza" mencionada en el texto citado antes (DS 3004). Ahí se habla de la posibilidad, en principio, del conocimiento natural de Dios, prescindiendo de la situación en que se encuentre la humanidad. ¿Se trata de una gradación frente a aquel "con certeza"? ¿O se refiere al restablecimiento de una certeza un tanto perdida o, al menos, perjudicada? Un argumento en pro de esto último es que un conocimiento mezclado de error no se pueda calificar de "cierto" en el sentido de DS 3004.

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2. ¿Qué intención profunda tiene esta doctrina de la posibilidad de un "conocimiento natural de Dios"? No sólo, por ejemplo, en Rom 1,20 y su contexto está fundamentado bíblicamente, sino sobre todo se trata hermenéuticamente de indicar el punto de contacto con "la palabra de Dios".

Primeramente, el anuncio de la fe supone, sin duda, a un hombre dotado de razón e interpelable en su responsabilidad moral. Tal presupuesto no puede ser sin importancia para la comprensión de la fe.

El anuncio de la fe se entiende, además, como acontecimiento y comunicación de la gracia divina. Con sentido se puede hablar de "gracia" sólo, si ella aparece como lo nuevo en comparación con la propia realidad del hombre. La gracia supone la naturaleza, precisamente para poder distinguirse de ella como lo que no le es debida. Es verdad que, a los ojos de la fe, el hombre ya ha recibido su propia realidad, que es lo distinto de Dios, como un don; pero el término "gracia" quiere decir más que eso, es decir, la autocomunicación de Dios mismo. En comparación con la condición de creatura, dicha autocomunicación es nuevamente don.

Pero, sin embargo, el anuncio de la fe, con toda su novedad, no adviene al hombre como una lengua extranjera completamente desconocida. El utiliza palabras cuyos significados ya son de alguna manera conocidos para el hombre antes de que sea confrontado con el mensaje cristiano, aunque éste pueda modificar dichos significados. Así el conocimiento sobrenatural que es la fe presupone en el hombre al que se dirige el mensaje cristiano un conocimiento natural distinto del sobrenatural.

Tampoco hay que entender el anuncio de la fe como algo arbitrariamente añadido al hombre. Es verdad que, a nivel natural, de ninguna manera puede el hombre exigir la gracia, pero no por eso es ésta algo meramente adicional delante lo cual se pudiera permanecer con razón indiferente. Hay que entender de tal manera el ofrecimiento de la gracia que, por una parte su aceptación no es posible sin ser ya sustentada por la gracia de Dios, y por otra, su rechazo se puede demostrar por la razón como un acto arbitrario y con esto, por lo menos, como una incipiente autodestrucción del hombre natural.

De ahí que el Vaticano I formule que, ya desde su razón natural, de alguna manera el hombre tenga que ver con Dios: "Quien sostenga que la razón humana es tan independiente, que Dios no le pueda imperar la fe, éste tal sea excomulgado" (DS 3031). Lo cual quiere decir que ya la razón natural es dependiente de Dios. Se puede preguntar si el ofrecimiento de la gracia y de la fe tiene verdaderamente la forma de un mandato o de una

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exigencia legal, y no más bien de un mensaje gozoso y de una súplica interpeladora al entendimiento (cfr. II Cor 5,20). Pero de todas maneras el texto quiere decir que no es posible fundamentar de manera razonable y concluyente un rechazo definitivo del mensaje cristiano. Semejante incredulidad sería un acto arbitrario. Ya en el Nuevo Testamento la incredulidad se estima como injustificable y se tilda de pecado (cfr. Jn 15,22.25).

El conocimiento sobrenatural, que es la fe, presupone, pues, un conocimiento natural. Queda todavía por saber si tal conocimiento natural se deba considerar también ya como conocimiento de Dios. ¿Será tal vez un conocimiento formal de Dios únicamente al sobrevenir el anuncio de la fe?

De cualquier manera, quien desee anunciar la "Palabra de Dios" debe en todo caso poder decir quién es "Dios". "Palabra de Dios", ser interpelado por Dios en la palabra humana que transmite la fe, parece implicar que se entienda el significado de la palabra "Dios" anteriormente al asenso a la "Palabra de Dios".

A favor de la posibilidad del "conocimiento natural de Dios" está el hecho de que supuestamente éste ocurre por el conocimiento de las "cosas creadas", que no son otra cosa sino el mundo mismo. La condición de creatura se identificaría entonces plenamente con la existencia misma de las cosas creadas. Cuando se afirma que fueron "creadas de la nada" B es decir, que son creadas en todo en que se distinguen de la nada B se afirma su total dependencia de Dios, que no sólo es directamente proporcional a la densidad óntica de las cosas, sino idéntica a ella. A diferencia de la gracia que no tiene su medida en algo creado ni puede ser "leído" en ello, la condición de creatura se da exactamente en la medida en que algo es real. Por eso si hay condición de creatura, ella puede ser "leída" en todos los seres mismos. Por eso la doctrina católica sostiene la posibilidad de conocer la condición de creatura a la luz de la razón natural. Y este conocimiento de la condición de creatura parece ser ya conocimiento de Dios; sólo queda abierta la pregunta, como dijimos, en qué sentido ulterior la condición de creatura es al mismo tiempo una realidad creída, sólo accesible a la fe misma. 

3. Se discute todavía en la teología católica el alcanze del concepto "meramente natural". En el orden concreto, ¿se puede dar un sentido claro y distinto a este concepto? ¿No está la creación entera, por algo como un "existencial sobrenatural" (K. Rahner) ordenada a un fin sobrenatural, de manera que de hecho no haya "mera naturaleza"? Por eso muchos piensan que se trate de un concepto "límite", meramente hipotético para

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indicar una frontera que no se debe pasar. Dicen que en la realidad concreta del espíritu humano no es posible distinguir claramente lo que es "sólo natural" y lo que ya está determinado por la elevación sobrenatural. Se habla a este respecto incluso de un "apetito natural de ver a Dios", con lo que resulta entonces difícil mantener la total gratuidad de la gracia. Esto último resulta todavía más dificil si algunos quieren derivar del conocimiento natural una obligación positiva de aceptar la revelación sobrenatural. Y por el contrario, hay quienes afirman la necesidad de un "existencial sobrenatural" precisamente porque piensan que sólo así se excluye que se pueda legítimamente permanecer indiferente ante la oferta de la gracia. Entonces se pretende que basta la amplitud natural del espíritu humano para poder deducir la posibilidad de una revelación y que sólo la realización de hecho de tal revelación sobrenatural no se puede postular por la misma naturaleza.

Tales consideraciones parecen pasar por alto que el concepto "meramente natural" no niega la elevación sobrenatural que de hecho nos es dada, sino que sólo abstrae de ella. Se califica de "meramente natural" todo lo que nos es accesible como verdadero ya anteriormente a la aceptación de la verdad de la fe, incluso si lo mismo puede ser bajo otro aspecto "elevado sobrenaturalmente" y cobrar un significado más profundo a la luz de la fe. Ya fuera de la fe conocemos "las aves del cielo y los lirios del campo", pero sólo por la fe accedemos a su significado como imágenes del amor de Dios (cfr. Mt 6,25-34). Hablar de un "existencial sobrenatural" sólo es necesario porque según la doctrina tradicional de la gracia, ésta no se puede recibir sino en un acto soportado ya por la gracia. Por eso el hombre tiene que estar ya de antemano en la gracia de Dios, aún antes de saberlo. Pero este "existencial sobrenatural", como autodonación de Dios, por principio queda escondido en la creatura, y no se revela sino por el anuncio cristiano. No es posible conocerlo por mera introspección del hombre en sí mismo. El hecho de que, frente a la oferta de la gracia por el anuncio cristiano, no se pueda legítimamente permanecer indiferente, depende no del "existencial sobrenatural", sino de la "potentia oboedentialis" natural del hombre: su naturaleza espiritual es tal que, después de haberse encontrado con el mensaje cristiano claramente anunciado, no encuentre en sí fundamento lógico alguno para cerrarse contra éste. Pero eso no significa de ninguna manera que se pueda deducir la posibilidad positiva de una revelación. Sería en el fondo contrario al carácter gratuito de la fe, el querer suponer una obligación natural respecto a la fe. Inclusive la mera posibilidad positiva de dar razón de la fe no se conoce sino por la fe misma. Por la razón natural se prueba la arbitrariedad de cualquier otra posición ante la revelación, mientras no es posible probar que también la fe sea arbitraria; pero que de hecho la fe no es arbitraria, se reconoce sólo por la fe misma.

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2. Objeciones contra la posibilidad de un "conocimiento natural de Dios".

1. La doctrina del "conocimiento natural de Dios" parece atribuir al hombre por lo menos cierta iniciativa ante la revelación divina. Él parece poder conocer por sí mismo a Dios, por la fuerza de su razón natural; y de ahí suscita en sí mismo la espera de una revelación divina ulterior. Bajo esta suposición, el hombre es, por su trascendencia espiritual "oyente de la palabra", en el sentido de comenzar a buscar una posible revelación.

¿No contradice esto al mensaje cristiano real, según el cual "ningún corazón humano ha imaginado lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman" (I Cor 2,9)?

¿No consiste el amor "no en que hayamos nosotros amado a Dios, sino que Él nos ha amado y enviado a su hijo como expiación por nuestros pecados" (I Jn 4,10)?

¿Concede la Escritura la más pequeña iniciativa al hombre frente a Dios? ¿No lo concibe más bien como quien, dejado a sus propias fuerzas, queda cerrado a Dios? 

2. La posición que atribuye al hombre una iniciativa frente a la revelación divina, parece también olvidar la situación de pecado original.

¿No podría esta concepción misma ser el fruto de la situación de pecado original? Precisamente en semejante opinión que presume una iniciativa autónoma para con Dios podría asomar la condición de pecado inherente al hombre. Sostener que por sí mismo se puede acceder a un conocimiento "inocente" y como neutral de Dios, a la luz de la revelación podría identificarse como su culpa más grande. ¿No es ésta la "piedad" que cierra al hombre ante la cruz de Cristo, incluso que causó la cruz (cfr. el supuesto "prestar un servicio a Dios" en Jn 16,2)? 

3.      De hecho parece ser que las así llamadas "demostraciones de la existencia de Dios" clásicas parten de presupuestos no examinados; lo cual prácticamente no se puede calificar sino de desconocimiento básico de la situación propia. Pensar poder concluir, desde el mundo, en Dios, mediante cualesquiera principios universales, acaba en pretender, incluso inconscientemente, que el propio pensamiento está por encima de Dios y del mundo. El hombre toma por sí mismo un punto de vista superior y más absoluto que Dios mismo. Dios es entonces la "clave de bóveda" de una síntesis metafísica, elaborada ficticiamente por el hombre mismo.

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Pero también si no se pretende poder concluir desde el mundo en Dios, sino que se intenta derivar, por ejemplo, su existencia desde la inevitabilidad del concepto de Dios, supone ello circunscribir a Dios en conceptos humanos, con los que después se pueda operar en orden lógico. Semejante suposición tácita contradice, de la misma manera que el intento de llegar a Dios desde el mundo, la "incomprensibilidad" de Dios que la tradición desde siempre ha afirmado. Parece que las "pruebas de la existencia de Dios" clásicas no toman en serio la imposibilidad de someter a Dios a nuestros conceptos.

4.      Frente a modelos semejantes de "conocimiento natural de Dios", también la crítica de la religión objeta generalmente que el concepto de Dios elaborado en ellos consiste en una autoproyección humana. De hecho, es de temer que se hayan difundido muchas falsificaciones del mensaje cristiano tocadas por esta objeción. Todas ellas parten de una "teologia natural" desvirtuada.

5.      Este presunto "conocimiento natural de Dios", según sus partidarios, debe servir para facilitar la fe en una revelación sobrenatural, haciéndola "expectable" y aceptable con alguna plausibilidad. Se piensa que al demostrar la existencia de Dios se puede al mismo tiempo demostrar que él, por su omnipotencia, puede intervenir en el curso del mundo de un modo especial y así revelarse también. Pero con semejante planteamiento se coloca el hombre como juez de la revelación, pues diseña con su razón natural el marco donde encuadrar una eventual revelación. El marco en el que todo debe inscribirse sería el conocimiento de la razón, cosa que hace depender la certeza de la revelación de la certeza del conocimiento natural; y así la certeza de la fe nunca podría ser mayor que la de la razón. Eso significa que el hombre se adjudica la última palabra a sí mismo, no a Dios; y el axioma de que la gracia no suprime la naturaleza, sino que la perfecciona, equivaldría caricaturescamente a decir que la revelación sólo corrobora al hombre en su autoelevación. !Qué perversión de la fe cristiana!

Esta manera de erigirse en juez de la revelación existe también bajo la apariencia de lo contrario. Se fantasean todos los modos imaginables de intervenciones especiales de Dios en el mundo que acrediten revelaciones eventuales, y  cualquier interrogante crítico se aborda con el veredicto del racionalismo. Se pretende que nunca se puede prohibir a Dios intervenir según su beneplácito en el mundo. Los partidarios de esta idea estiman que Dios y el mundo pueden "mezclarse". En realidad, esto no significa de ninguna manera, que uno esté abierto a la acción de Dios, sino solamente que uno no está dispuesto a poner riendas a la propia fantasía y a distinguir fe de superstición.

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3. El "conocimiento natural de Dios" nuevamente considerado

Hay que tomar en serio las objeciones aducidas contra la posibilidad de un "conocimiento natural de Dios". Pueden contribuir a liberar la doctrina de un "conocimiento natural de Dios" de cierta ambiguidad y deficiencia, de la cual el pensamiento católico muchas veces no se da cuenta. Las respuestas corresponden a la misma numeración de las objeciones.

1. Para evitar el riesgo de malentender "conocimiento natural de Dios" como iniciativa propia del hombre respecto a Dios y su revelación sobrenatural, hay que partir primero del hecho de que toda iniciativa se encuentra del lado de la predicación cristiana.

Al querer explicar el mensaje cristiano a otro, el punto de partida para dar cuenta del mensaje, no es el destinatario antes de su encuentro con el mensaje, sino precisamente en cuanto ya está confrontado con el mensaje. En lugar de querer llevarlo desde fuera al anuncio cristiano, y como de incitarlo a buscarlo, hay que partir del hecho de que el anuncio cristiano mismo ya ha ido al encuentro del hombre. La única manera de ayudar al hombre a darse cuenta del mensaje cristiano consiste en explicarle este mensaje mismo en cuanto le concierne. Quien se topa por primera vez con el mensaje cristiano podrá decir primero que de ninguna manera lo ha esperado ni ha sentido necesidad de él. Pero precisamente por el hecho de encontrarse con un testigo del mensaje, se verá en la disyuntiva de rechazarlo como persona o de ocuparse del asunto del que da testimonio. En este punto comienza el examen del mensaje cristiano. Desde el punto de vista del mensaje mismo pueden verse con nuevos ojos algunas experiencias que uno ya pudo tener antes del encuentro; pero no hay que ocultar que el punto de partida para reconsiderar dichas experiencias es precisamente el ser ya confrontado con el mensaje cristiano, ya que en su luz se reconsideran aquellas experiencias.

Contamos, sí, con una "fe anónima", previa al encuentro histórico con la fe cristiana. Ella sería como una orientación hacia el mensaje cristiano (cfr. Jn 3,25). Pero uno se da cuenta explícita de esta fe anónima sólo en la confrontación con el mensaje cristiano; es éste que la distingue claramente de cualquier otra tendencia del corazón.

De ahí vale generalmente que toda teología cristiana y, sobre todo, la teología fundamental sólo puede tomar correctamente su punto de partida en el hecho der ser uno confrontado de hecho con la predicación cristiana. Cualquier otro modo de proceder generaría de antemano malos entendidos .

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2. Al pretender responder a la pregunta en qué medida la predicación cristiana implica y supone un "conocimiento natural de Dios", se hace necesario aclarar primero su contenido.

El anuncio cristiano se comprende a sí mismo como "Palabra de Dios". "Palabra de Dios" sería la autocomunicación de Dios en la transmisión de la fe en palabra humana. Si de veras Dios interpela al hombre, eso significa una comunión del hombre con Dios que libera al hombre del yugo de la angustia por sí mismo, la cual es la raíz de toda inhumanización. La comunión con Dios no puede liberar del poder de la angustia, sino cuando se comprende a Dios como el que es poderoso en todo (preferimos esta expresión a "todopoderoso", porque designa una omnipotencia actual en vez de meramente potencial) lo que acontece.

De hecho el anuncio cristiano introduce el término "Dios" refiriéndose a la condición creada del mundo. Sostiene que toda realidad de nuestro mundo fue creada de la nada; aserto que no satisface la opinión corriente que afirma que un vacío absoluto precede la existencia del mundo como totalidad, y que luego el mundo fue como fabricado por la intervención de una primera causa. Respecto al concepto de "ser creado de la nada", no hay otra explicación más consistente y significativa, que la que dice que toda la realidad del mundo en todo lo que se distingue de la nada, no es sino total referencia a ... / en total distinción de ...". Por "total" nos referimos a la realidad concreta en todas sus variantes, como se encuentre. El término de la "total referencia a ... / en total distinción de ... " es llamado "Dios" por el anuncio cristiano; y no es posible definirlo de otra manera sino reconociendo nuestro ser totalmente referido a ello. No se sabe primero quién es "Dios" para poder decir luego que el mundo está totalmente referido a él; sino primero hay que reconocer que la realidad de este mundo es "total referencia a ... / en total distinción de ...", para poder hablar del término de tal referencia. De esta manera "Dios", en el mensaje cristiano, es el "sin el cual nada es". Este "no poder ser sin ..." se predica en general de todo lo real en este mundo, incluso el dolor y el mal. Nada se puede deducir de Dios, pero de todo lo que ocurre en la realidad se predica que no puede ser sin él.

La "total referencia a ... / en total distinción de ...", al contrario de todas las relaciones dentro del mundo que implican siempre alguna reciprocidad, es, según su concepto mismo, una relación unilateral. Lo que desemboca totalmente en su ser referido a algo distinto, no puede encima de eso mismo ser término constitutivo de una relación de este otro hacia sí. Pero si la condición de creatura consiste en ser una relación unilateral, ¿cómo es todavía posible anunciar la comunión de la creatura con Dios, tal como lo hace la predicación cristiana? Pues el anuncio cristiano que pretende

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ser "Palabra de Dios" conlleva la afirmación de que Dios interpela a la creatura y se dirige a ella por una palabra de amor. A esa pregunta sólo y exclusivamente responde el contenido mismo de esa Palabra. Anuncia a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, para poder decirnos que somos asumidos en el amor de Dios, del Padre hacia el Hijo, amor que es el Espíritu Santo. El amor de Dios al mundo, así anunciado, no tiene su medida en algo creado, sino sólo en el que es el amado de Dios desde toda eternidad, es decir, en el Hijo. Una "elevación sobrenatural" del hombre sólo puede predicarse de tal manera que el hombre sea asumido en una relación divina de Dios a Dios. Y este hecho de que el hombre sea asumido en el amor del Padre al Hijo B a esto se refiere la tradición cristiana con el término "gracia" B no se puede deducir desde el hombre mismo a su nivel natural, sino sólo  se le revela por la palabra que se dice a él; y ésta es la única manera en la cual este hecho ya no queda escondido sino que determina al hombre influyendo en su conciencia. Para hacer inteligible esta pretensión de ser "palabra de Dios" en este sentido, el anuncio cristiano acude a la encarnación del Hijo: El hombre Jesús de Nazaret, a quien la predicación cristiana llama su fundador ( cfr. Jn 1,17), desde el primer instante de su existencia estuvo asumido en la auto posesión de la segunda persona divina. Y no podemos aceptar su predicación por una fe, que consiste en estar lleno del Espíritu Santo, sino porque nuestro ser creado ya es, ocultamente, un ser creado "en Cristo". El mundo fue desde el principio creado de tal manera que está en el interior del amor del Padre al Hijo: y es precisamente esto lo que se le anuncia en la revelación divina. Al mismo tiempo nuestro ser creado "en Cristo" tiende desde el principio a sernos revelado históricamente.

En el anuncio cristiano mismo se predica pues del mundo el "ser creado" en doble sentido: como "ser creado" sin más, y como "ser creado en Cristo". El ser creado sin más, como tal, es idéntico a la realidad del mundo que nos es accesible ya antes de la fe; mientras que el "ser creado en Cristo" no tiene su medida en la realidad del mundo y no puede ser "leído" en ella. La comunión con Dios no se revela sino mediante la Palabra, y únicamente para la fe. Objeto de fe es la condición de creatura sólo en el sentido de "ser creado en Cristo", mientras que, dejado de lado el "en Cristo", el "ser creado" como tal es percibido por la razón y no puede ser, por ende, objeto de fe.

La tradición enseña que toda acción divina ad extra es común a las tres Personas (cfr. DS 801, 804, 1330). Ello quiere decir: Lo que nos es accesible a nuestro conocimiento natural, es decir, nuestra propia condición de creatura, pero también la existencia histórica de Jesús, y de la Iglesia, es tal que todavía no se ve nada de la gracia de Dios: De manera natural no se conoce ni la Trinidad divina, ni la filiación divina de

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Jesús, ni tampoco la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia; de todo eso podemos conocer naturalmente que es afirmado, pero no podemos conocer la verdad de estas afirmaciones sino por la fe misma. Por la fe sabemos que el mundo fue creado "en Cristo", que el hombre Jesús desde un principio está asumido en la autoposesión del Logos, y que el Espíritu Santo anima la vida de la Iglesia. Pero todo eso ya no son meras obras de Dios "ad extra", sino que decimos que lo distinto de Dios, la realidad creada, ha sido asumido en el interior de la misma vida interna de Dios.

Calificamos al conocimiento del ser creado de toda realidad del mundo y del hombre de "conocimiento natural de Dios". Se trata de un conocimiento que recién se hace explícito con el encuentro del hombre con el mensaje cristiano. Como para descubrir y liberar el "conocimiento natural de Dios", el mensaje cristiano corrige la precomprensión que el hombre aporta consigo. En nuestra situación histórica de pecado original, estas correcciones necesarias se refieren tanto al punto de partida en la certeza que tiene el hombre de sí mismo, como a la manera en la cual el hombre toma como categoría básica de su pensamiento la sustancia como "cosa independiente", y a la manera como él estima ser el último criterio de la verdad el que sea posible insertar todo en el marco de su acostumbrada experiencia y de sus acostumbrados conceptos.

3. Por sí mismo el hombre podría querer pretender una "demostración de Dios", partiendo de sí mismo o del mundo como de un dato seguro y firme, para concluir por medio de cualesquiera principios racionales en Dios como primera causa. El anuncio cristiano pone en tela de juicio semejante proyecto con la doctrina de que el mundo es creado "de la nada". Sólo es posible considerar al mundo como "creado de la nada" cuando la única manera de describirle coherentemente y sin contradicción lógica consiste en decir que el mundo es una "total referencia a... en total distinción de ...".

De hecho la realidad del mundo presenta un conjunto dialéctico y, como tal, problemático de siempre dos polos contrapuestos (ser y no ser = finitud; necesidad y no necesidad = contingencia; identidad y no identidad = mutación, etc.). Cuando hablamos de cualquier realidad del mundo y pretendemos hacerlo con acierto, presuponemos tácitamente que es posible dar una respuesta al problema inevitable de cómo distinguir esta unión de opuestos en nuestra descripción de las cosas de una contradicción lógica. Concretamente eso sólo es posible diciendo del conjunto de opuestos que se trata de una "total referencia a ... / en total distinción de ...". En cada enunciado que pretenda tener sentido, es decir de ser distinguible de una contradicción lógica, ya está implícito el reconocimiento real de que el objeto de este enunciado es creado. Es una implicación que se da, independientemente de que guste o no. Al hablar

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de "condición de creatura", el mensaje cristiano no hace sino explicar este estado de cosas. Y lo hace para hacer inteligible la palabra "Dios" en el contexto de su anuncio de la "Palabra de Dios". Sin tal interés no sería necesario hablar explícitamente de "Dios".

Con esta concepción del ser creado de todo lo real, el mensaje cristiano pone en tela de juicio la precomprensión, según la cual la realidad de nuestra experiencia no sería sino un hecho sin problemas y simple en sí mismo, y que sólo aplicando adicionalmente algún principio lógico se podría concluir en su ser creado. Más bien el mensaje cristiano nos hace ver la realidad del mundo como un hecho en sí mismo problemático, porque siempre se trata de un conjunto de opuestos. Al abordar semejante conjunto de opuestos, surge la pregunta de cómo distinguir su descripción de una descripción contradictoria y, por ende, falsa.

No sólo se pone en tela de juicio la presunta autocerteza del hombre como punto de partida de su pensamiento, sino también sus categorías básicas de pensar. Por lo menos el pensamiento occidental parte de la categoría fundamental del ser subsistente, incluso donde la "cosa en sí" se estima no ser conocible. La relación a otro se piensa sólo como derivada de la substancia y añadida a ella. Una unión de cosas distintas entre sí, en este pensamiento, sólamente se da o como coincidencia parcial o como el hecho de tener una frontera común. En cambio, el pensamiento cristiano afirma el ser creado de todo de una manera no adecuadamente enunciable en categorías de una "ontología de la substancia", y exige una "ontología relacional". Sosteniendo que el ser creado de toda realidad de este mundo significa "total referencia a ... / en total distinción de ... ", el mensaje cristiano considera que la categoría de la relación puede ser incluso previa a la de substancia. Al mundo le viene el ser realidad autónoma sólo en cuanto creado y dependiente de Dios. La dependencia de Dios no sólo es como una condición general en el interior de la cual el mundo gozaría de cierta independencia, sino que la creatura, bajo todos sus aspectos, y también en sus actos más libres, es tal que no pueda ser sin Dios. Por la "ontología relacional" que postulamos no entendemos sólo que haya que acordar significado preeminente al concepto relación, dejando de lado la substancia subyacente a ella, de manera que prefiriésemos descripciones de función a enunciados sobre la esencia. Más bien se trata de una relacionalidad subyacente ónticamente a la substancia misma, y que la sustente. La relación del mundo hacia Dios no es algo entre el mundo y Dios, sino que es idéntica a su sujeto, es decir al mundo mismo.

No basta con el postulado general de una "ontología de la relación", sino que se necesita un cambio de mentalidad también en cuanto es necesario

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reconocer que ser creado significa una relación absolutamente unilateral. Al integrar la "ontología de la substancia" el concepto de relación, solamente sabe presentarla como relación recíproca entre dos términos. Pero sólo resolveremos el problema de contradicción B que cada realidad mundana presenta como unión dialéctica de opuestos B describiendo la realidad misma del mundo como "total referencia a ... / en total distinción de ...". Sólo así no surge de nuevo el problema de contradicción inherente a toda identidad imperfecta. Si, en cambio, quiesésemos enunciar también de Dios mismo que él está de alguna manera relacionado con el mundo y participa de su mutabilidad, equivaldría ello a sostener que Dios se degrada a un elemento sistémico del el mundo: cosa que plantea de nuevo el mismo problema de contradicción que ya nos puso el mundo como tal.

Todas estas correcciones a la precomprensión humana, implícitas en la predicación cristiana, no son ellas mismas objeto de la fe, sino que se pueden demostrar racionalmente. Para afirmar la condición de creatura de toda realidad del mundo, el mensaje cristiano puede remitirse al hecho innegable de que la unión de opuestos presenta un problema de contradicción, que sólo se resuelve reconociendo el carácter totalmente relacional de la realidad en cuestión.

Frente a las clásicas "pruebas de la existencia de Dios", ello equivale a decir que no es por Dios que se explica el mundo, sino por su propia condición creada. Queda así intacta la incomprensibilidad de Dios mismo. Siempre se comprende de Dios sólo lo que es distinto de él y se refiere a él. No es posible, a partir del mundo, concluir en Dios mismo, como si hubiese principios lógicos por encima de Dios y el mundo. Sólo podemos concluir, de la unión de opuestos que encontramos en el mundo, en su ser creado, y en este sentido decimos que Dios no cae "bajo" conceptos humanos. Solamente por conceptos "análogos" o como "indicativos" podemos hablar de él. Lenguaje "analógico" no es un lenguaje vago ni devaluado, sino es la explicación ulterior del reconocimiento de nuestra condición de creaturas que se puede enunciar con toda exactitud.

Únicamente por medio de la "ontología relacional" aquí explicada es posible elaborar, con consistencia y fundamento y ya al interior de la demostración de la creaturalidad misma, las tres así llamadas "vías" del discurso tradicional de la doctrina sobre la analogía necesarias para poder hablar de Dios. Se trata de la "vía afirmativa", "la vía negativa" y la "vía de eminencia". Como totalmente relacionado a Dios, el mundo es semejante a él, por lo cual a partir de todas las perfecciones del mundo afirmativamente se le puede atribuir a Dios más que perfección. En su relación con Dios, el mundo es al mismo tiempo distinto de él; así en su

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semejanza a Dios el mundo le es simultáneamente desemejante. El hecho de que el mundo es distinto de Dios fundamenta su finitud interna y su limitación. Tenemos que negar de Dios y finitud y limitación, como las predicamos del mundo. Y, finalmente, el modo de hablar "eminentemente" se funda en el hecho de que el mundo en su relación unilateral a Dios le es al mismo tiempo semejante y desemejante, pero como no hay una relación real de Dios hacia el mundo, en el sentido de que éste sea su término constitutivo, tampoco hay semejanza de Dios para con el mundo. El mundo es parecido a Dios, pero no viceversa. Por eso, la analogía del mundo para con Dios es perfectamente unilateral. Sólo así se entiende la famosa formulación de la analogía del IV Concilio Lateranense, según la cual no se puede predicar ninguna semejanza del mundo con Dios, sin que se deba predicar una "todavía mayor" desemejanza (DS 806).

4. Sólo mediante esta doctrina de la analogía unilateral del mundo para con Dios se puede evitar falsificación del concepto de Dios, por una autoproyección humana. Siempre hay tal autoproyección cuando se pretende semejanza recíproca entre el mundo y Dios.

El "conocimiento natural de Dios", tal como lo acabamos de explicar y que consiste en el reconocimiento de nuestra condición de creaturas, considera a Dios como aquel "sin el cual nada existe". Parte de la realidad del mundo, para llegar a su propio ser creado. No se puede B inversamente B partir del concepto de "creado", para poder deducir alguna realidad concreta. Ni mucho menos se puede lógicamente deducir del concepto de Dios lo que sucederá en el mundo o lo que Dios podrá permitir o no. No se puede preguntar más allá de Dios. Por eso el "conocimiento natural de Dios" únicamente conduce a conocerlo como el que queda sencillamente escondido, el "deus absconditus". No se puede fundamentar, desde este conocimiento, una comunión con Dios.

5. ¿Qué es la relación de este "conocimiento natural de Dios" respecto a las afirmaciones propias de la fe y a la revelación divina "sobrenatural"? Aquí ocurre la paradoja decisiva frente a las representaciones que se tienen comúnmente del concepto de "conocimiento natural de Dios". Muy lejos de hacer expectable y plausible una eventual revelación sobrenatural, el "conocimiento natural de Dios" bien entendido se presenta como la mayor objeción contra la posibilidad de una "Palabra de Dios". Como "total referencia a ... / en total distinción de ..." el ser creado es una dependencia de Dios insuperable y absolutamente unilateral, de manera que ya no se ve cómo se pueda predicar también una relación real de Dios al mundo. ¿Cómo hablar de una "intervención especial" de Dios en el mundo, si la dependencia de toda realidad mundana de Dios no puede ser más absoluta de lo que ya es? Hablar de

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una "intervención especial" de Dios en el mundo parece suponer que el mundo seguiría, de otra manera, su propio curso y que sólo fuera parcialmente dependiente, cosa que desembocaría en negar posteriormente su "ser creado de la nada" en el sentido de su entera dependencia actual de Dios. Y así sigue en vigor afirmar que ninguna cualidad creada es suficiente para fundamentar una comunión con Dios. Comunión con Dios debería parecer imposible al hombre, mientras él se considera meramente en su ser creado como tal. Por su mero ser una creatura racional, el hombre aún no está en condiciones de entrar en comunión con Dios, sino sólo por su ser creado "en Cristo". Y esto último le queda escondido hasta el día en el cual se le predique el mensaje cristiano y él lo acepte en la fe. Ello equivale a decir que el "conocimiento natural de Dios" por sí solo todavía no sería "benéfico" para el hombre; pero dichosamente el "conocimiento natural de Dios" se hace explícito sólo en el contexto del mensaje cristiano; este mensaje habla de nuevo de una relación de Dios al mundo, pero en el sentido de que el mundo es asumido en una relación de Dios a Dios. El mensaje cristiano predica un actuar especial de Dios en el mundo que consiste en su autodonación en la palabra humana que transmite la fe: y esta autocomunicación de Dios se percibe como real sólo en la fe misma.

La "potentia oboedientialis" del hombre para una revelación divina, sostenida en la tradición teológica, no significa, por eso, en modo alguno, una especie de espera activa o bosquejo previo de una posible revelación. En la "potentia oboedientialis" se trata más bien de una realidad, de la cual uno no se da cuenta sino en el encuentro histórico-concreto con el mensaje cristiano y que consiste en que el hombre no encuentra en sí mismo razones concluyentes que le permitirían cerrarse al mensaje. Se trata propiamente de una disposición meramente pasiva.

En el mensaje cristiano que es la "Palabra de Dios", éste le concede al hombre comunión consigo mismo. El hombre se sabe asumido en el amor eterno del Padre al Hijo, amor que es Dios mismo, el Espíritu Santo. Mientras que Dios como "deus absconditus" es sólo perceptible en la relación unilateral del creado hacia él y escapa a cualquier cuestionamiento ulterior, ahora se revela que este Dios que sobrepasa toda comprensión humana y que es poderoso en todo se comunica a sí mismo al hombre y lo asume en su comunión. No que la revelación de Dios quede englobada por una realidad ulterior y absolutamente escondida, sino al revés: el Dios escondido desde toda la eternidad se engloba en su Palabra y deja de aparecer al hombre como "ira divina" (cfr. Rom 1.18). Dios se nos da a sí mismo en palabra humana.

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Incluso para la "Palabra de Dios" continúa teniendo valor la analogía con sus tres vias: afirmativa, negativa y de eminencia. Aunque en la "Palabra de Dios" misma acontece aquello mismo de lo que habla B la autodonación benigna de Dios al hombre B es únicamente por conceptos análogos que la Palabra misma de Dios habla de esta autodonación de Dios. Se toma al mundo como imagen de Dios en el "conocimiento natural de Dios", desde el ser creado del mundo. En el "conocimiento sobrenatural de Dios" que es la fe que se refiere a la Palabra de Dios, el  mundo se considera como imagen, ya no solo de Dios, sino de la comunión del hombre con Dios. Sólo podemos hablar del amor de Dios mediante palabras que originalmente describen la comunión entre los hombres. Para la fe, el amor humano con toda su finitud transparenta el amor infinito de Dios. El amor humano, en tanto que amor, es semejante al de Dios y remite a él. Pero por su finitud es al mismo tiempo desemejante al de Dios; sólo del amor divino se puede predicar que uno se puede fiar en él eternamente. El amor que Dios nos tiene no tiene su medida en ningún amor humano. Por eso vale del amor divino también la "vía de eminencia". De hecho, sólo analógicamente, de manera "indicativa" y en imágenes podemos hablar del amor que Dios nos tiene, pues este amor mismo no sólo es mayor que cualquier amor humano, sino más fuerte que la muerte. Que también aquí la "desemejanza sea mayor que toda semejanza", no es relativizar la "Palabra de Dios", sino remitir a su carácter permanente de misterio: la autodonación de Dios en la predicación cristiana tampoco se mide por el acontecer exterior del mensaje, y es por eso que su verdad no se concoce sino por la fe misma. Asimismo, la filantropía del trato cristiano adquiere sólo carácter de imagen del amor de Dios que está presente y se anuncia en ella. En este uso nuevamente "análogo" de los conceptos ya conocidos consiste su modificación por la predicación cristiana, modificación de la cual ya hablamos arriba. Que también los conceptos usados en la "Palabra de Dios" son sólo unilateralmente análogos para con la realidad a la cual ellos se refieren, parece manifestarse, por ejemplo, en Rom 8,26s.

El "conocimiento natural de Dios" así no es de ninguna manera como el marco donde quepa encuadrar la revelación divina al hombre, más bien es al contrario. La revelación divina reclama ser la última palabra para todo tipo de conocimiento humano, así como también para el "conocimiento natural de Dios". La revelación divina, la "Palabra de Dios", permite conocer todo bajo una nueva luz, con un significado definitivo. Incluso el enunciado fundamental del "conocimiento natural de Dios", que Dios es el ser "sin el cual nada existe", y quien, por eso, es "poderoso en todo" sólo se convierte en un enunciado benéfico al darse a conocer este Dios en su Palabra como el que "es para nosotros" (Rom 8,31), lo que visto desde las

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meras fuerzas naturales del hombre o del mundo no hubiera parecido posible. Por eso el temor del hombre por sí mismo ya ha perdido su poder.

Este planteamiento también es una alternativa a la idea de que Dios, sí, siempre está dirigido hacia el mundo, pero que éste perdió su relación a Dios por el pecado. Habría que entender el "conocimiento natural de Dios" más bien como conocimiento de una relación del mundo a Dios no suficiente para fundamentar comunión con Dios. Sería idéntico a lo que la teología reformada califica de conocimiento de la "ley". El "conocimiento sobrenatural de Dios" de la fe, por ser "Palabra de Dios" seria entonces el "evangelio", según el cual el mundo desde siempre ha sido asumido, de manera escondida para él mismo, en una relación de Dios a Dios. Dios ama su creación con el mismo y eterno amor con el que ama a su propio Hijo. Y, en la fe, la creación responde a Dios con el amor con el que el Hijo se dirige al Padre desde la eternidad. Esta nueva relación sólo se manifiesta en la fe: Dios escucha en nuestra oración la voz de su mismo Hijo, por lo cual llega hasta él nuestra oración.

En esta visión de las cosas no es de temer que el hombre se erija en juez de la Palabra de Dios. Su razón no puede por sí misma imaginarse la Palabra de Dios, porque sólo puede ser "Palabra de Dios" lo que históricamente ya fue al encuentro del hombre, anteriormente a la propia iniciativa del hombre. La razón sólo puede examinar el mensaje que pretende ser la Palabra de Dios, si de hecho no se logra de ninguna manera englobarlo en un marco global. Lo que se puede demostrar o refutar por la razón no puede ser "Palabra de Dios". A la razón le queda pues el cometido de distinguir superstición de fe. Debe ser lo más crítica posible. Dicho en forma negativa: vale la máxima de que no se puede creer nada que contradiga la autonomía de la razón, ni nada que, al contrario, se derive de ella. La fe, ni contradictoria a la razón, ni fundada en ella, la trasciende. La fe sólo puede referirse a una Palabra, que históricamente va al encuentro del hombre y que sólo se puede entender como autodonación de Dios, de manera que no sea posible hacerle justicia fuera de la fe. Objeto de fe no pueden ser sino los "misterios escondidos en Dios" (DS 3015). Bajo el concepto "misterio" no entendemos dificultades lógicas, sino lo que B a diferencia de todo lo demás B no puede ser concocido sino por medio de la palabra y lo que, por ende, para ser conocido, debe ser anunciado. En su verdad no es accesible a ningún otro conocimiento, que no sea el de la fe. Creer significa saberse amado por Dios con un amor que no tiene su medida en nada creado.

Con todo lo dicho, me parece posible salvaguardar la doctrina católica del "conocimiento natural de Dios" en un sentido que no sólo tenga cuenta de

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las objeciones por parte de la teología protestante, sino de manera que también pueda aprovecharse de éstas objeciones.

I.6. EL MISTERIO DE DIOS DESBORDA LA LIMITACIÓN HUMANA.

A) El ejemplo de Santo Tomás (cf. G. K. Chesterton, Santo Tomás de Aquino, Colección Austral, Espasa-Calpe, Madrid 1985, pp. 130-133).

Se dice que Tomás de Aquino, el mayor teológo y filósofo medieval, tuvo hacia el final de su vida, mientras celebraba Misa, una experiencia mística que lo indujo a dejar inconclusa su obra magna, la "Suma Teológica". Su amigo fray Reginaldo le rogó que volviese a sus costumbres ordinarias de leer y escribir, pero Tomás le respondió: "No puedo escribir más. He visto cosas ante las cuales mis escritos son como paja". Volvió a la sencillez extrema de su vida monástica (era dominico, es decir: pertenecía a la orden mendicante fundada en 1215 por Santo Domingo de Guzmán) y sólo dejó su retiro por obediencia al Papa, quien requirió su presencia en el Concilio II de Lyon (1274). Se puso en camino, pero poco después de comenzar el viaje enfermó y fue conducido a un monasterio. Allí pidió que le fuese leído todo el canto de Salomón, confesó sus pecados y murió. El confesor dijo que su confesión había sido como la de un niño de cinco años.

B) Dos errores contrarios: racionalismo y fideísmo.

Santo Tomás tuvo la inteligencia más brillante de su época, pero sin embargo reconoció con humildad que la profundidad del misterio de Dios rebasa los límites del entendimiento humano. Todo ser humano debe usar el don divino de la razón para tratar de conocer la verdad. Más aún, el cristiano debe estar siempre dispuesto a dar razón de su esperanza a todo el que se la pida (cf. 1Pe 3,15); pero "el último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan" (Blaise Pascal, Pensamientos, nº 466). Dios es siempre el Incomprensible y el Inefable. No obstante, este reconocimiento no anula el resultado de nuestros esfuerzos para penetrar en los misterios de la autorrevelación de Dios en su Hijo Jesucristo. Sólo al final de su monumental obra teológica Santo Tomás dio ese último paso que completó su trayectoria.

Siguiendo el ejemplo de Tomás, debemos evitar dos errores contrarios:

El error del racionalismo: Pensar que la razón humana es autosuficiente para conocer plenamente a Dios, sin el concurso de la fe.

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El error del fideísmo: Pensar que la razón humana es absolutamente impotente para conocer a Dios y que no puede fundamentar la fe cristiana.

Jesucristo nos revela el misterio de Dios. Sin embargo, debido a la finitud de la razón humana, no podemos comprender plenamente ese misterio. Ahora conocemos a Dios en forma imperfecta. En la vida eterna lo veremos cara a cara; la fe y la esperanza ya no serán necesarias, pero subsistirá el amor (cf. 1Co 13,8-13). La Iglesia, mientras anhela la pronta venida del Reino de Dios y continúa en la tierra la misión del Redentor, no cesa de contemplar y estudiar los misterios divinos que conoce por la revelación. El estudio teológico, apoyado en la Sagrada Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia, permite comprender cada vez más profundamente, a la luz de la fe, la verdad revelada en Cristo y por Cristo. Conviene pues que los cristianos lean, mediten y estudien asiduamente los Libros Sagrados, para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo (Flp 3,8), pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo (cf. Concilio Vaticano II, constitución Dei Verbum, nn. 24-25).

Que el mismo Cristo, Camino, Verdad y Vida, nos conceda crecer cada día en el conocimiento del único Dios verdadero, de quien procede toda verdad, bondad y belleza; y que este conocimiento nos impulse a amarlo cada vez más y a unirnos a Él para siempre.

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CONOZCAMOS EL MISTERIO DE DIOS

1. - ¿Cuál es el designio de Dios para el hombre?

Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. En la plenitud de los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo como Redentor y Salvador de los hombres caídos en el pecado, convocándolos en su Iglesia, y haciéndolos hijos suyos de adopción por obra del Espíritu Santo y herederos de su eterna bienaventuranza. (Catecismo de la Iglesia Católica # 1-25)

2. - ¿Por qué late en el hombre el deseo de Dios?

Dios mismo, al crear al hombre a su propia imagen, inscribió en el corazón de éste el deseo de verlo. Aunque el hombre a menudo ignore tal deseo, Dios no cesa de atraerlo hacia sí, para que viva y encuentre en Él aquella plenitud de verdad y felicidad a la que aspira sin descanso. En consecuencia, el hombre, por naturaleza y vocación, es un ser esencialmente religioso, capaz de entrar en comunión con Dios. Esta íntima y vital relación con Dios otorga al hombre su dignidad fundamental. (Catecismo de la Iglesia Católica # 27-30 y 44-45)

3. ¿Cómo se puede conocer a Dios con la sola luz de la razón?

A partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita. (Catecismo de la Iglesia Católica # 31-36 y 46-47)

4. ¿Basta la sola luz de la razón para conocer el misterio de Dios?

Para conocer a Dios con la sola luz de la razón, el hombre encuentra muchas dificultades. Además no puede entrar por sí mismo en la intimidad del misterio divino. Por ello, Dios ha querido iluminarlo con su Revelación, no sólo acerca de las verdades que superan la comprensión humana, sino también sobre verdades religiosas y morales, que, aun siendo de por sí accesibles a la razón, de esta manera pueden ser conocidas por todos sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error.(Catecismo de la Iglesia Católica # 37-38)

5. ¿Cómo se puede hablar de Dios?

Se puede hablar de Dios a todos y con todos, partiendo de las perfecciones del hombre y las demás criaturas, las cuales son un reflejo, si bien limitado, de la infinita perfección de Dios. Sin embargo, es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de fantasioso e imperfecto, sabiendo bien que nunca podrá expresar plenamente el infinito misterio de Dios.(Catecismo de la Iglesia Católica # 27-30 y 44-45)

(tomado del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica)

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UNIDAD IIIUNIDAD IIIDESAFIOS ACTUALES A LA FE RELIGIOSA

I.7. ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DE LA CULTURA ACTUALCultura científico-técnica: Es un rasgo notable el avance inmenso que se ha hecho a nivel científico-técnico y la cantidad de bienes que este avance ha aportado para la persona y la sociedad. Pero no son todas positivas las repercusiones, sino que también encontramos aspectos negativos, como: la fascinación del hombre ante sus conquistas, haciéndole creer que es como Dios; una absolutización de la ciencia que lo ha llevado a excluir la fe como innecesaria; la tendencia a crear un antagonismo entre fe y ciencia o un dualismo donde se recurre a la ciencia para todo y a la fe para lo que no se puede comprender.

Cultura del consumo y del bienestar: El exceso de bienes producido alimenta un espíritu desmedido de consumo, a través de técnicas manipuladoras que generan en el hombre el ansia de tener y poseer, de guardar, de acumular.

La búsqueda de bienestar material y el apego a la tierra llevan muchas veces a apagar la aspiración hacia lo trascendente y a la pretensión de buscar la felicidad excluyéndolo a Dios.

Sociedad que desea y busca libertad: No es mala esta búsqueda, más bien es esencial al ser y desarrollo del hombre, dotado por Dios de libertad. Pero una libertad que se une al bienestar material tiende hoy a llevar al individualismo o a una idolatría de la espontaneidad que le da superioridad al impulso; y una libertad que se toma como fin en sí misma, absoluta y sin límites malentiende a Dios como un límite de esa libertad y cree que es necesario rechazarlo para conseguir la liberación, el progreso y la felicidad.

El pluralismo: A diferencia de épocas anteriores, donde todo giraba en torno a la fe (sociedad sacral) y la religión constituía el centro de la vida personal y social, ha ido surgiendo una sociedad en la que coexisten diferentes modos de concebir la vida y organizarla. Este pluralismo, que se ha radicalizado en la civilización actual, no es malo en sí mismo. Pero es un cambio que tiende a privatizar la vida religiosa, a hacerla irrelevante socialmente, coartándole toda proyección pública.

Crisis de las ideologías: Las ideologías que sustentaban la comprensión del mundo y la sociedad son puestas en duda por este pluralismo que relativiza los modos de pensar. Caen también los valores

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que se apoyaban en ellas. Resulta de esto la experiencia de un vacío de sentido y la falta de fundamentos claros. Cada uno se construye su visión de mundo y sus valores. La conciencia ética universal es sustituida por una moral individualista y fragmentada.

I.8. LA INCREENCIA

I.8.1. DEFINICIÓN Y CLASIFICACIÓN

El término "increencia" se refiere a la falta de religiosidad. Es un fenómeno masivo. El hombre ya no busca el sentido de la vida desde lo trascendente. La increencia se puede definir casi como una ideología de comprensión de la realidad: hoy, el hombre "normal" es el que resuelve los problemas de la vida sin acudir a lo Trascendente, y puede encontrar el sentido de lo bueno y lo malo por sí mismo.

Hay quienes se dicen abiertamente "ateos", es decir, no creen que existe Dios; y otros -

la mayoría- piensan y viven como si Dios no existiera, afirmando doctrinas contrarias a lo que Él reveló a los hombres, por esto, por increencia y ateísmo se designan realidades muy diversas:

La negación expresa de Dios (ATEÍSMO);

la afirmación de que nada puede decirse acerca de Dios (AGNOSTICISMO);

pretender explicarlo todo sobre la base puramente científica o, rechazar sin excepción toda verdad absoluta;

someter la cuestión teológica a un análisis metodológico (POSITIVISMO, CIENTIFICISMO);

la exaltación a tal grado del hombre, que se deja sin contenido la fe en Dios;

imaginar a un Dios que rechaza al hombre;

la falta de inquietud religiosa alguna = no plantearse siquiera la existencia de Dios; (INDIFERENCIA RELIGIOSA)

la preocupación exclusiva por las cosas materiales -trabajo, estudio, salud, diversiones, etc.- (SECULARISMO).

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I.8.2. CAUSAS

La increencia y el ateísmo, nacen a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo. En ocasiones es también, una actitud pragmática, debida a la negligencia o a la falta de inquietud religiosa. Se puede hablar hoy, de una cultura de increencia o ateísmo sistemático.

Esta actitud tiene en muchos casos sus raíces en todo el modo de pensar del mundo moderno:

El pensar científico que asegura que lo único que se puede afirmar es aquello que se puede comprobar científicamente, por tanto, las cuestiones religiosas, por ser misteriosas, trascendentes e incomprobables, quedan totalmente excluidas.

La exagerada exaltación del hombre, que lo lleva a olvidar que es un ser contingente y limitado en la existencia;

El afán de la autonomía humana que lleva a negar toda dependencia del hombre respecto de Dios

La afirmación de que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo: el único artífice y creador de su propia historia.

Pensar que la liberación del hombre consiste en la liberación económica y social, afirmando que la religión la obstaculiza.

I.8.3. CAMINOS HACIA LA INCREENCIA

Cada persona, incluso el creyente puede llegar a la increencia, por caminos muy diversos:

Incapacidad para reaccionar: Es quien pertenece a una religión, pero nunca se ha planteado por qué cree. Su religiosidad no es fruto de una decisión persona, sino de una herencia o costumbre.

La crisis moral: Debido a las ideas tan relativas de lo que es bueno y lo que es malo. Las normas morales y éticas hoy parecen anticuadas. Hay ideas muy confusas acerca del matrimonio, la sexualidad, el disfrute de la vida que, la religión puede parecer más que una solución liberadora, un estorbo que impide vivir "intensamente" la experiencia humana.

La agresión ideológica: Muchos piensan que la religión no es propia de personas cultas y progresistas, por lo que ridiculizan cualquier expresión religiosa. Los creyentes prefieren ocultar sus ideas y adoptar las de la "sociedad civilizada".

El descuido de la fe: El hombre de hoy tiene tantas actividades y problemas que deja para "cuando tenga tiempo" el conocimiento y la

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práctica de su religión y, más aun, la oración, que es la comunicación con Dios. Esto lleva a una vida de superficialidad y cansancio.

Atender a cualquier ideología: Hay quienes eligen el contenido de sus creencias según sus preferencias y necesidades. Confeccionan un credo a su medida, mezclando ideologías diversas que nada tienen que ver con la verdad revelada por Dios.

I.9. CIERTOS DESAFÍOS A LA FE CRISTIANA

Estas características le plantean ciertos desafíos a la fe:

La ruptura entre cultura y Evangelio oscurece el sentido de Dios y el sentido del hombre. Esto conlleva un reto importantísimo para la fe cristiana. Nada menos que ayudar al hombre a encontrar a Dios en una cultura donde Él ha quedado relegado...como escondido en medio de una mentalidad científico-técnica con otras prioridades donde Dios y su misterio, la religión, parecen innecesarios, sin significación ni relevancia.

Una cultura que está dominada por la increencia y que es promovida a través de múltiples expresiones, plantea a la fe el desafío de expresar su Mensaje, no dejar de dialogar con esta cultura, incluso también desde la expresión artística, literaria, usando provechosamente los medios de comunicación masivos.

El desafío es también no dejar de mostrar de manera entendible, y especialmente desde el testimonio, cómo la religión sí tiene la capacidad para dar respuestas verdaderas al hombre en su búsqueda de la plenitud.

El creyente, impulsado por el amor de Cristo, tiene que ayudar al hombre a encontrarse con su ser mismo, con su realidad más profunda. Llevándole la luz del Dios vivo, con creatividad, desde el Evangelio.

Esta misma cultura provoca tendencias que también constituyen verdaderos desafíos para la fe. Como lo es buscar canalizar y encauzar la nueva sensibilidad por los derechos humanos y la libertad de las personas, hoy cargada de ambigüedades (como se traduce por ejemplo en el estar enarbolando la tolerancia y la caída de toda discriminación a la par que se está siendo sumamente intolerante con la religión católica y las enseñanzas que más "incomodan" a esta cultura).

Que el hombre tenga un nuevo anhelo de vivir con valores que den sentido a su vida (aunque ni sepa que se trata de valores religiosos) es también un desafío para la fe: pues la fe puede aportar respuestas válidas, en medio de

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tantas que no sacian la sed de infinito del hombre. El anhelo de trascendencia que sigue teniendo la persona en su interior, y la vuelta a la sagrado que esto conlleva, plantea como reto la necesidad de atraer a los hombres hacia una "religión con Dios", vivida en el seno de la Iglesia de Jesús. Una religión a la cual se pertenezca.

Hay que ver también que las ambivalencias de la cultura actual son manifestación de la división profunda que el hombre tiene en su corazón, son traducción de la lucha entre el bien y el mal que recorre la historia.

En esto, la fe no puede dejar de aportar su mirada del mundo y de vivir consecuentemente; desde la fe se puede ver y mostrar que si bien el mundo está creado por amor, como algo bueno, por el Creador, es esclavizado por el pecado, que sólo Cristo crucificado y resucitado lo puede liberar y conducir a la plenitud definitiva.

Todas estas podemos mencionarlas en:

a) Oscurecimiento de Dios y del sentido del hombre

El primer reto que se le presenta a la fe cristiana es que, para el hombre de hoy, Dios ya no resulta fácil de encontrar porque la mentalidad científico-técnica parece relegarle a la periferia y a los confines del mundo. Antes que buscar explicaciones en la religión, se buscan en la ciencia, de modo que Dios y su misterio son cada vez menos «misterio» y acaba por ser innecesario y hasta superfluo.

No es extraño pues que la increencia y la indiferencia religiosa afecten a un gran número de personas. Incluso para muchos bautizados, el hecho y la práctica

religiosa han perdido o van perdiendo progresivamente significación y relevancia vital. Las mismas formas de vida contribuyen a que jóvenes y adultos pierdan la capacidad de preguntarse por el origen y el sentido último de la vida. Para muchos de ellos, la fe cristiana es incapaz de dar respuesta a sus necesidades, inquietudes e interrogantes más vitales.

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Y el oscurecimiento de Dios produce el oscurecimiento del hombre, que se manifiesta no sólo en que el hombre pierde su fundamento sino también en la ausencia de convicciones sobre su ser y realidad más profundos. Y si el hombre no sabe lo que es, tampoco encuentra motivos para valorar y respetar a los demás hombres. Organizar la tierra sin Dios lleva fatalmente a organizarla contra el hombre. Con lo cual descubrimos una de las contradicciones más tremendas de nuestra civilización: el humanismo exclusivo (sin Dios) se convierte en un humanismo inhumano.

b) Nueva sensibilidad por el hombre y retorno a lo sagrado

Sin embargo, esta misma cultura, aún con grandes ambigüedades, está provocando una gran sensibilidad por la dignidad de la persona y su libertad, y un resurgir de lo sagrado.

En efecto, la sensibilidad por los derechos humanos aparece y crece con fuerza; los derechos de las minorías son cada vez más promovidos y respetados; en los países más ricos, se aprecia un aumento de solidaridad social hacia los países más pobres; se multiplican las iniciativas basadas en el voluntariado social... Todos estos hechos no pueden más que interpelar, y alegrar, a una conciencia cristiana que sabe que el camino del hombre es el auténtico camino hacia Dios.

Junto a esta sensibilidad, se descubre también una solicitud de valores religiosos que den sentido a la vida. En el corazón de muchos de nuestros contemporáneos brotan anhelos por encontrar respuestas más válidas, con mayor sentido y fundamento y de mayor alcance y repercusión vital que las que proporcionan los modelos de pensamiento actualmente de moda. Pero esta búsqueda de lo religioso irrumpe muchas veces bajo formas no siempre auténticas ni exentas de ambigüedad, como lo pone de manifiesto la búsqueda de una religión sin Dios, el desarrollo de las sectas, el auge de todo tipo de superstición y magia o el resurgir de los «fundamentalismos». Todos estos fenómenos exigen de los cristianos un cuidadoso discernimiento y un esfuerzo por conectar adecuadamente con las inquietudes religiosas de muchos con ofertas auténticas de sentido.

c) Ambivalencia de la cultura y división del corazón humano

Hemos de reconocer que las tensiones que atraviesan la cultura y el hombre contemporáneos, no son otra cosa que la manifestación de la división profunda que anida y atenaza el corazón del hombre. La cultura

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moderna refleja, con nuevos perfiles y modos, la eterna lucha dramática entre el bien y el mal, entre las fuerzas constructivas y las destructivas.

Sin embargo, a los ojos de la fe, el mundo no es un caos ni está sujeto a su propio albedrío ni dirigido por un destino fatal. Para la fe, el mundo aparece «fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del Maligno, para que se transforme según el designio divino y llegue a su consumación» (Gaudium et spes, 2). Por eso los creyentes nos sentimos impulsados por el amor de Cristo a llevar la luz de Dios a los que no le conocen o lo rechazan, y a desarrollar todo el dinamismo de la caridad para que el mundo sea más Reino de Dios y casa del hombre.

I.10. ALGUNAS LÍNEAS, PROPUESTAS, GESTOS PARA BUSCAR RESPONDER A ESTOS DESAFÍOS

En cuanto a buscar puentes entre una sociedad indiferente a Dios y el Evangelio, pienso más bien en una actitud que podemos tener cada uno de los miembros de la Iglesia: mostrar a Dios de manera que Dios atraiga y mostrar una religión con Dios de manera que la religión atraiga. ¿Cómo?:

Que la vida, las actitudes, las opciones de los cristianos sean reflejo claro del rostro verdadero de Dios (no reflejo de una imagen impersonal y lejana de Él).

Que se pueda atraer desde el testimonio, desde las obras que brotan de la caridad cristiana. Con la conciencia de que el testimonio de vida y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios.

Mostrar cómo la religión sí tiene la capacidad para dar respuestas verdaderas al hombre en su búsqueda de la plenitud.

Atraer saliendo más hacia el encuentro del otro, buscándolo, invitándolo a hacer experiencia personal y comunitaria del amor de Dios en la Iglesia... Aprovechar en esto el surgimiento de una nueva sensibilidad por los derechos humanos y la búsqueda de valores más profundos que den sentido a la vida. Teniendo en cuenta además que muchos niegan determinadas versiones o presentaciones de Dios, es decir, que están negando a un desconocido. Proponer con más audacia y menos prejuicio, entonces, que busquen conocerlo en el corazón de la Iglesia.

Salir a anunciar la Buena Noticia del amor de Cristo especialmente entre los jóvenes, entre las familias, que ya no cuentan con puntos de referencia fiables.

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Atraer con el amor mutuo que nos tengamos como cristianos: "Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros" (1 Jn. 4,12) Así, en la experiencia del amor, se conoce auténticamente a Dios. El amor con que nos amemos es el signo para que otros crean (cf Jn. 17,21).

Atraer viviendo gozosa e intensamente la fe y la vida del Evangelio, con toda su capacidad renovadora y liberadora. Mostrando al cristianismo como camino apto para madurar como persona libre, adulta y socialmente comprometida.

Para atraer a los hermanos en medio de esta cultura desatenta al Señor será necesario seguir avanzando en la renovación de las estructuras eclesiales, para que estén orientadas totalmente hacia el Dios vivo y así hagan transparente Su rostro desde una fe que obra por el amor. Que hagan transparente al cristianismo.

Me parece que otra propuesta válida que ayudaría a tender puentes pasa por abandonar la actitud de "ir en contra de". Las pocas veces que la Iglesia se expresa así, es desoída o desatendida, o peor, despierta rebeldía. Mejor es buscar una expresión "a favor de...". Quizás esto sea más necesario en el campo de lo moral.

Para nada quiero decir que haya que regatear o reducir; no cabe aquí un consenso obtenido a costa de rebajar las exigencias morales cristianas. Pero el "a favor de..." ayudará a mostrar que la propuesta moral que hace la Iglesia no pretende, de ningún modo, violentar la libertad humana, sino que se inspira en la necesidad de proteger los derechos fundamentales del hombre y seguirle anunciando: "vos podés" (en vez de "no hagas esto").

Pienso además que en una sociedad donde la negación de Dios se hace más como "condición" para afirmar al hombre, para construirlo, hay que responder con un discurso y un testimonio cristiano constructivos, que pongan el énfasis en la realización del hombre más que en el enfrentamiento con esa negación. Cuyo aporte al mundo sea el servicio, la defensa y promoción de cada persona, de su vocación temporal y eterna.

Este compromiso a favor del hombre puede desmentir en la práctica las razones por las cuales se afirma que Dios y la religión son alienantes, que Dios es antagonista de la grandeza humana o un obstáculo para conquistar su libertad y expansión plena.

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Pero esta actitud de promoción humana dará sus frutos siempre que el cristiano tenga como fuente a Jesús, a la experiencia de Dios, sin quedar en una filantropía.

Sin caer en subrayar el compromiso pero a costa de infravalorar la oración; sin caer en poner el acento en los valores éticos pero quitándolo de lo sacramental; sin caer en una relativización de la doctrina; sin olvidar que el cristianismo no es una ONG y que el centro de la religión está en el anuncio, testimonio y facilitación de la experiencia de Dios.

De esto se ha hablado mucho. Pero insistamos. Hay que buscar una mayor inserción social de los cristianos para aportar los valores éticos y promover (mediante la acción) la estructuración del mundo en referencia a Dios.

El cristiano no puede tener un anuncio eficaz ante la secularización, ante la expulsión de Dios de la vida pública, si reduce lo religioso al ámbito privado y del culto. Hay que "entrar" en este mundo secularizado, sin perder la lucidez y la coherencia en la fe, afirmando serenamente pero con audacia la identidad cristiana y católica.

Hay que asumir los retos presentes, discernir los signos de los tiempos, entregarse con afán y competencia a las tareas laicas y terrenas, inspirados por motivos laicos y también por la fe, la esperanza y el amor cristianos. Pues, como dice la GS: "las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en esa fe y en esa caridad aplicadas a la vida práctica. No radican en el mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos"

Como reflexión final (e inspiradora de propuestas ante los actuales desafíos a la fe) quisiera citar unos párrafos pertenecientes al artículo del Card. Poupard: "Novedad y Tradición de la evangelización de las culturas":

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"Dios no es el rival del hombre, sino el garante de su libertad y la fuente de su felicidad. Dios hace crecer al hombre, dándole la alegría de la fe, la fuerza de la

esperanza y el fervor del amor".

"El gran desafío que afronta la Iglesia consiste en encontrar puntos de apoyo en esta nueva situación cultural, y en presentar el Evangelio como una buena nueva para las

culturas, para el hombre artífice de cultura"

Juan Pablo II

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El deseo de la felicidad es la más universal de todas las aspiraciones del hombre. "Todos buscan ser felices. No hay excepciones a esta regla. Aunque utilicen medios distintos, todos persiguen el mismo objetivo. Ésta es la fuerza motriz de todas las acciones de todos los individuos, incluso de los que se quitan la vida", precisa Pascal en uno de sus más célebres Pensamientos.

Partiendo de este dato, hace unos años, el entonces Pontificio Consejo para el Diálogo con los No Creyentes promovió un estudio sobre el tema "Felicidad y fe cristiana" (1992). Uno de los resultados más significativos fue éste: constatar la urgencia inaplazable de emprender una auténtica evangelización del deseo en la cultura moderna, para aprovechar la aspiración del hombre a la felicidad, como punto de anclaje para la fe. "Este acercamiento antropológico de la fe constituye una de las claves posibles para responder mejor a las insatisfacciones y angustias, los miedos y las amenazas que se ciernen sobre el futuro del hombre moderno, de las que él trata de liberarse a fin de abrir de par en par la puerta de la felicidad en la luz gozosa de Cristo resucitado (...), el único que da una respuesta definitiva a la angustia y a la desesperación de los hombres".

Ahora bien: la evangelización del deseo se realiza sólo si logramos liberar al hombre de los diversos "lazos" que le impiden discernir la verdadera felicidad de la falsa, sacándolo de la prisión de la superficialidad en que tantas veces lo encierra la cultura banal que se difunde a través de los medios de comunicación.

Hoy en día todos vivimos bombardeados por imágenes y mensajes de diverso género que nos influyen de maneras que con frecuencia escapan a nuestro control. De este modo, especialmente a nivel de la cultura popular, se promueven toda una serie de imágenes de la felicidad, que no por falsas dejan de ser seductoras o atrayentes. Se crea así un optimismo superficial, que no sólo no ayuda a alcanzar la felicidad verdadera.

El hombre se distrae con una multiplicidad de placeres o de intereses frívolos y banales; pierde el rumbo, y no capta la enorme pérdida y carencia personal que supone el desinteresarse de Cristo. En esta perspectiva, el conflicto de imágenes de la felicidad es de una importancia vital para la transmisión de la misma fe.

Por tanto, es necesario un auténtico proceso de evangelización que, en primer lugar, prepare el terreno, entrando en contacto con la profundidad del deseo humano de felicidad. El hombre puede llegar a sentir ante la llamada de Jesús un escalofrío del corazón -ese temblor feliz que produce la llamada del amor- como el que sintieron los primeros discípulos de Jesús cuando éste se dio la vuelta y les preguntó: "¿Qué buscáis?" (Jn. 1,38). En segundo lugar, se tratará

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de llevar al hombre al reconocimiento de lo que la pregunta suscita, es decir, el principal deseo del alma humana. Y en tercer lugar, liberar este deseo de las prisiones reductoras y evangelizarlo, para conducirlo a la plenitud de vida y de amor. Es la aventura espiritual central para toda persona y para toda cultura.

Estos tres estadios -preparación, reconocimiento y evangelización- los vemos claramente en la escena evangélica a la que acabo de aludir: "Juan Bautista preparó a sus discípulos para que se abrieran a esa pregunta de un modo original.

La llegada de Jesús invita a los dos discípulos a leer su deseo de felicidad bajo una nueva luz: bajo Su luz. Y cuando ellos ‘vienen’ y ‘ven’ y ‘están’ con él, entran en un nuevo tipo de escuela, donde sus deseos se liberan y se satisfacen por medio de Su felicidad. Las palabras que Jesús pronunciará mucho más tarde, durante la última cena, podrían adaptarse perfectamente a la ocasión: ‘Os dejo dicho esto para que compartáis mi alegría y así vuestra alegría sea total" (Jn 15,11). Este acto inicial es también el encuentro entre dos alegrías, entre su deseo y Su don, entre sus grandes aspiraciones y la satisfacción ofrecida por la fe en él’.”

Para responder a todos estos retos, ¿qué calidades o características ha de tener la fe de los cristianos actuales?

a) Una fe, centro y fundamento de la vida

La fe no puede relegarse a la periferia de la vida, como una cosa más entre otras. Si Dios es el fundamento y está en el centro de la vida del hombre, nuestra adhesión a él tiene que estar también en el centro. La fe cristiana es verdadera fe cuando toda la existencia del cristiano se estructura y desarrolla en torno a ella, de modo que no sea algo añadido a la persona, sino el principio motivador y operante de toda la vida. La fe se convierte entonces en la fuerza que transforma e inspira «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida» (Evangelii nuntiandi, 19).

Por eso no podemos considerar la fe como algo que tenemos «de una vez para siempre». Tampoco tiene respuestas prefabricadas para todas las situaciones de la vida. La fe cristiana vive de la relación amorosa, viva y personal, con Dios, no sólo de las prácticas piadosas o de las fórmulas con que solemos confesarla. En una crisis como la actual, la fe cristiana sólo puede cimentarse en la escucha de Dios, en la intimidad con él y en la obediencia a su palabra.

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b) Una fe, experiencia personal

Creer en Dios, vivir la fe, es tener experiencia personal de Dios, y de Jesucristo. Una experiencia que brota y arranca del encuentro personal con él y que lleva a descubrir que solamente él da respuesta a los interrogantes, anhelos y preguntas más íntimas y vitales. Significa que cuanto creemos no es un conjunto de verdades, de palabras o fórmulas, sino que nuestra fe es una adhesión a una persona, a quien creemos y en quien hemos puesto toda nuestra confianza.

Tener experiencia de fe es mantener una relación interpersonal con el Dios vivo y verdadero, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta relación interpersonal se nutre de la escucha de su palabra y de la oración. Y se traduce en vivir como hijos de Dios, haciendo la voluntad del Padre y amando a los hombres como hermanos. Quien tiene esta experiencia se convierte en «sal de la tierra» y «luz del mundo» (cf. Mt 5,13-16).

c) Una fe compartida y celebrada en comunidad

El cristiano no vive su fe en solitario. Se es cristiano en la Iglesia y gracias a la Iglesia. La Iglesia no es algo opcional para el cristiano, en el sentido que pueda optar y vivir la fe cristiana al margen o fuera de ella. Fe personal y fe eclesial se requieren mutuamente.

Ciertamente, la fe es un acto personal. Pero llegamos a la fe, podemos decir «yo creo», gracias al «nosotros creemos» que pronuncia la Iglesia. Es ella la que nos ha hecho y hace llegar continuamente la palabra de Dios y su presencia salvadora en los sacramentos.

En nuestra cultura individualista y fragmentada, la fe cristiana necesita hoy manifestar su dimensión comunitaria. Nuestra fe personal precisa de la fe de los demás cristianos, necesita expresarse y celebrarse en común; que sea la iglesia la que nos convoque como pueblo de Dios redimido y salvado, que sea la fe la que cree vínculos de unidad y fraternidad porque rebasa los lazos normales humanos.

d) Una fe encarnada y vivida en el mundo

No es posible creer en el Dios y Padre de Jesucristo al margen o huyendo de este mundo. Y la razón es bien clara: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3,16). El Vaticano II lo expresó bellamente: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias

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de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón... La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (Gaudium et spes, 1).

Los cristianos, llamados a transformar el mundo en Reino de Dios, lo hemos de hacer desde dentro del mismo mundo y de su historia. Es la ley de la encarnación señalada por el mismo designio salvador de Dios, que, para rescatar al hombre, «plantó su tienda entre nosotros». Una fe que no se encarne en el mundo corre el riesgo de ideologizarse, de convertirse en teoría sobre Dios, pero no en adhesión al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.

e) Una fe testimonial

La fe no es «para uso privado» del cristiano; tampoco para recurrir a ella en momentos de dificultad ni mucho menos para tenerla como «tapagujeros». La fe es para anunciarla a todo el mundo sin ningún complejo de superioridad, porque servimos al Reino de Dios, pero tampoco sin ningún complejo de inferioridad, como pidiendo permiso para anunciarla.

No puede vivirse la fe con la actitud vergonzante del silencio. Todo el que ha oído a Cristo y se ha adherido a él, se convierte en testigo de Cristo. Por eso, el testimonio nos es hoy más necesario que nunca. «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan...; o si escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio» (Evangelii nuntiandi, 41).

f) Una fe que se vive en el amor

No es tarea fácil vivir como cristianos en un mundo secularizado, desunido y a veces enfrentado; en esa crisis de civilización que afecta sobre todo al occidente tecnológicamente desarrollado, pero interiormente empobrecido por el olvido y la marginación de Dios. En estas circunstancias ya no sirven las motivaciones puramente sociológicas ni la ilusión que nace de los proyectos humanos. Sólo la fuerza del amor que nace de la convicción de que Dios sigue apostando por el hombre, y precisamente por el hombre de hoy, es capaz de superar complejos de minoría, persecuciones e indiferencias.

A la crisis de civilización hay que responder con la civilización del amor, fundada sobre los valores universales de la paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización. A esta tarea

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estamos convocados todos los cristianos en estos tiempos de cambio de época en que nos ha tocado vivir.

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OraciónPadre, muéstrate a los hombres de hoy tal como eres: el Dios omnipotente que crea y gobierna todas las cosas, el Dios de la gracia que salva, el Dios misericordioso que perdona.

Has enviado a tu Hijo unigénito para que revelara los secretos de tu nombre: sigue enviando testigos y profetas para que el mundo de hoy reciba el anuncio de que eres Padre y cuidas de todos tus hijos.

Libra a nuestra sociedad del orgullo, del materialismo y de la violencia. Destruye todos nuestros ídolos. Abre los corazones de todos a la fe, la esperanza y la caridad.

Inspira en el corazón de los jóvenes la nostalgia de ti, haz que experimenten la alegría de ser tus hijos y sientan la urgencia de darlo a conocer a todos.

Danos a tus hijos entrañas de misericordia ante toda miseria humana. Inspíranos el gesto y la palabra oportuna ante el hermano solo y desamparado. Ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado, desorientado o deprimido.

Que tu Iglesia, Padre, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.

Amén.

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UNIDAD IVDIOS SE REVELA AL HOMBRE

I.11. QUE ES REVELACIÓN

¿Qué es la Revelación?

Revelación Divina, o simplemente, “Revelación”, es la manifestación que Dios nos ha hecho de Sí mismo, de su Voluntad con respecto a nosotros y de cómo desea que le rindamos culto.

Se llama “Revelación Divina” porque viene de Dios y porque nos lleva a Dios.

La Revelación nos viene de dos maneras:

por la vía natural: mediante el conocimiento que tenemos acerca de Dios a través de la razón y también observando la maravillosa obra de Dios Creador.

por la vía sobrenatural: es el conocimiento de Dios que sobrepasa nuestra capacidad de razonamiento humano. De allí que sea El mismo Quien nos lo ofrezca, al inspirar directamente al escritor sagrado, otorgándole a éste la autoridad de comunicar la Palabra de Dios al resto de la humanidad. Esta Revelación está contenida en la Sagrada Escritura.

El Papa Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre los Salmos, titulada “Dios crea, actúa en la historia y se revela”, resumió los dos tipos de Revelación de la siguiente manera:

Así como se constatan dos acciones gloriosas de Dios (la creación y su actuación en la historia), así existen también dos revelaciones: una escrita en la naturaleza misma y abierta a todos; la otra ha sido donada al pueblo elegido que tendrá que testimoniarla y comunicarla a toda la humanidad y que está comprendida en la Sagrada Escritura. Dos revelaciones distintas, pero Dios es único, como única es su Palabra. (JP II sobre el Salmo 147 en Audiencia General del 5-6-02).

I.12. QUE ES INSPIRACIÓN

Inspiración es la dominación de la propia sensibilidad, momentánea o duradera, que aplicamos a la comunicación. La forma de comunicación más subjetiva es el arte. La inspiración es algo que nos sucede, y por lo general es utilizada con mayor o menor fortuna pues es sólo un vahido, ilusión que cobra forma en

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palabras, grafos, ideas, gestos, etc, siendo su ejecución la prueba de lo valiosa que es, entonces esta dominación o sumisión a lo emotivo o instintivo, a la sensibilidad da frutos y crea artistas. La inspiración, al basarse en la emoción, tiene más provabilidades de suceder en el momento que racionalmente estamos más relajados, cuando menos pretendemos cambiar las cosas, cuando logramos que nazca de nuestra mente la serendipidad... pero también nos crea la duda a nuestro alrededor... la inspiración es nuestra?, tiene un objetivo claro o lo decidimos mientras...tanto, la duda continúa y como decía Picasso: " Si me viene, que me encuentre trabajando y con un pincel de pelo de gato en la mano ".

I.13. DIOS REVELA SU DESIGNIO AMOROSO

"Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina" (DV 2).

Dios, que "habita una luz inaccesible" (1 Tm 6,16) quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (cf. Ef 1,4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.

El designio divino de la revelación se realiza a la vez "mediante acciones y palabras", íntimamente ligadas entre sí y que se esclarecen mutuamente (DV 2). Este designio comporta una "pedagogía divina" particular: Dios se comunica gradualmente al hombre, lo prepara por etapas para acoger la Revelación sobrenatural que hace de sí mismo y que culminará en la Persona y la misión del Verbo encarnado, Jesucristo.

S. Ireneo de Lyon habla en varias ocasiones de esta pedagogía divina bajo la imagen de un mutuo acostumbrarse entre Dios y el hombre: "El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre" (haer. 3,20,2; cf. por ejemplo 17,1; 4,12,4; 21,3).

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LA DIVINA REVELACION y LAS REVELACIONES PRIVADAS

¿Qué revela Dios al hombre?

Dios, en su bondad y sabiduría, se revela al hombre. Por medio de acontecimientos y palabras, se revela a sí mismo y el designio de benevolencia que él mismo ha preestablecido desde la

eternidad en Cristo en favor de los hombres. Este designio consiste en hacer partícipes de la vida divina a todos los hombres, mediante la gracia del Espíritu Santo, para hacer de ellos hijos adoptivos en su Hijo Unigénito. (Catecismo de la Iglesia Católica # 50-53 y 68-69)

¿Cuáles son las primeras etapas de la Revelación de Dios?

Desde el principio, Dios se manifiesta a Adán y Eva, nuestros primeros padres, y les invita a una íntima comunión con Él. Después de la caída, Dios no interrumpe su revelación, y les

promete la salvación para toda su descendencia. Después del diluvio, establece con Noé una alianza que abraza a todos los seres vivientes. (Catecismo de la Iglesia Católica # 54-58 y 70-

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¿Cuáles son las sucesivas etapas de la Revelación de Dios?

Dios escogió a Abram llamándolo a abandonar su tierra para hacer de él «el padre de una multitud de naciones» (Gn 17, 5), y prometiéndole bendecir en él a «todas las naciones de la

tierra» (Gn 12,3). Los descendientes de Abraham serán los depositarios de las promesas divinas hechas a los patriarcas. Dios forma a Israel como su pueblo elegido, salvándolo de la esclavitud de Egipto, establece con él la Alianza del Sinaí, y le da su Ley por medio de Moisés. Los Profetas anuncian una radical redención del pueblo y una salvación que abrazará a todas las naciones en una Alianza nueva y eterna. Del pueblo de Israel, de la estirpe del rey David,

nacerá el Mesías: Jesús. (Catecismo de la Iglesia Católica # 54)

¿Cuál es la plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios?

La plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios es la que Él mismo llevó a cabo en su Verbo encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud de la Revelación. En cuanto Hijo Unigénito de Dios hecho hombre, Él es la Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el don del Espíritu, la Revelación ya se ha cumplido plenamente, aunque la fe de la Iglesia deberá comprender gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos. (Catecismo de la

Iglesia Católica # 54)

«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (San Juan de la Cruz)

¿Qué valor tienen las revelaciones privadas?

Aunque no pertenecen al depósito de la fe, las revelaciones privadas pueden ayudar a vivir la misma fe, si mantienen su íntima orientación a Cristo. El Magisterio de la Iglesia, al que corresponde el discernimiento de tales revelaciones, no puede aceptar, por tanto, aquellas “revelaciones” que pretendan superar o corregir la Revelación definitiva, que es Cristo.

(Catecismo de la Iglesia Católica # 54)

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DOSSIER – REVELACIÓN Y FE Lic. Marcelo Esprella Torrico

I.14. LA REVELACIÓN ACONTECE EN LA HISTORIA

Desde el origen, Dios se da a conocer

"Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio" (DV 3). Los invitó a una comunión íntima con él revistiéndolos de una gracia y de una justicia resplandeciente.

Esta revelación no fue interrumpida por el pecado de nuestros primeros padres. Dios, en efecto, "después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras" (DV 3).

Cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte...Reiteraste, además, tu alianza a los hombres (MR, Plegaria eucarística IV, 118).

La alianza con Noé

Una vez rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide desde el comienzo salvar a la humanidad a través de una serie de etapas. La Alianza con Noé después del diluvio (cf. Gn 9,9) expresa el principio de la Economía divina con las "naciones", es decir con los hombres agrupados "según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes" (Gn 10,5; cf. 10,20-31).

Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de las naciones (cf. Hch 17,26-27), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (cf. Sb 10,5), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (cf. Gn 11,4-6). Pero, a causa del pecado (cf. Rom 1,18-25), el politeísmo así como la idolatría de la nación y de su jefe son una amenaza constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva.

La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (cf. Lc 21,24), hasta la proclamación universal del evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las "naciones", como "Abel el justo", el rey-sacerdote Melquisedec (cf. Gn 14,18), figura de Cristo (cf. Hb 7,3), o los justos "Noé, Daniel y Job" (Ez 14,14). De esta manera, la Escritura expresa qué altura de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que Cristo "reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos" (Jn 11,52).

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Dios elige a Abraham

Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo "fuera de su tierra, de su patria y de su casa" (Gn 12,1), para hacer de él "Abraham", es decir, "el padre de una multitud de naciones" (Gn 17,5): "En ti serán benditas todas las naciones de la tierra" (Gn 12,3 LXX; cf. Ga 3,8).

El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección (cf. Rom 11,28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la unidad de loa Iglesia (cf. Jn 11,52; 10,16); ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los paganos hechos creyentes (cf. Rom 11,17-18.24).

Los patriarcas, los profetas y otros personajes del Antiguo Testamento han sido y serán siempre venerados como santos en todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia.

Dios forma a su pueblo Israel

Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido (cf. DV 3).

Israel es el pueblo sacerdotal de Dios (cf. Ex 19,6), el que "lleva el Nombre del Señor" (Dt 28,10). Es el pueblo de aquellos "a quienes Dios habló primero" (MR, Viernes Santo 13: oración universal VI), el pueblo de los "hermanos mayores" en la fe de Abraham.

Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que será grabada en los corazones (cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (cf. So 2,3) quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De ellas la figura más pura es María (cf. Lc 1,38).

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I.15. CRISTO JESÚS, “MEDIADOR Y PLENITUD DE TODA REVELACIÓN”

Dios ha dicho todo en su Verbo

"De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo" (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. S. Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:

Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.).

No habrá otra revelación

"La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo" (DV 4). Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.

A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas "privadas", algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de "mejorar" o "completar" la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia.

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La fe cristiana no puede aceptar "revelaciones" que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas Religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes "revelaciones".

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UNIDAD VUNIDAD VLA TRANSMISION DE LA REVELACION

I.16. TRADICIÓN

Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (cf. Jn 14,6). Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todo s los hombres y que así la Revelación llegue hasta los confines del mundo:

Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades (DV 7).

I.16.1. LA TRADICIÓN APOSTÓLICA

"Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que el mismo cumplió y promulgó con su boca" (DV 7).

La predicación apostólica...

La transmisión del evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras:

— oralmente: "los apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó"; 

— por escrito: "los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo" (DV 7).

… continuada en la sucesión apostólica

"Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, 'dejándoles su cargo en el magisterio'" (DV 7). En efecto, "la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos" (DV 8).

Esta transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo es llamada la Tradición en cuanto distinta de la Sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, "la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva

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y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree" (DV 8). "Las palabras de los Santos Padres atestiguan la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a loa práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora" (DV 8).

Así, la comunicación que el Padre ha hecho de sí mismo por su Verbo en el Espíritu Santo sigue presente y activa en la Iglesia: "Dios, que habló en otros tiempos, sigue conservando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo" (DV 8).

I.16.2. LA RELACIÓN ENTRE LA TRADICIÓN Y LA SAGRADA ESCRITURA

Una fuente común...

La Tradición y la Sagrada Escritura "están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin" (DV 9). Una y otra hacen presente y fecundo en la Iglesia el misterio de Cristo que ha prometido estar con los suyos "para siempre hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

… dos modos distintos de transmisión

"La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo".

"La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación"

De ahí resulta que la Iglesia, a la cual está confiada la transmisión y la interpretación de la Revelación "no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción" (DV 9).

Tradición apostólica y tradiciones eclesiales

La Tradición de que hablamos aquí es la que viene de los apóstoles y transmite lo que estos recibieron de las enseñanzas y del ejemplo de Jesús y lo que aprendieron por el Espíritu Santo. En efecto, la primera generación de

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cristianos no tenía aún un Nuevo Testamento escrito, y el Nuevo Testamento mismo atestigua el proceso de la Tradición viva.

Es preciso distinguir de ella las "tradiciones" teológicas, disciplinares, litúrgicas o devocionales nacidas en el transcurso del tiempo en las Iglesias locales. Estas constituyen formas particulares en las que la gran Tradición recibe expresiones adaptadas a los diversos lugares y a las diversas épocas. Sólo a la luz de la gran Tradición aquellas pueden ser mantenidas, modificadas o también abandonadas bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.

I.16.3. LA INTERPRETACIÓN DEL DEPÓSITO DE LA FE

El depósito de la fe confiado a la totalidad de la Iglesia

"El depósito sagrado" (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,12-14) de la fe (depositum fidei), contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura fue confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia. "Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración, y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida" (DV 10).

El Magisterio de la Iglesia

"El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escritura, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo" (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma.

"El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído" (DV 10).

Los fieles, recordando la palabra de Cristo a sus Apóstoles: "El que a vosotros escucha a mi me escucha" (Lc 10,16; cf. LG 20), reciben con docilidad las enseñanzas y directrices que sus pastores les dan de diferentes formas.

Los dogmas de la fe

El Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo cuando define dogmas, es decir, cuando propone, de una forma que obliga al pueblo cristiano a una adhesión irrevocable de fe, verdades contenidas en la

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Revelación divina o también cuando propone de manera definitiva verdades que tienen con ellas un vínculo necesario.

Existe un vínculo orgánico entre nuestra vida espiritual y los dogmas. Los dogmas son luces en el camino de nuestra fe, lo iluminan y lo hacen seguro. De modo inverso, si nuestra vida es recta, nuestra inteligencia y nuestro corazón estarán abiertos para acoger la luz de los dogmas de la fe (cf. Jn 8,31-32).

Los vínculos mutuos y la coherencia de los dogmas pueden ser hallados en el conjunto de la Revelación del Misterio de Cristo (cf. Cc. Vaticano I: DS 3016: "nexus mysteriorum"; LG 25). "Existe un orden o `jerarquía' de las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana" (UR 11).

El sentido sobrenatural de la fe

Todos los fieles tienen parte en la comprensión y en la transmisión de la verdad revelada. Han recibido la unción del Espíritu Santo que los instruye (cf. 1 Jn 2,20.27) y los conduce a la verdad completa (cf. Jn 16,13).

"La totalidad de los fieles... no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo: cuando 'desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos' muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral" (LG 12).

"El Espíritu de la verdad suscita y sostiene este sentido de la fe. Con él, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio...se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre, la profundiza con un juicio recto y la aplica cada día más plenamente en la vida" (LG 12).

El crecimiento en la inteligencia de la fe

Gracias a la asistencia del Espíritu Santo, la inteligencia tanto de las realidades como de las palabras del depósito de la fe puede crecer en la vida de la Iglesia:

"Cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón" (DV 8); es en particular la investigación teológica quien debe " profundizar en el conocimiento de la verdad revelada" (GS 62,7; cfr. 44,2; DV 23; 24; UR 4).

Cuando los fieles "comprenden internamente los misterios que viven" (DV 8); "Divina eloquia cum legente crescunt" (S. Gregorio Magno, Homilía sobre Ez 1, 7,8: PL 76, 843 D).

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"Cuando las proclaman los obispos, sucesores de los apóstoles en el carisma de la verdad" (DV 8).

"La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas" (DV 10,3).

I.17. LA BIBLIA: PALABRA INSPIRADALa Biblia fue escrita por inspiración divina

La Biblia es completamente sin error

El mensaje de la Biblia es Jesucristo

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TRADICION Y ESCRITURA

¿Por qué y de qué modo se transmite la divina Revelación?

Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4), es decir, de Jesucristo. Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los hombres, según su propio mandato: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28, 19). Esto se lleva a cabo mediante la Tradición Apostólica. (Catecismo de la Iglesia Católica # 74)

¿Qué es la Tradición Apostólica?

La Tradición Apostólica es la transmisión del mensaje de Cristo llevada a cabo, desde los comienzos del cristianismo, por la predicación, el testimonio, las instituciones, el culto y los escritos inspirados. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a través de éstos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo que habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo. (Catecismo de la Iglesia Católica # 75-79, 83, 96-98)

¿De qué modo se realiza la Tradición Apostólica?

La Tradición Apostólica se realiza de dos modos: con la transmisión viva de la Palabra de Dios (también llamada simplemente Tradición) y con la Sagrada Escritura, que es el mismo anuncio de la salvación puesto por escrito. (Catecismo de la Iglesia Católica # 76)

¿Qué relación existe entre Tradición y Sagrada Escritura?

La Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas entre sí. En efecto, ambas hacen presente y fecundo en la Iglesia el Misterio de Cristo, y surgen de la misma fuente divina: constituyen un solo sagrado depósito de la fe, del cual la Iglesia saca su propia certeza sobre todas las cosas reveladas. (Catecismo de la Iglesia Católica # 80-82 y 97)

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Dios el Espíritu Santo escribió la Biblia, al guiar y dirigir de tal manera el corazón y la mente de los escritores, que los pensamientos que ellos expresaron y las palabras que usaron fueron también los pensamientos y palabras de Dios mismo. En muchas oportunidades, cuando estaba en la tierra, Jesús puso muy en claro que los libros del Antiguo Testamento eran la Palabra inspirada y autorizada de Dios. El también les dijo a sus apóstoles escogidos, entre quienes estaban los futuros escritores del Nuevo Testamento: "...el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre...os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Juan 14:26). Al referirse primeramente a los libros del Antiguo Testamento, San Pablo escribió: "Toda la Escritura es inspirada por Dios..."(2 Timoteo 3:16); y en referencia a su propia obra como apóstol él escribió: "Esto es lo que hablamos, no con palabras que nos haya enseñado la sabiduría humana sino con las que enseña el Espíritu" (1 Corintios 2:13). Debido a que la Biblia tiene un origen divino y no solamente un origen humano, es completamente sin error desde todo punto de vista.

No es suficiente saber que la Biblia es un libro especial. También es necesario conocer y creer su glorioso mensaje dado por Dios. El Antiguo Testamento refiere la historia de los antiguos israelitas y el Nuevo Testamento habla acerca de la historia de Cristo y de los primeros cristianos; pero el mensaje esencial de todas las partes de la Biblia es el mismo. Por medio de las advertencias de la ley de Dios--que nos declara culpables de nuestro pecado--y por medio de las promesas del evangelio de Dios--que nos consuela--el testimonio consistente y vivo de todas las Escrituras es que Jesucristo es el verdadero Señor y Salvador de la humanidad.

Con su muerte y resurrección Jesús obtuvo para nosotros el perdón de los pecados y el regalo de la vida eterna. Cristo y la salvación que él trae son el centro mismo de las profecías del Antiguo Testamento, y ellas son el centro mismo del mensaje del Nuevo Testamento. Una vez Jesús les dijo a varios de sus adversarios religiosos: "Ustedes estudian con diligencia las Escrituras porque piensan que por ellas tienen la vida eterna. Estas son las Escrituras que testifican acerca de mí" (Juan 5:39). Cerca del final de su evangelio el apóstol Juan afirmó: "... éstas (cosas) quedan escritas para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el hijo de Dios, y para que al creer tengan vida en su nombre" (Juan 20:31).

I.18. UNIDAD Y VERDAD DE LA BIBLA

Cada día se fundan nuevas iglesias, cada una reclamando que tiene la interpretación correcta de la Biblia. ¿Acaso no es la Biblia la verdad revelada por Dios y no reveló Dios la verdad de manera que pueda conocerse con certeza? Ciertamente que sí, pues Dios no habla para crear confusión o para que cada uno haga lo que quiera con Su Palabra.

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Cristo, en Su infinita sabiduría, bien sabía que Su Palabra se sostendría para siempre ante los ataques del demonio y la debilidad de los hombres que somos propensos a manipularla a nuestra conveniencia. Para que todos puedan encontrar la verdad Cristo fundó una Iglesia, su Cuerpo Místico, y le prometió que el Espíritu Santo siempre la guiaría, para que en ella todos puedan conocer la verdad. Ni los ataques externos ni los pecados de sus propios hijos jamás podrán alterar la verdad revelada y custodiada por la Iglesia. La verdad se mantiene íntegra e invariable porque Dios es siempre fiel a la Iglesia, Su esposa.

Para descubrir la intención de los autores sagrados es preciso tener en cuenta las condiciones de su tiempo y de su cultura, los "géneros literarios" usados en aquella época, las maneras de sentir, de hablar y de narrar en aquel tiempo. "Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios".  (DV 12,2)

Pero, dado que la Sagrada Escritura es inspirada, hay otro principio de la recta interpretación, no menos importante que el precedente, y sin el cual la Escritura sería letra muerta: "La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita". (DV 12,3).

I.18.1. CANON BIBLICO

1. Sentido y problema del canon bíblico

Diversos decretos y constituciones del Vaticano II muestran la creciente estima de la sagrada -> Escritura por parte de la teología católica desde hace algunos decenios, estima que indudablemente tiende a repercutir en la vida cristiana. Llama la atención en los textos conciliares, no sólo la proximidad de su lenguaje a las formulaciones bíblicas, sino también el hecho de que el capítulo segundo de la Constitución sobre la revelación divina (n .o 8), el cual trata de la sagrada tradición, atribuya a la predicación apostólica, «que se expresa de manera especial en los libros inspirados (es decir, en la sagrada Escritura)» una primacía explícita, que no puede pasarse por alto, aun cuando no se aceptara en esta constitución el esquema conciliar donde se hablaba de la suficiencia de la Escritura frente a la tradición oral. A todos los que «legítimamente están sometidos al servicio de la palabra» se les encomienda «profundizar en las sagradas Escrituras con una lectura diligente y un estudio profundo» (n .o 25), pues la sagrada teología se basa en la palabra escrita de Dios... Pero las sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios... por eso el estudio de la Escritura debe ser, por decirlo así, el alma de la sagrada teología» (n .o 24). Además en

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el Decreto sobre el ecumenismo se habla ampliamente de la sagrada Escritura como «un instrumento señalado en las poderosas manos de Dios para el diálogo por el que se ha de alcanzar la unidad que el redentor ofrece a todos los hombres» (n .o 21). «Toda predicación de la Iglesia así como la misma religión cristiana debe alimentarse por tanto de la sagrada Escritura y ser dirigida por ella» (Sobre la revelación, n .o 21).

Por consiguiente no se puede pasar por alto en las decisiones conciliares la superioridad material de la Escritura, aun admitida la igualdad formal de la Escritura y la tradición (-->Escritura y -> tradición). Sin embargo, dada la atención que se dedica, por ejemplo, al carácter histórico de los Evangelios bajo el aspecto de la historia de la tradición, sorprende la manera como se habla en términos tradicionales de la -> inspiración (Sobre la revelación, n .o 11) y del c., sin que se determine el criterio de la canonicidad de la Escritura. Ciertamente el Concilio (ibid., n .o 8) dice que «por la tradición de la Iglesia llega a conocerse el c. completo de los sagrados libros», pero, no obstante, el hecho de que este proceso dogmático del crecimiento del valor canónico, sobre todo en los cuatro primeros siglos cristianos, fue el mayor acontecimiento por el que la Iglesia marcó sus propios límites, y lo hizo bajo la dirección históricamente inexplicable del espíritu divino, en la actualidad es más acentuado por los teólogos no católicos que por el catolicismo, para el cual a más tardar desde el Tridentino (Dz 783ss) la discusión acerca del c. está ya zanjada. De todos modos recientemente se ha producido- una excepción decisiva, a saber: si el Tridentino (Dz 783) y el Vaticano i (Dz 1787) exigen que se «reconozcan y veneren con igual piedad y reverencia» todos los libros del AT y del NT, el Vaticano ii en cambio habla expressis verbis, p. ej., de una preeminencia de los Evangelios (Sobre la revelación, n .o 18). Con ello la discusión, interrumpida por una comprensible tendencia antirreformadora, sobre una jerarquía en los escritos bíblicos o, hablando en términos de la teología fundamental o de la hermenéutica, sobre un «canon en el c.», ha vuelto a quedar libre y ha recibido un punto de orientación que apenas se pone en duda: la primacía de los Evangelios. Pero con esto se ha planteado de nuevo la cuestión del valor normativo, canónico, de la sagrada Escritura.

La dificultad de la cuestión del canon estriba en la distancia histórica entre la inspiración de los escritos del AT y del NT, que es la condición previa de su canonicidad, y la delimitación del canon neotestamentario, que se extiende hasta el s. iv. Por tanto, la explicación de la revelación normativa, que debe haberse producido implícitamente en el tiempo apostólico, fue conocida mucho más tarde, lo cual se hace tanto más obvio por el hecho de que los hagiógrafos sabían del carácter ocasional

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de sus escritos, pero no precisamente de su carácter inspirado. Esto se pone de manifiesto por los comienzos de la historia del c. cristiano.

Al principio de esa historia no aparece la acepción profana de la palabra griega xavwv como tabla, lista o tabla cronológica, sino que el término significa fundamentalmente criterio, norma segura, norma de conducta o de doctrina. Así Gál 6, 16 habla de la norma de un auténtico cristianismo frente a los criterios del mundo antiguo. Y 1 Clem 7, 2 remite claramente a las normas de la tradición como criterio de la predicación y de la ética cristianas. En los tres primeros siglos cristianos c. designa la regula fidei, la regula veritatis, o sea, todo lo que como criterio de la verdad y como norma de fe precede ya a los escritos bíblicos. C. significa en segundo lugar (desde el Niceno, 325) las decisiones de los sínodos y, finalmente, a partir del s. iv, la lista de los libros bíblicos que están autorizados para el uso eclesiástico. Esta doble significación del término c., entendido como criterio y como lista o tabla en que se enumeran los libros bíblicos, ha determinado la discusión de la historia de la teología hasta el presente. Pero, desde la definición escolástica de la doctrina de la inspiración, el c. de la Escritura fue entendido cada vez más como pura lista o enumeración de los libros bíblicos.

2. Historia del canon de los libros bíblicos

A pesar de la prescripción judía de conservar intactos los libros sagrados en el templo (Dt 31, 26), al iniciarse la época cristiana los límites del c. del AT todavía eran bastante inciertos. El primer grupo de sus escritos, el Pentateuco, experimentó adiciones substanciales por la introducción del Deuteronomio en el s. vii y del escrito sacerdotal a comienzos del s. iv. Con la redacción de las Crónicas y con la traducción de los Setenta hacia el año 350, los cinco libros de Moisés reciben el valor de ley normativa y más tarde son considerados por los saduceos y samaritanos como la única sagrada Escritura.

El segundo grupo de escritos veterotestamentarios, los libros de los profetas, fueron conocidos como grupo ya hacia el año 190 a.C. (-Eclo 48, 22-49, 12). La triple división del c. del AT mencionado en Lc 24, 44 presupone como tercer grupo los hagiógralos, que, con excepción de los salmos, no estaban destinados a ser leídos en el culto divino. Estos libros deben en gran parte su introducción en el c. a la suposición de que se remontan a Salomón o jeremías, o bien a fiestas muy importantes del templo.

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La teoría farisea del c. está descrita por vez primera en Flavio Josefo (Ap. i, 8), hacia el 95 a.C., con las siguientes notas (JosAp i, 8): la inspiración divina, la santidad material, el número de 22 libros, la intangibilidad de sus letras. A su juicio esos libros proceden del tiempo entre Moisés y Artajerjes i (+ 424), con cuya muerte cree Josefo que termina la tradición de los profetas. La teoría del c. que aparece en 4 Esd 14, 8-48 se basa en la creencia de que Esdras, bajo la asistencia del Espíritu Santo, en el año 557 dictó en cuarenta días los escritos del AT, los cuales habían sido destruidos, y así, por la intervención inmediata de Dios (inspiración verbal), dio origen en brevísimo tiempo al c. de 24 escritos. Esta teoría del c., más tarde adoptada por el sínodo judío de Yahvé, hacia el año 100 d.C., constituye la base incluso para la concepción cristiana. A pesar de esto los escritos del judaísmo tardío rechazados como apócrifos tuvieron un gran papel precisamente en el cristianismo primitivo. El posterior canon alejandrino (Deuterocanon) a través de los LXX se convirtió luego en la base de la Vg, y en el concilio de Florencia (Dz 706) así como en el Tridentino fue declarado obligatorio con relación al AT. fl enumera, 21 libros históricos, 17 proféticos y 7 didácticos. De estos 45 escritos, en la teología católica ocho reciben el nombre de deuterocanónicos («apócrifos» según la terminología protestante), mientras los escritos apocalípticos del judaísmo tardío reciben el nombre de apócrifos (y el de « pseudoepigráficos» en el campo protestante).

Inicialmente, en la comunidad neotestamentaria de la salvación esos mismos escritos del AT, cuyas promesas cumplió Cristo (Lc 4, 15ss; 24, 44ss), son considerados como la única sagrada Escritura, sin que se pretenda sustituir su valor normativo (Mt 5, 17s) por los propios escritos canónicos (cf. 2 Pe 1, 20s). La expectación del inmediato retorno de Cristo al principio no permitió que se pensara en otros escritos canónicos de la nueva alianza. Más bien, los escritos ocasionales de los apóstoles y de sus discípulos se proponían demostrar la conformidad del suceso salvífico de Cristo con la Escritura del AT y, desde este suceso, interpretar los libros veterotestamentarios como ordenados a la plenitud de la ley (2 Cor 3, 6, 15ss). Pero había de operarse un cambio al no producirse el esperado retorno de Cristo. «La idea de poner nuevos libros canónicos junto a los antiguamente transmitidos, es absolutamente impropia del tiempo apostólico; la plenitud de vivientes elementos canónicos, aquella multitud de profetas, de poseedores del don de lenguas, de doctores, no permitió que se sintiera la necesidad de nuevos escritos sagrados...; la creación de un c. es siempre obra de tiempos más pobres» (A. Jülicher-E. Fascher).

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A pesar de la permanente validez del c. veterotestamentario, el cristiano primitivo ve la auténtica autoridad en la figura salvífica de Jesucristo, el cual, como Hijo de Dios de la ley antigua y por su radicación en la originaria voluntad salvífica de Yahvé, se convierte en el c. por excelencia y en norma para la interpretación de los escritos veterotestamentarios (Jn 14, 10-24; 10, 30). Si por una parte esta norma es el acontecer salvífico de Cristo mismo, es decir, el kerygma acerca de la muerte y resurrección de Jesucristo, por otra parte, la comunidad transmite también palabras aisladas de la predicación del Jesús terreno, que, en cuanto Kyrios glorificado, es a la vez contenido (Col 2, 6), origen (1 Cor 11, 23) y - en cuanto Espíritu Santo que sigue actuando (2 Cor 3, 17ss)- causa y garante de la tradición apostólica (cf. Jn 17, 18; 20, 21; 2 Pe 3, 2). El Resucitado transmite a sus apóstoles la fuerza normativa de las palabras del Señor y de su acción salvífica (Jn 17, 18; 20, 21; 2 Pe 3, 2). Como el destino de los discípulos se parece al de su Señor y su palabra es aceptada o rechazada como la de su Señor (Lc 10, 16; Jn 15, 20), ellos pueden tener la misma pretensión que Cristo de ser proclamadores de la voluntad salvífica de Dios y originar así el tercer miembro (mencionado en 2 Clem 14, 2) del desarrollo de la revelación: AT, Jesucristo, predicación apostólica (cf. también Ignacio, Magn. 7, 1; Polic. 6, 3). La idea neotestamentaria del c. en el sentido de colección y lista se desarrolla independientemente de este principio cristológico o apostólico del c. como criterio normativo de la fe. Cuando desaparecen los anunciadores autorizados del mensaje de la salvación cristiana y los testigos visuales y auriculares de la vida y resurrección de Jesús, sus escritos, frecuentemente casuales, y las palabras de su predicación, transmitidas oralmente, van ganando cada vez mayor peso para las dos generaciones siguientes. Así Pedro habla ya (2 Pe 3, 15s) de una colección de cartas paulinas, y Policarpo parece conocer ya nueve de las cartas canónicas de Pablo. Los Evangelios, aparecidos en la segunda mitad del siglo i, originalmente iban dirigidos a determinadas regiones, pero ya hacia el 130, en tiempos de Adriano, estaban reunidos en una colección (A. v. Harnack) y Justino (1 Apol. 66s) propuso que fueran usados en el culto divino lo mismo que los profetas del AT. Pero su número cuaternario fue un problema desde el principio, de manera que Taciano, hacia el año 170 d.C., creó en su Diatessaron una armonía de los Evangelios, en conformidad con el único sú «y yéa Lov paulino, pero, desde luego, presuponiendo los cuatro escritos llamados Evangelios. Finalmente Ireneo fundamenta esta cuádruple forma del único mensaje salvífico en el significado del número 4 en la visión de Ezequiel (Ez 1, 10; Ap 4, 7; Adv. haer. III, 18, 8; Tertuliano, Adv. Marc. tv, 2; Clemente de Alejandría, Strom. 111, 13, 93; 1, 21, 136).

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El tercer grupo de escritos neotestamentarios, entre los cuales hay que contar, además de las epístolas, los Hechos de los apóstoles, el Apocalipsis y la carta a los Hebreos, adquiere valor canónico por vez primera en la segunda mitad del s. ir, si bien oscila mucho el reconocimiento de cada uno de los escritos en particular.

Hacia mediados del s. II Marción, que fue excluido de la Iglesia por sus ideas gnósticas y antijudías, dio en Roma un impulso decisivo para la formación del c. eclesiástico. Marción rechazaba todo el AT por su imagen del Dios vengativo. Concedió validez solamente a diez cartas de Pablo y al Evangelio de Lucas, una vez expurgadas las citas del AT y la historia de la infancia de Jesús, y con este c. suyo substituyó por vez primera el del AT. La Iglesia rechazó la herejía marcionita al legitimar los cuatro Evangelios por medio de un prólogo y al declarar canónicas, además de las cartas paulinas del c. de Marción, las cartas pastorales, los Hechos de los apóstoles y el Apocalipsis. Este proceso llega a sedimentarse oficialmente hacia fines del s. ri en el fragmento de Muratori, que enumera 22 escritos neotestamentarios: los cuatro Evangelios, los Hechos de los apóstoles, 13 cartas paulinas, 3 epístolas católicas, el Apocalipsis y el Apocalipsis de Pedro, no aceptado en todas partes. De este modo hacia el año 200 se concluyó en la Iglesia occidental la formación del c., con excepción de la carta a los Hebreos, declarada no paulina, y del número oscilante de las epístolas católicas. En la Iglesia griega la carta a los Hebreos fue aceptada, pero no el Apocalipsis, que sólo a partir del s. vi pudo introducirse lentamente. También aquí siguió discutiéndose el número de las epístolas católicas. La 39 carta pascual del obispo Atanasio de Alejandría, que procede del año 367, junto con los libros del AT, menciona los 27 libros del NT como parte de un canon ya fijo (Ap. 22, 18s; «Nadie debe añadirle ni quitarle nada»). En los sínodos antiarrianos de mediados del s. iv tiene lugar una igualación del c. oriental y del occidental. En el cap. segundo del Decretum Gelasü que se remonta al sínodo romano del año 382, se da a conocer el c. de 27 escritos neotestamentarios y esa extensión del c. fue confirmado posteriormente por una carta del papa Inocencio i del año 405, así como por los sínodos africanos de Hippo Regius (393) y de Cartago (397-419). Desde el s. iv no se tomaron decisiones nuevas acerca del c., sin embargo, hasta cierto paréntesis breve del pietismo en el siglo xvIII y xlx, volvieron siempre a discutirse la validez canónica y el rango de algunos escritos del NT, en relación con la pregunta por su autenticidad literaria. El Tridentino fijó definitivamente en 1546 el c. del AT y del NT, apoyándose en el Florentino así como en la persuasión existente en el s. iv, pero sin decidir la cuestión de la autenticidad de cada uno de los escritos neotestamentarios. La teología defiende concordemente que el Concilio sólo definió autoritativamente la

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pertenencia al c. de los libros enumerados, pero no los problemas históricos relativos a su autor y a la autenticidad de las partes discutidas. Pues la autenticidad y la canonicidad son dos conceptos totalmente diversos que han de ser distinguidos en forma clara.

En la así llamada «teología liberal» y en el método histórico crítico del s. xx la pregunta por la «necesidad y el límite del canon neotestamentario» (W. G. Kümme1) vuelve a convertirse en un problema fundamental de la teología protestante, que se debate en torno a la unidad del c. bíblico y al principio reformador de la sola Scriptura, y con ello discute nuevamente el tema de la Escritura como el fundamento de la inteligencia teológica entre las diferentes confesiones cristianas.

3. Intentos teológicos de resolver el problema del canon

La historia del c. pone de manifiesto que la teoría de la doctrina de la inspiración, tal como la desarrolló el judaísmo tardío y fue evolucionando en la historia de los dogmas, poco puede contribuir al esclarecimiento del carácter normativo que han ido adquiriendo los escritos bíblicos, sobre todo los del NT, a no ser que la inspiración sea entendida en un sentido muy amplio, como suma de todos aquellos criterios que movieron a la Iglesia de los cuatro primeros siglos a delimitar el valor de sus fuentes escritas. Esto no tiene por qué significar que la canonicidad sea la consecuencia de procesos puramente históricos. Sin duda los escritos neotestamentarios, como textos de lectura en el culto divino, eran una base de la experiencia espiritual de la fe y, en cuanto tenían un origen apostólico en sentido amplio, eran una emanación de aquella revelación divina y normativa que en principio terminó con la muerte del último apóstol. Hasta la conclusión del c. la Iglesia tuvo una historia con estos escritos, en la cual ellos se acreditaron como norma creadora, conservadora y crítica para la vida creyente de la Iglesia.

A pesar de toda la formación del c. no se reduce a una medida histórica y humana de la Iglesia oficial. Hemos de aceptar más bien la persuasión creyente de que el c. es un don especial de Dios a la Iglesia, y de que en su eficacia tenemos que ver una acción particular del Espíritu Santo prometido a la Iglesia (W. Joest, K. Aland); lo cual podría llamarse inspiración en sentido amplio, pero quizá sea designado más exactamente con el nombre de canonicidad.

Si la exégesis protestante se aproxima a este criterio, que transciende el método hist6rico-crítico, y si se pudiera completar el luterano urgemus Christum contra Scripturam (WA 39, 1, 47), para hacer posible la aceptación de una decisión con rango histórico-salvífico de revelación,

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la cual obliga a la Iglesia en todo su futuro, de una decisión que, por tanto, no es comprobable científicamente (O. Cullmann, Die Tradition, página 45ss), quizá se podría cortar la «latente enfermedad de la teología protestante y con ello también la de la Iglesia protestante, que consiste en la falta de claridad sobre su relación a los documentos de su origen, es decir, al c.b.» (H. Strathmann, Krisis, p. 295).

En la teología católica, aparte la doctrina de la inspiración, la Iglesia desempeña una función decisiva en el principio del c. Aun cuando Agustín (Contra epistolam Manichaei 5, 6) fundamentara la credibilidad de la sagrada Escritura en la Iglesia, actualmente se distingue entre la constitución del c. (inspiración) y su posterior conocimiento reflejo por parte de la Iglesia (decisión sobre el c.); y esto no sólo desde el punto de vista de la historia de los dogmas. Pues la Escritura y la Iglesia se encuentran en el mismo plano respecto a su constitución, y por eso en definitiva no pueden fundamentarse mutuamente, si no se quiere caer en el círculo Iglesia-canon-Iglesia. Por consiguiente en la historia del c. se trata del conocimiento posterior de un contenido original de la revelación. Y el tener esto en cuenta es tanto más importante por el hecho de que la intención de la Iglesia que delimitó el c. tanto frente a la literatura gnóstica y otros escritos heréticos, como frente a las obras de los padres de los primeros siglos, no pudo ser la de yuxtaponer con igual rango este c. a la tradición posterior. Por eso también la Iglesia de hoy debe sentirse vinculada al c. en forma singular, al c. que ella sacó de sí misma cualitativamente en el tiempo de su origen y que luego delimitó cuantitativamente. El c. de la Escritura es para todo el tiempo de la Iglesia la auténtica norma non normata, revelada implícitamente en el período apostólico y delimitada explícitamente en las decisiones que bajo la dirección del Espíritu Santo se tomaron en la Iglesia de los cuatro primeros siglos.

I.18.2. LOS LIBROS DEUTEROCANONICOS

Los libros deuterocanónicos son los que fueron incluidos en el canon, o lista de los libros inspirados, después de algún período de dudas. Son Deuterocanónicos:

Antiguo Testamento: Tobías, Judith, Sabiduría, Baruc, Eclesiástico (Sirácides), Primero y Segundo Libro de los Macabeos.

Nuevo Testamento: Hebreros, Santiago, Segunda Carta de San Pedro, Segunda y Tercera Carta de San Juan, Judas, Apocalipsis.

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Por lo que se refiere al Antiguo Testamento, los judíos consideraron apócrifos todos los libros escritos en griego, aceptando como inspirados solamente los que fueron escritos en hebreo y en Palestina.

Como se ve, este criterio no tiene ninguna validez, puesto que todo el Nuevo Testamento fue escrito en griego. Además cuando decidieron esto (siglo II d.C.), los judíos ya no tenían ninguna autoridad, ya que Cristo confirió todo poder a su Iglesia.

Los protestantes consideran apócrifos solamente los deuterocanónicos del Antiguo Testamento, mientras aceptan como inspirados los deuterocanónicos del Nuevo Testamento.

Otros datos importantes: la versión griega de los LXX (setenta), la que usaban los judíos de la diáspora (=dispersión=los que vivían fuera de Palestina) y que usaron los Apóstoles y los evangelizadores de las primeras generaciones cristianas, contenía también los libros deuterocanónicos; en el Nuevo Testamento encontramos citas de los deuterocanónicos por ejemplo:

Comparar Eclesiástico (Sirácides) 28,13-26  con Santiago 3,1-12.

Comparar Eclesiástico (Sirácides) 19,20-30 con Santiago 3,13-18.

Comparar Eclesiástico 4,26 con Santiago 5,15.

I.19. DIVERSO SENTIDOS DE LA ESCRITURA

Según una antigua tradición, se pueden distinguir dos sentidos de la Escritura: el sentido literal y el sentido espiritual; este último se subdivide en sentido alegórico, moral y anagógico. La concordancia profunda de los cuatro sentidos asegura toda su riqueza a la lectura viva de la Escritura en la Iglesia. El sentido literal. Es el sentido significado por las palabras de la Escritura y descubierto por la exégesis que sigue las reglas de la justa interpretación. "Todos los sentidos de la Sagrada Escritura se fundan sobre el sentido literal" S.Tomás de A., s. th.1, 1, 10, ad 1 ("Omnes sensus (sc. Sacrae Scripturae) fundentur super litteralem".).

El sentido espiritual. Gracias a la unidad del designio de Dios, no solamente el texto de la Escritura, sino también las realidades y los acontecimientos de que habla pueden ser signos.

1. El sentido alegórico. Podemos adquirir una comprensión más profunda de los acontecimientos reconociendo su significación en Cristo; así, el paso del mar Rojo es un signo de la victoria de Cristo y por ello del Bautismo. (cf 1 Co 10,2)

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2. El sentido moral. Los acontecimientos narrados en la Escritura pueden conducirnos a un obrar justo. Fueron escritos "para nuestra instrucción" (1 Co 10, 11; cf Hb 3-4,11).

3. El sentido anagógico. Podemos ver realidades y acontecimientos en su significación eterna, que nos conduce (en griego: "anagoge") hacia nuestra Patria. Así, la Iglesia en la tierra es signo de la Jerusalén celeste. (cf Ap 21,1-22,5).Un dístico medieval resume la significación de los cuatro sentidos: La letra enseña los hechos, la alegoría lo que has de creer, el sentido moral lo que has de hacer, y la analogía a dónde has de tender. (Littera gesta docet, quid credas allegoria, Moralis quid agas, quo tendas analogía.)

"A los exegetas toca aplicar estas normas en su trabajo para ir penetrando y exponiendo el sentido de la Sagrada Escritura, de modo que con dicho estudio pueda madurar el juicio de la Iglesia. Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la Palabra de Dios" (DV 12,3):

"No creería en el Evangelio, si no me moviera a ello la autoridad de la Iglesia católica". San Agustín, fund. 5,6. (Ego vero Evangelio non crederem, nisi me catholicae Ecclesiae commoveret auctoritas).

Las Sagradas Escrituras, para entenderlas necesitamos la Iglesia y un corazón abierto. Las Escrituras deben ser explicadas por una autoridad competente:Lucas 24,27: Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, (Jesús) les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Hechos 17,2  Pablo, según su costumbre, se dirigió a ellos y durante tres sábados discutió con ellos basándose en las Escrituras II Pedro 1,20  Pero, ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia .Muchos leían las Escrituras pero no las entendían ni aceptaban a Jesús porque sus corazones permanecían cerrados: Juan 5,39-40  -Vosotros investigáis las escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida. Mateo 22,29  -Jesús les respondió: «Estáis en un error, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios.»

Hechos 13:27  -Los habitantes de Jerusalén y sus jefes cumplieron, sin saberlo, las Escrituras de los profetas que se leen cada sábado; Lucas 24,45: -Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, Consecuencias de interpretar las Escrituras fuera valerse de la guía de la Iglesia II Pedro 3,16-17  -Lo escribe también en todas las cartas cuando habla en ellas de esto. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente - como también las demás Escrituras - para su propia perdición.  Vosotros, pues, queridos, estando ya

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advertidos, vivid alerta, no sea que, arrastrados por el error de esos disolutos, os veáis derribados de vuestra firme postura.

I.19.1. EL ESPIRITU SANTO, INTERPRETE DE LA ESCRITURA (Cat. I.C. 109-111).

En la Sagrada Escritura, Dios habla al hombre a la manera de los hombres. Por tanto, para interpretar bien la Escritura, es preciso estar atento a lo que los autores humanos quisieron verdaderamente afirmar y a lo que Dios quiso manifestamos mediante sus palabras. (DV 12,1).

Para descubrir la intención de los autores sagrados es preciso tener en cuenta las condiciones de su tiempo y de su cultura, los "géneros literarios" usados en aquella época, las maneras de sentir, de hablar y de narrar en aquel tiempo. "Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios".  (DV 12,2).

Pero, dado que la Sagrada Escritura es inspirada, hay otro principio de la recta interpretación, no menos importante que el precedente, y sin el cual la Escritura sería letra muerta: "La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita". (DV 12,3).

Tres criterios para una interpretación de la Escritura conforme al Espíritu que la inspiró.  (Concilio Vat. II cf DV 12,3).

¿Como podemos estar seguros que interpretamos la Biblia correctamente? El Catecismo de la Iglesia Católica (112-114) enseña tres criterios que la Iglesia siempre ha sostenido como necesarios para interpretar correctamente la Biblia:

1. Prestar una gran atención "al contenido y a la unidad de toda la Escritura".En efecto, por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón, abierto desde su Pascua. (Cf. Lc 24,25-27.44-46).

Sto. Tomas de A. enseña que el corazón de Cristo designa la sagrada escritura. La Sagrada Escritura, por su parte, hace conocer el corazón de Cristo. "Este corazón estaba cerrado antes de la Pasión porque la Escritura era oscura. Pero la Escritura fue abierta después de la Pasión, porque los que en adelante tienen inteligencia de ella consideran y disciernen de qué manera deben ser interpretadas las profecías. (Sto. Tomás de A., Psal. 21,11)

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2. Leer la Escritura en “la Tradición viva de toda la Iglesia". Según un adagio de los Padres, "La Sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos" ("Sacra Scriptura principalius est in corde Ecclesiae quam in materialibus instrumentis scripta"). En efecto, la Iglesia encierra en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios, y el Espíritu Santo le da la interpretación espiritual de la Escritura.  (Orígenes, hom. in Lev. 5,5).

3. Estar atento “a la analogía de la fe”. Por "analogía de la fe" (cf. Rm 12,6) entendemos la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación.

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LA SAGRADA ESCRITURA

¿Por qué decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad?

Decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo es su autor: por eso afirmamos que está inspirada y enseña sin error las verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la Sagrada Escritura, los cuales han escrito lo que el Espíritu ha querido enseñarnos. La fe cristiana, sin embargo, no es una «religión del libro», sino de la Palabra de Dios, que no es «una palabra escrita y muda, sino el Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval). (Catecismo de la Iglesia Católica # 105-108 y 135-136)

¿Cómo se debe leer la Sagrada Escritura?

La Sagrada Escritura debe ser leída e interpretada con la ayuda del Espíritu Santo y bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, según tres criterios: 1) atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura; 2) lectura de la Escritura en la Tradición viva de la Iglesia; 3) respeto de la analogía de la fe, es decir, de la cohesión entre las verdades de la fe. (Catecismo de la Iglesia Católica # 109-119 y 137)

¿Qué es el canon de las Escrituras?

El canon de las Escrituras es el elenco completo de todos los escritos que la Tradición Apostólica ha hecho discernir a la Iglesia como sagrados. Tal canon comprende cuarenta y seis escritos del Antiguo Testamento y veintisiete del Nuevo. (Catecismo de la Iglesia Católica #120 y 138)

¿Qué importancia tiene el Antiguo Testamento para los cristianos?

Los cristianos veneran el Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios: todos sus libros están divinamente inspirados y conservan un valor permanente, dan testimonio de la pedagogía divina del amor salvífico de Dios, y han sido escritos sobre todo para preparar la venida de Cristo Salvador del mundo. (Catecismo de la Iglesia Católica # 121-123)

¿Qué importancia tiene el Nuevo Testamento para los cristianos?

El Nuevo Testamento, cuyo centro es Jesucristo, nos transmite la verdad definitiva de la Revelación divina. En él, los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, siendo el principal testimonio de la vida y doctrina de Jesús, constituyen el corazón de todas las Escrituras y ocupan un puesto único en la Iglesia.(Catecismo de la Iglesia Católica #124-127 y 139)

¿Qué unidad existe entre el Antiguo y el Nuevo Testamento?

La Escritura es una porque es única la Palabra de Dios, único el proyecto salvífico de Dios y única la inspiración divina de ambos Testamentos. El Antiguo Testamento prepara el Nuevo, mientras que éste da cumplimiento al Antiguo: ambos se iluminan recíprocamente. (Catecismo de la Iglesia Católica #128-130 y 140)

¿Qué función tiene la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia?

La Sagrada Escritura proporciona apoyo y vigor a la vida de la Iglesia. Para sus hijos, es firmeza de la fe, alimento y manantial de vida espiritual. Es el alma de la teología y de la predicación pastoral. Dice el Salmista: «lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105). Por esto la Iglesia exhorta a la lectura frecuente de la Sagrada Escritura, pues «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (San Jerónimo). (Catecismo de la Iglesia Católica # 131-133 y 141-142)

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UNIDAD VICREO, CREEMOS

I.20. CREOI.20.1. LA OBEDIENCIA DE LA FE

Obedecer ("ob-audire") en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

Abraham, "el padre de todos los creyentes"

145 La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: "Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba" (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).

Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11,1). "Creyó Abraham en Dios y

le fue reputado como justicia" (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta "fe poderosa" (Rom 4,20), Abraham vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rom 4,11.18; cf. Gn 15,15).

El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe ejemplar de los antiguos, por la cual "fueron alabados" (Hb 11,2.39). Sin embargo, "Dios tenía ya dispuesto algo mejor": la gracia de creer en su Hijo Jesús, "el que inicia y consuma la fe" (Hb 11,40; 12,2).

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María: "Dichosa la que ha creído"

La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que "nada es imposible para Dios" (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Isabel la saludó: "¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).

Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el "cumplimiento" de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

I.20.2. "YO SÉ EN QUIÉN TENGO PUESTA MI FE" (2 Tim 1,12)

Creer solo en Dios

La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que él ha enviado, "su Hijo amado", en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: "Creed en Dios, creed también en mí" (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). Porque "ha visto al Padre" (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

Creer en el Espíritu Santo

No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque "nadie puede decir: 'Jesús es Señor' sino bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Cor 12,3). "El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios...Nadie conoce lo íntimo de

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Dios, sino el Espíritu de Dios" (1 Cor 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

I.20.3. LAS CARACTERÍSTICAS DE LA FE

La fe es una gracia

Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido "de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos" (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él, "Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede `a todos gusto en aceptar y creer la verdad'" (DV 5).

La fe es un acto humano

Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad "presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela" (Cc. Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con El.

En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: "Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia" (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 2,9; cf. Cc. Vaticano I: DS 3010).

La fe y la inteligencia

El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos "a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos". "Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe

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fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación" (ibid., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad "son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos", "motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu" (Cc. Vaticano I: DS 3008-10).

La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero "la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural" (S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2, 171,5, obj.3). "Diez mil dificultades no hacen una sola duda" (J.H. Newman, apol.).

"La fe trata de comprender" (S. Anselmo, prosl. proem.): es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre "los ojos del corazón" (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, "para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones" (DV 5). Así, según el adagio de S. Agustín (serm. 43, 7,9), "creo para comprender y comprendo para creer mejor".

Fe y ciencia. "A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero" (Cc. Vaticano I: DS 3017). "Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nuca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son" (GS 36,2).

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La libertad de la fe

"El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza" (DH 10; cf. CIC, can.748,2). "Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su conciencia, pero no coaccionados...Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús" (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, él no forzó jamás a nadie jamás. "Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino...crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él" (DH 11).

La necesidad de la fe

Creer en Cristo Jesús y en aquél que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). "Puesto que `sin la fe... es imposible agradar a Dios' (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que `haya perseverado en ella hasta el fin' (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna" (Cc. Vaticano I: DS 3012; cf. Cc. de Trento: DS 1532).

La perseverancia en la fe

La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; S. Pablo advierte de ello a Timoteo: "Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe" (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe "actuar por la caridad" (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rom 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La fe, comienzo de la vida eterna

La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios "cara a cara" (1 Cor 13,12), "tal cual es" (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna:

Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día (S. Basilio, Spir. 15,36; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2, 4,1).

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Ahora, sin embargo, "caminamos en la fe y no en la visión" (2 Cor 5,7), y conocemos a Dios "como en un espejo, de una manera confusa,...imperfecta" (1 Cor 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.

Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, "esperando contra toda esperanza" (Rom 4,18); la Virgen María que, en "la peregrinación de la fe" (LG 58), llegó hasta la "noche de la fe" (Juan Pablo II, R Mat. 18) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: "También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe" (Hb 12,1-2).

I.21. LA FE CENTRO Y FUNDAMENTO DE LA VIDA DEL CRISTIANO

Cristo es la respuesta a la búsqueda del hombre

2. El tema de fondo sobre el que habéis reflexionado, La universidad para un nuevo humanismo, encaja muy bien en el redescubrimiento jubilar de la centralidad de Cristo. En efecto, el acontecimiento de la Encarnación toca al hombre en profundidad e ilumina sus raíces y su destino, y lo abre a una esperanza que no defrauda. Como hombres de ciencia, os interrogáis continuamente sobre el valor de la persona humana. Cada uno podría decir, con el antiguo filósofo: "Busco al hombre". Entre las numerosas respuestas dadas a esta búsqueda fundamental, habéis acogido la respuesta de Cristo, que brota de sus palabras pero, mucho más, brilla en su rostro. Ecce homo: "he aquí el hombre" (Jn 19, 5). Pilato, mostrando a la muchedumbre exaltada el rostro desfigurado de Cristo, no imaginaba que se convertiría, en cierto sentido, en portavoz de una revelación. Sin saberlo, señalaba al mundo a Cristo, en quien todo hombre puede reconocer su raíz, y de quien todo hombre puede esperar su salvación. Redemptor hominis: esta es la imagen de Cristo que, ya desde mi primera encíclica, he querido "gritar" al mundo, y que este Año jubilar quiere hacer resonar en las mentes y en los corazones. Una cultura orientada hacia la verdad.

3. Inspirándoos en Cristo, que revela el hombre al hombre (cf.Gaudium et spes, 22), en los congresos celebrados durante estos días habéis querido reafirmar la exigencia de una cultura universitaria verdaderamente "humanística". Y, ante todo, en el sentido de que la cultura debe ser a medida de la persona humana, superando las tentaciones de un saber plegado al pragmatismo o disperso en

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las infinitas expresiones de la erudición y, por tanto, incapaz de dar sentido a la vida.Por esta razón, habéis reafirmado que no existe contradicción, sino más bien un nexo lógico, entre la libertad de la investigación y el reconocimiento de la verdad, a la que tiende precisamente la investigación, a pesar de los límites y las fatigas del pensamiento humano. Hay que subrayar este aspecto, para no caer en el clima relativista que insidia a gran parte de la cultura actual. En realidad, si no está orientada hacia la verdad, que debe buscar con actitud humilde, pero al mismo tiempo confiado, la cultura está destinada a caer en lo efímero, abandonándose a la volubilidad de las opiniones y, quizá, cediendo a la prepotencia, a menudo engañosa, de los más fuertes.

Una cultura sin verdad no es una garantía para la libertad, sino más bien un riesgo. Ya lo dije en otra ocasión: "las exigencias de la verdad y la moralidad no menoscaban ni anulan nuestra libertad, sino que, por el contrario, le permiten crecer y la liberan de las amenazas que lleva en su interior" (Discurso a la III asamblea general de la Iglesia italiana en Palermo, 23 de noviembre de 1995, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de diciembre de 1995, p. 7). En este sentido, sigue siendo perentoria la advertencia de Cristo: "La verdad os hará libres" (Jn 8, 32).

Apertura al Trascendente

4. Arraigado en la perspectiva de la verdad, el humanismo cristiano implica ante todo la apertura al Trascendente. Aquí residen la verdad y la grandeza del hombre, la única criatura del mundo visible capaz de tomar conciencia de sí, reconociéndose envuelta por el misterio supremo al que la razón y la fe juntas dan el nombre de Dios. Es necesario un humanismo en el que el horizonte de la ciencia y el de la fe ya no estén en conflicto.

Sin embargo, no podemos contentarnos con un acercamiento ambiguo, como el que favorece una cultura que duda de la capacidad de la razón de alcanzar la verdad. Por este camino se corre el riesgo del equívoco de una fe reducida al sentimiento, a la emoción, al arte, en síntesis, una fe privada de todo fundamento crítico. Pero esta no sería la fe cristiana, que, por el contrario, exige una adhesión razonable y responsable a cuanto Dios ha revelado en Cristo. La fe no brota de las cenizas de la razón. Os exhorto vivamente a todos vosotros, hombres de la universidad, a realizar todos los esfuerzos posibles para reconstruir un horizonte del saber abierto a la Verdad y al Absoluto.

Sentido escatológico de la creación

5. Sin embargo, debe quedar claro que esta dimensión "vertical" del saber no implica ningún aislamiento intimista; al contrario, se abre por su misma

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naturaleza a las dimensiones de la creación. ¡No podía ser de otra forma! Al reconocer al Creador, el hombre reconoce el valor de las criaturas. Abriéndose al Verbo encarnado, acoge también todo lo que ha sido hecho por él (cf. Jn 1, 3) y por él ha sido redimido. Por eso, es necesario redescubrir el sentido original y escatológico de la creación, respetándola en sus exigencias intrínsecas, pero, al mismo tiempo, disfrutándola desde la libertad, responsabilidad, creatividad, alegría, "descanso" y contemplación. Como nos lo recuerda una espléndida página del concilio Vaticano II, "gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, (el hombre) entra en la verdadera posesión del mundo como quien no tiene nada y lo posee todo. "Pues todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, Cristo de Dios" (1 Co 3, 22-23)" (Gaudium et spes, 37). Hoy la más atenta reflexión epistemológica reconoce la necesidad de que las ciencias del hombre y las de la naturaleza vuelvan a encontrarse, para que el saber recupere una inspiración profundamente unitaria. El progreso de las ciencias y de las tecnologías pone hoy en las manos del hombre posibilidades magníficas, pero también terribles. La conciencia de los límites de la ciencia, considerando las exigencias morales, no es oscurantismo, sino salvaguardia de una investigación digna del hombre y al servicio de la vida. Amadísimos hombres de la investigación científica, haced que las universidades se transformen en "laboratorios culturales" en los que dialoguen constructivamente la teología, la filosofía, las ciencias humanas y las ciencias de la naturaleza, considerando la norma moral como una exigencia intrínseca de la investigación y condición de su pleno valor en el acercamiento a la verdad.

Sociedad y persona humana

6. El saber iluminado por la fe, en vez de alejarse de los ámbitos de la vida diaria, está presente en ellos con toda la fuerza de la esperanza y de la profecía. El humanismo que deseamos promueve una visión de la sociedad centrada en la persona humana y en sus derechos inalienables, en los valores de la justicia y de la paz, en una correcta relación entre personas, sociedad y Estado, y en la lógica de la solidaridad y de la subsidiariedad. Es un humanismo capaz de infundir un alma al mismo progreso económico, para "promover a todos los hombres y a todo el hombre" (Populorum progressio, 14; cf. Sollicitudo rei socialis, 30). En particular, es urgente que trabajemos para salvaguardar plenamente el verdadero sentido de la democracia, auténtica conquista de la cultura. En efecto, sobre este tema se perfilan tendencias preocupantes, cuando se reduce la democracia a un hecho puramente de procedimiento, o cuando se piensa que la voluntad expresada por la mayoría basta simplemente para determinar la aceptabilidad moral de una ley. En realidad, "el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. (...) En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles "mayorías" de opinión, sino sólo el reconocimiento de

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una ley moral objetiva que, en cuanto "ley natural" inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil" (Evangelium vitae, 70).

Función educativa de la cultura

7. Queridísimos profesores, también la universidad, al igual que otras instituciones, experimenta las dificultades de la hora actual. Y, sin embargo, sigue siendo insustituible para la cultura, con tal de que no extravíe su originaria figura de institución entregada a la investigación y, al mismo tiempo, a una función formativa vital y, diría, "educativa", en beneficio sobre todo de las jóvenes generaciones. Hay que poner esta función en el centro de las reformas y de las adaptaciones que también esta antigua institución puede necesitar para adecuarse a los tiempos.

Con su valor humanístico, la fe cristiana puede ofrecer una contribución original a la vida de la universidad y a su tarea educativa, en la medida en que se dé testimonio de ella con fuerza de pensamiento y coherencia de vida, mediante un diálogo crítico y constructivo con cuantos promueven una inspiración diversa. Espero que esta perspectiva se profundice también en los encuentros mundiales en los que participarán próximamente los rectores, los dirigentes administrativos de las universidades, los capellanes universitarios y los mismos alumnos en su foro internacional.

La Iglesia y las universidades

8. Ilustrísimos profesores, en el Evangelio se funda una concepción del mundo y del hombre que no deja de irradiar valores culturales, humanísticos y éticos para una correcta visión de la vida y de la historia. Estad profundamente convencidos de esto, y convertidlo en criterio de vuestro compromiso.

La Iglesia, que ha desempeñado históricamente un papel de primer orden en el mismo nacimiento de las universidades, sigue mirándolas con profundo aprecio, y espera de vosotros una contribución decisiva para que esta institución entre en el nuevo milenio reencontrándose plenamente a sí misma como lugar donde se desarrollan de modo cualificado la apertura al saber, la pasión por la verdad y el interés por el futuro del hombre. Ojalá que este encuentro jubilar deje dentro de cada uno de vosotros un signo indeleble y os infunda nuevo vigor para esta ardua tarea.

Con este deseo, en nombre de Cristo, Señor de la historia y Redentor del hombre, os imparto a todos con gran afecto la bendición apostólica.

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I.22. CREEMOS

La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.

"Creo" (Símbolo de los Apóstoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. "Creemos" (Símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. "Creo", es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: "creo", "creemos".

I.22.1. "MIRA, SEÑOR, LA FE DE TU IGLESIA"

La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor ("Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia", cantamos en el Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también: "creo", "creemos". Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romanum, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?" Y la respuesta es: "La fe". "¿Qué te da la fe?" "La vida eterna".

169 La salvación viene solo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre: "Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvación" (Fausto de Riez, Spir. 1,2). Porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe.

I.22.2. EL LENGUAJE DE LA FE

No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos permite "tocar". "El acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad (enunciada)" (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 1,2, ad 2). Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más.

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La Iglesia, que es "columna y fundamento de la verdad" (1 Tim 3,15), guarda fielmente "la fe transmitida a los santos de una vez para siempre" (Judas 3). Ella es la que guarda la memoria de las Palabras de Cristo, la que transmite de generación en generación la confesión de fe de los Apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe.

I.22.3. UNA SOLA FE

Desde siglos, a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confesar su única fe, recibida de un solo Señor, transmitida por un solo bautismo, enraizada en la convicción de que todos los hombres no tienen más que un solo Dios y Padre (cf. Ef 4,4-6). S. Ireneo de Lyon, testigo de esta fe, declara:

"La Iglesia, en efecto, aunque dispersada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, habiendo recibido de los apóstoles y de sus discípulos la fe... guarda (esta predicación y esta fe) con cuidado, como no habitando más que una sola casa, cree en ella de una manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón, las predica, las enseña y las transmite con una voz unánime, como no poseyendo más que una sola boca" (haer. 1, 10,1-2).

"Porque, si las lenguas difieren a través del mundo, el contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania tienen otro fe u otra Tradición, ni las que están entre los Iberos, ni las que están entre los Celtas, ni las de Oriente, de Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro el mundo..." (ibid.). "El mensaje de la Iglesia es, pues, verídico y sólido, ya que en ella aparece un solo camino de salvación a través del mundo entero" (ibid. 5, 20,1).

"Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene" (ibid., 3,24,1).

I.23. LA FE, ENCARNADA Y TESTIMONIADA

La encarnación de Cristo es la mayor prueba de que Dios no es enemigo del mundo; pero también es prueba de que no es posible creer en el Dios y Padre de Jesucristo al margen o huyendo de este mundo. Y la razón es bien clara: “Tanto amó Dios al inundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3,16).

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El Concilio lo expresó bellamente:

“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón [.1 La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia.” (GS, 1)

Por eso, el campo del mundo es el lugar de la siembra de la semilla de la Palabra, el ámbito en el que va creciendo, no sin dificultades, el Reino de Dios, la era en que se bate el trigo y la cizaña, pero también el lugar donde se recoge la cosecha, en el que los jornaleros de Dios que somos los cristianos vamos sembrando no sin fatiga lo que nos dice el Señor Jesús.

Así vamos transformado el mundo según Dios. Una fe que no se encarne en el mundo corre el riesgo de ideologizarse, de convertirse en teoría sobre Dios, pero no en adhesión al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.

UNA FE TESTIMONIAL

“Si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás.” (Rom 10,9)

Es decir, la fe no es ‘para uso privado’ del cristiano; tampoco para recurrir a ella en momentos de dificultad, ni mucho menos para tenerla como “ta pa-agujeros”. La fe es para anunciarla a todo el mundo sin ningún complejo de superioridad, porque servimos al Reino de Dios; pero igualmente sin ningún complejo de inferioridad, como pidiendo permiso para anunciarla.

La fe, por tanto, no se vive en lo privado, en la “clandestinidad” y a escondidas, como quien disfruta de un hermoso cuadro de su colección privada. El cristiano vive su fe en el anuncio gozoso de quien ha encontrado al Mesías (cf. Jn 1,46) para que quien lo oiga participe también de la vida de comunión con el Padre gracias a Cristo.

No puede vivirse la fe con la actitud vergonzante del silencio. Todo el que ha oído a Cristo y se ha adherido a Él, se convierte en testigo de Cristo. Por eso, el testimonio nos es hoy más necesario que nunca.

Pablo VI dijo, referido a la Iglesia, pero válido para cada cristiano:

“Hay que subrayar esto: para la Iglesia el primer medio de evangelización consiste en el testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites. El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan [.1 o si escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio.

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UNA FE QUE SE VIVE EN EL AMOR

No es tarea fácil vivir como cristianos en un mundo secularizado, desunido y a veces enfrentado. Por eso el Papa, en la Tertio Millennio Adveniente, afirma la necesidad de que

cada cristiano sea testigo y agente de una nueva forma de vida, derivada de su seguimiento en Cristo y de su compromiso por el Reino de Dios.

En efecto, Juan Pablo II ha señalado:

“recordando, además, que “Cristo [...J en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” [...1 será oportuno afrontar la vasta problemática de la crisis de civilización, que se ha ido manifestando sobre todo en el Occidente tecnológicamente más desarrollado, pero interiormente empobrecido por el olvido y la marginación de Dios. A la crisis de civilización hay que responder con la civilización del amor,fundada sobre los valores universales de la paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización “.

A esa tarea estamos convocados todos los cristianos en estos tiempos de cambio de época en que nos ha tocado vivir. En ello le va mucho, no sólo a la civilización occidental, sino al mundo entero y a nuestra identidad cristiana:

“Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: “He aquí que hago nuevas todas las cosas “. Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay, en primer lugar, hombres nuevos, con la novedad del Bautismo y de la vida según el Evangelio”

documentos

Es en la evangelización donde se concentro y se despliega la entera misión de la Iglesia, cuyo caminar en la historia avanza movido por la gracia y el mandato de Jesucristo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15); “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de mundo” (Mt 28,20). “Evangeliziar -ha escrito Pablo VI- es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más pro funda”(E.N. 14).

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Por la evangelización la Iglesia es constituida y plasmada como comunidad de fe; más precisamente, como comunidad de uno fe confesada en la adhesión a la Palabra de bios, celebrada en los sacramentos, vivida en la caridad como alma de la existencia moral cristiana. En efecto, la “buena nueva” tiende a Suscitar en el corazón y en la vida del hombre la conversión y la adhesión personal a Jesucristo Salvador y 5ei~or; dispone al Bautismo y a la Eucaristía y se consolido en el propósito y en la realización de la nueva vida según el Espíritu.

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UNIDAD VIICREO EN DIOS PADRE

I.24. CREO EN UN SOLO DIOS

Dios toma la iniciativa.

Desde siempre el hombre ha buscado a Dios, movido por su sed de vida, de seguridad, de justicia, de fidelidad... en realidad, sin que el hombre fuera siempre consciente. Dios mismo le ha iluminado y sostenido, atrayéndole hacia Sí por los más variados caminos de la religión y de la cultura.

Cuando hablamos de Dios, los cristianos hablamos de Alguien que ha tomado la iniciativa para comunicarse con los hombres como afirma el Concilio:

"Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (Cfr. Ef 1,9); por Cristo, la Palabra hecha carne y con el Espíritu Santo,

pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina" (Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 2)

En la Revelación, Dios se desvela a sí mismo

La Revelación es, ante todo, la manifestación y comunicación personal de Dios mismo, que ha querido darse a conocer al ser humano y comunicarle sus sentimientos e intenciones en una historia concreta. Dios ha querido darnos a conocer su intimidad, su ser trinitario: Dios se revela como Padre que comunica su designio salvador en el Hijo por el Espíritu Santo.

La Revelación se realiza mediante obras y palabras

Dios ha hablado y habla a los hombres. Se ha manifestado utilizando el medio humano de comunicación por excelencia: la Palabra. La Revelación, como encuentro interpersonal entre Dios y los hombres, ha inaugurado un diálogo que atraviesa los siglos.

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Y culmina en la Encarnación de su Hijo, la Palabra eterna y definitiva de Dios a los hombres.

Esta palabra de Dios es eficaz, realiza siempre aquello que significa (palabras y obras) Por ello, las palabras dirigidas por Dios a los hombres van siempre acompañadas por sus acciones salvadoras realizadas en la historia a favor de los hombres.

Dios interviene en la historia y declara el sentido de su intervención; habla acerca de sí mismo y de su voluntad para los hombres, y verifica en la historia la veracidad de sus palabras. De este modo, a través de los acontecimientos y de las palabras, se desarrolla la trama de la historia concreta en la que Dios mismo, libremente, lleva adelante su diálogo con los hombres y los hace capaces de responderle, de acoger su presencia y participar en su vida.

Lo que dice Dios de Sí mismo.

La Sagrada Escritura nos habla de Dios al relatarnos la historia de Dios con los hombres y cuando nos describe, mediante hechos y palabras, lo que Dios es, quiere y hace por los hombres. Lo que Dios nos dice de sí mismo y hace en favor de los hombres.

La Historia de Dios con los hombres comienza con la elección de Abraham, al que promete la posesión de una tierra y una gran descendencia.

Con Moisés y la alianza comienza un momento decisivo de la historia de amor y gracia entre Dios y los hombres. Israel experimenta continuamente que Dios está con él y su nombre es "Yo soy el que soy" (Éx 3,14).

Yahvé, el Dios de Israel, es un Dios vivo, que ve la miseria del hombre, escucha sus clamores, se interesa por su vida, le guía y salva, abriendo la vida y el camino del pueblo a una nueva historia.

Desde la experiencia de la fe de Israel en Yahvé Dios, se va descubriendo y perfilando quién es Dios a través de múltiples imágenes.

El Señor es la roca, la fortaleza (Cfr. Sal 18)

Es único e incomparable (Is 49,18)

Trasciende todo lo humano y terreno, por eso es "El Señor" de los señores (Sal 8,2)

Es un Dios Santo, porque está más allá del mundo y de lo creado; su gloria llena la tierra (Is 6,3)

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Atributos de Dios

Desde la Revelación de su nombre a Israel hasta la Revelación del Dios-Amor en Jesucristo, la Sagrada Escritura va desgranando y presentándonos todos los atributos de Dios:

Lo conoce y lo sabe todo.

Lo puede todo, pero su omnipotencia no consiste en coaccionar o en oprimir, sino en defender los derechos del hombre contra la injusticia u opresión, porque es el Dios Justo que cumple siempre sus promesas por ser fiel y veraz.

Se vuelve hacia los pequeños, pobres, huérfanos y viudas.

Perdona los pecados e infidelidades, porque es un Dios de bondad y misericordia.

Su amor y su justicia no se oponen entre sí, pues si por amor Dios acepta incondicionalmente al hombre, este amor incluye la justicia por la que Dios hace justo al hombre pecador.

I.25. DIOS PADRE

En el Antiguo Testamento no aparece nunca la idea de Dios Padre del individuo, sino Padre del Pueblo.

"Hijos sois de Yahvé vuestro Dios...Eres un pueblo consagrado a Yahvé tu Dios; Yahvé te ha elegido entre todos los pueblos de la tierra para que seas de su propiedad." (Dt 14, 1-2)

Dios, Padre misericordioso, restituye en la condición de hijos.

Si Yahvé se queja de la conducta de sus hijos es por ver cómo ellos se alejan de su propio bien. Quizás se ha insistido en demasía en el honor ofendido de Dios y mucho menos en la ruptura de una relación filial con el propio Dios Padre. La querella que Dios entabla con su pueblo, acaba siempre con una invitación al perdón.

Reconocer la maldad o el pecado no es suficiente para conseguir el perdón; lo importante es restablecer la relación filial, que reconoce el amor paterno y ya no teme el castigo, pues es muy superior la confianza en el perdón del Padre:

"Y sin embargo, Señor, Tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y Tú el alfarero, somos todos obra de tus manos. No te excedas en la

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ira, Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa, mira que somos tu pueblo" (Is 64, 7-11).

El afecto de Dios por su Hijo, se expresa en el perdón que concede al Hijo que reacciona ante la corrección divina:

"No nos trata como merecen nuestros pecados... Como un padre se enternece con sus hijos, así se enternece Yahvé con sus fieles. Pues Él conoce nuestra condición y se acuerda de que somos barro" (Sal 103, 10.13-14)

I.26. DIOS, DE MISERICORDIA Y DE PERDÓN

I.27. DIOS PADRE DE JESUCRISTO Y PADRE NUESTRO

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"Sin embargo aguardará el Señor para haceros gracia, y así se levantará para compadeceros, porque Dios de equidad es el Señor..."  Isaías 30,18

"Vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el Pueblo de Dios, de los que antes no se tuvo compasión, pero ahora son compadecidos."

1Pedro 2,10

"Conservaos en el amor de DIOS, esperando por la Misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna." Judas 1,21

"Pues dice El a Moisés: Seré misericordioso con quien lo sea: me apiadaré de quien me apiade."  Romanos 9,15

"Porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo." Juan 5,22

"Quizá es sólo la gente baja e ignorante, que desconoce los caminos del Señor, los preceptos de su DIOS." Jeremías 5,4

"Vosotros cansáis al Señor con vuestras palabras. - Y decís: ¿En qué le cansamos? - Cuando decís: Todo el que hace el mal es bueno a los ojos del Señor, y El le acepta complacido; o también: ¿Dónde está el Dios del Juicio?."

Malaquías 2,17

Yo soy el DIOS de Misericordia! Yo soy el DIOS de Justicia!

Te suena ésto como que mutuamente se contradice? ¿Cómo puede el DIOS de Misericorida infinita, ser al mismo tiempo, el DIOS de Juicio y Justicia?

La respuesta por supuesto es que por el tiempo que vivamos, podemos arrepentirnos, por lo tanto recurrimos al DIOS de Misericordia. Cuando abandonemos este mundo, el tiempo de arrepentirse ya ha pasado, y el DIOS de Misericordia se transforma en el DIOS de Justicia....entonces será demasiado tarde para recurrir al DIOS de Misericordia...

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La Revelación absolutamente nueva de Dios como Padre, acontece en Jesús. Es decir, en continuidad con el Antiguo Testamento, Jesús nos da una imagen de Dios totalmente nueva y perfecta: Dios es su Padre

Es en el Nuevo Testamento, cuando Jesús nos revela que Dios es Padre en un sentido nuevo y sorprendente: El hombre había perdido la comunión con Dios a raíz del pecado. Jesucristo recupera para el hombre esa relación y después de El podemos llamar a Dios "Abba",... con esta expresión mostramos absoluta confianza en Él, intimidad y cercanía. Somos hijos en el Hijo, Jesús es Hijo por naturaleza consubstancial al Padre y nosotros lo somos por adopción en el Hijo. (Cfr. Gal 4, 4-7; Rm 8, 14-7).

Esta realidad del hombre hijo de Dios, le implica reconocer a los demás hombres como hermanos todos hijos de un mismo Padre.

Sólo Jesús conoce al Padre en su identidad más verdadera y sólo Él lo puede revelar "Nadie conoce al Padre más que el Hijo" (Mt 11,27). Su misión consiste precisamente en dar a conocer a los hombres su nombre y glorificarlo.Por medio de Jesús, el Padre se manifiesta como amor sin límites: Ama a los justos y pecadores, a los que sufren y a los oprimidos, a los que maldicen y persiguen, perdona incluso a los asesinos de su Hijo.

Jesús mismo lo recibe todo del Padre: "Todo me lo ha entregado mi Padre" (Mt 11,26), incluso las obras que realiza y lleva a cabo son las que el Padre le ha encomendado, hasta el punto que afirma:

"El que me ve a mí ve al Padre. ¿Cómo me pides que os muestre al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que os digo no son palabras mías, es el Padre, que vive en mí, el que está realizando su obra. Debéis creerme cuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí" (Jn. 14, 9-11).

I.28. DIOS, TODOPODEROSO, CREADOR DEL CIELO Y TIERRAI.28.1. PADRE TODOPODEROSO

La Confesión de Fe de la Iglesia comienza confesando a Dios como Padre. Esta primera afirmación de la Profesión de Fe es, al mismo tiempo, la más importante.Junto a esta confesión, la fe cristiana añade "Todopoderoso", poniéndolo en relación con el Título de Padre.

La confesión de Dios como "Padre Todopoderoso", quiere significar que el poder de Dios no es un dominio arbitrario y caprichoso sobre el mundo, los

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hombres y los acontecimientos, sino que expresa realmente la total y absoluta soberanía de Dios lleno de amor y de bondad

I.28.2. LA OMNIPOTENCIA DE DIOS

Confesar la omnipotencia de Dios significa que:

La realidad del mundo no es confusión y caos (aunque a veces lo parezca)

El mundo, los hombres y la historia no son fruto del azar o de la casualidad

No somos marionetas dirigidas por una mano invisible

No estamos en manos de un destino incontrolable e impersonal

Dios no es proyección de nuestra debilidad o de nuestras necesidades.

La Confesión de Fe en un solo Dios, Padre Todopoderoso:

Describe a Dios como origen último, universal Y trascendente y como fuente creadora de vida. Expresa la superioridad y dominio de Dios sobre todo lo terreno y lo celestial.

"Dios Todopoderoso" es el Señor de lo pasado y lo futuro, de lo que existe y de lo que sucede, de las cosas y de los hombres, del mundo y de la historia. Le reconocemos como Ser omnipotente que:

Todo lo crea, cuida y guía, que tiene en sus manos el mundo y la historiaLos hombres no son sus esclavos, sino sus hijos y sus amigos.Llama a la existencia lo que no existe

Es capaz de hacerse débil para salvarnos a los hombres.

I.28.3. DIOS CREADOR

Las afirmaciones de la fe cristiana en Dios creador las encontramos en las primeras páginas del Antiguo Testamento. Sin embargo, es importante tener en cuenta que el A.T. nos ofrece dos relatos de la creación. (Gen 1,1-2; 2,4-25)

En los dos relatos se expresa un contenido que es el resultado del camino de Dios con su pueblo, Israel, y presenta una verdad de fe revelada.

Los cristianos, cuando confesamos que Dios es creador, queremos afirmar que:

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El mundo no es fruto del azar, Dios lo ha creado, elegido y amado. "Porque tu has creado el universo, por tu voluntad, no existía y fue creado" (Apoc. 4,11)En la palabra creadora de Dios se funda la verdad y el sentido de lo creado. "Todo lo creaste con tu palabra" (Sb 9,1)

Las cosas proceden de la bondad de Dios y participan de ella "Y vio Dios que era bueno"Dios crea con plena soberanía. "Y dijo Dios...hágase...y fue hecho" por eso, para expresar el carácter único de la creación de Dios, la Sagrada Escritura y la Doctrina de la Iglesia hablan de la creación de "la nada".

El primer sentido de la creación, es para la gloria de Dios y como la gloria de Dios es la gloria de su amor, la gloria de Dios es la salvación del hombre.

La Fe en Dios creador no incluye solamente el acto de la creación realizado una vez para siempre. Esta incluye, al mismo tiempo, la conservación del mundo por parte de Dios.

En la conservación del mundo, el acto de la creación se hace siempre presente: Dios lo cuida todo, lo sostiene todo, da vida a todo. Sin la continua conservación de Dios, el mundo, las cosas, volverían a la nada. El soplo de su Espíritu rodea y penetra las criaturas, las sostiene y las hace vivir.

I.28.4. DEL CIELO Y DE LA TIERRA

En la Sagrada Escritura, la expresión "cielo y tierra" significa todo lo que existe, la creación entera: las criaturas espirituales y corporales. Y para determinar y concretar el sentido de estas palabras, el credo las interpreta diciendo: "de todo lo visible e invisible".

Lo visible: la tierra

La tierra es el espacio vital del hombre, el mundo material que Dios ha puesto en manos del hombre, el espacio de su existencia, la morada en que habita. Precisamente por eso, la tierra, su hermosura y su aprovechamiento son causa de la alabanza y de la acción de gracias a Dios.

Pero también son motivo y razón de no considerarla tan sólo como materia de explotación sin límites, de consumo egoísta e incluso de injusta repartición de los bienes y de la riqueza del mundo.

Lo invisible: el cielo - los ángeles

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Junto con la tierra (visible), Dios ha creado el cielo (invisible). Con ello, afirmamos que el mundo es "algo más" de lo que afirma el materialismo.

Para la Sagrada Escritura, solo Dios es el cielo del hombre, es decir, sólo Dios y sólo en Dios encuentra el hombre la plenitud de sus deseos y ansias más profundas. El cielo está donde está Dios y donde está Dios, allí está el cielo.

En consecuencia, el cielo está donde Dios nos sale al encuentro y está cerca de nosotros. En el Nuevo Testamento "Reino de los Cielos" es una expresión equivalente a "Reino de Dios"

La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe y cuando el credo afirma que Dios creó el cielo, se refiere también a estos seres que están especialmente cerca de Dios y le glorifican perpetuamente.

Los ángeles son:

Seres espirituales, no son materia, por lo tanto son inmortalesTienen inteligencia y libre voluntad, muy superior al hombreViven en sociedad, se dividen en órdenes y grados (serafines, querubines, etc.)Su misión: celebración de la Gloria de Dios. (Sal 148). Toman parte del gobierno de Dios sobre la creación.

Los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque "contemplan constantemente el rostro de mi Padre que está en los Cielos" (Mt 18,10). Son "agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra" (Sal 103,20).

Cristo es el centro del mundo de los ángeles. Los ángeles le pertenecen:

"Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles" (Mt 25,31). Le pertenecen porque fueron creados por y para Él" (Col. 1,16).

Desde la creación y a lo largo de toda la Historia de la Salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal (Cfr. Gn 3,24). Protegen a Lot (Cfr. Gn 19), salvan a Agar y a su hijo (Cfr. Gn 21,17), detienen la mano de Abraham (Cfr. Gn 22,11) anuncian nacimientos (Cfr. Jc. 13) y vocaciones (Cfr. Is 6,6), asisten a los profetas (Cfr. 1 R 19,5). Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y del mismo Jesús.

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Dios creó al hombre a su imagen.A imagen de Dios los creó, hombre y mujer los creó.En los dos relatos de la creación el hombre aparece como culminación de la creación y como centro de la misma.

El hombre es un ser creado.

El salmo 139 dice:

"Cuando en lo oculto me iba formando y entretejiendo en los más profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en un libro, calculados estaban mis días antes que llegase el primero"

Según la expresión del salmista, Dios nos veía cuando estábamos formándonos; preciosa expresión que patentiza no sólo la diferencia entre el origen del hombre y de los seres vivos, sino la creación inmediata del ama por Dios.

Tiene un profundo significado, quiere decir algo importante y hermoso: el hombre es algo más que el resultado de una evolución biológica.

El hombre, cada varón o mujer, es querido por Dios de una manera única y completamente personal. Dios pensó en nosotros tal como somos, nos amó desde el primer momento y nos llamó a la existencia.

El hombre, imagen de Dios

El primer relato de Génesis afirma que Dios creó al hombre a "su imagen y semejanza". Pero ¿en que consiste esta imagen y semejanza?

Significa que el hombre es constituido como señor de la tierra y de los demás seres vivos; que ha de cuidarla y servirse de ella, que es el "administrador" del dominio de Dios en la tierra; que se distingue por su alma espiritual, está dotado de razón y voluntad libres.

Dos consecuencias prácticas se pueden deducir de la creación del hombre como imagen y semejanza de Dios:

La dignidad de todo hombre ante Dios es el fundamento de la dignidad del hombre ante los hombres; y es también la razón última de la igualdad y fraternidad de todos los hombres. Por eso la vida del hombre es sagrada e inviolable, porque en el rostro de cada hombre hay un

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destello de la gloria de Dios. Solo Dios es el señor de la vida y de la muerte.

De la dignidad del hombre ante Dios se sigue la dignidad del hombre ante sí mismo, el derecho y el deber de la autoestima y del amor a sí mismo. Y más aún, le debemos amor al prójimo como a nosotros mismos. De donde se deduce que el hombre ha de buscar su realización plena no en lo que tiene, sino en lo que es. "El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene" (Gaudium et spes, 35)

"Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los Santos en la luz. En nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados. El es Imagen del Dios invisible, Primogénito en toda la creación, porque en él fueron creados todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: el es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud, y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos". (Col. 1, 12-20)

I.29. LA REVELACIÓN DE DIOS COMO TRINIDADI.29.1. EL PADRE REVELADO POR EL HIJO

La invocación de Dios como "Padre" es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como "padre de los dioses y de los hombres". En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la alianza y del don de la Ley a Israel, su "primogénito" (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente "el Padre de los pobres", del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).

Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No

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es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.

Jesús ha revelado que Dios es "Padre" en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, el cual eternamente es Hijo sólo en relación a su Padre: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27).

Por eso los apóstoles confiesan a Jesús como "el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios" (Jn 1,1), como "la imagen del Dios invisible" (Col 1,15), como "el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia" Hb 1,3).

Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer concilio ecuménico de Nicea que el Hijo es "consubstancial" al Padre, es decir, un solo Dios con él. El segundo concilio ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó "al Hijo Único de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre" (DS 150).

I.29.2. EL PADRE Y EL HIJO REVELADOS POR EL ESPÍRITU

Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de "otro Paráclito" (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y "por los profetas" (Credo de Nicea-Constantinopla), estará ahora junto a los discípulos y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos "hasta la verdad completa" (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.

El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de la Santa Trinidad.

La fe apostólica relativa al Espíritu fue confesada por el segundo Concilio ecuménico en el año 381 en Constantinopla: "Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre" (DS 150). La Iglesia reconoce así al Padre como "la fuente y el origen de toda la divinidad" (Cc. de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: "El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la

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Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza: Por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del Hijo" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: "Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria" (DS 150).

La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu "procede del Padre y del Hijo (filioque)". El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: "El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración...Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente" (DS 1300-1301).

La afirmación del filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa S. León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (cf. DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo de Nicea-Constantinopla por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.

La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como "salido del Padre" (Jn 15,26), esa tradición afirma que este procede del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice "de manera legítima y razonable" (Cc. de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que "principio sin principio" (DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Único, sea con él "el único principio de que procede el Espíritu Santo" (Cc. de Lyon II, 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.

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¿Cuál es el misterio central de la fe y de la vida cristiana?

El misterio central de la fe y de la vida cristiana es el misterio de la Santísima Trinidad. Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. (Catecismo de la Iglesia Católica # 232-237)

¿Puede la razón humana conocer, por sí sola, el misterio de la Santísima Trinidad?

Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe de Israel, antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo. Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos los demás misterios. (Catecismo de la Iglesia Católica # 237)

¿Qué nos revela Jesucristo acerca del misterio del Padre?

Jesucristo nos revela que Dios es «Padre», no sólo en cuanto es Creador del universo y del hombre sino, sobre todo, porque engendra eternamente en su seno al Hijo, que es su Verbo, «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» (Hb 1, 3). (Catecismo de la Iglesia Católica # 240-243)

¿Quién es el Espíritu Santo, que Jesucristo nos ha revelado?

El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo; «procede del Padre» (Jn 15, 26), que es principio sin principio y origen de toda la vida trinitaria. Y procede también del Hijo (Filioque), por el don eterno que el Padre hace al Hijo. El Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo encarnado, guía a la Iglesia hasta el conocimiento de la «verdad plena» (Jn 16, 13). (Catecismo de la Iglesia Católica # 243-248)

¿Cómo expresa la Iglesia su fe trinitaria?

La Iglesia expresa su fe trinitaria confesando un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres divinas Personas son un solo Dios porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e indivisible naturaleza divina. Las tres son realmente distintas entre sí, por sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. (Catecismo de la Iglesia Católica # 249-256 266)

¿Cómo obran las tres divinas Personas?

Inseparables en su única sustancia, las divinas Personas son también inseparables en su obrar: la Trinidad tiene una sola y misma operación. Pero en el único obrar divino, cada Persona se hace presente según el modo que le es propio en la Trinidad. (Catecismo de la Iglesia Católica # 257-260 267)

«Dios mío, Trinidad a quien adoro...

pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo,

tu morada amada y el lugar de tu reposo.

Que yo no te deje jamás solo en ella,

sino que yo esté allí enteramente,

totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora» (Beata Isabel de la Trinidad)

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UNIDAD VIIICREO EN JESUCRISTO

I.30. CONFESIONES DE FE

Cuando los discípulos de Jesús sintieron y experimentaron que Jesús había resucitado y que tenía una relación muy especial y “directa” con Dios Padre, se tuvieron que enfrentar con un montón de preguntas: ¿Quién era Jesús de verdad? ¿Qué relación había entre él y Dios? ¿Sólo era un “hombre extraordinario”, o era “algo más”?

Estaba claro que “algo se les había escapado” –algo que les superaba- mientras convivían con

Él. Jesús era “alguien” muy especial, pues se estaban dando cuenta –después de la resurrección- que Dios/Padre había realizado con él lo que no había hecho jamás con nadie (:lo había exaltado/resucitado). Ellos no se habían dado cuenta hasta estos momentos, después de su muerte/resurrección.

Así, pues, después de este hechos tan “extraordinario” que les había inundado –resurrección- este grupo de los primeros seguidores siguieron un proceso apasionante de “reflexión” e investigación para averiguar quién era este tal Jesús de Nazaret. Se trataba de responder a la pregunta que encontramos en diversos momentos de los evangelios, (por ejemplo en Mc 4, 41): “Pero, ¿quién es éste?” o formulada por el propio Jesús: “¿Y quién decís vosotros que soy yo?” (Mc 8, 29).

Vamos a ver que respuesta encontraron y cómo lo expusieron entre los primeros cristianos. (Pero que conste que es una “respuesta” que cada cristiano/a, en su época y en su vida concreta, debe intentar “responder”. Asimismo, tú y yo también nos la podemos –y debemos hacer, buscando la respuesta sincera y valiente).

El proceso que los creyentes en Jesús siguieron se puede resumir en estas dos partes:

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1.º.La reflexión del primer siglo del Cristianismo sobre la persona de Jesús, recogida fundamentalmente en los escritos del NT.

2.º.La reflexión y redacción posterior al cierre de los Escritos de N.T, a partir del siglo II al V, plasmada en los “dogmas” cristológicos de los primeros Concilios, que culminan en la definición sobre Jesús del Concilio de Calcedonia (año 450 d.C.) (que es la que nos suena desde pequeños): “En Jesús hay una persona y dos naturalezas, la humana y la divina; es verdadero Dios y verdadero hombre”. (Intentaremos ver cómo se “entiende” esto lo mejor posible).

I.30.1. LOS TÍTULOS CRISTOLÓGICOS DEL NT

El proceso de reflexión sobre la identidad de Jesús (o lo que es lo mismo, la Cristología) está iniciado ya en los textos que nos han llegado en Carta, Evangelios y escritos en general del NT. En ellos hay ya una primera respuesta a la gran pregunta sobre Jesús: “¿Quién es éste, al que Dios ha resucitado/exaltado?” Y para esta reflexión utilizaron, y no podía ser de otro modo, las “herramientas” que tenían. Así lo reconoce un teólogo español, que dice: “Fundamentalmente el desarrollo de la Cristología consistió en ir interpretado la persona de Jesús con ayuda de los conceptos que les ofrecía su cultura” (AGUIRRE, Rafael, “La reflexión de las primeras comunidades cristianas sobre la persona de Jesús”, Madrid, Fundación Santa María, 1982, p. 14).

Y la “principal herramienta” que encontraron los redactores del NT para decir quién fue Jesús fue aplicarle una serie de “nombres” o “TÍTULOS” provenientes en su mayoría del A.T.: Profeta, Justo, Mesías (=o “Cristo”), Siervo de Yahvé, Hijo del Hombre, Salvador, Sumo Sacerdote, Señor, Palabra (=”Logos” o “Verbo”) de Dios...

Aunque en el Evangelio Jesús, a veces, se los aplica a sí mismo, parece que lo más probable es que el Jesús histórico no usara ninguno de ellos para “autodefinirse” (excepto uno que era muy difícil de interpretar como el de “el Hijo del hombre”, que lo había dicho Daniel en un ambiente Apocalíptico). Fueron los redactores de los Evangelios los que insertaron en los textos esos nombres o títulos y los pusieron en labios de Jesús (no olvides que los Evangelios están escritos un tiempo después de la resurrección). Parece que Jesús prefería no decir de palabra quién era él, para que fueran su vida y sus obras las que le definieran, y para que cada uno se respondiera la pregunta por su verdadera identidad y procedencia... (“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?).

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Veamos algunos de esos títulos, su significado y su aplicación a Jesús:

PROFETA:

Cuando se describe la muerte de Moisés en Deuteronomio 18, 15, se habla de un profeta que al final de los tiempos hablará y actuará directamente en nombre de Dios. Parece ser que Jesús se descubrió a si mismo como dicho profeta; y así lo consideraron los primeros cristianos (también para explicar, en cierto modo, la muerte de Jesús como la del “profeta justo”, que por decir la verdad es perseguido y muerto). Con el tiempo este título se empleó menos (y, sin embargo sería interesantes, en cierto sentido, recuperarlo de nuevo, para entender mejor la muerte de tantas personas “perseguidas” y asesinadas como Jesús a lo lago de la historia por defender la verdad y denunciar la injusticia).

MESÍAS:

Los judíos, como sabemos, esperaban al Mesías (o “señalado por Dios”), enviado para reinar directamente en el nombre de Dios y transformar y salvar a Israel. Sería un “sacerdote”, un “profeta” y un “rey”. A veces, también se le denominaba el “Hijo de David”. El nombre de Mesías se tradujo al griego (idioma del NT como “Christós”, que significa “ungido”, elegido por Dios), y de ahí la expresión referente a Jesús, como el “Cristo”. El nombre de “JESU/CRISTO” como ves es el compuesto de estos dos conceptos: “Jesús es el Cristo”. Los primeros cristianos proclamaron que Jesús es el Cristo o el Mesías esperado relativamente pronto. Pero para ellos, como para el mismo Jesús (que se resistió a que le llamaran así), era un “Mesías” distinto del que esperaban los diversos grupos judíos: no aparece como alguien con “poder”, sino más bien lo contrario, como el que “viene a servir”, a darse; es además el “débil”, el des-armado, el que no impone su “autoridad con la fuerza”, sino amando, incluso dando la vida hasta el extremo de morir en una cruz. Confesar a Jesús como “Cristo” suponía decir que Dios no actúa como nosotros esperamos y deseamos, sino como Él quiere: "El crucificado es el Mesías. Aquí está la fuerte polémica y paradógica de la confesión cristológica”.

SUMO SACERDOTE:

Hay un escrito muy interesante en el NT que se llama la Carta a los Hebreos, donde se desarrolla este “título” aplicado a Jesús en contraposición a lo que entendían los judíos (y otras muchas religiones) referente a su gran Sacerdote. El “Sumo Sacerdote” en el concepto judío

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era “separado” con diversos ritos complicados del resto del pueblo, para poder ponerse delante de Dios en el centro del Templo y presentarle sacrificios.

Sin embargo, en la carta a lo Hebreos, Jesús es el nuevo y definitivo Sacerdote que representa a la Humanidad ante Dios, no mediante separaciones rituales, sino mediante la solidaridad total con sus hermanos los seres humanos. (Cfr. Hebreos 2, 14; 4, 15). Su sacrificio no es la entrega ritual de dones y animales, sino la entrega existencial de sí mismo. Tras la muerte y resurrección de Jesús, ya no hace falta el Templo, ni Sacerdotes “separados” ritualmente del pueblo, porque todos tenemos acceso a Dios en el mismo Jesús, nuestro Sumo Sacerdote solidario con nosotros. El lugar del encuentro con Dios no es (al menos en exclusiva) el templo sagrado, sino la vida diaria... Si se profundizara en el contenido de esta Carta, descubriríamos una visión revolucionaria de lo que debe ser la religión cristiana (y la vida de los ministros que representan a Cristo ante la Comunidad).

SEÑOR:

La aplicación de este título a Jesús como “Señor” es decisiva para entenderle como Alguien muy cercano a Dios, que comparte muchas de sus atribuciones y cualidades. Una de las primeras confesiones de fe fue: "Jesús es el Señor” (Cfr. Rom 10, 9). Para entenderlo mejor, es bueno saber que cuando se tradujo el AT del hebreo al griego, hacia el año 300 a.C, la palabra “Yahvé” (o sea Dios) se tradujo por “Kyrios” (en griego: “Señor”). Así, pues, decir que “Jesús es el Señor”, equivale a decir que “Jesús es Dios”. En la carta a los Filipenses (como ya vimos en el capítulo anterior) hay un himno muy antiguo recogido por San Pablo, donde se dice que Dios otorgó a Jesús el “título” de Señor tras su muerte de cruz y resurrección (cfr. Flp 2, 6-11).

De aquí se deduce que a los pocos años de la muerte y resurrección de Jesús (no más de 20 años) ya se le consideraba como “El Señor” , o sea como “Dios”. Esta asociación se puede ver claramente en Juan 20, 28, cuando el apóstol Tomás llama a Jesús: “Señor mío y Dios mío”.

Además, el título de Señor, tenía un matiz un tanto “crítico” y “revolucionario”. Desde los tiempos de César Augusto (emperador cuando nació Jesús) los romanos obligaban a los pueblos sometidos a adorar al Emperador como a una divinidad, con el “título” de “Señor”. Al decir los cristianos que el único “Señor” es Jesús, estaban afirmando que el césar no era Dios, sino sólo un ser humano. Eso suponía un “peligro” para el Imperio; y pronto motivaría la obligación, y como

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consecuencia de su “negación, la “persecución” y el “martirio” de miles de cristianos. Desde ese punto de vista, el Cristianismo es “revolucionario”, (y aún hoy debería ser “crítico” también con todo tipo de “autoritarismo” que ejerza su poder contra los derechos de las personas. Reconocer a Jesús como Señor significa entrar en contradicción y conflicto con tantos que quieren erigirse en “señores” (=”ídolos”) de este mundo).

SALVADOR:

Este nombre es de origen griego (“Soter”= Salvador)., y se atribuía al que es capaz de dar favores y regalos, normalmente una persona con cierto “poder” de donación. El título de Salvador se le aplicó a Jesús para subrayar la nueva vida que él nos regala con su Encarnación, con su entrega y con su Resurrección. Lucas ya pone en boca de los ángeles cuando anuncian su presencia a los pastores: “Os ha nacido un Salvador” (Lc 2, 11). Y Juan: “Verdaderamente él es el Salvador del mundo” (Jn 4, 42). El uso de este título en el NT refleja los primeros intentos de emplear conceptos “no-judíos” (en este caso de la cultura helénica) para explicar quién era Jesús y lo que supone para la Humanidad.

PALABRA DE DIOS:

En el inicio de la Carta a los Hebreos (Hbr1, 1) se dice ya que Dios ha dirigido muchas palabras a su Pueblo para comunicarse con él (el redactor está pensado en todo el AT). Pero, la Palabra definitiva de Dios, donde nos cuenta -“revela”- todo lo que es el propio Jesús. Por eso, Jesús es la ”Palabra de Dios hecha carne” –que dice Juan al comienzo de su Evangelio (Jn 1, 14). Ésta es sin duda una de las páginas más elevadas y profundas de los cuatro evangelios. Aplicar este título a Jesús supone afirmar que estaba en Dios desde el principio de los tiempos (su “preexistencia”), y que era semejante a Él (=”Hijo de Dios”). Después se encarnó como ser humano (tomó nuestra misma condición de naturaleza humana), y tras resucitar, volvió junto al Padre.

A esta forma de expresar quién es Jesús, se la llama “Cristología descendente” (Dios... desciende para hacerse hombre). Es una forma propia del Evangelio de Juan. En cambio, en los textos de la Carta a los romanos(Rm1, 3-4), por ejemplo, se da a entender que, sólo después de la Resurrección, Jesús es “plenamente” Hijo de Dios. Esta sería una “Cristología ascendente” (Jesús, hombre... –asciende- a Dios). No se trata de decidir cuál es la más correcta. Ambas formas de explicación sobre la persona de Jesús están en el NT, lo que significa que los

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primeros cristianos fueron muy “creativos y plurales” a la hora de buscar “formas” de expresar quién era Jesús y su significado para ellos.

HIJO DE DIOS:

Esta es una de las fórmulas más avanzadas de la reflexión sobre Jesús por parte de los primeros cristianos. Surge, como todo el NT del acontecimiento de la Resurrección, para llegar a la conclusión de que este Jesús al que Dios ha resucitado era alguien muy especial y muy unido a Dios, tanto que es su “Hijo”; y así lo describen los evangelistas en la escena del Bautismo de Jesús, que tiene precisamente sentido como la “presentación de este personaje”: “Este es mi hijo amado” (Mt 3, 17). Y el evangelio de Juan pone estas otras palabras en la boca de Jesús: “El que me ve a mí, ve al Padre... Yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí” (Jn 14, 9-11). Y otro texto más para expresar esta íntima relación entre Jesús –Hijo- y Dios Padre: “Mi Padre lo ha puesto todo en mis manos. Nadie sabe quien es el Hijo sino el Padre; y nadie sabe quién es el Padre sino el Hijo, y aquellos a quienes el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10, 22).

No hay que pensar que Jesús sea “hijo” de Dios en el sentido humano del término (e imaginarse, por ejemplo, a Dios Padre paseando nervioso en la sala de espera de la Maternidad de Belén...). Sencillamente se trata de la forma más adecuada que encontraron aquellos cristianos de decir que Jesús estaba muy cerca de Dios, tanto que procedía directamente de Él, y que a la vez venía a compartir lo que somos los seres humanos enviado por su Padre Dios. Se dice en el Evangelio de Juan (3, 16): “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único”.

José A. Pagola lo expresa con estas palabras: “El título Hijo de Dios, nos indica, por una parte, que Jesús es Hijo obediente y fiel al Padre. Pero, por otra parte, es Hijo de Dios, es decir, alguien que tiene su origen no en sí mismo, sino en Dios, alguien que habla, actúa, vive y existe no desde sí mismo, sino desde su Padre (...) En Jesús, Dios vive y se hace presente de una manera tan total, tan inmediata y personal, que de este hombre no podemos decir solamente que es “imagen de Dios” como nosotros. En este caso, tenemos que confesar que es Hijo de Dios, es decir, Jesús es Dios viviendo nuestra vida humana, Dios compartiendo nuestra existencia débil de criaturas... (PAGOLA, J.A. o.c. p.64)

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I.30.2. LA FORMULACIÓN DE LOS DOGMAS SOBRE CRISTO

Desde que se cerraron los textos del NT (hacia el año 120 ó 130 d.C.) hasta el siglo V hubo un apasionante “debate” entre los cristianos para aclarar quién había sido y era Jesús, que concluyó en lo fundamental con la definición del Concilio de Calcedonia en el año 450 d.C.

R. Aguirre lo resume así: “El pensamiento cristológico avanzó a través de polémicas y conflictos. En realidad el pensamiento suele progresar confrontándose y negándose, criticando y criticándose. Es sabido que el desarrollo del dogma de la Iglesia, no sólo el Cristológico, ha sido la historia de la confrontación de teorías, en las que unas quedaban como “herejías” y otras salían para adelante como verdades aceptadas” (AGUIRRE, R., o.c. p. 33).

“Estos concilios usaron unos conceptos tomados de la filosofía griega que hoy nos resultan ajenos y que, incluso, pueden dar lugar a malentendidos. Lo importante no es la filosofía que entonces se usó, sino la intención religiosa profunda que latía en aquellas fórmulas... Fundamentalmente se quería salvaguardar la realidad de la salvación en Jesús. Para ello, había que asegurar que en Él se entregaba Dios de verdad a los hombres y que en Él los hombres llegaban de verdad a Dios” (AGUIRRE, R., o.c. p. 42).

Observa bien lo que se dice ahí, sobre todo en la letra cursiva porque es el motivo principal de cada uno de los concilios que vamos a resumir. Aquí haremos simplemente un resumen de los principales pasos que se dieron en torno a Jesús hasta llegar al Concilio de Calcedonia. Si quieres aclararte un poco más consulta el libro de J. I. GOMZÁLES FAUS, “Teología de cada día”, Salamanca, Sígueme, 1976, pp. 96-127.

Concilio de NICEA (325)

Arrio y sus seguidores (por cierto, algunos reyes visigodos españoles fueron “arrianos”) decían que Dios, que es Absoluto y Todopoderoso, no puede sufrir, y que por tanto Jesús no podía ser Dios.

Respuesta de Nicea: “Jesús es perfecto Dios” (o sea “es consustancial al Padre, es decir, participa de su esencia, es Dios como Él).

Razón de la respuesta: Si Jesús no es Dios, no se nos ha dado en él ninguna salvación.

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Concilio de CONSTANTINOPLA (381)

Apolinar decía que el Dios Absoluto no puede “hacerse uno” con un ser humano, y que Jesús no era verdadero hombre; sólo era Dios, que “aparentaba” ser hombre.

Respuesta de Constantinopla: “Jesús es perfecto hombre”.

Razón: Si Jesús no es hombre, no nos ha sido dada a nosotros la salvación. O, con una frase de uno de los Padres del Concilio, San Gregorio Nacianceno: “Lo que no es asumido, no puede ser salvado”. Es decir: Dios quiso asumir la humanidad de verdad; se hizo humano con todas las consecuencias.

Concilio de ÉFESO (431)

Nestorio afirmaba que no se pueden decir dos cosas contrarias de un sujeto, como por ejemplo, que es hombre y Dios a la vez. Según él, en Jesús hay dos sujetos o personas distintas. Para Nestorio, María era madre de Jesús hombre, pero no de Dios.

Respuesta: “En Jesús hay una sola persona (por persona entendían lo que da unidad a alguien, lo que le hace ser Fulanito de Tal y no otro), que es la persona divina”. Por eso, se puede decir que María es Madre de Dios.

Razón: Si la humanidad de Jesús no es de-Dios entonces la divinización del hombre no está plenamente realizada, y Jesús no es verdaderamente Dios. Dicho de otro modo más sencillo: “Nuestra realidad no es ajena a Dios” (San Cirilo de Alejadría, uno de los padres del Concilio de Éfeso), y en cambio, la división de sujetos que defendía Nestorio ponía en duda que Dios haya querido encarnarse de verdad como ser humano.

Concilio de CALCEDONIA (450)

La corriente de pensamiento o la escuela llamada MONOFISISIMO (de “Mono” =uno, y “fisis”= naturaleza) defendía que la divinidad, que es Infinita absorve o anula la humanidad, que es finita y limitada. Por tanto, en Jesús sólo hay una naturaleza: la divina (era otra forma de negar que Jesús fuera verdadero hombre, como ya había dicho Apolinar).

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Respuesta: “En Jesús hay una persona en dos naturalezas, la humana y la divina; porque si divinidad y humanidad no son distintamente dos, nuestro ser desaparece en lugar de verse salvado”.

Razón: Si lo que es de-Dios no es una humanidad en cuanto humanidad y permaneciendo humanidad, no es el hombre lo que ha sido salvado en Jesús, sino otro ser. No hay destrucción de lo humano al ser asumido por Dios, sino su máxima afirmación. Precisamente por ser de Dios, Jesús no es menos humano, sino humano en plenitud... Calcedonia habla de dos naturalezas para no escamotear ni la divinidad ni la humanidad en Jesús.

En resumen, estos concilios quieren dejar claras algunas cosas muy importantes:

Que Dios ha querido compartir de verdad lo que “somos”, y para ello, se ha hecho “carne humana” en Jesús de Nazaret con todas las consecuencias. Disminuir la “humanidad” o la “divinidad” de Jesús supone escamotear esa “intención de Dios” de acercarse a nosotros del todo, y hasta el final. Y dejar de creer en eso es dejar de creer en el Dios de la Biblia, sumamente bueno y misericordioso, que “presentó” –mostró- Jesús de “palabra y de obra”. Dios ha asumido nuestra humanidad y nos quiere ofrecer su misma felicidad... O sea:"Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios".

.En segundo lugar, que Jesús sea Dios no anula su humanidad sino que la “potencia”. La respuesta del Cristianismo a la pregunta de los que admiran a Jesús es la siguiente: “Jesús es una persona tan buena y sorprendente -no a pesar de ser Dios- sino precisamente por serlo... En Jesús descubrimos dónde está la verdadera grandeza del ser humano, cuáles son nuestras posibilidades, dónde está el secreto último de la vida, cómo vivir incluso lo que parece más in-humano: el dolor y la muerte...” (J. A. PAGOLA, o.c. p. 68).

En Jesús se nos ha mostrado el camino de “humanización”, cómo el ser humano puede llegar a una plenitud y felicidad sorprendentes. Jesús es lo que el ser humano está llamado a ser. Jesús, más que un personaje del pasado, sería el futuro de la Humanidad. Un filósofo cercano a nosotros –Javier ZUBIRI- lo ha dicho con otras palabras: “El ser humano es la manera finita (o sea, limitada, imperfecta...) de ser Dios, y Dios es la manera infinita de ser hombre”. En Jesús ambas formas ya han coincidido: en cuanto cercano y limitado, ha sido Dios finito; en cuanto que el fondo de su persona es divino, ha sido un ser humano elevado hasta el infinito tras su resurrección. Y, es que Dios no es un enemigo o competidor del ser humano, sino es valedor y potenciador, y en Jesús tal armonía o unión entre Dios y lo humano han llegado al máximo posible: a la unión real de ambos.

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Y por fin, una consecuencia importante de aceptar que Dios se ha hecho ser humano en Jesús: “Si Dios se ha hecho humano, los creyentes sabemos -a la luz de Cristo- que Dios puede –y debe- ser encontrado en el hombre. No es necesario abandonar el mundo y alejarnos de los hombres para buscar a Dios en la lejanía del cielo. Si Dios se ha hecho hombre en Cristo, aceptarnos plenamente como hombres y luchar por ser lo más “humanos” posibles, es ya acoger a Dios. Tomar la vida humana en serio es empezar a tomar a Dios en serio. Acoger a los otros seres humanos es ya, de alguna manera, acoger a Dios. Donde hay amor sincero, incondicional y desinteresado al ser humano, allí hay amor al Dios que se ha querido hacer humano...” (J.A. PAGOLA, o.c. p. 68-69).

En palabras de un obispo mártir del siglos II –San Irineo de Lyón- : “La gloria de Dios es que el hombre viva”. Estas palabras quieren decir que lo que más feliz hace a Dios es que las personas tengamos vida feliz y nos perfeccionemos y realicemos en plenitud.

Como ves, estamos en el extremo contrario al Dios que ven algunos, como el que está ahí preparado para “castigarnos” si no cumplimos sus “normas”.

Esta sería la tercera consecuencia del Concilio de Calcedonia: “para amar a Dios hay que amar a los seres humanos que tenemos a nuestro lado –puro “evangelio” por otra parte-; de lo contrario, no hay auténtica vida cristiana”.

Y, si repasar estos tres puntos despacio, verás por qué estos Dogmas sobre Jesucristo no son (como algunos creen) unas simples “comeduras de coco” o “unos auténticos rollos teóricos”, sino el mejor modo que encontraron aquellos cristianos para trasmitir con su lenguaje cultural concreto lo que habían descubierto en Jesús de Nazaret. ¡Ojalá fuéramos hoy, al menos la mitad, de “coherentes” y buenos seguidores de Jesús que ellos...!

Todo esto lo ha plasmado uno de los autores que hemos ido siguiendo en este apartado, J. A. Pagola con este interesante “credo”, que nos sirve de conclusión:

No es posible creer en un Dios que se ha hecho hombre buscando la liberación de la Humanidad, y no esforzarse por ser hombre o mujer cada día y trabajar por un mundo más humano y más liberado.

No es posible creer en un Dios que ha querido compartir nuestra vida para restaurar todo lo humano y al mismo tiempo colaborar en la deshumanización de nuestra sociedad atentando de alguna manera contra la dignidad y los derechos de la persona.

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No es posible creer en un Dios que se ha entregado a la muerte por defender y salvar al ser humano y al mismo tiempo pasarse la vida sin hacer nada por nadie.

No es posible creer en un Dios que se ha hecho solidario de la Humanidad y al mismo tiempo organizarse la propia vida de manera individualista y egoísta, permaneciendo ajeno a los problemas de los más débiles.

No es posible creer en un Dios que busca para ser humano un futuro de justicia, liberación y amor, y al mismo tiempo no hacer nada ante la situación actual tan lejana todavía de esa meta final.

I.31. CREO EN JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS

Ser el Hijo Único de Dios es lo central en la persona de Jesús. La filiación divina es su identidad personal. Por eso, antes de aparecer en su realidad débil, pobre y mortal de hombre, ya estaba Jesús precisamente como el Hijo único de Dios, desde la eternidad en el seno del Padre. (Cfr. Jn 1, 1. 14. 18; 17,5; 2 Cor 8,9; Flp 2, 6-11)

Al Hijo Eterno de Dios, hecho hombre, despojado de su rango, débil sometido al sufrimiento y a la muerte, Dios lo ha constituido, por la resurrección de entre los muertos, en el rango del Hijo poderoso.

Durante su existencia mortal, no dejó de ser Jesús el Hijo Único y Eterno de Dios. En el comienzo de su vida pública, en su Bautismo por Juan, y en su Transfiguración, la voz del Padre designa a Jesús como su "Hijo amado" (Mt 3, 17; 17,5). "Padre" era sencillamente el título que Jesús daba a Dios.

En la oración, Jesús se dirige a Dios en una forma inmediata, llena de familiaridad y confianza, con las invocaciones "Padre" o "Padre mío".

Jesús es la imagen del Padre

Jesús hace presente a Dios Padre y su Reino en este mundo. Jesús puede decir con toda verdad "El Hijo no puede hacer nada por su cuenta" (Jn 5,19) "El Padre y yo somos uno" (Jn 10,30) y "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,10)Jesús, el Hijo, revela el amor del Padre, entregándose total e incondicionalmente a Él en amor y obediencia.

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I.32. JESÚS ES EL MESÍAS (EL CRISTO)

Los cristianos confesamos que Jesús es el Cristo. Muy pronto las dos palabras de esta confesión de fe "Jesús" y Cristo", se fundieron en una. Jesucristo, con la que desde los tiempos del Nuevo Testamento venimos nombrando a Jesús.Jesús quiere decir en hebreo "Dios salva". En su nombre está su identidad y su misión. En efecto, a lo largo de todo el Antiguo Testamento se repite la promesa de que Dios mismo, en persona, salvará definitivamente a su pueblo y a toda la humanidad.

Mesías quiere decir "ungido". En Israel eran ungidos en nombre de Dios los elegidos los consagrados por el Señor para ejercer una misión señalada en su pueblo. Eran ungidos los reyes y los sacerdotes. Muy excepcionalmente lo eran los profetas.

Jesús no fue ungido o consagrado en una ceremonia, con aceite como otros elegidos de Israel. Su unción y consagración eterna fue manifestada en los comienzos de su ministerio público. En su Bautismo por Juan, cuando "Dios lo ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Hch 10,38), para presentarlo a Israel. Así Jesús es el Mesías prometido, el Ungido por excelencia.

Jesús tuvo conciencia de ser el Ungido de Dios, el Mesías, pero recibió y aceptó este título de otros con reservas y no permitió su divulgación. Para el desempeño de su misión, Jesús renuncia al poder político y a toda violencia e ignora el nacionalismo propio de ese tiempo, pues el Reinado de Dios que él representa, está abierto a todas las gentes.

Jesús es un Mesías muy diferente del soñado por gran parte del judaísmo de su tiempo. Su mesianismo es el propio del Hijo Único de Dios que, en su amor y obediencia filiales al Padre, siguió el camino trazado por Dios hasta su muerte de cruz.

I.33. JESÚS ES EL SEÑOR

Esta es una de las más importantes confesiones de fe cristiana. Pablo resume el mensaje de la fe de este modo:

"Porque si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás" (Rm 10,9).

En el Antiguo Testamento se le llamaba a Dios, Yahvé, este nombre se traduce al griego por "Kyrios", que en castellano significa "Señor". A Jesús le pertenece el mismo honor, alabanza, gloria y poder que a Dios Padre.

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"Ante Jesús, Resucitado y Exaltado, doblan su rodilla en adoración y le proclaman Señor todos los seres (Fil 2, 9-11; Is 45,23). Nadie que ponga su confianza en el Señor, quedará decepcionado. Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará".

Jesucristo, único Señor de los cristianos

En un mundo, en que tantos poderes reclaman de los hombres sometimiento, los cristianos reconocemos un único Señor, Jesucristo, mediador de la creación y de nuestra salvación, así como creemos en un solo Dios Padre, principio y fin de todos los seres. (Cfr 1 Cor 8,6).

Pablo les dice a los cristianos:

"Todo os pertenece, el mundo, la vida, la muerte, lo presente y lo futuro; todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios" (Cfr. 1 Cor 3,22).

I.34. JESÚS ES VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE

"Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen"

Misterio de la Encarnación.

La Anunciación a María inaugura "la plenitud de los tiempos", es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a Aquel en quien habitará "corporalmente la plenitud de la divinidad" (Col. 2,9).La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo. El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina.

Juan, en el Prólogo de su Evangelio del Hijo Único de Dios a quien llama ahí mismo el Verbo, confiesa:

"Y el Verbo se hizo carne, y acampó entre nosotros; y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14)

El misterio de la Encarnación es central en la fe cristiana, la caracteriza y la distingue de cualquier otro credo religioso. La Encarnación es un acontecimiento que tuvo lugar en un tiempo determinado de la historia, pero su origen está absolutamente más allá de todo el universo.

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Ha sucedido una única vez y para siempre. Dios: se ha unido a través de su Hijo definitivamente con el hombre y con su creación. Dios no dejará de ser nunca "Dios con nosotros".

El Verbo se encarnó para:

Que nosotros conociéramos así el amor de Dios ( 1 Jn 4,9)

Para ser nuestro modelo de santidad (Mt 11,29; Jn 14,6)

Para hacernos partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1,4)

En el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando:

"Que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajo del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre".

Esta expresión de fe nos presenta a Cristo como verdadero Dios Hijo del Padre y, al mismo tiempo, como verdadero Hombre, Hijo de María Virgen. Debemos preguntarnos qué significa verdadero Dios y verdadero Hombre: Esta es una realidad que se desvela ante los ojos de nuestra fe mediante la autorevelación de Dios en Jesucristo y dado que ésta -como cualquier otra verdad revelada- sólo se puede acoger rectamente mediante la fe.

Jesucristo hablaba a menudo de sí, utilizando el apelativo de "Hijo del Hombre" (Mt 16,28; Mc 2,28). Dicho título estaba vinculado a la tradición mesiánica del Antiguo Testamento, en efecto, deseaba que sus discípulos y los que le escuchaban llegasen por sí solos al descubrimiento de que "El Hijo del Hombre" era al mismo tiempo el verdadero Hijo de Dios. De ello tenemos una demostración muy significativa en la profesión de Simón Pedro, a la que Jesús confirma su testimonio llamándolo:

"Bienaventurado tú, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre" (Mt 16,17) Es el Padre, el que da testimonio del Hijo, porque sólo Él conoce al Hijo (Cfr. Mt 11,27).

Esta pues claro, que si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del "Hijo del Hombre", sin embargo, todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba testimonio de que Él era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra: Es decir, que era una sola cosa con el Padre y por tanto: también Él era Dios, como el Padre.

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Veamos algunas afirmaciones de Cristo relativas a este tema:

"YO SOY" en contextos muy significativos.

"antes que Abraham naciese, YO SOY" (Jn. 8,58)

"Si no creyeres que YO SOY, moriréis en vuestros pecados" (Jn 8,24)

"Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, entonces, conoceréis que YO SOY" (Jn 8,28)

"Yo y el Padre somos una misma cosa" (Jn 10,30).

Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámonos también a Pedro y repitamos con la misma elevación de fe:

"Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16).

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UNIDAD IXUNIDAD IXCREO EN EL ESPIRITU SANTO

La primera fuente a la que podemos dirigirnos es un texto del Evangelio de San Juan contenido en el "discurso de despedida" de Cristo el día antes de la Pasión y Muerte en cruz. Jesús habla de la venida del Espíritu Santo en conexión con la propia "partida", anunciando su venida (o descenso) sobre los Apóstoles:

"Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré" (Jn 16,7).

El contenido de este texto puede parecer paradójico, Jesús, que tiene que subrayar: "Pero yo os digo la verdad", presenta la propia partida (y por lo tanto la

Pasión y Muerte en cruz) como un bien: "Os conviene que yo me vaya...". Pero enseguida explica en qué consiste el valor de su muerte: Por ser una muerte redentora, constituye la condición para que se cumpla el plan salvífico de Dios que tendrá su coronación en la Venida del Espíritu Santo. La venida del Espíritu y todo lo que de ella se derivará en el mundo serán fruto de la Redención de Cristo.

La venida del Espíritu Santo sucede después de la Ascensión al cielo. La Pasión y Muerte Redentora de Cristo producen entonces su pleno fruto. Jesucristo, Hijo del hombre, en el culmen de su misión mesiánica, "recibe" del Padre el Espíritu Santo en la plenitud en que este Espíritu debe ser "dado" a los Apóstoles y la Iglesia, para todos los tiempos, Jesús dijo: "Yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12,32). Es una clara indicación de la universalidad de la Redención, pero esta debe realizarse mediante el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo presentado por Jesús especialmente en el discurso de despedida del Cenáculo, es evidentemente una Persona diversa de El:

"Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito" (Jn 14,16).

"Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, El os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14,26)

"El convencerá al mundo en lo referente al pecado" (Jn 16,8).

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"Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa" (Jn 16,13)

"El me dará gloria" (Jn 16,14)

De estos textos emerge la verdad del Espíritu Santo como Persona, y no sólo como una potencia impersonal emanada de Cristo. Siendo una Persona, le pertenece un obrar propio, de carácter personal. En efecto, Jesús, hablando del Espíritu Santo, dice a los Apóstoles: "Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está" (Jn 15,26).

Coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su consumación, pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona

I.35. EL NOMBRE Y LOS APELATIVOS DEL ESPÍRITU SANTO

El Espíritu Santo es el nombre propio de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a quién también adoramos y glorificamos, junto con el Padre y el Hijo. En la Sagrada Escritura encontramos otros apelativos:

Paráclito:

Palabra del griego "Parakletos", que literalmente significa aquel que es invocado, es por tanto el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. Jesús nos presenta el Espíritu Santo diciendo: "El Padre os dará otro Paráclito" (Jn 14,16). Con estas palabras se pone de relieve que el propio Cristo es el primer Paráclito y que la acción del Espíritu Santo será semejante a la que Él ha realizado, constituyendo su prolongación.

El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo merecido, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado Cristo y el Espíritu Santo es llamado "otro paráclito" porque continua haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna.

El Espíritu de la Verdad

Jesús afirma de sí mismo: "Yo soy el Camino la Verdad y la Vida" (Jn 14,6). Y al prometer al Espíritu Santo en aquel discurso de despedida con sus apóstoles en la Ultima Cena, dice: "Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros siempre, el Espíritu de la verdad" (Jn 14, 16-17).

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El Espíritu Santo es quien después de la partida de Cristo, mantendrá entre los discípulos la misma verdad que Él ha anunciado y revelado. El Paráclito, es la verdad, como lo es Cristo.

El Espíritu Santo - Espíritu de la Verdad, es aquel que, según la palabra de Cristo, "Convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio" (Jn 16,8). Es significativa la explicación que Jesús mismo hace de estas palabras: pecado, justicia y juicio.

"Pecado" significa, sobre todo, la falta de fe que Jesús encuentra en los suyos, es decir, los de su pueblo, los cuales llegaron incluso a condenarle a muerte en la cruz. .

Hablando después de la justicia, Jesús parece tener en mente aquella justicia definitiva que el Padre le hará ("...porque voy al Padre") en la Resurrección y en la Ascensión al cielo. En este contexto, "juicio" significa que el Espíritu de la verdad mostrará la culpa del "mundo" al rechazar a Cristo, o, mas generalmente al volver la espalda a Dios. Pero puesto que Cristo no ha venido al mundo para juzgarlo o condenarlo, sino para salvarlo, en realidad también aquel "convencer respecto al pecado" por parte del Espíritu de la verdad tiene que entenderse como intervención orientada a la salvación del mundo, al bien último de los hombres.

El "juicio" se refiere, sobre todo, al "príncipe de este mundo", es decir, a Satanás. Él en efecto, desde el principio, intenta llevar la obra de la creación contra la alianza y la unión del hombre con Dios: se opone conscientemente a la salvación. "Por esto ha sido ya juzgado" desde el principio.

Si el Espíritu Santo debe convencer al mundo precisamente de este "juicio", sin duda lo tiene que hacer para continuar la obra de Cristo que mira a la salvación universal.

Señor y dador de vida

El término hebreo utilizado por el Antiguo Testamento para designar al Espíritu Santo es "ruah", este término se utiliza también para hablar de "soplo", "aliento", "respiración". El soplo de Dios aparece en el Génesis, como la fuerza que hace vivir a las criaturas, como una realidad íntima de Dios, que obra en la intimidad el hombre.

Desde el Antiguo Testamento se puede vislumbrar la preparación a la revelación del misterio de la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la Creación, que realiza por medio de su Verbo, su Hijo; Y mediante el Soplo de Vida, el Espíritu Santo.

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La existencia de las criaturas depende de la acción del soplo -Espíritu de Dios, que no solo crea, sino que también conserva y renueva continuamente la faz de la tierra.

Es Señor y Dador de Vida porque será autor también de la resurrección de nuestros cuerpos: "Si el Espíritu de Aquel que Resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rm 8,11)

Santificador

Es Espíritu Santo es fuerza que santifica porque Él mismo es "Espíritu de Santidad" (Cfr. Is 63,10-11).

En el Bautismo se nos da el Espíritu Santo como don, con su presencia santificadora. Desde ese momento el corazón del bautizado se convierte en Templo del Espíritu Santo, y si Dios Santo habita en el hombre, éste queda consagrado y santificado.

Esta inhabitación del Espíritu santo, que santifica a todo hombre, alma y cuerpo, confiere una dignidad superior a la persona humana que adquiere una relación particular con Dios y da un nuevo valor a las relaciones interpersonales (Cfr. 1 Cor 6,19)

I.36. LOS SÍMBOLOS DEL ESPÍRITU SANTO

Al Espíritu Santo se le representa de diferentes formas:

El Agua: El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo ya que el agua se convierte en el signo sacramental del nuevo nacimiento.

El agua es símbolo de purificación como se lee en Ezequiel "Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré" (Ez 36,25).

Pero será Jesús quien presente el agua como símbolo del Espíritu Santo cuando, un día de fiesta, exclame ante la muchedumbre: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí, como dice la Escritura. De su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 37-39).Con estas palabras se explica también todo lo que Jesús dice a la Samaritana sobre el agua viva, sobre el agua que da Él mismo. Esta

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agua se convierte en el hombre en "Fuente de agua que brota para vida eterna" (Jn 4, 10-14)

La Unción: En su intervención en la sinagoga de Nazaret, Jesús se aplica a sí mismo el texto de Isaías que dice: "El Espíritu del Señor Yahvé, está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahvé" (Is 61,1). Se refiere a la fuerza de naturaleza espiritual necesaria para cumplir la misión confiada por Dios a una persona a quien eligió.

La participación en la unción de la humanidad de Cristo con el Espíritu Santo pasa a todos los que lo acogen en la fe y en el amor. Esa participación tiene lugar a nivel sacramental en las unciones con aceite, cuyo rito forma parte de la Iglesia, en el Bautismo, la confirmación, Unción de los Enfermos y el Orden Sacerdotal.

El Fuego: simboliza la energía transformadora de las actos del EspírituSabemos que Juan Bautista anunciaba en el Jordán; "El ( Cristo) os bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Mt 3,11) el bautismo en Espíritu y fuego indica el poder purificador del fuego: De un fuego misterioso que expresa la exigencia de santidad y de pureza que trae el Espíritu de Dios. Jesús mismo decía: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12,49).

La Nube y la Luz: símbolos inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Así desciende sobre la Virgen María para "cubrirla con su sombra". Así mismo se manifiesta En el Monte Tabor, en la Transfiguración. El día de la Ascensión, aparece una sombra y una nube.

El viento: símbolo central en Pentecostés, acontecimiento fundamental en la revelación del Espíritu Santo: "De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban los discípulos con María (Hch 2,2) .Jesús en la conversación con Nicodemo, cuando usa la imagen del viento para hablar de la persona del Espíritu Santo: "El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde vá. Así es todo el que nace del Espíritu" (Jn 3,8)

La Paloma: En el Bautismo de Jesús, el Espíritu Santo aparece en forma de paloma y se posa sobre Él. En el Antiguo Testamento, la paloma había sido mensajera de la reconciliación de Dios con la humanidad en los tiempos de Noé. En el Nuevo Testamento, esta reconciliación tiene lugar mediante el Bautismo

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La Mano: mediante la imposición de manos, los Apóstoles y ahora los Obispos, transmiten el "Don del Espíritu"

I.37. EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN, LAS PROMESAS DEL ESPÍRITU SANTO

"Mirad yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre...permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24,49). "Mientras estaba comiendo con ellos les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre (Hch 1,4).

Hablando de la "Promesa del Padre", Jesús señala la venida del Espíritu Santo ya anunciada de antemano en el Antiguo Testamento. Leemos en el libro del Profeta Joel:

"Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizaran, vuestros ancianos soñaran sueños y vuestros jóvenes verán visiones" (Jl. 3, 1-2).

Precisamente a este texto del Profeta Joel hará referencia Pedro en el primer discurso de Pentecostés.

Estas promesas han encontrado una expresión concreta en el Profeta Ezequiel (Ez. 36, 22-28). Dios anuncia por medio del Profeta, la revelación de su propia santidad, profanada por los pecados del pueblo elegido, especialmente por la idolatría.

Anuncia también que de nuevo reunirá a Israel purificándolo de toda mancha. Y luego promete:

"Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra....infundiré mi espíritu en vosotros yo haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas...seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. (Ez 36, 26-28)

I.38. EN LA ENCARNACIÓN Y LA MISIÓN DE JESÚS

Todo el "evento" de Jesucristo se explica mediante la acción del Espíritu Santo. La verdad sobre la tercera Persona de la Santísima Trinidad la leemos sobre todo en la vida del Mesías: de Aquel que fue "Consagrado con el Espíritu" (Cfr. Hch 10,38).

El primero de estos momentos es la misma Encarnación, es decir, la venida al mundo del Verbo de Dios, que en la concepción asumió la naturaleza humana y nació de María por obra del Espíritu Santo.

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En el episodio de la Visitación: María se puso en camino "con prontitud" para dirigirse a la casa de Isabel, ciertamente, por una necesidad del corazón, para prestarle un servicio afectuoso, como de hermana. San Lucas nos pone de relieve la acción del Espíritu Santo en el encuentro de las dos futuras madres: María "Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo" (Lc 1,40-41). Isabel experimenta de modo sensible aquella presencia del Espíritu Santo. Ella misma lo atestigua en el saludo que dirige a la joven madre que llega a visitarla

En la Presentación de Jesús en el Templo: "He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolidación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo" (Lc 2,25). Es decir, actuaba en él de modo habitual y "le había revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor" (Lc 2.26)

En el crecimiento espiritual del joven Jesús: "El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre El" (Lc 2,40). En el lenguaje del evangelista el "estar sobre" una persona elegida por Dios para una misión suele atribuirse al Espíritu Santo, como en el caso de María y Simeón.

En el Bautismo de Jesús: Todos los evangelistas nos han transmitido el acontecimiento (Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22; Jn 1, 29-34).

"Se abrió el cielo y se oyó una voz que venía de los cielos: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco". (Mc. 1,11)

Así en el Bautismo de Jesús en el Jordán tiene lugar una teofanía cuyo carácter trinitario queda mucho más subrayado que en la narración de la anunciación. El "abrirse el cielo", significa, en aquel momento, una iniciativa de comunicación del Padre y del Espíritu Santo con la tierra para la inauguración religiosa de la misión mesiánica del Verbo Encarnado.

En la experiencia del desierto: "El Espíritu le empuja al desierto" (Mc 1,22). Por lo tanto Jesús sigue el impulso interior y se dirige a donde le sugiere el Espíritu Santo. Ese desierto, además de ser lugar de encuentro con Dios, es también lugar de tentación y de lucha espiritual. Jesús por tanto, es conducido al desierto con el fin de afrontar las tentaciones de Satanás. Las Tentaciones sufridas y vencidas por Jesús, se nota la oposición de Satanás contra la llegada del reino de Dios al mundo humano. Pero Jesús lo refuta apoyándose en la misma palabra de Dios, aplicada correctamente.

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En la Oración: Jesús permanece profundamente entregado a la oración. San Lucas nos informa que se retiraba a los lugares solitarios donde oraba. Sus ratos de oración duraban a veces toda la noche. Los evangelistas destacan algunos de estos ratos, por ejemplo: la oración que hizo antes de la transfiguración en el monte Tabor, la que realizó durante la agonía de Getsemaní, etc.

Existe un caso en el que el evangelista atribuye explícitamente al Espíritu Santo la oración de Jesús. "Y Jesús, después de haberles asegurado que había visto a Satanás caer del cielo como un rayo" (Lc 10,18), se llenó de gozo del Espíritu Santo y dijo: "Yo te bendigo Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Lc 10,21)

En la predicación mesiánica de Jesús: En la Sinagoga de Nazaret, Jesús había aplicado a sí mismo la profecía de Isaías que comienza con las palabras "El Espíritu del Señor está sobre mí" (Lc 4,18). Aquel "estar el Espíritu sobre El" se extendía a todo lo que Él hacía y enseñaba (Hch 1,1). En efecto escribe San Lucas: que "Jesús volvió (del desierto) a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. El iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos" (Lc 4, 14-15). Aquella enseñanza despertaba interés y asombro "Todos daban testimonio de El y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca" (Lc 4,22). Lo mismo nos dice de los milagros y del singular poder de atracción de su personalidad: toda la multitud de los que "habían venido (de todas partes) para oírle y ser curados de sus enfermedades....procuraba tocarle porque salía de El una fuerza que sanaba a todos" (Lc 6, 17-19).

Los Evangelios sinópticos recogen otra afirmación de Jesús, en sus instrucciones a los discípulos, que no puede dejar de impresionarnos. Se refiere a la "blasfemia contra el Espíritu Santo" Dice: "A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará (Lc 12,10; Mt 12,32; Mc 3,29). La blasfemia a la que se refiere es en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la cruz.

En el sacrificio de Jesucristo: Fijemos la atención en las últimas palabras que pronunció Jesús en su agonía en el Calvario. En el texto de Lucas se escribe: "Padre, en tus manos pongo mi Espíritu" (Lc 23,46). Jesús encomienda (es decir, entrega) su espíritu al Padre con la perspectiva de la Resurrección. Confía al Padre la plenitud de su humanidad.

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En el Evangelio de Juan leemos "Cuando tomó Jesús vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E inclinando la cabeza entregó el Espíritu" (Jn 19,30).Es, pues, justo ver en el sacrificio de la cruz, el momento conclusivo de la revelación del Espíritu Santo en la vida de Cristo.

En la Resurrección de Cristo: En la Carta a los Romanos(1,3-4) el Apóstol Pablo escribe: "El Evangelio... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos. Jesucristo Señor nuestro" . Por consiguiente podemos decir que Cristo, que en el momento de su concepción en el seno de María por obra del Espíritu Santo ya era Hijo de Dios, en la Resurrección es "constituido fuente de vida y de santidad, lleno de poder de santificación, por obra del mismo Espíritu Santo".

I.39. EL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA

Pentecostés

El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo. Se hizo patente cuando vino el Espíritu Santo y los Apóstoles comenzaron a "dar testimonio" del misterio pascual de Cristo.

En efecto, Él no se limitó a atraer oyentes y discípulos mediante la palabra del Evangelio y los "signos" que obraba, sino que también anunció claramente su voluntad de "edificar la Iglesia" sobre los Apóstoles, y en particular sobre Pedro (Cfr. Mt 16,18).

La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Asocia a los fieles en una comunión en Cristo con el Padre en el Espíritu Santo. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu Santo a los miembros de su Cuerpo, para producir frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu.

"El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Nosotros no sabemos pedir como nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros" (Cfr. Rm. 8,26).

La Iglesia es capacitada por el Espíritu para realizar en la Liturgia las "obras de Cristo" (Cfr. Jn 1412), a través de la Liturgia, principalmente de los sacramentos, Cristo continúa realizando en la historia, por medio del Espíritu su

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obra de redención y santificación de todo el género humano. Por esto, la Liturgia de la Iglesia, el "nuevo culto en el Espíritu y la verdad", es a la vez, obra de Cristo y acción de la Iglesia.

El Espíritu Santo santifica a la Iglesia principalmente en los sacramentos, haciéndolos eficaces. Él es quien actúa en los sacramentos para hacer que comuniquen la gracia que cada uno de ellos significa. La Iglesia afirma que para los creyentes, los Sacramentos son necesarios para la salvación, que en cada uno de ellos otorga el Espíritu Santo, esto nos transforma y nos configura con Jesucristo.

El Espíritu Santo y la vida cristiana

A partir del Bautismo, El Espíritu Divino habita en el cristiano como en su templo. El apóstol Pablo en su primera carta a los Corintios pregunta

"¿No sabéis que... el Espíritu de Dios habita en vosotros?"

Ciertamente, la acción del Espíritu Santo penetra en lo más íntimo del hombre, en el corazón de sus fieles, y allí derrama la luz y la gracia de vida.

"¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo que está en vosotros y habéis recibido de Dios?" ( 1Cor 6,19).

El cristiano, mediante la inhabitación del Espíritu Santo, llega a encontrarse en una relación particular con Dios que se extiende a todas las relaciones interpersonales, tanto en el ámbito familiar como en el social.

Cuando el Apóstol recomienda: "No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios" (Ef 4,30), se basa en esta verdad revelada: La presencia personal de un Huésped interior, que puede ser entristecido a causa del pecado, ya que éste es siempre contrario al amor.

Gracias a la fuerza del Espíritu que habita en nosotros, el Padre y el Hijo vienen también a habitar en cada uno de nosotros.

El don del Espíritu Santo es el que:

Nos eleva y asimila a Dios en nuestro ser y en nuestro obrar

Nos hace partícipes de su conocimiento y de su amor

Hace que nos abramos a las personas divinas y que se queden en nosotros.

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La vida del cristiano es una existencia espiritual, una vida animada y guiada por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad. El Espíritu Santo es el principio de acción y lucha contra lo que:

Intenta separarle de su condición de hijo

Le impida amar y servir a Dios en el orden nuevo del Espíritu (Cfr. Rm 7,6).

Gracias al Espíritu y guiados por Él, el cristiano tiene la fuerza necesaria para luchar contra todo lo que se opone al Espíritu.

Los cristianos creemos firmemente que el Espíritu Santo está y camina con nosotros, nos acompaña a lo largo de nuestro camino de santificación, obra y actúa en lo más íntimo de cada uno: es a lo que llamamos las gracias actuales. Por las que nuestra inteligencia, voluntad, impulsos, querer, etc. Están impregnados de su presencia y de su fuerza, y nos ayudan a actuar de acuerdo con lo que Él nos dice o inspira.

La vida cristiana es seguir a Cristo, es decir, es seguimiento: "Ven y sígueme" (Mt 19,21) que no va dirigido exclusivamente a aquellos a quienes quiere confiar una misión particular y especial, sino que es la condición de todo creyente, de todo discípulo suyo.

Seguir a Jesucristo es el fundamento esencial y original de la vida cristiana. El Papa Juan Pablo II nos lo explica claramente en una de sus encíclicas:

"No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre”.

"Seguir a Cristo no es una invitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz" (Fil 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (Cfr. Ef 3,17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con el; lo cual es fruto de gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros"

En definitiva: La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación ( Cfr. Rm 6,22; Gal 5,22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia,

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en el llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren.

Los dones del Espíritu Santo

Para que el cristiano pueda luchar, el Espíritu Santo le regala sus siete dones, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu, estos dones son:

Sabiduría: Nos da la capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades de este mundo; nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios.

Ciencia: El hombre iluminado por el don de la ciencia, conoce el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. Y no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida.

Consejo: Este don actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma. El cristiano ayudado con este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de la montaña.

Piedad: Mediante éste don, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos. El don de la piedad orienta y alimenta la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia ayuda y perdón. Además extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.

Temor de Dios: Con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor a Dios, el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de permanecer y de crecer en la caridad.

Entendimiento: Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las profundidades de Dios" (1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de esa capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios, al mismo tiempo hace también más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación.

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Fortaleza: El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios, en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez. Es decir, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con San Pablo: "Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Cor 12,10).

UNIDAD XUNIDAD XESPERO LA VIDA ETERNA

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I.40. LA RESURRECCIÓN EN EL ANTIGUO Y NUEVO TESTAMENTO

De acuerdo con algunas ideologías, la resurrección sucede en distintos planos. A veces se trata del cuerpo físico, devuelto a la vida, indistinguible de su situación antes de la muerte, en cuyo caso el catolicismo habla de resucitación (caso de Lázaro, Juan 11, 1-45). Otras son simbólicas, no se trata de volver en cuerpo físico, sino como un cuerpo fantasma que vuelve de la muerte. Además, algunas ideologías reservan la resurrección como una unificación final, que no podrá ser deshecha, al igual que la Resurrección de Cristo. En este caso Jesús de Nazaret no volvió al estado anterior en vida, por eso se diferencia de resucitación, si no de una resurrección a la vida eterna. Es decir el hecho de la resucitación no implica volver a morir antes o después, hecho este descartado en la figura de

Jesús de Nazaret, por lo que se habla de Resurrección de Jesús.

Ejemplos religiosos

Mientras que la resurrección de Cristo es una de las creencias fundamentales del Cristianismo, en otras religiones, mitos y fábulas también figuran resurrecciones. Como afirma Joseph McCabe en "El mito de la Resurrección", "Siglos antes de la época de Cristo, las naciones celebraban anualmente la muerte y resurrección de Osiris, Attis, Mitra y otros dioses"

Religiones antiguas

En las religiones paganas existen varios ejemplos de dioses resucitados, como el Adonis sirio y griego, el Osiris de los egipcios o la historia babilonia de Tammuz.

Resurrección en la Biblia

En la Biblia la resurrección más que una creencia se presenta como un hecho probado y documentado, con testigos oculares. Tanto el concepto como ejemplos de resurrección aparecen tanto como en el antiguo como el nuevo testamento. En la Biblia el término tiene el sentido de volver a la vida o reanimar como cuerpo físico, jamás aparece el concepto de unión cuerpo/alma. Se registran nueve resurrecciones en la Biblia:

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Antiguo testamento

Elías resucita a un niño

Eliseo sucesor de Elías también resucita a un niño

Alguien que toca los huesos de Eliseo recobra la vida.

Nuevo Testamento

Jesús resucita al hijo de una viuda en Nain.

Jesús resucita a la hija de Jairo.

Jesús resucita a Lázaro

Dios resucita a Jesús al tercer día

Apóstol Pedro resucita a Dorcas(Tabita)

Apóstol Pablo resucita al joven Eutico

Cristianismo

En el Nuevo Testamento, se cuenta como Jesús resucita a varias personas, como la hija de Jairo, poco después de morir, el hijo de la viuda de Naín, resucitado en su propia procesión funeraria, o Lázaro, amigo personal de Jesús, que llevaba cuatro días enterrado. En el momento de la muerte de Jesús, siempre según el Nuevo Testamento, se abrieron las tumbas, y varios muertos volvieron a la vida. Tras la resurrección de Jesús, muchas de las personas santas que habían muerto también salieron de sus tumbas y entraron en Jerusalén, apareciéndose a muchos, según el Evangelio según San Mateo

El nuevo testamento afirma también que Jesucristo resucitó tres días después de su muerte (ver Mateo 28, Marcos 16, Lucas 28, Hechos 10:40), y así también todos nosotros podremos resucitar (ver 1º Corintios 15:20-22)

También los apóstoles y santos cristianos realizaron resurrecciones. San Pedro resucitó a una mujer cuyo nombre era Dorcas, y San Pablo hizo lo mismo con un hombre llamado Eutychus, que había muerto al dormirse en una ventana, según relata el libro de Hechos de los Apóstoles

También la Virgen María, según algunos grupos cristianos, fue subida en cuerpo y alma al Cielo (la Asunción de María, que fue aprobada como dogma de fe en 1950 por la Iglesia Católica), aunque los autores divergen sobre si la Virgen había muerto, o solo estaba en un estado similar al sueño (la Dormición de María). En otras tradiciones, la asunción tiene lugar en Éfeso. Aquí vio sus últimos días, bajo el cuidado de San Juan Evangelista, siguiendo el precepto que le había dado Cristo en la Cruz "Hijo, aquí tienes a tu Madre". Durante siglos, muchas personas han asegurado ver a la Virgen.

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En el Antiguo Testamento, se dice que Eliseo resucitó a un muchacho. En cualquier caso, todas estas personas resucitadas murieron después. También son interesantes los relatos bíblicos que cuentan como Enoch y el profeta Elías fueron llevados a la presencia de Dios sin experimentar la muerte, y las creencias de que no se encontró la tumba de Moisés, puesto que también fue resucitado. Ambos aparecen en el pasaje de la Transfiguración de Cristo. El profeta Ezequiel tiene una visión del valle de los huesos secos, devueltos a la vida como un ejército, dentro de la profecía que dice que la casa de Israel será un día devuelta a la vida para vivir en su tierra.

Como el cristianismo derivó desde fuentes judaicas, hay que señalar que el Judaísmo también tiene como pricipio de fe la Resurrección de los muertos. Una famosa autoridad Judía, Maimónides, señaló 13 principios de la fe judía, y la Resurrección es uno de ellos, impreso en el libro de oraciones rabicas hasta ahora. Es el principio décimo tercero y señala:

"Creo con fe sincera que los muertos resucitarán, cuando Dios (sea bendito), lo desee. Sea el Nombre (de Dios) bendito, y Su recuerdo se eleve por los siglos de los siglos".

En la época de Jesús, había debates entre los fariseos, que creían en la futura Resurrección, y los saduceos, que no lo hacían, sobre si existía una vida tras la muerte, o podría existir una resurrección general. Jesús declaró estar de acuerdo con los fariseos. La mayoría de las iglesias cristianas enseñan que habrá una resurrección general al "final de los tiempos".

I.41. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOSI.41.1. LA RESURRECCIÓN DE LOS CUERPOS

“SEGÚN LAS PALABRAS DE JESÚS A LOS SADUCEOS”

1. "Estáis en un error, y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios" (Mt 22, 29); así dijo Cristo a los saduceos, los cuales —al rechazar la fe en la resurrección futura de los cuerpos— le habían expuesto el siguiente caso: "Había entre nosotros siete hermanos; y casado el primero, murió sin descendencia, y dejó la mujer a su hermano (según la ley mosaica del "levirato"); igualmente el segundo y el tercero, hasta los siete. Después de todos murió la mujer. Pues en la resurrección, ¿de cuál de los siete será la mujer?" (Mt 22, 25-28).

Cristo replica a los saduceos afirmando, al comienzo y al final de su respuesta, que están en un gran error, no conociendo ni las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mc 12, 24; Mt 22, 29). Puesto que la conversación con los saduceos la

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refieren los tres Evangelios sinópticos, confrontemos brevemente los relativos textos.

2. La versión de Mateo (22, 24-30), aunque no haga referencia a la zarza, concuerda casi totalmente con la de Marcos (12, 18-25). Las dos versiones contienen dos elementos esenciales: 1) la enunciación sobre la resurrección futura de los cuerpos; 2) la enunciación sobre el estado de los cuerpos de los hombres resucitados [1]. Estos dos elementos se encuentran también en Lucas (20, 27-36). El primer elemento, concerniente a la resurrección futura de los cuerpos, está unido, especialmente en Mateo y en Marcos, con las palabras dirigidas a los saduceos, según las cuales, ellos no conocían "ni las Escrituras ni el poder de Dios". Esta afirmación merece una atención particular, porque precisamente en ella Cristo puntualiza las bases mismas de la fe en la resurrección, a la que había hecho referencia al responder a la cuestión planteada por los saduceos con el ejemplo concreto de la ley mosaica del levirato.

3. Sin duda, los saduceos tratan la cuestión de la resurrección como un tipo de teoría o de hipótesis, susceptible de superación. Jesús les demuestra primero un error de método: no conocen las Escrituras; y luego, un error de fondo: no aceptan lo que está revelado en las Escrituras —no conocen el poder de Dios—, no creen en Aquel que se reveló a Moisés en la zarza ardiente. Se trata de una respuesta muy significativa y muy precisa. Cristo se encuentra aquí con hombres que se consideran expertos y competentes intérpretes de las Escrituras. A estos hombres —esto es, a los saduceos— les responde Jesús que el solo conocimiento literal de la Escritura no basta. Efectivamente, la Escritura es, sobre todo, un medio para conocer el poder de Dios vivo, que se revela en ella a sí mismo, igual que se reveló a Moisés en la zarza. En esta revelación El se ha llamado a sí mismo "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y de Jacob", de aquellos, pues, que habían sido los padres de Moisés en la fe, que brota de la revelación del Dios viviente. Todos ellos han muerto ya hace mucho tiempo; sin embargo, Cristo completa la referencia a ellos con la afirmación de que Dios "no es Dios de muertos, sino de vivos". Esta afirmación-clave, en la que Cristo interpreta las palabras dirigidas a Moisés desde la zarza ardiente, sólo pueden ser comprendidas si se admite la realidad de una vida, a la que la muerte no pone fin. Los padres de Moisés en la fe, Abraham, Isaac y Jacob, para Dios son personas vivientes (cf. Lc 20, 38: "porque para El todos viven"), aunque, según los criterios humanos, haya que contarlos entre los muertos. Interpretar correctamente la Escritura, y en particular estas palabras de Dios, quiere decir conocer y acoger con la fe el poder del Dador de la vida, el cual no está atado por la ley de la muerte, dominadora en la historia terrena del hombre.

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4. Parece que de este modo hay que interpretar la respuesta de Cristo sobre la posibilidad de la resurrección [5], dada a los saduceos, según la versión de los tres sinópticos. Llegará el momento en que Cristo dé la respuesta, sobre esta materia, con la propia resurrección; sin embargo, por ahora se remite al testimonio del Antiguo Testamento, demostrando cómo se descubre allí la verdad sobre la inmortalidad y sobre la resurrección. Es preciso hacerlo no deteniéndose solamente en el sonido de las palabras, sino remontándose también al poder de Dios, que se revela en esas palabras. La alusión a Abraham, Isaac y Jacob en aquella teofanía concedida a Moisés, que leemos en el libro del Éxodo (3, 2-6), constituye un testimonio que Dios vivo da de aquellos que viven "para El"; de aquellos que gracias a su poder tienen vida, aún cuando, quedándose en las dimensiones de la historia, sería preciso contarlos, desde hace mucho tiempo, entre los muertos.

5. El significado pleno de este testimonio, al que Jesús se refiere en su conversación con los saduceos, se podría entender (siempre sólo a la luz del Antiguo Testamento) del modo siguiente: Aquel que es —Aquel que vive y que es la Vida— constituye la fuente inagotable de la existencia y de la vida, tal como se reveló al "principio", en el Génesis (cf. Gén 1-3). Aunque, a causa del pecado, la muerte corporal se haya convertido en la suerte del hombre (cf. Gén 3, 19)[6]6, y aunque le haya sido prohibido el acceso al árbol de la vida (gran símbolo del libro del Génesis) (cf. Gén 3, 22), sin embargo, el Dios viviente, estrechando su alianza con los hombres (Abraham, Patriarcas, Moisés, Israel), renueva continuamente, en esta Alianza, la realidad misma de la Vida, desvela de nuevo su perspectiva y, en cierto sentido, abre nuevamente el acceso al árbol de la vida. Juntamente con la Alianza, esta vida, cuya fuente es Dios mismo, se da en participación a los mismos hombres que, a consecuencia de la ruptura de la primera Alianza, habían perdido el acceso al árbol de la vida, y en las dimensiones de su historia terrena habían sido sometidos a la muerte.

6. Cristo es la última palabra de Dios sobre este tema; efectivamente, la Alianza, que con El y por El se establece entre Dios y la humanidad, abre una perspectiva infinita de Vida: y el acceso al árbol de la vida —según el plano originario del Dios de la Alianza— se revela a cada uno de los hombres en su plenitud definitiva. Este será el significado de la muerte y de la resurrección de Cristo, éste será el testimonio del misterio pascual. Sin embargo, la conversación con los saduceos se desarrolla en la fase pre-pascual de la misión mesiánica de Cristo. El curso de la conversación según Mateo (22, 24-30), Marcos (12, 18-27) y Lucas (20, 27-36) manifiesta que Cristo —que otras veces, particularmente en las conversaciones con sus discípulos, había hablado de la futura resurrección del Hijo del hombre (cf., por ejemplo, Mt 17, 9. 23; 20, 19 y paral.)— en la conversación con los saduceos, en cambio, no se remite a este argumento. Las razones son obvias y claras. La conversación tiene lugar con los saduceos, "los cuales afirman que no hay resurrección"

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(como subraya el Evangelista), es decir, ponen en duda su misma posibilidad, y a la vez se consideran expertos de la Escritura del Antiguo Testamento y sus intérpretes calificados. Y, por esto, Jesús se refiere al Antiguo Testamento, y, basándose en él, les demuestra que "no conocen el poder de Dios".

7. Respecto a la posibilidad de la resurrección, Cristo se remite precisamente a ese poder, que va unido con el testimonio del Dios vivo, que es el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y el Dios de Moisés. El Dios, a quien los saduceos "privan" de este poder, no es el verdadero Dios de sus Padres, sino del Dios de sus hipótesis e interpretaciones. Cristo, en cambio, ha venido para dar testimonio del Dios de la Vida en toda la verdad de su poder que se despliega en la vida del hombre.

I.41.2. ESPERO LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

El Credo cristiano -Profesión de nuestra Fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora - culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.

Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha Resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo Resucitado y que Él los resucitará en el último día (Cfr. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad.

"Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros. Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rm 8, 11)

El término "carne" designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad. La "resurrección de la carne" significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros "cuerpos mortales" volverán a tener vida.

Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. "La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella".

"¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos tampoco Cristo Resucitó. Y si no Resucitó Cristo vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe.... ¡Pero no! Cristo Resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron". (1 Co 15, 12-14. 20).

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¿Cómo resucitan los muertos?

¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

¿Quién resucitará?

Todos los hombres que han muerto: "Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5,29)

¿Cómo?

Cristo Resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24,39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora", pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp. 3,21), en "Cuerpo espiritual" (1 Co 15,44)

Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un principio de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

"Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y una celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la Resurrección" (San Irineo de Lyón)

¿Cuándo?

Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

"El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" (1 Ts. 4,16).

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El sentido de la muerte cristiana

Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo.

"Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1,21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él" (2 Tm 2,11).

En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1,23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (Cfr. Lc 23, 46).

"Mi deseo terreno ha desaparecido.; hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí "ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía).

"Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir" (Santa Teresa de Jesús).

"Yo no muero, entro en la vida" (Santa Teresita del Niño Jesús).

La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino.

La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte "De la muerte repentina e imprevista líbranos Señor", (Letanías de los santos) A pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Ave María), y a confiarnos a San José, patrono de la buena muerte.

"Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temería mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?" (Imitación de Cristo 1, 23).

I.42. LA VIDA ETERNA

La muerte abre la puerta de "la vida eterna", y la vida eterna, -último artículo del Símbolo- es la meta del hombre, sabiendo por la Revelación que la vida "no termina, se transforma"; de modo que los que creen en Cristo pueden adquirir una mansión eterna en el cielo. ¡Viviremos eternamente!

De esto se trata. Como decía San José maría Escrivá de Balaguer, "lo que hemos de pretender es ir al cielo. Si no, nada vale la pena". Este es el destino definitivo de

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nuestra existencia. Pero el destino real se corresponde con el uso de la libertad y, por tanto, si se vive de cara a Dios, se alcanza el cielo; si se vive de espaldas a Dios y se muere en pecado mortal, el destino es el infierno. Hay una situación provisional, y es cuando el hombre muere en gracia pero no ha terminado de limpiarse, y ha de hacerlo en el purgatorio.

1. Al cielo van los que tienen el alma limpia

San Juan nos habla, igual que San Pablo, de la visión que tuvo del cielo: "Vi una muchedumbre grande, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaba delante del trono del Cordero (Cristo), vestidos de túnicas blancas y palmas en sus manos" (Apocalipsis) 7,9).

Vestidos con túnicas blancas quiere decir que estaban en gracia de Dios y limpios de cualquier mancha o pecado. Por eso recibieron el premio del cielo. Como dice el Evangelio, "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mateo 5,8).

2. El cielo consiste en ver, amar y gozar de Dios eternamente

¿Qué es el cielo? Escribiendo San Pablo a los cristianos de Corinto decía: "No ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman" (Corintios 2,9). Es algo tan grande que, aunque nos pusiéramos a soñar, nunca llegaríamos a imaginar lo que es. Sin embargo, dice una cosa muy concreta: "Estaremos siempre con el Señor" (1 Tesalonicenses 4,18). Estaremos siempre con Cristo, nuestro Amigo.

Dios es el sumo bien, la belleza infinita, y el hombre, que ansía ver cosas maravillosas, quedará completamente saciado -saciado sin saciar- al contemplar a Dios. Lo veremos tal cual es. Además, lo amaremos ardientemente y seremos amados eternamente por Dios. Los deseos de amor que tiene el hombre quedarán plenamente colmados.

Por estas razones, en el cielo sólo habrá gozo y alegría. No habrá enfermedades, ni dolores, ni penas, sino únicamente gozar de Dios en compañía de la Virgen y de los ángeles y de todos los santos. Estaremos con todos aquellos que han sido fieles a Dios, a muchos de los cuales hemos conocido en esta tierra.

3. La purificación final o Purgatorio

Los que mueren en la gracia y la amistad con Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna

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salvación, sufren después de la muerte una purificación a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama Purgatorio y esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados.

4. Podemos ayudar a las almas del purgatorio

Dios quiere que la Iglesia de la tierra ayude a las almas que están en el purgatorio, donde se están purificando y con el deseo ardiente de ir al cielo para estar con Dios. Como se dice en el tema de la comunión de los santos, hemos de ayudarles y podemos hacerlo con estos auxilios:

Ofrecer como sufragio la Santa Misa. Es la mejor manera, porque ofrecemos por los difuntos los méritos infinitos del mismo Jesucristo.

Rezar mucho por las almas del purgatorio, recabando la intercesión de la Madre de Dios para que cuanto antes vayan al cielo. La Virgen es también Madre de los que están en el purgatorio y hemos de pedirle por nuestros familiares y amigos y por aquellas almas por las que nadie reza.

Ofrecer en su favor nuestras buenas obras: nuestro trabajo, alguna limosna, pequeñas mortificaciones. Dios lo acepta en beneficio de las almas del purgatorio.

5. Existe el infierno.

Jesucristo, que dice la verdad sin que pueda engañarse ni engañarnos porque es Dios, nos habló de la existencia del infierno en muchos lugares del Evangelio. Al revelar el misterio del juicio final se manifiesta la sentencia que el Juez dictará sobre los malvados, situados a su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles". Y concluye: "E irán al suplicio eterno" (Mateo 25,41.46) Otros pasajes con esta enseñanza son la cizaña que será arrojada al fuego (cfr. Mateo 13,40-42; los peces malos será arrojados fuera ( cfr. Mateo 13,47-48); quien no lleve vestidura nupcial será echado a las tinieblas exteriores (cfr. Mateo 22,13); la vírgenes necias no entrarán (cfr. Mateo 25, 1-13); el siervo inútil será arrojado de la casa del señor (cfr. Lucas 16,1-8), etc.

Si nos ponemos a pensar, veremos que el infierno existe porque Dios es justo; y teniendo que premiar a los hombres que libremente han hecho el bien, tiene que castigar a los que libremente han hecho el mal.

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En el infierno no hay ningún descanso y no se termina nunca de sufrir porque es eterno. Lo dijo el Señor: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno" (Mateo 25,41). La existencia del infierno y la eternidad de sus penas son una verdad de fe que debemos creer firmemente.

5. Al infierno van los que mueren en pecado mortal

En el momento del juicio, el Señor condena a los malos al infierno. ¿Quiénes son esos malos que van al infierno? San Pablo enumera las obras de la carne: fornicación, lujuria, idolatría, enemistades, envidias, homicidios..., y afirma: "Los que hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios" (Gálatas 5,19-21). En definitiva, son todos los que al morir tienen el alma manchada por el pecado mortal.

6. Hay que ayudar a los demás a ganar el cielo y evitar el infierno

El cielo es sin duda lo único que da sentido a la vida del hombre; no ir al cielo es haber fracasado rotundamente. Pero, como hemos dicho, sólo pueden entrar en él los que mueren en gracia de Dios. Y quizá hay junto a nosotros personas que no se dan cuenta de esto, viviendo apartados totalmente de Dios, con el grave peligro de perderlo para siempre.

Esto nos debe remover interiormente para hacer mucho apostolado y conseguir que todos los hombres se salven. Hemos de rezar, ofrecer pequeñas mortificaciones, vivir ejemplarmente nuestra vocación cristiana, hablar a los demás de Dios. Dios premia la generosidad, y tendremos el gozo de encontrarnos en el cielo con esas almas a las que hemos ayudado en la tierra.

UNIDAD XIUNIDAD XIMARIA MADRE DE DIOS

I.43. MARIA EN LA BIBLIAI.43.1. MARÍA EN LOS EVANGELIOS: SU VIDA

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Lo que dicen los Evangelios acerca de la vida de María.

El lector de los Evangelios se queda al principio sorprendido al encontrar tan poco sobre María; pero esta oscuridad de María en los Evangelios ha sido estudiada exhaustivamente por el Beato Pedro Canisius, Augusto Nicolás, el Cardenal Newman y el muy reverendo J. Spencer Northcote.

En el comentario del "Magnificat" publicado en 1518, incluso Lutero expresa su convencimiento de que los Evangelios alaban suficientemente a

María al llamarla (ocho veces) la Madre de Jesús.

En los siguientes párrafos agruparemos brevemente lo que se conoce de la vida de Nuestra Señora antes del nacimiento de su divino Hijo, durante la vida oculta de Nuestro Señor, durante su vida pública y después de su resurrección.

Ascendencia Davídica de María.

S. Lucas (2:4) narra que San José se desplazó desde Nazaret a Belén para empadronarse, "por ser él de la casa y de la familia de David". Como si quisiera eliminar cualquier duda referente a la ascendencia davídica de María, el evangelista (1:32,69) afirma que al niño nacido de María sin intervención de varón le será otorgado "el trono de David, su padre", y que el Señor Dios ha "levantado en favor nuestro un cuerno de salvación en la casa de David, su siervo".

S. Pablo también da fe de que Jesucristo "nacido de la descendencia de David según la carne" (Romanos 1:3). Si María no hubiera sido descendiente de David, su Hijo concebido por el Espíritu Santo no hubiera podido considerarse "de la descendencia de David". Por ello los comentaristas nos dicen que en el texto "En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel... a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David" (Lucas 1:26-27); la última frase "de la casa de David" no se refiere a José, sino a la doncella virgen que es el personaje principal de la narración; así tenemos un testimonio inspirado directo de la ascendencia davídica de María.

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Mientras que los comentaristas generalmente están de acuerdo en que la genealogía que se encuentra al comienzo del primer Evangelio es la de S. José, Annius de Viterbo propone su opinión, a la que ya se refirió S. Agustín, de que la genealogía de S. Lucas describe la ascendencia de María. El texto del tercer Evangelio (3:23) puede explicarse de forma que Heli sea el padre de María: "Jesús... era, según se creía, hijo de José, hijo de Heli" (23). En estas explicaciones el nombre de María no se menciona explícitamente, pero va implícito; ya que Jesús es el hijo de Heli a través de María.

Sus padres.

Aunque pocos comentaristas están de acuerdo con esta opinión acerca de la genealogía de S. Lucas, el nombre del padre de María, Heli, coincide con el nombre del padre de Nuestra Señora según una tradición basada en la narración del Protoevangelio de Santiago, un Evangelio apócrifo que data de finales del siglo II.

Según este documento, los padres de María eran Joaquín y Ana. Ahora bien, el nombre de Joaquín es sólo una variante de Heli o Eliachim, sustituyendo un nombre divino (Yahvé) por otro (Eli, Elohim). La tradición en lo que respecta a los padres de María, según el Evangelio de Santiago, es reproducida por S. Juan Damasceno, S. Gregorio de Nyssa, S. Germán de Constantinopla, Pseudo-Epifanio, pseudo-Hilario y S. Fulberto de Chartres. Algunos de estos escritores añaden que el nacimiento de María se consiguió gracias a las fervientes oraciones de Joaquín y Ana cuando ya tenían una edad avanzada. Así como Joaquín pertenecía a la familia real de David, también se supone que Ana era descendiente de la familia sacerdotal de Aarón; por ello, Cristo, el Eterno Rey y Sacerdote, descendía de una familia real y sacerdotal.

La ciudad de los padres de María.

Según S. Lucas 1:26, María vivía en Nazaret, una ciudad de Galilea, en el momento de la Anunciación. Una determinada tradición sostiene que fue concebida y nació en la misma casa en la que el Verbo se hizo carne. Otra tradición, basada en el Evangelio de Santiago, considera Seforis

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como la primera casa de Joaquín y Ana, aunque se dice que después vivieron en Jerusalén, en una casa llamada "Probatica" por S. Sofronio de Jerusalén. "Probatica", un nombre que probablemente procedía de un estanque llamado Probatica o Betzata en S. Juan 5:2, cercano al santuario. Aquí fue donde nació María. Alrededor de un siglo después, sobre el 750 d. de J.C., S. Juan Damasceno afirma de nuevo que María nació en Probatica.

Se dice que, ya en el siglo V, la emperatriz Eudoxia construyó una iglesia en el lugar en que nació María, y donde sus padres vivieron en su ancianidad. La actual iglesia de Sta. Ana se encuentra a una distancia de menos de 100 pies de la piscina Probática. El 18 de marzo de 1889 se descubrió una cripta que encierra el sitio en que se supone que Sta. Ana fue enterrada. Probablemente ese lugar fue en su origen un jardín en el que Joaquín y Ana recibieron sepultura. En su época todavía estaba situado fuera de los muros de la ciudad, unos 400 pies al norte del Templo. Otra cripta cercana a la tumba de Sta. Ana se cree que es el lugar donde nació la Bienaventurada Virgen; por ello, en los primeros tiempos se le llamó a esa iglesia Sta. María de la Natividad. En el valle Cedron, cerca de la carretera que lleva a la iglesia de la Asunción, hay un pequeño santuario que contiene dos altares, que se cree que están edificados sobre las tumbas de S. Joaquín y Sta. Ana; sin embargo, estos sepulcros pertenecen a la época de las Cruzadas. También en Seforis los cruzados reemplazaron un antiguo santuario situado sobre la legendaria casa de S. Joaquín y Sta. Ana por una gran iglesia. Después de 1788 parte de esta iglesia fue restaurada por los Padres Franciscanos.

Su Inmaculada Concepción: el nacimiento de María.

En lo referente al lugar de nacimiento de Nuestra Señora, existen tres tradiciones diferentes que hay que considerar.

Primero, se ha situado el acontecimiento en Belén. Esta opinión se basa en la autoridad de los siguientes testigos: ha sido expresada en un documento titulado "De nativ. S. Mariae" incluido a continuación de las obras de S. Jerónimo; es una suposición más o menos vaga del Peregrino de Piacenza, llamado erróneamente Antonino Mártir, que escribió alrededor del 580 d. de J.C.; finalmente, los Papas Pablo II (1471), Julio II (1507), León X (1519), Pablo III (1535), Pío IV (1565), Sixto V (1586) e Inocencio XII (1698) en sus Bulas referentes a la Santa

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Casa del Loreto afirman que la Bienaventurada Virgen nació, fue educada y recibió la visita del ángel en la Santa Casa. Sin embargo, estos pontífices no deseaban en realidad decidir sobre una cuestión histórica; ellos simplemente expresan la opinión de sus épocas respectivas.

Una segunda tradición situaba el nacimiento de Nuestra Señora en Seforis, unas tres millas al norte de Belén, la Diocaesarea romana, y la residencia de Herodes Antipas hasta bien entrada la vida de Nuestro Señor. La antigüedad de esta opinión puede deducirse por el hecho de que bajo el reinado de Constantino se erigió en Seforis una iglesia para conmemorar la residencia de Joaquín y Ana en dicho lugar, S. Epifanio habla de este santuario. Pero esto sólo demuestra que Nuestra Señora debió vivir durante algún tiempo en Seforis con sus padres, sin que por ello tengamos que creer que nació allí.

La tercera tradición, la de que María nació en Jerusalén, es la más probable de las tres. Hemos visto que se basa en el testimonio de S. Sofronio, de S. Juan Damasceno y sobre la evidencia de hallazgos recientes en la Probatica. La Festividad de la Natividad de Nuestra Señora no se celebró en Roma hasta finales del siglo VII; sin embargo, dos sermones encontrados entre los escritos de S. Andrés de Creta (m. 680) implican la existencia de esta fiesta y nos hacen suponer que fue introducida en una fecha más temprana en otras iglesias. En 1799, el décimo canon del Sínodo de Salzburgo señala cuatro fiestas en honor de la Madre de Dios: la Purificación, el 2 de febrero; la Anunciación, el 25 de marzo; la Asunción, el 15 de agosto y la Natividad, el 8 de septiembre.

La Presentación de María.

Según Éxodo 13:2 y 13:12, todo primogénito hebreo debía ser presentado en el Templo. Dicha ley llevaría a los padres judíos piadosos a observar el mismo rito religioso con otros hijos favoritos. Ello hace suponer que Joaquín y Ana presentaron a su hija, obtenida tras largas y fervientes oraciones, en el Templo.

En cuanto a María, S. Lucas (1:34) nos dice que respondió al ángel que le anunciaba el nacimiento de Jesucristo: "cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón". Estas palabras difícilmente pueden ser entendidas, a menos que supongamos que María había hecho voto de virginidad, ya que cuando las pronunció estaba desposada con S. José. La ocasión

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más adecuada para tal voto fue su presentación en el Templo. Del mismo modo que algunos Padres admiten que las facultades de S. Juan Bautista fueron desarrolladas prematuramente por una intervención especial del poder divino, se puede admitir la existencia de una gracia similar para con la hija de Joaquín y Ana.

Sin embargo, todo lo referido anteriormente no supera la certeza de la probabilidad de unas conjeturas piadosas. La consideración de que Nuestro Señor no podía rehusarle a su bendita Madre cualquier favor que dependiera exclusivamente de su magnificencia, no tiene un valor mayor que el de un argumento a priori. La certeza sobre esta cuestión debe depender de testimonios externos y de las enseñanzas de la Iglesia.

Ahora bien, el Protoevangelio de Santiago y el documento titulado "De nativit. Mariae", afirman que Joaquín y Ana, cumpliendo un voto que habían hecho, presentaron a la pequeña María en el Templo cuando tenía tres años de edad; que la criatura subió sola los escalones del Templo, y que hizo su voto de virginidad en dicha ocasión. S. Gregorio de Nyssa y S. Germán de Constantinopla aceptaron este testimonio, que también fue seguido por pseudo-Gregorio de Naz. En su "Christus patiens". Además, la Iglesia celebra la Festividad de la Presentación, aunque no especifica a qué edad fue presentada la pequeña María en el Templo, cuándo hizo su voto de virginidad y cuáles fueron los dones especiales naturales y sobrenaturales que Dios le concedió. La festividad es mencionada por primera vez en un documento de Manuel Commenus, en 1166; desde Constantinopla, la festividad debió ser introducida en la Iglesia occidental, donde la podemos hallar en la corte papal de Aviñón en 1371; alrededor de un siglo más tarde, el Papa Sixto IV introdujo el Oficio de la Presentación, y en 1585 el Papa Sixto V extendió la Festividad de la Presentación a toda la Iglesia.

Sus esponsales con José.

Las escrituras apócrifas a las que nos hemos referido en el párrafo anterior afirman que María permaneció en el Templo después de su

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presentación para ser educada con otros niños judíos. Allí ella disfrutó de visiones extáticas y visitas diarias de los santos ángeles.

Cuando ella contaba catorce años, el sumo sacerdote quiso enviarla a casa para que contrajera matrimonio. María le recordó su voto de virginidad, y confundido, el sumo sacerdote consultó al Señor. Entonces llamó a todos los hombres jóvenes de la estirpe de David y prometió a María en matrimonio a aquel cuya vara retoñara y se convirtiera en el lugar de descanso del Espíritu Santo en forma de paloma. José fue el agraciado en este proceso extraordinario.

Hemos visto ya que S. Gregorio de Nyssa, S. Germán de Constantinopla y pseudo-Gregorio Nacianceno parecen admitir estas leyendas. Además, el emperador Justiniano permitió que se construyera una basílica en la plataforma del antiguo Templo, en memoria de la estancia de Nuestra Señora en el santuario; la iglesia fue llamada la Nueva Santa María, para distinguirla de la iglesia de la Natividad. Se cree que es la moderna mezquita de Al-Aqsa.

Por otra parte, la Iglesia no se pronuncia en lo que respecta a la estancia de María en el Templo. S. Ambrosio, cuando describe la vida de María antes de la Anunciación, supone expresamente que vivía en la casa de sus padres. Todas las descripciones del Templo judío que pueden poseer algún valor científico nos dejan a oscuras en cuanto a la existencia de lugares en los que pudieran haber recibido su educación las muchachas jóvenes. La estancia de Joas en el Templo hasta la edad de siete años no apoya el supuesto de que las chicas jóvenes fueran educadas dentro del recinto sagrado, ya que Joas era el rey, y fue obligado por las circunstancias a permanecer en el Templo (cf. IV Reyes 11:3). La alusión de II Macabeos 3:19, cuando dice "las doncellas, recogidas" no demuestra que ninguna de ellas fuera retenida en los edificios del Templo. Si se dice de la profetisa Ana (Lucas 2:37) que "no se apartaba del templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día", nosotros no suponemos que ella viviera de hecho en una de las habitaciones del templo. Como la casa de Joaquín y Ana no se encontraba muy alejada del Templo, podemos suponer que a la santa niña María se le permitía a menudo visitar los sagrados edificios para que pudiera satisfacer su devoción.

Se consideraba que las doncellas judías habían alcanzado la edad del matrimonio cuando cumplían doce años y seis meses, aunque la edad de

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la novia variaba según las circunstancias. El matrimonio era precedido por los esponsales, después de los cuales la novia pertenecía legalmente al novio, aunque no vivía con él hasta un año después, que era cuando el matrimonio solía celebrarse. Todo esto coincide con el lenguaje de los evangelistas. S. Lucas (1:27) llama a María "una virgen desposada con un varón de nombre José"; S. Mateo (1:18) dice: "Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo". Como no tenemos noticia de ningún hermano de María, debemos suponer que era una heredera, y estaba obligada por la ley de Números 36:3 a casarse con un miembro de su tribu. La ley misma prohibía el matrimonio entre determinados grados de parentesco, de modo que incluso el matrimonio de una heredera se dejaba más o menos a su elección.

Según la costumbre judía, la unión de José y María tenía que ser concertada por los padres de José. Uno se puede preguntar por qué María accedió a sus esponsales, cuando estaba ligada por su voto de virginidad. De la misma manera que ella había obedecido la inspiración divina al hacer su voto, también la obedeció al convertirse en la novia prometida de José. Además, hubiera sido un caso singular entre los judíos el rehusar los esponsales o el matrimonio, ya que todas las doncellas judías aspiraban al matrimonio como la realización de un deber natural. María confió implícitamente en la guía de Dios, y por ello estaba segura de que su voto sería respetado incluso en su estado de casada.

La Anunciación: la Visitación.

Según Lucas 1:36, el ángel Gabriel le dijo a María en el momento de la Anunciación, "Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril". Sin poner en duda la verdad de las palabras del ángel, María decidió enseguida contribuir a la alegría de su piadosa pariente. Por ello, continúa el evangelista (1:39): "En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá, y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel." Aunque María debe haberle comunicado a José su propósito de realizar esa visita, es difícil determinar si él la acompañó; si dio la casualidad de que el momento de la visita coincidía con alguna de las temporadas de fiestas en que los israelitas tenían que acudir al Templo, habría pocas dificultades acerca de la compañía.

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La casa de Isabel ha sido localizada en varios emplazamientos según los diferentes escritores: ha sido situada en Machaerus, unas diez millas al este del Mar Muerto, o en Hebrón, o de nuevo en la antigua ciudad sacerdotal de Jutta, unas siete millas al sur de Hebrón, o finalmente en Ain-Karim, la tradicional S. Juan-en-la-Montaña, unas cuatro millas al oeste de Jerusalén. Sin embargo, los tres primeros sitios no poseen ningún monumento conmemorativo del nacimiento o de la vida de S. Juan; además, Machaerus no estaba situada en las montañas de Judá; Hebrón y Jutta pertenecían a Idumea, después de la cautividad babilónica, en tanto que Ain-Karim está situada en las "montañas" mencionadas en el texto inspirado de S. Lucas.

Después de un viaje de unas treinta horas, María "entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel" (Lucas 1:40). Según la tradición, en la época de la visitación Isabel no vivía en su casa de la ciudad sino en su villa, a unos diez minutos de la ciudad; antiguamente este lugar estaba señalado por una iglesia superior y otra inferior. En 1861 se erigió sobre los antiguos cimientos la pequeña iglesia actual de la Visitación.

"Así que oyó Isabel el saludo de María, exultó el niño en su seno". Fue en este momento cuando Dios cumplió la promesa hecha por el ángel a Zacarías (Lucas 1:15), "desde el seno de su madre será lleno del Espíritu Santo"; en otras palabras, el niño que Isabel llevaba en su seno fue purificado de la mancha del pecado original. Se desbordó la plenitud del Espíritu Santo en el alma de su madre, "e Isabel se llenó del Espíritu Santo" (Lucas 1:41). Así, tanto la madre como el hijo fueron santificados por la presencia de María y del Verbo Encarnado (53); llena como estaba del Espíritu Santo, Isabel "clamó con fuerte voz: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque así que sonó la voz de tu salutación en mis oídos, exultó de gozo el niño en mi seno. Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor" (Lucas 1:42-45). Dejemos a los comentaristas la explicación completa del pasaje precedente, y centremos nuestra atención sólo en dos puntos:

Isabel comienza su saludo con las mismas palabras con las que el ángel había terminado su salutación, mostrando de esta manera que ambos hablaban por inspiración del Espíritu Santo.Isabel es la primera en llamar a María por su título más honorable "Madre de Dios".

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La respuesta de María es el cántico de alabanza denominado comunmente Magnificat, por la primera palabra de su texto en latín; el "Magnificat" ha sido tratado en un artículo separado.

El evangelista termina su relato de la Visitación con las palabras: "María permaneció con ella como unos tres meses y se volvió a su casa" (Lucas 1:56). Muchos ven en esta breve frase del tercer evangelio una sugerencia implícita de que María permaneció en casa de Zacarías hasta el nacimiento de Juan el Bautista, mientras que otros niegan tal implicación. Dado que la Festividad de la Visitación fue emplazada el 2 de julio por el cuadragésimo tercer canon del Concilio de Basilea (1441 d. de J.C.), el día siguiente a la octava de la Festividad de S. Juan Bautista, se ha deducido que posiblemente María permaneciera con Isabel hasta después de la circuncisión del niño; pero no hay más pruebas que corroboren esta suposición. Aunque la Visitación es descrita con tanta precisión en el tercer evangelio, su festividad no parece haberse celebrado hasta el siglo XIII, cuando fue introducida a través de la influencia de los franciscanos; fue instituida oficialmente en 1389 por Urbano VI.

El embarazo de María llega a conocimiento de José.

Después del regreso de casa de Isabel, "se halló haber concebido María del Espíritu Santo" (Mateo 1:18). Dado que entre los judíos los esponsales constituían un verdadero matrimonio, el uso del matrimonio después del tiempo de los esponsales no era nada extraño entre ellos. Por ello, el embarazo de María no podía sorprender a nadie más que al mismo S. José. La situación debió haber sido extremadamente dolorosa tanto para él como para María, ya que él no conocía el misterio de la Encarnación. El evangelista dice: "José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto" (S. Mateo 1:19). María dejó la solución a esta dificultad en manos de Dios, y Dios informó en su momento al asombrado esposo de la verdadera condición de María. Mientras José "reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados" (Mateo 1:20-21).

No mucho después de esta revelación, José concluyó el ritual del contrato de matrimonio con María. El Evangelio dice sencillamente: "Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, recibiendo en casa a su esposa" (Mateo 1:24). Si bien es cierto que deben haber pasado al menos tres meses entre los esponsales y el matrimonio, durante los cuales María permaneció con Isabel, es imposible determinar con exactitud el lapso de tiempo transcurrido entre las dos ceremonias. No sabemos cuánto tiempo después de los esponsales le anunció el ángel a María el misterio de la

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Encarnación, y tampoco sabemos cuánto duró la duda de S. José antes de que fuera iluminado por la visita del ángel. Teniendo en cuenta la edad a la que las doncellas judías se convertían en casaderas, es posible que María diera a luz a su Hijo cuando contaba alrededor de trece o catorce años de edad. Ningún documento histórico nos dice qué edad tenía en realidad en el momento de la Natividad.

El viaje a Belén.

Lucas (2:1-5) explica cómo José y María viajaron desde Nazaret hasta Belén obedeciendo un decreto de César Augusto que ordenaba un empadronamiento general.

Se dan varias razones por las que María debe haber acompañado a José en este viaje: es posible que ella no deseara perder la protección de José durante este periodo crítico de su embarazo, o puede que haya seguido una inspiración divina especial que la impulsaba a marchar para que se cumplieran las profecías referentes a su divino Hijo, o también puede que fuera obligada a ir debido a la ley civil, ya fuera como heredera o para satisfacer el impuesto personal que había que pagar por las mujeres mayores de doce años.

Dado que el empadronamiento había atraído a multitud de extranjeros a Belén, María y José no encontraron sitio en la posada de la caravana y tuvieron que alojarse en una gruta que servía de refugio para los animales.

María da a luz a Nuestro Señor.

"Estando allí, se cumplieron los días de su parto" (Lucas 2:6); este lenguaje no deja claro si el nacimiento de Nuestro Señor ocurrió inmediatamente después de que José y María se hubieran alojado en la gruta, o varios días después. Lo que se narra acerca de los pastores "estaban velando las vigilias de la noche sobre su rebaño" (Lucas 2:8) muestra que Cristo nació durante la noche.

Después de dar a luz a su Hijo, María "le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre" (Lucas 2:7), señal de que no sufrió dolores ni debilidades en el parto. Esta deducción coincide con las enseñanzas de algunos de los principales Padres y teólogos: S. Ambrosio (56), S. Gregorio de Nyssa (57), S. Juan Damasceno (58), el autor de Christus patiens (59), Sto. Tomás (60), etc. No era adecuado que la madre de Dios estuviera sujeta al castigo pronunciado en Génesis 3:16 contra Eva y sus hijas pecadoras.

Poco después del nacimiento del niño los pastores, obedientes a la invitación del ángel, llegaron a la gruta "y encontraron a María, a José y al Niño acostado en un pesebre" (Lucas 2:16). Podemos suponer que los pastores divulgaron las

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felices nuevas que habían recibido durante la noche entre sus amigos en Belén, y que la Sagrada Familia fue recibida por alguno de sus habitantes piadosos en un alojamiento más adecuado.

La Circuncisión de Nuestro Señor.

"Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al Niño, le dieron el nombre de Jesús" (Lucas 2:21). El rito de la circuncisión se llevaba a cabo bien en la sinagoga bien en el hogar del niño; es imposible determinar dónde tuvo lugar la circuncisión de Nuestro Señor. De todos modos, su Bienaventurada Madre debe haber estado presente durante la ceremonia.

La Presentación.

Según la ley del Levítico 12:-8, toda madre judía de un varón hebreo tenía que presentarse cuarenta días después de su nacimiento para su purificación legal; según Éxodo 13:2 y Números 18:15, el primogénito tenía que ser presentado en esa misma ocasión. Cualesquiera que fueran las razones que María y el Niño hubieran podido tener para reclamar una excepción, el hecho es que acataron la ley. Sin embargo, en vez de ofrecer un cordero, presentaron el sacrificio de los pobres, que consistía en un par de tórtolas o de pichones. En II Corintios 8:9, S. Pablo dice a los corintios que Jesucristo "siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza". Aún más agradable a Dios que la pobreza de María fue la prontitud con que ofreció a su divino Hijo para la complacencia de su Padre Celestial.

Después de que se hubieron llevado a cabo los ritos ceremoniales, el santo Simeón tomó al Niño en sus brazos y dio gracias a Dios por el cumplimiento de sus promesas; hizo una llamada de atención sobre la universalidad de la salvación que iba a venir a través de la redención mesiánica "la que has preparado ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel" (Lucas 2:31 sq.). María y José comenzaron ahora a conocer más plenamente a su divino Hijo; ellos "estaban maravillados de las cosas que se decían de El" (Lucas 2:33). Como si quisiera preparar a su Bienaventurada Madre para el misterio de la cruz, el santo Simeón le dijo: "Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción; y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones" (Lucas 2:34-35). María había padecido su primer gran dolor cuando José había dudado al tomarla por esposa; su segundo gran dolor lo experimentó cuando oyó las palabras del santo Simeón.

Aunque el incidente de la profetisa Ana había tenido una relación más general, ya que ella "hablaba de Él a cuantos esperaban la redención de Jerusalén"

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(Lucas 2:38), debe haber aumentado en gran medida el asombro de José y María.

La visita de los Magos.

Tras la Presentación, la Sagrada Familia bien volvió directamente a Belén, o bien fue primero a Nazaret y de allí a la ciudad de David.

De todos modos, después de que "los magos de Oriente" hubieron sido guiados hasta Belén por Dios, "entrados en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron, y abriendo sus alforjas, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra" (Mateo 2:11). El evangelista no menciona a José; no porque no estuviera presente, sino porque María ocupa el lugar principal junto al Niño. Los evangelistas no han contado cómo dispusieron María y José de los regalos ofrecidos por sus ricos visitantes.

La huida a Egipto.

Poco después de la partida de los magos, José recibió el mensaje del ángel del Señor para que huyera a Egipto con el Niño y su madre, debido a los malvados propósitos de Herodes; la pronta obediencia del santo varón es descrita brevemente por el evangelista con las palabras: "Levantándose de noche, tomó al niño y a la madre y partió para Egipto" (Mateo 2:14). Los judíos perseguidos siempre habían buscado refugio en Egipto (cf. III Reyes 11:40; IV Reyes 25:26); en tiempos de Cristo, los colonos judíos eran especialmente numerosos en la tierra del Nilo (61); según Filón (62) eran al menos un millón. En Leontopolis, en el distrito de Heliópolis, los judíos tenían un templo (160 a. de C.-73 d. de J.C.) que rivalizaba en esplendor con el templo de Jerusalén. (63) Por todo ello, la Sagrada Familia podía esperar hallar en Egipto una cierta ayuda y protección.

Por otra parte, era necesario un viaje de al menos diez días desde Belén para alcanzar los distritos habitados más cercanos de Egipto. No sabemos qué camino tomó la Sagrada Familia en su huida; pudieron haber tomado la carretera ordinaria a través de Hebrón; o pudieron marchar vía Eleutheropolis y Gaza o también pudieron haberse dirigido al oeste de Jerusalén hacia la gran carretera militar de Joppe.

Apenas existe algún documento histórico que nos pueda servir de ayuda para determinar dónde vivió la Sagrada Familia en Egipto, y tampoco sabemos cuánto duró este exilio forzado.

Cuando José recibió por el ángel la noticia de la muerte de Herodes y la orden de volver a la tierra de Israel, él, "levantándose, tomó al niño y a la madre y

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partió para la tierra de Israel" (Mateo 2:21). La noticia de que Arquelao reinaba en Judea impidió a José establecerse en Belén, como había sido su intención; "advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea, yendo a habitar en una ciudad llamada Nazaret" (Mateo 2:22-23). En todos estos detalles, María sencillamente se dejó guiar por José, que a su vez, recibió las manifestaciones divinas como cabeza de la Sagrada Familia. No es necesario señalar el intenso dolor de María ante la temprana persecución del Niño.

La Sagrada Familia en Nazaret.

La vida de la Sagrada Familia en Nazaret fue la propia de un comerciante pobre normal. Según S. Mateo 13:55, la gente del pueblo preguntaba: "¿No es éste el hijo del carpintero?"; la pregunta, tal y como viene expresada en el segundo evangelio (Marcos 6:3) muestra una ligera variación, "¿No es acaso el carpintero?". Mientras José ganaba el sustento para la Sagrada Familia con su trabajo diario, María atendía las labores del hogar. S. Lucas (2:40) dice brevemente de Jesús: "El Niño crecía y se fortalecía lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en El". El Sabath semanal y las grandes fiestas anuales interrumpían la rutina diaria de la vida en Nazaret.

Nuestro Señor es hallado en el Templo.

Según la ley de Éxodo 23:17, sólo los hombres estaban obligados a visitar el templo en las tres festividades solemnes del año; pero las mujeres se unían a menudo a los hombres para satisfacer su devoción. S. Lucas (2:41) nos informa de que "Sus padres (del Niño) iban cada año a Jerusalén en la fiesta de la Pascua".

Probablemente dejaban al niño Jesús en casa de amigos o parientes durante los días que duraba la ausencia de María. Según la opinión de algunos escritores, el Niño no dio ninguna señal de su divinidad durante los años de su infancia, con el propósito de aumentar los méritos de la fe de José y María, basada en lo que habían visto y oído en el momento de la Encarnación y el nacimiento de Jesús. Los Doctores judíos de la Ley sostenían que un chico se convertía en hijo de la ley a la edad de doce años y un día; después de esto, estaba obligado por los preceptos legales.

El evangelista nos proporciona aquí la información de que "cuando era ya de doce años, al subir sus padres, según el rito festivo, y volverse ellos, acabados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo echasen de ver". (Lucas 2:42-43). Esto ocurrió probablemente después del segundo día de fiesta, cuando José y María regresaban con otros peregrinos galileos; la ley no exigía una estancia más larga en la Ciudad Sagrada. Durante el primer día, la caravana hacía generalmente un viaje de cuatro horas, y pasaba la noche en

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Beroth, en la frontera norte del antiguo reino de Judá. Los cruzados construyeron en este lugar una preciosa iglesia gótica para conmemorar el dolor de Nuestra Señora cuando "buscáronle entre parientes y conocidos, y al no hallarle, se volvieron a Jerusalén en busca suya" (Lucas 2:44-45). El Niño no fue encontrado entre los peregrinos que habían venido a Beroth en el primer día de viaje; tampoco le encontraron el segundo día, cuando José y María regresaron a Jerusalén; no fue hasta el tercer día cuando "le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles...Cuando sus padres le vieron, se maravillaron, y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote" (Lucas 2:40-48).

La fe de María no le permitía temer que un mínimo accidente le ocurriera a su divino Hijo; pero percibió que su conducta habitual de docilidad y sumisión había cambiado por completo. Este sentimiento era la causa de la pregunta, por qué Jesús había tratado a sus padres de aquella manera. Jesús respondió simplemente: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?" (Lucas 2:49). Ni José ni María tomaron estas palabras como una reprimenda; "Ellos no entendieron lo que les decía" (Lucas 2:50). Un escritor reciente ha sugerido que el significado de la última frase debe ser entendido "ellos (es decir, los que estaban presentes) no entendieron lo que les (es decir, a José y a María) decía".

El resto de la juventud de Nuestro Señor.

Después de esto, Jesús "bajó con ellos, y vino a Nazaret" donde comenzó una vida de trabajo y pobreza, de la cual dieciocho años son resumidos por el evangelista en estas pocas palabras, "y les estaba sujeto,... crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres" (Lucas 2:51-52). La vida interior de María es señalada brevemente por la expresión inspirada del escritor "y su madre conservaba todo esto en su corazón" (Lucas 2:51). Una expresión análoga había sido usada en 2:19, "María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón". Así, María observaba la vida diaria de su divino Hijo, y crecía en su conocimiento y amor a través de la meditación sobre lo que veía y oía. Ciertos escritores han señalado que el evangelista indica aquí la última fuente de la que obtuvo el material contenido en sus dos primeros capítulos.

La virginidad perpetua de María.

Relacionados con el estudio de María durante la vida oculta de Nuestro Señor, nos encontramos los aspectos referentes a su virginidad perpetua, su maternidad divina y su santidad personal. Su virginidad sin mácula ha sido suficientemente considerada en el artículo sobre el Nacimiento de la Virgen. Las autoridades citadas entonces mantienen que María permaneció virgen

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cuando concibió y dio a luz a su divino Hijo, y también después del nacimiento de Jesús. La pregunta de María (Lucas 1:34), la respuesta del ángel (Lucas 1:35,37), la manera de comportarse de José durante su duda (Mateo 1:19-25), las palabras de Cristo dirigidas a los judíos (Juan 8:19), muestran que María conservó su virginidad durante la concepción de su divino Hijo.

En cuanto a la virginidad de María después del parto, no es negada ni por las expresiones de S. Mateo "antes de que conviviesen" (1:18), "su primogénito" (1:25), ni por el hecho de que los libros del Nuevo Testamento se refieran repetidamente a los hermanos de Jesús. Las palabras "antes de que conviviesen" significan probablemente "antes de que viviesen en la misma casa", refiriéndose al tiempo en que sólo estaban desposados; mas incluso si estas palabras fueran entendidas como vida marital, sólo afirman que la Encarnación tuvo lugar antes de que tal relación fuera establecida, y sin implicar por ello que ésta tuviera lugar después de la Encarnación del Hijo de Dios.

Lo mismo debe decirse de la expresión "No la conoció hasta que dio a luz a su primogénito" (Mateo 1:25); el evangelista nos dice lo que no ocurrió antes del nacimiento de Jesús, sin sugerir que ello ocurriera después de su nacimiento. (68) El nombre "primogénito" se aplica a Jesús tanto si su madre continuó siendo virgen como si dio a luz a otros hijos después de Jesús; entre los judíos era un nombre legal, de modo que su aparición en el Evangelio no puede extrañarnos.

Finalmente, "los hermanos de Jesús" no son ni los hijos de María ni los hermanos de Nuestro Señor, en un sentido estricto del término, sino sus primos o los parientes más o menos cercanos. La Iglesia insiste en que con su nacimiento el Hijo de Dios no disminuyó sino que consagró la integridad virginal de su madre (oración secreta en la Misa de Purificación). Los Padres se expresan también en un lenguaje similar en lo que se refiere a este privilegio de María.

La maternidad divina de María.

La maternidad divina de María está basada en las enseñanzas de los Evangelios, en los escritos de los Padres y en la definición expresa de la Iglesia. S. Mateo (1:25) testifica que María "dio a luz a su primogénito" y que El fue llamado Jesús. Según S. Juan (1:15) Jesús es la Palabra hecha carne, la Palabra que asumió la naturaleza humana en el vientre de María. Como María era verdaderamente la madre de Jesús, y Jesús era verdadero Dios desde el primer momento de su concepción, María es en verdad la madre de Dios. Incluso los Padres más antiguos no dudaron en extraer esta conclusión, como puede verse en los escritos de S. Ignacio, S. Ireneo, y Tertuliano. El conflicto

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de Nestorio que negaba a María el título de "Madre de Dios" fue seguido por las enseñanzas del Concilio de Efeso, que proclamó que María era Theotokos en el verdadero sentido de la palabra.

La santidad perfecta de María.

Unos pocos escritores patrísticos expresaron sus dudas acerca de la presencia de defectos morales menores en Nuestra Señora. S. Basilio, por ejemplo, sugiere que María sucumbió a la duda al oír las palabras del santo Simeón y al presenciar la crucifixión. S. Juan Crisóstomo es de la opinión que María habría sentido miedo y preocupación si el ángel no le hubiera explicado el misterio de la Encarnación, y que demostró un poco de vanagloria en las fiestas de las bodas de Caná y al visitar a su Hijo durante su vida pública acompañada de los hermanos del Señor. S. Cirilo de Alejandría (80) habla de la duda de María y su desesperanza al pie de la cruz. Más no se puede afirmar que estos escritores griegos expresen una tradición apostólica, cuando lo que expresan son sus opiniones singulares y privadas. Las Escrituras y la tradición están de acuerdo en atribuir a María la más grande santidad personal; es concebida sin la mancha del pecado original; muestra la mayor humildad y paciencia en su vida diaria (Lucas 1:38, 48); demuestra una paciencia heroica en las circunstancias más difíciles (Lucas 2:7, 35,48; Juan 19:25-27). Cuando se contempla la cuestión del pecado, María constituye siempre una excepción.

La total exclusión de María del pecado es confirmada por el Concilio de Trento (Sesión VI, Canon 23): "Si alguien dice que el hombre una vez justificado puede durante su vida entera evitar todo pecado, incluso venial, como la Iglesia mantiene que hizo la Virgen María por un privilegio especial de Dios, sea reo de anatema". Los teólogos afirman que María fue inmaculada, no por la perfección esencial de su naturaleza, sino por un privilegio divino especial. Más aún, los Padres, al menos desde el siglo V, mantienen casi unánimemente que la Bienaventurada Virgen nunca experimentó los impulsos de la concupiscencia.

El milagro de Caná.

Los evangelistas relacionan el nombre de María con tres sucesos diferentes en la vida pública de Nuestro Señor: con el milagro de Caná, con su predicación y con su pasión. El primero de estos incidentes es narrado en Juan 2:1-10:

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"...hubo una boda en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también Jesús con sus discípulos a la boda. No tenían vino, porque el vino de la boda se había acabado. En esto dijo la madre de Jesús a éste: No tienen vino. Dijole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? No es aún llegada mi hora."

Se supone naturalmente que uno de los contrayentes estaba emparentado con María, y que Jesús había sido invitado a causa del parentesco de su madre. La pareja debe haber sido bastante pobre, ya que el vino estaba de hecho agotándose. María desea salvar a sus amigos de la vergüenza de no poder agasajar adecuadamente a sus invitados, y recurre a su divino Hijo. Ella simplemente expone su necesidad, sin añadir ninguna petición. Al dirigirse a las mujeres, Jesús emplea de modo uniforme la palabra "mujer" (Mateo 15:28; Lucas 13:12; Juan 4:21; 8:10; 19:26; 20:15), una expresión utilizada por los escritores clásicos como un tratamiento respetuoso y honorable.

Los pasajes citados arriba muestran que en el lenguaje de Jesús el tratamiento "mujer" tiene un significado sumamente respetuoso. La frase "qué nos va a mí y a ti" se traduce al griego ti emoi kai soi, que a su vez corresponde a la frase hebrea mah li walakh. Esto último sucede en Jueces 11:12; II Reyes 16:10; 19:23, III Reyes 17:18; IV Reyes 3:13; 9:18; II Paralipómenos 35:21. El Nuevo testamento muestra expresiones equivalentes en Mateo 8:29; Marcos 1:24; Lucas 4:34; 8:28; Mateo 27:19. El significado de la frase varía según el carácter del que habla, abarcando desde una muy pronunciada oposición a una conformidad cortés. Un significado tan variable le hace difícil al traductor encontrar un equivalente igualmente variable. "Qué tengo que ver contigo", "esto no es asunto mío ni tuyo", "por qué me causas tantos problemas", "déjame asistir a esto", son algunas de las traducciones sugeridas. En general, las palabras parecen referirse a una mayor o menor oportunidad que intentan eliminar. La última parte de la respuesta de Nuestro Señor presenta menos dificultades para el intérprete: "No es aún llegada mi hora" no puede referirse al preciso momento en que la necesidad de vino requerirá la intervención milagrosa del Señor, ya que en el lenguaje de S. Juan "mi hora" o "la hora" se refiere al tiempo predestinado para algún suceso importante (Juan 4:21,23; 5:25,28; 7:30; 8:29; 12:23; 13:1; 16:21; 17:1).

Por ello, el significado de la respuesta de Nuestro Señor es: "¿Por qué me importunas pidiéndome tal intervención? El momento señalado por Dios para tal intervención no ha llegado todavía"; o "¿por qué te preocupas? ¿no ha llegado el momento de manifestar mi poder?" El primero de estos significados implica que gracias a la intercesión de María, Jesús adelantó el momento dispuesto para la manifestación de su poder milagroso (83); el segundo significado se obtiene al tomar la segunda parte de las palabras de Nuestro Señor como una pregunta, como hizo S. Gregorio de Nyssa (84), y también

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como la versión árabe del "Diatessaron" de Tatiano (Roma, 1888). (85) María comprendió las palabras de su divino Hijo en su sentido correcto; ella avisó sencillamente a los camareros, "Haced lo que El os diga" (Juan 2:5). No hay posibilidad de explicar la respuesta de Jesús como una denegación de la petición.

María durante la vida apostólica de Nuestro Señor.

Durante la vida apostólica de Nuestro Señor, María logró pasar casi completamente inadvertida. Al no ser llamada para ayudar directamente a su Hijo en su ministerio, no quiso interferir en su trabajo con una presencia inoportuna. En Nazaret era considerada como una madre judía corriente; S. Mateo (3:55-56; cf. Marcos 6:3) presenta a la gente del pueblo diciendo: "¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María, y sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas? Sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros?". Dado que la gente deseaba, por su lenguaje, rebajar la consideración de Nuestro Señor, debemos deducir que María pertenecía al orden social inferior de la gente del pueblo. El pasaje paralelo de S. Marcos dice, "¿No es éste el carpintero?", en lugar de "¿No es éste el hijo del carpintero?" Puesto que ambos evangelistas omiten el nombre de S. José, debemos suponer que ya había muerto antes de que este episodio sucediera.

A primera vista, pudiera parecer que Jesús despreciaba la dignidad de su Bienaventurada Madre. Cuando le dijeron: "Tu madre y tus hermanos están fuera y desean hablarte. El respondiendo, dijo al que le hablaba: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano sobre sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre". (Mateo 12:47-50; cf. Marcos 3:31-35; Lucas 8:19-21).

En otra ocasión "levantó la voz una mujer de entre la muchedumbre y dijo: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que mamaste. Pero El dijo: Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan" (Lucas 11:27-28).

En realidad, en ambos pasajes Jesús sitúa el lazo que une el alma con Dios por encima del lazo natural de parentesco que une a la Madre de Dios con su divino Hijo. Esta última dignidad no es menospreciada; es utilizada por Nuestro Señor como un medio para hacer ver el valor real de la santidad, dado que obviamente los hombres lo aprecian con más facilidad. Por tanto, en realidad Jesús ensalza a su Madre del modo más enfático, dado que ella superó al resto de los hombres en santidad no menos que en dignidad. (86) Muy probablemente María se encontraba también entre las santas mujeres que atendían a Jesús y a sus apóstoles durante su ministerio en Galilea (cf. Lucas 8:2-3); el evangelista no menciona ninguna otra aparición pública de María

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durante los viajes de Jesús a través de Galilea o de Judea. Sin embargo, debemos recordar que, cuando el sol aparece, aun las más brillantes estrellas se tornan invisibles.

María durante la Pasión de Nuestro Señor.

Dado que la Pasión de Jesucristo tuvo lugar durante la semana pascual, se espera naturalmente encontrar a María en Jerusalén. La profecía de Simeón se cumplió en su plenitud principalmente durante los momentos de sufrimiento de Nuestro Señor.

Según una tradición, su Bienaventurada Madre se encontró con Jesús cuando cargaba con la cruz camino del Gólgota. El Itinerarium del Peregrino de Burdeos describe los lugares memorables que el escritor visitó en el 333 d. de J.C., pero no menciona ninguna localidad consagrada a este encuentro entre María y su divino Hijo. (87) El mismo silencio domina en el llamado Peregrinatio Silviae que solía localizarse en el 385 d. de J.C., pero que últimamente ha sido emplazado en 533-540 d. de J.C. (88) Mas un plano de Jerusalén que data del año 1308 muestra la iglesia de S. Juan Bautista con la inscripción "Pasm. Vgis", Spasmus Virginis, el desmayo de la Virgen. Durante el curso del siglo XIV, los cristianos comenzaron a localizar los emplazamientos consagrados a la Pasión de Cristo, y entre ellos se encontraba el lugar en el que se dice que María se desmayó al ver a su Hijo sufriendo.

Desde el siglo XV se encuentra siempre "Sancta Maria de Spasmo" entre las estaciones del Camino de la Cruz, erigidas en varias partes de Europa a imitación de la Vía Dolorosa de Jerusalén. (90) El hecho de que Nuestra Señora debería haberse desmayado a la vista de los sufrimientos de su Hijo no está muy de acuerdo con su comportamiento heroico al pie de la cruz; a pesar de ello, debemos considerar su calidad de mujer y madre en su encuentro con su Hijo camino del Gólgota, mientras que es la Madre de Dios al pie de la cruz.

La maternidad espiritual de María

Mientras Jesús colgaba en la cruz, "estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su madre, María la de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa". (Juan 19:25-27).

El oscurecimiento del sol y los otros fenómenos naturales extraordinarios deben haber asustado a los enemigos del Señor lo suficiente como para que no interfirieran con su madre y con los pocos amigos que permanecían al pie de la cruz. Entre tanto, Jesús había orado por sus enemigos y había prometido el

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perdón al buen ladrón; al llegar ese momento, El tuvo compasión de su desolada madre, y aseguró su porvenir. Si S. José hubiera estado vivo, o si María hubiera sido la madre de aquellos que son llamados hermanos o hermanas de Nuestro Señor en los Evangelios, tal medida no hubiera sido necesaria. Jesús utiliza el mismo título respetuoso con el que se había dirigido a su madre en las fiestas de las bodas de Caná. Ahora El confía a María a Juan como su madre, y desea que María considere a Juan como su hijo.

Entre los escritores más tempranos, Orígenes es el único que considera la maternidad de María sobre todos los creyentes en este sentido. Según él, Cristo vive en todos los que le siguen con perfección, y así como María es la Madre de Cristo, también es la madre de aquel en el que Cristo vive. Por ello, según Orígenes, el hombre tiene un derecho indirecto a reclamar a María como su madre, en la medida en que se identifique con Jesús por la vida de la gracia. (91) En el siglo IX, Jorge de Nicomedia (92) explica las palabras de Nuestro Señor en la cruz de forma que Juan es confiado a María, y con Juan todos los discípulos, convirtiéndola en madre y señora de todos los compañeros de Juan. En el siglo XII Ruperto de Deutz explica las palabras de Nuestro Señor estableciendo la maternidad espiritual de María sobre los hombres, aunque S. Bernardo, el ilustre contemporaneo de Ruperto, no cita este privilegio entre los numerosos títulos de Nuestra Señora.

Posteriormente, la explicación de Ruperto de las palabras de Nuestro Señor en la cruz se volvió más y más común, tanto es así que en nuestros días se la puede hallar prácticamente en todos los libros de piedad.

La doctrina de la maternidad espiritual de María está contenida en el hecho de que ella es la antítesis de Eva: Eva es nuestra madre natural ya que es el origen de nuestra vida natural; por tanto, María es nuestra madre espiritual ya que es el origen de nuestra vida espiritual. Una vez más, la maternidad espiritual de María se basa en el hecho de que Jesús es nuestro hermano, ya que es "el primogénito entre muchos hermanos" (Romanos 8:29). Ella se convirtió en nuestra madre desde el momento en que accedió a la Encarnación del Verbo, la Cabeza del cuerpo místico cuyos miembros somos nosotros; y ella selló su maternidad al consentir al sacrificio sangriento en la cruz que es la fuente de nuestra vida sobrenatural. María y las santas mujeres (Mateo 17:56; Marcos 15:40; Lucas 23:49; Juan 19:25) presenciaron la muerte de Jesús en la cruz; probablemente, ella permaneció durante el descendimiento de su Cuerpo sagrado y durante su funeral.

El Sabath siguiente fue para ella tiempo de dolor y esperanza. El decimoprimer canon de un concilio que tuvo lugar en Colonia, en 1423, instituyó contra los husitas la festividad de los Dolores de Nuestra Señora, emplazándola en el viernes siguiente al tercer domingo después de Pascua. En 1725 Benedicto

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XIV extendió la festividad a toda la Iglesia, y la emplazó el viernes de la Semana de Pasión. "Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa" (Juan 19:27). Si vivieron en Jerusalén o en otro lugar no puede ser determinado a partir de los Evangelios.

María y la Resurrección de Nuestro Señor.

La narración inspirada de los incidentes relacionados con la Resurrección de Cristo no menciona a María; mas tampoco pretenden ofrecer una narración completa de todo lo que Jesús hizo o dijo. Los Padres también guardan silencio en cuanto a la participación de María en las alegrías del triunfo de su Hijo sobre la muerte. Sin embargo, S. Ambrosio afirma expresamente: "María por tanto vio la Resurrección del Señor; ella fue la primera que la vio y creyó. María Magdalena también la vio, aunque todavía dudó".

Aunque los Evangelios no nos lo dicen expresamente, podemos suponer que María estaba presente cuando Jesús se apareció a varios de sus discípulos en Galilea y en el momento de su Ascensión (cf. Mateo 28:7, 10, 16; Marcos 16:7). Más aún, no es improbable que Jesús visitara repetidamente a su Bienaventurada Madre durante los cuarenta días después de su Resurrección.

I.44. MARIA EN LA FE DE LA IGLESIA

Influencia de María en la vida de la Iglesia

1. Después de haber reflexionado sobre la dimensión mariana de la vida eclesial, nos disponemos ahora a poner de relieve la inmensa riqueza espiritual que María comunica a la Iglesia con su ejemplo y su intercesión.

Ante todo, deseamos considerar brevemente algunos aspectos significativos de la personalidad de María, que a cada uno de los fieles brindan indicaciones valiosas para acoger y realizar plenamente su propia vocación.

María nos ha precedido en el camino de la fe: al creer en el mensaje del ángel, es la primera en acoger, y de modo perfecto, el misterio de la Encarnación (15). Su itinerario de creyente empieza incluso antes del inicio de su maternidad divina, y se desarrolla y profundiza durante toda su experiencia terrenal. Su fe es una fe audaz que, en la Anunciación, cree lo humanamente imposible, y en Caná impulsa a Jesús a realizar su primer milagro, provocando la manifestación de sus poderes mesiánicos (ver Jn 2,1-5).

María educa a los cristianos para que vivan la fe como un camino que compromete e implica, y que en todas las edades y situaciones de la vida requiere audacia y perseverancia constante.

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2. A la fe de María está unida su docilidad a la voluntad divina. Creyendo en la palabra de Dios, pudo acogerla plenamente en su existencia, y, mostrándose disponible al soberano designio divino, aceptó todo lo que se le pedía de lo alto.

Así, la presencia de la Virgen en la Iglesia anima a los cristianos a ponerse cada día a la escucha de la palabra del Señor, para comprender su designio de amor en las diversas situaciones diarias, colaborando fielmente en su realización.

3. De ese modo, María educa a la comunidad de los creyentes para que mire al futuro con pleno abandono en Dios. En la experiencia personal de la Virgen, la esperanza se enriquece con motivaciones siempre nuevas. Desde la Anunciación, María concentra las expectativas del antiguo Israel en el Hijo de Dios encarnado en su seno virginal. Su esperanza se refuerza en las fases sucesivas de la vida oculta en Nazaret y del ministerio público de Jesús. Su gran fe en la palabra de Cristo, que había anunciado su resurrección al tercer día, evitó que vacilara incluso frente al drama de la cruz: conservó su esperanza en el cumplimiento de la obra mesiánica, esperando sin titubear la mañana de la resurrección, después de las tinieblas del Viernes santo.

En su arduo camino a lo largo de la historia, entre el ya de la salvación recibida y el todavía no de su plena realización, la comunidad de los creyentes sabe que puede contar con la ayuda de la Madre de la esperanza, quien, habiendo experimentado la victoria de Cristo sobre el poder de la muerte, le comunica una capacidad siempre nueva de espera del futuro de Dios y de abandono en las promesas del Señor.

4. El ejemplo de María permite que la Iglesia aprecie mejor el valor del silencio. El silencio de María no es sólo sobriedad al hablar, sino sobre todo capacidad sapiencial de recordar y abarcar con una mirada de fe el misterio del Verbo hecho hombre y los acontecimientos de su existencia terrenal.

María transmite al pueblo creyente este silencio-acogida de la palabra, esta capacidad de meditar en el misterio de Cristo. En un mundo lleno de ruidos y de mensajes de todo tipo, su testimonio permite apreciar un silencio espiritualmente rico y promueve el espíritu contemplativo.

María testimonia el valor de una existencia humilde y escondida. Todos exigen normalmente, y a veces incluso pretenden, poder valorizar de modo pleno la propia persona y las propias cualidades. Todos son sensibles ante la estima y el honor. Los evangelios refieren muchas veces que los Apóstoles ambicionaban los primeros puestos en el Reino, que discutían entre ellos sobre quién era el mayor y que, a este respecto, Jesús debió darles lecciones sobre

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la necesidad de la humildad y del servicio (ver Mt 18,1-5; 20,20-28; Mc 9,33-37; 10,35-45; Lc 9,46-48; 22,24-27). María, por el contrario, no deseó nunca los honores y las ventajas de una posición privilegiada, sino que trató siempre de cumplir la voluntad divina, llevando una vida según el plan salvífico del Padre.

A cuantos sienten con frecuencia el peso de una existencia aparentemente insignificante, María les muestra cuán valiosa es la vida, si se la vive por amor a Cristo y a los hermanos.

5. Además, María testimonia el valor de una vida pura y llena de ternura hacia todos los hombres. La belleza de su alma, entregada totalmente al Señor, es objeto de admiración para el pueblo cristiano. En María la comunidad cristiana ha visto siempre un ideal de mujer, llena de amor y de ternura, porque vivió la pureza del corazón y de la carne.

Frente al cinismo de cierta cultura contemporánea, que muy a menudo parece desconocer el valor de la castidad y trivializa la sexualidad, separándola de la dignidad de la persona y del proyecto de Dios, la Virgen María propone el testimonio de una pureza que ilumina la conciencia y lleva hacia un amor más grande a las criaturas y al Señor.

6. Más aún: María se presenta a los cristianos de todos los tiempos, como aquella que experimenta una viva compasión por los sufrimientos de la humanidad. Esta compasión no consiste sólo en una participación afectiva, sino que se traduce en una ayuda eficaz y concreta ante las miserias materiales y morales de la humanidad.

La Iglesia, siguiendo a María, está llamada a tener su misma actitud con los pobres y con todos los que sufren en esta tierra. La atención materna de la Madre del Señor a las lágrimas, a los dolores y a las dificultades de los hombres y mujeres de todos los tiempos, debe estimular a los cristianos, de modo particular al aproximarse el tercer milenio, a multiplicar los signos concretos y visibles de un amor que haga participar a los humildes y a los que sufren hoy en las promesas y las esperanzas del mundo nuevo que nace de la Pascua.

7. El afecto y la devoción de los hombres a la Madre de Jesús superan los confines visibles de la Iglesia y mueven a los corazones a tener sentimientos de reconciliación. Como una madre, María quiere la unión de todos sus hijos. Su presencia en la Iglesia constituye una invitación a conservar la unidad de corazón que reinaba en la primera comunidad (ver Hch 1,14), y, en consecuencia, a buscar también los caminos de la unidad y de la paz entre todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

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María, en su intercesión ante el Hijo, pide la gracia de la unidad del género humano, con vistas a la construcción de la civilización del amor, superando las tendencias a la división, las tentaciones de la venganza y el odio, y la fascinación perversa de la violencia.

8. La sonrisa materna de la Virgen, reproducida en tantas imágenes de la iconografía mariana, manifiesta una plenitud de gracia y paz que quiere comunicarse. Esta manifestación de serenidad del espíritu contribuye eficazmente a conferir un rostro alegre a la Iglesia.

María, acogiendo en la Anunciación la invitación del ángel a alegrarse (cai~re = alégrate: Lc 1,28), es la primera en participar en la alegría mesiánica, ya anunciada por los profetas para la «hija de Sión» (ver Is 12,6; Sof 3,14-15; Zac 9,8), y la transmite a la humanidad de todos los tiempos.

El pueblo cristiano, que la invoca como causa nostrae laetitiae, descubre en ella la capacidad de comunicar la alegría que nace de la esperanza, incluso en medio de las pruebas de la vida, y de guiar a quien se encomienda a ella hacia la alegría que no tendrá fin.

I.45. MARIA EN EL CULTO CRISTIANO

El culto a Maria es una forma del único culto dirigido a Dios: Al amar y venerar a Maria, amamos y glorificamos a Dios en ella.

MARIA.- Recibe un culto singular en la iglesia en correspondencia con el puesto singular que ocupa en el plan salvación de Dios. La finalidad última del culto a la bien aventurada virgen Maria es glorificar a Dios y empezar a los cristianos en una vida absolutamente conforme a su voluntad (Of. MC. 39).

Por esta razón la piedad Mariana se traduce en la vida práctica de la fe tanto en una veneración existencial, es decir un hacer propias las virtudes de la virgen, como en una veneración cultural que nos lleva a glorificar a Dios en ella y a confiar la nuestras suplicas.

La veneración existencial

Las actividades fundamentales que Maria encarna son la fe y el cumplimiento en la voluntad de Dios.

Estas dos actividades creyentes de la Virgen Maria tomar o forman concreta en cada lugar y en cada época, sin embargo, los seguidores de Jesús, tanto

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personalmente o como Iglesia, debemos hacerlos presentes para ser fieles a nuestras a nuestra condición de bautizados Maria, por su confianza y su finalidad, se toma como modelo de creyentes que acoge la palabra la medidas en su corazón y transforma su vida en fecundidad.

Desde esta perspectiva es madre de los creyentes y de la iglesia porque su fe la hace ser felicidades por todas las generaciones.

La veneración cultural

En la pasado de la iglesia encontramos algunos actividades erróneas en ciertas formas de culto Mariano pablo bien la “Marialis cultus” propuso la orientación adecuados para que se renovara equilibradamente la veneración a la virgen.

La piedad Mariana debe inspirarse en la sagrada escritura, estar en armonía con la liturgia ser sensible al movimiento y manifestar sin ambigüedades la humanidad de Maria El culto Mariano debe tener presente la indisociable relación de la virgen con Jesucristo la acción de la trinidad en su misión de ser madre del salvador y su condición de modelo de creyente para la iglesia.

La piedad hacia la madre del ser modelo de aquel culto que hace de la propia vida una afirma a Dios tiene una gran eficacia pastoral y constituye una fuerza veneradora de la vida cristiana.

El hombre contemporáneo sometido a múltiples tentaciones desconcentradas y dirigidas por la aparente oposición entre sus deseos y posibilidades y sus limitaciones puede encontrar en la figura de la madre del señor una respuesta adecuada y sus aspiraciones.

La profunda fe de la Maria y el (S) dado a plan invitación a convertir la obediencia al padre en un camino y medio de realización personal.

El culto Mariano se manifiesta tanto, en la confesión de fe maravillosamente expresada la liturgia de la iglesia como en las ricas y múltiples de la piedad popular.

En esta nueva época marcada por la renovación litúrgica del Vaticano II, la iglesia busca a través de una pastoral fiel a la tradición y abierta a las exigencias de los tiempos actuales la mutua fecundación entre litúrgica y religiosidad popular para candar de forma adecuada las alabanzas de aquella a la que según sus palabras proféticos llamaron bienaventurada todas las generaciones etc.

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