vuelos

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VUELOS Esta es una tarde de sábado en la que el sol abriga este cubo abarrotado de libros e imágenes: mi habitación, cuyo ambiente enciende el fuego vital que algunos llaman escribir. Una mirada y una mano vacilante torturan al lápiz ansioso por recorrer a besos el diáfano cuerpo de una hoja de papel. Hoy he decidido terminar con este exilio innecesario a las palabras y lograr aquel tipo de sosiego tan oportuno a mi edad. ¿Por dónde debo partir? Ideas y sentimientos danzan en mi interior al ritmo de una melodía que aún no logro comprender, tal vez deba concentrarme en el recuerdo de aquel día singular. Seis de diciembre de 1996, 5 am. Tenía sesenta años, pero esa mañana el espejo me hizo sentir de veinte. Una pequeña espinilla en la frente y una ligera barba se dibujaban en aquel rostro senil. Observé fijamente aquella imagen; debes darte prisa -me dije-. Tenía mucho que hacer y todo debía estar preparado antes de media noche.Tomar un baño, vestirme y amarrar mi cabello sería cuestión de minutos. Esta vez, decidí desayunar fuera. Pensé en aquel comedor de aire rústico y acogedor que quedaba a dos cuadras decasa. Al llegar busqué la mesa que solía frecuentar los viernes para disfrutar junto al desayuno algún libro de filosofía. Tres tostadas y un café por favor, le dije a Carmen. Cómo olvidar a aquella morena cuyas curvas no pasaban los treinta años, fémina cultivada en una playa del norte del país, playa que aún es presa del olvido.Carmen dejó el pedido en mi mesa mientras una sonrisa marchita se dibujaba en su rostro tras haberle dichogracias. Comí y me marché. Vagos son los recuerdos de lo que sucedió en las horas posteriores, hasta las 10 pm. Tal vez todo marchó como estaba previsto: tratar con burócratas, almorzar, tratar con otros burócratas, un par de llamadas…, el hambre no se hizo presente aquella noche,no merendé. La noche se encendía en la capital mientras tomaba el último bus a mi destino. El transcurso de los minutos iba extinguiendo la música, mientras el “suba, suba, al medio hay espacio” se volvía la constante de la atmósfera. La multitud y el bus constituían un solo cuerpo, en el cual, el olor a metrópoli empezaba a transformarse en olor a humanidad.Pocos minutos bastarían para

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VUELOS

Esta es una tarde de sábado en la que el sol abriga este cubo abarrotado de libros e imágenes: mi habitación, cuyo ambiente enciende el fuego vital que algunos llaman escribir. Una mirada y una mano vacilante torturan al lápiz ansioso por recorrer a besos el diáfano cuerpo de una hoja de papel. Hoy he decidido terminar con este exilio innecesario a las palabras y lograr aquel tipo de sosiego tan oportuno a mi edad. ¿Por dónde debo partir? Ideas y sentimientos danzan en mi interior al ritmo de una melodía que aún no logro comprender, tal vez deba concentrarme en el recuerdo de aquel día singular.

Seis de diciembre de 1996, 5 am. Tenía sesenta años, pero esa mañana el espejo me hizo sentir de veinte. Una pequeña espinilla en la frente y una ligera barba se dibujaban en aquel rostro senil. Observé fijamente aquella imagen; debes darte prisa -me dije-. Tenía mucho que hacer y todo debía estar preparado antes de media noche.Tomar un baño, vestirme y amarrar mi cabello sería cuestión de minutos. Esta vez, decidí desayunar fuera. Pensé en aquel comedor de aire rústico y acogedor que quedaba a dos cuadras decasa. Al llegar busqué la mesa que solía frecuentar los viernes para disfrutar junto al desayuno algún libro de filosofía. Tres tostadas y un café por favor, le dije a Carmen. Cómo olvidar a aquella morena cuyas curvas no pasaban los treinta años, fémina cultivada en una playa del norte del país, playa que aún es presa del olvido.Carmen dejó el pedido en mi mesa mientras una sonrisa marchita se dibujaba en su rostro tras haberle dichogracias. Comí y me marché. Vagos son los recuerdos de lo que sucedió en las horas posteriores, hasta las 10 pm. Tal vez todo marchó como estaba previsto: tratar con burócratas, almorzar, tratar con otros burócratas, un par de llamadas…, el hambre no se hizo presente aquella noche,no merendé.

La noche se encendía en la capital mientras tomaba el último bus a mi destino. El transcurso de los minutos iba extinguiendo la música, mientras el “suba, suba, al medio hay espacio” se volvía la constante de la atmósfera. La multitud y el bus constituían un solo cuerpo, en el cual, el olor a metrópoli empezaba a transformarse en olor a humanidad.Pocos minutos bastarían para que varios extraños se arranquen más de una mirada. En ese momento un pensamiento vino a mi mente: hay ocasiones en las que el tiempo compartido con alguien desconocido en un bus urbano es mayor que el tiempo compartido en familia, más aún si uno la ha perdido o no ha sido capaz de conservarla. Silencio colectivo y miradas perdidas, el preámbulo a mi arribo.

El camino de tierra que nace a pocos pasos de la carretera principal me conduciría al tan ansiado lugar. La lluvia ligera empezó a caer, afortunadamente, el viento, había decidido descansar aquella noche, pudiéndose así contemplar cada gota de agua realizando un ritual al caer y recorrer sensualmente todo aquello que tocaba. La luna se escondió y ninguna estrella se atrevió a decir adiós. En fin, había llegado a donde debía llegar, el último lugar que vería en esta vida.Me senté a contemplar la inmensa e incierta oscuridad que se tendía bajo mis pies. Llevaba así un poco más de una hora. Ningún pensamiento cruzaba mi mente, ni siquiera que cien metros separaban esta superficie de la más próxima. Será cuestión de cerrar los ojos para eliminar el deseo de retorno, abrir los brazos evocando las alas de un cóndor andino y dejar fluir la adrenalina. Pensé en que sería mi último vuelo, sin placebos, aviones, parapentes, ni posteriores remordimientos. En aquel momento, el silencio se hizo cómplice de mis

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pensamientos. Media noche, hora en la que frecuentemente aullaba en la habitación de un barrio colonial capitalino, sin embargo, aquella vez preferí que el susurro de un adiós haga su trabajo. Cerré los ojos, y justo antes de inclinar el cuerpo una voz empezó a decir una y otra vez: “el dolor es un maestro violento pero necesario”. ¡Maldita sea!, dije y luego, ¿a quién diablos se le ocurre mencionar a Descartes en un momento como éste? La respuesta inmediata fue un silencio interminable y abrumador. Tal vez debas buscar un vuelo superior, pensé. Emprendí el regreso a casa en compañía de la lluvia, ignorando que al otro lado de la ciudad, Carmen había empezado a caer.